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Arp – Sociedad para el Avance del
Pensamiento Crítico
La homeopatía historia, descripción
y análisis crítico
Carlos Tellería Victor J. Sanz
Miguel A. Sabadell
Informe realizado a petición del
Institut d’Estudis de la Salut
Departament de Sanitat i Seguretat Social
Generalitat de Catalunya
La Alternativa Racional, 1996
Edita: ARP - Apdo. 1516 - 50080 - Zaragoza
Imprime: Bruno Solano - Zaragoza
INDICE
Origen y postulados de la homeopatía 5
Crítica homeopática a la medicina científica 11
Crítica metodológica a la homeopatía 15
El caso Benveniste 33
Un ejemplo: el oscillococcinum 45
Homeopatía hoy 55
Legislación sobre homeopatía 59
La homeopatía funciona 63
Un problema de método 69
Conclusión 75
Bibliografía complementaria 78
Origen y postulados
de la homeopatía
La Homeopatía, como terapia médica, fue creada por Samuel Friedrich Hahnemann
(1755-1843). Hahnemann nació en Meissen (Alemania) y estudió en Leipzig, Viena y
Erlagen, graduándose en 1779. Durante los primeros años de su profesión no ejerció la
medicina clínica, sino que se dedicó a la traducción de obras médicas y lingüísticas.
Las primeras ideas sobre la homeopatía surgen cuando traduce un libro de Cullen, la
“Materia Clínica”, en la que se describen los efectos de la quinina en la curación de fiebres
intermitentes. Hahnemann comenzó a investigar el fenómeno descrito,
autoadministrándose dosis masivas de quinina, y experimentando su reacción. Los
efectos observados en su propio organismo fueron precisamente los típicos de un estado
febril, lo que llevó al médico alemán a asociar los síntomas producidos por la sustancia en
un individuo sano, con sus efectos sobre un enfermo con idénticos síntomas.
En 1810, Hahnemann publica su obra fundamental, “Organnon der Rationellen
Heilkunde”, en la que define y precisa la ley de similitud, según la cual:
1.-Toda sustancia activa farmacológicamente, provoca en el individuo sano y sensible
un conjunto de síntomas característicos de dicha sustancia.
2.-Todo individuo enfermo presenta un conjunto de síntomas que caracterizan a su
enfermedad.
3.-La curación se puede obtener mediante la administración de una pequeña cantidad
de la sustancia cuyos efectos sean similares a los de la enfermedad.
Este principio básico de la terapia desarrollada por Hahnemman es el que ha dado
nombre a la misma. Homeopatía significa “curar con lo mismo”, es decir, curar con
aquello que enferma de igual manera al individuo sano.
El proceso que siguieron a continuación, tanto él como sus seguidores, fue el de
confeccionar una relación de sustancias activas, anotando cuidadosamente los síntomas
que cada sustancia producía al individuo sano. Este proceso es el denominado
“patogenesia”. De esta manera, bastaría consultar esta relación de síntomas y
sustancias activas para, dado un cuadro sintomatológico concreto, saber de inmediato
qué sustancia se debería recetar al paciente.
En el ejercicio y desarrollo de esta disciplina, Hahnemann y sus discípulos observaron
que, en algunos de los procesos, existía un agravamiento de los síntomas de la
enfermedad antes de su curación, cuando ésta se daba. Observó también que ciertas
sustancias muy tóxicas administradas a animales hacían que éstos describiesen cuadros
clínicos muy característicos, y que en muchas ocasiones conducían a la muerte del
animal. Así, por ejemplo, el arsénico administrado a ratones, provocaba en éstos una
serie de espasmos similares a los asociados a cuadros epilépticos. Reduciendo las dosis,
se podía llegar a reproducir los espasmos, pero sin causar la muerte al animal; y
reduciéndola más aún, se podía conseguir que el animal apenas mostrase síntoma
alguno.
Esta serie de observaciones condujeron a Hahnemann a suponer que, cuanto menor
fuera la dosis administrada al enfermo, más rápida y eficaz sería la curación,
desarrollando así el segundo principio básico de la homeopatía, conocido como principio
de las dosis infinitesimales. Cualquier producto que se elaborase para administrárselo
a un paciente, de acuerdo con la teoría homeopática, consistiría en una pequeña porción
de la sustancia activa, prescrita de acuerdo con la materia médica, y diluida
sucesivamente hasta que prácticamente no quede sustancia activa en el preparado.
La única explicación lógica que podía buscarse a este principio era que, en el proceso
de dilución del principio activo, el medio en el que se diluía éste —normalmente agua—
fuera capaz de “memorizar” las características del agente activo, pero evitando su
toxicidad, ya que aquél desaparecía. Suponiendo cierto esto, para que el tratamiento
fuera más eficaz se necesitaría agitar vigorosamente el preparado durante su proceso de
dilución, de manera que todas las moléculas del disolvente entraran en contacto con la
sustancia activa. Es lo que se conoce como dinamización, y exige no sólo una intensa
agitación del preparado, sino también que el proceso se realice en sucesivas fases de
dilución 1/10 ó 1/100. Es decir, disolviendo sucesivamente una parte de la mezcla
original en 10 ó 100 partes de disolvente respectivamente, repitiendo a continuación el
proceso. El número de repeticiones efectuadas determina la potencia de la disolución,
en decimales (o centesimales) hahnemannianos: DH (o CH).
Una última ley de la homeopatía se denomina Ley de la Individualización, y de
acuerdo con ella los homeópatas hacen suyo el viejo aforismo de ‘no hay enfermedades
sino enfermos’. Todo estudio sintomático y todo remedio homeopático deben
confeccionarse exclusivamente para cada paciente, y no tienen sentido los remedios
generales. Esta ley es la que con más frecuencia ignoran los homeópatas, y la que, en
cualquier caso, permite justificar cualquier posible fracaso de un tratamiento
determinado o de un estudio clínico. No impide, sin embargo, que los homeópatas
refieran aquellos estudios clínicos que sí les dan la razón.
Justificación histórica
En medio del ejercicio de la medicina propia del siglo XVIII, la homeopatía fue muy
bien acogida, y se generó una vasta literatura sobre la misma. Esta acogida se explica en
parte porque los remedios homeopáticos eran infinitamente menos agresivos que los
utilizados por los médicos de la época. En aquellos años eran muy utilizados métodos
como las sangrías, tratamientos con sanguijuelas o terribles dietas debilitantes. Se llegó
al punto en el que algunos médicos aseguraban que “la mejor medicina consiste en no
hacer nada”.
Cuando los avances médicos permitieron el desarrollo de técnicas curativas menos
agresivas que las enfermedades, este nihilismo médico dejó de tener sentido, y la
homeopatía comenzó a declinar. En el siglo XX la homeopatía fue lentamente olvidada,
hasta su relativamente reciente resurrección, por causas que intentaremos analizar más
adelante.
Vis Natura Medicatrix
Para Hahnemann, el organismo posee un principio o energía vital (el arqueo de
Paracelso), cuya función, en estado normal, consiste en regular todo el organismo
proporcionándole una capacidad natural de autocuración. Es lo que Hahnemann
denomina Natura Medicatrix. Cuando esta energía vital se desequilibra, el organismo
enferma. Según Hahnemann, bastaría un pequeño impulso para “activar” el proceso de
autocuración del enfermo.
Desde esta perspectiva, la etiología de las enfermedades carece de importancia. De
nada sirve conocer las causas de un mal, si es que éstas existen, pues el origen de la
enfermedad reside en un desequilibrio de la energía vital del enfermo, y la curación debe
obtenerse restableciendo ese equilibrio. Según Hahnemman, “no hay necesidad de
atascarse en argumentos metafísicos o escolásticos acerca de la insondable causa
primera de la enfermedad, ese caballo de batalla del racionalista”.
El desequilibrio causado en el organismo puede ser de distintos tipos, pero esta
caracterización no tiene por qué depender de los distintos agentes patógenos. Lo
importante a la hora de buscar un remedio es determinar en qué sentido se ha producido
el desequilibrio de la Natura Medicatrix, y éste viene determinado exclusivamente por los
síntomas de la enfermedad. Así, dos enfermos con idénticos síntomas deben ser tratados
de la misma manera, aunque las causas de sus enfermedades sean distintas.
El principio lógico fundamental causa-efecto no es aplicable para Hahnemann a los
procesos patológicos y a su curación. La base de su planteamiento es de carácter
filosófico, y tampoco es original del médico alemán. Para entender su filosofía habría que
remontarse a las teorías de los sofistas griegos y a las doctrinas de Hipócrates y Galeno.
Más aún, para Hahnemann no existe causa de la enfermedad, y si existe es
esencialmente incognoscible. Sus propias palabras constituyen un rechazo de la ciencia
como forma de conocimiento, fenómeno éste muy frecuente en toda una serie de
doctrinas y disciplinas actuales que se ubican a sí mismas “en las fronteras de la ciencia”.
El único proceso de carácter investigativo en el ejercicio de la homeopatía es el
denominado estudio patogenético. Este estudio consiste en la ya mencionada
suministración de distintas sustancias a un individuo sano, para observar si los síntomas
producidos son iguales a los de la enfermedad que se desea curar. Cualquier estudio que
no sea éste y el análisis estadístico que les permita valorar sus éxitos, jamás será referido
en la literatura homeopática.
Crítica homeopática
a la medicina científica
Tanto los partidarios de la homeopatía como de cualquier otra terapia médica
no-científica, critican frecuentemente a la medicina científica, oficial o “alopática”.
El término “alopática”, con el que frecuentemente se refieren a la medicina científica,
procede de una mera contraposición al término “homeopática”, y supone una
generalización de los planteamientos simplistas en los que se basa la homeopatía.
Para los homeópatas, sólo existen dos formas de atacar a una enfermedad; con lo
mismo, “por simpatía”, mediante aquello que se orienta en la misma dirección que el mal,
y con el contrario, “por antipatía”, mediante aquello que se opone al mal directamente.
Ellos optan por curar con lo mismo (homeo = igual), y suponen que la medicina oficial
opta por curar con lo contrario (alos = distinto).
Sin embargo, esta distinción que podía ser válida en las teorías hipocráticas e incluso
en las mantenidas hace dos siglos, carece totalmente de sentido en el marco de una
medicina desarrollada a la par que la tecnología e investigación modernas, y en el marco
del método científico.
Para la ciencia, todo efecto tiene una causa, independientemente de que en un
determinado momento sepamos cuál es ésta. Todo el método científico va orientado a
conocer la naturaleza en base a las relaciones causa-efecto, o al menos a modelizarla, de
manera que nos permita utilizar las causas en nuestro beneficio, y predecir sus
consecuencias. Así, en el caso de la medicina científica, ésta tiende a conocer todos los
procesos que ocurren dentro del organismo, a fin de conocer las causas de los males, y
describir aquellos tratamientos que puedan atacar a la propia causa o a sus síntomas
según las posibilidades o la conveniencia. En unos casos habrá que tratar o prevenir una
enfermedad con lo mismo que la causa, siempre que eso desencadene una serie de
mecanismos que permitan combatir la enfermedad; otras veces el tratamiento se
diseñará en base a un “contrario” específico, y otras ni con lo uno ni con lo otro. La
diferencia entre medicina científica y homeopatía —o cualquier otra terapia alternativa—
no estriba sólo en el tratamiento, sino también en la filosofía y el método. Así, los
homeópatas se jactan de que sólo ellos tratan “causalmente” la enfermedad,
consiguiendo, por tanto, una “verdadera y profunda” curación. Dicho de otra manera,
únicamente la Homeopatía es capaz de atajar la auténtica raíz causal del proceso
patológico, mientras que la Medicina Científica se limita a curaciones parciales y
sintomáticas, o lo que es peor, a producir perniciosas e incurables iatrogenias (que es lo
único que hace la “alopatía” para Hahnemann). Pero, como detallaremos más adelante
(Págs. 52 y 60), la Homeopatía ni diagnostica verdaderamente ni trata causalmente las
enfermedades. Nos hallamos ante un mero juego de palabras, es decir, un puro y simple
engaño.
Otra de las críticas que más frecuentemente se hace a la medicina “oficial” es su
despersonalización. Se dice que atiende a las enfermedades, pero no a los enfermos.
Tal como comenta Jorge Alcalde (Muy Especial -monográfico medicina-, 1996)
“A nadie se le escapa que la medicina moderna es insustituible, entre otras cosas,
en el tratamiento de enfermedades agudas, en la terapia preventiva, en el cuidado
de emergencias y en el cada vez más avanzado mundo de los trasplantes. No
obstante, entre la comunidad médica parece hacer mella la idea de que sus
servicios flojean en otras situaciones, especialmente en aquellas enfermedades que
requieren un tratamiento largo, sostenido y apoyado por el refuerzo psicológico del
paciente. El sistema médico actual, sobrecargado e impersonal, carece de la
infraestructura necesaria para atender al enfermo de manera individualizada”.
Esto es cierto, pero sigue sin ser un argumento válido en contra de la medicina
científica y a favor de la homeopatía —o cualquier otra terapia similar—.
En primer lugar, hay que tener en cuenta que la situación actual del sistema sanitario
público es consecuencia directa del proceso de socialización llevado a cabo en los países
desarrollados, y que garantiza una sanidad pública y gratuita para todos los ciudadanos.
Es un elemento más de lo que últimamente los políticos gustan en llamar “sociedad del
bienestar”, y al que no creo que haya nadie dispuesto a renunciar. Las únicas soluciones
al problema de la masificación pasan por aumentar la dotación presupuestaria a la
sanidad —cosa que no siempre es posible en la medida deseada— o por suprimir la
gratuidad de la sanidad pública —decisión políticamente muy poco aconsejable—.
En segundo lugar, el hecho de que exista este problema no quiere decir que no tenga
solución. La sanidad pública es mejorable, y debe mejorarse. La crítica en este sentido,
realizada tanto por terapeutas “alternativos” como por usuarios del servicio público de
salud va dirigida a un problema de carácter básicamente organizativo, a cómo se
desarrolla un servicio, y no al servicio en sí. Es discutible la forma en que se ejerce la
medicina en los centros públicos, pero no qué medicina se ejerce, y mucho menos si debe
o no existir una medicina pública.
Final y principalmente, en esta crítica se confunde el ejercicio concreto de la medicina
en los centros de salud dependientes de la administración, con la metodología de
investigación y tratamiento utilizada por la medicina científica, y que es desarrollada en
centros de salud públicos y privados, y en multitud de laboratorios de todo el mundo.
Sería lo mismo que confundir la forma de enseñar que tiene un maestro de escuela, o el
desarrollo del sistema de centros públicos de enseñanza, con el derecho a la educación o
el temario y el plan de estudios. Es un error de concepto muy grave —y muy frecuente—.
De hecho, en muchos centros públicos, la atención médica y personal al paciente es
excelente, a pesar de los problemas de masificación que pueda sufrir; y por otro lado
existen numerosos hospitales privados con pocas camas y selecta atención a los
pacientes por parte del personal, con intenso apoyo psicológico-afectivo, y en los que la
medicina que se ejerce no deja de ser por ello rigurosa, moderna y científica. El problema
de estos centros es que son privados, y por tanto no son gratuitos, punto éste común a
todas las terapias no oficiales. ¿Dónde está el beneficio?
Crítica metodológica a la
homeopatía
Enfermedad: concepto y diagnóstico homeopático
Para los homeópatas la enfermedad y los síntomas constituyen una misma entidad.
Este es el punto de partida básico para el tratamiento homeopático —sin él la ley de la
analogía se vendría abajo— y es la consecuencia lógica de la existencia de la fuerza vital
con la que se eliminan de un plumazo los mecanismos causantes de la enfermedad. Es
más; para Hahnemann intentar conocer cómo la fuerza vital provoca una enfermedad es
una empresa inútil. Ahora bien, esta postura no puede achacarse al desconocimiento: en
tiempos de Hahnemann ya se había establecido la distinción entre síntomas y
enfermedad: “Hahnemann es en todo superficial... ¿Qué relación puede haber entre una
peritonitis general sobreaguda y cierto grupo de accidentes histéricos, que bajo el punto
de vista de los síntomas, considerados en sí mismos y como fenómenos particulares,
hecha abstracción de su elemento general, simula bastante bien aquella grave
enfermedad? ¿Qué relación hay entre las úlceras mercuriales y las sifilíticas, entre la
angina y erupción escarlatinosas y la sequedad faríngea, y las eflorescencias de la piel
que en ocasiones produce la belladona...?” (A. Trousseau y H. Pidoux, 1863) ¿Qué hacer
en enfermedades que presentan diferentes síntomas?
El diagnóstico homeopático se basa en la ley de la Individualización. Los
homeópatas hacen suyo el viejo aforismo de ‘no hay enfermedades sino enfermos’. Pero
lo que quieren decir es que los síntomas de una enfermedad son propios de cada persona.
No existen cuadros específicos y universales de una enfermedad, sino que los síntomas
son únicos en cada enfermo, y por tanto la aplicación del tratamiento es único e
intransferible. Esta individualización extrema tiene varias consecuencias: la primera es
que los síntomas comunes a muchas enfermedades carecen de importancia: “los
síntomas generales y vagos, como la falta de apetito, el dolor de cabeza, la languidez, el
sueño agitado, el malestar general,... merecen poca atención porque casi todas las
enfermedades y medicamentos producen algo análogo” (Organon, nº 153). Así, a un
infarto de miocardio que provoque dolor de estómago y sudoración, o a una tuberculosis
con fiebre y anorexia no hay que hacerles ni caso. Para realizar un diagnóstico correcto
homeopáticamente hay que realizar una lista exhaustiva de la sintomatología pero,
debido a la ley de la Individualización, fijándose en aquellos que sean los más
sorprendentes, originales, inusitados y personales: en la homeopatía hay que considerar
muy especialmente cosas tales como el gusto por la música sacra o el comer cebollas. La
segunda consecuencia es que no se puede desarrollar un estudio científico de la
enfermedad, no es posible la patología. Si el tratamiento de la enfermedad es exclusivo
para cada enfermo no se puede ni clasificar las enfermedades, ni administrar
medicamentos universales, ni realizar ensayos clínicos. Entonces, ¿por qué funciona la
farmacopea? Es en este punto donde la homeopatía es contradictoria consigo misma. Si
el tratamiento es específico para el enfermo, ¿cómo es que hay laboratorios que
producen masivos tratamientos homeopáticos? ¿Cómo pueden realizarse experimentos
clínicos si, en virtud de la ley de la individualización, es imposible obtener grupos
homogéneos de enfermos?
A pesar de ser inconsistentes con sus postulados, los homeópatas dividen las
enfermedades en dos grupos: agudas y crónicas. Las enfermedades agudas son
ocasionadas “por operaciones rápidas de la fuerza vital salida de su ritmo normal, que
terminan en un tiempo más o menos largo” (Organon, nº 72) y las crónicas son “poco
marcadas, y aun muchas veces imperceptibles en su principio, se apoderan del
organismo cada una a su modo, lo desarmonizan dinámicamente, y poco a poco lo alejan
de tal modo del estado de salud, que la automática energía vital destinada al
mantenimiento de éste, que se llama fuerza vital, no puede oponerse a ellas sin una
resistencia incompleta, mal dirigida e inútil, y que no pudiendo extinguirlas por sí misma,
tiene que dejarlas aumentar hasta que por fin ocasionan la destrucción del organismo”
(Organon, nº 72) Y añade que estas enfermedades “deben su origen a un miasma
crónico”. Dentro de las enfermedades crónicas están las artificiales, ocasionadas por la
medicinal tradicional, y las naturales que son tres: la lúes (sífilis), la sicosis (gonococia)
y la psora (sarna). Esta última es la única causa de la debilidad nerviosa, el histerismo, la
hipocondría, la manía, la melancolía, la demencia, el furor, la epilepsia, los espasmos, el
raquitismo, la escoliosis, la cifosis, la caries, el cáncer, el fungus hematodes... En suma,
la mayoría de las enfermedades tienen su origen en este tipo de proceso infeccioso. “Me
han sido necesarios doce años de investigaciones para encontrar el origen de este
increíble número de afecciones crónicas, para descubrir esta gran verdad desconocida de
todos mis predecesores y contemporáneos...” (Organon, nº 80, nota 1). Aún hay más.
James Tyler Kent, uno de los homeópatas más influyentes a finales del siglo pasado y que
estableció la llamada homeopatía clásica —la más extendida en Gran Bretaña hoy—
identificó la psora con el pecado original. Es la evidente culminación a un planteamiento
moral del origen de la enfermedad —no es casualidad que sean tres enfermedades
venéreas el fundamento último de las enfermedades crónicas—.
El meollo del problema es que los homeópatas no pueden eliminar estos conceptos tan
ridículos y falsos; deben conservarlos pues son la base de la ley de la Similitud y la de los
Infinitésimos. Por eso modifican los conceptos de forma ad hoc: los miasmas dejan de ser
efluvios nocivos procedentes de la tierra o el aire para convertirse en una alteración
dinámica o cualquier predisposición constitucional a la enfermedad. De esta forma salvan
el problema y de paso evitan que sea irrefutable por lo vago y general del término. Así,
con la psora se puede “referir actualmente tanto a la inmunodepresión como a
enfermedades autoinmunes y a la alergia” (T. Pascual, T. Ballester y R. Ancarola).
La ley de similitudes
Durante siglos, las doctrinas terapéuticas se basaron en las obras de Hipócrates y
Galeno, que establecieron sus conceptos en función de los conocimientos de la época.
Una de las ideas más aceptadas en el saber antiguo era la “teoría de los cuatro
elementos”, atribuida a Empédocles de Agrigento. Así, la materia (tierra, agua, aire,
fuego) tenía cuatro cualidades primigenias (húmedo, seco, caliente, frío) que se
relacionaban entre sí por los principios de Amistad y Discordia. Los cuatro elementos
tenían en el ser vivo su representación en los humores (sangre, flema, bilis negra y bilis
amarilla). La medicina de la época utilizaba los principios de amistad y discordia, así
como el estudio de los humores para establecer sus doctrinas terapéuticas, denominadas
ía” (contraria contrariis curantur) y “simpatía” (similia similibus curantur).
Tanto Hipócrates como Galeno señalan que, por norma general, el sistema más idóneo
es el de los contrarios. Así, por ejemplo, Galeno dice: “esfuérzate por oponer siempre
remedios contrarios al mal”, y hablando del estómago explica: “si está demasiado
caliente es necesario enfriarlo; si frío, será necesario calentarlo. Igualmente, si está seco
hay que humedecerlo, y si excesivamente húmedo, secarlo”. No quiere decir esto que
rechazaran la otra doctrina. Por ejemplo, en el uso de purgantes la aconsejaban debido a
que, según Galeno “se ha demostrado que cada remedio atrae a su propio humor”.
Realmente, la ley de similitud planteada por Hahnemann no dista mucho de la ley de
las “signaturas” planteada en su día por Paracelso, quien aplicaba remedios obtenidos a
partir de elementos que tenían semejanza física con el órgano afectado o con la afección.
En el caso de Hahnemann, la semejanza de forma pasa a ser una semejanza de síntomas,
pero carece de cualquier otra justificación.
Además, existe otro problema en el planteamiento que hizo Hahnemann para elaborar
su teoría. En el siglo XIX la fiebre no era, tal como hoy se sabe, un síntoma común a
muchas afecciones distintas, y directamente conectado con el sistema inmunológico.
Para Hahnemann y sus coetáneos la fiebre estaba caracterizada como una única
enfermedad, de la que la elevación de temperatura corporal era su síntoma directo.
Cuando, al administrarse dosis de quinina, Hahnemann experimentó un aumento de su
temperatura corporal, interpretó que estaba padeciendo los síntomas propios de la
fiebre, como enfermedad; no que dicho síntoma, asociado a otros muchos, puede ser
indicativo de múltiples y muy distintas enfermedades.
Durante el siglo XIX, los avances científicos en química o fisiología fueron
demostrando cómo funcionan las interacciones en la naturaleza. Como consecuencia de
ello, la medicina optó por una doctrina que recogía con mucha más lógica los nuevos
conocimientos: “diversa diversis curantur”, es decir, los efectos no tienen nada que ver
con la similitud o disimilitud entre fármaco y enfermedad. La investigación médica en el
siglo XIX adopta una actitud claramente científica, y se orienta al estudio de la etiología
de las enfermedades (sus causas determinantes), el estudio de los fármacos, la
búsqueda de principios activos y la posibilidad de sintetizarlos, la farmacodinamia (parte
de la farmacología que estudia los efectos bioquímicos y fisiológicos de los fármacos
sobre el organismo, así como sus mecanismos de acción, principalmente sus reacciones
con los receptores) o la toxicología (efectos directos o secundarios no deseados de los
principios activos en función de las dosis).
Tal como recoge Luis Angulo (El agua bendita de la homeopatía, LAR n. 15), a la luz de
la farmacología moderna surgen una serie de objeciones claras y concretas a la
homeopatía.
1.- La ley de similitud rescata los viejos conceptos de Amistad y Discordia que ya no
tienen sentido en la química moderna. La modificación que hace Hahnemann no es más
que una burda actualización sin base alguna.
2.- La ley de similitud hace que el médico homeópata vea la enfermedad como un
simple cuadro sintomatológico y no atiende a la naturaleza etiológica de la misma, debido
a la falta de recursos científicos de la ley.
3.- No existe una farmacodinamia homeopática que explique cómo actúa la ley de
similitud, no se explica de qué forma actúan, ni cómo lo hacen, ni cómo son eliminados
por el organismo los medicamentos homeopáticos.
4.- La homeopatía no explica cuales son las formas farmacéuticas indicadas para cada
caso, ni explica por qué. Además no existen estudios sobre las vías de administración
recomendables.
5.- Todas las investigaciones sobre la ley de similitud se limitan a señalar
estadísticamente los efectos positivos de los fármacos y no su modo de acción. Estos
efectos están en el umbral de percepción del investigador.
6.- La ley de similitud es más certera en las enfermedades de tipo psicosomático y es
ineficaz en trastornos de carácter muy concreto, traumatismos, infecciones...
7.- La homeopatía tiene una visión muy parcial de la terapéutica, olvidándose de las
acciones profilácticas, paliativas, consecutivas, fortificantes, etc...
En resumen, la ley de similitud no deja de ser una hipótesis no demostrada por
ninguna investigación fiable, que no es explicada a la luz de la ciencia, y contra la que se
pueden presentar muy sólidos argumentos.
El experimento crucial para el desarrollo de la homeopatía fue el de la quinina. En él,
Hahnemann y todos los homeópatas que le siguen caen en la falacia lógica de ‘post hoc
ergo propter hoc’ . Hay dos hechos bien observados, la curación de la malaria por la
quinina y la aparición de síntomas similares a la malaria si se toman grandes dosis de
quinina. El error aparece cuando se infiere que entre ambos existe conexión causal
cuando sólo hay coincidencia relacional entre dos hechos independientes. Fijémonos en
lo absurdo del planteamiento homeopático. Como la penicilina produce una reacción
alérgica, entonces cura la urticaria. Como puede curar una neumonía, también puede
provocarla. Como cura la gonorrea, la debería causar a los sanos. Como la estreptomicina
puede curar la tuberculosis pulmonar, puede hacer enfermar de tuberculosis a los sanos.
De igual forma, los antihipertensivos deben ser igualmente capaces de producir un
aumento de la tensión arterial. Es más, como el monóxido de carbono provoca la asfixia
a un hombre sano, ¿por qué no curar la disnea dándoselo a respirar? Al diabético se le
curaría dándole glucosa y al hipertenso, sal. O curar una hemorragia digestiva
produciendo erosiones en zonas gástricas indemnes. Que haya médicos convencidos de
la validez de la ley de la similitud es preocupante. No sólo no son capaces de descubrir
una falacia lógica sino que, además, confunden la enfermedad con sus síntomas —para
Hahnemann esta ecuación es directa, ya que toda enfermedad es un desequilibrio de la
fuerza vital—, y el mecanismo de acción de los medicamentos con sus efectos
secundarios —un fármaco no tiene por qué producir síntomas y mucho menos similares a
la enfermedad que va a curar—.
La forma de determinar que una cierta sustancia puede ser válida homeopáticamente
también es curiosa. El medicamento debe administrarse en estado puro a un individuo
sano para observar claramente los síntomas que produce. Así, los medicamentos fuertes
—o sea, los que matan, como el arsénico— deben administrarse en dosis poco elevadas;
los menos fuertes, en dosis más elevadas; y los débiles, a personas sanas de constitución
delicada, irritable y sensible. Sólo puede utilizarse medicamentos que se conozcan bien y
se sepa que son puros, tomándose sin ser disueltos en nada. El sujeto objeto de estudio
debe llevar un régimen moderado, ausente de comidas especiadas y sin legumbres
verdes, raíces y sopas de hierbas pues, aunque cocinadas, conservan su poder medicinal.
Debe evitar trabajos penosos de cuerpo y espíritu, así como los excesos y las pasiones
desordenadas que pueden nublarle a la hora de describir claramente las sensaciones que
experimenta. No se experimentará con animales —a pesar de tales recomendaciones,
han aparecido veterinarios homeopáticos—.
La ley de la similitud utiliza el bien conocido razonamiento por analogía, común en el
pensamiento mágico. Que el preparado homeopático produzca síntomas similares a la
enfermedad que cura es en todo punto idéntico al pensamiento del hechicero de que una
planta en forma de corazón debe utilizarse para problemas cardíacos; o comer el corazón
de un león para obtener su arrojo y bravura.
Las vacunas
Uno de los argumentos utilizados con frecuencia por los defensores de la homeopatía
es que la medicina científica utiliza una técnica conceptualmente similar a la homeopatía:
la vacunación. En efecto, en una vacunación se inocula a un paciente un germen
debilitado, buscando la reacción natural del organismo. Además, al igual que ocurría en
los tratamientos homeopáticos de sus creadores, a la vacunación sucede en ocasiones un
inicial empeoramiento del paciente.
Pero, obviamente, la comparación es absolutamente inadecuada, y los defensores de
la homeopatía no conocen —o no quieren conocer— la diferencia existente. Se trata
simplemente de un sofisma por falsa analogía.
En primer lugar, la vacunación no es nunca un método curativo, sino meramente
preventivo. No se trata de que un organismo reaccione a determinado estímulo
sintomatológico, reajustando sus parámetros vitales. El sistema inmunológico se conoce
casi a la perfección, y éste no responde a síntomas fisiológicos, sino a la presencia física
y real de un antígeno específico. Lo que se busca en una vacunación es forzar la presencia
del antígeno, pero con su capacidad patógena reducida. El sistema inmunitario es incapaz
de distinguir si la capacidad patógena del antígeno es alta o baja, pero sí detecta su
presencia, normalmente en base a una especificidad protéica, disparando los
mecanismos que conducen a la producción del anticuerpo específico adecuado para
combatir la presencia del antígeno. De esta forma, el organismo estará perfectamente
preparado ante la posible llegada futura de un antígeno idéntico, éste sí, con su
capacidad patógena intacta.
Hay que tener en cuenta que en el proceso inmunológico subyacente a la vacunación,
los anticuerpos generados por el organismo son específicos del antígeno inoculado (un
microorganismo o una toxina generada por el mismo). Esta especificidad exige que, a
diferencia de la homeopatía, el antígeno se inocule en cantidades suficientes para ser
detectado por el sistema inmunológico, disparando de esa forma la producción del
anticuerpo. A pesar de los esfuerzos de Jacques Benveniste, de quien hablaremos más
adelante, no se ha podido comprobar una respuesta inmunológica cuando el antígeno se
encuentra altamente diluido.
Evidentemente, el antígeno debe administrarse en una forma tal que no sea nociva
para el organismo. Pero el bloqueo de su cualidad nociva no puede realizarse por simple
disolución, ya que perderíamos la capacidad de detectarlo. Este doble compromiso se
puede soslayar gracias a que, por lo general, no coincide en el antígeno su factor
específico —aquel factor por el que es reconocido por el sistema inmunitario— y su factor
tóxico o infeccioso. Esto permite obtener en laboratorio cantidades suficientes de
antígeno, limitando su nocividad, pero manteniendo su especificidad. En el caso de
bacterias, por ejemplo, su especificidad suele estar asociada a las lipoproteínas o
polisacáridos que forman parte de su membrana celular, mientras que la toxicidad
responde a una proteína producida por algún gen de la bacteria. Mediante ingeniería
genética es posible conseguir cepas bacterianas idénticas a las originales, pero con el gen
productor de la toxina bloqueado o eliminado, lo que las hace incapaces de producir
enfermedad alguna. Mantienen sin embargo su especificidad, por lo que serán
reconocidas por el sistema inmunológico como agentes invasores nocivos. Ésta es una de
las técnicas utilizadas en la obtención de vacunas, aunque no es evidentemente la única.
Este mecanismo implica que:
1.- Las altas diluciones no tienen sentido en vacunación.
2.- La vacunación es muy eficaz como terapia preventiva, pero normalmente no tiene
sentido una vez infectado el individuo —es decir, como terapia curativa—. En el mejor de
los casos, no sirve para nada. Tan sólo tiene sentido, raras veces, en enfermedades
causadas por microorganismos de desarrollo lento.
3.- Lejos de responder al equilibrio de una supuesta ‘fuerza vital’ la vacunación está
basada en un mecanismo perfectamente conocido y estudiado.
Este proceso desencadenado por la vacunación supone además una diferencia notable
entre la vacunación y un tratamiento homeopático. Tanto en el caso de haber contraído
una enfermedad infecciosa, como en el caso de una vacunación, es posible detectar la
presencia del antícuerpo específico en el suero sanguíneo. Éste es un método muy
frecuente para diagnosticar algunas enfermedades, como el SIDA o la brucelosis. Sin
embargo, tras un tratamiento homeopático, no se puede detectar la presencia de ningún
anticuerpo ni sustancia alguna que pueda tener una función inmunitaria, y cuya
presencia pueda achacarse directamente al tratamiento. La comparación entre ambas
técnicas, y mucho más su asimilación, carece absolutamente de sentido.
En el caso de la homeopatía, se pretende extender el método de vacunación a
síntomas —no a gérmenes específicos—, suministrando principios activos no
necesariamente biológicos —los elementos químicos y las moléculas inorgánicas no son
antígenos, y no disparan ningún tipo de mecanismo inmunológico—, como terapia
curativa no preventiva, y suponiendo procesos fisiológicos totalmente desconocidos.
Huelga añadir cualquier comentario.
La ley de infinitésimos
Los homeópatas resumen esta ley de la siguiente manera: “para tener una mejoría
rápida, suave y duradera es necesario utilizar dosis infinitesimales”.
Esto lo explican diciendo que con dosis infinitesimales disminuye la toxicidad del
preparado —algo que resulta obvio—, pero simultáneamente aumenta su efectividad y
rapidez curativa. Y lo dicen sin que esto les parezca una contradicción. Realmente se está
confundiendo “menos perjudicial” con “más beneficioso”.
Es evidente que Hahnemann no es tonto. Si según su inspirada ley el arsénico puede
curar, también es claro que mata, por lo que debe ser diluido a cantidades que no
provoquen la muerte. A este proceso de dilución extrema se le llama potenciación para
conseguir que aparezcan en las diferentes sustancias sus “poderes espirituales e
inmateriales”. Este proceso se realiza mediante la llamada sucusión, donde las
diluciones deben agitarse al menos 40 veces y seguir un procedimiento de sucesivas
divisiones que para cualquier antropólogo tiene el mismo aspecto que los rituales
mágicos de los hechiceros y chamanes. No se dan razones objetivas para fundamentar
este mecanismo; simplemente es una nueva inspiración divina del gurú. Y la iluminación
divina no necesita ser probada. Lo cierto es que se violan las leyes más elementales y
básicas de la física y la química. Que preparados homeopáticos no contengan ni una sola
partícula de principio activo y sean los más ‘potentes’ es, cuando menos, chocante.
Parece como si las moléculas de una sustancia activa tuvieran personalidad propia y
muy mala avenencia. Así, cuando éstas se encuentran en gran número, prevalecen los
efectos perjudiciales que provocan, mientras que en pequeño número se incrementa
considerablemente su capacidad benefactora. Se debe deducir por tanto que la
reactividad química de estas sustancias no responde en absoluto a las leyes de la química
universalmente aceptadas.
Se conocen sustancias que tienen distinta reactividad en función de su concentración,
tanto en relación directa (la inmensa mayoría), como con relaciones no lineales (aumenta
la reactividad al aumentar la concentración sólo hasta cierto punto, a partir del cual se
satura o incluso disminuye algo). Lo que no conoce la química es ninguna sustancia cuya
reactividad guarde una relación puramente inversa con la concentración (más activa
cuanto más diluida), y menos aún una que posea doble reactividad. Si además se da el
caso de que la reactividad directa sobre un organismo vivo sea siempre tóxica, y la
inversa siempre curativa, las sospechas de que nos encontramos ante un producto
milagroso o mágico surgen inmediatamente.
Aún más absurdo que el argumento anterior es la interpretación que hacen los
homeópatas del concepto “infinitésimo”.
Para realizar un preparado homeopático se comienza por preparar una dilución de la
sustancia en cuestión. Es lo que se llama Tintura Madre. A continuación se toma una
gota de la misma y se disuelve en 99 gotas de disolvente —agua, alcohol o lactosa—, y se
mezcla bien (dinamización). Tenemos ya una disolución 1CH (Centesimal
Hahnemanniano). Si repitiéramos el proceso, tomando una gota de disolución 1CH para
mezclarla con 99 de disolvente, tendríamos una disolución 2CH. Se realizan también
disoluciones 1 a 10 (decimales hahnemannianos) o por el método Korsakov, que utiliza
en cada proceso la fracción de disolución que queda adherida a las paredes del vaso.
Algunas diluciones típicas de la farmacopea homeopática son 3DH, 6DH, 4CH, 7CH, o
30CH, pero llegan en ocasiones a valores mucho más elevados.
Realmente, los valores a los que se llega son totalmente astronómicos y desorbitados.
Para conseguir una dilución 30CH no es preciso un gran volumen de disolvente. Con un
centímetro cúbico de tintura madre, disuelto en 99 de agua podríamos obtener 100
centímetros cúbicos de preparado homeopático 30CH utilizando apenas tres litros de
disolvente. Sin embargo, la relación de concentraciones entre la tintura madre y el
preparado final es aproximadamente el mismo que si arrojamos una pequeña gota de
tintura madre en un depósito de agua tan grande como ¡todo el sistema solar!
Es decir, en este tipo de diluciones, la probabilidad de encontrar una sola molécula del
principio activo es absolutamente despreciable. En una dilución 30CH esta probabilidad
es aproximadamente de una molécula en cada 1037 vasos (un uno y treinta y siete ceros)
de preparado homeopático, o lo que es igual, una molécula en un volumen miles de veces
superior al de la tierra. ¿Qué es lo que actúa?
Evidentemente, si tomamos valores de dilución menores, las comparaciones no son
tan exageradas, pero hemos querido mostrar con esto el límite —o la ausencia del
mismo, más bien— de lo absurda que resulta la ley de infinitésimos. Tan sólo la más baja
de las diluciones utilizadas en homeopatía (3DH equivalente a 1/1000) se acerca
remotamente a las cantidades de principio activo que podemos encontrar en cualquier
fármaco comercial.
Para entender lo que significa, por ejemplo, una dilución 12C es ilustrativo recurrir al
llamado ‘teorema del último suspiro de Julio Cesar’.
“Si el último suspiro de César se encontrase hoy día distribuido de manera uniforme
en toda la atmósfera terrestre —y suponiendo que el volumen de la atmósfera es
unas 1024 veces la capacidad de nuestros pulmones— con cada inhalación de aire
que tomásemos respiraríamos una molécula del aire de ese último suspiro. sin
embargo [esta] dilución 12C sólo es el comienzo, pues la dilución homeopática más
habitual es del orden 30C... una potencia de 30C. Esta cifra equivale a un grano de
sal disuelto en un volumen de disolvente que llenaría diez mil millones de esferas,
cada una de ellas lo bastante grande como para abarcar todo el sistema solar.
Según una publicación de la OMS, se han utilizado ‘con éxito’ potencias de cerca de
100000C, es decir, diluciones de 10-200000 (recordemos que el número de
partículas subatómicas del universo es sólo de 1080). El hecho de que estos
engaños puedan prender en la fantasía de miles de hombres y mujeres con
cualificación médica —sobre todo en Francia, Alemania y Gran Bretaña— o bien
debe considerarse una acusación directa a la educación impartida en las facultades
de medicina, o bien pone en evidencia que algunas mentes presentan una
incapacidad congénita para desarrollar un pensamiento crítico” (Skrabanek y
McCormick).
Podemos ensayar una serie de hipótesis para tratar de justificar esta ley.
La primera sería suponer que el número de Avogadro, que permite calcular cuántas
moléculas —parte indivisible de una sustancia como tal— se encuentran en una cierta
cantidad de determinada sustancia, está equivocado. Si ello fuera cierto, evidentemente,
estaría también equivocada la práctica totalidad de la química moderna.
Una segunda hipótesis sería aquélla según la cual el principio activo modifica no se
sabe qué característica del disolvente, que conservaría así las cualidades de aquél. Al
margen de cuál sea esa característica, nos encontramos aquí con los mismos problemas
que antes. ¿Por qué el soluto transmite al disolvente sus cualidades curativas y no su
toxicidad? Además, todas los conocimientos de la reactividad química estarían
equivocados. De acuerdo con la química y física oficiales, una sustancia o cuerpo puede
producir algún efecto sobre otra sustancia o cuerpo, siempre que entre ellos tenga lugar
algún tipo de reacción físico-química. La capacidad de una sustancia o cuerpo para
producir este tipo de reacciones, su reactividad, se ha considerado una consecuencia de
la estructura propia del cuerpo o sustancia, y por tanto una característica intrínseca de la
misma. Sin embargo, de acuerdo con la hipótesis homeopática, una molécula no
reaccionaría químicamente con otra (o determinado átomo con otro) por intercambio
electrónico o solapamiento de sus orbitales, tal como creen la química y física modernas,
sino que la reacción se realiza en base a no se sabe qué fenómeno físico que, al ser
transmisible del soluto al disolvente, no es propio de la sustancia. Si el agua se puede
comportar como si fuera no sé qué sustancia que ha estado disuelta en ella en cierto
momento, tal cualidad de comportamiento, ¿es propia del agua, de la sustancia disuelta
o de ninguna de ellas? ¿Qué sentido tiene entonces la química?
De acuerdo con esta hipótesis, si nosotros diluimos sucesivamente polvo de carbón en
agua, la sustancia que obtenemos al final -básicamente agua- debería ser combustible.
Para algunos, la acción del soluto sobre el disolvente consiste en modificar su
estructura molecular, de forma que el disolvente mantiene las propiedades del soluto
incluso en ausencia de molécula alguna. Ésa es en cierto modo la hipótesis que intentó
demostrar Jacques Benveniste, de quien hablaremos más adelante. Según esta teoría, la
reactividad de una molécula depende de su estructura interna, y es modificable.
Para otros, el soluto transmite al disolvente determinadas energías vitales u ondas
desconocidas, con idéntico efecto. Unos y otros inventan la llamada memoria del agua, e
incluso llegan a invocar a la mecánica cuántica o a la reciente teoría del caos para
justificar lo injustificable.
Tal como comenta Angulo en el artículo citado,
“los homeópatas hablan, como los parapsicólogos, de energías desconocidas para
la física, estructuras moleculares desconocidas para la química, ondas de
frecuencia desconocida para la ondulatoria, fuerzas vitales desconocidas para la
fisiología, y sistemas de defensa desconocidos para la inmunología. Como debería
ser bien sabido, cuanto más descabellada es una idea, más argumentos necesita
para su demostración, y lo que deberían hacer los homeópatas es dejar de hablar
de supuestos y demostrar la existencia de estas energías, ondas y fuerzas vitales
hasta ahora imaginarias”.
El Caso Benveniste
El 30 de Junio de 1988 apareció publicado en la prestigiosa revista científica Nature un
artículo firmado por el equipo de Jacques Benveniste, exponiendo una serie de
experimentos sobre degranulación de basófilos disparada por anticuerpos muy diluidos.
Los anticuerpos responsables de la hipersensibilidad inmediata en el hombre
pertenecen al grupo de la inmunoglobulina E, IgE. Estos anticuerpos tienen una gran
capacidad para adherirse a la membrana de los basófilos polimorfonucleares -un tipo
concreto de glóbulos blancos-. Cuando estas células se exponen a determinado tipo de
alergenos, éstos pueden disparar una serie de señales intracelulares en los basófilos,
seguidas de una exocitosis de sus gránulos, con la consiguiente liberación de histamina.
Éste es un proceso típico en una reacción alérgica. Pero conviene aclarar que el
experimento de Benveniste (sería un modelo in vitro para la hipersensibilidad inmediata)
los alergenos (antígenos) se sustituyen por anticuerpos anti-IgE (habitualmente del tipo
IgG), que son los que se van a someter al proceso de dilución característica de la
Homeopatía.
Dicho más sencillo, aunque quizá menos preciso, los basófilos son células
responsables de dar la señal de alerta en caso de infección, o al ponerse en contacto con
alguna sustancia a la que se sea alérgico, y esto lo hacen liberando histamina. Mediante
técnicas adecuadas de tinción, es posible observar y distinguir claramente en el
laboratorio si un basófilo ha liberado o no dicha sustancia.
Los experimentos ideados por Benveniste consistían básicamente en poner en
contacto preparados de leucocitos con suero de cabra cada vez más diluido en agua
destilada, y comprobar si los leucocitos (o más concretamente, mastocitos y basófilos)
reaccionaban frente a los anticuerpos anti-IgE presentes en el suero (antisuero anti-IgE),
liberando histamina y otros mediadores vasoactivos e inflamatorios.
En unos experimentos preliminares, Benveniste aseguraba haber apreciado el proceso
de degranulación al exponer una suspensión leucocitaria a disoluciones de antígenos
anti-IgE de hasta una parte en 1018. Ante tal resultado, J. Benveniste diseñó toda una
serie de experimentos en doble ciego mediante probetas codificadas, y con muestras de
control que contenían concentraciones normales de anticuerpos anti-IgE, o bien ausencia
de los mismos.
Una vez realizados los experimentos, se obtuvo como resultado que la respuesta de
los basófilos a los anticuerpos anti-IgE fluctuaba en función de la concentración de estos.
A determinadas concentraciones la actividad prácticamente desaparecía, reapareciendo
a concentraciones menores. Tal respuesta se daba incluso en niveles en los que la
probabilidad de encontrar una sola molécula de anticuerpo en la disolución era poco
menos que nula.
La explicación propuesta por Benveniste en el mismo artículo es que la información
específica de una sustancia se trasmite en el proceso de agitado de la disolución al agua.
Ésta actuaría como un molde para la molécula, bien mediante una red indefinida de
enlaces por puente de hidrógeno, bien mediante campos eléctricos o magnéticos.
Es de reseñar que al final de dicho artículo, Nature incluye una nota en la que señala
como lógico que los lectores compartan la incredulidad de numerosos referees del
artículo ante los resultados que en él se exponen, y que Benveniste había aceptado que
un equipo de investigadores independientes pudiera observar la repetición de los
experimentos. No obstante, eso no impidió que el artículo apareciera publicado.
No sólo eso; en el editorial de dicho número, titulado Cuándo creer lo increíble, se hace
una reflexión al respecto. En él se comenta que no hay una explicación objetiva para
estas observaciones y que ni siquiera la explicación ofrecida al final del artículo es
suficientemente convincente para nadie. El motivo de la publicación del artículo en
Nature es permitir que miembros destacados de la comunidad científica puedan descubrir
fallos o agujeros en el planteamiento, o sugieran nuevas experiencias que permitan
validar las conclusiones. Añade, con gran perspicacia, que no puede haber justificación
para utilizar las conclusiones de Benveniste fuera de dicha motivación. El uso de tales
conclusiones por parte de los laboratorios homeopáticos, que indudablemente recibirían
con agrado el artículo, sería prematuro, y posiblemente erróneo.
Hay que hacer notar que, si se aconsejaba suspender temporalmente cualquier juicio
sobre este asunto, no era porque Benveniste estuviera sugiriendo un fenómeno nuevo,
sino porque sus sugerencias atacaban abiertamente en su raíz a dos siglos de
observación y racionalización de los fenómenos físicos. “El principio de restricción que se
aplica aquí es simplemente que, cuando una observación inesperada requiere que una
parte sustancial de nuestra herencia intelectual sea desechada, es prudente preguntarse
con más cuidado que de costumbre si las observaciones pueden ser incorrectas”.
Obviamente, las contestaciones, réplicas y contra-réplicas no se hacen esperar.
Llueven críticas por la publicación en sí del artículo; es decir, por qué se ha aceptado su
impresión cuando los datos y el método no convencían especialmente, y así lo habían
hecho notar los referees consultados. Por otro lado, existen dudas sobre las garantías
ofrecidas por el método utilizado por Benveniste. Parece ser que existen fallos en alguno
de los análisis estadísticos; tampoco están claras las garantías de pureza de las muestras
para impedir una contaminación ajena al antígeno de cabra, y que pudiera desencadenar
el mismo efecto; y se cuestiona la utilización del conteo de basófilos como técnica de
medición, en lugar de una medida directa del índice de histamina liberada, que podría
ser, en principio, más objetivo.
Pero la mayor controversia llegará con los resultados del comité de evaluación. Tal
como había pactado Nature con J.B. una comisión intentaría repetir en su mismo
laboratorio los resultados del artículo. Dicha comisión estuvo formada por J. Madox
—editor de Nature—, W. Stewart —científico experto en estudio de errores—, y James
Randi, conocido mago. Sus resultados fueron, básicamente, que no existía razón para
suponer los efectos pretendidos en el artículo de J. Benveniste. Este hecho fue
respaldado por otros muchos investigadores independientes que intentaron repetir los
experimentos de Benveniste, sin ningún resultado positivo.
Pero tampoco faltaron críticas a esta comisión evaluadora. En primer lugar, la
presencia de Randi en el grupo, al margen de su conocida experiencia en desenmascarar
fraudes científicos, presuponía una posible mala voluntad en J. Benveniste y su equipo,
actitud seguramente innecesaria en una evaluación científica, si partimos de la
repetibilidad de los resultados como un punto fundamental dentro del método científico.
Por otro lado, ninguno de los tres observadores tenía experiencia previa en el campo
concreto del trabajo, con lo que sus conclusiones se referirían exclusivamente a
cuestiones metodológicas, y no de fondo. Finalmente, el estudio de muchos meses
realizado por Benveniste, fue evaluado en tan sólo cinco días, tiempo a todas luces
insuficiente para conseguir resultados concluyentes, salvo que desde el primer momento
se presuponga la falsedad de los datos iniciales.
Como ya hicieron notar Madox, Stewart y Randi, dos de los miembros del equipo de
Benveniste eran pagados directamente por la empresa de productos homeopáticos
Boiron. El mismo Benveniste, ya unos años antes, había sido miembro del consejo de
administración de otra empresa similar. Según Benveniste, no se puede prejuzgar que la
calidad de una investigación dependa de quién financia a los investigadores. Pero creo
que a nadie se le escapa el detalle de que no parece muy digno que una empresa financie
investigaciones destinadas a avalar científicamente su propia existencia. Eso implica
unos intereses económicos capaces de “justificar” cualquier falso resultado. Además,
todos los experimentos que dieron resultados positivos se realizaron por o en presencia
de E. Davenas, una de las doctoras pagadas directamente por Boiron.
La existencia de la memoria del agua permitiría justificar los postulados de la práctica
homeopática. El postulado fundamental de ésta es el principio de similitud. Merece
realmente el título de postulado, es decir, de afirmación tenida por cierta, pero no
demostrable. Sin embargo, la experiencia sobre la cual Benveniste quería apoyar su
descubrimiento, no tiene nada que ver con el principio de similitud. No se trata aquí de
curar absolutamente nada, ni siquiera “in vitro”. Lo que es nuevo es que Benveniste
pretende haber observado estas reacciones con disoluciones de anticuerpos de una
“potencia” tal que, evidentemente, no queda el más mínimo vestigio de anticuerpo en la
disolución. En esto se basa fundamentalmente Benveniste para afirmar que el agua
mantiene “memoria” de la sustancia biológica con la que estuvo en contacto —sin
plantearse ninguna hipótesis alternativa que justificase el efecto observado—.
Lo que Benveniste quería confirmar no era el principio de similitud, sino la idea de que
la información biológica transmitida por los anticuerpos puede subsistir en una
disolución, incluso cuando esta última no contenga ni una sola molécula del antígeno.
Así pues, aun en el caso de haberse verificado la “memoria del agua”, no por ello la
homeopatía dejaría de ser una aberración científica. Pero si la memoria del agua no se
valida, lo sería por partida doble. Científicamente hablando, no podemos asegurar la no
existencia del pretendido efecto. Pero sí negamos la existencia de pruebas que lo avalen,
y, por tanto, tampoco se justifica la terapia que de ella se deriva.
Siguiendo una técnica de desmistificación ideada hace tiempo por James Randi, la
revista Science & Vie ofrecía un millón de Francos al equipo de Benveniste si podía
reproducir los resultados de su experimento, en un laboratorio puesto a su disposición
por el profesor Jean Dry, presidente de la Unión Terapéutica Internacional. El protocolo,
publicado en Science & Vie retoma el experimento realizado por Benveniste en su
laboratorio del INSERM, y publicado en Nature. (El INSERM es el Instituto Nacional
Francés de la Salud y la Investigación Médica). Pero en esta ocasión, el experimento sería
controlado rigurosamente por un jurado presidido por Dry. La respuesta de Benveniste,
publicada el 31 de Diciembre de 1988 en Le Monde fue que “La investigación médica no
se realiza en teatros de feria. Rehúso, evidentemente, presentarme ante no sé qué
tribunal compuesto por periodistas y científicos, científicos que no poseen, entre todos, el
nivel suficiente para ser ni siquiera bedeles en el INSERM”.
El 25 de abril de 1989, una comisión científica especializada del INSERM aprueba las
investigaciones de la unidad 200 referentes a una sustancia relacionada con los procesos
inflamatorios, pero emite un informe desfavorable a las investigaciones relacionadas con
altas disoluciones. A este respecto, se muestran contrarios a la renovación del Dr.
Benveniste al frente de la misma, si en ella siguen participando laboratorios
homeopáticos.
Como consecuencia de este informe, Benveniste hizo saber a Phillippe Lazar, director
del INSERM que estaba dispuesto a detener los trabajos que dirigía dentro del INSERM
sobre altas disoluciones, aun no estando conforme con la manera en que éstas habían
sido valoradas. Una segunda evaluación de la unidad 200 se confía a un equipo de cuatro
investigadores, miembros del consejo científico del INSERM, acompañados de forma
totalmente excepcional por dos investigadores extranjeros, uno británico y otro
americano. El informe que emite esta comisión, mantenido confidencialmente en un
primer momento, aconseja la No renovación temporal del Dr. Benveniste en tanto éste no
presente un nuevo programa de investigaciones en el que no figuren más los pretendidos
efectos biológicos de las altas disoluciones.
Sin embargo, M. Lazar y el ministro de Investigación francés decidieron mantener a
Benveniste al frente de su unidad, si bien con ciertas reservas. En palabras de Lazar, “Al
margen de la calidad científica de sus trabajos, la libertad de los investigadores en la
elección de sus hipótesis y de sus modalidades de trabajo no podrá ser limitada más que
por las reglas del derecho común y de la ética deontológica”. Pero el director de un equipo
de investigación público tiene una responsabilidad que le compromete más allá de su
papel de investigador. Así pues, Lazar prosigue diciendo que “...está claro que las dos
comisiones científicas que han examinado sucesivamente los trabajos de la unidad 200
han emitido una expresa reserva sobre los trabajos referentes a las altas disoluciones.
Estas reservas se refieren al fondo de sus trabajos, su análisis insuficientemente crítico
de los resultados, su aventurada interpretación, la manera de expresarlas públicamente
y las consecuencias preocupantes que la publicidad de las mismas podría suponer, como
refuerzo de la credibilidad de ciertas prácticas terapéuticas.”
Las condiciones de este contrato tácito para mantener a Benveniste al frente de la
unidad 200 suponía que Benveniste debía despedir a los investigadores de su unidad,
impuestos de alguna forma por laboratorios homeopáticos, y renunciaba a dar ningún
tipo de publicidad referente a la “memoria del agua”. Pero esto, evidentemente no
ocurrió así.
Aún hay más. En Octubre de 1989 se celebra en Toulouse un “Foro de las medicinas
alternativas y de la vida natural”. En ella tenían sitio propio, desde la homeopatía y la
acupuntura, clásicos ya de las alternativas a la medicina, hasta terapias más recientes
como la nutriterapia, la macrobiótica, la aromaterapia o la astrología médica. En medio
de ellas, y muy en su lugar, estaba Jacques Benveniste presentando una ponencia sobre
la memoria del agua. Seguramente los responsables de la sanidad y la investigación en
Francia se sintieron muy orgullosos de sí mismos, y de la decisión tomada unos meses
antes de mantener a Benveniste al frente de su equipo.
Más aún. A mediados de 1990 aparece una encuesta sobre OVNIs, realizada por
Jean-Pierre Petit. Esta encuesta se engloba dentro de larguísima lista de tratados
ufológicos en los que el único tema a defender en los mismos es que la ciencia “oficial” y
los “poderes fácticos” sólo pretenden enterrar el problema, y que el poder político, el
ejército y el mundo científico han lanzado una campaña de desinformación “por razones
de estado”. Curiosamente, el prólogo de esta encuesta, en el que se reconoce la manía
persecutoria que caracteriza a los ufómanos, y que se observa igualmente en otros
dominios de lo paranormal, está firmado por Jacques Benveniste. En realidad, el libro que
contiene esta encuesta es el primero de una colección titulada “En los márgenes de la
ciencia”, dirigida por Benveniste.
El INSERM no tuvo más remedio que actuar, cerrando la unidad 200 a finales de 1993.
El 1 de Marzo de 1994 apareció en el diario Le Monde la siguiente carta:
“La unidad de investigación 200 del INSERM está cerrada, y sus medios humanos
dispersados a pesar de su alto nivel, confirmado por las instancias científicas. Esta
desaparición, debida al carácter declaradamente herético de los trabajos sobre altas
disoluciones, nos lleva a manifestar nuestra inquietud acerca de ciertas tendencias
cuyas consecuencias van más allá de este asunto. Hacemos notar que:
-Hasta este momento, ninguna tentativa de explicación trivial o investigación de
los errores se ha presentado, cuando han sido publicados los efectos de altas
disoluciones sobre sistemas biológicos por la unidad 200 y varios otros grupos
franceses y extranjeros. Sin poder juzgar su valor científico, nos hacemos eco de la
existencia de estas publicaciones.
-Los investigadores de la unidad 200 no niegan el papel primordial de las
moléculas biológicas, pero proponen que éstas se comunican por frecuencias
específicas. Afirman que estas hipótesis, basadas en hechos experimentales, no han
sido rechazadas sino porque no son comprensibles dentro del marco de los
conocimientos científicos actuales. Quienes las rechazan, por una reacción más
teológica que científica, no las han examinado seriamente jamás. Nos parece necesario
y justo que las instituciones den su soporte crítico a esta investigación, cuyos
beneficios son tanto médicos como industriales; que se instaure un debate científico en
lugar de anatemas y amenazas sobre la situación y la dignidad profesional de los
investigadores; que les proporcionen los medios defender su trabajo. Esperamos de los
responsables científicos que valoren la apertura, la interrogación permanente, la duda,
la discusión libre sin la cual no habría investigación, ni en el espíritu ni en la forma. ¿No
tiene el investigador la misión de explorar diferentes caminos, en ocasiones
peligrosos? Ahora bien, la rigidez estructural, la obediencia a dogmas, la deificación de
la razón frente a la sinrazón empujan hoy día al conformismo normativo, causa de
retrocesos y abandonos, en ocasiones dramáticos, y no solamente en el campo
científico.
No queremos tomar parte en el debate científico. Abogamos por la libertad de
investigar, es decir, de pensar, por el derecho a la “herejía”. No debe ser en lo sucesivo
tan fácil acallar los hechos, las ideas y a los hombres que molestan”.
Ante esta carta, Michel Rouzé, periodista científico famoso —entre otros temas— por
su crítica a la homeopatía y la memoria del agua, hizo una serie de comentarios muy
acertados. Para empezar, los trabajos de Benveniste sobre disoluciones no habían sido
declarados “heréticos” por nadie. Ningún responsable de investigación había utilizado
jamás tal palabra, contraria al espíritu científico tanto como la “deificación de la razón
frente a la sinrazón”. “El espíritu científico -dice Rouzé- se opone al dogmatismo. Ignora
la noción de una verdad absoluta, que no pertenece sino al terreno de la religión. Todo
nuevo resultado, toda teoría presentada para explicar este resultado exige mayor
investigación y experimentación. Constatar que los resultados anunciados no son
reproducibles no es condenar una herejía. Contrariamente a lo publicado en Le Monde
—prosigue Rouzé— los experimentos en los que la “memoria del agua” ha podido ser
supuestamente observada han sido realizados por amigos y colaboradores de
Benveniste. Los demás han dado resultados negativos.”
Por otro lado, hay que respetar el derecho y la libertad de investigación, siempre que
los métodos utilizados entren dentro de lo éticamente aceptable. Pero si aceptamos
acríticamente todos los resultados, y los publicamos como ciertos antes de haberlos
verificado, cometemos un grave error científico. Como en el resto de las pseudociencias,
¿quién es aquí el dogmático? ¿quien niega que haya pruebas suficientes para demostrar
un fenómeno, e impide la publicación del mismo por las repercusiones que pueda tener,
o quien se empeña en llamar “ayatollah de la ciencia” —como hizo públicamente
Benveniste— a todo aquel que no “cree” en la “memoria del agua”?
El caso Benveniste fue célebre en su momento, sigue siendo citado en la literatura, y
no deja de ser un botón de muestra de la forma de actuar que se tiene en ciertos círculos.
Su intento de justificar teóricamente la homeopatía quedó en mero intento, y hoy día sus
argumentos no son aceptados por ningún miembro de la comunidad científica, o al menos
por ninguno que no esté pagado por algún laboratorio homeopático.
Lo que se expone a continuación es un ejemplo muy concreto de un producto
homeopático frecuentemente utilizado hoy día. Su justificación teórica y la forma de
prepararlo hablan por sí solas. El apartado pertenece a un artículo publicado por Victor J.
Sanz en el número 38 de LAR (Abril, 1996)
Un ejemplo:
el oscillococcinum
Hay cosas que deben decirse de golpe, sin previo aviso: El oscillococcinum es una
disolución infinitesimal constituida por autolisado filtrado de corazón e hígado de Anas
Barbariae (pato de Barbaria) con excipiente de sacarosa y lactosa.
Tras esta fórmula casi cabalística, que iremos desbrozando, se esconde un preparado
homeopático que está indicado, según el laboratorio que lo elabora (el inevitable Boiron),
para combatir la gripe y los “estados gripales”, ya sea como preventivo o como curativo,
variando la posología según el caso. Estas aplicaciones terapéuticas vienen avaladas,
desde hace tiempo, por un estudio a doble ciego realizado durante la epidemia de gripe
en el invierno de 1986-87 por dos médicos grenobleses. El análisis global de los
resultados, tras 48 horas, dio un 10,3% de curaciones en el grupo placebo, contra un
17,1% en el grupo tratado con oscilococcinum. De ese estudio hablaremos más
detenidamente en párrafos posteriores.
La revista Mundo Científico (La Recherche), nº 131, enero de 1993, publicó la noticia
como si se tratara de un hecho importante en el ámbito médico-científico. Mundo
Científico, recordemos, es una firme defensora de la Homeopatía y otras
pseudomedicinas.
El descubridor de esta maravillosa pócima fue Joseph Roy (1891-1878). Ejerció como
médico militar durante la Primera Guerra Mundial. Asistió, entonces, a la terrible
epidemia de gripe de 1917 creyendo descubrir en la sangre de las víctimas un microbio
constituido por dos granos (cocos) desiguales y animado de un rápido movimiento
vibratorio, de ahí el nombre que le da: oscilococo (oscilocoque). Además, el microbio
observado es polimorfo, ya que se puede encoger hasta llegar a ser un virus en los límites
de la visibilidad (con los instrumentos de la época). Pero cuando envejece se agranda,
llegando a aparecer un tercer e incluso un cuarto grano (coco). Características todas ellas
muy interesantes para un microbio que...¡no existe! Se trata de la versión microbiológica
de los canales y oasis marcianos de Percival Lowell.
Pero esto último es un pequeño detalle que no arredra a un homeópata que se precie.
Y así, el oscilococo no es sólo el microbio de la gripe, pues Roy lo detecta también en la
sangre y en los tumores cancerosos, en los chancros sifilíticos, en el pus de los
blenorrágicos, en los pulmones de los tuberculosos, en los enfermos que padecen
eccema, herpes, reumatismo crónico, e incluso en sujetos aquejados de infecciones
agudas, tales como paperas, varicela y rubeola. ¡Otro buen récord para un germen que
brilla por su ausencia! Pero estas divagaciones gratuitas de Roy les vinieron de perlas a
aquellos que por entonces rechazaban las teorías de Pasteur, según las cuales las
enfermedades infecciosas son debidas a gérmenes específicos. A este animado coro de
extravagantes personajes se unen los homeópatas, para quienes las enfermedades no se
caracterizan y distribuyen según sus causas, sino sólo según sus síntomas. Las causas,
aclaremos, tienen poco interés para los homeópatas, puesto que ellas no intervienen en
la elección de una terapéutica.
Ya sólo le queda a Roy poner en práctica las técnicas homeopáticas, es decir, poner a
punto un tratamiento “eficaz” en las enfermedades en las que el propio descubridor cree
detectar la presencia masiva de oscilococos, principalmente del cáncer. Y siguiendo el
dogma hahnemanniano, este tratamiento deberá partir del oscilococo mismo. Ahora
bien, dado que el oscilococo se encuentra en casi todas la partes del organismo (o sea, en
ninguna), ¿cuál de ellas elegir para fabricar el remedio homeopático anticanceroso?
Aquí se plantea un misterio aún no resuelto. En efecto, Roy decide obtener su bien
amado oscilococo en el hígado y el corazón de los patos de Barbaria. Mas en ninguno de
sus escritos da razón de esta decisión. Para algunos (según Nicole Cure, historiador de los
trabajos de Roy), se debe a que el pato es una de las reservas naturales del virus gripal
(pero hay que tener en cuenta que los trabajos que corroboran esto datan de 1974, o sea,
medio siglo después de los de Roy, por lo que esta suposición es inaceptable). Para otros,
los oscilococos del pato habrían sido elegidos por su analogía con los bacilos tuberculosos
de otras especies de aves, que no son peligrosas para la especie humana. Sin embargo,
las verdaderas explicaciones para esta elección son de carácter netamente mágico, como
veremos a continuación.
Tenemos ya el origen del nuevo remedio, bautizado como oscillococcinum, que sería el
oscilococo latinizado, pues es de sobra conocido que los productos homeopáticos son más
eficaces con sus nombres en latín. Consignemos ahora el modo de preparación siguiendo
las sabias directrices dadas por el propio Joseph Roy en 1925.
En un recipiente de un litro se pone, “en condiciones rigurosas de asepsia” una mezcla
de jugo pancreático y de suero glucosado. A continuación se decapita un pato de Barbaria
del cual se extrae el hígado y el corazón. Pregunta (que ya nos hacíamos anteriormente):
¿por qué no otros órganos? Respuesta:
-Respecto al corazón, podemos suponer que él es en la tradición cultural occidental el
centro de la vida, y, además, él es el que hace circular la sangre en la cual se encuentran
profusamente los oscilococos.
-Respecto al hígado, el propio Roy nos ha dejado un comentario muy revelador sobre
su arcaica forma de pensar: “... los antiguos veían en el hígado un lugar de sufrimiento
más importante que el corazón; sentimiento profundamente justo; es a nivel del hígado
en donde se realiza la modificación patológica de la sangre, es allí donde la cualidad de la
energía de nuestro músculo sanguíneo se transforma de una manera duradera, unas
veces leve, otras grave”.
Dichas estas doctas palabras, sigamos con la formulación del preparado. Para lo cual
añadimos a la mezcla ya preparada, entre 35 y 37 gramos de hígado y 15 gramos de
corazón de los susodichos patos. A continuación ponemos todo ello en “incubación”
durante 40 días, pasados los cuales, las vísceras del pato son “autolisadas”, es decir, los
tejidos se descomponen ellos mismos sin contaminación de origen externo. El autolisado
filtrado constituye el origen a partir del cual se prepara el remedio, a saber: la 200
dilución korsakoviana, que equivale, aproximadamente, a la séptima dilución centesimal
(7 CH). He ahí el oscillococcinum expendido en nuestras farmacias. Es ahora cuando
comprendemos el alcance y valor del insigne descubrimiento anunciado con escueto rigor
por Mundo Científico, así como por otros compañeros de viaje (homeopático) que
después nombraremos.
En el oscillococcinum, Roy había visto un remedio contra el cáncer y contra la gripe, e
incluso —como vimos— para muchos otros procesos patológicos que forman parte del
conjunto que Hahnemann había dado el nombre de psora (sarna). Sin embargo, el
oscillococcinum expendido en las farmacias ha abandonado todas estas indicaciones (las
que no interesan por su clara exageración fraudulenta) reteniendo sólo las de la “gripe”
y los “estados gripales”; en ambos casos el éxito está asegurado por cualquiera de estos
mecanismos:
1.- Efecto placebo.
2.- Curación espontánea, que es lo propio —la mayoría de las veces— en estos
procesos.
3.- Evitando tratamientos intempestivos y perjudiciales con antibióticos (que nada
hacen contra los virus) y anti-inflamatorios.
Debemos hacer aquí un inciso importante. El oscillococcinum es un remedio
homeopático curioso, ya que no ha sido sometido a la “experimentación patogenética”,
fundada, como sabemos, en la ley de similitud o analogía, que es la base de la
Homeopatía. Dicho en otras palabras, el oscillococcinum no se ha administrado a sujetos
sanos para verificar que él provocaba en estos últimos los mismos síntomas de la gripe.
La creencia en su eficacia reposa únicamente sobre la tradición. Ahora bien, este
proceder tradicional no es raro en Homeopatía, puesto que los “experimentos
patogenéticos” (según la jerga habitual de los homeópatas) causarían risa en cualquier
revista medianamente seria, al margen de las implicaciones éticas que ello conllevaría
(pues en el fondo se trata de producir “enfermedades” en el hombre sano, tal y como
mandan los cánones homeopáticos). ¿Se imagina alguien un ensayo clínico consistente
en administrar penicilina a un sujeto sano, en dosis progresivamente crecientes, ¡hasta
producirle una neumonía o una gonococia!? Para evitar ridículos de esta clase es por lo
que los resultados obtenidos con las sustancias homeopáticas se toman tradicionalmente
de la llamada Materia Médica Homeopática.
El truco actual consiste, entonces, en hacer un ensayo clínico (éste, ya sí, siguiendo la
metodología científica estándar) con los resultados anteriores procedentes, como acabo
de decir, de la tradición, es decir, de las locuras como la de Roy, cuyo compendio es la
mencionada Materia Médica Homeopática. Si el ensayo resulta dudoso o ligeramente
positivo (debido a algún defecto, pues no olvidemos que un ensayo clínico no es sino un
estudio de correlación estadística fácilmente amañable), el éxito está casi asegurado
(gracias a la propaganda, revistas sensacionalistas, etc.), el círculo se cierra y el engaño
es perfecto (falsamente avalado por la mismísima Ciencia).
Un buen ejemplo de estudio defectuoso que sirve de coartada o tapadera científica a
las pretensiones homeopáticas es el que comentábamos al principio de este apartado.
Vamos, pues, a analizarlo más detenidamente y ver así cómo se fabrica un éxito
homeopático. El ensayo se realizó con 487 pacientes tratados a domicilio por 149
médicos de cabecera durante la epidemia de gripe acaecida en el invierno de 1986-87 en
la región de Rhöne-Alpes. El protocolo es aparentemente riguroso; enfermos repartidos
en dos grupos de forma aleatoria, uno de los cuales recibe el oscillococcinum y el otro un
placebo (sustancia falsa imitando al medicamento), todo ello utilizando el procedimiento
de doble ciego (ni el médico ni el paciente saben si el envase contiene el preparado
homeopático o el placebo). Después de 48 horas de tratamiento se evaluaron los datos y
el resultado fue de un 10,3% de curaciones en el grupo placebo, frente a un 17% en el
grupo tratado con escillococcinum, tal y como adelantábamos al principio del artículo.
Para los autores del ensayo el resultado es estadísticamente significativo a favor del
tratamiento homeopático. Ahora bien, como nos recuerda J.J. Aulas, para que la
diferencia observada se pueda asociar rigurosamente a la acción del producto
medicamentoso y no al azar en una distribución de los pacientes entre los dos grupos,
habría que tener la certeza de que los dos grupos eran de partida estrictamente
comparables, sobre todo en lo que se refiere al germen causante, puesto que de él van a
depender la intensidad, la duración del cuadro clínico y la curación del mismo.
Todo el mundo sabe —nos dice Michel Rouzé a propósito de este caso— que
habitualmente las fronteras de la gripe están muy mal definidas. “Tengo gripe”, afirma
mucha gente cuando sólo tiene un catarro y dolor de cabeza. Es por eso que los propios
médicos prefieren hablar de “estado gripal” (o “proceso gripal”, o “síndrome gripal”,
etc.), término que compromete poco el diagnóstico, y que es, precisamente, el que
aparece en los anuncios publicitarios del oscillococcinum que adornan los escaparates de
las farmacias. En el ensayo realizado en la región de Rhöne-Alpes, los griposos se
definían por tener una temperatura rectal igual o superior a 38º C, y por lo menos dos de
los siguientes síntomas: dolores de cabeza, rigidez, dolores lumbares y articulares y
escalofríos. Sin embargo, esto no es suficiente para postular que los pacientes estaban
afectados por la misma enfermedad (por el mismo virus productor, pues de él depende,
repetimos, la intensidad y curación de los síntomas) y, por tanto, que los dos grupos
formados por distribución aleatoria fueran estrictamente comparables. En efecto,
prosigue J.J. Aulas, durante una epidemia calificada “de gripe”, tal como se definía en el
ensayo, pueden ser varios los virus responsables, cada uno con un poder patógeno
diferente y con la capacidad de provocar estados febriles más o menos largos (variables).
Ahora bien, durante esta experiencia no se realizó ninguna investigación sobre los virus
(estudios virológicos) causantes de los síntomas gripales observados en los diferentes
pacientes. En consecuencia, no es riguroso afirmar que la diferencia constatada entre
ambos grupos (17,1% para uno y 10,3% para otro) deba ser atribuida a los diferentes
tratamientos (oscillococcinum y placebo, respectivamente) dado que puede provenir de
una distribución diferente de los virus patógenos en el seno de los dos grupos.
Al llegar a este punto, quizás alguna mente inquisitiva se pregunte lo evidente: ¿Por
qué utilizar tanto oscilococo, hígado y corazón de pato, y no bacterias y virus (de la gripe,
del SIDA, etc.) que son los responsables de las enfermedades aludidas, y que, además,
sabemos con certeza que administrados de determinada forma (vacunas) son capaces de
estimular el sistema inmunológico (defensas específicas)? La razón es, precisamente, el
fundamento mismo de las Pseudomedicinas.
Para la Homeopatía y demás Pseudomedicinas, las causas de las enfermedades no son
las mismas que las que investiga y descubre la Medicina Científica, a lo más, sólo
participan como coadyuvantes, sólo son comparsas en la producción de las
enfermedades. Incluso, en el colmo de la desfachatez, llegan a afirmar que ellas son las
únicas que tratan causalmente las enfermedades, mientras que la Medicina Científica
sólo trata los síntomas (además de ser agresiva, antinatural, etc.). Pero esto es como si
en Física, en vez de explicar los movimientos planetarios por la fuerza gravitatoria (y sus
correspondientes leyes), los explicáramos por causas diferentes que nadie ha podido
mostrar, por ejemplo, por “fuerzas angélicas”, y en torno a ellas, inventásemos una
“física alternativa”, de la cual la Física (científica) sería una especie de apéndice (Nadie
piense que esta tontería que acabo de decir está muy lejos del pensamiento de algunas
personas, ya que la Astrología se aproxima mucho a la “física angélica”, y los creyentes
en ella son multitud).
Pues bien, si las Pseudomedicinas utilizaran preparados a base de virus de la gripe o
de la polio, estaríamos nuevamente ante la mal llamada “medicina oficial”, es decir, ante
la Microbiología y la Farmacología (por citar dos especialidades relacionadas con el caso)
y, en consecuencia, los homeópatas y demás fraudulentos no aportarían ni ofrecerían
nada original respecto a la Medicina Científica. Las Pseudomedicinas necesitan entonces
desmarcarse, diferenciarse en algo, y, para ello, sacan a colación los supuestos métodos
y conocimientos “nuevos”, “alternativos” o “complementarios”, para así,
respectivamente, crear una medicina “nueva”, “alternativa” o “complementaria” con sus
correspondientes médicos (pseudoespecialistas) “nuevos”, “alternativos” o
“complementarios”. Pero, -y aquí está otra de las claves del asunto-, a la vez que se
desmarcan, no lo hacen totalmente, para lo cual guardan analogías y utilizan datos de la
“medicina oficial” que les sirve de coartada y escudo a sus elucubraciones, o sea, para
hacerla creíble y entendible.
Posteriormente a la noticia de Mundo Científico que estamos criticando, otras revistas
(Tu salud, nº 34, septiembre de 1995, y Quo nº 3, diciembre de 1995) se han hecho eco
de las bondades del oscillococcinum, pero incluso con menos rigor y más descaro.
A este respecto, el lector debe saber que la bibliografía que habitualmente maneja el
médico científico sobre la gripe (a diferencia de las revistas mencionadas) no da noticia
de sustancia antivírica alguna que sea capaz de curarla (al menos por ahora). Lo más que
actualmente se ha logrado es aliviarla o prevenirla, y siempre con resultados muy
limitados. Tal es el caso de sustancias como la amantadina y sus derivados, o la
vacunación específica estacional. Esta última con resultados muy desiguales, debido al
hecho de que el virus gripal se caracteriza por su rápida y pertinaz mutación, lo que le
hace sumamente escurridizo a la acción de las vacunas. Pero estos “detalles” de la
“medicina oficial” no son impedimento para el oscillococcinum, que tras “equilibrar la
fuerza vital del organismo produce una inmunización homeo pática que acaba con el
pernicioso virus sin importar mutación que sufra o cepa a la que pertenezca”. Lo curioso
de la sandez que acabo de decir (en el entrecomillado) es que hay médicos formados
científicamente que se la creen, lo que pone en duda el sistema educativo universitario y
la integridad neocortical de algunas personas.
Si, por otra parte, fuera cierta la efectividad antivírica que se le atribuye al
oscillococcinum, no sólo los laboratorios homeopáticos, sino el resto de la industria
farmacéutica se hubiera hecho cargo de esa maravillosa sustancia para comercializarla y,
así, ganar suculentos dividendos (el capital no hace ascos ni a la Homeopatía ni a
cualquiera otra de las Pseudomedicinas si ellas reportan los suficientes beneficios). Y no
digamos nada del Ministerio de Sanidad, de la Seguridad Social y de las empresas que
anualmente tienen que soportar ingentes gastos (en horas de trabajo perdidas, vacunas
administradas y medicación sintomática utilizada) por culpa del virus gripal. A buen
seguro que harían campañas para la utilización del oscillococcinum. Nos encontraríamos,
en suma, ante un “boom” sin precedentes en la Medicina de nuestro tiempo. ¿No parece
extraño que algo tan importante pase desapercibido a las entidades señaladas
anteriormente y, lo que es peor, que al pobre y griposo autor de estas líneas no le
produzca efecto cuando lo utiliza?
Homeopatía hoy
En la actualidad existe una fuerte presión por parte de laboratorios y médicos
homeopáticos, tanto en nuestro país como a en el resto de Europa, por obtener el
reconocimiento del sistema desarrollado por Hahnemann en el siglo XIX para el
tratamiento de la enfermedad. Las presiones del lobby homeopático son, curiosamente,
a nivel político tratando de saltarse los controles de calidad científicos (Wim Betz, 1995,
comunicación privada). Hay que señalar que los medicamentos homeopáticos no
cumplen los mismos controles que los fármacos —aunque se distribuyan como tales—,
siendo este doble rasero lo que permite la aparición de engaños y fraudes como los
denunciados por el National Council Against Health Fraud (William Jarvis, 1995). Así, la
FDA norteamericana no exige a los productos homeopáticos la eficacia comprobada que
se exige a otras drogas. El creciente poder que va adquiriendo la industria homeopática
—cuyos productos son bastante caros, lo que reporta pingües beneficios— permite que
se evite la discusión científica y se pase directamente a la busca de un reconocimiento
legislativo —que se viene observando desde hace algunos años en la Unión Europea—.
La razón a tal comportamiento estriba en los principios cardinales en que se asienta, y
que incluyen que (1) la mayoría de las enfermedades son causadas por un desorden
infeccioso llamado psora; (2) la vida es debida a una fuerza espiritual que directamente
determina la salud del cuerpo; (3) toda sustancia capaz de provocar ciertos síntomas en
el hombre sano es capaz de curarlos en el hombre enfermo, y viceversa, para curar una
enfermedad cualquiera es necesario utilizar una sustancia medicinal capaz de originar
sus mismos síntomas (Ley de la Analogía); (4) las sustancias curativas son tanto más
efectivas cuanto más diluidas se encuentran, dilución que no puede realizarse de
cualquier manera sino de una forma muy particular —potenciación— (Ley de las
Diluciones Infinitesimales). Estos principios, establecidos por Hahnemann y que son
aceptados como dogmas por los homeópatas, contradicen abiertamente los principios de
la física, la química, la farmacología y la patología. La homeopatía tiene todas las
características de una secta —según el DRAE “conjunto de seguidores de una parcialidad
religiosa o ideo lógica”— y de un culto —“honor que se tributa a lo que se considera divino
o sagrado”—. En ningún momento los homeópatas han planteado una revisión de los
principios establecidos por su fundador, a quien profesan un fervor casi religioso. La
homeopatía, fundada cuando la práctica médica consistía en sangrías, purgas, vómitos y
la administración de drogas altamente tóxicas, no ha evolucionado. Las ideas básicas de
Hahnemann no han sido analizadas, revisadas o expurgadas a la luz de los nuevos
descubrimientos que se han ido realizando en el campo de la biología, la bioquímica, la
patología o la química. Atendiendo a la historia de la medicina, es muy sospechoso que
los principios homeopáticos no hayan sido puestos en tela de juicio y se los considere casi
como leyes fundamentales de la naturaleza.
El componente mágico de la homeopatía
El problema de fondo es que se confunde la Medicina Clínica con el conjunto de la
Medicina. La Medicina Clínica es puramente práctica; no es una ciencia sino una serie de
técnicas destinadas a tratar la enfermedad que se encuentran subordinadas a la
Patología y otras ciencias básicas. Por eso el médico clínico no necesita conocer ni la
estructura ni el mecanismo de acción de los diferentes fármacos para administrarlos.
Esto lo convierte en un blanco perfecto para terapias que no poseen un sustrato teórico
bien fundamentado o, simplemente, que carecen de él, como es el caso de la
homeopatía. Su comportamiento puede resumirse en la frase ‘lo uso porque funciona’.
Por eso, los ‘éxitos’ de la homeopatía son clínicos, no patológicos. Su anatomía, fisiología
y patología son divagaciones de carácter mágico. Su eficacia se reduce a casos muy
concretos donde las causas de tal éxito no han sido claramente dilucidadas. Uno de los
argumentos utilizados es que si un determinado experimento da resultados positivos,
entonces la homeopatía en su conjunto es cierta y, por ende, también su causa
explicativa. Pero no puede darse este discurso lógico y el experimento no dejará de ser
un mero dato empírico hasta que no se haya desarrollado una explicación del mecanismo
que lo ha provocado. Y es aquí donde entra en juego la energía vital de Hahnemann que
los homeópatas modernos han rebautizado con el nombre de ‘potencial reactivo del
organismo’.
El vitalismo era, en el siglo XVIII, una de las maneras de entender la enfermedad. La
otra era el descriptivismo. El debate del vitalismo ha sido una constante en la historia de
la biología y es el fundamento último de muchas de las nuevas terapias que han ido
surgiendo a la luz de ideologías tales como la Nueva Era. Para Hahnemann, la fuerza vital
“sostiene todas la partes del organismo en una admirable armonía vital” (Organon, nº 9)
y “desde el momento en que le falta la fuerza vital, no puede sentir, ni obrar, ni hacer
cosa alguna para su propia conservación” (Organon, nº 10). “Sólo la fuerza vital
desarmonizada es la que produce las enfermedades... Por lo mismo, la curación... tiene
por condición y supone necesariamente que la fuerza vital esté restablecida en su
integridad y que el organismo entero haya vuelto al estado de salud” (Organon, nº 12).
Los homeópatas modernos no pueden presentar este discurso de su reverenciado
maestro, por lo que trastocan los términos y los rebautizan con palabras asépticas
semánticamente pero que poseen la misma carga ideológica. Pues el resultado es claro:
sin estos principios la homeopatía se esfuma. Así explica un homeópata británico el
vitalismo de su disciplina: “Hahnemann... es... un niño en la era moderna de la ciencia
natural, un adepto en la química de su época... Pero todavía puede mantener la firme
convicción de que una entidad vital inmaterial anima nuestro organismo hasta la muerte
cuando puras fuerzas químicas prevalecen y lo descomponen... Esta entidad vital que él
caracteriza como inmaterial, espiritual, y que mantiene sana la armoniosa totalidad del
organismo, puede ser influenciada por causas dinámicas. ¿Cómo intenta Hahnemann
clarificar esta idea? Llama la atención sobre fenómenos como las influencias magnéticas,
la luna y las mareas, las enfermedades infecciosas y quizá la más importante influencia
de las emociones e impulsos de los deseos en nuestro organismo” (Twentyman, 1982) Un
texto muy poético pero totalmente absurdo.
Legislacion sobre homeopatía
En la actualidad, la legislación española regula los medicamentos homeopáticos a
través de la ley del medicamento (25/1990) y el Real Decreto 2208/1994 sobre
medicamentos homeopáticos de origen industrial.
De acuerdo con la ley del medicamento, todos los productos homeopáticos quedan
divididos en tres grupos:
1.- Medicamentos de origen no industrial, fabricados como fórmulas magistrales o
preparados oficinales.
2.- Medicamentos homeopáticos de fabricación industrial y especificidad terapeutica.
3.- Medicamentos homeopáticos de fabricación industrial sin especificidad
terapéutica.
El primer grupo, formado por los medicamentos preparados de forma específica por un
farmacéutico para un paciente concreto, de acuerdo con las indicaciones del facultativo,
son los únicos realmente homeopáticos, en base a la doctrina homeopática de
Hahnemann. Los preparados homeopáticos de fabricación industrial están, en principio,
reñidos con la teoría homeopática, que sostiene que la diagnosis debe realizarse en
función de los síntomas, que son de alguna forma “personales e intransferibles”.
Confeccionar, pues, un preparado de carácter genérico destinado al tratamiento de una
afección concreta no tiene sentido, como ya hemos analizado en capítulos anteriores.
De acuerdo con la legislación, no obstante, este tipo de preparados “personalizados”
deben cumplir los mismos requisitos que el resto de las fórmulas magistrales; a saber:
realizarse de acuerdo con las prescripciones de un facultativo, y con la manufactura o
supervisión de un farmacéutico. La única diferencia que se permite es que la fórmula y
metodología utilizada sea conforme al Formulario homeopático recogido en la Real
Farmacopea Española, pero siempre bajo la supervisión y responsabilidad del facultativo
y del farmacéutico.
En lo que respecta a los medicamentos homeopáticos de fabricación industrial e
indicación terapéutica, es decir, aquellos fabricados y comercializados para combatir una
enfermedad o síndrome concreto, la ley establece que se regulen a todos los efectos bajo
los mismos presupuestos que las especialidades farmacéuticas, en lo que respecta a
restricciones, controles, registros y comercialización.
Es aquí donde encontramos algunos problemas entre la legislación y la realidad. Para
las especialidades farmacéuticas, tanto la ley del medicamento (25/1990) como el Real
Decreto 767/1993 sobre evaluación y autorización de los medicamentos, establecen
claramente que deben ser eficaces para las indicaciones terapéuticas para las que se
ofrecen. (ley 25/1990, art. 10, 1-b).
Sin embargo, todavía no existe ningún estudio clínico serio y concluyente que avale la
eficacia de los productos homeopáticos.
Por otro lado, la autorización de una especialidad farmacéutica exige la presentación,
entre otra documentación complementaria, de estudios referentes a la toxicidad,
farmacodinamia y farmacocinesis de dichos medicamentos. Ninguno de estos aspectos
puede ser referido en un medicamento homeopático. La toxicidad es nula siempre, salvo
que proceda del excipiente. La farmacodinamia y la farmacocinesis de los productos
homeopáticos se desconoce por completo, tal como hemos explicado anteriormente. Es
imposible estudiar la evolución, asimilación y eliminación por parte del organismo, ni la
interacción con el mismo de ninguna sustancia activa, pues los medicamentos
homeopáticos carecen de sustancia activa alguna.
De aquí podemos concluir que, siendo estrictos con la ley, no es posible la fabricación
industrial y comercialización de productos homeopáticos con especificidad terapéutica.
Si tales productos fueran registrados en otra categoría industrial distinta de la de las
especialidades farmacéuticas, podrían ser comercializados, ya que en tal caso sólo se
exigiría su no peligrosidad, pero deberían comercializarse sin especificidad terapéutica
alguna, ya que ésta es exclusiva de las especialidades farmacéuticas autorizadas.
El último grupo de medicamentos homeopáticos está formado por aquellos de
fabricación industrial sin especificidad terapéutica. Estos productos están expresamente
regulados a través del Real Decreto 2208/1994.
Realmente, su categoría industrial y sanitaria coincide con la de los productos
dietéticos o cosméticos, es decir, aquellos controlados por la Dirección General de
Farmacia y Productos Sanitarios, pero que no son especialidades farmacéuticas. Sin
embargo, en este caso la ley establece un espacio intermedio entre ambas categorías,
reservado a estos productos de pretendida capacidad terapéutica, pero sin una indicación
concreta. Se les exigen, por un lado, todos los controles sanitarios pertinentes que
garanticen su inocuidad. En lo que respecta a etiquetado, sus condiciones son casi
idénticas al caso de las especialidades farmacéuticas, con el añadido de indicar
expresamente en el envase los términos “Medicamento homeopático” y “Sin indicaciones
terapéuticas aprobadas”.
Lo curioso de estos medicamentos es lo que se refiere a composición y controles de
eficacia.
Por un lado, con el fin de garantizar la inocuidad y seguridad del preparado, se exige
que la máxima concentración de tintura madre en el preparado final sea 2CH, o una parte
en 10.000. Eso permite que no sea necesaria la prescripción facultativa en ningún caso,
pues la presencia de cualquier sustancia activa es insignificante, pero supone que el
legislador da por hecho que la presencia de sustancia activa alguna es irrelevante en el
preparado.
Por otro lado, en lo que respecta al control de eficacia, el decreto establece
expresamente que “se aplicarán los criterios generales y se seguirá el procedimiento
administrativo establecido en el Real Decreto 767/1993, de 21 de mayo, excepto los que
se refieren a la demostración de la eficacia terapéutica”.
Es decir, que se puede fabricar y comercializar un preparado homeopático sin tener
que justificar que sirva para algo, o incluso siendo conscientes de que no sirve para nada.
Sencillamente, se trata de una forma de permitir la existencia de tales medicamentos,
con un estatus particular distinto de cualquier cosmético, pero exigiéndole los mismos
controles sanitarios. Si se les exigiera la misma eficacia que a las especialidades
farmacéuticas, habría que prohibirlos por ineficacia. Si se los asimilara a los productos
cosméticos o dietéticos, no tendría sentido su existencia comercial como
“paramedicinas”. Sin embargo, es ése y no otro el espacio que le reserva en este
momento la legislación vigente.
La homeopatía funciona
Son muchos los casos que se cuentan de diagnósticos errados por parte de médicos
titulados, que posteriormente han sido corregidos por terapeutas alternativos, y entre
ellos los homeópatas. Igualmente, son muchos los casos de supuestas curaciones de
enfermos crónicos o desahuciados, por parte de los homeópatas. Entrar en una análisis
concreto de cada uno de estos casos es imposible, pero se pueden realizar una serie de
comentarios generales al respecto.
En primer lugar, toda esta casuística no ha sido ni está siendo examinada por medio de
un control estadístico serio, por lo que la mayoría de los casos que se citan tienen como
única fuente el propio testimonio de los pacientes supuestamente curados. Esta dinámica
es muy frecuente en todo tipo de terapias no aprobadas oficialmente, y ha sido repetidas
veces causa de polémica.
Fue el caso de los magnetizadores de agua, cuya publicidad inundaba los medios de
comunicación con testimonios personales que avalaban su validez. Desde el primer
momento, particulares y entidades como ARP estuvieron denunciando este abuso en
medios de comunicación y ante oficinas de consumidores. Estas últimas tardaron más de
un año en poner el caso ante los tribunales, casi con el único argumento de la publicidad
engañosa, y el fallo jurídico se dictó cuando las principales sociedades comercializadoras
habían sido disueltas.
Otro caso polémico basado en testimonios personales y avalado por los medios de
comunicación fue el del supuesto médico Stephen Turof, quien realizó gran número de
curaciones por imposición de manos ante las pantallas de Tele 5 en un programa emitido
en verano de 1993. Una de las pacientes había sido supuestamente curada de un
glaucoma, y así se declaró en el programa. Posteriormente se demostró la falsedad de tal
afirmación, y casi todos los medios se hicieron eco del caso, denunciando el bochornoso
espectáculo ofrecido por el programa y el canal televisivo que ampararon la emisión.
Cuando sólo existe ese tipo de argumentos, hay que ser muy cauteloso y crítico a la
hora de examinar la veracidad de las afirmaciones.
Otro elemento a reseñar es el ya mencionado anteriormente. La existencia de un
diagnóstico equivocado por parte de un médico de la sanidad pública, que sea luego
corregido por un homeópata, sea o no médico titulado, no es un argumento a favor de la
homeopatía como disciplina médica, sino en todo caso un argumento a favor de ese
terapeuta en concreto, y sobre todo en contra del médico que erró el diagnóstico. Pero
ese problema debe ser analizado y resuelto desde otra perspectiva, por la autoridad
competente y de acuerdo con los mecanismos de regulación interna dentro de la sanidad
pública y de la organización médica colegial. Quizá sea en este punto donde haya que
examinar los riesgos de la actitud de corporativismo, muy extendida entre la clase
médica en el caso de errores de diagnóstico y errores clínicos, pero ése es un trabajo que
dejamos para quien tenga competencia en ello.
De acuerdo con los defensores de la homeopatía, su terapia ataca a la causa profunda
de la enfermedad, mientras que la medicina alopática u oficial es meramente
sintomática. Esto sería en el mejor de los casos una verdad a medias, si suponemos que
la verdadera causa de las enfermedades es un desequilibrio en la energía vital, energía
ésta que nadie sabe dónde radica ni cómo fluye. Y digo que es una verdad a medias,
porque la medicina científica utiliza, en ocasiones, tratamientos sintomáticos, pero no
únicamente. Los distintos tipos de tratamientos se recetan en función del tipo de
afección, de su gravedad, del conocimiento empírico y científico de sus causas y del de
sus posibles remedios.
Pero si partimos del hecho de que la causa de las enfermedades no es un desequilibrio
en la energía vital, sino que su origen está en agentes patógenos externos o disfunciones
concretas de determinados órganos o sistemas, debidas a causas concretas,
independientemente del conocimiento que se tenga de ellas, comprobaremos que no es
la medicina científica sino los tratamientos homeopáticos los que actúan de manera
puramente sintomática.
En primer lugar, de acuerdo con los principios homeopáticos, el diagnóstico de una
enfermedad se realiza en base a sus síntomas, y no a sus causas primeras. Además, los
tratamientos son de por sí altamente indefinidos. Van orientados normalmente a
determinados cuadros sintomáticos o a molestias indefinidas de carácter crónico.
En cuanto a los cuadros sintomáticos, sin infección conocida o definida, se trata por lo
general de procesos con un ciclo temporal de evolución breve y conocido, y que depende
básicamente del sistema inmunológico. En otros casos, estos cuadros responden a
problemas psicosomáticos, de carácter depresivo o ansioso, cuya solución puede no
depender en absoluto del producto homeopático en cuestión. Es además muy frecuente
en este tipo de procesos que el paciente simultanee el tratamiento farmacológico con el
homeopático, en la creencia de que el segundo acelera y potencia el efecto del primero,
y atribuyendo posteriormente la curación al homeopático, en el cual tiene mayor
confianza.
Por lo que se refiere a los problemas crónicos, éstos afectan por lo general al ciclo del
dolor. Suele tratarse de problemas en las articulaciones, afecciones reumáticas y
similares. Resulta frecuente en estos casos, sobre todo en dolores prolongados por
golpes o distensiones musculares, que el médico haya recetado al paciente algún
analgésico más o menos fuerte, que le produzca problemas gástricos y una sensación de
cansancio y decaimiento. Si, en esta situación, abandona el tratamiento para seguir uno
basado en productos homeopáticos, el solo abandono del analgésico elimina la sensación
de apatía, hecho que influye positivamente en la ruptura del ciclo del dolor, máxime si el
paciente cree en el beneficio del producto homeopático suministrado.
Todos estos casos, igual que otros muchos estudiados a fondo y que no superan el
índice estadístico atribuible al efecto placebo, suponen ejemplos de curaciones o
mejorías perfectamente explicables sin necesidad de suponer una relación directa entre
las mismas y el producto homeopático suministrado. Es decir, no es necesario suponer ni
exigir que el producto homeopático tenga por sí mismo capacidad farmacológica ni
produzca efecto fisiológico alguno.
Las pruebas a la homeopatía
Como todas las pseudomedicinas, la homeopatía no presenta ninguna prueba de sus
teorías, mecanismos o hipótesis explicativas. La que más se acercó fue la del ‘caso
Benveniste’ ya comentado. Las pruebas que manejan los homeópatas son ensayos
clínicos y no experimentos de laboratorio o pruebas experimentales. Los únicos capaces
de establecer una relación causa-efecto son estos últimos. Los ensayos clínicos sólo
muestran correlaciones estadísticas y tienen un carácter probabilístico. En ocasiones
pueden indicar por dónde puede ir la causalidad, pero no la demuestran. De hecho, las
correlaciones estadísticas son reversibles: que un ensayo clínico muestre que la alergia
desaparece tomando cierto preparado homeopático también puede interpretarse como
que los que se curan de la alergia tienden a tomar ese preparado. Evidentemente,
estamos analizando una cuestión puramente metodológica. Aunque la conclusión
anotada pueda parecer descabellada, estadísticamente hablando es igual de válida. Sólo
se establece la relación causal con el estudio de laboratorio. De hecho, las correlaciones
pueden aparecer aunque no haya relación causa efecto entre los fenómenos estudiados.
Es famoso un estudio que encontró una correlación entre el número de cigüeñas
presentes en ciertas ciudades europeas y la tasa de nacimientos. A mayor número de
cigüeñas, más nacimientos. ¿Debemos deducir que son las cigüeñas las causantes del
aumento de la natalidad? Los homeópatas no pueden aducir como prueba de la validez de
su creencia meros ensayos estadísticos. Por otro lado, se han realizado metaanálisis
sobre diferentes pruebas homeopáticas, siendo el más reciente Kleijnen et al, 1991 (Brit.
Med. Journal) Aunque se encontró que 96 de los 107 trabajos analizados daban la razón
a los presupuestos homeopáticos —todos ensayos clínicos— la evidencia “no es suficiente
para establecer conclusiones definitivas por la baja calidad metodológica de los ensayos
y por el papel desconocido que ha podido jugar el sesgo de las publicaciones” —hay que
mencionar que casi todos fueron publicados en revistas homeopáticas—. Aun así
concluyen que es legítimo seguir investigando la homeopatía. El problema de estos
metaanálisis es que hacen aparecer efectos significativos y, por tanto, merecedores de
consideración, al agrupar estudios clínicos poco significativos, de evidencia poco
convincente y de débil argumentación. Lo cierto es que un conjunto de evidencias poco
fiables sigue siendo poco fiable. Por otro lado, estudios publicados en The Lancet o en el
British Medical Journal, aunque positivos, presentan resultados poco significativos.
Tienen todas las características de lo que Irvin Langmuir definió como Ciencia Patológica.
Otro argumento en defensa del “funcionamiento” de la Homeopatía viene dado por la
suposición de que, en los estudios realizados con animales, no es posible la manipulación
ni el efecto placebo. Sin embargo, lo cierto es que dichos estudios son tanto o más
manipulables que los efectuados en humanos, y que el efecto placebo es perfectamente
constatable y reproducible en los animales. Además, no debemos olvidar lo molesto que
es indagar en los sueños y otras intimidades de las vacas (“locas” o “cuerdas”), las ratas,
los conejos o los perros, algo absolutamente indispensable en los diagnósticos
homeopáticos y sus consiguientes tratamientos (veterinarios, obviamente). Por último,
recordemos la taxativa prohibición de Hahnemann sobre la experimentación con
animales, lo que invalidaría, desde un punto de vista estrictamente homeopático,
cualquier estudio de este tipo. Respecto de los ensayos realizados con niños, podíamos
decir cosas similares, por lo que no aburriremos al lector con los mismos argumentos.
La homeopatía tiene un fundamento mágico —la fuerza vital—, sin base experimental
alguna y contradictoria con los fundamentos básicos de otras ciencias perfectamente
establecidas. Sus razonamientos son circulares y es una práctica automantenida: no
necesita del resto de los conocimientos científicos para funcionar. Sus defensores utilizan
con profusión la falacia ad hominem y presentan lo limitado del conocimiento científico
como coartada, pero parasitando los nuevos conocimientos y descubrimientos realizados
para justificarse. De hecho, la homeopatía no ha producido ningún avance significativo en
el tratamiento y/o curación de ninguna enfermedad, ni ha provocado ningún nuevo
concepto teórico de cierto peso. Se encuentra enclaustrada en los mismos principios
declarados dogma de fe por su fundador y maestro. En algunos casos los homeópatas
llegan a verse como perseguidos, invocando las figuras de Galileo o de Servet como
argumento en favor de su postura. Acusan a los críticos de intransigentes y de
inquisidores simplemente por señalar las graves inconsistencias que se han visto en este
informe.
Un problema de método
Caben ahora algunas preguntas. Aun suponiendo que las curaciones atribuidas a la
homeopatía se puedan explicar al margen de la propia esencia teórica de esta disciplina,
si los tratamientos homeopáticos no conllevan efectos secundarios ni iatrogenias, ¿por
qué suponen un problema? ¿no se puede dejar que existan sin más?
Ante estas preguntas, caben dos comentarios. En primer lugar, aunque no sean
demasiadas, sí se han descrito iatrogenias en tratamientos homeopáticos. Así, por
ejemplo, en el verano de 1992 saltó a la prensa la noticia de que 21 argentinos fallecieron
como consecuencia del consumo de un producto homeopático, un jarabe elaborado a
partir de Propóleos, y comercializado por el laboratorio Huilen. En aquel caso, el
Propóleos había sido disuelto en etilenglicol, en vez de serlo en etanol. El etilenglicol es
letal.
Por otro lado, resultan muy frecuentes los casos de enfermedades graves ante las que
el paciente, preocupado o molesto por una falta de mejoría, acude al médico alternativo
abandonando el tratamiento prescrito inicialmente. Cuando más tarde, en ausencia de
mejoría o tras una recaída, vuelve a su médico de cabecera o al especialista, el abandono
del tratamiento ha resultado crucial, y se ha perdido un tiempo precioso. Esta pérdida de
tiempo, en algunos casos, puede resultar fatal.
Pero, sobre todo, el problema de aceptar oficial o socialmente la homeopatía, conlleva
serios problemas metodológicos, científicos y médicos, que a la larga pagaremos todos.
El problema se puede plantear de la siguiente forma: Mantener terapias sin base
científica, como la homeopatía, y aceptarlas como válidas, es un grave error
metodológico dentro de la investigación científica, que puede suponer un freno y un
retraso grave en dicha investigación, e implicar a la larga grandes sumas en inversiones
y subvenciones. Ya ocurrió con la unidad 200 del INSERM francés, así que no es algo
nuevo ni descabellado.
La aceptación de la homeopatía supone un error metodológico, incluso si consigue
curaciones, o precisamente más aún si consigue curaciones. Si, ante determinados
problemas como los mencionados en el apartado anterior, y a los que la homeopatía
puede proporcionar soluciones satisfactorias, suponemos que este tratamiento es el
correcto, bloqueamos un área muy amplia e importante de la investigación médica, como
es el estudio de los mecanismos del dolor, de la conexión psicosomática, de los
mecanismos de influencia de la mente y el estado anímico en los procesos curativos y en
la activación y bloqueo de determinadas funciones fisiológicas, neurofisiológicas o
endocrinas.
Un ejemplo
En un estudio científico, y siendo rigurosos con el método —aunque sólo en parte—
podemos establecer una teoría acerca de la combustión de los cuerpos. Podemos tomar
un tronco de pino, y observar que arde con facilidad. A continuación, podemos hacer lo
propio con un lapicero, con un poste telefónico, con un bate de béisbol, una chapa
metálica y un ladrillo. Una hipótesis perfectamente aceptable de acuerdo con esta
primera experimentación sería suponer que todos los cuerpos cilíndricos arden, y los que
no son cilíndricos tampoco son combustibles. Atribuiríamos así la capacidad de
combustión a una cualidad puramente formal. El argumento es, como he dicho, válido en
principio de acuerdo con la experimentación inicial, aunque no por eso deja de ser
claramente erróneo.
Sin embargo, el método científico exige continuar con la experimentación y obtener
una justificación clara y convincente que explique el fenómeno observado. De no hacerlo
así, nuestra hipótesis puede seguir siendo válida durante algún tiempo. Si necesitamos
combustible, podemos seguir cortando árboles y quemando bates de béisbol. Pero esta
misma hipótesis se volverá absurda y peligrosa si, amenazados de morir congelados por
una ola de frío, tenemos como única reserva en nuestro almacén tablones de pino
rectangulares y postes metálicos.
Aceptar la homeopatía, incluso dando por ciertos sus éxitos clínicos, supone un error
metodológico, porque su base teórica y formal es totalmente inaceptable, limita el
avance experimental y teórico, y restringe la investigación a un campo puramente
empírico sin garantías de éxito. El único camino aceptable científicamente consiste en
analizar las supuestas curaciones obtenidas por homeópatas, todas las curaciones por
efecto placebo y todas las remisiones espontáneas de enfermedades. A partir de ellas,
indagar en los mecanismos fisiológicos que subyacen a tales curaciones, analizarlos y
comprenderlos. Sólo con este método estaremos en el camino adecuado para
comprender el íntimo funcionamiento del organismo, y para estudiar y conseguir nuevas
técnicas terapéuticas rigurosamente científicas, que no necesariamente impliquen altas
inversiones en investigación y comercialización de fármacos.
El argumento Robin-Hood
De acuerdo con la leyenda, Robin Hood, el rey de los ladrones, robaba a los ricos para
dar a los pobres a quienes los ricos robaban y agobiaban con sus impuestos. Su figura era
reivindicada por el pueblo, y no sólo aceptada, sino públicamente aclamada. Sin
embargo, y aunque su actuación se pueda considerar como éticamente justificada,
ningún estadista moderno aceptaría la estructura sociopolítica en la que surge y de la que
surge el mito robinhoodiano.
Todos estarán de acuerdo en que el problema inicial radica en la estructura feudal y
tiránica imperante en el entorno. Rota esa estructura y reconvertida en un sistema más
justo, la figura de Robin pierde su sentido. Su actuación puede ser una solución
provisional a un problema concreto de injusticia social. Pero, en cualquier caso, no es LA
SOLUCION.
En el caso que nos ocupa, se acusa frecuentemente a la medicina oficial,
especialmente a la sanidad pública, de ser impersonal y estar masificada, tal como
hemos analizado más arriba. Ante ese problema, y ante el deseo por parte de los
pacientes de ser, al menos, correctamente atendidos, surgen todo tipo de terapias
alternativas. No hay que olvidar que, para muchos pacientes, especialmente los de
carácter crónico, una necesidad fundamental es la de ser escuchados por un terapeuta
que, de alguna forma, establezca una cierta empatía con ellos. En estos casos, consultas
como la de un homeópata pueden ser, y de hecho son una solución a su problema
concreto. Pero, en cualquier caso, ésta no es LA SOLUCION.
La aceptación
Respecto a la aceptación pública y social de la homeopatía, cabe analizarla desde dos
perspectivas: la de los pacientes, y la de los profesionales de la medicina.
Por un lado, son varios los colegios médicos que se inclinan a regular la homeopatía
como especialidad médica. Entre ellos habrá quien lo haga convencido de su validez
como terapia. Pero no hay que olvidar que en esta decisión se pone en juego el enorme
capital que mueven las llamadas terapias alternativas, tanto en consultas como en
productos. Además, una vez regulada como especialidad médica, cualquier homeópata
no licenciado en medicina podría ser denunciado por intrusismo profesional, cosa que hoy
no ocurre.
Por otro lado, una gran cantidad de nuevos terapeutas alternativos son licenciados en
medicina que, ante el oscuro panorama profesional que se les plantea, y teniendo en
cuenta las pocas plazas disponibles en el sistema MIR con relación al número de
titulaciones anuales, deciden realizar un breve curso sobre el tema en cuestión y montar
su propia consulta, consiguiendo en poco tiempo pingües beneficios.
En cuanto a la actitud de los pacientes, el problema es aún más complejo. Sería
preciso hacer estudios tanto de tipo psicológico como sociológico. Algunas ideas que nos
ayuden a centrar el tema podrían ir por aquí.
1.- Existe en la sociedad actual un temor y una angustia creciente hacia problemas
como el dolor o la muerte. Ante el dolor, la medicina científica no está siempre libre de
“traumatismos”, y la analgesia y anestesia no siempre pueden ser absolutas. Las
medicinas alternativas ofrecen siempre remedios inocuos, no contraindicados en ningún
caso, sin efectos secundarios... Esto no siempre es verdad, pero siempre se vende así.
En lo que se refiere al miedo a la muerte, un paciente desahuciado se agarra a un clavo
ardiendo, a cualquier persona o método que le proporcione una mínimas expectativas.
Mientras la medicina científica evita garantizar una improbable curación, los terapeutas
alternativos no rechazan normalmente este recurso, jugando con la esperanza y el dinero
del paciente. Esto conduce a curiosas paradojas. En el caso de que suceda
espontáneamente una improbable —que no imposible— curación, el paciente sanado
atribuirá al curandero —u homeópata— su actual salud, reforzando la creencia de que el
médico —aquél que le dijo que probablemente no sanaría— es un incompetente y un mal
profesional.
2.- Aun inmersos en una civilización altamente tecnificada, vivimos en una sociedad
mágica. Se teme a la ciencia y a la técnica, quizá porque no se las comprende, y quizá
alarmados por las conclusiones de novelistas y cineastas de ciencia ficción. Se acepta con
más facilidad lo inexplicable que lo explicable. Resulta más fácil creer que comprender. La
diferencia básica entre la medicina científica y las terapias alternativas radica en su
filosofía, más que en su efectividad. Estas terapias están íntimamente relacionadas hoy
día con movimientos filosófico-espirituales, de carácter orientalista y “cósmico”, dentro
de la llamada Nueva Era.
Por una parte, al menos desde el punto de vista científico, cuando la salud y la calidad
de vida de una persona están en juego, no tiene sentido entrar en espiritualismos
baratos. No estamos hablando de poesía.
Por otro lado, aunque no es el tema de este trabajo, todas estas técnicas, filosofías y
movimientos espirituales promueven un modelo de sociedad irracional y anticultural.
Influido por este modelo social, el individuo queda a merced de vanos liderazgos que la
historia ha demostrado ser muy poco aconsejables para la humanidad.
Conclusión
La solución a los problemas que nos han llevado a esta situación debería ir encaminada
a conseguir una medicina pública menos masificada y más humanizada. Debería
encaminarse hacia un concepto que, capitalizado por los terapeutas alternativos,
tampoco es original suyo: la medicina holística. Una medicina que trate al enfermo, y no
sólo la enfermedad.
Estas tendencias deseables suponen un doble problema. Por un lado, exigen un
incremento en la dotación presupuestaria a la sanidad pública, cosa que no siempre es
posible por causas económico-políticas. Por otro lado, exige cierto cambio de mentalidad
entre los profesionales de la medicina, o una reestructuración de su trabajo profesional.
Los pacientes demandan un trato más general y personalizado, mientras los avances en
la medicina científica exigen una cada vez mayor especialización por parte de los
profesionales de la misma. Un proceso reduccionista dentro de la investigación médica no
siempre es fácilmente compatibilizable con un ejercicio clínico holista.
Lo cierto es que no es fácil encontrar un método adecuado para conseguir el avance de
la medicina científica, y el abandono de otras pseudoterapias, sin atacarlas frontalmente
mediante recursos legales. La organización escéptica holandesa SKEPSIS estudió el tema
y elaboró una serie de sugerencias al respecto, como punto de partida para un estudio
más riguroso. Estas sugerencias son:
1.- No parece muy útil hablar directamente con miembros del Parlamento Nacional o del
Parlamento Europeo, dado que muchos votantes de los Estados Miembros tienen todavía
confianza en la homeopatía.
2.- Parece útil solamente acercarse a los presidentes de organizaciones tales como el
Deutsche Forschungs Gemeinschaft o el Instituto Max Planck, siempre que este
acercamiento esté avalado por una literatura válida.
3.- La legislación sobre medicamentos en los Estados Miembros debe seguir las
directrices de la Unión Europea. Las actuales reglas son más tolerantes con los
medicamentos homeopáticos de lo que se considera deseable en Holanda, pero dado que
muchos Estados Miembros las aceptan, poco se puede hacer contra ello.
4.- Resulta útil recoger informes críticos sobre homeopatía, pero no se debe sobreestimar
su efecto. Nos referimos, por ejemplo, a la excelente tesis sobre homeopatía de D.K. de
Jong, que no tuvo posterior influencia.
5.- La publicación de los resultados satisfactorios que algunas personas creen haber
tenido tras someterse a un método homeopático parece surtir más efecto en la
comunidad que los artículos explicando que los productos homeopáticos no tienen
efectos farmacológicos.
Han quedado presentados todos los elementos para el análisis, y ha quedado
suficientemente clara la opinión de los autores y del colectivo al que representan.
Cualquier decisión al respecto debe ser tomada por las autoridades políticas y sanitarias
competentes, aunque la solución no es sencilla.
El único método perfectamente válido y deseable, como corresponde en un estado
democrático, consiste en la formación e información del público en general quien, en su
ignorancia, suele ser siempre el principal perjudicado.
Y, en cualquier caso, hay una idea que debemos tener siempre muy clara.
LA UNICA ALTERNATIVA A LAMEDICINA ES UNA MEDICINA MEJOR.
Bibliografía complementaria.
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El agua bendita de la homeopatía. Angulo, L. LAR nº 15, Bilbao, 1990.
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La homeopatía, ¿es medicina? El Ojo Escéptico, 1. Buenos Aires, 1991.
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Nota en torno a “Homeopatía, Último Balance” Victor J. Sanz. LAR nº 24. Bilbao,
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¿Es la homeopatía un fraude pseudocientífico? Miguel A. Lerma. LAR nº. 12. Bilbao,
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