Fernandez Carneiro, Jose Manuel - Las Paginas Mas Bellas de San Agustin

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LAS PAGINAS MÁS BELLAS D HORMIGAS DE DIOS

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LAS PAGINAS MÁS BELLAS D

HORMIGAS DE DIOS

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LAS PAGINAS MÁS BELLAS

DE S. AGUSTÍN HORMIGAS DE DIOS

Selección de:

JOSÉ MANUEL FERNÁNDEZ CARNEIRO

(M Monte Carmelo

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© 2008 by Editorial Monte Carmelo P. Silverio, 2; Apdo. 19 - 09080 - Burgos Tfno.: 947 25 60 61; Fax: 947 25 60 62

http://www.montecarmelo.com editorial @ montecarmelo.com

Impreso en España. Printed in Spain I.S.B.N.: 978 - 84 - 8353 - 015 - 3 Depósito Legal: BU - 355 - 2008

Impresión y Encuademación: "Monte Carmelo" - Burgos

Manuscrito encontrado de San Agustín en la biblioteca de la Universidad de Erfurt, en Alemania

Si en la lectura de este libro te encuentras con

alguna expresión poco literaria o menos feliz,

incluso aunque todo él te parezca así procura

fijarte en el contenido y no en la forma.

(EP. 205, 19)

"Lo que te aconsejo no es tanto lo que vivo

como lo que me propongo vivir. La chispa con

que prendo tu fuego es la misma con que avivo

el mío; mientras enciendo tu mecha atizo mi

rescoldo .

(San Agus t ín)

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Me gustaría dedicar estas páginas a \a Orden de Agustinos Recoletos, desde su forma de vivir, su entrega diaria y su cariño me ayudaron a descubrir a este gran hombre y amaño como un verdadero padre.

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"Este libro es una obra de San Agustín porque es

una selección de pensamientos y de las senten­

cias más sublimes del Águila de los Doctores

sobre la vida cristiana; la flor y nata, dice Su

Santidad Pió XI, de la doctrina ascética del

Santo reunida y extractada de su múltiple activi­

dad literaria ".

De vita Ckristiana. Ed. 1929 Typis Poliglotis Vaticanis

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introducción

HORMIGAS DE DIOS

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ás de una vez he dicho que me gusta leer, "el libro de la vida", ese original libro vivo y cuyas hojas y capítulos son incalculables,

pero donde -intuyo- están todas las enseñanzas que el hombre necesita para sí y para su futuro. Por ello he llegado a pensar, que, muchas cosas de las que nos ocurren, son por no ver y meditar sobre el entorno que nos rodea. Por no apreciar las enseñanzas naturales, porque cada vez estamos más lejos de esa Madre Naturaleza a la que, insen­satamente despreciamos o menospreciamos y a la que -incluso- destruimos impunemente, sin saber -o querer saber- que destruyendo lo natural, esta­mos destruyéndonos a nosotros mismos.

En estas páginas, San Agustín nos habla desde la Palabra, desde su experiencia cristiana, desde ese libro de la vida que paso a paso fue escribien­do y tantas lágrimas costaron a su madre.

Al buscar un título para este libro, me acordé que estando en el noviciado leí un comentario de san Agustín que desarrolla una imagen bíblica muy expresiva de los libros sapienciales, que nos remi­ten al ejemplo de la hormiga para que no nos falte

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el alimento cuando nos es más necesario, dice así: «Despiértate, vigila, ten la previsión de la hormi­ga. Tiempo veraniego es; recoge lo que te servi­rá para el invierno. El verano es tu prosperidad; no seas, pues, perezoso; recoge los granos de la era del Señor, las palabras divinas en la Iglesia de Dios, y guárdalas dentro del corazón. Ahora andas próspero y sin revés; pero ya cambiarán las cosas» Sermón 38,6

El hombre mundano vive lejos de la Iglesia, sin recoger el grano de su doctrina, y no imita a la hormiga: «Imitaría a la hormiga si oyese la pala­bra de Dios recogiendo el grano y escondiéndolo dentro de su alma. Porque viene el tiempo de la tribulación, el invierno de la tibieza, la tempestad del temor, el frío de la tristeza; será una desgra­cia, un daño, un peligro para la salud, la pérdida de algún pariente; será una deshonra o humillación. He aquí el invierno. La hormiga vuel­ve a los víveres recogidos en el buen tiempo, y dentro, en lo secreto, se deleita con los frutos de su recolección. Todos la veían cuando ella se afa­naba por recoger, nadie la ve cuando goza a solas de los frutos recogidos. Contempla a la hormiga de Dios; todos los días se levanta y acude a la iglesia, ora, escucha las lecturas, canta himnos, carga la consideración sobre lo que oye, se dedi­ca a la meditación y deposita dentro los víveres recogidos en la era. Vosotros mismos que oís lo que estoy diciendo, hacéis ahora esto; os ven todos venir a la iglesia, volver a casa, escuchar sermones y lecturas, manejar el libro; todo esto se halla patente a los ojos. Es la pequeña hormiga que pisa el camino y va engrosando el granero a

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la vista de los demás. Pero viene el invierno algu­na vez. ¿A quién no le llega? Es decir, le sobrevie­ne una calamidad, un perjuicio, una muerte de los suyos; los más la compadecen, porque no saben el tesoro que ha guardado esa hormiga de Dios, y dicen: ¡Oh qué desgracia más grande le ha herido a Fulano! Imposible que la soporte; no tendrá ánimos para tanto. ¡Qué abatido se le ve! i Qué habrá hecho para que Dios le trate así! Así vea yo a mis enemigos. «Le aplican a él la misma medida que a sí mismos, y se engañan. Eres un ignorante, ¡oh hombre! Tú sí que eres enemigo de ti mismo, porque no coges ahora en estío lo que él almacenó. Ahora la hormiga se alimenta con los desvelos del verano; pero tú no la ves ali­mentarse de aquellos frutos ocultos» «Cuando

uno vive tranquilo y sosegado, debe abastecerse de la palabra de Dios, depositándola en su cora­zón al estilo de la hormiga, que soterra el grano en sus nidos. En buen tiempo se puede hacer esto; pero viene la mala estación, viene el infor­tunio, y, en faltando este alimento interior, sobre­viene la ruina y desfallecimiento» Enarraciones sobre los salmos, 36,11

"Ve, ¡oh perezoso!, a la hormiga; mira sus caminos y hazte sabio". Pero la hormiga del sabio se convierte en una fórmica Dei, en una hormiga de Dios, que nos da la imagen del cristiano. Describe dos clases de hombres: unos despreveni­dos y otros prevenidos. Unos que no recogen en tiempo de verano, es decir, en tiempo de prospe­ridad y de bonanza, y viven olvidados del alma, de los problemas del destino y de la vida futura. Y llegan para ellos los tiempos de invierno, de

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desgracias, de enfermedades, de deshonras, de humillaciones, de caídas de su bienestar, y se hallan desprovistos de todos los apoyos y soste­nes interiores que vienen de la sabiduría cristia­na" Enarraciones sobre los salmos, 63,3.

Veamos lo que dice la Palabra acerca de ellas (Pr.6:6-8 y 30:25). ¡Anda, perezoso, fíjate en la hormiga! ¡Fíjate en lo que hace, y adquiere sabi­duría! No tiene quien la mande, ni quien la vigile, ni gobierne. Con todo, en el verano almacena pro­visiones y durante la cosecha recoge alimentos.

Es una bonita invitación la que nos manda San Agustín, ser "Hormigas de Dios" ser esa hormiga previsora, que llena la despensa y así en esos momentos de soledad, de oscuridad, puedas acu­dir a esa despensa que se fue llenando en los momentos de luz.

Con la historia en la mano, Agustín nos resulta distante en el tiempo y distinto en los modos, nos separan muchos años, demasiados años de él; Agustín es hombre de su tiempo, es un hombre entre dos épocas, un hombre que ha vivido en un ambiente cultural determinado, comprometido con todos los movimientos culturales de su época y recogiendo lo mejor de ellos. No se puede olvi­dar nunca que Agustín es antiguo, basta ver la fecha de nacimiento; pero además de ser antiguo en cuanto a la cronología, es de la antigüedad cul­tural y filosófica de la que él ha bebido. Sin embar­go, como ocurre con todos los genios y los santos no pueden quedar encerrados en una época histó­rica determinada, si no que participan del ahora perenne. Esto es más claro en Agustín, su figura

permanece viva, estimulante y cercana a través de los tiempos; su pensamiento no sólo no envejece, sino que está tierno y actual y puede saciar el ham­bre de verdad y de bien que anida en el corazón humano: "S. Agustín es contemporáneo de cada hombre que vive en serio el drama de su pensa­miento, que se siente como lanzado a un mundo que por todas partes proclama su insuficiencia. Es nuestro contemporáneo porque hace del mundo existencial humano el punto fundamental de su investigación filosófica". Como dice Ortega, Agustín es "la única mente en el mundo antiguo que sabe de la intimidad característica de la expe­riencia moderna".

Es probable que Agustín tenga una palabra que decirnos hoy, pero aunque tenga una palabra que decirnos, no tiene por qué resolver todos los problemas que tenemos hoy; lo que sí puede hacer desde su obra es incitarnos a resolverlos y, a la vez, ser foco que ilumina nuestro camino. Es prerroga­tiva del genio trascender los límites del espacio y del tiempo, pertenecer a todos los pueblos y a todas las épocas. Pero es innegable que este afri­cano está más presente hoy que muchos genios filosóficos o religiosos. Su teología germina y crece en su alma antes de traducirse en sus escritos, su doctrina es autobiográfica, nace en el corazón y se expresa después de ser experimentada en lo más profundo de su ser.

San Agustín, es un santo de hoy, que nos acompaña, nos hace encontrarnos con ese Dios-Padre y Madre.

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Quiero agradecer sinceramente a la Editorial Monte Carmelo la ocasión que me ha brindado para hacer esta selección de escritos de San Agustín. Textos que me han ido acompañando a lo largo de mi vida, y que he ido anotando y recopi­lando a medida que iba conociendo a San Agustín...

Hay muchas más páginas de San Agustín que son bellas, pero no todas pueden ponerse en un solo volumen.

Deseo que desde estas páginas os hable san Agustín como me habla a mí, y como dice el Papa Benedicto XVI: " Podemos ver que esta fe no es de ayer, aunque haya sido predicada ayer; es siempre porque realmente Cristo es ayer, hoy y para siem­pre" (Audiencia papal, 16 de enero de 2008).

Con San Agustín te digo a ti que tienes este libro en tus manos:

"Canta y camina"

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Nacimiento - conversión - regreso a África

"Nació San Agustín en provincia africana, en la ciudad de Tagaste, de padres cristianos y nobles, pertenecientes a la curia municipal. A su esmero, diligencia y cuenta corrió la formación del hijo, el cual fue muy bien instruido en todas las letras humanas, esto es, en las que llaman artes liberales. Enseñó primeramente gramática en su ciudad, y después retórica en Cartago, y en tiempos sucesi­vos, en ultramar, en Roma y Milán, donde a la sazón estaba establecida la corte de Valentiniano el Menor. En la misma ciudad ejercía entonces su cargo episcopal Ambrosio, sacerdote muy favore­cido de Dios, flor de proceridad entre los más egre­gios varones. Mezclado con el pueblo fiel, Agustín acudía a la iglesia a escuchar los sermones, fre­cuentísimos en aquel dispensador de la divina palabra, y le seguía absorto y pendiente de su palabra. En Cartago le habían contagiado los maniqueos por algún tiempo con sus errores, sien­do adolescente; y por eso seguía con mayor inte­rés todo lo relativo al pro o contra de aquella here­jía (1,1-4).

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De este modo adoctrinado, con la divina ayuda, suave y paulatinamente se desvaneció de su espíritu aquella herejía, y confirmado luego en la fe católica, inflamóse con el deseo ardiente de instruirse y progresar en el conocimiento de la reli­gión, para que, llegando los días santos de la Pascua, lograse la purificación bautismal. Así, Agustín, favorecido por la gracia del Señor, recibió por medio de un prelado tan excelente como Ambrosio la doctrina saludable de la Iglesia y los divinos sacramentos (1, 5).

Contaba a la sazón más de treinta años, y le acompañaba sola su madre, gozosa de seguirle y encantada de sus propósitos religiosos, más que de los nietos según la carne. Su padre había muerto ya (2, 3).

Después de recibir el bautismo juntamente con otros compañeros y amigos, que también servían al Señor, plúgole volverse al África, a su propia casa y heredad; y una vez establecido allí, casi por espacio de tres años, renunciando a sus bienes, en compañía de los que se le habían unido, vivía para Dios, con ayunos, oración y buenas obras, medi­tando día y noche en la divina ley. Comunicaba a los demás lo que recibía del cielo con su estudio y oración, enseñando a presentes y ausentes con su palabra y escritos" (3, 1-2).

Al servicio de la Iglesia

"Ordenado, pues, presbítero, luego fundó un monasterio junto a la iglesia, y comenzó a vivir con los siervos de Dios según el modo y la regla resta-

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blecida por los apóstoles. Sobre todo miraba a que nadie en aquella comunidad poseyese bienes, que todo fuese común y se distribuyese a cada cual según su menester, como lo había practicado él primero, después de regresar de Italia a su patria (5, 1).

En la ciudad de Hipona había contagiado e inficionado entonces a muchísimos ciudadanos y peregrinos la herejía pestilente de Manes, por seducción y engaño de un presbítero de la secta, llamado Fortunato, que allí residía y buscaba adep­tos. Entre tanto, los cristianos de Hipona y de fuera, tanto católicos como donatistas, se entrevis­tan con el sacerdote, rogándole fuera a ver a aquel maniqueo, a quien tenían por docto, para tratar con él de la ley.

[...] Señalados, pues, el día y el lugar, se tuvo la reunión con muchísimo concurso de estudiosos y curiosos, y dispuestas las mesas de los notarios, se comenzó la discusión, que se acabó al segundo día. En ella, el maestro maniqueo, según consta por las actas de la conferencia, ni pudo rebatir las aserciones de la doctrina cristiana ni apoyar sobre bases firmes la de Manes (6, 1-2; 6-7).

Enseñaba y predicaba privada y públicamente, en casa y en la iglesia, la palabra de la salud eter­na contra las herejías de África, sobre todo contra los donatistas, maniqueos y paganos, combatién­dolos, ora con libros, ora con improvisadas confe­rencias, siendo esto causa de inmensa alegría y admiración para los católicos, los cuales divulga­ban donde podían a los cuatro vientos los hechos de que eran testigos. Con la ayuda, pues, del

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Señor, comenzó a levantar cabeza la iglesia de África, que desde mucho tiempo yacía seducida, humillada y oprimida por la violencia de los here­jes, mayormente por el partido donatista, que rebautizaba a la mayoría de los africanos (7, 1-2).

Nombrado obispo, predicaba la palabra de sal­vación con más entusiasmo, fervor y autoridad; no sólo en una región, sino donde quiera que le roga­sen, acudía pronta y alegremente, con provecho y crecimiento de la Iglesia de Dios (9, 1).

Dilatándose, pues, la divina doctrina, algunos siervos de Dios que vivían en el monasterio bajo la dirección y en compañía de San Agustín, comen­zaron a ser ordenados clérigos para la iglesia de Hipona. Y más adelante, al ir en auge y resplande­ciendo de día en día la verdad de la predicación de la Iglesia católica, así como el modo de vivir de los santos y siervos de Dios, su continencia y ejemplar pobreza, la paz y la unidad de la Iglesia, con gran­des instancias comenzó primero a pedir y recibir obispos y clérigos del monasterio que había comenzado a existir y florecía con aquel insigne varón: y luego lo consiguió. Pues unos diez santos y venerables varones, continentes y muy doctos, que yo mismo conocí, envió San Agustín a petición de varias iglesias, algunas de categoría (11, 1-3).

Era aquel hombre memorable el miembro prin­cipal del Cuerpo del Señor, siempre solícito y vigi­lante para trabajar en pro de la Iglesia; y por divi­na dispensación tuvo, aun en esta vida, la dicha de gozar del fruto de sus labores, primeramente con la concordia y la paz, restablecida en la iglesia y diócesis de Hipona, puesta bajo su vigilancia pas-

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toral, y después en otras partes de África, donde vio crecer y multiplicarse la Iglesia por esfuerzo suyo o por mediación de otros sacerdotes forma­dos en su escuela, alborozándose en el Señor, por­que tan a menos habían venido en gran parte los maniqueos, donatistas, pelagianos y paganos, convirtiéndose a la verdadera fe" (18, 6-7).

Forma de vida

"Sus vestidos, calzado y ajuar doméstico eran modestos y convenientes: ni demasiado preciosos, ni demasiado viles, porque estas cosas suelen ser para los hombres motivo de jactancia o de abyec­ción, por no buscar por ellos los intereses de Jesucristo, sino los propios. Pero él, como he dicho, iba por un camino medio, sin torcerse ni a la dere­cha ni a la izquierda. La mesa era parca y frugal, donde abundaban verduras y legumbres, y algu­nas veces carne, por miramiento a los huéspedes, y a personas delicadas. No faltaba el vino en ella, porque sabía y enseñaba, como el Apóstol, que toda criatura es buena, y nada hay reprobable tomado con hacimiento de gracias, pues con la palabra de Dios y la oración queda santificado (22, 1-2).

Usaba sólo cucharas de plata, pero todo el resto de la vajilla era de arcilla, de madera o de mármol; y esto no por una forzada indigencia, sino por voluntaria pobreza. Se mostraba también siempre muy hospitalario. Y en la mesa le atraía más la lectura y la conversación que el apetito de comer y beber. Contra la pestilencia de la murmu­ración tenía este aviso escrito en verso: El que es

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amigo de roer vidas ajenas, no es digno de sentar­se en esta mesa (22, 5-6).

Alternativamente delegaba y confiaba la admi­nistración de la casa religiosa y de sus posesiones a los clérigos más capacitados. Nunca se vio en su mano una llave o un anillo, y los ecónomos lleva­ban los libros de cargo y data. A fin de año, le reci­taban el balance, para que conociese las entradas y salidas y el remanente de la caja, y fiábase en muchas transacciones de la honradez del adminis­trador, sin verificar una comprobación personal minuciosa" (24, 1).

Invasión vandálica y últimos días

"Por voluntad y permisión de Dios, numerosas tropas de bárbaros crueles, vándalos y alanos, mezclados con los godos y otras gentes venidas de España, dotadas con toda clase de armas y aveza­das a la guerra, desembarcaron e irrumpieron en África; y luego de atravesar todas las regiones de la Mauritania penetraron en nuestras provincias, dejando en todas partes huellas de su crueldad y barbarie, asolándolo todo con incendios, saqueos, pillajes, despojos y otros innumerables y horribles males. No tenían ningún miramiento al sexo ni a la edad; no perdonaban a sacerdotes y ministros de Dios, ni respetaban ornamentos, utensilios ni edifi­cios dedicados al culto divino (28, 4-5).

Todas estas calamidades y miserias, rumiándolas con alta sabiduría, las acompañaba con copioso llanto diario. Y aumentaron su tristeza y sus llantos al ver sitiada la misma ciudad de Hipona, todavía en

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pié, de cuya defensa se encargaba entonces el en otro tiempo conde Bonifacio, al frente del ejército de los godos confederados. Catorce meses duró el asedio completo, porque bloquearon la ciudad totalmente hasta en la parte litoral. Allí me refugié yo con otros obispos, y permanecimos durante el tiempo del asedio (28, 12-13).

Aquel santo varón tuvo una larga vida, conce­dida por divina dispensación para prosperidad y dicha de la Iglesia; pues vivió setenta y seis años, siendo sacerdote y obispo durante casi cuarenta. En conversación familiar solía decirnos que, des­pués del bautismo, aun los más calificados cristia­nos y sacerdotes deben hacer digna y conveniente penitencia antes de partir de este mundo. Así lo hizo él en su última enfermedad de que murió, porque mandó copiar para sí los salmos de David que llaman de la penitencia, los cuales son muy pocos, y poniendo los cuadernos en la pared ante los ojos, día y noche, el santo enfermo los miraba y leía, llorando copiosamente (31, 1-2).

Hasta su postrera enfermedad predicó ininte­rrumpidamente la palabra de Dios en la iglesia con alegría y fortaleza, con mente lúcida y sano consejo. Y al fin, conservando íntegros los miem­bros corporales, sin perder ni la vista y el oído, asistido de nosotros, que le velábamos y orába­mos con él, durmióse con sus padres, disfrutando aun de buena vejez. Asistimos nosotros al sacrifi­cio ofrecido a Dios por la deposición de su cuer­po y fue sepultado. No hizo ningún testamento, porque como pobre de Dios, nada tenía que dejar (31,4-6).

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Dejó a la Iglesia clero suficentísimo y monas­terios llenos de religiosos y religiosas, con su debi­da organización, su biblioteca provista de sus libros y tratados y de otros santos; y en ellos se refleja la grandeza singular de este hombre dado por Dios a la Iglesia, y allí los fieles lo encuentran inmortal y vivo" (31, 8).

Posidio (t d. 437)

* Vida de San Agustín, en Obras completas de San Agustín, vol. I (BAC. 6a ed.), Madrid 1994, 303-65 (extrac­to literal). Trad. de Victorino Capánaga, O.A.R.

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dafequesis sobro San (Agustín,

ele ÍSeneclicfo XVI

"Cuando leo los escritos de san Agustín no tengo la impresión de que sea un hombre muerto hace más o

menos mil seiscientos años, sino que lo siento como un hombre de hoy: un amigo, un contemporáneo que me

habla, que nos habla con su fe fresca y actual". Benedicto XVI, Audiencia Papal 16-01-08

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Agustín de Hipona es el padre más grande de la Iglesia latina

Queridos hermanos y hermanas:

Después de las grandes festividades navideñas, quisiera volver a meditar sobre los padres de la Iglesia y hablar hoy del padre más grande de la Iglesia latina, san Agustín: hombre de pasión y de fe, de elevadísima inteligencia y de incansable entrega pastoral. Este gran santo y doctor de la Iglesia es conocido, al menos de nombre, incluso por quien ignora el cristianismo o no tiene familia­ridad con él, por haber dejado una huella profun­dísima en la vida cultural de Occidente y de todo el mundo.

Por su singular relevancia, san Agustín tuvo una influencia enorme y podría afirmarse, por una parte, que todos los caminos de la literatura cristia­na latina llevan a Hipona (hoy Anabá, en la costa de Argelia), localidad en la que era obispo y, por otra, que de esta ciudad del África romana, en la que Agustín fue obispo desde el año 395 hasta

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430, parten muchas otras sendas del cristianismo sucesivo y de la misma cultura occidental.

Pocas veces una civilización ha encontrado un espíritu tan grande, capaz de acoger los valores y de exaltar su intrínseca riqueza, inventando ideas y formas de las que se alimentarían las generaciones posteriores, tal y como subrayó también Pablo VI: «Se puede decir que todo el pensamiento de la antigüedad confluye en su obra y de esa se deri­van corrientes de pensamiento que penetran toda la tradición doctrinal de los siglos sucesivos» (AAS, 62, 1970, p. 426).

Agustín es, además, el padre de la Iglesia que ha dejado el mayor número de obras. Su biógrafo, Posidio, dice: parecía imposible que un hombre pudiera escribir tanto en vida. En un próximo encuentro hablaremos de estas obras. Hoy nuestra atención se concentrará en su vida, que puede reconstruirse con sus escritos, y en particular con las Confesiones, su extraordinaria biografía espiri­tual escrita para alabanza de Dios, su obra más famosa.

Las Confesiones constituyen precisamente por su atención a la interioridad y a la psicología un modelo único en la literatura occidental, y no sólo occidental, incluida la no religiosa, hasta la moder­nidad.

Esta atención por la vida espiritual, por el mis­terio del yo, por el misterio de Dios que se escon­de en el yo, es algo extraordinario, sin preceden­tes, y permanece para siempre como una «cum­bre» espiritual.

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Pero, volvamos a su vida. Agustín nació en Tagaste, en la provincia de Numidia, en el África romana, el 13 de noviembre de 354, hijo de Patricio, un pagano que después llegó a ser cate­cúmeno, y de Mónica, fervorosa cristiana. Esta mujer apasionada, venerada como santa, ejerció en su hijo una enorme influencia y le educó en la fe cristiana. Agustín había recibido también la sal, como signo de la acogida en el catecumenado. Y siempre quedó fascinado por la figura de Jesucristo; es más, dice que siempre amó a Jesús, pero que se alejó cada vez más de la fe eclesial, de la práctica eclesial, como les sucede también hoy a muchos jóvenes.

Agustín tenía también un hermano, Navigio, y una hermana, de la que desconocemos el nombre y que, tras quedar viuda, se convirtió en superiora de un monasterio femenino.

El muchacho, de agudísima inteligencia, recibió una buena educación, aunque no siempre fue estudiante ejemplar. De todos modos, aprendió bien la gramática, primero en su ciudad natal, y después en Madaura y, a partir del año 370, retó­rica, en Cartago, capital del África romana: llegó a dominar perfectamente el latín, pero no alcanzó el mismo nivel en griego, ni aprendió el púnico, len­gua que hablaban sus paisanos.

En Cartago, Agustín leyó por primera vez el Hortensius» obra de Cicerón que después se per­dería y que se enmarca en el inicio de su camino hacia la conversión. El texto ciceroniano despertó en él el amor por la sabiduría, como escribirá sien­do ya obispo en las Confesiones: «Aquel libro

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cambió mis sentimientos» hasta el punto de que «de repente todas mis vanas esperanzas se envile­cieron ante mis ojos y empecé a encenderme en un increíble ardor del corazón por una sabiduría inmortal» (III, 4, 7).

Pero, dado que estaba convencido de que sin Jesús no puede decirse que se ha encontrado efec­tivamente la verdad, y dado que en ese libro apa­sionante faltaba ese nombre, nada más leerlo comenzó a leer la Escritura, la Biblia. Quedó decepcionado. No sólo porque el estilo de la tra­ducción al latín de la Sagrada Escritura era defi­ciente, sino también porque el mismo contenido no le pareció satisfactorio.

En las narraciones de la Escritura sobre guerras y otras vicisitudes humanas no encontraba la altu­ra de la filosofía, el esplendor de la búsqueda de la verdad que le es propio. Sin embargo, no quería vivir sin Dios y buscaba una religión que respon­diera a su deseo de verdad y también a su deseo de acercarse a Jesús.

De esta manera, cayó en la red de los mani­queos, que se presentaban como cristianos y pro­metían una religión totalmente racional. Afirma­ban que el mundo está dividido en dos principios: el bien y el mal. Y así se explicaría toda la comple­jidad de la historia humana. La moral dualista tam­bién le atraía a san Agustín, pues comportaba una moral muy elevada para los elegidos: y para quien, como él, adhería a la misma era posible una vida mucho más adecuada a la situación de la época, especialmente si era joven.

Se hizo, por tanto, maniqueo, convencido en ese momento de que había encontrado la síntesis entre racionalidad, búsqueda de la verdad y amor a Jesucristo. Y sacó una ventaja concreta para su vida: la adhesión a los maniqueos abría fáciles perspectivas de carrera. Adherir a esa religión, que contaba con muchas personalidades influyentes, le permitía seguir su relación con una mujer y conti­nuar con su carrera.

De esta mujer tuvo un hijo, Adeodato, al que quería mucho, sumamente inteligente, que des­pués estaría presente en su preparación al bautis­mo en el lago de Como, participando en esos Diálogos que san Agustín nos ha dejado. Por des­gracia, el muchacho falleció prematuramente.

Siendo profesor de gramática en tomo a los veinte años, en su ciudad natal, pronto regresó a Cartago, donde se convirtió en un brillante y famoso maestro de retórica. Con el pasar del tiem­po, sin embargo, Agustín comenzó a alejarse de la fe de los maniqueos, que le decepcionaron preci­samente desde el punto de vista intelectual, pues eran incapaces de resolver sus dudas, y se transfi­rió a Roma, y después a Milán, donde residía en la corte imperial y donde había obtenido un puesto de prestigio, por recomendación del prefecto de Roma, el pagano Simaco, que era hostil al obispo de Milán, san Ambrosio.

En Milán, Agustín se acostumbró a escuchar, en un primer momento con el objetivo de enrique­cer su bagaje retórico, las bellísimas predicaciones del obispo Ambrosio, que había sido representan­te del emperador para Italia del norte. El retórico

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africano quedó fascinado por la palabra del gran prelado milanés; no sólo por su retórica. El conte­nido fue tocando cada vez más su corazón.

El gran problema del Antiguo Testamento, la falta de belleza retórica, de nivel filosófico, se resolvió con las predicaciones de san Ambrosio, gracias a la interpretación tipológica del Antiguo Testamento: Agustín comprendió que todo el Antiguo Testamento es un camino hacia Jesucristo. De este modo, encontró la clave para comprender la belleza, la profundidad incluso filosófica del Antiguo Testamento y comprendió toda la unidad del misterio de Cristo en la historia, así como la sín­tesis entre filosofía, racionalidad y fe en el Logos, en Cristo, Verbo eterno, que se hizo carne.

Pronto, Agustín se dio cuenta de que la litera­tura alegórica de la Escritura y la filosofía neopla-tónica del obispo de Milán le permitían resolver las dificultades intelectuales que, cuando era más joven, en su primer contacto con los textos bíbli­cos, le habían parecido insuperables.

Agustín continuó la lectura de los escritos de los filósofos con la de la Escritura, y sobre todo de las cartas de san Pablo. La conversión al cristianis­mo, el 15 de agosto de 386, se enmarcó por tanto al final de un largo y agitado camino interior, del que seguiremos hablando en otra catequesis. El africano se mudó al campo, al norte de Milán, al lago de Como, con su madre, Mónica, el hijo Adeodato, y un pequeño grupo de amigos, para prepararse al bautismo. De este modo, a los 32 años, Agustín fue bautizado por Ambrosio el 24 de

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abril de 387, durante la vigilia pascual en la cate­dral de Milán.

Tras el bautismo, Agustín decidió regresar a África con sus amigos, con la idea de llevar vida en común, de carácter monástico, al servicio de Dios. Pero en Ostia, mientras esperaba para embarcarse, su madre se enfermó improvisamente y poco des­pués murió, destrozando el corazón del hijo.

Tras regresar finalmente a su patria, el conver­tido se estableció en Hipona para fundar un monasterio. En esa ciudad de la costa africana, a pesar de resistirse a la idea, fue ordenado presbíte­ro en el año 391 y comenzó con algunos compa­ñeros la vida monástica en la que estaba pensado desde hace algún tiempo, repartiendo su tiempo entre la oración, el estudio y la predicación.

Quería estar sólo al servicio de la verdad, no se sentía llamado a la vida pastoral, pero después comprendió que la llamada de Dios significaba ser pastor entre los demás y así ofrecer el don de la verdad a los demás. En Hipona, cuatro años des­pués, en el año 395, fue consagrado obispo.

Continuando con la profundización en el estu­dio de las Escrituras y de los textos de la tradición cristiana, Agustín se convirtió en un obispo ejem­plar con un incansable compromiso pastoral: pre­dicaba varias veces a la semana a sus fieles, ayuda­ba a los pobres y a los huérfanos, atendía a la for­mación del clero y a la organización de los monas­terios femeninos y masculinos.

En poco tiempo, el antiguo profesor de retóri­ca se convirtió en uno de los exponentes más importantes del cristianismo de esa época: suma-

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mente activo en el gobierno de su diócesis, con notables implicaciones también civiles, en sus más de 35 años de episcopado, el obispo de Hipona ejerció una amplia influencia en la guía de la Iglesia católica del África romana y más en general en el cristianismo de su época, afrontando tendencias religiosas y herejías tenaces y disgregadoras, como el maniqueísmo, el donatismo, y el pelagianismo, que ponían en peligro la fe cristiana en el único Dios y rico en misericordia.

Y Agustín se encomendó a Dios cada día, hasta el final de su vida: contrajo la fiebre, mientras la ciudad de Hipona se encontraba asediada desde hacía casi tres meses por vándalos invasores. El obispo, cuenta su amigo Posidio en la Vita Augustini pidió que le transcribieran con letra grande los salmos penitenciales «y pidió que col­garan las hojas contra la pared, de manera que desde la cama en su enfermedad los podía ver y leer, y lloraba sin interrupción lágrimas calientes» (31, 2). Así pasaron los últimos días de la vida de Agustín, quien falleció el 28 de agosto del año 430, sin haber cumplido los 76 años. Dedicaremos los próximos encuentros a sus obras, a su mensaje y a su experiencia interior.

Benedicto XVI, audiencia papal del miércoles 9 de enero de 2008

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Queridos hermanos y hermanas:

Hoy, al igual que el miércoles pasado, quisiera hablar del gran obispo de Hipona, san Agustín. Cuatro años antes de morir, quiso nombrar a su sucesor. Por este motivo, el 26 de septiembre del año 426 reunió al pueblo en la Basílica de la Paz, en Hipona, para presentar a los fieles a quien había designado par esta tarea. Dijo: «En esta vida, todos somos mortales, pero el último día de esta vida es siempre incierto para cada individuo. De todos modos, en la infancia se espera llegar a la adolescencia; en la adolescencia a la juventud; en la juventud a la edad adulta; en la edad adulta a la edad madura; en la edad madura a la vejez. Uno no está seguro de que llegará, pero lo espera. La vejez, por el contrario, no tiene ante sí otro período en el que poder esperar; su misma dura­ción es incierta... Yo por voluntad de Dios llegué a esta ciudad en el vigor de mi vida; pero ahora ha pasado mi juventud y ya soy viejo» (Carta 213,1).

En ese momento, Agustín pronunció el nombre de su sucesor designado, el sacerdote Heradio. La asamblea estalló en un aplauso de aprobación

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repitiendo 23 veces: «¡Gracias sean dadas a Dios!». Con otras aclamaciones, los fieles aproba­ron, además, lo que después dijo Agustín sobre los propósitos para su futuro: quería dedicar los años que le quedaban a un estudio más intenso de las Sagradas Escrituras (Cf. {Carta 213, 6).

De hecho, siguieron cuatro años de extraordi­naria actividad intelectual: concluyó obras impor­tantes, emprendió otras no menos compromete­doras, mantuvo debates públicos con los herejes -siempre buscaba el diálogo- promovió la paz en las provincias africanas insidiadas por las tribus bárbaras del sur.

En este sentido, escribió al conde Dario, veni­do a África para superar las diferencias entre el conde Bonifacio y la corte imperial, de las que se aprovechaban las tribus de los mauris para sus correrías: «Título de grande de gloria es precisa­mente el de aplastar la guerra con la palabra, en vez de matar a los hombres con la espada, y bus­car o mantener la paz con la paz y no con la gue­rra. Ciertamente, incluso quienes combaten, si son buenos, buscan sin duda la paz, pero a costa de derramar sangre. Tú, por el contrario, has sido enviado precisamente para impedir que se derra­me la sangre» (Carta 229, 2).

Por desgracia quedó decepcionada la esperan­za de una pacificación de los territorios africanos: en mayo del año 429 los vándalos, enviados a Áfri­ca como desquite por el mismo Bonifacio, pasaron el estrecho de Gibraltar y penetraron en Mauritania. La invasión se extendió rápidamente por otras ricas provincias africanas. En mayo y en

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junio del año 430, «los destructores del imperio romano», como califica Posidio a esos bárbaros (Vida, 30,1), rodeaban Hipona, asediándola.

En la ciudad, también se había refugiado Bonifacio, quien, reconciliándose demasiado tarde con la corte, trataba en vano de bloquear el paso a los invasores. El biógrafo Posidio describe el dolor de Agustín: «Más que de costumbre, sus lágrimas eran su pan día y noche y, llegado ya al final de su vida, se arrastraba más que los demás en la amargura y en el luto su vejez» (Vida, 28, 6). Y explica: «Ese hombre de Dios veía las matanzas y las destrucciones de las ciudades; las casas des­truidas en los campos y a los habitantes asesina­dos por los enemigos o expulsados; las iglesias sin sacerdotes o ministros, las vírgenes consagradas y los religiosos dispersos por doquier; entre ellos, algunos habían desfallecido ante las torturas, otros habían sido asesinados con la espada, otros eran prisioneros, perdiendo la integridad del alma y del cuerpo e incluso la fe, obligados por los ene­migos a una esclavitud dolorosa y larga» (Vida, 28,8).

Si bien era anciano y estaba cansado, Agustín permaneció en primera línea, consolándose a sí mismo y a los demás con la oración y con la medi­tación de los misteriosos designios de la Provi­dencia. Hablaba de la «vejez del mundo» -y era verdaderamente viejo este mundo romano-, hablaba de esta vejez como ya lo había hecho años antes para consolar a los refugiados procedentes de Italia, cuando en el año 410 los godos de Alarico invadieron la ciudad de Roma.

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En la vejez, decía, abundan los achaques: tos, catarro, légañas, ansiedad, agotamiento. Pero si el mundo envejece, Cristo es siempre joven. Y lan­zaba esta invitación: «no hay que negarse a reju­venecer con Cristo, que te dice: "No temas, tu juventud se renovará como la del águila"» (Cf. Sermón 81, 8). Por eso el cristiano no debe abatir­se en las situaciones difíciles, sino tratar de ayudar al necesitado.

Es lo que el gran doctor sugiere respondiendo al obispo de Thiave, Honorato, quien le había pedido si, bajo la presión de las invasiones bárba­ras, un obispo o un sacerdote o cualquier hombre de Iglesia podía huir para salvar la vida. «Cuando el peligro es común a todos, es decir, para obispos, clérigos y laicos, quienes tienen necesidad de los demás no deben ser abandonados por aquellos de quienes tienen necesidad. En este caso, iodos deben refugiarse en lugares seguros; pero si algu­nos tienen necesidad de quedarse, que no sean abandonados por quienes tienen el deber de asis­tirles con el ministerio sagrado, de manera que o se salvan juntos o juntos soportan las calamidades que el Padre de familia quiera que sufran» (Carta 228, 2). Y concluía: «Esta es la prueba suprema de la caridad» (Carta 228, 3). ¿Cómo no reconocer en estas palabras el heroico mensaje que tantos sacerdotes, a través de los siglos, han acogido y hecho propio?

Mientras tanto resistía la ciudad de Hipona. La casa-monasterio de Agustín había abierto sus puertas para acoger en el episcopado a las perso­nas que pedían hospitalidad. Entre estos se encon­traba también Posidio, que ya era discípulo suyo,

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quien pudo de este modo dejarnos el testimonio directo de aquellos últimos y dramáticos días.

«En el tercer mes de aquel asedio [narra] se acostó con fiebre: era su última enfermedad» (Vida, 29, 3). El santo anciano aprovechó aquel momento, finalmente libre, para dedicarse con más intensidad a la oración. Solía decir que nadie, obispo, religioso o laico, por más irreprensible que pueda parecer su conducta, puede afrontar la muerte sin una adecuada penitencia. Por este motivo, repetía continuamente entre lágrimas los salmos penitenciales, que tantas veces había reci­tado con el pueblo (Cf. Vida, 31, 2).

Cuanto más se agravaba su situación, más necesidad sentía el obispo de soledad y de oración: «Para no ser disturbado por nadie en su recogi­miento, unos diez días antes de abandonar el cuerpo nos pidió a los presentes que no dejáramos entrar a nadie en su habitación, a excepción de los momentos en los que los médicos venían a verle o cuando le llevaban la comida. Su voluntad fue cumplida fielmente y durante todo ese tiempo él aguardaba en oración» (Vida, 31,3). Dejó de vivir el 28 de agosto del año 430: su gran corazón finalmente descansó en Dios.

«Con motivo de la inhumación de su cuerpo -informa Posidio- se ofreció a Dios el sacrificio, al que asistimos, y después fue sepultado» (Vida, 31, 5). Su cuerpo, en fecha incierta, fue trasladado a Cerdeña y, hacia el año 725, a Pavía, a la basílica de San Pedro en el Cielo de Oro, donde descansa hoy. Su primer biógrafo da este juicio conclusivo: «Dejó a la Iglesia un clero muy numeroso, así

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como monasterios de hombres y de mujeres llenos de personas dedicadas a la continencia y a la obe­diencia de sus superiores, junto con las bibliotecas que contenían los libros y discursos de él y de otros santos, por los que se conoce cuál ha sido por gracia de Dios su mérito y su grandeza en la Iglesia, y en los cuales los fieles siempre le encuentran vivo» (Vida, 31, 8).

Es un juicio al que podemos asociamos: en sus escritos también nosotros le «encontramos vivo». Cuando leo los escritos de san Agustín no tengo la impresión de que sea un hombre muerto hace más o menos mil seiscientos años, sino que lo siento como un hombre de hoy: un amigo, un contemporáneo que me habla, que nos habla con su fe fresca y actual.

En san Agustín que nos habla -me habla a mí en sus escritos-, vemos la actualidad permanente de su fe, de la fe que viene de Cristo, del Verbo Eterno Encarnado, Hijo de Dios e Hijo del hombre. Y podemos ver que esta fe no es de ayer, aunque haya sido predicada ayer; es siempre actual, por­que realmente Cristo es ayer, hoy y para siempre. Él es el Camino, la Verdad y la Vida. De este modo, san Agustín nos anima a confiar en este Cristo siempre vivo y a encontrar así el camino de la vida.

Benedicto XVI, audiencia papal del miércoles 16 de enero de 2008

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ración

Benedicto XVI ante las reliquias de San Agustín en Pavía

Grande eres, Señor, e inmensamente digno de alabanza; grande es tu poder

y tu inteligencia no tiene límites.

Confesiones 1, 1

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Grande eres, Señor

Grande eres, Señor, e inmensamente digno de alabanza; grande es tu poder y tu inteligencia no tiene límites.

Y ahora hay aquí un hombre que te quiere ala­bar. Un hombre que es parte de tu creación y que, como todos, lleva siempre consigo por todas par­tes su mortalidad y el testimonio de su pecado, el testimonio de que tú siempre te resistes a la sober­bia humana. Así pues, no obstante su miseria, ese hombre te quiere alabar. Y tú lo estimulas para que encuentre deleite en tu alabanza; nos creaste para ti y nuestro corazón andará siempre inquieto mien­tras no descanse en ti.

Confesiones 1, 1

Te invoco, Dios de verdad

A ti te invoco, Dios Verdad, en quien, de quien y por quien son verdaderas todas las cosas verda­deras. Dios, Sabiduría, en ti, de ti y por ti saben todos los que saben. Dios, verdadera y suma vida,

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en quien, de quien y por quien viven las cosas que suma y verdaderamente viven. Dios bienaventu­ranza, en quien, de quien y por quien son bien­aventurados cuantos hay bienaventurados.

Dios, Bondad y Hermosura, principio, causa y fuente de todo lo bueno y hermoso. Dios, Luz inteligible, en ti, de ti y por ti luce inteligiblemente todo cuanto inteligiblemente luce.

Dios, cuyo reino es todo el mundo, que no alcanzan los sentidos. Dios, la ley de cuyo reino también en estos reinos se describe. Dios, de quien separarse es caer; a quien volver es levantarse; permanecer en ti es hallarse firme.

Dios, darte a ti la espalda es morir, volver a ti es revivir, morar en ti es vivir. Dios, a quien nadie pierde sino engañado, a quien nadie busca sino avisado: a quien nadie haya sino purificado. Dios, dejarte a ti es perderse; seguirte a ti es amar; verte es poseerte. Dios, a quien nos despierta la fe, levanta la esperanza, une la caridad. Te invoco a ti, Dios, por quien vencemos al enemigo. Dios, por cuyo favor no hemos perecido nosotros total­mente.

Dios que nos exhortas para que vigilemos. Dios, por quien discernimos los bienes de los males. Dios, por quien evitamos el mal y seguimos el bien. Dios, por quien no sucumbimos a las adversidades. Dios, a quien se debe nuestra buena obediencia y buen gobierno. Dios, por quien aprendemos que es ajeno lo que alguna vez creí­mos nuestro y nuestro lo que creímos ajeno. Dios, gracias a ti superamos los estímulos y halagos de los malos.

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Dios, por quien las cosas pequeñas no nos empequeñecen. Dios, por quien lo mejor de nos­otros no está sujeto a lo peor. Dios, por quien la muerte será absorbida con la victoria. Dios, que nos conviertes. Dios, que nos desnudas de lo que no es y vistes de lo que es. Dios, que nos haces dignos de ser oídos.

Dios, que nos defiendes. Dios, que nos guías a toda verdad. Dios, que nos muestras todo bien, dándonos la cordura y librándonos de la estulticia ajena. Dios, que nos vuelves al camino. Dios, que nos llevas hasta la puerta. Dios, que haces que sea abierta a los que llaman.

Dios, que nos das el Pan de la vida. Dios, que nos das la sed de la bebida que nos sacia. Dios, que arguyes al mundo de pecado, de justicia y jui­cio. Dios, por quien no nos arrastran los que no creen. Dios, por quien reprobamos el error de los que piensan que las almas no tienen ningún méri­to delante de ti. Dios, por quien no somos esclavos de los serviles y pobres elementos. Dios, que nos purificas y preparas para el divino premio, acude propicio en mi ayuda.

Soliloquios 1, 3

No ceses en tu deseo

¿Y quién conocía la causa de sus gemidos? Añadió: Ante ti están todos mis deseos (Sal 37,10). No ante los hombres que no pueden ver el cora­zón, sino ante ti están todos mis deseos. Esté tu deseo ante él y el Padre que ve en lo escondido te recompensará (Mt 6,6). Tu deseo es tu oración; si

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el deseo es continuo, continua es la oración. No en vano dijo el Apóstol: Orad sin cesar. ¿Acaso nos arrodillamos, nos postramos y alzamos las manos ininterrumpidamente, razón por la que dice: Orad sin cesar? (1 Tes 5,17). Si nuestra oración consiste en eso, considero que no podemos hacerlo sin cesar. Existe otra oración interior y continua, que es el deseo. Cualquier cosa que hagas, si deseas aquel sábado, no cesas de orar. Si no quieres cesar en tu oración, no ceses en tu deseo. Tu deseo inin­terrumpido es tu voz ininterrumpida. Callarás, si cesas de amar. ¿Quiénes callaron? Aquellos de quienes se dijo: Al abundar la maldad, se enfriará la caridad de muchos (Mt 24,12). El enfriamiento de la caridad es silencio del corazón; el ardor de la caridad es clamor del corazón. Si la caridad perma­nece siempre, siempre clamas; si siempre clamas, siempre deseas; si deseas piensas en el descanso. Y conviene que adviertas ante quién está el gemido de tu corazón. Ahora considera qué deseo debe existir ante los ojos de Dios. ¿Acaso el deseo de que muera nuestro enemigo, que aparece como justo deseo de los hombres? A veces pedimos lo que no debemos. Veamos ese que parece justo deseo de los hombres.

Oran para que muera alguien y les llegue a ellos su herencia. Los que piden la muerte de sus enemigos, escuchen al Señor que dice: Orad por vuestros enemigos (Mt 5, 44). No pidan, pues, la muerte de sus enemigos, sino su corrección. Su corrección será su muerte, pues una vez corregidos ya no serán enemigos. Ante ti están todos mis deseos. ¿Qué sucederá si tu deseo está ante él, pero no lo está tu gemido? ¿Puede suceder eso

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cuando el gemido es la voz del deseo? Por eso continúa: Y mi gemido no se te oculta. No se te oculta a ti, pero sí a muchos hombres. A veces el siervo humilde de Dios parece decir: Y mi gemido no se te oculta (Sal 37,10). También a veces el sier­vo de Dios parece reírse: ¿acaso ha muerdo en su corazón aquel deseo? Si hay deseo hay también gemido; no siempre llega a los oídos de los hom­bres, pero nunca se aparta de los de Dios.

Comentario al salmo 37,14

Recibe a tu fugitivo

Ahora te amo a ti solo, a ti solo sigo y busco, a ti solo estoy dispuesto a servir, porque tú solo riges con justicia; quiero pertenecer a tu jurisdicción. Manda y ordena, te ruego, lo que quieras, pero sana mis oídos para oír tu voz; sana y abre mis ojos para ver tus signos; destierra de mí toda ignoran­cia para que te reconozca a ti. Dime adonde debo dirigir la mirada para verte a ti, y espero hacer todo lo que mandares.

Recibe, te pido, a tu fugitivo, Señor, clementí­simo Padre; basta ya con lo que he sufrido; basta con mis servicios a tu enemigo, hoy puesto bajo tus pies; basta ya de ser juguete de las apariencias falaces. Recíbeme ya siervo tuyo, que vengo huyendo de tus contrarios, que me retuvieron sin pertenecerles, cuando vivía lejos de ti. Ahora com­prendo la necesidad de volver a ti; ábreme la puer­ta, porque estoy llamando; enséñame el camino para llegar hasta ti.

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Sólo tengo voluntad; sé que lo caduco y tran­sitorio debe despreciarse para ir en pos de lo segu­ro y eterno. Esto hago, Padre, porque esto sólo sé y todavía no conozco el camino que lleva hasta ti. Enséñamelo tú, muéstramelo tú, dame tú la fuerza para el viaje. Si con la fe llegan a ti los que te bus­can, no me niegues la fe; si con la virtud, dame la virtud; si con la ciencia, dame la ciencia. Aumenta en mí la fe, aumenta la esperanza, aumenta la cari­dad. ¡Oh qué admirable y singular es tu bondad!

Soliloquios 1,5

Que te busque

A ti vuelvo y torno a pedirte los medios para llegar hasta ti. Si tú abandonas, la muerte se cier­ne sobre mí: pero tú no abandonas, porque eres el sumo Bien, y nadie te buscó debidamente sin hallarte. Y debidamente te buscó el que recibió de ti el don de buscarte como se debe.

Que te busque, Padre mío, sin caer en ningún error; que al buscarte a ti, nadie me salga al encuentro en vez de ti. Pues mi único deseo es poseerte; ponte a mi alcance, te ruego, Padre mío; y si ves en mí algún apetito superfluo, limpíame para que pueda verte. En cuanto a la salud corpo­ral, no sabiendo qué utilidad puedo recabar de ella para mí o para bien de los amigos, a quienes amo, la dejo en tus manos, Padre sapientísimo y óptimo, y rogaré por esta necesidad, según oportunamen­te me indicares. Sólo ahora imploro tu nobilísima clemencia para que me conviertas plenamente a ti y destierres todas las repugnancias que a ello se

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opongan, y en el tiempo que lleve la carga de este cuerpo, haz que sea puro, magnánimo, justo y prudente, perfecto amante y conocedor de tu sabi­duría y digno de habitar y habitante de tu beatísi­mo reino. Amen, amen

Soliloquios 1, 6

Qué cosa es lo que se ama

Qué cosa es la que se ama cuando se ama a Dios, y cómo por las criaturas se llega a conocer al Criador

Yo, Señor, sé con certeza que os amo y no tengo duda en ello. Heristeis mi corazón con vues­tra palabra, y luego al punto os amé. Además de esto, también el cielo, la tierra y todas las criaturas que en ellos se contienen, por todas partes me están diciendo que os ame, y no cesan de decírse­lo a todos los hombres, de modo que no pueden tener excusa si lo omiten.

Pero el más alto y seguro principio de ese amor, es que Vos usáis con ellos de vuestra miseri­cordia, haciendo que os amen aquellos con quie­nes habéis determinado ser misericordioso. Concedéis por vuestra piedad que os tengan amor, los que por misericordia vuestra teníais escogidos para que os amaran; sin lo cual serían tan inútiles las voces con que el cielo y la tierra se explican incesantemente en vuestras alabanzas, como si las dijeran a los sordos.

Pero ¿qué es lo que yo amo cuando os amo? No es hermosura corpórea ni bondad transitoria, ni luz material agradable a estos ojos; no suaves

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melodías de cualesquiera canciones; no la gustosa fragancia de los flores, ungüentos o aromas; no la dulzura del maná, o la miel, ni finalmente, deleite alguno, que pertenezca al tacto o a otros sentidos del cuerpo.

Nada de eso es lo que amo, cuando amo a mi Dios; y no obstante eso, amo una fragancia, un cierto manjar y un cierto deleite cuando amo a mi Dios, que es la luz, melodía, fragancia, alimento y deleite de mi alma. Resplandece entonces en mi alma una luz que no ocupa lugar; se percibe un sonido que no lo arrebata el tiempo; se siente una fragancia que no la esparce el aire; se recibe gusto de un manjar que no se consume comiéndose; se posee estrechamente un bien tan delicioso, que por más que se goce y se sacie el deseo, nunca puede dejarse por fastidio. Pues todo esto es lo que amo, cuando amo a mi Dios.

Pero ¿qué viene a ser esto? Yo pregunté a la tierra y respondió: No soy yo eso; y cuantas cosas se contienen en la tierra me respondieron lo mismo. Pregunté al mar y a los abismos, y a todos los animales que viven en las aguas, y respondie­ron: No somos tu Dios; búscale más arriba de nos­otros. Pregunté al aire que respiramos y respondió todo él con los que le habitan: Anaxímenes se engaña, porque no soy tu Dios. Pregunté al cielo, sol, luna y estrellas, y me dijeron: Tampoco somos nosotros ese Dios que buscáis. Entonces dije a todas las cosas que por todas partes rodean mis sentidos: Ya que todas vosotras me habéis dicho que no sois mi Dios, decidme por lo menos algo de él. Y con una gran voz clamaron todas: ÉL es el que nos ha hecho.

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Estas preguntas que digo yo que hacía a todas las criaturas, era sólo mirarlas yo atentamente y contemplarlas; y las respuestas que digo me daban ellas, es sólo presentárseme todas con la hermosu­ra y orden que tienen en sí mismas.

Después de esto, volviendo hacia mí la consi­deración, me pregunté a mí mismo: Tú ¿qué eres?, y me respondí: soy hombre. Y bien claramente conozco que soy un todo compuesto de dos par­tes, cuerpo y alma, una de las cuales es visible y exterior, y la otra invisible e interior. ¿Y de las dos es de las que debo valerme para buscar a mi Dios, después de haberle buscado recorriendo todas las criaturas corporales que hay desde la tierra al cielo, hasta donde pude enviar por mensajeros los rayos visuales de mis ojos? No hay duda en que la parte interior es la mejor y más principal, pues ella era a quien todos los sentidos corporales que habían ido por mensajeros, referían las respuestas que daban las criaturas, y la que como superior juzgaba de la que habían respondido cielo y tierra, y todas las cosas que hay en ellos diciendo: Nosotras no somos Dios, pero somos obra suya. El hombre interior que hay en mí, es el que recibió esta res­puesta y conoció esta verdad, mediante el ministe­rio del hombre exterior. Es decir, que yo considera­do según la parte interior de que me compongo, yo mismo, en cuanto al alma, conocí estas cosas por medio de los sentidos de mi cuerpo. Pregunté por mi Dios a toda esta grande máquina del mundo y me respondió: Yo no soy Dios, pero soy hechura suya.

Esta hermosura y orden del universo ¿no se presenta igualmente a todos los que tienen caba-

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les sus sentidos? Pues ¿cómo a todos no les res­ponde eso mismo? Todos los animales, desde los más pequeños hasta los mayores, ven esta hermo­sa máquina del universo; pero no pueden hacerle aquellas preguntas, porque no tienen entendi­miento, que como superior juzgue de las noticias y especies que traen los sentidos. Los hombres sí que pueden ejecutarlo, y por el conocimiento de estas criaturas visibles pueden subir a conocer las perfec­ciones invisibles de Dios; aunque sucede que, lle­vados del amor de estas cosas visibles, se sujetan a ellas como esclavos; y así no pueden juzgar de las criaturas, pues para eso habían de ser superiores a ellas. Ni estas cosas visibles responden a los que solamente les preguntan, sino a los que al mismo tiempo que preguntan, saben juzgar de sus res­puestas. Ni ellas mudan su voz, esto es, su natural hermosura, ni respecto de uno que no hace más que verlas, ni respecto de otro, que además de esto se detiene a preguntarles, no es que a aquél parezcan de un modo y a éste de otro, sino que presentándose a entrambos con igual hermosura, hablan con el uno y son mudas para con el otro, o por mejor decir, a entrambos y a todos hablan; pero solamente las entienden los que saben cote­jar aquella voz que perciben por los sentidos exte­riores, con la verdad que reside en su interior.

Esta verdad es la que me dice: No es tu Dios el cielo ni la tierra, ni todo lo demás que tiene cuer­po. La misma naturaleza de las cosas corporales, a cualquiera que tenga ojos para verlas, le está diciendo: Esto es una cantidad abultada; y ésta precisamente es menor en la parte que en el todo. De aquí se infiere, que tú, alma mía, eres mejor

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que todo lo corpóreo, porque tú animas esa abul­tada cantidad de tu cuerpo, y le das la vida que goza; lo que cuerpo ninguno puede hacer con otro cuerpo. Pero tu Dios está tan lejos de ser corpóreo, que aun respecto de ti, que eres vida del cuerpo, es Dios tu vida.

Confesiones, libro X, capítulo VI

Cantemos aleluya, al Dios bueno

Cantemos aquí el Aleluya, aun en medio de nuestras dificultades, para que podamos luego cantarlo allá, estando ya seguros. ¿Por qué las difi­cultades actuales? ¿Vamos a negarlas, cuando el mismo texto sagrado nos dice: El hombre está en la tierra cumpliendo un servicio? ¿Vamos a negar­las, cuando leemos también: Velad y orad, para no caer en la tentación? ¿Vamos a negarlas, cuando es tan frecuente la tentación, que el mismo Señor nos manda pedir: Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores? Cada día hemos de pedir perdón, porque cada día hemos ofendido. ¿Pretenderás que estamos segu­ros, si cada día hemos de pedir perdón por los pecados, ayuda para los peligros?

Primero decimos, en atención a los pecados pasados: Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores; luego añadimos, en atención a los peligros futuros: No nos dejes caer en la tentación. ¿Cómo podemos estar ya seguros en el bien, si todos juntos pedi­mos: Líbranos del mal? Mas con todo, hermanos,

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aun en medio de este mal, cantemos el Aleluya al Dios bueno que nos libra del mal.

Aun aquí, rodeados de peligros y de tentacio­nes, no dejemos por eso de cantar todos el Aleluya. Fiel es Dios -dice el Apóstol-, y no permi­tirá él que la prueba supere vuestras fuerzas. Por esto, cantemos también aquí el Aleluya. El hombre es todavía pecador, pero Dios es fiel. No dice: «Y no permitirá que seáis probados», sino: No permi­tirá que la prueba supere vuestras fuerzas. No, para que sea posible resistir, con la prueba dará también la salida. Has entrado en la tentación, pero Dios hará que salgas de ella indemne; así, a la manera de una vasija de barro, serás modelado con la predicación y cocido en el fuego de la tribu­lación. Cuando entres en la tentación, confía que saldrás de ella, porque fiel es Dios: El Señor guar­da tus entradas y salidas.

Más adelante, cuando este cuerpo sea hecho inmortal e incorruptible, cesará toda tentación; porque el cuerpo está muerto. ¿Por qué está muerto? Por el pecado. Pero el espíritu vive. ¿Por qué? Por la justificación. Así pues, ¿quedará el cuerpo definitivamente muerto? No, ciertamente; escucha cómo continúa el texto: Si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales. Ahora tenemos un cuerpo meramente natural, después lo tendremos espiritual.

¡Feliz el Aleluya que allí entonaremos! Será un Aleluya seguro y sin temor, porque allí no habrá ningún enemigo, no se perderá ningún amigo. Allí,

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como ahora aquí, resonarán las alabanzas divinas; pero las de aquí proceden de los que están aún en dificultades, las de allá de los que ya están en seguridad; aquí de los que han de morir, allá de los que han de vivir para siempre; aquí de los que esperan, allá de los que ya poseen; aquí de los que están todavía en camino, allá de los que ya han lle­gado a la patria.

Por tanto, hermanos míos, cantemos ahora, no para deleite de nuestro reposo, sino para alivio de nuestro trabajo. Tal como suelen cantar los cami­nantes: canta, pero camina; consuélate en el traba­jo cantando, pero no te entregues a la pereza; canta y camina a la vez. ¿Qué significa «camina»? Adelanta, pero en el bien. Porque hay algunos, como dice el Apóstol, que adelantan de mal en peor. Tú, si adelantas, caminas; pero adelanta en el bien, en la fe verdadera, en las buenas costumbres; canta y camina.

Sermón 256,1.2.

Escúchame

Dios, nada existe sobre ti, nada fuera de ti, nada sin ti. Dios, todo se halla bajo tu imperio, todo está en ti, todo está contigo. Tú creaste al hombre a tu imagen y semejanza, como reconoce quien se conoce a sí mismo. Óyeme, escúchame, atiéndeme, Dios mío, Señor mío, Rey mío, Padre mío, principio y creador mío, esperanza mía, herencia mía, mi honor, mi casa, mi patria, mi salud, mi luz, mi vida. Escúchame, escúchame, escúchame según tu estilo, de tan pocos conocido.

Soliloquios 1,4

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El encuentro con Dios

Invitado a volver dentro de mí mismo, entré en mi interior guiado por Ti; lo pude hacer porque Tú me ayudaste. Entré y vi con los ojos de mi alma (...), por encima de mi mente, una luz inconmuta­ble. No esta luz vulgar y visible a toda carne, ni otra del mismo tipo, aunque más intensa, que bri­llase más y llenase todo más claramente con su grandeza. No era así aquella luz, sino una muy dis­tinta de todas éstas. No estaba sobre mi alma como está el aceite sobre el agua o el cielo sobre la tierra; sino que se hallaba sobre mí por haberme hecho, y yo estaba debajo por ser criatura suya. Quien conoce la verdad, conoce esta luz; y quien la conoce, conoce la eternidad. La caridad es quien la conoce.

¡Oh eterna Verdad, y verdadera Caridad, y amada Eternidad! Tú eres mi Dios. Por Ti suspiro noche y día. Cuando por primera vez te conocí, Tú me tomaste para que viese que existía lo que había de ver, y que aún no estaba en condiciones de ver. Reverberaste ante la debilidad de mi mirada diri­giendo tus rayos con fuerza sobre mí, y me estre­mecí de amor y de temor. Y advertí que me halla­ba lejos de Ti, en la región de la desemejanza, como si oyera tu voz de lo alto: «Soy manjar de grandes: crece y me comerás. No me mudarás en ti como alimento de tu carne, sino que tú te muda­rás en mí» (...).

Buscaba yo el modo de adquirir la fortaleza que me hiciese idóneo para gozarte, pero no la encontraba, hasta que me abracé al Mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús,

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que es sobre todas las cosas Dios bendito por los siglos (1 Tim 1, 5), que clama y dice: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida (Jn 14, 6), y alimento mezclado con carne, pues yo era tan débil que no lo podía tomar. Y así, el Verbo se hizo carne (Jn 1, 14), a fin de que tu Sabiduría, por la que creaste todas las cosas, nos amamantara como a niños pequeños.

Pero yo, que no era humilde, no pensaba que ese Jesús humilde fuese Dios. No sabía de qué cosa podía ser maestra su debilidad. Tu Verbo, Verdad eterna, trascendiendo las partes superiores de la creación, levanta hacia sí a las que le están ya sometidas; y, al mismo tiempo, en las partes infe­riores se edificó una casa humilde, hecha de nues­tro barro, para abatir mejor a los que había de someter y atraerlos a Sí, curándoles su hinchazón y fomentando en ellos el amor, no fuera a ser que, fiados de sí, marchasen aún más lejos (...).

Sin embargo, yo juzgaba entonces de otra manera. Pensaba en mi Señor Jesucristo como en un hombre de extraordinaria sabiduría, a quien nadie puede igualar (...), pero qué misterio ence­rraban esas palabras: el Verbo se hizo carne, ni sos­pecharlo podía (...).

¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y, sin embargo, Tú estabas dentro de mí, y yo fuera, y por fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre las cosas hermosas que Tú creaste. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo. Me retenían lejos de Ti esas cosas que, si no estuvieran en Ti, no existirían. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillas-

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te y resplandeciste, e hiciste huir mi ceguera. Exhalaste tu perfume, y respiré, y suspiro por Ti; gusté de Ti, y siento hambre y sed; me tocaste, y me abrasé en tu paz.

Confesiones, Vil, 10.18-19; X 27

Oración continua

Hay dos suertes de beneficios: los temporales y los eternos. Los temporales son la salud, la hacien­da, el honor, los amigos, la casa, los hijos, la mujer y las demás cosas de esta vida en la que andamos como viajeros. Considerémonos, pues, en un mesón donde somos caminantes que han de pro­seguir más allá, y no dueños. Los beneficios eter­nos son, en primer lugar, la vida eterna, la inco-rruptibilidad del cuerpo y del alma, la compañía de los ángeles, la ciudad del cielo, la corona inmarce­sible, un Padre y una Patria; aquél, sin muerte, y ésta, sin enemigo. Hemos de ansiar estos bienes con vehemencia y pedirlos con perseverancia, menos con largos discursos y más con anhelos sin­ceros. Siempre ora el deseo, aunque la lengua calle. Siempre oras si deseas siempre. ¿Cuándo languidece la oración? Cuando se enfría el deseo.

Pidamos con toda avidez, por tanto, aquellos beneficios sempiternos; busquemos aquellos bien­es con interés sumo; pidámoslos sin vacilaciones. Son dones siempre provechosos, que nunca perju­dican, mientras que los corporales a veces aprove­chan y a veces dañan. A muchos hizo bien la pobreza y causó mal la riqueza; a muchos les apro­vechó la vida privada y les hizo daño el encumbra-

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miento de los honores. También algunos sacaron provecho del dinero y de los altos puestos: quienes los usaron bien; pero quienes los utilizaron mal, salieron con daño por no habérselos quitado.

En resumen, hermanos: pidamos los bienes temporales discretamente, y tengamos la seguri­dad -si los recibimos- de que proceden de quien sabe que nos convienen. ¿Pediste y no recibiste? Fíate del Padre; si te conviniera, te lo habría dado. Juzga por ti mismo. Tú eres delante de Dios, por tu inexperiencia de las cosas divinas, como tu hijo ante ti con su inexperiencia de las cosas humanas. Ahí tienes a ese hijo llorando el día entero para que le des un cuchillo o una espada. Te niegas a dárse­lo y no haces caso de su llanto, para no tener que llorarle muerto. Ahora gime, se enfada y da golpes para que le subas a tu caballo; pero tú no lo haces porque, no sabiendo conducirlo, le tirará o le matará. Si le rehusas ese poco, es para reservárse­lo todo; le niegas ahora sus insignificantes deman­das peligrosas, para que vaya creciendo y posea sin peligro toda la fortuna.

Os decimos, pues, hermanos: orad cuanto podáis. Abundan los males, y Dios ha permitido que así sea. ¡Ojalá no hubiera tantos malos, y no abundarían los males! ¡Tiempos malos! tiempos difíciles!, dicen los hombres. Vivamos bien, y los tiempos serán buenos. Los tiempos somos nos­otros: cuales somos nosotros, tales son los tiem­pos. ¿Qué hacer, pues? Quizá no podemos con­vertir a todos los hombres; procuren vivir bien, por lo menos, los pocos que me están oyendo, y ese reducido número de los buenos soporte la multitud de los malos. Estos buenos son como el grano:

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ahora se encuentran en la era, mezclados con la paja; mas en el hórreo no habrá esta mezcla. Toleren lo que no quieren, para llegar a donde quieren. ¿Por qué afligirnos y censurar lo que Dios ha permitido?

Mal - Mundo

Abundan los males en el mundo para preser­varnos del amor al mundo. Los hombres grandes, los santos y los verdaderos fieles, menospreciaron el mundo en todo su esplendor; y nosotros, ahora, ¿no somos capaces de menospreciarle con todas sus malandanzas? Malo es el mundo; pero, malo y todo, se le ama como si fuera bueno. Pero ¿qué mundo malo es éste? Porque no es malo el cielo, ni la tierra, ni las aguas, ni lo que hay en ellos: peces, aves, árboles... Estas cosas son buenas. Al mundo le hacen malo los hombres malos. Pero ya que no es posible que no haya hombres malos mientras vivi­mos en la tierra, elevemos a Dios nuestros gemidos y llevemos con paciencia los males para arribar a los bienes. No censuremos al Padre de familia, que es tan bueno. Él nos lleva sobre sí, no le llevamos nos­otros a Él. Él sabe cómo gobernar su obra. Por lo que a ti se refiere, haz lo que te manda y aguarda el cumplimiento de sus promesas.

Cuando Cristo pasa

Cuando salían de Jericó le seguía una gran multitud. Y he aquí que dos ciegos sentados a la vera del camino, al oír que pasaba Jesús se pusie­ron a gritar: ¡Señor, Hijo de David, ten compasión

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de nosotros! La multitud les regañaba para que se callaran, pero ellos gritaban más fuerte diciendo: ¡Señor, Hijo de David, ten compasión de nosotros! Jesús se paró los llamó y les dijo: ¿Qué queréis que os haga? Le respondieron: Señor que se abran nuestros ojos. Jesús, compadecido, les tocó los ojos y al instante comenzaron a ver, y le siguieron (Mt. 20, 29-34).

¿Qué es, hermanos, gritar a Cristo, sino ade­cuarse a la gracia del Señor con las buenas obras? Digo esto, hermanos, porque no sea que levante­mos mucho la voz, mientras enmudecen nuestras costumbres. ¿Quién es el que gritaba a Cristo, para que expulsase su ceguera interior al pasar Él, es decir, al dispensarnos los sacramentos tempora­les, con los que se nos invita a adquirir los eternos? ¿Quién es el que grita a Cristo? Quien desprecia el mundo, llama a Cristo. Quien desdeña los placeres del siglo, clama a Cristo. Quien dice, no con la len­gua, sino con la vida, el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo (Gal 6, 14), ése es el que grita a Cristo.

Llama a Cristo quien reparte y da a los pobres, para que su justicia permanezca por los siglos de los siglos (cfr. Sal 101, 9). Quien escucha y no se hace el sordo -vended vuestras bienes y dad limosna; haceos bolsas que no envejecen, un teso­ro que no se agota en el Cielo (Le 12, 33)- como si oyese el sonido de los pasos de Cristo que pasa, al igual que el ciego, clame por estas cosas, es decir, hágalas realidad. Su voz esté en sus hechos. Comience a despreciar el mundo, a distribuir sus posesiones al necesitado, a tener en nada lo que los hombres aman. Deteste las injurias, no apetez-

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ca la venganza, ponga la mejilla al que le hiere, ore por los enemigos; si alguien le quitare lo suyo, no lo exija; si, al contrario, hubiera quitado algo a alguien, devuélvale el cuadruplo.

Una vez que haya comenzado a obrar así, todos sus parientes, afines y amigos se alborota­rán. Quienes aman el mundo se le pondrán en contra: «¿Qué haces, loco? ¡No te excedas!: ¿acaso los demás no son cristianos? Eso es idiotez, locura». Cosas como ésta grita la turba para que los ciegos no clamen. La turba reprendía a los que clamaban, pero no tapaba sus clamores.

Comprendan cómo han de obrar quienes dese­an ser sanados. También ahora pasa Jesús: los que se hallan a la vera del camino, griten. Tales son los que le honran con los labios, pero su corazón está alejado de Dios (cfr. Is 29, 13). A la vera del cami­no están aquellos de corazón contrito a quienes dio órdenes el Señor. En efecto, siempre que se nos leen las obras transitorias del Señor, se nos mues­tra a Jesús que pasa. Porque hasta el fin de los siglos no faltarán ciegos sentados a la vera del camino. Es necesario que levanten su voz.

La muchedumbre que acompañaba al Señor reprendía el clamor de los que buscaban la salud. Hermanos, ¿os dais cuenta de lo que digo? No sé de que modo decirlo, pero tampoco cómo callar. Esto es lo que digo, y abiertamente. Temo a Jesús que pasa y se queda, y no puedo callarlo: los cris­tianos malos y tibios obstaculizan a los buenos cris­tianos, a los verdaderamente llenos de celo y deseosos de cumplir los mandamientos de Dios, escritos en el Evangelio. La misma turba que está

con el Señor, calla a los que claman; es decir, obs­taculiza a los que obran el bien, no sea que con su perseverancia sean curados.

Clamen ellos, no se cansen ni se dejen arrastrar por la autoridad de la masa; no imiten siquiera a los que, cristianos desde antiguo, viven mal y sien­ten envidia de las buenas obras. No digan: «¡Vivamos como la gran multitud!». ¿Y porqué no como ordena el Evangelio? ¿Por qué quieres vivir conforme a la reprensión de la turba que impide gritar, y no según las huellas de Cristo que pasa? Te insultarán, te vituperarán, te llamarán para que vuelvas atrás. Tú clama hasta que tu grito llegue a oídos de Jesús. Pues quienes perseveraren en obrar lo que ordenó Cristo, sin hacer caso de la muche­dumbre que lo prohibe, y no se ensoberbecieren por el hecho de que parecen seguir a Cristo-esto es, por llamarse cristianos-, sino que tuvieren más amor a la luz que Cristo les ha de restituir que temor al estrépito de los que les prohiben; éstos en modo alguno se verán separados: Cristo se deten­drá y los sanará (...).

En pocas palabras, para terminar este sermón, hermanos, en aquello que tanto nos toca y nos angustia, ved que es la muchedumbre la que reprende a los ciegos que gritan. Todos los que estáis en medio de la turba y queréis ser sanados, no os asustéis. Muchos son cristianos de nombre e impíos por las obras: que no os aparten de hacer el bien. Gritad en medio de la muchedumbre que os reprende, os llama para que volváis atrás, os insul­ta y vive perversamente.

Mirad que los malos cristianos no sólo oprimen a los buenos con las palabras, sino también con las

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malas obras. Un buen cristiano no quiere asistir a los espectáculos: por el mismo hecho de frenar su concupiscencia para no acudir al teatro, ya grita en pos de Cristo, ya clama que le sane: «Otros van -dirá-, pero serán paganos, o judíos». Si los cristia­nos no fueran a los teatros, habría tan poca gente, que los demás se retirarían llenos de vergüenza. Pero los cristianos corren también hacia allá, lle­vando su santo nombre a lo que es su perdición. Clama, pues, negándote a ir, reprimiendo en tu corazón la concupiscencia temporal, y mantente en ese clamor fuerte y perseverante ante los oídos del Salvador, para que se detenga y te cure. Clama aun en medio de la muchedumbre, no pierdas la confianza en los oídos del Señor. Aquellos ciegos no gritaron desde el lado en el que no estaba la muchedumbre, para ser oídos desde allí, sin el estorbo de quienes les prohibían. Clamaron en medio de la turba y, no obstante, el Señor les escu­chó. Hacedlo así vosotros también, en medio de los pecadores y lujuriosos, en medio de los aman­tes de las vanidades mundanas. Clamad ahí para que os sane el Señor. No gritéis desde otra parte, no vayáis a los herejes para clamar desde allí. Considerad, hermanos, que en medio de aquella muchedumbre que impedía gritar, allí mismo fue­ron sanados los que clamaban.

Sermón 88, 12-13, 17

Plegaria a la Santísima Trinidad

Señor y Dios mío, en Ti creo, Padre, Hijo y Espíritu Santo. No diría la Verdad: id, bautizad a todas las gentes en el nombre del Padre, y del Hijo,

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y del Espíritu Santo (Mt 28,19), si no fueras Trinidad. Y no mandarías a tus siervos ser bautizados, mi Dios y Señor, en el nombre de quien no es Dios y Señor. Y si Tú, Señor, no fueras al mismo tiempo Trinidad y un solo Dios y Señor, no diría la palabra divina: escu­cha, Israel; el Señor, tu Dios, es un Dios único (Dt 6, 4). Y si Tú mismo fueras Dios Padre y fueras también Hijo, tu palabra Jesucristo, y el Espíritu Santo fuera vuestro Don, no leeríamos en las Escrituras canóni­cas: envió Dios a su Hijo (Gal 4, 13); y Tú, ¡oh Unigénito!, no dirías del Espíritu Santo: que el Padre enviará en mi nombre (Jn 14, 26); y: que Yo os enviaré de parte del Padre (Jn 15, 26).

Fija la mirada de mi atención en esta regla de fe, te he buscado según mis fuerzas y en la medi­da que Tú me hiciste poder, y anhelé ver con mi inteligencia lo que creía mi fe, y disputé y me afané mucho. Señor y Dios mío, mi única esperanza, óyeme para que no sucumba al desaliento y deje de buscarte; haz que ansie siempre tu rostro con ardor. Dame fuerzas para la búsqueda, Tú que hiciste que te encontrara y me has dado esperan­zas de un conocimiento más perfecto. Ante Ti está mi firmeza y mi debilidad: sana ésta, conserva aquélla. Ante Ti está mi ciencia y mi ignorancia, si me abres, recibe al que entra; si me cierras, abre al que llama. Haz que me acuerde de Ti, que te com­prenda y te ame. Acrecienta en mí estos dones hasta mi reforma completa.

Sé que está escrito: en las muchas palabras no estás exento de pecado (Prv 10, 19). ¡Ojalá sólo abriera mis labios para predicar tu palabra y cantar tus alabanzas! Evitaría así el pecado y adquiriría abundancia de méritos aun en la muchedumbre de

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mis palabras. Aquel varón a quien Tú amaste no ha aconsejado el pecado a su verdadero hijo en la fe, cuando le escribe: predica la palabra, insiste con ocasión y sin ella (2 Tim 4, 2). ¿Acaso se podrá decir que no habló mucho el que oportuna e importunamente anunció, Señor, tu palabra? No, no era mucho, pues todo era necesario. Líbrame, Dios mío, de la muchedumbre de palabras que padezco dentro de mi alma, miserable en tu pre­sencia, pero que se refugia en tu misericordia.

Cuando callan mis labios, que mis pensamien­tos no guarden silencio. Si sólo pensara en las cosas que son de tu agrado, no te rogaría que me librases de la abundancia de mis palabras. Pero muchos son mis pensamientos; Tú los conoces. Son pensamientos humanos, pues vanos son. Otórgame no consentir en ellos, sino haz que pueda rechazarlos cuando siento su caricia. No permitas nunca que me detenga adormecido en sus halagos. Jamás ejerzan sobre mí su poderío ni pesen en mis acciones. Con tu ayuda protectora, sea mi juicio seguro y mi conciencia esté al abrigo de su influjo.

Hablando el Sabio de Ti en su libro, hoy cono­cido con el nombre de Eclesiástico, dice: muchas cosas diríamos sin acabar nunca; sea la conclusión de nuestro discurso: Él lo es todo (Sir 43, 29).

Cuando lleguemos a tu presencia, cesarán estas muchas cosas que ahora hablamos sin enten­derlas, y Tú permanecerás todo en todos. Entonces modularemos un cántico eterno, alabándote a un tiempo unidos todos en Ti.

(Sobre la Trinidad, XV; 28)

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En la oración no hay que ser palabreros

Viviendo en la fe, esperanza y caridad, oramos siempre con un continuo deseo. Pero a ciertos intervalos de horas y tiempos oramos vocalmente al señor, para amonestarnos a nosotros mismos con los símbolos de aquellas realidades, a fin de adquirir conciencia de los progresos que realiza­mos en nuestro deseo, y de este modo nos anime­mos con mayor entusiasmo a acrecentarlo. Porque ha de seguirme más abundante efecto cuanto precediere más fervoroso afecto. Por eso dijo el Apóstol: Orad sin cesar. ¿Qué significa eso, sino "desead sin cesar" la vida bienaventurada, que no es otra que la eterna, y que os ha de venir del favor del único que os la puede dar? Deseémosla, pues, siempre de parte de nuestro Señor y oremos siempre.

Pero a ciertas horas sustraemos la atención a las ocupaciones y negocios que entibian en cierto modo nuestro deseo y nos entregamos a la ora­ción. Con las mismas palabras de la oración nos excitamos a atender mejor al bien que deseamos, no sea que lo que comenzó a entibiarse se enfríe del todo y se extinga por no renovar el fervor con frecuencia. Por lo cual dijo el mismo Apóstol: Vuestras peticiones sean presentadas a Dios. Eso no hay que entenderlo como si tales peticiones tengan que mostrarse a Dios, pues ya las conocía antes de que se formulasen; hemos de mostrár­noslas a nosotros ante Dios con perseverancia y no ante los hombres con jactancia.

Alejemos de la oración los largos discursos, pero mantengamos una duradera súplica si perse-

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vera ferviente la oración. El mucho hablar es tra­tar en la oración un negocio necesario con pala­bras superfluas. En cambio, la súplica sostenida es llamar con una sostenida y piadosa excitación del corazón a la puerta de aquel a quien oramos. Por lo general este negocio se resuelve con gemidos más que con palabras, con llanto más que con charla. Y pone nuestras lágrimas en su presencia, y escucha nuestros gemidos aquel que todo lo creó por su Palabra y no necesita de la palabra humana.

Carta 130 IX, 18-X.19

Cómo pedir a Dios

Pedid, y se os dará (Mt.7, 7-8). Y para que no te imagines que había recomendado la oración como de pasada, añadió: buscad y hallaréis. Y para que ni siquiera pienses que lo dijo por decir, con­cluyó: llamad, y se os abrirá. Dios quiere que para recibir se pida, y para hallar se busque, y se llame para entrar. Pero si ya el Padre sabe de qué tene­mos necesidad, ¿por qué pedimos?, ¿por qué bus­camos?, ¿para qué llamamos? ¿Por qué, pidiendo y buscando y llamando, nos fatigamos en hacerle saber lo que ya conoce antes que nosotros? (...). Pues tú pide, busca y llama también para com­prender esto. Si la puerta está cerrada, no es como para decirte que le dejes en paz, sino para esti­mularte.

Hermanos míos, debemos exhortaros a la ora­ción, y a nosotros junto con vosotros. Ante los muchos males de estos tiempos, nuestra única esperanza reside en llamar por la oración, en creer

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y tener fijo en el corazón que tu Padre te rehusa sólo lo que no te conviene. Tú conoces tus deseos; pero lo que verdaderamente te conviene, sólo Él lo sabe. Imagínate que ahora estás enfermo y en las manos de un médico; pues verdaderamente esto es lo que sucede, ya que toda nuestra vida es enfermedad sobre enfermedad, y una larga exis­tencia no es sino una enfermedad larga. Figúrate, pues, enfermo y sometido a un médico. Te ha venido el deseo de pedirle que te deje tomar vino, y vino nuevo. No se te prohibe, porque a lo mejor no te perjudica; incluso puede hacerte bien. No temas: pídelo sin miedo y sin tardanza; pero no te enfades si te lo rehusa, ni te aflijas. Si esta confian­za muestras en el hombre que cuida de tu cuerpo, ¿no has de tenerla mayor en Dios, Médico, Creador y Reparador de tu cuerpo y de tu alma? (...)

Hay dos suertes de beneficios: los temporales y los eternos. Los temporales son la salud, la hacien­da, el honor, los amigos, la casa, los hijos, la mujer y las demás cosas de esta vida en la que andamos como viajeros. Considerémonos, pues, en un mesón donde somos caminantes que han de pro­seguir más allá, y no dueños. Los beneficios eter­nos son, en primer lugar, la vida eterna, la inco-rruptibilidad del cuerpo y del alma, la compañía de los ángeles, la ciudad del cielo, la corona inmarce­sible, un Padre y una Patria; aquél, sin muerte, y ésta, sin enemigo. Hemos de ansiar estos bienes con vehemencia y pedirlos con perseverancia, menos con largos discursos y más con anhelos sin­ceros. Siempre ora el deseo, aunque la lengua

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calle. Siempre oras si deseas siempre. ¿Cuándo languidece la oración? Cuando se enfría el deseo.

Pidamos con toda avidez, por tanto, aquellos beneficios sempiternos; busquemos aquellos bien­es con interés sumo; pidámoslos sin vacilaciones. Son dones siempre provechosos, que nunca perju­dican, mientras que los corporales a veces aprove­chan y a veces dañan. A muchos hizo bien la pobreza y causó mal la riqueza; a muchos les apro­vechó la vida privada y les hizo daño el encumbra­miento de los honores. También algunos sacaron provecho del dinero y de los altos puestos: quienes los usaron bien; pero quienes los utilizaron mal, salieron con daño por no habérselos quitado.

En resumen, hermanos: pidamos los bienes temporales discretamente, y tengamos la seguri­dad -si los recibimos- de que proceden de quien sabe que nos convienen. ¿Pediste y no recibiste? Fíate del Padre; si te conviniera, te lo habría dado. Juzga por ti mismo. Tú eres delante de Dios, por tu inexperiencia de las cosas divinas, como tu hijo ante ti con su inexperiencia de las cosas humanas. Ahí tienes a ese hijo llorando el día entero para que le des un cuchillo o una espada. Te niegas a dárse­lo y no haces caso de su llanto, para no tener que llorarle muerto. Ahora gime, se enfada y da golpes para que le subas a tu caballo; pero tú no lo haces porque, no sabiendo conducirlo, le tirará o le matará. Si le rehusas ese poco, es para reservárse­lo todo; le niegas ahora sus insignificantes deman­das peligrosas, para que vaya creciendo y posea sin peligro toda la fortuna.

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Os decimos, pues, hermanos: orad cuanto podáis. Abundan los males, y Dios ha permitido que así sea. ¡Ojalá no hubiera tantos malos, y no abundarían los males! ¡Tiempos malos? tiempos difíciles!, dicen los hombres. Vivamos bien, y los tiempos serán buenos. Los tiempos somos nos­otros: cuales somos nosotros, tales son los tiem­pos. ¿Qué hacer, pues? Quizá no podemos con­vertir a todos los hombres; procuren vivir bien, por lo menos, los pocos que me están oyendo, y ese reducido número de los buenos soporte la multitud de los malos. Estos buenos son como el grano: ahora se encuentran en la era, mezclados con la paja; mas en el hórreo no habrá esta mezcla. Toleren lo que no quieren, para llegar a donde quieren. ¿Por qué afligirnos y censurar lo que Dios ha permitido?

Abundan los males en el mundo para preser­varnos del amor al mundo. Los hombres grandes, los santos y los verdaderos fieles, menospreciaron el mundo en todo su esplendor; y nosotros, ahora, ¿no somos capaces de menospreciarle con todas sus malandanzas? Malo es el mundo; pero, malo y todo, se le ama como si fuera bueno. Pero ¿qué mundo malo es éste? Porque no es malo el cielo, ni la tierra, ni las aguas, ni lo que hay en ellos: peces, aves, árboles... Estas cosas son buenas. Al mundo le hacen malo los hombres malos. Pero ya que no es posible que no haya hombres malos mientras vivimos en la tierra, elevemos a Dios nuestros gemidos y llevemos con paciencia los males para arribar a los bienes. No censuremos al Padre de familia, que es tan bueno. Él nos lleva sobre sí, no le llevamos nosotros a Él. Él sabe cómo

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gobernar su obra. Por lo que a ti se refiere, haz lo que te manda y aguarda el cumplimiento de sus promesas.

Sermón 80, 2, 7-8

Que nuestros deseos se ejerciten en la oración

¿Por qué en la oración nos preocupamos de tantas cosas y nos preguntamos cómo hemos de orar, temiendo que nuestras plegarias no proce­dan con rectitud, en lugar de limitarnos a decir con el salmo: Una cosa pido al Señor, eso busca­ré: habitar en la casa del Señor por los días de mi vida; gozar de la dulzura del Señor, contemplan­do su templo? En aquella morada, los días no con­sisten en el empezar y en el pasar uno después de otro ni el comienzo de un día significa el fin del anterior; todos los días se dan simultáneamente, y ninguno se termina allí donde ni la vida ni sus días tienen fin.

Para que lográramos esta vida dichosa, la misma Vida verdadera y dichosa nos enseñó a orar; pero no quiso que lo hiciéramos con muchas palabras, como si nos escuchara mejor cuanto más locuaces nos mostráramos, pues, como el mismo Señor dijo, oramos a aquel que conoce nuestras necesidades aun antes de que se las expongamos.

Puede resultar extraño que nos exhorte a orar aquel que conoce nuestras necesidades antes de que se las expongamos, si no comprendemos que nuestro Dios y Señor no pretende que le descubra­mos nuestros deseos, pues él ciertamente no puede desconocerlos, sino que pretende que, por

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la oración, se acreciente nuestra capacidad de desear, para que así nos hagamos más capaces de recibir los dones que nos prepara. Sus dones, en efecto, son muy grandes, y nuestra capacidad de recibir es pequeña e insignificante. Por eso, se nos dice: Ensanchaos; no os unzáis al mismo yugo con los infieles.

Cuanto más fielmente creemos, más firme­mente esperamos y más ardientemente deseamos este don, más capaces somos de recibirlo; se trata de un don realmente inmenso, tanto, que ni el ojo vio, pues no se trata de un color; ni el oído oyó, pues no es ningún sonido; ni vino al pensamiento del hombre, ya que es el pensamiento del hombre el que debe ir a aquel don para alcanzarlo.

Así, pues, constantemente oramos por medio de la fe, de la esperanza y de la caridad, con un deseo ininterrumpido. Pero, además, en determi­nados días y horas, oramos a Dios también con palabras, para que, amonestándonos a nosotros mismos por medio de estos signos externos, vaya­mos tomando conciencia de cómo progresamos en nuestro deseo y, de este modo, nos animemos a proseguir en él. Porque, sin duda alguna, el efecto será tanto mayor, cuanto más intenso haya sido el afecto que lo hubiera precedido. Por tanto, aque­llo que nos dice el Apóstol: Sed constantes en orar, ¿qué otra cosa puede significar sino que debemos desear incesantemente la vida dichosa, que es la vida eterna, la cual nos ha de venir del único que la puede dar?

Carta a Proba 130, 8,15.17-9,18

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Debemos amonestarnos a nosotros mismos

Deseemos siempre la vida dichosa y eterna, que nos dará nuestro Dios y Señor, y así estaremos siempre orando. Pero, con objeto de mantener vivo este deseo, debemos, en ciertos momentos, apartar nuestra mente de las preocupaciones y quehaceres que, de algún modo, nos distraen de él y amonestarnos a nosotros mismos con la oración vocal, no fuese caso que si nuestro deseo empezó a entibiarse llegara a quedar totalmente frío y, al no renovar con frecuencia el fervor, acabara por extinguirse del todo.

Por eso, cuando dice el Apóstol: Vuestras peti­ciones sean presentadas a Dios, no hay que enten­der estas palabras como si se tratara de descubrir a Dios nuestras peticiones, pues él continuamente las conoce, aun antes de que se las formulemos; estas palabras significan, mas bien, que debemos descubrir nuestras peticiones a nosotros mismos en presencia de Dios, perseverando en la oración, sin mostrarlas ante los hombres por vanagloria de nuestras plegarias.

Como esto sea así, aunque ya en el cumpli­miento de nuestros deberes, como dijimos, hemos de orar siempre con el deseo, no puede conside­rarse inútil y vituperable el entregarse largamente a la oración, siempre y cuando no nos lo impidan otras obligaciones buenas y necesarias. Ni hay que decir, como algunos piensan, que orar largamente sea lo mismo que orar con vana palabrería. Un cosa, en efecto, son las muchas palabras y otra cosa e efecto perseverante y continuado. Pues del mismo Señor está escrito que pasaba la noche en

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oración y que oró largamente; con lo cual, ¿qué hizo sino darnos ejemplo, al orar oportunamente en el tiempo, aquel mismo que con el Padre, oye nuestra oración en la eternidad?

Se dice que los monjes de Egipto hacen fre­cuentes oraciones, pero muy cortas, a manera de jaculatorias brevísimas, para que así la atención, que es tan sumamente necesaria en la oración, se mantenga vigilante y despierta y no se fatigue ni se embote con la prolijidad de las palabras. Con esto nos enseñan claramente que así con no hay que forzar la atención cuando no logra mantener­se despierta, así tampoco hay que interrumpirla cuando puede continuar orando.

Lejos, pues, de nosotros la oración con vana palabrería; pero que no falte la oración prolonga­da, mientras persevere ferviente la atención. Hablar mucho en la oración es como tratar un asunto necesario y urgente con palabras super-fluas. Orar, en cambio, prolongadamente es llamar con corazón perseverante y lleno de afecto a la puerta de aquel que nos escucha. Porque, con fre­cuencia, la finalidad de la oración se logra más con lágrimas y llantos que con palabras y expresiones verbales. Porque el Señor recoge nuestras lágrimas en su odre y a él no se le ocultan nuestros gemi­dos, pues todo lo creó por medio de aquel que es su Palabra, y no necesita las palabras humanas.

Carta a Proba 130, 9,18-10,20

No sabemos pedir lo que nos conviene

Quizá me preguntes aún por qué razón dijo el Apóstol que no sabemos pedir lo que nos convie-

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ne, siendo así que podemos pensar que tanto el mismo Pablo como aquellos a quienes él se dirigía conocían la oración dominical.

Porque el Apóstol experimentó seguramente su incapacidad de orar como conviene, por eso quiso manifestarnos su ignorancia; en efecto, cuando, en medio de la sublimidad de sus revela­ciones, le fue dado el aguijón de su carne, el ángel de Satanás que lo apaleaba, desconociendo la manera conveniente de orar, Pablo pidió tres veces al Señor que lo librara de esta aflicción. Y oyó la respuesta de Dios y el porqué no se realizaba ni era conveniente que se realizase lo que pedía un hom­bre tan santo: Te basta mi gracia: la fuerza se rea­liza en la debilidad.

Ciertamente, en aquellas tribulaciones que pueden ocasionarnos provecho o daño no sabe­mos cómo debemos orar; pues como dichas tribu­laciones nos resultan duras y molestas y van con­tra nuestra débil naturaleza, todos coincidimos naturalmente en pedir que se alejen de nosotros. Pero, por el amor que nuestro Dios y Señor nos tiene, no debemos pensar que si no aparta de nos­otros aquellos contratiempos es porque nos olvida; sino más bien, por la paciente tolerancia de estos males, esperemos obtener bienes mayores, y así la fuerza se realiza en la debilidad. Esto, en efecto, fue escrito para que nadie se enorgullezca si, cuan­do pide con impaciencia, es escuchado en aquello que no le conviene, y para que nadie decaiga ni desespere de la misericordia divina si su oración no es escuchada en aquello que pidió y que, posible­mente, o bien le sería causa de un mal mayor o bien ocasión de que, engreído por la prosperidad,

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corriera el riesgo de perderse. En tales casos, cier­tamente, no sabemos pedir lo que nos conviene.

Por tanto, si algo acontece en contra de lo que hemos pedido, tolerémoslo con paciencia y demos gracias a Dios por todo, sin dudar en lo más míni­mo de que lo más conveniente para nosotros es lo que acaece según la voluntad de Dios y no según la nuestra. De ello nos dio ejemplo aquel divino Mediador, el cual dijo en su pasión: Padre, si es posible, que pase y se aleje de mi ese cáliz, pero, con perfecta abnegación de la voluntad humana que recibió al hacerse hombre, añadió inmediata­mente: Pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que tú quieres. Por lo cual, entendemos perfecta­mente que por la obediencia de uno todos se con­vertirán en justos.

Carta a Proba 130,14,25-26

Dame de beber

Llega una mujer. Se trata aquí de una figura de la Iglesia, no santa aún, pero sí a punto de serlo; de esto, en efecto, habla nuestra lectura. La mujer llegó sin saber nada, encontró a Jesús, y Él se puso a hablar con ella. Veamos cómo y por qué. Llega una mujer de Samaría a sacar agua. Los samarita-nos no tenían nada que ver con los judíos; no eran del pueblo elegido. Y esto ya significa algo: aque­lla mujer, que representaba a la Iglesia, era una extranjera, porque la Iglesia iba a ser constituida por gente extraña al pueblo de Israel. Pensemos, pues, que aquí se está hablando ya de nosotros: reconozcámonos en la mujer, y, como incluidos en

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ella, demos gracias a Dios. La mujer no era más que una figura, no era la realidad; sin embargo, ella sirvió de figura, y luego vino la realidad. Creyó, efectivamente, en aquel que quiso darnos en ella una figura. Llega, pues, a sacar agua.

Jesús le dice: «Dame de beber.» Sus discípulos se habían ido al pueblo a comprar comida. La samaritana le dice: «¿Cómo tú, siendo ¡udío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?» Porque los judíos no se tratan con los samaritanos.

Ved cómo se trata aquí de extranjeros: los judí­os no querían ni siquiera usar sus vasijas. Y como aquella mujer llevaba una vasija para sacar el agua, se asombró de que un judío le pidiera de beber, pues no acostumbraban a hacer esto los judíos. Pero aquel que le pedía de beber tenía sed, en rea­lidad, de la fe de aquella mujer.

Fíjate en quién era aquel que le pedía de beber: Jesús le contestó: «Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú, y él te daría agua viva.»

Le pedía de beber, y fue él mismo quien pro­metió darle el agua. Se presenta como quien tiene indigencia, como quien está dispuesto a dar hasta la saciedad. Si conocieras -dice- el don de Dios. El don de Dios es el Espíritu Santo. A pesar de que no habla aún claramente a la mujer, ya va penetran­do, poco a poco, en su corazón y ya la está doctri­nando. ¿Podría encontrarse algo más suave y más bondadoso que esta exhortación? Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú, y él te daría agua viva. ¿De qué agua iba a darle, sino de aquella de la que está escrito:

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En ti está la fuente viva? Y ¿cómo podrán tener sed los que se nutren de lo sabroso de tu casa?

De manera que le estaba ofreciendo un man­jar apetitoso y la saciedad del Espíritu Santo, pero ella no lo acababa de entender; y como no lo entendía, ¿qué respondió? La mujer le dice: «Señor, dame esa agua: así no tendré más sed, ni tendré que venir a sacarla.» Por una parte, su indigencia la forzaba al trabajo, pero, por otra, su debilidad rehuía al trabajo. Ojalá hubiera podido escuchar: Venid a mí todos los que estáis cansa­dos y agobiados, y yo os aliviaré. Esto era preci­samente lo que Jesús quería darle a entender, para que no se sintiera ya agobiada; pero la mujer aún lo no entendía.

Tratado sobre el ev. de San Juan 15, 10-12. 16-17: CCL 36, 154-156

Diversas maneras como Dios habla

Hay muchas y diversas maneras como Dios habla con nosotros. Alguna vez nos habla median­te un instrumento, como por el códice de las divi­nas Escrituras. Habla mediante algún elemento del mundo, como habló mediante la estrella de los magos. ¿Qué es la locución, sino la manifestación de la voluntad? Habla mediante la suerte, como en le caso de Matías poniéndole en lugar de Judas. Habla mediante el alma humana, como por el pro­feta. Habla mediante el ángel, como a algunos de los patriarcas, profetas y apóstoles, según sabe­mos. Habla mediante el ruido de algunas criaturas, como habló por las voces formadas en el cielo, sin

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que nadie lo viera. Finalmente Dios habla al hom­bre no sólo externamente mediante los oídos y los ojos, sino también internamente y de diversas maneras; habla en sueños, como a Labán el sirio, para que no hiciese mal a su siervo Jacob; y al faraón para avisarle sobre los siete años de opulen­cia y de miseria; habla también en el espíritu absor­to del hombre, lo cual llaman los griegos "éxtasis", como cuando mostró a Pedro en oración un reci­piente bajando del cielo, lleno de alegorías de gen­tes que habían de creer en Cristo; o también habla a la mente cuando alguno entiende la majestad y la voluntad de Dios, como en el caso del mismo Pedro, que conoció en aquella visión cuál era la voluntad del Señor.

Esto nadie puede conocerlo, a no ser que resuene en su interior un cierto clamor silencioso de la verdad. Dios habla también en la conciencia de los buenos y de los malos; ya que nadie puede aprobar el bien que se hace y rechazar el mal, a no ser mediante la voz de la verdad, que, en lo escon­dido del corazón, aprueba o rechaza. Dios es esa tal verdad; la cual habla de muchas maneras a los buenos y a los malos, aunque no todos a los que habla lleguen a comprender su naturaleza y su sus­tancia. ¿Quién de los hombres puede colegir con el pensamiento y con la conjetura de cuántos modos habla esa verdad a los ángeles, bien sea a los ángeles buenos que gozan en la contemplación de su visión y hermosura inefable mediante la cari­dad, bien a los ángeles malos, que depravados en su soberbia y colocados por la misma verdad en lugares inferiores, pueden oír su voz de la misma

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manera latente, aunque no son dignos de ver su rostro?.

Por lo tanto, carísimos hermanos, fieles de Dios e hijos verdaderos de nuestra madre la Iglesia cató­lica, que nadie os engañe con alimentos envene­nados, aun el caso de que todavía os alimentéis con leche. Caminad continuamente en la fe de la verdad para que podáis llegar en el tiempo opor­tuno a la visión clara de la misma verdad. Pues, según dice el Apóstol: Afincados en el cuerpo, somos peregrinos del Señor; caminamos en la fe, no en la visión (2 Cor 5, 6-7). La fe cristiana nos conduce a la visión clara del Padre. Por eso dice el Señor: Nadie viene al Padre si no es por mí (n 14,6)

Sermón 12,4-5

Ruega por nosotros

Ruega por nosotros como nuestro Sacerdote; ruega en nosotros como nuestra Cabeza y nosotros le rogamos a él como a nuestro Dios. Nosotros ora­mos por su boca y él ora por la nuestra.

Le rogamos como a Dios y él ruega bajo la forma de siervo: en el primer caso, como Creador; en el segundo, como criatura, puesto que, sin cambio alguno de su divinidad, tomó, para trans­formarla, la naturaleza humana, constituyendo con nosotros un solo hombre, cabeza y cuerpo.

A él, pues, dirigimos nuestras súplicas; por él (por su mediación), y en él (en su compañía), ora­mos con él y él ora con nosotros.

Por tanto, nada digas sin contar con él, como él nada dice sin contar contigo.

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El que te escucha con el Padre es el mismo que se dignó orar por ti al Padre.

¿Qué mayor certeza tener de acogida favora­ble, desde el momento que ruega por ti tu Maestro, el mismo que da lo que pide?

Ruega como hombre y da como Dios aquello que pide.

Le has visto orar: aprende de él cómo se ora; pues para enseñarnos a orar oró él, de igual modo que, para enseñarte a sufrir, sufrió él, y para con­firmar la esperanza de tu propia resurrección, él resucitó.

Dios quiere que ores. En su Evangelio te exhor­ta a hacerlo.

¡Qué admirable! Eres malo, y tienes un Padre bueno. Pero tienes un Padre bueno para no ser malo siempre.

Si quieres conseguir la santidad, hazte mendi­go de Dios, que en el Evangelio te recomienda pedir, buscar, llamar.

El conoce a su mendigo, y como Padre de familia y magnánimo, rico en bienes espirituales y eternos, te exhorta así: "pide, busca, llama": el que pide recibe, el que busca encuentra; al que llama se le abre.

In Ps85, 1 -Serm 217,1

Cómo orar al Señor

La oración es un coloquio con Dios.

Cuando lees, es el Señor el que te habla; cuan­do oras, eres tú el que habla a Dios.

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Como cuando hablas al oído de alguien, así también debes dirigir tu corazón al oído de Dios.

¡Cuántos, por desgracia, profieren palabras con la boca y son mudos de corazón!

¡Y cuántos también hay cuyos labios están cerrados y claman con el afecto!

Por eso hay muchos que obtienen lo que piden sin pronunciar palabras, mientras otros, que voce­an sin cesar, no obtienen nada.

Ruega con los afectos. Si ruegas con aspiracio­nes internas, aunque con la lengua calles, cantas con el corazón; y si no oras con estos deseos inter­nos, aunque sean grandes tus voces ante los hom­bres, eres mudo en la presencia de Dios.

Ora en voz alta, si alguno debe escuchar lo que dices; hazlo en silencio, cuando nadie te escucha; nunca faltará oyente para tus afectos internos.

Cuando te reúnes en la iglesia para cantar sal­mos, es tu boca la que alaba al Señor; has habla­do cuando te fue posible; pero te retiras del tem­plo y tu alma debe seguir cantando las divinas ala­banzas.

Dios quiere ser alabado; pero, no para con ello ser enaltecido, sino porque te sirve para tu provecho.

Nada tuyo propio puedes ofrecerle; y esto que te exige, lo hace no por él, sino por ti. A ti es a quien aprovecha; ganancia tuya es.

In Ps. 85, 7

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Oración de San Agustín

Señor, Dios nuestro: gracias a ti tienen el ser todas las cosas, que por sí mismas no habrían podi­do existir. Concédenos comenzar estos días de Cuaresma con un verdadero espíritu de conversión y penitencia, buscándote a ti, eterna Verdad y Felicidad de todo hombre.

Concédenos amar más las cosas interiores que las exteriores. Que nos gocemos sólo en las cosas de dentro y no pongamos el corazón en lo mate­rial. Concédenos una verdadera conversión: que nos desprendamos de nuestros ídolos, de todo cuanto ocupa nuestro corazón e impide tu acción en nosotros.

Ayúdanos a vencer las malas inclinaciones; a través de ellas, el pecado aprisiona nuestro espíri­tu. Que podamos corresponder de verdad a los dones de tu amor y a las gracias que derramas sobre nosotros con tanta abundancia.

Haz, Señor, que escuchemos la voz de la ver­dad, que nunca calla. Que hagamos silencio en nuestro interior y podamos escuchar, en medio del bullicio del mundo, el susurro de tus labios, que suavemente tocan el oído de nuestro corazón y lo invitan a la conversión.

Concédenos la virtud de la humildad, que es la verdad. Que nos convenzamos de que la soberbia es el principal obstáculo para entrar en comunión contigo y con los demás. Que avancemos, así, en el camino de la santidad.

Ayúdanos a darle a nuestra vida unos cimien­tos más profundos. Que ahondemos en la humil-

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dad y, así, levantemos una casa más sólida en la que tú habites. Que desechemos toda forma de autosuficiencia y soberbia, que nos encierra en nosotros mismos y nos hace frágiles.

Señor, que nunca nos alejemos de ti, porque lejos de ti todo es oscuridad y frío. Que siempre podamos disfrutar de tu luz. Sólo a tu luz podre­mos ver los acontecimientos de la vida como tú los ves, y vivir de lleno la vocación a la felicidad a la que nos has llamado. Te lo pedimos a ti, Camino, Verdad y Vida, que vives y reinas, inmortal y glo­rioso, por los siglos de los siglos.

Amén.

San Agustín

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dari&acl

Amad, pero pensad qué cosa améis. El amor de Dios y el amor del prójimo se llaman caridad; el amor del mundo y el amor de este siglo

se denomina concupiscencia. Refrénese la concupiscencia; excítese la caridad.

CS 31, 2,5

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Sembrad siempre buenas obras

Sed ricos en buenas obras, dice el Señor. Éstas son las riquezas que debéis ostentar, que debéis sembrar. Éstas son las obras a las que se refiere el Apóstol, cuando dice que no debemos cansarnos de hacer el bien, pues a su debido tiempo recoge­remos. Sembrad, aunque no veáis todavía lo que habéis de recoger. Tened fe y seguid sembrando. ¿Acaso el labrador, cuando siembra, contempla ya la cosecha? El trigo de tantos sudores, guardado en el granero, lo saca y lo siembra. Confía sus gra­nos a la tierra. Y vosotros, ¿no confiáis vuestras obras al que hizo el cielo y la tierra?

Fijaos en los que tienen hambre, en los que están desnudos, en los necesitados de todo, en los peregrinos, en los que están presos. Todos éstos serán los que os ayudarán a sembrar vuestras obras en el cielo... La cabeza, Cristo, está en el cielo, pero tiene en la tierra sus miembros. Que el miembro de Cristo dé al miembro de Cristo; que el que tiene dé al que necesita. Miembro eres tú de Cristo y tienes que dar, miembro es él de Cristo y tiene que recibir. Los dos vais por el mismo cami-

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no, ambos sois compañeros de ruta. El pobre cami­na agobiado; tú, rico, vas cargado. Dale parte de tu carga. Dale, al que necesita, parte de lo que a ti te pesa. Tú te alivias y a tu compañero le ayudas.

Sermón Morin 11, sobre las bienaventuranzas

Mi amor es mi peso

Mi amor es mi peso, él me lleva adonde soy lle­vado. Es tu Don el que nos enciende y nos lleva hacia lo alto; nos enardecemos y avanzamos.

Subimos los peldaños en el corazón y canta­mos el cántico de las gradas. Con tu fuego, con tu fuego bueno, nos enardecemos y avanzamos, por­que avanzamos hacia arriba, a la paz de Jerusalén. ¡Qué alegría cuando me dijeron: vamos a la casa del Señor!. En ella nos acomodará la buena volun­tad, hasta el punto de no pretender más que eso: permanecer allí por toda la eternidad.

Conf. 13, 9,10

Elogio a la caridad

El amor por el que amamos a Dios y al próji­mo, resume en sí toda la grandeza y profundidad de los demás preceptos divinos. He aquí lo que nos enseña el único Maestro celestial: amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu entendimiento; y amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos manda­mientos depende toda la Ley y los profetas (/Mt/22/37-40/Ag). Por consiguiente, si te falta

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tiempo para estudiar página por página todas las de la Escritura, o para quitar todos los velos que cubren sus palabras y penetrar en todos los secre­tos de las Escrituras, practica la caridad, que lo comprende todo. Así poseerás lo que has aprendi­do y lo que no has alcanzado a descifrar. En efec­to, si tienes la caridad, sabes ya un principio que en sí contiene aquello que quizá no entiendes. En los pasajes de la Escritura abiertos a tu inteligencia la caridad se manifiesta, y en los ocultos la caridad se esconde. Si pones en práctica esta virtud en tus costumbres, posees todos los divinos oráculos, los entiendas o no.

Por tanto, hermanos, perseguid la caridad, dulce y saludable vínculo de los corazones; sin ella, el más rico es pobre, y con ella el pobre es rico. La caridad es la que nos da paciencia en las afliccio­nes, moderación en la prosperidad, valor en las adversidades, alegría en las obras buenas; ella nos ofrece un asilo seguro en las tentaciones, da gene­rosamente hospitalidad a los desvalidos, alegra el corazón cuando encuentra verdaderos hermanos y presta paciencia para sufrir a los traidores.

Ofreció la caridad agradables sacrificios en la persona de Abel; dio a Noé un refugio seguro durante el diluvio; fue la fiel compañera de Abraham en todos sus viajes; inspiró a Moisés suave dulzura en medio de las injurias y gran man­sedumbre a David en sus tribulaciones. Amortiguó las llamas devoradoras de los tres jóvenes hebreos en el horno y dio valor a los Macabeos en las tor­turas del fuego.

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La caridad fue casta en el matrimonio de Susana, casta con Ana en su viudez y casta con María en su virginidad. Fue causa de santa libertad en Pablo para corregir y de humildad en Pedro para obedecer; humana en los cristianos para arre­pentirse de sus culpas, divina en Cristo para perdo­nárselas. Pero ¿qué elogio puedo hacer yo de la caridad, después de haberlo hecho el mismo Señor, enseñándonos por boca de su Apóstol que es la más excelente de todas las virtudes? Mostrán­donos un camino de sublime perfección, dice: aun­que yo hablara las lenguas de los hombres y los de ángeles, si no tengo caridad, soy como bronce que suena o címbalo que retiñe. Y aunque tuviera el don de profecía y supiera todos los misterios y toda la ciencia; y aunque tuviera tal fe que trasla­dara los montes, si no tengo caridad, nada soy. Y aunque distribuyera todos mis bienes entre los pobres, y aunque entregara mi cuerpo para ser quemado, si no tengo caridad, de nada me apro­vecha. La caridad es paciente; es benigna; la cari­dad no es envidiosa, no obra precipitadamente, no se ensoberbece, no es ambiciosa, no busca su inte­rés, no se irrita, no piensa mal, no se goza con el mal, se alegra con la verdad. Todo lo tolera, todo lo cree, todo lo espera, lo soporta todo. La caridad nunca fenece (1Co 13).

¡Cuántos tesoros encierra la caridad! Es el alma de la Escritura, la virtud de las profecías, la salva­ción de los misterios, el fundamento de la ciencia, el fruto de la fe, la riqueza de los pobres, la vida de los moribundos. ¿Se puede imaginar mayor mag­nanimidad que la de morir por los impíos, o mayor generosidad que la de amar a los enemigos?

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La caridad es la única que no se entristece por la felicidad ajena, porque no es envidiosa. Es la única que no se ensoberbece en la prosperidad, porque no es vanidosa. Es la única que no sufre el remordimiento de la mala conciencia, porque no obra irreflexivamente. La caridad permanece tran­quila en los insultos; en medio del odio hace el bien; en la cólera tiene calma; en los artificios de los enemigos es inocente y sencilla, gime en las injusticias y se expansiona con la verdad.

Imagina, si puedes, una cosa con más fortale­za que la caridad, no para vengar injurias, sino más bien para restañarlas. Imagina una cosa más fiel, no por vanidad, sino por motivos sobrenaturales, que miran a la vida eterna. Porque todo lo que sufre en la vida presente es porque cree con firme­za en lo que está revelado de la vida futura: si tole­ra los males, es porque espera los bienes que Dios promete en el cielo; por eso la caridad no se acaba nunca.

Busca, pues, la caridad, y meditando santa­mente en ella, procura producir frutos de santidad. Y todo cuanto encuentres de más excelente en ella y que yo no haya notado, que se manifieste en tus costumbres.

Sermón 350, 2-3

Amar sin envidia

... Hemos descubierto, pues, que se puede tener fe sin tener caridad. Que nadie, por lo tanto, se jacte de cualquier don de la Iglesia, si tal vez sobresale en ella por algún don que le haya sido

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concedido. Vea si posee la caridad. El mismo apóstol Pablo habló, enumerándolos, de muchos dones de Dios presentes en los miembros de Cristo que constituyen la Iglesia, diciendo que cada uno se le han concedido los dones adecua­dos y que no puede darse que todos posean el mismo. Pero ninguno quedará sin su don: apósto­les, profetas, doctores, intérpretes, habladores de lenguas, poseedores del poder de curación, de auxilio, de gobierno, distintas clases de lenguas. Éstos son los mencionados; pero vemos que hay otros muchos en las distintas personas. Que nadie, pues, se apene porque no se le ha concedi­do lo que ve que se concedió a otro: tenga la cari­dad, no sienta envidia de quien posee el don y poseerá con quien lo tiene lo que él personalmen­te no tiene. En efecto, cualquier cosa que posea mi hermano, si no siento envidia de ello y lo amo, es mío. No lo tengo personalmente, pero lo tengo en él; no sería mío, sino formásemos un solo cuer­po bajo una misma cabeza.

Si, por ejemplo, la mano izquierda tiene un ani­llo y no la derecha, ¿acaso está ésta sin adorno? Mira las dos manos y verás que una lo tiene y la otra no; mira el conjunto del cuerpo al que se unen ambas manos y advierte que la no tiene adorno lo tiene en aquella que lo tiene. Los ojos ven por donde se ha de ir, los pies van por donde los ojos ven; ni los pies pueden ver, ni los ojos caminar. Pero el pie te responde: "También yo tengo luz, pero no en mí, sino en el ojo, pues el ojo no ve sólo para sí y no para mí". Dicen igualmente lo ojos: "También nosotros caminamos, no por nosotros, sino por los pies; pues los pies no se llevan sólo a

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sí mismos y no a nosotros". De esta manera, cada miembro, según los oficios distintos y peculiares que se les han confiado, ejecutan lo que les orde­na la mente; no obstante eso, todos constituyen un solo cuerpo y forman una unidad; y no se arro­gan lo que tienen otros miembros en el caso de que no lo posean ellos, ni piensan que les es ajeno lo que todos tienen al mismo tiempo en el único cuerpo.

Finalmente, hermanos, si algún miembro del cuerpo le sobreviene alguna molestia, ¿cuál de los restantes miembros le negará su ayuda? ¿Qué cosa hay en el hombre más en el extremo que el pie? Y en el mismo pie, ¿qué otra cosa que la misma piel con que se pisa la tierra? Así y todo, esta extremidad del cuerpo forma tal parte del conjunto que, si en ese mismo lugar se clava una espina, todos los miembros concurren a prestar su ayuda para extraerla: al instante se doblan las rodi­llas; se dobla la espina -no la que hirió, sino la que sostiene todo el dorso-; se sienta, para sacar la espina; ya el mismo hecho de sentarse para sacar la espina es obra del cuerpo entero. ¡Cuan peque­ño es el lugar que sufre la molestia! Es tan peque­ño cuanto la espina que lo punzó; y, sin embargo, el cuerpo en su totalidad no se desentiende de la molestia sufrida por aquel extremo y exiguo lugar, los restantes miembros no sufren dolor alguno, pero todos lo sienten en aquel único lugar.

De aquí tomo el Apóstol un ejemplo de la cari­dad, exhortándonos a amarnos mutuamente como se aman los miembros en el cuerpo. Dice él: Si sufre un miembro, se compadecen también los otros; y si es glorificado un solo, se alegran todos.

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Vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros (1 Cor 12, 26-27). Si así se aman los miembros que tienen su cabeza en la tierra, ¡cómo deben amarse aquellos que la tienen en el cielo!

Así pues, hermanos, vemos que cada miembro, en su competencia, realiza su propia tarea, de forma que el ojo ve, pero no obra, la mano, en cambio, obra, pero no ve; el oído oye, pero ni ve ni obra; la lengua habla, pero ni ve ni oye; y aun­que cada miembro tiene funciones distintas y separadas, unidos en el conjunto del cuerpo tienen algo común entre todos. Las funciones son distin­tas, pero la salud es única. En los miembros de Cristo la caridad es lo mismo que la salud en los miembros del cuerpo.

Finalmente, es molestia para el cuerpo entero el miembro que enferma, y en verdad, todos los miembros aportan su colaboración para que sane el enfermo y la mayor parte de las veces sana. Pero si no hubiera sanado y la podredumbre engendra­da indicase la imposibilidad de ello, de tal modo se mira por le bien de todos, que se les separa de la unidad del cuerpo.

Sermón 162 A, 4-6

El mandamiento nuevo

El Señor Jesús pone de manifiesto que lo que da a sus discípulos es un nuevo mandamiento, que se amen unos a otros: Os doy, dice, un manda­miento nuevo: que os améis unos a otros.

¿Pero acaso este mandamiento no se encon­traba ya en la ley antigua, en la que estaba escri-

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to: Amarás a tu prójimo como a ti mismo? ¿Por qué lo llama entonces nuevo el Señor, si está tan claro que era antiguo? ¿No será que es nuevo por­que nos viste del hombre nuevo después de des­pojarnos del antiguo? Porque no es cualquier amor el que renueva al que oye, o mejor al que obede­ce, sino aquel a cuyo propósito añadió el Señor, para distinguirlo del amor puramente carnal: como yo os he amado.

Éste es el amor que nos renueva, y nos hace ser hombres nuevos, herederos del nuevo Testa­mento, intérpretes de un cántico nuevo. Este amor, hermanos queridos, renovó ya a los antiguos jus­tos, a los patriarcas y a los profetas, y luego a los bienaventurados apóstoles; ahora renueva a los gentiles, y hace de todo el género humano, exten­dido por el universo entero, un único pueblo nuevo, el cuerpo de la nueva esposa del Hijo de Dios, de la que se dice en el Cantar de los Cantares: ¿Quién es ésa que sube del desierto vestida de blanco? Sí, vestida de blanco, porque ha sido renovada; ¿y qué es lo que la ha renovado sin el mandamiento nuevo?

Porque, en la Iglesia, los miembros se preocu­pan unos por otros; y si padece uno de ellos, se compadecen todos los demás, y si uno de ellos se ve glorificado, todos los otros se congratulan. La Iglesia, en verdad, escucha y guarda estas pala­bras: Os doy un mandato nuevo: que os améis mutuamente. No como se aman quienes viven en la corrupción de la carne, ni como se aman los hombres simplemente porque son hombres; sino como se quieren todos los que se tienen por dioses e hijos del Altísimo, y llegan a ser hermanos de su

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único Hijo, amándose unos a otros con aquel mismo amor con que él los amó, para conducirlos a todos a aquel fin que les satisfaga, donde su anhelo de bienes encuentre su saciedad. Porque no quedará ningún anhelo por saciar cuando Dios lo sea todo en todos.

Este amor nos lo otorga el mismo que dijo : como yo os he amado, amaos también entre vos­otros. Pues para esto nos amó precisamente, para que nos amemos los unos a los otros; y con su amor hizo posible que nos ligáramos estrechamen­te, y como miembros unidos por tan dulce víncu­lo, formemos el cuerpo de tan espléndida cabeza.

Tratados sobre Ev. de San Juan 65,1-3

Que la fuerza del amor supere el pesar de la muerte

Primero pregunta el Señor lo que ya sabía, y no sólo una vez, sino dos y tres veces: si Pedro le ama, y otras tantas veces le oye decir que le ama, y otras tantas veces no le recomienda otra cosa sino que apaciente sus ovejas.

A la triple negación corresponde la triple con­fesión, para que la lengua no fuese menos esclava del amor que del temor, y para que no pareciese que la inminencia de la muerte le obligó a decir más palabras que la presencia de la vida. Sea ser­vicio del amor el apacentar la grey del Señor, como fue señal del temor la negación del Pastor.

Los que apacientan las ovejas de Cristo con la disposición de que sean suyas y no de Cristo demuestran que se aman a sí mismos y no a Cristo.

Contra estos tales nos ponen continuamente en guardia estas palabras de Cristo, como también las del Apóstol, quien se queja de los que buscan sus propios intereses, no los de Jesucristo.

Pues qué significa: ¿Me amas? Apacienta mis ovejas, sino lo siguiente: «Si me amas, no pienses en apacentarte a ti mismo, sino a mis ovejas; apa­ciéntalas como mías, no como tuyas; busca mi glo­ria en ellas, no la tuya; mi propiedad, no la tuya; mis intereses, y no los tuyos; no te encuentres nunca en compañía de aquellos que pertenecen a los tiempos peligrosos, puesto que se aman a sí mismos y aman todas aquellas cosas que se dedu­cen de este mal principio».

Los que apacientan las ovejas de Cristo que no se amen a sí mismos, para que no las apacienten como propias, sino como de Cristo.

El defecto que más deben de evitar los que apacientan las ovejas de Cristo consiste en buscar sus intereses propios, y no los de Jesucristo, y en utilizar para sus propios deseos a aquellos por quienes Cristo derramó su sangre.

El amor de Cristo debe crecer hasta tal grado de ardor espiritual en aquel que apacienta sus ove­jas, que supere también el natural temor a la muer­te, por el que no queremos morir aun cuando que­remos vivir con Cristo.

Pero, por muy grande que sea el pesar por la muerte, debe ser superado por la fuerza del amor hacia aquel que, siendo nuestra vida, quiso pade­cer hasta la misma muerte por nosotros.

Pues, si en la muerte no hubiera ningún pesar, o éste fuera muy pequeño, no sería tan grande la

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gloria de los mártires. Pero, si el buen Pastor, que dio su vida por sus ovejas, suscitó tantos mártires suyos de entre sus ovejas, ¿cuánto más deben luchar hasta la muerte, por la verdad, y hasta derramar la sangre, contra el pecado, aquellos a quienes Cristo encomendó apacentar sus ovejas, es decir, el instruirlas y gobernarlas?

Por esta razón, y ante el ejemplo de la pasión de Cristo, ¿quién no comprende que son los pas­tores quienes más deben imitarlo, puesto que muchas de sus ovejas lo han imitado, y que bajo el cayado del único Pastor, y en un solo rebaño, los mismos pastores son también ovejas. A todos hizo ovejas suyas, ya que por todos padeció, pues él mismo, para padecer por todos, se hizo oveja.

Tratados sobre Ev. de San Juan 123, 5

No os exhorto a que tengáis fe, sino que tengáis amor

Tened, pues, amor, hermanos míos. Os he expuesto qué es el vestido nupcial; os he expuesto cuál es ese vestido. Se alaba la fe; es cierto que se alaba. Pero ¿qué clase de fe? El Apóstol distingue. El apóstol Santiago dice a quien se gloría de su fe, careciendo de buenas costumbres: Tú crees que hay un solo Dios, y haces bien. También los demo­nios creen y tiemblan (Sant 2,19). Recordad con­migo por qué fue alabado Pedro, porqué se le pro­clamó bienaventurado. Porque dijo: Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo (Mt 16, 16-17). Quien lo pro­clamó bienaventurado, no miró al sonido de las palabras, sino al efecto del corazón. ¿Queréis ver

cómo el motivo de la dicha de Pedro no está en sus palabras? Lo mismo dijeron también los demonios: Sabemos quién eres; tú eres el Hijo de Dios (Me 1, 24). Pedro confesó que Jesús era Hijo de Dios; eso mismo confesaron los demonios. Distingue, Señor, distingue. Distingue con claridad. La confesión de Pedro procede del amor; la de los demonios del temor. Además, Pedro dice: Estaré contigo hasta la muerte (Le 22, 33); los demonios: ¿Qué tenemos que ver contigo? (Me 8, 29).

Por tanto, tú que has venido al banquete no te gloríes de la fe solamente. Distingue entre fe y fe, y entonces se reconocerá en ti el vestido nupcial. Haga la distinción el Apóstol, instruyanos él: Ni la circuncisión -dice- ni el prepucio valen algo; sólo la fe tiene valor. Di cuál. ¿Acaso no creen también los demonios y tiemblan? Escucha -dice- lo que afirmo; ahora mismo hago ¡a distinción: Sólo tiene valor la fe que obra por la caridad (Gal 5, 6). ¿Qué fe, pues? ¿Cuál? La que obra por la caridad. Aunque tenga toda la ciencia -dice-, y toda la fe, hasta ser capaz de trasladar las montañas, si no tengo caridad, nada soy (1 Cor 13,2). Que vuestra fe vaya acompañada del amor, pues no podéis tener amor sin fe. Ésta es mi amonestación, mi exhortación; esto es lo que enseño a vuestra cari­dad en el nombre del Señor: que vuestra fe vaya acompañada del amor, porque es posible tener fe y carecer de amor. No os exhorto a que tengáis fe, sino a que tengáis amor. No podéis tener amor sin fe; me refiero al amor a Dios y al prójimo. ¿Cómo puede existir éste sin la fe? ¿Cómo amará a Dios quien no cree en él? ¿Cómo amará a Dios el necio que dice en su corazón: No existe Dios? (Sal 13,1).

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Puede darse que creas en la venida de Cristo, sin que le ames a él. Pero no es posible que ames a Cristo y digas que no ha venido.

Sermón 90, 8

Sembrar en invierno, sin temer al frío

Deseo traer algo a la memoria de vuestra san­tidad. Aunque con frecuencia he experimentado que estáis dispuestos para toda obra buena, no obstante, es preciso que os dirija un sermón espe­rado sobre ello. Se trata, pues, de lo siguiente: ¿Qué es la misericordia? No es otra cosa, sino una cierta miseria contraída en el corazón. La miseri­cordia trae su nombre del dolor por un miserable: la palabra incluye otras dos: miseria y cor, miseria y corazón. Se habla de misericordia cuando la miseria ajena toca y sacude tu corazón. Por tanto, hermanos míos, considerar todas las obras buenas que realizamos en esta vida caen dentro de la misericordia. Por ejemplo, das pan a un hambrien­to: ofrécele tu misericordia de corazón, no con desprecio; no consideres a un hombre semejante a ti como a un perro. Así, pues, cuando haces una obra de misericordia, si das pan, compadécete de quien está hambriento; si le das de beber, compa­décete de quien está sediento; si das un vestido, compadécete del desnudo; si ofreces hospitalidad, compadécete del peregrino; si visitas a un enfer­mo; compadécete de él; si das sepultura a un difunto, lamenta que haya muerto; si pacificas a un contencioso, lamenta su afán de litigar. Si ama­mos a Dios y al prójimo, no hacemos nada de lo dicho sin dolor de corazón. Éstas son las buenas

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obras que confirman nuestro ser cristiano, pues dice el santo Apóstol: Mientras tenemos tiempo, hagamos el bien a todos. Y ¿qué dice, además, en el mismo lugar, sobre las obras buenas? Esto os digo: Quien siembra escasamente, escasamente recogerá ( 2 Cor 9,6).

No desfallezcamos mientras sembramos entre lágrimas, es decir, en medio de la fatiga y el dolor. No decaigáis, pues, en vuestras obras de misericor­dia, porque recibiréis la compensa por vuestra siembra. Se siembra durante el invierno y con fati­ga; pero ¿echó atrás alguna vez al campesino las asperidad del tiempo, para que no arrojase a la tie­rra el fruto limpiado con tanto trabajo? Salió y lo arrojó a la tierra sin pereza y sin temer al frío. ¿A qué se debe? Esa pereza la sacuden la fe y la espe­ranza. ¿Acaso ve la cosecha? Pero cree que brota­rá. ¿Acaso es el momento de recoger ya el fruto? Pero espera recolectarlo, y esta fe y esta esperan­za le anima, para que, a pesar del sacrificio del frío, arroje la semilla en la tierra y, con la ayuda de Dios, pueda recoger tranquilo los frutos abundantes, obra de su trabajo, gracias a aquel que reina por los siglos de los siglos. Amén.

Sermón 350 A

Que cada uno examine su corazón

¿Cuál será la realidad, si la garantía es tal? No se debe hablar de prenda, sino de arras. Cuando se deja una prenda, ésta se retira una vez que se devuelve lo garantizado. Las arras son una parte de aquello que se promete dar, de forma que,

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cuando se cumple la promesa, lo ya recibido no cambia, sino que se recibe en plenitud. Que cada uno examine su corazón y vea si dice con sincero amor desde lo más íntimo de su corazón: Padre. No se pregunta ahora por el grado de esa caridad: si es grande, pequeña o regular. Sólo pregunto si existe. Si ya ha nacido, crecerá ocultamente, con el crecimiento llegará a la plenitud, y en esa plenitud permanecerá. No se da el que tras alcanzar la ple­nitud, y en esa plenitud decline hacia la vejez y que la vejez la conduzca a la muerte; si llega a la pleni­tud es para permanecer en ella eternamente. Considera lo que sigue: Clamamos "¡Abba, Padre!". El mismo Espíritu da testimonio a nues­tro espíritu de que somos hijos de Dios (Rom 8,16). No es nuestro espíritu quien nos da testimo­nio que somos hijos de Dios, sino el Espíritu, las arras que dan testimonio de h que se nos ha pro­metido. El mismo Espíritu da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios.

Sermón 156, 16

Ama y haz lo que quieras

Ved que obrar contra el amor es obrar contra Dios. Que nadie diga: "Cuando no amo a mi her­mano, peco contra un hombre -estad atentos-; y pecar contra un hombre es cosa ligera; basta que no peque contra Dios". ¿Cómo no pecas contra Dios, cuando pecas contra el amor? Dios es amor. ¿Son palabras mías? Si hubiese dicho: Dios es amor, quizá alguno de vosotros, escandalizado, se preguntase: "¿Qué ha dicho? ¿Qué quiso decir

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con las palabras Dios es amor?". Dios nos donó, nos regaló el amor. El amor procede de Dios; Dios es amor.

Aquí tenéis, hermanos, la Escritura de Dios; esta cara forma parte del Canon: se lee en todos los pueblos, la acepta la autoridad del orbe de la tierra y ella misma edificó el orbe. En ella escuchas que el Espíritu de Dios dice: Dios es amor. Y ahora, si te atreves, obra contra Dios no amando al her­mano.

Veis que no hay que fijarse tanto en lo que hace el hombre, cuanto en la intención y voluntad con que lo hace. Vemos que el Padre y Judas rea­lizan una misma acción, pero al Padre lo bendeci­mos, y a Judas lo detestamos. ¿Por qué? Bende­cimos el amor, detestamos la maldad. ¡Cuan gran­de fuel el beneficio aportado al género humano por la entrega de Cristo? ¿Pensaba acaso Judas en ello al entregarlo? Dios pensó en nuestra salvación para la que hemos sido redimidos; Judas pensó en el precio en el que vendió al Señor. El Hijo mismo pensó en el precio que pagó por nosotros; Judas en el que recibió por venderle. La diversa inten­ción, pues, hizo diversas las acciones. Siendo una misma acción, si la medimos por las diversas inten­ciones, en uno es objeto de amor, en otro de con­dena; en uno digna de ser alabada, en oro mere­cedora de desprecio. ¡Tanto vale la caridad! Ved que ella sola discierne y distingue las acciones de los hombres.

Esto lo he dicho refiriéndome a acciones seme­jantes. En acciones distintas, vemos que un hom­bre se muestra cruel por amor y otro afable por

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maldad. El padre castiga al niño, el mercader se muestra respetuoso con todos. Si pones juntas las dos cosas, los azotes y las manifestaciones de res­peto, quién no elegirá lo segundo y huirá de lo pri­mero? Pero si te fijas en las personas, el amor azota, la maldad se muestra respetuosa. Ved lo que decía: las acciones de los hombres sólo las dis­tingue la raíz del amor. Pueden hacerse muchas cosas con apariencia de buenas, pero que no pre­ceden de la raíz del amor. También las zarzas tie­nen flores; algunas cosas parecen arduas y duras, pero se realizan para mantener la disciplina, bajo el mando de la caridad. De una vez, te doy un breve precepto: Ama y haz lo que quieras: si callas, calla por amor; si gritas, grita por amor; si corriges, corrige por amor; si perdonas, perdona por amor; ten dentro la raíz del amor, de la cual no puede brotar sino el bien.

Comentario a la I Carta de san Juan 7, 4-8

Amar al hermano es amar a Dios

Que nadie diga: "No sé qué amar". Ame al hermano y amará al amor mismo. En efecto, mejor conoce al amor con el que ama, que al hermano al que ama. Advierte que Dios te puede ser ya más conocido que tu hermano: jamás conocido porque te es más presente; más conocido porque te es más presente; más conocido porque es algo más íntimo; más conocido porque es algo más cierto. Abraza al Dios amor y abraza a Dios con el amor. Es el amor el que nos une con vínculo de santidad a todos los ángeles buenos y a todos los siervos de

Dios; nos une entre nosotros y nos somete a él. Cuanto más inmunizados estemos contra la hin­chazón del orgullo, más llenos estaremos de amor. Y el que está lleno de amor, ¿de qué está lleno, sino de Dios?

Pero dirás: "Veo el amor y, en cuanto puedo, le contemplo con los ojos de mi inteligencia, y doy fe a la Escritura que dice: Dios es amor, y quien permanece en el amor, permanece en Dios (1 Jn 4,16); mas cuando veo el amor, no veo en él la Trinidad". Al contrario, ves la Trinidad, si ves el amor. Si puedo, te mostraré que la ves. Ella nos asista para que el amor nos conduzca a buen suce­so. Cuando amamos el amor, y amamos a uno que ama algo, por el hecho mismo de amar algo. Entonces, ¿qué ama el amor, para que el mismo amor pueda ser amado?. El amor que no ama nada no es amor. Si, pues, el amor se ama a sí mismo, es preciso que ame algo para amarse como amor.

Así como la palabra significa algo, también se significa a sí misma, pero no se significa con pala­bra si no es indicando que indica algo. De igual modo el amor: él se ama a sí mismo, pero si no se ama a sí mismo como amando algo, no se ama así como amor. Según eso, ¿qué ama el amor, sino lo que amamos mediante el amor? Y ese algo, para comenzar por lo más cercano, es el hermano. Consideremos ahora cuánto encarece el apóstol Juan el amor fraterno. Dice así: El que ama a su hermano está en la luz y no hay en él tropiezo alguno (1 Jn 2,10). Es evidente que, para el Apóstol, la perfección de la justicia radica en el amor al hermano, pues aquel en quien no hay tro­piezo alguno es, sin duda, perfecto. Y, sin embar-

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go, parece que ha silenciado el amor de Dios, cosa que nunca haría si el amor de Dios no estuviese incluido en el mismo amor fraterno. Lo dice con toda claridad poco después en la misma carta: Amadísimos, amémonos mutuamente, porque el amor procede de Dios. El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor.

Esta implicación declara abiertamente que el amor fraterno -pues el amor fraterno es aquello por lo que nos amamos mutuamente- no sólo es don de Dios, sino que incluso es Dios mismo, según tan gran autoridad. En consecuencia, cuan­do amamos al hermano gracias al amor, lo estamos amando gracias a Dios; y no puede darse que no amemos sobre todo al amor por el que amamos al hermano. De donde se deduce que aquellos dos preceptos no pueden existir el uno sin el otro. En efecto, Dios es amor: en consecuencia, quien ama al amor, ama ciertamente a Dios. Por otra parte es de todo punto necesario que ame al amor quien ama al hermano. Por eso dice poco después: No puede amar a Dios a quien no ve, quien no ama al hermano a quien ve (1 Jn 4,7-8.20), pues la causa de no ver a Dios es no amar al hermano. En efec­to, quien no ama al hermano, no vive en el amor, y quien no vive en el amor, no vive en Dios, pues­to que Dios es amor.

Más aún, quien no vive en Dios, no vive en la luz, puesto que Dios es luz y en él no hay tiniebla alguna (1 Jn 1,5). ¿Y qué tiene de extraño que quien no vive en la luz, no vea la luz, es decir, no vea a Dios, pues está en tinieblas? Al hermano puedes conocerlo de vista, a Dios no. Si amases con amor espiritual al que ves en su rostro huma-

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no, verías a Dios, que es caridad, como es dado verlo con la mirada interior. Quien no ama al her­mano a quien ve, ¿cómo amará a Dios a quien no ve, pues es amor, del que está ayuno quien no ama al hermano? Y no debe preocuparnos cuánta ha de ser la intensidad del amor a Dios y del amor al hermano. A Dios hemos de amarle incomparable­mente más que a nosotros mismos; al hermano, como nos amamos a nosotros mismos; y cuanto más amemos a Dios, más nos amamos a nosotros mismos. Con un único y mismo amor amamos a Dios y al prójimo, pero a Dios por Dios, a vosotros y al prójimo por Dios.

La Trinidad VIII, 8,12

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Sglesi esia

¡Conócete que has sido hecha a imagen de Dios! ¡Oh alma hermosa de la Iglesia, redimida

con la sangre del Cordero inmaculado!; mira lo que vales, piensa lo que se dio por ti.

CS 66, 4

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Los que no oyen...

... Pedro viene de piedra, y la piedra es la Iglesia. El nombre de Pedro, pues, es figura de la Iglesia. ¿Quién es el que está seguro, sino el que construye sobre piedra? ¿Qué dice el mismo Señor? El que oye mis palabras y las pone en práctica, es seme­jante a un hombre avisado que edifica sobre piedra (que no cede a las tentaciones); cae la lluvia, llegan los ríos, soplan los vientos, choca todo contra la casa y no se derrumba, pues está cimentada en pie­dra. Quien escucha mis palabras y las pone en práctica (tema ya de cada uno de nosotros y pón­gase en guardia) es semejante al insensato, que edifica su casa sobre arena; cae la lluvia, llegan los ríos, soplan los vientos y al chocar con fuerza con­tra la casa la derrumban, y es grande su ruina. ¿Qué utilidad reporta el entrar en la Iglesia al que edifica sobre arena? El que oye y no pone en prác­tica lo oído edifica, sí, pero sobre arena. Quien no oye, tampoco edifica. El que oye edifica. Mas ¿sobre qué? Ésta es mi pregunta. Puede edificar de dos maneras: sobre piedra y sobre arena. ¿Qué decir de los que no oyen? ¿Tienen seguridad? ¿Es el

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Señor quien dice que tiene seguridad porque no edifican nada? No tienen defensa ni contra la lluvia, ni contra los ríos ni contra los vientos. Cuando lle­gan estas cosas los barren a ellos antes que a las casas. La única seguridad consiste en edificar, pero edificar sobre la piedra.

Si oyes, pero no pones en práctica lo oído, construyes, si, pero lo que construyes es tu ruina, porque cuando llega la prueba, derriba tu casa y sus ruinas te arrastran a ti. Mas, si no oyes, no tie­nes defensa y serás arrastrado directamente por las mismas pruebas. Oye, pues, y pon en práctica lo oído. No hay otro remedio. ¡Cuántos hay que escuchándome hoy, pero no haciendo caso, son arrastrados por el río de esta fiesta! Oyen, pero no hacen caso. Viene como un río esta fiesta anual, se convierte en corriente arrolladura, y una vez que haya pasado, se secará. Mas ¡ay de aquel a quien arrastre! Sabe vuestra caridad que sólo construye sobre piedra quien oye y pone en práctica lo oído; quien se comporte distintamente nada tiene que ver con el nombre grande tan encarecido por el Señor (Pedro). Te ha hecho una llamada de aten­ción. Si hubiese llevado con anterioridad el nombre de Pedro, no hubieras advertido el misterio ence­rrado en la piedra y hubieses pensado que tal nombre se debía a pura circunstancia, no ala pro­videncia de Dios. Por eso quiso que primeramente se llamara de otra manera, para que el mismo cambio del nombre encareciera la fuerza vital del misterio.

Comentarios sobre el evangelio de san Juan 7, 14

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La voz que clama en el desierto

La Iglesia celebra el nacimiento de Juan como algo sagrado y él es el único de los santos cuyo nacimiento se festeja; celebramos el nacimiento de Juan y el de Cristo. Ello no deja de tener su signifi­cado, y, si nuestras explicaciones no alcanzaran a estar a la altura de misterio tan elevado, no hemos de perdonar esfuerzo para profundizarlo, y sacar provecho de él.

Juan nace de una anciana estéril; Cristo, de una joven virgen. El futuro padre de Juan no cree el anuncio de su nacimiento y se queda mudo; la Virgen cree el del nacimiento de Cristo y lo conci­be por la fe. Esto es, en resumen, lo que intentare­mos penetrar y analizar; y, si el poco tiempo y las pocas facultades de que disponemos no nos per­miten llegar hasta las profundidades de este miste­rio tan grande, mejor os adoctrinará aquel que habla en vuestro interior, aun en ausencia nuestra, aquel que es el objeto de vuestros piadosos pensa­mientos, aquel que habéis recibido en vuestro corazón y del cual habéis sido hechos templo.

Juan viene a ser como la línea divisoria entre los dos Testamentos, el antiguo y el nuevo. Así lo atestigua el mismo Señor, cuando dice: La ley y los profetas llegaron hasta luán. Por taato, él es como la personificación de lo antiguo y el anuncio de lo nuevo. Porque personifica lo antiguo, nace de padres ancianos; porque personifica lo nuevo, es declarado profeta en el seno de su madre. Aún no ha nacido y, al venir la Virgen María, salta de gozo en las entrañas de su madre. Con ello queda ya señalada su misión, aun antes de nacer; queda

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demostrado de quién es precursor, antes de que él lo vea. Estas cosas pertenecen al orden de lo divi­no y sobrepasan la capacidad de la humana pequenez. Finalmente, nace, se le impone el nom­bre, queda expedita la lengua de su padre. Estos acontecimientos hay que entenderlos con toda la fuerza de su significado.

Zacarías calla y pierde el habla hasta que nace Juan, el precursor del Señor, y abre su boca. Este silencio de Zacarías significaba que, antes de la predicación de Cristo, el sentido de las profecías estaba en cierto modo latente, oculto, encerrado. Con el advenimiento de aquel a quien se referían estas profecías, todo se hace claro. El hecho de que en el nacimiento de Juan se abre la boca de Zacarías tiene el mismo significado que el rasgarse el velo al morir Cristo en la cruz. Si Juan se hubie­ra anunciado a sí mismo, la boca de Zacarías habría continuado muda. Si se desata su lengua es por­que ha nacido aquel que es la voz; en efecto, cuando Juan cumplía ya su misión de anunciar al Señor, le dijeron: ¿Tú quién eres? Y él respondió: Yo soy la voz que grita en el desierto. Juan era la voz; pero el Señor era la Palabra que en el princi­pio ya existía. Juan era una voz pasajera, Cristo la palabra eterna desde el principio.

De los sermones de san Agustín

Dos vidas

La Iglesia sabe de dos vidas, ambas anunciadas y recomendadas por el Señor; de ellas, una se des­envuelve en la fe, otra en la visión; una durante el

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tiempo de nuestra peregrinación, la otra en las moradas eternas; una en medio de la fatiga, la otra en el descanso; una en el camino, la otra en la patria; una en el esfuerzo de la actividad, la otra en el premio de la contemplación.

La primera vida es significada por el apóstol Pedro, la segunda por el apóstol Juan. La primera se desarrolla toda ella aquí, hasta el fin de este mundo, que es cuando terminará; la segunda se inicia oscuramente en este mundo, pero su perfec­ción se aplaza hasta el fin de él, y en el mundo futuro no tendrá fin. Por eso se le dice a Pedro: Sigúeme, en cambio de Juan se dice: Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿a ti qué? Tú, sigúe­me. «Tú, sigúeme por la imitación en soportar las dificultades de esta vida; él, que permanezca así hasta mi venida para otorgar mis bienes». Lo cual puede explicarse más claramente así: «Sígame una actuación perfecta, impregnada del ejemplo de mi pasión; pero la contemplación incoada permanez­ca así hasta mi venida para perfeccionarla».

El seguimiento de Cristo consiste, pues, en una amorosa y perfecta constancia en el sufrimiento, capaz de llegar hasta la muerte; la sabiduría, en cambio, permanecerá así, en estado de perfeccio­namiento, hasta que venga Cristo para llevarla a su plenitud. Aquí, en efecto, hemos de tolerar los males de este mundo en el país de los mortales; allá, en cambio, contemplaremos los bienes del Señor en el país de la vida.

Aquellas palabras de Cristo: Si quiero que se quede hasta que yo venga, no debemos entender­las en el sentido de permanecer hasta el fin o de

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permanecer siempre igual, sino en el sentido de esperar; pues lo que Juan representa no alcanza ahora su plenitud, sino que la alcanzará con la venida de Cristo. En cambio, lo que representa Pedro, a quien el Señor dijo: Tú, sigúeme, hay que ponerlo ahora por obra, para alcanzar lo que espe­ramos. Pero nadie separa lo que significan estos dos apóstoles, ya que ambos estaban incluidos en lo que significaba Pedro y ambos estarían incluidos en lo que significaba Juan. El seguimiento del uno y la permanencia del otro eran un signo. Uno y otro, creyendo, toleraban los males de esta vida presente; uno y otro, esperando, confiaban alcan­zar los bienes de la vida futura.

Y no sólo ellos, sino que toda la santa Iglesia, esposa de Cristo, hace lo mismo, luchando con las tentaciones presentes, para alcanzar la felicidad futura. Pedro y Juan fueron, cada uno, figura de cada una de estas dos vidas. Pero uno y otro cami­naron por la fe, en la vida presente; uno y otro habían de gozar para siempre de la visión, en la vida futura.

Por esto, Pedro, el primero de los apóstoles, recibió las llaves del reino de los cielos, con el poder de atar y desatar los pecados, para que fuese el piloto de todos los santos, unidos insepa­rablemente al cuerpo de Cristo, en medio de las tempestades de esta vida; y, por esto, Juan, el evangelista, se reclinó sobre el pecho de Cristo, para significar el tranquilo puerto de aquella vida arcana.

En efecto, no sólo Pedro, sino toda la Iglesia ata y desata los pecados. Ni fue sólo Juan quien

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bebió, en la fuente del pecho del Señor, para ense­ñarla con su predicación, la doctrina acerca de la Palabra que existía en el principio y estaba en Dios y era Dios -y lo demás acerca de la divinidad de Cristo, y aquellas cosas tan sublimes acerca de la trinidad y unidad de Dios, verdades todas estas que contemplaremos cara a cara en el reino, pero que ahora, hasta que venga el Señor, las tenemos que mirar como en un espejo y oscuramente-, sino que el Señor en persona difundió por toda la tierra este mismo Evangelio, para que todos bebiesen de él, cada uno según su capacidad.

Sobre el Evangelio de San Juan, trat. 124,5-7

Creo en las escrituras

"En la Iglesia Católica, sin hablar de la sabidu­ría más pura, al conocimiento de la cual pocos hombres espirituales llegan en esta vida, de mane­ra que la sepan, de la manera más extensa, efecti­vamente, porque son hombres, todavía con incer-tidumbre (ya que el resto de la multitud de gente deriva toda su seguridad no de la agudeza de inte­lecto, sino de la simpleza de la fe), sin hablar de esta sabiduría, la cual tú no crees que está en la Iglesia Católica, hay muchas otras cosas las cuales con mucha razón me mantienen en su seno. El consenso de la gente y las naciones me mantienen en la Iglesia; así también su autoridad, inaugurada por milagros, nutrida por esperanza, engrandecida por amor, establecida por edad. La sucesión de presbíteros me mantienen en ella, empezando por el mismísimo sillón del Apóstol Pedro, a quien el

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Señor, después de Su resurrección, le entregó a cargo que alimente Sus ovejas [Juan 21:15-17], en sucesión hasta el episcopado presente. Y así, final­mente, también el nombre mismo de Católica, el cual, no sin razón, en medio de tantas herejías, la Iglesia ha así retenido; de manera que, aunque todos los herejes deseen llamarse Católicos, sin embargo cuando un extraño les pregunta donde se reúne la Iglesia Católica, ningún hereje se atre­verá a señalarles a su propia capilla o casa. Tales son, entonces, en número e importancia los lazos preciosos que pertenecen al nombre Cristiano los cuales mantienen a un creyente en la Iglesia Católica, como con mucha razón debería ser así, aunque por la lentitud de entendimiento, o por la escasa realización de nuestra vida, la verdad no se muestre completamente por si sola. Pero contigo, no hay ninguna de estas cosas que me atraigan o me mantengan, la promesa de verdad es lo único que es ofrecido. Ahora si la verdad puede ser tan claramente probada a tal punto de no dejar posi­bilidad de duda, debe ponerse ante todas las cosas que me mantienen en la Iglesia Católica; pero si solamente esta la promesa sin ninguna realización, nadie me va a mover de la fe que ata mi mente con tantos lazos tan fuertes a la religión Cristiana.

[...] Si tú te encuentras con una persona que no cree aún en las Escrituras, ¿Cómo le contesta­rías si ésta te dice que no cree? Por mi parte, no creeré en las Escrituras a menos que la autoridad de la Iglesia Católica me mueva a ello. Así que cuando aquellos en cuya autoridad yo he acepta­do creer en las Escrituras me dicen que no crea en Maniqueo, ¿Qué más puedo hacer sino aceptar-

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lo?. Escoge. Si tú dices, cree a los Católicos: Su consejo para mí es que no ponga mi fe en lo que tú dices; así que, creyéndoles, soy prevenido de creerte; -Si tú dices, No creas a los Católicos: Tú no puedes con rectitud utilizar las Escrituras para traerme a la fe en Maniqueo; porque fue bajo el mandato de los Católicos que yo creí en las Escrituras. -Nuevamente, si tú me dices, estabas en lo correcto al creer a los Católicos cuando ellos te dijeron que creas en las Escrituras, pero estabas equivocado al creer sus vituperaciones en contra de Maniqueo: ¿Me crees tan tonto como para creer lo que a ti te da la gana y no te da la gana, sin ninguna razón? Así que es por eso más justo y más seguro, habiendo puesto a primera instancia mi fe en los Católicos, no ir a ti, hasta que, en vez de que me insistas que te crea, me hagas entender algo de la manera mas clara y abierta. Para con­vencerme, entonces, tienes que poner de lado las Escrituras. Si mantienes las escrituras, yo me ape­garé a aquellos quienes me mandaron a creer en las Escrituras; y, en obediencia a ellos, no te creeré en lo absoluto. Pero si por casualidad tienes éxito en encontrar en las Escrituras un testimonio irrefu­table del apostolado de Maniqueo, debilitarías mi consideración para con la autoridad de los Católicos quienes me dicen que no te crea; y el efecto de esto será, que yo no creeré más en las Escrituras tampoco, porque fue a través de los Católicos que yo recibí mi fe en ellas; y así lo que sea que me traigas de las Escrituras no tendrá más peso para conmigo. Así que, si no tienes una prue­ba clara del apostolado de Maniqueo encontrada en las escrituras, yo creeré a los Católicos en vez de

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a ti. Pero si tú encuentras, de alguna manera, un pasaje claramente a favor de Maniqueo, no les creeré ni a ellos ni a ti: ni a ellos, porque ellos me mintieron con respecto a Maniqueo; ni a ti, porque me estás citando esas Escrituras en las cuales he creído bajo la autoridad de "esos mentirosos". Pero lejos de que yo no vaya a creer en las Escrituras; creyendo en ellas, no encuentro nada en ellas que me haga creerte a t i " .

En Contra de la Epístola de Maní Llamada "La Fundación" 4:5-6 [397 D.C.]

La paz, aspiración suprema

Quienquiera que repare en las cosas humanas y en la naturaleza de las mismas, reconocerá con­migo que, así como no hay nadie que no quiera gozar, así no hay nadie que no quiera tener paz. En efecto, los mismos amantes de la guerra no dese­an más que vencer, y, por consiguiente, ansian lle­gar guerreando a una paz gloriosa. Y ¿qué es la victoria más que la sujeción de los rebeldes? Logrado este efecto, llega la paz. La paz es, pues, también el fin perseguido por quienes se afanan en poner a prueba su valor guerrero presentando guerra para imperar y luchar. De donde se sigue que el verdadero fin de la guerra es la paz. El hom­bre, con la guerra, busca la paz; pero nadie busca la guerra con la paz. Aun los que perturban la paz de intento, no odian la paz, sino que ansian cam­biarla a su capricho.

Su voluntad no es que haya paz, sino que la paz sea según su voluntad. Y si llegan a separarse

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de otros por alguna sedición, no ejecutan su inten­to si no tienen con sus cómplices una especie de paz. Por eso los bandoleros procuran estar en paz entre sí, para alterar con más violencia y seguridad la paz de los demás. Y si hay algún salteador tan forzudo y enemigo de compañías que no se confíe y saltee y mate y se dé al pillaje él solo, al menos tiene una especie de paz, sea cual fuere, con aque­llos a quienes no puede matar y a quienes quiere ocultar lo que hace. En su casa procura vivir en paz con su esposa, con los hijos, con los domésticos, si los tiene, y se deleita en que sin chistar obedezcan a su voluntad. Y si no se le obedece, se indigna, riñe y castiga, y si la necesidad lo exige, compone la paz familiar con crueldad. Él ve que la paz no puede existir en la familia si los miembros no se someten a la cabeza, que es él en su casa. Y si una ciudad o pueblo quisiera sometérsele como desea­ba que le estuvieran sujetos los de su casa, no se escondiera ya como ladrón en una caverna, sino que se engallaría a vista de todos, pero con la misma cupididad y malicia. Todos desean, pues, tener paz con aquellos a quienes quieren gobernar a su antojo. Y cuando hacen la guerra a otros hombres, quieren hacerlos suyos, si pueden, e imponerles luego las condiciones de su paz.

Supongamos a uno descrito con las pinceladas de la fábula y de los poetas. Quizá por su invaria­ble fiereza prefirieron llamarle semihombre a hom­bre. Su reino sería la espantosa soledad de un antro desierto, y su malicia tan enorme, que reci­bió el nombre griego xaxos (malo). Sin esposa con quien tener charlas amorosas, ni hijos pequeñitos que alegraran sus días, ni mayores a quienes man-

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dará. No gozaba de la conversación de algún amigo, ni siquiera de Vulcano, su padre, más feliz al menos que este dios, porque él no engendró otro monstruo semejante. Lejos de dar nada a nadie, robaba a los demás cuando y cuanto podía y quería. Y, sin embargo, en su antro solitario, cuyo suelo, según el poeta, siempre estaba regado de sangre, sólo anhelaba la paz, un reposo sin moles­tias ni turbación de violencia o miedo. Deseaba también tener paz con su cuerpo, y cuanta más tenía, tanto mejor le iba. Mandaba a sus miem­bros, y éstos obedecían. Y con el fin de pacificar cuanto antes su mortalidad, que se revelaba con­tra él por la indigencia y el hambre, que se coliga­ban para disociar y desterrar el alma del cuerpo, robaba, mataba y devoraba. Y aunque inhumano y fiero, miraba, con todo, inhumana y ferozmente por la paz de su vida y salud. Si quisiera tener con los demás esa paz que buscaba tanto para sí en su caverna y en sí mismo, ni se llamara malo, ni monstruo ni semihombre. Y si las extrañas formas de su cuerpo y el torbellino de llamas vomitado por su boca apartó a los hombres de su compañía, era cruel no por deseo de hacer mal, sino por necesi­dad de vivir. Mas éste no ha existido o, lo que es más creíble, no fue tal cual lo pinta el poeta, por­que, si no alargara tanto la mano en acusar a Caco, serían pocas las alabanzas de Hércules. Este hom­bre, o por mejor decir, este semihombre, no exis­tió, como tantas otras ficciones de los poetas. Porque aun las fieras más crueles -y éste participó también de esa fiereza, se llamó semifiera- custo­dian la especie con cierta paz, cohabitando, engendrando, pariendo y alimentando a sus hijos,

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a pesar de que con frecuencia son insociables y solívagas, son no como las ovejas, los ciervos, las palomas, los estorninos y las abejas, sino como los leones, las raposas, las águilas y las lechuzas. ¿Qué tigre hay que no ame blandamente a sus cachorros y, depuesta su fiereza, no los acaricie? ¿Qué mila­no, por más solitario que vuele sobre la presa, no busca hembra, hace su nido, empolla los huevos, alimenta sus polluelos y mantiene como puede la paz en su casa con su compañera, como una espe­cie de madre de familia? ¡Cuánto más es arrastra­do el hombre por las leyes de su naturaleza a for­mar sociedad con todos los hombres y a lograr la paz en cuanto esté de su parte! Los malos comba­ten por la paz de los suyos, y quieren someter, si es posible, a todos, para que todos sirvan a uno solo. ¿Por qué? Porque desean estar en paz con él, sea por miedo, sea por amor. Así, la soberbia imita per­versamente a Dios. Odia bajo él la igualdad con sus compañeros, pero desea imponer su señorío en lugar de él. Odia la paz justa de Dios y ama su injusta paz propia. Es imposible que no ame la paz, sea cual fuere. Y es que no hay vivir tan contrario a la naturaleza que borre los vestigios últimos de la misma.

El que sabe anteponer lo recto a lo torcido, y lo ordenado a lo perverso, reconoce que la paz de los pecadores, en comparación con la paz de los jus­tos, no merece ni el nombre de paz. Lo que es per­verso o contra el orden, necesariamente ha de estar en paz en alguna, de alguna y con alguna parte de las cosas en que es o de que consta. De lo contrario, dejaría de ser. Supongamos un hom­bre suspendido por los pies, cabeza abajo. La

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situación del cuerpo y el orden de los miembros es perverso, porque está invertido el orden exigido por la naturaleza, estando arriba lo que debe estar naturalmente abajo. Este desorden turba la paz del cuerpo, y por eso es molesto. Pero el alma está en paz con su cuerpo y se afana por su salud, y por eso hay quien siente el dolor. Y si, acosada por las dolencias, se separara, mientras subsista la traba­zón de los miembros, hay alguna paz entre ellos, y por eso aún hay alguien suspendido. El cuerpo terreno tiende a la tierra, y al oponerse a eso su atadura, busca el orden de su paz y pide en cierto modo, con la voz de su peso, el lugar de su repo­so. Y, una vez exánime y sin sentido, no se aparta de su paz natural, sea conservándola, sea tendien­do a ella. Si se le embalsama, de suerte que se impida la disolución del cadáver, todavía une sus partes entre sí cierta paz, y hace que todo el cuer­po busque el lugar terreno y conveniente y, por consiguiente, pacífico. Empero, si no es embalsa­mado y se le deja a su curso natural, se establece un combate de vapores contrarios que ofenden nuestro sentido. Es el efecto de la putrefacción, hasta que se acople a los elementos del mundo y retorne a su paz pieza a pieza y poco a poco. De estas transformaciones no se sustrae nada a las leyes del supremo Creador y Ordenador, que gobierna la paz del universo. Porque, aunque los animales pequeños nazcan del cadáver de anima­les mayores, cada corpúsculo de ellos, por ley del Creador, sirve a sus pequeñas almas para su paz y conservación. Y aunque unos animales devoren los cuerpos muertos de otros, siempre encuentran las mismas leyes difundidas por todos los seres para la

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conservación de las especies, pacificando cada parte con su parte conveniente, sea cualquiera el lugar, la unión o las transformaciones que hayan sufrido.

La ciudad de Dios, libro XIX, capítulo XII

Las virtudes morales

Como la virtud es el camino que conduce a la verdadera felicidad, su definición no es otra que un perfecto amor a Dios. Su cuádruple división no expresa más que varios afectos de un mismo amor, y por eso no dudo en definir estas cuatro virtudes -que ojalá estén tan arraigadas en los corazones como sus nombres en las bocas de todos- como distintas funciones del amor. La templanza es el amor que totalmente se entrega al objeto amado; la fortaleza es el amor que todo lo soporta por el objeto de sus amores; la justicia es el amor única­mente esclavo de su amado y que ejerce, por lo tanto, señorío conforme a la razón; finalmente, la prudencia es el amor que con sagacidad y sabidu­ría elige los medios de defensa contra toda clase de obstáculos.

Este amor, hemos dicho, no es amor de un objeto cualquiera, sino amor de Dios; es decir, del Sumo Bien, Suma Sabiduría y Suma Paz. Por esta razón, precisando algo más las definiciones, se puede decir que la templanza es el amor que se conserva íntegro e incorruptible para Dios; la for­taleza es el amor que todo lo sufre sin pena, con la vista fija en Dios; la justicia es el amor que no sirve más que a Dios, y por esto ejerce señorío, confor-

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me a la razón, sobre todo lo inferior al hombre; la prudencia, en fin, es el amor que sabe discernir lo que es útil para ir a Dios de lo que puede alejarle de Él.

Templanza

Pongamos primero la atención en la templan­za, cuyas promesas son la pureza e incorruptibili-dad del amor, que nos une a Dios. Su función es reprimir y pacificar las pasiones que ansian lo que nos desvía de las leyes de Dios y de su bondad, o lo que es lo mismo, de la bienaventuranza. Aquí, en efecto, tiene su asiento la Verdad, cuya con­templación, goce e íntima unión nos hace dicho­sos; por el contrario, los que de ella se apartan se ven cogidos en las redes de los mayores errores y aflicciones. La codicia, dice el Apóstol, es la raíz de todos los males, y quienes la siguen naufragan en la fe y se hallan envueltos en grandes aflicciones (1 Tim 6, 10). Este pecado del alma está figurado en el Antiguo Testamento de una manera bastante clara, para quienes quieran entender, en la preva­ricación del primer hombre en el paraíso (...).

Nos amonesta Pablo (cfr. Col 3, 9) que nos despojemos del hombre viejo y nos vistamos del nuevo, y quiere que se entienda por hombre viejo a Adán prevaricador, y por el nuevo, al Hijo de Dios, que para librarnos de él se revistió de la natu­raleza humana en la encarnación. Dice también el Apóstol el primer hombre es terrestre, formado de la tierra; el segundo es celestial, descendido del cielo. Como el primero es terrestre, así son sus hijos; y como el segundo es celestial, celestiales

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también sus hijos, como llevamos la imagen del hombre terrestre, llevemos también la imagen del celestial (1 Cor 15, 47); esto es despojarse del hombre viejo y revestirse del nuevo. Ésta es la fun­ción de la templanza: despojarnos del hombre viejo y renovamos en Dios, es decir, despreciar todos los placeres del cuerpo y las alabanzas humanas, y referir todo su amor a las cosas invisi­bles y divinas (...).

Fortaleza

Poco tengo que decir sobre la fortaleza. Este amor de que hablamos, que debe inflamarse en Dios con el ardor de la santidad, se denomina tem­planza en cuanto no desea los bienes de este mundo, y fortaleza en cuanto nos despega de ellos. Pero de todo lo que se posee en esta vida, es el cuerpo lo que más fuertemente encadena al hombre, según las justísimas leyes de Dios, a causa del antiguo pecado (...). Este vínculo teme toda clase de sacudidas y molestias, de trabajos y dolo­res; sobre todo, su rotura y muerte. Por eso aflige especialmente al alma el temor de la muerte. El alma se pega al cuerpo por la fuerza de la costum­bre, sin comprender a veces que -si se sirve el bien y con sabiduría- merecerá un día, sin molestia alguna, por voluntad y ley divinas, gozar de su resurrección y transformación gloriosas. En cam­bio, si comprendiendo esto arde enteramente en amor de Dios, en este caso no sólo no temerá la muerte, sino que llegará incluso a desearla.

Ahora bien, resta el combate contra el dolor. Sin embargo, no hay nada tan duro o fuerte que

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no sea vencido por el fuego del amor. Por eso, cuando el alma se entrega a su Dios, vuela libre y generosa sobre todos los tormentos con las alas hermosísimas y purísimas que le sostienen en su vuelo apresurado al abrazo castísimo de Dios. ¿Consentirá Dios que en los que aman el oro, la gloria, los placeres de los sentidos, tenga más fuer­za el amor que en los que le aman a Él, cuando aquello no es ni siquiera amor, sino pasión y codi­cia desenfrenada? Sin embargo, si esta pasión nos muestra la fuerza del ímpetu de un alma que -sin cansancio y a través de los mayores peligros- tien­de al objeto de su amor, es también una prueba que nos enseña cuál debe ser nuestra disposición para soportarlo todo antes que abandonar a Dios, cuando tanto se sacrifican otros para desviarse de Él (...).

Justicia

¿Qué diré de la justicia que tiene por objeto a Dios? Lo que afirma Nuestro Señor: no podéis ser­vir a dos señores (Mt 6, 24); y la reprensión del Apóstol a quienes sirven más bien a las criaturas que al Creador (cfr. Rm 1, 25), ¿no es lo mismo que lo dicho con mucha antelación en el Viejo Testamento: a tu Señor Dios adorarás y a Él sólo servirás? (Dt 6, 13). ¿Qué necesidad hay de citar más, cuando todo está lleno de semejantes pre­ceptos? Esta es la regla de vida que la justicia pres­cribe al alma enamorada: que sirva de buena gana y gustosamente al Dios de sus amores, que es Sumo Bien, Suma Sabiduría y Suma Paz; y que gobierne todas las demás cosas, unas como sujetas

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a sí, y otras como previendo que algún día lo esta­rán. Esta regla de vida la confirma, como decimos, el testimonio de los dos Testamentos.

Prudencia

Poco será también lo que diga de la prudencia, a la que compete el descubrimiento de lo que se ha de apetecer y lo que se ha de evitar. Sin esta virtud no se puede hacer bien nada de lo que anterior­mente hemos dicho. Es propio de ella una diligen­tísima vigilancia para no ser seducidos, ni de improviso ni poco a poco. Por eso el Señor nos repite muchas veces: estad siempre en vela y cami­nad mientras dura la luz, para que no os sorpren­dan las tinieblas (Jn 12, 35); y lo mismo San Pablo: ¿no sabéis que un poco de levadura basta para corromper toda la masa? (1 Cor 5, 6). Contra esta negligencia y sueño del espíritu, que apenas se da cuenta de la infiltración sucesiva del veneno de la serpiente, son clarísimas estas palabras del profeta, que se leen en el Antiguo Testamento: el que des­precia las cosas pequeñas caerá poco a poco (Sir 19, 1) ¡Voy muy deprisa, no puedo detenerme en amplias explicaciones sobre esta máxima sapientí­sima; pero, si fuera éste mi propósito, mostraría la grandeza y profundidad de estos misterios, que son la burla de hombres tan necios como sacrile­gos, que no caen poco a poco, sino que con toda rapidez se precipitan en el abismo más profundo.

¿A qué dar más extensión a esta cuestión sobre las costumbres? Siendo Dios el Sumo Bien del hombre -y esto no se puede negar-, se sigue que la vida santa, que es una dirección del afecto

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al Sumo Bien, consistirá en amarle con todo el corazón, con toda el alma y con todo el espíritu. Así se preserva el amor de la corrupción y de la impureza, que es lo propio de la templanza; le hace invencible frente a todas las adversidades, que es lo propio de la fortaleza; le lleva a renunciar a todo otro vasallaje, que es lo propio de la justi­cia; y, finalmente, le hace estar siempre en guardia para discernir las cosas y no dejarse engañar por la mentira y el dolo, que es lo propio de la prudencia. Esta es la única perfección humana que consigue gozar de la pureza de la verdad, y la que ensalzan y aconsejan uno y otro Testamento.

(Las costumbres de la Iglesia Católica, cap. 15, 19, 22, 24, 25)

Juan era la voz, Cristo la palabra

Juan era la voz, pero el Señor es la Palabra que en el principio ya existía. Juan era una voz provi­sional; Cristo, desde el principio, es la Palabra eterna.

Quita la palabra, ¿y qué es la voz? Si no hay concepto, no ha más que un ruido vacío. La voz sin la palabra llega al oído, pero no edifica el corazón.

Pero veamos cómo suceden las cosas en la misma edificación de nuestro corazón. Cuando pienso lo que voy a decir, ya está la palabra pre­sente en mi corazón; pero, si quiero hablarte, busco el modo de hacer llegar a tu corazón lo que está ya en el mío.

Al intentar que llegue hasta ti y se aposente en tu interior la palabra que hay ya en el mío, echo

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mano de la voz y, mediante ella, te hablo: el soni­do de la voz hace llegar hasta ti el entendimiento de la palabra; y una vez que el sonido de la voz ha llevado hasta ti el concepto, el sonido desaparece, pero la palabra que el sonido condujo hasta ti está ya dentro de tu corazón, sin haber abandonado el mío.

Cuando la palabra ha pasado a ti, ¿no te pare­ce que es el mismo sonido el que está diciendo: Ella tiene que crecer y yo tengo que menguar? El sonido de la voz se dejó sentir para cumplir su tarea y desapareció, como si dijera: Esta alegría mía está colmada. Retengamos la palabra, no per­damos la palabra concebida en la médula del alma. ¿Quieres ver cómo pasa la voz, mientras que la divinidad de la Palabra permanece? ¿Qué ha sido del bautismo de Juan? Cumplió su misión y des­apareció. Ahora el que se frecuenta es el bautismo de Cristo. Todos nosotros creemos en Cristo, espe­ramos la salvación en Cristo: esto es lo que la voz hizo sonar.

Y precisamente porque resulta difícil distinguir la palabra de la voz, tomaron a Juan por el Mesías. La voz fue confundida con la palabra: pero la voz se reconoció a sí misma, para no ofender a la pala­bra. Dijo: No soy el Mesías, ni Elias, ni el Profeta.

Y cuando le preguntaron: ¿Quién eres?, res­pondió: Yo soy la voz que grita en el desierto: «Allanad el camino del Señor.» La voz que grita en el desierto, la voz que rompe el silencio. Allanad el camino del Señor, como si dijera: «Yo resueno para introducir la palabra en el corazón;

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pero ésta no se dignará venir a donde yo trato de introducirla, si no le allanáis el camino.»

¿Qué quiere decir: Allanad el camino, sino: «Suplicad debidamente»? ¿Qué significa: Allanad el camino, sino: «Pensad con humildad»? Aprended del mismo Juan un ejemplo de humildad. Le tienen por el Mesías, y niega serlo; no se le ocu­rre emplear el error ajeno en beneficio propio.

Si hubiera dicho: «Yo soy el Mesías», ¿cómo no lo hubieran creído con la mayor facilidad, si ya le tenían por tal antes de haberlo dicho? Pero no lo dijo: se reconoció a sí mismo, no permitió que lo confundieran, se humilló a sí mismo.

Comprendió dónde tenía su salvación; com­prendió que no era más que una antorcha, y temió que el viento de la soberbia la pudiese apagar.

Sermón 293, 3: PL 38, 1328-1329

La nueva creación en Cristo

Me dirijo a vosotros, niños recién nacidos, pár­vulos en Cristo, nueva prole de la Iglesia, gracia del Padre, fecundidad de la Madre, retoño santo, muchedumbre renovada, flor de nuestro honor y fruto de nuestro trabajo, mi gozo y mi corona, todos los que perseveráis firmes en el Señor.

Me dirijo a vosotros con las palabras del Apóstol: vestios del Señor Jesucristo, y que el cui­dado de vuestro cuerpo no fomente los malos deseos, para que os revistáis de la vida que se os ha comunicado en el sacramento. Los que os habéis incorporado a Cristo por el bautismo, os

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habéis revestido de Cristo. Ya no hay distinción entre judíos y gentiles, esclavos y libres, hombres y mujeres, porque todos sois uno en Cristo Jesús.

En esto consiste la fuerza del sacramento: en que es el sacramento de la vida nueva, que empie­za ahora con la remisión de todos los pecados pasados y que llegara a su plenitud con la resurrec­ción de los muertos. Por el bautismo fuisteis sepultados con él en la muerte, para que, así como Cristo fue despertado de entre los muertos, así también andéis vosotros en una vida nueva. Pues ahora, mientras vivís en vuestro cuerpo mortal, desterrados lejos del Señor, camináis por la fe; pero tenéis un camino seguro que es Cristo Jesús en cuanto hombre, el cual es al mismo tiempo el tér­mino al que tendéis, quien por nosotros ha queri­do hacerse hombre. Él ha reservado una inmensa dulzura para los que le temen y la manifestará y dará con toda plenitud a los que esperan en él, una vez que hayamos recibido la realidad de lo que ahora poseemos sólo en esperanza.

Hoy se cumplen los ocho días de vuestro rena­cimiento: y hoy se completa en vosotros el sello de la fe, que entre los antiguos padres se llevaba a cabo en la circuncisión de la carne a los ocho días del nacimiento carnal.

Por eso mismo, el Señor al despojarse con su resurrección de la carne mortal y hacer surgir un cuerpo, no ciertamente distinto, pero sí inmortal, consagró con su resurrección el domingo, que es el tercer día después de su pasión y el octavo conta­do a partir del sábado; y, al mismo tiempo, el pri­mero.

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Por esto, también vosotros, ya que habéis resucitado con Cristo -aunque todavía no de hecho, pero sí ya esperanza cierta, porque habéis recibido el sacramento de ello y las arras del Espíritu-, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra. Porque habéis muerto; y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también vosotros apareceréis juntamente con él, en gloria.

Sermón en la octava de Pascua 8,1,4

La Iglesia

En la Iglesia hay este orden: unos preceden, otros siguen. Los que preceden sirven de ejemplo a los que siguen, y los que siguen imitan a los que antecedieron. Pero los que sirvieron de ejemplo a los que siguen, ¿acaso no siguen a nadie? Si no siguiesen a nadie, errarían. Siguen, pues, a uno, a Cristo (In Ps. 39, 6).

¡Conócete que has sido hecho a imagen de Dios! ¡Oh alma hermosa de la Iglesia, redimida con la sangre del Cordero inmaculado!; mira lo que vales, piensa lo que se dio por ti.

In Ps. 66, 4

Los de fuera son hermanos nuestros

Hermanos, os exhortamos vivamente a que tengáis caridad no sólo para con vosotros mismos, sino también para con los de fuera, ya se trate de

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los paganos, que todavía no creen en Cristo, ya de los que están separados de nosotros, que recono­cen a Cristo como cabeza, igual que nosotros, pero están divididos de su cuerpo. Deploremos, herma­nos, su suerte, sabiendo que se trata de nuestros hermanos. Lo quieran o no, son hermanos nues­tros. Dejarían de serlo si dejaran de decir: Padre nuestro.

Dijo de algunos el profeta: A los que os dicen: «No sois hermanos nuestros», decidles: «Sois her­manos nuestros.» Atended a quiénes se refería al decir esto. ¿Por ventura a los paganos? No, por­que, según el modo de hablar de las Escrituras y de la Iglesia, no los llamamos hermanos. ¿Por ventu­ra a los judíos, que no creyeron en Cristo?

Leed los escritos del Apóstol, y veréis que, cuando dice «hermanos» sin más, se refiere única­mente a los cristianos: Tú, ¿por qué juzgas a tu hermano?, o ¿por qué desprecias a tu hermano? Y dice también en otro lugar: Sois injustos y ladro­nes, y eso con hermanos vuestros.

Ésos, pues, que dicen: «No sois hermanos nues­tros», nos llaman paganos. Por esto, quieren bauti­zarnos de nuevo, pues dicen que nosotros no tene­mos lo que ellos dan. Por esto, es lógico su error, al negar que nosotros somos sus hermanos. Mas, ¿por qué nos dijo el profeta, Decidles: «Sois hermanos nuestros», sino porque admitimos como bueno su bautismo y por esto no lo repetimos? Ellos, al no admitir nuestro bautismo, niegan que seamos her­manos suyos; en cambio, nosotros, que no repeti­mos su bautismo, porque lo reconocemos igual al nuestro, les decimos: Sois hermanos nuestros.

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Si ellos nos dicen: «¿Por qué nos buscáis, para qué nos queréis?», les respondemos: Sois herma­nos nuestros. Si dicen: «Apartaos de nosotros, no tenemos nada que ver con vosotros», nosotros sí que tenemos que ver con ellos: si reconocemos al mismo Cristo, debemos estar unidos en un mismo cuerpo y bajo una misma cabeza.

Os conjuramos, pues, hermanos, por las entra­ñas de caridad, con cuya leche nos nutrimos, con cuyo pan nos fortalecemos, os conjuramos por Cristo, nuestro Señor, por su mansedumbre, a que usemos con ellos de una gran caridad, de una abundante misericordia, rogando a Dios por ellos, para que les dé finalmente un recto sentir, para que reflexionen y se den cuenta que no tienen en absoluto nada que decir contra la verdad; lo único que les queda es la enfermedad de su animosidad, enfermedad tanto más débil cuanto más fuerte se cree. Oremos por los débiles, por los que juzgan según la carne, por los que obran de un modo puramente humano, que son, sin embargo, her­manos nuestros, pues celebran los mismos sacra­mentos que nosotros, aunque no con nosotros, que responden un mismo Amén que nosotros, aunque no con nosotros; prodigad ante Dios por ellos lo más entrañable de vuestra caridad.

Comentarios sobre los salmos (32,29: CCL 38,272-273)

El Señor es nuestro Dios, y nosotros su pueblo

Las palabras que hemos cantado expresan nuestra convicción de que somos rebaño de Dios:

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Él es nuestro Dios, creador nuestro. Él es nuestro Dios, y nosotros su pueblo, el rebaño que él guía. Los pastores humanos tienen unas ovejas que no han hecho ellos, apacientan un rebaño que no han creado ellos. En cambio, nuestro Dios y Señor, por­que es Dios y creador, se hizo él mismo las ovejas que tiene y apacienta. No fue otro quien las creó y él las apacienta, ni es otro quien apacienta las que el creo.

Por tanto, ya que hemos reconocido en este cántico que somos sus ovejas, su pueblo y el reba­ño que él guía, oigamos qué es lo que nos dice a nosotros, sus ovejas. Antes hablaba a los pastores, ahora a las ovejas. Por eso, nosotros lo escuchá­bamos, antes, con temor, vosotros, en cambio, seguros.

Cómo lo escucharemos en estas palabras de hoy. ¿Quizá al revés, nosotros seguros y vosotros con temor? No, ciertamente. En primer lugar por­que, aunque somos pastores, el pastor no sólo escucha con temor lo que se dice a los pastores, sino también lo que se dice a las ovejas. Si escucha seguro lo que se dice a las ovejas, es porque no se preocupa por las ovejas. Además, ya os dijimos entonces que en nosotros hay que considerar dos cosas: una, que somos cristianos; otra, que somos guardianes. Nuestra condición de guardianes nos coloca entre los pastores, con tal de que seamos buenos. Por nuestra condición de cristianos, somos ovejas igual que vosotros. Por lo cual, tanto si el Señor habla a los pastores como si habla a las ove­jas, tenemos que escuchar siempre con temor y con ánimo atento.

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Oigamos, pues, hermanos, en qué reprende el Señor a las ovejas descarriadas y qué es lo que pro­mete a sus ovejas. Y vosotros -dice-, sois mis ove­jas. En primer lugar, si consideramos, hermanos, qué gran felicidad es ser rebaño de Dios, experi­mentaremos una gran alegría, aun en medio de estas lágrimas y tribulaciones. Del mismo de quien se dice: Pastor de Israel, se dice también: No duer­me ni reposa el guardián de Israel. Él vela, pues, sobre nosotros, tanto si estamos despiertos como dormidos. Por esto, si un rebaño humano está seguro bajo la vigilancia de un pastor humano, cuan grande no ha de ser nuestra seguridad, teniendo a Dios por pastor, no sólo porque nos apacienta, sino también porque es nuestro creador.

Y a vosotras -dice-, mis ovejas, así dice el Señor Dios: «Voy a juzgar entre oveja y oveja, entre carnero y macho cabrío». ¿A qué vienen aquí los machos cabríos en el rebaño de Dios? En los mismos pastos, en las mismas fuentes, andan mez­clados los machos cabríos, destinados a la izquier­da, con las ovejas, destinadas a la derecha, y son tolerados los que luego serán separados. Con ello se ejercita la paciencia de las ovejas, a imitación de la paciencia de Dios. Él es quien separará después, unos a la izquierda, otros a la derecha.

Sermón 47

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Scsucrisío

Señor, no calles tú para mí. Habíame la Verdad en mi interior. Porque sólo tú, Señor, que eres la

Verdad, puedes hablármela. Y concédeme que desoiga a los mentirosos. Mientras ellos siguen levantando

polvo y echando tierra a sus propios ojos, dame entrar en mi cubil interior y cantarte allí un canto de

enamorado, gimiendo gemidos inenarrables en mi peregrinación.

Que no me aparte más de ti hasta que, recogiéndome tú de esa dispersión y deformidad que soy yo, me

conformes y confirmes eternamente en la paz de esa madre carísima donde están las primicias de mi

espíritu y de donde me viene la certeza de la verdad.

Confesiones 12,16,23

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¿Quién eres tú, Dios mío?

¿Quién eres pues tú, Dios mío, y a quién dirijo mis ruegos sino a mi Dios y Señor? ¡Y qué otro Dios fuera del Señor nuestro Dios!

Tú eres Sumo y Óptimo y tu poder no tiene límites. Infinitamente misericordioso y justo, al mismo tiempo inaccesiblemente secreto y viva­mente presente, de inmensa fuerza y hermosura, estable e incomprensible, un inmutable que todo lo mueve.

Nunca nuevo, nunca viejo; todo lo renuevas, pero haces envejecer a los soberbios sin que ellos se den cuenta. Siempre activo, pero siempre quie­to; todo lo recoges, pero nada te hace falta. Todo lo creas, lo sustentas y lo llevas a perfección. Eres un Dios que busca, pero nada necesita.

Ardes de amor, pero no te quemas; eres celo­so, pero también seguro; cuando de algo te arre­pientes, no te duele, te enojas, pero siempre estás tranquilo; cambias lo que haces fuera de ti, pero no cambias consejo. Nunca eres pobre, pero te ale­gra lo que de nosotros ganas.

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No eres avaro, pero buscas ganancias; nos haces darte más de lo que nos mandas para con­vertirte en deudor nuestro. Pero, ¿quién tiene algo que no sea tuyo? Y nos pagas tus deudas cuando nada nos debes; y nos perdonas lo que te debemos sin perder lo que nos perdonas.

¿Qué diremos pues de ti, Dios mío, vida mía y santa dulzura? Aunque bien poco es en realidad lo que dice quien de ti habla. Pero, ¡ay de aquellos que callan de ti! Porque teniendo el don de la pala­bra se han vuelto mudos.

Confesiones, 4, 1-2

Cristo, liberador del hombre

El que se hizo por nosotros camino y tenía todas las cosas, no quiso tener las que el hombre apetece como lo más grande. Y no las apeteció, siendo así que suyo era el cielo y la tierra, por él fueron hechos el cielo y la tierra, a él le servían los ángeles en el cielo. Él hacía huir de los demonios, ahuyentaba las fiebres, abría los oídos de los sor­dos y los ojos de los ciegos, calmaba el viento y las tempestades y hasta resucitaba a los muertos. Él que podía tantas cosas, pudo también mucho por encima de aquel a quien él mismo hizo. El creador del hombre fue sometido al hombre, en cuanto que apareció como hombre, liberador del hombre. Sometido al hombre, pero en forma de hombre, ocultando la divinidad y manifestando la humani­dad, despreciado como hombre y encontrado como Dios. Y no hubiera sido hallado como Dios si no hubiera sido anteriormente despreciado. No

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quiso manifestarte el esplendor de su gloria sin enseñarte antes la humildad.

(Sermón 20 A, 4)

Cristo es el camino hacia la luz, la verdad y la vida

El Señor dijo concisamente: -Yo soy la luz del mundo: el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida. Con estas pala­bras nos mandó una cosa y nos prometió otra. Hagamos lo que nos mandó y, de esta forma, no desearemos de manera insolente lo que nos pro­metió; no sea que tenga que decirnos el día del jui­cio: «¿Hiciste lo que mandé, para poder pedirme ahora lo que prometí?» «¿Qué es lo que mandas­te, Señor, Dios nuestro?» Te dice: «Que me siguie­ras.» -Pediste un consejo de vida. ¿De qué vida sino de aquella de la que se dijo: En ti está la fuen­te de la vida?

Conque hagámoslo ahora, sigamos al Señor: desatemos aquellas ataduras que nos impiden seguirlo. Pero ¿quién será capaz de desatar tales nudos, si no nos ayuda aquel mismo a quien se dijo: Rompiste mis cadenas? El mismo de quien en otro Salmo se afirma: El Señor liberta a los cauti­vos, el Señor endereza a los que ya se doblan.

¿Y en pos de qué corren los liberados y los puestos en pie, sino de la luz de la que han oído: Yo soy la luz del mundo: el que me sigue no cami­na en tinieblas? Porque el Señor abre los ojos al ciego. Quedaremos iluminados, hermanos, si tene­mos el colirio de la fe. Porque fue necesaria la sali­va de Cristo mezclada con tierra para ungir al ciego

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de nacimiento. También nosotros hemos nacido ciegos por causa de Adán, y necesitamos que el Señor nos ilumine. Mezcló saliva con tierra; por ello está escrito: La Palabra se hizo carne y acam­pó entre nosotros. Mezcló saliva con tierra, pues estaba también anunciado: La verdad brota de la tierra; y Él mismo había dicho: Yo soy el camino, la verdad, y la vida.

Disfrutaremos de la verdad cuando lleguemos a verlo cara a cara, pues también esto se nos pro­mete. Porque, ¿quién se atrevería a esperar lo que Dios no se hubiese dignado dar o prometer? Lo veremos cara a cara. El Apóstol dice: Ahora vemos confusamente en un espejo; entonces vere­mos cara a cara.. Y Juan añade en su carta: Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es. Esta es una gran promesa.

Si lo amas, sigúelo. «Yo lo amo -me dices-, pero ¿por qué camino lo sigo?». Si el Señor, tu Dios, te hubiese dicho: «Yo soy la verdad y la vida», y tú deseases la verdad y anhelaras la vida, sin duda que hubieras preguntado por el camino para alcanzarlas, y te estarías diciendo: «Gran cosa es la verdad, gran cosa es la vida; ojalá mi alma tuviera la posibilidad de llegar hasta ellas.»

¿Quieres saber por dónde has de ir? Oye que el Señor dice primero: -Yo soy el camino. Antes de decirte a donde, te dijo por donde: Yo soy el camino. ¿Y a dónde lleva el camino? A la verdad y a la vida. Primero dijo por donde tenías que ir, y

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luego a donde. Yo soy el camino, y la verdad, y la vida. Permaneciendo junto al Padre, es la verdad y la vida; al vestirse de carne, se hace camino.

No se te dice: «Trabaja por dar con el camino, para que llegues a la verdad y a la vida»; no se te ordena esto. Perezoso, ¡levántate!. El mismo cami­no viene hacia ti y te despierta del sueño en que estabas dormido, si es que en verdad te despierta; levántate, pues, y anda.

A lo mejor estás intentando andar y no puedes, porque te duelen los pies. Y ¿por qué te duelen los pies?; ¿acaso porque anduvieron por caminos tor­tuosos, bajo los impulsos de la avaricia? Pero pien­sa que la Palabra de Dios sanó también a los cojos. «Tengo los pies sanos -dices-, pero no puedo ver el camino.» Piensa que también iluminó a los cie­gos.

Tratado 34, 8-9: CCL 36, 315-316)

Dios conforta a los humildes

Pero, ante todo, sé humilde. Dios conforta a los humildes con la esperanza, haciendo que no presuman soberbiamente de sí y que en su miseria no desesperen.

La promesa que el Señor ha hecho para conso­lar a los afligidos es auténtica, segura, firme, inconclusa, y su fidelidad no puede ponerse en duda.

Toda la vida del hombre es una continua ten­tación; pero en cualquier condición en que se desenvuelva tu vida en este mundo, no busques

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refugio sino en Dios ni contento fuera de sus pro­mesas.

Pues esta vida, aunque rebose de felicidad, deja desengañados a muchos; Dios, a ninguno.

Con tu conversión al Señor se cambia en ti el amor, se cambian tus gustos; no que se te quitan, sino que quedan sustituidos por otros. Todas las delicias que goces en este mundo no son la real posesión del objeto, pero la esperanza es tan cier­ta que, con razón, se puede anteponer a los delei­tes de este mundo, según lo que está escrito: Pon tus delicias en el Señor.

Y para que no te engañes, creyendo que ya posees todo lo que te ha prometido, añade a con­tinuación: Y él te otorgará todos los deseos de tu corazón".

In Ps. 31,2,5

Ha prometido la vida eterna

Cualquiera que seas tú, que crees en Cristo y deseas recibir lo que has prometido, no seas pere­zoso en hacer lo que te ha mandado.

Ha prometido la vida eterna y ha mandado que perdones a tu hermano.

Como si te dijera: -Tú, hombre, perdona al hombre, para que yo, Dios, pueda llegar a ti.

¿No quieres recibir de tu Dios y Señor lo mismo que se te manda dar a tu hermano?

Dime si no quieres y no lo hagas. Pero ¿qué significa esto sino que perdonas al que te pide per­dón, si pides también tú ser perdonado?

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Solamente si no tienes nada de qué ser perdo­nado, me atrevería a decirte: no perdones. Pero no, no he debido decir esto. Aunque no tengas nada de qué ser perdonado, perdona.

Porque, seas ahora lo que seas, eres hombre. Aun cuando seas justo, eres hombre, ni dejas de serlo porque seas laico, o monje, o clérigo, u obis­po, o apóstol.

Oye, si no, la voz de un Apóstol: "Si dijeras que no tienes pecado, tú mismo te engañas y no estás en la verdad. Pero si confiesas tus pecados, es Dios fiel y justo para perdonarte y purificarte de toda maldad".

Y nos limpia perdonando, no ya porque no encuentra qué castigar, sino porque haya qué per­donar.

Cuando se te suplica que perdones, perdona, ahora te lo piden a ti, después serás tú el que pidas. Por tanto, si te suplican, perdona, pues tú también suplicarás ser perdonado".

In lo. 1,8-9

Conózcate a ti...

Conózcate a tí, Conocedor mío, conózcate a ti como tú me conoces. Fuerza de mi alma, entra en ella y ajústala a ti, para que la tengas y poseas sin mancha ni arruga.

Ésta es mi esperanza, por eso hablo; y en esta esperanza me gozo cuando rectamente me gozo. Las demás cosas de esta vida tanto menos se han de llorar cuanto más se las llora, y tanto más se han

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de deplorar cuanto menos se las deplora. He aquí que amaste la verdad, porque el que realiza la ver­dad se acerca a la luz. Yo quiero obrar según ella, delante de ti por esta mi confesión, y delante de muchos testigos por éste mi escrito.

Y ciertamente, Señor, a cuyos ojos está siempre desnudo el abismo de la conciencia humana, ¿qué podría haber oculto en mí, aunque yo no te lo qui­siera confesar? Lo que haría sería esconderte a ti de mí, no a mí de ti. Pero ahora, que mi gemido es un testimonio de que tengo desagrado de mí, tú brillas y me llenas de contento, y eres amado y deseado por mí, hasta el punto de llegar a aver­gonzarme y desecharme a mí mismo y de elegirte sólo a ti, de manera que en adelante no podré ya complacerme si no es en ti, ni podré serte grato si no es por ti.

Comoquiera, pues, que yo sea, Señor, mani­fiesto estoy ante ti. También he dicho ya el fruto que produce en mí esta confesión, porque no la hago con palabras y voces de carne, sino con pala­bras del alma y clamor de la mente, que son las que tus oídos conocen. Porque, cuando soy malo, confesarte a ti no es otra cosa que tomar disgusto de mí; y, cuando soy bueno, confesarte a ti no es otra cosa que no atribuirme eso a mí, porque tú, Señor, bendices al justo; pero antes de ello haces justo al impío. Así, pues, mi confesión en tu pre­sencia, Dios mío, es a la vez callada y clamorosa: callada en cuanto que se hace sin ruido de pala­bras, pero clamorosa en cuanto al clamor con que clama el afecto.

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Tú eres, Señor, el que me juzgas; porque, aun­que ninguno de los hombres conoce lo íntimo del hombre, sino el espíritu del hombre, que está den­tro de él, con todo, hay algo en el hombre que ignora aun el mismo espíritu que habita dentro de él; pero tú, Señor, conoces todas sus cosas, porque tú lo has hecho. También yo, aunque en tu presen­cia me desprecie y me tenga por tierra y ceniza, sé algo de ti que ignoro de mí.

Ciertamente ahora te vemos confusamente en un espejo, aún no cara a cara; y así, mientras pere­grino fuera de ti, me siento más presente a mí mismo que a ti; y sé que no puedo de ningún modo violar el misterio que te envuelve; en cam­bio, ignoro a qué tentaciones podré yo resistir y a cuáles no podré, estando solamente mi esperanza en que eres fiel y no permitirás que seamos tenta­dos más de lo que podamos soportar, antes con la tentación das también el éxito, para que podamos resistir.

Confiese, pues, yo lo que sé de mí; confiese también lo que de mí ignoro; porque lo que sé de mí lo sé porque tú me iluminas, y lo que de mí ignoro no lo sabré hasta tanto que mis tinieblas se conviertan en mediodía ante tu presencia.

Confesiones 10,1-2,2;5,7

Cristo murió por todos

Señor, el verdadero mediador que por tu secre­ta misericordia revelaste a los humildes, y lo enviaste para que con su ejemplo aprendiesen la misma humildad, ese mediador entre Dios y los

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hombres, el hombre Cristo Jesús, apareció en una condición que lo situaba entre los pecadores mor­tales y el Justo inmortal: pues era mortal en cuan­to hombre, y era justo en cuanto Dios. Y así, pues­to que la justicia origina la vida y la paz, por medio de esa justicia que le es propia en cuanto que es Dios destruyó la muerte de los impíos al justificar­los, esa muerte que se dignó tener en común con ellos.

¡Oh, cómo nos amaste, Padre bueno, que no perdonaste a tu Hijo único, sino que lo entregaste por nosotros, que éramos impíos! ¡Cómo nos amaste a nosotros, por quienes tu Hijo no hizo alarde de ser igual a ti, al contrario, se rebajó hasta someterse a una muerte de cruz! Siendo como era el único libre entre los muertos, tuvo poder para entregar su vida y tuvo poder para recuperarla. Por nosotros se hizo ante ti vencedor y víctima: vencedor, precisamente por ser víctima; por nosotros se hizo ante ti sacerdote y sacrificio: sacerdote, precisamente del sacrificio que fue él mismo. Siendo tu Hijo, se hizo nuestro servidor, y nos transformó, para ti, de esclavos en hijos.

Con razón tengo puesta en él la firme esperan­za de que sanarás todas mis dolencias por medio de él, que está sentado a tu diestra y que interce­de por nosotros; de otro modo desesperaría. Porque muchas y grandes son mis dolencias; sí, son muchas y grandes, aunque más grande es tu medicina. De no haberse tu Verbo hecho carne y habitado entre nosotros, hubiéramos podido juz­garlo apartado de la naturaleza humana y deses­perar de nosotros.

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Aterrado por mis pecados y por el peso enor­me de mis miserias, había meditado en mi corazón y decidido huir a la soledad; mas tú me lo prohibis­te y me tranquilizaste, diciendo: Cristo murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para el que murió por ellos.

He aquí, Señor, que ya arrojo en ti mi cuidado, a fin de que viva y pueda contemplar las maravi­llas de tu voluntad. Tú conoces mi ignorancia y mi flaqueza: enséñame y sáname. Tu Hijo único, en quien están encerrados todos los tesoros del saber y del conocer, me redimió con su sangre. No me opriman los insolentes; que yo tengo en cuenta mi rescate, y lo como y lo bebo y lo distribuyo y, aun­que pobre, deseo saciarme de él en compañía de aquellos que comen de él y son saciados por él. Y alabarán al Señor los que le buscan.

Confesiones 10,43,68-70

Despiértate

Despiértate: Dios se ha hecho hombre por ti. Despierta, tú que duermes, levántate de entre los muertos, y Cristo será tu luz. Por ti precisamente, Dios se ha hecho hombre.

Hubieses muerto para siempre, si Él no hubie­ra nacido en el tiempo. Nunca te hubieses visto libre de la carne del pecado, si Él no hubiera acep­tado la semejanza de la carne de pecado. Una inacabable miseria se hubiera apoderado de t i , si no se hubiera llevado acabo esta misericordia. Nunca hubieras vuelto a la vida, si Él no hubiera venido al encuentro de tu muerte. Te hubieras

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derrumbado, si Él no te hubiera ayudado. Hubieras perecido, si Él no hubiera venido.

Celebremos con alegría el advenimiento de nuestra salvación y redención. Celebremos el día afortunado en el que quien era el inmenso y eter­no día, que procedía del inmenso y eterno día, descendió hasta este día nuestro tan breve y tem­poral. Éste se convirtió para nosotros en justicia, santificación y redención: y así -como dice la Escritura-: El que gloríe, que se gloríe en el Señor.

Pues la verdad brota de la tierra: Cristo, que dijo: Yo soy la verdad, nació de una virgen. Y la justicia mira desde el cielo: puesto que, al creer en el que ha nacido, el hombre no se ha encontrado justificado por sí mismo, sino por Dios.

La justicia brota de la tierra: porque la Palabra se hizo carne. Y la justicia mira desde el cielo: por­que todo beneficio y todo don perfecto viene de arriba. La verdad brota de la tierra: la carne, de María. Y la justicia mira desde el cielo: porque el hombre no puede recibir nada, si no se lo dan desde el cielo.

Ya que hemos recibido la justificación por la fe, estamos en paz con Dios, porque la justicia y la paz se besan. Por medio de nuestro Señor Jesucristo, porque la verdad brota de la tierra. Por Él hemos obtenido con la fe el acceso a esta gra­cia en que estamos: y nos gloriamos apoyados en la esperanza de alcanzar la gloria de Dios. No dice: «Nuestra gloria», sino: La gloría de Dios; porque la justicia no procede de nosotros, sino que mira desde el cielo. Por tanto, el que se gloríe, que se gloríe en el Señor, y no en sí mismo.

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Por eso, después que la Virgen dio a luz al Señor, el pregón de las voces angélicas fue así: Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor. ¿Por qué la paz en la tierra, sino porque la verdad brota de la tierra, o sea, Cristo, ha nacido de la carne? Y Él es nuestra paz; Él ha hecho de los dos pueblos una sola cosa: para que fuésemos hombres que ama el Señor, unidos suavemente con vínculos de unidad.

Alegrémonos, por tanto, con esta gracia, para que el testimonio de nuestra conciencia constituya nuestra gloria: y no nos gloriemos en nosotros mis­mos, sino en Dios. Por eso se ha dicho: Tú eres mi gloria, Tú mantienes alta mi cabeza. ¿Pues qué gracia de Dios pudo brillar más intensamente para nosotros que ésta: teniendo un Hijo unigénito, hacerlo Hijo del hombre, para, a su vez, hacer al hijo del hombre hijo de Dios? Busca méritos, busca justicia, busca motivos; y a ver si encuentras algo que no sea gracia.

Sermón 185

El Señor se ha compadecido de nosotros

Dichosos nosotros, si llevamos a la práctica lo que escuchamos y cantamos. Porque cuando escu­chamos es como si sembráramos una semilla, y cuando ponemos en práctica lo que hemos oído es como si esta semilla fructificara. Empiezo diciendo esto, porque quisiera exhortaros a que no vengáis nunca a la iglesia de manera infructuosa, limitán­doos sólo a escuchar lo que allí se dice, pero sin lle­varlo a la práctica. Porque, como dice el Apóstol,

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estáis salvados por su gracia, pues no se debe a las obras, para que nadie pueda presumir. No ha pre­cedido, en efecto, de parte nuestra una vida santa, cuyas acciones Dios haya podido admirar, diciendo por ello: «Vayamos al encuentro y premiemos a estos hombres, porque la santidad de su vida lo merece». A Dios le desagradaba nuestra vida, le desagradaban nuestras obras; le agradaba, en cambio, lo que él había realizado en nosotros. Por ello, en nosotros, condenó lo que nosotros había­mos realizado y salvó lo que él había obrado.

Nosotros, por tanto, no éramos buenos. Y, con todo, él se compadeció de nosotros y nos envió a su Hijo a fin de que muriera, no por los buenos, sino por los malos; no por los justos, sino por los impíos. Dice, en efecto, la Escritura: Cristo murió por los impíos. Y ¿qué se dice a continuación? Apenas habrá quien muera por un justo; por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir. Es posible, en efecto, encontrar quizás alguno que se atreva a morir por un hombre de bien; pero por un inicuo, por un malhe­chor, por un pecador, ¿quién querrá entregar su vida, a no ser Cristo, que fue justo hasta tal punto que jus­tificó incluso a los que eran injustos?

Ninguna obra buena habíamos realizado, her­manos míos; todas nuestras acciones eran malas. Pero, a pesar de ser malas las obras de los hom­bres, la misericordia de Dios no abandonó a los humanos. Y Dios envió a su Hijo para que nos res­catara, no con oro o plata, sino a precio de su san­gre, la sangre de aquel Cordero sin mancha, lleva­do al matadero por el bien de los corderos man­chados, si es que debe decirse simplemente man­chados y no totalmente corrompidos. Tal ha sido,

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pues, la gracia que hemos recibido. Vivamos, por tanto, dignamente, ayudados por la gracia que hemos recibido y no hagamos injuria a la grande­za del don que nos ha sido dado. Un médico extraordinario ha venido hasta nosotros, y todos nuestros pecados han sido perdonados. Si volve­mos a enfermar, no sólo nos dañaremos a nosotros mismos, sino que seremos además ingratos para con nuestro médico.

Sigamos, pues, las sendas que él nos indica e imitemos, en particular, su humildad, aquella humildad por la que él se rebajó a sí mismo en pro­vecho nuestro. Esta senda de humildad nos la ha enseñado él con sus palabras y, para darnos ejem­plo, él mismo anduvo por ella, muriendo por nos­otros. Para poder morir por nosotros, siendo como era inmortal, la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros. Así el que era inmortal se revistió de mortalidad para poder morir por nosotros y destruir nuestra muerte con su muerte.

Esto fue lo que hizo el Señor, éste el don que nos otorgó. Siendo grande, se humilló; humillado, quiso morir; habiendo muerto, resucitó y fue exal­tado para que nosotros no quedáramos abandona­dos en el abismo, sino que fuéramos exaltados con él en la resurrección de los muertos, los que, ya desde ahora, hemos resucitado por la fe y por la confesión de su nombre. Nos dio y nos indicó, pues, la senda de la humildad. Si la seguimos, con­fesaremos al Señor y, con toda razón, le daremos gracias, diciendo: Te damos gracias, oh Dios, te damos gracias, invocando tu nombre.

Sermón 23 A, 1-4

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Sufre por mis ovejas

El Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos. Tal es el modo como el Señor se puso a nuestro servicio, y como quiere que nosotros nos pongamos al servicio de los demás. Dio su vida en rescate por muchos: así es como nos redimió.

¿Quién de nosotros es capaz de redimir a otro? Fue su sangre y su muerte lo que nos redimió de la muerte, fue su abajamiento lo que nos levantó de nuestra postración; pero también nosotros debe­mos poner nuestra pequeña parte en favor de sus miembros, ya que hemos sido hechos miembros suyos: él es la cabeza, nosotros su cuerpo.

El Señor había dicho: El que quiera ser prime­ro entre vosotros, que sea vuestro esclavo. Igual que el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos. Por esto, el apóstol Juan nos exhorta a imitar su ejemplo, con estas palabras: Cristo dio su vida por nosotros; también nosotros debemos dar nuestra vida por los hermanos.

Y el mismo Señor, después de su resurrección, dijo a Pedro: ¿Me quieres? Él respondió: Te quie­ro. Por tres veces se repitió la misma pregunta y respuesta, y las tres veces dijo el Señor: Apacienta mis ovejas.

«¿Cómo podrás demostrar que me quieres, sino apacentando mis ovejas? ¿Qué vas a darme con tu amor, si todo lo esperas de mí? Aquí tienes lo que has de hacer para quererme: apacienta mis ovejas».

Por tres veces se repiten las mismas palabras: «¿Me quieres?» «Te quiero». «Apacienta mis ove­jas». Tres veces lo había negado por temor; tres veces le hace profesión de amor.

Finalmente, después que el Señor ha enco­mendado por tercera vez sus ovejas a Pedro, al res­ponderle éste con su profesión de amor, con la que condenaba y borraba su pasado temor, añade el Señor a continuación: «Cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero cuan­do seas viejo, otro te ceñirá y te llevará a donde no quieras». Esto dijo aludiendo a la muerte con que iba dar gloria a Dios. Le anunciaba por ade­lantado la cruz, le predecía su martirio.

El Señor, pues, va más allá de lo que había dicho: Apacienta mis ovejas, ya que añade equi­valentemente «Sufre por mis ovejas».

Sermón Guelferbitano 32, sobre la ordenación episcopal

La nueva creación en Cristo

Me dirijo a vosotros, niños recién nacidos, pár­vulos en Cristo, nueva prole de la Iglesia, gracia del Padre, fecundidad de la Madre, retoño santo, muchedumbre renovada, flor de nuestro honor y fruto de nuestro trabajo, mi gozo y mi corona, todos los que perseveráis firmes en el Señor.

Me dirijo a vosotros con las palabras del Apóstol: vestios del Señor Jesucristo, y que el cui­dado de vuestro cuerpo no fomente los malos deseos, para que os revistáis de la vida que se os ha comunicado en el sacramento. Los que os

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habéis incorporado a Cristo por el bautismo, os habéis revestido de Cristo. Ya no hay distinción entre judíos y gentiles, esclavos y libres, hombres y mujeres, porque todos sois uno en Cristo Jesús.

En esto consiste la fuerza del sacramento: en que es el sacramento de la vida nueva, que empie­za ahora con la remisión de todos los pecados pasados y que llegara a su plenitud con la resurrec­ción de los muertos. Por el bautismo fuisteis sepultados con él en la muerte, para que, así como Cristo fue despertado de entre los muertos, así también andéis vosotros en una vida nueva. Pues ahora, mientras vivís en vuestro cuerpo mortal, desterrados lejos del Señor, camináis por la fe; pero tenéis un camino seguro que es Cristo Jesús en cuanto hombre, el cual es al mismo tiempo el tér­mino al que tendéis, quien por nosotros ha queri­do hacerse hombre. Él ha reservado una inmensa dulzura para los que le temen y la manifestará y dará con toda plenitud a los que esperan en él, una vez que hayamos recibido la realidad de lo que ahora poseemos sólo en esperanza.

Hoy se cumplen los ocho días de vuestro rena­cimiento: y hoy se completa en vosotros el sello de la fe, que entre los antiguos padres se llevaba a cabo en la circuncisión de la carne a los ocho días del nacimiento camal.

Por eso mismo, el Señor al despojarse con su resurrección de la carne mortal y hacer surgir un cuerpo, no ciertamente distinto, pero sí inmortal, consagró con su resurrección el domingo, que es el tercer día después de su pasión y el octavo conta­

do a partir del sábado; y, al mismo tiempo, el pri­mero.

Por esto, también vosotros, ya que habéis resucitado con Cristo -aunque todavía no de hecho, pero sí ya esperanza cierta, porque habéis recibido el sacramento de ello y las arras del Espíritu-, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra. Porque habéis muerto; y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también vosotros apareceréis juntamente con él, en gloria.

Sermón en la octava de Pascua 8,1,4

Mi sacrificio es un espíritu quebrantado

Yo reconozco mi culpa, dice el salmista. Si yo la reconozco, dígnate tú perdonarla. No tengamos en modo alguno la presunción de que vivimos rec­tamente y sin pecado. Lo que atestigua a favor de nuestra vida es el reconocimiento de nuestras cul­pas. Los hombres sin remedio son aquellos que dejan de atender a sus propios pecados para fijar­se en los de los demás. No buscan lo que hay que corregir, sino en qué pueden morder. Y, al no poderse excusar a sí mismos, están siempre dis­puestos a acusar a los demás. No es así como nos enseña el salmo a orar y dar a Dios satisfacción, ya que dice: Pues yo reconozco mi culpa, tengo siem­pre presente mi pecado. El que así ora no atiende a los pecados ajenos, sino que se examina a sí mismo, y no de manera superficial, como quien

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palpa, sino profundizando en su interior. No se perdona a sí mismo, y por esto precisamente puede atreverse a pedir perdón.

¿Quieres aplacar a Dios? Conoce lo que has de hacer contigo mismo para que Dios te sea propi­cio. Atiende a lo que dice el mismo salmo: Los sacrificios no te satisfacen: si te ofreciera un holo­causto, no lo querrías. Por tanto, ¿es que has de prescindir del sacrificio? ¿Significa esto que podrás aplacar a Dios sin ninguna oblación? ¿Que dice el salmo? Los sacrificios no te satisfacen: si te ofre­ciera un holocausto, no lo querrías. Pero continúa y verás que dice: Mi sacrificio es un espíritu que­brantado; un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias. Dios rechaza los antiguos sacrificios, pero te enseña qué es lo que has de ofrecer. Nuestros padres ofrecían víctimas de sus rebaños, y éste era su sacrificio. Los sacrificios no te satisfacen, pero quieres otra clase de sacrificios.

Si te ofreciera un holocausto -dice-, no lo querrías. Si no quieres, pues, holocaustos, ¿vas a quedar sin sacrificios? De ningún modo. Mi sacri­ficio es un espíritu quebrantado; un corazón que­brantado y humillado, tú no lo desprecias. Éste es el sacrificio que has de ofrecer. No busques en el rebaño, no prepares navios para navegar hasta las más lejanas tierras a buscar perfumes. Busca en tu corazón la ofrenda grata a Dios. El corazón es lo que hay que quebrantar. Y no temas perder el corazón al quebrantarlo, pues dice también el salmo: Oh Dios, crea en mí un corazón puro. Para que sea creado este corazón puro hay que que­brantar antes el impuro.

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Sintamos disgusto de nosotros mismos cuando pecamos, ya que el pecado disgusta a Dios. Y, ya que no estamos libres de pecado, por lo menos asemejémonos a Dios en nuestro disgusto por lo que a él le disgusta. Así tu voluntad coincide en algo con la de Dios, en cuanto que te disgusta lo mismo que odia tu Hacedor.

Sermón 19,2-3

Un solo Dios

A cualquier cosa que digas te replicaré. El Padre y el Hijo, ¿qué son? ¿Dioses? No, dos. ¿Qué, pues? Un solo Dios. "No lo entiendo", dice. El Padre no es el Hijo, el Hijo no es el Padre; son dos. "El Padre es Dios, el Hijo es Dios, y ¿no son dos dioses? No lo comprendo". ¿Qué puedo decir­te yo a ti, si no lo comprendes? Escucha al profe­ta: Si no creéis, no entenderéis (Is 7,9). No lo entiendes para creerlo, sino que lo crees para entenderlo. La fe es la tarea, el entenderlo es la recompensa. Si no creéis, no entenderéis. Pero escucha al mismo Señor para aprender lo que has de creer. Si me amarais, os alegraríais de que vaya al Padre, puesto que el Padre es mayor que yo (Jn 14, 28). Ahora como que ha aparecido uno que entiende. "He aquí que ahora, dice lo entiendo. El Padre es mayor que yo". Habla la forma de siervo; busca la forma de Dios. Esto es lo que he dicho: Si me amarais, os alegraríais de que vaya al Padre, puesto que el Padre es mayor que yo. Cuando me veis ahora, me veis en lo que me hace menor, veréis también aquella forma en la que soy igual.

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¿Te extrañas de que el Hijo sea menor que el Padre en la forma de siervo? Te digo que es, inclu­so, menor que sí mismo, puesto que se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo. (Flp 2, 7). Si consideras como dicho de él: Ha sido hecho un poco inferior a los ángeles (Heb 2, 7); si ya has puesto tus ojos en la forma de siervo, no te quedes en ella, levántate por encima y confiesa que Cristo es igual al Padre. ¿Por qué oyes con tanto agrado: El Padre es mayor que yo? Escucha aún con mayor satisfac­ción: Yo y el Padre somos una sola cosa (Jn 10,30). Ésta es la fe católica, que navega como entre Escila y Caribdis, como se navega en el estrecho entre Sicilia e Italia; por un aparte, rocas que provocan un naufragio, y por otra, remolinos que devoran las naves. Si la nave va a dar contra las rocas, se destro­za; si va a parar al remolino, es engullida. Así tam­bién Sabelio, que dijo: "Es uno solo; el Padre y el Hijo no son dos". Advierte el naufragio. También el amano: "Son dos, uno mayor y otro menor, no iguales en la esencia". Advierto el remolino. Navega por entre los dos, manten la vía recta. Si los católi­cos reciben el nombre de ortodoxos, no es sin moti­vo; "ortodoxo" es una palabra griega que en nues­tra lengua equivale a "recto". Así, pues, sí mantie­nes la vía recta, evitas tanto Escila como Caribdis. Atérrate a esto: El Padre y yo somos una sola cosa. Yo y el Padre: escúchenlo.

Sermón 229 G,4

Administró la sangre sagrada de Cristo

La Iglesia de Roma nos invita hoy a celebrar el triunfo de san Lorenzo, que superó las amenazas

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y seducciones del mundo, venciendo así la perse­cución diabólica. Él, como ya se os ha explicado más de una vez, era diácono de aquella Iglesia. En ella administró la sangre sagrada de Cristo, en ella, también, derramó su propia sangre por el nombre de Cristo. El apóstol san Juan expuso cla­ramente el significado de la Cena del Señor, con aquellas palabras: Como Cristo dio su vida por nosotros, también nosotros debemos dar nuestra vida por los hermanos. Así lo entendió san Lorenzo; así lo entendió y así lo practicó; lo mismo que había tomado de la mesa del Señor, eso mismo preparó. Amó a Cristo durante su vida, lo imitó en su muerte.

También nosotros, hermanos, si amamos de verdad a Cristo, debemos imitarlo. La mejor prue­ba que podemos dar de nuestro amor es imitar su ejemplo, porque Cristo padeció por nosotros, dejándonos un ejemplo para que sigamos sus hue­llas. Según estas palabras de san Pedro, parece como si Cristo sólo hubiera padecido por los que siguen sus huellas, y que la pasión de Cristo sólo aprovechara a los que siguen sus huellas. Lo han imitado los santos mártires hasta el derramamien­to de su sangre, hasta la semejanza con su pasión; lo han imitado los mártires, pero no sólo ellos. El puente no se ha derrumbado después de haber pasado ellos; la fuente no se ha secado después de haber bebido ellos.

Tenedlo presente, hermanos: en el huerto del Señor no sólo hay las rosas de los mártires, sino también los linos de las vírgenes y las yedras de los casados, así como las violetas de las viudas. Ningún hombre, cualquiera que sea su género de

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vida, ha de desesperar de su vocación: Cristo ha sufrido por todos. Con toda verdad está escrito de él que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad.

Entendamos, pues, de qué modo el cristiano ha de seguir a Cristo, además del derramamiento de sangre, además del martirio. El Apóstol, refi­riéndose a Cristo, dice: A pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios. ¡Qué gran majestad! Al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. ¡Qué gran humildad!

Cristo se rebajó: esto es, cristiano, lo que debes tú procurar. Cristo se sometió: ¿cómo vas tú a enorgullecerte? Finalmente, después de haber pasado por semejante humillación y haber vencido la muerte, Cristo subió al cielo: sigámoslo. Oigamos lo que dice el Apóstol: Ya que habéis resucitado con Cristo, aspirad a los bienes de arri­ba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios.

Sermón 304, 1-4

Las promesas de Dios se nos conceden por su Hijo

Dios estableció el tiempo de sus promesas y el momento de su cumplimiento.

El período de las promesas se extiende desde los profetas hasta Juan Bautista. El del cumplimien­to, desde éste hasta el fin de los tiempos.

Fiel es Dios, que se ha constituido en deudor nuestro, no porque haya recibido nada de nos-

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otros, sino por lo mucho que nos ha prometido. La promesa le pareció poco, incluso; por eso, quiso obligarse mediante escritura, haciéndonos, por decirlo así, un documento de sus promesas para que, cuando empezara a cumplir lo que prometió, viésemos en el escrito el orden sucesivo de su cum­plimiento. El tiempo profético era, como he dicho muchas veces, el del anuncio de las promesas.

Prometió la salud eterna, la vida bienaventura­da en la compañía eterna de los Ángeles, la heren­cia inmarcesible, la gloria eterna, la dulzura de su rostro, la casa de su santidad en los cielos y la libe­ración del miedo a la muerte, gracias a la resurrec­ción de los muertos. Esta última es como su pro­mesa final, a la cual se enderezan todos nuestros esfuerzos y que, una vez alcanzada, hará que no deseemos ni busquemos ya cosa alguna. Pero tam­poco silenció en qué orden va a suceder todo lo relativo al final, sino que lo ha anunciado y prome­tido.

Prometió a los hombres la divinidad, a los mor­tales la inmortalidad, a los pecadores la justifica­ción, a los miserables la glorificación.

Sin embargo, hermanos, como a los hombres les parecía increíble lo prometido por Dios -a saber, que los hombres habían de igualarse a los Ángeles de Dios, saliendo de esta mortalidad, corrupción, bajeza, debilidad, polvo y ceniza-, no sólo entregó la escritura a los hombres para que creyesen, sino que también puso un mediador de su fidelidad. Y no a cualquier príncipe, o a un Ángel o Arcángel, sino a su Hijo único. Por medio

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de éste había de mostrarnos y ofrecernos el cami­no por donde nos llevaría al fin prometido.

Poco hubiera sido para Dios haber hecho a su Hijo manifestador del camino. Por eso, le hizo camino, para que, bajo su guía, pudieras caminar por Él. Debía, pues, ser anunciado el Unigénito Hijo de Dios en todos sus detalles: en que había de venir a los hombres y asumir lo humano, y, por lo asumido, ser hombre, morir y resucitar, subir al cielo, sentarse a la derecha del Padre y cumplir entre las gentes lo que prometió. Y, después del cumplimiento de sus promesas, también cumpliría su anuncio de una segunda venida, para pedir cuentas de sus dones, discernir los vasos de ira de los de misericordia, y dar a los impíos las penas con que amenazó, y a los justos los premios que ofreció.

Todo esto debió ser profetizado, anunciado, encomiado como venidero, para que no asustase si acontecía de repente, sino que fuera esperado por­que primero fue creído.

Salmo 109,1-3

En Cristo fuimos tentados, en él vencimos al diablo

Dios mío, escucha mi clamor, atiende a mi súplica. ¿Quién es el que habla? Parece que sea uno solo. Pero veamos si es uno solo: Te invoco desde los confines de la tierra con el corazón aba­tido. Por lo tanto, se invoca desde los confines de la tierra, no es uno solo; y, sin embargo, es uno solo, porque Cristo es uno solo, y todos nosotros

somos sus miembros. ¿Y quién es ese único hom­bre que clama desde los confines de la tierra? Los que invocan desde los confines de la tierra son los llamados a aquella herencia, a propósito de la cual se dijo al mismo Hijo: Pídemelo: te daré en heren­cia las naciones, en posesión, los confines de la tierra. De manera que quien clama desde los con­fines de la tierra es el cuerpo de Cristo, la heredad de Cristo, la única Iglesia de Cristo, esta unidad que formamos todos nosotros.

Y ¿qué es lo que pide? Lo que he dicho antes: Dios mío, escucha mi clamor, atiende a mi súpli­ca; te invoco desde los confines de la tierra. O sea: «Esto que pido, lo pido desde los confines de la tierra», es decir, desde todas partes.

Pero, ¿por qué ha invocado así? Porque tenía el corazón abatido. Con ello da a entender que el Señor se halla presente en todos los pueblos y en los hombres del orbe entero no con gran gloria, sino con graves tentaciones.

Pues nuestra vida en medio de esta peregrina­ción no puede estar sin tentaciones, ya que nues­tro progreso se realiza precisamente a través de la tentación, y nadie se conoce a sí mismo si no es tentado, ni puede ser coronado si no ha vencido, ni vencer si no ha combatido, ni combatir si carece de enemigo y de tentaciones.

Éste que invoca desde los confines de la tierra está angustiado, pero no se encuentra abandona­do. Porque a nosotros mismos, esto es, su cuerpo, quiso prefigurarnos también en aquel cuerpo suyo en el que ya murió, resucitó y ascendió al cielo, a

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fin de que sus miembros no desesperen de llegar adonde su cabeza los precedió.

De forma que nos incluyó en sí mismo cuando quiso verse tentado por Satanás. Nos acaban de leer que Jesucristo, nuestro Señor, se dejó tentar por el diablo. ¡Nada menos que Cristo tentado por el diablo! Pero en Cristo estabas siendo tentado tú, porque Cristo tenía de ti la carne, y de Él procedía para ti la salvación; de ti procedía la muerte para Él, y de Él para ti la vida; de ti para Él los ultrajes, y de Él para ti los honores; en definitiva, de tí para Él la tentación, y de Él para ti la victoria.

Si hemos sido tentados en Él, también en Él vencemos al diablo. -¿Te fijas en que Cristo fue tentado, y no te fijas en que venció? -Reconócete a ti mismo tentado en Él, y reconócete vencedor en Él. -Podía haber evitado al diablo; pero, si no hubiese sido tentado, no te habría aleccionado para la victoria cuando tú fueras tentado.

Salmo 60, 2-3

La gratuidad del don de Dios

El motivo por el cual el Apóstol escribe a los Gálatas es su deseo de que entiendan que la gra­cia de Dios hace que no estén ya sujetos a la ley. En efecto, después de haberles sido anunciada la gracia del Evangelio, no faltaron algunos, prove­nientes de la circuncisión, que, aunque cristianos, no habían llegado a comprender toda la gratuidad del don de Dios y querían continuar bajo el yugo de la ley; ley que el Señor Dios había impuesto a los que estaban bajo la servidumbre del pecado y

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no de la justicia, esto es, ley justa en sí misma que Dios había dado a unos hombres injustos, no para quitar sus pecados, sino para ponerlos de manifies­to; porque lo único que quita el pecado es el don gratuito de la fe, que actúa por el amor. Ellos pre­tendían que los gálatas, beneficiarios ya de este don gratuito, se sometieran al yugo de la ley, ase­gurándoles que de nada les serviría el Evangelio si no se circuncidaban y no observaban las demás prescripciones rituales del judaismo.

Ello fue causa de que empezaran a sospechar que el apóstol Pablo, que les había predicado el Evangelio, quizá no estaba acorde en su doctrina con los demás apóstoles, ya que éstos obligaban a los gentiles a las prácticas judaicas. El apóstol Pedro había cedido ante el escándalo de aquellos hombres, hasta llegar a la simulación, como si él pensara también que en nada aprovechaba el Evangelio a los gentiles si no cumplían los precep­tos de la ley; de esta simulación le hizo volver atrás el apóstol Pablo, como explica él mismo en esta carta.

La misma cuestión es tratada en la carta a los Romanos. No obstante, parece que hay alguna diferencia entre una y otra, ya que en la carta a los Romanos dirime la misma cuestión y pone fin a las diferencias que habían surgido entre los cristianos procedentes del judaismo y los procedentes de la gentilidad; mientras que en esta carta a los Gálatas escribe a aquellos que ya estaban perturbados por la autoridad de los que procedían del judaismo y que los obligaban a la observancia de la ley. Influenciados por ellos, empezaban a creer que la predicación del apóstol Pablo no era auténtica,

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porque no quería que se circuncidaran. Por esto, Pablo empieza con estas palabras: Me sorprende que tan pronto hayáis abandonado ai que os llamó a la gracia de Cristo, y os hayáis pasado a otro evangelio.

Con este exordio, insinúa, en breves palabras, el meollo de la cuestión. Aunque también lo hace en el mismo saludo inicial, cuando afirma de sí mismo que es enviado no de hombres nombrado apóstol no por un hombre, afirmación que no encontramos en ninguna otra de sus cartas. Con esto demuestra suficientemente que los que indu­cían a tales errores lo hacían no de parte de Dios, sino de parte de los hombres; y que, por lo que atañe a la autoridad de la predicación evangélica, ha de ser considerado igual que los demás apósto­les, ya que él tiene la certeza de que es apóstol no de parte de los hombres ni por mediación de hom­bre alguno, sino por Jesucristo y por Dios Padre.

Del comentario de San Agustín sobre la carta a los Gálatas

Hasta ver a Cristo formado en vosotros

Dice el Apóstol: «Sed como yo, que, siendo judío de nacimiento, mi criterio espiritual me hace tener en nada las prescripciones materiales de la ley. Ya que yo soy como vosotros, es decir, un hombre». A continuación, de un modo discreto y delicado, les recuerda su afecto, para que no lo tengan por enemigo. Les dice, en efecto: En nada me ofendisteis, como si dijera: «No penséis que mi intención sea ofenderos».

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En este sentido, les dice también: Hijos míos, para que lo imiten como a padre. Otra vez me cau­sáis dolores de parto -continúa-, hasta que Cristo tome forma en vosotros. Esto lo dice más bien en persona de la madre Iglesia, ya que en otro lugar afirma: Os tratamos con delicadeza, como una madre cuida de sus hijos.

Cristo toma forma, por la fe, en el hombre interior del creyente, el cual es llamado a la liber­tad de la gracia, es manso y humilde de corazón, y no se jacta del mérito de sus obras, que es nulo, sino que reconoce que la gracia es el principio de sus pobres méritos; a este puede Cristo llamar su humilde hermano, lo que equivale a identificarlo consigo mismo, ya que dice: Cada vez que lo hicis­teis con uno de éstos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis. Cristo toma forma en aquel que recibe la forma de Cristo, y recibe la forma de Cristo el que vive unido a él con un amor espiritual.

El resultado de este amor es la imitación per­fecta de Cristo, en la medida en que esto es posi­ble. Quien dice que permanece en Cristo -dice san Juan- debe vivir como vivió él.

Mas como sea que los hombres son concebi­dos por la madre para ser formados, y luego, una vez ya formados, se les da a luz y nacen, puede sorprendernos la afirmación precedente: Otra vez me causáis dolores de parto, hasta que Cristo tome forma en vosotros. A no ser que entendamos este sufrir de nuevo dolores de parto en el sentido de las angustias que le causó al Apóstol su solici­tud en darlos a luz para que nacieran en Cristo; y ahora de nuevo los da a luz dolorosamente por los

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peligros de engaño en que los ve envueltos. Esta preocupación que le producen tales cuidados, acerca de ellos, y que él compara a los dolores de parto, se prolongará hasta que lleguen a la medi­da de Cristo en su plenitud, para que ya no sean llevados por todo viento de doctrina.

Por consiguiente, cuando dice: Otra vez me causáis dolores de parto, hasta que Cristo tome forma en vosotros, no se refiere al inicio de su fe, por el cual ya habían nacido, sino al robusteci­miento y perfeccionamiento de la misma. En este mismo sentido, habla en otro lugar, con palabras distintas, de este parto doloroso, cuando dice: La carga de cada día, la preocupación por todas las Iglesias. ¿Quién enferma sin que yo enferme?, ¿quién cae sin que a mi me dé fiebre?

Del comentario de San Agustín sobre la carta a los Gálatas 37,38

Despierta a Cristo

He aquí que huí lejos y establecí mi morada en el desierto (Sal 54, 8). Tal vez éste se refugió en su interior y en él halló un cierto desierto donde des­cansar . Mas el amor le inquieta. Se hallaba solo en su interior, pero no en la caridad; interiormente se consolaba en su conciencia, pero fuera no le aban­donaban las tribulaciones. Y así, sereno en sí mismo, pero pendiente de los demás, se siente inquietado aún. Y ¿qué dice? Esperaba a quien me salvase de la pusilanimidad y de la tempestad. He ahí el mar, he ahí la tempestad: no queda sino gri­tar: ¿Señor, perezco! (Mt 14, 30). Alargue su mano

aquel que pisotea sin temor las olas, sostenga tu estremecimiento, afiance en él tu seguridad, háblete en tu interior y dígate: "presta atención a lo que yo sufrí. Quizá tengas que soportar a un mal hermano o que sufrir en el exterior a un ene­migo: ¿a quiénes no tuve que sufrir yo? Fuera bra­maban los judíos, dentro me traicionaba el discípu­lo. Ruge la tempestad, pero él nos salva de la pusi­lanimidad y de la tempestad.

Es posible que tu nave zozobre, porque él duerme en ti. Bramaba el mar, zozobraba la nave en la que navegaban los discípulos, y Cristo, sin embargo, dormía. Por fin se dan cuenta de que entre ellos dormía el gobernador y creador de los vientos; se acercaron y despertaron a Cristo; dio órdenes a los vientos y se produjo una gran bonanza (Mt 8, 23-26). Con motivo, quizá, se tur­baba tu corazón, puesto que olvidaste a aquel en quien habías creído. No eres capaz de tolerar el sufrimiento, porque no has recordado lo que Cristo sufrió por ti. Cristo duerme, cuando no se hace presente a tu mente: despierta a Cristo, saca a relucir tu fe. Cristo duerme en ti cuando te olvidas de su sufrimientos y está despierto en ti cuando te acuerdas de ellos. Si considerases con plena con­ciencia lo que él sufrió, ¿no lo tolerarías también tú con ánimo sereno? Y hasta quizá con el gozo de hallarte en los sufrimientos en algo parecidos a los de tu rey. Cuando hayas comenzado a consolarte y a gozar con estos pensamientos, él se ha levan­tado y dado órdenes a los vientos y, en consecuen­cia, se produce la gran bonanza. Esperaba a quien me salvase de la pusilanimidad y de la tempestad.

Comentario al salmo 54,10

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Jesucristo es del linaje de David

El más esclarecido ejemplar de la predestina­ción y de la gracia es el mismo Salvador del mundo, el mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús; porque para llegar a serlo, ¿con qué méritos anteriores, ya de obras, ya de fe, pudo contar la naturaleza humana que en él reside? Yo ruego que se me responda a lo siguiente: aquella naturaleza humana que en unidad de persona fue asumida por el Verbo, coeterno del Padre, ¿cómo mereció llegar a ser Hijo unigénito de Dios? ¿Precedió algún mérito a esta unión? ¿Qué obró, qué creyó o qué exigió previamente para llegar a tan inefable y soberana dignidad? ¿No fue acaso por la virtud y asunción del mismo Verbo, por lo aquella humanidad, en cuanto empezó a existir, empezó a ser Hijo único de Dios?

Manifiéstese, pues, ya a nosotros en el que es nuestra Cabeza, la fuente misma de la gracia, la cual se derrama por todos sus miembros según la medida de cada uno. Tal es la gracia, por la cual se hace cristiano el hombre desde el momento en que comienza a creer; la misma por cual aquel Hombre, unido al Verbo desde el primer momento de su existencia, fue hecho Jesucristo; del mismo Espíritu Santo, de quien Cristo fue nacido, es ahora el hombre renacido; por el mismo Espíritu Santo, por quien verificó que la naturaleza humana de Cristo estuviera exenta de todo pecado, se nos concede a nosotros ahora la remisión de los pecados. Sin duda, Dios tuvo presciencia de que realizaría todas estas cosas. Porque en esto consiste la predestina­ción de los santos, que tan soberanamente res­

plandece en el Santo de los santos. ¿Quién podría negarla de cuantos entienden rectamente las pala­bras de la verdad? Pues el mismo Señor de la glo­ria, en cuanto que el Hijo de Dios se hizo hombre, sabemos que fue también predestinado.

Fue, por tanto, predestinado Jesús, para que, al llegar a ser hijo de David según la carne, fuese tam­bién, al mismo tiempo, Hijo de Dios según el Espíritu de santidad; pues nació del Espíritu Santo y de María Virgen. Tal fue aquella singular elevación del hombre, realizada de manera inefable por el Verbo divino, para que Jesucristo fuese llamado a la vez, verdadera y propiamente, Hijo de Dios e hijo del hombre; hijo del hombre, por la naturaleza humana asumida, e Hijo de Dios, porque el Verbo unigénito la asumió en sí; de otro modo no se creería en la tri­nidad, sino en una cuaternidad de personas.

Así fue predestinada aquella humana naturale­za a tan grandiosa, excelsa y sublime dignidad, más arriba de la cual no podría ya darse otra ele­vación mayor; de la misma manera que la divini­dad no pudo descender ni humillarse más por nos­otros, que tomando nuestra naturaleza con todas sus debilidades hasta la muerte de cruz. Por tanto, así como ha sido predestinado ese hombre singu­lar para ser nuestra Cabeza, así también una gran muchedumbre hemos sido predestinados para ser sus miembros. Enmudezcan, pues, aquí las deudas contraídas por la humana naturaleza, pues ya perecieron en Adán, y reine por siempre esta gra­cia de Dios, que ya reina por medio de Jesucristo, Señor nuestro, único Hijo de Dios y único Señor. Y así, si no es posible encontrar en nuestra Cabeza mérito alguno que preceda a su singular genera-

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ción, tampoco en nosotros, sus miembros, podrá encontrarse merecimiento alguno que preceda a tan multiplicada regeneración.

Sobre la predestinación de los elegidos

Cap 15,30-31

La búsqueda de Dios

Señor, te amo con conciencia cierta, no dudo­sa. Heriste mi corazón con tu palabra y te amé. Pero también el cielo, y la tierra, y todo lo que en ellos se contiene, me dicen por todas partes que te ame. No cesan de decírselo a todos, de modo que son inexcusables (Rm 1, 20) (...).

¿Y qué es lo que amo, cuando te amo? No la belleza del cuerpo ni la hermosura del tiempo; no la blancura de la luz, que es tan amable a los ojos terrenos; no las dulces melodías de toda clase de música, ni la fragancia de las flores, de los ungüen­tos y de los aromas; no la dulzura del maná y de la miel; no los miembros gratos a los abrazos de la carne. Nada de esto amo, cuando amo a mi Dios. Y, sin embargo, amo cierta luz, y cierta voz, y cier­ta fragancia, y cierto alimento, y cierto abrazo, cuando amo a mi Dios, que es luz, voz, fragancia, alimento y abrazo de mi hombre interior allá donde resplandece ante mi alma lo que no cabe en un lugar, donde resuena lo que no se lleva el tiem­po, donde se percibe el aroma de lo que no viene con el aliento, donde se saborea lo que no se con­sume comiendo donde se adhiere lo que la sacie­dad no separa. Esto es lo que amo, cuando amo a mi Dios.

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Pero, ¿qué es entonces Dios? Pregunté a la tie­rra, y me respondió: «No soy yo»; y todas las cosas que hay en ella me contestaron lo mismo. Pregunté al mar, y a los abismos, y a los reptiles de alma viva, y me respondieron: «No somos tu Dios; búscale sobre nosotros». Interrogué a los aires que respiramos, y el aire todo, con sus moradores, me dijo: «Se engaña Anaximenes: yo no soy tu Dios». Pregunté al cielo, al sol, a la luna y a las estrellas, que me respondieron: «Tampoco somos nosotros tu Dios». Dije entonces a todas las realidades que están fuera de mí: ¡Decidme algo de mi Dios, ya que vosotras no lo sois; decidme algo de Él! Y todas exclamaron con gran voz: «Él nos ha hecho». Mi pregunta era mi mirada, y su respues­ta su aspecto sensible.

Entonces me dirigí a mí mismo, y me dije: «¿Tú quién eres»; y me respondí: «Un hombre». En mí hay un cuerpo y un alma; la una es interior, el otro exterior. ¿Por cuál de éstos debía buscar a mi Dios, si ya le había buscado por los cuerpos, desde la tie­rra al cielo, a los que pude dirigir mis miradas? Mejor, sin duda, es el elemento interior, porque a él-como a presidente y juez-transmiten sus noti­cias todos los mensajeros corporales, las respuestas del cielo, de la tierra y de todo lo que en ellos se contiene, cuando dicen «No somos Dios» y «Él nos ha hecho». El hombre interior es quien conoce estas cosas por ministerio del hombre exterior. Yo, interior, conozco estas cosas; yo, yo alma, conozco por medio de los sentidos corporales (...).

Pero ¿no se muestra esta hermosura a cuantos tienen completo el sentido? ¿Por qué, pues, no habla lo mismo a todos? En efecto, los animales

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pequeños y grandes la ven, pero no pueden inte­rrogarla porque no tienen razón que juzgue sobre lo que le anuncian los sentidos. Los hombres, en cambio, pueden hacerlo, porque son capaces de percibir, por las cosas visibles, las cosas invisibles de Dios (cfr. Rm 1, 20); pero se hacen esclavos de ellas por el amor y, una vez esclavos, ya no son capaces de juzgar. Las cosas creadas no responden a los que simplemente interrogan, sino a los que juzgan; no cambian de voz, es decir, de aspecto, si uno ve solamente y otro, además de ver, interroga, de modo que aparezca a uno de una manera y a otro de otro; sino que, mostrándose a los dos, es muda para uno y en cambio habla al otro. O mejor dicho, habla a todos, pero entienden sólo los que confron­tan su voz, recibida de fuera, con la verdad interior.

Confesiones, X, 6

Lo extraordinario de lo ordinario

El milagro con el que Nuestro Señor Jesucristo convirtió el agua en vino no es una maravilla a los ojos de quienes saben que fue obrado por Dios. En efecto, el que durante las bodas produjo el vino en las seis ánforas que mandó llenar de agua, es el mismo que todos los años hace algo semejante en las vides. Lo que los servidores echaron en las hidrias, fue transformado en vino por obra de Dios, lo mismo que también por obra de El se cambia en vino lo que cae de las nubes. Si no nos maravillamos de esto, es porque sucede todos los años y por la frecuencia ha dejado de ser admirable.

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Sin embargo, esto merecería mayor considera­ción de lo que sucede dentro de las ánforas con agua. ¿Quién puede, en efecto, considerar las obras del Señor, con las que rige y gobierna el mundo entero, sin pasmarse de asombro ni quedar como aplastado ante tantos prodigios? La poten­cia de un grano de semilla cualquiera es tan gran­de que casi hace estremecer de espanto a quien lo considera con cuidado. Pero como los hombres, ocupados en otras cosas, han dejado de prestar atención a las obras de Dios, por las que sin cesar deberían glorificar al Creador, Dios se reservó hacer prodigios inusitados para inducir a los hom­bres, que están como amodorrados, a adorarlo a través de estas maravillas.

Resucita a un muerto, y los hombres se llenan de admiración, nacen miles de personas todos los días, y ninguno se extraña. Sin embargo, si se exa­mina bien, mayor milagro es el comenzar a ser quien no era, que el retornar a la vida quien ya había sido. Y es el mismo Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo, quien mediante su Verbo hace estas maravillas, y el que las ha hecho, las gobier­na. Los primeros milagros los ha obrado por medio de su Verbo, que está en Él y es Dios mismo; los segundos, por medio de su mismo Verbo encarna­do y hecho hombre por nosotros. Del mismo modo que admiramos las cosas realizadas por medio de Jesús hombre, admiremos las obradas por medio de Jesús Dios. Por medio de Él, fueron creados el cielo y la tierra, el mar y toda la hermosura del cielo, la opulencia de la tierra y la fecundidad de los mares. Todo lo que se extiende delante de nuestra vista, fue creado por medio de Jesús Dios.

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Al contemplar estas cosas, si en nosotros reside su Espíritu, nos alegrarán de tal forma que alabare­mos al Artífice, y no harán que lo olvidemos, dis­traídos por sus obras, ni que volvamos la espalda al que las creó.

(Comentario Evangelio de San Juan, 8, 1)

Dios felicidad del hombre

"Todos deseamos vivir felices. No hay nadie en el género humano que no esté conforme con este pensamiento, aun antes de haber yo acabado su expresión. Ahora bien, según mi modo de ver, no puede llamarse feliz el que no tiene lo que ama, sea lo que fuere; ni el que tiene lo que ama, si es pernicioso; ni el que no ama lo que tiene, aun cuando sea lo mejor. Porque el que desea lo que no puede conseguir, vive en un tormento. El que consigue lo que no es deseable, se engaña. Y el que no desea lo que debe desearse está enfermo. Cualquiera de estos tres supuestos hace que nos sintamos desgraciados, y la desgracia y la felicidad no pueden coexistir en un mismo hombre. Por lo tanto, ninguno de estos seres es feliz. Quédanos otra cuarta solución, y es, a mi parecer, que la vida es feliz cuando se posee y se arna lo que es mejor para el hombre. ¿En qué está el disfrutar una cosa sino en tener a mano lo que se ama? No hay nadie que sea feliz si no disfruta aquello que es lo mejor, y todo el que lo disfruta es feliz; por lo tanto, si queremos vivir felices, debemos poseer lo que es mejor para nosotros" De mor.

Eccl. cath. 1,3,4

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Dios, supremo bien del hombre

En resumen, "el que busca el modo de conse­guir la vida feliz, en realidad no busca otra cosa que la determinación de ese fin bueno en orden a alcanzar un conocimiento cierto e inconcluso de ese sumo bien del hombre, el cual no puede con­sistir sino en el cuerpo, o en el alma, o en Dios; o en dos de estas cosas o en todas ellas. Una vez que hayas descartado la hipótesis de que el supre­mo bien del hombre puede consistir en el cuerpo, no queda más que el alma y Dios. Y si consigues advertir que al alma le ocurre lo mismo que al cuerpo, ya no queda más que Dios, en el cual con­siste el supremo bien del hombre. No porque las demás cosas sean malas, sino porque bien supre­mo es aquel al que todo lo demás se refiere. Somos felices cuando disfrutamos de aquello por lo cual se desean los otros bienes, aquello que se anhela por si mismo y no por conseguir otra cosa. Por lo tanto, el fin se halla cuando no queda ya nada por correr no hay referencia ulterior alguna. Allí se encuentra el descanso del deseo, la seguri­dad de la fruición, el goce tranquilísimo de la buena voluntad"

Epist. 118, 313

Inclinación sobrenatural a Dios

¿Qué diré de ese peso de los deseos que nos empuja hacia el abismo negro, y del modo como nos levanta el Espíritu Santo, que se mueve sobre las aguas? ¿Cómo explicaré que nos hundimos y que flotamos? ¿Qué semejanza encontraré?.. .

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Son nuestros afectos, son nuestros amores, son las inmundicias del espíritu humano, que se escurre hacia abajo con el amor de los cuidados y es tu santidad la que nos sube con el amor de la seguri­dad, para que elevemos nuestro corazón a ti y alcancemos aquel descanso supereminente des­pués que nuestra alma haya atravesado estas aguas que no tienen consistencia (Ps. 123, 5)" (Confesiones XIII). "Resbalan los ángeles, resbala el alma del hombre, y todas las criaturas espiritua­les caerían en el abismo profundo y tenebroso si tú no hubieses dicho desde un principio Hágase la luz (Gen. 1. 3), Y la luz se hubiera hecho... Y esta misma miserable inquietud de las almas que resba­lan y que nos muestra sus tinieblas, una vez des­nudas del vestido de tu luz, nos enseña suficiente­mente la grandeza de la criatura racional que no puede conseguir el descanso feliz con nada que sea menos que tú y, por lo tanto, nunca en sí misma. Tú, Dios mío, iluminarás nuestras tinieblas (Ps 17, 29)..., pues de ti nacen nuestros vestidos, y nuestras tinieblas serán como mediodía (Ps. 138, 12). Entregúeme a ti, Dios mío, vuelve a mí; yo te amo, y si te amo poco, te amaré más. No puedo medir y saber cuánto amor tuyo me falta para lle­gar a la suficiencia y que mi vida alcance tus abra­zos y no se separe de ti hasta que pueda esconder­me en tu rostro (Ps. 30, 21). Sólo sé una cosa, que me va mal fuera de ti, y no sólo fuera de ti, sino hasta en mí mismo, y toda riqueza que no sea mi Dios es pobreza para mí" (ibid., XIII, 8, 9).

La felicidad exige la eternidad "Tarde te he amado, ¡oh Hermosura tan antigua y tan nueva!; tarde te he amado, y te tenía dentro, y yo andaba

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fuera y te buscaba allí y me desparramaba por las cosas hermosas que tú hiciste. Tú estabas conmigo y yo no estaba contigo. Me sujetaba lejos de ti todo aquello que, si no hubiese estado en ti, hubiera perdido el ser. Y tú me llamaste y tu gritas­te y rompiste mi sordera; brillaste, resplandeciste y desvaneciste mi ceguedad; despediste tu fragancia y pude guiar mi espíritu, y ahora te anhelo. Gusté de ti y tengo hambre y sed. Me tocaste, y me ha colmado tu paz" (cf. Confesiones X, 27, 38). "Cuando me uno a ti totalmente, no sufro dolores ni trabajos; mi vida se llena toda de ti, pero, como quiera que tú levantas a los que llenas y ahora no estoy lleno, me soy una carga para mí mismo. Batallan las alegrías mías, que merecen llorarse, con las penas que debían alegrar, y yo no sé distin­guir hacia qué parte se inclina la victoria. ¡Ay de mí, Señor! ¡Compadécete de mí! Pelean mis triste­zas malas con las alegrías buenas, y no sé en qué parte está la victoria. ¡Ay de mí, Señor! ¡Com­padécete de mí! ¡Ay de mí! No escondo mis heri­das. Tú eres el médico, y yo el enfermo; tú el mise­ricordioso, y yo el mísero. ¿No es acaso una tenta­ción la vida humana en esta tierra? (Job 7, 1). ¿Hay quien desee sus molestias y dificultades? Tú mismo me mandas que las soporte, pero no que las ame. Nadie ama lo que soporta, aunque ame el tolerarlo. Si bien se alegran de su paciencia, prefe­rirían que no existiera lo que la ocasiona. En medio de la adversidad deseo la prosperidad; en la pros­peridad temo la adversidad. Y en medio de todo ello, ¿cómo no va a ser tentación la vida humana? ¡ Ay, una y mil veces, de las prosperidades del siglo,

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del temor de la adversidad y de la corrupción de la alegría! (ibid., X, 28, 39).

Hermosura de Dios

Pero quizás veamos al Padre y no a Cristo. "Oye a Cristo: El que me ve a mí, ve a mi Padre (lo. 14, 9). Cuando se ve al Dios único, se ve a la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo... Meditad, hermanos, aquella hermosura. Todas estas cosas que veis y que amáis, las hizo El y si son hermosas, ¿qué no será El mismo? Si son grandes, ¿cuan grande será El? Sírvanos todo esto que ama­mos para encendernos en deseos mayores de Él y, despreciándolas, amarle... ¡Oh Señor!, danos a tu Cristo, conozcamos a tu Cristo, veamos a tu Cristo, no como lo vieron los judíos que lo crucificaron, sino como lo ven los ángeles, que lo ven y gozan"

(Enarrat. in Ps. 84, 10: PL 36, 1073)

El camino de Cristo

Si sigues el camino de Cristo, no esperes pros­peridad mundana. Él anduvo por caminos ásperos, pero prometió grandes bienes. Sigúele. No mires sólo por dónde has de ir, sino también a dónde has de llegar. Tolerarás las asperezas temporales, pero llegarás a las alegrías eternas. Si quieres soportar la fatiga, por tu mirada en la recompensa. También el obrero desfallecería en el trabajo de la viña, si no pensase en lo que va a recibir. Cuando pienses en eso que vas a recibir, te parecerá sin importancia todo lo que tengas que sufrir, y no lo verás ni com-

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parable a lo que te espera. Te causará extrañeza el que se te dé tanto por tan poco trabajo. Pues, her­manos, por un descanso eterno se debería sufrir una fatiga eterna; antes de recibir la felicidad eter­na, deberías haber soportado sufrimientos eternos; mas, si tuvieses que soportar una fatiga eterna, ¿cuándo llegarías a la eterna felicidad? Pero acon­tece que siendo tu tribulación necesariamente temporal, acabada ella llegarás a la felicidad sin límite. Hermanos, puede haber una larga tribula­ción a cambio de la felicidad eterna. Dado que nuestra felicidad no tendrá fin, nuestra miseria, nuestra fatiga y nuestras tribulaciones han de ser duraderas.

Con todo, aunque se prolongasen por miles de años, pese a esos miles de años al lado de la eter­nidad. ¿Cómo se te ocurre poner en la misma balanza lo infinito y lo finito, sea lo que sea? Diez mil años, un millón de años, si se permite hablar así, y miles de millones, puesto que tienen un fin, no pueden compararse con la eternidad. A esto añade que Dios quiso de nosotros un esfuerzo, no sólo temporal, sino también breve. La vida entera del hombre se reduce a pocos días, aún en el caso de que no se mezclasen las penas con las alegrías que ciertamente son más y más duraderas que las penas; y éstas son más breves en duración y meno­res en número precisamente para que podamos resistir. Con todo, si el hombre viviese entre traba­jos, fatigas, dolores, tormentos; viviese en la cárcel, en calamidades, en hambre y sed durante toda su vida, sus días y sus horas, hasta la misma senectud, la vida entera del hombre se reduce a pocos días. Pasada la fatiga, llegará el reino eterno, llegará la

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felicidad sin límite, llegará el ser igual a los ángeles, llegará la herencia de Cristo, llegará Cristo el cohe­redero. Por tan poco trabajo, ¡cuan gran recom­pensa recibimos!

Los soldados veteranos que sirven en la milicia y pasan tantos años en medio de heridas, comien­zan el servicio en la juventud y lo abandonan y ancianos; y para gozar de unos pocos días de tran­quilidad en su vejez, cuando ya la misma edad comienza a pesarles, precisamente cuando no les pesan ya las batallas, ¡cuántas adversidades han de tolerar! ¡Qué marchas, qué fríos, qué soles, cuán­tas necesidades, qué heridas, qué peligros! Y mien­tras sufren todo esto, no piensan más que en los pocos días de tranquilidad en su vejez, a los que ignoran si llegarán. Por tanto, el Señor dirige los pasos de los hombres y éste anhela su camino (Sal 36, 23). A partir de aquí había comenzado a decir: si quieres seguir el camino de Cristo y eres en ver­dad cristiano, sábete que es cristiano el que no menosprecia el camino de Cristo, sino que quiere seguirlo a través de sus padecimientos. No vayas por otro camino distinto de aquel por el que andu­vo él. Parece duro, pero es seguro. Otro quizá tenga más encantos, pero está lleno de atracado­res. Y anhela su camino.

Comentario al salmo 36, 2,16

Tranquilidad eterna del cielo

Qué recibirán los buenos?... Os he dicho que estaremos a salvo, viviremos incólumes, gozare­mos la vida sin pena, sin hambre. Sin sed, sin

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defecto alguno, con los ojos limpios para la luz. Todo eso os he dicho y, sin embargo, me he calla­do lo principal. Veremos a Dios, y ésta es tan gran cosa, que en su comparación todo lo anterior es nada... A Dios no puede vérsele ahora tal y como es; sin embargo, le veremos, por eso se dice que el ojo no vio ni el oído oyó, pero lo verán los buenos, lo verán los piadosos, lo verán los misericordiosos"

(Serm. 128,11 PL 38, 711).

Saciedad insaciable

Saciedad insaciable, sin cansancio; siempre hambrientos y siempre saciados. Oye dos senten­cias de la Escritura: Los que me comen tendrán más hambre de mí, y los que me beben quedarán sedientos (Si 24,21). Y para que no pienses que allí puede haber necesidad o hambre, oye al Señor: Quien bebe de esa agua, volverá a tener sed (lo. 4, 131). Pero me preguntas: ¿cuándo será esto? Cuando quiera que sea, tú espera al Señor, ten paciencia, obra virilmente y ensánchese tu cora­zón, falta menos de lo que ha pasado

Alegraos siempre en el Señor (Flp 4.4-6). El Apóstol nos manda alegrarnos, pero no en el siglo, sino en el Señor. Hay dos gozos diferentes: uno es el gozo de este siglo y otro el gozo de Dios. Hay dos gozos de Dios: uno en esta vida y otro en el cielo. Pero ¿como no me podré alegrar con el gozo de este siglo, si vivo en él ? Levantándome sobre este mundo y pensando en Cristo. Cristo está cerca.

(Serm. 170.9: PL 38, 932)

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Cuando Cristo pasa

Cuando salían de Jericó le seguía una gran multitud. Y he aquí que dos ciegos sentados a la vera del camino, al oír que pasaba Jesús se pusie­ron a gritar: ¡Señor, Hijo de David, ten compasión de nosotros! La multitud les regañaba para que se callaran, pero ellos gritaban más fuerte diciendo: ¡Señor, Hijo de David, ten compasión de nosotros! Jesús se paró los llamó y les dijo: ¿Qué queréis que os haga? Le respondieron: Señor que se abran nuestros ojos. Jesús, compadecido, les tocó los ojos y al instante comenzaron a ver, y le siguieron (/Mt/20/29-34/Ag).

¿Qué es, hermanos, gritar a Cristo, sino ade­cuarse a la gracia del Señor con las buenas obras? Digo esto, hermanos, porque no sea que levante­mos mucho ia voz, mientras enmudecen nuestras costumbres. ¿Quién es el que gritaba a Cristo, para que expulsase su ceguera interior al pasar Él, es decir, al dispensarnos los sacramentos tempora­les, con los que se nos invita a adquirir los eternos? ¿Quién es el que grita a Cristo? Quien desprecia el mundo, llama a Cristo. Quien desdeña los placeres del siglo, clama a Cristo. Quien dice, no con la len­gua, sino con la vida, el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo (Gal 6, 14), ése es el que grita a Cristo.

Llama a Cristo quien reparte y da a los pobres, para que su justicia permanezca por los siglos de los siglos (cfr. Sal 101, 9). Quien escucha y no se hace el sordo -vended vuestras bienes y dad limosna; haceos bolsas que no envejecen, un teso­ro que no se agota en el Cielo (Le 12, 33)- como

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si oyese el sonido de los pasos de Cristo que pasa, al igual que el ciego, clame por estas cosas, es decir, hágalas realidad. Su voz esté en sus hechos. Comience a despreciar el mundo, a distribuir sus posesiones al necesitado, a tener en nada lo que los hombres aman. Deteste las injurias, no apetez­ca la venganza, ponga la mejilla al que le hiere, ore por los enemigos; si alguien le quitare lo suyo, no lo exija; si, al contrario, hubiera quitado algo a alguien, devuélvale el cuadruplo.

Una vez que haya comenzado a obrar así, todos sus parientes, afines y amigos se alborota­rán. Quienes aman el mundo se le pondrán en contra: «¿Qué haces, loco? ¡No te excedas!: ¿acaso los demás no son cristianos? Eso es idiotez, locura». Cosas como ésta grita la turba para que los ciegos no clamen. La turba reprendía a los que clamaban, pero no tapaba sus clamores.

Comprendan cómo han de obrar quienes dese­an ser sanados. También ahora pasa Jesús: los que se hallan a la vera del camino, griten. Tales son los que le honran con los labios, pero su corazón está alejado de Dios (cfr. Is 29, 13). A la vera del cami­no están aquellos de corazón contrito a quienes dio órdenes el Señor. En efecto, siempre que se nos leen las obras transitorias del Señor, se nos mues­tra a Jesús que pasa. Porque hasta el fin de los siglos no faltarán ciegos sentados a la vera del camino. Es necesario que levanten su voz.

La muchedumbre que acompañaba al Señor reprendía el clamor de los que buscaban la salud. Hermanos, ¿os dais cuenta de lo que digo? No sé de que modo decirlo, pero tampoco cómo callar.

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Esto es lo que digo, y abiertamente. Temo a Jesús que pasa y se queda, y no puedo callarlo: los cris­tianos malos y tibios obstaculizan a los buenos cris­tianos, a los verdaderamente llenos de celo y deseosos de cumplir los mandamientos de Dios, escritos en el Evangelio. La misma turba que está con el Señor, calla a los que claman; es decir, obs­taculiza a los que obran el bien, no sea que con su perseverancia sean curados.

Clamen ellos, no se cansen ni se dejen arrastrar por la autoridad de la masa; no imiten siquiera a los que, cristianos desde antiguo, viven mal y sien­ten envidia de las buenas obras. No digan: «¡Vivamos como la gran multitud!». ¿Y por qué no como ordena el Evangelio? ¿Por qué quieres vivir conforme a la reprensión de la turba que impide gritar, y no según las huellas de Cristo que pasa? Te insultarán, te vituperarán, te llamarán para que vuelvas atrás. Tú clama hasta que tu grito llegue a oídos de Jesús. Pues quienes perseveraren en obrar lo que ordenó Cristo, sin hacer caso de la muche­dumbre que lo prohibe, y no se ensoberbecieren por el hecho de que parecen seguir a Cristo-esto es, por llamarse cristianos-, sino que tuvieren más amor a la luz que Cristo les ha de restituir que temor al estrépito de los que les prohiben; éstos en modo alguno se verán separados: Cristo se deten­drá y los sanará (...).

En pocas palabras, para terminar este sermón, hermanos, en aquello que tanto nos toca y nos angustia, ved que es la muchedumbre la que reprende a los ciegos que gritan. Todos los que estáis en medio de la turba y queréis ser sanados, no os asustéis. Muchos son cristianos de nombre e

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impíos por las obras: que no os aparten de hacer el bien. Gritad en medio de la muchedumbre que os reprende, os llama para que volváis atrás, os insul­ta y vive perversamente.

Mirad que los malos cristianos no sólo oprimen a los buenos con las palabras, sino también con las malas obras. Un buen cristiano no quiere asistir a los espectáculos: por el mismo hecho de frenar su concupiscencia para no acudir al teatro, ya grita en pos de Cristo, ya clama que le sane: «Otros van -dirá-, pero serán paganos, o judíos». Si los cristia­nos no fueran a los teatros, habría tan poca gente, que los demás se retirarían llenos de vergüenza. Pero los cristianos corren también hacia allá, lle­vando su santo nombre a lo que es su perdición. Clama, pues, negándote a ir, reprimiendo en tu corazón la concupiscencia temporal, y mantente en ese clamor fuerte y perseverante ante los oídos del Salvador, para que se detenga y te cure. Clama aun en medio de la muchedumbre, no pierdas la confianza en los oídos del Señor. Aquellos ciegos no gritaron desde el lado en el que no estaba la muchedumbre, para ser oídos desde allí, sin el estorbo de quienes les prohibían. Clamaron en medio de la turba y, no obstante, el Señor les escu­chó. Hacedlo así vosotros también, en medio de los pecadores y lujuriosos, en medio de los aman­tes de las vanidades mundanas. Clamad ahí para que os sane el Señor. No gritéis desde otra parte, no vayáis a los herejes para clamar desde allí. Considerad, hermanos, que en medio de aquella muchedumbre que impedía gritar, allí mismo fue­ron sanados los que clamaban.

(Sermón 88, 12-13, 17)

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Antes de crear el mundo

Cristo te amó antes de que existieras y te creó; antes de crear el mundo te predestinó; después de creado te nutrió por medio de tu padre y tu madre. Porque lo que te dan los padres no es de lo suyo. Te amó, te creó, te nutrió, se entregó a sí mismo por ti, aceptó las heridas por ti, te redimió con su sangre. ¿No tiemblas? ¿No dices: Qué devolveré al Señor por todo lo que me dio? (Sal 115,12). ¿Y qué devolverás al Señor por todo lo que te dio? Escucha quien te dice: Quien ama a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí (Mt 10, 37). Oye al que habla, teme al que intima, ama al que promete. ¿Qué has devuelto al Señor por todo lo que ha dado? Supon que ya le has devuelto algo. ¿Qué le devolviste? ¿Le otorgaste la salud como él te la otorgó a ti? ¿Le introdujiste en la vida eterna como él a ti? ¿Le creaste como él a ti? ¿Le hiciste señor como él te hizo a ti hombre? ¿Qué le devolviste, sino cosas que revierten a ti? Si piensas verdad, nada le diste, sino que te proveíste a ti mismo. Y ni siquiera eso lo tenías de ti mismo, pues ¿qué tienes que no hayas recibido? (1 Cor 4,7). ¿Por qué no encuentras qué dar al Señor? Devuélvele a ti mismo, devuélvele lo que hizo. Devuélvele a ti mismo, no tus cosas; devuélvele su criatura, no tu iniquidad.

Sermón 65 A, 12

Es preferible ir cojo

Cristo es, en el seno de su Padre, la Verdad y la Vida; él es la Palabra de Dios, y de él se dijo: La

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Vida era la luz de los hombres (Jn 1, 4). Siendo, pues, en el Padre la Verdad y la Vida, y no sabien­do nosotros por dónde ir a esta Verdad, él, Hijo de Dios, Verdad eterna y Vida en el Padre, se hizo hombre a fin de ser camino para nosotros. Siguiendo el camino de su humanidad, llegarás a la divinidad. Él te conduce a él mismo. No andes bus­cando por dónde ¡r a él fuera de él. Si él no hubie­ra tenido voluntad de ser camino, nos hallaríamos extraviados siempre. Se hizo, pues, camino por donde ir. No te diré ya: "Busca el camino". El camino mismo es quien viene a ti. ¡Levántate y camina! Camina con la conducta, no con los pies. Muchos caminan bien con los pies y mal con la conducta. Y aun los hay que caminan bien, pero fuera del camino. Hallarás, en efecto, hombres de vida regulada, pero que no son cristianos. Corren bien, mas no por el Camino, y cuanto más cami­nan, más se extravían, pues se alejan más del Camino. Si estos hombres entran en el Camino y los siguen, ¡cuánta seguridad hay! Porque caminan bien y no yerran. Cuando, al revés, no siguen el Camino, ¡qué lástima dan, por bien que caminen! Es preferible, sin duda, ir por el camino aun coje­ando, a correr fuera de él. Y con esto, vuestra cari­dad dése por satisfecha.

Sermón 141,4

Volved al corazón

En nosotros es cosa muy distinta el oír del ver. Tal vez volvemos al interior, aunque no seamos prevaricadores, a quienes se dijo: Retornad, preva­ricadores, al corazón (Is 46, 8). Volved al corazón.

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¿Qué es eso de alejaros de vosotros y desaparecer de vuestra propia vista? ¿Qué es eso de ir por los caminos de soledad y vida errante y vagabunda? Volved; ¿a dónde?. Al Señor. Es pronto todavía. Vuelve primero a tu corazón; andas fuera de ti, como un desterrado. ¿Te ignoras a ti mismo y vas en busca de quien te creó?. Vuelve, vuelve al cora­zón y deja tu cuerpo; tu cuerpo es tu casa. Tu cora­zón siente también por tu cuerpo, pero tu cuerpo no siente lo que tu corazón. Deja también tu cuer­po y vuelve a tu corazón. En tu cuerpo veías en una parte los ojos y en otra los oídos. ¿Ves acaso esto en tu corazón? ¿No tienes, por ventura, oídos en tu corazón? ¿A qué oídos, pues, se refiere el Señor al decir: El que tenga oídos para oír que oiga? (Le 8, 8). ¿Tampoco tienes ojos en le cora­zón? ¿Cómo dice el Apóstol: Los ojos iluminados de vuestro corazón? (Ef 1, 18).

Vuelve al corazón; mira allí qué es lo que tal vez sientes de Dios allí está la imagen de Dios. En el hombre interior habita Cristo y en el hombre interior serás renovado según la imagen de Dios (Ef 3, 16). Conoce en su imagen a tu Creador. Mira cómo todos los sentidos corporales trasmiten al centro del corazón las impresiones que reciben de fuera. Mira cuántos ministros tiene un solo empe­rador interior y lo que hace él también en sí mismo sin esos auxiliares. Los ojos dan cuenta al corazón de los blanco y de lo negro; los oídos, de lo armo­nioso y de lo discordante; y el olfato de los olores sanos y de los fétidos; y el gusto de lo amargo y de lo dulce; y el tacto, de lo suave y de lo áspero. Y el corazón se da cuenta asimismo de lo justo y de lo injusto. Tu corazón ve y oye y juzga de las demás

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cosas sensibles; y allí donde no llegan los sentidos, discierne lo justo de lo injusto y lo bueno de lo malo. Muéstrame los ojos y los oídos y las narices de tu corazón. Diversas son las impresiones que se reciben en tu corazón; sin embargo, allí no hay órganos distintos. En tu cuerpo oyes aquí y ves allí; mas en tu corazón ves allí mismo donde oyes. Si la imagen puede esto, ¿cuánto más poderoso será aquel de quien es imagen? Luego el Hijo oye y le ojo ve, y el Hijo es la misma audición y visión en él es lo mimo oír que ser y lo mismo ver que ser. En ti no es lo mismo ver que ser, porque aunque pier­das la vista, puedes seguir existiendo. Y lo mismo si pierdes el oído.

Comentarios sobre el evangelio de San Juan 18,10

Educar a un hijo

Tú educas a tu hijo. Y lo primero que haces, si te es posible; es instruirle en el respeto y en la bon­dad, para que se avergüence de ofender al padre y no le tema como a un juez severo. Semejante hijo te causa alegría. Si llegara a despreciar esta educa­ción, le castigarías, le azotarías, le causarías dolor, pero buscando su salvación. Muchos se corrigieran por el amor; otros muchos por el temor, pero por el pavor del temor llegaron al amor. Instruios los que juzgáis la tierra (Sal 2,10). Amad y juzgad. No se busca la inocencia haciendo desaparecer la dis­ciplina. Está escrito: Desgraciado aquel que se des­preocupa de la disciplina (Sab 3,11). Bien pudiéra­mos añadir a esta sentencia: así como es desgra-

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ciado el que se despreocupa de la disciplina, aquel que la rechaza es cruel. Me he atrevido a deciros algo que, por la dificultad de la materia, me veo obligado a exponerlo con más claridad. Repito lo dicho: el que desprecia o no se preocupa de la dis­ciplina es un desgraciado. Esto es evidente. El que la rechaza es cruel. Mantengo y defiendo que un hombre puede ser piadoso castigando y puede ser cruel perdonando. Os presento un ejemplo. ¿Dónde puedo encontrar a un hombre que mues­tre su piedad al castigar? No iré a los extraños, iré directamente al padre y al hijo. El padre ama aun cuando castiga. Y el hijo no quiere ser castigado. El padre desprecia la voluntad del hijo, pero atiende a lo que le es útil. ¿Por qué? Porque es padre, por­que le prepara la herencia, porque alimenta a su sucesor. En este caso, el padre castigando es pia­doso; hiriendo es misericordioso. Preséntame un hombre que perdonando sea cruel. No me alejo de las mismas personas; sigo con ellas ante los ojos. ¿Acaso no es cruel perdonado aquel padre que tiene un hijo indisciplinado y, sin embargo, disimu­la y teme ofender con la aspereza de la corrección al hijo perdido?

Sermón 13,9

Vacía lo que has de llenar

Escuchad: Ved qué amor nos ha dado el Padre, que se nos llama y somos hijos de Dios. En efecto, a quien sólo tiene el nombre de hijo, sin serlo, ¿de qué le aprovecha ese nombre, si le falta la realidad? ¡Cuántos se llaman médicos y no saben curar! ¡Cuántos se llaman vigilantes y pasan toda la noche

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durmiendo! Así muchos se llaman cristianos y no aparecen tales en sus obras; su vida, costumbres, fe, esperanza y caridad no corresponden a ese nombre que se dan. Pero ¿qué habéis escuchado, herma­nos? Ved qué amor nos ha dado el padre, que se nos llama y somos hijos de Dios. Por eso el mundo no nos conoce; como no le conoció a él, tampoco nos conoce a nosotros (1 Jn 3,1). El mundo entero es cristiano y el mundo entero es impío: por todo el mundo hay impíos y por todo el mundo hay piado­sos, los unos no conocen a los otros.

¿Cómo sabemos que no se conocen? Insultan a quienes viven santamente.

Deseemos, pues, hermanos, puesto que sere­mos llenados... Ésta es nuestra vida: un ejercicio continúo con el deseo. Pero el santo deseo en tanto nos ejercita en cuanto apartemos los deseos del amor del siglo. Ya lo he dicho alguna vez: vacía lo que has de llenar. Has de llenarlo con un bien, vacíalo del mal. Supon que Dios te quiere llenar de miel; si estás lleno de vinagre, ¿dónde pones la miel? Hay que derramar lo que contenía el vaso; hay que limpiar el mismo vaso; hay que limpiarlo, aunque sea con la fatiga, con los detergentes, para que pueda acoger lo que sea. Llamémosle miel, oro o vino. Aquello a que nos referimos sin poder expresarlo, aquello que queremos indicar, se llama Dios. Y al decir Dios ¿qué hemos dicho? ¿Es esta sílaba todo lo que esperamos? Todo lo que hemos podido decir queda por debajo de él; extendámo-nos pues, hacia él, para que cuándo venga, nos llene. Seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es.

Comentario a la I Carta de San Juan 4, 4-6

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Cristo murió por todos

Señor, el verdadero mediador que por tu secre­ta misericordia revelaste a los humildes, y lo enviaste para que con su ejemplo aprendiesen la misma humildad, ese mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, apareció en una condición que lo situaba entre los pecadores mor­tales y el Justo inmortal: pues era mortal en cuan­to hombre, y era justo en cuanto Dios. Y así, pues­to que la justicia origina la vida y la paz, por medio de esa justicia que le es propia en cuanto que es Dios destruyó la muerte de los impíos al justificar­los, esa muerte que se dignó tener en común con ellos.

¡Oh, cómo nos amaste, Padre bueno, que no perdonaste a tu Hijo único, sino que lo entregas­te por nosotros, que éramos impíos! ¡Cómo nos amaste a nosotros, por quienes tu Hijo no hizo alarde de ser igual a ti, al contrario, se rebajó hasta someterse a una muerte de cruz! Siendo como era el único libre entre los muertos, tuvo poder para entregar su vida y tuvo poder para recuperarla. Por nosotros se hizo ante ti vence­dor y víctima: vencedor, precisamente por ser víctima; por nosotros se hizo ante ti sacerdote y sacrificio: sacerdote, precisamente del sacrificio que fue él mismo. Siendo tu Hijo, se hizo nues­tro servidor, y nos transformó, para ti, de escla­vos en hijos.

Con razón tengo puesta en él la firme esperan­za de que sanaras todas mis dolencias por medio de él, que está sentado a tu diestra y que interce­de por nosotros; de otro modo desesperaría.

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Porque muchas y grandes son mis dolencias; sí, son muchas y grandes, aunque más grande es tu medicina. De no haberse tu Verbo hecho carne y habitado entre nosotros, hubiéramos podido juz­garlo apartado de la naturaleza humana y deses­perar de nosotros.

Aterrado por mis pecados y por el peso enor­me de mis miserias, había meditado en mi corazón y decidido huir a la soledad; mas tú me lo prohibis­te y me tranquilizaste, diciendo: Cristo murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para el que murió por ellos.

He aquí, Señor, que ya arrojo en ti mi cuidado, a fin de que viva y pueda contemplar las maravi­llas de tu voluntad. Tú conoces mi ignorancia y mi flaqueza: enséñame y sáname. Tu Hijo único, en quien están encerrados todos los tesoros del saber y del conocer, me redimió con su sangre. No me opriman los insolentes; que yo tengo en cuenta mi rescate, y lo como y lo bebo y lo distribuyo y, aun­que pobre, deseo saciarme de él en compañía de aquellos que comen de él y son saciados por él. Y alabarán al Señor los que le buscan.

Confesiones, Libro 10, 43, 68-70

Dichosos los que hospedaron al Señor en su casa

Las palabras del Señor nos advierten que, en medio de la multiplicidad de ocupaciones de este mundo, hay una sola cosa a la que debemos ten­der. Tender, porque somos todavía peregrinos, no residentes; estamos aún en camino, no en la patria definitiva; hacia ella tiende nuestro deseo, pero no

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disfrutamos aún de su posesión. Sin embargo, no cejemos en nuestro esfuerzo, no dejemos de ten­der hacia ella, porque sólo así podremos un día lle­gar a término.

Marta y María eran dos hermanas, unidas no sólo por su parentesco de sangre, sino también por sus sentimientos de piedad; ambas estaban estre­chamente unidas al Señor, ambas le servían duran­te su vida mortal con idéntico fervor. Marta lo hos­pedó, como se acostumbra a hospedar a un pere­grino cualquiera. Pero, en este caso, era una sir­vienta que hospedaba a su Señor, una enferma al Salvador, una criatura al Creador. Le dio hospeda­je para alimentar corporalmente a aquel que la había de alimentar con su Espíritu. Porque el Señor quiso tomar la condición de esclavo para así ser ali­mentado por los esclavos, y ello no por la necesi­dad, sino por condescendencia, ya que fue real­mente una condescendencia el permitir ser alimen­tado. Su condición humana lo hacía capaz de sen­tir hambre y sed.

Así, pues, el Señor fue recibido en calidad de huésped, él, que vino a su casa, y los suyos no lo recibieron; pero a cuantos lo recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, adoptando a los sier­vos y convirtíéndolos en hermanos, redimiendo a los cautivos y convirtiéndolos en coherederos. Pero que nadie de vosotros diga: «Dichosos los que pudieron hospedar al Señor en su propia casa». No te sepa mal, no te quejes por haber nacido en un tiempo en que ya no puedes ver al Señor en carne y hueso; esto no te priva de aquel honor, ya que el mismo Señor afirma: Cada vez que lo hicisteis con uno de éstos, mis humildes

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hermanos, conmigo lo hicisteis. Por lo demás, tú, Marta -dicho sea con tu venia, y bendita seas por tus buenos servicios-, buscas el descanso como recompensa de tu trabajo. Ahora estás ocupada en los mil detalles de tu servicio, quieres alimentar unos cuerpos que son mortales, aunque cierta­mente son de santos; pero ¿por ventura, cuando llegues a la patria celestial, hallarás peregrinos a quienes hospedar, hambrientos con quienes partir tu pan, sedientos a quienes dar de beber, enfer­mos a quienes visitar, litigantes a quienes poner en paz, muertos a quienes enterrar?

Todo esto allí ya no existirá; allí sólo habrá lo que María ha elegido: allí seremos nosotros ali­mentados, no tendremos que alimentar a los demás. Por esto, allí alcanzará su plenitud y per­fección lo que aquí ha elegido María, la que reco­gía las migajas de la mesa opulenta de la palabra del Señor. ¿Quieres saber lo que allí ocurrirá? Dice el mismo Señor, refiriéndose a sus siervos: Os ase­guro que los hará sentar a la mesa y los irá sir­viendo.

Sermón 103, 1-2,6

¡Oh Dios mío!

Yo caminaba errante y me iba separando de ti. Ahora quiero empezar a seguirte, porque tú has sido el primero en buscarme y llevarme sobre tus hombros. (In Ps. 69, 8) Tú me has dicho: "Yo soy el camino, la verdad y la vida". Sí, Dios mío,

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tú eres el verdadero camino; vas a ti mismo y por ti mismo; yo, en cambio, ¿adonde iré sino a ti?, ¿y por dónde sino por ti? Iré a ti siguiendo tus pasos. Es difícil el camino que has andado, pero también son grandes las promesas que has hecho. Soportaré las penas y trabajos corporales, pero al fin llegaré a la posesión de los bienes eternos.

In Ps. 36, 2,1

Dios

Dios de quien separarse es morir, a quien acercarse es resucitar, con quien habitar es vivir.

Dios, de quien huir es caer, a quien volver es levantarse, en quien apoyarse es estar seguro.

Dios, a quien olvidar es perecer, a quien buscar es renacer, a quien ver es poseer.

Soliloquios, 1, 1,3

¿Y tú, dónde estás por mí?

Y tú ¿dónde estás por mí?

En un estrecho alojamiento,

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envuelto en pañales, recostado en un pesebre. Y todo eso, ¿por qué? El que rige el curso de los astros mama del pecho de una mujer y nutre a los ángeles, habla desde el seno del padre y calla en el seno de la madre. Hablará al llegar el tiempo oportuno, nos anunciará con plenitud la buena nueva [...]. Recostado en el pesebre se hizo débil sin perder su poder: asumió lo que no era, pero permaneció en lo que era. Estamos delante del Cristo niño: crezcamos con él.

Sermón 196, 3

Sed cielos que pregonen a Dios

Amad también vosotros a Cristo. El que venció al mundo nos ha ofrecido grandiosos espectáculos, en los que nadie puede decir haber hallado algo indecoroso. A veces, cuando uno ama a alguien en el teatro, sale vencido en él. En cambio, nadie sale vencido en Cristo, pues nada tiene que pueda dar motivo de vergüenza. Arrebatad, traed, atraed a cuantos podáis; estad seguros de que los atraéis a quien nunca desagrada a los que le contemplan; rogadle a Cristo que los ilumine, para que puedan

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ver bien el espectáculo. Los cielos anunciaron su justicia y todos los pueblos contemplaron su gloria.

Comentario al salmo 96, 10

Corred a Cristo

Corred a Cristo. Corred a él y él os hará volver. El es, en efecto, quien regresa a los alejados, persi­gue a los fugitivos, encuentra a los perdidos, humi­lla a los soberbios, alimenta a los hambrientos, da suelta a los esclavos, ilumina a los ciegos, limpia a los inmundos, reconforta a los cansados, resucita a los muertos y libera a los poseídos y cautivos. (Serm. 216, 11,24)

Dios es el gran desconocido y no se le encuen­tra más que buscándole. Él mismo satisface al que le busca saciando su capacidad y aumenta la capa­cidad del que le encuentra para que tenga que seguir buscándole. (In epist Joan 63,1)

Nos acercamos a Dios por movimientos del alma, no por pasos del cuerpo. ¿Quieres estar cerca? Sé como él. Cuanto menos te le pareces más te alejas de él. Cuanto te parezcas a él, alégrate y goza. Cuanto te alejes de él, gime y suspira. Tus lágrimas excitarán tu deseo, y tu deseo reavivará tu esperanza. Y así, deseando y esperando, volverás a parecerte y a acercarte a él. (In Ps. 34,2,6)

Yo buscaba llegar a Dios...

Yo buscaba llegar a Dios y gozar de Él, pero no pude lograrlo directamente.

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No lo hallé hasta que me abracé con Jesucristo hombre, pues entre el hombre y Dios, mediador de los hombres, camino, verdad y vida. Jesucristo hombre, mezcló con su carne el manjar de su divinidad que yo no tenía fuerza para comer.

Pero yo, que no era hombre humilde y no admitía mi niñez espiritual, rechazaba a Dios en el humilde hombre Jesús y despreciaba la lección de su flaqueza.

Ahora, Señor, comprendo que para elevarme a tu divinidad no tengo otra cosa que la humanidad de Jesucristo. Comprendo que tu Verbo, eterna verdad, encumbrado sobre todas las criaturas, levanta hacia si a todo aquel que se le quiere someter; Comprendo que se edificó junto a nosotros una casa de humilde barro, su propio cuerpo caduco, para derribar a los soberbios de su propia altanería y atraerlos hacia sí, curarles la hinchazón de su soberbia e infundirles amor. Nos da tu Verbo a los hombres esta lección de humildad para que nadie se eleve demasiado; Para que cada uno conozca su debilidad

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viendo débil a la propia divinidad que asume nuestra flaqueza revistiéndose la pobre túnica de nuestra carne. Que, humillado, me postre ante tu divinidad abajada hasta el polvo y la carne para que ella, al elevarse, me levante consigo.

¡Para elevarme a tu divinidad no tengo otro camino que abrazarme a la materialidad de Jesucristo!

Conf. 7, 18,24

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í "... Hallarás gente que vive bien y no tiene fe. Corre bien, pero no corre por el camino. Cuanto más corre, más se extravía, pues se va apartando del camino. Si

esa gente viene al camino, y va por él, gozará de seguridad, correrá bien y no se extraviará. Pero si no

va por el camino, aunque corra bien, ¡es muy lamentable! Es mejor cojear dentro del camino que

correr fuera de él".

<FS

Sermón 141

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La fe de María

Mientras hablaba a las turbas, su madre y sus hermanos estaban fuera, queriendo hablar con Él. Alguien se lo indicó, diciendo: mira, tu Madre y tus hermanos están fuera, quieren hablar contigo. Y Él dijo: ¿quién es mi madre y quiénes son mis herma­nos? Y extendiendo ¡a mano sobre sus discípulos, repuso: éstos son mi madre y mis hermanos. Todo aquel que hiciere la voluntad de mi Padre, que está en los cielos, es mi hermano, mi hermana y mi madre (Mt.12, 46-50).

¿Por qué Cristo desdeñó piadosamente a su Madre? No se trataba de una madre cualquiera, sino de una Madre virgen. María, en efecto, reci­bió el don de la fecundidad sin menoscabo de su integridad: fue virgen al concebir, en el parto y perpetuamente. Sin embargo, el Señor relegó a una Madre tan excelente para que el afecto mater­no no le impidiera realizar la obra comenzada.

¿Qué hacía Cristo? Evangelizaba a las gentes, destruía al hombre viejo y edificaba uno nuevo, libertaba a las almas, desencadenaba a los presos,

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iluminaba las inteligencias oscurecidas, realizaba toda clase de obras buenas. Todo su ser se abrasa­ba en tan santa empresa. Y en ese momento le anunciaron el afecto de la carne. Ya oísteis lo que respondió, ¿para qué voy a repetirlo? Estén aten­tas las madres, para que con su cariño no dificul­ten las obras buenas de sus hijos. Y si pretenden impedirlas o ponen obstáculos para retrasar lo que no pueden anular, sean despreciadas por sus hijos. Más aún, me atrevo a decir que sean desdeñadas, desdeñadas por piedad. Si la Virgen María fue tra­tada así, ¿por qué ha de enojarse la mujer -casada o viuda-, cuando su hijo, dispuesto a obrar el bien, la desprecie? Me dirás: entonces, ¿comparas a mi hijo con Cristo? Y te respondo: No, no lo comparo con Cristo, ni a ti con María. Cristo no condenó el afecto materno, pero mostró con su ejemplo subli­me que se debe postergar a la propia madre para realizar la obra de Dios (...).

¿Acaso la Virgen María -elegida para que de Ella nos naciera la salvación y creada por Cristo antes de que Cristo fuese en Ella creado-, no cum­plía la voluntad del Padre? Sin duda la cumplió, y perfectamente. Santa María, que por la fe creyó y concibió, tuvo en más ser discípula de Cristo que Madre de Cristo. Recibió mayores dichas como discípula que como Madre.

María era ya bienaventurada antes de dar a luz, porque llevaba en su seno al Maestro. Mira si no es cierto lo que digo. Al ver al Señor que cami­naba entre la multitud y hacía milagros, una mujer exclamó: ¡bienaventurado el vientre que te llevó! (Le 11, 27). Pero el Señor, para que no buscáramos la felicidad en la carne, ¿qué responde?: bienaven-

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turados, más bien, los que oyen la palabra de Dios y la ponen en práctica (Le 1 I, 28). Luego María es bienaventurada porque oyó la palabra de Dios y la guardó: conservó la verdad en la mente mejor que la carne en su seno. Cristo es Verdad, Cristo es Carne. Cristo Verdad estaba en el alma de María, Cristo Carne se encerraba en su seno; pero lo que se encuentra en el alma es mejor que lo que se concibe en el vientre.

María es Santísima y Bienaventurada. Sin embargo, la Iglesia es más perfecta que la Virgen María. ¿Por qué? Porque María es una porción de la Iglesia, un miembro santo, excelente, superemi­nente, pero al fin miembro de un cuerpo entero. El Señor es la Cabeza, y el Cristo total es Cabeza y cuerpo. ¿Qué diré entonces? Nuestra Cabeza es divina: tenemos a Dios como Cabeza.

Vosotros, carísimos, también sois miembros de Cristo, sois cuerpo de Cristo. Ved cómo sois lo que Él dijo: he aquí mi madre y mis hermanos (Mt 12, 49). ¿Cómo seréis madre de Cristo? El Señor mismo nos responde: todo el que escucha y hace la Voluntad de mi Padre, que está en los cielos, es mi hermano, mi hermana y mi madre (Mt 12, 50). Mirad, entiendo lo de hermano y lo de hermana, porque única es la herencia; y descubro en estas palabras la misericordia de Cristo: siendo el Unigénito, quiso que fuéramos herederos del Padre, coherederos con Él. Su herencia es tal, que no puede disminuir aunque participe de ella una muchedumbre. Entiendo, pues, que somos herma­nos de Cristo, y que las mujeres santas y fieles son hermanas suyas. Pero ¿cómo podemos interpretar que también somos madres de Cristo? ¿Me atre-

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veré a decir que lo somos? Sí, me atrevo a decirlo. Si antes afirmé que sois hermanos de Cristo, ¿cómo no voy a afirmar ahora que sois su madre?, ¿acaso podría negar las palabras de Cristo?

Sabemos que la Iglesia es Esposa de Cristo, y también, aunque sea más difícil de entender, que es su Madre. La Virgen María se adelantó como tipo de la Iglesia. ¿Por qué -os pregunto- es María Madre de Cristo, sino porque dio a luz a los miem­bros de Cristo? Y a vosotros, miembros de Cristo, ¿quién os ha dado a luz? Oigo la voz de vuestro corazón: La Madre Iglesia! Semejante a María, esta Madre santa y honrada, al mismo tiempo da a luz y es virgen.

Vosotros mismos sois prueba de lo primero: habéis nacido de Ella, al igual que Cristo, de quien sois miembros. De su virginidad no me faltarán testimonios divinos. Adelántate al pueblo, bien­aventurado Pablo, y sírveme de testigo. Alza la voz para decir lo que quiero afirmar: os he desposado con un varón, presentándoos como virgen casta ante Cristo; pero temo que así como la serpiente sedujo a Eva con su astucia, así también pierdan vuestras mentes la castidad que está en Cristo Jesús (2 Cor 1 I, 2-3). Conservad, pues, la virgini­dad en vuestras almas, que es la integridad de la fe católica. Allí donde Eva fue corrompida por la pala­bra de la serpiente, allí debe ser virgen la Iglesia con la gracia del Omnipotente.

Por lo tanto, los miembros de Cristo den a luz en la mente, como María alumbró a Cristo en su seno, permaneciendo virgen. De ese modo seréis madres de Cristo. Ese parentesco no os debe extra­

ñar ni repugnar: fuisteis hijos, sed también madres. Al ser bautizados, nacisteis como miembros de Cristo, fuisteis hijos de la Madre. Traed ahora al lavatorio del Bautismo a los que podáis; y así como fuisteis hijos por vuestro nacimiento, podréis ser madres de Cristo conduciendo a los que van a renacer.

Sermón 72 A, 3, 7-8

Deseo - búsqueda

Fija la mirada de mi atención en esta regla de fe, te he buscado según mis fuerzas y en la medi­da que Tú me hiciste poder, y anhelé ver con mi inteligencia lo que creía mi fe, y disputé y me afané mucho. Señor y Dios mío, mi única esperanza, óyeme para que no sucumba al desaliento y deje de buscarte; haz que ansie siempre tu rostro con ardor. Dame fuerzas para la búsqueda, Tú que hiciste que te encontrara y me has dado esperan­zas de un conocimiento más perfecto. Ante Ti está mi firmeza y mi debilidad: sana ésta, conserva aquélla. Ante Ti está mi ciencia y mi ignorancia, si me abres, recibe al que entra; si me cierras, abre al que llama. Haz que me acuerde de Ti, que te com­prenda y te ame. Acrecienta en mí estos dones hasta mi reforma completa.

Sé que está escrito: en las muchas palabras no estás exento de pecado (Prov 10, 19). ¡Ojalá sólo abriera mis labios para predicar tu palabra y cantar tus alabanzas! Evitaría así el pecado y adquiriría abundancia de méritos aun en la muchedumbre de mis palabras. Aquel varón a quien Tú amaste no ha

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aconsejado el pecado a su verdadero hijo en la fe, cuando le escribe: predica la palabra, insiste con ocasión y sin ella (2 Tim 4, 2). ¿Acaso se podrá decir que no habló mucho el que oportuna e importunamente anunció, Señor, tu palabra? No, no era mucho, pues todo era necesario. Líbrame, Dios mío, de la muchedumbre de palabras que padezco dentro de mi alma, miserable en tu pre­sencia, pero que se refugia en tu misericordia.

Cuando callan mis labios, que mis pensamien­tos no guarden silencio. Si sólo pensara en las cosas que son de tu agrado, no te rogaría que me librases de la abundancia de mis palabras. Pero muchos son mis pensamientos; Tú los conoces. Son pensamientos humanos, pues vanos son. Otórgame no consentir en ellos, sino haz que pueda rechazarlos cuando siento su caricia. No permitas nunca que me detenga adormecido en sus halagos. Jamás ejerzan sobre mí su poderío ni pesen en mis acciones. Con tu ayuda protectora, sea mi juicio seguro y mi conciencia esté al abrigo de su influjo.

Hablando el Sabio de Ti en su libro, hoy cono­cido con el nombre de Eclesiástico, dice: muchas cosas diríamos sin acabar nunca; sea la conclusión de nuestro discurso: Él lo es todo (Sir 43, 29).

Cuando lleguemos a tu presencia, cesarán estas muchas cosas que ahora hablamos sin enten­derlas, y Tú permanecerás todo en todos. Entonces modularemos un cántico eterno, alabándote a un tiempo unidos todos en Ti.

La justicia del hombre comienza por la fe. ¿Qué es lo propio de la fe? Creer. Pero incluso esta

fe ha de distinguirse de la de los espíritus inmun­dos. ¿Qué es lo propio de la fe?. Creer. Pero he aquí que dice el apóstol Santiago: También los demonios creen, y tiemblan. Si sólo tienes fe, viviendo sin esperanza o careciendo de amor, pien­sa: También los demonios creen y tiemblan (Sant 2, 19). ¿Qué tiene de grande decir que Cristo es Dios?. Lo dijo Pedro y escuchó: Dichoso tú, Simón hijo de Jonás; pero lo dijeron también los demonios y escucharon: Callad. A Pedro se le llamó dichoso porque no te lo reveló la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos (Mt 16, 17). Los demonios, en cambio, escucharon: Callad (Me 16, 17). Dicen lo mismo que Pedro y se les rechaza. Dicen lo mismo; pero el Señor mira a la raíz, no a la flor. Por eso dice la carta a los Hebreros: Para que ninguna raíz amarga, al brotar, cause molestias y por ellas se contaminen muchos. (Heb 12,15).

Ante todo, pues, distingue tu fe de la de los demonios. ¿Cómo? Los demonios dijeron aquellas palabras con temor; Pedro con amor. Añade por ello a la fe. ¿Y qué esperanza existe que no surja de cierta bondad de la conciencia? Añade la misma esperanza el amor. Según el Apóstol, tenemos un camino excelente: Os muestro un camino sobre­manera excelente: Aunque hable las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo caridad, soy como un bronce que suena o un címbalo que reti­ne. Enumera a continuación los demás bienes, confirmando que sin la caridad no sirven para nada. Permanezcan, pues, las tres: la fe, la espe­ranza y la caridad; pero la mayor de todas es la caridad. Perseguid la caridad: discernid, pues, vuestra fe. La fe obra por amor (Gal 5,6).

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Que cada uno de vosotros, hermanos míos, mire a su interior, se juzgue y examine sus obras, sus buenas obras; vea las que hace por amor, no espe­rando retribución alguna temporal, sino la promesa y el rostro de Dios. Nada de lo que Dios te prome­tió vale algo separado de él mismo. Con nada me saciaría Dios a no ser con la promesa de sí mismo. ¿Qué es la tierra entera? ¿Qué la inmensidad del mar? ¿Qué todo el cielo? ¿Qué son todos los astros, el sol, la luna? ¿Qué el ejército de los ángeles? Tengo sed del Creador de todas estas cosas; de él tengo hambre y sed y a él digo: En ti esta la fuente de la vida (Sal 35, 10). Él, a su vez, me responde. Yo soy el pan que ha bajado del cielo (Jn 6, 41).

Que mi peregrinación esté marcada por el hambre y sed de ti, para que me sacie de tu pre­sencia. El mundo se sonríe ante muchas cosas, her­mosas, resistentes y variadas, pero más hermoso es quien las hizo, más resistente, más resplandecien­te; más suave. Me saciaré cuando se manifieste tu gloría (Sal 16, 15). Si existe en vosotros la fe que obra por el amor, pertenecéis al grupo de los pre­destinados, llamados y justificados. Crezca, pues, en vosotros. La fe que obra por el amor no puede existir sin esperanza. Llegados a la meta, ¿existirá allí la fe? ¿Se nos dirá todavía "cree"? Ciertamente no. Lo veremos y le contemplaremos a él. Amadísimos, somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Dado que aún no se ha manifestado, es necesaria la fe. Somos hijos de Dios, hijos predestinados, llamados, justificados. Somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Por lo tanto, de momento, se nece­sita la fe hasta que se manifieste lo que seremos.

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Sabemos que cuando se manifieste, seremos semejantes. ¿En virtud de la fe? No. Porque le veremos tal cual es (1 Jn 3, 2).

Sermón 158, 6-7

Tu credo ha de ser tu espejo

Si Dios quiere, en la vigilia del próximo sábado recitaréis en público no el Padrenuestro, sino el Credo. Si lo aprendéis ahora, luego no lo vais a oír a diario de boca del pueblo. Una vez que lo hayáis aprendido, repetidlo todos los días para que no se os olvide: cuando os levantéis de la cama, cuando os entregáis al sueño, recitad vuestro Credo, reci­tádselo al Señor, recordáoslo a vosotros mismos, sin avergonzaros de repetirlo. Para no olvidar es buena cosa el repetirlo. No digáis: "Ya lo recité ayer, lo recité hoy, lo recito todos los días; lo sé a la perfección". Tu Credo ha de ser para ti como un espejo, que te recuerde tu fe y en el que puedas mirarte. Mírate en él; ve si crees todas las cosas que confiesas creer y regocíjate a diario en tu fe. Sean ellas tus riquezas; sean, por decirlo así, el ves­tido diario de tu mente. ¿No te vistes acaso cuan­do te levantas de la cama? Viste igualmente tu alma con el recuerdo de tu Credo, no sea que el olvido la desnude y, una vez desnuda, se cumpla en ti - lo que Dios no quiera- aquello del Apóstol: Aunque despojados, no seremos hallados desnu­dos (2 Cor 5, 3).

Nuestra fe será nuestro vestido; será también nuestra túnica y nuestra coraza: túnica contra la vergüenza, coraza contra la adversidad. Cuando

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hayamos llegado a lugar en que hemos de reinar, no será necesario recitar el Credo. Veremos a Dios; el mismo Dios será objeto de nuestra contempla­ción; la contemplación de Dios será la recompensa de nuestra fe.

Sermón 58,13

Tu nave es tu corazón

Le hemos invocado. Levántese, pues; tome sus armas y venga en nuestra ayuda. ¿De dónde ha de levantarse? Se le invoca en otro lugar con estas palabras: Levántate, Señor, ¿por qué duermes? (Sal. 43, 23). Cuando se dice que duerme él, somos nosotros quienes dormimos, y cuando se dice que se levanta él, somos nosotros quienes nos levantamos. El Señor dormía también en la nave, que zozobraba porque dormía Jesús. Si Jesús hubiese estado despierto, no hubiera zozobrado. Tu nave es tu corazón. Jesús estaba en la nave: la fe habita en tu corazón. Si traes a la memoria tu fe, no vacilará tu corazón; si olvidas la fe, Cristo duer­me y el naufragio está a las puertas. Por tanto, haz lo que falta, para que si se encuentra dormido, despierte. Dile: "Despierta, Señor, que perece­mos", para que dé órdenes a los vientos y se pro­duzca la bonanza en tu corazón (Mt 8, 24). Cuando Cristo, es decir, cuando tu fe está despier­ta en tu corazón, se alejan todas las tentaciones o, al menos, pierden toda su fuerza. Por tanto, ¿qué significa levántate? Muéstrate, manifiéstate, hazte notar. Levántate, Señor, y ven en mi auxilio.

Comentario al salmo 34, 1,3

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Tócalo con la fe

¿Qué es, pues, tocar sino creer? A Cristo lo tocamos con la fe, y es preferible no tocarlo con las manos y sí con la fe, a tocarlo con las manos y no con la fe. Tocar a Cristo no era nada del otro mundo. Los judíos lo tocaron cuando lo apresaron, cuando lo ataron, cuando lo colgaron; lo tocaron, y por tocarlo mal perdieron lo que tocaron. Tócalo tú con la fe, ¡oh Iglesia católica!...

Sermón 246, 4

¿Qué significa caminar?

Veis que somos viandantes. Diréis: "¿qué sig­nifica caminar?" Os respondo en pocas palabras: "Avanzar", no sea que, por no entenderlo, cami­néis con mayor pereza. Avanzad, hermanos míos; examinaos continuamente sin engañaros, sin adu­laros ni pasaros la mano. Nadie hay contigo en tu interior ante el que te avergüences o te jactes. Allí hay alguien, pero a éste le agrada la humildad; sea él quien te ponga a prueba. Pero hazlo también tú mismo. Desagrádete siempre lo que eres si quieres llegar a lo que aún no eres, pues donde encontras­te agrado, allí te paraste. Cuando digas: "es sufi­ciente", entonces persiste. Añade siempre algo, camina continuamente, avanza sin parar; no te pares en el camino, no retrocedas, no te desvíes. Quien no avanza, está parado; quien vuelve al lugar de donde había partido, retrocede; quien apostata, se desvía. Prefiero a un cojo por el cami­no antes que aun corredor fuera de él.

Sermón 169, 18

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La fe es el camino

Si Cristo es el Camino, ya no podemos deses­perar de la meta. Un Camino tal no puede acabar­se, ni interrumpirse, ni borrarse por las lluvias o tormentas, ni ser asediado por los ladrones. Camina, pues, seguro en Cristo. Camina, no tro­pieces, no caigas, no miras hacia atrás, no te apar­tes de la ruta. Y cuando hayas llegado, gloríate en ello, pero no en ti mismo, pues quien se alaba a sí mismo no alaba a Dios, sino que se aparta de él. Le sucede como a quien se aparta de la hoguera: el fuego sigue calentando, pero él se enfría; o como a quien se aleja de la luz: la luz sigue brillando, pero él se entenebrece.

No nos apartemos del calor del Espíritu ni de la luz de la Verdad. Ahora hemos escuchado su voz; entonces le veremos cara a cara. Que nadie se agrade a sí mismo ni insulte a los demás. Que nuestro deseo común de progresar no nos lleve a envidiar a los más avanzados o a despreciar a los más rezagados... Y se cumplirá en nosotros con gozo lo que promete el Evangelio: Y yo los resuci­taré en el último día.

Sermón 170, 11

Yo creo en ti

Señor mío Jesucristo, yo creo en ti, pero haz que crea de tal modo que también te ame.

La verdadera fe consiste en amarte. No basta creer como los demonios,

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que no amaban, y, a pesar de ello, creían. Haz, Señor, que yo crea de modo que, creyendo, te ame, y no te diga: "¿Qué tengo que ver contigo?", sino, más bien, "Tú me has redimido y yo quiero ser todo tuyo".

Uniré a mi fe recta una vida recta, para alabarte confesando la verdad con las palabras, y llevando una vida buena con las obras. Encenderé en tu amor a todos mis allegados y a todos los que viven en mi casa.

Traeré a todos los que pueda con mis exhortaciones, con mis ruegos..., siempre con mansedumbre y dulzura.

Yo crezco por ti, no tú por mí. Y no obstante, tú fuiste el primero en amarme, antes de que yo te amase. Y me amaste hasta el punto de venir al mundo para morir por mí. Tú, que nos has creado, te hiciste uno de nosotros.

In Ps. 33 y 149

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Mártires

Fueron comprados los fieles y los mártires: pero la fe de los mártires ha sido ya comprobada; su sangre es

testimonio de ello. Lo que se les confió, lo han devuelto, y han realizado así aquello que afirma

Juan: Cristo dio su vida por nosotros; también nosotros debemos dar nuestra vida por los hermanos.

Sermón 329

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La vida pasa y corre

Esta vida, hermanos amadísimos, queramos o no, pasa, corre. Neguémonos, pues, en esta vida temporal para merecer vivir por siempre. Niégate a ti y confiesa a Dios. ¿Amas tu alma? Piérdela. Pero me dirás: "¿Cómo voy a perder lo que amo?". Eso lo haces también en tu casa. Amas el trigo y ese mismo trigo que con tanto cuidado habías almace­nado en tu granero, que con tanta fatiga de siega y trilla habías limpiado, lo esparces; ya guardado y limpio, cuando llega la sementera lo tiras, lo espar­ces, lo cubres de tierra para no verlo después de esparcido. Mira cómo por amor al trigo esparces el trigo; haz lo mismo con la vida por amor a la vida; pierde tu alma por amor a ella, puesto que una vez que la hayas perdido por Dios en el tiempo, la encontrarás en el futuro para que viva eternamen­te. Derrama, pues, la vida por amor a la vida.

Es cosa dura, dolorosa y triste; tengo compa­sión de ti, como también se compadeció de no-

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sotros nuestro Dios y Señor. Cuando dijo: Mi alma está triste hasta la muerte (Mt 26, 38) se mostró a sí mismo en ti, y a ti en Él. Él padeció por nosotros, padezcamos nosotros por Él. Él murió por nos­otros: muramos nosotros por Él para vivir eterna­mente con Él. Pero tal vez dudes en morir, ¡oh hombre mortal que alguna vez has de morir, por­que has nacido mortal! ¿Quieres no temer la muerte? Muere por Dios. Pero quizás temes morir precisamente porque la muerte es cosa trise. Fíjate en la mies; el invierno es el tiempo de la siembra; pero si el agricultor rehusa la tristeza del frío inver­nal, no gozará en el verano. Considera si es pere­zoso para sembrar, aunque durante la siembra se va a encontrar con el sufrimiento del frío. Pon atención al salmo: Quienes siembran con lágrimas cosechan con gozo. A la ida iban llorando, arro­jando sus semillas (Sal 125, 5-6). Lo hemos acaba­do de cantar. Hagamos lo que hemos cantado; sembremos nuestras almas en este tiempo, para cosecharlas en la eternidad, como se cosecha el trigo en el verano. De idéntica manera los santos mártires, los hombres juntos, fatigándose en la tie­rra, arrojaron sus semillas; en efecto, el llanto abunda en esta vida. ¿Y qué sigue? Pero al volver vuelven con gozo trayendo sus gavillas (Sal. 125, 6). Tu semilla es el derramamiento de tu sangre; tu gavilla, la corona percibida.

Sermón 313 D, 2-3

Daban testimonio de lo que habían visto

El día de hoy es para nosotros sagrado, porque en él celebramos el martirio de los santos apósto-

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les Pedro y Pablo. No nos referimos, ciertamente, a unos mártires desconocidos. A toda la tierra alcanza su pregón y hasta los límites del orbe su lenguaje. Estos mártires, en su predicación, daban testimonio de lo que habían visto con un desinte­rés absoluto, dieron a conocer la verdad hasta morir por ella.

San Pedro, el primero de los apóstoles, que amaba ardientemente a Cristo, y que llegó a oír de él estas palabras: Ahora te digo yo: Tú eres Pedro. Él había dicho antes: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo. Y Cristo le replicó: «Ahora te digo yo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. Sobre esta piedra edificaré esta misma fe que profesas. Sobre esta afirmación que tú has hecho: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo, edi­ficaré mi Iglesia. Porque tú eres Pedro». «Pedro» es una palabra que se deriva de «piedra», y no al revés. «Pedro» viene de «piedra», del mismo modo que «cristiano» viene de «Cristo».

El Señor Jesús, antes de su pasión, como sabéis, eligió a sus discípulos, a los que dio el nom­bre de apóstoles. Entre ellos, Pedro fue el único que representó la totalidad de la Iglesia casi en todas partes. Por ello, en cuanto que él solo repre­sentaba en su persona a la totalidad de la Iglesia, pudo escuchar estas palabras: Te daré las llaves del reino de los cielos. Porque estas llaves las recibió no un hombre único, sino la Iglesia única. De ahí la excelencia de la persona de Pedro, en cuanto que él representaba la universalidad y la unidad de la Iglesia, cuando se le dijo: Yo te entrego, tratándo­se de algo que ha sido entregado a todos. Pues, para que sepáis que la Iglesia ha recibido las llaves

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del reino de los cielos, escuchad lo que el Señor dice en otro lugar a todos sus apóstoles: Recibid el Espíritu Santo. Y a continuación: A quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos.

En este mismo sentido, el Señor, después de su resurrección, encomendó también a Pedro sus ovejas para que las apacentara. No es que él fuera el único de los discípulos que tuviera el encargo de apacentar las ovejas del Señor; es que Cristo, por el hecho de referirse a uno solo, quiso significar con ello la unidad de la Iglesia; y, si se dirige a Pedro con preferencia a los demás, es porque Pedro es el primero entre los apóstoles.

No te entristezcas, apóstol; responde una vez, responde dos, responde tres. Venza por tres veces tu profesión de amor, ya que por tres veces el temor venció tu presunción. Tres veces ha de ser desatado lo que por tres veces habías ligado. Desata por el amor lo que habías ligado por el temor.

A pesar de su debilidad, por primera, por segunda y por tercera vez encomendó el Señor sus ovejas a Pedro.

En un solo día celebramos el martirio de los dos apóstoles. Es que ambos eran en realidad una sola cosa aunque fueran martirizados en días diversos Primero lo fue Pedro, luego Pablo. Celebramos la fiesta del día de hoy, sagrado para nosotros por la sangre de los apóstoles. Procuremos imitar su fe, su vida, sus trabajos, sus sufrimientos, su testimo­nio y su doctrina.

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Preciosa la muerte de los mártires

Por los hechos tan excelsos de los santos már­tires, en los que florece la Iglesia por todas partes, comprobamos con nuestros propios ojos cuan ver­dad sea aquello que hemos cantado: Mucho le place al Señor la muerte de sus fieles, pues nos place a nosotros y a aquel en cuyo honor ha sido ofrecida.

Pero el precio de todas estas muertes es la muerte de uno solo. ¿Cuántas muertes no habrá comprado la muerte única de aquel sin cuya muer­te no se hubieran multiplicado los granos de trigo? Habéis escuchado sus palabras cuando se acerca­ba al momento de nuestra redención: Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecun­do; pero si muere, da mucho fruto.

En ta cruz se realizó un excelso trueque: allí se liquidó toda nuestra deuda, cuando del costado de Cristo, traspasado por la lanza del soldado, manó la sangre, que fue el precio de todo el mundo.

Fueron comprados los fieles y los mártires: pero la fe de los mártires ha sido ya comprobada; su sangre es testimonio de ello. Lo que se les con­fió, lo han devuelto, y han realizado así aquello que afirma Juan: Cristo dio su vida por nosotros; también nosotros debemos dar nuestra vida por los hermanos.

Y también, en otro lugar, se afirma: Has sido invitado a un gran banquete: considera atenta­mente qué manjares te ofrecen, pues también tú debes preparar lo que a ti te han ofrecido. Es real­mente sublime el banquete donde se sirve, como

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alimento, el mismo Señor que invita al banquete. Nadie, en efecto, alimenta de sí mismo a los que invita, pero el Señor Jesucristo ha hecho precisa­mente esto: él, que es quien invita, se da a sí mismo como comida y bebida. Y los mártires, entendiendo bien lo que habían comido y bebido, devolvieron al Señor lo mismo que de él habían recibido.

Pero, ¿cómo podrían devolver tales dones si no fuera por concesión de aquel que fue el primero en concedérselos? ¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la sal­vación.

¿De qué copa se trata? Sin duda de la copa de la pasión, copa amarga y saludable, copa que debe beber primero el médico para quitar las aprensio­nes del enfermo. Es ésta la copa: la reconocemos por las palabras de Cristo, cuando dice: Padre, si es posible, que se aleje de mi ese cáliz.

De este mismo cáliz, afirmaron, pues, los már­tires: Alzaré la copa de la salvación, invocando su nombre. «¿Tienes miedo de no poder resistir?» «No», dice el mártir. «¿Por qué?» «Porque he invocado el nombre del Señor». ¿Cómo podrían haber triunfado los mártires si en ellos no hubiera vencido aquel que afirmó: Tened valor: yo he ven­cido al mundo? El que reina en el cielo regía la mente y la lengua de sus mártires, y por medio de ellos, en la tierra, vencía al diablo y, en el cielo, coronaba a sus mártires. ¡Dichosos los que así bebieron este cáliz! Se acabaron los dolores y han recibido el honor.

Sermón 329

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Damos culto a los mártires

El pueblo cristiano celebra la conmemoración de sus mártires con religiosa solemnidad, para ani­marse a su imitación, participar de sus méritos y ayudarse con sus oraciones, pero nunca dedica altares a los mártires, sino sólo en memoria de los mártires.

¿Pues quién es el obispo, que, al celebrar la misa sobre los sepulcros de los santos, haya dicho alguna vez: «Te ofrecemos a ti, Pedro», o: «a ti, Pablo», o: «a ti, Cipriano»? La ofrenda se ofrece a Dios, que coronó a los mártires, junto a los sepul­cros de aquellos a los que coronó, para que la amonestación, por estar en presencia de los santos lugares, despierte un afecto más vivo para acre­centar la caridad con aquellos a los que podemos imitar, y con aquel cuya ayuda hace posible la imi­tación.

Damos culto a los mártires con un culto de amor y participación, con el que veneramos, en esta vida, a los santos, cuyo corazón sabemos que está ya dispuesto al martirio como testimonio de la verdad del Evangelio. Pero a aquéllos los honra­mos con mucha más devoción, por la certeza de que han superado el combate, y por ello les confe­samos vencedores en una vida feliz, con una ala­banza más segura que aquellos que todavía luchan en esta vida.

Pero aquel culto que se llama de latría, y que consiste en el servicio debido a la divinidad, lo reservamos a solo Dios, pero no tributamos este culto a los mártires ni enseñamos que haya que tri­butárselo.

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Ahora bien, la ofrenda forma parte de este culto de latría, y por eso se llama idolatría la ofren­da hecha a los ídolos; pero nosotros no ofrecemos nada semejante, ni tampoco mandamos que se ofrezca, en el culto a los ángeles, los santos o los mártires; y, si alguien cae en tan gran tentación, se le amonesta con la verdadera doctrina, para que se corrija o para que tenga cuidado.

Los mismos santos y los hombres se niegan a apropiarse estos honores exclusivos de Dios. Así hicieron Pablo y Bernabé, cuando los habitantes de Lícaonia, después de haber visto ios milagros que hicieron, quisieron ofrecerles sacrificios como a dioses; pero ellos, rasgando sus vestiduras, procla­maron y les persuadieron que no eran dioses, y, de esta forma, impidieron que les fuera ofrecidos sacrificios.

Pero una cosa es lo que enseñamos, y otra lo que soportamos; una cosa es lo que mandamos hacer, y otra lo que queremos corregir, y así, mien­tras vamos buscando la corrección más adecuada, tenemos que tolerar muchas cosas.

Del tratado contra Fausto

Para que se obedezca al orador, tiene mucho más peso su propia vida que toda la elocuencia que derroche. En efecto, el orador que habla con sabiduría y elocuencia, pero vive mal, instruye ciertam.ente a los muchos afano­sos por saber, pero resulta sin provecho para el alma de éstos. Por esa razón dice el Apóstol: Sea anunciado Cristo, sea por oportunismo, sea por verdad (Flp 1,18) . Cristo es la verdad y, sin embargo, también puede ser anunciado sin verdad, es decir: cosas rectas y verdaderas pueden anunciarse con corazón torcido y falaz. Así en efecto anuncian a Jesucristo, quienes buscan sus intereses, no los de Jesucristo.

Sé ejemplo para los fieles en la palabra, en la conver­sación, en el amor, en la fe, en la castidad (1 Tim 4,12)

La doctrina cristiana IV, 21,59-60

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Hay personas que fingen

Con razón, amadísimos hermanos, hallamos en el evangelio aquellas palabras sublimes salidas de la boca del Señor. Entonces habrá dos hombres en el campo: se tomará a uno y se dejará a otro. Habrá dos mujeres en el molino: uno será tomado y otro dejado. ¿Qué significa habrá dos hombres en el campo? Lo que dice el Apóstol: Yo planté, Apolo regó, pero el crecimiento lo dio Dios. Sois cultivo de Dios. Trabajamos en el campo. Los dos hombres que están en el campo son los clérigos; de ellos se tomará a uno y se dejará a otro: se tomará al bueno y se dejará al malo. Las dos muje­res que se hallan en el molino simbolizan al pueblo. ¿Por qué se dice que están moliendo? Porque, encadenadas al mundo, están como retenidas por la piedra del molino en el afán por las cosas tem­porales. También una de ellas será tomada y otra dejada. ¿Cuál de ellas será tomada? La que obra bien y atiende a las necesidades de los siervos de

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Dios y a la indigencia de los pobres; la que es fiel en la alabanza, se mantiene firme en el gozo de la esperanza, se entrega de lleno a Dios, a nadie desea mal y ama cuando puede no sólo a los ami­gos, sino también a los enemigos; quien no cono­ce a otra mujer fuera de la suya ni a otro varón fuera de su marido: ésta es la mujer que será toma­da de las que estaban en el molino. La que no se comporte de esta manera será dejada.

Hay otras personas que dicen: "Anhelamos el descanso, no queremos tener que soportar a nadie y por eso nos apartamos de la masa; nos conviene vivir con cierta seguridad. También de éstas una será tomada y otra dejada. Que nadie os engañe, hermanos. Si no queréis engañaros y deseáis amar a los hermanos, sabed que todo estado de vida en la Iglesia cuenta con miembros que fingen lo que no son. No he dicho que todo hombre finge, sino que todo estado de vida cuenta con personas que fingen. Hay cristianos malos, pero los hay también buenos. Te da la impresión de que ves a muchos malos; son la paja que te impide ver el grano. Pero también hay grano; acércate, mete la mano, remueve, aplica el juicio de la boca. Topas con reli­giosas indisciplinadas, ¿vas a censurar por eso su estado religioso? Muchas no paran en sus casas, andan de visiteo por las ajenas, metiéndose en todo y hablando lo que no conviene; son orgullo-sas, deslenguadas, borrachas; son vírgenes, pero ¿de qué les sirve su virginidad física, si han permi­tido la violación de su alma? Mejor es el matrimo­nio de una persona humilde que la virginidad de una soberbia. Si ésta estuviese casada, no tendría el título para engreírse y sí un freno que la gober-

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nase. Pero tal hecho de que hay vírgenes malas ¿ha de sacarse argumento para condenar a las que son santas en el cuerpo y en el alma? O, por el contrario, ¿nos ha de llevar a ensalzar a las que merecen reproche la existencia de otras dignas de alabanza? De cualquier estado, uno será tomado y otro dejado.

(Comentario al salmo 99, 13)

La vida pasa y corre

Esta vida, hermanos amadísimos, queramos o no, pasa, corre. Neguémonos, pues, en esta vida temporal para merecer vivir por siempre. Niégate a ti y confiesa a Dios. ¿Amas tu alma? Piérdela. Pero me dirás:"¿Cómo voy a perder lo que amo?". Eso lo haces también en tu casa. Amas el trigo y ese mismo trigo que con tanto cuidado habías almace­nado en tu granero, que con tanta fatiga de siega y trilla habías limpiado, lo esparces; ya guardado y limpio, cuando llega la sementera lo tiras, lo espar­ces, lo cubres de tierra para no verlo después de esparcido. Mira cómo por amor al trigo esparces el trigo; haz lo mismo con la vida por amor a la vida; pierde tu alma por amor a ella, puesto que una vez que la hayas perdido por Dios en el tiempo, la encontrarás en el futuro para que viva eternamen­te. Derrama, pues, la vida por amor a la vida.

Es cosa dura, dolorosa y triste; tengo compa­sión de ti, como también se compadeció de nos­otros nuestro Dios y Señor. Cuando dijo: Mi alma está triste hasta la muerte (Mt 26, 38) se mostró a sí mismo en ti, y a ti en Él. Él padeció por nosotros,

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padezcamos nosotros por Él. Él murió por nos­otros: muramos nosotros por Él para vivir eterna­mente con Él. Pero tal vez dudes en morir, ¡oh hombre mortal que alguna vez has de morir, por­que has nacido mortal! ¿Quieres no temer la muerte? Muere por Dios. Pero quizás temes morir precisamente porque la muerte es cosa trise. Fíate en la mies; el invierno es el tiempo de la siembra; pero si el agricultor rehusa la tristeza del frío inver­nal, no gozará en el verano. Considera si es pere­zoso para sembrar, aunque durante la siembra se va a encontrar con el sufrimiento del frío. Pon atención al salmo: Quienes siembras con lágrimas cosechan con gozo. Ala ida iban llorando, arrojan­do sus semillas (Sal 125,5-6). Lo hemos acabado de cantar. Hagamos lo que hemos cantado; sem­bremos nuestras almas en este tiempo, para cose­charlas en la eternidad, como se cosecha el trigo en le verano. De idéntica manera los santos márti­res, los hombres juntos, fatigándose en la tierra, arrojaron sus semillas; en efecto, el llanto abunda en esta vida. ¿Y qué sigue? Pero al volver vuelven con gozo trayendo sus gavillas (Sal. 125,6). Tu semilla es el derramamiento de tu sangre; tu gavi­lla, la corona percibida.

Sermón 313 D, 2-3

Somos cristianos y somos obispos

No acabáis de aprender ahora precisamente que toda nuestra esperanza radica en Cristo y que él es toda nuestra verdadera y saludable gloria, pues pertenecéis a la grey de aquel que dirige y apacienta a Israel. Pero, ya que hay pastores a

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quienes les gusta que les llamen pastores, pero que no quieren cumplir con su oficio, tratemos de exa­minar lo que se les dice por medio del profeta. Vosotros escuchad con atención, y nosotros escu­chemos con temor.

Me vino esta palabra del Señor: «Hijo de Adán, profetiza contra los pastores de Israel, pro­fetiza diciéndoles». Acabamos de escuchar esta lectura; ahora podemos comentarla con vosotros. El Señor nos ayudará a decir cosas que sean verda­deras, en vez de decir cosas que sólo sean nues­tras. Pues, si sólo dijésemos las nuestras, seríamos pastores que nos estaríamos apacentando a nos­otros mismos, y no a las ovejas; en cambio, si lo que decimos es suyo, él es quien os apacienta, sea por medio de quien sea. Esto dice el Señor: «¡Ay de los pastores de Israel que se apacientan a sí mismos! ¿No son las ovejas lo que tienen que apacentar los pastores?» Es decir, que no tienen que apacentarse a sí mismos, sino a las ovejas. Ésta es la primera acusación dirigida contra estos pasto­res, la de que se apacientan a sí mismos en vez de apacentar a las ovejas. ¿Y quiénes son ésos que se apacientan a sí mismos? Los mismos de los que dice el Apóstol: Todos sin excepción buscan su interés, no el de Jesucristo.

Por nuestra parte, nosotros que nos encontra­mos en este ministerio, del que tendremos que rendir una peligrosa cuenta, y en el que nos puso el Señor según su dignación y no según nuestros méritos, hemos de distinguir claramente dos cosas completamente distintas: la primera, que somos cristianos, y, la segunda, que somos obispos. Lo de ser cristianos es por nuestro propio bien; lo de ser

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obispos, por el vuestro. En el hecho de ser cristia­nos, se ha de mirar a nuestra utilidad; en el hecho de ser obispos, la vuestra únicamente.

Son muchos los cristianos que no son obispos y llegan a Dios quizás por un camino más fácil y moviéndose con tanta mayor agilidad, cuanto que llevan a la espalda un peso menor. Nosotros, en cambio, además de ser cristianos, por lo que habre­mos de rendir a Dios cuentas de nuestra vida, somos también obispos, por lo que habremos de dar cuen­ta a Dios del cumplimiento de nuestro ministerio.

Sermón sobre los pastores 46,1-2

Los pastores que se apacientan a sí mismos

Oigamos, pues, lo que la palabra divina, sin halagos para nadie, dice a los pastores que se apa­cientan a sí mismos en vez de apacentar a las ove­jas: Os coméis su enjundia, os vestís con su lana; matáis las más gordas y, las ovejas, no las apacen­táis. No fortalecéis a las débiles, ni curáis a las enfermas, ni vendáis a las heridas; no recogéis a las descarriadas, ni buscáis las perdidas, y maltratáis brutalmente a las fuertes. Al no tener pastor, se des­perdigaron y fueron pasto de las fieras del campo.

Se acusa a los pastores que se apacientan a sí mismos en vez de a las ovejas, por lo que buscan y lo que descuidan. ¿Qué es lo que buscan? Os coméis su enjundia, os vestís con su lana. Pero por qué dice el Apóstol: ¿Quién planta una viña, y no come de su fruto? ¿Qué pastor no se alimenta de la leche del rebaño? Palabras en las que vemos que se llama leche del rebaño a lo que el pueblo de

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Dios da a sus responsables para su sustento tem­poral. De eso hablaba el Apóstol cuando decía lo que acabamos de referir.

Ya que el Apóstol, aunque había preferido vivir del trabajo de sus manos y no exigir de las ovejas ni siquiera su leche, sin embargo, afirmó su dere­cho a percibir aquella leche, pues el Señor había dispuesto que los que anuncian el Evangelio vivan de él. Y, por eso, dice que otros de sus compañe­ros de apostolado habían hecho uso de aquella facultad, no usurpada sino concedida. Pero él fue más allá y no quiso recibir siquiera lo que se le debía. Renunció, por tanto, a su derecho, pero no por eso los otros exigieron algo indebido: simple­mente, fue más allá. Quizás pueda relacionarse con esto lo de aquel hombre que dijo, al conducir al herido a la posada: Lo que gastes de más yo te lo pagaré a la vuelta.

¿Y qué más vamos a decir de aquellos pastores que no necesitan la leche del rebaño? Que son misericordiosos, o mejor, que desempeñan con más largueza su deber de misericordia. Pueden hacerlo, y por esto lo hacen. Han de ser alabados por ello, sin por eso condenar a los otros. Pues el Apóstol mismo, que no exigía lo que era un derecho suyo, deseaba, sin embargo, que las ovejas fueran pro­ductivas, y no estériles y faltadas de leche.

Sermón sobre los pastores 46,3-4

Que nadie busque su interés, sino el de Jesucristo

Ya que hemos hablado de lo que quiere decir beberse la leche, veamos ahora lo que significa

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cubrirse con su lana. El que ofrece la leche ofrece el sustento, y el que ofrece la lana ofrece el honor. Éstas son las dos cosas que esperan del pueblo los que se apacientan a sí mismos en vez de apacen­tar a las ovejas: la satisfacción de sus necesidades con holgura y el favor del honor y la gloria.

Desde luego, el vestido se entiende aquí como signo de honor, porque cubre la desnudez. Un hombre es un ser débil. Y, el que os preside, ¿qué es sino lo mismo que vosotros? Tiene un cuerpo, es mortal, come, duerme, se levanta; ha nacido y ten­drá que morir. De manera que, si consideras lo que es en sí mismo, no es más que un hombre. Pero tú, al rodearle de honores, haces como si cubrieras lo que es de por sí bien débil.

Ved qué vestidura de esta índole había recibi­do el mismo Pablo del buen pueblo de Dios, cuan­do decía: Me recibisteis como a un mensajero de Dios. Porque hago constar en vuestro honor que, a ser posible, os habríais sacado los ojos por dár­melos. Pero, habiéndosele tributado semejante honor, ¿acaso se mostró complaciente con los que andaban equivocados, como si temiera que se lo negaran y le retiraran sus alabanzas si los acusaba? De haberlo hecho así, se hubiera contado entre los que se apacientan a sí mismos en vez de a las ove­jas. En ese caso, estaría diciendo para sí: «¿A mí qué me importa? Que haga cada uno lo que quie­ra; mi sustento está a salvo, lo mismo que mi honor: tengo suficiente leche y lana; que cada un tire por donde pueda». ¿Con que para ti todo está bien, si cada uno tira por donde puede? No seré yo quien te dé responsabilidad alguna, no eres más

que uno de tantos. Cuando un miembro sufre, todos sufren con él.

Por eso, el mismo Apóstol, al recordarles la manera que tuvieron de portarse con él, y para no dar la impresión de que se olvidaba de los honores que le habían tributado, les aseguraba que lo habí­an recibido como si fuera un mensajero de Dios y que, si hubiera sido ello posible, se habrían sacado los ojos para ofrecérselos a él. A pesar de lo cual, se acercó a la oveja enferma, a la oveja corrompi­da, para cauterizar su herida, no para ser compla­ciente con su corrupción. ¿Yahora me he conver­tido en enemigo vuestro por ser sincero con vos­otros? De modo que aceptó la leche de las ovejas y se vistió con su lana, pero no las descuidó. Porque no buscaba su interés, sino el de Jesucristo.

Sermón sobre los pastores 46, 6-7

Prepárate para las pruebas

Ya habéis oído lo que los malos pastores aman. Ved ahora lo que descuidan. No fortalecéis a las débiles, ni curáis a las enfermas, ni vendáis a las heridas, es decir, a las que sufren; no recogéis a las descarriadas, ni buscáis a las perdidas, y maltratáis brutalmente a las fuertes, destrozándolas y lleván­dolas a la muerte. Decir que una oveja ha enferma­do quiere significar que su corazón es débil, de tal manera que puede ceder ante las tentaciones en cuanto sobrevengan y la sorprendan desprevenida.

El pastor negligente, cuando recibe en la fe a alguna de estas ovejas débiles, no le dice: Hijo mío, cuando te acerques al temor de Dios, prepá-

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rate para ¡as pruebas; manten el corazón firme, sé valiente. Porque quien dice tales cosas, ya está confortando al débil, ya está fortaleciéndole, de forma que, al abrazar la fe, dejará de esperar en las prosperidades de este siglo. Ya que, si se le induce a esperar en la prosperidad, esta misma prosperi­dad será la que le corrompa; y, cuando sobreven­gan las adversidades, lo derribarán y hasta acaba­rán con él.

Así, pues, el que de esa manera lo edifica, no lo edifica sobre piedra, sino sobre arena. Y la roca era Cristo. Los cristianos tienen que imitar los sufri­mientos de Cristo, y no tratar de alcanzar los pla­ceres. Se conforta a un pusilánime cuando se le dice: «Aguarda las tentaciones de este siglo, que de todas ellas te librará el Señor, si tu corazón no se aparta lejos de él. Porque precisamente para fortalecer tu corazón vino él a sufrir, vino él a morir, a ser escupido y coronado de espinas, a escuchar oprobios, a ser, por último, clavado en una cruz. Todo esto lo hizo él por ti, mientras que tú no has sido capaz de hacer nada, no ya por él, sino por ti mismo».

¿Y cómo definir a los que, por temor de escan­dalizar a aquellos a los que se dirigen, no sólo no los preparan para las tentaciones inminentes, sino que incluso les prometen la felicidad en este mundo, siendo así que Dios mismo no la prome­tió? Dios predice al mismo mundo que vendrán sobre él trabajos y más trabajos hasta el final, ¿y quieres tú que el cristiano se vea libre de ellos? Precisamente por ser cristiano tendrá que pasar más trabajos en este mundo.

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Lo dice el Apóstol: Todo el que se proponga vivir piadosamente en Cristo será perseguido. Y tú, pastor que tratas de buscar tu interés en vez del de Cristo, por más que aquél diga: Todo el que se proponga vivir piadosamente en Cristo será perse­guido, tú insistes en decir: «Si vives piadosamente en Cristo, abundarás en toda clase de bienes. Y, si no tienes hijos, los engendrarás y sacarás adelante a todos, y ninguno se te morirá». ¿Es ésta tu manera de edificar? Mira lo que haces, y dónde construyes. Aquel a quien tú levantas está sobre arena. Cuando vengan las lluvias y los aguaceros, cuando sople el viento, harán fuerza sobre su casa, se derrumbará, y su ruina será total.

Sácalo de la arena, ponió sobre la roca; aquel que tú deseas que sea cristiano, que se apoye en Cristo. Que piense en los inmerecidos tormentos de Cristo, que piense en Cristo, pagando sin peca­do lo que otros cometieron, que escuche la Escritura que le dice: El Señor castiga a sus hijos preferidos. Que se prepare a ser castigado, o que renuncie a ser hijo preferido.

Sermón sobre los pastores 46, 10-11

Ofrece el alivio de la consolación

El Señor, dice la Escritura, castiga a sus hijos preferidos. Y tú te atreves a decir: «Quizás seré una excepción.» Si eres una excepción en el casti­go, quedarás igualmente exceptuado del número de los hijos. «¿Es cierto -preguntarás- que castiga a cualquier hijo?» Cierto que castiga a cualquier hijo, y del mismo modo que a su Hijo único. Aquel

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Hijo, que había nacido de la misma sustancia del Padre, que era igual al Padre por su condición divi­na, que era la Palabra por la que había creado todas las cosas, por su misma naturaleza no era susceptible de castigo. Y, precisamente, para no quedarse sin castigo, se vistió de la carne de la especie humana. ¿Con qué va a dejar sin castigo al hijo adoptado y pecador, el mismo que no dejó sin castigo a su único Hijo inocente? El Apóstol dice que nosotros fuimos llamados a la adopción. Y recibimos la adopción de hijos para ser herederos junto con el Hijo único, para ser incluso su misma herencia: Pídemelo: te daré en herencia las nacio­nes. En sus sufrimientos, nos dio ejemplo a todos nosotros.

Pero, para que el débil no se vea vencido por las futuras tentaciones, no se le debe engañar con falsas esperanzas, ni tampoco desmoralizarlo a fuerza de exagerar los peligros. Dile: Prepárate para las pruebas, y quizá comience a retroceder, a estremecerse de miedo, a no querer dar un paso hacia adelante. Tienes aquella otra frase: Fiel es Dios, y no permitirá él que la prueba supere vues­tras fuerzas. Pues bien, prometer y anunciar las tri­bulaciones futuras es, efectivamente, fortalecer al débil. Y, si al que experimenta un temor excesivo, hasta el punto de sentirse aterrorizado, le prome­tes la misericordia de Dios, y no porque le vayan a faltar las tribulaciones, sino porque Dios no permi­tirá que la prueba supere sus fuerzas, eso es, efec­tivamente, vendar las heridas.

Los hay, en efecto, que, cuando oyen hablar de las tribulaciones venideras, se fortalecen más, y es como si se sintieran sedientos de la que ha de ser

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su bebida. Piensan que es poca cosa para ellos la medicina de los fieles y anhelan la gloria de los mártires. Mientras que otros, cuando oyen hablar de las tentaciones que necesariamente habrán de sobrevenirles, aquellas que no pueden menos de sobrevenirle al cristiano, aquellas que sólo quien desea ser verdaderamente cristiano puede experi­mentar, se sienten quebrantados y claudican ante la inminencia de semejantes situaciones.

Ofréceles el alivio de la consolación, trata de vendar sus heridas. Di: «No temas, que no va a abandonarte en la prueba aquel en quien has cre­ído. Fiel es Dios, y no permitirá él que la prueba supere sus fuerzas». No son palabras mías, sino del Apóstol, que nos dice: Tendréis la prueba que bus­cáis de que Cristo habla por mí. Cuando oyes estas cosas, estás oyendo al mismo Cristo, estás oyendo al mismo pastor que apacienta a Israel. Pues a él le fue dicho: Nos diste a beber lágrimas, pero con medida. De modo que el salmista, al decir con medida, viene a decir lo mismo que el Apóstol: No permitirá él que la prueba supere vuestras fuerzas. Sólo que tú no has de rechazar al que te corrige y te exhorta, te atemoriza y te con­suela, te hiere y te sana.

Sermón sobre los pastores 46,11 -12

Los cristianos débiles

No fortalecéis a las ovejas débiles, dice el Señor. Se lo dice a los malos pastores, a los pasto­res falsos, a los pastores que buscan su interés y no el de Jesucristo, que se aprovechan de la leche y la

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lana de las ovejas, mientras que no se preocupan de ellas ni piensan en fortalecer su mala salud. Pues me parece que hay alguna diferencia entre estar débil, o sea, no firme -ya que son débiles los que padecen alguna enfermedad-, y estar propia­mente enfermo, o sea, con mala salud.

Desde luego que estas ideas que nos estamos esforzando por distinguir las podríamos precisar, por nuestra parte, con mayor diligencia, y por supuesto que lo haría mejor cualquier otro que supiera más o fuera más fervoroso; pero, de momento, y para que no os sintáis defraudados, voy a deciros lo que siento, como comentario a las palabras de la Escritura. Es muy de temer que al que se encuentra débil no le sobrevenga una ten­tación y le desmorone. Por su parte, el que está enfermo es ya esclavo de algún deseo que le está impidiendo entrar por el camino de Dios y some­terse al yugo de Cristo.

Pensad en esos hombres que quieren vivir bien, que han determinado ya vivir bien, pero que no se hallan tan dispuestos a sufrir males, como están preparados a obrar el bien. Sin embargo, la buena salud de un cristiano le debe llevar no sólo a realizar el bien, sino también a soportar el mal. De manera que aquellos que dan la impresión de fervor en las buenas obras, pero que no se hallan dispuestos o no son capaces de sufrir los males que se les echan encima, son en realidad débiles. Y aquellos que aman el mundo y que por algún mal deseo se alejan de las buenas obras, éstos están delicados y enfermos, puesto que, por obra de su misma enfermedad, y como si se hallaran sin fuer­za alguna, son incapaces de ninguna obra buena.

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En tal disposición interior se encontraba aquel paralítico al que, como sus portadores no podían introducirle ante la presencia del Señor, hicieron un agujero en el techo, y por allí lo descolgaron. Es decir, para conseguir lo mismo en lo espiritual, tie­nes que abrir efectivamente el techo y poner en la presencia del Señor el alma paralítica, privada de la movilidad de sus miembros y desprovista de cual­quier obra buena, gravada además por sus peca­dos y languideciendo a causa del morbo de su con­cupiscencia. Si, efectivamente, se ha alterado el uso de todos sus miembros y hay una auténtica parálisis interior, si es que quieres llegar hasta el médico -quizás el médico se halla oculto, dentro de ti: este sentido verdadero se halla oculto en la Escritura-, tienes que abrir el techo y depositar en presencia del Señor al paralítico, dejando a la vista lo que está oculto.

En cuanto a los que no hacen nada de esto y descuidan hacerlo, ya habéis oído las palabras que les dirige el Señor: No curáis a las enfermas, ni vendáis sus heridas; ya lo hemos comentado. Se hallaba herida por el miedo a la prueba. Había algo para vendar aquella herida; estaba aquel consuelo: Fiel es Dios, y no permitirá él que la prueba supere vuestras fuerzas. No, para que sea posible resistir, con la prueba dará también la salida.

Sermón sobre los pastores 46,13

Insiste a tiempo y a destiempo

No recogéis a las descarriadas, ni buscáis a las perdidas. En este mundo andamos siempre entre

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las manos de los ladrones y los dientes de los lobos feroces y, a causa de estos peligros nuestros, os rogamos que oréis. Además, las ovejas son obsti­nadas. Cuando se extravían y las buscamos, nos dicen, para su error y perdición, que no tienen nada que ver con nosotros: «¿Para qué nos que­réis? ¿Para qué nos buscáis?» Como si el hecho de que anden errantes y en peligro de perdición no fuera precisamente la causa de que vayamos tras de ellas y las busquemos. «Si ando errante -dicen-, si estoy perdida, ¿para qué me quieres? ¿Para qué me buscas?» Te quiero hacer volver pre­cisamente porque andas extraviada; quiero encon­trarte porque te has perdido.

«¡Pero si yo quiero andar así, quiero así mi per­dición!» ¿De veras así quieres extraviarte, así quie­res perderte? Pues tanto menos lo quiero yo. Me atrevo a decirlo, estoy dispuesto a seguir siendo inoportuno. Oigo al Apóstol que dice: Proclama la palabra, insiste a tiempo y a destiempo. ¿A quié­nes insistiré a tiempo, y a quiénes a destiempo? A tiempo, a los que quieren escuchar; a destiempo, a quienes no quieren. Soy tan inoportuno que me atrevo a decir: «Tú quieres extraviarte, quieres per­derte, pero yo no quiero.» Y, en definitiva, no lo quiere tampoco aquel a quien yo temo. Si yo lo quisiera, escucha lo que dice, escucha su increpa­ción: No recogéis a las descarriadas, ni buscáis a las pérdidas. ¿Voy a temerte más a ti que a él mismo? Todos tendremos que comparecer ante el tribunal de Cristo.

De manera que seguiré llamando a las que andan errantes y buscando a las perdidas. Lo haré, quieras o no quieras. Y, aunque en mi búsqueda

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me desgarren las zarzas del bosque, no dejaré de introducirme en todos los escondrijos, no dejaré de indagar en todas las matas; mientras el Señor a quien temo me dé fuerzas, andaré de un lado a otro sin cesar. Llamaré mil veces a la errante, bus­caré a la que se halla a punto de perecer. Si no quieres que sufra, no te alejes, no te expongas a la perdición. No tiene importancia lo que yo sufra por tus extravíos y tus riesgos. Lo que temo es llegar a matar a la oveja sana, si te descuido a ti. Pues oye lo que se dice a continuación: Matáis las ovejas más gordas. Si echo en olvido a la que se extravía y se expone a la perdición, la que está sana senti­rá también la tentación de extraviarse y de poner­se en peligro de perecer.

Sermón sobre los pastores 46,14-15

Soy obispo para vosotros, soy cristiano con vosotros

Desde que se me impuso sobre mis hombros esta carga, de tanta responsabilidad, me preocupa la cuestión del honor que ella implica. Lo más temible en este cargo es el peligro de complacer­nos más en su aspecto honorífico que en la utilidad que reporta a vuestra salvación. Mas, si por un lado me aterroriza lo que soy para vosotros, por otro me consuela lo que soy con vosotros. Soy obispo para vosotros, soy cristiano con vosotros. La condición de obispo connota una obligación, la de cristiano un don; la primera comporta un peli­gro, la segunda una salvación.

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Nuestra actividad de obispo es como un mar agitado y tempestuoso, pero, al recordar de quién es la sangre con que hemos sido redimidos, este pensamiento nos hace entrar en puerto seguro y tranquilo; si el cumplimiento de los deberes pro­pios de nuestro ministerio significa un trabajo y un esfuerzo, el don de ser cristianos, que compartimos con vosotros, representa nuestro descanso. Por lo tanto, si hallo más gusto en el hecho de haber sido comprado con vosotros que en el de haber sido puesto como jefe espiritual para vosotros, enton­ces seré más plenamente vuestro servidor, tal como manda el Señor, para no ser ingrato al pre­cio que se ha pagado para que pudiera ser siervo como vosotros. Debo amar al Redentor, pues sé que dijo a Pedro: Pedro, ¿me amas? Pastorea mis ovejas. Y esto por tres veces consecutivas. Se le preguntaba sobre el amor, y se le imponía una labor; porque cuanto mayor es el amor, tanto menor es la labor.

¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Si dijera que le pago con el hecho de pastorear sus ovejas, olvidaría que esto lo hago no yo, sino la gracia de Dios conmigo. ¿Cómo voy a pagarle, si todo lo que hay en mí proviene de él como de su causa primera? Y, sin embargo, a pesar de que amamos y pastoreamos sus ovejas por don gratuito suyo, esperamos una recompensa. ¿Qué explicación tiene esto? ¿Cómo concuerdan estas dos cosas: «Amo gratuitamente para pastorear», y: «Pido una recompensa para pastorear»? Esto no tendría sentido, en modo alguno podríamos espe­rar una retribución de aquel a quien amamos por su don gratuito, si no fuera porque la retribución

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se identifica con aquel mismo que es amado. Porque, si pastoreando sus ovejas le pagáramos el beneficio de la redención, ¿cómo le pagaríamos el habernos hecho pastores? En efecto, los malos pastores -quiera Dios que nunca lo seamos- lo son por la maldad inherente a nuestra condición humana; en cambio, los buenos -quiera Dios que siempre lo seamos- son tales por la gracia de Dios, sin la cual no lo serían. Por lo tanto, hermanos míos, os exhortamos a no echar en saco roto la gracia de Dios. Haced que nuestro ministerio sea provechoso. Vosotros sois campo de Dios. Recibid al que, con su actuación exterior, planta y riega, y que da, al mismo tiempo, desde dentro, el creci­miento. Ayudadnos con vuestras oraciones y vues­tra obediencia, de manera que hallemos más satis­facción en seros de provecho que en presidiros.

Sermón 340,1

Vivir la pureza en todos los estados

Según hemos oído, al leerse el Santo Evan­gelio, Nuestro Señor Jesucristo nos exhorta a comer su carne y a beber su sangre (cfr. Jn 6, 56 ss), ofreciéndonos por ello la vida eterna. No todos los que oísteis estas palabras las habréis compren­dido. Los que ya habéis sido bautizados, y sois fie­les, conocéis su significado. Los que todavía sois catecúmenos, y os llamáis auditores, habéis escu­chado la lectura quizá sin entenderla. A unos y otros se dirige nuestro sermón. Los que ya comen la carne del Señor y beben su sangre, mediten lo que comen y beben, no sea que -como dice el

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Apóstol- coman y beban su propia condenación (cfr. 1 Cor 11, 29). Los que todavía no comen ni beben, apresúrense a venir a este banquete, al cual han sido invitados (...)•

Si deben ser exhortados los catecúmenos, her­manos míos, para que no se demoren en venir a la gracia de la regeneración, ¡cuánto más cuidado hemos de poner en edificar a los fieles para que les aproveche lo que comen, y no coman y beban su propio juicio cuando se acercan al banquete euca-rístico! Para que no les suceda eso, lleven una vida recta. Sed predicadores no con sermones, sino con vuestras buenas costumbres, a fin de que, los que aun no han sido bautizados, se apresuren de tal manera a seguiros que no perezcan imitándoos.

Los que estáis casados, guardad la fe conyugal a vuestras mujeres, y dadles lo que de ellas exigís. Exiges de tu mujer que sea casta; pues tú tienes obligación de darle ejemplo, no palabras. Mira bien cómo te comportas, pues eres la cabeza y estás obligado a caminar por donde ella pueda ir sin peligro de perderse. Más aún: tienes obligación de recorrer la senda por donde quieres que ande ella. Exiges fortaleza al sexo menos fuerte, y los dos tenéis la concupiscencia de la carne: pues el que se considera más fuerte, sea el primero en vencer.

Sin embargo, es muy de lamentar que muchos maridos sean superados por sus mujeres. Guardan ellas la castidad que ellos se niegan a mantener, pensando que la virilidad reside precisamente en no guardarla como si fuera más fuerte el sexo que más fácilmente es dominado por el enemigo. ¡Es

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preciso luchar, combatir, pelear! El varón es más fuerte que la mujer, es la cabeza de ella (cfr. Ef 5, 23). Lucha y vence ella, ¿y sucumbes tú ante el enemigo? ¿Queda el cuerpo de pie, y rueda la cabeza por el suelo?

Los que todavía sois solteros, y os acercáis a la mesa del Señor, y coméis la carne de Cristo y bebéis su sangre, si habéis de casaros, reservaos para las que han de ser vuestras esposas. Tal como queréis que vengan ellas a vosotros, así os deben encontrar. ¿Qué joven hay que no desee casarse con una mujer casta? Si es virgen la que has de recibir en matrimonio, ¿no deseas encontrarla totalmente intacta? Si así la quieres, sé tú como la quieres. ¿Buscas una mujer pura? No seas tú impuro.

¿Te es acaso imposible la pureza que reclamas en ella? Si fuera imposible para ti, también lo sería para ella. Pero, si ella puede ser pura, con su pure­za te enseña lo que tienes obligación de ser. Ella puede porque la guía Dios. Además, más gloriosa sería la virtud en ti que en ella. ¿Sabes por qué? Porque ella está bajo la vigilancia de sus padres y la misma vergüenza de su sexo la contiene; porque teme las leyes que tú atropellas. Luego si tú hicie­ras lo que ella hace, serías más digno de alabanza, porque sería prueba clara de que temes a Dios. Ella tiene muchas cosas que temer además de Dios; pero tú sólo temes a Dios.

El que tú temes es mayor que todos y es preci­so que se le tema en público y en privado. Sales de tu casa, y te ve; entras, y te ve también. No impor­ta que tengas la casa iluminada o que la tengas a

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oscuras: te ve. Es lo mismo que entres en tu dor­mitorio o en el interior de tu propio corazón, por­que no podrás sustraerte a sus miradas. Teme, por tanto, al que te ve siempre; témele y sé casto, al menos por eso. Pero si deseas pecar, busca-si pue-des-un sitio donde Dios no te vea, y entonces haz lo que quieras.

En cuanto a los que habéis decidido guardaros totalmente para Dios, castigad vuestro cuerpo con más rigor y no soltéis el freno a la concupiscencia ni siquiera en las cosas que os están permitidas. No basta con que os abstengáis de relaciones ilícitas, sino que incluso habéis de renunciar a las miradas lícitas. Tanto si sois hombres como si sois mujeres, acordaos siempre de llevar sobre la tierra una vida semejante a la de los ángeles. Los ángeles no se casan ni son dados en matrimonio, y así seremos todos después de la resurrección (cfr. Mt 22, 30). ¿Cuánto mejores sois vosotros, que comenzáis a ser antes de la muerte aquello que serán los hom­bres después de resucitar?

Sed fieles en el estado de vida que tengáis, para recibir a su tiempo la recompensa que Dios tiene reservada a cada uno. La resurrección de los muertos ha sido comparada a las estrellas del cielo. Las estrellas -dice el Apóstol- brillan de distinta manera unas que otras. Así sucederá en la resu­rrección de los muertos (I Cor 15, 41). Una será la luz de la virginidad, otra la de la castidad conyugal, otra la de la santa viudez. Lucirán de distintos modos, pero todas estarán allí. No será idéntico el resplandor, pero será común la gloria eterna.

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Meditad seriamente en vuestra condición, guardad vuestros deberes de estado con fidelidad, y acercaos confiadamente a la carne y a la sangre del Señor. El que no sea como tiene obligación de ser, que no se acerque. ¡Ojalá sirvan mis palabras para excitaros al arrepentimiento! Alégrense los que saben guardar para su cónyuge lo que de su cónyuge exigen; alégrense los que saben guardar castidad perfecta, si así lo han prometido a Dios. Sin embargo, otros se contristan cuando me oyen decir: que no se acerquen a recibir el pan del cielo los que se niegan a ser castos. Yo no quisiera tener que decir esto, pero ¿qué voy a hacer? ¿he de callar la verdad por temor a los hombres? Porque esos siervos no teman a su Señor, ¿no habré de temerle yo tampoco? Pues está escrito: tenías obli­gación de dar y sabías que yo era exigente (cfr. Mt 25, 26).

Ya he dado, Señor y Dios mío; he entregado tu dinero en presencia tuya y de tus ángeles y de todo el pueblo, pues temo tu santo juicio. He dado lo que me mandaste dar; exige tú lo que tienes derecho a recibir. Aunque yo me calle, has de hacer lo que conviene a tu justicia. Mas permite que te diga: he distribuido tus riquezas; ahora te suplico que conviertas los corazones y perdones a los pecadores. Haz que sean castos los que han sido impúdicos, para que en compañía de ellos pueda yo alegrarme delante de Ti, cuando vengas a juzgar.

¿Os agrada esto, hermanos míos? Pues que sea ésta vuestra voluntad. Todos los que no vivís limpiamente, enmendaos ahora, mientras aún estáis sobre la tierra. Yo puedo deciros lo que Dios

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me manda comunicaros; pero a los impuros que perseveren en su maldad, no podré librarlos del juicio y de la condenación de Dios.

(Sermón 132)

El servicio episcopal

El que preside a un pueblo debe tener presen­te, ante todo, que es siervo de muchos. Y eso no ha de tomarlo como una deshonra; no ha de tomar como una deshonra, repito, el ser siervo de muchos, porque ni siquiera el Señor de los señores desdeñó el servirnos a nosotros. De la hez de la carne se les había infiltrado a los discípulos de Cristo, nuestros Apóstoles, un cierto deseo de grandeza, y el humo de la vanidad había comen­zado a llegar ya a sus ojos. Pues, según leemos en el Evangelio, surgió entre ellos una disputa sobre quién sería el mayor. Pero el Señor, médico que se hallaba presente, atajó aquel tumor. Cuando vio el mal que había dado origen a aquella disputa, poniendo delante algunos niños, dijo a los Após­toles: quien no se haga como este niño no entrará en el reino de los cielos (Mt 18, 3). En la persona del niño les recomendó la humildad. Pero no quiso que los suyos tuviesen mente de niño, diciendo el Apóstol en otro lugar: no os hagáis como niños en la forma de pensar. Y añadió: pero sed niños en la malicia, para ser perfectos en el juicio (1 Cor 14, 20) (...). Dirigiéndose el Señor a los Apóstoles y confirmándolos en la santa humildad, tras haberles propuesto el ejemplo del niño, les dijo: quien de vosotros quiera ser el mayor, sea vuestro servidor (Mt20, 26) (...).

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Por tanto, para decirlo en breves palabras, somos vuestros siervos, siervos vuestros, pero, a la vez, siervos como vosotros; somos siervos vues­tros, pero todos tenemos un único Señor; somos siervos vuestros, pero en Jesús, como dice el Apóstol: nosotros, en cambio, somos siervos vues­tros por Jesús (2 Cor 4, 5). Somos siervos vuestros por Él, que nos hace también libres; dice a los que creen en Él: si el Hijo os libera, seréis verdadera­mente libres (Jn 8, 36). ¿Dudaré, pues, en hacer­me siervo por Aquél que, si no me libera, perma­neceré en una esclavitud sin redención? Se nos ha puesto al frente de vosotros y somos vuestros sier­vos; presidimos, pero sólo si somos útiles. Veamos, por tanto, en qué es siervo el obispo que preside. En lo mismo en que lo fue el Señor. Cuando dijo a sus Apóstoles: quien de vosotros quiera ser el mayor, sea vuestro servidor (Mt 20, 26), para que la soberbia humana no se sintiese molesta por ese nombre servil, inmediatamente los consoló, poniéndose a sí mismo como ejemplo en el cum­plimiento de aquello a lo que los había exhortado (...).

¿Qué significan, pues, sus palabras: igual que el Hijo del hombre no vino a ser servido, sino a ser­vir? (Mt 20, 28). Escucha lo que sigue: no vino, dijo, a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos (Ibid.). He aquí cómo sirvió el Señor, he aquí cómo nos mandó que fuéramos siervos. Dio su vida en rescate por muchos: nos redimió. ¿Quién de nosotros es capaz de redimir a otro? Con su sangre y con su muerte hemos sido redimidos; con su humildad hemos sido levanta­dos, caídos como estábamos; pero también nos-

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otros debemos aportar nuestro granito de arena en favor de sus miembros, puesto que nos hemos convertido en miembros suyos: Él es la cabeza, nosotros el cuerpo (...).

Ciertamente es bueno para nosotros el ser buenos obispos que presidan como deben y no sólo de nombre; esto es bueno para nosotros. A quienes son así se les promete una gran recompen­sa. Mas, si no somos así, sino -lo que Dios no quie­ra-malos; si buscáramos nuestro honor por nos­otros mismos, si descuidáramos los preceptos de Dios sin tener en cuenta vuestra salvación, nos esperan tormentos tanto mayores como mayores son los premios prometidos. Lejos de nosotros esto; orad por nosotros. Cuanto más elevado es el lugar en que estamos, tanto mayor el peligro en que nos encontramos (...).

Así, pues, que el Señor me conceda, con la ayuda de vuestras oraciones, ser y perseverar, sien­do hasta el final lo que queréis que sea todos los que me queréis bien y lo que quiere que sea quien me llamó y mandó; ayúdeme Él a cumplir lo que me mandó. Pero sea como sea el obispo, vuestra esperanza no ha de apoyarse en él. Dejo de lado mi persona; os hablo como obispo: quiero que seáis para mí causa de alegría, no de hinchazón. A nadie absolutamente que encuentre poniendo la esperanza en mí puedo felicitarle; necesita correc­ción, no confirmación; ha de cambiar, no quedarse donde está. Si no puedo advertírselo, me causa dolor; en cambio, si puedo hacerlo, ya no.

Ahora os hablo en nombre de Cristo a vos­otros, pueblo de Dios; os hablo en nombre de la

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Iglesia de Dios, os hablo yo, un siervo cualquiera de Dios: vuestra esperanza no esté en nosotros, no esté en los hombres. Si somos buenos, somos sier­vos; si somos malos, somos siervos; pero, si somos buenos, somos servidores fieles, servidores de ver­dad. Fijaos en lo que os servimos: si tenéis hambre y no queréis ser ingratos, observad de qué despen­sa se sacan los manjares. No te preocupe el plato en que se te ponga lo que tú estás ávido de comer. En la gran casa del padre de familia hay no sólo vajilla de oro y plata, sino también de barro (2 Tim 2, 20). Hay vasos de plata, de oro y de barro. Tú mira sólo si tiene pan y de quién es el pan y quién lo da a quien lo sirve. Mirad a Aquél de quien estoy hablando, el Dador de este pan que se os sirve. Él mismo es el pan: Yo soy el pan vivo que he bajado del cielo (Jn 6, 51). Así, pues, os servimos a Cristo en su lugar: os servimos a Él, pero bajo sus órdenes; para que Él llegue hasta vosotros, sea Él mismo el juez de nuestro servicio.

Sermón 340 A, 1-9

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felicidad

Todos deseamos vivir felices. No hay nadie en el género humano que no esté conforme con este pensa­miento, aun antes de haber yo acabado su expresión. Ahora bien, según mi modo de ver, no puede llamarse feliz el que no tiene lo que ama, sea lo que fuere; ni el que tiene lo que ama, si es pernicioso; ni el que no ama lo que tiene, aun cuando sea lo mejor. Porque el que desea lo que no puede conseguir, vive en un tormento. El que consigue lo que no es deseable, se engaña. Y el que no desea lo que debe desearse, está enfermo.

No hay nadie que sea feliz si no disfruta aquello que es lo mejor, y todo el que lo disfruta es feliz; por lo tanto, si queremos vivir felices, debemos poseer lo que es mejor para nosotros.

Eccl. cath. 1,3,4

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Lo mejor para el hombre

"Sigúese de lo dicho que debemos buscar lo mejor para el hombre. Esto, desde luego, no puede ser cosa alguna que sea peor que él, por­que lo que sea peor que él lo envilecería... ¿Será quizás otro hombre como él? Pudiera serlo, si no hubiese nada superior al hombre y susceptible de ser gozado por éste. Pero, si encontramos algo más excelente que pueda ser objeto del amor del hombre, no habrá duda de que debe el hombre esforzarse en conseguirlo para ser feliz.. Pues si la felicidad consiste en conseguir aquel bien que no tiene ni puede tener superior, a saber, el bien ópti­mo, ¿cómo podremos decir que lo es la persona que no ha alcanzado su bien supremo? ¿Y cómo puede haber alcanzado el bien supremo si hay algo mejor a lo que pueda llegar?".

"Además, este bien debe ser de tal condición que no se pueda perder contra nuestra voluntad, porque nadie puede confiar en un bien si teme que se lo quiten aun queriendo conservarlo y abrazar­se a él. El que no está seguro en el bien de que goza, no puede ser feliz mientras vive con ese temor" (ibid., 3, 5). Debemos, pues, buscar qué es

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lo que hay mejor para el hombre. Ahora bien, el hombre es un compuesto de alma y cuerpo, y, desde luego, la perfección del hombre no puede residir en este último (ibid., 4,6). La razón es fácil: el alma es muy superior a todos los elementos del cuerpo, luego el sumo bien del mismo cuerpo no puede ser ni su placer, ni su belleza, ni su agilidad. Todo ello depende del alma, hasta su misma vida. Por tanto, si encontrásemos algo superior al alma y que la perfeccionara, eso sería el bien hasta del mismo cuerpo. Suponed que un auriga alimente, cuide y guie a sus caballos siguiendo mis consejos, ¿no soy yo el bien de esos caballos? Luego lo que perfeccione al alma será la felicidad del hombre (ibid., 5, 7-8).

La felicidad es Dios. Nadie duda que la virtud es la perfección del alma. Ahora bien, esta virtud, o es el alma misma, o es algo fuera de ella. Decir que la virtud es el alma misma equivale a un absur­do, porque el alma imperfecta, sin virtud, encon­traría su perfección en poseerse a si misma, esto es, en poseer una cosa imperfecta. Luego la virtud es algo que está fuera del alma, y si no queréis darle este nombre porque lo reserváis para los hábitos y cualidades de la misma alma, entonces me referiré a aquello que hace que la virtud sea posible (ibid., 6, 9). "Esto que confiere al alma que la busca, la virtud y la sabiduría, o es un hombre sabio o es Dios". El hombre no lo es, porque falla aquella condición de la inadmisibilidad; "queda, pues, sólo Dios. El seguirlo está bien; el conseguir­lo, no sólo bien, sino que es vivir feliz". Evidentemente me dirijo a aquellos que creen en Dios (ibid., 6, 10). Bien claro nos lo dice la Sagrada

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Escritura: Amarás al Señor Dios tuyo con todo tu corazón, con toda tu alma (Mt. 22, 23). ¿Quieres más? Sí quisiera, si fuera posible. ¿Qué te dice Pablo? Dios hace concurrir todas las cosas para el bien de los que le aman... Si Dios está por nos­otros, quién contra nosotros?... ¿La tribulación? ¿La angustia? ¿La persecución? ¿El hambre? La desnudez? (Rm 8, 28-35). En Dios tenemos el compendio de todos los bienes. Dios es nuestro sumo bien. Ni debemos quedarnos más bajo ni buscar más arriba. Lo primero sería peligroso; lo segundo, imposible (Ibid.).

"Si, pues, consta que todos queremos ser bien­aventurados, igualmente consta que todos quere­mos ser sabios, porque nadie que no sea sabio es bienaventurado, y nadie es bienaventurado sin la posesión del bien sumo, que consiste en el conoci­miento y posesión de aquella verdad que llamamos sabiduría. Y así como, antes de ser felices, tenemos impresa en nuestra mente la noción de felicidad, puesto que en su virtud sabemos y decimos con toda confianza, y sin duda alguna, que queremos ser dichosos, así también, antes de ser sabios, tenemos en nuestra mente la noción de la sabidu­ría, en virtud de la cual, cada uno de nosotros, si se le pregunta si quiere ser sabio, responde sin som­bra de duda que sí, que lo quiere"

(De lib. arbit. 9, 25-26)

Varios géneros de felicidad insatisfechos

Te prometí demostrarte... que había algo que era mucho más sublime que nuestro espíritu y que

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nuestra razón. Aquí lo tienes: es la misma verdad. Abrázala, si puedes; goza de ella, y alégrate en el Señor y te concederá las peticiones de tu corazón (Ps. 37, 4). Porque ¿qué más pides tú que ser dichoso? ¿Y quién más dichoso que el que goza de la inconcusa, inconmutable y excelentísima ver­dad?"... "Los hombres dicen que son felices cuan­do tienen entre sus brazos los cuerpos hermosos, ardientemente deseados, ya de las cónyuges, ya de las meretrices, ¿y dudamos nosotros llegar a ser felices abrazándonos con la verdad? Se tienen los hombres por felices cuando, secas las fauces por el ardor de la sed, llegan a una fuente abundante y salubre, o cuando, hambrientos, encuentran una comida o cena bien condimentada, ¿y negaremos nosotros que somos felices cuando la verdad sacia nuestra sed y nuestra hambre?"... "Con frecuencia oímos decir a muchos que son dichosos porque se acuestan entre rosas y otras flores, o también por­que recrean su olfato con los perfumes más aro­máticos; pero ¿qué cosa hay más aromática y agradable que la inspiración de la verdad? ¿Y dudamos proclamar que somos bienaventurados cuando ella nos inspira?"... "Muchos hacen con­sistir la bienaventuranza de la vida en el canto de la voz humana y en el sonido de la lira y de la flau­ta, y cuando estas cosas les faltan se consideran miserables y cuando las tienen saltan de alegría; y nosotros, sintiendo en nuestras almas suavemente y sin el menor ruido el sublime, armonioso y elo­cuente silencio de la verdad, si así puede decirse, ¿buscaremos otra vida más dichosa y no gozare­mos de la tan cierta y presente a nuestras almas?"... "Cuando los hombres encuentran sus

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delicias en contemplar el brillo del oro y de la plata, el de las piedras preciosas y de los demás colores, o en la contemplación del esplendor y encanto de la misma luz que ilumina nuestros carnales ojos, ora proceda ella del fuego de la tierra, ora de las estrellas, o de la luna, o del sol, y de este placer no les aparta ni la necesidad ni molestias de ningún género, y les parece que son dichosos, y por gozar de ellas quisieran vivir siempre, ¿temeremos no­sotros hacer consistir la vida bienaventurada en la contemplación del esplendor de la verdad?".

La verdad, suprema felicidad

"Todo lo contrario, y puesto que en la verdad se conoce y se posee el bien sumo, y la verdad es la sabiduría, fijemos en ella nuestra mente y apo­derémonos así del bien sumo y gocemos de él, pues bienaventurado el que goza del sumo bien..." "Esta, la verdad, es la que contiene en sí todos los bienes que son verdaderos, y de los que los hombres inteligentes, según la capacidad de su penetración, eligen para su dicha uno o varios. Pero así como entre los hombres hay quienes a la luz del sol eligen los objetos, que contemplan con agrado, y en contemplarlos ponen todos sus encantos y quienes, teniendo una vista más vigo­rosa, más sana y potentísima, a nada miran con más placer que al sol, que ilumina también las demás cosas, en cuya contemplación se recrean los ojos más débiles, así también, cuando una poderosa inteligencia descubre y ve con certeza la multitud de cosas que hay inconmutablemente verdaderas, se orienta hacia la misma verdad, que

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todo lo ilumina, y, adhiriéndose a ella, parece como que se olvida de todas las demás cosas, y, gozando de ella, goza a la vez de todas las demás, porque cuánto hay de agradable en todas las cosas verdaderas lo es precisamente en virtud de la misma verdad".

Libertad, felicidad y verdad supremas

"En esto consiste también nuestra libertad, en someternos a esta verdad suprema; y esta libertad es nuestro mismo Dios, que nos libra de la muerte, es decir, del estado de pecado. La misma verdad hecha hombre y hablando con los hombres, dijo a los que creían en ella: Si fuereis fieles en guardar mi palabras seréis verdaderamente mis discípulos y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres (lo 8,31-32). De ninguna cosa goza el alma con liber­tad sino de la que goza con seguridad".

Delib. arbit. 13,35-37

Felicidad eterna

¿Y qué, hermanos? Si os preguntase si queréis ser felices, si queréis vivir sanos, todos me contes­taríais que desde luego. Pero una salud y una vida cuyo fin se teme, no es vida. Eso no es vivir siem­pre, sino temer continuamente Y temer continua­mente es ser atormentado sin interrupción y si vuestro tormento es sempiterno, ¿dónde está la vida eterna? Estamos muy seguros de que una vida, para ser feliz, necesita ser eterna; de lo con­trario, no sería feliz ni aun siquiera vida, porque, si

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no es eterna, si no se colma con una saciedad per­petua, no merece el nombre ni de felicidad ni de vida... Cuando lleguemos a aquella vida prometida al que guarde los mandamientos, habré de decir que es eterna? ¿Habré de decir que es feliz? Me basta con decir que es vida porque es vida, es eter­na y es feliz. Y cuando la alcancemos podemos estar seguros de que no ha de fenecer. Pues si, una vez llegados a ella, estuviéramos inciertos sobre su futuro temeríamos, y donde hay temor hay tor­mento, no del cuerpo sino de lo que es más grave, del corazón, y donde hay tormento, ¿cómo podrá haber felicidad? Luego bien seguro es que aquella vida es eterna y no se acabará porque viviremos en aquel reino del que se ha dicho que no tiene fin (Le. 1,33)

Serm. 307, 7: PL 38,1 403

La felicidad

¿Cómo te busco, pues, Señor? Porque al bus­carte, Dios mío, busco la felicidad. Te buscaré, Señor, para que viva mi alma. Mi cuerpo vive de mi alma, y mi alma vive de ti. ¿Cómo busco, pues, la felicidad? Porque de hecho no la tengo hasta que digo:"¡basta! ¡Allí esta!"

¿No es precisamente la felicidad eso que todo el mundo busca, y que no hay absolutamente nadie que no la quiera? ¿Dónde la vieron para enamorarse de ella? Seguro que la poseemos, aun­que no sé cómo. Existe la modalidad de quien la posee y se siente feliz. Y hay quienes son felices en esperanza. Estos últimos la poseen en grado infe-

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rior a los primeros, que son felices al poseer la feli­cidad real, pero están en mucho mejor situación que aquellos que no son felices ni por la realidad ni por la esperanza.

Porque no soy yo solo o unos pocos en exclu­siva los que deseamos ser felices, sino absoluta­mente todos. Y si no tuviéramos una noción cierta de lo que esto significa, no lo desearíamos con una voluntad tan decidida. ¿Qué significa esto? Si pre­guntamos a dos individuos si quieren ser militares, puede ocurrir que uno de ellos diga que sí y el otro que no. Pero si les preguntamos si quieren ser feli­ces, los dos contestarán que ése es su deseo. Y el único objetivo que persiguen, tanto el que quiere alistarse en el ejército como el que no quiere, es ser felices.

La felicidad consiste en el gozo que viene de ti, que va a ti y que se motiva en ti. Esta es la felici­dad, ni más ni menos.

Conf. 10, 20

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"Cuando te busco, oh mi Dios, procuro la felicidad de la vida. Te buscaré para que mi alma viva"

Conf. X, 20

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Toma y lee

Después que la profunda consideración sacó del fondo secreto y amontonó en presencia de mi corazón toda mi miseria, se desató en mí una enor­me tormenta, preñada de copiosa lluvia de lágri­mas. Y para descargarla toda con sus truenos, me levanté de donde esta Alipio -la soledad me pare­cía más a propósito para llorar-, y me retiré tan lejos, que ni su presencia pudiera servirme de estorbo. Así estaba yo entonces, y él se dio cuen­ta, porque no sé qué fue lo que dije al levantarme, que ya el tono de mi voz parecía cargado de lágri­mas. Él se quedó como atónito en el lugar en que estábamos entados; mas yo, tirándome debajo de una higuera, no sé cómo, solté la rienda a las lágri­mas, brotando dos ríos de mis ojos, sacrificio acep­table a ti. Muchas cosas te dije, no con estas pala­bras, pero sí con este sentido: Y tú, Señor, ¿hasta cuándo? ¿Hasta cuándo, Señor, has de estar siem­pre enojado?. No te acuerdes de nuestras malda­des antiguas. Porque yo sentía que ellas me rete­nían. Daba voces lastimeras: "¿Hasta cuándo? ¿Hasta cuándo diré: Mañana, mañana? ¿Por qué

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no ahora? ¿Por qué no es esta misma hora el fin de mis torpezas?".

Decía estas cosas, y lloraba con amarguísima contrición de mi corazón. Mas he aquí que oigo de la casa vecina una voz, no sé si de un niño o de una niña, que decía cantando y repetía muchas veces: "¡Toma y lee; toma y lee!". Y al punto, cambiado el semblante, me puse con toda aten­ción a pensar si por ventura había alguna especie de juego en que los niños soliesen cantar algo parecido, pero no recordaba haber oído jamás cosa semejante; y así, reprimiendo el ímpetu de las lágrimas, me levanté, interpretando esto como una orden divina de que abriese el códice y leyese el primer capítulo que encontrase. Porque había oído decir de Antonio que, advertido por una lectura del evangelio, a la cual había llegado por casuali­dad, y tomando como dicho para sí lo que se leía: Veíe, vende todas las cosas que tienes, dalas a los pobres y tendrás un tesoro en los cielos, y de des­pués ven y sigúeme, se había convertido al punto a ti, con tal oráculo. Así que volví a toda prisa al lugar donde estaba sentado Alipio, en que había dejado el códice al levantarme de allí. Lo cogí, lo abrí y leí en silencio el primer capítulo que me vino a los ojos: No en comilonas ni embriagueces; no en fornicaciones y deshonestidades; no en con­tiendas y emulaciones, si no revestios de nuestro Señor Jesucristo y no cuidéis de la de la carne para satisfacer sus deseos. No quise leer más ni fue menester; pues apenas leída esta frase, como si una luz de seguridad se hubiera difundido en mi corazón, todas las tinieblas de la duda se desvane­cieron.

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Entonces, poniendo el dedo o no sé qué otra señal en el códice, lo cerré, y ya con el rostro sere­no, se lo conté a Alipio; y él me indicó lo que pasa­ba en su interior y yo no lo sabía. Me pidió ver lo que yo había leído; se lo mostré, y puso atención a lo que seguía a aquello que yo había leído y que yo no conocía. Seguía así: Recibid al débil en la fe, lo cual se aplicó el a sí mismo y me lo comunicó. Y fortificado con tal admonición y sin ninguna turbu­lenta vacilación, se abrazó a aquella determinación y santo propósito, tan conforme con sus costum­bres, en las que ya de antiguo tanto ventaja me lle­vaba.

Confesiones, Libro VIII, capitulo XII

Pensamientos vocacionales

Cuando yo deliraba sobre consagrarme al ser­vicio del Señor, Dios mío, conforme hacía ya mucho tiempo lo había dispuesto, yo era el que quería y el que no quería. Mas porque no quería plenamente ni plenamente no quería, por eso dis­cutía conmigo y me destrozaba a mí mismo...

Confesiones, 8, 10, 22

Si no quieres hacer lo más, haz lo menos. Si es excesivo para ti el peso de lo mayor, toma lo menos al menos... Las mayores son: "Vende todo lo que tienes y dalo a los pobres y sigúeme". Las menores: "No matarás, no adulterarás,...

Sermón 85, 1

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Pedro, al seguir a Cristo, era un pobre pesca­dor. ¿Qué pudo dejar? Según él, "todas las cosas"; en realidad, sus redes y su pobreza. Cristo, sin embargo, no le corrigió. Mucho deja, hermanos, mucho deja, en efecto, el que deja no sólo lo que tiene, sino también lo que desea.

In Ps. 103,3,16

"Te seguiré, Señor, pero permíteme ir antes a dar sepultura a mi padre"... Cosa piadosa era lo que quería hacer, pero el Maestro le enseñó lo que debía anteponer. Quería que él fuera predicador de la palabra viva para hacer vivos a quienes habí­an de vivir.

Serm.67,2

A los jóvenes

Los jóvenes dedicados al estudio de la sabidu-1

ría se abstengan de todo lo venéreo, de los place­res de la mesa, del cuidado excesivo y superfluo ornato de su cuerpo, de la vana afición a los espec­táculos, de la pesadez del sueño y la pigricia, de la emulación, murmuración, envidia, ambición de honra y mando, del inmoderado deseo de alaban­za. Sepan que el amor al dinero es la ruina cierta de todas sus esperanzas. No sean ni flojos ni auda­ces para obrar. En las faltas de sus familiares no den lugar a la ira o la refrenen de modo que parez­ca vencida. A nadie aborrezcan. Anden alerta con las malas inclinaciones. Ni sean excesivos en la vin­dicación ni tacaños en el perdonar. No castiguen a nadie sino para mejorarlo, ni usen la indulgencia

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cuando es ocasión de más ruina. Amen como familiares a todos los que viven bajo su potestad. Sirvan de modo que se avergüencen de ejercer dominio; dominen de modo que les deleite servir­les. En los pecados ajenos no importunen a los que reciban mal la corrección. Eviten las enemistades con suma cautela, súfranlas con calma, termínen­las lo antes posible. En todo trato y conversación con los hombres aténganse al proverbio común: "No hagan a nadie lo que no quieren para sí". No busquen los cargos de la administración del Estado sino los perfectos. Y traten de perfeccionar­se antes de llegar a la edad senatorial, o mejor, en la juventud. Y los que se dedican tarde a estas cosas no crean que no les conciernen estos precep­tos, porque los guardarán mejor en la edad avan­zada. En toda condición, lugar, tiempo, o tengan amigos o búsquenlos. Muestren deferencia a los dignos, aun cuando no la exijan ellos. Hagan menos caso de los soberbios y de ningún modo lo sean ellos. Vivan con orden y armonía; sirvan a Dios; en Él piensen; búsquenlo con el apoyo de la fe, esperanza y caridad. Deseen la tranquilidad y el seguro curso de sus estudios y de sus compañeros; y para sí y para cuantos puedan, pidan la rectitud del alma y la tranquilidad de la vida.

Orden 11, 8, 25

Un buen cantor

Una vida sólo la hace buena un buen amor. Eliminase el oro de los asuntos humanos; mejor, haya oro a fin de que sirva de prueba para los asuntos humanos. Córtese la lengua humana, por-

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que hay quienes blasfeman contra Dios. ¿Cómo habrá entonces quienes le alaben? ¿Qué te hizo la lengua? Si hay un buen cantor hay un buen instru­mento. Tenga la lengua un alma buena: hablará el bien, pondrá de acuerdo a quienes no lo están, consolará a los que lloran, corregirá a los derrocha­dores y pondrá un freno a los iracundos; Dios será alabado, Cristo será recomendado, el alma se infla­rá de amor, pero divino, no humano; espiritual, no carnal. Todos estos bienes son producto de la len­gua. ¿Por qué? Porque es buena el alma de que se sirve la lengua. Tenga la lengua un hombre malo: aparecerán los blasfemos, litigantes, calumniado­res y delatores. Males todos que proceden de la lengua, porque es malo quien la utiliza.

Sermón 311,11

Quiero servirte

¡Qué bien me hace, Señor, unirme a t i! Quiero servirte gratuitamente; deseo servirte lo mismo cuando me colmas de bienes que cuando me los niegas; nada temo tanto como verme pri­vado de ti.

Quítame lo que quieras, con tal que no me pri­ves de ti mismo.

Heredad tuya soy y heredad mía eres tú: yo trabajo para ti y tú me trabajas a mí. No te rebajas al trabajarme. Yo trabajo dándote culto como a mi Dios que eres, y tú me trabajas como a tu campo que soy.

Tu dijiste: Yo soy la vid, vosotros los sarmien­tos, y mi Padre el labrador.

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Luego tú me cultivas, y si doy fruto preparas el granero.

Pero si con la mano de tan excelso agricultor permanezco estéril y en vez de trigo produjera abrojos, no quiero decir lo que ha de suceder; pre­fiero concluir con un pensamiento más consolador.

Sermón 32,18

Sois unidad

Cuando, como novicios, fuisteis seleccionados, entrasteis en el granero y comenzasteis a ser moli­dos en el molino de la renuncia y el sacrificio. Más tarde fuisteis remojados en el agua de vuestra pro­fesión y amasados y conformados en la unidad. Por el fuego del Espíritu fuisteis cocidos y llegasteis a ser "pan de Dios".

Ved, pues, lo que habéis recibido. Sois "uni­dad". Procurad seguir siéndolo amándoos unos a otros, unificándoos en una fe, en una misma espe­ranza y en un amor indiviso. Muchos granos, y diferentes, pero una sola comunión.

Sermón 209

Quítame lo que quieras

¡Qué bien me hace, Señor, unirme a ti! Quiero servirte gratuitamente; deseo servirte lo mismo cuando me colmas de bienes que cuando me los niegas. Nada temo tanto como verme privado de ti...

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Quítame lo que quieras, con tal que no me prives de ti mismo. Heredad tuya soy y heredad mía eres tú: yo trabajo dándote culto como a mi Dios, y tú me trabajas como a tu campo que soy. ¡Oh Señor! Comenzaré por la fe para llegar a la visión.

Soy caminante en busca de la patria. Lo que aquí creo, lo veré allí: lo que aquí espero, allí lo poseeré; lo que aquí pido, allí se me dará.

Serm 32,28; 113, 6; 37,10; 159,1

£ct Regla ele

San (Agustín

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1. Ante todas las cosas, queridísimos Hermanos, amemos a Dios y después al prójimo, porque estos son los mandamientos principales que nos han sido dados.

2. He aquí lo que mandamos que observéis quienes vivís en comunidad.

Capítulo I - Fin y Fundamento de la Vida Común

3. En primer término ya que con este fin os habéis congregado en comunidad, vivid en la casa unánimes tened una sola alma y un solo corazón orientados hacia Dios.

4. Y no poseáis nada propio, sino que todo lo tengáis en común, y que el Superior distribuya a cada uno de vosotros el alimento y vestido, no igualmente a todos, porque no todos sois de la misma complexión, sino a cada uno según lo nece­sitare; conforme a lo que leéis en los Hechos de los Apóstoles: "Tenían todas las cosas en común y se repartía a cada uno según lo necesitaba".

5. Los que tenían algo en el siglo, cuando entraren en la casa religiosa, pónganlo de buen grado a disposición de la Comunidad.

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6. Y los que nada tenían no busquen en la casa religiosa lo que fuera de ella no pudieron poseer. Sin embargo, concédase a su debilidad cuanto fuere menester, aunque su pobreza, cuan­do estaban en el siglo, no les permitiera disponer ni aun de lo necesario. Mas no por eso se conside­ren felices por haber encontrado el alimento y ves­tido que no pudieron tener cuando estaban fuera.

7. Ni se engrían por verse asociados a quienes fuera no se atrevían ni a acercarse; más bien ele­ven su corazón y no busquen las vanidades terre­nas, no sea que comiencen a ser las Comunidades útiles para los ricos y no para los pobres, si sucede que en ellas los ricos se hacen humildes y los pobres altivos.

8. Y quienes eran considerados algo en el mundo no osen menospreciar a sus Hermanos que vinieron a la santa sociedad siendo pobres. Más bien, deben gloriarse más de la comunidad de los Hermanos pobres que de la condición de sus padres ricos. Ni se vanaglorien por haber traído algunos bienes a la vida común, ni se ensoberbez­can más de sus riquezas por haberlas compartido con la Comunidad que si las disfrutaran en el siglo. Pues sucede que otros vicios incitan a ejecutar malas acciones, la soberbia, sin embargo, se insi­núa en las buenas obras para que perezcan. ¿Y qué aprovecha distribuir las riquezas a los pobres y hacerse pobre, si el alma se hace más soberbia des­preciando las riquezas que lo fuera poseyéndolas?

9. Vivid, pues, todos en unión de alma y cora­zón, y honrad los unos en los otros a Dios, de quien habéis sido hechos templos.

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Capítulo II - De la Oración

10. Perseverad en las oraciones fijadas para horas y tiempos de cada día.

11. En el oratorio nadie haga sino aquello para lo que ha sido destinado, de donde le viene el nombre; para que si acaso hubiera algunos que, teniendo tiempo, quisieran orar fuera de las horas establecidas, no se lo impida quien pensara hacer allí otra cosa.

12. Cuando oráis a Dios con salmos e himnos, que sienta el corazón lo que profiere la voz

13. Y no deseéis cantar sino aquello que está mandado que se cante; pero lo que no está escri­to para ser cantado, que no se cante.

Capítulo III - De la Frugalidad y Mortificación

14. Someted vuestra carne con ayunos y abs­tinencias en el comer y en el beber, según la medi­da en que os lo permita la salud. Pero cuando alguno no pueda ayunar, no por eso tome alimen­tos fuera de la hora de las comidas, a no ser que se encuentre enfermo.

15. Desde que os sentáis a la mesa hasta que os levantéis, escuchad sin ruido ni discusiones lo que según costumbre se os leyere, para que no sea sola la boca la que recibe el alimento, sino que el todo sienta también hambre de la palabra de Dios.

16. Si los débiles por su anterior régimen de vivir son tratados de manera diferente en la comi­da, no debe molestar a los otros, ni parecer injusto a los que otras costumbres hicieron más fuertes. Y

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éstos no consideren a aquéllos más felices, porque reciben lo que a ellos no se les da, sino más bien deben alegrarse, porque pueden soportar lo que aquéllos no pueden.

17. Y si a quienes vinieron a la casa religiosa de una vida más delicada se les diese algún alimen­to, vestido, colchón o cobertor, que no se les da a otros más fuertes y por tanto más felices, deben pensar quienes no lo reciben cuánto descendieron aquéllos de su vida anterior en el siglo hasta ésta, aunque no hayan podido llegar a la frugalidad de los que tienen una constitución más vigorosa. Ni deben querer todo lo que ven que reciben de más unos pocos, no como honra, sino como tolerancia, no vaya a ocurrir la detestable perversidad de que en la casa religiosa, donde en cuanto pueden se hacen mortificados los ricos, se conviertan en deli­cados los pobres.

18. Empero, así como los enfermos necesitan comer menos para que no se agraven, así también después de la enfermedad deben ser cuidados de tal modo que se restablezcan pronto, aun cuando hubiesen venido del siglo de una humilde pobreza; como si la enfermedad reciente les otorgase lo mismo que a los ricos su antiguo modo de vivir. Pero, una vez reparadas las fuerzas, vuelvan a su feliz norma de vida, tanto más adecuada a los sier­vos de Dios cuanto menos necesitan. Y que el pla­cer no los retenga, estando ya sanos, allí donde la necesidad los puso, cuando estaban enfermos. Así, pues, créanse más ricos quienes son más fuertes en soportar la frugalidad; porque es mejor necesitar menos que tener mucho.

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Capítulo IV- De la Guarda, de la Castidad y de la Corrección Fraterna

19. Que no sea llamativo vuestro porte, ni procuréis agradar con los vestidos, sino con la con­ducta.

20. Cuando salgáis de casa, id juntos, cuando lleguéis adonde os dirigís, permaneced juntos.

21. Al andar, al estar parados y en todos vuestros movimientos, no hagáis nada que moles­te a quienes os ven, sino lo que sea conforme con vuestra consagración.

22. Aunque vuestros ojos se encuentren con alguna mujer, no los fijéis en ninguna. Porque no se os prohibe ver a las mujeres cuando salís de casa lo que es pecado es desearlas o querer ser desea­dos de ellas. Pues no sólo con el tacto y el afecto, sino también con la mirada se provoca y nos pro­voca el deseo de las mujeres. No digáis que tenéis el alma pura si son impuros vuestros ojos, pues la mirada impura es indicio de un corazón impuro. Y cuando, aun sin decirse nada, los corazones denuncian su impureza con miradas mutuas y, cediendo al deseo de la carne, se deleitan con ardor recíproco, la castidad desaparece de las cos­tumbres, aunque los cuerpos queden libres de la violación impura.

23. Asimismo, no debe suponer el que fija la vista en una mujer y se deleita en ser mirado por ella que no es visto por nadie, cuando hace esto; es ciertamente visto y por quienes no piensa él que le ven. Pero aun dado que quede oculto y no sea visto por nadie, ¿qué hará de Aquél que le obser-

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va desde arriba y a quien nada se le puede ocultar? ¿O se puede creer que no ve, porque lo hace con tanta mayor paciencia cuanta más grande es su sabiduría? Tema, pues, el varón consagrado des­agradar a Aquél, para que no quiera agradar peca­minosamente a una mujer. Y para que no desee mirar con malicia a una mujer, piense que el Señor todo lo ve. Pues por esto se nos recomienda el temor, según está escrito: "Abominable es ante el Señor el que fija la mirada"

24. Por lo tanto, cuando estéis en la Iglesia y en cualquier otro lugar donde haya mujeres, guar­dad mutuamente vuestra pureza; pues Dios, que habita en vosotros, os guardará también de este modo por medio de vosotros mismos.

25. Y si observáis en alguno de vuestros Hermanos este descaro en el mirar de que os he hablado, advertídselo al punto para que lo que se inició no progrese, sino que se corrija cuanto antes.

26. Pero si de nuevo, después de esta adver­tencia o cualquier otro día le viereis caer en lo mismo, el que le sorprenda delátele al momento como a una persona herida que necesita curación; sin embargo, antes de delatarle, expóngaselo a otro o también a un tercero, para que con la pala­bra de dos o tres pueda ser convencido y sancio­nado con la severidad conveniente. No penséis que procedéis con mala voluntad cuando indicáis esto. Antes bien, pensad que no seréis inocentes si, por callaros, permitís que perezcan vuestros Hermanos, a quienes podríais corregir indicándolo a tiempo. Porque si tu Hermano tuviese una heri­da en el cuerpo que quisiera ocultar por miedo a la

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cura, ¿no seria cruel el silenciarlo y caritativo el manifestarlo? Pues, ¿con cuánta mayor razón debes delatarle para que no se corrompa más su corazón?

27. Pero, en caso de negarlo, antes de expo­nérselo a los que han de tratar de convencerle, debe ser denunciado al Superior, pensando que, corrigiéndole en secreto, puede evitarse que llegue a conocimiento de otros. Empero, si lo negase, tráigase a los otros ante el que disimula, para que delante de todos pueda no ya ser argüido por un solo testigo, sino ser convencido por dos o tres. Una vez convicto, debe cumplir el correctivo que juzgare oportuno el Superior Local o el Superior Mayor, a quien pertenece dirimir la causa. Si rehu­sare cumplirlo, aun cuando él no se vaya de por sí, sea eliminado de vuestra sociedad. No se hace esto por espíritu de crueldad, sino de misericordia, no sea que con su nocivo contagio pueda perder a muchos otros.

28. Y lo que he dicho en lo referente a la mirada obsérvese con diligencia y fidelidad en ave­riguar, prohibir, indicar, convencer y castigar los demás pecados, procediendo siempre con amor a los hombres y odio para con los vicios.

29. Ahora bien, si alguno hubiere progresado tanto en el mal, que llegara a recibir cartas o algún regalo de una mujer, si espontáneamente lo con­fiesa, perdónesele y órese por él; pero si fuese sor­prendido y convencido de su falta, sea castigado con una mayor severidad, según el juicio del Superior Mayor o del Superior Local.

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Capítulo V - Del Uso de las Cosas Necesarias y de su Diligente Cuidado

30. Tened vuestros vestidos en un lugar común bajo el cuidado de uno o de dos o de cuan­tos fueren necesarios para sacudirlos, a fin de que no se apolillen. Y así como os alimentáis de una sola despensa, así debéis vestiros de una misma ropería. Y, a ser posible, no seáis vosotros los que decidís qué vestidos son los adecuados para usar en cada tiempo, ni si cada uno de vosotros recibe el mismo que había usado o el ya usado por otro, con tal de que no se niegue a cada uno lo que necesite. Pero si de ahí surgiesen entre vosotros disputas y murmuraciones, quejándose alguno de haber recibido algo peor de lo que había dejado, y se sintiese menospreciado por no recibir un vestido semejante al de otro Hermano, juzgad de ahí cuánto os falta en el santo vestido del corazón, cuando así contendéis por el hábito del cuerpo. Mas si se tolera por vuestra flaqueza recibir lo mismo que dejasteis, tened, no obstante, lo que usáis, en un lugar común bajo la custodia de los encargados.

34. No se niegue tampoco el baño del cuerpo, cuando la necesidad lo aconseje; pero hágase sin murmuración, siguiendo el dictamen del médico, de tal modo que, aunque el enfermo no quiera, se haga por mandato del Superior lo que conviene para la salud. Pero si no conviene, no se atienda a la mera satisfacción, porque a veces, aunque perjudi­que, se cree que es provechoso lo que agrada.

35. Por último, si algún siervo de Dios se queja de algún dolor latente en el cuerpo, creáse-

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le sin dudar; empero, si no hubiese certeza de si para curar su dolencia conviene lo que le agrada, entonces consúltese al médico.

36. No vayan a los baños o a cualquier otro lugar adonde hubiere necesidad de ir menos de dos o tres. Y al que necesite ir a alguna parte, no vaya con quienes él quiere, sino con quienes manda el Superior.

37. Del cuidado de los enfermos, de los con­valecientes o de quienes, aun sin tener fiebre, padecen algún achaque, encargúese a un Hermano para que pida de la despensa lo que cada cual necesite.

38. Los encargados de la despensa, de los vestidos o de los libros sirvan a sus Hermanos sin murmuración.

39. Pídanse cada día los libros a la hora deter­minada y, si alguien los pidiere fuera de la hora señalada, no se le concedan.

40. Los vestidos y el calzado, cuando quien los pide es porque los necesita, no difieran en dár­selos quienes los guardan bajo su custodia.

Capítulo VI - De la Pronta Demanda del Perdón y del Generoso Olvido de las Ofensas

41. No haya disputas entre vosotros, o, de haberlas, terminadlas cuanto antes para que el enojo no se convierta en odio y de una paja se haga una viga, convirtiéndose el alma en homicida: pues así leéis: "El que odia a su hermano es homicida".

42. Cualquiera que ofenda a otro con injuria, con ultraje o echándole en cara alguna falta, pro-

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cure remediar cuanto antes el mal que ocasionó y el ofendido perdónele sin discusión. Pero si mutua­mente se hubieran ofendido, mutuamente deben también perdonarse la deuda, por vuestras oracio­nes, que cuanto más frecuentes son, con tanta mayor sinceridad debéis hacerlas. Con todo, mejor es el que, aun dejándose llevar con frecuencia de la ira, se apresura sin embargo a pedir perdón al que reconoce haber injuriado, que otro que tarda en enojarse, pero se aviene con más dificultad a pedir perdón. El que, en cambio, nunca quiere pedir perdón o no lo pide de corazón, en vano está en la casa religiosa, aunque no sea expulsado de allí. Por lo tanto, absteneos de proferir palabras duras con exceso y, si alguna vez se os deslizaren, no os avergoncéis de aplicar el remedio salido de la misma boca que produjo la herida.

43. Pero cuando la necesidad de la disciplina os obliga a emplear palabras duras al cohibir a los menores, si notáis que en ellas os habéis excedido en el modo, no se os exige que pidáis perdón a los ofendidos, no sea que por guardar una excesiva humildad para con quienes deben estaros obe­dientes, se debilite la autoridad del que gobierna. En cambio, se ha de pedir perdón al Señor de todos, que conoce con cuánta benevolencia amáis incluso a quienes quizá habéis corregido más allá de lo justo. El amor entre vosotros no debe ser car­nal, sino espiritual.

Capítulo Vil - Criterios de Gobierno y Obediencia

44. Obedézcase al Superior Local como a un padre, guardándole el debido respeto para que

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Dios no sea ofendido en él, y obedézcase aún más al Superior Mayor, que tiene el cuidado de todos vosotros.

45. Corresponde principalmente al Superior Local hacer que se observen todas estas cosas y, si alguna no lo fuere, no se transija por negligencia, sino que se cuide enmendar y corregir. Será su deber remitir al Superior Mayor, que tiene entre vosotros más autoridad, lo que exceda de su cometido o de su capacidad.

46. Ahora bien, el que os preside, que no se sienta feliz por mandar con autoridad, sino por ser­vir con caridad. Ante vosotros, que os proceda por honor; pero ante Dios, que esté postrado a vues­tros pies por temor. Muéstrese ante todos como ejemplo de buenas obras, corrija a los inquietos, consuele a los tímidos, reciba a los débiles, sea paciente con todos, Observe la disciplina con agra­do e infunda respeto. Y aunque ambas cosas sean necesarias, busque más ser amado por vosotros que temido, pensando siempre que ha de dar cuenta a Dios por vosotros.

47. De ahí que, sobre todo obedeciendo mejor, no sólo os compadezcáis de vosotros mis­mos, sino también de él; porque cuanto más ele­vado se halla entre vosotros, tanto mayor peligro corre de caer.

Capítulo VIII - De la Observancia de la Regla

48. Que el Señor os conceda observar todo esto movidos por la caridad, como enamorados de la belleza espiritual, e inflamados por el buen olor

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de Cristo que emana de vuestro buen trato; no como siervos bajo la ley, sino como personas libres bajo la gracia.

49. Y para que podáis miraros en este peque­ño libro como en un espejo y no descuidéis nada por olvido, léase una vez a la semana. Y si encon­tráis que cumplís lo que está escrito, dad gracias a Dios, dador de todos los bienes. Pero si alguno de vosotros ve que algo le falta, arrepiéntase de lo pasado, prevéngase para lo futuro, orando para que se le perdone la deuda y no caiga en la ten­tación.

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ORACIÓN A SAN AGUSTÍN

Oh gran Agustín, nuestro padre y maestro, conocedor de los senderos luminosos de Dios y también de los caminos tortuosos de los hombres.

Admiramos las maravillas que la Gracia divina ha obrado en ti, haciéndote testigo apasionado de la verdad y del bien, al servicio de los hermanos.

En los inicios del nuevo milenio, marcado por la cruz de Cristo, enséñanos a leer la historia a la luz de la Providencia divina, que dirige los aconteci­mientos hacia el encuentro definitivo con el Padre.

Oriéntanos hacia la meta de la paz, alimentan­do en nuestro corazón tu mismo anhelo por aque­llos valores sobre los cuales es posible construir, con la fuerza que proviene de Dios, la ciudad a medida del hombre.

La profunda doctrina, que con estudio amoro­so y paciente, has tomado de las fuentes siempre vivas de la Escritura, ilumine a cuantos hoy son tentados por mensajes alienantes.

Dales el coraje de emprender el camino hacia aquel "hombre interior" en el que está a la espera Aquél que es el único que puede dar la paz a nues­tro corazón inquieto.

Muchos contemporáneos nuestros parecen haber perdido

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la esperanza de poder alcanzar, entre las múltiples y encontradas ideologías, la verdad, de la que, a pesar de todo, en su inte­rior, conservan una gran nostalgia. Enséñales a no des­istir nunca de la búsqueda, en la certeza de que, al final, su fatiga será premia­da con el encuentro, que les satisfará, con aquella Verdad suprema, que es la fuente de toda verdad creada.

Finalmente, oh San Agustín, transmítenos una chispa de aquel ardiente amor por la Iglesia, la Católica madre de los santos, que ha sostenido y animado las fatigas de tu largo ministerio. Haz, pues, que caminando todos juntos bajo la guía de los legítimos Pastores, lleguemos a la gloria de la Patria celeste, donde, con todos los Bienaventurados, podremos unirnos al cántico nuevo del aleluya sin fin. Amén.

Compuesta por el Papa Juan Pablo II

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AUTOBIOGRÁFICO

Confesiones

Están divididas en dos grandes partes:

• Libros 1-9 que contienen la confesión de los errores de Agustín hasta su conversión; ter­minan con la muerte de su madre Mónica en Ostia.

• Y los libros 10-13 en los que alaba a Dios y a su creación.

Esta obra la comenzó después de la muerte de san Ambrosio, el 4 de abril del 397, y la terminó en el año 400. Es una obra uniforme, en la cual, los acontecimientos son analizados desde un punto de mira doce o catorce años después de haber suce­dido. Por ello, si comparamos con los diálogos escritos en Casiciaco, se constatan algunas discre­pancias, pero ello es debido a una valoración dis­tinta de muchas cosas; son las reflexiones del obis­po que ve la vida de un modo distinto.

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RETRACTACIONES

Los Diálogos

Escritos en Casíciaco, Milán, Roma y en su etapa joven. En ellos trata de la certeza, la felici­dad, el orden, la inmortalidad, la grandeza del alma, la existencia de Dios, la libertad del hombre, la razón del mal y el maestro interior.

Contra académicos

Combate el escepticismo.

Disciplinarum libri

Es una vasta enciclopedia con el fin de mostrar cómo se puede y se debe ascender a Dios a partir de las cosas materiales. No está acabada.

Otros: De beata vita líber I, De ordine libri II, Soliloquiorum libri II, De immortalitate animae líber I, De quantitatae animae liber I, De libero arbitrio libri III, De música libri VI, De magistro liber I...

APOLOGÉTICOS

En estos defiende la fe contra los paganos o contra los racionalistas:

De vera religione liber I. Escrito en el 390. La verdadera religión es la que posee la iglesia católi­ca, el verdadero Dios es la Trinidad. En esta obra se encuentran muchas de las ideas de la Ciudad de Dios.

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La ciudad de Dios (De civitate Dei libri XXII)

Artículo principal: La ciudad de Dios

Es una de las obras maestras de Agustín, en ella nos ofrece una síntesis de su pensamiento filo­sófico, teológico y político. Fue escrita desde el 413 al 426 y la publicó en varias partes, aunque trabaja con un plan unitario.

El motivo por el cual escribió esta obra fue las críticas que los paganos hacían contra el cristianis­mo: Roma había caído bajo los visigodos (410), la Ciudad Eterna se había hecho añicos... De este cataclismo mundial fue culpado el cristianismo, sobre todo por los romanos cultos y ricos que huyeron al norte de África debido a la caída de Roma.

Está dividida en dos partes: en la primera com­bate al paganismo (1.1-10) y en la segunda defien­de la doctrina cristiana (I. 11-22).

Otras

De fide rerum quae non videntur liber I, De utilitate credendi liber I, De divinatione daemo-num liber I, Quaestiones expositae contra paga­nos VI...

DOGMÁTICOS

Enchiridion, ad Laurentium o De fide, spe et caritate liber I

Escrito hacia 421, es un manual de teología según el esquema de las tres virtudes teologales.

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Contiene una explicación del símbolo de fe, del Padre nuestro y de los preceptos morales.

La Trinidad (De Trinitate librí XV)

Es una de sus obras maestras y su principal obra dogmática. Desde el 399 al 412 escribió doce libros, pero no estando satisfecho con los resultados apla­zó su publicación, entonces sus impacientes amigos hicieron unas copias del manuscrito sin autorización de Agustín y lo pusieron en circulación, lo que enojo bastante al Santo. En el año 420 añadió los otros tres que faltaban y revisó toda la obra.

Está dividida en cinco grandes partes: teología bíblica de la Trinidad (l-IV), teología especulativa y defensa del dogma (V-VII), introducción al conoci­miento místico de Dios (VIII), búsqueda de la ima­gen de la Trinidad en el hombre (IX-XIV), compen­dio y complemento del tratado (XV).

Otros

De fide et símbolo liber I, De diversis quaes-tionibus octoginta tribus líber I, De diversis quaes-tionibus ad Simplicianum libri II, Ad inquisitionem lanuarii libri II, De fide et operibus liber I, De videndo Deo liber I, De praesentia Dei liber I, De cura pro mortuis gerenda liber I, De octo Dulcitii quaestionibus liber /...

MORALES Y PASTORALES

De agone christiano liber I

Es un manual de vida cristiana para instruir en la fe al pueblo sencillo.

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De coniugiis adulterinis libri II

Escrito hacia el 420 demuestra la indisolubili­dad del matrimonio.

Otros

Contra mendacium, De catechizandis rudibus liber I, De continentia liber I, De patientia liber /...

MONÁSTICOS

Regula ad servos

La más antigua de las reglas monásticas de occidente.

EXEGÉTICOS

La Sagrada Escritura tuvo un papel decisivo para Agustín. Se puede destacar:

De doctrina christiana libri IV

Es una síntesis dogmática que servirá de mode­lo a las Sententiae.

De Genesi ad litteram libri XII

Su composición es del 401 al 415. Contiene de antropología, la doctrina de la creación simultánea y de las razones seminales.

De consensu Evangelistarum libri IV

Fueron escritos hacia el año 400 en respuesta a los que acusaban a los evangelistas de contrade­cirse y de haber atribuido falsamente a Cristo la divinidad.

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POLÉMICOS

Escribe contra los maniqueos, los donatistas, los pelagianos, el arrianismo y contra herejías en general.

Algunas de sus obras son: De natura boni líber I, Psalmus contra partem Donati, De peccatorum mentís et remissione et de baptismo parvolorum ad Marcellium libri III (de 412, primera teología bíblica de la redención, del pecado original y de la necesidad del bautismo), De gratia et libero arbi­trio liber I (de 426, en el que demuestra la necesi­dad de la gracia de la existencia del libre albedrío), De haeresibus...

CARTAS

El extenso epistolario agustiniano prueba su celo apostólico. Sus cartas son muy numerosas y a veces extensas. Fueron escritas desde el 386 al 430. Se pueden haber conservado unas 800.

TRATADOS

Están distribuidos en tres secciones: comenta­rios en San Juan, exposiciones sobre los salmos y sermones.

Tractatus in evangelium loanis

Ciento veinticuatro discursos sobre el evange­lio de San Juan.

Su obra más extensa es Enarrationes in Psalmos. Se trata de la única exposición completa

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del salterio que nos ha llegado de la literatura artís­tica. Compuesta desde el 392 al 416.

Los sermones son el fruto de la predicación por casi 40 años. En la biblioteca de Hipona se debían conservar unos tres o cuatro mil. Trata todos los temas de la Biblia y de la liturgia.

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ÍNDICE

INTRODUCCIÓN 11

BIOGRAFÍA DE SAN AGUSTÍN 19

AGUSTÍN DE HIPONA EL PADRE MAS GRANDE DE LA

IGLESIA 31

ORACIÓN 45

GRANDE ERES SEÑOR 47

TE INVOCO DE VERDAD 47

NO CESES EN TU DESEO 49

RECIBE ATU FUGITIVO 51

QUE TE BUSQUE 52

QUE COSA ES LO QUE SE AMA 53

CANTEMOS ALELUYA, AL DIOS BUENO 57

ESCÚCHAME 59

EL ENCUENTRO CON DIOS 60

ORACIÓN CONTINUA 62

MAL - MUNDO 64

CUANDO CRISTO PASA 64

PLEGARIA A LA SANTÍSIMA TRINIDAD 68

EN LA ORACIÓN NO HAY QUE SER PALABREROS 71

COMO PEDIR A DIOS 72

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QUE NUESTROS DESEOS SE EJERCITEN EN LA ORACIÓN 76

DEBEMOS AMONESTARNOS A NOSOTROS MISMOS. 78 NO SABEMOS PEDIR LO QUE NOS CONVIENE 79 DAME DE BEBER 81 DIVERSAS MANERAS COMO DIOS HABLA 83 RUEGA POR NOSOTROS 85 COMO ORAR AL SEÑOR 86 ORACIÓN DE SAN AGUSTÍN 88

CARIDAD 91

SEMBRAD SIEMPRE BUENAS OBRAS 93 MI AMOR ES MI PESO 94 ELOGIO A LA CARIDAD 94 AMAR SIN ENVIDIA 97

EL MANDAMIENTO NUEVO 100 QUE LA FUERZA DEL AMOR SUPERE EL PESAR DE

LA MUERTE 102 NO OS EXHORTO A QUE TENGÁIS FE, SINO QUE

TENGÁIS AMOR 104 SEMBRAR EN INVIERNO, SIN TEMER AL FRÍO 106 QUE CADA UNO EXAMINE SU CORAZÓN 107

AMA Y HAZ LO QUE QUIERAS 108 AMAR AL HERMANO ES AMAR A DIOS 110

IGLESIA 115

LOS QUE NO OYEN 117 LA VOZ QUE CLAMA EN EL DESIERTO 119 DOS VIDAS 120 CREO EN LAS ESCRITURAS 123 LA PAZ, ASPIRACIÓN SUPREMA 126 LAS VIRTUDES MORALES 131 JUAN ERA LA VOZ, CRISTO LA PALABRA 136 LA NUEVA CREACIÓN EN CRISTO 138 LA IGLESIA 140 LOS DE FUERA SON HERMANOS NUESTROS 140 ES SEÑOR ES NUESTRO DIOS, Y NOSOTROS SU

PUEBLO 142

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JESUCRISTO 145

¿QUIÉN ERES TÚ DIOS MIÓ? 147

CRISTO, LIBERADOR DEL HOMBRE 148

CRISTO ES EL CAMINO HACIA LA LUZ, LA VERDAD Y LA VIDA 149

DIOS CONFORTA A LOS HUMILDES 151 HA PROMETIDO LA VIDA ETERNA 152 CONÓZCATE ATI 153

CRISTO MURIÓ POR TODOS 155

DESPIÉRTATE 157

EL SEÑOR SE HA COMPADECIDO DE NOSOTROS 159 SUFRE POR MIS OVEJAS 162

LA NUEVA CREACIÓN EN CRISTO 163 MI SACRIFICIO ES UN ESPÍRITU QUEBRANTADO 165

UN SOLO DIOS 167

ADMINISTRÓ LA SANGRE SAGRADA DE CRISTO 168

LAS PROMESAS DE DIOS SE NOS CONCEDEN POR SU HIJO 170

EN CRISTO FUIMOS TENTADOS, EN EL VENCIMOS AL DIABLO 172

LA GRATUIDAD DEL DON DE DIOS 174

HASTA VER A CRISTO FORMADO EN VOSOTROS 176 DESPIERTA A CRISTO 178 JESUCRISTO ES DEL LINAJE DE DAVID 180

LA BÚSQUEDA DE DIOS 182

LO EXTRAORDINARIO DE LO ORDINARIO 184 DIOS FELICIDAD DEL HOMBRE 186 DIOS, SUPREMO BIEN DEL HOMBRE 187

INCLINACIÓN SOBRENATURAL A DIOS 187

HERMOSURA DE DIOS 190

EL CAMINO DE CRISTO 190 TRANQUILIDAD ETERNA DEL CIELO 192 SACIEDAD INSACIABLE 195

CUANDO CRISTO PASA 194

ANTES DE CREAR EL MUNDO 198 ES PREFERIBLE IR COJO 198

VOLVED AL CORAZÓN 199

EDUCAR A UN HIJO 201

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VACIA LO QUE HAS DE LLENAR 202

CRISTO MURIÓ POR TODOS 204 DICHOSOS LOS QUE HOSPEDARON AL SEÑOR EN

SU CASA 205 ¡OH DIOS MIÓ! 207 DIOS 208 ¿Y TU, DÓNDE ESTÁS POR MI? 208 SED CIELOS QUE PREGONEN A DIOS 209 CORRED A CRISTO 210 YO BUSCABA LLEGAR A DIOS 210

FE 213

LA FE DE MARÍA 215 DESEO -BÚSQUEDA 219

TU CREDO HA DE SER TU ESPEJO 223 TU NAVE ES TU CORAZÓN 224 TÓCALO CON LA FE 225 ¿QUÉ SIGNIFICA CAMINAR? 225 LA FE ES EL CAMINO 226 YO CREO EN TI 226

MÁRTIRES 229

LA VIDA PASA Y CORRE 231

DABAN TESTIMONIO DE LO QUE HABÍAN VISTO 232 PRECIOSA LA MUERTE DE LOS MÁRTIRES 235 DAMOS CULTO A LOS MÁRTIRES 237

SERVICIO 239

HAY PERSONAS QUE FINGEN 241

LA VIDA PASA Y CORRE 243

SOMOS CRISTIANOS Y SOMOS OBISPOS 244 LOS PASTORES QUE SE APACIENTAN A SÍ MISMOS.. 246 QUE NADIE BUSQUE SU INTERÉS, SINO EL DE JESU­

CRISTO 247 PREPÁRATE PARA LAS PRUEBAS 249 OFRECE EL ALIVIO DE LA CONSOLACIÓN 251 LOS CRISTIANOS DÉBILES 253 INSISTE A TIEMPO Y A DESTIEMPO 255

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SOY OBISPO PARA VOSOTROS, SOY CRISTIANO CON VOSOTROS 257

VIVIR LA PUREZA EN TODOS LOS ESTADOS 259 EL SERVICIO EPISCOPAL 264

FELICIDAD 269

LO MEJOR PARA EL HOMBRE 271 VARIOS GÉNEROS DE FELICIDAD INSATISFECHOS 273 LA VERDAD, SUPREMA FELICIDAD 275 LIBERTAD, FELICIDAD Y VERDAD SUPREMAS 276 FELICIDAD ETERNA 276 LA FELICIDAD 277

VOCACIÓN 279

TOMA Y LEE 281

PENSAMIENTOS VOCACIONALES 283 A LOS JÓVENES 284 UN BUEN CANTOR 285 QUIERO SERVIRTE 286 SOIS UNIDAD 287 QUÍTAME LO QUE QUIERAS 287

LA REGLA DE SAN AGUSTÍN 289

ORACIÓN A SAN AGUSTÍN DE JUAN PABLO II 303

BIBLIOGRAFÍA 305

319