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FORMA VOL.17 SPRING 2018 ¿QUÉ QUEDA DE LA POSMO- DERNIDAD?

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FORMAVOL.17 SPRING 2018

¿QUÉ QUEDA DE LA POSMO-DERNIDAD?

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¿QUÉ QUEDA DE LA POSMO-DERNIDAD?

ISSN 2013-7761

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Introduction Gonzalo Moncloa Allison¿Qué queda de la posmodernidad?Estudio introductorio

InterviewIsabel Carrero y Gonzalo Moncloa AllisonEntrevista a Marina Garcés

ArticlesLuis Freites Pastori¿Quién teme al metamodernismo? Introducción a una teoría post-posmoderna

Alba Giménez GilHow to deal with “Bad New Days”: Alexander Kluge and the revival of modernism in contemporary film

Irene PortelaA pós-modernidade e os direitos humanos, uma visão da pós-humanidade

María Soledad Gómez RuizPautas sobre la adaptación de dramaturgos españoles del siglo xxi

ReviewsTeresa GrasNueva Ilustración Radical: repensando el arte de los límites

Rodrigo MontenegroEsa masa incandescente en la que se funden las formas nuevas

Coordinado porGonzalo Moncloa Allison

Forma. Revista d’ Estudis Comparatius

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Introduction

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Gonzalo Moncloa Allison. ¿Qué queda de la posmodernidad? Estudio introductorio, 5-21.Forma. Revista d’estudis comparatius. Vol 17 Spring 2018. ISSN 2013-7761.

¿QUÉ QUEDA DE LA POSMODERNIDAD?ESTUDIO INTRODUCTORIO

Gonzalo Moncloa AllisonUniversitat Pompeu [email protected]

Todavía recordamos aquella frase impotente con la que George Steiner daba inicio a sus Gramáticas de la creación: “No nos quedan más comienzos” (Steiner 2011, 17). Y esto, aun-que sea de manera indirecta, da cuenta en muchos aspectos de la misma impotencia en la que puede caer aquel que se aproxima al fenómeno posmoderno. Desde ya siempre in media res, la palabra que nos concita parece arrojarnos a la resignación del lugar común, de modo que de-bemos comenzar con un artificio, diciendo: ayer y hoy, la posmodernidad se resiste a una de-finición. Esta resistencia, sin embargo, todavía puede decirnos algo; aunque penetrar en ella implique transitar por algunas estancias en la arquitectura de nuestro tiempo. Como todo fenómeno sistémico, la falta de consenso en torno a su delimitación conceptual se manifiesta en múltiples niveles de realización, entre referencias cruzadas y constantes reelaboraciones conceptuales, lo cual hace difícil su ilustración. Por ello intentaremos centrarnos en algunos de los vectores presentes en toda articulación sistémica, así como en el tono que adquieren a la luz del fenómeno posmoderno. En primer lugar, será importante esbozar su carácter on-tológico y epistemológico, en la medida en que todo modo de posicionarse en el mundo remite tanto a una idea de lo que es el fundamento de las cosas como, consecuentemente, a una cierta manera de articular el conocimiento que tenemos de los fenómenos. Ello permitirá, en se-gundo lugar, darle una base teórica a las manifestaciones del ethos posmoderno, sobre todo a su expresión moral y política, aunque también nos apoyemos en la importancia que reclama para sí la dimensión estética. Sin presumir necesariamente de un criterio de realización jerár-quico, este esquema buscará aproximarnos a las piedras de toque de la posmodernidad, dar cuenta de su articulación dinámica y, con ello, intentar apuntar a los restos que quedan en la base del presente.

I. ¿Qué fue la (pos)modernidad?

Con todo, es imprescindible que nos detengamos ante una aclaración metodológica. Di-fícilmente podremos definir la posmodernidad; por no abundar en lo rápido que el término se abrió a connotar un mero compartimento estanco. De eso se dio cuenta Umberto Eco, quien en sus Apostillas a El nombre de la rosa (1984) apuntaba que, desde un momento dado, la

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palabra empezó a servir para cualquier cosa (Eco 1984, 27)1. A pesar de ello, este no dudó en calificar la posmodernidad como una actitud, lo cual redundaría en la relativización de la pro-pia palabra convirtiéndola en un potencial denominador de otros momentos históricos. Este punto es de vital importancia a la hora de identificar los fundamentos de toda deriva metodo-lógica orientada a tematizar el fenómeno. En efecto, la calificación de actitud puede llegar a disentir de una aproximación de carácter, digamos, cronológica; y aquí reside, en gran medida, el conflicto en la base del sonado debate entre J.F. Lyotard y Jürgen Habermas, abriendo la duda en torno a la existencia de la propia posmodernidad2. Y es que una metodología que parta de una modalidad psicológica tal como la actitud y otra que se afirme en lo propio de una cierta filosofía de la historia difícilmente podrán hallar un acuerdo en sus fundamentos. Siendo estas dos influyentes aproximaciones al fenómeno, no hará falta abrirse a muchas otras interpretaciones para llegar a lo que sería una primera conclusión: parece que no esta-mos en condiciones de afirmar rotundamente la existencia de la posmodernidad.

De aquí que sea imprescindible recurrir a una decisión heurística: hacer como si esta hu-biera existido. Sin duda, este fenómeno tiene un carácter entitativo: más allá de que se crea o no en los valores que promueve, o en su realidad empírica, la cantidad ingente de debates (en gran medida registrados bibliográficamente) dan cuenta de que algo ha ocurrido bajo el nombre de posmodernidad. Luego, habiendo aceptado esta condición básica, es necesario distinguir entre posmodernismo y posmodernidad, tal como ha hecho Frederic Jameson en uno de sus últimos retornos al problema ( Jameson 2012, 29-30). De esta manera podremos decir, en primer lugar, que el posmodernismo remite a una serie de procedimientos estéticos y que, en cuanto movimiento o tendencia, se encuentra fundamentalmente agotado. En segundo lu-gar, diremos que la posmodernidad supone una denominación sistémica, por tanto, de carácter transversal, lo cual implica tanto los mecanismos culturales como su interacción con la esfera política, ética, económica o estética, entre otras. Será oportuno agregar que el posmodernis-mo y la posmodernidad coincidieron en un momento dado, aunque el segundo momento terminó por exceder la especificidad del primero. Con esto queda esbozado un marco rela-tivamente inteligible. Pero, ¿podemos decir que nos encontramos aún en el horizonte de la posmodernidad? Jameson parece apuntar a ello (2012, 20-21); aunque haya elementos para no dar esto por sentado.

a. Los fundamentos de la negatividad posmoderna

Por lo pronto, y viéndonos aún huérfanos de definición, el marco esbozado nos permite se-guir el esquema que trazamos inicialmente, y con ello atenernos a las características en torno a las cuales se mantiene relativo consenso. En este sentido, desde un enfoque estrictamente ontológico, podemos decir que la posmodernidad terminó por afianzar la depotenciación del ser de la metafísica tradicional, abandonando finalmente su condición trascendente y avan-zando hacia su inmanentización total en el mero devenir de las cosas3: así, al iniciar su avatar

1 También Lyotard da cuenta de esta deriva: (Lyotard 2012, 41).

2 Para una visión general del debate, puede consultarse: (Rorty 1984). Por otro lado, el conflicto en torno a la historia y la posmodernidad, desde la perspectiva de Lyotard, está reformulado en: (Lyotard 2012, 35-47); mientras que las considera-ciones de Habermas se encuentran en su primer ensayo sobre el tema: (Habermas 1985); así como ampliamente desarrolla-do en su reconocida obra, El discurso filosófico de la modernidad: (Habermas 2008).

3 Si decimos que la posmodernidad terminó este proceso es porque debemos hacer énfasis en el hecho de que la inmanen-tización del ser es un fenómeno que ha tenido precedentes históricos determinantes. Probablemente el caso más influyente sea el de Spinoza, con la asimilación que establece entre Dios y Naturaleza, tal como ha quedado cristalizada en la expresión

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histórico, el ser –es decir, lo que tradicionalmente se entendía como la realidad esencial de las cosas– pasaba a estar disponible para cualquier tipo de manipulación (Heidegger 2013, 33). De modo que la verdad, aquella instancia consustancial al ser a la que nos orientábamos como meta para dar cuenta de este, pasó a reconocerse como el resultado de una mera construcción, constituyendo el núcleo constructivista en el que se funda la negatividad de la epistemología posmoderna. Es aquí, en su carácter negativo, donde aparece precisamente la imposibilidad de un cierre conceptual. Ello se observa al momento de contrastar las tendencias latentes en la posmodernidad y en su precedente sistémico: el prefijo pos- siempre remite a un posicio-namiento crítico frente a eso que tradicionalmente se toma por modernidad; y esta no sólo tiende a ser visiblemente propositiva, sino también a fundar sus planteamientos en la solidez de los mismos.

Un ejemplo lo encontraríamos en Descartes abriendo el periodo con la propuesta de un método. La importancia de este giro radica en que inicia un proceso de alienación del mundo que encuentra en la conciencia la única garantía de aproximación a lo real (Arendt 2005, 319): la radicalización moderna de la subjetividad, abierta por el cristianismo (Villacañas 2016)4, articuló la individualidad bajo la idea de sujeto, agente que opera desde un pensar repre-sentativo que se figura la objetividad de las cosas a través de un proceso metódico específico (Heidegger 2000, 378-379). Esta agencia implica, como puede intuirse, un carácter creativo: el sujeto puede conocer aquello que elabora a través de su imaginación, como bien supo sin-tetizar Kant (1956, B152); pero también reclama para sí el monopolio de lo real en la propia autofundamentación del saber. El sujeto moderno conquista la realidad. De ahí la conocida frase atribuida a Francis Bacon: el conocimiento es poder (Scientia potentia est)5.

No está de más notar que la autofundamentación positiva del saber en la modernidad supone un claro avance del constructivismo posmoderno. Ahora bien, la actitud hipercrítica derivada de la duda ante cualquier construcción sienta la base de la negatividad a la que alu-díamos previamente. Esto, además de la problematización de la realidad del sujeto y su capa-cidad de agencia, imposibilitaría cualquier definición que se pretenda sólida: ya sea median-te un procedimiento analítico, basado en la contraposición de ámbitos y el establecimiento de límites; la dialéctica, orientada a una síntesis luego de un proceso de comunión entre tesis y antítesis; o bien la lógica deductiva, amparada en una definición genética; en cualquier caso, todos estos métodos serán improcedentes ante una mirada que dude de cualquier po-sibilidad fáctica de fundamentación. En este sentido, no habría que desestimar la influencia que ha tenido la obra de Martin Heidegger en la posmodernidad. Especialmente en las eta-pas posteriores a Ser y tiempo (1927), su pensamiento se dedicó a una crítica sistemática de aquello que J. Derrida calificó como metafísica de la presencia (Derrida 1967, 15-41), inten-tado llevar a cabo la depotenciación del sujeto y sus tendencias racionales. Estas se basaban,

Deus sive natura. No obstante, se podrían reconocer otros casos previos en los que se encuentran similares movimientos del pensar, como el de Séneca o Justo Lipsio, que sintetizaron gran parte de la física del estoicismo tardío; o bien en una expre-sión de Plinio el Viejo en su Historia natural, en donde dice que “se confirma indudablemente el poder de la naturaleza y que eso es lo que llamamos Dios”. La diferencia en el proceso de inmanentización posmoderno radicaría, sin embargo, en que este ocurre a la sombra de un particular concepto de historia no elaborado en los casos mencionados previamente, y que es capital de cara a lo que desarrollaremos a continuación. Para un repaso global del naturalismo en el estoicismo y el spinozis-mo, véase: (Hoyos 2012).

4 Véase, especialmente, el capítulo VII “Mal y salvación: Agustín de Hipona” (pp. 515-605), donde se analiza la revolu-ción cultural y religiosa que supuso el pensamiento de Agustín en orden a codificar las características de la individualidad occidental, orientada a una salvación cuyo campo de batalla será la líbido y el espacio de la propia subjetividad personal.

5 Este poder, sin embargo, es matizado por el que fuera secretario de Bacon, además de una de las fuentes del pensamiento político moderno. En efecto, en el Leviathan, Thomas Hobbes afirma: “The sciences, are small power” (Hobbes 1998, 59).

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a juicio del pensador alemán, en el dominio de lo real mediante un pensar re-presentativo que determinaba al objeto en lugar de abrirse a la experiencia que este pudiera ofrecer (Hei-degger 2013, 46; 2000, 232-233). Ello fundamentaría el antropocentrísmo dominante, ha-ciendo necesaria la desarticulación del concepto de sujeto con el objetivo de des-centrarlo de su panóptico imaginario. En síntesis, esta tesis abriría un horizonte que permitió hablar, ya en plena posmodernidad, de la era de la muerte del sujeto ( Jameson 1985, 114). Los nom-bres a mencionar en este contexto serían innumerables: desde Lévi-Strauss hasta Foucault, pasando por Vattimo o Lacan, entre otros, la tendencia consistió precisamente en reconocer la fragilidad del sujeto, así como los fantasmas de su creación y, por último, la necesidad de aplacar sus instintos de dominación.

Luego, en la medida en que se problematiza el fundamento de cualquier estructura, sólo nos quedaría dar pasos a cuesta de métodos que tiendan a la diferenciación. De aquí el éxito de ontologías o estéticas “negativas”, de la différance derridiana o, entre otros aspectos, de la metáfora líquida en la sociología contemporánea6. Ello no implica, por otro lado, que la posmodernidad no sea propositiva; sin embargo el tono remite habitualmente a una cierta oscilación dinámica en medio de los llamados juegos del lenguaje, con miras a la realización pragmática del discurso: se trata de una cierta liquidez en la que potencialmente se impone el gesto y la búsqueda de su efecto, orientado a la consecución de experiencias. Es desde este horizonte que debería entenderse la posición de Lyotard frente a Habermas: la relevancia de la noción de performance en el pensador francés remite precisamente a lo que hemos descri-to (Lyotard 1979, 98-101), amparándose en una retórica funcionalmente equivalente a las prácticas artísticas posmodernistas. En esta línea, toda propuesta cristaliza bajo una figura que sin duda podría fijarse en el repertorio de aquello que ha quedado de la posmodernidad: palabras como relato -o metarrelato: término restringido para momentos solemnes- subli-man literariamente la esencia constructivista de la posmodernidad. La realidad adquiere el estatuto de una ficción: “no hay nada fuera del texto”, diría Derrida (1967, 227). Y esto opera tanto para la elaboración de propuestas como para el análisis de los procesos históricos pre-existentes: la historiografía pasa a ser analizada como un género literario que pone en juego un conjunto de recursos retóricos para su expresión (Vattimo 1987, 16).

b. El tiempo y el espacio del ethos posmoderno

De aquí que se haya empezado a hablar de posthistoria. Esta expresión, elaborada por Arnold Gehlen, remite a un cambio radical en el modo de experimentar tanto la historia como el tiempo, en la medida en que “la historia de las ideas está conclusa” (Habermas 2008, 13). Ya no sólo se reconoce el carácter construído de la historia en la modernidad, sino también su impronta ideológica, determinada por un concepto de progreso orientado al perfeccionamiento técnico, así como a la realización de las utopías políticas más dispares7.

6 Un buen ejemplo de la enumeración anterior lo constituyen, además de la obra de Derrida, la dialéctica negativa de Adorno y, sin duda, un referente de la sociología como Zygmunt Bauman. Si tuviéramos que destacar una constante en estos casos –así como en otros, como el del propio Lyotard– sería la común referencia al pensamiento de Hegel como represen-tante superlativo de aquello frente a lo cual se posiciona el pensamiento contemporáneo, el cual podríamos caracterizar, a la luz de nuestra decisión heurística, como pensamiento posmoderno. En este juego de contrastes, en suma, la constitución de los discursos se da en gran medida a la sombra de Hegel. Véase, al respecto: (Lyotard, 2012, 29); (Derrida 1967, 349); (Adorno 1984, 12 y sgts); y (Bauman 1997, 83).

7 Aquí habría que señalar una diferencia fundamental entre el pensamiento utópico en la modernidad y lo que Jameson reconoce como la tendencia utópica en la posmodernidad. En el primer caso se buscan distintos modos de implementar el ideal utópico, identificando los aspectos que deben cambiar, así como el potencial contenido de la alternativa que se pro-

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La aproximación posmoderna ve en ello una proliferación de narraciones que se tejen y se destejen a través del tiempo, en una experiencia que se aproxima más –como apuntó Vatti-mo– a la imagen del eterno retorno nietzcheana que a la linealidad del progreso (Vattimo 1987, 14-18; 97-98). Por ello Borges –cuyo influjo en el imaginario y el pensamiento pos-moderno es aún difícil de calibrar– habría actuado como un profeta cuando dijo en su pró-logo a La invención de Morel (1940), de Bioy Casares, que se creía “libre de toda superstición de modernidad, de cualquier ilusión de que ayer difiere íntimamente de hoy o diferirá de mañana” (Borges 2017, 86). Esta intuición será determinante en la medida en que la frase cifra la experiencia posmoderna del tiempo en cuanto a la relativización del carácter crono-lógico de la historia, difuminándolo en una gran sincronía temporal en la que se hibridan unos relatos con otros, en un proceso de descontextualización y recontextualización cons-tante.

b.1 El presente eterno

En cierto sentido, ya no hay historia, ni arqueología en la que arraigar. Y aquí el esquema puede resultar perverso: el escepticismo posmoderno frente a todo proyecto futuro, más aún, frente a toda teleología, desplazó la mirada hacia el origen: ejemplo de ello son las obsesiones por las búsquedas genéticas, las metodologías genealógicas o bien, en el ámbito de las ciencias naturales, por la historia de la materia hasta llegar al Big Bang. Hasta aquí el temperamento de la época no se alejaba –en parte– del espíritu de la modernidad, que persistía en conocer sus comienzos –ya sean individuales, sociales o cósmicos-, a pesar de reconocer la imposibi-lidad de tematizar efectivamente su origen. Pensemos en el género novela, consustancial a la modernidad en la medida en que responde a un modo similar de entender la temporalidad: aquí orientarse al pasado no implica una garantía de salvación, sino una condición de certi-dumbre para el presente. Esto fue argumentado por Hans Blumenberg, quien reconoció pre-cisamente en A la Recherche du temps perdu (1913-1927) de Proust un caso eminente en la so-fisticación de buscar un comienzo constituyente: el comienzo de esa obra es que no podemos tener comienzo y sin embargo no estamos en situación de renunciar a él (Blumenberg 2004, 15-22). No obstante, el enfoque constructivista de la episteme posmoderna destacaba el carácter narrati-vo y artificial de todo origen a la sombra de la negatividad, eclipsando la mirada hasta el punto de no dejar más que el ahora. En efecto, ya no se trata aquí de aquel remanente estoico que avoca a centrarse en el presente y que todavía podemos encontrar en la jovialidad de un autor moderno como Michael de Montaigne (Montaigne 2007, 20)8; ni en la famosa expresión de Horacio, que significativamente ha hecho tanta fortuna en nuestro tiempo: carpe diem (Horacio 2007, 271)9. El aquí y ahora no es una opción en la sentimentalidad posmoderna, es su destino; y así se codifica la angustia del que vive en un constante in media res, sin pasado y sin futuro legitimable, atrapado en la eternidad del ahora, como los personajes de Beckett en

yecta. Prueba de ello podrían ser las Tesis sobre Feuerbach de Marx, tal como lo analiza Ernst Bloch en El principio esperanza (Bloch 2007, 295-338), donde la imagen se orienta hacia el hombre socializado, aliado con la naturaleza en mediación con él, [dando lugar a] la reconstrucción del mundo en patria (2007, 338). En contraste, podríamos caracterizar el ideal utópico en el contexto posmoderno como impotente: como recoge Jameson, su lema consiste en la famosa frase otro mundo es posible ( Ja-meson 2012, 80). La pregunta evidente sería, ¿cuál?

8 Concretamente, el autor citado por Montaigne es el Séneca de las Cartas a Lucilio: “Calamitosus est animus futuri anxius”.

9 Los versos en latín dicen: “Carpe diem, quam minimun credula postero”; mientras que la traducción propuesta por la edición citada es: “échale mano al día, sin fiarte para nada del mañana”.

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Esperando a Godot. La obsesión por el origen casaba bien con un imaginario carente de futuro, pero la mirada que ve artifício en cada aproximación al pasado termina por sentar los funda-mentos de la distopía del presente, impidiendo tejer las costuras abiertas del tiempo.

Convendría agregar aquí que el ethos posmoderno, acosado por el nihilismo y la particular angustia arriba descrita, avanza en su aproximación a lo real a la manera de un ejercicio esté-tico. Esto se haría patente en términos sistémicos a través de la absorción de los mecanismos del arte posmodernista en la sociedad, fundamentalmente a fuerza de penetración en los hogares a través de la publicidad y la televisión, así como del conjunto de nuevas prácticas lle-vadas a cabo por el mercado, en lo que supuso –a su vez– una nueva mutación en la lógica del capital. Aquí resulta tentador recurrir a aquella famosa frase marxiana que abría El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte. Intentando completar a Hegel, apuntaba Marx que en la histo-ria las cosas parecen repetirse dos veces, “la primera como tragedia y la segunda como farsa” (Marx 1968, 13): así, la emancipación a través del arte defendida por el romanticismo fue recuperada por la intelectualidad posmoderna volviéndose en su contra, anestesiando artís-ticamente a la sociedad. Esto es la estetización del mundo10: el uso de las técnicas del collage, el kitsch o el pastiche dieron el salto a la publicidad o la moda; mientras que los procedimientos de carácter metanarrativo en la literatura o el cine pasaron a impregnar las series de televisión mainstream. Inicialmente, los gestos irónicos que estos procedimientos suponían para el arte de posguerra remitían a una postura de rebelión juvenil con miras a una liberación mental, de acuerdo con el distanciamiento crítico que descansa en los mecanismos retóricos de la ironía: así lo analizó David Foster Wallace en un lúcido ensayo que ciertamente hizo época. Su análisis, sin embargo, no terminaba allí. También apuntó que la negatividad de la ironía tiene una función destructiva que sirve, de algún modo, para limpiar un terreno anquilosado; pero que la persistencia en ella puede derivar en un sentimiento de fatiga, vacío y opresión. La ética determinada por el modelo irónico, la sentimentalidad fría de la mirada distante y la media sonrisa desconfiada, ha supuesto la cárcel desde la que cualquier atisbo de valor, emo-ción o vulnerabilidad es visto como el crimen de la ingenuidad (Foster Wallace 2012, 81-85). Persistir en la actitud irónica deriva en razón cínica; y esto está en la base de la erosión de los vínculos humanos, siempre necesitados de un mínimo margen para el desplegamiento de la fragilidad que se implica en toda comunicación de la propia intimidad.

b.2 El giro espacial

Sería necesario decir que una sentimentalidad de este tipo sólo ha podido desplegarse so-bre unos presupuestos materiales y culturales sin los cuales habría sido inimaginable. Hasta ahora habíamos destacado la importancia de la particular experiencia temporal como ele-mento fundamental del ethos posmoderno; sin embargo, es probablemente el denominado

10 Esta expresión apunta a un horizonte común, aunque alguna palabra, así como su componente conceptual específico haya variado en su recorrido. Inicialmente, la expresión respondía a lo que Walter Benjamin llamó la estetización de la po-lítica, haciendo referencia con ello a la autoalienación de la humanidad, sometiendo su propia destrucción –determinada por su subordinación al culto al caudillo fascista– a un goce estético (Benjamin 1989, 56-57). La causa de la subordinación sería luego extendida a toda forma de totalitarismo por Horkheimer; aunque lo importante de la expresión se mantendrá –tal como recuerda J.L. Pardo– en que aquello que se estetiza se reduce a sus componentes afectivos: “lo que puede lograrse por medios racionales podría (...) conseguirse por medios pulsionales o inconscientes, intuitivos y no conceptuales” (Pardo 2016, 244-253). Dada esta tendencia, la estetización se vuelve totalmente transversal a la sociedad. Esto es la estetización del mundo, tal como la han definido Lipovetsky y Serroy: impulsada por el capitalismo artístico, la estetización del mundo repre-senta la estetización de la economía, creando un arte de las masas, haciendo de la vía estética y de los placeres un ideal para todos; en suma, lo que nos acontece trata de una sociedad, una cultura y un individuo estético (Lipovetsky; Serroy 2013, 31; 36; 435).

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giro espacial lo que mejor caracterice a la posmodernidad a la hora de identificar la dinámica entre el individuo y su participación tanto en las nuevas modalidades políticas como en su re-novada aproximación intelectual al mundo. De manera preliminar, es posible aceptar aquello que apunta Sloterdijk cuando dice que, desde la tardo-modernidad, las personas iniciaron un proceso por el cual dejaron de reconocerse bajo el paradigma de la patria y el suelo para co-menzar a relacionarse a través de la imagen del ferrocarril, las terminales y, en general, nuevas posibilidades de enlace: “el mundo es para ellos una hiperesfera conectada en red” (Sloterdijk 1994, 68). En este punto no habría que desestimar el hecho de que Lyotard haya elevado la noción de posmodernidad a fórmula de carácter sistémico amparado en gran medida en un nuevo estilo originado precisamente en la arquitectura (Lyotard 2012, 89 y sgts). La metá-fora espacial que transita bajo esta decisión adquiere pronto plena legitimidad si tomamos en cuenta dos aspectos generales: los cambios en las condiciones materiales y culturales de la socio-política posmoderna y el particular horizonte de pensamiento que deriva de ello.

En primer lugar, por tanto, es importante reconocer la conexión entre la posibilidad de existencia de la posmodernidad como tal, la globalización, las tecnologías de la comunica-ción y el capitalismo financiero ( Jameson 2012, 32). El modo de utilizar la informática redu-ce la distancia espacial a una simultaneidad temporal que favorece la circulación de capitales en un mercado progresivamente interconectado. Especialmente a partir de 1989, tras la caída del muro de Berlín y con la subsiguiente disolución de la política de bloques después del final de la Unión Soviética (1991), el naciente multilateralismo político y económico condicio-nará las legislaciones nacionales favoreciendo precisamente los tratados de libre comercio, lo cual trazará el perfil de la nueva globalización. En efecto, dadas estas circunstancias, pocos se han atrevido a certificar la muerte del Leviathan, aunque sí su agonía: el modelo del Esta-do-Nación teorizado por T. Hobbes al principio de la modernidad se fundaba en la sinergia entre pueblo, territorio y soberanía, estableciendo su orden sobre un eje que distinguía entre el afuera y el adentro; y esto último es fundamental a la hora de identificar la novedad del nuevo orden globalizado: dado que la experiencia histórica da cuenta tanto de la interdependencia entre estados así como de la creación del mercado moderno a partir de la toma de contacto con América, la originalidad de la actual globalización consiste en la pérdida de soberanía del Estado-Nación tradicional, territorialmente cerrado (Marramao 2006, 47-48). Y esto se acentuará en términos culturales ante la realización efectiva de uno de los signos formales de la cultura posmoderna: la hibridación. Esta, sin embargo, no es una opción, sino una necesi-dad derivada de lo que G. Marramao ha llamado la paradoja de la globalización: la combina-ción de comunicación mediática y migraciones de masas en un mundo-globo transnacional crea comunidades en diáspora obligadas a llevar a cabo la producción global de la localidad; lo cual significa que, ante la falta de arraigo (y de sentido) en un lugar “propio”, nos encontramos ya inmersos en comunidades imaginadas en constante mutación, donde se hibridan diversos signos culturales con el objetivo de tejer nuevas identidades (2006, 42-43).

Consecuentemente, estas circunstancias han abierto –en segundo lugar– un nuevo ho-rizonte de pensamiento de marcado acento topológico. Tanto a nivel existencial (ontológico) como ético, político o estético, la perspectiva espacial ha supuesto una renovada oportunidad para pensar nuestra condición. Y ello es así porque la propia evolución de la sociedad in-dustrial, sus mecanismos técnicos y la naciente globalización fueron produciendo un senti-miento de desarraigo que, directa o indirectamente, sembró la semilla de una reflexión sobre el (propio) espacio. Pensemos sino en un ejemplo en los albores del siglo XX, donde Reiner Maria Rilke decía –en la primera de las Elegías de Duino (1922)– que “en verdad es extraño

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no habitar ya la tierra” (Rilke 1999, 19)11; y ello sin remitir a la imagen violenta de la tierra devastada de T.S. Eliot o a las preguntas por el lugar del hombre en el cosmos, a tenor del título homónimo de la influyente obra de Max Scheler (1928). Desde este punto de vista no es ex-traño que Martin Heidegger haya llegado a caracterizar la última etapa de su pensamiento bajo la expresión de Topologías del ser, tal como se desprende de uno de los Seminarios de Le Thor (1968) (Berciano 1991, 12); o bien que Gaston Bachelard se haya entregado a lo que él llamó una topofilia en su influyente Poética del espacio (1957), donde buscaba aproximarse a aquellos espacios íntimos y felices distinguidos por su valor de protección, tales como la casa (Bachelard, 2000, 22). En esta línea, aunque desde una perspectiva socio-política, se encuen-tra la obra de Henri Lefebvre, quien desarrolló una amplia línea de pensamiento en torno a la articulación del espacio urbano y que cristalizaría en su obra magna, La producción del espacio (1974). Su análisis comprometido con la necesidad de un urbanismo que reconozca las di-ferencias como elemento fundamental del tejido comunitario ha tenido una gran influencia, especialmente en el ámbito anglosajón, en pensadores tales como David Harvey o Edward Soja, entre otros; y ha contribuído a tematizar aspectos tan importantes como el derecho a la ciudad de cada individuo o el acento ideológico presente en la distribución material de los centros urbanos (Lefebvre 2013). En su conjunto, aquello que podríamos destacar de estos tres ejemplos paradigmáticos sería una sensibilidad particular que intenta pensar las posibi-lidades del habitar en un contexto dominado por la razón instrumental y la rapidez frenética que moviliza la sociedad industrializada. Bajo esta condición, sólo nos queda afirmar que el pensamiento asediado por la progresiva pérdida de territorio en la posmodernidad parece su-blimar –a la manera de aspiración– aquella frase mística que se cantaba en el Parsifal de Wag-ner: en el primer acto, Gurnemanz le dice al héroe errante que al Grial no conduce ningún camino, sino que su experiencia es de otro carácter, y sentencia: hijo, aquí el tiempo se convierte en espacio.

II. Los restos de la posmodernidad

Llegados a este punto, la pregunta global sería: ¿aún nos reconocemos en esta imagen? Ciertamente, detenernos –aunque sea a la manera de un esbozo– en algunos de los aspectos más problemáticos de la posmodernidad ha sido importante en la medida en que esta palabra cifra una serie de connotaciones que todavía nos interpela. Pero, ¿aún nos describe? ¿estamos todavía en el horizonte que ella despliega? ¿ha acabado? Y, si así fuera: ¿qué queda de la posmo-dernidad?

Si seguimos el esquema que nos ha guiado hasta ahora, quizás podamos iluminar estas preguntas. El problema de la definición ha sido constante desde que Lyotard elevara la pa-labra a denominación sistémica. A ello podríamos agregar que, efectivamente, cualquier definición que pretenda englobar la totalidad de un periodo histórico será inevitablemente limitada y, por tanto, superficial, dado que cada momento genera consigo una serie de aproxi-maciones contra-culturales que disienten del tono general de la época. Se trata del conflicto centro-periferia tematizado por los propios intelectuales posmodernos. Esto nos permite decir que todo lo que hemos destacado hasta ahora se enfoca precisamente en los patrones centrales del periodo histórico en cuestión. Ahora bien, el sólo hecho de que nos podamos plantear las preguntas anteriores da cuenta de al menos dos aspectos: en primer lugar, de

11 El verso en alemán dice: “Freilich ist seltsam, die Erde nicht mehr zu bewohnen”.

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que se reconoce la legitimidad de la posmodernidad en cuanto forma sistémica diferenciada; y, en segundo lugar, que nos encontramos ante un desplazamiento significativo respecto a su epicentro conceptual. Es posible que aquí, en virtud de la epistemología posmoderna, se argumente que la decisión heurística tomada en un inicio determina tanto el camino traza-do como las conclusiones, lo que denota el carácter artificial de todo este texto, así como su dimensión meramente narrativa. A lo que se podría responder que la toma de postura frente a cualquier fenómeno no sólo depende de la experiencia que se haga del mismo, sino que también reclama una distancia intelectual que lo objective a través de un proceso racional en orden a iniciar un nuevo nivel de relación con la materia a tratar, más allá de que luego deba ser matizado o reciba una articulación susceptible de ser caracterizada como un relato.

El hecho de que planteemos esto supone en sí mismo un ejemplo de distanciamiento respecto a los postulados de la episteme posmoderna dominante; lo cual produce consigo un desplazamiento que nos permite hablar de restos, dando legitimidad a la pregunta: ¿qué queda de la posmodernidad? Con todo, la cuestión que quedará pendiente y que excede tanto las posibilidades de este monográfico como –acaso– del tiempo que nos envuelve será si este desplazamiento, así como la tematización de los restos, se encuentra dentro del horizonte de la posmodernidad, es decir, si responde solamente a una mutación dentro de sus propias lógicas; o bien si nos encontramos en la aurora de un nuevo fenómeno sistémico, abierto a su realización.

a. Variaciones del constructivismo

Por lo pronto, y volviendo a nuestro esquema inicial, sólo podemos certificar la persisten-cia tanto de la ontología como de la epistemología posmoderna. El constructivismo se hace patente en el uso generalizado de palabras como relato en múltiples ámbitos, como la publi-cidad, los discursos políticos o las dinámicas empresariales. En este contexto, la capacidad específicamente narrativa del ser humano ha quedado ya plenamente legitimada, como se desprende –entre otros casos– de un ejemplo paradigmático en los últimos años, como es la obra del bestseller mundial Y. N. Harari, en la que se destaca la influencia determinante de esta capacidad en los grandes procesos de evolución de la especie (Harari 2016, 181-207). Sin embargo, en aras de establecer distinciones, ello no ha impedido que se elaboren propuestas importantes para desarticular la especificidad del constructivismo posmoderno. En el ám-bito de la filosofía, en concreto, hay pensadores que pugnan por una vuelta al realismo filo-sófico a ámbos lados del Atlántico (Rodriguez 2018). En la Europa continental, el reciente movimiento autodenominado Nuevo Realismo, fundado por Maurizio Ferraris e impulsado en los últimos años por Markus Gabriel, ha dinamizado el debate contra los presupuestos del constructivismo. Pero no sólo eso: en palabras de Gabriel, el Nuevo Realismo pretende ser el nombre de la era posterior a la posmodernidad (Gabriel 2015, 2). En este sentido, empezan-do por una crítica de la epistemología kantiana y de la tradición que de ella deriva, en la que se intenta deconstruir el peso transferido del objeto al sujeto que conoce (Ferraris 2010, 137), el Nuevo Realismo argumenta que el individuo conoce el mundo tal y como es, en la medida en que existen tanto los pensamientos que tenemos sobre las cosas como las cosas mismas; y ello a diferencia del constructivismo, que se centra en la tendencia autoconstitutiva del sujeto ya descrita, o bien del “viejo realismo”, en el que sólo se reconocía un mundo sin espectadores (Gabriel 2015, 5-7)12.

12 Además de las referencias citadas, podría consultarse la antología de textos dedicada al nuevo realismo, con artículos de autores de ambos lados del Atlántico: (De Caro; Ferraris 2012).

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b. Las guerras culturales

Este debate en torno al sujeto y su relación con los hechos constitutivos del mundo no ha merecido aún el estudio detallado de sus implicaciones sociales dentro del Nuevo Realismo, aunque sí podamos reconocer su coherencia epocal a la luz de los conflictos presentes en las democracias occidentales durante las últimas décadas. Pensemos sino en uno de sus ejemplos más extremos, el de la consejera presidencial de Donald Trump, Kellyanne Conway, quien, intentando defender al secretario de prensa de la Casa Blanca –Sean Spicer– sugirió que este solamente estaba dando hechos alternativos (Alternative facts) al decir que la asistencia a la inauguración de la presidencia de Trump había sido la mayor de la historia. Spicer argumen-taba que unas imágenes previamente difundidas -las cuales mostraban que la inauguración de Obama en el año 2009 había concitado a muchas más personas- no daban cuenta de la cantidad real, dado el efecto visual que habría generado el suelo que cubría el National Mall, recientemente pintado de blanco. La verificación de las imágenes demostraba que esa afir-mación era claramente insostenible; sin embargo, ya teníamos una expresión para los análes: Alternative facts. En este sentido, el periodista Matthew D’Ancona, en un libro reciente de-dicado al mediático concepto de pos-verdad (post-truth) y a las condiciones que lo han hecho posible, lleva a cabo una genealogía del mismo y sitúa a la posmodernidad y al relativismo derivado de su posición constructivista en la base de anécdotas como la antes mencionada (D’Ancona 2017, 89-109). El caso es que, en última instancia, el carácter anecdótico de este tipo de historias son los signos visibles de una estrategia orientada a la legitimación de vi-rajes reaccionarios en múltiples regímenes políticos, amparándose en la normalización del relativismo en todas las esferas de la sociedad. Bajo estas nuevas condiciones, gran parte de los actuales grupos de extrema derecha responden a lo que Enzo Traverso ha calificado como posfascismo: sin pasar por alto su matriz histórica, estos nuevos movimientos –como el Front National en Francia, Alternative für Deutschland en Alemania o el caso de Trump en EE.UU– se diferencian del fascismo tradicional en el hecho de que pertenecen a un régimen histórico específico (el de comienzos del siglo XXI), cuyo contenido ideológico es fluctuante y, por momentos, contradictorio (Traverso 2018, 19); por tanto, con una mayor capacidad de adap-tación a las oscilaciones del debate público; aunque su fijación se mantenga habitualmente en la diferencia étnica y cultural –específicamente la de origen islámico– como fuente de los problemas económicos y sociales (Bernabé 2018, 197-198).

El éxito de posiciones como la anterior responde, en última instancia, a unas condiciones sis-témicas concretas que nos alcanzan hasta el presente. En efecto, tras el final de la Segunda Gue-rra Mundial, la democracia liberal y el modelo capitalista en la europa occidental se aseguró un crecimiento económico que asentó la forma de sociedad que conocemos hasta hoy ( Judt 2005, 324-359); de manera que cuando el espectro de la revolución volvió a acontecer en la década de 1960, lo hizo bajo nuevos presupuestos (2005, 390-421). En este sentido, 1968 ha constituido sin duda un precedente fundamental para el imaginario de lucha social en las democracias ac-tuales. Dado el éxito de los mecanismos orientados al consenso, los imperativos revolucionarios del pasado se transformaron: aquí se encuentra el paso “del predominio de las luchas materiales a las luchas simbólicas” (Fernández Gonzalo 2018, 20-21). No es extraño que en este contexto haya sido recuperado un pensador como Antonio Gramsci, quien precisamente llevó a cabo una transformación epistémica del marxismo tradicional a través de conceptos fundamentales como el de hegemonía, cuya forma original apunta a una reforma de la conciencia orientada a la reconfiguración de aquello que se entiende por sentido común, con el objetivo de transformar los límites de lo legítimo en el marco cultural (Gramsci 2018, 201-203). Con ello, podemos

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decir que las llamadas guerras culturales –tradicionalmente identificadas con los mecanismos de propaganda empleados con miras a aplacar el grado de influencia geopolítica de las grandes potencias mundiales en el marco de la Guerra Fría ( Judt 2005, 197-225)– también se llevaron a cabo a nivel local: las reinvindicaciones identitarias pasaron a pensarse en términos de posicio-namiento hegemónico en el marco social, buscando su reconocimiento.

Dicho esto, no está de más decir que la tendencia culturalista ha abierto una ventana de oportunidad plenamente operativa en cuanto a la ampliación de derechos y libertades ci-viles, pero también ha cerrado otras que ahora pugnan por volver al centro del debate. Por un lado, podemos afirmar que –a pesar de todas las taras impugnables en cuanto a su realización total– es innegable que en las últimas décadas hemos asistido a un avance emancipatorio de múltiples sectores de la sociedad que antaño eran relegados a la periferia. De este modo, di-versos reclamos de reconocimiento –cristalizados teóricamente en la variedad de los pensa-mientos feministas, poscoloniales o ecologistas, entre otros– han hallado su traducción social a través de un movimiento no vertical en el que, primero, se han dado garantías jurídicas; en segundo lugar, ha habido un esfuerzo de parte de los medios de comunicación y la industria audiovisual intentando favorecer la creación de entornos de tolerancia, dando paso a nuevos modelos de relación; y, tercero, gracias a los nuevos compromisos generados y asimilados por gran parte de la sociedad civil.

Sin embargo, operar solamente bajo criterios de diferenciación identitaria ha promovido la fragmentación de los actores sociales en grupos ideológicamente atomizados, haciendo difícil la formulación de una agenda común que pueda plantar cara a un modelo económico tecnológicamente globalizado, este sí plenamente sólido en su constitución. En esta línea, pensadores como S. Zizek argumentan que una política centrada en las identidades emerge como la ideología de las élites corporativas: mientras se mantenga el mutuo conflicto entre identidades, dichas élites estarán salvaguardadas (Zizek 2018, 128). Este sería el escenario de la trampa de la diversidad, como ha sintetizado en nuestro ámbito Daniel Bernabé: no se trata de negar la pluralidad y la diversidad en nuestras sociedades, sino de reconocer la trans-formación que ha sufrido el concepto de identidad y sus aspiraciones de reconocimiento en el marco de la competitividad del mercado (Bernabé 2018, 231). De aquí que, a juicio de Zi-zek, el único gesto emancipatorio se encuentre en la búsqueda de universalidad (Zizek 2018, 134); y que la estrategia de los populismos de izquierda, buscando aglutinar las diferentes vo-caciones identitarias, no sea operativa al momento de enfrentarse a su contraparte ideológica (2018, 126).

c. Políticas de la afectividad

En este punto, lo interesante de la estrategia populista –a derecha e izquierda– es que, tal como hemos sugerido más arriba, explotan de manera distinta la misma impronta relativista heredada de la posmodernidad. Pero hay algo más. En ambos casos se da una tendencia a la obsesión constructivista, pero con el objetivo de generar uno de los aspectos fundamentales de la razón populista: el vínculo afectivo. Esto queda patente en la obra de uno de los padres de la teoría política populista, Ernesto Laclau, donde el influjo posmoderno se hace visible ante la importancia asignada al potencial retórico en la creación de narrativas colectivas y la necesidad de generar, a través de ellas, el vínculo afectivo que promueva la unión del “pueblo” en torno a significantes vacíos (ideas sin un contenido conceptual definido tales como Libertad o Democracia, entre otras), capaces de constituir una nueva hegemonía política (Laclau 2005, 101-117), en la línea de las tesis gramscianas.

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En cierta medida, podríamos decir que el momento populista, para emplear la expresión de Chantal Mouffe (2016), da cuenta de una mutación visible en la lógica del ethos posmoderno. Está claro que la mirada distante de la ética irónica ha declinado en favor de un particular fer-vor emocional: queremos sentir algo, lo que sea; lo cual hace premonitorio el ensayo de Foster Wallace que mencionamos previamente. En cualquier caso, es evidente que nos encontra-mos ante un periodo de ambigüedad moral y política, tal como apuntaba recientemente Simon Critchley (2014, 64; 74). Se abren, por tanto, nuevas modalidades de relación con los otros y con el entorno. La cantidad exponencial de estudios relativos a los afectos, la sentimentalidad y las emociones son solamente el reflejo de una transformación sustancial en el temple de la época (Arias Maldonado 2016); aunque también se manifiesta, por otro lado, en diversas expresiones artísticas, como en la amplia tendencia a la ficción autobiográfica en la literatura de los últimos años o en el cine y las series de televisión, tal como podremos sugerir inmedia-tamente a propósito del primer artículo de este monográfico.

III. Este monográfico Hemos creído oportuno dilatar el desarrollo de nuestra introducción en la medida en que,

aún habiéndonos dejado en el tintero múltiples aspectos, se ha intentado dar cuenta de los signos básicos del fenómeno que nos concita, de modo que podamos contribuir a rastrear aquello en lo que efectivamente arraiga nuestra experiencia del presente. Hablar de los restos de la posmodernidad, sin embargo, es todavía un debate a la espera de ser plenamente temati-zado, como se desprende de los conflictos sistémicos recientes, y cuyo signo acaso esté repre-sentado en el presente texto por la cercanía cronológica de parte de la bibliografía citada. Con todo, la publicación que aquí presentamos supone un esfuerzo preliminar por dilucidar estas líneas de orientación. Y es que, por los motivos que vamos a sugerir de inmediato, creemos que cada uno de los siete documentos que presentamos a continuación -entre ellos, una en-trevista, cuatro artículos y dos reseñas- operan en el límite del marco de pensamiento abierto por la posmodernidad.

Prueba de ello ha sido sin duda nuestra entrevista a Marina Garcés, realizada por Isabel Carrero y por el que aquí escribe. En ella se confrontan gran parte de los aspectos que hemos tratado en esta introducción, tales como la dificultad de alcanzar una definición y los aspectos problemáticos de una u otra opción metodológica. Asimismo, también se explora la posibili-dad de recuperar una serie de valores, superando el momento negativo de la posmodernidad, pero sin caer en la ingenuidad o los dogmatismos del pasado. Un punto particularmente interesante de la entrevista es la propuesta de Garcés de desplazar la mirada desde la preemi-nencia de la historia hacia una visión de carácter geográfico, proponiendo así una alternativa que se encuentra a tono con la irrupción de la espacialidad como aspecto fundamental en el pensamiento de las últimas décadas. Además de recomendar la entrevista, nos gustaría pro-poner la lectura previa de la reseña de Teresa Gras, en la que se aborda precisamente una de las últimas publicaciones de Garcés, Nueva Ilustración Radical (2017), cuya lectura ha sido fundamental a la hora de desarrollar las preguntas realizadas a la autora.

A continuación, el primer artículo que presentamos, a cargo de Luis Freites, indaga en la historia, las características y las propuestas del Metamodernísmo. Este movimiento busca situarse como una aproximación teórica sólida de cara a indagar la estructura de sentimiento que se ha venido articulando en el escenario post-posmoderno. De modo que aquí podemos ver un ejemplo en el que se asumen frontalmente aquellos restos de los que hemos hablado,

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intentando describir positivamente nuestra situación actual. Para ello se ha recurrido -fun-damentalmente- a diversas manifestaciones artísticas y culturales, en las que este nuevo tem-ple se haría manifiesto; así como a la descripción de un nuevo ethos, en el que la “ingenuidad informada” o el “idealismo pragmático” del sujeto contemporáneo le permitiría reconocer que hay un horizonte político, moral o ecológico que exige su compromiso. Creemos que este artículo, por otro lado, puede complementarse armoniosamente con el segundo que presen-tamos, realizado por Alba Giménez. El objetivo que se plantea es analizar la recuperación de motivos de la estética modernista en el cine de Alexander Kluge, dando cuenta -bajo un lenguaje distinto- de la vuelta al acervo que nos ofrece la tradición: concretamente el de las vanguardias históricas. En su texto, Giménez subraya precisamente cómo el cine de Kluge constituye la recuperación de la impronta revolucionaria -en clave utópica- de las vanguar-dias, y cómo su lectura de las mismas abre la posibilidad de nuevas formas de insurgencia adaptándose al contexto de su propio tiempo. Con ello, el texto recuerda –junto con Terry Eagleton– que el modernismo revolucionario es, sobre todo, una permanente posibilidad ontológica. Siguiendo el temple propositivo de los artículos anteriores, el texto de Irene Por-tela lleva a cabo una crítica de la posmodernidad como aquella en la que se desarrolla un individualismo exacerbado, haciendo difícil tejer un colectivo ético. Se apunta, por tanto, a la necesidad de recuperar una posición ética sólida siguiendo la base de la declaración universal de los Derechos Humanos, consistente en la promoción de la unión de los países, los valores de la dignidad humana, la libertad y la igualdad. La autora apela, en este sentido, a la emer-gencia de la pos-humanidad, un escenario que debe forjarse a través de una profunda reforma intelectual y moral.

El artículo de María Soledad Gómez, por otro lado, constituye un buen ejemplo del po-tencial híbrido abierto por la posmodernidad, y que sin duda sigue presente entre las prác-ticas artísticas de nuestro tiempo. En este caso concreto, el texto de Gómez aborda parte del panorama teórico relativo a los mecanismos que se pueden llevar a cabo a la hora de adaptar textos narrativos a la escritura dramática, con miras a su representación teatral. Y para ello se centra en las fases del proceso que proponen dramaturgos actuales como Sanchís Sinisterra, o Juan Antonio Hormigón, entre otros. En esta línea, además de la reseña de Teresa Gras antes mencionada, el libro que aborda Rodrigo Montenegro, Buenos Aires transmedial: los barrios de Cucurto, Casas e Icardona, de la autora Carolina Rolle, también da cuenta de este carácter híbrido, en el que se interrelacionan tanto la literatura como las artes visuales y el cine en orden a cartografiar la vida de la ciudad, en lo que se supone otro modo de catalizar la expe-riencia del espacio y, en concreto, la asimilación de la propia ciudad en el imaginario artístico.

En conjunto, los textos aquí presentados responden a diversas cuestiones abiertas por la posmodernidad y que todavía nos interpelan. La importancia de la empresa aquí emprendi-da consistirá en no dar simplemente por superada una época, sino en intentar indagar en sus aspectos fundamentales para poder enterrar los pies allí donde emerge nuestra experiencia del presente. De cara a esta labor, y antes de cerrar esta introducción, no podemos dejar de resaltar la función de Forma. Revista d’Estudis Comparatius en cuanto plataforma para el de-sarrollo de actividades que promueven el intercambio intelectual en torno a temas capitales. Por ello es necesario recordar que –de manera paralela a este monográfico– los coordinadores de la revista nos volcamos en la organización de una serie de seminarios bajo el título Revi-sitando la posmodernidad, que contó con la participación -en el siguiente orden- de los profe-sores Domingo Ródenas, Pol Capdevila, Amador Vega y Fernando Pérez-Borbujo, quienes dieron pie a una discusión sobre el fenómeno posmoderno y su relación con la literatura, el arte, la estética y la teología y la filosofía, respectivamente. En cada caso, su intervención fue

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el origen de una discusión que nos concitó tanto a nosotros -los integrantes de la revista- co-mo a una serie de compañeros, promoviendo un debate fecundo que desde aquí volvemos a agradecer. Las lecturas realizadas para esta introducción no hubieran adquirido consistencia sin el intercambio que tuvimos en aquellas sesiones mensuales, de febrero a mayo del presen-te año. En última instancia, este tipo de contacto devuelve a la academia una capacidad que parece pasar desapercibida para muchos en los últimos tiempos: la de ser un espacio para el pensamiento vivo.

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Isabel Carrero y Gonzalo Moncloa Allison. Entrevista a Marina Garcés. 23-26.Forma. Revista d’estudis comparatius. Vol 17 Spring 2018. ISSN 2013-7761.

ENTREVISTA A MARINA GARCÉS

Por: Isabel Carrero y Gonzalo Moncloa Allison

Isabel Carrero y Gonzalo Moncloa: La definición de la posmodernidad sigue presentan-do complicaciones incluso hoy en día; no obstante, si intentamos dar un paso atrás, la volun-tad de clarificar este término ha oscilado desde un inicio entre aquellas aproximaciones que la definen ya sea en términos de actitud o bien en términos de periodización histórica. En un claro ejemplo, en 1982, en su respuesta a la crítica que realizó Jürgen Habermas (1980) al mo-vimiento posmoderno, J.F Lyotard defendió la posmodernidad como una actitud, un estado del alma que no caza con una periodización histórica que articule ‘el momento posterior a la modernidad’. En esta línea, figuras como Umberto Eco, en sus Apostillas a El nombre de la rosa (1984), a la vez que critica el término “posmodernidad” como uno que sirve para cualquier cosa, también apunta a que esta palabra evoca una “modalidad del espíritu” antes que una categoría cronológica. Luego, ¿cómo caracterizarías a la posmodernidad, como una actitud o como una categoría que nos permite remitirnos a una época? A partir de aquí: ¿no crees que si nos privamos de una categoría histórica –como la que potencialmente puede representar el término “posmodernidad”– nos estamos privando de la posibilidad de definir aquello que nos precede y, con ello, estamos perdiendo la posibilidad de trabajar -integrándolos y su-perándolos- los aspectos positivos y negativos de aquel momento, de cara a un ejercicio de emancipación auténtico? Y, finalmente: ¿consideras posible aventurarnos a una tematiza-ción conceptual del término posmodernidad? ¿es necesario hacerlo?

Marina Garcés: Para mí el término “posmodernidad” es relevante como toma de posición que como concepto analítico o descriptivo. En este sentido sí, és una actitud, como también lo es la modernidad, que posiciona sus valores en relación a lo “antiguo”, “tradicional” o sim-plemente “pasado”. La posmodernidad, en todas sus variantes, también se define por tomar una posición en un después que no sólo es cronológico, en el “después” de lo moderno. Las maneras de entender ese después son muy diversas, incluso antagónicas entre sí. Y esto ha marcado los tiempos y los modos de hacer que llamamos “posmodernos”. No hay proyectos ni sentidos únicos sino el estallido del sentido de ese pos-. Por eso la posmodernidad es inte-resante como marco de apertura y de experimentación que hace suya la heterogeneidad y la irreductibilidad del sentido. Se neutraliza cuando esta heterogeneidad se convierte en un ca-tálogo de diferencias en lo que yo llamo “las prisiones de lo posible”. Es decir, una realidad en

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la que todo es posible menos transgredir lo posible, una realidad que a pesar de ser contingen-te se impone como necesaria. Se produce entonces una clausura de los horizontes de sentido y de la experiencia de la temporalidad que es a la que he llamado “condición póstuma”.

I. C. y G.M.: Uno de los aspectos que motivan el título de nuestro número monográfico -¿qué queda de la posmodernidad?- es la dificultad de tematizar nuestro tiempo presente. En este sentido, en tu libro Filosofía inacabada (2015) apuntabas precisamente que “ya no tenemos nombre para nuestro propio tiempo”, que ya “no sabemos cómo llamarlo”. No obstante, recien-temente en tu ensayo Nueva ilustración radical [NIR] (2017), lo tematizas, siguiendo la fórmula de Lyotard (a saber, la de condición posmoderna) como la condición póstuma. Por ello, nos gustaría preguntarte -en primer lugar- por cuáles son las dificultades que presentan los intentos de te-matizar el presente después de la posmodernidad; y, en segundo lugar, quisiéramos preguntarte por aquellos aspectos que definen nuestro momento actual, aquel que nombras como “condi-ción póstuma”. Finalmente, ¿en qué consiste el proyecto de una “nueva ilustración radical” en estas circunstancias? ¿qué podría diferenciar al gesto “radical” en este momento concreto, frente a las disrupciones que pudieron suponer los gestos “radicales” de las distintas obras llamadas posmodernas, la de las vanguardias o aquellas llevadas a cabo en otros momentos históricos?

M. G.: Para mí, lo que define nuestro presente es la parálisis de la imaginación. Tenemos grandes herramientas críticas, pero no sabemos cómo movernos libremente con ellas. La ima-ginación no es la fantasía ni la utopía. La imaginación es el juego libre de las facultades, tal como la definió Kant y esto implica la libertad como modo de relacionarnos con lo que per-cibimos, con lo que sentimos, con lo que sabemos. La parálisis de la imaginación tiene como consecuencia que todo presente sea experimentado como un orden precario y que toda idea de futuro se conjugue en pasado. Se imponen, entonces, la retroutopías, por un lado, y el catastro-fismo, por otro. El presente es sólo una tabla de salvación, al alcance de cada vez menos gente. Y el futuro se percibe como una amenaza. Una actitud radical, en este contexto, no es para mí una actitud totalizadora (vamos ha hacer un mundo nuevo, vamos a hacer un hombre nuevo, etc) sino una actitud crítica capaz de ir más allá del desenmascaramiento ideológico del dogma apocalíptico y que va a las raíces de una imaginación política capaz de renovar los imaginarios de la emancipación. No me interesa tanto presentar esta actitud como novedosa, ya que creo que en lo humano no hay nada nunca realmente nuevo, sino como algo que “de nuevo” pode-mos hacer.

I. C. y G. M.: Siguiendo el hilo de las preguntas previas, hemos notado que al inicio del segundo capítulo de NIR, cuando apuntas a la posibilidad de enfrentar nuestra condición póstuma a través del impulso de una nueva ilustración radical, sugieres brevemente que esta ilustración podría ser “ni moderna ni posmoderna” sino situarse “fuera ya de este ciclo de periodización lineal del sentido histórico”; en suma: “una ilustración planetaria, quizá, más geográfica que histórica y más mundial que universal ” (el subrayado es nuestro). Nos gustaría saber si podrías desarrollar esta propuesta. ¿Por qué sería operativo desplazarnos de catego-rías temporales a espaciales en orden a valorar nuestra realidad actual? Si este fuera el caso, ¿qué relación tendría este desplazamiento con aquel que tuvo lugar precisamente en la llama-da posmodernidad, en la que el espacio cobró una importancia fundamental respecto a la que había tenido la temporalidad? Y, finalmente: sabemos que en tu último libro, Ciudad princesa (2018), una autobiografía en clave social, partes de una consideración del espacio que cons-tituye a la ciudad y aquello que la articula, como sus barrios o bien aquellos lugares que han tejido comunidad; luego, ¿cuál sería el perfil de tu concepto de espacio?

M. G.: Yo no opongo el tiempo al espacio sino que propongo el desplazamiento de la mi-rada preeminentemente histórica a una mirada geográfica. La geografía también incorpora

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el tiempo, la consideración geoplanetaria de los asuntos humanos no es estática, sino tam-bién dinámica. ¿Cuántas temporalidades, entre ellas la histórica, confluyen e interactúan en la vida de la tierra, de los ecosistemas y de las sociedades humanas al mismo tiempo? Desde esta pregunta, la linealidad de una historia progresiva contada por etapas deja de tener senti-do, y hay que pensar más en términos de procesos, tensiones, relaciones de fuerza, problemas, desplazamientos, etc. De la misma forma podemos hablar de las transformaciones de una ciudad y esto es lo que he intentado hacer en Ciudad Princesa: una memoria urbana que es inseparablemente una geografía humana, política y sentimental.

I. C. y G. M.: Desde mediados de 1990 se han elaborado distintas aproximaciones que dan por clausurada la posmodernidad. Parece que se ha avanzado en el reconocimiento de que no se puede sostener la actitud irónica permanentemente; y con ello parecen constituirse compromisos a la búsqueda de una nueva sinceridad, nuevas verdades -más sólidas, menos líquidas- con miras a la articulación de propuestas éticas y sociales, aunque sin caer en la in-genuidad de los llamados “metarrelatos” de la modernidad.  ¿Consideras que estamos en ese punto? Y, si es así: ¿cómo describirías la mutación antropológica que supone un cambio de actitud en el sentido apuntado?

M. G.: Como parto de que las categorías no son cerradas, sino que en lo que llamamos posmodernidad lo que hay es una toma de posición conflictiva y contradictoria en sí misma, tampoco me sirve simplemente señalar un antes y un después que pueda ser totalmente ce-rrado. Lo que sí comparto es la necesidad de superar el momento negativo de la crítica (des-encantamiento, desenmascaramiento, deconstrucción, genealogía...) para aventurarnos en una positividad del lenguaje que no caiga en el positivismo y en una afirmación de valores y de sentidos que no caiga en el dogmatismo. Creo que podemos y necesitamos hacerlo y quizá es a eso a lo que se refieren quienes quieren poner un cierre a la posmodernidad. Hay otros que también se declaran antipostmodernos o post-posmodernos, para decirlo con ironía, que lo que proponen más bien es una reacción esencialista y conservadora al componente emanci-pador de la posmodernidad. Hay que estar alerta, porque estas posiciones no siempre tienen el aspecto ni el lenguaje del viejo consevadurismo, sino que pueden ser, al contrario, aparente-mente rompedoras y futuristas.

I. C. y G. M.: Una vez más, en NIR apuntas a que es necesario “empezar a encontrar los indicios para hilvanar de nuevo un tiempo de lo vivible”, en lo que supone el rescate de una convicción con miras a hacernos mejores a través de un pensamiento que se centre preci-samente en ello, en hacernos mejores. Al mismo tiempo, este objetivo de un nuevo tiempo vivible busca no caer nuevamente “en el rescate del futuro con el que la modernidad sentenció al mundo al no futuro”. Entendemos que estas palabras esbozan la posibilidad de una ética renovada, amparada a su vez en la renovación de un pensamiento crítico. Con todo, también apuntas a que este objetivo, el de un nuevo tiempo de lo vivible, no debería responder al mo-nopolio de nadie, ya sea al de una clase social o bien al de unas instituciones determinadas. Luego, ¿significa esto que deberíamos prescindir de cualquier proyecto de futuro político en términos institucionales? ¿consideras que esbozar proyectos de futuro relativamente defini-dos supondría una potencial monopolización de aquello que pueda articular la comunidad? Si no fuera el caso: ¿cuál sería el perfil de tu proyecto de futuro?

M. G.: Yo no tengo proyectos de futuro. Me interesan más las transformaciones en curso, la lógica de lo inacabado. Tampoco creo en “lo nuevo”. Nueva ilustración radical se refiera a ilus-tración radical, de nuevo. Es decir, apela a la reiteración y a la perseverancia como modos de im-pulsar un devenir transformador. Siempre me han asustado los planificadores de futuro, sean de la disciplina que sean. Las instituciones, en este sentido, tampoco describen una realidad única.

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En tanto que posibles planificadoras de nuestros futuros, me despiertan muchas sospechas, pe-ro como articulaciones abiertas de nuevos modos de vivir unos con otros son imprescindibles. Creo que hablar de “las instituciones” en general no tiene sentido. Toda forma de articulación colectiva de un modo de actuar a partir de unos ritmos, unos compromisos explícitos y unas pautas asumidas como válidas es una institución, desde una asociación pequeña hasta un mi-nisterio. Tampoco hay que confundir el sistema de partidos, con el que sí que soy muy crítica, con las instituciones. Hay mucha vida institucional y política que no es el sistema de partidos. Necesitamos explorarla y ampliar sus márgenes y su porosidad social.

I. C. y G. M.: Al hilo de la pregunta anterior, nos gustaría centrarnos brevemente en tus proyectos personales, tanto en aquellos -digamos- individuales como en los colectivos; con-cretamente estamos pensando en tus publicaciones en Espai en Blanc, una propuesta que -si-guiendo lo que se comunica en su respectiva página web- se define como “una propuesta co-lectiva dispuesta a abrir agujeros en la realidad” entre el activismo y la academia. ¿Cuál ha sido la función de este espacio como colectivo? Asimismo, entendemos que esta propuesta arti-cula un contenido no solamente político, sino también artístico: nos referimos en particular a aquello que Espai en Blanc llama un “arma para intervenir en el actual combate del pensamiento: el presentimiento: (el subrayado es nuestro); por tanto, ¿tiene cabida en El Pressentiment una función o intención artística?

M. G.: Toda experimentación incorpora planos de experiencia diversos, si entendemos que la sensibilidad no está compartimentada en disciplinas. Espai en Blanc nació de la nece-sidad de movernos libremente sin fronteras disciplinarias y más allá o más acá de la separa-ción teoría / práctica. Para mí ha sido y sigue siendo una escuela imprescindible de vida y de pensamiento, un lugar común en el que aprender a pensar juntos a través de propuestas muy humildes pero muy libres. También me ha servido para experimentar otra relación entre el yo y el nosotros, entre el individuo y la colectividad que no son excluyentes ni, por el contrario, impuestos. La tensión abierta entre la singularidad de cada persona y de cada forma de pen-sar y de expresarse con la necesidad de que esta singularidad pueda ser recibida por otros y puesta en común es la base de toda vida cultural, ética y política.

I. C. y G. M..: A manera de síntesis de los aspectos tratados, y siguiendo la motivación básica de nuestra publicación: para ti, ¿qué queda de la posmodernidad?

M. G.: Queda lo inacabado de sus apuestas, aquello que nos han dejado por pensar y por realizar. Para mí, básicamente, no hemos resuelto cómo pensar la diferencia libre de identi-dad ni cómo hacerlo desde una experiencia realmente abierta a la reciprocidad existencial y política con “el otro”.

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Luis Freites Pastori. ¿Quién teme al metamodernismo? Introducción a una teoría post-posmoderna, 28-42. Forma. Revista d’estudis comparatius. Vol 17 Spring 2018. ISSN 2013-7761.

PALABRAS CLAVE: Metamodernismo, Post-posmodernidad, Posmodernidad, Meta-xis, Post-ironía.

RESUMEN: El metamodernismo se ha erigido en una de las teorías más sugerentes entre todas las que se han propuesto para describir la época post-posmoderna. Una vez que se ha certificado el final de la pos-modernidad, la “estructura de sentimiento” metamoderna que proponen Timotheus Vermeulen y Robizn van den Akker parece plantear la mejor continuación para esta. Su acierto radica en el descubrimiento de una corriente en la cultura que busca superar el tradicional enfrentamiento entre moder-nidad y posmodernidad, reuniendo ambas tendencias en una síntesis oscilatoria. Según los autores, este prurito esencial del meta-modernismo está cada vez más extendido y puede rastrearse en múltiples producciones culturales y artísticas. El siguiente ensayo profundiza en la historia, características y principios básicos que se han asociado al me-tamodernismo, así como en su pertinencia a la hora de explicar algunos de los fenómenos artísticos y literarios de la época contempo-ránea.

K E Y W O R D S : Metamodernism, Post-postmodernism, Postmodernism, Me-taxis, Post-irony.

ABSTRACT: Metamodernism has emerged as one of the most attractive theo-ries proposed to explain post-postmodern times. Today, once postmodernism’s death has been certified, Timotheus Vermeulen’s and Robin van den Akker’s metamodern “structure of feeling” appears to be its best substitute. Their success lies on the recog-nition of a cultural tendency that strives to overcome the opposition between moder-nity and postmodernism, uniting them in an oscillatory merge. The authors measure the social expansion of the essential force that drives metamodernism, tracing it onto multiple cultural and artistic manifestations. This paper delves into the history, charac-teristics and basic principles that have been outlined to define metamodernism, as well as its accuracy in explaining part of contem-porary artistic and literary phenomena.

¿QUIÉN TEME AL METAMODERNISMO?INTRODUCCIÓN A UNA TEORÍA POST- POSMODERNA WHO’S AFRAID OF METAMODERNISM?INTRODUCTION TO POST- POSTMODERN THEORY

Luis Freites PastoriUniversitat Pompeu [email protected]

Submission date: 26/05/2018Acceptance date: 22/07/2018Publication date: 10/12/2018 (pp. 28-42)

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Introducción: afinidades post-posmodernas

El corpus de investigaciones en torno al concepto de metamodernismo ha experi-mentado un franco crecimiento desde que en 2010 Timotheus Vermeulen y Robin van den Akker publicaran el texto fundacional “Apuntes sobre el metamodernismo” en el Journal of Aesthetics and Culture. Pese a que el término ya había aparecido con anterioridad, hacia los años 70 del pasado siglo, este no había logrado el alcance que adoptó luego gracias a este breve y casi básico artículo introductorio, escrito en un estilo informal, firmado por dos desconoci-dos holandeses estudiantes de máster. En boca de ellos, a partir de las reflexiones expresadas en el artículo y gracias a la posterior difusión de la página web Notes on Metamodernism, el metamodernismo se ha erigido en una de las reflexiones culturológicas más sugerentes del siglo XXI. Su difusión en el campo académico se muestra imparable, como atestiguan confe-rencias, seminarios, exposiciones, tesis y estudios universitarios. Inscritos en la tradición de los estudios culturales, impulsados por la constatación de movimientos sociales y evidencias históricas incuestionables, con un carácter comparativo y un enfoque interdisciplinar, los principios del metamodernismo ya han servido como base metodológica para múltiples es-tudios epistemológicos, filosóficos, de ciencias sociales, de crítica cultural, artística y literaria.

El metamodernismo es uno más entre los intentos recientes, emprendidos desde diversos ámbitos de la crítica cultural, de dar con una definición satisfactoria para la época contem-poránea, época que para muchos se antoja marcada por la superación de la posmodernidad y que, por esta razón, se ha tendido a etiquetar con el anodino título de “post-posmodernidad”. La duplicación del prefijo “post-” que propone esta expresión, sin embargo, ha añadido más ambigüedad a un concepto que, desde su surgimiento, ha sido debatido hasta el hartazgo, ahondando en la sensación ya expuesta por algunos teóricos de que no existió tal cosa co-mo la posmodernidad, por lo que resultaría ridículo, en este sentido, hablar de una supuesta post-posmodernidad. Dichos críticos, entre los que podemos encontrar a Susan Sontag o Jürgen Habermas, consideran que nunca se produjo la tan mentada revolución posmoderna, que seguimos viviendo en tiempos modernos, que lo que llamamos posmodernidad tan solo supuso un paréntesis histórico en el devenir del proyecto de la Ilustración. Desestiman, así,

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todo intento de describir una época nueva, considerándolo el reflejo de los caprichos arbitra-rios de filósofos disociados y catedráticos de literatura poco rigurosos.

A pesar de ello, y más allá del miedo conservador de estos defensores del statu quo moder-no, las teorías sobre la posmodernidad y la post-posmodernidad no han parado de florecer en muchos focos del campo académico. De hecho, ya desde finales del siglo pasado, y con el obje-tivo de superar este impás, algunos teóricos se inclinaron por la neologización, motivados por desarrollar teorías para resemantizar el siglo XXI. Apoyados en múltiples enfoques, surgieron nuevos vocablos: “automodernidad” (Robert Samuels), “performatismo” (Raoul Eshelman), “digimodernidad” (Alan Kirby), “hipermodernidad” (Gilles Lipovetsky) o “altermodernidad” (Nicolas Bourriaud) o el propio “metamodernismo” (Vermeulen y Akker). Para legitimar cada uno se han presentado argumentarios que, si bien no han terminado por consagrar un término por encima de otro, en combinación con los demás nos dan una visión plena de las tendencias en pensamiento, literatura y arte contemporáneo que sugieren el hecho de que, quizá, hemos estrenado en las últimas décadas un paradigma cultural distinto.

La eclosión actual de estas teorías revela ante todo el agotamiento del discurso posmoder-no. Agotamiento o, como opina Jeffrey T. Nealon en su fundamental obra Post-posmodernismo o la lógica del capitalismo instantáneo (2012), quizá más bien su exacerbación. Los variopintos diagnósticos que han emergido en las últimas dos décadas señalan (si seguimos la idea pro-puesta por el sociólogo francés Pierre Bourdieu para entender las luchas dentro de los campos culturales) una evidente transformación de las reglas de juego encumbradas desde los años 60 del siglo XX por la ética y la estética posmodernas, reglas erosionadas hacia los 90 tras años de explotación indiscriminada, obligadas a mutar a principios del siglo XXI por el influjo de nuevas necesidades en los habitus sociales y el surgimiento de medios de comunicación (como Internet y las redes sociales) que sustituyen lo analógico por lo digital y en los que prevalece el valor compulsivo de la interactividad y lo instantáneo. La post-posmodernidad, en este sen-tido, no sería sino el reflejo en la superestructura de cambios estructurales radicales jalonados por las nuevas tecnologías, propiciados por una serie de transformaciones sociales acaecidas a comienzos del nuevo milenio, expresión de una sensibilidad emergente que pretende trasto-car la dominación hegemónica de la ética ironista que había encumbrado la posmodernidad.

1.1 Frivolización de la posmodernidad

Las teorías sobre la posmodernidad, con sus aciertos, desatinos y exageraciones, calaron hondo en la crítica cultural desde su surgimiento en los años 70 del siglo pasado. A ambos la-dos del Atlántico, la idea de que habíamos entrado en una nueva época histórica de pleno de-recho catalizó las pasiones de pensadores de todos los campos y propició un duro debate que nunca, en realidad, llegó a dilucidarse por completo. Para algunos la posmodernidad nunca existió; otros, huyendo del prefijo “post-”, le endilgaron todo tipo de nombres alternativos; muchos la defendieron ciegamente como advenimiento de una cultura nueva para un nuevo tiempo. En la obra panorámica Los orígenes de la posmodernidad (1995), el crítico marxista Pe-rry Anderson emprende un análisis cronológico del término, abarcando desde su acuñación por los movimientos modernistas latinoamericanos de principios del XX, pasando por las teorías arquitectónicas de los años 60 y las transformaciones sociopolíticas de la posguerra, hasta su consagración en la obra de filósofos como Lyotard o Jameson. La trayectoria resul-tante del texto de Anderson no deja lugar a dudas sobre el impacto de una teoría que, para la publicación del ensayo en 1995, todavía se hallaba en boga.

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Entiéndanse como verdadero giro epocal entre un mundo anterior moderno y uno actual posmoderno, como capricho intelectual de académicos arriesgados o como simple etiqueta heurística para artistas y críticos, todas las teorías sobre la posmodernidad que recoge Ander-son pretendieron englobar la multitud de cambios políticos, sociales, económicos y artísticos que se fraguaron tras el fin de la Segunda Guerra Mundial y jalonaron las décadas siguientes. Movida por un aliento de rupturismo vanguardista, empleando la ironía y sus derivados co-mo elemento cohesionador, acabó permeando en todos los ámbitos culturales, trastocando los valores disciplinarios heredados de la modernidad, propugnando para los ciudadanos de las democracias liberales un Zeitgeist relativista que se regodeaba en una actitud de “incredu-lidad respecto de los grandes relatos” (Lyotard 2004: 13)

Constituya realmente el advenimiento de un nuevo paradigma o no suponga más que una simple manifestación de kunstwelle suprahistórica (como diría Umberto Eco), los pos-tulados filosóficos de la posmodernidad manifiestan, en este sentido, un profundo quiebre respecto de las certidumbres que regían la humanidad en la modernidad. Para David Lyon, en la posmodernidad hasta “(...) la idea misma de significado se vuelve cuestionable. Para que el significado signifique algo hay que asumir ciertos límites estables, estructuras fijas, un con-senso aceptado comúnmente. Pero en un mundo dominado por los medios, el significado se desvanece” (144). Este trastocamiento del sentido acabaría por generar una cultura de sujetos mimados y narcisistas, aupando un arte escéptico en el que se desvanecían los contornos de la subjetividad en favor de discursos donde la identidad aparece como un enigma constante e inaprensible. Sometidos a este cuestionamiento radical, tanto el autor como el espectador se veían obligados a mantener una actitud de desapego impostado respecto de las obras así con-cebidas. La literatura, por ejemplo, empezó a incorporar estrategias autorreferenciales con el objeto de cancelar cualquier certeza, en narrativa se recurría a la metaficción como antídoto contra los excesos de la mimesis y la sentimentalidad.

Sobre todo a partir de los años 60 del siglo pasado, acabarían triunfando las fórmulas pa-ródicas impulsadas por los textos de Jorge Luis Borges, reinterpretadas y complejizadas por autores como John Barth y Thomas Pynchon.

Una de las principales influencias críticas de Perry Anderson, Fredric Jameson, empren-de a su vez en el ensayo Posmodernismo. La lógica cultural del capitalismo avanzado (1991) un extenso análisis de estos cambios, que él asocia con una nueva lógica cultural en la época del capitalismo tardío. La referencia a Jameson es pertinente, puesto que el metamodernismo es un deudor directo de sus intuiciones: Vermeulen y Akker también inscriben su análisis en la tradición metodológica de los estudios culturales. Para Jameson, el posmodernismo artístico no era más que una continuación del modernismo iniciado en los años 20 del siglo pasado, es-tética de vanguardias que permea en la cultura y se populariza gracias a los medios de comuni-cación de masas de las democracias occidentales. La posmodernidad se erigió como la cultura de la era posindustrial que instauró en la psique occidental una actitud renovada y distanciada, una “disminución de los afectos” ( Jameson 37), la “desaparición del sujeto individual” (Ibid), condicionado por la dominación de “categorías espaciales en vez de temporales” (Ibid).

Si es cierto que en las sociedades posmodernas la lógica de consumo de la economía de mercado empezó a regir la manera en que nos enfrentábamos a la obra artística, no cabe duda de que esta transformación debió afectar los contenidos y las formas heredadas. En esa cultura de incredulidad ante las grandes metanarraciones debía existir un arte igual de incrédulo, igual de laxo y líquido. Jameson y muchos otros autores destacan, en este sentido, el carácter lúdico y relativizante de la posmodernidad, que se convierte en una época del “(...) rechazo de las ideas jerarquizantes: todos los mitos, todas las historias, todos los juegos del lenguaje- formas de

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vida tienen su valor propio; no se puede universalizar ni fundar objetivamente ninguna prefe-rencia, y menos aún imponerla” (Hottois 477). Más Sócrates que Platón, el ciudadano ideal de las democracias occidentales debía renunciar al idealismo para practicar una especie de prag-matismo desencantado.

Aquí queda manifiesto el carácter eminentemente irónico de la posmodernidad. La ironía permite practicar desapego, invita a la duda permanente respecto de los múltiples discursos, plantea desmontarlos todos sin darle preferencia a ninguno. Como veremos más adelante, la reacción ante la pasividad a la que condena esta sospecha radical es una de las principales ca-racterísticas del metamodernismo y, por extensión, de la post-ironía literaria de autores como David Foster Wallace. En este sentido, el propio Jameson, desde una postura crítica con tintes marxistas, ya valoraba de forma negativa esta relajación, destacando la pérdida de la crítica paródica ante una preferencia por el anodino pastiche con su “mímica neutral” a la que se le “ha amputado el impulso satírico” ( Jameson 54).

Todas las teorías post-posmodernas niegan, de una forma u otra, esta explotación masiva del ironismo. En virtud de los excesos de su moral neutral, para muchos autores la posmo-dernidad hacia finales de los años 90 había devenido en una filosofía frívola, un movimiento arrogante que se veía a sí mismo “como la época de todos los fines y todos los posts” (Gómez 7), pero que fracasó en crear un vector que la movilizara hacia adelante. Como argumenta Foster Wallace en el ensayo “E unibus pluram”, integrado en la colección Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer, esa falta de teleología que tanto defendió acabó por convertirla con el tiempo en una filosofía conservadora e inmovilista que nada tenía que ver con el original.

1.2. Muerte de la posmodernidad

Por todas esta razones, a partir de los 2000 la validez de este concepto revolucionario se vio cuestionada por muchos académicos e incluso algunos de los mismos teóricos que lo auparon anteriormente (caso de Gilles Lipovetsky, sobre todo a partit del texto Los tiempos hipermoder-nos). Ya desde mediados de la última década del siglo XX, se empezó a hablar sobre la “muerte de la posmodernidad” y se especulaba con el nombre y las características del sucesor. Autores de la importancia en estudios posmodernos como Linda Hutcheon o John Barth enunciaron, en los 90, algunas sospechas sobre la deriva de la teoría. Poco a poco se fueron develando evi-dencias contundentes que apuntaban a este nuevo giro en los mismos ámbitos en los cuales antes se señalaron pistas del shift entre modernidad y posmodernidad: sociología, antropolo-gía, teoría de los medios de comunicación, filosofía, artes plásticas, literatura, arquitectura, etc.

No cabe duda de que hemos entrado en una nueva era. El problema es que los historiadores tardarán años en deter-minar si los grandes cambios que estamos experimentado tuvieron relación entre sí o si se produjeron simultánea-mente por casualidad. Afectan a todos los aspectos de la sociedad y la política, tanto nacional como internacional, y también a la guerra (Beevor 1)

La anterior reflexión de Anthony Beevor, publicada en un artículo en el diario El País el año pasado bajo el sugerente título “Una nueva época, un mundo infeliz”, es una prueba de la actitud de rechazo que hoy generan las premisas de la posmodernidad. De ser cierto que hemos entrado en una nueva era, queda claro que el vaticinio apocalíptico posmoderno ha fracasado y es hora de pensar la naturaleza de esos “grandes cambios que estamos experimen-tando”. Bajo el enfoque historicista de Beevor, la génesis de estos cambios debe rastrearse en

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fenómenos como la globalización, la revolución digital y acontecimientos traumáticos como los atentados de las Torres Gemelas. De hecho, para muchos teóricos los sucesos del 11 de septiembre de 2001 marcan el origen cronológico de los tiempos post-posmodernos.

No obstante, y a pesar de la contundencia de esta fecha, el preciso momento de inflexión entre ambos periodos aún no es fácil de reconocer. De todas las teorías sobre esta fase de transición, el metamodernismo es quizá la que más incide en la imposibilidad de certificar un momento específico para la muerte de la posmodernidad. De hecho, los esfuerzos de Ver-meulen y Akker pasan por integrarla en vez de rechazarla completamente. Seth Abramson destaca en “Metamodernism: The Basics II” que el metamodernismo, como reflexión sobre la lógica cultural, se presenta a sí mismo como descripción de un fenómeno recurrente que no está especialmente ligado a un solo momento en la historia del mundo. En su lectura del tiempo actual persiste la idea de que, al igual que el metamodernismo, el modernismo y el posmodernismo son fenómenos culturales que se repiten en el tiempo y que existen unos frente a otros en interacción dialéctica. Insipirados en la tríada propuesta por Hegel, Ver-meulen y Akker consideran que el metamodernismo actúa como una subsecuente síntesis de la tesis moderna y antítesis posmoderna que la precedieron, haciendo un uso “sustancial tanto de herencias modernas como posmodernas”1 (Abramson, 2015: 5)

Una idea similar emana de la argumentación del escritor John Barth desarrollada en el artículo “Postmodernism Revisited”. Tras convertirse en uno de los primeros defensores de la estética posmoderna a través del texto fundacional “Literatura del agotamiento” (1967) y de-sarrollar luego estas ideas en “Literatura de la reposición” (1979), Barth defiende en este texto de 1988 una visión más holística en la que se intuye el deseo de superar la tradicional dicoto-mía entre lo moderno y lo posmoderno. Barth revela su desafección actual hacia la categori-zación epocal que se ha extendido en la crítica que, en lugar de analizar una obra a partir de sus cualidades específicas, se empeña en querer inscribirla con etiquetas como “realismo”, “mo-dernismo” o “posmodernismo”. En su opinión de que, al generalizar acerca de una producción cultural se pierden muchas particularidades, queda evidente (ya en 1988) la sugerencia de que era hora de superar a la posmodernidad y quizá la mejor forma de hacerlo pasaba por diluir los contornos del debate entre esta y la modernidad.

2.1. Metamodernismo: un nuevo comienzo tras el “final de los finales”

Como vimos, fue en “Apuntes sobre metamodernismo” donde Vermeulen y Akker apun-talaron el término como categoría válida para el análisis de la época contemporánea. El carácter informal de este texto introductorio, manifiesto ya desde el título, es, según los au-tores, intencional. Al colocarle a su trabajo el epíteto “apuntes”, la propuesta de ambos que-daba clara, su interés radicaba precisamente en darle a la investigación ese tono de work in progress, de proyecto en construcción, que gracias al poder amplificador de la red permitiera abrir las puertas a un debate global. El ensayo apareció colgado en Internet en el año 2010, apoyado luego con la página web notesonmetamodernism.com, en la que autores de múltiples ámbitos del análisis cultural se permitieron ahondar y poner a prueba las nociones meta-modernas. La página web se ha configurado, desde entonces, como un punto de encuentro y difusión de la teoría2.

1 Traducción nuestra del original en inglés. Todas las citas han sido directamente traducidas del inglés por el autor.

2 Hasta ahora más de 30 autores han publicado en la página.

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La motivación del texto parte del intento de dar respuesta a la carencia denunciada por la estudiosa en temas posmodernos Linda Hutcheon, que en 2002 reclamó un nuevo término para definir una nueva época más allá de la posmoderna. En primer lugar, se asumía el diag-nóstico de que la tradición posmoderna había evolucionado por unos derroteros que ya no podían seguir definiéndose como estrictamente posmodernos. En segundo lugar, y en con-sonancia con la sospecha de Hutcheon, se aceptaba el hecho de que las nuevas lecturas debían mantener la asimilación de su naturaleza de etiqueta heurística, sin pretender ser una filosofía o un movimiento, sino más bien una “estructura de sentimiento”. No obstante, esto no debía sugerir la idea de que la posmodernidad había sido superada, más bien se presenta como una reformulación que integra aspectos de esta con aspectos recuperados de la modernidad.

El concepto “estructura de sentimiento”, acuñado por el sociólogo inglés Raymond Wi-lliams en la obra The Long Revolution, les sirve así a Vermeulen y Akker como una fórmula para describir el ethos metamoderno, como demostración de que en la actualidad existe “una nueva sensibilidad que se encuentra ya tan extendida que se puede considerar estructural” (Vemeulen y Akker 2015: 1). El texto empieza rastreando en las teorías sobre el advenimien-to de la época post- posmoderna las diferentes posiciones que se han ido desarrollando y que han ido dejando patente la nueva sensibilidad, con el objetivo de trazar los puntos en común. Partiendo del comentario de Fredric Jameson, que en su obra Postmodernismo. La lógica cul-tural del capitalismo avanzado (1991) llama a la posmodernidad una época de “nociones de final”, “Apuntes sobre el metamodernismo” encuentra en esa acumulación de presagios sobre el Apocalipsis de la cultura, característico de la posmodernidad, el elemento fundamental de cohesión de las teorías post-posmodernas.

En su blog del Huffington Post sobre temas metamodernos, Seth Abramson destaca la re-acción ante este finalismo epocal (que afloró entre los años 80 y 2000 del siglo pasado) como primer paso de una tendencia global hacia el cambio, un giro finisecular en el que resultaba cada vez más evidente que categorías usuales como posmodernidad y modernidad se hacían insuficientes. Vermeulen y Akker definen este proceso de transformación como la intuición de que la era de “nociones de final” de Jameson había llegado, también, a su fin. Lo llaman “el final de los finales”, época en la que ya no circulamos por la espiral obsesiva de aquellos fatídi-cos relatos sobre el final de la Historia o del hombre o del Estado o de la moral o de la filosofía que tan mesiánicamente pergeñaron algunos pensadores posmodernos. El hombre contem-poráneo, más bien, comprueba que la historia siguió adelante aún a pesar del tan mentado Apocalipsis, y que han surgido temas globales apremiantes (ecológicos, políticos, morales) que exigen votos de compromiso inapelable, demostración de que “la Historia se está mo-viendo más allá de su tan proclamado final. Para estar seguros, la Historia nunca terminó” (Vermeulen y Akker 2010: 5).

De modo que mientras los pensadores posmodernos de finales del siglo XX postularon que el postulado dialéctico de Hegel debía impugnarse debido a su carácter idealista, los metamodernos de principios del XXI corrigieron el diagnóstico e intentaron (consciente-mente) hacer las paces con el viejo ideal historicista de la modernidad, aunque fuera de forma impostada. Postularon que solo a través de una operación intelectual performativa se haría posible salvar las distancias dialécticas entre ambas épocas, el metamodernismo debía fungir como síntesis de proposiciones en tensión. La estructura de sentimiento emergente deviene, así, en una especie de “ingenuidad informada, un idealismo pragmático” (Ibid.) que encuen-tra su raison d’etre en la aplicación de este oxímoron. Se entendía, por un lado, la idea de que la cumbre de la historia se había alcanzado, aparentemente, con la universalización de los prin-cipios de las democracias liberales occidentales, pero también se comprobaba la fragilidad de

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una pseudo- victoria que abocaba a la cultura a una posición de nihilismo y desapego. Para superar esta condena a un bucle perpetuo de narcisismo autorreferencial, la propuesta de “Apuntes sobre el metamodernismo” invita a una posición de permanente interregno entre posturas contrapuestas, una fluctuación ambivalente que supone que el “discurso metamo-derno se compromete de manera consciente a una posibilidad imposible” (Ibid.)

2.2 Nuevos principios: oscilación y metaxis

Con el objetivo de acometer cabalmente esta contradicción, los autores proponen segui-damente el concepto quintaesencial del metamodernismo: la oscilación. Esta idea supone, sin duda, el aporte más original de la teoría, su mayor contribución al acervo de especulaciones en torno a la post-posmodernidad. La oscilación, según ellos, debe manifestarse en una Wel-tanschauung particular, una actitud ética y estética de basculación primordial entre posturas tanto modernas como posmodernas. El individuo actual, en este contexto, ha decidido aban-donar la pasividad cínica a la que invitaba la (anti)moral posmoderna y prefiere desvincularse del cómodo desapego para practicar una suerte de nueva moral de lo voluble. Vermeulen y Akker lo representan con la imagen de “un péndulo moviéndose entre (…) polos infinitos” (6). Tanto el pensador como el artista metamodernos desarrollan una estrategia de movi-miento crítico pendular cuyo objetivo principal es encontrar formas de reconectar con aspec-tos abandonados por los presupuestos de la posmodernidad.

El resultado de esta operación arroja productos culturales insuflados por discursos y retó-ricas renovadas, empapados de esta actitud fluctuante. Ya es hora, según los autores, de aban-donar los excesos escépticos del arte autorreferencial de la segunda mitad del siglo XX, el ironismo gratuito subyacente en procedimientos literarios como la metaficción. Los nuevos artistas deben empezar a mirar hacia atrás. Síntesis hegeliana entre tesis y antítesis: se com-binan de manera intencionada el entusiasmo ciego de la ética moderna y la ironía distanciada de la (anti)ética posmoderna, flotando

entre esperanza y melancolía, entre ingenuidad y sabiduría, empatía y apatía, unidad y pluralidad, totali-dad y fragmentarismo, pureza y ambigüedad (Ibid.)

El metamodernismo debería abarcar, de este modo, todos aquellos textos en los que se recrea, de una manera artificial pero no por ello menos sincera, esta cosmovisión paradójica que condiciona a la sociedad del siglo XXI. Su propuesta se coloca sin duda en sintonía con las nuevas tendencias artísticas y literarias que, como veremos en el siguiente apartado, pro-curan evocar sentimientos modernos sin descartar las tensiones con los preceptos posmo-dernos que los habían denostado. Sinceridad hipócrita que ansía de alguna forma recuperar los viejos universales platónicos y sus reformulaciones kantianas, que continúa persiguiendo entelequias pero con la consciencia plena de la imposibilidad de alcanzarlas.

Para ahondar en la noción de una necesaria oscilación paradójica como elemento estruc-turante, Vermeulen y Akker recurren además al término platónico “metaxis”, aclarando antes que utilizan el prefijo “meta-” no en su sentido deconstructivo posmoderno, sino en la acep-ción más clásica de “junto” o “con”. En El banquete, el concepto de metaxis aparece asociado al estado de in-betweenness que caracteriza a la condición humana, empujada inopinada-mente a un mundo de conciencias que permanecen suspendidas en una red de polaridades. Moviéndose sin cesar, se balancean entre polos contrapuestos (entre lo uno y lo múltiple,

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entre la eternidad y el tiempo, entre la libertad y el destino, entre el instinto y el intelecto). Material fundamental de la estructura de sentimiento metamoderna, la metaxis explicaría esa condición consustancial de oscilación que caracteriza al sujeto contemporáneo. Método y poética, predisposición teórica y metodológica, la metaxis sería el concepto más apropiado para describir el esprit du temps actual. Gracias a ella entendemos cómo el artista y el crítico metamodernos pueden reconciliar, sin complejos, discursos o estéticas tradicionalmente an-tagónicas. En este sentido, como opina Seth Abramson, el metamodernismo no solo respon-de al apremio de deconstruir los discursos culturales, sino también pretende reconstruirlos. Gracias a la renuncia al radicalismo ironista posmoderno y la aceptación de la metaxis como brújula, el metamodernismo cancela las distancias aparentes entre posturas para explorar nuevas formas de reconstrucción.

2.3 Metamodernismo en las artes

Vermeulen y Akker crearon en 2010, como ya hemos mencionado, la página web Notes on Metamodernism, en la que tanto ellos como otros autores publican de manera periódica artículos en torno a la evolución de la teoría y sus diversas manifestaciones. Pudiendo ser considerada una extensión del pionero ensayo, la página recopila una miríada de análisis que aplican los postulados metamodernos sobre producciones de variados ámbitos: arquitectura, música, cine, moda, política y economía. En virtud de esta profusión de artículos no resulta descabellado proclamar cierto éxito para la teoría, su difusión la avala como una de las princi-pales propuestas de la post-posmodernidad. Desde la filosofía hasta la crítica artística, cada nuevo monográfico ha seguido cabalmente la senda inaugurada por “Apuntes sobre el meta-modernismo”, que ya esbozó un panorama universal de producciones textuales que eviden-ciaban adscripción metamoderna.

Este catálogo de ejemplos se concentra, ante todo, en una serie de manifestaciones es-téticas de la post-posmodernidad en las que, según ellos, se puede advertir la aplicación ru-dimentaria de estrategias metamodernas. Las encuentran, en primer lugar, en el llamado performatismo, que ya hemos comentado como una de las tendencias post-posmodernas. Movimiento artístico surgido en los 2000 y desarrollado por el teórico alemán Raoul Eshel-man, el performatismo propone para el arte la adopción voluntaria de una especie de “autoen-gaño (…) que permita creer en algún concepto, incluso a pesar de sí mismo” (Ibid.). En este sentido, los arquitectos y artistas plásticos deberán introducir en sus obras vanguardistas ele-mentos tópicos o reconocibles para llamar la atención de los espectadores comunes, ofrecién-doles fórmulas de verdad con las que identificarse más allá del escepticismo que propugnaba la posmodernidad. Procurando dejar atrás así el ironismo distanciado, este procedimiento permite mantener bajo vigilancia la sospecha posmoderna, abriendo para el devenir artístico nuevas formas de expresión despojadas de la arrogancia que caracterizó al arte desde los 60.

Vermeulen y Akker descubren un sustrato metamoderno, asimismo, en algunos textos de diversos comentaristas culturales de los últimos años de la década del 2000. Por ejemplo, en el análisis que el crítico artístico Jerry Saltz realizó en 2008 sobre la exposición Younger Than Jesus de Nueva York. Según Saltzer, este montaje demostraba que en el ámbito de las artes plásticas estaban empezando a surgir obras más comprometidas y honestas, obras en la que los artistas proponían actitudes “conscientemente autoconscientes” (7), actitudes nuevas que “descartan la distinción entre honestidad y desapego” (Ibid) y “asumen que se puede ser iró-nico y sincero al mismo tiempo” (Ibid). Los autores interpretan en estas palabras de Saltz un

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reconocimiento temprano de la sensibilidad oscilatoria que ellos propugnan. Por otro lado, cuando el ensayista Jörg Heiser habla de la emergencia de un “conceptualismo romántico” en las obras de Jeff Koons o Thomas Demand, también puede reconocerse la intuición de esa nueva perspectiva. Por último, para Vermeulen y Akker el metamodernismo asoma, de igual modo, en el análisis que el crítico cinematográfico James MacDowell dedica al director Wes Anderson. Según MacDowell, los filmes de Anderson escenifican una reacción naif ante los excesos cínicos del cine de la década de los 90, una fórmula nueva que recupera la sentimenta-lidad tras una etapa de fría indiferencia

Pero es en el llamado “neorromanticismo” donde, según los autores, se halla la expresión más clara de la impronta metamoderna en la época contemporánea. “Apuntes sobre el meta-modernismo” dedica un apartado completo al nuevo romanticismo, prueba de la importan-cia que se le otorga. Vermeulen y Akker empiezan por comentar cómo ya en el romanticismo clásico se expresaba como en ninguna otra estética ese amor por la contradicción y la impo-sibilidad, esa condición de oscilación que también impulsa hoy en día los desplazamientos metamodernos.

Es en esta postura de indefinición en la que se apoya la inclinación romántica hacia la tragedia, lo subli-me y lo extraño. Categorías estéticas fluctuando entre proyección y percepción, entre la forma y lo infor-me, coherencia y caos, corrupción e inocencia (8)

El neorromanticismo es un movimiento post-posmoderno que retoma y recrea esa cua-lidad oscilatoria, que reactiva en la época contemporánea algunos de los viejos principios románticos en desuso. El neorromanticismo surgió a principios de la última década del siglo XX y, en el momento en el que Vermeulen y Akker escriben su ensayo, se encuentra en pleno apogeo. Explorado por artistas de todos los ámbitos, este postulaba un retorno estético de algunos temas y procedimientos románticos, propiciando con ello una forma de metaxis. Mientras la posmodernidad premiaba el desarrollo de técnicas ironistas como la parodia o el pastiche, el neorromanticismo ensalzaba procedimientos canónicos como la mímesis o el sentimentalismo. Arquitectos como Herzog y de Meuron, artistas plásticos como Bas Jan Ader o Peter Doig, cineastas como Michel Gondry o Wes Anderson. En todos ellos se explo-raron elementos románticos más allá de la posmodernidad.

2.4. Metamodernismo y literatura: la “post-ironía”

El artículo “To Engage in Literature” es uno de los primeros y más célebres aparecidos en la web Notes on Metamodernism. En él, la autora Nadine Fefler esboza algunas nociones que luego acabarían por definir la literatura metamoderna, una lista de características que servirían de base para posteriores estudios en torno al tema. Partiendo de la constatación del agotamiento literario del ironismo posmoderno, recurriendo a ejemplos en los escritores más actuales3, para la autora parece evidente ante todo el progresivo retorno de la autenticidad al discurso de la literatura norteamericana contemporánea, en la que la sinceridad está “esceni-ficando un contraataque, bajo los disfraces de la memoria, la ética, la religión, la fábula y un nuevo interés en las ‘cosas verdaderas’” (Fefler 15). El hecho de que Fefler inscriba este aná-lisis en la página web sobre el metamodernismo demuestra la difusión que ha alcanzado la

3 Entre los autores (norteamericanos y no) que desarrollan este principio, según Fefler, se encontrarían: David Foster Walla-ce, J.M. Coetzee, Haruki Murakami, Yann Martel, Jeffrey Eugenides, Jonathan Franzen, Dave Eggers, Mark Z. Danielewski.

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teoría en las distintas disciplinas de la crítica académica. El “método” metamoderno ha sido absorbido por múltiples estudios sobre movimientos literarios del periodo actual.

Este método subyace sin duda en el redescubrimiento de la honestidad narrativa que, a principios del siglo XXI, emprendieron escritores como David Foster Wallace o Dave Eg-gers. Analizando las obras de estos y otros autores, Fefler descubre en todos un mismo ges-to rompedor, la expresión de una nueva sensibilidad que denomina “post-ironía”. Desde el principio advierte que esta no debe entenderse como una mera propuesta rupturista, como la simple cancelación subversiva de la ironía artística que imperó durante la posmodernidad. La post-ironía describe un desplazamiento crítico que no es dialéctico sino sintético, señala una estética literaria integradora en la que una premisa no cancela sino que asimila a la otra. La post-ironía no niega la ironía, propone más bien asumirla, recrearla, ficcionalizarla. Los escritores post-irónicos incluyen “en sus obras la ironía como una modo de expresión mien-tras al mismo tiempo intentan superarla como ideología” (Hoffmann 39). Como ilustra per-fectamente la obra de ecritores como David Foster Wallace, la ficción así concebida se coloca en una posición inestable entre polos opuestos, alegoría sobre la dificultad de ser auténticos en un mundo mediatizado.

Para Fefler esto evidencia que, actualmente, existe una tendencia narrativa oscilatoria que se fundamenta en la noción de metaxis. Hay un vínculo evidente entre la metaxis metamo-derna que proponen Vermeulen y Akker y ese agotamiento del tropo irónico en la literatura desde finales del siglo XX que reclamaba la invención de una nueva forma de subjetividad. A partir de los años 2000, sobre todo en el campo de la ficción norteamericana, algunos autores empezaron a acusar los excesos de los principios de desdoblamiento que regían el quehacer literario desde John Barth. Para algunos autores de los años 90, tras los estragos del escepti-cismo posmoderno la única forma de recuperar la moderna idea de lo subjetivo en literatura pasaría por superar ese agotamiento, procurar la adopción de una actitud pendular entre es-téticas y estados de ánimo. Pretendiendo salvar distancias aparentes entre ambas épocas, la apuesta última metamoderna propone reconectar con el receptor moderno aún a pesar de la desconexión posmoderna.

La post-ironía, así, se propone recuperar formas consensuadas de subjetividad en litera-tura, pero ese retorno de la autenticidad solo es posible corrompido por el conocimiento de que “autenticidad” es un concepto inexistente. El escritor metamoderno debe acercarse a los viejos conceptos con una venda consciente que bascule entre incredulidad y certidumbre. La post-ironía, en este sentido, enunciaría el reclamo de una nueva forma de vivir y reflejar la vida interior. Se diferencia en esto del posmodernismo, que presentaba para el sujeto una trampa poderosa, aparentemente ineludible. Cualquier intento que hiciera de encontrarse a sí mis-mo a través de una búsqueda de sentido estaba condenado a ir mal, pues todos los signos que prometían algún tipo de conocimiento originario estaban incrustrados en otros contextos cuya explicación requería el establecimiento de aún más signos. Intentando encontrarse a través del significado, el sujeto se ahogaba en una avalancha de referencias cruzadas cada vez más amplias.

Cuando se aplica a la literatura y el sujeto, la post-ironía tiene como principal objetivo salvar este bosque tupido de referencias. Procedimientos tradicionales como la intertextua-lidad o la metaficción deben ser corregidos y desmontados. Esta operación tiene varias im-plicaciones: en primer lugar, las limitaciones del sujeto resultan ser liberadoras puesto que el post-postmodernismo vuelve ahora a un espacio cerrado donde es “capaz de cerrar la inter-minable regresión de la filiación que normalmente le impediría establecer alguna forma de ser unificado” (Eshelman 29). Naturalmente, esta progresión obliga al lector metamoderno

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a aplicar una postura de lectura diferente, que explique el cierre narrativo (súbito) que final-mente resulta en la identificación con esos sujetos. Esto debe ser entendido como un resulta-do de la tendencia post-posmoderna de intentar deshacerse del cinismo que le había impues-to su predecesor, de modo que abre una narrativa más cerrada y, por lo tanto, más relatable y menos confusa. Con ello, el autor debe procurar para su ficción el retorno de viejos recursos como la mimesis o el pathos, no huir de ellos como se venía haciendo hasta ahora. Fefler ad-vierte el abandono de la fragmentación y la desestabilización con el objetivo de introducir nuevas formas de trascendencia. Al experimentar tal trascendencia, una unidad nueva pero limitada es creada. El sujeto ya no está ligado al infinito de la existencia, sino que se limita a lo que considera importante: ya no existe un sentido posmoderno de ambigüedad constante, ya que el sujeto metamoderno (según Fefler) establece ciertos términos inequívocos ideales para sí mismo, además de ser un representante de esos u otros ideales al mismo tiempo.

Seth Abramson, por su parte, llama a este proceso “reconstrucción”, en oposición a los excesos deconstructivos de la narrativa posmoderna, un proceso que “reconoce las distancias existentes pero colapsa esas distancias, asumiendo la problemática de este colapso como una manera de empezar una reconstrucción colectiva de nuestro sentido de identidad y comu-nidad” (Abramson 2016: 3) En la literatura metamoderna no se produce un quiebre entre estéticas, sino una imbricación cuyo objetivo es “tejer textos (e ideas, e identidades) dejando ambigua la respuesta sobre cuál de ellos debería ser privilegiado” (2016, 12). Una cuestión vi-tal es, entonces, cuáles manifestaciones literarias -en línea con la idea de metaxis- ilustran los aspectos metamodernos de la literatura.

2.5. Conclusión: el metamodernismo no quiere ser escuela

La propia naturaleza pendular del metamodernismo hace difícil su aplicación dentro de los límites estrictos de un canon, porque se contrapondría a la estructura de sentimiento vo-látil que Vermeulen y Van Den Akker defienden. Más bien, como la evolución y el cambio son inherentes a la teoría metamodernista, la única fórmula útil para abordar los temas y las obras literarias desde un lente metamoderno es apegándose a la noción de oscilación. Si en la obra analizada no encontramos pruebas de una pendulación metafórica entre valores y procedimientos modernistas y posmodernistas, tendremos suficientes evidencias para des-cartarla como expresión metamoderna.

Por tanto, no hay razones para hablar de una escuela metamoderna. A pesar de los rasgos comunes, resulta de suma importancia comprender el metamodernismo de Vermeu-len y Van den Akker como lo que ellos mismos pretenden que sea: un pensamiento descripti-vo, no prescriptivo. “Apuntes sobre metamodernismo” ha sido leído demasiado a menudo por críticos como un manifiesto o como la creación de un subgénero. Sobre ese malentendido, Vermeulen y Van den Akker resumen en un segundo artículo en la web4 (publicado en 2015, cinco años después que su texto fundacional) sus opiniones al respecto:

El metamodernismo, como vemos, no es una filosofía. En el mismo sentido, no es un movimiento, un programa, un registro estético, una estrategia visual, o una técnica literaria o tropo. Decir que algo es una filosofía es sugerir que es un sistema de pensamiento. Esto implica que está cerrado, que tiene límites. También implica que tiene una lógica interna. Decir que algo es un movimiento, o de hecho un programa, sugiere que hay una política adherida a él, una

4 Titulado “Aclaraciones y malentendidos”

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creencia en cómo se debe organizar la realidad. Proponer cualquier “-ismo” como una estética -registro, estrategia o tropo- es sugerir que es una figura que puede ser fijada y recogida de un texto o una pintura e insertada en otra parte. La noción de metamodernismo que hemos propuesto no es ninguna de estas. No es un sistema de pensamiento, ni un movimiento o un tropo. Para nosotros, es una estructura de sentimiento5 (Vermeulen y Akker 2015: 6)

5 Traducción nuestra del original en inglés.

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HOW TO DEAL WITH “BAD NEW DAYS”: ALEXANDER KLUGE AND THE REVIVAL OF MODERNISM IN CONTEMPORARY FILMa

Alba Giménez GilUniversity of South [email protected]

Submission date: 20/04/2018Acceptance date: 13/07/2018Publication date: 10/12/2018 (pp. 43-55)

KEYWORDS: Kluge, Modernism, Re-vival, Allegory, Experimental Film.

ABSTRACT: In this article I will analy-se how Kluge’s filmmaking constitutes a re-vival of modernism both in terms of repri-sing its representational strategies based on formal experimentation and in terms of the creation of visual imaginaries that somehow make reference to the idea of resistance and persistence in time. This study will be carried out in parallel with an analysis of Hal Fos-ter’s and Terry Eagleton’s conceptualization of the “return” of the avant-garde in Bad New Days (2015) and “Capitalism, Modernism, Postmodernism” (1986) respectively.

a This paper is part of an ongoing research work carried out with the support and funding of the University of South Wales and under the supervision of Mark Durden, Eileen Little and Russell Roberts.

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1. Stasis and Disruption: Resistance as a leitmotif

Once upon a time there was a wilful child that would not do as her mother wished. For this reason, God had no pleasure in her and let her become ill. And no doctor could do her any good. In a short time she was laying on her deathbed. When she’d been lowered into her grave, and the earth was spread over her, all at once her arm came out again and stretched upwards. And when they had put it in and spread fresh earth over it, it was to no purpose for the arm always came out again. Then, the mother herself was obliged to go to the grave and strike the arm with a rod. And when she had done that, it was drawn in. And then at last the child had rest beneath the ground. (Kluge 2014)

This short tale by the Brothers Grimm –read and discussed with Michael Haneke in a homonymous film– even with its briefness and simplicity, is an aesthetic and political statement for Alexander Kluge’s work. Originally included as a complement to History and Obstinacy, a work written in collaboration with Oskar Negt1, The Wilful Child condenses in itself Kluge’s obsession with a concept of restless and stubborn resistance to a normalized discourse present all along in his work and biography (Elsaesser 2012, 26). Kluge’s poetics is articulated around a continuous contradiction and oscillation between resistance and failure. It shows the struggle of a politically consistent artist or, at least, an artist who intends to be so, when trying to resist the dynamics of cultural industries he needs for survival. It also mate-rializes the paradoxes of any utopian impulse or struggle that, even with its impossibility –or precisely thanks to that– insists on its imaginary projection of new social orders.

Alexander Kluge was born in Halbertstadt in 1932. He is a writer and film director who has produced both cinema and television work. He studied Law, History and Music in the universities of Marburg and Frankfurt, graduating in Law in 1956, working in close colla-boration with Theodor Adorno and the Frankfurt School. He also worked as an assistant for

1 I am not focusing on the figure of Oskar Negt (Kapkeim, 1934) in this article, but his collaboration with Kluge in Public Sphere and Experience (1972), which I will quote later on, and History and Obstinacy (1981) has been crucial. He was one of the ideologists of Sozialitstischer Deutscher Studentenbund and he worked as the assistant of Jürgen Habermas between 1962 and 1970, in Heidelberg and Frankfurt Universities, where he also got his doctorate under the supervision of Theodor Adorno. His work is significantly focused on the analysis of Eastern European socialist regimes and their collapse.

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Fritz Lang (1958). As Thomas Elsaesser would put it, “to film historians, he is the legal brain and policy-shaper” behind the Oberhausener Manifesto of 1962, which had a crucial influen-ce on the New German Cinema of the following decade (Werner Herzog, Harun Farocki, Reiner Weiner Fassbinder…). He was also a professor and co-founder of the Ulm School of Arts and Design (1964), the first West Germany’s film school –crucial in the renovation of Germany’s devastated cultural industries after the war (Elsaesser 2012, 22). In this article I will focus on how Kluge’s filmmaking constitutes a revival of revolutionary avant-garde, not in terms of “upraising” a closed-up art history period, but in terms of reprising the utopian character of some modernist art practices –as it was the case of Russian Constructivism, for example. The fact of reprising the “utopian” character of some artistic practices of the first half of the twentieth century does not respond to a nostalgic celebration of the past. It rather consists on a paradoxical positioning in which the act of simultaneously re-reading tradition and breaking it from within helps us to understand how, from inside the very core of institutionalized or sclerotized practices, there is always the possibility for insurgent forms of cultural production to emerge: or rather, the “new” or contemporary is not defined by its uniqueness, but rather by its never settled burgeoning state.

This idea of a revival or return of modernism as a means to elaborate a contemporary discourse will be mainly developed through the arguments in Hal Foster’s essay Bad New Days (2015) and through Terry Eagleton’s “Capitalism, modernism and Postmodernism”, published originally in the New Left Review (1986). Both essays conceive the succession of art periods or styles not as a matter of a sequential unfolding of events, but rather as a fluctua-tion between stasis and its disruption. Along with this, this article will analyse how Kluge’s reinterpretation of modernism as a strategy to understand Postmodernism spreads in two main directions. The first one relates to the re-reading of modernist imaginaries themselves. His recycling of symbolic imaginaries of the past would range from a very strong influence of the Marxist tradition and the Frankfurt School –his News from the Ideological Antiquity is a 9-hour critical reading of The Capital, for example– to a reinterpretation of contemporary European history by means of found-footage coming both from fictional and documentary sources (Lutze 1998). The second way in which Kluge reprises the modern relates to the revi-val of the programmatic character of artistic avant-garde.

As Hal Foster would put it in his essay Bad New Days, postmodern art practices have the urgent need to take an active positioning within a historical moment of precariousness and uncertainty. And again, contradictorily enough, a possible way of fulfilling this engagement of art with its own context involves the revival of the programmatic character of utopian moder-nism. As Brecht said –and as Foster reprises pertinently as well in his book–, contemporary art practices “won’t be connected to good old days, but to bad new days”2 (Brecht 1971, 24). Brecht defended that avant-garde’s sense of moving “forward” and its experimentalism, responded to the need of producing forms of expression that were suitable to face the collapse of the former European cultural tradition. Just as the decline of old European empires and the emergence of totalitarianism, as well as the geopolitical reorganization following World War I and II were not a reversible process, the emergence of the artistic languages and media of modernism “is a one-way trip”. Neither the values of 19th century Europe, nor its aesthetic forms, can be resto-red, and systemic collapse is a conspicuous fact to which art practices must respond.

In this concern, there is some sort of sequential correlation between how Brecht saw “the world coming to an end” in a letter to Benjamin when in exile in Svendborg (Denmark) in

2 “No serà connectada amb els bons temps antics, sinó amb els mals temps moderns” (Brecht 1971, 24). Translated by the author.

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1933, when the second world war was about to start, and how Kluge faced this post-war apo-calyptical scenario and the horror of the Holocaust in his first film, Brutality in Stone (1961) which pictures the architecture of Nazism as a means to bolster and impose the principles of the regime. In the works of both Brecht and Kluge, the understanding of desolation and systemic crisis is not one that detaches itself from the surrounding decadence, but the other way round; it understands the conflicts and the inner struggles arising both at an individual and a social level as something constitutive of artistic practice as such. At the same time, their look at social reality is not full of hope and expectations, but it rather departs from an inner struggle between faith –or the need of faith– and excruciating bitterness. And paradoxically, it is the inevitability of the “catastrophe” or rather the rift at the very core of systemic collapse that will enable the permanent possibility of emergent discursive and political structures, as it was the aim of utopian avant-garde.

The following argument Foster develops is that avant-garde should not be understood in a purely diachronic sense. Thus, the statement that art should deal with “bad new days” con-cerns more to a consistent and committed positioning with current times than with a literal idea of addressing the “future” in a strictly diachronic timeline. As Foster says, avant-garde must not necessarily correspond with a binary opposition with “the old”, nor as being “avant nor rear” of any other historical period. What Foster suggests is that:

Far from heroic, [this reprisal of avant-garde] does not pretend that it can break absolutely with the old order or found a new one; instead it seeks to trace fractures that already exist within the given order, to pressure them further, even to activate them somehow. (2015, 17)

Tradition –or an institutionalized cultural structure– and modernism are at the same ti-me interdependent and driven by opposite impulses; the resilience of the dominant system would correspond with a more or less doctrinarian discursive structure and the disruptive force would correspond with forms of resistance that emerge from within the logic of the system itself and disrupt its discursive structure. This permanent struggle between the insti-tutionalization of cultural production and the periodical breakdown of the historical –and historiographical– canon is probably the key concept in our understanding of utopian mo-dernism more as a point of collapse and disruption than as a body of artistic production com-prised within a past historical period. Thus, the fact of seeking formal innovation in Brecht’s statement, also in Kluge’s filmmaking, commits artistic experimentation to a political pro-gramme ( Jameson 1988, 158); as the artistic movements of the beginning of the twentieth century and the interwar period would attempt to do.

The reprisal of modernism, however, does not involve a direct transposition of the “past” to the “present”, but it generates new processes of signification and association of images that generate a new inner logic of meaning, disrupting the former representational tradition. And this disruption of tradition challenges, at the same time, both the intrinsic values of artistic forms and the forms of social authority that legitimate them, sliding continuously between the configuration of its own aesthetic dimension and its expansion towards a social sphere of action (Eagleton 1986, 133). Nevertheless, taking this last statement too literally and thinking that cultural renovation is a direct catalyser for social change would be naïve. Avant-garde practices have been assimilated within the visual regimes of Western culture and have produced their own canon and forms of authority. Taking for granted that the ne-gation of bourgeois institutional practices would lead to the transformation of bourgeois so-ciety itself has been proved an inefficient assumption for the twentieth century avant-garde,

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since this transformation never happened. However, this does not mean that the attempts of changing the conditions of producing, distributing and consuming art –as it was the aim of avant-garde and its revolutionary impulse– do not persist and repeat themselves in time.

This idea of encompassing the disruption of “discursive forms” (art, language or other means of cultural articulation) with the reconfiguration of a wider social structure and its imaginaries can be better understood as Jameson would put it:

The originality [or rather, interest] of Negt and Kluge [and this is also valid for Kluge’s work independently of Negt] lies in the way the hitherto critical and analytic force of what is widely known as “discourse analysis” (as in Foucault’s descriptions of the restrictions and exclusions at work in a range of so-called discursive formations) is now augmen-ted, not to say completed by the utopian effort to produce a discursive space of a new type. But this redramatizes the philosophical problem of the creation of a new language or terminology in a way that relates it to the very issue of the public sphere itself: for there are social and historical reasons why a new and more adequate philosophical [or artistic] language –which is to say a new public language– is lacking. (1988, 157)

This generates a reading of the work of art that spreads itself from the intrinsic elements of representation towards the context in which artistic practices are inscribed –or, as Jameson would put it, paraphrasing Negt and Kluge’s Public Sphere and Experience (1972), the confi-guration of the public sphere. The production of a new discursive space generates a new space for experience. In the case of Kluge, the fictional constructions of his filmmaking relate to actual political conventions as he sows a complex web of image, meaning and self-referential explanation, with constant allusions to recent German and European history in more or less direct ways.

2. Allegory and Obstinacy

Kluge’s relation with modernism, especially in terms of a critical re-reading and reappro-priation of found audio-visual material relates very closely with the notion of allegory as Craig Owens defines it in his essay “The Allegorical Impulse: Towards a Theory of Post-modernism”. In this text, and by means of different artistic examples from the seventies, the image is understood as a constant re-reading of already existing symbolic imaginaries, in such a way that it turns into some sort of fragmented palimpsest in which different layers of meaning overlap producing contradictory readings. Thus, the allegorical image will no lon-ger correspond to the illusion of a closed-up totality but will present itself as a gap, as an open wound within the work of art. This idea of the “allegorical” image –as opposed to the symbo-lic, univocal work of art– can be illustrated by means of the Pictures Generation (1974-1984) or art practices dealing with appropriation. However, it can also be perfectly suitable for Klu-ge for how it addresses an attraction (or drive) of artistic practices towards “the fragmentary, the imperfect, the incomplete –an affinity which finds its most comprehensive expression in the ruin, which Benjamin identified as an allegorical emblem par excellence” (Owens 1998, 318). Allegory thus stands for an image that mixes and combines clashing and contradictory layers of signification and which, at the same time, re-reads, merges and combines different time frames. I will not deepen further in the concept of allegory, but mentioning it in relation to this study on Kluge seems important, since the incorporation of the “ruins” of the past is a key representational strategy within his practice. So is this idea of “cracking representation from the inside”, producing an artefact that is deliberately fragmentary and incomplete.

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Kluge’s re-reading of modernist imaginaries would reincorporate direct readings of Marx, Brecht or Adorno and Horkheimer –as, for example his already mentioned 9 hour adaptation of The Capital–. But it would also be palpable in his reinterpretation of classic ci-nema and film history –as his “story-teller” tone sometimes reminds of a twisted and perver-ted vision of Méliès’ playfulness, for instance, or can also be reminiscent of Vertov’s vindica-tion of the “mechanical eye”, his visually intrusive remark of filmic artifice and his syncopated narrative. The artist himself alludes to his interest in early cinema when saying the following:

I am particularly interested in the early age [of the history of celluloid]: primitive diversity. It relies on the autonomy of cinematic elements. It is anarchic, cinéma impur. I dedicate my stories to that beloved hybrid consisting of chance, seriousness, […] genius, incompetence and fortune.3 (Kluge 2010, 19)

Kluge’s work is a constant revival of an avant-garde disruptive practice that repeats itself in different historical moments. He recovers the modern sense of experimentation to rearti-culate his own cultural tradition and his own symbolic imaginaries; or in short, to understand his own contemporary cultural background. It is worth pointing out that the fact of recove-ring the legacy of modernism does not mean doing so uncritically. It means understanding art as some sort of resistance and inherent critique to a dominant cultural and political sys-tem, as the programmatic avant-garde did, but it also means challenging the authority of certain foundational myths of this artistic tradition, like the historicity of forms, or clichés such as the figure of the accursed artist or the genius. The imperative of originality and the pretensions of producing ground-breaking forms of art denying the influence of the past tra-dition also turn to be quite problematic. Using again Brecht’s terms, it is easy to detect some of the flaws and fallacies of utopian avant-garde itself:

The mistakes and faults of some futurists (as well as other avant-garde authors) are quite obvious. They took a huge pumpkin, put it on a huge cube, painted it all red and titled it: “Lenin’s portrait”. They did not want their depiction of Lenin to look like anything that had been seen before […]. But, unfortunately, it did not call Lenin to mind either.4 (1971, 15)

Obviously, Kluge’s intentions on reaffirming his originality as an artist seems to be quite out of the question since appropriation as a representational strategy involves a certain de-gree of self-effacement of the author. Kluge has more of a strategic, rather than tragic, sense of his role as an artist, for how he encompasses both the construction of new forms of expression and new spaces in the public sphere. Also, it is usually the direct post-production of found footage what constitutes his artistic forms, in terms of recycling, re-reading and sampling a certain archive of images coming from quite eclectic sources. Kluge’s work can also be arti-culated through the production of new materials (as can be seen in his long films), but in any case the use of archival sources has still a crucial role in all his production. Nevertheless, and here is where Kluge’s work turns to be more allegorical, he articulates his languages through a collection of images that expands as some sort of constellation, in a way that visual materials

3 “De la […] historia del celuloide […] me gusta especialmente la edad temprana: diversidad primitiva. Apuesta a la auto-nomía de los elementos cinematográficos. Es anárquica, cine impuro. Dedico mis historias a ese querido híbrido compuesto de azar, seriedad […] genio, incompetencia y fortuna” (Kluge 2010, 19). Translated by the author.

4 “Els errors i les faltes dels futuristes són ben evidents. Prenien una carbassa grandiosa i la posaven damunt d’un cub gran-diós, ho pintaven tot de vermell i ho anomenaven: Retrat de Lenin. Allò que volien era: Lenin no havia d’assemblar-se a res que s’hagués mai vist. […] Però, desgraciadament, tampoc recordava a Lenin” (Brecht 1971, 15). Translated by the author.

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relate to each other through a process of free association rather than generating a dialectical synthesis. Engravings, fragments of texts, cartoons and documentary scraps, belonging to different epochs and contexts, merge within a single film.

As Kluge himself would put it: “nothing is more instructive than a confusion of time fra-mes” (Kluge as quoted in Foster 2015, 102). His notion of time, as can be seen in his cine-matic montage, is not one considering it as a continuum, but one emphasising irruption the moment in which something particularly important, or that shifts the course of events, oc-curs –what in Greek would be known as kairos– as Kluge’s own film producer funded in 1963 would be named after (Lutz 1999, 53). As José Luis Molinuevo suggests in his essay Retorno a la imagen: estética del cine en la modernidad melancólica, contemporary cinema can address Modernism, or for that matter, other artistic periods, in such a way that “novelty” is not un-derstood as a division from the past; but from “cultural appropriation” (Molinuevo 2010, 13). Even if this author focuses on other examples, I think this statement could be applied to Klu-ge. For example, in his first film, Yesterday’s Girl (1966) Anita G., the protagonist, migrates from East Germany to West Germany. She tries to escape her past moving constantly from job to job and from man to man, unable to get the fresh start she longs for. She ends up out of place and out of time, as if she did not belong to this new context she is thrown into. She faces what Molinuevo calls the difficulty of “being contemporary to one’s own time”5 –or rather, she learns that escaping from the past is not possible–.

As I have already pointed out, and quite consistently with his conception of time as kai-ros, Kluge’s practice is a constant revival of an avant-garde disruptive practice that repeats itself in different historical moments. He recovers the modern sense of experimentation to rearticulate his own cultural tradition and his own symbolic imaginaries; or in short, to un-derstand his own contemporary cultural background. This is why Kluge is a keystone artist in understanding the transition, or collision, between modernism and postmodernism: both for his revival of avant-garde film and for his conception of time development not as a linear structure but as a series of disruption and inflection points that happen and repeat themsel-ves over and over again. Kluge’s production (and post-production) of images turns into a way of mixing and connecting different discourses and stages of time, understanding modernism as some sort of conceptual rather than strictly temporal antiquity that can and must be conti-nuously revisited ( Jameson 2015, 3).

But there is yet another way of understanding the utopian impulse of modernism in Klu-ge, and this relates to the fact of understanding artistic practice as “antirealism”, which is not the same as “unrealism”. The first one does not involve refusing to see reality as it is, but it rather refuses to accept reality as it. It involves revolt and protest –at least in terms of inten-tions– against a grim and disheartening context, whereas the second one would rather design a “passive and floating relationship with a […] phantasmagorical outer world” ( Jameson 1988, 174). Kluge himself defines this concept of anti-realism in the following way:

[Antirealism is] an obstinate mood that rejects perceptions when they are the sign of a reality that does not feel motherly. This anti-realist party of humanity must be on the side of emancipation; otherwise it fails. This powerful force of denial produces a gap within reality.6 (2010, 32)

5 “De ser contemporáneos de su tiempo” (Molinuevo 2010, 13). Translated by the author.

6 “[El anti-realismo es] un ánimo obstinado [que] rechaza las percepciones cuando estas son el signo de una realidad inma-terna. Este partido anti-realista en el hombre debe estar del lado de la emancipación […]; de lo contrario, fracasa. Esta fuer-za de negación tan poderosa en el hombre produce eso que llamamos una fisura de la realidad” (Kluge 2010, 32). Translated by the author.

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The resistance to accept reality as it is, in the case of Kluge is manifested both in the use of experimental forms of representation and in a narrative often focussed on characters that are either too idealistic or too honest for the times they live in; or whose actions –without further considerations of their motives– do not fit within the frames of the socially acceptable. The films I will use now as examples stand as allegories of the emergence of resistance to a domi-nant systemic structure and the subsequent annihilation or attempted annihilation of that resistance. However, and as it is the case with “anti-realism”, this longing for the unachieva-ble is not naïve, but rather consistent. I think that Christopher Pavsek’s definition of Kluge’s utopian impulse is rather accurate in that concern:

Jürgen Habermas has said of Kluge that he is not only a materialist but the “archetypal anti-defeatist”, two attri-butes that seem to me quite intimately related: Kluge is not a materialist and an anti-defeatist but rather he is an anti-defeatist because he is a materialist. Because Kluge’s thinking constantly seeks out ways to realize itself in the practical transformation of the world it cannot imagine itself without its material realization. (2013, 154)

Even if such “material realization” of a utopian principle is postponed over and over again, it can certainly act like a vector to direction human actions. The urge to revolt and to strike back over and over again after failure is usually the core of the conflict of many of Kluge’s fil-ms, except for when death finishes confrontation once and for all. This is the case of the wilful child tale I used as an introduction to this paper. She would keep upsetting her mum –and God even after dying; not even burying her beneath the ground would prevent her from be-ing restless. So it happens with the elephant electrocuted for killing three of his carers (The execution of an Elephant, 2000), which is put in parallel with a recording of the first human execution in the electric chair. In the case of the elephant, it is not an intentional confron-tation what generates repression, but just the natural behaviour of an animal unable to be domesticated. However it may be, circus tamers or states can kill conflictive animals or indi-viduals over and over and over again, but it is impossible for so-called civilisation to impose itself over every agent that slips out of its control. Or to use an example from his earlier body of production: Part Time Work of a Domestic Slave (1973). In this film, Roswintha, a woman carrying out clandestine abortions in Germany around 1970, engages in political activities after being forced to give up her work in an illegal surgery. In her case her disobedience is not suffocated by adversity; in any case it is reinforced. In any case, punishment –in its most violent and lethal form- can be inflicted on one subject, but never suffocates the impulse of revolt as such. What I wish to elaborate with this examples is that Kluge uses all these “plots” or narrative threads as allegories of a need of continuously questioning the legitimacy of do-minant cultural and political constructions, especially when violence practices and abuse of power become structural to them. However, Kluge’s praise of aesthetic and political resistan-ce, at once stubborn and hopeless, is more focussed on endless struggle than on success.

3. As a Conclusion: The Disruptive Impulse of Avant-garde as a Permanent Ontological Possibility

Summing up the arguments developed in this paper, Kluge understands the reprisal of revolutionary avant-garde can turn into a means of questioning both “discursive” structures

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and the social order, because even if some, or most of avant-garde forms have been assi-milated within the tradition of Western culture, it does not mean their subversive poten-tial is completely deactivate. This subversive impulse does not perish when programmatic avant-garde gets assimilated back again within a certain artistic canon, as it has obviously happened with twentieth century avant-garde movements. Kluge’s filmmaking reprises an idea of avant-garde manifesto that, even being somehow utopian, as said before, does not dismiss the real, the painfully real, but understands its inconsistencies and learns to deal with them. Going back again to Foster’s “Bad New Days”, the urgent necessity of postmodern art practices to take an active positioning within a historical moment of precariousness and uncertainty, and therefore to revive the programmatic character of utopian modernism, is not about a “heroic” avant-garde pretending it can break all old principles to found new ones. It is rather about registering “the points of breakdown and breakthrough” of a representa-tional system in order to understand which possibilities are open inside its very core, more because its inner inconsistencies already undermined it than because the sudden appearance of a new paradigm of artistic production lay waste to former artistic tradition (Foster 2015, 18). Kluge’s revolutionary positioning does not intend to overcome systemic crisis but to use instability and collapse in the most productive way, and this is why it maintains a sense of precariousness in the very core of his filmmaking. This is manifested, as said, in an artistic form that is deliberately fragmented, visually disruptive and full of sharp edges. Also in the fact of acknowledging how one is living in a historical context in which political and cultural institutions are eminently devastated –this is valid for the post-Wold War II Germany, but also for the European context in post-2007 recession–. Finally, in narrative lines focussed on how vulnerable –and at the same time compelled– are the “revolutionary” characters that somehow stand in struggle or opposition to a discouraging context.

As introduced before, Terry Eagleton had also developed some insightful arguments on this idea of modernism as a “permanent ontological possibility” (1986, 135), rather than an artistic movement placed anywhere in a diachronic time axis. Thus, reprising the “mood” –not necessarily the content— of avant-garde manifestoes is not an appraisal of the moder-nist artistic tradition’s greatness, nor of its value as an already institutionalized and recog-nized canon. Instead, and similarly to Foster, Eagleton would state that the “pulse” of the revolutionary avant-garde would only exists in present continuous because of its unfulfilled potential; because it does never materialize in a closed-up, perfectly finished and configured artistic form, but it somehow impregnates the spirit of experimental forms of art that are in a permanent state of emergence (or emergency). In both cases –Foster’s and Eagleton’s de-finition of programmatic avat-garde– these disruptive forces do not emerge out of nowhere, but they emerge from the interstices and points of disruption and collapse of an already existing system. This conception of avant-garde as an immanent and inherent critique to a system that is already corrupted does not really try to restore the fracture –as the damage is already done– but to activate it productively. Systemic collapse is no longer something to avoid, but something to integrate within any representational strategy. Thus, the rethinking of the transgressive and disruptive impulse of artistic practice should not be carried out by an avant-garde “posited outside of the symbolic order but as a fracture traced by a strategic [position] inside this order” (Foster 2015, 44).

This alignment with a programmatic and politically committed modernism is, though, not really redemptive, as it recognises its utopian projection as something that is sooner or later be bounded to failure. The transformative power of art is assimilated within the logics of capitalism over and over again, especially in the context of post-Fordism in which the

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commodification of culture and information flows has become even more crucial than the production of physical commodities themselves. As Eagleton would state again, the recon-ceptualization of modernism would rather be based on:

[Seeing] art in the manner of the revolutionary avant-garde, not as institutionalized object, but as practice, strategy, performance, production: all this is caricatured by late capitalism [in which there is] a massive subordination of cognitive statements to the finality of the best possible performance. (1986, 134)

The “subordination” of “cognitive statements” to “the best possible performance” genera-tes an intertwining between capitalist utilitarianism and what apparently was unavailable to commodification. In Public Sphere and Experience, Kluge and Negt would formulate this idea in the following way:

The libidinal fantasies of human beings, their hopes, wishes, needs, are no longer set free, are no longer capable of developing themselves in accordance with random interests, but are concretely occupied with use-values, with commodities. (2016, 582)

Of course that does not only concern intangible human wishes and needs, but also what Pavsek calls “Bad New Media” making, as well, an ironic allusion to Brecht’s quote. This “bad new media” are those at the service of “unlimited economic growth”. Almost any contempo-rary form of cultural production seems to have turned into an “object of appropriation of a new industrial-commercial public sphere” (Pavsek 2010, 230). However, this commodifica-tion of culture does not only assimilate media as such: any logics of cultural production [not only the produced objects as such], including the statements of revolutionary avant-garde, turns into a “rhetoric good” that gets absorbed within the capitalist system. Nevertheless, and stated again, revolutionary modernism, as we are defining it here, “is less a particular cultural practice or historical period, which may then suffer defeat or incorporation” than, as stated before, “a permanent ontological possibility” (Eagleton 2010, 135). Tradition –or an insti-tutionalized cultural structure– and modernism are at the same time interdependent and driven by opposite impulses; the resilience of the dominant system would correspond with a more or less doctrinarian discursive structure and the disruptive force would correspond with some sort of “paralogic guerrilla” that, from time to time, “induces ruptures, instabilities, paradoxes and micro-catastrophic discontinuities” into the logic of the system itself and its discursive structure (Eagleton 1986, 134).

The utopian impulse of artistic practice is triggered by a sense of “emergence” in terms of blooming push that is not already consolidated –therefore it is programmatic and speculati-ve, rather than decisive or conclusive– and in terms of emergency, or the urgent necessity of fixing or at least counter-effecting a feeling of unease towards one’s own times. And ironica-lly enough, it is quite consistent to talk about forms of art that point out the collapse of their historical context both in an inter-war period (in the case of avant-gardes) and in the current context of the war against terrorism, as both are characterized by a generalized state of excep-tion and by a crisis of political institutions. There is an unhappy but not fortuitous resonance between how Brecht wrote about art having to face “bad new days” when escaping from the Nazis in Finland and Kluge’s bitter perspective of the post-War Germany after seeing Hal-bertstadt, his home town, completely laid waste to by the Nazis as well. These two moments of collapse can also be related to something that could be called a post-9/11 condition that involves a normalization of asymmetric war, the crisis of European democracies, and the

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global rise of the Far Right –which shows how, paradoxically, the more unstable a system becomes, the more it legitimates violence and totalitarian discourses–. As Foster diagnoses in his writing,

[A contemporary] precarious condition was both deepened in the Anglo-American world and extended far be-yond it. Any list of salient events would include the deception of the Iraq War, the debacle of the occupation of Iraq, Abu Ghraib, Guantánamo Bay, the rendition to torture camps, […] the scapegoating of immigrants, the health-care crisis, the financial house of cards, the assault on British society in the name of “Big Society,” the attack on American government by those most eager to take it over […]. For all the discussion of “failed states” elsewhere, our own came to operate, routinely and destructively, as rogues, and in this capacity they have come to threaten us all. (2015, 191)

A background of instability and generalized dismay will condition any form of cultural production emerging from it and will, paradoxically, make the utopian impulse of avant-gar-de more necessary than ever. This revolutionary impulse, though, does not stand in opposi-tion to pessimism but to cynicism. To express this with a practical example: the already men-tioned film Execution of an Elephant is a display of disciplinary brutality and its justification by means of showing figures that somehow incarnate “authority” –the animal carers– puni-shing an animal that escapes from their disciplinary structure –the elephant–. Kluge is so-mehow assuming and proving that institutional violence, and also its public demonstration, will intend to annihilate any form of dissidence, even when this “dissidence” is completely unintentional. But in this same, and opportunely, Kluge is quoting Diderot’s statement that “no man has received from nature the right of commanding others”7 (Diderot, as quoted by Kluge in Execution of an Elephant), somehow reaffirming and also encouraging the struggle against the authoritarian impositions of Absolutism that started with the Enlightenment. Defending that cinema can “function as a medium of edification and not mass obfuscation and mystification” means that art can be understood as a means for emancipation and for struggle against a rather discouraging environment (Pavsek 2010, 158). Kluge’s filmmaking, as Brecht stated, deals with “bad new days” and with decadence consistently, with no euphe-misms of any kind. However, it manifests an obstinate and never-ending resistance against this decay, being fully aware, at the same time, that a utopian projection of reality is never fully achievable, but somehow wrecked by an ultimate principle of impossibility.

7 « Aucun homme n’a reçu de la nature le droit à commander les autres ». Translated by the author.

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— Abschied von Gestern. DVD. Frankfurt am Main: Zweitausendeins, 2007.— Brutalität in Stein. DVD. Frankfurt am Main: Zweitausendeins, 2007.

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— Part-time Work of a Domestic Slave. DVD. Munich: Filmmuseum, 2014. — Artists in the Big Top: Perplexed. DVD. Munich: Filmmuseum, 2014— Execution of an Elephant. DVD. Munich: Filmmuseum, 2014. — The indomitable Leni Peickert. DVD. Munich: Filmmuseum, 2014.— Execution of an Elephant. DVD. Munich: Filmmuseum, 2014.— The Wilful Child (With Michael Haneke) [Online Video. Last visit: 20-4-2018]. Di-

rected by Alexander Kluge, 2014, Available at: https://kluge.library.cornell.edu/films/his-tory-obstinacy/film/2195

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PALAVRAS CHAVE: Pós-moderni-dade, individualismo, direitos humanos, de-mocracia, pós-humanidade.

 RESUMO:  A Pós-modernidade é o

termo que define a época em que o homem vive, caracterizada pela busca da felicidade no consumismo desenfreado, pelo indivi-dualismo exacerbado. Esta forma de estar no mundo provocou uma alteração relativa-mente às prioridades humanas. Depois do trauma da 2ª Guerra, elaborou-se o texto da Declaração Universal dos Direitos do Ho-mem, como garantia de que a humanidade não voltaria atrás na conquista dos direitos à dignidade humana, à liberdade e à igual-dade. Todavia a tecnologia, os avanços da ciência e a pressão do capitalismo e da eco-nomia de mercado vieram ditar outros valo-res. A privatização dos estados, a inexistên-cia de ideologia, a falta de discurso político, os escândalos de corrupção transformaram a democracia num regime suspeito e questio-nável. Porém não se fazem leis justas fora do estado democrático. E não existe democra-cia quando falta uma matriz ética baseada no humano coletivo. E que contexto vislumbra o desenvolvimento da pós-humanidade?

 

KEYWORDS: Postmodernity, indivi-dualism, human rights, democracy, post-hu-manity.

 ABSTRACT: Post-modernity is the

term that defines the epoch in which man lives, characterized by the pursuit of happi-ness in unbridled consumerism, by exacer-bated individualism. This way of being in the world has brought about a change in re-lation to human priorities. After the trauma of World War II, the text of the Universal Declaration of Human Rights was drawn up as a guarantee that humanity would not go back on winning the rights to human digni-ty, freedom and equality. However, techno-logy, the advances of science and the pressure of capitalism and the market economy have dictated other values. The privatization of states, lack of ideology, lack of political dis-course, corruption scandals have made de-mocracy a suspect and questionable regime. But fair laws are not made outside the demo-cratic state. And democracy does not exist when an ethical matrix based on the collecti-ve human is lacking. And what context does the development of post-humanity see?

A PÓS-MODERNIDADE E OS DIREITOS HUMANOS, UMA VISÃO DA PÓS-HUMANIDA-DEPOST-MODERNITY AND HUMAN RIGHTS, A VISION OF POST-HUMANITY

Irene PortelaUniversidade do [email protected]

Submission date: 19/04/2018Acceptance date: 18/07/2018Publication date: 10/12/2018 (pp. 56-67)

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Perante as transformações ocorridas na pós-modernidade é necessário fazer uma re-flexão sobre o que está a acontecer com o Homem: como entender a sua desorientação? O tempo e o espaço deixaram de ter a mesma noção devido ao avanço da tecnologia. Por outro lado, as relações sociais também deixaram de se desenvolver da mesma forma: as pessoas rela-cionam-se dentro das redes sociais independentemente das distâncias, das presenças físicas ou nas ausências, apenas porque existem computadores. O tempo deixou de ser um fator ab-soluto e o espaço também. O presente envolve-se com o futuro, enquanto o passado deixou de ser um ponto de referência, o que causa uma desorientação profunda porque o tempo pas-sa demasiado rapidamente. As relações sociais na sociedade contemporânea estão marcadas pela volatilidade, tendo como consequência imediata a fragilidade dos sistemas e das suas organizações. Vivemos uma vida vertiginosa em que não há tempo para nada. Todavia, os conflitos entre poderosos e os fracos mantêm-se, as diferenças entre pobres e ricos permane-cem e agravam-se apesar de serem feitas tentativas vigorosas no sentido de se manter algum equilíbrio entre as forças sociais. Ao ordenamento jurídico é reservado o papel de pacificador, deve tentar equilibrar as demandas sociais. As leis determinam a igualdade entre os seres humanos e o respeito pelos direitos liberdades e garantias, que são direitos humanos básicos, inerentes à vida física e moral das pessoas, e que deveriam ser respeitados independentemen-te das circunstâncias atendendo ao seu caráter fundamental.

Um facto incontestável é que a organização social tem passado por transformações, signi-ficativas que denotam uma ruptura com a fase inicial que caracterizou as sociedades moder-nas. Lipovetsky afirma que os tempos atuais representam uma mutação permanente:

“trata se de uma mutação global em curso, de uma criação histórica, da combinação sinérgica de organizações e de significações, de ações e de valores que se esboça a partir dos anos vinte- apenas as esferas artísticas e psicanalíticas a anteciparam em alguns decênios – e cujos efeitos não pararam de se amplificar a partir da Segunda Guerra Mun-dial”. (Lipovetsky 2016, 7)

Neste contexto de mudanças, absorver as transformações, reconhecer um novo tipo de questões próximas do “instantâneo”, abala não apenas as relações sociais como um todo, mas também dos alicerces que as regulam. Estas transformações aumentam a necessidade

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de adequar as normas às novas questões com o intuito de antecipar, agir preventivamente, para evitar conflitos. Compreender essa dinâmica sujeita às transformações cada vez mais velozes é uma tarefa árdua dada a fragilidade dos sistemas sociais e dos seus, até então, imu-táveis ordenamentos jurídicos.

“A mesma mensagem é repetida vezes sem conta: somos todos diferentes – alguns de nós são grandes, outros são pequenos; alguns sabem lutar, outros sabem como fugir –, mas precisamos aprender a viver com essas diferenças, entendê-las como algo que torna mais ricas as nossas vidas” (Zizek 2003, 86).

Caracterizada pela volatilidade, na sociedade considerada “líquida” por Bauman, é natural que as regras que normatizam as relações entre os membros que a compõem sofram constan-tes alterações, com o intuito de manter a “harmonia”. Conciliar interesses diversos é cada vez mais difícil nesta já complexa estrutura social cujos alicerces se encontram abalados. Vivem se tempos de individualismo, onde o que conta é a satisfação de anseios particulares, através da obtenção de bens materiais para causar um estado de felicidade momentâneo que logo terá que ser substituído por outro e assim por diante. Por vezes, para atingir tais objetivos, o indivíduo não hesita em ultrapassar determinados limites que acabam por afetar o outro.

Este artigo visa abordar a noção de individualismo moderno exacerbado contrário ao co-letivo ético. A reflexão pelo ethos dos Direitos Humanos, como forma de unir os países à volta dos valores da dignidade humana, da liberdade e da igualdade. Todavia a esta universalização dos direitos humanos não se seguiu a operacionalização dos direitos fundamentais de forma atual com a erradicação das desigualdades. Esta forma de desvalorizar o coletivo ético atingiu o sentido da democracia através da desinstitucionalização e da descrença no próprio sistema de governo chamado “democracia”, criando um sentimento de denúncia, de dúvida à volta do seu funcionamento. A falta de discurso político e de ideologia, a corrupção levam a que se questiona qual é o contexto para o surgimento da pós-humanidade?

1. Da visão social da pós-modernidade e da hipermodernidade

Segundo Lipovetsky, vive se a “era do vazio”, a era do individualismo caracterizada pelo esgotamento de preceitos e de objetivos, voltada para a prossecução do prazer, em detrimento do controlo e do esforço. A era baseada no consumismo de bens materiais que sustentam as insaciáveis necessidades individuais, que contribui para uma mudança radical de ordena-mentos e comportamentos sociais:

“considerando, com efeito, que o universo dos objetos, das imagens, da informação de dos valores hedonistas, permissi-vos e psicologistas que lhe estão ligados geraram ao mesmo tempo uma nova forma de controlo dos comportamentos, uma diversificação incomparável dos modos de vida, uma flutuação sistemática da esfera privada, das crenças e dos papéis, ou, por outras palavras, uma nova fase na história do individualismo ocidental. ” (Lipovetsky 2016 , Prólogo).

Através da “privatização alargada, erosão das identidades sociais, desafetação ideológica e política, desestabilização acelerada das personalidades” diz Lipovestsky “ eis-nos vivendo uma segunda revolução individualista” . A recognição de que o coletivo é desprezado, passa a segundo plano em detrimento do indivíduo, denota o risco da falência do capitalismo, como também de toda uma mundividência que acompanhou a evolução da humanidade ao longo de milhares de anos.

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O indivíduo fundamenta a sua vida na procura da sua felicidade, mas como diz Lipovests-ky é uma felicidade paradoxal na medida em que a felicidade que é procurada no consumo não é duradoira, é efémera e fonte de decepção e de sofrimento. Se por um lado existe um consumo ou consumismo desenfreado, por outro lado, há cada vez mais pessoas doente que sofrem de depressão, que se sentem mal amadas, abandonadas a viver vidas de solidão, com problemas de autoestima porque não se consegue relacionar com o outro, vivendo uma vida no isolamento, “ a explosão das depressões e das ansiedades, os sintomas de degradação da auto-estima assinalam a nova vulnerabilidade do indivíduo, inseparável da civilização da fe-licidade”. Com a busca da felicidade existe a decepção e a ansiedade porque os momentos de felicidade não permanecem e com eles a sensação de vazio, a ansiedade e a decepção: “uma so-ciedade em que mais de 90% dos indivíduos se declaram felizes ou muito felizes e na qual, ao mesmo tempo, as depressões e as tentativas de suicídios, as ansiedades e consumos de medi-camentos psicotrópicos se propagam à maneira de uma torrente inquietante”. Esta forma de colocar a busca da felicidade como uma prioridade, o prazer, o bem-estar, a noção de que tudo é possível sem que haja um sentido de cobrança ou de responsabilidade, a aquisição de direi-tos sem deveres, a realização sem sacrifícios, marca uma forma de moral egóica, auto-centra-da, que se esgota na busca insaciável pela felicidade em todos os sentidos, sem compromisso, sem deveres, sem laços. O individuo é livre e pode “libertar-se dos enfrentamentos simbó-licos, eleva-se um novo imaginário associado ao poder sobre si, ao controle individual das condições de vida”, ou seja, ser indiferente ao coletivo, aos outros, na busca da sua felicidade.

Outra reflexão acerca da chamada “modernidade” é relativa ao próprio conceito do que é “moderno” – que resulta das conquistas obtidas através de milhões de anos de conhecimen-to, mas que co-existe com atitudes e concepções contraditórias com a noção de evolução. A verificação de crimes contra a humanidade e a exploração do homem pela própria espécie faz refletir sobre esta espécie de “modernidade”.

A tecnologia de ponta tão responsabilizada pela tal “modernidade” nada mais é do que um instru-mento a mais para equipar e agilizar as pessoas. A velocidade exigida e a enxurrada de informação de todo os tipos que num é imediatamente desconstruída e substituída por outra “verdade” instantânea.

O “reencaixe” sugerido pelo sociólogo britânico Anthony Giddens, em As Consequên-cias da modernidade em 1991 parece fragilizar se porque não há tempo para elaboração, assi-milação e a concretude do próprio reencaixe.

“O que é modernidade? Como uma primeira aproximação, digamos simplesmente o se-guinte: “modernidade” refere-se a estilo, costume de vida ou organização social que emer-giram na Europa a partir do século XVII e que ulteriormente se tornaram mais ou menos mundiais em sua influência. Isto associa a modernidade a um período de tempo e a uma loca-lização geográfica inicial, mas por enquanto deixa suas características principais guardadas em segurança numa caixa preta” (Giddens 1991, 68).

Touraine explica a tensão entre racionalização e a subjetivação, e ressalta a dissociação profunda existente entre o sistema e os atores, entre o mundo técnico e económico e o mundo da subjetividade. O drama da modernidade ex-plica-se através desta separação entre a corrente civilizatória da racionalização e a busca da liberdade e da realização no horizonte do indivíduo que se auto-produz. Segundo Touraine “o drama da nossa modernidade é que ela se des-envolveu lutando contra a metade dela mesma”(Touraine1994, 341).

O advento do terceiro milênio tem trazido insegurança, um aprofundamento do abismo entre classes sociais em todo o planeta, e retrocessos do ponto de vista político e social bastan-te acentuados.

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Com todos esses fatores, temos que nos render ao que diz o sociólogo francês Bruno La-tour que “jamais fomos modernos”(Latour 1994, 23).

“A modernidade possui tantos sentidos quantos forem os pensadores ou jornalistas. Ainda assim, todas as defi-nições apontam, de uma forma ou de outra, para a passagem do tempo. Através do adjetivo moderno, assinalamos um novo regime, uma aceleração, uma ruptura, uma revolução do tempo. Quando as palavras “moderno”, “moderni-zação” e “modernidade” aparecem, definimos, por contraste, um passado arcaico e estável. Além disso, a palavra en-contra-se sempre colocada em meio a uma polemica, em uma briga onde ha ganhadores e perdedores, os Antigos e os Modernos. “Moderno”, portanto, e duas vezes assimétrico: assinala urna ruptura na passagem regular do tempo; assinala um combate no qual ha vencedores e vencidos” (Latour 1994, 15).

Essas observações levam a crer que a sociedade contemporânea consegue viver em con-dições de duvidosa “humanidade”, no sentido de que nos questionamos sobre o sentido do “humano”.

2. Do humano e da tecnologia na pós-modernidade

No sentido em que acima do próprio homem se coloca a tecnologia de ponta como a evi-dência de um novo “poder” que controla tudo e a todos que dela se servem.

Considerar a sociedade como pós-moderna requer ainda que se examine com cuidado a mudança de papéis do ser humano, desse homem conectado a sensações provocadas pelo que lhe chega a partir da conexão tecnológica, ou melhor dizendo das múltiplas conexões a que ele é submetido cotidiana e de moto contínuo que lhe produzem o cansaço como aqui já considerado, e o transformam em sua própria antítese: em máquina de “não pensar”, agindo muitas vezes de forma mecânica, reproduzindo infinitamente imagens, posts, e pensamentos de outrem ou até mesmo atribuídos a determinadas personalidades, sem avaliar se o conteú-do é verdadeiro ou pertence as já famosas listas de “fake news”.

A verdade é frágil face ao tempo em que criada, todavia a mentira é poderosa quando é distribuída indiscriminadamente pela rede e depois de tanto repetida, acaba por tornar-se verdade mesmo não o sendo, prevalecendo no inconsciente coletivo. A mentira superalimen-tada na rede, que desfez a reputação ou o bom nome da sua vítima, com uma violência atroz sobrepõe-se a qualquer verdade, a qualquer facto, ou contraditório. A vítima não tem o direi-to ao esquecimento, de que tanto se fala, porque a rede define perfis, dá-lhes vida e posterior-mente pixeliza-os com mentiras decretando a sua morte violenta sem apelo nem agravo, com total indiferença pela ética ou e de privacidade. O direito ao esquecimento é um novo direito humano que deriva da proteção do direito à imagem e à intimidade da vida privada, porém não está consagrado na rede. Curiosamente, a pixelização que é usada para censurar imagens e esconder o rosto das pessoas, das crianças principalmente, em televisão vem sempre rodea-da da maior violência, de crónicas de criminalidade violenta, de guerras e terrorismo. Esta duplicidade das coisas: a internet como veículo poderoso de informação e conhecimento e por outro lado ao serviço do mal, das várias formas em que o mal se materializa.

A incerteza e a insegurança apoderam-se homem, que vive com medo de tudo: inclusi-ve do inevitável, que é o caminhar em direção à morte. Aprofundando o medo do outro ser humano, acirrando os preconceitos e os distanciamentos, criando as várias categorias do “di-ferente”, causando um estado de não pertença ao coletivo humano, criando um quadro com tabelas que divide a humanidade.

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Da história vem uma expressão: “Antigo e moderno”. Vamos começar por definir esses conceitos. O termo “moderno” já percorreu um longo caminho, que Hans Robert Jauss investigou. A palavra, na sua forma latina moderna, foi usada pela primeira vez no final do século V, para distinguir o presente, já oficialmente cristão, do passado pagão romano. Com conteúdos diversos, o termo “moderno” expressou repetidas vezes a consciência de uma época que se olha a si mesma em relação com o passado, considerando-se o resultado de uma transição do velho para o novo “(Habermas 1975).

A essa “transição” que aqui chamamos de novo Kaos, face à (des)construção, ou como prefere Giddens, “desencaixe” e “reencaixe” de todos os setores do conhecimento humano, merece reflexão perante o acesso a qualquer tipo de assunto e por qualquer pessoa que use a tecnologia da informação e esteja conectado em rede. Em consequência, a dimensão do conceito de “científico” também começa a ganhar novos contornos, uma vez que é impossível comprovar informações veiculadas na rede. Perdeu-se o processo em prol do resultado?

“ O cenário pós-moderno é essencialmente cibernético, informático e informacional. Nele expandem-se cada vez mais as pesquisas sobre a linguagem, com objetivo de conhecer a mecânica da sua produção e de estabelecer com-patibilidades entre linguagem e máquina informática. Incrementam-se também os estudos sobre a inteligência artificial” e o esforço sistemático de conhecer a estrutura e o funcionamento do cérebro bem como a estrutura da vida” (Lyotard 1979, VIII).

Neste sentido, a questão proposta por Lyotard é crucial, não apenas para uma com-preensão ampla da pós-modernidade, mas da necessidade de se estabelecer uma dialógica entre os dois aspectos de linguagem utilizados em larga escala na contemporaneidade. É preciso que se estabeleça uma forma de tornar possível unificar essas duas linguagens para que uma e outra se complementem e não fiquem divididas entre o “mundo real” e o “mundo virtual”, considerando que uma é parte integrante da outra.

Considerando a falta de conhecimento do homem sobre sua própria natureza, ideia de-fendida por Maturana e Varela :

“É possível explicar a grande dificuldade de poder atingir um desenvolvimento social harmónico e estável (aqui e em qualquer parte do mundo) através do vazio de conhecimentos do ser humano sobre a sua própria natureza? Noutras palavras, será possível que a nossa grande eficácia para viver nos mais diversos ambientes se veja eclipsada e por fim anulada perante a nossa incapacidade para conviver com os outros? Será possível que a humanidade, tendo conquistado todos os ambientes da Terra (inclusive o espaço extraterrestre), possa estar a chegar ao fim, enquanto a nossa civilização se vê diante do risco real de extinção, só porque o ser humano ainda não conseguiu conquistar-se a si mesmo, compreender a sua natureza e agir a partir desse entendimento? (Maturana e Varela 1995, 14).

Mais do que admitir que a linguagem informacional é definitiva, de que não há retorno possível, é necessário que a humanidade se ajuste de forma a adequar esta linguagem à lin-guagem humana, aquela que existe fora do âmbito da rede mundial, a da interação homem/homem. Só assim conseguiremos aprender mais sobre a nossa natureza humana. É na rede que se procura o conhecimento para conseguir interagir com o outro e é atualmente lá que o outro se encontra, todavia esta forma de interação humana com pressupostos humanos recria personagens tecnológicos que correspondem à linguagem esperada das redes, à virtualidade do seu meio que pode ou não corresponder ao código da linguagem e da ética humana.

Por outro lado, o uso abusivo dos telemóveis/tablets transforma as relações sociais a pon-to de que o domínio técnico, o acesso à rede mundial de computadores e o ritmo frenético imposto à “sociedade do cansaço” acaba por colocar em risco a essência das relações com a

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fragilidade da crença nas suas instituições, mas a questão é sempre a mesma, o “domínio téc-nico tem sido usado como forma de dominação do homem pelo próprio homem em diversos sentidos” (Lèvy, 1999):

“Sim, a tecnociência produziu tanto o fogo nuclear como as redes interativas. Mas o telefone e a Internet “apenas” comunicam. Tanto uma como os outros construíram, pela primeira vez neste século de ferro e loucura, a unidade concreta do género humano. Ameaça de morte enquanto espécie em relação à bomba atómica, diálogo planetário em relação às telecomunicações. Nem a salvação nem a perdição residem na técnica. Sempre ambivalentes, as técni-cas projetam no mundo material as nossas emoções, intenções e projetos. Os instrumentos que construímos nos dão poderes mas, coletivamente responsáveis, a escolha está em nossas mãos” (Lèvy, 1999).

A questão que se apresenta é de quem é a responsabilidade, se afinal o controle desse ins-trumental é feito por alguém (ou organizações), invisíveis, que dominam e “vigiam” constan-temente as redes e o movimento que nelas acontece?

Por analogia, os “excluídos” também “invisíveis” permanecem à margem de toda essa tec-nologia, vivendo num mundo à parte e sem controle!

Mas uma parcela de privilegiados obtém no acesso às redes a ilusão de “impunidade”, “invisibilidade” e cometem ilícitos, os mesmos crimes da outrora chamada via real, sendo surpreendidos raramente, quando investigações policiais conseguem identificar o “ip” dos computadores, o que leva tempo e destrói muitas vezes a crença na Justiça.

O Direito, enquanto ciência também se vê afetado por essa incessante mutação. Criado para organizar e mediar conflitos, parece estar distante dessa nova realidade que se apresenta. Como identificar o homem do homotecnos?

A imposição da “eficiência”, da “capacitação” incluída a capacitação digital, por óbvio pro-duz o cansaço de produzir, mas aonde fica o cuidar de si mesmo ? Essa negação de si próprio, de sentimentos, sensações que vão além do cansaço físico produzem doençasde todo tipo e algumas “imobilizam” a tal ponto que impedem e/ou afetam o próprio trabalho, agora pau-tado no “desempenho”, na “produtividade” modificam o status quo do ser humano e afetam sua noção de existência . Afetam profundamente as relações que muitas vezes vão cedendo ao uso abusivo de aplicativos para “informar”, “comunicar” e até mesmo expressar sentimentos.

Essas situações acabam por afastar o homem do próprio homem e claro de si mesmo e de sua própria essência. Tal qual o “médico e monstro” de Robert Louis Stevenson, a criatura superou seu criador ?

“de que nos orgulhamos, da liberdade de sermos escravos ou da liberdade de sermos livres ? Somos um povo de po-líticos profissionais e nos preocupamos apenas com a defesa externa da liberdade. Talvez os filhos dos nossos filhos venham a ser realmente livres” (Thoureau 1984, 73)

Sem dúvida alguma, a modernidade e o avanço tecnológico e sua sofisticação trouxeram benefícios incontestáveis. A tecnologia apressa resultados de diagnósticos precisos, da análi-se de DNA, até mesmo de cirurgias complexas feitas com o auxílio de equipamentos de vídeo que, em alguns casos permitem até mesmo a “cirurgia à distância”.

Mas, por outro lado, se carrega ainda questões do passado até hoje insolúveis como relação entre seres humanos. Afinal para que tanto avanço se não para promover mais qualidade de vida para os próprios humanos ?

O que parece acontecer é que a tecnologia de ponta é não apenas o objeto de desejo dos que podem dela usufruir em larga escala, enquanto as relações interpessoais passam a um

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segundo plano. Predominando a lógica do “ter e dominar” tais artefatos e com eles criam-se os “privilegiados” que existem sem quaisquer necessidades com relação ao outro.

Discutir a sociedade “pós-moderna”, tentando compreender que o “novo homem” emerge desse homotecnos em que muda a sua forma de pensar e de que forma os seus princípios se alte-ram é uma árdua e complexa tarefa.

Como incluir o direito – os direitos humanos – numa sociedade que parece ela própria se desfazer ?

3. Da Declaração dos Direitos Humanos e do inhumano

Os Direitos contidos na Declaração Universal dos Direitos do Homem (DUDH) são os direitos mais elementares e inerentes à condição humana. São direitos relativamente aos quais ninguém, nenhum Estado pode decretar, legislar no sentido do seu desrespeito, porque são direitos inerentes à condição humana. Não foram atribuídos por nenhum ser supremo, nem foram conquistados, a antes são direitos inerentes à condição humana, a Assembleia Geral da Organização das Nações Unidas (ONU) reconheceu-os. Todavia constituem, não meros direitos positivos, mas verdadeiro Direito Natural e inderrogável. É comum afir-mar-se que a Declaração Universal dos Direitos do Homem constitui, fundamentalmente, o ethos comum à Humanidade, mas o que é que isso quer dizer?

Recorremos a Bobbio para explicar que a DUDH representa o fundamento dos valores do Homem. Este Autor explica que existem três modos de fundar os valores: (1) a descoberta de que são valores históricos aceites por si como realidades evidentes e verdadeiras, o que lhes confere a qualidade ou a validade de valores universais; (2) o seu valor de existência ou de evidência para além de qualquer prova; (3) a Declaração Universal dos Direitos do Homem goza historicamente de consensus omnium gentium sobre o sistema de valores que repre-senta: foi aprovada por 48 Estados, em 10 de dezembro de 1948, na Assembleia Geral das Nações Unidas; e a partir de então, foi acolhida como inspiração e orientação no processo de crescimento de toda a comunidade internacional no sentido de uma comunidade não só de Estados, mas de indivíduos livres e iguais (Bobbio 2004, 17-18).

O conteúdo da Declaração Universal dos Direitos do Homem é parte essencial da nossa condição humana como o é, paradoxalmente, a transgressão ao seu conteúdo, o que para os efeitos do artigo 1º da DUDH convoca-nos para a questão da responsabilidade do homem num sentido individual e para com a humanidade: “todos os seres humanos nascem livres e iguais em dignidade e em direitos, dotados de razão e de consciência, e devem agir uns para com os outros em espírito de fraternidade, com responsabilidade”.

A questão dos Direitos Humanos e do seu reconhecimento, se por um lado é uma das grandes conquistas dos estados enquanto estados de direito, governados com respeito pelo principio da legalidade e pela Rule of Law tendo por referencial constitucional a dignidade humana, por outro lado a agonia de que o direito não é a justiça. Gonçalo M. Tavares em o Atlas do Corpo e da Imaginação cita Michel Foucault (– Microfisica do poder 1996, 25)

“A relação entre guerra e as leis da paz é, pois, evidente; Foucault salienta-a: “Seria um erro acreditar segundo um esquema tradicional que a guerra geral (...)acaba por renunciar à violência e aceita a sua própria supressão nas leis da paz civil”. Pelo contrário, “em cada momento da história a dominação fixa-se em um ritual”. E eis que surge esta frase importante: “A regra é o prazer calculado da obstinação, é o sangue prometido” (Gonçalo M. Tavares 2013, 74)

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Enquanto Declaração Universal de Direitos Humanos não tem universalizado os dire-itos fundamentais elevando-os à sua categoria de Humanos e de invioláveis como deveria ser, devido à não operacionalização e à não concretização dos direitos, liberdades e garantias constantemente violados e ignorados substituídos por desigualdades, de forma completa-mente impune e indiferente. A existência da lucidez determina a capacidade de ser respon-sável individualmente e de ter a consciência de que cada ação tem repercussões sobre quem a pratica e sobre o resto do mundo como diz Sartre em:

“o homem não é mais do que o que ele faz. [...] quando dizemos que o homem é responsável por si próprio, não queremos dizer que o homem é responsável pela sua restrita individualidade, mas que é responsável por todos os homens” (Sartre 1987, 202-203).

A lucidez necessária para compreender a diferença entre o bem e o mal. A este propósito Gonçalo M. Tavares escreve citando Italo Calvino (1995, 28) :

“É interessante conceber uma espécie de negativo, de oposto deste objeto moral, do conjunto de leis que estabelece os limites morais nas relações humanas. Podemos pensar. Em oposição, num objeto imoral que se constituísse como referência do mal ou, formulado de outra forma, aquilo para onde deve olhar aquele que quer praticar o mal e pertur-bar a cidade” (Gonçalo M. Tavares 2013, 073).

Se colocarmos como referencial a lei distinguir o bem do mal, é porque a lucidez necessária para compreender a diferença entre ambos não existe. E Gonçalo M. Tavares a este propósito Ernst Junger : “O que as leis acalmam é esse instinto violento que domina as relações entre in-divíduos e corpos. Acalmar porém não é eliminar, mas adiar.” (Gonçalo M. Tavares 2013, 73).

4. Da falência dos valores coletivos e da ética na Democracia

A crise financeira mundial leva à privatização dos estados, que por sua vez são governados por relatórios emitidos pelo Banco Mundial, pela Comissão Europeia e pelo Fundo Monetário Internacional. A reorganização da política internacional resulta de eleições “populistas” dos movimentos do povo “anti-democracias” instaladas no poder. A inexistência de ideologias, a falta de discurso político e o surgimento de escândalos de corrupção transformaram a democra-cia num regime suspeito, questionável. Rancière, (2014, 75-80) n´O ódio à democracia escreve:

“As tendências dos governos tem sido estreitar a esfera pública, tornando-a um assunto privado e, portanto, restrito a grupos específicos. É um processo de privatização da coisa pública, que se manifesta complementarmente à res-trição da própria democracia, em nome da “pureza da vida pública”(Rancière 2014, 75)

Em que a ordem mais ampla da sociedade e da participação não garante igualdades, E e em que, segundo este Autor uma minoria mais forte assume o poder de forma legítima e tem o atributo de governar, sem distúrbios, uma maioria. Há um princípio de soberania popular que perpassa o processo democrático mas em é uma ficção pensar que o povo é soberano, uma vez que ele está representado por outro. Por outro lado, os governantes são legitimados pela escol-ha popular, por outro Rancière questiona também a capacidade destes quanto à escolha das so-luções mais certas para resolver os problemas da sociedade. Vai mais longe, quando fala no uso da técnica o uso da técnica para encontrar respostas para os problemas sociais, como forma de

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despolitizar o assunto público e de transferência para um debate de especialistas. Pois trata-se de uma forma moderna de elitização das discussões sobre os rumos das políticas públicas, que excluem do processo de decisão os grupos sociais mais impactados pelas ações governamen-tais. Para Rancière, neste cenário, a democracia configura-se como um sistema de dominação ainda mais intenso, que reforça as desigualdades entre os indivíduos. Não se trata apenas de um uso ilegítimo do termo democracia, mas de um processo que desloca e inverte os seus sentidos. É pela busca de uma nova sociedade que a democracia desperta o ódio (Rancière 2014, 121).

Le Goff de uma forma menos “rancorosa” explica na obra “Malaise dans la Démocra-cie”(2017) depois de maio de 68 a democracia sofre o seu declínio. Este período deu origem a um novo individualismo moderno:

“ce nouvel individualisme a produit des effets de distanciation et de désengagement vis-à-vis des collectifs mili-tants. Le bénévolat existe toujours, mais le nouvel individualisme entretient um rapport plus utilitaire, directement centré sur des intérêts, des gôuts et des affinités atrictement personnels.” (Le Goff 2017, 45)

O homem transformou-se num ser egocêntrico e solitário seguindo um rompimento ca-da vez mais importante com seus antepassados. As gerações anteriores transmitiram-lhe o sentido de comunidade que ele perdeu. Atualmente, com o isolamento, quer pela nova forma individualista como vive a sua relação com o trabalho, com a cultura, com o lazer, numa total dissociação com o coletivo em que já não olha para o potencial da socialização e em que a tro-ca humana é mais difícil vive só em dois mundos paralelos (2017, 237-259)

J.-P. Le Goff observa que nossa cultura mudou radicalmente. Anteriormente, era uma portadora de um património bem definido, mas atualmente “a política cultural da esquerda promoveu uma noção da cultura disforme que engloba todas as áreas da vida “. O autor critica esse conceito de “todos” nutrir a imagem de um angelismo sem hierarquia entre os compor-tamentos e atividades de todos. Esta “contracultura banalizada” reforça o nosso individualis-mo e desmorona cada vez mais a nossa identidade no conjunto das civilizações. Isto sem falar na educação das crianças,

“Em considérant de plus em plus tôt les enfants et les adolescentes des adultes est des cytoyens, les adultes ont brouillé les places et les rôles, court-circuité l´insouciance de l´enfance et l´indétermination de l´adolescence, étape indispensables à leur structuration. Qu´on ne s´ étonne pas alors de voir apparaìtre des personnalités fragiles, agi-tées et instables, sous les apparences du dynamism le plus convenu.” (2017, 97)

Isto levou ao enfraquecimento da dinâmica democrática, com o poder disforme, o des-emprego em massa e o fim das utopias, em que se misturam a dor e a agressão, a queixa e a de-núncia. Em que esta nova postura individualista mantém a exigência da felicidade hedonista, mas afirma-se agora sob forma da figura da vítima com direitos e afirmando a sua singulari-dade irredutível, denunciando e suspeitando dos poderes e instituições e da democracia:

“Désormais, l´”indignation”, l´expression de la subjectité et la “victimologie” sont fortemente presentes dans les discours politiques comme um gage d´authenticité censé rapprocher les reorésentants des citoyens ordinairs. Les ploitiques écoutent la soufrance et compatissent aux malheurs de leurs concitoyens, leurs campagnes électorales intègrent um pathos sentimental qui surfe sur l´individualime sentimental et victimaire” (2017, 55).

Finalmente, no que toca à falência do coletivo humano perante este individualismo mo-derno, indiferente à alteridade, preocupado com o “eu” nas dimensões do ser perfeito em

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todos os aspetos, e em simultâneo, em stress constante à procura de paz, confrontado diaria-mente com a falta de ética, perante a corrupção da classe política, os escândalos financeiros, a inoperância do sistema da justiça, a falta de discurso político, mas em que o indivíduo na democracia contemporânea permte esta “servidão voluntária” e se deixa dominar por esta desinstitucionalização, nesta “doce barbárie” (2017, 58).

5. A questão da emergência da Pós-Humanidade

Não cabe neste artigo apontar o caminho para o inhumanismo. Pelo contrário, escolhe-mos o caminho da pós-humanidade. A pós-humanidade supõe que a humanidade esteja ultrapassada. Para Edgar Morin:

“A (ou as) metamorfose biológica-técnica-informática necessita sobretudo de ser acompanhada, regulada, con-trolada, guiada por uma metamorfose ética-cultural-social. Esta é necessária para evitar o poder das máquinas pensantes, das quais nós dependeremos, mesmo se elas dependem de nós, e que poderiam talvez se emancipar de nós, ou seja adquirir uma consciência (o que tinha previsto Gotthard Gunther) e dominar o destino pós-humano.” (Morin 2017, 170)

Mas este caminho, não se deve fazer com a revolução 4.0 ou seja da Inteligência Artificial de uma forma apenas tecnológica/económica/científica como aconteceu com a revolução da Tecnologia e da Internet sob pena de caminharmos para o abismo.

Mais uma vez, a lucidez é imprescindível na construção da pós-humanidade, porque a “ciência apesar de estar ligada à técnica e à tecnociência é uma máquina formidável que tra-balha para o bem e para o mal, a vida e a morte” (2017, 168). E a robótica que é construída para estar ao serviço dos humanos, também pratica atos destrutivos, dependendo dos comandos pré-programados. Por outro lado, a economia por si só pode levar ao transhumanismo inhu-mano baseado apenas no lucro, cedendo a interesses de grupos empresariais mundiais sem quaisquer escrúpulos levando à escravidão do ser humano pelas formas de inteligência artifi-cial, num dos piores cenários imagináveis.

O caminho para a pós-humanidade deve fazer-se através de uma profunda reforma inte-lectual e moral – em que o sentido moral deve passar pelo reconhecimento de determinados valores inalienáveis como o sentido de pertença à comunidade, o coletivo ético. O reconheci-mento do valor do planeta terra e do que ele possui e necessita para viver. O reconhecimento da pessoa humana. O reconhecimento do valor da inteligência artificial e do papel que ela deve ter ao serviço da pós-humanidade na resolução de muitos problemas. Como escreve Edgar Morin,

“baseada na comunidade do destino de todos os humanos na terra exige uma consciência comum de Terra-Pátria que envolveria todas as pátrias sem as suprimir. Ignoram que é preciso um humanismo antropo-bio-cósmico (2017, 170)

Reconsiderar a noção da existência do humano ético poderia começar pelo reconheci-mento da alteridade como uma noção pré-existente e igual, ou seja identificada como “o ou-tro é um ser humano”: a Pessoa com dignidade humana, liberdade, igualdade e que para tanto não seja necessário uma lei escrita que sirva de limite cuja violação implique uma pena, por-que o individuo realiza-se eticamente neste sentido de pertença à comunidade.

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PALABRAS CLAVE: Dramaturgia, adaptación teatral de textos narrativos, na-rrativización del drama.

RESUMEN: Este estudio tiene como objetivo destacar las etapas dramatúrgicas que precisa toda adaptación para, a conti-nuación, precisar las pautas que han teori-zado, a partir de la práctica, algunos de los dramaturgos españoles más destacados del siglo XXI sobre adaptación teatral de tex-tos narrativos. El género narrativo es el más adaptado al teatro en la posmodernidad por dos razones: primero, la narrativización del drama es predramática; y, por otra parte, uno de los rasgos de identidad del teatro en ple-na actualidad es la fusión de géneros, discur-sos, historias, culturas. En último lugar, se muestran las fases de la adaptación teatral y las metodologías actuales de dramaturgos como Juan Antonio Hormigón, García May, Alonso de Santos y Sanchis Sinisterra.

KEYWORDS: Dramaturgy, theatrical adaptation of narrative texts, narrativization of the drama.

ABSTRACT: This study aims to highli-ght the dramaturgical stages that require any adaptation to then specify the guideli-nes that have been theorized, from practi-ce, some of the most outstanding Spanish dramatists of the XXI century on theatrical adaptation of narrative texts. Currently the narrative genre is the most adapted to thea-tre for two reasons: first, the narrativization of the drama is pre dramatic and on the other hand, one of the identifying features of thea-tre plays in the postmodernism is the fusion of genres, speeches, stories and cultures. To delve deeper into dramaturgy, phases of play adaptations and current methodologies are shown of contemporary dramatists like Juan Antonio Hormigón, Ignacio García May, José Luis Alonso de Santos and José Sanchis Sinisterra.

PAUTAS SOBRE LA ADAPTACIÓN DE DRAMATURGOS ESPAÑOLES DEL SIGLO XXI

María Soledad Gómez RuizUniversidad Complutense de [email protected]

Submission date: 04/04/2018Acceptance date: 22/07/2018Publication date: 10/12/2018 (pp. 68-83)

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1. Introducción

El posmodernismo es la corriente artística y estética que surge como consecuencia directa de la posmodernidad a partir de la década de los setenta. Conviene mencionar, en primer lugar, el ensayo sobre “la condición cultural posmoderna” del sociólogo Jean-Francois Lyotard (1979), porque su hipótesis parte del hecho de que el saber y la cultura cambian de estatuto al mismo tiempo que las sociedades entran en la edad postindustrial. Los rasgos sobre la caracterización de la ciudad y el yo posmodernos (indeterminación, fragmentación, desmitificación, decanonización, hibridación, crisis del yo, subjetivismo, hedonismo y bús-queda de la belleza, etc.) que detalla Giandomenica Amendola (1997), coinciden, punto por punto, con la definición de posmodernidad y posmodernismo de sus principales teóricos: Gianni Vattimo, Lyotard y Fredric Jameson, como afirma Mª del Pilar Lozano (2007, 25-26). También el pensamiento posestructuralista francés –Kristeva, Foucault, Derrida, etc.– acentúa el fin de la modernidad al abogar por la imposibilidad de fijar un significado único, estable y central en los textos, junto a otras tendencias filosóficas y críticas relativizadoras como la estética de la recepción de Iser y Jauss. Si el público de cada época tiene su propio horizonte de expectativas, las obras literarias no pueden tener un único significado. Cada momento histórico requiere una nueva lectura y con este argumento Jauss abre las puertas a la posibilidad de múltiples reescrituras de un mismo texto.

La reescritura es un fenómeno que afecta a todo texto literario y confronta al escritor. No hay reescritura sin lectura, y es esta última una competencia habitual de los dramaturgos, directores de escena, actores y productores. La adaptación es consustancial al hecho teatral desde sus orígenes y la reescritura es su fase primordial. Sin embargo, en la actualidad es constatable el gusto cada vez mayor por representar el canon literario-narrativo, quizá por-que el público se siente más atraído por una obra al reconocer al autor del original, sus temas y argumentos. La industria cultural posmoderna, anunciada por Jameson, provoca que los empresarios y directores teatrales traten de rentabilizar sus producciones con dramaturgias a partir de autores consagrados de la literatura. Por ello, pretendo con este trabajo trazar un mapa sobre las aproximaciones críticas más importantes relativas a la adaptación teatral de

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textos narrativos, de algunos de los dramaturgos españoles más destacados en el siglo XXI. En estos tiempos vuelve a proliferar el escritor más familiarizado con el teatro e incluso los autores que compaginan su actividad con la dirección escénica, pongo como ejemplo a Juan Mayorga, Pablo Messiez o Alfredo Sanzol. Esta especificidad del arte escénico se produce en España a partir de la década de los setenta, gracias a tres principales referentes que señala Eduardo Pérez-Rasilla (2008, 22): la revista Primer Acto, el despegue del teatro universitario y el establecimiento de la Escuela Superior de Arte Dramático. Es importante destacar la entrada en vigor en 1992 de los nuevos planes de estudio con el recorrido de Dramaturgia dentro de la especialidad de Dirección de escena y Dramaturgia. Entre los profesores figuran nombres como Juan Antonio Hormigón, José Luis Alonso de Santos o Ignacio García May; y en el Institut del Teatre destacan autores con importantes trabajos sobre la cuestión, como José Sanchis Sinisterra.

2. Objetivos

Este estudio tiene como objetivos destacar las etapas dramatúrgicas que necesita toda adaptación para, a continuación, precisar las pautas que han teorizado, a partir de la práctica, los dramaturgos citados, sobre adaptación de textos narrativos.

La adaptación constituye uno de los procedimientos fundamentales para la transforma-ción de textos de diversa índole, literarios y no literarios, en obras dramáticas. De todos ellos destaca la adaptación de textos narrativos que, desde los comienzos del teatro, ha funcionado como un recurso muy fértil en la gestación de piezas teatrales surgidas de la conversión de narraciones preexistentes. En lo que sigue me propongo examinar las diversas metodologías orientadas a facilitar la compleja labor de crear nuevos textos, nuevas producciones dramáti-cas. Eduardo Alonso afirma, al respecto, que “cualquier tipo de material intelectual, artístico o emocional puede ser ‘pre-texto’ para realizar una puesta en escena de un espectáculo teatral” (2014, 73). La actividad del dramaturgo debe tener en cuenta la adaptación de textos litera-rios, porque es una práctica, como ya apunté, que reclama la industria teatral contemporánea.

El texto dramático es un elemento esencial de la teatralidad, según la convención tradicio-nal de contar una historia a través de unos personajes “actores”. La fábula puede ser contada de múltiples maneras: con un solo actor (monólogo), dos actores (diálogo), un individuo frente a un grupo social, una tragedia con coro, etc. Pero lo más destacable de la creación teatral es que el texto no es una entidad cerrada y única; se puede construir teatro a partir de una idea y de las improvisaciones de los actores, de un poema, una frase, objetos, una pintura, etc. Es el dramaturgo quien ordena los elementos e imprime una estructura al texto. “Todo espectáculo teatral tiene un texto como antecedente”, afirma convincentemente Juan An-tonio Hormigón (1991, 63). Dicho texto puede presentar los elementos propios del género dramático, pero lo más frecuente es que el hipotexto proceda de un género literario distinto: narración, poesía, género epistolar, épica, artículo periodístico, etc.

El texto original puede no poseer ninguna codificación literaria e incluso puede no estar formalmente escrito; sin embargo, no deja de poseer su importancia como idea generadora de la acción escénica ni deja de ser el texto propiciador de lo que, tras el estreno del espectáculo teatral, será una creación artística inscrita en el conjunto de las artes espacio-visuales. En general, puede afirmarse que toda escenificación parte de una obra dramática, aunque no es una condición única ni limitadora de la teatralidad. Las dos características propias del arte escénico son, por una parte, la presencia del actor como creador de sus propios significados –el

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cual actúa como eje de todos los elementos expresivos de la teatralidad– y, por otra, la simulta-neidad que provoca la obra teatral, al realizarse en el mismo espacio y tiempo en que los espec-tadores la contemplan. La tarea del director de escena es, pues, traducir a otro lenguaje un texto respecto al cual su primer deber es permanecer fiel, según Anne Ubersfeld (1993, 15-16).

Es preciso recalcar, en primer término, que la riqueza de un texto dramático se halla en el interior de la obra; el lector-espectador ha de encontrar el mensaje y sentir o alcanzar el corazón de la misma. Los textos no dramáticos necesitan que lo dramático sea impuesto desde fuera, ya que internamente no existen los elementos que conformen su teatralidad. García May afirma a este respecto que, para considerar una obra como “literatura dramáti-ca”, basta con que haya en ella un porcentaje entre el 75-80% de texto dramático. También resulta innegable que el texto dramático necesita narrar en momentos puntuales porque no puede dramatizar por diversas razones y esto hace que el ritmo y lo teatral se agilicen si estas partes se cuentan en vez de mostrarse. Por otra parte, el autor reflexiona sobre el gusto actual por la novedad en la teoría teatral y no parece dar su conformidad al término “narraturgia”, atribuido a Sanchis Sinisterra, con el que alude al tipo de textos narrativos que son adaptados y representados en teatro. Este concepto expresa la importancia de “lo narrado” en el texto dramático desde sus orígenes trágicos. Tampoco parece agradar el término a García Barrien-tos, como ha manifestado en varias ocasiones; el autor formula en un conocido artículo nueve tesis sobre la presencia de la narración en el drama y contra la “narraturgia”:

Ignoro si la “narraturgia”, ese híbrido verbal que parece haber acuñado Sanchis Sinisterra (2006) tiene ya un signifi-cado en propiedad. Yo la tomo, por lo atroz que me suena, como emblema de lo que combato: la idea, decididamente posmoderna, de que la relación entre drama y narración se resuelve en confusión. Y es que el mestizaje no es hibri-dación, la promiscuidad no disuelve la identidad de los promiscuos, ni la contaminación anula la diferencia entre contaminante y contaminado. Seguramente se trata de un caso más de confusión a priori. Se apagan todas las luces y a continuación se decreta la oscuridad de la cosa. Pero que algo sea oscuro no es lo mismo que mirarlo a oscuras. Cuando hablo de luces, me refiero, claro está, a las Luces. (2014, 215-216)

A pesar de las controversias que pueda suscitar el término narraturgia, lo que no admite discusión es la incansable labor del mencionado dramaturgo por demostrar, desde la creación del Teatro Fronterizo, la afirmación de que “todo texto es potencialmente teatral” o, parafra-seando a Antoine Vitez, que se puede “hacer teatro de todo”. En mi opinión, los teóricos e investigadores del teatro hacen bien en juzgar la terminología y no aceptarla. Aunque desde mi punto de vista, se trata de un simple juego de similitud con dramaturgia. ¿Qué significa entonces narraturgia? Como explica el autor, el concepto “cuya invención se me atribuye, nació probablemente de un lapsus en alguno de mis seminarios, en los que, efectivamente, me refiero muy a menudo a las fértiles fronteras entre narratividad y dramaticidad” (2006, 20). En suma, se trata de una práctica de la dramaturgia contemporánea, conocida comúnmente como “dramaturgia de textos narrativos, adaptación teatral, narrativización del drama o dra-ma narrativo”, según se interrelacionen los modos. Con todo, esta denominación no es más que una muestra de la trascendencia que ha adquirido lo narrativo en la nueva dramaturgia.

Todo texto que vaya a ser escenificado necesita una dramaturgia, entre otras cosas, por la diferencia modal que caracteriza lo dramático. El género narrativo es, como quedó apuntado, el más adaptado al teatro por dos motivos: el primero viene a confirmar que la narrativización del drama es predramática y, por ello, la vuelta al origen es un hecho recurrente como parte de la tradición literaria; el segundo alude a la abundancia de fuentes narrativas que han inspira-do o se han adaptado al teatro. El dramaturgo mexicano Édgar Chías sostiene al respecto que

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“el teatro actual no necesita más del drama como sostén estructural único y legitimador para ser; y, sin embargo, sí necesita de la literatura” (2006, 131). Para el autor existe una diferencia entre el texto dramático y el texto literario preexistente, que provoca una búsqueda y un riesgo al reescribirlo en un nuevo discurso escénico. En gran medida, es cierto que la producción de una obra dramática encorseta al director (y al equipo de intérpretes) y condiciona la propues-ta tácita del autor, mientras que una obra literaria no dramática abre un universo de interpre-taciones para que los artistas contemporáneos se lancen a desestructurarla o, simplemente, a versionarla en un nuevo molde. La situación actual muestra claramente que las adaptaciones de textos literarios como la novela, el cuento, el ensayo o la poesía han dado como resultado espectáculos muy audaces y novedosos. De aquí se deduce que, ya entrado el siglo XXI, lo que caracteriza la nueva dramaturgia es la multiplicidad, la fusión de géneros, culturas, discursos, historias, etc. Finalmente, es necesario precisar que este tipo de reescritura abarca el concepto de deconstrucción, en el sentido de “deshacer un texto fuente mostrando sus contradicciones, sus múltiples lecturas y sus interpretaciones mutantes, prestando atención a temas, perso-najes, conflictos, para construir un nuevo texto teatral, utilizando parcialmente el original”, según José Gabriel López Antuñano (2014, 59).

3. Metodología

Así, pues, siendo la adaptación de textos narrativos la actividad más frecuente y repre-sentativa en la actualidad, conviene aludir, en primer término, a las normas o etapas que la regulan. Todo trabajo dramatúrgico se inicia con una toma de decisión: resolver a partir de qué texto se realizará la puesta en escena. En los teatros en los que existe un departamento de dramaturgia suelen hacerlo ellos, proponiendo la primera lectura e interviniendo en la defi-nición del repertorio con el director y el consejo de la institución, como afirma Juan Antonio Hormigón (1991, 68). La elección de un texto se hace de acuerdo con unos parámetros con-dicionantes: medios técnicos, espacio escénico, financiación, elenco disponible, actores espe-cíficos para incorporar ciertos personajes, coincidencias estéticas e ideológicas con el equipo de realización, público potencial al que se dirige el espectáculo, etc. La adaptación tiene como objetivo, por tanto, adecuar el texto original a las circunstancias específicas de la compañía que va a realizar el espectáculo y al público de su tiempo. El texto escogido ha de ser cotejado con diferentes traducciones o ediciones así como la obra bibliográfica o crítica del autor y su producción. También es preciso seleccionar toda la documentación posible relacionada con el proyecto que ayude a contextualizar el espacio sociológico, político o humano del texto. Y, por último, hay que reunir la documentación literaria, gráfica o audiovisual de otros montajes sobre el mismo texto. Partiendo de un texto literario, dramático o no, esta fase permite esta-blecer los significados profundos de la obra.

Juan Antonio Hormigón (1991, 73-75) propone, a partir de una lectura selectiva, tres tareas dramatúrgicas para el proceso escénico. La primera consiste en una lectura contemporánea del texto, que supone “el núcleo de convicción dramática”, es decir, la ideología y sentido del texto original interpretado por quienes realizan la dramaturgia. Este proceso surge de la lectura ini-cial, del compromiso artístico y el enfoque ideológico con que los realizadores de la dramatur-gia asumen el contenido del hipotexto y tratan de traducirlo en espectáculo. Alonso de Santos (2007, 491-516) considera, por su parte, que, en el caso de la adaptación de un texto clásico, constituiría una versión diferente, un nuevo punto de vista filosófico sobre la existencia, donde inevitablemente el hipertexto refleja la visión estética del nuevo autor respecto del original.

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La segunda tarea consiste en la posible intervención sobre el texto original. Dentro de las múltiples posibilidades, Hormigón enumera tres principales actitudes frente al texto:

a) Sin modificaciones en la estructura del texto original, b) con modificaciones en su estructura y c) incorporación de materiales textuales de origen diverso. Este sería, concretamente, el trabajo dramático-literario de adaptación. Esta última constituye el núcleo de la adaptación; las dos tareas anteriores corresponderían a la versión del texto dramático, aunque es difícil establecer, según el autor, la frontera que las delimita en muchos casos. Dentro de las posibilidades que ofrece la adaptación, habría que destacar la incorporación de materiales procedentes de otras obras del propio autor –textos que coinciden en la temática del texto sobre el que se trabaja–, incorporación de materiales de otras obras de autores contemporáneos al texto en cuestión –no solo material dramático– y la de materiales procedentes de escritores de diversas épocas (por ejemplo, la escenas incorporadas de El sueño de una noche de verano al montaje de la Co-media sin título, de García Lorca, dirigido por Lluís Pascual). Por último, la incorporación de materiales textuales escritos expresamente para el trabajo dramatúrgico en cuestión. En este caso, los ejemplos son innumerables, empezando por Shakespeare, Molière, Peter Stain, B. Brecht, Botho Strauss, Pasolini y un largo etcétera. Lo habitual es que los autores dramáticos incorporen sus propios materiales a las obras que traducen para la escena, es decir, no hacen otra cosa sino “adaptar”.

Al tratar sobre la adaptación teatral, es fácil constatar que el proceso se desarrolla, en ge-neral, en dos fases, la primera de las cuales surge tras la elección del texto que ha impulsado a realizar su adaptación al teatro. Parafraseando a Christopher Vogler (2002, 31), el adaptador, como el escritor, comienza su viaje con una misión que lo encamina hacia la exploración y el trazado de toda una cartografía de tierras fronterizas que se localizan entre los mitos y las historias narradas interpretadas a la luz de la contemporaneidad. La capacidad creativa aflora tras la lectura especializada como una respuesta nueva al hipotexto. Recuerda Alonso de Santos (2007, 150) que este es el momento de mencionar el test elaborado por Joy Paul Guilford sobre las etapas del proceso creativo: preparación o “inmersión”, incubación o etapa de “germinación” –en la que se hacen asociaciones inusuales que se apartan de los caminos co-nocidos–, iluminación o etapa de “revelación”, que ofrece la clave de la solución y verificación o etapa de “reflexión” consciente y deliberada sobre la evolución obtenida en la etapa anterior.

La segunda fase, que es donde se lleva a cabo la transcodificación, comienza cuando el hi-potexto se enmarca en un género no teatral, el cual ha de ser acomodado a un nuevo destina-tario que exige una lectura contemporánea de la obra. En la adaptación de textos narrativos las operaciones que han de efectuarse sobre el texto base son cinco: elipsis, sumario, adición, transformación y permutación. Los elementos manipulados en el paso de un código a otro son relativamente diversos: el punto de vista, la potenciación del personaje (liberado de la tutela del narrador), la sustitución del pasado por el presente como dimensión temporal bá-sica y, por supuesto, los códigos específicamente teatrales. Todos estos aspectos conforman la aplicación formal y significativa de la nueva lectura del texto original.

La intervención dramatúrgica sobre el texto puede requerir de la totalidad o parcialidad de las tareas antes mencionadas; el director de escena puede disponer de suficientes conoci-mientos literarios para la intervención textual o delegar en un dramaturgo. Esta última tarea es la que define con precisión la lectura contemporánea del texto e induce implícitamente a la estética y estilística a seguir en cuanto al trabajo actoral, escenografía, iluminación y todo el equipo escénico, que transformará la lectura del texto en espectáculo. Alonso de Santos (2007, 491) afirma que hay dos posturas enfrentadas sobre si es necesario o no adaptar a los autores del pasado para su puesta en escena. Quienes se dedican a la práctica teatral suelen

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decantarse por la opción favorable a la adaptación y actualización de textos, mientras que los que estudian e investigan el texto desde otros criterios más teórico-filológicos se muestran recelosos respecto al modo de llevar la obra de un autor a la escena, si no se reproduce fiel-mente. Pero lo que no se puede olvidar es que, siempre que haya una representación teatral, existirá el trabajo dramatúrgico. Toda lectura, por muy “fiel” que sea en la puesta en escena respecto del original literario, requiere una traslación de códigos que modifican inevitable-mente el universo semántico del hipotexto.

Cabe reseñar, en este sentido, que la selección del material narrativo y su correspondiente traslación al código teatral requiere profundos conocimientos dramatúrgicos con vistas a su aplicación a los elementos de la estructura dramática escogida. John Howard Lawson (1995, 52) señala que las teorías contemporáneas continúan basándose aún en principios aristotéli-cos. La presencia del autor griego se aprecia incluso en el siglo XX; así, el dramaturgo húngaro Lajos Egri (1942) exige que toda obra dramática responda a la premisa de ser “una sinopsis reducidísima que se compone de tres partes, carácter, conflicto y desenlace”. Por ejemplo, un gran amor (carácter) vence (conflicto) a la misma muerte (desenlace), proceso que se cumple a la perfección en Romeo y Julieta. El conflicto entre voluntades opuestas es parte esencial de la obra dramática.

4. Análisis del proceso de adaptación de textos narrativos

El proceso normal de una dramaturgia parte del poder creativo e imaginación del autor; en cambio, el que compete analizar es más complejo, pues se trata de un texto preexistente. Sanchis Sinisterra (2003, 15-17) lo analiza a través de su experimentación con los textos literarios. Esta dramaturgia se ve limitada en un principio, pues el hipotexto presenta una estructura discursiva y unas leyes distintas a las del teatro. Lo mismo ocurre con la poesía o el género epistolar, entre otros: necesita la estructura dramática para representarse en escena. Pero la toma de conciencia de esta práctica dramatúrgica es muy reciente. El texto literario tiene su propia ontología, que de alguna manera ha de respetarse. Considérese, a modo de ejemplo actual, la adaptación teatral que hizo Alex Rigola de la novela de Roberto Bolaño 2.666 o la reciente puesta en escena de Natalia Menéndez de Tantas voces..., a partir de cuen-tos de Luigi Pirandello. Ante la dramaturgia de textos narrativos el autor teatral se encuentra con que su escritura se verá extrañada por el texto fuente, ya que lo que pretende es darle for-ma teatral al texto de otro.

Sanchis Sinisterra reflexiona sobre la paradoja de toda creación y la relación con ella de la noción de alteridad. La escritura aúna subjetividad y alteridad pues, si la esencia profunda es ha-llar a los otros que hay dentro de uno mismo, la escritura teatral nos permite multiplicar esa voz individual. Aunque la dramaturgia de textos narrativos reduce la subjetividad –pues el germen del proyecto es otro texto base–, en el fondo el proceso no es tan distinto de la propia creación. En ambos existe ese diálogo, esa tensión entre lo propio y lo ajeno, lo individual y lo colectivo.

La adaptación de textos narrativos presenta múltiples formas de realización: desde la utilización del texto original como simple base de una obra nueva hasta las adaptaciones fidelísimas en las que el adaptador trata de trasladar y respetar todos los elementos del relato en el texto dramático. Yves Lavandier (2003, 489) alude a nueve pautas lógicas y de sentido común y técnico, que sirven para la adaptación teatral y cinematográfica de textos narrati-vos: cuestionarse y analizar las motivaciones que llevan a la elección de una obra literaria y tener en cuenta que, al adaptarla, es inevitable hacer cortes; no olvidar que para teatro no son

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suficientes las imágenes sino que son necesarios el conflicto y la intriga; elegir al protagonis-ta que viva más intensamente el conflicto y que permita transmitir el punto de vista selec-cionado; escoger las escenas que respetan la unidad de acción y reescribir los diálogos que ya existían en la novela. Estas pautas coinciden con las de Alonso de Santos (2007, 511-512) al formular un decálogo de posibles modificaciones del texto base para la versión contempo-ránea de un clásico. Así, en obras narrativas o muy literarias aconseja cortar las explicaciones largas y retóricas, que sólo aportan datos obvios de los personajes. Otros aspectos recomen-dados: suprimir o reducir los personajes secundarios, que redundan en explicaciones sobre la trama principal, eliminar los antecedentes excesivos al entrar en cada situación dramática así como todo lo gratuito del texto que no tenga en escena un desarrollo causal, decidir si el autor del texto base solo lo ha hecho literariamente, sobre el tiempo y espacio dramáticos y, sobre todo, la acción; y, por último, cuidar siempre la verosimilitud escénica al hacer una adaptación, entre otras consideraciones.

Conviene destacar, a continuación, a Ignacio García May que en “La dramaturgia de tex-tos no dramáticos” sintetiza el proceso de adaptación en cuatro pautas:

1) Reducción, en forma de escaleta, del argumento de la obra original, de forma que el adaptador pueda visualizar sin dificultad las acciones básicas. 2) Selección, y, en su caso, reordenación de dichas acciones para que den lugar a una progresión dramática. 3) Condensación de personajes, no solo por razones de economía, sino también y sobre todo para evitar la molesta repetición en ellos de funciones actanciales. 4) Reescritura a partir de los tres parámetros previos. (2016, 247-273)

El dramaturgo trata con este esquema de facilitar unas pautas comunes para todas las

adaptaciones e insiste en la importancia de que el resultado final sea un texto dramático, cuyos elementos sean reconocibles y comunes a todos los textos teatrales de la literatura dra-mática. Menciona, por otra parte, a Sanchis Sinisterra (1985, 123-124), quien propone una reflexión diferente:

Concibo la práctica dramatúrgica sobre textos no teatrales como un espacio de cuestionamiento permanente de los estereotipos que, desde la teatralidad vigente, esclerotizan tanto la escritura dramática como la puesta en esce-na. Ahora bien, la elección de los textos comporta una opción básica. […] Se trata de textos que, por una parte, no prefiguran una representación convencional y, por otra, se sitúan en zonas particularmente refractarias a la domes-ticación cultural burguesa: textos excéntricos, o excesivos, o contemporáneos, o exteriores con relación al discurso dominante. […] Tales rasgos textuales posibilitan la emergencia de una teatralidad advenediza susceptible de rela-tivizar y cuestionar la noción misma de obra dramática, que parece fijada en un modelo de escritura teatral práctica-mente invariable desde los orígenes de la tradición escénica occidental. (1985, 123-124)

5. Resultados

Ambas posturas son acertadas, en mi opinión, aunque la meta final de ambos dramaturgos no sea idéntica. García May niega que la escritura dramática esté esclerotizada por su natu-raleza estructural, sino por el mal uso que se hace de ella en muchos casos. Y afirma que la naturaleza de la literatura dramática es dogmática porque se funda en unas reglas básicas e insustituibles. Esta definición obedece, según mi parecer, al concepto de dramaturgia cerrada o aristotélica, mientras el objetivo teórico y creativo de Sanchis Sinisterra es la renovación cons-tante de la dramaturgia y del teatro. Para este dramaturgo, la adaptación de textos narrativos

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contemporáneos requiere una especial capacitación como escritor. Los textos clásicos plantean una trama y unos personajes que se pueden amoldar fácilmente a una adaptación que se rija según las fases mencionadas por García May. No conviene olvidar que una novela tan experi-mental como el Ulises, de Joyce, no se puede adaptar al teatro; sin embargo, Sanchis Sinisterra convierte en monólogo el último capítulo, “Penélope”, y lo traduce en La noche de Molly Bloom, porque encuentra material dramático en el hipotexto. El fluir de conciencia de este personaje femenino se deja traducir en un monólogo teatral, aunque se trata de un texto complejísimo y a priori antiteatral porque predomina el discurso interior y hay que saber leerlo para extraer una trama dramática que respete la creación de Joyce y que llegue al espectador. El dramaturgo (2003, 21) denomina esta operación “teatralizar la textualidad originaria”. Existen textos cuyo discurso posee una teatralidad implícita que provoca el deseo de verlos representados en el escenario; otros, en cambio, estimulan la capacidad imaginaria del receptor. La dramatización, como se ha dicho, requiere una fase previa de análisis del hipotexto. Por eso, el autor deman-da conocimientos de narratología para llevar a cabo el análisis y la práctica dramatúrgica con textos narrativos. Además, cada texto reclama un estudio de la técnica, recursos empleados y el efecto que produce en el receptor para, a partir de ahí, plantear una dramaturgia.

De acuerdo con los estudiosos formalistas y estructuralistas, se considera que todo texto está constituido por dos niveles, historia y discurso: “La historia consiste en la cadena de acontecimientos que afectan a unos personajes dados, en unas circunstancias espacio-tem-porales concretas y según un determinado principio de causalidad. El discurso sería, el modo en que ese relato concreto, ese texto concreto, presenta la historia al lector” (2003, 25).

Así una misma historia puede dar lugar a infinidad de textos narrativos; sin embargo, el carácter único de cada texto lo imprime el autor al organizar los hechos a nivel del discurso. Sanchis Sinisterra propone explorar, como preparación para la transformación del relato en una obra de teatro, la relación entre relato escrito y narración oral, y, también, la articulación de historia y discurso, que postula el estructuralismo. Ambas operaciones ofrecen muchas posibilidades en la dramaturgia de textos narrativos; para el logro de este objetivo, el drama-turgo establece una gradación desde la “epicidad pura” a la “dramaticidad plena”, que divide en tres niveles. El primero es la “teatralidad primaria”: un solo actor dirige su interpretación al público interpelándolo directamente con un mínimo de códigos expresivos –gestualidad, espacialidad, objetos– que sirven para hacer presentes los elementos de la historia. Se trata de la “epicidad pura”, ya que no es necesario modificar o adaptar el texto narrativo, pues el actor (como un narrador) trasmite la historia a través de un conjunto de acciones. Según el autor, hay relatos más propicios para su trasmisión oral que otros. Lo interesante en este caso es crear los códigos teatrales para representar incluso un texto narrativo complejo y convertirlo en acción escénica. Cuando aparecen en escena dos o más narradores para trasmitir el relato, se crea la polifonía de la voz narrativa que nos aproxima a la dramaticidad. En este primer nivel hay muchas posibilidades de experimentar la modalidad que puede ir de lo difuso a lo concreto; así, por ejemplo, un actor puede mantener la función de narrador y los otros ir en-carnando con su voz y comportamiento físico los personajes que aparecen en el relato.

El segundo nivel corresponde a los “narradores múltiples”; en este caso los actores asu-men el papel de narradores y se transforman en personajes cuando en el relato hay diálogos e intervenciones de personajes. Otra opción es que el mismo narrador encarne al personaje, cuando lo indique el texto y vuelva a su función de narrador o al personaje, cuando aquel lo exija. Lo interesante, como muy bien señala el autor a partir de sus propios experimen-tos, son las múltiples visiones que tiene el espectador de un mismo personaje. Esta multi-dimensionalidad nos adentra en la complejidad del personaje dramático. El público es el

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destinatario-receptor de la narración y es testigo de la presencia de una notable pluralidad de narradores que se transforman en personajes cuando el relato lo requiere, creando una situación puramente teatral.

El tercer nivel, el autor, se refiere a la posibilidad de recurrir a la cuarta pared como opera-ción dramatúrgica; es lo que se denomina la “narración dentro de la cuarta pared” y es lo que hace que el texto narrativo se convierta en teatral (cuando un personaje narra a otros). Para ello, es necesario inventar un contexto dramático, un marco, que justifique la historia que se están contando los personajes. La experimentación desde la “epicidad pura” hasta la “drama-tización” con relatos, ya sean tradicionales o contemporáneos, es un campo muy interesante de investigación teatral que permite ver las múltiples posibilidades dramáticas a la hora de representar los textos narrativos con un solo narrador, los narradores múltiples o la narración dentro de la cuarta pared, como se ha visto. García Barrientos (2004, 521-522) analiza, desde una perspectiva teórica, la propuesta de Sanchis Sinisterra sobre los tres niveles que permiten escenificar el relato oral y afirma, de acuerdo con la distinción modal, que el primero es una clara manifestación del modo narrativo, aunque es muy próxima y fronteriza con el dramá-tico. El segundo nivel es el que presenta un carácter mixto, pero el problema, para el autor, es cómo mantenerlos coordinados porque lo normal es que uno predomine o se subordine a otro. La pureza modal se mantendría intacta porque se trata de dramas con interpolaciones narrativas o narraciones dramatizadas. El tercer nivel entra en el modo dramático con una narratividad discursiva que permite construir un ámbito rico y complejo de niveles diegéti-cos dentro del drama.

Por otra parte, lo que hicieron los griegos y ahora hacen los adaptadores es dramatizar la fábula: la secuencia de acontecimientos, los personajes, sus acciones, los lugares y secuencias temporales de la acción. Pero Sanchis Sinisterra plantea también dramatizar el discurso; es el punto de partida de sus investigaciones teóricas y prácticas, aunque eso no significa que haya que eliminar elementos de la fábula en la representación. En primer lugar, la acción dramáti-ca es el modo específico de recepción de la fábula. Si en la narrativa una misma historia puede dar lugar a diferentes relatos, cada uno con su discurso específico, también una misma trama puede organizarse según diversas modalidades de acción dramática, dando lugar a distintas obras teatrales. Las indagaciones de este dramaturgo sobre la fábula parten de la siguiente pregunta: si en narración se puede establecer una disociación entre historia y discurso, ¿por qué no establecer esta disociación entre fábula y acción dramática en una obra de teatro? La tran-sacción de la fábula a la acción dramática afecta a cinco ámbitos: espacio, tiempo, personajes, discurso y verosimilitud. Los adaptadores toman de la fábula la secuencia de acontecimien-tos, personajes, acciones, lugares y tiempo, para traducirlos a códigos puramente teatrales.

En relación con el marco espacio-temporal, es necesario elegir, en primer término, en qué momento de la fábula debe arrancar la dramatización, seleccionar el orden de las secuencias con que se quiere transmitir la historia al espectador, y saber qué episodios deben ser inclui-dos en la acción dramática y cuáles deben ser excluidos. Así, los episodios de la fábula han de tener un orden y una extensión elegida para las secuencias y las modalidades en que son tra-tados los episodios son antecedentes, ocurrentes e inminentes. Por otra parte, la espacialidad hace referencia al lugar o lugares de la fábula elegidos para la representación teatral. Sanchis Sinisterra establece una relación dialéctica entre escena y extraescena (lo ocurrido no visua-lizado por el espectador en escena). En segundo lugar, los personajes presentan una amplia gama de posibilidades, según la concretización que queramos hacer para la puesta en escena. Además, propone como modelo el monólogo, si queremos contar la historia a través de un solo personaje o, por el contrario, utilizar a todos los personajes de la fábula y añadir e inventar

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otros. El dramaturgo ofrece algunas observaciones sobre su adaptación al teatro: la jerarquía dramática que se establecerá entre ellos –y, por tanto, su interacción–, el punto de vista que se ofrece al espectador y la distribución entre personajes presentes y ausentes.

Respecto a estos últimos, el dramaturgo distingue los que funcionan como referenciales, extraescénicos o incorpóreos. Hay muchas combinaciones posibles: por ejemplo, el perso-naje-narrador de un relato puede participar de la fábula como personaje o quedar como una figura externa de narrador, del coro o prólogo de la obra. Es importante establecer la jerarquía de los personajes, según el autor, no solo por su presencia física o no, sino porque su efecto polariza la tensión dramática: piénsese en el efecto que produce el invisible Pepe el Romano en La casa de Bernarda Alba. También es preciso considerar la elección de las pautas psicoa-fectivas, es decir, si el personaje es débil, fuerte, carismático, dominante, dominado, etc.: la sorpresa y los cambios en los personajes enriquecen la acción dramática y hacen que ofrezcan diferentes caras como en la vida cotidiana. A su vez, el punto de vista elegido hace que el es-pectador se identifique con uno u otro personaje.

El tercer elemento del análisis y la transacción es el discurso y la opción que guía la drama-tización del mismo; los modos discursivos, obviamente, son la narración y el diálogo. El autor debe elegir ambos modos; así, lo narrativo puede formar parte de lo dialógico: es el caso de un personaje que narra a otro una información o hecho para influirle o como estrategia. Las modalidades teatrales abarcan el monólogo, el diálogo, triálogo y discurso coral, que sirven para la interacción dentro de la acción dramática. El perspectivismo múltiple de la novela contemporánea se puede trasladar a la escena con esta amplísima variedad de interacciones entre los personajes. Otro aspecto importante en la adaptación teatral de relatos es el papel que desempeñan lo no dicho, los silencios, lo implícito en las situaciones dramáticas y tam-bién cómo se articulan las acotaciones y las réplicas en la escritura dramática. En suma, es la proporción entre el lenguaje verbal y no verbal, que articula todo texto dramático.

La interacción dialogal es lo que provoca en el espectador o receptor la afinidad o repul-sión hacia uno u otro personaje. Por último, es preciso tener muy en cuenta en la traslación del relato a la obra dramática el cuarto elemento, la figuratividad o verosimilitud. Por tanto, hay que ver qué grado de afinidad tienen los personajes y acontecimientos de la fábula con la imagen de la realidad que los receptores de la acción dramática. Por eso, se impone analizar, en primer lugar en qué medida la fábula es verosímil en cuanto a las circunstancias, la lógica y principio de causalidad que encadena los hechos y el comportamiento de los personajes. El dramaturgo aconseja estudiar el grado de autoconsistencia de la ficción del relato, el mundo posible planteado y su traslación a la escena (si hay anacronismos o anatopismos). El mundo representado, las creencias, los principios y valores, ideas, sentimientos, tabúes etc., deben ser objeto de reflexión por parte del adaptador a la hora de ilustrar el relato o, por el contra-rio, elegir una visión e interpretación propias para el texto dramático. También el modo de hablar de los personajes, el lenguaje, es importante en la traslación dramática. Se sabe cómo es un personaje por lo que dice y hace; el modo de hablar dice mucho del efecto que quiere causar el autor en los receptores. Por ejemplo, las anomalías en el lenguaje de Roberto Zucco, de Bernard-Marie Koltés, definen a unos personajes marginales cuya expresión está llena de metáforas y una complejidad sintáctica impropia que provocan un efecto de extrañamiento en el espectador.

Es necesario afirmar, por otra parte, que muchos directores y dramaturgos se estancan en la búsqueda de novelas y relatos con un argumento, personajes y diálogos bien definidos con vistas a su adaptación al teatro. Por ello, es reseñable la importancia de muchos relatos contemporáneos sin primacía de la fábula, esto es, donde lo esencial es el discurso. El teatro

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del absurdo y la novela contemporánea renuncian frecuentemente –sobre todo, a partir de las vanguardias históricas del siglo XX– a contar historias. En muchos relatos el discurso es esencial y la fábula, en cambio, un mero pretexto narrativo; un buen ejemplo, por su carácter innovador en el ámbito de la novela, es el que ofrece Tristam Shandy, de L. Sterne.

La última posibilidad de adaptación es la que él denomina dramaturgia mixta (2003, 99-116): el discurso se convierte en marco del texto y se insertan determinadas secuencias de la fábula en la acción dramática. La ventaja consiste en que acumula una mayor cantidad de elementos, pero es la modalidad más difícil para el dramaturgo que lo experimentó al drama-tizar Moby Dick, de Melville.

Finalmente, quiero aludir a algunos protocolos formulados por Sanchis Sinisterra que indican cómo insertar el relato en una situación dramática y probar diferentes estructuras. El primero, Rectificación, es un ejercicio que utiliza códigos anómalos en la interacción. El esquema propuesto por el autor es el siguiente: A cuenta una historia a B, que puede ser un relato de Maupassant, Kafka, etc., o una historia propia (aunque elaborada por la memoria). Pero A cuenta esa historia en segunda persona, como si fuera B el que la ha vivido. De ese mo-do, A tiene que imaginar al otro en su lugar disponiendo de libertad plena para moverse por el espacio y alrededor de B. Sin embargo, B tiene que hacer el esfuerzo de escuchar e instalarse en el relato, ya que B está sentado en una silla al lado de una mesa y no se puede mover. Solo puede interactuar con A a través de “cuatro signos”: 1) B da un golpe en la mesa sin mirar a A y este repite, tras un segundo de atención, la última frase pero desde otro lugar del espacio y prosigue, 2) cuando B da dos golpes en la mesa y mira al narrador al tiempo que A interrumpe el relato y rectifica parcial o totalmente una parte de lo dicho, 3) B se pone de pie, mirando al frente, A se queda en silencio hasta que B se vuelva a sentar, 4) B se pone de pie y mira al narra-dor, mientras A continúa con el relato pero en forma interrogativa.

El objetivo de este esquema de trabajo es partir de dos mundos e ir tejiendo un universo común que no pertenezca a A o B sino a ambos. El ejercicio puede adquirir una forma dra-mática si A se deja modificar por B y B perturba a A con su relato. Lo más difícil de A es mo-dificar su relato en base a los signos de B. Por último, este puede colorear o mejorar el relato de A con sus signos. El narrador A debe reconducir su historia todo lo que pueda hasta que B se imponga y ambos vayan a otro final común. Sanchis Sinisterra señala que inventó este ejercicio como entrenamiento para actores; de esta forma ellos salen de su narcisismo creati-vo y ambos cuentan la historia a partir de esa escucha del otro. Como ejercicio dramatúrgico, es una forma de narrar a dos voces un relato, lo que implica fragmentar el discurso. Cuando el ejercicio ha avanzado, B puede proseguir la historia y, ya producida esa inversión, finalizar en un monólogo a dos voces la historia apelando al público.

El segundo protocolo es Relato: se trata de utilizar la palabra como acción y experimentar y provocar un efecto movilizador en los demás con una narración. El esquema del ejercicio es el siguiente: A aborda a B y le relata X con una “intención secreta”, que puede ser de cinco tipos (despertar su compasión, intimidarle, inducirle a realizar “Z”, venderle algo de dudosa utilidad o “desenmascararle”). Este esquema dramatúrgico funciona si se pactan primero dos consideraciones: primero para qué quiere A abordar a B y, segundo, es necesario deter-minar la verdad o falsedad del relato X. Por otra parte, hay que construir el mundo de B, A y B no se conocen, B espera a C para resolver un conflicto (difícilmente permeable a A) y el lugar donde se encuentran ambos es desconocido para este. En el desarrollo del ejercicio B no puede adoptar una postura de claro rechazo de A; el relato de este puede ser discontinuo y contradictorio. Al final, la “intención secreta” de A surte efecto quizá por una circunstancia extra-escénica y el conflicto de B y C no queda claramente explicado.

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Por último, Tríada con polílogos es el ejercicio que más libertad proporciona al actor, como autor o rapsoda, en las didascalias. Se plantea un conflicto en marcha entre tres personajes, A, B y C y el dilema planteado puede ser la venta de unos terrenos y es bueno saber oscilar en la discusión entre los dos polos del problema. El diálogo se interrumpe a la señal del direc-tor: el actor elegido, A, inventa un monólogo o una didascalia propia de B o C (o de ambos); este momento sorprende mucho al espectador y permite una libertad absoluta al actor que se asemeja a la libertad en la novela. También es metateatral cuando los actores no ejecutan la didascalia ajena descrita por A, ya que se genera otro marco dentro de la escena que des-concierta al espectador o le divierte. En ese momento el actor ya no es solo el personaje: lo encarna pero, al mismo tiempo, es analista de la escena y sujeto rapsoda. La señal externa del director obliga al actor a dar un salto al vacío e inventar. Estos ejercicios convierten al actor en un original autor dramático; cada sesión pautada da la impresión de ser una sesión de jazz (por lo que tiene de improvisación).

6. Conclusiones

Tras el término posmodernidad se esconde lo que desde Foucault se conoce como episte-me, es decir, un cambio radical en la visión del mundo que afecta a la literatura y a la drama-turgia que se hace hoy. Este estudio aborda un aspecto muy fronterizo, que conecta con uno de los rasgos de la escritura contemporánea: el hibridismo y trasvase de géneros, puesto que analizo las etapas y pautas de la adaptación teatral de textos narrativos y, para ello, se requiere una capacitación especial como escritor –que, por otra parte, es predramática, lo que hicieron los griegos es lo que hacen nuestros autores posmodernos–. Este tipo de reescritura enfrenta al adaptador a dos exigencias: la primera tiene que ver con sus conocimientos sobre narrato-logía, y, la segunda incide en el profundo saber escénico que requiere toda adaptación. Esto es porque la transformación de novela o relato implica una mutación superior a la versión contemporánea de un texto dramático, salvo algunas excepciones. Se aplican al texto base operaciones como la elipsis, sumario, adición, transformación y permutación. Este proceso afecta al original cuyo punto de vista varía, el texto dramático potencia el personaje, sustituye el pasado por el presente y el discurso narrativo se transforma en diálogo. Solo un especialista en la práctica teatral o un escritor que se implica en el proceso creativo del director y los ac-tores podrá realizar una competente reescritura de textos narrativos. Por tanto, la adaptación teatral de textos narrativos, dado su carácter intersemiótico, debe ser considerada dentro de la disciplina de la narratología comparada.

Las dos etapas generales de la adaptación propuestas por Juan Antonio Hormigón (1991, 73-75) son muy lógicas y sirven como primera aproximación al texto narrativo (lectura con-temporánea del texto que asume el enfoque ideológico y artístico del espectáculo y las tres actitudes posibles frente al texto). La dramaturgia de textos narrativos presenta múltiples formas de realización, como se ha visto, desde la utilización del hipotexto como simple base de una nueva obra, hasta las adaptaciones fidelísimas que trasladan todos los elementos del relato. A continuación, he trazado un mapa de pautas de adaptación de algunos dramatur-gos españoles del siglo XXI: destaco, en primer lugar, a José Luis Alonso de Santos (2007, 511- 512), al formular un decálogo de posibles modificaciones del texto base que coinciden con las de Yves Lavandier (2003, 489), estas normas dramatúrgicas son de sentido común al abordar un texto narrativo. En segundo lugar, señalo la aportación de Ignacio García May (2016, 247-273) porque considero que es el que mejor sintetiza el proceso en cuatro pautas

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comunes (reducción, selección, condensación y reescritura). Sin embargo, considero que este esquema no es suficiente para abordar los textos narrativos contemporáneos, puesto que solo contempla la dramatización de la fábula, entre otros aspectos. Por esta razón, dedico la última parte de este trabajo a José Sanchis Sinisterra (creo que este dramaturgo ha inventado un nuevo lenguaje teatral), tras asistir dos años al Colaboratorio del Nuevo Teatro Fronterizo en Madrid. El dramaturgo explora la relación entre relato escrito y narración oral y las posi-bilidades de articulación entre la historia y el discurso. Ambas operaciones ofrecen muchas posibilidades a la dramaturgia actual desde la “epicidad pura”, “los narradores múltiples” y “la narración dentro de la cuarta pared” hasta la posibilidad de dramatizar el discurso, articular ingeniosamente las acotaciones y reflexionar sobre la verosimilitud.

Se impone, para concluir, una reflexión sobre el sentido de la dramaturgia de textos no dramáticos –específicamente narrativos– en la posmodernidad. Los autores clásicos hablan de temas universales, que nos siguen conmoviendo por su belleza. “Pero un autor no es un museo” –como precisa Alonso de Santos (2007, 492)–, “sino alguien a quien se debe recupe-rar escénicamente para que el público lo contemple como algo vivo”. Por eso, la posmoderni-dad exige lecturas y representaciones de textos que no sean meras visiones historicistas o cul-turales. Las versiones, en general, nunca son del todo respetuosas con el texto original, porque siempre hay elementos subjetivos del nuevo autor. Pero, añade Alonso de Santos, se trata de aderezar un texto escrito hace cuatrocientos años sin alterar lo fundamental para que tenga plena vigencia en el siglo XXI. La obra literaria siempre estará en los libros, mientras su pues-ta en escena es algo efímero que muere tras el acto teatral. Toda adaptación o versión implica traición al original y, por tanto, al espíritu de otros lectores, directores o dramaturgos. Sin embargo, es una manera de transitar nuevas posibilidades de lectura que reactualicen el ca-non literario-narrativo. Umberto Eco prevé para ello la existencia de un lector modelo –que converge con la labor del adaptador- capaz de cooperar en la actualización del original. En Obra abierta, Eco concibe la obra abierta a la libre e inventiva reacción del destinatario, pero ello no implica cualquier lectura posible. En Los límites de la interpretación (1992) reflexiona e impone restricciones a los intérpretes para mantener la fidelidad al texto. Por consiguiente, concluyo afirmando que el adaptador es el primer intérprete del conjunto de intérpretes que llevan a escena un texto narrativo. Y, como tal, debe asumir, lo que para Eco es indiscutible, que esa interpretación sea proporcionada a la intentio profunda del texto en que se basa.

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Reviews

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NUEVA ILUSTRACIÓN RADICAL: RE-PENSANDO EL ARTE DE LOS LÍMITES

Nueva Ilustración Radical: Rethinking the art of boundaries

Teresa Gras GuisadoNew York [email protected]

Nueva Ilustración RadicalMarina GarcésEditorial AnagramaBarcelona, 201775 pp.

“[…] crítica es autonomía del pensamiento pero no autosuficiencia de la razón. [….] La crítica es un arte de los límites que nos devuelve la autonomía y la sobe-ranía” (Nueva Ilustración Radical, Ed. Anagrama, pág. 38)

Esta cita podría resumir en una frase la propuesta teórico-activista de Marina Gar-cés en Nueva Ilustración Radical (Anagrama, 2017), comprimido –aunque no denso– en-sayo de apenas setenta páginas que se des-pliega en varios niveles: parte crítica cultural, parte diagnóstico de las humanidades, parte manifiesto activista y llamada a la acción. Es quizás en esta conjunción donde radica el valor de la propuesta: Garcés aspira a pensar más allá de los esquemas contemporáneos, tanto en la forma como en el contenido, para responder una pregunta aparentemente sen-cilla: ¿y ahora qué?

Responder a esta pregunta sin caer en tó-picos y lugares comunes es más complicado

de lo que parece. A la demostración de esta dificultad se destina la primera parte del li-bro, donde se realiza un diagnóstico de las humanidades (y en un plano más general, los sistemas de creencia y pensamiento) en la actualidad, enzarzadas en lo que Garcés entiende como un callejón sin salida: el de-bate dualista entre el apocalipsis catastrofis-ta o la salvación utópica. Garcés registra la causa de este dualismo en la pérdida de sen-tido de las ideas posmodernas, cuyo “eterno presente” no es ya creíble en una sociedad preocupada por la degradación imparable de los parámetros de una vida vivible (desde el medio ambiente hasta las condiciones la-borales). El mundo contemporáneo padece de “condición póstuma”, entendida como la concepción del futuro en términos de con-dena. Para Garcés, la pregunta que guía a las sociedades actuales es “¿hasta cuándo?”. ¿Hasta cuándo podremos mantener las con-diciones de una vida digna? La preocupa-ción por el futuro en términos de catástrofe implica para Garcés la completa depoten-ciación del ser humano, que no se ve ya ca-paz de intervenir en su vida y ha renunciado a toda posibilidad de progreso. La posesión de conocimiento y la capacidad para apli-carlo se encuentran radicalmente disocia-das en la época contemporánea. El proyecto ilustrado ha encontrado su reverso.

Es esta constatación de una “anti-ilustra-ción” contemporánea la que introduce la se-gunda parte del libro, donde Garcés investiga el verdadero sentido del proyecto ilustrado y su posterior desarrollo en una sociedad capi-talista. El corazón de la ilustración se encuen-tra para Garcés en la crítica como ejercicio de (auto)análisis y (auto)examen, los cuales son continuos y aspiran a una mejora de las con-diciones de vida, aunque no necesariamente en el sentido de prosperidad económica. Se encuentra aquí la clave para Garcés: el pro-yecto ilustrado es la voluntad de cuestionar los límites de lo conocido, no de imponer nuevos límites a aquellos que no tienen acce-so al conocimiento. En este sentido, defiende

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Garcés la posibilidad de una ilustración no imperialista, y apuesta por la recuperación de la crítica ilustrada como herramienta pa-ra pensar(nos) en el mundo actual más allá del catastrofismo o el idealismo. Ahora bien, ¿qué forma adquiere esta crítica?

La clave se encuentra para Garcés en la cuestión del “nosotros”, que viene a continuar el hilo abierto en su anterior libro, Un Mun-do Común (Bellaterra, 2013). La cuestión del “nosotros” es relevante porque implica un cambio de foco, desde el sujeto individual, presumiblemente blanco, masculino y euro-peo, hacia el sujeto colectivo, plural y abierto. A propósito no habla de comunidad, pues no se trata de un colectivo cerrado y constituido en función de unas características comunes; al contrario, Garcés se interesa por las ten-siones y los antagonismos, las diferencias que sin embargo crean continuidades. Garcés es-tá pensando en un colectivo que se relaciona en lo corporal, fundamentado en una proxi-midad física, tangible, material. Un colectivo, en términos de Merleau-Ponty, oblicuo, esto es: horizontal.

Con este giro último Garcés convierte la cuestión del “nosotros” (y con ello, la cues-tión de la crítica, de las humanidades y de la política) en la cuestión de la vida, no enten-dida ya en términos de bios y zoe, como tam-poco en oposición a la muerte, sino la vida como dimensión corporal, irremisiblemente material, al mismo tiempo histórica y futu-ra. Por medio del cuerpo combate Garcés el impasse de la pregunta póstuma: ¿hasta cuándo se mantendrán las condiciones de una vida vivible? Para la autora, no es un pro-blema ya (o no solo) de tiempo, sino de mo-do. Lo importante, desde una perspectiva material-corporal, no es de cuánto tiempo disponemos antes de transgredir los límites de lo vivible, sino el poder que emerge de su cuestionamiento y de nuestra posición den-tro de ellos. Para Garcés, la única forma no imperialista de pensar los límites es desde el cuerpo entendido como continuidad.

En un Un Mundo Común, Marina Gar-

cés explicaba que su interés por el cuerpo como epistemología surgió tras dos even-tos: por un lado, su propia experiencia con la maternidad al dar a luz a su hijo; por otro, el atentado del 11 de septiembre de 2001. Lo interesante de esta conjunción no es tanto el (obvio) contraste vida-muerte, sino la na-turaleza visceralmente material de estas dos experiencias: el 11-S corporalizó la idea de muerte, permitiendo entender el cuerpo en un sentido colectivo, continuo, casi al mismo nivel de la continuidad entre una madre y un recién nacido. Parece que es en esta dimen-sión continua del cuerpo donde Garcés de-tecta el poder de subversión con respecto a un sistema que compartimenta no solo cuer-pos, sino mente y cuerpo, naturaleza y cultu-ra, conocimiento e ignorancia. Entendiendo el cuerpo como materia continua podemos pensar los límites, y recuperar así la autono-mía sobre nuestra propia realidad.

Cabe destacar, por último, el tono del li-bro, que es también en sí mismo una explora-ción de los límites de lo académico. Resulta complicado definir el lenguaje empleado: no es enteramente manifiesto, ensayo ni artícu-lo, pero es todo eso a la vez. Garcés encuentra el balance perfecto entre el rigor y la inteli-gibilidad, apelando directamente al lector en un lenguaje comprensible que no por ello ca-rece de matices y profundidad. No sorprende la participación de la autora en espacios de crítica y publicación alternativos como Espai en Blanc, como tampoco su periférica reso-nancia contemporánea.

Nueva Ilustración Radical es un libro de obligada lectura, uno de los escasos textos contemporáneos que trascienden sus pági-nas y llaman a la acción más allá de la utopía. Centrado, con los pies en la tierra, y radical-mente crítico.

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ESA MASA INCANDESCENTE EN LA QUE SE FUNDEN LAS FORMAS NUEVAS

The incandescent mass from which the new forms are cast

Rodrigo MontenegroUniversidad Nacional de Mar del Plata,

Celehis, [email protected]

Buenos Aires transmedial: los barrios de Cu-curto, Casas e Icardona

Carolina RolleBeatriz Viterbo EditoraRosario, 2017250 pp.

¿Qué es un libro? O mejor, ¿qué formas, in-tensidades, conexiones, funcionalidades, espe-jismos, representaciones establece un libro con el mundo? Esta pregunta, formulada hace tiempo en Mil mesetas (1980), es capital. Entonces, ¿cuál es la relación entre el libro y el mundo; entre un libro y esos territorios designados con el nombre de ciudades? Si un libro es algo parecido a una maquinaria verbal que funciona en su conexión con el afuera, en su productividad significante, en sus multiplicidades simbólicas, expandiendo códigos, lenguajes y referencias, entonces la se-gunda pregunta sería: ¿Qué es el afuera? El afue-ra puede ser un modo para significar lo inasible del lenguaje y el pensamiento; o puede ser ma-terialmente eso que empieza cuando termina el libro, en sus bordes; es decir, el mundo: la selva espesa de lo real.

Creo que un modo concreto de experi-mentar el mundo, al menos desde hace unos quinientos años, tiene que ver con la vida en las ciudades; con sus tránsitos, sus códigos, sus for-mas de organizar el tiempo y el espacio, de ten-

sionar las voluntades políticas, de componer las diversas formas en las que fluye el capital y la información, de agrupar, amontar, cohesionar cuerpos, voces, identidades. En este sentido, el libro de Carolina Rolle, Buenos Aires trans-medial: los barrios de Cucurto, Casas e Icardona, se inscribe en esa larga tradición que intenta pensar la literatura y el arte cuando se empla-zan en esa territorialidad urbana. Amplia y heterogénea tradición crítica que incluiría a Nancy, Williams, Benjamin, Deleuze/Guatta-ri, y en la cultura argentina a Perlongher, Gar-cía Canclini, Gorelik, Sarlo, Piglia y Ludmer. La característica singular de la propuesta de Rolla es pensar el vínculo entre la ciudad y una compleja trama de percepciones y experiencias luego metamorfoseadas hacia los textos. Sin embargo, el recorrido no se agota en una mera descripción temática, sino que expande las re-laciones de los textos escritos (la materia ver-bal de la literatura) hacia otros códigos, formas, soportes, lenguajes. El libro de Rolle, arriesgo como hipótesis, es una meta-cartografía; traza relaciones entre textos literarios, las artes visua-les y el cine para proponer recorridos a través de la trama urbana; itinerarios que nunca intentan un calco verista de lo real, por el contrario, bus-can la creación de una sensibilidad territorial como apuesta por un tipo de imaginación (de pensamiento) que se efectúa en el contacto en-tre las artes y la vida.

Escribe Ticio Escobar en El arte fuera de sí, “El arte contemporáneo es antiformalista. Privilegia el concepto y la narración en des-medro de los recursos formales” (2009, 20); y, en efecto, podría pensarse que el diagnos-tico incluye a las escrituras y prácticas que aborda el libro de Rolle, porque implican el mismo gesto. Textos anclados en el presen-te en los que se privilegia la construcción de historias, relatos, mitologías, aunque salién-dose del rigor formal, de la disciplina –cabría escribir– de lo disciplinado. Nuevamente, siguiendo a Escobar, lo que interesa de estas artes y escrituras contemporáneas no es su “coherencia lógica, su valor estético y su au-tonomía formal sino […] sus efectos sociales

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y su apertura ética, […] los usos pragmáticos que promueve fuera de sí” (2009, 21). El ar-te (y la literatura) del presente abordados por Rolle se descentran en busca de una perfor-matividad que Buenos Aires transmedial señala minuciosamente. Suele considerase a estas nuevas formas estéticas desde una cierta de-ficiencia; signarlas con una suerte de carencia en su capacidad para producir formas solidas de materia verbal, visual, sonora que alcancen la altura y calidad del arte moderno. Quizás, la cuestión sea advertir las limitaciones de un tipo de crítica que si bien sabe cómo leer una novela de Joyce o Saer, no puede pensar las operaciones de Cucurto, Fernanda Lagu-na o Icardona; una crítica que entiende a la perfección cómo diseccionar un cuento bor-geano o un poema de Mallarmé, pero carece de la sensibilidad nerviosa para bucear a tra-vés de internet, leer un ensayo de Benjamin sobre la importancia de la técnica en la obra de arte, revisar un portal de noticias, escuchar un disco en bandcamp, planear la asistencia a un evento artístico o a una acción activista, y escribir un “texto”; todo eso, por supuesto, al mismo tiempo. Con estos ejemplos estoy pa-rafraseando algo sugerido por Reinaldo Lad-daga en Estética de la emergencia (2006) acerca de los modos en que las letras y artes del nuevo siglo construyen un régimen de producción posdiciplinar. En este sentido, el libro de Ro-lle, en su obsesión por leer lo transmedial, se orienta precisamente en ese sentido; produce un pensamiento del presente desde el presen-te y en la temporalidad simultánea que carac-teriza al tiempo contemporáneo. Algo queda claro: no hay en el libro de Rolle ningún pri-vilegio de la cultura letrada, sino, por el con-trario, el señalamiento de cómo la literatura y las artes se dispersan hacia otros códigos se-mióticos (el comic, el cine, el rock, la cumbia y, finalmente, la ciudad: el gran texto).

Para considerar la heterogénesis de la pa-labra literaria, Rolle desarrolla el concepto de “transmedialidad”, tomado desde Susan Buck-Morss; hallazgo fundamental del libro. Se construye, así, una perspectiva crítica que

pone en primer plano la experiencia, el sis-tema sinestésico y el sensorium corporal en una lógica “TRANS”; prefijo que amplía ra-dicalmente los alcances de cualquier apuesta intertextual, dado que a partir de él se subraya la transferencia y transformación de las com-binaciones mediales. La transmedialidad co-mo dispositivo de lectura permite considerar zonas de vecindad entre las artes, así como los movimientos que conducen hacia territoriali-dades extrañas. En definitiva, se hace impen-sado aislar a las prácticas estéticas de los mun-dos en común. El arte fuera de sí es, entonces, el gran problema señalado por Rolle. Su estu-dio se orienta hacia una hipótesis general so-bre el estado del arte desde la segunda década del nuevo siglo, en la cual podemos afirmar, a cien años del formalismo ruso, que no hay pertenencia, ni especificidad en los objetos y experiencias del arte y la literatura.

Este movimiento hacia el afuera se efec-túa a partir del concepto central de “barrio” entendido como constructo literario. De esta forma, se implica en él un sentido ideológi-co; diría, incluso, que el barrio adquiere toda la potencia de un ideologema, dado que in-troduce la tensión de una reapropiación de lo local/barrial en el escenario problemática-mente globalizado de la cultura contemporá-nea. Dado que no hay nada que impida leer simultáneamente la modernidad literaria o escuchar punk rock desde Villa Celina o Flo-rencio Varela. Ahora bien, el barrio, en el li-bro de Rolle, debe entenderse (con Ludmer) como “isla urbana”; ya que esta noción ad-quiere una modulación particular cuando se proyecta en la realidad argentina luego de la crisis del 2001. En esta sintonía, Buenos Aires transmedial reinstala la productiva categoría de “imaginarios urbanos” de vasta trayecto-ria en los estudios culturales - especialmen-te abordada por García Canclini y Gorelik-, para imprimir sobre ella el gesto de una dia-léctica nunca completamente resuelta entre lo local y lo global. A partir de estas referen-cias teóricas, la hipótesis de Rolle consiste en leer el gesto de la fundación (de una escritura,

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de un barrio, de un espacio imaginario) en la yuxtaposición entre las construcciones ver-bales/visuales y la experiencia. La apuesta es compleja porque no se cierra sobre objetos, sino que busca relaciones, solapamientos, contagios, como sostiene la autora, relaciones transmediales.

Resulta interesante advertir cómo Rolle lee, como sedimento crítico para su propuesta, algunos momentos fundacionales de la rela-ción literatura-ciudad en la cultura argentina, especialmente a partir de las tesis de Piglia y Link. En este sentido, Link señala un Primer Momento durante los años 20 y 30, es decir, la ciudad de las vanguardias, cuyos nombres significativos son Borges, Tuñón, Arlt, quizás Marechal. Un Segundo Momento se encuen-tra en la década del 60 con el desarrollo de la ciudad moderna y la muchedumbre, cuyo nombre propio es Cortázar. Finalmente, un Tercer Momento coagula en la crisis del 2001. Allí, sostiene Rolle, se produce la reivindica-ción del barrio frente a la narración urbana sin raigambre elaborada por Piglia en La ciudad ausente, cuya genealogía es básicamente Bor-ges/Macedonio. En efecto, Piglia aglutina para sí el gesto y la lectura de las fundaciones que Rolle explota productivamente. Una vez más, la Primera Fundación se encuentra en los románticos, en Sarmiento, Echeverría, Mármol. La Segunda Fundación es la ciudad mundial, de Borges, Cortázar y, por supuesto, Piglia. La Tercera Fundación, señala Rolle, se produce en el retorno a lo barrial; la ciudad de la experiencia sensible y del sensorium corporal; la ciudad de barrios dispersos en la trama ur-bana; es decir, la isla urbana de Ludmer.

Ahora bien, los autores y poéticas que componen Buenos Aires transmedial configu-ran una constelación de singular productivi-dad en el escenario de la literatura argentina de las últimas décadas. En este sentido, Rolle lee en Santiago Vega/Washington Cucurto la fundación imaginaria del barrio de Once/Constitución desde el gesto barroco hacia la construcción del realismo atolondrado. El imaginario latinoamericano se despliega

en la poética de Cucurto a través de la ciu-dad de Buenos Aires luego de la década del 90 y la crisis del 2001, para realizarse en una a estética del choreo, que implica un traba-jo irreverente con las referencias del canon literario. Esto incluye el devenir negro de Santiago Vega, y por lo tanto de su lengua latinoamericanizada y polimorfa, que Rolle considera una invención transmedial. Re-sulta evidente que el gesto de escribir mal se transforma en una política literaria, una revolución de la mala literatura (el extremo de la propuesta de Aira vía Lamborghini) o el cosmopolitismo pobre que construye una poética entre la cumbia y el peronismo. En definitiva, la escritura de Cucurto compo-ne, para Rolle, una literatura carnavalizada y subversiva: contra la cultura letrada, contra los imaginarios racistas y homofóbicos, para luego expandirse como política cultural en la experiencia editorial de Eloísa Cartonera y el comic elaborado junto a Pablo Martín

Por otro lado, en Fabián Casas, Rolle in-daga la melancolía del spleen de Boedo y la construcción de una saga ficcional, que a su vez implica la yuxtaposición de la cultura japonesa con la dimensión barrial. Rolle advierte cómo la poética de Casas se configura a través de la construcción literaria del barrio, junto con los imaginarios ligados al rock y a la cultura ma-siva de las décadas del 70 y 80. De hecho, toda su literatura se compone en una relación trans-medial con los objetos de la cultura de masas. El ocio –dimensión central en la obra de Ca-sas- adquiere la forma de una hiperactividad para la nada; un derroche de tiempo que a su vez se implica en el consumo de cine, música y drogas en el cual los personajes actúan como outsiders que dilapidan un tiempo improduc-tivo. Así se construye una retórica y una fun-cionalidad de la droga; una reflexión sobre la melancolía y la pérdida, implicados en una reflexión sobre la muerte y la iluminación zen. En definitiva, advierte Rolle, aparece una fi-guración del escritor como sobreviviente a la dictadura cívico-militar argentina, a la guerra en Malvinas, al HIV, que actúa como metáfora

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del contexto histórico-social. Narrar en blan-co y negro o el tono de la melancolía; de esta forma Rolle lee el vínculo transmedial entre Casas y el cine de Jarmusch (Permanent vaca-tion). Y de hecho, el cine culmina el recorri-do de la crítica al leer el film Ocio (2010) como materialización cinematográfica del tono de la literatura de Casas.

Finalmente, en su lectura sobre Icardona, Rolle encuentra la potencia de una fundación mítica: la del conurbano peronista. Icardona es leído como un escritor massmediático –sin olvidar su paso por El interpretador– que rea-liza una literatura del deshecho, con los res-tos de una era post-industrial, que incluyen la contaminación y la creación de bestiarios ba-rriales. Así como en Casas aparece el consu-mo de drogas y el rock barrial para componer la cultura del rock chabón, y su expansión ha-cia la cultura del aguante. De hecho, el rock barrial actúa como coagulación de la para-doja transmedial entre lo local/global. Rolle advierte en Icardona una poética de actitud punk, que incluye la irrupción de la violencia entre el barrio del conurbano y la capital. Asi-mismo, la literatura de Icardona adquiere, se-gún Rolle, el gesto de la creación artesanal. La figura del artesano aparece como una iden-tidad emergente de la crisis, para establecer otros modos de relación con el trabajo; en es-te sentido, la literatura artesanal y los imagi-narios peronistas vincularían a Icardona con Cucurto. El barrio de Icardona se elabora de una poética lumpen, de lo familiar, de la cla-se, del mundo del trabajo; en este contexto, el peronismo se construye como ideal de agluti-nación y bienestar de la familia de trabajado-res. Villa Celina actúa como el territorio para la creación de una sociedad ficcional fundada en el imaginario peronista; y es en este punto, a partir del cual Rolle señala, con detalle, el diálogo transmedial entre los textos de Icar-dona y la obra de Daniel Santoro. En su lec-tura, se advierte la transformación de la mo-numentalidad de las obras de Santoro hacia las ilustraciones en carbonilla realizadas pa-ra Villa Celina (2008). Rolle señala, tanto en

Icardona como en Santoro, la necesidad de recuperar, a partir del 2001, el peronismo clá-sico de la década del 40, aunque reelaborado con la impronta de la nostalgia. El peronismo se presenta, entonces, no como promesa en el futuro sino como pérdida en el pasado.

En su conjunto, Buenos Aires transmedial demuestra cómo ciertas poéticas argentinas recientes actúan expandiéndose desde la letra a las artes, de las artes a las ciudades y viceversa. Frente a la crisis de la metrópoli, explora los modos en que se construye una literatura barrial, que trabaja en el ritmo de un tiempo infinito o muerto, ocioso. Señala las figuraciones o autorrepresentaciones de los escritores como construcciones que pue-den leerse como modalidades particulares de la política literaria; a Cucurto como “negro chorro”; a Casas como “escritor ocioso”; a Icardona “como escritor-artesano”. Pero, en definitiva, el rasgo fundamental del libro de Rolle es la elaboración de una crítica trans-medial; una lectura que señala los pasajes de la literatura hacia las artes y nuevas tecno-logías, a fin de leer en sus huellas las fuerzas que posibilitan la superposición y composi-ción de elementos heterogéneos. La mirada crítica de Rolle señala la expansión de los lí-mites de la literatura para explorar sus terri-torialidades imaginarias; el texto, la letra o la imagen adoptan la forma de un laboratorio de identidades catalizadas en su relación ex-periencial con el barrio, es decir, con el afuera literario, libresco/letrado.

Buenos Aires transmedial continúa la apuesta de Nancy, e intenta leer la ciudad co-mo manifestación artística de signos múlti-ples. A través de este camino se encuentran las poéticas de Cucurto, Casas e Icardona; es-crituras y vidas situadas más allá de la especi-ficidad literaria. La fundación de una mitolo-gía barrial no se realiza desde el prestigio de la cultura letrada, sino en la fabricación de una literatura impropia, heterónoma, desbor-dante. Siguiendo a Rancière, Rolle lee el arte contemporáneo en su proceso de indiferen-ciación de los medios, y en su impulso hacia la

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desespecificación. Surgen, por lo tanto, nue-vas intersecciones (entre arte y tecnología, por ejemplo) que generan nuevos medios de creación y expresión, mestizos, transmedia-les, heterónomos. Estas literaturas y este tipo de crítica abordan, entonces, un deliberado impulso experimental, y al mismo tiempo, democratizador. Si la literatura se expande para romper los límites de lo literario en sus temas, en sus lenguajes, en sus medios de cir-culación, en los soportes que utilizan y en las relaciones que establecen con otras artes, con el mundo y, concretamente, con los imagina-rios urbanos, ese recorrido expansivo es el que posibilita la adopción del concepto de trans-medialidad. Si la literatura se presenta como un arte en deconstrucción, que se expande y abre sus fronteras, necesita por lo tanto de una crítica que se asuma en el mismo sentido.

En Miradas sobre Buenos Aires (2004) Adrian Gorelik advertía cierto malestar en los estudios culturales vinculados a la nece-sidad de establecer un ajuste de cuentas en-tre los imaginarios urbanos y los modos en que la teoría reflexiona sobre ellos, a fin de dar cuenta de su capacidad para operar una apuesta real que rehaga los mapas de la ciu-dad. Gorelik planteaba el problema, justa-mente, para no renunciar a la potencia crítica de la imaginación teórica. Creo que el libro de Rolle puede ser pensando en ese sentido, es decir, como una apuesta por la imagina-ción teórica que toca el tema urbano para diseminarse hacia la totalidad de la cultura contemporánea. Esa diseminación de las formas de la literatura y el arte adquieren to-da la densidad de una poética del pensamien-to. Tal como escribieron Deleuze y Guattari, no hay modelo para explicar lo múltiple, lo múltiple hay que hacerlo; y, en efecto, este llamado a la acción por parte de los filósofos toma forma en el libro de Carolina Rolle.

Bibliografía

Deleuze-Guattari. 2002. Mil mesetas. Va-lencia: Pre-textos.

Escobar, Ticio. 2009. El arte fuera de sí. Va-lencia: IVAM, Institut Valencià d´Art.

Gorelik, Adrian. 2004. Miradas sobre Bue-nos Aires. Buenos Aires: Siglo XXI Editores.

Laddaga, Reinaldo. 2006. Estética de la emer-gencia. Buenos Aires: Adriana Hidalgo editora

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Browne Sartori, Rodrigo F. Universidad Austral de Chile (Chile)

Bertrán-Pérez, Santiago University of Edinburgh (UK)

Cussen Abud, Felipe Universidad de Santiago de Chile (Chile)

Fernández de Rota Irimia, Antón Centro de estudios superiores, Universidade da Coruña (Spain)

Łukaszyk, Ewa University of Warsaw (Poland)

Mariscalco, Danilo Università degli Studi di Palermo (Italy)

Mazzone, Massimo Accademia di Belle Arti di Brera (Italy)

Moscoso, Javier Instituto de Historia, Centro Superior de In-vestigaciones Científicas (Spain)

Rosàs i Tosas, Mar Universitat Ramon Llull (Spain)

Salmerón Infante, Miguel Universidad Autónoma de Madrid (Spain)

Siva Echeto, Víctor Universidad de Zaragoza (Spain)

Wilhite, Valerie M. University of the Virgin Islands (U.S. of Virgin Islands)

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