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Relatos Herman Melville Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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Relatos

Herman Melville

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EL VIOLINISTA

The Fiddler1

¡De modo que mi poema es un fracaso y lafama inmortal no se ha hecho para mí! Estoycondenado a ser un don nadie por toda laeternidad. ¡Suerte intolerable!

Tomando mi sombrero, arrojé contra elsuelo la crítica leída y me precipité enBroadway, donde una masa de genteentusiasmada se apiñaba camino de un circo,situado en una calle lateral cercana, circo quemuy poco antes había iniciado sus funciones yel cual gozaba de fama gracias a un payasoexcepcional.

Poco después mi viejo amigo Standard meabordó de una manera bastante ruidosa.

—¡Lindo encuentro, Helmstone, mi viejo!¡Eh! Pero, ¿qué pasa? ¿Cometiste un asesinato?

1 Harper's New Monthly Magazine, septiembre 1854

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¿Estás huyendo de la justicia? ¡Se te vedescompuesto!

—Entonces, ¿no lo has visto? —pregunté,refiriéndome, claro está, al comentario crítico.

—Oh, claro que sí. Estuve en la función dela mañana. Un gran payaso, te lo aseguro. Peromira, ahí viene Hautboy. Hautboy...Helmstone.

Sin que se me diera oportunidad —o sinque sintiera la inclinación— de protestar anteun error tan mortificante, de inmediato mesentí calmado al contemplar el rostro de aquelrecién llegado, a quien tan pococeremoniosamente me habían presentado. Eracorto y macizo de cuerpo, aunque de airejuvenil y animoso. Su tez, quemada de estar ala intemperie; sus ojos, sinceros, alegres ygrises. Sólo su cabello indicaba que no se estabaante un muchacho desproporcionadamentecrecido, y con base en el cabello le atribuí unoscuarenta años o algo más.

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—Oye, Standard —exclamó con gozodirigiéndose a mi amigo—, ¿no vas al circo? Medicen que el payaso no tiene igual. Venga ustedtambién, señor Helmstone; vengan los dos. Ycuando termine la función, cenaremos undelicioso cocido y un ponche donde Taylor.

Aquel contento genuino, aquel buen humory aquella extraordinaria expresión saludable ysincera de mi singularísima nueva amistadactuaron sobre mí como magia. Me pareciócuestión de simple lealtad humana aceptaraquella invitación venida de un corazóninconfundiblemente cordial y honrado.

Durante la función más puse atención enHautboy que en el celebrado payaso, pues elprimero constituía el verdadero espectáculopara mí. Su disfrute auténtico me llegaba alalma por ser expresión real de eso quellamamos felicidad. Parecía saborear con lalengua los chistes del payaso, como si fueran elvino más delicioso. Y expresaba suagradecimiento aplaudiendo ahora con las

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manos y golpeando el piso luego con los pies.Si una de las humoradas le parecía más quebuena, se volvía hacia Standard y hacia mí, porver si compartíamos su extraordinario placer.En aquel hombre de cuarenta años tenía a unmuchacho de doce, sin que ello hicieradisminuir en lo más mínimo mi respeto por él,pues todos sus actos eran tan honestos ynaturales, sus expresiones y actitudes tangráciles de bonhomía natural, que la juventudmaravillosa de Hautboy adquiría una especiede aire divino e inmortal, como el de algún diosde Grecia eternamente joven.

Pero por mucho que observara a Hautboy ypor mucho que admirara su talante, el humordesesperado con que había partido de casa nome había abandonado al grado de nomolestarme con reapariciones momentáneas.Pero salía de aquellas recaídas y mirabaapresurado a mi alrededor, a todo aquel amplioanfiteatro lleno de rostros humanosávidamente interesados y aplaudidores.

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¡Escuchen! Palmadas, golpes, hurrasensordecedoras. Todos los allí reunidosparecían enloquecidos en sus aclamaciones. ¿Yqué, me pregunté, ha causado todo esto? Pueshombre, que el payaso acababa de gesticularcómicamente con una de sus mejores muecas.

Me repetí entonces aquel sublime pasaje demi poema en que Cletemes el argivo vindica lajusticia de la guerra. Ay, me dije, si en estemomento saltara al escenario y repitiera dichopasaje; o mejor aún, recitara ante el públicotodo mi poema trágico ¿aplaudirían al poetacomo están aplaudiendo al payaso? ¡No! Meabuchearían, acusándome de ido o de loco.Entonces, ¿qué prueba todo esto? ¿Mi engaño osu insensibilidad? Acaso ambos, pero sin dudaalguna lo primero. Mas, ¿por qué lamentarse?¿Estás buscando la admiración de quienesadmiran a un bufón? Mejor trae a mientes laanécdota del ateniense que, cuando la gente loaplaudía rabiosamente en el foro, preguntaba a

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su amigo en un susurro: ¿Qué tontería hedicho?

Una vez más mis ojos recorrieron aquelcirco, cayendo finalmente sobre el radianterostro de Hautboy. Su alegría clara y honestarespondía con el desdén a mi desdén y miorgullo intolerante sufrió un golpe, aunqueHautboy ignorara qué reproche mágicosignificaba su rostro reidor para un alma comola mía. En el momento mismo de estarsintiendo yo el dardo de la censura, sus ojosbrillaron, su mano hizo un gesto y su voz seelevó en jubiloso deleite cuando el inagotablepayaso concluía otra más de sus gracias.

Terminado el circo, fuimos a Taylor. Enmedio de una multitud nos sentamos a una delas mesas de mármol, para saborear nuestrococido y nuestros ponches. Hautboy se habíaacomodado frente a mí. Aunque su anteriorhilaridad se encontraba muy atenuada ya, surostro seguía brillando de gozo, si bien ahora sepresentaba en él un rasgo hasta hace poco no

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muy sobresaliente: una cierta expresión serenade bienestar profundo y calmado. En estehombre se daban la mano el sentido común y elbuen humor. Según proseguía la conversaciónentre el enérgico Standard y Hautboy —puesyo apenas dije nada—, me sentí cada vez mássorprendido por el buen juicio que el segundomostraba. En casi todos sus comentarios a losdistintos temas abordados parecía encontrarinstintivamente la línea exacta entreentusiasmo y apatía. Se veía obviamente que sibien Hautboy captaba el mundo tal y como era,en teoría no le daba apoyo ni al lado brillante nial lado oscuro. Rechazaba todas las solucionesy sólo aceptaba los hechos. No negabasuperficialmente lo que en el mundo había detriste, no menospreciaba cínicamente lo que dealegre había en él y con agradecimientoaceptaba de corazón todo lo que personalmentele parecía placentero. Por ello me parecía obvio—al menos en aquel momento— que su alegríaextraordinaria no tenía como causa una

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deficiencia de sentimientos o de capacidadmental.

Recordando de súbito un compromiso,Hautboy tomó su sombrero, se despidióagradablemente y se fue.

—Bien, Helmstone —preguntó Standard,que tamborileaba levemente con los dedossobre la mesa—, ¿y qué piensas de tu nuevoconocido?

Las dos últimas palabras adquirieron unsignificado peculiar y distinto.

—Nuevo en verdad —repetí—. Standard,mil gracias te doy por haberme presentado auno de los seres más singulares que hayaconocido. Me era necesario ver a un hombre talpara poder creer en la posibilidad de suexistencia.

—Pareces gustar de él —contestó Standardcon sequedad irónica.

—Lo amo y admiro enormemente,Standard. Me gustaría ser él.

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—¿Ah, sí? Lástima, pues en el mundo sólohay un Haut-boy.

Este comentario me ensombreció de nuevoy en cierta medida reavivó mi anteriordisposición de ánimo.

—Supongo —dije, mofándome conrencor— que su admirable alegría se originapor igual en una fortuna y un temperamentofelices. Es obvio su gran sentido común, peropuede darse éste sin ningún otro don sublime.Antes bien, creo que en ciertos casos tenersentido común significa simplemente carecerde las otras virtudes. Con mayor razón teneralegría. Por estar desposeído de genio, Hautboyes una persona eternamente bienaventurada.

—Ah, con que no lo crees un genioextraordinario.

—¿Genio? ¿Ese hombre corto de estatura ygordo un genio? Los genios son delgados, comoCasio.

—¿Ah, sí? ¿No podrías imaginar queHautboy tuvo genio, pero que,

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afortunadamente, pudo deshacerse de él yengordar?

—A un genio le es tan imposibledeshacerse de su genio como curarse a unhombre enfermo de tisis galopante.

—¿Ah, sí? Hablas con mucha seguridad.—Así es, Standard —exclamé, sintiendo

crecer mi reconcomio—. Después de todo,ninguna lección puede darnos, ni a ti ni a mí, tualegre Hautboy. Con sus capacidades normales;sus opiniones claras, por limitadas; suspasiones dóciles a fuerza de débiles; sutemperamento alegre porque con él nació,¿cómo puede ser ejemplo adecuado para untipo temerario como tú o para un soñadorambicioso como yo? Fuera de los límitescomunes, nada lo tienta; no tiene en sí nada quenecesite refrenar. Por naturaleza está libre detodo daño moral. Tu Hautboy sería un hombrepor completo diferente si lo infectara laambición, si escuchara por una vez el aplausode la gente o tuviera que sufrir desprecios.

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Conformista y calmo desde la cuna hasta lasepultura, es obvio que se va deslizando sintropiezos por entre la multitud.

—¿Ah, sí?—¿Por qué me respondes Ah, sí de un

modo tan extraño cada vez que te contesto?—¿Has oído hablar del maestro Betty?—¿Aquel joven prodigio inglés que hace

mucho tiempo desalojó a los Siddon y a losKemble de Drury Lane e hizo que toda laciudad lo aclamara rabiosamente?

—El mismo —dijo Standard, una vez mástamborileando suavemente sobre la mesa.

Lo miré perplejo. Parecía guardar conreserva misteriosa la clave de nuestraconversación; parecía estar lanzándome sumaestro Betty para intrigarme aún más.

—¿Y qué carambas tiene que ver el maestroBetty, el insuperable genio y prodigio inglés dedoce años, con Hautboy, este pobrenorteamericano de cuarenta años, tan común ycorriente, tan empeñoso?

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—Oh, nada, nada en absoluto. No creo quejamás se hayan visto. Además, el maestro Bettydebe estar muerto y enterrado desde hacemucho tiempo.

—Y entonces, ¿para qué cruzar el océano,para qué perturbar su tumba y para quéintroducir sus restos en esta conversación devivos?

—Distracción, supongo. Te pido perdónhumildemente. Sigue con tus comentarios sobreHautboy. Así pues, piensas que nunca poseyógenio por ser un hombre demasiado satisfecho,feliz y gordo para ello, ¿no es eso? No loconsideras un ejemplo para los hombres engeneral. No concedes valor al mérito pasadopor alto, al genio ignorado o a la presunciónimpotente, eh. Los tres significan lo mismo. Yadmiras su buen humor mientras que a la vezdesprecias su alma vulgar. ¡Pobre Hautboy,cuan triste que tu alegría sea causa accidentaldel desprecio que se te muestra!

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—No he dicho que lo desprecie. Eresinjusto. Simplemente afirmé que Hautboy nome sirve de norma.

Un ruido súbito ocurrido a mi lado atrajomi atención. Volviéndome, me encontré conHautboy, quien alegremente volvía a sentarseen la silla que había abandonado tiempo atrás.

—Llegué tarde a mi cita —dijo—, así quevolví corriendo a reunirme con ustedes. Perocreo que ya han estado tiempo suficiente eneste sitio. Vayamos a mis habitaciones. Sólo hayque caminar cinco minutos.

—Si prometes tocar el violín para nosotros,te acompañaremos —contestó Standard.

¡Un violinista!, pensé. ¿Se trata entonces deun violinista de feria? ¿Cómo extrañarse, pues,de que el genio haya declinado para adaptarseal ritmo de un arco de violín? Mi depresión eraen verdad profunda en aquel momento.

—Gustosamente tocaré hasta que se harten—respondió Hautboy a Standard—. ¡Vamos!

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A los pocos minutos nos encontramos en elquinto piso de una especie de almacén, en unacalle lateral a Broadway. Estaba curiosamenteamueblada con todo tipo de enseresestrafalarios, se diría que comprados, de uno enuno, en subastas de moblaje de casas antiguas.Pero todo estaba limpio y era placenteramenteacogedor.

Apremiado por Standard, Hautboy sacódel estuche su maltratado violín y, sentándoseen un banco alto y destartalado, comenzó atocar alegremente “Yankee Doodle” y otrosaires ligeros, brillantes y desdeñosamentedespreocupados. Pero pese a lo común de lastonadas, quedé anonadado por algo que demilagroso había en el estilo. Allí sentado, enaquel viejo banco, el rojo sombrero ladeadosobre la cabeza y balanceando un pie, Hautboytocaba con el arco de un encantador. Huyó demí todo descontento, todo vestigio de malhumor. Mi espíritu esplénico en pleno capitulóante aquel violín mágico.

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—Algo de Orfeo tenemos aquí, ¿verdad? —comentó Standard, dándome pícaramente unligero codazo en el lado izquierdo.

—Y yo soy el oso encantado —murmuré.Cesó la música. Una vez más, con

redoblada curiosidad, contemplé al indiferentey calmado Hautboy. Pero el hombre frustrabapor completo cualquier intento de penetración.

Cuando, tras dejarlo, Standard y yo nosencontramos una vez más en la calle,encarecidamente le rogué que me dijera, sincortapisas, quién era aquel maravillosoHautboy.

—¡Pero, cómo! ¿No lo has visto tú mismo?¿No dejaste al descubierto su anatomía en laplancha de mármol de Taylor? ¿Qué máspodrías descubrir? No me cabe duda de que tupasmosa perspicacia te ha puesto ya al tanto detodo.

—Te burlas de mí, Standard. Existe en todoesto algún misterio. ¡Por favor, te lo ruego,dime quién es Hautboy!

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—Un genio extraordinario, Helmstone —dijo Standard con súbito ardor—, que en suadolescencia bebió hasta agotarlo el licor de lagloria, cuya gira de ciudad en ciudad era ir deun triunfo a otro. Una persona que hizomaravillarse a los sabios, que obtuvo lascaricias de las mujeres más hermosas, querecibió el homenaje abierto de miles y miles depersonas del pueblo. Y, míralo, hoy camina porBroadway sin que nadie lo reconozca. Tú, yo, elempleado que lleva prisa y la gente delómnibus lo apartamos a codazos. Él, que encientos de ocasiones fue coronado de laureles,viste hoy, como habrás podido ver, una chisteradeslustrada. Él, en cuyos bolsillos la fortunahizo llover oro y hojas de laurel sobre sussienes, va hoy de casa en casa, enseñando atocar el violín para ganarse la vida. Atosigadoalguna vez por la fama, hoy vive jubilosamentesin ella. Con su genio y sin la fama, vive másfeliz que un rey. Y es hoy un prodigio másgrande que nunca.

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—¿Y su nombre verdadero?—Te lo murmuraré al oído.—¿Cómo? Pero, Standard, yo mismo de

niño grité su nombre en el teatro hastaquedarme ronco.

—Supe que no recibieron muy bien tupoema —me dijo Standard, cambiando desúbito el tema.

—¡Ni una palabra acerca de eso, por amorde Dios! —grité. Si Cicerón, al viajar por el Este,encontró alivio compasivo para su dolor alcontemplar las áridas ruinas de una ciudadalguna vez suntuosa, ¿no quedarán mis nimiosproblemas en nada cuando en Hautboycontemplo cómo las vides y las rosas trepan porlas derruidas columnas de su destrozadotemplo de la Fama?

Al día siguiente rompí todos mismanuscritos, compré un violín y comencé atomar regularmente lecciones con Hautboy.

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EL PORCHE

The Piazza2

Con las más bellas flores,Mientras dure el verano y siga yo aquí, Fidele—3

Cuando me trasladé al campo, ocupé laanticuada casa de una granja, casa que no teníaporche, deficiencia ésta más de lamentarporque no sólo me gustan los porches, que dealguna manera combinan la comodidad de losinteriores con la libertad de los exteriores,siendo muy placentero el examinar allí eltermómetro, sino que la región es tan bella, queen época de bayas ningún muchacho trepa

2 Escrito ex profeso para la edición del magnífico volu-men “The Piazza Tales” (1854), donde se recogía cin-co relatos (como los célebres “Bartleby, The Scrive-ner” o “Benito Cereno”) ya publicados con anteriori-dad.

3 "With fairest flowers,Whilst summer lasts, and I live here, Fidele--"

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colina o cruza cañada sin tropezar concaballetes asentados en todos los rincones, asícomo pintores ennegrecidos por el sol. Unverdadero paraíso de pintores. El círculo de lasestrellas está cortado por el círculo de lasmontañas. Al menos, así parece desde la casa,aunque, una vez en las montañas, ningúncírculo de éstas puede verse. De haberseelegido el solar ochenta pies más allá, noexistiría ese anillo encantado.

La casa es vieja. Hace setenta años, en elcorazón mismo de las colinas Hearth Stonetallaron la Caaba4, o Piedra Sagrada, a la que,cada día de Acción de Gracias, los peregrinossolían ir. Ocurrió esto hace tanto tiempo que, alcavar para los cimientos, los obreros usaronlayas y hachas en su lucha contra lostrogloditas de aquellas partes subterráneas:

4 En árabe, “casa cuadrada”. Referencia al templo que seencuentra en la Meca; en sus muros está la Piedra Ne-gra, que los peregrinos besan tras darle siete vueltas aledificio.

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raíces vigorosas de un bosque vigoroso, situadoen lo que hoy es un largo declive de pradosadormilados, que van descendiendo desde mimacizo de amapolas. De aquel bosque apretadono queda sino un sobreviviente: un olmo, caídoen soledad debido a su constancia.

Quien haya construido la casa, la construyómejor de lo que supuso; o bien Orión, en elcenit, alguna noche estrellada hizo brillar suespada de Damocles ante ese hombre y le dijo“Construye aquí”. De otra manera, ¿cómohabría entrado en la mente de aquel edificadorque, una vez terminado el claro, suya sería unaperspectiva tan regia? Nada menos queGreylock con todas sus colinas, como si setratara de Carlomagno entre sus pares.

Ahora bien, que una casa situada así en talcampo no tenga porche, para que desde él,quienes así lo deseen se agasajen con la vista yse tomen en el disfrute todo el tiempo delmundo, parece un descuido tan grande como elde una galería de pinturas que careciera de

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bancas, pues, ¿qué son los salones de mármolde esas colinas de piedra caliza sino galerías deexhibición? Galerías en las cuales, renovándosecada mes, cuelgan cuadros que se diluyen enlos que vienen después. Y la belleza se parece ala piedad: no es posible correr mientras se lalee; se necesitan tranquilidad, constancia y, hoyen día, un sillón: Porque aunque, en los viejostiempos, cuando la reverencia estaba de moday no la indolencia, los devotos de la Naturalezasin duda adoraban de pie —tal como, en lascatedrales de aquellas épocas, lo hacían losadoradores de un Poder superior—, en estosdías de fe insegura y rodillas débiles tenemos elporche y el banco de iglesia.

En el primer año de mi residencia allí, paramás cómodamente presenciar la coronación deCarlomagno (de permitirlo el tiempo, locoronaban cada amanecer y cada puesta), elegí,en un descanso de una ladera cercana, uncanapé de hierba regio, un canapé de terciopeloverde con un amplio respaldo de musgo; a la

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altura de la cabeza, caso bastante extraño,crecían (por cuestiones de heráldica, supongo)tres matas de violetas azules sobre un campoargentado de fresas silvestres; como dosellevanté un enrejado de madreselva. Un canapéen verdad majestuoso. Tanto que, allí, comoocurriera con la yacente majestad deDinamarca en su jardín5, un taimado dolor deoído me invadió. Pero si en ocasiones abunda lahumedad en la Abadía de Westminster, por sertan antigua, ¿por qué no dentro de estemonasterio de montaña, mucho más viejo?

Era necesario un porche.La casa era amplia, mí fortuna estrecha. Así

pues, imposible era el construir un porchepanorámico, que diera la vuelta al edificio;aunque, en verdad, vista la cuestión desde laperspectiva de la regla y la escuadra, loscarpinteros, del modo más amable, estaban

5 Obvia referencia al asesinato del padre de Hamlet enHamlet (c. 1602), de Shakespeare.

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ansiosos de satisfacer mis menores deseos, heolvidado a cuánto por pie de construcción.

La prudencia me concedía lo que yodeseaba tan sólo en uno de los cuatro lados.Ahora bien ¿cuál de ellos?

Al este, ese largo campo de las colinasHearth Stone, que se desvanece a lo lejos, haciaQuito. Cada otoño, un copillo blanco de algoindefinido mira de pronto, en las mañanasfrías, desde el farallón más alto. Es la ovejarecién creada por la estación, su vellocino mástemprano; y luego el amanecer de Navidad,que cubre esas montañas pardas con lanas ytartanes rojizos, una vista placentera desde elporche. Una vista placentera, sí; pero al norteestá Carlomagno, y no pueden preferirse lascolinas de Hearth Stone cuando se tiene aCarlomagno.

Bueno, vayamos al lado sur. Allí haymanzanos. Es agradable el sentarse, unafragante mañana del mes de mayo, acontemplar el huerto, lleno de flores blancas,

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como dispuesto a una boda. Y luego, enoctubre, un campo verde, con enormes pilas deesferas rojas. Muy bello, lo confieso. Pero alnorte está Carlomagno.

Miren ahora el lado oeste. Un pastizal entierras altas, que se estrecha allá lejos en elbosque de arces que lo corona. Es grato, cuandoabre la primavera, seguir por la ladera, en todolo demás gris y desnuda, seguir por ella, digo,las sendas más antiguas, señaladas por las vetasde los primeros verdes. En verdad grato, nopuedo negarlo. Pero al norte está Carlomagno.

Y Carlomagno ganó. Era poco después de1848. Por alguna razón, alrededor de aquellaépoca, y en todo el mundo, esos reyes teníanderecho al voto, y votaban por ellos mismos.

No terminaba de romperse el terrenocuando todos los vecinos, y en especial mivecino Dives, también rompieron... pero encarcajadas. ¡Un porche con vista al norte! ¡Unporche de invierno! Desea, supongo yo, mirarla Aurora Boreal en las medianoches de

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invierno. Espero que tenga buena reserva demanguitos y guantes polares.

Fue esto en el mes de marzo. No se olvidanlas narices azules de los carpinteros, y cómoescarnecían la inexperiencia del citadino, quiendeseaba su porche al norte. Pero marzo no eseterno; con paciencia, agosto llega. Y entonces,en el fresco elíseo de mi cobertizo septentrional,como Lázaro cobijado en el seno de Abraham6,lanzaba miradas compasivas al pobre Dives7,quien sufría tormentos en el purgatorio de suporche meridional.

Pero incluso en diciembre no se rechazaeste porche al norte, aunque el frío muerda yhaya chubascos; aunque el viento norte, comocualquier molinero, pase por la nievevolviéndola una finísima harina, porque, una

6 Referencia a la parábola del rico y Lázaro (Lucas 16:19-31).

7 Apellido que Melville toma del latín dives (rico), paraasí referirse una vez más a la parábola mencionada an-teriormente.

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vez más, con la barba escarchada, me paseo porla resbalosa cubierta, doblando el Cabo deHornos.

También cuando el verano, a lo Canuto8,aquí sentado, suele venir a mientes el mar. Puesno sólo las grandes olas mueven las espigasinclinadas, y breves ondas de pasto llegan alporche, como en una bahía, sino que los vilanosde los dientes de león flotan como rocío, y elmorado de las montañas es como el morado delas olas y una tranquila luna de agosto meditasobre los ricos prados, como una calma en lalínea del Ecuador. La vastedad y la soledad sontan oceánicas, siéndolo también el silencio y launiformidad, que el primer atisbo de una casaextraña, más allá de los árboles, es para todo elmundo algo así como descubrir, en la costa dela Berbería, una vela desconocida.

8 Rey inglés de ascendencia vikinga; subió al trono en1016.

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Y esto me hace recordar mi viaje tierraadentro, al país de las hadas. Un viajeverdadero, pero, si visto en su totalidad, taninteresante como si lo hubiera inventado.

Desde el porche había captado algún objetoimpreciso, misteriosamente cobijado, alparecer, en una especie de bolsillo morado, alláen lo alto de un hueco en forma de embudo, oángulo hundido, en las montañasnoroccidentales. Sin embargo, era imposibledeterminar si se encontraba en una ladera o enun pico, pues, aunque vista desde perspectivasfavorables, una cima azul, que mira a la lejaníatras las otras, hablará por encima de suscabezas, por así decirlo, y afirmará que si bienella (la cima azul) parece hallarse entre lasdemás, no pertenece al grupo (¡Dios loprohíba!) y, en verdad, hará saber que seconsidera —como, la verdad sea dicha, tienetodo el derecho a creer— superior a las otraspor varios codos. No obstante, ciertas cadenas,aquí y allá en doble fila, como formando

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pelotones, de tal manera van hombro conhombro y se siguen unas a otras, con susformas y alturas irregulares, que, desde elporche, una montaña cercana y baja sedesvanecerá, en casi todas las condicionesatmosféricas, en otra más alta y alejada. Así, unobjeto, solitario en la cresta de la primera,parecerá, por todas las razones dadas, estaranidado en el flanco de la segunda. De algúnmodo, esas montañas juegan al esconditedelante de nuestros propios ojos.

Pero, sea como fuere y en todo caso, aquelpunto en cuestión se encontraba de tal manerasituado, que sólo era visible, y muy vagamente,en ciertas condiciones de luz y sombra bastanteembrujadoras.

A decir verdad, por un año o quizás más,no supe que existiera ese lugar; y tal vez nuncalo hubiera sabido de no ser por un hechiceroatardecer de otoño, de fines del otoño, unatardecer hecho para un poeta loco. Ocurriócuando los cambiantes bosques de arces

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situados en la amplia cuenca a mis pies,perdido ya su primer tinte bermellón,humeaban sordamente, como pueblos enpavesas, las llamas expirando sobre su presa;según los rumores, aquel humo visto en el aireno era todo producto del veranillo de SanMartín —que nunca se presentaba tan viciado,por suave que fuera—, sino que, en granmedida, lo traía el viento desde los lejanosbosques de Vermont, hacía semanas en fuego.No extrañe entonces que el cielo se mostraraominoso como la caldera de Hécate9; doscazadores, al cruzar un rojo campo de trigosarraceno en rastrojo, parecían el culpableMacbeth y el condenado Banquo. Y, muy haciael sur, como correspondía por la estación, unsol ermitaño, cobijado en la cueva de Adulam10,poco más hacía que, por reflejo indirecto de los

9 En la mitología griega, hija de Zeus y Hera; una de lasdivinidades del averno, mandaba demonios a la Tierrapara atormentar a los hombres.

10 Cueva donde David se ocultó cuando huía del rey Saúl.

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débiles rayos lanzados desde las nubes a travésdel desfiladero de Simplón, pintar estático unpequeño y redondo lunar, de color rojo, en lapálida mejilla de las colinas noroccidentales.Atraía como una señal. Era un punto deresplandor en medio de las sombras.

Allí hay unas hadas, pensé; un ruedomágico donde las hadas danzan.

Pasó el tiempo. Al siguiente mayo, tras unalluvia ligera caída en las montañas —un breveaguacero vuelto isla en los mares brumosos dela luz solar; una lluvia lejana (y en ocasioneshabía dos y tres y hasta cuatro de ellas, visiblesa la vez en distintos lugares) de las que megusta mirar desde el porche, y no esastormentas llenas de truenos que en el pasadome atraían, que envuelven al viejo Greylockcomo a un Sinaí, haciéndonos pensar que elatezado Moisés estuviera trepando por él entrearbustos de cicuta achicharrados; tras esa lluvialigera, decía yo, vi un arco iris cuyo extremomás lejano descansaba justo donde, el verano

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anterior, notara el lunar. Allí hay unas hadas,pensé, recordando a la vez que los arco irishacen florecer y que, si se llega a su comienzo,una bolsa de oro nos volverá ricos. Ojaláestuviera donde comienza ese arco iris, pensé.Y en nada disminuyó mi deseo cuando, porprimera vez, noté en el flanco de la montaña loque parecía un valle pequeño o una gruta; fueralo que fuere, brillaba como las minas de Potosícuando se lo veía a través del arco iris. Unvecino prosaico afirmó que se trataba de algúnviejo granero, abandonado, su costado caído ycomo fondo la cuesta. Sin haber estado allínunca, supe que se equivocaba. A los pocosdías, un amanecer alegre hizo brillar una chispadorada en aquel mismo punto. Tan viva era lachispa, que sólo un trozo de cristal parecíacapaz de producirla. Entonces el edificio —si,después de todo, tal era— no podía ser ungranero y, mucho menos, encontrarseabandonado, con una paja de heno rancioechando moho en él por diez años. No, de ser

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algo construido por mano mortal, debía tratarsede una cabaña, quizá vacía y desmantelada,pero aquella primavera misma reparada yprovista de vidrios de un modo mágico.

Un mediodía, otra vez en esa mismadirección, noté, sobre los borrosos remates de laverdura dispuesta en terrazas, un brillo mayor,como el de un escudo de plata puesto al sol porencima de la cabeza de una persona acuclillada;ese brillo, nos ha enseñado la experiencia encasos similares, proviene necesariamente de unedificio recién tejado. Aquello me aseguró quela lejana cabaña en tierra de hadas había sidoocupada hacía poco.

A partir de entonces, un día tras otro, llenode interés en mi descubrimiento, mirabaanheloso hacia las colinas todo el tiempo quepodía quitarle a mi lectura de El sueño de unanoche de verano y de todo lo referente a Titania.En vano. O bien un ejército de sombras, unaguardia imperial, de paso lento y aire solemne,desfilaba por las pendientes; o, derrotado por la

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luz acosadora, huía del este al oeste,dispersándose, como en las viejas batallas deLucifer y San Miguel; o las montañas, aunqueincólumes a esas luchas falsas ocurridas en elcielo, tenían una atmósfera por otras razonesdesfavorables a las imágenes encantadas. Lolamenté. Sobre todo que, enfermo, hube deretirarme a mi habitación por un tiempo, y mihabitación no daba a esas colinas.

Cuando, bastante repuesto ya, estabasentado una mañana de septiembre en miporche, meditando, pasaron por allí en grupolos niños del granjero, quienes venían detrás deun rebañito de ovejas, traveseando, y medijeron: “Hermoso día” —no pasaba de ser,después de todo, lo que sus padres llamabanuna promesa de buen tiempo; a decir verdad,me había vuelto muy sensible a causa de laenfermedad, al grado de no soportar el ver unaenredadera china por mí sembrada que, parami deleite, tras subir por una columna delporche había reventado en flores rutilantes;

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pero ahora, cuando se apartaban las hojas unpoco, mostraba millones de extraños ycorrosivos gusanos que, por alimentarse deaquellas flores, compartían su bendito color,volviéndolo maldito para siempre; gusanoscuyos gérmenes sin duda habían acechado en elbulbo mismo que, lleno de optimismo,plantara. Pues bien, allí estaba sentado,hundido en esa ingrata displicencia de mienfadosa recuperación, cuando, al mirar depronto a la lejanía, vi la dorada ventanamontañesa, deslumbrante como un delfín enalta mar. Allí hay unas hadas, pensé una vezmás; la reina de las hadas a su ventanaencantada; o, en cualquier caso, alguna alegremontañesa; bien me hará, bien me curará de mifastidio, el verla. Basta. Echaré al mar mi bote.¡Ánimo pues, corazón! Vayamos al reino de lashadas, al fin del arco iris en el reino de lashadas.

Cómo llegar al reino de las hadas, por cuálsenda, no lo sabía, ni nadie podía decírmelo, ni

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siquiera un tal Edmund Spenser11, quien habíaestado allí —al menos, tal me escribió—,excepto para asegurar que, para alcanzar esereino, es necesario navegar, y hacerlo con fe.Fijé la orientación de aquellas montañashadadas y, el primer día hermoso, cuando lasfuerzas me lo permitieron, monté en mi lancha—de cuerdo y de arzón alto—, liberé amarras ya navegar me lancé, viajero libre como una hojade otoño. Era la madrugada. Como partía haciael occidente, iba esparciendo por delante lamañana.

Unas millas después estaba cerca de lascolinas, pero fuera de su perspectiva general.No me había extraviado, pues a la orilla delcamino postes dorados, como señales,indicaban, no lo dudaba yo, la ruta hacia laventana dorada. El seguirlos me llevó a unaregión solitaria y lánguida, donde por las

11 Poeta inglés (1552?-1599), autor del poema “La reina de lashadas”.

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sendas cubiertas de hierba sólo andaba unganado soñoliento, el que, más bien perturbadopor el día que despierto, parecía caminar ensueños. Rozar, no lo hacía; los seres encantadosnunca comen. Al menos, tal dice don Quijote, elmás sabio de los ¡sabios que haya vivido.

Seguí adelante y, finalmente, llegué al piede la montaña prodigiosa, aunque sin ver aúnel anillo mágico. Delante de mí se levantaba unpastizal. Dejando caer cinco trancas mohosas —tan húmedas en su verdor que parecían sacadasde algún barco hundido—, un viejo Aries delana abundante, rostro alargado y cuernosenroscados vino a oliscarme; después,retrocediendo, con decoro me guió por una víaláctea de malezas blancas, más allá de Pléyadesy Hespérides agrupadas indistintamente, depequeños nomeolvides. Y me hubiera llevadoadelante por su senda astral de no ser porrubias bandadas de pájaros amarillos, pilotos,sin duda, hacia la ventana dorada, que volabana un lado y delante de mí, de arbusto en

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arbusto, adentrándose en los bosques —bosques que en sí eran un señuelo— y, dealguna manera, hechizados también por lacerca, que cerraba una senda oscura que, noimporta cuan oscura, subía. Seguí adelante.Aries, que renunciaba a mí por creerme unalma perdida, dio una vuelta en redondo yvolvió por un camino para él más prudente.Terreno prohibitivo y prohibido... para él.

En el bosque, un camino de invierno,cubierto a todo lo largo por gaulterias. A orillasde aguas guijarrosas —incluso más alegres porsolitarias, bajo las oscilantes ramas de los pinos,por ninguna estación mimados y, sin embargo,siempre verdes, continuaba mi viaje, sobre micaballo. Adelante, por un viejo aserradero, detal manera oprimido y acallado por lasenredaderas, que no se escuchaba ya su vozchirriante; adelante, por un profundo cauceabierto por las aguas en un mármol de nieve,teñido de primavera, donde los impulsos de lasavenidas habían cavado en la roca viviente, en

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cada margen, capillas vacías; adelante, pordonde Juan de la iglesia, como el Bautista deigual nombre, predicaba a la naturaleza;adelante, por donde una enorme roca de granoduro, hundida en helechos, mostraba loslugares en que, en tiempos ya olvidados, unhombre tras otro intentó dividirla, perdiendosus cuñas en el esfuerzo, cuñas que seguíanpudriéndose en los agujeros; adelante, pordonde, a lo largo del tiempo, en los bordesescalonados de una caída de agua, se habíanlabrado chimeneas, huecas como cráneos,mediante el incesante movimiento de unpedernal, siempre desgastando sin desgastarseél mismo; adelante, por unos rápidos violentosque desembocaban en un estanque secreto,donde se pacificaban tras girar allí unosmomentos, para seguir adelante serenos;adelante, por un terreno menos abrupto, através de un claro donde, sin duda, bailaronhadas o donde se calentó una rueda, pues todoestaba allí desnudo; y adelante aún, hacia

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arriba, hasta un jardín colgante donde, aquellamañana, con ojos de doncella me miraba unaluna en creciente.

Mi caballo agachaba la cabeza. Ante élrodaban manzanas rojas, las manzanas de Eva,las llamadas “no busques más”; probó una yotra yo; sabían a tierra. Aún no estamos en elreino de las hadas, pensé, lanzando la bridahacia un encorvado y viejo árbol, que doblóuna rama para asirla. Porque el camino ibaahora por donde no había senda, y nadie sinoyo podía transitarlo, y ello impulsado por elatrevimiento. Avancé entre matorrales demoras que trataron de detenerme,esforzándome yo por llegar a sembradíosestériles de laurel montañoso; por pendientesresbalosas hacia alturas desnudas, donde nadieestaba a recibirme. Aún no entramos en el reinode las hadas, pensé, aunque la mañana vinoantes que yo.

Muy dolorido de los pies y cansado, noalcancé entonces el final de mi viaje, pero a

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poco llegué a un paso escabroso, que se hundíaen regiones situadas más allá todavía. Uncaminillo zigzagueante, a medias cubierto dematorrales de arándano, se perdía allí por entrelos riscos. Una brecha había en sus filososlados; de ella partía un senderillo que, trepandopor aquel breve desfiladero, surgía garbosodonde la cima de la montaña, en parte ocultahacia el norte por una hermana mayor, consuavidad subía por el espacio antes deprecipitarse oscuramente. Y allí, entre rocasfantásticas, tras reposar en un hato, la senda seenroscaba, vencida a medias, hasta llegar a unacabañita gris, de un solo piso, coronada por untecho a dos aguas, como si fuera una monja.

En uno de sus lados el techo estaba muymanchado por la acción del tiempo y, cerca delenyerbado canalillo del alero, todo cubierto develloso terciopelo; sin duda que allí fundabanmusgosos prioratos los caracoles-monjes. Elotro declive estaba recién tejado. Al lado norte,sin puertas y sin ventanas, las chillas, limpias

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de pintura, conservaban el verde, como el ladonorte de los pinos cubiertos de liquen o loscascos, sin revestimiento de cobre, de los juncosjaponeses cuando están al pairo. Todo elbasamento, como el de las rocas vecinas, estabarodeado por venas oscuras del césped más rico;porque, al igual que ocurre en el reino de lashadas con las piedras de un hogar, la rocanatural, aunque empleada en una casa,conserva hasta el final su poder fertilizador,como si estuviera en el campo; sólo pornecesidad, cuando se derriba un edificio, pasaal pasto exterior. Al menos, tal dice Oberón,gran autoridad en cuestiones de hadas. Peroincluso haciendo de lado a Oberón, cierto esque, hasta en el mundo cotidiano, la tierra,cuando cercana a las granjas, como cuandocercana a las rocas de los pastizales, es, aunqueno se haya procurado eso, más rica que unoscuantos metros más allá; así de suave ynutritivo es el calor que en ese lugar se irradia.

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En lo que respecta a la cabaña, las venasoscuras eran más ricas en el frente y cerca de laentrada, donde el terreno y, en especial, elumbral de la puerta se habían ido asentandogradualmente, debido a su antigüedad.

No se veía cercado alguno, ni tampocolímites. Cerca había helechos, helechos y máshelechos; un poco más allá, bosques, bosques ymás bosques; más allá todavía, montañas,montañas y más montañas; después, cielo, cieloy más cielo. Tendidos en campos aéreos, pastospara la luna montañesa. Todo era naturaleza ysólo naturaleza, incluyendo la casa; y hasta unmontón no muy alto de madera de abedul,apilada a la intemperie, para sazonarla, yencima de cuyos maderos plateados brotaban,como si a través de la cerca de una tumbaapartada, vagabundos arbustos de frambuesa,decididos defensores de su derecho de paso.

La senda, tan delicadamente estrecha,como un caminillo para ovejas, pasaba entrehelechos bien plantados. Por fin el reino de las

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hadas, pensé; aquí moran Una12 y su cordero.En verdad, una habitación pequeña, un meropalanquín, puesto en la cima, en un pasosituado entre dos mundos, a ninguno de loscuales pertenecía.

Una hora sofocante, y yo con un sombrerodelgado, de material amarillo, y blancospantalones acampanados, ambas prendasreliquias de mis navegaciones por los trópicos.Atorado en los helechos silenciosos, caísuavemente, manchándome las rodillas de unverde mar.

Me detuve en el umbral o, más bien, endonde alguna vez estuvo el umbral, y vi, através del vano de la puerta, una muchachasolitaria que cosía junto a una solitaria ventana.Una muchacha de mejillas pálidas y unaventana con manchas de moscas, con avispasen los arreglados paneles superiores. Hablé. Se

12 En La reina de las hadas, de Spenser, la virgen Una represen-ta la verdad.

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sobresaltó tímidamente, como una muchachatahitiana que, aislada para un sacrificio, através de las palmeras viera por primera vez alcapitán Cook. Tras recuperarse, me pidió queentrara; con su mandil sacudió un taburete;luego, en silencio, volvió al suyo. Dando lasgracias, me senté; y ahora, por un tiempo,también estuve mudo. Entonces, ésta es la casaen la montaña de las hadas, y ésta la reinasentada a su mágica ventana.

Me acerqué. Allá abajo, enmarcado poraquel paso en forma de túnel, como si fuera untelescopio, vislumbré un mundo lejano,borroso, azul claro. Apenas lo reconocí, aunquede él venía.

—La vista debe serle muy placentera —dijefinalmente.

—Ah, señor —y en sus ojos aparecieronunas lágrimas–, la primera vez que vi por estaventana, me dije “Nunca, nunca me cansaré deesto”.

—¿Y qué la ha cansado ahora?

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—No lo sé —y una lágrima cayó—. No es elpaisaje, es Mariana.

Hace algunos meses su hermano, de apenasdiecisiete años, había venido a esos lugaresdesde muy lejos, desde el otro lado, para cortarleña y volverla carbón; ella, su hermana mayor,lo acompañó. Huérfanos eran desde hacíamucho tiempo y, ahora, únicos habitantes deaquella casa solitaria en las montañas. Ningúnhuésped venía, ningún viajero pasaba. Sólo enciertas temporadas los vagones de carbónutilizaban aquella senda zigzagueante,peligrosa. El hermano se ausentaba todo el díay, en ocasiones, toda la noche. Cuando alanochecer volvía a casa, agotado, pronto dejabael pobre chico su banco por la cama; tal como,finalmente, también se renuncia a eso paraalcanzar un descanso más profundo. El banco,la cama, la tumba.

Silencioso estuve ante la ventana mágicamientras me contaban estas cosas.

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—¿Sabe usted —dijo por fin, arrancándosea su relato— quién vive allá? Nunca he bajadoa esa región, lejos de aquí, quiero decir. Esacasa, la de mármol —e indicó a la distancia enaquel paisaje de abajo—. ¿No la ve? Allí, enaquella pendiente larga, con el campo al frentey los bosques detrás; el blanco resalta sobre elazul ¿no lo nota? Es la única casa a la vista.

Miré. Al cabo de un tiempo, y para misorpresa, reconocí, más por la posición que porel aspecto o la descripción de Mariana, mimorada, que brillaba muy parecido a ésta de lamontaña vista desde el porche. La brumaengañadora la hacía aparecer más como elpalacio del rey Encantador que como unagranja.

—Me he preguntado a menudo quién viveallí. Alguien feliz, desde luego. Eso pensé otravez esta mañana.

—¿Alguien feliz? —repetí, sorprendido—.¿Y por qué piensa eso? ¿Cree que viva allíalguien rico?

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—Jamás me pregunté si rico o no. Perotiene tal apariencia de felicidad, aunque nosepa decir por qué. Se halla tan lejos. Enocasiones me parece que la estoy soñando.Debiera verla al atardecer.

—Sin duda que el sol la dora bellamente,pero no más, tal vez, que el amanecer con estacasa.

—¿Esta casa? El sol es bueno, pero nuncadora esta casa. ¿Por qué habría de hacerlo? Estavieja casa se pudre, y ello la vuelve sumamentemusgosa. Claro, en las mañanas el sol entra poresta ventana, que estaba cancelada cuandollegamos, y que no puedo mantener limpia,haga lo que haga; y quema casi, y casi me ciegacuando coso, aparte de inquietar a las moscas ya las avispas; moscas y avispas como sólo se lasconoce en las casas solitarias de las montañas.Mire aquí esta cortina —este delantal— con laque trato de mantenerlo fuera. Desteñido, ¿love? ¿Dorar el sol esta casa? Mariana nunca viotal cosa.

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—Porque cuando el tejado está lo másdorado, usted se encuentra recogida dentro.

—¿Quiere decir en la hora más cálida ysofocante del día? Señor, el sol no dora estetejado. De tal manera gotea, que mi hermanotejó todo un lado. ¿No lo vio? El lado norte,donde el sol golpea más sobre lo que la lluviaha mojado. Este sol es bueno; pero el techoprimero abrasa y luego se pudre. Una casavieja. Quienes la construyeron se fueron alOeste, donde, se dice, murieron hace mucho.Una casa de montaña. En invierno, ni los zorrosse cobijarían en ella. Esa chimenea se habloqueado con la nieve, como un tocón hueco.

—Tiene usted extrañas fantasías, Mariana.—No hacen sino ser reflejo de las cosas.—Entonces debí decir “Estas cosas son

extrañas” y no “Tiene usted extrañas fantasías”.—Como guste —y volvió a su costura.Algo en aquellas palabras, o en aquella

acción tranquila, me hizo enmudecer de nuevo.Al notar, a través de la ventana mágica, que

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caía una sombra grande, como la creada por uncóndor gigantesco que flotara con sus alasextendidas, en una pose de ensimismamiento,me di cuenta de que, debido a lo más profundoy definitivo de su tono, fundía en su interiortodas las sombras menores de rocas y helecho.

—Mire usted la nube —dijo Mariana.—No, una sombra, sin duda de una nube,

aunque no puedo verla. ¿Cómo lo supo? Susojos no han dejado la labor.

—La oscureció. Bueno, la nube se ha ido yTray regresa.

—¿Quién?—El perro, el perro lanudo. Al mediodía se

va, por voluntad propia, para cambiar deforma; luego regresa y yace por un rato cercade la puerta. ¿No lo ve? Tiene la cabeza vueltahacia usted, aunque, cuando usted llegó,miraba al frente.

—Sus ojos no han abandonado esa costura.¿De qué habla usted?

—Por la ventana, cruzando.

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—¿Quiere decir esa sombra lanuda, ésacercana? Pues sí, ahora que la observo, no dejade parecerse a un gran perro de Terranovanegro. Ida ya la sombra invasora, la invadidaregresa. Pero no alcanzo a ver qué la produce.

—Para eso, necesita salir.—Sin duda una de esas rocas llenas de

hierba.—¿Ve usted la cabeza, la cara?—¿De la sombra? Habla como si usted la

viera, y ha tenido todo el tiempo los ojos en eltrabajo.

—Tray lo está mirando —y sin levantar lavista, agregó—; ésta es su hora; lo veo.

—Entonces, ¿tanto tiempo lleva sentada aesta ventana, por la que sólo pasan nubes yvapores, que, para usted, las sombras sonobjetos, aunque hable de ellos como fantasmas?¿Tan familiares le son que, por medio de unaespecie de sexto sentido, puede, sin mirarlos,decir dónde están, aunque, como si tuvieranpatas de ratoncillo, a hurtadillas andaran y

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fueran y vinieran? ¿Son estas sombras sin vida,para usted, como amigos que, aunque fuera desu vista, no lo están de su mente, ni siquiera ensus caras? ¿Ocurre así?

—Nunca lo pensé de esa manera. Pero almás amistoso de ellos, que tanto calmaba mihastío con su fresco temblar allí entre loshelechos, me lo quitaron, para jamásdevolvérmelo, como ahora sucedió con Tray.La sombra de un abedul. El árbol fue heridopor un rayo, y mi hermano lo cortó; usted vio lamadera amontonada fuera; bajo ella estánenterradas las raíces, pero no la sombra. Éstavoló para nunca volver, y nunca temblará ya enlugar alguno.

Otra nube pasó por encima, borrando unavez más al perro y oscureciendo toda lamontaña. Mientras la quietud se mostraba tanaquietada, bien pudo la sordera olvidarse de símisma o bien creer que aquella sombrasilenciosa hablaba.

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—No escucho, Mariana, ave ninguna, avecanora ninguna. Nada escucho. ¿Jamás vienenpor aquí muchachos o pájaros a recoger bayas?

—Muy rara vez oigo pájaros; muchachos,nunca. La mayoría de las bayas madura y cae,sin que nadie, sino yo, lo sepa.

—Pero unos pájaros amarillos meenseñaron el camino, o parte de él por lomenos.

—Y luego se volvieron. Supongo quevuelan por las laderas, pero nunca anidan en lacima. Sin duda usted piensa que, por vivir aquísolitaria, por no saber nada, por no escucharnada —o muy poco, fuera del trueno y la caídade los árboles—, por no leer nada, por hablarmuy rara vez y, sin embargo, estar siempredespierta, caigo en esos pensamientos extraños—porque así los llamó—, en este hastío y enesta vigilia. Mi hermano, que se mueve ytrabaja al aire libre, quisiera que pudieradescansar como él; pero mi trabajo es

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mayoritariamente el de una mujer: sentarme,sentarme, sin cesar sentarme.

—Pero ¿no sale a caminar en ocasiones?Estos bosques son grandes.

—Y solitarios; solitarios de tan grandes. Aveces, es cierto, al mediodía me alejo un poco,pero vuelvo en seguida. Es mejor sentirse solaal lado del hogar que al lado de una roca.Conozco las sombras que aquí me rodean; meson extrañas las de los bosques.

—¿Y las noches?—Como los días. Pensar, pensar... una

rueda que no puedo detener; y la hace darvueltas la simple falta de sueño.

—Oí que, para ese hastío del insomnio, eldecir nuestras plegarias y, luego, el posar lacabeza sobre una almohada de lúpulo fresco...

—¡Mire!A través de la ventana mágica señaló

ladera abajo, hacia un cercano jardincillo —unmero trozo de tierra removida, a mediasrodeado por las rocas que le daban cobijo—,

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donde, una al lado de otra, separadas unospies, encanijadas y marchitas, dos enredaderasde lúpulo trepaban por dos varas; al llegar a laspuntas se hubieran unido en un abrazoascendente, pero los perplejos brotes, trastantear por un tiempo en el aire, volvían allugar de donde habían surgido.

—Así que ya probó esa almohada.—Sí.—¿Y orar?—Plegarias y almohada.—¿Y no hay alguna otra cura o

encantamiento?—¡Ah, si una vez tan sólo pudiera llegar a

aquella casa y mirar al ser feliz que en ella vive!Una idea tonta: ¿por qué pienso en ella? ¿Seráque vivo tan sola y nada conozco?

—Tampoco yo conozco nada y, por lotanto, no puedo responder. Pero, en bien suyo,Mariana, mucho quisiera ser esa feliz personade esa casa feliz que usted sueña estar viendo,

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porque entonces la vería y, como usted dice,este hastío tal vez desaparecería.

Basta. Nunca ya zarpo en mi bote hacia elreino de las hadas, y me conformo con miporche. Es mi palco real y este anfiteatro miteatro de San Carlos. Sí, el escenario es mágicoy la ilusión completa. Y madama Alondra delos Prados, mi primera dama, interpreta aquí sugran papel; y, al beber de sus notas matinalesque, como Memnón13, parecen brotar de laventana dorada, ¡cuan lejano me parece elrostro que tras ella se encuentra!

Pero cada noche, cuando cae la cortina, laverdad llega con la oscuridad. Ninguna luzsurge en la montaña. Voy y vengo por elporche, acosado por el rostro de Mariana y pormuchas otras historias igualmente reales.

13 Gran estatua situada en Tebas, Egipto, que antiguamente,antes de su restauración, emitía ciertas notas al rayar el alba.

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DANIEL ORME

Daniel Orme14

[Lo que un retratistaprofundo como el Tiziano, onuestro famoso compatriotaStuart, ve en cualquier rostro, loque tal observador puedeestudiar allí atentamente, eso es,en esencia, el hombre. Superfluoel intentar desenmarañar suhistoria verdadera de las noticiasantagónicas que se escuchen. Nosucede igual con nosotros,quienes somos Tizianos yStuarts15 deficientes. En

14 Hallado tras la muerte del escritor entre sus papeles;por el estilo, parece ser un descarte de una de susúltimas obras, “John Marr and Other Sailors” (1888)

15 Gilbert Stuart (1755-1828), pintor norteamericano especiali-zado en retratos.

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ocasiones nos impresiona algúnrasgo excepcional que deinmediato despierta nuestrointerés. Pero se trata de uninterés que, debido a laignorancia, rebosa de curiosidadcomún y corriente. Procuramosenterarnos por alguien cuáleshan sido la carrera y laexperiencia de ese hombre; talvez intentemos obtener lainformación de él mismo. Pero loescuchado de otros pudieraresultar murmuraciones sinfundamento y, si a él nosacercamos, pudiera mostrarsequisquillosamente taciturno. Enpocas palabras, en una mayoríade los casos viene a ser como unmeteorito caído en un campo.Allí está. Los vecinos externan suopinión al respecto, y bien

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pudiera tratarse de una opiniónbastante extraña; pero ¿qué es?¿De dónde vino? ¿En qué ámbitoinimaginable adquirió esaextraña e ígnea aparienciametálica, ahora que el ganadopace la hierba húmeda a sualrededor?

De necesidad seráimperfecto cualquier intento pordescribir a un personaje como elque aquí hemos sugerido. Noobstante ello, es un hombre detal descripción el que sirve demotivo a este ensayo debosquejo.]16

No siempre es verdadero el nombre que deun marino aparece en la lista de la tripulación,

16 En el manuscrito, Melville trazó una línea acabado el segundopárrafo, escribiendo al margen: "Comienza aquí". Creímospertinente que el lector conociera el texto eliminado.

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ni en todos los casos indica el país de origen.Asentado esto, necesario es decir que, bajo elnombre puesto a la cabeza de este escrito, porlargo tiempo vivió un hombre perteneciente aun viejo buque de guerra; con verdad absolutapuede afirmarse que de su historia primeranadie sabía nada, excepto él mismo; y allí,desde luego, era inútil buscarla. Atento como semostraba siempre a cumplir con sus deberes,no tardó en ganarse el respeto de los oficiales.En cuanto a sus compañeros, si ninguno teníarazón para gustar de alguien tan distinto, nadiea la vez se permitía con él la menor libertad.Cualquier asomo de acercamiento, y en sumirada surgían la severidad y el rechazo.

Llegado por fin a una edad avanzada, se loretiró como capitán de las velas, asignándoseleun puesto y un grado menores; a saber, el deguardián al pie del mástil central, siendo sutarea, simplemente, aguardar el momento deapretar o soltar cabos. Pero incluso dicha tarea,debido a las guardias nocturnas, exigió al poco

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tiempo demasiado esfuerzo del marino, yaseptuagenario. En pocas palabras, ató su últimadriza y desapareció en tierra, en algún oscuroamarradero.

Fuera cual fuera su disposición de ánimooriginal, nunca, o al menos nunca en sus viajesposteriores, se le conoció en especial por susociabilidad. No que se mostrara gruñón, comoalgún marino veterano con lumbago, nirecogidamente taciturno, como un piel roja;pero sí irritable y, con frecuencia, dado amurmurar en voz baja. En ocasiones salía conun sobresalto de aquellos soliloquios apagados,acompañando la acción con una mirada o ungesto tan peculiarmente entristecido, que laimaginación calvinista de un cierto capellán defragata dedujo de allí una autocondena y unarrepentimiento surgidos de algún hechoterrible ocurrido en el pasado.

Era de rasgos amplios, fuertes, comofundidos en hierro; pero a consecuencia de laexplosión de un cartucho, de los ojos hacia

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abajo tenía el rostro cubierto de un densopunteado negriazul. Cuando, de acuerdo con lacostumbre, y como encargado del mástilcentral, se quitaba el sombrero, para permitirsecon el oficial de cubierta un diálogo menoslacónico, su frente curtida parecía una leonadaluna de octubre, en cuarto creciente sobre unanube ominosa. Junto con su taciturnocomportamiento ¿sería este inquietante aspectofísico, resultado de un mero accidente, seríaéste, y sólo este aspecto la causa de un rumorque corría entre ciertos marinos de popa: queen tiempos pasados había sido bucanero en losCayos y en el Golfo, miembro de lamerodeadora tripulación de Lafitte17? Lo ciertoes que en una ocasión había servido en unbuque con patente de corso.

Aunque un tanto cargado de hombros, porsu estatura se parecía al campeón de Gat18.

17 Jean Lafitte (17807-1825?), pirata cuyo campo de acción eranlas costas de Louisiana y de Texas.

18 Goliat.

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Tenía las manos gruesas y callosas; las uñas delos pulgares, como cuerno arrugado. Su cabezaera poderosa y de pelo hirsuto. La barba grisacero, ancha como la insignia de un comodoro,y alrededor de la boca manchadaindeleblemente con el jugo de tabaco quetaciturnamente le había escurrido en todos susviajes. Cuando su guardia diurna en la cubiertainferior, se acurrucaba silenciosamente entredos cañones negros; bien habría podido sugerirla imagen de un enorme oso gris de las sierrascalifornianas, la piel deslucida por la edad,hosco en aquella última guarida dondeaguardaba su última hora.

En, sus andanzas terrestres —cerca delmar, no muy lejos de los muelles, con techodonde pasar la noche y tareas mucho másllevaderas en todo sentido, con la posibilidadde elegir compañeros cuando así lo deseara,cosa que no sucedía muy a menudo—, perdió,felizmente, mucha de la aspereza mostradacuando encargado del mástil central, cuando se

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veía expuesto a todos los climas y su dietaconsistía en cecina de caballo.

Un extraño que se le acercara cuandoestuviera tomando el sol sentado en un viejotrozo de madera, en la playa, y lo saludaraamablemente no recibiría una contestaciónruda; y de darse algo más que un mero saludo,probablemente se iría con la impresión dehaber hablado con un ser interesante, aunquepeculiar; un filósofo con sal, no carente de uncierto tipo de sentido común pesimista.

Al poco de estar en tierra comenzó anotarse en sus hábitos una singularidad. Enocasiones, aunque únicamente cuando se creíatotalmente a solas, apartaba la pechera de suremendado Guernsey19 y con detenimientocontemplaba algo en esa parte de su cuerpo. Sipor casualidad lo descubrían en ello, conrapidez se tapaba y gruñendo hacía saber suresentimiento. Esta conducta peculiar despertó

19 Suéter de lana, muy ajustado, que usaban los marinos

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la curiosidad de algunos observadores ociosos,que se alojaban con él bajo el mismo techohumilde; como ninguno de ellos tenía el valorde interrogarlo sobre la razón de aquelcomportamiento, o de preguntarle qué tenía enel cuerpo, se preparó una droga como mediopara descubrir el secreto. Durante la cena se lapuso a hurtadillas, y en una cantidad prudente,en su enorme tazón de té. A la mañanasiguiente, un viejo gaviero susurró a suscompinches el resultado de aquella lamentableintrusión nocturna.

Tras llevarlos a un rincón y mirarfurtivamente alrededor, dijo: “Escuchen”; ynarró una historia inquietante, seguida porconjeturas mezcladas a temblores, bastantevagas, por cierto, pero suficientes para unoscerebros supersticiosos e ignorantes. He aquí loque en verdad había descubierto: un crucifijoañil y bermellón tatuado en aquel pecho, en ellado del corazón. Cruzaba al sesgo el crucifijouna cicatriz blancuzca larga y delgada, que

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decoloraba la piel; pudiera haberla causado elgolpe mal detenido o esquivado de un alfanje.Ahora bien, es usual encontrar la Cruz de laPasión tatuada en un marino, generalmente enel antebrazo y en ocasiones, aunque raras, en eltórax. En cuanto a la cicatriz, el viejo capitánhabía conocido, en servicio naval legítimo, loque significaba repeler un abordaje, no sinrecibir en éste (quizás) un recuerdo de batalla.Sin embargo, los huéspedes de la pensiónfueron de otra opinión respecto aldescubrimiento, y por fin informaron a ladueña que aquél era una especie de hombreprohibido, un hombre marcado por el EspírituMaligno, y que bien estaría deshacerse de él,para que el poder de la herradura clavadasobre la puerta no perdiera su fuerza y se vierareducido a la nada. Sin embargo, aquella buenamujer era una dama muy sensata, que no creíaen la herradura, aunque la tolerara; y como elviejo capitán pagaba semanalmente su estancia,

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nunca hacía ruido ni causaba problemas, pusooídos sordos a toda petición en su contra.

Como en su presencia siempre se ocultóprudentemente todo, el viejo marinero no tuvopor entonces conciencia de ningunamanipulación indebida. Cuando en alta mar,nunca llegó a sus oídos que algunos de suscompañeros lo creían bucanero, pues en losángulos de su boca había un tranquilo gestoleonino que decía: déjenme tranquilo. Portanto, ignoraba ahora que el mismo rumor lohabía seguido a tierra. De haber tenido hábitossociales, socialmente habría sentido el efecto deaquello y en vano habría buscado la causa.Algún informe equivocado, tuviera o no bases,como en algunos casos de eso que los marinosllaman una tempestad seca: durante ella no haylluvia, truenos y relámpagos; y pese a todo, losvientos invisibles e intangibles hacen zozobrarun barco y luego se pregunta: ¿Quién lo hizo?

Así, Orme continuó su vida solitaria, sinque mayor cosa del exterior lo perturbara. Pero

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los instantes del Tiempo siguen cayendo sobrela más tranquila de las horas, y aunque seadiamantina, acaban por gastarla. En su retironuestro gigante jubilado comienza a suavizarsey cae en una especie de decadencia animal. Enlas naturalezas duras y rudas, sobre todo enaquellas que, como las de marinos y granjeros,vivieron en medio de los elementos, esadecadencia animal afecta en gran manera a lamemoria, sobre la cual pone una niebla; no esraro que también debilite el corazón, aparte detal vez adormecer en mayor o menor medida laconciencia, sea ésta inocente o de otra índole.

Pero pasemos al final de nuestro bosquejo,necesariamente imperfecto.

Un hermoso día de Pascua, poco despuésde haberse sufrido un ramalazo de tiempopropicio al reumatismo, descubrieron a Orme,solitario y muerto, en una altura que dominabala curva externa de aquel gran fondeadero encuyas playas, al retirarse el mar, había anclado.Era una terraza de traza regular y suelo plano,

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de utilidad en tiempos de guerra, pero olvidadaen los de paz, cuando se la usaba como refugio.Allí situada se encontraba una anticuadabatería de cañones herrumbrosos. Contra unode éstos se lo encontró reclinado, las piernasestiradas al frente, la pipa de arcilla rota en dos,la tabaquera vacía, sin hebra alguna,testimoniando esto que se la había fumadohasta el final mismo de su contenido. Estaba decara al océano. Los ojos, abiertos, mostraban enla muerte una mirada vital fija en las aguasbrumosas y en las velas, apenas visibles, queiban y venían o se encontraban ancladas cercade allí.

¿Cuáles habrán sido sus últimospensamientos? Si algo de realidad cupo en losrumores que de él corrían ¿tuvieron losremordimientos, la idea de penitencia, lugar enesos pensamientos? ¿O nada de eso hubo enellos? Pensándolo bien, ¿no serían su humorcambiante, sus murmullos, sus extrañoscaprichos, sus arranques, sus encogimientos de

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hombros y sus gestos excéntricos, no serían,decimos, sino agregados grotescos, como loslobanillos y los nudos y las distorsiones queaparecen en la corteza de algún viejo manzanonacido de casualidad en una mesetainclemente, no sólo golpeado por muchastormentas, sino además obstaculizado en sudesarrollo natural porque, casualmente echósus primeras raíces en un terreno compacto derocas? En pocas palabras, que al ya no rodearlola fatalidad, terminara por ser lo que fue.Incluso de admitirse en su existencia un algooscuro que prefirió guardar en secreto ¿qué? Enmuchas ocasiones tal reticencia va más en biende los otros que en el propio. No, pensemosmejor que esa decadencia animal mencionadaantes siguió ofreciéndole amistad hasta el finalmismo, y que él se hundió en el sueñocaptando a través de la niebla de la memoriamuchas escenas lejanas llenas de la belleza deeste ancho mundo, sugeridas como en sueñospor las aguas brumosas que ante sí tenía.

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Yace enterrado junto a otros marinos aquienes, asimismo, algunos extrañoscumplieron con los últimos ritos; está en untrozo de tierra solitario, cubierto deescaramujos silvestres, del que nadie cuida.

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¡QUIQUIRIQUÍ!O EL CANTO DEL NOBLE GALLO BENE-VENTANO

Cock-A-Doodle-Doo!, or theCrowing of the Noble Cock Beneventano20

En todas partes del mundo, muchasfogosas rebeliones han asestado duros golpesen la cabeza de ruines despotismos; muchosatroces accidentes, de locomotora y de barco,han castigado similarmente las cabezas deanimosos viajeros (perdí un querido amigo enuna de esas catástrofes); mis propios asuntosparticulares también estaban plagados dedespotismos, catástrofes y golpes en la cabeza,cuando una mañana de primavera, bientemprano, demasiado lleno de hipocondríacomo para dormir, salí a caminar por mipradera de la ladera de la colina.

20 Harper's New Monthly Magazine, diciembre 1853

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El aire estaba fresco y húmedo, brumoso,desagradable. El campo parecía a medio hacer,con sus jugos crudos, destemplados,empapándolo todo. Me protegí de este airehúmedo lo mejor que pude abotonando midelgado abrigo cruzado -mi sobretodo era tanlargo que sólo lo usaba en mi carro-, y clavandorencorosamente mi bastón de manzanosilvestre en el suelo fangoso, curvé mi tristefigura para ascender por la empinada colina.Esta forzada postura aproximó mi cabeza a latierra, como si estuviera a punto de chocarlacontra el mundo. Tomé nota del hecho, peroante él sólo sonreí con pálida sonrisa.

Todo a mi alrededor era signo de unimperio dividido. La hierba vieja y la hierbanueva porfiaban una con otra. En laspantanosas tierras bajas, la fronda estallaba envívido verde; más allá, en las montañas,brillantes manchas de nieve contrastabanextrañamente con las laderas bermejas; todasesas gibosas colinas parecían vacas moteadas

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que tiritaban. Los bosques estaban cubiertos deramas muertas y secas, quebradas por lostumultuosos vientos de marzo, y los árbolesjóvenes que los bordeaban empezaban, recién, amostrar el primer matiz amarillento en elramaje naciente.

Me senté un momento en un gran troncoque se pudría cerca de la cumbre de la colina,dando la espalda a un denso bosquecillo, ymirando un amplio contorno de montañas, queencerraba una región sinuosa y variada. A lolargo de la base de la dilatada cadena deelevaciones, remoloneaba un río trémulo yfebril, sobre el cual se duplicaba una corrientede chorreante bruma, que se correspondíaexactamente, meandro por meandro, con sumatriz inferior. Aquí y allá, jirones de vaporvagaban indolentes por el aire, como naciones onavíos abandonados o sin timón, o toallasempapadas colgadas a secar en enmarañadassogas. A lo lejos, sobre un pueblo distantesituado al borde de una bahía de llanura entre

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las montañas, descansaba un gran dosel plenode neblina, como un manto. Era el humocondensado de las chimeneas, sumado alaliento exhalado por los pobladores, que nopodía dispersarse a causa de las colinas que losaprisionaban. Era demasiado pesado y sin vidapara elevarse por cuenta propia; así que allí sequedaba, entre el pueblo y el cielo, tratando deocultar a muchos hombres con paperas y amuchos niños debiluchos.

Paseé la mirada sobre la espaciosa regiónondulada, sobre las montañas, sobre el pueblo,sobre algunas granjas aquí y otras allá, y sobrebosques, montecillos, arroyos, rocas, páramos;y pensé para mí: qué marca leve deja el hombreen este inmenso, enorme planeta. Y, noobstante, el planeta deja marca en él. Quéhorrible accidente fue el del Ohio, donde mibuen amigo y otros treinta buenos tipos fuerondesviados a la eternidad por disposición de unmaquinista estúpido, que no distinguía unaválvula de un tubo de caldera. Y esa otra

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catástrofe ferroviaria, justo del otro lado de esasmontañas, en la que dos trenes infatuadoscorrieron atropelladamente uno contra otro, yse encaramaron y clavaron uno en el lomo delotro; una de las máquinas fue halladaencapsulada, como pollo en el huevo, en unvagón de pasajeros del tren enemigo; y unacantidad de nobles corazones, entre ellos unanovia y su novio, y un pequeño inocente, todosfueron desembarcados en la siniestra barca deCaronte, que a todos transportó, sin ningúnequipaje, a una u otra fundición de hierro yescorias. Y no obstante, ¿de qué sirve quejarse?¿Qué juez de paz entiende en estos asuntos? ¿Yde qué sirve fastidiar en cuanto a esto a losmismos cielos? ¿No son acaso los mismos cieloslos que ordenan esos acontecimientos, que enotro caso no ocurrirían?

¡Ah, mundo miserable! ¿Quién va amolestarse en hacer fortuna en él, cuando nosabe cuánto tiempo podrá conservarla, a causade los miles de burros y villanos que conducen

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ferrocarriles y barcos de vapor, y muchísimasotras cosas vitales en el mundo? ¡Si por untiempo me hicieran Dictador de Norteaméricalos ahorcaría a todos! ¡Y los colgaría, arrastraríay descuartizaría; los freiría, los tostaría y losherviría; los estofaría, los asaría y losdesmenuzaría, como si fueran patas de pavo...Eso haría con esos viles y bobaliconesfogoneros; los mandaría a avivar el fuego en elTártaro!

¡Grandes adelantos de la época! ¿Cuáles?¿Llamar adelanto a la facilitación de la muertey el asesinato? ¿Quién quiere viajar tan rápido?Mi abuelo no quería, y no era ningún tonto.¡Oigan! Ahí llega de nuevo ese viejo dragón,ese gigantesco tábano de Moloch: ¡bufa,resopla, chilla! Ahí viene rectamente a través delos bosques primaverales, como el cóleraasiático a paso rápido de camello. ¡Apártense!¡Aquí llega el asesino contratado, elmonopolizador de la muerte! ¡Juez, jurado yverdugo a la vez, cuyas víctimas siempre

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perecen sin el auxilio de la religión! Doscientascincuenta millas recorrió la fiera de hierro,aullando a través de la tierra, gritando: "¡Más,más, más!". ¡Ojalá esas cincuenta montañas sehubieran confabulado para caerle encima! Y, yaque estaban, también podrían caer encima deesa fiera menor que me acosa, mi acreedor, queaterra mi vida mucho más que cualquierlocomotora: ese pillo de quijada larga quetambién parece correr sobre rieles, y que meapremia hasta en domingo, todo el camino deida y vuelta a la iglesia, y viene y se sienta enmi mismo banco, y simulando la mayor cortesíame extiende el libro de oraciones abierto en ellugar adecuado, y mete su fastidiosa facturabajo mis narices en medio de mis devociones,interponiéndose entre mi salvación y yo;porque ¿cómo puede uno mantener la calma ensemejante situación?

No puedo pagarle a ese hombre horrible.Sin embargo, dicen que nunca abundó tanto eldinero, que es un remedio al alcance de

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cualquiera. Que me culpen si puedo conseguirun poco de esa droga, aunque nunca huboenfermo que necesite más que yo esa medicina.Es mentira, el dinero no abunda: escarben misbolsillos. ¡Ja! Aquí está el polvo que iba aenviarle al bebé enfermo en aquella choza, en laque vive el zanjero irlandés. Ese bebé tieneescarlatina. Y dicen que el sarampión escorriente en la región, y también la viruela y lavaricela, y que la dentición de los niños esmala. Muchos de los pobrecitos, después depasar por todo esto, mueren temprano ¡demodo que sufrieron sarampión, paperas,difteria, escarlatina, varicela, cólera morbo,diarrea estival y todo eso, en vano! ¡Ah! ¡Aquíestá ese dolor agudo del reumatismo en mihombro derecho! Lo pesqué una noche en el ríodel Norte, cuando, en un barco atestado, cedími litera a una señora enferma, y permanecí encubierta toda la noche bajo la llovizna. ¡Este esel agradecimiento que se obtiene por la caridad!¡Punzadas de dolor! ¡Fuera, reumatismo! ¡No

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podrías comportarte peor si yo fuera un villanoque asesinó a la dama, en vez de protegerla! Ladispepsia también... la dispepsia también metrastorna.

¡Hola! Aquí llegan los terneros de dos años,recién soltados del corral a la pradera, despuésde seis meses de dieta fría. ¡Qué aspectomiserable! Es cierto que el invierno fue duro:los huesos agudos sobresalen como codos;todos acolchados por una sustancia extrañadesecada sobre sus flancos como capas depanqueques. Aquí y allá les falta el pelo, ydonde no están costrosos o pelados, sus cuerosparecen los costados deslucidos de viejasmaletas vagando por el prado.

¡Escuchen! ¡Por Júpiter! ¿Qué es eso? ¡Vean!Las mismas maletas levantan las orejas alescucharlo, se detienen y recorren con lamirada la ondulada campiña. ¡Escuchen otravez! ¡Qué diáfano! ¡Qué musical! ¡Quéprolongado! ¡Qué triunfal canción de gracias enun canto de gallo! ¡Gloria a Dios en las alturas!

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Dice exactamente estas palabras, tanclaramente como jamás gallo alguno las dijo enel mundo. Vaya, vaya, estoy empezando asentirme un poquito mejor. No estaba tan, tanbrumoso, después de todo, si allá a lo lejoscomienza a mostrarse el sol. Me siento másreconfortado.

¡Escuchen! ¡Ahí está otra vez! ¿Resonóalguna vez sobre la tierra un canto de gallo tanbienaventurado? Claro, estridente, lleno decoraje, de fuego, de alegría, de júbilo.Claramente dice:

"¡Nunca te rindas!". Es extraordinario, ¿noes cierto, amigos míos?

Descubrí que inadvertidamente, en mientusiasmo, me había estado dirigiendo a losterneros de dos años, lo que demuestra cómonuestra auténtica naturaleza se traiciona aveces de la manera más inconsciente. Porquecomo una criatura de dos años, como unternero, me había comportado yo, cayendo enel resentimiento, en lo alto de una colina,

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además, cuando un gallo cantando en lastierras bajas, sin capacidad de discursorazonable, sin un penique en el mundo, ypendiendo constantemente sobre él la muerte amanos de su propietario hambriento, envía alos cielos un canto como el de un poetalaureado celebrando la gloriosa victoria deNueva Orleans.

¡Escuchen! ¡Ahí está otra vez! ¡Ese debe serun Shangai, amigos! Ningún gallo nacido enestas tierras cantaría una melodía tanprodigiosamente alborozada. Evidentemente,amigos míos, un Shangai de la raza delemperador de la China.

Pero mis amigos los terneros, alarmados alfin por los clamorosos cantos de victoria, sedispersaban ahora agitando el aire con suscolas, brincando torpemente, poniendo demanifiesto que no se habían movido librementedurante los últimos seis meses.

¡Escuchen! ¡Otra vez! ¿De quién es esegallo? ¿Quién puede permitirse, en esta región,

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comprar un Shangai tan extraordinario?¡Válgame Dios! ¡Me hace hervir la sangre... mesiento enloquecer! ¿Qué? ¿Ponerme a saltaraquí, sobre este viejo tronco podrido, paradesanquilosar mis articulaciones, y cantartambién? Si hasta hace un momento estabahundido en un pozo de penas. Y todo por elsimple canto de un gallo. ¡Gallo maravilloso!Pero no nos exaltemos... Esta clase de gallocanta muy poderosamente ahora, pero recién esde mañana; veremos cómo canta al mediodía, yal caer la noche. Ahora que lo pienso, los galloscantan casi siempre al comenzar el día. Suímpetu no es duradero, después de todo. Sí, sí;hasta los gallos sucumben al hechizo universalde la tribulación: jubilosos al comienzo, cierranla boca al final.

"...En las hermosas mañanas, nosotros, loshermosos y vigorososgallos iniciamos nuestros cantos con alegría;pero al llegar la noche no cantamos tanto,

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porque con la noche llegan el desánimo y lalocura."

El poeta pensaba en este mismo Shangaicuando escribió estos versos. Perodetengámonos. ¡Ahora canta otra vez, y sucanto es diez veces más rico, más pleno, másdilatado, más estrepitosamente exultante queantes! ¡Es como escuchar la gran campana deSan Pablo sonando durante una coronación! Enrealidad, habría que sacar esa campana, yreemplazarla con este Shangai. Su cantoregocijaría a todo Londres, desde Mile Endhasta Primrose Hill, y disiparía la niebla.

Bien, esta mañana tengo ganas dedesayunar, como si no lo hubiera hecho desdehace una semana. Me proponía tomar sólo té yunas tostadas; pero tomaré café y unos huevos;no, mejor cerveza fuerte y una chuleta. Quieroalgo sustancioso. Ah, ahí viene el tren: cochesblancos, relampagueando a través de losárboles como un venero de plata. ¡Quéalegremente gorjea la tubería del vapor! ¡Qué

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alegres están los pasajeros! Allá se agita unpañuelo...

Bajan a la ciudad a comer ostras, y a ver asus amigos, y a ir al circo. Miren la bruma allá alo lejos; qué suaves rizos y ondulacionesalrededor de las colinas, y el sol tejiendo consus rayos entre ellas. Vean el humo azulado delpueblo, como pabellón azulado de un lechonupcial. Qué brillante se ve el campo donde elrío inundó los prados. La hierba vieja tiene queceder paso a la nueva. Bien, este paseo me hizobien. Ahora a casa, vamos por esa chuleta y esabotella de cerveza fuerte; cuando la hayabebido -un cuarto de cerveza-, en ese momento,me sentiré casi tan fuerte como Sansón. Sinembargo, ahora que lo pienso, ese acreedorpuede venir a visitarme. Visitaré el bosque ycortaré un garrote. Por Júpiter, que lo voy aapalear si me apremia en un día como hoy.

¡Oigan! Canta nuevamente el Shangai. ElShangai dice: "¡Bravo!". El Shangai dice:"¡Apaléalo!"

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¡Ah, gallo valiente!Me sentí de raro buen ánimo toda la

mañana. El acreedor vino a las once. Yo estabaleyendo Tristam Shandy. El flaco bribón (¡ungranjero flaco, además... piénsenlo!) entró, y meencontró sentado en un sillón, con los pies en lamesa, y la segunda botella de cerveza a mano,con la mirada en el libro.

-Tome asiento -le dije-. Terminaré estecapítulo, y lo atenderé. Hermosa mañana. ¡Ja,ja! ¡Esta es una hermosa broma acerca de mi TíoToby y la viuda Wadman! ¡1a, ja, ja! Déjemeleerle esto.

-No tengo tiempo; tengo que cumplir conmis faenas del mediodía.

-Al demonio con sus faenas -dije-. Y no tiresu tabaco viejo aquí, o lo echaré.

-¡Señor!-¡Déjeme leerle esto acerca de la viuda

Wadman! Dijo la viuda Wadman...-Esta es mi cuenta, señor.

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-Muy bien. Estrújela, ¿quiere...? Es mi horade fumar; acérqueme una brasa del hogar, porfavor...

-¡Mi factura, señor! -dijo el bribón,palideciendo de rabia y sorpresa ante micomportamiento inusual (antes yo siempre lorehuía con rostro pálido), pero demasiadoprudente como para delatar la magnitud de suasombro. Me puso la factura delante de lanariz-: ¡Mi factura, señor!

-¡Amigo mío! -le dije-. ¡Qué mañanaencantadora! ¡Qué dulce se ve el campo!Dígame ¿escuchó ese extraordinario canto degallo esta mañana? ¡Beba un vaso de micerveza!

-¿Suya? ¡Pague sus deudas antes de ofrecera la gente su cerveza!

-Usted cree, entonces, que propiamentehablando, yo no tengo cerveza -dije,levantándome pausadamente-. Lo sacaré de suerror. Le mostraré una cerveza más fuerte quela Varclay y Perkins.

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Sin agregar más, agarré a ese acreedorinsolente de la holgura de su abrigo (y comoera un miserable flaco con barriga de pescado,su abrigo abundaba en holgura), lo até con unnudo marinero y, metiéndole la factura entrelos dientes, lo llevé al campo abierto que rodeami residencia.

-Jake -le dije a mi muchacho-, encontrarásuna bolsa de papas pasadas bajo el tinglado.Arrástrala hasta aquí, y saca a papazos a estemendigo. Ha estado pidiéndome que le dé unasmonedas, y bien sé que puede trabajar, pero esun haragán. ¡Sácalo a papazos,

Jake!¡Bendita sea mi estrella, qué canto! El

Shangai elevó un peán y laudamus tan perfectos,tal triunfal toque de trompetas, que mi almaresopló dentro de mí. ¡Acreedores! ¡Podríavérmelas con un ejército de ellos!¡Evidentemente, el Shangai opinaba que losacreedores sólo vinieron al mundo para serpateados, golpeados, machucados, apaleados,

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sofocados, zurrados, batidos, ahogados,aporreados!

De nuevo en casa, cuando la exaltación demi victoria se mitigó un poco, me puse a pensaren el misterioso Shangai. No había imaginadoque lo oiría tan cerca de mi hogar. ¿Quién seríael rico caballero desde cuyo gallinero llegaba sucanto? Y no lo había interrumpido como yohabía supuesto que haría. Este Shangai cantabahasta mediodía, por lo menos. ¿Cantaría el díaentero? Resolví averiguarlo. Nuevamente trepéla colina. La región entera estaba bañada ahoraen embriagante luz de sol. Un cálido verdorestallaba a mi alrededor. Las cuadrillastrabajaban en el campo. Las aves, otra vezllegadas del sur, cantaban animadamente en elaire. Hasta los cuervos graznaban con ciertaunción, y parecían una sombra o dos, menosnegros que de costumbre.

¡Oigan! ¡Ahí está el gallo! ¿Cómo describirel canto del Shangai al mediodía? Su canto delamanecer era un murmullo al lado de este. Era

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el canto más poderoso, más dilatado y másextrañamente musical que haya asombradonunca a humano mortal. Yo había escuchado amuchos gallos, algunos de ellosverdaderamente espléndidos, ¡pero este! Eratan suave y aflautado en su clamor... tanaplomado en su embeleso de exaltación... tanvasto, ascendente, turgente, encumbrado, comosi surgiera de una garganta de oro, muy echadahacia atrás. No sonaba como el canto tonto,pagado de sí mismo, de esos jóvenes gallosaprendices, que no saben nada del mundo yempiezan a vivir con espíritu alegre y audaz,porque viven en miserable ignorancia de lo quepuede ocurrir. Era el canto de un gallo que nocantaba irresponsablemente; el canto de ungallo que sabía un par de cosas; el canto de ungallo que había luchado en el mundo yobtenido de él lo mejor, y ahora estaba resueltoa cantar, aunque la tierra se elevara y los cielosse derrumbaran. Era un gallo sabio, un gallo

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invencible, un gallo filosófico, el gallo entre losgallos.

Otra vez volví a casa lleno de ánimorevigorizado, poseído por una especie desentimiento de audacia. Pensé en mis deudas yen otros inconvenientes, en los desafortunadosalzamientos de los pobres pueblos oprimidosen el extranjero, en los accidentes de barco y deferrocarril, y hasta en la pérdida de mi queridoamigo, embargado por un sereno arrebato dedesafío, que me sorprendió. Me sentía como sifuera capaz de encontrarme con la Muerte,invitarla a comer, y brindar con ella por lasCatacumbas, en un puro desborde de confianza y sentimiento de seguridad universal.

Hacia el atardecer volví a la colina, para versi el glorioso gallo se mostraba animoso desdela salida del sol hasta su ocultamiento. ¡No mehablen de Vísperas ni de toques de queda! Elcanto vespertino del gallo surgió de supoderosa garganta, se expandió por sobre todala tierra, y la habitó, como Jerjes llegando de

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Oriente con sus huestes aladas. Era milagroso.¡Bendita sea mi alma, qué gallo! Esa noche seposó en su percha, pueden estar seguros,victorioso sobre el día entero, y legando losecos de sus mil cantos a la noche.

Después de un sueñodesacostumbradamente profundo y reparador,me desperté temprano, sintiéndome como unelástico de coche... ágil... elíptico... vivaz..,animado como hocico de esturión... y subí asaltos la colina, como una pelota. ¡Oigan! ElShangai se había levantado antes que yo. Sonlas aves madrugadoras las que atrapan elgusano... cantando como un clarín soplado poruna máquina... vigorosamente, puro poder,puro júbilo. Desde las casas de las chacrasdispersas por los campos, una multitud deotros gallos también cantaba, y sus cantos sereplicaban mutuamente. Pero eran comoflautines contra un trombón. El Shangaiestallaba súbitamente, interrumpiendo yahogando todos los otros cantos con su único

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toque avasallador. Parecía no tener nada quever con ninguna preocupación ajena. No lecontestaba a ningún gallo: cantaba solamentepor sí y para sí, en absoluta independencia ycon desdén solitario.

¡Oh, gallo intrépido! ¡Oh, noble Shangai!¡Oh, ave justamente ofrecida por el invencibleSócrates, como testimonio de su victoria finalsobre la vida!

Como que estoy vivo, pensé, en este mismobendito día iré a buscar el Shangai, y locompraré, aunque tenga que hipotecar una vezmás mi tierra.

Escuché atentamente, tratando de descubrirde dónde llegaba el canto. Pero tanto cargaba yhenchía el aire, y tan copioso y rebosante era,que resultaba imposible decir de qué puntopreciso provenía esa exaltación. Todo lo quepude decidir fue que provenía del Este, y nodel Oeste. Entonces discutí conmigo mismoacerca de la distancia a la que puede oírse elcanto de un gallo. En esta región silenciosa y

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encerrada entre montañas, los sonidos sonaudibles a gran distancia. Además, lasondulaciones del terreno, los lindes de lasmontañas con las colinas y el valle inferior,producen extraños ecos, reverberaciones,multiplicaciones y acumulaciones deresonancia, muy notables cuando se lasescucha, y muy sorprendentes cuando sepiensa en ellas. ¿Dónde se ocultaba esteintrépido Shangai, esta ave del animosoSócrates, gallo de riña griego que murióimpasible? ¿Dónde se escondía? ¿Dónde estás,noble gallo? ¡Canta una vez más, mi Bantam,mi principesco, mi imperial Shangai, mi ave delemperador de la China! ¡Hermano del Sol!¡Primo del gran Júpiter!

¿Dónde estás? ¡Canta otra vez, y dimedónde vives!

¡Escuchen! El canto estalló, como el de laorquesta completa de todos los gallos de todaslas naciones. ¿Pero de dónde venía? De por allá;

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¿pero de dónde? No daba información, salvoque venía del Este.

Después del desayuno, tomé mi bastóndecididamente, y bajé al camino.

Había muchas moradas señorialesesparcidas por la región, y yo no dudaba deque alguno de esos adinerados caballeros habíagastado un billete de cien dólares en algúnShangai real recién importado en el "TradeWind", o en el "White Squall", o en el"Sovereign of the Seas"; porque tenía que habersido una intrépida nave con un intrépidonombre la que se encargó de la suerte de tanintrépido gallo. Estaba resuelto a recorrer todala región y descubrir al noble forastero; peropensé que no estaría mal averiguar por elcamino, en las casas más humildes, si, porcasualidad, tenían noticias de un Shangai reciénimportado, perteneciente a alguno de loscaballeros que vienen de la ciudad; porque caíade maduro que ningún granjero pobre, enrealidad ningún pobre de ninguna clase, podría

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ser propietario de semejante trofeo oriental, deuna Gran Campana de San Pablo en la gargantade un gallo.

Encontré un anciano arando en un campopróximo al camino.

-Amigo: ¿ha escuchado en los últimostiempos un extraordinario canto de gallo?

-A ver, a ver -arrastró las sílabas-, no sé... laviuda Crowfoot tiene un gallo... y el señorSquaretoes tiene un gallo... y yo tengo un gallo,y todos cantan. Pero no sé de ninguno con uncanto extraordinario.

-Que tenga buenos días -le dije secamente-.Es evidente que usted no ha escuchado el cantodel gallo del emperador de la China.

Enseguida encontré otro viejo, quereparaba una antigua cerca que se había caído.Los travesaños estaban podridos, y a cadamovimiento de la mano del viejo se deshacíanen un polvo amarillo ocre. Mejor hubiera sidoque dejase la verja en paz, o que consiguiera

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materiales nuevos. Y aquí debo decir que unacausa del triste hecho de que la imbecilidadprevalezca entre los granjeros más que encualquier otra clase de gente, es queemprenden la reparación de cercas podridas, encálido, relajante tiempo primaveral. Se trata deuna empresa sin esperanzas. Una empresalaboriosa, una empresa infinita. Una empresaque rompe el corazón. Enormes esfuerzosdespilfarrados en una vanidad. Porque ¿cómopuede uno hacer que cercas podridas sesostengan mediante sujeciones podridas? ¿Quémagia devolverá la vida a palos que han estadohelándose y cocinándose durante sesentainviernos y veranos consecutivos? Es esteempeño miserable en rehacer cercas podridascon sus propios maderos podridos lo que llevaa tantos granjeros al manicomio.

La incipiente imbecilidad estabaclaramente marcada en la cara del viejo encuestión. A unos treinta metros delante de él seextendía una de las más infelices y

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descorazonadoras cercas que yo haya visto enmi vida. Detrás, en un campo, un grupo denovillos, como poseídos por demonios,embestían continuamente esta calamitosa cercay, dañándola aquí y allá, obligaban al viejo ainterrumpir su tarea y perseguirlos para quevolvieran a su sitio. Los corría enarbolando unpedazo de cerca grande como la viga de Goliat,pero liviano como el corcho. Al primer floreo sedesintegraba en polvo.

-Amigo mío -dije, dirigiéndome a estedeplorable mortal-, ¿ha escuchado en losúltimos tiempos un extraordinario canto degallo?

Del mismo modo podría haberlepreguntado si había oído la voz de la muerte.Me echó una larga, desconcertada, melancólicae inefable mirada, y sin responderme retomó sudesdichada labor.

¡Qué tonto fue, pensé, preguntar por ungallo grato y placentero a una criatura taningrata y desagradable!

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Seguí la marcha. Ya había descendido delas alturas donde está mi casa, y en la zona bajapor la que marchaba no podía escuchar el cantodel Shangai que, sin duda, allí pasaba porencima de mí. Además, quizás el Shangaiestaba almorzando su maíz y avena, odurmiendo la siesta, y había interrumpido sualborozo por un rato.

Al fin encontré, cabalgando por el camino,a un caballero corpulento, hasta obeso, dueñode una gran fortuna, que le había permitidocomprarse recientemente unos nobles acres, yconstruir en ellos una noble mansión, con unapreciable gallinero, cuya fama se extendía portoda la región. Este es el propietario delShangai, pensé.

-Señor -le dije-, perdóneme, pero soyvecino suyo, y quiero preguntarle si usted esdueño de algunos Shangai.

-Oh, sí; tengo diez Shangai.-¡Diez! -exclamé yo, maravillado- ¿Y todos

cantan?

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-Muy vigorosamente; cantan todos y cadauno de ellos; no conservaría un gallo que nocantara.

-¿Va a volver, y a mostrarme esos Shangai?-Con gusto: estoy orgulloso de ellos. Me

costaron seiscientos dólares.Mientras caminaba al lado de su caballo, se

me ocurrió que quizás había confundido loscantos armoniosamente combinados de diezShangai a coro, con el canto sobrenatural de unúnico Shangai.

-Señor -dije- ¿hay uno de sus Shangai quesupera a todos los otros por la potencia,musicalidad y efectos inspiradores de su canto?

-Creo que todos cantan de manera muyparecida -replicó cortésmente-. En verdad, nosé si podría distinguir sus cantos entre sí.

Empecé a pensar que, después de todo, minoble gallo podía no estar en manos de esteadinerado caballero. No obstante, entramos ensu gallinero, y vi sus Shangai. Permítasemedecir que hasta entonces yo nunca había visto

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una de estas aves importadas. Estaba al tantode los altísimos precios que se pagaban porellas, sabía que eran de enorme tamaño, y habíaimaginado que su belleza y su brillo eranproporcionales a su tamaño y precio. Cuántafue mi sorpresa, entonces, al ver diezmonstruos color zanahoria, sin la menorpretensión a un plumaje esplendoroso.Inmediatamente decidí que mi gallo real noestaba entre esos, ni podía ser un Shangai, si esque esas gigantescas aves, carne de horca, eranauténticas muestras del verdadero Shangai.

Caminé todo el día, comiendo ydescansando en una granja, inspeccionandocorrales, interrogando a dueños de aves, yprestando atención a diversos cantos, pero nodescubrí al misterioso gallo. En verdad, habíaandado y me había alejado tanto, que no podíaoír su canto. Empecé a sospechar que este galloera un mero visitante en la región, que habíapartido al sur en el tren de las once, y que ahora

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estaba cantando y regocijándose en algún sitioen las verdosas orillas de Long Island Sound.

Sin embargo, a la mañana siguiente, al oírel toque inspirador, volví a sentir que mi sangrebrincaba, volví a sentirme superior a todos losmales de la vida, volví a sentirme expulsando ami acreedor fuera de casa. Pero, descontentocon la recepción que le ofrecí en su últimavisita, el acreedor se quedó afuera. Sin dudaestaba enojado; el tonto había tomado en seriouna broma inofensiva.

Pasaron varios días, durante los cuales hicevarias excursiones a las regiones lindantes,buscando en vano al gallo. No obstante, seguíaescuchándolo desde la colina, y a veces desdela casa, y a veces en el silencio de la noche. Sipor momentos recaía en mi sombrío desánimo,al mero sonar del canto eufórico y desafiante,mi alma se volvía gallo, batía sus alas, echabaatrás su garganta y lanzaba un jubiloso reto atodo el mundo de aflicciones.

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Por último, pasadas unas semanas, me viobligado a imponer otra hipoteca sobre mipropiedad, para pagar ciertas deudas, entreotras la que me reclamaba mi acreedor, quehabía iniciado un juicio civil contra mí. Laforma en que se me comunicó la iniciación delproceso fue de lo más insultante. Yo habíaestado saboreando una botella de cerveza deFiladelfia y un poco de queso Herkimer, en elapartado de la taberna del pueblo, y trasadvertirle al propietario, amigo mío, quearreglaría cuentas con él cuando recibiera mipróxima letra de cambio, me dirigí hacia elcolgador donde había dejado mi sombrero,para tomar un cigarro selecto que allí guardaba,y me encontré con la cédula judicialenvolviendo el cigarro. Al desenvolver elcigarro, desenvolví la cédula de notificación delproceso civil, y el alguacil allí presente tambiénse desenvolvió, con voz fuerte:

-¡Notifíquese!Y añadió, en un murmullo: -¡Chúpese eso!

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Me volví a los caballeros presentes en aquelmomento en ese bar, y dije:

-Caballeros ¿es este un procedimientohonorable... digamos, un procedimiento legalpara librar oficio de una demanda civil? ¡Vean!

Todos opinaron que era una acciónextremadamente inelegante del alguacil, sacarventajas de un caballero que está comiendo suqueso y bebiendo su cerveza, para cometer labrutalidad de deslizarle una cédula judicial enel sombrero. Era desconsiderado; era cruel;porque al alcanzarlo la súbita conmoción casien el instante del almuerzo, impediría ladigestión adecuada del queso, que,proverbialmente, no se digiere tan fácilmentecomo la gelatina.

Al llegar a casa, leí el proceso, y sentí unapunzada de melancolía. ¡Mundo cruel! ¡Mundocruel! ¡Aquí estoy, un tipo tan bueno como elmejor que haya vivido... hospitalario... decorazón abierto... generoso hasta el error, y losHados me prohíben poseer la fortuna necesaria

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para bendecir la región con mi generosidad!¡Mientras tantos ruines tacaños se revuelcan enoro ocioso, yo, corazón hidalgo, soy perseguidocon demandas civiles! Incliné la cabeza sobre elpecho, y me sentí desolado, injustamentetratado, ultrajado, mal pagado... En resumen,miserable.

¡Oigan! ¡Como un clarín! ¡Sí, como el jovialestallar de un trueno cargado de campanas,llegó el canto de pura gloria y desafío! ¡Sí,dioses, cómo me levantó! ¡Derecho sobre mispiernas! ¡Más, como si anduviera sobre zancos!

¡Ah, noble gallo!Tan claramente como un gallo puede

hablar, decía: "Deja que se vaya al diablo elmundo con todo lo que contiene. Tú sé jovial, ynunca te rindas. ¿Qué es el mundo comparadocontigo? ¿Qué es, sino un pedazo de barro? ¡Séjovial!" ¡Ah, noble gallo!

-Pero, mi querido y glorioso gallo -murmuré, tras pensarlo un poco-, no se puedemandar este mundo al diablo tan fácilmente; a

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uno no le resulta fácil sentirse jovial condemandas civiles en el sombrero o en la mano.

¡Oigan! El gallo otra vez. Tan claramentecomo puede hablar un gallo, decía: "¡Al diablocon la demanda, y al diablo con el tipo que lainició! ¡Si no tienes tierras ni dinero, ve, daleuna paliza, y dile que nunca le vas a pagar! ¡Séjovial!"

Así -a través de las imperativasintimaciones del gallo- fue que opté por elprocedimiento de imponer una nueva hipotecasobre mi propiedad; pagué todas mis deudas,fusionándolas en una obligación hipotecarianueva. Habiendo recuperado la tranquilidad deeste modo, renové mi búsqueda del noble gallo.Pero en vano, aunque lo escuchaba cada día.Comencé a pensar que este misterio encerrabauna suerte de engaño; algún asombrosoventrílocuo rondaba mis establos, o mi bodega,o mi tejado, con el propósito de divertirse a micosta. Pero no: ¿qué ventrílocuo podría emitirun canto tan heroico y celestial?

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Al fin, una mañana llegó a casa ciertohombre singular que había aserrado y astilladomi leña en marzo -unas treinta y cinco cuerdasde leña-, y ahora venía por su paga. Era unhombre singular, dije. Alto y enjuto, con largacara taciturna y, sin embargo, una miradaveladamente feliz, que contrastabaextrañamente con su expresión general. Su aireera serio, pero no deprimido.

Usaba un largo y raído abrigo gris, y ungran sombrero arruinado. Este hombre habíaaserrado mi leña a tanto la cuerda. Era capaz depasarse el día entero aserrando en medio deuna tormenta de nieve, sin parpadear siquiera.Jamás hablaba, a menos que se le hablara. Sóloaserraba. Sierra, sierra, sierra... nieve, nieve,nieve. El primer día que vino, traía consigo sucomida, y voluntariamente se puso a comerlasentado en su banquillo en medio de latormenta. Desde mi ventana, donde estabaleyendo la Anatomía de la Melancolía de Burton,

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lo vi. Me precipité afuera con la cabezadesnuda.

-¡Santo Cielo! -exclamé-. ¿Qué estáhaciendo? Venga. ¿Esto es su almuerzo?

Tenía una buena tajada de pan viejo y otrabuena tajada de carne salada, envueltos en undiario húmedo, y remojaba sus bocadosmezclándolos con un puñado de nieve fresca ensu boca. Llevé adentro a este hombreimprudente, lo ubiqué junto al fuego, le di unplato caliente, de cerdo con arvejas y un jarrode sidra.

-Ahora bien -le dije-, no traiga más aquíninguno de sus almuerzos húmedos. Sin dudausted trabaja a destajo, pero la comida se ladaré yo.

Expresó su reconocimiento de maneracalma y orgullosa, pero no desagradecida, ydespachó su comida con satisfacción para él ypara mí. Me proporcionó placer percibir queapuraba su jarro de sidra, como un hombre. Letomé más respeto. Cuando me dirigía a él por

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asuntos de trabajo, junto a su banquillo, lohacía de la manera más respetuosa y cortés.Interesado en su aspecto singular,impresionado por su admirable aplicación a susierra -la suya era una ocupación pesada ydisgustante para la mayoría de la gente- amenudo traté de colegir, a partir de lo quedecía, quién era, qué clase de vida llevaba,dónde había nacido, y todo eso. Pero era unhombre callado. Venía a aserrar mi leña ycomer mis almuerzos, si es que yo decidíaofrecérselos, pero no a cotorrear. Al principiome fastidió un poco su hosco silencio, dadas lascircunstancias. Pero considerándolo mejor, letomé todavía más respeto. Aumenté laconsideración y la cortesía de mi trato. Llegué ala conclusión de que este hombre había vividoépocas difíciles; que ya había sufrido muchasdolorosas heridas en este mundo; que era dedisposición solemne; que obedecía lospreceptos de Salomón; que vivía serena,decorosa, sobriamente; y que, aunque muy

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pobre, era un hombre extraordinariamenterespetable. Por momentos imaginé que hastapodría ser ministro o diácono de algunapequeña iglesia de campaña. Se me ocurrió queno sería mal proyecto presentar la candidaturade este hombre excelente a Presidente de losEstados Unidos. Resultaría un gran corrector deabusos.

Se llamaba Merrymusk. Muchas vecespensé que era un nombre muy jovial para unacriatura tan poco jovial. Pregunté a la gente siconocían a Merrymusk, pero pasó algún tiempohasta que logré averiguar algo acerca de él. Eraoriundo de Maryland, y vivía desde hacíamucho tiempo en estas regiones; un hombrevagabundo, y hasta unos diez años antes,derrochador, aunque absolutamente inocentede todo crimen; capaz de trabajar duramenteun mes con sorprendente sobriedad, y despuésgastarse toda su paga en una noche de juerga.En su juventud había sido marinero, perodesertó de su barco en Batavia, donde lo atrapó

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la fiebre, y estuvo cerca de morir. Se recupero,volvió a embarcarse, llegó a casa, encontró atodos sus amigos muertos, y se dirigió alinterior del Norte, donde desde entonces sehabía quedado. Nueve años atrás se habíacasado, y tenía ahora cuatro hijos. Su esposa sehabía convertido en una perfecta inválida; unniño tenía tuberculosis, y los otros estabanraquíticos. El y su familia vivían en unacasucha sobre un terreno árido, junto a las víasdel ferrocarril, donde este pasaba cerca de labase de una montaña. Había comprado unahermosa vaca para tener abundante buenaleche para sus hijos; pero la vaca murió duranteuna parición, y no pudo comprar otra. Noobstante, su familia nunca sufrió por falta dealimentos; él trabajaba duro y se losproporcionaba.

Bien, como antes dije, este Merrymuskhabía aserrado mi leña y vino por su paga.

-Amigo -le dije- ¿sabe de algún caballero depor aquí que tenga a un gallo extraordinario?

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Un destello relumbró en los ojos delleñador.

-No conozco ningún caballero - replicó- quetenga lo que podría ser llamado un galloextraordinario.

Oh, pensé, este Merrymusk no es el hombreque pueda ilustrarme. Temo que nuncadescubriré a ese gallo extraordinario.

Como no tenía todo el cambio para pagarlea Merrymusk, le di lo más que pude, y le dijeque en un día o dos daría un paseo hasta sucasa, lo visitaría y le entregaría el resto. Así,una hermosa mañana emprendí camino paracumplir con la diligencia. Me costó muchotrabajo encontrar el mejor camino a la casucha.Nadie parecía saber con precisión dóndequedaba. Se alzaba en una parte muy solitariade la región, al pie de una montaña cubierta deun lado por un denso bosque (la llamaréMontaña de Octubre, en mérito al aspectosobresaliente que mostraba este mes), y del otropor un pantano lleno de malezas, cortado

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rectamente por las vías del ferrocarril, queexasperaba muchas veces por día a la míseracasucha con la visión de toda la belleza, rango,moda, riqueza, salud, baúles, plata y oro, telas ycomestibles, novias y novios, esposas y espososfelices, que pasaban volando junto a la puertasolitaria, sin tiempo para detenerse... ¡Flash!Aquí están... y allí se van... Perdidos de vista,de punta a punta... como si esa parte delmundo hubiera sido hecha sólo para pasar porella con la rapidez de la luz, no para habitarla.Y esto era casi todo lo que la casucha veía de loque la gente llama "vida".

Aunque algo desorientado, yo sabía almenos en qué dirección quedaba la casucha, yproseguí la ardua caminata. Mientrasavanzaba, me sorprendió escuchar al gallomisterioso cantar con más y más claridad. ¿Esposible, pensé, que un caballero dueño de unShangai viva en una región tan aislada ymelancólica? Cada vez más fuerte, cada vezmás cercano, sonaba el glorioso y desafiante

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clarín. Aunque puedo estar perdiendo el rastrode mi aserrador, me dije, gracias al cieloparezco hallarme en camino hacia el galloextraordinario.

Estaba encantado con esta auspiciosacasualidad. Seguí avanzando, mientras el cantosonaba a intervalos, cada vez más invitador,más jovial, más soberbio; y el último cantovenía siempre de más cerca que el anterior. Alfin, al salir de una espesura de saúcos, justofrente a mí, vi a la criatura más resplandecienteque nunca haya bendecido la vista de unhombre.

Un gallo, más parecido a un águila de oroque a un gallo. Un gallo, más parecido a unmariscal de campo que a un gallo. Un gallo,más parecido a Lord Nelson con todas susrefulgentes condecoraciones, parado en elalcázar del "Vanguard", dispuesto a entrar enbatalla, que a un gallo. Un gallo, más parecidoal emperador Carlomagno envuelto en sutúnica en Aix-la-Chapelle, que a un gallo.

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¡Qué gallo!Era de noble tamaño, y se erguía

noblemente sobre nobles patas. Sus coloreseran rojo, oro y blanco. El rojo estaba sólo en lacresta, que era una cresta vigorosa y simétrica,parecida al casco de Héctor, como se lo pinta enantiguos escudos. Su plumaje era níveo, contrazos dorados. Se paseaba frente a la casuchacomo un par del reino, la cresta erguida, elpecho henchido, los atavíos bordadosdestellando a la luz. Su andar era maravilloso.Parecía un noble extranjero. Parecía un reyoriental de alguna magnífica ópera italiana.

Merrymusk se adelantó desde la puerta.-Dígame -dije, ¿no es este el Signor

Beneventano?-¿Señor?-Este es el gallo -dije yo, un poco

confundido. La verdad es que mi entusiasmome había hecho incurrir en un descuido necio.Había hecho una alusión ilustrada en presenciade un hombre nada ilustrado. Por consiguiente,

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cuando su honesta mirada me lo hizocomprender, me sentí tonto; pero resolví elasunto declarando que este era el gallo.

Ahora bien, durante el pasado otoño yohabía estado en la ciudad, y tenido laoportunidad de presenciar una representaciónde la Opera Italiana. En esa ópera actuaba comopersonaje de la realeza cierto SignorBeneventano, hombre de elevada estatura, unapersona imponente, ricamente ataviada, comocon un plumaje, y de un andar notablementemajestuoso y arrogante. El Signor Benevantanoparecía a punto de caerse de espaldas por culpade su extraordinaria arrogancia. Y por cierto, elpaso altanero del gallo parecía el mismísimopaso teatral del Signor Beneventano.

¡Oigan! De pronto el gallo se detuvo, elevóaún más la cabeza, encrespó el plumaje y, comoinspirado, lanzó el canto poderoso. La Montañade Octubre le hizo eco; otras montañas lomandaron de vuelta; y todavía otras más se leunieron, y el canto desbordó toda la región.

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Entonces comprendí cómo fue que yo escuchéel regocijante sonido desde mi alejada colina.

-¡Bendito cielo! ¿Usted es el dueño delgallo? ¿Este gallo es suyo?

-¡Es mi gallo! -dijo Merrymusk, dejandotraslucir cierto furtivo júbilo por los ángulos desu cara alargada y solemne.

-¿De dónde lo sacó?-Rompió el cascarón aquí. Yo lo crié. -

¿Usted?¡Escuchen! Otro canto. Podría haber

levantado a los fantasmas de todos los pinos ycedros derribados en la región. ¡Gallomaravilloso! Habiendo cantado, retomó lamarcha, rodeado por un grupo de admiradasgallinas.

-¿Cuánto quiere por el SignorBeneventano?

-¿Señor?-¡Por ese gallo mágico! ¿Cuánto quiere?-No lo vendo.-Le daré cincuenta dólares. -¡Bah!

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-¡Cien!-¡Puf!-¡Quinientos!-¡No!-¿No es usted un hombre pobre?-No. ¿Acaso no soy dueño de este gallo, y

he rechazado quinientos dólares por él?-Es verdad -dije, mientras me hundía en

hondas reflexiones-, ese es un hecho. ¿No lo vaa vender, entonces?

-No.-¿Lo va a regalar? -No.-¡De modo que lo va a conservar! -grité, en

un acceso de rabia.-Sí.Permanecí un rato admirando al gallo, y

maravillándome del hombre. Al fin, sentí unaredoblada admiración por uno, y unaredoblada deferencia por el otro.

-¿No va a pasar? -dijo Merrymusk.-¿Se podrá convencer al gallo para que se

nos una? -repliqué.

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-Sí. ¡Clarín! ¡Ven, muchacho! ¡Ven!El gallo se volvió y se dirigió hacia

Merrymusk.-¡Vamos!El gallo nos siguió al interior de la cabaña.-¡Canta!El techo vibró.¡Oh, noble gallo!Me volví en silencio hacia el dueño de casa.

Estaba sentado sobre un viejo cofredeteriorado, con su viejo abrigo grisestropeado, con remiendos en las rodillas y loscodos, y un sombrero lamentablementeestrujado. Recorrí el lugar con la mirada. Vigasde madera desnudas sostenían el techo, pero deellas colgaban sólidos trozos de tasajo. Piso detierra, pero una pila de papas en un rincón, yuna bolsa de harina de maíz en otro. Unamanta se extendía a través de la sala, y desdedetrás llegaban la voz doliente de una mujer ylas voces de niños dolientes. Sin embargo, de

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algún modo, en lo doliente de esas vocesparecía no haber quejas.

-¿La Sra. Merrymusk y los niños? -Sí.Miré al gallo. Se erguía majestuosamente

en medio del aposento. Parecía un grande deEspaña a quien hubiera sorprendido unaguacero, obligándolo a refugiarse bajo elcobertizo de algún campesino. Era una extrañay sobrenatural expresión de contraste.Iluminaba la cabaña; glorificaba su pobreza.Glorificaba el cofre estropeado, el abrigo grisremendado y el sombrero estrujado. Glorificabalas mismas voces que en tonos dolientesllegaban desde detrás del biombo.

-Oh, padre -exclamó un vocecita endeble-,que Clarín cante otra vez.

-Canta -exclamó Merrymusk. El gallo sepuso en posición. El techo vibró.

-¿No perturba esto a la Sra. Merrymusk y alos enfermitos?

-Canta otra vez, Clarín. El techo vibró.-¿No los perturba, entonces?

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-¿No oyó que ellos mismos lo piden?-¿Cómo es que a su familia enferma le

gusta este canto? -dije-. El gallo es un galloglorioso, con una voz gloriosa, pero noexactamente lo ideal para un cuarto deenfermos, se podría suponer. ¿Les gustarealmente?

-¿No le gusta a usted? ¿No le hace bien austed? ¿No es inspirador? ¿No imparte coraje?¿No fortifica contra la desesperanza?

-Todo cierto -dije, quitándome el sombrerocon profunda humildad ante el espírituvaliente que se ocultaba bajo el abrigo ruin.

-Aunque -añadí, todavía con algunadesconfianza- un canto tan fuerte, tanmaravillosamente clamoroso, podría resultarinconveniente para seres enfermos, y retardarsu convalecencia.

-¡Ahora canta como nunca, Clarín!Salté de la silla. El gallo me asustó, como si

fuese un abrumador ángel del Apocalipsis.Parecía cantar sobre la caída de la perversa

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Babilonia, o cantar sobre el triunfo del justoJosué en el valle de Ashkelón. Cuando recobréun poco mi compostura, una curiosidad measaltó. Resolví satisfacerla.

-Merrymusk, ¿va a presentarme a su esposay sus hijos?

-Sí. Mujer, el caballero quiere pasar.-Es muy bienvenido -replicó una voz débil.Del otro lado de la cortina, yacía un

consumido, pero extrañamente animado rostrohumano; y eso era casi todo; el cuerpo, ocultopor un cobertor y un viejo abrigo, parecíademasiado escuálido para revelarse a través detales impedimentos. A la cabecera del lecho sehallaba sentada, asistiéndola, una niña pálida.En otra cama yacían tres niños, uno al lado delotro: otros tres rostros pálidos.

-Oh, padre, no es que no nos guste elcaballero, pero permítenos ver a Clarín,también.

A una palabra, el gallo avanzó detrás delbiombo y se posó sobre la cama de los niños.

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Todos los ojos consumidos lo contemplaron conun placer desbordante y espiritual. Parecíanasolearse al radiante plumaje del gallo.

-Mejor que un boticario, ¿eh? -dijoMerrymusk-. Este es el mismo Dr. Gallo.Nos apartamos de los enfermos, y volví a

tomar asiento, perdido en pensamientos acercade esta extraña familia.

-¡Usted parece un tipo gloriosamenteindependiente! -dije.

-Y yo no pienso que usted sea un tonto, nilo pensé nunca. Señor, usted es una buenapersona.

-¿Hay alguna esperanza de que su esposasane? -dije, tratando modestamente de cambiarde tema.

-Ni la más mínima. -¿Y los niños? -Muypocas.

-Debe ser una vida dolorosa, entonces, paratodos. Este solitario retiro...esta cabaña... eltrabajo duro... la época dura.

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-¿No tengo a Clarín? El es el que noslevanta el ánimo. Canta en medio de todo;canta en lo más oscuro; continuamente canta:¡Gloria a Dios en las alturas!

-Ese es exactamente el sentido que atribuí asu canto, apenas lo escuché por primera vezdesde mi colina, Merrymusk. Se me ocurrió quealgún rico nabab poseía un costoso Shangai.¡Quién iba a imaginar que un hombre pobrecomo usted era dueño de este poderoso gallode raza doméstica!

-¿Un hombre pobre como yo? ¿Por qué mellama pobre? ¿Acaso mi gallo no glorifica estatierra, que sin él sería ignominiosa, mezquina,fea? Y toda esta glorificación, yo a usted se lapaso gratis. Soy un gran filántropo. Soy unhombre rico... un hombre muy rico, y muyfeliz. Canta, Clarín.

El techo vibró.Volví a casa ensimismado. No estaba del

todo convencido de la sensatez de los puntosde vista de Merrymusk, aunque me sentía lleno

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de admiración por él. Seguía pensando en elasunto ante mi puerta, cuando escuché al gallocantar otra vez. Es suficiente, Merrymusk tienerazón.

¡Oh, noble gallo! ¡Oh, hombre noble!Después de esto, no vi a Merrymusk

durante algunas semanas; pero al escuchar elcanto glorioso y regocijante del gallo, supuseque sus asuntos seguían como de costumbre.Mi propio estado de ánimo era optimista. Meseguía inspirando el gallo. Vi acumularse otrahipoteca sobre mi plantación; pero sólo compréotra docena de botellas de cerveza fuerte, y unadocena de docenas de cerveza de Filadelfia.Algunos parientes míos murieron; no usé luto,pero durante tres días bebí preferentementecerveza fuerte, cuyo color es más oscuro que lade Filadelfia. Escuchaba cantar al gallo en elinstante en que recibí las malas nuevas.

-¡Esta cerveza a tu salud, oh gallo noble!Se me ocurrió volver a visitar a

Merrymusk, ya que no lo había visto ni había

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tenido noticias de él durante algún tiempo. Yacerca del lugar, no advertí señales demovimiento alrededor de la cabaña. Sentí unextraño presentimiento. Pero el gallo cantódesde el interior, y mi presentimiento sedesvaneció. Golpeé la puerta. Una voz débil meinvitó a pasar. Ya no estaba extendida lacortina; ahora la casa entera era un hospital.Merrymusk yacía sobre un montón de ropavieja; la esposa y los niños estaban todos en suscamas. El gallo se había posado en un viejo arode tonel, colgado de la cumbrera en medio dela cabaña.

-Está enfermo, Merrymusk -dije apenado.-No, estoy bien -respondió débilmente-.

Canta, Clarín.Algo me oprimió. El alma fuerte en el

cuerpo débil me consternaba.El gallo cantó.El techo vibró.-¿Cómo está la Sra. Merrymusk? -Bien.-¿Y los niños?

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-Bien. Todos bien.Las últimas dos palabras las disparó en una

especie de salvaje éxtasis de triunfo sobre elmal. Fue demasiado. Su cabeza cayó haciaatrás. Una servilleta blanca pareció caer sobresu rostro. Merrymusk estaba muerto.

Un miedo espantoso se apoderó de mí.El gallo cantó.El gallo sacudió su plumaje como si cada

pluma fuera un estandarte. El gallo pendía deltecho de la cabaña como antaño lo hicieron dela cúpula de San Pablo los estandartesconquistados. El gallo me aterrorizó por sudescomunal portento.

Me acerqué a los lechos de la mujer y losniños. Advirtieron mi extraño temor; sabíanqué había ocurrido.

-Mi buen hombre acaba de morir -dijo sinaliento y muy lentamente la mujer-. Dígame laverdad.

-Muerto -respondí yo. El gallo cantó.

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Ella cayó hacia atrás sin un suspiro: murióde amor.

El gallo cantó.El gallo echó chispas de su plumaje dorado.

El gallo parecía inmerso en un rapto debenévolo deleite. Saltando desde el aro, subiómajestuosamente al montón de ropa vieja sobreel que yacía Merrymusk, y se plantó a su ladocomo un tenante heráldico. Entonces lanzó unaespecie de canto de despedida, largo y triunfal,con la garganta muy echada hacia atrás, comosi se propusiera que el sonido llevara al almadel aserrador de leña hasta el séptimo cielo.

Después se dirigió, como un rey, hacia ellecho de la mujer. Otro canto celestial yexaltado, que hizo pareja con el anterior.

La palidez de los niños se habíatransformado en resplandor. Sus rostrosbrillaban celestialmente a través del tizne y lasuciedad. Parecían hijos de emperadores y dereyes, disfrazados. El gallo saltó sobre su cama,se estremeció y cantó, y volvió a cantar y cantó

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una y otra vez nuevamente. Parecía dispuesto acantar las almas de los niños fuera de suscuerpos consumidos. Parecía dispuesto a reunirinmediatamente a toda la familia en lo másalto. Los niños parecían secundar sus esfuerzos.Enormes, profundos, intensos anhelos deliberación los transfiguraron en espíritus antemis ojos. Vi ángeles donde ellos yacían.

Estaban muertos.El gallo sacudió el plumaje sobre ellos. El

gallo cantó. Ahora era como un ¡Bravo!, comoun ¡Hurra!, como un ¡Tres veces tres, hip, hip,hurra! Marchó fuera de la cabaña. Lo seguí.Voló a la cúspide de la casa, extendió las alascuan anchas eran, dejó oír una notasobrenatural, y cayó a mis pies.

El gallo estaba muerto.Si usted visita ahora esa región montañosa,

verá, cerca de las vías del ferrocarril, justo al piede la Montaña de Octubre, del otro lado delpantano... verá una lápida, no con una calaveray unos huesos cruzados, sino con un poderoso

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gallo en el acto de cantar, grabado en ella, y asu pie las palabras:

Muerte, ¿dónde está tu aguijón?Tumba, ¿donde está tu victoria?

El aserrador de madera y su familia, con elSignor Beneventano, yacen en ese sitio. Yo lossepulté y coloqué la piedra, que es una piedrapreparada por encargo; y nunca desde entoncesvolví a sentir lúgubres depresiones; encualquier circunstancia, a cualquier hora quesea, canto un canto continuo.¡Quiquiriquí! ¡Quiquiriquí!