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     J. D. SALINGER

    FRANNY YZOOEY

    Traducción de Isabel de Juan

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    Título original: Franny and Zooey

    Diseño de la cubierta: Pepe Far 

    Primera edición en Edhasa Literaria: octubre de 2003Segunda edición: noviembre 2013

    © 1955, 1957, 1961 by J.D. Salinger (c) renewed 1983, 1985 by J. D. Salinger © Edhasa, 2003, 2013

    Avda. Diagonal, 519-521 Avda. Córdoba 744, 2º piso C08029 Barcelona C1054AAT Capital FederalTel. 93 494 97 20 Tel. (11) 43 933 432España ArgentinaE-mail: [email protected] E-mail: [email protected]  

    ISBN: 978-987-628-280-2

    Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares delCopyright  bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total

    de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático y la distribución de ejemplares de ella mediante

    alquiler o préstamo público.

    Impreso por Arcangel Maggio-división libros

    Impreso en Argentina

    Salinger, Jerome DavidFranny y Zooey. - 2a ed. - Buenos Aires : Edhasa, 2013.216 p. ; 14x22,5 cm.

    Traducido por: Isabel de JuanISBN 978-987-628-280-2

    1. Narrativa Estadounidense. 2. Novela. I. Isabel de Juan, trad.II.Título

    CDD 813

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    Más o menos con el mismo espíritu con el que Matthew Salinger, de un año de edad,

    le insiste a un compañero de mesa para que 

    acepte un haba fría, insto yo a mi editor,

    mentor y (Dios le ampare) mejor amigo,

    William Shawn, genius domus  de  The

    NewYorker, amante de la probabilidad remota, protector de los poco prolíficos, defen-

    sor de los extravagantes sin remedio, el más

    insensatamente modesto de los grandes edi-

    tores-artistas natos, a que acepte este librito

    más bien escuálido.

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    Aunque la mañana del sábado era soleada y lumino-sa, volvía a hacer tiempo de abrigo, no simplementede chaqueta, como había sucedido toda la semana ycomo todos habían esperado que se mantuviera parael gran fin de semana: el fin de semana del partidocontraYale. De los veintitantos chicos que estaban

    esperando en la estación a que llegaran sus novias enel tren de las diez y cincuenta y dos no había más deseis o siete en el frío andén descubierto. El resto esta-ba dentro de la caldeada sala de espera, de pie en gru-pitos de dos, tres o cuatro, sin sombrero, fumando yhablando con voces que, casi sin excepción, sonaban

    universitariamente dogmáticas, como si cada mucha-cho, en su turno estridente dentro de la conversación,estuviera resolviendo, de una vez por todas, algunacuestión altamente polémica, una cuestión que el mun-do exterior, no universitario, llevaba siglos discutien-do con gran torpeza, provocativamente o no.

    Lane Coutell, con una gabardina Burberry que alparecer tenía un forro de lana, era uno de los seis o sie-te muchachos que estaban en el andén abierto. O, mejor dicho, era y no era uno de ellos. Durante diez minutos

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    o más se había mantenido deliberadamente apartado,fuera del alcance de la conversación de los otros, con la

    espalda contra el anaquel de folletos gratuitos de Cien-cia Cristiana y las manos sin guantes metidas en los bol-sillos del abrigo. Llevaba una bufanda marrón de cache-mir que se le había descolocado y casi no le protegíadel frío. De manera brusca y bastante distraída, sacóla mano derecha del bolsillo y empezó a arreglarse la

    bufanda, pero antes de que estuviera bien puesta cam-bió de idea y utilizó la misma mano para buscar deba- jo de la gabardina y sacar una carta del bolsillo interior de su chaqueta. Comenzó a leerla inmediatamente, sincerrar del todo la boca.

    La carta estaba escrita –mecanografiada– en papel

    azul claro.Tenía un aspecto manoseado, poco fresco,como si ya hubiera sido sacada de su sobre y leída variasveces:

    Martes, creoQueridísimo Lane:

    No tengo ni idea de si podrás descifrar esto, ya queesta noche el ruido en la residencia es absolutamenteincreíble y casi no puedo oír mis pensamientos.Asíque si la ortografía es mala, ten la amabilidad depasarlo por alto. Por cierto, he seguido tu consejo

     y he recurrido mucho al diccionario últimamente,así que si mi estilo es más rígido, tú tienes la cul-pa. Bueno, acabo de reabrir tu preciosa carta y tequiero hasta hacerte pedazos, comerte a bocados,

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    etcétera, y apenas puedo esperar a que llegue el finde semana. Es una pena que no hayas podido meter-

    me en Croft House, pero en realidad no me impor-ta dónde me aloje mientras haya calefacción y nohaya chinches y pueda verte de vez en cuando, esdecir, cada minuto. Me estoy volviendo loca últi-mamente. Me encanta absolutamente tu carta, enespecial la parte sobre Elliot. Creo que estoy empe-

    zando a despreciar a todos los poetas excepto a Safo.He estado leyéndola como posesa,y nada de comen-tarios vulgares, por favor. Puede que incluso hagami trabajo del trimestre sobre ella, si es que decidoir por matrícula y si logro convencer al imbécil queme han asignado como tutor. «El delicado Adonis

    se muere, Citerea, ¿qué podemos hacer? Golpeadvuestros pechos, doncellas, y rasgaos las túnicas.» ¿Aque es maravilloso? Además, escribe así siempre. ¿Mequieres? No lo dices ni una sola vez en tu horriblecarta.Te odio cuando te pones supervaronil y retis-cente (¿está bien escrito?). No te odio exactamente,

    pero soy contraria por naturaleza a los hombres fuer-tes y callados. No es que tú no seas fuerte, pero yame entiendes.Hay tanto ruido aquí que casi no pue-do oír mis pensamientos. De todos modos, te quie-ro y deseo echar esta carta urgente para que la reci-bas con tiempo suficiente si encuentro un sello en

    este manicomio.Te quiero te quiero te quiero. ¿Sabesque en realidad sólo he bailado contigo  dos vecesen once meses? Sin contar aquella vez en elVan-guard cuando estabas tan borracho. Probablemente

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    me sentiré terriblemente cohibida.Por cierto,te mata-ré si haces alusión a esto. ¡Hasta el sábado, cielete!

    Con todo mi amor,FRANNY

    P. D. 1: Papá recibió los resultados de sus radiogra-fías del hospital y todos nos sentimos aliviados. Es

    un tumor pero no es maligno. Hablé con mamá por teléfono anoche. Por cierto, te manda recuerdos, asíque puedes  estar tranquilo respecto a aquel viernespor la noche. Creo que ni siquiera nos oyeron entrar.

    P. D. 2: Parezco tan poco inteligente e ingeniosa

    cuando te escribo. ¿Por qué será? Te doy permisopara analizarlo. Intentemos simplemente pasarlo demaravilla este fin de semana. Quiero decir que inten-temos por una vez, si es posible, no analizarlo todohasta machacarlo, sobre todo a mí.Te quiero.

    FRANCES (su marca)

    Lane iba por la mitad de esta lectura de la carta cuan-do fue interrumpido –importunado, molestado– por un joven corpulento llamado Ray Sorenson, el cualdeseaba preguntar si Lane sabía de qué iba ese hijo-

    puta de Rilke. Lane y Sorenson estaban en el cursode Literatura Europea Moderna 251 (abierto única-mente a los estudiantes de último año y a los licen-ciados) y tenían que hacer un trabajo sobre la cuarta de

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    las  Elegías de Duino de Rilke para el lunes. Lane, quesólo conocía a Sorenson superficialmente pero sentía

    una vaga y categórica aversión por su cara y su actitud,guardó la carta y contestó que no lo sabía pero pensa-ba que había entendido la mayor parte.

     –Tienes suerte –dijo Sorenson–. Eres un hombreafortunado.

    Hablaba con un mínimo de vitalidad, como si se

    hubiese acercado a hablar con Lane por aburrimientoo impaciencia, no en busca de ninguna clase de con-versación.

     –Dios, qué frío hace –dijo, y se sacó un paquete decigarrillos del bolsillo.

    Lane observó una huella de lápiz de labios, difu-

    minada pero bastante visible, en la solapa del abrigo depelo de camello de Sorenson.Tenía aspecto de llevar semanas allí, quizá meses, pero no conocía a Sorensonlo suficiente como para mencionarlo, ni tampoco leimportaba un comino, ésa es la verdad.Además, el tren ya llegaba. Los dos chicos se volvieron a medias hacia

    la izquierda para ponerse de cara a la locomotora quese aproximaba.Casi al mismo tiempo,la puerta de la salade espera se abrió de golpe y los muchachos que se ha-bían mantenido al abrigo salieron a recibir el tren, lamayoría de ellos dando la impresión de tener por lomenos tres cigarrillos encendidos en cada mano.

    Lane también encendió un cigarrillo mientras eltren entraba en la estación. Entonces, como tanta gen-te a quien, quizá, sólo debería dársele un pase de prue-ba para recibir trenes, trató de dejar su rostro vacío

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     –¿No la has recibido? La eché el miércoles. ¡Oh,Dios!Incluso la llevé al correo yo…

     –Ah, ésa. Sí. ¿No has traído más que esta maleta?¿Qué libro es ése?Franny miró su mano izquierda, en la cual tenía un

    libro pequeño encuadernado en tela verde. –¿Éste? Oh, nada especial –contestó.Abrió su bolso, metió el libro dentro y siguió a Lane

    por el largo andén hacia la parada de taxis.Le cogió delbrazo y llevó casi toda la conversación, si no toda. Pri-mero dijo algo acerca de un vestido que llevaba en lamaleta y que era necesario planchar. Contó que se habíacomprado una planchita monísima que parecía de casade muñecas, pero luego se le había olvidado traerla.

    Dijo que le parecía que sólo conocía a tres de las chi-cas que iban en el tren: Martha Farrar,Tippie Tibbet y Eleanor Nosecuántos, a quien había conocido hacíaaños en sus tiempos de internado, en Exeter o en algu-na parte.Todas las demás que iban en el tren teníanun aire muy Smith, salvo dos chicas de tipo absoluta-

    menteVassar y una absolutamente  Bennington o SarahLawrence,1 dijo Franny. La chica estilo Bennington-Sarah Lawrence tenía aspecto de haberse pasado todoel trayecto metida en el lavabo, esculpiendo o pintan-do o algo así, o de llevar mallas debajo del vestido. Lane,andando bastante deprisa, dijo que sentía no haber con-

    seguido meterla en Croft House –eso era prácticamente

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    1. Smith,Vassar, Bennington y Sarah Lawrence son famosos colegios universitarios feme-ninos. (N. de la T.)

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    imposible, claro–, pero que le había conseguido habi-tación en un sitio muy agradable y acogedor. Peque-

    ño, pero limpio y todo eso. Le gustaría, dijo, y Frannyinmediatamente se imaginó una casa de huéspedesde madera blanca.Tres chicas que no se conocían enla misma habitación. La que llegara primero se queda-ría con la cama plegable llena de bultos y las otras dostendrían que compartir una cama doble con un colchón

    absolutamente fantástico. –Estupendo –dijo con entusiasmo.A veces le resultaba terriblemente difícil ocultar su

    impaciencia respecto a la ineptitud del macho de laespecie en general, y la de Lane en particular. Recor-dó una noche lluviosa en NuevaYork, al salir del tea-

    tro, en la que Lane, con un sospechoso exceso de gene-rosidad callejera, había dejado que aquel horriblehombre de esmoquin le quitara el taxi. Eso no le habíaimportado mucho –es decir, Dios, sería espantoso tener que ser hombre y tener que conseguir taxis bajo la llu-via–, pero recordaba la mirada verdaderamente horri-

    ble y hostil que Lane le echó a ella cuando volvió a laacera para decírselo.Ahora, sintiéndose extrañamenteculpable al pensar en esto y en otras cosas, dio un bre-ve apretón de simulado afecto al brazo de Lane. Cogie-ron un taxi. Pusieron la maleta azul marino con ribe-tes de cuero blanco delante junto al taxista.

     –Dejaremos tu maleta y tus cosas en tu alojamien-to. Nada más dejarlas dentro, y nos vamos a comer –dijoLane–. Me muero de hambre.

    Se inclinó y le dio una dirección al taxista.

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     –¡Me alegro tanto de verte! –dijo Franny cuando elcoche se puso en marcha–.Te he echado mucho de

    menos.No bien hubo pronunciado esas palabras compren-dió que no las sentía en absoluto. De nuevo con un sen-timiento de culpa, cogió la mano de Lane y entrelazósus dedos con los de él cariñosa y estrechamente.

    * * *

    Aproximadamente una hora después estaban sentadosen una mesa relativamente apartada en un restaurantedel centro llamado Sickler’s, un sitio muy de moda,sobre todo entre el sector intelectual de los estudiantes

    de la universidad; los mismos estudiantes, más o menos,que, si hubieran pertenecido aYale o Harvard, habríanrehuido llevar a sus parejas a Mory’s o Cronin’s con airedemasiado informal. Sickler’s, podría decirse, era el úni-co restaurante de la ciudad donde los filetes no eran«así  de gordos», separando el pulgar y el índice tres cen-

    tímetros. La especialidad de Sickler’s eran los caracoles.Sickler’s era un lugar donde o bien tanto el estudiantecomo su pareja pedían ensalada o, generalmente, no lapedía ninguno de los dos, debido al condimento de ajo.Franny y Lane estaban tomando martinis. Cuando leshabían servido las bebidas, diez o quince minutos antes,

    Lane había probado la suya y luego se había echadohacia atrás mirando brevemente a su alrededor con unasensación casi palpable de bienestar por encontrarse(estaba seguro de que nadie podría discutírselo) en el

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    lugar adecuado con una chica de aspecto impecablementeadecuado;una chica que no sólo era extraordinariamente

    guapa sino que, mejor aún, no era demasiado definida-mente del tipo de jersey de cachemir y falda de franela.Franny había notado esta momentánea debilidad, y lahabía tomado por lo que era, ni más ni menos. Pero por algún acuerdo antiguo y permanente con su psique, optópor sentirse culpable de haberla visto y comprendido, y

    se condenó a escuchar la conversación de Lane con unaespecial apariencia de interés.Lane hablaba ahora como el que lleva un cuarto

    de hora más o menos monopolizando la conversación y cree haber encontrado una vía por la que no puedeextraviarse.

     –Quiero decir, para expresarlo crudamente –estabadiciendo–, que se podría afirmar que lo que falta es tes-ticularidad. ¿Sabes a qué me refiero?

    Estaba inclinado retóricamente hacia delante, haciaFranny, su atento público, con los antebrazos sosteniendoa ambos lados su martini.

     –¿Que le falta qué? –dijo Franny.Había tenido que aclararse la garganta antes de hablar,

    de tanto rato que llevaba sin decir nada.Lane titubeó. –Masculinidad –dijo. –Te había oído la primera vez.

     –Bueno, ése era el tema, por así decirlo, lo que yoestaba intentando poner de manifiesto de un modo bas-tante sutil –dijo Lane, siguiendo muy de cerca el hilode su propia conversación–. Quiero decir, Dios, pensé

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    sinceramente que iba a caer como un globo de plomo, y cuando me lo devolvieron con ese condenado «10»

    como de dos metros, te juro que por poco me des-mayo.Franny volvió a aclararse la garganta.Al parecer, ya

    había cumplido su autoimpuesta condena de perfectaoyente.

     –¿Por qué? –preguntó.

    Lane parecía levemente interrumpido. –¿Por qué, qué? –¿Por qué pensabas que caería como un globo de

    plomo? –Ya te lo he dicho.Acabo de explicártelo. Este tipo,

    Brughman, es un gran experto en Flaubert. O por lo

    menos eso creía yo. –Ah –dijo Franny. Sonrió. Bebió un sorbo de sumartini–. Esto está estupendo –dijo, mirando su copa–.Me alegro de que la mezcla no sea veinte por uno. Mehorroriza cuando son absolutamente todo ginebra.

    Lane asintió.

     –De todas formas, creo que tengo ese maldito tra-bajo en mi cuarto. Si tenemos una oportunidad duran-te el fin de semana, te lo leeré.

     –Estupendo. Me encantará oírlo.Lane asintió de nuevo. –No es que dijera nada demasiado sensacional ni

    nada de eso –cambió de postura en su silla–. Pero, nosé, creo que el énfasis que puse en el porqué  de su neu-rótica atracción por el  mot juste  no estaba demasiadomal. Quiero decir, a la luz de lo que sabemos hoy día.

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    No sólo del psicoanálisis y toda esa mierda, pero hastacierto punto también de eso, desde luego.Ya me entien-

    des.Yo no soy partidario de Freud ni nada, pero hayciertas cosas que no puedes limitarte a calificarlas deFreudianas con mayúscula y dejarlas a un lado. Quie-ro decir que hasta cierto punto creo que estaba per-fectamente justificado al señalar que ninguno de lostipos verdaderamente buenos,Tolstoi, Dostoyevski, el

    propio Shakespeare, eran tan condenados estrujadoresde palabras. Escribían, simplemente. ¿Sabes a qué merefiero?

    Lane miró a Franny con cierta expectación.Le pare-cía que ella le había escuchado con una atención super-especial.

     –¿Te vas a comer tu aceituna o no?Lane lanzó una mirada fugaz a su copa de martini,luego miró de nuevo a Franny.

     –No –contestó fríamente–. ¿La quieres? –Si tú no te la vas a tomar –dijo Franny.Comprendió por la expresión de Lane que había

    hecho una pregunta inoportuna. Peor aún, de repentela aceituna no le apetecía en absoluto y se preguntó por qué la había pedido. Cuando Lane le ofreció su copade martini no pudo hacer otra cosa, sin embargo, queaceptar la aceituna y consumirla con aparente gusto.Luego cogió un cigarrillo del paquete de Lane, que

    estaba sobre la mesa, y él lo encendió y luego cogióotro para él mismo.

    Después de la interrupción de la aceituna se pro-dujo un breve silencio. Cuando Lane lo rompió, fue

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    porque no servía para guardarse por mucho tiempo unadeclaración sensacional.

     –Este tipo, Brughman, cree que yo debería publicar el dichoso trabajo en alguna parte –dijo repentina-mente–. Pero no sé qué hacer.

    Luego, como si se hubiera quedado exhausto depronto –o, más bien, agotado por las demandas de unmundo ávido de los frutos de su intelecto–, empezó a

    frotarse un lado de la cara con la palma de la mano, qui-tándose, con inconsciente brusquedad, una legaña deun ojo.

     –Quiero decir que ensayos críticos sobre Flaubert ytodos ésos los hay a diez céntimos la docena –reflexio-nó, con aire levemente malhumorado–. De hecho, creo

    que no se ha hecho ningún trabajo realmente  incisivosobre él en los últimos… –Estás hablando como un suplente. Exactamente

    igual. –¿Perdón? –dijo Lane con calculada tranquilidad. –Que estás hablando exactamente como un suplen-

    te. Disculpa, pero es así. De verdad que sí. –¿Sí? ¿Y puedo preguntar cómo habla un suplente?Franny notó que él estaba irritado, y hasta qué pun-

    to, pero, por el momento, con una mezcla a partes igua-les de autodesaprobación y malicia, deseaba expresar suopinión.

     –Bueno, no sé qué es lo que son aquí, pero donde yo estudio, un suplente es una persona que se encargade una clase cuando falta el catedrático, o está con unacrisis nerviosa o ha ido al dentista o algo así. General-

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    mente es un estudiante posgraduado o algo así. El casoes que si se trata de un curso sobre Literatura Rusa, por 

    ejemplo, entra, con su camisita de cuello abotonado ysu corbata de rayas, y se pone a machacar a Turguenevdurante media hora. Luego, cuando termina, cuando yate ha destrozado a Turguenev, empieza a hablar acercade Stendhal o alguien sobre el cual hizo su tesis de licen-ciatura. En mi facultad, el Departamento de Lengua

    Inglesa tiene como diez suplentes que van por ahí des-trozándolo todo, y son tan brillantes que apenas pue-den abrir la boca… y perdona la contradicción. Quie-ro decir que si te pones a discutir con ellos, lo únicoque hacen es adoptar una expresión terriblemente mag-nánima…

     –¡Vaya humor que tienes hoy! ¿Qué demonios tepasa?Franny sacudió la ceniza de su cigarrillo y luego atra-

     jo el cenicero unos centímetros a su lado de la mesa. –Lo siento. Estoy insoportable –dijo–. Me he senti-

    do muy  destructiva toda la semana. Es terr ible. Estoy

    inaguantable. –Tu carta no parecía tan condenadamente destruc-

    tiva.Franny asintió con gravedad. Estaba contemplando

    una pequeña mancha de luz del sol, como del tamañode una ficha de póquer, sobre el mantel.

     –Tuve que hacer un esfuerzo para escribirla –dijo.Lane empezó a decir algo, pero de pronto el cama-

    rero se acercó para retirar las copas vacías. –¿Quieres otro? –le preguntó Lane a Franny.

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    No obtuvo respuesta. Franny miraba la manchita desol con una intensidad especial, como si estuviera pen-

    sando tumbarse en ella. –Franny –dijo Lane pacientemente, en honor delcamarero–. ¿Te apetece otro martini?

    Ella levantó la vista. –Perdón –miró las copas vacías que el camarero tenía

    en la mano–. No. Sí. No lo sé.

    Lane se rió, mirando al camarero. –¿Sí o no? –preguntó. –Sí, por favor.Parecía más atenta.El camarero se fue. Lane le siguió con la vista mien-

    tras salía del comedor; luego volvió a mirar a Franny.

    Ella, con los labios entreabiertos, estaba dando forma ala ceniza del cigarrillo en el borde del cenicero limpioque había traído el camarero. Lane la observó duranteun momento con creciente irritación. Probablemente,le molestaba y asustaba cualquier señal de distancia-miento en una chica con la cual salía en serio. En cual-

    quier caso, ciertamente le preocupaba que ese bicho quehabía picado a Franny les reventase todo el fin de sema-na. De pronto se echó hacia delante, poniendo los bra-zos sobre la mesa, como para dejar bien sentado esteasunto, qué demonio, pero Franny habló antes que él.

     –Estoy fatal hoy –dijo–. Estoy disparada.

    Se sorprendió mirando a Lane como si fuera unextraño, o un cartel que anunciara una marca de linó-leo, al otro lado de la vía del metro. Una vez más sin-tió la punzada de deslealtad y remordimiento, que pare-

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    cía estar a la orden del día, y reaccionó alargando lamano para ponerla sobre la de Lane. La retiró casi ense-

    guida y la utilizó para coger su cigarrillo del cenicero. –Se me pasará dentro de un momento –añadió–.Telo prometo.

    Le sonrió –en cierto modo, sinceramente–, y si enese momento él le hubiese devuelto la sonrisa, eso podíahaber mitigado, por lo menos en alguna medida, deter-

    minados sucesos que vendrían a continuación, peroLane estaba dedicado a fingir su propia forma de dis-tanciamiento y decidió no devolverle la sonrisa.

     –Si no fuese demasiado tarde y todo eso –dijo ella–, y si no hubiera decidido como una imbécil presentar-me a matrícula, creo que dejaría Literatura Inglesa. No

    sé –sacudió la ceniza–. Estoy tan harta de pedantes y deengreídos demoledores que podría ponerme a chillar  –miró a Lane–. Lo siento. Me callaré.Te doy mi pala-bra… es que si tuviera agallas no habría vuelto este añoa la universidad. No sé. Quiero decir que todo es unafarsa increíble.

     –Genial. Eso es realmente genial.Franny comprendió que se merecía el sarcasmo. –Lo siento –dijo. –Deja ya de decir lo siento, ¿quieres? Supongo que

    no se te ha ocurrido que estás haciendo una conde-nada generalización. Si toda la gente del Departamento

    de Inglés fuera tan terriblemente demoledora, sería total-mente diferente…

    Franny le interrumpió, pero con voz casi inaudible.Estaba mirando por encima del hombro de franela

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    marengo de Lane a alguna abstracción al otro lado delcomedor.

     –¿Qué? –preguntó él. –He dicho que lo sé. Que tienes razón. Estoy de malhumor, eso es todo. No me hagas caso.

    Pero Lane no podía abandonar una discusión hastaque se resolvía a su favor.

     –Quiero decir, ¡demonios!, que hay gente incom-

    petente en todas las profesiones. Eso ya se sabe. Deje-mos por un momento a los malditos suplentes –miró aFranny–. ¿Me escuchas o no?

     –Sí. –Tienes a dos de los mejores profesores del país en

    tu maldito Departamento de Inglés. Manlius y Espósi-

    to. Diablos, ya quisiera yo tenerlos aquí. Por lo menos,son poetas, por Dios santo. –No lo son –dijo Franny–. En parte eso es lo espan-

    toso. Quiero decir que no son  verdaderos poetas. Noson más que personas que escriben poemas que sepublican y aparecen en antologías por todas partes, pero

    no son  poetas.Se calló, incómoda, y apagó el pitillo. Desde hacía

    varios minutos había ido palideciendo. De repente,hasta su lápiz de labios parecía un tono o dos más cla-ro, como si se lo hubiese quitado con un pañuelo depapel.

     –No hablemos más de ello –dijo, casi con indife-rencia, aplastando la colilla en el cenicero–. Estoy dis-parada.Voy a estropearte el fin de semana. Ojalá hubie-ra una trampilla bajo mi asiento y desapareciera.

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    El camarero se acercó un momento y dejó un segun-do martini delante de cada uno. Lane rodeó con sus

    dedos –que eran finos y largos y casi nunca estaban fue-ra de la vista– el pie de la copa. –No estás estropeando nada –dijo en voz baja–. Sim-

    plemente me interesa averiguar de qué rayos se trata.Quiero decir, ¿hay que ser un maldito bohemio, o estar muerto, por Dios santo,para ser un verdadero poeta? ¿Qué

    es lo que quieres, un imbécil con el pelo ondulado? –No. ¿Por qué no lo dejamos correr? Por favor. Mesiento absolutamente fatal, y me está entrando un terri-ble…

     –Estaría encantado de dejar el tema…, me encanta-ría. Pero dime primero qué es un verdadero poeta, si no

    te importa.Te lo agradecería. De veras.Había un ligero brillo de transpiración en la partealta de la frente de Franny. Posiblemente era sólo quehacía demasiado calor en el comedor, o que tenía elestómago revuelto, o que los martinis estaban dema-siado fuertes; en cualquier caso, Lane no pareció darse

    cuenta. –No sé  qué es un verdadero poeta. Me gustaría que

    lo dejaras, Lane. En serio. Me siento muy mal y muyrara, y no puedo…

     –Vale, vale… De acuerdo. Cálmate –dijo Lane–. Sólotrataba de…

     –Lo que yo sé es esto, nada más –dijo Franny–. Quesi eres poeta, haces algo hermoso. Quiero decir quedejas algo hermoso cuando terminas la página o loque sea. Ésos de los que tú hablas no dejan ni una sola

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    cosa hermosa. Lo único que hacen, tal vez, los queson ligeramente mejores, es meterse en tu cabeza y

    dejar  algo allí, pero el que lo hagan, el que sepan dejar algo, no significa que sea un   poema, ¡no, por Dios!Puede ser simplemente una especie de   excrementosterriblemente fascinantes y sintácticos, y perdona laexpresión. Como pasa con Manlius y Espósito y todosesos pobres hombres.

    Lane se tomó tiempo para encender un cigarrilloantes de decir nada. –Creí que te caía bien Manlius. De hecho, si no

    recuerdo mal, hace aproximadamente un mes, dijisteque era un encanto y que tú…

     –Y me cae bien. Estoy harta de que la gente me cai-

    ga bien solamente. Quisiera conocer a alguien a quienpudiese respetar… ¿Me disculpas un momento?Franny se puso de pie, con el bolso en la mano. Esta-

    ba muy pálida. Lane se levantó, empujando su silla, conla boca abierta.

     –¿Qué te ocurre? –preguntó–. ¿Te encuentras bien?

    ¿Te pasa algo, o qué? –Vuelvo dentro de un segundo.Salió del comedor sin pedir indicaciones, como si

    supiera dónde ir por otros almuerzos anteriores en Sic-kler’s.

    Lane, solo en la mesa, se quedó fumando y dan-

    do sorbitos moderados a su martini para que le durasehasta que volviera Franny. Estaba clarísimo que la sen-sación de bienestar que había sentido media hora antespor hallarse en el lugar adecuado con la chica ade-

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    cuada, o de aspecto adecuado, había desaparecidocompletamente. Miró el abrigo de mapache, que esta-

    ba un poco ladeado sobre el respaldo de la silla vacíade Franny –el mismo abrigo que le había emociona-do en la estación, en virtud de su exclusiva familia-ridad con él–, y ahora lo examinó casi con total des-agrado. Las arrugas del forro de seda le irr itaban por algún motivo.Apartó la vista del abrigo y la fijó en

    el pie de su copa, con aire de preocupación y comosintiéndose objeto de una vaga e injusta conspiración.Una cosa era segura. El fin de semana estaba tenien-do un comienzo condenadamente extraño. En esemomento, sin embargo, levantó los ojos casualmente y vio a alguien que conocía al otro lado del come-

    dor, un compañero de clase con su pareja. Lane seirguió un poco en su silla y cambió su expresión derecelo y descontento generalizado por la de un hom-bre cuya novia se ha ido simplemente al lavabo, deján-dole, como suele ocurrir, sin nada que hacer entretanto excepto fumar y parecer aburrido, a ser posible

    atractivamente aburrido.

    * * *

    El lavabo de señoras de Sickler’s era casi tan grandecomo el propio comedor y, en cierto sentido, apenas

    menos cómodo. Nadie lo atendía y, al parecer, estabavacío cuando Franny entró. Se quedó parada unmomento –casi como si fuese el punto de alguna cita– en mitad del suelo de baldosas.Tenía gotas de sudor en

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    la frente y la boca abierta, y estaba todavía más pálidaque en el comedor.

    Luego, de pronto y muy deprisa, entró en la cabi-na más alejada y de aspecto más anónimo de las sieteu ocho –que, por suerte, se abrían sin necesidad demeter una moneda–, cerró la puerta tras de sí y, concierta dificultad, echó el cerrojo. Sin prestar atenciónal entorno, se sentó. Juntó las rodillas con firmeza,

    como para convertirse en una unidad más pequeña y compacta. Luego colocó las manos verticalmentesobre sus ojos y apretó con fuerza, como si quisieraparalizar el nervio óptico y ahogar todas las imágenesen una negrura abismal. Sus dedos extendidos, aun-que temblorosos –o porque estaban temblorosos–,

    parecían extrañamente bonitos y elegantes. Mantuvoesta posición tensa y casi fetal durante un momentode suspensión; después se echó a llorar. Lloró duran-te cinco minutos seguidos. Lloró sin intentar conte-ner ninguna de las manifestaciones más ruidosas de lapena y la confusión, con todos los convulsos sonidos

    guturales que hace un niño histérico cuando el airetrata de salir a través de una epiglotis parcialmentecerrada. Sin embargo, cuando al fin paró, sencillamenteparó, sin las dolorosas, punzantes inspiraciones quesuelen seguir a un estallido violento. Cuando dejó dellorar, fue como si se hubiese producido un decisivo

    cambio que tuvo en su cuerpo un efecto inmediato ypacificador. Con el rostro bañado en lágrimas peroinexpresivo, casi bobo, cogió su bolso del suelo, lo abrió y sacó el librito encuadernado en tela verde. Lo puso

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    en su regazo –más bien, sobre sus rodillas– y lo miró,lo contempló fijamente, como si ése fuera el lugar más

    indicado para un librito encuadernado en tela verde.Al cabo de un momento, cogió el libro, lo levantó has-ta la altura del pecho y lo estrechó contra sí firme-mente durante breves instantes. Luego lo metió denuevo en el bolso, se puso de pie y salió de la cabi-na. Se lavó la cara con agua fría, se la secó con una

    toalla que colgaba de un toallero alto, se volvió a pin-tar los labios, se peinó y salió de los lavabos.Tenía un aspecto sensacional mientras atravesaba el

    comedor en dirección a la mesa, en nada diferente alde una chica que está dispuesta a pasar un gran fin desemana universitario. Cuando ella se aproximó a su silla,

    apresurada y sonriente, Lane se levantó despacio, conuna servilleta en la mano. –Lo siento –dijo Franny–. ¿Pensabas que me había

    muerto? –No pensaba que te habías muerto –contestó Lane.

    Le acercó la silla–. No sabía qué demonios te había ocu-

    rrido –volvió a su sitio–. No tenemos mucho tiempo,¿sabes? –se sentó–. ¿Estás bien?Tienes los ojos un pocoirritados –la miró con más atención–. ¿Te encuentrasbien o no?

    Franny encendió un cigarrillo. –  Ahora me encuentro estupendamente. Nunca me

    había sentido tan fantásticamente inestable en toda mivida. ¿Has pedido?

     –No, te estaba esperando –contestó Lane, mirándo-la aún con atención–. ¿Qué te pasaba? ¿El estómago?

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     –No. Sí y no. No lo sé –dijo Franny. Miró el menúque tenía sobre el plato y lo examinó sin cogerlo–.

    No quiero más que un sándwich de pollo.Y quizás unvaso de leche… Pero tú pide lo que te apetezca. Quie-ro decir que tomes caracoles y pulpos y esas cosas. Pul-po.Yo es que no tengo hambre.

    Lane la miró, luego exhaló una fina columna dehumo, muy expresiva, sobre su plato.

     –Va a ser un fin de semana realmente fabuloso –dijo–. ¡Un sándwich de pollo, por amor de Dios!Franny se enfadó. –No tengo hambre, Lane. Lo siento. Ahora haz el

    favor de pedir lo que quieras, ¿por qué no?, y yo come-ré al mismo tiempo que tú. Pero no voy a tener apeti-

    to simplemente porque tú quieras. –De acuerdo, de acuerdo.Lane estiró el cuello y llamó la atención del cama-

    rero. Un momento después pidió un sándwich de pollo y un vaso de leche para Franny, y caracoles, ancas derana y una ensalada para él. Cuando el camarero se fue,

    miró su reloj y dijo: –A propósito, tenemos que estar en Tenbridge a la

    una y cuarto, o una y media. No más tarde. Le dije aWally que probablemente pasaríamos a tomar una copa y luego quizá podríamos ir todos juntos al estadio ensu coche. ¿Te importa? A ti te cae bien Wally.

     –Ni siquiera sé quién es. –Por Dios santo, le has visto como veinte veces.

    Wally Campbell. Caramba, si no le has visto veinteveces, no le has visto…

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     –Ah, ya recuerdo… Escucha, no te enfurezcas por-que no recuerdo a alguien inmediatamente. Sobre todo

    cuando es alguien que se parece a todo el mundo, yhabla y viste y actúa como todo el mundo –Frannyobligó a su voz a callar. Le sonaba criticona y mali-ciosa, y experimentó una oleada de odio hacia sí mis-ma que, literalmente, hizo que volvieran a aparecer gotas de sudor en su frente. Pero su voz se alzó de nue-

    vo a pesar de ella–. No quiero decir que haya nadahorrible en él, ni nada por el estilo. Es sólo que duran-te cuatro años seguidos he conocido a Wallys Camp-bell en todas partes donde he ido. Sé cuándo van amostrarse encantadores, sé cuándo van a empezar a con-tarme algún cotilleo verdaderamente desagradable

    sobre alguna chica que vive en mi residencia, sé cuán-do van a darle la vuelta a una silla para sentarse a hor-cajadas en ella y comenzar a fanfarronear en voz terri-blemente baja… o a mencionar nombres conocidosen tono terriblemente bajo y casual. Hay una ley noescrita según la cual las personas de un cierto nivel

    social o económico pueden dejar caer tantos nombresconocidos como quieran, siempre y cuando digan algoterriblemente denigrante sobre la persona impor-tante no bien han mencionado su nombre, que es unbastardo, o una ninfómana, o que se droga, o   cual-quier  cosa horrible –se interrumpió otra vez. Perma-

    neció en silencio un momento, dándole vueltas al ceni-cero y cuidando de no levantar los ojos para no ver laexpresión de Lane–. Lo siento –dijo–. No es sólo WallyCampbell. Me estoy metiendo con él porque lo has

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    mencionado.Y porque se parece a alguien que pasa-ra el verano en Italia o algo así.

     –Él estuvo en Francia el verano pasado, para tu infor-mación –afirmó Lane–. Sé lo que quieres decir –aña-dió rápidamente–, pero estás siendo condenadamentein…

     –Está bien –dijo Franny con tono fatigado–. Fran-cia –sacó un cigarrillo del paquete–. No es sólo Wally.

    Podría ser una chica, claro está. Quiero decir que si fue-ra una chica, alguien de mi dormitorio, por ejemplo,habría estado pintando decorados en una compañía derepertorio todo el verano. O habría recorrido Gales enbici. O habría cogido un apartamento en Nueva York y habría trabajado para una revista o una agencia de

    publicidad.Es todo el mundo, quiero decir.Todo lo quehace la gente es tan…, no sé…, no es malo, ni siquieramezquino, tampoco estúpido necesariamente. Simple-mente tan minúsculo e insignificante, y… deprimen-te.Y lo peor es que, si te vuelves bohemio o algo así deloco, sigues siendo tan conformista como los demás,

    sólo que de un modo diferente. –Se calló. Sacudió lacabeza brevemente, con la cara muy blanca, y por unsegundo se tocó la frente; al parecer, más que para com-probar si estaba sudando, para ver, como si fuera su pro-pia madre, si tenía fiebre–. Me siento tan extraña. Creoque me estoy volviendo loca. Puede que ya lo esté.

    Lane la miraba con auténtica preocupación, más pre-ocupación que curiosidad.

     –Estás condenadamente pálida. Pálida de verdad. ¿Losabías? –preguntó.

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    Franny sacudió la cabeza. –Estoy bien. Estaré bien dentro de un momento

     –levantó la vista cuando el camarero se acercó trayendoel pedido–. Oh, tus caracoles tienen una pinta estupen-da –acababa de llevarse el cigarrillo a los labios pero esta-ba apagado–. ¿Qué has hecho con las cerillas? –preguntó.

    Lane le dio fuego cuando el camarero se marchó. –Fumas demasiado –dijo. Cogió el tenedor pequeño

    que estaba al lado de su plato de caracoles, pero miró aFranny de nuevo antes de usarlo–. Me preocupas. Enserio. ¿Qué demonios te ha sucedido en las dos últimassemanas?

    Franny le miró, luego se encogió de hombros y sacu-dió la cabeza simultáneamente.

     –Nada.Absolutamente nada –dijo–. Come. Cóme-te los caracoles. Fríos están horribles. –Come tú también.Franny asintió y miró su sándwich de pollo. Expe-

    rimentó una ligera náusea, y apartó la mirada inme-diatamente y dio una chupada al pitillo.

     –¿Cómo va la obra? –preguntó Lane, atendiendo asus caracoles.

     –No lo sé.Ya no intervengo en ella. Lo dejé. –¿Que lo dejaste? –Lane alzó los ojos–. Creí que

    estabas entusiasmada con el papel. ¿Qué pasó? ¿Se lodieron a otra?

     –No. Era todo mío. Es desagradable, muy desagra-dable.

     –Pero ¿qué pasó? No habrás dejado toda la asigna-tura, ¿verdad?

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    Franny asintió y bebió un sorbo de leche. Lane ter-minó de masticar y tragar y luego preguntó:

     –¿Por qué, por Dios santo?Yo pensaba que el teatroera tu pasión. Es prácticamente la única cosa de la quete he oído…

     –Lo dejé, simplemente –dijo Franny–. Empezó amolestarme y a hacerme sentir una pequeña y desagra-dable egomaníaca –reflexionó–.No sé. Parecía como de

    mal gusto querer actuar, de entrada. Me refiero a todoel ego que hay en el asunto.Y me odiaba tanto cuandoestaba interpretando una obra y, al terminar, volvía entrebastidores.Todos aquellos egos corriendo de un ladopara otro y sintiéndose terriblemente caritativos y  afec-tuosos. Besando a todo el mundo y yendo maquillados

    por todas partes,y luego tratando de ser tremendamentenaturales y amables con sus amigos cuando venían a ver-los entre bastidores. Me odiaba a mí misma…Y lo peor era que generalmente estaba como avergonzada de hacer las obras que hacía. Especialmente en las compañías deverano –miró a Lane–.El caso es que tenía buenos pape-

    les, así que no me mires de ese modo. No era eso. Eraque me hubiese dado vergüenza que alguien a quien yorespetara, por ejemplo, mis hermanos, me oyeran decir algunas de las frases que tenía que decir.Escribía a algu-nas personas y les pedía que no vinieran –reflexionó denuevo–. Excepto cuando hice el papel de Pegeen, en

    Playboy, el verano pasado. Quiero decir que eso podíahaber estado realmente bien, lo que pasa es que el idio-ta que interpretaba al playboy estropeó toda la diversión.Era tan lírico… ¡Dios mío, qué lírico!

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    Lane había terminado sus caracoles. Se quedó deli-beradamente inexpresivo.

     –Tuvo críticas excelentes –dijo–.Tú me enviaste lascríticas, como recordarás.Franny suspiró. –De acuerdo. Está bien, Lane. –No, me refiero a que llevas media hora hablando

    como si fueras la única persona en el mundo que tuvie-

    ra algo de sentido, alguna capacidad crítica. Quiero decir que varios de los mejores críticos consideraron que eseactor estuvo magnifico en la obra, puede que así fuera,puede que tú estés equivocada. ¿Se te ha ocurrido pen-sarlo? Debes saber que no has alcanzado la madura yvenerable…

     –Estuvo magnífico para alguien que sólo tiene talen-to. Para interpretar bien al playboy, has de ser un genio…No puedo remediarlo –dijo Franny.Arqueó un poco laespalda y, con los labios entreabiertos, se puso la manoen la coronilla–. Estoy tan aturdida y tan rara. No séqué me pasa.

     –¿Acaso crees que tú eres un genio?Franny retiró la mano de su cabeza. –Oh, Lane. Por favor. No me hagas eso. –Yo no te hago nada… –Lo único que sé es que estoy perdiendo el juicio

     –dijo Franny–. Estoy harta de ego, ego, ego. El mío y

    el de los demás. Estoy harta de que todo el mundoquiera llegar  a alguna parte, hacer algo notable, ser alguieninteresante. Es repugnante…, lo es, lo es. Me da igual loque digan los demás.

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    Lane alzó las cejas al oír esto, y se apoyó en el res-paldo para ser más convincente.

     –¿Estás segura de que no tienes miedo de compe-tir? –preguntó con estudiada calma–.Yo no entiendomucho de esto, pero apostaría a que un buen psicoa-nalista, quiero decir uno que fuera realmente compe-tente, tomaría esa afirmación…

     –No tengo miedo de competir. Es justamente lo

    contrario. ¿No lo comprendes? Me da miedo ver queacabaré  compitiendo, eso es lo que me asusta. Por esodejé el curso de teatro. Precisamente porque estoy tanhorriblemente condicionada a aceptar los criteriosde los demás, y precisamente porque me gusta elaplauso y que la gente me admire, pero eso no lo jus-

    tifica. Me avergüenzo de ello. Me da náuseas. Measquea no tener el valor de no ser nadie en absoluto.Me da asco de mí misma y de todos los que quierencausar sensación –hizo una pausa y de pronto cogióel vaso de leche y se lo llevó a los labios–. Lo sabía –dijo, dejando el vaso en la mesa–. Esto es una nove-

    dad. Me pasan cosas raras con los dientes. Me casta-ñetean.Anteayer estuve a punto de romper un vasocon los dientes. Es posible que esté total y absoluta-mente loca sin saberlo.

    El camarero se había acercado para servirle a Lanelas ancas de rana y la ensalada, y Franny le miró. Él, a

    su vez, miró el sándwich de pollo intacto. Preguntó sila señorita desearía tomar otra cosa. Franny le dio lasgracias y le dijo que no.

     –Es que como muy despacio –dijo.

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    El camarero, que no era un hombre joven, parecióexaminar por un instante su palidez y su frente húme-

    da, luego hizo una inclinación de cabeza y se retiró. –¿Quieres usar esto un momento? –preguntó Lanede pronto. Le tendió un pañuelo blanco doblado. Suvoz sonaba comprensiva y amable, a pesar de un per-verso intento de que sonara impersonal.

     –¿Por qué? ¿Me hace falta?

     –Estás sudando. Bueno, no sudando, pero tienes lafrente un poco sudorosa. –¿De verdad? ¡Qué horror! Lo siento… –Franny

    levantó su bolso a la altura de la mesa, lo abrió y empe-zó a revolver en él–.Tengo kleenex por algún sitio.

     –Utiliza mi pañuelo, por amor de Dios. ¿Qué más da?

     – No. Me encanta ese pañuelo y no voy a dejártelomanchado de sudor –dijo Franny.Llevaba el bolso abarrotado. Para ver mejor, comen-

    zó a sacar unas cuantas cosas y a ponerlas sobre el man-tel, a la izquierda del sándwich que no había probado.

     –Aquí están –dijo. Usó el espejo de la polvera y con

    toques rápidos y ligeros se secó la frente con un klee-nex–. Dios mío. Parezco un fantasma. ¿Cómo puedessoportarme?

     –¿Qué es ese libro? –preguntó Lane.

    * * *

    Franny saltó literalmente en su silla. Miró el desorde-nado montoncito de objetos extraídos de su bolso, queestaban sobre el mantel.

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     –¿Qué libro? –preguntó–. ¿Te refieres a éste? –cogióel librito encuadernado en tela y volvió a meterlo en el

    bolso–. Es sólo algo que traje para hojear en el tren. –Déjame ver. ¿Qué es?Franny no pareció oírle.Abrió de nuevo su polve-

    ra y se echó otra rápida ojeada en el espejo. –Dios –dijo.Luego lo guardó todo (polvera, monedero, la cuen-

    ta de la lavandería, el cepillo de dientes, una cajita deaspirinas y una varilla de oro para remover bebidas) nue-vamente en el bolso.

     –No sé por qué llevo esta absurda varilla de oro atodas partes –dijo–. Me la regaló un chico muy horte-ra por mi cumpleaños, cuando yo estaba en segundo. Él

    consideraba que era un regalo muy bonito e inspirado y no dejaba de observarme mientras yo abría el paque-te. Siempre estoy intentando tirarla a la basura, perono consigo hacerlo. Me iré a la tumba con ella –refle-xionó–.El chico no paraba de sonreír y de decirme queme traería suerte si la llevaba siempre conmigo.

    Lane había empezado a comer sus ancas de rana. –Bueno, ¿qué libro es ése? ¿O acaso se trata de un

    maldito secreto o algo así? –preguntó. –¿El librito que tengo en el bolso? –dijo Franny.Le observó mientras él partía un par de ancas de

    rana. Luego cogió un cigarrillo del paquete que estaba

    sobre la mesa y lo encendió. –Oh, no sé –dijo–.Algo que se titula El camino de un

     peregrino –durante un momento miró a Lane mientraséste comía–. Lo saqué de la biblioteca. El hombre que

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    nos da Religión, la asignatura que estoy haciendo estetrimestre, lo mencionó –dio una chupada a su pitillo–.

    Hace semanas que lo tengo. Se me olvida devolverlo. –¿Quién es el autor? –No sé –respondió Franny despreocupadamente–.

    Un campesino ruso, al parecer –continuó observandocómo Lane se comía las ancas de rana–. Nunca da sunombre. No sabemos cómo se llama a lo largo de toda

    la historia. Sólo dice que es un campesino y que tienetreinta y tres años y un brazo inútil.Y que su mujer murió. Pasa todo en el siglo XIX.

    Lane había desplazado su atención de las ancas derana a la ensalada.

     –¿Es bueno? –preguntó–. ¿De qué trata?

     –Pues no sé. Es curioso. Quiero decir que es pri-mordialmente un libro religioso. En cierto modo,supongo que se podría decir que es terriblemente fa-nático, pero en cierto modo no lo es. Me refiero a queempieza con este campesino, el peregrino, que quiereaveriguar qué significa la frase de la Biblia en que dice

    que debemos rezar incesantemente.Ya sabes, sin parar.Es de la Epístola a los Tesalonicenses o algo similar.Asíque empieza a recorrer toda Rusia a pie, buscando aalguien que le diga cómo rezar incesantemente.Y quéhay que decir si lo consigues –Franny parecía muy inte-resada por la forma en que Lane desmembraba las ancas

    de rana.Su mirada permanecía clavada en el plato de élmientras hablaba–. Lo único que lleva consigo es unamochila llena de pan y sal.Entonces se encuentra a estapersona que es un staretz, una especie de religioso terri-

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    blemente avanzado, y el  staretz le habla de un libro lla-mado  Philokalia, que al parecer estaba escrito por un

    grupo de monjes terriblemente avanzados que aboga-ban por este método de oración realmente increíble. –Quietas –dijo Lane a un par de ancas de rana. –El caso es que el peregrino aprende a orar de la

    forma que esos místicos le indican; quiero decir que sededica a ello hasta que llega a perfeccionarlo y todo eso.

    Después continúa recorriendo Rusia, tropezando contoda clase de gente absolutamente maravillosa y con-tándoles cómo orar por este increíble método. Quie-ro decir que eso es todo el libro.

     –Me molesta mencionarlo, pero voy a oler a ajo –dijoLane.

     –En uno de sus viajes conoce a este matrimonio queme gusta más que ningún personaje sobre el que hayaleído en toda mi vida –dijo Franny–. Él va caminan-do por una carretera en el campo, con su mochila a laespalda, cuando dos niños muy chiquititos salen co-rriendo tras él, gritando: «¡Querido mendigo! ¡Que-

    rido mendigo!Venga usted a casa a ver a nuestra madre.A ella le gustan los mendigos».Así que va a la casa conlos niños, y esta mujer  realmente  encantadora, la madrede los niños, sale a toda prisa de la casa e insiste en ayu-darle a quitarse las botas viejas y sucias y en darle unataza de té. Luego llega el padre y parece ser que a él

    también le encantan los mendigos y peregrinos, y todosse sientan a cenar.Y mientras están cenando, el pere-grino pregunta quiénes son todas las señoras que estánsentadas a la mesa,y el marido le dice que todas son sir-

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    vientas pero que siempre se sientan a comer con él ycon su esposa porque son sus hermanas en Cristo –de

    repente Franny se sentó un poco más erguida en su silla,con timidez–. Quiero decir que me encantó que el pere-grino quisiera saber quiénes eran todas las señoras –miróa Lane untar mantequilla en un pedazo de pan–. Bue-no, después de eso, el peregrino se queda a pasar la nocheallí, y él y el marido están levantados hasta muy tarde

    hablando sobre ese método de rezar sin cesar. El pere-grino le explica cómo hacerlo.A la mañana siguientese marcha y emprende nuevas aventuras. Conoce a todaclase de personas, quiero decir que eso es todo el libro,en realidad, y les explica a todos cómo rezar de estamanera especial.

    Lane asintió.Atacó la ensalada con su tenedor. –Ojalá tengamos tiempo durante el fin de semanapara que puedas echar una ojeada a ese condenado tra-bajo del que te he hablado –dijo–. No sé. Puede que nohaga nada con él, quiero decir, intentar publicarlo o algoasí,pero me gustaría que lo hojearas mientras estás aquí.

     –Me encantaría –dijo Franny. Le miró mientras éluntaba de mantequilla otro pedazo de pan–.Tal vez tegustaría este libro –añadió de repente–. Es tan sencillo,quiero decir.

     –Parece interesante. No vas a querer tu mantequi-lla, ¿verdad?

     –No, tómatela tú. No puedo prestártelo, porque teníaque haberlo devuelto hace tiempo, pero probablemen-te podrías conseguirlo en la biblioteca. Estoy segura deque lo tendrán.

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     –Ni siquiera has tocado ese maldito sándwich –dijoLane de pronto–. ¿Lo sabías?

    Franny miró su plato como si acabaran de ponérse-lo delante. –Me lo tomaré enseguida –dijo. Se quedó inmóvil

    un momento,sosteniendo el cigarrillo en la mano izquier-da,pero sin fumarlo,y apretando la base del vaso de lechecon la mano derecha–. ¿Quieres saber cuál era el méto-

    do especial de oración que le enseñaron los  staretz? –pre-guntó–. Es realmente interesante, en cierto sentido.Lane cortó su último par de ancas de rana.Asintió. –Sí, claro –respondió–. Claro. –Pues, como ya te he dicho, el peregrino, que era

    un campesino sencillo, comenzó su peregrinaje para

    averiguar qué significa la frase de la Biblia que diceque debemos rezar incesantemente.Y entonces cono-ce a este staretz, este religioso avanzadísimo al que mereferí, el que había estudiado la Philokalia durante años y años –Franny se detuvo de repente para reflexionar,para organizar su discurso–. Bueno, el staretz le habla

    antes de nada de la Oración de Jesús. «Jesucristo Nues-tro Señor, ten piedad de mí.» Quiero decir que se redu-ce a eso.Y le explica que ésas son las mejores palabrasque se pueden emplear para rezar. Sobre todo, la pala-bra «piedad», porque es una palabra tan inmensa y quepuede significar tantas cosas. Quiero decir que no tie-

    ne por qué significar solamente «piedad». –Franny hizouna nueva pausa para reflexionar.Ya no estaba miran-do el plato de Lane sino por encima de su hombro–.El caso es –continuó– que el staretz le cuenta al pere-

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    grino que si repites esa oración una y otra vez (al prin-cipio basta con que la digas sólo con los  labios) lo que

    pasa es que finalmente la oración se vuelve activa.Algoocurre  al cabo de un tiempo. No sé qué es, pero ocu-rre algo, y las palabras se sincronizan con los latidosdel corazón de esa persona, y entonces está realmen-te rezando sin cesar. Lo cual tiene un efecto místicotremendo en toda su actitud. Quiero decir que ése

    es precisamente el propósito, más o menos. Quierodecir que lo haces para purificar toda tu actitud y con-seguir un concepto absolutamente nuevo del senti-do de las cosas.

    Lane había terminado de comer.Ahora, mientrasFranny hacía nuevamente una pausa, él se reclinó en el

    respaldo, encendió un pitillo y contempló su cara. Ellaseguía mirando abstraídamente hacia delante, más alládel hombro de Lane, y apenas parecía consciente de supresencia.

     –Pero la cuestión es, y eso es lo maravilloso, quecuando empiezas a hacerlo ni siquiera hace falta que

    tengas  fe  en ello. Quiero decir que aunque te sientasterriblemente azarado por todo el asunto, no impor-ta nada. Me refiero a que no por eso estás insultando anadie ni a nada. En otras palabras, nadie te pide que tecreas nada al principio. Ni siquiera tienes que pensar en lo que dices, según afirmaba el staretz. Al principio,

    lo único que necesitas es cantidad. Luego, más adelan-te, se convierte en calidad por sí misma. Por su propioimpulso o algo así.Asegura que cualquier nombre deDios, absolutamente cualquier nombre, posee este pecu-

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    liar poder de actividad propia, y comienza a funcionar una vez que tú lo pones en marcha.

    Lane estaba medio recostado en su silla, fumando,mirando atentamente el rostro de Franny.Aún estabapálida, pero lo había estado más en otros momentosdesde que ambos se habían sentado en Sickler’s.

     –En realidad, eso tiene perfecto sentido –dijo Fra-nny–, porque en las sectas nembutsu del budismo la

    gente repite «Namu Amida Butsu» una vez y otra, locual significa «Alabado sea Buda» o algo así, y ocurrelo mismo. Exactamente lo mismo…

     –Calma.Tómatelo con calma –la interrumpió Lane–.En primer lugar, te vas a quemar los dedos de un mo-mento a otro.

    Franny lanzó una ojeada fugaz a su mano izquier-da y dejó caer la colilla encendida en el cenicero. –Lo mismo sucede también en  La nube de los Inci-

     pientes. Sólo con la palabra «Dios».Quiero decir que bas-ta con repetir la palabra «Dios» –miró a Lane más direc-tamente de lo que le había mirado desde hacía varios

    minutos–. Me refiero a que la cuestión es, ¿has oído algotan fascinante en tu vida,en cierto modo? Quiero decir que es difícil limitarse a afirmar que es una pura coin-cidencia y olvidarse del tema, eso es lo que me fascina.Al menos, eso es lo que resulta tan terriblemente…

    Se interrumpió. Lane se removía inquieto en su

    asiento y había una expresión en su rostro (cuestión decejas arqueadas, principalmente) que ella conocía muybien.

     –¿Qué pasa? –preguntó Franny.

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     –¿De verdad te crees todas esas cosas?Franny alargó la mano hacia la cajetilla y sacó un ci-

    garrillo. –Yo no he dicho si lo creo o no –contestó, y bus-có con los ojos la carterita de cerillas–. He dicho quees fascinante –aceptó fuego de Lane–. Creo que es unacoincidencia sumamente peculiar –dijo, exhalando elhumo– el hecho de que te encuentres una y otra vez

    con esa clase de consejo… Me refiero a que todas esaspersonas religiosas verdaderamente avanzadas y abso-lutamente auténticas aseguren que si repites el nombrede Dios incesantemente sucede  algo. Incluso en la India.En la India te recomiendan que medites sobre el «Om»,que significa la misma cosa en realidad, y se supone que

    se obtiene exactamente el mismo resultado.Así que nopuedes limitarte a negarlo dándole una explicaciónracional sin tan siquiera…

     –¿Cuál es el resultado? –preguntó Lane escuetamente. –¿Qué? –Digo que ¿cuál  es el resultado que se consigue?

    Con esa historia de la sincronización y todo ese absur-do ritual. ¿Que te dé un ataque al corazón? No sé si tedas cuenta, pero podrías hacerte, alguien podría hacer-se muchísimo…

     –Llegas a ver a Dios. Sucede algo en alguna par-te del corazón, que no es en absoluto físico, donde se-

    gún los hindúes reside el  atman, por si has estudiadolas religiones alguna vez, y ves a Dios, nada más –sa-cudió la ceniza del cigarrillo, sintiéndose cohibida, y cayó fuera del cenicero. La recogió con los dedos y

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    la echó dentro–.Y no me preguntes quién o qué esDios. Ni siquiera sé si existe. Cuando era pequeña,

    pensaba que…Se interrumpió. El camarero había venido a retirar los platos y a darles de nuevo la carta.

     –¿Quieres algún postre o café? –preguntó Lane. –Creo que sólo terminaré la leche. Pero tú pide algo

     –contestó Franny.

    El camarero había retirado su plato con el sándwichde pollo intacto. Ella no se atrevió a mirarle. Lane echóuna ojeada a su reloj.

     –Dios mío. No tenemos tiempo.Tendremos suertesi llegamos a tiempo al partido –miró al camarero–. Sólocafé para mí, por favor –siguió al camarero con la vis-

    ta, luego se inclinó hacia delante, con los brazos sobrela mesa, completamente relajado, el estómago lleno, yel café a punto de llegar, y dijo–: Bueno, de todas for-mas, es interesante.Toda esa historia… Creo que nodejas el menor margen para la más elemental psicolo-gía. Quiero decir que me parece que todas esas expe-

    riencias religiosas tienen un trasfondo psicológico muyevidente, ya sabes a lo que me refiero… Es interesan-te,sin embargo.Eso no se puede negar –miró a Franny y le sonrió–. Por si acaso se me ha olvidado mencio-narlo, te quiero. ¿Lo había mencionado ya?

     –Lane, ¿me disculpas otra vez un momento? –dijo

    Franny. Estaba de pie antes de terminar la pregunta.Lane se levantó también, despacio, mirándola. –¿Estás bien? –preguntó–. ¿Estás mareada otra vez? –Sólo rara.Vuelvo enseguida.

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    Atravesó rápidamente el comedor, tomando la mis-ma ruta que antes. Pero se detuvo de repente en el

    pequeño bar que había al fondo de la sala. El barman,que estaba secando una copa de jerez, la miró. Ella apo- yó la mano derecha en la barra, luego agachó la cabe-za –la inclinó– y se llevó la mano izquierda a la fren-te, tocándola sólo con la yema de los dedos. Se tambaleóun poco, y luego cayó al suelo, desmayada.

    * * *

    Franny tardó cinco minutos en volver en sí por com-pleto. Estaba en un sofá en el despacho del gerente yLane estaba sentado junto a ella. El rostro de él, incli-

    nado ansiosamente sobre el de ella, tenía también unanotable palidez. –¿Cómo estás? –preguntó, en tono de habitación de

    hospital–. ¿Te encuentras mejor?Franny asintió. Cerró los ojos un segundo porque

    le molestaba la luz del techo, luego volvió a abrirlos.

     –Supongo que debo preguntar «¿Dónde estoy?» –dijo–. ¿Dónde estoy?

    Lane rió. –Estás en el despacho del gerente. Están todos

    corriendo de aquí para allá buscando aspirinas, amoní-aco, médicos, o lo que sea, para traértelos. Parece ser 

    que se les había acabado el amoníaco. ¿Cómo te encuen-tras? En serio.

     –Bien. Estúpida, pero bien. ¿De verdad me he  des-mayado?

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     –Y de qué manera.Te has caído redonda –dijo Lane,cogiéndole la mano–. ¿Qué crees que te ocurre? Quie-

    ro decir que parecías tan…, ya sabes, tan perfecta cuan-do hablamos por teléfono la semana pasada. ¿No hasdesayunado o qué?

    Franny se encogió de hombros. Sus ojos recorrie-ron la habitación.

     –¡Que vergüenza! –dijo–. ¿Me ha traído alguien en

    brazos hasta aquí? –Entre el barman y yo. Prácticamente te trajimos envolandas. Me has dado un susto de muerte, palabra.

    Franny miraba el techo pensativamente, sin parpa-dear, mientras Lane tenía su mano cogida.Luego se vol-vió y con la mano libre hizo un gesto como para apar-

    tar el puño de la manga de Lane. –¿Qué hora es? –preguntó. –No te preocupes –dijo Lane–. No hay prisa. –Tú querías ir a esa fiesta. –Al diablo con ella. –¿También es demasiado tarde para llegar al parti-

    do? –preguntó Franny. –Escucha, ya te he dicho que al diablo con todo eso.

    Tú vas a volver a tu habitación en el sitio ese, PostigosAzules, para descansar, eso es lo único que importa –dijoLane. Se acercó un poco más a ella y se inclinó parabesarla brevemente. Se volvió a mirar hacia la puerta

     y luego miró de nuevo a Franny–.Vas a  descansar  todala tarde. No vas a hacer nada más que eso –le acaricióel brazo durante un momento–. Después, al cabo de unrato, si consigues descansar bien, intentaré subir a ver-

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    te. Creo que hay una maldita escalera por la parte deatrás.Ya lo averiguaré.

    Franny no contestó nada. Siguió mirando al techo. –¿Sabes cuánto tiempo hace? –dijo Lane–. ¿Cuándofue aquel viernes por la noche?A principios del mes pasa-do, ¿no? –sacudió la cabeza–. No está bien. Es demasia-do tiempo entre dos tragos, por expresarlo crudamente –la miró con más atención–. ¿De veras te encuentras

    mejor?Ella asintió.Volvió la cabeza hacia él. –Tengo una sed terrible, nada más. ¿Crees que po-

    drían traerme un poco de agua? ¿No será demasiadamolestia?

     –¡Claro que no! ¿No te pasará nada si te dejo sola

    un segundo? ¿Sabes lo que voy a hacer?Franny negó con la cabeza en respuesta a la segun-da pregunta.

     –Le pediré a alguien que te traiga agua. Luego habla-ré con el maître y le diré que ya no hace falta el amo-níaco… y además pagaré la cuenta. Después traeré un

    taxi a la puerta, para que no tengamos que buscarlo jun-tos. Puede que tarde unos minutos porque la mayoríaestarán ocupados por la gente que va al partido –soltóla mano de Franny–. ¿De acuerdo?

     –Sí. –Muy bien.Vuelvo enseguida. No te muevas.

    Salió de la habitación. Una vez sola, Franny se que-dó inmóvil, con la mirada fija en el techo. Sus labiosempezaron a moverse, formando palabras en silencio, y