Greene, Graham - «Una Salita Cerca de La Calle Edgware»

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UNA SALITA CERCA DE LA CALLE EDGWARE Graham Greene Craven pasó al lado de la estatua de Aquiles, bajo una fina lluvia de verano. Acababan de encenderse las luces, pero los coches ya hacían cola en dirección a Marble Arch. Rostros afilados y codicio- sos escudriñaban la zona, listos para di- vertirse con cualquier cosa que se pre- sentara. Craven caminaba con amargura, 1

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Cuento (traducido del inglés) que linda entre lo policíaco y lo fantástico.

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UNA SALITA CERCA DELA CALLE EDGWARE

Graham Greene

Craven pasó al lado de la estatua de Aquiles, bajo una fina lluvia de verano. Acababan de encenderse las luces, pero los coches ya hacían cola en dirección a Marble Arch. Rostros afilados y codicio-sos escudriñaban la zona, listos para di-vertirse con cualquier cosa que se pre-sentara. Craven caminaba con amargura,

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con el cuello de su impermeable apreta-do a la garganta. Era uno de sus días ma-los.

A lo largo del camino del parque, to-do le recordaba a la pasión, pero se nece-sita dinero para el amor. Lo único que un hombre pobre puede conseguir es lu-juria. El amor necesita un buen traje, un coche, un piso en alguna parte o un buen hotel. Tiene que estar envuelto con celo-fán. Constantemente, notaba la estrecha corbata debajo del impermeable y las mangas deshilachadas. Llevaba su cuerpo consigo como algo que odiase. (Tenía instantes de felicidad en la sala de lectu-ra del museo Británico, pero su cuerpo lo volvía a llamar). Escarbó, como si fue-ra su único sentimiento, en los recuerdos

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de feos actos cometidos en los bancos del parque. La gente habla como si el cuerpo muriese demasiado pronto; ése no era, desde luego, el problema de Cra-ven. Su cuerpo seguía vivo y, a través de la lluvia brillante, cerca de una glorieta, se cruzó con un hombrecillo que llevaba una pancarta: «El cuerpo se alzará de nuevo». Recordó un sueño del que había despertado tres veces temblando: estaba solo en una enorme y oscura galería que era el cementerio de todo el mundo. A través del subsuelo, las tumbas se conec-taban: el mundo era una colmena de muerte y, cada vez que soñaba, descubría otra vez el horroroso hecho de que el cuerpo no se pudría. No hay gusanos ni putrefacción. Bajo el suelo, el mundo es-

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taba lleno de masas de carne fresca, lista para alzarse de nuevo con sus verrugas, furúnculos y erupciones. Tumbado en su cama, recordaba —como si se tratase de «una gran noticia»— que el cuerpo, des-pués de todo, era corrupto.

Llegó hasta Edgware Road caminan-do deprisa. Los guardas paseaban en pa-rejas. Parecían grandes y lánguidas bes-tias alargadas. Sus cuerpos eran como gusanos en sus ajustados pantalones. Los odiaba, y odiaba su odio, porque sabía lo que era: envidia. Se daba cuenta de que cada uno de ellos tenía un cuerpo mejor que el suyo: la indigestión le retorcía el estómago y estaba seguro de que su aliento era asqueroso, pero, ¿a quién se lo podía preguntar? A veces, sin que na-

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die lo supiera, se ponía perfume aquí y allá. Era uno de sus secretos más terri-bles. ¿Por qué le pedían que creyera en la resurrección de este cuerpo al que quería olvidar? En ocasiones, de noche, rogaba (un resto de la creencia religiosa que se albergaba en su pecho, como un gusano en una nuez) que su cuerpo, a toda costa, no se alzase nunca de nuevo.

Conocía muy bien todas las callejue-las cercanas a Edgware Road: cuando es-taba de malas, simplemente caminaba hasta cansarse, echando un vistazo a su imagen reflejada en los escaparates de Salmon & Gluckstein y el ABC. Fue así como vio los carteles de un teatro aban-donado en Culpar Road. No eran extra-ños, ya que, a veces, la Sociedad Dramá-

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tica del Barclays Bank alquilaba el local durante una noche o se proyectaban allí oscuras películas. El teatro había sido construido por un optimista en 1920, alguien que pensó que el bajo precio de las entradas compensaría, con creces, su desventaja de estar situado a más de un kilómetro y medio de la tradicional zona teatral. Pero jamás una obra tuvo éxito y, pronto, el local se llenó de agujeros de rata y telarañas. La tapicería de las buta-cas nunca se renovó y todo lo que allí ocurría era la falsa vida efímera de una obra de aficionados o de una proyección.

Craven se detuvo y leyó; parecía co-mo si aún existiesen optimistas, incluso en pleno 1939, porque nadie, excepto el más ciego de los optimistas, podía tener

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la esperanza de ganar dinero con un lu-gar llamado «El hogar de la película mu-da». Se anunciaba: «La primera tempo-rada de primitivas» (una frase intelec-tual); jamás habría una segunda. En cualquier caso, las entradas eran baratas y, ahora que estaba cansado, quizá valía la pena meterse en algún sitio a salvo de la lluvia. Craven compró una localidad y entró.

Bajo la profunda oscuridad, un piano tocaba algo monótono que recordaba a Mendelssohn. Se sentó en un asiento de pasillo y enseguida pudo notar el vacío a su alrededor. No, nunca habría otra temporada. En la pantalla, una mujer grande, con una especie de toga, se re-torcía las manos y se dirigía, temblando

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con curiosas sacudidas, hacia un sofá. Allí, se acurrucó como un perro pastor ausente, mirando fijamente a través de su pelo suelto, negro y alborotado. A ve-ces, parecía desintegrarse en forma de manchas, destellos y líneas onduladas. Un rótulo decía: «Pompilia, traicionada por su amado Augusto, busca un final a sus problemas».

Craven, por fin, empezó a ver. Buta-cas oscuras y vacías. El público no llega-ba ni a veinte personas: unas cuantas pa-rejas que susurraban con las cabezas jun-tas y algunos hombres solitarios como él, uniformados con el mismo impermeable barato. Estaban tendidos a intervalos como si fueran cadáveres. Otra vez, vol-vía la obsesión de Craven: el horroroso

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dolor de muelas. Tristemente, pensó: me vuelvo loco, los otros no sienten lo mis-mo. Incluso un teatro abandonado le re-cordaba aquellas interminables galerías, donde los cuerpos esperaban su resu-rrección.

«Esclavo de su pasión, Augusto pide más vino.»

En otra escena, un vulgar actor teu-tónico de mediana edad se apoyaba so-bre un codo, mientras con el otro brazo rodeaba a una mujer grande. La Canción de Primavera seguía sonando con inepti-tud y la pantalla chisporroteaba como una indigestión. Alguien que se abría camino en la oscuridad empujó las rodi-llas de Craven. Era un hombrecillo. Cra-ven sintió la desagradable sensación de

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una gran barba rozándole la boca. Cuando el recién llegado ocupó la buta-ca vecina, se escuchó un gran suspiro. Mientras, en la pantalla, los aconteci-mientos se habían sucedido con tanta rapidez, que Pompilia ya se había clava-do un puñal —o eso supuso Craven— y yacía quieta y exuberante entre sus so-llozantes esclavas.

Una voz baja sin aliento susurró al oído de Craven:

—¿Qué ha pasado? ¿Está dormida?—No. Muerta.—¿Asesinada? —preguntó la voz, con

vivo interés.—Creo que no. Se ha clavado un pu-

ñal.

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Nadie dijo «pst». Nadie estaba lo bastante interesado como para quejarse de una voz. Estaban tirados entre asien-tos vacíos, en actitud de cansada desa-tención.

La película no había terminado aún y, por alguna razón, aparecían niños. ¿Continuaba la cosa en una segunda ge-neración? Pero el hombrecillo de la bar-ba del asiento contiguo parecía intere-sarse sólo por la muerte de Pompilia. El hecho de que hubiera entrado justo en ese momento lo fascinaba. Craven oyó la palabra «casualidad» un par de veces. Aquel hombre seguía hablando de ello para sí mismo, en un tono bajo y sin aliento. «Si te paras a pensarlo, es absur-do». Después, oyó: «no hay ni rastro de

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sangre». Craven no escuchaba. Se aco-modó con las manos apretadas entre las rodillas, afrontando el hecho, tal y como hacía habitualmente, de que podía vol-verse loco. Tenía que parar, tomarse unas vacaciones e ir al médico (sólo Dios sabe qué infección circulaba por sus venas). Se dio cuenta de que su vecino se dirigía a él directamente.

—¿Qué? ¿Qué ha dicho? —preguntó impaciente.

—Habría más sangre de la que uno puede imaginar.

—¿Qué dice?Cuando el hombre le hablaba, le ro-

ciaba con su húmedo aliento. Había un ligero balbuceo en su forma de hablar, como un defecto.

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—Cuando matas a un hombre...—Era una mujer —repuso Craven,

expectante.—No hay ninguna diferencia.—Y, de todas maneras, esto no tiene

nada que ver con un asesinato.—Eso no tiene importancia.Parecían haberse enzarzado en una

estúpida pelea sin sentido en la oscuri-dad.

—Yo sé, ¿comprende?—¿Sabe, qué?—De estas cosas —respondió, con

cautelosa ambigüedad.Craven se volvió y trató de verlo con

claridad. ¿Estaba loco? ¿Se trataba de una advertencia de lo que le podía suce-der? ¿Acabaría hablando con desconoci-

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dos de forma incomprensible en los ci-nes? Pensó: «Por Dios, no». Intentaba ver. «No enloqueceré. No enloqueceré.» Sólo podía distinguir un pequeño mon-tículo negro de cuerpo. De nuevo, el hombre hablaba solo. Decía:

—Palabras. Sólo palabras. Dirán que todo pasó por cincuenta libras. Pero es mentira. Razones y razones.

Qué estúpidos —añadió otra vez, en ese tono de ahogada presunción.

Así que eso era la locura. Desde el momento en que podía darse cuenta de ello, él debía de estar cuerdo, relativa-mente hablando. Quizá, no tan cuerdo como los conserjes del parque o los guardas de Edgware Road, pero más cuerdo que eso. Era como darse un men-

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saje de ánimo, mientras el piano seguía sonando.

El hombrecillo se volvió y lo roció de nuevo.

—¿Dice que se ha suicidado? Pero, ¿quién lo sabe? No es sólo cuestión de qué mano empuña el cuchillo.

De repente, puso una mano con fa-miliaridad sobre la de Craven: estaba húmeda y pegajosa. Craven le preguntó con horror:

—¿De qué está hablando?—Lo sé —dijo el hombrecillo—. Un

hombre de mi posición lo sabe casi todo.—¿Cuál es su posición? —inquirió

Craven, sintiendo aquella mano pegajo-sa sobre la suya e intentando establecer si estaba histérico o no; en realidad, ha-

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bía una docena de explicaciones: podía ser miel.

—Usted diría que muy desesperada.A veces, la voz casi moría en la gar-

ganta. Algo incomprensible había suce-dido en la pantalla. Uno apartaba la mi-rada un momento de esas películas anti-guas y la trama ya había variado... Los ac-tores se movían despacio y a sacudidas. Una mujer joven en camisón parecía so-llozar en brazos de un centurión roma-no. Craven no había visto a ninguno de los dos antes. «En tus brazos, Lucio, no temo a la muerte.»

El hombrecillo empezó a reír entre dientes, con complicidad. De nuevo, ha-blaba solo. Hubiera sido fácil ignorarlo totalmente, a no ser por aquellas manos

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pegajosas que ahora él retiraba. Parecía estar manoseando el asiento de enfren-te. Su cabeza tenía la costumbre de la-dearse, como la de un niño tonto. Cla-ramente y fuera de lugar, dijo:

—Tragedia en Bayswater.—¿Cómo dice? —preguntó Craven.

Había visto esas palabras en un cartel, antes de entrar en el parque.

—¿Qué?—La tragedia.—Pensar que lo llaman Cullen

Mews1 Bayswater.De repente, el hombrecillo empezó a

toser, volviendo la cara hacia Craven y

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1 La palabra inglesa Mews se refiere a unas antiguas caba-llerizas reconvertidas en casas pequeñas. (N. del T.)

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tosiéndole encima. Era como una ven-ganza. La voz habló:

—A ver, mi paraguas.Ya se estaba levantando.—No llevaba paraguas.—Mi paraguas —repitió—. Mi... —y

pareció perder la voz del todo. Pasó por encima de las rodillas de Craven.

Craven lo dejo ir, pero antes de que llegara a las polvorientas cortinas de la salida, la pantalla se quedó en blanco y brillaba. La película se había roto e, in-mediatamente, alguien encendió una su-cia lámpara sobre la platea. Iluminó lo justo para que Craven viera sus manos manchadas. No era histeria: era un he-cho. Estaba cuerdo. Había estado senta-do junto a un loco que, en unas caballe-

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rizas, cuál era el nombre, Colon, Collin... Craven saltó y salió de la sala. La cortina negra le rozó la boca. Pero era demasia-do tarde. El hombre se había ido por cualquiera de las tres esquinas. Así que, se decidió por una cabina telefónica y marcó, con un sentimiento de cordura y determinación raro en él, el 999.

No tardó más de dos minutos en ha-blar con el departamento correspon-diente. Estaban interesados y se mostra-ban muy amables. Sí, había habido un asesinato en unas caballerizas, Cullen Mews. Le habían cortado el cuello a un hombre, de oreja a oreja, con un cuchillo de pan; un crimen horroroso. Les empe-zó a contar que había estado sentado junto al asesino en un cine. No podía ser

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nadie más. Había sangre en sus manos y recordó, con repulsión mientras hablaba, aquella húmeda barba. Debe de haber habido mucha sangre. Pero la voz del policía lo interrumpió:

—¡Oh, no! —contestó—. Tenemos al asesino, no hay ninguna duda. Lo que ha desaparecido es el cuerpo.

Craven colgó. En voz alta, se dijo:—¿Por qué tiene que pasarme esto a

mí? ¿Por qué a mí?Había vuelto al horror de su sueño.

La sórdida calle oscura era uno más de los innumerables túneles que conecta-ban las tumbas entre sí, donde los cuer-pos inmortales descansaban. Repitió:

—Era un sueño, un sueño.

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Inclinándose hacia delante, vio en el espejo que había sobre el teléfono su propia cara, un rostro salpicado por pe-queñas gotas de sangre, como rocío pul-verizado. Entonces, empezó a gritar:

—No voy a volverme loco. No voy a volverme loco. Estoy cuerdo. No me voy a volver loco.

Al poco rato, un pequeño grupo de gente empezó a arremolinarse en el lu-gar y, pronto, llegó un policía.

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