HANS CHRISTIAN ANDERSEN - … · Yo sabré que se trata sólo del diablo y así no me horrorizará...

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CUENTOS I

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Hans Cristian Andersen

Cuentos I

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Publicado por Ediciones del Sur. Abril de 2003. Distribución gratuita. Ilustraciones de varios autores. Portada "The little mermaid" por Gennady Spirin.

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ÍNDICE

Claus el grande y Claus el pequeño........................ 6

El jardín del Edén ......................................................25

El patito feo................................................................45

El soldadito de plomo...............................................60

La sirenita...................................................................72

La sombra...................................................................81

Pulgarcita ...................................................................98

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CLAUS EL GRANDE Y CLAUS EL PEQUEÑO

En cierta aldea vivían una vez dos paisanos del mismo nombre. Ambos se llamaban Claus, pero uno de ellos tenía cuatro caballos y el otro sola-mente uno. Y para distinguirlos, la gente llamaba al dueño de los cuatro caballos “Claus el Grande” y al que sólo poseía uno “Claus el Pequeño”. Ahora os contaré lo que les ocurrió a esos dos hombres, pues ésta es una historia verídica.

Durante toda la semana, el pobre Claus el Pe-queño tenía que arar la tierra para Claus el Grande y prestarle su único caballo, pero una vez cada siete días —el domingo— Claus el Grande le pres-taba a él sus cuatro caballos. ¡Y con qué orgullo Claus el Pequeño hacía restallar el látigo, cada domingo, sobre aquellos cinco animales! Porque ese día era como si fueran realmente de su pro-piedad.

El sol brillaba esplendorosamente, las campa-nas de la iglesia tañían alegres, y la gente pasaba, vestida con sus mejores galas y llevando bajo el brazo su libro de oraciones. Todos miraban a Claus el Pequeño que araba con sus cinco caballos.

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Y él se sentía tan orgulloso que restallaba el látigo y decía:

—¡Arre, mis cinco caballos! —¡No has de decir así —rezongó Claus el Gran-

de—, porque sólo uno de ellos es tuyo! Pero Claus el Pequeño olvidó pronto lo que no

tenía que decir, y cada vez que veía pasar a alguien gritaba con toda su fuerza:

—¡Arre, mis cinco caballos! —Tengo que insistir en que no lo digas otra vez

—repitió Claus el Grande—. Si lo haces, le pegaré a tu caballo en la cabeza, de tal modo que caerá muerto en el sitio. Y ya no podrás decir que tienes alguno.

—Te prometo no decirlo de nuevo —respondió el otro. Pero en cuanto alguien se acercaba y lo saludaba con un movimiento de cabeza o un “Bue-nos día”, Claus el Pequeño se sentía tan complaci-do de tener cinco caballos arando en su campo que gritaba una vez más:

—¡Arre, mis cinco caballos! —Yo arrearé los caballos por ti —dijo Claus el

Grande. Y tomando una maza le dio en la cabeza al único caballo de Claus el Pequeño, de manera que el animal cayó muerto.

—¡Oh, ahora no tendré ningún caballo! —ex-clamó llorando Claus el Pequeño. Pero un rato después desolló al caballo muerto y colgó el cuero al aire para que se secara. Luego metió la piel en un bolso, se echó éste al hombro y emprendió via-je hacia el pueblo más próximo para venderla. Pero el camino era largo, y había que pasar por un bos-que oscuro y sombrío.

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Mientras cruzaba el bosque, sobrevino una tor-

menta y Claus el Pequeño perdió su camino. La noche se echó encima, faltaba mucho para llegar y ya estaba demasiado lejos para volverse a casa antes de que oscureciera.

Junto al camino había una granja, con los pos-tigos cerrados pero que dejaban filtrar luz por las rendijas.

“Puede que me dejen entrar aquí a pasar la no-che” —pensó Claus el Pequeño. Se acercó a la puer-ta de la granja y llamó.

Abrió la puerta la esposa del granjero, pero al enterarse de lo que deseaba el visitante le indicó que debía retirarse. Su marido no estaba en casa y no quería extraños en ella.

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“Entonces tendré que echarme ahí afuera” —se dijo Claus el Pequeño, mientras la mujer del gran-jero le cerraba la puerta en la cara.

Próxima a la casa había una gran parva de heno, y entre ésta y el edificio principal un peque-ño cobertizo con techo de paja.

“Me acostaré ahí arriba —dijo Claus el Peque-ño—. Será un lecho magnífico, y ojalá que esa ci-güeña que tiene su nido en el tejado de la casa no se baje a picarme las piernas.”

Así, pues, Claus el Pequeño se trepó al techo del cobertizo. Mientras se revolvía para ponerse cómodo, observó que los postigos de madera no llegaban hasta el borde superior de las ventanas, sino que dejaban un espacio libre que permitía ver el interior de la habitación. Y vio una amplia mesa servida con vino, asado y un pescado espléndido. Sentados a la mesa estaban la mujer del granjero y el sepulturero del pueblo. Nadie más. La mujer estaba llenando el vaso del otro y sirviéndole abundante ración de pescado, que parecía ser el plato favorito del hombre.

“Si pudiera alcanzar yo también un poco...” —pensó Claus el pequeño. Y estiró el cuello hacia la ventana; entonces vio también una hermosa y su-culenta torta. En realidad podía decirse que la pa-reja tenía un magnífico festín por delante.

En ese momento se oyeron los cascos de un caballo que galopaba por el camino hacia la granja. El granjero regresaba a su casa.

Éste era un buen hombre, pero tenía una pre-vención singular: no podía soportar la vista de un sepulturero. En cuanto veía a uno le acometía un terrible acceso de ira. Y por ese motivo el sepultu-

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rero había elegido la ausencia del granjero para visitar a su esposa. La buena mujer lo estaba obse-quiando con lo mejor que tenía en la casa.

Al oír llegar al granjero ambos se asustaron te-rriblemente, y la mujer pidió al sepulturero que se introdujera en un amplio cofre que había en un rincón. El hombre no se hizo de rogar, pues cono-cía bien la aversión del pobre granjero a la vista de uno los de su oficio. La mujer escondió rápida-mente las viandas y el vino en el horno, porque su marido habría hecho preguntas incómodas en caso de ver todo aquello en la mesa.

“¡Oh, qué lástima!” —suspiró Claus el Pequeño, sobre el techo, al ver desaparecer la comida.

—¿Hay alguien ahí arriba? —inquirió el granje-ro, alzando la vista y mirando a Claus el Peque-ño—. ¿Qué estás haciendo tú ahí arriba? Será me-jor que bajes y entres en la casa.

Claus el Pequeño le informó entonces de cómo había perdido su camino y preguntó si le sería permitido pasar allí la noche.

—Claro que sí —respondió el granjero—. Pero antes será mejor que comas algo.

La mujer los recibió a los dos muy amablemen-te; puso la mesa y sirvió una cazuela de potaje pa-ra los dos. El granjero traía hambre y comió con buen apetito, pero Claus el Pequeño no podía me-nos de añorar el excelente asado, el pescado y la torta, que sabía estaban ocultos en el horno. Había colocado debajo de la mesa, a sus pies, la bolsa con el cuero del caballo, pues se recordará que iba de camino hacia el pueblo para venderlo. No le gustaba el potaje, y por ello ideó una artimaña:

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pisó con fuerza la bolsa haciendo que el cuero se-co chirriara perceptiblemente.

—¡Chist! —ordenó Claus el Pequeño como si hablara con la bolsa, y al mismo tiempo la oprimió más con los pies haciendo chirriar al cuero de ca-ballo con más fuerza que antes.

—¿Qué diablos tienes en esa bolsa? —preguntó el granjero.

—Es un duende. Dice que no tenemos necesi-dad de comer potaje, pues él con sus encanta-mientos ha llenado el horno de asado, pescado y torta.

—¿Qué dices? —estalló el granjero, y abriendo precipitadamente la puerta del horno vio las lindas cosas que su mujer había escondido. Y creyó que era el duende quien las había materializado para su especial beneficio.

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Sin atreverse a decir nada, la mujer sirvió todas

aquellas exquisiteces, y los dos hombres se dieron un hartazgo de asado, pescado y torta. Luego, Claus el Pequeño oprimió de nuevo la bolsa con los pies y volvió hacer chirriar el cuero de caballo.

—¿Qué dice el duende ahora? —preguntó el granjero.

—Dice —respondió Claus el Pequeño— que también ha formado por arte de encantamiento tres botellas de vino dentro del horno.

La mujer se vio obligada a sacar también el vi-no, del cual bebió abundantemente el dueño de casa hasta ponerse muy alegre. Y dijo que le habría gustado tener un duende para él, como el que poseía Claus el Pequeño.

—¿Puede ese duende hacer aparecer al diablo? —inquirió el granjero—. Me gustaría verlo, ahora que estoy de tan buen humor.

—¡Oh, sí! Mi duende puede hacer todo lo que se le pida. ¿No es verdad? —agregó dirigiéndose a la bolsa, que chilló más fuerte que nunca—. ¿No oyes cómo dice que sí? Pero el diablo es tan feo que será mejor que no lo veas.

—Pues no tengo miedo en absoluto. —Bueno, pues el duende te lo mostrará bajo la

forma de un sepulturero. —¡No, por favor! ¡Te diré que no puedo sopor-

tar la vista de un sepulturero. En fin, no importa. Yo sabré que se trata sólo del diablo y así no me horrorizará tanto. Me siento con todo mi valor. Pero que no se acerque mucho.

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—Le pediré ese favor a mi duende —prometió Claus el Pequeño, oprimiendo la bolsa y acercando el oído como para escuchar lo que decía el duende.

—¿Qué dice? —Dice que puedes abrir ese cofre que está en

el rincón, y verás al diablo medio adormilado en la oscuridad. Pero sostén con fuerza la tapa, no sea que trate de escaparse.

—¿Me ayudarás a sostenerla? —requirió el gran-jero, acercándose al cofre donde su mujer había escondido al sepulturero, que temblaba de miedo escuchando la conversación. Tras de lo cual levan-tó apenas la tapa del cofre y espió por la rendija.

—¡Ah! —chilló, dando un salto hacia atrás—. Sí, vi el diablo. Se parecía exactamente a nuestro se-pulturero. ¡Una visión horrible!

Después de lo cual necesitó beber un trago; y así estuvieron los dos hombres, sentados a la mesa y bebiendo hasta bien entrada la noche.

—Tienes que venderme ese duende —dijo el granjero—. Pide cuánto quieras por él. Te daré un talego lleno de dinero por él.

—No; no puedo. Recuerda que el duende me resulta muy útil.

—¡Oh, pues a mí me agradaría mucho tenerlo! —insistió el granjero, y prosiguió suplicando.

—Está bien —admitió finalmente Claus el Pe-queño—. Has sido tan bueno conmigo que no veo más remedio que dártelo. Lo tendrás por un talego de dinero, pero quiero que esté bien lleno.

—Así será. Eso sí, quiero que te lleves contigo el cofre. No podría verlo en mi casa ni una hora más. Nunca podría saber si está él adentro o no.

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De modo, pues, que Claus el Pequeño entregó su bolsa con el cuero seco del caballo y recibió en pago un talego de dinero, bien lleno. El granjero le dio también una carretilla grande para que aca-rreara el dinero y el cofre.

—¡Adiós! —se despidió Claus el Pequeño, y par-tió con su dinero y el gran arcón en cuyo interior estaba el sepulturero.

Más allá del bosque corría un río ancho y pro-fundo, de corriente tan fuerte que era casi imposi-ble nadar contra ella, y sobre la cual habían cons-truido un amplio puente. Al llegar a la mitad de éste, Claus el Pequeño dijo en voz alta, de modo que el sepulturero pudiera oírlo:

“¿Qué estoy haciendo yo con este estúpido ar-cón viejo? Por lo que pesa, bien podría estar lleno de adoquines. Y eso de llevarlo en carretilla todo el camino se hace demasiado pesado; mejor será ti-rarlo al río.”

—¡No, no! ¡Por favor! —gritó el sepulturero—. ¡Déjame salir!

—¡Hola! —exclamó Claus el Pequeño, fingiendo sentirse asustado—. ¡Vaya, si está aquí dentro! Ya lo creo que será mejor echarlo al río y que se aho-gue.

—¡Oh, no! ¡No! ¡Te daré un talego lleno de dine-ro si me dejas salir!

—Bueno, eso cambia de aspecto —aprobó Claus el Pequeño abriendo el cofre. El sepulturero salió inmediatamente, arrojó al agua el vacío cofre de un empujón, y luego fue, a su casa y entregó a Claus el Pequeño un talego bien lleno de dinero. La carretilla estaba ahora rebosando, pues, como se

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sabe, había ya en ella otro talego procedente del granjero.

“Reconozco que ha sido un buen precio por el caballo —se dijo al llegar a su casa, mientras vol-caba el dinero de la carretilla en el suelo, donde formó un imponente montón—. ¡Qué rabia le dará a Claus el Grande cuando sepa lo rico que acabo de hacerme con un solo caballo! Pero no le diré la verdad.”

Y envió un muchacho a casa de Claus el Grande para pedirle prestada una medida de las de medir granos.

“¿Para qué la querrá?” —pensó Claus el Grande. Y frotó el fondo de la medida con un poco de sebo, de modo que, fuera lo que fuera lo que se midiese, quedara algo adherido al metal. Y así fue, pues, cuando la medida volvió había pegadas al fondo tres pequeñas y relucientes monedas de plata.

“¿Qué es esto” —se preguntó Claus el Grande, y corrió directamente a casa de Claus el Pequeño.

—¿De dónde diablos sacaste tanto dinero? —¡Oh, no fue sino por el cuero de mi caballo,

que vendí anoche! —¡Un cuero bien pagado, en verdad! —exclamó

Claus el Grande. Y volvió a toda carrera a su casa, tomó un hacha y mató a sus cuatro caballos de un hachazo en la cabeza a cada uno. Luego los desolló y se fue al pueblo con los cueros.

—¡Cueros! ¡Cueros! ¿Quién compra cueros? —vo-ceaba recorriendo las calles de un lado a otro.

Todos los zapateros y curtidores del pueblo se acercaron corriendo a preguntarle cuánto pedía por ellos.

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—Un talego de dinero por cada uno —respon-dió Claus el Grande.

—¿Estás loco? —respondían todos—. ¿De dón-de crees que sacamos nosotros el dinero?

—¡Cueros! ¡Cueros! ¿Quién compra cueros? —vol-vió a gritar Claus el Grande.

Los zapateros asieron sus hormas y los curti-dores sus delantales de cuero, y corrieron a golpes por todo el pueblo a Claus el Grande.

—¡Cueros! ¡Cueros! —voceaban remedándolo—. ¡Ya te vamos a dar cuero nosotros! ¡Fuera del pue-blo!

Y Claus el Grande tuvo que correr cómo no había corrido nunca. Ni tampoco había recibido nunca semejante paliza.

“Claus el Pequeño me las pagará —se prometió al llegar a su casa—. Lo mataré.”

La anciana abuela de Claus el Pequeño acababa de morir en casa de su nieto. En verdad había sido bastante malévola y poco amable con él, pero Claus el Pequeño sintió mucho su muerte. Tomó el cadáver y lo colocó en su propio lecho caliente, por ver si acaso la anciana no estaba muerta aún del todo y se reanimaba. Se propuso dejarla allí toda la noche; él dormiría sentado en una silla, en el rincón, como ya había dormido antes más de una vez.

Durante la noche, mientras Claus el Pequeño dormía así sentado, la puerta se abrió y entró Claus el Grande con su hacha. Sabía dónde estaba la cama de Claus el Pequeño, y se dirigió a ésta. Alzó el hacha y descargó con toda su fuerza un golpe en la frente del cadáver, creyendo que se trataba de Claus el Pequeño.

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“Veremos si vuelves a burlarte de mí ahora” —dijo.

Y regresó a su casa. “¡Qué hombre malo y perverso!” —se dijo Claus

el Pequeño—. “Quiso matarme. Y ha sido una suer-te que la pobre abuela estuviera ya muerta; de lo contrario la habría asesinado.”

Vistió de nuevo a la anciana abuela con sus me-jores galas de domingo, pidió prestado un caballo a un vecino, lo unció a un carricoche y sentó a la abuela en el asiento trasero de modo que no pu-diera caerse con el movimiento del vehículo. Luego emprendió camino a través del bosque. Al salir el sol se encontró a la puerta de una gran hostería, adonde entró en busca de algo de comer.

El dueño era un hombre riquísimo y además una excelente persona, pero de carácter irascible, como si estuviera hecho de pimienta y tabaco.

—¡Buenos días! —dijo a Claus el Pequeño—. ¡Te has puesto tu mejor traje muy temprano esta ma-ñana!

—Así es. Voy al pueblo con mi abuela, que está sentada en el carricoche ahí afuera. No he podido convencerla de que entre. ¿No querría llevarle has-ta el carricoche un vaso de limonada? Tendrás, que hablarle a gritos, pues es sumamente dura de oí-dos.

—De acuerdo, se lo llevaré —aprobó el hostele-ro, y sirvió un buen vaso de limonada con el cual salió del establecimiento para llevárselo a la abue-la que estaba en el carricoche.

—Aquí tienes un vaso de limonada que te envía tu nieto —dijo el hostelero, pero la abuela muerta se quedó, naturalmente, quieta y sin pronunciar

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una palabra—. ¿No me oyes? ¡Un vaso de limonada que te envía tu nieto!

Dijo eso a gritos, y siguió gritando más y más, pero al ver que la anciana no se movía acabó por ponerse furioso y le lanzó la limonada a la cara, haciéndola caer del carricoche, pues Claus el Pe-queño no se había tomado el trabajo de atarla.

—¡Ah! —gritó Claus el Pequeño, saliendo a toda prisa de la hostería y aferrando al hostelero por el cuello—. ¡Has matado a mi abuela! ¡Mira qué enor-me herida le has hecho en la frente!

—¡Oh, qué desgracia! —exclamó el hostelero re-torciéndose las manos—. Eso me pasa por mi tem-peramento irascible. Mi estimado Claus el Peque-ño: te daré un talego de dinero si no dices nada acerca de esto; además, haré enterrar a tu abuela tan dignamente como si hubiera sido la mía. De lo contrario me cortarán la cabeza, y eso es cosa muy desagradable.

Y así Claus el Pequeño se vio en posesión de otro talego de dinero, y el hostelero sepultó a la anciana abuela como si hubiera sido la suya propia.

Cuando Claus el Pequeño llegó a su casa nue-vamente con todo su dinero, envió al muchacho otra vez a casa de Claus el Grande a pedir prestada la medida para granos.

“¿Qué? —se dijo Claus el Grande—. ¿Acaso no está muerto? Iré a cerciorarme.”

Y se dirigió él mismo a llevarle la medida a Claus el Pequeño.

—Me pregunto de dónde sacaste tanto dinero —dijo, con los ojos agrandados de asombro ante lo que veía.

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—Fue a mi abuela a quien mataste en lugar de matarme a mí —repuso Claus el Pequeño—. La he vendido, y me dieron por ella un talego lleno de dinero.

—¡Pues te la han pagado muy bien —respondió Claus el Grande. Y regresó precipitadamente a su casa donde tomó el hacha y mató a su propia abuela.

Luego la colocó en un carricoche y se dirigió en él al pueblo; buscó la casa del boticario y preguntó a éste si quería comprar un cadáver.

—¿De quién, y de dónde procede? —inquirió el boticario.

—Es mi abuela. La maté por un talego de dine-ro —fue la respuesta.

—¡El cielo nos proteja! Estás hablando como un loco. ¡Por favor, no digas esas cosas! Podrías per-der el juicio.

Y trató de hacerle entender cuán horrible ac-ción había cometido, y qué perverso era, y cómo merecía ser castigado. Claus el Grande se asustó de tal modo que salió corriendo de la botica, saltó al carricoche, arreó el caballo y no paró hasta su casa. Tanto el boticario como todos los demás pre-sentes creyeron que estaba loco, y no hicieron na-da por detenerlo.

—¡Ésta me las pagarás! —exclamaba Claus el Grande por el camino—. ¡Ésta me las pagarás, Claus el Pequeño!

En cuanto llegó a casa tomó la bolsa más gran-de que pudo encontrar, fue de nuevo en busca de Claus el Pequeño y le dijo:

—Me has engañado otra vez. Primero maté mis caballos, y luego a mi abuela. Todo es culpa tuya,

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pero no tendrás otra oportunidad de burlarte de mí.

Asió a Claus el Pequeño por la cintura y lo me-tió dentro de la bolsa. Después se lo cargó a la es-palda y le gritó:

—¡Ahora voy a ahogarte! Tenía que recorrer un largo camino hasta el río,

y Claus el Pequeño no era un peso fácil de llevar. El sendero pasaba por delante de una iglesia de la cual salían las notas del órgano de un himno can-tado por el pueblo. Claus el Grande depositó la bolsa en el suelo, junto a la puerta de la iglesia, y se le ocurrió que sería agradable entrar y oír un himno antes de seguir adelante. Como Claus el Pequeño no podía salir de la bolsa, y toda la gente estaba en el interior del templo, Claus el Grande no vaciló y entró él también.

—¡Oh, por favor, por favor! —sollozó Claus el Pequeño, retorciéndose en el interior de la bolsa en vanos intentos por deshacer el nudo. Precisa-mente en ese instante un viejo vaquero de caballo blanco y con un grueso bastón en la mano se acer-có arreando una vacada. Los animales chocaron con la bolsa donde estaba Claus el Pequeño y lo derribaron.

—¡Oh, por favor! —se quejó Claus el Pequeño—. ¡Soy tan joven para ir ya al cielo!

—Y yo —dijo el vaquero—, ¡soy tan viejo, y no puedo ir todavía!

—¡Abre la bolsa! ¡Métete en mí lugar, y podrás ir al cielo directamente!

—Eso me conviene —respondió el vaquero abriendo la bolsa y dejando salir a Claus el Peque-ño—. Ahora ocúpate tú del ganado —añadió intro-

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duciéndose en la bolsa. Claus el Pequeño ató el nudo y echó a andar arreando la vacada.

Un rato después, Claus el Grande salió de la

iglesia. Se echó la bolsa a la espalda y sin duda la encontró más liviana, pues el viejo vaquero no pesaba ni la mitad que Claus el Pequeño.

“¡Qué liviano parece haberse puesto! Eso ha de ser porque yo entré en la iglesia y recé mis oracio-nes” —se dijo.

Luego se dirigió al río, que era ancho y profun-do, y arrojó al agua la bolsa con el viejo vaquero dentro.

“¡Ya no te burlarás más de mí!” —le gritó, creyendo que se trataba de Claus el Pequeño.

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Y se volvió a su casa, pero al llegar a la encruci-jada se encontró con Claus el Pequeño que venía arreando sus vacas.

—¿Qué significa esto? —exclamó Claus el Gran-de—. ¿No te había yo echado al río?

—Sí —asintió Claus el Pequeño—. Hace justa-mente media hora que me arrojaste.

—Pues, ¿de dónde sacaste todos esos espléndi-dos animales?

—Son vacas del mar. Te contaré toda la histo-ria, y en verdad te agradezco de corazón el que hayas intentado ahogarme. Estoy ahora en excelen-te posición; puedo decirte que soy muy rico. ¡Tuve tanto miedo cuando me vi dentro de la bolsa! El viento me silbaba en los oídos mientras caía al agua desde el puente. El agua estaba fría; me hun-dí enseguida hasta el fondo, pero sin hacerme da-ño, pues en ese lugar hay musgo de exquisita blandura. La bolsa se abrió al instante, por manos de una hermosa doncella vestida de blanco y con una corona de algas verdes en el pelo. La joven me tomó de la mano y dijo:

“¿Estás ahí, Claus el Pequeño? Aquí tienes al-gunas cabezas de ganado para ti; y media legua más allá, en el camino, encontrarás otra vacada que tomarás también como obsequio mío”. Enton-ces vi que el río era una gran carretera por la que se paseaba la gente del mar, de un lado a otro, en-tre la boca del río y su nacimiento. Había flores preciosas, ¡y un césped tan fresco! Los peces pasa-ban nadando junto a mí, como pájaros en el aire. ¡Qué buenas gentes son aquéllas, y qué magnífico ganado!

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—Pero, ¿por qué volviste de nuevo aquí, enton-ces? —preguntó Claus el Grande—. Yo no lo habría hecho en tu lugar, si me hubiera encontrado tan bien allí.

—¡Oh, eso fue una pequeña treta mía! ¿Recuer-das que te repetí las palabras de la doncella, acer-ca de que media legua más lejos, en el camino, encontraría más ganado? El camino quería decir para ella el río, pues no puede ir a ninguna otra parte. Bien, pues yo conozco cada curva del río, y sé perfectamente que la distancia es mucho más corta si vas por tierra y tomas los atajos. Se ahorra así mucho tiempo, y yo podría alcanzar el ganado más pronto.

—¡Vaya, eres un hombre afortunado! ¿Y no crees que yo también podría hacerme de unas va-cas si bajara hasta el fondo del río?

—Estoy seguro que sí. Pero yo no podría llevar-te dentro de la bolsa hasta el río. Pesas demasiado para mí. Si quieres ir por tu pie hasta allí y luego meterte en la bolsa, yo te echaré al agua con el mayor placer del mundo.

—¡Gracias! —respondió Claus el Grande—. Pero si no encuentro ningún ganado cuando llegue allí, ten en cuenta que te daré una tanda de latigazos.

—¡No seas tan malo conmigo! —suplicó Claus el Pequeño.

Y ambos se fueron hacia el río. En cuanto las vacas vieron el agua se precipitaron a beber, pues tenían mucha sed.

—Mira qué prisa tienen —hizo notar Claus el Pequeño—. Están impacientes por volver al fondo otra vez.

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—¡Bueno, ayúdame ahora! —exigió Claus el Grande—, o te pegaré.

Y se metió en el interior de una bolsa que venía sobre el lomo de una de las vacas.

—Pon dentro una piedra de buen tamaño —agre-gó—, no sea que la bolsa no se hunda.

—No tengas miedo de eso —respondió Claus el Pequeño. Y tras colocar un gran trozo de roca de-ntro de la bolsa, le dio un empujón. Y allá fue la bolsa, con Claus el Grande dentro, al medio del río, donde se hundió hasta el fondo en un santiamén.

“Lo que temo es que no encuentre el ganado” —se dijo Claus el Pequeño mientras se alejaba arreando sus vacas.

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EL JARDÍN DEL EDÉN

Había una vez un príncipe que tenía tantos libros como nadie ha tenido nunca, y que por su lectura podía enterarse de todo cuanto ocurrió jamás en el mundo, y verlo también representado en las más hermosas de las láminas. Estaba a su alcance toda la información que deseara acerca de cualesquiera naciones y comarcas; una sola cosa no había logra-do encontrar nunca en sus libros: una palabra acer-ca de dónde podía hallarse el jardín del Edén, y era éste precisamente el dato que a él más le atraía. Cuando era muy niño, en edad de comenzar a ir a la escuela, su abuela le había dicho que cada una de las flores que crecían en aquel jardín era un delicio-so pastel, y que los pistilos de esas flores contenían vino en su interior. Sobre los pétalos de una de ellas estaba escrita una página de Historia; sobre los de otra, textos de Geografía o Matemáticas, y al comer-las se aprendía instantáneamente la lección. Todo eso creía él en su infancia; pero al ir acrecentando su edad y sus conocimientos, y a medida que pro-gresaba en sus estudios, el joven príncipe fue com-prendiendo que las delicias de aquel jardín tenían que sobrepasar en mucho tales dones.

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“¿Por qué se habrá acercado Eva al árbol de la Ciencia? —preguntaba—. ¿Por qué tuvo Adán que probar el fruto prohibido? Si yo hubiera estado en lugar de ellos, semejante cosa no habría ocurrido nunca; el pecado no hubiera entrado jamás en el mundo.”

Así se decía entonces, y así siguió diciéndose cuando tenía ya diecisiete años. El jardín del Edén seguía siendo el centro de sus meditaciones.

Cierto día salió a pasear por el bosque, solo, distracción que era la que más le agradaba. Llegó el crepúsculo, y al anochecer el cielo se cubrió de nubes, y se desató un aguacero tan intenso como si todo el cielo se hubiera convertido en una esclu-sa por donde se derramara el agua a raudales. La noche era tan oscura como el fondo del más hon-do pozo.

El pobre príncipe no tardó en sentirse empapa-do hasta los huesos. Tenía que cruzar un amplio espacio rocoso, por sobre vastas peñas de las cua-les parecía estar brotando el agua a través del es-peso musgo, y estaba ya casi extenuado cuando percibió un extraño murmullo y distinguió ante sí una gran caverna iluminada. En el centro de la ca-verna había una hoguera, suficiente para asar un venado, que era precisamente lo que se hacía en aquel momento. Y se trataba de un espléndido ve-nado, de considerable cornamenta, ensartado en un asador y girando lentamente entre dos troncos de pino descortezados. Sentada junto al fuego se veía una mujer ya entrada en años, de estatura y corpulencia suficientes para que pudiera pasar por un hombre disfrazado, y que alimentaba las llamas arrojándoles leños de vez en cuando.

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—Entra —invitó la anciana— y siéntate junto al fuego para que se te seque la ropa.

—Hay por aquí una corriente de aire bastante desagradable —comentó el Príncipe al tomar asien-to en el suelo.

—Pues será mucho peor cuando mis hijos re-gresen a casa —respondió la mujer—. Estás en la caverna de los vientos, y mis hijos son los cuatro vientos del mundo. ¿Comprendes?

—¿Dónde están tus hijos ahora? —inquirió el Príncipe ansioso.

—Bueno, es algo difícil responder a una pre-gunta tan estúpida. Mis hijos hacen lo que les da la gana. Ahora están jugando a la pelota con las nu-bes, allá en el patio grande. —Y la mujer señaló el cielo.

—¿Ah, sí? Pues hablas con bastante rudeza, y no pareces ser tan cortés como las mujeres con quienes tengo ocasión de tratar en mi vida diaria.

—Pues yo diría que esas mujeres no tienen gran cosa que hacer. Por mi parte, necesito bastan-te rudeza para meter en vereda a mis muchachos. Pero me las compongo para ello, con todo lo em-pecinados que son. ¿Ves esas cuatro bolsas colga-das ahí en la pared? Pues ellos les tienen tanto miedo como tú le tenías al cuarto oscuro cuando eras pequeño. Ya te he dicho que soy muy capaz de dominar a esos brutos, y también lo soy de hacerlos meter en esas bolsas y dejarlos encerra-dos en el interior sin contemplaciones. Ahí se que-dan, sin salir ni poder hacer jugarretas hasta que a mí me parece bien devolverles la libertad. Pero aquí llega ya uno de ellos.

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El que entró en la caverna, envuelto en una rá-faga helada, era el Viento Norte. Vestía pantalones y chaqueta de piel de oso, y gorra de foca con ore-jeras. De su barba pendían largos carámbanos, y por la chaqueta se le deslizaban pequeñas piedras de granizo. Otras piedras más grandes cubrieron el suelo de la caverna, mientras un revuelo de co-pos de nieve penetraba tras el recién llegado.

—No te acerques al fuego en seguida —advirtió el Príncipe. Podrían salirte sabañones.

—¡Sabañones! —exclamó el Viento Norte con una carcajada—. ¡Vaya, los sabañones son mi ma-yor delicia! ¿Qué clase de animal entecado eres tú? ¿Cómo has venido a meterte en esta caverna de los vientos?

—Es mi invitado —contestó la anciana—. Y si no te agrada la explicación será mejor que te me-tas en la bolsa. ¿Me has entendido?

La amonestación tuvo su efecto; el Viento Nor-te respondió cortésmente acerca de sus recientes actividades y de donde había estado durante el pasado mes.

—Vengo del Océano Ártico —dijo—. Fui a la isla de Behring con los rusos cazadores de morsas. Me senté al lado del timón y estuve durmiendo mien-tras el barco se internaba en el mar; de vez en cuando despertaba y veía los petreles volar alrede-dor de mis piernas. Son pájaros muy singulares: dan unos cuantos rápidos aletazos, luego extienden las alas, inmóviles, no pierden velocidad por ello.

—No seas tan detallista —objetó la madre de los vientos—. ¿De modo que por fin llegaste a la isla de Behring?

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—Sí, y ¡vaya si es espléndida! Tiene una pista de baile lisa como un panqueque, y está toda cu-bierta de nieve a medio derretir, entremezclada con el musgo y salpicada aquí y allá por huesos de ballenas y osos polares que semejan piernas y bra-zos de gigantes, cubiertos de verdín. Se diría que el sol no ha brillado nunca sobre ellos. Soplé un poco para disipar la niebla y logré distinguir una casa construida con despojos de naufragios y re-cubierta con pieles de ballena, toda roja y verde, y un oso polar sentado en el techo, gruñendo. Me acerqué a la playa para curiosear los nidos de las aves marinas, y vi los polluelos sin plumas todavía, chillando y boqueando. Soplé y soplé hasta que hice bajar las cabezas a miles de ellos, y eso les enseñó a cerrar el pico. Un poco más lejos estaban las morsas, revolviéndose en el agua como larvas monstruosas, con sus cabezas como de cerdo y sus colmillos de casi un metro de largo.

—Eres un buen narrador, hijo mío —dijo la ma-dre—. Se me hace agua la boca oírte.

—Luego hubo una cacería. Los hombres arroja-ban arpones a las morsas, y la sangre brotaba por entre el hielo como manantiales. Entonces recordé la parte que me correspondía en el juego; soplé mis barcos, es decir, los témpanos de las monta-ñas, empujándolos hacia los botes. ¡Ah! ¡Cómo chi-llaban y silbaban las tripulaciones! Pero yo silbaba más fuerte que ellos. Tuvieron que arrojar al agua las morsas cazadas y también los cajones y sogas. Yo les eché encima montones de copos de nieve y los hice derivar hacia el sur, para que probaran a qué sabe el agua salada. ¡No volverán nunca más a la isla de Behring!

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—¡Pero entonces has estado cometiendo malas acciones! —exclamó la madre de los vientos.

—Otros te contarán las cosas buenas que hice. Pero aquí viene mi hermano del Oeste. Es el que más quiero. Tiene olor a mar y trae consigo una magnífica brisa fresca.

—¿Es ése el pequeño Céfiro? —inquirió el prín-cipe.

—Sí, es Céfiro, aunque no tan pequeño. Solía ser un excelente muchacho, pero eso fue hace mu-chos años.

El recién llegado parecía un salvaje de los bos-ques; llevaba, un sombrero de anchas alas que le protegía el rostro y traía en una mano un garrote de caoba cortado en una selva canadiense. Ningu-na otra cosa le habría servido para nada.

—¿De dónde vienes? —preguntó su madre. —De la selva virgen, donde las lianas espinosas

forman verdaderas murallas entre los árboles, donde las culebras de agua yacen sobre la hierba húmeda, donde los seres humanos parecen abso-lutamente superfluos.

—¿Qué hiciste allí? —Estuve contemplando el poderoso río; lo vi

cuando saltaba pulverizado por sobre las rocas y volaba a las nubes llevando el arco iris. Vi un búfa-lo silvestre nadando en la corriente, pero el agua se lo llevó. Estaba en compañía de un ánade, y éste levantó vuelo al llegar a la catarata, cosa que el búfalo no podía hacer, por lo cual lo arrastró la corriente. Eso me agradó, y soplé una tormenta de tal fuerza que hizo girar en remolino los añosos árboles como virutas.

—¿No hiciste nada más? —preguntó la anciana.

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—Estuve dando saltos mortales en las llanuras, acariciando al potro salvaje y sacudiendo las pal-meras para que dejaran caer los cocos. ¡Oh, traigo infinidad de historias, pero no hace falta contarlas todas! Eso lo sabes tú muy bien, vieja.

El viento dio un beso a su madre, con tanto entusiasmo que casi la hizo caer de espaldas. Era en verdad un muchacho bastante rudo.

Entonces apareció el Viento Sur, con un turban-te y una túnica suelta de beduino.

—Hace aquí un frío espantoso —rezongó, echando leña a la hoguera—. Bien se conoce que el Viento Norte ha entrado primero.

—Pues hace calor como para asar un oso —re-plicó el Viento Norte.

—Tú sí que eres un oso polar —fue la respues-ta del Viento Sur.

—¿Es que quieres ir a la bolsa? —terció la vie-ja—. Siéntate en esa piedra y cuéntanos dónde has estado.

—En África, madre. Estuve cazando leones con los hotentotes. ¡Qué pastos hay en aquellas llanu-ras! Verde como las aceitunas. Los antílopes danza-ban a mi alrededor, y los avestruces corrían carre-ras conmigo, pero yo era siempre el más rápido. Estuve en el desierto y vi las arenas amarillas, que parecen el fondo del mar. Y di con una caravana. Los hombres habían matado su último camello en busca de agua que beber, pero no fue mucho lo que encontraron. El sol abrasaba por arriba, la arena quemaba por debajo y el desierto no tenía fin. Yo me introduje entre la arena fina y suelta, y la hice levantar girando hacia lo alto en enormes colum-nas. ¡Qué baile! Hubierais visto con qué desaliento

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se detenían los camellos, cómo se cubría el merca-der la cabeza con el albornoz. Se arrojó al suelo en mi presencia como si yo hubiera sido el mismo Alá. Ahora están todos sepultados bajo una pirámide de arena. Si alguna vez vuelvo a pasar por allí y la so-plo, el sol blanqueará las osamentas de modo que los viajeros puedan ver que ya han transitado otros antes que ellos por el mismo camino, cosa que se hace difícil de creer en aquel desierto.

—¡Ya veo que sólo has estado haciendo daño! —exclamó la madre—. ¡A la bolsa contigo!

Y antes de que el Viento Sur se diera cuenta, la anciana lo tomó por la cintura y lo metió en la bol-sa. El grandullón se revolcó por el suelo, pero ella se le sentó encima, lo cual lo obligó a quedarse quieto.

—Tus hijos son gente muy nerviosa —comentó el Príncipe.

—Así es, pero yo me basto para dominarlos. Aquí llega el cuarto de ellos.

Era el Viento Este, que venía vestido a la usan-za china.

—¡Oh! ¿Vienes de aquellas regiones? —inte-rrogó la madre—. Se me ocurre que quizá hayas estado en el Jardín del Edén.

—Pienso ir allí mañana —respondió el Viento Este—. Mañana se cumplirán cien años desde que estuve en ese lugar la última vez. Acabo de llegar de China, donde bailé alrededor de la torre de por-celana hasta que todas las campanas empezaron a tocar a coro. Vi cómo azotaban a los mandarines en plena calle, hasta romperles las cañas de bam-bú en los hombros, y mira que eran todos gente de la primera a la novena jerarquía. Gritaban: “¡Gra-

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cias, gracias, padre y bienhechor!”, pero no lo de-cían muy a conciencia. Y yo seguía haciendo sonar las campanas y cantando: “¡Tsing-tsang, tsu!”.

—¡Pues vaya que te jactas de semejante cosa! —observó la anciana—. Es una gran cosa que ten-gas que ir mañana al Jardín del Edén; eso te hará mejorar de conducta. No te olvides de beber en la fuente de la sabiduría, y de traerme a casa una botella de aquellas aguas.

—Lo haré. Pero, ¿por qué has metido a mi her-mano del sur en la bolsa? ¡Afuera con él! Quiero que me cuente algo del Ave Fénix. La Princesa se muestra siempre curiosa por oír hablar de ese ani-mal cada vez que yo me presento allí, de cien en cien años. Abre la bolsa. Si lo haces te querrá mu-cho y te regalaré dos cajas de té, tan verde y fresco como el día que lo coseché en la misma China.

Así lo hizo la anciana, y el Viento Sur se deslizó al exterior de la bolsa, muy abochornado de que un Príncipe extranjero lo hubiera visto en tan des-airada situación.

—Aquí tienes una hoja de palma para la Prin-cesa —dijo el Viento Sur—. Me la dio el viejo fénix, el único que existe en el mundo, luego de escribir en ella con su propio pico toda la historia de sus cien años de vida. La Princesa podrá leerla por sí misma. Yo vi al fénix pegar fuego a su nido y echarse en el interior, entre las llamas, como la viuda de un hindú. ¡Oh, cómo crujían las ramitas secas, qué humo y qué olor daban! Por último todo ardió en una llamarada final y el viejo pájaro que-dó reducido a cenizas, pero no sin depositar antes un huevo que ahora podía verse reluciendo como una brasa entre los restos de la hoguera. Momen-

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tos después el huevo se rompió con un fuerte chasquido y de él salió el polluelo. Ahora domina sobre todas las aves, sin que exista otro de su es-pecie en el mundo.

—Pues veamos si podemos comer algo ahora —propuso la madre de los vientos, y todos toma-ron asiento para servirse del venado, que ya estaba a punto. El Príncipe se acomodó al lado del Viento Este, y pronto se hicieron ambos buenos amigos.

—Una cosa que quisiera pedirte —dijo el Prín-cipe— es que me dijeras quién es ese Princesa, y dónde está el Jardín del Edén.

—No digas más. Si es que quieres ir, puedes vo-lar conmigo mañana. Pero te diré que ningún ser humano ha estado por allí desde Adán y Eva. Por tus relatos de Historia Sagrada, ya sabrás lo que les ocurrió, ¿verdad?

—Claro que sí —repuso el Príncipe. —Pues bien, cuando ellos fueron expulsados, el

Jardín del Edén se hundió profundamente, pero no sin conservar su clima templado, su cálido sol y todos sus encantos naturales. Allí habita la reina de las hadas, y allí queda también la Isla de la Feli-cidad, donde no entra nunca la muerte y donde la vida es una perpetua delicia. Súbete mañana en mis hombros y yo te llevaré. Creo que podré arre-glarme. Pero no hables ahora, porque tengo ganas de dormir.

Cuando el Príncipe se despertó, aquella maña-na temprano, su sorpresa no fue pequeña al verse ya a gran altura por encima de las nubes, a lomos del Viento del Este, que lo sostenía con todo cui-dado. Tan alto estaba que los bosques y los cam-

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pos, los ríos y los lagos, parecían detalles de un gran mapa en colores.

—Buenos días —saludó el Viento Este—. Sería mejor que durmieras un poco más, pues no hay mucho que ver en esa llanura de abajo, a menos que quieras contar las iglesias. Parecen como pun-tos de tiza en un tablero verde.

—Ha sido bastante descortés de mi parte el haber partido sin decir adiós a tu madre y herma-nos —dijo el Príncipe.

—Eso es disculpable cuando uno está dormido —respondió el Viento, y ambos siguieron volando a velocidad cada vez mayor. Se habría podido se-guir el rastro de su vuelo por el rumor de los árbo-les al pasar ellos sobre los bosques. Y cada vez que cruzaban un mar o un lago, las olas se alzaban y los grandes barcos se hundían en las aguas como cisnes. Hacia el anochecer resultó un espectáculo interesante el ver las grandes ciudades entre la creciente oscuridad, con sus innumerables luceci-tas titilantes. El Príncipe batió palmas de admira-ción, pero el Viento Este le advirtió que sería mejor que se agarrara bien, no fuera a caerse e ir a dar sobre el campanario de una iglesia.

El águila de la gran selva volaba velozmente, pero el Viento Este le ganaba. También los cosacos cabalgaban a gran velocidad por las llanuras, pero la velocidad del Príncipe era mayor aún.

—Ahora puedes ver el Himalaya —explicó el Viento—. Ésas son las más altas montañas de Asia. Pronto llegaremos al Jardín del Edén.

Tomaron una dirección algo más hacia el sur, y pronto sintieron que el aire se iba perfumando con el aroma de flores y especias. En aquellas tierras

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crecían en estado silvestre higueras y granados, y grandes viñas cubiertas de uvas negras y blancas.

Allí descendieron los dos, y se tendieron sobre el suave césped, en una pradera donde las flores inclinaban las cabezas al viento como si dijeran: “Bienvenidos”.

—¿Estamos ya en el Jardín del Edén? —pre-guntó el Príncipe.

—No, claro que no —repuso el Viento Este—, pero no tardaremos en llegar. ¿Ves aquel muro y aquella gran caverna sobre cuya entrada pende la vid silvestre como una cortina? Tendremos que pasar por allí. Envuélvete bien en tu capa, porque si bien aquí hay un sol ardiente, apenas demos unos pasos en el interior de la caverna experimen-taremos un frío glacial. De este lado de la caverna, el calor del verano; del otro, el frío del invierno.

—De modo que ése es el camino al Jardín del Edén —comentó el Príncipe, y ambos se internaron en la caverna. Hacía en verdad mucho frío allí, pe-ro no fue por mucho tiempo. El Viento Este exten-dió sus alas como una ardiente llamarada. ¡Qué caverna era aquella! Por sobre sus cabezas se alza-ban enormes masas de roca, modeladas en las más extrañas formas, y por las cuales se deslizaba constantemente el agua.

En cierto momento la cueva se hizo tan estre-cha y su techo tan bajo, que los dos viajeros se vieron forzados a arrastrarse sobre manos y rodi-llas; poco más allá, la amplitud y altura del am-biente eran tan generosas que a ambos les parecía estar en campo abierto. Aquello semejaba una ca-pilla mortuoria, con mudos tubos de órgano y banderas convertidas en piedra.

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—Cualquiera diría que vamos hacia el Jardín del Edén por la carretera de la Muerte —comentó el Príncipe, pero el Viento Este no se dignó res-ponder.

Se limitó a señalar hacia afuera, donde brillaba una hermosa luz azul. Las masas de roca que se elevaban sobre sus cabezas se fueron mostrando más y más borrosas, hasta que por último resulta-ron tan transparentes como una nubecita blanca a la luz de la luna. El aire era ahora deliciosamente agradable, tan fresco como en las cimas de las montañas y tan perfumado como entre las rosas de los valles.

Por allí corría un río, tan claro como el mismo aire, en cuyas aguas nadaban peces de oro y de plata y caracoleaban anguilas de color de púrpura con reflejos azules, entre las amplias hojas de los nenúfares teñidas con todos los matices del arco iris. Las flores parecían llamas anaranjadas, que se alimentaran con agua como una lámpara se ali-menta con aceite. Un puente de mármol, tallado con la habilidad y delicadeza que semejaba de en-caje y cuentas de cristal, cruzaba la corriente y conducía a la Isla de la Felicidad, donde se hallaba el Jardín del Edén.

El Viento Este alzó al Príncipe en sus brazos y cruzó así el puente, mientras las flores y las hojas entonaban las viejas y hermosas canciones que el Príncipe recordaba de su infancia, pero con una melodía tal que ninguna voz humana las habría logrado imitar jamás.

Nunca había visto antes el Príncipe tan enor-mes árboles, tal riqueza de vegetación. De las ra-mas pendían hermosísimas plantas trepadoras

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formando guirnaldas sólo semejantes a las que pueden verse impresas en color y oro en las inicia-les de las viejas vidas de santos.

Sobre el césped, no lejos de ellos, vieron una bandada de pavos reales con sus brillantes colas abiertas en abanico. Eso parecían, al menos, pero cuando el Príncipe acercó la mano a ellos pudo advertir que no eran aves sino plantas: grandes hojas multicolores que semejaban colas de pavo real. Por entre los macizos de arbustos brincaban leones y tigres como ágiles gatos, enteramente mansos y perfumados por las flores de olivo. Una torcaza, reluciente como una perla, agitaba las alas sobre la melena de un león, y un antílope, de espe-cie tan arisca usualmente, los miraba meneando la cabeza, como si quisiera él también tornar parte en el juego.

El Hada del Jardín salió a recibirlos. Su vestido era radiante como el sol, y su rostro resplandecía de satisfacción como el de una madre feliz al ver regresar a su hijo. Era joven y muy hermosa, y es-taba rodeaba por un corro de encantadoras jóve-nes, cada una con una estrella en el pelo.

Al entregarle el Viento Este la hoja de palma que le había dado para ella el ave fénix, los ojos del Hada chispearon de alegría. Tomó al Príncipe de la mano y lo condujo a su palacio, cuyas mura-llas eran del color de los radiantes tulipanes a la luz del sol.

El cielo raso era una sola y enorme flor relu-ciente, y cuanto más se lo miraba más profundo parecía ser el cáliz. El Príncipe se acercó a la ven-tana y a través de los cristales pudo ver el árbol de la Ciencia, con la serpiente, y Adán y Eva a su lado.

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—¿No habían sido expulsados? —preguntó. El Hada sonrió y le explicó cómo el Tiempo había ido trazando una lámina en cada cristal, y no de la clase de láminas que habitualmente conocemos. Eran figuras vivas, con hojas que se movían real-mente, y personajes que entraban y salían como las imágenes en un espejo.

Miró luego por el otro panel de la ventana y vio el sueño de Jacob, con la escala que subía hasta el cielo, y los ángeles de grandes alas revoloteando hacia arriba y hacia abajo. En aquellos paneles po-día contemplarse todo lo ocurrido en el mundo. Sólo el Tiempo era capaz de imprimir láminas tan maravillosas.

El Hada sonrió y lo condujo a otra vasta estan-cia, de altísimo techo, cuyas paredes eran como transparentes retratos, de rostros a cuál más her-moso. Había allí millones de bienaventurados que sonreían y cantaban, y todos sus himnos se con-fundían en una sola melodía perfecta. Los que es-taban situados más altos se veían tan diminutos como el más pequeño pimpollo de rosa. En el cen-tro de aquel salón se veía un gran árbol, de airoso ramaje colgante, por entre cuyas hojas verdes pendían hermosas manzanas de oro. Era el árbol de la Ciencia, de cuyo fruto habían comido Adán y Eva. De cada hoja pendía una brillante gota de ro-cío, de color rojo, que hacía parecer como si el ár-bol llorara lágrimas de sangre.

—Ahora vamos a subir a la barca —propuso el Hada— y en las ondulantes aguas hallaremos des-canso. La barca se mece, pero sin moverse de su lugar, y sin embargo veremos pasar ante nuestros ojos todos los países de la tierra.

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Y fue en verdad una curiosa visión la de la cos-ta entera que se movía. Vieron pasar los altísimos Alpes cubiertos de nieve, con sus oscuros pinos y sus nubes blancas. Por entre los árboles se oía el quejumbroso eco de un cuerno de caza, y el dulce canturreo de los pastores en los valles. En las aguas bogaban cisnes negros; en las orillas se veí-an las más extrañas flores y raros animales. Ahora era Nueva Holanda, la quinta parte del mundo, lo que pasaba deslizándose ante ellos y exhibiendo sus montañas azules. Se oían los cánticos de los hechiceros, el sonido de los tambores y flautas de hueso, y se veían las danzas de los salvajes. Luego pasaron ante ellos las pirámides de Egipto, altas hasta las nubes, y las esfinges medio sepultadas en la arena, entre columnas caídas. Vino después la Aurora Boreal, como una brasa entre las monta-ñas del Norte, inimitable fuego de artificio. Todo eso y muchísimo más vio el Príncipe, que desbor-daba de satisfacción.

—¿No podría quedarme siempre aquí? —pre-guntó al Hada.

—De ti sólo depende. Si no cedes a la tentación y haces lo que te está prohibido, como Adán, po-drías quedarte para siempre.

—No tocaré los frutos del árbol de la Ciencia. Hay por aquí millares de otros frutos tan hermo-sos como ellos.

—Pruébate a ti mismo, y si no te sientes con fuerzas suficientes, vuélvete con el Viento del Este que te trajo. Él está por partir ahora, y no regresa-rá en otros cien años. Ese tiempo pasará volando en este lugar como si no fueran más de cien horas, pero eso basta para la tentación y el pecado. Todas

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las tardes cuando yo me retire te diré “Sígueme”, pero no lo hagas. No te muevas, pues a cada paso que des tu deseo de avanzar será más intenso, hasta que llegues al recinto donde está el árbol de la Ciencia. Yo duermo al pie de ese árbol, bajo sus fragantes ramas colgantes. Te inclinarás sobre mí, y yo te sonreiré, pero si te atreves a darme un beso el Edén se hundirá profundamente en la tierra, y todo se habrá perdido para ti. Sólo el viento helado girará silbando a tu alrededor, y la fría lluvia te correrá sobre la cara. Y sólo te quedarán por herencia trabajos y dolores.

—Me quedaré aquí —afirmó el Príncipe. El Viento Este se despidió diciendo: —Sé fuerte, pues, y los dos nos encontraremos

otra vez dentro de cien años. Y el Viento extendió sus grandes alas, que ful-

guraron como amapolas en el tiempo de la cose-cha, o como las estrellas del norte en una fría no-che invernal.

—¡Adiós, adiós! —susurraron las flores, mien-tras las cigüeñas y los pelícanos volaban en línea como cintas ondulantes, escoltando al Viento has-ta el límite del jardín.

—Ahora empezaremos nuestra danza —dijo el Hada—. Al final, después que hayamos danzado juntos, y el sol baje en el horizonte, me oirás de-cirte: “Sígueme”. Ya lo sabes: no vengas. Tendré que repetirte esa palabra cada noche durante cien años. Cada vez que resistas, tu voluntad se hará más fuerte, hasta que al fin ya ni siquiera se te ocurrirá la idea de seguirme. Esta noche será la primera vez, de manera que recuerda mi aviso.

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Y el Hada lo condujo a un amplio recinto lleno de lirios blancos y transparentes, cuyos estambres dorados formaban en cada una de ellas una dimi-nuta arpa en que resonaba el sonido de las flautas y los instrumentos de cuerda. Hermosas y ágiles jóvenes bailaban allí una armoniosa danza, que continuó hasta que el sol descendió al horizonte y el cielo quedó bañado en un resplandor rojizo que hizo a los lirios asemejarse a las rosas. El Príncipe bebió del vino espumoso que le ofrecieron las doncellas, experimentando una alegría tal como nunca había sentido antes. Vio entonces cómo se abría el fondo del recinto, y más allá el árbol de la Ciencia, erguido entre un resplandor que cegaba. El canto que procedía de aquel lugar era suave y amable como la voz de su madre, y parecía decir: “¡Hijo mío! ¡Mi querido hijo!”

Entonces vio al Hada que alzaba la mano como en una señal y le decía con ternura: “Sígueme”. Y corrió hacia ella, olvidando la promesa, olvidando todo, en aquella primera vez que ella le había son-reído y llamado.

La fragancia del aire se hizo más intensa; el so-nido de las arpas más dulce; no parecía sino que los millones de sonrientes rostros que llenaban el espacio donde estaba el árbol estuvieran cantando a coro: “Hay que saber de todo. El hombre es el señor de la tierra”. Al Príncipe le parecían otras tantas brillantes estrellas.

—Ven, ven —insistían aquellos temblorosos to-nos, y a cada paso las mejillas del Príncipe ardían más y su pulso latía con más fuerza.

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“Tengo que ir —se decía—. No es pecado. Nada se perderá si no la beso, y eso no lo haré. Mi vo-luntad es fuerte.”

El Hada apartó las ramas del árbol y un mo-mento después había desaparecido en el interior de la fronda.

“No he pecado todavía —se repetía—, ni he de hacerlo.”

E hizo a un lado las ramas. Vio al Hada ya dor-mida, tan hermosa como sólo el Hada del Jardín del Edén podía serlo. Ella le sonreía en su sueño, pero cuando el joven se inclinó advirtió que por entre las delicadas pestañas brotaban lágrimas.

—¿Es que lloras por mí? —susurró—. No llores, hermosa doncella. Sólo ahora comprendo la plena felicidad del Edén; siento la energía de los ángeles y la vida eterna en mis miembros mortales. Y aun-que caiga sobre mí la noche sin fin, estoy seguro de que un momento como éste vale la pena.

Y enjugó con los labios las lágrimas que hume-decían las mejillas del Hada.

Entonces se oyó un estruendo como el de un trueno, pero más intenso y espantoso que ningún otro oído jamás por el Príncipe, y todo cuanto cir-cundaba al joven se derrumbó. La hermosa Hada, el florido Edén se hundieron y se hundieron, más y más, en tierra, entre la oscuridad de la noche, has-ta que el Príncipe sólo distinguió su esplendor allá muy lejos, como una tenue y titilante estrella. El joven sintió que le corría por las venas el frío de la muerte, cerró los ojos y cayó al suelo desmayado.

La lluvia fría le corrió por la cara; el viento helado sopló alrededor de su cabeza. Por último, el Príncipe recobró el sentido.

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“¿Qué he hecho? —suspiró—. He pecado como Adán; he pecado tan gravemente que el Paraíso se ha hundido a mis pies, hasta el mismo fondo de la tierra.”

Abrió los ojos, y logró distinguir aún la estrelli-ta, la lejana estrella que titilaba como el Jardín del Edén. Pero se trataba del lucero de la mañana en el cielo. Cuando se levantó se encontró en la caverna de los vientos, y vio a la anciana madre de los cua-tro vientos a su lado.

—¡En la primera noche! —exclamó la vieja—. Lo que yo pensaba. Si fueras mi hijo, te metería direc-tamente en la bolsa.

—¡Ah, pues no tardará en ir a algo semejante! —exclamó la Muerte. Era una mujer grande y ro-busta, aunque muy anciana, que tenía dos vastas alas negras y llevaba una guadaña en la mano—. Lo meterán en un ataúd, pero no ahora. Yo me limita-ré a marcarlo y dejarlo andar por algún tiempo sobre la tierra para expiar su pecado y perfeccio-narse. Cuando él menos lo espere regresaré, lo ex-tenderé en un ataúd negro y volaré con él a los cielos. El Jardín del Paraíso florece allí también, y si él es bueno y santo, podrá entrar. Pero si sus pensamientos son perversos y su corazón sigue lleno de pecado, se hundirá en su ataúd mucho más profundamente aún que lo que se hundió el Paraíso.

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EL PATITO FEO

Era verano, y la región tenía su aspecto más ama-ble del año. El trigo estaba dorado ya, la avena verde todavía. El heno había sido apilado en par-vas sobre las fértiles praderas, por las que ambu-laba la cigüeña con sus rojas patas, parloteando en egipcio, único idioma que su madre le había ense-ñado.

En torno del campo y las praderas se veían grandes bosques, en cuyo centro había profundos lagos. Y en el lugar más asolado de la comarca se erguía una antigua mansión rodeada por un pro-fundo foso. Entre éste y los muros crecían plantas de grandes hojas, algunas lo bastante amplias co-mo para que un niño pudiera estar de pie bajo ella. Y allí entre las hojas, tan retirada y escondida co-mo en lo profundo de una selva, estaba una pata empollando.

Los patitos tenían que salir dentro de muy po-co, pero la madre se sentía muy cansada, pues la tarea duraba ya demasiado tiempo. Para empeorar las cosas, sólo recibía muy contadas visitas, pues sus congéneres preferían nadar en el foso más

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bien que ir moviendo la cola hacia el nido de ma-má pata para charlar con ella.

Por último, uno tras otro, los huevos empeza-ron a crujir suavemente. “Chuí, chuí” dijeron. Toda la cría acababa de venir al mundo y estaba aso-mando sus cabecitas.

—Cuá, cuá —dijo la pata, y al oírla los patitos respondieron a coro con sus más fuertes voces y miraron a su alrededor por entre las hojas verdes. Su madre los dejaba hacer, pues el verde es bueno para la vista.

—¡Qué grande es el mundo! —dijeron todos los pequeños. Ciertamente ahora tenían más espacio para moverse que en el interior de sus cascarones.

—¿Se imaginan ustedes que esto es todo el mundo? —dijo la madre—. Pues el mundo se ex-tiende hasta bastante más allá del jardín, por el campo del párroco, aunque en verdad yo nunca me he aventurado tan lejos. Pero, a propósito, ¿están ya todos ustedes? —La pata se levantó y miró al-rededor—. No, por cierto que no están todos aún. Queda por abrir todavía el huevo más grande. ¿Cuánto tiempo tardará? —se preguntó, volvién-dose a echar en el nido.

—¡Hola! ¿Cómo va eso? —interrogó en ese ins-tante una vieja pata que se había llegado de visita.

—Hay un huevo que está tardando mucho tiempo —respondió la pata que empollaba. Esa cáscara no se quiere romper. Pero, ¡mira los otros! Son los más preciosos patitos que he visto en mi vida. Tienen todos la mismísima cara de su padre, el gran pillo que ni siquiera se da una vuelta por aquí a verme.

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—Déjame ver ese huevo que tarda en romperse —dijo la pata vieja—. Puedes estar segura que no es un huevo de nuestra especie, sino de pava. A mí me engañaron así una vez, y no puedo decirte el trabajo y la preocupación que me dieron aquellos chicos, porque te diré que tienen miedo del agua. Nunca conseguí hacerlos meter en ella. Sí, es un huevo de pava. Déjalo donde está, y dedícate a en-señar a nadar a esas criaturas.

—No; me quedaré echada otro poco. He espe-rado tanto que ya no me costaría nada quedarme hasta la feria del verano.

—Pues, haz tu gusto —respondió la pata vieja, y se alejó.

Por último el huevo que tardaba en abrirse em-pezó a crujir.

—Chip, chip —dijo el recién nacido, y salió del cascarón tambaleándose. ¡Qué grandote y qué feo era! La pata lo miró con disgusto.

“Para pato es de un tamaño monstruoso —di-jo—. ¿Será acaso un pichón de pavo? Bueno, no

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tardaremos mucho en saberlo. Al agua irá, aunque tenga yo misma que arrojarlo de un puntapié.”

El día siguiente amaneció espléndido; mamá pata se fue a la orilla, y se zampó en el agua. “¡Cuac, cuac!” chilló, y uno tras otro los patitos se zambulleron detrás de ella. El agua los cubrió has-ta la cabeza, pero ellos volvieron a salir a flote y se sostuvieron perfectamente. Las patas se les movie-ron solas... y ya estaba. Hasta aquel grandote, gris y feo nadó también con ellos.

—“No; no es un pavo —reflexionó la pata—. Hay que ver qué bien se maneja con las patas y qué derecho se sostiene. Es mi propio pollo, des-pués de todo, y no tan mal parecido si se lo mira bien.”

—¡Cuac, cuac! Vengan conmigo ahora y los sa-caré al mundo y los introduciré en el corral. Pero quédense bien cerca de mí, no sea que alguien va-ya a pisarlos. ¡Y tengan cuidado con el gato!

Se fueron todos al corral, donde encontraron un espantoso alboroto provocado por dos pollos que estaban peleando por la cabeza de un pesca-do. Al final terció en la discusión el gato y se llevó para sí la cabeza.

—Así ocurren las cosas en el mundo —comentó la madre pata. Y se lamió el pico, pues ella tam-bién deseaba aquella cabeza de pescado.

—Ahora aprendan a usar las patas —dijo lue-go— y saluden con la cabeza a ese pato viejo que está allí. Es el más importante de todos nosotros. Tiene sangre española en las venas, y ésa es la ex-plicación de su tamaño. ¿Ven ese trapo rojo que tiene en la pata? Eso es algo extraordinario, la más elevada señal de distinción que pueda alcanzar

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nunca un pato. ¡Vamos ahora! ¡Cuac, cuac! ¡No pongan los dedos para adentro! Un pato bien edu-cado tiene siempre las patas bien abiertas; así, eso es. Ahora inclinen la cabeza y digan: “¡Cuac!”

Los patitos hacían cuanto se les ordenaba; pero los otros patos del corral los miraban diciendo en voz alta:

—¡Vean eso! Ahora tendremos que aguantar también a toda esa tribu, como si no nos bastára-mos nosotros. Además... ¡oh, querida, qué feo ese patito! No se lo puede mirar.

Y un pato corrió hacia el patito feo y le dio un picotazo en el cuello.

—¡Déjalo! —suplicó la madre—. No hace daño a nadie.

—Puede que no —replicó el que había atizado el picotazo—. Pero es tan desmañado y raro que dan ganas de darle una paliza.

—Todos esos otros patitos son muy hermosos —dijo el pato viejo, el que tenía el trapo atado a la pata—. Muy bonitos todos, excepto ése, que resul-tó un ejemplar bastante desdichado. Es una lásti-ma que no se lo pueda empollar de nuevo.

—Eso es imposible, señoría —respondió mamá pata—. Ya sé que no es lindo, pero se porta bien y nada con tanta destreza como los otros. Hasta po-dría aventurarme a decir que mejorará con la edad, o quizá también disminuya de tamaño a tiempo. Estuvo mucho tiempo dentro del huevo, y por eso no salió con muy buen estado. —Palmeó al patito en el pescuezo y agregó—: Además, es un varoncito, de modo que su belleza física no impor-ta mucho. Creo que será muy fuerte, y que sabrá abrirse camino en el mundo.

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—Los demás patitos son muy lindos —dijo el pato viejo—. Ahora pónganse cómodos; están en su casa. Y si encuentran otra cabeza de pescado pueden traérmela.

Y se sintieron todos cómodos, y en su casa, menos el pobre patito que había sido el último en salir del huevo, y que era tan feo. A éste lo pico-tearon y empujaron, y se burlaron de él patos y gallinas.

—¡Qué grandote es! —comentaban todos. El pavo, que había nacido con espolones y en

consecuencia se sentía todo un emperador, se infló como el velamen de un barco y graznó y graznó hasta que la cara se le puso roja. El pobre patito estaba tan desconcertado que no sabía hacia qué lado volverse. Le daba mucha pena ser tan feo, despreciado por todo el corral.

Así transcurrió el primer día; luego las cosas fueron poniéndose cada vez peor. Al pobre patito no había quién no lo corriera o le diera empujones. Hasta sus hermanos y hermanas lo miraban mal, y decían a cada momento:

—¡Ojalá te agarrara el gato, antipático! Hasta su madre dijo: —Quisiera que estuvieras a muchos kilómetros

de distancia. Los patos y las gallinas lo picoteaban, y la mu-

chacha que les traía la comida lo hacía a un lado de un puntapié.

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Hasta que por fin el patito dio una corrida y un

salto por encima del cerco, haciendo volar asusta-dos a los pajaritos.

“Todo es porque soy tan feo” —pensaba el po-bre patito cerrando los ojos, pero sin dejar de co-rrer. Así llegó a un extenso pantano en cuyos bor-des y aguas vivían patos silvestres; estaba tan can-sado y tan apenado que se quedó allí a pasar la no-che. Por la mañana los patos silvestres se acercaron volando para inspeccionar al nuevo camarada.

—¿Qué clase de animal eres? —preguntaron, mientras el patito se volvía a un lado y otro y sa-ludaba lo mejor que podía—. ¿De dónde has sali-do, tan feo? Aunque eso en realidad no importa, mientras no pretendas buscar novia en nuestras familias.

El pobrecito no había pensado siquiera en bus-car novia. Todo lo que pretendía era permiso para echarse entre los juncos y beber un poco de agua del pantano.

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Dos días enteros permaneció allí. Luego vinie-ron dos gansos silvestres, mejor dicho, dos ána-des. Como no hacía mucho que habían salido del cascarón eran petulantes en grado sumo.

—Bueno, camarada —dijeron—, eres tan feo que te hemos tomado simpatía. ¿Quieres reunirte con nosotros y ser un ave de paso? Hay por aquí cerca otro pantano, y en él algunas gansitas silves-tres encantadoras. Eres bastante feo para probar suerte entre ellas.

En ese preciso momento: “¡Bang! ¡Bang!” reso-naron dos estampidos en el aire, y los dos ánades silvestres cayeron muertos entre los juncos, tiñen-do de rojo el agua con su sangre. “¡Bang! ¡Bang!”, siguieron rugiendo las escopetas, y un revuelo de gansos silvestres se alzó por sobre las cañas, mientras los perdigones diseminaban la muerte entre ellos. Se trataba de una partida de caza, y todo el pantano estaba rodeado de deportistas, la mayoría ocultos entre los juncos; algunos sentados en las ramas de los árboles que se extendían por sobre el agua. El humo azulado de la pólvora flo-taba por entre las frondas como nubecillas.

Los perros de caza saltaban de un lado a otro, chapoteando en el agua y agitando a su paso los juncos y cañas de un lado a otro. Todo aquello era terriblemente alarmante para el pobre patito. Vol-vió la cabeza para meterla bajo el ala, y en ese momento un enorme y espantoso perro se apare-ció muy cerca de él, con la lengua fuera y los ojos llameantes de perversidad. El perrazo abrió sus terribles fauces ante la cara del patito; mostró sus puntiagudos colmillos... y se alejó de un salto, sal-picando el agua, sin tocarlo siquiera.

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“¡Oh, gracias a Dios! —suspiró el patito—. ¡Soy tan feo que ni siquiera el perro se molesta en mor-derme!”

Se quedó allí, enteramente inmóvil, mientras los proyectiles silbaban por todas partes y las de-tonaciones sacudían el ambiente. La conmoción sólo cesó ya muy entrado el día, pero ni aun así se atrevió el pobre patito a levantarse. Esperó aún varias horas antes de alzar la cabeza y mirar, y entonces huyó del pantano con tanta velocidad como pudo. Corrió a través de campos y praderas, aunque hacía tanto viento que le costaba trabajo avanzar.

Hacia el anochecer llegó a una pequeña y pobre casita, tan miserable que parecía quedarse en pie sólo por no saber de qué lado había de caerse. El viento silbaba con tal fiereza junto al patito que éste se vio obligado a sentarse para resistir el em-puje. Entonces vio que la puerta tenía un gozne roto y se sostenía tan desmañadamente que por la rendija se podía entrar en la casa. El pato se metió dentro.

En la casita vivía una anciana con un gato y una, gallina. El gato, que se llamaba “Nene” sabía arquear el lomo, ronronear y lanzar chispas eléc-tricas cuando se le frotaba la piel a contrapelo. La gallina era de patas cortas, y por eso le decían “Ta-chuela”. Ponía huevos de excelente calidad, y la anciana la quería tanto como si hubiera sido su propia hija.

Por la mañana, los dos animales no tardaron en descubrir la presencia del extraño pato. El gato empezó a ronronear y la gallina lo acompañó con su cloqueo.

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—¿Qué diablos pasa? —dijo la mujer, mirando a su alrededor, pero su vista no era muy buena y lo que pensó fue que el patito era un pato gordo extraviado.

—¡Qué maravilla! —exclamó—. Ahora tendre-mos huevos de pata... si es que no se trata de un pato. Habrá que esperar a ver lo qué resulta.

De modo que tomó al patito a prueba por tres semanas, al final de las cuales no había podido encontrar ningún huevo.

El gato y la gallina eran algo así como dueños de aquella casa. Siempre decían: “Nosotros y el mundo” pues creían que ellos representaban la mitad del mundo; y por cierto que la mejor mitad.

El patito pensaba que podían existir dos opi-niones al respecto, pero el gato ni siquiera quería escucharlo.

—¿Sabes poner huevos? —preguntó una vez “Nene”.

—No. —En ese caso ten la bondad de callarte la boca.

—Luego de una pausa insistió—: ¿Sabes arquear el lomo, ronronear o sacar chispas eléctricas?

—No. —Pues entonces guárdate tus opiniones cuan-

do la gente sensata está hablando. El patito se sentó en un rincón, de muy mal

humor, empezó a pensar en el aire libre y el sol, y lo invadió una irreprimible nostalgia de flotar en el agua. Por último cedió a la tentación de hablar del tema a la gallina.

—¿Qué bicho te ha picado? —inquirió “Tachue-la”—. Es el ocio, al no tener nada que hacer, lo que te mete en la cabeza esos disparates. Pon media

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docena de huevos, o aprende a ronronear, y verás cómo se te pasa el antojo.

—¡Pero es tan delicioso flotar en el agua! ¡Tan lindo sentirla correr por la cabeza cuando uno se zambulle hasta el fondo!

—¡Vaya diversiones! —rezongó la gallina—. Me parece que te has vuelto loco. Pregunta, si no, al gato qué opina; es el animal más inteligente que conozco. Pregúntale si le gusta flotar en el agua o zambullirse. Por mi parte no te digo nada. Pregún-tale también a nuestra patrona, la vieja. No hay nadie en el mundo más lista que ella. ¿Y crees que tiene algún deseo de meterse en el agua?

—Ustedes no me comprenden —dijo el patito. —Bueno, si no te comprendemos nosotros,

¿quién va a comprenderte? No creo que te conside-res más inteligente que el gato o la vieja, por no decir que yo. No te comportes como un tonto, hijo, y agradece a tu buena suerte el bien que te hemos hecho. ¿Acaso no has vivido en este cuarto calien-te, y en compañía de seres de los cuales podías haber aprendido algo? Pero eres un idiota, y nada se gana asociándose contigo. Créeme; hablo muy en serio. Te estoy diciendo verdades de a puño, y ése es el mejor medio de saber quiénes son los buenos amigos. Limítate a poner huevos, o apren-de a ronronear, o a sacar chispas.

—Lo que me parece es que me voy a marchar otra vez por el mundo —respondió el patito.

—Pues hazlo; será lo mejor —fue la terminante respuesta de la gallina.

Y el patito se fue. Anduvo flotando en el agua y zambulléndose

todo cuanto le dio la gana, pero siempre mirado

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con desdén y de soslayo por toda criatura viviente, debido a su fealdad. Así hasta que llegó el otoño, y las hojas del bosque se pusieron pardas y amari-llas. El viento se las llevó, y las hizo danzar en re-molinos. El cielo se puso frío, cubierto de nubes cargadas de nieve y granizo. Un cuervo fue a po-sarse sobre una cerca y graznó, del frío que tenía. Sólo pensarlo hacía temblar. El pobre patito estaba ciertamente en un gran apuro.

Una tarde, cuando el sol estaba poniéndose en todo su invernal esplendor, una bandada de her-mosas aves blancas apareció surgiendo de entre los matorrales. Nunca había visto el patito nada tan hermoso. Eran de una deslumbrante blancura, con largos y sinuosos cuellos. Se trataba de cisnes, que lanzando su grito peculiar extendían las alas y volaban alejándose de las regiones frías hacia tie-rras más cálidas. Ascendieron muy alto, muy alto, y el pobre patito feo se quedó extrañamente in-tranquilo. Dio vueltas y vueltas en el agua, como una rueda, levantando la cabeza hacia la dirección por donde se alejaban aquellas aves. Luego lanzó él mismo un grito tan penetrante y extraño que lo asustó. ¡Oh, no podía olvidar aquellas hermosas aves, felices aves! En cuanto estuvieron fuera de su vista, el patito se zambulló hasta el fondo y cuan-do salió de nuevo a la superficie estaba completa-mente fuera de sí. No sabía qué clase de pájaros eran aquellos, ni hacia dónde volaban, pero se sen-tía más atraído hacia ellos que lo que nunca lo había sido por ser alguno. Y no era que los envi-diara en lo más mínimo, ¿cómo podía ocurrírsele envidiar aquella maravilla de belleza? Se habría sentido agradecido con sólo que los patos lo hu-

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biesen tolerado entre ellos, tanta era la certeza de su fealdad.

El frío invernal era tan intenso que el patito se veía obligado a nadar en círculos en el agua sólo para librarse de quedar helado, pero noche tras noche el agujero del hielo por el cual se zambullía se iba haciendo más y más pequeño, hasta que se heló con tanta fuerza que la superficie se resque-brajó y el patito se vio obligado a mover las patas sin cesar para que el agua no se congelara a su alrededor, aprisionándolo. Por último, ya tan can-sado que no podía moverse más, cedió y se quedó rápidamente aterido en el hielo.

Aquella mañana a primera hora acertó a pasar por allí un campesino, que al ver al patito se acer-có, abrió un boquete en la superficie del hielo con su zapato herrado y se llevó a su pequeño rescata-do. La esposa del campesino se hizo cargo de él, y no tardó en revivirlo con sus cuidados. En la casa, los niños quisieron servirse de él para sus juegos, pero el patito, recelando de que lo maltrataran, huyó espantado y fue a caer en la cazuela de la leche haciendo salpicar el líquido por todo el cuar-to. La mujer soltó un chillido y extendió los bra-zos; el patito dio un segundo salto y esta vez fue a parar dentro de la cuba de la manteca. Salió ense-guida, pero es de imaginarse cuál sería su aspecto. La dueña de casa volvió a chillar y trató de gol-pearlo con las tenazas. Los chicos cayeron unos sobre otros en sus intentos por capturarlo, dando todos verdaderos alaridos de risa. Por suerte la puerta estaba abierta, y el patito huyó por entre los matorrales y la nieve recién caída. Y allí quedó, completamente exhausto.

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Sería tarea muy triste el detallar todas las pri-vaciones y miserias que tuvo que soportar durante el largo y duro invierno. Cuando el sol empezó a calentar de nuevo la tierra, el patito yacía en el pantano, entre los juncos. Las alondras cantaban; acababa de llegar la hermosa primavera.

De pronto el patito alzó las alas, y éstas se agi-taron con mucha más fuerza que antes, haciéndolo ascender vigorosamente hacia el cielo. Antes que se diera cuenta de dónde estaba se encontró en un amplio jardín, rodeado de manzanos en flor respi-rando un aire perfumado por las lilas que crecían en las irregulares orillas del lago.

Y vio también tres hermosos cisnes que se acercaban a él saliendo de entre un macizo de plantas. Nadaban suave y ágilmente, con un tenue rumor de plumas. El patito reconoció a las majes-tuosas aves y no pudo evitar que lo sobrecogiera una extraña melancolía.

“Volaré hacia ellos —se dijo—. Me acercaré a los reales pájaros aunque me deshagan a picota-zos porque soy tan feo. ¡No importa! Mejor ser destrozado por ellos que por los patos o las galli-nas, o por los fríos y las calamidades del invierno.”

Se lanzó, pues, al agua, y nadó en dirección de las señoriales aves. Éstas lo vieron y se precipita-ron hacia él con las plumas encrespadas.

“¡Mátenme si quieren!” —exclamó el pobrecito, e inclinó la cabeza hacia el agua, previendo y te-miendo la muerte. Pero, ¿qué fue lo que vio en la transparente superficie?

Vio su propia imagen, pero ésta no era ya la de un desmañado pajarraco gris, sino la de un cisne.

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¡Era un cisne! ¡Nada importaba haber nacido en un corral, si uno procedía de un huevo de cisne!

Hasta se alegró de haber pasado por tantas pe-nurias y tribulaciones, que lo capacitaban mejor para apreciar ahora su actual felicidad, su nueva situación entre toda aquella belleza que acudía a recibirlo. Los grandes cisnes estaban nadando al-rededor de él, rozándolo al pasar con el pico.

Unos niños llegaron al jardín con pedazos de pan y granos que arrojaron al agua, y el más pe-queño exclamó:

—¡Hay uno nuevo! —¡Sí, ha llegado otro! —aprobaron los demás,

aplaudiendo y saltando. Luego corrieron hacia su padre y su madre,

arrojaron más pan al agua, y uno de ellos añadió, coreado por todos: —¡Ese nuevo es el más bonito de todos! ¡Es tan joven! ¡Tan elegante!

El patito se sintió cohibido y escondió la cabeza bajo las alas. No sabía qué pensar. Era muy feliz, pero sin orgullo, pues su buen corazón nunca se dejaba llevar por ese sentimiento. Recordó cuántas veces había sido corrido y despreciado, sin soñar que un día iba a oír decir que era el más hermoso de los pájaros. Las lilas inclinaron sus ramas hacia el agua en su presencia; y el sol se puso más cálido y acogedor que nunca. Y él agitó las alas, alzó su esbelto cuello y dijo lleno de júbilo:

“Nunca imaginé semejante felicidad cuando yo era el Patito Feo.”

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EL SOLDADITO DE PLOMO

Había una vez veinticinco soldaditos de plomo, hermanos todos, ya que los habían fundido en la misma vieja cuchara. Fusil al hombro y la mirada al frente, así era como estaban, con sus espléndi-das guerreras rojas y sus pantalones azules. Lo primero que oyeron en su vida, cuando se levantó la tapa de la caja en que venían, fue: “¡Soldaditos de plomo!” Había sido un niño pequeño quien gri-tó esto, batiendo palmas, pues eran su regalo de cumpleaños. Enseguida los puso en fila sobre la mesa.

Cada soldadito era la viva imagen de los otros, con excepción de uno que mostraba una pequeña diferencia. Tenía una sola pierna, pues al fundirlos, había sido el último y el plomo no alcanzó para terminarlo. Así y todo, allí estaba él, tan firme sobre su única pierna como los otros sobre las dos. Y es de este soldadito de quien vamos a contar la historia.

En la mesa donde el niño los acababa de alinear había otros muchos juguetes, pero el que más interés despertaba era un espléndido cas-tillo de papel. Por sus diminutas ventanas podían

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verse los salones que tenía en su interior. Al frente había unos arbolitos que rodeaban un pequeño espejo. Este espejo hacía las veces de lago, en el que se reflejaban, nadando, unos blancos cisnes de cera. El conjunto resultaba muy hermoso, pero lo más bonito de todo era una damisela que estaba de pie a la puerta del castillo. Ella también estaba hecha de papel, vestida con un vestido de clara y vaporosa muselina, con una estrecha cinta azul anudada sobre el hombro, a manera de banda, en la que lucía una brillante lentejuela tan grande como su cara. La damisela tenía los dos brazos en alto, pues han de saber ustedes que era bailarina, y había alzado tanto una de sus piernas que el sol-dadito de plomo no podía ver dónde estaba, y cre-yó que, como él, sólo tenía una.

“Ésta es la mujer que me conviene para espo-

sa”, se dijo. “¡Pero qué fina es; si hasta vive en un castillo! Yo, en cambio, sólo tengo una caja de car-tón en la que ya habitamos veinticinco: no es un

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lugar propio para ella. De todos modos, pase lo que pase trataré de conocerla.”

Y se acostó cuan largo era detrás de una caja de tabaco que estaba sobre la mesa. Desde allí po-día mirar a la elegante damisela, que seguía parada sobre una sola pierna sin perder el equilibrio.

Ya avanzada la noche, a los otros soldaditos de plomo los recogieron en su caja y toda la gente de la casa se fue a dormir. A esa hora, los juguetes comenzaron sus juegos, recibiendo visitas, pe-leándose y bailando. Los soldaditos de plomo, que también querían participar de aquel alboroto, se esforzaron ruidosamente dentro de su caja, pero no consiguieron levantar la tapa. Los cascanueces daban saltos mortales, y la tiza se divertía escri-biendo bromas en la pizarra. Tanto ruido hicieron los juguetes, que el canario se despertó y contri-buyó al escándalo con unos trinos en verso. Los únicos que ni pestañearon siquiera fueron el sol-dadito de plomo y la bailarina. Ella permanecía erguida sobre la punta del pie, con los dos brazos al aire; él no estaba menos firme sobre su única pierna, y sin apartar un solo instante de ella sus ojos.

De pronto el reloj dio las doce campanadas de la medianoche y —¡crac!— abrióse la tapa de la caja de rapé... Mas, ¿creen ustedes que contenía tabaco? No, lo que allí había era un duende negro, algo así como un muñeco de resorte.

—¡Soldadito de plomo! —gritó el duende—. ¿Quieres hacerme el favor de no mirar más a la bailarina?

Pero el soldadito se hizo el sordo.

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—Está bien, espera a mañana y verás —dijo el duende negro.

Al otro día, cuando los niños se levantaron, al-guien puso al soldadito de plomo en la ventana; y ya fuese obra del duende o de la corriente de aire, la ventana se abrió de repente y el soldadito se precipitó de cabeza desde el tercer piso. Fue una caída terrible. Quedó con su única pierna en alto, descansando sobre el casco y con la bayoneta cla-vada entre dos adoquines de la calle.

La sirvienta y el niño bajaron apresuradamente a buscarlo; pero aun cuando faltó poco para que lo aplastasen, no pudieron encontrarlo. Si el soldadi-to hubiera gritado: “¡Aquí estoy!”, lo habrían visto. Pero él creyó que no estaba bien dar gritos, porque vestía uniforme militar.

Luego empezó a llover, cada vez más y más fuerte, hasta que la lluvia se convirtió en un agua-cero torrencial. Cuando escampó, pasaron dos muchachos por la calle.

—¡Qué suerte! —exclamó uno—. ¡Aquí hay un soldadito de plomo! Vamos a hacerlo navegar.

Y construyendo un barco con un periódico, co-locaron al soldadito en el centro, y allá se fue por el agua de la cuneta abajo, mientras los dos mu-chachos corrían a su lado dando palmadas. ¡Santo cielo, cómo se arremolinaban las olas en la cuneta y qué corriente tan fuerte había! Bueno, después de todo ya le había caído un buen remojón. El bar-quito de papel saltaba arriba y abajo y, a veces, giraba con tanta rapidez que el soldadito sentía vértigos. Pero continuaba firme y sin mover un músculo, mirando hacia adelante, siempre con el fusil al hombro.

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De buenas a primeras el barquichuelo se aden-

tró por una ancha alcantarilla, tan oscura como su propia caja de cartón.

“Me gustaría saber adónde iré a parar”, pensó. “Apostaría a que el duende tiene la culpa. Si al menos la pequeña bailarina estuviera aquí en el bote conmigo, no me importaría que esto fuese dos veces más oscuro.”

Precisamente en ese momento apareció una enorme rata que vivía en el túnel de la alcantarilla.

—¿Dónde está tu pasaporte? —preguntó la ra-ta—. ¡A ver, enséñame tu pasaporte!

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Pero el soldadito de plomo no respondió una palabra, sino que apretó su fusil con más fuerza que nunca. El barco se precipitó adelante, perse-guido de cerca por la rata. ¡Ah! había que ver cómo rechinaba los dientes y cómo les gritaba a las es-taquitas y pajas que pasaban por allí.

—¡Deténgalo! ¡Deténgalo! ¡No ha pagado el pea-je! ¡No ha enseñado el pasaporte!

La corriente se hacía más fuerte y más fuerte y el soldadito de plomo podía ya percibir la luz del día allá, en el sitio donde acababa el túnel. Pero a la vez escuchó un sonido atronador, capaz de des-animar al más valiente de los hombres. ¡Imagínen-se ustedes! Justamente donde terminaba la alcan-tarilla, el agua se precipitaba en un inmenso canal. Aquello era tan peligroso para el soldadito de plomo como para nosotros el arriesgarnos en un bote por una gigantesca catarata.

Por entonces estaba ya tan cerca, que no logró detenerse, y el barco se abalanzó al canal. El pobre soldadito de plomo se mantuvo tan derecho como pudo; nadie diría nunca de él que había pestañea-do siquiera. El barco dio dos o tres vueltas y se llenó de agua hasta los bordes; hallábase a punto de zozobrar. El soldadito tenía ya el agua al cuello; el barquito se hundía más y más; el papel, de tan empapado, comenzaba a deshacerse. El agua se iba cerrando sobre la cabeza del soldadito de plomo… Y éste pensó en la linda bailarina, a la que no vería más, y una antigua canción resonó en sus oídos:

¡Adelante, guerrero valiente! ¡Adelante, te aguarda la muerte! En ese momento el papel acabó de deshacerse

en pedazos y el soldadito se hundió, sólo para que

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al instante un gran pez se lo tragara. ¡Oh, y qué oscuridad había allí dentro! Era peor aún que el túnel, y terriblemente incómodo por lo estrecho. Pero el soldadito de plomo se mantuvo firme, siempre con su fusil al hombro, aunque estaba tendido cuan largo era.

Súbitamente el pez se agitó, haciendo las más extrañas contorsiones y dando unas vueltas terri-bles. Por fin quedó inmóvil. Al poco rato, un haz de luz que parecía un relámpago lo atravesó todo; brilló de nuevo la luz del día y se oyó que alguien gritaba:

—¡Un soldadito de plomo! El pez había sido pescado, llevado al mercado y

vendido, y se encontraba ahora en la cocina, donde la sirvienta lo había abierto con un cuchillo. Cogió con dos dedos al soldadito por la cintura y lo con-dujo a la sala, donde todo el mundo quería ver a aquel hombre extraordinario que se dedicaba a viajar dentro de un pez. Pero el soldadito no le daba la menor importancia a todo aquello.

Lo colocaron sobre la mesa y allí… en fin, ¡cuántas cosas maravillosas pueden ocurrir en esta vida! El soldadito de plomo se encontró en el mis-mo salón donde había estado antes. Allí estaban todos: los mismos niños, los mismos juguetes so-bre la mesa y el mismo hermoso castillo con la linda y pequeña bailarina, que permanecía aún so-bre una sola pierna y mantenía la otra extendida, muy alto, en los aires, pues ella había sido tan fir-me como él. Esto conmovió tanto al soldadito, que estuvo a punto de llorar lágrimas de plomo, pero no lo hizo porque no habría estado bien que un

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soldado llorase. La contempló y ella le devolvió la mirada; pero ninguno dijo una palabra.

De pronto, uno de los niños agarró al soldadito de plomo y lo arrojó de cabeza a la chimenea. No tuvo motivo alguno para hacerlo; era, por supues-to, aquel muñeco de resorte el que lo había movi-do a ello.

El soldadito se halló en medio de intensos res-plandores. Sintió un calor terrible, aunque no supo si era a causa del fuego o del amor. Había perdido todos sus brillantes colores, sin que nadie pudiese afirmar si a consecuencia del viaje o de sus sufri-mientos. Miró a la bailarina, lo miró ella, y el solda-dito sintió que se derretía, pero continuó impávido con su fusil al hombro. Se abrió una puerta y la co-rriente de aire se apoderó de la bailarina, que voló como una sílfide hasta la chimenea y fue a caer jun-to al soldadito de plomo, donde ardió en una re-pentina llamarada y desapareció. Poco después el soldadito se acabó de derretir. Cuando a la mañana siguiente la sirvienta removió las cenizas lo encon-tró en forma de un pequeño corazón de plomo; pe-ro de la bailarina no había quedado sino su lente-juela, y ésta era ahora negra como el carbón.

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LA FOSFORERITA

Era ya muy tarde aquella víspera de Año Nuevo, terriblemente fría, pero en las oscuras y heladas calles vagaba una pobre niñita descalza. Cierta-mente al salir de su casa había tenido zapatillas, aunque no le sirvieran de mucho por lo grandes que le quedaban, como que habían pertenecido a su madre. Además, se le habían caído de los pies cuando la niña cruzó corriendo la calle para eludir dos coches que se le echaban encima a toda mar-cha. Una de las zapatillas no se encontró más; la otra la recogió un muchacho que escapó con ella.

Los pies descalzos de la pobre niña estaban parcialmente rojos y azules de frío. Llevaba una porción de fósforos en su viejo delantal, y una caja de ellos en la mano, pero nadie le había comprado ninguno en todo el día, ni le había dado siquiera un cobre. La pobre criatura tenía hambre y se mo-ría de frío, y parecía la viva figura de la miseria.

Los copos de nieve caían sobre su largo cabello rubio, graciosamente rizado en torno de su rostro, pero ella no prestaba atención a la nieve. En todas las ventanas se veían luces, y un exquisito olor de

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ganso asado llenaba las calles, porque era la víspe-ra de Año Nuevo. Y ella no lo podía olvidar.

Encontró un rincón donde una de las casas se proyectaba un poco más adelante de su vecina, y allí se acurrucó, sentándose sobre sus pies, pero tenía más frío que nunca. Y no se atrevía a volver a casa, sin haber vendido un solo fósforo ni ganado siquiera una moneda. Su padre le pegaría sin duda, y además hacía tanto frío en su casa como en la calle. No tenían más que el techo para protegerse, y el viento silbaba por el interior de la habitación por más que se rellenaran las rendijas más anchas con trapos y paja.

La niña tenía las manos ya casi rígidas de frío. ¡Oh, un fósforo le haría tanto bien! Si se atreviera, si tuviera valor para sacar uno de su caja y encen-derlo para calentarse los dedos... Sacó uno. Lo fro-tó... ¡qué bien chisporroteaba, qué hermosa llama! Ardía con un brillo tan claro como el de una pe-queña vela, y al acercarle la mano ¡el resplandor parecía tan extraño! La niña se imaginó que estaba sentada ante una gran chimenea con pulidos herrajes, dentro de la cual, una espléndida hogue-ra ofrecía su agradable calor. Pero... ¿qué estaba sucediendo? En el momento en que ella estiraba los pies para calentarlos, la hoguera se apagó y la chimenea se desvaneció en el aire... y la niña se encontró sentada con el cabo de un fósforo apaga-do en la mano.

Encendió otro. La llamita iluminó la pared, haciéndola transparente como de gasa. Y la niña pudo ver lo que había en el interior de la habita-ción. Vio una mesa tendida, con un mantel blanco como la nieve y un juego de linda porcelana. Y

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también un ganso asado, humeante y relleno de manzanas y ciruelas. Más aún: el ganso se levantó de su fuente con el cuchillo de trinchar clavado en el lomo, y avanzó oscilando por el aire hacia la pobre niña. Y en ese momento... el fósforo se apa-gó también, y ya no quedó nada que ver sino el espeso muro negro. Encendió otro fósforo más. Esta vez se vio sentada bajo un encantador árbol de Navidad, mucho más grande y más vistosamen-te decorado que otro que ella había visto aquella misma Navidad espiando por las puertas de crista-les de un rico comerciante. En las ramas lucían miles de velitas encendidas. Y muchos retratos en colores, como los que exhibían los escaparates, la miraban con expresión amable. La niña extendió las manos hacia ellos... y se extinguió el fósforo. Todas, las velitas de Navidad se fueron hacia arri-ba, más y más, hasta que no quedó duda de que sólo eran estrellas titilantes. Una de ellas cayó, dejando un brillante ramalazo de luz a través del cielo.

“Alguien está muriéndose” —pensó la niña, re-cordando que su anciana abuela, la única persona que alguna vez fuera buena con ella, le había di-cho: “Cada vez que cae una estrella, un alma sube a la presencia de Dios.”

Y encendió otro fósforo más contra la pared, y ahora vio a su abuela aparecer en el círculo de lla-ma. La vio clara y distintamente, y parecía muy feliz y muy amable.

“¡Abuela! —exclamó la pequeña—. ¡Llévame contigo! Ya sé que te desvanecerás cuando se aca-be el fósforo. Como la chimenea, como el ganso, como el hermoso árbol de Navidad.”

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Y encendió rápidamente un manojo entero de fósforos, en el deseo de retener a su abuela con ella. La luz del manojo brilló casi tanto como la del día. La abuela nunca había parecido tan alta y tan hermosa. Levantó a la niña en sus brazos, y ambas se remontaron en una aureola de luz y alegría, hacia arriba, lejos, muy por encima de la tierra, hasta allá donde no había más frío, ni dolor, ni hambre... porque estaban con Dios.

La luz de la fría mañana encontró a la fosfore-rita sentada allí, en el rincón entre las dos casas, con las mejillas sonrosadas y una sonrisa. Muerta. Helada en la última noche del viejo año. El día de Año Nuevo amaneció sobre el cuerpecito sentado aún y con los extremos de los fósforos quemados en una mano.

“Sin duda trató de calentarse” —dijeron. Pero nadie supo qué maravillosas visiones había visto, ni en qué esplendor había penetrado con su abuela en la gloria del Año Nuevo.

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LA SIRENITA

Había una vez... ...Un hermoso lugar, en lo más profundo de los

mares donde el agua es pura y transparente como el cristal, y en ella abundan las plantas, las flores y los peces de formas extraordinarias.

Allí existía un esplendoroso palacio que perte-necía al Rey de los Mares. Estaba realizado de coral y de caracolas y adornado con perlas de todos ta-maños, estrellas y esponjas, y allí vivía el rey junto con sus seis lindas hijitas.

Sirenita, la más joven, además de ser la más bella, poseía una voz maravillosa; cuando cantaba acom-pañándose con el arpa, los peces acudían de todas partes para escu-

charla, las conchas se abrían, mostrando sus per-las, y las medusa al oírla dejaban de flotar.

La pequeña sirena casi siempre estaba cantan-do, y cada vez que lo hacía levantaba la vista bus-cando la débil luz del sol, que a duras penas se filtraba a través de las aguas profundas.

“¡Oh!, ¡Cuánto me gustaría salir a la superficie para ver por fin el cielo que todos dicen que es tan

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bonito, y escuchar la voz de los hombres y oler el perfume de las flores!”

“Todavía eres demasiado joven”. Respondió la madre. “Dentro de unos años, cuando tengas quin-ce, el rey te dará permiso para salir a la superficie, como a tus hermanas.”

Sirenita soñaba con el mundo de los hombres, el cual conocía a través de los relatos de sus her-manas, a quienes interrogaba durante horas para satisfacer su inagotable curiosidad cada vez que volvían de la superficie.

En este tiempo, mientras esperaba salir a la su-perficie para conocer el universo ignorado, se ocu-paba de su maravilloso jardín ornado con flores marítimas. Los caballitos de mar le hacían compa-ñía y los delfines se le acercaban para jugar con ella; únicamente las estrellas de mar, quisquillo-sas, no respondían a su llamada.

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Por fin llegó el cumpleaños tan esperado y, du-rante toda la noche precedente, no consiguió dor-mir.

A la mañana siguiente el padre la llamó y, al acariciarle sus largos y rubios cabellos, vio escul-pida en su hombro una hermosísima flor. “¡Bien, ya puedes salir a respirar el aire y ver el cielo! ¡Pe-ro recuerda que el mundo de arriba no es el nues-tro, sólo podemos admirarlo! Somos hijos del mar y no tenemos alma como los hombres, Sé prudente y no te acerques a ellos. ¡Sólo te traerían desgra-cias!”

Apenas su padre terminó de hablar, Sirenita le dio un beso y se dirigió hacia la superficie, desli-zándose ligera. Se sentía tan veloz que ni siquiera los peces conseguían alcanzarla. De repente emer-gió del agua. ¡Qué fascinante! Veía por primera vez el cielo azul y las primeras estrellas centelleantes al anochecer. El sol, que ya se había puesto en el horizonte, había dejado sobre las olas un reflejo dorado que se diluía lentamente. Las gaviotas re-voloteaban por encima de Sirenita y dejaban oír sus alegres graznidos de bienvenida. “¡Qué hermo-so es todo!” exclamó feliz, dando palmadas.

Pero su asombro y admiración aumentaron to-davía: una nave se acercaba despacio al escollo donde estaba Sirenita. Los marinos echaron el an-cla, y la nave, así amarrada, se balanceó sobre la superficie del mar en calma. Sirenita escuchaba sus voces y comentarios. “¡Cómo me gustaría hablar con ellos!”, pensó. Pero al decirlo, miró su larga cola cimbreante, que tenía en lugar de pier-nas, y se sintió acongojada: “¡Jamás seré como ellos!”. A bordo parecía que todos estuviesen po-

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seídos por una extraña animación y, al cabo de poco, la noche se llenó de vítores: “¡Viva nuestro capitán! ¡Vivan sus veinte años!”.

La pequeña sirena, atónita y extasiada, había descubierto mientras tanto al joven al que iba diri-gido todo aquel alborozo. Alto, moreno, de porte real, sonreía feliz. Sirenita no podía dejar de mirar-lo y una extraña sensación de alegría y sufrimiento al mismo tiempo, que nunca había sentido con anterioridad, le oprimió el corazón. La fiesta se-guía a bordo, pero el mar se encrespaba cada vez más. Sirenita se dio cuenta enseguida del peligro que corrían aquellos hombres: un viento helado y repentino agitó las olas, el cielo entintado de negro se desgarró con relámpagos amenazantes y una terrible borrasca sorprendió a la nave despreveni-da. “¡Cuidado! ¡El mar...!” En vano Sirenita gritó y gritó. Pero sus gritos, silenciados por el rumor del viento, no fueron oídos, y las olas, cada vez más altas, sacudieron con fuerza la nave. Después, bajo los gritos desesperados de los marineros, la arbo-ladura y las velas se abatieron sobre cubierta, y con un siniestro fragor el barco se hundió. Sireni-ta, que momentos antes había visto cómo el joven capitán caía al mar, se puso a nadar para socorrer-lo. Lo buscó inútilmente durante mucho rato entre las olas gigantescas. Había casi renunciado, cuan-do de improviso, milagrosamente, lo vio sobre la cresta blanca de una ola cercana y, de golpe lo tu-vo en sus brazos. El joven estaba inconsciente, mientras Sirenita, nadando con todas sus fuerzas, lo sostenía para rescatarlo de una muerte segura. Lo sostuvo hasta que la tempestad amainó.

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Al alba, que despuntaba sobre un mar todavía lívido, Sirenita se sintió feliz al acercarse a tierra y poder depositar el cuerpo del joven sobre la arena de la playa. Al no poder andar, permaneció mucho tiempo a su lado con la cola lamiendo el agua, fro-tando las manos del joven y dándole calor con su cuerpo. Hasta que un murmullo de voces que se aproximaban la obligaron a buscar refugio en el mar. “¡Corred! ¡Corred!” gritaba una dama de for-ma atolondrada. “¡Hay un hombre en la playa!” “¡Está vivo! ¡Pobrecito! ¡Ha sido la tormenta...! ¡ Lle-vémosle al castillo!” “¡No!¡No! Es mejor pedir ayu-da...”

La primera cosa que vio el joven al recobrar el conocimiento, fue el hermoso semblante de la más joven de las tres damas. “¡Gracias por haberme salvado!” Le susurró a la bella desconocida. Sireni-ta, desde el agua, vio que el hombre al que había salvado se dirigía hacia el castillo, ignorante de que fuese ella y no la otra, quien lo había salvado. Pausadamente nadó hacia el mar abierto; sabía que, en aquella playa, detrás de él había dejado algo de lo que nunca hubiera querido separarse. ¡Oh! ¡Qué maravillosas habían sido las horas trans-curridas durante la tormenta teniendo al joven entre sus brazos!

Cuando llegó a la mansión paterna, Sirenita empezó su relato, pero de pronto sintió un nudo en su garganta y, echándose a llorar, se refugió en su habitación. Días y más días permaneció ence-rrada sin querer ver a nadie, rehusando incluso hasta los alimentos. Sabía que su amor por el jo-ven capitán era un amor sin esperanza, porque ella, Sirenita, nunca podría casarse con un hombre.

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Sólo la Hechicera de los Abismos podía socorrerla. Pero, ¿a qué precio? A pesar de todo decidió con-sultarla.

“¡...por consiguiente, quieres deshacerte de tu cola de pez! Y supongo que querrás dos piernas. ¡De acuerdo! Pero deberás sufrir atrozmente y, ca-da vez que pongas los pies en el suelo sentirás un terrible dolor.”

“¡No me importa” respondió Sirenita con lágri-mas en los ojos, “a condición de que pueda volver con él!”

“¡No he terminado todavía!” dijo la vieja.” De-berás darme tu hermosa voz y te quedarás muda para siempre! Pero recuerda: si el hombre que amas se casa con otra, tu cuerpo desaparecerá en el agua como la espuma de una ola.

“¡Acepto!” dijo por último Sirenita y, sin dudar un instante, le pidió el frasco que contenía la po-ción prodigiosa. Se dirigió a la playa y, en las proximidades de su mansión, emergió a la superfi-cie; se arrastró a duras penas por la orilla y se be-bió la pócima de la hechicera. Inmediatamente, un fuerte dolor le hizo perder el conocimiento y cuando volvió en sí, vio a su lado, como entre brumas, aquel semblante tan querido sonriéndole.

El príncipe allí la encontró y, recordando que también él fue un náufrago, cubrió tiernamente con su capa aquel cuerpo que el mar había traído.

“No temas” le dijo de repente, estás a salvo. ¿De dónde vienes?” Pero Sirenita, a la que la bruja dejó muda, no pudo responderle. “Te llevaré al castillo y te curaré.”

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Durante los días siguientes, para Sirenita em-pezó una nueva vida: llevaba maravillosos vestidos y acompañaba al príncipe en sus paseos.

Una noche fue invitada al baile que daba la cor-te, pero tal y como había predicho la bruja, cada paso, cada movimiento de las piernas le producía atroces dolores como premio de poder vivir junto a su amado. Aunque no pudiese responder con palabras a las atenciones del príncipe, éste le tenía afecto y la colmaba de gentilezas. Sin embargo, el joven tenía en su corazón a la desconocida dama que había visto cuando fue rescatado después del naufragio. Desde entonces no la había visto más porque, después de ser salvado, la desconocida dama tuvo que partir de inmediato a su país.

Cuando estaba con Sirenita, el príncipe le pro-fesaba a ésta un sincero afecto, pero no desapare-cía la otra de su pensamiento. Y la pequeña sirena, que se daba cuenta de que no era ella la predilecta del joven, sufría aún más.

Por las noches, Sirenita dejaba a escondidas el castillo para ir a llorar junto a la playa. Pero el des-tino le reservaba otra sorpresa. Un día, desde lo alto del torreón del castillo, fue avistada una gran nave que se acercaba al puerto, y el príncipe deci-dió ir a recibirla acompañado de Sirenita. La des-conocida que el príncipe llevaba en el corazón bajó del barco y, al verla, el joven corrió feliz a su en-cuentro. Sirenita, petrificada, sintió un agudo do-lor en el corazón. En aquel momento supo que perdería a su príncipe para siempre. La desconoci-da dama fue pedida en matrimonio por el príncipe enamorado, y la dama lo aceptó con agrado, pues-to que ella también estaba enamorada.

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Al cabo de unos días de celebrarse la boda, los esposos fueron invitados a hacer un viaje por mar en la gran nave que estaba amarrada todavía en el puerto. Sirenita también subió a bordo con ellos, y el viaje dio comienzo. Al caer la noche, Sirenita, angustiada por haber perdido para siempre a su amado, subió a cubierta. Recordando la profecía de la hechicera, estaba dispuesta a sacrificar su vida y a desaparecer en el mar.

Procedente del mar, escuchó la llamada de sus hermanas: “¡Sirenita! ¡Sirenita! ¡Somos nosotras, tus hermanas! ¡Mira! ¿Ves este puñal? Es un puñal mágico que hemos obtenido de la bruja a cambio de nuestros cabellos. ¡Tómalo y, antes de que amanezca, mata al príncipe! Si lo haces, podrás volver a ser una sirenita como antes y olvidarás todas tus penas.”

Como en un sueño, Sirenita, sujetando el pu-ñal, se dirigió hacia el camarote de los esposos. Mas cuando vio el semblante del príncipe dur-miendo, le dio un beso furtivo y subió de nuevo a cubierta. Cuando ya amanecía, arrojó el arma al mar, dirigió una última mirada al mundo que de-jaba y se lanzó entre las olas, dispuesta a desapa-recer y volverse espuma.

Cuando el sol despuntaba en el horizonte, lan-zó un rayo amarillento sobre el mar, y Sirenita, desde las aguas heladas, se volvió para ver la luz por última vez. Pero de improviso, como por en-canto, una fuerza misteriosa la arrancó del agua y la transportó hacia lo más alto del cielo.

Las nubes se teñían de rosa y el mar rugía con la primera brisa de la mañana, cuando la pequeña sirena oyó cuchichear en medio de un sonido de

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campanillas: “¡Sirenita! ¡Sirenita! ¡Ven con noso-tras!” “¿Quiénes sois?” murmuró la muchacha, dándose cuenta de que había recobrado la voz “¿Dónde estáis?” “Estás con nosotras en el cielo. Somos las hadas del viento. No tenemos alma co-mo los hombres, pero es nuestro deber ayudar a quienes hayan demostrado buena voluntad hacia ellos.”

Sirenita, conmovida, miró hacia abajo, hacia el mar en el que navegaba el barco del príncipe, y notó que los ojos se le llenaban de lágrimas, mien-tras las hadas le susurraban: “¡Fíjate! Las flores de la tierra esperan que nuestras lágrimas se trans-formen en rocío de la mañana. ¡Ven con nosotras! Tenemos mucho trabajo. ¿Quieres ayudarnos?”

—¡Claro que quiero! —gritó con alborozo la si-renita.

Y calmada, contenta, ligera, se lanzó en segui-miento de las hijas del aire.

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LA SOMBRA

En los países cálidos, ¡allí sí que calienta el sol! La gente llega a parecer de caoba; tanto, que en los países tórridos se convierten en negros. Y preci-samente a los países cálidos fue adonde marchó un sabio de los países fríos, creyendo que en ellos podía vagabundear; como hacía en su tierra, aun-que pronto se acostumbró a lo contrario. Él y toda la gente sensata debían quedarse puertas adentro. Celosías y puertas se mantenían cerradas el día entero; parecía como si toda la casa durmiese o que no hubiera nadie en ella. Además, la callejuela con altas casas donde vivía estaba construida de tal forma que el sol no se movía de ella de la ma-ñana a la noche; era, en realidad, algo inaguanta-ble. Al sabio de los países fríos, que era joven e inteligente, le pareció que vivía en un horno can-dente, y le afectó tanto, que empezó a adelgazar. Incluso su sombra menguó y se hizo más pequeña que en su país; el sol también la debilitaba. Tanto uno como otra no comenzaban a vivir hasta la no-che, cuando el sol se había puesto.

Era digno de verse. En cuanto entraba luz en el cuarto, la sombra se estiraba por toda la pared,

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incluso hasta el techo, tenía que hacerlo para re-cuperar su fuerza. El sabio salía al balcón, para desperezarse, y así que las estrellas asomaban en el maravilloso aire puro, era para él como volver a vivir. En todos los balcones de la calle —y en los países cálidos todos los huecos tienen balcones— había gente asomada, porque uno tiene que respi-rar; por muy acostumbrado que se esté a ser de caoba. Había gran animación, arriba y abajo. Los zapateros, los sastres, todo el mundo estaba en la calle, fuera estaban las mesas y las sillas, y brilla-ban las luces —sí, más de mil había encendidas—. Uno hablaba y otro cantaba, y la gente paseaba y rodaban los coches, los asnos pasaban —¡tilín, ti-lín, tilín!— sonando los cascabeles. Había entierros y cantos fúnebres, los chicos disparaban cohetes y las campanas volteaban —sí, había una vida tre-menda en la calle—. Sólo la casa frente a la del sa-bio extranjero estaba en silencio completo. Y, sin embargo, alguien vivía en ella, porque había flores en el balcón que crecían espléndidamente al calor del sol, para lo que necesitaban ser regadas —luego alguien debía haber allí—. La puerta del balcón aparecía también abierta por la tarde, pero el inter-ior estaba en sombra, por lo menos en la habita-ción delantera. De dentro llegaba sonido de músi-ca. Al sabio extranjero le pareció extraordinaria la música, pero bien podía ser pura imaginación su-ya, porque todo lo encontraba extraordinario en los países cálidos, excepto lo referente al sol. Su casero dijo que no sabía quién había alquilado la casa, no se veía a nadie y en cuanto a la música se refería, creía que era horriblemente aburrida.

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—Es como si alguien tratase de ensayar una pieza que no puede dominar; siempre la misma. “¡Pues lo tengo que sacar!”, dice, pero no lo consi-gue por mucho que toque.

Una noche el extranjero despertó; dormía con la puerta del balcón abierta. La cortina se levantó con el viento, y le pareció que venía una luz fan-tástica del balcón de enfrente. Todas las flores resplandecían como llamas de los colores más es-pléndidos y en medio de las flores se encontraba una esbelta, atractiva doncella, que parecía tam-bién resplandecer. De tal forma le deslumbró, que abrió los ojos desmesuradamente y se despertó del todo. De un salto estuvo en el suelo, muy des-pacio se acercó a la cortina, pero la doncella había desaparecido, el resplandor se había apagado; las flores no brillaban, pero seguían siendo tan boni-tas como siempre; la puerta estaba entornada y de las profundidades venía una música tan suave y encantadora, que inspiraba los más dulces pensa-mientos. Era, sin embargo, como cosa de magia. Y ¿quién vivía allí? ¿Dónde estaba la verdadera en-trada? Todo el piso bajo era una tienda tras otra y no era posible que la gente pasara por ellas.

Una noche el extranjero estaba sentado en su balcón, con una luz encendida en el cuarto a es-paldas suyas, por lo que, como es natural, su som-bra estaba en la pared de enfrente. Sí, allí estaba sentada exactamente enfrente entre las flores del balcón, y cuando el extranjero se movía, también se movía la sombra, porque así es como hacen las sombras.

—Parece como si mi sombra fuese el único ser vivo que se viera enfrente —dijo el sabio—. Con qué

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delicadeza se sienta entre las flores. La puerta está entreabierta, ¡si la sombra fuese tan lista como para entrar; mirar en torno suyo y venir después a con-tarme lo que hubiera visto! Sí, haz algo útil —dijo en broma—. ¡Vamos, entra! ¡Vamos, ahora!

Y le hizo gestos con la cabeza a la sombra, y la sombra le correspondió:

—¡Anda, pero no te pierdas! Y el extranjero se levantó, y su sombra allá en

el balcón de enfrente se levantó también; y el ex-tranjero se volvió y la sombra se volvió también; por si acaso alguien hubiera estado observando, habría visto claramente que la sombra se colaba por la puerta entornada de la casa de enfrente, al tiempo que el extranjero entraba en su cuarto y corría la larga cortina tras de sí.

A la mañana siguiente salió el sabio a tomar ca-fé y leer los periódicos.

—¿Qué pasa? —dijo, cuando salió al sol—. ¡Me he quedado sin sombra! Luego se marchó anoche de verdad y no ha vuelto aún. ¡Qué fastidio!

Y eso le enojó, no tanto porque la sombra se hubiera ido, sino porque sabía de la existencia de una historia sobre el hombre sin sombra, conocida por todos en su patria allá en los países fríos, y en cuanto el sabio regresara y contase la suya, dirían que la había copiado, y eso no le hacía ninguna gracia. Por tanto, no diría una palabra, lo cual es-taba muy bien pensado.

Por la noche salió de nuevo al balcón. Había co-locado la luz detrás de sí, en la debida posición, porque sabía que la sombra gusta de tener siem-pre a su dueño por pantalla, pero no pudo atraer-

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la. Se encogió, se estiró, pero no había sombra al-guna que volviera. Dijo:

—¡Ejem! ¡Ejem! —pero sin resultado. Era un fastidio, pero en los países cálidos todo

crece tan rápidamente que al cabo de ocho días observó, con gran satisfacción, que le crecía una sombra de las piernas cuando salía el sol —quizá la raíz había quedado dentro—. A las tres sema-nas, tenía una sombra de considerables dimensio-nes que, cuando regresó a su patria en los países nórdicos, creció más y más durante el viaje, hasta que al final era tan larga y tan grande que la mitad hubiera bastado.

De esta forma regresó el sabio a su casa y es-cribió libros sobre cuánto había de verdadero en el mundo, lo que había de bueno y de hermoso, y pasaron días y pasaron años; pasaron muchos años.

Una noche estaba sentado en su cuarto cuando llamaron muy quedamente a la puerta.

—¡Adelante! contestó, pero nadie entró. Así es que fue a abrir y vio ante él a un hombre

tan sumamente delgado que quedó atónito. Por lo demás, el hombre iba espléndidamente vestido, debía ser una persona distinguida.

—¿Con quién tengo el honor de hablar? —pre-guntó el sabio.

—¡Ah!, ya pensé que no me reconocería —dijo el hombre elegante—. Me he hecho tan corpóreo que hasta tengo carne y ropas. Seguro que nunca había pensado usted en verme en tal prosperidad. ¿No reconoce usted a su vieja sombra? No creía usted que volviera, ¿verdad? Me ha ido espléndi-damente desde que estuve con usted. ¡He sido, en

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todos los sentidos, muy afortunado! Si tuviera que rescatar mi libertad, podría hacerlo.

Y repiqueteó un manojo de preciosos dijes que colgaban del reloj y pasó la mano por la gruesa cadena de oro que llevaba al cuello. ¡Huy!, todos los dedos fulguraron con anillos de diamantes, todos auténticos.

—No, no puedo hacerme idea de lo que signifi-ca esto —dijo el sabio.

—Ya, no es nada corriente —dijo la sombra—, pero usted tampoco es nada corriente y yo, bien sabe usted, desde que era así de chiquito he se-guido sus huellas. En cuanto usted descubrió que yo estaba a punto para ir solo por el mundo, seguí mi camino. Me encuentro en una situación excep-cionalmente afortunada, pero me ha acometido cierto deseo de volverle a ver antes de que usted muera, porque usted ha de morir. También me gustaría visitar este país, porque la patria siempre tira. Veo que tiene usted otra sombra. ¿Le debo algo a ella o bien a usted? Hágame el favor de de-círmelo.

—¡Bueno! ¿Pero eres tú? —dijo el sabio—. ¡Es extraordinario! ¡Nunca habría creído que la vieja sombra de uno pudiera regresar como persona!

—Dígame cuánto le debo —dijo la sombra—, porque no me gustaría deberle nada.

—¿Cómo puedes hablar así? —dijo el sabio—. ¿De qué deuda hablas? No me debes nada. Me ale-gra extraordinariamente tu suerte. Siéntate, queri-do amigo, y cuéntame cómo te ha ido y lo que vis-te en la casa de enfrente, allá en los países cálidos.

—Sí que le contaré —dijo la sombra, y se sen-tó—, pero antes me tiene usted que prometer que

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no ha de decirle a nadie en la ciudad, caso de que nos encontremos, que yo he sido su sombra. Pienso casarme; puedo de sobra mantener a una familia.

—¡Estate tranquilo! —dijo el sabio—. No le diré a nadie quién eres en realidad. Ésta es mi mano. ¡Palabra de hombre!

—¡Palabra de sombra! —dijo la sombra, que era lo que le correspondía decir.

Era, por otra parte, de veras notable lo humana que se había vuelto la sombra. Vestía del más rigu-roso negro y el paño más selecto, botas de charol y sombrero que podía cerrarse, hasta quedar redu-cido a corona y alas —sin hablar de lo ya mencio-nado: dijes, cadenas de oro y anillos de diaman-tes—. Ya lo creo: la sombra iba extraordinariamen-te bien vestida, y era precisamente esto lo que la hacía tan humana.

—Ahora voy a contarle —dijo la sombra, y plantó sus botas de charol lo más fuerte que pudo sobre el brazo de la nueva sombra del sabio, que yacía como un perro faldero a sus pies.

Y esto lo hizo bien por orgullo, bien con la in-tención de que se le quedase pegada. Y la sombra del suelo permaneció quieta y en silencio, resuelta a no perder detalle; deseaba, sobre todo, enterarse de cómo puede uno manumitirse y llegar a conver-tirse en su propio señor.

—¿Sabe usted quién vivía en la casa de enfren-te? —dijo la sombra—. ¡La más bella de todas, la Poesía! Estuve allí tres semanas y su efecto ha sido como si hubiera vivido tres mil años y hubiera leí-do cuanto se ha cantado y se ha escrito. Lo digo y es cierto. ¡Lo he visto todo y lo sé todo!

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—¡La Poesía! —gritó el sabio—. Sí, sí, vive con frecuencia en las grandes ciudades, en soledad. ¡La Poesía! ¡Sí, la vi tan sólo un instante, pero el sueño pesaba en mis ojos! Estaba en el balcón y brillaba como brilla la aurora boreal. ¡Cuenta, cuenta! Esta-bas en el balcón, entraste por la puerta, ¿y después?

—Me encontré en la antesala —dijo la sombra—. Lo que usted siempre veía era la antesala— No había luz alguna, sólo una especie de crepúsculo, pero las puertas daban unas a otras en una larga serie de salas y salones; y estaba tan iluminado, que la luz me hubiera matado de haber ido direc-tamente ante la doncella; pero fui prudente, y to-mé tiempo, como debe hacerse.

—¿Y entonces qué viste? —preguntó el sabio. —Lo vi todo, y se lo contaré, pero... no es orgu-

llo por mi parte, pero... como ser libre que soy y con los conocimientos que tengo, para no hablar de mi buena posición, mis excelentes relaciones..., desearía que me llamase de usted.

—¡Dispense usted! —dijo el sabio—. Son los viejos hábitos los que más cuesta abandonar. Tie-ne usted toda la razón y lo tendré presente. Pero cuénteme ahora lo que vio.

—¡Todo! —dijo la sombra—. Lo vi todo y lo sé todo.

—¿Qué aspecto tenían los cuartos interiores? —preguntó el sabio—. ¿Eran como el fresco bos-que? ¿Eran como un templo? ¿Eran los cuartos como el cielo estrellado, cuando se está en las al-tas montañas?

—¡Todo estaba allí! —dijo la sombra—. No en-tré hasta el final, me quedé en el cuarto delantero, a media luz, pero era un puesto excelente, ¡lo vi

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todo y lo supe todo! He estado en la corte de la Poesía, en la antesala.

—¿Pero qué es lo que vio? ¿Estaban en el gran salón los dioses de la Antigüedad? ¿Luchaban allí los viejos héroes? ¿Jugaban niños encantadores y contaban sus sueños?

—Le digo que estuve allí y debe comprender que vi todo lo que había que ver. Si usted hubiera estado allí, no se habría convertido en ser humano, pero yo sí. Y además aprendí a conocer lo íntimo de mi naturaleza, lo congénito, el parentesco que tengo con la Poesía. Sí, cuando estaba con usted no pensaba en ello, pero siempre, sabe usted, al salir y al ponerse el sol, me hacía extrañamente largo; a la luz de la luna me recortaba casi con mayor pre-cisión que usted. Yo no entendía entonces mi na-turaleza, en la antesala se me reveló. Me volví ser humano. Al salir había completado mi madurez, pero usted ya no estaba en los países cálidos. Me avergoncé como hombre de ir como iba, necesitaba botas, trajes, todo este barniz humano, que hace reconocible al hombre. Me refugié (sí, puedo decír-selo, usted no lo contará en ningún libro), me re-fugié en las faldas de una vendedora de pasteles, bajo ellas me escondí; la mujer no tenía idea de lo que ocultaba. No salí hasta que llegó la noche; co-rrí por la calle a la luz de la luna. Me estiré sobre la pared (¡qué deliciosas cosquillas produce en la es-palda!). Corrí arriba y abajo, curioseé por las ven-tanas más altas, tanto en el salón como en la buhardilla. Miré donde nadie puede mirar, y vi lo que ningún otro ve, lo que nadie debe ver. Si bien se considera, éste es un cochino mundo. No que-rría ser hombre, si no fuera porque está bien con-

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siderado el serlo. Vi las cosas más inimaginables en las mujeres, los hombres, los padres y los en-cantadores e incomparables niños; vi —dijo la sombra— lo que ningún hombre debe conocer; pero lo que todos se perecerían por saber: lo malo del prójimo. Si hubiera publicado un periódico, ¡lo que se hubiera leído! Pero yo escribía directamente a la persona en cuestión y se producía el pánico en todas las ciudades adonde iba. Llegaron a tenerme terror y grandísima consideración. Los profesores me nombraron profesor, los sastres me hacían tra-jes nuevos; no me faltaba de nada. El tesorero del reino acuñaba monedas para mí y las mujeres de-cían que yo era muy guapo; y así llegué a ser el hombre que soy. Y ahora me despido. Ésta es mi tarjeta. Vivo en la acera del Sol; y estoy siempre en casa cuando llueve.

Y la sombra se marchó. Pasó tiempo y tiempo y la sombra volvió. —¿Cómo le va? —preguntó. —¡Ay! —dijo el sabio—. Escribo acerca de lo

verdadero, lo bueno y lo bello, pero nadie se inter-esa por mi obra. Estoy desesperado, porque son cosas a las que concedo gran importancia.

—Pues a mí no me ocurre igual —dijo la som-bra—. Yo, mientras, engordando, que es lo que hemos de procurar. Usted no entiende el mundo y terminará por caer enfermo. Tiene que viajar. Me iré de viaje este verano. Venga conmigo. Me gusta-ría llevar un compañero. ¿Quiere usted venir con-migo, como mi sombra? Será para mí un gran pla-cer el llevarle, ¡le pago el viaje!

—¡Qué disparate! —dijo el sabio.

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—¡Según como se mire! —dijo la sombra—. El viajar le sentará de maravilla. Si consiente usted en ser mi sombra, todo correrá de mi cuenta.

—¡Esto ya es el colmo! —protestó el sabio. —Pero así va todo el mundo —dijo la sombra—,

y así seguirá. Y se marchó. Las cosas no le iban nada bien al sabio, la pena

y la preocupación seguían haciendo presa en él, y sus opiniones sobre lo verdadero, lo bueno y lo bello interesaban tanto al público como las rosas a una vaca; hasta que al final cayó enfermo de con-sideración.

—¡Parece usted totalmente una sombra! —le decía la gente, y esto le produjo un escalofrío, porque le hizo pensar en ella.

—Lo que debe hacer es tomar las aguas —dijo la sombra, que vino de visita—. No hay nada igual. Le llevaré conmigo, por nuestra vieja amistad. Yo pago el viaje y usted se encarga de llevar un diario, con lo que me resultará el camino más divertido. Quiero ir a un balneario, mi barba no crece como debiera (eso es también una enfermedad), y una barba es algo indispensable. Sea razonable y acep-te la invitación, viajaremos como amigos, por su-puesto.

Y así viajaron; la sombra hacía de señor y el señor hacía de sombra. Fueron juntos: en coche, a caballo, a pie, al lado uno de otro, delante o detrás, según la posición del sol. La sombra sabía ponerse siempre en el lugar del señor, mientras el sabio no prestaba atención a semejante cosa. Tenía un co-razón excelente y era sumamente cortés y afectuo-so, así que un día le dijo a la sombra:

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—Puesto que nos hemos convertido en compa-ñeros de viaje y, además, hemos crecido juntos desde la infancia, ¿por qué no nos tuteamos? Sería más íntimo.

—En eso que dice —contestó la sombra, que ahora era el verdadero señor— hay mucha fran-queza y buena intención, por lo que seré igual-mente bienintencionado y franco. Usted, como sa-bio que es, sabe sin duda lo especial que es la na-turaleza. Hay quien no aguanta el roce del papel gris, le pone enfermo. A otros se les pasa todo el cuerpo si se rasca un clavo contra un vidrio. Lo mismo siento yo cuando le oigo tutearme, es como si me empujasen de nuevo a mi primer empleo con usted. No se trata de orgullo, sino, como verá, de una sensación. Pero si no puedo permitirle que me trate de tú, con mucho gusto le tutearé a usted, como fórmula de compromiso.

Y así la sombra tuteó a su antiguo señor. “¡Qué absurdo —pensó éste— que yo le hable

de usted y él me tutee!” Pero no tuvo más remedio que aguantarlo. Al fin llegaron a un balneario, donde había mu-

chos extranjeros, y entre ellos una encantadora princesa que padecía la enfermedad de tener una vista agudísima, lo que era en extremo alarmante.

Al instante observó que el recién llegado era por completo diferente a los otros.

—Dicen que ha venido para hacer crecer su barba, pero yo veo la verdadera causa: no tiene sombra.

Llena de curiosidad, entabló inmediatamente conversación con el caballero extranjero durante el

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paseo. Como princesa que era, no se andaba con muchos miramientos, por lo que le dijo:

—A usted lo que le ocurre es que no tiene sombra.

—Vuestra Alteza Real debe haber mejorado no-tablemente —dijo la sombra—. Sé que vuestra do-lencia consiste en que veis demasiado bien, pero debe haber desaparecido; estáis curada. Precisa-mente yo tengo una sombra muy extraña. ¿No habéis visto a la persona que siempre me acompa-ña? Otros tienen una sombra vulgar; pero yo detes-to lo corriente. Igual que se viste al criado con li-brea de mejor paño que el que uno usa, he ataviado a mi sombra como si fuese una persona. Ved que hasta le he proporcionado una sombra. Es muy cos-toso, pero me gusta tener algo excepcional.

“¿Cómo? ¿Será posible que me haya curado de verdad? —pensó la princesa—. ¡Este balneario es único! El agua tiene en nuestros días propiedades asombrosas. Pero no me marcho, porque ahora comienza a estar esto divertido. El extranjero me gusta extraordinariamente. Con tal que no le crez-ca la barba y se marche.”

Por la noche, en el gran salón, bailaron la prin-cesa y la sombra. Ella era ligera, pero más aún lo era él. Nunca había tenido la princesa pareja seme-jante. Ella le dijo qué país era el suyo y él lo cono-cía. Lo había visitado, en ocasión en que ella estaba ausente. Había curioseado por las ventanas aquí y allá y visto de todo, por lo que pudo contestar a la princesa y hacer alusiones que la dejaron estupe-facta.

“Debe ser el hombre más sabio del mundo”, pensó, tal era su admiración por lo que sabía. Y

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cuando bailaron de nuevo, la princesa quedó ena-moradísima, de lo que la sombra se dio cuenta, porque ella le atravesaba con su mirada. A esto siguió otro baile y ella estuvo a punto de decírselo, pero mantuvo su serenidad y pensó en su país y en su reino, y en las muchas personas sobre las que reinaba.

“Es un sabio —se dijo—, lo cual es cosa buena.

Y baila espléndidamente, lo cual es también bueno. Pero me pregunto si tendrá conocimientos pro-fundos, y eso es también importante. Intentaré examinarle.”

Y entonces comenzó poco a poco a hacerle las más difíciles preguntas, que ni ella misma hubiera podido contestar; y la sombra puso una cara su-mamente extraña.

—¡No sabe usted la respuesta! —dijo la princesa.

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—Lo aprendí de párvulo —dijo la sombra—. Creo que hasta mi sombra, allí junto a la puerta, sabrá contestar.

—¡Su sombra! —dijo la princesa—. Sería en ver-dad extraordinario.

—Bueno, no digo que lo sepa —dijo la som-bra—, pero creo que sí. Me ha seguido y oído du-rante tantos años, que creo que sí. Pero Vuestra Alteza Real permitirá que le advierta que pone tan-to empeño en hacerse pasar por una persona, que para tenerle de buen humor; y debe estarlo para contestar bien, ha de ser tratado precisamente como una persona.

—Me complacerá hacerlo —dijo la princesa. Y se acercó al sabio que estaba junto a la puer-

ta y habló con él del sol y de la luna, de unos y de otros, y él contestó con todo acierto y cordura.

“¿Cómo será este hombre, cuando tiene una sombra tan sabía? —pensó ella—. Será una autén-tica bendición para mi pueblo y mi reino, si lo elijo como esposo.”

Y ambos estuvieron de acuerdo, la princesa y la sombra, pero nadie debía saberlo antes de que ella regresase a su reino.

—¡Nadie, ni siquiera mi sombra! —dijo la som-bra, y tenía sus particulares razones para ello.

Tras esto, fueron al país donde reinaba la prin-cesa, una vez que ella había regresado.

—Escucha, amigo mío —dijo la sombra al sa-bio—. He llegado a ser cuan afortunado y podero-so puede ser un hombre. Ahora haré algo extraor-dinario por ti. Vivirás siempre conmigo en palacio, irás conmigo en mí carroza real y tendrás cien mil escudos al año. Pero permitirás que todos te lla-

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men sombra; no deberás decir nunca que fuiste hombre, y una vez al año, cuando me siente al sol en el balcón para mostrarme al pueblo, tendrás que tenderte a mis pies, como debe hacerlo una sombra. Has de saber que me caso con la princesa. Esta noche será la boda.

—¡No, eso es monstruoso! —dijo el sabio—. ¡No quiero, no lo haré! ¡Sería defraudar al país y a la princesa! ¡Lo diré todo! Que yo soy el hombre y tú la sombra. ¡Que apenas si eres un disfraz!

—No lo creerá nadie —dijo la sombra—. ¡Sé ra-zonable o llamo a la guardia!

—¡Iré a ver a la princesa! —dijo el sabio. —Pero yo iré primero —dijo la sombra—, y tú

irás al calabozo. Y así fue, porque los centinelas le obedecieron,

al saber que iba a casarse con la princesa. —¡Estás temblando! —dijo la princesa, cuando

la sombra fue a visitarla—. ¿Ha ocurrido algo? No irás a ponerte enfermo esta noche, en que vamos a casarnos.

—Me ha sucedido la cosa más terrible que pue-da ocurrir —dijo la sombra—. ¡Imagínate (claro, una pobre cabeza de sombra como ésa es incapaz de resistir mucho); imagínate, mi sombra se ha vuelto loca, cree que ella es el hombre y que yo (imagínate, si puedes), que yo soy su sombra!

—¡Qué horror! —dijo la princesa—. ¿Lo habrán encerrado, supongo?

—Sí. Me temo que nunca recupere la razón. —¡Pobre sombra! —dijo la princesa—. Qué des-

dicha para él. Sería una verdadera obra de caridad liberarlo de la mezquina vida que lleva y cuando

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pienso en ello, creo que se hace preciso el quitár-sela con toda discreción.

—Resulta cruel —dijo la sombra— porque era un buen sirviente.

Y pareció dar un suspiro. —¡Qué nobles sentimientos! —dijo la princesa. Por la noche, toda la ciudad estaba iluminada y

los cañones hicieron ¡pum! y los soldados presen-taron armas. ¡Qué boda aquella! La princesa y la sombra se asomaron al balcón para mostrarse y recibir una vez más las aclamaciones.

El sabio no se enteró de nada, porque le habían quitado la vida.

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PULGARCITA

Cierta vez hubo una mujer que deseaba muchísi-mo tener un hijo, sin que le fuera concedida la rea-lización de ese deseo. Finalmente fue a hablar con un hada y le dijo:

—Mi mayor ambición es tener un niñito. ¿Pue-des decirme dónde podría encontrar uno?

—Eso es fácil de resolver —contestó el hada—. Aquí tienes un grano de cebada de una clase muy diferente de aquella que crece en los campos y que se echa de comer a los pollos. Plántala en esa ma-ceta y verás lo que pasa.

—¡Gracias! —respondió la mujer, y dio al hada doce monedas de cobre, que era el precio de la cebada.

Luego se fue a su casa y la plantó. Enseguida creció una flor hermosa y grande, de aspecto se-mejante al de un tulipán, pero con pétalos tan apretados como si fuera todavía un pimpollo.

“La flor es muy linda” —dijo la mujer, y dio un beso a los pétalos dorados y rojos. Al hacerlo, la flor se abrió, y la mujer vio que se trataba real-mente de un tulipán.

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Dentro de la flor, sobre los verdes y aterciope-lados estambres, estaba sentada una delicada y graciosa doncellita, cuyo tamaño era escasamente la mitad del largo de un dedo pulgar. Al verla tan pequeña, le dieron el nombre de Pulgarcita. A mo-do de cuna le trajeron una cáscara de nuez, ele-gantemente pulida, con un colchón de pétalos de violeta y otro de rosa como colcha. Allí dormía por la noche, pero durante el día jugueteaba en la me-sa, donde la mujer colocaba un plato lleno de agua; alrededor del plato ponía flores, con los ta-llos sumergidos en el agua, y sobre ésta hacía flo-tar un amplio pétalo de tulipán que le servía a Pul-garcita a manera de embarcación. La muchachita se sentaba en el bote y remaba de un lado a otro del plato, con dos remos hechos de cerda. Y era una visión encantadora. Pulgarcita cantaba con una voz tan suave y tenue que su canto era algo como nunca jamás se oyera antes. Una noche en que ella dormía en su camita, un sapo feo, grande y húmedo se introdujo a través de un vidrio roto de la ventana y saltó a la mesa sobre la cual estaba la cáscara de nuez y dentro de ella la niña bajo su pequeña colcha de rosa.

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“¡Qué linda esposita para mi hijo!” —se dijo el sapo. Y con esto se llevó la cáscara de nuez con Pulgarcita dormida en su interior, y saltó por el agujero de la ventana al jardín.

El sapo y su hijo vivían en el borde fangoso de una ancha corriente de agua. El sapo joven era más feo aún que su padre. Al ver a la muchachita en su elegante lecho, sólo atinó a exclamar: “Croac, croac, croac.”

—No hables tan fuerte, o se despertará —pro-testó el sapo viejo—. Y podría escaparse, pues es tan ligera como un plumón de cisne. La pondre-mos sobre una hoja de nenúfar, en la corriente. Será como una isla para ella, porque ¡es tan pe-queña! y no podrá fugarse. Y mientras ella se que-da allí nosotros prepararemos a toda prisa una habitación lujosa bajo el pantano, para que te la lleves a vivir cuando te hayas casado.

En el medio de la corriente de agua crecían unos nenúfares de anchas hojas verdes, que pare-cían flotar sobre el agua. La más grande de dichas hojas sobresalía de la superficie mucho más que las otras, y hacia ella nadó el viejo sapo llevando la cáscara de nuez en que Pulgarcita dormía aún.

La niña se despertó temprano aquella mañana, y al ver dónde se encontraba rompió a llorar amargamente. No podía ver nada más que agua a los lados de la gran hoja verde, y sin que hubiera manera alguna de llegar a tierra. Mientras tanto, el viejo sapo estaba muy ocupado bajo el pantano, decorando la habitación con junquillos y otras flo-res silvestres, para ponerla bonita y digna de su nuera. Luego se echó a nadar junto con su feísimo

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hijo hacia la hoja donde antes había colocado a la pobre Pulgarcita.

Deseaba llevarse la camita para colocarla en la cámara nupcial y que estuviera lista para cuando la joven la estrenara. Al llegar inclinó la cabeza en el agua y explicó:

—Éste es mi hijo. Será tu marido, y ambos vivi-réis juntos y felices en el pantano, junto al agua.

—Croac, croac, croac —fue todo lo que pudo decir su hijo. Y ambos sapos tomaron la elegante camita y se alejaron nadando con ella, dejando a Pulgarcita enteramente sola sobre su hoja verde, sentada y llorando. La muchachita no podía sopor-tar la idea de vivir en compañía del sapo viejo y con su feísimo hijo por marido. Los pececitos que nadaban a sus pies habían visto al sapo y oído lo que ella decía, y sacaban las cabecitas por sobre la superficie para contemplarla. En cuanto la vieron advirtieron que la niña era muy bonita, y los apenó el pensar que tendría que irse a vivir con los horri-bles sapos.

—No eso no debe ocurrir, nunca —dijeron, y se reunieron en el agua en torno del tallo verde que sostenía la hoja que servía de apoyo a la mucha-chita, y royeron la planta a la altura de la raíz con sus dientes. La hoja flotó a la deriva, alejándose en la corriente y llevándose a Pulgarcita lejos, fuera del alcance de los dos sapos.

Pulgarcita siguió así navegando, pasando a lo largo de muchas aldeas y ciudades. Los pájaros que la contemplaban al pasar cantaban “¡Qué her-mosa criatura!” La hoja siguió bogando con ella, más y más lejos, hasta que tocó tierra en otro país. Una bonita mariposa blanca que venía revolotean-

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do alrededor de Pulgarcita se posó por fin sobre la hoja. Aquello agradó a la muchacha, ahora que el sapo ya no podía alcanzarla, que las tierras por donde transitaba eran hermosas y que el sol bri-llaba sobre las aguas como oro líquido. Se quitó el cinturón y ató un extremo al cuerpo de la maripo-sa y otro a la hoja, que se deslizó así mucho más veloz que antes, llevando a su bordo a la niña. En eso estaban cuando pasó volando un gran abejo-rro, y en cuanto vio a Pulgarcita la asió con sus patas y voló con ella hacía un árbol. La hoja verde siguió flotando en el arroyo, a remolque de la ma-riposa, pues el animalito estaba atado a ella y no podía soltarse.

¡Oh, cómo se asustó la pequeña Pulgarcita al ver que el abejorro se la llevaba al árbol! Lo sintió más que nada por la bonita mariposa blanca atada a la hoja, que no podría liberarse y moriría de hambre. Pero al abejorro no le preocupó en abso-luto el problema. Se sentó —con la joven a su la-do— sobre una hoja del árbol, le dio a comer un poco de miel de las flores y le dijo que era muy bonita, aunque de ninguna manera tanto como la hembra de un abejorro. Un rato después todos los abejorros que vivían en el árbol se acercaron a vi-sitarla. Se quedaron contemplando a la muchacha, y luego las jóvenes hembras dieron vuelta las an-tenas y dijeron: “Sólo tiene dos piernas. ¡Qué fea!”

—Y no tiene antenas —comentó otra. —Y tiene la cintura muy delgada. Es como un

ser humano. ¡Vaya si es fea! —dijeron todas las hembras de abejorro, aunque Pulgarcita era muy bonita.

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El abejorro que había huido con ella creyó lo que decían los otros al afirmar que Pulgarcita era fea, y no quiso saber nada más con ella. Le dijo, pues, que podía irse adonde quisiera. Luego la bajó del árbol en sus alas, y la colocó sobre una marga-rita, donde la niña se quedó llorando ante la idea de que era tan fea que ni los mismos abejorros se interesaban por hablar con ella. Y era en realidad la más encantadora criatura que pueda imaginarse, tan tierna y delicada como el pétalo de una rosa.

Durante todo el verano la pobre Pulgarcita permaneció sola en la selva. Se tejió un lecho con hojas de césped y lo tendió bajo una ancha hoja para protegerse de la lluvia. Se alimentaba con la miel que sorbía de las flores, y bebía por la maña-na el rocío de las hojas. Así transcurrió el verano, y luego el otoño, y finalmente llegó el invierno, el largo y frío invierno. Los pájaros que habían can-tado para ella tan amablemente volaron todos; los árboles y las flores perdieron su frescura. La hoja de trébol bajo la cual vivía la niña estaba ahora arrugada y marchita, y casi no quedaba de ella más que un seco tallo amarillento. Experimentaba un frío terrible, pues sus ropas estaban llenas de des-garrones y además ella era tan tenue y delicada que poco le faltaba para helarse. Para colmo em-pezó a nevar, y los copos cayeron sobre ella como si sobre uno de nosotros cayera la nieve a paladas, pues nuestra estatura es la normal, y en cambio la de Pulgarcita no pasaba de dos o tres centímetros. Se envolvió en una hoja seca, pero ésta se rasgó por el medio, y no sirvió ya para retener el calor, de modo que la muchacha temblaba de frío.

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Cerca del bosque donde ella estaba viviendo existía un vasto campo de trigo, pero el cereal había sido cosechado ya tiempo atrás, y no queda-ba sino el rastrojo seco a ras del suelo helado. Pero para Pulgarcita era como abrirse paso a través de un enorme bosque. Por último llegó a la casa de una vieja ratita de campo que tenía su pequeña guarida bajo los rastrojos. La rata vivía allí cómo-damente, rodeada de agradable calor, y con un buen granero lleno, una cocina y un comedor que eran cosa de ver. La pequeña Pulgarcita se detuvo en la puerta como una niña mendiga y suplicó le dieran un puñado de cebada, porque llevaba sin comer bocado casi dos días.

—¡Pobre niña! —exclamó la anciana rata de campo, que era ciertamente de buenos sentimien-tos—. Entra en mi habitación, al calor, y cena con-migo. —Y le agradó tanto Pulgarcita que añadió—: Serás bienvenida si quieres quedarte conmigo todo el invierno. Pero tendrás que asear mis habitacio-nes y contarme cuentos, pues me gusta sobrema-nera oírlos.

Pulgarcita hizo todo lo que la rata de campo le había pedido, y se encontró muy cómoda en la ca-sita.

—No tardaremos en tener un visitante —dijo un día la rata—. Mi vecino suele venir a verme una vez por semana. Es más bondadoso aún que yo. Tiene una casa amplia, y viste una hermosa levita de terciopelo. Si lograras tenerlo por esposo te encontrarías muy bien provista. Pero es ciego, de modo que tendrás que contarle algunos de tus más bonitos cuentos.

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Pulgarcita no se sintió interesada en absoluto por la persona del vecino, pues éste era un topo.

—Es muy rico y muy instruido, y su casa es veinte veces más grande que la mía —insistió la ratita.

El topo vino al fin, vestido con su levita de ter-ciopelo negro. Era rico y culto, sin duda, pero ape-nas podía hablar del sol y de las flores, pues no los había visto jamás. Pulgarcita tuvo que cantarle al-gunas canciones de su repertorio. Y el topo se enamoró de ella al oír aquella encantadora voz, pero no dijo nada todavía, pues era extremada-mente cauteloso.

No mucho tiempo antes, el topo había excava-do bajo tierra una larga galería que comunicaba la vivienda de la rata de campo con la suya propia. La rata y Pulgarcita recibieron permiso de pasear por aquella galería cada vez que lo desearan. El topo les previno que no se asustaran por la vista de un pájaro muerto que yacía en el pasaje, en perfecto estado de conservación, con su pico y sus plumas, lo que indicaba que no debía de llevar sin vida más que algunos días.

El topo sostuvo en la boca un trozo de madera fosforescente que brillaba como una brasa en la oscuridad y avanzó delante de Pulgarcita y de la rata, guiándolas por el largo pasaje. Al llegar al sitio donde yacía el pájaro muerto, el topo empujó el techo con su ancha nariz, la tierra cedió, y que-dó abierto un gran boquete por el cual entró la luz del día. En el centro del piso estaba una golondrina inerte, con sus hermosas alas plegadas, y la cabeza y las patas escondidas bajo las plumas. Era visible que la pobre avecita había muerto de frío, cosa que

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entristeció mucho a Pulgarcita, pues la niña sentía gran afecto por los pájaros que habían cantado para ella tan hermosas melodías todo el verano. Pero el topo hizo a un lado el animalito con sus patas torcidas y dijo:

—Ya no cantará más. ¡Qué triste ha de ser el haber nacido pájaro! Me alegro de que ninguno de mis hijos vayan a ser nunca animales que no saben sino chillar: “Pío, pío”, y que siempre acaban mu-riéndose de hambre en el invierno.

—Sí, todo eso es muy cierto, inteligente topo —exclamó la rata de campo—. De qué sirven tan-tos gorjeos si al llegar el invierno uno se hiela o se muere de hambre? Y sin embargo los pájaros son de ascendencia ilustre, tengo entendido.

Pulgarcita no respondió, pero cuando los otros dos dieron vuelta la espalda, ella se inclinó sobre el pájaro, apartó las plumas que cubrían la cabeci-ta y le dio un beso en los cerrados párpados.

“Quizá sea éste el que me cantaba tan dulce-mente durante el verano —dijo—. ¡Cuánto me ale-graba tu canto, preciosa avecilla!”

El topo volvió a cerrar el agujero por donde penetraba la luz del día y acompañó a casa a los dos damas.

Aquella noche Pulgarcita, que no podía dormir, se levantó de la cama y entretejió una amplia y hermosa colcha de heno. Luego la llevó adonde estaba la golondrina muerta y la extendió sobre el cuerpo del ave, junto con unas flores de las que había en la habitación de la rata. La colcha era suave como de lana, y Pulgarcita la ajustó a cada lado del pájaro como si quisiera que éste pudiera tener algo de calor sobre la fría tierra.

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—Adiós, hermosa avecita —dijo—. Gracias por el delicioso canto con que me obsequiaste en el verano, cuando los árboles estaban verdes y el cá-lido sol brillaba sobre nosotros.

Al decirlo apoyó la cabeza sobre el pecho del ave, e inmediatamente se sintió alarmada. Porque le pareció que como si dentro del pequeño cadáver algo estuviera haciendo “tum, tum”. Era el corazón de la golondrina, que no estaba muerta realmente, sino entumecida por el frío, y que con el calor había empezado a volver a la vida.

Al llegar el otoño, las golondrinas vuelan hacia los países cálidos; pero si ocurre que alguna se retrasa y es alcanzada por el frío, se hiela y cae como muerta, y allí se queda hasta que la cubre la nieve. Pulgarcita temblaba de miedo, muy asusta-da, porque el ave era grande, mucho más grande que ella, que sólo medía un par de centímetros. Pero trató de hacer valor, arropó mejor a la golon-drina y luego trajo una hoja que le servía a ella misma de cobertor y la colocó sobre la cabeza del pájaro. A la noche siguiente se levantó de nuevo a escondidas y fue a ver a su protegida. La encontró con vida, pero extremadamente débil, tanto que sólo pudo abrir los ojos un momento para mirar a Pulgarcita.

—Gracias, hermosa niña —dijo la golondrina en-ferma—. He estado tan bien con el calor que me proporcionaste que pronto recobraré mis fuerzas y podré volar hacia las tierras donde calienta el sol.

—¡Oh! —exclamó Pulgarcita—. Hace mucho frío afuera, con la nieve y la escarcha. Quédate en tu cama caliente; yo cuidaré de ti.

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Le llevó a la golondrina un poco de agua en el cáliz de una flor. El ave le contó que se había las-timado una de sus alas en una zarza, por lo cual no pudo volar con tanta presteza como sus com-pañeras que ya estarían a gran distancia en el ca-mino hacia los países cálidos. Por último había caído en tierra, luego de lo cual no recordaba nada más. Ignoraba cómo llegó al lugar donde la encon-traron.

El ave permaneció bajo tierra todo el invierno, y Pulgarcita la alimentó con cariño y cuidado, sin que el topo ni la rata de campo supieran nada, pues a ellos no les gustaban las golondrinas.

No tardó en llegar la primavera y el sol empezó a caldear la tierra. Entonces la golondrina se des-pidió de Pulgarcita, y ésta abrió el agujero que el topo había practicado en el techo. El sol brilló so-bre ambas con tal esplendor que la golondrina in-vito a la niña a partir con ella, sentada en su lomo, y volar las dos juntas hacia los bosques verdes. Pero Tiny, sabía que la rata de campo se entriste-cería mucho si su protegida la abandonaba de se-mejante manera, y respondió:

—No; no es posible. —¡Adiós, entonces! ¡Adiós, bondadosa y her-

mosa doncellita! —Y la golondrina emprendió vue-lo en la luz del sol.

Pulgarcita se quedó mirándola, mientras las lá-grimas le brotaban de los ojos, porque la niña que-ría mucho a la golondrina.

La niña se quedó muy triste. Ella no podía salir al calor y la luz del sol. El cereal sembrado en el campo que rodeaba la casa de la ratita había creci-do tanto que constituía un espeso bosque para

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Pulgarcita, con su pequeña estatura de un par de centímetros.

—Tienes que casarte, Pulgarcita —dijo un día la rata de campo—. Mi vecino ha pedido tu mano. ¡Qué suerte para una niña pobre como tú! Ahora vamos a preparar tu ajuar de bodas. Tiene que ser de lana e hilo. No debe faltarte nada cuando seas la esposa del topo.

Pulgarcita tuvo que hilar lino y lana, y la rata de campo contrató dos arañas para que tejieran día y noche. Todas las tardes el topo venía de visi-ta y hablaba sin cesar del buen tiempo en que habría pasado ya el verano. Entonces fijaría la fe-cha de su boda con Pulgarcita, pero ahora el calor del sol, era tanto que abrasaba la tierra y la ponía dura como una roca. Sí; se casarían cuando acaba-ra el verano, pero eso a Pulgarcita no le agradaba, pues no abrigaba simpatía ninguna por el cansa-dor topo. Todas las mañanas al salir el sol, y todas las tardes a la hora del crepúsculo, se deslizaba afuera, a la puerta, y cuando el viento apartaba las hojas en el campo sembrado, ella contemplaba el cielo azul y pensaba en lo hermoso que era aquello y en cuánto le agradaría ver de nuevo a su querida golondrina. Pero ésta no volvió. Para aquel enton-ces ya se habría internado a gran distancia en los hermosos bosques verdes.

Cuando llegó el otoño, Pulgarcita tenía ya su ajuar listo. El topo le dijo:

—Dentro de cuatro semanas tendrá lugar la boda.

Pulgarcita lloró, y dijo que nunca se casaría con el desagradable topo.

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—¡Tonterías! —exclamó la rata de campo—. No seas porfiada, o te morderé. Es un topo muy buen mozo. Ni la reina usa terciopelos y pieles más hermosos. Su cocina y sus graneros están llenos de provisiones. Debieras estar agradecida por tan buena suerte.

De modo, pues, que se fijó el día de la boda, en que el topo se llevaría a Pulgarcita a vivir con él a las profundidades de la tierra, donde nunca volve-ría a ver más el cálido sol que a él no le agradaba. La pobre niña se sentía muy desdichada ante la idea de decir adiós al hermoso sol, y como la rata de campo le había dado permiso para salir a la superficie, así lo hizo una vez más para despedirse del astro.

—¡Adiós, brillante sol! —exclamó, extendiendo hacia él los brazos. Y se adelantó algunos pasos alejándose de la casa. El cereal ya había sido cose-chado, y sólo quedaba en los campos el rastrojo seco—. ¡Adiós, adiós! —repetía, abrazando a una florecilla roja que estaba a su lado—. Despide por mí a la pequeña golondrina, si es que vuelves a verla.

—Pío, pío —sonó una voz, de pronto, a sus es-paldas. Pulgarcita se volvió y levantó la cabeza: allí estaba la golondrina, volando cerca de ella. Se quedó encantada al encontrar a Pulgarcita. Ésta le expresó cuánto disgusto experimentaba al tener que casarse con el feo topo, para vivir siempre ba-jo la tierra y no volver a ver nunca más el esplen-dente sol. Y al decirlo lloraba.

—El invierno está ya acercándose —respondió la golondrina— y yo tendré que volar a los países cálidos. ¿Quieres venir conmigo? Puedes sentarte

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sobre mi lomo y asegurarte allí con tu cinturón. Y volaremos lejos del feo topo y de sus lóbregas habitaciones; lejos, por sobre las montañas, a los países cálidos donde el sol brilla con más fuerza que aquí; donde siempre es verano y las flores son más hermosas. Vuela conmigo, Pulgarcita. Tú me salvaste la vida cuando yo estaba helada en aquel corredor horrible y oscuro.

—Sí, me iré contigo —repuso Pulgarcita. Se sen-tó a lomos del pájaro, con los pies sobre las alas extendidas, y se ató con su cinturón a una de las plumas más fuertes.

La golondrina se alzó por los aires y voló sobre la selva y sobre el mar, mucho más arriba que las más altas montañas cubiertas de nieves eternas. Pulgarcita hubiera muerto helada en el frío aire de las alturas, de no guarecerse bajo las plumas del ave, dejando sólo al descubierto su cabecita para poder admirar las hermosas comarcas por sobre las cuales pasaban. Por fin llegaron a los países cálidos, donde el sol brilla con más fuerza y el cie-lo parece mucho más alto. Aquí y allí, en los cer-cos, a los lados del camino, crecían vides con ra-cimos negros, blancos y verdes. De los árboles, en el bosque, pendían limones y naranjas, y el am-biente llevaba fragancia de mirtos y azahares. Por los senderos del campo correteaban hermosos ni-ños, jugando con grandes y alegres mariposas. Y a medida que la golondrina volaba más y más, cada lugar parecía más amable aún.

Por último se detuvieron junto a un lago azul a cuya orilla, a la sombra de un bosquecillo de árbo-les de un verde muy intenso, se erguía un palacio de deslumbrante mármol blanco, reliquia de tiem-

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pos pretéritos. Alrededor de sus elevadas colum-nas se apiñaban las vides, y en las cornisas se veí-an muchos nidos de golondrinas, uno de los cuales era precisamente el hogar de la que había trans-portado a Pulgarcita.

—Ésta es mi casa —dijo la golondrina—. Pero no es aquí donde te convendría vivir. No estarías cómoda. Será mejor que te elijas una de esas boni-tas flores, y yo te depositaré sobre ella. Allí ten-drás todo lo que puedas desear para ser feliz.

—¡Será maravilloso! —exclamó ella, aplaudien-do de alegría.

Sobre el suelo había una gran columna de mármol que al caer se había partido en tres peda-zos, entre los cuales crecían las flores blancas más grandes y hermosas. La golondrina descendió con Pulgarcita sobre uno de los anchos pétalos. ¡Y cuál no sería su sorpresa al ver en el centro de la flor un tenue hombrecito, tan blanco y transparente como si estuviera hecho de cristal! Tenía sobre la cabeza una corona de oro, y en los hombros deli-cadísimas telas, y su tamaño no era mucho mayor que el de Pulgarcita. Era uno de los silfos, o espíri-tus de las flores; precisamente el rey de todos ellos.

—¡Qué hermoso es! —susurró Pulgarcita al oído de la golondrina.

El pequeño príncipe temió al principio la pre-sencia del pájaro, que era como un gigante al lado de una criatura tan delicada como él. Pero al ver a Pulgarcita quedó encantado, y se dijo que era la más hermosa doncella que hubiera visto nunca. Entonces se quitó de la cabeza la corona de oro y la colocó sobre la de la niña; le preguntó su nom-

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bre y también si quería ser su esposa y reinar con él sobre las flores.

Ciertamente, aquel era un esposo muy diferen-te del hijo del sapo, o del topo con su levita de piel y terciopelo. De modo que Pulgarcita dijo: “Sí” al apuesto príncipe.

Entonces todas las flores se abrieron y de cada una de ellas salió un minúsculo caballero o una damisela pequeñita, tan bonitos todos que era una delicia mirarlos. Cada uno ofreció a Pulgarcita un regalo, pero el mejor fue un par de hermosas alas que habían pertenecido a una gran mosca blanca. Se las prendieron a Pulgarcita en los hombros de manera que pudiese ella también volar de flor en flor. Luego hubo una fiesta y a la pequeña golon-drina le pidieron que cantara un himno de bodas, a lo cual accedió ella lo mejor que pudo. Pero su co-razón estaba triste, pues quería mucho a Pulgarci-ta y hubiera deseado no separarse nunca de ella.

—Ya no te llamarás más Pulgarcita —dijo el sil-fo—. No me gusta ese nombre; tú eres demasiado linda para llamarte así. En adelante tu nombre será Maya.

—¡Adiós, adiós! —dijo la golondrina, con el co-razón apenado, y partió de los países cálidos para volver a Dinamarca. Allí tenía otro nido, en la ven-tana de una casa en la que habitaba el narrador de historias. La golondrina cantó: “Pío, pío”, y de esa canción surgió el presente relato.