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[COVER] El ganador de almas o Cómo llevar a los pecadores al Salvador por C. H. Spurgeon

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[COVER]

El ganador de almas o

Cómo llevar a los pecadores al Salvador

por C. H. Spurgeon

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Publicado por Publicado originalmente en inglés por Pilgrim Publications, Pasadena, Texas, EE.UU., con el título de The Soul–Winner. Copyright en español: © 2011 por Todos los derechos quedan reservados. No se autoriza la reproducción, conservación en un sistema de recuperación de datos o transmisión de ninguna parte de esta publicación de ninguna forma o por ningún medio electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otro, sin previo permiso escrito de la casa editora. Impreso en Diseño de las cubiertas: Traducción al español y corrección de estilo: Dr. Andrés Carrodeguas, Ph. D., D. Min. ISBN: Todas las citas bíblicas, a menos que se indique lo contrario, proceden de la Santa Biblia, versión Reina-Valera de 1960, Copyright © Sociedades Bíblicas en América Latina; © renovado en 1988 por las Sociedades Bíblicas Unidas.

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ÍNDICE A modo de prólogo ............................................................................................................. 1. ¿Qué es ganar un alma? .................................................................................................. 2. Los requisitos que busca Dios en el ganador de almas................................................... 3. Los requisitos que buscan los hombres en el ganador de almas ..................................... 4. Los sermones que más almas pueden ganar ................................................................... 5. Los obstáculos que impiden ganar almas........................................................................ 6. Cómo persuadir a los nuestros para que se dediquen a ganar almas .............................. 7. Cómo levantar a los muertos........................................................................................... 8. Cómo ganar almas para Cristo........................................................................................ 9. El precio a pagar para ganar almas ................................................................................. 10. La recompensa del ganador de almas ...........................................................................

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«La salvación de un alma vale más que la redacción de una Carta Magna con mil palabras». — John Keble

A MODO DE PRÓLOGO

Este volumen ha sido publicado de acuerdo con un plan trazado por el SR. SPURGEON; de hecho, él ya había preparado para su impresión la mayor parte del material que aquí se publica, y el resto de sus manuscritos han sido insertados después de una ligera revisión. Su intención era dar a los estudiantes del Pastors’ College una breve serie de conferencias acerca de lo que él llamaba «ese trabajo, el más digno de la realeza» —GANAR ALMAS— y, al completar la serie, reunir sus conferencias previas ante otros públicos acerca del mismo tema, y publicar todo el conjunto para guiar a todos los que quisieran convertirse en ganadores de almas, y también con la esperanza de inducir a muchos más de los que profesan ser cristianos a dedicarse a este servicio verdaderamente bendecido al Señor. Esta explicación permite ver la forma en la cual se trata el tema en el presente libro. Los seis primeros capítulos contienen las conferencias de la Facultad; les siguen cuatro discursos pronunciados ante maestros de Escuela Dominical, predicadores al aire libre y amigos que se reunían los lunes por la noche en el Tabernáculo para orar juntos. Durante más de cuarenta años, el SR. SPURGEON fue, con su predicación y sus escritos, uno de los más grandes ganadores de almas, y por medio de sus palabras impresas, continúa siendo el medio utilizado para la conversión de muchos en el mundo entero. Por esta razón creemos que miles de personas se regocijarán al leer lo que él habló y escribió con respecto a aquello que él llamaba «el asunto más importante de todos para el ministro cristiano». Nota del Traductor: Los capítulos de este libro han sido tomados de sermones del señor Spurgeon. Para hacer más actual su contenido, cuando él se refiere en plural a todos sus oyentes, nosotros hemos usado el singular, de manera que su argumentación se dirija al lector en particular. También hemos dividido los párrafos y las frases de mayor longitud según ha sido posible, con el propósito de facilitar la lectura de su contenido y acomodar el texto a los estilos de redacción más usados en la actualidad.

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¿QUÉ ES GANAR UN ALMA?

mado hermano, si Dios me lo permite, tengo el propósito de impartir una breve serie de conferencias bajo el título general de «El ganador de almas». Ganar almas es el asunto

más importante de todos para el ministro cristiano; de hecho, tendría que ser la empresa principal de todo creyente genuino. Cada día, deberíamos decir con Simón Pedro: «Voy a pescar», y con Pablo, nuestra aspiración debería ser «que de todos modos salve a algunos».

Comenzaremos nuestras disertaciones sobre este tema, analizando la siguiente pregunta:

¿QUÉ ES GANAR UN ALMA?

Sería instructivo que respondiéramos a esto, describiendo lo que no es. No consideramos que sea ganar almas robar miembros a las iglesias ya establecidas, y entrenar a esas almas para que se expresen con nuestro «shibolet» particular; nosotros aspiramos más a llevar almas a Cristo, que a conseguir conversos para nuestra sinagoga. Hay ladrones de ovejas en el exterior, con respecto a los cuales no voy a decir nada, salvo que no son «hermanos» o que, al menos, no actúan como tales. Ante su propio Amo tendrán que mantenerse en pie, o caer. Consideramos una mezquindad extrema el que edifiquemos nuestra propia casa con las ruinas de las mansiones de nuestros vecinos; pensamos que es infinitamente mejor trabajar en la cantera para conseguir lo nuestro. Espero que todos nos identifiquemos con la grandeza de espíritu del Dr. Chalmers, el cual, cuando se dijo que tal esfuerzo y tal otro no serían beneficiosos para los intereses especiales de la Iglesia Libre de Escocia, aunque podrían fomentar en general la religión de aquellas tierras, dijo: «¿Qué es la Iglesia Libre, comparada con el bien cristiano del pueblo de Escocia?» De hecho, ¿qué es una iglesia, cualquiera que sea, o qué son todas las iglesias juntas, como simples organizaciones, si se mantienen en conflicto con el provecho moral y espiritual de la nación, o si son obstáculo para el Reino de Cristo?

Porque Dios bendice a los hombres por medio de las iglesias, es por lo que deseamos verlas prosperar, y no únicamente por las iglesias en sí mismas. Existe egoísmo en nuestras ansias por el engrandecimiento de nuestro propio grupo, ¡y de ese mal espíritu nos libre Dios! Tenemos que anhelar más la extensión del Reino, que el crecimiento de un clan. Bien haríamos en convertir en partidario del bautismo de adultos a un hermano que acepta el bautismo de niños, porque valoramos las ordenanzas del Señor; nos esforzaríamos con gran fervor por levantar a alguien que crea en la salvación por medio de su voluntad libre, hasta el nivel de alguien que crea en la salvación por la gracia, porque anhelamos ver que toda la enseñanza religiosa esté edificada sobre la roca sólida de la verdad, y no sobre las arenas de la imaginación, pero al mismo tiempo, nuestro gran objetivo no es la revisión de unas opiniones, sino la regeneración de naturalezas. Queremos llevar a los seres humanos a Cristo, y no a nuestra manera peculiar de entender el cristianismo. Lo primero que debemos procurar es que las ovejas se reúnan alrededor del Gran Pastor; después de esto, ya habrá tiempo suficiente para irlas situando en nuestros diferentes rebaños. Hacer prosélitos es una labor adecuada para fariseos; engendrar seres humanos para Dios es la honorable meta de los ministros de Cristo.

Además de lo anterior, nosotros no consideramos que ganar almas consista en inscribir a toda prisa los nombres de más personas en la lista de nuestra iglesia con el fin de

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poder mostrar un buen aumento al terminar el año. Esto es fácil de hacer, y hay hermanos que pasan grandes trabajos, por no decir que usan de todas las artes posibles, para lograrlo, pero si es esto lo que se considera como el Alfa y la Omega de los esfuerzos de un ministro, el resultado final va a ser deplorable.

Por supuesto, traigamos verdaderos convertidos a la iglesia, porque parte de nuestra labor consiste en enseñarles a observar todas las cosas que Cristo les ha ordenado, pero aun así, esto se debe hacer con discípulos, y no con meros simpatizantes, y si no tenemos cuidado, podríamos estar haciendo más daño que bien en este punto. Introducir en las iglesias a personas sin convertir, es debilitarlas y degradarlas; por consiguiente, una aparente ganancia podría ser una pérdida real.

No me encuentro entre los que menosprecian las estadísticas, ni pienso que produzcan toda clase de males, porque hacen mucho bien si son precisas, y si los hombres las usan de la manera debida. Buena cosa es que la gente vea la desnudez de la tierra por medio de unas estadísticas que señalen descensos en la producción, para que sientan la necesidad de tirarse de rodillas ante el Señor y pedirle prosperidad. Por otra parte, no tiene nada de malo el que se dé ánimo a los trabajadores a base de presentarles algún recuento de los resultados. Sentiría mucho que se abandonara la práctica de añadir y deducir para presentar los resultados netos, porque es correcto que conozcamos nuestra situación numérica. Alguien ha observado que aquellos que tienen objeciones contra estos procedimientos, suelen ser hermanos cuyos informes insatisfactorios los humillarían de alguna manera. No siempre es así, pero es algo sospechosamente frecuente.

Hace unos días oí hablar del informe dado por una iglesia, en el cual el ministro, muy conocido por haber reducido su congregación a la nada, escribió con cierta agudeza: «Nuestra iglesia mira hacia arriba en espera de tiempos mejores». Cuando lo interrogaron acerca de esta afirmación, contestó: «Todo el mundo sabe que esta iglesia está tirada en el suelo, así que lo único que puede hacer es mirar hacia arriba». Cuando las iglesias están mirando hacia arriba de esa forma, por lo general los pastores dicen que las estadísticas son cosas muy engañosas, y que no se puede tabular la obra del Espíritu, ni calcular la prosperidad de una iglesia a base de cifras.

El hecho es que sí se puede calcular con mucha precisión, siempre que las cifras sean honradas, y siempre que se tomen en consideración todas las circunstancias. Si no hay aumento, es posible calcular con una precisión considerable que no se está haciendo gran cosa, y si hay una clara disminución en medio de una población creciente, se puede calcular que las oraciones de los miembros y la predicación del ministro no son de la clase más poderosa.

Pero aun así, todo apresuramiento por añadir miembros a la iglesia es sumamente dañino, tanto para la iglesia como para las personas que se dan por convertidas. Recuerdo muy bien a varios jóvenes que eran personas de una buena conducta moral y eran prometedores en cuanto a su religiosidad, pero en lugar de escudriñar sus corazones y tener por meta su verdadera conversión, el pastor no les daba descanso jamás, hasta persuadirlos de que hicieran una profesión de fe. Su idea era que se sentirían más atados a las cosas santas si profesaban religión, y se sentía muy seguro cuando los presionaba, porque «eran muy prometedores». Se imaginaba que desalentarlos a base de un cuidadoso examen interior los podría alejar, y así, para asegurarlos, los convertía en hipócritas. Esos jóvenes están en el momento presente más alejados de la Iglesia de Dios de lo que habrían estado si se les hubiera ofendido manteniéndolos en el lugar que les correspondía, y se les hubiera advertido que no se habían convertido a Dios.

Se causa una grave herida a una persona cuando se la recibe en el número de los creyentes, a menos que haya una buena razón para creer que ha sido realmente regenerada. Estoy seguro de que esto es así, porque hablo después de una cuidadosa observación. Entre

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los pecadores más evidentes que conozco, hay unos cuantos que fueron miembros de alguna iglesia en el pasado y que, según creo, fueron llevados a hacer una profesión por medio de presiones indebidas; bien intencionadas, pero imprudentes. Por tanto, no pensemos que ganar almas es algo que consiste o puede ser asegurado por la multiplicación de los bautismos y un gran aumento en el número de asistentes a una iglesia.

¿Qué significan esos despachos que llegan desde el campo de batalla? «Anoche hubo catorce almas bajo convicción, quince personas fueron justificadas y ocho recibieron la santificación total». Estoy cansado de estos alardes en público, de este andar contando unos pollos que aún no han salido del cascarón, de esta exhibición de un botín de batalla dudoso. Dejemos a un lado este conteo de las personas, esta vacía pretensión de certificar en medio minuto aquello que va a necesitar la demostración de toda una vida. Esperemos lo mejor, pero en nuestros momentos de mayor emoción, seamos razonables. Las habitaciones donde se habla con los que han aceptado al Señor son cosa muy buena, pero si llevan a alardes vacíos, van a entristecer al Espíritu Santo y producir maldad en abundancia.

El hecho de ganar almas tampoco tiene por único propósito crear emociones. La emoción va a acompañar siempre a todo gran movimiento. Sería justo que nos preguntáramos si el movimiento ha sido ferviente y poderoso, cuando ha sido algo tan sereno como la lectura de la Biblia en un salón. Es muy difícil lanzar grandes piedras sin que hagan ruido al chocar, o pelear una batalla y mantener a todo el mundo tan silencioso como un ratón. En un día seco, un carruaje no se mueve mucho por el camino, a menos que haya algo de ruido y de polvo; la fricción y la agitación son resultados naturales de una fuerza en movimiento. Así que, cuando el Espíritu de Dios se halla presente, y la mente de los hombres está activa, deberá haber, y habrá, ciertas señales visibles de ese movimiento, aunque nunca se las deberá confundir con el movimiento mismo. Si la gente se imagina que levantar una polvareda es el objetivo que se busca al hacer rodar un carruaje, podrían tomar una escoba y, en muy poco tiempo, levantar tanto polvo como cincuenta carruajes, pero estarían molestando, en lugar de hacer un beneficio. La emoción es tan incidental como el polvo, pero no es en ningún momento aquello que se ha de buscar. Cuando la mujer barrió su casa, lo hizo para hallar la moneda perdida, y no por ganas de levantar una nube de polvo.

No busques lo sensacional ni los «efectos». Las lágrimas y los llantos, los sollozos y los gritos, las multitudes aún presentes después de las reuniones y toda clase de emociones pueden presentarse, y es posible que se consideren como fenómenos concomitantes a los sentimientos genuinos; pero por favor, no planifiques su aparición.

Con demasiada frecuencia sucede que los convertidos que nacen en medio de la emoción, mueren cuando la emoción termina. Son como ciertos insectos que son producto de un día excesivamente caliente, y mueren cuando baja el sol. Hay convertidos que son como las salamandras en el fuego, pero mueren cuando la temperatura se vuelve razonable. Yo no me deleito en la religión que necesita o crea cabezas calientes. Prefiero que me den la piedad que florece en el Calvario, y no en la cima del Vesubio. El mayor de los celos por Cristo es coherente con el sentido común y con la razón: los delirios, los desórdenes y el fanatismo son producto de otro celo que no está de acuerdo con el conocimiento. Deberíamos preparar a los hombres para la cámara de comunión, y no para las celdas de paredes acolchadas de un manicomio. Nadie se lamenta más que yo de que sea necesario hacer una advertencia como esta, pero al recordar los caprichos de ciertos predicadores de avivamiento desbocados, no puedo decir menos, y habría podido decir mucho más.

¿Cuándo se gana realmente a un alma para Dios? Mientras esto se haga con organización, ¿cuáles son los procesos por medio de los cuales se lleva a un alma a Dios y a la salvación? Considero que una de las principales operaciones consiste en instruir a la persona para que conozca la verdad de Dios. La instrucción por medio del Evangelio es el comienzo de una verdadera obra en la mente de las personas. «Por tanto, id, y haced

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discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo». La enseñanza comienza la obra, y también la corona.

El Evangelio, tal como lo presenta Isaías, es: «Inclinad vuestro oído, y venid a mí; oíd, y vivirá vuestra alma». Por tanto, nos corresponde a nosotros el dar a las personas algo digno de ser oído por ellas; de hecho, instruirlas. Somos enviados a evangelizar, o predicar el Evangelio a toda criatura, y no haremos esto, a menos que les enseñemos las grandes verdades de la revelación. El Evangelio consiste en las buenas nuevas. Al escuchar a algunos predicadores, cualquiera se imaginaría que el Evangelio es algo así como una pizca de rapé sagrado para hacer despertar a la gente, o una botella de ardiente bebida alcohólica para excitar su cerebro.

No es nada por el estilo; es noticia. Es decir, que hay información en él, hay instrucción en él con respecto a cosas que los seres humanos necesitan conocer, y en él hay declaraciones escritas para bendecir a los que las escuchen. No es un encantamiento mágico, ni un amuleto, cuya fuerza consista en una colección de sonidos; es una revelación de hechos y verdades que exigen conocimiento y fe.

El Evangelio es un sistema razonable, y apela al entendimiento de la persona; es un asunto a pensar y meditar, y apela a la conciencia y a nuestros poderes de reflexión. De aquí que, si no enseñamos algo a las personas, les podremos gritar: «¡Cree! ¡Cree! ¡Cree!», pero ¿qué es lo que deben creer? Cada exhortación necesita de la instrucción correspondiente; de lo contrario, no significará nada. «¡Escapa!» ¿De qué? Esto exige una respuesta, que es la doctrina del castigo por el pecado. «¡Vuela!» ¿Pero hacia dónde? Entonces debemos predicar a Cristo y sus heridas; sí, y la clara doctrina de la expiación por medio del sacrificio. «¡Arrepiéntete!» ¿De qué? Aquí necesitamos responder preguntas como estas: ¿Qué es el pecado? ¿Cuál es la maldad del pecado? ¿Cuáles son las consecuencias del pecado? «¡Conviértete!» Pero, ¿qué es lo que tengo que convertir? ¿Por medio de qué poder nos podemos convertir? ¿De qué me debo convertir? ¿A qué me debo convertir? El campo de instrucción es amplio a la hora de lograr que las personas conozcan la verdad que salva. «El alma sin ciencia no es buena», y nos toca a nosotros, como instrumentos del Señor, hacer que las personas conozcan la verdad de tal forma, que crean en ella y sientan su poder. No debemos tratar de salvar a la gente en medio de las tinieblas, sino que debemos tratar en el poder del Espíritu Santo de sacarla de las tinieblas a la luz.

Y no creas, estimado amigo, que cuando vayas a reuniones de avivamiento, o a cultos evangelísticos especiales, tienes que dejar a un lado las doctrinas del Evangelio, porque en esas circunstancias, necesitas proclamar más las doctrinas de la gracia, en lugar de proclamarlas menos. Enseña las doctrinas del Evangelio con claridad, afecto, sencillez y franqueza; en especial aquellas verdades que tengan una relación actual y práctica con la condición del ser humano y la gracia de Dios.

Hay entusiastas que parecen haber asimilado la idea de que, en cuanto un ministro se dirige a personas que no son convertidas, debe contradecir de manera deliberada sus disertaciones doctrinales de costumbre, porque se da por sentado que no habrá conversiones si predica todo el consejo de Dios. La idea prevalente es esta, hermano: se supone que debemos esconder la verdad y decir una media falsedad, con el fin de salvar a las almas. Al pueblo de Dios le debemos hablar la verdad, porque no está dispuesto a escuchar ninguna otra cosa; en cambio, debemos adular a los pecadores para que acepten la fe, exagerando una parte de la verdad mientras escondemos el resto hasta que llegue un momento más oportuno. A pesar de que esta teoría es muy extraña, son muchos los que la apoyan. Según ellos, debemos predicar la redención de un número escogido al pueblo de Dios, pero nuestra doctrina cuando hablemos al mundo exterior, tendrá que ser la de la redención universal;

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debemos decir a los creyentes que la salvación es solo por gracia, pero a los pecadores debemos hablarles como si ellos pudieran salvarse a sí mismos; debemos informar a los cristianos que Dios Espíritu Santo es el único que puede convertir, pero cuando hablemos a los que no son salvos, apenas debemos mencionar al Espíritu Santo. No es así como hemos aprendido a Cristo. Así lo han hecho otros; que nos sirvan de ilustración, pero no de ejemplo. El que nos envió a ganar almas, ni nos permite inventar falsedades, ni tampoco suprimir la verdad. Podemos hacer su obra sin ninguno de estos métodos sospechosos.

Tal vez haya alguien que replique: «Pero así y todo, Dios ha bendecido exposiciones a medias y afirmaciones disparatadas». No estés tan seguro. Me atrevo a afirmar que Dios no bendice las falsedades. Tal vez bendiga la verdad que aparece mezclada con errores, pero nos vendría una bendición mucho mayor, si nuestra predicación estuviera más en línea con su propia Palabra. No puedo admitir que el Señor bendiga un evangelismo hipócrita, y no es excesiva mi dureza al calificar así la supresión de la verdad. El hecho de no mencionar la doctrina de la depravación total del ser humano ha acarreado serios daños a muchos de los que han escuchado una cierta clase de predicación. Estas personas no reciben una sanidad verdadera, porque no conocen la enfermedad que están padeciendo; nunca están realmente vestidas, porque no se hace nada para despojarlas de sus viejas vestiduras.

En muchos ministerios no se escudriña lo suficiente el corazón, ni se despierta la conciencia con la revelación de que el ser humano está alejado de Dios, y con la proclamación del egoísmo y la maldad que conlleva tal estado. Necesitamos decir a las personas que, si la gracia divina no las saca de su enemistad contra Dios, perecerán eternamente; también se les debe recordar la soberanía de Dios y el hecho de que Él no tiene obligación alguna de sacarlas de esa situación; que seguiría actuando correctamente y siendo justo si las dejara así, ya que carecen por completo de méritos para defenderse ante Él, o de bases para exigirle nada, por lo que, si esas personas van a ser salvas, es por gracia, y solo por gracia. La obra del predicador consiste en derribar a los pecadores, llevándolos hasta una situación en que sepan que están indefensos por completo, de manera que sientan la necesidad de levantar la vista hacia Aquel que es el único que los puede ayudar.

Tratar de ganar un alma para Cristo manteniendo a esa alma ignorante de cualquier verdad, es algo contrario a la mentalidad del Espíritu, y esforzarse por salvar personas a base de predicar paparruchas, o de emociones, o de un despliegue de oratoria, es algo tan tonto como tener la esperanza de cazar un ángel con una trampa para pajarillos, o atraer una estrella con música. La mayor de las atracciones es el Evangelio en toda su pureza. El arma con la cual el Señor conquista a los seres humanos es la verdad, tal como se encuentra en Jesús. Así encontrarán que el Evangelio se halla a la altura de toda situación urgente: es una flecha que puede atravesar hasta el corazón más empedernido, un bálsamo que puede sanar hasta la herida más mortal. Predícalo, y no prediques nada más. Apóyate de una forma total en el Evangelio de siempre. Cuando andes a la pesca de seres humanos, no necesitarás ninguna otra red; la que tu Maestro te ha dado es lo suficientemente fuerte como para resistir los peces grandes, y tiene una malla lo suficientemente unida, como para retener a los pequeños. Extiende esa red y ninguna más, y no necesitarás temer que no se cumpla su Palabra: «Os haré pescadores de hombres».

En segundo lugar, para ganar un alma es necesario, no solo que instruyamos a nuestro oyente y le demos a conocer la verdad, sino también que lo impresionemos de tal manera que la pueda sentir. Ciertamente, un ministerio solo didáctico, que apelara siempre al entendimiento y dejara sin tocar las emociones, sería un ministerio cojo. «Las piernas del cojo penden inútiles», dice Salomón, y las piernas inútiles de algunos ministerios los incapacitan. Hemos visto ministerios así, cojos porque caminan con una pierna doctrinal larga y una pierna emocional muy corta. Es algo horrible que un hombre pueda ser tan doctrinal, que hable con frialdad acerca del destino eterno de los malvados, de tal forma que no le causa

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angustia alguna pensar en la destrucción de millones de seres humanos, si es que no llega incluso a alabar a Dios por ello. ¡Esto es horrible!

Detesto escuchar que proclaman los terrores del Señor unos hombres cuya dureza de rostro, aspereza de voz e insensibilidad de espíritu ponen al descubierto una especie de momificación doctrinal: ha desaparecido de ellos por completo toda la leche de la bondad humana. Puesto que él mismo carece de sentimientos, un predicador así no provoca ninguna emoción, por lo que la gente se sienta a escucharlo, mientras él continúa haciendo afirmaciones secas y sin vida, hasta que llegan a pensar que es «profundo», y ellos mismos llegan a ser profundos también; y no necesito decir siquiera que se quedan profundamente dormidos, o que cuanta vida tengan, la gastan en husmear en busca de herejías y convirtiendo a unos hombres fervorosos en delincuentes a causa de una palabra. ¡Quiera Dios impedir que seamos bautizados jamás en este espíritu! ¡Sea lo que sea lo que creo, o lo que no creo, el mandamiento de amar a mi prójimo como a mí mismo sigue reteniendo sus derechos sobre mí, y Dios no permite que haya puntos de vista u opiniones que constriñan mi alma y me endurezcan el corazón de tal manera que lleguen a hacerme olvidar esta ley del amor! El amor a Dios es lo primero, pero esto no disminuye de ninguna manera nuestra obligación de amar a las personas; de hecho, el primer mandamiento incluye en sí el segundo. Debemos buscar la conversión de nuestro prójimo, porque lo amamos, y debemos explicarle el amoroso Evangelio de Dios con palabras amorosas, porque nuestro corazón anhela su bien eterno.

El pecador tiene corazón además de cabeza; tiene emociones además de pensamientos, y nosotros debemos apelar a ambas cosas. Un pecador nunca se va a convertir mientras no se muevan sus emociones. A menos que se sienta arrepentido de sus pecados, y a menos que sienta alguna medida de gozo en la recepción de la Palabra, no será posible albergar muchas esperanzas con respecto a él. La Verdad debe penetrar hasta el alma y teñirla con su propio color. La Palabra debe ser como un fuerte viento que barre todo el corazón y hace que el hombre se incline, como ondula con la brisa del verano un campo de maíz en sazón. La religión sin emoción es una religión sin vida.

Con todo, nos debe preocupar la forma en que se hace que aparezcan esas emociones. No juegues con la mente provocando unos sentimientos que no sean espirituales. Hay predicadores a los que les agrada mucho hablar de funerales y de niños moribundos en sus discursos, y hacen que la gente llore por un simple afecto natural. Esto tal vez los lleve a algo mejor, pero en sí, ¿qué valor tiene? ¿De qué sirve poner al descubierto las angustias de una madre o los sufrimientos de una viuda? No creo que nuestro Señor misericordioso nos haya enviado a hacer que las personas lloren por sus parientes difuntos, a base de cavar de nuevo sus tumbas, y traer de nuevo a la memoria las escenas pasadas de pesar y congoja. ¿Por qué habría de hacerlo?

Está claro que puede ser útil emplear el lecho de muerte de un cristiano que ha fallecido, o de un pecador agonizante, como prueba del descanso que produce la fe en el primer caso, y el terror que produce la conciencia en el otro; pero el bien debe surgir, no de la ilustración en sí misma, sino del hecho que se ha demostrado. La pena natural en sí misma no nos sirve de nada; de hecho, la consideramos como una distracción que impide unos pensamientos más elevados, y un precio demasiado grande como para exigírselo a unos corazones tiernos, a menos que se lo podamos devolver injertando unas impresiones espirituales duraderas en el tronco del afecto natural. «Fue un discurso muy espléndido, lleno de emoción», dirá alguien que lo ha escuchado. Sí, pero ¿cuál es el resultado práctico de esa emoción?

Un joven predicador hizo esta observación una vez: «¿Acaso no se sintió usted profundamente conmovido al ver llorar a una congregación tan numerosa?» «Sí», le respondió su juicioso amigo, «pero me sentí más conmovido al pensar que muy probablemente habrían llorado más al ver una obra de teatro». Exacto; y en ambos casos, el

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llanto podría estar igualmente vacío de valor. Yo vi a una joven a bordo de un barco de vapor, leyendo un libro y llorando como si se le fuera a desgarrar el corazón, pero cuando logré ver qué libro estaba leyendo, noté que solo era una de esas tontas novelas de cubierta amarilla de las que están llenos los quioscos de nuestras estaciones de ferrocarril. Sus lágrimas no eran más que un desperdicio de agua, y también lo son las producidas desde el púlpito por unos simples cuentos y unas cuantas descripciones de lechos de muerte.

Si nuestros oyentes quieren llorar por sus pecados, y porque desean encontrar a Jesús, que sus lágrimas corran como ríos; pero si el objeto de su angustia solo es natural, y no tiene nada de espiritual, ¿qué bien se les hace poniéndolos a llorar? Tal vez podría haber algo de virtud en dar gozo a las personas, porque ya hay bastante dolor en el mundo, y cuanto más podamos fomentar ese gozo, mejor; en cambio, ¿de qué sirve crear una tristeza innecesaria? ¿Qué derecho tienes para ir por el mundo pinchando a toda la gente con tu bisturí, solo para demostrar tu habilidad con la cirugía? El verdadero médico solo hace incisiones para curar, y el ministro sabio solo mueve emociones dolorosas en la mente de las personas con el claro objetivo de bendecir sus almas. Tú y yo debemos seguir tratando de llegar a los corazones de las personas hasta que estén quebrantados; entonces, debemos seguir predicando a Cristo crucificado, hasta que esos corazones queden vendados; y cuando se haya logrado esto, debemos seguir proclamando el Evangelio hasta que toda su naturaleza sea llevada a la sujeción al Evangelio de Cristo. Incluso en estos pasos preliminares, vas a sentir la necesidad de que el Espíritu Santo obre junto contigo y a través de ti, pero esa necesidad va a ser más evidente aún cuando demos un paso más y hablemos del nuevo nacimiento, en lo cual el Espíritu Santo obra con un estilo y una forma totalmente divinos.

Ya he insistido en que la instrucción y la impresión son sumamente necesarios para ganar almas, pero no lo son todo; de hecho, solo son medios para llegar al fin deseado. Antes que una persona sea salva, es necesario hacer una labor mucho mayor. La gracia divina tendrá que obrar una maravilla en su alma, y esa maravilla trasciende con mucho todo cuanto se puede lograr por medio del poder del ser humano. En cuanto a todos los que nosotros ganaríamos de buen grado para Jesús, es cierto que «el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios». El Espíritu Santo debe obrar la regeneración en aquellos que son objeto de nuestro amor. De lo contrario, nunca podrán llegar a poseer la felicidad eterna. Deben despertar a una nueva vida, y deben convertirse en nuevas criaturas en Cristo Jesús.

La misma energía que lleva a cabo la resurrección y la creación, debe utilizar con ellos todo su poder; nada inferior a esto puede resolver su situación. Deben nacer de nuevo, y de lo alto. A primera vista, podría parecer que esto deja fuera por completo la intervención de los seres humanos, pero cuando acudimos a las Escrituras, no encontramos nada que justifique una deducción como la anterior; en cambio, sí encontramos mucho relacionado con una tendencia muy opuesta. Ciertamente, en ellas encontramos que el Señor es todo en todos, pero no hallamos indicación alguna de que por esa razón, el uso de medios deba ser desechado. La majestad y el poder supremos del Señor aparecen más gloriosos aún, porque Él obra a través de medios. Es tan grande, que no tiene temor de poner honra sobre los instrumentos que emplea, hablando de ellos con grandes elogios y derramando en ellos una gran influencia.

Lamentablemente, es posible hablar demasiado poco acerca del Espíritu Santo; de hecho, me temo que este sea uno de los pecados más lastimosos de estos tiempos; en cambio, esa Palabra infalible, que siempre equilibra correctamente la verdad, al mismo tiempo que glorifica al Espíritu Santo, no se permite hablar a la ligera de los seres humanos a través de los cuales Él obra. Dios no piensa que su propia honra sea tan discutible, que solo pueda mantenerse a base de menospreciar al agente humano.

En las epístolas hay dos pasajes que, al verlos juntos, me han hecho sentir asombro muchas veces. Pablo se compara a sí mismo con un padre, y también con una madre, en el

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tema del nuevo nacimiento. De un convertido dice: «A quien engendré en mis prisiones», y a una iglesia entera le dice: «Hijitos míos, por quienes vuelvo a sufrir dolores de parto, hasta que Cristo sea formado en vosotros». Esto es ir demasiado lejos; de hecho, mucho más lejos de lo que la ortodoxia moderna permitiría que se aventurara el más útil de los ministros. Sin embargo, es un lenguaje aprobado; más aún, dictado, por el mismísimo Espíritu de Dios, y por tanto, no debe ser criticado. Dios infunde un poder tan misterioso a la participación dispuesta por Él, que nosotros somos llamados «colaboradores de Dios», y esto es a un tiempo la fuente de nuestra responsabilidad y la base de nuestra esperanza.

La regeneración, o nuevo nacimiento, obra un cambio en toda la naturaleza del ser humano y, hasta donde nosotros podemos juzgar, su esencia se halla en la implantación y la creación de un nuevo principio dentro de él. El Espíritu Santo crea en nosotros una naturaleza nueva, celestial e inmortal, que es conocida en las Escrituras como «el espíritu», como forma de distinguirla del alma.

Nuestra teoría sobre la regeneración es que el ser humano, en su naturaleza caída, consta solo de cuerpo y alma, y que cuando es regenerado, es creada en él una naturaleza nueva y más elevada —«el espíritu»—, que es una chispa del fuego eterno que constituyen la vida y el amor de Dios; esa chispa cae en el corazón, habita en él y hace de quien la recibe un «participante de la naturaleza divina». A partir de ese momento, el ser humano consta de tres partes: cuerpo, alma y espíritu, y el espíritu es el poder que reina sobre los otros dos. Seguramente recordarás ese memorable capítulo acerca de la resurrección, 1 Corintios 15, donde el texto original expone claramente la diferencia, aunque también podemos percibirla en nuestra versión. El pasaje traducido como «Se siembra cuerpo animal», etc., bien podría leerse así: «Se siembra cuerpo psíquico, resucitará cuerpo espiritual».

Hay un cuerpo psíquico, que depende del alma, y hay un cuerpo espiritual. Y así, vemos que está escrito: «Fue hecho el primer hombre Adán alma viviente; el postrer Adán, espíritu vivificante. Mas lo espiritual no es primero, sino lo animal; luego lo espiritual». Primero estamos en la etapa natural o psíquica del ser, como el primer Adán, y después, al ser regenerados, entramos a un estado nuevo, y nos convertimos en poseedores del «espíritu» que da vida. Sin este espíritu, nadie podrá ver el Reino de los cielos, ni entrar en él. Por tanto, nuestro intenso anhelo debe ser que el Espíritu Santo visite a nuestros oyentes, y los cree de nuevo; que descienda sobre esos huesos secos y sople vida eterna sobre los que están muertos en el pecado. Mientras no sucedan estas cosas, nunca podrán recibir la verdad, porque «el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente».

«Los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden». Una mente nueva y celestial tiene que ser creada por la Omnipotencia; de lo contrario, el ser humano permanecerá en la muerte. Por tanto, como ves, tenemos ante nosotros una grandiosa obra, que somos totalmente incapaces de realizar por nosotros mismos. No hay un solo ministro sobre la tierra que pueda salvar un alma; tampoco lo podríamos hacer todos nosotros juntos, ni todos los santos de la tierra o del cielo podrían obrar la regeneración en una sola persona. Todo este esfuerzo por parte nuestra es el colmo del absurdo, a menos que nos consideremos instrumentos del Espíritu Santo, llenos de su poder. Por otra parte, las maravillas de regeneración que se produzcan en nuestro ministerio serán el mejor sello y testigo de que hemos sido enviados. Mientras que los apóstoles pudieron apelar a los milagros de Cristo, y a los que ellos realizaron en su nombre, nosotros apelamos a los milagros del Espíritu Santo, que son tan divinos y tan reales como los del Señor mismo. Esos milagros consisten en la creación de una vida nueva en el seno del ser humano, y un cambio total en todo el ser de aquellos sobre los cuales descienda el Espíritu.

Puesto que esta vida espiritual que Dios engendra en los seres humanos es un misterio, al hablar de ella tendremos un efecto más práctico si nos detenemos a considerar las

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señales que la siguen y la acompañan, porque estas son las cosas a las que debemos aspirar. En primer lugar, la regeneración se manifestará en la convicción de pecado. Nosotros creemos que esta es una marca indispensable de la obra del Espíritu; la nueva vida, cuando entra al corazón, causa un intenso dolor interno como uno de sus primeros efectos. Aunque hoy en día oímos hablar de personas que son sanadas antes de haber sido heridas, y llevadas a una certeza de justificación sin haberse lamentado jamás de su condenación, sentimos grandes dudas con respecto al valor de estas sanidades y justificaciones. Este estilo de cosas no se ajusta a la verdad. Dios nunca viste a los seres humanos sin haberlos desnudado primero, ni los aviva por medio del Evangelio si la ley no los ha matado primero.

Cuando te encuentres con personas en las cuales no hay rastro alguno de una convicción de pecado, puedes estar muy seguro de que el Espíritu Santo no ha obrado en esas personas, porque «cuando él venga, convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio». Cuando el Espíritu Santo sopla sobre nosotros, marchita toda la gloria humana, que es como la hierba, y después revela una gloria más elevada y permanente. No te asombres si encuentras muy aguda y alarmante esta convicción de pecado, pero por otra parte, no condenes a aquellos en los cuales es menos intensa, porque siempre que la persona lamente sus pecados, los confiese, los abandone y los aborrezca, tendremos un fruto evidente del Espíritu. Gran parte de los horrores y la incredulidad que se producen ante la convicción, no proceden del Espíritu de Dios, sino que vienen de Satanás o de nuestra naturaleza corrupta. Con todo, debe haber una convicción verdadera y profunda de pecado, y esto es lo que el predicador debe buscar, porque donde no se siente esa convicción, no se ha producido un nuevo nacimiento.

Igualmente cierto es que la conversión verdadera se puede conocer al ver que la persona manifiesta una fe sencilla en Jesucristo. No necesitas que yo te hable de esto, porque tú mismo te hallas plenamente persuadido al respecto. La producción de la fe es el centro mismo de la diana hacia la cual apuntas. La prueba que tendrás de que has ganado para Jesús al alma de esa persona nunca estará ante ti mientras no haya terminado consigo mismo y con sus propios méritos, y haya estrechado lazos con Cristo. Es necesario tener gran cuidado de que se ejercite esta fe en Cristo para lograr una salvación completa, y no una parte de ella.

Son muchos los que piensan que el Señor Jesús está a su disposición para perdonarles los pecados del pasado, pero que no pueden confiar en Él en cuanto a preservarlos en el futuro. Confían en cuanto a los años pasados, pero no en cuanto a los años futuros, y esto a pesar de que en las Escrituras nunca se menciona semejante subdivisión de la salvación como si fuera obra de Cristo. O Él cargó sobre sí todos nuestros pecados, o no cargó con ninguno. Su muerte nunca se podrá repetir, así que es necesario que haya expiado también los pecados futuros de los creyentes; de lo contrario, estarían perdidos, puesto que no es posible suponer que haya más expiación, y en cambio, es seguro que sí va a haber pecados en el futuro. Bendito sea su nombre; «de todo aquello… en él es justificado todo aquel que cree». La salvación por gracia es una salvación eterna. Los pecadores deben entregar su alma a Cristo para que la guarde por toda la eternidad. ¿De qué otra forma serían salvos? ¡Ay! Según lo que enseñan algunos, los creyentes solo son salvos en parte, y en cuanto al resto, deben depender de sus obras futuras. ¿Acaso es esto el Evangelio? Yo sostengo que no.

La fe genuina confía totalmente en recibir de Cristo la totalidad de la salvación. ¿Acaso es de asombrarse que tantos convertidos se alejen, cuando en realidad nunca se les ha enseñado a ejercer su fe en Jesús en cuanto a la salvación eterna, sino solo en cuanto a una conversión temporal? Una presentación defectuosa de Cristo engendra una fe también defectuosa, y cuando esa fe languidece en su propia fatuidad, ¿a quién tendremos que echarle la culpa? Según su fe, así les es hecho: el que predica y el que posee una fe parcial deben cargar juntos con la culpa del fracaso, cuando la pobre confianza mutilada de este se desmorona. Debo insistir seriamente en esto, ya que esta forma de creer a medias es muy

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común. Necesitamos exhortar al pecador tembloroso para que confíe total y únicamente en el Señor Jesús, y lo haga para siempre. De lo contrario, lo veremos deducir que deberá comenzar en el Espíritu, y ser perfeccionado por la carne; con seguridad, caminará por fe en cuanto a su pasado, y después por obras en cuanto a su futuro, y esto va a ser fatal.

La fe genuina en Jesús recibe la vida eterna, y ve en Él la salvación perfecta, porque su único sacrificio ha santificado de una vez por todas al pueblo de Dios. La sensación de ser salvo, salvo por completo en Cristo Jesús, no es como algunos suponen, la fuente de una seguridad carnal, y enemiga de un celo santo, sino algo diametralmente opuesto. El hombre regenerado, liberado del temor que hace de la salvación de su persona un objetivo más inmediato que ser salvo de sí mismo, e inspirado por una santa gratitud hacia su Redentor, se convierte en alguien capaz de desarrollar sus virtudes, y lleno de entusiasmo por la gloria de Dios. Mientras tiembla bajo una sensación de inseguridad, el ser humano centra sus pensamientos en sus propios intereses; en cambio, plantado firmemente sobre la Roca de los siglos, tiene tiempo y corazón para entonar el cántico nuevo que el Señor ha puesto en sus labios, y entonces su salvación moral es completa, porque el yo ha dejado de ser el señor de su ser. No te sientas satisfecho mientras no veas en tus convertidos una clara evidencia de una fe sencilla, sincera y decidida en el Señor Jesús.

Junto a una fe en Jesucristo no compartida con nada ni con nadie, debe haber también un arrepentimiento del pecado sin fingimientos. La palabra arrepentimiento es un término anticuado que no usan mucho los predicadores modernos de avivamiento. Un ministro me dijo un día: «¡Oh, esa palabra solo alude a un cambio en la manera de pensar!» Él consideraba que había hecho una profunda observación. «Solo un cambio en la manera de pensar», pero ¡qué cambio! Un cambio en la manera de pensar con respecto a todas las cosas. En lugar de decir: «Solo es un cambio en la manera de pensar», me parecería más veraz decir que es un cambio grande y profundo; incluso un cambio de la mente misma. Ahora bien, cualquiera que sea el significado literal de la palabra griega, el arrepentimiento no es algo trivial. No vas a encontrar una mejor definición de lo que es, que la que ofrece este canto para niños:

«Arrepentirnos es dejar los pecados que antes amábamos,

y demostrar que los lamentamos seriamente, no volviéndolos a cometer».

En todos los seres humanos, la conversión genuina va acompañada por una sensación

de pecado, de la cual hemos hablado al referirnos a la convicción; por un dolor por los pecados, o santa lamentación por haberlos cometido; por el odio al pecado, que demuestra que su dominio ha terminado, y por un alejamiento de los pecados en la práctica, lo cual demuestra que la vida que hay dentro del alma está obrando sobre la vida que hay fuera de ella.

La fe verdadera y el arrepentimiento genuino son gemelos; sería perder el tiempo tratar de decir cuál de los dos nace primero. Todos los radios de una rueda se mueven juntos cuando se mueve la rueda, y también todas las gracias comienzan a actuar cuando el Espíritu Santo obra la regeneración en la persona. Con todo, es necesario que exista arrepentimiento. Por tanto, ten como meta el quebrantamiento, el despertar en las conciencias un sentido de condenación y el desligar la mente del pecado, y no te sientas satisfecho hasta que toda la mente haya sido transformada de una manera profunda y vital con respecto al pecado.

Otra prueba de la conquista de un alma para Cristo se encuentra en un verdadero cambio de vida. Si la persona no vive de una manera distinta a como vivía antes, tanto en su casa como fuera de ella, necesita arrepentirse de su arrepentimiento, porque su conversión

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solo es ficticia. No solo deben cambiar sus acciones y su lenguaje, sino que también deben hacerlo el espíritu y el carácter. Alguien dirá: «Pero con frecuencia la gracia es injertada en un tronco de manzano silvestre». Lo sé, pero ¿cuál es el fruto que va a dar el injerto? El fruto va a ser como el injerto, y no de acuerdo con la naturaleza del tronco original. Otro dirá: «Pero es que yo tengo un carácter terrible, y de repente se apodera de mí. Se me pasa pronto el enojo, y me siento muy arrepentido. Aunque no me puedo controlar, estoy muy seguro de que soy cristiano». No vayas tan rápido, amigo mío, porque entonces yo te podría responder que estoy muy seguro de lo contrario. ¿De qué sirve que te tranquilices con rapidez, si te basta un instante para acabar con todos los que tienes a tu alrededor? Si un hombre en su furia, me apuñala, el verlo lamentarse de su momento de arrebato no me va a sanar de mi herida. Es necesario vencer los arrebatos de mal carácter; todo el ser humano deberá ser renovado. De lo contrario, su conversión sería dudosa. No debemos presentar ante nuestra gente una santidad modificada y decir: «Si logran llegar a este nivel, todo va a estar bien». Las Escrituras dicen: «El que practica el pecado es del diablo». El hecho de permanecer bajo el poder de cualquier pecado conocido es una señal de que aún servimos al pecado, porque «sois esclavos de aquel a quien obedecéis». Están de sobra los alardes de un hombre que abriga dentro de sí el amor a cualquier transgresión. Que sienta lo que le parezca, y crea lo que quiera, que aún se encuentra en la hiel de la amargura y los lazos de la iniquidad, mientras un solo pecado domine su corazón y su vida. La verdadera regeneración implanta en nosotros el odio a toda maldad, y donde hay deleite en un solo pecado, las evidencias son fatales con respecto a una esperanza sólida. El ser humano no necesita tomar una docena de venenos para acabar con su vida; con uno solo le basta.

Debe existir armonía entre la vida de una persona y lo que ella profesa. El cristiano profesa renunciar al pecado, y si no lo hace, su nombre mismo de cristiano es una impostura. Un día se acercó un hombre ebrio a Rowland Hill y le dijo: «Yo soy uno de sus convertidos, Sr. Hill». «Me atrevo a decir que lo es», le contestó este sagaz y sensato predicador, «pero no lo es del Señor, porque de serlo, no estaría ebrio». Todo nuestro esfuerzo lo debemos someter a este tipo de pruebas prácticas.

En nuestros convertidos también debemos ver una oración genuina, que es la vital respiración misma de la santidad. Si no hay oración, podemos estar bien seguros de que el alma está muerta. Nosotros no debemos exhortar a las personas a orar, como si se tratara del gran deber señalado por el Evangelio, y el camino de salvación que nos ha sido señalado, puesto que nuestro mensaje central es: «Creed en el Señor Jesucristo». Es fácil poner a la oración en el lugar que no le corresponde, y convertirla en una forma de obra por medio de la cual reciban vida los seres humanos, pero confío en que evitarás esto con todo cuidado. La fe es la gran gracia del Evangelio; sin embargo, aun así, no podemos olvidar que la fe verdadera siempre ora, y cuando alguien profesa creer en el Señor Jesús, pero no clama a Él a diario, no nos atrevemos a creer en su fe ni en su conversión. La evidencia con la cual el Espíritu Santo convenció a Ananías de que Pablo se había convertido, no fue diciéndole: «He aquí, él habla a gritos de sus gozos y sus sentimientos», sino: «He aquí, él ora», y esa oración era la ferviente confesión y súplica de un corazón quebrantado. ¡Cuánto querríamos ver esta evidencia tan segura en todos los que profesan ser convertidos nuestros!

También debe existir una buena disposición a obedecer al Señor en todos sus mandamientos. Es vergonzoso que alguien profese ser discípulo, y sin embargo, se niegue a saber cuál es la voluntad de su Señor en cuanto a ciertos puntos, o incluso se atreva a no obedecer cuando llega a conocer esa voluntad. ¿Cómo es posible que alguien sea discípulo de Cristo, si vive en desobediencia abierta a Él?

Si aquel que profesa haberse convertido proclama de manera clara y deliberada que conoce a su Señor, pero no tiene intención alguna de hacerle caso, no debes pasar por alto semejante atrevimiento, sino que tienes el deber de asegurarle que no es salvo. ¿Acaso el

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Señor no ha dicho: «El que no lleva su cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo»? Los errores en cuanto a cuál pueda ser la voluntad de Dios se pueden corregir con delicadeza, pero todo lo que sea una desobediencia abierta, es fatídico; tolerarlo sería traicionar a Aquel que nos envió. Es necesario recibir a Jesús, no solo como Sacerdote, sino también como Rey, y donde hay algún tipo de titubeo con respecto a esto, es que aún no se han puesto los fundamentos de la santidad.

«La fe debe obedecer la voluntad de su Hacedor, además de confiar en su gracia;

el Dios que perdona sigue siendo celoso de su propia santidad».

Así que, como puedes ver, hermano, las señales que demuestran que se ha ganado un

alma no tienen nada de triviales, y la labor a realizar para que puedan existir esas señales no es algo de lo que se pueda hablar a la ligera. El ganador de almas no puede hacer nada sin Dios. Se debe arrojar en los brazos del Invisible; lo contrario sería convertirse en el hazmerreír del diablo, quien tiene un profundo desprecio por todos los que piensan que pueden someter a la naturaleza humana con simples palabras y argumentos. A todos los que tienen la esperanza de triunfar en una labor así por medio de sus propias fuerzas, les dirigimos las palabras que el Señor dijo a Job: «¿Sacarás tú al leviatán con anzuelo, o con cuerda que le eches en su lengua?... ¿Jugarás con él como con pájaro, o lo atarás para tus niñas?... Pon tu mano sobre él; te acordarás de la batalla, y nunca más volverás. He aquí que la esperanza acerca de él será burlada, porque aun a su sola vista se desmayarán». Nuestra fortaleza y nuestro gozo están en nuestra dependencia de Dios; sigamos adelante en esa dependencia, y esforcémonos en la labor de ganar almas para Él.

Ahora bien, en el transcurso de nuestro ministerio, tendremos numerosos fallos en esta labor de ganar almas. Son muchas las aves que yo he creído haber atrapado; incluso me las he arreglado para empezar a cocinarlas, pero al final, se han escapado volando. Recuerdo a un hombre, al que voy a llamar Tom el Descuidado. Era el terror de la población donde vivía. En aquella región había muchos fuegos provocados, y la mayoría de la gente se los atribuía a él. A veces se pasaba dos o tres semanas seguidas en estado de ebriedad, y después deliraba y rabiaba como un loco. Ese hombre acudió a escucharme; aún recuerdo la sensación que produjo su llegada en aquella pequeña capilla. Se sentó allí y se entusiasmó conmigo; creo que esa fue la única conversión que tuvo. Sin embargo, él profesó haberse convertido. Aparentemente, había tenido un arrepentimiento genuino, y en su exterior, se convirtió en una persona muy cambiada; dejó de beber y de decir palabrotas, y en muchos aspectos daba la impresión de ser un hombre ejemplar. Recuerdo haberlo visto tirando con una soga de una barcaza que tenía cerca de cien personas a bordo, y que estaba llevando hasta un lugar donde yo iba a predicar, y se gloriaba en aquel esfuerzo, cantando con tanto gozo y tanta alegría como cualquiera de esas personas. Si alguien decía una palabra contra el Señor, o contra su siervo, no vacilaba ni un instante, sino que lo tiraba al suelo de un puñetazo.

Antes de marcharme de aquel distrito, yo tenía el temor de que la gracia no hubiera obrado realmente en él; era una especie de indio incivilizado. He oído decir que atrapaba un pájaro, lo desplumaba y se lo comía crudo en medio del campo. Esto no es lo que hace un hombre cristiano; no es una de esas cosas que son agradables y dan buena reputación. Después de marcharme de aquel vecindario, cuando preguntaba por él, nadie podía decirme nada bueno. El espíritu que lo había mantenido en una actitud correcta exteriormente había desaparecido, y se había vuelto peor que antes, si es que eso era posible. Ciertamente, no había mejorado nada, y no había fuerza humana que lograra llegar hasta él. Como ves, esa labor mía no soportó la prueba del fuego; ni siquiera soportó las tentaciones ordinarias,

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después de marcharse el hombre que tenía influencia sobre él. Cuando tú te vayas de la aldea o el pueblo donde has estado predicando, es muy probable que algunos que antes corrían bien, se vuelvan atrás. Te tienen afecto, y tus palabras tienen una especie de influencia hipnótica sobre ellos, pero cuando te marchas, «el perro vuelve a su vómito, y la puerca lavada a revolcarse en el cieno». No te apresures a contar con estos supuestos convertidos; no los aceptes con demasiada rapidez en la iglesia; no te sientas muy orgulloso del entusiasmo que ellos manifiestan, si no va acompañado por un cierto grado de ablandamiento y ternura que demuestre que el Espíritu Santo ha obrado realmente en su interior.

Recuerdo otro caso muy diferente. A esta persona la llamaré Srta. María la Superficial, porque era una joven que no había sido bendecida con una gran inteligencia. Como vivía en la misma casa con varias jóvenes cristianas, ella también profesó haberse convertido. Cuando yo hablé con ella, pareció que tenía todo lo que uno podría desear. Yo pensé en proponerla a la iglesia, pero se consideró mejor someterla primero a un periodo de prueba. Al cabo de un tiempo, dejó de relacionarse con el lugar donde había vivido, y fue a otro donde no había mucho que la pudiera ayudar, y no volví a oír nada de ella, salvo que se pasaba todo el tiempo vistiéndose lo más elegantemente posible, y frecuentando la compañía de la gente de vida alegre. Este es un ejemplo de aquellos que no tienen muy bien amueblada la mente; si la gracia de Dios no toma posesión de todo ese espacio vacío, muy pronto regresan al mundo.

He conocido a varias personas parecidas a un joven al que llamaré Carlitos el Listo. Se trata de individuos excepcionalmente listos para todo; incluso para falsificar la religión cuando se encuentran con ella. Oraban con gran fluidez; trataban de predicar y lo hacían muy bien; todo cuanto se proponían, lo lograban con gran facilidad. Era tan fácil para ellos como besarse la mano. No te apresures a admitir a este tipo de personas en la iglesia; no han conocido la humillación por el pecado, ni el quebrantamiento del corazón, ni el sentido de lo que es la gracia divina. Gritan: «¡Todo bien!», y se marchan, pero descubrirás que nunca te van a pagar tus esfuerzos y dificultades. Van a ser capaces de usar el lenguaje del pueblo de Dios tan bien como el mejor de sus santos; hasta hablarán de sus dudas y temores, y presentarán una profunda experiencia en cuestión de cinco minutos. Son un poco más listos de la cuenta, y es de esperar que hagan mucho daño en cuanto entren a formar parte de la iglesia, así que, si te es posible, mantenlos fuera de ella.

Recuerdo uno que parecía un santo cuando hablaba. Lo llamaré Juan Hablabonito. ¡Con cuánta astucia podía actuar aquel hipócrita, meterse entre nuestros jóvenes, llevarlos a toda clase de pecado y de iniquidad, y después quedar conmigo para tener una media hora de conversación espiritual! Un abominable infeliz que estaba viviendo abiertamente en pecado al mismo tiempo que trataba de acercarse a la mesa del Señor y unirse a nuestras sociedades, ansioso por ser líder en toda buena obra. ¡Mantén bien abiertos los ojos al clima que te rodea, hermano! Se te van a acercar con dinero en las manos, como el pescado de Pedro con la moneda de plata en la boca, y te van a ser muy útiles en la obra. ¡Hablan con tanta suavidad, y son unos caballeros tan perfectos! Sí, yo pienso que Judas era precisamente uno de los de su clase, un gran experto en engañar a los que tenía a su alrededor. Tenemos que asegurarnos de no dejar entrar a nadie así en la iglesia, si es que tenemos alguna manera de mantenerlo fuera. Tal vez al final de un culto, te digas: «¡He aquí una pesca espléndida!» Espera un poco. Recuerda las palabras de nuestro Salvador: «El reino de los cielos es semejante a una red, que echada en el mar, recoge de toda clase de peces; y una vez llena, la sacan a la orilla; y sentados, recogen lo bueno en cestas, y lo malo echan fuera». No cuentes tus pescados antes de asarlos; no cuentes tus convertidos antes de haberlos probado una y otra vez. Tal vez este proceso te haga trabajar con un poco de lentitud, hermano, pero resultará más seguro. ¿Trabajas de manera perseverante y correcta, para que aquellos que vengan después de ti no

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tengan que decir que tuvieron muchos más problemas para limpiar la iglesia, sacando de ella a quienes nunca deberían haber sido aceptados, que el trabajo que pasaste tú para admitirlos?

Si Dios te capacita para poner tres mil ladrillos en su templo espiritual en un solo día, hazlo, pero Pedro ha sido el único albañil que ha podido realizar esta proeza hasta el momento presente. No vayas a pintar la pared de madera como si fuera de piedra sólida; que aquello que edifiques sea real, sustancial y legítimo, porque solo esta clase de labor vale la pena. Que todo lo que edifiques para Dios sea como lo que edificó el apóstol Pablo: «Conforme a la gracia de Dios que me ha sido dada, yo como perito arquitecto puse el fundamento, y otro edifica encima; pero cada uno mire cómo sobreedifica. Porque nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto, el cual es Jesucristo. Y si sobre este fundamento alguno edificare oro, plata, piedras preciosas, madera, heno, hojarasca, la obra de cada uno se hará manifiesta; porque el día la declarará, pues por el fuego será revelada; y la obra de cada uno cuál sea, el fuego la probará. Si permaneciere la obra de alguno que sobreedificó, recibirá recompensa. Si la obra de alguno se quemare, él sufrirá pérdida, si bien él mismo será salvo, aunque así como por fuego».

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LOS REQUISITOS QUE BUSCA DIOS EN EL GANADOR DE ALMAS

mado hermano, nuestra principal ocupación consiste en ganar almas. Como les pasa a los herreros, nosotros necesitamos conocer una gran cantidad de cosas; pero así como el

herrero debe saber de caballos y de cómo hacerles las herraduras, también nosotros debemos tener conocimientos acerca de las almas y de cómo ganarlas para Dios. En esta tarde te voy a hablar de otro asunto dentro del mismo tema:

REQUISITOS NECESARIOS PARA SER UN GANADOR DE ALMAS

Y me voy a centrar en un conjunto de requisitos; el de los que exige Dios. Voy a intentar tratar el tema con un estilo basado más o menos en el sentido común, pidiéndote que juzgues por ti mismo qué requisitos sería natural que Dios buscara en sus siervos; qué requisitos aprobaría Él, y es más probable que use. Como sabes, todo obrero, si es inteligente, usa una herramienta de la que espera que cumpla con el propósito que él tiene en mente. Hay algunos artistas que nunca han sido capaces de tocar, si no era con su propio violín, ni de pintar, si no era con su pincel y su paleta favoritos, y ciertamente, al Dios grande, el más poderoso de todos los obreros, en su gran obra artística de ganar almas, le encanta tener sus propias herramientas especiales. En la creación antigua, no usó nada más que sus propios instrumentos: «Él dijo, y fue hecho». En la nueva creación, el agente eficiente sigue siendo su poderosa Palabra. No obstante, ahora Él habla a través del ministerio de sus siervos, y por consiguiente, estos deben ser instrumentos dignos de que Dios hable a través de ellos; herramientas que Él pueda utilizar para llevar su Palabra hasta los oídos y los corazones de los hombres. Así pues, juzga tú, hermano, si Dios te va a usar; imagínate a ti mismo en el lugar de Él, y piensa qué clase de hombres serían aquellos con más probabilidades de ser usados por ti, si estuvieras en la posición del Dios Altísimo.

Estoy seguro de que lo primero que dirías es que un hombre que se dedique a ganar almas, debe tener un carácter santo. ¡Qué pocos son, entre quienes tratan de predicar, los que piensan suficientemente en esto! Si lo hicieran, comprenderían de inmediato que el Eterno nunca estaría dispuesto a utilizar herramientas sucias; que Jehová, tres veces Santo, solo escoge instrumentos santos selectos para la realización de su obra. Ningún hombre sabio echaría vino en botellas sucias; ningún padre digno y bueno permitiría que sus hijos fueran a ver una obra de teatro inmoral. De la misma manera, Dios no está dispuesto a trabajar con unos instrumentos que puedan poner en tela de juicio su propio carácter.

Supongamos que todo el mundo supiera que, si un hombre fuera listo únicamente, Dios lo usaría, cualesquiera que fueran su carácter y su conducta. Supongamos que todo el mundo pensara que le puede ir tan bien en la obra de Dios a base de astucia y engaños, como a base de sinceridad y rectitud. ¿Qué hombre habría en el mundo con algún sentimiento de rectitud, que no se avergonzara de semejante estado de cosas? Sin embargo, hermano, las cosas no son así. En el presente, hay muchos que nos dicen que el teatro es una gran escuela de moral. Pero debe ser una escuela bastante extraña, puesto que los maestros nunca llegan a aprender sus propias lecciones.

En la escuela de Dios, los maestros deben dominar el arte de la santidad. Si enseñamos una cosa con los labios y otra con la vida, los que nos oigan dirán: «Médico, cúrate a ti mismo». «Dices: ‘¡Arrepentíos!’, pero, ¿dónde está tu propio arrepentimiento? Dices: ‘¡Servid a Dios y obedeced su voluntad!’ Y tú, ¿le sirves? ¿Obedeces su voluntad?»

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Un ministro impío es la irrisión del mundo, y una deshonra para Dios. «Purificaos los que lleváis los utensilios de Jehová». Él está dispuesto a hablar a través de un tonto, si ese tonto es un hombre santo. Por supuesto, con esto no quiero decir que Dios escoja a los tontos para que sean ministros suyos. Sin embargo, un hombre que llegue a ser verdaderamente santo, aunque tenga una capacidad reducida, llegará a ser un mejor instrumento en las manos de Dios que otro hombre que tenga una capacidad gigantesca, pero que no sea obediente a su voluntad, ni tampoco limpio y puro ante los ojos del Señor Dios Altísimo.

Amado hermano, te suplico que des suma importancia a tu propia santidad personal. Vive para Dios. Si no lo haces, tu Señor no va a estar contigo, sino que va a decir de ti lo que dijo de los falsos profetas de la antigüedad: «Yo no los envié ni les mandé; y ningún provecho hicieron a este pueblo, dice Jehová». Podrás predicar unos sermones excelentes, pero si tú mismo no practicas la santidad, no habrá almas salvadas. Y lo más probable es que no llegues a la conclusión de que tu falta de santidad es la razón de tu falta de éxito. Echarás la culpa a la gente, a la época en que te ha tocado vivir, a todo, menos a ti mismo. Y sin embargo, allí estará la raíz de tanto daño. Yo mismo conozco hombres muy capacitados y diligentes que siguen adelante año tras año sin que haya aumento alguno en sus iglesias. La razón de esto es que no están viviendo ante Dios como deberían vivir.

A veces, el mal se encuentra en la familia del ministro: sus hijos e hijas se han rebelado contra Dios, se permite un lenguaje sucio aun entre los niños, y sus reprensiones solo son como la débil pregunta que hizo Elí a sus malvados hijos: «¿Por qué hacéis cosas semejantes?»

Otras veces, el ministro es un hombre mundano, codicioso de ganancias económicas, y que descuida su trabajo. Esto no encaja con la mente de Dios, y Él no está dispuesto a bendecir a alguien así. Cuando escuché predicar al Sr. George Müller en Mentone, su discurso era como el que habría podido dar un maestro común y corriente de escuela dominical. Sin embargo, nunca he oído un sermón que me haya hecho más bien, y que más ricamente haya aprovechado a mi alma. Era la presencia de George Müller mismo en el mensaje lo que lo hacía tan útil. En cierto sentido, George Müller no aparecía en el sermón, porque no se predicaba a sí mismo, sino a Cristo Jesús, el Señor. Él solo estaba allí personalmente como testigo de la verdad, pero daba ese testimonio de tal manera, que uno no podía menos que decir: «Ese hombre no solo predica lo que cree, sino que también lo vive». En cada una de las palabras que pronunció, su gloriosa vida de fe parecía llegar, tanto a nuestros oídos, como a nuestros corazones. Para mí fue todo un deleite sentarme a escucharlo; no obstante, en cuanto a novedades, o a fuerza de pensamiento, no había rastro de ninguna de las dos cosas en todo el discurso. La fuerza del predicador era la santidad. Y podemos estar seguros de que esa debe ser también nuestra fuerza si queremos que Dios nos bendiga.

Esta santidad se debe manifestar en la comunión con Dios. Si el hombre presenta su propio mensaje, tendrá tanto poder como el que le dé su propio carácter. En cambio, si entrega el mensaje de su Señor, después de haberlo oído de los labios de su Señor, las cosas van a ser muy distintas; y si puede adquirir algo del espíritu de su Señor mientras Él lo mira y le entrega el mensaje, si puede reproducir la expresión del rostro de su Señor y el tono de su voz, esto también va a hacer que todo sea diferente. Lee las Memorias de McCheyne; léelas de principio a fin. No creo poder hacerte mejor servicio que recomendarte que las leas. No hay frescura de pensamiento, ni hay nada novedoso o asombroso en ellas, pero en cuanto las leas, sacarás algo bueno de ellas si estás consciente de que se trata de la historia de un hombre que caminó con Dios. Moody nunca habría hablado con la fuerza con la que habló, de no haber tenido una vida de comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo. La fuerza más grande que tiene un sermón depende de lo que ha sucedido antes de pronunciarlo. Es

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necesario que te prepares para todo el culto a través de la comunión privada con Dios y una auténtica santidad de carácter.

Seguramente, estaremos de acuerdo en que, para que un hombre llegue a ser usado como ganador de almas, debe tener un nivel elevado de vida espiritual. Verás, hermano: nuestra labor para Dios consiste en comunicar vida a los demás. Sería bueno que imitáramos a Eliseo cuando se extendió sobre aquel niño muerto para traerlo de vuelta a la vida. Su vara no fue suficiente, porque no tenía vida en sí; la vida debe ser comunicada por un instrumento viviente, y el hombre que debe comunicar la vida debe tener una gran cantidad de vida en sí mismo. Recordarás estas palabras de Cristo: «El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva». Es decir, que el Espíritu Santo, cuando habita en un hijo vivo de Dios, brota de su interior como una fuente, o como un río, con el fin de que otros puedan llegar a participar en las misericordiosas influencias del Espíritu.

No creo que nadie quiera ser un ministro muerto. Dios no usa herramientas muertas para obrar milagros vivientes. Necesita hombres vivos, y hombres que estén desbordantes de vida. Hay muchos que están vivos, pero no lo están del todo. Recuerdo haber visto en una ocasión un cuadro sobre la resurrección, una de las pinturas más extrañas que haya visto jamás. El artista había intentado mostrar un momento en el cual la obra solo estaba a medio hacer. Así que había algunas personas que estaban vivas hasta la cintura; otras solo tenían un brazo vivo, o una parte de la cabeza. Eso mismo es posible en nuestros días. Hay algunos hombres que solo están medio vivos; tienen viva la quijada, pero no tienen vivo el corazón. Otros tienen el corazón vivo, pero no el cerebro. Otros tienen vivos los ojos, y pueden ver las cosas con mucha claridad, pero no tienen vivo el corazón; pueden dar una buena descripción de lo que ven, pero carecen del calor que da el amor.

Hay ministros que son mitad ángel y mitad… bien, digamos que gusano. El contraste es terrible, pero los ejemplos son muchos. ¿Hay alguien así entre nosotros? Predica bien, y uno dice al escucharlo: «Es un buen hombre». Sientes que es un buen hombre; así que oyes decir que va a la casa de una cierta persona a cenar, y piensas que tú también irás allí a cenar, para poder escuchar las palabras llenas de gracia que van a salir de sus labios. Y mientras lo observas, esas palabras salen… ¡y solo son gusanos! En el púlpito era un ángel, pero ahora les toca el turno a los gusanos. Esto sucede con frecuencia, pero nunca debería ser así. Si queremos ser verdaderos testigos de Dios, tenemos que ser todo ángeles y no tener nada de gusanos. ¡Dios nos libre de este estado de muerte a medias! ¡Que Él permita que estemos vivos por completo, desde la coronilla de la cabeza hasta la planta de nuestros pies! Yo conozco a unos cuantos ministros que son así; no se puede entrar en contacto con ellos sin sentir el poder de la vida espiritual que llevan dentro. Y esto no se limita a los momentos en que están hablando de temas religiosos, sino que se extiende a las cosas comunes y corrientes de la vida. Uno está consciente de que hay algo especial en esos hombres, que le dice que están totalmente vivos para Dios. Estos son los hombres que Él usa para dar vida a los demás.

Supón que fuera posible exaltarte hasta ponerte en el lugar de Dios. ¿No crees que utilizarías a un hombre que no se diera importancia a sí mismo, un hombre con un espíritu humilde? Si vieras un hombre muy orgulloso, ¿cabría la posibilidad de que lo utilizaras como siervo tuyo? Ciertamente, el gran Dios siente predilección por aquellos que son humildes. «Porque así dijo el Alto y Sublime, el que habita la eternidad, y cuyo nombre es el Santo: Yo habito en la altura y la santidad, y con el quebrantado y humilde de espíritu, para hacer vivir el espíritu de los humildes, y para vivificar el corazón de los quebrantados». A Él le desagradan los orgullosos, y cada vez que ve a los elevados y poderosos, pasa de largo; pero cuando encuentra a los de corazón humilde, siente placer en exaltarlos. Él se deleita sobre todo en la humildad entre sus ministros.

Es algo espantoso ver un ministro orgulloso. Hay pocas cosas que puedan dar más gozo al diablo que esta, cada vez que camina por la tierra. He aquí algo que le encanta, y que

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hace que se diga a sí mismo: «Aquí está todo preparado para que haya una gran caída en no mucho tiempo». Algunos ministros exhiben su orgullo con el estilo que adquieren al subir al púlpito; uno no puede olvidar la forma en que anuncian su texto: «Soy Yo: no temáis». Otros lo manifiestan en su manera de vestir, en la tonta vanidad de sus ropas; o si no, en su forma corriente de hablar, magnificando continuamente las deficiencias de los demás, mientras engrandecen sus propias cualidades, tan extraordinarias. Hay dos clases de personas orgullosas, y a veces es difícil decidir cuál de las dos es peor. En primer lugar, está la persona repleta de esa vanidad que habla sobre sí misma, e invita a los demás a hablar de ella también; que se elogia a sí misma y actúa con toda pomposidad; que está totalmente ensimismada con su pequeña persona, y anda pavoneándose por todas partes mientras dice: «Alabadme, alabadme, alabadme. Eso es lo que quiero», como la niña pequeña que se acerca a todas las personas que hay en una sala, para decirles: «Mira mi vestido nuevo. ¿Verdad que es una belleza?» Tal vez hayas visto ya alguna de estas personas tan bellas. Yo me he encontrado con muchas de ellas.

La otra clase de orgullo es demasiado grande para este tipo de cosas. No le importan; desprecia tanto a la gente, que nunca llega a degradarse hasta el punto de desear sus alabanzas. Está tan supremamente satisfecho consigo mismo, que no se rebaja a tener en cuenta lo que los demás piensan de él. Algunas veces he pensado que es la clase de orgullo más peligrosa en el sentido espiritual, pero es con mucho la más respetable de las dos. Al fin y al cabo, hay algo muy noble en esto de ser demasiado orgulloso para ser orgulloso. Supongamos que aquellos grandes asnos te rebuznan a ti. No seas tan asno como para hacerles caso. Pero el otro pobre infeliz dice: «Bueno, todo elogio tiene su valor», así que pone el cebo a sus pequeñas ratoneras, y trata de atrapar unos cuantos ratoncitos de elogios para poderlos asar y desayunar con ellos.

Hermano, deshazte de ambas clases de orgullo si notas que tienes alguna de las características de cualquiera de los dos en tu persona. El orgullo enano y el orgullo ogro son ambos abominaciones ante los ojos del Señor. Nunca olvides que eres discípulo de Aquel que dijo: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón».

La humildad no consiste en tener una opinión mezquina de nosotros mismos. Si un hombre tiene una opinión muy pobre de sí mismo, es muy posible que tenga razón en sus cálculos. Yo he conocido a algunos cuya opinión sobre sí mismos, según lo que ellos decían, era muy baja, ciertamente. Tenían una idea tan pobre de su propio poder, que nunca se aventuraron a tratar de hacer bien alguno; decían que no confiaban en sí mismos. He conocido a algunos tan maravillosamente humildes, que siempre les ha encantado escogerse un puesto fácil para ellos mismos; eran demasiado humildes para hacer cualquier cosa de la cual les pudieran echar la culpa después. A esto lo llamaban humildad, pero a mí me parece que sería mejor dar a su manera de comportarse el nombre de «pecaminoso amor a la comodidad». La verdadera humildad nos lleva a pensar de la manera correcta acerca de nosotros mismos; a pensar la verdad acerca de nuestra persona.

En este asunto de ganar almas, la humildad nos hace sentir que no somos nada ni nadie y que, si Dios nos da éxito en esta labor, nos sentiremos en la obligación de atribuirle a Él toda la gloria, porque no hay mérito alguno en dicha victoria que nos pertenezca a nosotros en realidad. Y si no tenemos éxito, la humildad nos llevará a culpar a nuestra propia necedad y debilidad, y no a la soberanía de Dios. ¿Por qué habría Dios de bendecir, y después dejar que nosotros nos llevemos la gloria en lo sucedido? La gloria en la salvación de las almas le pertenece a Él, y solo a Él. Entonces, ¿para qué tratar de robársela? Tú sabes cuántos son los que intentan cometer este robo. «Cuando prediqué en tal lugar, vinieron quince personas a verme en privado después del culto, para darme las gracias por el sermón que compartí». ¡Que los cuelguen, tanto a él como a su bendito sermón! Habría podido usar unas palabras

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más fuertes aún si hubiera querido, ya que esa persona realmente se merece condenación cada vez que toma para sí la honra que solo pertenece a Dios.

Creo que recordarás la historia del joven príncipe que entró en la habitación donde pensaba que su padre agonizante estaba dormido, y se puso la corona real en la cabeza para ver cómo le quedaba. El rey, que lo estaba observando, le dijo: «Espérate un poco, hijo mío. Espera hasta que yo me haya muerto». Así que, cuando sientas alguna inclinación a llevarte a la cabeza la corona de la gloria, imagínate que estás oyendo a Dios, que te dice: «Espérate a que yo me muera antes de ponerte mi corona en la cabeza». Y como eso nunca va a suceder, lo mejor que puedes hacer es dejar esa corona en paz, para que la use Aquel a quien le pertenece por derecho. Nuestro canto debe ser siempre este: «No a nosotros, oh Jehová, no a nosotros, sino a tu nombre da gloria, por tu misericordia, por tu verdad».

Algunos hombres que no han tenido humildad, han terminado alejados del ministerio, porque el Señor no está dispuesto a usar a los que no le atribuyan la honra totalmente a Él. La humildad es uno de los principales requisitos para ser útil; muchos han desaparecido de la lista de hombres útiles, porque se han erguido con soberbia y, como consecuencia, han caído en las asechanzas del diablo. Tal vez sientas que, como no eres más que un pobre estudiante, no hay por qué temer que caigas en este pecado; sin embargo, en algunos casos es muy posible que haya un peligro mayor precisamente por esta misma razón, si Dios te bendice y te sitúa en una posición de prominencia.

El hombre que ha vivido en un buen círculo social toda su vida, no siente tanto el cambio cuando alcanza una posición que para otros supondría elevarlos grandemente. Yo siempre siento que, en el caso de ciertos hombres cuyo nombre podría mencionar, se ha cometido un grave error. Tan pronto como se han convertido, se los ha sacado de su ambiente anterior para presentarlos ante el público como predicadores populares. Da mucha lástima ver que muchos los convirtieron en pequeños reyes y, de esa manera, les prepararon el camino a su caída, pues no podían soportar el cambio repentino. Habría sido buena cosa para esas personas que todo el mundo arremetiera contra ellas y las maltratara durante diez o veinte años, porque es probable que eso les hubiera ahorrado en gran parte la aflicción posterior.

Yo siempre me siento muy agradecido por el duro trato que recibí de parte de toda clase de personas en mis primeros días. En el mismo momento en que yo lograba hacer algo bueno, todos me caían encima como una manada de sabuesos. No tenía tiempo para sentarme a alardear de lo que había hecho, porque ellos estaban despotricando y bramando contra mí de continuo. Si me hubieran escogido de repente y me hubieran puesto donde me encuentro ahora, probablemente me habría venido abajo con la misma rapidez. Cuando salgas del colegio universitario, te va a venir bien que te traten como me trataron a mí. Si tienes grandes éxitos, estos van a desviar tu atención, a menos que Dios permita que seas afligido de una u otra forma. Si alguna vez te sientes tentado a decir: «¿No es esta la gran Babilonia que yo edifiqué?», solo tienes que recordar a Nabucodonosor, cuando «fue echado de entre los hombres; y comía hierba como los bueyes, y su cuerpo se mojaba con el rocío del cielo, hasta que su pelo creció como plumas de águila, y sus uñas como las de las aves». Dios tiene muchas maneras de echar abajo a los Nabucodonosores soberbios, y también le sería muy fácil echarte abajo a ti, si alguna vez te enalteces en tu presunción. Este punto acerca de la necesidad de una humildad profunda en el ganador de almas, no requiere de prueba alguna; todos pueden ver, con solo entreabrir un ojo, que Dios no está muy dispuesto a bendecir a ningún hombre, a menos que sea realmente humilde.

La siguiente cualidad necesaria para el éxito en la obra del Señor, que además es vital, es una fe viva. Tú sabes, hermano, que el Señor Jesucristo no pudo hacer muchas obras grandiosas en su propia ciudad, a causa de la incredulidad de la gente; y es igualmente cierto que, en el caso de algunos hombres, Dios tampoco puede hacer muchas obras grandiosas, a causa de la incredulidad de ellos. Si tú no crees, tampoco Dios te usará. Una de las leyes

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inalterables de su Reino es esta: «Conforme a vuestra fe os sea hecho». «Si tuviereis fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: Pásate de aquí allá, y se pasará; y nada os será imposible». Ahora bien, si es necesario preguntar: «¿Dónde está tu fe?», entonces las montañas no se moverán porque tú se lo ordenes; ni siquiera un infeliz sicómoro se cambiará de lugar.

Hermano, necesitas tener fe con respecto a tu llamado al ministerio; necesitas creer sin que te quede la menor duda, que Dios te ha escogido de verdad para que seas ministro del Evangelio de Cristo. Si crees firmemente que Dios te ha llamado a predicar el Evangelio, lo predicarás con valor y firmeza, y sentirás que vas a realizar su obra porque tienes derecho a realizarla. Si tienes la idea de que tal vez no seas más que un intruso, no vas a lograr nada que cuente; solo serás un pobre predicador sin fuerzas, poco seguro de sí mismo, que casi pide disculpas por lo que dice, y cuyo mensaje no interesa a nadie. Es mejor que no comiences a predicar mientras no estés bien seguro de que Dios te ha llamado a la obra.

En una ocasión, un hombre me escribió para preguntarme si él debía predicar o no. Cuando no sé cómo contestar a alguien, siempre trato de darle una respuesta tan sabia como me sea posible. Siguiendo esa costumbre, escribí a aquel hombre para decirle: «Estimado amigo: Si el Señor le ha abierto la boca, el diablo no se la puede cerrar, pero si es el diablo quien se la ha abierto, ¡pido al Señor que se la cierre!» Seis meses después, me encontré con aquel hombre, quien me dio las gracias por mi carta, la cual, según me dijo, lo había animado mucho a seguir predicando. Yo le pregunté: «Y eso, ¿cómo fue?» Él me respondió: «Usted me dijo: ‘Si el Señor le ha abierto la boca, el diablo no se la puede cerrar’». Entonces yo le dije: «Sí, eso fue lo que le dije, pero también le presenté la otra cara de la moneda». Él me respondió de inmediato: «¡Oh, no! Esa parte no tenía nada que ver conmigo». Siempre podremos tener oráculos que se ajusten a nuestras propias ideas, si sabemos cómo interpretarlos. Si tienes una fe genuina en tu llamado al ministerio, estarás listo como Lutero a predicar el Evangelio, aunque te halles entre las mandíbulas del leviatán, en medio de sus inmensos dientes.

También debes creer que el mensaje que vas a presentar es Palabra de Dios. Yo preferiría que creyeras media docena de verdades con intensidad, que un centenar de ellas sin gran convencimiento. Si tu mano no es lo suficientemente grande como para abarcar muchas cosas, abarca con firmeza las que puedas; si se tratara de entrar a empujones a cierto lugar, y a todos se nos permitiera llevarnos tanto oro como pudiéramos tomar de un montón, tal vez no nos sería muy útil llevar una bolsa grande; más bien, saldría mejor parado en la refriega el que cerrara fuertemente la mano con cuanto pudiera albergar en ella sin que se le cayera. Algunas veces nos vendría bien imitar al niño que menciona la antigua fábula. Metió la mano en una tinaja de boca estrecha y agarró tantas nueces como le cabían en el puño, pero no pudo sacar ni siquiera una; sin embargo, cuando soltó la mitad de las nueces, el resto salió con facilidad. Así debemos hacer nosotros; no podemos retener todas las cosas; es imposible, nuestra mano no tiene tamaño suficiente para eso. Pero cuando por fin tenemos algo en ella, agarrémoslo enseguida y sujetémoslo con fuerza.

Cree con firmeza todo lo que creas; de lo contrario, nunca vas a persuadir a nadie para que también lo crea. Si adoptas un estilo como este: «Yo creo que esto es verdad, y como soy joven, les suplico que tengan la bondad de atender a lo que les voy a decir; solo es una sugerencia», y es así como predicas, estarás haciendo todo lo posible para fabricar escépticos. Yo preferiría oírte decir: «Sí, soy joven, pero lo que voy a decir viene de Dios, y la Palabra de Dios dice esto y aquello; aquí lo tienen, y es necesario que crean lo que Dios dice, o se van a perder». La gente que te escuche, dirá: «De veras que ese joven cree en algo», y es muy probable que algunos de tus oyentes se vean inclinados a creer ellos también. Dios usa la fe de sus ministros para crear fe en otras personas. Puedes tener la seguridad de que las almas no reciben la salvación por medio de un ministro que tiene dudas, y que la predicación de tus

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dudas y tus interrogantes nunca podrá hacer que un alma se decida por Cristo. Debes tener una gran fe en la Palabra de Dios para ser ganador de almas entre quienes la escuchen.

También debes creer en el poder de ese mensaje para salvar a las personas. Ya habrás escuchado la historia de uno de mis primeros estudiantes, que se me acercó para decirme: «Ya llevo unos meses predicando, y no creo que haya logrado una sola conversión». Yo le respondí: «¿Y esperas que el Señor te bendiga y salve almas cada vez que tú abras la boca?» «No», me contestó. «Ahí lo tienes», le dije, «esa es la razón por la que no logras que se salven almas. Si creyeras, el Señor te habría dado esa bendición». Lo pillé con gran facilidad, pero muchos otros me habrían respondido de la misma forma que él. Creen, con una fe temblorosa, que es posible, gracias a algún misterioso método, que una vez cada cien sermones, Dios gane a un cuarto de alma. Apenas tienen fe suficiente para mantenerse en pie. ¿Cómo pueden esperar que Dios los bendiga? A mí me gusta llegar al púlpito sintiendo: «Lo que voy a decir en el nombre de Dios, es Palabra suya, y no puede volver a Él vacía. Yo le he pedido que lo bendiga, y Él lo va a hacer. Sus propósitos recibirán una respuesta, tanto si mi mensaje tiene sabor de vida para vida, como si tiene sabor de muerte para muerte en aquellos que lo escuchen».

Ahora bien, si así es como te sientes, ¿cuál será el resultado si no hay almas que reciban la salvación? Que vas a convocar reuniones especiales de oración para tratar de averiguar por qué la gente no se acerca a Cristo. Que vas a hacer reuniones de búsqueda para los que estén ansiosos. Que vas a ir al encuentro de las personas con un semblante lleno de gozo, para que vean que estás esperando una bendición, aunque al mismo tiempo les harás saber que te vas a sentir gravemente desilusionado, a menos que el Señor te dé conversiones. Sin embargo, ¿cómo son las cosas en muchos lugares? Nadie ora demasiado acerca de este asunto, no hay reuniones para clamar a Dios pidiendo su bendición, el ministro nunca anima a las personas a acercarse para hablarle de la obra de gracia que están experimentando sus almas. En verdad, en verdad te digo que quien así actúa, ya tiene su recompensa; está recibiendo lo que ha pedido, porque recibe lo que esperaba; su Amo le da su penique, pero nada más. Lo que está mandado es: «Abre tu boca, y yo la llenaré». Y aquí estamos nosotros, sentados con los labios apretados, en espera de la bendición. Abre la boca, hermano, con una expectación absoluta y una fe firme, y conforme a tu fe, te será hecho.

Este es el punto esencial: si quieres ser un ganador de almas, debes creer en Dios y en su Evangelio. Algunas otras cosas pueden ser omitidas, pero no esta cuestión de la fe. Es cierto que Dios no siempre mide su misericordia de acuerdo a nuestra incredulidad, porque Él tiene que pensar, no solo en nosotros, sino también en las demás personas; pero si miramos este asunto con sentido común, nos parecerá que el instrumento más adecuado para hacer la obra del Señor, es el hombre que espera que Él lo use, y que se lanza a la tarea con la fortaleza que le da esa convicción. Cuando llega el éxito, no se sorprende, porque lo estaba buscando. Ha sembrado semilla viva, y ha esperado recoger de ella una buena cosecha; ha lanzado su pan sobre las aguas, y se ha dedicado a buscar y observar, hasta hallarlo de nuevo.

Otra más: para que un hombre triunfe en su ministerio y gane muchas almas, se debe caracterizar por un sólido fervor. ¿Acaso no conocemos algunos hombres que predican de una manera tan carente de vida, que es altamente improbable que haya alguien que se sienta afectado por lo que dicen? Yo estaba presente cuando un buen hombre pidió al Señor que bendijera el sermón que él estaba a punto de pronunciar, para la conversión de los pecadores. Yo no intento limitar a la omnipotencia divina, pero no creo que Dios pueda bendecir a ningún pecador con un sermón como el que aquel hombre predicó después, a menos que haga que el oyente entienda de otra manera lo que ha dicho el ministro.

Era uno de esos «sermones atizador resplandeciente», como yo los llamo. Como sabrás, hay atizadores de fuego que se ponen en los salones para exhibirlos, pero no para usarlos. Si alguna vez trataras de atizar el fuego de la chimenea con ellos, ¿acaso no te

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regañaría la dueña de la casa? Esos sermones son como los atizadores de exhibición: pulidos, brillantes… y fríos; parecen tener alguna relación con la gente que vive en las estrellas, pero ciertamente, no tienen ninguna conexión con nadie de este mundo. Qué bien pueda desprenderse de esos discursos, nadie lo sabe, pero estoy seguro de que en ellos no hay poder suficiente ni para matar a una cucaracha o una araña; y, por supuesto, no hay en ellos poder para dar vida a un alma muerta. Hay algunos sermones de los cuales se puede decir con toda certeza que, mientras más piensa uno en ellos, menos piensa en ellos; y si algún pobre pecador va a escucharlos con la esperanza de recibir la salvación, solo se puede decir que es más probable que el ministro sea un obstáculo en su camino hacia el cielo, que alguien que le señala cuál es el camino correcto.

Tal vez puedas confiar en que vas a lograr que las personas comprendan la verdad, si realmente es eso lo que quieres; pero si no hay fervor en ti, no es probable que lo haya en los demás. Si alguien llamara a mi puerta en medio de la noche, y al sacar yo la cabeza por la ventana para ver qué sucede, me dijera de una manera muy tranquila y despreocupada: «Hay fuego en la parte posterior de su casa», yo le daría muy poca importancia a ese fuego, y me sentiría inclinado a derramar una simple jarra de agua sobre él. Si yo estoy dando un paseo, y se me acerca un hombre para decirme con voz alegre: «Buenas tardes, señor. ¿Sabe que me estoy muriendo de hambre? Hace mucho tiempo que no me llevo nada a la boca. De veras, no he comido en mucho tiempo», yo le contestaría: «Buen hombre, usted parece sentirse muy tranquilo con su situación; yo no creo que tenga una gran necesidad; de lo contrario, no se sentiría tan despreocupado».

Hay algunos hombres que parecen predicar de esta manera: «Estimados amigos, hoy es domingo, así que aquí estoy. He pasado mucho tiempo en mi estudio durante toda la semana, y ahora espero que escuchen lo que les voy a decir. No sé si hay algo en particular que les preocupe; tal vez tenga algo que ver con las fases de la luna, pero creo que algunos de ustedes están en peligro de ir a parar a un cierto lugar que prefiero no mencionar. Solo diré que he oído decir que no es un lugar agradable, ni siquiera para pasar un rato. Tengo que predicarles en especial que Jesucristo hizo algunas cosas; que esas cosas, de una u otra manera, tienen algo que ver con la salvación, y que si a ustedes les preocupa lo que están haciendo» —y así sucesivamente— «es posible que ustedes» esto y aquello. Así es como se podrían resumir muchas predicaciones. En esta manera de hablar no hay nada que pueda hacer bien alguno a nadie. Y tras invertir tres cuartos de hora hablando de esa forma, ese hombre termina diciendo: «Ya es hora de que nos vayamos de vuelta a nuestras casas». Después tiene la esperanza de que los diáconos le den unas monedas por sus servicios. Hermano, esa clase de cosas no sirve. Nosotros no vinimos a este mundo para desperdiciar nuestro tiempo y el de los demás de esa manera.

Espero que hayamos nacido para algo mejor que para ser unos desabridos incapaces de hacer nada, ni bueno ni malo, como el hombre que he descrito. Imagina por un momento a Dios enviando al mundo a un hombre para que trate de ganar almas, y que su mentalidad y todo el espíritu de su vida sean de ese estilo. Hay algunos ministros que se pasan todo el tiempo sin hacer nada; predican dos sermones, o algo parecido, los domingos, y dicen que el esfuerzo ha resultado tan agotador que ha faltado poco para que les quite la vida; después van a hacer unas cuantas visitas pastorales, que consisten en tomarse una taza de té y compartir los últimos chismes. Sin embargo, no existe en ellos esa vehemente agonía por las almas; no hay un «¡Dolor y aflicción!» en su corazón y sus labios; no hay una consagración perfecta, ni celo alguno en el servicio de Dios. Bien, si el Señor barre con ellos, si los arranca de la tierra como si no fueran más que una carga, no nos va a sorprender. El Señor Jesucristo lloró por Jerusalén, y tú tendrás que llorar por los pecadores, para que reciban la salvación por medio de ti. Querido hermano, sé ferviente. Pon toda el alma en la obra; si no, abandónala.

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Otra condición que es esencial para el ganador de almas es tener una gran sencillez de corazón. No sé si podré explicar del todo lo que quiero decir con esto, pero trataré de aclararlo haciendo un contraste con otra cosa. Seguramente, conoces algunos hombres que son demasiado sabios para limitarse a ser simples creyentes. Saben tanto, que no creen en nada que sea sencillo y llano. Su alma se ha alimentado con tantas exquisiteces, que no se pueden alimentar de nada que no sean nidos de salangana china y delicadezas semejantes. No hay leche de vaca que haya llegado tan fresca, que sea lo suficientemente buena para ellos; son demasiado superfinos como para tomar tal brebaje. Todo lo que tienen, debe ser incomparable.

La verdad es que Dios no bendice a estos exquisitos dandis celestiales; estos aristócratas espirituales. No, no. Tan pronto como uno los ve, se siente con ganas de decir: «Tal vez les iría bien como sirvientes de Lord Fulano, pero no son los hombres que Dios usa para que hagan su obra. No es probable que Él dé empleo a unos caballeros tan grandiosos como ellos». Cuando escogen un texto, nunca explican su verdadero significado, sino que le dan la vuelta para descubrir algo que el Espíritu Santo nunca quiso decir con esas palabras, y cuando encuentran uno de sus preciosos «pensamientos nuevos»… Dios mío, ¡cuánto alboroto arman acerca de él! ¡He aquí a un hombre que se ha encontrado un arenque podrido! ¡Qué delicia! ¡Como huele! Ahora estaremos oyendo hablar de este arenque podrido durante los seis próximos meses, hasta que alguien más encuentre otro arenque. ¡Y la gritería que arman! «¡Gloria, gloria, gloria! Aquí tienen este nuevo pensamiento». Sale un nuevo libro acerca de él y todos estos grandes hombres se van a olfatearlo, para demostrar que son unos pensadores realmente profundos, y qué hombres tan maravillosos son. Dios no bendice esta clase de sabiduría.

Al hablar de la sencillez de corazón, me refiero a que sea evidente que un hombre entra al ministerio para la gloria de Dios y para ganar almas. Y nada más. Hay algunos hombres a los que les agradaría ganar almas y glorificar a Dios, si eso se pudiera hacer dando la debida atención a sus propios intereses. ¡Les encantaría, claro que sí! Ciertamente, se sentirían muy complacidos en la labor de extender el Reino de Cristo, si el Reino de los cielos les permitiera desplegar por completo sus asombrosos poderes. Se dedicarían a ganar almas, si esto indujera a la gente a quitar los caballos de sus carruajes para ocupar su lugar y llevarlos triunfalmente por toda la calle. Tienen que figurar, tienen que llegar a ser famosos; todo el mundo tiene que hablar de ellos. Necesitan oír que la gente dice: «¡Qué hombre tan espléndido es!» Por supuesto, dan la gloria a Dios, después de haberle sacado todo el jugo, pero ellos tienen que apoderarse de la naranja primero.

Como sabrás, esta clase de espíritu se ve incluso entre los ministros, y Dios no lo puede soportar. Él no se va a conformar con las sobras de un hombre; o tiene toda la gloria, o no tiene ninguna. Si un hombre anda buscando servirse a sí mismo, conseguir honores para sí mismo, en lugar de tratar de servir a Dios y honrarlo solo a Él, el Señor Jehová no va a usar a ese hombre. El hombre que Dios use, tiene que limitarse a creer que lo que él va a hacer es para la gloria de Dios, y que no debe trabajar movido por ninguna otra cosa.

Cuando las personas ajenas a la iglesia acuden a escuchar a algunos predicadores, todo lo que recuerdan después es que ellos fueron los actores principales. En cambio, aquí tenemos una clase muy diferente de hombre. Después de haberlo oído predicar, no piensan en su aspecto, ni en su manera de hablar, sino en las solemnes verdades que expresó.

Hay otros hombres que dan vueltas y más vueltas a lo que dicen, de tal forma que sus oyentes se dicen entre sí: «¿Acaso no ves que él vive de su predicación? Se gana la vida predicando». Yo habría preferido oír hablar así: «Ese hombre dijo en su sermón algo que hizo que muchas personas adquirieran un bajo concepto sobre él. Expresó unos sentimientos muy desagradables, y lo único que hizo fue lanzarnos directamente la Palabra del Señor todo el

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tiempo que estuvo predicando. Su única meta era llevarnos al arrepentimiento y a la fe en Cristo». Esa es la clase de hombre que al Señor le deleita bendecir.

Me gusta ver hombres como algunos de los que tengo ante mí hoy, a quienes les he dicho: «Aquí estás, ganándote un buen sueldo, y con la posibilidad de llegar a ocupar un puesto de influencia en el mundo; si renuncias a tu negocio y entras a este instituto, lo más probable es que llegues a ser un pobre ministro bautista por el resto de tu vida», a lo que ellos han respondido levantando la mirada y diciéndome: «Prefiero morirme de hambre y ganar almas, que invertir toda mi vida en cualquier otra profesión». La mayoría de mis alumnos son de esa clase de hombres; así lo creo. Nunca hay que poner los ojos en la gloria de Dios y las ovejas gordas; nunca hay que mezclar la gloria de Dios con tu propio honor y estima ante los hombres. Eso no sirve; no. Ni sirve que prediques para agradar a Dios y a Juanita: hay que buscar solo la gloria de Dios. Nada menos y nada más; ni siquiera Juanita. Como la lapa en la piedra, así se conduce ella con el ministro, pero esto no es razón para que él piense en agradarla a ella. Con verdadera sencillez de corazón, él debe tratar de agradar a Dios, tanto si agrada a hombres y mujeres, como si no.

Por último, es necesario que sometas tu ser a Dios completamente, en este sentido: que desde este momento desees pensar, no tus propios pensamientos, sino los de Dios; y que tomes la decisión de predicar, no algo que te hayas inventado tú mismo, sino la Palabra de Dios. Y además, que tomes la resolución de no presentar esa verdad a tu propia manera, sino a la manera de Dios.

Supongamos que lees tus sermones, lo cual no es muy probable. No querrás escribir nada, sino aquello que se halle de acuerdo por completo con la mente de Dios. Cuando te encuentres con una de esas palabras tan profundas y complicadas, te preguntarás si hay alguna probabilidad de que sea una bendición espiritual para tu gente; y si te parece que no, no la utilizarás. Después está también ese grandioso poema; no lo pudiste comprender, pero sentías que no lo podías omitir; pero cuando te preguntes si hay probabilidades de que sea instructivo para la gente común y corriente, te verás obligado a rechazarlo.

Tendrás que aferrarte a esas joyas que encontraste dentro de un montón de polvo, y coronar con ellas tu discurso, si lo que quieres es demostrar a la gente lo mucho que tú te has esforzado. En cambio, si lo que quieres es ponerte por completo en las manos de Dios, es probable que te sientas dirigido a hacer alguna afirmación muy sencilla, alguna observación trillada, a decir algo con lo que esté familiarizada toda la congregación. Si te sientes movido a poner eso en el sermón, no dudes; ponlo, aunque tengas que prescindir de las palabras complicadas, de la poesía, de las joyas, porque bien podría ser que el Señor bendijera esa sencilla presentación del Evangelio a algún pobre pecador que anda buscando a su Salvador.

Si te entregas así, sin reservas, a la mente y la voluntad de Dios, dentro de un tiempo te sucederá, cuando salgas a ejercer el ministerio, que algunas veces sentirás el impulso de usar una expresión extraña, o de hacer una oración rara, lo cual en ese momento tal vez te parezca ilógico, incluso a ti mismo. Pero todo se te explicará más tarde, cuando alguien se te acerque para decirte que nunca había comprendido la verdad, hasta que tú la presentaste aquel día de una forma tan poco usual. Es más probable que sientas esta influencia si te has preparado minuciosamente con el estudio y la oración para tu labor en el púlpito, y te exhorto a que siempre te prepares de la manera debida, e incluso escribas con todo detalle lo que piensas que debes decir. Pero no te limites a soltarlo todo de memoria, como una cotorra que repitiera lo que se le ha enseñado, porque si lo haces, ciertamente no te estarás entregando a la dirección del Espíritu Santo.

No tengo ninguna duda de que en ocasiones vas a sentir que hay algún pasaje que debes intercalar; una excelente cita de algún gran poeta, o un trozo escogido de algún autor clásico. Supongo que no quieres que se sepa que se lo leíste a un amigo aquí en el Instituto. Por supuesto, no le pediste que lo elogiara, porque te sentías seguro de que no te ayudaría en

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nada que lo hiciera. El hecho es que en esa cita hay una parte en particular tan especial que nunca has oído nada que la iguale. Estás seguro de que el Sr. Punshon o el Dr. Parker no habrían podido decirlo mejor. Estás convencido de que, cuando la gente escuche ese sermón, sentirán que hay algo profundo en él. No obstante, bien podría suceder que el Señor considere que es algo demasiado bueno para bendecirlo. Su contenido es demasiado grandioso. Es como los hombres que acompañaban a Gedeón, que eran demasiados para el Señor. Él no podía poner a los madianitas en las manos de ellos, no fuera a ser que alardearan en su contra, diciendo: «Mi mano me ha salvado». Cuando Gedeón hizo volver a sus casas a veintidós mil de ellos, el Señor le dijo: «Aún es mucho el pueblo». Así fue como todos ellos fueron enviados a sus casas, salvo aquellos trescientos hombres que habían lamido las aguas, y entonces el Señor dijo a Gedeón: «Levántate, y desciende al campamento; porque yo lo he entregado en tus manos».

También el Señor dice con respecto a algunos de tus sermones: «No puedo hacer nada bueno con ellos; son demasiado grandes». ¿Tienes uno con catorce subdivisiones? Déjalo en siete solamente, y entonces tal vez el Señor lo bendiga. Es posible que un día suceda, justo cuando te encuentres en medio de tu discurso, que te cruce la mente un pensamiento, y te digas: «Ahora, si digo esto, aquel viejo diácono me va a hacer la vida imposible; y acaba de venir un caballero que dirige una escuela. Es muy crítico, y seguramente no le va a agradar que yo diga esto; además, de acuerdo a la elección por gracia, aquí hay un remanente, y los ‘entusiastas’ que están arriba en la galería me van a dar una de esas miradas celestiales que están tan llenas de significado».

Hermano, siéntete siempre listo para decir todo lo que Dios te indique que digas, sin temer a las consecuencias. Sobre todo, nunca tengas en cuenta lo que los «entusiastas», o los que nunca muestran entusiasmo, o cualquier otra persona, piensen o hagan. Uno de los principales requisitos que debe reunir el pincel que vaya a usar un gran artista, es que se le someta de tal manera, que el artista pueda hacer lo que quiera con él. Al arpista le encanta tocar un arpa en particular, porque conoce al instrumento, y casi da la impresión de que el instrumento lo conoce a él. Así que, cuando Dios ponga su mano en lo más profundo de tu ser, y todo el poder que tengas dentro parezca responder a los movimientos de esa mano suya, serás un instrumento que Él podrá usar.

No es fácil mantenerse en esta situación; tener tal sensibilidad, que recibas la impresión que el Espíritu Santo quiera transmitir, y Él influya sobre ti de inmediato. Si hay un navío grande en el mar, y lo golpean unas olas pequeñas, el barco no se mueve en absoluto. Si es una ola de tamaño moderado, el navío no lo siente, el Great Eastern1 permanece quieto sobre la superficie del mar. En cambio, asómate por la borda y observa los corchos que flotan en el agua. Basta que una mosca caiga al agua, para que sientan el movimiento y dancen al ritmo de la diminuta onda que se forma. ¡Deseo que te muevas con tanta facilidad bajo el poder de Dios, como se mueve el corcho sobre la superficie del mar!

Estoy seguro de que la renuncia a sí mismo es una de las cualidades esenciales para el predicador que quiere ser un ganador de almas. Hay algo que tienes que decir para llegar a convertirte en el medio para salvar a aquel hombre que se halla en una esquina. ¡Pobre de ti si no estás listo para decirlo; pobre de ti si tienes miedo de decirlo; pobre de ti si te avergüenza decirlo; pobre de ti si no te atreves a decirlo, no vaya a ser que alguien arriba en la galería diga que has sido demasiado fervoroso, demasiado entusiasta, demasiado celoso!

Creo que estas siete cosas son los requisitos que busca Dios, que te vendrían con fuerza a la mente si trataras de ponerte en la posición del Altísimo para pensar en lo que tú 1 N. del T.: El Great Eastern fue un buque de pasaje conocido por ser el barco más grande jamás construido en el momento de su botadura en 1858.

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querrías ver en aquellos a quienes emplearas ganando almas. ¡Que Dios te conceda por Cristo todos esos requisitos! Amén.

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LOS REQUISITOS QUE BUSCAN LOS HOMBRES EN EL GANADOR DE ALMAS

omo recordarás, hermano, en la última ocasión en que di una conferencia sobre la labor de ganar almas, hablé de los requisitos que exige Dios y que debe tener un hombre para

ser ganador de almas. Traté de describirte la clase de hombre que es más posible que el Señor utilice para ganar almas. Esta vez te propongo que desarrollemos el siguiente tema:

REQUISITOS NECESARIOS PARA SER UN GANADOR DE ALMAS, DESDE LA PERSPECTIVA DEL SER HUMANO

Casi podría mencionar los mismos puntos que enumeré antes como aquellos que más

aplaudirían los seres humanos, porque creo realmente que esas cualidades que llaman la atención de Dios como las que mejor se adaptan al fin que Él desea, es muy probable que sean también las que apruebe aquello sobre lo cual nosotros obramos, esto es, el alma del ser humano.

En el mundo ha habido muchos hombres que no se han adaptado en absoluto a esta labor. En primer lugar, permíteme decirte que no es muy probable que un ignorante sea un gran ganador de almas. Un hombre que solo sepa que es pecador, y que Cristo es Salvador, tal vez sea muy útil a otros que se hallen en la misma situación que él, y tiene el deber de hacer su mejor esfuerzo con el poco conocimiento que posea. Pero en general, yo no esperaría que un hombre así fuera muy usado en el servicio de Dios. Si hubiera disfrutado de una experiencia más amplia y profunda con las cosas de Dios, si fuera un hombre docto en el más alto sentido de la palabra, porque Dios le ha enseñado, habría podido usar sus conocimientos para el bien de los demás. Sin embargo, si ignora en gran parte las cosas relativas a Dios mismo, no veo cómo se las puede dar a conocer a los demás. Es cierto que en esa lámpara debe haber alguna luz que tiene que iluminar las tinieblas de los hombres, y que debe haber alguna información en ese hombre que va a ser maestro de sus iguales. No obstante, el hombre que es casi un ignorante, o ignorante por completo, sea lo que sea lo que pueda hacer bien, debe quedar fuera de la carrera de los grandes ganadores de almas. No está cualificado ni siquiera para entrar en la lista. Por tanto, hermanos, pidamos estar bien instruidos en la verdad de Dios, para que también se la podamos enseñar a otros.

Claro que tú no perteneces a esa clase de ignorantes a la que me estoy refiriendo, pero suponiendo que has sido bien instruido en la mejor de todas las sabidurías, ¿cuáles son las cualidades que los hombres deben encontrar en ti a fin de que los puedas ganar para el Señor? Tengo que decir que debemos mostrar una sinceridad evidente; no solo sinceridad, sino una sinceridad tal, que se manifieste de inmediato ante cualquiera que la busque con honradez. Para tus oyentes debe estar muy claro que crees firmemente en las verdades que estás predicando. De lo contrario, nunca lograrás que ellos las crean. A menos que estén convencidos, sin que les quepa la menor duda, de que tú mismo crees en esas verdades, no habrá eficacia ni fuerza en tu predicación.

Nadie debe sospechar que estás proclamando ante otros lo que tú mismo no crees del todo; si esto sucediera, tu trabajo carecería por completo de efecto. Todos los que te escuchen deben estar conscientes de que estás ejerciendo uno de los oficios más nobles, y realizando una de las funciones más sagradas que hayan sido asignadas jamás a un ser humano. Si hay debilidad en tu manera de valorar el Evangelio que profesas estar entregando, es imposible que quienes te oigan proclamarlo se sientan muy influidos por él.

C

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Hace algunos días oí que preguntaron sobre cierto ministro: «¿Predicó un buen sermón?» La respuesta a esta pregunta fue: «Lo que dijo era muy bueno». «Pero, ¿acaso le fue de provecho a usted el sermón?» «No; para nada». «Pero, ¿acaso no fue un buen sermón?» Entonces se repitió de nuevo la primera respuesta: «Lo que dijo era muy bueno». «¿Qué quiere decir con eso? ¿Por qué no le fue de provecho el sermón, si lo que dijo el predicador era muy bueno?» Esta fue la explicación que dio el que lo había escuchado: «El sermón no me fue de provecho alguno, porque yo no pude creer en el hombre que lo predicó. Solo era un actor representando un papel. No me pareció que sintiera lo que predicaba, ni que le importara si nosotros lo sentíamos o creíamos, o no».

Cuando las cosas son así, no se puede esperar que los oyentes saquen provecho al sermón, diga lo que diga el predicador. Tal vez traten de imaginarse que las verdades que él dice son muy valiosas. Tal vez tomen la decisión de alimentarse con lo que se les provee, sea quien sea el que se lo presente. Pero no sirve de nada; no lo pueden hacer. No pueden separar al orador que no ha puesto el corazón en sus palabras, del mensaje que ha presentado de manera tan descuidada. Tan pronto como un hombre deja que su labor se convierta en una simple cuestión de formas o de rutina, todo se hunde convirtiéndose en una representación en la cual el predicador solo es un actor. Solo está representando su papel, como habría hecho en una obra de teatro. No está hablando desde lo más profundo de su alma, como habla el hombre que es un enviado de Dios. Hermano, te suplico que hables desde el corazón; de lo contrario, no digas nada. Si puedes guardar silencio, guárdalo, pero si tienes que hablar en el nombre de Dios, sé totalmente sincero en lo que dices. Te sería mejor regresar a tu oficio de antes, y estar pesando mantequilla o vendiendo rollos de algodón, o haciendo cualquier otra cosa, antes que pretender que eres un ministerio del Evangelio, a menos que Dios te haya llamado a la obra.

Yo creo que lo más condenable que puede hacer un hombre es predicar el Evangelio como lo habría podido hacer un actor, y convertir la adoración a Dios en una especie de representación teatral. Una caricatura así es más digna del diablo que de Dios. La verdad divina es excesivamente valiosa para convertirse en objeto de semejante burla. Puedes estar seguro de algo: si la gente sospecha, aunque solo sea una vez, que tú no eres sincero, nunca te volverá a escuchar, si no es con repugnancia, y no hay probabilidad alguna de que crea tu mensaje si das motivos para pensar que tú eres el primero que no lo cree.

Tengo la esperanza de no estar equivocado al pensar que somos totalmente sinceros en el servicio a nuestro Amo. Por eso, seguiré adelante, al requisito que me parece que sería el siguiente, desde el punto de vista de los hombres, para ganar almas. Que haya un fervor evidente. El mandato para el hombre que quiera ser un verdadero siervo del Señor Jesucristo es: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas, y con toda tu mente». Para que un hombre sea un ganador de almas, debe haber en él, no solo sinceridad de corazón, sino también intensidad de emoción. Se pueden predicar las advertencias más solemnes y las amenazas más temibles de una manera tan indiferente o descuidada, que nadie quedará afectado por ellas en absoluto. También se pueden repetir las exhortaciones más afectuosas de una manera tan poco ferviente, que nadie se sentirá movido ni al amor, ni al temor.

Hermano, yo creo que para ganar almas esta cuestión del fervor tiene más importancia, que casi cualquier otra cosa. He visto y escuchado a algunos que eran muy malos predicadores, y sin embargo, llevaban muchas almas al Salvador gracias al fervor con el que presentaban el mensaje. En sus sermones no había nada útil (salvo para el vendedor de víveres, que los usaba para envolver su mantequilla), y sin embargo, esos débiles sermones atraían a muchos a Cristo. No era tanto lo que el predicador dijera, como la forma en que lo decía, lo que producía convicción en el corazón de sus oyentes. La verdad más sencilla

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llegaba hasta lo más profundo, debido a la intensidad de la expresión y la emoción del hombre del cual procedía, y producía unos efectos sorprendentes.

Si algún caballero me diera una bala de cañón que pesara, digamos que treinta, o tal vez cincuenta kilos, y me dejara hacerla rodar por este salón, y otro me confiara una bala de rifle, y un rifle para dispararla, yo sé cuál de las dos sería más efectiva. Que nadie desprecie a la pequeña bala, porque con mucha frecuencia, esa es la que mata al pecado, y también mata al pecador.

Por tanto, hermano, la cuestión no está en la grandilocuencia de las palabras que digas, sino en la fuerza con la que las digas; eso es lo que decide cuáles son los resultados de lo que dices. He oído hablar de un barco al que le disparaba un cañón desde un fuerte, pero que no sufrió daño alguno, hasta que el general que estaba al mando del fuerte dio la orden de que calentaran las balas del cañón al rojo vivo. Entonces, el navío fue enviado al fondo del mar en solo tres minutos. Eso es lo que tú debes hacer con tus sermones: calentarlos al rojo vivo. Que no te importe si los hombres dicen que eres demasiado entusiasta, o incluso demasiado fanático. Tírales con balas al rojo vivo, que no hay ninguna otra cosa que sea la mitad de buena para el propósito que tienes en mente. Los domingos, no vamos a tirar bolas de nieve; vamos a lanzar bolas de fuego; tenemos que tirar granadas a las filas del enemigo.

¡Cuánta seriedad se merece nuestro tema! Tenemos que hablar de un Salvador en serio, de un cielo en serio y de un infierno también en serio. ¡Qué serios debemos ser cuando recordemos que en nuestra labor tenemos que tratar con almas que son inmortales, con un pecado que tiene unos efectos eternos, con un perdón que es infinito y con unos terrores y gozos que van a perdurar para siempre! El hombre que no sea serio cuando tiene un tema como este, ¿acaso puede tener corazón? ¿Es posible descubrir algún corazón en su interior, aun usando un microscopio? Si se le hiciera una disección, tal vez todo lo que encontraríamos sería un guijarro, un corazón de piedra, o de alguna otra sustancia igualmente incapaz de emocionarse. Yo confío que, cuando Dios nos dio un corazón de carne para nosotros mismos, también nos dio un corazón capaz de emocionarse por las demás personas.

Una vez dadas por seguras estas cosas, debo decir que si un hombre va a ser ganador de almas, es necesario que tenga un amor evidente por sus oyentes. No me puedo imaginar como ganador de almas a un hombre que se pase la mayor parte del tiempo maltratando a su congregación, y hablando como si detestara verlos. Este tipo de hombres solo parecen felices cuando están derramando copas de ira sobre aquellos que tienen la desgracia de escucharlos.

En una ocasión, oí hablar de un hermano que predicó a partir del texto que dice: «Un hombre descendía de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de ladrones». Entonces, comenzó su discurso así: «Yo no digo que este hombre haya venido al lugar donde estamos nosotros, pero sí conozco a otro hombre que vino a este lugar, y cayó en manos de ladrones». Te será fácil adivinar cuál fue el resultado de tal derramamiento de ácido. También conozco a uno que predicó a partir del pasaje que dice: «Y Aarón calló». En aquella ocasión, uno de los que le escucharon dijo que la diferencia entre él y Aarón era que Aarón se había callado, y el predicador no, sino que, al contrario, había despotricado contra la gente con todas sus fuerzas.

Es necesario que desees realmente el bien de las personas, si quieres tener una gran influencia sobre ellas. Hasta los perros y los gatos aman a la gente que los ama. Y los seres humanos son muy parecidos a esos animales irracionales. La gente se da cuenta enseguida de cuando se acerca al púlpito un hombre frío, uno de esos que parecen tallados en un bloque de mármol. Ha habido uno o dos de nuestros hermanos que han sido así, y no han triunfado en ningún lado. Cuando yo he preguntado por la causa de su fracaso, siempre se me ha respondido así: «Es un buen hombre; un hombre muy bueno. Predica bien, muy bien, pero aun así, no nos hemos entendido con él». Entonces he preguntado: «¿Por qué no les agrada?» La respuesta ha sido: «Nunca hubo nadie a quien le cayera bien». «¿Es pendenciero?» «¡Oh, no, claro que no. Ojalá hubiera provocado alguna pelea». Entonces trato de averiguar la razón

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de ese distanciamiento, porque estoy muy ansioso por conocerla, y al fin alguien me dice: «Bueno, señor, a mí no me parece que tenga corazón; al menos, no predica ni actúa como si lo tuviera».

Es muy triste que un ministro fracase por falta de corazón. Necesitas tener un corazón grande, inmenso como el puerto de Portsmouth o el de Plymouth, para que toda la gente de tu congregación pueda echar su ancla en él, y sentir que se hallan a sotavento de una gran roca. ¿Has notado ya que los hombres triunfan en el ministerio y ganan almas para Cristo en la misma proporción en que son hombres de gran corazón? Piensa, por ejemplo, en el Dr. Brock; allí había un gran hombre, alguien con un corazón compasivo. Y, ¿de qué sirve un ministro que no lo tenga? No considero que la acumulación de carnes sea un objetivo digno de tu atención, pero sí te digo que necesitas tener un gran corazón si quieres ganar hombres para Jesús. Debes disponer de un gran corazón para guiar a muchos peregrinos a la Ciudad Celestial.

He visto a algunos hombres muy delgados afirmar que eran perfectamente santos, y por poco creo que eran incapaces de pecar, ya que eran como pedazos de cuero viejo: no parecía haber en ellos nada que pudiera pecar. Una vez conocí a uno de estos hermanos «perfectos», y era igual que un alga: no había humanidad alguna en él. Me gusta ver algún rasgo de humanidad en cada hombre, y a la gente en general también le agrada. Las personas se entienden mejor con un hombre que muestra algo de humanidad. En algunos aspectos, la naturaleza humana es algo terrible, pero cuando el Señor Jesucristo se encarnó, y unió a ella su naturaleza divina, la convirtió en algo grandioso. La naturaleza humana es algo noble cuando está unida al Señor Jesucristo.

No es muy probable que esos hombres que se mantienen aislados como ermitaños, y llevan una vida supuestamente santificada, absortos en ellos mismos, tengan influencia alguna en el mundo, o hagan algún bien a los demás seres humanos. Es necesario que ames a la gente y que te mezcles con ella, para poder servir a las personas. Hay algunos ministros que de verdad son hombres mucho mejores que otros, pero no realizan tanto bien como aquellos que son más humanos, los que van a sentarse con la gente, y hacen todo lo posible por sentirse bien en medio de ella.

Hermano, tú sabes que te es posible dar la impresión de que eres un poco más bueno de la cuenta, de manera que la gente sienta que ya eres un ser trascendental por completo, más adecuado para predicar a los ángeles, a los querubines y a los serafines, que a los hijos caídos de Adán. Limítate a ser hombre entre los hombres, manteniéndote alejado de todas sus faltas y sus vicios, pero mezclándote con ellos en un amor y una simpatía perfectos, y sintiendo que estás dispuesto a hacer cuanto esté en tu poder para llevarlos a Cristo, de manera que puedas incluso llegar a decir con el apóstol Pablo: «Siendo libre de todos, me he hecho siervo de todos para ganar a mayor número. Me he hecho a los judíos como judío, para ganar a los judíos; a los que están sujetos a la ley (aunque yo no esté sujeto a la ley) como sujeto a la ley, para ganar a los que están sujetos a la ley; a los que están sin ley, como si yo estuviera sin ley (no estando yo sin ley de Dios, sino bajo la ley de Cristo), para ganar a los que están sin ley. Me he hecho débil a los débiles, para ganar a los débiles; a todos me he hecho de todo, para que de todos modos salve a algunos».

El siguiente requisito para ganar almas, desde el punto de vista de los seres humanos, es una generosidad evidente. Un hombre deja de llevar a otros hombres a Cristo tan pronto como llega a ser conocido como un egoísta. El egoísmo parece estar arraigado en algunas personas; puedes verlo en su hogar, en la casa de Dios y en todas partes. Cuando esta clase de personas tratan con una iglesia y una congregación, su egoísmo se manifiesta de inmediato. Están decididos a conseguir todo lo que puedan, aunque en el ministerio bautista no es frecuente que consigan gran cosa. Espero que tú, hermano, estés dispuesto a decir: «Bueno, a mí denme alimento y ropa, y con eso me contento». Si tratas de alejar de ti todo pensamiento

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relacionado con el dinero, muchas veces el dinero vendrá a ti doblado, pero si tratas de agarrarlo todo y aferrarte a todo, es muy probable que descubras que no te va a llegar nada. Los que son egoístas en cuestión de sueldos, van a serlo en todas las demás cosas. No van a querer que su gente conozca a nadie que pueda predicar mejor que ellos, y no podrán soportar que se haga alguna buena obra en ninguna otra parte, más que en su propia capilla. Si hay un avivamiento en otro lugar, y se están salvando las almas, dicen con desdén: «¡Ah, sí! Hay muchos convertidos, pero ¿qué son? ¿Dónde estarán dentro de un mes?» Piensan muchísimo más en ganarse un solo miembro cada año, que en que su vecino gane un centenar de una sola vez.

Si tu gente ve esa clase de egoísmo en ti, muy pronto vas a perder poder sobre ellos. Si decides que vas a ser un gran hombre, por encima de la cabeza de quien sea, es tan seguro como que estás vivo que te va a ir muy mal. ¿Quién eres tú, querido hermano, para que toda la gente se tenga que inclinar a venerarte, y para pensar que en el mundo entero no hay nadie más que tú? Te voy a decir lo que sucede: cuanto menos importante te creas, mejor pensará de ti la gente, y cuanto más importante pienses que eres, peor pensará la gente de ti. Si tienes en ti algún rastro de egoísmo, te suplico que te deshagas de él enseguida. De lo contrario, nunca vas a ser un instrumento adecuado en la labor de ganar almas para el Señor Jesucristo.

Hay otra cosa más que se espera de un ganador de almas, y es la santidad de carácter. No sirve de nada hablar acerca de «la vida superior» los domingos, y vivir la vida inferior el resto de los días de la semana. El ministro cristiano debe tener gran cuidado, no solo de ser inocente de toda mala acción, sino también de no ser causa de ofensa para los más débiles de su rebaño. Todas las cosas nos son permitidas, pero no todas nos son convenientes. No solo no debemos hacer nada que consideremos errado, sino que también debemos estar dispuestos a abstenernos de cosas que tal vez no sean malas en sí mismas, pero que podrían ser ocasión de tropiezo para otros. Cuando la gente vea que no solo predicas acerca de la santidad, sino que tú mismo eres un hombre santo, se sentirá atraída hacia las cosas santas, no solo por tu predicación, sino también por tu carácter.

Pienso además que para ser ganadores de almas, debemos ser personas de modales serios. Hay algunos hermanos que son serios por naturaleza. Hace algún tiempo había en un vagón de tren un caballero que acertó a escuchar una conversación entre dos de los pasajeros. Uno de ellos dijo: «¿Sabe una cosa? A mí me parece que la Iglesia de Roma tiene un gran poder, y que es muy probable que triunfe con la gente, debido a la santidad evidente de sus ministros. Por ejemplo, vea al cardenal __________, que está en los huesos. Con sus largos ayunos y sus oraciones, su cuerpo casi ha quedado reducido a piel y huesos. Cada vez que lo oigo hablar, siento enseguida la fuerza de la santidad de ese hombre. En cambio, mire a Spurgeon, que come y bebe como un mortal común y corriente; yo no daría nada por oírlo predicar». Su amigo lo oyó con mucha paciencia, y después le dijo con toda tranquilidad: «¿Alguna vez se ha dado cuenta de que el aspecto del cardenal se debe al hecho de que está enfermo del hígado? Yo no creo que sea la gracia la que lo haga tan delgado como es. Yo creo que es el hígado».

O sea, que hay algunos hermanos que tienen una disposición melancólica por naturaleza, y que siempre están muy serios, pero en ellos esto no es señal de la gracia, sino solo una indicación de que tienen el hígado en mal estado. Nunca se ríen, piensan que sería malvado hacerlo, y van por el mundo aumentando la aflicción de la raza humana, que ya es lo suficientemente temible sin añadirle la innecesaria porción que ellos ofrecen. Es evidente que esas personas se imaginan que fueron predestinadas a echar jarros de agua fría a toda la felicidad y el gozo de los seres humanos. Así que, hermano, si tú eres uno de esos tan serios, no siempre debes atribuirlo a la gracia, porque tal vez se deba al estado de tu hígado.

Sin embargo, la mayor parte de nosotros somos mucho más inclinados a esa risa que hace tanto bien como la medicina, y necesitaremos de toda nuestra alegría para poder

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consolar y levantar a los que están caídos. Pero nunca llevaremos muchas almas a Cristo, si estamos llenos de esa ligereza que caracteriza a algunos hombres. La gente va a decir: «Todo esto es una broma; basta con que oigas cómo hacen chistes estos personajes acerca de la religión. Una cosa es oírlos cuando están en el púlpito, y otra muy distinta oírlos cuando están sentados cenando».

He oído hablar de un hombre que se estaba muriendo y mandó llamar al ministro para que fuera a verlo. Cuando entró el ministro, el hombre que estaba agonizando le dijo: «¿Recuerda a un joven que caminó con usted una tarde hace algunos años, cuando usted salía a predicar?» Él le dijo que no lo recordaba. «Pues yo lo recuerdo muy bien», le contestó el otro. «¿No recuerda haber predicado en tal aldea, con tal texto como base, y que después del culto lo acompañó a su casa un joven?» «Sí, eso sí lo recuerdo muy bien». «Bueno, yo soy el joven que caminó con usted a su casa aquella noche. Recuerdo su sermón; nunca lo olvidaré». «Gracias a Dios por eso», dijo el predicador. «No», le respondió el hombre que se estaba muriendo: «Usted no va a dar gracias a Dios cuando oiga lo que yo le quiero decir. Yo caminé con usted hasta esa aldea, pero usted no me dijo gran cosa durante el camino, porque estaba pensando en su sermón. Me causó una profunda impresión mientras estaba predicando, y me sentí llamado a entregar mi corazón a Cristo. Quise hablarle de mi alma de camino a su casa, pero en cuanto salió, usted soltó un chiste, y durante todo el camino de vuelta, se estuvo burlando tanto de cosas serias, que yo no le pude decir nada acerca de lo que sentía. Eso me hizo sentir una repugnancia total por la religión y todos los que la profesan, y ahora voy camino de la condenación, y mi sangre yacerá ante su puerta. De eso estoy tan seguro, como de que usted está vivo». Y así fue como se marchó de esta vida.

A nadie le agradaría que le sucediera algo así. Por consiguiente, asegúrate, hermano, de que no des ocasión de que te suceda a ti. En toda nuestra vida debe prevalecer la seriedad; de lo contrario, no podemos tener la esperanza de guiar a otros hombres a los pies de Cristo.

Por último, para que Dios nos use mucho como ganadores de almas, en nuestro corazón debe haber una gran cantidad de ternura. Me agrada que un hombre tenga una cierta cantidad de valentía santa, pero no me agrada verlo con el rostro de piedra y lleno de insolencia. Un joven se acerca al púlpito, se excusa porque tiene intenciones de predicar, y espera que la gente lo soporte. No sabe que tiene algo particular que decir; si el Señor lo ha enviado, es que él debe tener algún mensaje para los demás, pero se siente tan joven e inexperto, que no puede hablar de manera muy positiva acerca de nada.

Esa manera de hablar nunca va a salvar a un ratón; mucho menos a un alma inmortal. Si el Señor te ha enviado a predicar el Evangelio, ¿por qué tienes que ponerte a pedir disculpas? Los embajadores no piden disculpas cuanto llegan a una corte extranjera. Saben que su monarca los ha enviado, y entregan su mensaje con el respaldo de toda la autoridad de su rey y de su país.

Tampoco vale la pena que llames la atención hacia tu juventud. Tú no eres más que un cuerno de carnero usado a modo de trompeta, y no importa si te arrancaron de la cabeza del carnero ayer o hace veinticinco años. Si Dios sopla a través de ti, va a haber suficiente ruido, y algo más que ruido. Y si Él no sopla, no sucederá nada cuando termines de soplar tú. Cuando prediques, habla con toda franqueza, pero habla con ternura, y si tienes que decir algo desagradable, ten el cuidado de decirlo de la manera más bondadosa posible.

Algunos de nuestros hermanos tenían que dar un mensaje a un cierto hermano cristiano y, cuando se le acercaron para dárselo, se lo dijeron con tanta torpeza, que él se sintió gravemente ofendido. Después yo le hablé acerca del mismo asunto, y me dijo: «No me habría importado que usted me lo dijera. Usted sabe presentar una verdad desagradable de tal manera que la persona no se ofenda con usted, por mucho que le desagrade el mensaje que le ha dado». «Sí, pero», le dije yo, «yo le dije las cosas con tanta fuerza como lo hicieron los otros hermanos». «Así es», me contestó, «pero ellos me las dijeron de una manera tan

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desagradable, que yo no las pude soportar. La verdad, señor, ¡yo preferiría que usted me hiciera estallar, a recibir el elogio de esas otras personas!»

Hay formas de hacer esas cosas de modo que la persona a la que estamos reprendiendo se sienta positivamente agradecida con nosotros. Incluso es posible hacer rodar a alguien escaleras abajo de una forma tal, que se sienta agradecido. En cambio, hay quienes abren una puerta de una manera tan ofensiva, que uno no quiere atravesar esa puerta mientras ellos no se quiten del medio. Si yo debo decir a alguien ciertas verdades poco agradables que necesita saber para que su alma sea salva, tengo una severa necesidad de serle fiel. Con todo, trato de darle el mensaje de tal forma que no se sienta ofendido por él. Entonces, si se llega a ofender, es que se tenía que ofender, aunque lo más probable es que no se ofenda, sino que aquello que yo le diga, tenga efecto en su conciencia.

Conozco algunos hermanos que predican como si estuvieran luchando para ganar un premio. Cuando están en el púlpito, me recuerdan a un irlandés en la Feria de Donnybrook2: durante todo su sermón, parecen estar llamando a alguien para que se les acerque a pelear con ellos, y nunca están felices, sino cuando están arremetiendo contra una u otra persona. Hay un hombre que predica con frecuencia en Clapham Common, y lo hace con tanta beligerancia, que las personas no creyentes a las que ataca no lo pueden soportar, por lo que es frecuente que se formen peleas y discusiones.

Hay una manera de predicar que es como estar tirando a todos de las orejas. Si se permitiera a algunos de esos hombres que predicaran en el cielo, me temo que pondrían a pelear a los ángeles. Y yo conozco a unos cuantos ministros de esa clase. Hay uno, y esto lo sé a ciencia cierta, que ha estado en más de una docena de lugares durante su no muy larga vida en el ministerio. Se puede saber dónde ha estado, por las ruinas que va dejando tras de sí. Siempre encuentra a las iglesias en un estado lamentable, y de inmediato comienza a purificarlas; esto es, a destruirlas. Como regla general, el primero en ser despedido es el diácono principal. Después, allá van las familias más destacadas, y al cabo de poco tiempo, este hombre ha purificado el lugar con tanta eficacia, que las pocas personas que quedan, no lo pueden sostener. Y se va a otro lugar, donde repite ese proceso de destrucción. Es una especie de espolón espiritual, y nunca se siente feliz, sino cuando está abriendo un agujero en el casco de algún buen navío. Él dice creer que el navío no es seguro, así que perfora y perfora, hasta que el navío se va a pique, momento en el que él se escapa y se sube a bordo de otro, que muy pronto se hundirá de la misma forma. Este hombre se siente llamado a la labor de separar lo valioso de lo vil, y es una preciosa vileza el desastre que organiza.

Yo no tengo razón alguna para creer que esto se deba al estado del hígado de este hermano. Es más probable que sea su corazón el que ande mal; de hecho, tiene encima una enfermedad maligna que siempre hace que me enfade con él. Es peligroso tenerlo en casa por más de tres días, porque pelea durante todo ese tiempo hasta con el hombre más pacífico del mundo. No pienso volver a recomendarlo para un pastorado. Que se encuentre su propio lugar si puede, porque yo creo que, dondequiera que vaya, el lugar va a ser como los lugares que pisaba el caballo de Atila, que la hierba nunca volvía a crecer en ellos.

Hermano, si tienes dentro de ti aunque solo sea un poco de este espíritu amargo y repugnante, vete al mar para deshacerte de él. Espero que te pase a ti lo mismo que dice la leyenda que le sucedió a Mahoma. La historia dice así: «En todo ser humano hay dos gotas negras de pecado. El gran profeta mismo tampoco estuvo libre del pecado que nos es común a todos, pero se le envió un ángel para que tomara su corazón y lo exprimiera, para sacarle las dos gotas de pecado». Búscate la manera de sacar de ti esas gotas negras mientras estás en este instituto. Si tienes algo de mala intención, de rencor o de mal genio en ti, pide al Señor 2 N. del T.: La Feria de Donnybrook era una feria que se celebraba anualmente en Dublín y que era conocida, entre otros motivos, por las peleas y otros disturbios debidos al consumo excesivo de alcohol.

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que lo saque de ti mientras te encuentras en este lugar. No te vayas a las iglesias a pelear, como han hecho otros.

Pero algún hermano dirá: «Aun así, yo no voy a dejar que la gente me pisotee. Voy a tomar al toro por los cuernos». Si lo haces, vas a ser un gran tonto. Yo nunca he sentido que haya sido llamado a hacer nada semejante. ¿Por qué no dejas en paz al toro, y que se vaya donde él quiera? Es muy probable que un animal como el toro te lance al espacio si te pones a jugar con sus cuernos. Otro tal vez dirá: «A pesar de todo eso, nosotros tenemos el deber de enderezar las cosas». Sí, pero la mejor forma de enderezarlas no es dejarlas más torcidas de lo que están. A nadie se le ocurre meter un toro bravo en una tienda de porcelana fina para limpiar la porcelana, y nadie puede enderezar nada que ande torcido en nuestras iglesias haciendo una exhibición de mal genio. Ten el cuidado de hablar siempre la verdad en amor, en especial cuando estés reprendiendo el pecado.

Yo creo, hermano, que la labor de ganar almas deben hacerla hombres que tengan el carácter que he estado describiendo y, sobre todo, que será más fácil llevarla a cabo cuando estén rodeados por personas que tengan un carácter parecido. Así que te sugiero que busques que este espíritu inunde la atmósfera misma en la cual vives y trabajas, antes de sentirte con derecho a esperar las bendiciones más abundantes y ricas. Por tanto, ¡que tú y todos los tuyos seáis todo esto que yo he descrito, para la gloria del Señor Jesucristo! Amén.

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LOS SERMONES QUE MÁS ALMAS PUEDEN GANAR

n esta ocasión, hermano, te voy a hablar acerca de:

LA CLASE DE SERMONES QUE TIENEN MAYORES PROBABILIDADES DE CONVERTIR A LAS

PERSONAS

La clase de discursos que debemos pronunciar si realmente queremos que nuestros oyentes crean en el Señor Jesucristo y sean salvos. Por supuesto, estamos totalmente de acuerdo en que solo el Espíritu Santo puede convertir a un alma. Nadie puede entrar en el Reino de Dios, con excepción de los que han nacido de nuevo de lo alto. Y toda esta obra la hace el Espíritu Santo; nosotros no debemos apropiarnos de parte alguna del mérito por los resultados de la obra, porque es el Espíritu quien hace del hombre una nueva criatura y quien obra en él de acuerdo a los propósitos eternos de Dios.

Aun así, nosotros podemos ser instrumentos en sus manos, puesto que Él ha decidido usar instrumentos, y los escoge por razones muy sabias. Es necesario que se produzca una adaptación de los medios al fin, como la hubo con David cuando salió con la honda y las piedras para matar a Goliat de Gat. Goliat era un personaje gigantesco, pero una piedra lanzada por una honda puede subir lo que haga falta. Además, aquel gigante iba armado y protegido, y era muy poco vulnerable, salvo en la frente, así que allí era precisamente donde se le debía golpear. David tomó la honda, no tanto porque no tuviera otra arma, sino porque estaba muy bien ejercitado en el manejo de la honda, como les sucede a la mayoría de los muchachos, de una u otra forma. Y escogió un canto pulido, porque sabía que encajaría bien en la honda. Escogió la piedra correcta para que penetrara en la cabeza de Goliat, así que, cuando se la lanzó a aquel gigante, lo golpeó en la frente, le penetró en el cerebro y él se desplomó hasta el suelo.

Vas a encontrar que este principio de la adaptación se presenta a lo largo de toda la obra del Espíritu Santo. Cuando hizo falta un hombre para que fuera el apóstol de los gentiles, el Espíritu Santo escogió a Pablo, el hombre de la mente amplia, que estaba bien adiestrado y tenía una educación superior, porque él era más adecuado para esa labor que Pedro, con su mente un tanto estrecha y obstinada, el cual era más adecuado para predicar a los judíos. Pedro tenía mucha mayor utilidad entre la circuncisión que entre la incircuncisión. En su puesto, Pablo era el hombre correcto, como lo era Pedro en el suyo.

En este principio puedes encontrar una lección para ti mismo, y buscar la forma de adaptar tus medios a tus fines. Dios Espíritu Santo puede convertir a un alma por medio de cualquier texto de las Escrituras, sin usar tu paráfrasis, comentario o exposición. Sin embargo, como sabes, hay ciertos pasajes de las Escrituras que son los más adecuados para presentar ante la mente de los pecadores. Y si esto es cierto con respecto a los textos, lo es mucho más con respecto a los discursos que pronuncias ante tus oyentes. En cuanto a cuáles son los sermones que tienen una probabilidad mayor de ser bendecidos con la conversión de aquellos ante quienes son predicados, te diría lo siguiente:

En primer lugar están los sermones cuya meta clara es la conversión de los oyentes. Hace algún tiempo oí orar a un ministro, y en su oración pedía al Señor que salvara almas por medio del sermón que él estaba a punto de pronunciar. Puedo decirte sin dudar que ni Dios mismo podría haber bendecido aquel sermón con ese fin, a menos que hubiera hecho que la

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gente entendiera de otra forma lo que el predicador dijo, puesto que todo aquel discurso estaba pensado más bien para endurecer al pecador en su pecado, y no para llevarlo a renunciar a él y a buscar al Salvador. En él no había nada que pudiera bendecir a ninguno de sus oyentes, a menos que lo volvieran al revés por completo. El sermón a mí me hizo bien porque apliqué el mismo principio que una buena anciana aplicaba a un ministro al que se veía obligada a escuchar. Cuando una amiga le preguntó: «¿Por qué vas a un lugar así?», ella contestó: «No hay ningún otro lugar de adoración al que yo pueda ir». «Pero debe ser mejor quedarse en casa que escuchar esas cosas», le dijo su amiga. «Tal vez», respondió ella, «pero me gusta salir a adorar, aunque no logre nada con ir. A veces se ve a una gallina escarbando por todo un montón de basura para encontrar algo de trigo; no encuentra nada, pero eso demuestra que anda buscándolo, y usando los medios necesarios para conseguirlo; además, el ejercicio le quita el frío». Aquella anciana decía que escarbar en aquellos pobres sermones que escuchaba, era una bendición para ella, porque ejercitaba sus facultades espirituales y calentaba su espíritu.

Hay sermones que son de una clase tal, que a menos que Dios decida madurar el trigo por medio de la nieve y el hielo, y comience a iluminar el mundo mediante las neblinas y las nubes, no va a poder salvar almas a través de ellos. Al fin y al cabo, es evidente que ni el propio predicador piensa que se vaya a convertir alguien con ellos. Si se convirtieran cien personas, o incluso media docena, nadie se asombraría más que el propio predicador.

De hecho, yo conozco a un hombre que se convirtió, o al menos sintió convicción, al escuchar la predicación de uno de estos ministros. En una cierta iglesia, mientras predicaba el clérigo, un hombre sintió una profunda convicción de pecado. Entonces fue a ver a su ministro, pero aquel pobre hombre no supo entender lo que le estaba sucediendo, y le dijo: «Lo siento mucho si en mi sermón hubo algo que lo hizo sentirse incómodo; yo nunca tuve la intención de que se sintiera así». «Bueno, señor», le respondió aquel atribulado hombre, «usted dijo que tenemos que nacer de nuevo». «¡Ah!», replicó el clérigo, «eso ya tuvo lugar en el bautismo». «Pero señor», le dijo el hombre, que no se daba por vencido, «eso no es lo que usted dijo en su sermón; usted habló de la necesidad de una regeneración». «Pues siento mucho haber dicho algo que lo haya hecho sentir incómodo, pero a mí me parece que usted no tiene problema alguno. Usted es una buena persona; nunca ha sido cazador furtivo, ni ninguna otra cosa que sea mala». «Tal vez sea así, señor, pero tengo una sensación de pecado, y usted dijo que debemos ser nuevas criaturas». «Bien, bien, buen hombre», dijo al fin aquel perplejo clérigo, «yo no comprendo estas cosas, porque nunca he nacido de nuevo». Entonces lo envió al ministro bautista, y en estos momentos aquel hombre también es ministro bautista, en parte como resultado de lo que aprendió de aquel predicador que no comprendía la verdad que él mismo había proclamado ante los demás.

Por supuesto, Dios puede convertir a una persona por medio de un sermón así, y de un ministerio como ese, pero no es probable que lo haga. Es más probable que, en su soberanía infinita, obre en un lugar donde un hombre de corazón ferviente esté predicando a los demás la verdad que él mismo ha recibido antes, anhelando con fervor que sean salvos, y preparado para guiarlos hacia delante en los caminos del Señor tan pronto como reciban la salvación. No es frecuente que Dios ponga a sus hijos nacidos de nuevo en medio de gente que no comprende lo que es la vida nueva, o donde no vayan a recibir el alimento y el cuidado debidos. Así pues, hermano, si quieres que tus oyentes se conviertan, debes asegurarte de que tu predicación tenga por blanco directo la conversión, y que sea tal, que haya grandes probabilidades de que Dios la bendiga para ese fin.

Cuando sea este el caso, busca que se salven las almas, y también espera que lo hagan en gran número. No te sientas satisfecho cuando se convierta una sola alma. Recuerda que la regla del Reino es: «Conforme a vuestra fe os sea hecho». Anoche, en mi sermón en el Tabernáculo, comenté que me alegraba de que no dijera: «Conforme a vuestra incredulidad

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os sea hecho». Si hay en nosotros una gran fe, Dios nos da su bendición según esa fe. ¡Oh, si lográramos despojarnos por completo de la incredulidad; si esperáramos grandes cosas de Dios, y con el corazón y el alma predicáramos de tal forma, que los hombres se pudieran convertir con esos discursos en los que proclamaríamos verdades que los pudieran convertir, pregonándolas de una manera que podría bendecir a nuestros oyentes y llevarlos a la conversión! Por supuesto, todo ello confiando en que el Espíritu Santo realice su eficaz obra, puesto que nosotros solo somos los instrumentos que Él tiene en sus manos.

Ahora bien, acercándonos un poco más a nuestro tema, para que las personas reciban la salvación, es importante que los sermones les interesen. Primero tienes que hacer que se acerquen al sonido del Evangelio, ya que, sea como sea, en Londres existe una gran aversión a los lugares de adoración, y no me sorprende mucho que sea así con respecto a muchas iglesias y capillas. Yo creo que, en muchas ocasiones, la gente común y corriente no asiste a esos cultos, porque no comprende la «jerga» teológica que se usa en el púlpito. No es inglés, ni griego, sino jerigonza, y cuando un trabajador va una vez y escucha todas esas palabras tan cultas, dice a su mujer: «Yo no vuelvo a ir allí, María. Allí no hay nada para mí, ni tampoco para ti. Tal vez haya mucho para un caballero que haya estudiado en un colegio universitario, pero no hay nada para los que son como nosotros». No, hermano, debemos predicar en lo que Whitefield llamaba «el lenguaje de la plaza de mercado», si queremos que todos los estratos de la comunidad escuchen nuestro mensaje.

Entonces, cuando ellos entren, nosotros debemos predicar de una manera interesante. La gente no se convierte mientras está dormida, y si ellos se duermen, lo mejor que pueden hacer es irse a casa y meterse en la cama, donde pueden dormir con mucha mayor comodidad. Debemos lograr que la mente de nuestros oyentes esté despierta y activa, para poder hacerles un bien real. Nadie puede disparar a las aves si primero no las hace volar; es necesario hacer que salgan de las altas hierbas entre las cuales se esconden.

Prefiero usar un poco de eso que algunos predicadores muy estirados consideran como algo temible, esa cosa malvada llamada humor. Antes prefiero despertar a la congregación de esa manera, que hacer que digan que les estuve hablando monótonamente sin parar, hasta que todos nos quedamos dormidos. Algunas veces sería muy correcto que se dijera de nosotros como se decía de Rowland Hill: «¿Qué quiere decir este hombre? Si hasta hizo reír a la gente mientras predicaba». «Sí», era la sabia respuesta, «pero ¿acaso no los viste llorar inmediatamente después?» Se trataba de un buen trabajo, y bien hecho. A veces yo hago cosquillas a la ostra hasta que abre la concha, y entonces le deslizo dentro el cuchillo. La ostra nunca se habría abierto para dejar entrar el cuchillo, pero se abrió por otro motivo, y así es como hay que hacer con la gente. Tenemos que lograr que abran los ojos, los oídos y el alma de alguna manera, y cuando los tengan abiertos, debemos sentir: «Esta es mi oportunidad. Allá va el cuchillo». En la piel de esos pecadores «rinocerontes» que vienen a escucharte hay algún punto vulnerable, pero comprende que, si por fin logras dispararles a ese punto débil, la bala que los penetre tiene que ser toda Evangelio, porque ninguna otra cosa va a realizar la obra que es necesario hacer.

Además de esto, la gente tiene que llegar a interesarse tanto, que recuerde después lo que se ha dicho. No van a recordar lo que oyeron, a menos que el tema les interese. Se olvidan de nuestras magníficas peroratas; no recuerdan nuestras más hermosas poesías —y no sé qué bien les podrían hacer si las recordaran—, así que debemos decirles algo que les resulte difícil de olvidar. Yo creo en lo que el padre Taylor llama «el poder de sorpresa de un sermón»; esto es, decir algo que no esperaban quienes están escuchando. Justo cuando ellos estén esperando con toda seguridad que digas algo preciso y directo, diles algo extraño y torcido, porque eso sí que lo van a recordar, y habrás atado un nudo del Evangelio en un lugar donde tiene muchas probabilidades de quedarse.

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Recuerdo haber leído acerca de un sastre que había hecho una fortuna, y prometió a sus hermanos sastres revelarles cómo la había hecho. Estos se reunieron alrededor del lecho donde agonizaba, y él les dijo, mientras todos lo escuchaban con mucha atención: «Ahora les voy a decir cómo ustedes los sastres van a hacer una fortuna; esta es la forma: hagan siempre un nudo al final del hilo». Ese es el mismo consejo que yo doy a los predicadores: hagan siempre un nudo en el hilo. Si en el hilo hay un nudo, nunca se va a salir de la tela. Hay predicadores que meten bien la aguja en la tela, pero como no hay nudo en el hilo, este atraviesa la tela, y al final, no han logrado nada.

Pon una buena cantidad de nudos en tus discursos, hermano, para que haya la mayor probabilidad posible de que se le queden en la memoria a la gente. No querrás que tu predicación sea como la costura que hacen algunas máquinas, que si se rompe una de las puntadas, se deshace toda la costura. En un sermón tiene que haber una gran cantidad de «bardanas». El señor Fergusson te puede explicar lo que son las bardanas. Yo me limitaré a decirte que él se las ha encontrado con frecuencia en su hermosa Escocia, adheridas a su chaqueta. Pégales «bardanas» por todas partes a tus oyentes; di algo que los impresione; algo que se les quede en la mente por muchos días, y que tenga buenas probabilidades de bendecirlos. Yo creo que un sermón, bajo la sonrisa de Dios, tiene posibilidades de ser el medio de conversión si tiene esta peculiaridad: que es interesante para sus oyentes, y al mismo tiempo va directo al blanco de lograr su salvación.

La tercera característica de un sermón que tiene probabilidades de ganar almas para Cristo, es esta: debe ser instructivo. Para que la gente se salve por medio de un discurso, este debe contener al menos alguna medida de conocimiento. Así como hay fuego, también debe haber luz. Hay predicadores que son todo luz pero sin fuego, y otros son todo fuego pero sin luz. Lo que nosotros queremos es ser fuego y luz. No juzgo a esos hermanos que son todo fuego y furia, pero desearía que tuvieran un poco más de conocimiento sobre lo que están hablando, y me parce que sería bueno que no comenzaran tan pronto a predicar, cuando en realidad, apenas se comprenden a sí mismos.

Es estupendo ponerse en pie en medio de la calle para gritar: «¡Crean, crean, crean, crean, crean, crean!» Sí, querida alma, pero ¿qué es lo que debemos creer? ¿A qué se debe todo ese ruido? Los predicadores de esa clase son como un niño pequeño que ha estado llorando hasta que sucede algo que pone fin a su llanto; entonces pregunta: «Mamá, por favor, ¿puedes decirme por qué estaba yo llorando?» Sin duda, la emoción es algo muy adecuado en el púlpito, y el sentimiento, la pasión y el poder del corazón, son cosas buenas y grandes en su debido lugar. Pero usa un poco tu cerebro también; dinos algo cuando te pongas de pie para predicar el Evangelio eterno.

A mí me parece que los sermones que tienen mayores posibilidades de convertir a las personas son aquellos que están llenos de verdades. Verdades acerca de la caída, acerca de la ley, de la naturaleza humana y su alejamiento de Dios, verdades acerca de Jesucristo, acerca del Espíritu Santo, acerca del Padre Eterno, del nuevo nacimiento, de la obediencia a Dios y de cómo podemos aprender a practicarla, y todas estas grandiosas verdades. Di algo a tus oyentes, querido hermano, cada vez que prediques. ¡Diles algo; diles algo!

Por supuesto, algo bueno puede suceder, incluso aunque tus oyentes no te entiendan. Supongo que es así por lo que ocurrió a una estimada dama que estaba hablando a un grupo de Amigos3 durante una reunión en la Casa Devonshire. Era una dama muy llena de bondad, y estaba hablando en holandés a los Amigos ingleses. Había pedido a uno de ellos que tradujera, pero sus oyentes le dijeron que había tanto poder y tanto espíritu en lo que ella estaba diciendo, aunque fuera en holandés, que no querían que se les tradujera, porque ya 3 N. del T.: Los Amigos eran una comunidad religiosa disidente, cercana por prácticas y doctrina a la iglesia evangélica. Aunque los miembros de esta comunidad se hacían llamar Amigos, el pueblo acabó llamándolos Cuáqueros, que es como mejor se los conoce actualmente.

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estaban sacando el mayor bien posible de lo que ella decía. Ahora bien, aquellos oyentes eran Amigos, hombres formados en un molde diferente al mío, porque a mí no me interesa lo buena que fuera aquella estimada dama, sino que me habría agradado saber de qué estaba hablando, y estoy seguro de que yo no habría aprovechado el mensaje en absoluto, a menos que se me hubiera traducido.

Me gusta que los ministros siempre sepan de qué están hablando, y se aseguren de que hay algo que vale la pena decir en su discurso. Por tanto, amado hermano, procura dar a tus oyentes algo, además de una cadena de emotivas anécdotas que les hagan llorar. Di algo a la gente; debes enseñar a tus oyentes; debes predicarles el Evangelio para hacer que comprendan tanto como sea posible las cosas que les van a llevar a la paz. No podemos esperar que nuestros sermones sirvan para que la gente sea salva, a menos que tratemos realmente de instruir a las personas con lo que les decimos.

En cuarto lugar, la gente debe ser impresionada con nuestros sermones para que puedan llegar a convertirse. No solo tienen que estar interesados y recibir instrucción, sino que también tienen que ser conmovidos. Yo creo, estimado amigo, que en los sermones que impresionan hay más valor del que piensan algunas personas. Para que puedas conmover con la Palabra a las personas a quienes prediques, recuerda que primero tú mismo debes ser conmovido por ella. Debes sentirla tú mismo, y hablar como un hombre que la siente. No como si la estuvieras sintiendo, sino porque la sientes. De lo contrario, no vas a lograr que la sientan los demás.

Me pregunto qué será subir al púlpito para leer a la congregación el sermón de alguna otra persona. Leemos en la Biblia acerca de un hacha que había sido prestada, y se cayó al agua. Me temo que lo mismo sucede muchas veces con los sermones prestados: se les cae la cabeza del hacha al agua. Estoy seguro de que los hombres que leen sermones prestados desconocen por completo las dificultades mentales que experimentamos cuando nos preparamos para el púlpito, o nuestro gozo al predicar solo con la ayuda de unas breves notas. Un amigo mío a quien aprecio mucho, y que lee sus propios sermones, me estaba hablando acerca de la predicación. Yo le decía lo mucho que se me conmueve el alma y se agita mi corazón en mi pecho cuando pienso en lo que debo decir a mi gente, y después cuando estoy presentando mi mensaje. En cambio, él me decía que nunca sentía nada así cuando estaba predicando. Me recordó a la niña pequeña que estaba llorando porque le dolían los dientes, cuando su abuela le dijo: «Lily, me pregunto por qué no te avergüenzas de llorar por tan poca cosa». «Bueno, abuela», le respondió la pequeña, «para ti es fácil decirme eso, porque cuando te molestan los dientes, te los puedes sacar; en cambio, los míos están fijos». Algunos hermanos, cuando el sermón que han escogido no fluye sin tropiezos, pueden ir a su despacho y sacar otro. Pero cuando yo tengo un sermón lleno de gozo, y me siento triste y pesado, soy un total infeliz; cuando quiero suplicar a los hombres que crean, y persuadirlos, y tengo el espíritu embotado y frío, me siento desdichado por completo. Me duelen los dientes, pero no me los puedo sacar, porque son míos. También mis sermones son míos y, por tanto, puedo esperar que me surjan un montón de problemas, tanto al prepararlos, como al utilizarlos.

Recuerdo la respuesta que recibí en una ocasión en que dije a mi venerable abuelo: «Siempre que tengo que predicar me siento terriblemente enfermo; enfermo de verdad. Tanto, que mejor sería que me dedicara a cruzar a nado el Canal de la Mancha». Entonces pregunté al querido anciano si pensaba que alguna vez lograría superar ese sentimiento. Su respuesta fue: «Perderás el poder si lo superas». Así que, mi hermano, cuando no se trate tanto del tema que tú has escogido, sino del tema que se ha apoderado de ti, de tal manera que tú mismo sientas de una manera terrible que te tiene agarrado, esa es la clase de sermón que tiene la mayor probabilidad de hacer que los demás se emocionen. Si tú mismo no te sientes impresionado con él, no puedes esperar conmover a otros. Asegúrate de que tus sermones

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siempre tengan algo que realmente te impresione a ti, e impresione también a los oyentes a los que te estás dirigiendo.

Pienso también que debes buscar un estilo que impresione para la presentación de tus discursos. Hay predicadores que los presentan de una manera muy pobre. Si esto te está sucediendo a ti, trata de mejorar este aspecto de todas las formas posibles. Un joven quería aprender a cantar, pero el maestro le dijo: «Tu voz solo tiene un tono, y está fuera de la escala». También hay algunos ministros cuya voz tiene un solo tono, y en esa monotonía no hay música alguna. En cuanto puedas, trata de hacer que incluso tu forma de hablar cuando ministras sirva para el gran fin que tienes por delante.

Por ejemplo, predica como si estuvieras alegando ante un juez, suplicando a favor de la vida de un amigo, o como si estuvieras apelando a la Reina misma a favor de alguien a quien estimas mucho. Al alegar ante los pecadores, usa el mismo tono que habrías usado si se hubiera levantado una horca en esta sala, y te fueran a colgar de ella a menos que pudieras persuadir a la persona que está en autoridad para que te libere. Esa es la clase de fervor que necesitarás cuando intercedas ante los hombres como embajador de Dios.

Trata de hacer que cada uno de tus sermones sea tal, que hasta los más frívolos vean sin duda alguna que, aunque a ellos les parezca divertido escucharte, para ti no es divertido hablarles, sino que les estás suplicando con un fervor realmente solemne acerca de las cosas eternas. Muchas veces me he sentido así mientras estaba predicando; he experimentado lo que es gastar toda mi munición, y después, por así decirlo, meterme yo mismo en el gran cañón del Evangelio, para ser disparado a todos mis oyentes, con toda mi experiencia acerca de la bondad de Dios, toda mi conciencia del pecado y todo el poder que siento en el Evangelio. Y hay algunas personas a las cuales esa clase de predicación les habla como ninguna otra cosa lo habría podido hacer, porque ven que en esos momentos, les estás comunicando no solo el Evangelio, sino también tu propio ser.

La clase de sermón que tiene probabilidades de quebrantar el corazón del oyente es el que ha quebrantado primero el corazón del predicador. Y el sermón que tiene más probabilidades de llegar hasta el corazón del oyente, es el que ha salido directamente del corazón del predicador. Por tanto, amado hermano, trata siempre de predicar de tal manera que la gente se sienta impresionada, y al mismo tiempo interesada e instruida.

En quinto lugar, pienso que debemos tratar de sacar de nuestros sermones todo aquello que pueda apartar la mente del oyente del objetivo que nos proponemos.

El mejor estilo de predicación del mundo, como el mejor estilo para vestir, es el que nadie nota. Un caballero fue a pasar una velada con Hannah More4, y cuando regresó a su casa, su esposa le preguntó: «¿Cómo estaba vestida la señorita More? Debe haber tenido puesto un vestido muy espléndido». El caballero le contestó: «Sí, realmente así era… pero no sé… ¿Cómo estaba vestida? No noté en absoluto el vestido que llevaba puesto; al fin y al cabo, no había nada particularmente destacable en su atuendo, sino que ella misma era el objeto de nuestro interés». Esa es la forma en que se viste una auténtica dama: de manera que la gente se fije en ella, y no en sus ropajes. Se viste tan bien, que ni recordamos cómo está vestida. Y esa es la mejor forma de vestir un sermón. Que no se diga nunca de ti, como se dice de algunos predicadores populares: «Lo hizo todo con tanta majestuosidad; habló con una dicción tan culta, etc., etc., etc.»

Nunca insertes en tu discurso nada que pueda distraer la atención del oyente y apartarla del gran objetivo que tú tienes en mente. Si desvías de ese objetivo principal la mente del pecador, hablando según las costumbres de los hombres, la probabilidad de que 4 N. del T.: Escritora religiosa inglesa que vivió entre la segunda mitad del siglo XVIII y la primera del siglo XIX.

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reciba la impresión que tú le quieres hacer llegar es mucho menor y, por consiguiente, tiene menos probabilidades de convertirse.

Recuerdo haber leído en una ocasión lo que dice el señor Finney en su libro acerca de los «Avivamientos». Dice que había una persona a punto de convertirse, cuando en ese mismo momento una anciana en zuecos llegó arrastrando los pies por todo el pasillo y haciendo un gran ruido, y aquella alma se perdió. Yo sé lo que quiso decir el evangelista, aunque no me agrada cómo expresó lo sucedido. Es probable que el ruido de los zuecos de aquella anciana sacara la mente aquel hombre de aquello en lo que debería haber estado pensando, y es muy posible que ya no hubiera manera de llevarlo de nuevo exactamente a la misma posición en la que estaba. Necesitamos tener en cuenta todas esas pequeñas cosas, como si todo dependiera de nosotros, al mismo tiempo que recordamos que el Espíritu Santo es el único que puede hacer que la obra produzca su efecto.

Tu sermón no debe tener una relación con el texto tan débil que aparte la atención de la persona. Aún quedan muchos oyentes que creen que debe haber cierto tipo de conexión entre el sermón y el texto, y si comienzan a preguntarse: «¿Cómo habrá llegado el ministro hasta donde se encuentra ahora? ¿Qué tiene que ver lo que está diciendo con el texto bíblico?», habrás perdido su atención, y ese hábito tuyo de divagar quizá resulte altamente destructivo para ellos. Por tanto, hermano, mantente dentro de tu texto. Si no lo haces, vas a ser como el niño que salió a pescar y su tío le dijo: «Samuel, ¿has pescado mucho?» El niño le respondió: «Tío, llevo tres horas pescando, y no he pescado nada, pero sí he perdido muchos gusanos». Espero que nunca tengas que decir: «No gané ningún alma para el Salvador, pero sí eché a perder una gran cantidad de textos maravillosos. Confundí y enredé muchos pasajes de las Escrituras, pero no hice bien alguno con ellos. No estaba demasiado ansioso por entender el pensamiento del Espíritu tal como se revelaba en los textos para llevar su sentido a mi mente, aunque sí tuve que retorcer y forzar para poder meter en el texto lo que yo pensaba».

No es bueno hacer esto. Mantente siempre dentro de tus textos, hermano, como se exige al zapatero remendón que siga remendando hasta que no haya más remedio. Trata de sacar de las Escrituras lo que el Espíritu Santo ha puesto en ellas. Nunca permitas que tus oyentes tengan que hacer esta pregunta: «¿Qué tiene que ver este sermón con el texto?» Si lo permites, la gente no recibirá provecho alguno, y hasta es posible que no lleguen a ser salvos.

Yo te diría, hermano, seas del seminario5 que seas que seas, que te eduques todo lo que puedas; que absorbas todo lo que tus tutores te puedan impartir. El esfuerzo de aprovechar de ellos todo lo que tienen para darte, te va a exigir todo tu tiempo. Sin embargo, debes esforzarte para aprender todo lo que te sea posible, porque créeme, la falta de estudios puede ser un obstáculo para la obra de ganar almas. Esa ‘orrible omisión de la letra «h» de los lugares donde debería estar, esa aspiración de la «h» hasta la exasperación6; no te puedes ni imaginar la cantidad de daños que esta clase de errores puede causar.

Había una joven amiga que se habría podido convertir, porque se notaba que le había impresionado notablemente tu discurso. Sin embargo, le incomodaba tanto la manera terrible en que ponías «haches» donde no debían ir, o no las ponías donde sí debían estar, que no te pudo escuchar con agrado alguno, y su atención se apartó de la verdad para fijarse en tus errores de pronunciación. Esa letra «hache» ha hecho grandes daños. Es «la letra que mata» en el caso de una gran cantidad de personas. También hay toda clase de errores gramaticales que pueden hacer mucho más daño de lo que te imaginas. Tal vez pienses que estoy hablando de cosas de poca importancia que apenas vale la pena tener en cuenta. No es así, porque esas 5 Esta conferencia tuvo lugar en la tarde de un viernes en el cual los tutores y los estudiantes de Harley House llegaron para unirse a sus hermanos del Pastors’ College. 6 N. del T.: El autor se refiere en este párrafo a la pronunciación del idioma inglés que es típica sobre todo de la clase obrera del East End de Londres, y que recibe el nombre de «Cockney English».

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cosas pueden tener consecuencias muy graves, y puesto que es fácil aprender a hablar y escribir con corrección, inténtalo y aprende todo lo que puedas.

Tal vez alguien diga: «Pues yo conozco al hermano Fulano, que ha tenido éxito, y es un hombre sin estudios». Es cierto, pero recuerda esto que te digo hoy: los tiempos están cambiando. Una joven le decía a otra: «Yo no veo por qué nosotras las mujeres necesitamos aprender tantas lecciones. Las jóvenes que nos precedieron no sabían gran cosa, y sin embargo, lograron casarse». «Sí», le dijo su amiga, «pero como bien sabes, no había escuelas públicas en aquellos tiempos. Ahora, los hombres jóvenes estudian, y se vería muy mal que nosotras no lo hiciéramos».

Es posible que un joven diga: «El ministro Fulano no sabía nada de gramática, y sin embargo, le fue bien», pero la gente de sus tiempos tampoco sabía gramática, así que no les importaba mucho que él no la supiera. En cambio ahora, que todos han estado en las escuelas públicas, si vienen a escucharte, será una lástima que su mente se desvíe de las cosas solemnes en las que tú quieres que piensen, porque no pueden dejar de notar las deficiencias que hay en tu educación. Aunque no fueras un hombre de estudios, Dios te podría bendecir, pero la sabiduría nos dice que no debemos permitir que nuestra falta de estudios se convierta en un obstáculo que impida que el Evangelio bendiga a los demás.

Tal vez me digas: «Tienen que ser excesivamente críticos para hallar faltas como esas». Muy bien, pero ¿acaso las personas excesivamente críticas no necesitan la salvación tanto como las demás? Yo no querría que una de esas personas demasiado críticas me dijera con razón que mi manera de predicar le incomodaba tanto en los oídos y le perturbaba tanto la mente, que no hubo manera de que recibiera la doctrina que yo estaba tratando de presentarle. ¿Has escuchado alguna vez cómo fue que Charles Dickens no se quiso hacer espiritista? En una sesión de espiritismo, pidió ver al espíritu de Lindley Murray. Entonces apareció algo que profesaba ser el espíritu de Lindley Murray, y Dickens le preguntó: «¿Eres Lindley Murray?» La respuesta fue: «Sí, es yo». Después de aquella respuesta tan ajena a la sintaxis gramatical, no quedó esperanza alguna de que Dickens se convirtiera al espiritismo. Tal vez te rías de esta historia, pero lo que importa es que aprendas la moraleja que conlleva. Te será fácil ver que, si olvidas usar correctamente las formas de un nombre o un pronombre, o si usas mal los tiempos verbales, podrías estar apartando la mente de tu oyente de aquello que procuras presentarle. De esta manera, estarías impidiendo que la verdad llegara a su corazón y a su conciencia.

Por consiguiente, despoja tus sermones cuanto puedas de todo aquello que tenga alguna probabilidad de apartar la mente de tus oyentes del objetivo que tienes ante ti. Si queremos predicar de tal forma que todos los que escuchen nuestra voz puedan ser salvos, toda la atención y todo el pensamiento de la gente deben concentrarse en la verdad que nosotros estamos presentando.

En sexto lugar, creo que los sermones que están más llenos de Cristo son los que tienen mayores probabilidades de ser bendecidos con la conversión de sus oyentes. Llena tus sermones de Cristo desde el principio hasta el fin; que estén repletos de Evangelio. En cuanto a mí, hermano, no puedo predicar ninguna otra cosa, más que Cristo y su cruz, porque no conozco nada más, y hace mucho tiempo, como el apóstol Pablo, decidí no conocer nada más que a Jesucristo, y este crucificado. Muchas veces la gente me ha preguntado: «¿Cuál es el secreto de su éxito?» Yo siempre respondo que no tengo más secreto que este: que he predicado el Evangelio —no acerca del Evangelio, sino el Evangelio—, el Evangelio completo, libre y glorioso del Cristo viviente, quien es la encarnación de las buenas nuevas. Predica a Jesucristo, hermano, siempre y en todas partes, y cada vez que prediques, asegúrate de tener mucho de Jesucristo en tu sermón.

Recordarás la historia de aquel anciano ministro que escuchó un sermón de un joven, y cuando el predicador le preguntó qué pensaba de él, fue más bien lento para responderle,

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pero al fin le contestó: «Si te tengo que decir la verdad, no me gustó en absoluto; no había Cristo en tu sermón». «No», le dijo el joven, «porque no vi que Cristo estuviera en el texto». «¡Oh!», le dijo el anciano ministro, «¿pero es que acaso no sabes que en cada pueblo, aldea y caserío de Inglaterra hay un camino que lleva a Londres? Dondequiera que encuentro un texto, me digo: ‘Hay algún camino desde aquí hasta Jesucristo, y tengo la intención de seguirle el rastro hasta que llegue a Él’». «Bueno», le dijo el joven, «pero supongamos que usted esté predicando acerca de un texto que no diga nada acerca de Cristo». «Entonces salto cuantas cercas y zanjas haga falta, hasta que llegar a Él».

Así es como debemos hacer, hermano. Debemos tener a Cristo en todos nuestros discursos, traten de lo que traten. Cada sermón debe contener suficiente Evangelio como para salvar un alma. Asegúrate de que así sea cuando te llamen a predicar ante Su Majestad la Reina, pero también cuando tengas que predicar a las mujeres de la limpieza y a los criados. Ten siempre el cuidado de que aparezca el Evangelio verdadero en cada sermón.

He oído hablar de un joven que tenía la costumbre de preguntar cuando iba a predicar a un cierto lugar: «¿Qué clase de iglesia es? ¿En qué cree la gente de allí? ¿Cuáles son sus principios doctrinales?» Te voy a decir de qué manera puedes evitar la necesidad de una pregunta así: predícales a Jesucristo, y si eso no está de acuerdo con sus principios doctrinales, entonces predica a Jesucristo el siguiente domingo que vayas, y haz lo mismo al siguiente día de reposo, y al siguiente, y al siguiente, y nunca prediques acerca de ninguna otra cosa. Aquellos a quienes no les gusta Jesucristo son los que necesitan que se les predique sobre Él hasta que les llegue a gustar, porque es precisamente a ellos a quienes más les hace falta.

Recuerda que todos los vendedores del mundo afirman que pueden vender sus mercancías donde existe una demanda de ellas. Ahora bien, nuestra mercancía crea la demanda y la satisface al mismo tiempo. Nosotros predicamos a Jesucristo ante aquellos que lo quieren, y también lo predicamos ante quienes no lo quieren, y lo seguimos predicando hasta hacerles sentir que lo desean, y que no pueden seguir adelante sin Él.

En séptimo lugar, hermano, estoy plenamente convencido de que los sermones que tienen mayores probabilidades de convertir hombres son los que realmente les tocan el corazón, y no los apuntan a la cabeza o solo se dirigen a su intelecto. Siento decirte que conozco a algunos predicadores que nunca harán gran bien en el mundo. Son buenos hombres, están muy capacitados, hablan bien y son muy sagaces. Sin embargo, por alguna razón, existe en su naturaleza una omisión muy triste, porque a todo el que los conozca le resulta evidente que les falta corazón. Yo conozco a uno o dos hombres que son tan secos como el cuero. Si los colgaras en la pared como se hace con un alga marina, para que predigan la clase de clima que va a haber, no te podrían guiar, porque es muy difícil que haya algún clima que los afecte.

En cambio, también conozco a algunas personas que son todo lo opuesto a esos hombres. Tampoco ellos tienen grandes posibilidades de ganar almas, porque son tan indiferentes, tan frívolos y tan necios, que no hay seriedad alguna en sus vidas; nada que demuestre que viven con fervor. No puedo encontrar rastro alguno de un alma en ellos. Son demasiado superficiales para tener una, ya que no podría vivir en los tres o cuatro centímetros de agua que pueden contener. Parecen haber sido hechos sin alma, de manera que no pueden hacer bien alguno al predicar el Evangelio. Es necesario que tengas alma, hermano, para que puedas cuidar de las almas de tus hermanos. Puedes estar seguro de esto, y también de que necesitas tener corazón para poder llegar a tocar el corazón de tus hermanos.

Hay también otra clase de hombre: el que no puede llorar por los pecadores. ¿De qué sirve que se dedique al ministerio? Nunca ha llorado por los seres humanos en su vida. Nunca ha pasado agonías ante Dios por ellos. Nunca ha dicho con Jeremías: «¡Oh, si mi cabeza se hiciese aguas, y mis ojos fuentes de lágrimas, para que llore día y noche los muertos de la hija

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de mi pueblo!» Yo conozco a un hermano así. En una reunión de ministros estuvimos confesando nuestras limitaciones, tras lo cual él dijo que se sentía muy avergonzado de todos nosotros. Sin duda, nosotros deberíamos habernos sentido más avergonzados de lo que estábamos, pero él nos dijo que, si decíamos en serio todo lo que habíamos confesado a Dios, entonces éramos una deshonra para el ministerio. Tal vez lo fuéramos. Dijo también que él no era así; que hasta donde él sabía, nunca había predicado un sermón sin sentir que era el mejor que podía predicar, y que no sabía si habría podido hacer las cosas mejor de lo que las había hecho.

Era un hombre que siempre estudiaba una cantidad fija de horas al día, siempre oraba exactamente la misma cantidad de minutos, siempre predicaba la misma cantidad de tiempo… De hecho, era el hombre más lleno de hábitos que yo haya conocido jamás. Cuando lo oí hablar como nos habló a nosotros, me pregunté: «¿Cuáles son los resultados que manifiesta su ministerio a favor de su manera tan perfecta de hacer las cosas?» Y en verdad, no manifestaba absolutamente nada que fuera satisfactorio. Es un hombre que posee un gran don de dispersión, porque entra a una capilla repleta de gente, y la vacía con rapidez. Sin embargo, yo creo que a su manera, es un buen hombre. Me gustaría tal vez que se le parara el reloj, o que sonara justo a la media hora, o que le pasara algo extraordinario, porque quizá saldría algo bueno de eso. Pero es tan ordenado y está tan lleno de hábitos, que no hay esperanza de que llegue a hacer nada. Su fallo es que no falla en nada. Como notarás, hermano, los predicadores que no tienen fallos tampoco son los más excelentes, así que trata de evitar ese nivel llano y muerto, y todas las demás cosas que reducen las probabilidades de que la gente se convierta.

Regresando a la cuestión de tener corazón, de la cual te estaba hablando, te contaré que pregunté a una joven que vino hace poco para unirse a la iglesia: «¿Tienes buen corazón?» Ella me contestó: «Sí, señor». Yo le dije: «¿Te has pensado bien lo que te he preguntado? ¿Acaso no tienes un corazón malvado?» «¡Sí, claro!», me respondió. «Bueno», le dije yo, «¿cómo es posible que tus dos respuestas sean iguales?» La joven me dijo: «Yo sé que tengo un buen corazón, porque Dios me ha dado un corazón nuevo y un espíritu recto, y también sé que tengo un corazón malvado, porque con frecuencia lo encuentro luchando contra mi corazón nuevo».

Tenía razón la joven, y yo prefiero sentir que un ministro tiene dos corazones, y no que no tenga ninguno. Para ganar muchas almas, hermano, tienes que trabajar mucho más con el corazón que con la cabeza. En medio de todos tus estudios, ten el cuidado de no permitir nunca que se seque tu vida espiritual. No tiene por qué suceder, aunque ha habido muchos a los que el estudio les ha producido ese efecto. Amado hermano, los tutores te pueden dar testimonio de que el estudio del latín, el griego y el hebreo puede llevar a la sequedad. El pareado es cierto:

«Las raíces hebreas, muchos se hacen eco,

crecen mejor en suelo seco».

Los clásicos tienen una gran capacidad para causar aridez, y también las matemáticas. Puedes llegar a sentirte tan absorto en cualquier ciencia, que termines perdiendo el corazón. No permitas que te suceda esto, no vaya a ser que la gente diga de ti: «Ahora sabe mucho más de lo que sabía cuando llegó aquí, pero no tiene tanta espiritualidad como la que solía tener». Procura que nunca te pase esto. No te sientas satisfecho con limitarte a pulir tu chimenea; agita el fuego de tu corazón y haz que tu propia alma arda de amor a Cristo. De lo contrario, no es probable que Dios te pueda usar mucho para ganar las almas de los demás.

Por último, hermano, creo que los sermones que han sido regados con oración son los que tienen la mayor probabilidad de convertir a la gente. Te estoy hablando de esos

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discursos por los cuales se ha orado mucho y de veras, tanto al prepararlos, como al presentarlos, porque hay quienes llaman oración a algo que en realidad es jugar a orar.

Hace algún tiempo viajé con un hombre que afirma realizar curas milagrosas con los ácidos de una cierta madera. Cuando me habló de su maravilloso remedio, yo le pregunté: «¿Qué contienen esos ácidos que hace que sean tan curativos como usted dice?» El me respondió: «¡Oh! Es la forma en que yo preparo la madera, más que la madera en sí; ese es el secreto de sus propiedades curativas. La froto tan fuerte como puedo durante largo tiempo, y tengo tanta electricidad vital dentro de mí, que le comunico mi propia vida».

De acuerdo, no era más que un farsante, pero aun así, hasta de él podríamos aprender una lección, porque la forma de preparar los sermones consiste en comunicarles electricidad vital, poniendo en ellos nuestra propia vida, y la vida de Dios mismo por medio de la oración ferviente.

La diferencia entre un sermón por el cual se ha estado orando, y un sermón que ha sido preparado y predicado por un hombre que no ora, es como la diferencia que sugirió el señor Fergusson en su oración cuando aludió al sumo sacerdote antes y después de haber sido ungido. Necesitas ungir tus sermones, hermano, y no lo podrás lograr, si no es teniendo mucha comunión privada con Dios. Que el Espíritu Santo te unja y te bendiga ricamente para que ganes almas en el nombre del Señor Jesucristo. Amén.

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5

LOS OBSTÁCULOS QUE IMPIDEN GANAR ALMAS

arias veces te he hablado, hermano, en distintos momentos, acerca de la labor de ganar almas, labor digna de reyes. Lo que deseo es que en este sentido, te conviertas en un

poderoso cazador ante el Señor, y lleves muchas almas a los pies del Salvador. En esta ocasión, te quiero decir unas cuantas palabras acerca de:

LOS OBSTÁCULOS QUE NOS ENCONTRAMOS EN EL CAMINO CUANDO TRATAMOS DE GANAR ALMAS PARA CRISTO

Esos obstáculos son muy numerosos, y me es imposible hacer una lista completa de

ellos. Con todo, el primero y uno de los más difíciles es, sin duda alguna, la indiferencia y el letargo de los pecadores. No todos los hombres son igualmente indiferentes. De hecho, hay algunas personas que parecen tener una especie de instinto religioso que influye en ellas para el bien, mucho antes de que lleguen a tener ningún amor real por las cosas espirituales. Sin embargo, hay distritos, en especial distritos rurales, en los cuales prevalece la indiferencia, y lo mismo sucede en diversas partes de Londres.

No se trata de infidelidad, sino de que a la gente no le importa la religión lo suficiente; incluso se opone a ella. No les preocupa lo que prediques, ni dónde prediques, porque no tienen interés alguno en el asunto. No piensan en Dios, y no les importan para nada ni Él, ni su servicio. Solo usan su nombre en expresiones soeces. He notado muchas veces que en algunos lugares donde hay poca actividad económica, eso es malo para los esfuerzos religiosos. Entre las personas de color de Jamaica, cada vez que no tenían mucho trabajo, había poca prosperidad en las iglesias. Y podría señalar distritos no muy lejanos de este lugar, donde la actividad económica es muy poca, y allí encontrarías que es muy poco el bien que se está haciendo. A lo largo de todo el valle del Támesis hay lugares donde un hombre puede predicar con todo el corazón, y matarse predicando, pero es muy poco o nulo el bien que se logra en esas regiones, así como tampoco hay allí una vida de negocios activa.

Ahora bien, mi querido hermano, cuando te tropieces con la indiferencia, como es posible que te suceda, en el lugar donde vayas a predicar —una indiferencia que afecta a tu propia gente, e incluso a tus propios diáconos, que parecen estar marcados por ella—, ¿qué debes hacer? Tu única esperanza para superar esa situación es ser doblemente fervoroso.

Mantén tu propio celo vivo por completo; deja que llegue incluso a ser vehemente, ardiente, incendiario, consumidor. Busca alguna manera de despertar a la gente, y si todo tu fervor parece en vano, sigue ardiendo con pasión, y si eso tampoco tiene efecto alguno en tus oyentes, ve a algún otro lugar hacia el cual te dirija el Señor.

Es muy probable que esa indiferencia o letargo, que se apodera de la mente de algunos hombres, tenga una influencia maligna sobre nuestra predicación. Pero debemos esforzarnos y luchar contra ella, y tratar de despertarnos a nosotros mismos y también a nuestros oyentes. Yo prefiero con mucho que un hombre sea un enemigo intenso y ferviente del Evangelio, a que sea descuidado e indiferente. No se puede hacer mucho con un hombre, si él no habla acerca de la religión, ni quiere venir a escuchar lo que tú dices acerca de las cosas de Dios. Mejor te sería tener delante a un infiel hecho y derecho, como si fuera un leviatán cubierto con las escamas de la blasfemia, que tener ante ti a un simple gusano de tierra que huye retorciéndose para que tú no lo alcances.

V

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Otro obstáculo muy grande para la labor de ganar almas es la incredulidad. Ya sabes lo que se dice del Señor Jesús, que «en su propia tierra… no hizo… muchos milagros, a causa de la incredulidad de ellos». Esta maldad está presente en todos los corazones sin regenerar, pero en algunos hombres toma una forma muy pronunciada. Piensan en la religión, pero no creen en la verdad de Dios que nosotros les predicamos. Para ellos, su opinión tiene más peso y es más digna de ser creída, que las proclamaciones inspiradas de Dios. No quieren aceptar nada de lo que se revela en las Escrituras. Es muy difícil influir sobre esas personas, pero te quiero advertir que no combatas con ellas usando sus propias armas. Yo no creo que se pueda ganar jamás a los infieles a base de discusiones, y si esto se produce, es en muy raras ocasiones.

El argumento que convence a los hombres sobre la realidad de la religión es el que captan en la santidad y el fervor de aquellos que profesan ser seguidores de Cristo. Por regla general, lo que hacen es fabricarse una barricada mental contra los asaltos de la razón, y si nosotros nos dedicamos a discutir con ellos desde el púlpito, muchas veces les estaremos haciendo más daño que bien. Con toda probabilidad, solo una parte muy pequeña de nuestro público comprenderá aquello de lo que estamos hablando, y aunque estamos tratando de hacerles el bien, lo más probable es que estemos enseñando infidelidad al resto de los oyentes, que no saben nada de esas cosas, y escuchan de ciertas herejías por primera vez a través de nuestros labios.

Además, es posible que nuestra refutación del error no haya sido perfecta, y que más de una mente joven haya quedado manchada de incredulidad al escuchar nuestro intento de poner al descubierto cierto error. Creo que la incredulidad se derrota con la fe, más que con la razón. Demostrando que crees, y actuando de acuerdo con tus convicciones acerca de la verdad, vas a hacer más bien que con cualquier discusión, por fuerte que sea.

Hay un amigo que se sienta a escucharme casi todos los días de reposo. «¿Qué se piensa usted?», me dijo un día, «¿que usted es mi único vínculo con las cosas mejores? Para mí, usted no es más que un pésimo hombre, porque no siente la menor simpatía por mí». Yo le contesté: «No, no la tengo; mejor dicho, no tengo simpatía alguna por su incredulidad». «Eso es lo que hace que siga viniendo a escucharle: tengo miedo de seguir siendo siempre como soy ahora, pero cuando veo su fe tan tranquila, me doy cuenta de cómo Dios lo bendice cuando la ejercita y sé lo que usted realiza por medio del poder de esa fe, y me digo a mí mismo: ‘Jack, eres un tonto’». Entonces yo le dije: «Tiene toda la razón en ese veredicto suyo, y cuanto antes comience a pensar como yo, mejor, porque no puede haber mayor tonto que el hombre que no cree en Dios».

Uno de estos días, espero verlo convertido. Hay una batalla continua entre nosotros, pero yo nunca le discuto sus alegatos. En una ocasión le dije: «Si usted cree que yo soy un mentiroso, es libre de pensar así, si le parece. Pero yo le doy testimonio de lo que conozco, y proclamo lo que he visto, y gustado, y palpado y sentido, y usted debería creer mi testimonio, porque no tiene sentido alguno que trate de engañarlo». Ese hombre me habría vencido hace mucho tiempo, si yo le hubiera disparado con los perdigones de papel de la razón. Así que te aconsejo que combatas la incredulidad con la fe, la falsedad con la verdad, y que nunca recortes ni mondes para nada el Evangelio con el fin de hacer que encaje en las locuras y las fantasías de los seres humanos.

Un tercer obstáculo que encontramos en el camino a la hora de ganar almas lo constituye esa fatal dilación que practican los hombres con tanta frecuencia. No sabría decir si este mal en general no estará más extendido y será más dañino que la indiferencia, el letargo y la incredulidad de los que ya hemos hablado. Son muchos los que nos dicen lo que Félix dijo a Pablo: «Ahora vete; pero cuando tenga oportunidad te llamaré». La persona que esto hace, llega hasta la frontera, parece estar a solo unos pasos de la tierra de Emanuel, y sin embargo, rechaza nuestra invitación y pospone la aceptación de nuestros ofrecimientos,

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diciendo: «Sí, lo voy a pensar; no tardaré mucho en tomar una decisión». No hay nada mejor que presionar para que tomen una decisión rápida, y ayudarlos a resolver de inmediato esta cuestión, que es la más importante de todas. No importa que hallen faltas en tus enseñanzas. Lo correcto es predicar siempre lo que Dios dice, y esto es Palabra suya: «He aquí ahora el tiempo aceptable; he aquí ahora el día de salvación».

Lo anterior me lleva a mencionar otro obstáculo que encontramos en la labor de ganar almas, que es la misma cosa, pero con otra forma: la seguridad carnal. Muchos hombres se imaginan que están muy seguros. En realidad, nunca han puesto a prueba los cimientos sobre los cuales están edificando, para ver si son sólidos y firmes, pero dan por sentado que todo está bien. Si no son buenos cristianos, por lo menos pueden decir que son mejores que otros que sí son cristianos, o dicen serlo; y si tienen algún defecto, en cualquier momento pueden poner punto final, y hacerse dignos de la presencia de Dios. No tienen temor alguno, o si temen, no viven temiendo constantemente esa destructora separación eterna de la presencia del Señor y de la gloria de su poder, que es lo que les tocará en suerte con toda certeza, a menos que se arrepientan y crean en el Señor Jesucristo.

Contra estas personas tenemos que tronar día y noche. Proclamemos con toda franqueza ante ellos que el pecador incrédulo «ya está condenado», y que es seguro que perecerá para toda la eternidad si no deposita su confianza en Cristo. Necesitamos predicar de tal manera, que hagamos temblar en su asiento a todos los pecadores. Si alguno de ellos no acude al Salvador, por lo menos es necesario que pase un tiempo difícil mientras se mantenga alejado de Él. Me temo que algunas veces predicamos cosas suaves, demasiado tranquilizadoras y aceptables, y que no presentamos a los hombres como deberíamos el peligro real que están corriendo. Si rehuimos proclamar todo el consejo de Dios al respecto, al menos una parte de la responsabilidad por su destrucción quedará depositada ante nuestra puerta.

Otro obstáculo a la labor de ganar almas es la pérdida de esperanza. El péndulo se mece primero en un sentido, y después en el otro, y el hombre que ayer no temía a nada, hoy no tiene esperanza alguna. Hay miles de personas que han escuchado el Evangelio, y sin embargo, viven sumidas en una especie de desesperanza en cuanto al poder que el Evangelio pueda tener sobre ellas. Tal vez hayan sido criadas entre gente que les enseñó que la obra de la salvación es responsabilidad total de Dios, que el pecador no tiene nada que ver en ella; y por eso dicen que, si han de ser salvas, lo serán.

Como sabes, esta enseñanza contiene una gran verdad; no obstante, si se la presenta sola, sin requisitos ni condiciones, se convierte en una horrible falsedad. No es predestinación, sino fatalismo, y hace que los hombres hablen como si ellos no tuvieran que hacer absolutamente nada, o como si les fuera imposible hacer algo. No hay posibilidad alguna de que una persona sea salva, mientras te esté presentando esto como su única esperanza: «Si la salvación es para mí, a su debido tiempo me llegará».

Tal vez te encuentres con personas que hablan así, y cuando tú les hayas dicho todo cuanto puedas, esas personas permanezcan como si estuvieran metidas en un cajón de acero, sin sentido alguno de su responsabilidad, porque en su espíritu no se ha despertado esperanza alguna. Si tan solo tuvieran la esperanza de poder recibir misericordia si la piden, y se sintieran impulsados a poner su alma culpable en las manos de Cristo, ¡qué gran bendición recibirían! Prediquemos una salvación plena y gratuita a todos los que confíen en Jesús, de manera que si existe alguna posibilidad, logremos alcanzar a estas personas. Si bien los que se sienten carnalmente seguros estarán tentados a darlo todo por hecho, algunos de los que mantienen en silencio su desesperación podrían armarse de valor, sentir esperanza y atreverse a acudir a Cristo.

Sin duda, uno de los mayores obstáculos en la obra de ganar almas es el amor al pecado. «El pecado está a la puerta». Hay muchos hombres que nunca llegan a ser salvos a

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causa de algún apetito carnal secreto; es posible que estén viviendo en fornicación. Recuerdo muy bien el caso de un hombre que a mí me parecía seguro que llegaría a aceptar a Cristo. Estaba plenamente consciente del poder del Evangelio, y parecía impresionado ante la predicación de la Palabra. Pero descubrí que se había enredado con una mujer que no era su esposa, y que seguía viviendo en pecado mientras profesaba estar buscando al Salvador. Cuando supe esto, me fue fácil comprender por qué no podía tener paz. Por mucho que se le ablandara el corazón, allí estaba siempre aquella mujer, manteniéndolo esclavizado al pecado.

Hay hombres que son culpables de transacciones carentes de honradez en sus negocios; no los verás salvos mientras sigan haciendo esto. Si no dejan a un lado sus trampas, no podrán ser salvos. Hay otros que beben en exceso. Con frecuencia, como bien sabes, el que bebe es afectado fácilmente por nuestra predicación. Se le humedecen los ojos, el licor lo ha ablandado y muestra una sensibilidad demasiado llorona. Pero mientras se aferre a «la copa de los demonios», no es probable que se acerque a Cristo. En otros se trata de algún pecado secreto, o algún apetito carnal escondido, que se ha convertido en su gran dificultad. Uno dice que no puede evitar salir corriendo a satisfacer cierta pasión; otro afirma que no puede dejar de embriagarse, y otro se lamenta de no poder encontrar paz, mientras que la raíz de su desventura es que hay una ramera que se ha cruzado en su camino. En todos estos casos, tenemos que seguir predicando la verdad únicamente, y que Dios nos ayude a lanzar nuestra flecha justo al punto débil de su armadura.

Otro obstáculo que se nos atraviesa en el camino es la justicia propia que sienten los seres humanos. No han cometido ninguno de estos pecados que acabo de mencionar, sino que han guardado todos los mandamientos desde su juventud. Entonces, ¿qué les falta? Les falta lugar para Cristo en un corazón que ya está demasiado lleno. Pero cuando un ser humano se halla revestido de pies a cabeza con su propia justicia, no tiene necesidad de la justicia que Cristo le puede dar. Al menos, no está consciente de esa necesidad, y si el Evangelio no lo convence, tendrá que llegar Moisés con la ley, para mostrarle cuál es su verdadero estado. Esa es la verdadera dificultad en muchísimos casos: el hombre no se acerca a Cristo, porque no está consciente de que es una criatura caída. No siente que tenga necesidad alguna de la misericordia o del perdón de Dios y, por tanto, no los busca.

También hay personas a quienes no les afecta nada de lo que les digamos, a causa de su mundanalidad total. Esta mundanalidad toma dos formas. En el pobre, es consecuencia de una miseria absoluta. Cuando alguien apenas tiene suficiente pan para comer, y apenas puede conseguir ropa para cubrirse; cuando en su casa escucha los gemidos de sus pequeños y ve el rostro de su agotada esposa, nosotros debemos predicar de una manera muy maravillosa para poder atraer su atención, y hacerle pensar en el mundo venidero.

«¿Qué comeremos? ¿Qué beberemos? ¿Con qué nos vamos a vestir?», son las preguntas que oprimen con mucha fuerza al pobre. Para el hombre hambriento, Cristo es encantador cuando lleva una hogaza de pan en la mano. Ese era el aspecto que tenía el Señor cuando repartía el pan y los peces entre las multitudes, porque ni siquiera Él desdeñó el alimentar a los hambrientos. Y cuando nosotros aliviamos las necesidades de los que están en la miseria, podemos estar haciendo algo que les es necesario, poniéndolos en una situación en la que podrían tener la capacidad de escuchar con provecho el Evangelio de Cristo.

La otra clase de mundanalidad es la del que tiene demasiadas cosas en este mundo; o al menos, le da demasiada importancia al mundo en el que vivimos. El caballero debe ir a la moda, sus hijas deben vestirse con el mejor estilo, sus hijos deben aprender a bailar, y todo lo demás. Esta clase de mundanalidad ha sido la gran maldición de nuestras Iglesias No conformistas7. 7 N. del T.: Las iglesias No conformistas son congregaciones protestantes que no comulgan con las doctrinas, los usos o las tradiciones de la iglesia establecida o nacional (especialmente, de la Iglesia de Inglaterra).

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Además, hay otra clase de hombre que se agota trabajando desde la mañana hasta la noche en el taller. Parece que su negocio cierra la persiana solo para volver a abrirla de nuevo enseguida. Se levanta temprano, se acuesta tarde y come el pan de las preocupaciones, porque quiere hacer dinero. ¿Qué podemos hacer por esas personas codiciosas? ¿Cómo podemos tener la esperanza de tocar el corazón de esos hombres cuya única meta en la vida es hacerse ricos; de esa gente que se aferra al dinero hasta el último centavo?

Economizar es bueno, pero hay una economía que llega a ser mezquindad, y esa mezquindad se convierte en el hábito dominante de esos pobres miserables. Algunos incluso van a la capilla porque eso da buena imagen, y esperan poder ganar clientes con ello. Judas siguió siendo inconverso, aun en la compañía del Señor Jesucristo, y todavía hay entre nosotros personas en cuyos oídos las treinta monedas de plata tintinean tan alto, que no pueden escuchar el sonido del Evangelio.

Debo mencionarte un obstáculo más a la labor de ganar almas. Es el obstáculo que tienen algunos hombres en sus hábitos, los lugares que frecuentan y la gente con la que andan. ¿Cómo podemos esperar que un trabajador se vaya a su casa y permanezca toda la noche en el único cuarto que tiene para vivir y dormir? Tal vez tenga allí dos o tres hijos llorando, ropa tendida para secarla y toda clase de cosas que lo hacen sentir incómodo. El hombre llega, y su mujer está peleando, sus hijos están llorando y la ropa se está secando. ¿Qué harías tú, de estar en su lugar? Supongamos que no fueras cristiano: ¿acaso no te irías a otro sitio? No vas a estar andando todo el tiempo por la calle, pero sabes que hay una cómoda sala en la taberna, con su centelleante luz, o que en la esquina hay una cantina donde todo es resplandeciente y lleno de alegría, y donde hay una gran cantidad de acompañantes divertidos.

No puedes tener la esperanza de servir de medio para salvar a los hombres mientras sigan acudiendo a esos lugares, y mientras se encuentren con las compañías que hay allí. Todo lo bueno que reciban de los himnos que oyen en el día de reposo, desaparece cuando oyen los cómicos cantos de la taberna, y todo lo que recuerdan de los cultos en el santuario queda anulado por las historias de mal gusto que se oyen en la cantina.

Por esto, es una gran bendición tener un lugar donde los trabajadores puedan llegar y sentirse seguros, o disfrutar de una reunión selecta donde no todo sea cantar, predicar u orar, pero donde haya un poco de cada una de estas cosas. Así se ayuda al hombre a salir de sus hábitos antiguos, que parecían tenerlo amarrado, de manera que poco a poco logra no tener que ir para nada a esos lugares públicos, porque dispone de dos habitaciones, o tal vez una casita, para que su esposa pueda secar la ropa en el traspatio, y ahora se encuentra con que el bebé no llora tanto como antes, tal vez porque su madre tiene algo más que darle. Todas las cosas se vuelven mejores y más llenas de vida, ahora que el hombre ha abandonado los lugares que frecuentaba.

Pienso que está totalmente justificado que un ministro cristiano utilice todos los medios correctos y legales que tenga a mano para apartar a la gente de sus malas compañías, y a veces sería bueno que hiciéramos algo que nos parezca extraordinario, si gracias a lo que hacemos, podemos ganar de alguna forma a alguien para el Señor Jesucristo. Esa debe ser nuestra gran meta en todo cuanto hagamos, y cuales quiera que sean los obstáculos que se nos crucen en el camino, debemos buscar la ayuda del Espíritu Santo para quitarlos de en medio, para que así, las almas reciban la salvación y Dios sea glorificado.

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CÓMO PERSUADIR A LOS NUESTROS PARA QUE SE DEDIQUEN A GANAR ALMAS

e he hablado en diferentes ocasiones, hermano, de la gran labor de nuestra vida, que es la de ganar almas. He tratado de mostrarte las diferentes maneras de hacerlo, los requisitos

que debemos cumplir con respecto a Dios y con respecto a los hombres, si queremos ser usados en la labor de ganar almas, la clase de sermones que tienen mayores probabilidades de lograrlo, y también los obstáculos que se nos interponen en el camino a los ganadores de almas. Ahora, en este momento, quiero hablarte de otro aspecto de este mismo tema. Se trata de

CÓMO PERSUADIR A LOS NUESTROS PARA QUE SE DEDIQUEN A GANAR ALMAS.

Tú aspiras a convertirte en pastor de alguna iglesia cuando llegue el momento oportuno, a menos que el Señor te llame a ser evangelista, o misionero en medio de los paganos. Al principio comenzarás simplemente como sembrador de la buena semilla del Reino, e irás esparciendo tus propios puñados de semilla, que tomarás de tu propio canasto. No obstante, lo que anhelas es convertirte en agricultor espiritual, y tener un cierto terreno en el cual no vas a ser tú solo quien siembre, sino que tendrás quienes te ayuden en el trabajo. Entonces, dirás a uno «Ve», e irá, o «Ven», y vendrá de inmediato. Tratarás de guiarlos en el conocimiento del arte y el misterio de la siembra, de manera que, después de un tiempo, tengas a tu alrededor un gran número de personas que hagan esta buena obra, y de esa manera sean cultivados una mayor cantidad de terrenos para el Gran Agricultor. Hay entre nosotros quienes, por la gracia de Dios, hemos sido bendecidos tan ricamente, que nos rodea un gran número de personas que Dios ha avivado espiritualmente utilizándonos a nosotros como instrumentos; personas que se han levantado bajo nuestro ministerio, que nosotros mismos hemos instruido y fortalecido, y que están sirviendo bien al Señor.

Te quiero advertir que no debes buscar todo esto al principio, porque es una obra que lleva tiempo. No esperes conseguir en el primer año de tu pastorado ese resultado, que es la recompensa de un esfuerzo continuo de veinte años en un lugar. A veces los jóvenes cometen un gravísimo error en la forma en que hablan a unas personas que no los habían visto nunca en su vida hasta seis semanas antes. No pueden hablar con la autoridad de alguien que ha sido como un padre entre su pueblo, porque ha estado con ellos durante veinte o treinta años. Y si lo hacen, esto se convierte en una especie de necia afectación por su parte, de manera que es igualmente absurdo esperar que la gente sea de repente la misma que habría sido después de ser entrenada por un ministro piadoso durante un cuarto de siglo.

Es cierto que podrías llegar a una iglesia donde alguien ha trabajado fielmente durante numerosos años, y sembrado la buena semilla por largo tiempo, de manera que te encontrarías tu área de trabajo en un estado muy bendecido y próspero y serías feliz, si es que puedes meterte en los zapatos de un buen hombre, para seguir el camino que él ha estado abriendo. Siempre es una buena señal que los caballos no se den cuenta de que tienen un conductor nuevo, y tú, hermano mío, aunque aún seas inexperto como eres, serás un hombre muy feliz si esa es la suerte que te toca. Sin embargo, lo más probable es que vayas a un lugar que se ha dejado decaer casi hasta la ruina total; tal vez un lugar que ha sido descuidado por completo.

Tal vez trates de lograr que el diácono principal imite tu fervor. Tú estás ardiendo en fuego, y cuando lo encuentras a él tan frío como el acero, te gustaría ser como un hierro al

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rojo vivo sumergido en un cubo de agua. Pero él te podría decir que recuerda a otros que al principio eran tan ardientes como lo eres tú, pero que se enfriaron muy pronto, y que no se sorprendería si a ti te pasara lo mismo. Él es un hombre muy bueno, pero es mayor, mientras que tú eres joven, y no podemos poner una cabeza joven sobre unos hombros viejos, por mucho que lo intentemos.

Es posible que después de esto, te decidas a probar con algunos de los jóvenes. Quizá te pueda ir mejor con ellos, pero no te van a comprender. Darán un paso atrás, se apartarán de ti, y muy pronto saldrán huyendo por la tangente.

No debe sorprenderte que esta sea tu experiencia. Es muy probable que seas tú quien lo haga casi todo en la obra. En todo lo que acontezca, espera que así sean las cosas, y no te desilusionarás cuando tomen ese giro. Tal vez la situación sea distinta, pero sería sabio que entraras al ministerio entendiendo que no vas a encontrar mucha ayuda de parte de la gente en la labor de ganar almas. Espera más bien que tendrás que hacerlo todo por ti mismo, y solo.

Comienza haciendo las cosas solo, siembra la semilla, recorre el campo arriba y abajo, siempre buscando que el Señor de la mies bendiga tu labor. Espera también el momento en el cual, por medio de tus esfuerzos y bajo la bendición divina, en lugar de un terreno aparentemente cubierto de ortigas o lleno de piedras, maleza o espinos, tengas un campo de tierra bien preparada en el cual puedas sembrar la semilla para que produzca al máximo, y en el cual tengas ya un pequeño ejército de compañeros de labor que te ayuden a servir. No obstante, todo esto requiere tiempo.

Yo te diría, plenamente convencido, que no esperes nada de esto, al menos durante algunos meses después de comenzar tu labor. Los avivamientos, si son genuinos, no siempre aparecen en el momento en que los llamamos. Trata de llamar al viento, a ver si viene. Aquella gran lluvia cayó como respuesta a las oraciones de Elías. Sin embargo, ni siquiera entonces llegó la primera vez que él oró. También nosotros debemos orar una y otra vez sin cesar. Al final aparecerá la nube, y caerá de ella la lluvia.

Espera un poco, sigue adelante en tu trabajo, sigue arando y suplicando, y a su debido tiempo descenderá la bendición, y descubrirás que tienes la iglesia que siempre te ha parecido ideal. Pero esto no te llegará de inmediato.

Yo no creo que el señor John Angell James, de Birmingham, viera mucho fruto en su ministerio durante un buen número de años. Recuerdo que la Capilla de Carr’s Lane no era un lugar muy notorio antes de que él empezara a predicar allí. Sin embargo, perseveró en la predicación del Evangelio y al final logró rodearse de una compañía de gente piadosa que lo ayudó a convertirse en el mayor poder para el bien que tuvo Birmingham en aquellos tiempos. Trata de hacer eso mismo, y no esperes ver de inmediato lo que él y otros ministros fieles solo han podido ver realizado después de muchos años.

Si quieres asegurarte de reunir a tu alrededor un grupo de cristianos que también sean ganadores de almas, te recomiendo que no te pongas a trabajar siguiendo ninguna regla establecida, porque aquello que funciona bien en un momento, podría no ser sabio en otro, y aquello que sería lo mejor en un lugar, podría no ser tan bueno en otro. A veces, el mejor plan consistiría en reunir a todos los miembros de la iglesia, decirles lo que querrías llegar a ver y abogar con todo fervor ante ellos para que todos y cada uno se conviertan en ganadores de almas para Dios. Diles: «No quiero ser vuestro pastor, solo para predicar para vosotros. Anhelo ver que se salvan almas, y ver que aquellos que sean salvos, ganen a otros para el Señor Jesucristo. Vosotros sabéis cómo descendió la bendición pentecostal: mientras estaba la iglesia reunida y unánime en un mismo lugar, habiendo perseverado en su oración y súplica, se derramó sobre ella el Espíritu Santo, y miles de personas se convirtieron. ¿Acaso no nos podríamos unir nosotros de la misma manera, y clamar todos juntos poderosamente a Dios para pedirle su bendición?»

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Esto podría despertarlos. Reunirlos para suplicarles con todo fervor acerca de este asunto, señalándoles aquello que quieres en especial que hagan, y que pidan a Dios, podría ser como acercar una llama a un bidón de combustible. Por otra parte, sin embargo, tal vez no suceda nada a raíz de esto, debido a su falta de identificación con la labor de ganar almas. Es posible que digan: «La reunión fue muy buena, y nuestro pastor espera mucho de nosotros, y todos esperamos que lo pueda lograr», y que así terminen las cosas en lo que a ellos respecta.

Entonces, si no logras nada haciendo esto, es posible que Dios te guíe a comenzar con una o dos personas. En cada congregación suele haber algún «joven selecto», y cuando notes en él una espiritualidad más profunda que en el resto de los miembros, podrías decirle: «¿Quieres acercarte a mi casa en tal y tal momento para que podamos orar juntos un rato?» Puedes ir aumentando gradualmente el número a dos o tres, hombres jóvenes si te es posible, o puedes comenzar con alguna bondadosa dama que tal vez viva más cerca de Dios que ninguno de los hombres, y cuyas oraciones te ayudarían más que las de ellos.

Una vez conseguida su solidaridad, podrías decirles: «Vamos a tratar ahora de influir sobre toda la iglesia. Comenzaremos por los demás miembros, antes de ir a los de fuera. Tratemos de estar siempre presentes en las reuniones de oración, para dar buen ejemplo a los demás, y tratemos también de arreglar las cosas para tener reuniones de oración en nuestros propios hogares, e invitar a nuestros hermanos y hermanas a asistir. Usted, hermana, puede reunir media docena de hermanas más en su casa, y tener con ellas una pequeña reunión. Y usted, hermano, puede decir a unos cuantos amigos: ‘¿Por qué no nos reunimos a orar por nuestro pastor?’»

Algunas veces, la manera más efectiva de quemar una casa es derramando petróleo en medio de ella y prendiéndole fuego, como hicieron aquellas damas y aquellos caballeros (¡!) en París en los días de la Comuna8. Otras veces, el método más corto consiste en prenderle fuego por los cuatro costados. Aunque yo nunca he puesto a prueba ninguna de estas técnicas, creo que las dos funcionan. A mí me gusta prender fuego a iglesias más que a casas, porque las iglesias no arden hasta desplomarse, sino que arden hacia las alturas, y siguen ardiendo, si el fuego es como debe ser.

Cuando un arbusto no es más que un arbusto, en seguida se consume si se le prende fuego. En cambio, cuando una zarza arde y no se consume, nosotros sabemos que Dios está en ella. Lo mismo sucede con una iglesia que arde en santo celo. Tu obra, hermano, consiste en buscar la manera de prender el fuego en tu iglesia. Tal vez lo hagas hablando a todos los miembros, o tal vez hablando a unos pocos espíritus escogidos, pero de alguna manera tienes que lograrlo. Establece una sociedad secreta con este propósito sagrado. Y que se conviertan en una banda de fenianos9 celestiales al estilo de los nacionalistas irlandeses, cuya meta sea hacer que arda toda la iglesia.

Si hacéis esto, al diablo no le va a gustar, y vais a causarle tanto desasosiego, que va a tratar de destruir por completo vuestra unidad. Y eso es precisamente lo que nosotros queremos; no queremos otra cosa más que la guerra a cuchillo entre la iglesia y el mundo, con todos sus hábitos y sus costumbres. Pero una vez más te digo que todo esto va a llevar tiempo. He visto algunos que han corrido tan rápido al principio, que pronto se han vuelto como caballos sin aliento, y ciertamente, da lástima verlos. Así que tómate tu tiempo, hermano, y no pienses que todo lo que deseas se va a producir de inmediato.

Me imagino que en la mayoría de los lugares haya una reunión de oración los lunes por la noche. Si quieres que además de ti mismo, tu gente sea también ganadora de almas, trata por todos los medios de mantener las reuniones de oración en un nivel de importancia alto. No seas como ciertos ministros de los barrios bajos de Londres, que dicen que no 8 N. del T.: La Comuna de París fue un breve movimiento insurreccional que gobernó la ciudad de París del 18 de marzo al 28 de mayo de 1871. 9 N. del T.: Individuos de la secta y partido políticos adversos a la dominación inglesa en Irlanda.

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pueden lograr que la gente asista a una reunión de oración y también a una conferencia, así que hacen una reunión de oración un día de la semana por la noche, durante la cual ofrecen un corto discurso. Un perezoso dijo el otro día que el discurso que ofrece entre semana es casi como predicar un sermón, por lo que él combina la reunión de oración y la conferencia en un solo encuentro, de manera que no es ni reunión de oración ni conferencia. No es carne ni pescado ni ave; ni siquiera un buen arenque rojo. Muy pronto dejará de tener la reunión, afirmando que no sirve de nada. Y estoy seguro de que lo mismo piensa su gente también. Es más, después de eso, ¿por qué no habría de renunciar a uno de los cultos del domingo? A esos cultos se les podría aplicar el mismo razonamiento que a la reunión de la noche en un día entre semana.

Hoy mismo vi en un periódico de Estados Unidos el párrafo siguiente: «De nuevo circula el bien conocido hecho de que en la iglesia del señor Spurgeon en Londres, los oyentes regulares se ausentan una noche de domingo cada tres meses, dejando la casa en manos extrañas. La ‹arrogancia inglesa› queda excluida en este asunto. Nuestra cristiandad estadounidense es de un tipo tan noble, que una gran cantidad de gente nuestra deja sus bancas en manos extrañas todas las noches de domingo del año». Espero que las cosas no sean así con tu gente, hermano, ni con respecto a los cultos del día de reposo, ni con las reuniones de oración.

Si yo fuera tú, convertiría esa reunión de oración en un aspecto especial de mi ministerio. Que sea una reunión de oración tal, que no la haya igual en doce mil kilómetros a la redonda. No entres a la reunión de oración, como hacen muchos, para decir lo que se te ocurra en el momento, o no decir absolutamente nada. Haz tu mejor esfuerzo por hacer que la reunión sea interesante para todos los presentes, y no vaciles en decir al bueno del señor Snooks que, si Dios te ayuda, él no va a estar orando durante veinticinco minutos. Exhórtalo con toda gravedad a orar menos tiempo, y si no lo hace, entonces páralo.

Si un hombre entrara a mi casa con la intención de degollar a mi mujer, yo razonaría con él en cuanto al error que quiere cometer, y después impediría con todas mis fuerzas que le hiciera daño alguno. Y yo amo a la iglesia casi tanto como amo a mi querida esposa. Así que, si un hombre quiere orar durante mucho tiempo, que lo haga en algún otro lugar, pero no en una reunión que yo esté presidiendo. Dile que termine de orar en su casa, si no puede orar en público durante una cantidad de tiempo razonable.

Cuando la gente te dé la impresión de estar embotada y cansada, ponte a cantar con ellos himnos de Moody y de Sankey. Entonces, cuando los puedan cantar con todo el corazón, deja por un tiempo a Moody y Sankey, y vuelve a tu propio himnario.

Mantén un alto nivel en la reunión de oración, aunque otras cosas decaigan. Es la gran noche de la semana; el mejor de los cultos entre un día de reposo y otro. Asegúrate de que lo sea. Si ves que tu gente no puede asistir en la noche, entonces procura tener una reunión de oración cuando ellos puedan acudir. Tal vez puedas tener una buena reunión en la zona rural a las cuatro y media de la mañana. ¿Por qué no? A las cinco de la mañana, conseguirías más gente que a las cinco de la tarde. Yo pienso que una reunión de oración a las seis de la mañana entre agricultores, atraería a muchos. Llegarían, harían algo de oración y agradecerían la oportunidad que les ofrecemos. También podrías tener la reunión a las doce de la noche. A esa hora encontrarías fuera de su casa a algunas personas que no podrías encontrar en ningún otro momento. Prueba con la una, las dos, las tres o cualquier otra hora del día o de la noche. Lo importante es que, de alguna manera, la gente acuda a orar.

Si ves que no te es posible convencerlos para que asistan a las reuniones, ve a sus casas y diles: «Voy a tener una reunión de oración en su sala». «¡Dios mío, como se va a poner mi mujer!» «¡No, no! Dígale que no se preocupe, porque podemos ir a la cochera, al jardín o a cualquier otro lugar, pero necesitamos tener una reunión de oración aquí».

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Si ellos no van a la reunión de oración, nosotros debemos ir a ellos. Imagínate que cincuenta de nosotros recorriéramos la calle para tener una reunión al aire libre. Bueno, podría haber muchas cosas peores que esa. Recuerda cómo las mujeres combatieron a los vendedores de licor en los Estados Unidos, sacándolos de su negocio a base de oración. Si no somos capaces de mover a la gente sin hacer cosas extraordinarias, en nombre de todo lo grande y lo bueno, hagamos esas cosas extraordinarias. Pero de alguna manera tenemos que hacer destacar las reuniones de oración, porque son la fuente secreta misma del poder ante Dios y ante los hombres.

Siempre debemos comenzar dando un ferviente ejemplo nosotros mismos. Un ministro que se mueva a paso de tortuga nunca va a tener una iglesia llena de vida y de celo; de eso estoy seguro. El que sea indiferente, o haga su trabajo tomándoselo lo más a la ligera que pueda, no debería tener la esperanza de llegar a tener a su alrededor gente que sienta fervor por lograr la salvación de las almas.

Yo sé que tú, hermano, quieres rodearte de un grupo de cristianos que anhelen la salvación de sus amigos y vecinos; un grupo de personas que siempre esté esperando que Dios bendiga los sermones que predicas; que observen los rostros de tus oyentes para ver si se están sintiendo impresionados, que se sientan dolorosamente angustiados al ver que no hay conversiones, y muy preocupados cuando no se salvan almas. Tal vez no vengan a ti a quejarse si este es el caso, pero sí clamarán ante Dios a tu favor. Y es posible que también te hablen a ti acerca de eso. Recuerdo lo que uno de mis diáconos me dijo mientras bajábamos a la comunión un día de reposo por la noche, un día en que solo íbamos a recibir a catorce personas en la iglesia: «Pastor, esto no va a ser suficiente». Nos habíamos acostumbrado a tener cuarenta o cincuenta personas cada mes, y aquel hombre no se sentía satisfecho con un número menor.

Yo estuve de acuerdo con él en que debíamos buscar la manera de tener un número mayor en el futuro, si nos era posible. Me imagino que algunos hermanos se habrían enojado si alguien les hubiera hecho una observación como esa. En cambio, yo me sentí encantado con lo que mi buen diácono me dijo, porque era exactamente lo mismo que yo sentía.

Además, nosotros queremos a nuestro alrededor a unos cristianos dispuestos a hacer todo cuanto esté a su alcance para ayudar en la labor de ganar almas. Hay un gran número de personas hasta las cuales el pastor no puede llegar. Debes tratar de conseguir algunos obreros cristianos que «encajen» con la gente, y espero que comprendas lo que quiero decir. Estamos muy cerca de un amigo cuando lo tenemos agarrado por el cabello, o por un botón de la chaqueta. A Absalón no le fue fácil huir cuando quedó atrapado en las ramas de la encina, con los cabellos enredados. Así, trata de acercarte lo más que puedas a los pecadores. Háblales con bondad, hasta que les hayas hecho escuchar la bienaventurada historia que les va a traer la paz y el gozo al corazón.

En la Iglesia de Cristo queremos a un grupo de tiradores bien entrenados que vayan escogiendo individualmente a las personas, y siempre estén vigilando a todos los que llegan al lugar. No para molestarlos, sino para asegurarse de que no se marchen sin haber tenido una advertencia personal, una invitación personal y una exhortación personal para que acudan a Cristo.

Queremos entrenar a toda nuestra gente para que preste este servicio, como si los estuviéramos convirtiendo en Ejércitos de Salvación. Cada uno de los hombres, mujeres y niños que están en nuestras iglesias, deben estar preparados para trabajar para el Señor. Entonces, no se deleitarán en los sermones tan elegantes en los que parecen deleitarse tanto los estadounidenses, sino que dirán: «¡Uf! ¡Tonterías! Nosotros no queremos esa clase de cosas». ¿Para qué les habrían de interesar el rayo y el trueno a los que están trabajando en la cosecha en medio del campo? Lo que quieren es descansar un rato bajo un árbol, secarse el sudor de la frente, refrescarse después de su duro trabajo, y después volver a trabajar.

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Nuestra predicación debe ser como la arenga de un comandante a su ejército: «Allí está el enemigo. Que yo no sepa dónde va a estar mañana». Algo corto, algo dulce; algo que los conmueva y los impresione. Eso es lo que necesita nuestra gente.

Podremos recibir con toda seguridad la bendición que estamos buscando cuando toda la atmósfera en la que estemos viviendo sea favorable a la labor de ganar almas. Recuerdo que uno de nuestros amigos me dijo una noche: «Estoy seguro de que esta noche va a haber bendición, por la gran cantidad de rocío que observo». ¡Ojalá tú puedas experimentar con frecuencia lo que es predicar donde hay mucho rocío! El irlandés decía que no servía de nada regar durante las horas de sol, porque había observado que, cuando llovía, siempre había nubes, de manera que el sol estaba escondido. Su observación tiene un gran sentido, más de lo que parece a simple vista, como lo suele haber en los dichos de los irlandeses. La lluvia beneficia a las plantas, porque todo es favorable a esa agua que cae: el cielo nublado, la humedad en la atmósfera y la sensación general de que todo está mojado. En cambio si se derramara la misma cantidad de agua mientras el sol resplandece en el cielo, es probable que las hojas se pusieran amarillas, y en el calor se pondrían mustias y morirían.

Cualquier jardinero te dirá que siempre tiene el cuidado de regar las flores al atardecer, cuando el sol ya no está alto en el cielo. Esta es la razón por la cual el riego, por bien que se haga, no es tan beneficioso como la lluvia. Debe haber una influencia favorable en toda la atmósfera para que las plantas y las flores se beneficien de la humedad.

Lo mismo sucede con las cosas espirituales. He notado muchas veces que, cuando Dios bendice mi ministerio de una manera poco usual, la gente en general se encuentra en un ambiente de oración. Es algo grandioso predicar en una atmósfera repleta del rocío del Espíritu. Yo sé lo que es predicar así, y ¡ay!, también sé lo que es predicar sin ese rocío. Cuando esto sucede, es como si estuviéramos en los montes de Gilboa, donde no había rocío ni lluvia. Uno predica, y tiene la esperanza de que Dios bendiga su mensaje, pero no sirve de nada. Espero que esto no te suceda a ti, hermano. Tal vez te toque estar en un lugar donde algún hermano amado ha estado esforzándose, orando y trabajando para el Señor durante largo tiempo, y te encuentres a toda la gente preparada para recibir la bendición.

Muchas veces, cuando me dispongo a predicar, siento que yo no tengo mérito alguno, puesto que todo está a mi favor. Allí está toda esa buena gente sentada con la boca abierta, esperando la bendición. Casi todos los que están allí, esperan que yo diga algo bueno y, como todos lo están esperando, les hace bien. Además, cuando yo me marcho, siguen orando para recibir la bendición, y la reciben.

Cuando a un hombre lo montan en un caballo que sale corriendo con él encima, no tiene más remedio que cabalgar. Así mismo es como me han sucedido las cosas a mí con frecuencia. La bendición ha sido dada, porque todo lo que nos rodeaba era favorable. Muchas veces, los felices resultados no se remontan solo al discurso del predicador, sino también a todas las circunstancias relacionadas con su presentación.

Así sucedió con el sermón de Pedro que llevó a Cristo a tres mil almas en el día de Pentecostés. Nunca hubo un sermón mejor predicado. Era un franco mensaje personal que tenía la posibilidad de convencer a la gente del pecado que había sido tratar al Salvador como lo habían tratado, hasta llevarlo a la muerte. Sin embargo, yo no atribuyo las conversiones solo a las palabras del apóstol, puesto que había nubes y toda la atmósfera estaba húmeda. Como me dijo aquel amigo mío, había «una gran cantidad de rocío». ¿Acaso no habían estado los discípulos durante largos días en oración y súplica para que descendiera el Espíritu, y no había descendido el Espíritu Santo sobre todos y cada uno de ellos, y no solo sobre Pedro? Cuando se cumplió el tiempo, la bendición pentecostal fue derramada de una manera inmensamente copiosa.

Cada vez que una iglesia llega a este mismo estado en el que se encontraban los apóstoles y los discípulos en aquel momento memorable, toda la electricidad del cielo se

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concentra en ese lugar específico. Con todo, recordarás que ni el propio Cristo pudo hacer grandes obras en algunos lugares, debido a la incredulidad de la gente, y yo estoy seguro de que todos sus siervos que se hallan fervorosamente entregados a Él pasan en ocasiones por los mismos obstáculos. Me temo que algunos de nuestros hermanos que están aquí sirvan a una gente mundana que no tiene a Cristo. Con todo, no estoy seguro de que deban huir de ellos. Creo que, si les es posible, deben quedarse, para tratar de hacer que sean más semejantes a Cristo.

Es cierto que he tenido otro tipo de experiencias, además de las gozosas que acabo de describir. Recuerdo haber predicado una noche en un lugar donde no habían tenido ministro durante algún tiempo. Cuando llegué a la capilla, no me dieron bienvenida alguna. Las autoridades debían estar ahí para recibir, si no otra cosa, al menos algún beneficio monetario por mi visita, pero ni siquiera me dieron la bienvenida. De hecho, dijeron que en la reunión de la iglesia la mayoría de los miembros habían estado a favor de invitarme, pero que los diáconos no lo aprobaban, porque no pensaban que yo fuera «sólido».

Allí había algunos hermanos y hermanas de otras iglesias, que parecían complacidos y que estaban aprovechando lo que se les decía. En cambio, la gente que pertenecía a esa iglesia no recibió bendición alguna. No la esperaba, así que, por supuesto, no la recibieron. Cuando terminó el culto, yo entré a la sacristía, y allí estaban de pie los dos diáconos, uno a cada lado de la repisa de la chimenea.

Yo les dije: «¿Son ustedes los diáconos?» «Sí», me respondieron. «Esta iglesia no prospera, ¿verdad?» les pregunté. «No», fue su respuesta. «No creo que pueda, con unos diáconos así», les dije. Me preguntaron si sabía algo en su contra. «No», les contesté, «pero tampoco sé nada a favor de ustedes». Pensé que si no podía llegar a toda la congregación en general, al menos trataría de hacer lo que pudiera con uno o dos de ellos. Me alegré de saber que mi sermón, o mis observaciones posteriores, llevaron a una mejora. Ahora hay allí uno de nuestros hermanos, y le va bien hasta el día de hoy. Uno de los diáconos se enojó tanto con lo que les dije, que se marchó del lugar, pero el otro se sintió irritado de la manera correcta, así que se quedó, y trabajó y oró hasta que llegaron días mejores.

Es duro remar contra viento y marea, pero las cosas son peores cuando en la orilla hay un caballo tirando de una soga, y tratando de arrastrar el bote en el sentido contrario. Hermano, que no te importe si esa es tu situación. Esfuérzate más aún, hasta empujar al caballo de manera que se caiga al agua. Con todo, recuerda que cuando se crea una atmósfera favorable, entonces lo difícil es mantenerla. Notarás que te dije: «Cuando se crea una atmósfera favorable». Esa expresión nos recuerda lo poco que nosotros podemos hacer. O más bien, que no podemos hacer nada sin Dios, porque Él es quien tiene que ver con las atmósferas. Solo Él las puede crear y mantener. Por tanto, debemos mantener los ojos alzados hacia Él, de donde nos vendrá todo el auxilio.

Tal vez te suceda que prediques con mucho fervor y muy bien, y tus sermones tengan la posibilidad de ser bendecidos, pero no veas que los pecadores reciben la salvación. No por eso dejes de predicar. Mejor será que te digas: «Necesito tratar de reunir a mi alrededor a unas cuantas personas que estén orando conmigo y por mí, y que hablen a sus amigos de las cosas de Dios. Gente que viva y trabaje de tal manera, que el Señor nos bendiga con una lluvia de gracias, porque todo a nuestro alrededor está preparado para recibirla, y ayuda a lograr que llegue esa bendición».

Yo he oído decir a algunos ministros que, cuando han predicado en el Tabernáculo, en la congregación ha habido algo que ha tenido un efecto maravillosamente poderoso en ellos. Creo que esto se debe a que tenemos buenas reuniones de oración, porque hay un fervoroso espíritu de oración entre la gente, y porque son muchos entre ellos los que se mantienen vigilantes en busca de almas. En especial, hay un hermano que siempre se está fijando en los oyentes que se han sentido impresionados. Yo lo llamo mi perro de caza, porque él siempre

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está listo para recoger las aves que yo he abatido, y traérmelas. Sé que las va abordando una tras otra, para poder llevarlas a Jesús, y me regocijo en el hecho de tener otros amigos de esta clase.

Cuando nuestros hermanos Fullerton y Smith estuvieron dirigiendo algunos cultos especiales para un predicador muy eminente que tiene el hábito de usar palabras más bien cultas, este predicador dijo que esos evangelistas tenían la facultad de «precipitar las decisiones». Con esto quería decir que el Señor los bendecía en la labor de llevar a las personas a tomar una decisión por Cristo. Es grandioso que un hombre tenga la facultad de precipitar las decisiones, pero es igualmente grandioso que tenga a su alrededor una serie de personas que digan a cada oyente después del culto: «Bueno, amigo, ¿disfrutó del discurso? ¿Encontró en él algo que le sea útil? ¿Es usted salvo? ¿Conoce el camino a la salvación?»

Ten siempre lista tu Biblia, y busca los pasajes que quieras citar a los que anden en busca de la verdad. Yo había notado muchas veces que ese amigo mío del que acabo de hablar, parecía abrir su Biblia en los pasajes más adecuados. Parecía tenerlos todos listos, y tan a mano, que tuviera siempre la seguridad de encontrar los textos correctos. Ya sabes la clase de textos a los que me refiero. Son esos que quiere oír un alma que busca: «El Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido». «El que cree en el Hijo tiene vida eterna». «La sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado». «Al que a mí viene, no le echo fuera». «Todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo».

Este hermano tenía una serie de pasajes de este tipo impresos en letra negrita y pegados dentro de su Biblia, de manera que podía citar el texto correcto en un instante. Así ha llevado al Salvador a numerosas almas atribuladas. Sería muy sabio que adoptaras un método semejante al que le ha sido a él tan sumamente útil.

Y ahora, por último, hermano, no temas cuando vayas a un lugar y te lo encuentres en muy mal estado. Es estupendo que un hombre joven comience con algo que presenta unas perspectivas francamente malas, porque con la clase correcta de trabajo, tarde o temprano se producirá una mejora. Si la capilla está casi vacía cuando llegas, no es posible que empeore la situación. Además, existe la probabilidad de que tú seas el medio para llevar a la iglesia a algunas personas, y de esa forma, mejorar el estado de las cosas. Si hay algún lugar que yo escogería para comenzar, ese lugar estaría en el borde mismo del lago infernal, porque creo de verdad que le daría mayor gloria a Dios el que trabajara entre aquellos que son considerados como los peores de los pecadores.

Si tu ministerio bendice a gente así, lo más probable es que te sean fieles para el resto de su vida. En realidad, la peor de todas las clases de personas es la formada por los que han profesado ser cristianos durante largo tiempo, pero están destituidos de la gracia; tienen nombre de que viven, y están muertos. ¡Ay de ellos! Hay gente así entre nuestros diáconos, y entre los miembros de nuestras iglesias, y no los podemos sacar de ellas. Pero mientras más tiempo permanezcan dentro, más perturbadora será su influencia.

Es terrible tener miembros muertos, cuando todas y cada una de las partes del cuerpo deberían estar llenos de la vida divina. Sin embargo, en muchos casos las cosas son así, y nosotros no tenemos poder para curar la maldad. Tenemos que permitir que crezca la cizaña hasta que llegue la cosecha, pero lo mejor que podremos hacer, cuando no podamos arrancar de raíz la cizaña, es regar el trigo, porque no hay nada que debilite más a la cizaña que el trigo bueno y fuerte.

Yo he conocido hombres impíos a los cuales el lugar se les ha vuelto tan incómodo, que se han sentido contentos de largarse de la iglesia. Han dicho: «La predicación es demasiado fuerte para nosotros, y esa gente es demasiado puritana; demasiado estricta para nuestro gusto». ¡Qué bendición es que las cosas sean así! Nosotros no queríamos espantarlos predicando la verdad, pero, ahora que se han marchado por su propia voluntad, ciertamente no los queremos de vuelta. Los dejaremos donde estén, pidiendo al Señor que, en la grandeza

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de su gracia, los aparte de sus caminos errados y los acerque a sí. Entonces los recibiremos de nuevo con todo gusto, con el fin de que vivan y trabajen para Él.

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CÓMO LEVANTAR A LOS MUERTOS Tomado de una conferencia para los maestros de Escuela Dominical

ompañero amado de labores en la viña del Señor, permite que llame tu atención a un milagro sumamente instructivo obrado por el profeta Eliseo, que aparece en el cuarto

capítulo del Segundo Libro de los Reyes. La hospitalidad de la mujer sunamita había sido recompensada con el regalo de un hijo, pero ¡ay!, todas las misericordias terrenales son inciertas, y después de algún tiempo, el niño se enfermó y murió.

Aquella madre angustiada, pero llena de fe, se apresuró a acudir de inmediato al hombre de Dios. Por medio de él, Dios le había hecho la promesa que había satisfecho los deseos de su corazón. Por eso había decidido presentarle a él su caso, de manera que lo pusiera ante su Amo Divino y obtuviera para ella una respuesta que le diera paz. Lo que hizo Eliseo aparece registrado en los versículos siguientes:

Entonces dijo él a Giezi: Ciñe tus lomos, y toma mi báculo en tu mano, y ve; si alguno

te encontrare, no lo saludes, y si alguno te saludare, no le respondas; y pondrás mi báculo sobre el rostro del niño. Y dijo la madre del niño: Vive Jehová, y vive tu alma, que no te dejaré. El entonces se levantó y la siguió. Y Giezi había ido delante de ellos, y había puesto el báculo sobre el rostro del niño; pero no tenía voz ni sentido, y así se había vuelto para encontrar a Eliseo, y se lo declaró, diciendo: El niño no despierta. Y venido Eliseo a la casa, he aquí que el niño estaba muerto tendido sobre su cama. Entrando él entonces, cerró la puerta tras ambos, y oró a Jehová. Después subió y se tendió sobre el niño, poniendo su boca sobre la boca de él, y sus ojos sobre sus ojos, y sus manos sobre las manos suyas; así se tendió sobre él, y el cuerpo del niño entró en calor. Volviéndose luego, se paseó por la casa a una y otra parte, y después subió, y se tendió sobre él nuevamente, y el niño estornudó siete veces, y abrió sus ojos. Entonces llamó él a Giezi, y le dijo: Llama a esta sunamita. Y él la llamó. Y entrando ella, él le dijo: Toma tu hijo. Y así que ella entró, se echó a sus pies, y se inclinó a tierra; y después tomó a su hijo, y salió. — 2 Reyes 4:29-37

La posición de Eliseo en este caso es exactamente la misma que tienes tú, hermano,

en relación con tu labor para Cristo. Eliseo tuvo que tratar con un niño muerto. Es cierto que en esa ocasión se trataba de una muerte natural; no obstante, la muerte con la que has entrado en contacto no es menos real por ser espiritual. Los niños y las niñas de tu clase están tan «muertos en sus delitos y pecados» como las personas adultas.

Quiera Dios que nunca dejes de darte plena cuenta del estado en el cual se encuentran todos los seres humanos por naturaleza. A menos que tengas un sentido muy claro de la ruina total y la muerte espiritual de tus niños, serás incapaz de convertirte en una bendición para ellos. Te suplico que te acerques a ellos, no como a durmientes a quienes puedes despertar de su sueño por tu propio poder, sino como a cadáveres espirituales que solo pueden recibir vida por medio de un poder divino.

El gran objetivo de Eliseo no fue limpiar el cadáver del niño, ni embalsamarlo con especias, envolverlo en lino fino o ponerlo en una postura adecuada para después dejarlo en la misma condición de cadáver. Su meta fue la restauración de aquel niño a la vida, ni más ni menos.

Queridos maestros, nunca os sintáis contentos teniendo por meta obtener unos beneficios secundarios; ni siquiera alcanzándolos. Deseo que os esforcéis por alcanzar el

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mayor de todos los fines: la salvación de las almas inmortales. Tu misión no consiste solo en enseñar a los niños de tu clase a leer la Biblia, ni únicamente en inculcarles los deberes de una persona moral, o instruirlos en la simple letra del Evangelio, sino que tu alto llamado consiste en ser en las manos de Dios el medio para poner vida del cielo en esas almas muertas.

Lo que enseñes a tus niños en el día del Señor habrá sido un fracaso, si ellos siguen muertos en el pecado. En el caso del maestro secular, un buen aprovechamiento de los conocimientos obtenidos demostrará que los esfuerzos del instructor no han sido en vano. En cambio, en tu caso, aunque los jovencitos que tienes a tu cargo crezcan para convertirse en miembros respetables de la sociedad; aunque participen asiduamente en los medios de gracia10, no vas a sentir que el cielo ha respondido a tus peticiones, ni que te han sido concedidos tus deseos, ni tampoco que has alcanzado tus más elevadas metas, a menos que suceda algo más. De hecho, a menos que se pueda decir de tus niños: «El Señor les dio vida juntamente con Cristo».

Así pues, ¡tu meta es la resurrección! ¡Nuestra misión consiste en resucitar muertos! Somos como Pedro en Jope, o Pablo en Troas. Tenemos a una joven Dorcas o a un joven Eutico que llevar a la vida. ¿Cómo es posible realizar una labor tan extraña? Si cedemos ante la incredulidad, nos sentiremos abrumados por el hecho evidente de que la obra a la cual nos ha llamado el Señor se halla muy por encima de nuestro poder personal. Nosotros no podemos resucitar a los muertos. Si se nos pide que lo hagamos, todos y cada uno de nosotros podríamos hacer como el rey de Israel: rasgar nuestras vestiduras y decir: «¿Soy yo Dios, que mate y dé vida?»

Sin embargo, nosotros no tenemos menos poder que Eliseo, puesto que tampoco él podía por sí mismo restaurar a la vida al hijo de la sunamita. Es cierto que por nuestras propias fuerzas, no podemos hacer que los corazones muertos de nuestros alumnos comiencen a palpitar con la vida espiritual, pero un Pablo o un Apolos estarían igualmente desprovistos de poder.

¿Acaso esto tiene que desalentarnos? ¿No nos estará dirigiendo más bien hacia la fuente de nuestro verdadero poder, al poner en evidencia la incapacidad del poder que creemos tener? Confío en que estemos conscientes ya de que el hombre que vive en la región de la fe, habita en la esfera de los milagros. La fe se especializa en maravillas, y sus mercaderías son los prodigios.

«Fe, poderosa fe, la promesa mira Y eso solo es lo que ve; Se ríe de los imposibles

Y clama: ‘Así será hecho’».

Eliseo dejó de ser un hombre común y corriente, cuando el Espíritu de Dios descendió sobre él, llamándolo a la obra de Dios y para ayudarlo en ella. Y tú, maestro dedicado, ansioso y entregado a la oración, tampoco eres ya un ser común y corriente. Te has convertido de una manera especial en templo del Espíritu Santo. Dios habita en ti, y por fe, has entrado en el oficio de hacedor de milagros. Has sido enviado al mundo, no para hacer aquellas cosas que al hombre le es posible hacer, sino aquellas imposibilidades que obra Dios por su Espíritu, a través de su pueblo creyente.

Tú vas a realizar milagros; vas a hacer maravillas. Por tanto, no debes buscar la restauración de esos niños espiritualmente muertos que en el nombre de Dios has sido 10 N. del T.: Los medios de gracia son aquellas cosas a través de las cuales Dios da gracia a los seres humanos. Pueden variar según la corriente teológica, pero, en cualquier caso, suelen incluir los sacramentos del bautismo y de la comunión.

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llamado a alcanzar, como si fuera algo imposible o difícil, sino que debes recordar quién es el que obra, utilizándote a ti como débil instrumento. «¡Qué! ¿Se juzga entre vosotros cosa increíble que Dios resucite a los muertos?» Cuando contemples el malvado aturdimiento y la temprana obstinación de tus niños, la incredulidad te susurrará: «¿Vivirán esos huesos?» Entonces, tu respuesta tiene que ser: «Señor Jehová, tú lo sabes».

Entregando todos los casos a la mano del Omnipotente, tu misión consiste en profetizar a esos huesos y a los vientos celestiales, y dentro de poco tiempo, tú también habrás visto en el valle de tu visión la señal del triunfo de la vida sobre la muerte. En este momento, ocupemos nuestra verdadera posición, y hagámoslo. Tenemos ante nosotros unos niños espiritualmente muertos, y nuestra alma anhela poner vida en ellos. Confesamos que todo avivamiento solo puede ser producido por el Señor, y le pedimos con humildad que, si nos quiere usar en conexión con los milagros de su gracia, nos muestre ahora lo que quiere que hagamos.

A Eliseo le habría venido bien recordar que había sido el sirviente de Elías, y haber estudiado el ejemplo de su antiguo maestro, para imitarlo. Si lo hubiera hecho, no habría enviado a Giezi con su báculo, sino que habría hecho de inmediato lo que al final se vio obligado a hacer. En el Primer Libro de los Reyes, en el capítulo 17, encontrarás el relato de cuando Elías resucitó a un niño que había muerto, y verás allí que este maestro dejó un ejemplo completo a su sirviente. De hecho, hasta que Eliseo no siguió ese ejemplo en todos sus detalles, no se manifestó el poder que realizó el milagro. Lo que te quiero decir es que habría sido sabio por parte de Eliseo imitar desde el principio el ejemplo de su antiguo maestro, cuyo manto él llevaba puesto.

Con mucha mayor fuerza me permito decirte, amado consiervo, que para nosotros los maestros sería bueno que imitáramos a nuestro Maestro; que aprendiéramos a sus pies el arte de ganar almas. Así como Él se nos acercó identificándose al máximo con nosotros, hasta hallarse en el contacto más cercano posible con nuestra desdichada humanidad, y condescendió a inclinarse hasta nuestro lastimero estado, también nosotros debemos acercarnos a las almas con las cuales tenemos que tratar, sentir por ellas el mismo anhelo que siente Él, y llorar por ellas con sus mismas lágrimas, para poder verlas levantarse de su condición pecaminosa. Solo imitando el espíritu y la manera de actuar del Señor Jesús, llegaremos a tener sabiduría para ganar almas.

No obstante, olvidando esto, Eliseo decidió de buen grado abrirse su propio camino, lo cual manifestaría de una forma más clara su propia dignidad como profeta. Puso su báculo en las manos de su criado Giezi, y le ordenó que lo pusiera sobre el niño, como si sintiera que el poder divino se había derramado de una manera tan abundante sobre él, que podía funcionar de cualquier forma. Así, no serían necesarios ni su propia presencia personal ni sus esfuerzos.

Pero no era esto lo que pensaba Dios. Me temo que con mucha frecuencia, las verdades que presentamos desde el púlpito —y sin duda lo mismo sucede en tus clases— son algo tan externo y tan ajeno a nosotros, como un báculo que sostuviéramos con nuestra mano, pero que no formara parte de nuestro propio equipo. Tomamos las verdades doctrinales o prácticas como Giezi tomó el báculo, y las ponemos sobre el rostro de los niños, pero nosotros mismos no agonizamos por sus almas. Probamos esta doctrina y aquella verdad; esta anécdota y aquel ejemplo; esta manera de enseñar una lección y aquella otra manera de hacerlo. Sin embargo, mientras la verdad que presentemos sea algo ajeno a nuestro ser, desconectado de nuestras mismas entrañas, no va a tener mayor efecto sobre un alma muerta que el efecto que tuvo el báculo de Eliseo sobre aquel niño que había fallecido.

¡Ay de mí! Me temo que muchas veces haya predicado el Evangelio en este lugar, estando seguro de que era el Evangelio de mi Maestro, el verdadero báculo profético, y sin

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embargo, no haya tenido resultado alguno, porque no lo he predicado con la vehemencia, el fervor y la fuerte convicción con los que tendría que haberlo hecho.

¿Acaso no estarías dispuesto tú también a confesar lo mismo? Algunas veces has enseñado la verdad —era la verdad; tú sabías que lo era—, la misma verdad que encontraste en la Biblia, y que en ocasiones había sido muy valiosa para tu propia alma. Sin embargo, no has obtenido ningún buen resultado, porque mientras enseñabas esa verdad, no la sentías, ni sentías nada por el niño al que iba dirigida, sino que eras como Giezi cuando con indiferencia puso sobre el rostro del niño un báculo ajeno que traía en la mano. No en balde has tenido que decir lo que dijo Giezi: «El niño no despierta», porque el verdadero poder capaz de despertarlo no halló un medio adecuado en tu enseñanza sin vida.

No estamos seguros de que Giezi estuviera convencido de que el niño estaba realmente muerto. Habló como si solo se hallara dormido y necesitara despertar. Dios no bendice a aquellos maestros que no captan en el corazón el verdadero estado caído de los niños que se les ha encomendado. Si piensas que el niño no sufre realmente de esa depravación, si consientes en esas ideas absurdas acerca de la inocencia de la niñez y la dignidad de la naturaleza humana, no debería sorprenderte que sigas siendo estéril y no des fruto.

¿Cómo te puede bendecir Dios para que realices una resurrección cuando, si Él hiciera esta obra por medio de ti, serías incapaz de percibir su gloriosa naturaleza? Si el niño hubiera despertado, aquello no habría sorprendido a Giezi. Habría pensado que todo lo que le había pasado era que había sido despertado de un sueño excesivamente profundo.

Si Dios bendijera para la conversión de las almas el testimonio de aquellos que no creen en la depravación total del ser humano, ellos se limitarían a decir: «El Evangelio es muy moralizante y ejerce una influencia sumamente beneficiosa». Pero nunca bendecirían ni alabarían la gracia regeneradora por medio de la cual Aquel que está sentado en su trono hace nuevas todas las cosas.

Observa con detenimiento lo que hizo Eliseo cuando se frustró su primer intento. Cuando fracasamos en un intento, no debemos por eso abandonar nuestra labor. Si no has tenido éxito hasta el presente, amado hermano, no debes sacar la conclusión de que no has sido llamado a la obra, como habría hecho Eliseo de haber decidido que no había manera de restaurar al niño a la vida. La lección que debes sacar de tu falta de éxito no es la de dejar de trabajar, sino la de cambiar de método. No se trata de que la persona no esté en el lugar debido, sino de que el plan no es lo suficientemente sabio. Si no has sido capaz de realizar lo que querías, recuerda el viejo refrán:

«Si no triunfas al principio, inténtalo de nuevo una y otra vez».

No obstante, no lo intentes de la misma forma, a menos que estés seguro de que es la

mejor. Si no has tenido éxito con tu primer método, debes hacer algo mejor. Examina dónde fue que fallaste, y entonces, cuando cambies de método, o de espíritu, el Señor podrá prepararte para un grado de utilidad que va a estar mucho más allá de todas tus expectativas. Eliseo, en lugar de desalentarse cuando supo que el niño no había despertado, se ciñó los lomos y se apresuró con un vigor mayor a realizar la obra que tenía ante sí.

Observa dónde habían colocado al niño: «Y venido Eliseo a la casa, he aquí que el niño estaba muerto tendido sobre su cama». Era la misma cama que la sunamita, en su hospitalidad, había preparado para Eliseo; la famosa cama que, junto con la mesa, la silla y el candelero, nunca será olvidada por la Iglesia de Dios. Esa famosa cama iba a ser usada con un propósito que aquella buena mujer ni se había imaginado cuando, movida por su amor al Dios del profeta, la preparó para que el profeta descansara.

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Me agrada pensar en aquel niño acostado en esa cama, porque simboliza el lugar donde nuestros niños aún no convertidos deben hallarse, si es que queremos que reciban la salvación. A fin de poder ser una bendición para ellos, necesitamos hacer que descansen en nuestro corazón; debemos sentirlos como responsabilidad nuestra de día y de noche. Debemos llevarnos los asuntos de nuestros niños con nosotros a nuestra silenciosa cama; debemos pensar en ellos durante las vigilias de la noche y cuando no podemos dormir debido a la preocupación que sentimos por ellos. Deben formar parte de esas ansiedades de medianoche. Nuestra cama debe ser testigo de nuestro clamor: «Ojalá Ismael viva delante de ti. ¡Ojalá que esos queridos niños y niñas de mi clase se conviertan en hijos del Dios viviente!» Tanto Elías como Eliseo nos enseñan que no debemos poner al niño lejos de nosotros, fuera de nuestras puertas, ni debajo de nosotros, en un sótano de frío olvido. Si queremos verlo resucitar a la vida, debemos ponerlo en el lugar más cálido de nuestros corazones.

Seguimos leyendo y encontramos lo siguiente: «Entrando él entonces, cerró la puerta tras ambos, y oró a Jehová». Ahora sí que el profeta se ha lanzado a realizar su obra con todo fervor, y tenemos la noble oportunidad de aprender de él cuál es el secreto para resucitar niños de entre los muertos. Si lees el relato acerca de Elías, verás que Eliseo adopta ahora el método ortodoxo en su manera de proceder. Es el método de su maestro Elías.

Allí leerás lo que sigue: «Él le dijo: Dame acá tu hijo. Entonces él lo tomó de su regazo, y lo llevó al aposento donde él estaba, y lo puso sobre su cama. Y clamando a Jehová, dijo: Jehová Dios mío, ¿aun a la viuda en cuya casa estoy hospedado has afligido, haciéndole morir su hijo? Y se tendió sobre el niño tres veces, y clamó a Jehová y dijo: Jehová Dios mío, te ruego que hagas volver el alma de este niño a él. Y Jehová oyó la voz de Elías, y el alma del niño volvió a él, y revivió».

El mayor secreto se encuentra en gran medida en su poderosa súplica. «Cerró la puerta tras ambos, y oró a Jehová». Hay un viejo proverbio que dice: «Todo púlpito verdadero tiene su fundamento en el cielo». Con esto se quiere decir que el verdadero predicador mantiene una fuerte comunión con Dios. Si no oramos para pedir a Dios una bendición, si el púlpito no tiene como fundamento nuestra oración privada, nuestro ministerio público no tendrá éxito. Lo mismo sucede contigo: todo maestro verdadero debe venir de lo alto. Si nunca entras en tu aposento y cierras la puerta tras de ti, si nunca intercedes ante el trono de la gracia por ese niño que se halla bajo tu responsabilidad, ¿cómo puedes esperar que Dios te honre con su conversión?

En realidad, creo que un método excelente es ir tomando a los niños uno a uno y llevarlos a un lugar tranquilo para orar allí con cada uno de ellos. Los niños a los que sirves se convertirán cuando Dios te conceda trabajar con ellos individualmente, sufrir agonías por ellos e irlos tomando uno a uno para orar con ellos y por ellos en privado. Hay una influencia mucho mayor en una oración ofrecida en privado junto a uno solo de ellos, que en una oración pronunciada en público delante de toda la clase. Por supuesto, la influencia ante Dios no es mayor, pero sí lo es ante ese niño. Muchas veces, esa oración se convertirá en su propia respuesta, porque mientras tú estás derramando tu propia alma, Dios podría convertir tu oración en un martillo con el cual quebrantar ese corazón que nunca ha sido tocado por la simple predicación.

Ora con tus niños por separado, y seguramente eso será una herramienta de gran bendición. Y si no te es posible hacerlo así, hazlo como puedas. Sea como sea, tiene que haber oración, mucha oración, oración constante, vehemente; la clase de oración que no acepta un no por respuesta, como la oración de Lutero, de la cual él decía que consistía en «bombardear el cielo», es decir, plantar un cañón ante las puertas del cielo para hacerlas volar, porque así es como perseveran en oración los hombres fervientes. No salen de delante

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del trono de la gracia mientras no puedan gritar con Lutero: «Vici».11 «He vencido; he alcanzado la bendición por la cual me he esforzado». «El reino de los cielos sufre violencia, y los violentos lo arrebatan». Presentemos ante Dios unas oraciones tan violentas, que lo muevan tanto y muevan tanto al cielo, que Él no permita que hayamos buscado en vano su rostro.

Después de orar, Eliseo adoptó los medios para lograr el fin. La oración y los medios deben ir a la par. Los medios sin oración son presunción. La oración sin medios es hipocresía. Allí yacía aquel niño, y allí estaba en pie el venerable hombre de Dios. Observa su singular manera de proceder. Se tendió sobre el cuerpo del niño y puso su boca sobre la de él. La boca fría y muerta del niño recibió el toque de los labios vivos y cálidos del profeta, y este envió una corriente vital de aliento cálido y saludable a los pasajes fríos y endurecidos de la boca muerta, la garganta y los pulmones. Después, el hombre santo, con el amoroso ardor de la esperanza, puso sus ojos sobre los del niño, y sus manos sobre las manos del niño. Las calientes manos del anciano cubrieron las frías manos del chiquillo fallecido. Entonces se extendió sobre el niño y lo cubrió con todo su cuerpo, como si quisiera transferir su propia vida a aquel cuerpo inánime, y estuviera dispuesto a morir con él, o darle vida.

Hemos oído hablar del cazador de gamuzas que hizo de guía a un temeroso viajero, y que, cuando llegaron a una parte muy peligrosa del camino, se ató firmemente al viajero y le dijo: «O los dos, o ninguno». Es decir: «O salimos los dos con vida, o no sale ninguno; somos uno». El profeta llevó a cabo una misteriosa unión entre él y el muchacho, y en su propia mente, había decidido que, o bien él recibiría el frío de la muerte del niño, o el niño recibiría el calor de su vida.

¿Qué nos enseña esto? Las lecciones son muchas y muy obvias. Aquí vemos, como en una pintura, que para poder llevar la vida espiritual a un niño, tenemos que ser conscientes con toda claridad del estado de ese niño. Es la muerte; está espiritualmente muerto. Dios te va a hacer sentir que el niño está tan muerto en sus delitos y pecados, como lo estabas tú en el pasado. Estimado maestro, Dios quiere que entres en contacto con esa muerte a través de una identificación humilde, aplastante y dolorosa. Ya te señalé que en la labor de ganar almas, debemos observar la forma en que obró el Maestro. Ahora bien, ¿cómo obró Él? Para levantarnos a nosotros de entre los muertos, ¿qué creyó Él que debía hacer? Entendió que Él mismo necesitaba morir; no había otra forma.

Que así sea también contigo. Si quieres resucitar a ese niño espiritualmente muerto, debes sentir dentro de ti los escalofríos y el horror que significa su muerte. Hace falta un hombre dispuesto a morir para resucitar a los que aún están muertos. Yo no creo que se pueda sacar jamás un carbón ardiendo de en medio del fuego, sin poner la mano lo suficientemente cerca como para sentir el calor de las llamas. Necesitas tener, en mayor o menor grado, una clara sensación de la temible ira de Dios y de los terrores del juicio que vendrá. De lo contrario, te faltará energía en tu labor, y así, carecerás de uno de los fundamentos esenciales del éxito. No creo que nadie pueda predicar bien jamás acerca de estos temas, mientras no llegue a sentir que son una carga personal recibida del Señor y que presiona su vida. John Bunyan solía decir: «Yo predicaba encadenado a hombres encadenados». Puedes estar seguro de esto: Dios te bendecirá cuando la muerte que hay en tus niños te alarme, te deprima y te abrume a ti mismo.

Cuando comprendas hasta este punto el estado del niño y, espiritualmente hablando, pongas tu boca sobre la suya, y tus manos sobre las suyas, lo siguiente que debes hacer es esforzarte por adaptarte tanto como te sea posible a la naturaleza, los hábitos y el temperamento del niño. Tu boca debe buscar las palabras del niño, para que él sepa qué es lo que quieres decir; debes ver las cosas con ojos de niño; tu corazón debe sentir lo que siente 11 N. del T.: En latín, “Vencí”.

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un niño, para que puedas ser su compañero y su amigo. Debes estudiar los pecados de los niños; debes simpatizar con las pruebas por las que pasan ellos; en cuanto te sea posible, debes adentrarte en los gozos y las angustias de la niñez.

No debes inquietarte por lo difícil que pueda parecer esto, ni sentir que sea algo humillante, porque si hay algo que consideres excesivamente duro, o degradante, no tienes nada que hacer en una Escuela Dominical. Si se te exige algo difícil, debes hacerlo sin considerarlo como tal. Dios no va a resucitar por medio de ti a un niño espiritualmente muerto, si tú no estás dispuesto a ser lo que haga falta para ese niño, de manera que tengas la posibilidad de salvar su alma.

Se dice en el relato que el profeta «se tendió sobre él». Cualquiera habría esperado que dijera más bien que el profeta «se encogió sobre él». Eliseo era un hombre maduro, y el otro solo era un niño. ¿Acaso no debería decir que «se encogió»? No; lo que dice es que «se tendió», y nunca lo olvides: no hay nada más difícil para un hombre hecho y derecho, que «tenderse» al tamaño de un niño. Quien puede hablar a los niños no es ningún tonto. Un simplón está muy equivocado si se cree que sus tonterías pueden interesar a los niños y a las niñas. Nos hacen falta lo mejor de nuestro ingenio, nuestro estudio más laborioso, nuestros pensamientos más serios y nuestro poder más maduro para enseñar algo a nuestros pequeños. No vas a poder dar vida a un niño mientras no te hayas tendido a su altura. Aunque esto te parezca algo extraño, así es en realidad. El más sabio de los hombres necesita ejercitar todas sus capacidades para convertirse en un maestro de niños que tenga éxito en su labor.

Así pues, en Eliseo vemos una comprensión de la muerte del niño y una adaptación de su persona a su obra; pero, por encima de todo, vemos una identificación. Al mismo tiempo que Eliseo sentía el frío de aquel cadáver, su calor personal iba penetrando en aquel cuerpo sin vida. No fue esto en sí lo que resucitó al niño, pero Dios obró por medio de aquellas acciones. El calor del cuerpo de aquel anciano pasó al niño y se convirtió en el medio usado para resucitarlo. Es necesario que todo maestro pondere con detenimiento estas palabras de Pablo: «Antes fuimos tiernos entre vosotros, como la nodriza que cuida con ternura a sus propios hijos. Tan grande es nuestro afecto por vosotros, que hubiéramos querido entregaros no solo el evangelio de Dios, sino también nuestras propias vidas; porque habéis llegado a sernos muy queridos».

El ganador de almas genuino sabe lo que esto significa. En cuanto a mí, cuando el Señor me ayuda a predicar, después de haber presentado todo mi tema, y haber disparado mis balas con tanta rapidez que el cañón de la escopeta ha quedado ardiendo, con frecuencia he metido mi propia alma en la escopeta, y disparado mi propio corazón sobre la congregación, y ha sido esta descarga la que, bajo la mano de Dios, ha ganado la victoria.

Dios bendecirá por su Espíritu nuestra identificación de corazón con su verdad, y hará que realice algo que la verdad sola, compartida con frialdad, no habría podido realizar. Por tanto, ese es el secreto. Amado maestro, debes entregar a esos jovencitos tu propia alma. Debes sentirte como si la ruina de ese niño fuera tu propia ruina. Debes sentir que, si el niño permanece bajo la ira de Dios, esto será para ti una aflicción tan verdadera, como si fueras tú mismo quien se hallara bajo esa ira. Debes confesar ante Dios los pecados de ese niño como si fueran tuyos, y comparecer ante Él como sacerdote, para suplicarle en su favor.

El niño quedó cubierto por el cuerpo de Eliseo, como tú debes cubrir a tu clase con tu compasión, postrándote con dolor ante el Señor en nombre de ellos. Contempla en este milagro el modus operandi de la resurrección de los muertos. El Espíritu Santo sigue siendo misterioso en sus formas de obrar, pero los medios externos quedan claramente revelados aquí.

Las consecuencias de lo hecho por el profeta se manifestaron muy pronto: «El cuerpo del niño entró en calor». Cuán complacido debe haberse sentido Eliseo. Sin embargo, no veo que su complacencia y su satisfacción hicieran que se descuidara en lo que estaba haciendo.

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Nunca te sientas satisfecho, querido amigo, con encontrar a tus niños en un estado en el que exista solo un poco de esperanza. ¿Se te acercó una niña llorando para decirte: «Maestro, ore por mí»? Alégrate, porque es un buen síntoma, pero busca más. ¿Notaste que había lágrimas en los ojos de un niño cuando tú estabas hablando del amor de Cristo? Siéntete agradecido porque la carne va entrando en calor, pero no te detengas allí. ¿Acaso puedes ponerte ahora a descansar de tus trabajos? ¡Recuerda que aún no has alcanzado tu meta! Lo que quieres no es solo calor, sino vida. Lo que quieres, amado maestro, en ese querido niño que te ha sido encomendado, no es una simple convicción, sino una conversión. No quieres solo una impresión, sino una regeneración: vida, la vida que viene de Dios, la vida de Jesús. Eso es lo que necesitan tus alumnos, y nada que sea menos que eso debería satisfacerte.

De nuevo debo pedirte que observes a Eliseo. En este momento se hizo una pequeña pausa. «Volviéndose luego, se paseó por la casa a una y otra parte». Observa la inquietud del hombre de Dios; no se puede sentir tranquilo. El niño está entrando en calor (y bendito sea Dios por eso, pero aún no tiene vida), así que, en lugar de sentarse en su silla junto a la mesa, el profeta camina de una parte a otra sin descanso, inquieto, gimiendo, jadeando, anhelando, sintiéndose incómodo. No puede soportar la mirada de la desconsolada madre, ni oírla preguntar: «¿Ha sido restaurado mi niño?» Sigue caminando por toda la casa, como si su cuerpo no pudiera descansar, porque su alma no está satisfecha. Imita esa consagrada inquietud. Cuando veas que un niño se siente afectado de alguna manera, no te sientes a decir: «Hay muchas esperanzas en ese niño, a Dios gracias; estoy perfectamente satisfecho».

De esa forma, nunca vas a ganar la joya de valor incalculable que es la salvación de un alma. Debes sentirte triste, inquieto, preocupado, si realmente quieres llegar a ser padre en la Iglesia. Hay una expresión de Pablo que no se puede explicar en palabras, pero cuyo significado tú debes conocer en tu corazón: «Vuelvo a sufrir dolores de parto, hasta que Cristo sea formado en vosotros». ¡Quiera el Espíritu Santo darte unos dolores de parto internos, una inquietud, una intranquilidad, una incomodidad sagrada tales, hasta que veas a esos alumnos tuyos en los que hay esperanza, convertidos y salvos!

Después de un corto período de tiempo caminando de un lado para otro, el profeta «subió, y se tendió sobre él nuevamente». Lo que es bueno hacer una vez, es correcto hacerlo por segunda vez también. Lo que es bueno dos veces, es bueno siete veces. Se necesita perseverancia y paciencia. Fuiste muy fervoroso el día de reposo pasado; no seas indolente el próximo día de reposo. ¡Cuán fácil es echar abajo en un solo día lo que hemos levantado el día anterior! Si por la obra de un día de reposo, Dios me capacita para convencer a un niño de que yo siento fervor, que no convenza yo al niño en el día de reposo siguiente de que no existe en mí tal fervor. Si mi calidez del pasado ha hecho que el niño sienta ese calor, no permita Dios que una frialdad futura por mi parte haga que el corazón del niño se vuelva a enfriar. De igual manera que el calor pasó de Eliseo al niño, la frialdad pasará de ti a los niños de tu clase, a menos que tu mente esté llena de fervor, puedes estar seguro.

Eliseo se tendió de nuevo en la cama, con mucha oración, muchos suspiros y mucha fe, y al fin su deseo le fue concedido: «El niño estornudó siete veces, y abrió sus ojos». Cualquier acción que se produjera, indicaría vida y contentaría al profeta. Según algunos, el niño estornudó porque había muerto de alguna enfermedad en la cabeza, puesto que antes de morir había dicho a su padre: «¡Ay, mi cabeza, mi cabeza!» Los estornudos habrían dejado limpios los conductos de la vida que habían quedado bloqueados. No lo sabemos. También el aire fresco entrando de nuevo en sus pulmones, podría perfectamente haber provocado los estornudos. Aquel sonido no era nada articulado o musical, pero era señal de vida.

Esto es todo lo que debemos esperar de los niños cuando Dios les dé vida espiritual. Hay miembros de las iglesias que esperan muchísimo más, pero por mi parte, yo me siento satisfecho si lo que hacen los niños es estornudar; si dan alguna señal genuina de la gracia, por débil o indistinta que parezca. Aunque ese querido niño no haga más que sentir que ha

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estado perdido, y se apoye en la obra realizada por Jesús, aunque solo descubramos esta realidad por medio de una afirmación muy poco definida, que no se parezca en nada a lo que tendríamos que esperar de un doctor en divinidades, o de una persona adulta, ¿no deberíamos dar gracias a Dios, recibir al niño y alimentarlo para el Señor?

Tal vez, de haber estado Giezi allí, para él no habría significado nada que el niño estornudara, puesto que nunca se había tendido sobre él. En cambio, Eliseo se contentó con esto. De igual manera tú y yo, si realmente hemos gemido en oración por las almas, debemos ser capaces de captar con gran rapidez la primera señal de la gracia, y debemos sentirnos agradecidos a Dios, aunque la señal no sea más que un simple estornudo.

Entonces el niño «abrió sus ojos», y nos aventuraremos a afirmar que Eliseo pensó que nunca antes había visto unos ojos tan hermosos. Yo no sé qué color de ojos tendría, si serían castaños o azules, pero sí sé que todos los ojos que Dios te ayude a abrir, van a ser ojos hermosos para ti. El otro día oí hablar a un maestro acerca de «un niño excelente» que había sido salvo en su clase, mientras que una maestra hablaba de «una querida niña» de su clase que amaba al Señor. No hay duda. Sería raro que no fueran «excelentes» y «queridos» ante los ojos de aquellos que los habían llevado a Jesús, puesto que para Él, son más excelentes y queridos aún. Amado amigo, te deseo que puedas contemplar con frecuencia esos ojos abiertos que, de no ser por la gracia divina que han conocido a través de tus enseñanzas, habrían permanecido en tinieblas, envueltos en muerte espiritual. Entonces te vas a sentir realmente favorecido.

Unas palabras de advertencia. ¿Hay algún Giezi en esta reunión? Si en medio de esta reunión de maestros de Escuela Dominical se halla alguien que no puede hacer otra cosa más que llevar un báculo, siento lástima por él. ¡Ah, mi amigo! Que Dios en su misericordia te dé vida, porque ¿de qué otra forma podrías esperar convertirte en su medio para reavivar a otros? Si Eliseo hubiera sido otro cadáver como el niño, habría sido imposible esperar que la vida se pudiera comunicar de un cadáver a otro. Es inútil que esa pequeña clase formada por almas muertas se reúna alrededor de otra alma muerta, como la que eres tú. Una madre muerta, helada y fría, no puede acariciar a su pequeño. ¿Qué calidez, qué consuelo pueden proceder de aquellos que tiemblan ante una chimenea vacía? Y eso eres tú. Mi anhelo es que se produzca primero una obra de la gracia en tu propia alma, y que después, el bendito Espíritu eterno, el único que puede dar vida a las almas, te convierta en el medio que utilice para dar vida a muchos, para la gloria de su gracia.

Acepta, querido amigo, mi saludo fraternal, y cree que mis fervientes oraciones están contigo, para que seas bendecido, y convertido después en bendición.

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CÓMO GANAR ALMAS PARA CRISTO Tomado de un sermón dirigido a un grupo de predicadores al aire libre

s un gran privilegio tener el encargo de hablar a un grupo tan noble de predicadores. Cuánto quisiera ser más adecuado para semejante tarea. Ni la plata del habla elocuente

tengo, ni tampoco el oro del pensamiento profundo, pero lo que tengo, les doy. Con respecto a la labor de ganar almas: ¿Qué es ganar un alma? Tengo la esperanza de que ustedes crean en la forma antigua de salvar almas. Hoy en día todo parece sacudido y removido de sus cimientos antiguos. Así, parece que nuestra labor consiste en hacer crecer el bien que ya se halla dentro de los hombres, y que deberíamos obtener mucho bien si procuráramos llevar a cabo este proceso. Sin embargo, me temo que en este proceso de crecimiento, lo que desarrollemos sea demonios.

No sé qué otra cosa podrá salir de la naturaleza humana, porque el ser humano está tan lleno de pecado, como está lleno de alimento un huevo, y el desarrollo de ese pecado no va a producir más que continuos problemas. Todos creemos que debemos ir a ganar almas, anhelando en el nombre de Dios que todas las cosas sean hechas nuevas. Esta vieja criatura está muerta y corrompida, y hay que sepultarla; y cuanto antes lo hagamos, mejor. Jesús ha venido para que las cosas viejas pasen, y para hacer nuevas todas las cosas. Mientras llevamos a cabo nuestra labor, nos esforzamos por bendecir a los hombres, tratando de hacer de ellos personas templadas. ¡Dios bendiga todo trabajo de este tipo! Sin embargo, debemos considerarnos fracasados si hemos producido un mundo de personas totalmente abstemias, y hemos dejado a toda esa gente en el mismo estado de incredulidad.

Nosotros aspiramos a algo más que la abstinencia de licor, porque creemos que los seres humanos deben nacer de nuevo. Es cierto que incluso un cadáver debería estar limpio, y por tanto, que las personas que aún no han sido regeneradas, deberían ser personas morales. Sería una gran bendición que se purificaran de los vicios que hacen que esta ciudad despida un mal olor ante el rostro de Dios y de los hombres buenos.

Sin embargo, nuestra labor no consiste tanto en eso, como en lo siguiente: que los muertos en el pecado vivan, que la vida espiritual los anime y que Cristo reine donde el príncipe de la potestad del aire opera ahora a sus anchas. Hermano, predica con este objetivo: que los hombres renuncien a sus pecados y acudan corriendo a Cristo en busca de perdón, para que su bendito Espíritu pueda renovarlos, y se enamoren tanto de todo lo que es santo, como ahora están enamorados de todo lo que es pecaminoso.

Busca la cura radical; el hacha está puesta al pie de los árboles. No debes contentarte con la enmienda de la naturaleza vieja, sino que debes buscar que el poder de Dios les imparta una nueva naturaleza, de manera que aquellos que se reúnan a tu alrededor en las calles vivan para Dios.

Nuestro objetivo consiste en trastornar el mundo entero. En otras palabras, lograr que donde abundó el pecado, la gracia abunde mucho más. Apuntamos hacia un milagro; es bueno que dejemos esto establecido desde un principio. Hay algunos hermanos que creen que deben bajar el tono de su predicación para ponerlo al nivel de las capacidades espirituales de sus oyentes, pero esto es un error. Según estos hermanos, no debemos exhortar a un hombre a arrepentirse y creer, a menos que pensemos que ese hombree puede, por sí mismo, arrepentirse y creer.

Mi respuesta a este argumento es una confesión: yo ordeno a los hombres en el nombre de Jesús que se arrepientan y crean en el Evangelio, a pesar de que sé que no pueden

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hacer nada por su propia cuenta, sin la gracia de Dios. No he sido enviado a obrar conforme a lo que mi propia razón me pueda sugerir, sino para actuar de acuerdo a las órdenes de mi Señor y Amo. Nuestro método es el método milagroso que procede de la capacitación dada por el Espíritu de Dios, el cual ordena a sus ministros que realicemos prodigios en el nombre de Jesús, el Hijo Santo. Somos enviados a decir «Ve» a los ojos ciegos, «Oye» a los oídos sordos, «Vive» a los corazones muertos. Y a Lázaro, descomponiéndose ya en aquella tumba, y oliendo mal, debido al tiempo que lleva muerto, «¡Lázaro, ven fuera!»

¿Nos atreveremos a hacer esto? Debemos tener la sabiduría de comenzar con la convicción de que carecemos por completo de poder para esto, a menos que nuestro Amo nos haya enviado, y esté con nosotros. En cambio, si el que nos ha enviado está con nosotros, al que cree todo le es posible.

Predicador, si estás a punto de levantarte para ver lo que tú puedes hacer, sería prudente que te volvieras a sentar de inmediato. En cambio, si te pones en pie para demostrar lo que tu Señor y Amo omnipotente puede hacer por medio de ti, entonces las posibilidades que tienes ante ti son infinitas. No hay límites en cuanto a lo que Dios puede realizar, si obra a través de tu corazón y tu voz.

Hace poco, en la mañana de un día de reposo, antes de acercarme al púlpito, cuando mis amados hermanos, los diáconos y ancianos de esta iglesia, se reunieron alrededor de mí para orar, como hacen siempre, uno de ellos dijo: «Señor, tómalo como un hombre toma en su mano una herramienta, la sostiene con firmeza y después la utiliza para hacer lo que quiere con ella». Eso es lo que necesitamos todos los obreros: que Dios sea el que obre por medio de nosotros.

Debes ser un instrumento en las manos de Dios. Por supuesto, tienes que ser activo, poniendo en juego todas las facultades y las fuerzas que el Señor te ha dado. Sin embargo, nunca debes depender de tu poder personal, sino que debes apoyarte únicamente en esa energía divina sagrada y misteriosa que obra en nosotros, a través de nosotros y con nosotros, en los corazones y las mentes de los hombres.

Hermano, ¿verdad que algunos de nuestros convertidos nos han desilusionado grandemente? Siempre tendremos desilusiones con ellos, mientras sean eso: nuestros convertidos. En cambio, nos regocijaremos en gran manera por ellos, cuando demuestren ser obra del Señor. Cuando el poder de la gracia obre en ellos («¡Gloria!»), entonces las cosas serán como acaba de decir mi hermano: «¡Gloria!», y nada más que gloria, porque la gracia trae consigo la gloria, pero la simple oratoria solo crea fingimiento y vergüenza a largo plazo.

Cuando estemos predicando y pensemos en un pasaje muy hermoso y florido, un párrafo muy bello y poético, yo quisiera que nos frenara ese temor que actuó en Pablo cuando dijo que él no iba a usar la sabiduría de las palabras, «para que no se haga vana la cruz de Cristo». El predicador del Evangelio tiene el deber de decir, tanto dentro de un local como en la calle: «Esto podría decirlo de una forma muy hermosa, pero entonces, quizá se fijarían en la forma en que lo dije; por tanto, lo diré de tal forma que solo observen el valor intrínseco de la verdad que les quiero enseñar».

No es nuestra manera de presentar el Evangelio, ni nuestro método para ilustrarlo, lo que gana a las almas, sino que es el Evangelio mismo el que hace la obra en manos del Espíritu Santo, y a Él tenemos que mirar para encontrar la conversión total de los hombres. Debe producirse un milagro por medio del cual nuestros oyentes se conviertan en fruto de ese grandioso poder que Dios obró en Cristo cuando lo resucitó de entre los muertos y lo sentó a su propia diestra en los lugares celestiales, muy por encima de todos los principados y potestades. Por esto debemos apartar de nosotros mismos la mirada para fijarla en el Dios viviente. ¿Acaso no debe ser así? Así pues, vamos en busca de una conversión franca y total, y por tanto, nos apoyamos en el poder del Espíritu Santo. Para que se produzca el milagro,

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Dios es quien debe realizarlo; esto está claro. No va a realizarlo nuestro razonamiento, ni nuestra habilidad para persuadir o amenazar. Solo puede venir del Señor.

Puesto que así se realiza la labor de ganar almas, ¿de qué manera podemos tener la esperanza de estar dotados con el Espíritu de Dios y obrar en su poder? A esto contesto que es mucho lo que depende del estado del propio ser humano. Estoy persuadido de que nunca hemos insistido lo suficiente en la obra de Dios dentro de nosotros mismos y en su relación con nuestro servicio a Dios. El hombre consagrado puede estar cargado al máximo de la energía divina en un momento, de tal manera que todos los que estén a su alrededor lo perciban. No podrán decir de qué se trata, ni de dónde viene o adónde va, pero en ese hombre hay algo que se halla muy por encima del orden común y corriente de las cosas.

En otro momento, tal vez ese mismo hombre sea débil y aburrido, y esté consciente de que lo es. ¡Míralo! Tiembla como en otros momentos, pero no puede hacer obra poderosa alguna. Con esto nos queda claro que hasta el mismo Sansón debe hallarse en la condición debida; de lo contrario no podrá ganar victoria alguna. Si cortan los mechones del cabello al campeón, los filisteos se reirán de él. Si el Señor se aparta de un hombre, a este no le queda poder alguno para servir con utilidad.

Estimado hermano, ten gran cuidado con tu propia situación ante Dios. Cuida de tu propia finca; atiende bien a tus propios rebaños y manadas. A menos que camines muy cerca de Dios; a menos que permanezcas dentro de esa luz resplandeciente que rodea su trono, y que solo conocen los que están en comunión con el Eterno, saldrás de tu habitación y te apresurarás a cumplir con tu trabajo, pero no sucederá nada. Ciertamente, el vaso es de barro; con todo, tiene su lugar dentro del orden divino establecido. Pero no estará lleno de los tesoros divinos, a menos que sea un vaso limpio, y en otros aspectos, a menos que sea un vaso adecuado para el uso que le quiere dar su Amo. Permíteme mostrarte algunas formas en las que la labor de ganar almas va a depender en gran parte del propio hombre.

Ganamos almas para Cristo cuando actuamos como testigos suyos. Nos ponemos de pie para testificar a favor del Señor Jesucristo con respecto a ciertas verdades. Yo nunca he tenido el gran privilegio de que me engatuse un abogado. Ahora bien, algunas veces me he preguntado qué haría, si me llevaran a la silla de los testigos para examinarme e interrogarme. Creo que me limitaría a ponerme en pie y decir la verdad tal como yo la conozco. No intentaría realizar un despliegue de mi ingenio, mis dotes lingüísticas o mis criterios.

Si me limito a dar respuestas francas a sus preguntas, creo que puedo vencer a cuanto abogado haya sobre la tierra. Pero la dificultad está en que, con mucha frecuencia, cuando llevan a un testigo a la silla para que declare, este está más pendiente de sí mismo que de lo que debe decir. Por tanto, pronto se siente preocupado, le parece que se están burlando de él, se aburre y, al perder su compostura, deja de ser un buen testigo para la causa.

Ahora bien, los que predican al aire libre sois engatusados con frecuencia. Con toda seguridad, se os van a aparecer allí los abogados del diablo. Él tiene un gran número de ellos constantemente a su servicio. Y lo único que tienes que hacer es dar testimonio de la verdad. Si te preguntas en tu mente: «¿Cómo debo responder con inteligencia a este hombre, para triunfar sobre él?», estarás cometiendo una imprudencia. Muchas veces, una respuesta ingeniosa puede ser adecuada, pero una respuesta cortés es mejor.

Trata de decirte a ti mismo: «Al fin y al cabo, no importa que un hombre demuestre o no que yo soy tonto, porque eso ya lo sé. Me siento satisfecho de ser tenido por tonto por el amor de Cristo, y no me importa mi reputación. Tengo que dar testimonio de lo que sé, y con la ayuda de Dios, voy a hacerlo con toda osadía. Si el que me interrumpe me hace preguntas acerca de otras cosas, le diré que yo no he venido aquí para dar testimonio de otros asuntos, sino solo de esto que estoy hablando. Acerca de ese punto voy a hablar, y nada más».

Hermano, el hombre que testifica, debe ser salvo, y tiene que estar seguro de que lo es. Yo no sé si tienes dudas acerca de tu salvación. Tal vez debería recomendarte que

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prediques, aunque así sea, puesto que, aunque tú mismo no seas salvo, podrías estar deseando que otros lo sean. No dudas que una vez disfrutaste de una seguridad total, por lo que ahora, si tienes que confesar con dolor: «¡Ay! No siento el poder pleno del Evangelio en mi propio corazón», también puedes añadir: «Y sin embargo, yo sé que es cierto, porque lo he visto salvar a otros, y sé que ningún otro poder me puede salvar a mí». Tal vez incluso este titubeante testimonio, tan francamente sincero, pueda hacer que brote una lágrima en los ojos de tu oponente, y que este sienta simpatía por ti. John Bunyan afirma: «Algunas veces, yo predicaba sin esperanza, como un hombre encadenado a otros hombres encadenados, y cuando oía el ruido que hacían mis propias cadenas, decía a los demás que había liberación para ellos, y buscaba la manera de que miraran al gran Libertador». Yo no habría impedido que el señor Bunyan predicara así.

Sin embargo, es una gran cosa poder proclamar, en base a nuestra propia experiencia personal, que el Señor ha roto las puertas de bronce y partido en dos las barras de hierro. Los que escuchan nuestro testimonio dicen: «¿Estás seguro?» ¿Seguro? Estoy tan seguro como de que estoy vivo. Hay quien llama dogmatismo a esto. Que no te importe. Un hombre debe saber qué es lo que predica; de lo contrario, es mejor que se quede sentado.

Si yo tuviera alguna duda acerca de las cosas que predico desde este púlpito, tendría que sentirme avergonzado de seguir siendo el pastor de esta iglesia. Pero predico lo que sé, y testifico de lo que he visto. Si estoy equivocado, lo estoy intensamente y de todo corazón, y arriesgo mi alma y todos sus intereses eternos por la veracidad de lo que predico. Si el Evangelio que yo predico no me salva a mí, nunca seré salvo, porque aquello que proclamo ante los demás es el fundamento de mi propia seguridad. Yo no tengo ningún bote salvavidas privado; en el arca a la cual invito a subir a otros, estamos yo y todo lo que poseo.

Un buen testigo se debe a sí mismo el saber todo lo que va a decir; necesita sentirse cómodo con su tema. Digamos que le hacen presentarse como testigo en un caso de robo. Él sabe lo que vio, y tiene que declarar sobre eso únicamente. Pero comienzan a interrogarlo acerca de un cuadro que había en la casa, o el color de un traje que estaba colgado en un armario, y él responde: «Ustedes están yendo más allá de lo que les corresponde. Yo solo puedo testificar acerca de lo que vi». Lo que sabemos y lo que no sabemos bastarían para escribir dos enciclopedias, de manera que podemos pedir que nos dejen en paz en cuanto al segundo de estos volúmenes.

Hermano, di lo que sabes y siéntate. Pero actúa con calma y compostura mientras hablas de esas cosas que conoces personalmente. Nunca manifestarás de forma correcta tus emociones mientras predicas, de manera que te sientas cómodo con tus oyentes, mientras no te sientas cómodo con el tema. Cuando sepas lo que estás diciendo, tu mente estará libre de ansiedades. Predicador al aire libre, no puedes predicar con la emoción debida, a menos que te conozcas el Evangelio de principio a fin, y conozcas el lugar donde estás predicando. Pero cuando te sientas cómodo con tu doctrina, ponte en pie y actúa con tanta valentía, tanto fervor y tanta insistencia como quieras. Enfréntate a tus oyentes, sintiendo que vas a decirles algo que vale la pena escuchar, acerca de lo cual estás muy seguro, y que para ti es la vida misma. En toda reunión al aire libre hay corazones sinceros, y también en toda reunión bajo techo. Esos corazones solo quieren escuchar creencias sinceras, y las aceptarán, y aceptarán ser guiados a la fe en el Señor Jesucristo.

Pero tú no eres solo un testigo; eres alguien que aboga a favor del Señor Jesucristo. Y es mucho lo que depende de la persona que aboga. Da la impresión de que la señal y modelo de cristianismo que presentan algunos predicadores no es una lengua de fuego, sino un bloque de hielo. A ti no te gustaría que se levantara un abogado a defender tu causa de una forma fría y deliberada, sin mostrar jamás la menor preocupación por si te van a declarar culpable de asesinato, o te van a exonerar de toda culpa. ¿Cómo podrías soportar su

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indiferencia, sabiendo que eres tú mismo quien puede ir a la horca? ¡No! A un falso abogado como este, querrías hacerlo callar.

De la misma manera, cuando un hombre tiene que hablar de Cristo y no es fervoroso, déjalo que se vaya a la cama. Te reirás, pero ¿acaso no es mejor que él se vaya a la cama, en lugar de hacer que toda una congregación se duerma sin siquiera haberse acostado? Sí; debemos ser auténticamente fervorosos. Para prevalecer entre los hombres, debemos amarlos. Hay quienes sienten un amor genuino por los seres humanos, y hay quienes sienten una franca antipatía por ellos.

Yo conozco caballeros a los que en cierto modo estimo, que parecen pensar que las clases obreras son un montón de gente asombrosamente mala que es necesario mantener a raya y gobernar con vigor. Con esa manera de ver las cosas, nunca llegarán a convertir obreros. Para ganar a los hombres, debes sentir de esta manera: «Yo soy uno de ellos. Si ellos son un lamentable grupo de seres humanos, yo soy uno de ellos. Si ellos son pecadores perdidos, yo también soy uno de ellos. Si ellos necesitan a un Salvador, yo soy uno de ellos».

Al más grande de los pecadores debes predicarle teniendo siempre presente este texto: «Esto erais algunos». Solo la gracia hace que seamos distintos, y es esa gracia la que predicamos. El amor genuino por Dios y el amor ferviente a los seres humanos constituyen el gran requisito que necesita alguien que abogue a favor de Cristo.

Creo también, aunque haya quienes lo rechacen, que debemos ejercer la influencia del temor sobre la mente de los hombres, y que ese temor debe obrar también sobre la mente del propio predicador. «Por la fe Noé… con temor preparó el arca en que su casa se salvase». En el temor que sintió Noé estuvo la salvación de este mundo, que así no pereció en el Diluvio. Y cuando un hombre llega a temer por los demás, su corazón clama: «Perecerán, perecerán, se hundirán en el infierno; serán alejados para siempre de la presencia del Señor». Cuando este temor oprime su alma y le hace sentir una fuerte carga, lo impulsa a salir a predicar entre lágrimas; entonces suplicará a los hombres de tal manera que va a prevalecer entre ellos. Conociendo el terror del Señor, persuadirá a los hombres.

Conocer el terror del Señor se convierte así en el medio para enseñarnos a persuadir, y no para hablar con dureza. Hay quienes han usado los terrores del Señor para aterrar a los demás. En cambio, Pablo los usó para persuadir. Copiémoslo. Di: «Hemos salido para hablarles a ustedes, amigos y hermanos, de que el mundo está en llamas, y de que deben huir para no perder la vida; escapar a la montaña para no ser consumidos».

Debemos hacer esta advertencia con plena convicción de que es genuina. De lo contrario, seremos como aquel muchacho que en su necedad gritaba «¡El lobo!» Algo de las sombras del terrible día final debe caer sobre nuestro espíritu para dar a nuestro mensaje de misericordia el acento de la convicción. De lo contrario, no tendremos el verdadero poder del que aboga por Jesucristo. Hermano, tenemos que decir a los hombres que necesitan urgentemente un Salvador, y demostrarles que nosotros mismos captamos su necesitad y la sentimos por ellos. De lo contrario, no es muy posible que los llevemos al Salvador.

El que aboga a favor de Cristo debe sentirse conmovido con la visión del día del juicio. Cuando salgo al salón por la puerta que hay detrás del púlpito, ver a esa gran multitud es algo que cae de repente sobre mí, y es frecuente que me sienta consternado. Pienso en esos miles de almas inmortales que me están viendo a través de las ventanas de sus melancólicos ojos, y que voy a predicar a todos ellos, y que voy a ser responsable de su sangre si no les soy fiel. Te digo que todo eso me hace sentir deseos de volverme por donde entré.

Pero el temor no es lo único que me acompaña. La esperanza y la fe en que Dios me va a capacitar para comunicar la Palabra a toda esa gente que Él quiere bendecir, me sostienen. Creo que todos los que se hallan en medio de esa multitud han sido enviados allí por Dios con un propósito, y que yo he sido enviado para convertir en realidad ese propósito. Muchas veces pienso por dentro mientras estoy predicando: «¿Quién se estará convirtiendo

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en este momento?» Nunca se me ocurre pensar que la Palabra de Dios vaya a fracasar. No; eso no puede suceder nunca. Con frecuencia me siento seguro de que hay gente que se está convirtiendo, y en todas las ocasiones, estoy seguro de que Dios es glorificado por el testimonio de su verdad.

Puedes confiar en esa poderosa convicción tuya de que la Palabra de Dios no puede regresar a Él vacía. Esto constituirá un gran motivo de aliento, tanto para tus oyentes, como para ti mismo. Si crees con entusiasmo que las personas se van a convertir, eso puede ser como el meñique que una madre extiende a su pequeñuelo, para ayudarlo a acercarse a ella. El fuego que hay en tu corazón puede despedir una chispa que les entre en el alma y, por medio de esa chispa, la llama de la vida espiritual podría prender en su ser. Aprendamos todos el arte de abogar por Cristo ante las almas de los hombres.

Aún más, amado predicador al aire libre o cristiano que lees estas líneas, no solo debemos ser testigos de Cristo y abogar a su favor, sino que también debemos dar ejemplo. Una de las mejores formas de atrapar patos salvajes consiste en usar un señuelo. El señuelo entra en la red, y los patos lo siguen. En la Iglesia Cristiana necesitamos usar más el santo arte de los señuelos, esto es, de dar ejemplo. Que nosotros seamos los primeros en acudir a Cristo; que llevemos una vida de piedad en medio de una generación perversa; que demos ejemplo en el gozo y en el sufrimiento, ejemplo de sumisión santa a la voluntad de Dios en tiempos de tribulación. Nuestro ejemplo en toda obra de la gracia, será un medio para inducir a otros a entrar al camino de la vida.

Por supuesto, no puedes pararte en medio de la calle para hablar de tu ejemplo. Sin embargo, no hay ningún predicador al aire libre al que la gente no conozca mejor de lo que él se cree. En medio de esa multitud puede haber alguien que conozca los secretos de la vida privada del orador. En una ocasión oí hablar de un predicador callejero al que uno de sus oyentes le gritó: «¡Oye, Jack, a que no te atreves a predicar así frente a tu propia casa!» Lamentablemente, lo que sucedió fue que el señor Juan ___________ había estado a punto de pelearse con un vecino poco antes. Por tanto, probablemente no habría podido predicar gran cosa cerca de su casa. Esto hizo que la interrupción resultara muy embarazosa.

Si la vida de un hombre es indigna en su casa, es mejor que se vaya a unos cuantos kilómetros de distancia antes de ponerse a predicar, y cuando lo haga, lo mejor es que no diga nada. Nos conocen, hermano; saben muchísimo más de lo que nos imaginamos acerca de nosotros, y lo que no conocen, lo inventan. Por tanto, nuestro caminar y nuestra conducta deben constituir la parte más poderosa de nuestro ministerio. En esto consiste ser consecuente, en que lo que dicen nuestros labios y lo que muestra nuestra vida concuerdan.

Tengo que ir terminando este tema, pero debo decirte algo con respecto a otro punto más. Como ya te dije, la obra que realice el Espíritu depende en gran parte del propio hombre, pero creo que debo añadir que también es mucho lo que depende de la clase de personas que rodean al predicador. El predicador callejero, que tiene que salir prácticamente solo, suele encontrarse en una posición muy poco afortunada. Es muy útil que estés conectado con una fervorosa iglesia llena de vida que ore por ti, y si no puedes encontrar una iglesia así donde trabajas, lo mejor después de eso es que te consigas media docena de hermanos y hermanas que te respalden, que salgan contigo y, sobre todo, que oren contigo.

Hay algunos predicadores que son tan independientes, que piensan poder hacer las cosas sin la ayuda de nadie, pero serían más sabios si no se aferraran a su soledad. ¿Acaso no pueden ver las cosas de esta manera: si traigo conmigo media docena jóvenes, estaré haciendo un bien a esos hombres, y entrenándolos para que sean obreros?

Si puedes asociarte con una media docena de hombres que no sean excesivamente jóvenes, sino algo avanzados en su conocimiento de la verdad divina, esta asociación tendrá por consecuencia una gran ventaja, tanto para ti como para ellos. Te confieso que, aunque Dios me ha bendecido grandemente en mi trabajo, no se me debe atribuir a mí mérito alguno,

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sino a esos queridos amigos del Tabernáculo y, ciertamente, del mundo entero, que me han hecho objeto especial de sus oraciones. A un hombre tiene que irle bien teniendo a su alrededor gente como la que tengo yo.

El señor William Olney, mi estimado amigo y diácono, dijo en una ocasión: «Hasta este momento, nuestro ministro nos ha guiado, y lo hemos seguido de corazón. Todo ha sido un éxito. ¿Verdad que ustedes creen en su liderazgo?» La gente gritó: «¡Sí!» Entonces siguió diciendo mi estimado amigo: «Si nuestro pastor nos ha traído hasta una zanja que parece imposible de pasar, llenémosla con nuestros cuerpos para que él la pueda cruzar». Sus palabras fueron grandiosas: llenaron la zanja. No, mejor, ella misma pareció llenarse al instante. Si tienes un verdadero compañero, tu fortaleza es más que duplicada.

¡Qué bendición tan grande es una buena esposa! Mujer, tú no estarías en el lugar correcto si comenzaras a predicar por las calles, pero puedes hacer que tu esposo se sienta feliz y cómodo cuando vuelva al hogar, y eso va a hacer que él predique mejor aún. Hasta es posible que puedas ayudarlo de alguna otra forma, si eres prudente y delicada. Puedes sugerirle con suavidad que se alejó un poco de la línea en algunas cuestiones menores, y él puede aceptar tu insinuación y corregirse en esos puntos.

Un buen hermano me pidió en una ocasión que le diera algo de instrucción, y me lo pidió de esta manera: «La única instructora que he tenido fue mi mujer, que estudió más de lo que pude estudiar yo. Por ejemplo, yo solía decir ‘Nosotros fuisemos’ y ‘Lo hacimos’, y entonces ella me sugería suavemente que la gente se podía llegar a reír de mí si no era más cuidadoso con mi gramática». Así fue como su esposa se convirtió en su profesora de gramática. Para él valía su peso en oro, y él lo sabía. Si tienes alguien que te ayude de esa manera, tienes que dar gracias a Dios todos los días por esa persona.

Además de esto, te será de gran ayuda unirte a una fraternidad de cristianos fervorosos que sepan más que tú y te sirvan haciéndote prudentes sugerencias. Es posible que Dios nos bendiga para ayudar a otros, aunque no nos bendiga para ayudarnos a nosotros mismos. Me atrevo a decir que habrás escuchado esta historia de frailes acerca de un hombre que había predicado y ganado muchas almas para Cristo, y se felicitaba a sí mismo por sus logros. Una noche le fue revelado que en el último gran día, él no iba a llevarse honor alguno por lo que había hecho. Él entonces, en su sueño, preguntó al ángel que le había hablado, quién sería el que se llevaría el mérito por lo hecho, y el ángel le contestó: «Aquel anciano sordo que se sienta en los escalones del púlpito y ora por ti, fue el que sirvió de medio para bendecirte».

Seamos agradecidos por ese sordo, o aquella anciana, o aquellos amigos pobres que oran por nosotros y que son quienes hacen con su intercesión que descienda la bendición sobre nosotros. El Espíritu de Dios bendecirá a dos que se ponen de acuerdo, a pesar de que tal vez no ha bendecido antes a ninguno de los dos por separado. Abraham solo no consiguió que se salvara ni una de aquellas cinco ciudades, aunque en la balanza espiritual su oración pesara una tonelada. Pero allá lejos estaba su sobrino Lot, el ser más infeliz que haya existido jamás. En él no había más que unos pocos gramos de oración, pero fue ese peso tan escaso el que inclinó la balanza, y Zoar fue salvada de la destrucción. Así pues, añade tus pocos gramos de oración al gran peso de las súplicas de los santos que están en eminencia, porque es muy posible que los necesiten.

Amado hermano que predicas al aire libre, no pretendo instruirte. Más bien, algunos de vosotros podríais instruirme a mí. Aunque no lo sé, porque según lo que oigo, ya debo estar haciéndome anciano. A principios de este año (1887), una dama estaba tratando de conseguir algo de mí, y me dijo: «Recuerdo haber oído su amable voz hace más de cuarenta años». Yo le dije: «¿Que oyó mi voz hace cuarenta años? ¿Dónde fue eso?» Ella me contestó: «Usted estaba predicando junto a Pentonville Hill, cerca de donde se encuentra la capilla del señor Sawday». «Bueno», le dije yo, «¿acaso no sucedió eso hace más de cuarenta años?» «Sí», me contestó, «tal vez fueran cincuenta». «Oh», le dije, «me imagino que entonces yo

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era bastante joven». «¡Sí, claro!», fue su respuesta. «Usted era un joven maravilloso». Por supuesto, esas últimas palabras eran innecesarias, pero no creo que siguiera sintiendo que yo era tan maravilloso cuando le dije que nunca había predicado junto a Pentonville Hill, y que hace cincuenta años yo solo tenía tres años de edad, y que me parecía vergonzoso que ella pensara que yo le iba a dar dinero por decirme falsedades.

No obstante, en estos momentos quisiera presumir de lo que me dijo aquella dama, y suponer que soy esa persona tan venerable que ella describió. Por eso, me voy a atrever a decirte: Amado hermano, para poder ganar almas, tienes que ponerte a trabajar, y trabajar duro.

En primer lugar, tienes que trabajar en tu predicación. No te estarás volviendo desconfiado en cuanto al uso de la predicación, ¿verdad? Espero que no te canses de ella, aunque puedes estar seguro de que algunas veces te resultará agotador predicar. Sigue adelante con tu predicación. Zapatero, a tus zapatos, y predicador, a tu predicación. En el gran día, cuando se lea la lista de todos los que se hayan convertido gracias a una buena música, a los adornos que tienen las iglesias, o a las exhibiciones y las diversiones religiosas, se verá que constituyen la décima parte de nada. En cambio, a Dios siempre le complacerá salvar a los que crean por medio de la locura de la predicación. Sigue predicando, y si además tienes que hacer alguna otra cosa, no permitas que esa cosa relegue tu predicación al último lugar. En primer lugar predica, en segundo lugar predica, y en tercer lugar, también predica.

Cree en predicar el amor de Cristo; cree en predicar su sacrificio expiatorio, cree en predicar el nuevo nacimiento, cree en predicar todo el consejo de Dios. El martillo eterno del Evangelio aún tiene poder para hacer añicos la roca; el fuego antiguo de Pentecostés aún es capaz de arder en medio de la multitud. No pruebes nada nuevo, sino sigue predicando, y si todos predicamos con el Espíritu Santo que nos ha sido enviado desde el cielo, los resultados de nuestra predicación van a dejarnos asombrados. Al fin y al cabo, el poder de la lengua no tiene fin. Mira el poder que tiene una mala lengua, y cuánto daño puede hacer. ¿Y no pondrá Dios más poder aún en una buena lengua, si nosotros solo la usamos de la manera correcta?

Mira el poder que tiene el fuego. Basta una simple chispa para entregar toda una ciudad a las llamas. Así, teniendo al Espíritu de Dios con nosotros, no necesitamos calcular cuánto, o qué podemos hacer. No hay manera de calcular lo que puede hacer una llama, como tampoco tiene fin el potencial de la verdad divina, hablada con el entusiasmo que nace del Espíritu de Dios.

Sigue albergando grandes esperanzas, hermano. Sigue albergando grandes esperanzas, a pesar de esas desvergonzadas calles nocturnas; a pesar de esas tabernas malditas que hay en las esquinas de todas las calles; a pesar de la maldad de los ricos; a pesar de la ignorancia de los pobres. Sigue adelante, adelante, adelante. En el nombre de Dios, sigue adelante, porque si la predicación del Evangelio no salva a los hombres, nada lo hará. Si fracasa el camino de misericordia abierto por el Señor, entonces cuelga las botas con dolor, y que una medianoche interminable cubra el sol, porque nada espera a nuestra raza, salvo la negrura de las tinieblas. La salvación por el sacrificio de Jesús es el ultimátum de Dios. Regocíjate de que no pueda fallar. Creamos sin reservas, y después sigamos hacia delante, predicando la Palabra.

Con toda seguridad, los predicadores callejeros de corazón sincero unen a su predicación una gran cantidad de fervorosas charlas en privado. Es grande el número de personas que se han convertido en este Tabernáculo gracias a una conversación personal con ciertos hermanos de aquí, cuyos nombres no voy a decir. Esos hermanos están en todos los rincones de este lugar mientras yo predico. Recuerdo que un hermano estaba hablando conmigo un lunes por la tarde, y de repente desapareció sin terminar de decirme lo que me estaba susurrando. Nunca llegué a saber lo que él iba a contarme, pero en seguida lo vi en la galería de la izquierda, sentado en una banca con una dama que yo no conocía. Después del culto le dije: «¿Dónde se me fue usted?» Él me contestó: «Un rayo de sol entró por la

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ventana, y me hizo reparar en un rostro que se veía tan triste, que me apresuré a subir las escaleras y sentarme en la banca junto a aquella dama del semblante apenado». «¿Logró quitarle la tristeza?» «¡Oh, sí! Recibió al Señor Jesucristo enseguida. Y en cuanto lo hizo, me fijé otro rostro ansioso. Así que le pedí que esperara en la banca hasta después del culto, y me fui en busca del otro. Era un hombre joven». Él oró por esas dos personas, y no se sintió satisfecho hasta que entregaron su corazón al Señor.

Así es como hay que estar alerta. Necesitamos un cuerpo de buenos tiradores que vayan escogiendo sus blancos uno a uno. Cuando nosotros disparamos los cañones desde el púlpito, la obra queda hecha, pero hay muchos a quienes no alcanza. Por eso, queremos que haya espíritus llenos de amor que se muevan y vayan tratando con los individuos uno a uno, advirtiendo y dando palabras de aliento personales y bien pensadas.

Todo predicador al aire libre debe hacer más que dirigirse a los centenares de personas que lo oyen. Debe estar listo para ir de uno en uno, y tener consigo a otros que practiquen este mismo arte feliz. ¡Cuánto mayor sería el bien que resultaría de la predicación en las calles, si todos los predicadores al aire libre se hicieran acompañar de un grupo de personas que remacharan los clavos que él dispara, a través de una conversación personal!

El domingo pasado por la noche, mi amado hermano nos contó una pequeña historia que yo nunca olvidaré. Él estaba una noche en el Hospital Croydon, donde tenía que hacer unas visitas. Todos los camilleros se habían ido a sus casas, y ya era hora de cerrar para toda la noche. Con la excepción del médico, él era la única persona sana en el hospital. De repente, llegó un niño corriendo y diciendo que se había producido un accidente ferroviario, y que necesitaban que alguien fuera a la estación con una camilla.

El médico dijo a mi hermano: «¿Podría usted tomar uno de los extremos de la camilla si yo tomo el otro?» «¡Claro que sí!», respondió él alegremente. Así que allá fueron el médico y el pastor con la camilla. De vuelta, trajeron a un hombre accidentado. Mi hermano dijo: «Durante una o dos semanas, fui con frecuencia al hospital, porque sentía gran interés por el hombre que había ayudado a cargar en la camilla». Yo creo que él siempre va a sentirse interesado en aquel hombre, porque en una ocasión sintió su peso. Cuando sabes cómo cargar a un hombre en tu corazón, y has sentido el peso de su situación, su nombre te queda grabado en el alma. Esto es lo que sucede con los que hablan en privado con las personas. Sienten el peso de las almas. Creo que de esto es de lo que necesitan saber más los predicadores de siempre. Entonces predicarían mejor.

Cuando no haya posibilidad de predicar y hablar en privado, ten listo un tratado. Muchas veces, este método es eficaz. Hay tratados que no convertirían ni a un escarabajo. No contienen lo suficiente ni para interesar a una mosca. O consigues buenos tratados que causen un impacto, o no consigas ninguno. Un tratado sobre el Evangelio que sea contundente y conmovedor puede convertirse muchas veces en una semilla de vida eterna. Por tanto, no salgas sin tus tratados.

Además de dar tratados, si puedes, trata de averiguar dónde vive alguna de las personas que te escuchan con frecuencia, y hazle una visita. ¡Qué cosa tan maravillosa es la visita de un predicador callejero! La mujer le dice: «Bill, aquí está ese hombre y viene a verte. Es el caballero que predica en la esquina. ¿Le digo que entre?» «¡Sí, claro!», es su contestación. «Lo he escuchado muchas veces. Es un buen hombre». Visita a tantos como puedas, porque eso va a ser útil, tanto para ti como para la gente.

¡Cuánto poder hay también en una carta personal! Hay personas que sienten una especie de reverencia supersticiosa por las cartas. Cuando reciben una fervorosa epístola procedente de un reverendo caballero, la tienen en gran estima. Y, ¿quién sabe? Tal vez una nota enviada por correo podría causar un impacto en ese hombre al que no conmovió tu sermón. Los jóvenes que no pueden predicar, sí pueden hacer mucho bien escribiendo cartas

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a sus amigos acerca de sus almas. Pueden hablarles muy francamente con la pluma, aunque se sientan poco seguros cuando hablen con la lengua.

Salvemos a los seres humanos usando todos los medios que hay bajo el cielo. Evitemos que sigan el camino del infierno. No tenemos ni la mitad del fervor que deberíamos tener. ¿Acaso no recuerdas lo que aquel joven dijo a su hermano mientras agonizaba?: «Hermano mío, ¿cómo es posible que hayas sido tan indiferente con respecto a mi alma como has sido?» Este le respondió: «Yo no he sido indiferente con respecto a tu alma, porque te he hablado con frecuencia acerca de ella». «¡Sí, claro!», le dijo. «Tú me hablabas, pero me da la impresión de que si hubieras recordado que yo iba camino del infierno, te habrías mostrado más ferviente conmigo. Habrías llorado por mí y, como hermano mío que eres, no habrías permitido que me perdiera». Que nadie diga esto de ti.

He oído la observación de que la mayor parte de las personas, cuando se vuelven fervorosas, hacen y dicen cosas extrañas. Que digan y hagan cosas extrañas, si proceden de un fervor genuino. No queremos travesuras ni espectáculos que solo sean una falsificación del fervor. Lo que exigen los tiempos es un fervor genuino y al rojo vivo, y si es eso lo que ves, sería una lástima que fueras demasiado crítico.

A las grandes tormentas hay que dejarlas que sigan su camino. A los corazones vivos hay que dejarlos que hablen como puedan. Si tienes celo, pero no puedes hablar, tu fervor inventará su propio método de convertir en realidad sus propósitos. Así como se dice de Aníbal que derritió las rocas con vinagre, también, de una u otra forma, el fervor hallará la manera de derretir los corazones de piedra de los seres humanos. Que el Espíritu de Dios se cierna sobre ti y sobre todos los que predican como tú. Por Jesucristo lo pido. Amén.

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EL PRECIO A PAGAR PARA GANAR ALMAS Tomado de un sermón pronunciado en una reunión de oración

uiero dirigirte unas palabras a ti, que estás tratando de llevar almas a Jesús. Anhelas ser útil, y oras para llegar a serlo. ¿Sabes lo que esto significa? ¿Estás seguro de lo que estás

pidiendo? Si así es, prepárate para ver y sufrir muchas cosas que habrías preferido no conocer nunca. Unas experiencias que te serían innecesarias se van a convertir en tu parte y suerte si el Señor te usa para la salvación de otras personas.

Una persona común y corriente puede descansar en su cama toda la noche. En cambio, a un cirujano pueden llamarlo a cualquier hora. El agricultor puede descansar junto a su chimenea, pero si se convierte en pastor de ovejas, tendrá que vivir entre ellas y soportar con ellas toda clase de condiciones meteorológicas. Esto mismo es lo que dijo Pablo: «Por tanto, todo lo soporto por amor de los escogidos, para que ellos también obtengan la salvación que es en Cristo Jesús con gloria eterna». Por esta causa, se nos hará pasar por experiencias que nos van a sorprender.

Hace algunos años, me vi sometido a una temible depresión espiritual. Me habían sucedido algunas cosas que me habían atribulado, y no me hallaba bien de salud, así que se me cayó el alma a los pies, como se suele decir. Me vi forzado a clamar al Señor desde lo más profundo de mi ser. Inmediatamente antes de irme a Mentone para descansar, sufrí mucho en mi cuerpo, pero mucho más en mi alma, porque mi espíritu se sentía abrumado.

Bajo esta presión, prediqué un sermón basado en estas palabras: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» Estaba tan preparado para predicar acerca de este texto como nunca habría esperado estarlo. De hecho, espero que sean pocos aquellos de mis hermanos que hayan penetrado tan profundamente en el sentido de esas desgarradoras palabras. Sentí, hasta donde me era posible sentirlo, el terror de un alma abandonada por Dios. Aquella experiencia no tenía nada de deseable. Tiemblo aún ante la simple idea de pasar de nuevo a través de ese eclipse del alma. Oro para no volver a sufrir de esa forma nuevamente, a menos que el resultado sea el mismo que entonces.

Aquella noche, después del sermón, entró a la sacristía un hombre que estaba al borde de la locura, tanto como se puede estar sin tener que ingresar en un manicomio. Tenía los ojos que parecía que se le iban a salir de sus órbitas, y me dijo que habría terminado de desesperarse por completo, de no haber oído aquel sermón, que le había hecho sentir que al fin había encontrado a un hombre que comprendía cómo se sentía él, y que podía describir su experiencia.

Yo hablé con él, y traté de darle ánimo. Después le pedí que volviera el lunes por la noche, porque entonces tendría un poco más de tiempo para conversar con él. Vi de nuevo a aquel hermano, y le dije que él era un paciente con esperanzas, y que me alegraba de que el sermón hubiera sido tan adecuado para él. Aparentemente, no aceptó el consuelo que yo le estaba ofreciendo. Sin embargo, yo era consciente de que las preciosas verdades que él había escuchado estaban obrando en su mente, y que pronto, la tormenta que había en su alma se convertiría en una profunda calma.

Escucha ahora lo que sucedió después. Por extraño que parezca, de entre todos los momentos posibles del año, justo anoche prediqué sobre estas palabras: «El Omnipotente ha amargado mi alma». Después del culto, entró aquel mismo hermano que me había visitado cinco años atrás. Esta vez se veía tan distinto como el mediodía comparado con la medianoche, o la vida comparada con la muerte. Yo le dije: «Me alegra verlo, porque he

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pensado con frecuencia en usted, y me he preguntado si había llegado a tener una paz perfecta».

Como te dije, yo me había ido a Mentone, y mi paciente también se había ido al campo, de manera que no nos habíamos encontrado en cinco años. Ante mis preguntas, este hermano me contestó: «Sí. Usted me dijo que yo era un paciente con esperanzas, y estoy seguro de que le alegrará saber que desde aquel día hasta ahora, he caminado bajo la luz del sol».

Querido amigo, tan pronto como vi por vez primera a mi desesperado paciente, bendije a Dios porque mi temible experiencia me había preparado para identificarme con él y guiarlo. Pero anoche, cuando lo vi perfectamente restaurado, sentí que mi corazón desbordaba de gratitud hacia Dios por mis angustias del pasado. Estaría dispuesto a volver a esas profundidades un centenar de veces para dar ánimos a un espíritu abatido. Es bueno que yo haya estado afligido, para saber de qué manera decir unas palabras oportunas a alguien que se hallaba ya agotado.

Supongamos que, por medio de alguna dolorosa operación, tú pudieras lograr que tu brazo derecho fuera un poco más largo. Dudo que te interesara esa operación. Pero si previeras que, al pasar por ese dolor, quedarías capacitado para alcanzar a alguien que se esté ahogando, y que de no alcanzarlo tú, se hundiría ante tus ojos, me parece que soportarías de buen grado esa agonía, y pagarías bien al cirujano que de esta manera te habría hecho capaz de rescatar a otros seres humanos.

Así, ten en cuenta que a fin de adquirir el poder necesario para ganar almas, tendrás que pasar por el fuego y por el agua, por la duda y la desesperación, por el tormento mental y la angustia del alma. Por supuesto, las cosas no serán iguales para todos nosotros. Tal vez no haya ni siquiera dos que tengan la misma experiencia, pero según la labor que se te haya encomendado, así será tu preparación.

Tienes que meterte en el fuego para poder sacar a otros de él, y tienes que tirarte al agua para sacar de ella a otros. No nos es posible ayudar a alguien a escapar del fuego sin salir chamuscados del incendio, ni manejar un bote salvavidas sin ser cubiertos por las olas. Para poder conservar vivos a sus hermanos, José tuvo que bajar a Egipto primero. Para poder guiar al pueblo por el desierto, Moisés primero tuvo que pasar allí cuarenta años con un rebaño. Con toda verdad, Payson dijo estas palabras: «Si alguien pide convertirse en un ministro con éxito, no sabe lo que está pidiendo, y será mejor que reflexione para saber si es capaz de beber hasta lo más hondo la amarga copa de Cristo, y ser bautizado con su bautismo».

Me ha hecho pensar en esto la oración que acaba de hacer nuestro estimado hermano, el señor Levinsohn. Como ya se habrán dado cuenta, él es del linaje de Abraham, y debe su conversión a un misionero urbano de su propia nación. De no haber sido ese misionero también judío, no habría conocido el corazón de aquel joven extranjero, ni habría captado su atención para que escuchara el mensaje del Evangelio.

Cristo suele ganar a los hombres por medio de instrumentos adecuados, y muchas veces esta adecuación consiste en la capacidad de identificarse con las demás personas. Una llave abre una puerta, porque coincide con las muescas de la cerradura. Un sermón pronunciado con fervor llega al corazón, porque se identifica con el estado de ese corazón. Tú y yo tenemos que ser moldeados de muy diversas maneras para encajar con todo tipo de mente y corazón. Tal como dice Pablo: «Me he hecho a los judíos como judío, para ganar a los judíos; a los que están sujetos a la ley (aunque yo no esté sujeto a la ley) como sujeto a la ley, para ganar a los que están sujetos a la ley; a los que están sin ley, como si yo estuviera sin ley (no estando yo sin ley de Dios, sino bajo la ley de Cristo), para ganar a los que están sin ley. Me he hecho débil a los débiles, para ganar a los débiles; a todos me he hecho de todo, para que de todos modos salve a algunos».

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También es necesario que nosotros pasemos por estos procesos. Aceptemos con gozo todo aquello que el Espíritu Santo obre en nuestro espíritu con el fin de que lleguemos a ser una mayor bendición para los demás seres humanos. ¡Ven, hermano, y ponlo todo en el altar! Obrero, entrégate en las manos de Dios. Tú que tienes distinción y refinamiento, tal vez sufras una sacudida que te dé el poder necesario para beneficiar a los toscos e ignorantes. Tú que eres prudente y tienes estudios, tal vez seas considerado un necio, a fin de que ganes a los necios para Jesús, porque los necios necesitan también la salvación, y son muchos entre ellos los que no van a ser salvos, si no es a través de medios que los hombres cultos no pueden admirar.

¡Con cuánta elegancia se ponen a trabajar algunas personas cuando lo que se necesita tal vez no sea finura, sino energía! En cambio, ¡cuán violentos son algunos cuando lo que hace falta es tacto y delicadeza en lugar de fuerza! Esto hay que aprenderlo. Debemos entrenarnos, como se hace con los perros para que vayan a buscar las piezas de caza.

Aquí tienes un ejemplo tomado de la experiencia. El hermano es un hombre elegante. Quiere hablar con fervor, pero también tiene que usar de su elegancia al hablar. Ha escrito un discurso muy bien preparado hasta el último detalle, y sus notas siguen un meticuloso orden. Pero, ¡ay!, se ha dejado aquel valiosísimo documento en su casa. ¿Qué hará? Es demasiado gentil para darse por vencido; tratará de hablar. Comienza con delicadeza, y logra presentar su primer punto. «Con corrección y delicadeza, buen señor». ¿Y qué viene después? Como ves, está mirando a lo alto en busca del segundo punto. ¿Qué debe decir? ¿Qué puede decir? El buen hombre lucha por mantenerse a flote, pero no sabe nadar. Se esfuerza por llegar a tierra, y cada vez que consigue sacar la cabeza del agua, puedes oír que dice en su mente: «Este es mi último intento». Sin embargo, no es así. Habla de nuevo. Y poco a poco va adquiriendo confianza. Y al final se convierte en un orador impresionante. Por medio de humillaciones como esta, el Señor lo prepara porque quiere que cumpla su labor con eficacia.

Cuando comenzamos, somos demasiado refinados para ser adecuados, o demasiado grandilocuentes para ser buenos oradores. Debemos pasar por un adiestramiento, y aprender así nuestro oficio. Ningún lápiz sirve de nada mientras no le saquen punta. Es necesario cortar esa elegante madera de cedro; entonces será cuando el grafito que hay dentro, que puede marcar y escribir, podrá ser usado.

Hermano, el cuchillo de la aflicción es afilado, pero saludable. Aunque no nos podemos deleitar en él, tal vez la fe nos enseñe a valorarlo. ¿No estás dispuesto a pasar por las pruebas más terribles para poder salvar a algunos por el medio que sea? Si no es ese tu espíritu, lo mejor que puedes hacer es quedarte en tu granja y en medio de tu mercadería, porque nadie podrá ganar jamás a nadie, si no está preparado para sufrir todo lo que sea necesario por el bien de un alma.

Es posible que tengas que sufrir mucho por el temor; sin embargo, ese temor puede ayudar a reavivar tu alma y hacerla adecuada para tu trabajo. Al menos, es posible que mueva a oración a tu corazón, y eso solo ya constituye una gran parte de la preparación que necesitas.

Un buen hombre describe así sus primeros intentos de visitar a las personas con la intención de hablarles de su estado espiritual: «Mientras me dirigía al lugar de residencia de esa persona, yo pensaba en la forma en que presentaría el tema, y en lo que diría. Y al mismo tiempo, me sentía tembloroso y agitado. Cuando llegué a la puerta, pensé que debía esconderme entre las piedras. Había perdido todo mi valor. Levanté la mano para tocar la aldaba, pero la dejé caer sin haberla tocado. Lleno de temor, comencé a bajar los escalones. Sin embargo, un instante de reflexión hizo que me dirigiera de nuevo a la aldaba y entrara a la casa. Las cosas que dije y la oración que hice fueron muy imperfectas, pero estoy agradecido, muy agradecido de que mis temores y mi cobardía no vencieran. Se había ‘roto el

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hielo’». Es necesario que pases por este proceso de romper el hielo; el resultado va a ser altamente beneficioso.

Pobre alma que anhelas hallar al Salvador: Jesús murió por ti, y ahora su pueblo vive para ti. Nosotros no podemos ofrecer ningún sacrificio expiatorio por ti, ni hay necesidad de que lo hagamos. Sin embargo, sí estaríamos contentos de sacrificarnos por el bien de tu alma. ¿Acaso no oíste lo que acaba de decir nuestro hermano en su oración: «Haremos cuanto sea necesario, seremos lo que sea necesario, lo daremos todo y lo sufriremos todo, si con eso podemos llevarte a Cristo»?

Te aseguro que muchos de nosotros sentimos así. ¿Acaso no te interesas por ti mismo? ¿Debemos nosotros sentir preocupación por tu alma, mientras tú la tienes por tan poca cosa? Te suplico que seas más prudente. Que la sabiduría infinita te lleve cuanto antes a los pies de nuestro amado Salvador. Amén.

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LA RECOMPENSA DEL GANADOR DE ALMAS Tomado de un sermón pronunciado en una reunión de oración

e camino a esta reunión, al pasar junto a la comisaría de policía observé en el tablero de noticias un llamativo letrero que ofrecía una gran

RECOMPENSA

para quien pudiera descubrir y entregar a la justicia a los perpetradores de un gran crimen. Sin duda, nuestros legisladores saben que la esperanza de obtener una gran recompensa es el único motivo que tiene suficiente poder para mover a los compinches de los asesinos. El informante común y corriente se gana tanto desprecio y tanto odio, que son pocos aquellos a quienes se puede convencer para que desempeñen este papel, aunque se le ofrezcan montones de oro. En el mejor de los casos, se trata de un mal negocio.

Es muchísimo más agradable recordar que hay una recompensa para quien lleve a los hombres a la misericordia de Dios, y que es de un orden más elevado que el premio por llevarlos ante la justicia humana. Además de esto, se halla mucho más a nuestro alcance, y esto es un punto práctico que vale la pena tener en cuenta. No todos podemos salir a la caza de criminales, pero todos podemos rescatar a los que van camino de la perdición eterna. Gracias a Dios, los asesinos y los ladrones son relativamente pocos; en cambio, los pecadores que necesitan que se los busque y se les lleve la salvación, son multitud y se hallan a nuestro alrededor en todos los lugares. Aquí hay trabajo para todos nosotros, y ninguno tiene por qué pensar que va a quedar apartado de las recompensas que concede el amor divino a todos los que lo sirven.

Al mencionar la palabra RECOMPENSA, habrá quienes agucen el oído y murmuren una palabra: «legalismo». Sin embargo, la recompensa de la que hablamos no es por deuda, sino por gracia. Además, no se disfruta con la soberbia presunción de los méritos, sino con el agradecido deleite de la humildad.

Otros amigos habrá que susurren: «¿Acaso esto no es una motivación baja y mercenaria?» Nosotros les replicamos que es tan mercenario como el espíritu de Moisés, quien «tenía puesta la mirada en el galardón». En esta cuestión, todo depende de cuál sea la recompensa. Si consiste en el gozo que hay en hacer el bien, el consuelo de haber glorificado a Dios y la bendición de agradar al Señor Jesús, entonces la aspiración a que se nos permita esforzarnos para ayudar a salvar a otros seres humanos de caer en el abismo es en sí misma una gracia del Señor. Y si nosotros no hemos tenido éxito, aun así el Señor nos dirá al respecto lo que dijo acerca de las intenciones que tenía David de construir el templo: «Bien has hecho en tener tal deseo». Aunque todas las almas que busquemos persistan en su incredulidad, y todas nos desprecien, nos rechacen y nos ridiculicen, con todo será una obra divina el que al menos lo hayamos intentado. Si no cae lluvia de la nube, pero esta ha servido de protección contra el fiero calor del sol, no todo está perdido, aunque el mayor propósito no se haya realizado. Aunque solo sea que hayamos aprendido a unirnos al Salvador en sus lágrimas y clamar: «¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos… y no quisiste!» En sí mismo es algo sublime el que se nos permita estar en la misma plataforma que Jesús, y llorar con Él. Nosotros mismos somos mejores a causa de esas angustias, aunque nadie más lo sea.

Pero demos gracias a Dios, porque no hemos trabajado en vano en el Señor. Creo que la mayor parte de los que han intentado realmente llevar a otros a los pies de Jesús en el

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poder del Espíritu Santo y por medio de las enseñanzas bíblicas y de la oración, han tenido éxito. Tal vez no sea ese tu caso. Si así es, te recomiendo que analices con detenimiento tu motivación, tu espíritu, tu trabajo y tu oración, y después, comiences de nuevo. Tal vez trabajes con mayor sabiduría, mayor fe, más humildad y más en el poder del Espíritu Santo. Tienes que actuar como hacen los agricultores, que después de obtener una cosecha pobre, vuelven a arar esperanzados. No tienes que desanimarte, sino al contrario; anímate.

Nosotros necesitamos estar ansiosos por hallar la razón del fracaso, si es que hay alguna, y listos para aprender de todos los que son nuestros compañeros de trabajo. Con todo, debemos mirar hacia delante con firme determinación, resueltos a que, suceda lo que suceda, no dejaremos piedra sin remover para llevar a cabo la salvación de los que nos rodean. ¿Cómo podemos pretender salir del mundo sin una sola gavilla que llevarnos con regocijo? Creo que la mayor parte de los que estamos aquí reunidos para orar, hemos tenido un éxito que ha ido más allá de nuestras expectativas. Dios nos ha bendecido, no más allá de nuestros deseos, sino más allá de nuestras esperanzas.

Muchas veces me he quedado sorprendido ante la misericordia que Dios ha tenido conmigo mismo. Mis pobres sermones, a causa de los cuales lloro cuando vuelvo a casa, han llevado a un gran número de personas hasta la cruz. Aún más maravilloso es que las palabras que he dicho en una conversación ordinaria, simples frases dichas al azar, como las llaman algunos, a pesar de esto, han sido como flechas lanzadas por Dios que han atravesado el corazón a los hombres y los han hecho yacer heridos a los pies de Jesús.

Con frecuencia he levantado los brazos con asombro, y he dicho: «¿Cómo es posible que Dios bendiga una herramienta tan débil?» Esta es la sensación que tenemos la mayoría de los que nos aficionamos al bendito arte de pescar hombres, y el anhelo de tener ese éxito nos proporciona una motivación tan pura como la que podría mover el corazón de un ángel. De hecho, tan pura como la que movió al Salvador cuando, por el gozo puesto ante Él, soportó la cruz, despreciando la vergüenza.

«¿Acaso teme Job a Dios de balde?», dijo Satanás. Si hubiera podido responder de manera afirmativa esta pregunta; si se hubiera podido demostrar que el hombre perfecto y recto no encontraba recompensa a su vida santa, entonces Satanás habría presentado reparos contra la justicia de Dios, y habría podido exhortar a los hombres para que renunciaran a un servicio tan poco provechoso.

Ciertamente, hay una recompensa para el justo, y en la elevada búsqueda de la gracia hay recompensas de valor infinito. Cuando nos esforzamos por llevar a Dios a los hombres, nos estamos consagrando a un negocio mucho más provechoso que el de quienes bucean para hallar perlas o el de los que se dedican a buscar diamantes. Ninguna actividad de los hombres mortales se puede comparar a la de ganar almas. Yo sé lo que digo cuando te animo a considerar esta labor como consideran los hombres el formar parte del gobierno de la nación, o el ocupar un trono. Es un asunto de la realeza, y son verdaderos reyes quienes la llevan a cabo con éxito.

La cosecha que produce el servicio de Dios, aún no la tenemos delante: «con paciencia la aguardamos». En cambio, sí tenemos los primeros pagos de nuestro salario; una refrescante promesa sobre lo que se ha ido acumulando en el cielo para nosotros. En parte, esta recompensa se encuentra en la labor misma que realizamos. Los hombres van a cazar y a disparar por simple amor al deporte. En una esfera infinitamente más elevada, por supuesto, nosotros podemos cazar las almas de los hombres por la agradable complacencia que nos produce nuestra benevolencia.

Para algunos de nosotros, sería una aflicción insoportable el ver que los seres humanos se hunden en el infierno, y no hacer esfuerzo alguno por lograr su salvación. Así que tener un medio para dar salida a nuestros fuegos internos nos sirve de recompensa. Para nosotros es aflicción y agotamiento el estar apartados de esas actividades sagradas cuyo fin es

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sacar de las llamas los tizones encendidos. Sentimos una profunda identificación con nuestros semejantes, y hasta cierto punto, nos parece que su pecado es también nuestro, y el peligro que corren, también es nuestro peligro.

«Si otro pierde el camino, también mis pies lo pueden perder;

si otro va cuesta abajo, también en mi corazón hay aflicción».

Por consiguiente, cuando presentamos el Evangelio, sentimos el alivio de saber que

podemos salvarnos de esa aflicción producida por la identificación, que en nuestro corazón hace eco del dolor por la ruina de un alma.

Ganar almas es un servicio que produce grandes beneficios a la persona que se consagra a él. El hombre que ha estado alerta en busca de un alma, orando por ella, haciendo planes acerca de ella, hablándole con temor y temblor y tratando de causarle una buena impresión, ha estado educándose a sí mismo con todo ese esfuerzo. Al verse desilusionado, ha clamado a Dios con mayor fervor aún, lo ha intentado de nuevo, ha buscado la promesa que tiene que ver con el caso de esa persona condenada y se ha vuelto hacia ese aspecto del carácter divino que le parece que más puede alentar una fe aún temblorosa. En todos y cada uno de estos pasos, se ha estado beneficiando a sí mismo. Y cuando ha repasado la historia tan antigua de la cruz y el penitente que llora, y al fin ha podido tomar la mano de uno que ha sido capaz de decir: «Sí creo; y voy a creer que Jesús murió por mí», yo diría que ya ha recibido una recompensa durante el proceso por el cual ha pasado su propia mente.

Todo esto le ha hecho pensar que él también estuvo perdido. Le ha mostrado los esfuerzos que realizó el Espíritu para llevarlo al arrepentimiento. Le ha recordado ese momento precioso en el cual puso sus ojos en Jesús por vez primera. Todo esto lo ha fortalecido en su firme seguridad de que Cristo salva a los seres humanos.

Cuando vemos a Jesús salvar a otra persona, y observamos esa maravillosa transfiguración que se produce en el rostro del que ha recibido la salvación, nuestra propia fe queda firmemente asegurada. A los escépticos y los que piensan a la moderna les importan muy poco los convertidos. En cambio, los que laboran para que haya conversiones, sí creen en ellas. Los que contemplan el proceso de regeneración, ven producirse un milagro y están seguros de que «dedo de Dios es este». Gastarnos a nosotros mismos tratando de llevar a otro ser humano a los pies de nuestro amado Redentor es el ejercicio más bienaventurado que puede llevar a cabo un alma; es el más divino ennoblecimiento del corazón. Aun si las cosas terminaran allí, ya podrías agradecer a Dios que te haya llamado a un servicio tan consolador como el de convertir a otros de sus malvados caminos.

Otra maravillosa recompensa es la que se encuentra en la gratitud y el afecto de aquellos que tú lleves a Cristo. Esto es una bendición selecta: la bienaventuranza de gozarte con el gozo de otro; la bendición de oír que has guiado un alma hasta Jesús. Para medir la dulzura de esta recompensa piensa en la amargura que produce lo opuesto a ella. Un hombre de Dios ha llevado a muchos a Jesús, y todas las cosas han ido bien en la iglesia, hasta que los años de decadencia o los cambios en las modas han lanzado a ese buen hombre a las sombras, y entonces, los propios hijos espirituales del ministro se han mostrado ansiosos por sacarlo del lugar. Tiene el corazón destrozado, y suspira diciendo: «Yo lo habría podido soportar, de no haber sido las mismas personas que llevé al Salvador las que se volvieron contra mí».

Esa punzada de dolor no me es desconocida. Nunca podré olvidar un cierto hogar en el cual el Señor me dio el gran gozo de llevar a los pies de Jesús a cuatro miembros de la familia y a varias personas relacionadas con ellos. Estas personas, arrancadas de la indiferencia total de la mundanalidad, y que nunca antes habían sabido nada de la gracia de

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Dios, ahora confesaban gozosos su fe. Al cabo de un tiempo, sin embargo, aceptaron ciertas opiniones que diferían de las nuestras, y desde ese momento, algunos de ellos solo tuvieron duras palabras para referirse a mí y a mi predicación. Yo había hecho mi mejor esfuerzo por enseñarles toda la verdad que conocía, y si ellos habían encontrado más de lo que yo había descubierto, al menos habrían debido recordar dónde aprendieron los elementos de la fe. Ya han pasado los años, y nunca me han vuelto a decir lo que entonces se me dijo, pero aún siento profundamente esa herida. Solo menciono estos afilados aguijones para demostrar lo dulcísimo que es tener alrededor personas que uno ha llevado al Salvador.

Una madre siente un gran deleite en sus hijos, porque a las relaciones naturales las acompaña un intenso amor. Sin embargo, hay un amor más profundo aún, que es el que tiene que ver con el parentesco espiritual; un amor que perdura para toda la vida, y que continuará en la eternidad, porque en el cielo, cada uno de los siervos del Señor dirá: «He aquí, yo y los hijos que Dios me dio». Ni se casan ni se dan en matrimonio en la ciudad de nuestro Dios, pero la paternidad y la fraternidad en Cristo sobrevivirán allí. Esos dulces y benditos lazos que la gracia ha formado, continuarán para siempre, y las relaciones espirituales, en lugar de disolverse por haber sido trasladados al mejor lugar, se desarrollarán.

Si estás ansioso de tener un gozo real; un gozo en el que puedas pensar y sobre el cual puedas soñar, estoy persuadido de que ni el gozo de unas riquezas en aumento, ni el de unos conocimientos cada vez mayores, ni el de tener influencia sobre los demás seres humanos, ni ningún otro tipo de gozo, puede compararse jamás con el éxtasis de salvar un alma de la muerte y de ayudar a nuestros hermanos perdidos a volver a la casa de nuestro gran Padre. ¿Qué son diez mil libras esterlinas de recompensa? Nada; es fácil gastarse esa cantidad. En cambio, no es posible agotar los inefables deleites que nos vienen de la gratitud de las almas convertidas del error de sus caminos.

Con todo, la mayor de las recompensas está en agradar a Dios y hacer que el Redentor vea el resultado de los sufrimientos de su alma. Es digno del Padre Eterno el que Jesús tenga su recompensa, pero es maravilloso que el Padre nos haya utilizado a nosotros para dar a Cristo lo que Él ya ganó con sus agonías. Realmente, es una maravilla de maravillas. ¡Alma mía, esta honra es demasiado grande para ti! ¡Una bendición demasiado profunda para expresarla con palabras!

Escucha, querido amigo, y contéstame. ¿Qué darías por poder llevar emoción o placer al corazón del Bienamado? Recuerda el dolor que le costaste, y los sufrimientos que atravesaron su cuerpo a fin de liberarte del pecado y de sus consecuencias. ¿Acaso no anhelas hacerlo feliz? Cuando lleves a otros a sus pies, le estarás dando gozo, y no será un gozo cualquiera. Hay un texto maravilloso que dice: «Hay gozo delante de los ángeles de Dios por un pecador que se arrepiente». ¿Qué quiere decir esto? ¿Significa que los ángeles sienten gozo? Por lo general, así lo entendemos, pero no es eso lo que quiere decir el versículo. Lo que dice es: «Hay gozo delante de los ángeles de Dios». Es decir, que hay gozo en el corazón de Dios, alrededor de cuyo trono se hallan los ángeles. Es un gozo que los ángeles se deleitan en contemplar. ¿De qué se trata? ¿Es el Dios bendito capaz de un gozo mayor que su propia felicidad sin límites? ¡Maravilloso lenguaje es este! La dicha infinita de Dios, al no poder aumentar, se manifiesta de una manera más eminente.

¿Podemos nosotros ser instrumentos de esto? ¿Podemos hacer algo que dé gozo al que es bendito por siempre? Sí, porque se nos dice que el gran Padre se regocija sobremanera cuando su hijo pródigo que estaba muerto vive de nuevo, y cuando el perdido ha sido hallado.

Si yo pudiera decir esto como debería decirlo, haría que todo cristiano exclamara: «¡Entonces, yo voy a esforzarme por llevar almas al Salvador», y haría que aquellos de nosotros que hemos llevado muchos a Jesús instando a tiempo y fuera de tiempo, le lleváramos muchos más. Es un gran placer estar haciendo un bien a un amigo terrenal, pero

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estar haciendo algo que es directamente para Jesús, algo que de todas las cosas del mundo va a ser la más agradable para Él, es un inmenso deleite.

Es una gran obra edificar una casa de reunión, y entregarla por completo a la causa de Dios, si se hace con una motivación justa y correcta. No obstante, una piedra viva, edificada sobre el fundamento seguro, habiendo sido nosotros los instrumentos, dará al Maestro mayor placer que si erigiéramos una gran pila de piedras naturales, que solo serviría para estorbar en el suelo.

Así que, ve, querido amigo. Busca la manera de traer a tus hijos y a tus vecinos; a tus amigos y a la gente de tu ciudad, a los pies del Salvador, porque no hay nada que pueda darle a Él tanto placer, como ver que ellos acuden a Él y viven. Te suplico, por el amor que tienes a Jesús, que te conviertas en pescador de hombres.