Historias de una pera

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Cinco primeros capítulos de Historias de una pera, primera novela de Cynthia Hidalgo. Tania es una estudiante universitaria de vida recta y novio formal que vive en una zona de clase acomodada. A raíz de la lectura de un diario hallado accidentalmente, afloran en ella vivencias y personas que ya creía desterradas y su mundo empieza a dar un giro inesperado. La protagonista del cuaderno, Victoria, una joven pasional y caótica sumida en una relación autodestructiva, hará remover los sólidos cimientos que Tania había forjado para huir de un pasado no tan perfecto.

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Cynthia Hidalgo Constantino (1984). Madri-leña de nacimiento, alicantina de sentimiento, vallecana de padrón y tembleña de corazón, pasó su vida a caballo entre las dos ciudades que la vieron crecer y el pueblo donde vivió gran parte de su juventud, El Tiemblo (Ávi-la). Allí fue donde se despertó su interés por el mundo de las letras gracias a la motivación inspiradora de su profesora de literatura.

Titulada en Educación Infantil, ocupa su tiem-po entre sus dos grandes pasiones: el amor a la enseñanza a los más pequeños y su adoración por la escritura. Esta última le llevó a ganar algunos premios en certámenes literarios con sus impactantes relatos breves. Finalista du-rante cuatro años consecutivos en el Concurso de Cuento y Poesía de Vicálvaro, logró alzarse con el tercer premio con Aquel castaño, segun-do con Obliviate y primero de microrrelato con LSD. Ahora se embarca en una nueva aventu-ra presentando su primera novela, Historias de una pera.

•cYNTHIA HIDALGOCon su primera novela Cynthia Hidalgo nos relata, con

una prosa fluida y ágil, la diferente forma en que dos personas con caracteres aparentemente opuestos afron-tan sus sentimientos.

Tania es una estudiante universitaria de vida recta y no-vio formal que vive en una zona de clase acomodada. A raíz de la lectura de un diario hallado accidentalmente, afloran en ella vivencias y personas que ya creía deste-rradas y su mundo empieza a dar un giro inesperado. La protagonista del cuaderno, Victoria, una joven pasional y caótica sumida en una relación autodestructiva, hará remover los sólidos cimientos que Tania había forjado para huir de un pasado no tan perfecto.

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Historias de una peraCynthia Hidalgo Constantino

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© Cynthia Hidalgo© de esta edición: boo olia© de la imagen de cubierta: Savaliste PhotographyISBN: 978-84-944306-3-3Imprime: SafekatDepósito Legal: M-35245-2015Reservados todos los derechos

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Inevitablemente, a ti

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Capítulo 1

Tenía el pelo revuelto y la cara llena de purpurina, dos grandes surcos violáceos marcaban la parte inferior de mis ojos, muestra inequívoca de que tampoco aquella había sido una buena noche…

O quizá, precisamente, de todo lo contrario…

Tania cerró el cuaderno y miró a su alrededor nerviosa, confusa, buscando al misterioso dueño de aquellas páginas que tenía en sus manos. Nunca había sido una fisgona, ni siquiera una persona curiosa y, sin embargo, no había podido evitar echar un vistazo al descubrir frente a ella aquel cuaderno perdido. En el vagón, nadie parecía darle mayor importancia a aquella escena, por lo que supuso que, fuera quien fuese quien lo había perdido, debía de haberse marchado ya y que, por tanto, no estaría mal del todo si pudiera echarle un segundo vistazo…

Estaba a punto de amanecer, así que abrí el grifo despacio por miedo a despertar a la tía Clara. Mientras el agua corría, me quité la ropa. En el espejo, aquella parte de mí misma que ahora era me devolvió una mirada que ni siquiera yo pude comprender. Mis ojos escondían algo más y, sin embargo, no habían perdido aquel brillo casi infantil que le mostraba al mundo una inocencia que creía perdida. Me detuve un instante a observar mi imagen, a estudiar cada centímetro de un cuerpo que casi parecía no per-

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tenecerme, para descubrir con asombro como aquella noche me parecía incluso hermoso… Miré mis anchas caderas, mis pechos voluminosos, y recorrí con mi mano aquel mismo sendero que minutos antes había recorrido él con las suyas. Mi cuerpo se es-tremeció de placer y los recuerdos empezaron a agolparse en mi memoria, disipando parte de esa niebla propia de noches como aquella. Aspirando hasta la última gota del aroma de su piel, me metí en la ducha y dejé que el agua corriera, arrastrando a su paso los restos de una noche que aún golpearía en mis sienes a la mañana siguiente…

El tren paró en seco y las hojas se cerraron en sus manos, desper-tándola de aquel extraño sopor en el que, sin querer, había caído. Su corazón latía deprisa y una sensación desconocida la impulsaba a seguir leyendo, mientras asumía que no había ni una sola de aque-llas frases que no hubiera conseguido entrecortar su respiración, devolviéndole una sensación que había olvidado hacía siglos…

Había sido una mañana más, otro de aquellos días infernales en los que la monotonía parecía devorar su vida. Pero a ella no le importaba, se había acostumbrado al camino fácil, a la línea recta, y cualquier cosa que se saliese de su plan establecido era una cur-va que tachar. Como cada viernes, había cruzado la puerta de la facultad a las 14:32, ni un solo minuto más, se había despedido de las chicas con dos besos fugaces y había caminado hasta la estación sin detenerse a contemplar los detalles que marcaban su camino. Se había sentado, había cruzado las piernas en su justa medida y colocado cuidadosamente sus cosas en el suelo, siempre pensando en no molestar ni lo más mínimo a quien se sentase a su lado.

Y entonces lo había visto. Frente a ella, reposaba semiabierto sobre el asiento un cuaderno oscuro de pastas duras, dejando entre-ver la mala caligrafía de quien escribe inseguro, el trazo nervioso, la letra infantil y redonda. No sabía qué llevaría escondido y, aun-que posiblemente se tratase de un cuaderno de apuntes de algún estudiante despistado, no pudo detener el impulso de averiguarlo.

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Y ahora estaba allí, tan aturdida por aquellas palabras que se sentía incapaz de volver a dejarlo donde lo había encontrado. Así que, sin pensarlo dos veces, guardó el cuaderno en su mochila y se levantó deprisa, bajando del tren con una sonrisa furtiva y la extraña sensación que debían tener los ladrones cuando cometían su primer atraco.

El camino hasta su casa no era muy largo y, sin embargo, aquella tarde se le hizo eterno. Solo pensaba en llegar y continuar aquella historia donde la había dejado. Caminaba acelerada y distraída cuando alguien la llamó desde la otra acera. No era el lugar donde esperaba escucharla, pero hubiera reconocido aquella voz entre la de millones de personas y, de no haber sido así, su inoportuno corazón se hubiera encargado de hacerlo por ella.

Hugo.De nuevo sus latidos se escucharon por encima de sus propios

pensamientos y, por supuesto, por encima de su razón. Se golpeó ligeramente el pecho, como tratando de callarlo, y se dio la vuelta buscándole mientras reprimía su entusiasmo, para descubrirle apo-yado en ese cacharro que pretendía ser su coche, con su habitual aspecto desaliñado y esa expresión de picardía que solía sacarla de quicio. Levantó la mano en un intento fugaz de saludarle y siguió su camino sin detenerse a contemplar la cara de póquer que se le quedaba al muchacho. No era momento para reencuentros, y mucho menos con él.

Metió la llave en la cerradura, consciente de que sus manos temblaban, y saludó en voz alta aun a sabiendas de que nadie le respondería. Como siempre, sus padres no estaban en casa. Trabajo, reuniones sociales, viajes de negocios… Por una vez, Tania se alegró de esa soledad a la que ya estaba acostumbrada pues, así, nadie se interpondría entre ella y aquel extraño cuaderno.

Cogió un zumo de manzana de la nevera y subió las escaleras tan deprisa que, por primera vez en mucho tiempo, no se paró ante la puerta de la habitación de Julio, puerta que jamás se había vuelto a atrever a cruzar, pero en la que no podía evitar detenerse. Por el

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contrario, cerró la suya de un golpe y se sentó en la cama, sin pen-sar por esta vez en las arrugas que marcarían sus sábanas después.

Entonces, sacó el cuaderno de la mochila y, sin esperar ni un solo segundo más, continuó leyendo…

Fran era la última de mis locuras, el resultado de una botella de ron y una noche de sábado tan peculiar como interesante.

—Nunca pensé que acabaría aquí, hablando contigo —había dicho él, sus ojitos oscuros brillando por el efecto del alcohol, mientras jugaba inocente con el botón de mi camisa.

Trataba de quitarme aquella imagen de la cabeza, pero aún sentía el peso de su cuerpo sobre mí, y este era incluso mayor que el que pretendía aplastar mi conciencia.

—Para, Fran, yo… No sé si debería…Recordaba la primera noche que me había enrollado con

Álvaro, como aquella historia de la señorita que todo el mundo creía que era había frenado por un momento sus manos y le había obligado a jugar sus mejores cartas para acabar perdido por debajo de mi camisa. Todo parecía tan lejano… Y ahora, inevitablemente, aquel sentimiento de extraño poder había borrado de mi memoria lo que debía o no hacer una «señorita».

Sabía que aquel concepto había dejado de pertenecerme, que nada de lo que hiciera me devolvería mi imagen y, sin embargo, le pedí que parara… porque tenía miedo de lo que él pensara… o por-que me asustaba aún más no ver lo impropio de aquella situación…

Me miró entre confuso y divertido y fingió no escucharme, apreciando la duda crecer en mis palabras, revelándose contra una hipocresía para la que nunca estuve preparada…

Y la noche volvió a convertirse en testigo escandaloso de unas caricias que jamás me pertenecerían, mientras mi piel se trans-formaba una vez más en la de la amante sumisa que aprendía a jugar su papel, un papel que a veces me hacía dudar de quién era realmente… Y le dejé hacer y deshacer a su antojo, sin pensar, sin juzgar, como si al despojarme de mi ropa me despojara también

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de todo atisbo de realidad y razón, como si el tiempo pretendiera jugar a favor de la locura y desapareciera devorado por la oscuridad de la noche, una noche que acabaría, como tantas otras, con un beso frío en la mejilla y un «ya hablamos» que nunca cumpliríamos y que, en realidad, yo nunca quise cumplir.

Pero la noche no dura eternamente y por la mañana todo parecía distinto... El sol había salido a este lado de la realidad cubriendo sin compasión desde las retorcidas calles del pueblo hasta mis absurdos pensamientos y, aunque trataba de esconder mi propia mirada tras aquellas gafas oscuras, algo en mi interior susurraba a voces que las cosas no marchaban como deberían. Así que, aunque sabía que contarlo solo lo haría más tangible, no dudé un instante en hacer caso omiso de la hora temprana que anunciaba el repiqueteo de las campanas de la iglesia y plantarme en casa de Amelia para colarme en su cama tan pronto como pude y regalarle aquella expresión de desconcierto que había aprendido a descifrar con los años. Con ella sobraban las palabras, así que volvió a bastarle con mirarme a los ojos para comprender que había vuelto a liarla…

—Joder, Victoria, no sé qué voy a hacer contigo… ¡Esta vez te has superado! ¿Eres consciente de lo que puede suponer?

Me tapé la cara con la almohada y me acurruqué a su lado, jugando a ser esa niña inocente que alguna vez fui. No, no era consciente, nunca lo era, o al menos prefería no serlo… Se vivía tan bien escondida en los ojos de cualquier príncipe casual que últimamente olvidaba demasiado a menudo que después de aque-llas noches sin tabúes existía un mañana.

Amelia saltó de la cama y se acercó a la ventana resoplando con resignación. Aquella se había convertido en una batalla perdida y, sin embargo, no podía evitar seguir haciéndome reproches cada vez que amanecía en su puerta con aquellas ojeras y aquella extraña sonrisa reveladora, tan propia de los últimos meses. Llevaba tiempo salvándome el culo, siendo la tapadera de mis escapadas clandestinas con Álvaro o con cualquiera de los otros y el hombro perfecto sobre

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el que llorar cuando las cosas volvían a salir mal. Porque siempre salían mal y eso era algo que habíamos aprendido juntas, aunque no hubiera supuesto un aspecto definitivo para que esta cabecita loca no volviera a caer una y otra vez en el mismo estúpido juego.

Pero no era momento de reproches o, al menos para mí, no lo era, así que oí sin escuchar todo lo que tenía que decirme, mientras jugueteaba con el cubo de Rubik que tenía en su mesilla y pensaba que solo alguien como Amelia podía conservar aquel rompecabezas ochentero que casi parecía venir del mismísimo infierno. Cuadrado rojo… cuadrado verde… «De verdad, no sé qué se te ha pasado por la cabeza, Vic…», giro, dos cuadrados blancos… «¡El mejor amigo de Álvaro! No había más chicos en todo el bar, ¿verdad?...», azul, rojo de nuevo, giro a la izquierda… «Y ahora te pensarás que se va a quedar callado, claro, que hoy mismo no lo van a saber todos los de la nave…», giro a la derecha, línea roja, vaya, esto es más difícil de lo que recordaba… «Que no digo que Álvaro no se lo merezca, que a mí él me da igual, que yo lo digo por ti, Victoria, joder, que tú no eres así y no sabes dónde te estás metiendo…».

Lancé el cubo sobre la cama y me cogí las rodillas. Había es-cuchado tantas veces aquellas palabras que casi podía recitarlas de memoria. Sabía que Amelia tenía razón, que no solo empezaba a coger mala fama entre los chicos de la nave, sino que, además, jugaba a un juego peligroso que no conseguiría más que hacerme daño.

O al menos eso era lo que pensaba todo el mundo… Porque yo, aún a esas alturas, no lo tenía nada claro…

En lo que al amor se refiere, las cosas con los chicos nunca me habían ido demasiado bien. Mi peculiar forma de ser me había convertido en algo así como «uno más» entre ellos y, al principio, no era algo que me disgustara.

Aunque adoraba como la que más las jornadas de Liga o de Champions rodeados de cerveza en un bar, nunca se había puesto en tela de juicio mi feminidad, simplemente era para ellos una especie de confidente, tremendamente útil por ser sabia conoce-dora de los misterios del otro bando.

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Esto no quiere decir que no tuviera amigas, que también las tenía, pero por alguna razón siempre me sentí más a gusto con ellos y compartí gran parte de mi tiempo con el sector masculino, viviendo mañana, tarde y noche metida en la nave, escuchando todas aquellas historias que ninguna chica normal querría escu-char jamás. Pero también aquellas que nunca pensaron escuchar de boca de un grupo como aquel. Porque, a pesar de las leyendas urbanas y por mucho que me cueste reconocerlo ahora, los chicos también tienen sentimientos.

Y todo eso de la «mejor amiga» estaba muy bien, pero las cosas cambian y también lo hacen las necesidades y, de pronto, me di cuenta de que no me sentía valorada como mujer.

Y fue entonces, solo entonces, cuando el mundo tal y como lo conocía se vino abajo...

—¿Tania? Tania, cariño, Mario al teléfono…Una voz sonó al otro lado de la puerta mientras golpeaba fuer-

temente con los nudillos. ¿Mario? ¿Ya? Miró el reloj sobresaltada y las manecillas la llevaron de vuelta a la realidad. Su madre había llegado a casa y el tiempo había pasado volando, tanto, que le había hecho olvidar su cita con Mario. Cogió el auricular y trató de fingir normalidad, aunque sus pensamientos seguían viajando a los de aquella chica, Victoria. Se preguntaba si ella existía de verdad y si aquel cuaderno sería su diario perdido…

—¿Me estás escuchando?—Sí, claro, perdona. Estaré allí en cinco minutos, te lo prometo.Mario siguió protestando, pero ya era demasiado tarde, ella

había colgado y abierto el armario antes de que terminara su últi-ma frase. Allí, colocada rigurosamente por colores y etiquetada a conciencia por estación del año y ocasión, se encontraba lo que su amiga Sara había definido alguna vez como la perfecta colección de ropa para una Barbie.

Normalmente, le gustaba repasar su modelo frente al espe-jo en busca de aquellas pequeñas imperfecciones que pudieran

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arruinar su gusto exquisito y su aún más exquisita fama. Pero aquella tarde no había tiempo, así que contempló con rapidez el conjunto que había elegido para la ocasión y el espejo le devolvió una vez más un aspecto impecable. Satisfecha, cogió su abrigo y bajó las escaleras con aquellos aires de niña bien para los que había sido reeducada.

El metro de Arturo Soria no estaba muy lejos, así que no le supuso ningún problema llegar antes de que Mario volviera a mirar ansioso aquel reloj tan caro que ella le había regalado las Navidades pasadas. A pesar de la tardanza, ambos sonrieron al encontrarse y sus labios se rozaron tan fugazmente como lo hicieron sus manos al agarrarse.

—¿Algún sitio en especial?—Elige tú. No tengo demasiada hambre.Caminaron despacio por la avenida en dirección al restaurante

al que solían ir los viernes antes de su sesión habitual de cine. No hacía mucho frío y la temprana primavera vestía los árboles con pequeñas flores blancas capaces de disfrazar de color el oscuro gris de la gran ciudad, una ciudad que ella siempre adoraría por encima de todo. Era madrileña, como lo era también toda su familia, y ni siquiera la contaminación era capaz de oscurecer el apego que sentía por aquella jungla de cemento.

Desde que pasara lo de Julio, Tania no solía estrechar vínculos afectivos con nada de lo que le rodeaba. Tenía una relación formal con Mario, quería a su familia y quizá también a alguna de sus amigas, pero nada era lo suficientemente intenso como para alterar para bien o para mal los latidos de un corazón que latía como podía hacerlo cualquier máquina.

Sin embargo, lo que sentía por Madrid era distinto y solo ca-minar por sus calles abarrotadas era capaz de despertar aquella sensación que la convertía por un momento en alguien diferente… Tan diferente como se había sentido aquella misma tarde, con aquel cuaderno entre sus manos… No, no podía permitirse un desliz tan irracional como aquel. Llevaba años tejiendo aquella máscara de frialdad y compostura y no podía consentir que las palabras de una

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extraña deshilacharan su arduo trabajo. Así que, mientras Mario elegía el menú de los dos y comentaba por lo bajo las absurdas ofertas que había inventado el restaurante desde que el gobierno comenzara a meter miedo con la crisis, decidió que al llegar a casa tiraría el cuaderno a la basura.

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Capítulo 2

Abrí los ojos con cuidado, tratando inútilmente de que los ra-yos del sol no taladraran mis entrañas como solían hacerlo cada mañana de domingo de las últimas semanas. Y lo peor era que esta vez ni siquiera era domingo… Los volví a cerrar. Me dolía la cabeza y un gusto amargo convertía mi lengua en la más áspera de las lijas, dejando en mí esa horrible sensación de haber estado masticando arena. Sin duda, había algunos aspectos de la resaca a los que nunca llegaría a acostumbrarme.

Traté de recordar dónde estaba, adónde me había llevado aquella vez la explosiva mezcla del alcohol y mis hormonas, pero la pesadez de mi cabeza me impedía pensar con claridad. Entreabrí los ojos de nuevo y me horroricé al descubrir la familiaridad de aquella habitación, la única en la que hubiera preferido no des-pertar, mientras aquel olor de almidón y culpabilidad inundaba mis sentidos.

Era octubre, uno de esos octubres normales en los que llueve a menudo pero el sol aún te ofrece una tregua esporádica para poder saborear el último recuerdo del no tan lejano agosto. Álvaro no solía quedarse en Madrid, y si lo hacía, no solíamos vernos, pero aquella noche ese mismo destino al que yo solía renunciar nos había juntado en el mismo bar, a la misma hora, y con la misma disparatada idea de acabar la velada compartiendo con alguien nuestra cama.

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Me había preparado a conciencia, con los labios oscuros y la raya del ojo bien marcada, desviando la atención lo justo para resal-tar sin imponer mi pronunciado escote, un escote que había sido a la vez mi mejor arma y mi mayor fuente de conflictos. Llevaba el vestido negro y las medias caladas, una estrella enorme colgada al cuello y una sonrisa con la que había aprendido a jugar.

Y, sin embargo, sus ojos me derribaron cuando se cruzaron nuestras miradas… Porque nunca conseguí ganarle una batalla a esas pestañas, ni siquiera cuando las mías iban tan cargadas de rímel y de malas intenciones.

No le había visto llegar, pero Cris, que daba saltos frente a mí, no pudo disimular aquella expresión entre sorpresa y pavor que me hizo volver la cabeza y descubrirle sentado al otro lado de la barra redonda. Para entonces yo ya había bebido bastante, tanto como para suponerme todo un reto no cruzar el local y echarme a sus brazos. Él también había bebido y brillaba en sus ojitos esa chispa de picardía que me provocaba una sensación entre el des-quicie y el deseo.

Nuestra historia no pasaba por su mejor momento, y aquella pasión casi infantil había perdido la poca inocencia que le que-daba para convertirse en algo tan frío como la mirada que solía dedicarme por las mañanas para volver a repetirme una vez más que aquello había acabado… Por eso, y por la maldita inconstancia que le caracterizaba, no se me ocurrió pensar que aquella noche volveríamos a sucumbir a la extraña adicción que teníamos el uno por el otro, ni siquiera cuando él también se percató de mi presencia y me regaló esa expresión traviesa con la que solía des-encadenarlo todo.

Cada una de las noches que habíamos pasado juntos prometía ser siempre la última, al menos así lo prometía él, pero aquella vez las cosas habían acabado tan mal que incluso me sorprendió cuando se acercó a saludarme, y lo hizo aún más cuando sus labios rozaron torpemente la comisura de los míos, como si hubiera sido un descuido, mientras sus manos se apoyaban en mis caderas y esa

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extraña sensación de dependencia volvía a mí de una manera tan clara como si nunca hubiera sido desterrada al más oscuro de los olvidos, como si aquellos meses de desintoxicación y autoconven-cimiento no hubieran servido para nada más que para intensificar el maldito deseo que Álvaro despertaba en mí.

—¿Qué haces tú aquí? —dije únicamente, mientras palabras más feroces se agolpaban entre mis dientes y la sonrisa peor fingida trataba de transformar mi rostro en el de alguien con el corazón en su sitio. ¿Qué haces aquí, quise decir, invadiendo mi espacio, adentrándote en la única parte de mi mundo que aún no has destruido, en ese único rincón que era solo mío, que no estaba manchado por todos esos recuerdos que retuercen mis entrañas, que no tenía tu imagen escondida en algún rincón, acechándome, esperando el momento oportuno para saltar sobre mi yugular y hacerme pedazos?

¿Qué haces tú aquí? Dije únicamente, porque aún a esas al-turas, o quizá precisamente por todo el tiempo que había pasado desde que comenzó nuestra historia, trataba de fingir que nada de aquello había hecho mella en lo que pretendía ser mi corazón. Y mientras lo decía lo miraba de arriba abajo, intentando dotar a mis palabras de un significado distinto, como si con ellas preten-diera resaltar lo poco que encajaba un niño pijo como él en un sitio como aquel.

—Ya lo ves —contestó con aquella sonrisa condescendiente que solo afectaba a una esquina de su boca, lo justo para conseguir descolocarme—. Mi colega, que quería comprar tabaco.

Y no había otro bar abierto en todo Vallecas, pensé yo, mien-tras todas las fuerzas que llevaba meses acumulando comenzaban a desvanecerse. Sonrió y se dio la vuelta, no sin antes regalarme una de aquellas caricias fugaces que hacían mi cuerpo temblar hasta casi desmoronarse. Y desmoronarme fue exactamente lo que hice, justo antes de comenzar un juego que casi había aprendido de memoria. Y volaron nuestras miradas cargadas de intenciona-lidad, y yo empecé a bailar, a bailar para él como lo había hecho

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tantas otras veces, con aquellos movimientos lentos y confusos, casi borrosos, mientras le veía morderse el labio inferior y la gente a nuestro alrededor volvía a desaparecer.

No sabría decir cómo llegamos hasta allí, ni quién siguió los pasos de quién, ni cómo nos dejamos arrastrar hasta la locura. Solo sé que minutos después la puerta del baño de señoras se cerraba tras nosotros, solo una décima de segundo antes de que Álvaro me aplastara contra ella, su cuerpo tan cerca del mío que casi podía contar los frenéticos latidos de su corazón, su lengua explorando hasta el último rincón de mi garganta y sus manos perdidas por un cuerpo que conocían tan bien como si lo hubieran creado ellas mismas…

Y así había llegado hasta allí, hasta ese punto sin retorno al que alguna fuerza irracional me llevaba una y otra vez, como si fuera mi destino ser la eterna amante de alguien que jamás sabría corresponderme, la propietaria casual de unos besos que nunca serían míos. Sabía que aquel no era mi sitio, que no era ese el papel que yo quería representar. Y, sin embargo, me las volvía a apañar para acabar siempre entre esas piernas que aplastaban sin piedad la poca dignidad que me quedaba.

Una horrible resaca golpeaba cada rincón de mi cuerpo, como golpeaba también aquel sentimiento de derrota que había aprendido a acompañarme en cada una de las mañanas que había despertado a su lado. Porque siempre me juraba que no volvería a caer, que la empalagosa dulzura de sus mentiras no hincaría el diente en esa parte blanda y viscosa que me gobernaba cuando él estaba cerca. Pero siempre caía porque, como dije antes, nunca conseguí ganarle una batalla a esas pestañas.

Me levanté despacio para no despertarle y busqué un cigarrillo en el fondo caótico de mi bolso. No solía fumar, pero sabía que Cris lo habría dejado allí y, en aquellos momentos, sentí la urgen-te necesidad de distraerme con algo. Busqué un mechero y me senté junto a la cama, mientras el espejo del armario me devolvía una imagen deteriorada de lo que un día fui. No tenía muy buen

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aspecto y mi desnudez no dejaba cabida para la a veces obsesiva intención de disimular aquellas caderas que le daban a mi cuer-po una singular forma de pera. Protagonizando de nuevo lo que entre mis amigos ya era conocido como «historias de una pera», de aquellas para no dormir, versionadas por alguien de caderas anchas que se sumía una vez más en su peor versión de «señorita de moral distraída».

El cuerpo desnudo de Álvaro se perdía entre las sábanas re-vueltas y su respiración, ahora sosegada, llegaba a mí como un eco lejano de los intensos jadeos de la noche anterior. No era muy gua-po, pero sí lo suficientemente atractivo como para desencadenar en mí esa horrorosa sucesión de reacciones capaz de echar por tierra mis mejores principios. Entre calada y calada, estudiaba a fondo la geografía de su cuerpo, aquellas curvas intachables que tantas veces me habían hecho rozar la locura catapultándome directa al mismísimo infierno. Y, si es que existía, al infierno es adonde iba a ir, de eso estaba segura, porque aquella pasión irrefrenable no podía ser nada bueno.

Me levanté dejando el cigarro apoyado en la mesilla y acaricié su cuello hasta llegar a ese hueco tan sexy en el que culminaba su espalda. Entonces, como si hubiera activado algún resorte secreto, abrió los ojos y sujetó con fuerza mis brazos, haciéndome perder el equilibrio y caer sobre él. Me eché a reír, como ríen las quinceañeras cuando aquel amor adolescente agudiza su ingenio y les deleita con alguna frase recurrente... O como se ríe cualquiera a cualquier edad cuando ha sido lo suficientemente imbécil como para quedarse colgada de una historia tan absurda como aquella. Y exactamente imbécil fue como me sentí cuando, en lugar de seguirme el juego como había esperado, me empujó hacia el otro lado de la cama y me hizo partícipe de esa expresión de indiferencia que se clavó en mi ingenuidad como una afilada estalactita. Me cubrí con la sábana, apenas consciente de que el frío que se colaba por la juntura de mis huesos no era otro que el que desprendían sus ojos…

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Le parecía realmente surrealista que una sola persona pudiera llegar a ser una explosión de todas aquellas cosas contra las que siempre luchó, cosas que jamás sería una persona correcta. Cosas que ella jamás sería. Inmoral e impulsiva, aquella chica y sus actos inconscientes conseguían despertar en Tania una sensación bastante parecida a la indignación.

Y, sin embargo…Al llegar a casa después de su cita con Mario, había subido las

escaleras decidida a acabar con aquella locura, a enviar aquellas páginas a un lugar de donde nunca debieron salir. No comprendía cómo había podido sentir la mínima atracción por algo tan tremen-damente diferente a ella, repleto de aquellas ideas que siempre había juzgado y sentenciado en las chicas que le rodeaban. Dejarse llevar por lo que dicta el corazón como una quinceañera le resultaba tan vulgar que ni siquiera le parecía digno de atención. Así que, en vez de tirarlo, decidió dejar el cuaderno tal y como estaba antes de irse, abierto sobre la mesilla por la misma página, con la misma última frase revelando un trágico final para ella tan previsible pues, si algo tenía claro, era que una historia como aquella no podía acabar bien, y se preparó concienzudamente para irse a dormir —desmaquillante, crema exfoliante e hidratante, cepillado intensivo de cabello, pasta de dientes blanqueante y un protector para las posibles ojeras que algún día podrían desdibujar su rostro al despertarse—. Una vez aca-bado el ritual, se metió en la cama y apagó la luz, con esa incómoda sensación de que aún tardaría horas en conseguir dormirse, a pesar del cansancio acumulado durante la semana. Sobre sus párpados, cinco días de intensa jornada universitaria se revolvían inquietos como una cuadrilla de hormigas a las que alguien rompió la fila. Pero ni siquiera su peso era mayor que el que ejercía presión hacia el lado contrario esa cantidad de emociones olvidadas que habían despertado al leer las palabras de Victoria.

Algunas de sus frases más crudas aún golpeaban en su concien-cia y en algo más poderoso que su curiosidad, y sospechaba que lo seguiría haciendo durante toda la noche si no ponía remedio. Así

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que, por una vez en mucho tiempo y jurándose a sí misma que no serviría de precedente, o quizá autoconvenciéndose de que aquello tampoco era tan peligroso, aparcó ese único sentido que había guiado su vida en los últimos años y volvió a encender la luz de su cuarto para buscar de nuevo el cuaderno. Suspiró resignada, tratando de reprocharse mínimamente aquel acto tan fuera de lugar, al menos de su lugar y, sin embargo, clavó la mirada sobre aquellas letras como un depredador voraz acechando a la presa que pronto devoraría.

Abrí los ojos con cuidado, tratando inútilmente de que los rayos del sol no taladraran mis entrañas…

Como en la primera frase de su lectura, cuando quiso darse cuenta, era a ella a quien los rayos del sol despertaron de algo mucho más profundo que un sueño y, aunque no conocía la sensación de la resaca, sí sentía un cansancio impropio de sus mañanas de sábado. Había pasado la noche leyendo y el reloj de su mesilla ya marcaba las 6:30. Al otro lado de la ventana el sol amenazaba con empezar un nuevo día sin que ella tuviera conciencia de haber acabado el anterior. No podía creerlo. Sin duda, toda esta locura se le escapaba de las manos, sin embargo, en lugar de darle una importancia in-merecida y mostrar algún signo de debilidad al respecto, optó por fingir para los demás y para ella misma que había decidido levan-tarse temprano para aprovechar la jornada y olvidar, en la medida de lo posible, que aquel cuaderno la tenía tan enganchada que no se había dado cuenta ni siquiera de que la noche pasaba aún más deprisa de lo que ella pasaba las páginas.

Se levantó y se acercó despacio al espejo, tan asustada y confusa como si allí fuera a ver reflejada la imagen de otra persona, como si leer sobre la impulsividad de otro le fuera a dar un color distinto a sus ojos u otra expresión a su mirada. Por supuesto, nada había cambiado. Al menos en su apariencia… Así que, tras cerciorarse de que el cuaderno quedaba bien escondido en la parte más pro-

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funda de su cajón, como intentaría guardarlo también en la de su conciencia, se metió en el baño para dar comienzo a su famoso ritual de los sábados, aunque esta vez lo hiciera más temprano que de costumbre.

A las 11:30 en punto el timbre de la casa de Tania volvió a sonar, como lo había hecho dos minutos antes cuando algunas de las detestables amigas de su madre hicieron su aparición en el salón, con aquellas voces chirriantes y ese olor a perfume del caro, tan predispuestas como siempre a una taza de café y una sesión de intenso cotilleo y despelleje de todo el personal, lamentable espectáculo al que Tania había aprendido a responder con una fría sonrisa ensayada y un saludo fugaz, alegando siempre la falta de tiempo por su habitual cita con Sara. Porque Tania era correcta, más que eso, correctísima, y había sido educada en la mejor de las costumbres, pero si había algo que no podía soportar era aquel desfile de cincuentonas pretenciosas con tan poca vida propia que dedicaban su tiempo libre a arruinar la de los demás… Entre ellas, la suya propia… Y es que, aunque ahora su corazón se parapetara tras aquella coraza impenetrable, aún existía un pequeño resquicio por donde se colaba el rencor que guardaba a aquellas mujeres que tanto habían hablado cuando Julio ingresó en el centro, aún se abrían pequeñas grietas que le punzaban como agujas cuando las veía a todas sentadas en su sillón, como si unos años antes no se hubieran negado incluso a cruzar palabra con alguien de su familia, pobrecitos, lo que deben estar sufriendo, pero está claro que si el chico es así es porque no han sabido educarle, si hubieran pasado más tiempo en casa preocupándose por él esto no hubiera pasado, que da lástima verle, chica, pero yo no puedo evitar cruzarme de acera, que con esta gentuza nunca se sabe… Y aquellas palabras de lenguas venenosas volvían a su memoria cada vez que volvía a verlas, y las lágrimas que su madre escondía volvían a mojar sus propias mejillas, y se negaba a seguir allí de pie, observando cómo ella olvidaba todo, lo perdonaba todo, porque tener cierto standing y una vida social intensa era mucho más importante que cualquier

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otra cosa, incluso que Julio, que al fin y al cabo ya no está con no-sotros, querida, y es algo que entenderás algún día.

Pero Tania era correcta, más que eso, correctísima y, aunque estaba segura de que nunca llegaría a entenderlo, había optado por mantener la cabeza alta y la sonrisa conciliadora, mientras huía de aquel nido de víboras para abrir la puerta y encontrar al otro lado aquellos ojillos vivarachos que la hacían olvidar lo demás. Porque Sara era su amiga, la única que podía considerar como tal y el único resquicio que conservaba de un pasado que, aunque pesaba como una losa sobre sus hombros, había aprendido a esconder bajo la alfombra.

Fuera hacía un buen día, tanto que los viejecitos inundaban el paseo de varas de madera y toses secas, coronando sus conversa-ciones triviales sobre el tiempo con sabios consejos que regalaban a los transeúntes a los que insistían en que no se dejaran engañar por aquella temperatura impropia, pues ya se sabe que «cuando marzo mayea…». A ella solían encantarle estos días, los primeros que podías olvidar ponerte el abrigo y pasear por las escasas zonas verdes de la ciudad dejando que los tempranos rayos del sol bañaran tu piel, para dejarla saborear la cálida sensación de haber dejado atrás, por fin, el gélido aliento del invierno. Pero esta vez el sol no era precisamente un buen aliado para Tania, tan poco habituada a mantener sus ojos abiertos durante toda la noche. Así que, des-pués de repetidos parpadeos y de descubrir lo que debían sentir los vampiros a plena luz, buscó en su bolso la funda de sus Ray-Ban y escondió tras ellas aquello que prefería mantener como un secreto. Porque hay cosas que parece que, si las callas, desaparecen, y nada le gustaría más que aquella noche y todas sus consecuencias desapare-cieran antes de que su corazón volviera a pronunciarse al respecto.

Tan sumida iba en sus propios pensamientos y en la ardua tarea de ocultarle al mundo en general, y a Sara en particular, las inci-pientes ojeras que amenazaban con acentuarse si no ponía remedio y, por supuesto, el motivo de las mismas, que apenas se dio cuenta de la preocupación que parecía consumir a su amiga, aunque la

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intención de esta fuera precisamente todo lo contrario… Y es que con Tania había ciertos temas que era mejor no sacar, pero esta vez estaba dispuesta a intentarlo, al fin y al cabo, había pasado mucho tiempo y ya era hora de que volviera a vivir su vida tal y como la dejó… O al menos eso era lo que Sara pensaba... Y así, pensando en las palabras adecuadas para abordar a su amiga y retorciendo una y otra vez uno de los mechones que se había soltado de su coleta, al fin Tania se percató de su presencia y la interrogó con la mirada para darle la mejor oportunidad de iniciar la conversación que tanto temía. Carraspeó antes de comenzar, sin abandonar nunca aquel gesto nervioso que en momentos como aquel solía convertir su pelo liso en un forzado tirabuzón.

—Me he encontrado con Hugo y alguno de los otros…No podía ver sus ojos, pero sabía que en ese instante se habrían

vuelto tan oscuros y vacíos como el más profundo de los pantanos y, aunque no hizo ni el mínimo intento de reaccionar, Sara supo de antemano cual sería su respuesta. Aún así, siguió hablando, a la vez que perdía su mirada en el color granate de sus propios zapatos y buscaba las fuerzas necesarias para continuar.

—Están empezando a organizar las fiestas del barrio, como siempre, ya sabes, y...

—No. —Su voz fue tan tajante como imaginaba que sería su mirada y ni un rastro de duda asomó a sus palabras.

—Irá todo el mundo. Podría estar bien volver por allí…—No.—Venga, Tania, no puedes huir de ti misma toda la vida…—Mira, ¡ya han llegado las demás!La expresión de Tania cambió de repente, como si aquella con-

versación nunca hubiera tenido lugar, como si segundos antes no se hubiera tornado tan fría como el hielo para regalarle a su amiga una de esas situaciones que acababa con su ánimo y a veces también con sus nervios. A cambio, se colgó de su brazo y tiró de ella con un gesto de cariño que pretendía solventar sus diferencias. Para Sara no fue suficiente, ya no…

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Sus compañeras de la facultad reían silenciosamente, de una manera ordenada y contenida, alguno de esos comentarios que, al menos ellas, consideraban ingeniosos, mientras levantaban la mano efusivamente para recibir a las recién llegadas. Parapetadas tras esa ropa de niñas sin complejos, ni físicos ni mucho menos económicos, se habían decidido por la terraza del bar donde solían quedar para aprovechar esos primeros días de calor que marzo les había rega-lado. En la mesa, vasos de tubo con algún refresco, siempre light, y poco hielo acompañados de algunos pinchos que nunca comían por aquello de no picar entre horas y que, sin embargo, Sara las veía mirar de vez en cuando con cierto deseo y mucha contención. Porque ellas, como Tania, eran correctas, más que eso, correctísi-mas, y jamás se dejarían ver comiendo fuera de hora, aunque sus bocas salivaran cual perrito de Pávlov con el simple sonido de los vasos del bar al entrechocar con los platos que contenían semejan-tes manjares prohibidos. Podría decirse que casi había llegado a acostumbrarse a las peculiaridades de aquellas futuras economistas, tanto como lo había hecho a las de su propia amiga, sin embargo, aún disfrutaba haciéndoles partícipes de unos modales que, aunque quizá no parecieran los mejores, eran los suyos, y no desperdiciaba la ocasión de comerse con las manos aquellos mejillones pringosos e incluso de lamerse los dedos después para acabar con los restos de aquel jarabe anaranjado que los bañaba y así regocijarse en unas miradas que aunque pretendían insinuar repugnancia derrochaban una envidia tan clara como el agua que bebían las más contenidas.

A pesar de sus más que obvias diferencias, habían aprendido a llevarse bien, o al menos a crear un clima que favorecía la convi-vencia entre la amiga de siempre de Tania y las recientes adquisicio-nes universitarias, de manera que estas últimas olvidaban con ella sus distinciones clasistas y la incluían casi como una más, aunque siguieran mirándola con expresiones como aquella de cuando sa-caba a relucir su lado más ordinario y no se molestaran siquiera en disfrazar aquellos comentarios ofensivos que se referían a «gente como ella»…

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Gente como ella… Pocas veces se paraba Sara a interpretar estas simples palabras, pero cuando lo hacía se descubría tremen-damente orgullosa de ser «gente como ella», sobre todo si eso sig-nificaba ser alguien diferente a lo que ellas valoraban, a no entrar en esa lista selecta de estúpidas niñas ricas que jamás aprecian lo que tienen porque nunca tuvieron que ganárselo. Y mientras lo pensaba sonreía, sonreía por Tania, para que pudiera sentirse feliz mezclando sus mundos. Pero también sonreía por ella misma, porque a pesar de todo lo que pudieran llevar ellas en el bolsillo o lucir en sus muñecas, se sentía por encima, muy por encima y llegaban, incluso, a darle lástima. Tan ricas. Tan poderosas. Y a la vez, tan vacías…

Pero hoy sus pensamientos volaban en otro sentido. Las veía hablar y sabía que lo hacían porque movían sus labios y gesticulaban exageradamente. Casi podía reproducir su absurda conversación, repetir cada palabra de cada estúpido tema de los que solían sacar en aquellas reuniones semanales. Pero esta vez no las escuchaba, hoy no. Estaba molesta, molesta con Tania y con su familia, con todo aquello en lo que se habían convertido. Molesta con el dinero, con el poder, con esa patética corrección a la que se sometían desde que se mudaron, y aún más desde que pasara lo de Julio…

También ella echaba de menos a Julio, todos los del barrio lo hacían, pero no por ello convertía su vida en una mentira basada en el guion que escribía para ella misma cada mañana. Había intentado estar a su lado, camuflarse en esa vida que habían construido, con la absurda esperanza de que algún día, cuando el dolor por la pérdida se atenuara, abriría los ojos y volvería a empezar. Volvería a vivir… Pero el tiempo pasaba y las cosas iban a peor, se habían acomodado en aquel papel de familia social y económicamente sobresaliente, olvidando que bajo esa fachada existía un pasado que, por mucho que huyeran, siempre les perseguiría.

Miró el reloj ansiosa, deseando que el tiempo pasara y pudiera largarse de allí, desaparecer de aquella escena a la que hoy más que nunca se sentía no pertenecer, cuando Tania le cogió la mano

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con cariño y la miró con aquella expresión tan maternal que solía regalarles a menudo.

—¿Te encuentras bien? No tienes muy buena cara…—Sí…—Le habrán sentado mal los mejillones…Marta le sonrió desde el otro lado de la mesa, dotando a sus

palabras de cierto tono de una ironía casi imperceptible para las demás. Era la peor, un mal bicho camuflado en un cuerpo de portada de revista, y sus comentarios, siempre disfrazados de buenas intenciones, solían ser como esos cuchillos que lanzan los faquires. Aunque hacía tiempo que aquellas puñaladas habían dejado de afectarla, aquella tarde no estaba para juegos de niñas malcriadas… Aún así, y luchando contra sus emociones para no rebajarse a su nivel, le devolvió la sonrisa y le sostuvo la mirada apenas un segundo, lo justo para no resultar amenazante pero mostrarle aquella seguridad que la situaba muy por encima de todo aquello.

—Nada, no te preocupes, es solo que no he pasado muy buena noche…

Ya… La suya tampoco es que hubiera ido mucho mejor… Ta-nia miró al suelo de nuevo para esconder su mirada, al fin y al cabo había decidido ocultar todo lo acontecido desde la tarde anterior, cuando encontró aquel cuaderno… Y entonces volvió a pensar en Victoria y, muy a su pesar, algo alarmantemente parecido a la curiosidad volvió a retorcerla por dentro, tanto, que consiguió que mirara el reloj alarmada y fingiera tener algo importante que hacer.

—¿Ya? ¿Tan pronto? Ni siquiera nos has contado nada de Mario. Venga, sabes que nos morimos de envidia con vuestras historias, no te hagas de rogar…

Tania secundó las risas apagadas de sus amigas y volvió a hacer ademán de levantarse, tan segura de querer marcharse como de seguir leyendo aquellas páginas sin sentido.

—¿Qué haces, Sara? ¿Vienes o te quedas?

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No había terminado de pronunciar las últimas palabras cuando su amiga dio un salto de la silla y se despidió de las demás con un mínimo gesto con la mano.

—¿Seguro que estás bien? —repitió Tania una vez se alejaron del grupo.

—Sí… de verdad, no te preocupes…No estaba bien. Era obvio que algo rondaba la cabeza de su

amiga y su ausencia total de la reunión la delataba. Sin embargo, y temiendo que el tema volviera a recaer sobre Hugo, prefirió dejar de insistir, al fin y al cabo, ya tenía suficiente con lo que ese cua-derno estaba provocando en su vida como para sumar un absurdo problema más…

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Capítulo 3

Caminaba distraída, con aquella estúpida despedida golpeando en mi cabeza, las lágrimas luchando por mantenerse en el borde de mis ojos, como el cauce de un río que amenaza con desbordar y las medias hechas un amasijo entre mis manos. Había salido de allí tan deprisa que ni siquiera me había parado a terminar de vestirme y ahora todo, incluso yo, me parecía tan ridículo que tampoco me importó, ni siquiera cuando el frío de la mañana se coló por debajo de mi vestido, haciéndome partícipe de lo em-baucadoramente engañosos que habían sido aquellos rayos de sol que minutos antes se habían abierto paso a través de la ventana para traerme de vuelta a la realidad.

Volví la vista de nuevo, clavando mi mirada en la puerta de atrás de un edificio al que juré una vez más que no regresaría, con aquella maldita sensación de haber vuelto a perder la batalla sumándose a la que sería una de las peores resacas de mi vida.

—Mira, esto ha sido una tontería. No teníamos que habernos liado de nuevo. Y lo sabes… —me había dicho sin más, su pelo despeinado y sus ojos entreabiertos, mientras mi pequeño cuento de príncipes y princesas volvía a venirse abajo… Porque todo el mundo sabe que el príncipe nunca se queda con la bruja, pero a mí aún se me olvidaba de vez en cuando cuál era mi papel…

Y, sin embargo, mientras hablaba no dejó de mirarme el es-cote, dejando que sus palabras contradijeran aquel sentimiento

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que brillaba en sus ojos que no era amor, sino deseo, un deseo que nos hacía casi insoportable permanecer en la misma habitación sin arrancarnos la ropa.

Empecé a recoger mis cosas, siempre con la amarga esperanza de que la poca dignidad que aún me quedaba saliera a relucir en cualquier momento e hiciera que me marchara de allí con la cabeza bien alta y el orgullo intacto, cuando sonó el timbre de la puerta…

—Mierda… joder… Tienes que irte, Vic… yo…—Ya…Cogí el bolso y me dirigí directamente a la puerta de atrás, la

misma por donde me había hecho salir las otras veces, como si de una delincuente fugitiva me tratase, mientras las pocas esperan-zas de una salida triunfal me abandonaban en el peor momento, para regalarle antes de huir la más deplorable de las expresiones de súplica. Pero él había dejado de mirarme y se vestía deprisa, mientras corría a abrir la puerta sin tan siquiera girar la cabeza para decirme adiós…

Y de repente tenía las mejillas húmedas y una extraña sensación de desazón retorciéndola por dentro, tan desconocida, tan olvi-dada quizá, que de nuevo sintió miedo. Pero hay sensaciones más poderosas que el temor y detalles tan profundos que convierten esas sensaciones en sentimientos… Así que Tania, aún afligida por la historia de Victoria y terriblemente confundida por su implicación en el asunto, contempló por un instante el reloj de su mesilla, sin detenerse en realidad a ver la hora que era, y se dispuso a seguir leyendo. Porque quería saber, necesitaba saber y, a pesar de todo, hubiera dado cualquier cosa por poder abrazarla en ese momento…

Necesitaba un abrazo… Alguien que me acurrucara como la niña pequeña que entonces me sentía, que le devolviera a mi cuerpo de hielo un poco de ese calor que él me había robado… Casi de manera inconsciente, marqué el número de Amelia porque, aun-

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que sabía exactamente lo que iba a decirme, necesitaba escuchar su voz y sentir esa protección que solo ella era capaz de darme. Sin embargo, la lejanía del maldito contestador me hizo sentirme tan sola como al principio…

—¡¡Hola!! En estos momentos no puedo atenderte, posiblemen-te esté estudiando o haya salido con Jorge. Inténtalo más tarde o resume un poco y luego te llamo. Ya sabes, ¡tras oír la señal! ¡Un beso! ¡Ciaoo!... piiiiiii.

—Amelia… eh… soy yo, Vic… eh… mira, déjalo, ya sabes cuanto odio hablar con estos trastos tan fríos… llámame cuando lo oigas, por favor… creo que he vuelto a liarla y… sí… ya sé lo que me vas a decir pero… piiiiii.

Mierda. Colgué el teléfono y seguí caminado sin rumbo. No quería volver a casa. Ni siquiera sabía con certeza si Cris estaría allí, pero en aquel momento tampoco tenía del todo claro qué me haría sentir peor, si sus preguntas inoportunas o la soledad de un piso al que jamás me acostumbraría a llamar hogar…

Llevaba unos años dando tumbos por Madrid en habitaciones en pisos compartidos y cuchitriles de mala muerte por dos duros y, aunque ahora parecía haber encontrado lo más parecido a una casa decente que podía permitirme, mi corazón se había hecho tan errante que era incapaz de sentirme apegada a ningún lugar. Porque dicen que cuando te ves arrancada de tus raíces no vuelves a sentir que perteneces a ningún otro sitio… Y las mías, esas retorcidas raí-ces para algunos de dudosa procedencia, se habían quedado hacía tiempo en aquellas calles con sabor a nostalgia, en aquel pueblo perdido en la montaña, adonde aún escapaba siempre que podía y donde había pasado la mayoría de mis momentos con Álvaro.

Y allí, junto a todos mis recuerdos, vivía también mi tía Clara, una persona tan especial como interesante que solía desarmarme y poner otro sentido a mi vida con cada una de sus conversacio-nes, y digo «sus» porque cuando ella hablaba a los demás no nos quedaba más remedio que callar. Había pasado gran parte de su adolescencia viajando por Oriente y algunas de sus creencias ha-

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bían hecho tanta mella en sus pensamientos que la habían llevado a especializarse en medicina oriental y a convertirse en una persona tan espiritual que resultaba difícil no caer en esa especie de influjo místico que la rodeaba. Y así, con la aceptación de algunos y los comentarios absurdos de otros, sobrevivía en nuestro pequeño pueblo, sin escuchar jamás a los malintencionados y perdonando siempre lo que ella excusaba como «falta de mundo» y yo tachaba de paletismo puro y duro.

Decidí probar llamarla, aún a sabiendas de que era la hora de su habitual paseo por el campo y de que, una vez más, habría olvidado el móvil en casa. Efectivamente, el incansable pitido de la soledad volvió a golpearme en la frente, como comenzaba a hacerlo también el intenso frío de una mañana que prometía ser tan dura y pesada como mi resaca, o quizá precisamente a causa de la misma... Estaba segura de que no le habría contado a tía Clara lo de Álvaro. A pesar de que teníamos muy buena relación, nunca me sentí capaz de hablar con ella de mis líos con los chicos, al menos no de los triviales, y la verdad es que todos solían serlo... Por un momento, imaginé la cara que pondría si supiera como era en este aspecto… Aunque esto, en realidad, no lo tuviera claro ni yo misma...

Sumida en mis pensamientos y sin apenas darme cuenta, había llegado a parar a la primera de las siete montañas que formaban el Cerro del Tío Pío, un nombre que para nada hacía justicia a la belleza que aquel lugar mostraba… Sin duda, era uno de mis sitios favoritos de Madrid y se había convertido en refugio habitual para huir de mis propios pensamientos. Sin pensarlo dos veces, subí a la cumbre y me tiré en la hierba. La escarcha propia de mañanas como aquella cubría todavía gran parte de los filamentos verdes que se retorcían bajo mi cuerpo, produciéndome una sensación parecida a la que unas horas antes me habían producido sus ojos… Cerré los míos en busca de una tranquilidad tan lejana como im-probable y jugué con la hierba entre mis dedos, sintiendo las gotas de rocío deshacerse entre ellos. Inevitablemente, sentía la derrota

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pesar en cada uno de mis huesos y ese horrible sabor amargo que solía quedárseme en los labios después de haberme bebido a tragos largos los suyos. Había pasado mucho tiempo, pero aquella maldita sensación seguía resultando tan desagradable como el primer día… A pesar de todo, uno nunca se acostumbra a perder… Cerré los puños y contuve mis lágrimas, no quería pensar en él, al menos no en ese momento, así que volví a sentarme y dejé que los pocos rayos de sol que se filtraban entre las nubes acariciaran mi piel y me iluminaran un horizonte repleto de sueños… Por un momento, no encontré más alternativa para escapar del recuerdo de su mirada, así que busqué en mi bolso la chinera de Cris y preparé las cosas para liarme un porro. No es que fuera precisamente virtuosa, pero últimamente, desde que Cris había venido a vivir al piso, había cogido algo de práctica, así que me armé de paciencia y me puse manos a la obra… La primera calada me sentó fatal, así que tosí todo lo que pude para expulsar el aire contaminado de mis pulmones. El resto, como siempre, se amoldó a mi cuerpo como si formara parte de su organismo… Una nube de humo me cubrió por un instante, difuminando el hermoso paisaje que aquel lugar me regalaba. Levanté la mirada y me dejé llevar por la extraña sensación de pertenecer por una vez a donde me encontraba…

Madrid aún me venía grande y, sin embargo, desde allí todo parecía distinto... La ciudad se extendía bajo mis pies, dotándo-me de una especie de poder secreto que me convertía en dueña y señora de cuanto mis ojos eran capaces de ver. Ya no era tan temprano, pero la ciudad aún parecía dormida y podía imaginar a la gente remoloneando entre las sábanas, tratando de alargar la mañana del primer día del fin de semana. Como buena escritora aficionada, me encantaba imaginar la historia de cada una de esas personas, pensar en las cosas que sucederían al otro lado de esas ventanas que empezaban a encenderse como pequeñas luciérnagas frente a mis enrojecidos ojos…

Así que sí, aún me venía grande, pero eran momentos como aquel los que me hacían apreciar un poco más todo lo que la ciu-

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dad podía ofrecerme. Las vistas desde el Cerro eran increíbles… A menudo, desde la misma cumbre de esa misma montaña, había recordado la imagen que podía ver desde la ventana de mi habita-ción cuando aún vivía en el pueblo pues, aún siendo tan distintas, conseguían despertar en mí una sensación parecida. Aún así, lo añoraba, añoraba cada segundo de los que había vivido perdida por aquellas calles con olor a jara y leña quemada, añoraba cada recuerdo, cada sonrisa, cada momento de una infancia que no cambiaría por nada del mundo… Y, por supuesto, añoraba mi ven-tana, aquella repisa en la que solía sentarme cada noche antes de dormir, con un buen libro o mi cuaderno de siempre, dispuesta a compartir cada uno de mis pensamientos con las que se convertían en mis mayores aliadas, las estrellas. Porque allí, en mi pueblo, las estrellas no eran ni muchísimo menos lo que pretendían ser en Madrid, y eso era quizá lo que más añoraba…

Aún recordaba la primera noche que había pasado allí y la hermosa sensación que me sobrecogió al ver por primera vez un cielo de verdad… Mis padres eran comerciantes y esto nos había hecho viajar de un lado a otro durante mucho tiempo, siempre en esa vieja y destartalada furgoneta que aquella primera noche dormiría en la puerta de nuestra nueva casa aún repleta de cajas sin desembalar. Mi vida en cajas, menuda novedad… Sin embargo, en aquella época la cosa no marchaba demasiado bien en el negocio, así que, sin que sirviera de precedente, mis padres decidieron que no vendría mal tomarse un tiempo de descanso, al menos en lo que a viajar se refería, y asentarnos por fin en un único sitio.

Y así llegamos allí, al lugar donde mi padre había nacido, un rincón tan especial que era capaz de robarle el corazón a cual-quiera, un pequeño pueblo que nacía del valle y se alzaba hacia las montañas, bañado por las aguas de un río caudaloso que lo llenaba todo con el hermoso sonido de su fluir. Y entonces dejó de importar de dónde viniéramos, dónde hubiéramos nacido, porque yo sentía que había pertenecido a aquel pueblo toda mi vida… Y toda mi vida me hubiera quedado allí si hubiera sido

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posible… Pero las cosas cambian, y eso era algo que había apren-dido con los años, aunque siempre deseé que, por fin, aquella vez fuera diferente…

El trabajo en la zona empezó a escasear y mis padres tuvieron que volver a hacer las maletas y poner rumbo a cualquier lugar, como habíamos hecho antes. Pero, esta vez, no les seguí. Estaba cansada, era una adolescente y mis raíces se habían hecho tan pro-fundas y enrevesadas que no había manera humana de arrancarlas de allí. Entonces fue cuando mi tía Clara, apenas diez años mayor que yo, se hizo cargo de mí y me acogió en una casa tan cercana a la nuestra que ni siquiera tuve tiempo de añorar mi barrio. Así que, aunque la separación de mis padres fue bastante dura, durante un tiempo seguí viviendo allí, tratando de fingir que mi vida seguía exactamente en el lugar donde tenía que estar…

Sin embargo… aunque me hubiera gustado pensar que era así, la adolescencia no dura eternamente, al menos no en todos los aspectos, y antes incluso de que pudiera darme cuenta, estaba viviendo en otra edad y exigiendo unas necesidades que allí no podía satisfacer. Así que, casi en contra de mí misma, volví a meter mi vida en cajas y salté del nido, con esa sensación entre el miedo y la emoción de saber que en la gran ciudad mis pequeñas alas o se quemarían o se harían más grandes…

Las emociones de Tania empezaban a confundirse y en su interior sus propios valores guerreaban con una sensación que le hacía vivir aquello como algo personal, convirtiendo esa especie de repulsión inicial en una mezcla de lástima y admiración por aquella chica a la que ya no sentía tanto como una desconocida.

Eran distintas, terriblemente distintas, y eso nadie lo dudaba, por eso la desconcertaba aún más aquel extraño vínculo que crecía entre ambas… Al oírla hablar de la gran ciudad, del alcohol, de lo que ella entendía por amor, casi podía decirse que eran como la noche y el día.

Y, sin embargo…

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Confundida, volvió a mirar el reloj, esta vez verdaderamente preocupada por lo rápido que había pasado el tiempo. La tarde parecía querer echársele encima, pero los últimos rayos de sol aún la tentaban al otro lado de la realidad, convenciéndola para coger lo indispensable y subir a refugiarse en el calor de la terraza. Por supuesto, se llevó el cuaderno.

Estaba sentada en el columpio, con el cuaderno en las piernas y los ojos cerrados, tratando de organizar sus pensamientos, de re-cuperar un poco de esa normalidad a la que estaba acostumbrada. Pensaba en la facultad, en la necesidad que tenía de que llegara el lunes para comenzar las clases y sumergirse de nuevo en la simple rutina. Simple, pero segura rutina. Pensaba en Mario y en la co-mida de los domingos en la casa de la sierra con sus padres, en las conversaciones sobre la economía del país y los paseos por el jardín con la que algún día sería su madre política. Pensaba en su vida y respiraba aliviada ante la certeza de que, aunque aquel cuaderno hubiera sembrado el caos en su mañana de sábado, al día siguiente todo volvería a su lugar…

Y entonces, cuando parecía que nada podría alterar su recupe-rada tranquilidad, volvió a escuchar aquella voz…

—¿Qué haces ahí, Polilla? Polilla… Hacía tanto tiempo que nadie la llamaba así que,

cuando se recuperó del sobresalto, no pudo evitar sonreír… Solo había dos personas en el mundo que utilizaran aquel apelativo para referirse a ella. Una era Julio y era lamentablemente imposible… y la otra… Miró para abajo y contuvo su sonrisa.

—Tania, me llamo Tania. —Y, a pesar de todo, consiguió que su voz sonara tan fría como pretendía.

—Deja de ser tan quisquillosa e invítame a subir, ¿no? —De poco le valían a su amigo las malas contestaciones y las miradas feroces. Antes de terminar su última frase, ya se había encaramado a la reja y escalado cual Romeo, aunque a ella se le antojara más bien cual miserable ladrón.

—¿Cómo has… aprendido a escalar así?

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—De alguna manera teníamos que entrar en casa Julio y yo cuando volvíamos de fiesta…

—No me hables de las escapadas clandestinas de Julio, ¿quieres?La miró con tristeza y le revolvió el pelo, como solía hacer

cuando era más pequeña y se enfadaba con él sin motivo. Se aga-chó a besar su mejilla y, aunque era demasiado correcta como para retirarle la cara, su expresión fue tan fría como lo habían sido sus palabras. Aún así, sintió sus mejillas ruborizarse y una sonrisa lejana asomó a la comisura de sus labios.

—Yo también le echo de menos, ¿sabes?—¿Qué quieres, Hugo? —Se revolvió inquieta en su asiento,

tratando de disimular el malestar que la invadía por dentro. No quería hablar de él, no quería volver a recordar. Y, sobre todo, no quería tener a Hugo tan cerca…

—¿Qué quieres, Hugo? —La imitó él exagerando con ironía su voz contenida y su expresión de desdén— ¿Dónde quedan sus modales, señorita refinada?

La sacaba de quicio. No podía evitarlo. Era verlo y perder sus nervios. Tan altivo, tan alborotador, con aquellos aires de niño de barrio, aquella actitud chulesca y desenfadada, aquel pelo sin arreglar, aquella mirada siempre cargada de picardía y reveladoras intenciones…

Aquella sonrisa…Buscó a su alrededor y cogió el cuaderno, ocultando tras él una

expresión que le resultaba tan conocida como amenazante.—Y ahora, si no te importa, tengo… eh… cosas que hacer. —

Abrió las páginas y volvió a esconderse tras ellas mientras sentía que sus mejillas volvían a encenderse.

—Polilla… tienes el cuaderno al revés…Le dio la vuelta deprisa, fingiendo que aquel detalle no solo no

había tenido importancia, sino que ni siquiera había sucedido, y continuó mirando las páginas con expresión de indiferencia.

Al sentir que Hugo se alejaba, levantó levemente la mirada y lo vio apoyado sobre la barandilla, mirando hacia ninguna parte,

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mientras su pelo cobrizo se revolvía aún más con la brisa propia del atardecer. Sus recuerdos volaban, como lo hacían también los de Tania, incluso en contra de su propia voluntad…

Apenas levantaba unos palmos del suelo el día que Hugo la descubrió por segunda vez escondida en el armario de su hermano, observándolos en silencio mientras ellos compartían aquellos juegos de niños en los que nunca la dejaban participar. Estaba tan nerviosa que sus piernecillas de alambre comenzaron a temblar sin remedio y sus ojos amenazaron con llenarse de lágrimas… Pero, entonces, los de él, unos ojos grandes del color de la miel, la habían mirado desde el otro lado con una dulzura tal como si de la mismísima miel estuvieran hechos, mientras le revolvía el pelo con la mano y decía sonriendo:

—Oye, Julio, ¿tú qué tienes, una hermana o una polilla de ar-mario?

Y, desde entonces, con Polilla se había quedado… Sonrió con nostalgia, y aquel sabor agridulce que dejan los

recuerdos impregnó sus labios de una manera escandalosa, tanto, que apenas fue consciente de que también él la estaba mirando… Por unos segundos, las pupilas de uno quedaron prendidas en las del otro, dejándole creer al tiempo que todo había vuelto a su lugar, a aquel lugar de su pasado donde aún reinaba el equilibrio, aunque de vez en cuando Hugo se dedicara a hacerlos tambalear sobre la cuerda floja. Y millones de recuerdos, de sabores de besos robados, de olores de otoños compartidos, sacudieron sus corazones como la peor de las montañas rusas…

Y entonces, en el mismo instante en que el resto del mundo había parecido desaparecer, el sonido de un coche tan familiar como oportuno los despertó de aquel extraño sueño en el que se habían dejado mecer, trayéndoles de nuevo a una realidad donde sus mi-radas cómplices y aquellas estúpidas sonrisas no tenían cabida…

—Es el estirado de tu novio que viene a buscarte. —Y a pesar de todo, nunca perdía su sonrisa. Realmente desquiciante, pensó Tania recuperando la compostura. Se arregló el pelo ligeramente y

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se acercó a la escalera, esperando que la llegada de Mario pusiera un poco de cordura a la situación.

—Ya sé que no habíamos quedado hasta mañana, pero he tenido que traer a mi madre por aquí cerca y…

Subía decidido los escalones, con su sonrisa correcta y sus za-patos recién limpios, hasta que vio a Hugo, apoyado en la barandilla con esa actitud desafiante que le ponía los pelos de punta, y todo el color de su cara desapareció de repente…

—¿Qué pasa, tío? —Además de su sonrisa, nunca perdía aquel tono entre divertido y chulesco que tanto molestaba a Mario.

—Hugo…Miró a Tania interrogante, mientras esta se acercaba a darle un

beso y decía sin mirar atrás:—Hugo también pasaba por aquí, pero ya se iba, ¿verdad? —En-

tonces sí lo miró, y contuvo de nuevo su sonrisa al ver en su rostro una expresión de complicidad que había creído olvidar…

—No, en realidad no… —dijo mientras se acercaba decidido al sillón y empezaba a columpiarse sonriendo—. De hecho, había pensado que podías invitarme a cenar. Recuerdo que tu madre hacía una tortilla que…

Empezaba a perder los nervios. Y lo peor es que sabía que lo hacía por fastidiar, que bajo ningún concepto se le habría ocurrido bajar a cenar con su madre. Así que se acercó a él riendo exagera-damente y lo levantó del columpio con toda la sutileza de la que fue capaz.

—Oye, Tania, lo de las fiestas… Sabes que siempre me encargo de organizarlo y este año hasta tengo la esperanza de que no llueva. Me gustaría que vinieras, a todos nos gustaría.

—Me… alegro de haberte visto. Da… recuerdos por el barrio. —Hugo también se reía, siempre disfrutaba viéndola apurada, con ese absurdo empeño suyo de parecer tremendamente correcta, como si él no la conociera de verdad.

Volvió a acercarse a besar su mejilla encendida, pero esta vez ella fue aún más sutil y le tendió la mano mientras le acompañaba

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hasta la escalera. Bajó despacio y antes de llegar al último escalón se dio la vuelta y la miró… Estaba tan guapa como siempre, incluso en aquella versión de niña rica en la que se había convertido. Tania también se dio la vuelta, lo justo para verlo marchar. Él tampoco había cambiado nada, seguía conservando aquellos enormes ojos almendrados que habían sido su tabla de náufrago en numerosas ocasiones y esa sonrisa repleta de picardía con la que se había echa-do a reír tantas veces… Seguía siendo Hugo, aquel niño con el que había compartido media vida y al que, sin embargo, había jurado dejar marchar… Porque en su nueva vida no había cabida para el pasado, y mucho menos para él…

Cerró los ojos, tratando que las lágrimas que amenazaban con escapar no sobrepasaran el límite de sus pestañas y se dio la vuelta con la sonrisa peor fingida.

—¿Qué te apetece hacer?Mario había dejado de mirarla y ojeaba el periódico sentado

en el columpio. Se sentó a su lado y lo abrazó, tratando de volver a una normalidad que parecía querer esfumarse.

—Menuda tiene liada el ministro este que te conté. De verdad que no entiendo cómo consienten que los politicuchos de tres al cuarto lleguen a tener cargos tan importantes. A este o le espabilan o se carga la última propuesta, te lo digo yo. —Cerró el periódico y suspiró resignado—. Respecto a la visita de Hugo…

—Sabes que no tienes de qué preocuparte.—Está bien. —La besó en la frente y se puso de pie—. Vamos,

me gustaría pasar a saludar a tus padres antes de irme. Bajaron las escaleras con las manos enlazadas y esa sonrisa

resultado de la seguridad de estar haciendo lo correcto que hacía que todo fuera mucho más fácil. Arriba, entre los cojines, quedaban olvidadas esas páginas que, por un momento, lo habían vuelto todo del revés…

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Capítulo 4

El resto fue, a pesar de todo, inevitable. Porque llevaba mucho sin verle o, al menos, sin parar a escucharle, y aquella voz, aquella chu-lería, aún conseguía que todo su mundo se zarandeara. Y porque lo había nombrado, había hablado de Julio, cosa que nadie se había atrevido a hacer en su presencia desde hacía muchísimo tiempo. Tampoco sus planes habían contribuido a que la cosa mejorara, lo que había creído como reconfortante rutina se había convertido en un tedioso domingo de tormenta en la casa de la sierra de Ma-rio. Así que, por mucho que su razón hubiera luchado por hacer acto de presencia, las conversaciones monótonas y el golpear de la lluvia en los cristales habían allanado el terreno a los recuerdos para permitirles ganar la batalla y volar inevitablemente a aquella última noche...

Hacía ya algunos años, la última tarde que Julio apareció en casa de sus padres puesto hasta el culo de toda la mierda que se movía por su antiguo barrio, su madre recogió sus cosas y, con la mayor discreción posible, lo metió en el coche y lo llevó hasta las puertas de aquel centro que había visto tantas veces en el folle-to que llevaba meses guardando en la parte de atrás de su cajón, «¿Dispuesto a recuperar su vida? Hágalo por usted, hágalo por los suyos», un tríptico garabateado con letras sencillas y un hermoso paisaje campestre que le habían ofrecido amablemente en el hospital una de las tantas veces que habían tenido que ingresarle y que ella

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había rechazado con prepotencia y altanería, totalmente segura de no tener que necesitarlo.

Para el resto del mundo, Julio pasaría una temporada en Lon-dres con una beca Erasmus. Porque hay cosas que parece que si las callas, desaparecen. Pero esta, desgraciadamente para todos, no era una de esas... Así que pronto los rumores empezarían a correr como la pólvora y todos, tanto los del nuevo como los del antiguo barrio, sabrían de la situación en la que se encontraba el mayor de los Escribano. Al fin y al cabo, no era ninguna novedad que los últimos coletazos del estrago que había causado la droga en los 80 siguieran haciendo mella en barrios como el suyo. Y aunque su madre hubiera intentado disfrazar el problema y hubiera arrastrado a toda la familia a aquel barrio de «gente bien», pocos eran los que no le habían visto alguna vez en lamentables condiciones.

Aun así, aquella última tarde, Marisa lo vistió como si realmen-te se fuera de viaje, se pintó en la cara aquella fría sonrisa con la que se obligaría a vivir a partir de entonces, condujo serena hasta el mejor centro de desintoxicación de todo Madrid y le besó en la mejilla al marcharse…

En ese mismo instante y ajenos a todo aquello, Tania y Hugo se miraban como solo pueden mirarse dos personas que están a punto de fundirse, dos personas que acaban de decidir desterrar de una vez su lado más racional, seguir por fin lo que dicta el latido de sus propios corazones y admitir un deseo tan palpable como esas manos que evitaban rozarse...

Llevaban horas paseando por las calles de Madrid, alargando cada momento, cada paso, cada suspiro, tratando de posponer aquel final vaticinado para una historia que volvía a comenzar; aquella despedida, aquel beso atesorado, como si llevaran toda la vida ca-minando para volver a encontrarse y ahora les aterrara enfrentarse a aquel último paso que les separaba. No hacía mucho frío, pero la tarde caía y su camino terminaba, así que decidieron coger el coche y detenerse en el parque que servía de frontera entre los dos barrios. Entre los dos mundos...

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En la radio, la alentadora voz del cantante de los Burning les regalaba aquellos recuerdos del pelo largo, mientras él tarareaba y ella jugaba nerviosa con el dobladillo de la falda.

—... necesito tu amor... —La estrofa oportuna en el momento oportuno, Hugo cantó sin titubear mientras levantaba la mirada y rozaba con cuidado la palma de su mano. Se acercó levemente hasta ese punto en el que podía apreciar el calor de su aliento, un aliento ahora descompasado, y cerró los ojos, tratando de guardar en su retina la imagen de ese instante hasta hacerlo suyo...

—Haces que todo parezca siempre tan fácil... —Recostó la ca-beza en el respaldo del asiento y suspiró, huyendo de aquel beso que anhelaba tanto como la aterraba.

—Todo es lo fácil o lo difícil que tú lo quieras hacer, Polilla, ¿no lo ves?

Acarició su mejilla y sonrió con la dulce esperanza de que la ternura que derrochaba en cada yema de sus dedos tuviera el po-der de borrar hasta el más pequeño de los temores que poblaba el corazón de Tania, como ella había borrado los suyos con la primera de sus miradas... Porque también él estaba asustado, y sus manos temblaban como si de repente hubieran olvidado como actuar, y su cabeza daba vueltas y más vueltas pensando en cómo reaccionarían los demás, en cómo encajarían la noticia teniendo en cuenta quién era él y la situación que estaban viviendo. Sin embargo, hacía tanto tiempo que tenía las cosas tan claras, que su corazón latía con tanta fuerza cuando la tenía cerca y se arrugaba de semejante manera cuando estaba lejos, que todos y cada uno de sus miedos pasaban a ser un punto insignificante perdido en la lejanía de lo absurdo.

Volvieron a mirarse, sucumbiendo a la tentación de dejarse mecer por esa fuerza irremediable que inundaba el ambiente, una fuerza tan poderosa que casi podía palparse, tan profunda que se les clavaba en el pecho robándoles el poco aire que aún quedaba entre los dos. Se miraron, y las olas que bañaban sus ojos mecieron también sus cuerpos como si de marionetas de trapo se tratasen, y no naufragaban, no necesitaban ser su tabla de náufrago, porque

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ambos sabían en qué dirección debían nadar y ya no importaba que los demás lo hicieran a contracorriente... Y en aquel mismo instante, el universo entero pareció reducirse al tamaño de aquellas pupilas que se miraban como si realmente no existiera nada más, como si todo fuera tan fácil como olvidar quiénes eran y de dónde habían venido. Porque no existían fuera de aquel coche, fuera de aquellos brazos, porque entre aquellos brazos no existía el ayer, el mañana, el ahora mismo. Y se miraron, se miraron durante minutos que parecieron horas, por el simple placer de mirarse, de retener en su memoria cada recoveco de su piel, cada lunar perdido en sus sonrojadas mejillas, cada pestaña que coronaba sus brillantes ojos, cada huella que marcaba su rostro...

A las miradas siguieron las caricias, como si quisieran cerciorar-se de que aquello que veían era real, como si desconfiaran de que lo que sus ojos les mostraban no fuera más que una ilusión provocada por el deseo de tenerse. Pero no eran unas caricias urgentes, ni había impaciencia en ninguno de sus movimientos, al contrario, parecían disponer de todo el tiempo del mundo y haber decidido emplearlo en el sumo arte de reconocer sus rostros. Y así, acariciaron con suavidad sus párpados, deteniéndose en cada pliegue, contando con cuidado cada una de sus pestañas y rozaron con levedad sus mejillas, dejando que la yema de sus dedos atrapara en ellas el mapa perfecto de su piel. El silencio que los envolvía era tan cálido como sus caricias, ligeramente ultrajado por los entrecortados suspiros que el avance de sus propias manos arrancaban a los amantes inocentes. Seguían mirándose a los ojos cuando sus manos coronaron al fin la cumbre de sus labios, unos labios imperfectos cuya comisura escondía ese beso furtivo que nunca se dieron, labios sedientos de todo aquello que el otro podía ofrecerles, que el otro quería darles... Tania entrea-brió los suyos y cerró lentamente sus párpados, como firmando al fin ese pacto de redención que le permitía a Hugo dar un paso más y alejarse de la muralla que ella se había empeñado en construir.

Todo pareció detenerse de nuevo y también él cerró sus ojos, dejando caer sus manos para entrelazarlas con las suyas, mientras

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el poco espacio que había entre ellos se hacía cada vez más pequeño y sus rostros quedaban unidos, para dejarles saborear un segundo más ese dulcemente inexplicable momento previo al primer beso, esa milésima de segundo que sucede entre el todo y la nada, ese espacio infinitesimal donde todo se ha detenido pero tu cabeza voltea como una peonza sin destino y todas las dudas, todos tus miedos dejan de tener cabida... Porque no hay nada más, no existe nada más que esa sensación vertiginosa que te devora por dentro...

Y entonces, cuando sus labios apenas rozaban los de Hugo, cuando estaba a punto de descubrir aquello que llevaba tiempo sospechando y saberse con la entera certeza de que era ÉL y no otro, su teléfono emitió un ruido tan estridente que fue capaz de romper en mil pedazos la enorme burbuja de cristal que envolvía la escena... Sorprendida por la hora que era o, más bien, por la que suponía debía de ser, buscó en su bolso preocupada y se detuvo a leer las palabras que brillaban en la pantalla de su móvil. Su rostro, aquella muestra inequívoca de la sensación de felicidad que llevaba toda la noche coleccionando, fue transformándose poco a poco hasta que las lágrimas resbalaron por sus mejillas, robándole el color rosado que las encendía, mientras su corazón, que segundos antes parecía galopar desenfrenado, apagaba uno a uno sus latidos hasta hacerlos casi inaudibles.

—Es Julio... Mi madre se lo ha llevado al centro, Hugo... Tene-mos que hacer algo...

No había terminado de pronunciar la frase, cuando el chico ya maldecía en voz alta y hacía girar la llave, para dejar su coche rugir tan fuerte como lo hacía él mismo y como lo hacían por dentro cada una de sus entrañas. Millones de horribles sensaciones anudaban su estómago, una mezcla de rabia, confusión y culpabilidad que se amasaba en su interior y subía y bajaba por su garganta como si estuviera a punto de salírsele por la boca. Se sentía culpable, y trataba de ahuyentar estos pensamientos repitiéndose a sí mismo una y otra vez que todo aquello en lo que se había convertido Julio después no tenía absolutamente nada que ver con él... Porque sabía que no era

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así, pero no podía evitarlo, a pesar del paso del tiempo y de todo lo que había hecho por superar aquello, el pasado aún pesaba sobre sus hombros como si la memoria le jugara una mala pasada y se remontara a aquella noche terrible para volver a transportar sobre ellos el cuerpo débil y desmejorado de Julio...

Porque durante los primeros años sí había sido su más fiel com-pañero en aquellos coqueteos con las drogas y había jugado a su lado a reírse en la cara de la muerte, mientras esta poco a poco les iba sacando ventaja sin que apenas se dieran cuenta.

Al principio no era más que eso, un juego, un desahogo mo-mentáneo en un mundo en el que cada día se hacía más duro eso de sonreír. O, al menos eso, la idea de felicidad a bajo precio, era lo que les seguían vendiendo a pesar de todo los mayores del barrio. Porque a esas alturas la presencia de la droga más dura que se movía por Madrid era alarmantemente obvia, tanto, que ya había tenido la desfachatez de cobrarse demasiadas víctimas, aunque esto no fuera obstáculo ninguno para que siguieran viendo la inconfundible cara de la heroína caminando por las mismas calles por las que ellos ca-minaban, parada en cada una de las esquinas que cruzaban, ya fuera en las manos temblorosas de quienes la habían visto como el gran negocio del siglo o como la amante infiel de todos aquellos muertos vivientes, viuda negra enfundada en su flamante traje blanco pro-metiéndole a aquellas almas perdidas un mundo mejor, dispuesta a robarles la vida con un beso de hielo después de haberles hecho rozar el cielo con la punta de los dedos. Un infierno disfrazado de paraíso para el que ellos, Julio y él, también tuvieron el infortunio de comprar un billete de ida, ignorantes aún de que el precio del regreso no podrían saldarlo con el de vuelta.

Y ahora se sentía culpable, culpable por no haber sido capaz de pararle los pies aquella noche en la que todo se le fue de las manos, la noche en que él mismo decidió escapar para siempre de las afiladas garras de, como rezaba la canción, aquel diablo vestido de ángel.

Habían conocido a Verónica en un bar, una pelirroja de dudosa edad y aspecto cadavérico que llevaba tiempo enganchada y que

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les convenció para probar la misma mierda que ella vendía. Debían ser fiestas en el barrio y Hugo, que empezaba a ser consciente de la gravedad de aquella adicción, terminó optando por marcharse fuera a beber con los demás en el parque. Pero Julio, tentado por los misterios que le ofrecía aquella pelirroja y su minifalda, acabó aceptando la oferta. Aún no habían salido los primeros rayos de sol cuando Hugo vio a Verónica por el parque del brazo de otra víctima ingenua dispuesta a traficar con su propia vida, así que se acercó a preguntarle por su amigo. La pelirroja se encogió de hombros, iba tan puesta que ni siquiera reconocería su propia cara en un espejo y mucho menos la de aquel niño encantador de pelo cobrizo que le hablaba con la lengua floja y la mirada perdida resultado de una no-che de alcohol. Hugo empezó a preocuparse y, tras esquivar de nuevo las insistentes intenciones de la chica de venderle buen material, fue a buscar a Julio al bar donde lo había dejado hacía unas horas.

Cruzó el callejón deprisa y cuando estaba a punto de doblar la esquina divisó en el suelo un bulto alarmantemente parecido a la chaqueta que llevaba su amigo aquel día. Aunque su primera intención fue la de echar a correr hasta él, sentía su cuerpo pesado y el corazón latir con tanta fuerza que casi le impedía pensar con claridad. Tenía miedo, miedo de que aquel bulto inerte cobrara la forma del cuerpo de Julio, miedo de no oírle respirar y de que aquella noche hubiera acabado su carrera contra la muerte... Y entonces, cuando la esperanza comenzaba a resultarle inútil, Julio se movió inquieto en el suelo y levantó la cabeza en el instante justo en el que Hugo conseguía llegar hasta él.

—Hugo... tío... qué mal viaje... esa zorra me ha vendido una mierda de lujo... —Intentó reír, una risa amarga arrancada desde el dolor, pero los labios le pesaban tanto como la cabeza y las pala-bras salían lentas, a trompicones, como un muñeco al que apenas le quedaran pilas.

Sin pensar, sin hablar, sin darle tiempo ni a la razón ni al miedo a detener sus impulsos, cogió a Julio en brazos como si de repente no le pesara nada más que la urgencia de poner remedio a aquella

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catastrófica situación y lo llevó así hasta la puerta de su casa, donde sus fuerzas flaquearon en el mismo instante en el que aporreaba el timbre con violencia...

Fue Elías quien les recibió en la entrada, ajustándose las gafas y abrochándose el batín, pero no tardaron en escucharse los pasos de Tania y Marisa bajando apresuradas las escaleras que les separaban de aquella lamentable escena.

Tania... Jamás podría olvidar la decepción que vio brillar aquella noche en sus ojos, aquel sentimiento aterrador que se mezcló en una milésima de segundo con la tristeza y el miedo de ver a Julio luchando por abrir sus propios ojos...

La misma decepción con la que sus padres miraron a Hugo antes de rogarle a gritos que desapareciera de sus vidas de una vez y para siempre...

Lo que ellos no sabían, lo que ni podían ni querían imaginar en el momento en el que lanzaban aquella amenaza, es que hay cosas mucho más poderosas que la rabia, muy por encima de la decep-ción... Porque hay personas que, simplemente, están predestinadas a encontrarse...

La luz roja del semáforo y el apurado frenazo del coche que lle-vaban delante, le trajeron de vuelta a la realidad. Sonrió débilmente. A pesar de todo, de lo pasado, de lo presente y de lo que aún podría avecinárseles, volvía a tenerla a su lado. La miró de reojo y apretó con fuerza su mano. Los ojos de Tania estaban tristes y escrutaban una y otra vez la pantalla de su móvil en busca de algo más, como si pretendiera encontrar entre todas aquellas letras una mínima esperanza de que aquello no fuera más que un mal sueño.

Los pensamientos volaban por su cabeza tan deprisa como lo hacía el coche de Hugo por la autopista. Debía haberlo visto venir, debía haberse dado cuenta de que Julio había empezado a tocar fondo y de que su madre no le consentiría ni una sola más de sus escenas. Y, sobre todo, debía haber estado ahí para impedirlo en lugar de haber andado por la ciudad jugando a los cuentos de hadas...

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No hacía mucho que Hugo y ella habían vuelto a encontrarse. Después de la escenita en su portal y de que sus padres le culparan de la más que obvia decadencia de su hermano, había jurado y per-jurado, como aún lo juraría después, que no volvería a ver a Hugo jamás, que antepondría la razón, fuera esta cual fuera, a los deseos de un corazón que ya empezaba a acostumbrarse a las idas y venidas.

Pero, como decía, hay personas que simplemente están pre-destinadas a encontrarse y latidos que, simplemente, no pueden acallarse... Así que habían vuelto a tropezarse y entre ellos seguían sobrando las palabras, los reproches y todo el tiempo perdido, por-que se miraban y lo demás dejaba de importar, porque se rozaban y el pasado dejaba de serlo... Porque era racional, por supuesto que lo era, y aún había momentos en los que sus principios la hacían dudar y trataba de mantenerse firme contra todo aquello. Pero Hugo era su inevitable debilidad y aquellos ojos de esperanza el único punto de desequilibrio que aún la hacía tambalear...

Y ahora no podía mirarle, no quería hacerlo, porque debía haber estado en casa para evitar lo inevitable en lugar de andar perdida por la ciudad viviendo aquel absurdo sueño encantado... El camino se hacía eterno y ella empezaba a aflojar la mano que él le agarraba, no era momento para escenitas, pero tampoco lo era para reproches, así que se limitó a mirar absorta las palabras en la pantalla de su móvil, por no mirarle, por no juzgarse, mientras deseaba por encima de todo que aquello acabase.

Frenaron en seco frente al gran portón de la entrada, una os-tentosa verja repintada de blanco y dorado que dejaba entrever el inmenso jardín que conducía a la casa. A los lados, grandes muros de piedra vista disimulados estéticamente con un denso manto de hiedra que separaban el mundo real de todo aquello que el centro vendía como una nueva vida... Había visto aquella imagen infinidad de veces, todas las que su madre había amenazado con ingresar-le, pero nunca pensó que de verdad llegara el día en que cruzara aquella puerta. Era exageradamente absurdo, una locura que estaba dispuesta a parar fuera como fuese.

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—Julio no necesita todo esto, ¿me oyes? Ha sido solo una re-caída, nada más. Voy a sacarle de aquí.

Hugo bajó la mirada sin responder. Una recaída, una más, y eso si podía considerarse que alguna vez había vuelto a estar en pie... Pero no respondió, no era el momento, la rabia brillaba en los ojos de Tania y se hacía latente en el llanto contenido que anudaba las palabras en su garganta, así que agachó la cabeza y bajó del coche. Si iba a cometer una locura, la cometería con ella.

Cuando llegaron era tarde, pero no lo suficiente para que Tania no lograra convencer a quien respondió al telefonillo del centro para que abrieran sus puertas y le dejaran pasar. «Solo quiero verlo», les había dicho, aunque su verdadera intención era agarrarlo del brazo y llevarlo tan lejos de allí como pudiera. Y no tenía un plan brillante, ni siquiera uno decente, pero sabía que la ira que la devoraba por dentro la haría capaz de lo que fuera con tal de sacarlo de allí. La verja automática chirrió al abrirse, como ese llanto lastimero que presagiaba la cruda realidad que en ella encerraba. Se dio la vuelta al escuchar los pasos de Hugo tras los suyos...

—Será mejor que me esperes aquí... Por si acaso... Yo... mis padres... no sé hasta que punto esto es lo correcto...

No la dejó terminar, no quería escucharla. La cogió de la cintura y la retuvo contra sus labios, besándola con urgente violencia, con-teniendo unas lágrimas que, por alguna extraña razón, le alertaban de que aquel, como el primer beso, sería el último...

—Voy a esperarte... —Y lo dijo sin ser consciente de que, más que a aquella noche, se refería a toda la vida...

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Capítulo 5

No sabría decir en qué momento exacto comenzó aquella absurda obsesión, qué día era ni si hacía calor en el instante justo en que aquel sentimiento arrebatador de frenética dependencia se apode-ró de hasta el último de mis huesos para volverlo todo del revés. Había sido por la noche, de eso estaba casi segura, porque desde el primer momento, desde ese primer beso inocente negociado contra el muro de mi portal, me había obligado a mí misma a ponerme la misma máscara que él se ponía, aquella de los amantes casuales y espontáneos que, como en las antiguas albadas, solo podían encontrarse al caer el sol. Así que había tenido que ser por la noche, una cualquiera, otra de tantas, alguna más...

Y el caso es que si me preguntas, aún puedo decirte cómo le conocí, qué ropa llevaba cuándo me regaló la primera caricia o cuál era su colonia la primera vez que lo abracé. Puedo revelarte que odia los garbanzos, que escucha Queen en secreto, que pide Fanta de naranja, que solía dibujar. Puedo describirte el tono exacto de su piel, la silueta que dibujan los lunares en su espalda, la forma menuda de su dedo del pie. Puedo contarte sin apenas parpadear todas y cada una de las noches en las que vino a ganarnos el sol, todos aquellos momentos que pasé perdida por debajo de su om-bligo, todas las palabras que salieron de sus labios mientras me quitaba la ropa, todas las que pronunciaba en un tono más crudo después, cuando todo parecía volver a acabarse...

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Puedo incluso, si me lo propongo, ordenarte esta locura crono-lógicamente, trazar un mapa con fechas y lugares que reconstruyan ligeramente este caos en el que me sumo, en el que inevitablemente me consumo...

Pero, por mucho que lo intento, por más que pongo empeño y me esfuerzo, no consigo recordar en qué momento exacto toda esta historia se me fue de las manos...

Y aún a estas alturas, incluso con estas malditas lágrimas de mierda tratando de emborronar el cuaderno en el que escribo, aún sería capaz de jurar ante quien fuera que lo nuestro jamás fue cosa de amor, que este tirano sentimiento que controla cada uno de mis sentidos y altera a su antojo cada uno de mis pasos, no es otro que la más burda de las adicciones... Y de verdad creí tener bien guardado bajo llave ese frasco de veneno que me hacía enloquecer, de verdad creí tenerlo todo controlado por una vez, pero ha vuelto a destaparlo, ha vuelto a dármelo a probar, impregnando mis labios con el sabor de otro tiempo y llenando mi cuerpo con la urgente necesidad de seguir bebiendo. Urgente, absurda, patética. Y me obligo a beber, a beber y beber hasta calmar esta sed insaciable, hasta recobrar la cordura que aquella noche cualquiera, otra de tantas, alguna más, me arrebató con sus malas artes, o con las buenas, con las que no consigo recordar...

¿Y ahora qué? Me hubiera preguntado en otro tiempo. Pero a estas alturas, después de todo, todos sabemos qué viene después. Mi eterno bucle infinito. Lo mismo de siempre, esta maldita espiral en la que yo misma me empeño en zambullirme una y otra vez, y luego otra, como si nunca tuviera suficiente, como si el veneno me hiciera olvidar de una vez para otra que detrás del dulce sabor volverá a quemarme su fuego en las entrañas. Tan inevitable como un ciclón y alarmantemente igual de destructivo, volveré a jurar que se ha acabado, que sus pestañas no volverán a ganarme, que han sido suyas las batallas, pero que será mío el final de la guerra. Y lo juraré, volveré a jurarlo delante de quien sea y con toda la rotundidad de la que sea capaz porque, a pesar

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de todo, la poca dignidad que me quede y esos trozos de corazón que volverán a clavárseme como astillas después de la masacre, me harán creer en mis propias palabras y tener la absoluta certeza de que aquella vez será la última... Y entonces llegará el momento de los «te lo dije», la parte favorita de Amelia y de todos esos cautos que se la guardan en la manga, conscientes de que tendrán que volver a utilizarla cuando llegue de nuevo el inminente final de esta maldita historia que siempre empieza a comenzar y nunca termina de acabar...

Y yo escucharé resignada, ¿qué otra cosa puedo hacer?, mien-tras repito lo diferente que parecía todo aquella vez y trato de mantenerme entera, de fingir que su indiferencia ha dejado de doler, aunque a estas alturas ya nadie se crea ni una sola de mis palabras... Y no les culpo, no os lo creáis, no después de esta su-cesión de bucles infinitos que nos han tenido a todos con la vida patas arriba.

Así que escucharé resignada, ¿qué otra cosa puedo hacer?, me abrocharé fuerte el cinturón y montaré sin rechistar en esta maldita montaña rusa, mientras aguanto con verdadera heroicidad las nauseas que me ahogan, esa terrible sensación de vértigo que me zarandea desde lo más hondo... porque un día estaré arriba, creyendo en mí misma, infundiéndole valor a lo que digo, y al siguiente, maldita sea, volveré a caer en picado, olvidando que la decepción siempre fue mejor aliada que la nostalgia...

Llevaba tiempo resistiendo mi terrible impulso de escribirlo todo, de amarrarme al primer boli con tinta y plasmar esta locura que no deja de atormentarme. No quería volver a escribir, clavar mis uñas y remover para acabar dando la razón a todos aquellos «te lo dije» de los que ya os había hablado. Pero esto es lo que soy, no puedo evitarlo, y tampoco creo que quiera hacerlo. Así que hoy releo, me resigno y releo, y dejo que mis últimas palabras sigan pesando en mí como una condena, porque «la decepción siempre fue mejor aliada que la nostalgia», pero este maldito co-razón kamikaze hace siglos que dejó de escucharme, que se cargó

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al hombro un bidón de nitroglicerina y decidió seguir su propio camino, fuera donde fuese donde lo llevara, aunque todo hubiera dejado de tener sentido, aunque aún dudara de que alguna vez lo hubiera tenido...

Y me he resistido a escribir, a dejar constancia de este estrepi-toso fracaso que me devuelve una y otra vez a su maldito recuerdo. Pero es lo que soy, ya os lo he dicho, así que, mientras consumo la tinta en mis manos, me resigno y dejo que vuele su imagen, la de una noche cualquiera, otra de tantas, alguna más...

«Vámonos», le dije, cuando la cerveza empezaba a bajar en nuestras jarras casi al mismo ritmo que subía en nuestras cabezas, lo suficiente como para poder culpar al alcohol, una vez más, de mis impulsos suicidas. No hizo falta respuesta, tampoco la espe-ré, lo agarré de la mano y corrimos como locos, con esa terrible urgencia que solo puede darte el deseo. Yo no corría, volaba, iba por encima del mismísimo cielo, porque no solo me estaba besan-do como nunca sino que, además, lo estaba haciendo en plena calle, a la vista del mundo entero, agarrando mi mano como si de verdad pudiera darme más... Y entonces paraba y, de repente, me besaba como si no pudiera esperar, con aquellos besos violentos que no lograba controlar y que dejaban en mí el extraño sabor de la sangre y la esperanza, mientras me miraba con ojos encen-didos, con ojos que encienden, y me decía sin palabras todo lo que siempre quise oír. El portal, las escaleras, una cerradura que se resiste bajo manos temblorosas y un mordisco de aquellos que me hacían gritar.

—Póntelo, pero no tardes... Y así, frente al espejo, yo me ajustaba una vez más aquel

vestido verde que se había convertido en un rito, un fetiche, y le miraba de reojo mientras fingía repeinarse.

—No te mires tanto, ¡presumido!—Te miraba a ti... —Y aunque su voz sonó más dulce que una

caricia, el deseo quemó sus ojos y llegó a mi cuerpo, segundos antes de que él cruzara de dos zancadas la habitación y me estampara

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contra la pared con una pasión devastadora que aún vive impregna-da en cada poro de mi piel, cada pliegue de mi cama, cada mísero rincón, incapaz de extinguirse, de apagarse, de dejar de doler.

Recuerdos, resquicios, imágenes que me atormentan desde el espejo del armario, como si algún hechizo diabólico los hubiera atrapado ahí para condenarme una y mil veces por aquella absurda ingenuidad que me hizo creer en algo más...

Algo más... ¡qué disparate! Como si «lo nuestro» se tratara de uno de aquellos problemas de física en el que los polos opuestos se atraen y fuera tan fácil olvidar que siempre pertenecimos a mundos diferentes... Y aún así, qué voy a deciros, aquello se me había ido de las manos, una noche cualquiera, otra de tantas, alguna más y, aunque volvería a jurar las veces que hiciera falta que lo nuestro jamás fue cosa de amor, hubiera vendido mi alma por haber hecho apología de uno de los más grandes tópicos y haber dejado que la fuerza del magnetismo hiciera el resto...

Eso pensaba cada vez que se marchaba, «algo más, ¡qué dispa-rate!», como si, siguiendo con los tópicos, fuera posible juntar el agua con aceite... ¿Y qué ibas a hacer?, ¿acompañarle a esos terribles mítines políticos y escuchar indignada aquellos disparates aún mayores que el vuestro? Porque yo ni entendía ni quería entender y, aunque bien es cierto que de haber tenido que posicionarme jamás lo hubiera hecho de parte de los suyos, nunca me escuchó pronunciarme al respecto y, sin embargo, adoptó esa coletilla que casi terminó por hacerme gracia, no precisamente porque la tu-viera, sino por todo lo que venía después: «A ti lo que te pasa es que eres una roja y no tienes ni idea...».

Y así era como comenzaba siempre aquellos discursos que yo oía sin escuchar, mientras sonreía como una estúpida y él crecía y crecía con sus palabras. Porque adoraba la política por encima de todo y, por encima de todo, defendía sus extravagantes ideas, incluso antes de entrar en aquel grupo de juventudes, mucho antes, cuando no éramos más que niños que empezaban a vivir y yo me subía las medias mientras él susurraba lo mucho que le gustaba

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hablar conmigo de aquello porque era la única que lo escuchaba sin juzgar. Porque yo, que ni entendía ni quería entender, había aprendido desde el principio a escuchar sin rechistar, a reírme por lo bajo cuando perdía el control y se enfurecía como si de verdad le estuviera llevando la contraria... «A ti lo que te pasa es que eres una roja y no tienes ni idea». Porque, en el fondo, le gustaba pensar que lo era, tener una excusa para sacar todo su repertorio y venirse arriba dándome una clase magistral con aquellas teorías que yo ni entendía ni quería entender... Porque el poder le excitaba, le hacía perder la razón, y la política siempre le hizo sentir poderoso, por eso, detrás de cada uno de estos discursos y tras pronunciar con cierta agresividad su famosa coletilla, solía regalarme aquella pasión que estaba arrasando mi vida, y lo hacía de una manera tan dulcemente brutal que, en cuanto comenzaba su monólogo cargado de demagogia, mi cuerpo temblaba como si vaticinara todo lo demás...

Porque pensar en «algo más» siempre fue un disparate, pero aquello se me había ido de las manos, hasta tal punto que sus dis-paratadas ideas de derechas consiguieran despertar mis instintos más primarios y hacer de esta burda adicción algo terriblemente incontrolable. Y, aunque volvería a jurar las veces que hiciera falta que lo nuestro jamás fue cosa de amor, es posible que desde una noche cualquiera, otra de tantas, alguna más, hubiera dado lo que fuera por sentarme a escucharle todos y cada uno de los días de mi vida... ya fuera sobre política o sobre la vida sexual del ornitorrinco en época de cría...

Porque no, no sabría decir en qué momento exacto comenzó aquella absurda obsesión, qué día era ni si hacía calor en el instante justo en que aquella locura se me fue de las manos, pero si algo estaba claro, por mucho que me empeñara en jurar y perjurar lo contrario, era que aquellas pestañas me tenían tan enganchada como una maldita tela de araña, tanto, que si volviera a extender su mano yo volvería a comer de ella como hice una y otra vez desde aquella noche cualquiera, una de tantas, alguna más...

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«Yo tan París, tú tan Chernobyl» y al final resulta que lo hu-biera dado todo...

Las palabras seguían cobrando vida en las marchitas páginas del cuaderno olvidado cuando Britta subió a barrer las hojas que se amontonaban aquella tarde en la terraza de los Escribano. Era la segunda vez que subía ese día, así que maldecía entre dientes con cada barrida el fuerte viento que había deshecho su trabajo. El caso es que podía estar de mal humor o no estarlo, pero en su rostro menudo siempre se dibujaba aquel rictus germano repleto de frialdad que no dejaba entrever ni un ápice del carácter altruista que en realidad escondía tras cada gruñido desaprobador.

No era su caso como el de los demás habitantes de aquella casa, no era su mal humor fruto de la máscara que todos allí se empe-ñaban en ponerse desde que se mudaran a aquel barrio bien, sino que, lejos de echarle la culpa a la crudeza de una vida poco menos que difícil, se atrevía a decir que simplemente el frío de su país había congelado desde sus huesos hasta su ya maduro corazón. Sin em-bargo, poco importaba su mal genio. Su lealtad y bienhacer siempre fueron suficientes para que Marisa, la intachable señora de la casa, la hubiera arrastrado consigo el día que empaquetó su vida para huir de un pasado de esos de los que uno no puede escapar, por muchos kilómetros que se pongan de por medio, por muchas máscaras que se pretendan utilizar. Y, ciertamente, muchos tuvieron que ser sus méritos para que no solo la dejaran colarse de contrabando en aquella nueva vida donde no cabía ni un solo resquicio de la anterior, sino que, además, fueran ellos mismos quienes le pidieran encarecida-mente que los acompañara. Y aunque a aquellas alturas su historia con la familia se había convertido en poco menos que una cadena de favores, no consintió en aceptar el que vendría a ser el colofón final hasta que ellos firmaron aquella cláusula ficticia que la convertiría, aunque solo fuera a efectos legales, en su empleada del hogar con contrato indefinido y derecho a pensión y, en realidad a más, a mucho más, a fin de cuentas, nadie en aquella casa la consideraba como tal.

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Había llegado a sus vidas hacía tanto tiempo que apenas re-cordaban ya aquella primera noche de invierno, cuando llamó a su puerta con la excusa de pedir un poco de sal y la única verdad de necesitar, aunque solo fuera un minuto, el calor de un verdadero hogar.

Porque había conseguido una casa que malamente podía per-mitirse, con una estufa que malamente le llegaba para encender y unas pésimas condiciones que la convertían al caer la noche en toda una cueva inhabitable. Y, sin embargo, a Britta se le antojaba el mismísimo paraíso, y no solo por aquellos ventanales por los que el sol se colaba a raudales durante el día o por aquel patio interior que acabó convirtiéndose, entre rosas y geranios, en el cuartel general de las costureras del barrio, sino sobre todo porque era suyo, suyo y de nadie más, y eso era mucho, muchísimo, más de lo que nunca hubiera imaginado. Porque había huido de Berlín con poco más que lo puesto, la última paliza de aquel bárbaro aún temblando en sus huesos y los consejos conformistas resonando en su conciencia, «¿adónde vas?, si no eres nadie y sin mí no llegas ni a la vuelta de la esquina»

Aquella noche, aquella primera en la que buscó discretamente el amparo de los Escribano, convertida en otra mujer, más fuerte, más valiente, más capaz de lo que jamás se supo, se convertiría sin saberlo en todo un rito, una costumbre, una amistad entretejida con tanto esmero como lo harían después con mantas, cojines y bufandas en el patio de atrás.

Y en esas se encontraba aquella tarde, barriendo las hojas y refunfuñando en alemán, cuando encontró el cuaderno que horas antes olvidara Tania abandonado en el columpio, con la ingenua intención de que el viento, como las hojas, se llevara también todo lo que aquellas páginas habían conseguido remover.

Historias de una pera. De lo que acontece en mi cabeza y otros disparates era lo que rezaba en la primera página, así que Britta supuso que sería cualquier cosa de la niña y lo devolvió a su cuarto. Y allí fue donde volvió a encontrarlo Tania al regresar el domingo,

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esta vez cerrado sobre su cama, mostrándole de nuevo aquellas tapas misteriosamente neutras que habían captado su atención apenas unos días antes y que le habían dado a todo un giro inexplicable, capaz incluso de remover lo irremovible. Y removida estaba, aunque se negara a aceptarlo, dejando a las afiladas garras del recuerdo que hurgaran en unas heridas que llevaba años sepultando... Lo miró de soslayo, se dio la vuelta y volvió a mirarlo entrecerrando los ojos, como si así fuera a desaparecer o a descubrirse tan solo como un producto de su imaginación... Sin embargo, al abrirlos allí seguía, incitándola a continuar... Paseó sus dedos resignados sobre las tapas oscuras y suspiró...

—Condenado cuaderno del demonio... ¿Pero tú de dónde sales, eh? Juraría haberte abandonado ya en un par de ocasiones... ¿Acaso pretendes hacerme perder los estribos, recordarme que un día tam-bién yo fui una irresponsable como ella? No vas a conseguirlo, ¿me oyes? No después de todo lo que he trabajado para olvidar. Todo está bien como está, ¿sabes? Con mis rutinas, mis estudios, Mario y mi estable y serena zona de confort. No sé porqué apareces ahora para destruirlo todo. Yo a esto ni estoy acostumbrada ni lo quiero estar, que te quede claro, hace mucho que vivo tranquila sin el peso de los ojos de mi hermano y muchísimo más sin los de Hugo... Así que no vuelvas a aparecer, ¿me has entendido? —Y, haciendo un gesto exageradamente teatralizado, lo lanzó contra el suelo y volvió a salir de la habitación, mientras las palabras de Victoria volvían a resonar en su cabeza...

La verdad es que no sé porqué me empeñaba en seguir quedando con ellos en momentos como aquel, cuando ni siquiera un neón con la palabra «LOSER» sobre mi cabeza hubiera hecho más alarde de otro de mis grandes fracasos que mis más que notables ojeras y aquella cara de resaca emocional que venía acompañándome en las últimas dos semanas. Pero el caso es que ahí estaba, había cargado mi mochila al hombro y me había presentado en el pue-blo, para oír sin escuchar a «Jorge el responsable» desplegando

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sobre la mesa del bar otro de sus discursos jocosos repletos de consejos moralistas. Consejos que, permitidme que lo dude, no llegaba a creerse ni él y a los que yo perfectamente habría podido responder con aquella cantinela que solíamos usar de niños: le dijo la sartén al cazo.

Porque no hacía tanto tiempo que Jorge había sido aquella sartén, y no una cualquiera, no vayáis a pensar, sino más bien una ya medio oxidada, un manual completo del perfecto bala perdida con el que me había ganado tantas noches el sol como chicas habían pasado por la parte trasera de su coche. Por eso le oía sin escuchar y miraba distraída el elegante movimiento de los hielos en mi vaso, mientras pensaba si de verdad habría alcanzado aque-lla madurez al empezar su relación con Amelia, si acaso sería que la estabilidad provoca amnesia transitoria y te hace olvidar de un plumazo todo lo que una vez te hizo perder la razón, tus locuras y aquellas montañas rusas a las que acostumbrabas a subirte sin pensar ni por un segundo en lo que pasaría mañana... Y, sobre todo, si lo haría tanto como para condenar sin juicio previo y ni una pizca de piedad a quienes seguían viviendo sin medida.

«Con lo que tú has sido, Jorgito... ¿O acaso has olvidado quien coprotagonizaba mis “historias de una pera”, los amaneceres en el parque con la litrona en una mano y nuestros sueños en la otra, compartiendo confidencias que apenas podían pronunciarse en voz alta? Con lo que tú has sido...» pensaba, mientras miraba en silencio mi vaso y le oía sin escuchar, tremendamente consciente de que esta vez era mejor mantener la boca cerrada. Y eso fue lo que hice, y no solo porque jamás se me hubiera ocurrido hablar del turbio pasado de Jorge delante de Amelia, sino porque, al fin y al cabo, ¿qué iba a decirles? Que si a mí sus discursos me sonaban a más de lo mismo, ellos debían tener mis absurdas promesas tan aprendidas que podrían imitar incluso mi tono de voz. entre digno y lastimero. sin apenas pestañear. Así que me callé y miré a Amelia de reojo esperando sus reproches, porque si algo me aterraba más que sus palabras eran sus silencios.

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—A mí no me mires, no pienso gastar mis fuerzas en esto ni una sola vez más. —Los brazos cruzados y el gesto impasible—. Me agotas, Victoria, y la verdad es que no entiendo cómo todo esto no te agota a ti también. Al final voy a optar por grabar uno de mis discursos de dignidad y darle al play cada vez que aparezcas, aunque dudo mucho de que aún recuerdes la existencia de esa palabra. ¿O todavía te vas a atrever a decirme que no habrá una «próxima vez»?

Volví a callar, porque lo peor, lo superlativamente peor, era que aquella vez ni siquiera me quedaban fuerzas para unas promesas en las que yo misma había dejado de creer, hasta el punto de no necesitar recurrir a mi lado más irracional para haber metido en la mochila aquel vestido verde con el que solíamos jugar y asumir que esa noche miraría una y mil veces atrás, esperando que se abriera la puerta del bar y fueran sus ojos los que se cruzaran con los míos, su sonrisa condescendiente la que me desarmara y, des-pués, todo lo demás...

Y para todo lo demás me preparé sin confesarlo, con la des-tructiva esperanza de que volviera a olvidar sus propias palabras y reclamara mi atención al final de la noche, sin explicaciones ni «lo sientos», una simple caída de ojos y un mensaje en mi móvil, el principio de los principios, como había sido siempre. Así que me calcé los tacones nuevos, porque siempre fue más fácil luchar desde las alturas, y me puse de pie, temerosa, esperanzada, expectante por lo que el espejo pudiera mostrarme. Porque no acostumbraba a verme guapa ni mucho, muchísimo menos, sexi, así que no pude reprimir una risita nerviosa, casi histérica, y una sensación de des-concierto al verme como casi una desconocida. Estaba realmente preparada para lo que fuera, con un mensaje bastante claro en la suela de mis zapatos y la dignidad a la que apelaba Amelia bien guardada bajo llave en el fondo de mi bolso...

Dos horas después, cuando apuraba la segunda de ron con limón y empezaban a incomodarme hasta los zapatos, las puertas del Zoe volvieron a abrirse, como lo hizo el mismísimo abismo

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bajo mis pies cuando lo vi entrar sonriendo, prepotente y altanero, llevando de su mano a otra que, efectivamente, no era yo.

Porque siempre fue más fácil luchar desde las alturas, pero la caída también era mayor...

—Ponme otra, Guille, por favor.

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