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Homenaje a Cataluña George Orwell 1938

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Homenaje a Cataluña

George Orwell

1938

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Índice general

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Apéndice 1 293

Apéndice 2 337

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«Nunca respondas al necio con forme a sunecedad, para no hacerte como él. Respon-de al necio según su necedad, para que nose tenga por sabio».

Proverbios xxvi, 4-5

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En los Cuarteles Lenin de Barcelona, el día antes deingresar en la milicia, vi a un miliciano italiano de piefrente a la mesa de los oficiales.

Era un joven de veinticinco o veintiséis años, de as-pecto rudo, cabello amarillo rojizo y hombros podero-sos. Su gorra de visera de cuero estaba fieramente incli-nada sobre un ojo. Lo veía de perfil, la barbilla contrael pecho, contemplando con expresión de desconcier-to el mapa que uno de los oficiales había desplegadosobre la mesa. Algo en su rostro me conmovió profun-damente: era el rostro de un hombre capaz de matary de dar su vida por un amigo, la clase de rostro queuno esperaría encontrar en un anarquista, aunque casicon seguridad era comunista. Había a la vez candor yferocidad en él, y también la conmovedora reverenciaque los individuos ignorantes sienten hacia aquellosque suponen superiores. Evidentemente, no entendíanada del mapa, y parecía que consideraba su lectura

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como una estupenda hazaña intelectual. Casi no pue-do explicármelo, pero rara vez he conocido a alguienpor quien experimentara una simpatía tan inmediata.Mientras charlaban alrededor de la mesa, una observa-ción puso de manifiesto mi origen extranjero. El ita-liano levantó la cabeza y preguntó rápidamente:

—¿Italiano?

Yo respondí en mi mal español:

—No, inglés. ¿Y tú?—Italiano.

Cuando íbamos a salir, cruzó la habitación y meapretó con fuerza la mano. ¡Resulta extraño cuántoafecto se puede sentir por un desconocido! Fue comosi su espíritu y el mío hubieran logrado momentánea-mente salvar el abismo del lenguaje y la tradición yunirse en absoluta intimidad. Deseé que sintiera tan-ta simpatía por mí como yo por él. Pero sabía que pa-ra conservar esa primera impresión no debía volver averlo, y así ocurrió en efecto. Uno siempre establecíacontactos de ese tipo en España.

Menciono a este miliciano porque su figura se hamantenido muy viva en mi memoria. Con su raído

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uniforme y su rostro feroz y patético simboliza paramí la atmósfera especial de aquella época. Permaneceasociado a todos mis recuerdos de aquel período de laguerra: las banderas rojas en Barcelona, los largos tre-nes que se arrastraban hacia el frente repletos de solda-dos zarrapastrosos, las ciudades grises agobiadas porla guerra a lo largo de la línea de fuego, las trincherasheladas y fangosas en las montañas.

Esto ocurría hace menos de siete meses, a finales dediciembre de 1936, no obstante lo cual me parece queaquel período pertenece ya a un pasado remoto. Acon-tecimientos posteriores lo han esfumado hasta tal pun-to que podría situarlo en 1935, y hasta en 1905. Habíaviajado a España con el proyecto de escribir artículosperiodísticos, pero ingresé en la milicia casi de inme-diato, porque en esa época y en esa atmósfera pare-cía ser la única actitud concebible. Los anarquistas se-guían manteniendo el control virtual de Cataluña, y larevolución estaba aún en pleno apogeo. A quien se en-contrara allí desde el comienzo probablemente le pare-cería, incluso en diciembre o en enero, que el períodorevolucionario estaba tocando a su fin; pero viniendodirectamente de Inglaterra, el aspecto de Barcelona re-sultaba sorprendente e irresistible. Por primera vez enmi vida, me encontraba en una ciudad donde la clase

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trabajadora llevaba las riendas. Casi todos los edificios,cualquiera que fuera su tamaño, estaban en manos delos trabajadores y cubiertos con banderas rojas o conla bandera roja y negra de los anarquistas; las pare-des ostentaban la hoz y el martillo y las iniciales delos partidos revolucionarios; casi todos los templos ha-bían sido destruidos y sus imágenes, quemadas. Por to-das partes, cuadrillas de obreros se dedicaban sistemá-ticamente a demoler iglesias. En toda tienda y en todocafé se veían letreros que proclamaban su nueva con-dición de servicios socializados; hasta los limpiabotashabían sido colectivizados y sus cajas estaban pintadasde rojo y negro. Camareros y dependientes miraban alcliente cara a cara y lo trataban como a un igual. Lasformas serviles e incluso ceremoniosas del lenguaje ha-bían desaparecido. Nadie decía señor, o don y tampocousted; todos se trataban de «camarada» y «tú», y de-cían ¡salud! en lugar de buenos días. La ley prohibíadar propinas desde la época de Primo de Rivera; tuvemi primera experiencia al recibir un sermón del geren-te de un hotel por tratar de dársela a un ascensorista.No quedaban automóviles privados, pues habían sidorequisados, y los tranvías y taxis, además de buena par-te del transporte restante, ostentaban los colores rojo ynegro. En todas partes había murales revolucionarios

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que lanzaban sus llamaradas en límpidos rojos y azu-les, frente a los cuales los pocos carteles de propagan-da restantes semejaban manchas de barro. A lo largode las Ramblas, la amplia arteria central de la ciudadconstantemente transitada por una muchedumbre, losaltavoces hacían sonar canciones revolucionarias du-rante todo el día y hasta muy avanzada la noche. Elaspecto de la muchedumbre era lo que más extrañe-za me causaba. Parecía una ciudad en la que las clasesadineradas habían dejado de existir. Con la excepciónde un escaso número de mujeres y de extranjeros, nohabía gente «bien vestida»; casi todo el mundo lleva-ba tosca ropa de trabajo, o bien monos azules o algunavariante del uniforme miliciano. Ello resultaba extra-ño y conmovedor. En todo esto había mucho que yono comprendía y que, en cierto sentido, incluso no megustaba, pero reconocí de inmediato la existencia deun estado de cosas por el que valía la pena luchar. Asi-mismo, creía que los hechos eran tales como parecían,que me hallaba en realidad en un Estado de trabajado-res, y que la burguesía entera había huido, perecido ose había pasado por propia voluntad al bando de losobreros; no me di cuenta de que gran número de bur-gueses adinerados simplemente esperaban en las som-

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bras y se hacían pasar por proletarios hasta que llegarael momento de quitarse el disfraz.

Además de todo esto, se vivía la atmósfera enrare-cida de la guerra. La ciudad tenía un aspecto desor-denado y triste, las aceras y los edificios necesitabanreparaciones, de noche las calles se mantenían pocoalumbradas por temor a los ataques aéreos, la mayoríade las tiendas estaban casi vacías y poco cuidadas. Lacarne escaseaba y la leche prácticamente había desapa-recido; faltaba carbón, azúcar y gasolina, y el pan eracasi inexistente. En esos días las colas para conseguirpan alcanzaban a menudo cientos de metros. Sin em-bargo, por lo que se podía juzgar, hasta ese momentola gente se mantenía contenta y esperanzada. No ha-bía desocupación y el costo de la vida seguía siendoextremadamente bajo; casi no se veían personas mani-fiestamente pobres y ningún mendigo, exceptuando alos gitanos. Por encima de todo, existía fe en la revolu-ción y en el futuro, un sentimiento de haber entrado depronto en una era de igualdad y libertad. Los seres hu-manos trataban de comportarse como seres humanosy no como engranajes de la máquina capitalista. En lasbarberías (los barberos eran en su mayoría anarquis-tas) había letreros donde se explicaba solemnementeque los barberos ya no eran esclavos. En las calles, car-

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teles llamativos aconsejaban a las prostitutas cambiarde profesión. Para cualquiermiembro de la civilizaciónendurecida y burlona de los pueblos de habla inglesahabía algo realmente patético en la literalidad con queestos españoles idealistas tomaban las gastadas frasesde la revolución. En esa época las canciones revolucio-narias del tipo más ingenuo, todas ellas relativas a lahermandad proletaria y a la perversidad de Mussoli-ni, se vendían por pocos céntimos. A menudo vi a mi-licianos casi analfabetos que compraban una, la dele-treaban trabajosamente y comenzaban a cantarla conalguna melodía adecuada.

Durante todo ese tiempo yo me encontraba en losCuarteles Lenin con el objetivo, según manifestaban,de recibir una preparación militar. Al unirme a la mili-cia, me informaron de que sería enviado al frente al díasiguiente, pero, en realidad, tuve que esperar hasta queuna nueva centuria estuviera lista. Las milicias de tra-bajadores, apresuradamente reclutadas entre los sindi-catos al comienzo de la guerra, aún no habían sido or-ganizadas sobre una base militar común. Las unidadesde comando eran la «sección», compuesta por unostreinta hombres, la centuria, por alrededor de cien, yla «columna» que, en la práctica, significaba cualquiernúmero grande de milicianos. Los cuarteles eran un

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conjunto de espléndidos edificios de piedra, con unaescuela de equitación y enormes patios adoquinados;habían sido cuarteles de caballería y fueron tomadosdurante las luchas de julio. Mi centuria dormía en unode los establos, junto a los pesebres, donde aún estabaninscritos los nombres de los corceles militares. Todoslos caballos habían sido enviados al frente, pero el lu-gar todavía olía a orín y avena podrida. Estuve en loscuarteles alrededor de una semana. Lo que más recuer-do es el olor a caballo, los temblorosos toques de corne-ta (nuestros cornetistas eran aficionados y no aprendílos toques españoles hasta que los escuché desde fue-ra de las líneas fascistas), el sonido de las botas clave-teadas en el patio, los largos desfiles matutinos bajoel sol invernal y los locos partidos de fútbol, con cin-cuenta jugadores por cada equipo, sobre la grava de laescuela de equitación. Éramos unosmil hombres y unaveintena de mujeres, aparte de las esposas de milicia-nos que se encargaban de cocinar. Todavía quedabanalgunas milicianas, pero no muchas. En las primerasbatallas pareció natural que lucharan junto a los hom-bres; siempre sucede eso en tiempos de revolución. Pe-ro las ideas ya habían empezado a cambiar. A los mi-licianos les estaba prohibido acercarse a la escuela deequitación mientras las mujeres se ejercitaban, porque

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se reían y burlaban de ellas. Pocos meses antes nadiehubiera encontrado nada cómico en una mujer con unfusil en la mano.

Los cuarteles se hallaban en un estado general desuciedad y desorden. Lo mismo ocurría en cuanto edi-ficio ocupaba la milicia, y parecía constituir uno delos subproductos de la revolución. En todos los rin-cones había pilas de muebles destrozados, monturasrotas, cascos de bronce, vainas de sables y alimentosen putrefacción. Era enorme el desperdicio de comida,en especial de pan. En nuestro barracón se tiraba des-pués de cada comida una canasta llena de pan, hecholamentable si se piensa que la población civil carecíade él. Comíamos en largas mesas montadas sobre ca-balletes en escudillas de hojalata siempre grasientas,y bebíamos de una cosa espantosa llamada porrón. Elporrón es una especie de botella de vidrio con un picofino del cual sale un delgado chorro de vino al inclinar-la. De este modo resulta posible beber desde lejos, sintocarlo con los labios, y pasarlo de mano en mano. Medeclaré en huelga y exigí un vaso en cuanto vi cómose usaba el porrón. Para mi gusto, se parecían demasia-do a los orinales de cama de vidrio, sobre todo cuandoestaban llenos de vino blanco.

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Poco a poco se iban proporcionando uniformes alos reclutas, pero, como estábamos en España, todose hacía de manera fragmentaria, de modo que nun-ca se sabía bien qué había recibido cada uno, y variasde las cosas más necesarias, como cartucheras y car-gas de municiones, no se distribuyeron hasta el últi-momomento, cuando el tren aguardaba para llevarnosal frente. He hablado del «uniforme» de la milicia, locual probablemente produzca una impresión errónea.No se trataba en verdad de un uniforme: quizá «mul-tiforme» sería un término más adecuado. La ropa decada miliciano respondía a un plan general, pero nun-ca era por completo igual a la de nadie. Prácticamentetodos los miembros del ejército usaban pantalones depana, y allí concluía la uniformidad. Algunos usabanpolainas de cuero o pana, y otros, botines de cuero obotas altas. Todos llevábamos chaquetas de cremallera,de las cuales unas eran de cuero, otras de lana y nin-guna de un mismo color. Las clases de gorras eran casitan numerosas como quienes las llevaban. Se acostum-braba adornar la parte delantera de la gorra con unainsignia partidista y, además, casi todos llevaban unpañuelo rojo o rojinegro alrededor del cuello. Una co-lumna de milicia en esa época ofrecía un aspecto real-mente extraordinario. Las ropas se distribuían a medi-

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da que salían de una u otra fábrica y, a decir verdad,no eran malas teniendo en cuenta las circunstancias.Con todo, las camisetas y los calcetines eran prendasde un algodón malísimo, totalmente inútiles contra elfrío. Me espanta pensar en lo que los milicianos debende haber soportado durante los primeros meses, antesde que las cosas comenzaran a organizarse. Recuerdohaber leído un periódico de sólo un par de meses antes,en el cual uno de los dirigentes del POUM, después deuna visita al frente, manifestó que trataría de que «to-do miliciano tuviera una manta». Una frase capaz deproducir escalofríos a quien ha dormido alguna vez enuna trinchera.

Durante mi segundo día en los cuarteles se dio co-mienzo a lo que paradójicamente se llamaba «instruc-ción». Al principio hubo escenas de gran confusión.Los reclutas eran en su mayor parte muchachos de die-ciséis o diecisiete años, procedentes de los barrios po-bres de Barcelona, llenos de ardor revolucionario pe-ro completamente ignorantes respecto a lo que signi-ficaba una guerra. Resultaba imposible conseguir queformaran en fila. La disciplina no existía; si a un hom-bre no le gustaba una orden, se adelantaba y discutíaviolentamente con el oficial. El teniente que nos ins-truía era un hombre joven, robusto y de rostro fresco y

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agradable. Había pertenecido al ejército y los modalesy un elegante uniforme le hacían conservar el aspec-to de un oficial de carrera. Resulta curioso que fueraun socialista sincero y ardiente. Insistía, aún más quelos mismos soldados, en una completa igualdad socialentre todos los grados. Recuerdo su dolorida sorpresacuando un recluta ignorante se dirigió a él llamándoloseñor. «¡Qué! ¡Señor! ¿Quién me llama señor? ¿Acasono somos todos camaradas?» No creo que esto facilita-ra su tarea.

En realidad, los reclutas novatos no recibían adies-tramiento militar alguno que pudiera servirles para al-go. Se me había dicho que los extranjeros no estabanobligados a tomar parte en la «instrucción» (observéque los españoles tenían la conmovedora creencia deque todos los extranjeros sabían más que ellos sobreasuntos militares), pero, naturalmente, me presentéjunto con los demás. Sentía gran ansiedad por apren-der a utilizar una ametralladora; era un arma que nun-ca había tenido oportunidad de manejar. Con desespe-ración descubrí que no se nos enseñaba nada sobre eluso de armas. La llamada instrucción consistía simple-mente en ejercicios de marcha del tipo más anticuadoy estúpido: giro a la derecha, giro a la izquierda, mediavuelta, marcha en columnas de a tres, y todas esas inú-

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tiles tonterías que aprendí cuando tenía quince años.Era una forma realmente extraordinaria de adiestrar aun ejército de guerrillas. Evidentemente, si se cuentacon sólo pocos días para adiestrar a un soldado, debenenseñársele las cosas que le serán más necesarias: có-mo ocultarse, cómo avanzar por campo abierto, cómomontar guardia y construir un parapeto y, por enci-ma de todo, cómo utilizar las armas. No obstante, esamultitud de criaturas ansiosas que serían arrojadas ala línea del frente casi de inmediato no aprendían nisiquiera a disparar un fusil o a quitar el seguro de unagranada. En esa época ignoraba que el motivo de esteabsurdo era la total carencia de armas. En la milicia delPOUM la escasez de fusiles era tan desesperante quelas tropas recién llegadas al frente no disponían sinode los fusiles utilizados hasta ese momento por las tro-pas a las que relevaban. En todos los Cuarteles Lenincreo que no había más fusiles que los utilizados por loscentinelas.

Al cabo de unos pocos días, aunque seguíamos sien-do un grupo caótico de acuerdo con cualquier criteriosensato, se nos consideró aptos para aparecer en públi-co. Por las mañanas nos dirigíamos hasta los jardinesde la colina situada más allá de la Plaza de España, quetodas lasmilicias de partido, además de los carabineros

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y los primeros contingentes del recientemente forma-do Ejército Popular compartían para su adiestramien-to. Allí, el espectáculo resultaba extraño y alentador.En cada sendero y en cada callejuela, entre los ordena-dos arriates de flores, se veían escuadras y compañíasde hombres que marchaban erguidos de un lado paraotro, sacando pecho y tratando desesperadamente deparecerse a soldados. Todos ellos carecían de armas yninguno tenía el uniforme completo, aunque en la ma-yoría podía reconocerse fragmentariamente el atuen-do del miliciano. Durante tres horas trotábamos de unlado a otro (el paso de marcha español es muy corto yrápido), luego nos deteníamos, rompíamos filas y noslanzábamos sedientos sobre una pequeña tienda de ul-tramarinos, a media cuesta, que estaba haciendo una—fortuna vendiéndonos vino barato. Los españoles semostraban cordiales conmigo. Dada mi condición deinglés, yo constituía una especie de curiosidad, y losoficiales de carabineros estaban por mí y me pagabanla bebida. Mientras tanto, siempre que se me presen-taba la oportunidad acorralaba a nuestro teniente y lepedía a gritos que me instruyera en el uso de una ame-tralladora. Solía sacar del bolsillo mi diccionario luegoy lo asediaba en mi execrable español:

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—Yo sé manejar fusil. No sé manejar ame-tralladora. Quiero aprender ametrallado-ra. ¿Cuándo vamos aprender ametrallado-ra?

La respuesta era invariablemente una sonrisa cansa-da y una promesa de que habría instrucción de ametra-lladoras mañana. Por supuesto, mañana nunca llega-ba. Transcurridos varios días, los reclutas aprendierona marcar el paso, a ponerse firmes casi de inmediato,pero apenas si sabían de qué extremo del fusil sale labala. Cierta vez, un carabinero se acercó a nosotrosmientras hacíamos un alto y nos permitió examinar elsuyo. Resultó que, en toda mi sección, nadie, salvo yo,sabía siquiera cargar el arma y mucho menos apuntarcon ella.

Durante ese tiempo yo tenía muchas dificultadescon el idioma español. Además de mí, sólo había uninglés en los cuarteles, y nadie, ni siquiera entre losoficiales, sabía una palabra de francés. No sirvió parafacilitarme las cosas el hecho de que, cuando mis com-pañeros hablaban entre sí, lo hicieran por lo generalen catalán. Sólo podía desenvolverme llevando a todaspartes un pequeño diccionario que sacaba del bolsilloen los momentos de crisis. Pero prefiero ser extranje-

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ro en España y no en cualquier otro país. ¡Qué fácilresulta hacer amigos en España! Al cabo de uno o dosdías, había una veintena de milicianos que me llama-ban por mi nombre de pila, me enseñaban secretos ytriquiñuelas y me abrumaban con su amistad.

No escribo un libro de propaganda y no deseo idea-lizar la milicia del POUM. El sistema de la milicia pre-sentaba serios fallos, y los hombres mismos dejabanmucho que desear, pues en esa época el reclutamien-to voluntario comenzaba a disminuir y muchos de losmejores hombres ya se encontraban en el frente o ha-bían muerto. Siempre había entre nosotros un ciertoporcentaje de individuos completamente inútiles. Mu-chachos de quince años eran traídos por sus padrespara que fueran alistados, evidentemente por las diezpesetas diarias que constituían la paga del milicianoy, también, a causa del pan que, como tales, recibíanen abundancia y podían llevar a sus hogares. Desafíoa cualquiera a verse sumergido, como me ocurrió a mí,entre la clase obrera española —quizá debería decir laclase obrera catalana, pues aparte de unos pocos ara-goneses y andaluces sólo tuve contacto con catalanes—ya no sentirse conmovido por su decencia esencial y,sobre todo, por su franqueza y generosidad. La gene-rosidad de un español, en el sentido corriente de la pa-

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labra, a veces resulta casi embarazosa. Si uno le pideun cigarrillo, te obliga a aceptar todo el paquete. Y másallá de eso, existe generosidad en un sentido más pro-fundo, una verdadera amplitud de espíritu que he en-contrado una y otra vez en las circunstancias menospromisorias. Algunos periodistas y otros extranjerosque viajaron por España han declarado que, en el fon-do, los españoles se sentían amargamente heridos porla ayuda extranjera. Sólo puedo decir que nunca ob-servé nada por el estilo. Recuerdo que unos pocos díasantes de dejar los cuarteles, un grupo de hombres re-gresó del frente de permiso. Hablaban con excitaciónacerca de sus experiencias y manifestaban una fervo-rosa admiración por las tropas francesas que habíanluchado junto a ellos en Huesca. Los franceses eranmuy valientes, afirmaban, y agregaban entusiasmados:Más valientes que nosotros. Desde luego, manifesté midesacuerdo, pero me explicaron que los franceses sa-bían más sobre el arte de la guerra, eran más expertosen las granadas, las ametralladoras y demás. El comen-tario resulta significativo. Un inglés se cortaría unamano antes de decir algo semejante.

Los extranjeros que servían en la milicia empleabansu primera semana en aprender a amar a los españo-les y en exasperarse ante algunas de sus características.

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En el frente, mi propia exasperación alcanzó algunasveces el nivel de la furia. Los españoles son buenos pa-ra muchas cosas, pero no para hacer la guerra. Los ex-tranjeros se sienten consternados por igual ante su in-eficacia, sobre todo ante su enloquecedora impuntuali-dad. La única palabra española que ningún extranjeropuede dejar de aprender es mañana. Toda vez que re-sulta humanamente posible, los asuntos de hoy se pos-tergan para mañana; sobre esto, incluso los españoleshacen bromas. Nada en España, desde una comida has-ta una batalla, tiene lugar a la hora señalada. Como re-gla general, las cosas ocurren demasiado tarde, pero,ocasionalmente —de modo que uno ni siquiera puedeconfiar en esa costumbre—, acontecen demasiado tem-prano. Un tren que debe partir a las ocho, normalmen-te lo hace en cualquier momento entre las nueve y lasdiez, pero quizá una vez por semana, gracias a algúncapricho del maquinista sale a las siete y media. Talescosas pueden resultar un poquito pesadas. En teoría,admiro a los españoles por no compartir la neurosisdel tiempo, típica de los hombres del norte; pero, pordesgracia, ocurre que yo mismo la comparto.

Después de interminables rumores, mañanas y de-moras, de pronto, con dos horas de anticipación, cuan-do todavía nos faltaba recibir buena parte del equipo,

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nos dieron la orden de partir hacia el frente. Hubo te-rribles tumultos en el depósito de intendencia ymuchí-simos hombres tuvieron que irse con el equipo incom-pleto. Los cuarteles se poblaron súbitamente de muje-res que parecían haber surgido de la nada y que ayuda-ban a sus hombres a enrollar sus mantas y a prepararsus mochilas. Resultó bastante humillante que una jo-ven española, la esposa de William, el otro milicianoinglés, tuviera que enseñarme a ponermemi nueva car-tuchera de cuero. Era una criatura amable, de ojos os-curos, intensamente femenina, que parecía destinadaa pasarse la vida meciendo una cuna; sin embargo, ha-bía luchado valerosamente en las batallas callejeras dejulio. En ese momento llevaba consigo un bebé, naci-do justo diez meses después del estallido de la guerray que quizá había sido concebido detrás de una barri-cada.

El tren debía partir a las ocho, y eran más o menoslas ocho y diez cuando los oficiales sudorosos y ago-tados lograron formarnos en el patio. Recuerdo contoda nitidez la escena: el vocerío y la excitación, lasbanderas rojas flameando a la luz de las antorchas, lasfilas de milicianos con las mochilas a la espalda y sumanta al hombro; los ruidos de las botas y de las escu-dillas de hojalata; luego un retumbante y finalmente

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exitoso siseo pidiendo silencio; y después un comisa-rio político, de pie bajo un enorme estandarte rojo, di-rigiéndonos un discurso en catalán. Por fin, nos condu-jeron hasta la estación por el camino más largo —unosseis o siete kilómetros—, a fin de mostrarnos a todala ciudad. En las Ramblas nos hicieron detener; mien-tras una banda prestada para la ocasión interpretabauna o dos melodías revolucionarias. Una vez más, larepetida historia del héroe vencedor: gritos y entusias-mo, banderas rojas y banderas rojinegras por doquier;multitudes cordiales cubriendo las aceras para echar-nos unamirada, mujeres saludando desde las ventanas.¡Qué natural parecía todo entonces!, ¡cuán remoto eimprobable ahora! El tren estaba tan abarrotado quecasi no quedaba lugar en el suelo, por no hablar ya delos asientos. En el último momento, la mujer de Wi-lliam vino corriendo por el andén y nos alcanzó unabotella de vino y un poco de ese chorizo colorado quetiene gusto a jabón y produce diarrea. El tren se pusoen movimiento lentamente y salió de Barcelona en di-rección a la meseta de Aragón a la velocidad normalen tiempo de guerra, algo menor de veinte kilómetrospor hora.

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Barbastro, si bien muy alejada de la línea del frente,tenía un aspecto lúgubre y desolado. Grupos de mili-cianos de uniformes raídos vagaban por las calles dela ciudad tratando de preservarse del frío. En un muroruinoso descubrí un cartel del año anterior en el que seanunciaba que «seis extraordinarios toros» serían ma-tados en la arena tal día. ¡Qué tristes eran sus pálidoscolores! ¿Dónde estaban ahora los toros y los toreros?Ya ni en Barcelona había corridas. Por algún extrañomotivo, los mejores matadores eran fascistas.

Mi compañía fue enviada en camión a Siétamo, yluego hacia el oeste hasta Alcubierre, situada justo de-trás del frente de Zaragoza. Siétamo había sido dispu-tada tres veces antes de que los anarquistas termina-ran por apoderarse de ella en octubre; la artillería lahabía reducido en parte a escombros y la mayoría delas casas estabanmarcadas por las balas. Nos encontrá-bamos a quinientos metros sobre el nivel del mar. El

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frío era riguroso y densos remolinos de niebla parecíansurgir de la nada. Entre Siétamo y Alcubierre, el con-ductor del camión se equivocó de camino (hecho co-rriente en la guerra) y anduvimos extraviados durantehoras entre la niebla. Ya era de noche cuando llegamosa Alcubierre. A través de terrenos pantanosos, alguiennos guió hasta un establo de mulas, donde nos hicimosun hueco sobre las granzas y no tardamos en quedar-nos dormidos. Las granzas son bastante buenas paradormir cuando están limpias, no tanto como el heno,pero siempre mejor que la paja. Por la mañana descu-brí que el lugar estaba lleno de migas de pan, trozos deperiódicos, huesos, ratas muertas y latas vacías.

Ya estábamos cerca del frente, lo bastante cerca co-mo para sentir el olor característico de la guerra, segúnmi experiencia, una mezcla de excrementos y alimen-tos en putrefacción. Alcubierre no había sido bombar-deada y su estado era mejor que el de la mayoría de lasaldeas cercanas a la línea de fuego. Con todo, creo queni siquiera en tiempos de paz sería posible viajar poresa parte de España sin sentirse impresionado por lamiseria peculiar de las aldeas aragonesas. Están cons-truidas como fortalezas: una masa de casuchas hechasde barro y piedras, apiñadas alrededor de la iglesia. Nisiquiera en primavera se ven flores. Las casas no tienen

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jardines, sólo cuentan con patios donde flacas aves decorral resbalan sobre lechos de estiércol de mula. Eltiempo era malo, con niebla y lluvia alternadas. Conel agua y el tránsito los estrechos caminos de tierra sehabían convertido en barrizales, en algunas partes demedio metro de profundidad, por los que las ruedas delos camiones patinaban a gran velocidad y los campe-sinos conducían sus desvencijados carros tirados porhileras de mulas, a veces de hasta seis animales cadauna. El constante ir y venir de las tropas había reduci-do la aldea a un estado de mugre indescriptible. Éstano tenía ni había tenido nunca algo similar a un retreteo un albañal. No había ni un solo centímetro cuadradodonde se pudiera pisar sin fijarse dónde se ponía el pie.Hacía yamucho que la iglesia se utilizaba como letrina,y lo mismo ocurría con los campos en medio kilóme-tro a la redonda. Al evocar mis primeros dos meses deguerra, nunca puedo evitar el recuerdo de las costrasde excrementos que cubrían los bordes de los rastrojos.

Transcurrieron dos días y aún no nos entregabanlos fusiles. Después de visitar el Comité de Guerra yobservar la hilera de orificios en la pared —orificiosproducidos por descargas de fusil, pues allí se ejecutóa varios fascistas— uno ya conocía todo lo que de in-teresante contiene Alcubierre. El frente estaba eviden-

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temente tranquilo, pues venían muy pocos heridos. Elprincipal motivo de excitación fue la llegada de deser-tores fascistas, a quienes se traía bajo custodia.Muchasde las tropas enfrentadas a nosotros en esta parte delfrente no eran en absoluto fascistas, sino desgraciadosreclutas que estaban haciendo el servicio militar en elmomento en que estalló la guerra y que sólo pensa-ban en escapar. Ocasionalmente, pequeños grupos deellos trataban de llegar hasta nuestras líneas. Sin du-da, muchos más lo habrían hecho si sus parientes nose hubieran encontrado en territorio fascista. Estos de-sertores eran los primeros fascistas «verdaderos» queyo veía. Me sorprendió que no hubiera entre ellos ynosotros ninguna diferencia, con la excepción de queusaban monos de color caqui. Siempre llegaban muer-tos de hambre, lo cual era bastante natural después deestar ocultos uno o dos días en tierra de nadie, peroen cada oportunidad se señalaba ese hecho con tonotriunfal como prueba de que las tropas enemigas esta-ban famélicas. Y en cierto modo constituían un espec-táculo penoso: un muchacho alto, de unos veinte años,de piel muy curtida por el viento, con la ropa converti-da en harapos, en cuclillas junto al fuego, engullía unplato de estofado a una velocidad desesperada, mien-tras sus ojos recorrían nerviosamente el círculo de mi-

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licianos que lo observaban. Seguía creyendo, supongo,que éramos «rojos» sedientos de sangre y que lo fusi-laríamos en cuanto hubiera terminado de comer. El mi-liciano armado que lo vigilaba le acariciaba el hombrotranquilizadoramente. En cierto día memorable, quin-ce desertores llegaron de una sola tanda. Un individuo,montado en un caballo blanco, los conducía triunfal-mente a través de la aldea. Me las ingenié para sacaruna fotografía que — resultó bastante borrosa y quemás tarde me robaron.

En nuestra tercera mañana en Alcubierre llegaronlos fusiles. Un sargento de rostro rudo y amarillentolos distribuyó en el establo de mulas. Estuve a puntode desmayarme cuando vi el trasto que me entregaron.Era un máuser alemán fechado en 1896; ¡tenía más decuarenta años! Estaba oxidado, tenía la guarnición demadera rajada y el cerrojo trabado y el cañón corroí-do e inutilizable. La mayoría de los fusiles eran igualde malos, algunos de ellos incluso peores, y no se hi-zo el menor intento de asignar las mejores armas a loshombres que sabían utilizarlas. El más eficaz de los fu-siles, de sólo diez años de antigüedad, fue entregado auna bestezuela de quince años a quien todos conocíancomo el «maricón». El sargento dio cinco minutos deuna «instrucción» que consistió en explicar cómo se

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carga el fusil y cómo se desarma el cerrojo. Muchosde los milicianos nunca habían tenido un fusil en lasmanos, y supongo que muy pocos sabían para qué ser-vía la mira. Se distribuyeron cartuchos, cincuenta porhombre; luego formamos fila, nos colocamos las mo-chilas a la espalda y partimos hacia el frente, situadoa unos cinco kilómetros.

La centuria, ochenta hombres y varios perros, avan-zó desordenadamente por la carretera. Cada compañíade la milicia contaba por lo menos con un perro en ca-lidad de mascota. El desgraciado animal que marcha-ba con nosotros tenía marcadas a fuego las inicialesPOUM en letras enormes, y trotaba a nuestra vera co-mo si tuviera conciencia de que su aspecto no era deltodo normal. A la cabeza de la columna, junto a la ban-dera roja, el robusto comandante belga, Georges Kopp,montaba un caballo negro; un poco más adelante, unjovenzuelo de la milicia montada hacía caracolear sucaballo, subiendo al galope todas las cuestas y adoptan-do actitudes pintorescas en las partes más altas. Losespléndidos corceles de la caballería española, captu-rados en grandes cantidades al comienzo de la revolu-ción, fueron entregados a los milicianos, pero éstos pa-recían empeñados en conducirlos a una rápida muertepor agotamiento.

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La carretera avanzaba entre campos yermos y ama-rillos, intactos desde la cosecha del año anterior. Antenosotros se levantaba la sierra baja situada entre Alcu-bierre y Zaragoza. Ya nos acercábamos al frente, a lasgranadas, las ametralladoras y el barro. Secretamente,sentía miedo. Sabía que la línea estaba tranquila en esemomento, pero, a diferencia de la mayoría de los hom-bres queme rodeaban, tenía edad suficiente como pararecordar la Gran Guerra, aunque no bastante como pa-ra haber luchado en ella. Para mí la guerra significabaestruendo de proyectiles y fragmentos de acero saltan-do por los aires; pero, por encima de todo, significa-ba lodo, piojos, hambre y frío. Es curioso, pero temíael frío mucho más que al enemigo. Este temor me ha-bía perseguido durante toda mi estancia en Barcelona;incluso había permanecido despierto durante las no-ches imaginando el frío de las trincheras, las guardiasen las madrugadas grises, las largas horas de centinelacon un fusil helado, el barro que se deslizaba dentro demis botas. Asimismo, admito que experimentaba unasuerte de horror al contemplar a los hombres junto aquienes marchaba. Resulta difícil concebir un grupomás desastroso de gente. Nos arrastrábamos por el ca-mino con mucha menos cohesión que una manada deovejas; antes de avanzar cuatro kilómetros, la retaguar-

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dia de la columna se había perdido de vista. La mitadde esos llamados «hombres» eran criaturas, realmentecriaturas, de dieciséis años como máximo. Sin embar-go, todos se sentían felices y excitados ante la pers-pectiva de llegar por fin al frente. A medida que nosacercábamos a la línea de fuego, los muchachos que ro-deaban la bandera roja en la vanguardia comenzarona dar gritos de «¡Visca POUM!», «¡Fascistas marico-nes!» y otros por el estilo; gritos que tenían como findar una impresión agresiva y amenazadora pero que,al salir de esas gargantas infantiles, sonaban tan patéti-cos como el llanto de los gatitos. Parecía increíble quelos defensores de la República fueran esa turba de chi-cos zarrapastrosos, armados con fusiles antiquísimosque no sabían usar. Recuerdo haberme preguntado side pasar un aeroplano fascista por el lugar, el piloto sehubiera molestado siquiera en descender y disparar suametralladora. Sin duda, desde el aire podría habersedado cuenta de que estábamos lejos de ser verdaderossoldados.

Cuando la carretera comenzó a internarse en la sie-rra, doblamos hacia la derecha y trepamos por un es-trecho sendero de mulas que ascendía por la laderade la montaña. En esa región de España las colinastienen una formación curiosa, en forma de herradura,

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con cimas planas y laderas muy empinadas que des-cienden hacia inmensos barrancos. En los lugares másaltos no crece nada, excepto brezos y arbustos achapa-rrados entre los que asoman los huesos blancos de lapiedra caliza. Allí el frente no era una línea continuade trincheras, lo cual hubiera resultado imposible enun terreno tan montañoso, sino simplemente una ca-dena de puestos fortificados, conocidos siempre como«posiciones», colgados en la cumbre de cada colina. Enla distancia podía verse nuestra «posición» en la cres-ta de la herradura: una barricada irregular de sacos dearena, una bandera roja ondeando y el humo de las fo-gatas. Un poco más cerca, ya se percibía un hedor dul-zón, nauseabundo, que se mantuvo en mis narices du-rante semanas. Inmediatamente detrás de la posición,en una grieta, se habían arrojado los desperdicios demeses: un profundo y supurante lecho de restos de pan,excrementos y latas herrumbrosas.

La compañía a la que relevábamos se encontraba re-cogiendo su equipo. Los hombres habían permanecidoen el frente durante tres meses; casi todos lucían lar-gas barbas, tenían los uniformes cubiertos de barro ylas botas destrozadas. El capitán a cargo de la posiciónsalió arrastrándose de su refugio y nos saludó. Se lla-maba Levinski, pero todos lo conocían por Benjamín,

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y aunque era un judío polaco hablaba francés como sifuera su lengua materna. Era un joven bajo, de unosveinticinco años, de cabello negro y recio y un rostropálido y ansioso, siempre sucio en ese periodo de laguerra. Unas pocas balas perdidas silbaban muy porencima de nuestras cabezas. La posición era un recin-to semicircular de unos cincuenta metros de diámetro,con un parapeto construido en parte con sacos de are-na y en parte con montones de piedra caliza. Habíatreinta o cuarenta refugios subterráneos cavados en elterreno como cuevas de ratas. William, su cuñado es-pañol y yo nos dejamos caer en el más cercano y deaspecto habitable. En alguna parte del lado opuesto re-sonaba intermitentemente un fusil, produciendo extra-ños ecos entre las colinas. Acabábamos de descargarlos equipos y — nos arrastrábamos fuera del refugiocuando se produjo otro disparo y uno de los chicos denuestra compañía se abalanzó desde el parapeto conel rostro bañado en sangre. Al disparar su fusil, por al-gún motivo le había estallado el cerrojo. Las esquirlasde la recámara le habían dejado el cuero cabelludo he-cho jirones. Nos iniciábamos con una baja, y, como seiba a hacer habitual, causada por nosotros mismos.

Por la tarde hicimos nuestra primera guardia y Ben-jamín nos llevó a recorrer la posición. Frente al parape-

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to había un sistema de trincheras angostas, cavadas enla roca, con troneras muy primitivas hechas con pilasde piedra caliza. Doce centinelas estaban apostados endiversos puntos de la trinchera y por detrás del parape-to interior. Delante de la trinchera había alambradas,y luego la ladera descendía hacia un precipicio apa-rentemente sin fondo; más allá se levantaban colinasdesnudas, en ciertos lugares meros peñascos abruptos,grises e invernales, sin vida alguna, ni siquiera un pá-jaro. Espié cautelosamente por la tronera, tratando dedescubrir la trinchera fascista.

—¿Dónde está el enemigo?

Benjamín hizo un amplio gesto con la mano y en uninglés horrible me respondió:

—Por allí.—Pero ¿dónde?

De acuerdo con mis ideas sobre la guerra de trin-cheras, las fascistas debían de estar a unos cincuentao cien metros. No podía ver nada; aparentemente, sustrincheras estaban muy bien escondidas. Con gran pe-sar seguí la dirección que señalaba Benjamín: en la ci-ma de la colina opuesta, al otro lado del barranco, por

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lo menos a unos setecientos metros, se veía el diminu-to borde de un parapeto y una bandera roja y amari-lla. ¡La posición fascista! Me sentí indescriptiblementedesilusionado: estábamos muy lejos de ellos y, a esadistancia, nuestros fusiles resultaban totalmente inúti-les. Pero, en ese momento, se produjo una gran con-moción: dos fascistas, figuritas grises en la distancia,ascendían torpemente la desnuda ladera opuesta. Ben-jamín se apoderó del fusil que tenía más cerca, apuntóy apretó el gatillo. ¡Click! Un cartucho defectuoso; mepareció un mal presagio.

Los nuevos centinelas no habían acabado de ocuparsu puesto cuando comenzaron a lanzar una terribledescarga contra nada en particular. Podía ver a los fas-cistas, diminutos como hormigas, moverse protegidostras su parapeto, y a veces la manchita negra de unacabeza que se detenía por un instante, exponiéndoseimprudentemente. Era evidente que no tenía sentidodisparar. No obstante, en ese momento el centinela demi izquierda, en actitud típicamente española, aban-donó su puesto, se deslizó hasta mi sitio y comenzó aincitarme para que lo hiciera. Traté de explicarle que aesa distancia y con esos fusiles era imposible acertarlea nadie salvo por casualidad. Pero era un niño y siguióseñalándome con el arma hacia una de las manchitas y

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sonriendo tan ansiosamente como un perro que esperaque arrojen la piedra que ha de ir a buscar. Finalmente,coloqué la mira a setecientos y tiré. La manchita des-apareció. Confío en que pasara lo bastante cerca comopara hacerle dar un respingo. Era la primera vez en mivida que disparaba un arma contra un ser humano.

Ahora que conocía el frenteme sentía profundamen-te asqueado. ¡A eso le llamaban guerra! ¡Si apenas seentraba en contacto con el enemigo! No me preocu-pé por mantener la cabeza por debajo del nivel de latrinchera. Poco más tarde, sin embargo, una bala pa-só junto a mi oído con un desagradable silbido y seestrelló contra la protección trasera. Confieso que mezambullí. Toda la vida había jurado que no me agacha-ría la primera vez que una bala pasara sobre mi cabeza,pero el movimiento parece ser instintivo y casi todo elmundo lo hace, por lo menos una vez.

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Cinco cosas son importantes en la guerra de trin-cheras: leña, comida, tabaco, velas y el enemigo. En in-vierno, en el frente de Zaragoza, eran importantes enese orden, con el enemigo en un alejado último puesto.No siendo por la noche, durante la cual siempre cabíaesperar un ataque por sorpresa, nadie se preocupabapor el enemigo. Lo veíamos como a remotos insectosnegros que ocasionalmente saltaban de un lado a otro.La verdadera preocupación de ambos ejércitos consis-tía en combatir el frío.

Debo decir, de paso, que durante mi permanenciaen España tuve oportunidad de presenciar muy pocalucha. Estuve en el frente de Aragón desde enero has-ta mayo, y entre enero y finales de marzo poco o nadaocurrió allí, excepto en Teruel. En marzo se produjouna lucha enconada en los alrededores de Huesca, pe-ro yo desempeñé en ella un papel muy insignifican-te. Más tarde, en junio, tuvo lugar el desastroso ata-

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que contra Huesca en el que, en un solo día, murieronvarios miles de hombres, pero yo había sido herido yme encontraba lejos cuando eso ocurrió. Las cosas queuno normalmente considera como los horrores de laguerra rara vez me sucedieron. Ningún aeroplano de-jó caer una bomba cerca de mí, no creo que algunagranada haya explotado jamás a menos de diez metrosde donde me encontraba, y sólo una vez participé enuna lucha cuerpo a cuerpo (debo decir que con unavez hay de sobra). Desde luego, a menudo estuve bajoun pesado fuego de ametralladora, pero por lo comúna distancias muy grandes. Incluso en Huesca uno sehallaba por lo general a salvo, si tomaba precaucionesrazonables.

Allí arriba, en las colinas que circundan Zaragoza,se trataba simplemente de la mezcla de aburrimientoe incomodidad inherentes a la fase estacionaria de laguerra. Una vida tan monótona como la de un emplea-do de ciudad, y casi tan regular. Montar guardia, patru-llar; cavar; cavar, patrullar, montar guardia. En la cimade cada colina, fascista o leal, un conjunto de hombressucios y andrajosos tiritaba en torno a su bandera ytrataba de entrar en calor. Y durante todo el día y todala noche, balas perdidas que erraban a través de va-

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lles desiertos y sólo por alguna improbable casualidadacababan alojándose en un cuerpo humano.

Amenudo solía contemplar el paisaje invernal yma-ravillarme de la futilidad de todo. ¡Qué absurda era unaguerra así! Un poco antes, por octubre, se había produ-cido una lucha salvaje en esas colinas; luego, debido ala falta de hombres y armas, en particular de artille-ría, las operaciones a gran escala se tornaron imposi-bles, y ambos ejércitos se establecieron y enterraronen las cimas ganadas. A la derecha teníamos una pe-queña avanzada, también del POUM, y una posicióndel PSUC en la estribación de la izquierda, frente a unacolina más alta con varios puestos fascistas salpicadosen sus crestas. La llamada línea zigzagueaba de un ladoa otro, siguiendo un dibujo que hubiera resultado deltodo ininteligible si cada posición no hubiese tenidouna bandera. Las banderas del POUM y del PSUC eranrojas, la de los anarquistas, roja y negra; los fascistashacían ondear, por lo general, la bandera monárquica(roja, amarilla y roja), pero en ocasiones usaban la dela República (roja, amarilla y morada). Si se lograba ol-vidar que cada cumbre estaba ocupada por tropas y,por lo tanto, cubierta de latas y excrementos, el esce-nario resultaba estupendo. A nuestra derecha, la sierradoblaba hacia el sudeste y se abría camino por el am-

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plio y venoso valle que se extiende hasta Huesca. Enmedio de la planicie se divisaban unos pocos y dimi-nutos cubos que semejaban una tirada de dados; era laciudad de Robres, en manos leales. Por la mañana, confrecuencia el valle se hallaba oculto por mares de nu-bes, entre las cuales surgían las colinas chatas y azules,dando al paisaje un extraño parecido con un negativofotográfico. Más allá de Huesca había aún más colinasde formación idéntica, recorridas por estrías de nievecuyo dibujo se alteraba día a día. A lo lejos, los mons-truosos picos de los Pirineos, donde la nieve nunca sederrite, parecían emerger sobre el vacío. Abajo, en laplanicie, todo semejaba desnudo y muerto. Las colinassituadas frente a nosotros eran grises y arrugadas co-mo la piel de los elefantes. El cielo estaba casi siemprevacío de pájaros. Creo que nunca conocí un lugar don-de hubiera tan pocos pájaros. Los únicos que vi en algu-na ocasión fueron una especie de urraca, los pichonesde perdices que nos sobresaltaban por la noche con suinesperado aleteo y, muy rara vez, los vuelos de algu-nas águilas que se desplazaban lentamente en lo alto,seguidas por disparos de fusil que no las inquietabanlo más mínimo.

Por la noche, y cuando había niebla, se enviaban pa-trullas al valle que mediaba entre nosotros y los fas-

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cistas. La tarea no gozaba de popularidad, pues hacíademasiado frío y resultaba muy fácil perderse; no tar-dé en descubrir que podía conseguir permiso para in-tegrar la patrulla tantas veces como quisiera. En losenormes barrancos dentados no había senderos o hue-llas de ninguna especie; sólo podía encontrarse el ca-mino haciendo viajes sucesivos y fijándose en las pi-sadas frescas cada vez. A tiro de bala, el puesto fascis-ta más cercano distaba del nuestro unos setecientosmetros, pero la única ruta practicable tenía tres kiló-metros. Resultaba bastante divertido errar por los va-lles oscuros mientras las balas perdidas volaban sobrenuestras cabezas como gallinetas sibilantes. Para estasexcursiones, más propicias que la noche eran las nie-blas densas, que a menudo duraban todo el día y solíanaferrarse a las cimas de las colinas dejando libres losvalles. Cuando uno se encontraba cerca de las líneasfascistas, tenía que arrastrarse a la velocidad de un ca-racol; era muy difícil moverse silenciosamente en esasladeras, entre los arbustos crujientes y las ruidosas pie-dras calizas. Hasta el tercer o cuarto intento no logréllegar hasta el enemigo. La niebla era muy espesa, yme deslicé hasta la alambrada: podía oír a los fascistascharlar y cantar. Con gran alarma, advertí que variosde ellos descendían por la ladera en mi dirección. Me

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oculté detrás de un arbusto que de pronto me pareciómuy pequeño, y traté de amartillar el fusil sin hacerruido; por suerte, Se desviaron y no llegaron a verme.Al lado de mi escondite encontré varios restos de la lu-cha anterior: cartuchos vacíos, una gorra de cuero conun agujero de bala, una bandera roja, evidentementenuestra. La llevé de vuelta a la posición, donde fueconvertida sin ningún sentimentalismo en trapos delimpieza.

Me habían ascendido a cabo en cuanto llegamos alfrente, y tenía a mi cargo una guardia de doce hom-bres. No era una ventaja, especialmente al principio.La centuria era una turba no adiestrada compuesta ensu mayoría por adolescentes. De tanto en tanto, unose encontraba con criaturas de hasta once o doce años,por lo común refugiados del territorio fascista que sehabían alistado en la milicia como la manera más fá-cil de asegurarse el sustento. Por lo general, eran em-pleados en la retaguardia para tareas livianas, pero aveces se las ingeniaban para escurrirse hasta el frente,donde constituían una amenaza pública. Recuerdo queuna de estas bestezuelas arrojó en broma una granadaen el fuego encendido de un refugio. En Monte Poce-ro creo que nadie tenía menos de quince años, perola edad promedio debe de haber estado muy por deba-

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jo de veinte. Los muchachos de esta edad nunca debe-rían ser enviados al frente, porque no pueden sopor-tar la falta de sueño que es inseparable de la guerra detrincheras. Al comienzo resultaba casi imposible man-tener vigilada nuestra posición de la forma adecuadapor la noche. Para despertar a los desgraciados chicosde mi sección había que sacarlos de sus refugios conlos pies por delante, y en cuanto uno volvía la espal-da abandonaban sus puestos y se buscaban un lugarresguardado, o bien, a pesar del riguroso frío, se apo-yaban contra la pared de la trinchera y se quedabancompletamente dormidos. Por suerte, el enemigo nun-ca se mostró muy emprendedor. Había noches en queme parecía que nuestra posición podía ser arrasada porveinte boy scouts armados con rifles de aire comprimi-do o veinte girl scouts armadas con raquetas.

En esa época y hasta mucho más tarde, el sistemaen que se basaban las milicias catalanas seguía siendoel mismo que al comienzo de la guerra. En los prime-ros días del levantamiento de Franco, las milicias ha-bían sido apresuradamente organizadas por los diver-sos sindicatos y partidos políticos; cada una constituíaen esencia una organización política, fiel a su partidotanto como al gobierno central. En 1937, cuando se for-mó el Ejército Popular que era un cuerpo «no político»,

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organizado según criterios más omenos corrientes, lasmilicias partidistas quedaron teóricamente incorpora-das a él. Pero durante mucho tiempo los únicos cam-bios introducidos fueron teóricos: las tropas del nue-vo Ejército Popular llegaron al frente de Aragón enjunio, y hasta ese momento el sistema de milicias per-maneció invariable. El rasgo esencial del sistema era laigualdad social entre oficiales y soldados. Todos, des-de el general hasta el recluta, recibían la misma paga,comían los mismos alimentos, llevaban las mismas ro-pas y se trataban en términos de completa igualdad. Sia uno se le ocurría palmear al general que comandabala división y pedirle un cigarrillo, podía hacerlo y a na-die le resultaba extraño. Por lo menos en teoría, cadamilicia era una democracia y no una organización je-rárquica. Se daba por sentado que las órdenes debíanobedecerse, pero también que una orden se daba de ca-marada a camarada y no de superior a inferior. Habíaoficiales con y sin mando, pero no un escalafón militaren el sentido usual; no había ni distintivos ni galones,ni taconazos ni saludos reglamentarios. Dentro de lasmilicias se intentó crear una especie de modelo provi-sional de la sociedad sin clases. Desde luego, no existíauna perfecta igualdad, pero era lo más aproximado a

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ella que yo había conocido o que me hubiera parecidoconcebible en tiempo de guerra.

No obstante, admito que, a primera vista, el estadode cosas en el frente me horrorizó. ¿Cómo demoniospodía ganar la guerra un ejército así? Todo el mundose hacía esa pregunta que, si bien era justa, tambiénresultaba gratuita, pues en esas circunstancias, las mi-licias no podían ser mucho mejores de lo que eran. Unejército mecanizado moderno no brota de la tierra y,si el gobierno hubiera esperado hasta contar con tro-pas adiestradas, nunca habría podido hacer frente alfascismo. Más tarde se puso de moda criticar las mili-cias y sostener que los fallos debidos a la falta de ar-mas y de adiestramiento eran el resultado del sistemaigualitario. En realidad, una leva recién reclutada demilicianos constituía una turba indisciplinada, no por-que los oficiales llamaran «camaradas» a los reclutas,sino porque las tropas novatas siempre son una tur-ba indisciplinada. En la práctica, el tipo «revoluciona-rio» democrático de disciplina merece más confianzadel que cabría esperar. En un ejército de trabajadores,la disciplina es teóricamente voluntaria, se basa en lalealtad de clase; mientras que la disciplina de un ejér-cito burgués de reclutas se basa, en última instancia,en el miedo. (El Ejército Popular que reemplazó a las

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milicias ocupaba una posición intermedia entre ambostipos.) En las milicias, el atropello y el abuso inheren-tes a un ejército corriente no se hubieran tolerado nipor un instante. Los castigos militares normales exis-tían, pero sólo se aplicaban en los casos de delitos muygraves. Cuando un hombre se negaba a obedecer unaorden, no se le castigaba de inmediato: primero se ape-laba a su espíritu de camaradería. Una persona cínica,sin experiencia de mando, podrá afirmar sin demoraque esto no puede «funcionar» jamás, pero lo ciertoes que «funciona».

La disciplina de incluso las peores levas de la miliciamejoró notablemente amedida que transcurría el tiem-po. En enero, la tarea de dirigir una docena de reclutasnovatos casi me hizo encanecer. Enmayo, actué duran-te un breve período como teniente, al mando de unostreinta hombres, ingleses y españoles. Todos habíamosestado en el frente durante meses, y nunca tuve la másmínima dificultad para conseguir que obedecieran unaorden o se ofrecieran voluntariamente para una tareapeligrosa. La disciplina revolucionaria depende de laconciencia política, de la comprensión de por qué de-ben obedecerse las órdenes; necesita tiempo para for-marse, pero también se necesita tiempo para convertira un hombre en un autómata dentro del cuartel. Los

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periodistas que se burlaban del sistema de milicias po-cas veces recordaban que éstas tuvieron que conteneral enemigo mientras el Ejército Popular se adiestrabaen la retaguardia. Y el mero hecho de que las miliciashayan permanecido en el frente constituye un tributoa la fuerza de la disciplina revolucionaria, pues hastajunio de 1937 lo único que las retuvo allí fue la lealtadde clase. Se podía fusilar a los desertores individuales,y eso es lo que se hacía ocasionalmente, pero si un mi-llar de hombres decidiera abandonar el frente, ningunafuerza podría detenerlos. Un ejército de reclutas en lasmismas circunstancias y sin una policía militar paravigilarlos hubiera retrocedido. Las milicias en cambiodefendieron sus posiciones. Dios sabe que obtuvieronmuy pocas victorias, pero las deserciones individualesno fueron comunes. En cuatro o cinco meses en la mili-cia del POUM sólo supe de cuatro desertores, y dos deellos eran casi seguro espías que se habían alistado pa-ra obtener información. Al comienzo, el aparente caos,la falta general de adiestramiento, el hecho de que amenudo uno debía discutir durante cinco minutos pa-ra conseguir que se obedeciera una orden me espan-taban y me enfurecían. Tenía ideas típicas del ejérci-to británico, y ciertamente las milicias españolas eranbastante diferentes del ejército británico. Pero, consi-

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derando las circunstancias, eran mejores tropas de loque se tenía derecho a esperar.

Y mientras tanto, la leña, siempre la leña. Durantetodo ese período, probablemente no haya ninguna ano-tación en mi diario donde no se mencione la leña o,mejor dicho, la falta de ella. Nos encontrábamos entreunos seiscientos y novecientos metros por encima delnivel del mar, estábamos en pleno invierno y el frío erainenarrable. La temperatura no era excepcionalmentebaja, muchas noches ni siquiera helaba, y el sol inver-nal brillaba a menudo durante una hora al mediodía,pero se pasaba mucho frío. A veces soplaban vientosululantes que nos arrancaban la gorra y nos hacían vo-lar el cabello en todas direcciones, nieblas que se in-troducían en la trinchera como un líquido y parecíanpenetrar hasta los huesos; llovía con frecuencia, y uncuarto de hora de lluvia bastaba para que las condicio-nes se tornaran insoportables. La delgada capa de tie-rra por encima de la piedra no tardaba en convertirseen una pasta resbaladiza y, como siempre se caminabasobre pendiente, resultaba imposible conservar el equi-librio. En las noches oscuras a menudo me caía mediadocena de veces en menos de veinte metros; esto erapeligroso, pues el seguro del fusil podía atascarse conel barro. Durante varios días seguidos la ropa, las bo-

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tas, las mantas y las armas se quedaban embarradas.Yo había llevado tanta ropa de abrigo como pude, peromuchos carecían de lo esencial. Para toda la guarni-ción, unos cien hombres, sólo había doce capotes, quelos centinelas se pasaban unos a otros, y la mayoríacontaba únicamente con una manta. Una noche hela-da hice en mi diario una lista de las prendas que teníapuestas. Resulta interesante recordarla para mostrar lacantidad de ropa que un cuerpo humano puede sopor-tar. Llevaba un chaleco grueso y pantalones, una ca-misa de franela, dos jerséis, una chaqueta de lana, otrade cuero, pantalones de pana, calcetines gruesos, po-lainas, botas, un pesado capote, una bufanda, guantesforrados y gorra de lana. No obstante, temblaba comouna hoja. Pero admito que soy particularmente sensi-ble al frío.

La leña era lo que realmente importaba. Y represen-taba todo un problema, porque prácticamente no ha-bía. Nuestra miserable montaña no había tenido mu-cha vegetación ni en sus mejores momentos, y duran-te meses había sido arrasada por congelados milicia-nos, con el resultado de que todo aquello que fueramás grueso que un dedo había sido quemado hacía yamucho tiempo. Cuando no estábamos comiendo, dur-miendo, de guardia o haciendo alguna faena, recorría-

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mos el valle en busca de combustible. Recuerdo quenos arrastrábamos por pendientes casi verticales, so-bre la áspera piedra caliza que nos destrozaba las ro-pas, para arrojarnos ávidamente sobre diminutas rami-tas. Tres hombres, buscando un par de horas, podíanrecoger bastante combustible como para un fuego deuna hora. Nuestras búsquedas de leña nos transforma-ron en expertos botánicos. Clasificábamos, de acuerdocon sus posibilidades de combustión, las plantas quecrecían en las laderas: las diversas clases de brezos yhierbas que servían para prender el fuego, pero ardíansólo unos pocos minutos; el romero silvestre y los pe-queños arbustos de retama que ardían cuando el fuegoestaba ya bien encendido; el roble enano, más pequeñoque un arbusto de grosellas y prácticamente incombus-tible. Había un tipo de caña seca que resultabamuy útilpara encender el fuego, pero sólo crecía en la colina si-tuada a la izquierda de la posición y para conseguirlahabía que hacer frente a las balas. Si los soldados fas-cistas al mando de las ametralladoras te veían, te de-dicaban todo un tambor de munición. Por lo general,apuntaban demasiado alto y las balas cantaban comopájaros por encima de nuestras cabezas, pero a vecesse estrellaban a nuestras espaldas y hacían saltar tro-citos de roca a una distancia desagradablemente corta,

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provocando que nos tirásemos cuerpo a tierra. No obs-tante, luego proseguíamos con la recogida de cañitas;nada tenía tanta importancia como la leña.

Comparadas con el frío, las otras molestias parecíaninsignificantes. Desde luego, todos estábamos perma-nentemente sucios. El agua que bebíamos, al igual quelos alimentos, se traía en mulas desde Alcubierre, y laporción diaria correspondiente a cada hombre no lle-gaba a un litro. Era un líquido repugnante, apenas mástransparente que la leche, y sólo debía utilizarse parabeber, pero yo siempre robaba un poco para lavarmepor la mañana. Solía lavarme un día y afeitarme al si-guiente: el agua nunca alcanzaba para ambas cosas a lavez. La posición tenía un hedor nauseabundo, y fueradel pequeño recinto de la barricada había excremen-tos por todas partes. Algunos milicianos tenían porcostumbre defecar en la trinchera, lo cual no resultabanada grato cuando había que recorrerla a oscuras. Lasuciedad, sin embargo, nunca me preocupó. La gentehace demasiado alboroto en torno a la suciedad. Re-sulta sorprendente comprobar con cuánta rapidez esposible acostumbrarse a no usar pañuelo y a comer enel mismo recipiente en que uno se lava. El hecho dedormir con la ropa que se ha usado durante el día tam-bién dejó de ser penoso al cabo de poco tiempo. Desde

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luego, era imposible quitarse la ropa por la noche, y enespecial las botas: había que estar listo para presentar-se instantáneamente en caso de ataque. En ochenta no-ches me desvestí sólo tres veces, si bien me las ingeniéen diversas ocasiones para quitarme la ropa durante eldía. Hacía demasiado frío como para que hubiera pio-jos, pero las ratas y los ratones abundaban. A menudose dice que no se encuentran ratas y ratones en el mis-mo lugar, pero ello no es cierto cuando hay bastantecomida para ambos.

En otros aspectos nuestra situación no era tan ma-la. La comida era bastante satisfactoria y abundaba elvino. Los cigarrillos seguían distribuyéndose a razónde un paquete diario, los fósforos se entregaban díapor medio y las velas se repartían con regularidad. És-tas eran muy delgadas, como las que suelen verse enun pastel de Navidad, y se suponía que procedían delas iglesias. Cada puesto de la trinchera recibía diaria-mente tres pulgadas de vela, cantidad que duraba unosveinte minutos. En esa época todavía se podía comprarvelas, y yo había traído conmigo una buena cantidad.

Más tarde, la falta de fósforos y velas convirtió nues-tra vida en una tortura. Uno no comprende la impor-tancia de estas cosas hasta que carece de ellas. En unaalarma nocturna, por ejemplo, cuando todo el mundo

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busca a tientas un fusil pisando a los vecinos, la posibi-lidad de encender una luz puede significar la diferenciaentre la vida y la muerte. Cada miliciano contaba conuna yesca y varios metros de mecha amarilla, elemen-tos que, después del fusil, constituían su posesión másimportante. Estas yescas tienen la enorme ventaja deque pueden encenderse aunque sople viento, pero ar-den sin llama, por lo cual no sirven para hacer fuego.Cuando la carencia de fósforos alcanzó su punto culmi-nante, la única forma de conseguir una llama consistíaen sacar la bala del cartucho y encender la cordita conuna yesca.

Era una vida extraordinaria la que llevábamos, unamanera extraordinaria de estar en guerra, si puede ha-blarse de guerra. Toda la milicia protestaba contra lainactividad y clamaba constantemente por saber porque no se nos permitía atacar. Pero resultaba perfec-tamente obvio que no habría ninguna batalla duran-te mucho tiempo, a menos que el enemigo la inicia-ra. Georges Kopp se mostró muy franco con nosotrosen sus giras periódicas de inspección. «Esto no es unaguerra», solía decir, «es una ópera cómica con algunamuerte ocasional». En realidad, el estancamiento enel frente de Aragón obedecía a causas políticas que yoignoraba por completo en esa época, pero las dificulta-

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des puramente militares, aparte de la falta de reservasde hombres, resultaban evidentes.

Para empezar, hay que tener en cuenta la naturale-za de la región. La línea del frente, la nuestra y la delos fascistas, estaba ubicada en posiciones con enor-mes protecciones naturales, a las que por lo generalsólo era posible aproximarse desde un costado. Bas-ta con cavar unas pocas trincheras para que tales lu-gares estén a cubierto de la infantería, salvo que éstasea abrumadoramente numerosa. En nuestra posicióno en la mayoría de las que nos rodeaban, una doce-na de hombres con dos ametralladoras podrían habercontenido a todo un batallón. Ubicados como estába-mos en las cimas de las colinas, constituíamos blancosperfectos para la artillería, pero no había artillería. Aveces me ponía a contemplar el paisaje y ansiaba —conqué pasión!— tener un par de baterías de cañones. Lasposiciones enemigas se podrían haber destruido unatras otra con la misma facilidad con que se parten nue-ces con unmartillo. Pero sencillamente no contábamoscon un solo cañón. Los fascistas lograban a veces traeruno o dos de Zaragoza y hacer unos pocos disparos,tan pocos que nunca calcularon siquiera la distancia ylos proyectiles se hundían inocuamente en los barran-cos vacíos. Frente a ametralladoras y sin artillería sólo

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pueden hacerse tres cosas: permanecer en refugios ca-vados a una distancia segura, digamos cuatrocientosmetros; avanzar a campo abierto y ser masacrados, orealizar ataques nocturnos en pequeña escala que nomodifican la situación general. En la práctica, la alter-nativa es estancamiento o suicidio.

Y a todo esto había que añadir la carencia de ma-terial de guerra de todo tipo. Se necesita un cierto es-fuerzo para comprender lo mal armadas que estabanlas milicias en esa época. Cualquier escuela OTC de In-glaterra se parecía mucho más a un ejército modernoque nosotros. El mal estado de nuestras armas era tanincreíble que vale la pena describirlo en detalle.

Toda la artillería asignada a este sector del frenteconsistía en cuatro morteros de trinchera con quincecargas cada uno. Desde luego, eran demasiado valiososcomo para ser utilizados, por lo cual eran guardadosen Alcubierre. Había ametralladoras en la proporciónaproximada de una por cada cincuenta hombres; eranarmas viejas, pero bastante precisas hasta una distan-cia de trescientos a cuatrocientos metros. Aparte deesto, sólo contábamos con nuestros fusiles, la mayoríade los cuales sólo valían como hierro viejo. Se utiliza-ban tres tipos de fusil. Uno era el máuser largo; casi to-dos con más de veinte años de antigüedad, con miras

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tan útiles como un velocímetro roto y la estría com-pletamente oxidada. A pesar de ello, uno de cada diezno funcionaba del todo mal. Luego teníamos el máu-ser corto, o mosquetón, que es en realidad un arma decaballería. Gozaba de mayor popularidad que los otrosporque era más liviano, estorbaba menos en la trinche-ra y, también, porque era comparativamente nuevo yparecía más eficaz. En verdad, se trataba de armas ca-si inútiles. Estaban hechas con partes de otras armas,ningún cerrojo correspondía a su fusil, y podía darsepor descontado que el setenta y cinco por ciento de-jaba de funcionar después de cinco tiros. También ha-bía unos pocos Winchester, muy cómodos de manejo,pero enormemente imprecisos y que había que cargardespués de cada tiro, puesto que no se disponía de loscargadores correspondientes. Las municiones eran tanescasas que cada recién llegado apenas recibía cincuen-ta cargas, la mayoría de ellas de muy mala calidad. Loscartuchos de fabricación española eran todos usadosy vueltos a cargar y atascaban el mejor de los fusiles.En cambio, los mexicanos eran superiores, por lo cualeran reservados para las ametralladoras. La mejor mu-nición era la de origen alemán, pero como ésta pro-venía únicamente de los prisioneros y desertores, noabundaba demasiado. Yo tenía siempre en el bolsillo

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un paquete de cartuchos alemanes o mexicanos parautilizar en caso de emergencia. Pero, en la práctica, sise llegaba a producir una emergencia, casi nunca dis-paraba mi fusil: tenía demasiado miedo de que se tra-bara aquel maldito trasto y quería reservar por lo me-nos una carga que disparase de verdad. No teníamoscascos ni bayonetas, carecíamos de revólveres o pisto-las y no había más que una granada por cada cincoo diez hombres. La granada utilizada en esa época eraun objeto terrorífico conocido como «granada FM», in-ventada por los anarquistas en los primeros días de laguerra. Se basaba en el principio de una bomba Milís,pero la palanca no estaba sostenida por un seguro, sinopor un trozo de cinta adhesiva. Al arrancar la tira ha-bía que librarse de ella a la mayor velocidad posible. Sedecía que estas granadas eran «imparciales»: matabantanto al enemigo como a quien las arrojaba. Disponía-mos de varios tipos más, incluso más primitivos, peroprobablemente algo menos peligrosos… para el que ti-raba, por supuesto. Hasta finales de marzo no vi unagranada digna de tal nombre.

A la escasez de armas se sumaba la de todos los otroselementos de importancia en una guerra. No teníamosmapas ni planos, por ejemplo. En España nunca se ha-bía hecho un registro cartográfico completo, y los úni-

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cosmapas detallados de esa zona eran los viejos mapasmilitares, casi todos en poder de los fascistas. No con-tábamos con telémetros, telescopios, periscopios, pris-máticos —excepto unos pocos de propiedad privada—,luces de Bengala o Veri, tenazas para cortar las alam-bradas, herramientas de armero, ni tampoco siquieracon material de limpieza. Los españoles no parecíanhaber oído hablar nunca de una baqueta y me obser-varon sorprendidos mientras yo la fabricaba. Cuandouno quería limpiar el fusil, lo llevaba al sargento, quienposeía una larga varilla de latón invariablemente tor-cida que, por lo tanto, raspaba el cañón. Ni siquiera ha-bía aceite para las armas. Eran lubricadas con aceite deoliva, cuando se podía conseguir. En distintas ocasio-nes tuve que engrasar el mío con vaselina, con cremapara el cutis y hasta con tocino. Además, no teníamosfaroles ni linternas. Creo que en todo nuestro sectorno había nada parecido a una linterna eléctrica, y elsitio más cercano donde se podía conseguir una eraBarcelona, y eso no sin dificultades.

A medida que transcurría el tiempo y los aisladosdisparos de fusil resonaban entre las colinas, comen-cé a preguntarme con creciente escepticismo si algu-na vez ocurriría algo que proporcionara un poco devida, o más bien un poco de muerte, a esa extravagan-

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te guerra. Luchábamos contra la pulmonía, no contrahombres. Cuando las trincheras están separadas pormás de quinientos metros, nadie resulta herido si noes por casualidad. Desde luego, había bajas, pero ensu mayoría no eran causadas por el enemigo. Si la me-moria no me engaña, los primeros cinco heridos quevi en España debían sus lesiones a nuestras propias ar-mas, y no quiero decir que fueran intencionadas, desdeluego, sino producto de un accidente o descuido. Nues-tros gastados fusiles constituían un verdadero peligro.Algunos de ellos dejaban escapar el tiro si la culata segolpeaba contra el suelo; vi un hombre con la manoatravesada por un proyectil a causa de este defecto. Yen la oscuridad, los reclutas novatos se tiroteaban con-tinuamente entre sí. Cierta vez, cuando todavía no eranoche cerrada, un centinela me disparó desde una dis-tancia de veinte metros, y me erró por uno.Quién sabecuantas veces la mala puntería española me salvó la vi-da. En otra ocasión, al salir de patrulla en medio de laniebla, tomé la precaución de avisar de antemano aljefe de la guardia. Al regresar, tropecé contra un ar-busto; el centinela comenzó a gritar que los fascistasse acercaban y tuve el placer de oír al jefe de la guardiaordenar que dispararan sin demora. Por supuesto, memantuve echado y las balas pasaron por encima sin

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lastimarme. No hay nada que pueda convencer a unespañol, sobre todo a un español joven, de que las ar-mas de fuego son peligrosas. Cierta vez, poco despuésdel episodio Anterior, me encontraba fotografiando aunos soldados encargados de una ametralladora, queapuntaba directamente hacia mí.

—No tiréis —dije en tono de broma, mien-tras enfocaba la cámara.—Oh no, no tiraremos.

Un segundo después oí fuertes estampidos y nume-rosas balas pasaron tan cerca de mi cara que unos gra-nos de cordita me irritaron la mejilla. No hubo malaintención y a los milicianos les pareció una estupendabroma. Unos pocos días antes habían visto a un pobreconductor de mulas accidentalmente muerto de cincobalazos por un delegado político que hacía el payasocon una pistola automática.

Las difíciles contraseñas que la milicia utilizaba enesa época constituían otra fuente de peligros. Se trata-ba de complicadas consignas dobles en las cuales eranecesario responder a una palabra con otra. Por lo ge-neral tenían un acento afirmativo y revolucionario, tal

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como cultura-progreso, o seremos-invencibles, y a me-nudo resultaba imposible conseguir que los centine-las analfabetos recordaran estas palabras altisonantes.Recuerdo que una noche la contraseña era Cataluña-heroica, y un joven campesino de rostro redondo, lla-mado Jaime Doménech, se me acercó, muy desconcer-tado, y me pidió que le explicara:

—Heroica… ¿Qué quiere decir heroica?

Le expliqué que era sinónimo de valiente. Poco des-pués avanzaba tropezando por la trinchera a oscurascuando el centinela le gritó:

—¡Alto! ¡Cataluña!—¡Valiente! —respondió Jaime, seguro derecordar la palabra exacta.—¡Bang!

Afortunadamente, el centinela erró. En esta guerra,todo el mundo le erraba a todo el mundo, siempre quefuera humanamente posible.

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Hacía unas tres semanas que estábamos en el frente,cuando llegó a Alcubierre un contingente de veinte otreinta hombres enviados desde Inglaterra por el ILP[Partido Laborista Independiente], y como se decidióque los ingleses estuviéramos juntos en este frente, aWilliam y amí nos llevaron donde ellos. Nuestra nuevaposición estaba situada en Monte Oscuro, varios kiló-metros hacia el oeste y a la vista de Zaragoza.

La posición estaba encaramada en una especie decresta afilada de piedra caliza, con cuevas cavadas ho-rizontalmente en el risco como nidos de golondrinas.Aquéllas se prolongaban increíblemente en la roca,eran muy oscuras y tan bajas que no se podía recorrer-las ni siquiera de rodillas. En los picos situados a nues-tra izquierda había otras dos posiciones del POUM,una de las cuales constituía un objeto de fascinaciónpara todos los hombres de la línea de fuego, pues allíse encargaban de la cocina tres milicianas. Estas muje-

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res no eran precisamente hermosas, pero se consideróconveniente aislarlas de los hombres de otras compa-ñías. Quinientos metros a nuestra derecha, en la cur-va orientada hacia Alcubierre, en el lugar donde el ca-mino estaba en poder de los fascistas, había un puestodel PSUC. Por la noche podíamos ver las lámparas denuestros camiones de abastecimiento provenientes deAlcubierre y, al mismo tiempo, las de los fascistas quevenían de Zaragoza. A unos veinte kilómetros hacia elsudoeste también Zaragoza era visible: una delgada hi-lera de luces como ojos de buey de un barco iluminado.Las tropas del gobierno la contemplaban en la distan-cia desde 1936, y siguen contemplándola todavía.

Nosotros éramos unos treinta (incluido Ramón, unespañol, cuñado de William), y además una docena deespañoles encargados de las ametralladoras. Aparte deuna o dos excepciones inevitables —como es bien sabi-do, la guerra atrae mucha gentuza— los ingleses cons-tituían un grupo excepcionalmente bueno, tanto físicacomo mentalmente. Quizá el mejor de todos era BobSmillie, nieto del famoso dirigente minero, y que mástarde encontró una muerte tan perversa y absurda enValencia. Dice mucho en favor del carácter español elhecho de que los ingleses y los españoles siempre sellevaran bien, a pesar de la dificultad idiomática. Des-

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cubrimos que todos los españoles conocían dos expre-siones inglesas: una era «OK, baby»; y la otra, una pa-labra utilizada por las prostitutas de Barcelona en sutrato con los marineros ingleses y que me temo que loscajistas se negarían a imprimir.

Una vez más, en el frente no ocurría nada, excep-tuando alguna bala esporádica y, muy rara vez, el es-trépito de unmortero fascista que nos hacía correr has-ta la trinchera más alta para ver contra qué colina seestrellaban los proyectiles. Aquí el enemigo estaba al-go más cerca, quizá a unos trescientos o cuatrocientosmetros. La posición más próxima quedaba exactamen-te frente a la nuestra, con un nido de ametralladorascuyas troneras muy a menudo nos tentaban a desper-diciar cartuchos. Los fascistas rara vez molestaban condisparos de fusil, pero enviaban en cambio nutridas rá-fagas de ametralladora contra cualquier miliciano quese dejara ver. Con todo, transcurrieron más de diezdías hasta que tuvimos nuestra primera baja. Las tro-pas situadas delante de nosotros eran españolas pero,según los desertores, había algunos oficiales alemanessin mando. Tiempo atrás estuvieron también los mo-ros —¡pobres diablos, cómo deben de haber sufrido elfrío!—, pues en la tierra de nadie todavía quedaba elcadáver de un moro que constituía una de las curio-

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sidades del lugar. Aproximadamente a dos o tres kiló-metros a nuestra izquierda, la línea del frente se inte-rrumpía y comenzaba una extensión de terreno, muybaja y cubierta de espesa vegetación, que no pertene-cía ni a los fascistas ni a nosotros. Ambos bandos so-lían realizar allí patrullas diurnas. Aquello no estabamal como entrenamiento para boy scouts. Yo nuncavi una patrulla fascista a una distancia menor de va-rios cientos de metros. Después de mucho reptar eraposible atravesar en parte las líneas fascistas e inclusover la granja donde ondeaba la bandera monárquica yque hacía las veces de cuartel general. De cuando encuando disparábamos nuestras armas y luego nos po-níamos a cubierto antes de que las ametralladoras nospudieran localizar. Espero que hayamos roto al menosalgunas ventanas, pero con tales fusiles y desde másde ochocientos metros uno no podía estar seguro deacertarle ni siquiera a una casa.

El tiempo casi siempre era frío y claro; a veces bri-llaba el sol al mediodía, pero siempre hacía frío. Por to-das partes, sobre las laderas, se veían asomar los brotesverdes del azafrán o el lirio silvestre. La primavera seaproximaba, evidentemente, aunque con mucha lenti-tud. Las noches eran más frías que nunca. Durante lamadrugada, cuando volvíamos de la guardia, solíamos

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reunir lo que quedaba del fuego de la cocina y nos pa-rábamos sobre las brasas al rojo. Era malo para las bo-tas, pero muy bueno para los pies. Sin embargo, habíaamaneceres en que el espectáculo de la aurora entrelos cerros casi nos hacía alegrarnos de no estar en lacama a esas horas desapacibles. No me gusta la monta-ña, ni siquiera como espectáculo. Sin embargo, aunqueuno hubiera estado despierto toda la noche, con laspiernas adormecidas hasta la rodilla, y supiera que nohabía ninguna esperanza de comer durante otras treshoras, a veces valía la pena contemplar la aurora quesurgía detrás de las colinas, las primeras estrechas ve-tas de oro que como espadas atravesaban la oscuridad,y luego la luz creciente y los mares de nubes carme-síes alargándose hasta distancias inconcebibles. En elcurso de esa campaña vi amanecer más veces que du-rante toda mi vida anterior, y que en la que me queda,espero.

Nos faltaban hombres allí, lo cual significaba guar-dias más prolongadas y mucha más fatiga. Yo comen-zaba a sentir la falta de sueño, que resulta inevitableincluso en la más tranquila de las guerras. Aparte delas guardias y las patrullas había constantes alarmasnocturnas. De cualquier manera, no se puede dormirbien en un horrible agujero cavado en la tierra, con

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los pies doloridos de frío. Durante mis primeros treso cuatro meses en el frente no creo haber pasado másde una docena de días enteros sin dormir; pero tam-bién es cierto que no llegué a dormir una docena denoches sin interrupción. Veinte o treinta horas de sue-ño por semana representaban una cantidad bastantenormal. Los efectos de este tipo de vida no eran tanmalos como podría esperarse; uno llegaba a sentirsebastante estúpido, y la tarea de subir y bajar por lasladeras se tornaba cada día más difícil, pero nos sentía-mos relativamente bien y estábamos constantementehambrientos, tremendamente hambrientos. Cualquiercomida nos parecía sabrosa, hasta las eternas judíasque todos en España terminamos por odiar. El agua eramuy escasa y nos llegaba desde lejos a lomos de mulaso de sufridos burritos. Por algún motivo, los campesi-nos de Aragón trataban bien a las mulas, peromuymala los burros. Si un burro se negaba a avanzar era nor-mal patearle los testículos. Había cesado ya el repartode velas y los fósforos escaseaban. Los españoles nosenseñaron a hacer lámparas de aceite de oliva con unalata de leche condensada, una cápsula de cartucho yun pedazo de trapo. Cuando teníamos aceite de oliva,lo cual no era frecuente, estos objetos ardían con una

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llama vacilante, de un poder equivalente a un cuartode vela, que alcanzaba apenas para encontrar el fusil.

Parecía no haber ninguna esperanza de una verdade-ra lucha. Cuando abandonamos Monte Pocero, contémis cartuchos y así comprobé que, en casi tres sema-nas, sólo había disparado tres veces contra el enemigo.Se dice que hacen falta mil balas para matar a un hom-bre y, a ese paso, transcurrirían veinte años antes deque matara a mi primer fascista. En Monte Oscuro, laslíneas estaban más cercanas y se disparaba con mayorfrecuencia, pero estoy razonablemente seguro de quenunca le acerté a nadie. De hecho, en este frente y du-rante este período de la guerra la verdadera arma noera el fusil, sino el megáfono. Imposibilitados de ma-tar al enemigo, le gritábamos. Este método bélico estan extraordinario que requiere una explicación.

En todos los puntos donde las líneas de fuego seencontraban a una distancia que permitiera oírse, seproducían frecuentes griteríos de trinchera a trinche-ra. Desde la nuestra se oía: «¡Fascistas, maricones!».Desde la trinchera fascista: «¡Viva España! ¡ Viva Fran-co!»; o bien, cuando sabían que entre nosotros ha-bía algunos ingleses: «¡Largaos a vuestra casa, ingle-ses! ¡Aquí no queremos extranjeros!». En el bando gu-bernamental, en las milicias partidistas, el método de

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hacer propaganda a gritos para socavar la moral delenemigo se había convertido ya en una verdadera téc-nica. En todas las posiciones adecuadas, algunos hom-bres, por lo general los encargados de las ametrallado-ras, recibían órdenes de dedicarse a gritar y eran pro-vistos de megáfonos. Preferentemente gritaban fraseshechas, plenas de intenciones revolucionarias, para ex-plicar a los soldados fascistas que eran meros lacayosdel capitalismo internacional, que luchaban contra supropia clase, etcétera, etcétera, e incitarlos a pasarsea nuestro lado. Sucesivos grupos de hombres las repe-tían una y otra vez, en algunas oportunidades durantetoda la noche. No cabía la menor duda de que el mé-todo surtía efecto, y todos estaban de acuerdo en quela corriente de desertores del campo fascista se debía,en parte, a la propaganda. Deteniéndose a pensarlo, esfácil comprender que el eslogan «¡No luches contra tupropia clase!», resonando una y otra vez en la oscuri-dad, debe de haber producido una gran impresión enel ánimo del pobre centinela que tiritaba de frío en supuesto, quizá alistado contra su voluntad y probable-mente miembro de un sindicato socialista o anarquis-ta.

Desde luego, tal procedimiento no se ajusta a la con-cepción inglesa de la guerra. Admito que me sentí sor-

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prendido, atónito y escandalizado la primera vez. ¡Pro-curar convertir al enemigo en lugar de matarlo! Aho-ra pienso que, desde cualquier punto de vista, se tra-taba de una maniobra legítima. En la guerra corrien-te de trincheras, cuando no existe artillería, resulta enextremo difícil provocar bajas en el enemigo sin per-der igual número de hombres. Si es posible inmovilizarcierta cantidad de soldados llevándolos a desertar, tan-to mejor; después de todo, los desertores son muchomás útiles que los cadáveres, pues pueden proporcio-nar información. Pero, al comienzo, tal procedimientonos desalentó a todos; nos hizo sentir que los españo-les no se tomaban esta guerra suficientemente en se-rio. El que gritaba en el puesto del PSUC establecidoa nuestra derecha era un verdadero artista. A veces,en lugar de gritar frases revolucionarias, simplemen-te contaba a los fascistas cuánto mejores eran los ali-mentos que nosotros recibíamos. Su descripción de lasraciones del gobierno tendía a embellecer un poco lascosas. «¡Tostadas conmantequilla!», podía oírse en losecos que resonaban a través del valle solitario. «Aquíestamos sentados comiendo tostadas con mantequilla.¡Deliciosas tostadas conmantequilla!» No dudo de queél, como el resto de nosotros, no había visto mantequi-lla durante semanas o meses, pero en la noche helada,

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la imagen de tostadas con mantequilla quizá logró quea muchos fascistas se les hiciera la boca agua. Eso eslo que me ocurrió incluso a mí, aun a sabiendas de quementía.

Cierto día de febrero vimos aproximarse un aviónfascista. Como de costumbre, una ametralladora esta-ba emplazada al descubierto, con el cañón hacia arri-ba; nos echamos de espaldas para apuntar mejor. Novalía la pena bombardear nuestras posiciones aisladasy, por lo general, los pocos aeroplanos fascistas quepasaban por allí hacían un rodeo para evitar el fuegode la ametralladora. Esta vez el avión voló por enci-ma de nosotros, demasiado alto como para que valierala pena abrir fuego, y dejó caer no bombas; sino unosobjetos blancos brillantes que giraban y giraban en elaire. Unos pocos cayeron en la posición. Eran ejempla-res de un periódico fascista, el Heraldo de Aragón, queanunciaba la caída de Málaga.

Esa noche los fascistas llevaron a cabo una especiede ataque por sorpresa. En el momento en que me des-lizaba debajo de la manta, medio muerto de sueño, seoyó el silbido de las balas sobre nuestras cabezas y al-guien gritó: «¡Están atacando!». Empuñé el fusil y as-cendí hasta mi puesto, ubicado en la cumbre de la po-sición, junto a la ametralladora. El ruido era diabólico.

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Creo que el fuego de cinco ametralladoras se cernía so-bre nosotros, y hubo una serie de pesados estruendosprovocados por las granadas que los fascistas arroja-ban sobre su propio parapeto de la forma más idiota.La oscuridad era total. Muy abajo, en el valle situado anuestra izquierda, se podía ver el resplandor verdosode los fusiles desde donde una pequeña partida de fas-cistas, probablemente una patrulla, nos disparaba. Lasbalas volaban a nuestro alrededor en la oscuridad, crac-pfiu-crac. Unos cuantos proyectiles pasaron silbandopor encima de nosotros, pero cayeron lejos y, comosolía ocurrir en esta guerra, la mayoría de ellos no ex-plotó. Pasé unmal rato cuando una nueva ametrallado-ra abrió fuego desde la colina situada a nuestra espal-da. En realidad se trataba de un arma llevada allí paraapoyarnos, pero en ese momento parecía como si estu-viéramos rodeados. Nuestra ametralladora no tardó enencasquillarse, como ocurría siempre con esos cartu-chos, y la baqueta se había perdido en la impenetrableoscuridad. Evidentemente, no se podía hacer nada, ex-cepto quedarse quieto y esperar un tiro. Los españolesa cargo de la ametralladora no quisieron ponerse a cu-bierto y, de hecho, se expusieron deliberadamente, porlo que me vi obligado a hacer lo mismo. Intrascenden-te como fue, la experiencia me resultó muy interesan-

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te. Era la primera vez que me encontraba literalmentebajo el fuego y, con gran humillación, comprobé queme sentía completamente asustado; he observado quesiempre se siente lo mismo bajo el fuego graneado, nose teme tanto el ser herido como no saber dónde seproducirá la herida. Uno se pregunta todo el tiempopor dónde entrará la bala, y eso otorga al cuerpo unamuy desagradable sensibilidad.

Al cabo de una o dos horas, el fuego fue atenuándosey finalmente cesó. Teníamos una sola baja. Los fascis-tas habían llevado un par de ametralladoras a tierra denadie, pero manteniéndose a una distancia prudencial,sin hacer intento alguno por asaltar nuestro parapeto.Ciertamente, no estaban efectuando un ataque, sinotan sólo desperdiciando cartuchos y haciendo muchoruido para celebrar la caída de Málaga. La importan-cia central del episodio radicó en que aprendí a leer enlos periódicos, con actitud menos crédula, las noticiasde guerra. Un día o dos más tarde, los periódicos y laradio anunciaron que un tremendo ataque con caballe-ría y tanques (subiendo por una ladera perpendicular)había sido rechazado por los heroicos ingleses.

Cuando los fascistas nos informaron de que Mála-ga había caído, lo tomamos como una mentira, pero aldía siguiente llegaron rumores más convincentes y al-

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go más tarde se admitió la caída de forma oficial. Pocoa poco fuimos conociendo toda la desgraciada historia:la ciudad había sido evacuada sin disparar un tiro y lafuria de los italianos no se había descargado sobre lastropas, que ya no estaban, sino sobre la infortunada po-blación civil, algunos de cuyos miembros fueron per-seguidos y ametrallados durante unos doscientos kiló-metros. Las noticias produjeron escalofríos a lo largodel frente, pues cualquiera que hubiera sido la verdad,todos los milicianos creían que la pérdida deMálaga sedebía a una traición. Era la primera vez que oía hablarde traición o de divergencias en cuanto a los objetivos.Comenzaron a despertarse en mi mente vagas dudasacerca de esta guerra en la que, hasta entonces, la cues-tión del bien y del mal me había parecido bellamentesimple.

Amediados de febrero abandonamosMonte Oscuro.Fuimos enviados, junto con todas las tropas del POUMde ese sector, a integrar el ejército que sitiaba Huesca.Tuvimos que hacer un viaje de noventa kilómetros encamión, a través de la planicie invernal, donde las vi-des podadas aún no tenían brotes y las espigas de la ce-bada de invierno apenas asomaban sobre el suelo ate-rronado. A cuatro kilómetros de nuestras trincheras,Huesca brillaba pequeña y clara como una ciudad for-

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mada por casas de muñecas. Meses antes, cuando cayóSiétamo, el comandante general de las tropas guberna-mentales había comentado alegremente: «Mañana to-maremos café en Huesca». Resultó estar equivocado.Se produjeron sangrientos ataques, pero la ciudad nocayó, y «Mañana tomaremos café en Huesca» se con-virtió en una broma en todo el ejército. Si alguna vezregreso a España, no dejaré de tomar una taza de caféen Huesca.

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Al este de Huesca nada o casi nada ocurrió hastafinales de marzo. Estábamos a mil doscientos metrosdel enemigo. Cuando los fascistas fueron obligados aretroceder hasta Huesca, las tropas del ejército republi-cano que dominaban esa parte del frente no se habíanmostrado demasiado fervorosas en su avance, de mo-do que la línea formaba una especie de bolsa. Más tar-de sería necesario adelantarla —tarea muy incómodabajo el fuego—, pero por el momento el enemigo noparecía existir; nuestra única preocupación consistíaen combatir el frío y conseguir suficientes alimentos.

Mientras tanto, la rutina diaria mejor dicho, noctur-na, las tareas cotidianas. Hacer guardia, patrulla, cavar.Lluvia, barro, vientos ululantes y ocasionalmente ne-vadas. No fue hasta mediados de abril que las nochesse tornaron algo más cálidas. Allí arriba, en la mese-ta, los días de marzo se parecían en su mayoría a losde Inglaterra, con sus brillantes cielos azules y vientos

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continuos. En el lugar donde la línea del frente atra-vesaba huertos y jardines desiertos, la cebada de in-vierno ya tenía unos treinta centímetros de altura, ca-pullos blancos se formaban en los cerezos y, buscandoen las zanjas, se podían encontrar violetas y una espe-cie de jacinto silvestre semejante a un ejemplar bordede campanilla azul, inmediatamente detrás de la líneacorría un hermoso y burbujeante arroyito verde: erala primera agua transparente que había visto desde millegada. Cierto día apreté los dientes y me metí en ellapara darme el primer baño en seis semanas. Fue lo quepodría llamarse un baño breve, puesto que el agua eraprincipalmente agua de deshielo y la temperatura nodebía de andar muy por encima de los cero grados.

Mientras tanto, nada ocurría; jamás ocurría nada.Los ingleses habían adquirido el hábito de decir queésa no era una guerra, sino una maldita pantomima.Casi nunca estábamos bajo el fuego directo de los fas-cistas. El único peligro provenía de las balas perdidas,las cuales, como las líneas del frente se curvaban haciaadelante en ambos lados, procedían de varias direccio-nes. Todas las bajas en ese periodo se debieron a estacausa. Arthur Clinton recibió una bala misteriosa quele aplastó el hombro izquierdo, inutilizándole el brazopara siempre, según me temo. De vez en cuando había

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algo de fuego de artillería, pero con muy poca efica-cia. El silbido y el estallido de los proyectiles era con-siderado, en realidad, como una especie de diversión.Los fascistas nunca arrojaban bombas sobre nuestroparapeto. Unos centenares de metros detrás de noso-tros había un establecimiento de campo, con grandesedificios, llamado La Granja, utilizado como depósito,cuartel general y cocina en nuestro sector. Ése era elblanco de los artilleros fascistas, pero como estaban acinco o seis kilómetros de distancia y no apuntabanbien, jamás lograron algo más que romper las venta-nas y desconchar las paredes. Sólo se corría peligro siuno se encontraba ascendiendo cuando comenzaba elfuego y si las bombas caían a ambos lados del camino.Aprendimos casi enseguida el misterioso arte de adivi-nar por el sonido de un proyectil a qué distancia caería.Las bombas que los fascistas disparaban en ese períodoeran vergonzosamente malas. Aunque usaban proyec-tiles de 150 milímetros, nunca hacían un orificio ma-yor de dos metros de ancho por uno de profundidad,y por lo menos uno de cada cuatro no explotaba. Co-rrían los habituales cuentos románticos de sabotaje enlas fábricas fascistas y de proyectiles sin explotar enlos que, en lugar de la carga, se encontraba un pedazode papel con la leyenda «Frente Rojo», pero nunca vi

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ninguno. La verdad es que se trataba de proyectiles vie-jísimos; alguien encontró una vez una espoleta con lafecha de 1917. Los cañones fascistas eran de la mismaconstrucción y calibre que los nuestros, y a menudo sereacondicionaban los proyectiles sin explotar y se losvolvía a utilizar. Se decía que había un viejo proyectil,con un apodo propio, que viajaba todos los días de unlado al otro sin explotar jamás.

Por la noche se solían enviar pequeñas patrullas atierra de nadie para que se ubicaran en zanjas cava-das cerca de las líneas fascistas y trataran de escucharsonidos (toques de trompeta, bocinas de automóvil, et-cétera), que indicaran actividad en Huesca. Había unconstante ir y venir de tropas fascistas, y los informesde esas patrullas permitían calcular, en cierta medida,la envergadura de tales movimientos. Teníamos ordenespecial de informar sobre el sonido de campanas deiglesias. Según parecía, los fascistas siempre oían misaantes de entrar en acción. Entre los campos y los huer-tos había chozas de barro abandonadas que era reco-mendable explorar con un fósforo encendido luego detapar las ventanas. A veces se encontraba un valiosobotín, tal como un hacha pequeña o una cantimplo-ra fascista (mejor que las nuestras y muy codiciadas).También se podían explorar durante el día, pero en-

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tonces había que hacerlo casi todo el tiempo a cuatropatas.

Resultaba extraño arrastrarse por esos campos va-cíos donde todo se había detenido en el preciso mo-mento de la cosecha. Los cultivos del año anterior nose habían tocado. Las viñas sin podar serpenteabansobre el terreno, las mazorcas de maíz estaban durascomo piedras, la remolacha se había hipertrofiado enenormes masas leñosas. ¡Cómo — deben de haber mal-decido a ambos ejércitos los campesinos!

A veces, grupos de hombres salían a recoger pata-tas en tierra de nadie. A dos kilómetros a nuestra dere-cha, donde ambas líneas estaban más próximas, habíaun campo de patatas frecuentado por ambos bandos.Nosotros íbamos durante el día, y ellos sólo por la no-che, ya que se encontraba dominado por nuestras ame-tralladoras. Una noche, con gran indignación nuestra,se lanzaron en masa y limpiaron todo el terreno. Des-cubrimos otro campo un poco más adelante, dondeprácticamente no había ninguna protección y tenía-mos que recoger las patatas de bruces, posición real-mente agotadora. Si las ametralladoras fascistas nosdescubrían, debíamos aplastarnos como la rata que pa-sa por debajo de una puerta, mientras las balas desme-nuzaban los terrones de tierra a nuestro alrededor. En

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ese momento parecía valer la pena. Las patatas comen-zaban a escasear. Si uno conseguía llenar una bolsa,podía cambiarlas en la cocina por una cantimplora decafé.

Y continuaba sin ocurrir nada, y no parecía que lascosas fueran a cambiar. «¿Cuándo vamos a atacar?¿Por qué no atacamos?», eran las preguntas que unooía día y noche entre españoles e ingleses. Cuando sepiensa en lo que significa luchar; resulta extraño quelos soldados anhelen hacerlo y, no obstante, sin duda,lo desean. En los períodos estacionarios de la guerra,hay tres cosas que todos los soldados anhelan: una ba-talla, más cigarrillos y una semana de permiso. Ahoraestábamos algo mejor armados que antes. Cada hom-bre tenía ciento cincuenta cargas de munición en lu-gar de cincuenta, y sucesivamente fueron entregándo-nos bayonetas, cascos de acero y unas pocas granadas.Corrían constantes rumores sobre inminentes batallas,rumores que, según he pensado desde entonces, erandifundidos de forma deliberada para mantener alta lamoral de la tropa. No necesitaba gran conocimientomilitar para darme cuenta de que no habría ningunaacción importante en ese lado de Huesca, por lo menosen aquel momento. El punto estratégico era la carrete-ra que conducía a Jaca, en el otro sector. Más tarde,

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cuando los anarquistas atacaron la carretera de Jaca,nuestra tarea consistió en hacer «ataques de distrac-ción» y obligar a los fascistas a retirar tropas del otrolado.

Durante todo este tiempo, unas seis semanas, sólose realizó una acción en nuestra parte del frente. Fueun ataque que nuestras tropas de choque dirigieroncontra el Manicomio, un asilo para enfermos menta-les fuera de uso que los fascistas habían convertido enuna fortaleza. Varios cientos de refugiados alemanesque servían en el POUM habían constituido un bata-llón especial llamado Batallón de Choque, el cual, des-de un punto de vista militar; se encontraba a un ni-vel superior al alcanzado por el resto de la milicia. Sinduda, se parecían más a soldados que cualquier otratropa que yo haya visto en España, exceptuando laGuardia de Asalto y sectores de la Columna Interna-cional. El ataque, como de costumbre, se vio frustrado.¿Cuántas operaciones efectuadas en esta guerra portropas del gobierno no acabarían por frustrarse? El Ba-tallón de Choque tomó el Manicomio por asalto, perolos hombres de no recuerdo ya qué milicia, encarga-dos de apoyarlo ocupando la colina vecina al Manico-mio, sufrieron una derrota aplastante. El capitán quelos comandaba era uno de esos militares de carrera, de

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lealtad dudosa, a quienes el gobierno persistía en em-plear. Fuera por miedo o por traición, puso sobre avisoa los fascistas arrojando una granada cuando estabana doscientos metros. Me satisface poder decir que sushombres lo mataron en el acto. Pero el ataque perdiósu carácter de sorpresa, y los milicianos fueron macha-cados por un fuego cerrado y expulsados de la colina.Al anochecer; la milicia de choque tuvo que abandonarel Manicomio. Durante toda la noche, las ambulanciasenfilaron el abominable camino a Siétamo, terminandode matar a los heridos graves con sus vaivenes.

Por aquel entonces todos teníamos piojos. Si bien se-guía haciendo frío, la temperatura ya permitía su apa-rición. Sobre asquerosos bichos corporales tengo unaamplia experiencia y puedo afirmar que, en cuanto aensañamiento, el piojo sobrepasa a todo lo conocido.Otros insectos, los mosquitos por ejemplo, hacen su-frir más, pero, por lo menos, no son bichos residentes.El piojo a veces se asemeja a un diminuto cangrejo, yvive preferentemente en los pantalones. Aparte de que-mar la ropa, no hay otra manera conocida de librarsede él. En las costuras de los pantalones depositan susbrillantes huevos blancos, como diminutos granos dearroz, que originan grandes familias a extraordinariavelocidad.

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Creo que a los pacifistas les sería útil ilustrar sus es-critos con fotografías ampliadas de piojos. ¡Gloria dela guerra, sin duda! En la guerra, todos los soldados tie-nen piojos, al menos cuando hace bastante calor. Loshombres que lucharon en Verdún, Waterloo, Flandes,Senlac, Las Termópilas, todos ellos tenían piojos arras-trándose por sus testículos. Nosotros logramos mante-nerlos a raya, hasta cierto punto, quemando los huevosy bañándonos con tanta frecuencia como podíamos so-portarlo. Nada, sino la existencia de piojos, me hubieraarrastrado hasta ese río helado.

Todo escaseaba: botas, ropa, tabaco, jabón, velas,fósforos, aceite de oliva. Nuestros uniformes se caíana pedazos, y muchos de los hombres carecían de bo-tas y usaban sandalias con suela de esparto. Por todaspartes se veían pilas de calzado desgastado. Una vezmantuvimos ardiendo un fuego durante dos días a ba-se de botas, que no constituían u mal combustible. Poresa épocami esposa se encontraba en Barcelona y solíamandarme té, chocolate y hasta cigarros, cuando eraposible conseguirlos; incluso en Barcelona todo esca-seaba, en especial el tabaco. El té era un regalo del cie-lo, aunque carecíamos de leche y casi nunca teníamosazúcar. Desde Inglaterra siempre enviaban paquetes alos hombres de nuestro contingente, pero nunca lle-

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gaban; alimentos, ropa, cigarrillos, todo era rechazadopor la oficina de correos o confiscado en Francia. Re-sulta bastante curioso que la única entidad que logrómandar paquetes de té —y, en una memorable ocasión,una lata de bizcochos— a mi esposa fue la Army andNavy Stores. ¡Pobre Army and Navy! Cumplían su de-ber con notable eficacia, pero quizá se habrían sentidomás felices si el contenido hubiera ido a parar al ban-do franquista de la barricada. Lo peor era la escasez detabaco. Al comienzo se nos entregaba un paquete decigarrillos por día, luego sólo ocho cigarrillos diariosy después cinco. Por fin, hubo diez días espantosos enque no se distribuyó nada de tabaco. Por primera vezen España, vi algo que se ve todos los días en Londres:gente recogiendo colillas. Hacia finales demarzo semeinfectó una mano; me la abrieron y tuve que llevar elbrazo en cabestrillo. Tuve que ingresar en un hospi-tal, pero no valía la pena ir a Siétamo por una heridatan leve, de modo que permanecí en el llamado hospi-tal de Monflorite, que no era otra cosa que un centrode distribución de heridos. Estuve allí diez días, partede ellos en cama. Los practicantes me robaron casi to-dos los objetos de valor que poseía, incluidas la máqui-na fotográfica y las fotos. Todos robaban en el frente,como efecto inevitable de la escasez, pero el personal

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hospitalario siempre era el más ladrón. Tiempo des-pués, en el hospital de Barcelona un norteamericano,que había viajado para unirse a la Columna Internacio-nal en una nave que fue torpedeada por un submarinoitaliano, me contó que lo habían llevado herido hastala orilla y que, mientras lo subían a la ambulancia, loscamilleros le robaron el reloj de pulsera.

Mientras tuve el brazo en cabestrillo, pasé variosdías felices vagando por la campiña. Monflorite erael acostumbrado amontonamiento de casas de barroy piedra, con estrechas callejuelas tortuosas semides-trozadas por los cañones hasta el punto de parecerse alos cráteres de la luna. La iglesia había quedado muymal parada, pero era usada como depósito militar. Entoda la vecindad había sólo dos granjas: Torre Loren-zo y Torre Fabián, y sólo dos edificios verdaderamentegrandes, sin duda las casas de los terratenientes quealguna vez dominaron la zona; su riqueza contrastabacon las chozas miserables de los campesinos.

Justo detrás del río, cerca de la línea del frente, ha-bía un enorme molino harinero con una casa de cam-po. Sentía vergüenza al ver la enorme y costosa ma-quinaria oxidándose inútilmente y las tolvas de made-ra destrozadas para alimentar el fuego. Más tarde, pa-ra conseguir leña destinada a las tropas situadas en la

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retaguardia, se enviaron en camiones grupos de hom-bres que arrasaron el lugar sistemáticamente. Solíanromper el suelo de una habitación arrojando en ellauna granada. La Granja, nuestro almacén y cocina, pro-bablemente había sido alguna vez un convento. Teníagrandes patios y dependencias exteriores, que ocupa-ban poco más de media hectárea, con establos paratreinta o cuarenta caballos. Las casas de campo en esaregión de España no encierran interés desde el puntode vista arquitectónico, pero sus granjas, de piedra en-jalbegada, con arcos redondos y magníficas vigas, sonlugares de gran nobleza, construidos de acuerdo conun plan que probablemente no ha sufrido alteracionesa lo largo de siglos. A veces, uno sentía una especiede oculta simpatía hacia los ex propietarios fascistas,al ver cómo trataba la milicia los edificios confiscados.En La Granja, toda habitación que no estuviera en usohabía sido convertida en letrina —un horrible amonto-namiento de muebles destrozados y excrementos—. Lapequeña capilla adyacente, con las paredes perforadaspor proyectiles, tenía el suelo cubierto de excremen-tos. En el gran patio donde los cocineros distribuían lasraciones, el amontonamiento de latas oxidadas, barro,bosta y residuos en putrefacción era asqueante. Confir-maba una vieja canciónmilitar: ¡Hay ratas, ratas, ratas,

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ratas grandes como gatas en el almacén de intenden-cia!

Las que había en La Granja misma realmente erangrandes como gatos, enormes bestias hinchadas que setambaleaban sobre lechos de excrementos, demasiadoaudaces como para huir a menos que se disparara con-tra ellas.

Por fin había llegado la primavera. El azul del cieloera más suave, el aire se tornó de pronto perfumado.Las ranas chapaleaban ruidosamente en las zanjas. Al-rededor del bebedero al que acudían las mulas de laaldea encontré exquisitas ranas del tamaño de un peni-que, de un color verde tan brillante que la hierba jovenparecía opaca a su lado. Los chicos salían con baldesen busca de caracoles, y luego los asaban vivos sobreplanchas de hojalata. En cuanto el tiempo mejoró loscampesinos comenzaron a aparecer para la labranzaprimaveral.

Prueba la confusión que envuelve a la revoluciónagraria española el hecho de que no pude averiguarcon certeza si la tierra estaba colectivizada o si los cam-pesinos simplemente se la habían dividido entre ellos.Me imagino que, en teoría, estaba colectivizada, puesera territorio anarquista y del POUM. En cualquier ca-so, los propietarios habían desaparecido, los campos se

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cultivaban y el pueblo parecía satisfecho. La cordiali-dad que nos dispensaban los campesinos nunca dejó deasombrarme. Para algunos de los más viejos la guerradebía de carecer de sentido; evidentemente ocasionabauna escasez general y deparaba a todos una vida tristey monótona. Además, hasta en los mejores momentos,los campesinos odian tener tropas establecidas entreellos. Con todo, se mostraban invariablemente cordia-les; supongo que se debía a la idea de que, por intole-rables que pudiéramos resultarles en algunos aspectos,los protegíamos de sus antiguos patrones. La guerra ci-vil es algo extraño. Huesca no estaba ni a diez kilóme-tros de distancia, era la ciudad mercado de esta gente,tenían parientes allí y todas las semanas de su vidala habían visitado para vender sus gallinas y sus ver-duras. Y ahora, desde hacía ocho meses, una barreraimpenetrable de alambradas y ametralladoras los se-paraba de ella. A veces olvidaban está situación. Encierta oportunidad, me encontraba hablando con unaanciana que llevaba una de esas diminutas lámparas dehierro en las que los españoles queman aceite de oliva.«¿Dónde puedo comprar una lamparilla como ésta?»,le pregunté. «En Huesca», me respondió sin pensar, yluego ambos nos echamos a reír. Las chicas de la aldeaeran espléndidas criaturas llenas de vida, con negrísi-

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mos cabellos y ondulantes andares. Tenían una actituddesenvuelta y franca de camarada, como de hombre ahombre, lo cual probablemente era una consecuenciade la revolución.

Hombres de raídas camisas azules y pantalones depana negra, con sombreros de paja de ala ancha, ara-ban los campos detrás de las mulas, que sacudían rít-micamente sus orejas. Sus arados eran unos artilugiosespantosos que sólo revolvían el suelo, sin abrir na-da que pudiera considerarse un surco. Los aperos delabranza eran penosamente anticuados debido al altoprecio de todo lo que fuera de metal. Un arado roto,por ejemplo, se arreglaba una y otra vez hasta quedarconstituido casi por completo de remiendos. Horcasy rastrillos se hacían de madera. No se conocían laspalas en ese pueblo en que casi nadie poseía botas; ca-vaban con una azada ridícula semejante a las que seutilizan en la India. Había una grada que procedía di-rectamente de las postrimerías de la Edad de Piedra.Estaba hecha de tablones unidos entre sí y tenía el ta-maño de una mesa de cocina; en cada tablón se habíanhecho centenares de agujeros, en cada uno de los cua-les se había colocado un trozo de pedernal tallado conesa forma siguiendo el mismo procedimiento que loshombres solían utilizar hace diez mil años. Recuerdo

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mi sentimiento cercano al horror la primera vez que viuno de estos objetos en una choza abandonada en tie-rra de nadie. Tuve que pensármelo dos veces antes dedarme cuenta de que se trataba de una especie de gra-da.Me enfermó pensar en el trabajo que debía de haberdado la construcción de semejante cosa, y en la pobre-za que obligaba a utilizar pedernal en lugar de acero.Desde entonces ha aumentado mi simpatía por el pro-greso industrial. A pesar de todo, en la aldea había dostractores modernos, confiscados sin duda al principalterrateniente de la zona.

Una o dos veces fui a pasear por el pequeño cemen-terio, situado a unos dos kilómetros. Los caídos en elfrente se enviaban por lo general a Siétamo, pero allíse daba sepultura a los muertos de la aldea. Era extra-ñamente distinto de un cementerio inglés. ¡No existíaninguna reverencia hacia los muertos! Por todas par-tes crecían arbustos y hierbajos, y en más de un lu-gar se apilaban huesos humanos. La ausencia de ins-cripciones religiosas en las lápidas era casi completay esto resultaba tanto más sorprendente porque todasellas correspondían al periodo anterior a la revolución.Creo que sólo vi una vez el «Rezad por el alma de Fu-lano de Tal», común en las tumbas católicas. La mayo-ría de las inscripciones eran puramente seculares, con

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ridículos poemas sobre las virtudes del difunto. Quizáen una de cada cuatro o cinco tumbas se advertía unapequeña cruz o una referencia formal al Cielo, que al-gún ateo industrioso generalmente había logrado ate-nuar con un punzón.

Me sorprendió que la gente de esa región de Espa-ña careciera de genuinos sentimientos religiosos, enel sentido ortodoxo. Durante toda mi estancia nuncavi persignarse a ninguna persona, a pesar de que esemovimiento llega a hacerse instintivo, haya o no ha-ya una revolución. Evidentemente, la Iglesia españolaretornará (como dice el refrán: la noche y los jesuitassiempre retornan), pero no cabe duda de que con el es-tallido de la revolución se desmoronó y fue aplastadahasta un punto que resultaría inconcebible incluso pa-ra la moribunda Iglesia de Inglaterra en circunstanciassimilares. Para el pueblo español, al menos en Catalu-ña y Aragón, la Iglesia era pura y simplemente un frau-de sistematizado. Y es posible que la creencia cristianafuera reemplazada en cierta medida por el anarquismo,cuya influencia está ampliamente difundida y que, sinduda, posee un matiz religioso.

Precisamente el día en que regresé del hospital hici-mos avanzar nuestra línea hasta la que era realmentesu ubicación adecuada, unos mil metros hacia delan-

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te, siguiendo el arroyuelo situado a unos doscientosmetros de la línea enemiga. Esta operación debió ha-berse realizado muchos meses antes. En ese momentose hacía porque los anarquistas estaban atacando enla carretera de Jaca y nuestro avance obligaba a losfascistas a distraer algunas tropas para hacernos fren-te. Pasamos sesenta o setenta horas sin dormir, y misrecuerdos se pierden en una suerte de bruma o, másbien, en una serie de imágenes: el espionaje en la tie-rra de nadie, a unos cien metros de la Casa Francesa,una granja fortificada que pertenecía a la línea fascista.Siete horas tirado en un horrible pantano, en un aguacon olor a juncos, donde el cuerpo se hundía cada vezmás; el frío paralizante, las estrellas inmóviles en el cie-lo negro, el áspero croar de las ranas. Aunque era abril,fue la noche más fría que recuerdo de España. A unoscien metros detrás de nosotros, los equipos de trabajose dedicaban intensamente a su tarea, pero había un si-lencio total, exceptuado el coro de las ranas. Sólo unavez durante la noche oi un ruido, el sonido familiarde un saco de arena aplastado con una azada. Resultaextraño que, algunas veces, los españoles puedan lle-var a cabo una brillante hazaña de organización. Todoel movimiento Se desarrolló según un hermoso plan.En siete horas, seiscientos hombres construyeron seis-

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cientos metros de trinchera y parapeto, a distanciasque oscilaban desde ciento cincuenta a trescientos me-tros de la línea enemiga, y ello en tal silencio que losfascistas no oyeron nada y sólo se produjo una baja.Al día siguiente hubo más, desde luego. Cada hombretenía asignada una tarea, hasta los ayudantes de la co-cina llegaron de pronto, cuando el trabajo estaba yarealizado, con baldes de vino mezclado con coñac.

Y nada más despuntar el alba los fascistas descubrie-ron que estábamos allí. El bloque blanco y cuadradode la Casa Francesa, aunque situado a unos doscien-tos metros, semejaba levantarse por encima de noso-tros, y las ametralladoras en las ventanas superiores,protegidas con sacos de arena, parecían apuntar direc-tamente hacia nuestra trinchera. Nos quedamos con-templándola boquiabiertos, preguntándonos cómo eraposible que los fascistas no nos vieran. Entonces huboun horrible remolino de balas y todo el mundo cayó derodillas y comenzó a cavar frenéticamente, ahondadola trinchera y levantando pequeños montículos en elborde. Mi brazo seguía vendado, no podía cavar, y paséla mayor parte de ese día leyendo una novela policía-ca cuyo nombre era El prestamista desaparecido. Norecuerdo el argumento, pero sí, muy claramente, el he-cho de estar allí leyéndola; la arcilla húmeda del fondo

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de la trinchera debajo de mí, el cambio constante enla posición de mis piernas para dar paso a los hombresque corrían agachados, el crac-craccrac de las balas po-cos centímetros por encima de mi cabeza. Thomas Par-ker recibió un balazo enmedio delmuslo, lo cual, comoél decía, estaba más cerca de ser un DSO de lo que lehubiera gustado. Se producían bajas en toda la línea defuego, peromínimas en comparación con lo que habríapasado si nos hubieran descubierto durante la noche.Un desertor nos contó después que cinco centinelasfascistas fueron fusilados por negligencia. Incluso enese momento habrían podido masacrarnos si hubierantenido la iniciativa de traer unos pocos morteros. Re-sultaba difícil transportar a los heridos a lo largo de laangosta y abarrotada trinchera. Vi a un pobre diablo,con los pantalones oscuros de sangre, caer de su cami-lla y jadear agonizante. Había que cargar a los heridosa lo largo de unos dos kilómetros, pues aunque existíaun camino, las ambulancias nunca se acercaban mu-cho al frente. Cuando lo hacían, los fascistas tenían lacostumbre de bombardearlas, lo cual podía explicarsepor el hecho de que en la guerra moderna nadie tieneescrúpulos en utilizar una ambulancia para transpor-tar municiones.

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Y entonces, a la noche siguiente, la espera en TorreFabián para iniciar un ataque que fue suspendido en elúltimo momento vía telégrafo. En el suelo del granerodonde aguardábamos, una delgada capa de granzas cu-bría gran cantidad de huesos humanos y vacunos mez-clados, y todo el lugar estaba invadido por las ratas.Las monstruosas bestias surgían a raudales por todaspartes. Si hay algo que odio es una rata corriendo sobremi en la oscuridad. Aquella noche tuve la satisfacciónde darle a una de ellas un buen puñetazo que la mandóvolando por el aire.

Y entonces, la espera de la orden de atacar a cincuen-ta o sesenta metros del parapeto fascista. Una largalínea de hombres agazapados en una zanja, con las ba-yonetas asomando por el borde y el blanco de los ojosbrillando en la oscuridad. Kopp y Benjamín en cuclillasdetrás de nosotros, junto a un hombre que llevaba unreceptor telegráfico sin hilos a hombros. Hacia el oeste,en el horizonte occidental se veían resplandores rosa-dos, seguidos a los pocos segundos por enormes explo-siones. Y entonces el ruido, pip-pip-pip, procedente deltelégrafo y un susurro ordenando que nos retiráramosmientras todavía nos fuera posible. Lo hicimos, perono con bastante rapidez. Doce infortunados muchachi-tos de la JCI (la liga juvenil del POUM, correspondien-

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te a la JSU del PSUC), que habían estado apostados asólo cuarenta metros del parapeto fascista, se dejaronsorprender por la aurora y no pudieron escapar. Tu-vieron que yacer allí todo el día, apenas cubiertos porlos matorrales, mientras los fascistas disparaban sobreellos cada vez que se movían. Al caer la noche, sietehabían muerto y los otros cinco se las ingeniaron paraarrastrarse en la oscuridad hasta nuestra posición.

Y entonces, durante muchas de las mañanas siguien-tes, el fragor de los ataques anarquistas al otro lado deHuesca. Siempre el mismo fragor. De pronto, en algúnmomento de la madrugada, el estallido inicial de va-rias docenas de bombas que explotan simultáneamen-te —incluso a esa distancia, un estallido diabólico ydesgarrante—, y luego el estruendo ininterrumpido defusiles y ametralladoras, curiosamente similar al de lostambores. Poco a poco, el fuego se iría extendiendo atodos los frentes que rodeaban Huesca, y nosotros nosprecipitaríamos a las trincheras para apoyarnos ador-mecidos contra el parapeto, mientras un fuego carentede sentido pasaba sobre nuestras cabezas.

Durante el día, los cañones tronaban a rachas. TorreFabián, nuestra nueva cocina, fue bombardeada y par-cialmente destruida. Resulta curioso que, cuando unocontempla el fuego de artillería desde una distancia se-

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gura, siempre desea que el artillero dé en el blanco,aunque éste contenga la cena propia y la de algunoscamaradas. Los fascistas disparaban bien esa mañana;quizá se trataba de artilleros alemanes. Localizaron To-rre Fabián con bastante precisión: un tiro pasado, untiro corto y luego: fsss-¡BUM! Las vigas saltaron porlos aires y una plancha de uralita posándose como unnaipe arrojado sobre una mesa. El siguiente proyectilarrancó la esquina de un edificio tan limpiamente co-mo podría haberlo hecho un gigante con un cuchillo.Los cocineros sirvieron la cena de manera puntual, ha-zaña sin duda memorable.

A medida que pasaban los días, íbamos distinguien-do las diferencias de los cañones invisibles, pero audi-bles. Había dos baterías de cañones rusos de 75 mmque disparaban desde nuestra retaguardia y que, dealguna manera, evocaban en mi mente la imagen deun hombre gordo golpeando una pelota de golf. Eranlos primeros cañones rusos que veía o, más bien, oía.Tenían una trayectoria baja y velocidad muy alta, demodo que uno oía la explosión, el silbido y el estalli-do del proyectil de manera casi simultánea. Detrás deMonflorite había dos pesados cañones que disparabanpocas veces al día, con un rugido profundo y sordosemejante al aullido de distantes monstruos encadena-

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dos. En la fortaleza medieval de Monte Aragón, toma-da por las tropas leales el año anterior (fortaleza queen toda su historia nunca había sido conquistada, se-gún se decía), y que dominaba uno de los accesos aHuesca, funcionaba un pesado cañón, construido sinduda en el siglo XIX. Sus grandes proyectiles pasabansilbando con tanta lentitud que uno tenía la sensaciónde que podía correr a la par de ellos. Un proyectil deeste cañón sonaba algo así como un ciclista que pasarapedaleando y silbando al mismo tiempo. Los morterosde trinchera, tan pequeños como eran, producían elpeor ruido. Sus proyectiles son una especie de torpe-do alado, de forma similar a los dardos que se arrojanen los sitios de recreo, y del tamaño de un botellín; ex-plotan con un sonido metálico diabólico, como el dealgún monstruoso globo de acero al estrellarse sobreun yunque. A veces nuestros aeroplanos sobrevolabanel lugar y soltaban esos torpedos aéreos cuyo tremen-do rugido hace temblar la tierra a tres o cuatro kilóme-tros de distancia. Los disparos de la artillería antiaéreafascista punteaban el cielo como nubecitas en una ma-la acuarela, pero nunca vi que se acercaran siquiera amil metros de un aeroplano. Cuando un avión descien-de en picado y emplea su ametralladora, las descargasse perciben desde abajo como un batir de alas.

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En nuestro sector no era mucho lo que ocurría. Dos-cientos metros a nuestra derecha, donde los fascistasse encontraban en terrenomás alto, sus tiradores apos-tados mataron a unos cuantos de nuestros camaradas.Doscientos metros a la izquierda, en el puente sobre elrío, tenía lugar una especie de duelo entre los morterosfascistas y los hombres que construían una barricadade cemento que atravesaba el puente. Los pequeñosproyectiles funestos pasaban por encima —sss-crash-sss-crash— produciendo un ruido doblemente infernalcuando se estrellaban contra el camino asfaltado. Aunos cien metros, se podía estar perfectamente a salvoy observar las columnas de polvo y humo negro quese elevaban como árboles mágicos. Los pobres diablosen los alrededores del puente pasaban gran parte deldía ocultos en los pequeños refugios cavados cerca dela trinchera. Pero hubo menos bajas de lo que podríahaberse esperado, y la barricada, una pared de cemen-to de medio metro de espesor, con troneras para dosametralladoras y un pequeño cañón de campaña, fueconstruyéndose sin interrupciones. El cemento era re-forzado con viejos armazones de cama, aparentementeel único hierro que había podido encontrarse para esefin.

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Cierta tarde, Benjamín nos dijo que necesitaba quin-ce voluntarios. El ataque contra el reducto fascista, sus-pendido en una ocasión, se llevaría a cabo esa noche.Aceité mis diez cartuchos mexicanos, ensucié mi ba-yoneta (el brillo excesivo podía revelar mi posición) ypreparé un trozo de pan, otro de chorizo colorado y uncigarro, atesorado durante largo tiempo, que mi espo-sa me había enviado desde Barcelona. Se distribuyerongranadas, tres para cada hombre. El gobierno españolhabía logrado por fin producir una granada decente. Sebasaba en el principio de la bomba Mills, pero con dosseguros en lugar de uno; después de arrancarlos habíaun intervalo de siete segundos antes de la explosión.Su principal desventaja radicaba en que uno de los se-guros era muy rígido y el otro muy flojo, de modo quese podía elegir entre dejar los dos colocados en su si-tio y exponerse a no poder mover el más duro en unmomento de emergencia o sacar el duro de antemano

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y vivir en el constante terror de que la granada explo-tara en el bolsillo. Pero era una pequeña granada muycómoda de arrojar.

Poco antes de medianoche, Benjamín nos condujohasta Torre Fabián. Desde el crepúsculo había estadolloviendo. Las acequias estaban llenas hasta el bordey, cada vez que uno tropezaba y caía dentro de ellas,se encontraba con el agua hasta la cintura. Bajo la llu-via torrencial, y en completa oscuridad, una borrosamasa de hombres nos aguardaba en el patio de la gran-ja. Kopp se dirigió a nosotros, primero en español yluego en inglés, para explicar el plan de ataque. La lí-nea fascista formaba allí un ángulo en L, y el parapetoque debíamos atacar se encontraba sobre una eleva-ción del terreno en la esquina de la L. Una treintenade nosotros, la mitad ingleses, la mitad españoles, bajola dirección de Benjamín y de Jorge Roca, comandan-te de nuestro batallón (un batallón en la milicia signi-ficaba unos cuatrocientos hombres), debíamos arras-trarnos y cortar la alambrada fascista. Jorge arrojaríala primera granada como señal, y entonces los demásdebíamos lanzar una lluvia de granadas, expulsar a losfascistas del parapeto y apoderarnos de él antes de quepudieran volver a reunir fuerzas. Simultáneamente, se-tenta hombres del Batallón de Choque debían asaltar

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la siguiente «posición», fascista, situada a doscientosmetros hacia la derecha y unida a la primera por unatrinchera de comunicación. Para evitar que disparára-mos unos contra otros en la oscuridad, debíamos usarbrazaletes blancos. En ese momento llegó un mensa-jero para comunicarnos que no había brazaletes blan-cos. Desde la oscuridad, una voz quejumbrosa sugirió:«¿No podríamos hacer que fueran los fascistas los queusaran brazaletes blancos?».

Había que aguardar todavía un par de horas. El gra-nero situado sobre el establo de mulas estaba tan des-trozado por el bombardeo que era peligroso moversesin una luz. Sólo le quedaba la mitad del suelo y habíauna caída de seis metros hasta las piedras de abajo. Al-guien encontró un pico y arrancó unas tablas, con lasque al cabo de pocos minutos encendimos un buen fue-go y nuestras ropas empapadas comenzaron a despedirvapor. Un miliciano sacó un mazo de naipes y comen-zó a circular el rumor —uno de esos rumores misterio-sos, endémicos en la guerra— de que se disponían arepartir café caliente con coñac. Bajamos raudos la es-calera a punto de derrumbarse y nos pusimos a buscarpor el patio oscuro, preguntando dónde estaba el café.¡Ay!, no había café. En vez de eso, nos reunieron, noshicieron formar una fila única y Jorge y Benjamín ini-

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ciaron la marcha en la oscuridad, seguidos por todosnosotros.

Continuaba el tiempo lluvioso y la intensa oscuri-dad, pero el viento había cesado. El fangal era indes-criptible. Los senderos a través de los campos de re-molacha eran una mera sucesión de aglomeracionesde barro, tan resbaladizas como una cucaña, con enor-mes charcos por todas partes. Mucho antes de que lle-gáramos al lugar donde debíamos abandonar nuestropropio parapeto, ya nos habíamos caído varias veces yteníamos los fusiles embarrados. En el parapeto, un pe-queño grupo de hombres, nuestra reserva, nos aguar-daba con el médico junto a una fila de camillas. Pasa-mos de uno en uno a través de la abertura del parape-to y vadeamos una acequia. Plash-glu-glu-glu, una vezmás, con el agua hasta la cintura y el barro malolientey resbaladizo que penetraba por los caños de las botas.Jorge aguardó sobre la hierba del otro lado de la ace-quia hasta que todos hubimos pasado. Entonces, dobla-do casi en dos, comenzó a avanzar lentamente. El pa-rapeto fascista estaba a unos ciento cincuenta metros.Nuestra única posibilidad de llegar hasta él radicabaen movernos sin hacer ruido.

Yo marchaba delante con Jorge y Benjamín. Dobla-dos en dos, pero con los rostros levantados, nos arras-

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tramos en la oscuridad casi total a un ritmo que se ha-cía más lento a cada paso. La lluvia golpeaba ligera-mente nuestros rostros. Cuando miré hacia atrás, pu-de ver a los hombres que estaban más cerca de mí: unracimo de formas jorobadas como enormes hongos ne-gros deslizándose lentamente. Cada vez que levantabala cabeza, Benjamín, a mi lado, me susurraba furiosoal oído: «¡Mantén la cabeza baja! ¡Mantén la cabezabaja!». Podría haberle dicho que no necesitaba preocu-parse. Sabía por experiencia que, en una noche oscura,no se puede ver a un hombre a veinte pasos. Era mu-cho más importante avanzar en silencio; si nos oíanuna sola vez estábamos perdidos. Les bastaba barrerla oscuridad con la ametralladora y sólo nos quedaríahuir o dejarnos masacrar.

Pero, en aquel terreno resultaba casi imposible avan-zar sin ruido. Por más precauciones que tomáramos, elbarro se pegaba a los pies y a cada paso que dábamoshacía chop-chop, chop-chop. Y para acabar de empeo-rar las cosas, el viento había cesado y, a pesar de la llu-via, la noche era muy silenciosa. Los sonidos debían dellegar muy lejos. Hubo un momento inquietante cuan-do tropecé con una lata. Pensé que los fascistas en mu-chos kilómetros a la redonda debían de haberlo oído.Pero no, ni un disparo, ni un movimiento en las líneas

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enemigas. Seguimos deslizándonos, cada vez más len-tamente. Me resulta imposible expresar la intensidadcon que deseaba llegar allí, ¡tener el objetivo al alcan-ce de las granadas antes de que nos oyeran! En talesocasiones, uno ni siquiera tiene miedo, sólo siente untremendo y desesperado anhelo de cruzar el terreno in-termedio. Experimenté idéntica sensación al ir al ace-cho de un animal salvaje: el mismo deseo angustiosode ponerlo a tiro, la misma certeza —como en sueños—de que eso resulta imposible. ¡Y cómo se alargaba ladistancia! Yo conocía bien el lugar, sólo debíamos reco-rrer ciento cincuenta metros: no obstante, parecía fal-tar más de un kilómetro. Cuando uno se arrastra contales precauciones percibe, tal como lo haría una hor-miga, todas las variaciones del terreno: la espléndidamancha de hierba suave allí, la maldita mancha de fan-go pegajoso aquí, las altas cañas crujientes que debenevitarse, el montón de piedras que uno desespera depoder atravesar sin ruido.

Avanzábamos desde hacia tanto tiempo que comen-cé a pensar que habíamos equivocado el camino. Enese momento empezamos a distinguir delgadas líneasparalelas y oscuras. Era la alambrada exterior (los fas-cistas tenían dos alambradas). Jorge se arrodilló y em-pezó a rebuscar en el bolsillo; tenía nuestro único par

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de tenazas. Clic, clic. Apartamos conmucho cuidado elalambre cortado y aguardamos a que los últimos hom-bres se nos acercaran. Nos parecía que hacían un rui-do tremendo. Ahora faltaban cincuenta metros hastael parapeto fascista. Seguimos adelante, doblados endos. Un paso cauteloso, posando el pie con tanta suavi-dad como un gato que se aproxima a una ratonera; lue-go, una pausa para escuchar; después, otro paso. Unavez levanté la cabeza; sin hablar, Benjamín me pusola mano en la nuca y me la bajó violentamente. Sabíaque la alambrada interior quedaba apenas a veinte me-tros del parapeto. Me parecía inconcebible que treintahombres pudieran llegar hasta allí sin que nadie losoyera. Nuestra respiración bastaba para denunciarnos.Con todo, llegamos. El parapeto fascista ya era visi-ble, un borroso montículo negro que se elevaba antenosotros. Jorge se arrodilló y rebuscó de nuevo en subolsillo. Clic, clic. No hay manera de cortar alambresen silencio.

Estábamos, pues, junto a la alambrada interior. Laatravesamos a cuatro patas y con mayor rapidez. Si te-níamos tiempo de desplegarnos todo iría bien. Jorgey Benjamín atravesaron agachados la alambrada ha-cia la derecha. Pero los hombres que estaban dispersosdetrás de nosotros tuvieron que formar una cola para

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pasar por la angosta abertura y justo en ese momen-to hubo un fogonazo y una detonación en el parape-to fascista. El centinela nos había oído por fin. Jorgese apoyó en una rodilla e hizo girar el brazo como unjugador de bolos. ¡Brum! Su granada reventó en algu-na parte al otro lado del parapeto. De inmediato, conmucha mayor rapidez de la que uno habría creído po-sible, se oyó el rugido de diez o veinte fusiles desde elparapeto fascista. Nos habían estado esperando, des-pués de todo. La lívida luz nos permitía ver los sacosde arena de manera intermitente. Los hombres esta-ban demasiado lejos para arrojar sus granadas. Cadatronera parecía escupir chorros de fuego. Siempre eshorrible estar bajo el fuego en la oscuridad, donde ca-da fogonazo parece apuntar directamente hacia uno.Lo peor son las granadas, no es posible concebir su ho-rror hasta que se las ha visto reventar de cerca en laoscuridad; durante el día sólo se oye el estruendo de laexplosión, pero en la oscuridad también está el cega-dor resplandor rojizo. Me había arrojado boca abajo ala primera descarga. Durante todo ese tiempo estuveechado de costado sobre el barro, luchando desespe-radamente con el seguro de una granada. El malditose negaba a salir. Por fin, me di cuenta de que tirabaen dirección equivocada. Saqué el seguro, me puse de

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rodillas, arrojé la granada y volví a tirarme cuerpo atierra. Explotó hacia la derecha, antes del parapeto: elmiedo había arruinado mi puntería. En ese momento,otra granada estalló delante de mí, tan cerca que pu-de sentir el calor de la explosión. Me aplasté contra elsuelo y enterré la cara en el barro con tanta fuerza queme hice daño en el cuello y pensé que estaba herido.En medio del estrépito alcancé a oír una voz inglesaque decía quedamente a mis espaldas: «Estoy herido».La granada había alcanzado a varios hombres a mi al-rededor, sin tocarme. Me puse de rodillas y arroje misegunda granada. He olvidado dónde cayó.

Los fascistas disparaban, nuestros hombres dispara-ban desde la retaguardia y yo tenía plena concienciade estar en el medio. Sentí muy próxima una ráfaga yme di cuenta de que un hombre tiraba inmediatamen-te detrás de mí. Me puse de pie y le grité: «¡No tirescontra mi, pedazo de idiota!». En ese momento vi queBenjamín, apostado a unos diez metros hacia mi dere-cha, me hacía señas con un brazo. Corrí hacia él. Deci-dí cruzar la línea de troneras llameantes y, mientras lohacía, me protegí la mejilla con una mano —ademánbastante idiota—, ¡como si una mano pudiera detenerlas balas!, pero es que sentía horror de recibir una he-rida en la cara. Benjamín estaba apoyado en una rodi-

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lla con una diabólica expresión de placer en el rostro,mientras disparaba cuidadosamente contra las trone-ras con su pistola automática. Jorge había sido heridocon la primera descarga y no se lo veía desde allí. Mearrodillé junto a Benjamín, saqué el seguro de mi ter-cera granada y la arrojé. ¡Ah! No cabía duda. La bombaestalló esta vez al otro lado del parapeto, en la esquina,justo al lado del nido de ametralladoras.

El fuego fascista pareció menguar de forma muy sú-bita. Benjamín se puso de pie y gritó: «¡Adelante! ¡Ala carga!». Nos lanzamos hacia la breve y empinadapendiente sobre la que se levantaba el parapeto. Di-go «nos lanzamos», pero no es la expresión más exac-ta, pues resulta imposible moverse con rapidez cuandouno está empapado, cubierto de barro de la cabeza a lospies y cargado con un pesado fusil y bayoneta y cien-to cincuenta cartuchos. Daba por sentado que arribame aguardaba un fascista. Si disparaba a esa distanciano podía errarme y, sin embargo, nunca esperé que lohiciera, sino que me atacara con la bayoneta. Me pa-recía sentir de antemano la sensación de nuestras ba-yonetas entrechocándose, y me pregunté si su brazosería más fuerte que el mío. Sin embargo, ningún fas-cista me aguardaba. Con una vaga sensación de aliviodescubrí que se trataba de un parapeto bajo y que los

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sacos de arena proporcionaban un buen punto de apo-yo. Por lo general son difíciles de superar. Al otro ladola destrucción era total, con pedazos de vigas y gran-des fragmentos de uralita dispersos por todas partes.Nuestras granadas habían destrozado todas las barra-cas y refugios. No se veía un alma. Pensé que estaríanescondidos bajo tierra, y grité en inglés (no se me ocu-rría nada en español en ese momento): «¡Salid de ahí!¡Rendíos!». No hubo respuesta. En ese momento unhombre, una figura borrosa en la penumbra, saltó des-de el tejado de una de las barracas destruidas y huyóhacia la izquierda. Salí en su persecución, clavando mibayoneta absurdamente en la oscuridad. Cuando dabala vuelta a la esquina del barracón, vi a un hombre —no sé si era el mismo que había divisado antes huyen-do por la trinchera de comunicación que conducía ala otra posición fascista—. Debo de haber estado muycerca de él, pues pude verlo con toda claridad. Teníala cabeza descubierta y parecía no llevar nada puesto,salvo unamanta sobre los hombros. A esa distancia po-día haberlo hecho volar en pedazos. Pero, por temor aque nos disparáramos entre nosotros, se nos había or-denado que usáramos sólo las bayonetas una vez queestuviéramos al otro lado del parapeto. De cualquiermanera, ni siquiera se me ocurrió apuntar. En vez de

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eso, mi mente saltó veinte años atrás, al profesor deboxeo del colegio, quien me describía con vívida pan-tomima cómo en los Dardanelos había atravesado a unturco con la bayoneta. Cogí el fusil por la parte delga-da de la culata y arremetí contra la espalda del hombre.Estaba fuera de mi alcance. Arremetí otra vez, pero se-guía fuera de mi alcance. Y así seguimos durante uncorto trecho, él corriendo por la trinchera y yo detrás,tratando de dar alcance a su espalda y sin conseguir-lo; un recuerdo cómico para mi, pero supongo que notanto para él.

Desde luego, él conocía el terreno mejor que yo ypronto me dio esquinazo. Cuando regresé a la posi-ción, ésta se encontraba llena de hombres que gritaban.Los estampidos habían disminuido algo. Los fascistasseguían disparando contra nosotros desde tres direc-ciones pero a mayor distancia. Los habíamos hecho re-troceder por el momento. Recuerdo haber dicho contono de oráculo: «Podemos defender este lugar duran-te media hora, nada más». No sé por qué dije mediahora. Hacia la derecha, sobre el parapeto, podían ver-se los innumerables fogonazos verdosos de los fusilesque perforaban la oscuridad; pero estaban muy lejos, aunos cien o doscientos metros. Nuestra tarea consistíaahora en explorar la posición y apoderarnos de todo

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lo que pudiera considerarse valioso. Benjamín y algu-nos otros estaban ya escarbando entre las ruinas deun enorme barracón o refugio en el centro de la posi-ción. Benjamín se tambaleó excitado sobre el techo enruinas, tirando del asa de cuerda de una caja de muni-ciones.

—¡Camaradas! ¡Municiones! ¡ Muchísi-mas municiones, aquí!—No queremos municiones —dijoalguien—, queremos fusiles.

Era verdad. Lamitad de nuestros fusiles estaban inu-tilizados por el barro. Podían limpiarse, pero es peli-groso sacar el cerrojo de un fusil en la oscuridad, don-de fácilmente puede extraviarse. Carecíamos de todomedio de iluminación, salvo una pequeña linterna quemi esposa había logrado comprar en Barcelona. Unospocos hombres que habían conservado sus fusiles encondiciones iniciaron un fuego desganado contra loslejanos resplandores. Nadie se atrevía a disparar dema-siado seguido, pues hasta los mejores fusiles podíanencasquillarse si se recalentaban. Éramos unos dieci-séis dentro del parapeto, incluidos los pocos heridos.Algunos de éstos, ingleses y españoles, habían queda-

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do al otro lado. Patrick O’Hara, un irlandés de Belfastque tenía cierta experiencia en primeros auxilios, ibade un lado a otro con paquetes de vendas vendandoa los heridos. Cada vez que regresaba al parapeto, y apesar de sus indignados gritos de ¡POUM!, se exponíaincluso al fuego de los propios compañeros.

Comenzamos a registrar la posición. Había variosmuertos tirados por ahí, pero no me detuve a exa-minarlos. Lo que me interesaba era la ametralladora.Mientras yacíamos sobre el barro, me había pregun-tado vagamente por qué no disparaba. Iluminé conmi linterna el nido de ametralladoras. ¡Amarga desilu-sión! No estaba allí. Quedaban el trípode y varias ca-jas de municiones y repuestos, pero el arma había si-do trasladada. Sin duda, actuaron cumpliendo una or-den, pero fue estúpido y cobarde proceder así, pues dehaber dejado la ametralladora en su lugar habrían ani-quilado a muchos de nosotros. Nos sentíamos furiosos,pues soñábamos con apoderarnos de una ametrallado-ra.

Miramos por todas partes, pero no encontramos na-da de gran valor. Abundaban las granadas, de un tipobastante inferior a las nuestras, que explotaban tiran-do de una cuerda. Guardé un par en el bolsillo comorecuerdo. Resultaba imposible no sentirse conmovido

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ante la miseria de las trincheras fascistas. El desordende ropas, libros, comida, objetos personales, que exis-tía en nuestras trincheras, aquí faltaba por completo;estos pobres reclutas sin paga no parecían poseer otracosa que algunas mantas y unos pocos trozos de panmojado. En el extremo más alejado había un pequeñorefugio con un ventanuco que se encontraba en partesobre el nivel del suelo. Lo iluminamos con la linternadesde la ventanilla y de inmediato dimos rienda sueltaa nuestra alegría. Un objeto cilíndrico en un estuche decuero, demás de unmetro de alto y diez centímetros dediámetro, estaba apoyado contra la pared. Se tratabaseguramente del cañón de la ametralladora. Nos preci-pitamos a través de la abertura y descubrimos que elestuche de cuero no contenía nada perteneciente a unaametralladora, sino algo que, en nuestro ejército des-provisto de armas, resultaba aún más valioso. Era unenorme telescopio, de sesenta o setenta aumentos porlo menos, con un trípode plegable. En nuestro sectorno se conocían esos telescopios y los necesitábamosdesesperadamente. Lo sacamos de manera triunfal ylo colocamos contra el parapeto para llevárnoslo mástarde con nosotros.

En ese momento, alguien gritó que los fascistas seacercaban. Sin duda el estrépito de las detonaciones

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se había hecho mucho más intenso. Resultaba obvioque los fascistas no lanzarían un contraataque desdela derecha, pues ello implicaba atravesar la tierra denadie y asaltar su propio parapeto. Si tenían sentidocomún nos atacarían desde el interior de la línea. Medirigí hacia el otro extremo de la posición, que teníaforma de herradura, de modo que otro parapeto nosprotegía a la izquierda. Un fuego graneado procedíade esa dirección, pero no tenía mayor importancia. Elpeligro estaba enfrente, pues allí no contábamos conprotección alguna. Una lluvia de balas pasaba por en-cima de nuestras cabezas. Parecía proceder de la otraposición fascista sobre la línea; era evidente que el Ba-tallón de Choque no había logrado capturarla. Ahorael ruido resultaba ensordecedor. Era el estruendo ince-sante, como un redoble de tambores, de una masa defusiles que yo estaba acostumbrado a oír desde cier-ta distancia; por primera vez, me encontraba en me-dio de él. A estas horas el fuego se había extendido ya,desde luego, varios kilómetros a lo largo del frente yen torno a nosotros. Douglas Thompson, con un brazoherido que le colgaba inútil a un costado, se aguanta-ba recostado en el parapeto y disparaba con una solamano hacia los fogonazos. Alguien cuyo fusil se habíaatascado, le recargaba el suyo.

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Éramos unos cuatro o cinco en este lado. Estaba cla-ro lo que había que hacer. Había que arrastrar los sa-cos de arena desde el parapeto delantero y levantaruna barricada en el lado no protegido; y había que ha-cerlo sin demora. Las balas pasaban muy alto todavía,pero la altura podía reducirse en cualquier momento.Por los fogonazos a nuestro alrededor calculé que noslas veíamos con cien o doscientos hombres. Comenza-mos a tirar de los sacos para arrastrarlos unos veintemetros hacia adelante y apilarlos de forma desordena-da. Era una tarea ímproba. Los sacos eran grandes, ca-da uno pesaba un quintal, y moverlos exigía un granesfuerzo. A veces la arpillera podrida se rasgaba y laarena húmeda caía sobre nosotros como una cascada,metiéndosenos por el cuello y las mangas. Recuerdohaber sentido un profundo horror ante todo aquello:la confusión, la oscuridad, el ruido, el barro, la luchacon los sacos que reventaban, y todo el. tiempo estor-bado por el fusil, que no me atrevía a dejar en ningunaparte por temor a perderlo. Hasta le grité a alguienmientras avanzábamos a trompicones llevando un sa-co: «¡Esto es la guerra! ¿No es espantoso?». De pronto,una sucesión de largas figuras comenzó a saltar por en-cima del parapeto de delante. Cuando se aproximaron,vimos que llevaban el uniforme del Batallón de Cho-

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que y nos alegramos, pensando que eran refuerzos; sinembargo, sólo eran cuatro, tres alemanes y un español.Más tarde nos enteramos de lo que les había ocurrido alas milicias de choque. No conocían el terreno y, en laoscuridad, habían avanzado en dirección errónea has-ta toparse con la alambrada fascista, donde muchos deellos perdieron la vida. Estos cuatro se habían perdido,por suerte para ellos. Los alemanes no hablaban unapalabra de inglés, francés o español. Con gran dificul-tad y muchos gestos, les explicamos lo que hacíamosy les pedimos ayuda para construir la barricada.

Los fascistas habían hecho traer una ametrallado-ra. La podíamos ver escupiendo fuego como un bus-capiés a unos cien o doscientos metros; las balas pasa-ban por encima de nosotros con un chasquido seco ycontinuo. No tardamos en colocar bastantes sacos co-mo para contar con un parapeto bajo, detrás del cuallos pocos hombres que estábamos a ese lado de la po-sición nos podíamos echar y disparar. Yo estaba de ro-dillas detrás de ellos. Un disparo de mortero silbó y seestrelló en alguna parte de la tierra de nadie. Ése eraotro peligro, pero necesitarían algunos minutos paraubicar nuestra posición. Ahora que habíamos termina-do de luchar con esos malditos sacos de arena podíaincluso resultar de alguna manera divertido el ruido,

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la oscuridad, los fogonazos que se acercaban cada vezmás, nuestros propios hombres respondiendo a los fo-gonazos. Hasta había tiempo para pensar un poco. Re-cuerdo haberme preguntado si tenía miedo, y habermerespondido que no. Afuera, donde quizá había corridomenos peligro, me había sentido casi enfermo de mie-do. De pronto, alguien volvió a gritar que los fascistasse acercaban. Esta vez no había duda al respecto, pueslos fogonazos se veían mucho más cercanos. Vi unoa menos de veinte metros. Evidentemente avanzabanpor la trinchera de comunicación. A veinte metros es-tábamos a tiro de granada; éramos ocho o nueve, muycerca unos de otros; bastaría una sola granada bien co-locada para hacernos volar por los aires. Bob Smillie,con la sangre chorreándole por la cara debido a una pe-queña herida, se puso de rodillas y arrojó una granada.Nos agachamos, esperando el estallido. En la trayecto-ria fue dejando una estela de chispas, pero no explotó.(Por lo menos una cuarta parte de estas granadas eraninútiles.) Yo tenía solamente las de los fascistas y no sa-bía con certeza cómo manejarlas. Pregunté si todavíales quedaba alguna granada. Douglas Moyle buscó enel bolsillo y me pasó una. La arrojé y me tiré boca aba-jo. Por uno de esos golpes de suerte que suceden unavez al año logré arrojar la granada exactamente en el

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sitio donde había visto un fogonazo. Se oyó el estruen-do de la explosión y de inmediato un alboroto infernalde alaridos y quejidos. Por lo menos le habíamos dadoa uno de ellos; no sé si murió, pero sin duda estabamal-herido. ¡Pobre desgraciado! ¡Pobre desgraciado! Sentíun vago pesar mientras le oía gritar. En ese instante, ala tenue luz de unos fogonazos, vi o creí ver una figurade pie cerca del lugar de donde habían salido los dis-paros. Dirigí en esa dirección mi fusil y disparé. Hubootro alarido, pero creo que seguía siendo de la víctimade la granada. Se arrojaron varias granadas más. Lospróximos fogonazos que vimos estaban ya muy lejos,a cien metros o más. Los habíamos hecho retroceder;por lo menos provisionalmente.

Todos comenzaron amaldecir y a preguntar por quédemonios no nos mandaban refuerzos. Con una metra-lleta o veinte hombres con fusiles limpios podíamosdefender ese lugar contra un batallón. En ese momen-to Paddy Donovan, que era el segundo en la línea demando tras Benjamín y había sido enviado en buscade órdenes, trepó por encima del parapeto delantero.

—¡Eh! ¡Salid! ¡Todos afuera, inmediata-mente!—¿Cómo?

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—¡Hay que retirarse! ¡Salid!—¿Por qué?—Órdenes. ¡De vuelta a nuestras líneas ya paso ligero!

Algunos ya escalaban el parapeto de delante. Variostrataban de transportar una pesada caja de municio-nes. Pensé en el telescopio que había dejado apoyadocontra el parapeto, al Otro lado de la posición. Peroentonces vi que los cuatro integrantes de las miliciasde choque, actuando, supongo, según una orden mis-teriosa recibida con antelación, habían comenzado acorrer por la trinchera que conducía a la otra posiciónfascista, donde los esperaba la muerte. Ya habían des-aparecido en la oscuridad. Corrí tras ellos, tratando detraducir al español la orden de retirada hasta que porfin grité: «¡Atrás! ¡Atrás!», que quizá tenía el mismosignificado. El español me entendió e hizo retrocedera los otros. Paddy aguardaba junto al parapeto.

—Vamos, daos prisa.—Pero, el telescopio…—¡Al diablo el telescopio! Benjamín aguar-da afuera…

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Trepamos hacia el otro lado. Paddy aguantó la alam-brada para que pasara. En cuanto nos apartamos de laprotección que ofrecía el parapeto fascista nos encon-tramos con un fuego infernal que parecía proceder detodas partes, también de nuestro sector; pues todo elmundo disparaba a lo largo de la línea. Dondequieraque nos dirigiésemos, una nueva lluvia de balas pasabajunto a nosotros; nos condujeron de un lado a otro enla oscuridad como a un rebaño de ovejas. El hecho dearrastrar la caja de municiones —una de esas cajas quecontienen mil setecientas cincuenta cargas y pesan ca-si un quintal— dificultaba la marcha, sobre todo por-que también llevábamos granadas y fusiles abandona-dos por los fascistas. Aunque la distancia de parapetoa parapeto no era ni de doscientos metros y la mayoríade nosotros conocíamos el terreno, en pocos minutosnos encontramos completamente perdidos. Chapoteá-bamos al azar en el barro, sabiendo únicamente que lasbalas venían de ambos lados. No había luna para guiar-se, pero el cielo se estaba poniendo un poco más claro.Nuestras líneas estaban al este de Huesca; yo queríaquedarme donde estábamos hasta que los primeros ra-yos de la aurora nos indicaran dónde quedaba el este,pero los demás se opusieron. Seguimos chapoteando,modificando nuestra dirección varias veces y hacien-

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do turnos para tirar de la caja de municiones. Por fin,vimos la baja línea plana de un parapeto frente a no-sotros. Podía ser la nuestra o la fascista; nadie teníala menor idea de adónde íbamos. Benjamín reptó so-bre su vientre entre unos altos hierbajos blancuzcoshasta situarse a unos veinte metros de aquélla y gritóuna contraseña. Un grito de «¡POUM!» le respondió.Nos pusimos de pie, avanzamos hacia el parapeto, va-deamos una vez más la acequia y nos encontramos asalvo.

Kopp nos aguardaba adentro con unos pocos espa-ñoles. Elmédico y los camilleros ya no estaban. Parecíaque todos los heridos habían sido rescatados con ex-cepción de jorge y uno de nuestros propios hombres,llamado Hiddlestone, que habían desaparecido. Kopp,muy pálido, caminaba sin cesar. Incluso los plieguesde grasa de la nuca se le veían pálidos; no prestabaninguna atención a las balas que pasaban por encimadel bajo parapeto y se estrellaban cerca de su cabeza.La mayoría de nosotros estábamos agazapados detrásdel parapeto buscando protección. Kopp murmurabaininterrumpidamente: «¡Jorge! ¡Coño! ¡Jorge!». Y lue-go, en inglés: «¡Si Jorge ha muerto, es terrible, terri-ble!». Jorge era su amigo personal y uno de sus mejo-res oficiales. De inmediato se dirigió a nosotros y pidió

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cinco voluntarios, dos ingleses y tres españoles, parabuscar a los hombres que faltaban. Moyle y yo, juntocon tres españoles, nos ofrecimos.

Cuando salimos, los españoles murmuraron que es-taba clareando peligrosamente. Era cierto; el cielo te-nía ya una ligera tonalidad azulada. Había un tremen-do follón de voces excitadas procedentes del reductofascista. Evidentemente habían vuelto a ocupar el lu-gar con fuerzas más numerosas. Estábamos a cincuen-ta o sesenta metros del parapeto cuando nos vieron onos oyeron, pues lanzaron una cerrada descarga quenos obligó a echarnos de bruces. Uno de ellos arro-jó una granada por encima del parapeto, signo segu-ro de pánico. Permanecíamos estirados sobre la hier-ba, aguardando una oportunidad para seguir adelan-te, cuando oímos o creímos oír —no tengo dudas deque fue pura imaginación, pero entonces pareció bas-tante real— voces fascistas mucho más cercanas. Ha-bían abandonado el parapeto y venían a por nosotros.«¡Corre!», le grité a Moyle, y me puse en pie de unsalto. ¡Cielos, cómo corrí! Al comienzo de la nochehabía pensado que no se puede correr cuando se es-tá empapado de pies a cabeza y cargado con un fusil ycartuchos. Supe en ese momento que siempre se pue-de correr cuando uno cree tener pegados a los talones

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a cincuenta o cien hombres armados. Si yo corría ve-lozmente, otros podían hacerlo aún con mayor rapi-dez. Durante mi huida, algo que podría haber sido unalluvia de meteoritos me sobrepasó. Eran los tres espa-ñoles que nos habían encabezado. Alcanzaron nuestropropio parapeto sin detenerse y sin que yo pudiera al-canzarlos. La verdad es que teníamos los nervios des-hechos. Sabía, en todo caso, que a media luz, dondecinco hombres son claramente visibles, uno solo no loes, de manera que resolví continuar explorando pormi cuenta. Me las ingenié para llegar a la alambradaexterior y examinar el terreno lo mejor que pude, locual no era mucho, pues debía yacer boca abajo. Nohabía señales de Jorge o Hiddlestone y retrocedí rep-tando. Más tarde supimos que ambos habían sido lle-vadosmucho antes a la sala de primeros auxilios. Jorgetenía una herida leve en el hombro. Hiddlestone estabagravemente herido, una bala le había atravesado el bra-zo izquierdo, rompiéndole el hueso en varios lugares;mientras yacía en el suelo, una granada explotó cercade él produciéndole numerosas heridas. Me alegra po-der decir que se recuperó. Más tarde me contaría quese había arrastrado de espaldas algunos metros hastaencontrar a un español herido, con el cual, ayudándosemutuamente, logró regresar.

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Ya estaba aclarando. A lo largo de la línea todavíaresonaba un fuego sin sentido, como la llovizna quesigue cayendo luego de una tormenta. Recuerdo quetodo tenía un aspecto desolador: las ciénagas, los sau-ces llorones, el agua amarilla en el fondo de las trin-cheras y los rostros agotados de los hombres cubiertosde barro y ennegrecidos por el humo. Cuando regreséa mi refugio en la trinchera, los tres hombres con quie-nes la compartía ya estaban profundamente dormidos.Se habían arrojado al suelo con el equipo puesto y losfusiles embarrados apretados contra ellos. Todo estabamojado, dentro y fuera. Una larga búsqueda me permi-tió reunir bastantes astillas secas como para encenderun pequeño fuego. Luego fumé el cigarro que me ha-bía estado reservando y que, con gran sorpresa por miparte, no se había roto durante la noche.

Tiempo después supe que la acción había resultadoun éxito. Se trataba meramente de una salida para quelos fascistas apartaran tropas del otro lado de Huesca,donde los anarquistas volvían a atacar. Yo supuse quelos fascistas habían utilizado cien o doscientos hom-bres en el contraataque, pero un desertor nos dijo mástarde que eran seiscientos. Creo que mentía —los de-sertores, por motivos evidentes, a menudo tratan decaer bien mediante adulaciones—. Era una gran pena

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lo del telescopio. La idea de haber perdido ese magní-fico botín me duele aun ahora.

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Los días se tornaron más cálidos y hasta las nochesse hicieron tolerablemente tibias. En el cerezo marca-do por las balas que había frente a nuestro parapetocomenzaron a formarse apretados racimos de cerezas.Bañarse en el río dejó de ser una tortura y se convirtiócasi en un placer. Rosas silvestres de grandes capullosrosados surgían de los hoyos dejados por las bombasalrededor de Torre Fabián. Detrás de la línea veíamoscampesinos que llevaban flores silvestres en la oreja.Al anochecer; solían salir con redes verdes a cazar per-dices. Extienden la red a una cierta altura sobre la hier-ba y luego se echan a imitar el grito de la perdiz hem-bra. Cualquier macho que lo oye acude sin tardanza;cuando están debajo de la red, arrojan una piedra paraasustarlos, ante lo cual pegan un salto y quedan atrapa-dos en aquélla. Aparentemente sólo cazaban machos,lo cual me pareció injusto. En esa época se sumó a no-sotros una sección de andaluces. No sé cómo llegaron

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hasta este frente. La explicación aceptada era que ha-bían huido de Málaga a tal velocidad que se habíanolvidado de detenerse en Valencia; pero esta explica-ción se debía a los catalanes, que despreciaban a losandaluces como a una raza de semisalvajes. Sin duda,los andaluces eran muy ignorantes, casi todos analfa-betos, y ni siquiera parecían saber lo único que nadieignora en España: a qué partido pertenecían. Creíanser anarquistas, pero no estaban del todo seguros; qui-zás fueran comunistas. Eran pastores o aceituneros, talvez, de aspecto rústico, nudosos, con los rostros pro-fundamente curtidos por el feroz sol meridional. Nosresultaban útiles, pues poseían extraordinaria destrezapara convertir en cigarrillos el reseco tabaco español.La distribución de éstos había cesado, pero a veces sepodían comprar en Monflorite paquetes de tabaco másbarato, muy similar, en aspecto y textura, a la paja cor-tada. De sabor no era malo, pero estaba tan seco quecuando se conseguía armar un cigarrillo, el tabaco notardaba en caer y uno se quedaba con un cilindro va-cío. Sin embargo, los andaluces lograban admirablescigarrillos y tenían una técnica especial para pegar elpapel.

Dos ingleses cogieron una insolación. Mis recuer-dos más vívidos de esa época son el calor del medio-

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día, el trabajar semidesnudos con sacos de arena sobrelos hombros quemados por el sol; la mugre de las ro-pas y de las botas destrozadas; las luchas con la mulaque traía nuestras raciones y que no tenía miedo delos disparos de fusil, pero huía cuando había un esta-llido de granada; los mosquitos, ya activos, y las ratas,molestas y ruidosas, que devoraban hasta cinturones ycartucheras. Nada ocurría, excepto alguna baja ocasio-nal producida por el disparo de un tirador apostado,el esporádico fuego de artillería y los ataques aéreossobre Huesca. Como los árboles ya estaban cubiertosde hojas, habíamos construido plataformas para tira-dores en lo alto de los álamos que bordeaban la línea.Al otro lado de Huesca, los ataques comenzaban a dis-minuir. Los anarquistas habían sufrido serias pérdidassin lograr cortar del todo la carretera de Jaca. Habíanconseguido establecerse a ambos lados, lo bastante cer-ca como para tener la ruta a tiro de ametralladora eimpedir el tránsito, pero la brecha tenía un kilómetrode extensión y los fascistas habían construido un ca-mino hundido, una especie de enorme trinchera, porel cual cierto número de camiones podía ir y venir. Al-gunos desertores informaron de que en Huesca queda-banmuchasmuniciones y pocos alimentos; era eviden-te que la ciudad no caería. Quizá resultaba imposible

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tomarla con los quince mil hombres mal armados deque se disponía. Más tarde, en junio, el gobierno reti-ró tropas del frente de Madrid hasta reunir treinta milhombres sobre Huesca y gran cantidad de aviones; niaun así cayó la ciudad.

Cuando salimos de permiso, yo llevaba ciento quin-ce días en el frente. Ese periodo me parecía entoncesuno de los más inútiles de toda mi vida. Me uní a lamilicia para pelear contra el fascismo y, hasta ese mo-mento, casi no había luchado, limitándome a existircomo una suerte de objeto pasivo, sin hacer otra cosa,a cambio de mis raciones, que padecer frío y falta desueño. Quizá sea ése el destino de casi todos los solda-dos en casi todas las guerras. Ahora que puedo consi-derarlo con perspectiva, ya no me arrepiento de haber-lo vivido. Sin duda, querría haber servido con mayoreficacia al gobierno español, pero, desde un punto devista personal, el de mi propio desarrollo, esos prime-ros tres o cuatro meses de miliciano no fueron inútilescomo pensé entonces. Constituyeron una suerte de in-terregno en mi vida, muy distinto de cualquier otra ex-periencia que me hubiera sucedido antes y, quizá, quepueda ocurrirme en el futuro, y me enseñaron cosasque no habría podido aprender de ninguna otra mane-ra.

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Lo esencial es que durante todo ese tiempo habíaestado aislado —en el frente uno estaba casi completa-mente aislado del mundo exterior, e incluso de lo queocurría en Barcelona teníamos una idea muy vaga—entre personas que cabría definir en líneas generalesy sin temor a equivocarse mucho, como revoluciona-rios. Eso se debía a que la milicia en sí era revolucio-naria. En el frente de Aragón conservó este carácterhasta junio de 1937. Las milicias de trabajadores, ba-sadas en los sindicatos y compuestas por hombres deopiniones políticas más o menos iguales, originabanla concentración del sentimiento más revolucionariodel país y lo canalizaban en un sentido determinado.Yo estaba integrando, más o menos por azar, la únicacomunidad de Europa occidental donde la concienciarevolucionaria y el rechazo del capitalismo eran másnormales que su contrario. En Aragón se estaba entredecenas de miles de personas de origen proletario ensu mayoría, todas ellas vivían y se trataban en térmi-nos de igualdad. En teoría, era una igualdad perfecta, yen la práctica no estaba muy lejos de serlo. En algunosaspectos, se experimentaba un pregusto de socialismo,por lo cual entiendo que la actitud mental prevalecien-te fuera de índole socialista. Muchas de las motivacio-nes corrientes en la vida civilizada —ostentación, afán

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de lucro, temor a los patrones, etcétera— simplementehabían dejado de existir. La división de clases desapa-reció hasta un punto que resulta casi inconcebible enla atmósfera mercantil de Inglaterra; allí sólo estába-mos los campesinos y nosotros, y nadie era amo de na-die. Desde luego, semejante estado de cosas no Podíadurar. Era sólo una fase temporal y local en un jue-go gigantesco que se desarrollaba en toda la superficiede la tierra. Sin embargo, duró lo bastante como pa-ra influir sobre todo aquel que lo experimentara. Pormucho que protestara en esa época, más tarde me re-sultó evidente que había participado en un aconteci-miento único y valioso. Había vivido en una comuni-dad donde la esperanza era más normal que la apatíao el cinismo, donde la palabra «camarada» significabacamaradería y no, como en la mayoría de los países,farsante. Había aspirado el aire de la igualdad. Sé muybien que ahora está de moda negar que el socialismotenga algo que ver con la igualdad. En todos los paísesdel mundo, una enorme tribu de escritorzuelos de par-tido y astutos profesores se afanan por «demostrar»que el socialismo no significa nada mas que un capi-talismo de Estado planificado, que no elimina el lucrocomo motivación. Por fortuna, también existe una vi-sión del socialismo completamente diferente. Lo que

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lleva a los hombres hacia el socialismo, y los mueve aarriesgar su vida por él, la «mística» del socialismo, esla idea de la igualdad; para la gran mayoría, el socialis-mo significa una sociedad sin clases o carece de todosentido. Precisamente esos pocos meses me resultaronvaliosos, porque las milicias españolas, mientras dura-ron, constituyeron una especie demicrocosmos de unasociedad sin clases. En esa comunidad donde nadie tra-taba de sacar partido de nadie, donde había escasez detodo pero ningún privilegio y ninguna necesidad deadulaciones, quizá se tenía una tosca visión de lo queserían las primeras etapas del socialismo. En lugar dedesilusionarme, me atrajo profundamente y fortaleciómi deseo de ver establecido el socialismo. Ello se de-bió, en parte, a la buena suerte de haber estado entreespañoles, quienes, con su decencia innata y su tinteanarquista, están en condiciones de hacer tolerableslas etapas iniciales del socialismo.

En esa época yo casi no tenía conciencia de los cam-bios que se sucedían en mi propia mente. Como todoslos que me rodeaban, percibía el aburrimiento, el calor,el frío, la mugre, los piojos, las privaciones y el peli-gro. Hoy es muy diferente. Ese período que entoncesme pareció tan inútil y vacío de acontecimientos, tie-ne ahora gran importancia para mí. Es tan distinto del

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resto de mi vida que ya ha adquirido esa cualidad má-gica que, por lo general, pertenece sólo a los recuerdosmuy viejos. Fue espantoso mientras duró, pero ahoraconstituye un buen sitio por el que pasear mi mente.Quisiera poder transmitir la atmósfera de esa época.Confío haberlo hecho, en parte, en los primeros capí-tulos de este libro. En mi memoria los hechos están in-separablemente ligados al frío invernal, a los destroza-dos uniformes de los milicianos, a los ovalados rostrosespañoles, al sonido telegráfico de las ametralladoras,al olor a orines y a pan podrido, al sabor metálico delos potajes de judías engullidos apresuradamente enescudillas sucias.

Todo aquel período ha perdurado en mí con una cu-riosa nitidez. Con el recuerdo revivo incidentes que talvez parezcan demasiado insignificantes para ser evo-cados. Vuelvo a estar en el refugio de Monte Pocero,sobre el suelo de piedra caliza que me sirve de cama.El pequeño Ramón ronca con la nariz aplastada entremis omóplatos. Me tambaleo por la embarrada trinche-ra, atravesando la niebla que gira en torno a mí comovapor helado. Estoy a mitad de camino en una grie-ta de la ladera de la montaña, luchando por mantenerel equilibrio mientras arranco una raíz de romero sil-

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vestre. Por encima de mi cabeza cantan algunas balasperdidas.

Estoy echado, oculto entre unos pequeños abetos,en el terreno bajo que está al Oeste de Monte Oscuro,con Kopp y Bob Edwards y tres españoles. En la desnu-da colina gris a nuestra derecha, una hilera de fascistastrepan como hormigas. Cerca, una trompeta suena enlas líneas enemigas. Mi mirada encuentra la de Kopp,quien, en un gesto de escolar, les hace burla.

Estoy en el asqueroso patio de La Granja, entre lamultitud de hombres que luchan con sus platos juntoa la olla de estofado. El cocinero gordo y agotado nosmantiene a raya con el cucharón. En unamesa cercana,un hombre barbudo, con una enorme pistola automáti-ca bajo el cinturón, corta grandes trozos de pan. Detrásde mí, una voz cockney (Bill Chambers, con quien ha-bía tenido una amarga pelea y que más tarde murió enlas afueras de Huesca) está cantando: ¡Hay ratas, ratas,ratas, ratas grandes como gatas, en el…!

Una bala de cañón aúlla sobre nuestras cabezas.Criaturas de quince años se arrojan al suelo. El cocine-ro se refugia detrás del caldero. Todos se levantan conuna expresión avergonzada cuando el proyectil estallaa unos cien metros.

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Camino junto a la línea de los centinelas, bajo lososcuros álamos. En la zanja inundada las ratas chapo-tean, haciendo tanto ruido como nutrias. Mientras laaurora aparece a nuestras espaldas, el centinela anda-luz canta, envuelto en su capa. Del otro lado de la tierrade nadie, llega el canto del centinela fascista…

El 25 de abril, después de los habituales mañanas,otra sección nos relevó, y nosotros les entregamoslos fusiles, preparamos nuestro equipo y regresamosa Monflorite. No lamentaba dejar el frente. Los piojosse multiplicaban en mis pantalones con mucha mayorrapidez de la que yo podía desplegar para destruirlos,desde hacia un mes carecía de calcetines y tenía des-trozadas las suelas de las botas, de modo que camina-ba casi descalzo. Ansiaba un baño caliente, ropa lim-pia y una noche entre sábanas más apasionadamentede lo que es posible desear algo cuando se lleva una vi-da normal. Dormimos unas pocas horas en un granerode Monflorite, de madrugada subimos a un camión, to-mamos el tren de las cinco en Barbastro y, habiendotenido la suerte de enlazar con un tren rápido en Léri-da, llegamos a Barcelona a las tres de la tarde del 26. Yfue luego cuando comenzaron los problemas.

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Desde Mandalay, al norte de Birmania, se puede via-jar por tren hasta Maymyo, la principal estación demontaña de la provincia, al borde de la meseta de Shan.Es una experiencia bastante extraña. El viaje se iniciabajo un sol abrasador en la típica atmósfera de una ciu-dad oriental, entremillones de seres de rostros oscuros,palmeras polvorientas, jugosas frutas tropicales, olo-res de pescado, especias y ajo; y una vez acostumbradoa ella, uno se lleva consigo esa atmósfera intacta, porasí decirlo, al vagón del tren. Hasta llegar a Maymyo,a mil doscientos metros sobre el nivel del mar, men-talmente se sigue estando en Mandalay. Pero al des-cender del vagón, se entra en un mundo distinto. Depronto se respira un aire dulce y fresco como el de In-glaterra, y se está rodeado de hierba verde, helechos,abetos y montañesas de sonrosadas mejillas vendien-do canastillas de fresas.

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Al regresar a Barcelona, después de tres meses ymedio, me acordé de todo eso. Se daba allí el mismocambio brusco y sorprendente de atmósfera. En el va-gón, durante el viaje a Barcelona, la atmósfera del fren-te persistía; la suciedad, el ruido, la incomodidad, lasvestimentas raídas y el sentimiento de privación, decamaradería e igualdad. El tren, repleto de milicianoscuando partió de Barbastro, era invadido por gruposde campesinos en cada estación de la línea. Llevabanatados de hortalizas, aterrorizadas aves de corral col-gando boca abajo, bolsas que giraban y se retorcíansobre el suelo y que resultaron estar llenas de conejosvivos y, por fin, un buen rebaño de ovejas que fueronconducidas hasta los compartimentos, donde se insta-laban en los espacios disponibles. Los milicianos can-taban a gritos canciones revolucionarias, arrojaban be-sos al aire o agitaban pañuelos rojinegros en cuantoveían a una chica bonita. Botellas de vino y de anís, eldetestable licor aragonés, pasaban demano enmano, yotros bebían utilizando la clásica bota española, con lacual es posible lanzar un chorro de vino desde ciertadistancia directamente a la boca. Este procedimientoparece significarles un considerable ahorro de trabajo.Junto a mí, un muchachito de quince años, de ojos ne-gros, teniendo por interlocutores a dos viejos campesi-

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nos de rostro apergaminado que lo escuchaban con laboca abierta, relataba historias sensacionales y, sin du-da, totalmente falsas acerca de sus propias hazañas enel frente. Los campesinos no tardaron en desatar susfardos y en convidarnos a un espeso vino rojo oscuro.Todos nos sentíamos profundamente felices, más de loque puede expresarse. Pero, cuando el tren atravesóSabadell y entró en Barcelona, nos rodeó una atmósfe-ra apenas menos hostil que lo hubiera sido la de Paríso Londres.

Todos los que habían hecho dos visitas a Barcelo-na durante la guerra, con intervalos de algunos meses,comentan los extraordinarios cambios que observaronen ella. Por extraño que parezca, los que fueron por pri-mera vez en agosto y volvieron en enero o, como yomismo, primero en diciembre y después en abril, al vol-ver siempre decían lo mismo: «La atmósfera revolucio-naria ha desaparecido». Sin duda, para quien hubieraestado allí en agosto, cuando la sangre aún no se habíasecado en las calles y los milicianos ocupaban los hote-les elegantes, Barcelona, en diciembre, le habría pare-cido una ciudad burguesa; pero para mi, recién llegadode Inglaterra, se continuaba pareciendo más a una ciu-dad obrera que cualquier otra que yo hubiera podidoconcebir. Pero la marea estaba de reflujo. Ahora volvía

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a ser una ciudad corriente, un poco maltratada y lasti-mada por la guerra, pero sin ninguna señal externa depredominio de la clase trabajadora.

El cambio en el aspecto de las gentes era increíble. Eluniforme de la milicia y los monos azules habían des-aparecido casi por completo; la mayoría parecía usaresos elegantes trajes veraniegos en los que se especia-lizan los sastres españoles. En todas partes se veíanhombres prósperos y obesos, mujeres bien ataviadas ycoches de lujo. (Aparentemente, aún no había cochesprivados, no obstante lo cual, todo aquel que fuera «al-guien» podía disponer de un automóvil.) Los oficialesdel nuevo Ejército Popular, un tipo que casi no existíacuando dejé Barcelona, ahora abundaban en cantida-des sorprendentes. La oficialidad del Ejército Popularestaba constituida a razón de un oficial por cada diezhombres. Cierto número de esos oficiales había actua-do en el frente, dentro de la milicia, y recibido luegoinstrucción técnica, pero en su mayoría eran jóvenesque habían asistido a la Escuela de Guerra en lugar deunirse a la milicia. Su relación con la tropa no era exac-tamente la que se da en un ejército burgués, pero exis-tía una jerarquización social bien definida, expresadapor la diferencia de paga y en el uniforme.

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Los soldados usaban una especie de burdomonoma-rrón y los oficiales un fino uniforme de color caqui,con la cintura ajustada como en el de los oficiales in-gleses. No creo que más de uno de cada veinte de esosoficiales conociera una trinchera. Sin embargo, todosiban armados con pistolas automáticas al cinto, mien-tras nosotros, en el frente, no podíamos conseguirlasa ningún precio. Al avanzar por las calles, observé quenuestra suciedad llamaba la atención. Desde luego, co-mo todos los hombres que han pasado varios meses enlas trincheras, constituíamos un espectáculo lamenta-ble. Yo tenía conciencia de parecerme a un espantapá-jaros. Mi chaqueta de cuero estaba hecha jirones, migorra de lana se había deformado tanto que se me des-lizaba permanentemente sobre un ojo y de mis botassólo quedaban restos. No era yo un caso excepcionaly, además, todos estábamos sucios y barbudos. No erasorprendente, pues, que la gente se nos quedara mi-rando. No obstante, me desalentó un poco y me hizocomprender algunas cosas extrañas que habían estadoocurriendo durante los últimos tres meses.

En los días siguientes descubrí, a través de innume-rables indicios, que mi primera impresión no había si-do errónea. Un profundo cambio se había producidoen la ciudad. Dos hechos constituían la clave de este

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cambio: el primero era que la gente, la población civil,había perdido gran parte de su interés por la guerra:y el segundo, que la división de la sociedad en ricos ypobres, clase alta y clase baja, se volvía a reinstaurar.

La indiferencia general hacia la guerra causaba sor-presa, asco, y horrorizaba a quienes llegaban a Barce-lona procedentes de Madrid o de Valencia. En parte, sedebía a la gran distancia que mediaba entre Barcelonay el lugar actual de la lucha; observé idéntica situa-ción un mes después en Tarragona, donde la vida ha-bitual de una elegante ciudad costera continuaba casisin interrupciones. Resultaba significativo que en todaEspaña el alistamiento voluntario hubiera ido dismi-nuyendo desde enero. En Cataluña, cuando en febrerose hizo la primera gran campaña a favor del EjércitoPopular, hubo una ola de entusiasmo que no se tra-dujo en un incremento del reclutamiento. Apenas seismeses después de iniciada la guerra, el gobierno espa-ñol tuvo que recurrir al servicio militar; lo cual parecenatural en un conflicto con el extranjero, pero resultaanómalo en una guerra civil. Sin duda, ello se explicaen parte por el debilitamiento de las esperanzas revo-lucionarias, tan decisivas al comienzo de la contienda.Durante las primeras semanas de la guerra, los miem-bros de los sindicatos que se constituyeron en milicias

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y persiguieron a los fascistas hasta Zaragoza lo hicie-ron, en gran medida, porque ellos mismos creían es-tar luchando por el control de la clase trabajadora; pe-ro cada vez se hacía más patente que dicha aspiraciónera una causa perdida. No podía criticarse a la gentecomún, en especial al proletariado urbano, que cons-tituye el grueso de las tropas de cualquier guerra, poruna cierta apatía. Nadie quería perder la guerra, perola mayoría deseaba, sobre todo, que terminara. Tal si-tuación era evidente en todas partes. Te encontrarascon quien te encontraras, siempre escuchabas el mis-mo comentario: «Esta guerra es terrible, ¿no? ¿Cuán-do terminará?». La gente con conciencia política se in-teresaba mucho más por la lucha intestina entre anar-quistas y comunistas que por la guerra contra Franco.Para la gran masa de gente, la escasez de comida eralo fundamental. «El frente» se había convertido en unremoto lugarmítico, en el que los hombres jóvenes des-aparecían para no regresar o para hacerlo al cabo detres o cuatro meses con grandes sumas de dinero enlos bolsillos. (Un miliciano habitualmente recibía supaga atrasada cuando salía de permiso.) Los heridos,aun cuando anduvieran con muletas, dejaron de reci-bir una consideración especial. Pertenecer a la miliciaya no estaba de moda, como lo demostraban claramen-

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te las tiendas, que siempre son los barómetros del gus-to público. Cuando llegué por primera vez a Barcelona,las tiendas, por pobres que fueran, se habían especia-lizado en equipos para milicianos. En todos los esca-parates se podían ver gorras de visera, cazadoras decremallera, cinturones Sam Browne, cuchillos de caza,cantimploras y fundas de revólver. Ahora las tiendastenían un aspecto más elegante, la guerra había queda-do relegada a la trastienda. Como descubriría más tar-de, cuando intenté comprar un equipo nuevo antes deregresar al frente, ciertas cosas que allí se necesitabancon mucha urgencia eran muy difíciles de conseguir.

Entretanto, había en marcha una campaña sistemá-tica de propaganda contra las milicias partidistas y enfavor del Ejército Popular. En este aspecto la situaciónera bastante curiosa. Desde febrero, todas las fuerzasarmadas quedaron teóricamente incorporadas al Ejér-cito Popular y las milicias se reorganizaron sobre elmodelo de aquél, con pagas diferenciadas, jerarquiza-ción, etcétera, etcétera. Las divisiones estaban com-puestas por «brigadas mixtas», formadas por tropasdel Ejército Popular y de las milicias. En realidad, losúnicos cambios que se produjeron fueron algunos cam-bios de nombres. Por ejemplo, las tropas del POUMque antes se conocían como División Lenin, se llama-

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ban ahora División 29. Hasta junio, muy pocas tropasdel Ejército Popular llegaron al frente de Aragón y,en consecuencia, las milicias pudieron conservar suestructura autónoma y su carácter especial. Pero losagentes del gobierno habían estarcido las paredes conel lema: «Necesitamos un Ejército Popular», y por laradio y a través de la prensa comunista se desarrolla-ba un ataque incesante y a veces virulento contra lasmilicias, a las que se describía como mal adiestradas,indisciplinadas, etcétera, etcétera, mientras se califi-caba siempre de «heroico» al Ejército Popular. Granparte de esta propaganda parecía dar a entender queera vergonzoso haber ido voluntariamente al frente,y digno de elogio haber aguardado el reclutamiento.Mientras esto ocurría, eran las milicias las que defen-dían el frente, y el Ejército Popular sólo se adiestrabaen la retaguardia, pero tal hecho se ocultaba al cono-cimiento público. Los grupos de milicianos que retor-naban a las trincheras ya no marchaban por las callescon las banderas desplegadas y al son de los tambores;eran transportados discretamente por tren o camión alas cinco de la madrugada. Unos pocos destacamentosdel Ejército Popular comenzaban a partir hacia la líneade fuego y, como antes ocurría con las milicias, mar-chaban ceremoniosamente por la ciudad. Pero a cau-

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sa del debilitamiento general del interés por la guerra,ni siquiera ellos eran saludados con mayor entusias-mo. El hecho de que las tropas de la milicia tambiénfueran, en teoría, parte del Ejército Popular fue hábil-mente utilizado por la propaganda periodística. Todavictoria se atribuía automáticamente al Ejército Popu-lar; mientras que todos los desastres se reservaban pa-ra las milicias. A veces ocurría que las mismas tropas,alternativamente, eran elogiadas o criticadas según sedijera que pertenecían al ejército o a la milicia.

Además de todo esto, había también un cambio sor-prendente en el clima social, algo que resulta difícilde imaginar a menos que uno lo haya experimentado.Cuando llegué a Barcelona por primera vez, me pare-ció una ciudad donde las distinciones de clases y lasgrandes diferencias económicas casi no existían. Esoera, desde luego, lo que parecía. Las ropas «elegan-tes» constituían una anormalidad, nadie se rebajabani aceptaba propinas; los camareros, las floristas y loslimpiabotas te miraban a los ojos y te llamaban «cama-rada». Yo no había captado que se trataba en lo esen-cial de una mezcla de esperanza y camuflaje. Los tra-bajadores creían en la revolución que había comenza-do sin llegar a consolidarse, y los burgueses, atemo-rizados, se disfrazaban temporalmente de obreros. En

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los primeros meses de la revolución hubo seguramen-te miles de personas que deliberadamente se pusieronel mono proletario y gritaron lemas revolucionariospara salvar el pellejo. Ahora las cosas estaban volvien-do a sus cauces normales. Los mejores restaurantes yhoteles estaban llenos de gente rica que devoraba co-mida cara, mientras, para la clase trabajadora, los pre-cios de los alimentos habían subido muchísimo sin unaumento compensatorio en los salarios. Además de es-te encarecimiento, con frecuencia escaseaban algunosproductos, afectando, desde luego, como siempre, alpobre más que al rico. Los restaurantes y los hotelesno parecían tener ninguna dificultad en conseguir loque quisieran; pero en los barrios obreros se hacíancolas de cientos de metros para adquirir pan, aceite deoliva y otros artículos indispensables. La primera vezque estuve en Barcelona me llamó la atención la au-sencia de mendigos; ahora abundaban. En la puerta delas charcuterías, al principio de las Ramblas, pandillasde chicos descalzos aguardaban siempre para rodear alos que salían y pedir a gritos un poco de comida. Lasformas «revolucionarias» del lenguaje comenzaban acaer en desuso. Los desconocidos ya no se dirigían auno diciendo tú y camarada; habitualmente emplea-ban señor y usted. Buenos días comenzaba a reempla-

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zar a salud. Los camareros volvieron a usar sus camisasalmidonadas y los dependientes de — las tiendas recu-rrían de nuevo a sus adulaciones usuales. Mi esposa yyo entramos en un comercio de las Ramblas para com-prar calcetines. El vendedor hizo una reverencia y sefrotó las manos como ni siquiera en Inglaterra se ha-ce ya hoy en día, aunque se solía hacer hace veinte otreinta años. De manera furtiva e indirecta, la costum-bre de la propina comenzaba a retornar. Se había orde-nado que las patrullas de trabajadores se disolvieran,y las fuerzas policiales anteriores a la guerra recorríande nuevo las calles. Reaparecieron los espectáculos decabaret y los prostíbulos de categoría, muchos de loscuales habían sido clausurados por las patrullas de tra-bajadores. Un ejemplo ínfimo, pero significativo, de có-mo todo se orientaba para favorecer a las clases másacomodadas lo ofrece la escasez de tabaco. La carenciade tabaco era tan desesperante que se vendían en lascalles cigarrillos de picadura de regaliz. Cierta vez pro-bé uno. (Mucha gente los probó alguna vez.) Franco re-tenía las Canarias, de donde provenía todo el tabaco es-pañol y, en consecuencia, las únicas reservas con quecontaba el gobierno eran del período previo al iniciode la guerra. Éstas habían disminuido tanto que los es-tancos abrían sólo una vez por semana; luego de hacer

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cola durante un par de horas se podía, con suerte, con-seguir una cajetilla de tabaco. En teoría, el gobierno nopermitía que se importara tabaco, porque ello signifi-caba reducir las reservas de oro, que debían destinarsea la compra de armas y otros artículos vitales. En reali-dad, había un contrabando constante de cigarrillos ex-tranjeros de las marcas más caras, como Lucky Strike,lo que permitía obtener pingües ganancias. Éstos sepodían adquirir sin disimulo en los hoteles lujosos y,de forma un poco más furtiva, en la calle, siempre ycuando uno pudiera pagar diez pesetas (el jornal de unmiliciano) por un paquete. El contrabando beneficiabaa la gente acomodada y, por ende, era tolerado. Si unotenía bastante dinero, podía conseguir cualquier cosaen cualquier cantidad, menos pan, quizá, cuyo racio-namiento era bastante estricto. Este marcado contras-te entre la riqueza y la pobreza hubiera sido imposibleunos meses antes, cuando la clase obrera mantenía, oparecía mantener; el control de la situación. Pero nosería justo atribuirlo únicamente a los cambios en elpoder político. En parte, era resultado de la vida segu-ra que se llevaba en Barcelona, donde había muy pocoque le hiciera recordar a uno la guerra, exceptuando al-gún ocasional ataque aéreo. Quienes habían estado enMadrid afirmaban que allí las cosas eran muy distintas.

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En Madrid, el peligro compartido obligaba a la gentede casi todas las condiciones a alguna suerte de cama-radería. Un hombre obeso que come perdices mientraslos chicos piden pan en la calle constituye un espec-táculo repelente, pero es menos probable verlo cuandose está a tiro de los cañones enemigos.

Un día o dos después de los enfrentamientos calle-jeros, recuerdo haber pasado por una confitería situa-da en una de las calles elegantes y haberme detenidofrente a su escaparate lleno de pasteles y bombones fi-nísimos a precios increíbles. Era el tipo de tienda queuno puede ver en Bond Street o en la Rue de la Paix.Recuerdo haber sentido un vago horror y desconciertoal pensar que aún podía desperdiciarse dinero en talescosas en un país hambriento y asolado por la guerra.Pero líbreme Dios de arrogarme alguna superioridadpersonal. Después de varios meses de incomodidades,tenía un voraz deseo de buena comida y buen vino, cóc-teles, cigarrillos norteamericanos y esas cosas, y con-fieso haberme permitido todos los lujos que el dineropudo proporcionarme.

Durante esa primera semana, antes de que comen-zaran las luchas callejeras, tuve varias preocupacionesque guardaban una curiosa relación entre sí. En pri-

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mer lugar; como ya dije, me dediqué a rodearme de lasmayores comodidades posibles.

En segundo lugar; gracias al exceso de comida ybebida, mi salud se resintió durante toda esa semana.Cuandome sentíamal, me quedaba en la cama lamitaddel día; me levantaba, volvía a comer en exceso y vol-vía a sentirme enfermo. Por otro lado, estaba efectuan-do negociaciones secretas para comprar una pistola.La necesitaba urgentemente, pues en la lucha de trin-cheras resultaba mucho más útil que un fusil. Era muydifícil conseguir una; el gobierno las distribuía a los po-licías y a los oficiales del Ejército Popular; pero se ne-gaba a entregarlas a la milicia; era necesario comprar-las, ilegalmente, en los arsenales secretos de los anar-quistas. Después de muchas molestias y tribulaciones,un amigo anarquista logró conseguirme una pequeñapistola automática calibre veintiséis, arma bastante in-eficaz y del todo inútil a más de pocos metros, perosiempre mejor que nada. Me encontraba, además, rea-lizando trámites preliminares para abandonar la mili-cia del POUM e ingresar en alguna otra unidad que mepermitiera llegar al frente de Madrid.

Durante bastante tiempo había manifestado a todoel mundo que me proponía abandonar el POUM. Deacuerdo con mis preferencias puramente personales,

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me hubiera gustado unirme a los anarquistas. Si uno seconvertía en miembro de la CNT, era posible ingresaren la milicia de la FAI, perome dijeron que, en ese caso,probablemente, me enviarían a Teruel y no a Madrid.Si deseaba ir a Madrid, debía ingresar en la ColumnaInternacional, lo cual implicaba la necesidad de obte-ner una recomendación del Partido Comunista. Me en-contré con un amigo comunista, agregado a la AyudaMédica Española, y le expliqué mi situación. Pareciómuy deseoso de reclutarme y me pidió que convencie-ra a algunos de los ingleses del ILP de que siguieranmis pasos. De haber sidomejor mi salud, probablemen-te hubiera aceptado en ese momento. Resulta difícilimaginar ahora qué efectos hubiera tenido más tardetal decisión Probablemente me habrían enviado a Al-bacete antes de que comenzaran los enfrentamientosen Barcelona, en cuyo caso, al no haberla presenciado,podría haber aceptado como verídica la versión oficial.Por otro lado, si hubiera estado bajo órdenes comunis-tas durante la lucha de Barcelona, mi lealtad personalhacia los camaradas del POUM me habría colocado enuna situación insostenible. Pero me quedaba otra se-mana de permiso y estaba impaciente por recuperarmisalud antes de regresar al frente. Asimismo —y éste esel tipo de circunstancia que siempre decide el propio

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destino—, tuve que esperar hasta que el zapatero mehiciera un nuevo par de botas. (Todo el ejército espa-ñol no había logrado proporcionarme unas botas quefueran lo bastante grandes y cómodas para mí.) Le di-je a mi amigo comunista que tomaría mi decisión finalmás adelante. Mientras tanto quería descansar. Inclusotenía la idea de irme con mi esposa a la costa por dos otres días. ¡Vaya una idea! La atmósfera política tendríaque haberme advertido de que eso era precisamente loque no se podía hacer esos días.

Por debajo del lujo y de la creciente pobreza, de la— aparente alegría de las calles con puestos de flores,banderas multicolores, carteles de propaganda y abiga-rradas multitudes, la ciudad respiraba el clima incon-fundible de la rivalidad y el odio políticos. Personas detodas las opiniones posibles decían en tono premoni-torio: «Pronto tendremos dificultades». El peligro eramuy simple y comprensible. Se trataba del antagonis-mo entre quienes querían que la revolución siguieraadelante y los que deseaban frenarla o impedirla, esdecir; entre anarquistas y comunistas. Desde el pun-to de vista político, en Cataluña no existía otro poderque el PSUC y sus aliados liberales. Pero a él se opo-nía la fuerza incierta de la CNT, no tan bien armada ymenos segura en cuanto a sus metas, pero poderosa a

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causa del número y de su predominio en varias indus-trias claves. Dada esta relación de fuerzas, el choqueera inevitable. Desde el punto de vista de la Generali-tat, controlada por el PSUC, el primer paso necesariopara asegurar su posición consistía en despojar de susarmas a la CNT. Como ya señalé antes [ver Apéndice1], la disolución de lasmilicias partidistas era, en el fon-do, unamaniobra tendente a este fin. Almismo tiempo,las fuerzas policiales anteriores a la guerra, la GuardiaCivil y otras, habían sido reimplantadas y eran reforza-das y armadas intensamente. Eso sólo podía significaruna cosa. Los guardias civiles, en especial, constituíanuna gendarmería del tipo corriente, y durante casi unsiglo, habían actuado como guardianes de las clasespudientes. Entretanto, se publicó un decreto según elcual todos los particulares que poseían armas debíanentregarlas. Naturalmente, fue desobedecido. Resulta-ba claro que las armas de los anarquistas sólo podríanobtenerse por la fuerza. Durante este período hubo ru-mores, siempre vagos y contradictorios debido a la cen-sura periodística, sobre choques que se producían entoda Cataluña. En diversos lugares, las fuerzas policia-les armadas atacaron baluartes anarquistas. En Puig-cerdá, junto a la frontera francesa, un grupo de carabi-neros intentó apoderarse de la aduana, controlada por

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los anarquistas, y Antonio Martín, un conocido anar-quista, resultó muerto. Incidentes similares ocurrieronen Figueras y, según creo, en Tarragona. En los subur-bios obreros de Barcelona se produjeron toda una se-rie de choques más o menos espontáneos. Miembrosde la CNT y de la UGT venían matándose unos a otrosdesde hacía algún tiempo; en ciertas ocasiones, los crí-menes se vieron seguidos por gigantescos funeralesprovocativos, cuya finalidad deliberada era despertarodios políticos. Poco tiempo antes, un miembro de laCNT había sido asesinado, y ésta había movilizado acentenares de miles de sus afiliados en el cortejo fúne-bre. Hacia finales de abril, cuando yo acababa de llegara Barcelona, Roldán Cortada, miembro prominente dela UGT, fue asesinado, según se cree, por alguien de laCNT. El gobierno ordenó que todos los comercios ce-rraran y organizó una enorme procesión fúnebre, cons-tituida en su mayor parte por tropas del Ejército Popu-lar y tan larga que se necesitaron dos horas para quepasara por un punto dado. Desde la ventana del ho-tel la observé sin mayor entusiasmo; era evidente queese supuesto funeral era un mero despliegue de fuer-zas. Si los hechos se agudizaban un poco más se lle-garía al derramamiento de sangre. Esa misma nochemi esposa y yo nos despertamos debido a una serie de

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disparos procedentes de la Plaza de Cataluña, situadaa unos cien o doscientos metros. Al día siguiente supi-mos que habíanmatado a unmiembro de la CNT y queel asesino probablemente pertenecía a la UGT. Desdeluego, era muy posible que todos esos crímenes fuerancometidos por agentes provocadores. Puedemedirse laactitud de la prensa capitalista extranjera hacia el con-flicto comunista-anarquista señalando que el asesina-to de Roldán fue objeto de amplia publicidad, mientrasque fue ocultado cuidadosamente el que constituyó surespuesta.

Se acercaba el 1° de Mayo, y se hablaba de una ma-nifestación gigantesca en la que tomarían parte tantola cNt como la UGT. Los líderes de la CNT, más mode-rados que muchos de sus miembros, trabajaban desdehacia tiempo por una reconciliación con la UGT; y, enefecto, la esencia de su política era intentar la integra-ción de los dos bloques en una gran coalición. La ideaera que la CNT y la UGT desfilaran unidas y demostra-ran su solidaridad. Pero, en el último momento, se sus-pendió la manifestación, pues resultaba evidente quesólo originaria disturbios. Nada ocurrió el 1° de Mayo.La situación era bien extraña. Barcelona, la llamadaciudad revolucionaria, fue quizá la única en la Europano fascista que no celebró ese día. Pero admito que me

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sentí aliviado. Se esperaba que el contingente del ILPmarchara en lamanifestación con la sección del POUMy todo el mundo preveía incidentes. Lo último que yodeseaba era verme mezclado en alguna tonta lucha ca-llejera. Marchar por la calle detrás de banderas rojas,con ampulosos eslóganes escritos, para luego morir deun balazo disparado con una metralleta desde algunaventana por un desconocido no respondía a mi idea delo que es una forma útil de morir.

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En torno al mediodía del 3 de mayo, un amigo quecruzaba el vestíbulo del hotel anunció como de pasada:«He oído que ha habido jaleo en la Central Telefónica».Por algún motivo, no le presté mayor atención en esemomento.

Por la tarde, entre las tres y las cuatro, me encon-traba a media altura de las Ramblas cuando oí a misespaldas varios tiros. Me di la vuelta y vi a algunos jó-venes que, con fusiles en la mano y los pañuelos rojine-gros de los anarquistas al cuello, desaparecían por unabocacalle en dirección norte. Evidentemente, dispara-ban contra alguien situado en una elevada torre octo-gonal —una iglesia, según creo— que se alzaba sobreesa calle. De inmediato pensé: «¡Ya ha comenzado!».Pero lo pensé sin mayor sentimiento de sorpresa, puesdesde hacia varios días todos esperábamos que «aque-llo» comenzara en cualquier momento.

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Quise regresar al hotel enseguida para saber cómoestaba mi esposa, pero el grupo de anarquistas, a laentrada de la bocacalle, hacía retroceder a la gente,gritando para que nadie cruzara la línea de fuego. Seoyeron más disparos. Las balas procedentes de la to-rre atravesaron la calle, y una multitud aterrorizadase abalanzó Ramblas abajo, alejándose del fuego; a lolargo de la calle podía oírse el tableteo de las persia-nas metálicas que bajaban los tenderos para protegersus escaparates. Vi dos oficiales del Ejército Popularretirándose prudentemente de árbol en árbol con lasmanos en las pistolas. Delante de mí, la gente se preci-pitaba por las escaleras de la estación demetro que hayen medio de las Ramblas en busca de protección. Optépor no seguirlos, pues no quería quedarme atrapadobajo tierra durante horas.

En esemomento, unmédico norteamericano que ha-bía estado con nosotros en el frente se acercó corrien-do y me tomó del brazo. Estaba muy excitado.

—Vamos, debemos llegar hasta el hotelFalcón. (El hotel Falcón era una especiede casa de huéspedes regida por el POUMy utilizada principalmente por los mili-cianos de permiso.) Los muchachos del

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POUM se reunirán allí. Ya comenzaron loslíos. Debemos permanecer unidos.—Pero ¿qué demonios está pasando? —pregunté yo.

El médico me tiraba del brazo y la nerviosidad leimpedía darme una explicación clara. Según parecía,había estado en la Plaza de Cataluña cuando varios ca-miones llenos de guardias civiles1 armados se detuvie-ron frente a la Central Telefónica, en manos de traba-jadores de la CNT, y lanzaron un súbito ataque contraella. Luego llegaron algunos anarquistas y se originóuna refriega general. Deduje que los «líos» de las pri-meras horas del día se habían producido porque el go-

1 Nota de errata encontrada después de la muerte de Orwell:“En todos estos capítulos se hace constante referencia a la GuardiaCivil”. Debería decirse “Guardia de Asalto”. Mi error se debió a quelos guardias de asalto en Cataluña llevaban un uniforme distintodel que lucían más tarde los que fueron enviados desde Valencia,y a que los españoles utilizaban para todos el nombre común de“la guardia”. El hecho innegable de que los guardias civiles a me-nudo se unieron a Franco cuando tuvieron oportunidad de hacerlo(ver Apéndice 2) no afecta a la Guardia de Asalto, cuerpo creadodurante la II República. Pero el comentario general sobre la hosti-lidad popular contra “la guardia” y su influencia en el desarrollode los sucesos de Barcelona sigue siendo válido”.

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bierno exigía la entrega de la Telefónica, exigencia que,desde luego, fue rechazada.

Mientras nos dirigíamos calle abajo, un camión re-pleto de anarquistas armados pasó a toda velocidad endirección opuesta. En la parte delantera se veía a un jo-vencito desarrapado, echado sobre una pila de colcho-nes tras una ametralladora ligera. Cuando llegamos alhotel Falcón, al final de las Ramblas, una multitud enebullición ocupaba el vestíbulo de la entrada. Reinabagran confusión, nadie parecía saber qué se esperaba deellos y sólo estaba armado el puñado de tropas de cho-que que normalmente cuidaba el edificio. Crucé hastael Comité Local del POUM, situado casi enfrente. Arri-ba, en la habitación donde los milicianos habitualmen-te recibían su paga, había otro grupo numeroso pre-sa de la agitación. Un hombre alto, pálido, buen mozo,de unos treinta años, vestido de civil, trataba de res-tablecer el orden mientras repartía cinturones y cajasde cartuchos apiladas en un rincón. No parecía haberningún fusil. El médico había desaparecido —creo queya se habían producido bajas y se había llamado a losmédicos—, pero había llegado otro inglés. Luego, deuna oficina interna, el hombre alto y algunos otros sa-lieron con los brazos llenos de fusiles y comenzaron adistribuirlos. El otro inglés y yo, en tanto que extran-

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jeros, resultábamos algo sospechosos y, al principio,nadie quería darnos un arma. Entonces llegó un mili-ciano, compañero en el frente, que me reconoció, des-pués de lo cual nos entregaron, aunque de mala gana,dos fusiles y algunos cargadores.

Continuaban los disparos en la distancia y las callesestaban desiertas. Se afirmaba que era imposible subirpor las Ramblas. Los guardias civiles habían ocupadoedificios en posiciones dominantes y disparaban con-tra todos los que pasaban. Yo me hubiera arriesgado aregresar al hotel, pero circulaba el vago rumor de queel Comité Local sería atacado en cualquier momentoy convenía quedarse por allí. En todo el edificio, enlas escaleras y hasta en la acera, en la calle, pequeñosgrupos de gente aguardaban de pie hablando con ex-citación. Nadie parecía tener una idea muy clara de loque ocurría. Sólo pude deducir que los guardias civileshabían atacado la Central Telefónica, capturado variospuntos estratégicos y que dominaban otros edificiospertenecientes a los obreros. Dominaba la impresióngeneral de que la Guardia Civil andaba «detrás» de laCNT y de la clase trabajadora en general. Era evidenteque, hasta ese momento, nadie parecía responsabilizaral gobierno. Las clases más pobres de Barcelona consi-deraban a la Guardia Civil como algo bastante similar

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a los Black and Tans, y todos parecían dar por senta-do que había lanzado ese ataque por iniciativa propia.Una vez que me enteré de cómo estaban las cosas, mesentí más tranquilo. La situación era bastante clara: deun lado la CNT, del otro, la policía. No experimentoninguna simpatía particular por el «obrero» idealiza-do, tal como está presente en la mente del comunistaburgués, pero cuando veo a un obrero de carne y hue-so en conflicto con su enemigo natural, el policía, notengo necesidad de preguntarme de qué lado estoy.

Pasó mucho tiempo y nada parecía suceder en nues-tro lado de la ciudad. No se me ocurrió que podía te-lefonear al hotel y conversar con mi esposa, pues dipor sentado que la Telefónica había suspendido sus ac-tividades. En realidad, sólo estuvo paralizada algunashoras. En los dos edificios parecía haber unas trescien-tas personas, en su mayoría de la clase más humilde yprocedentes de las callejuelas cercanas a los muelles;había muchas mujeres, algunas con un niño en brazos,y una multitud de muchachitos andrajosos. Me ima-gino que la mayoría no tenía ni idea de lo que ocurríay se había precipitado a los edificios del POUM simple-mente en busca de protección. También había algunosmilicianos de permiso y un grupito de extranjeros. Se-gún mis cálculos, entre todos apenas reuníamos unos

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sesenta fusiles. La oficina del primer piso era constan-temente asediada por hombres que exigían armas y só-lo recibían una negativa. Los milicianos más jóvenes,para quienes el asunto parecía una especie de pic-nic,daban vueltas y trataban de sonsacar o hurtar los fusi-les a quienes los poseían. Muy pronto uno de ellos selas ingenió para apoderarse del mío y desaparecer conél. Una vez más estaba desarmado; sólo conservaba mipequeña pistola automática y un solo cargador.

Empezaba a oscurecer, tenía hambre y al parecer nohabía comida en el hotel Falcón.Mi amigo y yo nos des-lizamos hasta su hotel, no muy distante, para cenar. Enlas calles, oscuras y silenciosas, no se veía un alma. Laspersianas de los escaparates continuaban bajadas, peronadie levantaba ya barricadas. Tuvimos que armar unbuen escándalo para que nos dejaran entrar en el hotel,cerrado a cal y canto. Cuando regresamos, me enteréde que la Central Telefónica funcionaba otra vez y subíal primer piso para llamar a mi esposa. Como era desuponer, no había una sola guía telefónica en el edi-ficio y yo ignoraba el número del hotel Continental.Después de buscar en todas las habitaciones duranteuna hora, encontré una guía de turismo donde figura-ba. No logré comunicarme con mi esposa, pero hablécon John McNair, el representante del ILP en Barce-

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lona. Me aseguró que todo iba bien, que nadie habíasido herido y me preguntó cómo nos encontrábamosen el Comité Local. Le respondí que, con cigarrillos, es-taríamos mucho mejor. Lo dije en broma, pero mediahora más tarde McNair apareció con dos paquetes deLucky Strike. Había desafiado la oscuridad impenetra-ble de las calles, recorridas por patrullas anarquistasque, pistola en mano, lo habían parado dos veces pa-ra identificarlo. Nunca olvidaré ese pequeño acto deheroísmo. Nos alegró mucho tener cigarrillos.

Habían apostado guardias armados en casi todas lasventanas, y en la calle un pequeño grupo de tropas dechoque detenía e interrogaba a los pocos transeúntes.Un coche patrulla anarquista cargado de armas se detu-vo frente a la puerta. Junto al conductor una hermosajoven morena de unos dieciocho años albergaba unametralleta sobre sus rodillas. Pasé largo tiempo vagan-do por el edificio, un gran local laberíntico cuya dis-tribución resultaba imposible de aprender. En las dis-tintas dependencias encontré muebles rotos, papelesrasgados, el desorden habitual que parece ser un pro-ducto inevitable de la revolución. Por todas partes ha-bía gente durmiendo; en un pasillo, sobre un sofá des-vencijado, dos pobres mujeres de la zona de los mue-lles roncaban plácidamente. El edificio había sido un

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teatro-cabaret antes de que el POUM lo ocupara. Va-rias de las habitaciones tenían escenarios elevados. So-bre uno de ellos quedaba un gran piano solitario. Porfin encontré lo que buscaba: el arsenal. No sabía cómoterminaría todo aquello y necesitaba desesperadamen-te un arma. Había oído decir tantas veces que el PSUC,el POUM y la CNT-FAI acumulaban armas en Barcelo-na que no podía creer que dos de los principales edifi-cios del POUM contuvieran únicamente los cincuentao sesenta fusiles distribuidos. El cuarto que servía dearsenal no estaba vigilado y tenía una puerta bastanteendeble; con otro inglés, la forzamos sin dificultad. Alentrar, comprobamos que nos habían — dicho la ver-dad: no había más armas. Sólo encontramos unas dosdocenas de rifles de calibre pequeño y de modelo anti-cuado y unas pocas escopetas, pero ninguna munición.Subí a la oficina y pregunté si disponían de balas parami pistola; no tenían. Solamente había unas pocas ca-jas de granadas, de un tipo primitivo, traídas por unode los coches patrulla anarquistas. Guardé un par enuna de mis cartucheras. Era un tipo de granada muytosca que se accionaba frotando una especie de ceri-lla en la parte superior y muy propensa a explotar poriniciativa propia.

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El suelo estaba cubierto de gente dormida. En unahabitación un bebé lloraba sin cesar. Aunque estába-mos en mayo, la noche se puso fría. En uno de los esce-narios todavía quedaban restos del telón, lo arranquécon el cuchillo, me envolví en él y dormí unas pocashoras. Recuerdo que mi sueño se vio perturbado porla idea de que esas malditas granadas podían hacermevolar si llegaba a aplastarlas. A las tres de la mañana,el hombre alto y buen mozo que parecía estar al man-do de todo me despertó, me dio un fusil y me puso deguardia en una de las ventanas. Me dijo que Sala, eljefe de policía, responsable del ataque contra la Cen-tral Telefónica, había sido arrestado. (En realidad, co-mo supimos después, sólo había sido destituido de sucargo. No obstante, la noticia confirmó la impresióngeneral de que la Guardia Civil había actuado sin or-den previa.) Al amanecer, la gente comenzó a levantardos barricadas, una frente al Comité Local y otra fren-te al hotel Falcón. Las calles de Barcelona están em-pedradas con adoquines cuadrados, fáciles de apilar y,debajo de ellos, hay una especie de gravilla muy útilpara llenar sacos. El proceso de construcción de esasbarricadas constituyó un espectáculo singular y mara-villoso; hubiera dado cualquier cosa por fotografiarlo.Con esa suerte de apasionada energía que despliegan

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los españoles cuando han tomado la firme decisión derealizar alguna tarea, largas filas de hombres, mujeresy criaturas muy pequeñas arrancaban las piedras, lastransportaban en una carretilla que habían encontra-do en alguna parte y trastabillaban de un lado a otrobajo los pesados sacos. En la puerta del Comité Local,una muchacha judía alemana, con un pantalón de mi-liciano cuyas rodilleras le llegaban a los tobillos, ob-servaba todo con una sonrisa. En un par de horas lasbarricadas estuvieron listas y en sus troneras se aposta-ron los hombres armados; detrás de una de ellas ardíaun fuego y unos hombres freían huevos.

Habían vuelto a quitarme el fusil y no parecía quequedara nada útil por hacer allí. Otro inglés y yo de-cidimos regresar al hotel Continental. Resonaban mu-chos disparos en la lejanía, pero ninguno parecía pro-ceder de las Ramblas. Camino arriba, echamos una mi-rada en el mercado de abastos. Muy pocos puestos es-taban abiertos, y los asediaba una multitud proceden-te de los barrios obreros situados al sur de las Ramblas.En el momento en que penetramos en el mercado afue-ra se produjo un tiroteo, algunos vidrios del techo sevinieron abajo y la gente se precipitó por las salidasposteriores. Con todo, algunos puestos siguieron abier-tos, y pudimos conseguir una taza de café y un trozo de

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queso de cabra que guardé junto a las granadas. Unosdías después me alegraría mucho de tener ese queso.

En la esquina donde los anarquistas habían comen-zado a disparar el día anterior se levantaba ahora unabarricada. El hombre situado detrás de ella (yo me en-contraba al otro lado de la calle) me gritó que tuvieracuidado, pues los guardias civiles instalados en la torrede la iglesia disparaban indiscriminadamente contracualquier transeúnte. Me detuve y luego crucé corrien-do; una bala pasó silbando desagradablemente cerca.Cuando me aproximaba a la sede central del POUM,siempre del otro lado de la calle, oí otros gritos deaviso que no comprendí procedentes de un grupo delas tropas de choque apostadas en la puerta de acce-so. La calle tenía un ancho paseo central y había algu-nos árboles y un puesto de diarios entre el edificio yel lugar donde me encontraba, de manera que no po-día ver dónde señalaban. Entré en el hotel Continental,me aseguré de que todo estaba bien, me lavé la cara yregresé a la sede central del POUM (a unos cien me-tros en la misma calle) a solicitar órdenes. Para eseentonces, el fuego de los fusiles y las ametralladorasque venía de diversas direcciones producía un fragorcasi comparable al de una batalla. Yo acababa de en-contrar a Kopp y le estaba preguntando qué debíamos

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hacer cuando, desde abajo, se oyó una serie de tremen-dos estallidos, tan fuertes que podían confundirse condisparos de cañón. En realidad, sólo eran granadas, cu-yos estruendos se multiplicaban entre los edificios depiedra.

Kopp miró por la ventana, apoyó su bastón en elhombro y dijo: «Investiguemos». Luego bajó la escale-ra con su despreocupado aire habitual; lo seguí pisán-dole los talones. A la entrada, un grupo de las tropas dechoque lanzaba granadas a lo largo de la acera comosi estuvieran jugando a los bolos. Las granadas estalla-ban a unos veinte metros con un estrépito ensordece-dor que se mezclaba con el de los disparos de fusil. Enla mitad de la calle, detrás del puesto de diarios, asoma-ba la cabeza de un miliciano norteamericano a quienconocía bien y que parecía un coco en una feria. Sólomás tarde comprendí lo que realmente ocurría. Al la-do del edificio del POUM estaba el Café Moka, con unhotel en el primer piso. El día antes, veinte o treintaguardias civiles armados habían entrado en el café y,cuando comenzó la lucha, se apoderaron por sorpresadel edificio y levantaron una barricada. Probablemen-te les habían ordenado apoderarse del café como pasopreliminar para un ataque posterior contra las oficinasdel POUM. Por la mañana, temprano, intentaron salir;

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hubo un tiroteo, en el que uno de nuestros hombres re-sultó herido y un guardia civil, muerto. Los guardiasciviles permanecían en el interior del café, pero, cuan-do el norteamericano avanzaba por la calle, abrieronfuego contra él, a pesar de que iba desarmado. Éste searrojó detrás del puesto de diarios y los nuestros lan-zaron granadas contra los guardias civiles para impe-dirles salir del café.

Kopp captó la situación con una sola mirada, seabrió paso y paró a un alemán pelirrojo de las tropas dechoque que se disponía a sacar el seguro de una grana-da con los dientes. Les gritó a todos que se apartarande la puerta y nos dijo en varios idiomas que debía-mos evitar el derramamiento de sangre. Luego salióy, a la vista de los guardias civiles, se quitó ostentosa-mente la pistola y la depositó en el suelo. Dos oficialesespañoles de la milicia hicieron lo mismo, y los trescaminaron lentamente hasta la puerta donde se apre-tujaban los guardias civiles. Era algo que yo no hubie-ra hecho ni por veinte libras. Caminaban, desarmados,hacia hombres enloquecidos de terror y con armas car-gadas en las manos. Un guardia civil, en mangas decamisa y pálido de miedo se acercó para parlamentarcon Kopp. Señalaba agitadamente dos granadas sin ex-plotar que estaban en la acera. Kopp regresó y nos dijo

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que sería mejor hacerlas explotar, eran un peligro paracualquiera que pasara. Un soldado de las tropas de cho-que disparó su fusil e hizo estallar una, pero le erró a lasegunda. Le pedí el arma, me arrodillé y disparé contraella. Lamento decir que también fallé; fue éste el únicodisparo que hice durante los disturbios. La acera se ha-llaba cubierta de cristales rotos procedentes del rótulodel Café Moka, y dos autos estacionados allí, uno delos cuales era el coche oficial de Kopp, estaban acribi-llados a balazos y con los parabrisas destrozados porlos bombazos.

Kopp me llevó al primer piso y me explicó la si-tuación. Debíamos defender los edificios del POUM sieran atacados, pero los dirigentes habían dado instruc-ciones en el sentido de mantenernos a la defensiva yno abrir fuego si podíamos evitarlo. Justo enfrente ha-bía un cine llamado Poliorama, con un museo en elprimer piso y, en la parte más alta, muy por encimadel nivel general de los tejados, un pequeño observato-rio con dos cúpulas gemelas. Éstas dominaban la calle,y unos pocos hombres apostados allí podían impedircualquier ataque contra los edificios del POUM. Losencargados del cine eran miembros de la CNT y nosdejarían entrar y salir. En cuanto a los guardias civilesdel Café Moka, no representaban ningún problema: no

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deseaban luchar y estarían más que contentos de vi-vir y dejar vivir. Kopp repitió que teníamos orden deno disparar, a menos que nuestros edificios o nosotrosfuéramos atacados. De su explicación deduje que loslíderes del POUM estaban furiosos por verse arrastra-dos a intervenir en tales acontecimientos, pero sentíanque debían solidarizarse con la CNT.

Ya habían colocado gente de guardia en el observa-torio. Pasé los tres días y noches siguientes en la azoteadel Poliorama, con breves intervalos en los queme des-lizaba hasta el hotel para comer. No corría ningún peli-gro, sufría sólo hambre y aburrimiento y, no obstante,fue uno de los períodos más insoportables de mi vida.Creo que pocas experiencias podrían ser más asquean-tes, más decepcionantes o, incluso, más exasperantesque esos días de guerra callejera.

Solía sentarme en la azotea y maravillarme ante lalocura que significaba todo esto. Desde las pequeñasventanas del observatorio podía ver a varios kilóme-tros a la redonda edificios altos y esbeltos, cúpulas decristal y fantásticos techos ondulados con brillantes te-jas verdes y cobrizas; hacia el este, el centelleante marazul pálido que veía por primera vez desde mi llegadaa España. Y la enorme ciudad de un millón de perso-nas había caído en una especie de violenta inercia, una

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pesadilla de ruido sin movimiento. Las calles soleadascontinuaban desiertas. Lo único que ocurría era el rau-dal de balas que salían desde las barricadas y las ven-tanas protegidas con sacos de arena. No circulaba unsolo vehículo y, a lo largo de las Ramblas, los tranvíaspermanecían inmóviles allí donde sus conductores loshabían abandonado al oír el primer disparo. Ymientrastanto el estrépito endemoniado, devuelto por el eco demiles de edificios de piedra, proseguía sin cesar, comouna lluvia tropical. Crac-crac, ratatá-ratatá, brum; elestrépito se reducía en ocasiones a unos pocos dispa-ros, y crecía a veces hasta formar una descarga ensor-decedora, pero no se interrumpía nunca durante el día,y con la aurora comenzaba otra vez.

Al principio resultó muy difícil descubrir qué demo-nios ocurría, quién luchaba contra quién y quién ibaganando. La gente de Barcelona está acostumbrada alas luchas callejeras y tan familiarizada con la geogra-fía política local que sabe, por una suerte de instinto,qué calle y qué edificios dominará cada partido. Un ex-tranjero se encuentra en insuperable desventaja. Mi-rando desde el observatorio, era evidente que las Ram-blas, una de las principales arterias de la ciudad, traza-ban una línea divisoria. A la derecha, los barrios obre-ros eran decididamente anarquistas; a la izquierda, en

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las tortuosas callejuelas, se desarrollaba una lucha con-fusa, pero en esa zona eran el PSUC y la Guardia Civilquienes ejercían más o menos el control. En la partealta de las Ramblas, alrededor de la Plaza de Cataluña,la situación era tan complicada que habría resultadoincomprensible si cada edificio no hubiera ostentadola bandera del bando correspondiente. Allí el princi-pal emplazamiento era el hotel Colón, cuartel generaldel PSUC, que dominaba toda la plaza. En una ventanapróxima a la penúltima letra O del gigantesco letrero«Hotel Colón» que cruzaba la fachada, tenían una ame-tralladora que podía barrer la plaza con mortífera efi-cacia. Cien metros a nuestra derecha, Ramblas abajo,la JSU, la liga juvenil del PSUC (correspondiente a laLiga Juvenil Comunista en Inglaterra), dominaba unosimportantes almacenes cuyas vidrieras laterales, pro-tegidas por sacos de arena, quedaban frente a nuestroobservatorio. Habían arriado la bandera roja para izarel estandarte nacional catalán. Sobre la Central Telefó-nica, punto de partida de todos los disturbios, la ban-dera catalana y la anarquista flameaban una al lado dela otra. Allí se había llegado a alguna clase de arreglotransitorio, la Central funcionaba normalmente y nose hacían disparos desde el edificio.

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En nuestra zona todo estaba extrañamente tranqui-lo: En el Café Moka los guardias civiles habían baja-do las persianas metálicas y apilado los muebles enforma de barricada. Más tarde, media docena de ellosse subieron al terrado, frente a nosotros, y construye-ron otra barricada con colchones sobre la cual colga-ron la bandera nacional catalana. Era evidente que nodeseaban provocar una refriega. Kopp había llegado aun acuerdo definitivo: si no disparaban contra noso-tros, tampoco lo haríamos contra ellos. Para entonces,Kopp había conseguido establecer una relación bastan-te cordial con los guardias civiles, a los que había idovisitando con cierta frecuencia en el Café Moka. Natu-ralmente, éstos se habían apoderado de toda la bebidadel café y le regalaron quince botellas de cerveza. Acambio, Kopp llegó a darles uno de nuestros fusiles pa-ra compensarles el que habían perdido el día anterior.En cualquier caso, resultaba extraño estar sentado enesa azotea. A veces simplemente me sentía aburridode todo, no prestaba atención al estrépito endemonia-do y me pasaba horas leyendo una serie de libros de lacolección Penguin que, por suerte, había comprado po-cos días antes; había ocasiones en que tenía plena con-ciencia de los hombres armados que me observabana unos cincuenta metros. En cierto sentido, era como

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encontrarse otra vez en las trincheras. Varias veces mesorprendí llamando «los fascistas» a los guardias civi-les. Por lo general, éramos seis allí arriba. Poníamos aun hombre de guardia en cada una de las torres, y losdemás nos sentábamos más abajo, sobre un tejado deplomo, donde una cornisa de piedra nos servía de pro-tección. Sabía muy bien que, en cualquier momento,los guardias civiles podían recibir órdenes telefónicasde abrir fuego. Habían prometido avisarnos antes dehacerlo, pero no existía la certeza de que cumplieransu palabra. Sin embargo, sólo una vez pareció que lascosas se pondrían feas. Uno de los guardias civiles searrodilló y comenzó a disparar por encima de la barri-cada. Yo estaba de guardia en el observatorio en esemomento. Le apunté con el fusil y le grité:

—¡Eh! ¡No tires contra nosotros!—¿Qué?—¡No dispares o nosotros también lo hare-mos!—¡No, no! No disparaba contra vosotros.¡Mira allá abajo!

Indicó con el fusil la travesía que había despuésde nuestro edificio. Efectivamente, un chico de mono

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azul, armado con un fusil, doblaba la esquina a todaprisa. Era evidente que acababa de hacer un disparocontra los guardias civiles que estaban en el terrado.

—Tiraba contra él. Él lo hizo primero —creo que era cierto—. No queremos dispa-rar contra vosotros. Somos sólo trabajado-res, igual que vosotros.

Hizo el saludo antifascista, que yo devolví. Le grité:

—¿Os queda algo de cerveza?—No, se acabó toda.

Ese mismo día, sin motivo aparente, un individuo si-tuado en el edificio de la JSU, más abajo, alzó de prontoel fusil y me disparó un tiro en el momento en que measomaba por la ventana.Quizá le parecí un blanco ten-tador. Yo no respondí. Aunque estaba a sólo cien me-tros, su puntería fue tanmala que la bala ni siquiera pe-gó en el tejado del observatorio. Como de costumbre,la pésima puntería española me había salvado. Desdeese mismo edificio me hicieron varios disparos más.

El endiablado estrépito proseguía. Pero, por lo quepodía ver, y por lo que oía, la lucha era defensiva en

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ambos bandos. La gente se limitaba a permanecer ensus edificios o detrás de sus barricadas y a disparar con-tra los que estaban al otro lado. A unos ochocientosmetros de nuestra posición había una calle donde al-gunas de las principales sedes de la CNT y de la UGTestaban emplazadas casi unas enfrente de las otras; elruido procedente de esa dirección era terrorífico. Pasépor esa calle al día siguiente del cese de la lucha: losvidrios de los negocios parecían cribas. (La mayoría delos comerciantes de Barcelona habían pegado tiras depapel cruzadas sobre los cristales de los escaparates, demodo que cuando una bala daba en ellos no los destro-zaba completamente.) A veces el tableteo de las ame-tralladoras se combinaba con el estallido de las grana-das. A intervalosmuy prolongados—quizá una docenade veces en total—, se oían tremendas explosiones queen ese momento no pude explicarme; parecían bom-bas de aviación, pero eso era imposible, puesto que porallí no se divisaban aviones. Más tarde me dijeron quealgunos agentes provocadores hacían estallar grandescantidades de explosivos a fin de aumentar el ruido yel pánico. Con todo, no hubo fuego de artillería. Yo memantenía atento; silos cañones comenzaban a disparar,significaría que las cosas se ponían serias. (La artille-ría constituye un factor decisivo en la lucha callejera.)

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Posteriormente, los periódicos publicaron noticias ab-surdas sobre baterías de cañones que disparaban en lascalles, pero ninguno pudo mencionar un edificio daña-do por uno de esos proyectiles. En cualquier caso, elestruendo de un cañón resulta inconfundible, si unoestá acostumbrado a él.

Casi desde el comienzo escasearon los alimentos.Con grandes dificultades y al abrigo de la oscuridad(pues los guardias civiles tenían siempre tiradoresapostados en las Ramblas), se llevaba comida desdeel hotel Falcón para los quince o veinte milicianos dela sede central del POUM. Casi no alcanzaba y todostratábamos de llegar hasta el hotel Continental paracomer. El Continental, que había sido «colectivizado»por la Generalitat y no, como la mayoría de los hoteles,por la CNT o la UGT, se consideraba terreno neutral.En cuanto comenzó la lucha, el hotel quedó atestado dela más increíble colección de individuos. Había perio-distas extranjeros, sospechosos políticos de todas lastendencias, un aviador norteamericano al servicio delgobierno, varios agentes comunistas, un obeso ruso deaspecto siniestro, a quien se suponía agente de la GPU,conocido por el sobrenombre de Charlie Chan y quellevaba sujetos al cinturón un revólver y una pequeñagranada, algunas familias españolas acomodadas que

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parecían simpatizar con los fascistas, dos o tres heridosde la Columna Internacional, un grupo de camioneros,a quienes los disturbios habían impedido llegar a Fran-cia con un cargamento de naranjas, y varios oficiales.del Ejército Popular. El Ejército Popular, como cuer-po, permaneció neutral durante toda la lucha, si bienalgunos soldados se escaparon de los cuarteles e inter-vinieron individualmente; el martes por la mañana via dos de ellos en las barricadas del POUM. Al comien-zo, antes de que la escasez de alimentos se agudizaray los periódicos empezaran a avivar el odio, hubo unatendencia a tomar todo a broma. Acontecimientos deeste tipo ocurren todos los años en Barcelona, decía lagente. Giorgio Tioli, un periodista italiano, gran amigonuestro, entró con los pantalones empapados de san-gre. Había salido para ver qué ocurría, se puso a ven-dar a un hombre herido que yacía en la acera, cuandoalguien le arrojó «jugando» una granada, sin herirloafortunadamente de gravedad. Recuerdo su comenta-rio de que sería conveniente numerar las piedras de lascalles de Barcelona y ahorrar así mucho trabajo en laconstrucción y demolición de las barricadas. Recuerdotambién a dos hombres de la Columna Internacional,sentados en mi habitación cuando yo llegué cansado,sucio y hambriento al cabo de una noche de guardia.

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Su actitud fue por completo neutral. De haber sido bue-nos miembros del partido, supongo que me hubieraninstado a cambiar de bando o tal vez quitado las grana-das que me abultaban en los bolsillos; en vez de esto,se limitaron a expresar su pesar al saber que debía pa-sar mi permiso haciendo guardia en un terrado. La ac-titud general era: «Esto no es más que una riña entrelos anarquistas y la policía; no significa nada». A pesarde la intensidad de la lucha y el número de bajas creoque estaba más cerca de la verdad que la versión ofi-cial que describía lo ocurrido como un levantamientoplaneado.

Hacia el miércoles (5 de mayo) las cosas comenza-ron a cambiar. Las calles desiertas ofrecían un aspectosiniestro. Unos pocos transeúntes, obligados a salir poralgún motivo, se deslizaban de un lado a Otro agitan-do pañuelos blancos. En un lugar a media altura de lasRamblas y a salvo de las balas, algunos hombres vocea-ban los periódicos en la calle vacía. El martes, el perió-dico anarquista Solidaridad Obrera describía el ataquepolicial contra la Central Telefónica como una «mons-truosa provocación» (o algo similar), pero el miércolescambió de tono y comenzó a pedir que se retornara altrabajo. Los líderes anarquistas transmitieron por ra-dio el mismo mensaje. Las oficinas de La Batalla —el

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periódico del POUM—, que carecían de defensa, habíansido atacadas y ocupadas por los guardias civiles casial mismo tiempo que la Central Telefónica, pero el pe-riódico seguía imprimiéndose en otro local. En los po-cos ejemplares distribuidos se instaba a permanecer enlas barricadas. La gente no sabía qué pensar y se pre-guntaba cómo terminaría todo. Creo que nadie aban-donó las barricadas, pero todos estaban hartos de esalucha carente de sentido. Nadie deseaba que se con-virtiera en una verdadera guerra civil que habría po-dido significar la derrota frente a Franco. Este temorencontraba expresión en todos los sectores. Podía de-ducirse de los comentarios oídos que las filas de la CNTdeseaban, igual que al comienzo, sólo dos cosas: la de-volución de la Central Telefónica y el desarme de losodiados guardias civiles. Si la Generalitat hubiera pro-metido ambas cosas, y también poner fin al mercadonegro de alimentos, las barricadas habrían desapareci-do en un par de horas. Pero era obvio que la Generali-tat no estaba dispuesta a ceder. Comenzaron a circulardesagradables rumores. Se decía que el gobierno de Va-lencia enviaba seis mil hombres para ocupar Barcelo-na y que cinco mil milicianos anarquistas y del POUMhabían abandonado el frente de Aragón para plantar-les cara. Sólo el primero de esos rumores era cierto.

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Desde la torre del observatorio vimos las fórmas cha-tas y grises de los barcos de guerra aproximándose alpuerto. Douglas Moyle, que había sido marino, afirmóque parecían destructores británicos. Eran ciertamen-te destructores británicos, pero esto lo supimos mástarde.

Esa noche oímos decir que en la Plaza de España cua-trocientos guardias civiles se habían rendido y entre-gado sus armas a los anarquistas; también se filtrabanalgunas noticias, bastante vagas, en el sentido de queen los suburbios (principalmente en los barrios obre-ros) la CNT conservaba el control. Parecía que está-bamos ganando. Pero esa misma noche Kopp envió apor mí y, con el rostro grave, me dijo que, según unainformación recién recibida, el gobierno se disponía ailegalizar al POUM y a declarar el estado de guerra. Lanoticia me produjo una gran conmoción. Era el primerindicio que tenía de la interpretación que más tardese daría a estos sucesos. Comprendí vagamente que,cuando la lucha concluyera, el POUM, que era el parti-do más débil y, por ende, el chivo expiatorio más pro-picio, cargaría con toda la culpa. Entretanto, nuestraneutralidad local había concluido. Si el gobierno nosdeclaraba la guerra no teníamos otra alternativa quedefendernos y en la sede central estábamos seguros

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de que los guardias civiles del café vecino recibiríanórdenes de atacarnos. Nuestra única salida consistíaen atacarlos primero. Kopp aguardaba órdenes telefó-nicas. Si nos acababan de confirmar que el POUM real-mente había sido proscrito, debíamos prepararnos deinmediato para apoderarnos del Café Moka.

Recuerdo la larga noche de pesadilla que pasamosfortificando el edificio. Bloqueamos las persianas dela puerta de entrada y detrás de ellas levantamos unabarricada con las losas sobrantes de unas reformas he-chas. Pasamos revista a nuestra reserva de armas. In-cluyendo los seis que se utilizaban en la azotea del Po-liorama, teníamos veintiún fusiles (uno de ellos defec-tuoso), cincuenta cargas para cada fusil, unas docenasde granadas y algunos revólveres y pistolas.

Doce hombres, en su mayoría alemanes, se ofrecie-ron para el ataque al Café Moka. Naturalmente, ataca-ríamos desde la azotea y poco antes del amanecer, paratomarlos por sorpresa; ellos nos superaban en núme-ro, pero a nosotros nos animaba la firme decisión deluchar. Sin duda, podríamos apoderarnos del local, pe-ro a costa de algunas bajas. Carecíamos de alimentosen el edificio, fuera de unas pocas tabletas de chocola-te, y corría el rumor de que «ellos» se disponían a cor-tar el agua. (Nadie sabía quiénes eran «ellos». Podía

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ser el gobierno, que controlaba el sistema de abasteci-miento de aguas, o la CNT; nadie lo sabía.) Decidimosllenar los lavabos de los baños, cuanto balde pudimosconseguir y hasta las quince botellas de cerveza, ahoravacías, que los guardias civiles obsequiaron a Kopp.

Estaba muy bajo de ánimos y agotado después depasar sesenta horas casi sin dormir. Ya era noche avan-zada. Detrás de la barricada de losas, en la planta baja,el suelo estaba cubierto de gente dormida. En el pri-mer piso había un sofá en una pequeña habitación quepensábamos utilizar como enfermería, aunque, por su-puesto, descubrimos que no teníamos ni siquiera ven-das. Me eché en el sofá, con la sensación de que ne-cesitaba una media hora de descanso antes del ataqueal «Moka», en el transcurso del cual probablementeme matarían. Recuerdo la gran molestia que me pro-ducía la pistola, sujeta al cinturón e incrustada en losriñones. Lo próximo que recuerdo es que me desper-té sobresaltado y vi a mi esposa de pie junto a mí. Medijo que había acudido a ofrecerse como enfermera yque le había dado pena despertarme. Ya era pleno día,el gobierno no había declarado la guerra al POUM, elagua seguía fluyendo por los grifos y, salvo algunosdisparos esporádicos en las calles, todo estaba tranqui-lo.

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Esa tarde hubo una especie de armisticio. Los dispa-ros cesaron y, con sorprendente rapidez, las calles sellenaron de gente. Unos pocos negocios comenzaron alevantar sus persianas, y el mercado se abarrotó de unaenorme muchedumbre que clamaba por comida, aun-que los puestos estaban casi vacíos. Con todo, destaca-ba que los tranvías todavía no circulaban. Los guardiasciviles seguían detrás de sus barricadas en el Café Mo-ka. Los edificios fortificados no fueron evacuados porninguno de los dos bandos. En todos los sectores se es-cuchaban las mismas preguntas ansiosas: «¿Crees queya se acabó? ¿Crees que volverá a empezar?». Ahorase hablaba de la lucha como de una especie de cala-midad natural, similar a un huracán o a un terremoto,que nos agobiaba a todos por igual y que no podíamosdetener. Casi de inmediato —supongo que en realidadhubo varias horas de tregua, pero nos parecieron unospocos minutos— un súbito estrépito de un fusil, comoun trueno de verano, nos hizo correr a todos; las per-sianas metálicas volvieron a caer, las calles se vaciaroncomo por arte de magia, las barricadas se llenaron, y«aquello» volvía a empezar.

Regresé asqueado y furioso a mi puesto sobre la azo-tea. Al participar en acontecimientos como ésos supon-go que, en una pequeña medida, se está haciendo his-

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toria, y uno debería sentirse personaje histórico porderecho propio. Sin embargo, no ocurre así porque entales momentos los detalles físicos siempre pesan más.Durante toda la lucha, nunca pude hacer el «análisis»correcto de la situación que los periodistas esbozabancon tanta facilidad a cientos de kilómetros de distancia.Lo que me preocupaba esencialmente no era lo justoy lo injusto de esa refriega intestina, sino simplemen-te la incomodidad y el aburrimiento de estar sentadodía y noche en esa azotea insoportable, y el hambreque aumentaba cada vez más, pues ninguno de noso-tros había tenido una comida decente desde el lunes.Todo el tiempo me acosaba la idea de que tendría queregresar al frente en cuanto este asunto terminara. Eraindignante. Después de ciento quince días en el frentehabía regresado a Barcelona hambriento de un pocode descanso y comodidad y, en su lugar, debía pasar-me el permiso sentado en un terrado frente a guardiasciviles tan aburridos como yo, que me saludaban conla mano yme aseguraban que eran «obreros» (queríandecir que confiaban en que yo no abriría fuego contraellos), pero que sin duda dispararían contra mí si reci-bían órdenes de hacerlo. Si eso era historia, yo no mesentía con ánimos de vivirla. Se parecía más a los ma-los momentos pasados en el frente, cuando por falta

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de hombres debían hacerse horas extra de guardia. Enlugar de sentirse heroico, uno permanece en su puesto,aburrido, cayéndose de sueño y totalmente indiferentea lo que sucede.

Dentro del hotel, entre la muchedumbre heterogé-nea que, en su mayor parte, no se había animado aasomar la nariz, se había generado una horrible atmós-fera de sospechas. Varios individuos se contagiaron dela manía de espiar y vagaban por allí susurrando quetodos los demás eran espías de los comunistas, o delos trotskistas, o de los anarquistas. El obeso agenteruso acorralaba por turno a los refugiados extranjerosy les explicaba, de manera plausible, que el conflicto sedebía a un complot anarquista. Lo observé con ciertointerés, pues era la primera vez que veía a una personacuya profesión consistía en mentir (excluyendo, claroestá, a los periodistas). Había algo repulsivo en estaparodia de la vida de un hotel elegante que proseguíadetrás de ventanas cerradas y del tableteo de los fusiles.El comedor de delante había sido abandonado despuésde que una bala atravesara la ventana y astillara unacolumna; los huéspedes se amontonaban en una oscu-ra habitación posterior, donde nunca había bastantesmesas. El número de camareros había disminuido —algunos eran miembros de la CNT y se habían solida-

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rizado con la huelga general— y, por el momento, sehabían deshecho de las camisas almidonadas, pero lascomidas seguían sirviéndose con cierta pretensión ce-remoniosa, aunque, prácticamente, no había nada quecomer. Ese jueves a la noche, el plato principal de la ce-na fue una sardina para cada comensal. El hotel carecíade pan desde hacía varios días, e incluso el vino esca-seaba tanto que bebíamos vinos cada vez más añejosa precios cada vez más altos. Esta escasez de comidaprosiguió aun después de terminada la lucha. Recuer-do que, durante tres días seguidos, mi esposa y yo desa-yunamos un pequeño trozo de queso de cabra, sin nadade pan y sin nada para beber. Abundaban, en cambio,las naranjas. Los camioneros franceses llevaron al ho-tel grandes cantidades de su cargamento. Eran un gru-po de aspecto rudo, e iban acompañados por algunasdeslumbrantes muchachas españolas y por un enormemozo de cuerda con una blusa negra. En cualquier otraocasión, un gerente de hotel—puntillosos como son—hubiera hecho todo lo posible para que se sintieranincómodos, incluso les habría negado la entrada, pe-ro en esas circunstancias fueron aceptados porque, adiferencia de los demás, contaban con una provisiónprivada de pan que todos trataban de hacer suya.

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Pasé una nochemás en la azotea. Al día siguiente pa-reció que la lucha llegaba a su fin. No creo que ese día,el viernes, se produjeran muchos tiroteos. Nadie sabíacon certeza si las tropas de Valencia realmente se acer-caban; llegaron aquella misma noche. El gobierno pro-palaba por radio mensajes semitranquilizadores, semi-amenazantes, pidiendo a la gente que regresara a sushogares y afirmando que, después de una cierta hora,todo aquel que portara armas sería arrestado. Nadieprestaba demasiada atención a los mensajes guberna-mentales, pero por todas partes los hombres comen-zaban a abandonar las barricadas. No dudo de que elfactor determinante de esa actitud fuera la escasez decomida. En todas partes se oía el mismo comentario:«No tenemos más comida, debemos regresar al traba-jo». Los guardias civiles, en cambio, que tenían asegu-radas sus raciones mientras hubiera alimentos en laciudad, podían permanecer en sus puestos. Por la tar-de, la ciudad ofrecía un aspecto casi normal, aunquelas barricadas continuaban intactas; las Ramblas se lle-naron de transeúntes, casi todas las tiendas abrieron y,hecho muy tranquilizador, los tranvías, tanto tiempoinmovilizados, volvieron a la vida y comenzaron a re-correr las calles. Los guardias civiles seguían en el CaféMoka sin deshacer sus barricadas, pero algunos saca-

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ron sillas y se sentaron en la acera con el fusil sobre lasrodillas. Le guiñé un ojo a uno de ellos al pasar y reci-bí una sonrisa no del todo hostil; me reconoció, desdeluego. En la Central Telefónica habían arriado la ban-dera anarquista y sólo flameaba el estandarte catalán.Ello significaba la derrota definitiva de los trabajado-res; sin embargo, debido a mi ignorancia política, nocomprendí con toda la claridad debida que cuando elgobierno se sintiera más seguro habría represalias. Enese momento tampoco me interesaba este aspecto delas cosas. Sólo sentía un profundo alivio ante el hechode que el endemoniado estrépito de los disparos hu-biera cesado. Deseaba poder comprar algo de comiday gozar de algún descanso y paz antes de regresar alfrente.

Sería a última hora de la tarde cuando los soldadosde Valencia hicieron su aparición en las calles de Bar-celona, ya bien entrada la noche. Eran integrantes dela Guardia de Asalto, una formación similar a los guar-dias civiles y a los carabineros (es decir, destinada enprimer término a tareas policiales), y tropas selectasde la República. De repente, surgieron de la nada co-mo setas; estaban por todas partes, patrullando las ca-lles en grupos de diez. Eran altos, de uniformes gri-ses o azules y con largos fusiles colgados al hombro

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y una metralleta por cada grupo. Entretanto, queda-ba una delicada tarea por realizar. Los seis fusiles quehabíamos utilizado para hacer guardia en la torre delobservatorio seguían allí y, de una manera o de otra,teníamos que llevarlos al edificio del POUM. Se trata-ba tan sólo de cruzar la calle con ellos. Formaban partedel arsenal propio del edificio, pero sacarlos significa-ba contravenir la orden del gobierno. Si nos sorpren-dían nos arrestarían sin ninguna duda y, lo que erapeor, nos confiscarían las armas. Con sólo veintiún fu-siles en el edificio, no podíamos perder seis. Despuésde muchas discusiones acerca del método más conve-niente, un joven español pelirrojo y yo comenzamosa acarrearlos. Resultaba bastante fácil esquivar las pa-trullas de la Guardia de Asalto; el peligro radicaba enlos guardias civiles del CaféMoka, quienes sabíanmuybien que teníamos fusiles en el observatorio y podíandelatarnos si nos veían cruzar con ellos. El joven espa-ñol y yo nos desvestimos parcialmente y nos colgamosun fusil del hombro izquierdo, con la culata en la axi-la y el cañón metido en los pantalones. Por desgracia,eranmáusers largos; ni un hombre alto como yo puedellevar sin molestias semejante arma en la pernera delpantalón. Resultaba muy incómodo descender por laenroscada escalera del observatorio con una pierna to-

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talmente rígida. Una vez en la calle, descubrimos quesolamente podíamos avanzar caminando con tan ex-trema lentitud que no hiciera falta doblar las rodillas.Frente al cine había un grupo de gente que me observócon gran interés mientras me arrastraba a paso de tor-tuga. Muchas veces me pregunté a qué atribuirían miextraña manera de andar. Herido en la guerra, pensa-rían. En cualquier caso, todos los fusiles pudieron sertrasladados sin incidentes.

Al día siguiente, los guardias de asalto estaban en to-das partes en actitud de conquistadores. No cabía dudade que el gobierno hacía un despliegue de fuerza a finde acobardar a una población que evidentemente noofrecería resistencia. Si hubiera temido la posibilidadde nuevas luchas, habría mantenido a los guardias deasalto en los cuarteles, en lugar de desparramarnos enpequeños grupos por toda la ciudad. Sin duda, exhibíatropas espléndidas, las mejores que yo había visto enEspaña y, aunque en cierto sentido eran «el enemigo»,no pude dejar de sentir agrado y cierta sorpresa al ver-las marchar. Estaba acostumbrado a la milicia andra-josa y apenas armada del frente de Aragón, y no sabíaque la República contara con tropas como ésas, forma-das por hombres físicamente excepcionales y provistasde armas que me dejaron atónito. Todos portaban fusi-

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les flamantes, del tipo conocido como «fusil ruso» (en-viados a España desde la URSS, pero fabricados, segúncreo, en Estados Unidos). Pude examinar uno de ellos.Estaba lejos de ser perfecto, pero era increíblementemejor que los antiquísimos trabucos que teníamos enel frente. Disponían, además, de una pistola automáti-ca cada uno y de unametralleta por cada diez hombres;en el frente había aproximadamente una ametrallado-ra por cada cincuenta hombres, y pistolas y revólve-res sólo podían conseguirse por medios ilegales. (Enrealidad, aunque no lo había observado hasta ese mo-mento, lo mismo ocurría en todas partes.) Los guardiasciviles y los carabineros, que no estaban destinadospara nada al frente, tenían mejores armas y mejoresropas que nosotros. Sospecho que lo mismo aconteceen todas las guerras: siempre hay idéntico contrasteentre la reluciente policía de la retaguardia y los an-drajosos soldados de las trincheras. Por lo general, losguardias de asalto de Valencia comenzaron a llevarsebien con la población transcurridos uno o dos días des-de su llegada. El primer día hubo algunas enganchadasporque, obedeciendo órdenes, según supongo, actua-ron de forma provocativa. Algunos grupos asaltabantranvías, registraban a los pasajeros y, si llevaban en subolsillo un carnet de la CNT luego se lo rompían y piso-

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teaban. Esto provocó enfrentamientos con anarquistasarmados y una o dos personas murieron. Muy pronto,sin embargo, los guardias de asalto abandonaron su ai-re de conquistadores y las relaciones se tornaron máscordiales. Observé que muchos de ellos consiguieronuna amiga al cabo de pocos días.

Los sucesos de Barcelona dieron al gobierno de Va-lencia la tan ansiada excusa para asumir unmayor con-trol de Cataluña. Las milicias de trabajadores debíanser dispersadas y redistribuidas en el Ejército Popular.La bandera española republicana flameaba en toda Bar-celona —era la primera vez que la veía, creo, exceptola que vi colgada en una trinchera fascista—. En los ba-rrios obreros se procedía a demoler las barricadas porpartes, pues esmuchomás fácil construirlas que volvera poner las piedras en su lugar. Frente a los edificiosdel PSUC, por el contrario, se permitió que muchas deellas Se mantuvieran incluso hasta junio. Los guardiasciviles continuaban ocupando posiciones estratégicas.

En los baluartes de la CNT se confiscaron grandescantidades de armas, aunque no cabe duda de que mu-chas fueron puestas a salvo a tiempo. La Batalla seguíaapareciendo, pero fue censurada hasta que la primeraplana quedó casi del todo en blanco. Los periódicos delPSUC no estaban sometidos a la censura, y mediante

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artículos incendiarios exigían la supresión del POUMalegando que era una organización fascista enmascara-da. Los agentes del PSUC colocaron en toda la ciudadun mural que representaba al POUM como una figu-ra que al quitarse la máscara que ostentaba la hoz yel martillo descubría un rostro horrendo marcado conla cruz gamada. Evidentemente, la versión oficial de lalucha en Barcelona ya estaba decidida: sería un levan-tamiento de la «quinta columna» fascista, provocadopor el POUM.

En el hotel, la atmósfera de sospecha y hostilidadhabía empeorado con el cese de la lucha. Frente a lasacusaciones que se hacían por todas partes, resultabaimposible mantenerse neutral. El correo volvía a fun-cionar, comenzaron a llegar periódicos comunistas ex-tranjeros, y sus relatos de la lucha no sólo eran vio-lentamente parciales sino, desde luego, increíblementeinexactos. Creo que algunos de los comunistas locales,testigos de los sucesos, se sintieron avergonzados an-te la interpretación que se daba de los acontecimientos,pero, naturalmente, se mantuvieron fieles a su partido.Nuestro amigo comunista volvió a acercárseme y mepreguntó si no deseaba pasar a la Columna Internacio-nal. Me cogió más bien por sorpresa.

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—Vuestros periódicos dicen que soy unfascista —le dije—. Sin duda, debo deser un sospechoso político, viniendo delPOUM.—Oh, eso no importa. Al fin de cuentas, túsólo cumples órdenes.

Tuve que decirle que, después de lo ocurrido, no po-día ingresar en ninguna unidad controlada por los co-munistas. Tarde o temprano, eso podía llevarme a serutilizado contra la clase obrera española. No podía sa-berse cuándo volvería a repetirse una situación simi-lar y, si tenía que usar un fusil, prefería hacerlo al ladode la clase trabajadora y no contra ella. Su reacciónfue bastante correcta; pero desde ese momento toda laatmósfera cambió. Ya no se podía, como antes, discu-tir amistosamente y tomar una copa con un hombre aquien se suponía oponente político. Hubo algunos al-tercados muy desagradables en el vestíbulo del hotel.Mientras tanto, las cárceles se habían vuelto a llenar arebosar. Al concluir la lucha, los anarquistas liberarona los prisioneros en su poder, pero los guardias civilesno hicieron lo mismo. La mayor parte de estos prisio-neros fueron encarcelados sin juicio, en muchos casosdurante meses. Como de costumbre, gente totalmente

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ajena a los hechos fue arrestada debido a la chapuceríapolicial. Dije antes que Douglas Thompson había sidoherido a principios de abril. Luego perdió el contactoconmigo, como solía ocurrir cuando un hombre recibíauna herida, pues frecuentemente los heridos eran tras-ladados de un hospital a otro. Se encontraba en un hos-pital de Tarragona y fue enviado de regreso a Barcelo-na la semana en que comenzaron los enfrentamientos.El martes a la mañana lo encontré en la calle, bastantedesconcertado por el tiroteo. Me hizo la pregunta quetodo el mundo hacía en esos días:

—¿Qué demonios pasa?

Le di la mejor explicación que pude. Thompson medijo sin demora:

—Yo me voy a mantener al margen de to-do esto. Mi brazo sigue mal. Me vuelvo alhotel y me quedaré allí.

Regresó a su hotel pero, por desgracia (¡qué impor-tante es en la lucha callejera el conocimiento de latopografía local!), el hotel estaba en una zona de laciudad controlada por los guardias civiles. El lugarfue asaltado, Thompson cayó prisionero y debió pasar

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ocho días en una celda tan llena de gente que nadietenía sitio para acostarse. Hubo numerosos casos simi-lares. Extranjeros con historiales políticos dudosos ha-bían huido, con la policía pisándoles los talones y conel temor constante a una denuncia. La situación erapeor para los italianos y los alemanes, que no teníanpasaportes y a muchos de los cuales buscaba la policíasecreta de sus propios países. Si los arrestaban, proba-blemente los deportarían a Francia, lo que podía signi-ficar el retorno a Italia o a Alemania, donde Dios sabequé horrores les aguardaban. Algunas mujeres extran-jeras se apresuraron a regularizar su situación «casán-dose» con españoles. Una joven alemana que carecíade documentación logró esquivar a la policía haciéndo-se pasar durante varios días por la amante de un espa-ñol. Recuerdo la expresión de vergüenza y aflicción dela pobremuchacha cuando accidentalmente me encon-tré con ella en el momento en que salía del dormitoriode ese hombre. No era su amante, pero sin duda creyóque yo lo pensaba. Permanentemente se tenía la estre-mecedora sensación de que uno podía ser denunciadoa la policía secreta por quien hasta ese momento habíasido un amigo.

La larga pesadilla de la lucha, el estrépito, la faltade comida y de sueño, la mezcla de tensión y aburri-

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miento de las largas horas pasadas en la azotea, pre-guntándome si al minuto siguiente recibiría un bala-zo o me vería obligado a disparar contra alguien, mehabían destrozado los nervios. Mi estado era tal que,cada vez que la puerta se cerraba con violencia, inme-diatamente echaba mano de la pistola. El sábado por lamañana se oyó una serie de disparos y todo el mundogritó: «¡Ya empieza otra vez!». Corrí a la calle y descu-brí que unos guardias de asalto disparaban contra unperro rabioso. Nadie que haya vivido en Barcelona en-tonces o en los meses posteriores olvidará la agobianteatmósfera creada por el miedo, la sospecha, el odio, lacensura periodística, las cárceles abarrotadas, las enor-mes colas para conseguir alimentos y las patrullas dehombres armados.

He tratado de dar una idea aproximada de lo quese sentía estando en medio de las luchas de Barcelona;pero no creo haber logrado transmitir el carácter ex-traño de aquel período. Cuando miro hacia atrás, unade las cosas que permanecen nítidas en mi memoriason los contactos casuales que uno hacía por aquel en-tonces, las visiones repentinas de los no combatientes,para quienes todo aquello tan sólo era un alboroto ca-rente de sentido. Recuerdo a una mujer elegantementevestida que paseaba por las Ramblas, con una canasta

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de la compra bajo el brazo y un lanudo perrito blanco,mientras los disparos se sucedían a una o dos calles dedistancia. Quizá fuera sorda. Y el hombre que agitan-do un pañuelo blanco en cada mano atravesó corrien-do la Plaza de Cataluña, totalmente vacía. Y el grupode personas, todas vestidas de negro, que durante unahora trataron una y otra vez de cruzar la misma plaza,sin poder lograrlo. Cada vez que emergían de la callecentral, las ametralladoras del PSUC apostadas en elhotel Colón abrían fuego y las obligaban a retroceder,aunque era evidente que iban desarmadas. Siempre hepensado que formaban parte de un cortejo fúnebre. Yel hombrecito que hacia las veces de encargado del mu-seo situado sobre el Poliorama, y parecía considerarlos sucesos como un acontecimiento social. Estaba en-cantado de que los ingleses lo visitaran; decía que el in-glés era tan simpático. Deseaba que todos volviéramoscuando la lucha hubiera terminado; y yo, de hecho, vol-ví a visitarlo. Y aquel otro, refugiado en un portal, quemovía complacido la cabeza hacia el infierno de la Pla-za de Cataluña y decía (como quien comenta que lamañana está hermosa): «¡Así que tenemos otro 19 dejulio!». Y los dependientes de la zapatería donde meestaban haciendo unas botas. Fui allí antes de la lucha,cuando todo acabó y, por breves minutos, durante la

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tregua del 5 de mayo. Pertenecían a la UGT o quizáeran miembros del PSUC; de cualquier modo, política-mente estaban en el otro bando y sabían que yo servíaen una milicia del pOum. No obstante, su actitud fuedel todo indiferente, y se expresaban con palabras co-mo éstas: «Es una pena todo esto, ¿no es cierto? Y tanmalo para los negocios. ¡Qué lástima que no termine!¡Como si no hubiera bastante lucha en el frente!, et-cétera, etcétera». Supongo que hubo gran cantidad depersonas, tal vez la mayor parte de los habitantes deBarcelona, para las que lo ocurrido no tenía interés al-guno o, por lo menos, no más interés que un ataqueaéreo.

En este capítulo sólo he descrito mis experienciaspersonales. En el Apéndice 2 trataré de abordar lo me-jor que pueda cuestiones más generales: lo que real-mente ocurrió y con qué resultados, qué era lo justo yqué lo injusto, y quién el responsable —si lo hubiera—. Se ha explotado tanto con fines políticos la luchaen Barcelona que resulta importante tratar de teneruna visión equitativa de ella. Lo que se ha escrito so-bre el tema alcanza para llenar muchos libros, perosus nueve décimas partes —supongo que no exageroal afirmarlo— son falsas. Casi todos los reportajes pe-riodísticos publicados en esa época fueron realizados

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por periodistas alejados de los hechos, y no sólo soninexactos, sino intencionalmente engañosos. Como decostumbre, sólo se permitió que una versión de lo ocu-rrido llegara al gran público. Al igual que cualquierotra persona que estuviera en Barcelona en aquellosmomentos, sólo vilo que ocurría en mi entorno inme-diato, pero vi y oí lo suficiente como para poder con-tradecir muchas de las mentiras que han estado circu-lando.

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Pasados unos tres días de las luchas de Barcelo-na regresamos al frente. Tras los enfrentamientos —más concretamente, tras el combate de insultos en laprensa— resultaba difícil pensar en la guerra tan inge-nua e idealistamente como antes. Supongo que nadiepasó algunas semanas en España sin sentirse algo de-cepcionado. Recordaba las palabras del corresponsalcon quien conversé durante mi primer día en Barcelo-na: «Esta guerra, como cualquier otra, es un fraude».El comentario, hecho en diciembre, me había desagra-dado profundamente y entonces no me pareció cierto;en mayo seguía sin parecerme cierto del todo, pero símás que antes. Es sabido que toda guerra sufre una es-pecie de degradación progresiva a medida que pasanlos meses, porque cosas tales como la libertad indivi-dual y una prensa veraz no son compatibles con la efi-cacia militar.

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Podíamos ya empezar a hacer conjeturas sobre loque ocurriría. Era fácil ver que el gobierno de Caballe-ro caería y sería reemplazado por otro más derechis-ta, sometido a una influencia comunista aún más fuer-te (esto ocurrió una o dos semanas más tarde), que seempeñaría en terminar con el poder de los sindicatosde una vez para siempre. Para después, cuando Francofuera derrotado—aun dejando de lado los enormes pro-blemas planteados por la reorganización de España—,las perspectivas no eran halagüeñas. Los comentariosperiodísticos acerca de «una guerra librada en defensade la democracia» eran mero engaño. Ninguna perso-na sensata podía suponer que hubiera alguna esperan-za de democracia, ni siquiera como la entendemos enInglaterra o en Francia, en un país tan dividido y ex-hausto como lo sería España al concluir la guerra. Seacabaría imponiendo una dictadura y, evidentemente,la posibilidad de una dictadura proletaria había pasa-do. Ello significaba que el país sería sometido a algunaclase de fascismo. De un fascismo que, sin duda, ten-dría algún nombre más agradable y —por tratarse deEspaña— sería más humano y menos eficiente que lasvariedades alemana o italiana. Las únicas alternativasparecían ser: o una dictadura franquista infinitamentepeor o que la guerra terminara (siempre era una posi-

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bilidad) con una división de España, ya sea por verda-deras fronteras o por zonas económicas.

Desde cualquier punto de vista, las perspectivaseran deprimentes. Pero ello no significaba que no fue-ra mejor luchar con el gobierno contra el fascismomásdescarnado y desarrollado de Franco y Hitler. Cuales-quiera que fueran los defectos del gobierno de posgue-rra, no cabía duda de que el régimen franquista seríapeor. Para los trabajadores urbanos quizá la situaciónno cambiase ganara quien ganase, pero España es fun-damentalmente un país agrícola y los campesinos síse beneficiarían con la victoria del gobierno. Por lomenos algunas de las tierras confiscadas seguirían es-tando en sus manos, en cuyo caso también habría unadistribución de la tierra en el territorio que había si-do de Franco y no sería restaurado el virtual servilis-mo antes existente en algunas partes de España. El go-bierno resultante al final de la guerra sería, por lo me-nos, anticlerical y antifeudal. Pondría límites a la Igle-sia, aunque fuera temporalmente, modernizaría el país,por ejemplo construyendo carreteras, y promovería laeducación y la salud públicas. Algo se había hecho yaen tal dirección, hasta en plena guerra. Franco, en cam-bio, no era sólo un títere de Italia y Alemania, sinoque estaba ligado a los grandes terratenientes feuda-

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les y representaba una rancia reacción clérigo-militar.El Frente Popular podía ser una estafa, pero Franco eraun anacronismo. Sólo los millonarios o los románticospodían desear que triunfara.

Además, allí estaba decidiéndose algo muy impor-tante y que hacía dos años me perseguía como una pe-sadilla: el prestigio internacional del fascismo. Desde1930 los fascistas habían obtenido todas las victorias;era hora de que sufrieran una derrota, no importabamayormente a manos de quién. Si hacíamos retroce-der a Franco y a sus mercenarios extranjeros hasta elmar, lograríamos mejorar considerablemente la situa-ción mundial, aun cuando España misma emergierabajo una dictadura sofocante y con los mejores hom-bres en la cárcel. Aunque sólo fuera por eso, valía lapena ganar la guerra.

Tal era la situación en aquel momento. Debo aclararque ahorami opinión sobre Negrín esmuchomás favo-rable que cuando subió al poder. Ha llevado adelanteuna lucha difícil con gran valentía y ha demostradomás tolerancia política de lo que se esperaba. No obs-tante, sigo creyendo que, amenos que España se dividacon consecuencias imprevisibles, el gobierno de pos-guerra será de tendencia fascista. Reitero esta opinión

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corriendo el riesgo de que el tiempo haga conmigo loque hace con casi todos los profetas.

Acabábamos de llegar al frente cuando supimos queBob Smillie, en viaje de regreso a Inglaterra, había si-do arrestado en la frontera, trasladado a Valencia yencarcelado. Smillie estaba en España desde octubre.Después de haber trabajado durante varios meses enlas oficinas del POUM, se unió a la milicia cuando lle-garon los otros miembros del ILP pues quería lucharunos tres meses en el frente, antes de regresar a In-glaterra para tomar parte en una gira de propaganda.Pasó algún tiempo antes de que pudiéramos descubrirpor qué lo habían arrestado. Smillie estaba incomuni-cado, de modo que ni siquiera su abogado podía verlo.En la práctica jurídica española no hay habeas corpusy un individuo puede estar en la cárcel durante variosmeses sin que se concrete ninguna acusación y muchomenos se lo juzgue. Por fin supimos, a través de unprisionero liberado, que Smillle había sido arrestadopor «portar armas». Las «armas» eran dos .granadasdel rudimentario tipo utilizado al comienzo de la gue-rra que, junto con fragmentos de proyectiles y otrosrecuerdos del frente, llevaba a Inglaterra para mostraren sus conferencias. Las granadas ya no tenían ni cargani espoleta, y sus cilindros vacíos eran completamen-

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te inocuos. Evidentemente, se habían valido de un pre-texto; el arresto se debía a la conocida vinculación deSmillie con el POUM. En Barcelona la lucha acababa decesar y las autoridades se mostraban ansiosas por im-pedir que salieran de España aquellos que podían con-tradecir la versión oficial. En consecuencia, era muyprobable que en las fronteras se hicieran nuevos arres-tos, con pretextos más o menos tontos. Posiblemente,la intención sólo fuera, en un principio, retener a Smi-llie unos pocos días, pero en España, una vez que seentra en la cárcel, generalmente se permanece allí, conjuicio o sin él.

Seguíamos en Huesca, pero nos habían situado al-go más a la derecha, frente al reducto fascista que ha-bíamos capturado temporalmente unas pocas semanasantes. Yo actuaba como teniente —supongo que corres-ponde a subteniente en el ejército británico—, y teníabajo mi mando a unos treinta hombres, españoles e in-gleses. Habían propuesto mi nombre para un ascensooficial de rango; no era seguro que me lo concedieran.Hasta entonces, los oficiales de la milicia rechazabanlos ascensos oficiales, pues éstos significaban pagas su-periores y contradecían las ideas igualitarias de la mi-licia; pero ahora estaban obligados a aceptarlos. Benja-mín ya había sido ascendido a capitán y Kopp estaba a

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punto de convertirse en comandante. Desde luego, elgobierno no podía pasarse sin los oficiales de la mili-cia, pero no confirmaba a ninguno de ellos en ningúngrado superior al de comandante, probablemente re-servando los cargos más altos para los del ejército re-gular y los flamantes egresados de la Escuela de Gue-rra. A causa de este procedimiento, en nuestra división(y, sin duda, en muchas otras) se daba el extraño casode que el jefe de división, los jefes de brigada y los jefesde batallón eran todos comandantes.

No ocurría mucho en el frente. La batalla en tornoa la carretera de Jaca había terminado y no se reanu-dó hasta mediados de junio. En nuestra posición, lostiradores apostados representaban el principal proble-ma. Las trincheras fascistas estaban situadas a más deciento cincuenta metros pero en un terreno más alto, ynos rodeaban por dos lados, porque nuestra línea for-maba un saliente en ángulo. El vértice del ángulo eraun punto peligroso; los tiradores siempre causaban allímuchas bajas. De cuando en cuando, los fascistas nosdisparaban granadas de fusil o algo similar. Causabanun estrépito insoportable que nos dejaba con los ner-vios destrozados, pues nos tomaban por sorpresa y noteníamos tiempo de buscar protección: pero no eranrealmente peligrosas. El orificio que dejaban en el te-

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rreno no era más grande que una bañera. Las nocheseran agradablemente cálidas, los días muy calurosos,los mosquitos empezaban a molestar y, a pesar de laropa limpia traída de Barcelona, casi de inmediato noscubrimos de piojos. En los huertos desiertos de la tie-rra de nadie las ramas de los cerezos se blanqueaban deflores. Durante dos días hubo lluvias torrenciales, lastrincheras se inundaron y el parapeto se hundió trein-ta centímetros: después tuvimos que cavar y extraer laarcilla pegajosa con las pésimas palas españolas quecarecían de mango y se doblaban como si fueran deestaño.

Habían prometido un mortero de trinchera para la.compañía, yo lo esperaba ansioso. Por la noche patru-llábamos como de costumbre, aunque con mayor ries-go, pues las posiciones fascistas estaban mejor defen-didas y sus tropas más alertas: habían desparramadolatas junto a la alambrada y abrían fuego con las ame-tralladoras en cuanto oían el menor ruido. Durante eldía disparábamos desde la tierra de nadie. Arrastrán-dose unos cien metros resultaba posible meterse enuna zanja oculta por altos pastos y desde la cual sedominaba una brecha del parapeto fascista. Habíamosconvertido el sitio en un apostadero para tirar. Si se es-peraba el tiempo suficiente, generalmente se acababa

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por ver una figura vestida de color caqui que se desliza-ba rauda por delante de la abertura. Disparé bastantesveces. Ignoro si herí a alguien; parece improbable, yaque tiro muy mal con el fusil. Pero resultaba casi di-vertido, pues los fascistas no sabían de dónde veníanlos disparos y yo estaba seguro de acertarle a algunotarde o temprano. Sin embargo, las cosas resultaronjusto al revés: un tirador fascista me hirió. Estaba enel frente desde hacía unos diez días cuando sucedió.La experiencia de recibir una herida de bala es muy in-teresante y creo que vale la pena describirla con ciertodetalle.

A las cinco de la mañana me encontraba en el vér-tice del parapeto. Esa hora siempre era peligrosa. Te-níamos la aurora a nuestras espaldas y si se asomabala cabeza quedaba claramente recortada contra el cie-lo. Estaba hablando con los centinelas antes del cambiode guardia. De pronto, en mitad de una frase, sentí… esmuy difícil describir lo que sentí, aunque lo recuerdoen forma muy vivida.

Por decirlo de alguna manera, tuve la sensación deencontrarme en el Centro de una explosión. Hubo co-mo un fuerte estallido y un fogonazo cegador a mi al-rededor, y senti un golpe tremendo, no dolor, sólo unasacudida violenta, como la que produce una descarga

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eléctrica. Luego una sensación de absoluta debilidad,de haber sido reducido a nada. Los sacos de arena fren-te a mí se alejaron a una distancia inmensa. Supongoque se siente lo mismo cuando se es alcanzado por unrayo. Supe de inmediato que estaba herido, pero por elestallido y el fogonazo pensé que se trataba de algúnfusil próximo, disparado por accidente. Todo ocurrióen un espacio de tiempo muy inferior a un segundo.Al instante siguiente se me doblaron las rodillas y caíhasta dar violentamente con la cabeza contra el sue-lo. Tenía perfecta conciencia de estar malherido, ex-perimentaba una sensación de torpeza y aturdimiento,pero no sufría ningún dolor tal como se entiende nor-malmente.

El centinela norteamericano con quien había esta-do hablando se abalanzó sobre mí: «Cielos, ¿estás he-rido?». Otros milicianos se acercaron y se produjo elalboroto habitual. «¡Levantadlo! ¿Dónde está herido?¡Abridle la camisa!», etcétera, etcétera. El norteameri-cano pidió un cuchillo para cortarme la camisa. Yo sa-bía que el mío estaba en uno de mis bolsillos y traté desacarlo, pero descubrí que tenía el brazo derecho para-lizado. La ausencia de dolor me producía una ligera sa-tisfacción. «Esto sin duda alegrará a mi esposa», pensé(siempre había deseado que me hirieran, y me salvara

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así de morir cuando llegara la gran batalla). Justo enese momento se me ocurrió preguntarle dónde estabaherido y de qué gravedad; no sentía nada, pero teníaconciencia de que la bala me había golpeado en algunaparte frontal del cuerpo. Cuando traté de hablar, com-probé que carecía de voz, sólo proferí un débil quejido,pero al segundo intento logré preguntar dónde estabaherido. Me dijeron que en la garganta. Harry Webb,nuestro camillero, trajo vendas y una de las pequeñasbotellas de alcohol que nos daban para curas de urgen-cia. Cuando me levantaron me salió mucha sangre porla boca, y a mi espalda oí decir a un español que la balame había atravesado el cuello. Sentí que el alcohol, quepor lo común arde muchísimo, me bañaba la heridaproduciéndome una agradable sensación de frescura.

Volvieron a acostarme mientras alguien buscabauna camilla. En cuanto supe que la bala me había atra-vesado limpiamente la garganta di por sentado que notenía salvación. Nunca había oído hablar de un hombreo de un animal que sobreviviera a un balazo en el cue-llo. La sangre me goteaba por las comisuras de los la-bios. «La arteria está destrozada», pensé. Me preguntécuánto se dura con la carótida cortada; pocos instan-tes, seguramente. Todo se veía muy borroso. Debende haber pasado unos dos minutos durante los cuales

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supuse que estaba muerto. También eso era interesan-te, es decir, resulta interesante saber qué clase de pen-samientos se tiene en semejante situación. Mi primerpensamiento, bastante convencional, fue para mi es-posa. Luego me asaltó un violento resentimiento portener que abandonar este mundo que, a pesar de todo,me gusta. Tuve tiempo de sentir esto de forma muyvívida. La estúpida mala suerte me enfurecía. ¡Qué ab-surdo era todo! Morirse no en medio de una batalla,sino en el mugriento rincón de una trinchera, por cul-pa de un descuido de un segundo. Pensé en el hombreque me había disparado, me pregunté si sería españolo extranjero, si sabría que me había herido. No experi-mentaba rencor alguno contra él. Me dije que, tratán-dose de un fascista, lo habría matado de haber podido,pero que si lo hubieran tomado prisionero y traído an-te mí en ese momento me habría limitado a felicitarlopor su buena puntería. Puede ser que cuando uno seestá muriendo realmente se piense de manera diferen-te.

Acababan de colocarme en la camilla cuandomi bra-zo paralizado volvió a la vida y comenzó a dolerme in-tensamente. Supuse que seme había fracturado al caer;pero el dolorme reconfortaba porque sabía que las sen-saciones no se tornan más agudas cuando uno se está

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muriendo. Empecé a sentirmemejor y compadecí a loscuatro pobres diablos que sudaban y tropezaban con lacamilla sobre los hombros. La ambulancia estaba a doskilómetros y el camino era difícil, resbaladizo y llenode obstáculos. Sabía el esfuerzo que hacían, pues ha-bía ayudado a transportar a un herido un par de díasantes. Las hojas plateadas de los álamos que bordea-ban las trincheras me rozaban la cara; pensé que erabueno estar vivo en un mundo donde crecen álamosplateados. Mientras tanto, el dolor en el brazo se haciadiabólico y me obligaba a blasfemar, lo cual procura-ba evitar, porque con cada blasfemia respiraba hondoy se me llenaba de sangre la boca. El médico volvió avendar la herida, me dio una inyección de morfina yme despachó para Siétamo. Los hospitales de Siétamoeran barracas de madera, apresuradamente construi-das, donde, por lo general, los heridos sólo permane-cían unas pocas horas antes de seguir camino a Léridao Barbastro. Yo estaba aletargado por la morfina, casino podía moverme, pero el dolor seguía siendo fuertey tragaba sangre sin cesar. En un rasgo típico de losmétodos hospitalarios españoles, mientras me encon-traba en ese estado la improvisada enfermera trató dehacerme ingerir la comida reglamentaria —una copio-sa comida consistente en sopa, huevos, un guiso gra-

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siento, etcétera— y se mostró sorprendida cuando menegué. Le dije que deseaba fumar, pero estábamos enuno de los tantos períodos de escasez de tabaco y nadietenía un cigarrillo. Al cabo de poco tiempo, dos cama-radas que habían obtenido permiso para abandonar lalínea de fuego durante unas pocas horas, se presenta-ron ante mi cama.

—¡Hola! ¿Estás vivo, eh? Bien. Queremostu reloj, tu revólver y tu linterna. Y tu na-vaja, si es que tienes una.

Partieron con mis posesiones transportables. Estosiempre ocurría cuando un hombre resultaba herido.Todo lo que poseía se dividía entre los demás, sin tar-danza y con razón, pues relojes o revólveres eran ob-jetos muy preciados en el frente y, si se quedaban conel equipo del herido, desaparecían durante el traslado.

Al anochecer habían llegado ya bastantes enfermosy heridos como para llenar varias ambulancias y nosenviaron a Barbastro. ¡Qué viaje! Solía decirse que enesa guerra podía salvarse el que recibía un balazo enlas extremidades, pero que siempre moría el herido enel abdomen. Ahora comprendo por qué. Nadie que es-tuviera expuesto a hemorragias internas podía sobre-

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vivir a esos kilómetros de bamboleo sobre caminos des-trozados por el paso de grandes camiones y sin repa-ración alguna desde el comienzo de la guerra. ¡Bang,bum, paff! Las sacudidas me llevaron de vuelta a mi in-fancia y a un endemoniado artefacto llamado Wiggle-Woggle que había en la exposición deWhite City. Olvi-daron atarnos a las camillas.Me quedaba bastante fuer-za en el brazo izquierdo como para sujetarme, pero unpobre diablo fue arrojado al suelo y sufrió Dios sabequé agonía. Otro, que podía caminar y estaba sentadoen un rincón de la ambulancia, vomitó durante todo elviaje. El hospital en Barbastro estaba repleto y las ca-mas se encontraban tan cerca unas de otras que casi setocaban. A la mañana siguiente volvieron a cargarnosen un tren-hospital y nos mandaron a Lérida.

Estuve cinco o seis días en Lérida. Era un gran hos-pital, con enfermos y heridos civiles y militares, más omenos mezclados. Algunos de los hombres de mi salatenían heridas graves. En la cama vecina a la mía unjoven de cabello negro tomaba un medicamento quedaba a su orina un color verde esmeralda. Su orinalde cama constituía uno de los espectáculos de la sa-la. Un comunista holandés, al enterarse de que habíaun inglés en el hospital, se me acercó trayéndome pe-riódicos ingleses y hablándome en mi lengua. Había

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resultado gravemente herido en los combates de oc-tubre y se las había ingeniado para establecerse en elhospital de Lérida y casarse con una de las enferme-ras. A causa de las heridas, una de sus piernas se habíaencogido tanto que no era más gruesa que mi brazo.Dos milicianos de permiso, a quienes había conocidodurante mi primera semana en el frente, acudieron alhospital a visitar aun amigo herido y me reconocieron.Eran muchachos de unos dieciocho años. Permanecie-ron de pie junto a mi cama, incómodos, buscando quédecir y luego, para demostrar que lamentaban lo demi herida, sacaron de súbito todo el tabaco de sus bol-sillos, me lo dieron y desaparecieron antes de que pu-diera devolvérselo. ¡Qué gesto tan español! Más tardedescubrí que no podía conseguirse tabaco en toda laciudad y que me habían dado la ración de una semana.

Al cabo de unos pocos días pude levantarme y ca-minar con el brazo en cabestrillo; por alguna razón,me dolía mucho más cuando lo tenía colgando. Sentía,además, un intenso dolor interno por el daño que mehabía hecho al caer y me había quedado casi del todosin voz, pero nunca tuve un segundo de sufrimientodebido a la herida de la bala. Parece que esto es bastan-te corriente. El tremendo impacto de una bala impidetoda sensación local; en cambio, un fragmento de bom-

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ba o de granada, que es irregular y a menudo golpeacon menos fuerza, debe de producir un dolor agudísi-mo. El hospital contaba con un agradable jardín en elque había un estanque con peces de colores y unos pe-cecillos de color gris oscuro —albures creo que eran—.Solía sentarme a observarlos durante horas. La mane-ra de hacer las cosas en Lérida me permitió conocerel funcionamiento del sistema hospitalario del frentede Aragón; no sé si era igual en los demás frentes. Enciertos aspectos, los hospitales eran muy buenos. Losmédicos eran capaces y no parecía haber escasez demedicinas y equipos. Pero padecían dos defectos im-portantísimos, a causa de los cuales murieron cientoso miles de hombres que podían haberse salvado.

Uno de ellos era el hecho de que los hospitales cerca-nos al frente eran utilizados como centros de distribu-ción de heridos. En consecuencia, uno no recibía trata-miento alguno, a menos que la gravedad de la heridaimpidiera el traslado. En teoría, la mayoría de los he-ridos iban directamente a Barcelona o Tarragona, pe-ro debido a la falta de transporte, a menudo tardabanuna semana o diez días en llegar a destino. Se los te-nía rodando por Siétamo, Barbastro, Monzón, Lériday otros lugares, sin recibir ningún tratamiento, excep-to un ocasional vendaje limpio. Hombres con heridas

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atroces o huesos aplastados eran envueltos en una es-pecie de funda a base de vendas y yeso; en la parte ex-terior se escribía con lápiz la descripción de la herida,pues por lo general la funda no se retiraba hasta que elhombre llegaba a Barcelona o Tarragona, diez días des-pués. Resultaba casi imposible examinar la herida enesas condiciones; los pocos médicos no daban abastocon el trabajo y se limitaban a pasar rápidamente jun-to a cada cama diciendo: «Sí, sí, lo atenderán en Barce-lona». Siempre había rumores de que el tren-hospitalpartiría hacia Barcelona mañana. El otro defecto radi-caba en la falta de enfermeras competentes. Evidente-mente en España no había suficientes enfermeras conformación, quizá porque antes de la guerra eran lasmonjas las encargadas de esas tareas. No tengo quejasde las enfermeras españolas; siempre me trataron conextrema bondad, pero no cabe duda de que eran suma-mente negligentes. Todas sabían tomar la temperatura,algunas podían hacer un vendaje, y nada más. De estaincompetencia resultaba que los hombres demasiadoenfermos para valerse por si mismos a menudo eranobjeto de un vergonzoso descuido. Las enfermeras de-jaban que un paciente estuviera con diarrea duranteuna semana, y rara vez lavaban a quienes estaban de-masiado débiles como para hacerlo solos. Recuerdo a

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un pobre miliciano con un brazo destrozado que mecontó que había estado tres semanas con la cara sucia.Hasta las camas se quedaban a veces sin hacer durantevarios días. La comida, en cambio, era buena en todoslos hospitales, quizá demasiado buena. En España, másque en cualquier otra parte, parecía continuar la cos-tumbre de atiborrar a los enfermos con pesadas comi-das. En Lérida, las comidas eran pantagruélicas. A lasseis de la mañana servían un desayuno a base de sopa,tortilla, guiso, pan, vino blanco y café; y el almuerzoera aún más abundante —y esto en una época en quela mayor parte de la población civil padecía carenciasalimenticias—. Los españoles parecen no saber lo quees una dieta liviana. Dan la misma comida a los enfer-mos que a los sanos, siempre el mismo tipo de platoabundante, grasiento, empapado en aceite de oliva.

Una mañana se anunció que los hombres de mi salapartirían ese mismo día hacia Barcelona. Logré enviarun telegrama ami esposa, anunciándolemi llegada. Po-co después nos metieron en varios autobuses y nos lle-varon a la estación. Cuando el tren ya había arranca-do, el enfermero del hospital que viajaba con nosotrospor casualidad nos informó de que no íbamos a Bar-celona, sino a Tarragona. Supongo que el maquinistahabía cambiado de idea. «¡Tipicamente español!», pen-

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sé. También fue muy español que aceptaran detener eltren para que yo pudiera enviar otro telegrama, y aúnmás español, que éste nunca llegara.

Nos colocaron en vagones normales de tercera cla-se, con asientos de madera, aunque muchos estabanmalheridos y habían dejado la cama por primera vezdespués de larga postración. Bien pronto, con el calor ylos vaivenes, la mitad de los hombres se encontraba enun estado de colapso y varios vomitaron sobre el suelo.El enfermero se abrió paso entre las siluetas cadavéri-cas desparramadas por todas partes y nos dio de bebercon una gran cantimplora que iba vaciando de bocaen boca. Todavía recuerdo el asqueante sabor del agua.Llegamos a Tarragona al caer el sol. Las vías del trencorren paralelas a la costa y muy cerca del mar. Cuan-do nuestro tren entraba en la estación partía otro llenode tropas de la Columna Internacional, y en el puentegrupos de gente agitaban pañuelos en señal de despe-dida. Era un tren muy largo, abarrotado de hombres,con vagones abiertos donde iban cañones de campañay en torno de los cuales se apretujaban más soldados.Recuerdo con particular claridad el espectáculo de esetren iniciando la marcha en la luz amarillenta del atar-decer, los racimos de rostros oscuros y sonrientes trascada ventanilla, los largos cañones inclinados de las

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piezas de artillería, los ondulantes pañuelos escarlata.Todo deslizándose lentamente junto a nosotros, contraun mar color azul turquesa.

—Extranjeros —dijo alguien—. Son italia-nos.

Evidentemente lo eran. Ninguna otra nacionalidadpodría haberse agrupado de modo tan pintoresco o de-volver los saludos de la multitud con tanta gracia. Elhecho de que la mitad de los hombres partieran em-pinando botellas de vino no disminuía, por cierto, esagracia. Más tarde oímos decir que eran parte de las tro-pas que habían obtenido la gran victoria de marzo enGuadalajara; tras un permiso eran trasladados al fren-te de Aragón. Me temo que la mayoría de ellos hayamuerto en Huesca unas pocas semanas más tarde. Loshombres que podían mantenerse en pie cruzaron el va-gón para aclamar a los italianos a su paso. Una muletase agitó fuera de la ventanilla, brazos vendados hicie-ron el saludo rojo. Era como un cuadro alegórico dela guerra: un tren cargado de hombres frescos que par-tían orgullosamente hacia el frente, los hombres inváli-dos que volvían, y todo el rato los cañones en los vago-nes abiertos, haciéndonos palpitar el corazón —como

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siempre lo hacen los cañones— y revivir ese pernicio-so sentimiento tan difícil de evitar de que la guerra, afin de cuentas, es algo glorioso.

El hospital de Tarragona era muy grande y estaballeno de heridos de todos los frentes. ¡Menudas heridasse veían allí! Para tratar algunas, empleaban un proce-dimiento que supongo que se ajustaba a los últimosadelantos médicos, pero que resultaba particularmen-te desagradable a la vista. Consistía en dejar la heridacompletamente abierta, sin vendar, aunque protegidade las moscas por una red de muselina extendida sobrealambres. Debajo de la fina gasa se podía ver la gela-tina rojiza de la herida semicurada. Había un hombreherido en el rostro y la garganta, con la cabeza dentrode una especie de casco esférico de muselina; tenía laboca cerrada y respiraba por un pequeño tubo fijadoentre los labios. ¡Pobre diablo, parecía tan solo, pasean-do de un lado a otro, sin poder hablar y mirando a tra-vés de su jaula de muselina! Estuve tres o cuatro díasen Tarragona. Iba recuperandomis fuerzas y cierto día,aunque moviéndome con mucha lentitud, logré cami-nar hasta la playa. Resultaba extraño comprobar quela vida de playa proseguía casi sin alterarse; cafés ele-gantes a lo largo del paseo marítimo y la ufana burgue-sía local bañándose y tomando el sol en las tumbonas

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como si no hubiera una guerra a miles de kilómetros.Allí tuve ocasión de ver ahogarse a un bañista, lo cualparecía imposible en ese mar tibio y poco profundo.

Por fin, ocho o nueve días después de abandonar elfrente, conseguí queme examinaran la herida. En la sa-la de cirugía donde se reconocía a los recién llegados,médicos con enormes tijeras abrían los petos de yesoen que hombres con costillas, clavículas y otros hue-sos fracturados habían sido encerrados en los hospita-les de campaña tras la línea del frente. De la aberturade aquellos enormes y ridículos petos de yeso surgíanrostros ansiosos, sucios y con barba de una semana. Elmédico, un hombre enérgico y apuesto, de unos treintaaños, me hizo sentar, me agarró la lengua con un tro-zo de gasa áspera, la tiró hacia afuera todo lo que pu-do, me metió un espejito de dentista hasta la gargantay me pidió que dijera «¡Aaaa!». Continuó su examenhasta que me sangró la lengua y se me llenaron losojos de lágrimas; luego me informó de que una de lascuerdas vocales estaba paralizada.

—¿Cuándo recuperaré la voz? —le pregun-té.—¿La voz? Ah, no la recuperará nunca —me dijo alegremente.

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Sin embargo, el tiempo demostró que estaba equi-vocado. Durante unos dos meses no pude hacer otracosa que susurrar, pero luego mi voz se tornó de pron-to normal; la otra cuerda había «compensado». El do-lor en el brazo se debía a que la bala había rozado unhaz de nervios de la nuca. Era un dolor agudo, como elde una neuralgia, y seguí sintiéndolo durante un mes,especialmente de noche, por lo cual casi no podía dor-mir. También los dedos de la mano derecha estabansemiparalizados; incluso ahora, cinco meses después,el dedo índice sigue dormido, efecto muy extraño enuna lesión de cuello. En cierto sentido, mi herida cons-tituía una curiosidad, y varios médicos la examinaron,exclamando: «¡Qué suerte! ¡Qué suerte!». Uno de ellosme dijo, con aire de autoridad, que la bala había pasa-do a «un milímetro» de la arteria. Ignoro cómo podíaasegurarlo. Ninguna de las personas con quienes ha-blé en ese periodo —médicos, enfermeras, practicanteso pacientes— dejó de asegurarme que un hombre quesobrevive a una herida en el cuello es el ser más afor-tunado de la tierra. No pude dejar de pensar que ha-bría sido aún más afortunado si la bala no me hubieratocado.

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Durante las últimas semanas que pasé en Barcelo-na, el aire estaba viciado por una desagradable atmós-fera de sospecha, temor, incertidumbre y odio velado.Las luchas de mayo habían causado efectos imborra-bles. Con la caída del gobierno de Caballero los comu-nistas conquistaron definitivamente el poder; el ordeninterno había ido a parar a manos de ministros comu-nistas y nadie dudaba de que aplastarían a sus rivalespolíticos en cuanto tuvieran la primera oportunidad.Por el momento nada ocurría y yo no tenía ni idea delo que iba a suceder; pero, sin embargo, había una per-manente y difusa sensación de peligro, la concienciade algo malo a punto de acaecer. Por poco que unorealmente conspirara la atmósfera te obligaba a sentir-te como un conspirador. La gente parecía pasarse todoel rato conversando en voz baja en los rincones de loscafés, preguntándose si la persona de la mesa vecinasería o no espía de la policía.

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Gracias a la censura periodística circulaban los ru-mores más siniestros. Uno de ellos afirmaba que el go-bierno de Negrín-Prieto se preparaba para llegar a unacuerdo negociado del final de la guerra. En ese mo-mento me sentí inclinado a creerlo, pues los fascistasestaban cerrando el cerco sobre Bilbao y el gobierno notomaba ningunamedida visible para impedirlo. Bande-ras vascas aparecieron en toda la ciudad, numerosasmuchachas realizaban colectas callejeras y las emiso-ras de radio hablaban como de costumbre de los «he-roicos defensores», pero los vascos no recibían nin-guna ayuda concreta. Era tentador pensar que el go-bierno hacía un doble juego. Acontecimientos poste-riores demostraron mi error, pero indudablemente Bil-bao habría podido salvarse si se hubiera actuado conalgo más de energía. Una ofensiva en el frente de Ara-gón, aunque fracasara, habría obligado a Franco a dis-traer parte de su ejército; pero el gobierno no tomóninguna medida ofensiva hasta que no fue demasiadotarde, es decir, hasta el momento en que cayó Bilbao.La CNT distribuyó en enormes cantidades un mani-fiesto en el cual pedía a la población que se mantu-viera alerta, e insinuaba que «un cierto partido» (loscomunistas) preparaba un golpe de Estado. Tambiénexistía el difundido temor de queCataluña fuera objeto

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de una invasión. Tiempo antes, cuando regresamos delfrente, había visto las poderosas defensas que se levan-taban a muchos kilómetros de la línea de fuego, y entoda Barcelona se estaban construyendo refugios anti-aéreos. Con frecuencia se anunciaban ataques por airey por mar; casi siempre eran falsas alarmas, pero, ca-da vez que sonaban las sirenas, las luces permanecíanapagadas durante largas horas y la gente asustadiza setiraba de cabeza a los sótanos. Los espías de la poli-cía estaban por todas partes. Las cárceles continuabanabarrotadas de personas detenidas cuando los sucesosde mayo, y había más presos —por supuesto, siempreanarquistas y miembros del POUM— que continuabandesapareciendo en ellas solos o acompañados. Por loque se pudo averiguar, ningún preso fue nunca acu-sado o juzgado —ni siquiera acusado de algo tan de-finido como «trotskismo»—. Simplemente se arrojabaa un hombre a la cárcel y allí se le mantenía, por locomún, incomunicado. Bob Smillie seguía encarceladoen Valencia. No pudimos averiguar nada excepto queni el representante del ILP ni el abogado que lo defen-día lograron verlo. Cada vez era mayor el número deextranjeros de la Columna Internacional y Otros mili-cianos que eran arrestados casi siempre acusados dedesertores. Era típico de la situación de entonces que

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ya nadie sabía con certeza si unmiliciano era un volun-tario o un soldado regular. Pocos meses antes, todo elque se alistaba en la milicia lo hacía como voluntarioy podía, si así lo deseaba, pedir la licencia en cuanto lecorrespondiera un permiso. En esos días parecía que elgobierno había cambiado de parecer: un miliciano eraun soldado regular y se convertía en desertor si inten-taba regresar a su casa. Pero ni siquiera esto parecíaestar claro del todo. En algunas zonas del frente, lasautoridades seguían concediendo licencias a quienesla solicitaban. En la frontera éstas a veces eran acepta-das y otras no; cuando no, te enviaban de inmediato ala cárcel. Con el tiempo, el número de «desertores» ex-tranjeros encarcelados llegó a varios centenares, peroen su mayoría fueron repatriados cuando hubo protes-tas en sus propios países.

Grupos armados de guardias de asalto recorrían lascalles, los guardias civiles seguían ocupando cafés yotros edificios en puntos estratégicos, y muchos de loslocales del PSUC todavía estaban protegidos con sacosde arena y barricadas. En diversos puntos de la ciudadhabía retenes de guardias civiles o carabineros dondese paraba a los transeúntes y se examinaba su docu-mentación. Todos me advirtieron de que no mostra-ra mi credencial de miliciano del POUM y me limita-

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ra a presentar el pasaporte y mi certificado del hospi-tal. Que se supiera que había servido en la milicia delPOUM era ya inciertamente peligroso. Los milicianosdel POUM que habían sido heridos o estaban de per-miso eran penalizados con pequeños inconvenientesy así, por ejemplo, les resultaba difícil cobrar su paga.La Batalla seguía apareciendo, pero la censura la habíareducido casi a cero. Solidaridad y los otros periódicosanarquistas también eran objeto de una severa censu-ra. Según una nueva reglamentación, las partes censu-radas de un periódico no podían quedar en blanco, sinoque tenían que llenarse con otro texto. En consecuen-cia, a menudo resultaba imposible saber si algo habíasido objeto de censura.

La escasez de alimentos, que había fluctuado duran-te toda la guerra, se encontraba en una de sus peoresetapas. Faltaba pan, y los tipos más baratos estabanadulterados con arroz; el que comían los soldados enlos cuarteles era abominable y parecía masilla. La le-che y el azúcar también escaseaban y casi no había ta-baco, excepto los carísimos cigarrillos de contrabando.Casi no quedaba tampoco aceite de oliva, que los espa-ñoles utilizan para múltiples fines. Las colas de muje-res que aguardaban para comprarlo estaban vigiladaspor guardias civiles montados que a veces se entrete-

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nían haciendo retroceder a los caballos hasta penetraren las colas, tratando de que pisaran los pies de lasmujeres. Otro inconveniente menor de esa época erala falta de cambio. La plata había sido retirada y, co-mo no se había acuñado nueva moneda, resultaba queno circulaban valores intermedios entre la moneda dediez céntimos y el billete de dos pesetas y media, y to-dos los billetes inferiores a las diez pesetas eran muyescasos. Para la gente más pobre esto significaba unagravamiento de la escasez de comida. Una mujer consólo un billete de diez pesetas podía pasarse horas antela cola de una tienda y encontrarse luego con que nopodía comprar nada, simplemente porque el tenderono disponía de cambio y ella no se podía gastar todoel dinero.

No es fácil describir la atmósfera de pesadilla de eseperiodo, el peculiar malestar creado por los rumoressiempre cambiantes, la prensa censurada y la presen-cia continua de hombres armados. No resulta fácil dedescribir porque, en ese momento, lo esencial de unaatmósfera así no existía en Inglaterra. En Inglaterra laintolerancia política no es aceptada todavía. Hay per-secución política en un grado insignificante; si yo fue-ra minero procuraría que el jefe no se enterara de quesoy comunista; pero el «buenmiembro del partido», el

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gángster que repite y obedece incondicionalmente ca-racterístico de los partidos continentales, sigue siendouna rareza, y la idea de «liquidar» o «eliminar» a todoaquel que esté en desacuerdo no parece todavía natu-ral. Sólo parecía demasiado natural en Barcelona. Los«estalinistas» tenían la sartén por el mango y, por lotanto, se daba por descontado que todo «trotskista» es-taba en peligro. Lo que todos temían era algo que, a finde cuentas, no ocurrió: un nuevo brote de lucha calleje-ra del que se haría responsables, como antes, al POUMy a los anarquistas. A veces me descubría a mi mismotratando de oír los primeros disparos. Era como si al-guna poderosa inteligencia maligna planeara sobre laciudad. Curiosamente, todos comentaban la situaciónen términos casi idénticos: «La atmósfera de este lu-gar es horrible. Es como vivir en un manicomio». Peroquizá no debería decir todos. Algunos de los visitan-tes ingleses que pasaron rápidamente por España, dehotel en hotel, no parecen haber notado nada desagra-dable en el ambiente general. Como pude observar, laduquesa de Atholl escribe (Sunday Express, 17 de oc-tubre de 1937): Estuve en Valencia, Madrid y Barcelo-na… un orden perfecto prevalecía en las tres ciudades,sin ningún despliegue de fuerza. Todos los hoteles enlos que viví no sólo eran «normales» y «agradables»,

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sino también muy. cómodos a pesar de la escasez demantequilla y café.

Es una peculiaridad de los viajeros ingleses la decreer que nunca existe realmente nada fuera de los ho-teles elegantes. Espero que hayan conseguido algo demantequilla para la duquesa de Atholl.

Me encontraba en el Sanatorio Maurín, uno de lossanatorios dependientes del POUM, situado en los su-burbios cercanos al Tibidabo, la montaña de extrañaforma que se levanta abruptamente detrás de Barcelo-na y desde donde, según la tradición, Satán mostró aJesús los paises de la tierra (de ahí su nombre). La ca-sa había pertenecido a un burgués y fue confiscada alcomienzo de la revolución. La mayoría de los hombresalojados allí habían dejado el frente a causa de algu-na herida que los incapacitaba definitivamente (miem-bros amputados o cosas así). Había varios ingleses:Wi-lliams, con una pierna herida; Stafford Cottman, unmuchacho de dieciocho años enviado desde las trin-cheras por suponerse que padecía tuberculosis, y Art-hur Clinton, cuyo brazo izquierdo destrozado seguíacolgado de uno de esos enormes artilugios de alam-bre, llamados aeroplanos, que los españoles continúanutilizando en los hospitales. Mi esposa seguía en el ho-tel Continental y yo solía ir a Barcelona durante el día.

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Por la mañana acudía al Hospital General para el trata-miento eléctrico del brazo. Me aplicaron un tratamien-to bastante extraño, basado en una serie de punzantesdescargas eléctricas que hacían saltar los diversos gru-pos de músculos. Lentamente disminuyeron los dolo-res y fui recuperando el uso de los dedos. Mi mujer yyo acordamos que lo mejor era regresar a Inglaterralo antes posible. Me sentía muy débil, había perdidola voz aparentemente para siempre y, según los mé-dicos, en el mejor de los casos transcurrirían mesesantes de que estuviera en condiciones de luchar. Tar-de o temprano debía comenzar a ganar algo de dinero,y no tenía mucho sentido quedarse en España consu-miendo alimentos que otros necesitaban. Sin embar-go, decidieron mi partida motivos fundamentalmenteegoístas. Experimentaba un deseo abrumador de ale-jarme de todo, de la horrible atmósfera de sospecha yodio político, de las calles llenas de hombres armados,de ataques aéreos, trincheras, ametralladoras, tranvíaschirriantes, té sin leche, comida grasienta y escasez decigarrillos: de casi todo lo que había aprendido a aso-ciar con España.

Los médicos del Hospital General me dieron un cer-tificado de incapacidad física, pero para conseguir milicencia debía someterme a la junta médica de un hos-

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pital cercano al frente y trasladarme luego a Siétamopara que me sellaran los documentos en los cuartelesde la milicia del POUM. Kopp acababa de regresar delfrente lleno de júbilo. Acababa de entrar en acción yafirmaba que por fin tomaríamos Huesca. El gobiernohabía llevado tropas del frente de Madrid y estaba con-centrando treinta mil hombres, además de gran canti-dad de aeroplanos. Los italianos que yo había visto par-tir de Tarragona habían atacado la carretera de Jaca,pero habían sufrido grandes bajas y perdido dos tan-ques. Con todo, la ciudad caería, según afirmaba Kopp.(Pero, ¡maldita sea!, no cayó. El ataque fue un lío es-pantoso y tuvo como única consecuencia una orgía dementiras periodísticas.) Entretanto, Kopp debía viajarhasta Valencia para entrevistarse con el ministro de laGuerra. Tenía una carta del general Pozas, entoncescomandante del Ejército del Este; era la carta habitual,donde describía a Kopp como una «persona de todaconfianza» y lo recomendaba para un cargo especialen la Sección de Ingeniería (Kopp era ingeniero). Par-tió hacia Valencia el día en que yo salí para Siétamo, el15 de junio.

Cinco días estuve ausente de Barcelona. Un camiónlleno de milicianos nos dejó en Siétamo a medianoche;en cuanto llegamos a los cuarteles del POUM, nos hi-

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cieron formar y comenzaron a entregarnos fusiles y ba-las antes de preguntarnos siquiera nuestros nombres.Parecía que el ataque comenzaba y que podían necesi-tarse reservas en cualquier momento. Tenía el certifi-cado hospitalario en el bolsillo, pero no podía negarmea ir con los demás. Me acosté en el suelo, teniendo co-mo almohada una caja de cartuchos. Mi estado era deprofundo desaliento. El estar herido me había socava-do el coraje —creo que es la consecuencia habitual— yla perspectiva de entrar en acción me espantaba. Sinembargo, hubo un poco de mañana, como de costum-bre, y no nos llamaron; al día siguiente presenté micertificado e inicié los trámites para que me dieranla licencia, lo que significó una serie de viajes confu-sos y agotadores. Me enviaron de un hospital a otro —Siétamo, Barbastro, Monzón, de vuelta a Siétamo paraque me sellaran los papeles, luego a lo largo de la líneade fuego, vía Barbastro y Lérida—. La concentración detropas en Huesca había monopolizado el transporte ydesorganizado todo. Recuerdo que tuve que dormir ensitios bien extraños; una vez en un hospital, otra vezen una zanja, otra en un banco muy angosto del queme caí a mitad de la noche y otra en una especie de al-bergue municipal en Barbastro. En cuanto te alejabasde las vías del ferrocarril, la única posibilidad de viajar

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eran los camiones que quisieran parar. Había que espe-rar en la carretera durante horas, a veces tres o cuatro,junto a desconsolados campesinos que llevaban bultosllenos de patos y conejos, haciendo señas a un camióntras otro. Cuando finalmente se detenía un camión queno estaba repleto de hombres, pan o cajas de munición,el bamboleo sobre los pésimos caminos me reducía apulpa. Ningún caballo me ha tirado nunca tan alto co-mo esos camiones. La única manera posible de viajarconsistía en apiñarse y aferrarse los unos a los Otros.Fue humillante comprobar que seguía demasiado débilcomo para subir a un camión sin ayuda.

Dormí una noche en el hospital de Monzón, dondehabía de ver a la junta médica. En la cama de al lado ha-bía un guardia de asalto con una herida sobre el ojo iz-quierdo. Se mostró cordial y me dio cigarrillos. Yo le di-je: «En Barcelona hubiéramos tenido que dispararnosel uno al otro», y ambos nos reímos. Resultaba notableel cambio del espíritu general en las proximidades delfrente. Allí desaparecían todos o casi todos los odiosperniciosos de los partidos políticos. Mientras estuveen el frente, no recuerdo haberme encontrado con nin-gún miembro del PSUC que me demostrara hostilidadpor pertenecer al POUM. Eso era típico de Barcelona ode otras ciudades, aúnmás alejadas de la guerra. Había

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muchos guardias de asalto en Siétamo, enviados desdeBarcelona para tomar parte en el ataque contraHuesca.La Guardia de Asalto no era un cuerpo destinado origi-nalmente al frente, y muchos de sus miembros nuncahabían estado bajo el fuego enemigo. En Barcelona sesentían dueños de la calle, pero aquí sólo eran quintos,y se tenían que codear con milicianos de quince añoscon varios meses de antigüedad en el frente.

En el hospital de Monzón el medico repitió la ope-ración habitual de tirarme de la lengua e introducir-me un espejo, y me aseguró con el mismo tono alegreque nunca recuperaría la voz y me firmó el certificado.Mientras esperaba a que me examinaran, en la sala decirugía se llevaba a cabo alguna espantosa operaciónsin anestesia, por motivos que desconozco. La opera-ción se prolongó muchísimo, los alaridos se sucedíany, cuando entré allí, había sillas tiradas por el suelo ycharcos de orina y sangre por todas partes.

Los detalles de ese viaje final se conservan enmime-moria con extraña claridad. Mi actitud era diferente,más observadora que en los últimos meses. Había ob-tenido mi licencia, que ostentaba el sello de la División29, y el certificado médico que me declaraba «inútil».Era libre de regresar a Inglaterra y, en consecuencia,me sentía casi por primera vez en condiciones de con-

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templar España. Debía permanecer un día en Barbas-tro, pues sólo había un tren diario. Antes había vistoBarbastro muy de pasada, y me había parecido simple-mente una parte de la guerra: un lugar frío, fangosoy gris, lleno de estruendosos camiones y tropas andra-josas. Ahora me resultaba extrañamente diferente. Ca-minando sin rumbo fijo, descubrí agradables y tortuo-sas callejuelas, viejos puentes de piedra, bodegas congrandes toneles goteantes, altos como una persona, eintrigantes talleres semisubterráneos con hombres ha-ciendo ruedas de carro, puñales,. cucharas de maderay las clásicas botas españolas de piel de cabra. Me pusea observar cómo un hombre hacía una de estas botasy así me enteré, con gran interés, que el exterior dela piel se coloca hacia adentro, de modo que uno enrealidad bebe pelo de cabra destilado. Las había utili-zado durante meses sin saberlo. Y detrás de la ciudadhabía un río color verde jade, poco profundo, del cualemergía un risco perpendicular; con casas construidasen la roca, de modo que desde la ventana del dormi-torio se podía escupir hacia el agua que corría treintametros más abajo. Innumerables palomas vivían en loshuecos del risco. Y en Lérida había viejos edificios rui-nosos en cuyas cornisas anidaban millares y millaresde golondrinas; desde una pequeña distancia, el dibu-

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jo que formaban los nidos parecía una florida moldurarococó. Resultaba extraño comprobar hasta qué puntodurante seis meses yo no había tenido ojos para esasparticularidades del lugar. Con mi certificado de licen-cia en el bolsillo me sentía de nuevo un ser humano,y también casi un turista. Por primera vez tuve plenaconciencia de estar realmente en España, en el país quetoda mi vida ansié conocer. En las tranquilas callejue-las apartadas de Lérida y Barbastro me pareció teneruna visión fugaz, una especie de lejano rumor de la Es-paña que vive en la imaginación de todos. Sierras blan-cas, manadas de cabras, mazmorras de la Inquisición,palacios moriscos, hileras oscuras y ondulantes de mu-las, verdes olivares, montes de limoneros, muchachasde mantillas negras, vinos de Málaga y Alicante, cate-drales, cardenales, corridas de toros, gitanos, serena-tas: en pocas palabras, España, el país de Europa quemas había atraído mi imaginación. Era una pena que,habiendo logrado por fin llegar aquí, sólo hubiera co-nocido este rincón del nordeste, en medio de una gue-rra confusa y la mayor parte del tiempo en invierno.

Cuando llegué a Barcelona ya era tarde, y no circula-ban taxis. No había manera de llegar al Sanatorio Mau-rín, que quedaba fuera de la ciudad, así que me dirigíal hotel Continental, no sin antes detenerme a cenar.

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Recuerdo la conversación que sostuve con un camare-ro bastante paternal a propósito de las jarras de nogalcon bordes de cobre en las que servían el vino. Le di-je que me gustaría comprar un juego para llevármeloa Inglaterra. El camarero se mostró comprensivo. «Sí,son bonitas, ¿verdad? Pero hoy día no se pueden com-prar. Nadie las fabrica ya, nadie fabrica nada. Esta gue-rra, ¡qué lástima!» Estuvimos de acuerdo en que esaguerra era una lástima. Mientras charlábamos volví asentirme como un turista. El camarero me preguntóamablemente si me había gustado España y si pensa-ba regresar. Oh, si, claro que volvería a España. El tonoapacible de la conversación persiste en mi recuerdo acausa de lo que ocurrió inmediatamente después.

Cuando llegué al hotel mi esposa estaba sentada enel vestíbulo. Se levantó y caminó hacia mi con una in-diferencia que me llamó la atención; luego me rodeó elcuello con un brazo y, con una dulce sonrisa dedicadaa las personas que estaban en el vestíbulo, me susurróal oído:

—¡Lárgate!—¿Qué?—¡Lárgate de aquí enseguida!

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—¿Qué?—¡No te quedes ahí parado! ¡Tienes que sa-lir de aquí enseguida!—¿Qué? ¿Por qué? ¿Qué quieres decir?

Me había tomado del brazo y me conducía ya hacialas escaleras. A mitad de camino nos encontramos conun francés, cuyo nombre no daré, pues si bien no esta-ba vinculado al POUM, nos ayudómucho durante todoel jaleo. Me miró con rostro preocupado.

—¡Escuche! No debe venir por aquí. Salgainmediatamente y escóndase antes de quellamen a la policía.

En ese preciso momento, al final de la escalera, unempleado del hotel, miembro del POUM (aunque su-pongo que nadie lo sabía), salió furtivamente del as-censor y me exhortó en mal inglés a que me fuera. Yoseguía sin entender qué pasaba.

—¿Qué quiere decir todo esto? —preguntéen cuanto estuvimos en la acera.—¿No te has enterado?

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—¿Enterado de qué? No he oído nada.—El POUM ha sido disuelto. Sus edificioshan sido confiscados. Prácticamente todoel mundo está en la cárcel. Y se comentaque han comenzado a fusilar a gente.

Con que era eso. Buscamos un lugar donde poderhablar. Todos los cafés de las Ramblas estaban llenosde policías, pero encontramos uno tranquilo en unacalle lateral. Mi esposa me explicó lo ocurrido durantemi ausencia.

El 15 de junio la policía arrestó inesperadamente aAndrés Nin en su oficina. Esa misma noche hizo unabatida en el Hotel Falcón y detuvo a todos sus ocu-pantes, en su mayoría milicianos de permiso. El lugarfue convertido de inmediato en una cárcel y, en brevetiempo, se llenó con prisioneros de toda clase. Al díasiguiente se anunció que el POUM era una organiza-ción ilegal y se confiscaron todas sus oficinas, puestosde libros, sanatorios, centros de Ayuda Roja, etcétera.Mientras tanto, la policía arrestaba a todos los que ha-bían tenido alguna vinculación con el POUM. Al ca-bo de uno o dos días, todos o casi todos los cuarentamiembros del Comité Ejecutivo habían sido encarcela-dos. Quizá uno o dos habían logrado escapar y perma-

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necían ocultos, pero la policía utilizaba el recurso (confrecuencia empleado en esta guerra por ambos bandos)de retener a la esposa del prófugo como rehén. No ha-bía manera de saber el número de personas presas. Miesposa había oído decir que solamente en Barcelonallegaban a cuatrocientas. Desde entonces he pensadoque, incluso en ese momento, la cifra debía de ser ma-yor. Se produjeron casos increíbles. La policía llegó asacar de los hospitales a varios milicianos gravementeheridos.

Todo era profundamente desalentador. ¿Qué estabapasando? Podía entender que disolvieran el POUM, pe-ro ¿para qué arrestaban a la gente? Para nada, por loque se podía averiguar. Aparentemente, la disolucióndel POUM tenía un efecto retroactivo; el POUM eraahora ilegal y, por lo tanto, uno violaba la ley al ha-ber pertenecido antes a él. Como de costumbre, no sehizo acusación alguna contra ninguna de las personasarrestadas. Mientras tanto, sin embargo, los periódicoscomunistas de Valencia difundían la historia de un gi-gantesco «complot fascista»: comunicación por radiocon el enemigo, documentos firmados con tinta invisi-ble, etcétera, etcétera. (Trato todo este asunto con másdetalle en el Apéndice 2.) Lo significativo era que só-lo aparecía en los periódicos de Valencia; creo que ni

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una sola palabra sobre el supuesto complot o sobre ladisolución del POUM apareció en ninguno de los pe-riódicos de Barcelona, fueran comunistas, anarquistaso republicanos. Nuestra primera información acercade la exacta naturaleza de las acusaciones contra losdirigentes del POUM no provino de ningún periódi-co español, sino de los diarios ingleses que llegabana Barcelona con uno o dos días de retraso. Lo que nopodíamos saber en ese momento es que el gobierno noera responsable de la acusación de traición y espionajey que sus miembros habrían de rechazarla más tarde.Sólo sabíamos vagamente que los líderes del POUMy probablemente todos nosotros éramos acusados deestar a sueldo de los fascistas. Y ya circulaban rumo-res de fusilamientos secretos en la cárcel. Habíamuchaexageración en todo esto, pero sin duda ocurrió en al-gunos casos y casi seguramente en el de Nin. Tras suarresto, Nin fue trasladado a Valencia y de allí a Ma-drid, y ya el 21 de junio circuló en Barcelona el rumorde que lo habían fusilado. Más tarde, el rumor adquirióforma más definida: Nin había sido fusilado en prisiónpor la policía secreta y su cuerpo arrojado a la calle.Este rumor procedía de diversas fuentes, incluyendoa Federica Montseny, ex miembro del gobierno. Des-de entonces, nunca se ha vuelto a oír hablar de Nin.

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Más tarde, cuando delegados de diversos países plan-tearon la cuestión al gobierno, éste sólo dijo que Ninhabía desaparecido y que no se conocía su paradero.Algunos periódicos afirmaron que había huido a terri-torio fascista. Ninguna prueba se proporcionó en estesentido, e Irujo, el ministro de Justicia, declaró más tar-de que la agencia informativa España había falsificadosu comunicado oficial.1 De cualquier manera, era muyimprobable que se permitiera escapar a un prisioneropolítico de la importancia de Nin. A menos que en elfuturo aparezca vivo, creo que debemos admitir quefue asesinado en la cárcel.

Las noticias sobre arrestos prosiguieron sin cesar alo largo de meses, hasta que el número de prisionerospolíticos, sin contar a los fascistas, llegó a varios miles.Una de las cosas a destacar es la autonomía de los car-gos policiales inferiores. Muchos de los arrestos eranabiertamente ilegales, y diversas personas cuya libe-ración fue dispuesta por el jefe de policía, se vieronarrestadas otra vez en los portones de la cárcel y lleva-das a «prisiones secretas». Un caso típico es el de KurtLandau y su mujer; que fueron arrestados alrededor

1 Véanse los informes de la delegación Maxton a los que merefiero en el Apéndice 2.

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del 17 de junio, después de lo cual, Landau «desapa-reció». Cinco meses más tarde, su esposa seguía en lacárcel, sin juicio y sin noticias de su marido. Al iniciaruna huelga de hambre en señal de protesta, el minis-tro de Justicia aseguró que Landau había muerto. Alcabo de breve tiempo salió en libertad para ser deteni-da nuevamente casi de inmediato e ir a parar otra veza la cárcel.

Y también destacaba que la policía, por lo menos alprincipio, parecía por completo indiferente al efectoque sus acciones pudieran tener sobre la guerra. Esta-ban dispuestos a encarcelar a militares con cargos deimportancia sin obtener permiso por anticipado. Haciafinales de junio, José Rovira, el general al mando de laDivisión 29, fue arrestado cerca del frente por una par-tida policial procedente de Barcelona. Sus hombres en-viaron una delegación a protestar ante el ministro dela Guerra. Se descubrió que el ministro de la Guerra yOrtega, el jefe de policía, no habían sido ni siquiera in-formados del arresto de Rovira. En todo este asunto eldetalle que más me cuesta de digerir, aunque quizá norevista mayor importancia, es que se ocultaba a las tro-pas lo que sucedía. Como se habrá visto, ni yo ni nadieen el frente había oído nada acerca de la disolución delPOUM. Todos sus cuarteles, los centros de Ayuda Roja

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y demás funcionaban con normalidad, e incluso el 20de junio, en las trincheras y posiciones hasta Lérida,a menos de ciento cincuenta kilómetros de Barcelona,nadie se había enterado de lo que ocurría. Ni una solapalabra de todo esto aparecía en los periódicos de Bar-celona, y los diarios de Valencia que publicaban esashistorias de complot y espionaje no llegaban al frentede Aragón. Sin duda, una de las razones para arrestar alos milicianos del POUM de permiso en Barcelona eraimpedir que regresaran al frente con las novedades. Elgrupo con el que yo llegué al frente el 15 de junio debede haber sido el último en partir. Aún me intriga sabercómo consiguieron mantener ocultos los hechos, pueslos camiones de abastecimiento, por ejemplo, seguíanyendo y viniendo, pero no cabe duda de que mantu-vieron el secreto y, según me pude enterar despuéspor otros compañeros, los hombres del frente no su-pieron nada hasta varios días más tarde. El motivo re-sulta bastante claro. El ataque contra Huesca acababade comenzar la milicia del POUM todavía constituíauna unidad aparte y, probablemente, se temía que loshombres se negaran a luchar si se enteraban de lo queestaba sucediendo. En realidad, nada de esto ocurriócuando llegaron las noticias. En los días intermedios,muchos hombres seguramente murieron sin saber que

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los periódicos de retaguardia los tildaban de fascistas.Resulta difícil de perdonar tales cosas. Sé que era lapolítica habitual ocultar a las tropas las malas noticias,y quizá eso esté justificado en la mayoría de los ca-sos. Pero es algo muy distinto mandar a los hombresa la batalla sin siquiera decirles que, a sus espaldas, supartido ha quedado disuelto, sus líderes han sido acu-sados de traición y sus amigos y parientes enviados ala cárcel.

Mi esposa comenzó a contarme lo que les había ocu-rrido a varios de nuestros amigos. Algunos de los in-gleses y también otros extranjeros habían cruzado lafrontera. Williams y Stafford Cottman no fueron arres-tados durante el ataque contra el Sanatorio Maurín ypermanecían escondidos en alguna parte. Lo mismoocurría con John McNair, que había estado en Fran-cia y había regresado a España cuando el POUM fuedeclarado ilegal —actitud bastante temeraria, pero nohabía querido permanecer a salvo mientras sus cama-radas corrían peligro—. En cuanto a los demás, era unasimple crónica de a éste lo «agarraron» así y al otro lo«agarraron» asá. Parecían haber «agarrado» a casi to-do el mundo. Me sorprendió oír que también habían«agarrado» a George Xopp.

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—¡Qué! ¿Kopp? Creía que estaba en Valen-cia.

Según parecía, Kopp había regresado a Barcelona;tenía una carta del ministro de la Guerra dirigida alcoronel a cargo de las operaciones de ingeniería en elfrente del este. Desde luego, sabía de la disolución delPOUM, pero posiblemente no se le ocurrió que la po-licía fuera tan tonta como para detenerlo mientras sedirigía al frente en cumplimiento de una urgente mi-sión militar. Había acudido al hotel Continental pararecoger su equipo; mi esposa no se encontraba allí enese momento y el personal del hotel se las ingenió pa-ra entretenerlo con alguna mentira mientras llamabanpor teléfono a la policía.

Reconozco que monté en cólera cuando me enterédel arresto de Kopp. Era mi amigo personal, había ac-tuado a sus órdenes durante meses, había estado conél bajo el fuego y conocía su historia. Era un hombreque había sacrificado todo, familia, nacionalidad, for-ma de vida, para ir a España a luchar contra el fascis-mo. Al abandonar Bélgica y unirse a un ejército extran-jero mientras formaba parte de la reserva del ejércitobelga y, anteriormente, al colaborar en la fabricaciónilegal de municiones destinadas al gobierno español,

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había ido acumulando años de cárcel por cumplir sivolvía alguna vez a su país. Había estado en el frentedesde octubre de 1936, se había abierto camino desdemiliciano a comandante, había intervenido en no sécuántas acciones y había sido herido una vez. Durantelos incidentes de mayo intercedió para evitar la luchaen nuestra zona y probablemente salvó diez o veintevidas. Como recompensa a todo esto no se les ocurreotra cosa que arrojarlo a una celda. Enojarse es perderel tiempo, pero tan estúpida maldad pone a prueba lapaciencia de cualquiera.

A pesar de todo esto, no habían «agarrado» amimu-jer. Aunque seguía en el hotel Continental, la policíano hizo intento alguno por arrestarla. Evidentementequerían valerse de ella como de un señuelo. Con to-do, un par de noches antes, casi de madrugada, seispolicías de civil allanaron nuestra habitación y se apo-deraron hasta del último trozo de papel que encontra-ron, exceptuando, por fortuna, nuestros pasaportes yla libreta de cheques. Se llevaron mis diarios, nuestroslibros, los recortes periodísticos que desde hacía mesesse apilaban en el escritorio (muchas veces me he pre-guntado para qué los querían), todos mis recuerdos deguerra y todas nuestras cartas. (Dicho sea de paso, sellevaron también muchas cartas recibidas de lectores.

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Algunas de ellas no habían sido todavía respondidas,y como es de suponer no conservo las direcciones. Sialguien de los que me escribió en relación a mi últi-mo libro y que no recibió respuesta llega a leer estaslíneas, ruego que las acepte como disculpa.) Más tardesupe que la policía también se había apoderado de al-gunas pertenencias mías dejadas en el Sanatorio Mau-rín. Hasta se llevaron un paquete de ropa sucia; quizácreyeron que contenía mensajes escritos con tinta in-visible.

Evidentemente, era más seguro que mi esposa per-maneciera en el hotel, al menos por el momento. Si in-tentaba irse, la seguirían de inmediato. En cuanto a mí,tendría que ocultarme, perspectiva que me repugnaba.A pesar de los innumerables arrestos, me resultaba casiimposible creer que estuviera en peligro. Todo aquellome parecía demasiado insensato, pero la misma nega-tiva a tomar en serio ese estúpido ataque había hechoque Kopp terminara en la cárcel. Yo me repetía sin ce-sar: «¿Por qué habrían de querer arrestarme? ¿Qué hehecho yo?». Ni siquiera era miembro del POUM. Sinduda, había portado armas durante los sucesos de ma-yo, pero lo mismo hicieron, supongo, cuarenta o cin-cuenta mil personas. Además, necesitaba dormir ur-gentemente algunas horas. Prefería correr el riesgo y

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regresar al hotel. Mi esposa se negó en redondo. Pa-cientemente me explicó la situación. No importaba loque hubiera hecho. No era una redada corriente de de-lincuentes, sino el reinado absoluto del terror. Yo noera culpable de ningún acto definido, pero si de «trots-kismo». Haber luchado en lamilicia del POUMbastabapara terminar en la cárcel. Era inútil aferrarse a la ideainglesa de que uno está a salvo mientras cumpla la ley.En la práctica, la ley era la voluntad de la policía. Laúnica salida consistía en permanecer escondido y ocul-tar cualquier vinculación con el POUM. Mi esposa meobligó a romper el carnet de miliciano, que llevaba ins-crito en grandes letras «POUM», así como la foto deun grupo de milicianos con la bandera del POUM defondo. Ésas eran las cosas que bastaban en esos díaspara ser arrestado. En todo caso, tuve que conservarmi certificado de licencia; constituía un peligro, puesostentaba el sello de la División 29 y era probable quela policía supiese que correspondía al POUM, pero sinél podían arrestarme por desertor.

Debíamos pensar en la manera de salir de España.No tenía sentido permanecer allí con la certeza de unarresto más tarde o más temprano. En realidad, amboshubiéramos preferido quedarnos y presenciar el desen-lace de los acontecimientos. Pero yo preveía que las

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prisiones españolas serían sitios espantosos (en reali-dad, eran peores de lo que imaginaba), y una vez que seentraba en la cárcel, nunca se sabía cuándo se saldría;además, mi estado de salud era bastante malo, apar-te del dolor en el brazo. Quedamos en encontrarnosal día siguiente en el consulado británico, donde tam-bién acudirían Cottman y McNair. Probablemente senecesitarían un par de días para regularizar nuestrospasaportes. Antes de dejar España, era necesario ha-cer sellar el pasaporte en tres instancias distintas: don-de el jefe de policía, donde el cónsul francés y dondelas autoridades catalanas de inmigración. Desde lue-go, el peligro radicaba en el jefe de policía. Quizá elcónsul británico podría arreglar las cosas sin revelarnuestra vinculación con el POUM. Había una lista deextranjeros sospechosos de «trotskistas», y era proba-ble que allí figuraran nuestros nombres, pero con unpoco de suerte podríamos llegar a la frontera antes queella. Era seguro que habría muchas demoras y maña-nas. Por suerte, estábamos en España y no en Alema-nia; la policía secreta española tenía algo del espíritude la Gestapo, pero no tanto de su competencia.

Así que nos separamos. Mi esposa regresó al hotely yo me perdí en la oscuridad, en busca de un sitiodonde dormir. Recuerdo haberme sentido malhumora-

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do y aburrido. ¡Deseaba tanto pasar una noche en unacama! No tenía dónde ir, no había ninguna casa en laque pudiera refugiarme. El POUM prácticamente nocontaba con una organización clandestina. Sin dudalos líderes sabían desde siempre que el partido podíaser disuelto, pero nunca esperaron una caza de bru-jas semejante. A tal punto no la esperaban, que se ha-bía continuado con las mejoras en los edificios (entreotras cosas, se estaba construyendo un cine en la sedecentral que antes había sido un banco) hasta el mismodía en que el POUM fue disuelto. En consecuencia, lossitios de reunión y escondites que todo partido revo-lucionario debe poseer no existían. Dios sabe cuántaspersonas, cuyos hogares habían sido registrados porla policía, dormían en las calles esa noche. Yo habíatenido cinco días de viajes agotadores, durmiendo ensitios increíbles, con un dolor horroroso en el brazo;y ahora esos locos me perseguían por todas partes ytenía que dormir otra vez en el suelo. Esto era todo loque mis pensamientos daban de sí. No había lugar pa-ra consideraciones políticas; nunca las hago mientraslas cosas están sucediendo. Siempre que me veo mez-clado en la guerra o en la política, sólo tengo concien-cia de las molestias físicas y de un profundo deseo deque ese maldito disparate termine. Con posterioridad

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puedo comprender el significado de los hechos, peromientras éstos ocurren sólo ansío verme lejos de ellos(rasgo quizá no muy digno de elogio).

Caminé durante largo rato y me encontré cercadel Hospital General. Buscaba un lugar donde poderecharme, sin que ningún policía fisgón me encontra-ra y me pidiera la documentación. Hice la prueba enun refugio antiaéreo, pero estaba recién cavado y erainsoportablemente húmedo. Luego llegué a las ruinasde una iglesia saqueada e incendiada durante la revo-lución. Era sólo un cascarón, cuatro paredes sin techoque rodeaban pilas de escombros. Avancé a tientas has-ta descubrir una especie de hueco donde pude echar-me. Los escombros de un edificio no son ideales

para descansar pero, por suerte, era una noche cáli-da y me las ingenié para dormir varias horas.

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El mayor inconveniente para alguien a quien persi-gue la policía en una ciudad como Barcelona es quetodo abre muy tarde. Cuando uno duerme al aire libresiempre se despierta al amanecer, y ninguno de los ba-res de Barcelona abre antes de las nueve. Pasaron ho-ras antes de que pudiera conseguir una taza de café oun lugar donde afeitarme. Me extrañó ver aún colga-do en la barbería el cartel anarquista que prohibía laspropinas. «La Revolución ha roto nuestras cadenas»,decía el cartel. Me dieron ganas de decirles a los bar-beros que esas cadenas no tardarían en volver si notenían cuidado.

Regresé al centro de la ciudad. En los edificios delPOUM ya no flameaban las banderas rojas, sino los es-tandartes republicanos. Grupos de guardias civiles ar-mados surgían de todos los portales. En el centro deAyuda Roja, situado en la esquina de la Plaza de Cata-luña, la policía se había entretenido destrozando casi

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todas las vidrieras y los puestos de libros habían sidovaciados y el tablón de anuncios, que había un pocomás abajo de las Ramblas, había sido cubierto con elcartel anti-POUM en el que una mascara ocultaba unrostro fascista. Hacia el final de las Ramblas, cerca delmuelle, contemplé un espectáculo curioso: una hilerade milicianos, todavía andrajosos y cubiertos del ba-rro del frente, despatarrados exhaustos en las sillas delos limpiabotas. Sabía quiénes eran e incluso reconocía uno de ellos. Eran milicianos del POUM que habíanllegado el día anterior para encontrarse con la disolu-ción de aquél y que habían tenido que pasar la nochea la intemperie por estar vigilados sus hogares. Todomiliciano del POUM que regresara a Barcelona en esemomento tenía que elegir entre ocultarse o terminaren la cárcel, recepción no muy agradable al cabo detres o cuatro meses de trinchera.

Nos encontrábamos en una situación insólita. Porla noche se era un fugitivo acosado, durante el día sepodía vivir de forma casi normal. Todas las casas habi-tadas por simpatizantes del POUM estaban vigiladas yera imposible ir a un hotel o a una pensión, por haber-se dispuesto que los hoteleros informaran a la policíasobre la llegada de todo desconocido. Ello obligaba apasar las noches al aire libre. Durante el día se podía

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andar con bastante seguridad. Las calles estaban llenasde guardias civiles, guardias de asalto, carabineros ypolicías corrientes, además de quién sabe cuántos es-pías de civil; sin embargo, no podían parar a todos losque pasaran, y si uno tenía un aspecto normal podíapasar inadvertido. Había que tratar de no quedarse cer-ca de los edificios del POUM y de no ir a los cafés y res-taurantes donde había camareros que nos conocieran.Ese día y el siguiente pasé mucho tiempo bañándomeen una casa de baños públicos. Me pareció una excelen-te manera de matar el tiempo y de mantenerme fuerade la circulación. Por desgracia, idéntica idea se le ocu-rrió a mucha gente. Pocos días después, cuando ya noestaba en Barcelona, la policía allanó una de esas casasy arrestó a buena cantidad de «trotskistas» en cueros.

A media altura de las Ramblas me crucé con uno delos heridos del Sanatorio Maurin. Intercambiamos eseguiño invisible que la gente utilizaba en esa época ynos las ingeniamos para quedar discretamente en uncafé algo más arriba. Había escapado al arresto duran-te la redada en el Maurín pero, como los demás, ahorase veía obligado a hacer vida en la calle. Estaba enman-gas de camisa, ya que al huir no pudo recoger la cha-queta, y no tenía un centavo. Me contó cómo uno delos guardias civiles había arrancado de la pared el gran

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retrato de Maurín y lo había pateado hasta destrozar-lo. Maurín (uno de los fundadores del POUM) estabaen poder de los fascistas y se creía que ya lo habíanfusilado. A las diez de la mañana me encontré con miesposa en el consulado británico. McNair y Cottmanno tardaron en presentarse. Lo primero que me dije-ron fue que Bob Smillie había muerto en una cárcel deValencia, nadie sabía de qué. Lo habían enterrado sindemora y al representante del ILP, David Murray, nose le había dado permiso para ver el cadáver.

Naturalmente, de inmediato supuse que lo habíanfusilado. Es lo que todos creímos en ese momento, pe-ro con posterioridad pensé que tal vez nos equivoca-mos. Más tarde se informó de que Smillie habíamuertode apendicitis, y también hubo un prisionero liberadoque nos aseguró que Smillie había estado realmenteenfermo en la cárcel. Así pues, quizá la historia de unaapendicitis era verídica. La negativa a permitir queMu-rray viera el cadáver puede haber tenido como causael mero resentimiento. Empero hay algo que debo de-cir. Bob Smillie tenía sólo veintidós años y físicamenteera uno de los hombres más fuertes que he conocido.Creo que fue el único miliciano, español o inglés, quepasó tres meses en las trincheras sin estar enfermo unsolo día. Las personas con esa resistencia no suelen

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morir de apendicitis si se las cuida como es debido. Pe-ro si uno veía cómo eran las cárceles españolas —lascárceles improvisadas utilizadas para los prisionerospolíticos—, comprendía las pocas probabilidades quetenía un hombre enfermo de recibir en ellas la aten-ción adecuada. Estas cárceles sólo podrían describirsecomo mazmorras. En Inglaterra habría que retrocederal siglo XVIII para encontrar algo comparable. Los pri-sioneros permanecían amontonados en pequeñas habi-taciones donde casi no había espacio para echarse, y amenudo se los tenía en sótanos y otros lugares oscuros.Estas no eran medidas temporales, pues hubo casos dedetenidos que pasaron cuatro o cinco meses casi sinver la luz del día. Eran alimentados con una dieta re-pugnante e insuficiente, que consistía en dos platos desopa y dos trozos de pan diarios. (Sin embargo, algu-nos meses más tarde parece ser que la comida mejoróalgo.) No estoy exagerando; cualquier sospechoso po-lítico que haya estado encarcelado en España podríaconfirmar lo que digo. He recibido informaciones so-bre las cárceles españolas de diversas fuentes separa-das, y todas concuerdan demasiado como para dudarde ellas; además, yo mismo conocí una. Otro amigoinglés que fue detenido más tarde escribe que sus ex-periencias carcelarias le «permitieron comprenderme-

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jor el caso de Smillie». No es fácil perdonar la muertede Smillie, ese muchacho valeroso y dotado, que habíadejado a un lado su carrera universitaria para lucharcontra el fascismo y que, como puedo atestiguar, ha-bía cumplido su tarea en el frente con coraje y volun-tad intachables. Arrojarlo a la cárcel y dejarlo morircomo a un animal fue una tremenda injusticia. Sé queen medio de una enorme y sangrienta guerra no tienesentido hacer demasiado alboroto por una muerte in-dividual. Para igualar los sufrimientos que causa unabomba arrojada desde un avión sobre una calle llenade gente hace falta bastante persecución política. Perolo que indigna en una muerte como ésta es su absolu-ta inutilidad. Morir en medio de una batalla; sí, eso eslo que uno espera; pero verse encarcelado, ni siquie-ra por algún crimen imaginario, sino por causa de unresentimiento ciego, y que luego a uno lo dejen mo-rir abandonado a su soledad es algo muy distinto. Noacierto a comprender cómo este tipo de cosas —el ca-so de Smillie no es excepcional— podían tornar másfactible la victoria.

Mi esposa y yo visitamos a Kopp esa tarde. Se per-mitía visitar a los prisioneros que no estaban incomu-nicados, aunque no convenía hacerlo más de una o dosveces. La policía vigilaba a los visitantes, y si alguien

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iba demasiado seguido, quedaba catalogado como ami-go de los «trotskistas» y probablemente terminaba enla cárcel. Esto ya les había ocurrido a muchos.

Kopp no estaba incomunicado y nos fue fácil obte-ner el permiso para verlo. Mientras nos conducían ha-cia el interior de la cárcel, unmiliciano español a quienconocí en el frente salía escoltado por dos guardias ci-viles. Sus ojos se encontraron con los míos e intercam-biamos el guiño imperceptible de aquellos días. Den-tro vimos a un norteamericano que había partido deregreso a su casa pocos días antes;sus documentos es-taban en regla, pero probablemente lo arrestaron en lafrontera porque seguía llevando los pantalones de pa-na que lo identificaban como miliciano. Nos cruzamoscomo si no nos hubiéramos visto nunca. Fue espan-toso. Habíamos estado juntos durante meses, inclusocompartido un refugio en la trinchera, había ayudadoa transportarme cuando me hirieron; pero era lo únicoque podíamos hacer. Los guardianes vestidos de azulespiaban en todas partes. Hubiera resultado fatal reco-nocer a demasiada gente.

La llamada cárcel era, en realidad, la planta bajade una tienda. En dos pequeñas habitaciones estabanamontonadas casi cien personas. El lugar tenía todoel aspecto dieciochesco de una estampa del calenda-

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rio Newgate: con su nauseabunda suciedad, el hacina-miento de cuerpos humanos, la falta de mobiliario —elsuelo de piedra pelado, un banco y unas pocas mantasraídas— y una luz lóbrega, puesto que habían sido baja-das las persianas metálicas. En las paredes mugrientasse habían garabateado frases revolucionarias: «¡ViscaPOUM!», «¡Viva la Revolución!», y otras por el esti-lo. El lugar se usaba desde hacía meses como vertede-ro de prisioneros políticos. El griterío resultaba ensor-decedor. Era la hora de las visitas y había tanta gen-te que casi no podíamos movernos. La mayoría perte-necía a los sectores más pobres de la población obre-ra. Se veían mujeres deshaciendo lastimosos paquetesque habían traído para sus hombres. Varios de elloseran heridos del Sanatorio Maurín. Dos tenían una so-la pierna; uno de ellos había sido llevado a la cárcel sinsus muletas y saltaba de un lado a otro sobre un pie.También había una criatura de no más de doce años;aparentemente arrestaban hasta a los niños. El lugartenía ese olor repugnante presente siempre donde haymucha gente amontonada sin instalaciones sanitariasadecuadas.

Kopp se abrió paso para venir a nuestro encuentro.Su rostro sonrosado y redondo parecía el de siempre yen ese lugar mugriento había conservado su uniforme

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impecable e incluso había conseguido afeitarse. Entrelos prisioneros había otro oficial con el uniforme delEjército Popular. Él y Kopp se hicieron el saludo mi-litar al pasar uno junto a otro; el gesto, en cierto mo-do, resultó algo patético. Kopp parecía de excelente hu-mor. «Bueno, supongo que nos van a fusilar a todos»,dijo alegremente. La palabra «fusilar» me estremeció.Una bala había atravesado hacía poco tiempo mi cuer-po y la sensación seguía fresca en mi recuerdo; no re-sultaba agradable pensar que eso pudiera ocurrirle aalguien a quien uno conoce bien. En ese momento, yodaba por sentado que los dirigentes del POUM, Koppentre ellos, serían fusilados. Acababa de filtrarse el pri-mer rumor sobre la muerte de Nin y sabíamos que seacusaba al POUM de traición y espionaje. Todo apun-taba a un gigantesco juicio farsa, seguido de una ma-tanza de «trotskistas» destacados. Es terrible ver a unamigo en la cárcel y saberse impotente para ayudar-lo. No podíamos hacer nada; incluso era inútil apelara las autoridades belgas pues Kopp había violado lasleyes de su país al trasladarse a España. Tuve que de-jar que mi esposa llevara la conversación; mi vocecitaresultaba inaudible en medio de aquel griterío. Koppnos habló de los amigos que había hecho entre los pri-sioneros, de los guardianes, algunos de los cuales eran

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buenos tipos, mientras otros insultaban y golpeaban alos más apocados, de la comida que les daban, «dignade cerdos». Por fortuna, se nos había ocurrido llevarcomida y cigarrillos. Luego Kopp comenzó a referir-se a los papeles que le habían arrebatado cuando fuearrestado. Entre ellos figuraba la carta del ministro dela Guerra, dirigida al coronel a cargo de las operacio-nes de ingeniería en el Ejército del Este. La policía lahabía confiscado y se negaba a devolverla; según pare-ce, se encontraba en ese momento en el despacho deljefe de policía. Su recuperación podía ser de una granimportancia.

De inmediato comprendí que esa carta era decisiva.Una carta oficial de ese tipo, con la recomendación delministro de la Guerra y del general Pozas, probaría labuena fe de Kopp. Pero la dificultad radicaba en demos-trar la existencia de la carta; si la abrían en el despachodel jefe de policía, algún poli acabaría destruyéndola.Sólo una persona podía ayudarnos a recuperarla: el ofi-cial a quien estaba dirigida. Kopp ya había pensado eneso y había escrito una carta que deseaba que yo sa-cara de la prisión a escondidas y que enviara por co-rreo. Pero, evidentemente, era más rápido y seguro iren persona. Dejé a mi esposa con Kopp, salí apresura-damente y, tras una larga búsqueda, encontré un taxi.

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Sabía que tenía el tiempo justo. Eran ya las cinco ymedia, el coronel probablemente dejaría su despachoa las seis, y al día siguiente Dios sabe dónde estaríala carta, destruida o perdida en el caos de documentosque probablemente se apilaban a medida que se pro-ducían los arrestos. El despacho del coronel estaba si-tuado en el Departamento de la Guerra, cerca de losmuelles. Me disponía a subir corriendo la escalinatade entrada, cuando el guardia de asalto que custodia-ba la puerta me cerró el paso con su larga bayoneta yme pidió la «documentación». Agité frente a sus ojosmi certificado de licencia; evidentemente no sabía leery me dejó pasar; impresionado por el vago misterio delos «papeles». Por dentro, el lugar era como una enor-me y complicada colmena en torno a un patio centralcon cientos de oficinas en cada piso. Como estábamosen España, nadie tenía lamenor idea sobre la ubicaciónde la oficina que buscaba. Yo repetía sin cesar: «¡El co-ronel… jefe de ingenieros, Ejército del Este!». La gen-te me sonreía y se encogía de hombros amablemente;todo el que creía saberlo me enviaba en direccionesdistintas: arriba, abajo, por pasillos interminables queresultaban ser callejones sin salida. Mientras tanto eltiempo pasaba inexorablemente. Tenía la extraña sen-sación de vivir una pesadilla: subir y bajar corriendo

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escaleras, gente misteriosa que iba y venía, los vista-zos a través de puertas abiertas que daban a caóticasoficinas con papeles amontonados por todas partes yel tecleteo de las máquinas de escribir, y el tiempo quese acababa y una vida tal vez en juego.

Sea como sea, llegué a tiempo y, con cierta sorpresapor mi parte, se me concedió audiencia. No vi al co-ronel, pero su secretario, un hombrecillo atildado, degrandes ojos bizcos, me recibió en la antesala. Comen-cé a hablar: venía de parte de mi oficial superior el co-mandante Jorge Kopp, quien al dirigirse al frente conuna misión urgente había sido arrestado por error. Lacarta para el coronel era de naturaleza confidencial yse imponía recuperarla sin demora. Yo había servido alas órdenes del comandante Kopp durante meses, eraun oficial de plena confianza, su arresto se debía sin du-da a una equivocación, la policía lo había confundidocon otra persona, etcétera, etcétera, etcétera. Seguí ma-chacando sobre la urgencia de la misión de Kopp en elfrente, sabiendo que era el argumento más poderoso.Pero tiene que haber sonado como una historia bienextraña con mi espantoso español, que se convertía enfrancés en los momentos de crisis. Lo peor fue que deinmediato me quedé casi sin voz, y sólo mediante unviolento esfuerzo logré emitir una especie de grazni-

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do. Tenía miedo de perderla por completo y de queel pequeño oficial se cansara de tratar de entenderme.Muchas veces me he preguntado si creyó que mi vozfallaba a causa de una borrachera o porque sufría porno tener la conciencia muy tranquila.

Sin embargo, me escuchó con paciencia, aprobó conla cabeza muchas veces y asintió con cautela a lo queyo decía. Sí, parecía que se había cometido un error.Sin duda habría que investigar el asunto. Mañana…Protesté. ¡Mañana, no! Era un asunto urgente; Kopptendría que estar ya en el frente. Una vez más el oficialpareció estar de acuerdo. Y entonces llegó la preguntatemida:

—Este comandante Kopp, ¿en qué unidadservía?

Había que pronunciar la palabra terrible:

—En la milicia del POUM.—¡El POUM!

Quisiera poder transmitir el sobresalto de alarmaque resonó en su voz. Hay que recordar lo que elPOUM significaba en esos momentos. El temor a los

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espías estaba en su punto culminante, quizá todos losbuenos republicanos creyeron durante un día o dosque el POUM era en verdad una vasta organizaciónde espionaje al servicio de los alemanes. Decir seme-jante cosa a un oficial del Ejército Popular era comoentrar al Gavally Club inmediatamente después del es-cándalo de la Carta Roja y declararse comunista. Susojos oscuros recorrieron mi rostro. Luego de una largapausa, preguntó lentamente:

—¿Y usted dice que estuvo con él en elfrente? Entonces, ¿usted también estabaen la milicia del POUM?—Sí.

Dio media vuelta y se precipitó a la oficina del coro-nel. Pude oír una conversación agitada. «Todo termi-nó», pensé. Nunca recuperaríamos la carta de Kopp.Además, había tenido que confesar que yo mismo es-taba vinculado al POUM, y sin duda llamarían a la po-licía y me arrestarían, simplemente. para añadir otro«trotskista» al saco. El oficial reapareció ajustándosela gorra y me indicó con un gesto que lo siguiera. Nosdirigimos a la Jefatura de Policía. Fue un largo camino;anduvimos durante veinte minutos. El pequeño oficial

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marchaba erguido delante de mi con su paso militar.No nos dijimos una sola palabra en todo el trayecto.Cuando llegamos al despacho del jefe de policía, unamultitud de canallas del aspectomás temible, evidente-mente secuaces, delatores y espías de todo tipo, aguar-daba frente a la puerta. El pequeño oficial entró; hu-bo una larga y acalorada conversación. Se podían oírvoces que se alzaban furiosamente; yo imaginaba ges-tos violentos, encogimientos de hombros y puños gol-peando la mesa. Evidentemente la policía se negaba aentregar la carta. Al final, sin embargo, el oficial volvióa salir con el rostro enrojecido, pero con un gran sobreoficial en su poder. Era la carta de Kopp. Habíamos lo-grado una pequeña victoria que, desgraciadamente, talcomo resultaron las cosas, no tuvo el menor efecto. Sedio el curso debido a la carta, pero los superiores mili-tares de Kopp no pudieron sacarlo de la cárcel.

El oficial me prometió que la carta llegaría a su des-tino. Pero ¿qué ocurriría con Kopp?, le dije yo. ¿No po-dían liberarlo? El oficial se encogió de hombros. Ésaera otra cuestión. Ellos no sabían por qué lo habíanarrestado. Sólo me pudo prometer que haría todas lasaveriguaciones posibles. No quedaba nada por deciry había que despedirse. Los dos nos inclinamos leve-mente. Pero en ese momento ocurrió algo inesperado

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y conmovedor: el pequeño oficial, después de una levevacilación, dio un paso hacia adelante y me estrechóla mano.

No sé si podré explicar la profunda emoción que talgestome produjo. Parece algo sin importancia, pero nolo fue. Para comprenderlo es necesario recordar cuálera el ambiente de esa época, la paralizante atmósferade sospechas y odios, las mentiras y los rumores quecirculaban por todas partes, los carteles que en cadarincón nos señalaban como espías fascistas. Y, sobretodo, que estábamos frente al despacho del jefe de po-licía, junto a una inmunda pandilla de delatores y agen-tes provocadores, cualquiera de los cuales podía saberque se me buscaba. Era como estrechar públicamentela mano de un alemán durante la Gran Guerra. Supon-go que, por algúnmotivo, había decidido que yo no eraun espía fascista; en cualquier caso, fue muy noble desu parte darme la mano.

Me fijo en este hecho, que quizá parezca algo trivial,porque en cierto sentido caracteriza a los españoles y asu magnanimidad, cuyos destellos también afloran enlas peores circunstancias. Tengo recuerdos muy des-agradables de España, pero muy pocos malos recuer-dos de los españoles. Sólo en dos ocasiones estuve se-riamente indignado con un español, y cuando miro ha-

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cia atrás, creo que en ambas fui yo el equivocado. Nohay duda de que poseen una generosidad, una especiede nobleza, que no pertenece realmente al siglo XX. Eslo que me hace pensar que en España hasta el fascismopuede asumir una forma comparativamente tibia y so-portable. Pocos españoles poseen la maldita eficienciaque requiere un Estado totalitario moderno. Unas po-cas noches antes había tenido un extraño ejemplo deesto, cuando la policía registró el cuarto de mi espo-sa. Tal registro fue ciertamente de sumo interés, y mehubiera gustado presenciarlo, aunque quizá fue mejorque eso no ocurriera, pues probablemente no habríapodido controlarme.

La policía llevó a cabo el registro según el típico es-tilo de la GPU o de la Gestapo. Poco antes de la ma-drugada se oyeron unos golpes en la puerta, seis hom-bres entraron, encendieron la luz y de inmediato serepartieron por la habitación, según un plan evidente-mente prefijado. Luego registraron todo con increíbleescrupulosidad. Golpearon las paredes, levantaron losfelpudos, examinaron el suelo, tantearon las cortinas,miraron debajo de la bañera y del radiador; vaciaronlos cajones y maletas y palparon y miraron al trasluzcuanta ropa encontraron. Se llevaron nuestros libros ytodos los papeles, hasta los que había en el cesto. Entra-

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ron en un éxtasis de sospecha al descubrir que poseía-mos una traducción francesa de Mein Kampf de Hitler.Si ése hubiera sido el único libro, nuestro destino ha-bría estado sellado. Evidentemente pensaban que sóloun fascista lee Mein Kampf. Un instante después en-contraron una copia del panfleto de Stalin Maneras deeliminar trotskistas y otros traidores, que los calmó untanto. En un cajón había unos cuantos paquetes de pa-pel de liar cigarrillos. Los hicieron pedazos y exami-naron cada papel por separado, para ver si conteníanalgún mensaje escrito. La tarea les llevó unas dos ho-ras. Sin embargo, durante todo ese tiempo, en ningúnmomento registraron la cama. Mi esposa permanecióacostada y podría haber ocultado una docena demetra-lletas debajo del colchón y toda una biblioteca de docu-mentos trotskistas debajo de la almohada. Los policíasno hicieron movimiento alguno por tocar la cama y nisiquiera miraron debajo de ella. No puedo creer queéste sea un rasgo habitual en la rutina de la GPU. De-bemos recordar que la policía estaba casi por comple-to bajo control comunista, y que probablemente esoshombres fueran miembros del Partido Comunista. Pe-ro también eran españoles, y echar a una mujer de lacama era demasiado para ellos. Esta parte del registro

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fue silenciosamente pasada por alto, con lo cual todala búsqueda careció de sentido.

Esa noche McNair; Cottman y yo dormimos entreunas hierbas altas que crecían en un solar abandonado.Era una noche fría para esa época del año, y ningunode los tres durmió mucho. Recuerdo las largas y lúgu-bres horas que vagamos al azar antes de poder conse-guir una taza de café. Por primera vez desde que estabaen Barcelona fui a la catedral, un edificio moderno yde los más feos que he visto en el mundo entero. Tie-ne cuatro agujas almenadas, idénticas por su forma abotellas de vino del Rin. A diferencia de la mayoría deiglesias barcelonesas, no había sufrido daños durantela revolución; se había salvado debido a su «valor ar-tístico», según decía la gente. Creo que los anarquis-tas demostraron mal gusto al no dinamitarla cuandotuvieron oportunidad de hacerlo, en lugar de limitarsea colgar un estandarte rojinegro entre sus agujas.

Esa tarde mi esposa y yo fuimos a ver a Kopp porúltima vez. No podíamos hacer nada por él, absoluta-mente nada, excepto despedirnos y dejarle algún di-nero a cargo de los amigos españoles, que le llevaríancomida y cigarrillos. Poco tiempo después, cuando yano estábamos en Barcelona, fue incomunicado y ni si-quiera fue posible enviarle comida. Esa noche, cami-

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nando por las Ramblas, pasamos frente al Café Moka,que los guardias civiles seguían ocupando. Movido porun impulso, entré y me dirigí a dos de ellos que. esta-ban apoyados en el mostrador con los fusiles colgadosdel hombro. Les pregunté si sabían cuáles de sus cama-radas habían estado de guardia allí durante los sucesosde mayo. Lo ignoraban y, con la habitual imprecisiónespañola, tampoco sabían cómo averiguarlo. Les dijeque mi amigo Jorge Kopp estaba en la cárcel y que qui-zá sería sometido a juicio por algo relacionado con lossucesos de mayo; que los hombres entonces de guar-dia allí sabían que había evitado la lucha y salvado al-gunas de sus vidas; debían presentarse y declarar enese sentido. Uno de los hombres con quienes hablabatenía aspecto taciturno y abatido, y sacudía la cabezasin cesar porque no podía entenderme con el bulliciodel tránsito. Pero el otro era distinto. Me dijo que ha-bía oído a algunos de sus camaradas hablar de lo quehabía hecho Kopp; que Kopp era un buen chico. Peroya mientras lo escuchaba tenía la seguridad de que to-do era inútil. Si alguna vez se juzgaba a Kopp. lo sería,como en todos esos juicios, sobre la base de pruebasfalsificadas. Si ya lo han fusilado (y me temo que sealo más probable), su epitafio será: el buen chico del po-bre guardia civil que formaba parte de un sucio siste-

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ma, pero seguía siendo lo bastante humano como parareconocer un acto noble cuando lo veía.

Llevábamos una existencia extravagante y de locu-ra. Por la noche vivíamos como criminales, pero de díaéramos prósperos turistas ingleses o, al menos, tratá-bamos de parecerlo. Afeitarse, bañarse y lustrarse loszapatos hacen maravillas en el aspecto de una perso-na, incluso después de una noche al aire libre. Lo másseguro en ese momento era parecer tan burgués comofuera posible. Frecuentábamos el barrio residencial dela ciudad, donde nuestras caras no eran conocidas, ycomíamos en caros restaurantes donde nos mostrába-mos muy ingleses con los camareros. Por primera vezen mi vida me puse a escribir en las paredes. Los pasi-llos de varios restaurantes de moda ostentaban en lassuyas «¡Visca POUM!» en letras tan grandes como pu-de hacer. Aunque me mantenía técnicamente escondi-do todo el rato, no me sentía en peligro. Todo parecíademasiado absurdo. Tenía la inerradicable conviccióninglesa de que «ellos» no podían arrestar a alguiena no ser que hubiera violado la ley. Es una creenciaextremadamente peligrosa durante un pogromo polí-tico. Había orden de apresar a McNair; y era probableque el resto de nosotros figuráramos también en la lis-ta. Los arrestos, registros y allanamientos continuaban

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sin pausa; prácticamente todos los que conocíamos, ex-ceptuando aquellos que seguían en el frente, estabanya en la cárcel. La policía incluso llegó a subir a losbarcos franceses que periódicamente se llevaban refu-giados en busca de sospechosos de «trotskismo».

Gracias a la bondad del cónsul británico, quien de-bió de pasar una semana muy difícil, logramos ponernuestros pasaportes en regla. Cuanto antes partiéra-mos, mejor sería. Había un tren que salía para Portboua las siete y media de la noche y que, según cabía espe-rar; lo haría a eso de las ocho y media. Acordamos quemi esposa pediría un taxi con anticipación y prepara-ría luego las maletas, pagaría la cuenta y abandonaríael hotel en el último momento posible. Si los emplea-dos del hotel se enteraban a tiempo de sus propósitos,seguro que avisarían a la policía. Llegué a la estaciónhacia las siete, y me encontré con que el tren ya ha-bía partido a las siete menos diez. El maquinista habíacambiado de idea, como de costumbre. Por fortuna, lo-gramos avisar a mi esposa a tiempo. Otro tren salíaa primera hora de la mañana siguiente. McNair; Cott-man y yo cenamos en un pequeño restaurante cercade la estación y, tras un tanteo cauteloso, descubrimosque el dueño del restaurante era miembro de la CNTy que simpatizaba con nosotros. Nos proporcionó una

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habitación con tres camas y se olvidó de avisar a lapolicía. Era la primera vez en cinco noches que podíadormir sin ropa.

Al otro día mi esposa logró salir del hotel sin quenadie lo advirtiera. El tren partió con casi una hora deretraso. Yo ocupé el tiempo escribiendo una larga car-ta al Ministerio de la Guerra acerca del caso de Kopp:sin duda había sido arrestado por error; se necesitabaurgentemente su presencia en el frente, innumerablespersonas testificarían su inocencia, etcétera, etcétera,etcétera. Me pregunto si alguien leyó esa carta, escri-ta en páginas arrancadas de una libreta de notas, conletra temblorosa (tenía los dedos parcialmente parali-zados) y en un español aún más tembloroso. En cual-quier caso, ni esa carta ni ninguna medida tuvieronefecto alguno.

Mientras escribo, seis meses después de estos acon-tecimientos, Kopp (si no ha sido fusilado) sigue en lacárcel, sin juicio y sin acusación. Al comienzo recibi-mos dos o tres cartas de él, enviadas desde Francia porprisioneros liberados. Todas hablaban de lo mismo: en-carcelamiento en sótanos oscuros y mugrientos, comi-da mala y escasa, enfermedad grave debida a las condi-ciones del encierro y negativa a prestarle atención mé-dica. Todo esto me fue confirmado por varias fuentes

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diferentes, inglesas y francesas. Hacía poco que habíadesaparecido en una de las «cárceles secretas» con lasque parece imposible establecer cualquier tipo de co-municación. Su caso es el de docenas o centenares deextranjeros y nadie sabe de cuántos millares de espa-ñoles.

Por fin cruzamos la frontera sin incidentes. El trentenía vagón de primera clase y vagón-restaurante, elprimero que veía en España. Hasta no hace mucho só-lo existía clase unica en los trenes de Cataluña. Dospolicías de civil recorrieron el tren anotando el nom-bre de los extranjeros, pero cuando nos vieron en elvagón-restaurante parecieron conformarse con nues-tro aspecto respetable. Resultaba extraño ver cómo ha-bía cambiado todo. Sólo seis meses antes, cuando aúndominaban los anarquistas, era el aspecto de proleta-rio el que hacía a uno respetable. En la ida, camino dePerpiñán a Cerbére, un viajante francés sentado juntoa mí me había dicho con toda solemnidad: «Usted nopuede ir a España con ese aspecto. Quitese el cuello yla corbata. Se los van a arrancar en Barcelona». Sin du-da exageraba, pero eso demuestra la idea que se teníade Cataluña. En la frontera, los guardias anarquistashabían impedido la entrada a un francés vestido ele-gantemente ya su esposa por el único motivo, según

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creo, de que parecían demasiado burgueses. Ahora eraal revés: para salvarse había que parecer burgués. Enel puesto de control buscaron nuestros nombres en lalista de sospechosos, pero gracias a la ineficacia de lapolicía nuestros nombres no figuraban en ella, ni si-quiera el de McNair. Nos registraron de pies a cabeza;no llevábamos nada comprometedor exceptuando micertificado de licencia, pero los carabineros que me re-gistraron no sabían que la División 29 pertenecía alPOUM. Pasamos la barrera, y después de seis mesesjustos me encontraba de nuevo en suelo francés. Losúnicos recuerdos que me llevaba de España eran unabota de piel de cabra y una de esas pequeñas lámparasde hierro en las que los campesinos aragoneses que-man aceite de oliva y cuya forma es casi idéntica a lade las lámparas de terracota usadas por los romanoshace dos mil años. La había encontrado en una chozaen ruinas e inexplicablemente seguía en mi poder.

Después de todo, resultó que no nos habíamos pre-cipitado al marcharnos. El primer periódico que vimosanunciaba el arresto de McNair por espionaje; las au-toridades españolas se habían apresurado un poco alanunciar esto. Por fortuna, el «trostkismo» no es unmotivo de extradición.

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Me pregunto cuál es el primer acto espontáneo dela gente cuando sale de un país en guerra y pone lospies en uno en paz. El mío fue correr a un puesto detabaco y comprar cigarros y cigarrillos hasta llenarmelos bolsillos. Luego fuimos a un bar y bebimos una ta-za de té, el primer té con leche fresca que tomábamosen muchos meses. Pasaron varios días antes de acos-tumbrarme a la idea de que podía comprar cigarrilloscada vez que lo deseara. Siempre esperaba ver cerra-da la puerta del estanco y en el escaparate el temidocartel: «No hay tabaco».

McNair y Cottman siguieron hasta París; mi esposay yo dejamos el tren en Banyuls, la primera estaciónfrancesa, seguros de que necesitábamos un descanso.No nos recibieron demasiado bien en Banyuls cuandosupieron que veníamos de Barcelona. Varias veces mevi envuelto en la misma conversación: «¿Usted vienede España? ¿De qué lado peleó? ¿Del gobierno? ¡Oh!»,y luego una marcada frialdad. La pequeña ciudad pare-cía decantarse decididamente en favor de Franco, sinduda a causa de los refugiados españoles fascistas quehabían ido llegando allí periódicamente. El camarerodel café que frecuentaba era un español profranquistaque me solía dirigir miradas de desprecio mientras meservía el aperitivo. Otra cosa ocurría en Perpiñán, llena

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de partidarios del gobierno y donde las intrigas entrelas distintas facciones seguían casi como en Barcelona.Había un café donde la palabra «POUM» te procurabade inmediato amistades francesas y sonrisas del cama-rero.

Creo que nos quedamos tres días en Banyuls. Fue-ron unos días de extraña inquietud. En esa tranquilaciudad pesquera, alejada de las bombas, las ametra-lladoras, las colas para comprar alimentos, la propa-ganda y las intrigas nos tendríamos que haber sentidoprofundamente aliviados y agradecidos. Nada de esoocurrió. Lo que habíamos visto en España no se fuedifuminando ni perdió fuerza; al contrario, ahora queestábamos lejos de todo, se nos venía encima de unamanera mucho más vívida que antes. Pensábamos enEspaña, hablábamos de España, soñábamos incesante-mente con España. Nos habíamos dicho durante mesesque «cuando saliéramos de España», iríamos a algúnlugar cerca del Mediterráneo y nos quedaríamos allítranquilos durante un tiempo, pescando, quizá; peroahora que estábamos aquí nos sentíamos aburridos ydecepcionados. El tiempo era frío y un viento persis-tente soplaba desde el mar, siempre gris y picado. Entodo el puerto, una espuma mezcla de cenizas, corchosy entrañas de pescado golpeaba contra las piedras. Pa-

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recerá una locura, pero lo que ambos deseábamos eraregresar a España. Aunque nadie se hubiera beneficia-do de ello y hubiéramos podido salir muy mal para-dos, ambos lamentábamos no habernos quedado pa-ra ser encarcelados junto con los demás. Supongo quesólo he logrado transmitir ep pequeñísima medida loque esos meses en España significan para mí. He da-do cuenta de algunos acontecimientos externos, perono puedo describir los sentimientos que dejaron en mí.Todo se confunde en ese cúmulo de visiones, olores ysonidos que las palabras no pueden transmitir: el olorde las trincheras, la aurora en las montañas extendién-dose a distancias increíbles, el chasquido seco de lasbalas, el estrépito y el resplandor de las bombas, la luzclara y fría de las mañanas en Barcelona y el taconeode las botas en el patio del cuartel, allá por diciembre,cuando la gente todavía creía en la revolución; y lascolas para conseguir comida y las banderas rojinegrasy los rostros de los milicianos españoles; sobre todo,los rostros de los milicianos, de los hombres que co-nocí en el frente y que ahora andarán dispersos porDios sabe dónde, unos muertos en combate, algunosinválidos, otros en la cárcel y muchos, espero, aún sa-nos y salvos. Buena suerte a todos ellos; ojalá ganensu guerra y echen de España a todos los extranjeros,

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alemanes, rusos e italianos por igual. Esta guerra, enla que desempeñé un papel tan ineficaz, me ha dejadorecuerdos en su mayoría funestos, pero aun así no hu-biera querido perdérmela. Cuando se ha podido atisbarun desastre como éste—y, cualquiera que sea el resulta-do, la guerra española habrá sido un espantoso desas-tre, aun sin considerar las matanzas y el sufrimientofísico—, el saldo no es necesariamente desilusión y ci-nismo. Por curioso que parezca; toda esta experienciano ha socavado mi fe en la decencia de los seres hu-manos, sino que, por el contrario, la ha fortalecido. Yespero que mi relato no haya sido demasiado confu-so. Creo que, con respecto a un acontecimiento comoéste, nadie es o puede ser completamente veraz. Só-lo se puede estar seguro de lo que se ha visto con lospropios ojos y, consciente o inconscientemente, todosescribimos con parcialidad. Si no lo he dicho en algu-na otra parte de este libro, lo diré ahora: cuidado conmi parcialidad, mis errores factuales y la deformaciónque inevitablemente produce el que yo sólo haya podi-do ver una parte de los hechos. Pero cuidado tambiéncon lo mismo al leer cualquier otro libro acerca de esteperíodo de la guerra española.

Debido a la sensación de que teníamos que hacer al-go, aunque en realidad nada podíamos hacer, dejamos

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Banyuls antes de lo pensado. A medida que se avanzahacia el norte, Francia se torna cada vez más suave ymás verde; se alejan las montañas y los viñedos y vuel-ven la pradera y los olmos. Cuando había pasado porParís, de viaje a España, me había parecido una ciudaddecaída y lúgubre, muy diferente de la que había cono-cido ocho años antes, cuando la vida era barata y no seoía hablar de Hitler. La mitad de los cafés que solía fre-cuentar permanecían cerrados por falta de clientela, ytodo el mundo estaba obsesionado por el elevado costode la vida y el temor a la guerra. Ahora, después de lapobre España, París parecía alegre y próspero. La Ex-posición estaba en su apogeo, pero nos las ingeniamospara no visitarla.

Y luego Inglaterra, el sur de Inglaterra, probable-mente el paisaje más acicalado del mundo. Cuando sepasa por allí, en especial mientras uno va recuperándo-se del mareo anterior, cómodamente sentado sobre losblandos almohadones del tren de enlace con el barco,resulta difícil creer que realmente ocurre algo en algu-na parte. ¿Terremotos en Japón, hambrunas en China,revoluciones en México? No hay por qué preocupar-se, la leche estará en el umbral de la puerta mañanatemprano y el New Statesman saldrá el viernes. Lasciudades industriales, una mancha de humo y miseria

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oculta por la curva de la superficie terrestre, quedabanlejos. Allí, en el sur, Inglaterra seguía siendo la que ha-bía conocido en mi infancia: las zanjas de las vías delferrocarril cubiertas de flores silvestres, las onduladaspraderas donde grandes y relucientes caballos pastany meditan, los lentos arroyuelos bordeados de sauces,los pechos verdes de los olmos, las espuelas de caba-llero en los jardines de las casas de campo; luego laserena e inmensa paz de los alrededores londinenses,las barcazas en el río fangoso, las calles familiares, loscarteles anunciando partidos de criquet y bodas reales,los hombres con bombín, las palomas en la Plaza deTrafalgar, los autobuses rojos, los policías azules… to-dos durmiendo el sueño muy profundo de Inglaterra,del cual muchas veces me temo que no despertaremoshasta que no nos arranque del mismo el estrépito delas bombas.

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Apéndice 1

[Antiguo capítulo V de la primera edición inglesa,situado originalmente entre los capítulos 4 y 5 de estaedición.]

Al comienzo, yo había ignorado el aspecto políticode la guerra, fue por esta época cuando comencé a pres-tarle atención. Quien no esté interesado en los horro-res de la política partidista, hará bien en saltarse estosfragmentos; con el propósito de facilitar esa tarea, hetratado de mantener las partes políticas de mi narra-ción en capítulos separados. Pero, al mismo tiempo,sería del todo imposible escribir sobre la guerra espa-ñola desde un ángulo puramente militar. Porque sobretodas las cosas se trataba de una guerra política. Nin-gún hecho en ella, por lo menos durante el primer año,resulta inteligible si uno no tiene una mínima idea dela lucha interpartidista que se desarrollaba detrás delas líneas gubernamentales.

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Cuando llegué a España, y durante algún tiempodespués, no sólo me desinteresé de lo relativo a la si-tuación política, sino que no la percibí. Sabía que es-tábamos en guerra, pero no tenía idea de en qué clasede guerra. Si me hubieran preguntado por qué me unía la milicia, habría respondido: «Para luchar contra elfascismo»; y si me hubieran preguntado por qué lucha-ba, habría respondido: «Por simple decencia». Habíaaceptado la versión que el News Chronicle y el NewStatesman daban de la guerra como la defensa de lacivilización contra el estallido maníaco de un ejércitode coroneles Blimps pagados por Hitler. La atmósferarevolucionaria de Barceloname atrajo profundamente,pero no había hecho intento alguno por comprenderla.En cuanto al calidoscopio de partidos políticos y sin-dicatos, con sus agotadores nombres —PSUC, POUM,FAI, CNT, UGT, JCI, JSU, AIT—, simplemente me exas-peraba. A primera vista, daba la impresión de que Espa-ña sufría una plaga de siglas. Sabía que formaba partede algo que se llamaba el POUM (me había unido a lamilicia del POUM y no a ninguna de las otras porquellegué a Barcelona con una credencial del ILP), perono me di cuenta de que existían marcadas diferenciasentre los partidos políticos. Una vez que en Monte Po-cero señalaron la posición situada a nuestra izquier-

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da diciendo: «Aquéllos son los socialistas» (refiriéndo-se a los del PSUC), me sentí desconcertado y pregun-té: «¿Acaso no somos todos socialistas?». Me parecióuna idiotez que hombres que se jugaban la vida porigual tuvieran partidos distintos; mi actitud siemprefue: «¿Por qué no dejamos de lado todas esas tonteríaspolíticas y seguimos adelante con la guerra?». Ésta era,por supuesto, la actitud «antifascista» correcta que losperiódicos ingleses habían difundido cuidadosamente,en gran parte con el fin de impedir que la gente com-prendiera la naturaleza real de la lucha. Pero en Es-paña, especialmente en Cataluña, era una actitud quenadie podíamantener pormucho tiempo. Todo elmun-do, aunque fuera de mala gana, tomaba partido tardeo temprano. Incluso si a uno no le importaban en abso-luto los partidos políticos y sus posiciones ideológicas,era demasiado evidente que ello afectaba al propio des-tino personal. En tanto que miliciano, se era soldadocontra Franco, pero también un peón en un gigantescocombate que enfrentaba a dos teorías políticas. Si cuan-do buscaba leña en la ladera de la montaña me habíade preguntar si existía realmente una guerra o si eraun invento del News Chronicle, si tuve que esquivarlas ametralladoras comunistas en los tumultos de Bar-celona, si finalmente tuve que huir de España con la

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policía pisándome los talones, todo eso me ocurrió deesa forma concreta porque pertenecía a la milicia delPOUMy no a la del PSUC. ¡Tan enorme es la diferenciaentre dos grupos de iniciales!

Para comprender la situación del bando guberna-mental es necesario recordar cómo comenzó la guerra.El 18 de julio, cuando estalló la lucha, es probable quetodos los antifascistas de Europa sintieran renacer susesperanzas: por fin, aparentemente, una democraciase levantaba contra el fascismo. Durante muchos años,los países llamados democráticos se habían sometidoal fascismo reiteradamente. Se había permitido a losjaponeses hacer lo que habían querido en Manchuria.Hitler había subido al poder y se había dedicado a ma-sacrar a sus opositores políticos de todos los colores.Mussolini había bombardeado a los abisinios mientrascincuenta y tres naciones (creo que eran cincuenta ytres) apenas si hicieron oír sus piadosas quejas desde ladistancia. Pero cuando Franco trató de derrocar un go-bierno tibiamente izquierdista, el pueblo español, con-tra todo lo esperado, se levantó y le hizo frente. Parecía,y posiblemente lo era, el cambio de la marea.

Varios hechos pasaron inadvertidos a la observa-ción general. Franco no era estrictamente comparablea Hitler o a Mussolini. Su ascenso se debió a un gol-

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pe militar respaldado por la aristocracia y la Iglesia y,en lo esencial, especialmente al comienzo, no consti-tuyó tanto un intento de imponer el fascismo comode restaurar el feudalismo. Ello significaba que Francodebía hacer frente no sólo a la clase trabajadora, sinotambién a diversos sectores de la burguesía liberal, pre-cisamente los mismos grupos que apoyan al fascismocuando éste aparece en una forma más moderna. Másimportante que todo esto es el hecho de que la clasetrabajadora española no resistió a Franco en nombrede la democracia y el statu quo, como podríamos ha-berlo hecho nosotros en Inglaterra: su resistencia sevio acompañada de un estallido revolucionario defini-do, y casi podría decirse que éste fue su carácter. Loscampesinos se apoderaron de la tierra; los sindicatosse hicieron cargo de muchas fábricas y la mayor par-te del transporte; se arrasaron iglesias y se expulsó omató a los sacerdotes. El Daily Mail, entre los aplau-sos del clero católico, pudo representar a Franco comoa un patriota que liberaba a su tierra de las hordas de«rojos» malvados.

Durante los primeros meses de la guerra, el verda-dero opositor de Franco no fue tanto el gobierno comolos sindicatos. En cuanto se produjo el levantamiento,los trabajadores urbanos organizados replicaron con

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un llamamiento a la huelga general y exigieron y ob-tuvieron, luego de cierta lucha, armas de los arsenalesoficiales. De no haber actuado demanera espontánea ymás o menos independiente, es probable que nunca sehubiera podido parar a Franco. Desde luego, no puedeafirmarse esto con toda certeza, pero por lo menos haymotivos para pensarlo. El gobierno no había hecho na-da o prácticamente nada por impedir el levantamiento,que se esperaba desde hacía bastante tiempo, y cuan-do comenzaron las dificultades su actitud fue débil yvacilante; tanto es así, que España tuvo tres primerosministros en un solo día.1 Además, la únicamedida quepodía salvar la situación inmediata, armar a los traba-jadores, fue tomada con renuencia y en respuesta alviolento clamor popular. Se distribuyeron las armas y,en las ciudades importantes del este de España, los fas-cistas fueron derrotadosmediante un tremendo esfuer-zo, principalmente de la clase trabajadora, con la cola-boración de parte de las fuerzas armadas (guardias deasalto, etcétera) que se mantenían leales. Se trataba deltipo de esfuerzo que quizá sólo puede realizar un pue-blo que lucha con una convicción revolucionaria, esto

1 Casares Quiroga, Martínez Barrios y Giral. Los dos prime-ros se negaron a distribuir armas entre las organizaciones obreras.

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es, que lucha por algo mejor que el statu quo. Se creeque, en los diversos centros de la rebelión, tres mil per-sonas murieron en las calles en un solo día. Hombresy mujeres armados tan sólo con cartuchos de dinamitaatravesaban corriendo las plazas abiertas y se apodera-ban de edificios de piedra controlados por soldados re-gulares provistos de ametralladoras. Los nidos de ame-tralladoras que los fascistas habían colocado en puntosestratégicos fueron aplastados por taxis que se preci-pitaron sobre ellos a cien kilómetros por hora. Aun nosabiendo nada sobre la entrega de la tierra a los cam-pesinos, sobre la creación de consejos locales, etcétera,resultaría muy difícil creer que los anarquistas y socia-listas, que formaban la columna vertebral de la resis-tencia, hacían todo eso a fin de preservar la democra-cia capitalista, la cual, especialmente desde el puntode vista anarquista, no era más que una maquinariacentralizada de estafa.

Entretanto, los trabajadores contaban con armas yya a esas alturas se negaban a devolverlas. (Un añomás tarde se calculaba que los anarcosindicalistas enCataluña poseían todavía treinta mil fusiles.) Las pro-piedades de los grandes terratenientes profascistas fue-ron tomadas en muchos lugares por los campesinos.Junto con la colectivización de la industria y el trans-

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porte, se hizo el intento de establecer los comienzosde un gobierno de trabajadores por medio de comitéslocales, patrullas de obreros en reemplazo de las vie-jas fuerzas policiales procapitalistas, milicias proleta-rias basadas en los sindicatos, etcétera. Desde luego,el proceso no era uniforme y llegó más lejos en Cata-luña que en cualquier otra parte. Había zonas dondelas instituciones del gobierno local permanecían casiinalteradas, y otras donde coexistían con los comitésrevolucionarios. En ciertos lugares se crearon comu-nas anarquistas independientes, algunas de las cualessiguieron existiendo hasta que el gobierno las disolvióun año después. En Cataluña, durante los primerosme-ses, el poder estaba casi por completo en manos de losanarcosindicalistas, quienes controlaban la mayor par-te de las industrias clave. De hecho, lo que había ocu-rrido en España no era una mera guerra civil, sino elcomienzo de una revolución. Ésta es la situación quela prensa antifascista fuera de España ha tratado es-pecialmente de ocultar. Toda la lucha fue reducida auna cuestión de «fascismo frente a democracia», y elaspecto revolucionario se silenció hasta donde fue po-sible. En Inglaterra, donde la prensa está más centrali-zada y es más fácil engañar al público que en cualquierotra parte, sólo dos versiones de la guerra española tu-

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vieron alguna publicidad digna de mención: la versiónderechista de los patriotas cristianos enfrentando a losbolcheviques sedientos de sangre, y la versión izquier-dista de los republicanos caballerosos que sofocabanuna revuelta militar. Pero el hecho central fue exitosa-mente ocultado.

Existían varias razones para ello. Gracias a la prensaprofascista circulaban espantosas mentiras sobre su-puestas atrocidades, y los propagandistas bien inten-cionados creían, sin duda, que ayudaban al gobiernoespañol al negar que España se había «vuelto roja». Pe-ro la principal razón era ésta: exceptuando los peque-ños grupos revolucionarios que existen en cualquierpaís, todo el mundo estaba decidido a impedir la re-volución en España; en especial el Partido Comunista,respaldado por la Rusia soviética, invirtió su máximaenergía contra la revolución. Según la tesis comunista,una revolución en esa etapa resultaría fatal y en Espa-ña no debía aspirarse al control ejercido por los traba-jadores, sino a la democracia burguesa. Es innecesarioseñalar por qué la opinión «liberal» adoptó idénticaactitud. El capital extranjero había hecho fuertes in-versiones en España. La Barcelona Traction Company,por ejemplo, representaba diez millones de capital bri-tánico, y los sindicatos se habían apoderado de todo el

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transporte en Cataluña. Si la revolución seguía adelan-te, no habría ninguna compensación, o muy escasa; siprevalecía la república capitalista, las inversiones ex-tranjeras estarían a salvo. Y puesto que era indispen-sable aplastar la revolución, simplificaba enormemen-te las cosas actuar como si la revolución no hubieratenido lugar. De esa manera era posible ocultar el ver-dadero significado de los acontecimientos. Podía ha-cerse aparecer todo desplazamiento de poder de lossindicatos al gobierno central como un paso necesa-rio en la reorganización militar. La situación resulta-ba muy curiosa: fuera de España pocas personas com-prendían que se estaba produciendo una revolución;dentro de España, nadie lo dudaba. Hasta los periódi-cos del PSUC, controlados por los comunistas y máso menos comprometidos con una política antirrevolu-cionaria, hablaban de «nuestra gloriosa revolución».Y, mientras tanto, la prensa comunista en los paísesextranjeros vociferaba que no había ningún signo derevolución en ninguna parte; la toma de fábricas, lacreación de comités de trabajadores y demás cosas nohabían tenido lugar o bien habían ocurrido, pero «care-cían de importancia política». De acuerdo con el DailyWorker (6 de agosto de 1936), quienes afirmaban que elpueblo español luchaba por la revolución social o por

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cualquier otra cosa que no fuera una democracia bur-guesa eran «canallas mentirosos». Por otro lado, JuanLópez, miembro del gobierno de Valencia, declaró enfebrero de 1937 que «el pueblo español derramaba susangre no por la República democrática y su consti-tución de papel, sino por… una revolución». Así, pa-recería que los canallas mentirosos integraban el go-bierno por el cual luchábamos. Algunos de los perió-dicos extranjeros antifascistas descendieron incluso ala penosa mentira de afirmar que las iglesias sólo eranatacadas cuando los fascistas las utilizaban como forta-lezas. La realidad es que los templos fueron saqueadosen todas partes como algo muy natural, porque esta-ba perfectamente sobreentendido que el clero españolformaba parte de la estafa capitalista. Durante los seismeses pasados en España sólo vi dos iglesias indem-nes, y hasta julio de 1937 no se permitió reabrir nin-guna ni realizar oficios, excepto en uno o dos templosprotestantes de Madrid.

Pero, después de todo, sólo era el comienzo de unarevolución, no una revolución total. Cuando los tra-bajadores, desde luego en Cataluña y quizá en algu-na otra parte, tuvieron el poder necesario para ello,no derrocaron o reemplazaron totalmente al gobierno.Evidentemente no podían hacerlomientras Franco gol-

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peaba a la puerta y sectores de la clase media lo apoya-ban. El país se encontraba en una etapa de transición,y podía desembocar en el socialismo o en el retorno auna república capitalista corriente. Los campesinos te-nían la mayor parte de la tierra y eramuy probable quela conservaran, a menos que Franco ganara; se habíancolectivizado todas las grandes industrias, pero que semantuvieran así o que volviera a introducirse el capi-talismo dependería en última instancia del grupo queobtuviera el control. Al comienzo podía decirse que elgobierno central y la Generalitat de Cataluña (el go-bierno catalán semiautónomo) representaban a la cla-se trabajadora. El gobierno estaba encabezado por Ca-ballero, un socialista del ala izquierda, e incluía minis-tros que representaban a la UGT (sindicato socialista)y a la CNT (sindicato controlado por los anarquistas).La Generalitat catalana fue reemplazada virtualmentedurante un tiempo por un Comité de Defensa Antifas-cista,2 compuesto principalmente por delegados de lossindicatos. Más tarde, el Comité de Defensa se disol-

2 Comité Central de Milicias Antifascistas. Los delegados seelegían en proporción al número de miembros de sus organizacio-nes. Nueve delegados representaban a las centrales de trabajado-res, tres a los partidos liberales catalanes y dos a los diversos par-tidos marxistas (POUM y comunistas).

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vió y la Generalitat se reorganizó de modo que repre-sentara a las organizaciones obreras y a los partidosde izquierda. Pero las subsiguientesmodificaciones delgobierno significaron un cambio hacia la derecha. Pri-mero se expulsó al POUM de la Generalitat; seis me-ses más tarde, Caballero fue reemplazado por Negrín,socialista de derechas; poco después, la CNT fue eli-minada del gobierno; luego la UGT; posteriormente laCNT también tuvo que apartarse de la Generalitat; porfin, un año después del estallido de la guerra y la revo-lución, existía un gobierno totalmente compuesto porsocialistas de derechas, liberales y comunistas.

El vuelco general hacia la derecha se produjo enoctubre-noviembre de 1936, cuando la URSS inició elenvío de armas al gobierno y el poder comenzó a pasarde los anarquistas a los comunistas. Con la excepciónde Rusia y México, ningún gobierno había tenido ladecencia de acudir en auxilio de la República, y Méxi-co, por razones obvias, no podía proporcionar armasen grandes cantidades. En consecuencia, los rusos po-dían imponer sus condiciones. Caben muy pocas du-das de que tales condiciones eran, en esencia, «impe-dir la revolución o quedarse sin armas», y de que laprimera medida contra los elementos revolucionarios,la expulsión del POUM de la Generalitat catalana, se

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tomó por orden de la URSS. Se niega la existencia depresiones del gobierno ruso, pero esto carece de ma-yor importancia, pues puede darse por descontado quelos partidos comunistas de todos los países ponen enpráctica la política rusa, y nadie niega que en España elPartido Comunista fue el principal opositor del POUMprimero, luego de los anarquistas, más tarde del gru-po socialista que apoyaba a Caballero y, siempre, deuna política revolucionaria. Con la intervención de laURSS, el triunfo del Partido Comunista estaba asegu-rado. El agradecimiento hacia Rusia por las armas reci-bidas y el hecho de que el Partido Comunista, en parti-cular desde la llegada de las Brigadas Internacionales,parecía capaz de ganar la guerra, sirvieron para incre-mentar su prestigio. Las armas rusas se distribuían através del Partido Comunista y sus partidos aliados,quienes cuidaron muy bien de que sus opositores po-líticos prácticamente no recibieran ninguna.3 Al pro-clamar una política no revolucionaria, los comunistaspudieron agrupar a todos aquellos a quienes asusta-

3 Aello se debía que hubiera tan pocas armas rusas en el fren-te de Aragón, donde predominaban las milicias anarquistas. Has-ta abril de 1937, la única arma rusa que vi —exceptuando algunosaeroplanos que pueden o no haber sido rusos— fue una solitariametralleta.

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ban los extremistas. Resultaba fácil, por ejemplo, unira los campesinos más acomodados contra las medidasde colectivización de los anarquistas. Hubo un prodi-gioso aumento en el número de afiliados del partido,provenientes en su mayor parte de la clase media: co-merciantes, funcionarios, oficiales del ejército, campe-sinos acomodados, etcétera.

La guerra era en esencia un conflicto triangular. Lalucha contra Franco debía continuar, pero el gobiernotenía la finalidad simultánea de recuperar el poder quepermanecía en manos de los sindicatos. Ello se logrómediante una serie de pequeños pasos y, en líneas ge-nerales, con suma inteligencia. No hubo un movimien-to contrarrevolucionario general y evidente, y hastamayo de 1937 casi no fue necesario recurrir a la fuer-za. En todos los casos, desde luego, resultaba que loexigido por las necesidades militares era la entrega dealgo que los trabajadores habían conquistado para síen 1936. A las organizaciones obreras siempre podíahacérselas volver sobre sus pasos con un argumentoque es casi demasiado evidente para que sea necesa-rio manifestarlo: «A menos que se haga esto y aque-llo, perderemos la guerra». Ese argumento no podíafallar, pues perder la guerra era lo último que deseabanlos revolucionarios; si la guerra se perdía, democracia

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y revolución, socialismo y anarquismo se convertíanen palabras vacías. Los anarquistas —único movimien-to revolucionario que ejercía gran influencia— fueronobligados a ceder en un punto tras otro. Se frenó elproceso de colectivización, se eliminaron los comitéslocales, se disolvieron las patrullas de trabajadores yse restablecieron, reforzadas y muy bien armadas, lasfuerzas policiales de antes de la guerra; el gobierno sehizo cargo de varias industrias clave que habían esta-do bajo el control de los sindicatos (la toma de la Cen-tral Telefónica de Barcelona, que provocó las luchas demayo, fue un incidente dentro de este proceso); por fin—hecho de máxima importancia—, las milicias de tra-bajadores, formadas por los sindicatos, se disolvieron yredistribuyeron en el nuevo Ejército Popular, un ejérci-to «apolítico» de líneas semiburguesas, con pagas dife-renciadas, una casta privilegiada de oficiales, etcétera.En esas especiales circunstancias éste fue el paso real-mente decisivo; en Cataluña se produjo más tarde queen cualquier otra parte porque allí los partidos revolu-cionarios eran muy fuertes. Sin duda, la única garan-tía con que contaban los trabajadores para conservarsus conquistas consistía en mantener parte de las fuer-zas armadas bajo su control. Como ya era habitual, ladisolución de la milicia se realizó en nombre de la efi-

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ciencia militar. Nadie negaba la necesidad de una reor-ganización militar a fondo. No obstante, se hubieranpodido reorganizar las milicias y lograr en ellas unamayor eficiencia manteniéndolas bajo el control direc-to de los sindicatos; el propósito principal del cambioera el de asegurar que los anarquistas no contaran conun ejército propio. Además, el espíritu democrático delas milicias las convertía en semilleros de ideas revo-lucionarias. Los comunistas lo sabían muy bien y lu-charon incesante y encarnizadamente contra el POUMy el principio anarquista de igual paga para todos losrangos. Se llevó a cabo un «aburguesamiento» gene-ral, una destrucción deliberada del espíritu igualitariode los primeros meses de la revolución. Todo ocurríade forma tan rápida que la gente que hacia frecuentesvisitas a España declaraba que le parecía llegar a unpaís distinto cada vez; lo que por un breve instante’y de manera superficial parecía haber sido un Estadode trabajadores, estaba convirtiéndose ante nuestrosojos en una república burguesa corriente, con la habi-tual división entre ricos y pobres. En otoño de 1937,el «socialista» Negrín declaraba en discursos públicosque «respetamos la propiedad privada», y los miem-bros de las Cortes que al comienzo de la guerra habían

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tenido que huir a causa de sus simpatías profascistascomenzaban a regresar a España.

El proceso resulta fácil de entender si recordamosque tiene su origen en la alianza temporal que el fas-cismo, en cierta forma, obliga a realizar entre la bur-guesía y los trabajadores. Tal alianza, conocida comoFrente Popular, constituye en esencia una alianza deenemigos y parece probable que siempre haya de ter-minar con que uno de los bandos devore al otro. El úni-co rasgo inesperado en la situación española que fuerade España ha causado muchos malentendidos —es que,entre los partidos del lado gubernamental, los comu-nistas no estuvieron en la extrema izquierda, sino enla extrema derecha. En realidad no debería resultar sor-prendente, pues las tácticas del Partido Comunista enotros países, particularmente en Francia, han puestoen evidencia que es necesario considerar al comunis-mo oficial, al menos por el momento, como una fuer-za contrarrevolucionaria. La política del Komintern es-tá hoy subordinada (se comprende, considerando lasituación mundial) a la defensa de la URSS, que de-pende de un sistema de alianzas militares. En concre-to, la URSS es aliada de Francia, un país imperialista-capitalista. Tal alianza no es muy útil a Rusia a menosque el capitalismo francés sea fuerte y, por lo tanto, la

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politica comunista en Francia debe ser antirrevolucio-naria. Ello significa no sólo que los comunistas france-ses marchen ahora tras la bandera tricolor y canten laMarsellesa, sino que —más importante aún— hayan te-nido que dejar a un lado toda agitación efectiva en lascolonias francesas. Hace menos de tres años que Tho-rez, secretario del Partido Comunista francés, declaróque los trabajadores franceses nunca serían llevadosa luchar contra sus camaradas alemanes;4 actualmen-te, es uno de los patriotas más vocingleros de Francia.La clave para comprender la conducta del Partido Co-munista en cualquier país es la relación militar (real opotencial) de ese país con la URSS. En Inglaterra, porejemplo, la posición es aún incierta y, por ende, el Par-tido Comunista inglés sigue siendo hostil al gobiernonacional y se opone al rearme. Con todo, si Gran Bre-taña entra en una alianza o en un acuerdo militar conla URSS, el comunista inglés, al igual que el francés,no podrá hacer otra cosa que convertirse en un buenpatriota y en un imperialista. Ya hay signos premonito-rios de esta situación. En España, la «línea» comunistadependía sin duda del hecho de que Francia, aliada deRusia, se opusiera decididamente a tener un vecino re-

4 En la Cámara de Diputados, marzo de 1935.

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volucionario e hiciera todo lo posible por impedir la li-beración del Marruecos español. El Daily Mail, con sushistorias de una revolución roja financiada por Mos-cú, estaba aún más equivocado que de costumbre. Enrealidad, eran los comunistas, más que cualquier otrosector, quienes impedían la revolución en España. Mástarde, cuando las fuerzas derechistas asumieron el con-trol total, los comunistas se mostraron dispuestos a irmucho más allá que los liberales en la caza de dirigen-tes revolucionarios.

He tratado de describir el curso general de la revolu-ción española durante el primer año, a fin de facilitarla comprensión de la situación en cualquier momentodado.5 Pero no quisiera sugerir que en febrero yo yacontaba con todas las opiniones implícitas en lo queacabo de decir. Lo que más me aclaró las cosas aúnno había ocurrido y, en cualquier caso, mis simpatíaseran en cierto sentido diferentes de las actuales. Ellose debía, en parte, a que el aspecto político de la gue-rra me aburría y, naturalmente, reaccionaba contra el

5 La mejor descripción del juego interno de los partidos enel bando gubernamental es la de Franz Borkenau en The SpanishGockpit (El reñidero español. Los conflictos sociales y políticos de laguerra civil española, Ruedo Ibérico). Se trata, sin duda alguna, delmejor libro publicado hasta ahora sobre la guerra española.

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punto de vista que me tocaba oír con más frecuencia,esto es, el del POUM-ILP. Los ingleses, entre los queme encontraba, eran en su mayor parte miembros delILP, exceptuados unos pocos pertenecientes al Parti-do Comunista, y casi todos ellos tenían una formaciónpolítica más sólida que yo. Durante largas semanas, enel monótono período en que nada ocurría en los alre-dedores dé Huesca, me encontré en medio de una dis-cusión política prácticamente interminable. En el gra-nero maloliente y frío de la granja donde estábamosinstalados, en la asfixiante oscuridad de las trincheras,detrás del parapeto en las heladas horas de la noche,el conflicto de las «líneas» partidistas se discutía unay otra vez. Entre los españoles ocurría lo mismo, y lamayoría de los periódicos que leíamos centraban suatención en el conflicto entre los partidos. Uno tendríaque haber sido sordo o imbécil para no recoger algunasideas acerca de los propósitos de los diversos partidos.

Desde el punto de vista de la teoría política, sólo im-portaban tres tendencias: la del PSUC, la del POUM yla de la CNT-FAI. Al referirnos a estas últimas orga-nizaciones solíamos decir simplemente «los anarquis-tas». Consideraré primero el PSUC, por ser el más im-portante; fue el partido que triunfó finalmente y que,

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ya en esa época, se encontraba visiblemente en ascen-so.

Es necesario explicar que, cuando uno habla de la«línea» del PSUC, en realidad se refiere a la «línea» delPartido Comunista. El PSUC (Partido Socialista Uni-ficado de Cataluña) era el partido socialista de Cata-luña; se había formado al comienzo de la guerra porla fusión de diversos partidos marxistas, entre ellos elPartido Comunista Catalán, pero ahora se encontrababajo control comunista y estaba adscrito a la TerceraInternacional. En otras regiones de España no habíatenido lugar ninguna unificación formal entre socia-listas y comunistas, pero en todas partes se podíanconsiderar idénticos los puntos de vista comunista ysocialista de derecha. En términos generales, el PSUCera el órgano político de la UGT (Unión General deTrabajadores) y de los sindicatos socialistas. El núme-ro de miembros de este sindicato en toda España as-cendía en esos momentos al millón y medio. Agrupa-ba a muchas secciones de trabajadores manuales, pe-ro desde el estallido de la guerra también había vistoengrosadas sus filas por una gran afluencia de perso-nas de clase media, puesto que ya en los comienzos dela revolución, personas de las más distintas proceden-cias habían considerado útil unirse a la UGTo a la CNT

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Ambos bloques sindicales tenían bases comunes, perode los dos, la CNT era más decididamente una orga-nización de la clase trabajadora. En resumen, el PSUCestaba integrado por trabajadores y pequeña burgue-sía (comerciantes, funcionarios y los campesinos másacomodados).

La «línea» del PSUC, predicada en la prensa comu-nista y procomunista de todo el mundo, era aproxima-damente ésta: «En la actualidad, nada importa salvoganar la guerra; sin una victoria definitiva, todo lo de-más carece de sentido. Por lo tanto, éste no es el mo-mento para hablar de llevar adelante la revolución. Nopodemos darnos el lujo de perder a los campesinos alobligarlos a aceptar la colectivización, ni de ahuyentara la clase media que lucha a nuestro lado. Por encimade todo y por razones de eficacia, debemos acabar conel caos revolucionario. Necesitamos un gobierno cen-tral fuerte en lugar de comités locales, y un ejércitobien adiestrado y completamente militarizado bajo unmando único. Aferrarse a los fragmentos de controlobrero y repetir como loros frases revolucionarias esmás que inútil: no sólo resulta un obstáculo, sino tam-bién contrarrevolucionario, porque conduce a divisio-nes que los fascistas pueden utilizar contra nosotros.En esta etapa no luchamos por la dictadura del pro-

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letariado, luchamos por la democracia parlamentaria.Quien trate de convertir la guerra civil en una revolu-ción social le hace el juego a los fascistas y es, de hecho,aun sin quererlo, un traidor».

La «línea» del POUM difería de aquélla en todos lospuntos excepto, desde luego, en la importancia de ga-nar la guerra. El POUM (Partido Obrero de UnificaciónMarxista) era uno de esos partidos comunistas disiden-tes que han surgido en muchos países durante los últi-mos años como resultado de la oposición al «estalinis-mo», esto es, al cambio, real o aparente, en la políticacomunista. Estaba constituido en parte por ex comu-nistas y, en parte, por un partido anterior, el BloqueObrero y Campesino. Numéricamente se trataba de unpartido pequeño,6 sin mayor influencia fuera de Cata-luña, pero importante sobre todo porque agrupaba unaproporción insólitamente elevada de individuos políti-camente conscientes. En Cataluña, su zona de influen-

6 Las cifras proporcionadas sobre miembros del POUM sonlas siguientes: julio de 1936, 10.000; diciembre de 1936, 70.000; ju-nio de 1937, 40.000. Pero estas cifras tienen su origen en el POUM:un cálculo hostil probablemente las reduciría a una cuarta parte.Lo único que cabe afirmar con alguna certeza sobre la cantidadde afiliados de los partidos políticos españoles es que cada uno deellos sobreestima sus propias fuerzas numéricas.

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cia más fuerte era Lérida. No representaba a ningúnbloque sindical. Los milicianos del POUM eran en sumayor parte miembros de la CNT, pero los miembrosreales del partido pertenecían en general a la UGT. Noobstante, el POUM sólo tenía algo de influencia en laCNT. La «línea» del POUM era aproximadamente laque sigue: «Carece de sentido hablar de oponerse alfascismo por medio de una “democracia” burguesa. La“democracia” burguesa es sólo otro nombre del capita-lismo y lo mismo ocurre con el fascismo; luchar contrael fascismo en nombre de la “democracia” significa lu-char contra una forma de capitalismo en nombre deotra forma que es susceptible de convertirse en la pri-mera en cualquier momento. La única alternativa realal fascismo es el control obrero. Si se fija cualquier otrameta, se terminará dándole la victoria a Franco o, enel mejor de los casos, se dejará entrar al fascismo porla puerta de atrás. Mientras tanto, los trabajadores de-ben aferrarse a cada centímetro ganado; si ceden al go-bierno semiburgués, serán estafados. Las milicias y lasfuerzas policiales de los trabajadores deben conservar-se en su forma actual, y es necesario oponerse a todoesfuerzo tendente a aburguesarlas. Si los trabajadoresno controlan las fuerzas armadas, las fuerzas armadas

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controlarán a los trabajadores. La guerra y la revolu-ción son inseparables».

El punto de vista anarquista es más difícil de defi-nir. En cualquier caso, el amplio término «anarquista»se utiliza para designar una multitud de individuos deopiniones muy diversas. El enorme bloque de sindi-catos que constituían la CNT (Confederación Nacio-nal de Trabajadores), con unos dos millones de miem-bros, tenía como órgano político a la FAI (FederaciónAnarquista Ibérica), una organización verdaderamen-te anarquista. Pero, incluso los miembros de la FAI,aunque siempre impregnados, como quizá ocurra conla mayoría de los españoles, de la filosofía anarquis-ta, no eran necesariamente anarquistas en el sentidomás puro. En particular desde el comienzo de la gue-rra se habían orientado en la dirección del socialismocorriente, pues las circunstancias los habían obligadoa tomar parte en la administración centralizada y tam-bién a violar todos sus principios al participar en elgobierno. No obstante, diferían fundamentalmente delos comunistas en tanto que, al igual que el POUM, pro-pugnaban el control por parte de los trabajadores yno una democracia parlamentaria. Coincidían con ellema del POUM: «La guerra y la revolución son inse-parables», si bien se mostraban menos dogmáticos al

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respecto. En líneas generales, la CNT-FAI representa-ba: 1) control directo de servicios e industrias por lostrabajadores que constituyen sus plantillas, por ejem-plo, en transportes, en fábricas textiles, etcétera; 2) go-bierno ejercido por comités locales y resistencia a todaforma de autoritarismo centralizado; 3) hostilidad ab-soluta a la burguesía y la Iglesia. Este último punto, sibien era el menos preciso, revestía máxima importan-cia. Los anarquistas representaban lo opuesto de la ma-yoría de los llamados revolucionarios, porque aunquesus principios resultaran más bien vagos, su odio ha-cia los privilegios y la injusticia era absolutamente ge-nuino. Desde un punto de vista filosófico, comunismoy anarquismo son polos opuestos; y en la práctica —por lo que se refiere al tipo de sociedad a la que aspiran-las diferencias son sólo de énfasis, pero por completoirreconciliables. El comunismo siempre pone el énfasisen el centralismo y la eficiencia, y el anarquismo, en lalibertad y la igualdad. El anarquismo tiene profundasraíces en España y es probable que sobreviva al comu-nismo cuando la influencia rusa termine. Durante losprimeros dos meses de la guerra fueron los anarquis-tas, más que cualquier otro sector, quienes salvaronla situación, y aún mucho más tarde la milicia anar-quista, a pesar de su indisciplina, constituía el mejor

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elemento de lucha entre las fuerzas puramente españo-las. Desde febrero de 1937 en adelante, los anarquistasy el POUM podían, en cierta medida, considerarse unaunidad. Si los anarquistas, el POUM y el ala izquierdade los socialistas hubieran tenido el buen sentido deunirse desde el comienzo y forzar una política realista,la historia de la guerra podría haber sido distinta. Pe-ro, al comienzo, cuando los partidos revolucionariosparecían tener la victoria en sus manos, ello resultóimposible. Entre anarquistas y socialistas existían an-tiguos resquemores; el POUM, desde su posición mar-xista, se mostraba escéptico con respecto al anarquis-mo; mientras que, desde el punto de vista anarquista,el «trotskismo» del POUM no era más preferible queel «estalinismo» de los comunistas. Con todo, las tác-ticas comunistas tendían a hacer coincidir ambas ten-dencias. La intervención del POUM en la desastrosa lu-cha de Barcelona, que tuvo lugar en mayo de 1937, sedebió principalmente a un impulso instintivo de apoyoa la CNT, y más tarde, cuando el POUM fue proscrito,los anarquistas fueron los únicos que se atrevieron alevantar su voz para defenderlo.

Así, en líneas generales, la alineación de fuerzas erala siguiente: por un lado, la CNT-FAI, el POUM y unsector de los socialistas que propugnaba el control por

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parte de los trabajadores; por el otro, socialistas delala derecha, liberales y comunistas, que defendían elgobierno centralizado y un ejército militarizado. Re-sulta fácil de entender por qué, en esa época, preferíla actitud comunista a la del POUM. Los comunistastenían una política práctica definida, una política evi-dentemente mejor desde el punto de vista del sentidocomún que sólo tiene en cuenta el corto plazo. Y, porcierto, la política cotidiana del POUM, su propaganda,etcétera, eran increíblemente malas: tienen que haber-lo sido, pues de otro modo habrían podido atraer unamasa de afiliados más considerable. Lo que acababa dereafirmar todo esto era el hecho de que los comunistas,o así me parecía, seguían adelante con la guerra mien-tras que nosotros y los anarquistas nos quedábamosestancados. Tal era la sensación general en esa época.Los comunistas habían logrado poder y un enorme au-mento de sus miembros apelando en parte a la clasemedia contra los revolucionarios, pero también, en al-guna medida, porque eran los únicos que parecían ca-paces de ganar la guerra. Las armas rusas y la magnífi-ca defensa de Madrid por tropas dirigidas en su mayorparte por comunistas habían convertido a estos últi-mos en los héroes de España. Como dijo alguien, cadaaeroplano ruso que volaba sobre nuestras cabezas era

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propaganda comunista. El purismo revolucionario delPOUM parecía bastante inútil, aunque su lógica me re-sultara evidente. Al fin y al cabo, lo que importaba eraganar la guerra.

Mientras tanto, la endiablada lucha interpartidistaproseguía en los periódicos, en panfletos, en carteles,en libros, en todas partes. En esa época, los periódicosque yo leía con mayor frecuencia eran los del POUM,La Batalla y Adelante, y su incesante crítica contrael «contrarrevolucionario» PSUC me parecía pedantey cansina. Más tarde, cuando estudié detenidamentela prensa comunista y la del PSUC comprendí que elPOUM resultaba casi inocente en comparación con susadversarios. Por otra parte, contaba con muchas me-nos posibilidades. Al contrario que los comunistas, notenía apoyo alguno de la prensa extranjera y, dentrode España, se encontraba en una situación muy des-ventajosa porque la censura periodística estaba casipor completo bajo control comunista, lo cual significa-ba que los periódicos del POUM corrían peligro de sermultados o eliminados si decían algo peligroso. Tam-bién es justo señalar que, si bien el POUM predicabainterminables sermones sobre la revolución y citaba aLenin ad nauseam, no solía lanzarse a ataques persona-les. Asimismo, reservaba sus polémicas casi exclusiva-

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mente a los artículos periodísticos. Sus grandes carte-les multicolores, destinados a un público más amplio(los carteles son importantes en España debido a suvasta población analfabeta) no atacaban a los partidosrivales, sino que eran simplemente de índole antifas-cista o abstractamente revolucionaria: lo mismo cabedecir acerca de las canciones que entonaban los mi-licianos. Los ataques comunistas eran otra cosa. Másadelante habré de referirme a ellos; aquí sólo quierodar una breve pincelada de la línea de ataque comunis-ta.

Aparentemente, lo que enfrentaba a los comunistasy el POUMera unamera cuestión de tácticas. El POUMpropugnaba la revolución inmediata, los comunistasno, y hasta allí ambos tenían mucho que decir en de-fensa de sus posiciones. Además, los comunistas soste-nían que la propaganda del POUM dividía y debilitabalas fuerzas gubernamentales y ponía así en peligro laguerra; una vez más, aunque hoy no estoy de acuer-do, resultaba posible justificar este argumento. Pero esaquí donde la peculiaridad de la táctica comunista semuestra con toda claridad. Cautelosamente al comien-zo, y luego de forma cada vez más franca, comenza-ron a afirmar que el POUM dividía las fuerzas guber-namentales no por un error de criterio, sino de mo-

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do deliberado. Declararon que el POUM era sólo unapandilla de fascistas disfrazados, pagados por Francoy Hitler, que defendían una política seudorrevolucio-naria como una forma de ayudar a la causa fascista.El POUM era una organización trotskista y la «quin-ta columna» de Franco. Ello implicaba que decenas demiles de trabajadores, ocho o diez mil soldados que secongelaban en las trincheras, y cientos de extranjerosque habían ido a España a luchar contra el fascismo,sacrificando a menudo sus medios de vida y su nacio-nalidad, eran traidores pagados por el enemigo. Esaversión se difundió por varios medios en toda España,y se repitió una y otra vez en la prensa comunista yprocomunista de todo el mundo. Si me lo propusiera,podría llenar media docena de libros con tales citas.

Decían de nosotros que éramos trotskistas, fascis-tas, traidores, asesinos, cobardes, espías y cosas por elestilo. Admito que no resultaba agradable, en especialcuando uno pensaba en algunas de las personas res-ponsables de esa campaña. No es muy agradable ver aun muchacho español de quince años transportado enuna camilla, con el rostro pálido y asombrado asoman-do sobre las mantas, y pensar en los astutos señoresque en Londres y París escriben panfletos para demos-trar que ese muchacho es un fascista disfrazado. Uno

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de los rasgos más repugnantes de la guerra es que todala propaganda bélica, todos los gritos y las mentiras yel odio provienen siempre de quienes no luchan. Losmilicianos del PSUC a quienes conocí en el frente, loscomunistas de las Brigadas Internacionales con quie-nes me encontraba de tanto en tanto nunca me llama-ron trotskista ni traidor; dejaban ese tipo de cosas paralos periodistas de la retaguardia. Los individuos queescribían panfletos contra nosotros y nos insultabanen los periódicos permanecían seguros en sus casas o,en el peor de los casos, en las oficinas periodísticasde Valencia, a cientos de kilómetros de las balas y elbarro. Aparte de los libelos de la lucha entre partidos,estaban la autoglorificación y el vilipendio del enemi-go, todo ello producto, como de costumbre, de genteque no luchaba y que, en muchos casos, habría hui-do para no hacerlo. Uno de los efectos más tristes deesta guerra ha sido el de enseñarme que la prensa deizquierda es tan espuria y deshonesta como la de dere-cha.7 Siento honradamente que, de nuestro lado, el la-

7 Quisiera hacer una excepción con el Manchester Guardian.A raíz de este libro tuve que examinar los archivos de muchos pe-riódicos ingleses. De nuestros diarios más importantes, el Man-chester Guardian es el único que me hizo aumentar el respeto porsu honestidad.

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do republicano, esta guerra era distinta de las guerrascorrientes e imperialistas; pero uno nunca lo hubierasupuesto guiándose por la naturaleza de la propagan-da bélica. La lucha apenas había comenzado cuandolos periódicos de derecha e izquierda se lanzaron si-multáneamente al mismo pozo negro del ultraje. To-dos recordamos el titular del Daily Mail: «LOS ROJOSCRUCIFICAN MONJAS», mientras que, para el DailyWorker, la Legión Extranjera de Franco estaba «com-puesta por asesinos, tratantes de blancas, traficantesde drogas y el desecho de todos los países europeos».En octubre de 1937, el New Statesman nos regalaba his-torias de barricadas fascistas hechas con los cuerposde niños vivos (elemento muy incómodo para hacerbarricadas), y Mr. Arthur Bryant declaraba que «en laEspaña leal era “lugar común” aserrar las piernas deun comerciante conservador». Quienes escribían estetipo de cosas nunca lucharon; posiblemente creían queescribirlo constituía un sustituto de la lucha. Lomismoocurre en todas las guerras; los soldados son los que lu-chan, los periodistas son los que gritan, y ningún «ver-dadero patriota» se acerca jamás a una trinchera, ex-ceptuando las brevísimas giras de propaganda. A vecesme resulta un consuelo pensar que el avión está modi-ficando las condiciones de la guerra. Quizá cuando se

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produzca la próxima contienda podamos ver un espec-táculo sin precedentes en toda la historia: un patriotaincendiario con un orificio de bala.

Por lo que se refiere al aspecto periodístico, esta gue-rra era un fraude como todas las guerras. Pero existíauna diferencia: mientras los periodistas suelen reser-var sus invectivas más ponzoñosas para el enemigo,en este caso, a medida que pasaba el tiempo los comu-nistas y el POUM llegaron a escribir unos contra otroscosas más terribles que acerca de los fascistas. No obs-tante, en esa época nome decidía a tomarlo demasiadoen serio. La lucha entre partidos era molesta e inclusodesagradable, pero no la consideraba más que una ren-cilla doméstica. No creía que pudiera alterar nada oque hubiera una diferencia realmente irreconciliableen cuanto a la política a seguir. Me daba cuenta deque los comunistas y los liberales se oponían a que larevolución siguiera adelante; no comprendí que erancapaces de hacerla retroceder.

Existían buenos motivos para ello. Durante ese pe-ríodo estuve en el frente, y allí la atmósfera social ypolítica no había cambiado. Salí de Barcelona a co-mienzos de enero y no regresé de permiso hasta fina-les de abril: durante todo ese tiempo e incluso hastamás tarde- en la zona de Aragón controlada por los

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anarquistas y el POUM persistían las mismas condi-ciones, por lo menos aparentemente. La atmósfera re-volucionaria permanecía tal como la conocí al llegar.Generales y reclutas, campesinos y milicianos seguíantratándose como iguales; todo el mundo recibía la mis-ma paga, llevaba las mismas ropas, comía lo mismo yse trataba con todo el mundo de «tú» y «camarada»;no había ni jefes ni lacayos, no había ni mendigos, niprostitutas, ni abogados, ni curas, ni gestos de someti-miento ni saludos reglamentarios. Yo respiraba el airede la igualdad y era lo bastante ingenuo como paraimaginar que ésta existía en toda España. No me dicuenta de que, un poco por casualidad, estaba aisladoen el sector más revolucionario de la clase trabajadoraespañola.

Así, pues, cuando mis camaradas de mayor educa-ción política me dijeron que no se podía adoptar unaactitud puramente militar frente a la guerra y que sedebía elegir entre la revolución y el fascismo, me sen-tí inclinado a reírme de ellos. En general, aceptaba elpunto de vista comunista, que equivalía a decir: «Nopodemos hablar de revolución hasta que hayamos ga-nado la guerra»; y no el punto de vista del POUM: «De-bemos avanzar si no queremos retroceder». Más tarde,cuando decidí que el POUM estaba en lo cierto o, por

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lo menos, más en lo cierto que los comunistas, no fuedel todo por su enfoque teórico. En teoría, la posiciónde los comunistas era buena, la dificultad radicaba enque su conducta concreta hacía difícil creer que la pro-pugnaran de buena fe. El repetido lema «La guerra pri-mero y la revolución después», si bien realmente sen-tido por el miliciano del PSUC, quien honestamentepensaba que la revolución podría continuar una vezganada la guerra, era una farsa. Lo que se proponíanlos comunistas no era postergar la revolución españo-la hasta un momento más adecuado, sino asegurarsede que nunca tuviera lugar. Con el correr del tiempo,esto se tornó cada vez más evidente, a medida que elpoder fue siendo arrancado de las manos de la clasetrabajadora y que se fue encarcelando a un númerosiempre creciente de revolucionarios de distintas ten-dencias. Cadamovimiento era efectuado en nombre delas necesidades militares, porque éste era un pretextohecho a la medida; pero tendía a alejar a los trabajado-res de una posición ventajosa hacia una posición desdela cual, cuando la guerra terminara, les resultara im-posible oponerse a la reimplantación del capitalismo.Ha de tenerse en cuenta que no me refiero al afiliadocomunista, y menos aún a los millares de comunistasque murieron heroicamente en Madrid, pero ésos no

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eran los hombres que dirigían la política del partido.En cuanto a los individuos que ocupaban posicionesmás destacadas, resulta inconcebible pensar que no ac-tuaron conscientes de lo que hacían.

Sin embargo, a fin de cuentas, valía la pena ganar laguerra aunque se perdiera la revolución. Pero llegué adudar de que, a la larga, la política comunista apunta-ra a la victoria. Pocas personas parecen haber pensadoque lo conveniente era una política distinta para los di-ferentes períodos de la guerra. Probablemente los anar-quistas salvaron la situación en los primeros dos me-ses, pero fueron incapaces de organizar la resistenciamás allá de un cierto punto; los comunistas probable-mente salvaron la situación en octubre-diciembre, pe-ro ganar la guerra era cosa muy distinta. En Inglaterra,la política comunista de guerra ha sido aceptada sindiscusión, porque fueron muy pocas las críticas quellegaron a ver la luz en la prensa y porque sus líneasgenerales eliminar el caos revolucionario, acelerar laproducción, militarizar el ejército- parecían realistasy eficaces. Tal vez valga la pena señalar su debilidadinherente.

A fin de frenar toda tendencia revolucionaria y ha-cer que la guerra se pareciera tanto como fuera posi-ble a una guerra convencional, se hizo necesario des-

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perdiciar las oportunidades estratégicas que realmen-te existían. He descrito ya la forma en que estábamosarmados, o desarmados, en el frente de Aragón. Ca-si no cabe duda de que las armas fueron deliberada-mente retenidas a fin de que los anarquistas no conta-ran con demasiado poder en ese aspecto, pues podríanusarlo más tarde con un propósito revolucionario; enconsecuencia, la gran ofensiva de Aragón, que hubieraalejado a Franco de Bilbao y posiblemente de Madrid,nunca tuvo lugar. Pero éste es un asunto comparati-vamente menor. Más importante fue el hecho de que,cuando la contienda quedó reducida a una «guerra porla democracia», se tornó imposible apelar a la ayudaen gran escala de la clase trabajadora en el extranjero.Si nos atenemos a los hechos, debemos admitir que laclase trabajadora del mundo ha observado con ciertaindiferencia la guerra española. Decenas de miles deindividuos acudieron a luchar, pero decenas de millo-nes permanecieron apáticos. Durante el primer año dela guerra, se estima que el pueblo británico contribuyóa los diversos fondos de «ayuda a España» con alrede-dor de un cuarto de millón de libras —probablementemenos de la mitad de lo que gasta en una semana parair al cine—. La acción industrial —huelgas y boicots-constituía la única forma de lucha con la que la clase

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trabajadora de los paises democráticos podría haberayudado realmente a sus camaradas españoles. Nadapor el estilo ni siquiera se anunció. Los dirigentes labo-ristas y comunistas de todo el mundo declararon queera impracticable; sin duda, estaban en lo cierto, sobretodo mientras siguieran gritando a voz en cuello quela España «roja» no era «roja». Desde 1914-1918, laexpresión «guerra por la democracia» tenía un matizsiniestro. Durante muchos años, los comunistas mis-mos se habían dedicado a enseñar a los trabajadoresmilitantes de todos los países que «democracia» erauna manera eufemística de llamar al capitalismo. Noes una buena táctica afirmar primero que «la demo-cracia es una estafa», y pedir luego: «¡Luchad por lademocracia!;>. Si, respaldados por el enorme prestigiode la Rusia soviética, hubieran apelado a los trabajado-res del mundo, no en nombre de la «España democráti-ca», sino de la «España revolucionaria», resulta difícilcreer que no habrían recibido respuesta.

Pero lo más importante es que con una política norevolucionaria era difícil, si no imposible, atacar la re-taguardia de Franco. En el verano de 1937, Franco con-trolaba sectores de población más vastos que el go-bierno, mucho más vastos si se cuentan las colonias,pero con igual cantidad de tropas. Como es bien sabi-

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do, con una población hostil en la retaguardia es impo-sible mantener un ejército en el frente sin otro ejércitoigualmente numeroso, destinado a proteger las comu-nicaciones, impedir el sabotaje, etcétera. Por lo tanto,resulta obvio que no había un verdadero movimientopopular en la retaguardia de Franco. Es absurdo pensarque la gente en su territorio —por lo menos los trabaja-dores urbanos y los campesinos pobres— simpatizaracon él, pero con cada paso hacia la derecha, la superio-ridad del gobierno resultaba menos evidente. Confir-ma todo esto el caso de Marruecos. ¿Por qué no huboun levantamiento en Marruecos? Franco deseaba es-tablecer una terrible dictadura y los moros preferíanquedarse con Franco y no con el gobierno del FrentePopular. La verdad palpable es que no se hizo ningúnintento de fomentar un levantamiento en Marruecosporque ello hubiera significado dar a la guerra un girorevolucionario. La primera necesidad convencer a losmoros de la buena fe del gobierno- debería haber lle-vado a proclamar la liberación de Marruecos. ¡Y ya po-demos imaginarnos la alegría que se hubieran llevadolos franceses! La mejor oportunidad estratégica de laguerra se desperdició en la vana esperanza de aplacaral capitalismo francés e inglés.

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La tendencia de la política comunista consistía enreducir la lucha a una guerra corriente, no revolucio-naria, en la que el gobierno estuviera en desventaja,pues una guerra de ese tipo sólo puede ganarse pormedios mecánicos, esto es, en última instancia, poruna provisión ilimitada de armas. Y el principal pro-veedor de armas del gobierno, la URSS, se encontrabaen enorme desventaja desde el punto de vista geográ-fico en comparación con Italia y Alemania.Quizá el le-ma anarquista y del POUM: «La guerra y la revoluciónson inseparables» era más realista de lo que parece.

Por las razones dadas considero errónea la políticacomunista antirrevolucionaria. Por lo que se refiere alas consecuencias de esa política sobre el curso de laguerra, espero y deseo equivocarme. Quisiera que es-ta guerra se ganara por cualquier medio. Y, desde lue-go, aún no podemos saber lo que ocurrirá. El gobiernopuede volver a inclinarse hacia la izquierda, los morospueden rebelarse por su propia cuenta, Inglaterra pue-de decidirse a sobornar a Italia, la guerra puede ganar-se mediante recursos simplemente militares: no haymanera de saberlo. Dejo expresadas mis opiniones, yel resultado final mostrará en qué medida son acerta-das o erróneas.

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Pero en febrero de 1937 no veía las cosas bajo esteprisma. Estaba harto de la inactividad en el frente deAragón y, sobre todo, tenía plena conciencia de que nohabía aportado mi parte en la lucha. Solía recordar loscarteles de reclutamiento de Barcelona que interroga-ban acusadoramente a los transeúntes: «¿Y tú qué hashecho por la democracia?», y sentía que sólo podía res-ponder: «He recibido mis raciones». Cuando ingreséen la milicia, me prometí matar a un fascista —a fin decuentas, si cada uno de nosotros hacía lo mismo, notardarían en desaparecer—, y aún no había matado anadie, ni había tenido casi oportunidad de hacerlo.

Por supuesto deseaba ir a Madrid. Todos en el ejér-cito, cualquiera que fuese su actitud política, deseabanir a Madrid. Ello probablemente significaría pasar a laColumna Internacional, pues el POUM contaba enton-ces con muy pocas tropas en Madrid y los anarquistastenían menos hombres que antes.

Por el momento, debía quedarme allí, pero les dijea todos que, en cuanto nos dieran permiso, trataría depasarme a la Columna Internacional, lo cual significa-ba colocarme bajo control comunista. Varios trataronde disuadirme, pero nadie intentó interferir. Es justodecir que en el POUM había muy poca caza de here-jes, quizá demasiado poca, considerando sus circuns-

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tancias especiales; nadie era castigado por tener opi-niones políticas contrarias, exceptuando una tenden-cia profascista. Pasé buena parte de mi tiempo en lamilicia criticando acerbamente la «línea» del POUM,pero nunca me vi envuelto en dificultades por ello. Nisiquiera se ejerció algún tipo de presión sobre mí paraque ingresara en el partido, aunque pienso que la ma-yoría de los milicianos lo hacían. Nunca ingresé en elpartido, actitud de la que me arrepentí bastante cuan-do el POUM fue disuelto.

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Apéndice 2

[Antiguo capítulo IX de la primera edición, situadooriginalmente entre los capítulos 9 y 10 de esta edi-ción.]

Si no se está interesado en las disputas políticas y enla multitud de partidos y subpartidos con nombres tanconfusos como los de los generales de una guerra chi-na, será mejor saltarse estas páginas. Resulta terribletener que entrar en los detalles de la polémica inter-partidista; es algo así como zambullirse en un pozo ne-gro. Pero es necesario tratar de esclarecer la verdad enla medida de lo posible. Esa insignificante reyerta enuna ciudad lejana es más importante de lo que podríaparecer a primera vista.

Nunca será posible obtener una versión completa-mente exacta e imparcial de la lucha de Barcelona por-que los documentos necesarios no existen. Los histo-riadores del futuro dispondrán únicamente de una ma-sa de acusaciones y de la propaganda partidista. Yo

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mismo cuento con muy pocos datos fuera de lo quevi con mis propios ojos y de lo que supe por otros tes-tigos que considero fiables. Aun así, puedo contrade-cir algunas de las mentiras más flagrantes y ayudar aconsiderar los hechos tal como fueron.

En primer lugar, ¿qué ocurrió realmente? Hacía yaalgún tiempo que había tensiones a lo largo de Cata-luña. En los primeros capítulos de este libro ya tratéel conflicto entre comunistas y anarquistas. En mayode 1937, la situación había llegado a un punto en queparecía inevitable algún estallido violento. La causa in-mediata de la fricción fue el decreto del gobierno queexigía a los civiles la entrega de todas las armas, coin-cidente con la decisión de organizar una fuerza poli-cial «no política» y muy bien armada, de la que que-darían excluidos los integrantes de las organizacionesobreras. El significado de esta medida era muy claropara cualquiera, y se podía prever que el siguiente pa-so sería intentar tomar algunas de las industrias cla-ves que estaban en manos de la CNT. En la clase tra-bajadora existía, además, cierto resentimiento debidoal creciente contraste entre ricos y pobres, y una va-ga y extendida sensación de que se había saboteado larevolución. Muchos se sintieron agradablemente sor-prendidos por la ausencia de disturbios el 1° de Mayo.

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El día 3, el gobierno decidió apoderarse de la CentralTelefónica, que desde el comienzo de la guerra habíaestado bajo control principalmente de trabajadores dela CNT. Se alegó que los servicios no eran eficientes yque se interceptaban las llamadas oficiales. Sala, el jefede policía (que pudo o no haberse excedido con respec-to a las órdenes recibidas), envió tres camiones llenosde guardias civiles para tomar el edificio, mientras po-licías de civil despejaban las calles vecinas. Aproxima-damente a la misma hora, Otros grupos de guardiasciviles se apoderaron de varios edificios en puntos es-tratégicos. Cualquiera que haya sido la intención real,la opinión pública consideró que esas medidas señala-ban el comienzo de un ataque general de la Guardia Ci-vil y el PSUC (comunistas y socialistas) contra la CNT(anarquistas). Por la ciudad corrió la voz de que eranatacados los edificios obreros; aparecieron anarquistasarmados en las calles, se interrumpió el trabajo y de in-mediato se generalizó la lucha. Esa noche y a la maña-na siguiente se levantaron barricadas en toda la ciudad,y el combate continuó sin interrupciones hasta el 6 demayo. Con todo, ambos bandos mantenían una actitudprincipalmente defensiva. Muchos edificios fueron si-tiados, pero, por lo que sé, ninguno fue tomado y nose utilizó artillería.

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En líneas generales, las fuerzas de la CNT-FAI-POUMdominaban los suburbios obreros, mientras quelas fuerzas policiales y del PSUC controlaban la partecentral y oficial de la ciudad. El día 6 hubo un armisti-cio, pero la lucha no tardó en reanudarse, debido pro-bablemente a que los guardias civiles hicieron intentosprematuros de desarmar a los trabajadores de la CNT.A la mañana siguiente, sin embargo, muchos obreroscomenzaron a abandonar las barricadas por propia ini-ciativa. Hasta la noche del 5 demayo, la CNT conserva-ba una posición ventajosa y gran cantidad de guardiasciviles se le habían rendido, pero no había un liderazgoaceptado por todos ni un plan concreto. (Por lo que yopude juzgar, no parecía existir ningún tipo de plan, ex-cepto la decisión de resistir a la Guardia Civil.) Los di-rigentes oficiales de la CNT se unieron a los de la UGTpara pedir que se retornara al trabajo. Los alimentosescaseaban. En tales circunstancias, nadie estaba bas-tante seguro de la situación como para proseguir lalucha. Durante la tarde del 7 de mayo, Barcelona vol-vió casi a la normalidad. Esa noche seis mil guardiasde asalto, enviados por mar desde Valencia, entraronen la ciudad y asumieron el control. El gobierno or-denó la entrega de todas las armas, excepto las de lasfuerzas regulares, y durante los días siguientes se in-

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cautaron grandes cantidades de armas. Según la ver-sión oficial, las bajas producidas desde el inicio de lalucha ascendieron a cuatrocientos muertos y unos milheridos. Quizá la primera cifra sea exagerada, pero co-mo no podemos verificarla, la tenemos que tomar porexacta.

En segundo lugar, por lo que se refiere a las con-secuencias de la lucha, éstas son difíciles de estipularcon certeza. No hay pruebas de que los disturbios ha-yan ejercido alguna influencia directa sobre el cursode la guerra, aunque es evidente que la habrían teni-do de continuar unos pocos días más. El conflicto fuela excusa utilizada para que Valencia asumiera el con-trol directo de Cataluña, para apresurar la eliminaciónde las milicias y para suprimir el POUM, y sin dudatambién tuvo que ver con la caída del gobierno de Ca-ballero. Pero podemos dar por hecho que tales cosasseguramente se habrían producido de todas maneras.La cuestión crucial es determinar si los trabajadores dela CNT ganaron o perdieron en esta ocasión saliendoa la calle y plantándole cara al gobierno y al PSUC. Esmera conjetura, pero opino que ganaron más de lo queperdieron. La toma de la Central Telefónica de Barce-lona fue un incidente más en un largo proceso. Des-de el año anterior se venía despojando gradualmente

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a los sindicatos de todo poder de control, mientras setendía a implantar un régimen centralizado, orientadohacia un capitalismo de Estado o, posiblemente, a la re-introducción del capitalismo privado. El hecho de quea esa altura hubiera resistencia probablemente retardóel proceso. Un año después del comienzo de la guerra,los obreros catalanes habían perdido gran parte de supoder, pero seguían manteniendo una posición com-parativamente favorable. Tal vez no habría sido así dehaber evidenciado que estaban dispuestos a someterseante cualquier provocación. Hay ocasiones en que re-sulta más provechoso luchar y salir derrotado que noofrecer resistencia alguna.

En tercer lugar, ¿qué propósito se escondía —si esque se escondía alguno-trás el conflicto? ¿Fue una es-pecie de golpe de Estado o una intentona revoluciona-ria? ¿ Existía la intención decidida de derrocar el go-bierno? ¿Habia sido planeado con antelación?

Mi opinión es que la lucha fue planeada sólo en elsentido de que todo el mundo la esperaba. No hubosigno de un plan muy definido en ninguno de los dosbandos. Del lado anarquista, la acción fue sin duda es-pontánea, se trató de una reacción de las bases militan-tes. Los trabajadores salieron a la calle y sus dirigentespolíticos los siguieron de mala gana o no los siguie-

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ron en absoluto. Los únicos que todavía hablaban unlenguaje revolucionario eran Los Amigos de Durruti(un pequeño grupo extremista dentro de la FAI) y elPOUM. Pero también ellos se limitaban a dejarse llevary no a conducir. Los Amigos de Durruti distribuyeronun manifiesto de carácter revolucionario que no apa-reció hasta el 5 de mayo, por lo cual no puede decirseque hayan iniciado la lucha, comenzada dos días antes.Los dirigentes oficiales de la CNT por varias razones,quisieron evitar el conflicto desde el principio. En pri-mer lugar, el hecho de que la CNT siguiera teniendorepresentantes en el gobierno y la Generalitat de Ca-taluña probaba que sus líderes eran más conservado-res que sus seguidores. En segundo lugar, el principalobjetivo de estos líderes consistía en lograr una alian-za con la UGT; la lucha, inevitablemente, ampliaría labrecha entre ambas organizaciones, al menos por elmomento. Y en tercer lugar —aunque esto, por lo ge-neral, se desconocía entonces—, los líderes anarquistastemían que, si las cosas iban más allá de cierto punto ylos trabajadores tomaban posesión de la ciudad, comoquizá estaban en condiciones de hacer el 5 de mayo,habría una intervención extranjera. Un crucero y dosdestructores británicos se habían acercado al pueblo y,sin duda, no muy lejos había otros barcos de guerra.

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Los periódicos ingleses anunciaban que esos barcos sedirigían a Barcelona «para proteger los intereses britá-nicos»; pero, en realidad, no tomaron ninguna medidatendente a ese propósito, no bajó a tierra ningún hom-bre ni subió a bordo ningún refugiado. No se puedesaber con certeza, pero es al menos bastante probableque el gobierno británico, que no había movido un de-do para defender al gobierno español contra Franco,interviniera con bastante rapidez para salvarlo de supropia clase obrera.

Los dirigentes del POUM no se mantuvieron al mar-gen de este asunto, sino que de hecho alentaron a susseguidores a permanecer en las barricadas e inclusodieron su aprobación (en La Batalla, 6 de mayo) al fo-lleto extremista publicado por Los Amigos de Durruti.Existe gran incertidumbre con respecto a este folleto,del cual nadie parece ahora capaz de presentar una co-pia. En algunos periódicos extranjeros era calificadode «cartel incendiario» que había sido «pegado» portoda la ciudad. Lo cierto es que no hubo tal cartel. Con-trastando las diferentes informaciones, yo diría que elescrito propugnaba: 1°) la formación de una junta revo-lucionaria; 2°) el fusilamiento de los responsables delataque contra la Central Telefónica; 3°) el desarme delos guardias civiles. Existe también cierta incerteza en

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cuanto al grado de apoyo que La Batalla prestó a dichofolleto. Yo no vi ni el escrito ni La Batalla de esa fecha.La única octavilla que llegó a mis manos durante lalucha fue la distribuida el 4 de mayo por un pequeñogrupo de trotskistas («bolcheviques-leninistas»), quedecía solamente: «Todos a las barricadas. Huelga ge-neral en todas las industrias, excepto las industrias deguerra». En otras palabras: sólo pedía lo que ya esta-ba ocurriendo. Pero, en realidad, la actitud de los diri-gentes del POUM fue vacilante. Nunca habían estadoa favor de la insurrección mientras no se venciera aFranco: al ver que los trabajadores habían salido a lacalle, optaron por la línea marxista bastante petulan-te, según la cual, cuando esto ocurre, es deber de lospartidos revolucionarios apoyarlos. Por ende, a pesarde pronunciar frases revolucionarias acerca de «reavi-var el espíritu del 19 de julio», hicieron todo lo posiblepara que la actitud de los trabajadores fuera únicamen-te defensiva. Por ejemplo, nunca ordenaron un ataquecontra ningún edificio; se limitaron a recomendar a sussimpatizantes que se mantuvieran en guardia y, como

1 Un número reciente de Inprecor afirma exactamente locontrarío: ¡que La Batalla ordenó a las tropas del POUM que aban-donaran el frente! La cuestión puede resolverse fácilmente consul-tando un ejemplar de La Batalla de la fecha mencionada.

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ya dije en el capítulo 9, que no dispararan mientraspudieran evitarlo. La Batalla también publicó instruc-ciones para que no se retiraran tropas del frente.1 Porlo que se puede estimar, la responsabilidad del POUMqueda reducida a haber propiciado la resistencia en lasbarricadas y, probablemente, haber logrado que algu-nos permanecieran en ellas más tiempo del que se hu-bieran quedado por iniciativa propia. Quienes estuvie-ron en contacto personal con los dirigentes del POUM(entre los que no me incluyo), me dijeron que, en reali-dad, estaban consternados por este asunto, pero sen-tían que debían intervenir en él. Con posterioridad,desde luego, se intentó explotar el capital político de laforma habitual. Gorkin, uno de los líderes del POUM,llegó a hablar después incluso de «los gloriosos días demayo». Desde un punto de. vista propagandístico, éstafue quizá la actitud acertada; el POUM aumentó el nú-mero de sus miembros durante el breve período previoa su disolución. Desde el punto de vista táctico, proba-blemente fue un error apoyar el folleto de Los Amigosde Durruti, organización muy pequeña y habitualmen-te hostil al POUM. Considerando la excitación generaly lo que se decía en ambos bandos, el escrito no signi-ficaba en realidad mucho más que «permanezcan enlas barricadas»; pero al parecer que le daban su apo-

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yo, mientras que el periódico anarquista SolidaridadObrera lo repudiaba, los dirigentes del PQUM facilita-ron a la prensa comunista que luego pudiera afirmarque la lucha había sido una insurrección organizadaúnicamente por el POUM. En cualquier caso, podemosestar seguros de que la prensa comunista habría dicholo mismo de todas maneras. Esta acusación no era na-da comparada con las que se hicieron antes y despuéssobre bases mucho menos sólidas. Los dirigentes de laCNT no ganaron tampoco mucho con su actitud máscautelosa; fueron elogiados por su lealtad, pero fueronapartados del gobierno y de la Generalitat en cuantose presentó la ocasión.

Era opinión corriente en esos momentos que nin-gún sector tenía un propósito verdaderamente revolu-cionario.

Los hombres que estaban detrás de las barricadaseran obreros de la CNT y quizá algunos miembros dela UGT; no intentaban derrocar el gobierno, sino ha-cer frente a lo que consideraban, con motivo o sin él,un ataque de la policía. Su acción era en esencia defen-siva, y dudo de que pueda definírsela, según hicieroncasi todos los periódicos extranjeros, como un levan-tamiento». Un levantamiento implica una acción agre-siva y un plan trazado. Más exactamente se trató de

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una revuelta, de una revuelta muy sangrienta porqueambos bandos tenían armas de fuego en las manos yestaban dispuestos a emplearlas.

Pero ¿cuáles eran las intenciones del bando opues-to? Si no se trató de un golpe de Estado anarquista,¿fue quizá un golpe de Estado comunista, un plan ten-dente a aplastar de un solo golpe el poder de la CNT?

No creo que lo fuera, aunque ciertos hechos podríanllevarnos a sospecharlo. Es significativo que algo muysemejante (la toma de la Central Telefónica por fuerzaspoliciales que actuaban obedeciendo órdenes de Bar-celona) ocurriera en Tarragona dos días después. EnBarcelona misma, el ataque a la Telefónica no consti-tuyó un hecho aislado. En varios puntos estratégicosde la ciudad, grupos de guardias civiles y miembrosdel PSUC se apoderaron de edificios con sorprendenteprontitud. Pero es necesario recordar que es- tos he-chos ocurrían en España y no en Inglaterra. Barcelonaes una ciudad con una larga historia de luchas calleje-ras. En ella, ante un conflicto de este tipo los hechos sesuceden con rapidez, las facciones ya están organiza-das, todos conocen la topografía política local y, cuan-do los fusiles comienzan a disparar, ocupan sus lugarescasi como en un simulacro de incendio. Los responsa-bles de la toma de la Telefónica esperaban, probable-

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mente, dificultades, aunque no en el grado en que seprodujeron, y habían tomado las medidas pertinentes.No obstante, ello no significa que planearan un ata-que general contra la CNT. Hay dos hechos que meinclinan a pensar que ninguno de los bandos estabapreparado para una lucha a gran escala.

Primero: Ninguna de las partes trajo con anticipa-ción tropas a Barcelona. La lucha se produjo entre habi-tantes de la ciudad, principalmente entre trabajadoresy policías.

Segundo: Los alimentos escasearon casi de inmedia-to. Quien haya luchado en España sabe que la únicaoperación de guerra que los españoles realizan con ver-dadera eficacia es la de alimentar a sus tropas. Es muyimprobable que, de contemplar alguno de los bandosla posibilidad de una o dos semanas de lucha calleje-ra, además de la huelga general, no hubiera aseguradouna buena reserva de alimentos.

Por último, abordemos la cuestión de quién tuvo odejó de tener razón.

La prensa antifascista extranjera levantó una autén-tica polvareda con este asunto, pero, como de costum-bre, sólo se escuchó a una de las partes. A consecuen-cia de ello, la lucha de Barcelona se presentó como unainsurrección de los desleales anarquistas y trotskistas

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que «apuñalaban al gobierno español por la espalda»,y cosas por el estilo. Los sucesos no fueron tan simples.Sin duda, cuando se está en guerra, las luchas intesti-nas son perjudiciales, pero vale la pena recordar quese necesitan dos para que haya una pelea y que uno delos bandos no se pone a construir barricadas si no haocurrido algún acto que pueda considerarse una pro-vocación.

Los incidentes comenzaron naturalmente con la or-den del gobierno de que los anarquistas entregaran susarmas. En la prensa inglesa, esta orden fue traducida atérminos ingleses y adoptó la siguiente forma: que ur-gentemente se necesitaban armas en el frente de Ara-gón y era imposible enviarlas porque los anarquistashabían asumido la actitud poco patriótica de retener-las. Expresarse en tales términos significa desconocerlas condiciones que realmente existían en España. Na-die ignoraba que tanto los anarquistas como el PSUCtenían reservas de armas, y cuando estalló la lucha enBarcelona, resultó evidente que disponían de ellas enabundancia. Los anarquistas sabían muy bien que, auncuando entregaran sus armas, el PSUC, principal poderpolítico en Cataluña, conservaría las suyas. Esto es loque precisamente ocurrió cuando concluyó la lucha.Mientras tanto, en las calles se veían grandes cantida-

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des de armas que habrían sido muy útiles en el fren-te, pero las fuerzas policiales «no políticas» de la re-taguardia las retenían para su uso. Y a esto había queañadir las diferencias irreconciliables entre anarquis-tas y comunistas que habían de conducir más tarde omás temprano, a un enfrentamiento. Desde el comien-zo de la guerra, el Partido Comunista de España habíacrecido mucho y aumentado enormemente su poderpolítico. Además, llegaban a España millares de comu-nistas extranjeros, muchos de los cuales expresabansin disimulo la intención de «liquidar» el anarquismoen cuanto se ganara la guerra. En tales circunstancias,no podía esperarse que los anarquistas entregaran lasarmas de las que se habían apropiado en el verano de1936.

La toma de la Central Telefónica fue simplemente lacerilla que encendió la mecha de una bomba ya prepa-rada.

Quizá los responsables creyeron que no habríade originar mayores dificultades. Según se afirmaba,Companys, el presidente catalán, declaró riendo unospocos días antes que los anarquistas se avendrían acualquier cosa.2 Sin duda alguna fue una acción po-

2 New Statesman, 14 de mayo.

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co inteligente. Hacía meses que se venían producien-do muchos choques armados entre comunistas y anar-quistas en diversas zonas de España. La tensión en Ca-taluña (especialmente en Barcelona) ya había dado lu-gar a asesinatos y refriegas callejeras. De pronto cir-culó la noticia de que hombres armados atacaban losedificios tomados por los obreros en la lucha de julio ya los que atribuían una gran importancia sentimental.Debemos recordar que la población obrera no experi-mentaba ninguna simpatía por la Guardia Civil. Du-rante muchas generaciones, la guardia había sido sim-plemente un apéndice del terrateniente y el amo, y losguardias civiles eran objeto de un odio especial por-que se sospechaba, con razón, que simpatizaban conlos fascistas.3 Probablemente el impulso que sacó a losobreros a la calle durante las primeras horas fuera elmismo que los había llevado a resistir a los militares in-surrectos al comienzo de la guerra. Desde luego, puedeargumentarse que los obreros de la CNT deberían ha-ber entregado la Central Telefónica sin protestas. Eneste caso, la opinión dependerá de la posición que se

3 Cuando estalló la guerra, los guardias civiles apoyaron entodas partes al bando más fuerte. En diversas ocasiones posterio-res, por ejemplo en Santander, los guardias civiles locales se pasa-ron en masa a los fascistas.

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adopte frente a alternativas tales como gobierno cen-tralizado o control por parte de la clase obrera. Máspertinente sería decir: «Sí, probablemente la CNT te-nía razón. Pero, a fin de cuentas, estaban en guerray no tenían por qué sostener una lucha en la reta-guardia». Estoy completamente de acuerdo con esto.Cualquier desorden interno significaba una ayuda pa-ra Franco. Pero ¿qué fue en realidad lo que precipitó lalucha? El gobierno pudo o no tener derecho a ocupar laTelefónica; pero indudablemente, dadas las circunstan-cias, tal medida había de conducir a un enfrentamiento.Era una acción provocadora, un gesto que venía a deciry tal vez lo pretendía de verdad: «Vuestro poder se haacabado, a partir de ahora nos hacemos nosotros cargode él». Sensatamente no cabía esperar sino resistencia.Guardando el sentido de la proporción, debe compren-derse que la culpa no podía recaer por lo tanto sólo enuno de los bandos. Si se difundió una versión unilateralfue simplemente porque los revolucionarios españolesno tenían ningún apoyo en la prensa extranjera. Par-ticularmente en los periódicos ingleses era necesariobuscar mucho antes de encontrar, en cualquier perío-do de la guerra, alguna referencia favorable a los anar-quistas. Fueron sistemáticamente denigrados y, como

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sé por propia experiencia, es casi imposible conseguirque alguien imprima algo en su defensa.

He tratado de escribir objetivamente sobre la luchade Barcelona, aunque, como es evidente, nadie puedeser por completo objetivo ante un acontecimiento deesta naturaleza. Prácticamente se está obligado a to-mar partido, y debe resultar bastante claro de qué ladoestoy yo. Además, posiblemente he cometido algunoserrores inevitables en la descripción de los hechos, nosólo aquí, sino en otras partes de esta narración. Resul-ta muy difícil ser exacto con respecto a la guerra espa-ñola, debido a la falta de documentos no propagandís-ticos. Prevengo a todos contra mi parcialidad y contramis errores. No obstante, he hecho lo posible por serhonesto. Se verá que mi relato difiere completamentede los publicados por la prensa extranjera, en especialla comunista. Es necesario examinar la versión comu-nista, pues fue difundida en todo el mundo, se repitecon breves intervalos y es, quizá, la más ampliamenteaceptada.

En la prensa comunista y procomunista se atribu-yó al POUM toda la responsabilidad de la lucha deBarcelona. Se presentó el hecho no como un estallidoespontáneo, sino como una insurrección contra el go-bierno, planeada y organizada por el POUM con la ayu-

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da de unos pocos «incontrolados» equivocados. Másaún, fue un complot decididamente fascista, llevado acabo siguiendo órdenes fascistas, con el propósito deiniciar una guerra civil en la retaguardia y paralizarasí el gobierno. El POUM era la «quinta columna deFranco», una organización «trotskista» que trabajabaen alianza con los fascistas. En el Daily Worker del 11de mayo se publicó lo siguiente:

Los agentes alemanes e italianos, que os-tensiblemente se volcaron en Barcelonapara «preparar el notorio «Congreso de laCuarta Internacional», tenían una impor-tante tarea que cumplir. En colaboracióncon los trotskistas locales, debían crear unestado de desorden y violencia que per-mitiera a los alemanes e italianos decla-rar que eran «incapaces de ejercer el con-trol naval efectivo de las costas catalanas,debido al desorden dominante en Barcelo-na» y que, por lo tanto, se veían «obliga-dos a desembarcar tropas» en Barcelona.

En otras palabras, lo que se preparaba era una situa-ción en la cual los gobiernos alemán e italiano pudie-ran desembarcar abiertamente sus tropas en las costas

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catalanas, arguyendo que lo hacían «a fin de mantenerel orden»… El instrumento para esto ya estaba prepa-rado para alemanes e italianos bajo la forma de la or-ganización trotskista conocida como POUM.

El POUM, actuando en colaboración con elementoscriminales bien conocidos, y con otras personas en-gañadas de las organizaciones anarquistas, preparó ydirigió el ataque en la retaguardia, de forma tal quecoincidiera exactamente con el ataque en el frente deBilbao, etcétera, etcétera.

En otra parte del artículo, la lucha de Barcelona seconvierte en «el ataque del POUM», y en otro artículode la ‘misma fecha se afirma que «no cabe duda de queel POUM es responsable del derramamiento de sangreen Cataluña».

Inprecor del 29 de mayo afirma que quienes levan-taron las barricadas en Barcelona fueron «únicamentemiembros del POUM organizados por ese partido contal propósito».

Podría continuar con muchas más citas, pero éstasya son suficientemente clarificadoras. El POUM era to-talmente responsable y actuaba bajo órdenes fascistas.Más adelante citaré algunos fragmentos más de las in-formaciones que aparecieron en la prensa comunista;se verá que son tan contradictorias que carecen por

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completo de valor. Antes conviene señalar varias ra-zones por las cuales esta versión de la lucha de ma-yo como un levantamiento fascista organizado por elPOUM resulta algo más que increíble.

Primero: El POUM no tenía bastantes miembros osuficiente influencia como para provocar disturbios detal magnitud; más aún, no contaba con el poder nece-sario para organizar una huelga general. Era un parti-do político sin demasiado arraigo en los sindicatos yhubiera sido tan incapaz de desencadenar una huelgaen toda Barcelona como, por ejemplo, el Partido Co-munista inglés de llamar a una huelga general a todoGlasgow. Como dije antes, la actitud de los dirigentesdel POUM puede haber ayudado a prolongar la lucha,pero no hubiera bastado para originarla, ni aun en elcaso de haberlo deseado.

Segundo: El supuesto complot fascista descansa so-bre meras afirmaciones, mientras que todas las prue-bas apuntan en dirección opuesta. Se nos dice que elplan pretendía que los gobiernos alemán e italiano des-embarcaran tropas en Cataluña, pero ningún barcocon tropas alemanas o italianas se acercó a la costa.El «Congreso de la Cuarta Internacional» y los «agen-tes alemanes e italianos» son un mito. Por lo que sé, nisiquiera se había hablado de un Congreso de la Cuar-

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ta Internacional. Se había planeado vagamente un con-greso del POUMy sus partidos hermanos (el ILP inglés,la SAP alemana y otros), y fijado como fecha aproxima-da julio, dos meses después, pero aún no había llega-do un solo delegado. Los «agentes alemanes e italia-nos» no existen fuera de las páginas del Daily Worker.Quien haya cruzado la frontera en esa época sabe queno era tan fácil «volcarse» en España o fuera de ella.

Tercero: Nada ocurrió en Lérida, principal baluar-te del POUM, ni en el frente. Resulta evidente que, silos dirigentes del POUM hubieran deseado ayudar alos fascistas, habrían ordenado a sus milicias retirarsey abrir paso a los franquistas. Nada de eso ocurrió nifue sugerido. Tampoco se trajeron hombres del fren-te, aunque habría resultado fácil hacer venir a Barce-lona unos mil o dos mil hombres con diversos pretex-tos. Además, no hubo ningún intento de sabotaje nisiquiera indirecto en la línea de fuego. El transportede alimentos y municiones continuó como de costum-bre; yo mismo lo verifiqué más tarde. Un levantamien-to planeado del tipo sugerido habría necesitado mesesde preparación, propaganda subversiva en la milicia,etcétera Pero no hubo signos o rumores de tales cosas.El hecho de que la milicia del frente no desempeña-ra papel alguno en el «levantamiento» es decisivo. Si

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el POUM realmente planeaba un golpe de Estado, esinconcebible que no utilizara los diez mil hombres ar-mados que constituían su única fuerza.

Por todo esto, resulta claro que la tesis comunistade un «levantamiento» bajo órdenes fascistas carecede toda base. Agregaré unos pocos fragmentos toma-dos de la prensa comunista. Las informaciones comu-nistas sobre el incidente inicial, el ataque a la CentralTelefónica, resultan esclarecedoras: no concuerdan enningún punto excepto en echarle la culpa al otro ban-do. Puede observarse que en los periódicos comunistasingleses la responsabilidad es atribuida primero a losanarquistas y sólo posteriormente al POUM. Esto seexplica seguramente por un motivo evidente: no todoel mundo en Inglaterra había oído hablar de «trotskis-mo», mientras que toda persona de habla inglesa tiem-bla al oir la palabra «anarquista». Basta decir una solavez que los «anarquistas» están implicados para crearla atmósfera de prejuicio deseada; después ya puedetransferir- se la responsabilidad a los «trotskistas», sincorrer riesgo alguno. Un artículo en el Daily Workerdel 6 de mayo comienza así:

El lunes y el martes un pequeño grupode anarquistas ocupó e intentó retener las

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centrales de teléfonos y telégrafos, y abriófuego sobre la calle.

No hay como empezar con una inversión de los pa-peles. Los guardias civiles atacan un edificio controla-do por la CNT; en consecuencia, la CNT aparece ata-cando su propio edificio, es decir, atacándose a si mis-ma. El mismo Daily Worker del 11 de mayo afirma:

El ministro izquierdista catalán de Seguri-dad Pública, Ayguadé, y el comisario ge-neral de Orden Público, el socialista unifi-cado Rodríguez Sala, enviaron a la policíarepublicana a la Central Telefónica paradesarmar a sus empleados, la mayoría delos cuales pertenecen a los sindicatos dela CNT.

Esto no parece concordar con la primera afirmación;no obstante, el DailyWorker no admite que la primeranoticia fuera errónea. El Daily Worker del 11 de mayoexpresa que los folletos de Los Amigos de Durruti, quefueron desaprobados por la CNT, aparecieron el 4 y el5 de mayo, durante la lucha. Inprecor del 22 de ma-yo afirma que aparecieron el día 3, antes de la lucha,

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y agrega que «en vista de tales hechos» (la apariciónde varios folletos): Fuerzas mandadas personalmentepor el jefe de policía ocuparon la Central Telefónicaen la tarde del 3 de mayo. Se hicieron disparos contrala policía cuando ésta procedía a cumplir con su deber.Ésa fue la señal para que los provocadores empezarantiroteos en toda la ciudad.

Y en el Inprecor del 29 de mayo se dice:

A las tres de la tarde, el comisario de Or-den Público, camarada Sala, se dirigió a laCentral Telefónica, que la noche anteriorhabía sido ocupada por cincuenta miem-bros del POUM y diversos elementos in-controlados.

Esto resulta bastante curioso. La ocupación de laCentral Telefónica por cincuenta miembros del POUMse podría considerar una circunstancia bastante llama-tiva, y necesariamente alguien hubiera tomado nota deella en ese mismo momento. Sin embargo, parece queno se descubrió hasta tres o cuatro semanas más tarde.En otra edición de Inprecor, los cincuenta miembrosdel POUM se convierten en cincuenta milicianos delPOUM. Sería difícil reunir más contradicciones que las

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contenidas en estos breves pasajes. Primero, la CNTataca la Central Telefónica, luego son fuerzas suyas lasatacadas allí; un folleto aparece antes de la toma de laCentral Telefónica y provoca esa medida y, alternati-vamente, aparece después y constituye su resultado;los ocupantes de la Central Telefónica son, por turnos,miembros de la CNT ymiembros del POUM, y así suce-sivamente. En una edición posterior del Daily Worker(3 de junio), J.R. Campbell nos informa de que el go-bierno tomó la Central Telefónica porque ya se habíanlevantado barricadas.

Por razones de espacio sólo he considerado las in-formaciones relativas a un hecho, pero idénticas con-tradicciones aparecen en todos los relatos de la prensacomunista. Además, hay varias afirmaciones que son atodas luces meras invenciones. Tomemos, por ejemplo,algo citado por el DailyWorker (7 demayo) y atribuidoa la Embajada española en París:

Un rasgo significativo del levantamientofue que la vieja bandera monárquica fla-meó en los balcones de varias casas barce-lonesas, sin duda al pensar que los que to-maban parte en lá insurrección se habíanhecho dueños de la situación.

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Es probable que el Daily Worker haya publicado es-ta noticia de buena fe, pero los responsables de ellaen la Embajada española mintieron deliberadamente.Cualquier español comprendería lo absurdo de tal afir-mación. ¡Una bandera monárquica en Barcelona! Eslo único que, en un segundo, hubiera podido lograr launión de todas las facciones en conflicto. Ni los comu-nistas pudieron evitar una sonrisa al leer esta informa-ción. Pasa lo mismo con las informaciones publicadasen los diversos periódicos comunistas acerca de las ar-mas que el POUM utilizó durante el «levantamiento».Éstas sólo resultarían verosímiles si se ignoraran porcompleto los hechos. En el Daily Worker del 17 de ma-yo, Mr. Frank Pitcairn manifiesta: Se valieron de todaclase de armas para el desafuero. Tenían las armas quesus hombres habían ido robando durante meses y quemantenían ocultas; y tenían hasta tanques, robados delos cuarteles al iniciarse el levantamiento. Resulta evi-dente que docenas de ametralladoras y varios miles defusiles siguen estando en sus manos.

Inprecor del 29 de mayo también afirma:

El 3 de mayo, el POUM tenía a su dispo-sición varias docenas de ametralladoras ymiles de fusiles… En la Plaza de España los

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trotskistas utilizaron cañones de 75 milí-metros destinados al frente de Aragón yque la milicia había ocultado cuidadosa-mente en sus locales.

Pitcairn no nos dice por qué se tornó evidente queel POUM poseyera docenas de ametralladoras y variosmiles de fusiles. En páginas anteriores me he referido alas armas con que se contaba en tres de los principalesedificios del POUM: unos ochenta fusiles, unas pocasgranadas, ninguna ametralladora; es decir, únicamen-te las armas indispensables para los guardias armadosque en esa época todos los partidos políticos teníanen sus edificios. Resulta extraño que más tarde, cuan-do el POUM fue suprimido y todos sus edificios ocu-pados, estas «miles de armas» no salieron a la luz; nisiquiera los tanques y cañones que no pueden ser fá-cilmente escondidos en la chimenea. Lo más reveladorde ambas declaraciones es la completa ignorancia quedemuestran acerca de las circunstancias locales. SegúnPitcairn, el POUM robó tanques «de los cuarteles». Nonos dice de qué cuarteles. Los milicianos del POUMque estaban en Barcelona (y que ya eran comparati-vamente pocos, pues el reclutamiento directo destina-do a las milicias partidistas había cesado) compartían

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los Cuarteles Lenin con tropas considerablemente másnumerosas del Ejército Popular. Por lo tanto, Pitcairnnos pide que creamos que el POUM robó tanques encomplicidad con el Ejército Popular. Lo mismo ocurrecon los «locales» donde se ocultaban los cañones de 75milímetros. No se dice dónde se encontraban esos lo-cales. Las baterías de cañones que disparaban sobre laPlaza de España sonmencionadas enmuchos artículosperiodísticos, pero creo poder afirmar con certeza quejamás existieron. Como ya se. ñalé, durante la lucha nooí fuego de artillería, aunque la Plaza de España queda-ba sólo a unos dos kilómetros de distancia. Pocos díasmás tarde, estuve examinando la plaza y en ningún edi-ficio vi rastros de fuego de artillería. Y un testigo queestuvo en las inmediaciones durante toda la lucha de-clara que nunca aparecieron cañones. (La historia delos cañones robados puede haber tenido su origen enAntonov Ovseenko, cónsul general ruso, que se la rela-tó a un conocido periodista inglés, quien más tarde larepitió de buena fe a un semanario. Antonov Ovseen-ko fue luego objeto de una «purga». No sé hasta quépunto esto afecta a su credibilidad.) Desde luego, esashistorias sobre tanques, cañones y ametralladoras fue-ron inventadas porque sin ellas resulta difícil conciliarla envergadura de la lucha de Barcelona con el escaso

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número de miembros del POUM. Querían señalar alPOUM como único responsable de la lucha, y al mis-mo tiempo les era necesario presentarlo como un par-tido insignificante, que no contaba con mayor apoyo y«constituido sólo por unos pocos miles de miembros»,según Inprecor. La única manera de evitar la contra-dicción de ambas afirmaciones era proclamar que elPOUM contaba con todas las armas de un ejército mo-derno mecanizado.

Es imposible leer las informaciones de la prensacomunista sin darse cuenta de que están destinadas,conscientemente, a un público que ignora los hechos,y de que tienen como único fin despertar prejuicios.Ejemplo de ello es la afirmación que hace Pitcairn enel Daily Worker del 11 de mayo en el sentido de queel «levantamiento» fue sofocado por el Ejército Popu-lar. Se trata de dar la impresión de que toda Cataluñaestaba unida contra los «trotskistas». En realidad, elEjército Popular permaneció neutral durante la lucha;en Barcelona todo el mundo lo sabía, y resulta difícilcreer que Pitcairn lo ignorara. Otro ejemplo: la pren-sa comunista abultó las cifras de muertos y heridos, afin de exagerar la intensidad de los disturbios. Díaz, se-cretario general del Partido Comunista de España, am-pliamente citado por la prensa comunista, declaró que

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había novecientos muertos y dos mil quinientos heri-dos. El ministro de Propaganda catalán, que sin dudano tendía de ningúnmodo a subestimar los hechos, ha-bló de cuatrocientos muertos y mil heridos. El PartidoComunista duplica la apuesta y agrega unos cientosmás para probar fortuna.

Los periódicos capitalistas foráneos responsabilizanen general a los anarquistas, pero hubo unos pocos quesiguieron la línea comunista. Uno de ellos fue el NewsChronicle, cuyo corresponsal, John Landgon-Davies,se encontraba en Barcelona por esa época. Cito frag-mentos de su artículo:

UNA REVUELTA TROTSKISTANo se trata de un levantamiento anar-quista. Es un putsch frustrado del POUM«trotskista», que opera a través de susorganizaciones controladas. «Los Amigosde Durruti» y Juventudes Libertarias… Latragedia comenzó el lunes por la tarde,cuando el gobierno envió policías arma-dos a la Central Telefónica para desarmara los obreros que la ocupaban y que ensu mayoría pertenecían a la CNT. Gravesirregularidades en el servicio habían cons-

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tituido motivo de escándalo hacía ya al-gún tiempo. Una gran muchedumbre sereunió frente a la Central, en la Plaza deCataluña, mientras los hombres de la CNTresistían, retirándose piso por piso hastala azotea del edificio… El incidente fuemuy oscuro, pero corrió el rumor de queel gobierno había iniciado un ataque con-tra los anarquistas. Las calles se llenaronde hombres armados… Al caer la noche,todo centro obrero y todo edificio guber-namental tenía barricadas, y a las diez seoyeron las primeras detonaciones y lasprimeras ambulancias recorrieron las ca-lles haciendo sonar sus sirenas. Al amane-cer el tiroteo se había extendido por todaBarcelona…Amedida que avanzaba el díay cuando los muertos superaban el cente-nar podía comenzarse a hacer conjeturassobre lo que ocurría. La CNT anarquistay la UGT socialista técnicamente no ha-bían «salido a la calle». Permanecían de-trás de las barricadas, aguardaban alertas,asignándose el derecho de disparar contratoda persona armada que transitara por

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la calle… (los) enfrentamientos generali-zados se veían invariablemente agravadospor los pacos —hombres solitarios, ocul-tos, por lo general fascistas, que dispara-ban desde los terrados contra cualquierblanco, y hacían todo lo posible por au-mentar el pánico general—.

El miércoles por la noche, sin embargo, comenzó averse claramente quiénes estaban detrás de la revuel-ta. Todas las paredes fueron cubiertas por un cartel in-cendiario que exigía una revolución inmediata y el fu-silamiento de los dirigentes republicanos y socialistas.Estaba firmado por Los Amigos de Durruti. El juevespor la mañana, el periódico anarquista negó todo co-nocimiento y toda coincidencia con el mismo, pero LaBatalla, el periódico del POUM, publicó el documentocon grandes elogios. Barcelona, la primera ciudad deEspaña, se veía sumida en un baño de sangre por culpade agentes provocadores que utilizaban esta organiza-ción subversiva. Esta versión no concuerda del todocon las comunistas ya citadas, pero como se puede ob-servar resulta ya en símisma contradictoria. En primerlugar se define la lucha como «una revuelta trotskis-ta», luego se afirma que tuvo origen en un ataque con-

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tra la Central Telefónica y que el gobierno se “disponíaa atacar a los anarquistas”. Se presenta a la ciudad cu-bierta de barricadas y se afirma que tanto la CNT comola UGT se encontraban detrás de ellas; se dice que elcartel incendiario (en realidad era un folleto) apareciódos días después, y se declara de modo implícito queése fue el origen de todos los disturbios: el efecto pre-cede a la causa. Hay un detalle que constituye un errormuy serio. Langdon-Davies describe a Los Amigos deDurruti y a las Juventudes Libertarias como «organiza-ciones controladas» por el POUM. Ambas eran organi-zaciones anarquistas y carecían de todo contacto conel POUM. Las Juventudes Libertarias eran la liga juve-nil de los anarquistas, equivalente a la JSU del PSUC.Los Amigos de Durruti constituían una pequeña or-ganización dentro de la FAI, y su actitud general eraviolentamente hostil hacia el POUM. Por lo que pudedescubrir, nadie pertenecía a ambas organizaciones ala vez. Sería lo mismo que afirmar que la Liga Socia-lista es una «organización controlada» por el PartidoLiberal inglés. ¿No lo sabía Langdon-Davies? En tal ca-so, tendría que haber escrito con mayor cautela sobreasunto tan complejo.

No ataco la buena fe de Langdon-Davies, pero élmismo admite que abandonó Barcelona en cuanto ter-

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minó la lucha, es decir cuando podría haber realizadoalguna averiguación seria. En todo su relato hay seña-les evidentes de que aceptó, sin una verificación ade-cuada, la versión oficial de una «revuelta trotskista».Ello resulta obvio incluso en el fragmento citado. «Alanochecer» se levantan las barricadas y «a las diez»se oyen los primeros disparos. Estas no son las pala-bras de un testigo presencial. De su afirmación podríadeducirse que es habitual aguardar a que el enemigoconstruya una barricada para atacarlo. Así se da la im-presión de que transcurrieron algunas horas entre laconstrucción de las barricadas y los primeros disparos;desde luego, las cosas se produjeron a la inversa. Yo ymuchos otros oímos los primeros disparos durante lasprimeras horas de la tarde. Además, se habla de hom-bres solitarios, «por lo general fascistas», que disparandesde los terrados. Langdon-Davies no explica cómosupo que estos hombres eran fascistas. No es probableque haya subido a los terrados para interrogarlos. Selimita a repetir lo que se le ha dicho y no pone en du-da lo que concuerda con la versión oficial. Descubre lafuente probable de gran parte de su información conuna imprudente referencia al ministro de Propagandaal comienzo del artículo. Los periodistas extranjerosen España dependían para sus informaciones de es-

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te ministro; por lo que hubiera sido de esperar que elnombre mismo de ese Ministerio bastara como adver-tencia. El ministro de Propaganda tenía, desde luego,tantas probabilidades de dar un informe objetivo delos disturbios de Barcelona como, por ejemplo, el di-funto lord Carson de dar un informe objetivo sobre ellevantamiento de Dublín en 1916.

He expuesto los motivos que me llevan a afirmarque la versión comunista de la lucha de Barcelona nopuede ser tomada en serio: debo agregar algo acercade la acusación de que el POUM era una organizaciónfascista pagada por Franco y Hitler.

Esta acusación fue repetida una y otra vez por laprensa comunista, sobre todo desde principios de 1937.Formaba parte de la actitud oficial y universal del Par-tido Comunista contra el «trotskismo», cuyo represen-tante en España era supuestamente el POUM. El «trots-kismo», según Frente Rojo (el periódico comunista deValencia), «no es una doctrina política. El trotskismoes una organización capitalista oficial, una banda terro-rista fascista dedicada al crimen y al sabotaje contra elpueblo». El POUM era una organización «trotskista»aliada de los fascistas y parte de la «quinta columnade Franco». Resultó evidente desde el comienzo quenadie podría aportar pruebas para sustentar esa acusa-

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ción; todos se limitaban a repetirla con aire de seguri-dad. El ataque fue acompañado del máximo de calum-nia personal y con total irresponsabilidad en cuantoa los efectos que pudiera tener sobre la guerra. Empe-ñados en la tarea de denigrar al POUM, muchos perio-distas comunistas parecen haber considerado insigni-ficante la revelación de secretos militares. En un ejem-plar de febrero del Daily Worker, por ejemplo, Wini-fred Bates manifestaba que el POUM sólo tenía en elfrente lamitad de las tropas que afirmaba tener. Ello noera cierto, pero probablemente el autor así lo conside-raba. Por lo tanto, Bates y el Daily Worker entregaronal enemigo una de las informaciones más importantesque pueden revelarse a través de las columnas de unperiódico. En unmomento en que las tropas del POUMsufrían serias pérdidas y muchos de mis amigos per-sonales morían o caían heridos, Ralph Bates afirmabaen el New Republic que las tropas del POUM estaban«jugando al fútbol con los fascistas en la tierra de na-die». Una caricatura maligna circuló ampliamente, pri-mero en Madrid y luego en Barcelona; se representabaal POUM arrancándose una máscara que ostentaba lahoz y el martillo y descubriendo un rostro con la cruzgamada. Si el gobierno no hubiera estado virtualmen-te bajo control comunista, jamás habría permitido que

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algo semejante circulara en plena contienda. Era ungolpe deliberado a la moral de guerra, no sólo de la mi-licia del POUM, sino de todo aquel que estuviera cerca,pues no resulta alentador saber que las tropas vecinasson traidoras. Dudo que las calumnias acumuladas des-de la retaguardia sobre la milicia del POUM tuvieranalgún efecto desmoralizador real, pero eso era cierta-mente lo que pretendían, y hacen suponer que, paralos responsables de esta campaña, el resentimiento po-lítico importaba más que la unidad antifascista.

Se acusaba al POUM, un partido integrado por do-cenas de miles de personas, en su mayoría de la claseobrera, numerosos colaboradores y simpatizantes ex-tranjeros, muchos de ellos refugiados de los países fas-cistas, y con miles de milicianos nada menos que deser una vasta organización de espionaje al servicio delfascismo. Tal acusación se oponía al sentido común,y la historia del POUM bastaba para tornarla inverosí-mil. Todos los dirigentes del POUM tenían un historialrevolucionario meritorio. Algunos de ellos habían in-tervenido en la revuelta de 1934 y la mayoría habíansido encarcelados por actividades socialistas bajo el go-bierno de Lerroux o lamonarquía. En 1936, el dirigenteJoaquín Maurín fue uno de los diputados que puso so-bre aviso a las Cortes sobre el inminente levantamien-

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to de Franco. Algún tiempo después, ya en plena lu-cha, fue tomado prisionero por los fascistas mientrastrataba de organizar la resistencia en la retaguardiafranquista. Al estallar la guerra, el POUM desempeñóun papel destacado en la resistencia. Muchos de susmiembros murieron en la lucha callejera, sobre todoenMadrid. Fue una de las primeras organizaciones queformó columnas de milicias en Cataluña y en Madrid.Resulta casi imposible explicar estas acciones como laactividad de un partido a sueldo de los fascistas. Unpartido a sueldo de los fascistas simplemente se hubie-ra unido al otro bando.

Tampoco hubo signos de actividades profascistasdurante la guerra. Podrá argumentarse (aunque en úl-tima instancia tampoco estoy de acuerdo con ello) queel POUM, al presionar en favor de una política másrevolucionaria, dividió las fuerzas gubernamentales yayudó así a los fascistas. Creo que sería normal quecualquier gobierno de tipo reformista considerara unamolestia a un partido como el POUM, pero se tratade algo muy distinto de la traición. Si el POUM erarealmente una organización fascista, no hay manerade explicar por qué su milicia permaneció leal. Ocho odiez mil hombres controlaron sectores importantes delfrente durante el atroz invierno de 1936-1937. Muchos

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de ellos estuvieron en las trincheras durante cuatro ocinco meses seguidos. Es difícil comprender por quéno abandonaron simplemente sus posiciones o se pa-saron al enemigo. Siempre estuvieron en condicionesde hacerlo y, en más de una oportunidad, tal decisiónpudo haber sido decisiva. No obstante, siguieron lu-chando y poco después de que el POUM desaparecieracomo partido político, cuando el hecho todavía estabafresco en la memoria de todos, sus milicias —aún noredistribuidas en el Ejército Popular— tomaron parteen el sangriento ataque contra el este de Huesca don-de siete mil hombres murieron en un par de días. Porlo menos cabría haber esperado cierta fraternizacióncon el enemigo y una corriente constante de deserto-res. Como señalé con anterioridad, el número de de-serciones fue excepcionalmente bajo. También cabriahaber esperado propaganda profascista, «derrotismo».No hubo ni atisbos de ello. Posiblemente hubo espíasfascistas y agentes provocadores en el POUM; existenen todos los partidos de izquierda, pero no hay prue-bas de que fueran allí más numerosos que en cualquierotro.

Es verdad que en algunos de sus ataques la prensacomunista concedió, de mala gana, que sólo los diri-gentes del POUM estaban a sueldo de los fascistas y

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no la base. Esto era un fútil intento de separar a losseguidores de sus dirigentes. La naturaleza de la acu-sación implicaba que los miembros normales, los mi-licianos y demás, participaban del complot, pues eraobvio que si Nin, Gorkin y otros estaban realmente asueldo de los fascistas, más probablemente lo sabríansus seguidores, en estrecho contacto con ellos, que losperiodistas de Paris, Londres o Nueva York. De cual-quier manera, cuando el POUM fue disuelto, la policíasecreta controlada por los comunistas actuó como si to-dos fueran igualmente culpables y arrestó a todas laspersonas vinculadas al POUM que cayeron en sus ma-nos, incluyendo a heridos, enfermeras de hospitales,esposas de miembros del partido y, en algunos casos,incluso a niños.

Finalmente, el 15-16 de junio, el POUM fue disuel-to y declarado ilegal. Éste fue uno de los primeros ac-tos del gobierno de Negrín que subió al poder en ma-yo. Tras el encarcelamiento del Comité Ejecutivo delPOUM, la prensa comunista publicó lo que pretendíaser el descubrimiento de un inmenso complot fascis-ta. Durante un tiempo, la prensa comunista de todo elmundo echaba chispas con artículos similares a éste(Daily Worker, 21 de junio, resumen de varios periódi-cos comunistas españoles):

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TROTSKISTAS ESPAÑOLES CONSPI-RAN A FAVOR DE FRANCOComo resultado del arresto de un gran nú-mero de trotskistas destacados en Barcelo-na y otras ciudades… se han puesto al des-cubierto durante el fin de semana detallesde uno de los más detestables actos de es-pionaje que se hayan conocido jamás entiempos de guerra, y de la más horrendatraición trotskista nunca revelada… Docu-mentos en poder de la policía, junto con laconfesión detallada de no menos de dos-cientos arrestados, demuestran, etcétera,etcétera.

Lo que tales revelaciones «demostraban» era quelos dirigentes del POUM transmitían por radio secre-tosmilitares a Franco, estaban en contacto con Berlín yactuaban en colaboración con la organización fascistasecreta de Madrid. Además, se consignaban sensacio-nales detalles sobre mensajes secretos en tinta invisi-ble, un documento misterioso firmado con la letra N(por Nin) y otras «cosas» por el estilo.

El resultado final fue éste: seis meses después de losacontecimientos, mientras escribo estas líneas, la ma-

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yoría de los dirigentes del POUM siguen en la cárcel,aunque no han sido sometidos a juicio, y nunca se hanformulado oficialmente los cargos de haberse comuni-cado con Franco por radio, etcétera. De haber sido real-mente culpables de espionaje, se los habría juzgado yfusilado en una semana, como ocurrió antes con tantosespías fascistas. Ninguna clase de prueba fue presenta-da jamás, exceptuando las afirmaciones no fundamen-tadas de la prensa comunista. Las doscientas «confe-siones detalladas», de haber existido, habrían bastadopara condenar a cualquiera; pero nunca volvieron a sermencionadas porque no fueron sino doscientos inven-tos de alguna imaginación siniestra.

Además, casi todos los miembros del gobierno espa-ñol han negado las acusaciones contra el POUM. Ha-ce poco, el gabinete decidió, por cinco votos contrados, poner en libertad a los prisioneros políticos an-tifascistas; los dos votos en contra correspondían a losministros comunistas. En agosto, una delegación en-cabezada por James Maxton, miembro del Parlamentoinglés, viajó a España para investigar los cargos con-tra el POUM y la desaparición de Andrés Nin. Prieto,ministro de Defensa Nacional; Irujo, ministro de Justi-cia; Zugazagoitia, ministro del Interior; Ortega y Gas-set, procurador general; Prat García y otros rechaza-

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ron cualquier sospecha de culpabilidad por espionajerespecto a los dirigentes del POUM. Irujo añadió que,habiendo examinado el expediente relativo al caso, opi-naba que ninguna de las llamadas pruebas podría so-portar un examen y que el documento que se atribuía aNin «carecía de valor», es decir, era falsificado. Prietoconsideró a los líderes del POUM responsables de lasluchas de mayo en Barcelona, pero desechó la idea deque fueran espías fascistas. «Lo más grave —agregó—es que el arresto de los dirigentes del POUM no fuedecidido por el gobierno; la policía lo llevó a cabo porsu cuenta. Los responsables no son los altos funciona-rios policiales, sino su entorno, en el que se han infil-trado los comunistas, según sus métodos habituales».Citó otros casos de arrestos policiales ilegales. Asimis-mo, Irujo declaró que la policía se había tornado «ca-si independiente» y estaba de hecho bajo el controlde elementos comunistas foráneos. Prieto insinuó bas-tante claramente a la delegación que el gobierno nopodía darse el lujo de ofender al Partido Comunistamientras los rusos enviaran armas. Cuando otra dele-gación, encabezada por John McGovern, miembro delParlamento, llegó a España en diciembre, recogió ma-nifestaciones casi idénticas, y Zugazagoitia, ministrodel interior, repitió la insinuación de Prieto en térmi-

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nos aún más claros: «Recibimos ayuda de Rusia y he-mos tenido que permitir ciertos actos con los que noestábamos de acuerdo». Como ejemplo de la autono-mía policial, resulta interesante señalar que una ordenfirmada por el director de Prisiones y por el ministrode Justicia no bastó para que McGovern y sus compa-ñeros pudieran entrar en las «cárceles secretas» queel Partido Comunista tenía en Barcelona.4

Creo que lo dicho basta. La acusación de espiona-je contra el POUM se basaba tan sólo en artículos dela prensa comunista y en procedimientos de la policíasecreta controlada por los comunistas. Los líderes delPOUM y centenares o miles de sus seguidores estánaún en la cárcel, y la prensa comunista sigue claman-do por la ejecución de los «traidores». Pero Negrín ylos demás no se han dejado doblegar y se han negadoa permitir una masacre a gran escala de «trotskistas».Considerando la presión que se viene ejerciendo sobreellos, es muymeritorio que no hayan cedido. Entretan-to y teniendo en cuenta lo que acabo de citar, resulta

4 Para más información sobre las dos delegaciones, véase LePopulaire (17 de septiembre), Le Fléche (18 de septiembre), el infor-me sobre la delegación Maxton publicado por Independent New(219 rue Sant—Denis. París) y el folleto de McGovern, Terror inSpain.

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muy difícil creer que el POUM fuera realmente una or-ganización de espionaje fascista, a menos que se acep-te que Maxton, McGovern, Prieto, Irujo, Zugazagoitiay el resto están también a sueldo de los fascistas.

Para acabar, me referiré a la acusación de «trotskis-ta» que se formula contra el POUM. «Trotskista» es untérmino utilizado de forma tal que resulta sumamenteequívoco; a menudo se emplea para confundir. Valela pena, por lo tanto, detenerse a definirlo. La palabra«trotskista» se emplea para designar a:

1. Alguien que, como Trotsky, propug-na la «revolución mundial», en con-traposición con el «socialismo en unsolo país». Menos estrictamente, unrevolucionario extremista.

2. Un miembro de la organización en-cabezada por Trotsky.

3. Un fascista que simula ser revolucio-nario, que en la URSS basa su acciónespecialmente en el sabotaje y, engeneral, actúa dividiendo y socavan-do las fuerzas de izquierda.

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En la primera acepción es probable que pueda cali-ficarse de trotskista al POUM, así como también al ILPinglés, a la SAP alemana o a los socialistas de izquierdafranceses. Pero el POUM no tenía contacto alguno conTrotsky ni con la organización trotskista (bolchevique-leninista). Cuando estalló la guerra, los trotskistas ex-tranjeros que llegaron a España (unos quince o veinte)trabajaron al principio para el POUM, a causa de que laideología de este partido era la que más se aproximabaa su propio punto de vista, pero no se afiliaron a él; mástarde, Trotsky ordenó a sus seguidores que atacaranla política del POUM, y los trotskistas fueron alejadosde los cargos del partido, si bien unos pocos perma-necieron en la milicia. Nin, jefe del POUM después dela captura de Maurín por los fascistas, fue en su tiem-po secretario de Trotsky, pero se había distanciado deél hacía ya años y había formado el POUM mediantela amalgama de diversos núcleos comunistas de oposi-ción y sobre la base del ya existente Bloque Obrero yCampesino. La vinculación de Nin con Trotsky fue uti-lizada por la prensa comunista para demostrar que elPOUM era trotskista. Mediante idénticos argumentospodría demostrarse que el Partido Comunista inglés esuna organización fascista, pues John Strachey estuvoalguna vez vinculado con sir Oswald Mosley.

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En la segunda acepción, la única definición exactade la palabra, el POUM sin duda no era trotskista. Im-porta establecer esta distinción, pues la mayoría de loscomunistas da por sentado que un trotskista en estaacepción lo es también en la tercera, es decir, que la or-ganización trotskista no esmás que unamaquinaria deespionaje fascista. El «trotskismo» fue conocido por elpúblico en la época de los juicios rusos por sabotaje, yllamar a un hombre trotskista equivale prácticamentea llamarlo asesino, agente provocador, etcétera. Al mis-mo tiempo, quien critique la política comunista desdeun punto de vista izquierdista corre el riesgo de serdenunciado como trotskista. ¿Se afirma entonces quetodo aquel que profese un extremismo revolucionarioestá a sueldo de los fascistas?

En la práctica esto está sujeto a las convenienciaslocales. Cuando Maxton viajó a España con la delega-ción mencionada, Verdad, Frente Rojo y otros perió-dicos comunistas españoles lo denunciaron de inme-diato como un «fascista-trotskista», espía de la Ges-tapo y cosas así. Sin embargo, los comunistas ingle-ses se cuidaron muy bien de repetir esta acusación. Enla prensa comunista inglesa, Maxton se convierte enun «reaccionario, enemigo de la clase obrera», lo cuales convenientemente vago. La razón de esta modera-

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ción simplemente se debe a que varias dolorosas lec-ciones han despertado en la prensa comunista inglesaun sano temor a la ley de difamación. El hecho de quela acusación no se repitiera en un país donde quizá se-ría necesario probarla demuestra que se trataba de unamentira.

Podría parecer que he considerado las acusacionescontra el POUM con mayor extensión de lo necesario.Comparada con las miserias de una guerra civil, estariña intestina entre partidos, con sus inevitables injus-ticias y falsas acusaciones, puede parecer trivial. No loes en realidad. Creo que las calumnias y las campañasperiodísticas de este tipo y los hábitos mentales que re-velan son capaces de ocasionar el daño más tremendoa la causa antifascista.

Quien se haya preocupado un poco por estos asun-tos sabe que no es nada nueva la táctica comunista deatacar a los opositores políticos con acusaciones fal-sas. Hoy usan el calificativo «fascista-trotskista», ayeremplearon el de «socialfascista». Hace sólo seis o sie-te años los juicios rusos «demostraron» que los diri-gentes de la Segunda internacional, entre los que secontaban, por ejemplo, León Blum y miembros desta-cados del Partido Laborista británico, preparaban ungigantesco complot para la invasión de la URSS. Sin

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embargo, aún hoy los comunistas franceses aceptan debuen grado a Blum como líder, y los comunistas ingle-ses hacen lo imposible por introducirse en el PartidoLaborista. Dudo de que acciones de este tipo rindanfrutos, incluso desde un punto de vista sectario. Y en-tretanto, son evidentes el odio y las disensiones que laacusación de «fascista-trotskista» están causando. Loscomunistas de base de todo el mundo son conducidoshacia una insensata caza de «trotskistas», y las orga-nizaciones del tipo del POUM son empujadas a la tanestéril posición de meros partidos anticomunistas. Yase ve el comienzo de una peligrosa división en el movi-miento de la clase obrera mundial. Unas pocas calum-nias más contra socialistas prominentes, Otros pocosfraudes como las acusaciones contra el POUMy la divi-sión puede tornarse insalvable. La única esperanza re-side en mantener la controversia política en un planotal que la discusión exhaustiva sea posible. Entre loscomunistas y quienes se encuentran, o afirman encon-trarse, a la izquierda de ellos existe una diferencia real:los comunistas sostienen que es posible derrotar al fas-cismomediante una alianza con sectores de la clase ca-pitalista (el Frente Popular), y sus opositores afirmanque tal maniobra sólo sirve para dar al fascismomayorfuerza. La cuestión debe debatirse; una decisión erró-

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nea puede conducirnos a una semiesclavitud de siglos.Pero mientras no se presente otro argumento que elgrito de «¡fascista trotskista!», ni siquiera es posiblecomenzar a hablar. Yo no podría, por ejemplo, poner-me a discutir la lucha de Barcelona con un miembrodel Partido Comunista, pues ningún comunista, es de-cir, ningún «buen» comunista, admitiría que he dadouna versión veraz de los hechos. Fiel a su «línea» departido, tendría que declarar que miento o, en el me-jor de los casos, que estoy totalmente equivocado yque cualquiera que haya ojeado los titulares del DailyWorker, a mil kilómetros del escenario de los aconte-cimientos, sabe más que yo acerca de lo que ocurrióen Barcelona. En tales condiciones resulta imposibleconversar; falta la más mínima base de acuerdo nece-saria. ¿Qué finalidad tiene afirmar que hombres comoMaxton trabajan para los fascistas? Parecería que úni-camente la de imposibilitar toda discusión seria. Comosi en un campeonato de ajedrez, uno de los competido-res comenzara de pronto a gritar que su contrincantees culpable de un incendio o de bigamia. La cuestiónque realmente importa no se aborda nunca. La difama-ción no soluciona nada.

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Biblioteca anarquistaAnti-Copyright

George OrwellHomenaje a Cataluña

1938

Recuperado el 2 de julio de 2013 desdepidetulibro.com.ar

Título original: Homage to Catalonia. Traducción:Virus Editorial.

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