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IndiceEditorial: Con fortaleza más que humana .................................. 1Declaración con ocasión del XXV aniversario de las consagraciones episcopales ........................................... 3Fieles a la línea de conducta de Mons. Lefebvre ....................... 7

Mons. Bernard Fellay

¿Por qué no aceptar la mano tendida? ................................... 15P. Régis de Cacqueray

Conformarse a Nuestro Señor ................................................... 23 Mons. Alfonso de Galarreta

El pecado y la penitencia de David ........................................... 31P. José María Mestre Roc

Notario de la Santa Inquisición y precursor de la Oftalmología moderna ............................. 36

Rvdo. D. Eduardo Montes

La primavera del postconcilio ................................................... 38L. Pintas

Foto de portada: Monseñor Lefebvre, el día de las consagraciones episcopales, 30 de junio de 1988.

Le recordamos que la Hermandad de San Pío X en España agradece todo tipo de ayu-da y colaboración para llevar a cabo su obra en favor de la Tradición. Los sacerdotes de la Hermandad no podrán ejercer su ministerio sin su generosa aportación y asistencia.

NOTA FISCALLos donativos efectuados a la Fundación San Pío X son deducibles, en un 25 %, de

la cuota del I.R.P.F. Todo ello, con el límite legal establecido(10 % de la base liquidable).

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Un padre y una madre

Breve Biografía de los padres de Mons. lefeBvre

«Si acepté presentar este bosquejo biográfico, escrito a partir de testimonios direc-tos e irrecusables, es porque creo en la santidad de Mada-me Lefebvre», escribía en la nota preliminar de su texto el R. P. Le Crom, Superior de la Tercera Orden Franciscana en Tourcoing y último direc-

tor espiritual de la Sra. Lefebvre, madre de S. Exc. Mons. Marcel Lefebvre.

Estamos en 1948. Madame Lefebvre murió hace diez años. Su Esposo murió en el destierro de 1944 en un campo nazi. Todavía no se trata del Concilio Vaticano II o de la Hermandad Sacerdotal de San Pío X. Por eso podemos echar una mirada serena a estos dos textos que reconstruyen la vida de los padres de su Excelencia y descubrir así la dimensión sobrenatural que reinaba en ese hogar. También es la oportunidad de compren-der mejor la importancia de la educación cristiana que permitió a esta familia ofrecer a la Iglesia tres religiosas y dos sacerdotes, entre ellos un arzobispo. «Todo árbol bueno da buenos frutos... Por sus frutos los conoceréis».

Pueden hacer su pedido a nuestra dirección.Precio: 12 €

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Capillas de la Hermandad San Pío X en España

MadridCapilla Santiago Apóstol C/ Játiva, frente al nº 8Metro: Pacífico, salida Dr. Esquerdo.Bus: 8, 10, 24, 37, 54, 56, 57, 136, 140 y 141Domingos: 10 h.: misa rezada 12 h.: misa cantada.Laborables: 19 h.

(20 h. en julio y agosto)

BarcelonaCapilla de la Inmaculada ConcepciónC/ Tenor Massini, 108, 1º 1ªDomingos: misa a las 11 h.Viernes y sábados: misa a las 19 h.Más información: 93 354 54 62

CórdobaC/ Angel de Saavedra, 2, portal B, 2º izq.Lunes siguiente al 1er domingo, misa a las 19 h.Más información: 957 47 16 41

GranadaCapilla María ReinaPl. Gutierre de Cetina, 32Autobús: 71er domingo de cada mes, misa a las 11 h.Sábado precedente, misa a las 19 h.Más información: 958 51 54 20

MurciaSábado anterior al 1er domingo de mes, misa a las 11 h.Más información: 868 97 13 81

OviedoCapilla de Cristo ReyC/ Pérez de la Sala, 51Viernes anterior al 3er domingo, misa a las 19’00 h.Sábado siguiente, misa a las 11 h.Más información: 984 18 61 57

Palma de MallorcaCapilla de Santa Catalina TomásC/ Ausías March, 27, 4º 2ª4º domingo de cada mes, misa a las 19 h.Más información: 971 20 15 53

Santander3er domingo de cada mes, misa a las 12 h.

ValenciaC/ Pizarro, 1, 3º, pta. 123er domingo de cada mes, misa a las 11 h.

VitoriaCapilla de los Sagrados CorazonesPl. Dantzari, 83er domingo de cada mes, misa a las 19 h.

También se celebranmisas en: Salamanca, Tenerife y Las Palmas de Gran Canaria.

Para cualquier tipo de información sobre nuestro apostolado ylugares donde se celebra la Santa Misa, pueden llamar al 91 812 28 81

Impreso: Compapel - Telf. 629 155 929

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Ed

ito

rialCon fortaleza más que humana

Mañana espléndida. La tensión y expectación entre los asistentes eran in-evitables. Decenas y decenas de periodistas de todo el mundo llenaban el área de prensa hasta completar por entero el espacio para ellos dispues-

to. Se esperaba con ansiedad si por fin la ceremonia anunciada tendría lugar. Y la ceremonia se inició puntualmente, con toda la solemnidad exigida por el ritual, hasta el detalle más secundario. Con toda meticulosidad y esmero. Era el 30 de junio de 1988. Hoy, en este año 2013, en pleno sigo XXI, celebramos las bodas de plata de tan importante decisión. Su Excelencia Monseñor Marcel Lefebvre iba a conferir la consagración episcopal a cuatro sacerdotes de la Hermandad de San Pío X. Por amor a Dios Nuestro Señor, Trinidad beatísima. Por amor a la Iglesia, por amor al sacerdocio católico y para asegurar su continuidad, por amor a las almas y su salvación eterna, en definitiva por amor a Nuestro Señor Jesucristo y a la misión por Él encomendada.

En muchas partes del mundo se oraba para que el acto no se llevase a cabo. El desconocimiento de los hechos y la falta de visión en lo concerniente a la crisis de la Iglesia eran totales. Se puede rezar con fervor y orar con la mejor de las intenciones y a pesar de todo no saber lo que se pide. Las consagraciones de 1988 habían sido precedidas de múltiples entrevistas entre la Santa Sede y el fundador de la Hermandad de San Pío X, de numerosas promesas en cuanto a la concesión de un obispo para la Tradición y de incesantes retrasos en las promesas dadas. Habían sido precedidas de un pasar el tiempo y el tiempo sin llegar a nada. Toda la prensa mundial se hizo eco. Y todos hablaban de cisma, de ruptura con la Sede de Roma, de enfrentamiento abierto con el Papa. Mientras Roma y el Papa se-guían con su demoledor avance en la destrucción de la Iglesia. Se amenazaba a Monseñor Marcel Lefebvre con la peor de las penas canónicas y al mismo tiem-po se proclamaba a los musulmanes que tanto ellos como nosotros los cristianos adoramos al mismo Dios. Se presentaban obstáculos insuperables a la concesión de uno o dos obispos para la Tradición y sin embargo se afirmaba ante los repre-sentantes judíos que ellos son nuestros hermanos mayores en la fe y se lanzaban peticiones de perdón por los errores y pecados de la Iglesia Católica en diversos momentos de la Historia. Ecône era el alejamiento y ruptura en la comunión con la Iglesia. No obstante el Consejo mundial de las iglesias se convertía cada vez más en un oasis de diálogo y confraternidad. Todo el drama surgido en torno a la Hermandad de San Pío X residía en algo tan simple como esto: sus miembros no se abrían al soplo del Espíritu dado en el Vaticano II. Un Concilio pastoral que se ha convertido en un Superconcilio o en el dogma de los dogmas. Parece ser que fuera de él todo es destrucción y caos. Lo que sí es verdad es que el Concilio Vati-cano II es 1789 en la Iglesia Católica.

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2Tres años después de las consagraciones episcopales fallecía Monseñor Marcel

Lefebvre. Una nueva etapa se abría en la Hermandad. Cuatro obispos y cientos de sacerdotes, junto con los Hermanos, Hermanas y Oblatas, y miles de feligreses seguidores de la Santa Tradición en la Iglesia continuaban la obra que inició y sustentó el piadoso Obispo de Ecône y Prelado de confianza del Sumo Pontífice, Su Santidad Pío XII. Mas pensar que el camino estaba ya trazado sin piedra alguna de tropiezo era infantil y simplón. El enemigo seguía más alerta que nunca y en la Ciudad Eterna no deseaban en absoluto un entendimiento con lo que significaba en su andadura la Hermandad de San Pío X. El Papa polaco, el Papa venido del frío, hoy beato y muy pronto canonizado, tenía sus dardos muy bien dirigidos a las dianas determinadas por él y sus colaboradores.

En el año 2005 fallece el Papa Juan Pablo II y alcanza el Solio Pontificio Su Eminencia el Cardenal Joseph Ratzinger, en el trono de San Pedro Benedicto XVI. Cuando es proclamado Papa de la Iglesia Católica Benedicto XVI conoce muy bien a Monseñor Lefebvre, su obra y su tenacidad apostólica. En los ocho años de su Pontificado nada se ha hecho, en lo profundo y substancial, por el retorno de la Tradición en cuanto a la misión y apostolado de la Iglesia. Sí es verdad, una vez más, sí es verdad, que ha quedado dicho alto y claro que la Misa llamada tra-dicional nunca ha sido abrogada. Que su celebración nunca puede depender del capricho u opinión personal de Prelado alguno. Y también es verdad que las in-justas excomuniones de 1988 han desaparecido porque en realidad, en verdad, su validez era nula, algo hiriente e insultante, desde todos los ángulos del Derecho Canónico y de las normas establecidas en la Santa Iglesia. Mas hay que repetir con dolor que frente a la Tradición está el gran baluarte del Concilio Vaticano II como nueva Tradición en la Iglesia y como nuevo y exclusivo intérprete de lo que siempre, en todas partes y por todos ha sido creído y profesado en el seno de la Iglesia. La renuncia de Benedicto XVI al Sumo Pontificado ha dejado a la Iglesia Católica en una situación alarmante, alarma que no se ha disipado con la llegada de Su Santidad Francisco I.

Veinticinco años de aquellas consagraciones episcopales. De nuestros labios brota una plegaria de acción de gracias y de reconocimiento del amor misericor-dioso de Jesús, Nuestro Salvador y Rey. Mas es cierto que vivimos momentos y tiempos muy difíciles, muy dolorosos. Enfrentamientos, incomprensiones, deser-ciones, huidas. Que nuestro grito sea el que desde los inicios de la Iglesia llenaba el corazón de los creyentes: Ven, ven, oh Señor, y líbranos de estas tinieblas y sombras de muerte. Y a semejanza de nuestro santo fundador, con una fortaleza más que humana, no dejemos de combatir para gloria y honor de la Trinidad Santísima. m

Editorial: Con fortaleza más que humana

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Declaración con ocasión del XXV aniver-sario de las consagraciones episcopales

(30 de junio de 1988 – 27 de junio de 2013)

1- Con ocasión del XXV aniversa-rio de las consagraciones, los obispos de la Hermandad Sa-

cerdotal de San Pío X expresan solemne-mente su gratitud a Mons. Marcel Lefe-bvre y a Mons. Antonio de Castro Mayer por el acto heroico que realizaron el 30 de junio de 1988. En particular quieren manifestar su gratitud filial a su venera-do fundador, quien, después de tantos años de servicio a la Iglesia y al Roma-no Pontífice, no dudó en sufrir la injusta acusación de desobediencia para salva-guardar la fe y el sacerdocio católicos.

2- En la carta que nos dirigió antes de las consagraciones, escribía: “Os conjuro a que permanezcáis unidos a la Sede de Pedro, a la Iglesia romana, Ma-dre y Maestra de todas las Iglesias, en la fe católica íntegra, expresada en los Símbolos de la fe, en el catecismo del Concilio de Trento, conforme a lo que os ha sido enseñado en vuestro seminario. Permaneced fieles en la transmisión de esta fe para que venga a nosotros el Rei-no de Nuestro Señor.” Esta frase expre-sa la razón profunda del acto que habría de realizar: “para que venga a nosotros

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4el Reino de Nuestro Señor”, adveniat regnum tuum!

3- Siguiendo a Mons. Lefebvre, afir-mamos que la causa de los graves erro-res que están demoliendo la Iglesia no reside en una mala interpretación de los textos conciliares – una “hermenéutica de la ruptura” que se opondría a una “hermenéutica de la reforma en la con-tinuidad” -, sino en los textos mismos, a causa de la inaudita línea escogida por el concilio Vaticano II. Esta línea se manifiesta en sus documen-tos y en su espíritu: frente al “humanismo laico y profano”, frente a la “religión (pues se trata de una religión) del hom-bre que se hace Dios”, la Igle-sia, única poseedora de la Re-velación “del Dios que se hizo hombre” quiso manifestar su “nuevo humanismo” diciendo al mundo moderno: “nosotros también, más que nadie, tene-mos el culto del hombre” (Pa-blo VI, Discurso de clausura, 7 de diciembre de 1965). Mas esta coexistencia del culto de Dios y del culto del hombre se opone radicalmente a la fe católica, que nos enseña a dar el culto supremo y el primado exclusivo al solo Dios verdadero y a su único Hijo, Jesu-cristo, en quien “habita corporalmente la plenitud de la divinidad” (Col. 2, 9).

4- Nos vemos obligados a comprobar que este Concilio atípico, que solo quiso ser pastoral y no dogmático, ha inaugu-rado un nuevo tipo de magisterio, des-conocido hasta entonces en la Iglesia, sin raíces en la Tradición; un magisterio empeñado en conciliar la doctrina cató-lica con las ideas liberales; un magiste-

rio imbuido de los principios modernis-tas del subjetivismo, del inmanentismo y en perpetua evolución según el falso concepto de tradición viva, viciando la naturaleza, el contenido, la función y el ejercicio del magisterio eclesiástico.

5- A partir de ahí, el reino de Cristo deja de ser el empeño de las autoridades eclesiásticas, aunque estas palabras de Jesucristo: “todo poder me ha sido dado sobre la tierra y en el cielo” (Mt. 28, 18)

siguen siendo una verdad y una realidad absolutas. Negarlas en los hechos signi-fica dejar de reconocer en la práctica la divinidad de Nuestro Señor. Así, a causa del Concilio, la realeza de Cristo sobre las sociedades humanas es simplemen-te ignorada, o combatida, y la Iglesia es arrastrada por este espíritu liberal que se manifiesta especialmente en la liber-tad religiosa, el ecumenismo, la colegia-lidad y la nueva misa.

6- La libertad religiosa expuesta por Dignitatis humanae, y su aplicación práctica desde hace cincuenta años, conducen lógicamente a pedir al Dios

Declaración con motivo del XXV aniversario de las consagraciones episcopales

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5hecho hombre que renuncie a reinar so-bre el hombre que se hace Dios, lo que equivale a disolver a Cristo. En lugar de una conducta inspirada por una fe sóli-da en el poder real de Nuestro Señor Je-sucristo, vemos a la Iglesia vergonzosa-mente guiada por la prudencia humana, y dudando tanto de ella misma que ya no pide a los Estados sino lo que las lo-gias masónicas han querido concederle: el derecho común, en el mismo rango y entre las otras religiones que ya no osa llamar falsas.

7- En nombre de un ecumenismo omnipresente (Unitatis redintegratio) y de un vano diálogo interreligioso (Nos-tra Aetate), la verdad sobre la única Iglesia es silenciada; de igual modo, una gran parte de los pastores y de los fieles, no viendo más en Nuestro Señor y en la Iglesia católica la única vía de salvación,

han renunciado a convertir a los adeptos de las falsas religiones, dejándolos en la ignorancia de la única Verdad. Este ecu-menismo ha dado muerte, literalmente, al espíritu misionero con la búsqueda de una falsa unidad, reduciendo muy a me-

nudo la misión de la Iglesia a la trans-misión de un mensaje de paz puramente terreno y a un papel humanitario de ali-vio de la miseria en el mundo, ponién-dose así a la zaga de las organizaciones internacionales.

8- El debilitamiento de la fe en la di-vinidad de Nuestro Señor favorece una disolución de la unidad de la autoridad en la Iglesia, introduciendo un espíritu colegial, igualitario y democrático (cf. Lumen Gentium). Cristo ya no es la ca-beza de la cual todo proviene, en par-ticular el ejercicio de la autoridad. El Romano Pontífice, que ya no ejerce de hecho la plenitud de su autoridad, así como los obispos, que – contrariamente a las enseñanzas del Vaticano I – creen poder compartir colegialmente de ma-nera habitual la plenitud del poder su-premo, se colocan en lo sucesivo, con los

sacerdotes, a la escucha y en pos del “pueblo de Dios”, nuevo soberano. Es la des-trucción de la autoridad y en consecuencia la ruina de las instituciones cristianas: familias, seminarios, insti-tutos religiosos.

9- La nueva misa, pro-mulgada en 1969, debilita la afirmación del reino de Cristo por la Cruz (“regnavit a ligno Deus”). En efecto, su rito mismo atenúa y obscu-rece la naturaleza sacrificial

y propiciatoria del sacrificio eucarístico. Subyace en este nuevo rito la nueva y falsa teología del misterio pascual. Am-bos destruyen la espiritualidad católica fundada sobre el sacrificio de Nuestro Señor en el Calvario. Esta misa está pe-

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6netrada de un espíritu ecuménico y pro-testante, democrático y humanista que ignora el sacrificio de la Cruz. Ilustra también la nueva concepción del “sacer-docio común de los bautizados” en de-trimento del sacerdocio sacramental del presbítero.

10- Cincuenta años después del con-cilio , las causas permanecen y siguen produciendo los mismos efectos, de suerte que hoy aquellas consagraciones episcopales conservan toda su razón de ser. El amor por la Iglesia guió a Mons. Le-febvre y guía a sus hijos. El mismo deseo de “transmi-tir el sacerdocio católico en toda su pureza doctrinal y su caridad misionera” (Mons. Lefebvre, Itinerario espiri-tual) anima a la Fraternidad San Pío X en el servicio de la Iglesia, cuando pide con instancia a las autoridades romanas que reasuman el tesoro de la Tradición doctrinal, moral y litúrgica.

11- Este amor por la Iglesia explica la regla que Mons. Lefebvre siempre ob-servó: seguir a la Providencia en todo momento, sin jamás pretender antici-parla. Entendemos que así lo hacemos, sea que Roma regrese de modo rápido a la Tradición y a la fe de siempre – lo que restablecerá el orden en la Iglesia – , sea que se nos reconozca explícitamente el derecho de profesar de manera íntegra la fe y de rechazar los errores que le son contrarios, con el derecho y el deber de oponernos públicamente a los errores y a sus fautores, sean quienes fueren – lo que permitirá un comienzo de restable-

cimiento del orden. A la espera, y frente a esta crisis que continúa sus estragos en la Iglesia, perseveramos en la defensa de la Tradición católica y nuestra esperan-za permanece íntegra, pues sabemos con fe cierta que “las puertas del infierno no prevalecerán contra ella” (Mt. 16, 18).

12- Entendemos, así, seguir la exhor-tación de nuestro querido y venerado

padre en el episcopado: “Queridos ami-gos, sed mi consuelo en Cristo, perma-neced fuertes en la fe, fieles al verdadero sacrificio de la misa, al verdadero y san-to sacerdocio de Nuestro Señor, para el triunfo y la gloria de Jesús en el cielo y en la tierra” (Carta a los obispos). Que la Santísima Trinidad, por intercesión del Inmaculado Corazón de María, nos con-ceda la gracia de la fidelidad al episcopa-do que hemos recibido y que queremos ejercer para honra de Dios, el triunfo de la Iglesia y la salvación de la almas. m

Ecône, 27 de junio de 2013, en la fiesta de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro

Mons. Bernard FellayMons. Bernard Tissier de Mallerais

Mons. Alfonso de Galarreta

Declaración con motivo del XXV aniversario de las consagraciones episcopales

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Fieles a la línea de conductade Mons. Lefebvre

entrevista de “angelus Press” a Monseñor Fellay: reFlexiones sobre el25º aniversario de las consagraciones ePiscoPales – 20 de abril de 2013

T he Angelus: ¿Cuál fue su primera reacción cuando se enteró de que usted era

uno de los sacerdotes elegidos por Monseñor Lefebvre para la consa-gración episcopal?

Mons. Fellay: Mi primera reacción fue la de pensar que debían de existir mejores candidatos; -si es posible ¡apar-ta de mí este cáliz!- Después pensé en mis compañeros, en mis hermanos sa-cerdotes, pues es evidente que es una cruz pesada de cargar: se trata de entre-garse a los demás.

¿Se acuerda usted de sus senti-mientos y de su estado de espíritu el 30 de junio de 1988, después de haber sido con-sagrado obispo por las manos de Mons. Lefebvre?

No recuerdo gran cosa de mis propios sentimientos y emo-ciones, pero me acuer-do de hasta qué punto la asamblea estaba electrizada. La atmós-fera era verdadera-mente eléctrica. No he visto nunca nada parecido. Me acuerdo

bien de ello, tanto durante el curso de la ceremonia como después: una alegría in-mensa, nada más. Era conmovedor.

En su “Itinerario espiritual”, Mons. Lefebvre habla de un sueño que tuvo en la catedral de Dakar. ¿Puede explicarnos en qué las consagraciones de 1988 fueron una realización de ese sueño?

Cosa asombrosa, yo diría que no veo ni siquiera un vínculo entre los dos acontecimientos. En efecto, no creo que haya ninguno. No creo que la consagra-ción de los obispos esté directamente vinculada a la propia obra de Monseñor: es simplemente un medio de supervi-vencia. No es esencial a la obra que con-

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8siste en formar y edificar sacer-dotes según el Corazón de Jesús. Ahí está lo esencial.

Es verdad que sin obispos no podría haber sacerdotes, pero no es el elemento esencial de la obra. Es esencial para sobrevi-vir, pero no para la naturaleza de la obra. ¡Evidentemente la cuestión se plantea hoy de otro modo, a la vista de todos los de-sarrollos en nuestro apostolado y la situación de la Iglesia!

Mons. Lefebvre insistía sobre el carácter extraor-dinario de su decisión de consagrar y la distinguía también de un acto cismá-tico, subrayando el hecho de que no pretendía trans-mitir ninguna jurisdicción episcopal, sino solamen-te el poder de orden. En el curso de estos últimos vein-ticinco años, algunos han criticado la elección de uno de esos obispos como supe-rior general, diciendo que semejante elección supone la reivindicación de un po-der de jurisdicción para el obispo. ¿Puede responder a este argumento y explicar cómo el papel del superior general no implica tal rei-vindicación?

Primero de todo, ¿por qué Mons. Lefebvre, en el momento de las consagraciones, no que-ría que un obispo se convirtiese en superior general? Era preci-samente para facilitar las rela-ciones con Roma. Si el superior

«Si el Espíritu Santo permite que redacte estas conside-raciones espirituales antes de entrar, si Dios quiere, en el seno de la Santísima Trinidad, me habrá permitido realizar el sueño que me hizo entrever un día en la catedral de Dakar: ante la degradación progresiva del ideal sacerdotal, transmitir en toda su pureza doctrinal y en toda su caridad misionera el sacerdocio católico de Nuestro Señor Jesu-cristo, tal como lo transmitió a sus apóstoles y tal como la Iglesia romana lo transmitió hasta mediados del siglo veinte. ¿Cómo realizar lo que me parecía entonces la única solución para renovar la Iglesia y la Cristiandad? Era todavía un sueño, pero en el cual se me presentaba ya la necesidad, no solamente de transmitir el sacerdocio auténtico, no solamente la “sana doctrina” aprobada por la Iglesia, sino también el espíritu profundo e inmutable del sacerdocio católico y del espíritu cristiano, unido esencialmente a la gran oración de Nuestro Señor que expresa eternamente su sacrificio de la Cruz».

Mons. Lefebvre, prefacio del Itinerario Espiritual

(En la fotografía, Mons. Lefebvre, recién nombrado Vicario Apostólico de Dakar).

Fieles a la línea de conducta de Mons. Lefebvre

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9general era obispo, sería objeto de una sanción de la parte de Roma, lo que ha-ría las discusiones más difíciles que si era simple sacerdote como el padre Sch-midberger, nuestro superior en aquel momento. Su decisión se basaba clara-mente sobre las circunstancias, y no era la expresión de un principio. Era una cuestión de prudencia y no se trataba de excluir directamente la posibilidad de que un obispo se convirtiese en superior general en el porvenir.

Hay que distinguir, sin embargo, en-tre dos tipos de jurisdicción. Existe una jurisdicción normal, ordinaria, que un superior general ejerce en relación con los miembros de su congregación y, de otra parte, la jurisdicción ordinaria del obispo. En tanto que obispos, nosotros no poseemos actualmente jurisdicción ordinaria, pero en tanto que superior general poseo perfectamente el otro tipo de jurisdicción. No son las mismas.

El Espíritu dE Mons. lEfEbvrE

¿Hay algún recuerdo particular que conserve de Monseñor y que le gustaría compartir con noso-tros?

Por un lado, su simplicidad y su buen sentido, por otro, su visión muy elevada de las cosas. Ésta era siempre sobrenatu-ral: se volvía siempre hacia Dios. Es evi-dente que estaba guiado por la oración, por la Fe, por la unión con Dios. Para él era normal y evidente estar siempre, en las acciones ordinarias, unido a Nuestro Señor.

¿Cómo desarrolla usted en sus sa-cerdotes y seminaristas el notable espíritu de Mons. Lefebvre en lo tocante a la piedad sacerdotal, la

solidez doctrinal y la acción con-trarrevolucionaria?

Primeramente intentamos, en la me-dida de lo posible, poner a los semina-ristas en contacto con el propio Mons. Lefebvre: su voz, sus enseñanzas, sus libros… Poseemos las grabaciones de sus conferencias a los seminaristas. ¡Los franceses llevan en eso ventaja! Pero las estamos traduciendo para que todos los seminaristas puedan tener acceso a las mismas. En inglés, algunas de sus confe-rencias han sido ya publicadas en forma de libro: Le destronaron, La santidad sacerdotal, La misa de siempre.

A continuación, nos proponemos realizar y aplicar en nuestros seminarios los medios que él mismo nos dio: el plan de estudios y de conferencias que él pre-paró, por ejemplo; determinó su orden y la manera en que se estructuran. Nues-tra filosofía y nuestra teología están así fundadas en las enseñanzas de santo Tomás, como la Iglesia lo recomienda. Las Actas del Magisterio forman un cur-so particularmente querido por Monse-ñor; se estudian ahí las encíclicas de los grandes papas desde el siglo XIX hasta Pío XII, así como su combate contra la introducción de los principios de la Ilus-tración en la Iglesia y en la sociedad. Continuamos fielmente todo eso y con fruto.

El dEsarrollo dE la HErMandad dEs-dE 1988

¿Cuáles han sido en la Herman-dad, desde las consagraciones de 1988, los cambios positivos y ne-gativos más importantes?

No sé si ha habido muchos cambios. Nos hacemos algo mayores, aunque se-guimos siendo una congregación joven.

Fieles a la línea de conducta de Mons. Lefebvre

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10Pero ahora tenemos sacerdotes entrados en años, lo cual no teníamos en 1988. Es un cambio superficial, dirán uste-des. Teníamos entonces cuatro obispos y tenemos ahora tres. Es también un cambio. Pero en sí mismo no hay nada de fundamental, nada de esencial. Tene-mos más casas en más países, pero eso es menos un cambio que el desarrollo normal de una obra.

Permanecemos fieles a la línea de conducta de Mons. Lefebvre. Al mirar los últimos pocos años, de hecho, Mons. Lefebvre dijo en 1988 que Roma vendría a nosotros cinco o seis años después de las consagraciones; eso ha durado vein-ticuatro o veinticinco años, y de toda evidencia la situación no está todavía madura. Los cambios en la Iglesia que Mons. Lefebvre esperaba –el regreso a la Tradición- no existen todavía. Pero evidentemente, si las autoridades ecle-siásticas continúan como vienen hacién-dolo, la destrucción se agravará y un día deberán dar media vuelta, y entonces ese día volverán hacia nosotros.

Por otro lado, miren lo que ha ocurri-do en unos años: se ha reconocido que la misa de siempre no había sido abro-gada, las “excomuniones” de 1988 han sido levantadas y hemos adquirido una influencia en la Iglesia que nunca antes habíamos tenido. Sin hablar de la crítica del Concilio cada vez más importante, incluso en Roma, fuera de los círculos de la Hermandad; lo cual es, a esa escala, un fenómeno relativamente nuevo.

El crEciMiEnto nEcEsario

¿Podría describirnos los proyectos y los trabajos que se han realizado en el curso de los últimos 25 años gracias a las consagraciones?

Es sencillo: desde las consagracio-nes, los obispos de la Hermandad de San Pío X han ordenado más sacerdotes que los que había en la época de las con-sagraciones de 1988. Es pues claro que los obispos eran necesarios para el desa-rrollo del apostolado de la Hermandad. Sin los obispos, la Hermandad estaría moribunda: sus obispos son indispen-sables para la continuación de la obra. Están también las confirmaciones que hacen a los soldados de Cristo prestos a batirse por Dios y su reino. Finalmente, no podemos negar la existencia de esta influencia sobre la Iglesia entera para que la Tradición reencuentre sus dere-chos.

Algunos críticos de la Herman-dad la comparan con las comuni-dades Ecclesia Dei, que no tienen obispos (excepción hecha de Cam-pos) y extraen la consecuencia de que las consagraciones no eran necesarias puesto que, sin obis-pos propios, esas comunidades siguen existiendo perfectamente. ¿En qué medida la diferencia en-tre la historia de la Hermandad y la de las comunidades Ecclesia Dei, en el curso de estos últimos 25 años, demuestra más claramente en nuestros días lo bien fundado del juicio de Monseñor, a saber que un obispo de la Hermandad era necesario, no solamente para asegurar la supervivencia de la Hermandad, sino también para salvaguardar la integridad de su misión?

En primer lugar, todos los miembros de Ecclesia Dei comprenden que si noso-tros no tuviéramos obispos, ellos mismos no existirían. Directa o indirectamente,

Fieles a la línea de conducta de Mons. Lefebvre

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11dependen de la vida de la Hermandad. Eso está muy claro. Pero actualmente los frutos de su apostolado están total-mente sujetos a la buena voluntad de los obispos diocesanos. Éstos limitan de forma radical todo deseo firme de establecer una vida católica tradicional y restringen las posibilidades del apos-

tolado en ese sentido. Las comunidades Ecclesia Dei están obligadas a mezclarse con las novedades del Vaticano II, del mundo y del Novus Ordo. Ahí se en-cuentra la gran diferencia entre la Her-

mandad y las comunidades Ecclesia Dei.Constato, sin embargo, que ciertas

comunidades Ecclesia Dei se acercan a nosotros. No obstante, está lejos de ser el caso de todas.

Mons. Lefebvre se agotó en via-jes a través del mundo en los años

que precedieron a las consagraciones, puesto que era el úni-co obispo tradicio-nal (con excepción de Mons. de Castro Mayer, que limita-ba generalmente su apostolado a su propia diócesis). En consecuencia eligió consagrar a cuatro obispos más bien que a uno solo. Los efectivos de los fieles de la Tradición han

crecido en el curso de estos últimos 25 años; sin embargo y desgracia-damente el número de obispos de la Hermandad se encuentra ahora reducido a tres. ¿Hay bastante con tres obispos para asumir el traba-jo? ¿Hay que consagrar más obis-pos?

Desde 2009, en efecto, trabajamos con tres obispos solamente. A todas lu-ces, esto funciona. Es pues claro que po-demos funcionar con tres. No hay razón urgente o de gran necesidad para consa-grar otro.

Por supuesto, debemos plantearnos la cuestión del porvenir, incluso aunque actualmente la necesidad no existe. Mi respuesta es muy sencilla: cuando y si las circunstancias que llevaron a Mons. Lefebvre a tomar semejante decisión se

Mons. Antonio de Castro Mayer, prelado diocesano de Campos, Brasil, se había unido a Monseñor Lefebvre en su lucha contra la alianza liberal que dominó el Concilio. Durante los años posconciliares, logró mantener el rito de San Pío V y las enseñanzas tradicionales en su diócesis, hasta que le obligaron a dimitir. El obispo que le sucedió emprendió tal persecución contra los sacerdotes tradicionalistas que casi todos ellos acudieron de nuevo a Castro Mayer. Este, en noviembre de 1985, volvió a encontrarse con Monseñor Lefebvre en el seminario de la Reja (Argentina) y, desde entonces, le acompañará con admirable firmeza en sus actos más desta-cados y comprometidos, en particular las consa-graciones episcopales de 1988. Se consideró en la obligación de “hacer pública profesión de Fe” y “de adhesión a la posición de Monseñor Lefeb-vre, dictada por su fidelidad a la Iglesia de todos los tiempos”.

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12presenten nuevamente, adoptaremos los mismos medios.

la iniciativa roMana dE una norMali-zación canónica

Aunque Mons. Lefebvre siempre deseara alcanzar una relación apacible con las autoridades romanas, las consagraciones fueron seguidas por hostilida-des y persecuciones renovadas. En el curso del último decenio por lo menos, usted ha preten-dido poner fin a esas hostilida-des y a esas persecuciones, sin poner en peligro, no obstante, los principios de la misión de la Hermandad. Hasta el presente esos esfuerzos han fracasado a pesar de su buena voluntad: ¿por qué, a su juicio?

Ante todo, me gustaría precisar que la iniciativa de una normaliza-ción vino de Roma y no de nosotros. No di el primer paso. Intenté ver si la situación era tal que pudiéramos ir adelante sin perder nuestra identi-dad. A todas luces, ello no es todavía el caso.

¿Por qué? Las autoridades siguen aferrándose a los principios peligrosos y envenenados que se introdujeron en la Iglesia en el momento del Concilio. Es por ello por lo que no podemos seguirlas.

No tengo ninguna idea del tiempo que será necesario, o cuántas tribulacio-nes deberemos sufrir para llegar a ese momento. Diez años quizá, quizá menos, quizá más. Está en las manos de Dios.

¿Sigue usted abierto a nuevos contactos de parte de Roma y en particular del nuevo papa?

¡Por supuesto que sigo abierto! Es la Iglesia de Dios. El Espíritu Santo si-gue estando allí para pasar por encima de los obstáculos sembrados en la Igle-sia después del Vaticano II. Si Nuestro

Señor quiere enderezar las cosas, Él lo hará. Solo Dios sabe cuándo, pero debe-mos estar siempre prestos. Una solución entera y verdadera no puede venir sino cuando las autoridades trabajen nueva-

«Quiero mantener una atmósfera psicológica que permita las buenas relaciones; jamás po-drán acusarme de haber tenido una actitud insolente para con el Santo Padre. ¿Qué hacer ante las personas que ocupan actualmente los cargos? ¿Debemos quedarnos encerrados en nuestra resistencia como en una torre de marfil, o tratar de convencer a las autoridades roma-nas? No creo que romper el diálogo con Roma sea lo correcto».

Mons. Lefebvre

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13mente en ese sentido.

¿Qué signos debemos esperar, los cuales nos mostrarán que el retorno a la Tradición se ha realizado, o al menos ha comenzado en las autoridades romanas?

Es muy difícil decir por dónde co-menzará. Hemos tenido con el papa Be-nedicto XVI, primero de todo, el gran signo de la liturgia, y quizá también algunos otros esfuerzos menos sosteni-dos. Ello ha tenido lugar a pesar de una fuerte oposición. Evidentemente la ini-ciativa no ha alcanzado el resultado es-perado, como vemos ahora. Pero el mo-vimiento deberá venir necesariamente de la cabeza.

Sin embargo un movimiento puede también venir de abajo: de los obispos, de los sacerdotes y de los fieles del No-vus Ordo que quieren volver a la Tra-dición. Creo incluso que esta tendencia está ya en marcha, aunque sea todavía reducida. No es todavía la corriente do-minante, pero es ciertamente un signo. El cambio profundo deberá venir de arriba, del papa. Podría venir de varios lados, pero finalmente tendrá por obje-tivo volver a poner a Dios y Nuestro Se-ñor Jesucristo en su lugar en la Iglesia, es decir en el centro.

Supongamos la conversión des-de la cumbre, en Roma, ¿cómo podría desarrollarse la restaura-ción de la Iglesia?

Es muy difícil de decir. Por el mo-mento, si nada cambia, podríamos per-fectamente vivir una persecución inter-na y grandes luchas en el interior mismo de la Iglesia, como en tiempos del arria-nismo. Si ocurriera algo distinto, si hu-biese por ejemplo una persecución y a continuación el papa volviera a la Tra-dición, la situación podría ser comple-

tamente diferente. ¡Dios sabe qué plan seguirá para volver a poner a su Iglesia en buen orden!

¿Qué podemos hacer para acelerar semejante retorno a la Tradición?

¡Rezar, hacer penitencia! Cada cual deberá cumplir su deber de estado, fa-vorecer la devoción al Corazón Inma-culado de María y recitar el rosario. En cuanto al rosario: no me opongo a una nueva cruzada.

¿Qué diría usted a quienes le acusan de querer –o de haber que-rido- comprometer los principios de la Hermandad en lo que atañen al Concilio y la Iglesia postconci-liar?

Es propaganda pura y simple, pro-palada por aquellos que quieren dividir la Hermandad. No sé de dónde extraen esas ideas. Desde luego, se han aprove-chado de la situación muy delicada del pasado año para acusar al Superior de cosas que nunca ha hecho y que nunca ha tenido la intención de hacer. Nunca he tenido la intención de comprometer los principios de la Hermandad.

Sea lo que sea, háganse ustedes la pregunta: ¿a quién beneficiaría una di-visión en la Hermandad, si no es a sus enemigos? Aquellos que dividen a la Hermandad por su dialéctica, deberían reflexionar acerca de los motivos de su acción. Por tales quiero decir Mons. Wi-lliamson y los sacerdotes que le siguen.

Con la perspectiva del tiempo, ¿hay alguna cosa que usted ha-bría hecho diferentemente en el curso del pasado año?

Oh, ciertamente, siempre se es más sabio después de la batalla. Habría insis-

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tido más sobre lo que siempre he dicho y no creía necesario subrayar: cualquiera que sea el acuerdo, siempre habrá una condición sine qua non: ningún com-promiso, ¡es imposible! Permanecemos tal como somos Es lo que nos hace cató-licos, y queremos permanecer católicos.

También habría mejorado las comu-nicaciones, y ya he trabajado en ello. Fui

paralizado por las fugas de información. Ahora haría las cosas de otra manera.

Más allá de las relaciones con Roma, ¿cuáles son sus esperanzas para la Hermandad y la Iglesia para los 25 próximos años?

Que en los 25 años que vienen vea-mos el retorno de la Iglesia a su Tradi-ción, a fin de ver un nuevo florecimiento de la Iglesia.

¿Cómo pueden, fieles y sacer-dotes, honrar y conmemorar este 25º aniversario de las consagra-ciones?

Honrar a nuestro querido fundador y proponernos imitar sus virtudes: su be-lla humildad, su pobreza, su prudencia y su fe. Además, estudiar las enseñanzas de Mons. Lefebvre a fin de comprender los principios que nos guían: el amor de Nuestro Señor, de la Iglesia, de Roma, de la Misa y del Corazón Inmaculado de María. m

«Circulan panfletos en mi contra. Soy un trai-dor y un Pilatos porque discuto con Roma y le pido al Papa: “¡Deje que la Tradición continúe!”. No pienso haberlos traicionado a ustedes por el momento -aseguraba a sus seminaristas-; el único fin de mis visitas a Roma es tratar de rom-per el telón de acero que nos encierra y lograr que miles de almas se salven por medio de la gracia de la verdadera Misa, de los verdaderos sacramentos, del verdadero catecismo y de la verdadera Biblia. Por eso voy a Roma y no dudo en hacerlo cuantas veces me lo pidan. Debemos tratar, en la medida de lo posible, de convertir a los liberales. El solo hecho de que nos tolera-sen ya sería una ventaja considerable; muchos sacerdotes volverían a la Misa y muchos fieles se unirían a la Tradición. Por eso no puedo aceptar en la Hermandad que haya gente que se niegue a rezar por el Santo Padre y, por lo tanto, a reco-nocer que tenemos un Papa: eso sería meterse en un callejón sin salida. No quiero conducirlos a ustedes a un callejón sin salida ni ponerlos en una situación imposible».

Mons. Lefebvre

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Una profunda injusticia

El trato que la Jerarquía de la Iglesia Católica inflige a la Hermandad Sacer-dotal de San Pío X, desde hace cuarenta años y hasta el día de hoy, manifiesta una profunda injusticia. Decimos esto sin ninguna amargura pues no nos ol-vidamos de la octava bienaventuranza: «Bienaventurados los perseguidos a causa de la justicia pues de ellos es el Reino de los cielos».1 Mas la impronta sobrenatural que deseamos irradiar no nos debe impedir el desear ardiente-mente que abandonen el error los que están extraviados. Por el bien y la salva-ción de todas las almas confundidas ro-gamos al Cielo que pronto se establezca el triunfo de la verdad así como la hora final de esta injusticia.

Mientras tanto nuestra querida Her-mandad sigue marginada porque «re-chaza acomodarse a la Roma de ten-dencia neomodernista y neoprotestante, manifestada como tal en el Concilio Va-ticano II y después de éste en todas las reformas que han tenido lugar».2 Toda-vía hoy se la acusa de este mismo delito; actualmente, sin más, bastaría con que firmase su adhesión a la reforma doctri-nal del Concilio y a la reforma litúrgica de la Misa para que fuese reconocida oficial-mente. ¿Por qué esa obstinación en no reconocerla? ¿Por qué Monseñor Fellay no ha aceptado la mano que le tendía Be-nedicto XVI en el año 2012? ¡Y ahora ya

esa ocasión favorable se ha dejado perder pues Benedicto XVI ya no es Papa!

¿Por qué Monseñor Fellay no ha aceptado la mano que le tendía Be-nedicto XVI en el año 2012?

¿Por qué? Pues porque el Papa im-ponía, como algo obligatorio a la Her-mandad, la licitud de la nueva Misa y el Concilio Vaticano II como parte inte-grante de la Tradición. Es absolutamen-te necesario que comprendamos en toda su profundidad los motivos por los que la aceptación de tales condiciones nos es moralmente imposible. Con dicha acep-tación quedaríamos sometidos a la nueva religión que hemos combatido siempre y dañaría gravemente a nuestras almas. Deseamos recalcar una vez más por qué el sometimiento a una y otra de estas dos condiciones es inaceptable para que así cada uno guarde bien en su interior los profundos motivos que justifican nues-tra perseverancia en esta posición de centinela que mantiene la Hermandad.

En primer lugar en lo que respecta a la nueva Misa hacemos nuestra la graví-sima conclusión a la que llegan los Car-denales Ottavianni y Bacci, incluso antes de ser promulgada esta nueva Misa: «Se aleja de forma impresionante, tanto en el conjunto como en el detalle, de la teología católica de la Santa Misa».3 La Hermandad permanece en el surco mar-cado por esta primera protesta contra la

¿Por qué no aceptar la mano tendida?P. Régis de Cacqueray

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16 ¿Por qué no aceptar la mano tendida?

nueva Misa. Afirma4 de forma particular que la nueva liturgia borra el carácter propiciatorio del Sacrificio de Nuestro Señor Jesucristo en la Cruz5 y que este conglomerado voluntario, operado en la liturgia, constituye una traición del espí-ritu de su divina oblación. La razón más profunda de la venida del Hijo de Dios a este mundo para sufrir su Pasión ha desaparecido en la nueva Misa. Jesús se ha encarnado para entregarse Él mismo como víctima de expiación y ha muerto en la Cruz a causa de nuestros pecados «para aplacar a Dios y franquearnos el acceso a Él»6, sin embargo la nueva Misa ha suprimido este fin propiciatorio del Sacrificio que representa sin duda alguna la quintaesencia del espíritu ca-tólico.

No nos debemos extrañar si oímos decir que la nueva Misa es incapaz de agradar a Dios, incluso sin las desviacio-nes particulares a las que frecuentemen-te da lugar, en nombre del principio de la creatividad litúrgica, o incluso también si es celebrada por un piadoso sacerdote. No actuemos consecuentemente movi-dos por nuestras emociones respecto a esta afirmación repetida en numerosas ocasiones por Monseñor Lefebvre, sino esforcémonos por comprender por qué debemos acatar esta conclusión objetiva.

El nuevo rito no expresa ya el Sacrifi-cio redentor de nuestro divino Salvador tal como tuvo lugar en la Cruz, aunque sus autores pretendan, en lo que respecta a este principio, haber guardado esta fi-delidad. En consecuencia este nuevo rito es gravemente engañoso para las almas que piensan que cuando asisten a Misa ésta permanece substancialmente sin cambio alguno cuando en realidad se en-cuentran ligados a una liturgia cuyo fin ha sido trastrocado. En cuanto al nombre

la nueva liturgia es denominada católica aunque en realidad no lo es en cuanto a su contenido. El golpe maestro de Sata-nás ha consistido en considerar hoy en

día católica una liturgia más cercana a la cena protestante que a la Misa católica.

Designado actualmente como la for-ma ordinaria del rito romano, dicho rito, no sólo no es cauce de la religión cató-lica, sino que además brota de él una religiosidad completamente humana que apenas menciona que el hombre es ante todo un pobre pecador cuyo deber es luchar sin cesar contra las tres concu-piscencias y así lograr su salvación. Por el contrario los textos de la nueva Misa hacen mención del fruto de la tierra y del trabajo del hombre. En vano buscar en este rito las antiguas oraciones, tan frecuentes en el misal tradicional, que

«El nuevo rito no expresa ya el Sacrificio reden-tor de nuestro divino Salvador tal como tuvo lugar en la Cruz, aunque sus autores pretendan, en lo que respecta a este principio, haber guar-dado esta fidelidad».

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17sugerían a los católicos a despreciar las cosas de la tierra para consagrarse a las del cielo. La dimensión vertical de la existencia es substituida en la nueva Misa por una visión horizontal, profana.

En realidad raros son los católicos que perseveran toda su vida yendo ha-bitualmente a la nueva Misa. Los hom-bres que buscan realmente a Dios no pueden encontrarlo en esta Misa total-mente desacralizada. Muchos de ellos, hastiados, han abandonado los templos de esta liturgia reformada porque no po-dían encontrar ya en estos ambientes la religión de su infancia. No soportaban esta exaltación del hombre hasta el ol-vido del Hijo de Dios muerto en la Cruz por salvarlos. Comprendían vagamente que esta Misa no les ofrecía ya la religión que se les había enseñado. ¿Qué pecado es el suyo? ¿Es en verdad una pregun-ta que pueda uno plantearse? ¿De qué han huido? Una nueva religión que in-tentaba subrepticiamente implantarse en sus conciencias sin declararse como nueva. A menudo son estas personas, que en un momento determinado deja-ron de cumplir con el precepto domini-cal, las que han guardado la fe mientras que los otros, impregnados domingo tras domingo de los nuevos ritos, se han convertido en seguidores de la doctrina conciliar. A una liturgia nueva le corres-ponde una religión nueva.

Condenamos el carácter equívoco de esta nueva Misa

Condenamos el carácter equívoco de esta nueva Misa. No expresa ya el dogma católico. Es cierto que puede ser comprendida de forma católica por un católico pero también puede ser com-prendida de forma protestante por un

protestante. ¿Cómo es posible eso? Se trata de una sutil alquimia que resulta de una modificación de las palabras, de los gestos y de muchos signos litúrgicos. Se trata de edulcorar de manera casi siste-mática las expresiones de carácter mar-cadamente católico y reemplazarlas por otras suficientemente flexibles para que los protestantes puedan comprenderlas también a su manera. Y así es como se ha disminuido el número y atenuado la precisión de los símbolos que expresan los dogmas de la presencia sacramen-tal, de la renovación del sacrificio de la Cruz, del sacerdocio ministerial. En ade-lante el acento recae insistentemente so-bre una presencia solamente espiritual de Cristo entre los hombres, sobre la úl-tima Cena, en la que se rompió el pan y se compartió, sobre la función desempe-ñada por la asamblea que celebra junto con el sacerdote. Causa estupor, desde el punto de vista histórico, comprobar los cambios llevados a cabo por los artí-fices de la nueva Misa hasta el punto de confundirlos con las innovaciones reali-zadas por los reformadores protestantes con el fin de desviar la Misa católica ha-cia la cena protestante.

La nueva Misa no puede agradar a Dios porque es engañosa, nociva y equí-voca: «No puede ser objeto de una ley obligando como tal a toda la Iglesia. En efecto la ley litúrgica tiene como objeto proponer con autoridad el bien común de la Iglesia y todo lo que es requerido. La nueva Misa de Pablo VI que repre-senta la privación de este bien no puede ser objeto de una Ley: no solamente es mala sino ilegítima, a pesar de todas las apariencias de legalidad con las que se la ha presentado y se la sigue presen-tando».7 Nos negamos a admitir como legítima esta mala liturgia, opuesta a la

¿Por qué no aceptar la mano tendida?

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18gloria de Dios y a la salvación de las al-mas. Por el contrario juzgamos a la nueva misa como ilegítima e ilícita. Los que se santifican asistiendo a ella se santifican a pesar de ella y no gracias a ella. Un día será para siempre excluida de los santua-rios católicos.

Por esa razón, y siguiendo a Monse-ñor Lefebvre, recomendamos vivamente a nuestros fieles que no asistan nunca a ella de forma activa, aunque haya casos que permitan asistir a esta misa en acti-tud pasiva. Por supuesto no es que por asistir una vez a la nueva misa se vaya a perder la fe, y ésta no es precisamente la razón esencial de nuestra oposición a la nueva misa. El motivo más profundo por el que desaconsejamos a los católicos asistir a la nueva misa radica en que tal culto no puede agradar a Dios, culto en el que los fieles nunca deben participar, incluso si se trata de condescender con familiares y amigos, pues evidentemente es un culto desagradable a Dios.

El Vaticano II ha abrigado final-mente la utopía de ver cómo la Iglesia y el mundo se dan la mano para que la humanidad camine por senderos nuevos

Hoy en día se ha reconocido, y pro-bado de múltiples formas, incluso en los ambientes más alejados de la Her-mandad, que el Concilio Vaticano II fue dirigido por teólogos innovadores cuya preocupación no era en absoluto la ex-posición de la fe. Muchos son los que lo han confesado y se han enorgullecido de ello al acabar el Concilio. Su fin ha sido éste mientras han podido a lo largo de las cuatro sesiones del Vaticano II, es decir una reconciliación oficial entre la Iglesia y el mundo moderno. Las de-

claraciones conciliares, bajo su fuerte influjo, a menudo inspiradas o escritas por ellos mismos, tienden a velar las verdades más rechazadas por el espíritu moderno, como si tuvieran vergüenza y no creyesen ya en ellas.8 Por el contrario son estos textos los que han expresado

su admiración por el mundo moderno exaltándolo. Han adoptado no sólo el lenguaje y los esquemas intelectuales sino las mismas ideas de la Revolución francesa, de la Declaración de los Dere-chos del hombre y de las filosofías mo-dernas. Desde ese momento el mensaje oficial de la Iglesia está en connivencia con el espíritu del mundo.

El Vaticano II ha abrigado finalmente la utopía de ver a la Iglesia y al mundo darse la mano para que la humanidad camine por senderos nuevos. ¡Se acabó ya el antiguo antagonismo de los pasa-dos siglos entre la Iglesia y el mundo! El diálogo, elevado al rango de una nueva

¿Por qué no aceptar la mano tendida?

«Hoy en día se ha reconocido, y probado de múltiples formas, incluso en los ambientes más alejados de la Hermandad, que el Concilio Vatica-no II fue dirigido por teólogos innovadores cuya preocupación no era en absoluto la exposición de la fe. [...] Su fin ha sido [....] una reconciliación oficial entre la Iglesia y el mundo moderno.».

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también escribió esto: «De una manera más o menos general cuando el Conci-lio ha innovado ha quebrantado la cer-titud de las verdades enseñadas por el Magisterio auténtico de la Iglesia, per-teneciendo definitivamente al tesoro de la Tradición».10 Realmente es el progre-sista Cardenal Suenens quien tenía ra-zón cuando escribió tan satisfecho: «El Vaticano II ha sido 1789 en la Iglesia».

Esta comparación tan cierta nos ayu-da a comprender por qué es necesario volver a hablar siempre del Concilio. Si la Revolución francesa constituye el acontecimiento que ha cambiado com-pletamente de arriba abajo las institu-ciones de Francia y progresivamente de todos los países del mundo, el Concilio Vaticano II constituye una revolución de amplitud similar en la historia de la Iglesia. Es imposible comprender la his-toria de la Iglesia, en estos últimos cin-cuenta años, sin referirse a los textos del Concilio que son la fuente de los prin-cipios y de las grandes orientaciones. El cataclismo producido en el seno de la Iglesia, desde ese momento, no tendrá fin mientras se permanezca unido a esos principios y orientaciones. El mayor de-

virtud, permitirá en adelante superar las desavenencias, comprenderse y en-riquecerse mutuamente. Tanto si se trata del nuevo sentido dado a la liber-tad religiosa, al ecumenismo, o bien ese invento del diálogo interreligioso y la democratización de las estructuras ecle-siales, todo son desviaciones insidiosas y repetidas, deducidas de las filosofías liberales e introducidas en los textos del Concilio. Estas nociones pervertidas han sido causa después de metástasis en los otros textos que permanecían tradicio-nales. Nuestro fundador no dudó en es-cribir lo siguiente: «… No hay nada más cierto que el Concilio fue desviado de su fin por un grupo de conjurados, siendo imposible entrar en esta conjuración, siendo verdad también que hay mu-chos textos aceptables en este Concilio. Resultando que los textos buenos han servido para aceptar los textos equívo-cos, saboteados, llenos de trampas».9 Y

¿Por qué no aceptar la mano tendida?

«[Los textos del Concilio] han adoptado no sólo el lenguaje y los esquemas intelectuales sino las mismas ideas de la Revolución francesa, de la Declaración de los Derechos del hombre y de las filosofías modernas. Desde ese momento el mensaje oficial de la Iglesia está en connivencia con el espíritu del mundo.».

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20sastre producido a lo largo de la historia de la Iglesia no verá su fin sino el día en que se renunciará a la inspiración pro-veniente de los textos conciliares para volver por fin a la Tradición de la Iglesia.

Monseñor Lefebvre también escribió esto: «Yo acuso al Concilio me parece que es la respuesta nece-saria al “Yo excuso al Con-cilio” del Cardenal Ratzin-ger. Me explico: sostengo, y voy a probarlo, que la crisis de la Iglesia se re-monta esencialmente a las reformas postconciliares provenientes de las autori-dades de más rango en la Iglesia, aplicando la doc-trina y orientaciones del Vaticano II. No hay nada marginal ni escondido en las causas esenciales del desastre postconciliar».11 Esta reflexión tan de sentido común dice sencillamente que la mejor interpretación del Concilio nos viene dada por los hechos mismo que le han seguido. Todas las sabias disquisi-ciones a las que se entregan determina-das hermenéuticas de los textos conci-liares para librarlos del error no son ni muy serias ni muy útiles. Sus intentos de disculpar al Concilio a cualquier precio se ven inmediatamente desmentidos por la cruel respuesta de la realidad. Los he-chos no mienten. Las ruinas nos rodean; andamos sobre ellas mientras que los muros que quedan acaban por derrum-barse. En un futuro el descrédito se alza-rá con fuerza sobre aquellos que se han obstinado en creer que las palabras sua-ves que se han ido pronunciando basta-rán para suprimir los males que existen. Hacen mal los que actúan así pues alejan aún más el momento en que se aceptará

finalmente hacer referencia, con energía, a las causas profundas de estos flagelos que atormentan a la Iglesia y que así pue-da revivir.

Sea lo que sea, la Hermandad se nie-ga con firmeza a admitir que el Concilio Vaticano II pertenece a la Tradición de

la Iglesia. Afirma lo contrario, en mu-chos puntos este Concilio se opone a ella diametralmente. Por esa razón nuestro Superior General ha rechazado las con-diciones formuladas por el Papa con vistas a nuestra reintegración canónica. Desde el momento en que tuvo noticias de ellas, Monseñor Fellay hizo saber a Roma el “non possumus” de la Herman-dad. Le agradecemos que se haya nega-do valientemente a esta proposición del Papa. Creemos que Benedicto XVI no ha debido extrañarse mucho de esto pues nuestra oposición a la nueva misa y al Concilio está desde siempre en el centro del combate que libera la Hermandad. La novena que comenzamos con motivo del cónclave es para que el nuevo Papa sea un Papa tradicional.

¿Por qué no aceptar la mano tendida?

El P. Régis de Cacqueray, Superior del Distrito de Francia (y autor de este artículo), durante la peregrinación de Chartres-París.

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21En cuanto a nosotros, continua-mos como antes

Nosotros continuamos como antes. Desconocemos el futuro. En Francia los acontecimientos se suceden rápidamen-te. El catolicismo en Francia es cada vez más minoritario y está más marginado. Los católicos pueden contarse: ¡todo el mundo acabará por conocer a todo el

mundo! Las condiciones impuestas a los católicos por un Estado hostil son bru-

tales, hirientes, malvadas. Los signos que predicen persecuciones son per-ceptibles. Provienen de un gobierno del que varios ministros son miembros de la masonería, especialmente de la obe-diencia del Gran oriente de Francia.

¿Cómo haremos frente si circunstan-cias más adversas se presentan en un fu-turo y si finalmente tiene lugar una em-bestida final contra los bautizados? Nos parece que no es imposible que comien-ce un ataque contra los católicos. No sería la primera vez en Francia. Ya ha existido en otras épocas cuando la Igle-sia era sin embargo más fuerte que hoy. Recemos unos por otros para que per-manezcamos fieles a la fe católica has-ta el último momento de nuestra vida. Recemos para que si Dios nos concede el honor de pedirnos dar testimonio con nuestra sangre, tengamos la gracia de no rechazarlo sino de acceder a ello con nuestro total reconocimiento.

No creamos nunca que un espíritu de conciliación con el mundo podría evi-tar este enfrentamiento. La Historia de todas las revoluciones muestra que los liberales no son tratados de acuerdo con las concesiones hechas a la revolución. Pierden primero su honor pero muy a menudo no pueden salvar su cuerpo, al que estaban apegados en demasía. Pues la revolución está sedienta y nunca en-cuentra suficiente lo que le ofrecen los liberales. Desea verlos suplicantes a sus pies mas cuando ya están en esta situa-ción la revolución, todavía insatisfecha, no puede reprimir su ansia de acabar con los vencidos a los que desprecia. Por supuesto que todo esto no se lo desea-mos a ninguno de ustedes como tam-bién esperamos que las perspectivas aludidas no vayan a producirse. Mas con paz y serenamente preferimos evocar la

¿Por qué no aceptar la mano tendida?

«¿Cómo haremos frente si circunstancias más adversas se presentan en un futuro y si final-mente tiene lugar una embestida final contra los bautizados? Nos parece que no es imposible que comience un ataque contra los católicos. [...] Ya ha existido en otras épocas cuando la Igle-sia era sin embargo más fuerte que hoy. Rece-mos unos por otros para que permanezcamos fieles a la fe católica hasta el último momento de nuestra vida. Recemos para que si Dios nos concede el honor de pedirnos dar testimonio con nuestra sangre, tengamos la gracia de no rechazarlo sino de acceder a ello con nuestro total reconocimiento». (En la fotografía, marti-rio del P. Pro, en la persecución contra la Iglesia en México).

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22posibilidad de que esto ocurra no para infundir miedo sino para que cada uno de ustedes se entregue seriamente y con ardor a la oración y a sus deberes de es-tado. Sin duda alguna obtendremos las gracias necesarias que necesitaremos el día de mañana. No sirve para nada asus-tarse ahora por las cruces que en un fu-turo irán sembrando los años venideros.

No lo olvidemos, es precisamente la oración, la oración cada vez más pro-funda y generosa, la oración surgida de lo más profundo de nuestra alma, el único medio capaz de hacer retroceder estas perspectivas, de acortar estos días aciagos, de aplacar los castigos divinos. Les invitamos a todos en este año 2013 a dirigirse a San José, Patrono de la Igle-sia universal, para poner fin a esta crisis de la Iglesia. Creemos que todavía en nuestros países si los obispos vuelven a ser obispos católicos, valientes, habría un inmenso impulso y fervor religiosos en la Nación, algo así como el que se ha producido actualmente en Rusia, aun-que por desgracia dentro de la ortodo-xia. Que haya un nuevo surgir de la Fe y nuestra patria renacerá y será rege-nerada. Para que vuelvan a brotar estas nuevas fuentes divinamente fecundas basta con que nuestros países marchen de nuevo hacia las aguas del bautismo.

El 9 de marzo, en el santuario de Co-tignac, Mons. Fellay ha consagrado el distrito de Francia a San José

Monseñor Fellay consagró, el pasa-do 9 de marzo, el distrito de Francia a San José. Unámonos todos a este acto. El 19 de marzo es toda la Hermandad la que quedó consagrada. Les invitamos especialmente a todos ustedes a que ofrezcan sus oraciones y sacrificios a

San José. Ofrecer cada día algo de noso-tros mismos al Santo Patriarca; éste es el programa que proponemos para este año 2013. San José nos colmará de ben-diciones. Nada les quitamos con esto a Nuestro Señor y a la Santísima Virgen, muy al contrario todo lo que hagamos en honor de San José les llenará de gozo. Si el Niño Jesús no ha encontrado nada mejor en este mundo que escoger a esta mujer, bendita entre todas las mujeres, para que sea su Madre, y a este hombre, bendito entre todos los varones, para que le cuide con amor de padre, este-mos seguros que no podremos encon-trar otros mejores protectores que estos Santos Esposos, cuidando bien de no se-pararlos en nuestra piedad y amándolos con todo fervor.

Ánimo, queridos amigos y bienhe-chores: cuando los tiempos arrecian Dios hace descender sobre todos nosotros tal cantidad de gracias que casi nos harán olvidar la dureza de estos momentos. m

P. Régis de CacqueraySuperior del Distrito de Francia

(1) Mt 5, 3.(2) Declaración de Monseñor Lefebvre de 21 de noviembre de 1974.(3) Cardenales Ottavianni y Bacci, “Breve examen crítico”, 5 de junio de 1969.(4) Monseñor Lefebvre en “La Misa de siempre”.(5) Monseñor Lefebvre dice en “La Misa de siempre”: “En la nueva Misa han retirado todos los textos relacionados clarísimamente con el fin propiciatorio, fin esencial del Sacrificio de la Misa. Quedan a lo sumo una o dos ligeras alusiones, eso es todo. Esto ha sido hecho porque el fin propiciatorio es negado por los protestantes. Las oracio-nes que expresaban explícitamente la idea de propiciación como en el ofertorio o las pronunciadas por el sacerdote antes de la comunión han sido suprimidas.”(6) Catecismo del Concilio de Trento.(7) Padre Jean Michel Gleize: “Vatican II en débat”.(8) En temas muy diversos, citemos por ejemplo la exis-tencia del infierno, la condena del comunismo, la Virgen María medianera universal…(9) Monseñor Lefebvre: “Yo acuso al Concilio”.(10) Monseñor Lefebvre: “20 de diciembre de 1966, Carta al Cardenal Ottaviani”.(11) Monseñor Lefebvre: “Lo destronaron”.

¿Por qué no aceptar la mano tendida?

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Conformarse a Nuestro SeñorserMón de ordenaciones sacerdotales, la reja, 21 de dicieMbre de 2012

Mons. Alfonso de Galarreta

Queridos padres, queridos orde-nandos, queridos fieles.

Ustedes conocen ese axioma cristiano, católico, que resume el pensa-miento de la Iglesia sobre el sacerdocio: Sacerdos alter Christus, el sacerdote es otro Cristo. El sacerdote recibe esa altí-sima dignidad, superior a toda otra dig-nidad, que comunica lo más elevado del orden sobrenatural; participa realmen-te, podríamos decir entitativamente, en el sacerdocio mismo de Nuestro Señor Jesucristo. Sacerdocio que brota –como lo explican los teólogos– de la unión de la naturaleza humana y la naturaleza divina, o sea de la unión hipostática de Nuestro Señor Jesucristo, y cuya con-sagración sacerdotal, por ende, se reali-zó en el purísimo seno de la Santísima Virgen. El sacerdote participa verdadera y realmente, por el carácter y la gracia sacramentales, a ese mismo y único sa-cerdocio de Nuestro Señor Jesucristo. Y participa a la vez en los poderes pro-pios del sacerdocio de Nuestro Señor y su vida es cumplir con las funciones que cumplió Nuestro Señor Jesucristo. Pero si el sacerdote es otro Cristo en ese sen-tido, le queda por serlo en otro sentido, en el sentido moral, en cuanto al ejer-cicio. Dicho de otra manera, si Nuestro Señor Jesucristo es el modelo y el arque-tipo del sacerdocio católico, lo es tam-bién porque el sacerdote debe ser una

imagen viva, una representación viva, una presencia viva de Nuestro Señor Jesucristo entre los hombres; de modo que todo el ideal sacerdotal consiste en conformarse a Nuestro Señor Jesucristo sacerdote. Ése es el trabajo y la lucha de cada día, y el ideal que nos transmitió precisamente nuestro fundador Monse-ñor Marcel Lefebvre; y es, por lo tanto, el ideal de la Fraternidad Sacerdotal San Pio X. No hay otro.

TRIPLE POTESTADDEL SACERDOTE

Participamos realmente de la gracia y del carácter sacerdotal y, en conse-cuencia, recibimos poderes semejantes a los de Nuestro Señor Jesucristo. Tam-bién conocen ustedes la división clásica sobre esos poderes extraordinarios:

- Potestas docendi: el sacerdote tiene el poder de enseñar con la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, en nombre de Nuestro Señor Jesucristo.

- Potestas regendi: tiene potestad de regir, de gobernar y de dirigir, con la au-toridad de Cristo.

- Potestas sanctificandi: tiene el po-der en sí mismo de santificar a las almas con la gracia de Nuestro Señor Jesucris-to, de comunicar la vida de Cristo a las almas y de comunicar todo el orden so-brenatural.

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24Ciertamente podemos desglosar –

aunque no es algo clásico el modo como lo voy a decir– de la potestas sanctifi-candi la potestas sacrificandi, porque es esencial al sacerdocio y a eso se or-dena esencialmente: a la celebración del santo sacrificio de la misa. Por lo tanto el sacerdote tie-ne el poder de transubstanciar el pan y el vino, realmente en el Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, y de ese modo conti-nuar, en cierto sentido, la Encar-nación, o sea, la presencia de Cris-to entre nosotros, porque está real-mente presente tal como estuvo en la Palestina hace 2000 años. En la santa misa el sacerdote tiene el poder, discrecional por cierto, de reno-var el sacrificio de la cruz y perpetuar así entre nosotros la Redención. Realmen-te es una dignidad extraordinaria y de ahí precisamente –del hecho de ser otro Cristo y de continuar el único y mismo sacerdocio de Nuestro Señor Jesucris-to– brota la exigencia de santidad. Es algo inherente al sacerdocio católico, y tal santidad consiste en conformarse –como dije– a Nuestro Señor Jesucristo, espe-cialmente en sus virtudes sacerdotales.

En el evangelio, vemos claramente como Nuestro Señor se consagra total-mente a la gloria del Padre y a la salva-

ción de las almas; ahí está todo resumi-do. La finalidad ante todo del sacerdocio es la glorificación de Dios y, consecuen-temente, la salvación de las almas. Por eso precisamente el sacerdote es profun-damente un hombre de Iglesia, porque la Iglesia no tiene otra finalidad si no la

de glorificar a Dios y salvar a las al-mas. Hacer cono-cer, amar, venerar, honrar y respetar como es debido a Dios, y comunicar a las almas los te-soros de verdad y de gracia para su salvación y su san-tificación. Cuando lo pensamos un poco, puesto que el sacerdote es en la Iglesia el que tiene ese cometido esen-cialmente, com-prendemos más fácilmente por qué la resolución de la crisis de la Iglesia

depende de la resolución de la crisis sa-cerdotal y, en todo caso, de que nosotros seamos sacerdotes como debemos ser; no como somos, sino como debemos ser.

Toda la crisis actual, todo el moder-nismo actual, se puede resumir en haber desviado ese movimiento de glorifica-ción de Dios y esa preocupación por la salvación eterna de las almas hacia un humanismo terrestre y, por lo tanto, contrario a esa gloria de Dios, que en vez de ser dirigida al Creador es dirigida a la criatura. En vez de dirigir todos los esfuerzos del sacerdocio y de la Iglesia a conducir a los hombres a la eternidad,

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25se la ordena a un fin temporal y terres-tre. En ese mesianismo terreno está precisamente el origen de toda la crisis, una “quinta esencia” de toda la crisis. En todo caso, es constante en el evange-lio esa doble preocupación y ocupación de Nuestro Señor Jesucristo; constan-temente hace referencia a la gloria del Padre y como Él cumple y busca esa glo-ria; y en segundo lugar, constantemente Nuestro Señor hace todos los esfuerzos habidos y por haber por la salvación de las almas.

El apóstol San Pablo en la epístola a los Hebreos nos dice que todo pontífice, todo sacerdote, «es tomado de entre los hombres y constituido en favor de los hombres en aquellas cosas que miran a Dios», «a fin de ofrecer ofrendas y sa-crificios», «tomado y separado de entre los hombres, pero constituido en bene-ficio, en favor de los hombres, consti-tuido mediador en aquellas cosas que miran a Dios» (Heb 5, 1ss); en las cosas de Dios, y especialmente para ofrecer la ofrenda de las oraciones y el Sacrificio de la Misa. Allí ya están los dos elemen-tos de la santidad, que son: separación o segregación de toda finalidad profana, y consagración total a Dios. Por eso, el mismo apóstol agrega en la epístola a los Hebreos –hablando del sacerdocio sempiterno de Nuestro Señor Jesucris-to– que su sacerdocio continúa ejercién-dolo en el cielo, pues allí «está vivo para seguir siempre intercediendo por noso-tros», mediando por nosotros. Así nos convenía, «tal convenía que fuera para nosotros, el sacerdote Sumo, es decir, santo, inocente, inmaculado, apartado, segregado de los pecadores, y más en-cumbrado que los cielos»: ahí está nues-tro ideal, ahí está nuestro ideal queridos padres, queridos seminaristas.

LAS PRINCIPALES VIRTUDES DEL SACERDOTE

¿Cómo podríamos concretar esas virtudes propiamente sacerdotales de Nuestro Señor Jesucristo, de la profun-didad y riqueza del misterio de Nues-tro Señor, y del misterio sacerdotal de Nuestro Señor? Me parece que hay tres que son especialmente importantes para nosotros en los tiempos que corren, y también en las circunstancias que fre-cuentemente la Providencia nos pone y nos hace pasar.

En primer lugar, la conformi-dad a la voluntad de Dios. San Pa-blo lo dice, dándonos como ejemplo a Nuestro Señor, que se humilló; «se aniquiló», es la palabra que usa exacta-mente. Se humilló a Sí mismo, tomando la forma del esclavo; humildad de Dios de que habla San Agustín. Dios que se hace hombre: una humillación; «se hizo obediente, obediente hasta la muerte y muerte de la cruz». En primer lugar, pues, y primer ejemplo para cumplir con esa glorificación de Dios y salvación de las almas: Nuestro Señor se hizo humil-de y obediente, y se sacrificó; humildad, obediencia y sacrificio. Ciertamente, al decir obediencia, estamos hablando en el sentido más profundo, que es confor-marse a la voluntad de Dios. A Nuestro Señor ese amor de la voluntad del Pa-dre, esa conformidad con la voluntad del Padre, le llevó hasta el sacrificio. En nosotros conformarnos a la voluntad del Padre, a la voluntad de Dios, exige el sa-crificio, y en realidad es el único sacrifi-cio que Dios nos pide. Cuando hablamos de que un cristiano o que un sacerdote debe ofrecerse también como oblación y como holocausto, no estamos hablan-do de cosas tremebundas, que puede

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ser que Dios las pida (como el martirio, supongamos, si alguien lo puede consi-derar tremebundo; pero muchas veces, en todo caso, es truculento. Basta leer la vida de los mártires). Pero no es eso. Lo que Dios nos pide a nosotros es la inmo-lación y el sacrificio que nos son necesarios para cumplir nuestro deber de estado, para conformar-nos a la voluntad de Dios; eso implica una muerte a sí mismo, y eso es la cruz. Ese es el sacrificio que Dios nos pide, y ese es el espíritu verdaderamen-te sacerdotal. Si obede-cemos a las autoridades humanas, civiles o ecle-siásticas, es porque par-ticipan de la autoridad de Dios, porque obedece-mos a Dios. Por eso, en algunos casos, tenemos que desobedecer, porque pri-mero hay que obedecer a Dios que a los hombres. No es muy complicado. Pero el verdadero espíritu de Nuestro Señor Jesucristo es un espíritu de humildad, de obediencia y de sacrificio.

El segundo aspecto es la oración sacerdotal de Cristo. Toda la vida de Nuestro Señor está penetrada de este es-píritu de oración y cumple precisamente como Sacerdote y, por lo tanto, Cabeza de la Iglesia, esa obligación de adorar a Dios, de reconocer a Dios, de glorificar a Dios; y en segundo lugar de obtener gracias para los hombres. El sacerdo-te debe continuar esta oración que po-dríamos llamar de mediación. Se insiste frecuentemente en la oración personal del sacerdote o la oración en cuanto me-dio para la propia santificación, pero la oración del sacerdote es mucho más que

eso. En primer lugar está todo el cul-to. En todo el culto –y en especial en el santo sacrificio de la misa–, el sacerdo-te ofrece a Dios la oración de la lglesia, del pueblo cristiano; es mediador para ofrecer primeramente a Dios. En segun-

do lugar la oración del sacerdote incluye la oración personal, incluida la de todos los momentos, esa oración de corazón de la cual hablaba Monseñor Lefebvre, la cual tiene que estar dirigida a obtener las gracias para los fieles que él repre-senta: somos mediadores. El sacerdote puede obtener con su oración muchí-simas gracias para los fieles y para los hombres. El sacerdote tiene el poder de aplacar a Dios y de hacerlo propicio, in-cluso respecto a los pecados del pueblo.

El cardenal Pie recuerda a este res-pecto aquella frase, diciendo que «el sa-cerdote cuando está con Dios le habla de los hombres y cuando está con los hombres les habla de Dios». ¡Bonita idea!, ¿no es cierto? Es noble, pero en realidad el sacerdote cuando está con Dios, en primer lugar no le habla de los hombres, sino que le transmite a Dios la oración y las ofrendas espirituales de

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todos los hombres. Así que en primer lu-gar está esa glorificación de Dios, como vemos en Nuestro Señor. Su oración es ante todo glorificar al Padre y darle gra-cias, y luego pedirle. Nuestro Señor –lo sabemos bien– no necesitaba rezar; lo hizo para darnos ejemplo. Ése es otro aspecto, de la oración del sacerdote: te-nemos que dar ejemplo de oración, pues forma también parte esencial de nuestro sacerdocio.

En tercer lugar, ese don total de sí por la salvación de las almas: el precepto, el mandato supremo y máxi-mo de la caridad, del amor del prójimo. Nuestro Señor se consagra totalmente a la predicación, a la enseñanza, a curar a las almas, a sanarlas, a elevarlas y a for-marlas. La paciencia de Nuestro Señor con los apóstoles, para hacerlos dignos apóstoles, lo cual hace paciente pero constantemente, hasta el punto que –Él mismo lo dice– no tiene a veces donde reposar la cabeza, y hasta el extremo de dar su vida. Pero antes de dar su vida, Nuestro Señor da todo a su obra, toda su actividad; no excluye absolutamente nada. Por eso, el tercer carácter esen-cial y tan necesario hoy día al verdadero sacerdocio católico es esa caridad, esa misericordia y ese celo por la salvación de las almas. El sacerdote debe predi-car, pero no solamente en el sermón o en una conferencia; el sacerdote predica todo el tiempo, y también predica con su ejemplo. Somos constantemente llama-dos a operar la salvación y la elevación de los cristianos, de las almas; es algo de todos los momentos.

Esa caridad también exige un gran sacrificio, negarse a sí mismo. No hace falta ser un egoísta tremendo para ser un sacerdote mediocre; basta el egoís-mo normal, en que uno busca sus inte-

reses y comodidades. En el fondo, no hay nada más repugnante al sacerdocio que ese narcisismo: buscar sus propios intereses, cosa que –como dije– es algo tan humano. Y digo repugnante en un sentido profundo, porque el sacerdote, como Nuestro Señor Jesucristo, es es-tablecido totalmente para el bien de las almas. Evidentemente eso no excluye la prudencia en cuanto al modo y a las circunstancias, pero lo que excluye es ese egoísmo en que nos reservamos algo para nosotros, en que en cualquier mo-mento hacemos prevalecer un interés personal –lícito o no– por un bien que realmente podríamos hacer.

El mismo apóstol San Pablo nos reve-la cuál fue la disposición y el sentimiento de Nuestro Señor, las palabras de Nues-tro Señor entrando en este mundo, en el mismo momento de la Encarnación, en el mismo momento en que era constitui-do sacerdote. Habla Nuestro Señor que se dirige al Padre: «No quisiste sacri-ficios ni oblaciones, pero me formaste un cuerpo. No recibiste ni holocausto ni sacrificio por el pecado, y entonces Yo dije: “Heme aquí que vengo, Padre, para hacer tu voluntad”: “Ecce venio ut faciam, Deus, voluntatem tuam” » (Heb 10, 9). Y en virtud de esa voluntad, dice San Pablo, se ha operado la salvación de las almas. En esa voluntad de Cristo de sacrificarse, de conformarse a la volun-tad del Padre y de ofrecerse totalmente por la salvación de las almas, todos no-sotros hemos sido santificados. En esa voluntad está incluido el Sacrificio de la Cruz y en el Sacrificio de la Cruz están contenidas todas las gracias de todos los tiempos, toda la santificación de todos los hombres hasta su plenitud y per-fección, y de toda la Iglesia en todos los tiempos. Ese es el espíritu sacerdotal.

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RELACION DEL SACERDOTE CON LA SANTISIMA VIRGEN

Finalmente otro aspecto. Si nues-tro sacerdocio consiste en el sentido perfectivo y moral en conformarnos a las disposiciones, a los sentimientos, al pensamiento y al corazón de Nuestro Señor Jesucristo; se establece una rela-ción especialísima con la Santísima Vir-gen. Establece unas exigencias precisas del sacerdote con la Santísima Virgen, porque ante todo Nuestro Señor Jesu-cristo es el hijo de la Santísima Virgen. La Virgen es su madre, y Ella es madre del Salvador y Redentor, Jesús Sacer-dote. Por lo tanto, el sacerdote tiene un título específico que se agrega al de todo cristiano, el de ser hijo queridísimo de la Santísima Virgen María; y así, nuestro sacerdocio consiste también en imitar la devoción filial de Nuestro Señor Je-sucristo hacia su Santísima Madre. Por otro lado, Nuestro Señor quiso asociar a la Santísima Virgen en toda la obra de la Encarnación, de la Redención y la Salvación. Ella es cooperadora de Jesu-cristo sacerdote y lo es especialmente al pie de la cruz. Ella es la nueva Eva junto al nuevo Adán. Por eso, si nosotros te-nemos que continuar el Sacerdocio de Nuestro Señor Jesucristo, tendremos que continuar esta cooperación con la Santísima Virgen a la obra de Redención y Santificación. Nuestro sacerdocio debe estar íntimamente unido al oficio y a la misión de la Santísima Virgen, porque éste continúa. Es Nuestra Señora quien nos dio a Jesucristo, es por su media-ción y esta mediación es universal. En todos los casos: es por mediación de la Santísima Virgen que las almas reciben la gracia. Si nuestra función es comuni-car la gracia a los hombres, somos como

auxiliares o cooperadores de la Santísi-ma Virgen; es la Santísima Virgen quien engendra y forma a Cristo en las almas, y es la Santísima Virgen quien incorpo-ra las almas al Cuerpo Místico de Cristo que es la Iglesia, asi pues el sacerdocio no es más que una cooperación y un recurrir a la mediación de la Santísima Virgen María.

LA FIDELIDAD DEL SACERDOTE

Por último, quería insistir sobre un aspecto en el que frecuentemente somos probados. Ayer celebrábamos la fiesta de Santo Tomás Apóstol y la Iglesia traía a colación en el oficio, poniendo en pri-mer lugar a nuestra meditación el texto del Apóstol San Pablo a los Corintios, «lo que los hombre han de ver en noso-tros es ministros de Cristo y dispensa-dores de los misterios de Dios» (1 Cor 4, 1). Ahora bien, lo que se le pide y exige al ministro de Cristo y al cooperador en la dispensación de los misterios de Dios es la fidelidad. Es que sea fiel. Es una virtud en total vía de desaparición. Frecuente-mente hablamos de otras virtudes, pero qué decir de la fidelidad, cuanto nos cuesta. Fieles a Dios, fieles a Nuestro Se-ñor Jesucristo, fieles a la Iglesia, fieles a nuestro sacerdocio y a las exigencias de nuestro sacerdocio; porque uno se com-promete libremente, y entonces después la virtud que me permitirá cumplir con lo que prometí es la fidelidad. La fide-lidad no es solamente predicar –y no vociferar– la verdad o la doctrina, es mucho más que eso. Es ir cumpliendo con todo lo que le prometí a Dios y a la Iglesia, y delante de los hombres. En el Apocalipsis, San Juan hace resaltar en Nuestro Señor el hecho de que es el «testigo veraz y fiel» (Apoc 19, 11).

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Pero a decir verdad la fidelidad no basta, y si hay otra virtud que falta mu-cho hoy día es la prudencia y no es una virtud fácil. Si uno no la tiene, lo que tie-ne que hacer con un poco de humildad –eso lo puede salvar– es fiarse de los que son prudentes. Nuestro Señor lo mani-fiesta claramente en el Evangelio: ala-ba al «servidor fiel y prudente, que es constituido sobre toda la familia» (Mt 24, 44), es decir, que es constituido en autoridad en la Iglesia. Así que los sacer-dotes debemos brillar por una fidelidad en todo –como dije–, cosa que incluye la fidelidad a la Fraternidad Sacerdotal en la cual somos incardinados y para la cual somos ordenados sacerdotes. A ve-ces espanta ver la facilidad con la que al-gunos traicionan sus fidelidades, y si los

fieles hicieran eso en su matrimonio nos escandalizaríamos horrorosamente. Así, pues, ser fieles. Pero a la vez, la fidelidad o el celo sin prudencia pueden dar cual-quier cosa y en cualquier sentido. El de-monio muchas veces no nos tienta con cosas burdas, se disfraza de ángel de luz y nos tienta bajo apariencia de bien, in-cluso bajo apariencia de fidelidad. ¿Qué

es lo que falta ahí? Lo que falta es pru-dencia, es luz, es esa inteligencia sobre-natural, el consejo: el don de Consejo.

Una fidelidad y un celo sin discre-ción son tremendamente destructores. ¿Qué es lo que me permite a mí resistir a las autoridades eclesiásticas romanas, y qué lo que me obliga a obedecer a mi superior general?, ¿es la fidelidad? No, ciertamente (que tengo que ser fiel es una condición y es un supuesto, pero, en todo caso, tengo, que ser más fiel a la Iglesia y a las autoridades romanas que a mi Superior General); sino la prudencia sobrenatural, que me guía y que me hacer ver que en un caso estoy obligado –para obedecer a Dios– a re-sistir, y en el otro caso –para obedecer a Dios– tengo que obedecer. Claro, eso

no es un absoluto; nunca lo fue ni lo será, pero algo está bien o está mal. Lo que no es un absoluto en sí, tiene una sola resolu-ción concreta; entonces, si yo obedezco en un caso estoy bien, y en otro caso estoy mal; y si desobedez-co, en un caso estoy bien y en el otro caso estoy mal. ¿De qué depende eso fi-nalmente? De la verdad, de lo objetivo. Por eso la necesidad de la humildad, del espíritu de sacrificio y

de conformarse con la voluntad de Dios. Y por eso la necesidad de la oración y de vivir en la caridad. Para estar y caminar siempre en la verdad.

Ya lo he podido decir muchas veces. A mí, ¿qué me importa si me desvío a la derecha o la izquierda, si en los dos casos me alejo del recto camino? Finalmente, ¿qué importa si me fui a la derecha o la

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izquierda, arriba o abajo si salí del buen camino? La virtud cristiana –y la virtud sacerdotal con mayor razón– no consis-te en una sola virtud potenciada al infi-nito, sino en un equilibrio de virtudes. El equilibrio de virtudes tampoco es una medianía en cada virtud o entre todas las virtudes: “entre la justicia y la mise-ricordia trazamos el medio, la mediana y ya está”, “yo tengo que practicar eso”. Bueno, ¿a ver quién puede practicar eso?, para empezar. La virtud consiste siempre en evitar un exceso y un defecto. Se trata de un equilibrio de virtudes, y si tengo una gran fe tengo que tener una gran caridad y una gran esperanza también; no me basta la fe, ni tampoco me basta una supuesta caridad; eso es imposible sin fe. Ni me basta la fe y la caridad, nece-sito la esperanza firme para, por ejemplo, no volverme im-paciente ni imponer a la reali-dad mi solución, la que yo me imaginé. Y así con las demás virtudes. Claro que tenemos que ser fuertes, pero hay que ser prudentes; claro que hay que confesar la fe con fortaleza y con fir-meza y hay que ser intransigentes en la doctrina, pero a la vez hay que ser pru-dentes, inteligentes y entender las cosas humanas. Leer un poquito la historia de la Iglesia, ¿no?, eso haría mucho bien; repasar un poco, y entonces veríamos cómo son las cosas de los hombres y las cosas de la historia, y cómo obra la Di-vina Providencia. Y eso lo digo porque, finalmente, hablamos de lo que el sacer-dote ha de ser y debe ser; aquí les pongo en guardia contra una de las tentaciones más corrientes entre nosotros y que ha-cen caer a muchos, porque el demonio

los va a tentar preferentemente de este modo, bajo apariencia de bien. Lo que se requiere son esas disposiciones, más personales e interiores, de humildad, de buscar realmente conformarse a la vo-luntad de Dios, de sacrificar el hombre viejo con sus exigencias, sus orgullos, sus concupiscencias; y luego, una pru-dencia sobrenatural: buscarla, pedirla; y también una paz y tranquilidad sobre-naturales. Dios no nos va a abandonar;

nos dará siempre –siempre y en cada momento– todas las gracias necesarias para vivir cristianamente, queridos fieles, y para ser santos sacerdotes; y, en todo caso, para ir conformándonos cada día más y mejor a Nuestro Señor Jesucristo.

Pidamos entonces a la Santísima Vir-gen que nos dé este deseo, renovarlo y acrecentarlo, y hacer todo lo necesario para conformarnos a Nuestro Señor Jesucristo, a sus sentimientos y dispo-siciones; y que la Santísima Virgen –a la que llamamos Virgo fidelis, pero tam-bién Virgo prudentissima–, nos dé esta fuerza, esta firmeza y esta fidelidad en la Fe, pero a la vez esta prudencia sobre-natural que nos permitirá guardar real-mente el espíritu de Caridad. m

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El pecado y la penitencia de DavidP. José Mª Mestre Roc

El pecado y la penitencia del rey David es un episodio lleno de lec-ciones para todos nosotros.

1º El rey David antes de su pecado.

El rey David fue objeto de innumera-bles favores por parte de Dios:

• ungido rey por elección divina, para remplazar al rey Saúl, prevaricador;

• vencedor contra Goliat; • protegido por Dios contra Saúl, de

quien escapa milagrosamente dos veces en su intento de darle muerte;

• perseguido por Saúl, y dos ocasio-nes teniéndolo bajo su poder y pudiendo darle muerte;

• hecho rey de todo Israel a la muerte de Saúl;

• por él Dios dio numerosas victorias al pueblo elegido contra sus enemigos filisteos, moabitas y amonitas;

• Dios le hace la promesa de estable-cer su trono eternamente; por lo tanto, será padre del Mesías;

• en cuanto al culto divino, David, lleno de celo, prepara la construcción de un suntuoso templo para Dios, organi-za el canto divino, compone numerosos salmos...

¡Cómo desearíamos también no-sotros que nuestra vida hubiese sido santa, virtuosa, pura, como la del joven David en sus primeros años! No haber caído nunca, haber dado siempre los

más altos ejemplos de virtud, ser mode-los de santidad para todos los que nos viesen... Sin embargo, Dios no quiso que fuese así, ni para nosotros, ni para Da-vid, pues no deja de haber ahí, después

del pecado original, una profunda causa de orgullo, de amor propio; y el hombre que en su vida espiritual no ha sentido jamás su propia miseria, no se conoce verdaderamente, ni está en condiciones de saber exactamente que la santidad no se le debe a él, sino sólo a la benevolen-cia y misericordia de Dios, que concede su gracia para que venzamos.

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32 El pecado y la penitencia de David

Eso es, pues, lo que suce-dió en David. ¿Quién había de pensar que un hombre tan piadoso y tan favorecido de los dones divinos como Da-vid, «un hombre conforme al corazón de Dios», hubiese de titubear en el temor de Dios y en la virtud, y ser infiel al Se-ñor? Pero David, alimentando secretamente un cierto amor propio, se apoyó demasiado en sus propias fuerzas; se glo-rió en sí mismo, y no en Dios; descuidó la vigilancia necesa-ria, no acudió inmediatamen-te a Dios en la tentación; y cayó en adul-terio y homicidio.

2º El pecado del rey David.

El invierno había interrumpido la campaña contra los amonitas. Para ter-minarla, envió el rey David en la pri-mavera a Joab con todo el ejército. Los israelitas asolaron todo el país enemigo y sitiaron su capital, Rabat-Ammón. Da-vid, sin embargo, se quedó en Jerusalén. Paseándose cierto día después de la sies-ta en el terrado de su palacio, vio en la proximidad a una mujer que se bañaba.

• Descuidando el control de sus ojos, se detiene en mirar a una mujer en porte poco modesto;

• La pasión enciende al punto en él el deseo de tomarla por esposa; por eso, manda traerla a palacio. Llamábase la mujer Betsabé, casada con Urías, uno de los valientes jefes de David que en ese momento estaba luchando contra los amonitas.

• El mismo hecho de saber que está casada no le calma la pasión, sino que cegado por la pasión, comete adulterio

con ella. • Luego, al quedar encinta la mujer,

David quiere atribuir a su marido el hijo concebido de él. Para eso, David hace llamar a Urías bajo el pretexto de in-formarse del estado de la campaña mi-litar, y lo invitó a descansar en su casa y a verse con su mujer; así, la gravidez de Betsabé sería totalmente explicable, y nada dejaría sospechar el adulterio del rey. Pero Urías, hombre de nobles sentimientos, le responde diciendo que mientras el Arca de Dios y todo Israel habita en tiendas, por estar haciendo la guerra, él no entrará en su casa para beber, comer y dormir con su mujer. David, viendo que no puede disuadir a Urías de su noble decisión, recurre a un medio degradante: emborracha a Urías en un banquete, a fin de que, en medio de su borrachera, se olvide de su deter-minación y duerma en su casa con su mujer. Pero Urías, aunque bebido más de la cuenta, conserva suficiente lucidez como para ser fiel a su juramento.

• Como la lealtad del marido le im-pide conseguir su designio, no duda en acusarlo de un crimen grave, y en conde-

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33El pecado y la penitencia de David

narlo a muerte sin encuesta y sin juicio. • David lleva su cinismo hasta el

punto de hacer que el mismo Urías lle-ve a Joab la carta que decreta su pro-pia muerte. En esa carta David explica a Joab que Urías, por un grave crimen, debe morir; que lo pongan en la par-te más difícil del combate, y que en el ataque enemigo sea abandonado por los soldados, para que el enemigo le dé muerte. Así sucede. Urías muere glorio-samente en el combate.

• Finalmente, David permanece en-

durecido en su pecado, sin arrepentirse; pues al recibir la noticia de la muerte de Urías, espera que acabe el luto de Betsa-bé por la muerte de su marido, la con-duce a su palacio y la toma por esposa; la cual, al cabo de nueve meses, le da a luz a un hijo; y ya le ha nacido el hijo de Betsabé cuando el profeta Natán viene a reprenderle de su pésimo crimen.

Sabiendo Natán que de nada serviría reprender a David increpándolo direc-tamente («¡Criminal, fornicador, asesi-

no, maldito! ¡Dios te colma de favores, y tú violas de esta manera sus manda-mientos!»), le viene a presentar un caso para que David juzgue y dicte contra sí su propia sentencia: «Había dos hom-bres en una ciudad, el uno rico y el otro pobre. El rico tenía bueyes y ovejas en abundancia; mas el pobre nada poseía sino una ovejita, comprada y criada por él, la cual había crecido juntamente con sus hijos, comiendo de su pan, bebiendo de su vaso y durmiendo en su regazo; y era para él como una hija. Mas como hu-

biese llegado un forastero a casa del rico [el espíritu de fornica-ción], éste, por ahorrar de sus ovejas y bueyes, tomó la ove-ja del pobre y la aderezó para festejar a su huésped». Irrita-do David sobremanera contra aquel hombre, dijo a Natán: «Vive Dios, que es reo de muer-te el hombre que tal cosa hizo, y pagará cuatro veces la oveja». Y replicóle Natán: «Ese hombre eres tú. Esto dice el Señor Dios de Israel: Yo te ungí por rey so-bre Israel, y te libré de la mano de Saúl, y te di la casa de Judá y de Israel, y si esto es poco puedo aún añadir mayores cosas. ¿Por qué, pues, despreciaste la pala-

bra del Señor para hacer lo que es malo en mi presencia? Has dado la muerte a Urías por la espada de los hijos de Amón y te has tomado por mujer la que era suya».

Tales palabras se clavan en el cora-zón de David, que por primera vez desde tanto tiempo, comprende la malicia de su pecado. Bajando del trono, depone su corona, y postrado en tierra ante todos sus oficiales, dice: «He pecado contra el Señor».

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34 El pecado y la penitencia de David

¡Cuánto bien sacó Dios de este peca-do de David!

• El arrepentimiento más sincero; • La humildísima confesión de su falta; • La confianza en Dios y la descon-

fianza en sí mismo; • El conocimiento de la misericordia

de Dios, y el conocimiento de la propia miseria;

• La súplica ardiente; • Las promesas de

una vida santa; • La compasión ha-

cia los demás; • La vigilancia so-

bre sí mismo; • La penitencia por

la vida pasada...En este pecado, Da-

vid nos aprovecha más que en su anterior vida virtuosa; pues, como afirma San Ambrosio, se nos enseña que tam-bién los santos cayeron a veces, porque fueron hombres; y cayeron más por debilidad de su naturaleza que por deseo de caer. Si su carrera no hubiese estado mancha-da de alguna falta, hubiésemos podido pensar que eran superhombres, y que no eran imitables; y así nos hubiésemos desanimado en el camino de la santidad al ver tanta distancia entre ellos y noso-tros. Pero por su caída y la santidad pos-terior que alcanzaron después de ella, somos amonestados a cambiar de vida como ellos lo hicieron, y a estimar posi-ble la santidad.

3º Penas del rey David después de su pecado.

Tal vez falta disipar otra trampa del

amor propio: querríamos, sí, imitar a David en el dolor de sus pecados y en la humillación que por ellos nos viene; pero, apenas perdonados, querríamos sentir de nuevo las consolaciones de Dios, y nos desanimamos cuando vemos que nuestras faltas nos dejan dificulta-des en el camino de la virtud. Querría-

mos humillarnos a lo grande, heroica-mente, brillantemente. Para disipar esa ilusión del amor propio, fijémonos de nuevo en David.

Dios le perdona su pecado, pero le anuncia que lo castigará con penas, por haber faltado contra El y haber sido cau-sa de escándalo para todo Israel.

• El hijo que le ha nacido morirá. • En todo Israel quedará disminuida

la fama de David por su pecado (ima-ginemos tan sólo los corrillos y comen-tarios que el pueblo haría al conocer la intervención de Natán reprochando a David su crimen).

• Su propio hijo Amnón, el primogé-nito, violará a su propia hermana, Ta-mar, y David no se atreverá a corregirlo

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35(¿con qué cara lo haría?).

• Absalón, el tercero de sus hijos, dará muerte a Amnón para vengar a Ta-mar; y luego se le rebelará, lo hará sa-lir de Jerusalén, y lo recuperará muerto por sus tropas.

También nosotros debemos apren-der a llevar y combatir nuestra miseria con dolor, sin brillo, cobardemente di-ría, pues somos incapaces de grandes acciones, y la humildad nos pide reco-nocerlo; pero debemos sin embargo aceptar todas esas penas interiores con

la confianza puesta en la misericordia de Dios, que conoce de qué barro esta-mos hechos, y en la sabiduría de Dios, que ha preferido elaborar nuestra san-tidad, no a partir de grandes virtudes, sino a partir de grandes miserias. Dios podría haber creado al hombre a partir del diamante, o del oro, pero prefirió crearlo a partir del barro. Igualmente, Dios podría haber construido nuestra santidad a partir de acciones grandes, de hermosos actos de caridad, de fe, de templanza, pero prefirió elaborarla a

partir del barro de nuestra miseria. San Pedro, San Pablo, el mismo David, son ejemplos del poder de la gracia, que no ha perdido su eficacia hoy. Seremos san-tos si sabemos humillarnos, mantener-nos aniquilados en presencia de Dios, y penitentes de nuestra mala vida pasada.

David llegó a la santidad a pesar de su falta: «Dios perdonó su falta, y en-salzó su frente para siempre» (Eclo. 47 11); es más, diríamos que no hubiese llegado a la santidad sin las virtudes y sentimientos interiores que esa falta le

obligó a tener. Su fies-ta se celebra el 29 de diciembre. Tomémoslo hoy como intercesor y como ejemplo.

Conclusión.

Pidamos hoy, pues, por intercesión de San David, rey y profeta, las siguientes gracias:

• La gracia de ser humildes y de conocer nuestra propia miseria, para no caer en el esco-llo del amor propio.

• La gracia de saber llorar nuestras faltas como él las lloró: con vivo arrepentimiento, con confianza en Dios, con sincera penitencia, con pro-mesas de una vida más santa.

• La gracia de no desesperar jamás de la santidad, sino de tender a ella con constancia, creyendo en el poder de la gracia en nuestras almas; para que, ha-biéndonos aprovechado en este valle de lágrimas de nuestro propio barro, ten-gamos un día el consuelo de vernos ante Dios con una vida santa por toda la eter-nidad. m

El pecado y la penitencia de David

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36 Benito Daza Valdés

En esta sección vamos mostrando, caso a caso, no sólo la falsedad de la preten-dida oposición entre Catolicismo y progreso científico sino la armonía entre ambos. Ningún argumento más probatorio que el de los hechos concretos

como son los que han ido apare-ciendo aquí y que no son sino una pequeña muestra del total. La punta del iceberg, podríamos decir.

Este objetivo que nos hemos fija-do, y que tiene bases históricamen-te rigurosas, debe ser conocido lo mejor posible por todo católico que valore su Fe. Porque si se admiten los tópicos al uso de que la religión Católica ha supuesto un obstáculo insuperable a la investigación cien-tífica no sólo se aleja uno de la ver-dad histórica sino que, más pronto o más tarde, acabará alejándose también de la Fe misma. El católico que dé crédito a esas mentiras y se crea que su Fe y la Ciencia están en oposición acabará avergonzándose de su historia, acabará no sabiendo qué hacer con su historia. Y el católi-co que no sepa qué hacer con su his-toria acabará no sabiendo qué hacer con su Fe.

Por eso hemos ido a buscar el ejemplo de hoy en aquella institución católica que representa para la mentalidad dominante la máxima expresión del obscuran-tismo: la Inquisición. Ya que pocas personas en el mundo han trabajado tanto –y con éxito- para favorecer lo contrario del obscurantismo, es decir, el ejercicio de la vista, como este notario de la Inquisición cordobesa el sacerdote Benito Daza Val-dés (1591-1634).

Notario de la Santa Inquisición y pre-cursor de la Oftalmología moderna

benito daza valdés (1591-1634)

Rvdo. D. Eduardo Montes

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37Benito Daza Valdés en 1623, es decir a los 32 años de edad «haciendo uso de sus

conocimientos en matemáticas y óptica, publicó la obra “Uso de los anteojos para todo género de vistas en que se enseña a conocer los grados que a cada uno le faltan

de su vista, y los que tienen cualesquier ante-ojos y así mismo a que tiempo se han de usar, y como se pedirán en ausencia, con otros avisos importantes, a la utilidad y conservación de la vista”, conocido vulgarmente como “El uso de anteojos”» (Wikipedia).

Pongamos atención en el párrafo final que a la aportación del notario de la inquisición cordobesa dedica la misma fuente que antes hemos citado: «Gracias a esta obra se le con-sidera uno de los precursores de la Oftalmolo-gía moderna. En ella detalla cómo clasificar las lentes, cómo graduar la vista, además de cómo operar las cataratas e incluso propone colocar-se cristales ahumados contra los efectos noci-vos del sol. El esquema propuesto por Daza de Valdés para clasificar las lentes es el distintivo de la Sociedad Española de Oftalmología».

Benito Daza dedicó su libro, que hace de él un bienhechor de la humanidad, a la Virgen de la Fuensanta. Y como muestra de lo arraigado de la falsedad contra la que desde aquí luchamos –y seguiremos luchando si Dios nos da salud- con las armas de la historia rigurosa este comentario tontorrón que al respecto hace uno de los que se ocupan de nuestro pionero de la Oftalmolo-gía: “¡La verdad, algo muy curioso el dedicar un libro de ciencia a una virgen!”. m

Benito Daza Valdés

NUESTRA SEÑORA DE LA FUENSANTA la Morenica Patrona de Murcia

La devoción del pueblo murciano por Nuestra Señora de la Fuensanta es muy antigua, surgiendo a partir de la aparición de la Virgen en el monte conocido como El Hondoyuelo. En esta sierra, situada a unos 5 kilómetros de la capital, María había hecho brotar la “fuente santa” que dio nombre a la advocación. El pequeño manantial aún hoy riega aquel paraje y desde el siglo XV consta la existencia de una ermita en honor a la Virgen coronando el lugar. El Santuario fue salvajemente profanado, destruidas imágenes, y convertido el templo en almacén de pólvora en 1936; la imagen se pudo salvar cuidadosamente escondida. En 1939, la imagen fue trasladada a la Catedral, en cuyo altar mayor permaneció varios años, hasta que se la pudo restituir a su Santuario del Monte, provi-sionalmente arreglado.

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La primavera del postconcilioL. Pintas

l Un ortodoxo al frente... Las ediciones Du Cerf [Del Ciervo, su célebre logotipo] llevan desde antes del Concilio Vaticano II constituyendo una vanguar-dia editorial de la nueva teología, más o menos radical según las épocas –ahora

está en fase de “menos”-. Fundada en 1937 por los dominicos, tras la Segunda Guerra Mundial preparó el terreno a la revolución conciliar, y fue publicando buena parte de sus textos de cabecera. En su catálogo figuran, junto a muchos bue-nos autores, santos y padres de la Igle-sia, otros como Henri de Lubac, Johann-Baptiste Metz o Yves Congar, quienes llevan más de medio siglo “dando tono” a la editorial. La cual tiene actualmen-te toda una colección consagrada a dar a conocer el hinduismo. Por todo ello, cuando el 25 de junio se anunció que “un ortodoxo” acababa de ser nombra-do director de Du Cerf, por un momento pensamos que por fin llegaba alguien a poner orden. Pero la palabra “ortodoxo”

no se refería a la rectitud doctrinal, sino a la pertenencia del interesado, Jean-François Colosimo, a las disciplinas cis-máticas de Oriente. Algo tan chocante, que incluso los dominicos franceses se-ñalan en su página web que “este laico

ortodoxo” es “bien consciente de que llega a un hogar do-minico, a un hogar católico”. Curiosa-mente, ellos mismos resaltan en su bio-grafía que Colosimo fue alumno jesuita y se alejó de la Iglesia porque en los años 70 y 80 percibía en

ella “secularización, desacralización, so-cialistización”. Y es verdad, no son pocas las personas que han seguido ese itinera-rio, por absurdo que parezca: refugiarse en los cismáticos orientales buscando el sentido de lo sagrado que se ha perdido en la Iglesia con el Concilio. Pero de ahí a dirigir editoriales católicas...

l Obispa ordena sacerdotisa en templo católico cardenalicio. Aho-ra bien, lo de Du Cerf es peccata minuta en esto del ecumenismo si lo compara-mos con lo sucedido el 28 de mayo en la concatedral del Sagrado Corazón de Houston (Texas): una “ordenación” de ministros metodistas. Va de suyo que una comunidad metodista en Estados

Jean-François Colosimo

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Unidos no necesita que le presten nin-gún lugar para celebrar nada. No fue, por tanto, una muestra de “generosidad” (in-aceptable en cualquier caso) del cardenal Daniel DiNardo, arzobis-po de la diócesis de Gal-veston-Houston. Fue una expresión pura y dura de ecumenismo, una mues-tra del camino a seguir, un permiso de finalidad cla-ramente didáctica ad intra de la Iglesia. Para mayor escarnio, la ceremonia la presidió la “obispa” Janice Riggle Huie, y una de las ministras agraciada con las “órdenes” fue otra mujer. ¡Todo un palo en las ruedas de la defensa por la Iglesia de su doctri-na sobre el sacerdocio, uno de los puntos que más utiliza el mundo, entregado a la ideología de género, para denigrarla!

l El templo ecuménico El Salva-dor. Pero lo cierto es que tiene su lógi-ca. Si se da por bueno que la Iglesia debe relacionarse igualitariamente con otras comunidades cristianas, forzoso es que las acepte como son. ¿Y cómo son? Pues prácticamente todas las protestantes que admiten algún tipo de jerarquía interna remedo de la episcopal y sacerdotal han terminado por aceptar que las mujeres puedan tener acceso a tal función. In-cluso los anglicanos, que todavía formal-mente no lo han hecho, ya anuncian que se apuntarán en breve a la moda. Por eso cuando, por ejemplo, el obispo de Cana-rias, Francisco Cases, se coge de la mano con una “pastora” en el templo ecuméni-co El Salvador de Playa del Inglés (Gran Canaria) para una oración conjunta con otras dieciséis confesiones distintas que utilizan el centro, no hace sino eviden-ciar a dónde nos dirigimos. El ecumenis-mo, que hace cincuenta años era “cosa de hombres”, por su propia evolución convierte a la Iglesia en el último reducto “machista” cuando todos los demás ya se

han adaptado a los tiempos que corren. Y cuanto más tiempo pase, más se pondrá eso en evidencia en las reuniones con-juntas. La “ordenación” de mujeres por parte de estos grupos debería haber bas-tado por sí sola para declarar imposible

La primavera del postconcilio

Janice Riggle Huie

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40el ecumenismo, pues introduce un sal-to cualitativo sacramental imposible de resolver mediante los habituales pactos doctrinales y declaraciones conjun-tas. Pero las autoridades eclesiásti-cas postconciliares se ven atrapadas en su propia trampa: si admiten en cierto modo la legitimidad de las lla-madas “Iglesias separadas” para es-tablecer su doctrina, ¿por qué trazar la línea roja justo en el feminismo?

l Mártires del Frente Popu-lar. Es decir: básicamente, de co-munistas, socialistas y anarquistas. Ésa es la filiación correcta de los 522 mártires que serán beatificados en Ta-rragona el próximo 13 de octubre. Con-viene recordar estas obviedades porque, ante la trascendencia histórica de esa ce-lebración y su impacto en la opinión pú-blica, ya se aprecia un esfuerzo (contri-buir al consenso, le dicen) por difuminar el rostro de los verdugos. “Los mártires no tienen que ver con los bandos de la Guerra Civil: han sido asesinados única y exclu-sivamente por su fe”, afir-mó el 11 de julio, en la 66ª Semana de Misionología de Burgos, Encarnación González, directora de la oficina para las Causas de los Santos de la con-ferencia episcopal espa-ñola. La verdad completa es que los mártires, además, “han sido asesinados única y exclusivamente” por uno de los bandos en liza. Y no fueron diez o doce, sino diez o doce mil. Y no por casualidad, sino premeditada y sis-temáticamente. Hasta el exterminio allá donde se pudo. La Carta Colectiva de los

obispos españoles a los obispos de todo el mundo con motivo de la guerra, fecha-da el 1 de julio de 1937, dejaba muy claro

por qué luchaban unos y otros: “El le-vantamiento cívico-militar ha tenido en el fondo de la conciencia popular un do-ble arraigo: el del sentido patriótico, que ha visto en él la única manera de levan-tar a España y evitar su ruina definitiva; y el sentido religioso, que lo consideró como la fuerza que debía reducir a la

impotencia a los enemigos de Dios, y como la garan-tía de la continuidad de su fe y de la práctica de su re-ligión”. Y esos “enemigos de Dios” tenían nombre y apellidos: “Enjuiciando globalmente los excesos de la revolución comu-nista española afirmamos que en la historia de los pueblos occidentales no se conoce un fenómeno igual de vesania colectiva, ni un

cúmulo semejante, producido en pocas semanas, de atentados cometidos contra los derechos fundamentales de Dios, de la sociedad y de la persona humana”. ¡A ver si se enteran algunos de que los már-tires de Diocleciano tienen “mucho que ver” con Diocleciano! m

La primavera del postconcilio

Encarnación González

Cardenal Gomá