II 3E=»i»«olo oéxLtljaa.os NUM. 13

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AÑO II 3E=»i»«olo oéxLtljaa.os NUM. 13 M. canienU, ÍO cénu; » * airtiaJa. ^O A loi correipontalM, mario de 15 ejemBlarM, «ajOU Pw[«.-PAÜO ADEíaSTADO. Sf. •dmlten miacriclaiies en li>da Eaptlta •bonindo •nlidparIsiDentf U rjrmplares, por 3 [ii-ieta>.—La co- rTMniiiirtiuní, rpdaiiiaiwiii's y peilidut ul adisInUlridor D. GL'ILLRKHO USLER. Kiplritu Sa[i(u, fS.HallcId. Estaba hermosísima

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AÑO II 3E=»i»«olo oéxLt l jaa .os NUM. 13

M. canienU, ÍO cénu; » * airt iaJa. ^O A loi correipontalM, mario de 15 ejemBlarM, « a j O U

P w [ « . - P A Ü O ADEíaSTADO.

Sf. •dmlten miacriclaiies en li>da Eaptlta •bonindo •nlidparIsiDentf U rjrmplares, por 3 [ii-ieta>.—La co-rTMniiiirtiuní, rpdaiiiaiwiii's y peilidut ul adisInUlridor D. GL'ILLRKHO USLER. Kiplritu Sa[i(u, fS.HallcId.

Estaba hermosísima

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98 LA NOVELA ILUSTRADA

¡COCOTA!

A P U N T E S l*ARA UNA COMEDIA I R R E P R E S E N T A B L E

E M I L I O D E L A C3EHÜA

sacion, Siempre todo. Yo no.^é dar tanto eso tnise en scéne el aruumcnt

on que casado, Adrián? —Sí, hijo mío; hace un año di el gran

chapuzón. 3J —Y qué.. .

—Nuda, lo que me liguraba; la vida de una legum­bre: v e g e t o . . . vegeto, y nada más . ¡Ah! no puedo hacerme á esta existencia tranquila, á esta prosa ram­plona, ii esta monotonía ' inaguantable. Mi mujer es bellísima, tHGdesta, buena como una provinciana sin malicia: há'^iacidG para mujer de un colono, para ves­tir de aparejo redondo, cuidar de las gallinas, presidir el amasijo, hacer la matanza y engordar con magras y chorizos hasta ponerse esférica. Su amor hacia mí es grande, pero es un amor de baturra, sin coquetería, sin ese encanto que ofrece el amor de una mujer ver­daderamente espiritual.

—Como el de tu Flaminia ¿eh? —¡Ah! ¡Flaminia! Flaminia era un mujer comple­

ta; es verdad que me gastaba un caudal al año, que me hacía sufrir con sus estudiadas resistencias, con sus amagos de traición, con sus amenazas de separarse de mí; pero todo lo daba yo por bien empicado, si á c a m b i ó l e esto me ofrecía los encantos de su conver­

de su retinado gusto para mujer propia ha de Hescui-

:^ al hombre como nada, la amor, con todo el aparato qup

argu nicntr""""'""'"' ' — Va moa,

esposa los enea . _ —Justo; y la ver Ja-f^PHHÍ?ÍÍQ se por qué han de

privarnos de elios. La--ftlcíjCT,'después de todo, es el más bello m « t í l c de nf%tí6i"a casa, la ni^^f, íilhaja de nuestro guy^da joya, ehrpejer.-.•.:. ^ ~'" '

Adrián se in te r rumptó . —Acaba¿.ltbínbre: el mejor cnlriÜn de nuestra cua-

ra ¿no? v;í. -•., — Tú lo lías tlicho, l-irnestu. I JUCS bien; cuando es

querida, s i i ^ p r e procura ser Ü1 mueble elegante, co­queto, cómodo, quL' nos invita á descansar en él, la-alhaja limfiiai relnci.:,!!; ;n:i0iíricá, que nos deslum­bre desde su cstuciie, el potro gallardo, ardiente, que nos embelesa cuaná©-.Íc v'eiTtós'üiarchar y que se hace envidiar de todp:el queVio lo^postjc. La nuijer propia, en cambio, cree'qüje tüdo;S^-ío merece, descuida el aliño personal, se rebaja hasia'el. nivel de hi fregona, con la que alterna en los i^chaceres 4pm¿sticos, se entrega como resignadaafti.ttí el deber, acepta las cari­cias, pero no las busca; sus placeres son monótonos como las comidas qfUe condimenta , y en su exiguo repertorio jamas e'rtcucnira una novedad que estimu­le el deseo, nada que poetice ha existencia y nos enca­dene como esclavos sometidos á su albcdrío.

—Pero, querido Adrián, confesemos que hay una diferencia notable entre ei papel que para nosotros debe desempeñar la querida y el que desempeña la esposa.

üe rnas s de

.riún, encontrar en la

ando de novio visita-ejrda, me vuelve la s encajes ó á coser

rcalzoncillos. ¿ :, ;e tambaleándqjsfr'de

La primera es un objeto de plai^r, de lujo; la se­gunda es algo más que eso: es la coi^panera que ele­gimos, la madre de nuestros hijos, la que desinteresa­damente comparte así nuestros dolores (^^rao nuestras alegrías. ^ r *

—Sí, Ernesto, en efecto es todo eso; pero no- veo la razón para que siéndolo, no sea á ia vez objeto de recreo para nuestros sentidos; porque por algo iprefe-rimos la mujer joven á, la ya pasada, la bonita á la fea, la elegante á la cursi; y si tomamos miijep>joven, bonita y elegante, ¿porqué no hemos de exigir en ella lodos los retinamientos del buen gusto hastó eü. los actos más íntimos de la vida conyugal, un estudió de nuestras pasiones para que no las deje dormidas, esa deliciosa fars;i, en Hn, que emfilea la mujer'de cs^rrit para mantener siempre viva la ilusión, con el choque de los contrastes, con el empico de los recursos e í t r a -ordinarios, con esas mil bobadas que tanto nos sedu­cen en la querida? >

Mi mujer, por ejemplo, cuando vuelvo del Casíríó, hace ya tres ó cuatro horas que duerme como un li­rón. Llego, quiero hablarla de la ópera que he oído, de la reunión á que he asistido, de la visita que he hecho, y cuando estoy hablándola, á lo mejor se le abre la boca, entorna los ojos y . . . un ronquido me contesta. ¿Hay encanto en esto? No.

Pues mírala desde por la mañana hasta la tarde, en que se asea un poco. Desgreñada, llena de polvo de l i abe r barrido ó limpiado los muebles, los cuadros los "espejos, como ut>*"simp,Íé ..maritornes. Si la pido que toque algo al plJvHJí^con^ ba su cas3j.dice qutí ya n o / ^ espalda y se va á planchar-va en la máquina maldita camisa

Cuando nos acostamos, lo. sueño, me vuelve la espalda y se echa á roncar.".Las comidas siempre las mismas: el prosaico cocido, las albondiguillas 'de lomo, el asado insustancial, la en ­salada y los dulcecitos hechos á domicilio. Mil veces he recordado aquellas cenas ¿te acuardas tú? en casa de Lhardy , ó las que improvisaba Flaminia en su casa para su cachorro, como ella me l lamaba. Aque­llo sí q u e e r a gozar, chico.

E n fin^ no hay .más remedio que aguantarse; pero hijo, me aguanto como el que ahoícan: i la fuerza.

^—Sin enxbargo, Adrrán, sigo creyendo que tu mu­jer es la verdadera mujer casada, y que tú eres un loco; para tener todo eso que tanto echas de menos, no haberte casado, seguir con tu F l amin i a . . .

—Sí, que se me escapó con el baroncito de Mon-t o j o . , .

'—¿Y sin embargo, aún la recuerdas con p lacer? . . . —¡Pues por lo mismo!. . . Yo hubiera dado todo mi

capital por recuperarla, si hubiese podido competir con ese muñeco que la ofrecía una viJa de duquesa.

—¡Y pones con tal mujer en parangón á tuesposal . . . —¡Siempre! ' % —Vamos , á tí te-falta ui1,!«2ntido. Confórmate,

Adrián, confórmate y haz lo qtre yo voy á hacer. —Qué , también t ú . . . • ' ' —NIe caso. A eso he venÍ4o á Madrid, á casarme

con mi novia. Después de cítiso año'S de relaciones, creo que ya es t iempo

—Será una mujer espiritual, ¿verdad? íJna chica.. . —Sí, una chica muy buena y m u y bestia, que sabe

coser bien, y que barre y friega, y toca ei piano y se .viste de limpio jueves y domingos, y que guisa, y en una palabra, una mujer para mi casa, que es muy distinto de lo que siempre he tenido: á saber, m a mujer con casa sostenida por mí para rcclcibirmc... y recibir á otros que no eran y o .

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LA NOVELA ILUSTRADA 99

—[Qué barbaridad! Una burguesa, una cursilita, una madraza del porvenir. Horror , hor ra r y horror .

—Adiós, amigo mío. y vuelve en tí. Tienes á la mano ia felicidad: no andes buscándola por sendas escabrosas, no tientes la paciencia de tu mujer, si se apercibe de lus disgustos, porque pudieras sentirlo.

—¿Quién? ¿ella? ¿ella disgustarme, ni comprender­me siquiera? ¡Bah! tú no la conoces, Ernes to . Ks un adoquín .

A esta conversación, que tenía lugar en el despa­cho de Adrián, no le había faltado un testigo ocul to .

María, qué así se llamaba la mujer de Adrián, lo había oído todo, y sollozaba detrás de las cortinas.

Cuando salió el amigo de su marido, María se re­tiró de su escondite, l lamó con la campanillaj y dijo á la doncella:

—Que enganchen en seguida la berlina. Vistióse á toda prisa^^^g^ij^á.^sin despedirse, de su

marido. - -"' A la hora de coi fué en busca de su

mujer, y no hallándola eji/t;! ^ii->inete, la buscó en fa cocina, donde creía hallarla. Allí le dijeron que la señora había salido en carruaje.

—¿Cómo? ¿que ha salido? ' ' —Sí señor, hace más de dos lioras.

Adrián e.'ít.aáj no poco aquella novedad. E s p e ­ró una hora más, d o s , y su mujer no volvía. Eran las ocho de la noche y debían ya haber comido á las

^0mS^yó rodar eí carruaje sobre el p.avhncTitó derínadera del portal, y poco después lin tremendo campaiiillaxo hizo correr al criado á la puerta^ que abrió á Maríg^'^ ,- ;

Está ' e n t r ó n el gabinete cargada con ^ r í b s pa­quetes, seguida del cochero. (j,uc subió otra níediaaD-c?na de.cajuj de cartón. V ' . " _ r ^Qué es esto tan tarde, 'Ji^^ría. dijo Áíiáí'Un C09

• 'Cierto-malhumor. '•''.'.% • .v '• . / . —|Ay! amigo mío, excl^miáÉ^aría abrazafidofe con-

una coquetería que dejab* a t r ^ á la que emplea cuaJ-, quier mujer ligera, te he ¿Uado 'ar ru inaado; mlraj me

he comprado una por . ión Je ¡cpsas que m,é hacían suma falla. . "-; - •'

—Bieq hecho, bien ^ilj&ciio, ííxcUmó admiisíido ''•:• A d r i á n . •' i ^ ' ' - .. •".''•"••'

—Kn prirner lugar , . )^? i , estos brillantQ§, ¿qtie.''-íe parecen? ' '^'*'.

- rSerán americanos; ^tit^iiQ tú. . . ,- T—Aquí tienes la íit'"' 1 • >llar pendientes 'al í i íer

• y*puisera.. . , .-Í.' ^ . ^ ^ [ G á s c a r a s ! dijo •Adrián.;;tcuarenta mil reaíeíJ;^^ ^•- —Justo: no ha querido ¿se picaro Marzo rcfeíijar-

me un real. Lo mismo que estas bíía^ pulseras,,, ya ves tú, tan sencillas, de oro mate con turquesas; pues no ha •.;uL-r¡dü mcnoá de ochelíVky siete'tfuros. .Maña­na vendrán á cobrar todo, así como este imperdible. . . mira que lindo: un caimán de brillantes; siete mJI reales. , ^

—¡Kso es una locura! e x ' ^ i | | ó Adr ián , —Sí, pero es un c a p r i c l í ^ K i y boni to . : — S J , un capricho que rne cuesta m u y caro. —¡Oh! pues ahora verás los cortes de vestido que

he tomado, Son preciosos. El que menos me ha cos­tado cuatro mil reales,

—jMaría! —^¿Has visto qué caro está todo esto en Madrid?

•P'éfo vamos ;i comer, porque traigo bastante íipeliio. Jaime, gritó María, la comida, pronto.

djisde

Mientras l lamaban á comer, María, ayudada por la doncella, iba poniendo en un armario los paquetes, destapaba las cajas que contenían preciosos sombre­ros de terciopelo, de encajes, de gro bordado de unos avalorios negros, todos adornados con p lumas , ó pá­jaros, ó lazos elegantísimos.

Esta Isolina es un encanto , decía á medida que los iba sacando. Mira, mira, Adrián. Este perla con plumas negras para el teatro; este rosa con enca­jes blancos para paseo; este negro con veiillo blanco para visita; este más scncil+o para ir de compras por la mañana; es de 1^ misma tela y adórneos quft la tela y adornos de esté vestido." Mira qué ipteíioso som­brero para giras de campo: paja negra y "'Manca con flores y espigas. iQuHi est gentil n'-est'cepds^conú-nuó poniéndoselo, al espejo y yendo pon exfiSÍÉaada coquetería á dar ún beso á su marido^:-:

Este, absorto, con la boca abieria como no acertaba á darse cuenta de aquel c? co como inesperado. .'C,, T j ^

—Los señores están servidos, dijo e l ^ « f e ^ la puerta. ,. - '

—Santa palabra, dijo M;Jr |^ ;Vamos, a tpor j^ ío? añadió lomando el brazo de Áí'dri.iii. .T;

—[Vamos! dijo este maquiftáitiu-nie. - •'! Sentáronse á la mesa. ^ ;

—;Quc hay? pregü^ío .M.irí 1 \ .í.iiüíe. ''V —Sopa, cocido, cafne mechada, pajeles fritoÁ^-en-

sala de escarola, carne de mcn~,biJlio y queso. —[Vaya una comida decente! Vamonos,-vamonos

Adrián mi'o. —¿Dónde, hija?. —¿Dónde ha de ser? A casa de Lhan ly , que es

donde únicamente puede comerse bien. En adelante traerán de allí ia comida. Estoy cansada de cocidito y de guisotes insípidos. i

Adrián caminaba de sorpresa en sorpresa. María, la económica María, la que á menudo solía

hacerle observaciones acerca de sus despilfarros en costosas cenas de amigos, la que decía que para e! estómago vale más un puchero de bohardilla que un pavo de restauraní, ,pretendía ahora, y para en ade ­lante, comer de fonda, surtirse de Lhardy, ese del i ­cioso envenenador con trufas y cabezas de jabalí-

Y no obstante su asombro, gozaba con la idea de que mientras durase aquella ventolera, iba á ver su­primidos los garbanzos domésticos, y los guisados domésticos, y los dulces domésticos, y hasta el d o ­méstico comedor.

¿Qué demonios le pasaría á su mujer que de tal suerte renunciabaSt5,género vulgar y se dedicaba al

lue, abandonaba su modesta :alzar el coturno cortesa-

;,ir;iic trapos donde nadan con ar ru inando á padres y_ mari

dos en una estiipid'a-t'uiHjietcncia sin gloria, y sin más galardón que la pro|M i vani.lad satisfecha?

i^ero en fin, ¿n j c i a : como la había deseado? ¿No era ese tipo descDrajpLie.'io, despilfarrado, capri­choso el que le halagaba? •

Pues no podía quejarse. Después de todo, su mujer era su mujer; no ten­

dría los excéntricos caprichos de ana entrci^nida, cuya voluntad es ley, y a' la que es preciso compla­cer, so pena de parecer ridiculamente mezquino. P o r mucho que ahora la diese por gastar, no llegaría el caso de arruinarle , porque interesada estaba como él en conservar su capital .

Adrián, pues, veía satisfechos en parte sus deseos y dejaba hacer á María con verdadero placer.

Levantáronse de la mesa; María pasó á su loca-

clasicismo culina toilette de provinoi no, lanzándose delicia nuestras ,

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iCOCOTA!

Pues beba Vd. á mi saiud y á la do mt amaute.

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LA NOVELA ILUSTIIADA 101

dor, y como ya era tarde y había refrescado, se puso sobre los hombros un magnífico pañuelo de Manila.

Adrián exclamó al verla así ataviada: . —¡Callel Yo no le conocía ese pañuelo, María . —Es natural , contestó ésta; lo voy estrenando. ¿Sa­

bes cuánto te cuesta? —Lo supongo: cincuenta duros . —¡Hijo, barato compras! De esos los tiene cual­

quier tendera del Rastro para ir d San Isidro. Es pa­ñuelo de diez mil reales.

•—•¡Jesús! —Mañana vendrán á cobrártelos y lo verás. —Pero , María, eso es demasiado. — D e m a s i a d o . . . barato, dirás, porque yo me me-

reaco algo mejor que eso. Ea, cont inuó: dame el brazo y vamos á comer,

cielo mío . Así; parecemos marido y mujer recien ca­sados, ¿verdad?

—¿Y qué somos? —iBah! dos vegestorios del matr imonio, que ya

llevan nada menos que un año y cinco días de co­yunda matr imonial . Lo baslapte para estar hartos el uno del otro. Yo ya empezaba á hastiarme de esta vida monótona y cansada, de-esta felicidad ai home, como dicen los ingleses, y quiero sacudir un poco esta modorra en que nos ha sumido Himeneo . Mira, Adrián, continuaba María ya por la calle, cruzando sus dos manos sobre el brazo de su marido y echando casi la cabeza sobre su hombro: vamos á figurarnos que somos dos amantes, de esos que sólo estudian el modo de agradarse y mantener vivas las ilusiones del amor; haremos vida de enamorados; nos amaremos, reñiremos, nos divertiremos; y o l e seré fiel,,. hasta c i e n o , p u m o . , . .

—¿Cómo hasta cierto punto? exclamó A d n á o so­bresaltado.' : . • • ' . ' ; . . '

—Quiero decir que coquetearé lo suficiente -para darte c e l o s . , .

—¡Oh! eso nunca. —¿Que no? Pues qué , crces' que voy á enterrarme

en vida sin asistir á ninguna reunión) Y si áíjí me ga­lantean, si me hablan de amores, -yo no pod^ré mani­festarme grosera. Es preciso no parecer una provin­ciana espantadiza. Pero descuida que sólo seré tuya y muy tuya , á menos q u e . . .

—¿A menos q u é . . . María?-;''' —A menos que tú no seas de otra, porque enton­

c e s . . . —¿Entonces q u é . , . ? —Haré lo que tú hicieres, ¿entiendes? —Vamos , mujer, si ni yo he de hacerte traición con

otra, ni tú eres c a p a z . . . ^ E n t r e m o s , interrumpió María. Pide un gabinete

donde podamos estar solos.

Adrián hizo lo que le indicaba su mujer, y en breve se hallaron instalados en un confortable cuarti-to, en cuyo centro había una mesa cubierta con un blanco mantel y encima im gran ramo de Horcs.

Dos camareros habían seguido á la pareja. —La lista, dijo María; pronto, porque tengo mucha

hambre , — ¡Muierl díjola Adrián por lo bajo, mira que eso

sólo lo dicen ciertas señorasl... —¡Ah! ¿sí? Pues mejor que mejor. Creerán que soy

lo que deseo parecer. María tomó la lista que la presentó uno de los ca­

mareros, y señaló un número de platos suficiente para sostener á todo un cuerpo coreográfico en una noche de bacanal.

—Sobre todo, añadió, champagne, mucho cham­pagne; Jerez, mucho Jerez. ¿Eh, Adrián mío? Esto vigoriza, e=to ilusiona, esto enardece. ¡Oh! cuánto te amo y qué rico eres, cachorro mío.

—¡Cachorro! pensó Adrián ¡su cachorro! así me lla­maba Flaminia cuando quería sacarme algún traje ó alguna joya, ó cuando me despedía á pretexto de que estaba enferma para recibir al baroncito, seg^ún he sa­bido después por Eulalia, su doncella.

Pusiéronse á comer uno al lado de otro, tan juntos , que se estorbaban para manejar el cubierto.

María bíbía Jerez de lo l indo. En el cuario inmediato se oían voces de hombres .

—Calla, dijo Adrián, es la voz de Ernesto. —¿Quien es Ernesto? contestó con fingida sorpresa

María. —Pues es un amigo de la in fanc ia . . . —¡ . \h , de la infancia! exclamó riendo María; vamos

una especie de Amigo de los niños. Pues cjuiero co­nocerle, sí, quiero conocer á e s e , . . amigo de los ni­ños encuadernado en rústica . . . porque debe ser un rústico tu amigo, según el vocejón que gasta.

—Déjate de amigos, mujer, dijo Adrián; mejor es tamos solos.

—Que no, e a . , . que quiero conocer al Amigo de los niños.

Y se levantó tambaleándose de la silla. —Varaos, María estáte quieta, ven acá, decía Adrián

tratando de detenerla por un br izo . Pero María había avanzado hasta la puerta del ga­

binete contiguo y daba golpes en ella con el p u n o , mientras con voz hueca, que imitaba la de un hom bre, decía:

—Ernesto , querido Ernesto, quieres una copa de champagne?

— ¡María, por Dios! exclamaba Adrián á su lado. —Ernestito, continuaba María, entonces con voi

femenil m u y atiplada, amigo de los niños, da la vuel­ta y me encontrarás,

—Ya voy. dijo una voz desde el gabinete próximo. Poco después, la cabeza de Ernesto asomaba por

entre las dos hojas del portier que cubiía la puerta del cuarto donde se hallaba el matr imonio.

—¡Calla! Adrián con una señora exclamó Funesto. Chico, chico, no esperaba encontrarle aquí . Y es

linda tu pareja, liijo mío . —Le parezco á Vd. bien, le dijo María poniéndo­

sele delante con desenfado y ofreciéndole una copa. Pues beba Vd. á mi salud y á la de mi amante .

—Con mil amores, prenda. Adrián estaba corrido. Confesar á Ernesto en

aquel momento quien era aquella mujer, le daba ver­güenza, y prefirió dejar para otra ocasión el revelár­selo. -'

—Con que es usted amigo de esta buena pieza Jeh? D. Ernestito?

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102 LA NOVELA ILUSTRADA

—Tengo ese honor. —Pues yo soy su amiga, y aquí donde usted nos

ve, nos queremos como dos tórtolos. —Sea por muchos años. —¡Pero ustedes no beben! vamos, veo que estos

hombres son unos maricas. Tú. Adrianciilo. llena esa copa y llena la mía y la del amigo de los ni­ños . . . porque Vd. según dice éste, es el amigo de los niños,

—No sé de dónde ha sacado. . . —Dice que es Vd. amigo de la ' infancia. . . ¡Ja!

¡)a! ¡ja! Señor Ernesto no tenga Vd. nunca niños, ni se

case Vd. nunca, nunca. Haga Vd. lo que Adrián; tome Vd. una amiga como yo, y nada más.

[Casarse! continuó María, qué horrible debe ser eso de casarse, Dios mío. Tener al lado una mujer á turno diario, que reza y que cose y que guisa, y que disputa por cinco céntimos que le sisa la muchacha en la compra, y que se levanta de mal humor, y arma al marido una gresca porque volvió la noche antes á las doce.¿No se verdad, Sr. Ernesto, que una mujer pro­pia es una especie de lapa pegada á la existencia de un hombre? Nosotras, en cambio, tenemos eso de bue­no; que no hartamos, por lo mismo que somos rem-plazables, ó porque sabemos remplazar á tiempo al amante que empieza á resabiarse, al esclavo que trata de manumitirse... ma... nu... niitirse... eio es; lo he leído en un discurso de Castelar; di, no es eso, Adrianc'Ilo? tú que eres de la sociedad Abolicionista de la exclavitud del negro, y partidario de la esclavi­tud del blanco ante la mujer Ubre.

—Sí, eso es; contestó Adrián, á quien empezaba á cargar la borrachera magistral que había cogido su señora, lanzando al aire una bocanada de humo, y pasándose la mano por la cara, como hombre que quie­re ecliar lejos de sí la vergüenza que le cubre de rubor el rostro,

—Pero usted ha visto D. Ernesto hombre más in­sustancial que éste? Me trae aquí á que nos divina­mos, y mírele usted, parece un pacha ahí en ese di­v á n . . . Vamos sacúdete hombre.

—María, mujer, repórtate, la decía Adrián al oído. — Oiga Vd., D. Ernesiito; me dice éste que me re­

porte; qué hago yo de malo, ¿no es verdad? —Nada, hija niía, nada; que es usted muy alegre,

y nada más. •—'Que soy . . . ó que lo estoy... es lo mismo. Usted

será mi compañero; bebamos. —¡Bebamos! —¿Ve Vd? éste es un hombre galante. Voy á coro­

narle de flores como las cortesanas de Roma corona­ban á sus convidados en el triclinium durante los banquetes.

Y extendió los brazos hada el jarrón que decora­ba el centro de la mesa.

—Vamos, mujer, son demasiadas locuras, excla­mó Adrián atufado más de lo ordinario.

— ¡Pues quiero! mire Vd.. contestó María. Y á tí también te coronaré, añadió con picaresca risa.

—¿A mí? ¡Vaya, hombre, es lo que faltaba! María alcanzó el ramo, y en un momento lo des­

hizo sobre su falda. —Venga Vd. acá, joven Ernesto, arrodíllese usted

delante de mí. Ernesto hizo un movimiento para levantarse; pero

Adrián, fuera de sí, le dijo: —Te prohibo que la hagas caso. —Vaya, hombre, no ic creía tan celoso, chico. —Levántate, mujer y vamonos á casa. Perdona,

Ernesto, tú no sabes...

—lA casa! [á casa! exclamó María. Ahora vamos al Real.

— ¡Al Real! |estás tú buena para ir al Real! —¿Pues qué tengo yo? ¿Qué he bebido un poco?

Eso se me pasará con el fresco de la calle. Paga y va­monos. Usted Ernesto nos acompañará. Vamos á Viena. Tomaremos unos helados y luego á la ópera. ¡Üh! soy voraz por la ópera. Esta noche Traviata. Me gusta aquello de

Sempre libera degíj'io trasvolar di gioia in gioia.

y María entonó á voz en cuello el allegro del aria íinal del primer acto de Traviata.

—Calla, mujer, que pareces loca, la dijo Adrián. ^Mi re Vd. lo que son los hombres, Ernestito. En

casa se enfada cuando no quiero tocar el piano y can­tar; y ahora que estoy en voz...

la dotcezze á me rínnovi ma nOD innti il mió pensier...

—Vaya, basta de música, exclamó Adrián. ¡Mozo! —¡Señor! —La cuenta. — Aquí está. —i Veinticinco duros! Pues señor, es barata la cena. —Algo más ha pagado el señor otras veces, contes­

tó el camarero. —Y te quejas, bribón, dijo María sentándosele so­

bre las rodillas: y te quejas, y quizás ninguna te ha sido tan económica como yo.

—Sí; en un día me has gastado más de tres mil quinientos duros...

—¡Hola! amigo mío, veo que te desguitas, dijo Ernesto á Adrián guiñándole el ojo ^:|ítmtiendo á la conversación de por la^tardfl,/.;;'- . ^ *•

—¡Psh! qué quieres que ft^É.:ContHí;tó éste. Pagada la cuenta "salieron cW^Vestaur^jit los tres. Ma' ría se apoyaba en el -brazo de A*

reaba el '- ••.• . ^ . ' , . ;^>^

"Ven dÍj^¿^^ÍB;^eí;^uiia

y lara-

de Puritanos, • • ^ .

—Cállate, por Dios, mujer; que estamos en la ca­lle, decía Adrían

vea ti posar sul mió sen

le contestaba María cantando y sacudiéndole el brazo y mirándole con ojos dormidos y tentadores.

Bajaron los tres por la Carrera de San Jerónimo, pasaron por la Puerta del Sol, y empezaban á subir la calle de Alcalá, cuando al llegar frente á la central de los ferrocarriles, paróse María y exclamó:

—¿Sabes lo que se me ocurre ahora, Adrián? —[Vamos á ver! —Que tomes billetes para París; para mañana mis­

mo; quiero viajar, distraerme, Madrid se me cae en­cima; te lo digo ahora fresca ¿ves? muy fresca.

—Vaya, tú has perdido el seso, hija niia.^ ¡A París! Como si dijéramos; vamos á Recoletos á dar una vuelta.

•—Pues lo quiero, vaya; lo exijo, te lo mando. —¡Dios mío! pero esta pobre muchacha se ha vuel­

to loca, exclamaba Adrián verdaderamente asustado. —Anda, anda, le decía al oído Ernesto, ¿no quie­

res amores de cocota? pues toma caprichos.

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L A N O V E L A ILUSTRADA 103

—Calla, imbécil, si no sabes lo que hablas, le con­testó Adrián más que amostozado.

—¿Conque tomas los billetes, sí ó nó? —Qué nó, te digo. —Está bien, [ad'iosl —¿Pero dónde vas, mujer? —Donde me dé la gana; hemos concluido.

Y María echó á andar deprisa, teniendo que correr Adrián para detenerla.

—Que me dejes ó doy un escándalo, le dijo María rechazándole.

—¡Oh! pero yo no puedo permi t í rque te vayas así . . . —Chico, adiós._di|o Ernesto; te dejo entregado á

tus placeres favoñtüs. y me voy . Adrián no le contestó; ocupábase sólo en disua­

dir á su mujer de la idea de irse sola. —Niña, buenas noches, dijo Ernesto á María, que

tampoco \¿ contestó, ^ [Me he lucido! murmuró Ernesto entre dientes. ;y

se retiró de la amorosa pareja, volviéndose á Lha rdy con sus amigos.

—Vamonos á casa, dijo .Adrián á su mujer. — T e digo que no voy contigo. T ú por tu camino

y yo por el mío. Y dicho esto entró en una berlina de alquiler. .Adrián temió dar un espectáculo si se obstinaba

en detener á su mujer, y la dejó marchar donde ésta indicó al cochero.

—Al Caballero de Gracia, dijo María al auriga. El coche part ió, y Adrián quedó petrificado sobre

la acera. —¡Señor, que ha ocurrido á esta mujer, que así ha

cambiado en pocas horas! se preguntaba, KUa tan dulce, tan modesta, tan tímida, tan casera, y ahora tan independiente, tan caprichosa, tan resuelta.. .

Adrián se fué al Casino. Cuando regresaba á su casa á las doce, sorpren­

dióle ver por la escalera una procesión de mozos de cordel y de aprendices de ebanista, que subían á su piso una serie de muebles de lujo; y cuando en t ró , quedó aún más sorprendido viendo á unos estirar al fombras nuevas, á otros colgando magníficos por-tiei'S, riquísimas cortinas de raso y colgaduras blan­cas bordadas. En su alcoba lucía una soberbia cama con dosel de la misma clase que los cortinajes.

Por el pionto creyó q u t había equivocado el cuar­to y que se hallaba en casa ajena; pero hubo de con­vencerse d e q u e estaba en la suya al ver á su mujer en medio de aquel maremagnum de muebles usados y muebles nuevos, de alfombras arrolladas de des­echo y rollos de otras nuevas, andando arriba y aba­jo, activando aquella extraña renovación de mobilia­rio, dando órdenes á los criados, á los operarios, pre­sidiendo la colocación de todo aquel menaje que acababa de salir de los almacenes do Ruíz de Velasco y que debía importar un dineral.

—¿Pero qué es esto, María? exclamo el desventu­rado marido acercándose á su mujer.

—Ya lo ves: estoy renovando nuestro menaje^ que ya estaba bastante deteriorado.

—Pero ¿quién ha mandado esto? —Yo: ¿te parece bien? —¡Eso ya es demasiado, hija: ó tú estás loca ó te

has propuesto ar ru inarme en veinticuatro horas] — ¡Arruinaricl Por cuatro muebles de buen gusto.

¡Oh! ¡no te creía tan tacaño, cachorro míu! imi pe­queño caballo blanco! mi tcsori to . . .

Y María le abrazaba y le acariciaba la barba con una monería encantadora.

Adrián se encogió de hombros , como diciendo: «Pues señor, no lo entiendo; pero me resigno.»

Poco después todo quedaba arreglado, y los mue­bles usados eran trasportados á un desván.

María y Adrián quedaron solos. —Escucha. María, díjole su mar ido: Yo quisiera

que me explicases qué cambio es este que se ha ope­rado en t í , . . q u é . . .

—No hablemos una palabra más, amor mío, dijo María, besándole repetidas veces; respeta mis capri­chos si me quieres teliz y que te ame siempre m u c h o .

—Sí, pero. . . —Vaya, me voy á acostar, porque estoy rendida de

tanto como he trabajado. Ydiciendoy haciendo, comenzó á desnudarse, apa­

reciendo en breve en un elegantísimo traje de noche. La camisa de raso negro bordada en pespuntes blan­cos y adornada de riquísimos encajes crema, y con medias del mismo color y bordados que la camisa. Sujeió la hermosa trenza de rubio cabello dentro de u n a cofia de Chantil ly con lazos azules, y se calzó unas preciosas chinelas del mismo color, bordadas en oro.

Estaba hermosísima. . '\drian, completamente enloquecido á la vista de

tan desKimbradora belleza, realzada por un lujo que no estaba acostumbrado á ver en su mujer, quiso abrazarla; pero ésta, con voz doliente, exclamó;

—Adorado mío, respeta el mal estado de mi salud. Estoy enferma esta noche; tef t ie^o pases á tu cuar to y me permitas dormir sola y tranquila. . . Esto no será nada, y .mañana t e compensaré tanto sacrificio,

— Mi cuar to . . . tú enferma. . . ¿qué es esto, María? —¡Oh! por Dios te rue^oque te retires, me estás

matando con no dejarme acosiai". Y poco á poco fué echándole del cuarto y cerró la

puerta por dentro. —María, gritó Adi ián desde el otro lado: basta de

tonterías, abre, que también yo tengo sueño. —En el corredor, en el primer cuarto, tienes tu dor-

miiorio: buenas noches. Adrián no insistió: dirigióse á su nuevo dormito­

rio, en el que no faltaba nada de lo que constituye una alcoba confortable de hombre solo.

—Pues señor, durmamos, dijo, y veremos lo que da de sí el día de mañana .

Cuando se levantó al siguiente día á las doce fue' á ver á su mujer.

Esta había salido, y la doncella le entregó un bi­llete perfumado con el nombre de María en letras de oro de relieve.

«No me esperes hoy, le decía; voy con unas amigas «y amigos á cazar venados al soto del marqués de i)Benzigaya.

i)Tu bella Maria.i*

—¡Oh! esto ya no puede sufrirse, gritaba Adrián: esta mujer se ha vuelto una verdadera cocota; se em­borracha, anda sola en coche á deshora, se trae los. almacenes de modas á mi casa, la llena de muebles costosísimos, cuando hace un año compré un ajuar que vale un sentido; me cierra ía puerta de su cuarto, se­para cama, se viste para do'-mir como una demie-mondaine elegante, y , por úl t imo, se va de cacería, qué sé yo con q u i é n . . . jOh! no , pues de seguir así, tendré que entablar el divorcio, separarme de ella. . .

P e r o . . . vamos á ver; bien pensado, se decía, ¿qué hace mi mujer que yo no haya sufrido á otras que no lo eran? ¿Flaminia, no renovó el mobiliario de su casa á mi costa tres veces en dos años? ¿No me hizo pagar'

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104 L A N O V E L A ILUSTRADA

cuentas de modistas en ese tiempo por valor de diez ó doce mil duros? ¿No tenía caprichos como el de mi mujer anoche, y algo más criminales, puesto que en­cerraban una traición? ;No se me iba á lo mejor á ba­ños, á . . . ? Sí, p e r o . . . caracoles, aquélla era mi que­rida y ésta es mi mujer, y no es lo mismo. Nada, de­cididamente, lirneato tenía razón ayer cuando me

I hacía notar la diferencia cnire estas dos clases de unio­nes. Flaminia, Amalia, Hortensia , me fueron infieles, lo soporté mientras quise, y cuando me cansé de ser... un . . . hombre complaciente, las mandé á paseo, y allí no pasó nada; pero pni mujer, mi propia mujer, es decir, mi decoro, mi honor, se va de caza con amigas y amigos que yo no conozco.. . y á caza de venados, nada menos! / /o y>-emo.'aiiadió extremeciéndose ante una idea que por vez primera le asaltaba. ¡Qué demo­nio de mujer! No, y lo que es yo necesito una expIP-cación.. . Pues no faltaba más. . . ' ,

En aquel momento entraba la doncella con una bandejiía de plata, en la que venían cuatro magníficas camelias de distintos colores, y sobre ellas una tarjeta y un sobre cerrado.

—¿Qué es eso? preguntó Adrián. Pues para la señorita, contestó la muchacha .

— A ver, á ver, trae acá y vete. ¡Hola! prosiguió: camelias; El vizconde de Corni­

cabra... no le'conozco: y este sobre. . . ¿le atsro? ¿y por qué no? Veamos. Unasent radas . . . no, un palco para el Real y un papelito microscópico: «Nos veremos, adorada mía.»

¡Cuerno! eso no: la mato primero. ¡.^ ver! Felisa, Ja ime, aquí , canalla; ¿dótideestá vuestra señora? gritó Adrián fuera de sí lanzándose hacia la puerta.

Abrióse ésta y apareció María, Vestía, como diariamente solía, una sencilla bata

de lana y un peinador blanco y traía en las manos una camisa de hombre á medio hacer.

—¿Qué quieres, Adrián? le preguntó con dulzura; ¿por qué gritas de ese modo?

—¡Maríal ¿Tú aquí? ¿Qué hacías? ¿Dónde estabas? —En mi gabinete, acabándote esta camisa.

- • —¿Pero no habías ido de cacería? —Sí, á caza de tontos. —[Ohl María, esposa de mi alma, ¿no es verdad

que tú no conoces á ningún vizconde de Cornicabra? Es ve rdad . . .

—Hi jo , .yo soy como sabes, un adoquín, y no co­nozco á nadie, ni sé n a d a , . .

—¡Perdón, Maríal —¿Perdón de qué? ^ — [Ahora todo lo comprendo! T ú has oído cuanto

hablé ayer con Ernesto, tú has querido probarme la diferencia que existe entre una mujer honrada, y una de esas desdichadas cómicas del amor que t amo me seducían. ¡Ah! gracias, gracias, esposa mía. De hoy en adelante, cifraré toda mi felicidad en verte, mujer de tu casa, cosiendo camisas á tu mar ido, economi-^jando peinadora y modista...

—Y que bien lo necesitas, porque la lección te cues­ta algún dinero.

— T o d o , todo lo doy por bien empleado, si eso ha contr ibuido á mi curación.

—Si lo he logrado, Adrián, te perdono tus ultra­jes y tus desdeñosas apreciaciones de mi conducta; pero también yo he aprendido en mi fugaz papel de cocota algo que no sabía.

Ltíffp^-í. —Anoche te he visto más rendido amante que nun-^í" '••, ca. he comprendido que los hombres necesitan un

^ \ poquito de coquetería, algo de teatro para estar satis-\ lechos, y he recordado una frase, cuyo valor no he

apreciado hasta ahora: «La mujer compuesta, qui ta al marido de otra puerta.»

—Menos cuando le cierra la suya, contestó Adrián abrazando á su mujer.

—Eso lo hace la cocota: !a mujer propia, jamás: ayer hacía de cocota; h'ty haré de mujer propia.

Y un beso firmó la paz entre las dos partes bel i ­gerantes.

F I N .

La Novela Ilustrada PUBLICACIÓN PERIÓDICA ECONÓMICA

Se publica los dias 10, 20 y 3Ü de cada mes

Cada número constará de ocho páginas en tama­ño pliego común, á dos columnas, y contendrá una bonita é interesante novela completa y original , i lus­trada con láminas al cromo. Al fin de cada año for­mará un tomo de dimensiones m u y regulares por un precio fabulosamente económico.

Precio del número corrieotc I O

, Id. atrasado 2. O

cents, de pésela

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EN TODA ESPAÑA Los que deseen suscribirse directamente á esta Ad­

ministración, abonarán por adelantado 3 pesetas, y tendrán derecho á recibir franco de porte 24 números .

Las reclamaciones, correspondencia y pedidos al Administrador D. Guillermo Osler^ Espíri tu Santo, 18.—Madrid.

A los Sres. Corresponsales ^'•áO pesetas la mano de 25 ejemplares.

P A G O A D E L A N T A D O

Van publicados doce números con los siguientes títulos:

La mujer de dos mar idos , El cuar to de hora de una mujer , Funay.— Historia de un amor desgraciado, labia,.—Estrategia de un cazador, ha ú l t ima ca r t a , El tesón de un padre , L a venganza de un to re ro , La inocente Ju l i ana , E l señor d e Gir ibai le , En cadena p e r p e t u a (Primera parie). L a bander i l le ra , En cadena p e r p e t u a (Segunda parte).

Está en prensa y próximo á publicarse:

El pozo de los gemidos.

Imprenta de G. Osler, Espíritu-Santo, 18.—Madrid.