Fermandez, Victor Manuel - Para Que Vivas La Misa Mejor

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colección CRECER 4 VÍCTOR MANUEL FERNÁNDEZ Para que vivas mejor la misa SAN PABLO

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4 VÍCTOR MANUEL FERNÁNDEZ

Para que vivas mejor

la misa

SAN PABLO

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colección CRECER 4

Esta obra fue pensada para los que no se sienten cómodos en la celebración de la

misa, pero también para los que asisten con gusto y quisieran crecer en una mejor partici­pación. En la primera parte, se busca comprender me­jor qué es la misa y para qué la celebramos. En la segunda parte, el autor se detiene en cada uno de los signos que se nos presentan, para encontrarles un sentido profundo. En la ter­cera parte, se recuerdan los gestos, posturas y movimientos que realizamos en la misa, para que podamos darles el valor que tienen y los vivamos mejor. En la última parte, se recorre paso por paso la misa, para que podamos aprovechar al máximo cada momento de la celebración. En síntesis, es un libro que explica el sentido teológico y espiritual de cada una de las partes y gestos de la misa, pero sobre todo ofrece sugerencias muy prácticas para poder vivir bien y gustosamente cada momento de la celebración.

SAN PABLO 9 78 9 5 08 6 178 5 9

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PARA QUE VIVAS MEJOR LA MISA

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Colección Crecer

Para mejorar tu relación con María Para mejorar tus confesiones Para mejorar tu comunicación con los demás Para mejorar tu relación con los que han muerto Para que vivas mejor la misa Para mejorar tu lectura de la Biblia Para mejorar tu amistad con Jesús

Víctor Manuel Fernández nació en Gigena (provincia de Córdoba). Estudió Filosofía y Teología en el Semina­rio de Córdoba y en la Facultad de Teología de la UCA (Bs. As.). Realizó la licenciatura con especialización bíblica en Roma y el doctorado en Teología en la UCA. Fue párroco, director de catequesis, asesor de movimien­tos laicales y fundador del Instituto de Formación laical en Río Cuarto. Es vicedecano de la Facultad de Teología de Buenos Aires y formador del Seminario de Río Cuar­to. Enseña Teología Moral, Teología Espiritual, Nuevo Testamento y Hermenéutica.

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Víctor Manuel Fernández

Para que vivas mejor la misa

Dejar de aburrirte y de mirar la hora

SAN PABLO

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Distribución San Pablo:

Argentina Riobamba 230, CI025ABF BUENOS AIRES, Argentina. Teléfono (011) 5555-2416/17. Fax (01 I) 5555-2425. www.san-pablo.com.ar - E-mail: verntas@san-

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Chile Avda. L B. O'Higgins 1626, SANTIAGO Centro, Chile. Casilla 3746, Correo 21 -Tel. (0056-2-) 7200300 - Fax (0056-2-) 800 202474

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Perú Las Acacias 320 - Miradores, LIMA 18, Perú. Telefax:(51) 1-4460017. E-mail: [email protected]

Fernández. Víctor Manuel

Para que vivas mejor la misa. Dejar de aburrirte y de mirar la hora - 1a ed. 1a reimp. - Buenos Aires: San Pablo. 2007.

228 p.: 17x11 cm.-(Crecer 5)

ISBN: 978-950-861-785-9

I. Liturgia cristiana. I.Título

CDD 264

Con las debidas licencias / Queda hecho el depósito que ordena la ley 11.723 / © SAN PABLO, Riobamba 230, C I025ABF BUENOS AIRES, Argent ina. E-mail: [email protected] / Impreso en la Argen­tina en el mes de mayo de 2007 / Industria argentina.

ISBN: 978-950-861-785-9

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Presentación

En este libro haremos cuatro caminos di­ferentes para ayudarte a vivir con más gusto y profundidad la misa. Por eso el libro tiene cuatro partes. Eso permitirá que durante un tiempo te dediques a una de esas partes, otro tiempo te dediques a otra, y así, de diversas maneras, puedas encontrarle más sentido a cada detalle de la misa.

En la primera parte, trataremos de enten­der mejor qué es la misa y para qué la cele­bramos.

En la segunda parte, nos detendremos en cada uno de los signos que se nos presentan cuando estamos en misa, para encontrarles un sentido profundo.

En la tercera parte, recordaremos los ges­tos, posturas y movimientos que realizamos en la misa, para que podamos darles el valor que tienen y los vivamos mejor.

En la última parte, iremos recorriendo la misa paso por paso, para que podamos pene­trar con todo nuestro ser y aprovechar al máxi­mo cada momento de la celebración.

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La Iglesia pide insistentemente "que los cristianos no asistan a este misterio de fe como extraños y mudos espectadores, sino que, comprendiéndolo bien a través de los ritos y oraciones, participen consciente, piadosa y activamente en la acción sagrada" (SC 48). Esa es la finalidad de este libro.

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Primera parte: Darle sentido a la

Eucaristía

Hablaremos en primer lugar sobre el sen­tido de la presencia de Jesús en la Eucaristía, para concentrarnos luego en lo más impor­tante, que es la "celebración de la Eucaristía", es decir, en el sentido de la misa. Porque no podremos comprender los detalles prácticos de la misa si primero no entendemos bien el sentido de la misa misma.

1. La Eucaristía como presencia de Jesús

Jesús dijo: "Yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo" (Mt 28, 20). Y él cumple su promesa. Pero él no está con nosotros sólo en una presencia invisible, por­que nosotros somos cuerpo y alma. Por eso, nos dejó un signo maravilloso, para que no podamos olvidarlo: la Eucaristía.

Jesús no nos dejó una foto o un objeto para que lo recordemos. Se quedó él presente

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en la Eucaristía. La Eucaristía no es sólo su cuerpo y su sangre, sino Jesús entero: allí está su cuerpo, sus pensamientos, sus sentimien­tos, su sangre, su poder divino, su ternura humana, todo su ser.

Y Jesús está vivo en la Eucaristía, porque ha resucitado. La Eucaristía es el cuerpo de Cristo resucitado que está presente entre no­sotros de una manera visible; pero está en la apariencia del pan. ¿Por qué? Porque todavía tenemos que seguir caminando en esta tierra, y si lo viéramos con toda claridad, estaríamos ya en el cielo, nos deslumhraría por completo.

Ya que él está vivo en la Eucaristía, puedo dialogar con él, buscar su ayuda, contarle mis cosas, compartir con él mis preocupaciones más íntimas y mis alegrías.

Para poder comprender bien lo que sig­nifica esta presencia, decimos que es real, sus­tancial y sacramental; y que está sobre todo para que lo comamos, pero también para que lo contemplemos y lo adoremos. Veamos.

Presencia "real"

El Hijo de Dios, cuando buscó una forma de quedarse entre nosotros con su humani­dad, ¿qué podía elegir sino lo más simple, lo

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más cotidiano, lo más sencillo? ¿Qué podía elegir sino un pedazo de pan?

Allí, en la apariencia del pan, me mira con sus ojos humanos, me ama con su corazón de hombre, comprende y comparte mis pre­ocupaciones, se alegra conmigo, se conmue­ve con mis actos de amor.

Ese Jesús que está en la Eucaristía, en la sencillez de la apariencia del pan, es realmente el que caminó por Galilea, que enseñaba jun­to al lago, que conversaba con María sentada a sus pies, que se entretenía con los niños, que tocaba los oídos del sordo con su propia saliva, que se dejaba lavar los pies con las lá­grimas de la pecadora, que lloraba por su ciu­dad amada, que dejó clavar todo su amor en una cruz. No es otro; es el mismo. La diferen­cia es que ahora está resucitado, transfigura­do, y por eso puede hacerse presente al mis­mo tiempo en todos los templos del mun­do.

No es sólo la presencia que Jesús tiene como Dios. Porque Jesús como Dios está en todas partes, no sólo en la Eucaristía. Lo es­pecial de la Eucaristía es que allí también está la humanidad resucitada de Jesús.

No es lo mismo cuando se produce algu­na "aparición" de Jesús, porque en esos casos

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Jesús simplemente se hace visible a través de una imagen pasajera. En la Eucaristía, en cam­bio, está realmente él con toda su humani­dad resucitada.

Es cierto que las otras presencias de Jesús son también reales. Es real su presencia en cada hermano, es real su presencia en la co­munidad, es real su presencia en la Palabra, es real su presencia en medio de las cosas que nos suceden. Pero cuando decimos que está realmente presente en la Eucaristía es para que no pensemos que está sólo "simbólicamen­te". La Eucaristía no simboliza a Jesús, sino que es Jesús realmente presente tras la apa­riencia del pan.

Presencia "sustancial"

Lo que nos permite distinguir esta pre­sencia de Jesús por encima de cualquier otra presencia es decir que es una presencia "sus­tancial". ¿Qué significa esto?

Hay que recordar que en la Eucaristía Je­sús no está sólo por su poder, como creador; ni siquiera basta decir que está como santificador, porque así está en todos los sa­cramentos. En el Bautismo el agua sigue sien­do agua, y Cristo está presente allí espiritual-

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mente, ejerciendo su poder Pero en la Euca­ristía el pan deja de ser pan, y comienza a ser Cristo.1 Hay un verdadero cambio en la "sus­tancia" de las cosas, porque el pan ya no es pan y lo que era vino ya no es vino, aunque quede la apariencia del pan y del vino. La sus­tancia del pan y del vino se transforma en Je­sús. A ese cambio, la Iglesia le llama "transus-tanciación".

Es cierto que hay una presencia interior de Jesús en mi corazón en todo momento. Pero cuando Jesús está presente dentro de mí él no se identifica conmigo, yo sigo siendo yo; además, mi unión espiritual con él es im­perfecta, debe ir creciendo cada vez más. En cambio en la Eucaristía el pan dejó de ser pan y la Eucaristía es Jesús. En la Eucaristía no de­cimos simplemente que Jesús está en el pan. No. El pan ya no está. La Eucaristía es Jesús; es él, él en plenitud. No puede estar más pre­sente que allí en esta tierra, porque ése que parece pan es él, totalmente él. Es él. Un cru­cifijo es sólo un signo que me recuerda a Je­sús, pero la Eucaristía es él. Cuando expresa­mos nuestro amor a un crucifijo o a una ima-

1 Recordemos que cuando decimos "cuerpo" de Cristo entendemos el Cristo total que se comunica, no solamente sus órganos físicos.

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gen religiosa, nuestro amor no se dirige a ese objeto, sino al Señor que está representado en esa imagen. En cambio, cuando adoramos la Eucaristía, estamos adorando directamen­te a Cristo, porque la Eucaristía es él mismo. Eso significa que es una presencia "sustancial" de Jesús. Entonces merece toda adoración y siempre nos quedamos cortos.

Por eso en la consagración Jesús dice "esto es mi cuerpo", y no "aquí está mi cuerpo" En los demás sacramentos Jesús está presente por su poder, haciendo una obra, y allí puede de­cir "aquí estoy yo, perdonando tus pecados"; pero en la Eucaristía me dice "Este soy yo"

Sólo quedan las apariencias de pan. ¿Para qué? Para que podamos verlo y sentirlo en nuestra boca. Las apariencias del pan quedan para decirnos silenciosamente que Cristo nos invita a comerlo.

Presencia "sacramental"

Para evitar confusiones, decimos también que la presencia de Jesús es "sacramental". No debemos decir que al morder la hostia esta­mos mordiendo a Jesús, como podríamos mordernos entre nosotros, porque ahora el cuerpo de Jesús está resucitado y completa-

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mente transfigurado. Es el mismo Jesús, pero ya no tiene un cuerpo que pueda ser lastima­do, partido o afectado por nuestros dientes. Eso sería un canibalismo. El que está en la Eucaristía es el Resucitado, y está transfigura­do, transformado. Su cuerpo ha perdido los límites que tenemos en la tierra, y entonces puede estar presente en todos los templos al mismo tiempo. Por eso mismo, para que po­damos verlo, es necesario que permanezcan las apariencias del pan. Nosotros no podemos ver los ojos del resucitado ni escuchar su voz; pero él está bajo las apariencias del pan y del vino, y así podemos reconocerlo. Si él nos transformara para que pudiéramos verlo re­sucitado, nos deslumhraría de tal manera que estaríamos obligados a aceptarlo; pero él pre­fiere que lo aceptemos por la fe, y nos deja la posibilidad de rechazarlo. ¿Por qué lo hace? Porque le gusta que desde nuestra debilidad tengamos un crecimiento, que vayamos pa­sando de la incredulidad a la fe, y vayamos pasando de una fe débil a una fe cada vez más fuerte. Por eso prefiere que no lo veamos re­sucitado y que lo veamos en la apariencia sen­cilla de un pedazo de pan.

Su presencia en la Eucaristía se llama "sacramental" porque está bajo esas aparien-

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cias del pan y del vino. Sin la fe, pensaríamos que allí hay solamente un pedazo de pan, pero gracias a la fe reconocemos que él realmente está allí para ser nuestro alimento.

Para ser comido

No basta adorarlo en el Sagrario y experi­mentar su presencia espiritual en nuestros corazones, porque a él no le interesa sólo transmitir desde allí una fuerza espiritual. Él en la Eucaristía es alimento que espera ser co­mido:

En la Eucaristía Jesús lo da todo... Dios desea estar completamente unido a nosotros para que todo su ser y el nuestro puedan fundirse en un amor eterno. Toda la larga historia de la relación de Dios con los seres humanos es una historia de comunión cada vez más profunda... una historia en la que Dios busca modos siempre nuevos de unirse en íntima comunión con nosotros.2

Su presencia en la Eucaristía no es un fin en sí misma. Su presencia bajo las aparien­cias del pan es pasajera, no existirá en el cie­lo; es sólo una presencia necesaria para los caminantes, para los peregrinos en esta tie-

2 H. Nouwen, Con el corazón en ascuas, Santander 1996, 72-73.

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rra. Esa presencia en la Eucaristía tiene como objetivo que lo comamos para que él pueda estar cada vez más presente en nuestros corazo­nes. Cuando alguien comulga con fe, Jesús transforma un poco más su corazón y puede estar más presente en él.

Es cierto que esa presencia de Jesús en el corazón es imperfecta, y que nunca se iguala­rá a su presencia en la Eucaristía, porque el pan se convierte totalmente en Cristo pero yo sigo siendo yo. Pero también es cierto que él está en la Eucaristía para ser alimento del cora­zón humano, porque desea ser comido y así hacerse más presente en nuestra intimidad, allí donde puede amar y ser amado. La pre­sencia en la Eucaristía está al servicio de la comida en la comunión. La consagración está al servicio de la comunión.

Entonces no estamos llamados a quedar­nos en el templo, sino a lograr un encuentro tan personal con él que podamos encontrar­lo en cualquier parte, llenándolo todo, dándo­le sentido a la vida cotidiana. En cualquier lugar, y no sólo en la misa, el Señor debe ser el sentido, la luz y la profundidad de lo que vivimos.3

3 Orígenes decía: "¿De qué me sirve si Cristo nació de la Virgen santa, pero no nace en mi intimidad?" (In

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Nuestra relación con él no debería redu­cirse a esos momentos en que podemos ir a un lugar sagrado y estar ante un sagrario. Por­que el Señor quiere iluminar todos los mo­mentos de la vida, él espera que yo aprenda a reconocerlo siempre conmigo.

Por eso la Eucaristía está para ser comida. Si vamos a buscar a Jesús en la Eucaristía es para alimentar nuestro interior, de manera que podamos encontrarnos con él en cual­quier circunstancia, sobre todo cuando más lo necesitamos. Hemos insistido tanto en la presencia real de Cristo en la Eucaristía y he­mos acentuado tanto que la Eucaristía es el centro, que a veces no queda claro que tam­bién es real la presencia de Jesús cuando esta­mos trabajando o compartiendo con nuestros seres queridos, aunque no estemos en un tem­plo. A veces parece que Cristo solamente es el centro de nuestra vida si estamos delante de un sagrario, y no tanto cuando lo adoramos en medio de la vida cotidiana, en medio de nuestros cansancios y alegrías.

Jer. hom. 9, 1). El mismo H. De Lubac reflexiona sobre esta frase de Orígenes diciendo: "La existencia cristiana es un engaño si no reproduce, a partir de su ritmo interior aquel Misterio de Cristo... * (Histoire et Ésprit, Paris 1950, 181).

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Lo importante es mi permanente amis­tad con él, también cuando no puedo comul­gar y cuando no puedo ir a una iglesia, tam­bién cuando no estoy leyendo la Biblia. Su presencia en la Eucaristía está al servicio de esa amistad permanente.

Pero para alimentar esa amistad perma­nente no me queda más que reconocer que tengo que buscar a Jesús allí donde él ha que­rido hacerse accesible como alimento interior: en la Eucaristía. No somos ángeles, y necesi­tamos de cosas que podamos ver o tocar para encontrarnos con el Señor. También nuestro cuerpo, nuestros ojos, nuestros oídos, nues­tra boca, participan de la relación con Dios. Por eso, necesitamos recibir la Eucaristía.

En esta comida en realidad sucede lo con­trario de lo que ocurre con las demás comi­das. Porque Cristo no es asimilado por noso­tros, su carne no se convierte en la nuestra. Nosotros, al comerlo, somos asimilados por él, somos incorporados, elevados a él, transfor­mados en él, sin dejar de ser nosotros mis­mos: "No me transformarás en ti, haciéndo­me manjar de tu carne, sino que tú te trans­formarás en mí".4

4 S. Agustín, Confesiones, 7, 10, 16.

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Para estar con nosotros y ser adorado

Dijimos que la presencia de Jesús en la Eucaristía es "sustancial", que el pan deja de ser pan. Entonces no decimos que Jesús está en la Eucaristía sólo durante la celebración de la misa y que después se va. Por eso, ya en el año 150, nos cuenta san Justino que des­pués de la celebración se llevaba la comunión a los ausentes. Eso significa que su presencia sigue siendo real también después de la misa.

Para poder llevarla a los enfermos, la Igle­sia comenzó a hacer sagrarios donde se guar­daban las hostias consagradas. Por eso, de manera espontánea, las personas comenzaban a detenerse ante los sagrarios y fue surgiendo la adoración a Jesús presente en la Eucaristía. ¿Acaso podría ignorarse esa presencia del Se­ñor? ¿Sería comprensible que los cristianos se detuvieran ante la cruz o ante las imágenes de los santos e ignoraran esa presencia sus­tancial de Jesús?

Por eso, la Iglesia enseña que Jesús está en la Eucaristía sobre todo para ser comido, pero que también estamos llamados a ado­rarlo en los templos, fuera de la celebración de la misa.

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Cuando nos quedamos un rato ante un sagrario conversando con Jesús, y logramos abandonar nuestras resistencias, podemos decir como dijo Pedro en la transfiguración: "Señor, qué bueno es estar aquí" (Mt 17, 4).

Entonces nos damos cuenta que ése es un lugar maravilloso, donde el Maestro nos en­seña todo lo que necesitamos saber: "Señor, a quién vamos a ir, si tú tienes palabras de vida eterna" (Jn 6, 68).

Jesús allí presente es compañía, consue­lo, orientación, fuerza, paz, cariño, gozo, com­prensión, alivio, esperanza. Cada vez que nos acercamos a la Eucaristía y le abrimos a Jesús nuestro corazón sincero, Jesús nos repite la misma pregunta, con su infinita ternura: "¿qué quieres que haga por ti?" (Me 10, 51). Por eso podemos expresarle a Jesús todas nuestras preocupaciones, deseos y necesidades, hasta que el corazón se quede en paz, sabiendo que todo está en sus manos.

Cuando nos quedamos un rato ante el sagrario nos damos cuenta que no estamos solos, no somos huérfanos, no estamos des­amparados. Él no discrimina jamás, todos somos sagrados e importantes para él siem­pre, en cualquier situación en que nos encon­tremos.

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Él es el pastor, el maestro, el hermano, el amigo, el médico, el Señor infinito y todopo­deroso, la fuente de vida divina. Allí, en el sagrario, nos dice: "Vengan a mí todos los que están fatigados y agobiados, y yo les daré des­canso" (Mt 11, 28).

Allí podemos pedirle que nos perdone y nos purifique, que nos ayude en nuestras di­ficultades; podemos contarle todo eso que a nadie más le diríamos. También es justo que le demos gracias por tantas cosas.

Pero, sobre todo, él merece nuestra ado­ración. La adoración son actos de fe, esperan­za y de amor.

Sin embargo, eso no significa que no de­bamos pedirle lo que necesitamos. También manifestamos nuestra adoración compartien­do con él nuestras preocupaciones y suplicán­dole, porque así expresamos nuestra confian­za en su amor y en su poder.

Pero todo esto, si realmente es un encuen­tro con él y no un monólogo, no hace más que encender el deseo de recibirlo en la co­munión, de participar de la misa, donde él se entrega como alimento. Por eso, pasemos a hablar de la celebración de la misa.

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2. La misa como banquete La misa es un verdadero banquete. Jesús

mismo prepara la mesa y nos invita a reunir-nos para compartir el pan que nos ofrece. Así se cumple lo que él propone a cada discípulo en la Palabra de Dios: "Cenaré con él y él con­migo" (Apoc 3, 20). Pero no comemos solos los dos, porque es un banquete de la comu­nidad, con Jesús en medio. Es una comida co­munitaria. En el Nuevo Testamento se llama­ba "cena del Señor" o "fracción del pan".

Cuando vayamos a misa, recordemos siempre que vamos porque Jesús nos ha con­vocado a esta cena de hermanos, y vayamos con la misma alegría que tenían los primeros cristianos cuando se reunían para partir el pan (Hech 2, 42.46).

La Iglesia nos enseña: No hay duda de que el aspecto más evidente de la Eucaristía es el de banquete. La Eucaristía nació la noche del Jueves santo en el contexto de la cena pascual. Por tanto, conlleva en su estructura el aspecto del banque­te... Este aspecto expresa muy bien la relación de comunión que Dios quiere establecer con nosotros y que debemos desarrollar recíprocamente entre nosotros (MND 15).5

5 Los documentos de la Iglesia se citan entre paréntesis con una sigla. Las siglas se indican al final.

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Pero esto debe ser entendido de tal mane­ra que exprese también su contenido profun­do. No es cualquier comida lo que se compar­te, porque Jesús mismo se ofrece en sacrificio. Es cierto que Jesús está presente resucitado, pero "muestra las señales de su pasión, de la cual cada misa es su memoriar (MND 15).

Esto supone que Jesús se hace realmente presente, y se ofrece a nosotros como se ofre­ció en la cruz. Pero ahora se ofrece para ser co­mido. Como dijimos, cuando decimos que es una "presencia real" no es porque no sean rea­les las demás presencias, sino porque está "sus-tancialmente presente en la realidad de su cuer­po y de su sangre" (MND 16). Por eso la Euca­ristía es la presencia de Jesús por excelencia.

Si la misa es un banquete, de ahí la im­portancia particular de la comunión dentro de ella, porque de otro modo no sería una comida. Jesús insistió en esto cuando dijo: "Yo soy el pan vivo bajado del cielo" (Jn 6, 51), y "mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida" (Jn 6, 55).

No debería llamarnos la atención que Je­sús nos haya dejado la Eucaristía, si tenemos en cuenta dos cosas: a Jesús le gustaba com­partir comidas con la gente, y el Reino de Dios que vendrá será también un banquete.

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1) Jesús comía y bebía con la gente.

El evangelio cuenta que Jesús era famoso por ir a comer con pecadores (ver Mc 2, 15-17). Es más, era tan común esta costumbre de andar por ahí compartiendo la mesa, que lo acusaban de "comilón y borracho" (Mt 11, 19). En ese mismo texto Jesús reconoce que él no es austero o solitario como Juan el Bau­tista (11, 18), sino que "come y bebe" (11,19). Esto en aquella época tenía más fuerza que ahora, porque los que se sentaban a la mesa comían todos de un mismo plato; la comida tenía siempre un profundo sentido de amis­tad y comunión fraterna. Por eso, en la últi­ma cena Jesús dice: "el que ha mojado con­migo su pan en el plato, ése me entregará" (Mt 26, 3). Pero además, Jesús quiso sentarse a la mesa con sus discípulos también después de su resurrección. Por eso ellos decían: "no­sotros comimos y bebimos con él después que resucitó de entre los muertos" (Hech 10, 41). Es reazonable, entonces, que nos haya deja­do la comida de la misa.

2) El Reino de Dios será un banquete.

Dice el profeta Isaías que Dios prepara para todos los pueblos "un banquete de vi­nos añejados, manjares sabrosos, vinos gene­rosos" (Is 25, 6). Y Jesús decía que "el Reino

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de los cielos es semejante a un rey que cele­bró el banquete de bodas con su hijo" (Mt 22, 2), y que habrá un banquete "en el Reino de los cielos" (Mt 8, 11; ver también Lc 14, 15; Mt 26, 29).

Por todo esto, es comprensible que Jesús nos dejara el banquete de la Eucaristía, para compartir la mesa con nosotros. Él mismo no se hizo esperar y celebró la Eucaristía con los discípulos de Emaús después de su resurrec­ción, y ellos lo reconocieron cuando partió el pan (Lc 24, 35). Esa fue la primera misa des­pués de la cena del Jueves santo.

3. La misa como memorial del sacrificio de Jesús

La misa no es un sacrificio nuestro, como si el sacrificio fuera tener que estar una hora en el templo, o aceptar el aburrimiento que nos provoca. No. La misa es una fiesta y un banquete para nosotros, es un regalo y un gozo. El sacrificio es el de Jesús, que se ofreció en la cruz y se hace presente en la misa. Por­que "lo mismo que se ofrece ahora por el ministerio de los sacerdotes, se ofreció allá en la cruz; sólo es distinto el modo de hacer el ofrecimiento".6 En la cruz Jesús sufría, era des-

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trozado, derramaba su sangre con dolor, pero eso no se repite en la misa. El sacrificio de Jesús se hace presente en la misa de un modo in­cruento. Por eso en la misa no tenemos que llorar con Jesús como si él estuviera sufrien­do.

El sacrificio de Jesús es uno solo, "de una vez para siempre" (Heb 7, 27; 9, 12), y enton­ces la misa no es una repetición de ese sacrifi­cio. Lo que sucede en la misa es que allí se hace presente esa misma ofrenda total de Jesús en la cruz. En cada misa él ofrece su vida al Padre por nosotros, pero de otra manera, por­que ahora está resucitado, "siempre vivo para interceder" por nosotros (Heb 7, 25). Y Cris­to, "una vez resucitado, ya no muere más" (Rom 6, 9). Entonces no hay lugar para la tris­teza o la amargura en la misa; la misa no es un velatorio, es una fiesta.

Sin embargo, que esté resucitado, no quie­re decir que su entrega en la cruz sea algo del pasado. Cuando decimos que la misa es un "Memorial" de la Pascua, no queremos decir que es un simple recuerdo, porque en la tra­dición judía y cristiana un memorial es una celebración donde lo que se celebra se hace realmente presente; o podemos decir que no-6 Concilio de Trento, sesión XXIII, 2.

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sotros nos hacemos misteriosamente presen­tes en ese acontecimiento que recordamos. En cada misa los fieles toman "contacto vital con el sacrificio de la cruz, y así los méritos que de él se derivan, les son transmitidos y aplica­dos" (MD 50).

La entrega de Jesús se hace verdaderamen­te presente en la misa. Quiere decir que aquel único sacrificio de Jesús en la cruz se prolonga y entra en cada celebración de la misa, hasta el fin del mundo. Por eso, cada misa es la gran ofrenda de Cristo al Padre que la Iglesia cele­bra.

En cada misa, nuestro amor puede decir como Pablo: "Estoy crucificado con Cristo" (Gal 2, 20). La misa no es fabricar algo; es dejarse tomar por Jesús y recibir la vida que brota de su cruz, como si nosotros estuviéra­mos presentes, con María y Juan, en el mo­mento mismo de su pasión y su muerte. De­cimos "como si estuviéramos" porque, aun­que ese misterio se hace realmente presente en la misa, no se realiza como en la cruz, de modo cruento y doloroso, sino de otra forma.

Este sacrificio de Jesús en la cruz que se hace presente en la misa debe entenderse jun­to con toda la vida de Jesús, entregada por nosotros. En realidad la muerte de Jesús es la

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consecuencia de su entrega total. Lo mataron porque no soportaban su mensaje y porque su testimonio contradecía a los poderosos. Por eso, al celebrar su sacrificio celebramos su permanente entrega de amor. Entonces vale la pena recordar que lo que más interesa en este sacrificio no es el sufrimiento, sino el ofre­cimiento de su vida por amor hasta el fin: "Él, que había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo" (Jn 13, 1).

Es cierto que Jesús sufrió, pero también es cierto que él aceptaba dar la vida, él desea­ba esa entrega más que cualquier mártir; él vivió apasionadamente esa entrega total sa­biendo que no era una fatalidad inútil, sino que era para nuestra salvación. Leamos de­tenidamente estos textos: "He venido a traer fuego a la tierra, y ¡cuánto desearía que ya es­tuviera ardiendo!" (Lc 12, 49). "¡He deseado intensamente comer esta Pascua con ustedes antes de padecer!" (Lc 22, 14). "Entonces dije: ¡Aquí estoy Señor, para hacer tu voluntad!" (Heb 10, 7.9). "Yo doy mi vida para recobrar­la de nuevo. Nadie me la quita, yo la doy li­bremente" (Jn 10, 17-18). "Ha llegado la hora... Y ¿qué voy a decir: Padre líbrame de esta hora? ¡Pero si para esto he venido!" (Jn 12, 23.27). "Padre, ha llegado la hora, glorifi­ca a tu Hijo" (Jn 17, 1). En la misa no celebra-

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mos una fatalidad, sino una entrega libre de amor, hasta el extremo. Esa entrega nos ha salvado, y esa salvación se derrama en cada misa.

4. La misa como Memorial de la Pascua

En la celebración de la Eucaristía no se hace presente sólo el misterio de Cristo cruci­ficado, sino el misterio total de su Pascua, in­cluyendo la Resurrección.

Prestemos atención a esta palabra "mis­terio". No significa algo raro, difícil de enten­der, complicado, oscuro. No. Significa que es algo maravilloso, inmensamente bello, tan precioso que nos desborda por todas partes; por eso no podemos compararlo con otras cosas de la vida, como si fueran iguales. La misa es un banquete, pero no cualquier ban­quete; es mucho más que cualquier otro ban­quete. Allí se hace presente algo que este mun­do no puede contener.

Y en cada misa se hace realmente presen­te el misterio de la cruz que se actualiza de un modo misterioso. Sin embargo, no es sólo una participación en su muerte, ya que "si Cristo no resucitó vana es la fe de ustedes, están to-

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davía en sus pecados" (1 Cor 15, 17). El Jesús que se hace presente en la Eucaristía es él Re­sucitado. El que ora con nosotros es el Resuci­tado. El que recibimos en la comunión es el Resucitado, está vivo, feliz y glorioso. Porque él "está siempre vivo para interceder" por no­sotros (Heb 7, 25).

Por eso el vino, como en cualquier ban­quete, simboliza también la alegría, la fiesta, el gozo y la plenitud vital del Señor resucita­do que nos comunica su vida feliz. Y esto se acentúa más todavía en la celebración domi­nical, en el día en que Cristo venció a la muer­te y comparte con su Iglesia amada el gozo de su triunfo. Entonces, nada de dolorismo en la misa.

Pero no actúan la muerte y la resurrec­ción separadamente. En la celebración de la Eucaristía actúan simultáneamente los dos misterios. Porque en cada Eucaristía se hace presente y se actualiza el "paso" de la muerte a la vida, o la muerte que da paso a la vida y comunica nueva vida.

En el evangelio de Juan, el Cristo que muere en la cruz es el que derrama el Espíritu Santo, y al derramarlo sacia su propia sed de dar la vida (Jn 7, 39; 19, 28-30). Para este Evan­gelio Cristo reina en la cruz; allí está glorioso

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y potente comunicando vida. Y así el evange­lio de Juan complementa la visión de los evan­gelios sinópticos, que destacan más la humi­llación de Jesús.

La unidad de los dos misterios, muerte y resurrección, es algo que a nosotros nos cues­ta percibir, pero eso es lo que se actualiza en la celebración de la Eucaristía. De hecho, el Cristo resucitado conserva las marcas de sus clavos, las señales de su entrega hasta el fin (Jn 20, 27; Apoc 1, 7; 5, 6-9). Además, san Pablo presenta la experiencia cristiana como una participación en la pasión de Cristo: "Es­toy crucificado con Cristo... que me amó has­ta entregarse a sí mismo por mí" (Gal 2, 19-20; 6, 14.17; Corl 1, 24). Y si la presencia del resucitado en la vida del creyente es también una unión con Cristo crucificado, con mayor razón en la eucaristía se hace presente el mis­terio de la Pasión. De hecho san Pablo ense­ña que en la eucaristía "proclamamos la muer­te del Señor" (1 Cor 11, 26).

Podemos acercarnos "confiadamente al trono de la gracia para alcanzar misericordia", porque "no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debili­dades, ya que ha sido probado en todo como nosotros, menos en el pecado" (Heb 4, 15-16). Si recordamos que el Resucitado es el que

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soportó la Pasión, podemos pensar que es ca­paz de comprender nuestros dolores y angus­tias y compadecerse de nosotros cuando su­frimos. Además, también el cáliz habla de la Pasión del Señor. Recordemos que cuando Jesús se entregaba a la Pasión, oraba al Padre diciendo: "Padre, todo es posible para ti, apar­ta de mí este cáliz" (Mc 14, 36; 10, 38).

Pensemos que el Cristo resucitado está siempre presente en la Iglesia, pero nosotros no hemos alcanzado plenamente en nuestras vidas ese misterio de su vida nueva, no he­mos pasado del todo de la muerte a la vida. Y la eucaristía existe "para nosotros". Por eso, cuando participamos de la eucaristía, lo que nos sucede es que pasamos un poco más, con Cristo, de la muerte a la vida. En esa presencia única y suprema del misterio de la Pascua se derrama en nosotros esa vida de la gracia que llena el corazón rebosante del Resucitado. Así podemos alcanzar algo más de la vida divina que reina en el Resucitado y abandonar un poco más la muerte que nos domina todavía.

Pero, por otra parte, si nuestra vida en la tierra es también, inevitablemente, una suce­sión de muertes (renuncias, finales, entregas, pérdidas, etapas que culminan), la eucaristía nos permite asociarnos de un modo especia-

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lísimo al misterio del Cristo entregado, limi­tado, hecho sacrificio y ofrenda de amor en la cruz. Así, uniendo mis heridas a las suyas, y recordando que ése que recibo vivo en la eu­caristía es el que "me amó hasta entregarse a sí mismo por mí" (Gál 2, 20), le doy un sen­tido místico y ardiente a mis propias muer­tes. Por eso, de esas mismas muertes pueda bro­tar vida nueva.

5. La misa como celebración de la nueva Alianza

Así como la fiesta de la Pascua celebraba la Alianza de Dios con su pueblo elegido, los cristianos celebramos en cada misa la Alian­za que Jesús selló con su Iglesia en la cruz. Dios quiso elegir un Pueblo pobre y peque­ño, por puro y gratuito amor, y llegó a expre­sarle ese amor de un modo insólito: hacien­do alianza con él. Esa alianza implicaba para el Pueblo pertenecerle sólo a él, dejarse amar por ese Dios, y simplemente depositar en él su confianza: "Ustedes serán mi propiedad per­sonal entre todos los pueblos" (Ex 19, 5).

Los profetas explicaron esta alianza como una verdadera unión matrimonial, que exi­gía al Pueblo confiar plenamente en el amor

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de Dios y no en otros ídolos o poderes terre­nos. Y la clave de la fidelidad del Pueblo esta­ba simplemente en su capacidad para dejarse amar, para dejarse poseer, renunciando a la desconfianza enfermiza y al deseo de auto­nomía.

En el libro del profeta Oseas, Dios se pre­senta como un esposo locamente enamora­do, y el Pueblo como una prostituta que a cada rato se extravía detrás de otros amores. Pero la respuesta del esposo enamorado no es la venganza, sino intentar seducirla por todos los medios posibles, hasta llevarla al desierto para hablarle al corazón (Os 2, 15-16). Y a pesar de todos los desprecios, él promete sa­nar su infidelidad, amarla gratuitamente (Os 2, 21) y ser como un rocío para ella (14, 5-6).

También el libro de Ezequiel presenta la relación de Dios con su Pueblo como una dolorosa historia de amor engañado, traicio­nado, despreciado, donde Dios tuvo la ini­ciativa: "Hice alianza contigo, y tú fuiste mía" (Ez 16, 7-8). A pesar de las infidelidades, Dios ofrece renovar la alianza y establecer una alianza nueva y eterna: Yo me acordaré de mi alianza contigo en los días de tu juventud y esta­bleceré en tu favor una alianza eterna" (Ez 16, 60-62).

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El profeta Jeremías presenta a un Dios amante que añora los primeros tiempos del amor, cuando ella lo seguía llena de confian­za, aceptando ser suya: "De ti recuerdo tu cari­ño juvenil, el amor de tu noviazgo, cuando tú me seguías por el desierto" (Jer 2, 2).

Sin embargo, Dios no se quedó en la nos­talgia o en la queja. Él es fiel a su amor y vuel­ve a tomar la iniciativa, por encima y más allá de todos los desprecios y olvidos, pero esta vez encargándose él mismo de trabajar en su corazón para purificarla y para transformar su indiferencia en fidelidad amorosa: "Con amor eterno te he amado, por eso he reservado gracia para ti" (Jer 31, 3). "Sobre sus corazones escribiré mi Ley. Yo seré su Dios y ellos serán mi Pueblo (Jer 31, 33). "Les daré un corazón nuevo, infun­diré en ustedes un espíritu nuevo" (Ez 36, 26).

Esa obra sublime de la nueva Alianza es la que realizó Jesús en la cruz, sellando con su propia sangre el pacto eterno. Y esa nueva Alianza se hace presente plenamente en la cele­bración de la eucaristía, el sacramento de la nueva Alianza. Allí se actualiza la acción re­dentora de Cristo y él entra en el corazón de su Pueblo para renovarlo y hacerlo capaz de una amorosa fidelidad. Por eso Jesús en la última Cena dijo: "Esta copa es la nueva Alian-

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za en mi sangre, que es derramada por ustedes" (Lc 22, 20).

Recordemos que, cada vez que vamos a la misa, renovamos, junto con los hermanos, nuestra propia alianza con el Señor.

6. La misa como anticipo del Banquete de la Pascua eterna

La eucaristía es el mejor anticipo del ban­quete eterno del Reino celestial. Jesús mismo relacionó la eucaristía con el Reino de los cie­los (ver Mt 26, 28-29). Además, Jesús conec­tó muy claramente la eucaristía con la vida eterna cuando dijo: "El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna, y yo lo re­sucitaré en el último día" (Jn 6, 54). "El que me coma vivirá por mí" (Jn 6, 57).

La eucaristía siembra en nosotros un ger­men celestial, porque derrama en nosotros la vida de Jesús y así nos prepara para la eterni­dad feliz. Moriremos, sí, pero pasaremos a la felicidad que nunca se acaba. Por eso la euca­ristía nos da esperanza, nos fortalece y nos alienta para seguir caminando, nos da pacien­cia y perseverancia en medio de las dificulta­des de la vida. También derrama en nosotros un gusto por las cosas del cielo, porque nos

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hace probar interiormente un anticipo de las maravillas que recibiremos en la eternidad. De esa manera, nos ayuda para que no abso-luticemos las cosas de esta tierra y no nos ob­sesionemos tanto por las cosas que se acaban. Pero al mismo tiempo nos da fuerzas para mejorar este mundo, porque así colaboramos en la preparación del Reino celestial. Como la eucaristía nos proyecta al final de la histo­ria, esto "da al sacramento eucarístico un di­namismo" hacia el futuro, un sentido de es­peranza (MND 15).

Este sentido de esperanza (que se llama "escatológico") aparece a lo largo de toda la misa. Veamos algunos ejemplos.

Al final del acto penitencial el sacerdote dice:".. .y nos lleve a la vida eterna". En la acla­mación después de la consagración los fieles dicen: "Ven Señor Jesús", o "hasta que vuel­vas". En la oración después del Padrenuestro el sacerdote dice: "mientras esperamos la ve­nida gloriosa de nuestro Salvador, Jesucristo". Cuando el sacerdote muestra la hostia consa­grada dice: "felices los invitados al banquete celestial". En la plegaria eucarística le pedimos al Señor que nos reciba también a nosotros en su Reino junto con María y los santos. En las oraciones variables que dice el sacerdote

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frecuentemente se pide a Dios que podamos alcanzar la vida eterna, etcétera

Vemos entonces que toda la misa está atravesada por este insistencia en nuestro des­tino eterno, para que recordemos que no se acaba todo en esta vida y que hay algo más que este mundo limitado y pasajero. La euca­ristía es alimento para la vida eterna y es el anticipo más perfecto del cielo:

"La Iglesia sabe que, ya ahora, el Señor viene en su Eucaristía y que está ahí, en medio de noso­tros. Sin embargo, esta presencia está velada. Por eso celebramos la Eucaristía mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro salvador Jesucristo... De esta gran esperanza, la de los cielos nuevos y tierra nueva, no tenemos prenda más segura, sig­no más manifiesto que la Eucaristía" (CCE 1404-1405).

7. La misa como sacramento de la comunión fraterna

La misa es también el gran sacramento (signo eficaz) de la unión entre los hermanos: "Siendo muchos, un solo pan y un solo cuer­po somos, porque todos participamos de un solo pan" (1 Cor 10, 17). Por eso, usamos la palabra "comunión" para hablar de la euca-

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ristía, pero también la usamos para hablar del amor fraterno, de la unidad entre nosotros. Jesús expresó su profundo deseo de que sea­mos "perfectamente uno" (ver Jn 17, 20-23), y para eso nos dejó el banquete comunitario de la eucaristía, que expresa, celebra y alimen­ta nuestra comunión fraterna: "La unidad de los fieles, que forman un solo cuerpo en Cris­to, está representada y se realiza por el sacra­mento del pan eucarístico" (LG 3).

Por eso, una de las súplicas que decimos en la misa es ésta: "Te pedimos humildemen­te que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos participamos del cuerpo y la sangre de Cristo" (Plegaria Eucarística II).

El Papa Pablo VI decía que está muy bien que le demos a Jesús en la eucaristía toda nuestra adoración, pero que no podemos quedarnos allí. Jesús siempre nos lleva a vivir como hermanos. Por eso, cualquier celebra­ción de la eucaristía quedaría incompleta y desaprovechada si no sacáramos fuerzas para unirnos más a los demás. Veamos cómo Pa­blo VI nos explica para qué Jesús se quedó en la eucaristía:

"Es conveniente que al sacramento de la Presencia del Señor se le deba toda conside­ración, toda reverencia exterior e interior. Pero

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nuestra formación religiosa sería incompleta y dejaríamos nuestra conciencia social sin su mejor recurso, si olvidáramos que la eucaris­tía está destinada a nuestro trato humano, ade­más de nuestra santificación cristiana. Ha sido instituida para que seamos hermanos. El sacer­dote la celebra como ministro de la comuni­dad cristiana, para que de extraños, dispersos e indiferentes unos a otros, nos hagamos uno, igua­les y amigos. Se nos ha dado para que, en lugar de una masa apática, egoísta, hecha de perso­nas divididas y hostiles, nos convirtamos en un pueblo, creyente y amante, con un solo cora­zón y una sola alma..."?

Pero la eucaristía nos llama a estar uni­dos no sólo con las personas bellas, podero­sas y agradables, que pueden beneficiarnos, sino especialmente con los pobres y sufrientes. Recordemos lo que nos pedía Je­sús con tanta claridad: "Cuando des un ban­quete, invita a los pobres, a los lisiados, a los cojos y a los ciegos" (Lc 14, 13).

Porque así como en la eucaristía Cristo se presenta como anonadado, oculto en la po­breza de los signos, así también Cristo se iden­tifica con el pobre y humillado: "Lo que le hicieron a uno de estos hermanos míos más 7 Pablo VI, Alocución de Corpus Christi, 17/06/1965.

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pequeños a mí me lo hicieron" (Mt. 25, 40). Por eso decía con tanta fuerza san Juan Crisóstomo:

"¿ Quieren en verdad honrar el cuerpo de Cris­to? No consientan que esté desnudo. No lo hon­ren en el templo con manteles de seda mientras afuera lo dejan pasar frío y desnudez'.6

De hecho, según san Justino, ya en el co­mienzo del Cristianismo se acostumbraba hacer una colecta para los pobres en la mis­ma celebración eucarística.

Hay una íntima unidad entre la eucaris­tía y el amor al pobre. Recordemos que en los profetas hay una dura crítica del culto a Dios sin misericordia con el pobre (Is 1, 11-17; Am 5, 21-24). Eso nos permite decir que "la cele­bración de una liturgia espléndida, separada de la sensibilidad para con el prójimo necesi­tado e indefenso, constituye para Dios una abominación y una blasfemia".9

Tanto la falta de generosidad como las divisiones que pueden verse muchas veces en las comunidades cristianas, muestran que la comunión no produce sus efectos automáti­camente en el cristiano, sino "según la medi-

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8 S. Juan Crisóstomo, Homilía 50 sobre Mateo. 9 Comisión Episcopal de Fe y Cultura, Eucaristía: evangelizarían y misión, Buenos Aires 1993, 22.

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da de su devoción".10 Hay que cooperar con el propio empeño para que la eucaristía pueda producir todos sus frutos de unidad y frater­nidad. La eucaristía es el sacramento de la unidad, pero también debe llegar a ser eso concretamente en nuestras vidas. En la misa se nos da el impulso y la gracia para lograrlo, pero nosotros podemos resistirnos y desapro­vechar esa gracia, porque seguimos optando por el individualismo y la comodidad egoís­ta. De ese modo, la eucaristía deja de perder sentido para nosotros, ya que de ella se de­ben derivar todas las exigencias de construc­ción del mundo, de crecimiento en la frater­nidad y la solidaridad. Por eso san Pablo ex­hortaba con fuerza a los que iban a la Cena del Señor pero estaban divididos y desprecia­ban a los pobres, y les decía que "eso ya no es comer la Cena del Señor" (1 Cor 11, 20).

8. Los distintos nombres

Los primeros cristianos llamaban a la eu­caristía "Cena del Señor" (1 Cor 11, 20). Este nombre destaca al Señor como centro: él con­grega, él sirve, él se da como alimento. Así le llaman hoy los hermanos protestantes.

10 S. Tomás de Aquino, STIII, 76, 5.

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Los primeros cristianos también le llama­ban "fracción del pan" (Hech 2, 42. 46; 20, 7.11), y esto destaca la comunión entre her­manos que comparten la eucaristía.

De todos modos, los dos nombres expre­san que es una comida fraterna y que no se trata de cualquier comida. Por eso los prime­ros cristianos usaban estos nombres especia­les, que no eran los que se utilizaban para hablar de cualquier comida comunitaria.

Nosotros le llamamos "eucaristía". ¿De dónde viene ese nombre? Vemos que en el año 150 san Justino ya le daba ese nombre. La palabra significa "agradecimiento". En rea­lidad en los escritos del Nuevo Testamento no se le da ese nombre, pero en los relatos de la última Cena se usa el verbo agradecer (eujaristein), porque Jesús, al tomar el pan y el vino "agradeció". Esto tiene un sentido pro­fundo, hasta cósmico:

"La eucaristía es un sacrificio de agradeci­miento al Padre, una bendición por la cual la Igle­sia expresa su reconocimiento a Dios por todos sus beneficios, por todo lo que ha realizado mediante la creación, la redención y la santificación... Yes también un sacrificio de alabanza por medio del cual la Iglesia canta la gloria de Dios en nombre de toda la creación" (CCE 1360-1361).

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Porque en esta acción de gracias se une todo el universo, que "nacido de las manos de Dios creador, retorna a él redimido por Cristo" (EdE 8). En este sentido, la misa se celebra "sobre el altar del mundo. Une el cie­lo y la tierra" (ibid) en la misma alabanza.

Pero advirtamos que en la época del Nue­vo Testamento la palabra eucaristía no signi­ficaba sólo agradecimiento, porque se trata­ba de una bendición, que santificaba al ali­mento y convertía esa comida en un acto sa­grado. Era la bendición con que se daba co­mienzo al banquete. Por eso, en realidad el nombre "eucaristía" significaba algo más que agradecimiento; quería decir que esa celebra­ción era un banquete "sagrado". De esa ma­nera se distinguía del "ágape" que era sim­plemente una comida fraterna, que solía ha­cerse junto con la eucaristía.

Finalmente, a la celebración de la euca­ristía le llamamos "misa". En realidad es el nombre que menos contenido tiene. Cuando la misa se celebraba en latín, el saludo de des­pedida del sacerdote era: "ite, missa est". Sig­nifica: "vayan, ya fue mandada". Era como decir: "vayan, que la ofrenda ya fue elevada a Dios". Los fieles no entendían mucho, pero se quedaban en paz porque el sacerdote ya

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había enviado la oración a Dios. De ahí que­dó la palabra misa como nombre de la cele­bración. Pero podemos rescatar algo valioso de este nombre: que la celebración de la misa es una ofrenda que elevamos al Padre, es Cris­to mismo que la asamblea ofrece al Padre jun­to con el sacerdote.

9. Alabanza a la Trinidad

La misa entera es una alabanza al Padre, al Hijo Jesús y al Espíritu Santo.

Toda la misa se dirige al Padre, porque es la ofrenda de Jesús al Padre. Por otra parte, celebramos toda la misa en unión con el Hijo Jesús, y esa unión culmina en la comunión.

A veces parece que el Espíritu Santo no está tan destacado, pero al Espíritu Santo lo tenemos presente en toda la misa, desde la señal de la cruz hasta la bendición final. Cada una de las oraciones que dirige el sacerdote, terminan recordando al Espíritu Santo: "en la unidad del Espíritu santo, por los siglos de los siglos".

En realidad, toda la misa es obra del Es­píritu Santo. Sin él no podríamos ni siquiera invocar al Padre. El Espíritu Santo convierte el pan en el cuerpo de Cristo; es el que realiza

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la unidad de la comunidad y el que hace que la eucaristía nos transforme a nosotros en Je­sús.

La humanidad de Jesús está repleta del Espíritu Santo. Por eso del corazón santo de Jesús, realmente presente en la eucaristía, bro­ta para nosotros ese desborde luminoso de la presencia del Espíritu. Cuando comulgamos, de ese corazón humano de Jesús, realmente presente, se derrama, como agua pura y vivi­ficante, el manantial del Espíritu que riega nuestra aridez y sacia nuestra sed interior.

Vemos así que cuando comulgamos se realiza en nosotros este admirable misterio: la fiesta donde el Padre recibe la alabanza per­fecta y donde se derrama el amor, el poder, el fuego del Espíritu Santo. Y el Espíritu Santo nos transforma, haciéndonos semejantes a Jesús, de manera que el Padre puede ver en nosotros el rostro amable de su Hijo.

10. Toda la riqueza de la misa

Todos estos aspectos de la misa están en­trelazados, y no se comprende uno sin los otros. Por eso hay que evitar las "reducciones" (EdE 10).

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Es verdad que a alguien le puede atraer más algún aspecto que otro; pero todos tene­mos que dejarnos desinstalar para descubrir mejor eso que no nos atrae tanto, para com­prender mejor eso que no nos dice nada. Te­nemos que pensar que la causa de nuestra incomprensión está también en nosotros mis­mos, porque nuestra mente es reducida, nues­tra experiencia de la vida es parcial, nuestros gustos son limitados. Que nosotros no vea­mos algo no significa que eso no sea valioso. Dice Juan Pablo II que "el hombre está siem­pre tentado a reducir a su propia medida la eucaristía, mientras que en realidad es él quien debe abrirse a las dimensiones del misterio" (MND 14).

Pero hay que recordar siempre que los sacramentos son para nosotros, los seres hu­manos, y no tienen sentido sin nosotros. La eucaristía es la forma que ha elegido él para entrar en nosotros, para entregarse a nuestras vidas, para alimentarnos. Por eso, no olvide­mos, la eucaristía lleva el nombre popular de "comunión". Es nuestra comunión con Jesús en un banquete de hermanos. Desde ese centro hay que ubicar todos los demás aspectos de la misa.

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11. El origen de la misa

Jesús en la última cena lo había pedido expresamente: "Hagan esto en memoria mía" (Lc 22, 19). Y después de la resurrección, los discípulos compartían la mesa con el resuci­tado (Hech 10,40-41).

De esta manera el mismo Señor resucita­do, que se hacía presente para partir el pan con sus discípulos, los fue acostumbrando a celebrar la eucaristía dominical, que era una tremenda novedad que los desbordaba.

Los tres evangelios sinópticos nos cuen­tan cómo Jesús nos dejó la eucaristía (Mc 14, 17-21; Mt 26, 20-29; Lc 22, 14-23).

Por otra parte, san Pablo explica claramen­te que la costumbre de celebrar la eucaristía se debe a un mandato recibido del Señor, que había pedido que se hiciera en memoria de él:

"Porque yo recibí del Señor lo que les he trans­mitido; que el Señor la noche en que fue entrega­do tomó pan, y después de dar gracias lo partió y dijo: 'Este es mi cuerpo que se entrega por ustedes. Hagan esto en memoria mía'. Y después de cenar tomó también la copa diciendo: 'Esta copa es la nueva Alianza en mi sangre. Todas las veces que la beban háganlo en memoria mía. Porque cada vez que comen este pan y beben esta copa, anun-

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dan la muerte del Señor hasta que él vuelva" (1 Cor 11, 23-25).

Pero además san Pablo muestra que se trataba de una verdadera presencia de Cristo. Por eso advierte que no se puede recibir el cuerpo de Cristo de cualquier manera, y que hay que examinarse a sí mismo antes de reci­birlo (11, 27-29), teniendo cuidado de no re­cibirlo indignamente. Esto muestra claramen­te que existía la convicción de que no se reci­bía simplemente un pedazo de pan, o un sím­bolo sin contenido, sino al mismo Cristo. Era un banquete, pero donde el alimento era Cris­to. De ahí que san Pablo indique que no es una comida como la que uno hace en su casa; hay que distinguir bien: "¿No tienen sus ca­sas para comer y beber?" (1 Cor 11, 22).

Por todo esto, sabemos que la eucaristía se celebra desde los comienzos del Cristianis­mo. De hecho, es interesante advertir que la eucaristía, tal como la celebramos ahora, exis­tía ya en el año 150. En esa época, san Justino escribió contándonos cómo era la celebración. Veamos su narración:

"El día del sol (el domingo) todos los que habitan en las ciudades o en el campo se reúnen en un mismo lugar.

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Se leen allí los relatos de los Apóstoles o los escritos de los Profetas, tanto como el tiempo lo permita.

Cuando él lector ha terminado, toma la pala­bra el que preside y exhorta a vivir esas hermosas enseñanzas.

Inmediatamente después nos levantamos to­dos juntos y elevamos nuestras preces. A continua­ción, una vez terminada la oración, se trae pan, vino y agua.

El que preside recita oraciones y acciones de gracias. Y todo el Pueblo responde con la aclama­ción ¡Amén!

Entonces se distribuyen y se reparten las eucaristías a cada uno.

Y se envía a los diáconos para que se las lle­ven a los que están ausentes".11

Esto se escribió sólo cincuenta años des­pués que se terminó de escribir el Nuevo Tes­tamento. Vemos aquí que la estructura de la misa actual es básicamente la misma que en aquella época.

Para destacar que no era una comida cual­quiera, en la época de san Justino ya no se hacían otras comidas en esta reunión; sólo se llevaba pan, vino y agua. Y como sabían que 11 S. Justino, Apología I, 6.

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después de esa celebración ya no era un pan común, se acostumbraba llevar la eucaristía a los ausentes.

En otros Padres de la Iglesia de los prime­ros siglos vemos la misma actitud de sumo respeto y delicadeza ante la eucaristía, por­que estaban convencidos de que no era un pedazo de pan, sino Cristo mismo. La Didajé (siglo I) pedía que no se recibiera la eucaris­tía en pecado (cap. 14). Tertuliano (siglo II) cuenta que se ponía mucho cuidado para evi­tar que algo del cáliz o del pan cayera al sue­lo.12 Enseñaba también que por no tratarse de un alimento común la comunión no rom­pía el ayuno.13 San Cipriano (siglo III) pedía que no se admitiera rápidamente a comulgar a los que habían abandonado la fe, porque de ese modo podían "pecar contra el Señor con la mano y con la boca".14

Y porque era un banquete sagrado, san Justino nos cuenta que se acostumbraba pre­parar esta comida de la eucaristía con la lec­tura de las Sagradas Escrituras y con la oración. Seguramente incluía también una predicación. En Hech 20, 7 se cuenta: "El primer día de la

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12 Tertuliano, De corona militum 3. 13 Tertuliano, De oratione 19. 14 S. Cipriano, De lapsis 16.

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semana estábamos todos reunidos para la fracción del pan", y allí Pablo enseñaba.

Entonces, no nos quedan dudas de que Jesús quiere que celebremos la misa. Él mis­mo lo pidió: "Hagan esto" (Le 22, 19). Es la mejor oración de los cristianos. Por lo tanto, aunque a veces no tengamos ganas, o aunque nos guste más hacer otro tipo de oración, Je­sús nos llama a la misa y quiere bendecirnos especialmente en la misa.

Tengamos en cuenta que los cristianos de los primeros siglos eran perseguidos precisa­mente porque se reunían a celebrar la euca­ristía, y muchos murieron mártires porque no querían dejar de reunirse para la misa. En una carta del año 112, que envió Plinio el joven al emperador de Roma, cuenta que algunos cris­tianos habían abandonado la fe y que reco­nocían que "su mayor culpa o error" era ha­berse reunido con los demás para el culto. Las actas de los mártires de Abitinia, asesinados el año 304, cuentan que se les quitó la vida por­que se reunían a celebrar los misterios del Se­ñor, y ellos decían: "sin la celebración del Se­ñor no podemos estar", y "el cristiano no pue­de dejar de celebrar el día del Señor".

Los cristianos de hoy no podemos llevar una fe individualista y orar solos en nuestras

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casas. La misma Biblia nos exhorta a "no aban­donar la asamblea" (Heb 10, 25).

12. Las dos mesas de la misa

Aunque la misa entera se llama "eucaris­tía", sin embargo hay toda una parte dedica­da a la Palabra. Sólo la segunda parte se dedi­ca más directamente a la eucaristía. Por eso es importante recordar que la misa también es el banquete de la Palabra. Así fue desde el principio. Con la Palabra, el Señor nos ilumi­na, antes de alimentarnos con la eucaristía: "La eucaristía es luz, ante todo, porque en cada misa la Liturgia de la Palabra de Dios precede a la liturgia eucarística, en la unidad de las dos mesas, la de la Palabra y la del Pan" (MND 12).

La Palabra nos va preparando para poder reconocer después a Jesús en la eucaristía: "Es significativo que los dos discípulos de Emaús, oportunamente preparados por las palabras del Señor, lo reconocieron mientras estaban a la mesa en el gesto sencillo de Infracción del pan. Una vez que las mentes están ilumina­das y los corazones enfervorizados, los gestos hablan. La eucaristía se desarrolla por entero en el contexto dinámico de signos que llevan

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consigo un mensaje denso y luminoso. A tra­vés de los signos, el misterio se abre de algu­na manera a los ojos del creyente" (MND 14).

En realidad, es la misma Palabra que es proclamada y escuchada en la Liturgia de la Palabra, la que luego se encarna y es comida en la Liturgia de la eucaristía. No hay que se­parar demasiado las dos cosas. Es el mismo Jesucristo, el Verbo de Dios encarnado, quien nos habla en la Palabra y después se nos en­trega como alimento en la eucaristía. Se co­munica con nosotros habiéndonos e iluminándonos en las lecturas, y luego nos alimenta en la comunión para que podamos vivir esa Palabra. En las lecturas hablan las palabras, pero en la comunión habla el signo del pan que dice: "Yo soy el pan de vida", "yo estoy con ustedes", "vengan a mí". Siempre está Jesús allí comunicándose con nosotros. Él es la Palabra que el Padre nos dirige a lo largo de toda la misa.

Por todo esto las dos mesas forman una sola eucaristía, y están "tan estrechamente unidas entre sí que forman un solo acto de culto" (IGMR 8). Como vimos antes, así ha sido desde el comienzo de la Iglesia y duran­te los dos mil años del cristianismo.

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13. Los efectos de la eucaristía

La eucaristía es manantial de vida sobre­natural: "Si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán vida en ustedes" (Jn 6, 53). La eucaristía es el ali­mento que hace crecer esa vida en nosotros, nos va santificando constantemente.

Pero como esa vida sobrenatural es la vida de Jesús resucitado, gracias a la eucaristía com­partimos la misma vida de Jesús y nos uni­mos más a él: "El que come mi sangre y bebe mi sangre vive en mí y yo en él" (Jn 6, 56). Por la eucaristía crecemos cada vez más en esa íntima comunión con Jesús. De este modo, también somos fortalecidos y protegidos para que no caigamos en pecados graves (CCE 1395). Asimismo, nos purifica y nos libera de los pecados veniales (CCE 1394), de manera que después de cada comunión de algún modo comenzamos de nuevo.

Al mismo tiempo, la eucaristía sostiene y alimenta la comunión fraterna: "Siendo mu­chos, un solo pan y un solo cuerpo somos, porque todos participamos de un solo pan" (1 Cor 10, 17). Jesús expresó su profundo de­seo de que seamos "perfectamente uno" (ver Jn 17, 20-23), y en la eucaristía él alimenta y

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hace crecer esa unidad. La Iglesia enseña que la unidad de los fieles "se realiza por el sacra­mento del pan eucarístico" (LG 3). Especial­mente, nos ayuda a reconocer a Jesús en los pobres y a crecer en la unión con ellos (CCE 1397).

Pero este crecimiento no se produce má­gicamente, sino según las disposiciones de cada uno. Podemos estar más o menos abiertos y dispuestos cuando recibimos la eucaristía, y de eso dependen sus efectos. Es cierto que el regalo de la gracia de Dios es siempre gratui­to e inmerecido, pero la intensidad de sus efec­tos varía de acuerdo a nuestra preparación.

La eucaristía es germen de transformación de toda la sociedad, pero para que pueda pro­ducir todos sus efectos de unidad fraterna, de justicia y de cambio de la sociedad, es necesa­rio que nosotros intentemos dominar la apa­tía, la indiferencia, la comodidad, la insensi­bilidad, las discriminaciones, todo eso que nos hace sentir extraños unos a otros, y que nos lleva a escapar de los hermanos.

La eucaristía es fuente de vida nueva para todo el universo, pero para que el mundo pueda beneficiarse con esa vida, es necesario que nosotros seamos sus instrumentos. Por eso, frente a la multitud hambrienta, Jesús

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dice a sus discípulos: "Denles ustedes mismos de comer" (Mc 6, 37), y espera que ellos le ofrezcan todo lo que tienen: sus cinco panes. Luego reparte los panes a través de sus discípu­los.15 Esto nos recuerda que Dios normalmente actúa a través de los seres humanos, que de­ben ser instrumentos de justicia y de servicio. La injusticia, el hambre, la pobreza, sólo se explican por el pecado, por el egoísmo o la comodidad de muchos que no cumplen con su misión de distribuir, de compartir, de ser­vir al hermano. Jesús en la eucaristía tiene la fuerza para cambiar el mundo, pero quiere hacerlo a través de los creyentes que lo reci­ben en la comunión. Por eso, en cada comu­nión, deberíamos escuchar interiormente la pregunta de Jesús: ¿Dónde está tu ofrenda; dónde están tus bienes, tus actitudes, tu en­trega generosa? Si escucháramos esa pregun­ta, la eucaristía podría producir efectos mara­villosos en este mundo.

15 Para el comentario a este texto y para profundizar este tema, puede ser muy útil leer el documento de la Conferencia Episcopal Argentina, "Denles ustedes de comer", texto para la preparación pastoral del décimo Congreso Eucarístico Nacional de 2004, editado en Buenos Aires (2003).

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Segunda parte: Vivir los signos

Los cristianos de hoy tenemos un gran desafío: lograr unir nuestros profundos deseos espirituales con lo que hacemos en la misa. Es importante crecer para llegar a expresar en los signos, gestos y momentos de la misa eso que llevamos dentro.

Para ello, hay que descubrir que en reali­dad una verdadera espiritualidad sólo puede vivirse en contacto con las cosas externas, y nunca puede encerrarse en la intimidad y en la soledad.

De hecho, enseña la Palabra de Dios que "el que no ama al hermano que ve no puede amar a Dios a quien no ve" (1 Jn 4, 20). Dios eligió un camino "encarnatorio" para llegar al hombre -camino que llegó a su plenitud en la encarnación de su Hijo-. Eso implica también que Dios habitualmente llega a cada uno de nosotros a través de signos externos y sensibles.

Hay muchas cosas en el mundo exterior que nos hablan de Dios y que son un llama-

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do suyo. En este sentido, san Buenaventura enseñaba que el ideal no es pasar de lo exte­rior a lo interior para descubrir la acción de Dios en el alma, sino lograr encontrar tam­bién a Dios en las criaturas exteriores: "El hom­bre perfecto no es el que sólo encuentra a Dios en la intimidad, sino el que también puede encon­trarlo en el mundo exterior (II Sent., 23, 2, 3). San Francisco era un buen modelo, porque "degustaba en los seres creados, como si fue­ran ríos, la misma Bondad de la fuente que los produce" (Legenda Maior 9, 1).

Recordemos que Jesús se detenía ante las personas y las cosas con toda su atención. No era sólo una atención intelectual, sino una mirada de amor:

Jesús fijó en él su mirada y le amó (Mc 10, 21).

Vio a una mujer que ponía dos pequeñas monedas de cobre (Lc 21, 2).

Además, Jesús invitaba a sus discípulos a prestar atención, a contemplar las cosas y la vida, a percibir el mensaje de la naturaleza:

Fíjense en los pájaros... Miren los lirios (Lc 12,24.27).

Alcen los ojos y miren los campos (Jn 4, 35).

Dios llega a nosotros a través de signos externos que nos hablan de él. Por eso la es-

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piritualidad no consiste en un recogimiento dentro de nosotros mismos, escapando de todo lo externo. Hay personas que desprecian las imágenes, las velas, y todo lo sensible, porque creen que tienen una espiritualidad superior. Pero tarde o temprano se quedan sin espiritualidad y terminan arrastrados por las cosas del mundo. El monje Anselm Grün ha explicado el valor de los "rituales" persona­les. Estos ritos son una necesaria expresión exterior, porque reflejan el amor a Dios y ayu­dan a recuperar el sentido profundo y gozoso de la actividad cotidiana;

Reacciono alérgicamente cuando alguien sue­ña con amar mucho a Dios, pero en su vida con­creta no se hace visible nada de ese amor a Dios... Si nuestra relación con Jesucristo es auténtica, se ve por la organización que se hace del día, y para ello las primeras horas de la mañana son decisi­vas. Los rituales matutinos deciden ... si lo que nos mueve son los plazos fijados para nuestras ta­reas o si ponemos todo cuanto hacemos bajo la bendición de Dios... Un ritual matutino que mo­tive para el día de hoy despierta las energías que se encierran en cada uno de nosotros.16

16 A. Grün, El gozo de vivir. Rituales que Sanan, Estella 1998,56-57.

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La fe no puede sostenerse mucho tiempo en el aire, sólo con los pensamientos y los sentimientos. Necesita esos signos. De otra manera, terminan arrastrándonos los signos de la televisión y de la sociedad consumista y erotizada. Pero lo más importante es que po­damos valorar y vivir los signos de la oración comunitaria, y sobre todo de la misa, que es la fuente, el centro y el culmen de toda la vida cristiana.

¿Por qué no descubrir a Dios en el tem­plo, en el altar, en las flores, en los vestidos litúrgicos, en el incienso, en los gestos de la misa, en las ofrendas, en la lectura de la Pala­bra, en los hermanos que forman la asamblea, y sobre todo en la presencia eucarística? Ese es el gran desafío.

Por eso es mejor no engañarme creyendo que yo sé donde encontrar a Dios o que yo sé cómo vivir la espiritualidad. Es mejor creerle al Señor que me habla del valor inmenso que tiene la oración comunitaria, y aceptar los sig­nos que la Iglesia me ofrece. La oración más excelente es la misa, porque allí le ofrecemos al Padre Dios, como asamblea, lo más inmen­so: su propio Hijo hecho hombre, presente sobre el altar.

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Hay que descubrir y gozar el sentido de la asamblea reunida, de la entrada, de las ofrendas, de los gestos (parado, sentado, arro­dillado), de los colores; tratar de encontrar el mensaje del Señor en las lecturas, tratar de comprender lo que se dice en las oraciones que lee el sacerdote y hacerlo mío, etc. Allí está toda la riqueza del lenguaje de la misa.17

A continuación veremos cuáles son los principales signos de la misa, y en el capítulo siguiente cuáles son los gestos y las acciones que se realizan en la celebración. Este recorri­do nos ayudará a encontrar el sentido pro­fundo de todo esto, para que podamos gozarlo y vivirlo en cada misa.

1. El templo y sus imágenes

El templo es como un monte santo y una casa de oración donde el Padre Dios quiere alegrarnos: "Yo los traeré a mi monte santo y los alegraré en mi casa de oración... Porque mi casa será llamada casa de oración para to­dos los pueblos" (Is 56, 7).

Los templos cristianos están llenos de sig­nos que nos ayudan a entrar en oración: la

17 Ver J. Aldazábal, Gestos y símbolos, Barcelona 1989, 9-16.

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cruz, la imagen de la Virgen o de los santos, los vitrales, las pinturas. Durante la misa no conviene quedarse en los detalles ni distraer­se de lo más importante, que es la celebra­ción de la eucaristía. Pero a veces, levantar los ojos por un instante y mirar la cúpula del tem­plo, ayuda a despertar un sentido de Dios que permite vivir mejor la misa.

También puede ayudarnos mirar la cruz, y así recordar el amor de Jesús, y llenarnos de deseos de recibirlo en la comunión. O mirar la imagen de un santo que nos motiva a la oración y a la entrega, etc.

La Iglesia dice que cuando se colocan imá­genes en las iglesias "debe hacerse en núme­ro moderado" (CIC 1188), para que no dis­traigan a los fieles de lo esencial. El Concilio Vaticano II enseña que además debe haber un "debido orden" (SC 125), para que no nos entretengamos demasiado con un santo olvi­dando a Cristo, sobre todo en misa. Dice tam­bién que esas imágenes deben llevarnos a Cris­to (LG 50). Porque cuando recordamos a un santo, debemos recordar que ese santo entre­gó su vida a Cristo, y eso nos estimula a amar más al Señor.

En Adviento y Navidad, las imágenes tí­picas nos llevan especialmente al Señor Jesús,

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tanto el Pesebre como el árbol de Navidad, que simboliza a Jesucristo. Pero hay que afi­nar la sensibilidad para no entretenerse tanto en los aspectos llamativos o coloridos sin ele­var el corazón a Jesucristo. Esto vale sobre todo para la celebración de la misa, donde el cen­tro lo debe ocupar completamente Jesucris­to, a quien celebramos.

Es cierto que los primeros cristianos no le daban tanta importancia al lugar de la cele­bración. Decían que "el Altísimo no habita en casas hechas por manos de hombre" (Hech 7, 48), y que el verdadero templo es Jesucristo resucitado que nos contiene (Col 2, 9). Tam­bién la comunidad, congregada por Cristo, es un templo vivo, más importante que las pare­des de material (Ef 2, 19-22; 1 Ped 2, 4-5).

Sin embargo, a Jesús le preocupaba que el templo fuera una casa de oración, y se mo­lestó cuando lo usaban para otros fines (Mt 21, 12-13). Jesús mismo cuidaba celosamen­te (Jn 2, 17; Sal 69, 10) el templo de Jerusa-lén, para que fuera verdaderamente lugar de alabanza y no de comercio: "No hagan de la casa de mi Padre una casa de mercado" (Jn 2, 16). Porque él dejó sin efecto los sacrificios que se realizaban en el templo, pero no re­chazaba al templo como casa de oración.

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Le dijo a la samaritana que era lo mismo un lugar que otro, el templo de Jerusalén o el templo de Samaría (Jn 4, 20-21), pero eso no significaba un desprecio de los templos como lugares de oración. También para nosotros, al fin de cuentas, vale lo mismo un templo de Jerusalén que de Roma o de Bolivia, porque lo más importante es la presencia de Jesús en ellos y sobre todo la celebración de la misa, que tiene el mismo valor infinito en cualquier templo del mundo.

Cuando Jesús dijo que hay que adorar "en Espíritu y en verdad" (Jn 4, 23-24) quiso de­cir que de nada sirve entrar en un templo si no nos dejamos impulsar a la oración por el Espíritu Santo, y si no conocemos al verdade­ro Dios que él nos ha revelado. Pero eso tam­poco es un desprecio de los templos.

Tengamos en cuenta que, cuando la eu­caristía se celebraba en casas, se reservaba un lugar especial, que se preparaba también de una manera especial. Así lo vemos en Hech 20, 7-8, que dice que se reservaba "el piso su­perior, con abundantes lámparas".

Más que un monumento a Dios, el tem­plo es una casa de la comunidad, para alabar a Dios y celebrar la fraternidad. Por eso, lo mejor que podemos ofrecerle al Padre Dios

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es a su Hijo Jesús en la eucaristía, junto con nuestras alabanzas y nuestro deseo de vivir como hermanos. Pero si no tenemos un lu­gar digno para celebrar la eucaristía, eso pue­de indicar una falta de amor de la comuni­dad a la eucaristía que se celebra. La Iglesia también expresa su amor al Señor cuidando los templos, y es cierto que a veces los deta­lles del templo nos estimulan a orar.

2. El altar

El altar representa a Jesucristo Jesucristo es el sacerdote (Heb 4, 14), el

único sacerdote (Heb 7, 24) que celebra, a tra­vés del cura. Él es también la única víctima que se ofrece (Heb 9, 14) y que recibimos en la comunión. Pero además él es el verdadero altar. Por eso el altar es el centro del templo, y dentro de la celebración de la misa es el lugar más importante.

¿No es más importante el sagrario? En rea­lidad, el sagrario no debería ocupar nuestra atención durante la misa, porque lo más im­portante es la celebración comunitaria, don­de Jesús se hará presente para ser comido. Por eso es lamentable que algunas personas, du­rante la misa, se coloquen cerca del sagrario y

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se dediquen a hacer su oración personal, ig­norando lo que sucede en la celebración.

Si el altar representa a Jesucristo, eso ex­plica por qué a veces el sacerdote o los demás ministros lo saludan con una reverencia cuan­do pasan al frente. Eso explica también por qué el sacerdote lo besa al comienzo y al fi­nal de la misa.

3. La asamblea

La asamblea es el conjunto de los cristia­nos que se reúnen para celebrar al Señor. Es toda esa comunidad reunida la que celebra, no sólo el sacerdote. Por eso no conviene de­cir que el sacerdote que preside es "el cele­brante" como si él fuera el único que celebra. En todo caso, habría que llamarle "el sacer­dote celebrante", y si los sacerdotes son va­rios, "el sacerdote que preside".

Porque la asamblea no es espectadora, no es un público para que el cura se luzca. La asamblea celebra la misa: "El pueblo de Dios se reúne para celebrar y Cristo está presente en la asamblea" (IGMR 7). Son todos los fie­les reunidos los que hacen la Liturgia, y por eso se llaman "asamblea litúrgica" (CCE 1097 y 1144).

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Es cierto que sin el sacerdote no hay misa, porque sólo él tiene el orden sagrado que lo capacita para que pueda pronunciar las pala­bras de la consagración. Sin él no hay eucaris­tía. Pero también es cierto que los fieles lo acompañan y actúan también como celebran­tes, ya que por el Bautismo tienen una forma distinta de sacerdocio que los capacita para eso: el sacerdocio común de los fieles. Ellos no realizan la consagración, pero sí pueden ofrecerle al Padre Dios ese Cristo que se hace presente por las manos del sacerdote: "Los fieles forman un sacerdocio real para ofrecer la víctima inmaculada", y también, junto con Cristo, se ofrecen a sí mismos (IGMR 62).

Por eso la misa no es una reunión de per­sonas que se sienten cómodas juntas: "Esta reunión desborda las afinidades humanas, raciales, culturales y sociales" (CCE 1097). Entonces no conviene que haya Misas para jóvenes, para viejos, para pobres, para ricos, para negros o para blancos, como si nos uniera la edad, la condición social o el color de la piel. De esa manera podemos llegar a alimen­tar los desprecios y divisiones que ya existen en esta sociedad, donde se trata de ignorar a los débiles, a los viejos y a los pobres. Lo que nos une es el Espíritu Santo "que reúne a los hijos de Dios en el único cuerpo de Cristo"

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(CCE 1097). Nos une una fuerza sobrenatu­ral y unas razones espirituales, no la atracción afectiva o razones meramente humanas.

Y creemos que en esa asamblea está ver­daderamente presente Jesús en medio de no­sotros, porque él lo prometió: "Donde dos o tres se reúnan en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18, 20).

La asamblea nos recuerda que en la Igle­sia no estamos solos, porque "es la asamblea festiva la que nos hace caer en la cuenta de que somos y debemos ser Iglesia".18

En la misa también nos unimos al papa, a los obispos, y a todos los hermanos de la tierra. Más aún, participamos de la Liturgia del cielo, ya que en la misa nos unimos con los hermanos que están celebrando al Señor en esa fiesta sin fin del Reino celestial. Por eso, a lo largo de la misa recordamos a los santos, nos unimos con el coro de los ángeles para cantar el "Santo, Santo, Santo", tenemos presentes también a los difuntos y oramos por ellos. La misa es profundamente comunitaria. Por ello no tiene sentido ir a ensimismarse, tratando de ignorar a los demás o buscando sólo un "Jesús para mí".

18 Pablo VI, Alocución del Ángelus, 04/08/1974.

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Así reunidos, como asamblea litúrgica, ce­lebramos la misa. Y lo hacemos con una serie de gestos comunes a todos: respondiendo, cantando, escuchando, deseándonos la paz, caminando juntos a recibir la comunión, etc.

Hay algo importante que puede ayudar­nos a tomar consciencia de que no estamos orando solos, sino que somos parte de una asamblea: que todas las oraciones se dicen en plural: "Escúchanos, ten piedad de nosotros, lí­branos...".

Los textos de 1 Cor 11, 20-23 y Mt 5, 23-25 nos muestran algunas dificultades para formar asambleas verdaderamente fraternas: las discriminaciones y los conflictos. Estas in­coherencias deberían dar lugar a la apertura, a la cercanía y al perdón, o quizás a la repara­ción del mal que hemos hecho. Así podremos favorecer una unidad más auténtica donde el Señor pueda estar presente con toda su glo­ria.

4. Las flores

Las flores son signo de alegría y de vida, porque la misa no es una celebración de muer­tos. Se celebra el misterio de la Pascua, que es también resurrección. También en la misa de

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difuntos celebramos la Resurrección del Se­ñor.

Las flores nos recuerdan que estamos ce­lebrando al Dios de la vida, que nos quiere y ama nuestra felicidad.

Además, las flores son un gesto de delica­deza y cariño que tenemos con el Señor. Si en cualquier mesa importante se colocan unas flores, con más razón en la mesa más impor­tante de todas, que es el altar donde se hace presente el Señor.

5. Las velas

Las velas tienen el simbolismo de la luz. Ante todo nos recuerdan que Dios mismo es la luz que ilumina nuestras vidas:

"Tú eres Yahvé mi lámpara, mi Dios que alumbra mi oscuridad" (Sal 18, 29).

"Dios es luz y en él no hay oscuridad alguna" (1 Jn 1,5)

"Dios mío, que grande eres. Te vistes de gran­deza y hermosura, te cubres con el manto de la luz" (Sal 104, 2).

Especialmente su Palabra es luz para nues­tros pasos:

"Lámpara es tu Palabra para mis pasos, luz en mi sendero" (Sal 119, 105)

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Pero ante todo la luz es Cristo mismo, el verdadero sol, o el lucero brillante de la ma­ñana. "Luz para iluminar a las naciones" (Lc 2, 32). Él mismo dijo: "Yo soy la luz del mun­do" (Jn 8, 12). El cirio pascual tiene un valor especial como símbolo de Cristo resucitado que ilumina nuestras vidas.

Por otra parte, nosotros estamos llama­dos a dejarnos tomar por esa luz para ilumi­nar a los demás; porque somos "hijos de la luz" (Ef 5, 8). Jesús nos dijo: "Ustedes son la luz del mundo" (Mt 5, 14). Estamos llama­dos a ser como la vela que se va consumien­do para iluminar.

Pero no se trata de creer que uno es un iluminado y despreciar a los demás, porque para descubrir si estamos en esa luz, lo pri­mero que hay que tener en cuenta es el amor al hermano, ya que "el que ama al hermano permanece en la luz" (1 Jn 2, 10).

* Además de la luz, en las velas está el simbolismo del fuego. En la Biblia, el fuego se utiliza para indicar que Dios se ha hecho pre­sente de una manera especial: "Todo el mon­te Sinaí humeaba, porque Yahvé había des­cendido sobre él en forma de fuego" (Éx 19, 18). Dios es "un fuego devorador" (Heb 12, 29) que nos purifica.

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Pero en el Nuevo Testamento, el fuego, su color y su calor, simbolizan al Espíritu San­to (Lc 3, 16; Hech 2, 3) que nos purifica con su presencia, nos da el calor del amor y nos llena de fuerza y de vida. El Espíritu Santo ac­túa durante toda la misa.

6. El sacerdote

El sacerdote es un signo muy importante, no sólo porque es quien tiene la potestad para consagrar el pan y el vino, sino porque lo te­nemos permanentemente presente ante los ojos. Por lo tanto, si tenemos prejuicios con­tra el sacerdote, la misa nos provocará una molestia permanente.

El sacerdote hace las veces de Cristo (IGMR 60). Ciertamente no es Cristo, pero lo representa. Es un signo de Cristo sacerdote (CCE 1142), que en realidad es el único Sa­cerdote, representado por los ministros que llamamos "sacerdotes". Por eso, al cura no hay que darle más importancia de la que tiene, no hay que idealizarlo, o pensar que él es Je­sucristo. No vale la pena pretender que tenga el rostro, la voz, la ternura o la sabiduría del Señor. Es sólo un humilde signo que Jesús re­sucitado utiliza para hacerse presente. Por lo

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tanto, no cabe mirar si es parecido a Jesús (por la barba, o por la mirada, etc.). Como en todo signo hay que usar siempre la "analogía": me refleja a Jesús porque es un ser humano, pero no es igual a Jesús; Jesús es mucho más, mucho más bello, mucho más sabio; sólo él es el Se­ñor de mi vida, no el sacerdote. Aquí hay que distinguir el signo "instrumental" del sacer­dote del signo "principal" que es la eucaris­tía. No podemos dar al sacerdote la misma importancia que a Cristo o a su presencia eu-carística, porque en ese caso estaríamos ca­yendo en una idolatría que termina desenga­ñando y perjudicando la fe de los cristianos.

Jesús es quien preside la eucaristía, pero no lo vemos; es el sacerdote quien lo hace vi­sible. Esto sucede sobre todo cuando el sacer­dote se dirige a la asamblea diciendo: "Tomad y comed todos de él, porque esto es mi cuer­po". En ese momento, como decía san Juan Crisóstomo, el sacerdote "presta a Cristo su lengua, le ofrece su mano".19 Pero hay que tra­tar de reconocer a Jesús mismo diciendo esas palabras, a través de la voz del sacerdote.

Hay también otras oraciones donde el sacerdote representa a Cristo que se dirige al

19 San Juan Crisóstomo, Homilías sobre san Juan, 86, 4.

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Padre e invita a la asamblea a unirse a su ora­ción. Y representa a Jesús que nos habla del Padre cada vez que nos dice: "El Señor (es decir, el Padre) esté con ustedes". También representa a Jesús cuando dice: "La paz esté con ustedes", como en Jn 20, 19-20.

Pero en otras partes de la misa el sacerdo­te no representa a Cristo, sino que es uh sig­no de la unidad de la Iglesia. Esto sucede cuan­do él ora en plural junto con la asamblea, como un fiel más. O cuando dice, por ejem­plo: "Señor, ten piedad", o "Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa".

La función del sacerdote en la misa, aun­que es indispensable, no debe ser vista como una superioridad sobre la asamblea, ya que está al servicio de la asamblea que celebra.

7. Los vestidos

Los vestidos que usa el sacerdote ayudan a mantener un sentido del misterio, recuer­dan que la misa no es una reunión más. Tam­bién dan a la misa un tono festivo. Así suce­día en el Antiguo Testamento: "Cuando se ponía la vestidura de gala y se colocaba sus elegantes ornamentos, cuando subía hacia el altar sagrado, llenaba de gloria el santuario"

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(Eclo 50, 11). La Iglesia prefiere que las vesti­duras para la misa sean más sencillas y dis­cretas, pero de todos modos quiere que se note la diferencia con la ropa común.

En los primeros siglos de la Iglesia, cada una de estas vestiduras no tenía un simbolis­mo especial, sólo servían para lo que dijimos: dar un tono de fiesta. No indican un poder especial o una superioridad del sacerdote. Sólo tienen una función al servicio de la par­ticipación de los fieles.

Recibamos entonces ese mensaje, y al ver los vestidos del sacerdote, recordemos que estamos en una fiesta de la fe, una fiesta espe­cial, que hemos salido de lo común.

Que al menos el sacerdote use unas vesti­duras distintas a las que usa cuando anda por la calle, nos ayuda a descubrir que la misa es una celebración, pero que nos introduce en otro ámbito más profundo, que hay un mis­terio que se celebra y que nos supera, que no coincide completamente con lo rutinario de nuestra vida. Hay algo diferente y nunca po­dremos nivelarlo con el resto de los momen­tos de la vida.

Es cierto que debería haber sencillez y naturalidad en la misa, y no gestos artificio­sos. Pero también es necesario que haya algu-

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nas cosas que nos recuerden que hay algo di­ferente a la rutina de la vida en el mundo.

Esto no debería llamar demasiado la aten­ción, porque en realidad, en cualquier fiesta importante se usan vestidos espedales, dife­rentes, que uno no utilizaría para hacer las compras o para trabajar.

En Cirta, norte de África, los guardias ro­manos tomaron una casa que se usaba para el culto. Era el año 303. Allí encontraron 98 túnicas que se utilizaban en las celebraciones, porque en esa época todos se vestían de una manera especial en la Liturgia.

Cabe que los laicos para la misa de do­mingo usen lo mejor que tengan, para mani­festar que la misa es realmente una fiesta para ellos, más que cualquier otra celebración; un descuido o dejadez puede ser un signo nega­tivo de la escasa importancia que se le otorga a la celebración comunitaria.

8. Los colores

Podríamos hablar simplemente de los colores de las flores, que ayudan a recordar que estamos en una celebración festiva.

Pero hablemos particularmente de los colores de las vestiduras del sacerdote. Esos

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colores permiten descubrir el sentido de lo que se celebra (IGMR 307): * El blanco, que destaca la luz, es un color de

fiesta y de triunfo. El Cristo transfigurado y glorioso, está vestido de una blancura deslumbrante (Mt 7, 12). El joven vestido de blanco anuncia la Resurreción (Mc 16, 5). Los fieles que han triunfado aparecen en el Apocalipsis vestidos de blanco (Apoc 7, 9; 19, 14). El jinete del caballo blanco "salió como vencedor y para seguir ven­ciendo" (Apoc 6, 2). A veces, en lugar del blanco, se usan otros colores con significado parecido, como el dorado o el plateado (IGMR 309). También el amarillo puede servir para destacar un sentido de fiesta y de alegría.

* El rojo recuerda la sangre o el fuego. Como recuerdo de la sangre, se usa para celebrar a los mártires y a Jesucristo que se entregó por nosotros (el Domingo de Ra­mos, el Viernes santo, la fiesta de la exal­tación de la Cruz). Como recuerdo del fuego, se usa en Pente­costés y en las Misas del Espíritu Santo. Re­cordemos que en Pentecostés el Espíritu Santo se manifestó "como lenguas de fue-go"(Hech 2, 3).

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* El morado es el color que se utiliza en Cua­resma y en Adviento, porque es un color discreto que invita al recogimiento y a la vez tiene un sentido de penitencia que in­vita a la conversión. También por su dis­creción se utiliza en las misas de difuntos, para no utilizar el negro, que suele tener un sentido de fatalidad.

* El verde es un color que nos dice que no estamos celebrando nada en especial, sino simplemente al Señor, tratando de profun­dizar lo que la Palabra de Dios nos ofrezca en cada celebración. Se usa en las treinta y cuatro semanas del tiempo ordinario, don­de se va recorriendo la historia de la salva­ción y la vida pública de Jesús, con sus en­señanzas y obras. Por ser el color más uti­lizado, tiene la ventaja de ser un color de serenidad que reposa la vista. Suele tener un sentido de esperanza y de vida.

El Año Litúrgico

Además de estos significados, la variedad de colores que se va utilizando a lo largo del año tiene otro sentido pedagógico: ayuda a recordar que el año litúrgico cristiano es un camino con varias etapas que debemos reco­rrer juntos (IGMR 307). Eso se ve muy claro

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especialmente cuando se pasa del verde al morado, y así se recuerda que iniciamos un camino de preparación (el Adviento o la Cua­resma). Lo mismo luego cuando se pasa del morado al blanco, se destaca que ha termina­do ese camino de preparación y ha comenza­do una festividad especial (el tiempo de Pas­cua o de Navidad).

9. El incienso

El incienso hoy se utiliza poco, porque a muchos fieles les molesta, les parece algo muy extraño y lejano a la sencillez del evangelio, o les da una idea de demasiada solemnidad. Sin embargo, ese humo perfumado tiene un sim­bolismo interesante. El humo que se eleva al cielo simboliza la oración y la ofrenda que sube hasta Dios, y también sirve para indicar que algo está consagrado a Dios. Así aparece en la Biblia:

"Suba mi oración como incienso en tu presencia" (Sal 140).

El Apocalipsis habla de las oraciones de los santos como perfumes que suben hasta Dios(Apoc 5, 8; 8, 3-4).

Pero el verdadero perfume que sube has­ta Dios somos nosotros mismos cuando nos

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ofrendamos a él unidos a Jesús: "Nosotros somos para Dios el buen olor de Cristo" (2 Cor 2, 15). Porque Cristo es la ofrenda y vícti­ma de suave aroma" (Ef 5, 2). Nosotros lo somos cuando nos unimos a él y damos fru­tos de generosidad. Como decía san Pablo, nuestras limosnas son "suave aroma, sacrifi­cio que Dios acepta con agrado" (Flp 4, 18).

Por eso el incienso nos recuerda que en la misa tenemos que ofrecer nuestras vidas junto con Cristo, procurando tener un cora­zón generoso como el suyo. Cuando se inciensan las ofrendas, allí también entrega­mos a Dios los actos de generosidad y de ser­vicio fraterno que pudimos hacer, y pedimos la gracia de amar más. Cuando nos inciensan a nosotros, procuramos ofrecernos nosotros mismos a Dios (Rom 12, 1), pidiéndole que podamos darle gloria con toda nuestra vida.

El perfume del incienso tiene también el valor de incorporar también el olfato en nues­tro culto a Dios, para que todos los sentidos se integren en la adoración. La virgen Egeria, aproximadamente en el año 350, contaba con gusto que los domingos en Jerusalén entra­ban con incienso en la gruta de la Resurrec­ción para que "toda la basílica se llene de per­fumes" (Itinerario de Egeria 24, 10).

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Es verdad que una iglesia con un suave perfume a incienso invita particularmente a la oración.

10. La campanilla

No es un invento cristiano. Ya en el Anti­guo Testamento se utilizaban campanillas en el culto del Templo (Éx 28, 33-35). Así se lla­maba la atención al pueblo para que se con­centrara cuando llegaba un momento impor­tante de la celebración, para que recordara lo que se estaba haciendo: "como memorial y recordatorio para los hijos del pueblo" (Eclo 45, 9).

En la misa se utiliza sólo en el momento de la consagración, para que los fieles tomen consciencia de la presencia de Cristo en el san­tísimo Sacramento.

En realidad, debería tomarse como una invitación a la alabanza. La campanilla repre­senta también a toda la creación que de algu­na manera se une en la adoración a Jesucristo presente en el altar

11. El pan

El pan es alimento, y un pedazo de pan es simplemente el símbolo de la comida. Por

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eso muchas veces, cuando decimos "pan", sólo queremos decir la comida. Por ejemplo, nos preocupa que a algunos "les falte el pan", o decimos que trabajamos "para ganarnos el pan", etc.

El pan siempre se usó para simbolizar el alimento espiritual que Dios nos da. En el Antiguo Testamento la Sabiduría invitaba: "Vengan a comer mi pan, beban del vino que he preparado" (Pr 9, 5).

Pero en Jn 6, 35 Jesús dice: "Yo soy el pan de vida". En el pan de la eucaristía no se sim­boliza a Jesús, porque la eucaristía es Jesús mismo.

Hasta el versículo 51 de ese capítulo 6 de san Juan, el pan es la Palabra de Jesús que re­cibimos por la fe. Pero a partir del versículo 51 el pan no es su Palabra, sino su carne, y la respuesta del hombre ya no es simplemente creer, sino comer. Los judíos, de hecho, reac­cionaron inmediatamente contra esto (6, 52), porque les resultaba inconcebible tener que comer a Jesús. Esto no hace más que recor­damos que la presencia de Jesús en la euca­ristía no es "física", sino "sacramental". Tras las apariencias del pan, su blancura y su deli­cadeza que a nadie impresiona mal, recibi­mos verdaderamente al mismo Cristo. No

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obstante, la insistencia que hay en este dis­curso en "comer la carne" indica que realmen­te, al recibir la eucaristía, entra en nuestra vida Cristo entero: Dios y hombre, espíritu y cuer­po resucitado. De hecho, carne y sangre en la Biblia indican la totalidad del hombre.

Por otra parte, para la Iglesia el pan siem­pre simbolizó también la unidad de los her­manos.

''Como este pan estaba disperso por los mon­tes y reunido se hizo uno, así sea reunida tu Igle­sia de los confines de la tierra".10

"Así como el pan está formado por muchos granos que intercambian su contenido y se compenetran unos con otros, así muchos fieles unidos por el afecto y comulgando con Cristo, forman místicamente el único cuerpo de Cris­to... Y por eso este sacramento nos lleva a reali­zar la comunión de todos nuestros bienes... Por­que Cristo une a todos con él, también los une entre ellos, porque si varias cosas están unidas a una tercera, entonces también están unidas en­tre sí".21

Esta convicción en realidad parte de una enseñanza de san Pablo, cuando dice que "aún 20 Didajé, 9. 21 S. Alberto Magno, In Jo 6, 64; De Eccl. Ierarch. 3, 2; IV Sent. 8, 11; De Euch. 3, 2; 2, 7.

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siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, porque todos participamos de un solo pan" (1 Cor 10, 17). Por eso reprocha a los cristianos las divisiones entre ricos y pobres que hay en la comunidad (1 Cor 11, 17-22), ya que eso deja sin sentido la celebración de la eucaristía: "Eso ya no es comer la cena del Señor" (1 Cor 11, 20).

Por ser el resultado de muchos granos de trigo que se parten, el pan nos habla de una unidad conquistada con muchas entregas,22

muchas renuncias, como fruto de muchos corazones que han aceptado romper sus pa­redes para unirse unos con otros. El pan ma­nifiesta que esas rupturas, esas donaciones, esas oblaciones, terminan produciendo belle­za, salud, perfección. En cambio, aquellos que prefieren permanecer intocables, encerrados en sí mismos, terminan enfermándose y des­truyéndose a sí mismos, como granos secos.

La hostia redonda

Que ese pan tenga la forma de una hostia redonda también tiene su significado. A ve­ces desearíamos que la eucaristía se celebrara

22 S. Agustín, In Jo 6, 56; S. Tomás de Aquino, ST III, 79, 1.

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con trozos de pan como los que usó Jesús en la última cena, y nos da la impresión de que la hostia no se parece mucho a un pedazo de pan de nuestras mesas. Pero esa forma de la hostia también tiene un significado. Por una parte, puede ayudarnos a descubrir que lo que vamos a recibir no es una comida cualquiera, y que no vamos a recibir simplemente un pan para alimentar el cuerpo.

Por otra parte, la hostia simboliza muy bien que la eucaristía representa el sueño de unidad que está en la marcha misteriosa del mundo hacia su plenitud; representa la uto­pía de la unidad, que nos ayuda a creer toda­vía que es posible un mundo unido.

Ese círculo intacto, limpio y blanco, con un fondo infinito, representa la unidad sin fisuras. La eucaristía es el símbolo perfecto y la fuente viva de este misterio de unidad a la que está llamado todo el universo. En ella se sintetiza todo el universo, en unidad y armo­nía; en ella ya se ha realizado la unidad a la que tiende toda la creación. Pero en ella está también el poder que puede acelerar esa mar­cha deslumbrante y oculta, para que nos va­yamos llenando "hasta la total plenitud de Dios" (Ef 3, 19), hasta alcanzar "la madurez de la plenitud de Cristo" (Ef 4, 14), porque

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de él todo "recibe trabazón y unión por me­dio de toda clase de junturas que llevan la nu­trición según la actividad de cada una de las partes, realizando así el crecimiento del cuer­po que se construye en el amor" (Ef 4, 16).

Hay que evitar una confusión: es cierto que el pan tiene estos simbolismos, pero después de la consagración, lo que vemos no es sólo un símbolo, es Jesús mismo que se ha hecho presente. No está allí simbólicamente; está real­mente presente. Las apariencias del pan sirven sobre todo para indicarnos que allí está Jesús.

12. El vino

Igual que con la hostia, en el vino hay que distinguir dos momentos, antes y después de la consagración. Porque después de la consa­gración sólo quedan las apariencias del vino, y lo que hay en el cáliz es Jesús. Ya no es sim­ple vino, sino Jesucristo mismo.

En la Biblia, el vino recuerda la sangre, por su color rojo, y por eso se le llamaba "la roja sangre de la uva" (Dt 32, 14).

Pero recordemos que lo que hay en el cá­liz no es sólo su sangre, porque en una sola gotita del cáliz consagrado esta Jesucristo en­tero. Por eso, si no recibiéramos la hostia y

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recibiéramos únicamente una gotita del cá­liz, igualmente recibiríamos a Jesús entero, no sólo su sangre. Pero el hecho de consagrar por separado el pan y el vino, que siguen separa­dos después de la consagración, es un simbo­lismo que nos está diciendo algo.

Podemos preguntarnos por qué, además de invitamos a recibirlo cuando nos llama a "comer su carne", Jesús nos habla también de "beber su sangre", si todo está contenido en la misma eucaristía. De hecho, la expresión "carne" para los judíos, solía usarse para in­dicar la persona entera. ¿Entonces qué nos agrega hablar también de "beber su sangre"?

La presentación de carne y sangre como dos cosas separadas recuerda la muerte. Así su­cedía en la muerte de los animales que se ofre­cían en sacrificio a Yahvé por los pecados (Lev 1,5.15). Por eso, el cuerpo y la sangre separa­dos, aunque Jesús está resucitado, recuerdan el sacrificio de Cristo que nos salvó con su muerte: "Así como los hijos participan de la misma sangre y de la misma carne, así tam­bién participó él de ellas para aniquilar me­diante la muerte al señor de la muerte" (Heb 2, 14).

Es cierto que en cada gota del vino consa­grado está Jesús entero y vivo, así como en

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cada trozo de la hostia consagrada está Jesús entero, resucitado con nosotros. Pero al ver el cuerpo y la sangre separados, recordamos la muerte de Jesús que se ofreció en la cruz.

Los judíos tenían la idea de que "sin de­rramamiento de sangre no hay salvación" (Heb 9, 22). Pero también para nosotros es así, ya que la sangre derramada de Cristo nos consiguió la salvación.

Penetró en el santuario de una vez para siempre, no con sangre de cabrones ni de no­villos, sino con su propia sangre, consiguien­do una redención eterna (Heb 9, 12).

Por todo esto, podemos decir que la san­gre nos recuerda lo que le costó a Cristo nues­tra salvación. De su costado herido brotó la sangre (Jn 19, 34); y el vino que en la eucaris­tía se convierte en su sangre (Mc 14, 23-25) nos recuerda que recibimos a alguien que se entregó por nosotros hasta la muerte, hasta el último sacrificio: "Me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Gál 2, 20). Por eso, dice san Pablo que en la eucaristía "anunciamos la muerte del Señor" (1 Cor 11, 26).

La sangre también nos recuerda que la eucaristía es el sacramento de la nueva Alian­za, porque los judíos rubricaban las alianzas con sangre de animales, y así se había sellado

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la antigua alianza en el Sinaí (ver Éx 24). En cada eucaristía Jesús renueva la Alianza con su Iglesia. Y eso es una alegría. El vino tam­bién representa la vida, la alegría y la pleni­tud. Tomamos una copa juntos para festejar un momento importante y feliz en la vida. Pero el vino nos habla especialmente de la plenitud que nos trae el Mesías. Ese es el sig­nificado de la abundancia de vino en las bo­das de Caná (Jn 2).

El color rojo del vino simboliza al mis­mo tiempo la vida y la muerte, la alegría y el sacrificio. Ambas cosas se unen en el profun­do sentido de "intensidad" que tiene el vino. La misa debe ser una experiencia fuerte, vigo­rosa, ardiente como el calor de la sangre y el color del vino. Este doble significado, de sa­crificio y de fiesta puede estar unido, porque en la misa celebramos al mismo tiempo la muerte de Cristo y su resurrección.

El cáliz

A veces nos gustaría que en la misa se usa­ra una copa como las que usamos nosotros en nuestras mesas. Pero el cáliz no es lo mis­mo que una simple copa, y por eso mismo para la misa no se usa una copa exactamente igual a las de uso común.

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Un cáliz era una copa que se utilizaba en el culto para recoger la sangre de los sacrifi­cios. Así nos recuerda que, después de la con­sagración, lo que hay dentro de él no es sim­ple vino, sino la sangre que Jesús derramó en la cruz. Por eso Jesús, anunciando su muerte, preguntaba: ¿Ustedes podrán beber el cáliz que yo voy a beber" (Mt 20, 22), y en su pa­sión decía: "Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz" (Lc 22, 42).

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Tercera parte: Acciones, gestos

y actitudes

Para las acciones y gestos que hacemos en la misa vale también lo que decíamos an­tes: la clave está en lograr unir nuestros pro­fundos deseos espirituales con lo que hace­mos en la misa. Es importante crecer para lle­gar a expresar en los signos, gestos y momen­tos de la misa lo que llevamos dentro.

Hoy muchas personas insisten en lo dis­tintivo, en lo que los destaca de los demás. Necesitan ser "diferentes"; por eso les moles­ta que en la misa tengamos que hacer tantas cosas juntos y todos lo mismo. Cuando to­dos están de pie ellos se arrodillan, o cuando todos cantan, ellos cierran los ojos y no mue­ven la boca. Olvidan que la misa es una ora­ción de toda la asamblea, y que "la postura uniforme, seguida por todos los que forman parte en la celebración, es un signo de comu­nidad y unidad en la asamblea, ya que expre­sa al mismo tiempo la unanimidad de todos los participantes" (IGMR 20).

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Algunos presos de los campos de concen­tración nazis contaron que a veces tratar de mantener una postura erguida y caminar de­rechos sin arrastrar los pies, era precisamente lo único que les ayudaba a no abandonarse por completo y perder su dignidad. También muchas terapias hoy en día insisten en la im­portancia de ayudarse con ciertas posturas del cuerpo. Por consiguiente, no se puede decir que las posturas no tienen importancia. Sin duda, una persona que en la misa no quiere estar en la misma postura que los demás, pa­rece expresar que se siente más que los otros, o que no le interesa demasiado unirse a ellos. Una persona que se sienta cruzando las rodi­llas y mirando para cualquier lado, suele ex­presar que no le da demasiada importancia a lo que se está celebrando.

Si intentáramos gozar con los gestos que realizamos juntos en la misa, eso podría ayu­darnos a que no caigamos demasiado en el individualismo.

Hay algo llamativo: algunos cristianos suelen disfrutar mucho cuando ven por tele­visión los rituales budistas o de otras religio­nes, donde los monjes realizan todos unáni­memente los mismos gestos y hacen los mis­mos sonidos. Pero luego les molesta que en

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la misa tengamos que hacer todos lo mismo. Es una incapacidad de reconocer el sentido y el valor de los gestos comunitarios cristianos. Por eso nos detendremos un poco en esos gestos y acciones que realizamos en la misa.

1. Ubicarse. Estar ahí

Antes que cualquier gesto o acción, para poder celebrar bien la misa tengo que dispo­nerme a estar un tiempo en ese lugar, dejan­do de lado todos los demás proyectos. Vivi­mos en un mundo agitado, pero no debería­mos ceder a esa incapacidad de estar un rato tranquilos en un mismo lugar. Es difícil estar mucho tiempo quietos mirando un paisaje. Hay una ansiedad que nos domina y no nos permite disfrutar con profundidad. Somos esclavos de una prisa interior que a veces pro­duce cosquillas en el cuerpo.

Hoy nada se disfruta a fondo ni se pro­fundiza. Estamos en un tiempo de demasia­da velocidad, necesitamos todo rápido, no soportamos esperar algo. Todo tiene que ser inmediato, y pasamos de una cosa a otra en una permanente aceleración.

Por eso se nos hace tan difícil estar una hora en la misa serenos, aceptando que va-

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yan llegando los distintos momentos, y que todo suceda a su tiempo. El problema no es la misa, el problema somos nosotros.

La clave para superar esta enfermedad está en aprender a vivir el presente, entregarse a cada cosa como si fuera lo único en el mun­do, aceptar vivir todo a su tiempo. Si ahora toca esto, se vive esto y nada más.

Pero también hay que aprender a reco­nocer esa ansiedad precisamente cuando nos está acosando, para no permitir que nos do­mine. Cuando sentimos la tentación de decir las oraciones a toda prisa, como para termi­nar rápido, tenemos que darnos cuenta y de­tenernos un poco, tratando de vivir esas ora­ciones. Seamos señores de nosotros mismos y no nos dejemos esclavizar por el descontrol desenfrenado del mundo.

Por otra parte, la sociedad consumista de hoy nos invita siempre a buscar cosas que agraden a los sentidos; pero en la misa eso no es posible, porque nunca tendremos tantas co­sas atractivas como en un supermercado o en un shopping. Tenemos que aceptar que la misa es otra cosa, y que en ella sí podemos encontrar un placer, pero de otro nivel.

No hay que pretender que estar en la misa sea placentero y relajante como estar tirado

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en un sofá en mi casa, mirando televisión con unas papas fritas mientras me hacen masajes en los pies. La misa nunca podrá brindarme eso, porque es otra cosa, mucho más necesa­ria para mi realización y mi felicidad, aunque no me brinde ese tipo de placeres. Si yo espe­ro tener esas sensaciones, la misa siempre me parecerá poco gratificante y estaré siempre es­perando algo más, cuando en realidad en la misa me dan lo más grande: Jesucristo que viene a mi vida.

Además, si a veces no sentimos agrado en la celebración, recordemos también que la misa es un misterio purificador y liberador. Más allá de la consciencia que tengamos, más allá de lo que sintamos, el Espíritu Santo hace su obra secretamente en nosotros (ver Rm 8, 26). Por eso no deberíamos prestar mucha atención a nuestros estados de ánimo. La misa tiene un valor infinito más allá de todo eso; y aunque yo no me sienta cómodo, el Espíritu Santo me purifica, me limpia por dentro, me libera de muchas cosas, me sana, me prepara para vivir mejor, me fortalece.

La misa debería ser también una forma de descansar en la presencia de Dios, sobre todo el domingo. Porque la misa no es algo que hay que fabricar; es un don que celebramos.

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Como en el monte Sinaí, al entrar al tem­plo para celebrar la misa, Dios me dice: "Quí­tate las sandalias, porque estás en un lugar santo" (Éx 3). No se trata de descalzarme, sino de tomar consciencia del misterio sagrado que voy a celebrar, y no entrar como si entrara a un supemercado o a un salón de té. Es nece­sario un profundo respeto y veneración, por­que lo que va a suceder tiene un valor infini­to. Hay que afinar el sentido religioso.

Por todo esto, el primer gesto, la primera acción que yo realizo cuando voy a misa, es tratar de entraren la presencia de Dios. Él me ha llamado, él me ha invitado (Apoc 3, 20). Es importante tomar consciencia de que estoy allí porque el Señor me ha convocado, y en­tonces le digo "aquí estoy". A veces no estoy de buen ánimo, pero mi cuerpo que se hace presente en el templo también expresa mi in­tención, y es como si mi cuerpo allí presente dijera: "aquí estoy". Dios me ha invitado y me ha tocado interiormente para que yo partici­pe de la misa. Por eso, estoy aquí respondien­do a su llamado de amor.

Y estoy dispuesto a "perder el tiempo", a dedicar una hora sólo para Dios, sin esperar nada más. ¡Fuera la ansiedad que no me sirve de nada! Ya que tengo que estar aquí una hora, pues bien, aquí estoy.

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Si yo hago de entrada esa ofrenda de mi tiempo, no necesitaré estar mirando el reloj o pensando en las otras cosas que podría hacer si no hubiera venido al templo.

Como la misa es un regalo, no es algo que yo pueda construir a mi gusto. Por eso a veces me cuesta descubrir la grandeza de lo que sucede en la misa detrás de los ritos. Pero que yo no lo pueda experimentar del todo no sig­nifica que no sea verdad. Es verdad que la misa es la oración más perfecta, que Jesús realmente se hace presente con toda su gloria, que allí el cielo se une con la tierra. Todo eso es verdad. Si yo no lo siento sigue siendo verdad, eso real­mente sucede y yo estoy siendo parte. Tampoco tengo consciencia del universo infinito, pero aunque yo no lo pueda percibir ahora, es cier­to que existe ese universo infinito. Yo me ol­vido del aire que respiro, pero el aire sigue siendo real y sin él me moriría. Por eso, si a veces yo no siento nada, no tengo que con­cluir que la misa no sirve y comenzar a diva­gar con la mente. Al contrario, trato de estar solamente ahí y de realizar todo con atención, porque aunque yo no sienta nada, eso es lo más importante que puedo hacer, y segura­mente dará sus frutos más allá de lo que yo pueda percibir.

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Hay un gesto valioso que yo puedo hacer una vez que me siento en el banco: es cerrar un instante los ojos, sentir mi cuerpo, respi­rar profundo, relajarme, y decirle al Señor: "Aquí estoy para ti Señor, este tiempo es tuyo".

Si hay algo que me preocupa o me dis­trae mucho, lo ideal es hacer un instante de súplica: Primero invocar la ayuda del Espíritu Santo, y luego decirle al Señor qué es lo que me preocupa, pedirle ayuda, dejarlo en sus manos. Finalmente, ofrecerle por esa inten­ción la misa que se va a celebrar. Entonces podré estar realmente allí con todo mi ser, y no solamente con mi cuerpo.

2. Estar con los demás

En realidad, lo primero que hacemos para poder celebrar la misa es reunimos, juntar­nos, formar una asamblea. Porque es la co­munidad la que celebra. La eucaristía es un banquete y una fiesta, que celebra a Jesús que triunfa sobre el mal y nos regala su vida. Pero para celebrar una fiesta hay que reunirse.

Recordemos que las oraciones de la misa están en plural, porque la misa es una cele­bración comunitaria. No es fácil pasar del "yo" al "nosotros" Cada uno va a la misa con sus

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preocupaciones, sus recuerdos, sus súplicas, y no le resulta fácil pensar en los demás y orar en plural. Pero la misa no es una suma de ora­ciones privadas, sino una oración comunita­ria; por lo tanto, no es el momento para des­entenderse de los demás. Hay que ir creando una consciencia afectiva de la comunidad que celebra, hasta sentirse parte de ella, de mane­ra que uno pueda usar el plural "sin mentir".23

Recordemos que Jesús ama la oración co­munitaria, porque él nos dijo: "Donde dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18, 20). Porque Dios habita en mí, pero también "habita en la ala­banza de su pueblo" (Sal 22, 4). ¡Qué mara­villa! ¡Dios habita en la alabanza de su pue­blo!

Hay personas que van a misa, pero van a hacer "su" misa. Si los demás están o no es­tán no les importa; "que ellos hagan su ora­ción que yo hago la mía". Van a misa pero la viven en un total aislamiento. Hasta les mo­lesta el saludo de la paz, o tener que rozarse con los otros cuando van a comulgar. Lo que más les gusta de la misa son los momentos de silencio, para poder estar a solas con Jesús. 23 Centre De Pastoral Litúrgica, Vademecum. Actitudes espirituales para la celebración, Barcelona 2001, 27.

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Pero eso no es la misa, porque la misa es una fiesta, un banquete comunitario. Entonces no se trata sólo de vivir en profundidad los si­lencios, sino más bien de unirme a los demás para celebrar con cada uno de los gestos y ora­ciones que realizamos todos juntos.

Ejercicio

Es muy recomendable, antes de comen­zar la misa, mirar un poco alrededor. Pero se trata de mirar con fe, para reconocer a esas personas como mis hermanos, aunque no los conozca o aunque sea­mos muy distintos. Es mirarlos para des­cubrir con los ojos del corazón la pre­sencia de Jesús entre nosotros. Esa es la asamblea a la cual me uno para formar un solo cuerpo y celebrar al Señor que nos ama. Esas personas que forman la asamblea son un signo para mí, porque me permiten descubrir que la misa no es una cuestión individual, no es un acto piadoso personal, sino la fiesta de la Iglesia reunida que celebra al Señor. Por eso, la presencia de los demás me invi­ta a abrir el corazón, a crear otra dispo­sición interior para unirme a ellos con cariño y profundidad. También puede

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ayudar mucho saludar brevemente al menos a dos o tres personas en el atrio. Si es en el templo, antes de sentarme, puedo hacer un gesto, sonreír o dar la mano en silencio. Ese saludo distiende, rompe barreras, nos saca de nuestro en­simismamiento, nos ayuda a reconocer a los demás para poder celebrar la misa realmente con ellos.

3. Estar de pie

Las distintas posturas durante la misa tie­nen también un sentido, pero es necesario comprenderlo e intentar vivirlo así, para que no se convierta en algo mecánico. Sin embar­go, no se trata tampoco de pensar que lo úni­co que interesa es la actitud interior y que cada uno se coloque como le guste, porque las posturas del cuerpo influyen en la oración. Somos cuerpo y alma, y por eso es necesario que el cuerpo exprese lo mismo que vivimos en nuestro interior, para que esa actitud tome todo nuestro ser. No podemos negar que el hecho de ponernos de rodillas en la consa­gración nos ayuda a recordar la importancia de ese momento. Por otra parte, al tener to­dos, como asamblea unida, la misma postu-

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ra, eso nos ayuda a recordar que somos un solo cuerpo, y que la misa es de la comuni­dad y no de un montón de individuos que se resignan a juntarse en un lugar.

Veamos en primer lugar la postura más frecuente: estar de pie.

La gente se pone de pie para recibir a al­guien importante, también para brindar, y en general para momentos especiales. Estar de pie muestra que uno quiere participar, quiere formar parte de lo que se está haciendo, le da importancia, lo valora.

Comenzamos la misa de pie, no tanto por respeto al sacerdote, sino para expresar: "aquí estoy, dispuesto a participar, estoy disponible". Es la postura litúrgica fundamental.

Además, si escuchamos las lecturas sen­tados, cuando llega el evangelio nos ponemos de pie, como para recibir algo que tiene una importancia especial.

Durante la plegaria eucarística, salvo en el momento de la consagración, todos esta­mos de pie, para expresar que no es una lec­tura que hace el sacerdote, sino una oración de toda la asamblea que participa, celebrando al Señor resucitado. Esta plegaria es de todos; por eso se reza en plural y todos la confirmamos con el amén que se dice al final. Por eso mis-

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mo no está de pie sólo el sacerdote, sino la asamblea entera.

Después de la comunión, luego de un instante de silencio, todos nos ponemos de pie. Allí expresamos que estamos dispuestos a completar la celebración para salir a cum­plir nuestra misión. La cena de la Pascua del Antiguo Testamento, se había hecho de pie, porque había que partir, emprender un cami­no hacia la libertad. Los que comemos la cena del Señor somos una comunidad que está en camino, y debe seguir caminando.

En la Biblia aparece frecuentemente esta postura de pie para la oración comunitaria y el encuentro con Dios (ver 1 Rey 8; Neh 8, 4-5; 9, 9, 2; Ez 2, l; Apoc 7, 9).

En realidad esta postura es la más impor­tante para expresar que somos una asamblea litúrgica, sobre todo el domingo, que es el día del Señor resucitado. Es la postura de los resucitados.

Pero no deberíamos estar de pie porque no hay más remedio, sino con consciencia, con firmeza y dignidad, para que nuestro cuer­po verdaderamente exprese lo que significa esta postura.

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4. Mirar

Es bueno detenerse a mirar. Porque así evitamos divagar con la mente por otras par­tes. Si detenemos la mirada donde debe es­tar, podemos tomar mayor consciencia del lugar en donde estamos y volver a descubrir qué estamos haciendo.

Podemos mirar el templo, las imágenes, la cruz, la luz de las velas, las flores, el altar, los ornamentos litúrgicos y sus colores. La misa no es para estar recluidos en nosotros mismos, como si estuviéramos encerrados solos en una habitación. Dios nos habla a tra­vés de las cosas exteriores. Pero no es mirar para distraernos un poco, sino para descubrir el sentido de los signos y dejar que nos ele­ven de nuevo hacia Dios.

También es importante mirar los gestos del sacerdote cuando ora. Veamos algunos ejemplos: Los brazos abiertos y elevados son sig­no de adoración, de invocación y de ofrenda: "Toda mi vida te bendeciré y alzaré las manos invocándote" (Sal 62, 5). "Suban mis manos alzadas como ofrenda de la tarde" (Sal 140, 2).

Las manos juntas son signo de recogimien­to, de serenidad, de piedad concentrada.

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Cuando el sacerdote impone las manos con las palmas hacia abajo, es para invocar al Espíritu Santo, para que convierta las ofren­das en el cuerpo y la sangre de Jesús.

Las manos hacia adelante, cuando saluda, son un gesto de cercanía que nos recuerda que formamos una sola asamblea.

Cuando las manos trazan el signo de la cruz son instrumento de bendición divina.

Quizás llamen la atención algunas incli­naciones que hacen el sacerdote o los otros ministros, cada vez que pasan delante del al­tar. Parecen gestos un poco antiguos o dema­siado formales. Pero en lugar de despreciar­los, podríamos aprovechar su significado. Cada vez que se haga una inclinación ante el altar recordemos que el altar representa a Cris­to, y por lo tanto es una inclinación delante del Señor, que es el centro de la celebración. Por ejemplo, se hace una inclinación antes de proclamar el evangelio. Después de la consa­gración, en cambio, se hace una genuflexión, porque el Señor se ha hecho presente de una manera especial sobre el altar.

El Viernes santo, al comenzar la celebra­ción, el sacerdote se postra un momento, como signo de humildad y de profunda adoración. Sobre este gesto podemos leer Apoc 4, 10.

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Al analizar las distintas partes de la misa veremos el sentido de varios gestos más.

Pero no se trata de mirar como si la cele­bración fuera un espectáculo, como si no tu­viera nada que ver conmigo. Es mirar para poder introducirme mejor en la celebración, para dejarme motivar por esas cosas que veo. Para ello, evidentemente, no sirve de mucho mirar cómo está vestida la gente o controlar quién entra y quién sale del templo, o enter­necerse mirando los rostros de los niños y olvidándose de la celebración.

5. Reconocer al que me mira

Además de mirar, es muy importante de­jarse mirar por Dios, descubrir que nuestras palabras no son vacías porque él de verdad está atento a nosotros y escucha nuestras ple­garias. Toda la misa transcurre bajo la mirada amorosa de Dios. En una de las oraciones de la misa le decimos: "Dirige tu mirada sobre la ofrenda de tu Iglesia".

Podemos recorrer el evangelio y descubrir las miradas de Jesús: a Natanael, que era con­templado por el Señor mientras estaba deba­jo de la higuera (Jn 1, 48); o aquella mirada de amor al joven rico, a quien Jesús invitaba a

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una entrega mayor (Mc 10, 21); o la mirada de Jesús a la viuda pobre, dejándose admirar por su generosidad (Lc 21, 2-4); o la mirada de compasión y perdón a la mujer adúltera (Jn 8, 10-11).

Es hermoso dejarse mirar por el Señor durante la misa, perderle el miedo a su mira­da, y estar en calma y con confianza ante él. Porque la suya es siempre una mirada de amor, de comprensión y de ternura.

6. Levantar las manos

El sacerdote suele tener las manos levan­tadas, o las palmas abiertas, elevadas hacia el cielo. También los fieles podrían hacerlo en algunos momentos de la misa, como en el Padrenuestro. Así lo hacía el pueblo judío en las asambleas: "Y todo el pueblo, alzando las manos, respondió: Amén, amén" (Neh 8, 6). La Biblia exhorta a que "los hombres oren en todo lugar, elevando hacia el cielo unas ma­nos piadosas" (1 Tim 2, 8). Así lo hacían los primeros cristianos en las celebraciones.

Pero conviene adaptarse a las costumbres de cada lugar para no distraer a los demás con nuestros gestos; porque estamos en una cele­bración litúrgica comunitaria, donde la uni-

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dad en los gestos nos recuerda que somos una sola asamblea. Por otra parte, los gestos ampulosos pueden ser algo artificiales o me­ramente externos. Puede llegar a suceder que una persona no lleve una vida cristiana co­herente y luego pretenda declamar su fe con gestos llamativos. Vale la pena recordar aque­lla queja bíblica: "Cuando ustedes levantan sus palmas, me tapo los ojos para no verlos... Lávense, limpíense, quiten sus maldades de delante de mi vista" (Is 1, 15-16).

7. Hablar

La misa no es una oración del sacerdote, sino de todos los bautizados que estamos pre­sentes. Por eso hay varios momentos en que se produce un diálogo entre el sacerdote y los fieles, y hay varias partes de la misa que de­ben recitar los fieles.

Si realmente hemos ido a alabar a Dios y a celebrar a Jesús resucitado, nuestras voces deberían escucharse con fuerza, con firmeza, con convicción.

Hay que evitar a toda costa la pasividad que se expresa en esas respuestas débiles y sin firmeza. Todos somos responsables de la asamblea, y podemos contagiar abulia y apa-

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tía, o podemos contagiar entusiasmo y fervor. Nuestra respuesta firme debería estimular a los demás a introducirse mejor en la celebra­ción.

Estamos en la misa para orar con todo lo que somos, con el corazón y con todo el cuer­po. Pero es sumamente importante nuestra voz. Si una persona está un poco apática, tie­ne que responder con ganas para sacudirse ese desinterés; porque si responde desganado o apenas mueve los labios, más triste y aburri­da será la celebración. Si uno va a la misa ador­mecido y casi no responde, más sueño ten­drá. Usar nuestra voz con toda su potencia y firmeza, nos ayuda a descubrir que realmen­te somos parte activa en la celebración. Si va­mos a misa distraídos y sin fervor, intentemos responder con ganas, con todas nuestras fuer­zas, y veremos cómo cambian las cosas.

Esta es una colaboración clave de nuestra parte, y también es una ofrenda a Dios.

8. Cantar

El canto es una hermosa oración, que tam­bién requiere la participación de todos. Re­cordemos que la misa no es un espectáculo, sino una celebración hecha por toda la asam-

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blea. Por eso no sirve que haya un grupo que cante; lo importante es que cantemos todos, que el canto nos ayude a todos a participar activamente.

Tampoco interesa si hay instrumentos o no, porque lo que más le agrada a Dios son las voces de sus hijos. La guitarra o el órgano son cosas muertas, y sólo valen en la misa si sirven para estimular las voces de los hijos de Dios.

Pero no se trata de cantar sólo para gustar de los sonidos, sino para expresar la oración; por eso la Palabra de Dios nos invita a cantar a Dios "en los corazones" (Ef 5, 9).

El canto de la asamblea, más que del coro, debe ser capaz de convertir a una persona que pase por allí y escuche los cantos de la misa, como le sucedía a san Agustín cuando no era cristiano y escuchaba los cantos de los fieles en los templos de Milán.

No hay que pretender que los cantos de la misa sean algo tan entretenido y adaptado, como si fuera cualquier fiesta. Además, es im­posible encontrar cantos que gusten a todos por igual y que agraden a todas las sensibili­dades. Por eso, más allá de que los cantos me gusten o no, siempre me sirven para unirme a los demás y alabar a Dios junto con ellos.

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9. Sentarse

Es la postura del que se dispone a escu­char con atención, y se pone cómodo para prestar atención al que habla. Cuenta el evan­gelio que la multitud escuchaba a Jesús "sen­tada en torno a él" (Mc 3, 32). Esta postura expresa la actitud de María, que se sentó a los pies de Jesús para escucharlo (Lc 10, 39). Cuando en la misa nos sentamos para escu­char la Palabra, esa debería ser nuestra acti­tud.

Pero no se trata de ponerse cómodo como cuando uno llega a su casa después del traba­jo y se arroja en un sillón. En la celebración de la misa no hay que perder una actitud de delicado respeto.

Por eso no es lo más adecuado cruzar las piernas o estirarse. Si estuviéramos delante del Papa, escuchándolo, no cruzaríamos las pier­nas; por lo tanto tampoco corresponde ha­cerlo cuando Dios nos está dirigiendo la Pa­labra en la celebración litúrgica. Aun sin mala intención, los descuidos en este sentido pue­den llevarnos a quitarle importancia a lo que estamos celebrando, porque las posturas no son inocentes, como bien podría explicarnos cualquier psicólogo.

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10. Callar. Hacer silencio

La Iglesia nos pide: "Guárdese a su debi­do tiempo un silencio sagrado" (SC 30).

Los momentos de silencio alimentan el recogimiento y la consciencia de lo que se eptá haciendo. No son para evadirse un momen­to, sino todo lo contrario, para tratar de pe­netrar mejor en la celebración.

Un espacio de silencio me da la posibili­dad de hacer mío lo que está pasando, y de introducirme un poco más en la celebración. Puede ser bueno preguntarme: ¿Qué estoy haciendo? ¿Para qué estoy aquí? Entonces, puedo volver a elevar el corazón al Señor, re­conocer que no estoy solo, que es la fiesta del Señor, que él quiere transformar mi vida y que a él lo estamos adorando. Porque la misa es comunitaria, pero eso no significa que no sea también personal Es cierto que casi todo lo que hacemos es uniforme, y eso destaca el sentido comunitario; pero los momentos de silencio, donde cada uno entra un poco más en su intimidad, ayudan a que la misa no sea un acto meramente masivo, sin nada perso­nal, donde hacemos las cosas mecánicamen­te. Si Dios nos ha regalado la intimidad del corazón y la posibilidad de encontrarlo en el silencio, eso también tiene un lugar en la misa.

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El verdadero silencio interior provoca un efecto de apertura, porque al que sabe hacer silencio todo le habla, todo le enseña algo, todo lo motiva y nada le molesta, nada le pa­rece inútil, superficial o vacío. Sólo en el si­lencio puede resonar la palabra. En ese senti­do, la verdadera participación en la misa es una adecuada combinación de expresiones comunitarias (que hacemos todos juntos) y espacios de intimidad.24

Pero lo importante no es que haya mu­chos momentos de silencio, porque la misa no está para eso. No sería correcto que sólo valoremos los momentos de silencio de la misa y nos moleste todo lo demás. Lo impor­tante es procurar que todo lo que hagamos y digamos en la misa brote de un silencio inte­rior, nos salga de adentro, sea bien personal Si los silencios de la misa no nos bastan para lograrlo, será necesario que nos preparemos mejor "antes" de la misa. No podemos olvi­dar que los efectos de la gracia también de­penden de nuestra disposición, y para prepa­rarnos mejor suele ser necesario un momen­to de soledad con el Señor antes de la celebra-

24 No es un intimismo antisacramental, pero tampoco es un ritualismo sacramental sin experiencia ni profundidad personal.

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ción, al menos mientras vamos caminando hacia el templo.

11. Escuchar

Lo más importante en el silencio es escu­char. Por eso, en el silencio podemos decirle al Señor: "habla Señor, que tu siervo escucha" (1 Sam 3,10), o como Isaías: "Señor, despier­ta mi oído para escuchar como un discípulo" (Is 50,4).

Pero sería un error pensar que sólo escu­chamos a Dios en los momentos de silencio. Ni siquiera deberíamos pensar que Dios ha­bla sólo en las lecturas. Durante toda la misa Dios está hablándonos, y por eso durante toda la misa deberíamos tener una actitud recepti­va, la actitud del que quiere escuchar a Dios.

Otro error sería pensar que cada uno tie­ne que estar atento a lo que Dios le dice en su interior al margen de lo que está sucediendo en la misa. Porque en la misa Dios nos habla principalmente a través de la celebración mis­ma, en los signos, los gestos, las acciones que se realizan. Es necesario afinar nuestra sensi­bilidad espiritual para reconocer y escuchar interiormente el mensaje de Dios a lo largo de cada misa.

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12. Arrodillarse

La oración de rodillas suele tener tres sen­tidos: a) Penitencia y arrepentimiento, reconociéndo­

se muy pequeños, limitados y débiles ante la grandeza del Santo (ver Éx 34, 8)

b) Adoración (ver Mt 14, 33; 28, 9; Ef 3, 14). Este es el sentido de ponerse de rodillas en la misa en el momento de la consagración.

c) Expresar nuestra súplica en una situación muy difícil, cuando necesitamos una especial ayuda de Dios. En realidad es este tercer sentido el que más aparece en la Biblia (ver Lc 22, 41; Hech 9, 40; 20, 26).

13. Caminar

En la misa no se camina mucho, pero el sacerdote y los demás ministros suelen hacer una procesión de entrada, que todos pode­mos acompañar con una actitud interior de "éxodo": salimos de la comodidad de nues­tra casa y de nuestros planes y trabajos, para ir al encuentro del Señor y de los hermanos en la misa.

Cuando vamos a comulgar hacemos to­dos una especie de peregrinación para recibir

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al Señor. Sería importante que tomemos ese momento como una verdadera peregrinación. Así no nos molestará tener que trasladarnos hasta que nos toque el turno de recibir la co­munión. Hay que recordar que estamos en una comida comunitaria, y debe ser impor­tante para mí que los demás también comul­guen. Caminamos juntos, así como caminamos juntos por la vida, hacia el encuentro pleno con el Señor.

Pero también es importante que, en ese corto tiempo en que voy caminando para re­cibir la comunión, vaya abriendo mi corazón a Jesús, vaya despertando mi deseo de recibir­lo, vaya invocando al Espíritu Santo para que prepare mi interior, y sobre todo vaya cantan­do con fuerza y con ganas, porque el canto nos une a todos en una misma oración, en una misma peregrinación.

A lo largo del año, se agregan otras pere­grinaciones dentro de la Liturgia: el Viernes Santo, cuando vamos a besar la cruz; o la pro­cesión con ramos de olivo del Domingo de Ramos; o la procesión con las velas en la Pre­sentación del señor (2 de febrero).

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14. Tocar

En realidad, en la misa no hay muchas oportunidades de tocar, pero este es un gesto necesario, porque nos permite tomar contac­to con la realidad y nos ayuda a "estar aquí" sin divagar con la mente por otras partes.

Hay un primer contacto que sería muy sano si nos habituáramos a hacerlo: dar la mano a las personas que estén más cerca cuan­do nos sentamos en el templo para la misa. Este saludo nos ayuda a salir de nuestro ensi­mismamiento. Tocar a los demás ayuda a no ser indiferente ante ellos, a no convertir la misa en "mi" oración. Tocarlos me ayuda a unirme a ellos de corazón.

Este contacto se repetirá en el momento del saludo de la paz, muy importante antes de recibir la comunión; porque la eucaristía es el sacramento de la unidad, y si la recibi­mos con el corazón abierto a los demás, pro­ducirá mayores frutos en nuestra vida.

En algunas celebraciones se nos permite también acercarnos a tocar una imagen. El Viernes santo, por ejemplo, nos acercamos a besar la cruz.

Pero hay un contacto de particular impor­tancia, cuando nos acercamos a recibir la co-

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munión. Ya que este contacto es una comida, nos detenemos en esto a continuación.

15. Comer

Este es el gesto que completa el banquete de la eucaristía. Esto es tan grande que es ver­daderamente secundario si la comunión se recibe con la mano o en la boca. Es más, se corre el riesgo de darle excesiva importancia al gesto de recibir la comunión en la mano, olvidando que lo que interesa no es tomar la hostia consagrada, sino "comer" a Jesucristo.

La costumbre de recibir la comunión en la mano es muy antigua. San Cirilo de Jerusa-lén, en el siglo IV, decía a los fieles que no había que acercarse con las manos extendi­das, sino haciendo un hueco en la mano iz­quierda para que sea como un trono que reci­be a Jesús.

Pero no habría que poner el acento en la dignidad del fiel, como si por recibir a Jesús con su mano fuera más digno. Lo que mani­fiesta su dignidad es el amor de Jesucristo que se le ofrece como comida. Recibirlo en la mano no vale más que esa inmensa posibili­dad de comerlo.

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Por otra parte, recibirlo en la mano debe ser más bien un gesto de humilde acogida, de agradecida receptividad; como si fuera la sú­plica del pobre, que no se siente dueño ni merecedor de la eucaristía. Esa actitud recep­tiva se expresa muy bien al recibirlo en la boca; pero si lo hacemos con las manos, tendría­mos que alimentar esa misma actitud. Ir a co­mulgar no es "atrapar" la comunión, sino re­cibirla.

Recordamos la importancia que tiene co­mer, en el evangelio. En Jn 6, entre el versícu­lo 51 y el versículo 58 aparece 6 veces la pala­bra "carne" y siete veces la palabra "comer".

Esto nos permite decir que en la eucaris­tía se produce la unión con Cristo más plena que puede haber en esta vida, porque es ver­daderamente comerlo a él para que se quede con nosotros: "El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él" (6, 56). Aquí se nos pide algo más que escuchar a Jesús y hablarle. Se nos pide que hagamos el gesto de comerlo. Ese gesto sensible indica que entra en nuestra vida Cristo entero, y que se realiza así la unión más íntima que poda­mos esperar.

Con él, lo más profundo de nuestra vida queda saciado; no el hambre del cuerpo, sino

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la necesidad de amor, de seguridad, de paz, de fortaleza, de esperanza, de verdad.

Pero no hay olvidar que la misa es un banquete, es decir, una comida comunitaria. No soy yo individualmente quien voy a co­mer, sino que estamos comiendo juntos: Jesús se entrega a la comunidad. Por eso, aunque es bueno que haya momentos de especial re­cogimiento, nunca deben convertirse en un aislamiento. Para que la misa tenga su verda­dero sentido, siempre es necesario alimentar el sentido comunitario, el espíritu de comu­nidad que celebra, la alegría de los hermanos que comen juntos. Las siguientes palabras pueden ayudarnos a descubrir este sentido fraterno de la comunión eucarística:

"Jesús Eucaristía, con su sola existencia, pue­de decirnos así hasta donde tiene que llegar nues­tro amor, abriéndonos a la fraternidad universal... ¿Qué significa amar? Quiere decir hacerse uno con todos. Hacerse uno en todo lo que los otros desean, aun en las cosas más pequeñas e insignifi­cantes, en las que uno tal vez ni pone atención, pero que para los otros son importantes. Jesús ejemplificó este modo de actuar precisamente ins­tituyendo la eucaristía... ¡Hacerse uno hasta el punto de dejarse comer! Eso es el amor. Hacerse uno de manera que los demás se sientan nutridos

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por nuestro amor, confortados, aliviados, compren­didos".25

Cuando comemos a Jesús, él no se com­porta pasivamente. Es algo mutuo. Al comer a Jesús él de algún modo nos come a noso­tros. Por eso, en cada comunión tenemos que dejar que Jesús nos transforme en él. Así, nos brota el deseo de actuar como él y de alimen­tar a los demás con nuestra vida.

25 Ch. Lubich, La Eucaristía hace la Iglesia, en ¿Qué significa la Eucaristía para nuestro tiempo?, Buenos Aires 1984, 17ss.

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Cuarta parte: Vivir los momentos

de la misa

La misa tiene dos grandes partes, en tor­no a dos mesas: La Liturgia de la Palabra, en torno al ambón donde se nos ofrece la Pala­bra del Señor, y la Liturgia de la eucaristía, en torno al altar donde se nos ofrece la Comu­nión. Pero estas dos grandes partes tienen una introducción (los ritos iniciales) y una con­clusión al final de la misa.

Seguiremos paso a paso todos los mo­mentos de la celebración para comprender su significado y poder participar más conscien­temente.

1. RITOS INICIALES

Los ritos del comienzo nos ayudan a ir entrando en la celebración, a descubrir que salimos de lo ordinario y entramos en algo diferente. Van creando un clima distinto. Tam­bién, si sabemos aprovecharlos, nos serenan, ayudan a reducir el estrés, para que nuestros

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nerviosismos y ansiedades no perjudiquen nuestra atención cuando escuchemos la Pala­bra.

Por otra parte, estos ritos nos ayudan a unirnos en la oración, para que comencemos a sentirnos una sola comunidad de oración (IGMR 24).

Pero no hay que tomarlos simplemente como una preparación, porque ya son parte de la misa, igual que la entrada de una casa o el comienzo de un concierto. No son algo que hay que pasar rápido, como quien despacha un trámite innecesario, sino algo que hay que vivir con todo el corazón para poder seguir el ritmo profundo de la celebración.26

El canto de entrada

Dentro de estos ritos está el canto de en­trada. No es una introducción, sino que ya es parte de la celebración, la abre y fomenta la unión de los que se han reunido (IGMR 25). Porque no es lo mismo estar ocupando un mismo lugar en el mismo templo, que estar realmente unidos. El canto tiene un poder es­pecial para producir ese sentimiento de uni-

26 Ver L. Maldonado, Cómo animar y revisar las Eucaristías dominicales, Madrid 1980, 15-16.

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dad. Yo ofrezco mi voz y la uno a los demás, los escucho, disfruto de la comunión que se produce entre las voces y así siento que esta­mos unidos en una misma celebración. Cuan­do compartimos un canto con los demás, nos da gusto estar con ellos, experimentamos que estamos en lo mismo. Por eso es importante hacer el esfuerzo de cantar, aunque no lo ha­gamos bien, aunque nos cueste, aunque ten­gamos poca voz.

También, si está bien elegido, el canto ya nos ayuda a descubrir lo que se celebra en cada misa. Debería notarse la diferencia si es un canto de Adviento, de Navidad, de Cuaresma o de Pascua. Pero sobre todo, los domingos, debe expresar la alegría de estar juntos para celebrar al Señor resucitado entre nosotros.

Si con el canto hay una procesión de en­trada, aunque sólo sean algunos los que ca­minen hacia el altar, eso nos recuerda que so­mos una Iglesia que peregrina en este mundo hacia el encuentro definitivo con el Señor.

El beso del sacerdote al altar

Cuando el sacerdote llega al altar lo besa, porque la Iglesia siempre consideró que ese altar es un signo de Jesucristo. En la antigüe-

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dad los altares eran un pedazo de roca, y lo ideal es que siempre sean de piedra, porque "la roca es Cristo" (1 Cor 10, 4).

Esta es una práctica muy antigua en todo el mundo. Es hermoso descubrir cómo al co­mienzo de la misa hay un beso, que no se diri­ge tanto al altar, sino al mismo Cristo simbo­lizado por el altar. Este beso debería transmi­tirnos desde el principio la ternura hacia Cris­to, a quien celebramos en la misa.

La señal de la Cruz

Una vez que el sacerdote se ha ubicado, todos hacemos junto con él la señal de la Cruz, porque todos somos celebrantes en la misa. Por nuestro Bautismo estamos consagrados a Dios y capacitados para celebrar el culto; y la señal de la Cruz nos recuerda esa dignidad que tenemos. Pero al mismo tiempo nos re­cuerda que el gran protagonista en la misa es Jesucristo. Al hacer la señal de la Cruz sobre el propio cuerpo, tenemos que dejar que Cris­to nos abrace, nos tome con su amor, nos una a él mismo, porque toda la misa se celebra y se ofrece en unión con Jesús.

Mientras trazamos la señal de la Cruz, decimos: "En el nombre del Padre, y del Hijo,

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y del Espíritu Santo". Eso significa que la misa es una alabanza a la Trinidad y que ya desde el comienzo tenemos presentes a las tres Per­sonas para alabarlas.

Al final de la señal de la Cruz se dice "amén". En diversos momentos de la misa decimos amén, y esa repetición puede hacer que se nos vuelva una costumbre mecánica, que lo digamos sin darnos cuenta. Pero si lo pronunciamos con firmeza y potencia, el amén puede ser más consciente. Recordemos que la palabra "amén" significa "así sea" o "así es". Es como decir que realmente estamos de acuerdo con eso, que estamos convencidos. Por eso, al decirlo, si hemos estado distraí­dos, podemos despertar y tomar consciencia de lo que estamos haciendo. Después de ha­cer la señal de la Cruz nombrando a la Trini­dad, el amén quiere decir que es verdad, que realmente queremos dedicar ese tiempo uni­dos a Jesús y que lo ofrecemos a la Trinidad.

El saludo del sacerdote al pueblo

El sacerdote dice: "El Señor esté con uste­des". Los fieles responden: "Y con tu espíri­tu". La misa tiene varios momentos de diálo­go entre el sacerdote y los fieles. Este es el pri­mero.

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Las palabras del sacerdote expresan un deseo (que el Señor "esté"), pero sobre todo recuerdan que el Señor resucitado realmente está allí, porque donde dos o tres se reúnen en su nombre, él se hace presente (Mt 18, 20). En realidad, el deseo que expresa el sacerdote es que nosotros nos abramos a esa presencia de Jesús para que él pueda habitar en noso­tros cada vez con más intensidad.

No hay que tomar este saludo nada más que como una bienvenida del sacerdote a los fieles, porque en realidad la casa de Dios es de todos. Es un saludo espiritual, que nos re­cuerda la presencia de Dios que nos convoca. De hecho, cuando nosotros respondemos al sacerdote decimos "y con tu espíritu", que no son palabras que usamos para saludarnos por la calle. Con esa respuesta le deseamos al sa­cerdote que el Señor habite en su interior para que pueda celebrar la misa con fervor espiri­tual.

De hecho, la comunidad puede optar también por otras respuestas que tienen pro­fundo sentido religioso; por ejemplo, por ésta: "Bendito seas por siempre Señor".

A lo largo de la misa, se dirige cuatro ve­ces este saludo a los fieles, que debería ayu­darles a volver a tomar consciencia de la pre-

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sencia del Señor Jesús, que realmente está con ellos en ese momento.

El acto penitencial

Dice el evangelio: "Si en el momento de presentar tu ofrenda recuerdas que tu herma­no tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelve y presenta tu ofren­da" (Mt 5, 23-24). Por eso, es bueno que ya al comienzo de la misa nos reconozcamos pe­cadores y pidamos perdón.

Pero no hay que convertirlo en un pro­fundo examen de conciencia privado. No ten­go que esperar que haya un largo silencio, o que me dé tiempo para revisar toda mi vida. En todo caso eso debería hacerlo cada uno antes de la misa.

Tampoco hay que confundirlo con el sa­cramento de la Confesión, porque este rito no está para el perdón de los pecados graves. Es cierto que si uno tiene pecados graves, en este momento puede hacer un acto de pro­fundo arrepentimiento, dolido por sus peca­dos, y por esa "contricción perfecta" Dios per­dona sus pecados graves. Pero de todos mo­dos no podrá recibir la comunión porque le

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falta el sacramento de la reconciliación, que lo reconcilia también con la Iglesia a la que ha dañado con sus pecados.

El acto penitencial de la misa es sólo una manifestación comunitaria de que todos so­mos pequeños, necesitados, pecadores, y de que necesitamos convertirnos, para que así podamos abrir mejor el corazón a Dios. Pero para que este acto realmente nos libere de la autosuficiencia y nos purifique, debe ser sin­cero.

Por eso normalmente en este acto peni­tencial hay un momento de silencio, para que cada uno pueda reconocer brevemente sus propios pecados, para que pida perdón con­cretamente por sus propias faltas. Ya san Pa­blo pedía que cada uno se examinara antes de recibir el cuerpo de Jesús (1 Cor 11, 27-30). Porque es cierto que la misa es una ora­ción comunitaria y que este es un acto peni­tencial comunitario; pero eso no quita que también sea algo profundamente personal, donde cada uno lleve su persona concreta y su propia historia. No podemos ser comuni­tarios si dejamos de ser nosotros mismos. El momento de silencio que suele hacerse aquí, ayuda a esta personalización.

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Normalmente, cuando expresamos este espíritu penitencial, decimos: "Señor ten pie­dad", que es lo mismo que decir: "ten miseri­cordia". Es una expresión muy breve pero que tiene una gran profundidad. Más allá de la gra­vedad que tengan los pecados que cometimos, con esas palabras reconocemos que necesita­mos a Jesús, que solos no podemos, que so­mos frágiles, que sólo él es el Salvador y que nosotros buscamos su ayuda para poder salir adelante. Por eso, es también una confesión de la misericordia de Dios, de su amor cerca­no y siempre dispuesto a auxiliarnos.

En los Salmos aparece mucho esa expre­sión: "Ten piedad, Señor, que desfallezco" (Sal 6, 3). "Señor, ten piedad, sáname porque he pecado contra ti" (Sal 40, 5). "Ten piedad de mí, Dios, por tu bondad" (Sal 51, 3). "Ten piedad, Señor, ten piedad, que estamos can­sados de desprecios" (Sal 122, 3). En los evan­gelios es la súplica de los enfermos y necesi­tados, que confían en el auxilio de Jesús (Mc 10, 47; Mt 15, 22; 17, 15; 20, 30; Lc 17, 30).

Al final del acto penitencial, el sacerdote dice: "Dios todopoderoso tenga misericordia de nosotros, perdone nuestros pecados y nos lleve a la vida eterna". Y los fieles cierran el acto penitencial asintiendo con su "amén".

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La oración de la asamblea (oración colecta)

Luego, "el sacerdote invita al pueblo a orar. Y todos, a una con el sacerdote, perma­necen un rato en silencio para hacerse cons­cientes de estar en la presencia de Dios y for­mular insistentemente sus súplicas" (IGMR 32).

Comienza con una invitación a orar ("ore­mos"), luego hay un silencio en el cual los fieles oran íntimamente, y finalmente una bre­ve oración del sacerdote que así "recoge" (de allí el nombre "colecta") las oraciones de los fieles y la presenta a Dios. Por eso se dice en plural, y por eso mismo se llama oración "de la asamblea".

El contenido de esta oración es muy ge­neral, para que pueda abarcar a todos los fie­les con sus necesidades. Se pide, por ejemplo, que Dios escuche a su pueblo, o que lo auxi­lie, o que nos ayude a cumplir su voluntad, o que podamos alcanzar sus promesas, o que perseveremos en el amor, o que podamos ca­minar sin tropiezos, etc.

Al final, la oración siempre se dirige a la Trinidad. Generalmente se dirige al Padre en nombre de Jesucristo, porque Jesucristo está

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unido a la asamblea de los fieles formando un solo cuerpo con ellos, y presidiendo su oración al Padre. Pero siempre termina dicien­do: "en la unidad del Espíritu Santo, por los siglos de los siglos".

Esta expresión "por los siglos de los si­glos" se repite a lo largo de toda la misa des­pués de nombrar a la Trinidad. Así se quiere expresar que Dios es siempre digno de nues­tra alabanza, no sólo en este momento, sino siempre. Él es glorioso, infinito y santo siem­pre; lo era antes de nuestra existencia y lo será eternamente, porque él es Dios. Así recorda­mos que Dios es un misterio mucho más gran­de que nuestra pequeña vida, que nuestras palabras y que nuestros sentimientos.

Los fieles se unen a la oración que hizo el sacerdote diciendo "amén", que es como de­cir que realmente están de acuerdo con la ora­ción que acaba de decir el sacerdote, que la hacen propia.

Para poder orar con gusto en la misa, yo tengo que asumir esas palabras que la Iglesia me propone, aunque a veces no las compren­da del todo. En mi oración individual yo pue­do usar las palabras que quiera, pero la misa es una oración bien comunitaria, donde se usan palabras y gestos comunes. No vale la

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pena querer cambiar lo que dicen las oracio­nes de la misa o buscar palabras que me pare­cen más espirituales o más claras. Estas pala­bras que ha elegido la Iglesia me unen con los cristianos de todo el mundo. Más que que­jarme porque no me convencen esas oracio­nes, lo mejor es salir de mí mismo, liberarme de mis esquemas mentales o espirituales, y hacer mío lo que la Iglesia me propone. No sirve de nada creerme más sabio y pensar que yo podría inventar una misa mejor. Tengo que recordar que muchas veces, estando muy con­vencido de algunas cosas, me equivoqué, y que hay cosas que en otras épocas no enten­día y ahora entiendo. En las cosas de Dios hay mucho más de lo que mi sensibilidad puede valorar o de lo que mi mente puede enten­der. Lo que se celebra en la misa es un "miste­rio" que nunca llegaremos a comprender del todo. Si todo en la misa fuera sumamente cla­ro y sencillo, quizás creeríamos que nosotros entendemos y abarcamos el misterio de Dios. Pero en la misa sucede algo tan grande que nosotros nunca lo podremos abarcar con nuestras palabras, ni con nuestra mente, ni con nuestros sentimientos.

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El Gloria

Hemos recordado que el Señor resucita­do está con nosotros, y hemos dejado todo en sus manos recordando su misericordia. Por eso podemos dar curso a nuestra alegría di­ciendo: "Gloria a Dios en el cielo..."

Es un himno muy antiguo (alrededor del año 300) que tiene sobre todo un sentido de alabanza. Algunas personas no son capaces de descubrir que la misa está llena de alaban­zas, o se reúnen antes o después de la misa "para alabar a Dios". Pero ese deseo de ala­banza debería expresarse dentro de la misa, donde hay una permanente alabanza a Dios. En este himno, por ejemplo, decimos estas palabras: "Gloria a Dios... Por tu inmensa gloria te alabamos, te bendecimos, te adora­mos, te glorificamos, te damos gracias". Si esto no es alabanza ¿qué es? El problema es que no siempre descubrimos el sentido profundo de las palabras y no las decimos desde el co­razón.

Dirigimos la alabanza al Padre: "Señor Dios, Rey celestial", y luego nos concentramos en el Hijo, de varias maneras: "Señor, Hijo único Jesucristo, Señor Dios, Cordero de Dios, Hijo del Padre" Y le decimos: "Porque sólo

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tú eres Santo, sólo tú Señor, sólo tú altísimo Jesucristo". ¿Queremos más alabanza?

Debería ser recitado o cantado con ale­gría, elevando el corazón. Vale la pena alabar, porque así nos centramos en Dios por un ins­tante y sacamos un poco la mente de nues­tras preocupaciones y pensamientos de siem­pre. Dios merece nuestra alabanza; merece que por un momento dejemos de pensar en nosotros y proclamemos su gloria.

El comienzo de esta oración retoma el canto de los ángeles cuando nació Jesús (Le 2, 14). Allí mucha gente se confunde y dice: "y en la tierra paz a los hombres que aman al Señor". En realidad dice: "paz a los hombres que ama el Señor". Lo que estamos recordando es que Dios nos ama, y por eso nos ha entre­gado a su Hijo Jesús. Es un canto de reconoci­miento por el amor inmenso que Dios tiene por cada uno de nosotros.

Se dice los domingos y las solemnidades y fiestas. Pero no se usa en Adviento y Cua­resma, para destacar que son tiempos de pre­paración y purificación. De esa manera, cuan­do llegan la Navidad o la Pascua, el canto del Gloria nos ayuda a descubrir la alegría y la grandeza de lo que se celebra en esas festivi­dades.

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2. LITURGIA DE LA PALABRA

Aquí se produce un movimiento importan­te. Todos nos sentamos y nos concentramos en el ambón, donde está el libro de la Pala­bra de Dios. Y un lector se dirige al ambón. Estos movimientos nos indican que comien­za una de las grandes partes de la misa: la Li­turgia de la Palabra. Se nos va a servir la mesa del pan de la Palabra.

Es la Palabra más importante que pode­mos escuchar, la que no miente, la que no engaña, la que ciertamente ilumina nuestros pasos como una lámpara. Es alimento que necesitamos, porque "no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios" (Dt 8, 3; Mt 4, 4).

En este momento de la misa Dios está diciéndonos: "¡Escucha Israel!" (Dt 6, 4), y nosotros le respondemos: "Habla Señor, que tu siervo escucha" (1 Sam 3, 10).

Aunque sentimos la tentación de dejar­nos convencer por otros mensajes, volvemos siempre a escuchar al Señor y le decimos: "¿A dónde vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna" (Jn 6, 68).

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Las lecturas

La Iglesia nos recuerda que "las lecturas de la Palabra de Dios deben ser escuchadas por todos con veneración", porque "Dios mis­mo habla a su pueblo, y Cristo, presente en su Palabra, anuncia el evangelio" (IGMR 9). Eso es lo que sucede en cada misa. A través de las lecturas Dios mismo viene "a conversar" con nosotros (DV 21). Y nosotros nos colocamos a los pies del Señor para escucharlo, como María de Betania (Lc 10, 38-42).

Porque el Dios verdadero no es como los ídolos mudos (1 Cor 12, 2). Él le dirigió la palabra a su Pueblo y sigue hablando. La Igle­sia, que es "comunidad de creyentes, comu­nidad de esperanza vivida y comunicada, co­munidad de amor fraterno, tiene necesidad de escuchar sin cesar lo que debe creer" (EN 15).

Los domingos, antes del evangelio, nor­malmente se hace una lectura tomada del Antiguo Testamento y otra del Nuevo Testa­mento, porque "en muchas ocasiones y de diversas maneras habló Dios en el tiempo pasado a nuestros padres por los profetas. Ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo" (Heb 1, 15).

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Puede ser edificante recordar cómo escu­chaba la Ley de Dios el pueblo judío en Jeru-salén, cuando pudo reunirse por primera vez a celebrar a Dios después del exilio. Cuenta la Biblia que "los oídos del pueblo estaban atentos al libro de la Ley" (Neh 8, 3), y que todo el pueblo lloraba al oír las palabras de la Ley" (Neh 8, 9). Ojalá todos los fieles escu­cháramos de esa manera la Palabra de Dios en la misa.

Hace falta una apertura del corazón que favorezca la contemplación y la meditación, sabiendo que Dios tiene un mensaje perso-nalísimo para cada uno. Que la misa sea una celebración comunitaria no significa que sea una masificación, donde no hay nada perso­nal y distintivo de cada uno. También en la misa se realiza una unidad en la diversidad, y la Palabra de Dios debe llegar a las situacio­nes concretas e internas de cada uno de los fieles.

Escuchar la Palabra no es ser un especta­dor. Es estar activo con la mente y el corazón, tratando de hacer propio lo que se está leyen­do. Para que la Palabra pueda ser escuchada y meditada en la misa, es necesario un silencio sagrado (SC 30). Es un silencio exterior que expresa que hemos hecho silencio en el cora-

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zón, que nos hemos vaciado de tantas pala­bras inútiles y estamos verdaderamente abier­tos, atentos y deseosos de recibir lo que el Señor quiera decirnos. Pero si estamos distraí­dos o indiferentes, puede ayudar que durante las lecturas nos preguntemos: "¿Qué quiere decirme el Señor en estas lecturas? ¿Qué quiere tocar de mi vida? ¿A qué me está invitando?".

Ojalá podamos decir como los discípu­los de Emaús que "nos ardía el corazón cuan­do nos hablaba" (Lc 24, 32).

Celebrar la Palabra

En la misa hay un culto a la Palabra de Dios, una veneración mucho más importan­te que la que puede realizar una persona soli­taria. Porque en la misa no se trata simple­mente de leer y de escuchar, sino de celebrar la Palabra. Por eso después de cada lectura res­pondemos con una alabanza, que deberíamos decir con el corazón. El lector dice "Palabra de Dios", pero no porque nosotros no lo se­pamos, sino para que elevemos nuestra ala­banza. Por eso nosotros respondemos "te ala­bamos Señor". Ojalá esa alabanza esté real­mente dirigida a Dios que nos ha hablado, y no sean palabras dichas por costumbre. La

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Liturgia es un diálogo entre el Señor y su pue­blo. El Señor ha hablado y su pueblo le res­ponde alabándolo. Si en la misa no escuchá­ramos la Palabra de Dios, el culto "no sería un encuentro vivo y eficaz entre Dios y su pueblo, sino un monólogo".27

En Lc 4, 21 se cuenta que Jesús, después de leer la Palabra de Dios dijo: "Esta Escritura que acaban de escuchar se ha cumplido hoy". Esto sucede cada vez que abrimos el corazón a la Palabra de Dios, que es siempre actual y siempre tiene algo para decirle a nuestras vi­das. Pero esto sucede sobre todo en la cele­bración de la misa, porque en la misa la Pala­bra de Dios tiene una eficacia especial, ya que estamos reunidos en el nombre de Jesús, y la Iglesia está elevando la oración más excelen­te. La lectura de la Palabra en la misa es un verdadero acontecimiento de salvación.

El pan de la Palabra que nos prepara para el pan de la Eucaristía

Orígenes decía que así como no se des­cuida la hostia, tampoco hay que descuidar la Palabra. ¿Sería menos culpable cualquier

27 J. J. Von Allmen, El culto cristiano, Salamanca, 1968, 134.

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descuido en guardar su Palabra que en guar­dar su Cuerpo?".28

Por eso la Iglesia "ha venerado siempre las Sagradas Escrituras tanto como el Cuerpo mismo del Señor" (DV 21). En la misa Jesús nos alimenta en las dos mesas: el ambón y el altar. Son las dos maneras que tiene Jesús de alimentarnos. Cuando Jesús nos dice que él es el pan de vida, se refiere tanto a la Palabra como a la eucaristía. El discurso del pan de vida, que leemos en Jn 6, se refiere a la Pala­bra hasta el versículo 51, y a partir del versícu­lo 51 se refiere a la eucaristía.

Ya en el Antiguo Testamento se presenta­ba la Palabra de Dios como alimento que nos sostiene:

"Es tu Palabra la que mantiene a los que creen en ti" (Sab l6, 26).

"Yo mandaré hambre a la tierra. No hambre de pan ni sed de agua, sino de escuchar la Palabra de Yahvé" (Am 8, 11).

A veces tenemos la tentación de pensar que la presencia de Jesús en la eucaristía es tan grande, que la Palabra del Señor no pue­de valer tanto. Pero recordemos que en la eu­caristía está la misma Palabra que alcanza su

Orígenes, Homil. s. el Éxodo 13, 3.

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máxima eficacia, porque es la Palabra de Je­sús ("Esto es mi cuerpo") la que convierte el pan en su Cuerpo. La Palabra de Dios es viva y eficaz (Heb 4, 12), pero alcanza su máxima eficacia cuando se pronuncian las palabras del Señor en la consagración y así las ofrendas se convierten en Jesús.

En las lecturas Jesús es la Palabra que se hace escuchar, y en la eucaristía Jesús es la Pa­labra que se hace visible, que podemos tocar y podemos comer. Jesús deja de hablarnos a los oídos, pero se comunica con nosotros a través de la vista y del tacto. Es la misma Pala-bra con distinto lenguaje.

Entonces, no hay que pensar que las lec­turas tienen menos importancia que la comu­nión. Son dos modos diferentes que tiene Je­sús de alimentarnos, y los dos son necesarios. Si abriéramos más el corazón a la Palabra, eso nos prepararía para que la comunión pueda producir mejores frutos en nuestra vida, ya que "la mesa de la Palabra lleva naturalmen­te a la mesa del Pan eucarístico" (DD 42). Porque la eucaristía es el sacramento de nues­tra fe, pero la fe necesita de la Palabra de Dios: "¿Cómo creerán si nadie les anuncia?" (Rom 10, 14).

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El Salmo

Después de la primera lectura se canta o se proclama un Salmo, repitiendo un estribi­llo entre las estrofas.

Sabemos que desde los comienzos los cristianos usaban los Salmos en la oración litúrgica, como una herencia del pueblo ju­dío. En el siglo IV san Agustín predicaba mu­chas veces sobre los Salmos o sobre el estribi­llo que se cantaba en la misa entre las estrofas del Salmo. Una vez san Juan Crisóstomo se detuvo a predicar sobre ese estribillo. Dijo algo muy interesante:

"No cantemos la respuesta con rutina; mejor tomémosla como bastón de viaje... Recuérdala con interés y entonces será para ti de gran consuelo. Yo los exhorto a no salir de aquí con las manos vacías, sino a recoger esas respuestas como perlas, para que las guarden siempre, las mediten, y las canten a sus amigos".29

Es importante recordar que el Salmo no es cualquier poesía, sino que es Palabra de Dios, con el mismo valor de las demás lectu­ras bíblicas. El estribillo que repiten los fieles

29 S. Juán Crisóstomo, Comentario al salmo 41: PG 55, 156-166.

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es como una respuesta a la Palabra de Dios, y así se establece un diálogo entre Dios y su pueblo en oración.

El Aleluya

"Aleluya" es una palabra hebrea que sig­nifica: " ¡Alaben a Yahvé!". Es una aclamación para alabar a Dios con gozo porque Jesús nos va a dirigir la Palabra. Por ser una alabanza, nos ayuda a tomar consciencia de que cele­bramos el evangelio y no simplemente lo lee­mos y lo escuchamos. En Apoc 19, 1-4 vemos que el Aleluya es una alabanza celestial.

Se omite durante la Cuaresma.

La proclamación del Evangelio

Es importante advertir que al evangelio se le da mayor importancia que a las demás lecturas, porque Dios nos ha hablado sobre todo a través de su Hijo Jesús (Heb 1, 15), y en el evangelio está lo que Jesús hizo y ense­ñó.

Por eso, antes de leer el evangelio hay un rito especial: nos ponemos de pie, cantamos el Aleluya, se hace un saludo, la señal de la cruz, y algunas veces se le echa incienso. Lo

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proclama el sacerdote o el diácono pidiendo la bendición antes de dirigirse al ambón.

Al terminar la proclamación del evange­lio se dice: "Palabra del Señor", y todos res­pondemos con una hermosa alabanza dirigi­da a Jesús: "Gloria a ti Señor Jesús". Quiere decir que tenemos consciencia de que es Je­sús el que nos ha dirigido la Palabra, y por eso lo alabamos.

El beso al Evangelio

Cuando se termina de leer el evangelio, se le da un beso. Es un gesto de cariño hacia Jesús, que nos ha dirigido la Palabra. Tenga­mos en cuenta que no es una simple formali­dad. Tiene el mismo sentido de afecto que el beso que le damos a un amigo del alma o a cualquier ser querido. Es un beso a Jesús que nos ha regalado su Palabra.

La homilía

Dice san Pablo que "la fe viene de la pre­dicación, y la predicación por la Palabra de Cristo" (Rom 10, 17).

Es cierto que la homilía no es lo más im­portante. El centro de esta parte de la misa

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son las lecturas, y sobre todo la proclamación del evangelio. La homilía está el servicio de esa Palabra de Dios, para ayudarnos a actuali­zar su mensaje y aplicarlo a nuestras vidas.

Es cierto que hay sacerdotes con más ca-risma y capacidad para predicar. Pero también es cierto que los efectos de la homilía depen­den en parte de nuestra disposición. Si escu­chamos con prejuicios contra el sacerdote, esa homilía sólo será un mal momento y no sa­caremos nada bueno para nuestras vidas.

No olvidemos que la homilía no es una charla espiritual, sino una parte de la celebra­ción litúrgica. Por eso también es un miste­rio, como toda la Liturgia. Más allá de lo que entendamos, más allá de nuestros gustos, más allá de nuestra sensibilidad, más allá de las ideas que podamos compartir o no, el Espíri­tu Santo quiere tocar nuestros corazones en medio de la homilía. Por eso a veces sucede que el sacerdote dice algo que a él mismo le parece secundario, pero eso puede llegar a cambiarnos la vida.

Hay que vivir con fe este momento de la celebración, e intentar abrir el corazón. Dios obra más allá de la inteligencia, la capacidad, la profundidad, la habilidad o la simpatía del sacerdote que predica.

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El Credo

No se dice todos los días, sino los domin­gos y las solemnidades. Es la confesión pú­blica de la fe, que hacemos como cristianos. Son las grandes verdades de nuestra fe. Por­que la fe cristiana también contiene otras ver­dades secundarias, pero el corazón de lo que creemos está en el Credo.

Es una confesión solemne, pública, comu­nitaria. Deberíamos hacerla con el gozo de sen­tir que no estamos solos en nuestra fe, que los demás hermanos presentes comparten las mis­mas convicciones profundas. Eso que procla­mamos es parte de nuestra identidad, es la ver­dad que hemos aceptado. Si otros no compar­ten nuestra fe los respetamos, pero nosotros estamos felices y orgullosos de tener esta fe.

Proclamar el Credo no es dar una lección para mostrar que recordamos las verdades de fe; no es un ejercicio intelectual para recordar la doctrina. Al decirlo dentro de la misa, el Credo es también una celebración de nuestra fe. No es decir que aceptamos esas verdades, sino disfrutarlas, apoyamos en ellas. Por ejem­plo, cuando decimos que creemos en el Espí­ritu Santo estamos expresando que confiamos en él, que esperamos su ayuda, que él nos da

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seguridad, paz y gozo. Cuando decimos que creemos en la vida eterna nos alegramos por ese destino feliz que nos espera.

Por otra parte, esta confesión pública ex­presa la fe que la Palabra de Dios ha desper­tado (Rm 10, 17). Es una respuesta a la Pala­bra de Dios. Todo eso que creemos está en la Palabra de Dios. No todo está en las lecturas que acabamos de hacer en la misa, pero al decir el Credo expresamos también que acep­tamos todo lo que esa Palabra contiene.

Las preces

La "oración de los fieles" es una expre­sión que puede confundir, como si dijéramos: "hasta ahora habló el cura, ahora nos toca a nosotros. Sería muy breve la oración de los fieles si se redujera a eso. Porque toda la misa es también "oración de los fieles".

En realidad las preces son una reacción de los fieles luego de alimentarse con la Pala­bra, sintiendo que es necesario tener presen­tes también a los hermanos que necesitan de nuestra oración. Abrimos el corazón para te­ner en cuenta a la Iglesia entera.

El contenido de estas preces, más que in­tenciones son personas, grupos de personas.

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Entonces el "para" es más importante que el "por".

Pedimos por personas que no están en la celebración, y también por los que no son cris­tianos. Las preces unen a la comunidad que celebra con toda la humanidad; por eso tam­bién se llaman "oración universal".

No significa que la comunidad no pueda pedir por ella misma, pero lo más importan­te es la intercesión, que hace que la asamblea se abra a los demás: a la sociedad, a las otras comunidades, a la Iglesia universal. En la ora­ción de los fieles se une la Iglesia local con la Iglesia universal. Alguien dijo algo muy her­moso sobre este punto: "En esta Iglesia parti­cular, aunque esté reducida a algunos fieles, descansa el porvenir de la Iglesia, la suerte de la humanidad entera. Ella intercede ante Dios por millones de seres humanos. Dios coloca entre él y las naciones a esta comunidad cris­tiana. Entre él y el mundo, Dios ha colocado la intercesión de esta comunidad local".30

En las normas del libro de la misa se su­giere que el orden de las intenciones sea el siguiente: Por las necesidades de la Iglesia (el

30 L. Deiss, La celebración de la Palabra, Madrid 1992, 122.

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Papa, las misiones, los obispos, las vocacio­nes, etc.), por los gobernantes y la salvación de todo el mundo (la justicia, los problemas so­ciales, los países que estén pasando por difi­cultades especiales, las autoridades del pro­pio país, las organizaciones que trabajan por el bien común, etc.), por los oprimidos por cual­quier necesidad (los pobres, los enfermos, los moribundos, los presos, etc.), y finalmente por la comunidad local (por los proyectos, las ne­cesidades, las dificultades de la comunidad cristiana y del lugar donde está inserta).

Debe ser siempre una oración "universal". Eso no significa que no se pueda pedir por algunas personas de la comunidad que están celebrando algo o que están pasando por di­ficultades. Pero lo ideal es hacerlo de tal ma­nera que la oración no pierda su apertura universal. Por ejemplo, si se pide por un pro­blema de la familia Pérez, conviene agregar "y por todas las familias que están pasando por dificultades". Si se pide por la salud del párroco, se agrega "y por todos los enfermos".

Así respondemos a este pedido de la Pa­labra de Dios: "Recomiendo que se hagan ple­garias, oraciones, súplicas y acciones de gra­cias por todos los hombres, por los reyes y por los gobernantes..." (1 Tim 2, 1-2).

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De este modo, en lugar de encerrarnos en nuestras propias necesidades, asumimos nuestra responsabilidad en la construcción del mundo y de la Iglesia. Cuando por amor nos olvidamos de nuestras propias necesidades para pedir por los demás, Dios nos bendice también a nosotros y a nuestras familias, por­que Dios bendice a los que aceptan ser sus instrumentos de bendición.

En estas preces, como en toda la misa, los fieles ejercen su sacerdocio. Más que en cual­quier oración que hagan fuera de la misa, porque en la misa se convierten en una ora­ción litúrgica, una oración de toda la Iglesia junto con Jesucristo. Este sacerdocio de los fieles no es el sacerdocio del ministro orde­nado, que preside la eucaristía; pero es un sa­cerdocio real recibido en el bautismo. Por ese sacerdocio nosotros somos instrumentos de bendición para los demás, le presentamos nues­tra ofrenda a Dios y rogamos por los herma­nos. De hecho en la antigüedad no se permi­tía que participaran de esta oración los que todavía no estaban bautizados, y en este mo­mento de la misa tenían que retirarse. Era la oración de los consagrados en el bautismo.

Las preces son una oración de intercesión, porque pedimos más por los demás que por

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nosotros mismos. Por eso tienen un gran va­lor. Son un acto de fe, porque expresamos la confianza en Dios, que puede hacer algo por el mundo. Pero al mismo tiempo son un acto de amor al prójimo. Para que de verdad sea así, tendríamos que tratar de abrir el corazón a los demás y dejar que se despierte el cariño y la compasión por las necesidades ajenas.

Al terminar las preces, los fieles cierran la Liturgia de la Palabra con un "amén".

3. LITURGIA DE LA EUCARISTÍA

Aquí se produce otro movimiento impor­tante. La atención ya no se concentra en el ambón sino en el altar. El sacerdote se dirige al altar y se acercan las ofrendas. Todo este movimiento indica que comenzamos la Li­turgia de la eucaristía, la segunda de las dos grandes partes de la misa.

La presentación de las ofrendas

La presentación del pan y del vino no es la gran ofrenda de la misa. La gran ofrenda de la misa es Jesús que se ofrece al Padre, y noso­tros junto con él, a partir de la consagración. Pero esta presentación del pan y del vino nos

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sirve como símbolo de la ofrenda a Dios y nos estimula a prepararnos para ofrecernos junto con Cristo cuando él se haga presente en el altar. En esta presentación, al entregar el pan y el vino le damos a Dios algo nuestro, algo que es don suyo pero también es fruto de nuestro trabajo. Porque Dios, cuando toma la iniciativa de llamarnos, espera que respon­damos ofreciéndole algo, aportando algo, como el niño que ofreció cinco panes para alimentar a la multitud (Jn 6, 9).

Ya en esta presentación de las ofrendas los fieles le dicen a Dios que están dispuestos a ofrecer todo de su parte para crear un mun­do mejor, para ayudar a los pobres, para cons­truir una sociedad más justa. Esta ofrenda de nosotros mismos ya es una primera coopera­ción para que la eucaristía pueda cambiar el mundo a través de nosotros. Por eso el pue­blo se ofrece a sí mismo (ver Rom 6, 13; 12, 1) junto con el pan y el vino para ser convertido en instrumento de unidad y de servicio:

"El pan y el vino se convierten en cierto senti­do en símbolo de todo lo que la asamblea encarís­tica presenta por sí misma como ofrenda a Dios" (EM II, 9b) .

Conviene recordar que la gran ofrenda será a partir de la consagración, cuando Jesús

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mismo, presente en el altar, se ofrecerá al Pa­dre. Pero no conviene aislar esta ofrenda de la vida de los fieles, porque en el sacramento todo es para los fieles y no tiene sentido sin ellos, sin su vida. Entonces, el sacerdote pre­senta los dones del pan y el vino, con ellos presenta también el amor, los trabajos, las es­peranzas, los cansancios, los sueños y alegrías, la vida de la gente. Y luego, a partir de la con­sagración, esa vida con toda su riqueza se lle­nará de la presencia de Cristo que la ilumina­rá y la hará fecunda. Entonces la eucaristía no sólo será el culmen, sino también la fuente de donde brota nuestra vida cristiana.

Pero en esta presentación lo más impor­tante es que se prepara la mesa del banquete. El altar se prepara colocando sobre el mantel el corporal (un trozo de tela donde luego se colocarán las ofrendas). Al lado se coloca el purificador (un paño blanco más pequeño que se utiliza para limpiar los vasos sagrados). Adelante se coloca el misal (donde están las oraciones de la misa), y al costado el cáliz, la bandejita de la hostia (patena) y las jarras con el vino y el agua. También suele haber otro copón con las hostias pequeñas para los fie­les. A veces las hostias, el vino y el agua se acercan en procesión, para significar que tam-

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bien los fieles entregan las ofrendas al Señor a través del sacerdote que las recibe.

Cuando no hay un canto, el sacerdote presenta las ofrendas diciendo una oración de gratitud a Dios por el pan y por el vino: "Bendito seas, Señor, Dios del universo...". El canto también debería expresar esta gratitud a Dios porque él mismo nos ha regalado esos dones que estamos presentando, que son fru­to precioso de la tierra. También se expresa la gratitud por el trabajo del hombre, que co­operó para producir esos dones.

Aunque el sacerdote presenta las ofren­das a Dios sobre el altar, los fieles participan de una manera muy directa cuando el sacer­dote los invita a orar para que el sacrificio sea agradable a Dios. Les dice: "oren hermanos, para que este sacrificio mío y de ustedes sea agradable a Dios...". Así queda claro que los fieles realmente se unen al sacrificio de Cris­to que se va a celebrar. Esta invitación tam­bién puede decir: "Oren hermanos, para que llevando al altar los gozos y las fatigas de cada día, nos dispongamos a ofrecer el sacrificio agra­dable a Dios, Padre todopoderoso". En estas palabras queda claro que los fieles llevan su vida al altar, pero que la gran ofrenda será después.

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Allí todos los fieles responden: "El Señor reciba de tus manos este sacrificio, para ala­banza y gloria de su nombre, para nuestro bien y el de toda su santa Iglesia". Con estas palabras nosotros hacemos nuestras las ora­ciones que el sacerdote pronuncia, y lo hace­mos con una alabanza ("para alabanza y glo­ria de su nombre"), pidiendo que la misa nos aproveche a nosotros ("para nuestro bien") e intercediendo por los demás ("y el de toda su santa Iglesia"). ¡Cuánto decimos en unas po­cas palabras! Por eso, el problema no es que las oraciones de la misa no digan cosas im­portantes, sino que a veces no estamos aten­tos o no las descubrimos.

Finalmente, el sacerdote lee una breve oración, que varía en cada misa, donde se pide a Dios, por ejemplo, que reciba esa ofrenda como homenaje nuestro, o que la santifique, o que a través de ella nos purifique, o que nos fortalezca, o que nos haga más santos, etc. Los fieles responden "amén".

La gotita de agua en el cáliz

En la época de Jesús el vino siempre se mezclaba con un poco de agua, porque ese vino era muy fuerte. Los fabricantes no acos-

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tumbraban echarle agua, y si lo hacían eran despreciados por la gente.

San Justino, ya en el siglo II, habla de "una copa de agua y vino mezclado". Y san Cipriano explicaba así el significado de este gesto: "El agua representa al pueblo y el vino a la sangre de Cristo. Cuando en el cáliz se mezcla el agua con el vino, el pueblo se junta a Cristo" (Car­ta 63, 13).

La oración que hace el sacerdote en se­creto contiene un significado parecido: que así como el agua se une al vino, nuestra hu­manidad se una a la Divinidad de Jesús, ya que él se unió a nuestra humanidad.

También simboliza la pasión de Cristo, cuando de su costado brotó sangre y agua (Jn 19, 34).

Pero es mejor mantener el sentido comu­nitario que le daba Cipriano y decir que to­dos juntos, como pueblo, nos unimos a Jesús en su pasión. Después, en la consagración y en la comunión, esta unión se hará realidad más perfectamente.

La colecta

Ya en los comienzos, san Justino cuenta que, en la misa, cada uno daba la cantidad de

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dinero que le parecía, "y lo recogido se entre­ga al presidente, y él con eso socorre a huérfa­nos y viudas...".

Esta colecta se integra en el culto a Dios, porque expresa concretamente un signo de que queremos compartir lo que tenemos, y que estamos dispuestos a entregar lo nuestro para construir un mundo más justo:

"Junto con él pan y él vino para la eucaristía, los cristianos presentan también sus dones para compartirlos con los que tienen necesidad. Esta costumbre de la colecta, siempre actual se inspira en el ejemplo de Cristo que se hizo pobre para en­riquecernos" (CCE 1351).

A veces la fraternidad no es más que un deseo fugaz, porque después de la misa, cuan­do se presenta alguien pidiéndonos ayuda, es posible que nos resistamos y defendamos nuestra comodidad y nuestros bienes. La ge­nerosidad nos dura poco. Pero si ni siquiera dentro de la misa somos capaces de entregar algo de lo que tenemos, menos podremos esperar que eso suceda fuera de la misa.

Es muy bueno leer detenidamente algu­nos textos bíblicos donde Pablo presenta mu­chos argumentos y motivaciones para lograr que los cristianos sean generosos en las colec­tas (2 Cor 8, 1-24; 9, 1-15).

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El dinero que se entrega en la colecta ex­presa el gesto de compartir, con el deseo de parecerse un poco a la primera comunidad cristiana, donde "no había pobres entre ellos" (Hech 4, 34).

Lavado de las manos

Es un gesto muy antiguo, que ya existía en Oriente en el siglo IV.

No se trata de una mera cuestión prácti­ca, para asegurar la higiene de las manos an­tes de la consagración. Tiene sobre todo un sentido simbólico.

En las normas para la misa se explica que "el sacerdote se lava las manos y con este rito se expresa el deseo de purificación interior" (IGMR 52).

Él no preside la eucaristía porque sea una persona perfecta, sino porque es un ministro consagrado para eso; pero está sometido a la misma debilidad que todos los fieles.

Con este gesto de humildad, él manifies­ta que necesita de purificación como todos, y que nunca pone su confianza en su propia pureza.

Mientras se lava las manos, el sacerdote dice en secreto un versículo del Salmo 50: "Lá-

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vame totalmente de mi culpa, limpia mi pe­cado".

Es importante tener en cuenta que el sa­cerdote lo dice en secreto. Así evita que sea un gesto ampuloso o muy llamativo, porque es muy fácil lavarse los dedos, pero no es tan fácil reconocer un pecado concreto.

Así, con este secreto, evitamos prestar de­masiada atención a la persona del sacerdote, que no tiene por qué captar el interés de la asamblea. Está por comenzar la gran plegaria eucarística y es Jesús el que debe ocupar el cen­tro.

Pero ni siquiera en este momento debe­ríamos estar completamente pasivos. Pode­mos, por ejemplo, orar interiormente por el sacerdote, para que el Señor lo purifique. ¿Por qué no?

De todos modos, tenemos que recordar que la misa tiene valor igualmente, aunque el sacerdote que la preside esté en pecado grave, porque Jesús va más allá de la santidad de su ministro.

Algo semejante a este gesto del sacerdote es lo que hacen los fieles cuando entran al templo y se hacen la señal de la cruz en la frente con agua bendita.

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La plegaria cucarística

Es la gran oración de bendición (también se llama "anáfora"). Es el centro de toda la celebración. Hay distintas plegarias eucarísti-cas, y el sacerdote no siempre usa la misma; por eso podemos encontrar algunas diferen­cias entre una misa y otra. Una de estas plega­rias es del siglo III, hecha por san Hipólito. Otras fueron hechas hace pocos años. Pero todas estas plegarias están formadas por seis partes:

a) El prefacio, que es una acción de gracias y alabanza que comienza con el saludo del sacerdote ("el Señor esté con ustedes") y termina con el "Santo, Santo, Santo".

b) La epíclesis, que es la invocación del Espíri­tu Santo sobre el pan y el vino.

c) El relato de la institución de la eucaristía, don­de se consagran el pan y el vino.

d) La anamnesis (memoria), donde se recuer­da la Pascua de Jesús.

e) Las oraciones de intercesión: por el papa, los obispos, los difuntos.

f) La alabanza final y el gran amén de la asam­blea.

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Casi toda esta plegaria -menos el momen­to de la consagración- se hace de pie, ya que esa es la postura más importante de las cele­braciones litúrgicas. Expresa que la oración que se está haciendo no es sólo del sacerdote, sino de todos. Si el sacerdote la leyera de pie y todos los demás estuvieran sentados, pare­cería que sólo el cura está haciendo la ora­ción y los demás somos espectadores. Esta­mos todos de pie porque es nuestra plegaria, para celebrar al Señor resucitado.

Puede suceder que esta plegaria se me haga un poco larga, o que me distraiga un poco. Pero es importante que intente escu­charla y hacerla mía, tratando de captar el sen­tido de las palabras y de valorar lo que dice. Ya que tengo que estar una hora en el templo, hasta que acabe la misa, lo mejor será que no pierda esa hora inútilmente, sino que trate de introducirme profundamente en la misa para unirme a los demás en la súplica, alabar a Dios, y recibir las bendiciones que el Señor quiere derramar en mi vida.

Dentro de las grandes partes de la plega­ria eucarística hay diversas oraciones, que ve­remos a continuación. El orden entre esas ora­ciones tiene pequeñas variantes entre las dis­tintas plegarias eucarísticas, pero básicamen­te es el que presentamos a continuación.

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El diálogo entre el sacerdote y el pueblo

Al comienzo de esta gran plegaria hay un diálogo entre el sacerdote y los fieles, que re­presenta el diálogo de Jesús con su Iglesia. Empieza con el saludo: "El Señor esté con ustedes". Luego hay dos invitaciones, a levan­tar el corazón y a dar gracias a Dios. Allí es muy importante que las respuestas de los fie­les sean sentidas y sinceras, y no una repeti­ción mecánica, porque ese diálogo tiene la fi­nalidad de que nos preparemos y le demos una especial importancia a la plegaria que co­mienza. Cuando se nos invita a levantar el corazón y respondemos que "lo tenemos le­vantado hacia el Señor", al menos debería­mos intentar que eso sea cierto, tratar de salir de nuestras distracciones, de nuestros recuer­dos y pensamientos, para elevar nuestro co­razón al Señor. Y cuando se nos invita a dar gracias al Señor respondemos que "es justo y necesario"; pero para decir eso tenemos que estar convencidos de que vale la pena dar gra­cias al Señor, de que eso realmente es justo, de que Dios merece que nos detengamos un momento a darle gracias porque todo lo que somos y tenemos es un regalo de su amor.

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Ya que en todas las Misas se repite este diálogo, es bueno que intentemos descubrir su sentido y dejemos de repetirlo como los loros.

El prefacio

Inmediatamente el sacerdote dice una oración que termina con el "Santo". En esta oración, al comienzo se insiste que es justo y necesario alabar y dar gracias a Dios Padre "siempre y en todo lugar". De este modo se nos da a entender que esta acción de gracias de la misa debe continuar en toda nuestra vida. Dios merece que le demos gracias cons­tantemente, y no sólo en el templo. Porque, en realidad, a alguien que no está habituada a darle gracias a Dios permanentemente, le costará ser espontáneo y sincero cuando se da gracias a Dios en la misa.

Luego de estas palabras, hay un párrafo que nos recuerda alguna verdad de nuestra fe o algo que estamos celebrando. Veamos al­gunos ejemplos:

"El cual (Jesús) después de subir al cielo, don­de está sentado a tu derecha, derramó en tus hijos adoptivos el Espíritu Santo prometido" (prefacio del Espíritu Santo).

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166 Para que vivas mejor la misa

"Por medio de tu Hijo muy amado creaste al hombre, y también por él, con inmensa bondad, lo redimiste" (prefacio común III).

"Él es la salvación del mundo, la Vida de los hombres y la Resurrección de los muertos" (prefa­cio de difuntos III).

Esto varía de acuerdo a la misa que se ce­lebra, si es en Cuaresma, o si es en Navidad, o si hay una fiesta especial, etc. Además, este prefacio es algo variable, y el sacerdote puede usar en cada misa uno diferente.

Finalmente hay una introducción al "San­to", que nos invita a adorar a Dios junto con los ángeles del cielo.

El Santo

El himno celestial, que cantan eternamen­te los ángeles y los santos en la felicidad y la luz de la gloria de Dios, es el mismo himno que cantamos juntos en la misa. Nos unimos al mismo canto celestial de los ángeles, que es como "el ruido de una muchedumbre in­mensa y como el ruido de grandes aguas y como el fragor de fuertes truenos" (Apoc 19, 6). Más allá de nuestro estado de ánimo o de la perfección del canto, aunque no haya una guitarra ni un órgano, verdaderamente nos

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unimos al canto del cielo, entramos en otro nivel. Realmente se abre para nosotros el cie­lo, porque se hará presente el mismo Jesús sobre el altar y habrá "ángeles de Dios subien­do y bajando sobre el Hijo del Hombre" (Jn 1,51).

En el altar se une la tierra con el cielo, y nosotros estamos allí. La comunidad es como la esposa que canta, abriendo el corazón al esposo que llega al altar con toda su gloria. Aunque lo que ven nuestros ojos es muy sim­ple y discreto, verdaderamente sucede algo sobrenatural.

Pero más que pensar en los ángeles tene­mos que adorar profundamente a Dios, por­que sólo él es el "Santo, Santo, Santo". Y "el que viene en el nombre del Señor" es Jesús que está por hacerse presente en el altar.

La primera parte del "Santo" está tomada de Is 6, 3. La segunda parte está tomada de Mt 21,9.

Epíclesis

El Espíritu Santo está presente durante toda la misa. Las oraciones de la misa nor­malmente terminan diciendo: "en la unidad del Espíritu Santo, por los siglos de los siglos".

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Pero hay un momento de la misa donde se destaca la acción del Espíritu Santo. Es en la consagración, donde la acción del Espíritu Santo transforma el pan y el vino en el Cuer­po y la Sangre de Jesús. Por eso, antes de la consagración hay una oración donde se invo­ca al Espíritu Santo, para que venga a realizar su obra. Esa oración se llama "epíclesis". Más allá de las explicaciones que se puedan dar de esta acción del Espíritu Santo, la Iglesia siempre creyó, y así lo expresa en la Liturgia, que la consagración es especialmente obra del Espíritu Santo.

Vemos entonces que no son sólo las pa­labras de la consagración las que realizan la transformación del pan en Jesús. Allí se reali­za la transformación porque la Iglesia le ha pedido al Espíritu Santo que la realice. Él da a las palabras de Jesús toda su eficacia.

Nadie más que el Espíritu Santo puede hacer la obra sublime que se va a realizar: transformar los dones terrenos en la presen­cia del mismo Jesús resucitado.

En esta parte de la celebración nos pone­mos de rodillas como gesto de adoración y de humildad.

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Los gestos del relato de la institución

Hay gestos que Jesús realiza a través del sacerdote y que hay que seguir con mucha atención: toma el pan, lo bendice, lo parte, lo entrega invitando a comerlo. Luego toma la copa, la bendice, y la pasa a sus discípulos in­vitando a bebería.

En las palabras de la consagración el sa­cerdote es tomado por Cristo de un modo especial. Si en otras partes de la misa el sacer­dote representa a la comunidad ante Dios, ahora representa muy especialmente a Jesús ante la comunidad, de manera que Jesús mis­mo se ofrece a sus fieles: "Tomad y comed todos de él, porque esto es mi cuerpo".

Este es el centro de la eucaristía. Noso­tros nos integraremos luego con el gesto de acercamos a recibir la comunión que Jesús nos ha ofrecido. Nos acercaremos porque él nos ha invitado: "Tomen y coman".

Aclamación después de la consagración

Apenas termina la consagración, el sacer­dote dice: "Este es el misterio de nuestra fe".

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Todos respondemos: "Anunciamos tu muer­te, proclamamos tu resurrección. Ven Señor Jesús".

Así reconocemos el misterio que se hace presente: la muerte y resurrección del Señor; pero al mismo tiempo nos abrimos al futuro de la esperanza pidiendo a Jesús que venga a traer plenamente su Reino, porque reconoce­mos que este mundo es imperfecto, lleno de miseria, y necesita ser plenamente restaura­do. De hecho, en el relato de la institución de la eucaristía que nos presenta Lucas, Jesús dice que volverá a beber el vino "cuando venga el Reino de Dios" (Lc 22, 18).

La eucaristía no debe perder esa tensión hacia el futuro que se nos ha prometido. Lo que hizo Jesús en la Pascua todavía no ha transformado el universo, pero su presencia en la eucaristía nos trae la fuerza para que construyamos un mundo mejor y preparemos el Reino que debe venir. Solos no podemos cambiar este mundo; por eso le decimos: "¡Ven Señor Jesús!", como clamaban los pri­meros cristianos (Apoc 22, 17-20; 1 Cor 16, 22). Es como si dijéramos: "Ven, que te nece­sitamos, que sin ti este mundo se desarma, que sin ti todo es débil y vacío en esta tierra" Por eso, inevitablemente, esta invocación se

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convierte en un deseo de recibir la comunión, como diciéndole a ese Jesús que está sobre el altar: "¡Ven Señor Jesús!". Luego iremos ca­minando a recibirlo, pero en realidad es él quien viene a nosotros respondiendo a nues­tra súplica. Lo hará en cada misa hasta que regrese glorioso al fin del mundo.

Esta oración también puede decirse con otras palabras semejantes; por ejemplo: "Cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz, anunciamos tu muerte Señor, has­ta que vuelvas". Vemos que también en esas palabras hablamos de la muerte y del retor­no de Jesús al mismo tiempo.

Anamnesis y ofrenda

Después que el pueblo realiza esta acla­mación, el sacerdote también hace una breve oración que se llama "memoria" (anamnesis), que recuerda lo que el Señor ha hecho por nosotros. Como las grandes bendiciones ju­días de la comida, además de la alabanza a Dios y la súplica, en la plegaria eucarística se incluye necesariamente una memoria de las maravillas del Señor.

Aquí se recuerda la muerte y la resurrec­ción de Jesús y se le ofrece al Padre el cuerpo

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y la sangre del Señor. De este modo se recuer­da nuevamente que en la misa se hace pre­sente ese misterio de la Pascua.

Esta insistencia debe invitarnos a tomar consciencia de lo que estamos celebrando, para que no sean palabras vacías y descubra­mos la inmensidad del momento que esta­mos viviendo. Realmente nos estamos unien­do a la muerte y a la resurrección de Jesús, estamos pasando con él de la muerte a la vida. No estamos recordando hechos del pasado, sino que, de una manera que nosotros no podemos entender, Jesús nos hace participar de su muerte y su resurrección. Por eso todos, junto con el sacerdote, ofrecemos al Padre a Jesús que se entrega en la muerte y que resu­cita glorioso. Esa es la mejor ofrenda que po­demos entregar al Padre Dios. Es una ofrenda de valor infinito, porque estamos entregan­do al mismo Hijo de Dios muerto y resucita­do. Por eso la misa es el acto de culto más perfecto, y la adoración más valiosa que po­demos dirigir a Dios.

En realidad, esta oración de ofrenda es mucho más importante que el pan y el vino que se presentan antes de la consagración, porque ahora está Cristo realmente presente sobre el altar, y nosotros ofrecemos al Padre Dios algo más que pan y vivo; le ofrecemos a

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su propio Hijo hecho hombre y resucitado, y nosotros nos ofrecemos con él, íntimamente unidos (ver Rom 6, 13; 12, 1).

Es cierto que en el momento de la consa­gración sólo el sacerdote representa a Cristo; pero después de la consagración no es sólo el sacerdote quien ofrece a Jesús al Padre, sino que todos junto con él realizamos este culto maravilloso. El Papa Pío XII explicaba que los fieles "ofrecen el sacrificio no sólo por las manos del sacerdote, sino también juntamen­te con él, y con esta participación también esta ofrenda hecha por el pueblo cae dentro del culto litúrgico" (MD II, 2, a).

Invocación del Espíritu Santo sobre la asamblea

Si antes de la consagración suele haber una invocación del Espíritu Santo para que convierta el pan y el vino en Jesús, después de la consagración se lo vuelve a invocar, pero para que realice otra obra muy importante: la unidad de los hermanos. Porque la eucaristía es el sacramento de la unidad.

Esta segunda epíclesis se realiza con dis­tintas palabras en las diversas plegarias. Por ejemplo:

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"Te rogamos humildemente que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos partici­pamos del Cuerpo y Sangre de Cristo" (plegaria ii).

"...llenos de su Espíritu lleguemos a ser en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu" (plegaria ni).

".. .que congregados en un solo cuerpo por el Espíritu Santo..." (plegaria IV).

Esta invocación al Espíritu completa la epíclesis que se realizó antes de la consagra­ción, porque "la transformación de los dones se ordena a la transformación de la asam­blea".31

Es muy comprensible que exista esta in­vocación, porque así se destaca que el efecto principal de la eucaristía es la comunión fraterna, y esta oración expresa el deseo de la Iglesia de que realmente la eucaristía pueda producir ese efecto de unidad.

Oraciones de intercesión

Nos unimos a toda la Iglesia, universal y local, pidiendo por el Papa, por el Obispo

31 M. Expósito, Conocer y celebrar la Eucaristía, Barcelona 2001, 304.

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local y sus sacerdotes. Luego nos unimos a todos los hermanos que ya murieron y pedi­mos por los difuntos. Al pedir por los difun­tos rogamos que también nosotros, algún día, podamos alcanzar la vida eterna. Pero hay que descubrir que esta súplica también tiene un sentido comunitario: pedimos "compartir la vida eterna" con María, los apóstoles y todos los santos, porque el cielo también es una fies­ta comunitaria.

Todas estas súplicas deben ser una expre­sión de amor fraterno y de comunión; por eso deberíamos escucharlas tratando de desper­tar sentimientos de afecto hacia el Papa y la Iglesia en toda la tierra, y también hacia la propia diócesis, representada en el Obispo local. Este sentido universal y local al mismo tiempo debe caracterizar a todo cristiano. Porque todo creyente tiene el corazón abier­to al mundo entero, pero sin ser un resentido con su propia tierra.

Alabanza final

Una vez terminadas las oraciones de in­tercesión, el sacerdote toma el Cuerpo y la Sangre de Jesús y los eleva para completar esta ofrenda de Jesús para alabanza del Padre. Esta es la máxima elevación que se realiza en la

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misa. Por lo tanto, no corresponde mirar al piso, sino contemplar lo que estamos ofre­ciendo: el mismo Jesús que se entrega.

En esta elevación, el sacerdote dice: "Por él, con él y en él, a ti, Dios Padre omnipoten­te, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos".

Es importante reconocer que el sacerdote dice "con él", y así expresa que todos nos ofre­cemos al Padre Dios junto con Cristo. Al ofre­cernos con él, le ofrecemos al Padre toda nues­tra vida. Esto nos ayuda a descubrir que la eucaristía es el culmen de la vida cristiana, como si fuera la cima de la montaña donde vamos a llevar toda nuestra existencia para ofrecerla a Dios.

El gran amén

Aquí los fieles dicen un "amén" que es muy importante, porque cierra la plegaria eu-carística. Debería ser como un trueno que re­suena, un acto de fe concentrado. San Jeróni­mo decía que este amén retumbaba como un trueno en los templos.32

Y con este amén el pueblo completa la ofrenda que se está haciendo al Padre Dios. 32 S. Jerónimo, In Gal 1, 2,

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Decíamos atrás que todo el pueblo, junto con el sacerdote, ofrece al Padre a su Hijo presen­te en el altar. Y al ofrecer a Cristo, el pueblo también se ofrece a sí mismo. Decía san Agustín que "en la ofrenda que presenta a Dios, la Iglesia se ofrece a sí misma".33

De hecho, el sacerdote acaba de decir "por Cristo, con él y en él". Esa ofrenda culmina aquí, con este amén rotundo, firme, conscien­te, como diciendo: "Sí Padre Dios, nosotros te ofrecemos a tu Hijo Jesús, y junto con él nos ofrecemos a ti".

El otro amén muy importante será el que cada uno dirá en el momento de la comunión. Pero aunque después yo no comulgue, mi participación en este primer amén justifica mi participación en la misa.

Decía san Agustín: "El amén es la firma de ustedes, el consentimiento y el compro­miso que asumen".34 Con este amén termina la plegaria eucarística.

Preparación para la comunión

En la antigüedad, una vez terminada esta plegaria, la gente iba directamente a comul-

33 S. Agustín, La ciudad de Dios X, 6. 34 S. Agustín, Contra Pelag, 3.

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gar. Ahora hay varios ritos preparatorios que nos ayudan a recibir la comunión mejor dis­puestos. Pero si se hacen mecánicamente, es­tos ritos no sirven demasiado como prepara­ción. Por eso nos detendremos en ellos a con­tinuación, para comprender mejor cuál es su función y vivirlos más profundamente.

Rezar juntos el Padrenuestro, darnos el saludo de la paz, y contemplar el pan que se parte para todos, son tres gestos que ayudan a abrir el corazón a los hermanos, a sentirse comunidad, a recordar que Dios no nos hizo para estar solos y separados. De esta manera la Iglesia nos ayuda a reconocer que no pode­mos recibir la eucaristía con el corazón cerra­do a los hermanos, si queremos que realmente produzca frutos en nuestra vida. Si el gran mandamiento del Señor es el amor fraterno, entonces la mejor manera de prepararse para recibirlo a él, es abrirse a los hermanos.

Cuando la Palabra de Dios dice que si uno no ama al prójimo que ve, no puede amar a Dios, a quien no ve (cf. Juan 4, 20) establece una ley fundamental del camino cristiano. En el hermano está la permanente prolongación de la Encarnación para nosotros: "Lo que hi­cieron a uno de estos hermanos míos más pequeños, me lo hicieron a mí" (Mt 25, 40).

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Recordemos que en Mt 25, 31-46 el único cri­terio que se presenta para saber si uno está o no en el camino de la salvación son las acti­tudes concretas ante el hermano necesitado; es esto lo que decide si somos "benditos" o "malditos" del Padre. En la Biblia resuenan también estas preguntas y respuestas: ¿quién es el que está en la luz?: "el que ama a su her­mano"; ¿quién no tropieza?: "el que ama a su hermano"(l Jn 2, 10); ¿quién ha pasado de la muerte a la vida?: "el que ama a su hermano" (1 Jn 3,14). Es evidente que cuando los auto­res del Nuevo Testamento quieren reducir a una última síntesis, a lo más esencial, lo que Dios nos pide, nos presentan la ley del amor al prójimo: "Quien ama al prójimo ya ha cum­plido la ley... De modo que amar es cumplir la ley entera (Rom 13, 8-10). "Toda la ley al­canza su plenitud en este solo precepto: ama­rás a tu prójimo como a ti mismo" (Gál 5, 14). Podemos considerar todavía otros textos que no siempre son tomados en serio: "Con la misma medida con la que traten a los otros los tratará Dios" (Mt 7, 2). "Sean compasi­vos como el Padre de ustedes es compasivo. No juzguen y no serán juzgados; no conde­nen y no serán condenados; perdonen y se­rán perdonados; den y se les dará; recibirán una medida buena... desbordante. Con la

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misma medida que usen para los demás los medirá Dios" (Le 6, 36-38). "Felices los mise­ricordiosos, porque obtendrán misericordia" (Mt 5, 7).

La misericordia con los hermanos sale triunfante en el juicio divino: "Hablen y ac­túen como corresponde a quienes serán juz­gados por la ley de libertad. Porque tendrá un juicio sin misericordia el que no tuvo mi­sericordia; pero la misericordia triunfa en el juicio" (Sant 2,12-13). "Tengan ardiente cari­dad unos por otros, porque la caridad cubrirá la multitud de los pecados" (1 Pe 4, 8).

El Catecismo recoge esta convicción dicien­do que "toda la ley evangélica está contenida en el mandamiento nuevo de Jesús (Jn 15, 34): amarnos los unos a los otros como él nos ha amado" (CCE 1970b).

Por eso, la mejor preparación para recibir la comunión es intentar abrir el corazón a los hermanos. A eso nos ayuda especialmente re­zar juntos el Padrenuestro (la oración de los hermanos) y darnos el saludo de la paz.

El Padrenuestro

Cuando decimos Padre "nuestro" nos ve­mos obligados a reconocer a los hermanos.

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Somos los hijos del mismo Padre que reza­mos juntos, y el Padre ama ver a sus hijos unidos. Pero además le pedimos que nos per­done así como nosotros perdonamos a los demás, y de esta manera nos sentimos comprometi­dos a buscar el perdón.

Además de este sentido fraterno, el Padre­nuestro tiene un profundo sentido religioso, porque expresamos nuestra fe común llena de amor y de confianza en el mismo Padre Dios. Le pedimos que su Nombre sea santifica­do, es decir, que el mundo se abra a su amor, que lo respeten, que lo alaben, porque ese es nuestro deseo. También le pedimos que venga su Reino, porque queremos que este mundo sea completamente transformado en la segun­da venida de Jesús; pero esperamos que ese Reino se vaya anticipando cada día entre no­sotros. Luego le pedimos que en esta tierra se cumpla su voluntad así como sucede en el cie­lo, donde nadie hace nada que desagrade al Padre. Después le pedimos el pan "de cada día". No le pedimos aquí la abundancia, ni preten­demos muchas cosas; sólo el pan de cada día, necesario para sobrevivir. Después le decimos que esperamos que nos perdone así como no­sotros perdonamos a los demás, para que se despierte el deseo de perdonar a todos. Ade­más le rogamos que nos auxilie para no caer

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en la tentación, porque reconocemos humil­demente que solos no podemos vencerla. Fi­nalmente, le decimos que nos libre del mal, y aquí la Iglesia interpreta que nos referimos a todo tipo de males. Así se expresa en la ora­ción que hace el sacerdote a continuación.

Líbranos Señor

Apenas termina el Padrenuestro, el sacer­dote dice la siguiente oración:

"Líbranos de todos los males Señor, y concé­denos la paz en nuestros días, para que, ayudados por tu misericordia, vivamos siempre libres de pe­cado y protegidos de toda perturbación, mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo".

Esta oración retoma el final del Padre­nuestro: "líbranos del mal".

Hacemos esta súplica porque somos dé­biles, inseguros, temerosos, y muchas veces perdemos la paz por tantas preocupaciones. Una de las cosas que nos quitan la felicidad es el temor a lo que nos pueda suceder a no­sotros o a nuestros seres queridos. Pero en esta oración comunitaria pedimos por todos los presentes. Le rogamos que nos libre a todos los presentes de todo tipo de males.

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La asamblea, confiada en la protección de Dios, responde con una alabanza: "Tuyo es el Reino, tuyo el poder y la gloria por siempre Señor".

El saludo de la paz

Este saludo se repite en cada misa, y eso no es mera rutina, ya que permanentemente tenemos que recordar el llamado a la frater­nidad, especialmente antes de comulgar. Por­que la preparación para la comunión no con­siste sólo en pensamientos o reflexiones ínti­mas, sino también en gestos fraternos. Dice la Palabra de Dios que "quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve""(l Jn 4, 20). Por eso, si el her­mano que está a mi lado me resulta indife­rente, y prefiero que no me moleste, tengo que preguntarme si mi corazón está realmente abierto a Dios. ¿No será que mis oraciones no son más que un modo de contemplarme a mí mismo? ¿No estoy cayendo en un retrai­miento hosco y antisocial? En esta época, don­de las personas cuidan demasiado su privacidad, y no quieren que los demás mo­lesten o perturben su descanso, es posible que tomemos la misa como un "momento de

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paz", y nos moleste tener que salir de nuestra comodidad para saludar a otros.

Ya en el siglo II existía este saludo en la misa, y siempre existió de una o de otra ma­nera. Pero desde el siglo XI en adelante se fue reduciendo a los sacerdotes, que se saluda­ban entre ellos, o sólo se hacía en algunas fies­tas más importantes. Gracias a Dios, la Iglesia ha recuperado este gesto. En la antigüedad se llamaba "el beso de la paz", respondiendo al pedido de san Pablo: "Salúdense los unos a los otros con el beso santo" (Rom 16, 16; 1 Cor 16, 20; 2 Cor 13, 12). También lo pide otro texto: "Salúdense unos a otros con el beso de amor" (1 Pe 5, 14). San Justino, cuando explica la misa en el año 150, dice que este no era un saludo cualquiera, sino un beso: "Nos damos mutuamente el beso de la paz".

Es cierto que puede ser sólo un apretón de manos, pero el beso es mejor signo de cer­canía, de afecto fraterno, y puede expresar esa capacidad de superar las barreras de la indife­rencia para ser un solo cuerpo. Quizás nos cueste dar un beso por timidez, pero también puede ser porque creemos que los demás no son dignos de nuestro afecto y de nuestro ca­riño, porque en el fondo no aceptamos el ideal fraterno que nos propone Jesús. Puede

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ser una forma de individualismo y desprecio de los demás, como diciendo: ¿quiénes son ellos para que yo tenga que sonreírles o dar­les afecto?

En el mundo consumista de hoy es fácil que sólo nos guste besar a las personas bellas y atractivas, y es común el desprecio a los vie­jos y a los feos. Pero todos somos hermanos y nadie es indigno de mi saludo; todo ser hu­mano tiene una inmensa nobleza que yo pue­do reconocer con un beso. Valdría la pena, al­gunas veces, recordar el beso que dio san Fran­cisco de Asís al leproso.

Este saludo tiene mucho sentido allí don­de se hace, después del Padrenuestro, ya que después de dirigirnos al Padre común nos re­conocemos hermanos.

¿Por qué se le llama saludo "de la paz"? Esta paz implica perdón y reconciliación.

Pero también nos recuerda aquellas palabras de Jesús: "Mi paz les dejo, mi paz les doy" (Jn 14, 27). De hecho, antes de darnos el saludo de la paz, el sacerdote dice una oración que une esas palabras de Jesús con este saludo de paz y de unidad:

"Señor Jesucristo, que dijiste a tus apóstoles: la paz les dejo, mi paz les doy, no tengas en cuen­ta nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia, y

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conforme a tu palabra, concédele la paz y la uni­dad".

Esa paz no es entonces un estado interior de calma, sino la paz entre nosotros, la co­munión fraterna. Pero es una paz que no po­demos lograr sin Jesús. Ese Jesús que está so­bre el altar es la fuente de la paz. Por eso él dijo: "Mi paz les dejo, mi paz les doy".

Si antes de comulgar descubrimos la ne­cesidad de reconciliarnos con alguien, para poder comulgar deberíamos tener al menos algún propósito de reconciliación. Así inten­taremos ser fieles al pedido de Jesús en el evan­gelio, de reconciliarnos antes de acercarnos al altar (Mt 5, 23-24). También escucharemos la advertencia de san Pablo de no recibir in­dignamente el cuerpo del Señor por no for­mar un solo cuerpo con los demás (ver 1 Cor 11, 18.27-29). No podemos comulgar con el Señor si al menos no deseamos comulgar con todos los hermanos.

Pues bien, en el saludo de la paz yo ex­preso ese deseo sincero de buscar la reconci­liación. Esa persona que está a mi lado repre­senta a todos los hermanos con los que tengo que reconciliarme, y al darle el beso de la paz es como si se lo diera a esos hermanos.

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Sin embargo, esa persona que está a mi lado no es sólo eso, no es una excusa para que yo arregle mis asuntos. Esa persona que está a mi lado es muy importante, y merece que yo le desee lo mejor. Es más, si yo no soy capaz de salir de mí mismo para prestarle atención a esa persona concreta, tampoco po­dré cumplir mis buenos propósitos de frater­nidad.

Por eso es importante recordar que el sa­ludo de la paz, en la época de Jesús, era como una bendición, era desearle al otro todo lo que necesita. La palabra paz (shalóm) incluía todo lo que a una persona le hace falta para pasarla bien. Por eso, este saludo era como decirle: "Que todo te vaya muy bien". Eso tam­bién debo pensar y sentir yo cuando le digo al hermano: "La paz esté contigo".

Partir el pan

Sabemos que los primeros cristianos le llamaban "fracción del pan" o "partición del pan" a la eucaristía. Los creyentes se reunían para "partir el pan" (Hech 2, 42. 46; 20, 7.11). El sacerdote parte la hostia grande antes de comulgar, y así repite el gesto de Jesús que partió el pan para repartirlo a sus discípulos.

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Este signo también tiene un profundo sentido fraterno. Nos recuerda el sentido co­munitario de la eucaristía: todos compartimos el mismo pan. Así lo explican de hecho las nor­mas para la misa: "Por la fracción de un solo pan se manifiesta la unidad de los fieles" (IGMR 48), porque se parte el pan y todos comeremos de ese mismo pan (ver 1 Cor 10, 17). Es "el signo de unidad de todos en un solo pan y de la caridad, por el hecho de que un solo pan se distribuye entre hermanos" IGMR 283).

La misa está impregnada por este sentido de unidad fraterna. Sin embargo, es muy co­mún que cada uno vaya a "hacer su misa", olvidándose de los hermanos. Por eso siem­pre se dio mucha importancia a este peque­ño rito, y al verlo, deberíamos recordar una vez más el sentido comunitario del banquete que estamos celebrando.

El trozo de pan que se coloca en el cáliz

Este gesto de colocar un trocito de pan en el cáliz simboliza nuestra unión con las de­más comunidades que hacen lo mismo. Es como si en el cáliz nos uniéramos todos. Nos recuerda que con esta celebración nos unimos

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a todos los hermanos de la tierra que cele­bran la misma misa. Por eso, este gesto está unido a la fracción del pan, recibiendo de ella ese significado de comunión: no nos unimos sólo entre nosotros, que estamos aquí presentes, sino también con las demás comunidades de toda la Iglesia.

Este gesto tiene también otro significado: Nos recuerda que Jesús es uno sólo. Por un lado vemos su cuerpo y por otro su sangre; y eso nos recuerda su sacrificio, su sangre de­rramada por nosotros. Pero al unir un peda­zo de la hostia con la sangre del cáliz recorda­mos que Jesús está entero y vivo.

Cordero de Dios

Mientras se parte la hostia, todos mira­mos hacia el altar y le decimos a Jesús: "Cor­dero de Dios, que quitas el pecado del mun­do, ten piedad de nosotros..."

Así lo había presentado Juan el Bautista a Jesús: "Este es el Cordero de Dios" (Jn 1, 29. 36). Y así lo contempla el Apocalipsis (Apoc 5,6.8.12).

Esta oración también nos recuerda el sen­tido de sacrificio de la misa, para que descu­bramos que vamos a comer al mismo que se

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entregó por nosotros en la cruz: "Me amó y se entregó por mí" (Gal 2, ¿0). Pero esto debe ser una fiesta, porque nosotros somos "los invitados al banquete de las bodas del Cor­dero" (Apoc 19, 9).

Exposición de la hostia y oración humilde

Después de un instante para orar en si­lencio, Jesús es elevado, es mostrado a los fie­les. Si al final de la plegaria eucarística fue ele­vado para ofrecerlo al Padre, ahora es elevado para ofrecerlo a los fieles, de manera que pon­gan los ojos sólo en él. Ese es realmente Je­sús, no un pedazo de pan.

El sacerdote dice al final: "dichosos los invitados a la cena del Señor". Verdaderamente deberíamos sentirnos dichosos porque vamos a recibir la fuente misma de la felicidad.

Al decir "la cena del Señor" nos lleva a desear la vida eterna, el banquete del cielo, pero al mismo tiempo nos invita a recordar que el cielo se anticipa en la misa que esta­mos celebrando y en la comunión que vamos a recibir. Esta invitación debería despertar el gozo, la dicha, la alegría interior por lo que vamos a recibir.

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Cuando el sacerdote presenta a Jesús, al contemplarlo se despierta todavía más el de­seo de recibirlo.

Los fíeles, contemplándolo, reconocen que ellos no han comprado el derecho de re­cibirlo, que es un regalo demasiado grande como para sentirse dignos. Por eso todos, des­de el Papa hasta el más simple cristiano, di­cen: "Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa". Si nos creyéramos dignos es porque todavía no somos capaces de reconocer el va­lor infinito de lo que vamos a recibir.

Advirtamos que esta oración se hace en singular: "yo no soy digno", mientras en el res­to de la misa siempre oramos en plural: "no­sotros". Esto nos invita a descubrir que el momento de la comunión, que completa el banquete, es profundamente personal. La misa es esencialmente comunitaria, pero eso no significa que no debamos tener un encuen­tro personalísimo con el Señor en la comu­nión.

Comunión

Finalmente llega el momento de la comu­nión, donde se completa el banquete euca-rístico.

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Jesús va a entrar en mí y así yo voy a en­trar en él. El verdadero santuario donde yo quiero entrar, más que el templo, es Jesús mismo (Jn 2, 21), es su corazón amante real­mente presente en la eucaristía. Voy a recibir a alguien que me ama, y frente a mí está ese horno ardiente rebosante de amor infinito, que me atrae y me invita a más, me invita a entrar, a quemarme dulcemente en su fuego que da vida.

Por eso, la adoración a Jesús en la euca­ristía no puede ser un fin en sí misma. Si esa adoración es auténtica debe llevarme al de­seo irresistible de la comunión, al anhelo de la unión plena que sólo puede producirse en la comunión, para asociarme a Cristo con todo lo que soy y pasar con él de la muerte a la vida.

De hecho la Iglesia enseña esto con una tremenda claridad cuando explica que Jesús instituyó la eucaristía "para que se tomara como alimento espiritual".35 Y con esa misma claridad enseña que "la celebración de la eu­caristía en el sacrificio de la misa es sin duda el origen y el fin del culto que se le rinde fuera de la misa" (EM 3e). Por eso pide "que los fieles, cuando veneren a Cristo presente en el 35 Concilio de Trento, Sesión 13, cap. 2.

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sacramento, recuerden que esa presencia de­riva del sacrificio y tiende hacia la comunión" (EM50).

Decía Santa Teresita que "Jesús baja to­dos los días del cielo, no para permanecer en un copón de oro, sino para encontrar otro cie­lo que él ama infinitamente más: el cielo de nuestra alma, hecha a imagen suya, templo de la adorable Trinidad".36

En la misa todos participamos del sacrifi­cio que se celebra. Todos, no sólo el sacerdo­te. Por eso todos los que estamos bien dis­puestos nos acercamos a comer la víctima viva y santa que se ofrece.

Cuando hacemos la comunión en la misa, nos unimos íntimamente con Jesús, en la unión más profunda y más hermosa que pue­de existir. Jesús nos amó hasta el fin no sólo cuando se entregó en la cruz. Nos amó hasta el fin cuando llegó a ese extremo de hacerse comer por nosotros. Una locura que sólo a él se le podría ocurrir.

En la eucaristía nos unimos con Jesús en­tero, con su fuerza, con su cariño, con su be­lleza divina, con su corazón humano y con su gloria infinita.

S. Teresa del Niño Jesús, Manuscrito A, V, 9.

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194 Para que vivas mejor la misa

A medida que lo recibimos en la eucaris­tía con el corazón abierto, nos vamos trans­formando en Jesús y nuestra unión se va ha­ciendo más intensa y más profunda. Así, lle­gará un momento en que no me sentiré más solo, porque viviré siempre en esa íntima uni­dad con Jesús. Podré sentir que Jesús camina conmigo, respira conmigo, vive conmigo. Cada misa es la alianza con Jesús que se re­nueva.

Ojalá cuando digamos nuestro "Amén" en la próxima comunión podamos vivir esto: Amén significa "así sea". Al decirlo, estamos expresando algo de esto:

"Sí Jesús, estás aquí, te creo, y quiero unir­me un poco más a tu persona. Acepto que me trasformes en ti, para que mi vida sea tuya, para que tu vida sea mía, para que estemos más uni­dos y nada nos separe. Amén, Señor".

Advirtamos que este amén antes de la comunión es sumamente personal; por eso lo dice cada uno, y no todos juntos, como las demás veces que se dice en la misa. En reali­dad, las veces que lo decimos todos juntos también es muy personal, porque la oración comunitaria no deja de ser algo personal. Pero también es necesario que cada uno diga su "amén" por separado, cuando recibe la comu-

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nión, para recordar que Dios nos llama a cada uno por nuestro nombre, conoce íntimamen­te a cada uno, y se dirige directamente a cada uno. De ese modo, sin dejar de ser nosotros mismos, nos unimos para formar comunidad.

Es importante recibir a Jesús de otro que nos da la comunión, sea en la boca o en la mano, porque así queda claro que la eucaris­tía no es nuestra, no es algo que nosotros fa­bricamos, sino que es un don que se nos en­trega gratuitamente. Eso no debe hacernos sentir menos; al contrario, debe hacernos sen­tir amados, tenidos en cuenta, valorados. El mismo Dios viene a nosotros y se deja comer. Pero el amor infinito de Dios no se compra, no se merece, sino que se recibe como un re­galo gratuito, con humildad, alegría y grati­tud.

Recordemos siempre que esta es una co­mida comunitaria, es comer con los otros. Y además en la misa comemos exactamente lo mismo: a Jesús que nos une. Por eso es im­portante tratar de percibir que no sólo somos tomados por Jesús en la comunión, sino que somos unidos más profundamente a los de­más. Si no existe ese gusto interior de unirse a los otros, difícilmente existirá el deseo de unir­se a ellos fuera de la misa.

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196 Para que vivas mejor la misa

Por eso, deberíamos sentirnos felices de caminar junto con los demás a recibir la co­munión. Hay personas que desearían que la misa fuera sólo para ellos, y no tener que ha­cer esta cola para comulgar. Olvidan que esa "cola" es una marcha comunitaria en un ban­quete de hermanos.

La comunión espiritual

Los bautizados que por distintas razones no puedan acercarse a recibir la comunión, participan también del sacrificio y del ban­quete. Por eso es importante que en el mo­mento de la comunión se unan espiritualmen-te a los hermanos que comulgan. ¿Cómo?. Haciendo un acto de amor a Jesús y recibién­dolo interiormente. Es lo que se llama "co­munión espiritual" Allí, frente a él, deseán­dolo, aunque no podamos comerlo, él ya co­mienza a manifestar su poder redentor:

"Este sacramento tiene poder para conferir la gracia... Y es tal la eficacia de su poder, que sólo deseándolo ya recibimos la gracia que nos vivifica espiritualmente".37

Por eso, los que no reciben la comunión, con su deseo sincero pueden recibir los mis-

37 S. Tomás de Aquino, ST, III, 79, 1, ad 1.

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mos efectos que los hermanos que comulgan. Decía Santa Teresa de Ávila que esta comu­nión espiritual "es de grandísimo provecho".38

Después de la comunión

Después de comulgar debería haber un profundo silencio sagrado, para que cada uno pueda dar gracias a Jesús, reconocer su pre­sencia, descubrir su amor tan cercano, pedir­le fuerzas para vivir mejor. Este es un momen­to personalísimo en medio de tantos signos comunitarios que tiene la misa. No significa olvidar a los demás o escapar de ellos. Esta­mos cómodos juntos, compartiendo ese silen­cio sagrado; pero dejando que el Señor se en­cuentre muy personalmente con cada uno. Porque lo comunitario no destruye esa iden­tidad personal única de cada uno, esa intimi­dad que el Señor ha creado y donde sólo él puede llegar.

Tratemos de gustarlo en el silencio. Es demasiado grande lo que recibimos como para dejar que pase desapercibido.

Es bueno estar en su presencia, es dulce, es precioso descansar con él, y dejar que se

S. Teresa de Ávila, Camino de Perfección, 35, 1.

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198 Para que vivas mejor la misa

aplaquen nuestros nerviosismos, dejar que él pase su mano resucitada y llena de luz y nos devuelva la calma, y serene nuestros miedos, y nos llene de vida.

Es la mejor ocasión para tener con Jesús un trato de amigos y para reclinar la cabeza sobre su pecho. Si no estamos muy despier­tos ni muy fervorosos, recordemos lo que de­cía Santa Teresita sobre este momento:

"En vez de alegrarme de mi sequedad debería atribuirla a mi falta de fervor y de fidelidad, de­bería causarme pena el dormirme desde hace siete años durante la oración y la acción de gracias. Y sin embargo, nada de eso me da pena. Pienso que los niños pequeños agradan lo mismo a sus padres dormidos que despiertos. Y pienso que los médi­cos, para hacer sus operaciones, duermen a los en­fermos".39

No hay que distraerse con la purificación de los vasos sagrados, que no tiene ningún significado especial, ni con los movimientos de los que están junto al altar. Es mejor cerrar los ojos.

Suele haber un canto; pero en este mo­mento tan personal puedo cantarlo si lo co­nozco y si realmente me sirve para este en­cuentro con el Señor. El canto en la misa tie-39 S. Teresa del Niño Jesús, Manuscrito A, VIII, 1-2.

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ne una gran fuerza comunitaria, pero en este momento cada uno tiene derecho a un breve diálogo personal con el Señor.

Algunos acostumbran decir en este mo­mento la famosa oración de san Ignacio de Loyola:

"Alma de Cristo, santifícame. Cuerpo de Cris­to, sálvame. Sangre de Cristo, embriágame. Agua del costado de Cristo, lávame. Pasión de Cristo, confórtame. ¡Oh buen Jesús, óyeme! Dentro de tus llagas escóndeme. No permitas que me separe de ti. Del maligno enemigo defiéndeme. En la hora de mi muerte llámame, y mándame ir a ti para que con tus santos te alabe, por los siglos de los siglos. Amén".

Después del momento de silencio, el sa­cerdote dice "oremos". Allí todos nos pone­mos de pie y oramos en silencio; y el sacerdo­te concluye con una oración donde general­mente se le pide a Dios que eso que acaba­mos de celebrar nos haga crecer y produzca muchos frutos en nuestra vida. Por ejemplo:

"Señor, colmados con tan grandes dones, te pedimos que obtengamos de ellos frutos de salva­ción" (domingo XVI).

"Señor, después de recibir los dones del santo sacramento, te pedimos humildemente que acre­ciente nuestra caridad" (domingo XXXIII).

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200 Para que vivas mejor la misa

"Señor, la comunión que hemos recibido acre­ciente nuestra fortaleza, para que podamos salir con nuestras buenas obras al encuentro de nuestro Salvador" (22/12).

"Señor, que este sagrado alimento nos ayude a vivir más santamente y nos alcance el amparo de tu misericordia" (Martes II de Cuaresma).

Así, esta oración nos orienta ya a salir a la calle para llevar a Jesús a los demás y dar fru­tos de conversión.

Todos los fieles responden "amén", y así cierran la Liturgia de la eucaristía.

4. CONCLUSIÓN

La bendición final

Al final de la misa el sacerdote bendice a los fieles. Algunos se preguntan: ¿Otra bendi­ción más? ¿No es suficiente bendición lo que hemos recibido en la misa?

Pero esta bendición tiene sentido porque al final de la misa hay un envío. Somos envia­dos a llevar a Jesús a los demás, a transformar el mundo, a dar testimonio en la sociedad. A eso se dirige la bendición.

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Antes de la bendición, el sacerdote tam­bién expresa a los fieles el deseo de que el Señor esté con ellos ("El Señor esté con uste­des"). Es igual al saludo del comienzo de la misa, pero aquí tiene otro sentido: es desear­les que Jesús esté con ellos fuera de la misa, en la vida cotidiana, en su hogar, en su trabajo, en su compromiso social.

Si hemos participado de la eucaristía, nuestra vida afuera no puede seguir igual. La eucaristía nos exige encontrar a Jesús en cada cosa y hacerlo presente en todo lo que haga­mos. Nos exige otra manera de vivir, con en­trega, alegría, generosidad y gratitud.

Estamos llamados a prolongar ese sacri­ficio de Jesús en la vida cotidiana y en el mun­do donde nos movemos. Los que comulga­mos tenemos que llevar los efectos de la co­munión a todas partes. Jesús necesita tus ma­nos, tus gestos, tus palabras, tu creatividad, tu trabajo; te necesita para construir un mundo mejor.

En ese sentido, yo "completo en mi carne lo que falta a la pasión de Cristo en bien de su cuerpo, que es la Iglesia" (Col 1, 24). Es cierto que el sacrificio de Cristo es completo y no hay nada que agregarle, pero sus efectos deben llegar a todas partes, y cada uno de

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nosotros es un instrumento de Jesús eucaris­tía para que eso suceda.

El diálogo final

Para terminar la misa, el sacerdote invita a los fieles a irse en paz. ¿De qué paz se trata? No es la serenidad psicológica de los que no tienen problemas y compromisos, ni la cal­ma de los que están adormecidos. Es otra cosa. Por eso Jesús dijo que él nos da la paz, pero no como la da el mundo (Jn 14, 27). Esta es la paz que brota de la seguridad de ser ama­dos por él, de tenerlo a él con nosotros, y por eso es una paz que puede vivirse en medio del trabajo, de la lucha, del compromiso co­tidiano.

Esta despedida que nos invita a irnos, es un envío misionero, como cuando Jesús dice: "Vayan, y hagan discípulos a todos los hom­bres" (Mt 28, 19).

Cuando el sacerdote los invita a irse en paz, los fieles responden: "Demos gracias a Dios". Pero no significa dar gracias a Dios porque terminó la misa, como diciendo "por fin terminó".

Es dar gracias porque Dios nos ha llena­do de sus dones y podemos continuar nues-

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tra vida mejor preparados, más protegidos, más pacificados, profundamente alimentados y fortalecidos.

Además, damos gracias a Dios para expre­sar que la misa no es algo que hemos fabrica­do nosotros, ni una obra del sacerdote, sino un regalo de Dios en su infinito amor.

Para expresar mejor este reconocimiento a Dios, podría ayudarnos levantar los ojos al cielo o alzar una mano mientras decimos es­tas palabras.

Toda la misa es una acción de gracias; por eso es bueno concluirla dando gracias.

El beso al altar

Antes de retirarse, el sacerdote da un beso al altar. Este es también su modo de dar gra­cias a Dios por lo que hemos celebrado. Por eso, este beso no es como el beso del comien­zo de la misa. Ahora es un beso de gratitud a Jesús, que nos ha permitido compartir el ban­quete sagrado.

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204 Para que vivas mejor la misa

Siglas

CCE Catecismo de la Iglesia Católica

CIC Código de Derecho Canónico

DD Dies Domini

DV Dei Verbum

EdE Ecclesia de Eucharistia

EM Eucharisticum Mysterium IGMR Institución General del Misal Romano LG Lumen Gentium MD Mediator Dei MND Mane Nobiscum Domine SC Sacrosanctum Concilium

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Víctor Manuel Fernández 205

Índice

Presentación 5

Primera parte: Darle sentido a la Eucaristía 7

1. La Eucaristía como Presencia de Jesús 7 Presencia real 8 Presencia sustancial 10 Presencia sacramental 12 Para ser comido 14 Para estar con nosotros y ser adorado 18

2. La misa como banquete 21 3. La misa como Memorial del sacrificio

de Jesús 24 4. La misa como Memorial de la Pascua 28 5. La misa como Celebración de la nueva

Alianza 32 6. La misa como anticipo del Banquete

de la Pascua eterna 35 7. La misa como sacramento de la comunión

fraterna 37 8. Los distintos nombres 41 9. Alabanza a la Trinidad 44 10. Toda la riqueza de la misa 45 11. El origen de la misa 47 12. Las dos mesas de la misa 52 13. Los efectos de la Eucaristía 54

Segunda parte: Vivir los signos 57

1. El templo y sus imágenes 61

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206 Para que vivas mejor la misa

2. El altar 65 3. La asamblea 66 4. Las flores 69 5. Las velas 70 6. El sacerdote 72 7. Los vestidos 74 8. Los colores 76 9. El incienso 79 10. La campanilla 81 11. El pan 81 12. El vino 86

Tercera parte: Acciones, gestos y actitudes 91

1. Ubicarse. Estar ahí 93 2. Estar con los demás 98 3. Estarce pie 101 4. Mirar 104 5. Reconocer al que me mira 106 6. Levantar las manos 107 7. Hablar 108 8. Cantar 109 9. Sentarse 111 10. Callar. Hacer silencio 112 11. Escuchar 114 12. Arrodillarse 115 13. Caminar 115 14. Tocar 117 15. Comer 118

Cuarta parte: Vivir los momentos de la misa 123

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Víctor Manuel Fernández 207

1. RITOS INICIALES 123 El canto de entrada 124 El beso del sacerdote al altar 125 La señal de la Cruz 126 El saludo del sacerdote al pueblo 127 El acto penitencial 129 La oración de la asamblea (oración colecta) 132 El Gloria 135

2. LITURGIA DE LA PALABRA 137 Las lecturas 138 Celebrar la Palabra 140 El pan de la Palabra que nos prepara para el pan de la Eucaristía 141 El Salmo 144 El Aleluya 145 La proclamación del Evangelio 145 El beso al Evangelio 146 La homilía 146 El Credo 148 Las preces 149

3. LITURGIA DE LA EUCARISTÍA 153 La presentación de las ofrendas 153 La gotita de agua en el cáliz 157 La colecta 158 Lavado de las manos 160 La plegaria eucarística 162 El diálogo entre el sacerdote y el pueblo... 164 El prefacio 165 El Santo 166 Epíclesis 167

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208 Para que vivas mejor la misa

Los gestos del relato de la institución 169 Aclamación después de la consagración 169 Anamnesis y ofrenda 171 Invocación del Espíritu Santo sobre la asam­

blea 173 Oraciones de intercesión 174 Alabanza final 175 El gran amén 176 Preparación para la comunión 177 El Padrenuestro 180 Líbranos Señor 182 El saludo de la paz 183 Partir el pan 187 El trozo de pan que se coloca en el cáliz .... 188 Cordero de Dios 189 Exposición de la hostia y oración humilde 190 Comunión 191 La comunión espiritual 196 Después de la comunión 197

4. CONCLUSIÓN 201 La bendición final 201 El diálogo final 202 El beso al altar 204

Siglas 205

Este libro se terminó de imprimir en D'Aversa, Vicente López 318 (1879) Buenos Aires, República Argentina.

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