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LIQUIDAR AL ADVERSARIO GERARDO SOTO

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Los diez relatos de Liquidar al adversario poseen calidad, una ca-lidad sorprendente. Hacía tiempo que no tenía ante mí una anto-logía semejante. Una regla de oro es de antigua data y se aplica a los clásicos: si un texto literario tolera la relectura quiere decir que ha vencido la más difícil de las pruebas y que resiste el embate del tiempo. He releído estos cuentos y siempre he descubierto algo nuevo, algo inquietante y este sí que es un mérito superior.

El mundo de Gerardo Soto es un mundo que él conoce muy bien y al que le saca partido. Se trata de la clase media o de la pobreza sin remisión. Sus personajes son vulnerables, dañados, en opor-tunidades al borde del precipicio. Soto no describe, sino que pin-ta situaciones y entornos físicos sin ir más allá de lo esencial. En otras palabras, nos trata con respeto diciéndonos mucho en po-cas palabras. Y lo hace con una naturalidad notable, en una prosa fluida y segura que puede ser delicada o brutal. El lector se llevará gratísimas impresiones al finalizar este gran volumen de cuentos.

Camilo Marks

Gerardo Soto (Santiago, 1982) es aboga-do. Publicó en 2012 la novela Fractura y desde 2009 mantiene el sitio de reseñas literarias Loqueleimos.com. Liquidar al ad-versario es su primer libro de cuentos.

Otros títulos publicados:

Morir de amorFrancisco García Mendoza

Cielo foscoRicardo Elías

AntecesorRodrigo Torres

RabiosaGustavo Bernal

HienasEduardo Plaza

A ti siempre te gustaron las niñasFrancisco García Mendoza

RetrovisorMónica Drouilly

Un perfecto inútilMarcelo Vizcaíno

Filosofía DisneyRodrigo Torres

Visión del tigreNicolás Sepúlveda

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LIQUIDAR AL ADVERSARIO

GERARDO SOTO

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Liquidar al adversarioGerardo Soto©

ISBN: 978-956-9136-62-7Editorial Librosdementira Ltda.®Santa Isabel 0151, Providencia, Santiago de [email protected]

Composición y diseño por LibrosdementiraIlustración de cubierta por Virginia Herrera

Primera edición, mayo de 2019Santiago de Chile

* Se permite la reproducción y exposición al público total o parcial de este libro, siempre que no sea con fines comerciales o de lucro y se cite al autor y al sello editorial.

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A mi padre, heladero ambulante; y a mi madre, obrera doméstica.

Nicomedes Guzmán

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Año viejo

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―No.Danilo se giró hacia su mujer y le dio una mirada ro-

tunda. Pero ella en lugar de acobardarse insistió:―Danilo, ¿te estás escuchando? ¿Has visto cómo vi-

vimos, cómo nos llevamos? ¿Te has dado cuenta de lo infelices que somos juntos?

―No, Marcia ―repitió Danilo ahora con menos vehe-mencia―. No me voy a ir de la casa. Si quieres que nos di-vorciemos, al menos será después de fracasar realmente.

―¿Pero qué más fracaso que este quieres? ―dijo Mar-cia extendiendo los brazos, como si quisiera enrostrarle uno que se materializaba ahí, en esa habitación.

En el departamento de arriba se oyó el pesado ruido de un ventanal corredero cerrarse y luego los tacos de una mujer en dirección hacia alguno de los dormitorios. Danilo levantó la vista hacia el cielo raso, siguiendo el tránsito de la persona en el piso superior. Marcia, viendo que no obtendría la respuesta que buscaba, hizo un gesto de molestia y se acercó al ventanal dándole la espalda.

Danilo sacó las llaves y la billetera de sus bolsillos y después de quitarse la chaqueta la extendió en el respal-do de una silla del comedor.

―Guárdala en el clóset. No te la voy a ordenar ―sen-tenció Marcia vigilándolo en el reflejo del vidrio.

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Danilo volvió a tomarla, la dobló en su antebrazo, sus-piró profundo y se dirigió hacia las habitaciones interio-res.

―No vayas a despertar a Matías ―dijo Marcia con brusquedad―. Se acostó temprano.

―Qué le pasa.―Dijo que le dolía la cabeza. Le di un paracetamol y

lo eché a la cama. No lo despiertes que mañana tiene que levantarse temprano para una actividad en el colegio.

―¿Y no está de vacaciones?―Es por los scouts. Danilo colgó la chaqueta y luego entró al baño. Se lavó

las manos y se mojó la cara para relajarse. El espejo le de-volvió su rostro cansado, donde apenas pudo reconocer entre sus profundas y oscuras ojeras, entre su pelo en-trecano y bien cortado y aquella papada que se abultaba cada día más, al joven que fue. Tanto tiempo de eso.

De vuelta hacia el living se detuvo en la puerta del dormitorio de Matías. Estaba oscuro, así que no vio más que un bulto del tamaño de su hijo donde adivinó su pe-cho haciendo subir y bajar la ropa de cama que se mode-laba a su cuerpo.

Pensó que todo estaba bien, pero al girar la vista y ver la sombra de su mujer desplazándose por el living recor-dó que no era así.

Marcia terminaba de corregir su maquillaje verifican-do el resultado en un pequeño espejo de mano, cuando Danilo llegó a su lado. Una carterita negra colgaba de su brazo izquierdo y las llaves de su auto oscilaban en la mano derecha.

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―¿Dónde vas?―La reunión de la oficina, la comida de fin de año ―

indicó en un tono que demostraba su cansancio―. Te lo dije hace semanas.

―Lo había olvidado.―Como siempre. No te preocupes, no me extraña.Danilo se quedó un momento ahí, muy quieto. Marcia

pareció compadecerse.―Vuelvo temprano. Cuida a Matías.Danilo siguió sin decir palabra.―Me voy. Nos vemos más tarde.―Chao.A media mañana del día siguiente, cuando la secre-

taria se asomó a la oficina de Danilo para avisarle que tenía un llamado urgente de su mujer, este se limitó a ha-cerle un gesto para que se marchara, dándole a entender que sí, que había comprendido, pero todavía se demoró varios minutos en terminar la conversación con la que mantenía ocupada la línea. Cuando cortó se sorprendió de que el aparato sonara inmediatamente al poner el au-ricular en la base: primero porque ya había olvidado que su esposa esperaba y segundo porque, al recordarlo, se asombró de que aún siguiera aguardando después de ese lapso que no resistía ninguna supuesta urgencia. Salvo que sea algo realmente grave, se dijo. Cuando volvió a llevarse el aparato a la oreja, oyó la voz atropellada de su mujer:

―Danilo, el Matías, Matías, Danilo; el niño está enfer-mo.

―¿Cómo? ¿Qué pasó con Matías? ¿Qué tiene?

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―No sé muy bien, no supieron explicármelo. Del co-legio dicen que no se golpeó, que no estaba corriendo ni nada, que perdió el conocimiento. Como si se hubiera puesto a dormir. Se dieron cuenta cuando le hablaron y Matías no levantó la cabeza.

―¿Dónde estás?―En el hospital, en la sala de espera, en la recepción.

Me conseguí el teléfono de acá para avisarte. No sé dón-de está mi celular. Salí corriendo del trabajo. Se me tiene que haber quedado allá. No sé, no importa. Lo trajeron directo del colegio. Todavía no he podido verlo. Salió un doctor a hablar conmigo, dijo que le estaban haciendo exámenes y que todavía no sabían qué tenía. Danilo…

―Tranquila, no te preocupes ―dijo intentando sonar calmado―. Voy para allá.

Su mujer le dio los datos del hospital, a un par de cua-dras del colegio, en tanto él tomaba las llaves del auto y se metía un par de cosas en los bolsillos, más por hábito que porque pensara que las fuera a necesitar.

Al salir de la oficina, apenas atinó a responder a la se-cretaria cuando le preguntó si volvía. Ella alcanzó a de-searle que tuviera una buena celebración de Año Nuevo. Acelerado, momentos después echaba a andar el auto y se incorporaba al tránsito por Providencia sin siquiera ponerse el cinturón de seguridad.

Demoró cerca de media hora en llegar al hospital.Entró veloz a la sección de urgencias infantiles, pero

una vez que atravesó la puerta de vidrio que se abrió a su paso se sintió completamente desorientado. Lo recibió nada más que un mesón largo con una mujer morena de

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unos cuarenta años, dueña de un computador, un telé-fono y una actitud displicente. Por un instante, Danilo no supo hacia dónde dirigirse, como si hubiese esperado encontrarse en el interior de lleno con Marcia. Luego de ese primer momento de confusión se acercó a la mujer detrás del mesón.

―Busco a mi hijo, a mi hijo con mi señora.―Buenas tardes, señor. ¿Cuál es el nombre del niño? ―Matías Undurraga.ella se reacomodó en su asiento y comenzó a teclear

con una lentitud que a Danilo le resultó exasperante. De-trás de él, en una serie de sillas idénticas, un niño en los brazos de una mujer muy joven comenzó a lloriquear. Oyó el seseo de su madre para intentar calmarlo. Eso au-mentó la ansiedad de Danilo.

―¿Y bien?La mujer le devolvió una mirada hosca.―Un momento, por favor.Pasaron varios segundos, en los que a Danilo le pa-

reció que la mujer no hacía nada más que simular una búsqueda frente a la pantalla.

―¿Cuál me dijo que era el nombre completo del pa-ciente?

―Matías Undurraga Quezada.―Sí, aquí está. Ingresó a las once y cuarto de la maña-

na.―Eso ya lo sé ―dijo irritado―. Le estoy preguntando

dónde está para ir con él.―Me dijo que es el padre, ¿cierto?Danilo le devolvió una mirada furibunda.

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―Déjeme que llame a la sala donde lo están atendien-do para ver si puede pasar.

La mujer descolgó el teléfono y marcó un par de nú-meros. Después de colgar indicó:

―Señor, el paciente está acompañado de su madre. Lo tienen adentro haciéndole exámenes. Aún no puede ver-lo porque los médicos están con él. Por favor espere acá unos minutos y yo le avisaré apenas pueda entrar.

―¡Pero cómo se le ocurre que no puedo entrar! ¡Es mi hijo!

―Lo entiendo, señor, pero no se permite más de un adulto con el niño. Además le dije que está con los docto-res, lo están tratando. Por favor tranquilícese, su esposa está con él.

Danilo ofuscado dio media vuelta y se dejó caer en una de las sillas. Al sentarse movió el resto de las butacas y el niño que lloraba en brazos de su madre intensificó sus chillidos. Luego de darle una mirada agria, la mujer se paró y comenzó a mecer al pequeño mientras lo pasea-ba pegando su rostro al de ella. Pasados unos minutos Danilo se acercó al mesón. Cuando le preguntó a la mujer si faltaba mucho, ella ni siquiera levantó la mirada al de-cirle que en cualquier momento lo llamaban.

Molesto y angustiado como estaba, Danilo comen-zó a pasearse nervioso por la sala blanca donde cuatro pares de filas de sillas azules, además de una máquina expendedora de café y un televisor apagado, constituían todo el mobiliario. Un hombre en uno de los rincones leía unos papeles con el rostro tan tranquilo como si estuvie-ra en la banca de una plaza hojeando el diario, y al otro

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extremo de la sala una pareja cuchicheaba en los asientos próximos a la máquina de café.

De improviso Danilo atinó a revisarse los bolsillos. Sacó su teléfono y marcó el número de su esposa. El tono de espera sonó cuatro veces antes de recordar que Marcia había olvidado su celular. Típico suyo, pensó.

Molesto guardó el aparato.Tras el mesón, la mujer de la recepción comenzó a me-

dia voz una conversación telefónica que no captó, pero el tono meloso y cierta actitud corporal le hicieron suponer a Danilo una conversación amorosa.

Más tarde se abrió la puerta detrás de la secretaria. Desde adentro salió una enfermera que vociferó un nom-bre que tenía apuntado en una tablilla. Rápidamente se puso de pie la mujer con el niño en brazos que todavía no dejaba de llorar, se ajustó un bolso al hombro y se introdujo por la puerta que la enfermera le sostuvo para permitirle el paso. Danilo atinó a levantarse nervioso e hizo que la enfermera se detuviera.

―¡Disculpe! ¡Disculpe!La enfermera le hizo un gesto para que se acercara. La

secretaria ni siquiera levantó la vista.―Quiero saber de mi hijo. Matías Undurraga. Lo traje-

ron más temprano, hace como una hora.―Señor, no le puedo dar ninguna información. Pre-

gunte en recepción.―Pero en la recepción solo me dijeron que esperara y

eso fue hace más de veinte minutos.―A ver, espere ―dijo la mujer luego de unos segun-

dos―. Voy a preguntar adentro quién lo está tratando

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para que salgan a informarle. ¿El niño está acompañado de alguien?

―Con su mamá, mi mujer.―No hay problema. Voy a decirle que usted está aquí,

así puede salir y contarle qué le han dicho los médicos.La enfermera soltó la puerta y se cerró con un sonido

que siguió reverberando por varios segundos en la sala de urgencias. Danilo recorrió la puerta con la mirada, de arriba abajo, midiéndola. Luego, sin más, tomó la manilla con fuerza y la forcejeó decidido a buscar por sí mismo a su mujer y a su hijo, pero solo se abría por dentro.

Cuando la secretaria lo vio batallando con la puerta bajó un momento el teléfono de su oreja y, subiendo el volumen de la voz, en tono de recriminación dijo:

―Señor, tiene que esperar ―y remarcó las palabras―. No puede llegar y entrar. Hay más pacientes que están siendo atendidos.

Él le dio una mirada que a la mujer debió resultarle desesperada, quizás por eso de inmediato ella propuso:

―Si le parece, puedo llamar y pedir que hagan salir a su señora, así ella misma le puede informar cómo está su hijo.

Danilo, al oír recién esa oferta, le hizo un gesto de des-precio con la mano y dándole la espalda se apoyó en el muro junto a la puerta. Así transcurrieron al menos otros quince minutos. Cansado volvió a su asiento.

En ese momento entró un guardia, el hombre dudó un par de segundos y luego preguntó en voz alta de quién era el automóvil en el primer estacionamiento. Danilo al oír la patente de su vehículo se le acercó.

―Señor, debe mover su auto. Está en el estacionamien-to del director de Pediatría.

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―Cómo se le ocurre. Que se estacione en otro lugar, está todo desocupado. En cualquier momento saldrán a decirme qué pasa con mi hijo.

―Pero, señor, el estacionamiento está reservado. El lu-gar incluso lo indica, hay carteles y todo.

―¡No me interesa ni una mierda! ―dijo alzando la voz. Todos los que estaban en la sala dirigieron sus miradas hacia él―. ¡Le digo que mi hijo está ahí adentro y que en cualquier momento podré entrar a verlo! Dígale al doctor ese que se meta el auto donde le quepa.

El guardia abrió los brazos con una mueca que bien podía ser una disculpa, como tratando de dejarle en cla-ro que si fuera por él no lo hubiera molestado, que solo llevaba un mensaje. Después dio media vuelta y volvió a salir por donde mismo había entrado.

Danilo giró hacia el interior de la sala y comenzó a pa-searse entre las sillas que habían cambiado por segunda o tercera vez a los pequeños pacientes que, acompañados por algún adulto, esperaban atención. La enfermera apa-reció nuevamente y vociferó un nombre. Danilo como en las ocasiones anteriores buscó su mirada. Esta vez ella le hizo un pequeño gesto que, aunque contenía cierta ama-bilidad, él interpretó simplemente como la señal de que debía seguir esperando. La puerta otra vez se cerró.

Danilo miró su reloj. Calculó que ya irían cerca de dos horas desde que su hijo había perdido la consciencia.

En ese momento Marcia por fin asomó la cabeza por la mampara.

―¿Qué pasa? ¿Cómo está Matías? ―le dijo Danilo ape-nas la vio.

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Marcia lo atrajo y le dio un abrazo muy apretado con-teniendo un sollozo. Danilo sintió su cuerpo pegándose al suyo sin ninguna reserva, como antes de que las cosas entre ellos comenzaran a ir realmente mal, y sin embargo no sintió extrañeza al abrazarla. La puerta batiente pre-sionó la espalda de Marcia pero ninguno de los dos se movió, impidiendo que se cerrara. Después lo tomó de la mano y lo hizo ingresar por el pasillo hasta entonces oculto a su vista. Al entrar, un guardia les hizo una pe-queña venia autorizándoles el paso. Danilo pensó que no le habría bastado más que golpear la puerta para que aquel hombre le hubiese abierto y, quizás si le hubiese explicado o mentido, habría podido entrar.

―Aún no saben. Está dormido y tiene mucha fiebre. Los doctores van y vienen. Le tomaron varios exámenes y ahora le van a hacer un escáner.

―¿Pero qué creen? Algo más tienen que haber dicho ―preguntó Danilo mientras ella lo conducía doblando en uno y otro pasillo.

―No te asustes. Dicen que parece meningitis. Pero que ese es un diagnóstico preliminar, que no hay nada confir-mado. Que necesitan hacerle más exámenes. Le hicieron una punción lumbar.

Danilo hizo una mueca de dolor:―¿Tuvo alguna reacción por el pinchazo?―No lo sé. Yo no estaba. La enfermera dice que sigue

igual.―¿Lo viste?―Apenas unos minutos. Se ve bien, como si estuviera

durmiendo.

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Llegaron a otra sala de espera mucho más pequeña que la anterior. Se sentaron en la única fila de asientos adosados al muro. Algunos metros más allá otro mesón, pero vacío, antecedía a un largo pasillo donde a cada lado se sucedían puertas rotuladas con el nombre de quien se encontraba en su interior.

―¿Dónde está?―Allá adentro ―dijo Marcia apuntando hacia el mis-

mo pasillo―. Pero ahora se lo llevaron para seguir con los exámenes. Por eso aproveché de ir a buscarte.

Danilo notó el cuerpo de Marcia tiritando de forma in-termitente. Dudó por un momento si abrazarla o no. Ella pareció darse cuenta de su titubeo, por lo que buscó su mano y la tomó. Danilo sintió los dedos finos de su mujer y el metal frío del anillo que más de alguna vez había amenazado con dejar de usar. De cierta forma esa cerca-nía corporal hizo que ella se sintiera algo mejor, aunque no bastó para que Marcia dominara sus escalofríos.

―Tranquila, todo va a estar bien.Marcia lo miró de medio lado y sonrió de forma triste,

como si quisiera decirle que en verdad nada estaba bien.Danilo recostó su cabeza contra el muro en el que es-

taba apoyada su silla. Así pasaron varios minutos más. Marcia, algo más calmada, finalmente retiró su mano.

―¿Le avisaste a tus papás? ―preguntó él.―No tengo mi teléfono.―Verdad. ¿Y la gente del colegio que lo trajo?―Están afuera. Tienes que haberlos visto.Danilo trató de recordar las caras de quienes vio en la

espera pero no consiguió acordarse de sus rostros.

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―Voy a avisarles a mis papás ―dijo Danilo.―¿Seguro? Se van a preocupar.―Son sus abuelos. Siempre están con Matías. Danilo se levantó y apartándose comenzó a buscar el

número de su madre en el teléfono. Luego de marcar es-peró a oír la voz al otro lado de la línea. Cuando le con-testó trató de darle la noticia sin alarmarla. Le explicó que a Matías lo habían traído del colegio a urgencias, que se había quedado dormido sin más, sin sufrir ninguna contusión ni nada parecido y que ahora estaban hacién-dole algunos exámenes de rutina para averiguar las cau-sas. Mientras hablaba miraba a Marcia que se mantenía sentada a varios metros y que se contemplaba los pies y jugaba con ellos balanceándolos, como una niña que no alcanza a tocar el suelo más que con la puntita de los zapatos. Luego la vio levantar la vista al llamado de un doctor que apareció por un extremo del pasillo y, aunque no pudo oír lo que dijo el hombre, vio a su mujer derrum-barse cuando las palabras salieron de la boca del médico, que apenas atinó a extender los brazos hacia ella. Danilo cortó el teléfono y corrió. Una enfermera también se acer-có tratando de ayudar al médico a sostener a Marcia.

―¡Danilo! ―gritó cuando lo vio a su lado alargando los brazos―. ¡Danilo! ¡Está muerto!

Los días que siguieron los olvidaron por completo o apenas son capaces, luego de mucho esfuerzo, de recor-dar ciertos momentos específicos. Saben, por ejemplo, que durante esa noche oyeron a lo lejos los fuegos ar-tificiales, la música estridente en los pisos superiores e

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inferiores, el conteo regresivo a todo pulmón de muchas voces reunidas, la celebración masiva e insultante del nuevo año que llegaba, sin su hijo, que había quedado en la sala de velatorio de una funeraria cercana. Recuerdan esa alegría ofensiva que los rodeaba haciéndoles sentir más y más miserables, volviendo todo más incompren-sible, como si no lograran entender qué era lo que había pasado, por qué no estaban en la mesa del restaurante que habían reservado para esa noche junto con Matías, la misma donde Danilo todavía tenía esperanzas de que las cosas dieran un paso, aunque fuera pequeño, para mejo-rar las cosas.

Velorio, entierro y vacío; los recuerdan muy vaga-mente. Además todo sucedió muy rápido. Por la fecha en que ocurrió muy poca gente se enteró a tiempo. La familia más cercana nada más.

Marcia recuerda la ropa de cama de Matías, ciertos ju-guetes que no sabe a quién regaló o cómo se deshizo de ellos, la mochila pesada con todos los libros escolares que en un arranque de impotencia fue a dar directamente a la basura. El aroma del dormitorio. Un juego de naipes erótico que Matías tenía oculto entre sus cosas y que ella encontró y que la hizo llorar al darse cuenta de cuán niño todavía era su hijo. De cierto haz de luz que en las maña-nas alumbraba por zonas la habitación vacía de Matías, donde más de alguna vez se quedó ensimismada viendo la lentitud con que flotaban las partículas de polvo.

Por su parte, Danilo recuerda el asiento vacío en el auto durante las mañanas. La estación de radio con la música juvenil que Matías lo obligaba a oír en el trayec-

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to al colegio. Recuerda cierto domingo en que lo llevó al estadio por primera vez y en que el equipo de Matías perdió por goleada; se acuerda de haberlo consolado en el camino de vuelta y del llanto acongojado de su hijo por tan poca cosa. Recuerda la vez que le cruzó la cara de una bofetada. Recuerda su arrepentimiento que se repite hasta hoy. Recuerda los planes que hacía para él, las pro-fesiones por las que intentaba hacer que se interesara, las vacaciones que planeaba para todos y los esfuerzos para mantenerse en ese departamento, con su mujer y su hijo.

Danilo y Marcia, cada cual a su manera, tienen en su mente un vago esbozo de lo que fue enero y febrero. Re-cuerdan el tiempo muerto sin nada que decirse. La falta de algo que no sabían nombrar, algo que ya no existía, algo que se acentuó con la muerte de Matías. Eso que se ha perdido además de su hijo. Por el contrario, ningu-no recuerda bien quién fue el que lo preguntó esta vez. Quizás no fue ninguno. Quizás solo ocurrió. Pero ambos recuerdan que estuvieron de acuerdo. Que ya no había más. Que sí, sí quiero. Es lo mejor. Separémonos.

Marcia cree recordar que se besaron en los labios al despedirse, un beso de amantes. Danilo está seguro de que tal cosa jamás ocurrió.

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MúSICA Y SINCRONíA

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En su sueño oye una trompeta que toca alguien a quien no ve. Atraído por la música avanza entre la muchedumbre esquivando los cuerpos apretados para hallarlo. En su sueño se acerca a una galería de locales comerciales que no reconoce hasta encontrarse frente al hombre. El músico lleva ruidosamente el ritmo con el pie derecho, mientras presiona los pistones de su trompeta atropellando una nota con otra. El sudor le escurre por el rostro debido al esfuerzo para mantener el pulso. Es aquel brío lo que más le atrae de su interpretación, incluso más que el cúmulo de sonidos que brotan del instrumento. Por un momento enfoca su atención en la trompeta que reluce debajo de la luz de aquel sol ficticio que su sueño ha colgado en algún lugar que su mente se obstina en creer real. Bajo el sol la trompeta brilla como si fuera de oro y en ella se reflejan otras personas que rodean al músico, embelesadas por su manera de tocar.

Pronto en su sueño él es el músico y toca esa melodía caótica, liberada de cualquier orden de sus manos, que se interpreta a sí misma sumando o restando una nota acá o allá, con un staccato que acentúa las frases, mien-tras percibe cómo se le escapa el aire de los pulmones de-jándolo casi sin respiración, todo el aire que es necesario

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para reproducir cada una de las notas que aquella música demanda. Y a cada bocanada siente agobiado que segu-ramente esa será la última exhalación, que no soportará otra más, que pronto se desmayará por el esfuerzo.

Por fin despertó entre las sábanas mojadas por el su-dor de esa incomprensible pesadilla.

Inmóvil en su cama, al hombre le costó un par de se-gundos reconocer su propio cuerpo descansando en la ti-bieza de su dormitorio, en la comodidad de lo doméstico y conocido. Estiró un brazo, pero al percibir que se salía de la zona templada rápidamente volvió a su posición; aquella cálida quietud lo hizo sentirse reconfortado.

Desde la calle, veinte metros más abajo, subió el ruido de una micro al detenerse: un chirrido grueso y prolon-gado de metales. Esa resonancia metálica le hizo recordar su sueño y la trompeta que posada en sus labios arrojaba una nota detrás de otra, como si tratara de vaciarse. Son-rió algo confundido mientras contemplaba el cielo raso de su habitación. Necesito darle una mano de pintura. Se olvidó del sueño y finalmente se levantó de la cama.

Comenzó a vagar por el departamento. Pasó del dor-mitorio al pasillo y de ahí al pequeño living comedor. Todo lucía desaseado. Hace tanto que se fueron. Así tal cual se dijo cada vez con más rabia, como si nada, como si atrás no quedara una persona, un marido que es lo que fui. Un marido y un padre. Y momentos después: quizás si la llamo y le digo que me traiga a Antonia. Pero no, si la llamo me corta el teléfono. Me amenaza con los pacos, empiezan los insultos, el griterío. Y termina colgándome

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otra vez. Quizás solo deba aparecerme en su departa-mento, esperarla afuera a ver qué pasa.

Miró el reloj mural. Ya es muy tarde para almorzar, no debí dormir tanto. Fue a la cocina y se preparó un café, algo para entretener el estómago. Encendió el televisor. En la pantalla apareció una niña de no más de cinco años. Como Antonia, mi Antonia. Dónde estará ahora, quién la cuidará. Si solo pudiera verla, salir un rato con ella, ir al parque o al cine. Decirle hija, te extraño tanto que no tienes idea. Y ella me dirá sí papá, también te quiero, te extraño. ¿Por qué ya no vivimos juntos? Pórtate bien con tu mamá, ella es buena. ¿Están enojados? Mi mamá dice que hiciste algo malo.

Fue al baño. Corrigió su cabello recorriéndolo con ambas manos hacia atrás. Verificó su rostro pálido, algo oscurecido en la parte inferior por su barba. Enderezó el cuello de su camisa levantándolo levemente, cubriendo un rasguño rojizo que sabía que comenzaba bien abajo en su espalda hasta rematar donde empezaba la nuca. Revi-só el lustre de sus zapatos negros y la rectitud intachable del quiebre de su pantalón. Perfecto. Estás listo.

Minutos después cruzaba la mampara del edificio sa-liendo a la calle.

Por su misma vereda apareció un niño que pasó co-rriendo por su lado. Cierta mujer, desde el otro extremo de la calle, se quedó mirándolo recelosa, en tanto el con-serje del edificio, sin dejar de regar el pasto, le hizo un saludo con la visera, lo que desvió su atención de una joven a quien hubiese deseado seguir no solo con la mi-rada. Una bocina sonó y luego fue como si cinco, diez o

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quién sabe cuántas cuadras más allá otra le respondie-ra a lo lejos, ensanchando su percepción del espacio. Un muchacho en la acera opuesta forcejeó con un pequeño perro faldero que peleaba por escapársele de las manos, corcoveando, haciendo fuerzas para arrojarse a la calle a perseguir las ruedas de los autos. El hombre volvió a alisarse con las manos el cabello entrecano y comenzó a caminar alejándose del joven y su mascota, no vaya a ser que se le suelte y se me venga encima, perro de mierda.

Encendió un cigarro observando por sobre la llama del encendedor. Un olor ácido se difuminó por el ambiente. Hizo un gesto de desagrado y volvió a llevarse el cigarro a los labios dando una larga bocanada. Esa era siempre la mejor: la primera, la más profunda. Siguió recto por Pedro de Valdivia y más tarde dobló por Providencia ha-cia la cordillera caminando entre la gente, bordeando las vidrieras. De pronto se dio cuenta de que iba detrás de una muchacha de unos veintitantos. Un golpe de sangre lo energizó. La repasó detenidamente con la mirada: me gusta, sí, me gustan sus hombros, su pelo tan liso, tan largo, sus hombros finos, sus caderas, como se bambolea al caminar. Y luego, casi sin darse cuenta, manteniéndo-se a pocos pasos, ya decía en su mente: que doble a la izquierda y dejo de perseguirla. Pero ella seguía recto. Que doble a la derecha y me detengo. Pero nada. Ahora sí, ahora que cruce la calle. Y ella avanzando firme con él pegado a su espalda.

Junto al hombre frenó una micro haciendo un largo ruido metálico. Él se detuvo un momento; ese sonido le recordó algo difuso que no supo transformar en una

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idea ordenada. Se sintió confundido. La muchacha se le adelantó varios metros. No importa. Que avance, ya la alcanzaré. Se quedó un momento mirando a la gen-te descender de la máquina, pensando que quizás entre ellos estaría la respuesta de por qué ese sonido se le ha-cía tan familiar. Aprovechando su altura levantó la vista por arriba del gentío. Allá, varios metros más adelante, emergió la estrecha figura de la joven. Se apuró para tra-tar de alcanzarla esquivando los cuerpos que componían la marejada humana y que, al mismo tiempo, le servían para encubrir su asedio. En la avenida los vehículos tran-sitaban sin cesar, con un ruido de motores que se sumaba a las voces, risas y conversaciones que repletaban de ru-mores al ambiente. Imponiéndose sobre el bullicio volvió a oír el ruido metálico. De dónde lo recuerdo. La joven, más allá, dobló en una esquina. El hombre giró la cabeza en su dirección. El sonido volvió a llegar a sus oídos, pero no había ni una sola micro en ese instante. Y luego el rui-do se repitió más claro, más preciso, sin que le cupieran dudas. No es la micro, es otra cosa, es algo distinto. Y también: esto lo conozco, esto lo he soñado. Renunció a seguir a la joven y avanzó en la dirección de la fuente del sonido. ¿Una trompeta? No puede ser otra cosa.

Rebasó un restaurante que servía sus platos sobre me-sas que acaparaban la acera y también una librería que exponía en su frontis las fotografías de sus clientes, como si adentro se pudiese comprar la misma sonrisa que ellos lucían en cada retrato. Ignoró las mesas, los comensa-les, los oficinistas ridículos con sus ridículos temas de conversación y las alegrías simuladas para una foto que

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nunca tuvo el fin de captar otra cosa más que esa misma sonrisa falsa.

Redujo la velocidad al encontrar el origen de la mú-sica, en el exterior de una galería comercial. Se acercó a la multitud no porque le gustase la gente, sino porque quería entender. Quería entender el sonido que se atro-pellaba. Quería entender al músico que lo interpretaba, el zapateo en el suelo con el que marcaba el pulso, la velocidad de sus balanceos, como si un rodamiento en la cintura lo hiciera girar en su mismo eje, tal como un trompo cansado de dar vueltas y más vueltas.

Pero era un saxofón y no una trompeta. Eso le causó una profunda confusión. Un saxofón que sonaba grave como una tuba o una trompa o un corno francés. Quién sabe por qué recordaba todos esos nombres que alguna vez escuchó en el colegio o quizás en alguna conversa-ción trasnochada. Ya nada importaba. No era una trom-peta. No lo es, se dijo, no lo es y también no tendría por qué serlo.

Aunque de pronto recordó con mayor precisión su sueño. Sí, ahí tocaba un instrumento, precisamente una trompeta, una trompeta que se apoderaba de su aliento, se lo robaba hasta dejarlo sin respiración. Pero este de acá es un saxo y no una trompeta. Por eso se sintió libera-do de la sensación de agobio que tuvo mientras dormía, como si aquel pequeño hecho lo salvara de volver a con-vertirse en el músico. Pero luego recordó algo más. Re-cordó el sol. El sol que no era real, aunque en su sueño sí lo era. Lo recordó reflejado en la trompeta. Entonces miró hacia arriba, directo al sol verdadero de aquel martes de

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agosto cayendo en su cabeza. Siguió con la vista el refle-jo que haría en el bronce del instrumento. Y ahí estaba la luz golpeando, duplicándose como si se tratara de un espejo, refractando luz como si fuera parte de la música y del pulso que llevaba el músico con el pie.

Y después con un profundo miedo recordó a las per-sonas reflejándose en el instrumento, a esas siluetas mal definidas. ¿Y si no están? Pero estaban. No solo en el sue-ño sino que también ahí, delante suyo, en el pabellón con-vexo del saxo. Pero no le bastó con las siluetas: tuvo que alzar la cabeza hacia los rostros de la gente que se amon-tonaba para confirmar que fueran una realidad y no una simple jugarreta de su mente, entretenida en confundir el sueño con eso que ocurría en ese preciso momento. En-tonces, entre la gente en torno al músico, captó una mi-rada que se fijaba en él con insistencia, como tratando de despejar una duda. ¿Es él?, decía esa mirada que veía en medio de las personas. ¿Es o no? Y después percibió un cuchicheo, vio a la joven dueña de la mirada inclinarse hacia su acompañante, tal vez su novio, y decirle algo cu-briendo su boca con la palma de la mano ahuecada para luego bajar los ojos escondiendo la barbilla en el pecho, en un gesto que tenía mucho de pena o desazón o incluso espanto, mientras el saxo repiqueteaba en sonidos breves y armoniosos. Hablaban de él, sí, de mí, no tengo ningu-na duda. Pero no, no la conozco. Aunque puede ser que sí, que quizás ella… Tal vez la recordaría si la viera echa-da en el suelo. O a lo mejor si pudiese tenerla cerca, con su aliento en mi mejilla, forcejeando un poco, rasguñan-do mi espalda, tratando de zafarse. El acompañante de

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la mujer también se fijó en él después de un breve paseo por los rostros de las personas que lo rodeaban ―los tres o cinco o diez―, todos los que oían al músico tocar.

Aunque en su departamento ya no había ni mujer ni hija, el hombre no quería que pasara otra vez, que nue-vamente le dijeran tú fuiste, sí, fuiste tú, él fue, lléven-selo por favor. Cómo se lo explicaría a Paula, cómo se lo contaría, ahora sí que sí, ahora jamás me dejará ver a mi hija. Fue por eso que prefirió girar, dar media vuel-ta y marcharse con mesura primero, intentando que no pareciera que huía, y después, cuando se supo a varios metros de la música, ya francamente escapando, pero no solo de la pareja sino también de la melodía. Podía oírla, esa música acusándolo de algo que había pasado antes del sueño, cuando todavía estaba despierto, aunque ha-bía jurado que nunca más, había dicho nunca más lo haré de nuevo, pese a que no sabía muy bien cómo ni cuándo. Lo juro, nunca más, lo juro, lo juro. Y detrás de él, junto con la música, claro que la joven y su novio lo seguían, los vio primero en el reflejo de una vitrina y más tarde cuando miró por sobre su hombro. Ahí vienen. Tan pero tan cerca. La joven compungida, el rostro contraído en una mueca de angustia tratando de hacer que su acom-pañante desistiera y este intentando restar metros, ahí vienen, me van a alcanzar. No recordaba a esa joven pero perfectamente podía ser que sí, que esta sea una de las que seguí hasta conseguirlo.

Por eso fue que corrió, deshaciendo el camino que an-tes había hecho. Pasó junto a la librería y los retratos son-rientes como si fuera tan fácil colgarse una sonrisa en la

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cara y también cerca de las mesas con sus oficinistas ha-blando de trabajo cuando no están trabajando. Correr era lo que debía hacer. Correr. Correr cuando comenzó a es-cuchar el griterío que se iba formando a su espalda, gra-dualmente primero y más fuerte cuando atropelló a una señora que cayó al suelo, e incluso empeorando con el vozarrón del joven que lo seguía, ¡párenlo!, con la música del saxofón que era como si también lo siguiera, ¡paren a ese que va allá!, gritándole a todos, ¡párenlo!, ¡detén-ganlo! Y la gente, por el contrario, ¿qué pasa?, abriéndole camino, ¿quién grita, qué pasa?, como si fuera un ladrón peligroso que acababa de robar, ¡cuidado que allá va!, de tomar por asalto a uno cualquiera, a ninguno de ellos, y él pensando abran paso, pero si solo seguí a la muchacha, no a esta sino que a la otra muchacha y no hice nada más, ¡cuidado!, ¡ahí vienen!, yo qué hice, no hice nada, esta vez no hice nada. Lo juro, juro que esta vez no, yo no, quizás otro sí pero yo no.

Los insultos. La voz del joven cada vez más cerca. El carraspeo del saxofón cada vez más lejos. Y unos gritos femeninos metros más atrás, también corriendo detrás de él acusándolo de algo que no admitiría jamás. Y en su pecho una angustia, un exhalar constante que lo iba de-jando sin aire, tal como en el sueño, solo que en el sueño era una trompeta y no un saxofón el que lo hostigaba con su ruido acusador.

Advirtió un claro en la calle, un espacio estrecho entre los vehículos que se detenían y avanzaban como a trope-zones. ¡Tengo que cruzar! Vislumbró ese espacio al final de los autos y pasó corriendo, aprestándose a doblar por

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la primera calle. Lo mismo, pero varios metros más atrás, hizo el joven que lo perseguía por avenida Providencia. Oyó el ruido de las ruedas de un vehículo rechinando al deslizarse por el pavimento, el impacto seco contra un cuerpo, una quebrazón de vidrios y gritos despavo-ridos, gritos de dolor, de desconcierto o hasta de asco. El hombre se detuvo, giró y vio a la gente que comenzaba a acumularse en la mitad de la calle y al auto detenido al centro de la calzada, justo ahí donde no tendría por qué haber gente rodeando nada, ni un automóvil parado, ni menos un cuerpo anudado en el suelo. Y ahora sí, ahora sí escuchó claramente a la joven, ya no más siguiéndolo ni gritando insultos, sino que llorando, dando alaridos de dolor junto al cuerpo de su pareja. La joven lloraba, y no solo la joven, también el chofer que acababa de bajar del auto como alcoholizado, con un visible golpe en la frente sin saber qué hacer. Varias personas se acercaron al conductor y lo increparon, mientras otras lo defendie-ron diciendo que él no, no tenía la culpa, que lo dejaran, sí, déjenlo, el otro cruzó corriendo, ya tiene bastante, imagínense atropellar así a alguien, déjenlo.

El hombre volvió y se integró al grupo con curiosidad y algo de morbo. Vio a la joven de rodillas en el suelo gimiendo junto a su novio, con la vista enrojecida, llo-rando con rabia, jalando el cuerpo hacia cualquier di-rección como si quisiera desarmarlo, pese a que algunos intentaban disuadirla. El hombre, ahora más tranquilo, se encuclilló para ver el rostro lloroso de la mujer y así comprender por qué, si acaso sería ella una de las que yo alguna vez…, porque bien puede ser que sí y por eso me

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seguían, o tal vez no, quizás todo fue un error y no valió la pena correr. Pero sí, le parecía que sí aunque no esta-ba completamente seguro. Para saber tendría que tenerla más cerca, mucho más cerca, hasta sentir su aliento en mi mejilla.

El hombre, irguiéndose, se llevó las manos a los bolsi-llos del pantalón, dio media vuelta y se alejó lentamente. Atrás quedaba el accidente, la muchedumbre, el saxofón ahora silencioso, las sonrisas estampadas en las vitrinas y también los oficinistas.

Caminó dos cuadras, dos que luego fueron tres o cua-tro, hasta que dejó de contarlas y no supo cuántas cua-dras ni cuántas horas había andado. Su pecho se había calmado. Su cabeza otra vez estaba tranquila y la luz del día fue volviéndose más tenue.

Atardecía cuando otra joven llamó su atención. La vio entre la densa muchedumbre que caminaba compacta por la Alameda. La vio y con la mirada se quedó colgado a sus piernas, a su falda ancha que revoloteaba al vien-to, al movimiento acompasado de sus caderas, al círculo estrecho de su cintura. La vio doblar por una calle cual-quiera, justo cuando él pensaba y deseaba que doblara por esa calle cualquiera. Que doble, decía. O que no do-ble. Que no doble y paro de seguirla. Que doble esta vez y me detengo. ¿Doblarás? Y sí, doblaba o giraba o torcía en un camino o en una plaza justo cuando él decía que lo hiciera o que no lo hiciera, tal como si ella estuviera si-guiendo sus órdenes, deteniéndose en una tienda o avan-zando cuando él mentalmente así lo quería, y él siempre

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atrás, muy pegado a sus piernas, a su cintura y a su falda, evitando que lo notara.

Todavía tuvo que pasar otro cuarto de hora para que estuviera casi oscuro, cuando por última vez dijo, tal como otras tantas veces lo había hecho en su vida, si do-bla a la derecha en la siguiente esquina, ahí donde casi no hay luz, lo hago. Nervioso, con las manos volvió a ali-sarse hacia atrás su cabello. Entonces el hombre oyó una trompeta repiqueteando, un brusco golpe de sangre que le recorrió el cuerpo, repletándolo de vigor y ansiedad. El estruendo de la trompeta en su mente apagó todos los demás sonidos, aunque ahora estaba muy despierto.

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íNDICE

f

CANCIóN DE DOS ........................................................... 9

Año viejo ........................................................................ 17

¿SERá ÉL? .......................................................................... 33

VOLANTíN CORTADO .................................................. 41

RADIO RELOJ ................................................................... 59

MúSICA Y SINCRONíA ................................................. 83

MARIPOSAS ...................................................................... 97

MADRE, VáMONOS ..................................................... 109

LA ExPLICACIóN DEL DAñO .................................. 123

EL ADVERSARIO ........................................................... 137

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