H,--' í>-- Corona republicana

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Bilbao H ,--' í>-- Rafael Castellano D e muy antaño, de crío casi, sabía yo que el franquismo pudo quemar, en fahrenheit energúmeno, obras para el régimen detestables, in- cluyéndole a Unamuno por cul- ? a de su desplante salmantino. ’ que pudo abrasar toda la mo- neda resistente, y fundir la me- tálica, y aventar los abonos de las comunas libertarias de As- turias, Aragón y Andalucía, y pulverizar los sellos de Correos con el rostro dionisiaco de don Niceto Alcalá Zamora, el de los dos apellidos judeos y la afilia- ción masónica practicante; y el papel del Estado, y los diplo- mas de la Gran Logia Escocesa de mi bisabuelo si la secreta lle- ga a localizarlos (los ocultaba en una baldosa de la cocina). Pudo hacer todo aquello el Mo- vimiento. Pero por precaución, ignorancia y, peor aun, por con- vicción muy falangista de la inopia del pueblo chusmacero, conservo indemnes símbolos de honda raigambre republicana. Nada menos que en el Banco de España de Madrid lucieron, relucen indestructibles heráldi- cas de República sin que nadie osase, ni ose, extirparlas. En Bilbao las he localizado, una vez más, nada menos que en el edificio de Correos de la alame- da de Urquijo. A un paso del Coliseo Albia. Allí perduran. Esta Estafeta moderna adon- de se trasladaron los carteros tras haberse ubicado en la plaza Olmo E Corona republicana Nueva y en la alameda Maza- rredo en locales q^ue los cronis- tas de los 20 no Uaman tercer- mundistas porq^ue no se estilaba endilgar eufemismos a las colo- nias perdidas, pero que al pare- cer eran un desastre; esta facha- da artdeco exhibe un escudo de águila bicéfala y corona de to- rres imitando una muralla: co- rona mural la llaman los exper- tos en blasones y emblemas. Deambulando por esa zona curva de Urquijo se me vino la corona almenada de castilletes, como un relámpago, a la mente juvenil. Por entonces, Emilio Gutiérrez Caba y yo, compañe- ros en la representación de «Pe- ter Pan» en el María Guerrero (Madrid), y en giras que pasa- ban por el CoUseo Albia, nos reuníamos en las horas libres para elaborar un guión de cine imposible cuya trama principal consistía en el crimenJ)erfecto: un atraco al Banco de España al estilo del Correo de Glasgow >ero muchísimo más espectacu- ar. Estábamos seguros de que Cifesa nos lo rechazaría, aun- que tan leve inconveniente nos daba ánimos y esperanza: lo lle- varíamos a Hollj^vood y residi- ríamos en Beverly Hills. Con Hemingway, John ílouston y el fantasma de James Dean. Mientras localizábamos exte- riores, un experto (republica- no) nos dijo que aquellas coro- nas hechas de castillos, que a primera vista en nada difieren de las monárquicas, se las colo- caban las ciudades considera- das libres o independientes co- Correos y Telégrafos de Bilbao, año 1963 mo símbolo de que, una vez dentro de su recinto, sus habi- tantes eran intocables: si entra- ban las mesnadas a violentarlas saldrían malparadas. Enterados de lo cual, decidimos realiza en «El oro del Banco de España» audaces encuadres con zoom a las antedichas coronas alegóri- cas tras el fundido a negro de otros escenarios: el «zulo» don- de la banda se repartía lingotes y láminas de bi letes de qui- nientas (los de mil no los podía- mos concebir: escapaban a nuestra noción, numérica); la isla desierta del Caribe a cuyo volcán subterráneo se traslada- ban tras arriscado flete las ba- rras de vil metal y demás exte- riores naturales. Él asesor repu- blicano informó que la II Repú- blica respetó los ornatos del Banco de E ^aña y del edificio próximo al Coliseo Albia, pese a su forma tan inequívocamen- Ë1sainete del zapatero N la época en que es- ta noticia llego a las )áginas de la prensa >ilbaina (en la Navi- dad de 1880) era costumbre que las familias de cierto nivel económico enviasen a su sir- vienta a la compra, operación que realizaban l evando al bra- zo una cesta para el transporte de los artículos comestibles, único recipiente que por en- tonces se conocía, antes de que se inventase la bolsa de mano o el cómodo carrito. De aque- lla época proviene la expresión «cesta de la compra» que se si- gue utilizando hoy en día, aun- que ya nadie va a la compra con una cesta. Un buen día de aquella Na- vidad de 1880, una señora bil- baina envió a su sirvienta, o mejor dicho a su criada (que era el nombre usual de las que hoy se denominan empleadas de hogar) a que realizase la compra del día, que por enton- ces era también más diaria que ahora, ya que tampoco se haoí- an inventado los frigoríficos. La señora dio a su criada ins- trucciones y le encargó que, además de los artículos habi- tuales, le trajese también un zapatero, «pescado muy sabro- so del que se hace bastante consumo en muchas casas de Bilbao». Este comentario so- bre el zapatero va entre comi- llas porque no es mío; lo he co- )iado literalmente de la gaceti- la. Aclaro esto, porque noy en día el zapatero no está incluido entre los pescados selectos. La fámula, obediente y bien mandada, se fue a la plaza del mercado de la Ribera y com- pró los artículos que le había encargado su señora, pero se encontró con el problema de que en la plaza no había nin- gún zapatero. La muchacha, en su ingenua candidez, no cono- cía el citado pez teleòsteo. El único zapatero que conocía era el remendón y por eso, des- pués de concluir sus compras en la plaza, se fue a Artecalle donde sabía que podía encon- trar un zapatero de aquellos que ejercían su oficio en los portales. Encontró en efecto uno tra- bajando en su cuchitril y le pi- dió que la acompañase a su ca- sa, porque su ama necesitaba un zapatero. El hombre pensó que podría realizar una cnapu- za a domicilio bien remunera- da y allá se fue la fámula con la cesta y el zapatero hasta su ca- sa, donde tuvo lugar una espe- cie de sainete costumbrista y humorístico, con equívoco in- cluido, que suele ser el motivo básico y divertido en este tipo de obntas teatrales, pero con la diferencia de que en este ca- so no se trataba de ficción, sino de pura realidad. El sainetillo podría quedar escrito así, con el permiso de los lectores: Cuadro único. La escena re- presenta una cocina bilbaina de finales del siglo pasado. Hay una puerta a la derecha. Están en escena la criada y el zapatero. -CRIADA: Ya he vuelto de la compra, señora. -SEÑORA: (Desde fuera de te monárquica, porque se trata- ba de insignias ajenas a la aris- tocracia. P^ara mayor paradoja, el republicano, que iba empo- llado en arquitectura, aseguró que los reyes de la historia de España no gastaban corona, a diferencia de los ingleses y de Napoleón. Decidimos introdu- cir toda aquella bibliografía áu- lica en un diálogo para que de- clararan «El atraco al Banco de España» (segundo título bara- jado) de interés nacional. Una pata añadida que permitiría efi- caz producción con efectos es- peciales, cascadeurs'de lujo y un carneo a cargo de Sean Con- nery. Me ha complacido dete- nerme en mis vericuetos bilbai- nos y admirar una vez más có- mo el fetichismo social extirpa- ría veloz del paisaje urbano la simple aparición en un edificio público de una sábana tricolor instalada así o asá, mientras no le da la menor importancia a la corona republicana de Correos, tan característica como la teta de la Marianne francesa, la es- tatua neo)[orquina de Eiffel o el gorro fri^o del doctor Guillo- tin. Emilio Gutiérrez y este que firma deseábamos, incluso, uti- lizarla como logotipo para no- dos contraculturales y así com- írobar si la censura se percata- ba o no del sacrilegio. Pero el propio teatro nos dispersó y «Riiifí en el Banco de España» (al final decidimos que sería mediante el procedimiento del butrón) se interrumpió, cuarti- llas secas, en el ático donde nos juntábamos a soñar. la cocina). ¿Has traído todo lo que te he encargado? -CRIADA: Sí señora: aquí lo tengo todo. -SEÑORA: ¿Hasta traído también el zapatero? -CRIADA: Sí señora. -SEÑORA: Pues coge un cuchillo, córtale la cabeza y quítale la piel con cuidado. -CRIADA: (Con cara de es- panto y acento de terror que comparte también el zapate- ro). jPero, señora, por Dios! ¡Yo no Duedo hacer eso! -SEÑORA: ¿Por qué? No creo que sea tan difícil desollar un zapatero. -CRIADA: Pues, perdóne- me usted, pero yo no lo hago. ¡Antes me marcho de esta ca- sa! -SEÑORA: ¿Pero qué ton - terías estás diciendo? (En este momento, la señora entra en la cocina dispuesta a demostrar a la criada o senci- llo que es desollar un zapatero y se queda pasmada viendo a aquel liombre junto al fogón). -SEÑORA: (Con cara de susto). ¡Pero quién es este hombre! -CRIADA: ¿Pues quién va a ser? El zapatero. ¿No me dijo usted que le trajese un zapate- ro? El final del sainete prefiero dejarlo a criterio del lector, que puede poner en el último cuadro más o menos gracias, según su imaginación. Porque es de suponer que se cruzarían sabrosas explicaciones, comen- tarios y reproches entre la se- ñora, la criada y el zapatero. Sobre todo habría que oír al zapatero que después de ha- cerse la ilusión de que podía cobrar una buena reparación a domicilio, tuvo que volverse al cuchitril chasqueado y rabian- do. O quizá nendo. Todo de- pende del sentido del humor que tuviese el hombre.

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BilbaoH,--' ■í>--

Rafael Castellano

D e muy antaño, de crío casi, sabía yo que el franquismo pudo quemar, en fahrenheit energúmeno, obras

para el régimen detestables, in­cluyéndole a Unamuno por cul-?a de su desplante salmantino.

’ que pudo abrasar toda la mo­neda resistente, y fundir la me­tálica, y aventar los abonos de las comunas libertarias de As­turias, Aragón y Andalucía, y pulverizar los sellos de Correos con el rostro dionisiaco de don Niceto Alcalá Zamora, el de los dos apellidos judeos y la afilia­ción masónica practicante; y el papel del Estado, y los diplo­mas de la Gran Logia Escocesa de mi bisabuelo si la secreta lle­ga a localizarlos (los ocultaba en una baldosa de la cocina). Pudo hacer todo aquello el Mo­vimiento. Pero por precaución, ignorancia y, peor aun, por con­vicción muy falangista de la inopia del pueblo chusmacero, conservo indemnes símbolos de honda raigambre republicana. Nada menos que en el Banco de España de Madrid lucieron, relucen indestructibles heráldi­cas de República sin que nadie osase, ni ose, extirparlas. En Bilbao las he localizado, una vez más, nada menos que en el edificio de Correos de la alame­da de Urquijo. A un paso del Coliseo Albia. Allí perduran.

Esta Estafeta moderna adon­de se trasladaron los carteros tras haberse ubicado en la plaza

Olmo

E

Corona republicanaNueva y en la alameda Maza­rredo en locales q̂ ue los cronis­tas de los 20 no Uaman tercer- mundistas porq^ue no se estilaba endilgar eufemismos a las colo­nias perdidas, pero que al pare­cer eran un desastre; esta facha­da artdeco exhibe un escudo de águila bicéfala y corona de to­rres imitando una muralla: co­rona mural la llaman los exper­tos en blasones y emblemas. Deambulando por esa zona curva de Urquijo se me vino la corona almenada de castilletes, como un relámpago, a la mente juvenil. Por entonces, Emilio Gutiérrez Caba y yo, compañe­ros en la representación de «Pe­ter Pan» en el María Guerrero (Madrid), y en giras que pasa­ban por el CoUseo Albia, nos reuníamos en las horas libres para elaborar un guión de cine imposible cuya trama principal consistía en el crimenJ)erfecto: un atraco al Banco de España al estilo del Correo de Glasgow >ero muchísimo más espectacu- ar. Estábamos seguros de que Cifesa nos lo rechazaría, aun­que tan leve inconveniente nos daba ánimos y esperanza: lo lle­varíamos a Hollj^vood y residi­ríamos en Beverly Hills. Con Hemingway, John ílouston y el fantasma de James Dean.

Mientras localizábamos exte­riores, un experto (republica­no) nos dijo que aquellas coro­nas hechas de castillos, que a primera vista en nada difieren de las monárquicas, se las colo­caban las ciudades considera­das libres o independientes co­

Correos y Telégrafos de Bilbao, año 1963

mo símbolo de que, una vez dentro de su recinto, sus habi­tantes eran intocables: si entra­ban las mesnadas a violentarlas saldrían malparadas. Enterados de lo cual, decidimos realiza en «El oro del Banco de España» audaces encuadres con zoom a las antedichas coronas alegóri­cas tras el fundido a negro de otros escenarios: el «zulo» don­de la banda se repartía lingotes y láminas de bi letes de qui­

nientas (los de mil no los podía­mos concebir: escapaban a nuestra noción, numérica); la isla desierta del Caribe a cuyo volcán subterráneo se traslada­ban tras arriscado flete las ba­rras de vil metal y demás exte­riores naturales. Él asesor repu­blicano informó que la II Repú­blica respetó los ornatos del Banco de E ^ añ a y del edificio próximo al Coliseo Albia, pese a su forma tan inequívocamen-

Ë1 sainete del zapateroN la época en que es­ta noticia llego a las )áginas de la prensa >ilbaina (en la Navi­

dad de 1880) era costumbre que las familias de cierto nivel económico enviasen a su sir­vienta a la compra, operación que realizaban l evando al bra­zo una cesta para el transporte de los artículos comestibles, único recipiente que por en­tonces se conocía, antes de que se inventase la bolsa de manoo el cómodo carrito. De aque­lla época proviene la expresión «cesta de la compra» que se si­gue utilizando hoy en día, aun­que ya nadie va a la compra con una cesta.

Un buen día de aquella Na­vidad de 1880, una señora bil­baina envió a su sirvienta, o mejor dicho a su criada (que era el nombre usual de las que hoy se denominan empleadas de hogar) a que realizase la compra del día, que por enton­ces era también más diaria que ahora, ya que tampoco se haoí- an inventado los frigoríficos. La señora dio a su criada ins­trucciones y le encargó que, además de los artículos habi­tuales, le trajese también un zapatero, «pescado muy sabro­so del que se hace bastante

consumo en muchas casas de Bilbao». Este comentario so­bre el zapatero va entre comi­llas porque no es mío; lo he co- )iado literalmente de la gaceti- la. Aclaro esto, porque noy en

día el zapatero no está incluido entre los pescados selectos.

La fámula, obediente y bien mandada, se fue a la plaza del mercado de la Ribera y com­pró los artículos que le había encargado su señora, pero se encontró con el problema de que en la plaza no había nin­gún zapatero. La muchacha, en su ingenua candidez, no cono­cía el citado pez teleòsteo. El único zapatero que conocía era el remendón y por eso, des­pués de concluir sus compras en la plaza, se fue a Artecalle donde sabía que podía encon­trar un zapatero de aquellos que ejercían su oficio en los portales.

Encontró en efecto uno tra­bajando en su cuchitril y le pi­dió que la acompañase a su ca­sa, porque su ama necesitaba un zapatero. El hombre pensó que podría realizar una cnapu- za a domicilio bien remunera­da y allá se fue la fámula con la cesta y el zapatero hasta su ca­sa, donde tuvo lugar una espe­cie de sainete costumbrista y humorístico, con equívoco in­cluido, que suele ser el motivo

básico y divertido en este tipo de obntas teatrales, pero con la diferencia de que en este ca­so no se trataba de ficción, sino de pura realidad. El sainetillo podría quedar escrito así, con el permiso de los lectores:

Cuadro único. La escena re­presenta una cocina bilbaina de finales del siglo pasado. Hay una puerta a la derecha. Están en escena la criada y el zapatero.

-CRIADA: Ya he vuelto de la compra, señora.

-SEÑORA: (Desde fuera de

te monárquica, porque se trata­ba de insignias ajenas a la aris­tocracia. P^ara mayor paradoja, el republicano, que iba empo­llado en arquitectura, aseguróque los reyes de la historia de España no gastaban corona, a diferencia de los ingleses y de Napoleón. Decidimos introdu­cir toda aquella bibliografía áu­lica en un diálogo para que de­clararan «El atraco al Banco de España» (segundo título bara­jado) de interés nacional. Una pata añadida que permitiría efi­caz producción con efectos es­peciales, cascadeurs'de lujo y un carneo a cargo de Sean Con- nery. Me ha complacido dete­nerme en mis vericuetos bilbai­nos y admirar una vez más có­mo el fetichismo social extirpa­ría veloz del paisaje urbano la simple aparición en un edificio público de una sábana tricolor instalada así o asá, mientras no le da la menor importancia a la corona republicana de Correos, tan característica como la teta de la Marianne francesa, la es­tatua neo)[orquina de Eiffel o el gorro fri^o del doctor Guillo- tin. Emilio Gutiérrez y este que firma deseábamos, incluso, uti­lizarla como logotipo para no­dos contraculturales y así com- írobar si la censura se percata­ba o no del sacrilegio. Pero el propio teatro nos dispersó y «Riiifí en el Banco de España» (al final decidimos que sería mediante el procedimiento del butrón) se interrumpió, cuarti­llas secas, en el ático donde nos juntábamos a soñar.

la cocina). ¿Has traído todo lo que te he encargado?

-CRIADA: Sí señora: aquí lo tengo todo.

-SEÑORA: ¿Hasta traído también el zapatero?

-CRIADA: Sí señora.-SEÑORA: Pues coge un

cuchillo, córtale la cabeza y quítale la piel con cuidado.

-CRIADA: (Con cara de es­panto y acento de terror que comparte también el zapate­ro). jPero, señora, por Dios!¡Yo no Duedo hacer eso!

-SEÑORA: ¿Por qué? No

creo que sea tan difícil desollar un zapatero.

-CRIADA: Pues, perdóne­me usted, pero yo no lo hago. ¡Antes me marcho de esta ca­sa!

-SEÑORA: ¿Pero qué ton­terías estás diciendo?

(En este momento, la señora entra en la cocina dispuesta a demostrar a la criada o senci­llo que es desollar un zapatero y se queda pasmada viendo a aquel liombre junto al fogón).

-SEÑORA: (Con cara de susto). ¡Pero quién es este hombre!

-CRIADA: ¿Pues quién va a ser? El zapatero. ¿No me dijo usted que le trajese un zapate­ro?

El final del sainete prefiero dejarlo a criterio del lector, que puede poner en el último cuadro más o menos gracias, según su imaginación. Porque es de suponer que se cruzarían sabrosas explicaciones, comen­tarios y reproches entre la se­ñora, la criada y el zapatero. Sobre todo habría que oír al zapatero que después de ha­cerse la ilusión de que podía cobrar una buena reparación a domicilio, tuvo que volverse al cuchitril chasqueado y rabian­do. O quizá nendo. Todo de­pende del sentido del humor que tuviese el hombre.