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CONTENIDO
LOS CINCO GRANDES DISCURSOS DEL
EVANGELIO DE MATEO
FE Y DENUNCIA
En la COMUNIDAD CRISTIANA POPULAR DE BENAVENTE (ZAMORA)
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ÍNDICE
Páginas
Contenido 3
Dedicatoria 5
Presentación 6
Introducción 7
SERMÓN DEL MONTE (Mt 5-7) 12
MISIÓN DE LOS DOCE (Mt 9, 35-10, 42) 75
PARÁBOLAS DEL REINO (Mt 13, 1-52) 98
COMPORTAMIENTO DE LA COMUNIDAD (Mt 18) 115
ACTITUD DEL CRISTIANO ANTE LOS ACONTECIMIENTOS FINALES 0 DISCURSO
ESCATOLÓGICO (Mt 24-25) 140
Índice general 199
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A las Comunidades Cristianas Populares
del Estado Español y de Latinoamérica, con las
que me siento profundamente solidario
6
PRESENTACIÓN
Estas páginas son síntesis-resumen de las homilías dominicales distribuidas en la
comunidad cristiana popular de Benavente (Zamora) a partir del mes de septiembre de 1973,
en reuniones semanales con grupos de adultos sobre los evangelios.
Homilías y reuniones que nos están ayudando a ahondar en la palabra de Dios, e ir dando
respuesta a los hechos concretos de nuestras vidas.
En su elaboración he empleado a bastantes autores: Louis Evely, Alessandro Pronzato,
Francois Chalet, Wolfgang Trilling, José Luis Caravias, Jesús Burgaleta, Grupo Agermanament,
René Voillaume, José Luis Espinel (el padrenuestro), misa dominical del Centro de pastoral
litúrgica de Barcelona, Teófilo Cabestrero, Misión Abierta, Gustavo Gutiérrez, Felipe F.
Ramos... Me sería prácticamente imposible citar en cada caso las ideas de unos u otros. Todos
han influido, en mayor o menor medida, en nuestro camino cristiano.
La influencia fundamental ha sido el trato con la gente sencilla y el aliento de los niños, jóvenes
y adultos del Movimiento Scout Católico de Benavente y de nuestra CCP.
En este primer contacto con cristianos de otros lugares, trato de los cinco grandes
discursos de Mateo. Discursos que vertebran su evangelio. Si ayudaran a vivir su fe a los
cristianos de la base, podrían seguirle otros comentarios, algunos ya elaborados.
Incluyo los textos evangélicos, porque ningún comentario puede suplir el encuentro personal y
directo con la palabra de Dios. Pueden ayudar, pero nunca suplantar su lectura reposada, atenta,
comprometida, encarnada.
Es importante profundizar en cada pasaje, leer despacio, para descubrir lo que Jesús nos
quiere decir hoy a nosotros, en nuestra vida concreta.
Hay muchas repeticiones, cuando los textos tienen puntos comunes. Pueden ayudar a que
quede más clara la línea de interpretación de este comentario, la línea por la que quiere
caminar -¿está caminando?- esta Comunidad Cristiana. Además, es necesario repetir y
machacar ideas para borrar tantos absurdos que se tienen por cristianos.
En definitiva, han ido brotando desde la experiencia de una vida que quiere ser cristiana.
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INTRODUCCIÓN
Sólo hay una forma de interpretar correctamente el evangelio: intentar vivirlo y enlazar,
relacionar, todos sus textos. Nunca un texto puede estar en contra de otro.
Jesús de Nazaret es uno de los personajes más tergiversados de la historia de la humanidad.
¿Por qué? Desde que la iglesia dejó de vivir de las «rentas» de los cristianos de las
catacumbas, se lió con todos los poderes políticos y económicos que defendían a los ricos -siempre con
honrosas excepciones-, y se hizo ella misma poder religioso. Menos mal que de las catacumbas
sólo salió parte de la iglesia, aunque sea la que más se ve. Quedó dentro, y sigue dentro, la iglesia de
los pobres de Yahvé
.Pero la que presenta a Jesús a los hombres es principalmente la iglesia que podremos
llamar «oficial». Por eso Jesús es un personaje desconocido en sus profundos, vitales,
planteamientos.
Tres aspectos de la vida de Jesús de Nazaret me han interrogado siempre de un modo especial:
-¿Por qué él no escribió nada? Los demás fundadores de religiones fueron ellos normalmente los
que escribieron. Jesús, no. El vivió lo que enseñaba o enseñaba lo que vivía. Y los evangelistas
escribieron lo que él vivía. ¡Grandeza de su buena noticia!: un mensaje hecho vida o una vida plena
hecha mensaje.
De aquí se puede deducir que el cristianismo no es una religión en el sentido corriente de la
palabra. El cristianismo es una persona: Jesús de Nazaret.
- ¿Por qué Jesús murió asesinado y los demás fundadores de religiones no? ¿Es que su mensaje
pone en entredicho los mismos fundamentos sobre los que se basa este mundo de la injusticia, de
la mentira, del egoísmo...? Y el mundo tiene que defenderse…
Esto me hace ver en él a un hombre distinto, y en su mensaje una hondura distinta y más
comprometedora; hasta el punto de poner nerviosos a los poderosos políticos, religiosos y
económicos de este mundo, cada vez que sus enseñanzas ponen en tela de juicio sus montajes falsos. Y
pone aún más nerviosos a los poderosos que se llaman también cristianos. Por ello tratan de imponer
«su» religión y «sus» planteamientos. Son éstos los peores enemigos del evangelio de Jesús.
- El tercero es la certeza que voy adquiriendo de que al que trata de ir viviendo las actitudes de
Jesús, le van cayendo encima los problemas y las dificultades que narran los evangelistas le
sucedieron a Jesús, salvando las distancias de entrega -la de Jesús fue perfecta, la del cristiano
verdadero siempre en camino de más- v de costumbres y culturas; ahora se elimina y se mata al
que estorba con otros métodos más sofisticados.
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El evangelio no es una teoría sobre la vida más o menos bonita. Ni unas prácticas
religiosas solamente. Es una experiencia que van teniendo aquéllos que van poniendo como norma
suprema y única de su vida la búsqueda «del reino de Dios y su justicia» (Mt 6, 33).
¡Triunfar en la vida es una prueba evidente de no seguir el camino de Jesús!
No se puede creer impunemente.
La Biblia no es un libro ordinario. Es un libro sagrado, es un libro de comunión.
Tenemos que «aprender» a leer la Biblia. Tenemos que leerla con ganas de entender.
En la Biblia -sobre todo en los evangelios- está descrita la vida de todos los hombres y de todos
los pueblos, de todas las épocas y lugares.
Pero necesitamos la clave de la interpretación: una vida comprometida con la causa de Jesús.
Todos tenemos que escribir nuestro evangelio, que será tanto más semejante al de Jesús, cuanto más
de cerca sigamos sus pasos en el compromiso de cada día con los más marginados, con los más pobres.
El evangelio de Jesús tiene que ser para cada uno de nosotros una buena nueva, una buena
noticia. Siempre buena y nueva, porque eso es lo que significa la palabra.
Pero, ¿no es cierto que esto no es casi nunca verdad?, ¿que ya no esperamos nada de Dios?,
¿que ya lo sabemos todo desde que fuimos al catecismo para la primera -y a veces última- comunión?
...
Voy viendo cada día más claro que Dios no hace nada en vano, que cuando dice o hace algo tenemos
que partir de la base de que siempre tiene razón, de que siempre hay un porqué para nosotros, aunque
no lo entendamos.
Es fundamental vivir dependiendo de la palabra de Dios. De otra forma dependeremos de la
sociedad de consumo o de las ideas de moda. La independencia del hombre es imposible. Lo descu-
brimos a poco que profundicemos en la realidad.
Dios no ha dejado de comunicarse con nosotros, porque no ha dejado de amarnos. Cuando uno
ama, necesita comunicarse constantemente con el amado. Y «Dios es amor» (1 Jn 4, 8). El evangelio es
un mensaje de vida incomparable porque Jesús es el hijo de Dios, la palabra viviente del Padre. Pa-
labra que pronuncia con los labios, con toda su vida y con su muerte y resurrección.
Entramos en un mundo inmensamente rico, en la profecía de la humanidad.
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Porque toda la Biblia es profecía. Narra lo que sucedió, sucede y sucederá siempre en el corazón
del hombre y de la humanidad, porque Dios habla «hoy», fuera del espacio y del tiempo, al ser
eterno.
Nos tenemos que ver en ella revelados nosotros mismos. Es un espejo.
Es la sabiduría -que ahonda en las últimas causas de la vida- la que nos llevará a ir
desvelando esa profecía en la historia concreta de los hombres y de los pueblos.
La sabiduría es un espíritu inteligente, santo, único, múltiple, sutil, móvil, penetrante, inmaculado, lúcido, invulnerable, bondadoso. agudo, incoercible, bienhechor, amigo del hombre, firme. seguro. sereno, todopoderoso, todovigilante, que penetra todos los espíritus inteligentes, puros, sutilísimos. La sabiduría... en virtud de su pureza, lo atraviesa y lo penetra todo... Es reflejo de la luz eterna... (Sab 7, 21-27).
Y dijo Dios: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» (Gén 1, 26). Dios es trino. Y
decimos nosotros: es un gran misterio. Y es verdad. Es un gran misterio que no se puede
explicar. El mayor. Pero nos olvidamos de decir que sí se puede experimentar. ¿No es cierto
que es imposible ser felices solos?
La razón debe ser porque somos imagen y semejanza de Dios-trino que es comunidad de
amor, y que por eso es pobre -t iene todo compartido- v ha hecho de la pobreza la principal
bienaventuranza, porque la pobreza o es amor o no es nada.
Y porque Dios es pobre, vive en los demás. Y porque es el pobre absoluto, vive en todos
absolutamente, más íntimamente en cada uno que uno mismo.
Está entre nosotros, a nuestro lado, despreciado en cualquiera de nuestros prójimos, pisoteado en
cualquier hombre insignificante, pegado a nosotros, unido a nosotros; tan cercano que nuestras
miradas pasan siempre por encima de él cuando nos ponemos a buscarlo por las nubes. Siempre de-
lante de nosotros, señalándonos el camino. Pero detrás de nosotros cuando le pedimos evidencias o
no queremos comprometernos con su palabra. Sólo el pobre puede encontrar a Dios, puede conectar con
él.
Y lo mismo que pasa con el misterio de la trinidad, pasa con todo el evangelio: posiblemente no sea
muy claro dar una explicación, pero es experimentable en la medida que existe un compromiso de vida.
La historia del pueblo desemboca en la obra de Jesús y la obra de Jesús desemboca en el pueblo,
porque Jesús es el Maestro del pueblo.
Al pueblo se le utiliza, se le sacan los votos... pero no se le hace «hacedor» de su propio destino.
Jesús es lo que intenta.
Jesús experimenta el destino de los profetas: es mal interpretado, perseguido, combatido,
ajusticiado.
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¿Cómo es posible que a la mayoría de los cristianos no nos ocurran estas cosas? ¿Cómo es posible
que se hagan tantas alianzas con toda clase de poderes? ¿Cómo es posible que con tanta frecuencia sean los
pobres los que se aparten de la iglesia y la combatan? ¿Cómo es posible que los enemigos de Jesús en
el evangelio, causantes de su muerte -poderosos económicos, poderosos políticos y poderosos religio-
sos-, sean los «amigos» de las jerarquías eclesiásticas, convertidas, casi siempre, ellas mismas en poder?
¿Cómo es posible que los amigos de Jesús en el evangelio -buscadores de futuro, desheredados de la
tierra-, estén tan lejos de nosotros? ¿Cómo es posible que en el nombre del Dios de Jesucristo, que es
la paz misma, se hayan hecho cruzadas, guerras, inquisiciones, asesinatos... cuando está tan claro en el
evangelio el precepto de no matar -¡y se puede matar y se mata de muchas maneras!-? ¿Cómo es
posible que el reino de los pobres que proclamó Jesús -y que deberíamos continuar los cristianos-, lo
hayamos convertido en el causante principal del hambre en el mundo? ...
¿Es la iglesia «oficial» la de Jesús? Desde luego no hay otra. Está dentro de ésta. Pero, ¿qué
imagen de Jesús y de si misma presenta al mundo?
También estaba dentro del pueblo de Israel el mensaje de los profetas, pero era presentado
por el sanedrín.
¿No nos puede pasar a nosotros ahora, «profesionales» de la Palabra, lo mismo que les pasó a
los fariseos en tiempos de Jesús?
_Jesús dice de ellos:
Decís: «Si hubiéramos vivido en tiempo de nuestros padres no habríamos sido cómplices suyos en el asesinato de los profetas». Con esto atestiguáis, en contra vuestra, que sois hijos de los que asesinaron a los profetas. ¡Colmad también vosotros la medida de vuestros padres! (Mt 23, 30-32).
Se lo decía porque lo iban a matar a él, que era el Mesías. Y la palabra de Dios es profecía.
Tenemos que tener cuidado. Cada generación tiende a eliminar, a amordazar a los propios
profetas. Suelen ser molestos. Es más «rentable» para la propia seguridad levantarles
monumentos... después de muertos.
¡Son incontables los interrogantes que me vienen cuando leo el evangelio y trato de aplicarlo a
nuestra época! ¡Es todo tan idéntico a los tiempos de Cristo!
¿Será porque no vivimos su compromiso, su vida, porque nos limitamos a cumplir unas
normas sin vida, porque no hemos optado por la causa del pueblo, por los más humildes y
desposeídos, como hizo Jesús, por lo que no acabamos de encontrar la clave para su interpretación?
Si optamos por el pueblo y somos consecuentes con esa opción, la vida de Jesús se hará
carne en nuestra vida -misterio de la encarnación, no muy explicable, pero sí experimentable-.
Y comenzaremos a comprender el porqué de todo lo que le sucedió a Jesús, porque nos irá
sucediendo a nosotros.
Sólo así se puede entender el evangelio de Jesús desde la propia encarnación en la vida. Sólo
así se puede ser cristiano.
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Y nosotros lo hemos convertido en un asunto de burgueses, en una política de
conservadores:
La palabra de Dios es viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo, penetrante hasta el punto donde se dividen alma y espíritu, coyunturas y tuétanos. Juzga los deseos e intenciones del corazón (Heb 4, 12).
Los profetas han interpretado la historia a la luz de la fe. Y los autores sagrados la han relatado desde
esa fe.
Pueden coexistir -y coexisten- interpretaciones del evangelio, porque su hondura es siempre
mayor y más amplia que la posibilidad del hombre para expresarla. Pero hemos de tener cuidado con las
interpretaciones sin compromiso personal.
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SERMÓN DEL MONTE (Mt 5-7)
Oyentes del sermón del monte
Recorría toda Galilea, enseñando en las sinagogas y proclamando el evangelio del reino, curando las enfermedades y dolencias del pueblo.
Su fama se extendió por toda Siria y le traían todos los enfermos aquejados de toda clase de enfermedades y dolores, poseídos, lunáticos y paralíticos. Y él los curaba. Y le seguían multitudes venidas de Galilea, Decápolis, Jerusalén, Judea y Trasjordania (Mt 4, 23-25) (Lc 6, 17-19).
Dios formó a su pueblo de un pueblo de esclavos (Éxodo). A lo largo de su historia la esperanza
mesiánica fue mantenida por un resto fiel de gente pobre y sencilla. Los que se iban instalando,
deformaron la idea del Mesías, hasta el extremo de no reconocer a Jesús ni como profeta. Entre
los bien instalados estaban la mayoría de los dirigentes religiosos de Israel. Por ello, no es de
extrañar su radical rechazo de Jesús.
Jesús sigue fielmente la línea bíblica. Unos discípulos de Juan el Bautista -trabajadores pobres,
como él-, son los primeros que le siguen: Andrés, Juan, Pedro, Felipe y Bartolomé.
Pronto les unió una gran amistad, fortalecida por el ideal de transformar el mundo en el reino de
Dios.
Se les fueron uniendo más. Todos pobres y sencillos, hasta formar un equipo de trece hombres.
Todos trabajadores manuales, menos Mateo. Todos dejaron lo que tenían y eran.
Dios se fía de los pobres, tiene confianza en ellos. No llamó a poderosos ni a grandes sabios para
proclamar su reino a los hombres. Llamó a hombres pobres, que apenas sabían leer, que entendían con
dificultad lo que decía Jesús. Pero Jesús sabe que son los que mejor pueden entender su mensaje y los
que mejor saben comprometerse hasta el final por un noble ideal.
También seguía a Jesús un grupo grande del pueblo que esperaba que Jesús iluminara sus vidas.
Y Jesús se las ilumina, mostrándoles qué cosas de este mundo merecen realmente la pena, para
que cada uno encamine su vida hacia esos valores.
Jesús quiere que tengamos claro lo que verdaderamente necesitamos, quiere que tengamos
clara la meta hacia la que caminamos y el camino mejor para alcanzarla.
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Las bienaventuranzas
Al ver Jesús el gentío, subió a la montaña, se sentó, y se acercaron sus discípulos; y él se puso a hablar, enseñándoles:
Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos.
Dichosos los sufridos, porque ellos heredarán la tierra. Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados. Dichosos los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos
quedarán saciados. Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Dichosos los que trabajan por la paz, porque ellos se llamarán «los
hijos de Dios». Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el
reino de los cielos. Dichosos vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de
cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo, que de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros (Mt 5, 1-12) (Lc 6, 20-23).
El cristianismo está, en la práctica, por estrenar en los países llamados cristianos. Para
transmitirlo, la iglesia empleó, casi siempre, los medios que emplean los poderosos para transmitir sus
ideologías, y de esta forma hemos llegado a un cristianismo de consumo, de ritos, de masas, de conve-
niencias sociales y políticas... que a nada compromete.
La iglesia prescindió también, en la mayor parte de su historia -al menos en los últimos siglos-, del
evangelio. Se desarrolló fundamentándose en leyes, en el código de derecho canónico.
Es necesario volver a las fuentes.
Toda persona que quiera dar sentido a su vida, necesita unos objetivos claros a conseguir, y
contrastarlos constantemente con puntos válidos de referencia que orienten su actuación.
El cristiano encuentra estos puntos de referencia en el evangelio.
En nuestro mundo «cristiano» circulan otros valores bien distintos a los del evangelio. Todo es al
revés: en lugar de entregar nuestra vida, intentamos chupar la vida de los demás. El evangelio está
en contradicción con todos los criterios y los valores en uso. Ni nuestra vida, ni la sociedad en que vivimos
tienen nada que ver con este programa de Jesús. Son todo lo contrario, las bienaventuranzas, de lo
que pensamos, hacemos, deseamos y decimos todos los días.
¿No vemos claro que una cosa es nuestra vida y otra bien distinta el evangelio, las
bienaventuranzas? ¿Acaso no es mejor ser rico que ser pobre?, ¿reír que llorar?, ¿ser bien visto que
ser perseguido?, ¿no es la pobreza un mal?, ¿por qué es bienaventurado el que tiene hambre y
no el que está saciado? ... Todos queremos que nos quieran en lugar de que nos odien, que nos
acojan en lugar de que nos persigan, que nos alaben en lugar de que nos injurien.
¿Es posible que estas cosas las haya podido decir una persona sensata?
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Para colmo, Jesús maldice a los ricos, a los que se alegran, a los que están hartos, a los
que son alabados por todos.
La actitud de Jesús ante los ricos es dura y clara: no se puede ser rico. Sin embargo,
nuestro mundo cristiano quiere ser rico, la iglesia quiere ser rica, las órdenes religiosas quieren ser
ricas... porque sin dinero y sin medios no se hace nada.
Jesús cambia todos los valores. Y aunque queramos darle mil interpretaciones, la postura de
Jesús ante los valores del mundo es clarísima.
No estaría mal que leyéramos las bienaventuranzas con sencillez, sin apostillas, despacio, de un
modo reflexivo, analizando la rebelión que nos surge dentro, sacando conclusiones prácticas,
concretas.
Las bienaventuranzas son la síntesis del sermón del monte -discurso programático del
cristianismo-, hecho por Jesús de Nazaret. Jesús no diría todas estas enseñanzas de una vez, pero
Mateo reunió todo esto para que, los que en el futuro quisiéramos ser cristianos, tuviéramos un
programa claro, para poder serlo como Jesús quería.
Las bienaventuranzas resumen los rasgos fundamentales del cristiano. Son el desarrollo del
único mandamiento de Jesús: el amor a Dios en los hombres. Al que ama de verdad, le irán
cayendo encima todas las bienaventuranzas. Son el precio del verdadero amor. Para
encontrarse con ellas solamente hace falta tratar de amar en serio, comprometiendo en ello la
vida; y vendrán como consecuencia de ese amor.
Las bienaventuranzas son el anuncio del cumplimiento de las promesas que los profetas habían
hecho al pueblo humillado; sintetizadas en Isaías:
El Espíritu del Señor está sobre mí, porque cl Señor me ha ungido. Me ha enviado para dar la buena noticia a los que sufren, para vendar los
corazones desgarrados, para proclamar la amnistía a los cautivos, y a los prisioneros, la libertad; para proclamar el año de gracia del Señor, el día del desquite de nuestro Dios; para consolar a los afligidos,
los afligidos de Sión (Is 61, 1-3).
Y asumidas por Jesús en la sinagoga de Nazaret:
Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír (Lc 4, 21). Las bienaventuranzas son un anuncio alegre, paradójico y programático. Alegre: nueve veces
dice Jesús «dichosos»; tienen que resonar en nuestros oídos como un anuncio de felicidad para
ahora y aquí. El que trate de ponerlas en práctica es claro que será feliz. Paradójico: no es lógico
aparentemente anunciar que la dicha es para los pobres, los sufridos, los perseguidos... No es
fácil entenderlo desde una visión racionalista de la vida humana. Se van entendiendo en la
medida en que se van viviendo. Programático: son el camino del verdadero seguidor de Jesús,
nos muestran la verdadera vida de Dios, lo que Dios es y desea que seamos los hombres.
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Las bienaventuranzas revelan la imagen auténtica del pueblo de Dios, de la comunidad
cristiana, del hombre creado a imagen y semejanza de Dios. El hombre que penetra en ellas
tiene la impresión de que no le son extrañas. Todas sus costumbres se ven contrariadas, pero
su ser profundo se expansiona en ellas como si respirase el aire propio del ser hombre.
Siente que se despierta su verdadero ser, descorre el velo que le tapaba a sí mismo.
Las bienaventuranzas son la descripción del ser de Dios, de sus gustos, de las obras en que se
complace. Son la revelación de lo que produce la llamada y la presencia de Jesús
en el corazón de quienes lo acogen, Son la revelación de Dios y del hombre. Dios es pobre,
misericordioso, manso... porque ama, porque es don, comunicación total de sí. Su plenitud de
ser y de vida le libera de la carga del tener. La dicha humana no está en la tranquilidad, en la
riqueza, en el prestigio, en el poder... La dicha pertenece a todos los que se parecen a Dios, a
los que luchan con su lucha, a los que aman con su amor, para liberar y pacificar al mundo.
Es preciso haberlo experimentado, al menos en parte, para creer en todo esto. La dicha es una
victoria que se logra en medio de una aparente derrota.
Las bienaventuranzas son la proclamación de la experiencia que han realizado, y siguen
realizando, unos hombres cada día, cuando se dejan llevar por el Espíritu de Dios. Cuando el
hombre mide toda su hambre, sabe que no podrá calmarla únicamente con el alimento o el
dinero, sabe que ese hambre le llevará siempre más allá de cualquier límite imaginable y que
no encontrará reposo hasta que descubra la fuente infinita en donde saciarse a la medida de sus
deseos. Sabe que los bienes materiales, la justicia, la libertad, la verdad... son medios que sirven
para lanzarnos hacia una aspiración insaciable. La pasión más violenta del hombre es la del
absoluto, pero la sociedad de consumo apaga la sed de ese absoluto, apaga la sed de Dios. En
esta sociedad de consumo puede desencadenarse el hambre de Dios -hambre de justicia, de
verdad, de libertad, de amor...- como una epidemia, ante el ejemplo de aquellos que van
encontrando en su vida lo que los demás buscan sin saberlo. Entonces serán innumerables los
que se reconozcan en ese hambre y en ese desprecio de todas las cosas con que les habían estado
engañando tanto tiempo. Es preciso haber pasado por la experiencia de este hambre para sentirse
atraído de un modo irresistible por las bienaventuranzas de Jesús.
Las bienaventuranzas son la denuncia de la mentira y de la injusticia del mundo en que vivimos. Y
son una llamada a trabajar y luchar para que venga realmente el reino de Dios.
Este anuncio de felicidad que proclama Jesús es un anuncio de plenitud para el futuro; pero
creérselo de verdad, implica luchar para que se realice ya ahora.
Nosotros estamos lejos de este estilo de Jesús. Nos cuesta reflexionar y comprometernos, analizar la
vida en profundidad, saber captar dónde se encuentran los verdaderos valores. Preferimos los
mandamientos a las bienaventuranzas. Pero rechazamos ambos.
Todas las bienaventuranzas llevan a lo mismo: a la pobreza.
Jesús las vivió todas en plenitud. Por eso él es el cristianismo.
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Cuando Jesús anuncia sus bienaventuranzas, lo hace teniendo en cuenta la sociedad de su tiempo:
esos enfermos, niños, huérfanos, pecadores, prostitutas, perseguidos, encarcelados, miserables... gentes
que no tienen lo necesario para vivir y cuya vida está caracterizada por el llanto. Todos éstos, en su
pobreza, son dichosos porque, conociendo sus limitaciones -acuden a él-, pueden luchar para
superarlas.
A estos pobres, Jesús contrapone a los ricos, a los que se apoyan en lo que tienen. Los ricos, los
hartos, los que siempre reciben alabanzas, son, en realidad, unos desgraciados, porque creen que ya
lo tienen todo.
Las bienaventuranzas y las maldiciones son la presentación de dos actitudes opuestas que luchan
dentro del corazón de cada hombre, favorecidas, para bien o para mal, por la situación real de
pobreza o de riqueza de cada uno, ya que es difícil superar la propia situación social, el propio medio
ambiente.
Las bienaventuranzas tratan de una sola actitud: la del hombre que está abierto al reino de Dios,
sin condiciones, totalmente. Y, por ello, está abierto a todo lo que le rodea para quedarse con lo
bueno.
A esta actitud contraponen la del hombre que busca ante todo su propia felicidad, olvidándose de
los demás.
Jesús constata una realidad que sigue siendo actual: su reino es rechazado por los ricos, por los
triunfadores de este mundo. Y es acogido por los que tienen hambre de la clase que sea -de
justicia, de pan, de cultura, de amor...-, por los que saben qué es el dolor, por los oprimidos y
marginados. Para éstos, el reino de Dios viene porque lo anhelan, lo necesitan, porque están
dispuestos a luchar por él, como Jesús.
¿No lo confirma la experiencia de nuestro mundo? ¿No son hombres del pueblo los que
verdaderamente luchan por una sociedad mejor? En España, es claro que los partidos políticos
de los instalados únicamente tratan de conservar y acrecentar sus intereses personales, sus
privilegios, empleando la palabrería y, si hace falta, la opresión y la violencia. Sin olvidar el
lamentable uso que hacen de la religión.
Los que buscan un cambio real hacia una sociedad más justa, igualitaria, son los otros.
Para Jesús los hombres verdaderos, los felices, son los que están desprendidos de todo, los
pobres y sencillos que luchan por la justicia, los honestos que tienen los ojos y el corazón
abiertos a las necesidades del prójimo, los que soportan el desprecio o la persecución para
conseguir mayor justicia, los que tienen a Dios como el único absoluto y en él encuentran la
justicia, la paz y la libertad.
El evangelio, que toca el fondo de la vida, proclama que ésta es la verdadera grandeza de la
vida humana.
Es necesario optar radicalmente. El cristianismo es un rotundo fracaso en esta sociedad de
consumo, es todo lo contrario del mundo en que vivimos y en el que estamos tan contentos.
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Nadie puede pensar triunfar en esta sociedad, vivir sin problemas, si de verdad es cristiano. ¡Ya
está bien de triunfalismos!
Tenemos dos posibilidades: confiar en mí mismo -en mi inteligencia, poder, dinero...-, o
confiar en el camino que marcan las bienaventuranzas. Si no opto por las bienaventuranzas, debo
tener claro que me apoyo en mí mismo.
El reino de Dios es para los que se encuentran en una situación tal, que sólo les queda
confiar en el amor del Padre.
Explicar las bienaventuranzas y traducirlas a la actualidad es fácil, pero muy peligroso. Si no
las entendemos es que estamos ciegos y sordos. O somos muy cínicos.
El Dios del evangelio es el Dios de los pobres. Pero no para acallarlos, sino para hacerlos
rebeldes y constructores de una nueva humanidad.
Aceptemos el reto que nos plantean. Veremos que todo es nuevo, distinto.
Dichosos los pobres
¿Por qué dice Jesús «dichosos los pobres»? ¿Es que él no conoció la miseria, la falta de dicha
de muchísima gente pobre? Parados, analfabetos, jubilados con pensiones insuficientes, ingresos
tremendamente desiguales, familias con problemas económicos graves... Y esto siempre, aunque
actualmente nuestra sociedad esté atravesando un momento particularmente crítico. Y esa pobreza
más profunda: la soledad de tantas personas, la crisis de tantos matrimonios, la esclavitud de
tantas y tantas personas rendidas al placer, la desorientación de tantos jóvenes y adolescentes
llenos de buena voluntad... Pobreza que nos llega a todos nosotros. Y esa otra clase de
pobreza llamada envidia, o fe en crisis, o dificultad para perdonar o para dialogar, o falta de
oración para entender este mundo en que vivimos, o la de nuestro pecado que nos lleva a
hacer a medias incluso el bien que hacemos...Al fin y al cabo, todos somos pobres. Pero es
necesario que lo reconozcamos para poder salir de nuestra situación y poder ser dichosos.
Tenemos que reconocer nuestras limitaciones, toda nuestra pobreza individual y colectiva.
También la pobreza de la iglesia, siempre tentada a poner su confianza en los poderosos, en lugar
de ser testimonio lúcido de servicio.
¿Qué clase de pobres son los llamados a formar el reino de Dios?
Jesús manifiesta una tremenda alergia a las diferencias entre los hombres y entre los pueblos,
aversión a los desniveles sociales de la clase que sean, a la misma existencia de «los de arriba
y los de abajo», ricos y pobres, amos y servidores.
Parece que Jesús tenía muy claro que si hay pobres es porque hay ricos que han
acumulado para sí lo que es de todos. Y que, si es de todos, tal acumulación es injusta, es un
robo. ¿No lo sigue siendo hoy día, a nivel individual y de naciones, en el sistema capitalista? Y
no debemos defendernos de esta realidad aludiendo a los defectos del sistema marxista.
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La sociedad en que vivió Jesús era tremendamente clasista, como la nuestra. También
entonces los poderosos económicos, políticos y religiosos tenían acaparado hasta a Dios.
Las palabras rico y pobre son correlativas. Las diferencias sociales son fruto de una
violencia y de un despojo por los que unos pocos han logrado apoderarse de lo que debería ser
para la utilidad y servicio de todos. Nunca los pobres han dado permiso a los ricos para que
les robaran. La pobreza material es siempre fruto de relaciones injustas.
Para Jesús esas diferencias sociales entre los hombres son insoportables. Son la negación misma
del reino de Dios.
De aquí que no todos los pobres son felices. La mayoría son desgraciados. Doblemente
desgraciados porque viven mal y además sin esperanza de mejorar. No han elegido ser pobres y
además pasan necesidad de cosas indispensables para vivir.
Felices los pobres, los que optan por serlo y tienen sus necesidades más elementales
cubiertas -ni les falta ni les sobra lo más elemental-, porque ellos son la única esperanza para
crear un mundo justo.
Sólo los pobres concientizados y organizados, con una fe madura en Cristo, su Libertador, podrán
construir el reino de Dios.
Esta primera bienaventuranza sintetiza todas las demás: los pobres -los anawin del antiguo
testamento- son también los sufridos, los que lloran, los que tienen hambre y sed de justicia,
los misericordiosos...
Mateo habla de pobreza «de espíritu». Lucas, no. Pero no son dos visiones divergentes, ya
que los pobres del antiguo testamento a los que Jesús se refiere, no eran ricos que
«espiritualmente» estuvieran desprendidos de las riquezas, sino pobres -el pueblo de Israel en
el exilio y dominado por los extranjeros- que, en su pobreza, habían descubierto que Dios era su
única esperanza, y que su corazón sólo podría sentirse unido y «lleno» con Dios. Es una actitud
de desprendimiento y de entrega a los demás.
Yo creo en la pobreza espiritual. Pero creo que no es posible si se poseen las riquezas de
este mundo. Tampoco basta para ser pobre dichoso carecer de estos bienes.
La pobreza espiritual sólo puede alcanzarla el que vive la pobreza material.
La pobreza exigida por Jesús es liberadora. Sólo los pobres son auténticamente libres. Jesús
habla de pobreza, no de miseria. Es necesario no confundir.
Ser libre es vivir en Dios. Para hacer la experiencia de Dios hay que ser pobre. El pobre
«rezuma evangelio» por todos sus poros.
Sólo los pobres tienen la posibilidad de esperarlo todo de otro, de recibir y de acoger más que de
dar. Han aprendido a ver de una forma nueva su destino. La pobreza les sitúa más allá de la
sabiduría de este mundo. Están libres de la carga de los bienes terrenos y de la carga de la pro-
pia presunción; por eso, también están libres para Dios. Es imposible ser pobre solo. La pobreza lleva a
crear comunidad.
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Pobres son aquellos con los que se está a gusto. Son los disponibles a oír la palabra de Dios
y no dudan en dejarse criticar por ella. Son los que consienten que sus ideas sean discutidas.
Son los que aceptan creer que no han comprendido todavía nada. Son los que aceptan dejarse
arrojar de sus posiciones, de sus estructuras, de sus principios, de todo lo que les es propio. Son
los que saben que nadie es dueño de sí mismo y que Dios puede pedirlo todo. Son los que eligen
ser pobres y por ello no están descontentos de su suerte. Son los que ocupan su sitio y lo llenan. No son
tontos, de pocas luces o ineptos o cobardes. Son los que se apoyan en Jesús y por eso no se
sienten desatendidos ni desamparados. Todo lo esperan de Dios, no se fían de su propia
justicia y verdad.
Y así, poco a poco, toda su vida llega a ser pobre.
Solamente a ellos se les puede hacer donación del reino de Dios, porque sólo los pobres
salen de sí mismos, se ponen en camino, no están sordos a lo que no son ellos mismos, porque
cuentan con otros, porque necesitan de otros, porque se apoyan en el Otro.
De los pobres del mundo entero es el reino de Dios y el futuro.
Dichosos los pobres conscientes de su pobreza y de las causas de ella.
Entre los pobres está la semilla de la verdadera fraternidad. Una semilla frecuentemente
pisoteada desde arriba para que no pueda germinar. Pero está. Y cuando adquieren
conciencia de ella, crece y florece como no podíamos ni imaginar.
Jesús nace y vive pobre, se rodea de pobres y entrega la continuación de su mensaje a
pobres de procedencia o de opción. Quiere llevar adelante sus planes desde los pobres, desde
los débiles del mundo.
Jesús es el pobre verdadero. No guardó nada para él. Por eso es la imagen encarnada de
Dios, porque ¡Dios es pobre!, es amor, don de sí, comunidad.
La pobreza no es más que una consecuencia del amor. Dios es pobre, no tiene nada suyo,
porque es amor, y el amor es don, participación, despojamiento.
Ser pobre es ser como Dios.
Tenemos que descubrir que hacen falta muy pocas cosas para ser feliz. Nuestro mundo necesita
encontrar el sentido de lo esencial.
Malgastar es un crimen. Tenemos que tamizar nuestras necesidades, boicotear todo lo
superfluo. Cada vez que reduzco mi «haber», aumento mi «ser» de hombre. Jesús nunca tuvo
nada, por eso lo es todo.
Compartir lo que se tiene y lo que se es, es una verdadera comunión.
El silencio es la primera higiene de la conciencia. Nos puede llevar a la austeridad, a ir
entendiendo y viviendo el mensaje de Jesús. Sólo en el silencio podremos ahondar en esta
bienaventuranza, tan rechazada en nuestra sociedad y tan deseada en lo profundo del corazón
humano.
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Dichosos los sufridos, los mansos
A la mansedumbre cristiana la llamamos ahora «no violencia activa». Dista mucho del
apocamiento y de la agresividad rencorosa.
Mansos son los que saben alcanzar la victoria sin necesidad de violencias físicas. Saben que su
causa y su tarea seguirán adelante a pesar de la violencia de todos los que se opongan, porque
confían en Dios, que lleva adelante la historia. Son los que son fieles a su proyecto de vida sin
claudicaciones, sin triunfalismos y sin pesimismos, porque experimentan la fuerza de Jesús. Son los
que buscan la justicia para todos -también para sí mismos-, serenamente, pero sin dar jamás
un paso atrás. Y por ello nunca colaboran con la injusticia. Son los que no conocen el miedo cuan-
do se trata de un asunto de hermanos. Son los que optan por el mundo como Dios quiere y
saben que no pueden ceder a ningún precio. Y así, entre los seguidores de Jesús, la
mansedumbre y la fortaleza se hacen una sola cosa.
Mansos son los tenaces, los pacientes, los que saben aguantar, los que saben sufrir, los que no
ceden, a los que se puede romper pero no doblar, los que saben esperar y creer en tinieblas,
los que han visto la luz. Son los que se lo juegan todo a la causa de Dios, que es la causa de la libertad, la
justicia, la paz, el amor... que es la causa del pueblo. Y por ello, se unen a los débiles de este mundo y
se enfrentan con el triple poder -político, económico y religioso -para defender su causa, que es
la causa del Dios de Jesús. Son los que dan a los demás aun lo propio, los que hacen iguales y
van por la vida creando un espacio de libertad.
Dichosos los que lloran
La humanidad sufre y no es consolada. Muchos lloran y no reirán jamás. El sufrimiento y el
mal serán siempre un misterio que escandaliza a la razón y somete a prueba la fe. El sufrimiento y el
mal no pueden explicarse únicamente por el pecado del hombre, aunque su responsabilidad sea muy
grande.
¿Cómo ha podido Dios concebir y realizar un mundo así? Todas nuestras ilusiones quedan rotas en
el momento más inesperado.
Pero negar a Dios a causa del mal, es hacer al mundo más absurdo todavía.
Dios se manifiesta misteriosamente débil frente al mal, frente a la injusticia que nos rodea por
todas las partes. El amor siempre pierde, siempre queda debajo, y ¡Dios es amor! Pero siempre gana,
porque es la vida. El evangelio es un constante pierdo-gano.
Jesús nos ha traído un consuelo más que una explicación.
Sólo podemos ser cristianos a condición de creer y vivir en un amor más fuerte que el mal y la
muerte. Ese amor nos hace dichosos en medio de las dificultades; compensa.
Los que lloran son los que no se acomodan, los que viven con tensión las condiciones presentes, los
que con su amor v con su lucha buscan la consecución del mundo que Dios desea. Son los insatisfechos,
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los que no se acostumbran a ver toda la injusticia, toda la amargura, toda la miseria del
mundo. Lloran porque el hombre no es respetado, y por ello, tampoco Dios. Lloran porque
«ven» y están en vela en medio de la inconsciencia de los que se encuentran bien. Son los
incapaces de ser felices solos, los que saben que nunca serán felices por sí mismos, los que tienen
necesidad de que todos los hombres sean felices para serlo ellos mismos. Son los incapaces de
ser felices a bajo precio. Son los que saben que el mundo está enfermo, que la vida es im-
posible, que el hombre está corrompido. Saben que no están hechos para este mundo de
pecado, que nosotros no somos de este mundo, pero que nuestro mundo lo vamos edificando
aquí. Saben que el mundo tiene que cambiar, convertirse, transformarse en el reino del
Padre, y ponen manos a la obra. Son los que presentan al Padre sus lágrimas por el dolor
de la humanidad.
El sufrimiento y la muerte les obliga a cuestionarse, a reflexionar, a preguntarse por el sentido
de su vida y sobre la forma de eternizarla. Saben que la solución del misterio del mal reside
en gran parte en la acción de cada uno de nosotros. Y así, experimentan que el mal es más
débil de lo que nos habíamos creído, y que hay en cada uno de nosotros una fuerza de amor
capaz de vencerlo.
Aceptan el dolor sin asustarse, porque están llenos de esperanza en el Padre.
Dichosos los que tienen hambre y sed de la justicia
Justicia, en lenguaje bíblico, quiere decir realizar el plan de Dios. Y el plan de Dios sobre los
hombres es que vivamos todos como hermanos.
Si Dios tiene hambre y sed de justicia, los que nos llamamos y queremos vivir como hijos suyos,
debemos trabajar sin desfallecer por esta justicia entre los hombres.
El hambre y la sed de justicia es como un clamor que surge desde la mayoría del género
humano, marginado y explotado. La gente resignada, tranquila, que se contenta con su miseria y
con la miseria de la inmensa mayoría de los hombres, no sirve para realizar el plan de Dios.
Aunque el cuerpo esté saciado, queda otra hambre y sed, atormentadoras, intensas. Es el
hambre del espíritu y del corazón. Decía san Agustín: «Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro
corazón anda inquieto hasta que vuelva a ti».
El hambre y la sed de justicia no nos pueden dejar tranquilos mientras vivamos en este
mundo de explotación y de vacío. Sólo los que tienen este hambre y esta sed pueden edificar el reino
de Dios.
Los hambrientos y sedientos de justicia son los que se lanzan sin miedo a combatir por la justicia
hasta las últimas consecuencias. ¡Gran ejemplo el de los cristianos de América latina! Saben
que su combate es de Dios, que Dios está con ellos, con la fuerza de su amor, para vivificar y
sanear su lucha.
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Sin esta hambre y sed de justicia todas las demás bienaventuranzas pierden su sentido. Se
quedan sin vida. Se secan. Por falta de esta hambre y sed muchas veces entendemos al revés el
significado de todas las palabras de Jesús reduciéndolas sólo al plano espiritual; y eso es traicionar
su mensaje.
Si tenemos esta hambre y sed de justicia nos desasiremos de todo, no tendremos ni «donde
reclinar la cabeza» (Mt 8, 20), ni seremos bien vistos por los que tienen carnet de personas
honradas. Se creará un gran vacío a nuestro alrededor, seremos considerados como
extremistas y, por ello, no gratos a la sociedad conformista en que vivimos.
Tener hambre y sed de justicia es sentir la necesidad vital de que avance la construcción
del reino de Dios, de ser como Dios nos ha creado y quiere que vivamos.
La justicia evangélica es lo contrario de situaciones de opresión, violencia y explotación, falta
de promoción de las clases populares, convivencia envenenada...
Hambre y sed de justicia es querer una sociedad más humana, donde la libertad nos lleve
hacia relaciones basadas en el amor. Una sociedad en la que los ricos sean cada vez mucho menos
ricos, para que los pobres puedan ser cada vez mucho menos pobres. Esta hambre y sed sólo se
puede saciar con la justicia que entre todos vayamos realizando, con la fuerza de Dios.
Dichosos los misericordiosos
Jesús reprocha a los fariseos, al hermano mayor del hijo pródigo, a los obreros de la hora
primera... el no saber compartir los sentimientos de Dios, la alegría que él siente al perdonar .
Los hombres somos unos seres extraños: nunca queremos de verdad lo que hacemos y nunca
hacemos de verdad lo que queremos. Se nos tiene que consolar por ser tan malos. Siempre
queremos que los demás obren con nosotros de forma desprendida, acogedora, cariñosa,
misericordiosa... Sin embargo, no obramos con ellos como queremos que ellos actúen con nosotros.
Perdonar, continuar beneficiando a aquél que no corresponde y que hasta se olvida de
agradecérnoslo, colmar de atenciones a quien nos ha ofendido, acoger con la delicadeza más tierna
y cariñosa a quien regresa a nosotros después de habernos traicionado... es la dicha del
Padre. Y Dios quiere repartirla entre nosotros.
Este gozo de Dios tiene un límite: la negativa a perdonar a los demás en aquel que es
perdonado.
Dios tiene misericordia de las turbas y hace de los pobres, enfermos, niños y pecadores sus
preferidos.
Los misericordiosos son como el Padre: colocan la misericordia por encima del derecho,
perdonan porque se saben constantemente perdonados por Dios, dan el primer paso para
acercarse a los demás, para comenzar a amar al enemigo, alivian las necesidades de los demás
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y curan sus heridas, sonríen a los que les escupen en la cara, devuelven bien por mal...
Porque saben que necesitan la misericordia de Dios, viven continuamente de ella.
La misericordia evangélica es una situación vital que nos hace participar de los sufrimientos
ajenos, tomándolos como propios y nos impulsa a una ayuda cordial para superarlos.
Quien se hace consciente de sus propias flaquezas y siente en su carne las miserias de los
demás, tendrá de parte de Dios el mismo trato que dio Jesús a los ciegos, los tullidos, los
leprosos, las prostitutas, los publicanos...
Los cristianos tenemos que proclamar y vivir la misericordia del Padre. A esas innumerables
personas solitarias, a quienes nadie ama y que no tienen, según piensan ellas, a nadie a quien
amar; a esos innumerables seres aplastados por la culpa y el sentimiento de su impotencia, tenemos
que revelarles con nuestra vida que existe Dios, un Dios que es amor, un Dios que los ama, un
Dios al que pueden ellos amar y que puede hacerles capaces de amar a los demás.
Muchos creyentes se preguntan qué es lo que les diferencia de los ateos honrados y generosos.
Quizá la respuesta sea que ellos han conocido el amor que Dios les tiene y han creído en él. Y
llenos de gozo, lo propagan por todas las partes. Son testigos de ese amor, de esa misericordia.
Dichosos los limpios de corazón
El corazón limpio es un corazón sencillo, puro, ocupado en Dios y en su reino, que se deja
modelar por la acción de la palabra de Dios. Busca sobre todo el reino de Dios y su justicia.
No está dividido entre diversas finalidades. La simplicidad de su intención constituye la
eficacia de su acción; y como no busca más que a Dios, entra con él en un trato fácil y lleno
de gozo: se puede decir que realmente «ve» a Dios.
Los limpios de corazón son como los niños: no tienen doblez, no se han puesto la careta del
disimulo para ocultar los problemas y la amargura de la vida vivida a medias. Son los que se
fían del Padre, los que no tienen intereses bastardos, los que ven en la creación los reflejos
del Creador. Son los que saben mirar la realidad de las cosas como es, sin que su sueldo o sus
negocios les cieguen la vista. Saben comprender sencillamente la realidad, sin desprecio, porque
sólo así podrán ver a Dios en el prójimo oprimido, aplastado, alienado. Ven a Jesús en cada
hermano. Han recibido bastante luz para soportar sus oscuridades.
No es posible «ver» a Dios y seguir viviendo de orgullo, de egoísmo, de envidias... No es
posible «ver» a Dios y seguir viviendo como antes de conocerlo. Con un corazón lleno de
preocupaciones y de egoísmos no se puede «ver» a Dios. Sólo un corazón libre ve a Dios, siente a
Dios, saborea a Dios. El hombre libre ve a Dios porque es sensible y busca todo lo que es
querido por Dios. Y sólo se puede encontrar aquello que se busca porque se anhela.
En signos imperceptibles para los demás, el corazón limpio percibe y acoge la presencia de aquél a
quien espera: en la fuerza que le da la oración, en la paz de su conciencia cuando es fiel a sí
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mismo y en los remordimientos cuando falla. Ahonda en los acontecimientos de su vida, los
medita en el silencio y procura descubrir en ellos los signos de Dios.
El corazón limpio tiene la sabiduría de las cosas de Dios y siente gusto por ellas.
Dios es tan visible como el amor. Cuando un hombre ama de verdad, se nota. Y Dios se
muestra a través de él. Cuando una familia o una comunidad se aman, el amor se palpa; no hay
nada que pueda verse con mayor claridad. No le pidamos a Dios otra manifestación. La que él ha
escogido, depende de nosotros el percibirla e intensificarla.
Nuestro mayor anhelo es el de poder contemplar, «ver» a Dios. La naturaleza, toda la
creación, es un reflejo del Creador. En todas las partes están grabadas sus huellas, sobre todo
en el rostro de un niño.
Dichosos los que trabajan por la paz
La paz de que habla Jesús no tiene nada que ver con la paz del mundo, según sus propias
palabras en la última cena (Jn 14, 27). Es fruto de la justicia (Is 32, 17), del bien común, que es hoy el
más grave problema que tiene planteado la humanidad. Se habla tanto de paz, que es difícil muchas
veces llegar a descubrir la larga y dolorosa distancia que existe entre la paz oficialmente existente
y la concordia verdadera de todos los hombres.
Hasta los que hacen las guerras hablan de que quieren y buscan la paz. Hasta los que oprimen
defienden también la paz, creada por y para ellos. Todos, confusamente, enarbolamos la bandera de la
paz.
La paz no se impone, no nace por un decreto, ni es consecuencia de una victoria. No nace en el
momento en que se hace callar al otro, o se le imponen unas condiciones o se le reduce a la nada; ni
por el poder del más fuerte, ni metiendo en la cárcel o aniquilando a la oposición. La paz, así como
no puede surgir de la injusticia, tampoco puede fundamentarse sobre la guerra. La paz tampoco es
perdón o misericordia. Es ante todo sinónimo de amor. Es el fruto de la comunión entre personas y
grupos. Se funda en el respeto por el otro, nacido del amor.
Los hombres tendemos, en lo más profundo de nuestro corazón, a una paz en la que Dios
-todo lo que él representa, aunque lo llamemos de otra forma- esté incluido y los hombres estemos
de acuerdo entre nosotros y con Dios -que es la justicia, la Libertad, la Verdad, la Paz..-.
Dichosos los que traen la paz, los que reconcilian a los contendientes, apagan el odio, unen lo
que está separado. Hacen la paz los que viven las bienaventuranzas, los que son conscientes de que
todos somos hijos de un mismo Padre y, por tanto, iguales, hermanos. La paz no es fruto de buenas
voluntades, ni de buenos deseos. Es fruto del ajustamiento de todas las cosas a los planes
amorosos de Dios.
Iremos construyendo la paz si nos dejamos guiar por el Espíritu de Dios, trabajando con seriedad
para que todas las cosas ocupen el lugar que les corresponde.
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No puede haber paz mientras nos contentemos con declaraciones verbales y dejemos sin realizar la
justicia. Los gestos son inútiles, mientras sigan en vigor las causas que alteran la justicia.
Dios no da su paz más que a aquellos que se entregan a él sin condiciones. Por eso, felices
también los políticos sanos y sinceros, que buscan con eficacia el bien común, porque son constructores
de la paz.
El que irradie la paz de Dios, no necesita muchas palabras, será camino para que muchos
encuentren la paz.
La paz no es una postura de reposo, no es dejar las cosas como están, evitando todo conflicto. Es
una espada capaz de dividir, de levantar a unos contra lo que hacen otros. La paz cristiana rompe
con los «desórdenes establecidos», en los que existen desigualdades intolerables en las posibilidades
de trabajo, de alimentación, de vivienda, de descanso, de sueldos, de educación... entre unos y otros.
Y sólo se logra a través de la justicia. Por eso Jesús dijo que había venido a traer a la vez la paz y la
espada (Mt 10, 34).
Jesús no empleó la violencia, pero predicó y llevó adelante la revolución más decisiva de la historia
de la humanidad. Enseñó que lo único absolutamente sagrado en este mundo es el hombre, hijo e
imagen de Dios; que seremos juzgados, no por nuestras prácticas religiosas, ni por nuestras palabras o
buenas intenciones, sino por nuestras obras hacia los hermanos (Mt 25, 31-46. Juicio final). ¿Qué
mayor revolución que decir, v dar la vida para que se hiciera realidad, que todos somos iguales v
hermanos? ¿Qué mayor revolución que poner primeros a los últimos de este mundo y últimos a los
primeros (Lc 13, 30)? Violó las leyes y las tradiciones más sagradas de Israel, se opuso abiertamente a
las autoridades. Y esta revolución religiosa tenía implicaciones políticas inmediatas: aquel poder
religioso al que se oponía Jesús, era también, a la vez, un poder político y económico.
Es preciso que comprendamos que todos los poderes son solidarios, que las autoridades
civiles están sacralizadas, y que al cambiar Jesús radicalmente la idea que teníamos de Dios-su
Dios es un Dios servidor, pobre, humilde, manso, crucificado, misericordioso...-, cambiaba a la
vez todo el montaje religioso: lo transformaba en una vida: la suya. Al revolucionar la «religión»
y al implantar el amor como valor supremo, Jesús revolucionaba las relaciones humanas y hasta la
misma noción de hombre: el jefe debe convertirse en servidor, el valor del hombre lo da la calidad
de sus relaciones humanas y no lo que es capaz de producir, el dinero es el peor de los amos...
Cristo es revolucionario. No en el sentido de que haya organizado y realizado una revolución,
sino porque ha transformado la idea de hombre hasta el punto de exigir la transformación de
todas las instituciones.
Es verdad que no es necesario ser cristiano para ser revolucionario, aunque el cristianismo
aporte una tremenda originalidad. Pero, ¿se puede ser cristiano en un mundo corrompido, en el
que el hombre está hambriento de toda clase de hambres, oprimido, degradado, abandonado...
sin querer una revolución y trabajar por ella?
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Todos debemos ser constructores de una paz no aparente, sino fruto del respeto, de la
fraternidad, de la justicia para todos y entre todos.
Hay que construir la paz entre las naciones, y también en cada pueblo, en cada familia, en
cada persona, en cada lugar de convivencia humana.
Todos los profetas han tratado de esclarecer la paz verdadera de la falsa: la paz mesiánica, de
la sostenida superficialmente a base de eliminar tensiones respetando pactos.
Son necesarias muchas condiciones para que haya paz. Según se vayan realizando, se irá
construyendo la paz. Lo demás será tranquilidad -¿viene de «tranca»?- para beneficio de
los que mandan.
La paz es imposible mientras todos los seres humanos no sean libres e iguales; mientras haya
distinciones entre los hombres por la raza, el color de la piel, el sexo, el idioma, la religión, la
opinión política, la posición económica. La paz es imposible mientras las leyes no busquen el bien
de todos los hombres y se siga legislando para el provecho de unos pocos que siempre son los
que están «arriba»; mientras unos pocos tengan el poder usurpado al pueblo; mientras tantas
personas no tengan los ingresos económicos y los derechos sociales y culturales indispensables a
su dignidad y libre desarrollo; mientras existan los pluriempleos, los privilegios de colocaciones
y otros carezcan de trabajo; mientras existan sueldos y jubilaciones de hambre; mientras exista
discriminación en el acceso a la cultura. La paz es imposible mientras exista la ley del
«enchufe», del «padrino», de la selva, del poderoso -nación o individuo-, del «dedo»... La
paz es imposible mientras haya tantas dificultades para que los padres puedan elegir libremente el
tipo de educación que desean para sus hijos; mientras la enseñanza sea clasista y alienante;
mientras las cárceles se sigan llenando de víctimas de las injusticias sociales. La paz es imposible
mientras no tratemos de comprender, de ponernos en el puesto del otro; mientras todos los
que aman no descubran que el amor es liberador, que deja hacer su vida al que ama. La paz
es imposible mientras mantengamos las diferencias de clases y la señora siga siendo la señora
y la chica de servicio la criada; mientras el rico siga aplastando al pobre; mientras los padres y
los hijos no busquen la verdad juntos, en el amor y en el diálogo; mientras los jóvenes no hagan
más que acusar a los mayores, sin tratar de comprenderlos y comprometerse ellos con la
verdad y la justicia, y los mayores hagan lo mismo con los jóvenes; mientras cada uno busque su
interés personal, sin preocuparse para nada de los demás...
Estos son algunos rasgos de la paz que el mundo necesita. No la paz de charanga a que nos
tienen acostumbrados los políticos de turno.
Una paz que quizá no logremos nunca, porque son muchos los intereses que hay que derrumbar y
los que los tienen ocupan todos los poderes.
La paz conseguida por el amor, es un quehacer real, sin límites en el compromiso y sin
seguridades en el riesgo.
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Dice Hélder Cámara: «Nadie ha nacido para ser esclavo. A nadie le gusta padecer injusticias,
humillaciones, represiones. Una criatura humana condenada a vivir en una situación infrahumana, se
parece a un animal que se revuelca en el barro. Pero el egoísmo de algunos grupos privilegiados
encierra a multitud de seres humanos en esa condición infrahumana, donde padecen represiones,
humillaciones, injusticias; viviendo sin ninguna perspectiva, sin esperanza, con todas las
características de los esclavos. Esta violencia instalada, institucionalizada, esta violencia número uno
atraerá a la violencia número dos: la revolución, o de los oprimidos, o de la juventud decidida a
luchar por un mundo más justo y más humano».
La paz supone un amor tan grande al otro que seamos capaces de reconocer sus valores,
de respetarlos y promocionarlos.
Un cristiano debe renunciar a tener paz mientras no exista para todos. Quizá esto le lleve a no
tener paz nunca. Pero creemos en la paz escatológica, creemos en la paz de Dios, que él nos dará
después de la muerte, siempre que ahora trabajemos por conseguirla para todos.
Nuestra vida de creyentes debe ser una continua lucha contra toda injusticia, venga de donde
venga. Principalmente debemos luchar contra la injusticia que hay dentro de cada uno de nosotros.
Hacer la paz supone trabajar por barrer la injusticia, demostrar que es posible la fraternidad;
conseguir todas las libertades; predicar, aun con riesgos personales, el origen de la paz verdadera
frente a los padres de la paz efímera; anunciar el evangelio de la paz, desenmascarando profética-
mente toda falsa paz. Es llenar, en definitiva, el corazón de luz, de eternidad.
Dichosos los perseguidos por causa de la justicia
Si un cristiano es coherente con su fe, la persecución le vendrá como consecuencia. La
persecución es la marca que nos señala si nuestra vida cristiana es verdadera. Todo el que se entrega
verdaderamente al amor fraterno, debe sufrir necesariamente la persecución de los esclavos del
egoísmo. En un mundo donde reina el egoísmo, la explotación, el capricho, la opresión... querer
llevar una conducta modelada por la justicia, la fraternidad, el amor... tiene que tener
dificultades. Todo el que intente anular intereses injustos debe esperar la persecución de los
«interesados». Tal es el destino inevitable de todos aquellos que tienen hambre y sed de justicia. Los
consideran incómodos porque turban la injusticia establecida que se ha ido imponiendo. Y tienen que
pagar por todo eso. Con facilidad, los que mandan, cambian los papeles y los acusan de que los
persiguen a ellos, siendo todo lo contrario.
La persecución tiene formas variadas, como son variados los intereses injustos a los que hay
que oponerse. ¡Cuántas marginaciones, aislamientos y zancadillas a los que con honradez se oponen
a los planes egoístas!
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Son perseguidos porque su vida y su lucha acusan y condenan el modo de vivir de muchos que
se creen buenos. Por eso molestan. Desenmascarar a los malos nunca tuvo problemas, a no ser que
fueran malos poderosos, en cuyo caso se unen con los buenos en el poder y forman un bloque.
Si vivimos donde triunfa la injusticia y el pecado y somos bien vistos en ese ambiente, deberíamos
revisar seriamente nuestra fidelidad al evangelio de Jesús.
La vida de Jesús estuvo marcada por una persecución que le llevó a morir ajusticiado en una
cruz. Nos advirtió claramente sobre esta realidad, invitándonos a la alegría y al gozo,
recordándonos el inmenso privilegio que tenemos: podemos entrar en las costumbres del reino,
podemos compartir los gustos de Dios, podemos tener como modelos a los profetas y a Jesús
como compañero de camino.
Dios es el gran perseguido por la justicia, el que ha precedido e inspirado a todos los demás
y en quien todos ellos pueden aprender a reconocerse, a aceptar sus sufrimientos y a alegrarse por
haber empezado a parecerse a él.
Con la persecución no han hecho más que limpiarles el camino de todo lo que podía
distraerles o seducirles. Con la persecución se les ha ayudado a optar por la justicia, por los
oprimidos, por los explotados. Con la persecución se les han podido arrebatar sus bienes, su
reputación, su salud, su puesto de trabajo... pero jamás podrán arrebatarles esa pasión por la
justicia a la que han dedicado su vida entera y por la que sufren.
Tiene que hacerles felices la misma experiencia que están realizando: han llegado
precisamente al estado que habían escogido al hacerse cristianos. Han salvado su verdadera vida.
Viven de la misma vida de Dios. Dios los ha hecho felices perseguidos.
Esta bienaventuranza puede preservarnos de sueños optimistas.
Seremos signos y testigos de Dios en la medida en que vayamos encontrando nuestra dicha en
la pobreza -no en la miseria-, en la mansedumbre, en la lucha por la justicia, en la
persecución.
El Dios del evangelio es el Dios de los pobres, de los que lloran... pero no para
acallarlos, sino para hacerlos rebeldes, constructores de la nueva humanidad en la que se viva
la justicia y el amor.
Jesús conoce bien las tácticas de defensa de los egoísmos organizados. Por eso añade: “Dichosos
vosotros cuando os insulten y os persigan, y os calumnien de cualquier modo por mi causa».
Sólo los que están dispuestos a persecuciones, insultos, calumnias... sirven para construir el
reino de Dios en este mundo.
La peor interpretación de las bienaventuranzas -muy frecuente, por desgracia- consiste
en hacer de ellas un recuerdo del tiempo de Jesús o una promesa para el más allá.
Para Jesús, los pobres y los perseguidos son felices ya ahora, porque el reino de Dios les pertenece.
Jesús sabe por propia experiencia que incluso la mayor honradez puede convertirse, y se
convierte, en motivo de enemistad.
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Perseguidos por causa de la justicia es lo mismo que perseguidos por causa de Jesús, porque
solamente se puede conseguir la verdadera justicia por el camino de Jesús de Nazaret y de su doctrina,
aunque no se sepa. Una cosa verdadera no puede ir en contra de la verdad.
En resumen: los pobres, los mansos... son la única esperanza para construir un mundo humano.
Las puertas del reino de Dios sólo se abren a los pobres concientizados, a los rebeldes con hambre de
justicia, a los que tienen un corazón lo suficientemente grande para compadecerse de la miseria
ajena y luchan para arrancar la raíz que la produce, a los que saben mantener la serenidad en
lo más duro de la lucha, a los que no tienen dobles intenciones, a los que saben construir la
verdadera paz, a los que se enfrentan con la persecución aunque tengan miedo... Estos son los
verdaderos cristianos.
Nosotros seremos cristianos en la medida en que estas cosas nos estén pasando ahora.
Las maldiciones
Pero, ¡ay de vosotros, los ricos, porque ya tenéis vuestro consuelo! ¡Ay de vosotros, los que estáis saciados, porque tendréis hambre! ¡Ay de los que ahora reís, porque haréis duelo y lloraréis! ¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros! Eso es lo que hacían vuestros padres con los falsos profetas (Lc 6, 24-26).
Lucas completa las bienaventuranzas con unas maldiciones.
Jesús quiere liberarnos a todos los hombres del egoísmo, de todo aquello que nos impide ser ersonas,
de todo aquello que nos impide llegar a realizar en nosotros el plan que el Padre Dios tuvo al crearnos.
Sin exclusiones de ninguna clase. Llama a todos.
Y esto es lo que entendemos por salvación: algo que comienza aquí, y que vamos teniendo en
la medida en que vayamos haciendo realidad en nosotros la imagen de Dios que somos. La plenitud de
esta salvación siempre será para después de la muerte. Pero ya aquí, ahora, la vamos haciendo
realidad siguiendo las huellas de la vida de Jesús. Porque Jesús nos salvó con toda su vida,
enseñándonos a ser hombres de verdad, a vivir como Dios quiere que vivamos. Su muerte fue la
consecuencia de su vida.
Jesús conocía bien lo que hay en el corazón de cada uno de nosotros. Conocía esa cantidad
de interpretaciones que sabemos dar a las palabras para suavizarlas y quitarles toda su fuerza.
Conocía bien ese afán nuestro por querer entenderlo todo, pero de forma que no tengamos que
cambiar nada de nuestro modo de vivir, que es la manera de no entender las cosas de verdad. Sabía
también el afán del hombre por eliminar a los profetas, para después poder interpretarlos con
comodidad. Tenemos un arte especial para espiritualizar tanto el mensaje de Jesús, que ya no sirve
para nada.
En los ricos -en el corazón de cada hombre hay un rico y un pobre en lucha- se desarrolló
tan fuertemente la semilla del egoísmo, que es humanamente imposible que cambien de actitud.
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Los que solamente buscan su comodidad, su consuelo, sus buenas comidas, sus diversiones o el
ser bien vistos por todos, no sirven para edificar el reino, no pueden ser cristianos.
Los ricos tacaños, que juntan posesiones y dinero para sí mismos, o los ricos que viven con toda
clase de lujos, sin preocuparse de los que no tienen ni qué comer, son duramente atacados por
Jesús.
El dinero es necesario como medio para vivir, para estar al servicio nuestro, y no para que
nosotros estemos a su servicio. Los ricos, al preocuparse por acaparar para ellos, al vivir pendientes
del tener, poniendo en ello su corazón, secan la semilla del amor y se cierran al ser, se cierran a
los demás. Creen que sólo existen ellos.
El evangelio de Jesús es una tragedia para los ricos, aunque muchos se sigan engañando a sí
mismos llamándose cristianos, convirtiendo el mensaje de Jesús en ritos y leyes que a nada
comprometen y que no llevan a ninguna parte, a no ser a dejar todo como está.
¿Es que la riqueza es mala?
La que engendra pobreza, sí. La que nos obliga a darle culto, la que nos tiene dominados,
impidiendo nuestro progreso humano, también.
Si es abundancia compartida por todos, no tiene por qué ser mala. Es crecimiento humano o
condición para que sea posible.
En un mundo injusto, en el que las desigualdades entre los hombres y entre las naciones
claman al cielo, la «buena noticia» de Jesús no puede ser igual para todos. Será buena para unos y
necesariamente mala para otros. Si fuera buena para todos, estaría vacía de contenido, al ser tan
distintos los intereses de unos y de otros.
Los ricos pueden recibirla como algo bueno, si se ponen al lado de los marginados, de los
explotados, luchando para destruir las condiciones que engendran ricos y pobres, explotadores y
explotados, opresores y oprimidos, y comparten ya desde ahora sus riquezas con los demás. Algo
realmente milagroso. Si entran por este camino, pronto serán pobres y estarán abiertos a las
bienaventuranzas de Jesús; podrán entenderlas.
Los ricos, para dejar de serlo, no pueden conformarse con un comportamiento «caritativo», de
beneficencia, que mantenga intocables las estructuras injustas. Tienen que enfrentarse con esas
estructuras, que son la negación misma del reino de Dios. Sólo así podrán ser seguidores de
Jesús. La lucha contra las diferencias entre los hombres es esencial para poder vivir la fe
cristiana.
;Ay de vosotros...». Es claro que el texto evangélico se refiere a los que en una sociedad clasista
tienen los bienes materiales con menoscabo de los demás. Es claro que se refiere a las clases altas de
todas las épocas y lugares. Y a los países causantes del despojo al llamado tercer mundo.
.Jesús no condena la riqueza, ni el estar saciado, ni la risa, ni el ser bien vistos por todos, en sí
mismos. No predica una espiritualidad negativa de desprecio de lo material, aunque anima a que
nos desprendamos de las cosas superfluas. Jesús condena la riqueza que engendra pobreza, las
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buenas comidas que traen como consecuencia el hambre de otros, la risa que origina llanto, el ser
admirados por todos a base de mentiras y de hipocresía. E incluye en estos anatemas no sólo a
los propiamente ricos y poderosos, sino a todos los que están al servicio de ellos desde sus
puestos de influencia sobre las masas: los intelectuales causantes de una cultura alienante y
clasista, los técnicos que con sus métodos adormecen al pueblo, los clérigos que lanzan a un
más allá con olvido del más acá, los policías y militares que colaboran a mantener el desorden
establecido...
Esto no quiere decir que Jesús les cierre las puertas. Pero sí quiere decir que el pertenecer
al bando de Jesús lleva consigo el dejar de oprimir, de la forma que sea, y luchar por la
igualdad y la fraternidad entre todos.
El camino está marcado. Es un camino claro, aunque estrecho. Cada uno es libre de caminar
o no por él. No se echa fuera a nadie. Pero hay actitudes que no se pueden compaginar: son
incompatibles.
Responsabilidad de los discípulos
Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente. Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una vela para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa.
Alumbre así vuestra luz a los hombres para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo (Mt 5, 13-16).
¿Cómo un hombre y una comunidad pueden ser sal y luz?
No con ritos, ni con sacramentos, ni con cumplimientos de preceptos legales, que nos dejan
aquietados y que nos pueden convertir en fariseos, si nuestro interior está corrompido. No
llegamos a ser sal y luz porque bendigamos las cosas -a lo que somos tan aficionados-, o
bañemos con agua bendita tantas situaciones injustas.
Nos hacemos sal y luz del mundo cuando somos capaces de vivir el estilo de las
bienaventuranzas.
La imagen del hombre que nos describen las bienaventuranzas es de una perfección y de una
exigencia sublimes.
En un mundo herido, la sal irrita y escuece como si actuara en una herida abierta. En un
mundo empecatado, egoísta, la luz estorba al poner al descubierto el corazón de cada uno. En una
convivencia humana tan disminuida, plantear un nuevo tipo de humanidad es una crítica despiadada
contra lo establecido.
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Para ser sal y luz no es suficiente una vida individual, en la que uno sea todo luz, pero su
resplandor no ilumine a nadie. Es necesario asumir con valor el enfrentamiento con una realidad
que hay que saber sazonar e iluminar.
La lucha por la verdad y la justicia, la lucha por la libertad y la paz, la lucha por el reino de
Dios, que es el reino del amor, traerá como consecuencia insultos y persecuciones. Cuando esto
ocurra, el cristiano será sal y luz.
La sal es como una fuerza interna y condimento de los alimentos que tomamos. La sal
trabaja desde dentro. Si el cristiano es pobre y misericordioso, manso y limpio de corazón, si es
pacífico y perseguido por luchar por la justicia, entonces será la fuerza de una humanidad que se irá
transformando desde dentro, como transforma la levadura a la masa.
Jesús es la luz del mundo (Jn 8, 12).
Los cristianos no encontramos demasiadas dificultades en admitir que Jesús es la luz del
mundo. Pero, ¿cómo yo con mis defectos, mis pecados, mi pequeñez de hombre cualquiera que
vive prisionero del egoísmo, encerrado en mis pequeñas preocupaciones cotidianas, puedo ser luz
del mundo?
Las palabras de Jesús son claras. El es la luz y la fuente de la luz, pero ya no está con
nosotros de un modo visible. Entonces, ¿el mundo se ha quedado sin luz?
Esta es la tarea de los cristianos: mantener viva la luz de Jesús a través de las obras de
nuestra fe. Y esa luz debe alumbrar. Y la luz alumbra si intentamos vivir de acuerdo con
nuestra fe, abiertos al Espíritu de Dios. Si compartimos lo que tenemos y somos, si acogemos
a los demás, si sabemos vivir un servicio a los demás sin buscar nada a cambio... entonces
brillará nuestra luz en las tinieblas.
La verdadera fe se proyecta hacia la vida y esto molestará mucho. Compartir la comida, la
hospitalidad, la apertura a las necesidades concretas de los hombres, planteará a los hombres
una alternativa de vida, que podrá ayudarles a salir del callejón sin salida en que nos ha
metido la sociedad del consumo, del placer, de la comodidad, del pasotismo y de los
armamentos mortíferos,
El creyente cristiano debe influir en la vida de los demás a través del testimonio personal y
comunitario. Influirá -influiremos- en la medida en que viva la verdad y la vida que Jesús
vivió. El cristiano verdadero pertenece a Jesús de una forma tan estrecha y está tan lleno de
él, que se convierte a su vez en luz del mundo.
La luz que brota del cristiano no debe reflejarse en él. No debe alumbrar para que los
demás alaben su luz. El Padre del cielo es el que debe ser reconocido en esa luz. Y este es el
motivo más profundo de la vocación cristiana: hacer «visible» a Dios con toda la existencia,
con la vida iluminada por el amor, con las obras nacidas de la fe.
Con estas dos imágenes, Jesús nos dice también que debemos estar presentes en los problemas de
las familias y del país, en los acontecimientos de todo tipo, en la enseñanza y en los sindicatos...
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Tenemos que saber asumir todas las exigencias sociales y políticas de nuestro tiempo, orientándolas
hacia el reino de Dios. Sabiendo que la única preocupación que hay que tener es la de no contagiarse
del espíritu mundano -envidia, codicia, idolatría, placer, comodidad, egoísmo...-, sobre el que
Jesús nos previno en tantas ocasiones.
¿Es el testimonio solitario signo de Jesús? Hay hombres geniales de otras religiones e ideologías.
Además, Jesús habla en plural.
Creo que nuestra fe en Jesús debe manifestarse al mundo mediante la vida fraterna de la
comunidad cristiana. Idea clara en la última cena, relatada por Juan. Y así viviendo en medio
de una sociedad asentada en el progreso técnico y el bienestar material, haremos manifiesto el
sentido cristiano de la vida, tan atacado en la actualidad por la inadecuada presentación del mensaje
de Jesús y por la actuación de la iglesia oficial durante tantos siglos. Porque, ¿cuántas guerras hemos
detenido desde hace siglos? Sería mucho más fácil enumerar las que hemos provocado o, al menos,
consentido. ¿Qué injusticias reales hemos abolido? La lista de las que hemos cometido es
mucho más larga. ¿Qué barreras de razas, de clases, de culturas, de nacionalismos, de sexos, de
religiones, hemos derribado para permitir a los hombres reconocerse como hermanos? Es verdad que
por palabras bonitas casi nunca hemos quedado mal: denunciamos la lucha de clases con el
regodeo de los poderosos, que así pueden seguir oprimiendo. Sería estupendo que no hubiera lucha de
clases, pero para eso tiene que nacer antes un mundo justo, distinto del actual. En el actual tenemos
que defender esa lucha de clases. ¡Cuándo pisaremos en el suelo! ¿No somos tremendamente
clasistas? ¿Cómo reconocerán los hombres que somos hijos de un mismo Padre? ¿Dónde hay una
condena clara, tajante, de la situación de opresión en que vive América latina? ¡Sólo se habla de
Polonia! Y los grandes problemas sociales -democracia, socialismo, autogestión, emancipación de la
m ujer - , ¿no hemos de reconocer que, si no son independientes de la revolución de Jesús de Nazaret, se
han constituido y desarrollado con la oposición de una gran parte de los cristianos y de la
jerarquía? ¿Qué idea hemos presentado de la sexualidad? ¡Qué manuales de moral!: todo era pecado,
todo negativo; cuando lo urgente es presentar en profundidad el tremendo sentido que tiene la
sexualidad -igual a amor- en la edificación de la persona humana. No nos extrañemos que en
libros y revistas se presente con frecuencia al cristianismo como la doctrina a eliminar en este terreno.
Tampoco nos extrañemos de los disparates que se dicen o escriben para «liberar» al hombre y lanzarlo
de lleno al placer, único valor que parece reconocer a la sexualidad la sociedad moderna.
Si la sal se desvirtúa y la luz se apaga, ¿qué podemos ofrecer al mundo? Estas palabras de Jesús
deben resonar en nosotros como un tremendo reproche.
Tenemos que demostrar que aún merece la pena ser creyente en el mundo actual. La iglesia tiene
hoy que responder sobre su razón de ser en el mundo y justificar, con su servicio a los hombres, su
presencia en la sociedad, lejos de todo poder. Tiene que dejar de mirarse tanto el ombligo.
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Entonces los poderosos de la sociedad la acusarán de intromisión en campos que no son de su
competencia. Y vivirá en su carne las bienaventuranzas, se parecerá en su vida a Jesús de Nazaret. Y
será sal de la tierra y luz del mundo.
La luz ha nacido para lucir y seguirá brillando a pesar de tantos apagavelas.
No podemos ser una sociedad domesticada, una iglesia domada, unas hormiguitas que atesoran,
y que cuando son pisadas, procuran escurrir el bulto para sufrir el menor daño posible.
El evangelio de Jesús nos pide que seamos una comunidad indómita, unos cristianos insatisfe-
chos, rebeldes, revolucionarios, buscadores incansables de la verdad y la justicia para todos los
hombres, sembradores de esperanzas.
El día que perdamos el miedo al compromiso que trae consigo el evangelio de Jesús,
seremos sal de la tierra y luz del mundo y los poderosos se enfadarán mucho con nosotros. ¡Y
que Dios nos libre de que esos poderosos -individuos o grupos- se llamen también cristianos!
Si no somos sal no serviremos más que para ser arrojados y ser pisados por los hombres,
no serviremos más que para hacer el ridículo en muchas ocasiones. ¿No lo estamos haciendo?
La luz debe alumbrar a todos. ¿Qué obras hacemos que llenen de esperanza a los hombres
que nos rodean?
Superioridad del evangelio sobre la ley
No creáis que he venido a abolir la ley o los profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud. Os aseguro que antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse hasta la última letra o tilde de la ley. El que se salte uno solo de los preceptos menos importantes, y se lo enseñe así a los hombres, será al menos importante en el reino de los cielos.
Pero quien los cumpla y enseñe, será grande en el reino de los cielos. Os lo aseguro: si no sois mejores que los letrados y fariseos, no entraréis
en el reino de los cielos. Habéis oído que se dijo a los antiguos: no matarás, y el que mate será
procesado. Pero yo os digo: todo el que esté peleado con su hermano será procesado. Y si uno llama a su hermano «imbécil», tendrá que comparecer ante el sanedrín, y si lo llama «renegado», merece la condena del fuego. Por tanto, si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda. Con el que te pone pleito procura arreglarte en seguida, mientras vais todavía de camino, no sea que te entregue al juez, y el juez al alguacil, y te metan en la cárcel. Te aseguro que no saldrás de allí hasta que hayas pagado el ultimo cuarto. Habéis oído el mandamiento «no cometerás adulterio». Pues yo os digo: el que mira a una mujer casada deseándola, ya ha sido adultero con ella en su interior.
Si tu ojo derecho te hace caer, sácatelo y tíralo. Más te vale perder un miembro que ser echado entero en el abismo.
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Si tu mano derecha te hace caer, córtatela y tírala, porque más te vale perder un miembro que ir a parar entero al abismo. Está mandado: «El que se divorcie de su mujer, que le dé acta de repudio».
Pues yo os digo: el que se divorcie de su mujer -excepto en caso de prostitución- la induce al adulterio, y el que se case con la divorciada comete adulterio.
Sabéis que se mandó a los antiguos: «No jurarás en falso» y «Cumplirás tus votos al Señor».
Pues yo os digo que no juréis en absoluto: ni por el cielo, que es el trono de Dios; ni por la tierra, que es el estrado de sus pies; ni por Jerusalén, que es la ciudad del gran rey. Ni jures por tu cabeza, pues no puedes volver blanco o negro un solo pelo. A vosotros os basta decir sí o no. Lo que pasa de ahí viene del maligno.
Sabéis que está mandado: «Ojo por ojo, diente por diente». Pues yo os digo: No hagáis frente al que os agravia. Al contrario, si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra; al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también la capa; a quien te requiera para caminar una milla, acompáñale dos: a quien te pida, dale, y al que te pida prestado, no lo rehuyas.
Habéis oído que se dijo: «Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo». Yo, en cambio, os digo: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen y rezad por los
que os persiguen y calumnian. Así seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos y manda la lluvia a justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis? ¿No hacen lo mismo también los publicanos? Y si saludáis sólo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario? ¿No hacen lo mismo también los paganos? Por tanto, sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto (Mt 5, 17-48) (Lc 6, 27-36).
Con las bienaventuranzas, Jesús ha marcado el camino de su mensaje. Pero, ¿qué relación
tienen con la ley, mosaica? Con su doctrina, ¿Jesús empalma con la ley, arraigada
profundamente en la historia del pueblo judío, o presenta algo totalmente nuevo?
A estos interrogantes, responde el evangelista en estos versículos, hasta el final del capítulo.
La ley fue dada por Dios para ordenar toda la vida de Israel, y como una regla de
comportamiento para el individuo. La voluntad de Dios está detrás de cada una de sus letras.
Junto a la ley están los profetas, que han ido dando a conocer a las sucesivas
generaciones lo que Dios les reclamaba.
«La ley y los profetas» fueron puestos por escrito. Y como escritos sagrados, pasaron a ser
la norma interna del comportamiento del pueblo de la alianza.
¿Puede derrumbarse de repente lo que viene de parte de Dios a través de los siglos? ¿Es
esa la intención de Jesús? Si es así, este intento parece inconcebible.
Jesús se presenta como enviado de Dios. ¿Puede Dios estar contra Dios? ¿Cómo Dios va a
querer abolir sus propias leyes?
«No he venido a abolir, sino a dar plenitud».
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Jesús lleva a la perfección el ideal moral del antiguo testamento. Lo nuevo es el
perfeccionamiento de lo antiguo. La ley y los profetas son revelación de Dios, pero todavía no
son la revelación definitiva. Después de Jesús, la ley y los profetas, siguen en vigor, pero desde
la dimensión última dada por Jesús. Desde él, la lectura del antiguo testamento sólo será
auténtica a la luz de la revelación de Jesús. Así, todo aparece con una luz nueva.
Pero para los judíos, esto tenía que resultar intolerable, principalmente para los dirigentes.
Jesús se presenta como el último profeta, la última palabra de Dios, el definitivo
revelador de su voluntad. Y dice que nadie puede violar ni el más mínimo mandamiento de Dios.
En el reino de Dios cada uno será como haya vivido y enseñado aquí.
Jesús invita a sus discípulos a la perfección moral, mostrándoles algunos ejemplos, que Mateo
agrupa aquí en seis antítesis. Cada una de ellas nos presenta la meta de superación a que
conduce la ley nueva, en contraste con la interpretación que a veces daba a la ley antigua el
fariseísmo contemporáneo, sediento de seguridades.
La claridad de unos casos concretos nos ayuda a perfilar la actitud del que quiera ser
discípulo de Jesús. No son leyes precisas, sino expresiones prácticas en las que se revela el
verdadero creyente, por su espíritu filial hacia el Padre y fraternal hacia todos los hombres.
Sólo un total olvido de sí mismo, ante las exigencias del reino de Dios, hace posible la
realización de esta moral del sermón del monte.
Con frecuencia, los cristianos aparecemos como hombres cargados de preceptos, sin libertad,
canijos, imposibilitados. El evangelio es lo contrario. No es un mensaje de cargas inútiles, sino
un espíritu liberador, un reencuentro con lo que es ser hombre en el mundo, un más allá de toda
ley por el descubrimiento del espíritu de esa ley. El evangelio de Jesús es una vida llena de
sentido, una vida de servicio, una vida entregada al amor a Dios en los hombres que nos rodean.
No busquemos tantas seguridades, modos concretos de comportamiento. Busquemos el espíritu de
la ley-fe y nuestra vida se desarrollará en la libertad de los hijos de Dios.
«Si no sois mejores que los letrados y fariseos...».
Los escribas y los fariseos también trataban de ser fieles a la ley y a los profetas. También
buscaban la justicia. Pero Jesús nos dice que la justicia de los que quieran ser sus discípulos debe
distinguirse de la de los escribas y fariseos. ¿Debemos superar a quienes la gente sencilla veía
con profundo respeto? ¿Tenemos que observar aún más mandamientos, más obras de las que
hacían los fariseos?
Jesús se refiere a otra clase de justicia, a otra clase de fidelidad. Se trata de algo que en el fondo
es muy sencillo. Los escribas y fariseos restringían la ley a un cumplimiento externo riguroso. Querían
encontrar a Dios únicamente a través del culto.
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Esta pretensión perduró y perdura en la mayoría de los cristianos, que separamos arbitrariamente
el culto de la vida, el ser cristiano del ser hombre, los deberes religiosos de la práctica de la justicia,
el amor a Dios del amor al hombre, la fe en Dios de la fe en el hombre, la esperanza en Dios de la
esperanza en el hombre.
Misas, sacramentos, devociones, mandamientos -no todos, ¡claro!, porque no conviene
exagerar-, y ya tenemos resuelto el «cumplo y miento» con Dios. Ya podemos estar tranquilos.
Los cristianos estamos acostumbrados a que nos den todo hecho. Sobre todo en el campo de la
moral. Así, el sacerdote se ha convertido en un moralista, en hombre de fórmulas ya hechas, de ritos
rígidos; cuando lo que tenía que ser fundamentalmente es profeta que fuera dando a los hombres el
sentido y la esperanza que tiene para la vida el Dios de Jesús, que fuera descubriendo a los hombres la
«imagen y semejanza» de Dios que somos, que fuera abriendo caminos de libertad, amor, paz, justicia,
para todos y entre todos.
Es necesario superar las actitudes de los que sólo buscan la letra de la ley, para cumplirla
materialmente y quedar tranquilos.
Contra esta actitud está el evangelio. Es más importante vivir el espíritu de la ley que su
mero cumplimiento externo, es más importante luchar por la justicia y la libertad que recibir los
sacramentos, es más importante el amor al hombre que decir que se ama a Dios:
Si alguien dice: «Amo a Dios» y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a
su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve (1 Jn 4, 20).
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¿No podríamos decir: «el que ama a su hermano a quien ve, ama también a Dios a quien no
ve», aunque no lo sepa y diga que no cree en él?
«Ama y haz lo que quieras», decía san Agustín.
El amor es el espíritu del evangelio, al que tenemos que supeditarle todo lo demás: el ojo,
la mano; la letra de la ley y hasta la misma vida.
Cuando se ha descubierto este espíritu de un modo vivencial, el comportamiento
verdaderamente humano y cristiano ya no es difícil: es la única forma de vivir con sentido.
Descubrirlo es superar el yugo de la ley y darle cumplimiento y sentido a la vez.
1. «Se dijo a los antiguos: no matarás... Pero yo os digo... ».
Es la primera de las seis antítesis que nos trae el evangelio de Mateo ahora.
Al hombre le pediré cuentas de la vida de su hermano... porque Dios hizo al hombre a su
imagen (Gén 9, 56).
Toda vida viene de Dios. Nunca está permitido a nadie matar a un ser humano.
Con las palabras de Jesús, ¿se puede defender la pena de muerte? Es claro que no. Jesús
afirma «no matarás», y no señala ninguna excepción. Además, da un paso más y establece un
nuevo criterio de apreciación: la intención personal. Dios mira al corazón del hombre, la
intención en todo lo que hace. El sentimiento interior del corazón o las palabras injuriosas,
son también una destrucción de la persona humana, son también un asesinato:
El que odia a su hermano es un homicida (1 Jn 3, 15).
La norma no ha cambiado y exige algo interior y más auténtico. No se trata sólo de no
matar, sino que, además, lo que la ley pide es el respeto y el amor al otro. Nos pide separar
siempre a la persona de lo que hace. La persona es siempre intocable, no así sus obras. Espíritu
de la ley que, cuando existe, hace inútil el precepto de no matar.
Ante unas palabras tan claras y categóricas de Jesús, lo lógico era esperar que la cuestión de
la violencia y de la guerra se hubiera resuelto para siempre entre los cristianos. Sin embargo,
después de casi dos mil años, las cosas siguen sin aclararse: posturas ambiguas, compromisos,
diplomacias, maridajes, vacilaciones. Nos balanceamos entre el concepto de guerra justa e injusta,
entre agresión y defensa. En nuestro país, no se puede invocar ser cristiano para poder ser admitido
como objetor de conciencia; hay que dar razones éticas. ¡Como también se llaman cristianos los que se
preparan y hacen las guerras!
Con los «peros» que hemos añadido al categórico «no matar», hemos dado paso oficial a miles de
carniceros. Y la sangre continúa vertiéndose día tras día. ¿Cómo es posible que aún no existan en el
cristianismo unos principios con fuerza suficiente para poner en crisis todas las violencias?
El mundo va no sabe qué hacer con nuestras formulaciones confusas, con nuestras justificaciones
rebuscadas. No sabe qué pensar de la existencia de capellanes castrenses, de las bendiciones de
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objetos para usos bélicos, de las misas de campaña con armas y todo... Y sigue esperando unas
palabras claras. Palabras que, en boca de cristianos, -no pueden ser otras que «no matarás».
La humanidad no dará un paso decisivo hacia la fraternidad universal, mientras no se decida a
soltar las armas de cualquier tipo que sean, mientras no se decida a rechazar todas las violencias.
¿Cuál debe ser en la práctica la postura del cristiano frente a la violencia?
La violencia brota del corazón del hombre. El primer paso, por tanto, será extirparla de nosotros
mismos. La violencia, antes de explotar fuera, corroe primero al hombre por dentro. Si dentro de
nuestro corazón no somos hombres de paz, jamás podremos construirla fuera. Por ello, el primer
desarme que tenemos que realizar es desarmar nuestro corazón.
Además, hay que luchar decididamente por desarraigar del mundo las causas de la guerra.
Entre ellas la principal es la injusticia, en sus niveles personales y entre las naciones. No es
justo que unos pocos vivan a cuenta de otros muchos. No es justo que unas naciones paguen el
recibo de la abundancia de otras.
A casi dos mil años de distancia de Jesús de Nazaret, el mundo tiene derecho a que se le dé
una respuesta concreta. El cristiano está obligado a gritar la injusticia de nuestro mundo como
una característica de su vocación profética.
Es lamentable que aún defendamos la teoría de la legítima defensa. Es escandaloso que a
estas alturas haya teólogos, moralistas, millones de cristianos, que estén a favor del terror, del
crimen, de la dictadura, de la guerra.
Si la iglesia todavía no es capaz de dar al mundo una doctrina clara sobre la paz que los
hombres necesitamos, por lo menos que no nos enseñe a jugar con el evangelio. Es necesaria la
repulsa clara y terminante de la iglesia, que nos ayude a gritar «no» con todas nuestras
fuerzas.
Para el cristiano no hay más camino que la no-violencia activa. La no-violencia de los
fuertes, nunca de los débiles, impotentes o resignados.
No se puede hacer una guerra más que de lobo a lobo, entre lobos, usando los métodos
del lobo. El lobo se alegra y se justifica cada vez que el cordero le imita. Degollar a un
cordero parece fácil y no es verdad. Es mucho más fácil y divertido acabar con un lobo.
Quien muere como cordero, se asemeja al «Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo»
(Jn 1, 29).
Mientras la humanidad se mueva dentro de la espiral de la violencia, no conseguirá
progresar. Hay que salir del cerco. Hay que acabar con la violencia con una actitud nueva.
¿Hemos probado hasta el fondo la fuerza inmensa de la no-violencia evangélica? Con ella Jesús
venció al mundo (Jn 16, 33).
Mientras los hombres sigan opinando que las relaciones entre ellos deben basarse en la
fuerza, la historia de la humanidad no avanzará de un modo decisivo.
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«Si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar...».
Este ejemplo de Jesús clarifica cuál debe ser la actitud del cristiano: el amor a Dios -
del que la ofrenda es un signo-, sólo es verdadero cuando se concreta, cuando se realiza en
el prójimo. Jesús no se refiere al caso de que tengamos algo contra otra persona. Sería más
fácil la solución. Para Jesús basta con saber que es otra persona la que tiene algo contra
nosotros. Y aquí la solución es más difícil, porque tenemos que dar el paso a la reconciliación
antes de ofrecer el sacrificio, antes de celebrar la eucaristía y participar en la común-unión. Sólo
después de lograr la reconciliación, seremos aptos para ofrecer nuestro sacrificio.
Esta exigencia de Jesús es nueva: el culto a Dios y la realización de la fraternidad en la
vida cotidiana, están unidos. El servicio ante Dios no tiene sentido si no es sostenido por la
unidad y el amor fraterno. ¡Cuánto nos gustaría librarnos de esta exigencia! La discordia y la
desunión incapacitan a la comunidad para el servicio divino: ¡hemos de hacer las paces para
que el culto divino, la eucaristía, no pierda su sentido y llegue a quedar vacío!
No se llega a Dios saltando por encima del hombre. La religión se convierte verdaderamente
en «opio» cuando olvidamos a los hombres. No pueden estar en conflicto Dios y el hombre, la
carta de Dios -el amor- y la carta del hombre -la justicia-. Son una misma realidad.
¡Cuántos han roto la carta de Dios y se han quedado con la carta del hombre, ante el ejemplo
de tantos cristianos que habían roto la carta del hombre, creyendo defender así la carta de Dios!
El que traiciona al hombre, con la ilusión de llegar a Dios, acaba traicionando también a
Dios.
Muchos cristianos, al no tener valor para pertenecer a la naturaleza, creen que pertenecen a la
gracia; al carecer de temple temporal, creen que han penetrado en lo eterno; al no tener
ánimos para ser del mundo -para vivir en él con compromiso-, se imaginan que son de Dios;
al no tener el coraje de pertenecer a uno de los partidos del hombre, se creen que pertenecen
al partido de Dios; al no pertenecer al hombre, creen que pertenecen a Dios; al no amar a
nadie, creen que aman a Dios.
Sólo existe una seguridad de que Dios no nos vuelva la espalda: que nosotros no se la
volvamos a nadie. Sería muy fácil ser cristiano si sólo se tratase de la religión. ¡Así somos tantos
millones! Pero, lo malo es que se trata también de todo lo demás. No se trata sólo de rosarios,
de novenas, de jaculatorias, ni de misas. Está también todo lo demás.
Los profetas particularmente, se han encargado de cerrar el paso a los que se atreven a entrar
en el templo sin haber practicado la justicia. Dios siente náuseas de ciertas oraciones. No está
dispuesto a cargar con nuestras injusticias:
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Detesto y rehúso vuestras fiestas... no quiero oler vuestras ofrendas. Aunque me ofrezcáis holocaustos y dones, no me agradarán; no aceptaré los
terneros cebados que sacrificáis en acción de gracias. Retirad de mi presencia el estruendo del canto, no quiero escuchar el son de
la cítara; fluya como el agua el juicio, la justicia como arroyo perenne (Amós 5, 21-24).
¿Qué me importa el numero de vuestros sacrificios? -dice el Señor. Estoy harto de holocaustos de carneros, de grasa de cebones; la sangre de
toros, corderos y chivos no me agrada. ¿Por qué entráis a visitarme? ¿Quién pide algo de vuestras manos, cuando pisáis mis atrios? No me
traigáis más dones vacíos, más incienso execrable. Novilunios, sábados, asambleas, no los aguanto.
Vuestras solemnidades y fiestas las detesto; se me han vuelto una carga que no soporto más.
Cuando extendéis las manos, cierro los ojos; aunque multipliquéis las plegarias, no os escucharé. Vuestras manos están llenas de sangre.
Lavaos, purificaos, apartad de mi vista vuestras malas acciones: cesad de obrar mal, aprended a obrar bien, buscad la justicia, defended al oprimido; sed abogados del huérfano, defensores de la viuda (Isaías 1, 11-17).
Si muchos cristianos, dispuestos siempre a escandalizarse, se tomaran la molestia de leer a
los profetas, empezarían a sentirse mal. ¡También los profetas hablan de justicia y no hacen
demagogia! Pero están demasiado ocupados leyendo lo que les conviene, asistiendo a misas de
curas de su misma cuerda, llevando la contabilidad de sus cuentas bancarias y de sus negocios.
Los profetas no ofrecen garantías sobre la seguridad de la cartera.
El cristiano instalado, de ideología conservadora, jamás puede defender los derechos de
Dios, que son los derechos de los oprimidos; sino que defiende con uñas y dientes su dinero, su
capital, sus seguridades. ¡Es un ateo recalcitrante, que no se convencerá ni aunque un muerto
resucite! (Lc 16, 31).
¿Qué habría sucedido si en la iglesia hubiéramos leído a nuestras gentes ciertos pasajes
de los profetas, en lugar de esos dulzones y absurdos «manuales de devoción», o esas normas
de modestia para entrar en la iglesia...? ¿Qué habría sucedido? Que nuestra gente no se
habría engañado con la idea de podérselas entender tan barato con Dios. ¡Qué bien hemos
sabido «meter» en la gente lo de los estipendios y derechos de aranceles!
El amor a Dios se presta a muchas ilusiones, a mucha imaginación. Pero el amor al prójimo
es tremendamente realista.
2. «Habéis oído el mandamiento 'no cometerás adulterio'. Pues yo os digo...».
La finalidad del sexto mandamiento es proteger y asegurar el matrimonio, es ayudar a que el
hombre sea capaz de amar de verdad. ¿Cómo podrá llegar al amor el que busca su propio
placer en lo que hace? Creo que el hombre se incapacita para el amor en la medida en que
hace suyo el ambiente sexual relajado en que vivimos. ¿No es el amor don de sí mismo? ¿Cómo puede
ser el amor compatible con la norma moral actual de que es bueno lo que me gusta y malo lo
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que me disgusta, lo que me cuesta esfuerzo? ¿Cómo podemos ser tan ciegos de reducir el amor
a «hacer el amor»? ¿Dónde queda el amor a los hijos, a los padres, a los amigos?
El adulterio era una prohibición de valor universal y que obligaba lo mismo a hombres que
a mujeres. Pero se aplicaba -como todo en una sociedad machista- de un modo
discriminatorio: se daba -y se da- mayor libertad al hombre que a la mujer. Prohibía la
infracción externa.
Jesús no quita esta prohibición, pero enseña que el matrimonio no queda asegurado por
ello. El adulterio es consecuencia de la falta de amor entre los esposos. Y el amor no puede
limitarse a la unión de los cuerpos, debe llegar hasta lo más profundo de las personas, debe
llegar a la unión de los espíritus, de los corazones. Este amor se rompe por el mero hecho de
desear a otra mujer o a otro hombre. El que vive la experiencia del amor conyugal, desde la
perspectiva de unión de dos personas, entiende perfectamente la indisolubilidad del matrimonio
como ideal a conseguir, aunque sean muchas las parejas incapacitadas para llegar a este ideal.
Dios penetra en el corazón del hombre, nos juzga según nuestros sentimientos. Es un hecho que
una conducta exteriormente intachable, puede ser fingida. Para que no exista adulterio deben
coincidir por completo lo externo y lo interno, la vida y los pensamientos, la apariencia y los
sentimientos. Duro ideal a lograr por los matrimonios: llegar a ser dos en uno.
«Si tu ojo derecho te hace caer...».
Palabras crueles. Nos habla del pecado sexual, del desliz moral. Aquí la tentación no procede de
otras personas, sino del propio interior. Tentación que se sirve de los miembros del propio cuerpo.
Se nombran en particular el ojo y la mano, por ser los instrumentos especialmente preferidos de
este pecado. Es necesario rechazar con rapidez el primer ataque. Del combate aparentemente
pequeño, depende toda la lucha. El libertinaje sexual -fruto del egoísmo- incapacita para el
amor. El camino de la realización humana y cristiana no es un camino fácil ni cómodo. En él
las intenciones son decisivas.
Estas palabras de Jesús no agobian, sino que liberan a aquellos que han comenzado a
experimentar en sus vidas que es el único camino para poder amar de verdad, de poseerse y de
poder entregarse. También van descubriendo que es un camino imposible con las solas fuerzas: se
necesita la ayuda de Dios en nosotros por medio de su Espíritu.
¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? Y ¿voy a tomar yo los miembros de Cristo para hacerlos miembros de una meretriz? ¡De ningún modo!
¿O no sabéis que quien se une a una meretriz se hace un solo cuerpo con ella?
Dice la Escritura: «Serán los dos una sola carne». El que se une al Señor es un espíritu con él. Huid de la fornicación. Cualquier pecado que cometa el hombre, queda
fuera de su cuerpo. Pero el que fornica, peca en su propio cuerpo. ¿O es que no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu santo? El habita en vosotros porque lo habéis recibido de Dios.
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No os poseéis en propiedad, porque os han comprado pagando un precio por vosotros.
Por tanto, ¡glorificad a Dios con vuestro cuerpo (1 Cor 6, 15-20)
3. Está mandado: «El que se divorcie... Pues yo os digo... ».
Jesús impugna una ley del antiguo testamento:
Cuando un hombre toma una mujer y se casa con ella, si resulta que esta mujer no halla gracia a sus ojos, porque des
cubre en ella algo que le desagrada, le redactará un libelo de repudio, se lo pondrá en su mano y la despedirá de su casa. (Deuteronomio 24, 1).
¡Se debieron de quedar calvos los legisladores después de este engendro!
Vemos otra ley discriminatoria: sólo el hombre estaba autorizado a ejercer el repudio,
mientras que la mujer por sí misma no podía llevar a término ninguna separación. Se hace de
nuevo a la mujer una deplorable injusticia.
Jesús anula esta ley y pone de nuevo en vigor la verdadera voluntad de Dios, expuesta en
el relato de la creación:
Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne (Génesis 2, 24).
Jesús prohíbe al hombre que despache a su mujer. Peca si contrae nuevo matrimonio. Pero
admite excepciones: «excepto en caso de prostitución». Y veíamos que no añadía excepción
alguna en el precepto de no matar. Nosotros parece que hacemos al revés: matrimonio indisoluble
sin matices, y admitimos casos en que matar puede ser lícito.
San Pablo, poco sospechoso de manga ancha en este campo, decía:
Pero si la parte no creyente quiere separarse, que se separe; en ese caso el hermano o la hermana no están ligados: para vivir en paz os llamó Dios (1 Cor 7, 15).
Luego hay excepciones. ¿Por qué vamos a ir más allá de la Biblia y de la tradición, que
también las admitió siempre? La misma iglesia anula matrimonios actualmente por el simple
hecho de que el sacerdote que preside el matrimonio -mero testigo en él- no tenga
delegación por escrito del párroco de la novia. Por querer amarrar jurídicamente este
sacramento abrió una trampa tremenda. ¿Quién se va a creer que un matrimonio no ha existido
porque el sacerdote que lo presidió no tenía delegación por escrito -la tiene siempre de palabra- y
siga existiendo ese matrimonio cuando no hay amor entre los contrayentes, que son los ministros del
sacramento? También lo puede anular el papa, si se demuestra que no ha sido consumado. La fe no
puede llevarnos a tener que comulgar con ruedas de molino.
El matrimonio indisoluble no es una obligación cristiana sin excepciones. Es necesario buscar las
excepciones que serían necesarias hoy, interpretando las razones del ayer.
El evangelio marca un ideal y todos sabemos que el ideal no está al alcance de todos, ni se le puede
exigir a todos.
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Jesús no habla de fidelidad legal, sino de fidelidad por amor. Un matrimonio no puede
fundamentarse en papeles, ni en leyes, sino en el amor de los contrayentes. Jesús propone metas y
caminos. Caminos que nunca terminaremos de andar. La raíz del matrimonio y su fidelidad no
es el contrato firmado, ni la sexualidad, sino el amor. Si falla el amor, el sacramento se corrompe,
deja de ser presencia del amor de Dios en el mundo. No queda nada.
Decía san Cipriano: «El matrimonio sin amor es un concubinato».
Como creyentes de Jesús, podemos y debemos seguir asumiendo el ideal del matrimonio
indisoluble. Será una actitud personal desde la fe. Pero esto no debe traducirse en intransigencias
dogmáticas para con los otros cristianos, y mucho menos para los no creyentes. ¿Quién no desea este
ideal?
El divorcio civil no destruye la familia. Es una salida humana para las familias ya deshechas.
Destruiría la familia si fuera obligatorio. Pero tiene el riesgo de que, si es demasiado fácil el conseguirlo,
haya matrimonios que a las primeras dificultades crean que se equivocaron al casarse y se separen.
Los cristianos debemos tener claro que el problema es el matrimonio y no el divorcio. El
problema son esos noviazgos irresponsables e inmaduros que llevan a matrimonios
irresponsables e inmaduros, esos ambientes relajados en que viven los jóvenes, las ideas que
vierten en ellos el cine y las revistas... Debemos fomentar en ellos noviazgos responsables, que
lleven a matrimonios responsables. Es necesario que el hombre descubra el precio del
verdadero amor. Sólo así descubrirá la importancia del sacramento del matrimonio. Y, desde
luego, tomarse mucho más en serio la admisión o no al sacramento del matrimonio.
4. «Sabéis que se mandó a los antiguos: 'No jurarás en falso...'. Pues yo os digo... »
Jesús no viola estos dos mandamientos, pero los hace llegar a una mayor profundidad: «no
juréis en absoluto».
¡Qué bien hacemos los cristianos lo contrario de lo que dijo Jesús!: juramentos de los
testigos en los juicios, juramento al tomar posesión de muchos cargos públicos importantes,
¡con crucifijo y Biblia incluidos!, jura de bandera... ¡Son más honrados los gitanos, que juran
por sus hijos!
Por no entender la profundidad del mensaje de Jesús, o por no quererla entender, tenemos
montada la convivencia humana en la desconfianza: se vigilan los exámenes a los alumnos
porque copian, cuando lo importante sería darles confianza para que llegaran a ser responsables; se
exige el juramento a los testigos en los juicios para que no mientan, y se fomenta el perjurio...
Es urgente formar a la persona, crear clima en la sociedad de fiarse del otro.
El juramento deteriora el respeto debido a Dios y al prójimo. Al pedirme un juramento se
desconfía de mí. Debemos educar y educarnos para que nuestras palabras sean siempre
expresión de lo que pensamos en el corazón. Un sí debe ser realmente un sí, y un no debe ser
realmente un no, aunque no haya documento escrito. ¿Nos hemos de fiar unos de otros
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solamente cuando empleamos una fórmula de juramento? Es preciso ser veraces hasta las
raíces de los sentimientos. Entonces, todos los accesorios se vuelven superfluos.
¿No estará Jesús también en contra de tantas palabras inútiles, sin sentido, mal sonantes,
groseras, tan de moda?
5. «Sabéis que está mandado: 'Ojo por ojo...'. Pues yo os digo... ».
Para la construcción de la sociedad, se utilizan valores que son muy válidos, aunque se apliquen de
una forma muy imperfecta, por el egoísmo de los hombres. Estos valores son la justicia, la verdad,
la paz, la libertad. Incluso es válida la fuerza que obliga a una persona a no hacer daño a los
demás. Lástima que no se aplique de la misma forma a los opresores y ricos.
Aunque muy válidos, estos valores no son suficientes para la construcción del reino de
Dios. Los valores del reino, que proclama Jesús y nos transmiten los evangelios, buscan la
conversión del corazón del hombre. Van más allá del logro de la mejora social externa. Sólo el
cristiano que realmente se va convirtiendo puede ir viviendo unos valores que superan toda la
justicia humana. Valores que desconoce la inmensa mayoría de la humanidad, incluidos los
cristianos.
Jesús de Nazaret no conoce más que una ley: la ley del amor. Y saca de ella todo su
mensaje, con una radicalidad que entusiasma a unos y llena de indignación a otros. Lo peor
que nos puede ocurrir es escucharlo con unos oídos tan distraídos, tan acostumbrados, que ni
siquiera llegue a impresionarnos. Las paradojas violentas de Cristo, son para nosotros palabras de
salvación cuando empiezan a hacernos daño.
«Ojo por ojo... ». En el corazón de los hombres está profundamente arraigada una justicia
severa e insensible, cercana a la venganza -que ya no es justicia, porque se pasa-: «como tú has
hecho conmigo, así haré yo contigo». Piensa que así arregla la injusticia, y lo que se logra de
esa forma, es caer en una espiral de violencia de consecuencias imprevisibles. Es lo que hacemos
normalmente. Pensamos que actuar de otro modo es rebajarnos, es síntoma de debilidad.
Jesús nos muestra otro camino. No se vence a la injusticia rechazándola con la misma
moneda. El mal conservará toda su violencia mientras el perjudicado conteste con las mismas
armas. Pero el mal pierde su dominio si es contrarrestado por la fuerza del amor. Y de esto
tenemos todos experiencias: si ante la amenaza violenta de una persona encolerizada, el
oponente responde con cariño, le desarma, le deja en ridículo; sí ante un gesto violento, la
respuesta es el perdón, la violencia cesa. Es la única forma de que la violencia se anule, se pierda
en el vacío, porque no encuentra oposición violenta. Solamente se vence el poder del mal si se hace
que el mal se estrelle contra sí mismo. Con el amor desinteresado, el hombre se hace
semejante a Dios.
Con tres ejemplos, tomados de la vida cotidiana, Jesús nos explica lo que quiere decir:
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«Si uno te abofetea... ». Mucho se han aprovechado de estas palabras los opresores de
todos los tiempos, para mantener sometidos a los proletarios de la tierra, con la ayuda de los
clérigos que predicaban resignación pasiva.
Jesús nos pide presentar la otra mejilla. Hacerlo así requiere una capacidad humana cercana
a la heroicidad. Es todo lo contrario a la cobardía. El que logre llegar a esta grandeza verá
cómo el ofensor queda desconcertado y confuso. Pero aunque el ofensor no descubra su error,
es preferible soportar la injusticia que cometer otra nueva. Es necesario enfrentarse con la
injusticia, pero jamás mediante otra injusticia.
A los que ven que el camino mejor y más eficaz para la liberación del pueblo, o para
lograr unas leyes más justas, es la acción no-violenta, estas frases del evangelio les ayudarán
cuando estén en huelga de hambre, cuando no respondan con golpes a los que reciben ellos,
cuando no huyan ante las cargas de la policía represiva. Verán que es mucho más difícil matar a
un «cordero” que a un «lobo», aunque también mueran los corderos, y hayan muerto muchos a lo largo
de la historia de las injusticias, que es la historia de los hombres. Estos, sufriendo en sus cuerpos, van
abriendo el camino único para salir de este callejón en que está metida la sociedad en que vivimos.
«Al que quiera ponerte pleito...». No contiendas con él, no reivindiques ante el juez tus derechos,
«dale también la capa». ¿Ofrecerle nuestra camisa al que ya nos ha quitado la chaqueta, no será una
exageración que ninguna persona con sentido común estará dispuesta a realizar? Además, ¿para qué
están los abogados y los jueces, de qué iban a vivir? Verás como sucede lo mismo que en e1 primer caso.
Y si no sucede lo mismo, te has comportado como verdadero hijo del padre del cielo. Y el amor
es siempre más fuerte que el mal, aunque se vea menos.
Lo que nos falta para entrar en la locura del evangelio es experimentar esta buena nueva.
Todos los que nos parecen preceptos imposibles, mandamientos insoportables, exigencias inhumanas, no
podremos comprenderlos más que cuando hayamos vivido previamente el verdadero camino de vida que
hay detrás de todas esas palabras.
«A quien te requiera para caminar una milla...». No pierdas el tiempo buscando disculpas, sino
vete con él dos. Anticípate a él. Jesús nos pide que no respondamos al mal con mal, sino que lo
venzamos con el bien. Lo mismo el mal que se nos hace en la persona -mejilla-, que el que se
nos hace en los bienes -túnica, capa-, que el que nos impide usar nuestro tiempo como
queramos -caminar.
Jesús concluye con otros dos casos concretos: «a quien te pide, dale, y al que te pide prestado, no lo
rehuyas».
¿Ha de convertirse la injusticia en derecho?, ¿no se deja el campo libre para el desarrollo del
egoísmo humano?, ¿no es esta la religión «opio del pueblo»?
Estos ejemplos de Jesús, ponen de manifiesto cuán contrario es a Dios el comportamiento del
hombre, cuando los criterios del reino de Dios no se han posesionado de él y lo han transformado.
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Estos ejemplos de Jesús no los podemos rechazar sin más, al no haber experimentado su verdad
para cambiar la convivencia entre los hombres, aunque nos parezca una utopía irrealizable. Son el
camino único del mundo nuevo. Camino lento, pero eficaz. Es el camino de Jesús y de esos hombres
no-violentos que han dado su vida por sus ideales y que han acercado un poco más el reino a nosotros.
La manera de expresarse Jesús es gráfica, está llevada al extremo. Quiere inquietarnos,
despertarnos, transformarnos. Los ejemplos son meros ejemplos; lo que importa es la actitud a
que nos invitan. Los ejemplos nos indican el camino que Jesús quiere que vivamos en las múltiples cir-
cunstancias de la vida.
Jesús nos presenta una nueva manera de pensar, nos señala caminos concretos del verdadero
amor al prójimo, nos exige un sumo dominio de nosotros mismos, nos invita a no callar nunca ante
las injusticias del tipo que sean.
6. «Habéis oído que se dijo: 'amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo'. Yo, en cambio,
os digo... ».
¡Amar a los enemigos, siendo tan difícil amar a los que nos aman, nosotros que usamos a los
amigos sin amarlos! ¡Hacer el bien a los que nos aborrecen, cuando nos cuesta tanto poner
buena cara a los que nos hacen tanto bien! ¡Rezar por los que nos persiguen y calumnian,
nosotros que no rezamos casi nunca!
¡Si únicamente nos pidiera perdonar! Pero el perdón lo da por supuesto. Jesús nos
presenta una alternativa: o ser «realistas» y seguir la corriente de la mayoría del «ojo por
ojo», o adherirnos a la «utopía» evangélica del «amor a los enemigos». Quedarnos en un punto
intermedio, sería fomentar un diálogo de sordos, entre las experiencias humanas y la palabra
de Dios.
El mandamiento del amor está expresado aquí en su máxima consecuencia. El hombre
bueno, el que, a pesar de todo y contra todo, sabe seguir amando a los demás, el que no responde a la
agresión, el que sabe encajar los golpes, el que dialoga o permanece abierto a la comprensión del otro,
mientras este no acepta nada, es la imagen del cristiano.
El amor es la regla suprema de la existencia, el móvil de toda acción humana con sentido. Es la única
norma moral verdadera. Cuando en un hombre hay verdadero amor, puede realizar sin peligro todo
lo que le indique su conciencia.
Parece absurdo hablar de amor a los enemigos en un mundo lleno de odios y de guerras. Nos
parece imposible conjugar el amor a los enemigos con una actitud crítica empeñada en cambiar este
mundo. Y es porque tenemos ideas confusas. El amor no es inactividad, sino que es la energía más
sana y potente de la existencia humana. El amor tiene que ser acción para ser verdadero. Acción com-
prometida en la consecución del mundo nuevo.
El antiguo testamento presentaba el amor al prójimo como uno de los principales preceptos. Pero
nunca sobrepasó una frontera: el amor a los enemigos.
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Aquí Jesús tampoco elimina el precepto del antiguo testamento. Elimina la división entre amigos y
enemigos. Para él, el amor debe extenderse a todos los hombres. El prójimo es toda persona: el
antagonista personal, el difamador, el envidioso, el vecino mal intencionado, el que piensa distinto.
Cuando Mateo escribió este mandato de Jesús, tenía gran actualidad entre los cristianos: Jesús ya
había sido víctima de sus enemigos, los cristianos ya eran perseguidos. Así se ve más claro que la
tarea del cristiano siempre será la misma: vencer el odio con el amor, amar al otro hasta
transformarlo.
También la oración debe ser amplia y abarcar a todos los hombres. Es un medio excepcional
para la transformación del mundo, un medio poco utilizado por nuestro mundo de la eficacia.
Con el amor a los enemigos nos iremos pareciendo al padre del cielo. El que ama al que le ama,
no hace nada de más, aunque en nuestro amor no lleguemos ni a eso.
Jesús aprueba el obrar bien para obtener un premio, una recompensa. Pero el que va
viviendo en Dios, lo va haciendo todo por amor a él.
¿Qué debo hacer a mi prójimo, a mi enemigo?
El hombre lleva consigo constantemente la norma de su comportamiento con los demás: lo
que nosotros deseamos y necesitamos, nos enseña lo que hemos de hacer con los demás. El
discípulo de Jesús debe hacer el bien, todo el bien que él mismo desea para sí.
El amor puede desarrollarse en aquel que se mantiene abierto al otro y a su necesidad.
Donde surge una necesidad, allí está el que ama, sin esperar nada.
Amar a los que nos aman es también amor cristiano, siempre que sea amor verdadero. Y amor
por ellos mismos, tratando de amarles cada vez mejor como Dios les ama.
Pero el amor cristiano pide más, el amor cristiano no excluye a nadie de su amor, basado
en una realidad: si Dios no excluye a nadie de su amor, ser hijos suyos implica querer
parecerse a él.
Amar como Dios ama, es la raíz y la fuerza del amor cristiano. Un amor sin condiciones y
sin exclusiones. El que ama así, amará cada vez más y mejor.
El mandato de Jesús es realista. No habla de un mundo ideal. El mismo tuvo enemigos. Al
vivir entregado al servicio de la verdad y de la justicia, no podían faltarle; hasta el punto de
llevarle a la muerte. Pero Jesús no se desvió de su camino.
Imaginamos con frecuencia que el cristiano no ha de tener enemigos. Pero la vida y la muerte de
Jesús nos demuestran lo contrario.
Para Jesús el valor primero es el servicio a la verdad, al amor, a la justicia, a la libertad,
aunque ello le- cree enemigos. Pero lo que nunca hace es excluir a nadie de su amor: murió
perdonando a los que lo clavaron en la cruz (Lc 23,34). Si lucha es porque ama. Incluso cuando es
más duro, lo es por amor, para salvar al hombre de su mentira y de su orgullo.
En toda acción del cristiano no puede faltar el amor: amor al enemigo hasta que llegue a ser
amigo, amor al que roba hasta ser capaz de ayudarle a que me devuelva lo robado, amor al que
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me quita la libertad hasta que llegue a reconocer las libertades de todas las personas y de todos los
grupos, amor al rico hasta que sea capaz de abandonar su riqueza, amor a los opresores luchando
contra ellos para que dejen de serlo, amor a los oprimidos ayudándoles a que se liberen de su
opresión... Ayudar al rico a que deje de ser injusto es el mayor favor que se le puede hacer, aunque
no lo entienda. Amar, en una sociedad clasista como la nuestra, incluye hacer la revolución. Sólo el
amor es verdaderamente revolucionario: sueña y lucha por un mundo distinto.
En toda nuestra acción no olvidemos a los más próximos a nosotros: padres, hijos, hermanos,
esposa o esposo, familia política, vecinos, compañeros... ¿Les amamos hasta reprenderles, hasta
ayudarles a salir de su injusticia? ¿Aceptamos el que nos reprendan? Todos podemos ser enemigos,
incluso de nosotros mismos: cuando montamos la vida de una forma que destruye nuestro ser de
hombres creados a imagen y semejanza del padre.
El amor no está reñido con la lucha por la justicia. Es más, la apoya.
Hay que amar a todos, pero no a todos del mismo modo. El amor tiene que ser «clasista» para
que pueda ser verdaderamente universal: ama a cada uno desde su situación concreta para, liberándole
de su pecado, hacerle hermano de todos los demás hombres.
«Sed perfectos como vuestro padre celestial es perfecto».
¿Cuál es el límite del amor del hombre que se compromete en la creación de una humanidad nueva,
donde queden superadas todas las injusticias que se han cometido en la historia?
No hay límite. Se trata de avanzar hacia el infinito, hacia la realización de lo inimaginable, hacia
el horizonte inmenso que llamamos Dios y al que Jesús llama Padre.
Esta frase resume lo expuesto a lo largo de las seis antítesis.
¿Qué quiere decir perfecto? Perfecto es el que sin titubeos y con sincera entrega está
dirigido a Dios y cumple su ley; es el que ha dado a su vida sentido y unidad: es el que va
pareciéndose cada vez más al padre, al ir reproduciendo en su vida la manera de ser y de
existir propia de Dios, su manera de pensar y sentir, su manera de amar.
La perfección sólo puede entenderse bien desde el punto de vista del amor, que es la
manera de ser de Dios. De lo contrario, resulta un ideal de virtud, que puede ser budista o de
cualquier otro tipo, pero no es lo que Jesús dice.
Esta meta de nuestro camino conecta plenamente con nuestro anhelo más íntimo:
queremos la totalidad y lo más sublime, aunque no sepamos la forma de alcanzarlo. Las medias
tintas no nos bastan.
Este amor es la vida.
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La limosna, la oración y el ayuno
Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos; de lo contrario no tendréis recompensa de vuestro Padre celestial. Por tanto, cuando hagas limosna, no vayas tocando la trompeta por delante como hacen los hipócritas en las sinagogas y por las calles con el fin de ser honrados por los hombres; os aseguro que ya han recibido su paga.
Tú, en cambio, cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha; así tu limosna quedará en secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te lo pagará. Cuando recéis no seáis como los hipócritas, a quienes les gusta rezar de pie en las sinagogas y en las esquinas para que !os vea la gente. Os aseguro que ya han recibido su paga. Cuando tú vayas a rezar entra en tu cuarto, cierra la puerta
y reza a tu Padre, que está en lo escondido, y tu Padre, que ve en lo escondido, te lo pagará. Cuando recéis no uséis muchas palabras como los paganos, que se imaginan que por hablar mucho les harán caso. No seáis como ellos, pues vuestro Padre sabe lo que os hace falta antes que se lo pidáis. Vosotros rezad así:
Padre nuestro del cielo, santificado sea tu nombre, venga tu reino, hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo, danos hoy el pan nuestro, perdónanos nuestras ofensas, pues nosotros hemos perdonado a los que nos han ofendido, no nos dejes caer en tentación, sino líbranos del maligno.
Porque si perdonáis a los demás sus culpas, también vuestro Padre del ciclo os perdonará a vosotros. Pero si no perdonáis a los demás, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras culpas. Cuando ayunéis no andéis cabizbajos, como los farsantes que desfiguran su cara para hacer ver a la gente que ayunan. Os aseguro que ya han recibido su paga. Tú, en cambio, cuando ayunes, perfúmate la cabeza y lávate la cara, para que tu ayuno lo note, no la gente, sino tu Padre que está en lo escondido; v tu Padre, que ve en lo escondido, te recompensará (Mt 6, 1-18).
Vivimos en un mundo lleno de injusticias, y todos contribuimos a ellas con nuestro egoísmo.
Es injusto el mundo dividido en países ricos y pobres, el mundo en el que unos hombres lo tienen casi
todo y otros no tienen nada, el mundo en el que se mata de tantas formas, el mundo de los racismos y de
los clasismos, el mundo en el que sobran pisos de lujo y millones viven en chabolas o a la intemperie, el
mundo en el que se trafica con la droga v con la pornografía, el mundo en el que se comercia con todos los
bajos instintos del hombre, el mundo montado en la mentira comercial de la sociedad de consumo, el
mundo en el que no existe diálogo en las familias, el mundo del vacío y la soledad, el mundo en el que se
impide el desarrollo de las personas de tantas formas, el mundo en el que todo está
manipulado por los poderosos -la prensa, la cultura, la enseñanza, la televisión, el paro obrero-,
el mundo en el que se usan a las personas para los propios caprichos, el mundo en el que la
iglesia no es fiel a Cristo y a su evangelio al no serlo al pueblo sencillo y marginado, el
mundo...
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La injusticia es el mal bajo cualquiera de sus formas. Y es injusticia la negación del
verdadero amor, la ausencia de Dios, de bondad, de verdad, de paz, de justicia, de libertad.
Existimos en un mundo injusto, porque todos somos injustos y contagiamos al mundo
nuestra injusticia. Y la injusticia de todos y de cada uno cristaliza en estructuras de pecado, de
opresión.
Jesús nos habla ahora de tres aspectos especialmente apreciados en toda religión: la
limosna, la oración y el ayuno. En ellas se pueden expresar la verdadera fe en Dios y la ver-
dadera justicia para con los hombres, siempre que se hagan con espíritu verdadero, siempre
que sean bien entendidas. Pero si se convierten en formas puramente externas, puede suceder
todo lo contrario: que sean pura hipocresía y tapen injusticias mayores. Jesús nos va a señalar
el modo adecuado de llevarlas a la práctica.
La diplomacia y la hipocresía reinan en el mundo. Y no somos los cristianos precisamente
los que nos salvamos de ello.
Jesús nos dice que detrás de muchas obras buenas se encuentra la búsqueda del propio
egoísmo, de quedar bien ante los demás. Tenemos tendencia a aparentar lo que no somos. Si
con una actuación, aunque sea muy buena, buscamos la alabanza de los hombres y no
únicamente la fidelidad a la propia conciencia y la aprobación del Padre, la desvalorizamos,
porque arranca de nuestra conveniencia personal. La verdadera fe en Dios sólo busca cumplir
su voluntad, su justicia -que siempre será el bien de todos sus hijos, principalmente de los más
indefensos-, prescindiendo de los aplausos o del descontento de los hombres.
Muchas iniciativas, ilusiones, búsquedas, quedan sin realizarse por miedo a quedar mal, a
perder el prestigio. ;Cuántas más por temor a perder el puesto!
El que busca la justicia, encuentra a Dios en su camino.
Jesús, en el sermón del monte, condena la religión hipócrita, que consiste en prácticas
vacías, que son espectáculo para el aplauso de los interesados, del propio partido o grupo, y en
el que se deja la injusticia en toda su crueldad.
Jesús nos dice que la verdadera religión o relación viva con Dios consiste en hacerlo todo
con sinceridad y desinterés, por fidelidad a la propia conciencia y amor al padre en los
hermanos.
El cristianismo es una fe que arranca del interior de la persona humana, y se expresa
hacia el exterior en la sencillez de una vida llena de amor.
La limosna
Jesús pone en estrecha relación el practicar la justicia y el dar limosna. El que da limosna,
no queda exento del cumplimiento de la justicia social. El hombre debe saber que no es dueño
de nada, sino que de todo es puro administrador. Este es el sentido que da Jesús a la
52
propiedad. Administrar bien es gastar lo que se tiene y lo que se es, en hacer felices a los
demás. Así se subordinan los bienes al amor, y no al contrario. El necesitado y el pobre son
miembros de la comunidad y tienen los mismos derechos que todos, si no tienen más.
La preocupación por los necesitados es piedra de toque para juzgar si una orientación social
es adecuada o no. Los profetas de todos los tiempos así lo han entendido y lo han machacado
infatigablemente. Esta solicitud por los indigentes no puede fundamentarse únicamente en una
compasión humana y en una responsabilidad social, sino que debe estar dirigida a Dios en el
creyente. Porque él es el Padre de todos los hombres y su voluntad es que nadie viva en la
penuria.
Los primeros cristianos entendieron perfectamente el planteamiento de Jesús:
Los creyentes vivían todos unidos y lo tenían todo en común; vendían posesiones y bienes y lo repartían entre todos, según la necesidad de cada uno (Hechos de los apóstoles 2, 44-45).
En el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo: lo poseían
todo en común y nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía. Los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor con mucho valor. Todos eran muy bien vistos. Ninguno pasaba necesidad, pues los que
poseían tierras o casas las vendían, traían el dinero y lo ponían a disposición de los apóstoles; luego se distribuía según lo que necesitaba cada uno (Hechos de los apóstoles 4, 32-35).
Y si los cristianos perdían de vista esta exigencia, se les recordaba con dureza:
Cuando os reunís en comunidad, os resulta imposible comer la cena del Señor, pues cada uno se adelanta a comerse su propia cena, y mientras uno pasa hambre, el otro está borracho.
¿No tenéis casas donde comer y beber? ¿O tenéis en tan poco a la Iglesia de Dios que humilláis a los pobres? ¿Qué queréis que os diga? ¿Que os apruebe? En esto no os apruebo (1 Cor 11, 20-22).
Para los santos padres la limosna es uno de los mejores medios de penitencia. Lleva a vivir al día, sin
afán de acumular ninguna clase de bienes; es decir, lleva a vivir a la «intemperie», lleva a vivir en
función de los demás, en postura de diálogo. Lleva a compartirlo todo: el tiempo, las ideas, las
ilusiones, los bienes materiales. Lleva a ir descubriendo la verdad, ya que ésta se va desvelando en la
medida en que se posee menos. Lleva al cumplimiento responsable del propio deber, como algo que se
debe a la sociedad.
Incluso el hombre que practica la limosna por amor al Padre, no está libre de peligros. Siempre está
al acecho el egoísmo: personas que publican sus dádivas -listas de donantes, fundaciones con el
nombre de los donantes-. Buscar la alabanza de los hombres suprime todo su valor a la limosna.
Jesús nos pide que el bien que hagamos debe quedar en secreto. El bien verdadero huye de las
tribunas. Si nadie lo llega a conocer, el mismo que lo hace lo olvida en seguida, y tiene entonces la
seguridad de que el bien fue hecho por el hermano. No importa que la obra sea olvidada o no encuentre
ningún reconocimiento. Dios ve lo oculto, conoce las intenciones más íntimas del corazón del hombre, y
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según esas intenciones pesa el valor de las obras. Dios mira lo que damos, pero también mira lo que
guardamos para nosotros (Mc 12, 41-44: el óbolo de la viuda).
El que busca la alabanza de los hombres, en esa alabanza recibe su recompensa, una recompensa
limitada, y ya no tiene que esperar ninguna otra.
El que obra el bien con sencillez, por amor a Dios en los hermanos y sin ser advertido, recibe la
recompensa de que habla Jesús en este pasaje.
La oración
Jesús contrapone, como había hecho antes con la limosna, la oración hipócrita, hecha ante los
hombres, y la oración con espíritu de justicia. Y explica el verdadero espíritu de la oración al
enseñarnos el padrenuestro.
El hombre que reza reconoce la trascendencia de Dios y se somete a él. Sólo puede rezar de verdad un
creyente. El que reza, confiesa a Dios como Señor de su vida.
En la oración el hombre se vuelve a su origen -venimos de Dios- y se lanza a su futuro
verdadero -volvemos a Dios, vamos hacia él-. En esta acción -la más grande que el hombre
realiza-, puede introducirse también el veneno del egoísmo, por el afán de las alabanzas de los
hombres. Y así la dirección hacia Dios se desvía y se vuelve al hombre. En lugar de buscar a Dios, se
busca aparentar ante los hombres.
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Jesús nos indica un camino seguro para librarnos de ese peligro: «entra en tu cuarto, cierra la
puerta». Si perseveras a solas con Dios, es claro que le buscas sólo a él. El que ha aprendido a
hacer verdadera oración a solas, es fácil que esté en condiciones de permanecer en oración
fuera, en las calles, en la agitación de la vida cotidiana. También estará mejor preparado para
encontrarse con Dios a través de la oración comunitaria.
Rezar es más que reflexionar. La meta es la oración contemplativa, sin palabras, recreándose
en Dios como padre, en la figura de Jesús, en su profunda dimensión de hombre, para
admirarlo y ponerlo como única meta de la vida, lleva necesariamente a un mayor compromiso
en la vida.
Para Jesús la oración con muchas palabras es pagana. Dios quiere poseer el corazón del
hombre y toda su persona, y eso no se puede lograr con una piadosa verborrea. Rezamos con
muchas palabras porque no rezamos desprendidos. Las muchas palabras nos defienden de Dios,
nos impiden escucharle; no le dejamos silencio para que él nos hable y nos diga cómo somos y
cómo deberíamos ser. ¿Es eso lo que buscamos en el rosario y en nuestras devociones de bla,
bla...?
Jesús no quiere que seamos paganos en nuestra oración. Hemos de rezar sin palabras o
con muy pocas, abiertos a Dios, para que él sea el alfarero de nuestro barro. Dios nos mira
como padre, con mirada de amor. Sabe exactamente lo que necesitamos. Es el único que lo sabe.
No son necesarias las palabras para atraernos su atención.
Toda la vida de Jesús fue una constante oración: después de su bautismo, antes de iniciar su vida
pública, dedicó a la oración cuarenta días en el desierto; antes y después de muchos de sus
milagros, muchas noches las pasaba enteras en oración. Consideraba su poder de hacer
milagros como efecto de su oración. Toda su pasión está salpicada de oración y en oración entregó
su vida. Es de suponer que su misión de mesías la fue perfilando en sus años de Nazaret en
oración constante con su padre. La oración le surgía de la vida y le llevaba de nuevo a ella.
Formaba una unidad con ella.
Rezar es dialogar personalmente con el Dios vivo. La oración supera el pensamiento, la reflexión y las
circunstancias presentes para llegar a Dios. Rezar es morir en toda una zona de nuestra existencia en la
que estamos demasiado vivos: orgullo, vanidad, resentimiento, comodidad, placer... Pero es también
resucitar en una zona de nuestra existencia en la que estamos demasiado muertos y nos cuesta
nacer: amor, justicia, humildad, amistad, verdad, don de sí, perdón, paciencia...
Rezar hace daño. Es inútil pretender ser cristiano sin rezar, es inútil distribuir los
sacramentos a gente que no reza abierta a lo que Dios le puede exigir, a la gente que lo único que
desea es seguir siendo lo que es, ante todo y sobre todo. ¡Así va nuestro testimonio cristiano en el
mundo!
Para rezar bien hay que aprender a aburrirse. Parece que Dios no escucha o comienza siempre
rehusando lo que le pedimos. Fue una dura plegaria la que salvó al mundo. Jesús la recitó durante
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toda una noche de desolación. Pero es en la oración donde el ser del hombre se va reconstruyendo in-
teriormente, aunque aparentemente no pase nada y creamos que seguimos igual. Es el motor que da
valor en momentos decisivos de la vida.
Para rezar bien hace falta silencio, pocas palabras, deseo de cambiar, perdonar y perseverar.
Para comprobar si nuestra oración es verdadera, si sirve de algo, debemos observar los
resultados en nuestra vida. La cita con quien ha rezado no es en la iglesia, sino en la calle. Si seguimos
siendo igual de egoístas, cómodos, resentidos, vagos, envidiosos, superficiales, falsos, vanidosos, clasistas,
soberbios... es seguro que habremos dicho oraciones, pero no habremos rezado. No hemos
encontrado a Dios, hemos encontrado su caricatura, seguramente fabricada por nosotros
mismos. O quizá, nos hemos encontrado con nosotros mismos y hemos aprovechado la ocasión para
recrearnos en nuestras bondades y en las maldades de los demás (Lc 18, 9-14: El fariseo y el
publicano). Esta comprobación sólo es válida para el que lleva mucho tiempo rezando.
Si no me he dejado transformar por Dios, si me he defendido de él, he rezado mal. He rezado
mal, puesto que me comporto mal. No soy capaz de estar con Dios, puesto que no soy capaz de estar
con mis hermanos los hombres.
La verdadera oración jamás es inofensiva. Representa la fuerza más radical y revolucionaria:
nos descubre la injusticia que nos rodea y los planes de Dios sobre el mundo, lanzándonos a su
transformación. El que reza se ve obligado a una conversión personal constante, a los
desprendimientos más dolorosos y liberadores, a los cambios más radicales. Sólo se puede ser
revolucionario con un corazón lleno de amor a la humanidad. Y este amor se descubre en la oración
encarnada en la vida.
La oración es la realidad esencial de la existencia cristiana. Es la síntesis: según sea la oración, así
será la vida. La oración, como entrega máxima, nos hace serenos, sencillos, objetivos. En la medida en que
seamos capaces de rezar, penetramos en el fondo de lo humano. Las grandes cosas de la existencia se dan
a los que rezan de verdad.
La oración es el diálogo entre el Padre, el Hijo y el Espíritu. Hemos sido llamados a participar de
ese diálogo.
El Padrenuestro
La oración del padrenuestro resume los sentimientos y los ideales por los que vive y muere Jesús de
Nazaret. Sentimientos e ideales que muestra intensamente en la cena, en la oración de Getsemaní y en
la pasión.
El contenido esencial, y la mayoría de las formulaciones del padrenuestro, se encuentran también
en los relatos de la pasión o relacionados con ella.
Lo más probable es que Jesús no enseñara nunca el padrenuestro de forma teórica, tal como está
relatado en el evangelio. Pero el origen indiscutible de esta oración es Jesús. Recoge las peticiones que
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más le oyeron, que más recomendó, que más suplicó, sobre todo al final de su vida. Resume lo que fue la
propia vida de Jesús, su propio ejemplo, principalmente en los momentos más dramáticos y
decisivos. Por ello, su importancia es mucho mayor que si únicamente la hubiera enseñado Jesús de
una forma teórica.
El padrenuestro es la oración, la vida del Mesías por su pueblo. Es una oración escatológica: marca un
ideal que tenemos que comenzar a vivir ahora y aquí, pero su plenitud será para después de la
muerte.
Existe una clara relación entre el padrenuestro y la pasión de Jesús, que le da una dimensión
mucho más comprometida con el reino de Dios, que nos acerca a los más íntimos deseos de Jesús, en la
hora en que sólo lo más importante debía ser tenido en cuenta.
Esta oración se concretó en su forma actual en tiempos de la iglesia apostólica, como reflexión
sobre el relato de Getsemaní.
Jesús espera una salvación definitiva unida a su muerte. Por esa salvación, definitiva y
universal, ora; por ella debemos orar sus discípulos.
«Padre nuestro del cielo»
La palabra padre se repite diecisiete veces en el sermón del monte. Se aplica a Dios por analogía
-semejanza con el hombre-, ya que ningún lenguaje puede expresar el significado de esta
paternidad en toda su realidad.
Un Padre de todos, que nos hace a todos hermanos. ¿Qué sentido puede tener el racismo y el
clasismo? Sólo podemos pronunciar esta oración con un corazón universal, que acepte por igual a todos
los hombres. Todos los que se creen superiores por su inteligencia, dinero, raza, religión, y no com-
parten sus bienes y conocimientos, están incapacitados para decir padrenuestro.
El Dios que Jesús anuncia es un padre. Es sin duda el Dios de Israel, pero revelado de un modo
nuevo: padre y amor.
Jesús le distingue del padre terreno añadiendo: «del cielo». Es un Dios que está por encima de todas
las cosas terrenas, más allá de nuestro mundo visible y tan cercano que le podemos llamar Padre.
«Santificado sea tu nombre».
Dios es el tres veces santo, el totalmente otro, el trascendente. Pero este Dios trascendente
se ha manifestado y dado a conocer. Pedimos que se manifieste, que se dé a conocer y cumpla
sus promesas. Y que esto se amplíe y extienda cada vez más. Pedimos que por nuestras obras,
por el compartir nuestra vida, seamos hijos suyos dignos y hermanos de todos los hombres.
«Venga tu reino».
El deseo de la venida del reino de Dios es básico en la vida de Jesús, hasta el punto de ser
el reino el centro de su predicación. Entrega su vida por el reino.
La venida del reino no se identifica con el fin del mundo. Pedir la venida del reino de Dios
equivale a pedir que Dios sea obedecido en el mundo, que la libertad, la verdad, la justicia,
el amor, la paz, se posesionen de la tierra. Y esta es la gran búsqueda, el gran deseo de Jesús.
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Y este debe ser el gran ruego, el gran deseo del discípulo. Dios debe ser el Señor del
mundo, porque solamente desde el Dios de Jesús la creación podrá llegar a la plenitud, a su
realización verdadera.
Nuestro principal anhelo debe dirigirse a este objetivo:
vivir profundamente en Dios y trabajar para que el mundo llegue a alcanzar toda su grandeza
y hermosura, para que llegue a ser lo que el Padre se propuso al crearlo.
«Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo».
Hacer la voluntad de Dios es el único modo de ser felices, útiles, libres, justos. Por ello,
tenemos que abrazar esta voluntad de Dios e identificar con ella nuestra propia voluntad.
Cuando queremos lo que Dios quiere, ya se realiza el reino de Dios aquí en la tierra. Cuando
convirtamos a Dios en el Señor de nuestra propia vida, el reino de Dios habrá llegado a nosotros,
estará dentro de nosotros (Lc 17, 21). El primero que actúa es Dios, ya que la llegada del Reino
es asunto suyo principalmente. Pero el hombre no es sólo un espectador pasivo: debe responder con
sus obras a esta iniciativa de Dios.
Aquí pedimos que Dios lleve adelante sus planes a pesar de nuestras resistencias. Pedimos que Dios
haga su voluntad aquí y ahora, como la hace ya en el cielo. Le pedimos a Dios que no condicione
su voluntad a nuestra respuesta.
Este deseo lo lleva Jesús hasta el extremo, hasta su muerte. Una muerte que Dios no puede
querer, porque en sí es mala, es un pecado de los hombres contra su enviado. Una muerte que es
consecuencia del deseo de Dios de que su reino se realice en la indefensión, alejado de todo tipo de poder.
«Danos hoy el pan nuestro».
Dios sabe lo que necesitamos antes de que se lo pidamos. No le pedimos riqueza ni propiedades, ni
abundancia de bienes terrenos, con los que nos podríamos asegurar el futuro. Pedimos lo que
necesitamos, lo que nos es indispensable para vivir.
Nos habla de «hoy». Nos indica que tenemos que vivir al día, fiados de un Padre que se
preocupa de nosotros. De un Padre que está imposibilitado de dar el pan diario a muchos de sus
hijos, porque otros hijos se lo acaparan para ellos. Y esto Dios no puede quererlo, es un pecado
de unos hijos contra otros. Es otra consecuencia de un reino que se realiza en la indefensión, de un
Padre maniatado por el egoísmo de muchos de sus hijos.
Una mirada al mundo nos muestra lo realista y necesaria que es esta petición. ¡Si nadie acaparara,
habría abundancia de bienes para todos!
Posiblemente esta petición también incluye el pan «espiritual»: la cultura, el amor, la verdad, la
paz... Incluso el pan eucarístico. Sin olvidar el escatológico, como en las demás peticiones.
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«Perdónanos nuestras ofensas, pues nosotros hemos perdonado a los que nos han ofendido».
Esta es una petición condicionada: si perdonamos a todos los demás, seremos perdonados.
Perdonar a otro es fuente de perdón.
Sólo podemos dirigirnos a Dios si perdonamos siempre a todos los hombres las ofensas que
nos hagan. Sean las que sean.
El padre no reparte su gracia sin orden ni concierto. Solamente está dispuesto a
perdonarnos si nosotros hemos hecho lo mismo entre nosotros. Entonces podemos esperar su
perdón con toda seguridad.
¿Nos atreveremos a pedirle a Dios su perdón, nosotros que no perdonamos a todos? No es
disculpa el decir que las ofensas que nos han hecho son muy grandes, que son imperdonables.
En esta petición le pedimos a Dios lo mayor, ya que el pecado es el lastre más gravoso de
nuestra vida. La experiencia nos enseña que somos incapaces de librarnos solos de esta carga.
Sólo Dios puede curar nuestros pecados.
La petición del perdón de los pecados no podía faltar en una oración buscadora de lo
escatológico. Esta petición se dirige al último fin del hombre. Allí esperamos la gran mise-
ricordia de Dios, que todo lo abarca, incluso los pecados que nos son desconocidos. ¿Qué sería
de nosotros sin esta esperanza? El perdón de los pecados es efecto del don escatológico, porque
transforma a la persona, la plenifica. Vencido el pecado, el hombre será en plenitud la imagen
y la semejanza del padre.
Al pedir el perdón de los pecados, estamos implorando la venida del reino y el don del
espíritu para todos.
«No nos dejes caer en tentación».
Entrar en tentación es comenzar a vacilar en el amor, comenzar a dudar de Dios, perder la
confianza en él. Y aceptar el montaje del mundo.
Le pedimos a Dios que no nos lleve al peligro de pecar.
No le pedimos no tener tentaciones, dificultades, ya que sería pedirle no vivir en nuestro mundo,
en el que las tentaciones nos acechan por todas las partes. Tampoco nos convendría, ya que por
medio de la superación de las dificultades nos vamos haciendo personas verdaderas.
La tentación de la que pedimos librarnos, es sobre todo la gran tentación en la que se abandona a
Dios o se le supedita a otros intereses. Y esto es muy frecuente, incluso en los verdaderos creyentes.
¡Qué fácil es posponer a Dios a los hijos, a los amigos, al esposo o esposa, al qué dirán, a los bienes
materiales, a la propia profesión! Es reconocer la soberanía de «Satán» (riqueza, poder, placer,
comodidad) en vez de la soberanía de Dios (amor, justicia, paz, libertad, amistad).
Nuestra petición debe ser sincera: querer de verdad vivir según los valores del reino de Dios,
aunque ello nos lleve, seguro, a «fracasar» en este mundo.
Dios nunca nos probará por encima de nuestras fuerzas y de su ayuda para superar las dificultades.
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«Líbranos del maligno».
Es lo mismo que la anterior, enunciado de forma afirmativa.
Esta petición concluye la oración y la resume. Así se completa la oración por la venida del reino de
Dios. Un reino que todavía no llegó y al que se opone el poder del mal -riqueza, malaventuranzas-
en sus múltiples formas. Un reino que no estará en camino de realización hasta que el poder del mal
sea definitivamente quebrantado. Un mal cuya destrucción está muy por encima de nuestras
posibilidades. Un mal del que sólo Dios puede liberarnos, pero no sin nuestra colaboración.
En esta oración cada palabra tiene su peso, cada petición su necesidad especial. Es necesario ahondarla
en el corazón con frecuencia, para que su espíritu penetre en nosotros profundamente.
«Porque si perdonáis a los demás sus culpas, también vuestro Padre del cielo os perdonará a
vosotros. Pero si no perdonáis a los demás, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras culpas».
Jesús pronunció pocas veces unas palabras tan terminantes como éstas. Una comunidad de
creyentes en Cristo no puede vivir de forma verdaderamente cristiana, si esta ley no está grabada
profundamente en su corazón, determinando su acción. No podemos abrir la boca para pedir
perdón a Dios, si estamos enemistados con alguna persona.
El padrenuestro, como la eucaristía a la que está unido desde muy pronto, busca los mismos
intereses de Jesús. Nos coloca en una situación semejante a la suya, en favor del reino.
Aquí están los ideales de Jesús, que el mundo no toleró y le llevó a su ejecución. Deben ser también
los ideales de todos los verdaderos cristianos.
El padrenuestro fue durante algún tiempo, en la iglesia apostólica, una oración que se
enseñaba únicamente a los iniciados, por su profundidad y compromiso.
El uso y abuso que ha tenido y tiene en nuestros rezos, la ha vaciado de su contenido. De ahí que
haya perdido su fuerza revolucionaria y transformadora del mundo.
Rezar el padrenuestro es como un despojarnos del egoísmo y un salir al encuentro de Dios y del
prójimo. Nos pone en presencia de los grandes ideales del reino de Dios, manifestados en Jesús.
El ayuno
Los fariseos eran grandes partidarios de los ayunos voluntarios. Pero cuando ayunaban ponían
caras de santurrones, desfiguraban el rostro, cubrían la cabeza de ceniza, se vestían con ropas
gastadas. Y así, se convertían en espectáculo ridículo para la gente.
El ayuno no es sólo no comer. Es un medio para ir logrando una actitud de liberación, una ayuda
al espíritu para que domine al cuerpo, una expresión auténtica del deseo de hacer penitencia por los
pecados, una señal de arrepentimiento, un rechazo de las necesidades que nos crea la sociedad de
consumo -bebidas alcohólicas, modas, tabaco... Nos lleva a la conversión del corazón, a superar la
injusticia que hay en nosotros. Es un camino de austeridad, de ir limitando cada vez más las cosas
necesarias para vivir. Está en función de la propia realización como persona, y por ello nos lleva a
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privarnos de todo lo que puede impedir esa realización, nos lleva a privarnos de todo lo que pueda
impedirnos vivir los propios ideales. Nos lleva a una actitud de liberación.
Es también ayuno evitar las palabras superficiales, vacías, y las que puedan herir o calumniar a
los demás.
El haberlo limitado a comer menos en ciertos días del año, es claramente ridículo e ineficaz.
El verdadero tesoro
No amontonéis tesoros en la tierra, donde la polilla y la carcoma los roen, donde los ladrones abren boquetes y los roban. Amontonad tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni carcoma que se los roan, ni ladrones que abran boquetes y roben. Porque donde está tu tesoro, allí está tu corazón (Mt 6, 19-21).
El afán de poseer es propio de la naturaleza humana. Los hombres tendemos espontáneamente
a dirigir nuestro corazón y nuestra acción a adquirir y aumentar los bienes materiales.
¿Condenaba Jesús la propiedad privada? Parece que así es al escuchar sus palabras. Es verdad que
él permitía a sus seguidores la posesión de casa y campos, las mujeres que le atendían tenían sus
posesiones. Pero cuando pedía un seguimiento más cercano a él, el abandono de los propios bienes era
inmediato. El nunca tuvo nada.
Parece que se da una gradación entre la mayor o menor posesión de bienes y un seguimiento más o
menos cercano a Jesús. Además, los que descubrían en Jesús el ideal para sus vidas, vendían sus
posesiones y con el dinero remediaban las penurias de los demás.
Aquí Jesús no habla de cualquier clase de bienes o propiedades, sino que habla de tesoros. Con esta
palabra parece que alude a las grandes propiedades y a la acumulación de dinero. No creo que Jesús
esté en contra de que una familia tenga su propia casa y los bienes indispensables para la vida.
La afirmación de Jesús tiene una tremenda profundidad: toda posesión terrena es pasajera e
insegura. Por muy segura y estable que pueda parecer, toda posesión está amenazada: la polilla y la
carcoma -animales minúsculos- pueden destrozar el más rico valor. Una experiencia que cualquiera
puede tener.
¡Qué inútil y sin valor es el afán de acumular los bienes materiales, tan inestables e inciertos!
Tenemos que atesorar en el cielo. ¿Cómo y qué? Jesús no nos lo dice expresamente. Para él el
corazón es la sede de los deseos más íntimos y profundos del hombre. En el cielo, en Dios, colocamos
nuestros bienes en lugar seguro y para siempre. Estos bienes son las buenas obras: el tiempo dedicado a
los demás, la vida gastada en la promoción de la sociedad, la búsqueda de la verdad y del amor, la lucha
por la igualdad entre todos los hombres...
Si el corazón del hombre se queda amarrado en los tesoros terrenos y es absorbido por ellos, es
imposible que pueda entender las cosas de Dios. Una persona que tenga muchos bienes es imposible
que pueda ser seguidora de Jesús, porque si está desprendida de ellos, los irá dando a los que lo
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necesiten y pronto se quedará sin ellos. ¿O es que ya no hay necesitados? Este era el modo de actuar de las
primeras comunidades cristianas.
Si el hombre vive en Dios, estará poniendo en práctica su voluntad, estará trabajando por un
mundo más justo, más humano, en el que no haya acaparadores y muertos de hambre. Este hombre
está edificando su vida para siempre.
Deberíamos supeditar todo lo de aquí a la voluntad del Padre. No deberíamos olvidar nunca que a
la hora de la muerte no nos podremos llevar con nosotros nada de lo que tengamos, pero sí lo
que seamos. ¡Qué poco corriente es pensar y actuar así!
Tenemos que desterrar de nosotros el individualismo y preocuparnos de los demás.
Entonces, la enseñanza de Jesús brotará de lo más profundo de nuestro corazón, como una
consecuencia lógica.
El ojo es la luz del cuerpo
La lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo está sano, tu cuerpo entero tendrá luz; si tu ojo está enfermo,
tu cuerpo entero estará a oscuras. Y si la única luz que tienes está oscura, ¡cuánta será la oscuridad! (Mt
6, 22-23).
Jesús vuelve a partir de una experiencia: el ojo es como la luz que nos permite ver. Si el
ojo está sano, vemos bien; si el ojo está enfermo, nos vemos rodeados de tinieblas en la medida
de su enfermedad. Si nuestra luz es tiniebla, ¿cómo será la tiniebla?
Estar seguros de nuestra clara visión es peligrosísimo. Sólo puede tenerla Dios.
Jesús nos vuelve a hablar en imágenes: el ojo del corazón debe estar totalmente dirigido a
Dios. Si el corazón se ha disipado en los bienes terrenos, se ha vuelto espiritualmente ciego, y
todo lo que el hombre ve es una deformación de la realidad. De esta forma el hombre camina
por la vida a tientas. Si el corazón del hombre está dirigido a Dios, irá viendo las cosas cada vez
más parecidas a como son, a como las ve Dios, creador de todas ellas. Se iluminará el misterio
de la oscuridad humana.
Las cosas no son como nosotros creemos o como nosotros las vemos, sino como son en sí
mismas, como son en Dios, aunque nosotros no lo sepamos o no lo entendamos. Lo mismo las
personas. Veremos en la medida en que vayamos descubriendo en las cosas y en las personas su
profunda realidad, su imagen y semejanza con el Dios creador. Nunca del todo. Nuestra vida es
sueño o despertar. Despertar constante, jamás acabado. Cuando despertamos, ya estamos
despertando otra vez. Todo lo pasado es sueño y el futuro depende de nuestros sucesivos
despertares.
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Nuestro mundo es incapaz de ver la realidad. La primera realidad es la creación como
reflejo del creador. La segunda y definitiva, la re-creación de Jesús de Nazaret. Con .Jesús, Dios
se ha dejado ver, dándonos el pleno sentido de la vida.
Jesús es el rostro de Dios. A su luz, toda la creación se convierte en un gran sacramento
de Dios. Con él, tenemos la posibilidad de descubrir, a través de lo visible, al invisible.
Imposibilidad de servir a dos amos y la verdadera preocupación por lo temporal
Nadie puede estar al servicio de dos amos. Porque despreciará a uno y querrá al otro; o, al contrario, se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero. Por eso os digo: no estéis agobiados por la vida pensando qué vais a comer, ni por el cuerpo pensando con qué os vais a vestir. ¿No vale más la vida que el alimento, y el cuerpo que el vestido? Mirad a los pájaros: ni siembran, ni siegan, ni almacenan y, sin embargo, vuestro Padre celestial los alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellos? ¿Quién de vosotros, a fuerza de agobiarse, podrá añadir una hora al tiempo de su vida? ¿Por qué os agobiáis por el vestido? Fijaos cómo crecen los lirios del campo: ni trabajan ni hilan. Y os digo que ni Salomón, en todo su fasto, estaba vestido como uno de ellos. Pues si a la hierba, que hoy está en el campo y mañana se quema en el horno, Dios la viste así, ¿no hará más por vosotros, gente de poca fe? No andéis agobiados pensando qué vais a comer, o qué vais a beber, o con qué os vais a vestir. Los paganos se afanan por esas cosas. Ya sabe vuestro Padre del cielo que tenéis necesidad de todo eso.
Sobre todo buscad el reino de Dios y su justicia; lo demás se os dará por añadidura. Por tanto, no os agobiéis por el mañana, porque el mañana traerá su propio agobio. A cada día le bastan sus disgustos (Mt 6, 24-34).
La sociedad moderna ha logrado que la mayoría de los hombres del mundo capitalista tenga
puesto su corazón en el progreso y en el confort. Y este mundo se llama mayoritariamente cristiano. Se
vive inquieto y agobiado por alcanzar el máximo confort, por sobresalir y tener más que los demás,
por acumular poder y dinero, por divertirnos sin otra finalidad frecuentemente que evadirnos de la
realidad que nos tiene encadenados. En definitiva, se trata de lograr el máximo bienestar con el
mínimo esfuerzo.
Con nuestro modo de vivir, los cristianos estamos demostrando que no nos interesa seguir a Jesús.
Nos defendemos de él, al vivir y actuar como si todo terminara en este mundo y al encerrarnos en
nuestro propio egoísmo.
Tenemos que defendernos del exceso de tecnificación y degradación de la vida. Tenemos que
trabajar en serio para hacer un mundo más humano para todos.
Jesús no perdió el poco tiempo que vivió. Nosotros lo perdemos lamentablemente en cosas
superfluas. Y cuando lo empleamos a fondo es únicamente en nuestro provecho.
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Jesús vivió siempre orientado hacia su Padre, mantuvo siempre firme una prioridad: construir
«el reino de Dios y su justicia». Y eso le acarreó más problemas que a los demás, al ser más
consciente de la verdadera vida, de la auténtica libertad: todos los poderes se le enfrentaron, los
amigos no acabaron nunca de entenderle, la pasión y la muerte en el patíbulo.
Es inexplicable -si no ahondamos en la Biblia- que, después de cerca de dos mil años de
cristianismo, sigamos pretendiendo ser cristianos y transmitiéndolo desde los poderes del mundo,
con los mismos argumentos que emplean los hombres para su triunfo humano. ¡Cuándo
descubriremos que la diplomacia religiosa y las asociaciones cristianas burguesas son antievangélicas!
Este pasaje contiene dos enseñanzas principales: la imposibilidad de servir, al mismo tiempo,
a dos amos y el tema del agobio por la vida terrena. El primero se dirige principalmente a
ricos; el segundo, sobre todo a pobres que puedan vivir agobiados por su pobreza. Sin
embargo, el mensaje es uno: para ser cristiano es fundamental ser pobre, no mísero.
«Nadie puede estar al servicio de dos amos»: Dios y dinero.
Según el derecho de aquella época, un siervo podía serlo, al mismo tiempo, de distintos
amos. Pero, en la práctica, esto resultaba imposible. Llegaba siempre el momento en que se
adhería a uno y se separaba del otro. Jesús aplica esta experiencia de la vida a las relaciones del
hombre con Dios.
No se puede seguir a Dios si uno quiere al mismo tiempo estar al servicio de cualquier otra
cosa; el seguimiento al Padre es de una exigencia radical. O Dios o dinero, tomando el dinero
como el ídolo que resume todo lo que impide llegar en plenitud a Dios.
Cuando uno quiere seguir el camino de Jesús, significa que acepta subvalorar definitivamente
todo lo demás. ¡Igual que hacemos! ¿Quiénes practican en España normalmente la religión, o
presumen de practicarla? ¿Por qué? ¿Qué intereses políticos y económicos defienden? Creo
que si los empresarios y adinerados españoles que se llaman cristianos lo fueran en el campo de
la justicia, indispensable para serlo de verdad, se acabaría el paro obrero y tantas injusticias
incalificables que padecemos. Porque sólo hay una solución: que unos tengan menos, para que
haya para todos. Y los que tienen de más todos sabemos quiénes son y para qué legislan. A
escala universal, ¿quiénes son los principales culpables de la brutal desigualdad entre naciones y
personas? ¿No es el mundo llamado libre y cristiano? Esto es gravísimo. Así es imposible que el
mundo crea en Jesús y en el Padre del cielo. Es lamentable que las derechas políticas en España
consideren a la iglesia como su aliada -con el beneplácito de la jerarquía- y las izquierdas como su
enemiga. Aunque el evangelio tampoco sea de izquierdas.
Debemos reconocerlo: el dinero, con todo lo que representa de poder, seguridad y prestigio, es el
único dios de la inmensa mayoría de cristianos. Incluido el montaje institucional de la iglesia.
El Dios de Jesús da amor, amistad, igualdad, justicia, compartir, compromiso, pobreza, alegría,
riesgo, dificultades, intemperie. Lleva a la fraternidad universal. Y esto en el fondo no pueden quererlo
los poderosos, de la clase que sean. No les queda más solución que justificarse con unas «practiquitas».
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El considerar importante la acumulación de riquezas, o acumularlas sin darle importancia, es
decididamente incompatible con el seguimiento del Dios de Jesús, porque esta acumulación exige la
dedicación del corazón del hombre, ocupa a todo el hombre y le hace imposible seguir al mismo
tiempo a Dios, por mucho que se lo proponga. El dinero es un ídolo que exige la misma lealtad que
Dios y acapara la adoración del corazón del hombre. Lleva a prescindir del verdadero Dios, pero
sin reconocerlo del todo.
Este pasaje nos presenta una disyuntiva radical, sin posibilidad de componendas: Dios, señor
absoluto, solicita el corazón del hombre, al hombre entero y en exclusiva. El otro señor, que
entra en la disyuntiva, no es el prójimo; es el dinero y todo lo que representa.
Conocemos todos por experiencia el poder disimulado del dinero, que gana el corazón del hombre
y lo encadena.
La vida debemos ponerla al servicio de lo que vale la pena. Y lo que vale la pena no es lo que
podemos conseguir con dinero, como piensan la mayoría de los hombres, sino lo que se fundamenta
en el amor que es Dios y se concreta en el servicio a los hombres.
Seguir a Dios no se puede compartir. Requiere una total libertad interior respecto a todo lo demás.
Seremos libres en la medida que lo vayamos logrando.
El que trata de vivir confiando en Dios, no se agobia por nada que le pueda ocurrir. Este largo
pasaje nos quiere mostrar la inutilidad de los agobios terrenos a la vista del buen Dios. No se puede
entender como si Jesús nos exhortase a no trabajar para poder vivir. Los pájaros también trabajan du-
ramente para lograr su comida de cada día y nada más. No se cansan en almacenar para asegurar el
alimento de mañana, sino que viven al día. La verdadera fe no tiene nada que ver con la ociosidad.
Aquí se reprueba la excesiva solicitud por los bienes terrenos y superfluos, el esfuerzo febril, el afán
angustioso y egoísta. El trabajo por conseguir los bienes necesarios para la vida no puede ser privado
de su valor, como podría pretender un visionario o las disculpas de tantos.
En nuestro mundo actual este pasaje tiene una actualidad tremenda ante tanto consumo de
alimentos refinados y de modas absurdas e incómodas. Tanto el pobre como el rico pueden ser víctimas
de tales preocupaciones. En muchos hombres el sentido de su vida se agota en la búsqueda de estos
bienes.
Jesús nos pide confianza. Cuando mejor se trabaja es cuando hay confianza en el fruto. La
inquietud por el mañana perjudica el trabajo de hoy. A cada día le basta con su trabajo. Si Dios
está hoy con nosotros en nuestra vida, ¿por qué no lo va a estar mañana? La bondad de hoy es
garantía de su amor para mañana. Si Dios nos ha hecho donación de lo más valioso -vida y
cuerpo-, ¿no se cuidará también de lo menos valioso -alimento y vestido-?
Pero siempre es preciso aceptar una cierta inseguridad. A Dios no le podemos pedir una seguridad
total, como la acumulación de alimentos o de vestidos -en definitiva, de dinero-. Todas estas cosas
debemos tenerlas y ocuparnos de ellas, en cuanto nos sean necesarias. Nunca nos pueden im-
posibilitar la búsqueda de Dios en el prójimo.
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Nadie puede prolongar los días de su vida. ¿Qué sentido puede tener el verse dominado por la
angustia y ansiedad a causa de bienes menores que la vida? Si la providencia de Dios se extiende a cosas
tan efímeras como las hierbas del campo, ¡cuánto más se preocupará por la vida de los hombres!
Tenemos que buscar el reino de Dios y su justicia. Si hacemos así, lo demás ya está
asegurado: bastará con lo que haya. Ya no ambicionaremos nada para nosotros mismos, si
estamos llenos de esta única aspiración importante. Trabajaremos, tendremos las cosas necesarias,
pero nuestro corazón no estará puesto en estas actividades.
Debemos realizar una tarea difícil: conjugar el abandono en manos de la providencia de
Dios con un trabajo decidido al servicio de la humanidad. Y mantener un clima de confianza y
serenidad, que ninguna dificultad nos pueda quitar.
Es necesario saber vivir con libertad. Y sólo es libre el que se desprende de todo aquello que
tiene fin. Vivir en libertad es una de las enseñanzas más originales y revolucionarias de Jesús,
aunque sea una de las menos asumidas por los cristianos. Un vivir en libertad que nos impide
ser esclavos de modas, costumbres, diversiones, normas, agobios. Como vivió Jesús. Un vivir en
libertad para construir una sociedad mejor, más fraternal, justa y agradable.
Termina el pasaje con una frase de gran sabiduría: cada día trae consigo una dosis
determinada de problemas, que no debemos aumentar con los que nos imaginemos para los días
sucesivos.
Desde Dios, todos los quehaceres se vuelven ligeros. Desde Dios, el hombre puede ser
hombre.
No juzgar
No juzguéis y no os juzgarán. Porque os van a juzgar como juzguéis vosotros, y la medida que uséis, la
usarán con vosotros. ¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas
en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: «Déjame que te saque la mota del ojo», teniendo una viga en el tuyo? Hipócrita: sácate primero la viga del ojo; entonces verás claro y podrás sacar la mota del ojo de tu hermano (Mt 7, 1-5) (Lc 6, 37-42).
Es necesario que siempre separemos la acción que una persona realiza, de la persona que la
hace. La persona es siempre intocable. Nunca tenemos que juzgarla ni con el pensamiento, ni
con la palabra. Jesús no prohíbe el enjuiciamiento moral de la acción. Lo que nos prohibe es que
declaremos culpable a la persona que ha puesto tal acción.
Mi comportamiento con los demás será la norma del comportamiento de Dios conmigo. ¡Y
cómo deseo que esa norma sea benigna! Dios perdona sin medida, pero sólo al que perdona.
¿Más claro?
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La Biblia es muy consciente del estado de culpabilidad en que todo hombre vive.
Constantemente tiene presente el rechazo con que los hombres respondemos al amor de Dios. Ya
en la narración simbólica de la prehistoria de la humanidad, nos cuenta la comida del fruto
prohibido (Gén, 3), el fratricidio (Gén, 4), la corrupción de los contemporáneos de Noé (Gén,
6-8) y la construcción de la Torre de Babel (Gén, 11). La historia del pueblo escogido, que
comienza con Abrahán (Gén, 12s), sigue en la misma línea.
¿Cómo podremos resistir el juicio o la medida de Dios sobre nosotros, si lo hace como
nosotros acostumbramos a portarnos con los demás? ¿Qué seria de nosotros, si Dios nos
tratara como tratamos nosotros con frecuencia a nuestros prójimos?
Si juzgamos a los demás, nos atribuimos un derecho que no tenemos. Además,
sobrepasamos nuestra medida, porque siempre nos faltarán datos para hacer un juicio justo.
¿Quién puede abarcar las intenciones, el estado de ánimo y las circunstancias de una persona al
realizar una acción que consideramos injusta? Cualquier juicio humano es transitorio e
inseguro.
La doctrina es ilustrada con el proverbio de la paja y la viga, muy al estilo oriental, de
significado claro: no hay proporción entre lo que debemos nosotros a Dios y al prójimo, con lo
que el prójimo puede debernos a nosotros. Si no podemos pagar a Dios una deuda, imposible de
pagar, y él nos perdona, ¿no debemos perdonar nosotros las pequeñas deudas que los demás
tengan con nosotros? ¿Cómo quiero que los demás se comporten conmigo cuando les ofendo?
¿Es mucho pedir que actúe yo lo mismo con ellos?
Jesús nos pide que miremos primero nuestra propia vida y la corrijamos. Después, que
ayudemos al hermano.
No es necesario ser perfectos para poder corregir a los demás, basta ponerse en camino de
superación. De otra forma, ¿quién podría corregir? Pero corregir a los demás, y no estar uno
mismo en camino de conversión, es una hipocresía.
No a todos se les puede anunciar el evangelio
No deis lo santo a los perros, ni les echéis vuestras perlas a los cerdos; las pisotearán y luego se volverán para destrozaros (Mt 7, 6).
Sólo se puede anunciar el mensaje de Jesús a las personas insatisfechas, que están en
búsqueda de lograr un sentido para su vida o tratando de ahondarlo.
Los satisfechos, los instalados, no lo podrán entender jamás porque no lo necesitan. Es más,
les irrita. Es perder el tiempo querer decirles, si se llaman cristianos, que el evangelio pide otra
cosa.
Los perros y los cerdos no son los paganos, como corremos el riesgo de interpretar. Son
aquellos -cristianos o no- que mantienen frente a la palabra de Dios -léase justicia, igualdad,
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amor, verdad, libertad- la misma actitud desesperante que los cerdos frente a las perlas: las
rechazan -los cerdos, ellos no- porque son duras y les hacen daño a los dientes, por eso se
enfadan y se revuelven ante las exigencias de la palabra -ellos, los cerdos no-. La única pos-
tura posible es el silencio y sacudir el polvo de los pies en testimonio contra ellos.
¿Qué se les podrá decir a los autosuficientes, a los seguros de sí mismos, a los cerrados
totalmente a cualquier compromiso, a los que están aferrados a unas cuantas prácticas religiosas o
pertenecen a alguna asociación o pía unión o estamento clerical, con olvido de los hermanos
que no son de su casta, de su religión o de su ideología?
Jesús anunció a sus discípulos fracasos y persecuciones. Pero éstos no pueden ser causados
por propia imprudencia o falta de discernimiento. ¡Es necesario pisar tierra y saber dónde no
hay nada que hacer! ¿Repasamos el «Dios o dinero»?
Confianza en la oración
Pedid y se os dará, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá; porque quien pide recibe, quien busca encuentra y al que llama se le abre.
Sí a alguno de vosotros le pide su hijo pan, ¿le va a dar una piedra?; y si le pide pescado, ¿le dará una serpiente? Pues si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre del cielo dará cosas buenas a los que le pidan! (Mt 7, 7-11).
Para pedir, buscar y llamar es necesario sentir la necesidad de algo que no tenemos. Una
persona que no desea nada, es una persona que ha perdido el gusto de vivir. Para buscar algo
con ilusión es necesario que poseamos ya en el corazón el objeto de esa búsqueda. El deseo nos
hace poseer anticipadamente lo que buscamos. Es imposible encontrar lo que no se busca, lo
que no se posee ya en el corazón. Si conseguimos poco en la vida, es porque no tenemos el
coraje de desear siempre más y mejor. La ilusión puesta en el futuro da altura y compromiso
al presente para trabajar por conseguirlo.
Tenemos una tentación: desear sólo bienes materiales, que nos impiden progresar como
personas. Cuando pedimos a Dios cosas que no se refieren a nuestra superación como personas,
es natural que Dios dé de lado nuestras peticiones. ¿Estará aquí la razón de que normalmente
tengamos la impresión de no ser escuchados por Dios en nuestras peticiones? Somos malos,
pero no lo reconocemos.
Dios es un Padre que sabe todo lo referente a nosotros, que se cuida de todo y sabe lo que
verdaderamente necesitamos. Y está siempre dispuesto a favorecernos, lo cual significa que nos
escucha cuando nuestras peticiones y búsquedas desarrollan nuestro ser de hijos suyos. Un
Padre que respeta nuestra libertad, pero que no colabora a nuestra destrucción, cuando nos
empeñamos en ello, ni indirectamente. Por eso es un Padre que no puede colaborar en loterías y
zarandajas por el estilo, porque sabe que no está ahí la felicidad del hombre.
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Nuestros padres sí colaboran a la destrucción de sus hijos, al consentirles y concederles todos
los caprichos, al darles todo demasiado hecho, al no exigirles un cumplimiento adecuado del
deber, al evadirse de la responsabilidad que tienen de educar con el ejemplo y darles un
sentido materialista de la vida al ser lo que viven ellos.
En la oración confesamos y demostramos nuestra fe en el Padre, nuestra dependencia de
él, nuestra incapacidad de bastarnos a nosotros mismos, nuestra fe en que siempre nos escucha
-unas veces para concedernos lo que le pedimos y otras para rechazarlo-, buscando nuestro
verdadero bien aunque no coincida con nuestros deseos.
Lo que venga del Padre será lo que más nos convenga. No hemos de temer que nos dé algo
nocivo. Las cosas nocivas que nos llegan suelen venir de otros hombres.
Pero no pedimos nada, no nos importa nada, no nos sentimos necesitados de nada que
tengamos que pedir al Padre. Estamos satisfechos de nuestra vida o por lo menos disimulamos
nuestro vacío. Pero pecamos y nos destruimos, aunque no queramos reconocerlo.
El auténtico pedir, la verdadera búsqueda complica la vida del hombre sobre la tierra. Pero
sólo así nos vamos realizando. Dios siempre da bien, incluso en las cosas que creemos
negativas. Hace falta «ver». Lo difícil es saber qué cosas vienen de él y qué cosas permite.
El que trata de vivir en Dios, entenderá esto perfectamente, y todas sus peticiones estarán
hechas con el deseo de que se le concedan si le convienen.
Clara norma de conducta
Tratad a los demás como queréis que ellos os traten: en esto consiste la ley y los profetas (Mt 7, 12).
El «no haced a los demás lo que no queréis que os hagan a vosotros», Jesús lo plantea de
forma positiva: «tratad como queréis que os traten». Y esta es su originalidad.
La experiencia personal de lo que me alegra o molesta es una norma de conducta segura de
cómo debo comportarme con los demás. ¡Cómo cambiaría la humanidad si tratáramos de hacer
así! Debemos hacer a los demás lo que queremos que nos hagan a nosotros, aunque nunca nos
lo lleguen a hacer.
Los dos caminos
Entrad por la puerta estrecha. Ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición,
y muchos entran por ellos. ¡Qué estrecha es la puerta y qué angosto el camino que lleva a la
vida! Y pocos dan con ellos (Mt 7, 13-14)
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Ante nosotros se presentan dos caminos: vivir para mí mismo con olvido de los demás o vivir
para los demás con olvido de mí mismo. En la práctica se dan mezclados a causa de nuestras
limitaciones. No hay una tercera posibilidad. Cada no debe elegir. Si no elegimos, es claro que
nuestro camino es el ancho.
Vivir para mí mismo me lleva a poner la meta de mi vida en el confort, la comodidad. Me
lleva a instalarme en la vida como si fuera ella mi morada para siempre. Y de esa forma este
camino, tan ancho y fácil al principio, se va convirtiendo paulatinamente en camino estrecho, lleno
de soledad, vacío y hastío de vivir. Este camino cómodo de la mediocridad, del pecado y del vicio,
es muy transitado. Por ello hay tanta necesidad de verdadera alegría en el mundo.
Vivir para los demás me lleva a poner la meta de mi vida en el amor, la justicia, la verdad,
la libertad, la paz, la igualdad, para todos los hombres. Y así me lleva a trabajar por la
construcción de un reino que comienza aquí, pero que no se acaba aquí: el reino de la justicia,
de la verdad, del amor, de la libertad, de la paz, de la igualdad, para todos y para siempre.
Este camino conduce al Padre de todos los hombres, porque él es la libertad, la justicia, el
amor... Y así, este camino, tan estrecho y difícil al principio, se va ensanchando cada vez más, y
me va descubriendo las verdaderas dimensiones del corazón humano. Es el camino de las
bienaventuranzas, del nueve veces ¡dichosos! de Jesús. Pocos entran por él, porque son pocos
los hombres con el suficiente coraje para correr el riesgo de dejarse guiar por su corazón que
termina adormecido por los «cuidados» de la sociedad.
Cuidado con los falsos profetas
Cuidado con los profetas falsos; se acercan con piel de oveja, pero por dentro son lobos rapaces. Por sus frutos los conoceréis.
A ver, ¿acaso se cosechan uvas de las zarzas o higos de los cardos? Los árboles sanos dan frutos buenos; los árboles dañados dan frutos
malos. Un árbol sano no puede dar frutos malos, ni un árbol dañado dar frutos
buenos. El árbol que no da fruto se tala y se echa al fuego. Es decir, que por sus frutos los conoceréis (Mt 7, 15-20) (Lc 6, 43-45).
Siempre hubo profetas verdaderos, aquellos que pusieron en Dios el sentido de su vida y,
desde él, realizaban todas sus acciones; y falsos, aquellos que buscaban su propio interés y el de su
grupo.
Es necesario distinguirlos, de otra forma tendremos velado el camino verdadero hacia el
Padre. Y el único modo de distinguirlos es, según Jesús, por sus obras. Los hechos, la vida, son
la garantía de la verdad de la palabra de una persona. Esta advertencia de Jesús no se refiere a
los posibles enemigos externos del cristianismo, sino a los internos. Este peligro que proviene de
dentro es mucho más difícil de conocer. No es fácil discernir al verdadero del falso profeta: sus
palabras y sus argumentos suelen ser los mismos o parecidos, en teoría. Pero no cabe el engaño
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si buscamos los frutos, la vida, la fe traducida en obras. Porque la vida del hombre forma una
unidad, tienen que coincidir sus sentimientos, sus palabras, su querer y su acción. A la larga sólo
subsiste el conjunto. El lobo rapaz, escondido debajo de la piel de oveja, acaba apareciendo al
exigirle algo que requiera una verdadera transformación en el montaje de su vida, al exigirle algo
que requiera un verdadero compartir.
Es necesario que nos demos cuenta, con claridad, que el verdadero profeta es aquel que trata
de cambiar las estructuras injustas de la sociedad, porque busca la promoción verdadera del
pueblo. Y por ello, no busca prebendas para sí mismo. Por la gran influencia de las estructuras
sociales sobre el comportamiento de los individuos, es prácticamente imposible influir en éstos sin
tratar a la vez de transformar aquéllas. Persona y estructura deben cambiar a la vez. Los dos
forman este árbol del que habla Jesús.
Hasta poco antes del nacimiento de Jesús, se daba más importancia al grupo que al
individuo. Jesús recalca más el valor de cada persona por estar bastante olvidado, pero jamás
con olvido del grupo. Es decir, para Jesús persona y grupo son dos realidades indisolubles. Su
mensaje no se puede vivir personalmente sin referencia constante a los demás, pero no para
mangonearlos -tan frecuente en la historia de la humanidad-, sino para que sean hacedores de su
destino.
Nuestro cristianismo ha olvidado durante muchos siglos de su historia esta realidad, y ha
convertido el mensaje de Jesús en algo estrictamente personal, íntimo, ajeno a la suerte de las masas
populares. Por ello, el cristianismo se ha instalado en las clases burguesas y, desde ellas, se quiere
«convertir» al pueblo. No contentos con privarles de los bienes materiales y culturales... les quieren
robar también a Dios.
No se puede ser verdadero profeta del reino de Dios fuera de los intereses y lucha del pueblo. Quizá
sea ésta hoy la pista más clara para distinguir a los verdaderos profetas de los falsos. ¿No es el
reino de la justicia, de la verdad, del amor, de la libertad? ¿Cómo se podrá ser fiel a este reino, sin
trabajar eficazmente por traer la justicia a la tierra?
Edificar sobre roca
No todo el que me dice «Señor, Señor» entrará en el reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre que está en el cielo.
Aquel día muchos dirán: Señor, Señor, ¿no hemos profetizado en tu nombre, y en tu nombre echado demonios, y no hemos hecho en tu nombre muchos milagros? Yo entonces les declararé: Nunca os he conocido. Alejaos de mí, malvados.
El que escucha estas palabras mías y las pone en práctica se parece a aquel hombre prudente que edificó su casa sobre roca. Cayó la lluvia, se salieron los ríos, soplaron los vientos y descargaron contra la casa; pero no se hundió, porque estaba cimentada sobre roca.
El que escucha estas palabras mías y no las pone en práctica se parece a aquel hombre necio que edificó su casa sobre arena. Cayó la
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lluvia, se salieron los ríos, soplaron los vientos y rompieron contra la casa, y se hundió totalmente (Mt 7, 21-27) (Lc 6, 46-49).
Severa amonestación a todo cristianismo de fórmula: no es suficiente escuchar y proclamar la
palabra de Dios, sino que es preciso llevarla a la práctica. Llamada clara al realismo cristiano.
La palabra «Señor» compendiaba la fe de las primeras comunidades cristianas. Esto da más
fuerza a la argumentación de Jesús: por más ortodoxa que sea nuestra fe, no sirve para nada si no se
realiza en obras coherentes con esa fe.
En nuestro mundo existen hombres que creen que rezan, hombres que no rezan y hombres que
rezan de verdad.
Cuando me tropiezo con personas capaces de crueldades, durezas, injusticias y opresiones, rezando
devotamente en la iglesia, me quedo consternado. Esa oración intimista, individualista, que nos vuelve
sordos al grito del hermano oprimido, no puede ser oración; no será más que su odiosa caricatura. No
creo en esos grupos de cristianos burgueses, agrupados con frecuencia en organizaciones de tipo
religioso laical, ni en órdenes o agrupaciones o congregaciones religiosas que viven de espaldas a las
necesidades materiales del pueblo.
Si te tropiezas con algún cristiano que no tiene respeto a los demás, que calumnia, que es cómplice
de injusticias, que colabora de la forma que sea a la mentira social, no te engañes: aunque dedique mucho
tiempo a la oración, es imposible que ésta sea verdadera.
Jesús critica duramente la actitud farisaica, que intenta vivir la fe sin transformar la propia
vida. Es fácil decir: «Yo creo en Jesús». Pero la garantía de la fe verdadera no está sólo en lo que digan
nuestros labios. Si nuestra vida, nuestras obras, no están de acuerdo con nuestras palabras, ¿de qué
nos sirve decir que somos creyentes?, ¿no se llaman creyentes personas y grupos cuyas vidas son
opuestas a lo proclamado por Jesús en las bienaventuranzas?
También desconfío de los que no rezan nunca. No me dejo embaucar por sus palabras
inteligentes, problemática elegante, perspectivas amplias, que dan la impresión de saberlo todo, pero
que no ayudan al hombre a vivir al nivel que necesita. Todo hombre que no planifique su vida y la
de los demás desde Dios, desde una perspectiva de infinito, aliena al hombre. Respeto sus
planteamientos, comprendo la gran influencia que han tenido en ello el fariseísmo de los cristianos,
quiero comprender su agnosticismo o ateísmo, pero no lo comparto. En el fondo me muestran el
desolado paisaje de su vacío. Las cosas y las personas tenemos una realidad, independientemente de
nuestro conocimiento o creencias. Llegar a esa realidad plena es esencial para todos.
Hay una oración que es blasfema. Pero hay también una ausencia de oración que es vacío,
tinieblas. No quiero elegir entre dos males, dos falsificaciones.
Cada uno debemos inventar nuestra propia oración.
Cristo ha conocido al que se va identificando con él. Está en él y con él, porque dirige sus
pensamientos y le conduce en sus caminos. Tiene con él un conocimiento amoroso, una mutua
familiaridad.
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La fe es un proyecto de vida. Cuando rezamos, aceptamos el plan de Dios sobre nosotros y sobre el
mundo, y tratamos de llevarlo a la práctica. Un plan que no puede ser otro que la búsqueda de más
justicia, más libertad, más verdad, más amor... para todos.
La fe nos impulsa a un cambio radical de la vida. Sólo es cristiano el bautizado que lo demuestra
con el estilo de su vida: es pobre, misericordioso, lucha por la paz y la justicia...
La fe nos impulsa a nuestra edificación individual y también a realizarnos comunitariamente. Cuanto
más persona sea, seré más grupo. Mi meta, desde Cristo, es infinita: sólo seré libre cuando lo sea
toda la humanidad, sólo viviré la justicia y la verdad cuando llegue a todos los hombres, sólo seré
plenamente hombre cuando todo el mundo sea una gran fraternidad. Proyecto utópico, irrealizable del
todo en esta vida. Por eso necesito creer en el más allá, en el reino de Dios: un reino que se va
construyendo aquí, pero que tendrá su plenitud después. Esa plenitud da confianza y sentido a mi lucha
de aquí abajo.
El sermón de la montaña termina comparando a los hombres con las casas que edifican: externamente
parecen iguales; la diferencia se nota en los momentos decisivos: una se mantiene firme, mientras que
la otra cae con gran estrépito.
El hombre es como una construcción: puede edificarse sobre cimientos sólidos o sobre tierra
movediza.
El hombre edificado sólidamente es aquel que es fiel a la palabra de Dios, esa palabra que Dios ha
pronunciado sobre él: la escucha y la lleva a la práctica. Permanecerá vengan las adversidades que
vengan. Trata de realizar la imagen y semejanza de Dios que hay en él. La palabra de Jesús es la
base de su existencia.
Pero el hombre puede tomar otra actitud. No se puede edificar sobre la mentira, la insensatez,
el egoísmo, la opresión, la comodidad. Este modo de vivir se acaba pagando caro, aunque parezca
que sea el que triunfa. Este hombre también construye, pero la palabra de Jesús no es para él lo más
importante y radical. Por ello no tiene consistencia.
El hombre que descubrimos en Jesús no es ni el ambicioso, ni el competitivo, ni el agresivo, ni
el perezoso, ni el acumulador, ni el vividor, ni el conformista, ni el que explota y reprime.
Jesús nos descubre al hombre recio, edificado sobre roca. Aquel que, desde el pueblo y a su
servicio, vive de tal manera, que el estilo y la acción de su vida provocan la condena de los
senadores -poder político-, los sacerdotes -poder religioso- y los letrados -los sistemas
ideológicos y económicos-- (Mc 8, 31). Jesús es hombre de acción, metido de lleno en la trama de la
vida diaria. Y quiere que nosotros seamos como él, que se hizo «carne»; es decir, pueblo, historia,
lengua, cultura.
El hombre auténtico es completamente lo contrario a lo que se vive y valora: no es el rico,
sino el pobre; no es el pasivo, sino el luchador por la causa de la justicia; no es el que ríe, sino el
que llora; no es el bien visto por todos, sino el perseguido. Es el que vive el espíritu del mensaje de
Jesús, aun sin conocerlo.
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Ser consecuente con la fe resulta doloroso e inquietante. Cuando se predica que vale más
perderlo todo que destruirnos, no es para fastidiar a nadie, sino para anunciar el camino de la
liberación = salvación; para que no edifiquemos sobre arena.
El evangelio es proyecto de vida verdadera: amor, servicio, igualdad, justicia, libertad. Y en la
realización de este proyecto demostramos nuestro ser de creyentes en Jesús.
Todos deberíamos estar hartos de proyectos que nunca llevamos a la práctica. Sólo con un
«debería hacer» en la boca o con una serie de reuniones, no arreglamos nada.
Vivimos una vida superficial y formalista: decimos y no hacemos, nos contentamos con
aparentar, obramos únicamente para nuestro beneficio personal, no arriesgamos nunca nada.
Los creyentes tenemos que demostrar con la vida que queremos seguir a Jesús. Y para ello
tenemos que actuar en el interior de nosotros mismos. Por ejemplo, el que económicamente anda
escaso, no puede evadirse dándole vueltas a cómo será más pobre de dinero; tendrá que orientar
su modo de ser pobre por otro lado; el que abunda en bienes económicos no puede evadirse
eludiendo su responsabilidad; será ahí donde tenga que profundizar, porque será imposible que
sea pobre en lo demás siendo rico en bienes de dinero. Y así, cada uno debe plantear su vida,
mirando lo que más le estorba para seguir a Jesús, que siempre será lo que no queremos dejar.
Los jóvenes no soñéis con lo que haréis cuando seáis mayores. Mirad dónde estáis ahora
apoyando vuestra vida. Un buen termómetro para saberlo puede ser el reflexionar en qué
empleáis ahora el tiempo libre.
También debemos actuar en el interior de los grupos, de las comunidades y en el ambiente
en que vivimos. Nuestra acción en ellos es irrenunciable.
El cristianismo es, fundamental y esencialmente, haberse encontrado con Jesús personalmente,
conocerle, amarle y comprometerse con él, para realizar su obra: el reino de Dios, la vida verdadera
del hombre. Y en esta tarea es necesario, para ser fieles, dar preferencia a los más marginados, a los
más olvidados por el motivo que sea: enfermedad, edad, profesión, vida degenerada...
Sólo puede realizarse verdaderamente como persona aquel cuya vida esté edificándose con un solo
objetivo: «el reino de Dios y su justicia» (Mt 6, 33).
Final
Al terminar Jesús este discurso, la gente estaba admirada de su enseñanza, porque les enseñaba con autoridad y no como los letrados (Mt 7, 28-29).
El primer gran discurso de Mateo es la síntesis del mensaje de Jesús, fundamento de todo lo que
sigue.
Los oyentes se quedan admirados, por la sinceridad y hondura del mensaje y de la persona que lo
encarna. Admiración que no llevará a seguirle más que a unos pocos.
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La manera corriente de enseñar contrasta con la de Jesús, que habla con autoridad. Hablar con
autoridad, que significa hablar con convencimiento, creyendo en lo que se dice. Autoridad que se
exterioriza en un llamamiento personal, en una exigencia que quiere transformar la vida del hombre y
de la humanidad.
Ante esta palabra no se puede permanecer desinteresado, ya que sólo hay dos caminos: cerrarse en
sí mismo o abrirse hacia Dios en los demás.
El abrirse hacia Dios en los demás nos lleva a una constante conversión, porque nunca estaremos
abiertos del todo.
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MISIÓN DE LOS DOCE
(Mt 9, 35 - 10, 42)
El segundo gran discurso de Mateo está dirigido a los doce apóstoles, que son el ideal de todo
verdadero discípulo de Jesús.
Es el documento fundamental de la misión de la iglesia, y de la vida apostólica, para todos los
tiempos futuros. En él deben inspirarse siempre la iglesia y todas las comunidades cristianas, si
quieren ser fieles continuadoras del Maestro.
Situación del pueblo al que se dirige Jesús
Jesús recorría todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, anunciando el evangelio del Reino y curando todas las enfermedades y todas las dolencias. Al ver a las gentes, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, «como ovejas que no tienen pastor». Entonces dijo a sus discípulos:
La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies (Mt 9, 35-38).
Mateo nos presenta a Jesús en diálogo constante con el pueblo. Un pueblo «extenuado y
abandonado», sin «pastor». Un pueblo sin esperanza. Jesús se compadece de ese pueblo se entrega
a él y vive únicamente para él. Y quiere contagiar esa pasión suya por el pueblo a los doce. Y,
en ellos, a todos los que en el futuro continuáramos su misión.
Este pasaje evangélico nos tiene que ayudar a situarnos en nuestra realidad actual concreta.
La muchedumbre, el pueblo, siempre está y estará «extenuado y abandonado». Una realidad
tan clara el evangelio no la podía ignorar.
La palabra de Dios también busca la salvación social del pueblo. No está conforme con el plan
de Dios el que el pueblo sea oprimido y explotado.
Cuando al pueblo se le manipula la voz y el voto, cuando no es aceptada su soberanía, cuando
está aplastado por los que tienen el dinero, cuando después de trabajar como un burro de carga
no gana ni para comer, cuando no tiene posibilidad de defender en igualdad de condiciones sus
derechos continuamente olvidados, el pueblo está oprimido y esclavizado. Si además se le engaña,
haciéndole soñar con una prosperidad que nunca alcanzará, y haciéndole entrar en el juego de la
sociedad de consumo, empeñándolo hasta los ojos, el pueblo está vejado.
Todos los que colaboran en esto, y en la represión y adormecimiento de la conciencia colectiva, y
en mantener la ignorancia de los verdaderos problemas, son enemigos del pueblo y, por tanto, de
Dios.
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El hambre y la sed de justicia nos tienen que hacer insoportable la desgracia de nuestros
hermanos y lanzarnos en su ayuda. ¡Cómo ser insensibles ante los casi dos millones de parados,
los tres millones y medio de jubilados, los casi tres millones de alcohólicos, los miles de presos y
de drogadictos, de tantos y tantos que viven sin esperanza!
¿No podría decirles Dios, si hablara nuestro mismo lenguaje, a tantos en España: «Os abomino
por oprimir y engañar al pueblo y además por presentaros como demócratas y como cristianos»?
¿Quién curará el dolor, la soledad, el desencanto de esa multitud obligada a levantar el muro
de las lamentaciones, incluso en un mundo llamado libre? Un mundo en el que al placer se le
llama amor, justicia a los convenios colectivos, libertad a la alienación colectiva. Un mundo en el
que al que atenta contra el «desorden establecido» se le llama enemigo del pueblo. Un mundo en
el que la falta de uso de la propia inteligencia ha convertido a los hombres en borregos unifor-
mados. Un mundo en el que los hombres perversos se hacen grandes y poderosos, montados
sobre los hombros de los trabajadores, creyéndose superiores a ellos porque llevan los bolsillos
llenos de dinero y de mentiras, buscando que se les aplauda mientras están robando y
apaleando al pueblo. Un mundo en el que a los robos pequeños y asesinatos de una o varias
personas realizados por la violencia de los oprimidos, se les llama robos y asesinatos, y está
bien si lo son; pero a los grandes robos y asesinatos en masa, o asesinatos de pocos realizados
por el poder, se les llama negocios o guerras justas o lucha contra el terrorismo o...
¡Padres del pueblo todos ellos! De un pueblo enano, paralítico, leproso, ciego, muerto.
El pueblo vive en un verdadero infierno, lleno de ratas cuyas pulgas siembran la peste por
todos los sitios.
Decía Erich Fromm, en Psicoanálisis de la sociedad contemporánea: «El peligro del pasado
estaba en que el hombre se convirtiera en esclavo. El peligro del futuro está en que los
hombres se conviertan en robots o autómatas».
Los esclavos pueden llegar a tener conciencia de su situación. Los autómatas no se enterarán
nunca de que dejaron de ser hombres. Los dirigentes USA saben hacerlo.
A los autómatas se les puede conceder la democracia, la libertad, con la seguridad de que no
se rebelarán. Por eso se les da. ¿No es todo el llamado mundo libre una muchedumbre de autómatas
dirigidos por la televisión, la prensa, el cine y demás medios de comunicación de masas, en el
que sólo unas minorías continúan teniendo la capacidad de pensar y de decidir por sí mismas?
Con esto no defiendo las dictaduras marxistas. Las dictaduras me repelen del signo que sean.
Pero de ellas no puedo hablar con el conocimiento de causa que tengo de España.
Esta libertad manipulada es una alienación. Es la libertad para hacer lo que quieras, con tal que
quieras lo que se te mande o se te insinúe. Es esa libertad que llama al pan, pan, y al vino, vino... y a lo
demás como quiera el jefe. La historia nos enseña que las masas pueden ser inducidas a hacer cualquier
cosa. Hoy más que nunca, al haberse convertido la manipulación de masas en una depurada técnica.
¿No es suficiente el ejemplo de los anuncios de la televisión?
77
En un mundo concreto, Jesús predicó el reino. Y en un mundo concreto, tenemos nosotros que
continuar esa predicación.
El evangelio exige opciones. Una de ellas -quizá la principal- es ponerse siempre del lado de
la liberación del pueblo oprimido, vejado, herido, muerto.
Trabajar por despertar al pueblo no es fácil. Tiene muchos peligros, lleva consigo graves amenazas
y riesgos. Además de la resistencia del propio pueblo a salir de su alienación, miles de manos fuertes
están vigilantes para aplastar la cabeza que se levante en esta lucha por la liberación del pueblo.
Jesús recorre «todas las ciudades y aldeas» enseñando y curando. Ve al pueblo fatigado y
desfallecido, sin guía ni amparo. Porque está sin pastor, sin líderes capaces de amarlo hasta ayudarlo a
salir de esa postración.
Ya Ezequiel había acusado duramente, en nombre de Dios, a los pastores oficiales de Israel. Una
acusación que se hace profecía en todo tiempo y lugar:
En aquellos días, me vino esta palabra del Señor:
-Hijo de Adán, profetiza contra los pastores de Israel, profetiza diciéndoles: ¡Pastores!, esto dice el Señor:
-¡Ay de los pastores de Israel que se apacientan a sí mismos! ¿No son las ovejas lo que tienen que apacentar los pastores? Os coméis su enjundia,
os vestís con su lana; matáis las más gordas, y las ovejas no las apacentáis. No fortalecéis a las débiles, ni curáis a las enfermas, ni vendáis a las heridas; no recogéis las descarriadas, ni buscáis las perdidas, y maltratáis brutalmente a las fuertes. Al no tener pastor, se desperdigaron y fueron pasto de las fieras del campo.
Mis ovejas se desperdigaron y vagaron sin rumbo por montes y altos cerros; mis ovejas se dispersaron por toda la tierra, sin que nadie las buscase siguiendo su rastro. Por eso, pastores, escuchad la palabra del Señor:
¡Lo juro por mi vida! -oráculo del Señor. Mis ovejas fueron presa, mis ovejas fueron pasto de las fieras del campo, por
falta de pastor; pues los pastores no las cuidaban, los pastores se apacentaban a sí mismos; por eso, pastores, escuchad la palabra del Señor:
Esto dice el Señor: Me voy a enfrentar con los pastores: les reclamaré mis ovejas, los quitaré de
pastores de mis ovejas, para que dejen de apacentarse a sí mismos los pastores; libraré a mis ovejas de sus fauces, para que no sean su manjar.
Así dice el Señor: Yo mismo en persona buscaré a mis ovejas, siguiendo su rastro. Como un pastor sigue el rastro de su rebaño cuando se encuentra las ovejas
dispersas, así seguiré yo el rastro de mis ovejas; y las libraré, sacándolas de todos los lugares donde se desperdigaron, el día de los nubarrones y de la oscuridad. Las sacaré de entre los pueblos, las congregaré de los países, las traeré a la tierra, las apacentaré por los montes de Israel, por las cañadas y por los poblados del país. Las apacentaré en pastizales escogidos, tendrán sus dehesas en lo alto de los montes de Israel, se recostarán en fértiles dehesas, y pastarán pastos jugosos en la montaña de Israel. Yo mismo apacentaré mis ovejas, yo mismo las haré sestear -oráculo del Señor Dios-. Buscaré las ovejas perdidas, haré volver a las descarriadas, vendaré a las heridas, curaré a las enfermas; a las gordas y fuertes las guardaré, y las apacentaré debidamente.
En cuanto a vosotras, ovejas mías, esto dice el Señor: voy a juzgar entre oveja y oveja, entre carnero y macho cabrío. ¿No os basta pacer el mejor pasto, que pisoteáis con las pezuñas el resto del pastizal? ¿No os basta beber el agua
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clara, que enturbiáis la restante con las pezuñas? Y luego mis ovejas tienen que pastar lo que pisotearon vuestras pezuñas y tienen que beber lo que vuestras pezuñas enturbiaron. Por eso, así dice el Señor:
Yo mismo voy a juzgar entre la oveja gorda y la flaca. Porque embestís con el flanco y con el lomo a todas las ovejas más débiles y
las habéis corneado hasta echarlas fuera; yo salvaré a mis ovejas y no volverán a ser botín; voy a juzgar entre oveja y oveja.
Les daré un pastor único que las pastoree: mi siervo David: él las apacentará, él será su pastor. Yo, el Señor, seré su Dios, y mi siervo David, príncipe en medio de ellos. Yo, el Señor, lo he dicho.
Haré con ellos alianza de paz: haré desaparecer de la tierra los animales dañinos: acamparán seguros en el desierto, dormirán en los bosques. (Ez 34, 1-25)
Es necesario leer reposadamente este largo poema y aplicarlo al hoy de la iglesia, de cada
comunidad cristiana y de cada sacerdote u obispo.
Jesús habla de la mies, antigua imagen escatológica. Ve los ampos maduros para la siega.
Pero hay pocos obreros, hay pocas personas que se dediquen, como único fin de sus vidas, a la
ayuda a los demás. Faltan quienes ayuden a tomar una decisión. Jesús se ve ante una tarea
enorme que exige la cooperación de otros, y manda que roguemos al dueño de la mies, al
Padre del cielo, que envíe obreros, que abra corazones a la generosidad de una entrega
incondicional. Una oración que siempre hemos de hacer, como la hacían las comunidades
primitivas.
Jesús nos invita a orar. Orar será siempre la primera actividad para el que haya tomado
conciencia de la realidad humana, una realidad de multitudes «extenuadas y abandonadas».
La oración de Jesús nace de su compenetración con las necesidades de un pueblo, ante las
que con frecuencia se siente impotente. Es una oración que brota espontánea en toda persona
creyente que se hace pueblo.
Toda oración cristiana, si es verdadera, es misionera. Brota del deseo de la venida del reino
de Dios, ante la imposibilidad de soportar que el mal siga triunfando y los oprimidos
sufriendo. Nace del fondo del corazón, no se expresa en muchas palabras, sino que lleva a un
serio compromiso con la justicia.
Misión de los doce
Llamó a sus doce discípulos y los dio autoridad para expulsar espíritus inmundos y curar toda enfermedad y dolencia.
Estos son los nombres de los doce apóstoles: el primero, Simón, el llamado Pedro, y su hermano Andrés; Santiago el Zebedeo, y su hermano Juan; Felipe y Bartolomé, Tomás Mateo el publicano; Santiago el Alfeo, y Tadeo; Simón e fanático, y judas Iscariote, el que lo entregó. A estos doce los envió Jesús con estas instrucciones:
No vayáis a tierra de paganos ni entréis en las ciudades de Samaria, sino id a las ovejas descarriadas de Israel. Id y proclamad que el reino de los Cielos está cerca. Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, arrojad demonios. Gratis habéis recibido, dad gratis.
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No llevéis en la faja oro, plata, ni calderilla; ni tampoco alforja para el camino, ni otra túnica, ni sandalias, ni bastón; bien merece el obrero su sustento. Cuando entréis en un pueblo o aldea, averiguad quién hay allí de confianza y quedaos en su casa hasta que os vayáis. Al entrar en una casa saludad; si la casa se lo merece, la paz que deseáis vendrá a ella. Si no se lo merece, la paz volverá a vosotros. Si alguno no os recibe o no os escucha, al salir de su casa o del pueblo, sacudid el polvo de los pies. Os aseguro que el día del juicio les será más llevadero a Sodoma y Gomorra, que a aquel pueblo (Mt 10, 1-15) (Mc 3, 13-19; 6, 7-13; Lc 6, 12-16; 9, 1-6).
¿Quién era aquel que sanaba las enfermedades y dolencias del pueblo? Era una esperanza, una
luz, una llamada. ¡Por fin!, en medio de los hombres había alguien que era bueno, alguien que es
bueno y hace buenos a todos los que, buscándole en lo más profundo de su corazón, se van en-
contrando con él en los aconteceres de la vida diaria. Expulsaba del corazón del hombre los egoísmos, los
odios, las mentiras, la hipocresía. Compartía lo suyo, amaba sin esperar nada a cambio, no se vendía a
nada ni a nadie, luchaba por la libertad del hombre. Fue asesinado, pero murió limpio. Con él ha nacido
la mayor esperanza para el hombre.
Era un hombre del pueblo, que arrastraba al pueblo a dejar esta maldita vida en la «que la cuna
del hombre la mecen con cuentos... Que los gritos de angustia del hombre los ahogan con cuentos...
Que el llanto del hombre lo taponan con cuentos... Y que el miedo del hombre... ha inventado todos
los cuentos... » (León Felipe).
Y Jesús quiere que su misión continúe. Y para ello llama a los doce. Los continuadores de Jesús no
son hombres aislados, son desde el principio una comunidad de creyentes en él. Una comunidad que
debe ir al encuentro de ese pueblo oprimido, apaleado, despreciado.
Lucas centra la escena
Por aquellos días, subió Jesús a la montaña a orar, y pasó la noche orando a Dios. Cuando se hizo de día llamó a sus discípulos, escogió a doce de ellos, y los nombró apóstoles ... (Lc 6, 12-13).
La oración -no la ritual que estaba mandada hacer tres veces al día y en horas fijas-
aparece constantemente en la vida de Jesús, que frecuentemente se aleja del pueblo y va al monte
en busca de la proximidad de Dios.
En este alejamiento de los hombres y encuentro con Dios, elige Jesús a doce para que estén
siempre con él y puedan continuar su misión. Llamó a los que quiso para que fueran sus
compañeros.
El objetivo de la llamada es la comunión con Jesús y la participación de su misión. El punto
esencial es la unión con él, el formar una comunidad de vida, de bienes y de acción, que significa
un entrar con Jesús en la intimidad de Dios. Su centro vital, su fuente de vida es la vinculación
con Jesús y, por él, con Dios.
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Elige a los doce para enviarlos, para hacerlos partícipes de su propia misión, de su propio
destino.
Estos hombres formarán un equipo que pertenecerá definitivamente a Jesús, a excepción de
Judas, y a pesar de sus muchos momentos de indecisión y de cobardía. Serán como el brazo extendido
de Jesús.
No es mucho lo que se nos cuenta de ellos. De algunos sólo el nombre. De otros iremos sabiendo algo
más. Con esta escasez de datos se nos está indicando que únicamente hay un apóstol, un sacerdote:
el Mesías. Que sólo hay un mediador: el Dios-Hombre.
Son de diferentes comarcas de Palestina, de sectores humildes y marginados de la población y de
profesiones dispares: sencillos pescadores junto a miembros de los zelotes y discípulos de Juan Bautista.
Los estudiosos de la Biblia afirman que al menos dos de los doce -Simón el fanático y Judas
Iscariote- procedían del partido radical de los zelotes.
No son un grupo de discípulos aplicados y dóciles, pero tampoco son aduladores y serviles. Le costó
mucho a Jesús formarlos y cuando murió da la impresión que ha logrado poco de ellos.
Cuando se convierten al Espíritu, cuando descubren que tienen que continuar la misión dejada
por Jesús, pasaron a ser testigos dispuestos a morir. A morir, no a matar.
Para los cristianos estos doce hombres se convierten en los fundamentos del nuevo pueblo de Dios.
Son las columnas sobre las que se levantó la iglesia.
Seguir a Jesús era arriesgado, pero a la vez interesante. Jesús era un hombre subversivo que
estaba radicalmente a favor de los humillados por el esquema social de entonces. Era un hombre
profético, y su manera de actuar conectaba con las ansias de libertad que tenía el pueblo.
Un hombre así podía ser el mesías esperado que derrotara a todos los poderosos, romanos y judíos, y
estableciera el reino de felicidad profetizado y esperado.
Dentro de un constante diálogo con el pueblo, Mateo nos presenta la vocación de los doce,
enviándolos por los pueblos y ciudades de Palestina, con el poder de curar y enseñar.
Jesús llama para enviar, para continuar su tarea -su misión, su estilo de vida- de conducir la
humanidad hacia el Padre, hacia el reino, hacia la plenitud que el hombre anhela y tiene dentro de sí, y
que el Padre va realizando en cada uno de nosotros, si le dejamos, porque nos ama.
El capítulo diez de Mateo es el primer paso hacia la fundación de la iglesia. El punto de
partida es la contemplación de esa multitud que Jesús encuentra en su recorrido por Palestina y
que acude a él en busca de una respuesta a sus ilusiones.
El plan ideal hubiera sido que el judaísmo, transformado por la fe en el mesías, se hubiera
encargado de transmitir la buena nueva a los gentiles. Quizá por eso manda a los doce sólo a los judíos.
Más adelante, al ver la cerrazón de Israel, los discípulos tuvieron que cambiar progresivamente de
dirección, principalmente san Pablo.
¿Se estará repitiendo la historia ahora con el cristianismo?
81
Lo que deben hacer los discípulos en su predicación es proclamar lo mismo que Jesús: que el
reino está cerca, y acompañar esta proclamación con las señales que lo hagan presente: la
liberación de los males que afectaban a los oyentes.
Deben despertar la conciencia del pueblo a la realidad de un reino que tiene que irse
manifestando poco a poco en este mundo. Una vez despertado, el pueblo tiene que luchar para
sanearlo todo desde la raíz.
Para realizar esta misión, que no acaba nunca, que debe ser repetida por cada generación,
cuentan con el poder de Jesús: «les dio autoridad para expulsar espíritus inmundos».
La estructura de pecado que oprime al pueblo es grande, es tan aplastante, que sólo la
confianza en el poder de Jesús puede darnos la victoria.
El que viendo esto no trata de solucionarlo, o el que no llega ni a verlo, no está conforme con
el plan de Dios, manifestado en Jesús.
Deben comunicar la palabra de Dios, que es la vida de los hombres.
Jesús es la palabra, y lo dice y ofrece todo cuando habla, porque lo es todo. Los enviados
comunicamos esa palabra, que es Jesús, en la medida en que somos como Jesús. Y así, es claro que
nosotros velamos la palabra de Dios mucho más que la revelamos, al ser muchos más los aspectos
de la palabra que no vivimos que los que vivimos. Cuando los hombres inquietos acudían a Jesús,
encontraban siempre lo que buscaban, porque Jesús ofrecía y vivía todas las ilusiones, todas las
esperanzas de una vida plenamente humana. Por eso se olvidaban hasta de comer por escucharlas.
Nosotros ofrecemos algunas ilusiones, algunas esperanzas -en la medida en que las vivimos-, que
solamente en ocasiones conectan con la gente que nos escucha. Si nos faltan esas ilusiones, ¿qué
podremos ofrecer? Por eso hay tanta gente sin ilusión: no le damos respuesta a su búsqueda. El
enviado tiene que vivir el anuncio que proclama, y con su vivir contagiará a los oyentes. Hay
demasiada palabrería en los enviados, demasiada palabra vacía, demasiadas lecciones aprendidas de
memoria, que no significan nada ni para nosotros ni para la gente que nos escucha. Menos mal que
la gracia del Padre siempre actúa y por caminos muchas veces impensables.
Ofrecemos alienación, opio, conformismo... Y los instalados lo aceptan, porque no quieren
riesgos, están bien así. Los revolucionarios -sólo se puede ser verdadero revolucionario con un
inmenso amor a los demás- se ven obligados a buscar por otra parte, al habernos convertido los
sacerdotes en funcionarios de una estructura inmovilista, sin el carisma profético que el pueblo
necesita para su liberación. Carisma que Jesús vivió en plenitud y que le llevó a la muerte en el
patíbulo.
La proclamación del evangelio ha de hacerse a través de una manifestación, de una oferta, jamás
por una imposición. La fe se propaga sobre todo por contagio de testigos verdaderos.
No creamos que podemos enviar a otros, si nosotros nos negamos a partir. Todos somos
responsables y solidarios de la tarea de continuar la misión de Jesús. Es algo de todos. El que
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«parte» lo hace en nombre de todos. Es el fruto de la vida del grupo, de la comunidad. Hacen
falta cristianos auténticos, que ofrezcan su vida, su tiempo, que hagan de esto su vocación.
El mensaje cristiano es sencillo, humilde, respetuoso. Proclama con modestia: «el reino de Dios
está dentro de vosotros» (Lc 17, 21). Porque no aportamos ninguna realidad nueva a lo que los
hombres ya tienen dentro de sí. Les ayudamos a reconocer el origen, el sentido, la verdadera natu-
raleza de lo que ya anhelan en su corazón. Y así, el mismo hombre es nuestro aliado, cuando le
ofrecemos el verdadero mensaje de Jesús; no cuando le transmitimos ritos y prohibiciones.
El verdadero enviado es un pobre, no sólo -pero también- en el aspecto económico, sino en
la pobreza de ese profundo respeto hacia aquellos a quienes ha sido enviado, reconociendo todo
aquello que perciben y expresan del Dios que vive y actúa dentro de cada uno.
Dios está presente en la experiencia humana tal como es vivida por cada hombre. Por eso la
conversión es una toma de conciencia de lo que el hombre lleva ya dentro de sí.
Si no reconocemos a Cristo en nuestra vida, ¿dónde lo podremos encontrar?
En el hombre hay mucho más de lo que percibimos. La verdadera vida es algo muy distinto de lo
que la mayoría de los hombres viven. Y lo que los hombres queremos de verdad está mucho más
allá de las cosas con que intentamos distraernos.
El cristiano sabe que está habitado. Escucha al otro dentro de sí. Sabe que lo puede todo en
aquel que le da fuerzas (FIp 4, 13); y que recibe todo lo que da. Ha tomado conciencia de una
presencia que, si es aceptada, puede transformar su vida, defenderla para siempre de la soledad y del
vacío y convertirle en fuente abundante de amor y de esperanza.
Envía una comunidad para hacerse más grande, con el mandato de poner cuanto tienen y son al
servicio del pueblo: «Gratis habéis recibido, dad gratis».
La proclamación del reino debe quedar libre de toda codicia, de toda retribución. ¡Qué bien lo
entendimos con los aranceles, estipendios de misas...!
Jesús comunica gratuitamente sus dones y así deben ser transmitidos. Y es una práctica en
los Hechos de los apóstoles, que los enviados a comunicar el reino actúan sin remuneración,
siendo sustentados por los fieles, pero sólo en lo necesario.
La predicación sólo puede tener éxito si se realiza sin afanes lucrativos. ¡Por eso nos va tan
bien ahora! No se debe ganar por ella ninguna cantidad de dinero. Cuando emprendan un
viaje, deben confiar plenamente en Dios. El los alimentará, como alimenta a los pájaros. Cuando
estén enteramente entregados a su misión, el Padre cuidará de todo lo demás. La austeridad y
la sencillez son cualidades que Jesús desea para los suyos.
El enviado debe ser el hombre de lo absoluto, el que lo dé todo, el que realice las empresas
más imposibles. Debe demostrar que, cuando uno se decide en serio a hacer algo importante,
sólo tiene derecho a descansar después de haberlo realizado. Que un camino, aunque sea muy
difícil, se ha hecho para caminar por él, nunca para acampar. Que cuando se acepta un
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compromiso es para cumplirlo totalmente, cueste lo que cueste. Que el mensaje de Cristo se
nos ha comunicado para tomarlo en serio, y no para teorizar sobre él.
Hay ya demasiada gente en el mundo que se contenta con nada, que abandona su tarea a
medio hacer, que actúa con extrema cautela, que no expone nada.
A los que nos gusta hacer campamentos volantes, o grandes caminatas por la montaña,
sabemos muy bien que a la hora de preparar el equipaje se deben tener en cuenta dos cosas: no
olvidarse nada de lo que sea imprescindible y dejar todo lo que sea innecesario. Por ello es
aconsejable, después de cada marcha, hacer tres montones con el equipaje que se ha llevado: en
uno, poner aquello que se ha usado habitualmente; en otro, lo usado de un modo ocasional; y
en el tercero, lo no utilizado nunca. Y para la marcha siguiente, eliminar sin contemplaciones los
dos últimos montones.
Cargar con peso innecesario convierte la marcha en muy fatigosa o la hace imposible. Olvidar
cosas imprescindibles la puede hacer fracasar.
Es verdad que se trata sólo de un ejemplo. Pero Jesús lo recomienda seriamente en este pasaje
evangélico.
La vida del hombre sobre la tierra es como una marcha, que debemos hacer con el equipaje -las
posesiones- imprescindibles. Ir cargados por la vida con demasiadas cosas, nos resta libertad de
movimientos.
La sociedad consumista en que vivimos trata de inmovilizar a las personas llenándolas de posesiones o
de deseos de poseer. Y esas cosas que decimos poseer, en realidad nos poseen a nosotros. Y lo que
debería ser un simple medio, se acaba convirtiendo en la suprema finalidad de nuestra vida, en nuestro
«dios» -llámense bienes materiales, diversiones, profesión...-. Poco a poco, de un modo
aparentemente insignificante, pasamos del tener para vivir, al vivir para tener.
Y al deseo de tener más, elevado a la categoría de dios, le sacrificamos la libertad, la justicia, el
amor, la verdad, la paz. Ante ese deseo somos capaces de tergiversar toda la escala de valores, de
sacrificar todo lo demás: el poder disponer de tiempo libre para dedicarlo a nuestro desarrollo
personal o a cultivar unas relaciones interpersonales o a problemas de la colectividad.
¿Cuál es el peso que arrastramos cada uno de nosotros y nuestros grupos? ¿Cuál es el lastre
que debemos echar de nosotros sin contemplaciones?
Cuando se trata de anunciar el reino de Dios, descargarse del peso inútil es cuestión de vida o
muerte. Por ello Jesús exige una pobreza extremada: los enviados recibirán por el camino todo lo
que les haga falta, tienen el derecho a ser sustentados por aquellos a los que dedican su tiempo y su vida.
Un estilo que ha sobrevivido en formas diferentes hasta hoy.
¿Por qué Jesús les da estas normas tan concretas? El bastón, la alforja, el dinero, el pan... eran
útiles que llevaban entonces ciertos filósofos itinerantes, vendedores ambulantes y mendigos. Puede ser,
por ello, que Jesús trate de evitar que los enviados a predicar el reino de Dios sean confundidos con estos
personajes, ni con sus intereses lucrativos.
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Hoy estos planteamientos son incumplibles, porque ya no existen estas comunidades de
carismáticos ambulantes, que eran los seguidores de Jesús en los primeros tiempos. Pero queda el
espíritu de gran pobreza que hay en esas normas de comportamiento: depender de la acogida de los
demás, no recibir más dinero que el imprescindible para adquirir lo necesario para la propia vida,
tratando de que lo necesario sea cada vez menos, y esto cada día; rehusar totalmente el esquema social
de consumo, tan extendido hoy; plantear la urgencia de una nueva práctica y mentalidad económicas. El
mensajero del evangelio se tiene que distinguir por la austeridad de su vida y por el desinterés.
La misión de proclamar el evangelio exige una libertad total. Una libertad como la que Jesús pide a
los doce. En esta misión no podemos olvidarnos de lo imprescindible: deben ir indisolublemente
unidos la proclamación de la palabra y los hechos de la vida. El mensaje de la libertad debe ir
acompañado siempre de hechos concretos de liberación. Sin estos hechos que acompañen a la
proclamación de la palabra, ésta quedará convertida en palabrería que no conduce a ninguna parte.
El profeta, o la comunidad profética, que quiera continuar la lucha declarada por Jesús a este
mundo injusto, jamás debe venderse a nada ni a nadie, sino al espíritu de Dios. No puede estar atado al
dinero, ni al miedo a perder el trabajo o a ser mal visto, ni a truncar una carrera brillante. No
puede desear, bajo ningún concepto, tener poder y dominio sobre nada ni sobre nadie. El profeta
debe ser plenamente libre de cualquier coacción interna o externa. Como Jesús, libres de todo, con una
vida pobre y pendiente de la providencia del Padre.
Además, es esencial no tomar la misión profética como una profesión. Es una misión que sólo se puede
desarrollar con el estilo de la propia vida. En Israel las castas sacerdotales y los grupos de los profetas,
institucionalizados, vivían de su profesión. Eran falsos profetas, que vendían la palabra y que
por esa predicación tenían asegurado el sustento. Falsos profetas a sueldo, que preferían el
honor de los cargos políticos y religiosos, a enfrentarse con las instituciones, denunciando la
injusticia.
Si convertimos la predicación en una profesión, nos veremos condenados fatalmente a servir a
los poderes económicos del mundo. El anuncio del evangelio sólo ofrecerá garantías para ser
escuchado cuando se haya liberado de la tutela estatal y de las servidumbres económicas.
Mientras los predicadores del evangelio aparezcamos como sacerdotes de una religión estatal o
influyente en un Estado, no será posible la presentación del mensaje evangélico con toda su
fuerza crítica y liberadora.
La creación de estas condiciones de libertad profética es una tarea que compete a toda la
comunidad cristiana. Únicamente en el seno de verdaderas comunidades liberadoras, que hayan
renunciado al uso de todo tipo de poder, surgirán las voces proféticas que el mundo necesita oír.
El hombre profeta no está esclavizado a los poderosos del tipo que sean, ni está pendiente de los
honores y de la fama, ni busca los primeros puestos y las presidencias.
También deben vivir con un constante espíritu de desinstalación. No pueden instalarse
nunca. Los profetas liberan en la medida en que ellos mismos están en proceso de liberación.
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Tienen que desterrar la hipocresía de sus propias comunidades y de sus propias vidas, y
desenmascarar la hipocresía de la sociedad consumista que padecemos.
No deben andar de casa en casa. Deben indagar dónde se meten y quedarse allí todo el
tiempo. Pero si la casa no está abierta a Dios en sus enviados, si no contesta al saludo de paz
con alegría y prontitud, si prefiere seguir de espaldas a la verdadera vida, los mensajeros no
podrán conseguir nada. Y es que los profetas ponen nerviosos a los instalados de todos los
tiempos, que prefieren seguir vegetando en sus mentiras, antes que comprometerse con algo
que pida esfuerzo. También ponen nerviosas a las iglesias de todos los tiempos. El profeta irrita, y no
se le quiere reconocer la verdad que proclama por falta de disponibilidad a los deseos del Espíritu. De
ahí, que incluso la iglesia caiga con demasiada frecuencia en la tentación de suprimir de raíz el
profetismo, a causa de los riesgos que encierra. Y así sigue los pasos del pueblo judío: que condenando a
los asesinos de los profetas de otros tiempos, perseguían encarnizadamente y asesinaban, cuando podían,
a los profetas contemporáneos. Es lo que le pasó a Jesús. ¡Cuántas lecciones para la iglesia y para
los cristianos nos da el antiguo testamento con el pueblo de Israel y con sus dirigentes! ¡Y qué poco
aprendemos!
También puede pasar que toda una ciudad rechace a los mensajeros. Es el fracaso, tal como Jesús
lo vivió. El más doloroso, quizá, fue en Nazaret. Jesús recuerda a sus discípulos que cuando tengan un
fracaso no deben lamentarse. Su misión consiste en presentar una oferta de Dios al hombre, que éste
libremente debe aceptar o rechazar. Deben marcharse y dirigirse a otros lugares. ¿Para qué
perder el tiempo alimentando con prácticas religiosas a personas instaladas en este mundo injusto y
absurdo?
Hoy siguen existiendo hombres que, por su vida y por sus palabras, nos sacan de nuestra
tranquilidad o de nuestros sueños. Ante ellos es difícil no reaccionar y no tomar postura. A nadie nos
gusta que nos molesten, que nos hagan cambiar de posición cuando no lo queremos. Tenemos la
desagradable sensación de ser atropellados en cosas muy nuestras, muy personales, que nunca habríamos
pensado que alguien se atreviese a tocar. ¿Cómo decirle, por ejemplo, a un sacerdote o a una
religiosa -¡y a un obispo!- que, quizá, su modo de vivir no es cristiano, aunque esté de buena fe? Nos
defendemos rechazando sin pensar al que nos provoca con sus ideas. Preferimos buscar a aquellos
que nos ayuden a seguir dormidos.
¿Y si al que rechazamos fuera un profeta? No podemos olvidar que Jesús fue rehusado por la
misma autoridad religiosa constituida. Y la Biblia entera es profecía. ¡Hay tantas «razones» para tener
razón! Por ello Jesús prevé que se les cierren las puertas a sus enviados. ¡Es tan fácil y razonable cerrar
las puertas a un desconocido, o a un conocido que perturbe nuestro conformismo!
Pero es evidente que corre mayor peligro el que cierra la puerta que el que se queda fuera; porque
éste siempre podrá ir a llamar a otras puertas; pero el que la cierra no siempre podrá encontrarse de
nuevo con un profeta.
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Jesús ha dejado el evangelio en nuestras manos. En las de todos. Y no podría ser de otro modo,
porque si creemos de verdad en la buena nueva, ¿cómo es posible que nos despreocupemos de
comunicarlo a los demás? De la abundancia del corazón es necesario que hable la lengua. Si no habla...
No se nace cristiano, ni se hereda por el ambiente sociológico. Es preciso oír hablar a Jesús, escuchar
su evangelio personalmente y creer en él, convirtiéndolo en el centro de la propia vida. Es preciso llegar
a oír hablar a Jesús. Es preciso que cada uno de nosotros lo hayamos oído y creído personalmente,
libremente, sin intermediarios.
Jesús no obliga, invita. Comunica su buena noticia y espera que sea acogida por cada uno. Acogida y
creída libremente, sabiendo que ello cambia la vida de cada hombre.
Todos nosotros y toda nuestra Iglesia necesitamos convertirnos para poder anunciar el reino de
Dios. Debemos desasirnos de todo lo que lastra nuestras vidas y corta o mutila nuestra libertad.
Anuncio de persecuciones
Mirad que os mando como ovejas entre lobos; por eso, sed sagaces como serpientes y sencillos como palomas. Pero no os fiéis de la gente, porque os entregarán a los tribunales, os azotarán en las sinagogas y os harán comparecer ante gobernadores y reyes por mi causa; así daréis testimonio ante ellos y ante los gentiles.
Cuando os arresten, no os preocupéis de lo que vais a decir o de cómo lo diréis: en su momento se os sugerirá lo que tenéis que decir, no seréis vosotros los que habléis, el Espíritu de vuestro Padre hablará por vosotros. Los hermanos entregarán a sus hermanos para que los maten, los padres a los hijos; se rebelarán los hijos contra sus padres, y los matarán.
Todos os odiarán por mi nombre: el que persevere hasta el final, se salvará. Cuando os persigan en una ciudad, huid a otra. Creedme, no terminaréis con las ciudades de Israel antes de que
vuelva el Hijo del Hombre. Un discípulo no es más que su maestro, ni un esclavo más que su amo; ya le basta al discípulo con ser como su maestro, y al esclavo como su amo.
Si al dueño de la casa lo han llamado Belzebú, ¡cuánto más a los criados! (Mt 10, 16-25).
Jesús anuncia a sus discípulos que vivirán como débiles ovejas en medio de una manada de lobos. El
reino de Dios crece en la debilidad, tiene su máximo desarrollo cuando se presenta con la máxima
debilidad. Parece que vivirán entregados, sin defensa eficaz, a la voracidad de los lobos, de los poderes de
todos los tiempos y de todas las clases, incluso del poder religioso. ¿Se puede ser más lobo que el que,
después de expoliar al pueblo, se presente como seguidor fiel de Dios?
¿Profecía o experiencia? Parece ser que ambas cosas a la vez. Mateo recoge las palabras de Jesús a sus
discípulos, pero las escribe después de la amarga experiencia de la iglesia primitiva. Cuando escribe
Mateo, los cristianos ya habían sido y seguían siendo perseguidos, encarcelados, apaleados, llevados a
los tribunales.
Los discípulos deben ver este peligro con serenidad. No han de desviarse de su misión por ello y
tampoco dirigirse temerariamente hacia él. Deben ser prudentes y sencillos. Las ovejas huyen de los
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lobos. Su misión es buscar a Dios y nunca pretender una ventaja terrena. Esa búsqueda de Dios, unida a
la falta de pretensiones terrenas, los ayudarán a mantenerse firmes en las dificultades y a dar
testimonio del Padre.
Serán llevados a los tribunales y juzgados como continuadores de Jesús de Nazaret. El libro de los
Hechos de los apóstoles nos ofrece un claro testimonio de esta verdad.
El hombre superficial, poderoso, egoísta, opresor, estará siempre naturalmente en contra de la
palabra de Dios y, por tanto, en contra de ellos, como transmisores de esa palabra. Cuando estos
hombres opresores no están en contra de la palabra que proclamamos -y en España muchísimos no
lo están-, debemos revisar seriamente esa palabra, porque es seguro que no es la palabra de Jesús.
Su defensa ante los tribunales será un testimonio asombroso, una manifestación de la verdad de Dios
en la debilidad del hombre. Ante el tribunal no deben preocuparse por encontrar las palabras
convenientes. El mismo espíritu que habita en sus corazones les irá diciendo lo que deben res-
ponder. Es la defensa que realiza de su misión todo hombre convencido, enamorado, de lo que tiene
entre manos. También esto está claramente reflejado en el libro de los Hechos de los apóstoles: éstos
hacen callar a los doctores y autoridades judías a pesar de ser hombres incultos. Y no olvidemos que casi
siempre eran autoridades religiosas. ¿Profecía para hoy? La iglesia sigue empeñada en frenar todo
aquello que sea verdaderamente popular. No conozco ningún caso en que la jerarquía
española o el Vaticano hayan llamado al orden a nadie por colaborar con partidos de derechas, o
por hipotecar su libertad con los dueños del poder o del dinero; y sí conozco casos, en que viven
preocupados cuando algún sacerdote defiende al pueblo de verdad, o colabora con partidos de
izquierdas. Tienen terror al marxismo y viven tranquilamente en medio del capitalismo, que es el
mayor materialismo que puede existir, aunque se rodee de afirmaciones de fe.
La persecución penetrará en la propia familia, separará incluso a los parientes más próximos. El
odio estallará en todas las partes adonde vayan los discípulos. Cuando escribe esto Mateo, ya habían
surgido los odios dentro de las familias, al publicar el judaísmo oficial un decreto expulsando de la
sinagoga a todos los que reconocieran en Jesús de Nazaret al mesías. Las familias se dividieron al estar
unos a favor de Jesús y otros en contra; unos se unieron a la iglesia y otros siguieron en la
sinagoga. Esta expulsión separó y enemistó a padres, hijos, hermanos...
La frase: «Todos os odiarán por mi nombre» es tremenda. Sólo vale la perseverancia en el
camino emprendido hasta el fin.
El discípulo de Jesús no puede verse sorprendido ante las dificultades, persecuciones e
incomprensiones. Ni de las que vengan de la iglesia oficial. Fue el destino de Jesús y el discípulo no puede
esperar mejor suerte. El discípulo debe correr la misma suerte que el maestro y esto yo no lo veo por
ninguna parte. La cruz de Jesús la hemos convertido en adornos en nuestras casas o en nuestros
pechos, pero raras veces esa cruz de Jesús nos ha caído encima. ¿Cómo entender, entonces, este pasaje
evangélico y tantos otros? ¿Podemos concluir que Jesús se equivocó, que estos anuncios fueron para
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otros tiempos y que ahora lo importante es ser bien vistos, vivir sin preocupaciones y sin problemas,
atesorar para asegurar el mañana? ¡Hasta cuándo durará nuestra insensatez!
Se nos dará caza en la medida en que seamos fieles al maestro. La vuelta de Jesús, para liberarnos
de las tribulaciones, será la última palabra. En la oscuridad de la fe sabemos que Jesús viene y salva. El
discípulo debe estar contento con que le vaya como a su maestro. La mayor semejanza con la vida de Jesús
es también la mayor proximidad interior a él. Si fuéramos como Jesús, sufriríamos las persecuciones
que sufrió él y por los mismos que lo persiguieron a él. Bueno, los mismos no, porque aquéllos ya se
murieron.
También nosotros hemos de contar con calumnias y difamaciones, y no nos podemos sorprender
de las injurias ni de los insultos denigrantes.
Hablar francamente y sin temor
No tengáis miedo a los hombres porque nada hay cubierto que no llegue a descubrirse; nada hay escondido que no llegue a saberse.
Lo que os digo de noche decidlo en pleno día, y lo que os digo al oído pregonadlo desde la azotea. No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. No; temed al que puede destruir con el fuego alma y cuerpo. ¿No se venden un par de gorriones por unos cuartos? y, sin embargo, ni uno solo cae al suelo sin que lo disponga vuestro Padre. Pues vosotros hasta los cabellos de la cabeza tenéis contados. Por eso, no tengáis miedo, no hay comparación entre vosotros y los gorriones. Si uno se pone de mi parte ante los hombres, yo también me pondré de su parte ante mi Padre del cielo. Y si uno me niega ante los hombres, yo también lo negaré ante mi Padre del cielo (Mt 10, 26-33).
Cuántas veces nos ha dado vergüenza -miedo- decir que somos cristianos, cuando los que nos
rodean se han referido al cristianismo con menosprecio. Esta vergüenza, este miedo, tienen muchos
motivos; el principal es esa desgraciada historia que arrastramos entre todos, que hemos construido
entre todos. Si quitamos los primeros siglos, la iglesia ha sido casi siempre defensora de los poderosos
y ella misma poderosa, mangoneadora de la conciencia de los fieles, casi siempre detrás y a remolque de
la historia, con una casta clerical sucesora evidente del sanedrín, sin conciencia comprometida con la
justicia, defensora de la propiedad privada y privante, en la que abundaron y abundan los que tienen
las manos y la conciencia manchadas de sangre de la roja y de la otra, dedicada a llenar las
cabezas de normas y de prohibiciones que quiere imponer a todos, aunque no sean cristianos. Sin
olvidar la vergüenza surgida de nuestro modo de vivir: demasiado encerrados en nosotros mismos,
desentendiéndonos de los demás, a la defensiva, como si creyéramos que porque nos llamamos
cristianos y cumplimos con unas prácticas religiosas, lo tenemos ya todo resuelto y que los demás
son unos desgraciados al no pensar como nosotros.
Quizá la vergüenza más presente en nosotros surja al constatar que el mundo avanza por
otros caminos, alejados de la fe; al ver en el cine, en los libros, en la calle... que eso de la fe
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ha dejado de contar para la gente. En un mundo en el que la juventud es el gran mito, vemos
que a los jóvenes la fe no les interesa. Que la moral que se tiene por cristiana está muy
desprestigiada en el matrimonio, en la familia, en el modo de vivir la sexualidad.
Todo esto provoca fácilmente un gran derrotismo.
Jesús nos llama a la conversión, a volver a las fuentes, a ser valientes apoyados en la fuerza
del espíritu.
Predicar el evangelio de Jesús en medio de la sociedad, incluso de la sociedad llamada
cristiana, es complicado. Muchos prefieren que nadie hable, que todo transcurra como si todo
fuese bien, como si la opresión de unos hombres sobre otros fuera un servicio al bien común y la
conservación de los propios intereses un culto a Dios.
Dar testimonio del evangelio es muy difícil. Exige tomar postura ante situaciones
comunitarias injustas, denunciar acciones inhumanas, atacar posiciones y estructuras del poder.
Cuando esto ocurre, es lógico que la máquina del poder se ponga en marcha y busque el
modo de destruir lo que le molesta.
Pero en el mundo sigue estando presente el evangelio. El de verdad, no el amañado que
estamos acostumbrados a oír y a vivir. Si nosotros, si cada uno de nosotros y también todos
juntos, sabemos ser gente que ama y se ama, que vive unida a los demás, que lucha en
solidaridad con los que trabajan por la colectividad, que acoge y comprende... podremos
comunicar la gozosa promesa de vida que es el evangelio de Jesús.
Lo oculto será dado a conocer. Es una frase que suele aplicarse al deseo de que
permanezca oculta alguna acción que no queremos que se sepa para no quitar la fama al que
la hizo. Parece que aquí tiene otro sentido: al principio el evangelio era algo oculto, misterioso;
algo que debía mantenerse en secreto. Y así era conocido por pocos, que lo transmitían con
precauciones para no desatar la persecución contra ellos. ¿Y para que no fuera tergiversado? Esta situa-
ción no debía desanimarlos, porque no sería duradera. Un día cercano se podría dar a conocer al
mundo entero. Entonces nacería otro peligro: desfigurarlo para que no desenmascare a los poderosos.
¿Se referiría también Jesús a esto cuando habla de negarle?
Ahora Jesús habla en la oscuridad, pero los apóstoles deben hablar a plena luz.
El evangelio está en el mundo para que todos nos enteremos de él. La depositaria es la iglesia y
solamente ella. Pero la iglesia no se acaba en la jerarquía. Los tribunales humanos son incompetentes para
juzgar según el evangelio. Los medios de comunicación de masas demuestran con demasiada fre-
cuencia su total ignorancia del evangelio. Lo mismo les ocurre a los partidos políticos: atacan o hablan
de lo que aparece, pero pocas veces de lo que es realmente. No es extraño, porque también es
raro encontrar cristianos -incluso miembros de la jerarquía- que hayan calado en el espíritu
que movió a Jesús de Nazaret. Por eso el pueblo sencillo está tan desorientado. Hay muchos intereses
en que la luz del evangelio no llegue a los hombres.
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Tenemos mucho miedo a comprometernos de verdad. La vida tiene muchas dificultades. Es
difícil dar la cara por las consecuencias que puedan venir, no sólo para nosotros, sino también para
aquellos que dependen de nosotros.
No podemos tener miedo porque el poder de los hombres está muy limitado. Sólo puede afectar a la
vida terrena. Ningún poder humano puede destruir lo que constituye nuestro verdadero valor.
Aunque tengamos miedo o vergüenza de decir que somos cristianos, no podemos desentendernos
de las palabras del evangelio que nos invitan a estar siempre de parte de Jesús, a no negarle nunca, a
reconocernos siempre como seguidores suyos.
Sólo Dios tiene poder sobre lo que realmente vale en el hombre: el espíritu. Cuando, leyendo
contemplativamente el evangelio, vamos descubriendo vivencialmente a un Padre tan grande y tan
débil, tan cariñoso, adquiere fuerza su paternidad.
El temor a los hombres nos llena de preocupación e inseguridad, destruye la fe. Si el temor se
dirige a Dios -temor a perderle-, nos hace libres, porque se funda en la dependencia de él como
Creador.
Sólo se denuncia al que quiere cambiar algo que perjudique a los que mandan. Se le denuncia
porque molesta, porque hace tambalear el sillón en que suele vivirse, incluso la fe.
El mal del mundo es muy grande. Está metido hasta en los gobiernos que hacen profesión de fe.
¿No decía el gobierno franquista que todas sus leyes estaban inspiradas en la doctrina católica? El
mal está generalizado: en todos y en todo.
Todos los profetas experimentaron las dificultades de serlo. Sus vidas nos enseñan con claridad el
precio de ser creyentes. Todos atacaron duramente los poderes constituidos: Jeremías, Amós, Isaías,
Jesús. ¡Quién podía pensar que estas historias se iban a repetir tantas veces!: Oscar Romero ha sido
la última víctima cristiana de renombre.
Los gobiernos de todos los tiempos y de todos los pueblos han tratado siempre de utilizar la
fuerza moral de la iglesia para sus fines. Cuando no pueden conseguirlo, la persiguen y la calumnian.
Pretenden, y lo han conseguido muchas veces, que la iglesia sea una fuerza legitimadora de la situación en
que se vive. Los poderosos pagan por eso y para eso, vigilan, reprenden y hasta castigan a la iglesia
cuando, a su juicio, las cosas se desmandan. Se vio claro en la última época del franquismo. Esto de la
religión les interesa mucho. Saben que pueden coger al hombre por dentro y hacerlo conformista. Se
puede, con su poder, llegar incluso a hacer creer que la injusticia es un mal irremediable o que es algo
querido por Dios, para que, sufriéndola, nos santifiquemos. Y así, los poderosos, bendecidos por la
iglesia, están más libres para seguir explotando y manteniendo la situación de privilegio en que viven.
¿No vemos cómo personas y situaciones monstruosas pasan por santas? ¿No vemos cómo, junto a
sueldos de hambre y a casi dos millones de parados, hay sueldos fabulosos, pluriempleos descarados y
negocios con beneficios que claman al cielo? Y la jerarquía apoya a estos gobiernos con su silencio
cómplice, ante las injusticias que deja pasar y que comete con el pueblo; y sólo los pone en crisis para
atacar una ley de divorcio, olvidando que el paro, la falta de viviendas dignas, el ocio juvenil y
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un largo etcétera, ponen más en crisis el matrimonio que una ley de divorcio, que lo único que hace es
declarar roto un vínculo inexistente.
Hay un tipo de religión y de iglesia que cierra los ojos ante la sangre y se dedica a teorizar y a
hablar del cielo.
La tensión surge cuando la iglesia, dándose cuenta del juego, comienza a convertirse al evangelio.
Porque el evangelio no se casa con nadie. No justifica lo injustificable. No defiende los intereses de
los injustos, sino de los pobres. No es un opio que adormece, sino una llamada a la liberación y a
la justicia para todos. No habla de otra vida -no hay más que una y ésta es eterna-, sino de
situaciones concretas. No tiene nada que ver con ninguna clase de poder.
Si la iglesia quiere ser fiel al evangelio, ha de saber que no tiene que tener miedo a la violencia de los
poderosos. El anuncio del evangelio es un bregar constante contra toda clase de injusticias. Primero,
cada uno con la suya propia.
Lo normal es la reacción violenta. A Jesús lo crucificaron... Siempre son los mismos. La iglesia puede
dar mucho a los poderosos y es natural que ellos quieran tenerla a su lado. Si se niega, les
intranquiliza y tratan de amordazarla.
¡Ojalá seamos capaces de anunciar la conversión a la justicia, la reconciliación en esa justicia y de
fortalecer al pueblo ayudándole a que se cure tantas heridas!
Esta es la verdadera misión de la iglesia, que cuanto más cercana sea a la de Jesús se hará más
insoportable. Los poderes dictatoriales vuelven a temer al Crucificado, porque muchos de sus
seguidores están tratando de volverlo a encarnar en el mundo. El ejemplo más revelador es hoy Amé-
rica latina. En ella los mismos dictadores se llaman cristianos, y se disputan con la iglesia profética de
esos países la obediencia de los cristianos.
Hoy no se puede ser cristiano sin ser un revolucionario. El evangelio jamás conduce a la tranquilidad.
La fe se presenta a todos los niveles bajo el signo de la lucha. Luchamos por una vida que nadie puede
arrebatarnos. El conocimiento de pertenecer al Mesías, y de seguir su mismo destino, tiene que darnos
valor.
Sentirse comprometido en la lucha por la justicia es lo que el evangelio llama ponerse de parte de
Jesús. Inhibirse, no defender a los que sufren opresión, es negarle ante los hombres.
Jesús cuenta en mi vida en la medida en que viva como él, no en cómo hable de él.
Ponerse de parte de Jesús nos abre el camino para vivir la fe sin miedo, siguiendo el ejemplo de los
apóstoles y de todos los cristianos que han seguido de verdad a Jesús, encarnados en la realidad de la
vida humana.
Hacer señor de la propia vida a un crucificado es un absurdo, a no ser que lo miremos desde la fe.
Tengo la impresión de que, hablando en términos políticos, el evangelio es «escándalo» para las
derechas que se llaman cristianas y es «necedad» para las izquierdas que se llaman ateas o
agnósticas (1 Cor 1, 23).
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Jesús, señal de contradicción
No penséis que he venido a la tierra a sembrar paz: no he venido a sembrar paz, sino espadas. He venido a enemistar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; los enemigos de cada uno serán los de su propia casa (Mt 10, 34-36).
El reino que proclama Jesús viene como espada. La espada de la opción ante la que sitúa al
hombre. Lo contrario es lo que se llama paz en nuestro corrompido mundo: una paz que lo deja
todo como está, que hace desaparecer los frentes de lucha ante el gozo de los poderosos.
Tremenda paradoja. Estas palabras de Jesús parece que contradicen la profecía de Isaías de que el
mesías vendría como príncipe de la paz (Is 9, 5), parece que contradicen la bienaventuranza del
mismo Jesús sobre la paz.
Estas palabras de Jesús no deben ser interpretadas jamás en el sentido de justificar guerras
y egoísmos humanos, ni tampoco para defender intransigencias religiosas. La espada de que
habla Jesús no es ninguna declaración de guerra a los que no acepten el cristianismo. ¿No es así
como se ha interpretado en la práctica?
La lucha no es de los cristianos contra los demás hombres, sino de los demás hombres contra los
verdaderos creyentes en el hombre, sean o no cristianos; ni contra los que se llaman cristianos,
ya que muchos de entre ellos también estarán en contra de estos verdaderos creyentes de
Jesús. Una lucha que se plantea inexorablemente ante las radicales exigencias de Jesús: su mensaje
exige renunciar hasta a lo más querido, en caso de conflicto entre el reino y eso más querido.
Jesús coloca las exigencias del reino por encima de todo lo demás. Y siempre serán muy pocos
los que lo entiendan y traten de ponerlo en práctica. Y estos pocos tendrán que pagar el precio
de este desafío a la masa de la humanidad.
Esta división ya había sido vivida, como amarga experiencia, por la iglesia primitiva al ser
excomulgada por la sinagoga. La experiencia de la iglesia de todos los tiempos, en la medida en
que ha sido fiel al mensaje de Jesús y sólo en esa medida, ha experimentado siempre en su carne la
verdad de estas palabras. ¿Cómo pueden interpretar estas palabras de Jesús todos aquellos
-iglesia institución, comunidades de religiosos o de laicos...- que viven al margen del pueblo
sencillo? ¿Qué lectura hacen del evangelio?
Las exigencias que Jesús impone a sus seguidores de renunciar a todo y a todos, es
natural que encuentren la incomprensión y la oposición de todos los que no estén dispuestos a
pagar ese precio. La lucha más dura será con aquellos que no reconozcan su falta de
compromiso, su comodidad... y que pretendan ser los «avanzados» del reino. Es otra
experiencia amarga: la peor cuña es la de la misma madera, dicen. Para un sacerdote
comprometido con el reino de los pobres y de los oprimidos, las dificultades más serias le vendrán
de los otros sacerdotes y de los cristianos que más frecuenten las iglesias, incluso del propio
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obispo. Que nunca tratarán de ahondar en las razones profundas de esa opción por el pueblo,
porque lo que importa es eliminar rápidamente, de la forma que sea, al testigo molesto. Se jus-
tificarán diciendo que la paz la quebranta el que trata de cambiar las cosas, aunque sean
inamovibles desde siglos. No se quieren dar cuenta de que la verdadera causa es su falta de
opción por el reino de Jesús, que se identifica con el reino de los pobres. ¡Cómo se nos llena la boca
hablando de los pobres y qué lejos estamos de ellos!
Negarse a sí mismo para seguir a Jesús y conclusión
El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y el que quiere a <u hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí. El que encuentre su vida, la perderá, y el que pierda su vida por mí, la encontrará. El que os recibe a vosotros, me recibe a mí, y el que me recibe, recibe al que me ha enviado. El que recibe a un profeta porque es profeta, tendrá paga de profeta; y el que recibe a un justo porque es justo, tendrá paga de justo. El que dé a beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca a uno de estos pobrecillos, sólo porque es mi discípulo, no perderá su paga, os lo aseguro (Mt 10, 37-42).
Sigue Mateo señalándonos la radicalidad de las exigencias de Jesús, profundizadas a la luz de la
experiencia de la iglesia primitiva y dentro del sentido escatológico del discurso.
Ser discípulo de Jesús es admitirlo como único Señor de nuestra vida, al que tenemos que
subordinar todo lo demás. Una subordinación que no deshumaniza al hombre, sino que eleva sus
amores más íntimos y legítimos.
Todo cristiano es llamado a la radicalidad en el seguimiento de Jesús, si quiere anunciar y contagiar
a los hombres el evangelio.
Sería erróneo pensar que Jesús critica el amor a los padres o a los hijos o a los amigos. Lo que
quiere establecer es el criterio de actuación del discípulo. Jesús quiere que profundicemos en nuestra
capacidad de amor, que siempre será limitada. Quiere que seamos capaces de amar más a cada persona,
porque el amor es infinito, es Dios. Al amarle a él, nuestro amor se purifica, se profundiza y se hace
capaz de amar más y mejor. Y desde ese amor podremos amar a los demás cada vez más como Dios les
ama. No es que tengamos que amar por Dios, sino que amamos a los demás por ellos mismos, pero
tratando de amarles cada día más como Dios, como Jesús, les ama. Toda la vida se basa en una opción de
amor incondicional por Jesús, opción indisolublemente unida al amor a todas las personas. No sólo por
vinculaciones de lazos familiares, sino por una opción de amor total, desde Dios.
Puede ocurrir que la obligatoriedad de amar a los seres más queridos; y las estrechas vinculaciones
con ellos, se conviertan en barreras para seguir a Jesús. Esto ha sido claro en distintas épocas de
la iglesia, particularmente en tiempos de persecución. También en ciertos caminos que los padres
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rechazan en sus hijos, por demasiado comprometidos con el evangelio. En estos conflictos debe
prevalecer el valor supremo del seguimiento de Jesús.
Lo primero es Dios y la opción por su reino. Ante esta opción debe quedar en segundo término
cualquier otro compromiso terreno, incluso con la madre y el padre y los propios hijos. Esta opción por
Jesús nos hace capaces de un amor nuevo, nos introduce en el mismo amor de Dios. Pero antes de que el
discípulo sea capaz de este amor, tiene que decidirse totalmente por Jesús. No se adelanta nada con una
decisión a medias, con un corazón dividido. Con un corazón dividido ni Dios logra la plena entrega que
nos haría felices, ni Jesús que lo imitemos, ni el discípulo consigue su plena realización como persona y
como cristiano. Quien entrega su corazón, lo recupera lleno de la fuerza del amor del Padre. Entonces
podrá amar de verdad al esposo o esposa, a los hijos, a los padres, a los amigos.
La total fidelidad a Jesús lleva consigo dificultades y persecuciones. Es cargar con la cruz. No
podemos olvidar que el cristiano es discípulo de un hombre que murió en la cruz. Si los discípulos no
pueden aspirar a ser más que el maestro, sí deben estar dispuestos a pasar por los mismos trances.
La opción de amor incondicional pasa por un camino difícil, de cruz, que es el único camino del
verdadero amor. De ese amor que busca más dar que recibir. De ese amor que no se acobarda ni ante
la muerte.
El desprendimiento de sí mismo y la entrega incondicional a Dios tienen un precio extremo. Y hay
una frontera en la vida en la que se muestra claramente si la entrega es total. Esta frontera es la
muerte. Está orientado radicalmente hacia Dios aquel que incluye, incluso, en esta opción, la entrega
de la propia vida terrena. «Tomar la cruz» es una expresión metafórica de la disposición para morir.
Sólo cuando el discípulo está en esta situación, está de veras siguiendo a Jesús, y por tanto es digno
del maestro. Pero Dios solamente conduce por el sendero de dar la vida trágicamente a algunos de los
suyos.
Sigue la paradoja de perder la vida para encontrarla, entendida desde el doble sentido que se da a
la palabra vida. El discípulo ha entregado su vida a Jesús que es en quien adquirirá su autenticidad, su
plenitud. Aferrarse a una vida terrena sin sentido, saliéndose de la esfera de la vida para siempre
que ofrece Jesús, es entrar en el círculo inexorable de la muerte.
En definitiva es el «perder» o el «encontrar» la vida lo que está en juego. No hay nada que sea
permutable ante el valor que la vida representa. La alternativa de la cruz se hace prácticamente
necesaria para el que ha comprendido que la verdadera vida sólo se alcanza siguiendo a Jesús. Este
seguimiento lleva hacia ese momento de angustia y de salvación por el que tuvo que pasar Jesús: la
muerte. Una muerte que frecuentemente no llevará a sus seguidores a la muerte física, sino a esas
muertes constantes a uno mismo para ir encontrando la vida de Dios, que es la única vida verdadera.
Jesús no nos invita a un desarraigo inhumano, sino que nos llama a una insólita intimidad
amorosa. Nos llama a liberarnos de todo condicionamiento, ya que es en nosotros mismos, en nuestro
interior, donde debemos perderlo todo para no perdernos. La exigencia de Jesús es liberadora porque
nos sitúa más allá de toda dependencia de personas y de cosas. Nos coloca -más allá de toda esclavitud.
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El que entrega su pequeña y enana vida, está en disposición de ganar la vida definitiva, está en la
libertad. Las esclavitudes sólo se superan estando por encima de ellas mismas. En la medida en que uno
se aferra demasiado a algo, aunque sea a la vida, se transforma en un cautivo.
Estamos defendiendo un modo cómodo de vivir una religión incómoda, que es compromiso, entrega
hasta de la propia vida.
¿El precio de la entrega de la propia vida será el reproche?
Cualquier entrega de la vida tiene en sí misma algo de muerte. El hombre, al situarse, vive aquí y
ahora como si ya hubiera llegado al descanso y al gozo con la posesión de esta vida. Ha convertido el
anhelo de vivir en deseo egoísta y violento de posesión, no quiere nada fuera de sí, sólo se busca a sí
mismo. Su anhelo, su ilusión, es él mismo.
La vida tenemos que conquistarla, tenemos que vivirla. Pero eso solamente lo lograremos cuando la
entreguemos al servicio de los demás. Tenemos que renunciar a esa vida egoísta, que nos cierra en
nosotros mismos. Es preciso que salgamos de nosotros mismos, que tendamos más allá de nosotros
mismos.
Quien se pierde orientado hacia Dios y dentro de Dios, logra la plenitud de la vida, porque en Dios
se encuentra también con todo lo demás. Aunque el modo de lograrlo sea inverso: en la entrega a los
demás descubre a Dios. Es una experiencia, que cualquiera puede tener, que el que se pierde a sí
mismo entregándose a Dios -de ordinario entregándose al prójimo-, aumenta la vida, adquiere una
vida mucho más verdadera que la que llevaba antes. Una vida que es la alegría, paz interior, amor,
libertad...
El enviado a comunicar la buena noticia es como el que envía. Aquí se habla de dos envíos, que
actúan misteriosamente el uno en el otro: el Padre envía a Jesús y Jesús envía a sus discípulos. Recibir al
enviado es como recibir a Jesús y al Padre del cielo.
Todo cristiano es llamado a concretar con hechos esta acogida. Acogida que debe ser personal y
comunitaria. Y todo cristiano y toda comunidad deben buscar ser acogidos por otro también.
Una comunidad no puede quedar reducida a pequeños círculos de amigos, ni quedarse en masas
de gente aislada. Debe ser abierta y no excluyente.
Jesús nos invita a prestar atención a la relación que tenemos entre nosotros los cristianos que
formamos parte de una misma iglesia. Debemos hacer un esfuerzo para acercarnos unos a otros,
para sentirnos unidos con los demás cristianos. La fe no se puede vivir solo, cada uno en relación
particular con Dios. La fe es también comunitaria. Somos todos juntos los que formamos el grupo de
seguidores de Jesús.
Es grave actuar como si no nos importásemos en absoluto los unos a los otros. Debemos
aprender a estar atentos a los demás. Nuestro mundo lo necesita mucho. Y nosotros debemos
empezar por quererlo conseguir entre nosotros, porque Jesús lo quiere y porque vale la pena.
Este duro discurso ha hablado constantemente de exigencias, de renuncias, incluso de entregar la
vida por fidelidad a Jesús. Tiene que haber una razón importante para que el hombre acepte un
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programa como éste. Esta razón parece que está en el premio que se espera conseguir. Todo el bien que
se haga a los demás, sea lo que sea, tendrá recompensa, se está eternizando ya ahora. ¿Y qué mayor
recompensa que el ir encontrando el sentido de la propia vida, que no es otra cosa que la
preocupación, el amor, a los demás?
La casa que se ofrece y el vaso de agua que se da, son signos de desprendimiento, de amor, de
entrega. Son signos de libertad.
De tres grupos de miembros de la comunidad nos habla aquí Mateo: los profetas, son los que por su
propio conocimiento y experiencia enseñan la fe; los justos, son los que se han acreditado en la
comunidad con su vida ejemplar; los pobrecillos, son los que no tienen una posición de primer orden en
el cristianismo.
Nadie quedará sin recompensa. Una recompensa que estará en relación con el grado de entrega del
discípulo.
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PARÁBOLAS DEL REINO (Mt 13, 1-52)
En los dos capítulos anteriores (11 y 12), Mateo nos ha narrado la predicación de Jesús y el
endurecimiento del pueblo, principalmente de sus dirigentes, ante su mensaje.
Gran misterio del hombre: su continuo rechazar aquello que anhela en lo más profundo de su
corazón, condicionando así la eficacia de la palabra de Dios.
Jesús parece que cambia de táctica. Habla en parábolas, dichas respondiendo a circunstancias
muy concretas de la vida: para responder a las acechanzas de sus enemigos, para aclarar actitudes
discutidas, para orientar y animar a sus seguidores, para llamar a todos al reino. Toma los ejemplos de la
vida y de los trabajos de la gente sencilla que le escuchaba.
A los apóstoles, que querían a Jesús, posiblemente les ocurría como ahora a nosotros:
pensamos que todo lo que predica Jesús son ideales muy bonitos pero irrealizables, ideales que nos
quedan muy lejos. Al menos en la práctica, es lo que damos a demostrar con nuestra vida.
Jesús nos habla de su reino con ilusión, con pleno convencimiento de su realidad.
Las parábolas son una forma de enseñar muy antigua y corriente en la literatura de muchos
pueblos. Lo más importante de ellas es descubrir la profundidad de sentido que contienen. ¿Qué
misterio encierra dentro de sí un modo de hablar sencillo y popular que sólo unos pocos
comprenden? Las parábolas de Jesús son de una gran sencillez y concisión, pero tienen un profundo
significado. Son sencillas y fácilmente comprensibles para cualquier hombre; pero tienen la dificultad
de que sólo las va profundizando, sólo va llegando a toda su hondura, el hombre en la medida que
vive de una forma auténtica. Sólo las puede entender íntegramente el que acepta a la persona de Jesús
y pone su confianza plena en él, aunque algunas cosas no las entienda de momento. Sabe que Jesús
siempre tiene razón. Sólo las va entendiendo en plenitud el que cree siempre, por encima de todo y
ocurra lo que ocurra, en el reino del amor que está plantado en medio de nosotros y que no
dejará nunca de crecer. Y, como consecuencia de su fe, se entrega a ese amor.
Cuando a los hombres nos presentan ideales que requieren desmontar nuestra comodidad, orientar
nuestros pasos en otra dirección, comprometernos con los que nos rodean para edificar un mundo
nuevo; cuando nos presentan los aspectos más importantes, más íntimos, más decisivos de nuestra vida,
siempre nos cuesta entender. Nos cuesta porque somos superficiales, comodones, porque solemos
cerrarnos a lo más importante, a lo más íntimo de nuestra vida.
Las primeras comunidades cristianas, al transmitirnos estas parábolas, con fidelidad en sus
planteamientos, posiblemente las arreglaron un poco para adaptarlas a las necesidades e inquietudes
que ellos tenían.
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Nosotros ahora debemos procurar descubrir, desde nuestra situación concreta, cuál es el sentido
original de cada parábola y tratar de ponerlas en práctica en nuestras comunidades y en nuestras
vidas. Esto no es difícil si tenemos en cuenta la situación religiosa y social en que vivió Jesús.
La vida de Jesús fue fundamentalmente anunciadora del reino de Dios. Es esto lo que se ve
claro en las parábolas: un decir, de diferentes formas, que el reino está ya entre nosotros y que
crece. Un reino que es siempre más, imprevisible. Un reino que puede llenar todas las aspiraciones
de los hombres.
Jesús anuncia el reino y deja a los hombres en libertad para aceptarlo o no. Gran lección para
nosotros que tenemos siempre la tentación de ser, más que anunciadores, críticos y dogmáticos.
Parábola del sembrador
Aquel día salió Jesús de casa y se sentó junto al lago. Y acudió a él tanta gente que tuvo que subirse a una barca; se sentó y la gente se quedó de pie a la orilla. Les habló mucho rato en parábolas:
-Salió el sembrador a sembrar. Al sembrar, un poco cayó al borde del camino; vinieron los pájaros y se lo comieron. Otro poco cayó en terreno pedregoso, donde apenas tenía tierra, y como la tierra no era profunda, brotó enseguida; pero en cuanto salió el sol, se abrasó y por falta de raíz se secó. Otro poco cayó entre zarzas, que crecieron y lo ahogaron.
El resto cayó en tierra buena y dio grano: unos, ciento; otros, sesenta; otros, treinta. El que tenga oídos que oiga. Se le acercaron los discípulos y le preguntaron: -¿Por qué les hablas en
parábolas? El les contestó: -A vosotros se os ha concedido conocer los secretos del Reino de los Cielos y a ellos
no. Porque al que tiene se le dará y tendrá de sobra, y al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene. Por eso les hablo en parábolas, porque miran sin ver y escuchan sin oír ni entender. Así se cumplirá en ellos la profecía de Isaías.
«Oiréis con los oídos sin entender; miraréis con los ojos sin ver; porque está embotado el corazón de este pueblo, son duros de oído, han cerrado los ojos; para no ver con los ojos, ni oír con los oídos, ni entender con el corazón, ni convertirse para que yo los cure.»
Dichosos vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen. Os aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que veis vosotros y no lo vieron, y oír lo que oís y no lo oyeron.
Vosotros oíd lo que significa la parábola del sembrador: Si uno escucha la palabra 'del Reino sin entenderla, viene el Maligno y
roba lo sembrado en su corazón. Esto significa lo sembrado al borde del camino.
Lo sembrado en terreno pedregoso significa el que la escucha y la acepta enseguida con alegría; pero no tiene raíces, es inconstante, y, en cuanto viene una dificultad o persecución por la Palabra, sucumbe.
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Lo sembrado entre zarzas significa el que escucha la Palabra, pero los afanes de la vida y la seducción de las riquezas le ahogan y se queda estéril.
Lo sembrado en tierra buena significa el que escucha la Palabra y la entiende; ése dará fruto y producirá ciento o sesenta o treinta por uno (Mt 1-23) (Mc 4, 1-20; Lc 8, 4-15).
Una gran muchedumbre sigue a Jesús. Tienen hambre y sed de palabra. Los hombres inquietos
acuden donde puedan escuchar de verdad palabras que llenen de sentido sus vidas. Todos
queremos vivir, aunque no sepamos del todo qué es eso. Y aunque después no seamos capaces de supe-
rar las dificultades que entraña una vida verdadera.
Una cosa es clara en este pasaje: la fuerza de convocatoria que tiene un creyente.
Nuestro mundo está inundado de palabras vacías. Se habla mucho y se hace poco o nada.
Parece que apenas quedan hombres de palabra. Todo tiene que firmarse para que tenga algún valor.
El mundo de los políticos no tiene credibilidad: dicen «paz» y venden armas para la guerra,
dicen «justicia» y mantienen las más crueles desigualdades, dicen «derechos humanos» y torturan,
dicen «participación» y mangonean al pueblo de una forma descarada, hablan de «paro» y tienen ellos
mismos pluriempleos e ingresos económicos que claman al cielo...
También nuestra iglesia debe reflexionar seriamente sobre el modo de emplear la palabra. ¿No
hay entre nosotros más charlatanes y vividores que testigos de Jesús?
La palabra es el principal medio de comunicación, vehículo de acercamiento entre las personas. La
palabra es la expresión de nosotros mismos.
Dios nos comunica su palabra, se hace palabra en Jesús. Una palabra que es la vida para el hombre,
que tiene fuerza para transformar los corazones de los hombres, pero que no se impone. Sólo se
propone a la aceptación libre del hombre. Por eso no tiene éxito de un modo automático. Toda
palabra pide otra de respuesta.
Jesús presenta su mensaje con toda la fuerza de la verdad y con toda la debilidad de la libertad.
Lo mismo tenemos que hacer nosotros.
La palabra, que es la luz para la vida, nos pide valentía para romper con cosas y situaciones que
creemos de valor y que en realidad no lo tienen. Nos pide reflexionar y dudar. Nos pide
replantearnos constantemente hasta las cosas que tenemos por más sagradas, por el gran peligro que
corremos siempre de instalarnos en una fe sin compromiso. Un claro ejemplo de esto que digo es la
situación actual de la mayoría de los que integramos la iglesia católica.
¿Quería Jesús que la gente le entendiera? Es claro que sí. El que muchos no entiendan no es
por falta de claridad en lo que dice, sino por carecer de la disponibilidad necesaria que embota sus
sentidos.
La explicación de la parábola sólo se da a los que preguntan, al grupo de los íntimos, a los iniciados,
a los que entienden que Jesús pide el compromiso de la vida entera y están dispuestos a jugársela.
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¿Preguntamos nosotros? ¿Queremos comprometernos? La verdadera comprensión sólo la
alcanzan los que han abierto su espíritu y su corazón para entenderla.
Los oyentes atentos comprenden el sentido. Los demás, sólo llegan a conocer las parábolas sin la
clave, porque se han colocado al margen de su exigencia.
Así sucedía en Israel, así sucede ahora en la iglesia.
La parábola muestra claramente que la semilla llega a todos y que siempre tiene vitalidad para
dar fruto.
El problema está en el modo cómo la semilla penetra y fecunda la tierra; es decir, en la acogida
que recibe la semilla.
Nos exhorta principalmente a creer en la fuerza de la semilla y, después, a preparar el terreno.
Parte del esfuerzo del labrador se pierde, como se perdió en la vida de Jesús y en la vida de
todos los que siguen sus pasos. Igual que al sembrar un campo en Palestina, donde se sembraba antes
de arar, se perdía mucha semilla al caer en lugares donde era muy difícil que pudiera dar fruto.
Parte de la semilla cayó al borde del camino. Son los que escuchan sin entender. A sus oídos
llegan las palabras, pero no el profundo significado que encierran. Escuchan como espectadores,
dejando lo que oyen en la superficie de sus vidas. No es un valor para ellos. No han abierto su corazón al
contenido que encierra la palabra. ¿No estarán aquí la mayoría de los cristianos actuales? ¿Qué
entienden del mensaje de Jesús?
Parte cayó en terreno pedregoso. Son los que lo aceptan todo rápidamente, con alegría, sin
profundizarlo. No dan a la palabra el valor que tiene, la consideran una cosa más en su vida, y la
colocan junto a otros valores que preocupan más. No tiene raíces y se lleva todo el viento más
ligero. Son inconstantes ante las exigencias de la fe.
Al principio la escuchan y la reciben con entusiasmo, pero no se mantienen. Vienen las
dificultades, las tribulaciones, las incomprensiones y las persecuciones, y lo dejan todo. Pienso en
los cursillistas de cristiandad, en muchos jóvenes que comienzan con gran ilusión, pero no han entendido
del todo. Y en tantos sacerdotes ordenados con tanta ilusión, y que luego la rutina convierte en
funcionarios de los sacramentos. Se cansan. Su fe perece al faltarle los cimientos, al estar edificada
sobre arena.
Parte cayó entre zarzas que la ahogan. Son los que tienen mucho que dejar para poder ser
cristianos: las riquezas, la posición social, los criterios de clase, los valores del mundo capitalista, los
condicionamientos históricos de la iglesia, la concepción del sistema económico, la sociedad de
consumo, las ideas radicalmente injustas que se aceptan como buenas...
Todo esto hace que sean verdaderos adversarios del reino de Dios. Tanto más adversarios cuanto
más importante sea el puesto que ocupen en la iglesia.
Son muchas las cosas que les impiden hacer una verdadera opción de fe en favor de los oprimidos
y de una sociedad más justa. Por eso, en nombre del «dios» que se han inventado para justificar su
aburguesamiento, atacan al Dios de Jesús, defensor de huérfanos, de viudas y de todos los parias
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de la tierra. Un Dios que no se conforma con nuestras «caridades»: quiere un mundo donde
reine la justicia, la libertad, la verdad y el amor para todos.
Escuchan la palabra y la aceptan aparentemente, pero no pueden defenderla contra las exigencias
y demás ofrecimientos seductores de la vida. Por eso la tergiversan. Las preocupaciones por las
riquezas, del tipo que sean, impiden el crecimiento de la palabra, y así ésta queda estéril. Incluso llega
a ser escándalo para los pobres de la tierra.
Aquí también pudo haber una fe auténtica, pero no pudo mantenerse al no tomar a su servicio
toda la vida.
Esta división no quiere decir que se den claramente estos tres tipos de personas en las que falla la
palabra. Suelen darse mezclados. En definitiva, se da el que acepta la palabra con todas sus
consecuencias y el que no la acepta por las razones que sean. Sin más. El que la acepta, lo demuestra con
el compromiso de su vida a favor del pueblo.
Finalmente, parte cayó en tierra buena y dio un treinta, un sesenta o un ciento por uno. Son los
que se deciden por la opción radical de la fe, los que ponen el reino de Dios por encima de todo lo
demás, los constantes hasta el final. Son los que oyen y entienden; tienen la clave de interpretación.
Clave que únicamente se logra con el compromiso de toda una vida entregada a la causa de Jesús, que es
la causa del pueblo. También entienden en las dificultades, en la dura polémica con las otras fuerzas
que quieren dominar nuestras vidas. Entender en medio de las dificultades es entender plenamente. Es
entonces cuando se comprende que Dios quiere ser señor de todos nuestros actos, lo cual nos lleva a un
compromiso para toda la vida.
Lo que llegará a ser la semilla dependerá de la tierra en que sea sembrada. Porque la semilla de
nada es capaz sin esta tierra. Sólo lleva fruto cuando puede echar raíces y lograr el suficiente
alimento. Unas raíces y un alimento que debemos darle cada uno.
La parábola deja claro que el fruto es de nuestra exclusiva responsabilidad. El fruto que debe
producir es el de una vida que apueste por el camino de Jesús. Fruto que queda condicionado por
las disposiciones y actitudes humanas ante la palabra. Fructifica en proporción directa a las
disposiciones de los oyentes. Fruto que depende del valor de absoluto, de radical incondicionalidad,
con que nos abramos a la palabra. La palabra ya hará su trabajo. El nuestro es dejar que entre en
lo más profundo de nuestra vida. Y esto que parece sencillo, es lo que más cuesta. Sólo acogiendo
sinceramente en lo más hondo de nuestra vida esta semilla, el reino de Dios crecerá en nosotros y en
la humanidad.
No todos dan el mismo fruto. Cada uno da el que puede. Esto lo deberíamos tener en cuenta los
que nos impacientamos y quisiéramos que todos dieran el mismo fruto. Se trata de dar una
respuesta de fidelidad según las posibilidades de cada uno.
La parábola muestra cómo el fracaso y el éxito se dan juntos.
Tres veces fracasa la palabra. El fracaso queda compensado con el fruto abundante. Gran
fruto si tenemos en cuenta que en Palestina el máximo que se alcanzaba era el diez por uno. El
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sembrador no queda defraudado: la parte de semilla perdida queda compensada con creces por la que
llega a dar fruto.
Lo mismo ocurre con el reino de Dios. Los comienzos no son halagüeños, parece que todo lo demás
tiene más atractivo para el hombre. Pero se logrará una gran cosecha. Por ello no debemos
desanimarnos aunque tengamos mucha oposición y muchos fracasos. Aunque esta oposición venga de
aquellos que más tendrían que apoyarnos.
La palabra de Dios, de Jesús, no podemos dejarla reducida a unos libros. Es más. Dios habla
siempre, porque semilla suya es todo lo que hay de bueno en nuestra vida: las palabras de un amigo, el
amor que alguien nos tiene, el ejemplo de tantos hombres que viven a nuestro lado, las ilusiones de
futuro... Todo lo que de verdad, de amor, de justicia, hay en nosotros y en el mundo. ¡Todo! Un todo
que se manifiesta al máximo en Jesús de Nazaret, pero que llega a nosotros de mil formas.
Esta parábola nos enfrenta con nosotros mismos, con la respuesta que estamos dando al evangelio.
¿Jugamos con la palabra? ¿La recibimos a medias? ¿Somos consecuentes en nuestra vida con su
exigencia? ¿Le damos la primacía o tenemos cosas que valoramos más? ¿La ahogan los afanes de la vida?
¿Cuánto tiempo le dedicamos para que ilumine nuestro actuar? ¿Qué respuesta estamos dando, desde
ella, a situaciones familiares, dificultades personales o de los amigos, necesidades que nos
rodean, cumplimiento del deber de estado, responsabilidad sindical y política? ¿Nos están pasando,
salvando las distancias de tiempo y lugar y entrega, las dificultades por las que pasó Jesús?...
Podemos ser pedregal, árbol sin raíces, personas interesadas únicamente por las cosas
materiales. Y de esta forma ahogar el proyecto que Dios tiene sobre nosotros.
La palabra de Dios es una fuerza creadora que se dirige al hombre, pero que nada logra si el
hombre se cierra a ella.
El comienzo es insignificante y dudoso, pero el final será potente y espléndido. Al final habrá
sobreabundancia de todo.
¿En qué se apoya una confianza tan fuerte y segura de Jesús? En que en el fondo, y en el
futuro de todo, está alguien que no fallará: el Padre Dios.
Parábolas del trigo y de la cizaña, del grano de mostaza y de la levadura
Jesús propuso otra parábola a la gente: El Reino de los Cielos se parece a un hombre que sembró buena semilla
en su campo; pero, mientras la gente dormía, un enemigo fue y sembró cizaña en medio del trigo y se marchó. Cuando empezaba a verdear y se formaba la espiga apareció también la cizaña. Entonces fueron los criados a decirle al amo:
-Señor, ¿no sembraste buena semilla en tu campo? ¿De dónde sale la cizaña?
El les dijo: -Un enemigo lo ha hecho. Los criados le preguntaron: -¿Quieres que vayamos a arrancarla? Pero él les respondió':
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-No, que podríais arrancar también el trigo. Dejadlos crecer juntos hasta la siega, y cuando llegue la siega diré a los segadores:
-Arrancad primero la cizaña y atadla en gavillas para quemarla, y el trigo almacenadlo en mi granero.
Les propuso esta otra parábola: El Reino de los Cielos se parece a un grano de mostaza que uno siembra
en su huerta; aunque es la más pequeña de las semillas, cuando crece es más alta que las hortalizas; se hace un arbusto más alto que las hortalizas y vienen los pájaros a anidar en sus ramas.
Les dijo otra parábola: El Reino de los Cielos se parece a la levadura; una mujer la amasa con
tres medidas de harina y basta para que todo fermente. Jesús expuso todo esto a la gente en parábolas, y sin parábolas no les
exponía nada. Así se cumplió el oráculo del profeta:
«Abriré mi boca diciendo parábolas; anunciaré lo secreto desde la fundación del mundo.»
Luego dejó a la gente y se fue a casa. Los discípulos se le acercaron a decirle:
-Acláranos la parábola de la cizaña en el campo. El les contestó:
-El que siembra la buena semilla es el Hijo del Hombre; el campo es el mundo; la buena semilla son los ciudadanos del Reino; la cizaña son los partidarios del Maligno; el enemigo que la siembra es el diablo; la cosecha es el fin del tiempo, y los segadores los ángeles.
Lo mismo que se arranca la cizaña y se quema, así será el fin del tiempo: el Hijo del Hombre enviará a sus ángeles, y arrancarán de su Reino a todos los corruptores y malvados y los arrojarán al horno encendido; allí será el llanto y el rechinar de dientes. Entonces los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre. El que tenga oídos, que oiga (Mt 13, 24-43) (Mc 4, 30-34; Lc 13, 18-21).
Las tres parábolas nos invitan a valorar el difícil crecimiento del reino de Dios en la realidad
humana. Un crecimiento, con demasiada frecuencia, oculto y misterioso, pero real. Nos invitan a no
angustiarnos por la presencia del mal en el mundo y en cada uno de nosotros; a creer siempre, pase lo
que pase, en la fecundidad de la semilla de Dios, por muy ínfima que nos parezca; a confiar en la
fuerza transformadora del mensaje de Jesús, si sabemos meterlo en el corazón de la vida humana.
En la parábola del trigo y de la cizaña, la conducta del sembrador es extraña. Un hombre
razonable correría a quitar la cizaña para que no impida el crecimiento del trigo. Pero él decide que el
trigo y la cizaña deben crecer juntos hasta la siega, soportando el perjuicio que la cizaña causará al
trigo. Sabe que el trigo no se perderá.
¿Hay realmente hombres totalmente buenos y hombres totalmente malos? ¿O todos tenemos
parte de bondad y parte de maldad, todos somos trigo y cizaña a la vez?
Para un creyente en el reino la situación del mundo es difícilmente soportable. ¡Qué misteriosa es
nuestra vida! ¡Qué mezclados están el bien y el mal dentro de cada uno de nosotros! ¿No es una
amarga experiencia en todos nosotros las incoherencias, los líos entre el bien y el mal?
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Querríamos ser veraces, justos, comunicativos, verdaderos seguidores de Jesús, con ganas de
seguir el camino que nos marca en su evangelio. Querríamos ser siempre desprendidos, generosos,
solidarios, serviciales. Lo querríamos porque sabemos que, en definitiva, eso es lo que nos hace felices.
Pero nuestra experiencia nos muestra muy claro que, junto a esos momentos en los que somos
consecuentes con nuestros propósitos, hay otros muchos en los que pueden más el deseo de poder,
la envidia, el quedar bien, los deseos de venganza, el odio y tantas otras cosas.
Ya lo decía san Pablo:
Sé muy bien que no es bueno eso que habita en mí, es decir, en mis bajos instintos; porque el querer lo bueno lo tengo a mano, pero el hacerlo, no.
El bien que quiero hacer no lo hago; el mal que no quiero hacer, eso es lo que hago. Entonces, si hago precisamente lo que no quiero, señal que no soy yo el que actúa,
sino el pecado que llevo dentro. Cuando quiero hacer lo bueno, me encuentro inevitablemente con lo malo en las manos.
En mi interior me complazco en la ley de Dios, pero percibo en mi cuerpo un principio diferente que guerrea contra la ley que aprueba mi razón, y me hace prisionero de la ley del pecado que está en mi cuerpo. ¡Desgraciado de mí! ¿Quién me librará de este ser mío presa de la muerte?
Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo, y le doy gracias (Rom 7, 18-25).
Pablo tiene claro que es él mismo el que con la razón sirve a Dios, mas con la carne, al pecado.
No sólo la vida de cada uno es complicada y llena de incoherencias. También lo es la vida de la
colectividad, la vida de la humanidad. ¡Qué frágil es la amistad y todo lo noble en nuestro mundo!
La vida de todos y de cada uno está llena de contradicciones, de cosas buenas y malas, de cosas que
funcionan bien y de otras que no tiran, de amor y de egoísmo.
En todo hombre hay verdad y mentira. Y puede vivir desde esa parte de verdad que tiene y
edificarse, o desde esa parte de mentira y destruirse. Poner en común la parte de verdad de cada
uno es el verdadero diálogo. Si vivimos sin compromiso, vivimos en la mentira y nos defenderemos de
la verdad del otro, si nos lleva a una exigencia.
Sólo Dios es la verdad, el amor, la libertad... Tenemos a Dios en la medida en que tenemos amor,
verdad, libertad.. y los comunicamos.
Esta parábola nos presenta, junto al sembrador de la buena semilla, al sembrador del mal.
Donde siembra Dios, siembra también el maligno.
La parábola quiere prevenirnos contra todo falso optimismo. El bien y el mal coexisten, incluso
dentro de la iglesia. Y la separación entre lo bueno y lo malo tendrá lugar sólo al fin de los tiempos. La
separación se hará al final según hayan sido las obras del amor. El hombre no puede adelantar ese
momento. Nuestra preocupación no debe ser tanto el arrancar la cizaña de nosotros mismos y de la
sociedad -aunque también-, como el confiar y trabajar por el crecimiento de la buena semilla.
¿Cuál es el principal peligro que tenemos los hombres de hoy que nos impida llegar a
construirnos?
El maligno -modo de llamar a nuestra sociedad del consumo y del «progreso»-, reduce los
horizontes del hombre, limita terriblemente el campo de sus posibilidades, se empeña con todas sus
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fuerzas en engañar al hombre acerca de su verdadera condición humana: «no eres más que... eres
solamente... ».
Esta es la cizaña más peligrosa sembrada en el corazón del hombre de hoy: la imagen desfigurada,
empequeñecida.
Los hombres terminan -terminamos- por convencerse de que la felicidad, la plenitud, está
solamente en poseer cosas. Y así, el hombre ha terminado por meter dentro de su corazón gran
cantidad de basura. Y Dios, ante el ruido de tanta confusión, ya no puede dejarse oír. En un
corazón absorbido por tantas bagatelas, sólo cabe un yo absorbente y usurpador. De esta forma
el hombre llega a ser idólatra de sí mismo (ególatra). ¿Es el ateísmo de tantos intelectuales fruto
de su egolatría?
La literatura, la filosofía, el cine, las revistas, los periódicos... parecen hoy muy ocupados en
esta labor reductora del hombre. Incluso la teología que anda por ahí. Y así tenemos al hombre
reducido a tener, parecer, poder, valer, gozar ... en lugar de ser. El amor reducido a placer
sexual, los bienes de la tierra reducidos a posesión egoísta, la libertad reducida a permisividad, la
persona reducida a rendimiento, el progreso reducido a potencia destructora...
También al cristianismo han llegado las rebajas: la fe reducida a moral, la formación
reducida a adoctrinamiento, los sacramentos usados para fiestas o cumplimientos sociales, la
tradición reducida a conservadurismo, la fidelidad reducida a repetición fatigosa de actos sin vida...
El mensaje de Jesús quiere dilatar los espacios del corazón del hombre y en torno a él, quiere llevar
las fronteras hasta su verdadero punto, al límite de lo infinito y al límite de lo imposible, a la
verdadera libertad. Porque la verdadera libertad consiste en la posibilidad de convertirse en sí mismo.
Hijos del reino son los que, partiendo de su parte de verdad, siguen su llamamiento por propia
iniciativa, ya que nada válido se hace obligado. Son los aspirantes a poseerlo definitivamente. Se
oponen con violencia los hijos del maligno; los que, arrancando de su parte de mentira, se están
destruyendo a sí mismos, a la vez que arrasan todo lo que encuentran en su camino.
¿Existe también esta lucha dentro de la iglesia? Los creyentes de todos los tiempos y lugares lo han
experimentado como carga y prueba; como una prueba mayor y más molesta que las tribulaciones
provenientes de un poder estatal corrompido - aunque se llame cristiano- o de una sociedad
materializada.
Vivimos un tiempo de salvación para todos los hombres. La historia de la humanidad no es un
tiempo de dar sentencias, porque en ella todo puede crecer. Es un tiempo de paciencia y de esperanza,
de luchas, de triunfos y de fracasos, simultáneamente. El único juicio válido será el de Jesús al fin de
los tiempos. Sólo entonces todo llegará a ser definitivo, porque ya no habrá más tiempo.
Entonces se quemará la cizaña, el mal que cada uno tengamos todavía. Y quedará sólo el
trigo, el bien. Quedará sólo el amor.
Ese es nuestro mundo, ésa es nuestra vida. Pero ahí crece el reino de Dios, ahí está plantada la
semilla del amor. Ahí, y en ninguna otra parte, en esa mezcla de plantas buenas y malas, es donde crece y
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crece ese grano de mostaza que llegará a ser un arbusto. Ahí, en nuestro contradictorio mundo, está la
levadura capaz de hacer que todo fermente, que todo se renueve desde los cimientos. Esa levadura que
es el propio Jesús.
Nuestro mundo parece contrario al reino de Dios. Pero tenemos la promesa de Jesús: el grano de
mostaza crecerá como un árbol, la levadura hará fermentar toda la masa. Llegará un día en que
sólo quedará la buena semilla, la bondad y el amor, que el Padre ha sembrado en el mundo.
Hemos de vivir en profundidad en medio del mundo, sin miedo a mancharnos, queriendo ser como
Jesús, levadura, semilla que quiere contribuir a la renovación de este mundo.
Las multitudes siguen, admiran y se alegran con Jesús. Pero eso no quiere decir que estuvieran
dispuestas a seguirle, a vivir aquellos valores que él les proponía, a comprometerse en una
transformación verdadera y profunda de la sociedad. Suponía un cambio personal radical, difícil.
Jesús da la impresión de no estar muy satisfecho de cómo iban las cosas. Sus pronósticos para el
futuro eran pesimistas a causa, principalmente, de la oposición de los dirigentes del pueblo. De esta
forma el éxito de su empeño liberador era dudoso. Eran poquísimos, no tenían organización, ni puestos
influyentes, ni medios económicos, ni armas...
Parece que los que le rodeaban le hacían ver esta pequeñez. Era claro que sus esfuerzos estaban
llamados al fracaso. Ese es también nuestro modo de pensar: sólo creemos en la eficacia, en el éxito
inmediato y si es sin esfuerzo, mejor.
Jesús sabe que hay actitudes y planteamientos humanos que, aunque de inmediato sea imposible
llevar a la práctica, son necesarios para que algún día se logre que sea realidad el mundo nuevo. Son
esas posturas, aparentemente inoperantes, tan desprestigiadas y despreciadas por muchos -no
violencia activa, objeción de conciencia, ideales utópicos de igualdad, fraternidad...-,las que harán
posible un día el reino de Dios. Si estas posturas son abandonadas por todos, el mundo nuevo se hará
imposible. Porque se habrá perdido el horizonte utópico hacia el que caminamos.
El reino de Dios está ya presente en Jesús, pero está en vías de realización en todos los demás.
Las parábolas del grano de mostaza y de la levadura son gemelas, nos transmiten la misma enseñanza:
la enorme desproporción que existe entre unos comienzos casi imperceptibles y el desarrollo
desproporcionado que se logra. Lo que hay de Dios en el hombre -somos su imagen y semejanza-,
por poca cosa que parezca, es lo más importante. Es la pequeña semilla que crece y da fruto, es la
levadura que hace que toda la persona se desarrolle.
¿Podría hallarse mejor descripción de lo que hizo Jesús, de lo que debe ser la iglesia y cada uno de
nosotros? Así se va haciendo el reino de Dios: algo apenas perceptible y que tiene tal eficacia interna
que, allí donde prende, logra efectos sorprendentes e inexplicables. La fuerza intensiva y extensiva
del reino de Dios es tal que llegará a transformar toda la vida del hombre y de la humanidad.
El grano de mostaza es, en Palestina, la más pequeña de todas las semillas. Pero el arbusto
desarrollado de la mostaza crece rápidamente hasta una altura de dos o tres metros.
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Las obras de Dios comienzan humildemente. Dios tiene normas distintas de las que tenemos los
hombres. Lo pequeño para él es grande y lo grande, pequeño.
Los criterios que rigen muchas de nuestras decisiones -lo mismo en la sociedad que nos rodea-
son los de la espectacularidad y la eficacia a corto plazo. Reducir al máximo el tiempo entre la siembra y
la recogida de frutos parece ser la máxima aspiración humana. Un claro ejemplo son los anuncios
televisivos: limpiar sin frotar, apretar un botón y obtener enseguida el efecto deseado...
Pero no es éste el ritmo que sigue nuestra maduración personal, ni se puede evaluar a corto plazo
la educación de un niño, ni el crecimiento de una comunidad o de la sociedad. Tampoco es éste el ritmo
de crecimiento que sigue el reino de Dios. Crece poco a poco, de forma imperceptible.
Nos cuesta aceptar este ritmo. Aceptar que el reino de Dios vaya echando raíces tan lentamente en
nuestro corazón v en las estructuras de nuestro mundo. Negarnos a aceptar este progreso lento de la fe
puede llevarnos a impaciencias absurdas; incluso a dejarlo todo.
Cuando medimos la labor de la iglesia o la nuestra con patrones de eficacia y espectacularidad,
cuando nos dejamos deslumbrar por lo ostentoso, cuando pensamos que aliándonos con las estructuras
del poder y ocupando cargos influyentes... nos será más fácil extender el reino de Dios, nos
equivocamos lastimosamente. No es ése, ni mucho menos, el camino que siguió Jesús. En cambio, la
historia de la iglesia nos demuestra que sí siguió ese camino en muchas ocasiones.
Sólo lo pequeño y pobre tiene posibilidad de comulgar con el desarrollo del reino de Dios. No lo
que ha crecido, lo que ha triunfado, lo que se ha desarrollado.
¿Dónde encontrar hoy esos valores que luchan por abrirse paso? No en lo que goza del favor de
los poderosos, de los honores mundanos o de la ley, sino en aquello que sufre contradicción y
burlas, en aquello que se considera como cosa de locos.
No podemos seguir creyendo en el triunfalismo de la iglesia y de tantos cristianos. No es fácil
encontrar las huellas del reino, porque son huellas que se borran rápidamente. El reino es sobre
todo una esperanza, una llamada al futuro, más que una realización actual.
Bajo la tierra, como enterrado, se nos aparece a todos el misterio de nuestra vida, la presencia
transformadora de Dios.
Debemos creer siempre, por encima de todo, en esta semilla del reino plantada en nosotros y en
nuestro mundo. Semilla que crece y que no dejará nunca de crecer. Porque Jesús lo quiere. Porque él
se preocupa. Porque él nos lo ha dicho y nosotros, sus seguidores, debemos creerlo. El grano crece
ahora -y malo sería si no fuésemos capaces de verlo, y sembráramos por el mundo tristeza y
desengaño- y crecerá un día plenamente, cuando todos los hombres, con toda la creación, seamos
para siempre hijos de Dios.
Entretanto gemimos y sufrimos. Dice san Pablo:
Porque sabemos que hasta hoy la creación entera está gimiendo toda ella con dolores de parto.
Y no sólo eso; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior, aguardando la hora de ser hijos de Dios, la redención de nuestro
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cuerpo. Porque en esperanza fuimos salvados. Y una esperanza que se ve, ya no es esperanza. ¿Cómo seguirá esperando uno aquello que ve?
Cuando esperamos lo que no vemos, esperamos con perseverancia (Rom 8, 22-25).
Gemimos y sufrimos, porque de verdad queremos que la vida sea mejor para todos, que la felicidad
sea plena para todos, que las esperanzas y las ilusiones de todos los hombres puedan cumplirse.
Gemimos y sufrimos, pero no como personas amargadas, sino como creyentes que creen
plenamente en lo que dice Jesús.
El creyente está seguro de la meta y de la acción de Dios, eficaz e impulsora de la historia.
La pequeña cantidad de levadura logró un gran efecto. Así sucede con el reino de Dios: por sus
comienzos humildes no se puede juzgar su pleno desarrollo. Interiormente está lleno de fuerza vital, lo
que exteriormente parece débil. Con la debilidad externa del mensajero se desarrolla la fuerza interna
del mensaje. No podemos olvidar la tremenda sensibilidad del reino de Dios: la menor violencia, la
menor infidelidad del mensajero, puede anular el desarrollo del mensaje, aunque nadie sepa esa
infidelidad o esa violencia. ¿Hacemos los mensajeros, por nuestros pecados, más lento aún e
imperceptible el reino?
El mensajero que se subordina plenamente a los planes de Dios y se deja transformar por él, es
como una levadura para su ambiente. La fuerza vital de esta persona se muestra en la pequeñez de
la vida cotidiana.
Puede surgir un problema: ¿si el reino de Dios es frenado por los pecados de los creyentes,
nunca será posible entre nosotros? Todos pecamos, con lo que haríamos estéril el mensaje de
Jesús.
Yo distingo en este planteamiento: lo fundamental, es la opción radical del creyente por ese
reino de Jesús, subordinar a ese reino todo lo demás. Después de esa opción, naturalmente, habrá
pecados en abundancia -dice Santiago en su carta que «todos faltamos a menudo» (3, 2)-, pero esos
pecados, asumidos por el creyente, no impedirán que ese reino se vaya implantando entre los
hombres.
En cambio, el hombre burgués -conscientemente no empleo la palabra creyente ni la palabra
cristiano-, sin compromiso, el que va tirando, el que no hace esa opción por el reino -no creeremos
en serio que la confirmación de chavales de catorce años, a la que son tan aficionados los obispos,
signifique esa opción, ¿verdad?-, el que se limita a prácticas reglamentadas... no puede dar
testimonio de Jesús.
No son los pecados-acto, fruto de la debilidad humana, sino el pecado-actitud lo que impide ser
testigo de Jesús.
¿Creemos que estamos siendo en nuestro ambiente esa levadura de Dios que va haciendo realidad
el reino, aunque lo hagamos con hechos muy humildes, poco vistosos y limitados por nuestras
debilidades y fragilidades? ¿En qué en concreto?
109
Parábolas del tesoro escondido, la perla de gran valor y la red
El Reino de los Cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra, lo vuelve a esconder, y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo. El Reino de los Cielos se parece también a un comerciante en perlas finas, que al encontrar una de gran valor se va a vender todo lo que tiene y la compra. El Reino de los Cielos se parece también a la red que echan en el mar y recoge toda clase de peces: cuando está llena, la arrastran a la orilla, se sientan, y reúnen los buenos en cestos y los malos los tiran.
Lo mismo sucederá al final del tiempo; saldrán los ángeles, separarán a los malos de los buenos y los echarán al horno encendido. Allí será el llanto y el rechinar de dientes.
-¿Entendéis bien todo esto? Ellos le contestaron: -Sí. El les dijo: -Ya veis, un letrado que entiende del Reino de los Cielos es como
un padre de familia que va sacando del arca lo nuevo y lo antiguo (Mt 13, 44-52).
Jesús nos habla del reino con convencimiento, porque ese reino que nos anunciaba era la
ilusión de su vida, y quería que también lo fuera para sus discípulos y para nosotros. Un
reino, presente en nuestra vida, que merece que lo demos todo por conseguirlo. Y que lo
demos llenos de alegría, convencidos de que hacemos una buena inversión.
El reino de Dios es un modo global y unitario de comprender la vida, de comportarse
en el mundo, de hacer en medio de la creación. Es la manifestación del proyecto definitivo de
Dios sobre el hombre en el mundo. El descubrimiento del reino de Dios es el encuentro con
el sentido pleno de la vida humana. Un encuentro que produce alegría y ante el que hay
que tomar una opción. Una opción que nunca es negativa, al ser una opción por algo que
contiene dentro de sí todo lo demás y con mayor abundancia. Una opción que nos lleve a
organizar y realizar la vida según una escala de valores distinta.
Las parábolas del tesoro y de la perla nos plantean a cada uno qué es para nosotros,
realmente, lo más importante. Las dos insisten en comparar el reino de Dios con algo por lo que
merece la pena darlo todo, cambiarlo todo, dejarlo todo.
La parábola de la red es un juicio profundo sobre la calidad del bien o del mal que cada uno
haya realizado en la propia vida.
Las dos primeras parecen muy sencillas. Narran acontecimientos vulgares que todos podemos
entender fácilmente, aunque el encontrar el tesoro o la perla esté fuera de las solas
posibilidades humanas, lo mismo que el gordo de la lotería o los catorce aciertos de las quinielas.
En ambos casos no basta con participar. Pero el que no juega... El ejemplo no sirve si se
piensa que, lo mismo que hay que buscar el tesoro o la perla que es el reino de Dios, hay que
jugar a la lotería o a las quinielas. Creo que un verdadero creyente no juega ni a una cosa ni a
110
otra, porque no quiere que le toque, y sabe que para edificar el reino son necesarias las buenas
obras y no el dinero. El azar o la suerte son el factor primordial en los juegos, la gracia del
Padre lo es en el hallazgo del tesoro o de la perla. Por eso no bastan las solas fuerzas humanas.
Solamente encuentra el hombre que busca y que busca porque no está satisfecho de su
vida. El satisfecho de su vida tiende al «sillón», como el pájaro a volar, se llame creyente o no.
Sencillas aparentemente, dichas por Jesús a aquellas gentes, llevan consigo un mensaje
profundo: la revelación de la experiencia de fe que están haciendo y a la que están a punto de
abrirse o de cerrarse, la descripción de la lucha más profunda del hombre.
El evangelio es una luz que ilumina el sentido verdadero de la vida del hombre. Nos enseña
que esta vida verdadera está en la respuesta del hombre a la invitación constante de Dios. Nada
se hace sin Dios y nada se hace sin el hombre. Pero cuando ambos colaboran en la fe, nada les es
imposible.
El mensaje de las parábolas del tesoro y de la perla es muy actual para nosotros. Porque lo que
nos falta con frecuencia es una valoración real del reino como lo más importante para nosotros. Lo
colocamos como un valor más junto a otros: profesión, familia, progreso, diversiones... No es que
no valoremos el amor, la verdad, la justicia, la libertad... sino que no hacemos una opción radical en
nuestra vida por todo ello; lo consideramos un aspecto más.
Pretendemos comprar sin vender. Pero no se puede comprar el reino sin vender todo lo demás.
El deseo de pasarlo bien por encima de todo, la comodidad, el placer, el dinero, los bienes
materiales... todo eso lo tenemos que dejar si queremos obtener el tesoro. Al máximo de ser,
corresponde el mínimo de tener.
Creer que compramos sin vender es el engaño del cristiano de toda la vida. Por eso la mayoría no
entienden que no entienden el evangelio. Parece un juego de palabras, pero está claro, ¿no? Lo que
en el fondo queremos es no vender. Es decir, no cambiar nada de nuestro modo de vivir. Muchas
veces decimos que es imposible.
En la vida nadie vende sin haber encontrado antes. Y aquí está nuestro problema: los cristianos
no solemos tener conciencia de haber encontrado un tesoro o una perla de gran valor en la persona de
Jesús. Por eso es inútil toda exhortación a vender, al no tener la experiencia previa de que vale la pena
hacerlo.
Ambas parábolas nos presentan una enseñanza fundamental: la entrega incondicional, total y
plena, que exige el reino de Dios. Todo palidece ante el valor del reino cuando ha sido descubierto
en plenitud. El hombre queda fascinado.
No compran para vender de nuevo o especular con lo comprado. Han encontrado algo que llena
sus vidas y les da sentido. Así ocurre con el hallazgo del reino. Sólo desde él la vida adquiere su pleno
sentido. Pero este hallazgo requiere entregar todo lo demás. Por eso son pocos los que dan con él, por
eso son pocos los que viven un cristianismo en lucha y con alegría.
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Sólo el que ha encontrado el sentido de Dios, a través del mensaje de Jesús, puede renunciar con
alegría a todo lo demás. Ha encontrado la verdad y la vida, ha encontrado la libertad y la paz, ha
encontrado la justicia y el amor. El que tiene el sentido de Dios, lo tiene todo. Esta afirmación sólo
puede entenderse desde la propia experiencia. Pero nuestra mentalidad mundana, el temor de
perder y la meta que nos marcamos en nuestra vida, tropiezan una y otra vez con esta verdad.
La parábola de la perla añade a la del tesoro la belleza. El reino de Dios no es solamente el valor más
grande, sino también el bien más bello y perfecto que se pueda conseguir.
Cada uno de nosotros nos podemos identificar con estos hombres de las parábolas. Ante el
descubrimiento de Cristo, todas las demás realidades palidecen. Esto no quiere decir que las
despreciemos, sino que las colocamos en relación con la realidad definitiva y el valor único que es
Jesús. Todo lo demás se convierte en etapas hacia el valor definitivo. El descubrimiento de Jesús nos
hace cambiar todos los objetivos de nuestra vida; nuestra mirada sobre todas las cosas y sobre las
personas se hace nueva. Hemos hecho un gran negocio. Tanto más cuanto el tesoro por el que hemos
vendido todo no cesará de admirarnos y revelarnos una belleza siempre nueva, con tal de no
acostumbrarnos a ella.
Ese es el gran peligro, después de haber encontrado a Jesús: acostumbrarnos a él y no apreciarlo
ya en todo lo que vale. El polvo de cada día se va depositando sobre la perla, ocultando su valor
original. Y podemos cambiar, lo mismo que los que jamás se encontraron con Jesús en sus vidas,
nuestro verdadero rostro por una máscara cómoda; el mensaje de Jesús por una mezquina
componenda con las modas más complacientes y ruidosas; el coraje por una serie de compromisos
oportunistas; la reflexión por un loco girar en el vacío; la sinceridad por el cálculo; la grandeza de un
ideal por soluciones de facilidad; la silenciosa aprobación de Jesús por las equívocas aprobaciones
humanas; la oración por las prácticas religiosas; el amor por el deseo de ser querido; Dios por una
infinidad de sucedáneos.
La parábola de la red es eminentemente escatológica. Habla del tiempo futuro. Describe lo que
sucederá el último día.
Aunque en la vida de un hombre no salga a luz lo malo cuando tiene éxito y prestigio, cuando es
estimado, cuando exteriormente aparece como intachable y excelente; o cuando no sale a luz lo
bueno del hombre por estar éste marginado, olvidado, mal visto... porque molesta; el día del juicio
saldrá a la luz la verdad de cada uno. Antes no es posible la selección. Malos y buenos, lo malo y lo bueno
de cada uno, tienen que convivir o coexistir hasta el fin.
En el reino de Dios hay una última fase: la de la selección. Solamente entonces se manifestará con
claridad meridiana la verdadera comunidad de los hijos de Dios, libre de la esclavitud, libre de todo lo
malo, libre de lo aparentemente bueno, libre de los que parecían creer, libre de los que confesaban
a Cristo con sus labios teniendo el corazón muy lejos de él, libre de los puritanismos farisaicos que
no encajan en el espíritu del cristianismo y se aprovechan de él.
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No basta con oír las palabras, es necesario atender su sentido profundo. Sólo quien acepta
interiormente lo que oye, puede vivir después guiado por esas palabras.
Puedo oír las parábolas y no quedar afectado por ellas. Pero si me esfuerzo por entenderlas,
noto que se refieren a mí y que no puedo desviarme de lo que proclaman.
El que quiere vivir y anunciar el reino tiene primero que haber aprendido la verdad sobre este
reino.
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COMPORTAMIENTO DE LA COMUNIDAD (Mt 18)
El cuarto de los cinco grandes discursos del evangelio de Mateo, lo tenemos en el capítulo 18.
Está dirigido de un modo especial a los discípulos. Trata de la fraternidad que debe reinar en
la comunidad cristiana, de las relaciones entre los creyentes. Es un discurso dedicado a la
iglesia, concebida como una comunidad con relaciones muy estrechas entre sus miembros. Está
centrado en la forma que deben tener estas relaciones, más que en su organización.
Es una composición del evangelista, un conjunto de frases reunidas y reelaboradas para
transmitir las enseñanzas de Jesús adaptadas a la comunidad de Mateo.
Llegaron a Cafarnaún, y una vez en casa, les preguntó: -¿De qué discutíais por el camino? Ellos no contestaron, pues por el camino habían discutido quién era el más
importante (Mc 9, 33-34).
Este texto paralelo de Marcos nos hace suponer que el motivo inmediato de este discurso
es una discusión de los discípulos sobre el puesto que cada uno debía ocupar en el reino que
Jesús predicaba y del que les iba a hacer a ellos los dirigentes inmediatos.
¡Siempre lo mismo!: los puestos principales, el ser más que los demás...
A estas alturas de la vida de Jesús, lo encontramos alejado de las masas y dedicado a mostrar
al reducido grupo de discípulos que le siguen, cuál será su destino y de qué modo va a llevar a
término su labor mesiánica.
Jesús nos habla de temas que afectan directamente a nuestra vida de comunidad. Nadie puede ser
cristiano solo, por su cuenta, sino conjuntamente, colectivamente, formando parte de la iglesia. Y esa
iglesia de la que formamos parte, no es algo abstracto y lejano, no es esa enorme burocracia que
tanto daño le hace, sino algo que nos toca muy de cerca y que se hace realidad en este grupo
que nos reunimos semanalmente.
Debemos ayudarnos mutuamente a crecer en la fe y a vivir según el amor y la entrega que Jesús
espera de nosotros. Debemos ayudarnos a superar el pecado y la cerrazón. Y para ello es necesario el
buen ejemplo de unos y otros. Porque lo que más anima a amar, a ser generosos, a alejar de nosotros
la envidia y el egoísmo, es ver alrededor a personas o grupos que se esfuerzan por vivir de verdad el
amor, la solidaridad, la justicia, la libertad...
El buen ejemplo es la primera ayuda que podemos ofrecer a los demás.
A todos los que hayamos abandonado, a quienes hayamos alejado de nosotros con nuestro
orgullo, con nuestra suficiencia, con nuestra impaciencia... los hemos separado de Dios al mismo
tiempo que de nosotros. Mejor dicho: nos hemos separado de Dios al mismo tiempo que de ellos,
114
porque Dios no tiene otro modo de hacerse presente entre nosotros -normalmente- que a través
de los hermanos.
La base del discurso la forman los cinco primeros versículos. Todo lo demás debe ser interpretado
desde estos fundamentos.
El más grande en el reino de los cielos
En aquel momento se acercaron los discípulos a Jesús y le preguntaron:
-¿Quién es el más importante en el reino de los cielos? El llamó a un niño, lo puso en medio, y dijo: -Os digo que, si no volvéis a ser como niños, no entraréis en el reino
de los cielos. Por lo tanto, el que se haga pequeño como este niño ése es el más grande en el reino de los cielos. El que acoge a un niño como éste en mi nombre, me acoge a mí (Mt 18, 1-5) (Mc 9, 33-37; Lc 9, 46-48).
Según los evangelistas Mateo y Marcos, Jesús predice por tres veces su fracaso humano, su pasión. Y
las tres contrastan con las miras egoístas de los discípulos. A la primera, le sigue la bien
intencionada intervención de Pedro para apartar a Jesús de su camino. A la segunda, que
comentaremos a continuación, la discusión de los discípulos sobre quién era el más importante. La
tercera, es seguida por la petición ambiciosa de Santiago y Juan, según Marcos, y por la petición de
la madre de ambos discípulos, según Mateo. Este último, al ser compañero de los dos hermanos, no
querría dejarlos demasiado mal.
Los hombres somos celosos de nuestros honores e importancia. De ahí tantas luchas y tantos
conflictos. Nos da miedo la entrega y el servicio. Tenemos miedo a vivir de verdad, aunque lo
estemos deseando desde lo más profundo de nuestro ser.
Por eso acontecen estas sorpresas. Se sigue a Jesús, se le conoce, se pertenece a él, se deja todo por
causa suya. Pero, de pronto, descubrimos que estamos lejísimos de él. Parece que marchamos por el
mismo camino, y sin embargo vamos en distintas direcciones.
Esto les sucedió a los apóstoles. Jesús camina hacia Jerusalén donde será crucificado, y ellos le
siguen entretenidos en medir su propia grandeza. Jesús habla de su fracaso humano, de su pasión, y
ellos hablan de cuestiones de vanidad. Llevan mucho tiempo con el maestro y siguen hablando un
lenguaje absolutamente distinto del suyo.
Frecuentemente los discípulos tienen miedo de preguntar a ,Jesús:
Pero no entendían aquello, y les daba miedo preguntarle (Mc 9, 32).
115
¿Temían que la respuesta iba a ir en contra de sus ambiciones personales?
Muchas veces nuestra ignorancia es culpable, cuando eludimos la pregunta sincera y sin segundas
intenciones, o cuando intuimos un compromiso serio y dejamos de ahondar, dejamos de preguntar.
«¿De qué discutíais por el camino?» (Mc 9, 33). Y no tienen el valor de responder, de
manifestar el contenido de sus discusiones, de lo que realmente llevan en la cabeza y en el corazón.
Es lo mismo que nos sucede a nosotros. Por ello hemos de tener el coraje de confesar lo que
realmente pensamos, lo que realmente buscamos y nos preocupa. Debemos tener el valor de reconocer
cuán mezquinas son las cosas de las que nos ocupamos durante la mayoría de nuestro tiempo, en
comparación con las cosas que él, Jesús, lleva en el corazón. Tengamos la honradez de leer el
evangelio y comparar. Veremos que las cuestiones que nos dividen y enfrentan son banales y
estúpidas, en comparación con su mensaje. Hagamos nuestras revisiones de vida a la luz del
evangelio. Quizá caigamos en la cuenta de que todavía no hemos entrado en los ideales por los
que vivió y murió Jesús de Nazaret. Quizá descubramos la necesidad que tenemos de ser
evangelizados.
La sociedad del consumo y de las prisas, en que vivimos, marcha en dirección opuesta al camino de
Jesús. En ella la competencia es una realidad que trae de cabeza a todos y a todo. Una realidad de
la que es muy difícil salir.
No era necesario este afán competitivo de la sociedad moderna para ser como somos. Nuestra
ambición de dominio, de poder, de prestigio, de dinero, nos empuja constantemente a él. La cadena
de la competencia nos atenaza a todos: los que están en el mismo puesto de trabajo, por ejemplo, no
son dos hombres solidarios, sino dos rivales.
Y así, van destacando entre nosotros los más listos, los más eficaces, los más sagaces, los más
agresivos, los más sinvergüenzas.
Esta es la educación que hemos recibido y a esta lucha por la vida nos han preparado, incluso en
nombre de Dios: estudiar para ser más que los padres, por amor propio, por quedar encima, por
ocupar los puestos principales en este mundo de locos.
Hemos sido lanzados al ruedo de la vida, repartiendo y recibiendo cornadas, engañándonos unos
a otros, hasta que nos hemos resignado a ocupar nuestros puestos.
El espíritu evangélico es totalmente contrario a lo competitivo. En él, el que más se entrega, el
que más sirve, el que más vive para los demás, es el que más vale.
Muchos, incluso cristianos, dicen que vivir fuera de lo competitivo es hoy imposible. Nos va a ser
muy difícil romper esta costra de la educación recibida, teniendo en cuenta, además, que la
experiencia parece darles la razón.
A pesar de todas las dificultades, de todas las evidencias, es necesario que la competencia sea
sustituida por el servicio.
«¿Quién es el más importante en el reino de los cielos?».
116
La pregunta, ¿se refiere al mayor en el reino consumado de Dios o a quién es aquí y ahora el
mejor? Parece que la pregunta apunta aquí y ahora. En el fondo la pregunta quiere decir:
¿quién es el mejor ante Dios?
Para la respuesta es conveniente representarnos la escena en forma viva, para captar el contraste
y significado de este signo: de un lado el grupo de hombres prudentes y seguros de sí mismos,
que analizan las palabras de Jesús y se quedan con las que les convienen; y de otro, el grupo de
chiquillos que ni entienden, ni pueden entender la predicación de Jesús. Y lo peor es que con sus
movimientos y gritos, impiden oír a los demás.
Los adultos les riñen y quieren apartarlos de allí. Y Jesús llega a enfadarse de verdad: querían
alejar de allí a los clientes privilegiados de su reino, a los únicos que entrarán en él. Pone las cosas en
su punto. Que quede bien claro: el suyo es un pueblo de niños. Por eso precisamente a Jesús le gusta
verse rodeado de chiquillos. Sus ojos ya están cansados de ver ruinas por todas las partes, de toparse
siempre con inconscientes: los adultos.
Los apóstoles discutían de protocolos, se preocupaban de los primeros puestos. Jesús, colocando
a un niño en medio de la escena, declara que el más grande en el reino de los cielos es él. El único
primer puesto que importa a los ojos de Jesús es el de la infancia. Y eso que en la sociedad palestina de
entonces los niños, más que ahora, formaban parte de los grandes marginados.
Jesús responde que el más importante en el reino es el niño. Nos manda hacernos como niños.
El niño -modelo de persona desvalida- es la antítesis del poderoso. Es ejemplo de lo que no es
grande en ningún orden. No tiene pretensiones, sabe que es niño y acepta su niñez, su impotencia frente
a la vida, la necesidad que tiene de sus padres para subsistir. Viven en la humildad, no haciéndose
menos de lo que son -que eso no es humildad-, sino reconociendo lo que son, aunque no sepan
explicarlo. ¿Acaso necesita el hombre hacerse menos de lo que es para ser humilde? ¿Qué es el
hombre ante Dios? (Sal 8).
Lo más típico del niño es su actitud receptiva. Los niños están siempre «nuevos», limpios, no han
aprendido a traicionar. Son transparentes, dependen totalmente de la ayuda ajena. Son pobres, «se
dejan hacer». El niño es maduro en sueños, maduro en esperanza, maduro en novedades, maduro
en imaginación, maduro en sorpresas, experto en disponibilidad. No han aprendido todavía a
«consumir» el porvenir. Sólo ellos son fieles. «Sólo los niños saben lo que buscan» (Saint-Exupéry, en
El principito).
Jesús ama a los niños. Y tiene motivos para ello: aún no han aprendido a desfigurar la imagen y
semejanza de Dios que hay en ellos. Cuando dulcemente se inclina sobre ellos, se encuentra a sí mismo.
El que un día podamos llegar al reino de Dios está condicionado a la acogida que prestemos al reino
que viene a nosotros. La única buena acogida consiste en recibirlo como niños.
¿Qué quiere decir como niños? No se trata de «permanecer» niños, sino de «hacernos» como
niños. Lo cual significa una conquista, un progreso. Nunca un estancarse o volver hacia atrás.
Requiere dos cosas: convertirse y hacerse como niños.
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Convertirse designa un acontecimiento revolucionario: toda la marcha de la vida debe
interrumpirse y cambiar de dirección. La conversión está necesariamente antes de este camino
posterior.
Como niños quiere decir acoger el reino con sencillez, confianza, sin restricciones, con abandono
total, con decisión generosa. El objetivo de la conversión es hacerse niños. Hacerse como niños es
automarginarse, no por masoquismo inútil, sino porque allí donde hay opresores y oprimidos,
dominadores y marginados, el reino se construye desde estos segundos.
El infantilismo se encuentra en la vertiente opuesta del auténtico espíritu de infancia. No
saber dar un paso por cuenta propia, invocar la autoridad como protección, considerar la
obediencia como una abdicación de la propia responsabilidad, considerarse dispensado de las grandes
resoluciones y de las consecuencias de esas resoluciones, eso es infantilismo. Es vivir vacíos, quejarse
de todo. Es frecuentísimo en las comunidades religiosas.
El infantilismo es un ridículo sustitutivo del espíritu de infancia espiritual. Y, como siempre
ocurre, el sustitutivo es el más terrible adversario del producto genuino.
Los adultos estamos llenos de complicaciones, de pretensiones, de reservas mentales, de
compromisos sospechosos. Más que recibir el reino, nos «defendemos» de él, porque nos
consideramos ya hechos, terminados, autosuficientes. Incapaces de seguir el pequeño sendero de la
infancia, pretendemos presentarle a Dios un programa bien trazado, con todos los detalles bien
precisados para que él ponga su firma de estar de acuerdo. Eso es lo que hacemos con la religión. Y
Dios se ve incapacitado de añadirle a ese programa, tan bien trazado, la más mínima propuesta,
una propuesta que pudiera trastornar todos los proyectos. Nos hemos construido una coraza, donde
no hay ni el más mínimo resquicio para que Dios pueda hacer penetrar un germen de «novedad», de
ilusión, de vida. Y a esto es a lo que llamamos experiencia. Consideramos a la religión como la
suma de nuestros esfuerzos para llegar hasta Dios. Buenas obras, sacrificios... son los escalones de esta
escalera. Y por ella vamos subiendo fatigosamente, seguros de alcanzar alguna vez la meta. No hemos
descubierto esa religión que consiste en quitar impedimentos para que Dios pueda llegar a nosotros:
autosuficiencia, orgullo, bienes materiales... No se trata de quietismo, sino de quitar todo lo que
estorba. No somos nosotros los que hemos de llegar a Dios, sino que es Dios el que quiere llegar a
nosotros. Nuestra misión es no ponerle obstáculos, o quitar los que haya.
Con fría determinación, nos empeñamos en desfigurar la imagen de Dios que llevamos dentro.
Cada uno de nosotros vamos arrastrando por la vida una maravillosa obra de arte destrozada. Los
adultos somos un verdadero desastre, no se puede esperar ya nada de nosotros. Nos tenemos por sabios,
cuando en realidad no hemos aprendido otra cosa más que a estropearlo todo.
En el mundo adulto tienen lugar los ritos de la costumbre, las ceremonias de la mediocridad, las
recepciones de la insignificancia, el culto a los tiranos, las penosas representaciones de la
apariencia, el cansancio de las cosas rutinarias, las acostumbradas componendas, las charlas inútiles,
los gestos vacíos. Por eso cuando tenemos tiempo libre lo matamos como podemos, no sabemos qué
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hacer con él. Damos la impresión de estar esperando a morirnos. ¿Qué es más que eso el modo
cómo empleamos el tiempo libre?
La voz del adulto nos llama a la realidad, nos hace entrar en la prudente normalidad que nos
deja clavados en nuestras limitaciones. Nos llama a no ir en busca de preocupaciones, a
conformarnos, a adaptarnos a todo, a ser razonables, a recortar las aspiraciones, a acortar los
ideales, a asegurarnos el porvenir, a no alejarnos mucho de donde acampa la masa.
Hemos de salir de nosotros mismos, del ambiente que nos ahoga, contemplar el inmenso
horizonte que se nos ofrece. Dejarnos conquistar por el encanto de lo inexplorado, de lo que
siempre está más allá. Hemos de dejarnos transformar por algo que sea digno de nosotros, algo
que llene nuestras ansias de infinito.
Nuestra verdadera edad viene determinada según prevalezca en nosotros la voz del niño o la voz del
adulto. Nuestra vida se juega en esta sutil línea, entre la vertiente de los sueños, de las
aspiraciones más profundas, de las aventuras más audaces; o la vertiente de lo «razonable», de
las acomodaciones. En la vida somos felices, crecemos, nos hacemos adultos verdaderos en la medida en
que no traicionamos al niño que está dentro de nosotros.
«Deberíamos ir de luto por el niño que hemos matado dentro de nosotros» (Gloria Fuertes).
Para ser «como niños» es indispensable vender nuestras complicaciones intelectuales, nuestras
estructuras mentales, nuestros compromisos torcidos, nuestro sentido común, nuestra prudencia,
nuestras vacilaciones, nuestra experiencia... Necesitamos vender nuestro cristianismo «prefabricado».
Necesitamos vender lo que hemos construido sobre nuestra infancia.
Dejémonos guiar por el niño que hay en nosotros. El no se equivoca, nos conduce con seguridad
por el camino del reino, donde la sorpresa será norma: «Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre
puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman» (1 Cor 2, 9).
El mayor grado de madurez consiste en hacernos como niños. Ser como niños es cultivar todos
los valores innatos en la infancia: acogida, fiarse del otro, receptividad, transparencia... Y así,
irán superándose los aspectos negativos de una vida que comienza. Es hacer, en definitiva, casi todo lo
contrario de lo que hacemos normalmente.
Nos podemos considerar adultos de verdad cuando hayamos conquistado el espíritu de la
infancia. Lo estamos siendo en la medida en que tengamos ese espíritu.
En el reino de Dios está en vigor esta ley: el grande es pequeño, y el pequeño es grande. Sólo puede
ser mayor que otro el que se hace inferior. Así como el niño resulta pequeño e insignificante entre los
adultos, también designa el término de la conversión. Sólo el ínfimo de todos puede ser absolutamente
el mayor. El que acoge al niño, acoge al mismo Jesús, porque el niño representa al inferior y pequeño.
¡Que bien lo entendió san Francisco de Asís! Jesús mismo se oculta en el más pequeño, y en él hay que
encontrarlo.
Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos (Mc 9, 35).
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Jesús es el ideal de esta ley:
No os encerréis en vuestros intereses, sino buscad todos el interés de los demás. Tened entre vosotros los sentimientos propios de una vida en Cristo Jesús. El, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz.
Por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre», de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble -en el Cielo, en la Tierra, en el Abismo y toda lengua proclame: «;Jesucristo es Señor!» para gloria de Dios Padre (Flp 2, 4-11).
Jesús conquistó en plenitud la infancia espiritual. Es el servidor.
Servir al otro supone disponibilidad, estar pendiente de él. A la vez nos pide una actitud
humilde. El orgulloso no puede servir, exige ser servido. El servicio debe ir acompañado de
la apertura al otro; expresa la disponibilidad que yo tengo de aceptar a todo aquel que se cruza
en mi camino.
Una actitud verdadera de servicio no es sólo servir, sino estar dispuesto a dejarse servir
también, lo cual es más difícil. El que sirve a otro, porque el otro se deja que le sirvan,
debería darle las gracias porque, al servirle, le ayuda a desarrollarse como persona. Y no al
contrario, como solemos hacer. Pero hemos de estar sobre aviso no sea que, por el deseo de
servir y ayudar a los demás, impidamos el desarrollo de su persona, al darle todo hecho.
El servicio se encamina a la comunión, a entrar en relación con el otro.
El que tiene el espíritu de servicio está preparado para dar la vida, el primer puesto y
todo por el otro.
En nuestra sociedad parece que el que está dispuesto a servir a los demás es un tonto.
Procuremos no serlo en la realidad y pensemos que el camino de Cristo no se puede
entender con criterios egoístas.
Jesús nos recomienda ocupar los puestos que siempre están libres: los últimos.
El escándalo y la salvación de los pequeños; con la parábola de las cien ovejas
Si alguien hace caer en pecado a uno de estos pequeños que creen en mí, mejor le sería que le ataran al cuello una piedra de molino y lo arrojaran al mar. ¡Ay de la sociedad que lleva a la gente a cometer el pecado! Fatalmente habrá quienes induzcan al mal, pero ¡ay del que hace caer a los demás!
Si tu mano o tu pie te arrastra al pecado, córtatelo y tíralo lejos; pues es mejor entrar en la vida manco o cojo, que ser echado al fuego eterno con tus dos manos y tus dos pies. Y si tu ojo te arrastra al pecado, sácatelo y tíralo; es mejor entrar tuerto a la vida que ser arrojado con tus dos ojos al fuego del infierno.
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Tened cuidado con despreciar a uno de esos pequeños, pues os digo que sus ángeles contemplan sin cesar la cara de mi Padre que está en los cielos.
¿Qué os parece? Si un hombre tiene cien ovejas y una de ellas se pierde, ¿no deja las noventa y nueve en el monte y parte a buscar la perdida? Y cuando consigue hallarla, os aseguro que se alegra más por ella que por las noventa y nueve que no se extraviaron. Pues lo mismo pasa con vuestro Padre que está en los cielos, cuya voluntad es que no se pierda ninguno de esos pequeñuelos (Mt 18, 6-14) (Mc 9, 42-48; Lc 17, 1-2; 15, 3-7).
Seguir a Jesús, y comprender su mensaje, no es fácil, aunque tampoco sea tan complicado
como nos empeñamos en hacerlo para justificarnos. Se nos pide una condición fundamental: la
sencillez.
Si muchos textos evangélicos los escucháramos por primera vez, nos levantaríamos de
nuestros asientos indignados ante su radicalidad. Pero como son palabra de Dios, y nuestra
sociedad «cristiana» está vacunada contra ella, seguiremos sentados y dormidos.
En este pasaje, Jesús nos pide que no pongamos obstáculos a la fe de los demás, de los
«pequeños».
¿Quiénes son los pequeños? Por lo visto anteriormente, podrían ser los niños. Pero las
bienaventuranzas van dirigidas a toda clase de pobres. Todos ellos han sido buscados y
amados apasionadamente por Jesús. Parece que, más que a personas de corta edad, Jesús se
refiere a todos aquellos que tienen una fe débil, incierta, y que pueden llegar a una fe
madura y personal, según sea la actuación de los cristianos que tengan a su alrededor. El
pueblo sencillo, dispuesto a oír y a creer, es designado desde el principio con el nombre
colectivo de los «pequeños».
En sentido amplio, y para adaptarlo a nuestra sociedad actual, pueden ser también pequeños
todos los que, por las razones que sean, han recibido una presentación desfigurada del mensaje de
Jesús; el mundo del trabajo que ha visto -y no es culpa suya- a la iglesia como una fuerza al
servicio de los ricos, de los poderosos; buena parte de los jóvenes que han chocado con un
cristianismo identificado con una manera de vivir propia de épocas anteriores y que, por tanto, nada
les puede decir a su vida de hoy; incluso muchos científicos, muchos intelectuales, muchos líderes de
movimientos políticos y sindicales, pueden ser considerados «pequeños» en la fe, porque tienen
de ella una concepción deformada, sin fuerza de convocación, sin compromiso social, agravado, en
estos últimos, por el hecho de que otros líderes de partidos que oprimen al pueblo se llaman
cristianos, y proclaman a los cuatro vientos que todo lo hacen como tales. Muchos de ellos, por no
decir la mayoría, vivieron de niños y de adolescentes como cristianos. ¿Por qué después dejaron toda
práctica religiosa y piensan que el cristianismo es una alienación de la persona? ¿Cuántos se
educaron -es un decir- en colegios de religiosos? ¡Y son personas comprometidas con el pueblo,
muchas de ellas! ¿Qué planteamientos hacen esos colegios de la fe?
121
Muchas veces los responsables de esta deformación y alejamiento no son ellos -todos estos
«pequeños» de sectores distintos-, sino los cristianos que hemos identificado a Dios, a Jesús de
Nazaret, al Espíritu, con nuestra manera personal de pensar y de vivir.
La mayor responsabilidad la tienen los ricos que, siendo los que menos derechos tienen a sentirse
identificados con el crucificado, han conseguido -con el consentimiento de los responsables de la iglesia
jerárquica en demasiadas ocasiones- presentarse como los propietarios del cristianismo.
¿No es esto un escándalo? ¿No está esto en las antípodas del mensaje de Jesús? ¿Quién se
atreverá a negar que las riquezas acumuladas son motivo de escándalo?
Los ricos no han sido capaces nunca de mirar más allá de su propio egoísmo. Por ello tampoco se
han dado cuenta de que los tiempos están cambiando; no porque los pobres sean ahora más o
menos pobres, sino porque se van dando cuenta de la injusticia de su situación. El hombre
egoísta, el que atesora ávidamente, el que defrauda a los demás... no ha comprendido nada
del momento en que vive, no es realista.
Decía el apóstol Santiago:
Ahora, vosotros, los ricos, llorad y lamentaos por las desgracias que os han tocado. Vuestra riqueza está corrompida y vuestros vestidos están apolillados. Vuestro oro y
vuestra plata están herrumbrados, y esa herrumbre será un testimonio contra vosotros y devorará vuestra carne como el fuego.
¡Habéis amontonado riqueza, precisamente ahora, en el tiempo final! El jornal defraudado a los obreros que han cosechado vuestros campos está clamando
contra vosotros; y los gritos de los segadores han llegado hasta el oído del Señor de los ejércitos.
Habéis vivido en este mundo con lujo y entregados al placer. Os habéis cebado para el día de la matanza (Santiago 5, 1-6).
Vivimos actualmente el alejamiento de la iglesia de la mayoría de los jóvenes y adultos.
Atraerlos pasa por la conversión imposible de los ricos «cristianos», que han robado a los pobres
hasta la fe, ya que con su presencia en las iglesias impiden que «vean» los explotados de
todo tipo. No pueden entrar en el mismo «saco» modos tan dispares de entender la vida y de
vivirla.
También es necesario que la iglesia sea verdaderamente la «iglesia de los pobres» para
que vuelva a tener la credibilidad de los primeros tiempos.
¿Ofrecemos nosotros, en nuestra comunidad, una imagen coherente, comprometida con el
pueblo, para que los jóvenes y adultos que nos rodean crean en Cristo? ¿O somos causa de
que se alejen de él?
Para Jesús esta es una cuestión grave, más grave que echarse al mar con una rueda de molino
atada al cuello. ¡Y ya es grave!
Todo lo que sea una atadura para seguir a Jesús debe ser extirpado sin
contemplaciones. Muchas veces el no seguir a Jesús no es por falta de ganas, sino por falta
de libertad. Nos atan demasiadas cosas. Y Jesús nos recuerda que es preciso ser exigente y
122
radical para conseguir esa libertad necesaria para seguirle. Libertad que se hace a base de
desprendimiento, de vivir al día, a la intemperie.
No se trata de cortarnos las manos o los pies, o de sacarnos los ojos. Se trata de
nuestra adhesión a Jesús, se trata de la necesidad de seguirle de cerca, aunque para ello
tengamos que asumir decisiones muy dolorosas, aunque seguirle nos lleve a «perder» la vida en el
empeño.
La parábola de la oveja perdida nos ha sido transmitida también por Lucas. La
comentaremos más detenidamente al hablar de las parábolas de la misericordia.
¿Nos extraña que un pastor abandone noventa y nueve ovejas para ir a buscar una? Al
ser una parábola, no podemos sacar conclusiones de todos y cada uno de los detalles. El Padre no
quiere que «se pierda ninguno de esos pequeñuelos». Jesús, que cumplía la voluntad del
Padre, era acusado por escribas y fariseos de frecuentar «malas compañías». Pero con ello no
hacía más que actuar en la misma línea de Dios, aunque para nuestra sociedad sea un modo
absurdo de proceder, porque de los «tales» no se puede sacar ningún provecho.
Jesús, al dirigirse a los discípulos, quiere enseñarnos cómo hemos de actuar con los que
se alejan. Debemos imitar la conducta del pastor de la parábola.
El pastor apacienta un rebaño numeroso, que no le pertenece, pero que le ha sido
confiado. Tiene que dar cuenta de todas y de cada una de las ovejas. Por eso debe ir en
busca de la extraviada hasta que la ponga a salvo. La alegría del pastor debe ser inmensa cuando
lo consigue. Con la oveja recuperada parece que llega a una mayor familiaridad que con las
demás. Esto se ve más claramente en el relato de Lucas: «la pone sobre los hombros» (Lc 15,
5).
Dios también piensa como este pastor. Cuando alguien se aparta de la comunidad, el Padre no
se queda indiferente. Tampoco cuando un grupo se aparta de otro grupo.
La parábola no nos indica si el extravío se debe al propio descuido, negligencia o a culpa
ajena. Narra sólo el hecho.
El pastor podría perderla de vista y olvidarla, si está en la sombra y en segundo plano.
Muy frecuente en nuestros grupos.
Jesús no nos da reglas pastorales prácticas, sino una manera de pensar y de actuar en
general. Toda comunidad debería estar animada por estos sentimientos y proceder de acuerdo con
ellos.
Debemos estar atentos, porque los pequeños están expuestos al desdén, precisamente porque
son insignificantes y valen poco según el criterio de los hombres. Debemos estar atentos a todos
aquellos que pasan desapercibidos entre nosotros, porque es muy fácil marginarlos sin darnos
cuenta de ello. Y es muy fácil que decidan marcharse por el escaso interés que despiertan entre
nosotros.
123
La corrección fraterna
Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un pagano o un publicano. Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo.
Os aseguro además que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre del cielo. Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos (Mt 18, 15-20).
Dios no quiere que «se pierda ninguno de esos pequeñuelos». Por eso, los dirigentes de la
comunidad, antes de decidirse a separar a alguien de ella, deben seguir el camino de la corrección
fraterna. También podríamos llamarla fraternidad responsable.
Entre los hombres en general, y en las comunidades en particular, suele hacer mucho daño la
palabra no pronunciada, la palabra que no llega al destinatario. Hablamos, susurramos, criticamos
con aspereza, pero casi siempre a las espaldas del interesado. Es éste el único que no sabe nunca nada,
porque la comunicación no llega hasta él. Le llega únicamente un clima tenso, helado, hostil,
indiferente, lleno de desconfianza a su persona y no sabe el porqué. Nunca le llega la noticia clara,
la acusación precisa.
Una persona responsable debe demostrarlo teniendo el valor de cargar con la responsabilidad de
sus actos y de sus palabras. Si hay algo que no marcha, da la cara ante el interesado, habla
abiertamente con él, aclara directamente hasta los asuntos más delicados. No mata enviando mensajes
silenciosos de odio, de resentimiento, de sospechas. No se limita a «hacer que entienda», a poner mala
cara, a mostrarse enfadado u ofendido. No se desahoga con los que no tienen nada que ver. Se explaya
con toda claridad solamente con el interesado. Tiene el valor de sus palabras. Palabras claras,
sencillas que, aunque sean duras, no deben herir necesariamente. Palabras que deben apartar los
obstáculos que impiden a las personas comunicarse, dialogar, mirarse a los ojos. Palabras que
limpian el terreno de dificultades.
El hombre creyente tiene la necesidad y la obligación de comunicarse. Si no hay comunicación,
hemos de dudar de la autenticidad de esa fe cristiana. La fe en Jesús de Nazaret, nos tiene que
llevar a una actitud de cercanía y de diálogo con todos los hombres. Cercanía y diálogo que son expre-
sión del amor que tenemos que llevar dentro de nosotros.
Amar es un diálogo, una comunicación de intimidades, una aspiración, un ideal hacia el que
caminamos. Nunca una realidad plenamente lograda.
El creyente sabe que está en camino, y que lo estará siempre, hasta que llegue la
plenitud, que sólo podrá conseguir más allá de la muerte. Esto no le libera de trabajar con
124
todas sus fuerzas en el «más acá», para que esa plenitud ansiada llegue antes. La experiencia de
adulto nos dice que la comunicación universal es, hoy por hoy, irrealizable, pero tenemos que
intentarla cada día como si fuera realmente posible. La fe sí nos dice que un día esta
comunicación universal será posible, en plenitud y para siempre.
Comunicarnos, dialogar, establecer contactos con otros, participar juntos en reflexiones y
comunicaciones... son tareas de amor que no podemos eludir. Y hoy menos que nunca, al estar
tan divididos en grupos inaccesibles entre sí, en que todos tenemos tantas razones para ello,
pero que a todos nos falta la razón.
Cada uno y cada comunidad, tenemos la obligación de pensar y de actuar como creamos
más cristiano, pero sin despreciar a los demás y sin negarnos a la comunicación, aunque estemos
convencidos de lo inútil de esa comunicación. Una comunicación nunca es inútil con tal de no
creernos que todo diálogo debe llevarnos a la uniformidad.
El diálogo perfecto, que es la perfecta comunicación, que es el verdadero amor, nos lleva a
la transformación, al intercambio de intimidades, a la conversión definitiva. Nos lleva a dar y
a recibir en plenitud, nos lleva a «decirnos» en las palabras. Una comunidad en la que no
exista diálogo, en la que haya una sombra de dictadura, del tipo que sea, no es una
comunidad cristiana. Y unas comunidades entre las que no haya comunicación, hacen mal en
llamarse cristianas. Porque la fe lleva a la comunicación, aunque no se le pueda pedir a todos
el mismo nivel de comunicación y de fe.
Nos cuesta mucho ser responsables de los demás. Preferimos ocuparnos de nuestras propias
cosas y dejar que cada uno haga lo que quiera. Y esto tanto en el terreno de lo civil como en
el eclesial. Decimos con frecuencia «yo no me meto con nadie», como si fuera algo bueno. Es
una frase que corresponde a un comportamiento que tiene como norma suprema el vivir para
uno mismo, y preocuparse de los demás sólo cuando nos conviene. En lo demás, que cada
uno haga lo que quiera.
Es la postura corriente, más o menos camuflada con argumentos de libertad y de respeto
a las personas, de los que se inhiben de participar en la vida de la comunidad cristiana o de
la sociedad en general, y no hacen nada por ayudar a personas que progresivamente se van
desviando -casi siempre por comodidad- del camino emprendido.
Ya lo decía Caín: «¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano?» (Gén 4, 9).
En la vida social nos desconocemos, nos despreocupamos unos de otros. En la vida eclesial
dejamos que otros trabajen y, si las cosas van mal, criticamos o callamos.
Hemos de reconocer que no somos cristianos aislados, sino miembros de una comunidad, de
una iglesia que se concreta en cada lugar, en cada comunidad, en cada diócesis. Y la fe en
Jesús nos tiene que llevar a aportar algo al trabajo común que él ha encomendado a su
iglesia, especialmente a la porción de iglesia que vive más cerca de nosotros.
125
También formamos parte de comunidades humanas. Es muy fácil criticar lo que hace un
ayuntamiento, un sindicato, un partido político. Pero ¿qué hacemos cada uno de nosotros?
¿Hemos procurado participar, interesarnos, aportar nuestra colaboración?
La fe en Jesús pasa también por esta solidaridad con las comunidades políticas, sindicales,
cívicas, que nos afectan. Vivir en una sociedad que quiere ser democrática implica también una
respuesta de participación, de ayuda, con todo aquello que busca sinceramente la promoción del
pueblo.
Jesús nos presenta la posibilidad de que pueda pecar un hermano. El que peca se pone en
situación de separarse de la comunidad y, si hace caso de su hermano, se recupera para ella
con una actitud de conversión. El que actúa debe procurar por todos los medios su
integración en la comunidad.
Jesús nos concreta la obligación del hermano para con el hermano. Nadie puede ser
extraño para mí; me tengo que sentir corresponsable del bien y del mal de los demás. El
pecado o las buenas obras del hermano, repercuten también en nosotros. Y si mi hermano se
está desviando, debo procurar con el diálogo y la comprensión que recapacite, que se dé
cuenta del mal que se está haciendo a sí mismo y a los demás. Debo hacerlo con la máxima
delicadeza y respeto. Jamás hablando por detrás, sino siempre buscando el bien de la
persona; no con agresividad o despecho, sino con interés fraterno.
Algunos, para justificarse de no hablar a los demás de sus defectos, dicen que ¡cómo van
a corregir a los demás, estando ellos llenos de defectos! Si esto fuera verdad, si para
corregir a otro tuviéramos que ser perfectos, ¿quién se atrevería a abrir la boca? Unas veces
seremos corregidos y otras corregiremos, sabiendo que no somos perfectos ni lo seremos
nunca.
Es difícil corregir al otro y dejarse corregir por él. Pero el verdadero amigo es aquel que
nos dice las cosas que hacemos mal. Amar al otro es buscar su bien, no el triunfo de nuestras
ideas; es incitar en él sus posibilidades de libertad, que consiste en no ser esclavo del mal.
Pero esa liberación es cosa de cada uno, es algo que nadie puede realizar por otro. El amor
al otro no nos puede dejar indiferentes. La pasividad nos hace cómplices de los males de la
sociedad y de la iglesia. Tenemos que enfrentarnos a la realidad y tratar de transformarla.
Este pasaje evangélico nos sitúa en un contexto comunitario, eclesial, lo que nos evita caer
en la arbitrariedad. Es la dimensión de iglesia lo que da autenticidad al derecho y obligación de
avisar.
Nos presenta a la comunidad cristiana como lugar de corrección fraterna y de oración. Es
significativo que aparezca tan repetidamente la palabra «hermano». Jesús establece las relaciones
entre los miembros de su comunidad como relaciones de hermano, y a la comunidad cristiana como el
lugar de máxima expresión de la fraternidad que quiere que vivamos. Una fraternidad no
sentimental o puramente humanista, sino fruto de algo que forma parte esencial de la fe cristiana:
126
todos somos hijos de Dios; por ello, debemos comportarnos como hijos de un mismo Padre y
como hermanos de todos los demás hombres. No podemos ser buenos hijos sin ser buenos
hermanos. No podemos llamarnos hijos de Dios -decir que Dios es nuestro Padre-, si no hay
una práctica de fraternidad entre nosotros. Es la palabra hermano la expresión más real y
más comprometedora de lo que somos los miembros de la iglesia de Jesús.
Podríamos distinguir tres tipos de paternidad, a la que corresponderían tres tipos de
filiación: la primera, la paternidad carnal, que es la única que parece entender nuestro mundo; la
segunda, es esa paternidad que se origina al transmitir paz, amor, libertad... al otro: el que ayuda a
otro a ser mejor, le ha dado vida en esa proporción, se puede decir que es padre en esa
medida; por último, la paternidad que supera a todas las demás es la que viene de Dios,
creador de todos y de todo. Es una paternidad infinitamente más fuerte que la carnal, aunque no
acabemos de creérnoslo. Es la paternidad que da sentido a las otras dos. Las otras paternidades
no son indiferentes ni superfluas para un cristiano: debemos querer a los propios padres, hijos,
hermanos, amigos... porque principalmente todos somos hijos de Dios y, por tanto, hermanos; y
debemos quererlos más, porque, además, son padres, hijos, hermanos, amigos.
¿Nos consideramos, nos tratamos, como hermanos en esos tres niveles? Si somos hermanos no
podemos desentendernos unos de otros. Somos responsables unos de otros. El hecho de pertenecer
a una comunidad de cristianos nos lleva a caminar juntos, íntimamente unidos y responsables unos
de otros. Si caminamos juntos, es claro que el pecado o el error o la tibieza de uno u otro afecta a
todos. También, como es lógico, las buenas obras.
Esta responsabilidad es difícil de ejercer. Una de las más difíciles. Hace falta mucho coraje, mucha
humildad, mucha lealtad, mucha confianza en el otro, para atrevernos a corregir.
Generalmente pecamos de cobardía: evitamos comprometernos, dudamos de los demás y perdemos
la esperanza de convertirlos, no tenemos la lealtad de hablar con el interesado.
Es fundamental en la corrección que el que corrige no se presente como persona irreprochable,
cosa muy frecuente cuando un adulto corrige a un niño o adolescente. El que con su puritanismo
asusta, es incapaz de ayudar a nadie, porque veladamente está condenando, porque no ama.
Jesús quiere que despertemos de nuestro individualismo. Nos da enseñanzas concretas, actuales
siempre, que nos conviene profundizar, para que al hablar de comunidad cristiana no nos perdamos en
las nubes de las palabras vacías, y olvidemos que es una realidad que debemos vivir en los
acontecimientos de cada día.
Si formamos una comunidad dentro de la iglesia, es para ayudarnos a vivir la vocación de
santos -palabra tan en desuso-, de hombres que quieren caminar hacia una plenitud. Si
aceptamos esta afirmación, la realidad eclesial queda vitalmente valorada. Somos responsables
mutuamente de nuestra manera concreta de vivir, es necesario que nos metamos en la vida del otro,
cuando sea oportuno, cuando podamos ayudar, pero siempre con amor.
127
La corrección fraterna trata de ayudar, valorar, animar, corregir con humildad y por
razones que superan las simpatías o las antipatías. Su único móvil es el bien del otro. Pero no
podemos olvidar que la verdad, como la fe, no se imponen por la fuerza, sino que se tienen que
presentar con amor, respeto y libertad.
Ni es cristiano despreocuparse, ni lo es atacar sin amor, criticar para perjudicar, meterse en la
vida de los demás con mala intención.
Todos cumpliríamos mejor este mandato de Jesús si entendiéramos qué significa que somos
hermanos, hijos de un mismo Padre.
Es posible que estas palabras de Jesús reflejen la práctica que existía en las primeras comunidades
cristianas: corregir a solas, ante algunos testigos, ante la comunidad.
La recompensa es «salvar al hermano».
Primero debe corregirse a solas para que la culpa permanezca lo más escondida posible y, así, se
proteja el honor del prójimo. Si se niega a escuchar es difícil seguir manteniendo con él relaciones de
confianza y amistad. No se puede dialogar con quien no escucha o permanece callado, ni perdonar al
que se cree irreprochable. Para fraternizar tienen que estar los dos de acuerdo. No podemos forzar a
nadie. Tampoco actuar como si nada nos separara, cuando la verdad es que se está dividido. No es
un servicio a nadie ignorar o disimular sus equivocaciones.
Si el prójimo cierra el oído, debe hacerse una segunda tentativa. Esta vez ante algunos testigos.
Si esta tentativa tampoco tiene éxito, el caso debe presentarse ante la comunidad reunida, al
principio en torno a un apóstol y después de un obispo o presbítero. Aquí el caso se hace público. La
comunidad ofrece el último retorno posible.
Es difícil concretar de qué manera hay que hablar con la comunidad y de qué forma ésta puede
ser efectiva. Jesús no lo especifica. Sólo cuando todos han hecho todo lo que está de su parte, puede
cortarse el vínculo.
No podemos callar ante el mal, ante el peligro. Tampoco podemos callar cuando tenemos ocasión
de incitar al bien, cuando podemos ayudar a descubrir nuevos horizontes de vida, de perfección, de
bondad, de progreso, en la vida familiar, entre esposos, en los grupos, en la comunidad.
También tenemos que saber callar, para que nuestro posible aviso no se convierta en
paternalismo, en insistencia inútil, en falta de respeto al otro.
La verdadera corrección invita a que el otro tome conciencia de la realidad a su ritmo y
con su libertad, sin forzar, sin sustituir.
Para corregir bien es necesario amar. El que ama puede corregir porque lo hará con
delicadeza y tacto, sabrá encontrar la ocasión y las palabras, sabrá comprender viendo las
virtudes del otro y no sólo sus defectos.
La conversión o no de la persona no es misión nuestra. Si uno no es en absoluto fiel ni
quiere serlo, se le puede excluir de la comunidad, porque él mismo, con su forma de vivir,
128
se ha autoexcluido. Esta decisión no es irrevocable y siempre queda abierta la posibilidad de
la vuelta a ella, si cambia de actitud.
Esto puede parecer muy duro, pero lo dice Jesús. Como estamos acostumbrados a ser
cristianos desde pequeños, no prestamos demasiada atención a las exigencias de la fe. Por eso
nos sonarían duras las palabras de Jesús, si fuéramos capaces de ahondarlas y aplicarlas a
nuestra vida concreta y a nuestra sociedad.
Es evidente que hay gente en la iglesia que no merece pertenecer a ella: los
explotadores, los torturadores, los que acumulan riquezas, los que se olvidan del hermano, los
burgueses... Pues los hay, y con puestos de honor.
No se trata de que nos dediquemos nosotros a juzgar la fe y la vida de los demás. Jesús
podría decirnos aquello de la paja y la viga (Mt 7, 3-5). Pero sí tenemos que decir, con firmeza
y comprensión, que para ser cristianos hay unos planteamientos de conversión constante que
tenemos que aceptar, unos compromisos con la sociedad en que vivimos que tenemos que
llevar adelante: justicia para todos, libertad verdadera, amor, paz... Y que si no, es mejor
no llamarse cristiano, que tampoco es obligación.
Nadie puede desentenderse de esta preocupación común, de este interés por el camino de
todos. Todos somos corresponsables de la marcha de la comunidad, todos debemos preocupar-
nos de todos y de cada uno de sus miembros. Pero siempre -no lo olvidemos- fraternalmente. La
corrección también puede alcanzar a la iglesia, llegando hasta la «contestación» cuando el camino
seguido no es el verdadero, a nuestro juicio. Un cristiano, una comunidad, no puede callar cuando
cree que se está tergiversando el evangelio.
Una comunidad que se pelea, que está dividida, que tiene continuas tensiones o susceptibilidades,
no es una comunidad cristiana. Sí lo es una comunidad con problemas y dificultades.
Tampoco lo es una comunidad callada en la que -por lo que sea- se deja la
responsabilidad en manos de un pequeño grupo o quizá de una sola persona.
Si estas normas de preocupación fraterna presidieran nuestras vidas en todas partes,
especialmente en nuestra comunidad, podríamos estar seguros de que continuamos el camino de
Jesús.
Deberíamos ahondar todo esto y ver la forma en que lo estamos haciendo.
Lo que antes Jesús había dicho a Pedro solo (Mt 16, 19), lo dice ahora al conjunto de sus
discípulos, y con las mismas palabras. La facultad de atar y desatar se da aquí a la iglesia. De
esta forma, Jesús le da autorización para decidir sobre la vinculación o no de sus miembros. Es
claro que la iglesia no puede usar de este poder de un modo arbitrario, sino siempre tratando
de interpretar la verdadera voluntad de Jesús.
«Si dos de vosotros se ponen de acuerdo...».
El verdadero poder de la comunidad reside en la oración. Poder ilimitado, siempre que tenga las
características fijadas por Jesús en el padre-nuestro.
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Jesús no dice nada en contra de la oración privada, únicamente afirma la fuerza de la
oración comunitaria.
Jesús está presente en la comunidad que se reúne «en su nombre», en los cristianos que se ponen de
acuerdo en lo que deben pedir. Lo que se mantiene en común es escuchado por Dios. Aunque no se
especifica lo que hay que pedir en la oración, es claro que tiene que tratarse de algo digno de ser pedido.
No hay nada que resista a una comunidad, a un grupo de adultos que se aman y
colaboran. Si están unidos obtendrán todo lo que pidan, alcanzarán todo lo que quieran con-
seguir con su plegaria y con su acción. Con su unión harán ver por transparencia a aquél que
les inspira, ofrecerán a sí mismos y al mundo la revelación de la presencia que les ha reunido.
Es el sentido del pan y del vino de la eucaristía: podemos tener a Cristo presente bajo
las especies de pan y de vino, porque ha habido comunicación de granos de trigo y de uvas,
para formar algo unido: pan y vino. Cristo se hace presente a los ojos del mundo en
comunidades que se aman y viven unidas. ¡Gran responsabilidad la nuestra si no damos esta
imagen!
La eficacia del apostolado cristiano no consiste solamente en ser ante el mundo testigos
de que Cristo está vivo, sino en hacer al propio mundo testigo de esa verdad que
proclamamos. Es la fuerza de un grupo de hombres que se aman y que asumen
solidariamente la responsabilidad de su vida y de sus obras, un grupo de hombres que se
entienden, saben escuchar y comprender. Un grupo de hombres que encienden en otros la
esperanza de que es posible vivir las aspiraciones de plenitud que los hombres llevamos en el
corazón. Y eso es presentar a Cristo vivo entre los hombres.
Jesús está presente en la iglesia, en sus miembros. Todo lo que ella predica, hace o sufre
siguiendo el camino de Jesús, es palabra, hecho o sufrimiento de Jesús. Esto supone que el
centro de interés de la iglesia no es la ley, sino la persona de Jesús. Supone también que el
cristianismo no son unas leyes o unos ritos, sino la persona de Jesús de Nazaret, y que la
única razón del existir de la iglesia es el ser continuadora de las inquietudes, esperanzas y
luchas que determinaron la vida de Jesús mientras estuvo entre los hombres: la liberación del
pueblo oprimido.
Es necesario rezar. Si rezáramos, plantearíamos de otro modo nuestra vida y nuestra fe.
Toda comunidad cristiana y todo cristiano tienen que girar alrededor de un eje que
vertebra y transforma todo: la plegaria, sobre todo la eucarística.
El perdón fraterno y la parábola del siervo cruel
Acercándose Pedro a Jesús le preguntó: -Si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo que perdonar?
¿Hasta siete veces? Jesús le contesta: -No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.
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Y les propuso está parábola: Se parece el reino de los cielos a un rey que quiso ajustar las
cuentas con sus empleados. Al empezar a ajustarlas, le presentaron uno que debía diez mil talentos. Como no tenía con qué pagar, el señor mandó que lo vendieran a él con su mujer y sus hijos y todas sus posesiones, y que pagara así.
El empleado, arrojándose a sus pies, le suplicaba diciendo: -Ten paciencia conmigo y te lo pagaré todo. El señor tuvo lástima de aquel empleado y lo dejó marchar,
perdonándole la deuda. Pero al salir, el empleado aquel encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios, y agarrándolo lo estrangulaba diciendo:
-Págame lo que me debes. El compañero, arrojándose a sus pies, le rogaba diciendo: -Ten paciencia conmigo y te lo pagaré. Pero él se negó y fue y lo metió en la cárcel hasta que pagara lo que
debía. Sus compañeros, al ver lo ocurrido, quedaron consternados y fueron a
contarle a su señor todo lo sucedido. Entonces el señor lo llamó y le dijo: -¡Siervo malvado! Toda aquella deuda te la perdoné porque me lo
pediste. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?
Y el señor, indignado, lo entregó a los verdugos hasta que pagara toda la deuda.
Lo mismo hará con vosotros mi Padre del cielo si cada cual no perdona de corazón a su hermano (Mt 18, 21-35) (Lc 17, 3-4).
Vimos cómo el verdadero amor lleva inevitablemente a la corrección fraterna. Ahora
vamos a ver que el amor tiene otra concretización siempre difícil y necesaria: el perdón al
hermano.
La vida del hombre en el mundo no es muy halagüeña: rencores, envidias, egoísmos,
venganzas... Siempre tenemos mil argumentos para no perdonar: hacer un escarmiento, que
no sea dañada la justicia, «ya me hizo muchas»... Y así, la convivencia humana se hace
insoportable, al no perdonarnos de verdad. Poco a poco se van acumulando resentimientos y
la vida se nos convierte en un infierno, al estar llena de tensiones.
Sí, es difícil perdonar. Pero también es necesario perdonar, para que los fallos y errores
del hombre no opriman su existencia. Y tenemos que aprender desde pequeños. A un niño le
es fácil pedir perdón a otro y ser perdonado por otro niño; les es fácil seguir jugando juntos,
porque aún no han construido la muralla de la propia dignidad. Después, cada vez es más
difícil perdonar y pedir perdón, siempre que no nos planteemos en serio el problema. Parece
como si el hombre en lugar de avanzar en este campo, como avanza en otros, fuera para
atrás cada vez con más rapidez y con más seguridad de que tiene razón al obrar así.
Es difícil perdonar, incluso entre los miembros de familias que se quieren: entre marido y
mujer, entre padres e hijos, entre hermanos. Fácilmente surgen pequeños o grandes
conflictos que, al repetirse frecuentemente, envenenan la convivencia, creciendo en el corazón
de la relación familiar como un cáncer. Estos problemas se agravan con el silencio y con la
131
entrada de nuevos miembros en la familia por el matrimonio de los hijos. ¡Qué difícil es po-
nerse en el lugar del otro y, desde él, tratar de comprender sus razones!
Lo mismo sucede con la amistad entre vecinos y con los compañeros de trabajo: nos callamos cuando
nos hacen algo, disimulamos lo que realmente pensamos o deberíamos decir. De esa forma, la relación
con los que nos rodean se hace dura, cada vez menos cordial, más envenenada. O quizá se rompe
del todo. ¿No conocemos personas que no se hablan, incluso siendo familiares?
Todos, si somos sinceros, debemos reconocer que tenemos establecidos unos límites en nuestra
capacidad de perdón. Y que cuando se pasa de ese límite, cuando nos parece excesivo lo que nos
han hecho, cuando se repite, nos negamos a perdonar. También hemos de reconocer que
frecuentemente concedemos un perdón raquítico cuando decimos: «perdono, pero no olvido», «le
perdono, pero que se ande con cuidado»...
No sólo en las relaciones personales es difícil perdonar. También a niveles colectivos ocurre lo
mismo. Podemos constatarlo diariamente en las noticias de la radio, de la televisión y de los
periódicos: carrera de armamentos, enfrentamientos entre naciones y entre pueblos de una misma
nación... Basados, sin duda, en hechos reales. Incluso en la iglesia, entre las iglesias cristianas, entre
las diversas tendencias de nuestra iglesia.
Siguiendo las instrucciones sobre la vida de la comunidad, Jesús nos habla de la necesidad de
perdonar siempre, e ilustra con una parábola la actitud de perdón que debemos tener sus
discípulos para con los demás.
El judaísmo no conocía el perdón gratuito. La venganza ilimitada quedó reglamentada en el
antiguo testamento por la ley del Talión -«ojo por ojo» (Ex 21, 24)-. Y el instinto de
venganza del hombre fue frenado ya en el Levítico:
No te vengarás ni guardarás rencor a tus parientes, sino que amarás a tu prójimo como a ti mismo (Lev 19, 18).
Cada escuela de rabinos tenía su punto de vista sobre las veces que había que perdonar al
hermano. Así se comprende que Pedro se dirigiera a Jesús para preguntarle su opinión sobre
la materia. Añadiría «hasta siete veces» porque sería, quizá, el máximo de perdón otorgado
por los rabinos más comprensivos; y como Jesús daba la impresión de serlo mucho... Pedro se
mueve dentro de la casuística judía que limitaba el perdón, y cree que al decir «siete veces»,
que significa mucho, ha dado un gran paso adelante, cree que ha nombrado el máximo
posible.
Jesús le hace ver que todavía no ha llegado a comprenderle del todo. No se trata de
perdonar mucho, sino que se trata de perdonar siempre. La respuesta de Jesús recuerda las
palabras de Lamec:
Caín será vengado siete veces, mas Lamec lo será setenta veces siete (Gén 4, 24).
El patrón que se tiene delante es el de la venganza ilimitada. Venganza que era una ley
sagrada en todo el Oriente, en el que el perdón era humillante.
132
El principio pagano de la venganza sin límite es el principio cristiano del perdón
ilimitado. Perdón ilimitado que se asienta en la certeza de ser perdonados por Dios y en la
necesidad que tenemos de ser perdonados por los demás, siempre que seamos capaces de
reconocer los propios errores. Al que reconoce los propios errores le es más fácil comprender
y perdonar los errores de los demás.
¿Quién no tiene necesidad de ser perdonado por Dios? ¿Quién no tiene necesidad de que
los demás le perdonen en muchas ocasiones? Si alguno está en ese caso, puede permitirse el
lujo de no perdonar a los demás.
Como Pedro, también nosotros nos preguntamos: ¿hasta qué límite tendremos que
aguantar? ¿En qué grado de saturación debemos decir basta?
En la medida en que vamos logrando perdonar siempre a los demás, conseguimos la
liberación plena y el conocimiento de nosotros mismos. El perdón que damos a los demás es
una manifestación de que sabemos perdonarnos a nosotros mismos, que no nos condenamos ni
rechazamos, que nos aceptamos. El que no perdona a su hermano es difícil que se crea
pecador y que él mismo ha sido perdonado. Para perdonar siempre es necesario que
tengamos conciencia de pecadores. El perdón es un acto de comprensión, de reconocer que el
mal del otro está, o puede estar, también dentro de uno mismo. A la vez, el perdón que
concedemos a nuestros semejantes es condición indispensable para obtener el perdón de Dios.
El perdón que pedimos a Dios sin estar dispuestos a perdonar a los demás es absurdo,
porque sólo es perdonado por Dios aquél que perdona las ofensas que le hacen los demás.
Si queremos ser siempre perdonados por Dios, tenemos que perdonar siempre a los demás.
El perdón al otro es el signo de la misericordia que el Padre Dios nos ha manifestado a no-
sotros al perdonarnos mucho más, es una imitación de la conducta divina y un acto de
agradecimiento por su bondad para con nosotros.
No es perdón dejar de ver, o abandonar la lucha por la justicia, o ser débil, ni echar en
cara, por paternalismo o agresividad, el perdón.
Sí lo es perdonar gratuitamente, sin pasar la factura, sin archivar la lista de agravios. Es
tener la fortaleza de renunciar a la venganza o al rencor. Perdonar es uno de los signos más
claros de libertad interior.
Todos nosotros, quizá cada día, por lo menos cada domingo, decimos tranquilamente
unas palabras que nos comprometen a perdonar, y con las que nos jugamos el ser per-
donados: «Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores».
Debemos reconocer que las decimos inconscientemente, y que, por ello, Dios no las debe tomar
en serio. Porque, de otro modo, ¿cómo el Padre nos podría perdonar todo aquello que hay de
pecado en nosotros, si nosotros regateamos tanto nuestro perdón a los demás? Cuando
decimos estas palabras no nos fijamos en lo que decimos. No nos damos cuenta de que si
no perdonamos al marido o a la esposa, al hijo o al padre, al amigo, al compañero, al
133
vecino, al jefe o al subordinado... siempre, pedimos a Dios que no nos perdone siempre; es decir,
que no nos perdone.
Esta es la realidad. Para aprender a perdonar de corazón tenemos un camino abierto:
fijarnos en cómo perdona Dios. Y Dios perdona siempre porque ama siempre, olvida siempre,
restaura siempre los lazos de la amistad.
Dice san Pablo:
El amor es comprensivo, el amor es servicial y no tiene envidia; el amor no presume ni se engríe; no es mal educado ni egoísta; no se irrita, no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. Disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin límites. El amor no pasa nunca (1 Cor 13, 4-8).
La fuerza para este perdón-amor incondicional sólo la encontramos en la fe. No perdonamos
únicamente por intereses humanos, o por generosidad, o por una convivencia más civilizada. Los
cristianos perdonamos por motivos más profundos: porque Dios nos ha perdonado a nosotros y
quiere que hagamos lo mismo con los demás, porque queremos vivir en comunión de amor y de vida
con él.
En la familia, en los grupos, en el trabajo, en la convivencia social, en la comunidad, hemos de
dar testimonio de que Dios nos perdona, que es posible perdonar al otro y lograr en el mundo
un nuevo tipo de convivencia.
Esta es una de las enseñanzas de nuestra fe cristiana que más adentro nos tienen que llegar,
que más daño hacen a nuestro amor propio, que más difíciles resultan, si de verdad nos las queremos
tomar en serio.
Y es también una de las cuestiones en que, normalmente, es más difícil saber qué hacer. Porque,
¿cómo llevar a la práctica el perdón a aquél que nos hace daño y nos lo seguirá haciendo?, ¿qué
significa perdonar a la persona y, al mismo tiempo, luchar contra lo que hace?
Es fundamental separar siempre a la persona de lo que hace. A la persona se la salva y perdona
siempre. Y se lucha únicamente contra lo que hace, a nuestro juicio, mal. Pero esto que, en teoría, es
fácil de decir, es muy difícil de llevar a la práctica y de que el otro lo entienda. Sólo el amor nos
irá dando respuesta en cada caso. De la abundancia de amor que llene nuestro corazón, hablará nues-
tra vida.
Aunque sea difícil, y nos duela por dentro, sigue siendo verdad que esta exigencia del perdón sigue
estando ahí, dando la medida de nuestra fe. Porque un cristiano debe ser capaz de perdonar
como Dios le perdona, de buscar siempre la reconciliación con los que se ha enemistado, de no
mantener la mala cara esperando que el otro reconozca su culpa, de no hacer valer el derecho de la
razón que se imagina tener.
Esta llamada de Jesús es exigente y no permite escurrir el bulto. No tiene excepciones.
Jesús nos ayuda a comprenderlo con la parábola del siervo cruel.
134
La parábola tiene la introducción propia de las parábolas del reino. Y podría tratarse, para los
discípulos, de un recuerdo del perdón que Jesús les ha dado a ellos y de las exigencias que de ese
perdón se derivan. En todo caso, es una aclaración práctica y concreta del perdón ilimitado
enunciado anteriormente, y el porqué de ese perdón.
Dios es como un rey que quiere arreglar las cuentas con sus servidores. Le presentan a uno
que le debe diez mil talentos (diez mil era la unidad numérica más alta, imposible de concebir,
en aquella época, y el talento la unidad más grande de dinero). Que una persona pudiera tener
una deuda semejante era prácticamente imposible, y seguramente el auditorio de Jesús lo
entendió así.
Se aclara si esa cantidad enorme, simbólica, la referimos a las relaciones de Dios con nosotros.
El más humilde de nosotros es un ser a quien Dios ha cubierto de millones, aunque no nos
demos cuenta de ello. Pensemos un momento: los ojos, las manos, las piernas, los oídos, el
corazón... ¿Cuánto estaríamos dispuestos a pagar por ellos si enfermaran o nos faltaran?
Añadamos los padres, los amigos, el sol, el agua, la naturaleza entera... Todos estos dones,
que seguramente superan esos «diez mil talentos», nos los hemos atribuido a nosotros mismos,
los usamos y los malgastamos como si no nos los hubiera dado él. Nos servimos de ellos
para pecar. ¡Somos unos deudores insolventes!
Es imposible que el siervo en cuestión pueda pagarla. Es impagable. El dinero obtenido
de la venta de todos sus familiares y de todos sus bienes, sería una cantidad ridícula,
absolutamente desproporcionada con la deuda (la venta de los bienes para satisfacer una
deuda era algo corriente; la venta del deudor y de sus familiares no estaba permitida por la
legislación judía, pero sí por otras).
El deudor no llega a pagar ni con lo último que le queda: los hijos. Se arroja a los pies
del señor, signo máximo de petición de gracia, suplica y promete. Y el rey le perdona la
deuda. Llega mucho más lejos de lo que el siervo podría soñar. ¡Dios es así! Es Padre y se
conmueve con sus hijos. Se complace en hacernos regalos. Lo que más le gusta es
perdonarnos. Para reconocer a fondo este amor del Padre es necesario que nos reconozcamos
pecadores, con más necesidad de perdón que de pan.
Poco después, el deudor perdonado se encuentra con un compañero que le debe cien
denarios -cantidad insignificante-, y se repite la misma escena anterior. Pero en este caso
todo resulta inútil. Su actitud despiadada retrata la ruindad del corazón humano.
Agarrándole por el cuello le exige que le pague en el acto. Al no hacerlo «lo metió en la
cárcel hasta que pagara lo que debía». No puede pedir que sea vendido, porque la deuda es
inferior al precio de un esclavo, pero lleva hasta el extremo todos los recursos legales, sin
tener en cuenta sus súplicas ni el hecho de haber sido perdonado.
¿Verdad que es cruel este modo de proceder? Sin embargo, es lo que nosotros
hacemos todos los días: queremos que Dios nos perdone siempre, también queremos que los
135
demás olviden nuestros fallos; pero nosotros guardamos rencor, negamos el saludo, no
estamos dispuestos a dar el primer paso, no queremos comprometer nuestra dignidad,
nuestro prestigio, nuestros intereses.
Para que Dios nos perdone nuestros innumerables pecados, necesitamos dos condiciones:
reconocer que somos pecadores y que perdonemos siempre a los demás. Los santos, hombres
extraordinarios, se veían claramente cubiertos de pecados. Y no lo hacían por falsa
humildad, sino con sinceridad, al comparar su vida con la vida que intuían en Dios, fruto de
la presencia del Espíritu en sus corazones. La mayoría de nosotros, que tenemos poco de
santos, nos juzgamos personas respetables, sin conciencia alguna de nuestras faltas. La falta
de conciencia de pecado es un tremendo mal del hombre actual. Vivimos en un estado «de
coma», que precede a la muerte, y en el que falta la conciencia de nuestra realidad.
Necesitamos una sacudida formidable para que podamos despertarnos a la realidad de
reconocernos pecadores.
Si rehusamos perdonar a los demás, es señal de que nosotros no nos hemos abierto del
todo a nuestro propio perdón, que no lo hemos entendido.
Los compañeros del siervo, que sabían todo lo que había ocurrido en las dos ocasiones, se
lo cuentan al rey. Este, indignado por aquel proceder incalificable, le retira el perdón y le
aplica la justicia: nunca será capaz de compensar su deuda.
El rey manda que le torturen. Era corriente hacerlo con los que eran infieles al entregar
el precio de los impuestos, con el fin de que dijeran dónde tenían el dinero, o para que,
viendo la amenaza, lo pagasen sus familiares o amigos.
Las palabras puestas en boca del rey -«No debías tú también tener compasión...?»- y las de
Jesús -«Lo mismo hará con vosotros mi Padre del cielo...»-, nos dan el sentido de la
parábola: el rey -Dios- perdona gratuitamente, pero exige el perdón del hermano; no está
justificada nunca la violencia para con el otro; la deuda que puedan tener con nosotros los
demás, no es comparable con el perdón recibido de Dios.
Los hombres «de a pie» nos debemos unos a otros «cien denarios», cantidad irrisoria en
comparación con lo que nos ha sido perdonado y dado a cada uno de nosotros. Los grandes
dictadores, criminales de guante blanco y acaparadores de la historia, nos deben mucho más;
pero es Dios el único que puede hacer justicia a sus personas, y ya sabemos, que en él, la
justicia y la misericordia van unidas.
Dios abre la gracia de su perdón de una manera insospechada para el hombre. Pero la
retira ante los corazones ruines que niegan el perdón a los demás. El que no busca su
propia gloria, ni se da importancia y perdona desinteresadamente, es el mayor en el reino de
los cielos.
La ley del perdón que Cristo nos proclama es una auténtica revolución. En la medida en
que perdonamos, en que hacemos caso de ese «setenta veces siete», somos cristianos. En la
136
medida en que aplicamos el «ojo por ojo», somos paganos. ¡Cómo cambiaría la sociedad si los
cristianos contribuyéramos a romper la espiral de la venganza y del rencor que nos atenaza!
El ejemplo de Jesús nos pone claramente ante la primera lección del cristianismo: el amor.
Lo que sabemos los hombres es vengarnos; lo que sabe Dios es perdonar. Debemos
perdonar porque somos perdonados, y para que seamos perdonados.
Tengamos confianza: podemos hacer con Dios lo que queramos. Somos nosotros los que
determinamos la medida que Dios utilizará con nosotros: la misma que usemos nosotros con
los demás. Nos conviene ser de «manga ancha» con las personas, nunca con la injusticia.
Como una madre que siempre espera que su hijo se arrepienta y cambie.
Jesús quiso que su iglesia tuviera como una de sus características fundamentales el de ser una
comunidad de perdón. Esto es lo que significa el sacramento de la penitencia: un signo eficaz del
perdón de Dios en la comunidad.
Quizá imaginamos este sacramento, hoy en tremenda crisis de práctica, como si fuera un poner
dificultades y condicionamientos al perdón de Dios. Y debe ser todo lo contrario: debe hacer
humano, sensible, cercano, el perdón del Padre. Es la gran expresión del perdón de Dios,
ejemplar para nosotros.
Difícilmente sabremos perdonar sí no creemos realmente en el perdón constante de Dios. Y si
no lo celebramos.
El sacramento de la penitencia no es primordialmente un lugar para conseguir el perdón de
Dios, sino una celebración de ese perdón del Padre.
Y es toda la iglesia la que debe ser sacramento del perdón. Lo que obliga a que todos los cristianos
seamos testigos de fraternidad.
¿Por qué la iglesia jerárquica nunca pide ser perdonada por sus culpas, por su autosuficiencia, por
sus equivocaciones y limitaciones? Es verdad que a veces lo dice, pero suena como si no se lo
creyera. Parece como si su papel fuera sólo dar lecciones y reñir a los demás.
La iglesia necesita saberse también ella perdonada por Dios y perdonada por los hombres. Y debe
decirlo. De otro modo no podrá ser sacramento -signo sensible- del perdón entre los hombres.
También en la eucaristía celebramos continuamente el perdón: el acto penitencial, con el que
comenzamos, nos hace tomar conciencia de nuestra condición de pecadores ante Dios y ante los
demás; el padrenuestro, en una petición comprometedora, nos hace unir el perdón que recibimos de
Dios con el que nosotros estamos dispuestos a conceder a los demás; el gesto de la paz, antes de
comulgar, es un símbolo de nuestra voluntad de entendimiento; la comunión, nos está diciendo que, lo
mismo que los granos de trigo han formado una unidad de pan, nosotros haremos presente a Cristo
en el mundo a través de nuestra común-unión, de nuestro perdón.
Decir «amén» a Cristo, en su palabra y en su eucaristía, es mucho más que creer en unas verdades
sobre él: es tratar de imitar sus criterios de vida.
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ACTITUD DEL CRISTIANO ANTE LOS
ACONTECIMIENTOS FINALES O DISCURSO ESCATOLÓGICO
(Mt 24-25)
La humanidad tiene cada día mayor necesidad de encontrar un sentido a la vida, al que le sea
posible entregarse plenamente.
Es necesario que abandonemos la superficie de las cosas y de las personas y busquemos un sentido,
una plenitud a todo lo que nos rodea. Nos encontraremos con Dios -aunque no sepamos cómo
llamarle o le llamemos de otra forma-, sin dejar el mundo. En él y por él encontraremos el sentido
de las cosas y de las personas. En él lo tendremos todo, descubriremos la unidad que existe en
todo lo creado y que está pugnando por salir hacia afuera. En él se recoge hasta el menor de
nuestros deseos y de nuestros esfuerzos. En él se conservan y se plenifican todas las ilusiones de los
hombres. En él todo el universo camina hacia una plenitud total.
La fe en Jesús de Nazaret tiene que producir en nosotros una esperanza activa de
dimensiones cósmicas, una esperanza de plenitud para siempre de todo lo creado.
Frente a las verdaderas perspectivas de nuestra fe, ¡qué estrechos son los horizontes de la mayoría
de los cristianos! ¿Cuántos cristianos encuentran en esta fe la fuerza para unificar su vida y ponerla
al servicio de la salvación-liberación de todos los hombres?
Nuestra vida es demasiado individualista, demasiado de «tejas para abajo». Estamos demasiado
cerrados en nosotros mismos para poder entender el mensaje de Jesús. Y así, permanecemos ajenos
a las pulsaciones del espíritu de Dios, cuyo campo de acción es el mundo entero.
El momento histórico que estamos viviendo, nos invita a darnos cuenta de las dimensiones del
mundo en el que tenemos que vivir nuestra fe en Cristo. Una fe que es preciso profundizar, estudiar,
asimilar, hacer carne de nuestra carne, vida de nuestra vida. Solamente viviéndola dentro de
nosotros, y realizándola en hechos concretos de la vida, la podremos ir profundizando cada día
más.
No se puede vivir la fe de cualquier manera. La fe responde a unas exigencias objetivas que hay
que aceptar. Y cuando el cristiano no tiene la fe que corresponde a la situación histórica en que se
encuentra, no da a los hombres el testimonio a que tienen derecho a esperar de él. Así, la propia fe se
degrada y deja de ser sal de la tierra, deja de ser luz para el pueblo explotado, para servir de
alcahueta a los explotadores de todos los calibres. Porque la fe no puede ser neutral.
Los Evangelios sinópticos concluyen la actuación de Jesús en Jerusalén con un discurso escatológico.
Parece ser que la base de él es el capítulo trece de Marcos, y que fue redactado después de la destrucción
de Jerusalén, en el año 70, por el ejército romano; símbolo de la destrucción de un mundo
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corrompido y de espaldas a la llamada de Dios. Los hechos, ya sucedidos, demuestran que Jesús
había visto con claridad lo que iba a suceder. Y son garantía de que también sucederán los
acontecimientos aquí narrados y que están por llegar.
Jesús nos presenta la historia humana inmersa en el dolor, la lucha, la guerra y la persecución. Y nos
dice que, a través de toda esta tremenda confusión, se está gestando el futuro: un mundo en
continuos «dolores de parto» (Rom 8, 22) y en continuo nacimiento del hombre nuevo (Ap 12,
2.4-5). Quiere infundirnos confianza, para que no decaigamos en la fe en la hora de la prueba, y
sepamos reconocer en todos los acontecimientos de la historia la mano de Dios, que nos lleva a la
plenitud.
Los capítulos 24 y 25 de Mateo forman una unidad. En ellos se incluye el último de los cinco grandes
discursos, en torno a los cuales gira todo su evangelio. Ha añadido, a Marcos y a Lucas, las parábolas
de las vírgenes, de los talentos y del juicio final. Con todo ello ha formado un gran discurso
sobre el fin del mundo y la actitud de los discípulos ante el juicio.
La ocasión del mismo se la ofrece a Jesús la pregunta de sus discípulos: «¿cuál será la señal de tu
venida y del fin del mundo?» (Mt 24, 3). El lenguaje apocalíptico, en que está envuelta la
respuesta, hace difícil la comprensión de las palabras de Jesús.
Los evangelios están escritos para las comunidades cristianas, para su vida en el mundo. Han
respondido a cuestiones importantes para la fe de los discípulos y para su situación histórica. ¿No
debían reunir también en un discurso las palabras de Jesús sobre el futuro, cuando el propio Jesús
presentaba su mensaje primordialmente orientado a este futuro escatológico?
Este discurso está colocado en los tres evangelios sinópticos antes y en estrecha relación con la pasión
y la muerte de Jesús. Cuando Jesús pronuncia estas palabras, se encuentra ya muy al término de su
vida: pronto lo van a detener, lo juzgarán y lo clavarán en la cruz. Esto nos tiene que ayudar a
encontrar su sentido. ¿Para que sepamos, antes de decidirnos a seguir su camino de lucha, adónde nos
lleva?
Jesús no lo ha pronunciado en la forma en que está escrito. En él es difícil distinguir lo que son
palabras auténticas de Jesús de las reelaboraciones posteriores de los evangelistas. Fue la
iglesia primitiva la que interpretó y actualizó las palabras de Jesús. La iglesia primitiva, que aplicó el
mensaje de Jesús a su tiempo, y responde de su fidelidad a la palabra del Señor. La palabra profética
sólo llena su función cuando responde a los interrogantes de cualquier época y de cualquier
creyente.
Intentemos entender este discurso desde la intención del evangelista a su comunidad, e
interpretarlo para nuestro tiempo. El discurso trata de preparar a la comunidad para el
futuro y de ayudarla a que adopte la postura adecuada en el presente; es decir, adquirir las
virtudes escatológicas que al presente se le exigen para afrontar el futuro.
En nuestro tiempo esto es de la máxima actualidad, puesto que la humanidad de hoy dirige su
mirada hacia el futuro, tal vez como nunca antes lo había hecho.
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Hemos de ahondar las ideas de Jesús, válidas para nuestra situación actual y para la iglesia
primitiva, sin entrar en las cuestiones de detalle que nunca nos llevarían a fijar una fecha para
el fin del mundo, por ejemplo. La iglesia primitiva vivía inmersa en esta esperanza
escatológica, y en ella debe vivir también la iglesia actual y cada uno de nosotros.
Israel es un pueblo que ama la vida, que desde lo más profundo de su ser la desea en toda su
plenitud. Lo mismo nos ocurre a todos los hombres cuando ahondamos dentro de nosotros
mismos: todos queremos vivir en plenitud y para siempre.
Pero Israel es un pueblo de cabeza dura. Prefiere el camino de las seguridades a la
aventura que le propone Dios. Encarnar estas palabras en nuestra realidad es fácil; no hay
que cambiar ni una letra: queremos vivir, ser felices, amar, tener amigos... Pero nos negamos
a pagar el precio que eso supone: riesgo, olvido de sí mismo, inseguridad...
Los profetas echan en cara al pueblo sus infidelidades, y tratan de animarlo a caminar
siguiendo los designios de su Dios. De una manera progresiva se va produciendo en Israel una
búsqueda apasionada, dirigida por los mejores. Y así, la esperanza mesiánica, la esperanza de
que el logro de esa plenitud humana y para siempre, que anida en el corazón humano, será
posible un día, brota por todas las partes, siendo considerada como la columna vertebral del antiguo
testamento.
La plenitud será un cielo nuevo y una nueva tierra (Apocalipsis 21, 1).
Jesús, en su discurso escatológico, nos va a explicar el significado último de su intervención
mesiánica. Porque, ¿para qué vivir, esperar, creer, amar... si la muerte fuera el final de todo?
Dice san Pablo: «Si nuestra esperanza en Cristo acaba con esta vida somos los hombres más des-
graciados» (1 Cor 15, 19).
Jesús de Nazaret se presenta como el Mesías del reino de Dios, como aquél que anuncia, señala el
camino y realiza ese reino de Dios. La fe de sus seguidores consiste en creer en Jesús como Mesías del
reino y continuar su misión mesiánica. Este reino de Dios -eterno y universal, de amor y de vida,
de santidad y de gracia, de justicia, de amor y de paz (prefacio de la fiesta de Jesucristo, rey
del universo)-, aunque está ya presente ahora y aquí en todo lo que hay en nosotros de libertad,
justicia, amor... y consiguió su plena realización en Jesús, es también una realidad a esperar, una
realidad que no será plena hasta que se consiga la meta. Una realidad, una plenitud, que no es
para ahora, sino para después. Un reino de Dios que se hace presente en la historia real y concreta de los
hombres, y en ella tenemos que anunciar el evangelio, a pesar de la fuerte oposición.
Si Jesús una y otra vez, durante su vida entre nosotros, nos ha dicho que el reino de Dios se ha
de vivir y construir ya ahora, al final de su camino nos recuerda claramente que la plenitud de
todo sólo vendrá después. Por eso no considera nada de ahora como definitivo; no quiere convertir en
dioses ninguna de las realidades humanas actuales.
Llegamos ya al término de la vida pública de Jesús. Ya todo está dirigido a los acontecimientos finales
que se aproximan. Y ahora, en los últimos días antes de su muerte, cuando el nerviosismo se ha
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apoderado ya de los discípulos, que ven acercarse acontecimientos decisivos, Jesús, que también vive
el desasosiego de su muerte cercana, les quiere hablar del futuro, del camino que deben recorrer.
Jesús pasa estos últimos días enseñando en el templo, centro de la vida religiosa de Israel.
El discurso nos señala a los cristianos que debemos disponernos a una larga etapa de espera y de
persecuciones. La persecución será una característica fundamental de la vida del cristiano,
mientras dure la historia del mundo. Como Jesús, también la humanidad llegará a la gloria, a la
resurrección, pasando por luchas y tribulaciones.
El discurso escatológico recoge las palabras pronunciadas por Jesús en las postrimerías de su
camino humano y anuncian el final del camino de la humanidad: lo que se refiere a la plenitud
de vida que Dios quiere para el hombre, la meta a la que se dirige la humanidad, impulsada por
Dios. En él se entrecruzan una doble perspectiva: el anuncio de la destrucción de Jerusalén -ya
acaecido- y el momento final de la historia, dentro de un tono de invitación a la vigilancia y a
mantenerse firmes en el seguimiento de Jesús, en espera de la plenitud final.
Más que un anuncio de catástrofes es un anuncio de salvación, que se podría resumir así: a
pesar de todo lo que suceda no perdáis la fe porque Dios os salvará. Una buena recomendación
para entonces y para ahora.
Para hablar de esta realización plena y total en el futuro, Jesús utiliza un modo de hablar
hecho de comparaciones, de símbolos y metáforas; porque no es posible describir de otra forma lo
que el hombre no puede ni imaginar. Sería un error entender estas palabras al pie de la letra,
olvidar que son comparaciones.
Este modo de hablar es el llamado «apocalíptico» o de «revelación», frecuente en la literatura
judía de aquel tiempo. En el antiguo testamento, los libros de Ezequiel y de Daniel son obras
cumbres de este género. En el nuevo testamento lo es también el libro que lleva ese nombre.
Lo escrito en lenguaje apocalíptico no son cábalas ni horóscopos, a lo que tan aficionado es el
hombre actual. Es también objeto de fe.
¿Cómo interpretarlo?
Es un modo de hablar que florece en épocas conflictivas y de persecuciones, por lo que no debe
extrañarnos que estos libros se multiplicaran desde el siglo II antes de Cristo hasta el siglo II de
nuestra era, tanto en el judaísmo como en el cristianismo.
El verdadero autor oculta su nombre, dando a su libro el carácter de una profecía sobre el futuro,
cuando en realidad los hechos estaban sucediendo en el presente del autor y de los destinatarios
del libro que, por supuesto, sabían de qué se trataba. Para entendernos mejor: es algo parecido al
modo de hablar durante las épocas más conflictivas con el régimen franquista, en muchas
comunidades cristianas, entre ellas la nuestra. ¡Así y todo se dieron cuenta!
Generalmente los creyentes tenían la clave para interpretar dichos símbolos. No así las
autoridades criticadas y aludidas, evitándose de este modo toda represalia ulterior.
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Sintetizando: cuando tiene lugar una persecución religiosa y flaquea la fe de los creyentes, los autores
apocalípticos procuran, con sus escritos, dar esperanza y seguridad en que el triunfo final pertenece a
Dios y a quienes se mantengan fieles. Los acontecimientos presentes, son proyectados en el futuro como
si se vieran desde el final, y en toda su proyección, lo que ahora está en proceso de gestación. Así la
historia aparece como una unidad y bajo la guía de Dios, que lleva todo a feliz término, a pesar de
las apariencias.
Ocasión del discurso, señales del fin y las persecuciones de los discípulos
Jesús salió del templo y, mientras caminaba, se le acercaron sus discípulos y le señalaron las imponentes construcciones del templo. Pero él les dijo:
-¿Veis todo esto? En verdad os digo que ahí no quedará piedra sobre piedra, todo será destruido. Luego se sentó en el monte de los Olivos y los discípulos fue-ron a preguntarle en privado:
-Dinos: ¿Cuándo tendrá lugar todo esto y cuál será la señal de tu venida y del fin del mundo?
Jesús les contestó: -Cuidado con que alguien os engañe. Porque muchos se presentarán
diciendo: «Yo soy el Cristo», y engañarán a muchos. Se hablará de guerras y de rumores de guerras. No os alarméis, sin embargo, porque todo esto tiene que pasar, pero no será el fin todavía. Se levantarán unas naciones contra otras, y unos pueblos contra otros; habrá epidemias, hambres y terremotos en diversos lugares, pero todo esto no será más que el comienzo de un doloroso alumbramiento. Entonces os entregarán para atormentaros y os matarán, y por mi causa os odiará todo el mundo. Entonces muchos perderán la fe, traicionarán y odiarán a sus hermanos. Aparecerá gran cantidad de falsos profetas que engañarán a muchos, y habrá tanta maldad, que en muchos se enfriará el amor; pero el que persevere hasta el fin se salvará. La buena nueva del reino se proclamará en todo el mundo para que la conozcan todas las naciones, y luego vendrá el fin. (Mt 24, 1-14) (Mc 13, 1-13; Lc 21, 5-19).
El triunfalismo de muchos cristianos no tiene ningún apoyo en el evangelio. Jesús no engañó a su
iglesia, presentándole un camino de facilidades y de seguridades, sino que expresamente nos dio a
entender que el camino de sus seguidores estaría lleno de luchas y de dificultades. Nos anuncia la
victoria final y, al mismo tiempo, un camino azaroso, difícil. Su paz sólo está en el corazón del hombre
que lucha con esperanza.
Para entrar en la vida eterna hay que pasar por la muerte. Una muerte afrontada por obediencia,
que es, quizá, la realidad de este mundo en que se consuma el amor más grande a Dios en
nuestros hermanos los hombres. ¿No es el dar la vida por los que se ama la expresión más grande del
amor? (Jn 15, 13). Y no hay mayor servicio al prójimo que el ayudarle a descubrir ese amor a los
demás, como sentido de una verdadera vida.
La plenitud del hombre, esperada para los últimos tiempos, nos ha sido concedida en este
mundo, como una simiente que desea crecer. Jesús no ha aportado, con su intervención en la
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historia humana, una plenitud ya hecha, sino que esta plenitud la ha arraigado en un principio
vivo que no desea más que desarrollarse.
Jesús nos anuncia que los caminos de crecimiento hacia la plenitud, pasan todos por la
muerte y por la cruz:
Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto (Jn 12, 24).
Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y
sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, la encontrará (Mt 16, 24-25).
La iglesia, continuadora de la misión de Jesús, desempeña un papel esencial en su misión
de hacer descubrir a los hombres, de todas las épocas y lugares, el mensaje genuino de Jesús.
Lo desempeñará mejor o peor, según la mayor o menor fidelidad de sus miembros.
La búsqueda de la voluntad divina, nos tiene que llevar a los cristianos a considerar, con
realismo, el peso de muerte en que está inmersa toda la trama de la existencia diaria, tomada
individual y colectivamente.
El signo del cristiano es el signo de Jesús: la obediencia hasta la muerte en la cruz, por
amor a Dios en los hombres; obediencia que conduce a la vida eterna, pasando por el
escándalo de la muerte. Jesús da el impulso inicial para llevar a cabo la unidad del universo.
Una unidad que debe ser construida paso a paso por sus testigos.
Cristo ya ha llegado al final. En él todo se ha cumplido. En él ha sido concedida toda la
plenitud a la humanidad. Pero aún debe cumplirse todo en el resto de la creación. La plenitud
de la salvación-liberación está al final, siempre más allá, de un crecimiento.
A causa de la obstinación de las capas altas y medias de la sociedad palestina de entonces a mantener
sus privilegios, Jesús prevé que los cambios necesarios para que se vaya implantando el reino en la
tierra, no vendrán sin que pasen cosas muy graves y sangrientas. Una realidad que se ha dado, y
sigue dándose, en todas las épocas y lugares de la historia humana.
El templo, en cuya construcción aún se trabajaba en tiempos de Jesús, era considerado como
una de las siete maravillas del mundo antiguo. Representaba lo más sagrado, tanto para los judíos
como para los primeros cristianos, nacidos todos ellos en Palestina. Construido por Herodes I y
llamado templo de Herodes, era verdaderamente grandioso. Los judíos se sentían orgullosos de él,
a pesar de sus antipatías por Herodes y sus sucesores.
Cuando Israel se encierra en sus fronteras, en sus seguridades y leyes y no admite la renovación
interior que Jesús le ha transmitido, su templo -símbolo de su presente religioso- se ha convertido
en una pura realidad humana. Con toda su belleza y con su antigua hondura de señal de Dios sobre la
tierra, el templo de Jerusalén lleva dentro de sí los rasgos de la muerte. Su destrucción fue una llamada
de atención sobre algo que Jesús ya había anunciado: el final de la antigua alianza y el comienzo
de una nueva era de adoración al Padre «en espíritu y verdad» (Jn 4, 23), actualizado por el
143
anuncio del evangelio del reino de Dios a todos los hombres. Jesús quiere que superemos lo que es
sólo realidad que pasa, para llevarnos hacia la auténtica verdad definitiva.
Jesús ha enseñado en el templo. En el corazón del mundo judío ha lanzado su acusación demoledora
contra los intérpretes de la ley (Mt 23). Sale del sagrado recinto, después que acaba sus
discursos a la masa del pueblo y a sus dirigentes. Y a los que expresan su admiración por el templo, les
responde con predicciones de ruina. Dios busca un pueblo en el que se palpe su presencia en medio
de él. Su desintegración interna, su apartamiento de Dios -que se alejará a su vez de él-,
incapacitan al pueblo para tener un templo y celebrar en él los actos de culto.
Para Jesús, la destrucción del santuario es la consecuencia externa de la obstinación interior del
pueblo. Cosas que parecen intocables, eternas, deben caer para que sea posible el reino de Dios,
el hombre nuevo, la nueva humanidad. Por de pronto, Jerusalén y el templo serán destruidos:
han traicionado su misión.
La catástrofe de Jerusalén y del templo, que aquellos hombres considerarán como un terrible juicio
divino, suscitó en la comunidad cristiana la pregunta de si no sería el comienzo del final.
El suceso histórico es siempre oscuro y puede tener varias causas. La fe debe escuchar siempre la voz
de Dios en medio de los acontecimientos temporales, pero jamás debe dar respuestas categóricas a la
pregunta de qué es lo que Dios persigue con ellos. Esas interpretaciones siempre serán injustificadas
y peligrosas. Por ejemplo: las explicaciones cristianas posteriores a la catástrofe de Jerusalén y del
templo, en el sentido de que el pueblo judío había sido rechazado por Dios para siempre y dispersado
por todo el mundo, y que han durado hasta el papado de Juan XXIII. Explicaciones que, en
contra de la fe cristiana y del espíritu de Jesús, han aportado su carga de lágrimas y culpas a las
horribles persecuciones de los judíos.
Las palabras y la profecía de Jesús nos invitan a la propia reflexión y a escuchar constantemente la
voz de Dios en los acontecimientos históricos que hoy vivimos.
El día del Señor se tiene que realizar en cada época y en cada lugar, en cada momento, según los
criterios evangélicos. Es necesario purificar el mundo de tanta basura. A los arrogantes y a los que
cometen la maldad y la injusticia -¿quién no?- hay que ayudarles a que desaparezcan. El clamor de los
oprimidos y explotados, es la voz de Dios. El clamor de los que no tienen voz ni esperanza, es la voz de
Dios. La protesta de los pobres de la tierra, es la voz de Dios. La voz de los países subdesarrollados,
expoliados por los países poderosos, es la voz de Dios...
¿Estaremos tan alienados que nos estemos permitiendo el lujo de buscar a Dios en la comodidad
del ocio, en los templos lujosos pero fríos, en las liturgias pomposas y sin vida, y no verle ni escucharle o
servirle allí donde él está de verdad, y donde espera y exige nuestra presencia: en la humanidad
despreciada y oprimida, en las víctimas de cualquier tipo de injusticias, en las que tan frecuentemente
somos nosotros cómplices...?
Las palabras proféticas no pueden ser más duras. Deben oírlas tantos oídos suaves que se
escandalizan por cualquier cosa; escándalos que son fruto de un corazón endurecido con la miseria en
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que viven tantos hombres. Deben oírlas los que compran evangelios encuadernados en piel y oro y
adornan sus casas con crucifijos lujosos: el evangelio es subversivo. Pero no podemos olvidar que,
para realizar este juicio en el mundo, es necesario que comencemos por aceptarlo sobre nuestra
propia vida.
El pasaje de la destrucción del templo es muy significativo para nosotros: el pueblo judío estaba
seguro y satisfecho de su templo, centro de su vida religiosa. Para aquel pueblo pobre y humillado, el
templo era su orgullo. La palabra de Jesús es clara: todo eso será destruido. Palabras duras, pero
también de esperanza: por más que el templo sea destruido, el camino del hombre hacia Dios
continuará.
«¿Veis todo esto? ... todo será destruido».
Será destruida la maravillosa arquitectura del templo de Jerusalén. Y con ella, el orden
teocrático de Israel, su liturgia sacrificial, su sacerdocio, sus élites directoras del pueblo, los que vivían a
costa de los demás a la sombra de un desorden establecido y todos los «bien pensantes y prudentes».
También será destruido todo lo que nosotros tenemos hoy por más sagrado: «no quedará piedra
sobre piedra» del modo de ser hoy la iglesia en el mundo, de su estructura, de su burocracia que ahoga
el evangelio, de sus alianzas con todos los poderes, de la manera de realizar su ministerio
sacerdotal y episcopal, de los bienes del Vaticano y de todas las instituciones religiosas que de
él dependen, del poder que mantiene en el mundo, de sus nuncios, de sus atrevidas seguridades, de
su farisaica santidad, de las reuniones episcopales que no cuentan con el pueblo, de las masas
cristianas alimentadas con medios trasnochados, de las situaciones injustas dentro de ella del tipo
que sean, de toda coacción ejercida incluso en nombre de Dios, de su aferramiento a formas
del pasado como única norma...
Creemos haber reformado la iglesia, la liturgia... después del concilio Vaticano II, pero se
trampea. Es necesario reformar siempre.
No tienen futuro en la iglesia de Jesús los que tienen muchos intereses creados que
defender, los que han puesto su fe en realidades caducas, los que esperan seguir manejando a la
iglesia para que sea defensora de un orden económico y social injusto, los que creen que la
iglesia es un tranquilizante para mantener un tren de vida insultante y escandaloso, los que la
imaginan como un pozo de agua bendita para santificar las muchas posesiones injustas o las
ganancias a costa del empobrecimiento de los otros o la vanidad de una convivencia social
despreciable.
Entre todos tenemos que seguir construyendo, desde el pueblo, una iglesia al servicio de los
hombres, única razón de ser de ella misma y del cambio actual. No podemos pretender que la
iglesia cambie para su propio bien, sino para el bien de la humanidad, para cuyo servicio ha
nacido.
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No tiene que quedar «piedra sobre piedra» de un modo de concebir la iglesia que ha
servido para apoyar estructuras de opresión, que ha estado al servicio de los más fuertes, y ha
tratado de adormecer a pueblos enteros de hombres pobres y proletarios.
Las comunidades cristianas populares queremos que la iglesia se reforme, porque queremos
que se transforme la sociedad en que vivimos. Todo lo que tenemos ante la vista es pasajero. Lo
más bello, la obra más sagrada, lo que tenemos por más fundamental, debe seguir cambiando
para ir dando paso a un mundo nuevo, a un nuevo modo de ser, que será renovable constantemente.
Ser cristiano es mantener siempre la capacidad de caminar hacia adelante, es tener un espíritu
contestatario lleno de esperanza, es ser capaz de relativizarlo todo, para poder alcanzar nuevas
fronteras. Está en nuestras manos el que el futuro escatológico sea una continuidad del presente
-una plenitud del presente- o una destrucción.
El que cree que todo está ya hecho y muy bien hecho, tanto en la iglesia como en la sociedad, es un
iluso. Nadie puede detener el avance de la historia, nadie puede pretender haberlo conseguido todo.
Cada época debe renovar lo anterior, dar un paso adelante; si no lo hace, se destruirá. Esta
renovación supone provocar y mantener la tensión, la contradicción, dentro de la comunidad
humana y, a la vez, alentar sin miedo la violencia constructiva pacífica. La renovación no es fácil, ni
como actitud personal, ni como actitud de grupo: son muchos los que están interesados en seguir con sus
privilegios a costa de lo que sea y tienen aún mucho poder; y es mucha la comodidad y apatía que hay
dentro de cada uno de nosotros.
Es necesario hacer surgir un mundo nuevo. Es necesario destruir el mundo de la confusión, de la
injusticia, de la carrera de armamentos, de la contaminación y del pecado en que vivimos. Una nueva
era debe surgir en cada generación.
Es un desafío el planteado a la iglesia actual en orden a la transformación del mundo. El
compromiso con un mundo nuevo, que debe estar surgiendo sin interrupción, es muy peligroso. Es
el riesgo que este pasaje evangélico nos descubre al hablar de la destrucción de un mundo falso.
¿Despertaremos los cristianos de esta época? ¿Seremos capaces de escuchar el evangelio sin
apostillas? ¿Perderemos otra vez el tren de la historia?
Queramos o no, el mundo sigue adelante con nosotros o sin nosotros. Y es muy grave que la
iglesia, debiendo estar a la cabeza de la renovación de la sociedad, vaya siempre a la zaga,
admitiendo las cosas porque no tiene más remedio. ¿Qué haremos?
Jesús estaba sentado en el monte de los Olivos y allí le preguntaron los discípulos: «Dinos:
¿Cuándo tendrá lugar todo esto y cuál será la señal de tu venida y del fin del mundo?».
Jesús se dirige sólo a sus discípulos, a aquellos hombres que le seguían, que creían firmemente en el
reino de Dios y que esperaban anhelantes su llegada. Confiaban profundamente en que todas sus
angustias se iban a resolver pronto por la intervención divina. Por eso Jesús les advierte -nos
advierte- que vayamos con cuidado, y no esperemos encontrarnos un día, de golpe, con el reino de
Dios ya realizado. Que no creamos que, si ocurren acontecimientos inesperados, es signo de que todo
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termina y viene el reino. El reino vendrá: lo tenemos que creer firmemente; pero por muchos signos
que veamos no nos asustemos, porque el fin no vendrá enseguida.
«¿Cuándo?». Jesús, en lugar de responder directamente, orienta su respuesta hacia el destino
universal de la creación y de la historia. Nos introduce en un ambiente apocalíptico.
La pregunta de los discípulos resume lo que sigue siendo actualmente la gran inquietud humana:
quisiéramos saber cómo será el futuro, las fechas del final, la forma de vencer su angustia.
En el fondo, esa actitud responde al miedo ante la vida, a la falta de confianza ante el futuro. Una
pregunta que surge siempre, sobre todo en los tiempos agitados. Los discípulos tienen que precaverse
tanto de la apatía como del nerviosismo angustioso.
El acoplamiento de las dos preguntas, induce a pensar que se intenta una relación entre la
destrucción del templo y la consumación escatológica; fin del mundo que llegaría con la segunda venida
de Cristo.
Según las creencias de muchos hombres, el plan universal de Dios está regulado desde el comienzo,
hasta en sus menores detalles, con señales y acontecimientos. Un plan que está oculto a los hombres,
pero que se «desvela» a algunos videntes elegidos. El cristianismo primitivo no permaneció
insensible a tales ideas, y hasta los evangelistas parecen estar influidos por ellas. Jesús se mantuvo
ajeno a esta forma de pensar humana y apocalíptica. Y así, el que intente sacar de este discurso datos
históricos que permitan señalar el fin, cae en una forma de pensar caduca, como ocurre en
numerosas sectas.
El fin del mundo, en el sentido corriente de la expresión, no es inmediato. Tiene que haber
unos signos previos. Pero estos signos nunca deben entenderse como datos indicadores del
momento en que tendrá lugar. Cuantas veces se han ensayado los cálculos para determinarlo,
otras tantas se ha podido comprobar el error. El cálculo del momento preciso en que tendrá
lugar el fin va directamente en contra de todos los pasajes evangélicos que exhortan a la
vigilancia. En los dos capítulos del discurso de Mateo que estamos comentando, se pone de
manifiesto la incertidumbre del momento final. Los signos apuntados sirven para recordarnos
nuestro peregrinar hacia un mundo nuevo, ya que aquí no tenemos morada permanente.
«Cuidado con que alguien os engañe». El discurso de Jesús empieza con la enumeración de
las cosas que deben suceder. Las señales afectan a todo lo que rodea al hombre. Todo lo que
asegura su vida comienza a tambalearse. El orden pacífico entre los pueblos es destruido por
guerras; la solidez de la tierra sacudida por terremotos; la vida del hombre, amenazada por
epidemias y hambres; el orden de los cuerpos celestes, trastornado por fenómenos inexplicables.
Surgirán seductores que se presentarán como los portadores de la salvación escatológica,
como el Cristo de la parusía. Siempre ha habido -y sigue habiendo- quienes pretenden
colocarse en el lugar de Dios: ideologías, estados, regímenes, personas, que aseguran que son el
bien último, la victoria definitiva del hombre. Es fácil que la comunidad cristiana ya hubiera
tenido experiencia de tales gentes.
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Frente a la pregunta del «¿cuándo?», el evangelista no nos da soluciones hechas. El cristiano tiene
que arriesgar su vida para seguir la verdad de Jesús. Aunque tratemos de vivir apoyados en Cristo,
escucharemos voces que nos dirán: «yo soy el Cristo». Sentiremos la dureza de las guerras, la dureza
de una vida que parece convertirse en sin sentido. Todo eso implica que estamos sosteniendo la
batalla decisiva, la agonía de los tiempos que se acaban.
En las guerras espantosas, en las catástrofes de la naturaleza, como hambres y terremotos, se
debe ver «el comienzo de un doloroso alumbramiento» del mundo nuevo, pero no el anuncio del fin del
mundo. Jesús ve en ellas señales pavorosas con las que se anuncia el nacimiento y el desarrollo de la
nueva era. Nacimiento que tuvo lugar con su venida histórica al mundo y que cada día alumbra el
reino.
El anuncio de guerras cerca y lejos, de terremotos en diversos lugares y de epidemias y hambres,
pertenece a la descripción de la tribulación futura. Son rasgos típicos y tradicionales que se encuentran
ya en los antiguos profetas y en el apocalipsis cristiano de Juan. Todo es advertencia ante el peligro de
la seducción. Porque los tiempos difíciles siempre acentúan las esperanzas mesiánicas, las esperanzas de
un mañana mejor. Los movimientos mesiánicos fueron frecuentes en tiempos de Jesús e incluso después,
hasta muy avanzado el siglo II.
Debemos ser conscientes de que nuestra vida se juega aquí, cada día, en medio de los tropiezos y las
contrariedades, rodeados de esos problemas que cada uno vive y de esas ilusiones y ganas de vivir
que llenan de esperanza nuestro camino de cada día. Queda mucho camino por recorrer, mucha
esperanza y constancia que mantener. Queda una larga historia de seguimiento de Jesús, antes de
llegar juntos a la cita gozosa con la vida.
Aquí y ahora es donde probamos si de verdad creemos que vale la pena amar, que vale la pena
seguir el evangelio, que esperamos la vida eterna, que esperamos el reino de Dios, porque ya lo esta-
mos construyendo al eternizarse todo eso que ahora hacemos.
En relación con lo que ocurrirá a los discípulos, Mateo enumera simplemente el odio, la traición, la
tortura y la muerte. Como ya habló de ello en el capítulo diez, aquí lo hace muy rápidamente. Lo que
acentúa de un modo especial es que, ante las dificultades, «se enfriará el amor».
Jesús nos lanza una seria advertencia a todos los que queramos seguir su proyecto de reino.
Debemos ser conscientes de que el camino es difícil, sobre todo cuando las cosas llegan a
situaciones límite -en las que se sigue adelante o se deja todo- y los caminos emprendidos son
verdaderamente liberadores y no se quedan en meras palabras o ritos.
Debemos saber que el camino y las dificultades que él tuvo, serán el camino y las dificultades de sus
seguidores, salvando las diferencias de costumbres de cada época y de entrega. Por ejemplo: en
tiempos de Jesús se ejecutaba a los reos en la cruz, y ahora no. A Jesús le pasaron cosas más graves,
porque su entrega al proyecto del reino fue total.
Sabremos si seguimos o no a Jesús, si las cosas que le pasaron a él, si la respuesta que le dieron
los distintos grupos sociales, son las cosas y las respuestas que nos van pasando a nosotros. Es el mejor
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termómetro. A él le seguían los pobres, los sencillos, los hambrientos de pan y de justicia... Le
rechazaron los hartos, los ricos... ¿Nos pasa igual ahora a nosotros? ¡Ahora es todo lo contrario!
¿Por qué?
Para que llegue el reino de la libertad y de la justicia es necesario que caigan muchas cosas que le
hacen resistencia. El mundo nuevo no será posible, quizá, sin violencia -hay muchas clases de ella
en nuestro mundo-, precisamente porque los dominadores del pueblo ya han establecido una violencia
opresora y represiva y no quieren ceder por las buenas. Es el caso evidente de muchos países de América
Latina. Parece que la violencia revolucionaria, tal como está el mundo, es inevitable. Aunque pienso
que si los cristianos nos hubiéramos tomado en serio la actitud de Jesús, ésta no hubiera sido
arrinconada como ineficaz en estos momentos.
Es ingenua la oración de los que en ciertos momentos de la historia, entre ellos el nuestro,
rezan para que «no pase nada». Tienen que pasar cosas muy graves en un mundo tan injusto y
tan hipócrita como el que vivimos.
Jesús tiene una visión de la historia realista y profunda. Y siempre la gran paradoja: los que
más busquen la justicia, la libertad y la verdad, los auténticos seguidores suyos, serán
perseguidos y asesinados por los poderosos o por los que tengan algo que perder en el
cambio. Y muchas veces en nombre de Dios, como le sucedió al mismo Jesús (Jn 16, 2; Mt 26,
65).
Otras muchas personas desde otras ideologías y religiones, trabajan seriamente por un
mundo distinto. Mucho más que la inmensa mayoría de los cristianos, adormecidos en unas
prácticas religiosas vacías. Estos hombres trabajan sin descanso para destruir este mundo
injusto, empeñados en derribar las murallas que separan a unos hombres de otros, por hacer
estallar unas situaciones de injusticia insostenibles. Muchas veces empleando el evangelio que
nosotros profesamos de palabra.
Y muchos cristianos, amigos o miembros de las estructuras opresoras, han estado -y
siguen estando- en contra de todos esos movimientos renovadores del mundo. Otros muchos
engañados, de buena voluntad. Un ejemplo claro lo tenemos en España: durante la dictadura
franquista se trabajó más por hacer anticomunistas que por hacer cristianos. De aquí ese miedo
al comunismo en grandes sectores del pueblo. ¡Qué miedo puede tener a nada un verdadero
creyente en el Padre! Y así, lo mismo que en otros países han llevado y llevan a cristianos,
muchos de estos hombres han sido y son llevados a los tribunales en países llamados cristianos,
juzgados sin ninguna justicia, maltratados refinadamente, torturados con técnicas satánicas,
encarcelados, expulsados de sus patrias, muertos. También muchas veces en nombre de Dios.
Es el riesgo que este pasaje evangélico nos descubre al hablar de la destrucción de un mundo falso.
Los cristianos tenemos que ser hombres molestos en el mundo. Debemos ser inquietos, porque
tenemos que estar siempre intuyendo nuevas metas, criticando situaciones defectuosas, animando a
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seguir hacia el futuro, tratando de no desfallecer nunca. ¿Seremos capaces de realizar esta tarea en el
mundo? ¿Seremos capaces de ser de verdad cristianos?
Frecuentemente damos la impresión de estropearlo todo, de prostituir el evangelio de Jesús,
haciéndolo prácticamente inútil para los hombres.
«Por mi causa os odiará todo el mundo», nos dice Jesús. Estas palabras nos tenían que «sonar a
chino» -a los que no sabemos chino, claro-. Porque, ¿quién nos persigue y por qué? ¿Cuántos han
sido los regímenes que se llamaban cristianos -y se llaman (Chile y otros)- que han perseguido a los
que atentaban contra sus intereses de casta? ¡Y la iglesia «oficial» actuando como si sólo hubiera
problemas en Polonia!
Dios es extranjero en el mundo, incluso en el mundo cristiano. Mientras el espíritu del mal
tenga poder, perdurará la persecución a todos los que busquen la justicia; una persecución que
degenerará en hostilidad.
La tribulación será tanto más grande en los discípulos cuanto mayor sea la amplitud con que se
difunda el mensaje, cuanto mayor sea la fidelidad con que éste se comunique. Se experimentará el
escándalo del nombre de Jesús en todas las partes en que vivan verdaderos discípulos que se reúnan
en su nombre. Porque Jesús no ha venido a traer la paz entre el bien y el mal, la justicia y la
injusticia, la verdad y la mentira, sino la espada de la separación (Mt 10, 34).
Pero la tribulación no sólo procede de fuera, sino también de dentro, de las mismas comunidades
cristianas, de la misma jerarquía. Muchos fallarán, se dejarán seducir al perder fuerza su fe, incluso
«traicionarán y odiarán a sus hermanos». Aquí el escándalo llega a su más profunda malicia,
porque está en medio de los discípulos, de los creyentes, cuyas fuerzas ha minado. Escándalos que
están firmemente instalados en la comunidad, y que no pueden ser extirpados antes de la
separación definitiva.
Estas divisiones hacen que el testimonio de Dios se presente mutilado a los hombres, porque
debiendo ser un solo corazón y una sola alma para que el mundo crea (Jn 17, 21), reina en
nosotros la desunión, e incluso el odio.
La debilidad que la iglesia y nosotros mismos experimentamos con tales escándalos, ¿no tiene más
fuerza para desencadenar el poder de Dios, que el vigor aparente de una conciencia orgullosa de
poseer la verdad?
También aparecerán falsos profetas en nuestras filas que confundirán a muchos. Un
interrogante grave de nuestros tiempos es: ¿por qué no se puede ser cristiano y rico, o cristiano
y poderoso, cuando muchos de los que se llaman así son ricos y poderosos, y además son bien
vistos?
No todos los que llevan el nombre de Jesús en los labios y se profesan cristianos, lo son en
realidad. Sólo hay una posibilidad de conocerlos: observar su vida. ¿Tienen sus vidas algo que ver
con la vida de Jesús?
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Las comunidades cristianas populares, debemos partir de este criterio e intentar la separación,
aunque sin juzgar precipitadamente. No debemos ser víctima de los seductores ni ser
engañados por ellos. Abundan y son los que más se ven
Prevalecerá el desenfreno. Se enfriará el amor de muchos. Se traicionará la verdadera misión y la
única vocación del discípulo: la de amar con todas sus exigencias de libertad, justicia, verdad y paz.
La lucha por un porvenir más humano es la característica principal de la esperanza cristiana. La
falta de esperanza lleva consigo, entre los cristianos, actitudes de reticencia ante las empresas que
marchan de cara al futuro. Esperanza cristiana, que es de carácter práctico, con proyección rea-
lista sobre las cosas del mundo.
La lucha de la esperanza atraviesa por fracasos, dolores, marginaciones y cruces. Pero el porvenir
del cristiano depende, en gran medida, de la fuerza con que afrontemos el futuro. Esperar, en
cristiano, es trabajar. La fuerza e intensidad del trabajo, mide la fuerza e intensidad de la esperanza
cristiana, porque sabemos que nuestro esfuerzo lleva la marca divina, que es la marca de la
victoria final.
Si preferimos la vida tranquila, no estamos en camino cristiano. Esperar no significa hacerse la
vida fácil, eludiendo los problemas del mundo. La esperanza cristiana está basada en un
acontecimiento histórico único: la resurrección de Jesús. En ella, Dios asumió de un modo definitivo
todas las empresas de los hombres que buscan justicia, concordia, libertad...
La esperanza cristiana se encuentra siempre implicada en la marcha de la historia, en el
presente histórico. Sólo a través de este presente histórico puede edificar el futuro, el reino de
Dios. Es una esperanza activa, introducida en el ritmo del mundo. Una esperanza que no es
ilusión, porque está apoyada en la resurrección de Jesús, que triunfó de la muerte a través de
sorpresas, fracasos, dolores y cruces.
Ante una esperanza así, no existe el mundo como algo acabado y concluido, sino como algo
que se construye en dirección al futuro de Dios.
La responsabilidad de este proceso la llevan los que esperan, los insatisfechos.
A cada dolor y fracaso, lucha y esfuerzo del presente histórico, se le otorga un futuro.
Podríamos resumir el anuncio de Jesús: deberemos luchar siempre, nunca podremos pensar
que hemos ganado, pero ganaremos. No se trata de una lucha contra nadie, sino entre el bien y el
mal, verdad y mentira, amor y egoísmo, justicia e injusticia. Esta lucha está también dentro de
cada uno de nosotros: todos tenemos bien y mal, amor y egoísmo... Mal vamos a colaborar en la
transformación del mundo si no empezamos por nosotros mismos. Porque no cambiaremos la
sociedad sólo por lo que hagamos, sino principalmente por lo que seamos. Es necesario que
nuestra acción hacia afuera sea consecuencia de una vida interior profundamente enraizada en el
evangelio de Jesús. Lo contrario es hipocresía; y la hipocresía no puede hacer avanzar la so-
ciedad.
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Nadie estamos completamente en el bando de la verdad, ni en el bando de la mentira. Sólo
Dios está totalmente en un bando, porque es un bando.
Marcos y Lucas, en sus narraciones paralelas, detallan más las persecuciones a que serán
sometidos los discípulos. Mateo ya lo había hecho en el capítulo diez.
Teniendo en cuenta todo lo dicho anteriormente, es lógico que se termine con una llamada a
la perseverancia. No a la paciencia, a no ser que ésta sea entendida en su sentido bíblico de
constancia y fidelidad en el camino emprendido.
Nos acecha la tentación de prescindir de las exigencias de Jesús y acomodarnos a los valores
de este mundo: violencia, compromisos con el poder, riqueza, propaganda, seguridad, apariencia.
En medio de la duda, el evangelio nos promete que sólo en Jesús encontraremos el sentido
de la vida. La vida que Jesús nos ofrece no se confunde con el fin feliz de una novela. Desde
una perspectiva humana, el fin será un completo fracaso; supondrá probablemente soledad
respecto a los antiguos amigos y a los propios familiares, si buscan el éxito o progreso en esta
vida; supondrá dificultades con respecto a los poderes de este mundo, siempre en guardia
contra los que anuncian otras verdades y exigencias; parecerá que las leyes de la naturaleza y
de la historia se ríen de la ilusión y de la utopía del cristiano.
Cuando todo se haya unido para señalar la «insensatez» de la vida cristiana, Jesús nos ha
dicho: «el que persevere hasta el fin se salvará». Y es que nada de Jesús está perdido con la
Pascua: «No se perderá ni uno de vuestros cabellos» (Lc 21, 18). Nada verdaderamente
cristiano puede perderse en el camino de su cruz y su fracaso, pues la vida que surge de la
Pascua lo devuelve todo transformado, plenificado.
El hombre nuevo, la creación nueva, se inicia con la venida de Cristo. Su desarrollo durará
toda la historia humana. Y esto requiere perseverancia. Lo que conduce a la liberación plena del
hombre no es una violencia arrolladora y apasionada, ni la apostasía, sino la paciencia
perseverante. Dios salva a través de las tribulaciones. El que se mantenga firme hasta el final,
incluso superando el martirio y la muerte, obtendrá la salvación. Clara postura cristiana,
virtud escatológica, para nuestra existencia en el mundo actual.
El evangelio vivirá aunque muchos, a quienes está confiado, mueran interiormente y ya no
estén a la altura de lo que requiere seguir el camino de Jesús. Su conocimiento llegará a todos
los pueblos. «Y luego vendrá el fin».,
Señales de la destrucción de Jerusalén y del templo, venida del Hijo del hombre. Parábola de
la higuera y señales del fin, cuya fecha sólo Dios conoce
Por lo tanto, cuando veáis instalado en el templo el ídolo del invasor, según las palabras del profeta Daniel (entiéndalo el lector), los que estén en Judea huyan a los montes; si estás en la azotea de tu casa, no te demores, ni bajes a buscar tus cosas; si te hallas en el campo, no vuelvas a buscar
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tu capa. ¡Pobres de las que se hallen embarazadas o estén criando en aquellos días! Rogad para que no os toque huir en invierno o en sábado, porque habrá entonces tal angustia como no la ha habido desde el principio del mundo ni la habrá nunca después. Y si estos días no se acortaran, nadie se salvaría; pero Dios acortará esos días en atención a los que quiere salvar.
Si alguien os dice entonces: «Cristo está aquí o allí», no os lo creáis. En efecto, aparecerán falsos cristos y falsos profetas, que harán cosas maravillosas y prodigiosas, capaces de engañar, si fuera posible, a los mismos elegidos de Dios. Os he advertido esto para que no os pille desprevenidos. Por lo tanto, si os dicen: «¡Está en el desierto!», no vayáis; o afirman: «¡Está en tal lugar retirado!», no lo creáis. En realidad, la venida del Hijo del hombre será como el relámpago que parte del oriente y brilla hasta el poniente; o, según dice el proverbio: «Donde hay un cadáver, se reúnen los buitres».
Inmediatamente después de esos días de sufrimiento, el sol se oscurecerá, la luna perderá su brillo, caerán las estrellas del cielo y el universo entero se conmoverá. Entonces aparecerá en el cielo la señal del Hijo del hombre; y todas las razas de la tierra se golpearán el pecho viendo venir al Hijo del hombre sobre las nubes del cielo, con el poder y la plenitud de la gloria. Y enviará sus ángeles que tocarán la trompeta y reunirán a los elegidos de los cuatro puntos cardinales, de un extremo al otro del mundo.
Aprended este ejemplo de la higuera: Cuando sus ramas se ponen tiernas y salen las hojas, comprendéis que el verano se acerca. También cuando veáis vosotros todas estas cosas, sabed que ya está cerca, a la puerta.
En verdad os digo que no pasará esta generación sin que sucedan todas estas cosas. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. Por lo que se refiere al día y a la hora, nadie los sabe, ni los ángeles de Dios, ni el mismo Hijo, tan sólo el Padre (Mt 24, 15-36) (Mc 13, 14-32; Lc 21, 20-33).
Podemos dividir a los cristianos de nuestro tiempo en dos grandes grupos, según la actitud
que adopten ante los grandes sucesos que nos revela la fe: el grupo primero, lo forman la
inmensidad de cristianos que no esperan nada, que no velan, que han renunciado a una liberación-
salvación universal y para siempre. Dicen que creen, pero no esperan nada. Lo único que desean es
que continúe el mayor tiempo posible esta vida de aquí. Les gusta arreglarse lo mejor posible en este
mundo, manteniendo firmemente sus derechos sobre el cielo, en el que es imposible que crean de
verdad. El grupo segundo, está formado por cristianos verdaderos, que esperan con valentía la
vuelta de su Señor. Saben que este mundo tiene un sentido, que ahora todo sucede en medio del
misterio, pero que algún día la verdad plena se revelará. Y que aquel día, veremos cómo Dios lo ha
guiado todo. Saben que nuestra vida verdadera está oculta en Dios, y que sólo sabremos lo que
somos cuando Jesús vuelva. Entonces comprenderemos cuánta razón teníamos al creer, esperar y
amar. Y mientras esperan la vuelta de su Señor, no están inactivos, sino trabajando para que haya
cada día más justicia, más libertad, más amor. No van por la vida a ciegas, porque tienen un Mesías
a quien seguir, una verdad en la que creer, un camino para liberar al mundo, una vida que vivir (Jn 14,
6).
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Antes, Mateo nos ha hablado de la difusión universal del mensaje y de la amplitud del riesgo. Ahora,
solamente piensa en Judea. La tragedia de Israel estaba en la mente de todos. La antigua tierra de
las promesas se había convertido en ruinas; Jerusalén estaba destrozada. Su destino era un aviso
para el mundo.
Jerusalén ha traicionado su misión, atribuyéndose unos privilegios, cuando lo que tenía que haber
hecho era asumir unas responsabilidades.
«Cuando veáis instalado en el templo al ídolo del invasor...».
¿A qué se refiere? Es difícil saberlo. El libro del Apocalipsis puede darnos una pista en el
capítulo trece con el símbolo de las dos bestias. La primera bestia, es un poder político que
blasfema de Dios, se hace adorar y persigue a los verdaderos creyentes. La segunda, es una
realidad religiosa, que lucha contra el cordero -Cristo-, que realiza milagros capciosos y seduce a
los hombres para que adoren a la primera bestia.
El poder político acepta al creyente en tanto en cuanto éste está de acuerdo con él y colabora. De
lo contrario, siempre le perseguirá. La historia es testigo de lo que digo. Lo más grave es cuando
el poder religioso se alía con el poder político. ¿No será eso «instalar en el templo al ídolo del
invasor»? Si la religión se vuelve contra sí misma, ¿quién presentará su verdadero rostro? Ya nos
dijo Jesús: «Si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará?» (Mt 5, 13).
La lucha de las dos bestias contra el cordero narra la situación, con palabras veladas, en que se
hallaba la iglesia de Juan perseguida por el imperio romano y por el sanedrín.
Y es la lucha de la iglesia actual: en unos lugares para purificarse de sus continuas
tentaciones de alianzas con toda clase de poderes; en otros, para poder seguir ejerciendo la
misión encomendada por Jesús.
La gran tribulación nos hace pensar en terrores históricos y cósmicos, como ya fueron
indicados en las guerras, terremotos y hambres.
La magnitud de la tribulación se muestra en que sólo queda la posibilidad de la huida.
Nadie debe volver atrás. La huida siempre ha sido un trance y una prueba especiales; incluso
en la actualidad, en que constantemente se tienen que desplazar, huir, de sus países millones
de personas.
El hombre quiere ser caminante y no fugitivo. El caminante conoce el término de su
camino y lo busca con ilusión; el fugitivo, se dirige hacia lo incierto y vive con temor.
En cualquier huida puede percibirse algo de la tribulación del tiempo final, como en
cualquier guerra, en cualquier terremoto y en cualquier hambre.
Lo que normalmente es recibido con alegría, crea ahora grandes dificultades. Las madres
que estén embarazadas o criando experimentarán una mayor aflicción y desamparo.
Nuestra situación histórica es distinta a la que tenía la comunidad cristiana de entonces,
sobresaltada por la guerra judía. Los consejos sobre la huida y las imágenes que se emplean
apenas nos dicen nada en la actualidad. ¿Dónde podríamos huir hoy ante la amenaza de una
154
catástrofe similar a la narrada por los evangelistas? Para nosotros la imagen realmente
apropiada sería la explosión de una bomba atómica. Sin embargo, es totalmente actual la
conciencia de que en la historia existen fuerzas maléficas y que la humanidad está amenazada por
ellas. Y es también actual que la fe debe hacerles frente.
¿Qué significa el mal en la historia de la humanidad? ¿Qué lugar ocupa en la historia de la
salvación? ¿Qué uso debemos hacer nosotros de estas catástrofes?
Lo que ocurrió una vez se convierte en anuncio de nuevos sucesos futuros.
Esta narración no hay que tomarla al pie de la letra, sino como imágenes sacadas del antiguo
testamento para describirnos una situación angustiosa. Y aunque estas imágenes no sirven ya para
nuestra visión del mundo, la idea esencial que en ellas se refleja es valiosa para nuestro hoy: lo
tenebroso y amenazador que late en la historia humana y que es un signo de este mundo. Tampoco
podemos tomar literalmente la invitación a la huida, porque equivaldría a invalidar la llamada
anterior a la perseverancia. Con la imagen de la huida se nos quiere decir algo distinto:
vigilancia y prontitud para actuar ante el mal.
Los discípulos deben saber que nunca serán probados por encima de sus posibilidades. Si los
poderes del mal fueran desencadenados sin ningún freno y pudieran desfogarse, nadie se salvaría.
Pero siempre hay un límite, porque Dios sostiene en la mano las riendas de la historia. No dejará
destruir su plan sobre la creación. Por ello, abreviará los días y la fuerza del mal.
«Aparecerán falsos cristos y falsos profetas».
Los falsos profetas ya fueron anunciados (Mt 7, 15). Son una verdadera plaga. ¿No vivimos
continuamente asediados por falsos profetas? Pero todavía es peor que se presenten los que
afirman que son el Mesías. Y tampoco es raro que suceda. Han sido bastantes a lo largo de la
historia, los que se han presentado con la pretensión de ser la respuesta última a los anhelos del
hombre. ¿No lo son, de algún modo, la sociedad consumista que padecemos y las ideologías que
prometen al hombre la felicidad plena en el «más acá»?
Es posible que detrás de esta advertencia, se encuentren ciertos sucesos históricos del tiempo del
evangelista. La expresión: «Cristo está aquí o allí» puede indicar a cristianos exaltados que daban la
llegada de la Parusía como inminente.
Para la gran masa del pueblo, Jesús permanece desconocido. Su mesianidad está oculta,
antes y ahora. Solamente tenemos el camino de la fe. Y, a causa de su oscuridad, es posible
cambiarla, engañándonos a nosotros mismos.
El poder de seducción de estos falsos cristos y falsos profetas, puede ser tan grande que
lleguen a obrar señales y prodigios que causen asombro en los hombres. Son un constante
peligro para los elegidos, que podrían ser víctimas de ellos si Dios lo permitiese. Cuando son
más peligrosos es cuando estos falsos profetas y falsos mesías se presentan como el nuevo dios y la
nueva religión. Todas las «renovaciones» hechas con poder y apoyadas por el dinero pueden
tener este signo.
155
Los efectos grandiosos que producen, recibidos como «prodigios», no son señal del espíritu del
bien. Incluso las curaciones y los milagros asombrosos, que no pueden clasificarse entre las
leyes de la naturaleza que conocemos, por sí solos no demuestran que son obrados por la
virtud de Dios. Tampoco obras que son llevadas a cabo en nombre de la religión. Es
necesario examinar la vida de estos hombres, porque ahí está la verdadera clave.
En todas partes está al acecho el peligro de desorientación para el pueblo, de confundir al
verdadero Mesías, que sólo busca la gloria del Padre, con los falsos mesías, que buscan su
propio éxito; de confundir a los verdaderos de los falsos profetas. No puedo ni quiero dejar de
señalar aquí esa lucha absurda y constante por los mejores puestos en el clero. Deberíamos
preguntarnos constantemente: ¿el mesías que proclamamos es verdaderamente Jesús de Nazaret?
Tengo la profunda impresión de que si Jesús volviera a encarnarse en nuestro siglo se le daría
caza de nuevo, empezando por la mayoría de los cristianos. Es una afirmación dura, cruel.
Pero, no la rechacemos sin más. Reflexionemos seriamente sobre qué buscamos en la vida: si es
«su reino y su justicia» (Mt 6, 33), nuestro mesías es Jesús de Nazaret; pero si pensamos que
vivir el evangelio hoy -ser pobre, perseguido...- es imposible, porque los tiempos han cam-
biado, es claro que no lo es.
«El sol se oscurecerá, la luna perderá su brillo, caerán las estrellas del cielo y el universo
entero se conmoverá...».
Este pasaje, ya lo hemos visto, trata del fin del mundo. Un aspecto de la vida que normalmente
no tenemos en cuenta. Y, sin embargo, es claro que si la vida del hombre acabara aquí, ningún
tipo de religión tendría razón de ser.
Después de la gran tribulación seguirá la parusía del Hijo del hombre. Basarse en esta
descripción para decir que el fin del mundo será precedido por una tribulación y destrucción
increíbles, es una ingenuidad que se comete con frecuencia. La idea de una nueva creación,
expresada en otros pasajes (Hech 3, 20 s; Mt 19, 28; Ap 21, 1. 5), deja lugar a la hipótesis de que
Dios no reniega de su creación (Ap 4, 11), que desea que el hombre realice su consumación.
La única conclusión segura que podemos sacar aquí, es el reconocimiento de que hemos de
contar siempre con el poder del mal en la historia humana. Acerca del proceso histórico, la
revelación no quiere darnos ningún dato concreto. Por nuestra parte podemos y debemos
esforzarnos por planear el futuro y agotar todas las posibilidades para mejorar las estructuras
sociales y el bienestar de la humanidad. Sólo el futuro último, la consumación de la creación, se
los ha reservado Dios en exclusiva. ¿Construiremos un mundo tan plenamente humano que
haga posible que «Dios se pasee por el jardín a la hora de la brisa» (Gén 3, 8) y pueda
comenzar la eternidad? ¿Podrá acabar este mundo en una acción de gracias?
Todos los acontecimientos descritos hasta aquí tenemos que imaginárnoslos yuxtapuestos:
destrucciones y guerras, confusión en la iglesia, aparición de seductores. Ahora se añaden
fenómenos en el universo. Se anuncia el tiempo final con grandes acontecimientos cósmicos.
156
Antes que venga el Hijo del hombre, se producirá un trastorno en el universo. Lo que aquí se
descubre no es la destrucción del mundo, sino una escena cósmica que llama la atención
sobre la parusía según las concepciones de entonces. El sol, la luna y las estrellas vienen
nombrados con la misma simplicidad que en el relato de la creación. Pero ahora dejan de prestar
sus servicios. Según san Lucas, se verán sacudidos sus tres ámbitos, conforme a la idea de la
época, que concebía el mundo dividido en tres pisos. En el firmamento se producen signos en el
sol, en la luna y en las estrellas. En la tierra, se verán las gentes presas de angustia y de desconcierto. El
mar, sujeto por el poder de Dios, quedará abandonado a sus impulsos caóticos.
Según la concepción de la antigüedad, el universo es tenido a raya, ordenado y dirigido por fuerzas
espirituales que tienen su morada en el espacio celeste. Las potencias del cielo se verán sacudidas y por
ello irrumpirá el caos sobre el universo.
¿En qué podremos apoyarnos cuando se tambaleen las leyes más seguras? Los discípulos de Cristo
conocemos el significado de estos acontecimientos por las palabras de Jesús. Son señales del que ha de
venir.
¿No presentimos actualmente el final de una época y los umbrales de otra? ¿El fin del mundo
llegará a través de sucesivos «fines»?
Presentimos que estamos entrando en una nueva era de la humanidad. Un nuevo tipo de
hombre está surgiendo. Y surge dentro de nosotros mismos, en la juventud actual, en la sociedad
moderna que trata de liberarse de toda tutela religiosa. Una deslumbradora conciencia de justicia,
de verdad, de igualdad, de paz, surge de las nuevas generaciones; unida a un desconcertante
«pasotismo», vicio y facilidad.
A la vez, sentimos una tremenda crisis: la posibilidad de una gran confrontación bélica; el
choque entre los países ricos y pobres, al darse cuenta éstos de la tremenda injusticia que padecen;
entre el este y el oeste; conflictos en Latinoamérica; entre la clase obrera y la empresarial, que no
quiere ceder en sus privilegios por las buenas; entre los jóvenes y los adultos; entre los padres y
los hijos...
Todos -y en todas las épocas- henchimos nuestros pechos de esperanzas mesiánicas: la llegada
de tiempos de igualdad, de fraternidad, de justicia, de verdadera paz. Y justo, entonces, llegan de
nuevo las grandes carnicerías de las guerras.
Tras estos períodos críticos, la humanidad alcanza como un nuevo nivel, una nueva conciencia.
Algo es dado a luz, alumbrado entre dolores, que permanece definitivamente en la sociedad.
Son incontables los días de nuestra vida que transcurren sin sol, ni luna, ni estrellas, en una
gran oscuridad. Aunque también es verdad que, cuando más lo necesitamos, nos aparece alguna
luz que nos anima a seguir caminando.
La angustia, el vacío, la soledad, son el pan amargo de cada uno de nuestros días. Por eso
no debemos considerar el fin del mundo como algo sin conexión con el hoy de nuestra vida. Por
157
no haberlo entendido así, lo hemos arrinconado en nuestra vida de fe. Sin embargo, todo el
evangelio nos está revelando el carácter de plenitud y eternidad que tiene nuestra vida.
La creación entera tiene que ser redimida. Esta es una conclusión extendida a lo largo de
todas las páginas de la Biblia. Todo nuestro mundo, con el hombre que en él vive, pasará a
tener unas nuevas condiciones creadas por Dios por segunda vez. El hombre redimido solamente
podrá subsistir en un «cielo nuevo y una tierra nueva» (Ap 21, 1).
«Entonces aparecerá en el cielo la señal del Hijo del hombre...».
La fe de los primeros cristianos insistía en la afirmación de que Cristo volverá para
consumar el reino de Dios. Este reino era la meta hacia la que era preciso dirigirse, la gran
esperanza que les daba fuerza para no hundirse bajo el peso de la mediocridad y de la injusticia.
No esperaban el fin del mundo, sino su consumación. El reino, que ya está presente, tiene
que irse consumando. Aún no ha llegado a su plenitud. De aquí la tensión producida por la
lucha entre un mundo sentenciado y el resurgimiento del reino. Lucha entre el reino de Dios y el
reino del mundo, entre la luz y las tinieblas.
El sentido de la historia no lo da el fracaso de los hombres y de los pueblos, ni se esconde
en un futuro enigmático y lejano. El sentido está en Cristo, verdadero Hijo del hombre -el
hombre pleno- que está sembrado como germen de muerte y de salvación en medio de la
tierra. En la agonía de los hombres que fracasan sin consuelo, en la falta de sentido de una
sociedad que machaca a los mejores de sus hijos... está llegando Cristo. La victoria no se
encuentra en los poderes del mal ni de la muerte; está en Cristo que nos llama a seguirle por
el camino que nos ha trazado.
Sobre las ruinas de un mundo que no puede responder al gran enigma del «por qué» y
del «para qué» de la mayor parte de las cosas, Cristo ha trazado la señal de la verdad y de la
vida con su muerte y su resurrección.
Todas las verdades de la tierra tienen que medirse a la luz de la gran verdad de Cristo,
que proclama la exigencia del amor y siembra en el mundo la esperanza.
Jesús se hará visible. Se le podrá contemplar con los ojos. Nadie podrá sustraerse a ese
acontecimiento. Todos los que lo vean estarán seguros de que es él. Su manifestación a todos
los hombres está narrada con imágenes del antiguo testamento (Dan 7, 13-14).
Jesús no viene ya con la debilidad de su manifestación terrena en Belén, sino con la gloria de
su exaltación.
Estos signos cósmicos, nos presentan la venida final de Jesús como Señor y realizador del
reino. La primera venida en Belén era sólo el inicio de un camino que ha de llegar a su
plenitud en su última venida. Pero no podemos afirmar nada del cómo ni del cuándo tendrá
lugar esta segunda venida. Se trata de algo más concreto y próximo a nosotros. Su primera
venida significó el compromiso sin condiciones de Dios en nuestra historia humana. Ahora el
camino, la historia, hemos de continuarla nosotros, depende de nosotros.
158
Dios está acercándose cada día a nuestra historia, a través de su Hijo, a través de su
iglesia, a través de todos los corazones que aman y luchan.
Con la aparición del Hijo del hombre, cesarán los peligros y las persecuciones, se verá
cumplida la esperanza, antes ridiculizada y escarnecida, de una fraternidad universal. Aparecerá
con gran poder y gloria el reino que el discípulo siempre conoció por la fe. Ante su gloria se
volverán tinieblas la luz del sol, de la luna y de las estrellas.
El Señor viene, vino y vendrá. Pero esta venida constante se realiza a través de lo que
nosotros hacemos. Si entre nosotros encontramos amor, es señal de que Dios viene, ha venido
ya con Jesús y vendrá un día para llenarnos a todos con su amor. Jesús está viniendo a mí
constantemente en la medida en que yo acepte su vida y trate de vivirla.
«Reunirán a los elegidos de los cuatro puntos cardinales...»
Hay fe en el hombre que se dedica de un modo real y concreto al bien del prójimo, en el
que trabaja desinteresadamente por la justicia, en el que, con hechos grandes o pequeños, lucha
por una verdadera liberación de las opresiones de los hombres y de los pueblos. Es fe
verdadera, porque el que lo hace se juega realmente, sin engaño, algo de su propia vida.
Dar algo de la propia vida, o toda la vida, por el bien de los explotados, es algo que nunca
se hace como fruto de un raciocinio. Es algo que brota de lo más íntimo de la persona
humana, algo en lo que la persona se manifiesta y se juega a sí misma, mucho más que en las
creencias o sentimientos de tipo religioso que se puedan tener.
La fe está en lo que cada persona hace concretamente, para lograr un mundo más fraternal y
justo, sin clases sociales ni opresiones. La fe es un camino que debe recorrerse, buscarse,
recomenzarse constantemente, desinteresadamente. La fe no se puede tener como algo adquirido
y seguro. Es un quehacer histórico siempre nuevo, eficaz y liberador en la vida concreta de los
hombres y de los pueblos. No sirve para entenderla el modo corriente de hablar de los
cristianos y de la misma iglesia. Es necesario reformular constantemente la fe, para explicarla a
los hombres de cada época, de modo que puedan entender. A no ser que prefiramos que crean
en vano, para que no nos puedan señalar con el dedo, por decir y no hacer.
Por ejemplo: si una persona está tratando de despertar la conciencia social de los obreros de
una fábrica, está afirmando, con esta actividad concreta, que cree que la clase obrera es capaz de unirse
y de cambiar el curso de la historia, está afirmando que las cosas no pueden continuar siempre igual y
que no estamos condenados fatalmente a soportar las injusticias; está afirmando que lo que Jesús
llamaba reino de Dios es posible.
Dios está al lado de los hombres perseguidos por ser justos. Todo lo que éstos sufren no será en
vano, ni para ellos ni para el pueblo. Aunque hayan sido ejecutados, Dios los devolverá a la vida.
Aquellos que descubrieron el camino de la justicia y lo enseñaron a otros y se empeñaron en trazarlo
en el mundo en que vivían, son los que brillarán para siempre en la nueva época. Son los que
permanecerán, porque se han ido construyendo para siempre y no pueden ser reducidos a polvo.
159
El deseo actual de los pueblos por reunirse es enorme. Por todas las partes surgen asociaciones de
todo tipo. Sin embargo, la destrucción y la muerte son las noticias más repetidas en los periódicos, en la
radio y en la televisión.
Algo muy poderoso tiene que vencer la humanidad y destruirlo para que podamos llegar a realizar
ese sueño de reunión. Lo llamamos demonio en lenguaje religioso.
También nos encontramos en esa misma situación todas las personas: deseamos entrar
constantemente en contacto con los demás y casi siempre nos encontramos rechazados. ¡Qué difícil es
tener un amigo y serlo!
Algo falla para que sintamos tanta soledad, tanto vacío, tanta falta de acogida, a pesar de vivir
en compañía de otros que llamamos amigos.
Jesús nos anuncia un futuro último y definitivo que no es contemporáneo nuestro, desde el
que adquiere todo su valor nuestro presente. Nos anuncia la reunión de todos los hombres en un solo
pueblo y para siempre.
Palabras llenas de esperanza y de consuelo para la humanidad actual. Palabras que nos ayudarán a
vivir vigilantes y en tensión hasta el final, pues sabemos que Dios reunirá a los esforzados, para que
vivan ¡por fin! en la sociedad que soñaron y que han tratado de conseguir.
Este anuncio de plenitud no puede hacernos olvidar que el camino hacia esa sociedad pasa,
como pasó Jesús, por la lucha y la contradicción. Pasa por su misterio pascual.
La plenitud prometida se juega en lo que hacemos ahora, y ya está presente de algún modo
en ello. Los cristianos no proyectamos la vida verdadera únicamente para el futuro. Jesús, con
su muerte y su resurrección, ha hecho posible ya ahora esa vida. Nuestra vida actual, con todo
lo que tiene de lucha, de trabajo, de fracaso, de alegría... no es un tiempo de espera más o
menos provisional. Nuestra vida de ahora es ya una vida que acoge o rechaza a Dios y que se va
salvando o perdiendo. Cada uno será como él mismo se haya ido construyendo a través de su
vida. Quizá fuera mejor decir: como se haya ido dejando construir por Dios. La plenitud está
contenida en la realización definitiva del sermón de la montaña.
Esta es la esperanza cristiana. Esperamos la vuelta de Jesús; es decir, la realización en
plenitud y en todos, de lo que él vivió y anunció. No esperamos la proyección hacia el futuro,
con la excusa del evangelio, de lo que con frecuencia deseamos aquí: riquezas, éxitos...
Una respuesta así es fruto de una fe verdadera, profunda e intensa, en el evangelio.
Al final, la nueva tierra y el hombre nuevo aparecerán libres de toda ambigüedad, superada
toda crisis y toda agonía.
¿Es utopía? Es promesa y esperanza. La promesa hecha a los hombres desde el principio
de la creación, ha encendido una gran esperanza en nuestros corazones -esperanza nunca
extinguida, como se ve claramente en la realidad que late en todas las religiones-, que nos hace
esperar contra toda esperanza.
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La vida de Cristo es garantía de esta esperanza. En él ya ha tenido lugar con su
resurrección. Toda su persona es ya fruto maduro del reino de Dios, es como un destello que nos
hace descubrir lo que seremos un día todos nosotros.
Jesús ha muerto, ha pasado la gran prueba, y ha resucitado. Y esto es lo que nos anuncia su evangelio
para toda la humanidad y para todo el cosmos. Lo mismo que su cuerpo no quedó prisionero de la
corrupción, nuestros cuerpos v nuestro mundo serán un día asumidos en la gloria del Padre.
«Aprended este ejemplo de la higuera...».
Como son señal de la primavera los brotes de los árboles, señalan hacia el fin del mundo los
acontecimientos narrados anteriormente: las guerras, la persecución de los creyentes, la inestabilidad
de la creación, y la misma estructura limitada del hombre y de la historia.
El ser del hombre se halla abierto al futuro, hacia una plenitud que desborda todas sus
posibilidades actuales. Su vida es un continuo hacerse, que camina hacia lo que es siempre mayor, pero
que se encuentra limitado por la muerte. En esta situación, colocado ante el misterio de Dios que es
realidad de plenitud, el hombre lleva en su existencia las señales del final. Un final que es, a la vez, la
muerte y la venida de Dios sobre nosotros para plenificarnos.
Un final que se apoya en el signo definitivo de la verdad de la muerte y resurrección de Jesús. La
muerte de Jesús nos muestra que la vida del hombre acaba en la violencia de un fracaso, de un silencio;
pero que sobre esa muerte, se alza el gran mensaje de la vida nueva de Dios que nos transforma.
Están presentes los signos del final: la estructura del mundo, la maldad de las naciones, la vida
limitada de los hombres... Pero, a la vez y sobre todo, tenemos que fijarnos en la señal de Jesús
crucificado v vivo. Sólo así descubriremos lo que puede llegar a ser el mundo.
Cuando la higuera retoña, cualquiera conoce que se acerca el buen tiempo. El campesino está
ejercitado en sacar sus conclusiones de las pequeñas señales de la naturaleza.
Asimismo, los cristianos debemos vivir atentos en el mundo y prestar atención a todo lo que en
él ocurre. La fe nos irá ofreciendo la debida interpretación. Constantemente podemos observar
señales que nos lleven a la conversión y a
la vigilancia, con la misma seguridad que tiene el campesino
que ha contemplado la higuera.
Pero sólo una señal nos puede anunciar el final de un mundo: la aparición del Hijo del hombre.
Todas las demás señales admiten varias interpretaciones y sólo pueden ser reconocidas
debidamente por el sentido de la fe. En cambio, la aparición de Jesús solamente será
susceptible de una interpretación.
Tenemos que vivir en vela. Velar significa darle a cada momento de la vida la importancia
que tiene, comprender cada situación que vivimos como una llamada de Dios a vivirla según el
evangelio, estar atentos a las personas que nos rodean, a las circunstancias que vivimos, para decidir
qué es lo que debemos hacer según el espíritu de Jesús.
Cada momento es el último. No volverá. No habrá un futuro que repita el pasado y nos permita
corregirlo. Del pasado podemos arrepentirnos, pero nunca cambiarlo.
161
Vivir es estar en vela. No empezará mañana a ser verdad que la vida verdadera consiste en
amar, desprendidos de todo, sino ahora.
«No pasará esta generación sin que sucedan todas estas cosas».
Cuando el evangelio designa al género humano como «esta generación», nos está diciendo que es
mala y que no puede sostener el juicio de Dios. Tiene que recapacitar sobre la venida de los
acontecimientos finales.
Cada día de la historia estamos abiertos al final y rodeados del misterio fundamental de lo
divino. Cuando los tiempos se hacen duros, cuando la autoridad política nos muestra su rostro
más perverso, debe encenderse la esperanza de que viene el final de un mundo, la parusía de
Jesús sobre la historia.
Es importante para nosotros saber, en los momentos buenos y malos, que la verdad de la
pascua de Jesús nos fundamenta desde dentro, nos ofrece una esperanza y nos afirma que el
mundo y nuestra vida son una realidad que internamente está acabando.
“Mis palabras no pasarán».
Jesús nos asegura que sus palabras no dejarán de cumplirse.
Con frecuencia parece que las promesas de Dios son meras palabras de consuelo. Dios hace esperar
su ayuda. ¿No podríamos decir lo mismo de esta promesa, la mayor de todas?
Se hace duro perseverar con paciencia cuando la espera no tiene fin y cuando tantas y tantas cosas
no tienen solución, al menos aparentemente.
Contra toda apariencia de inseguridad, están las palabras pronunciadas por Jesús. Los
acontecimientos finales de la historia tienen que iluminar nuestra vida presente. Es indiferente
cuándo han de venir, pero no lo es el hecho de que vendrán con toda seguridad.
Jesús es la palabra de Dios pronunciada desde la eternidad, que en el tiempo habló a los hombres, y
sigue siendo una palabra que dura más allá de todo tiempo. La palabra de Jesús es verdad eterna,
pero nosotros tenemos que revestirla con el ropaje del lenguaje humano. La dificultad para
nuestra inteligencia no está en que nuestro espíritu no tenga capacidad para comprenderla, sino
en que su verdad tiene que manifestarse en el siempre deficiente lenguaje humano.
«Por lo que se refiere al día y a la hora, nadie los sabe... tan sólo el Padre».
Cualquier interpretación que fije una fecha exacta para el final aquí enunciado, queda
eliminada. El día y la hora están reservados exclusivamente al conocimiento del Padre. Jesús debía
comunicar a los hombres un mensaje determinado, con sus límites y sus fronteras. Y en este mensaje
no entraba satisfacer la curiosidad de los hombres con respecto al final de la historia.
Mientras tanto, debemos estar convencidos de que pase lo que pase, el triunfo final será de Dios:
«En el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo!: Yo he vencido al mundo» (Jn 16, 33).
Lo que la parusía quiere afirmar, ¿no ha ocurrido ya realmente con la muerte y la
resurrección de Jesús?
162
Jesús, con su resurrección, está ejerciendo sobre el mundo una soberanía oculta, sólo
perceptible por la fe. Con la resurrección de Jesús, ha nacido en el mundo lo radicalmente
nuevo; el futuro prometido por Dios ha entrado ya en la historia; el final ha comenzado.
Nosotros, por la fe, tenemos la experiencia de irnos revistiendo del hombre nuevo, a la vez que nos
despojamos del hombre de pecado (Ef 4, 21 ss ). Y que el final que esperamos es la consumación de
lo que ahora vamos teniendo (1 Cor 15, 28).
Con la muerte de Jesús, terminó un mundo de pecado. Todas las señales del «fin del
mundo» se produjeron entonces (Mt 27, 45-54). Su muerte fue la prueba capaz de hacer perder la
fe a los elegidos, pero que afortunadamente sólo duró tres días.
Pero, la verdad es que no todo ha terminado, que todavía seguiremos conociendo sacudidas y
sustos. La nueva creación comenzó con la resurrección de Jesús, pero será completada al final
de los tiempos.
El fin del mundo será la revelación, el apocalipsis de todo lo que hemos ido queriendo,
amando, creando, rezando, y que acabará explotando un día, a pesar de todas las oposiciones
aparentemente triunfales. Cada vez que morimos al pecado y liberamos a una criatura, está
viniendo el fin de un mundo y surgiendo otro.
El fin del mundo es para nosotros objeto de esperanza. Sería pagano temerlo y considerar
nuestro encuentro definitivo con Cristo como algo terrible y pavoroso.
Debemos corregir nuestras ideas. El mundo no tiene por qué acabar en una catástrofe, sino en
un cumplimiento. El mundo no terminará nunca, si nosotros no lo acabamos. Todos somos
necesarios en esta obra de mejorar el mundo, hasta hacerlo pleno, para que Dios pueda venir
a él y comenzar la eternidad.
Creer en Dios es creer en la salvación del mundo. Debemos creer que el mundo camina hacia la
salvación en la que todos nosotros debemos colaborar.
¡Ojalá podamos algún día celebrar una eucaristía que haga pasar a este mundo a los brazos del
Padre!
Despreocupación de los hombres y exhortación a la vigilancia
163
Lo que pasó en tiempos de Noé, pasará cuando venga el Hijo del hombre. Antes del diluvio la gente comía y bebía y se casaba, hasta el día en que
Noé entró en el arca; y, cuando menos lo esperaban, llegó el diluvio y se los llevó a todos; lo mismo sucederá cuando venga el Hijo del hombre.
Dos hombres estarán en el campo: a uno se lo llevarán y a otro lo dejarán; dos mujeres estarán moliendo: a una se la llevarán y a otra la dejarán.
Estad en vela, porque no sabéis qué día vendrá vuestro señor. Comprended que si supiera el dueño de casa a qué hora de la noche viene el ladrón estaría en vela y no dejaría abrir un boquete en la casa.
Por eso estad también vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre.
¿Dónde hay un criado fiel y cuidadoso, a quien el amo encarga de dar a la servidumbre la comida a sus horas? Pues dichoso ese criado, si el amo, al llegar, lo encuentra portándose así. Os aseguro que le confiará la administración de todos sus bienes.
Pero si el criado es un canalla y, pensando que su amo tardará, empieza a pegar a sus compañeros, y a comer y a beber con los borrachos, el día y la hora que menos se lo espera, llegará el amo y lo hará pedazos, como se merecen los hipócritas.
Allí será el llanto y el rechinar de dientes (Mt 24, 37-51) (Mc 13, 33-37; Lc 21, 34-36).
La fe orienta al hombre hacia el futuro personal y el de toda la humanidad. Futuro que, para el
cristiano, está fundamentado en la persona de Jesús de Nazaret, sobre todo en su resurrección. Futuro
que debemos ir construyendo en nuestro presente.
El pasado y el presente debemos orientarlos siempre hacia el futuro. Si el futuro está lleno de
esperanza, el presente del hombre será interesante, «vivo»; estará inmerso en la ley del progreso,
del crecimiento, presente en la vida de cada uno de nosotros y de la humanidad. Si vivimos con fe y
el objetivo de nuestra vida es el amor, la vida está llena de esperanza.
Pero a todos nos es difícil no tener miedo al mañana, nos es difícil no instalarnos abandonando esa
ley de crecimiento. Por eso Jesús nos habla constantemente del futuro. De un futuro que es para
nosotros una esperanza y una exigencia.
Nuestra generación vive a la expectativa de un futuro verdaderamente liberador. Quizá nunca la
humanidad tuvo tanta sed de libertad como ahora, y quizá nunca vivió tan manejada, aunque con
procedimientos más sutiles que antes. ¿Qué es la propaganda más que una forma de alienar a los
hombres, «obligándoles» a comprar o a votar o... lo que tan sugestivamente se les anuncia?
La tarea del profeta ha sido siempre la de encender, a lo largo de la historia, la llama de la
esperanza. Esa llama frágil que cualquier soplo, en cualquier instante, puede apagar.
Para nuestro Dios, cada generación debe ser como un nuevo umbral que crea nuevas
realizaciones, que se asoma siempre a nuevas situaciones. Cada generación es como un paso adelante
hacia ese futuro que Dios quiere para todos sus hijos.
Sólo llega a verlo todo con hondura constructiva el que sabe mirar los acontecimientos con
una fe honda, con una esperanza escatológica y con la disponibilidad solidaria del amor. Tenemos que
164
conectar los ojos con el corazón. Caminamos hacia un futuro que es el futuro de Dios, la venida total
del Cristo.
El último día será como un encuentro a mitad de camino con el Señor. Caminemos atentos, con
el espíritu despierto, porque el encuentro puede tener lugar en cualquier momento. Un camino que
vamos abriendo con nuestro trabajo y en el que cada paso que damos prepara y facilita el si-
guiente. Un camino que hemos de recorrer con la esperanza de llegar un día a la meta. Una esperanza que
nos lleva a creer en el amor de Dios y de los hombres. El que no crea en la capacidad de amor que tiene
todo hombre, no podrá poner nunca su esperanza en el amor de Dios. Sólo es capaz de esperar y de
amar aquél que cree que es amado. Necesitamos creer en el amor para poder vivir en esperanza. Y
debemos ser testigos de amor para ayudar a los demás a vivir en esperanza.
Nuestro mundo está viviendo una crisis de profunda esperanza, porque sufre una crisis
profunda de amor. En el fondo de todo corazón humano existe una nostalgia de paz, un deseo de
transformar en azadones las espadas y en podaderas las lanzas (Is 2, 4). Pero la experiencia
humana, a la vista de tanto mal y de tanta injusticia, puede matar esta semilla de nostalgia,
pensando que no hay nada que hacer, que siempre fue igual...
¿Qué esperamos para nuestra vida y para la vida de todos los que amamos? ¿Qué esperamos
para toda la humanidad? ¿Qué nos hace ilusión, qué desearíamos que ocurriera?
Tal como marcha todo, es probable que lo más que esperemos ahora es que las cosas no se pongan
peor: que los precios no sigan subiendo, que se acaben los pluriempleos y las horas extraordinarias y
haya trabajo para todos, que no tengamos que vivir con la angustia y la incertidumbre del futuro...
Jesús de Nazaret nos invita a ir más allá. Nos habla de grandes esperanzas, de esperanzas que
van mucho más lejos del deseo de que las cosas no se estropeen más. Nos recuerda de nuevo su vuelta al
fin de los tiempos para dar satisfacción -y para que las vivamos para siempre y en plenitud-, a
todas esas ilusiones que hemos ido construyendo a lo largo de nuestra vida. Nos dice que nada noble
quedará fuera de esa plenitud que ahora añoramos para nosotros y para todos los hombres.
Sí somos verdaderos seguidores de Jesús, es necesario que mantengamos siempre dentro de
nosotros esta esperanza. Y creamos que el camino de Jesús, el anuncio de amor y de vida que nos hizo,
es más grande que nuestras crisis y que nuestras angustias; que es capaz de hacernos superar
nuestra pereza y nuestro ir tirando.
Esta esperanza no debe hacernos unos soñadores que vivan como si los problemas no existieran. Los
problemas están ahí y también nuestro desconcierto. Pero Jesús nos invita a afrontarlos con
firmeza, viviendo en ellos lo mejor que sepamos lo que él nos enseñó: la solidaridad, el amor, la
lucha por todo lo que sea justicia y libertad para todos. Como hizo él. Sin buscar seguridades, sin exigir
«ver». Nos recuerda el horizonte último de la historia, que se identifica con su vuelta, y que da sentido
a toda la vida del hombre.
El recuerdo de Noé y del diluvio no es fuente de miedo, sino de gozo, porque el centro de la narración
es el encuentro definitivo con Jesús.
165
Los cristianos no podemos caer en el ambiente desencantado, facilón y «pasota» que nos rodea
por todas partes. Debemos sacar constantemente razones para nuestro vivir y esperar de la vida
inigualable de Jesús de Nazaret.
«Lo que pasó en tiempos de Noé, pasará cuando venga el Hijo del hombre».
La generación del diluvio pasó a la historia como una generación corrompida. Jesús explica a los que
le escuchaban, que los que vivan en el momento de su vuelta, se portarán lo mismo que los
contemporáneos de Noé, que vivían en la total despreocupación de las cosas que se les avecinaban. Un
aviso que se haría actual en sus contemporáneos, que se hace actual ahora y que será actual
siempre. Jesús nos llama la atención del peligro que corremos de permanecer indiferentes ante
él.
¿No pasa ahora lo mismo? Jesús nos dice que el día de su vuelta será imprevisible y nos insta a no
vivir de un modo inconsciente, como hacía la mayoría de la gente en tiempos de Noé.
La actitud de Noé traduce perfectamente la postura del hombre de fe. El no contaba con
datos de ningún tipo para deducir la catástrofe que se cernía sobre ellos. Se fía única y
exclusivamente de la palabra de Dios. Y lleva a cabo aquella construcción absurda en un país
seco, guiado únicamente por la orden que había recibido de Dios. Noé está en la línea más pura
de Abrahán, modelo de creyentes; en la línea de los que ponen incondicionalmente su fe en
Dios.
«Antes del diluvio la gente comía y bebía...».
La vida se juega en estos actos monótonos, normales, cotidianos. No debemos esperar
oportunidades para hacer grandes cosas o convertirnos en héroes. Correríamos el riesgo de
pasarnos la vida sin hacer nada. Las decisiones definitivas las vamos tomando en la vida
corriente, lo mismo que nuestro cuerpo se va formando día a día sin que nos demos cuenta de
ello.
«Cuando menos lo esperaban, llegó el diluvio y se los llevó a todos».
Vivían seguros y, de pronto, les sorprendió el diluvio. Se da un cambio radical: de la
seguridad a la destrucción.
Estamos inmersos en las necesidades de la vida, una vida que sigue su curso normal; y
repentinamente puede cambiarse por completo nuestra vida. El pensar humano parece ser
necedad: ¡es tan frágil la vida del hombre!
Los cristianos debemos estar siempre atentos a lo desconocido, a lo imprevisto. Nunca
podemos creernos seguros. La vida segura de sí misma se hace perezosa y pesada. La vida del
hombre vigilante está llena de viva tensión.
Los cristianos deberíamos saber muy bien lo que esperamos. La repentitividad de los
acontecimientos últimos, a nivel colectivo -final del mundo- o a nivel individual -la propia
muerte-, no nos permiten esperar al último momento para la propia conversión. Hemos de
166
permanecer vigilantes y cumpliendo con nuestro deber. Sólo así estaremos disponibles cuando el
Señor vuelva.
Jesús nos exhorta a ser como Noé y no como sus contemporáneos, porque cuando venga él se repetirá
la imprevisión de los hombres.
«Lo mismo sucederá cuando venga el Hijo del hombre».
El momento del juicio final es desconocido. Ignorancia intencionada que debe provocar en
nosotros la vigilancia. Además, sería dramático que cada uno supiéramos el momento de nuestra
muerte: viviríamos como condenados a muerte esperando el momento, aunque la fe en Jesús dul-
cificara de vez en cuando esta idea. Siempre es duro caminar hacia lo incierto. Lo mismo la
humanidad: las rehaciones de las masas ante la inminencia del final serían catastróficas. Esta
ignorancia no debemos confundirla con despreocupación por el momento histórico en que vivimos.
El juicio final será como la detención del tiempo y de la acción de cada hombre: ya no habrá tiempo
para nada más.
«Dos hombres estarán en el campo: a uno se lo llevarán y a otro lo dejarán; dos mujeres... ».
La venida del Hijo del hombre tendrá lugar dentro de la normalidad cotidiana, mientras se hacen
las labores del campo o las domésticas. Esta venida mostrará las diferencias existentes entre las
personas; diferencias que ahora pasan desapercibidas.
Exteriormente hacen lo mismo los dos campesinos y las dos mujeres. En su actividad no hay
nada que los distinga. La diferencia está en su actitud: uno cuenta consigo y con su propio plan de
vida, anda a lo suyo; el otro cuenta con Dios y su venida, está abierto a las necesidades de los demás. Uno,
interiormente está dormido; el otro, está despierto.
¡Qué luz desprenden estos dos ejemplos sobre nuestra vida cotidiana! Lo que importa no es lo
que se hace, sino cómo se hace. Cada uno será «llevado» o «dejado» según la consistencia de su vivir.
Tenemos que aguardar la vuelta del Señor con la máxima vigilancia. Una vigilancia que siempre
tendremos que llenar de contenido, bien sea renunciando a las seducciones de un mundo que se aparta
de Dios o bien en el cumplimiento de nuestros deberes personales y comunitarios. Y siempre
dispuestos a cumplir los deseos de Jesús, ya sea resistiendo a las corrientes alienantes de la
sociedad y trabajando por la justicia, ya sea en la oración y el sufrimiento. Esta constante
vigilancia es todo un programa de acción.
La justicia es el tema central de nuestra época. Es la que empuja a los pueblos hacia su
madurez. La Biblia está llena de los significados de justo, justicia, justificación. Justo es el
hombre bueno que guarda con fidelidad sus relaciones con los demás. Nuestra época, en el siglo
XX, es necesario que revista una clara lucha en favor de la justicia. De otra forma, habremos
esperado mal, al no haber trabajado para que el reino de Dios se fuera construyendo aquí.
¿Y cómo construir el reino de la justicia en un mundo tan injusto como el nuestro?
Las injusticias son una violencia, la primera de las violencias. Nadie ha nacido para ser
oprimido ni explotado, ya que supone vivir en una situación infrahumana. Pero el egoísmo de
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grupos privilegiados obliga a millones y millones de seres humanos a vivir en esta condición
infrahumana.
Los oprimidos desean que el cristianismo se ponga al servicio de su promoción humana, en
lugar de estar tan ligado a las clases privilegiadas. Ponerse del lado del pueblo explotado es
estar esperando la vuelta de Jesús de un modo vigilante, como dice el evangelio. No hacer
nada es estar al lado de los opresores, es estar tergiversando el mensaje de Jesús, es estar
dando la razón a todos los que afirman que es «opio del pueblo». En esta lucha nadie puede
ser neutral.
A mayor esfuerzo por querer conseguir la justicia, habrá en el mundo mayor represión
para impedirlo. Es claro que el que, al anunciar el evangelio, exige la justicia como condición
previa para la paz, corre el riesgo de ser encarcelado, perseguido o eliminado, incluso por
«cristianos».
Es lo que le pasó a Jesús, líder de la no violencia activa. Pareció que fracasaba, pero abrió
un camino de liberación, que ni los mismos cristianos han sido capaces de cerrar.
La doctrina de Jesús exige el cambio de las estructuras, porque sin él los países pobres
jamás podrán salir de su miseria. ¿Cómo pueden llamarse cristianos tantos defensores de un
sistema capitalista cuyas injusticias claman al cielo?
En los países comunistas la situación no es más halagüeña. Baste recordar que los medios de
comunicación social son monopolio del partido. En ellos las religiones están reducidas a ser
fuerzas alienadoras, por la prohibición absoluta que tienen de intervenir en cualquier
compromiso de índole económico-social, en la línea de la promoción humana. ¿Cómo se puede
alcanzar la justicia sin libertad?
Los deseos del cristiano apuntan alto: vivimos en tensión hacia Dios, con la plena confianza
de sabernos en buenas manos, trabajando porque en el mundo haya cada día más libertad,
más justicia, más paz, más verdad; en definitiva, más amor. Creyendo que, aunque el reino de
Dios nunca será pleno aquí y ahora, es aquí y ahora donde tenemos que irlo construyendo, si
no queremos esperar en vano la vuelta de Jesús. Si creemos en un futuro de paz y de frater-
nidad universal, debemos trabajar continuamente para hacerlo cada día más próximo con
nuestras obras. Dios está constantemente impulsando a la humanidad a esa plenitud.
«Estad en vela, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor».
La ignorancia de la hora del regreso nos obliga a velar, a estar atentos, a no dormirnos
para no ser sorprendidos.
Cristo vino ya y, resucitado, se ha quedado entre nosotros. Pero el «encuentro» y la
comunión con él, no son cosas que se alcancen de una vez para siempre. El «está», pero sólo
le encuentra el que le busca con un corazón de pobre.
Así hemos de vivir hoy la vigilancia cristiana: esperándole y buscándole en todo y en todos.
¿Qué buscamos? ¿Buscamos a Cristo y esperamos su reino? Nuestro proyecto de existencia, ¿se
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distingue del proyecto de existencia de los no cristianos y de los no creyentes? Si no se distingue,
¿cuál es para nosotros la novedad de Cristo, por qué creemos y esperamos en él?
Estamos demasiado identificados con este mundo y, por ello, incapacitados para proyectar nuestra
vida según Dios. Nos molesta que nos despierten y nos inviten a velar. Y eso es lo que hace Jesús con
nosotros.
Nuestra tendencia, con el pasar del tiempo, es quedarnos dormidos, instalados en lo que ya
tenemos, distraídos de los valores fundamentales, entretenidos con muchos o pocos valores intermedios.
A pesar de que queremos vivir como cristianos, perdemos con facilidad contacto con lo esencial.
Jesús nos llama a seguir caminando, porque hay mucho camino que recorrer todavía. Lo que él
inauguró con su venida histórica al mundo está sin acabar. El suyo es un programa vivo, más que
historia.
Pero tenemos pereza y pecado. Jesús nos insiste: «velad». Palabras que tienen siempre actualidad en
nuestro mundo y en nuestra iglesia. Porque nuestra vida tiende a desarrollarse en una zona de
escasa vitalidad, por la invasión de la permisividad, lógica en una sociedad de consumo que
superficializa hasta los problemas más graves: el constante rearme de las naciones, el paro, la pérdida de
la trascendencia del hombre...
Dios parece ausente de nuestro mundo. Y no es que no esté. Somos nosotros los que no estamos,
distraídos por tantas cosas.
Nos urge despertarnos y redescubrir lo que es más importante en nuestra vida. Esto nos pide
profundizar, nos pide valor, nos pide ser más exigentes con nosotros mismos. Nos pide mayor apertura
al evangelio, a la esperanza en el amor del Padre que siempre viene a nosotros.
Sólo Dios nos puede dar la salvación, hacernos felices para siempre. Las «seguridades» que nos
ofrece el dinero, o las promesas de los numerosos «mesías» que van pidiendo nuestra adhesión, son
efímeras, interesadas. La salvación sólo nos puede venir desde más allá de la materia, de la técnica y del
hombre.
¿Qué significa salvación? Significa que en Dios, y sólo en él, podemos hallar lo que nuestro
corazón anhela: una plenitud de vida para siempre -con amor, con libertad, con justicia, con
verdad, con felicidad-, con todo lo que querríamos y apenas nos atrevemos a esperar.
La fe en Dios es esto: no sólo creer que él existe, sino creer que él nos salva, que quiere que vivamos
para siempre en comunión con todo lo que anhelamos.
Tenemos que abrir los ojos para descubrir a ese Dios cercano: a ese Jesús que está en lo más íntimo
de nosotros mismos, en la historia de cada día, en los nuevos rumbos de la iglesia.
Hemos de velar activamente. El tiempo final es el cumplimiento y la consumación de todas las
esperanzas y anhelos de la humanidad y de cada hombre. Una humanidad y unos hombres empeñados
constantemente en hacer lo contrario de lo que anhelan.
Situarse en la perspectiva del reino es participar en la lucha por la liberación de los hombres
oprimidos por otros hombres, luchar por la liberación de nosotros mismos.
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El espíritu de Jesús nos llevará a la libertad plena, a liberarnos de todo lo que nos impide
realizarnos como hombres e hijos de Dios, a la libertad para amar y entrar en comunión con Dios y
con todos los hombres.
La vigilancia cristiana no puede ser otra que una «vigilancia de la liberación», centrada en la
conversión al hombre oprimido, a la clase social expoliada, a la raza despreciada. Conversión que nos
lleva a la radical transformación de nosotros mismos; a pensar, sentir y vivir como Cristo, presente en
el hombre despojado y alienado. Conversión que significa comprometerse realmente con el proceso
de liberación de los hombres oprimidos y explotados. Conversión, que es un proceso permanente.
Toda conversión implica una ruptura con nuestras categorías mentales, con nuestra forma de
relacionarnos con los demás, con nuestro modo de identificar a Dios con la idea que tenemos de él, con
nuestro medio cultural, con nuestra clase social, con todo lo que impida una solidaridad real y
profunda con los que sufren, en primer lugar, una situacíón de miseria e injusticia. Sólo así, y no en
meras actitudes interiores y espirituales, será verdadera nuestra conversión.
Los cristianos no hemos hecho suficientemente nuestra conversión al prójimo, a la justicia social, a la
historia. No hemos percibido todavía, con la claridad necesaria, que creer en Dios y conocerle es obrar
la justicia. Aún no vivimos en un solo gesto con Dios y con los hombres. Nos queda por recorrer un
largo camino que nos lleve a buscar efectivamente la paz de Dios en el corazón de la lucha social.
La conversión nos tiene que llevar a la oración. El que ora está en vela para Dios, está disponible
para llevar adelante su plan sobre la creación. En la raíz de nuestra existencia personal y comunitaria
se encuentra el don de la autocomunicación de Dios, la gracia de su amistad. Dios nos da gratuitamente,
nos ama gratuitamente, porque sólo se ama auténticamente cuando hay una entrega gratuita. Sólo
el amor gratuito va hasta la raíz de nosotros mismos y hace brotar desde allí un verdadero amor.
La oración es una experiencia de gratitud. Ese acto «ocioso», ese tiempo «desperdiciado» nos
recuerda que el Señor está más allá de las categorías de lo útil y lo inútil. Ese tiempo en el que,
aparentemente, no sucede nada, pero en el que el ser del hombre se reconstruye interiormente.
Dios, creador de necesidades profundas en el hombre, no es de este mundo. El contacto con él nos
libera de toda alienación, nos ayuda a ir «viendo» las cosas y las personas como son en realidad, como
son ante Dios creador.
Los cristianos, comprometidos en el proceso de nuestra liberación de todos los que nos rodean,
tenemos que encontrar los caminos de una oración auténtica y no evasiva; una oración basada en la
realidad de nuestro mundo, de nuestra sociedad y en la vida de cada uno.
En un mundo en el que se abandona la oración, en el que ya no se sabe rezar, en el que ni
siquiera se sabe si hay que rezar, en el que incluso se abandona la oración ¡por razones
religiosas!, Jesús nos presenta la necesidad de rezar, de velar.
«Velad», porque Dios nos sigue hablando, individual y comunitariamente, con el lenguaje
cotidiano de los acontecimientos, de las situaciones personales, familiares, políticas, laborales. Esta
llamada constante nos exige una respuesta nueva para cada día, individual y colectiva.
170
Tenemos que ser creyentes que sepamos armonizar la fe y la vida, el compromiso cristiano y el
compromiso social, político, cívico, laboral, familiar. Hombres que sabemos lo que queremos y por qué
lo queremos, hombres que trabajen por el reconocimiento real de los derechos humanos en todas las
personas.
El Hijo del hombre ha de venir con toda seguridad. Y nos pedirá cuentas de cómo hemos
colaborado para que su reino esté cada día más presente entre nosotros. Esta venida de Jesús
como Hijo del hombre, al que Dios ha transmitido todo poder, es señal de que sus ideales eran
justos, su mensaje verdadero.
El Hijo del hombre tendrá la última palabra. Es «el Alfa y la Omega... aquel que es, que era
y que va a venir, el todopoderoso» (Ap 1, 8), «el primero y el último, el que vive; estuve muerto,
pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte...» (Ap 1, 17-18).
Lucas especifica:
Tened cuidado: no se os embote la mente con el vicio, la bebida y la preocupación del dinero... (Lc 21, 34).
¡Siempre el dinero como enemigo del hombre y nosotros aferrados a él! La excesiva preocupación
por comer y beber enturbia la vista para no ver lo que nos aguarda. El corazón, al que
simbólicamente le apropiamos las decisiones del hombre, tiene que mantenerse disponible para los
acontecimientos finales. El que sólo se interesa por la vida terrena y sus placeres, no tendrá
tiempo ni voluntad para pensar en el último día. Hemos de estar preparados en todo momento,
viviendo con sobriedad y sin excesivas preocupaciones terrenas.
«Por eso estad también vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo
del hombre».
La vida no es una rueda que da vueltas sin rumbo. Tiene una profundidad y un sentido, que
se manifestará con la venida del Hijo del hombre, Jesús de Nazaret, al fin de los tiempos. Y esto
nos debe llenar de esperanza.
Es necesario tener cuidado: aquel día en que vendrá el Señor es un día de juicio. En él se decide el
destino final. Ese día es, a la vez, día de liberación y día de condenación. Hay que estar preparados
porque no sabemos el tiempo. El Hijo del hombre vendrá cuando menos se piensa, de improviso,
rápida e inesperadamente. Los cálculos sobre su venida serán inconsistentes, las señales serán mal
interpretadas.
Cuando nadie lo espere, de una forma sorprendente y repentina, tendrá lugar la venida.
Para la mayor parte de los hombres esta advertencia se refiere al día de la propia muerte.
Nadie conoce ese día y nadie lo puede calcular. Puede venir de una forma súbita y sorprendente,
como es evidente hoy más que nunca con tantas muertes repentinas y de accidente.
Tener presente la certeza de la propia muerte es prepararse para la parusía. Contar
serenamente con la muerte, y estar preparado para ella, es la actitud que debemos tener los
cristianos ante el Señor que viene.
171
La venida de Jesús es una venida salvadora, portadora de la vida. Una venida que pide ser acogida
con una respuesta íntima.
La comunidad cristiana debe estar preparada, ya que, por la fe, ha conocido a Cristo.
Todo esto parece una ilusión y no nos gusta ser considerados como ilusos. Tener los pies en el
suelo parece la actitud correcta y la que socialmente más se considera. Vivir de ilusiones, aparece
como un terrible pecado contra una de las grandes virtudes actuales: el realismo, que nos dice que
el mundo no tiene remedio, como lo atestigua la experiencia humana y la historia.
Creer es esperar. Podríamos medir la autenticidad de nuestra fe, tomándole el pulso a nuestra
esperanza.
Rodeados de tanta televisión, tantos anuncios por las calles, tanto confort, tanta permisividad
y tantas prisas, corremos el riesgo de no saber mirar a nuestro alrededor y ver lo que tenemos delante,
a nuestro lado. No sabemos mirarnos ni a nosotros mismos.
Absorbidos por nuestras angustias y ocupaciones, no somos capaces de descubrir y saborear
todo lo que hay de gozo y de valor en nuestras vidas, todo lo que hay ya ahora de reino de Dios entre
nosotros. Junto a nosotros, si estamos atentos, encontramos gente que sabe amar, solidaridad capaz
de superar problemas que parecían insolubles, familias divididas que intentan reconciliarse, enfermos
que empiezan a sentirse acompañados, amigos que comienzan a comunicarse, a encontrarse...
Y nosotros mismos, pese a nuestra pereza, pese al conformismo que tenemos con el ridículo
bienestar que nos programan, también somos capaces de hacer la vida más agradable a los de casa, a
los amigos, a los que nos rodean, de unirnos a los compañeros de trabajo y estudios para luchar
juntos por unas mejores condiciones de vida para todos.
Jesús ha inaugurado ya el reino que esperamos. Viviendo como él, siendo fieles a los valores que él
proclamaba, viviremos, ya desde ahora, los valores del reino.
«¿Dónde hay un criado fiel y cuidadoso... ».
Aquí lo que interesa no es sólo estar en vela, sino servir con fidelidad a lo que quiere el Señor.
La parábola nos describe las obligaciones ineludibles de todo cristiano, la actitud constante de
servicio a los que nos rodean. Cuenta con la posibilidad de que el criado no cumpla con su misión.
Pero lo que quiere destacar, principalmente, es la actitud vigilante que debe tener el criado a
quien se le confían sus compañeros. Debe proporcionarles las provisiones necesarias, dar respuesta
a sus preguntas.
La parábola es una seria amonestación. No debe ocurrir con los dirigentes del nuevo Israel lo que
ocurrió en los tiempos de Cristo con los responsables inmediatos del pueblo. Sus imposiciones y
exigencias, su interpretación ridícula de la ley, no dejaban ver ni su verdadero contenido ni, mucho
menos, al autor de la misma.
Y ante esta presentación empobrecida del reino de Dios, no valía la pena esforzarse por entrar en él.
Era lógico, que todos los que conocían el mensaje divino a través de aquellos dirigentes espirituales del
pueblo, no hicieran la menor intención de aceptarlo.
172
¿Hay mucha diferencia con la realidad de la iglesia de hoy? ¿Qué hacemos con la vida?
Los que tenemos una responsabilidad en la comunidad cristiana, debemos transmitir a los fieles lo
que éstos necesitan para seguir a Jesús. Jamás velarles con nuestra actuación el encuentro personal
con el Padre y con su Cristo. El servicio verdadero a la comunidad no deja ninguna posibilidad de
pensar en uno mismo.
Un destino espantoso amenaza al que deja pasar el tiempo con ligereza, descuida su cargo, emprende
una vida licenciosa e incluso maltrata a sus compañeros. Cuando venga su señor será equiparado a los
hipócritas, que separan la fe de las obras.
Sólo la vida que posee las dos -fe y obras-, y hace de ellas una unidad, puede tener
consistencia ante Dios.
Parábola de las diez vírgenes
El reino de los cielos se parecerá a diez doncellas que tomaron sus lámparas y salieron a esperar al esposo. Cinco de ellas eran necias y cinco eran sensatas. Las necias, al tomar las lámparas, se dejaron el aceite; en cambio, las sensatas se llevaron alcuzas de aceite con las lámparas.
El esposo tardaba, les entró sueño a todas y se durmieron. A medianoche se oyó una voz:
-«¡Que llega el esposo, salid a recibirlo!». Entonces se despertaron todas aquellas doncellas y se pusieron a preparar sus lámparas.
Y las necias dijeron a las sensatas: -«Dadnos un poco de vuestro aceite, que se nos apagan las lámparas». Pero las sensatas contestaron: -«Por si acaso no hay bastante para vosotras y nosotras, mejor es que
vayáis a la tienda y os lo compréis». Mientras iban a comprarlo llegó el esposo y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas, y se cerró la puerta.
Más tarde llegaron también las otras doncellas, diciendo: -«Señor, señor, ábrenos».
Pero él respondió: -«Os lo aseguro: no os conozco». Por tanto, velad, porque no sabéis el día ni la hora (Mt 25, 1-13).
La vida es una larga búsqueda de Dios. En cada acontecimiento tenemos que ir descubriendo su
presencia y su mensaje. La muerte será un maravilloso «encuentro», aunque no acabemos nunca de
creérnoslo.
El equipaje más molesto para un buscador de Dios es el propio yo. Y es el equipaje que
necesariamente tenemos que llevar, a no ser que tratemos de engañarnos a nosotros mismos. Hemos de
tener cuidado de no olvidarnos del propio yo y mandar a la búsqueda de Dios una máscara en su lugar.
A la búsqueda de Dios tenemos que ir con la realidad concreta de nuestro ser, no con lo que nos creemos
que somos.
173
En nuestro cristianismo sociológico, masivo, de consumo, es normal partir a la búsqueda de Dios
sólo aparentemente, llevando consigo una imagen de sí mismo idealizada, una personalidad artificial,
fabricada a base de catequesis, de celebraciones rutinarias de sacramentos, de repetir palabras que
nada significan para nuestras vidas. Y este robot, esta sombra, es lo que va a la búsqueda de Dios, la
que inicia el camino de la fe, sin que la persona auténtica intervenga para nada en la experiencia. De
pronto cae en la cuenta de que, todo eso que ha recibido desde pequeño, no le sirve para plantearse y dar
respuesta a su vida de adulto. Y se asombra después de no obtener de todo ese tiempo «vivido» como
cristiano más que una pura desilusión.
Hacia Dios tenemos que marchar con todo lo que somos. Ciertas decepciones, ciertos abandonos
de la fe -incluso de clérigos-, se explican fácilmente si tenemos en cuenta esta ambigüedad inicial.
Se quiere edificar un cristiano, meterle nuestro mensaje, donde todavía no hay una persona capaz de
asimilarlo; se quiere hacer un sacerdote donde todavía no ha habido tiempo a que se desarrolle el
hombre y el cristiano; se quiere hacer un cristiano donde aún no ha habido tiempo para que se
desarrolle el hombre.
Si el que está viviendo la aventura de la fe no es el ser auténtico, encarnado en la realidad concreta
de la vida, sino una personalidad prestada, falsa, improvisada, desconectada de la realidad, ha habido
como un desdoblamiento de la persona. La que está tratando de vivir la experiencia de la fe es
una persona artificial, mientras que la personalidad verdadera ha quedado al margen. En un
momento determinado se ha derrumbado la personalidad prestada y ha sobrevenido la sensación
de fracaso, de vacío.
Deberíamos preguntarnos: ¿ha habido realmente experiencia de Dios? Y si ha sido la
personalidad disfrazada la que ha fracasado, ¿cómo se puede hablar de decepción y de pérdida de fe?
¿De qué fe? Es necesario, más bien, reconocer honradamente que la experiencia de Dios aún no se ha
intentado, que lo sucedido le ha ocurrido en realidad a «otro», que el verdadero protagonista no
había intervenido en ningún momento.
Y esto es lo que le está sucediendo a la inmensa mayoría de los bautizados, que después dejan toda
práctica; influidos, muchas veces, por la inadecuada presentación que hacemos los cristianos del mensaje
de Jesús. Y los que siguen «practicando», ¿qué ideas tienen? Hacemos lo contrario que los actores
en el teatro: ellos representan la obra como si estuviera sucediendo en esos momentos; nosotros
tenemos una rara habilidad para representar la verdad como si fuera mentira, por ser tan poco
consecuentes con lo que decimos creer.
Debemos volver al comienzo; y partir de nuevo a la búsqueda de Dios, como si fuera la primera vez;
pero con nuestro ser auténtico, desde nuestras ilusiones verdaderas. Para ello es necesario alentar
un crecimiento natural de la fe. Es demasiado fácil, pero tremendamente peligroso, imponer
comportamientos a los que no corresponden convicciones profundas, actitudes externas sin un arraigo
verdadero en nuestra vida personal. Y esto desde niños. El resultado puede ser una maduración
precoz, lograda de manera artificial y destinada a producir frutos falsos.
174
En el desarrollo de la persona no se dan saltos. Hay unas etapas de maduración que debemos
respetar, leyes psicológicas que no podemos eludir. La intervención externa no puede suplantar de
ninguna manera el ritmo interno. Y cada uno tenemos que irnos respondiendo, desde dentro de noso-
tros mismos, a los planteamientos que nos vaya haciendo la vida.
La verdadera influencia en los demás no está en modelar desde fuera, sino en despertar al propio
sujeto para que sea él el que se realice desde dentro.
La fe no contradice ni sustituye a la psicología. Si ciertas formaciones artificiales dan buenos
resultados de momento, estos resultados precoces se pagan después con sorpresas amargas. Esto es una
evidencia cuando se vive mucho con niños, adolescentes y jóvenes.
Decimos con frecuencia: «cuando estaba, parecía... ». Es verdad: «parecía», porque en
realidad era otro, era una persona artificial, prefabricada.
Dios nos prefiere como somos. Si nos dejamos, nos irá transformando, como transforma el barro el
alfarero; lentamente, respetando siempre nuestra libertad, nuestras ilusiones.
La parábola comienza como las del capítulo trece de Mateo: la llegada del reino de Dios es
comparada a una fiesta de bodas, que en Palestina se celebraban con toda la pompa que señala el
texto. Por ser una parábola, no podemos sacar conclusiones para nuestra vida de todos y de cada
uno de los detalles. Es con todo el conjunto con el que el evangelista nos ayuda a una mayor claridad en
la comprensión de nuestra fe.
Al estar inserta en el discurso escatológico de Jesús, es evidente que la parábola se refiere a la
segunda venida de Cristo. Describe la situación de los que viven, en la esperanza, el tiempo intermedio
entre la resurrección de Jesús y su parusía. Nos habla de la necesidad de estar preparados, por el
carácter inesperado de la venida del Señor, para poder participar en el banquete del reino. Para que
la comparación alcance su pleno significado son necesarias dos cosas: el retraso del novio y el sueño
de las que esperan.
Había un cristianismo en los últimos siglos, que sigue vivo en muchos en la actualidad, que
consideraba la vida de después de la muerte como la única verdadera, y predicaba un imposible
desinterés por el ahora y aquí. Un desinterés disimulado, que llevó a los que practicaban y
monopolizaban -y la siguen practicando y monopolizando- la religión a usarla para adormecer a las
masas e impedir sus reivindicaciones. Y así los ricos, materialistas natos, podían seguir cometiendo
injusticias impunemente, a la vez que acusaban de materialistas y ateos a los demás, incluido el
proletariado si protestaba. ¡Llegando a elevar la propiedad privada a la categoría de derecho divino!
¿No es divertido que los dirigentes del mundo capitalista acusen de materialistas a los marxistas?
Nos haría reír si las consecuencias no fueran tan trágicas.
A aquel planteamiento le ha seguido otro en la actualidad, que acentúa tanto el interés cristiano
por la vida de ahora, que se desentiende del más allá. No niega éste después, pero prescinde de él.
La verdadera visión cristiana de la vida, debe unir el ahora y el aquí con el después; porque ya
ahora comienza la vida en plenitud y para siempre, la vida de la plena comunión con Dios y con los
175
hermanos. Es la fe que nos lleva a ver la vida del más allá como continuación y plenitud de la vida actual;
una fe que nos hace trabajar ahora seriamente por la libertad, por la justicia... de los hombres,
porque Dios no nos dará nada prefabricado.
Nos queda mucho camino para descubrir qué significa la vida eterna, no como simple consuelo, ni
como algo que se cree y se espera, pero que no nos dice nada para el ahora, sino como una afirmación de
fe, basada en la resurrección de Jesús, que modifica ya ahora lo que vivimos.
La fe, sobre todo en vosotros jóvenes estudiantes, puede entrar en crisis por objeciones externas a
ella: como la crítica marxista o freudiana o reichediana, científica... o provocada por los aspectos
negativos de la iglesia y de la vida de los cristianos... Pero la crisis fundamental os vendrá -os está
viniendo- por no caminar hacia Jesús con vuestro propio yo, por ir hacia él con una máscara,
fruto de la falta de interés por la vida cristiana. Una vida cristiana que incluya la oración, el ahondar el
evangelio buscando encarnarlo en la propia vida, el celebrar la fe en los sacramentos, el trabajar
seriamente para mejorar la sociedad, el superar las tentaciones del dinero, de la comodidad, de la
permisividad, del placer, de la pereza...
Creo que por aquí va el verdadero sentido de la parábola.
Dios nos invita a una gran fiesta eterna. Y para hallar el camino nosotros y ayudar a los que
nos rodean a encontrarlo, es preciso que tengamos bien encendidas nuestras lámparas. Lámparas que
son para dar luz. Una luz que ilumina cuando la fe se traduce en obras de amor, cuando contagia a
los demás la propia ilusión por el camino emprendido.
Nuestra fe cristiana no nos prepara sólo a «morir bien», como podría dar a entender una
presentación deficiente de la religión, sino a construir ahora y aquí el reino de Dios.
Al final del sermón de la montaña, Jesús había contrapuesto un hombre necio y otro sensato.
Aquí de nuevo se da esa oposición.
¿Qué es ser necio y ser sensato?
La mayoría de las personas piensan -al menos actuamos así en la vida- que una persona necia es la
que quiere cambiar las cosas; la que se mete en complicaciones; la que en lugar de quedarse en casa
tranquila viendo la televisión o leyendo el periódico, va a reuniones y participa en asociaciones o partidos
o sindicatos... Y es una persona sensata la que va por el mundo sin buscarse complicaciones, la que
rehuye los conflictos, la que piensa que lo mejor es que cada uno se meta en lo suyo y deje tranquilos a los
demás, que cada palo aguante su vela.
Y como los cristianos debemos ser personas sensatas y no necias, consideramos que el mejor cristiano
es el que se dedica a trabajar, comer, dormir, ver la televisión e ir los domingos a misa. ¿No son los
que hacen así los mejor vistos por los pastores? Y aconsejamos a los jóvenes, sobre todo si son los propios
hijos, que no se metan en líos para mejorar la sociedad, que ya habrá alguien que lo haga. Y si no lo
decimos, nos quedamos tan contentos si no se complican la vida, tratando de abrir caminos
nuevos, y buscan un buen empleo seguro y se dejan de riesgos.
176
¿Qué significa para Jesús ser sensato? Significa vivir de modo que a la hora de la verdad, nuestra
vida sirva de luz para algo o para alguien. Significa ahondar y poner en práctica las palabras del
evangelio. Significa llevar consigo el aceite necesario, que es el evangelio realizado en la vida. No
consiste en absoluto en vivir desentendiéndose de los demás y encerrarse en casa, despreocupándose
de todo.
¿Puede haber mayor necedad que el vivir desentendiéndose de los demás, cuando el principal
mandamiento cristiano es el del amor que se realiza en el servicio al prójimo?
Para Jesús el necio es el que oye las palabras y no actúa de acuerdo con ellas, el que no aporta obras.
La insensatez de las necias no está en haberse dormido -porque se durmieron todas-, sino en no
estar preparadas para la misión que se les había encomendado. No habían contado con un posible
retraso del novio.
Si no hubiera sido por los que se han arriesgado, han luchado, se han complicado la vida para
transformar la sociedad, aún estaríamos en la época de los esclavos atados con una argolla al cuello.
Ahora, al menos, somos más «finos». Si no hubiera sido por las luchas obreras del siglo pasado, ¿qué
habría ahora?
Trabajar por hacer una sociedad más justa, más igualitaria, es ser sensato, aunque se pierda
la vida en el empeño. Es necedad no hacer nada, aprovecharse de lo que hacen los demás, y encima
criticarles porque en sus luchas han tenido errores. ¡Sólo se equivoca el que hace algo!
Los cristianos tenemos ante nuestros ojos el ejemplo de Jesús. ¿Creemos que actuó
sensatamente? ¿No fue su vida una necedad al pretender cambiar lo incambiable? ¿No murió por ello,
aunque queramos camuflar esta realidad con el «murió para redimirnos» y así podernos lavar im-
punemente las manos? ¡Murió porque su vida estorbaba a los poderosos religiosos, políticos y
económicos; y nos redimió porque nos enseñó con su vida modélica a ser hombres de verdad, a saber
morir de pie antes que vivir de rodillas!
Si alguno de nuestros hijos, o algún conocido que queramos, empezara a meterse en los líos en
que se metió Jesús, ¿qué le diríamos?: «¿pero qué haces? ¡Tú estás loco! ¿No ves que vas a terminar
mal?».
Y es verdad: Jesús terminó mal, terminó colgado en una cruz. Pero también es verdad que si nos
hubiera escuchado a nosotros, no nos reuniríamos ahora en su nombre, en recuerdo de aquella
locura suya.
¡Menos mal que la sensatez de Jesús era distinta de nuestra sensatez! De otra forma, ¿cómo
podría avanzar la sociedad?
Lo sensato es trabajar en cada momento para vivir la fidelidad al evangelio de Jesús. Lo necio
es no hacerlo.
Las vírgenes, según el relato, formaban una comitiva de honor encargada de ir al encuentro del
esposo desde la casa de la boda, para regresar con él al lugar de la celebración de la fiesta.
177
Ante la casa del esposo tiene lugar la tardanza. Mientras aguardan, se duermen y se despiertan
con el clamor de la llegada del esposo. En la vida es fácil dormirse, es fácil que en la espera el
polvo del camino, de la costumbre, nos adormezca. Pero lo que se edifica sobre roca reaparecerá en los
momentos más importantes de la vida. Jesús nos aconseja que no estemos distraídos, que no
dejemos escapar las oportunidades, que no vuelven; que lleguemos hasta el fondo de las ideas que
pasan por delante de nosotros. Muchos de los oyentes de Jesús perdieron la oportunidad. ¿Y
nosotros?
En el camino de ida y en la espera, las necias han consumido el aceite, de forma que ya no es
suficiente para el regreso; y las vasijas tienen que ser llenadas de nuevo. Entonces tiene lugar el
sobresalto de las necias: no tienen bastante aceite.
¿Qué puede significar una espera que se alarga y una llegada inesperada? ¿No parece un
contrasentido?
Jesús, el novio, puede venir para cada uno de nosotros de un momento a otro. ¿Qué
tendremos en las manos para recibirlo?: ¿una lámpara encendida, hecha toda luz y calor -verdad y
amor-, o una lámpara apagada por nuestra necedad?
Es absurdo pretender que nuestras débiles lamparillas se mantengan sin ser alimentadas
constantemente. Necesitamos todos el aceite de la ayuda de Dios, de la convivencia con los demás. Ello
requiere una vigilancia nada fácil. No creceremos en la vida cristiana si nos olvidamos de la oración,
del evangelio, de la lucha social... si no nos limpiamos de pecado... si nos instalamos en la tibieza.
Las sensatas no le dan aceite a las necias. Y no es por egoísmo. Su negativa quiere hacernos
comprender que la preparación en la espera del Señor es personal e insustituible. En ese momento
decisivo e imprevisto de la propia muerte, no tienen ya actualidad las ayudas que podamos
hacernos unos a otros. La seriedad del momento exige una preparación personal e inaplazable. A la
hora menos pensada llega el esposo. No habrá grandes señales precursoras que anuncien ese momento.
Solamente los que estén preparados en ese instante crítico de su venida, podrán entrar en la sala
del festín.
Jesús nos invita a su reino y esto nos pide una respuesta personal, antes que se cierre la puerta.
El retraso, la falta de preparación, implica la exclusión definitiva del reino. Una vez que la puerta
haya sido cerrada es inútil insistir. Sólo será aceptada la vida realizada según la fe. Jesús solamente
reconocerá a los que antes, a lo largo de su vida, lo hayan reconocido. Los demás no le pertenecen y
por ello no los conoce. El que conoce a otro, según la concepción bíblica, le dice «sí» y le ama, le acepta
como suyo, como si le perteneciera.
Debemos ser conscientes de que nosotros también podemos escuchar las palabras: «no os conozco».
El Padre nos invita a su gran fiesta. No podemos perder la oportunidad. Esta promesa tiene
que ensanchar nuestro corazón y ahondar nuestro gozo. Tenemos que esperar al Señor encendidas
las lámparas de nuestras buenas obras.
178
Los cristianos somos interpelados por la palabra de Jesús sobre nuestra esperanza y nuestra
preparación para su venida.
El hombre verdaderamente sensato es el que sabe estar atento y vigilante a la presencia del Señor en
su vida y en su vuelta final.
La comunidad cristiana es esencialmente comunidad escatológica: pueblo en marcha, peregrino,
que mira hacia adelante en espera de la última venida de Jesús.
Un cristiano es una persona que espera, que está en vela mirando al futuro, que vive entre el
recuerdo del gran acontecimiento «Cristo» y la tensión hacia su vuelta final.
Es fácil pasar los días y los años distraídos buscando otros valores y modos de pasar la vida, tras el
anuncio de otros «esposos» y otras «fiestas», o aceptando los que nos presentan. Y luego, cuando
llegue el verdadero valor, estar desprevenidos. Y eso que Jesús nos ha avisado que volverá en el
momento menos esperado.
Esta vuelta se refiere, principalmente, a la última al final de los tiempos y al momento de nuestra
propia muerte. Son los dos momentos culminantes de la humanidad y de cada uno de nosotros.
Pero hay otras «venidas» de Cristo al hombre, a las que también debemos estar preparados y con
los ojos bien abiertos. Toda nuestra vida está llena de esas «venidas» importantes, irrepetibles. Entre la
primera venida y la última de Cristo, está su venida continuada, diaria, a nuestra vida personal y
eclesial, a través de los acontecimientos cotidianos: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del
mundo» (Mt 28, 20. Final de su evangelio).
El cristiano sensato es el que está atento a esta presencia, el que sabe descubrir la cercanía de
Dios en su vida, el que ve todas las cosas con los ojos de la fe, el que orienta su vida desde la
perspectiva de Cristo.
Mateo termina la parábola exhortándonos a la vigilancia, ya que el día y la hora nos son inciertos.
Esta insistente llamada a velar, a estar alerta, va contra esa falsa mística que despoja al cristiano
de toda responsabilidad personal y le lleva a esperar únicamente del cielo o de dirigentes religiosos la
receta detallada del comportamiento moral.
Las necesidades creadas por la vida moderna son enormes. Por ello, el hombre actual tiene que
desarrollar una gran capacidad de hacer cosas, de ganar dinero. Su actividad tiene el peligro de hacerle
perder de vista lo fundamental. Por eso, hoy más que nunca, es necesaria la vigilancia.
Vigilar es estar sobre aviso, escrutar lo que acontece, darse cuenta, hacer que no nos pillen
desprevenidos los acontecimientos. El que vigila es un hombre despierto, prevenido, preparado,
dispuesto.
Esta es la actitud que los creyentes debemos mantener en la vida: estar atentos a las
manifestaciones del reino de Dios. Un reino que está cerca (Mc 1, 15; Lc 10, 9), entre nosotros (Lc 17,
21), dentro de nosotros.
El esposo está a la puerta. El creyente lo espera preparado para salirle al encuentre en cuanto
resuene el clamor de su llegada.
179
La vigilancia es necesaria también por la actitud falseada en que nos sume el mundo actual. De otra
forma, se nos podría ir creando una mentalidad contraria al evangelio. Creo que es el drama de nuestra
iglesia y de cada uno de nosotros: en lugar de haber influido nosotros en la sociedad y transmitido a ésta
los valores evangélicos, ha sido la sociedad la que nos ha contagiado el poder, la riqueza y demás
«valores» de este mundo. No hay más que observar el furor de las quinielas en nuestro mundo
llamado cristiane.
La prensa, la televisión, la propaganda, la sociedad de consumo, los criterios fáciles... se
introducen en nosotros con una gran facilidad y una depurada técnica. Todo está ya programado de
antemano, orientado a quitar libertad y a enrolarnos en un movimiento despersonalizador. Hasta
los partidos políticos, que tanto presumen de demócratas, quitan la capacidad de pensar a sus
miembros y les convierten en robots -con la disciplina del voto, por ejemplo-: todos hacen lo
mismo, todos piensan lo mismo, todos vetan lo mismo. De le contrario, las tan corrientes crisis de
partidos.
Hemos de estar vigilantes para no perder la libertad y la personalidad propias de los que han
descubierto el reino de Dios.
Vigilancia que no es sólo esperar a que algo acontezca. No es estar siempre con miedo, ni dejarse
atenazar por la angustia. Un cristiano no deja de vivir y de gozar de la vida, y de incorporarse
seriamente a las tareas de la sociedad y de la iglesia. Lo que pasa es que lo hace con responsabilidad,
con la atención puesta en los verdaderos valores, sin dejarse amodorrar por las innumerables drogas
de este mundo, o por la pereza y la inercia. Los pocos años que vive, quiere vivirlos con sentido, de modo
que acierte con la clave fundamental de su existencia. ¿De qué nos serviría ganar el mundo entero, si
malogramos la vida? (Mt 16, 26). La vigilancia supone una acción: estar despierto realizando un
quehacer.
El reino de Dios no sólo hay que esperarlo, sino que tenemos que acelerar su cumplimiento,
potenciando los valores presentes en el mundo, descubriendo los nuevos, luchando contra las
situaciones que imposibiliten su aparición.
Los cristianos no podemos vivir y morir como los hombres sin esperanza. La esperanza
ante la muerte, que a todos nos afecta de la manera más igualitaria que nos podamos imaginar,
es la que divide y separa esencialmente las actitudes de los hombres ante la vida. Es la que
determina, lo sepamos o no, la actitud de fe.
La muerte es un hecho, una realidad inexplicable que pide una respuesta. La respuesta que
demos ante la muerte, está marcando nuestra vida.
Es fundamental vivir vigilantes, darle a las cosas el valor que les daríamos en el momento de
morir, porque es realmente el valor que tienen.
«Velad, porque no sabéis el día ni la hora».
180
¿Cómo haríamos el proyecto de nuestra vida en el momento de la muerte? ¿Igual que lo
hacemos? El momento del paso de este mundo al Padre es el más veraz del hombre. Sólo desde
él, el planteamiento de nuestra vida será verdadero.
Preguntémonos frecuentemente: ¿cómo querría haber vivido cuando me llegue la hora de
morir? Y pongámoslo en práctica, ya desde ahora. Eso es ser sensato.
Parábola de los talentos
Un hombre que se iba al extranjero llamó a sus empleados y los dejó encargados de sus bienes: a uno le dejó cinco talentos de plata; a otro, dos; a otro, uno; a cada cual según su capacidad. Luego se marchó.
El que recibió cinco talentos fue en seguida a negociar con ellos y ganó otros cinco. El que recibió dos hizo lo mismo y ganó otros dos.
En cambio, el que recibió uno hizo un hoyo en la tierra y escondió el dinero de su señor.
Al cabo de mucho tiempo volvió el señor de aquellos empleados y se puso a ajustar las cuentas con ellos.
Se acercó el que había recibido cinco talentos y le presentó otros cinco, diciendo: -Señor, cinco talentos me dejaste; mira, he ganado otros cinco. Su señor le dijo: -Muy bien. Eres un empleado fiel y cumplidor; como has sido fiel en lo
poco, te daré un cargo importante; pasa al banquete de tu señor. Se acercó luego el que había recibido dos talentos, y dijo: -Señor, dos talentos me dejaste; mira, he ganado otros dos. Su señor le dijo: -Muy bien. Eres un empleado fiel y cumplidor; como has sido fiel en lo
poco, te daré un cargo importante: pasa al banquete de tu señor. Finalmente, se acercó el que había recibido un talento y dijo: -Señor, sabía que eres exigente, que siegas donde no siembras y recoges
donde no esparces; tuve miedo y fui a esconder tu talento bajo tierra. Aquí tienes lo tuyo.
El señor le respondió: -Eres un empleado negligente y holgazán. ¿Con que sabías que siego donde
no siembro y recojo donde no esparzo? Pues debías haber puesto mi dinero en el banco para que al volver yo pudiera recoger lo mío con los intereses. Quitadle el talento y dádselo al que tiene diez. Porque al que tiene se le dará y le sobrará; pero al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene. Y a ese empleado inútil echadlo fuera, a las tinieblas; allí será el llanto y el rechinar de dientes (Mt 25, 14-30).
Es otra parábola sobre el reino de los cielos, de claro matiz escatológico. Insiste en la tarea que cada
uno recibimos en este tiempo de espera de la venida del Señor. Una espera que debe ser en todo momento
activa y responsable. Es un canto al trabajo para hacer fructificar el don recibido, a la actividad, a
saber aprovechar el tiempo, porque nunca sabemos cuándo se acabará. Nos sitúa en el atardecer de la
vida y en el tiempo final de la historia. Nos recuerda la gran verdad de la existencia humana:
dar cuentas del don de la vida.
¿A quiénes iba dirigida la parábola de Jesús?
181
En el tiempo en que hablaba Jesús, los judíos piadosos buscaban la seguridad personal en
la observancia de la ley, con miras a hacer méritos ante Dios. Pero entretanto, por su
exclusivismo egoísta, la religión de Israel era estéril para los pecadores, los gentiles, el pueblo
sencillo. Por eso Israel, principalmente a causa de haber equivocado sus dirigentes la misión
que Dios les había encomendado, será desposeído de lo que tiene y será dado a un pueblo
nuevo que, aceptando el riesgo que lleva consigo toda conversión, será capaz de hacer
fructificar los dones recibidos.
Parece claro que Jesús dirige esta parábola, en general, a todos aquellos que ponen su
propia seguridad y comodidad por encima del crecimiento de los bienes del Señor. Concre-
tamente, quizá, a los que se consideraban guardianes de la ley, muy preocupados en no faltar
ellos en nada y por guardar en toda su auténtica pureza los dones recibidos, y muy poco por
buscar los auténticos intereses de aquél que se los había confiado.
La espera debe ser dinámica. En ella no es superfluo mirar hacia adelante, hacia el
futuro. No es de alienados el pensar en lo que nos espera al final del camino. Es más bien
verdadera sabiduría.
Jesús no está de acuerdo con que transmitamos mecánicamente lo que hemos recibido.
Quiere que lo vitalicemos con nuestra aportación personal y comunitaria. Sabe que sin esa
aportación, lo que comuniquemos será mensaje muerto, sin fuerza para contagiar.
El mensaje de Jesús, transmitido por la tradición, es algo vivo y que hace vivir, que va
engendrando «nuevas criaturas». Es progreso, avance. Todo ser humano tiene el derecho y la
obligación de desarrollar su propia personalidad, su propia vocación. Cada uno, según su
capacidad y circunstancias, tiene que hacer producir los talentos que Dios le ha dado.
Dios nos confía sus bienes, de acuerdo con la capacidad de cada uno de nosotros, puesto que nos
conoce en profundidad. De ahí el reparto desigual, que depende de la capacidad de trabajo y la
habilidad de cada uno. A nadie nos dará ni nos pedirá por encima de nuestras capacidades. Tampoco
por debajo de ellas. Hasta su vuelta, podemos usar de esos bienes como queramos.
Dos de ellos arriesgan lo que tienen y consiguen duplicar sus bienes. El tercero, con miedo de
perderlo todo, guarda temerosamente lo que se le confió; cree que es lo más sensato que puede hacer
para no perderlo. Los tres se han formado una idea muy diferente de su señor.
Tenemos que trabajar los dones recibidos. No podemos guardarlos, enterrarlos. No basta con
no malgastarlos: ninguno de los tres lo hace. No importa lo que se nos dé, sino el uso que
hagamos de ello.
Un cristiano no queda en paz con Dios porque no haga mal a nadie; aunque si todos viviéramos sin
hacer daño a los demás, la sociedad daría un paso adelante de proporciones incalculables. Quedamos
en paz con Dios cuando nos esforzamos para que los dones que tenemos sirvan para que avance la
causa del evangelio, para que crezca un poco más en el mundo la esperanza, el amor, la fe, la justicia, la
libertad, la paz. Quedamos en paz con Dios cuando, además, estamos desarrollando en nosotros
182
mismos los dones que hemos recibido: dones de inteligencia, de amistad, de comprensión, de
acogida, de perdón; cuando estamos trabajando para desarrollar nuestra personalidad, según el
proyecto que Dios tuvo en su mente al crearnos. Y todo ello, aunque lleve consigo complicaciones,
riesgos, errores. Porque si nos quedamos encerrados, sin preocuparnos de nada, no nos encontra-
remos con riesgos ni problemas, pero al final Dios nos llamará «negligente y holgazán», como al del
talento.
El que quiera ser fiel, se encontrará con dificultades y cometerá muchos errores. Pero al final,
Dios podrá decirle que ha sido fiel a lo que él quería: que los dones den fruto.
Los dos primeros reciben la misma alabanza, no por lo conseguido, sino porque los dos pusieron en
juego los bienes confiados y los hicieron progresar. Los dos han considerado el don recibido como suyo.
Ya les pertenecía. El señor, estaban seguros de ello, se los había regalado. Por eso los han usado, han
negociado con ellos, los han hecho producir, han trabajado con empeño. Han comprendido
exactamente lo que quería su señor. Los dos duplican el capital inicial. No se nos dice cómo, porque
no interesa para la lección de la parábola. Y el señor les dice que en eso consiste la fidelidad. Aceptan el
riesgo de negociar con los talentos. Actúan responsablemente y con alegría, porque se sienten amados por
el amo.
El premio que se les concede es la vida eterna. Por tratarse de realidades sobrenaturales, que el
hombre no puede merecer nunca con sus obras, los talentos duplicados son considerados como
«poco». En sus relaciones con Dios, el hombre no puede exigir derechos de ningún tipo. Debe tener
presente siempre su absoluta dependencia, sabiendo que está en las mejores manos que pueda
imaginar. Debe aceptar los dones de su Señor y cumplirlos, poniendo en ello todo su ardor y capacidad
de trabajo, que el mismo Señor ha regalado a los hombres. Sin exigencias, pero con la esperanza
consoladora y estimulante de saber que Dios premia el esfuerzo personal desplegado en hacer
fructificar los dones que nos ha confiado.
Lo que se nos ha dado gratuitamente, tenemos que duplicarlo con nuestro trabajo, porque no
somos una estatua acabada, sino un proyecto. No nacemos nacidos, tenemos que volver a nacer
constantemente (Jn 3, 3 s). Cada uno de nosotros tenemos la oportunidad de ser nuestro padre o
madre, si llegamos a darnos a luz a nosotros mismos. Se trata de un nacimiento desde dentro de uno
mismo; se trata de tomar cada uno las riendas de su propia existencia.
La capacidad de cada persona es insospechada. Hacer fructificar los talentos personales y colectivos
es la gran tarea de toda la vida, es la gran oportunidad ofrecida al hombre. El destino de cada uno
consiste en crecer hasta llegar a la madurez, nunca definitivamente conseguida. Por eso, el creyente
siempre vive inquieto, buscando, superándose, peregrinando hacia nuevas tierras.
El Padre del cielo nos ha otorgado su confianza. De él hemos recibido todo lo que somos. Y espera
que andemos por la vida con alegría en el corazón, que afrontemos nuestras responsabilidades con
coraje, que hagamos frente a nuestros trabajos con libertad de espíritu. En todas partes: en casa,
en el trabajo o centro de estudios, en la vida sindical o política, en los grupos, en la comunidad.
183
Cada uno según su capacidad, que nunca sabemos del todo cuál es. ¿Que existen peligros y escollos?,
¿que podemos cometer errores y perder la vida?, ¿que lo mejor sería no moverse de casa?, ¿que para
qué? Todos estos temores no nos autorizan a dejar de luchar, a enterrar los talentos.
El que ha descubierto de verdad el sentido de la vida que trae Jesús, ¿cómo es posible que deje de
comunicarlo? De la abundancia del corazón habla la lengua, habla la vida.
El tercero es reprobado, aunque se excuse, porque se quedó con los brazos cruzados. Dejó
improductivo el capital de su señor. No se ha atrevido a correr el riesgo. No entendió nada. No se ha
dado cuenta que el talento era suyo, al menos durante la ausencia del señor. No ha logrado creer en el
amor, en la generosidad, en la confianza del amo. Ve a su señor como un hombre duro y exigente. El
encargo que recibe le encoge el corazón y le hace temblar. Por eso el talento constituía para él un objeto
embarazoso, que tenía que restituir intacto. Y así lo escondió, para tenerlo en sitio seguro y poder
devolverlo a su vuelta. El don del amo se convirtió para él en motivo de miedo. Y el miedo terminó por
paralizar, acomplejar, inhibir al pobre hombre. El miedo mató en él la espontaneidad, la
creatividad. El miedo le ha condenado al inmovilismo.
Su señor le responde duramente. Ha defraudado las esperanzas que había puesto en él. Su
holgazanería es la causa de haber dejado improductivo el talento que se le había confiado.
La parábola es dura para quien todo lo calcula. Echa en cara el no hacer nada ni dejar que los
demás lo hagan -podía haberlo prestado a otro-. Manifiesta repulsa por los inactivos, por los
que huyen de las propias responsabilidades, por los que no quieren saber nada de nada, por los que ja-
más se equivocan porque jamás hacen nada, por los que buscan su seguridad personal en una minuciosa
observancia de la ley.
«Al que tiene se le dará... »: el que trabaja sus cualidades y su fe, las aumenta; al que no las
trabaja, se le degradan y las pierde.
La parábola coincide con nuestra manera habitual de entender y de hablar sobre los dones
recibidos de Dios. Los que más han recibido se ponen decididos y confiados a trabajar. El que recibe
poco, cree que cumple con conservarlo.
A todos nos parece normal que el papa, los obispos, los sacerdotes, e incluso los cristianos con más
capacidad o con más posibilidades, hagan rendir sus talentos, sean fieles activamente a sus
responsabilidades. Si no lo hacen, los criticamos despiadadamente.
La mayoría cree que esto no va con ellos, como si no fuera importante su trabajo de cada día.
Imaginamos, al menos es lo que hacemos, a un Dios que espera el trabajo de la gente importante y no
necesita de los sencillos, de los «normales», que somos la mayoría de nosotros. Y como el evangelio es
para los sencillos (Mt 11, 25)... así anda todo.
El Padre espera el trabajo de todos, el reino nos necesita a todos. Trabajo sencillo de cada día. Nadie
tiene derecho a enterrar su amor, su capacidad de dar a los demás, de trabajar por la paz, la justicia,
la libertad, la fraternidad. Entre todos tenemos que hacerlo todo. Esperar de los «grandes» y
quedarnos nosotros sin hacer nada, es absurdo. Debemos sentirnos, todos y cada uno, interpelados por
184
la parábola. Tenemos que trabajar con los talentos que Dios pone en nuestras manos, sin
comparar lo recibido ni juzgar el éxito obtenido. El tiempo presente es un tiempo de responsabilidades.
¿Estamos desarrollando las posibilidades que hay en nosotros?
Muchos de nosotros, conforme vamos alcanzando metas, nos quedamos satisfechos, frenados. Y así,
nos vamos paralizando, matando. Experimentemos cómo nos vamos estancando cuando acabamos los
estudios o cuando ocupamos un buen puesto de trabajo, o cuando fundamos una familia, o cuando
llegamos a una cierta edad. Nos ronda una actitud parecida a la de esconder el talento, llena de
pereza, que consiste en querer que todo nos lo den hecho. Este camino de la vida, siempre por acabar,
nos resulta demasiado molesto.
¿Cuántos están porque nos den hecho el cambio social al que estamos avocados? ¿No esperamos que
nos llueva del cielo -de Roma- la iglesia que dé respuesta al hombre de hoy?
Pero, si no nos cambiamos a nosotros mismos, si no ayudamos en el proceso de cambio de la sociedad,
si no buscamos vivir en profundidad el misterio de la iglesia, seremos como el empleado «negligente y
holgazán».
Jesús nos llama a vivir en la sensatez. Llevamos dentro la imagen del Dios vivo que tenemos que
desarrollar para ser plenamente nosotros mismos. Somos como el grano de trigo caído en el surco
que germina (Jn 12, 24-25).
Cada uno tenemos que desarrollarnos según nuestras posibilidades: el de cinco como cinco y el
de uno como uno.
Para crecer en la vida hace falta correr el propio riesgo. Vivimos encerrados porque no nos
atrevemos a superar fases, muriendo a viejas formas para ir encontrando otras nuevas. En el
proceso de nuestra vida algo tiene que ir muriendo e irse transformando constantemente; de lo
contrario nunca llegaremos al hombre nuevo. Siempre estamos avocados a lo nuevo, a lo desconocido.
La vida crece arriesgándola, lo cual supone que valoramos más lo que esperamos
conseguir que lo que tenemos. El que no arriesga nada es porque no espera nada. El que lo arriesga
todo es porque lo espera todo. Sólo es capaz de entregar la propia vida el que siente un profundo
amor por ella. El que no estima la vida, está siempre dispuesto a traficar con ella para conseguir
subir un poco más en la escala de la sociedad. Los dones de Dios o crecen o mueren, nunca quedan igual.
Dios nos pedirá cuentas de lo que hemos hecho con los dones que nos ha dado: la fe, la verdad, la
gracia, los sacramentos, la familia, los amigos, la comunidad, la fuerza profética de su Palabra; del uso
que hacemos de nuestro cuerpo, de nuestras capacidades intelectuales y espirituales, de las
habilidades para el arte o la técnica o la enseñanza, del cuidado que tenemos con la naturaleza. Todo
nos lo ha dado Dios. Todo progreso de la técnica y del bienestar humano, no es algo que hacemos a pesar
de Dios o contra él; al contrario, él nos ha encomendado que lo desarrollemos todo (Gén 1, 28-30).
Preguntémonos: ¿estoy dando todo el rendimiento posible a las cualidades que Dios me ha dado?
Hay mucho que hacer en la sociedad y en la iglesia y dentro de cada uno de nosotros: ¿aporto mi
colaboración, o me inhibo, dejando que lo hagan los demás?, ¿me voy a presentar a Dios con las
185
manos vacías?, ¿se podrá decir de mi vida, sea larga o breve, que ha sido plena, que me he «realizado»
según el plan que Dios tenía sobre mí?
Plantear el tema sólo en una óptica individual, sería limitarlo. La propia iglesia debe correr también
el riesgo de «negociar» con los dones recibidos. Y negociar se traduce por reflexionar constantemente
sobre el mensaje de Jesús, explicándolo en el lenguaje más inteligible posible, encarnándolo en
todas las culturas y ambientes, confrontándolo con los grandes interrogantes de la sociedad.
Debe reconocer que «lleva demasiados siglos de concordatos y convenios con el poder, a
costa de los pobres” (Pedro Casaldáliga ). El pueblo judío, después de tantos siglos de ser el
pueblo elegido de Dios, no supo dar los frutos que Dios esperaba de él.
¿Pasará lo mismo con la iglesia? Si la iglesia universal o diocesana o la que formamos aquí,
quedase satisfecha con lo que está haciendo, no sería fiel a Jesús y al final podría ser tratada
como el empleado «negligente».
La tarea de la iglesia es hacer llegar a los hombres el gran don que ha recibido. Y para
ello es necesario que en cada momento de la historia y en cada lugar concreto se esfuerce por
acercarse al máximo a los hombres oprimidos y explotados, que sepa presentarles el mensaje
de forma que sea verdaderamente una buena noticia -evangelio- de vida y esperanza para
ellos, que se deje de tantas alianzas con los poderes de este mundo, que no sea una simple
repetición de palabras y costumbres y rutinas anquilosadas. Aunque suponga riesgos y problemas.
Por ello, la iglesia debe renovarse constantemente, no puede cansarse de reflexionar, de buscar,
de estar atenta a los signos de los tiempos.
El juicio final
Cuando venga en su gloria el Hijo del hombre y todos los ángeles con él se sentará en el trono de su gloria y serán reunidas ante él todas las naciones.
El separará a unos de otros, como el pastor separa las ovejas de las cabras.
Y pondrá las ovejas a su derecha y las cabras a su izquierda. Entonces dirá el rey a los de su derecha:
-Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo.
Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme.
Entonces los justos le contestarán: -Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con sed y te
dimos de beber?; ¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos?; ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?
Y el rey les dirá: -Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con uno de éstos mis
humildes hermanos, conmigo lo hicisteis. Y entonces dirá a los de su izquierda:
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-Apartaos de mí, malditos; id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber, fui forastero y no me hospedasteis, estuve desnudo y no me vestisteis, enfermo y en la cárcel y no me visitasteis.
Entonces también éstos contestarán: -Señor, ¿cuándo te vimos con hambre o con sed, o forastero o
desnudo, o enfermo o en la cárcel y no te asistimos? Y él replicará: -Os aseguro que cada vez que no lo hicisteis con uno de éstos, los
humildes, tampoco lo hicisteis conmigo. Y éstos irán al castigo eterno y los justos a la vida eterna (Mt 25, 31-46).
Nos presenta la última y decisiva enseñanza del discurso escatológico: el reino de Dios es y
será siempre de los que aman, aunque no lo sepan. Es como el resumen de toda la buena
noticia de Jesús. Después de este discurso, según los evangelios sinópticos, comenzarán los días
de su pasión, muerte y resurrección.
La resurrección de Jesucristo es el fundamento de su reinado universal y también de la
resurrección de todos los hombres. La reunión universal que aquí se narra, supone
necesariamente la resurrección de los muertos.
El juicio final está relatado en un lenguaje simbólico, acompañado de metáforas y de
alegorías. Es un relato imaginario que nos quiere sintetizar lo que significaban las repetidas
exhortaciones anteriores a la vigilancia. La descripción es sobria y estructurada en dos partes
paralelas y antitéticas.
No se nombra la palabra amor. Lo traduce en seis actitudes que concretan lo que el amor
significa. Actitudes que coinciden en gran parte con los programas de algunas instituciones de
nuestra sociedad: la ayuda al débil, el apoyo a los marginados. Concreta el amor por el que vivió y murió
Jesús.
Cristo, principio y fin de todo lo que existe (Ap 21, 6), da sentido a toda la historia humana.
El ha inaugurado el reino, que sigue ahora, en la iglesia y en la humanidad, su marcha hacia la
plenitud. La persona de Jesús -al que llamamos señor, juez, maestro, pastor, rey, salvador, me-
sías- es la clave para interpretar y vivir la existencia de todo hombre y de todo el cosmos.
Jesús, pastor y guía, nos conduce personalmente, con el ejemplo de su vida, hacia el reino de la
vida, en el que será superado todo falso poder; incluso el poder de la muerte. Un reino no realizado
del todo, que vencerá progresivamente todo mal.
Este texto evangélico se lee en la fiesta de Jesucristo, rey del universo, del ciclo A. Se daba, y se
da, en esta fiesta una manera de entenderla que separaba al rey del reino, que presentaba a Jesús
como un rey con el que debíamos tener una relación de devoción y de obediencia, pero desligada de la
realidad humana concreta, tanto a nivel personal como de los condicionamientos sociales que influyen
decisivamente en la vida de las personas.
187
Se daba una «obediencia» a un rey, sin un trabajo serio para lograr el reino de amor, de
justicia y de libertad, que ese rey propugnaba. Esta separación de rey y reino ha dado lugar a esos que
se llaman cristianos y que han hecho de la fuerza bruta su ley, esos «guerrilleros» o militantes de
extrema derecha que hacen de la violencia su propia bandera para defender sus privilegios de tantos
años. Se llaman cristianos, pero han olvidado al hermano necesitado. Y amparados en una supuesta
defensa de Cristo Rey, pueden eliminar a todo el que se atreva a luchar contra ellos, ya que Dios está
con ellos. ¡Como si Dios necesitara de nuestras defensas! ¡¡¡Dios quiere amor, justicia, libertad...
para todos!!!
Ahora, siguiendo la ley del péndulo, que tan bien se nos da a los hombres, se ha pasado a hablar de
un reino sin rey. Hablamos de amor, de justicia, de libertad, de respeto y ayuda a los demás. Es
verdad que en todo esto consiste el reino, o el camino del reino. Pero nos olvidamos que este camino ya
lo recorrió Jesús de Nazaret, que lo llevó en su vida a plenitud; y que lo conocemos gracias a él, que lo si-
guió y lo llevó más allá de nuestros límites humanos.
Esto lleva hoy a la lucha por la justicia entre los hombres, por la libertad, por el amor... pero sin
tener en cuenta cómo haría Jesús esa lucha, con el riesgo de que cada uno entienda eso de la libertad
y de la justicia como mejor le convenga. Y así, se pierden fuerzas o se desvirtúan. Y se dejan caminos,
por ineficaces, antes de haberlos llevado hasta el límite de sus posibilidades. Por ejemplo: el camino de
la no violencia activa, propugnado por Jesús. Ya sé que es difícil, porque ¡la lucha de Jesús pasa por la
ofrenda de su propia vida y respeta la vida de los demás!
Debemos tener claro que, desde la fe cristiana, no existe un rey sin reino ni un reino sin rey. Y que
los valores y contenidos de este reino están muy bien enumerados en el prefacio de la misa de la fiesta
de Jesús, rey del universo: «un reino eterno y universal; el reino de la verdad y de la vida, el reino de la
santidad y la gracia, el reino de la justicia, el amor y la paz».
«Cuando venga en su gloria el Hijo del hombre...».
Nos describe la venida de Jesús para el juicio. Sentado en el trono es llamado «rey», los que son
juzgados le llaman «señor» y al hablar de «mi padre» se presenta también como hijo. Son los títulos
que la iglesia primitiva da a Cristo resucitado, como expresión de su fe. Todos se concentran ahora
en pocas líneas.
En una proyección escatológica nos presenta a Cristo como el ya vencedor, pero que todavía no ha
realizado plenamente su misión. Cristo aparece como juez concluyendo la historia de la humanidad. Ser
juez significa que él es el criterio último de toda actitud y comportamiento. Aunque no se sepa, es
bueno lo que se hace según sus criterios y malo lo que va en contra. Una conciencia recta conecta fácilmen-
te con el mensaje de Jesús: «todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también
vosotros; porque es la ley y los profetas» (Mt 7, 12). ¿No es claro?
Jesús realizará su juicio con conocimiento de causa: antes que juez ha sido pastor, guardián y guía
de los hombres a los que juzga. Un juicio que será pronunciado sobre todas las personas y
estructuras. Es el Señor y no puede haber otra norma para la transformación del mundo que la
188
suya. En la vida personal, en el trabajo y sus conflictos, en las relaciones sociales, en el compromiso
político o sindical, hemos de buscar la realización del plan de Dios sobre el mundo, manifestado en la
vida y obra de Jesús de Nazaret.
Prepararse para la venida del Señor, significa prepararse para ser juzgado según los criterios que
aquí se exponen.
Jesús viene a este mundo a ocuparse de los hombres reales y de todos los problemas que los
atosigan. Para ello rehúsa utilizar las armas de este mundo: el dinero, el prestigio y el poder.
Su reino se edifica desde las bienaventuranzas. No nos trae una salvación ajena a la justicia y a la
liberación que buscamos los hombres. Lo que el evangelio dijo hasta ahora acerca de los hombres y lo
que de ellos reclamó, aquí se sella de modo definitivo.
Podríamos titular este pasaje: «Parábola de los ateos creyentes y de los creyentes ateos». Ni
unos ni otros eran conscientes que, al luchar a favor del pobre, del oprimido, del preso... luchaban a
favor de Jesús.
Jesús ya no es el buscador humilde que sigue incansable el rastro de la oveja perdida, ni el que se
hace cargo de los pecadores, de los marginados, de los que gimen bajo el peso de la vida...
La colocación a la derecha o a la izquierda, o entre ovejas y cabras es convencional, aunque se pueda
prestar a chistes fáciles. ¿Dónde pondría ahora al «centro»? Es una imagen que recuerda al pastor que,
al caer la tarde, reúne a su rebaño. Los buenos son colocados a la derecha y los malos a la izquierda. Una
colocación que supone que el juicio ya ha sido realizado. A continuación nos dará las razones que lo
han motivado.
«Venid vosotros, benditos de mi Padre... porque tuve hambre y me disteis de comer... ».
El hambre en el mundo es tan antigua como el hombre. Lo nuevo, lo que acaba de descubrirse, no es
el hambre, ni su sufrimiento, sino su injusticia. Lo nuevo no es el hecho, sino la claridad con que se
percibe su trágica realidad, sus causas y sus efectos.
Según el último informe anual del Instituto nacional de Estocolmo de investigaciones para la
paz, el 40 por 100 de los científicos y técnicos de investigación que hay en el mundo se dedican a la
invención, perfeccionamiento y fabricación de armamentos de guerra En 1981 se gastaron en el mundo
más de cincuenta billones de pesetas en armas, lo que representa unos cien millones de pesetas por
minuto.
Según el banco mundial, ochocientos millones de personas viven en la más absoluta miseria. Y otros
quinientos millones más están hambrientos, al consumir un número de calorías por día totalmente
insuficiente. Cuarenta millones de personas mueren anualmente de hambre en el mundo, quince
millones de ellas son niños.
Las diferencias entre los ricos y los pobres, a escala personal y de naciones, serán cada vez más trágicas
si no se arbitran pronto remedios eficaces a escala mundial.
Es necesario crear una conciencia mundial de los problemas del hambre y de la desnutrición, y
buscar soluciones a esos problemas en el plano nacional e internacional.
189
El problema del hambre en el mundo ha sido calificado como el «drama del siglo».
No basta conocer el hambre y sus efectos, ni compadecerse de los hambrientos, ni basta dar una
limosna contra el hambre para tranquilizar la conciencia. Es necesario que adquiramos una
mentalidad solidaria de la humanidad. Tener ideas claras sobre las causas de este mal y de nuestra
responsabilidad personal y colectiva. Es necesario luchar para cambiar las estructuras de dominación
y explotación de unos pueblos sobre otros, de unas personas sobre otras.
No solamente existe el hambre de alimentos. Hay también hambre de cultura, de amor, de
amistad, de plenitud, de comunicación, de salud, de libertad, de patria... de Dios.
Estamos muy lejos del programa de la «Declaración universal de los derechos humanos», plasmados
también en el concilio Vaticano II y en las encíclicas de los últimos papas.
Los cristianos somos los principales culpables del hambre en el mundo, porque son los países
llamados cristianos los que tienen en su poder la gran mayoría de los bienes de la tierra: una
cuarta parte de la población mundial -Norteamérica y Europa- acapara las tres cuartas partes de
los bienes de la tierra. Y a escala nacional, son también los que alardean de ser cristianos los que
provocan el paro obrero, tienen pluriempleos y no trabajan seriamente para poner a disposición de
la colectividad sus bienes. ¿Qué «evangelio» es el suyo?
Es necesario que tomemos conciencia de la responsabilidad que pesa sobre todos y cada uno de
nosotros, particularmente de los más favorecidos por los bienes de fortuna. No podemos ser
cristianos sin vivir preocupados de verdad por los que sufren cualquier clase de hambre en el
mundo.
El Hijo del hombre, Jesús, invita a los de la derecha a entrar en posesión del reino, a causa de sus
obras en favor de sus hermanos.
Las seis maneras de manifestar el amor al prójimo se encuentran ya en el antiguo testamento.
Jesús alude a él, pero lo supera: las obras mencionadas son manifestación del precepto fundamental
del amor; son manifestación del verdadero amor a Dios. Jesús excluye el espíritu financiero con que
dichas obras se realizaban en el judaísmo: Dios quedaba obligado, se hacían para que Dios no tuviese
más remedio que premiarlos. Una tergiversación de la verdadera religión, que sigue muy extendida en la
actualidad.
La enumeración que hace Jesús no parece que sea exclusiva, sino inclusiva. Es decir, quiere poner
de relieve la primacía que, para él, tiene el precepto del amor, manifestado en esas obras. Pero no
excluye lo demás: la fe, los mandamientos, los sacramentos...
Las palabras con que se acoge o se rechaza la entrada en el reino son una repetición de las obras de
misericordia que estudiamos en el catecismo. Si toda la ley consiste en amar a Dios y al prójimo (Mt
22, 34-40), aquí se especifica el amor en hechos concretos. Cada uno es declarado justo o es rechazado
según haya servido a los demás o se haya evadido de hacerlo.
Los mayores nos acordamos de las historias que nos contaban en los ejercicios espirituales: aquel
hombre pecador empedernido, pero que había llevado siempre el escapulario de la Virgen o la insignia
190
de una asociación piadosa, o rezado las tres avemarías todas las noches, y que al fin, en la hora de la
muerte, terminaba confesándose y salvándose.
Otros pocos, considerados «herejes», contaban cosas por este estilo: un hombre que no era de
fiar, que nunca se había interesado por las cosas de la fe y de la iglesia; y que tenía un vecino
anciano y solo al que nunca le faltó nada: se preocupaba de él, le hacía compañía... Y el Padre Dios
estaba contento con esa actuación y recibía como hechas a él mismo las obras de amor que el hombre
hacía con el vecino. Y la del joven que había crecido en un ambiente cristiano, y que gracias a esa
formación cristiana aprendió a luchar para mejorar las cosas y a comprometerse socialmente. Luego,
empieza a criticar a la iglesia y a decir que es conservadora, que no está al lado de los pobres ni a favor de
un mundo más justo; y termina alejándose de ella, pero sigue luchando con seriedad, en la vida
social, para lograr situaciones más justas y dignas para todos. Y el Padre Dios estaba contento con esa
actuación social y recibía como hechas a él mismo las obras de amor que el joven realizaba hacia la
sociedad.
Actualmente son mal vistos los novios creyentes que, ante el escándalo de las anulaciones
matrimoniales por dinero, prefieren casarse por lo civil y celebrar luego una eucaristía, preparada por
ellos, para que el Padre Dios presida su unión matrimonial para siempre. Lo hacen porque entienden
que la casa de Dios es «casa de oración. ¡Pero vosotros estáis haciendo de ella una cueva de
bandidos!» (Mt 21, 13). Tienen hambre de verdad y aman a la iglesia hasta el punto de luchar
contra lo que consideran una burla. Y el Padre Dios tiene que estar contento con ellos, por el amor
que demuestran a los cristianos al querer despertarlos.
Jesús recibirá en su reino a todos los que han construido amor en este mundo, aunque no
supieran que actuando así manifestaban su amor al propio Jesús, aunque al actuar así cometan
errores.
Tanto los de la derecha como los de la izquierda, quedan sorprendidos ante la declaración del juez.
El gesto de sorpresa de los buenos y de los malos no es extraño: el que la pregunta última sea el haber
dado o no de comer a los hambrientos, el haber visitado o no a los solitarios... parece a simple
vista que no está de acuerdo con la sublimidad y dificultad que nos imaginamos tiene el mensaje
de Jesús. Es como el que se prepara para un examen y estudia todo menos lo más sencillo y al
examinarse le preguntan lo sencillo.
El examen va a ser sobre el amor. Los cristianos hemos aprendido muy bien -no sé si lo
creemos- que Dios se ha hecho hombre en Jesús. Pero nos resulta difícil, nos resistimos a saber, y
mucho más a creer y a obrar en consecuencia, que Dios se ha hecho ‘hombres’ en Jesús, se ha hecho
humanidad.
El Hijo del hombre -hombre en plenitud-, Jesús de Nazaret, se hace solidario de aquellos
que tienen alguna necesidad de ayuda. No sólo de los cristianos, sino de todos los hombres. Su alcance
es universal, como el juicio.
191
Ni siquiera los justos son conscientes de esta solidaridad hasta el último momento, que será
cuando aparezca el sentido pleno de cada una de sus obras. Obras que no son hechos excepcionales,
sino acciones presentes en la vida de todos los días.
Cristo se ha identificado con los oprimidos y necesitados, con los que malviven explotados
por los demás: «conmigo lo hicisteis». Es un rey que se solidariza con los pobres y explotados.
¡Cuándo terminaremos de entenderlo y comenzaremos a obrar en consecuencia!
Si el amor conduce a Cristo a solidarizarse con cada uno de los hombres, significa que el
modo que tiene el creyente de manifestar su amor a Cristo es la solidaridad con el hermano,
con todo hombre. Y que aquél que actúa con amor y misericordia, será juzgado del mismo
modo; mientras que quien no ejerza la misericordia, será juzgado sin ella.
Los cristianos no tenemos la exclusiva del reino de Dios ni la exclusiva del servicio a Dios.
El reino de Dios se extiende más allá de nuestras fronteras: se encuentra donde quiera que
haya hombres capaces de amar y de servir a los hermanos. Pero amar con el amor de Jesús. El
reino de Dios es más grande que la iglesia. Fuera del ámbito visible de la iglesia, también hay
auténtico reino de Dios y verdadero «cristianismo».
Lo que uno ha hecho a otro, lo ha hecho a Jesús. Ya no tiene importancia si lo sabía o no,
si quería o no servir en él a Cristo. Al fin se manifiesta que todo servicio al amor fue servicio a
Cristo. Digo servicio al amor, porque ¡cuidado!: ahora se llama amor a cualquier cosa.
La fe está vacía y es reprobada, si no puede hacerse tan pequeña que esté al servicio de los
más pequeños. El reino de Dios, tal como Jesús lo describe en su momento culminante, es una
curiosa «colección» de gente preocupada por los demás.
«Apartaos de mí, malditos... porque tuve hambre y no me disteis de comer...»
Los que están a la izquierda también han visto, pero no han obrado. La indigencia de los
hombres no les ha conmovido, no les ha impulsado a ayudarlos. No podemos hacernos ilusiones:
no se trata de buenas intenciones, de buenas palabras, de muchas reuniones; se trata de hechos, de
obras. Solamente vale lo que cada uno realmente ha hecho y no lo que ha pensado, o creído, o
dicho. No bastan la queja, la compasión por los que padecen indigencia, sino que es preciso poner
manos a la obra y ayudar. Servimos a Jesús, creemos en él, a través de nuestros hermanos, los
hombres, con nuestro esfuerzo y nuestra lucha a favor de los pequeños y de los débiles.
El peligro de no pertenecer al reino no nos viene tanto por lo que hacemos mal -aunque también
influya-, sino por lo que dejamos de hacer. Cada hombre que no es amado suficientemente, que
no recibe la ayuda que podríamos prestarle, cada vez que nos quedamos en casa para no adquirir
responsabilidades, la falta de esfuerzo para superar las dificultades, el no tener tiempo para visitar a
un enfermo o a un anciano, la fácil crítica a aquellos que trabajan por el futuro de la iglesia y de
la sociedad, la falta de comunicación y la cerrazón en que vivimos que hace imposible la vida de
los grupos... y tantas otras cosas que cada uno conoce, mientras no hacemos nada, nos están
192
impidiendo el pertenecer al reino. El egoísta, el que no sirve al otro, el que ha comido lo que al otro
le corresponde, será exterminado. Todo esto que dejamos de hacer es lo que más nos aleja de Jesús.
Preguntan asombrados cuándo le han visto y no le han servido. En esta sorpresa resuena la
seguridad que tienen en que le hubieran servido si lo hubieran reconocido. No sabían -no querían
saber- que hay que encontrarle y «verle» en los más pequeños, que Jesús se oculta en ellos. Creían que
el amor a Jesús y el amor a los hombres eran dos cosas distintas y no una sola: la segunda,
condición indispensable para que sea verdadera la primera. ¡Cuántos dicen que aman y creen en
Dios porque no aman ni creen en nadie! No han entendido nada. Han contemplado al Señor, quizá
han sido piadosos y han «rezado» mucho, han asistido a muchas reuniones y a muchas misas; pero han
hecho caso omiso del hombre que tenían a su lado; y eso era lo único importante. Su falta de amor, algo
personal, es la que ha determinado su suerte definitiva.
Los cristianos hemos usado con frecuencia a los pobres para el provecho propio. La historia y
nuestras vidas están llenas de estas atrocidades. ¡Cuántos cristianos de muchos «rezos» y
pertenecientes a asociaciones de tipo religioso se han enriquecido y siguen enriqueciéndose con el
sudor de los obreros, con el sudor de los pobres!
Y éste es el «carnaval», la «comedia», que estamos haciendo del cristianismo: decimos que
creemos en Dios, pero no hacemos nada para remediar la situación de los que nos rodean. Tenemos un
cristianismo de ricos, de gente satisfecha, que practica unas cosas que no le comprometen para
nada en la vida, que dan alguna limosna... pero que son un escarnio para Jesús de Nazaret y para
su evangelio. Han puesto su dios en el dinero, han «vestido» a su dios de billetes y de esta forma han
adormecido su conciencia.
Y nosotros: ¿qué hacemos concretamente por las personas que nos rodean?, ¿qué hacemos
para que venga una sociedad dónde reine la paz en la justicia y en la libertad?, ¿estamos
haciendo algo por alguien?, ¿qué? ... Son preguntas que todos nos debemos contestar.
Dios es amor (1 Jn 4, 8). Jesús es Dios (Mt 26, 63-64). El cristianismo es Jesús (Jn 14, 6). Luego el
cristianismo es amor.
La vida del hombre, lo mismo que el cristianismo, es amor. Y el verdadero creyente lo que debe
predicar con su vida es el amor.
El amor es la dimensión interior de la persona. El hombre es en la medida en que ama. Cada
uno es en la medida que es-con todo el universo. Existir-juntos, respetando la personalidad de cada
uno, eso es el amor.
Amar es existir plenamente, queriendo que todos existan con nosotros.
Cristo es la norma de toda existencia humana. De tal manera que no hay otra posibilidad de
realizarse como persona que siguiendo las actitudes y comportamientos de Cristo, aunque sea sin
saberlo. Y es que en todo hombre existe una voz interior que lo impulsa a amar al prójimo por
encima de todo.
193
Cada vez que un hombre quiere revisar su vida, si no quiere engañarse tiene que confrontarla con
los valores que vivió Cristo. Repito: aunque sea sin saberlo. La vida de Cristo es el veredicto sobre la
nuestra, nos condena o nos da el visto bueno. Jesús, revelando la condición humana, nos ayuda a
pronunciar la sentencia a favor o en contra de nosotros mismos. Lo fundamental del juicio de Cristo
versa sobre actitudes y acciones de amor. La preocupación social por el prójimo, y en concreto por el
prójimo marginado, es la mejor señal de cualquier esperanza humana.
El juicio de Dios está presidido por la entrega a los hermanos. Dios es fundamentalmente nuestro
prójimo.
Al final de nuestra vida, las preguntas que tendremos que responder serán de este estilo: ¿he
progresado en el amor, en la justicia, en la libertad, en la fraternidad?, ¿he dado de comer,
visitado, ayudado... a Jesús en las personas de los hermanos?, ¿de qué me he querido
enriquecer: de dinero, de poder, de éxitos... o de obras de amor a los necesitados?
Esta es la clave de su reino y de nuestra pertenencia a él.
Todos los hombres vamos a comparecer ante el juez de la historia, Cristo Jesús. Y como su
enseñanza fundamental ha sido el amor a Dios en los hombres, la pregunta decisiva va a ser también
sobre el amor. El que hace la opción por el amor, está ya perteneciendo al reino, y oirá las palabras de
bienvenida al final.
El mundo de hoy sigue optando por otros criterios y otras motivaciones. Los cristianos tenemos
en Jesús de Nazaret nuestra razón de ser y nuestro mejor modelo.
Creer en Jesús como ley, es creer que la semilla que él plantó en medio de nuestra historia humana
está dando verdadero fruto. Es creer que este camino que él abrió para nosotros, y que lleva hacia
el Padre, está lleno de personas que quieren recorrerlo, que lo están recorriendo: muchos
-¿nosotros?-, sabiéndolo. Y muchos sin saberlo. Es creer que en este mundo nuestro está naciendo
y creciendo constantemente, de muchas formas, el reino de Dios. Un reino que no es cuestión de
dominio o de poder o de prestigio, sino que es cuestión de fidelidad al evangelio, buena noticia, de
Jesús.
Jesús viene continuamente. En todos los sucesos que ocurren a diario y en todas nuestras vivencias
está en juego el encuentro con Jesús. Cuanto ocurre, todo lo que vivimos, es decisivo para probar
nuestra fe. O nos quedamos al margen en nuestro vivir egoísta, o formamos con Cristo la verdadera
iglesia que forje la paz verdadera hecha de justicia, de libertad, de verdad, de amor y de respeto
para todos.
¿Utopía? Ciertamente Jesús de Nazaret no era un conformista. Llevó a su plenitud los anhelos
de todos los hombres. Desde él, estos anhelos son un fruto a conseguir por cada hombre y cada
generación. Dios, y su fuerza para construir un mundo verdaderamente humano, está presente en
todo lugar, en toda persona, en todo acontecimiento. Puedo encontrar a Dios en cualquier lugar, a
condición de no detenerme en ninguno, porque Dios está siempre más allá.
194
Dios no es una idea. Por eso para conocerle no puedo pararme en los libros. Dios es tres Personas. Y a
una persona se la encuentra, no al término de un razonamiento, sino al término de un camino
recorrido, con los ojos y el corazón abiertos de par en par.
Dios no sigue itinerarios obligados. Dios nos sorprende siempre. Dios no tiene la costumbre de
hacerse anunciar. No es fácil reconocerle, porque ha tomado la costumbre de parecerse siempre a otro.
El que sabe reconocerlo en uno que pasa hambre, que tiene sed, que está enfermo, solo, encarcelado... es
un verdadero buscador de Dios.
Si nos diésemos cuenta, a la noche, de a cuántas citas hemos faltado con el Señor, por nuestros
prejuicios, por nuestras prevenciones, por nuestras apatías... durante el día, no nos lamentaríamos
de su ausencia y de nuestra aridez. Jesús estaba allí y nosotros no nos hemos dado cuenta, no hemos
sabido descubrirle en las personas que han pasado por nuestro lado.
Dios está presente en medio de nosotros en el rostro de otro, en el rostro de los otros. En un
rostro cualquiera.
Si no le he sabido reconocer en la calle, ¿cómo puedo pretender reconocerle, encontrarme con él,
en la iglesia?
El hombre es el lenguaje de Dios. Tenemos que pedirle ojos nuevos para saber reconocerlo, ya
que ha adoptado la costumbre de parecerse siempre a otro.
No se ve bien más que con el corazón, con la vida. Lo esencial permanece oculto a los ojos, oculto a
una vida superficial, sin compromiso.
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INDICE GENERAL
Contenido 3
Dedicatoria 5
Presentación 6
Introducción 7
SERMÓN DEL MONTE (Mt 5-7) 12
Oyentes del sermón del monte (Mt 4, 23-25; Lc 6, 17-19) 12 Sexto domingo ordinario. Ciclo C Las bienaventuranzas (Mt 5, 1-12; Lc 6, 20-23) 13 Dichosos los pobres 17 Dichosos los sufridos, los mansos 20 Dichosos los que lloran 20 Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia 21 Dichosos los misericordiosos 22 Dichosos los limpios de corazón 23 Dichosos los que trabajan por la paz 24 Dichosos los perseguidos por causa de la justicia 27 Fiesta de Todos los Santos Cuarto domingo ordinario. Ciclo A. Sexto domingo ordinario. Ciclo C Las maldiciones (Lc 6, 24-26) 29 Sexto domingo ordinario. Ciclo C Responsabilidad de los discípulos (Mt 5, 13-16) 31 Quinto domingo ordinario. Ciclo A Superioridad del evangelio sobre la ley (Mt 5, 17-48; Lc 6, 27-36) 34 Sexto domingo ordinario. Ciclo A Séptimo domingo ordinario. Ciclo A Séptimo domingo ordinario. Ciclo C La limosna, la oración y el ayuno (Mt 6, 1-18) 50 La limosna 51 La oración 53 El Padrenuestro 55 El ayuno 59 Miércoles de Ceniza
El verdadero tesoro (Mt 6, 19-21) 60
196
El ojo es la luz del cuerpo (Mt 6, 22-23) 61
Imposibilidad de servir a dos amos y la verdadera preocupación por lo temporal (Mt 6, 24-34) 62 Octavo domingo ordinario. Ciclo A No juzgar (Mt 7, 1-5; Lc 6, 37-42) 65 Octavo domingo ordinario. Ciclo C No a todos se les puede anunciar el evangelio (Mt 7, 6) 66
Confianza en la oración (Mt 7, 7-11) 67
Clara norma de conducta (Mt 7, 12) 68
Los dos caminos (Mt 7, 13-14) 68
Cuidado con los falsos profetas (Mt 7, 15-20; Lc 6, 43-45) 69 Octavo domingo ordinario. Ciclo C Edificar sobre roca (Mt 7, 21-27; Lc 6, 46-49) 70 Noveno domingo ordinario. Ciclo A Final (Mt 7, 28-29) 74
MISIÓN DE LOS DOCE (Mt 9, 35-10, 42) 75
Situación del pueblo al que se dirige Jesús (Mt 9, 35-38) 75 Undécimo domingo ordinario. Ciclo A Misión de los doce (Mt 10, 1-15; Mc 3, 13-19; Lc 6, 12-16; 9, 1-6) 78 Undécimo domingo ordinario. Ciclo A Decimoquinto domingo ordinario. Ciclo B
Lucas centra la escena (Lc 6, 12-13) 79
Anuncio de persecuciones (Mt 10, 16-25) 86
Hablar francamente y sin temor (Mt 10, 26-33) 88 Duodécimo domingo ordinario. Ciclo A
Jesús, señal de contradicción (Mt 10, 34-36) 92
Negarse a sí mismo para seguir a Jesús y conclusión (Mt 10, 37-42) 93 Decimotercero domingo ordinario. Ciclo A
197
PARÁBOLAS DEL REINO (Mt 13, 1-52) 97
Parábola del sembrador (Mt 13, 1-23; Mc 4, 1-20; Lc 8, 4-15) 98 Decimoquinto domingo ordinario. Ciclo A Parábolas del trigo y de la cizaña, del grano de mostaza y de la levadura (Mt 13, 24-43; Mc 4, 30-34; Lc 13, 18-21) 102 Decimosexto domingo ordinario. Ciclo A Undécimo domingo ordinario. Ciclo B Parábolas del tesoro escondido, la perla de gran valor y la red (Mt 13, 44-52) 109 Decimoséptimo domingo ordinario. Ciclo A
COMPORTAMIENTO DE LA COMUNIDAD (Mt 18) 113
El más grande en el reino de los cielos (Mt 18, 1-5; Mc 9, 33-37; Lc 9, 46-48) 114 Vigesimoquinto domingo ordinario. Ciclo B El escándalo y la salvación de los pequeños; con la parábola de las cien ovejas (Mt 18, 6-14; Mc 9, 42-48; Lc 17, 1-2; 15, 3-7) 119 Vigesimosexto domingo ordinario. Ciclo B La corrección fraterna (Mt 18, 15-20) 123 Vigesimotercero domingo ordinario. Ciclo A El perdón fraterno y la parábola del siervo cruel (Mt 18, 21-35; Lc 17, 3-4) 129 Vigesimocuarto domingo ordinario. Ciclo A
ACTITUD DEL CRISTIANO ANTE LOS ACONTECIMIENTOS FINALES O
DISCURSO ESCATOLÓGICO (Mt 24-25) 137
Ocasión del discurso, señales del fin y las persecuciones de los discípulos (Mt 24, 1-14; Mc 13, 1-13; Lc 21, 5-19) 141 Trigesimotercero domingo ordinario. Ciclo C Señales de la destrucción de Jerusalén y del templo, venida del Hijo del hombre. Parábola de la higuera y señales del fin, cuya fecha sólo Dios conoce (Mt 24, 15-36; Mc 13, 14-32; Lc 21, 20-33) 151 Trigesimotercero domingo ordinario. Ciclo B Primer domingo de Adviento. Ciclo C Despreocupación de los hombres y exhortación a la vigilancia (Mt 24, 37-51; Mc 13, 33-37; Lc 21, 34-36) 163 Primer domingo de Adviento. Ciclo A Primer domingo de Adviento. Ciclo B Primer domingo de Adviento. Ciclo C
198
Parábola de las diez vírgenes (Mt 25, 1-13) 172 Trigesimosegundo domingo ordinario. Ciclo A Parábola de los talentos (Mt 25, 14-30) 180 Trigesimotercero domingo ordinario. Ciclo A El juicio final (Mt 25, 31-46) 185 Trigésimocuarto y último domingo ordinario. Ciclo A (Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo) Índice 195