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Í N D I C E

Prólogo de Fernando Jiménez del Oso. . . . . . . . . . . . . . . 17

Prefacio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 23

Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 27

1. Las puertas del desierto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 41

Jeenas, los espíritus del desierto.

Mauritania. Sahara.

2. Las escaleras de la muerte . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 61

De camino a Kania Kumari.

Namaste. India.

3. El Amazonas y el reino de los dioses . . . . . . . . . . . . 87

Venezuela.

4. La isla del fin del mundo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 113

Ometepe. Nicaragua.

5. El regreso de los guerreros del arco iris . . . . . . . . . 133

México.

6. El señor de los anillos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 157

Nepal.

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7. Los tambores del diablo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 177

El día que pasamos tanto miedo. Haití.

8. El caldero mágico. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 213

Cuba.

9. El país de los inmortales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 233

El regreso de la diosa. Egipto.

10. El valle de las estrellas errantes . . . . . . . . . . . . . . 251

Cerro Uritorco. Argentina.

11. El viejo sabio de la esperanza. . . . . . . . . . . . . . . . 271

Nueva Delhi. India.

Epílogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 289

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Uno se embarca a veces en extrañas aventuras. No soy un jinete

experto, aunque tampoco importaba mucho, mi caballo era

un jamelgo tan escuálido, que Rocinante habría parecido un

semental a su lado. Cuando bajábamos por un terreno escarpado, la

prudencia me inducía a descabalgar y tirar de las riendas, porque, aun

siendo caballo anciano y curtido por la experiencia, sus escasas fuerzas

auguraban que ambos corríamos riesgo de rodar monte abajo. Cuando,

por el contrario, se trataba de subir, era la piedad la que me movía a

apearme para no agobiarle con mi peso. Por el llano íbamos bien, pero

sin prisas, él añorando tiempos mejores y yo disfrutando del paisaje;

lástima que casi todo el camino discurriera por la sierra.

Nuestro destino era el Cerro del Pajarillo, un lugar de Argentina lejos

de cualquier parte. En enero de 1986, un ovni esférico de enorme

tamaño se dejó ver por aquella serranía. Los habitantes de varias

haciendas lo estuvieron contemplando, y en una de ellas desde más

de cerca de lo que hubieran querido, porque sobrevoló la casa a baja

altura durante largo rato, al punto que la familia optó por guarecerse

bajo las camas temiendo que aterrizase quién sabe con qué intenciones.

Todo quedó en un tremendo susto. El ovni no aterrizó, pero en sus

evoluciones algo le hizo a un hermoso sauce que hay a pocos metros

P R Ó LO G O

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de la vivienda, porque a la mañana siguiente apareció blanco en lugar

de verde, como si el extraño artefacto le hubiera sorbido hasta la última

gota de clorofila. La abuela nos lo contó con detalle; habían transcurrido

más de tres años, pero una cosa así no se olvida fácilmente. Luego de

tomar un mate, llegó el nieto y nos confirmó la historia.

Al parecer se trataba del mismo ovni que otros testigos habían visto

desde lejos recorrer los cerros y dejar sobre uno de ellos su impronta.

Es terreno sin árboles, con vegetación de monte bajo por la que el

ganado anda suelto buscándose su sustento, y la “huella”resultaba aún

visible. En realidad no se trataba de un aterrizaje, sino del efecto

producido sobre el suelo por el objeto al estar inmóvil en el aire

durante un tiempo. De haber sido en llano, la marca sería circular, pero

al tratarse de una loma, dibujó una perfecta elipse de ciento quince

metros de larga por cincuenta y seis de ancha; medida ésta última que

se correspondería con el diámetro de la nave. No era extraño que los

testigos se refiriesen a ella como una “gigantesca” esfera.

Investigada en los días siguientes, la huella proporcionó datos sumamente

interesantes. En su interior, el pasto estaba chamuscado, pero de arriba

abajo y sin haber ardido, en tanto que los pequeños animales que

había entre la hierba (saltamontes, sapos y algún pájaro) no aparecieron

quemados, sino deshidratados, como si un calor súbito e intenso

hubiese evaporado todo el líquido de sus tejidos. Durante unas pocas

semanas, la huella color marrón destacó del resto, pero luego las plantas

crecieron en su interior más verdes y vigorosas que antes. Un pasto de

aspecto apetecible que, incomprensiblemente, el ganado rechazaba;

comía alrededor con su parsimonia acostumbrada, pero, por alguna

razón, evitaba entrar en la invitadora elipse. Sin embargo, lo más

extraño sucedió un año después, cuando un incendio “normal” quemó

la vegetación de ese y de los vecinos cerros. Todo ardió según las leyes

de la naturaleza… excepto la hierba del interior de la huella. Como si

una barrera invisible impidiera el paso del fuego, las llamas, al igual que

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el ganado, la eludieron. En los meses siguientes se dio el paradójico

espectáculo de una ovalada isla verde en medio de un cerro calcinado.

Todavía, pese a los años y a no quedar rastro del incendio, la huella

dejada por el ovni era perfectamente perceptible; su color tenía un tono

diferente al del resto del terreno. Mi cabalgadura, quién sabe si por

tener a su edad los sentidos atrofiados o por esa estoica indiferencia del

que sabe ya cercana la hora de su muerte, no tuvo reparo alguno en

meterse dentro y hasta comer de aquél pasto. Puse pie en tierra y dejé

que lo hiciera libremente, quizá la mutación sufrida por la hierba le

aportara nuevas energías para el regreso. Mientras, pensé qué diablos

hacía yo allí.

Supongo que al autor del libro le pasa lo mismo; cuando se viaja para

realizar reportajes, documentales o escribir libros, con el tiempo se

acaban invirtiendo los motivos. Al principio, era el viaje lo prioritario,

el deseo de visitar un lugar desconocido y experimentar las emociones

propias de esa circunstancia. Había un objetivo, claro está, ya fuesen

las ruinas de una cultura desaparecida o una tribu que bailaba su

particular danza del sable en pelotas vivas, pero se disfrutaba cada

minuto, incluso de las incomodidades. Finalizada la aventura, se volvía

a casa cargado de anécdotas y cachivaches absurdos.Al cabo de los años,

con tantos kilómetros a la espalda que ni merece la pena contarlos,

habituado a los medios de locomoción más dispares, desde el Jumbo a

la tartana, y habiendo compartido habitación o tienda con ejemplares

que harían feliz a cualquier entomólogo, las cosas cambian. Triste es

decirlo, pero se pierde esa, antaño, gozosa sensación de ser intruso en

tierra extraña. Uno se integra con tanta facilidad en el exótico ambiente,

que ni siquiera es consciente de que para los aborígenes resulta un

bicho raro y se dirige a ellos con la misma familiaridad con que lo haría

con alguien de su barrio: hablan una jerga incomprensible, visten raras

prendas, huelen diferente…, pero son miembros de la misma especie,

personas que, salvo en lo externo, en nada se diferencian del viajero y

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con las que éste, si no es un imbécil, establece enseguida eso que ahora

llaman “buen rollo”. Y eso está bien, pero le resta emoción a la cosa.

El turista o el viajero novato sufren con impaciencia, a veces con

desesperación, los retrasos en los aeropuertos; el trotamundos avezado

se reviste de fatalismo, acostumbrado a esperar días enteros la salida de

un vuelo que nadie sabe cuándo va a salir, pero que puede salir en

cualquier momento, medita, duerme, come lo que pilla y se entrena

para alcanzar estados alterados de conciencia. Se sabe en manos del

destino y en él confía. Son paréntesis inevitables, tributos que hay que

pagar si se quiere llegar al objetivo, más lejano e inaccesible en cada viaje.

Y es que en estas lides, lo que interesa es el tema, lo demás termina

siendo accesorio. Esa premisa implica una especie de “visión en túnel”:

el objeto del reportaje está donde está, ya sea en un paraíso caribeño

o en un desierto, al lado de casa o en el otro extremo del mundo, en

un país agradable o en una teocracia donde te decapitan por escupir

en el suelo… y nada debe ser obstáculo para llegar allí.

En mi caso –disculpe el lector el protagonismo, pero soy yo el que está

escribiendo este prólogo y lo hago como me parece oportuno–, que

suelo ser el director, guionista y presentador de los documentales, no

cabe siquiera el recurso de echarle la culpa a otro. El resto del equipo

puede maldecirme –de hecho, me maldicen con frecuencia– por

haberles arrastrado hasta un manglar en el que los mosquitos, sin duda

a dieta desde tiempo atrás, nos comen vivos o por sentir en su nariz el

nada grato contacto del cañón de un kalashnikov –circunstancias éstas

que,aunque aquí figuren a modo de ejemplo, se han dado en la realidad,

y a las que no añado otras, tanto o más desagradables, porque no

parezca jactancia–, pero yo tengo otra opción que maldecirme a mí

mismo, cosa que también hago de vez en cuando.

Habida cuenta de lo expuesto, no le extrañará al lector que, mientras

mi famélico corcel intentaba deglutir –ni para tragar tenía fuerzas– el

pasto de la huella del Cerro del Pajarillo, me preguntase “qué diablos

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hacía yo allí”. No era un mal sitio, muy al contrario, Argentina es un

maravilloso país y su gente cordial y acogedora, pero llevaba tres meses

fuera de casa, lejos de mi gente, y la citada huella, los extraterrestres y

la madre que los parió, empezaban a parecerme un pobre motivo para

tal sacrificio.

Aunque no en lo económico, que casi nunca lo es, el viaje fue profe-

sionalmente rentable y cuajó en una serie de trece documentales que

tuvieron buena aceptación; lo demás carece ya de importancia. Si, a

riesgo de parecer quejica, hago referencia a esas humanas fatigas que

acompañan a la tarea de viajar por ahí fuera para que otros conozcan

lo que no está a su alcance conocer, es porque mejor valoren el trabajo

de Miguel Blanco y de otros autores de esta colección. Tampoco es para

echarse a llorar, hacemos lo que nos gusta hacer y muchos nos envidian

por ello; lo que pasa es que no todo el monte es orégano y estoy un poco

harto de que cuando voy a emprender un viaje de este tipo, los amigos

me digan la frase ya habitual:“te llevo las maletas”.A veces me dan ganas

de dejarles que lo hagan, se iban a enterar…

Fernando Jiménez del Oso

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El día que pasamos tanto miedoEra el principio de los tiempos. El Sol y la Luna eran marido y mujer:

dos dioses gigantes, tan buenos y generosos como enormes. El Sol era el dueño de todo el calor y la fuerza del mundo; tanto era su poder que con sólo

extender los brazos la tierra se inundaba de luz y de sus dedos prodigiosos brotaba el calor a raudales. Era el dueño absoluto de la vida y de la muerte.

Ella, la Luna, era blanca y hermosa. Dueña de la sabiduría y el silencio; de la paz y la dulzura. Ante su presencia todo se aquietaba. Andando por la tierra

crearon la llanura: una inmensa extensión que cubrieron de pastos y de flores para hacerla más bella. Y la llanura era una lisa alfombra verde por donde los dioses

paseaban con blandos pasos. Luego crearon las lagunas donde el Sol y la Luna se bañaban después de sus largos paseos.

Pero los dioses se cansaron de estar solos y poblaron de peces las aguas y de otrosanimales la tierra. ¡Qué felices se sentían de verlos saltar y correr por sus dominios!

Satisfechos de su obra decidieron regresar al cielo. Entonces fue cuando pensaron que alguien debía cuidar esos preciosos campos y crearon a sus hijos, los hombres.

Ahora ya podían regresar. Los hombres se pusieron muy tristes cuando supieron que sus amados padres los dejarían. Entonces el Sol les dijo:

–Nada debéis temer; ésta es vuestra tierra. Yo enviaré mi luz hasta vosotros,todos los días. Y también mi calor para que la vida no acabe.

Y dijo la Luna:–Nada debéis temer; yo iluminaré levemente las sombras de la noche

y velaré vuestro descanso.Así pasó el tiempo, los días y las noches. Era el tiempo feliz. Los hombres

se sentían protegidos por sus dioses y les bastaba mirar al cielo para saber que ellosestaban siempre allí para enviarles sus maravillosos dones.

Adoraban al Sol y la Luna y les ofrecían sus cantos y sus danzas.

Capítulo 7

LO S TA M B O R E S

D E L D I A B LO

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HAITÍ

Capital: Puerto Príncipe.Extensión: 27.750km2.

Población: 6.964.549 habitantes.Moneda: Gourde.

Idiomas: Francés (lengua oficial), criollo (lengua oficial).Religión: Católicos 80%, protestantes 16%.

Más de la mitad de la población practica el vudú.

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Me recibieron en la sala de autoridades del aeropuerto y me

invitaron a tomar un té fresco mientras arreglaban los trámites

aduaneros de todo el equipo de cámaras que cargaba conmigo.

Una vez resueltos cogí mi flamante Phatfinger, el todo terreno que me

ayudaría a recorrer los caminos del vudú.A menos de un kilómetro del

aeropuerto caí en un inmenso socavón que había en mitad de la calle.

Las ruedas del todo terreno quedaron perdidas en aquel tremendo hueco

y no conseguí moverlo de allí. Tuve que avisar a una grúa para que

viniera a buscarme.

¡Empezaba bien mi viaje por el país de la magia!

Por la tarde, una vez olvidado el incidente, me reuní con el personal

diplomático de la Embajada española y en casa del canciller me

encontré con mis nuevos guías. Allí me esperaban otro español que

tenía negocios en la isla,el doctor Cook y un haitiano.Todos los presentes

comenzaron a hablar de ritos, sacrificios y magias diversas. Mientras

charlábamos comenzó a escucharse el sonido de los tambores, que

aumentaba su intensidad a medida que avanzaba la noche. El doctor

Cook me dijo que conocía a alguien que podría ayudarme:

–Hay un houngan– me dijo –que a la vez es bokor y hace magia de la

mano derecha y de la mano izquierda. Dicen de él que es uno de los

brujos más poderosos del país, si quieres podríamos intentar hablar

con él.

Tenía que conocerle.

El doctor Cook hizo algunas llamadas y a los pocos minutos me

encontraba hablando con él por teléfono. Su nombre, Guelín Tournier.

Le dije que era amigo de Juan, que le llamábamos de la Embajada

española y eso le hizo sentirse importante. Cook le encargó su próximo

trabajo: tenía que buscar rituales de vudú que pudiéramos ver los

occidentales, rituales auténticos, y además tendrían que dejarme

grabarlos. Continué charlando con Guelín y de repente comenzó a

adivinar cosas sobre mí y, mientras me explicaba qué me deparaba el

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futuro, nos citamos para el día siguiente. Me dio la dirección: calle

Delmas 42, 12 y nos despedimos.

Puerto Príncipe. La antesala del infierno Desde Petionville, el barrio residencial en el que me alojaba, me dirigí

al centro, a la calle Delmas. Me llamó la atención el caos del tráfico.

Miles de coches desvencijados, niños descalzos y harapientos vagaban

por las calles, pobreza, suciedad… Llegué a la dirección que Guelín me

había dado, pero en la calle Delmas 42 no había nadie, ni tampoco en

el 12. Pensé que me había engañado, decidí dar una vuelta para ver si lo

localizaba y me di cuenta del truco. El número 42 se refería a la manzana

de la calle principal; una vez localizada, tenía que entrar por esa calle

y buscar el número 12. Entré por un camino de cabras y localicé el

número, toqué el claxon varias veces y salió un hombre. Le pregunté

si era Guelín, nos dimos la mano y su rostro se iluminó con una gran

sonrisa.Me quedé sorprendido.Esperaba un tipo misterioso,con túnica,

tétrico… Y me encontré con un hombre regordete, guapetón, cachondo

y golfo como pocos.

–¿Así sois los sacerdotes del vudú?– le pregunté.

–No hace falta tener pinta misteriosa ni vestir de forma llamativa,porque

el poder que nos da la religión vudú se lleva en el corazón y en la mente

y se mide por la cantidad de magia que eres capaz de hacer, no por la

imagen.

Guelín era el segundo bokor más importante de la isla, su poder era

conocido incluso fuera de su mundo. Mucha gente llegaba desde Miami

para pedirle ayuda. Y pronto me lo iba a demostrar…

Estuvimos dando vueltas por la ciudad más de cinco horas y siempre

obteníamos la misma respuesta: nadie sabía nada, nadie iba a celebrar

rituales. Tras visitar tres o cuatro templos de vudú y conocer a sus

sacerdotes y a sus mambos, las mujeres entregadas a la religión,

sacerdotisas con poder para hacer y deshacer sobre las vidas de sus

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adeptos, no encontramos ningún preparativo para celebrar rituales. La

situación no se presentaba nada halagüeña. Guelín me sugirió que nos

acercáramos a unas aldeas que rodeaban la ciudad.Conocía dos templos

que podrían estar preparando ceremonias para esos días. Mientras nos

dirigíamos a esos nuevos templos recordaba el consejo que me había

dado el doctor Cook antes de salir de la embajada española:

–Cuando estés por ahí, en el Fort, en los templos del vudú, no se te

ocurra tomar ninguna bebida que no esté embotellada y haya sido

abierta ante tus ojos y sobre todo ten cuidado con los polvos.

Fue una recomendación que entendería más tarde.

El polvo de la muerteEra la primera vez que visitaba un templo de ese tipo: un espacio abierto

de unos 30 metros cuadrados y en el centro un árbol que dominaba el

lugar, el peristil,una especie de tronco que subía hacia el cielo.De hecho,

es el lugar por el que bajan los loas, los santos y diablos a contactar

con los hombres. Quien nos recibía en su templo era madame Santel,

una negra gorda, antipática y con aspecto amenazador. Dado el grado

de Guelín en la religión del vudú no tuvo más remedio que recibirnos

y a regañadientes nos preguntó qué deseábamos.

–Mi amigo busca conocer los secretos de nuestra religión, quiere ver

una ceremonia para sentir la fuerza de nuestro pueblo. ¿Tu haces vudú

estos días? Me han dicho que tienes zombis y muertos contigo. Mi amigo

está muy interesado en verlos.

Guelín se peleaba con la mambo, que aquel día no estaba dispuesta a

ponérnoslo fácil. En medio de gritos y discusiones acaloradas, que a

veces no entendía, no dejaba de mirar a un adepto de la dueña de la

casa. Estaba manipulando una extraña cazuela con un paquete dentro.

Cuando lo hubo desenvuelto se puso un par de guantes de látex y esperó

instrucciones de la sacerdotisa. Mientras eso ocurría, sentí que el

nerviosismo de Guelín crecía por momentos. Los gritos aumentaban

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y todo delataba que las negociaciones no iban por buen camino. Yo

no conseguía entender nada, me parecía que nuestros requerimientos

no eran nada raros. Estábamos en el país del vudú y queríamos asistir

a una ceremonia, sólo eso. Pero no era tan sencillo…

Guelín me dijo que no le quitara ojo al negrito que manipulaba el

paquete. La tensión aumentaba y Guelín me obligó a salir del templo.

Él salió detrás de mí y con un gran griterío a nuestras espaldas subimos

al coche. Arrancamos a toda velocidad y salimos de aquel lugar apartado

de la mano de Dios.

Una vez más tranquilos, Guelín comenzó a explicarme:

–Has estado a punto de probar el poodre.

–¿Qué?– le pregunté –¿Qué dices?

–Has estado a punto de sentir en tu propio cuerpo la fuerza de nuestros

dioses, de nuestra magia. Ese negrito que te miraba como loco, esperaba

la orden de la madame para soltarte el poodre, el polvo mágico que te

convierte en zombi, en muerto viviente… Si te hubiera caído encima, en

menos de dos horas hubieras acabado en una tumba en un cementerio

de Haití. Y luego, en un par de noches, esa bruja y su gente te hubieran

sacado del ataúd para convertirte en un muerto viviente. Tenían ganas

de poseer el alma de un blanco conquistador… De buena te has librado,

guerrero, tienes que tener protecciones muy poderosas para salir de

este lío. Ni siquiera a mí me hacían caso.

No supe qué decir,apenas podía creerlo,aunque la faz de mi acompañante

demostraba preocupación. Pero las sorpresas no acabarían ahí ese día…

Por los caminos del diabloUn poco más tranquilos, y de vuelta ya a la ciudad de Puerto Príncipe,

Guelín continuó contándome algunos de los misterios de su pueblo.

Haití había sido la primera república negra del mundo en independizarse

del yugo opresor blanco. Como venganza a esa sumisión de siglos, ellos

habían pactado con el Diablo. De hecho, Haití es el único país del mundo

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consagrado al Diablo. En una especie de pacto sagrado, hace más de

trescientos años los negros se liberaron y juraron fidelidad al señor de

las sombras. Escuchaba su historia cuando me gritó:

–¡Para, sal del coche y no hagas nada pase lo que pase!

Le hice caso y a pesar de lo cansado que ya estaba, caminé tras él. A

pocos metros de nosotros una fuerte discusión había estallado. Guelín

no quería que me la perdiese y aunque no comprendía su sentido esperé

junto a él. Guelín volvió a mirarme y me instó a estar quieto y a no

mover ni un solo dedo. Al otro lado de la calle, un grupo de personas

zarandeaba a un negro con aspecto aterrorizado. Le gritaban, le

insultaban, incluso le pegaban.

–Mira– me dijo Guelín –es un ton ton macutte, un policía secreto del

anterior presidente, ellos sembraron el terror durante años en el país,

ahora sufren…

La escena era tremendamente violenta.A cada momento aparecían más

y más personas que se acercaban a la pobre víctima para insultarle y

golpearle. De pronto, un joven surgió con un bidón, otros más que

estaban cerca tomaron viejas ruedas que había amontonadas en la acera

y se las echaron encima. Aprisionado en ellas no podía moverse cuando

el joven echó el líquido que guardaba en el bidón. Más tarde, otro se

acercó y le echó unas cerillas. ¡No podía creer lo que veía!

En un instante, el cuerpo de aquel pobre infeliz quedó cubierto por

las llamas y entre sus espasmos y las risas de los presentes acabó por

caer al suelo. En ese momento, la muchedumbre aprovechó para

golpearle: patadas, piedras, palos… Todo servía para la venganza. Guelín

sólo me miró y me animó a subir al coche. Había presenciado otro de

los aspectos del país. La venganza frente al terror que se les había

impuesto. El anterior presidente, Papa Doc, había utilizado a los ton

ton macuttes, su guardia personal, para aterrorizar a todo el país. Incluso

se decía que se comía a sus enemigos y los rituales con sacrificios humanos

eran algo común en ese tiempo. Ahora, cuando el presidente ya había

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muerto, era el momento de la venganza y el pueblo sacrificaba a todos

los ton ton que encontraba a su paso. La forma: quemarles vivos,

cortarles los testículos y hacer que se los comieran. Y dejar que poco a

poco se desangraran entre los palos de la multitud… No me quedaron

palabras, conduje en silencio durante un buen rato hasta que Guelín

de nuevo me increpó:

–¡Para, para, tenemos que comprar algo!

Se bajó del coche y en un kiosco de la carretera compró una botella de

ron, velas y botellitas con perfumes. Al subir al coche me dijo con una

sonrisa irónica:

–Son para el diablo.

–Estoy cansado Guelín, quiero regresar al hotel. Quiero ducharme y

comer un poco– le dije.

–¿Quieres ver un diablo? ¿ Un diablo auténtico? ¿Quieres verlo?

–¿Qué dices Guelín, a qué te refieres? Estoy cansado de buscar diablos,

muertos vivientes, zombis y sacerdotes del vudú. Y de ver las venganzas

de tu pueblo. Lo haremos mañana si quieres, por hoy ya está bien. Ya

está bien de encuentros fatales para mi primer día en Haití.

–No, no– insistió enfadado –tiene que ser hoy. He notado que tienes

poder y estás preparado para verlo.

–¿Pero, qué voy a ver?– le pregunté.

–¡Un diablo!– contestó.

Mientras regresábamos a la ciudad sorteando el trafico, los baches, el

intenso flujo de bicicletas, camiones, animales y seres humanos

cargados hasta los topes, comenzó a explicarme.

–Tengo dos primos que trabajan con un diablo. Un ser que te concede

deseos y al que puedes preguntar cuanto quieras saber y conocer de

tu vida. Incluso, si lo quieres, puede prepararte algo para matar a tu

mujer si no te llevas bien con ella, o a tus enemigos… Es un diablo de

mucho poder, muy grande… ¿No quieres conocerle?

Comenzaba a picarme la curiosidad, pero le dije que no.

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–Otro día Guelín, regresemos al hotel.

–¡Otro día no!– dijo muy serio –Tiene que ser hoy.

Y me lanzó una mirada que me penetró hasta el fondo de mi alma.

No le había sentido hasta ese momento tan serio, así que le dije:

–Bueno, podría ser interesante. Vamos a ver a ese diablo.

La puerta de los infiernosLa casa del primo de Guelín estaba a las afueras de Puerto Príncipe,

en un barrio marginal lleno de suciedad y pobreza, aún más que en el

resto de la ciudad. Con las velas y el ron que habíamos comprado

subimos la herrumbrosa escalera que conducía al primer piso.Al llegar,

la puerta se abrió para mostrar una pequeña sala de espera sucia y

maloliente. Pasamos allí más de veinte minutos y cuando me iba a

dar la vuelta para salir de aquel tétrico lugar, la puerta que nos cerraba

el paso frente a nosotros se abrió por fin. Una pareja de negros salió por

ella. Pude fijarme en la cara de la mujer: estaba desencajada, llena de

terror, parecía realmente que hubiera tenido un encuentro con “el

mismísimo diablo”. Pensé:“¿Y si me enseñan algo realmente extraño?”

Estaba deseando verlo… Así que, ¡adelante! ¡A por ello!

Nos recibió el primo de Guelín, otro negro enorme, de cara tosca y de

manos grandes y rudas. Me saludó con la típica formula secreta del

vudú y le contesté e inmediatamente nos hizo pasar a la siguiente

habitación. La sala de las ceremonias estaba pintada en dos colores, rojo

por abajo, hasta un metro de altura, y azul fuerte hasta el techo. En las

paredes, multitud de pinturas: símbolos, machos cabríos con caras

terroríficas… Estábamos en la casa del diablo, en la puerta de los

infiernos…

La estancia no era muy grande, de unos doce metros cuadrados y, justo

en el medio, había una gran caja. Como una caja de zapatos gigante

tapada por un telón rojo. Mientras ellos hablaban de sus cosas me

dejaron comprobar las paredes, el borde de la caja, incluso levantaron

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la tela que la tapaba y pude ver su interior. Estaba lleno de huesos

humanos, cráneos y tibias sobre todo. Había también cuchillos, tijeras,

cartas del tarot, botellas y varias fuentes de barro teñidas de rojo

intenso. Una vez que pude ver su interior me quedé algo más tranquilo.

Guelín me presentó a sus dos primos, no pude entender todo lo que

Guelín decía de mí pero recalcaba que era un hombre de poder,

iniciado y que poseía mucha sabiduría. Según él, estaba preparado para

ver al “general”.Así llamaban al extraño ser con el que iba a encontrarme.

El primo de Guelín, Thomas, se dirigió a mí y me preguntó si estaba

listo. Me invitó a sentarme. Habían colocado cuatro sillas y me senté

en la que estaba más cerca de la entrada de la caja. Thomas echó un

trago de licor y tomó en sus manos varios objetos: un collar, un gran

cuchillo y una carraca que hizo sonar a la vez que recitaba una extraña

letanía. Así estuvo durante más de 5 minutos, cambiando el tema y

bajando y subiendo la voz, como si fuera una plegaria. De repente la

caja dio un brusco salto en el aire y comenzó a moverse violentamente…

–¡Ya ha llegado!– dijo solemnemente Guelín.

Tremendamente excitado, me preparé para lo que se me venía encima.

Thomas, Guelín y su hermano saludaron.Algo desde dentro de la caja,

que permanecía tapada con el telón rojo, les contestó.Me quedé asombrado.

¿Qué estaba pasando? Mi mente no podía aceptar aquello y buscaba

explicaciones. “Seguro que es un truco, una manguera y alguien que

habla desde la otra habitación, tiene que ser un truco”, pensé.

La voz sonaba distorsionada y me llamó la atención un detalle: era

gangosa, parecía que tenía frenillo y no pronunciaba bien las erres.

Aquel detalle gracioso no dejaba de dar dramatismo al momento. Se

inició la conversación,“el general” y mis compañeros hablaban de sus

cosas. De vez en cuando algo parecía molestar al ser que nos había venido

a visitar desde las sombras y violentamente movía la caja. Thomas le

calmaba clavando su machete en la madera. Ya me habían advertido

que era un diablo muy violento y peligroso. En un momento dado,

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comenzó una intensa y violenta discusión dentro de la caja. Según

decían mis anfitriones, había llegado otro diablo que quería venir al

mundo de los vivos y ambos se disputaban el derecho a estar allí. En

esos instantes la tensión se palpaba en toda la sala y sólo cuando Thomas

gritaba y clavaba su machete se calmaban las cosas. Por fin, la segunda

voz se fue y sólo quedó el “general”. Con su peculiar voz se dignó a

saludar al extranjero. Me preguntó mi nombre en francés pero cuando

le dije quién era y de dónde venía, ante el asombro de todos, comenzó

a hablar en castellano.

–¿Qué deseas de mí?– me preguntó con una voz que salía del mismísimo

infierno.

Casi temblando, le contesté:

–Nada, sólo he venido a verte. A conocerte, quiero saludarte.

–¿No necesitas nada de mí?– añadió con el tono tétrico que le carac-

terizaba.

–Nada, pero me gustaría verte– le dije.

–Es muy peligroso, otros han perdido la vida por querer verle. Es

demasiado peligroso– me respondió Guelín.

De pronto pareció que se olvidaba de mí y siguió su charla en la lengua

creole con mis acompañantes.

–Ha llegado el momento de que le entregues tus presentes– me dijo

Guelín y me acercó la botella de ron.

–Agárrala por la base, métela con cuidado por la cortina y cuando sientas

que la coge suéltala rápido. Es muy violento y te puede arrancar el

brazo si no tienes cuidado.

Pensé que se trataba de una exageración pero aun así tomé mis

precauciones. Apartaron un poco la tela y metí la botella como me

habían indicado. Dentro, en efecto, algo o alguien la asió con fuerza y

me la arrebató de las manos.

–Toma ahora las velas y entrégaselas.

Así lo hice y al repetir la operación me di cuenta de que había algo en

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su interior. El extraño ritual continuó más de media hora. Hasta que

todo se interrumpió cuando “el general” habló en castellano para

preguntarme:

–¿Estás seguro de querer verme?

–Sí– le contesté.

–Está bien, tienes mi permiso.

Aquello extrañó a mis acompañantes, que rápidamente tomaron

precauciones.Thomas formó una barrera de sal gorda para protegernos

de la caja. Cuando todo estuvo dispuesto se prepararon para abrir el

telón. En aquel momento sentí cómo la sangre fluía por mi cuerpo, el

corazón me latía tan fuerte que creí que se me iba a salir. Apreté los

dientes y los nudillos y me dispuse a contemplar la escena.

Con suma prudencia, y como si estuviera liberando a un animal

peligroso, Thomas levantó el telón. La caja se quedó al descubierto y

pude verlo. Allí delante, en medio de los huesos, de la botella y de los

cuchillos, apareció un ser pequeño, de unos ciento veinte centímetros

de estatura, delgado, consumido por la edad, con la ropa desgastada y

llena de jirones. Estaba de pie frente a mí y se balanceaba de un lado a

otro. Me miraba fijamente, y yo a él, sin perder ni un detalle de la escena.

A veces se retiraba al fondo del cajón, otras avanzaba lentamente hacia

mí y, en un instante en el que sentí un escalofrió, me miró fijamente.

Sus ojos eran pequeños, brillantes, inyectados en sangre y de un color

amarillento. Su cara huesuda tenía una expresión de sorpresa y de burla

a la vez. Fueron unos instantes eternos…

Ya no sentía miedo, estaba absorto en la visión, entregado a la ceremonia

y al momento. Aquel ser levantó su mano hacia mí, como tratando de

tocarme. Instintivamente hice lo mismo, levanté mi brazo y le acerqué

mi mano. Guelín me golpeó violentamente.

–¡No puedes tocarle!– susurró con ímpetu.

Bajé la mano y seguí observando. Al tiempo, el pequeño ser dio unos

pasos y se metió al fondo de la caja. Thomas cerró la cortina. No sé el

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tiempo que transcurrió hasta que oí una vez más la voz de aquel

misterioso ser que me anunciaba acontecimientos de mi vida. Me

auguraba traiciones, peligros de muerte, separaciones, enfermedades…

–Vas a tener una extraña y grave enfermedad en los pulmones, si no

eres sabio te llevara a la tumba sin que nadie pueda hacer nada por

evitarlo… Ya estás avisado.

Me lo dijo en un tono amenazante que ponía los pelos de punta. La

ceremonia continuó y se olvidó de mí. Al cabo de un rato volví a sentir

su voz, en un perfecto castellano me dijo:

–Adiós.

En ese mismo instante levantaron la tela que cubría la caja y ya no

estaba, había desaparecido y, con él, el ron y los presentes que le había

entregado. La ceremonia había concluido.

Los tambores del infiernoSalíamos por la puerta de aquella extraña vivienda cuando reaccioné.

Dije a Guelín:

–Quiero grabar todo esto, necesito grabarlo para demostrar que es cierto.

–Es imposible, pero eres un tipo con suerte, habrá que preguntarle a él.

Si él lo permite, podrás hacerlo, pero no le gusta. Hace unos años un

periodista americano que quiso tomarle una foto murió fulminado

antes de que se apagara el flash de su cámara. No le gusta, pero le

preguntaré a Thomas.

No me dieron permiso y eso que llegué a ofrecerles una cantidad que

haría rico a cualquiera en aquel país. De vuelta a mi hotel, Guelín me

explicó.

–Mucha gente viene a ver “al general” para buscar remedio a sus males

y él se lo concede, pero siempre pide algo a cambio. A veces es sangre,

se tienen que cortar las venas y dejar un poco como presente. Otras

veces pide sólo ron o perfumes; a veces quiere algo más, pero no hay

que preocuparse. Si cumples con tu parte del pacto, él cumplirá con la

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suya. No es como los hombres que hacen un trato y hoy te dicen

blanco y mañana, si cambian sus intereses, dicen negro o gris según

más les convenga. Con “el general” no ocurre eso. Si tú cumples tu parte

del pacto no tienes que preocuparte. Es así de sencillo.

Sencillo para él, pensé, un misterio incomprensible para mí. No volví

a hablar hasta llegar al hotel. Tampoco pude contar la experiencia.

Mis compañeros no creerían lo que había visto. Por la noche, mientras

estaba en el jardín, pude oír a lo lejos tambores. Alguien dijo que eran

tambores de vudú que invocaban al diablo. Un diablo con el que yo me

había encontrado cara a cara esa misma tarde.Y la historia no terminaba

ahí. Sólo acababa de comenzar.

El día que pasamos tanto miedo. Puerto Príncipe, HaitíCuando me sugirieron la idea de volver a Haití no supe qué decir. Por

un lado, mi vena aventurera me empujaba a realizar aquel viaje pero,

tras mis anteriores experiencias en aquel país, había algo que me decía

que no era un buen plan. No obstante, antes de poder pensármelo

dos veces me encontraba en un avión con Manolito y un cámara.

Nuestro destino era Puerto Plata, en la República Dominicana, desde

allí tomaríamos la Internacional, que nos llevaría hasta Haití.

Al llegar a Puerto Plata no había nadie esperándonos. Estuvimos allí

cerca de dos horas, no teníamos ningún contacto, ningún sitio donde ir

y decidimos darnos un plazo de diez minutos. Si no venían a buscarnos

nos quedaríamos en Puerto Plata para descansar y nos olvidaríamos

de la aventura haitiana. A punto de cumplirse el plazo, llegó Louis

con un taxi destartalado. Nos contó que habían pinchado a cincuenta

kilómetros del aeropuerto, el resto del grupo se había quedado para

tratar de arreglar la furgoneta que les había traído desde Haití y no

había podido llegar antes. No siempre era fácil conseguir un taxi por

aquellos lugares. Olvidados el incidente y la espera, más tranquilos

ya, cargamos nuestro equipaje y fuimos en busca de los otros. Una hora

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después los encontramos; habían arreglado la rueda y estaban listos

para partir,pero anochecía y nos advirtieron que sería mejor quedarnos

a dormir en un hotel de la zona y salir al día siguiente, no era aconsejable

viajar de noche.Así lo hicimos y por la mañana temprano nos pusimos

en marcha. Al atardecer llegamos al último pueblo de la República

Dominicana, allí tenían que darnos permiso para atravesar la frontera

y recorrer la Internacional.

Decidimos cenar. De paso invitaríamos al comandante de puesto para

“hacerle la pelota” y que nos dejara seguir. Estaba prohibido salir del

pueblo después de las ocho, la carretera se volvía peligrosa, las bandas

de haitianos eran capaces de cualquier cosa con tal de robar a los viajeros.

Mientras cenábamos,el comandante nos dijo que bajo ningún concepto

nos dejaría salir antes de las seis de la mañana. Pero nosotros queríamos

continuar, el tiempo corría en nuestra contra y teníamos que llegar a

Haití cuanto antes. A la segunda botella de ron el comandante se fue

ablandando y ya no se hacía responsable de nuestra seguridad, con la

condición de que estuviéramos en el siguiente puesto de control antes

de las doce de la noche. Eran las nueve, aún nos quedaban tres horas.

–No debe de haber muchos kilómetros, cuando nos da tres horas para

recorrerlos– dije a mis compañeros.

Al siguiente trago el plazo aumentó hasta las ocho de la mañana. Me

extrañó que lo aumentara tanto.

–¿Cuántos kilómetros hay hasta Elías Piña?– le pregunté.

–Ciento sesenta– dijo.

Menos de doscientos kilómetros. En dos horas podríamos recorrerlos.

Estaba decidido: al acabar la cena, nos iríamos.

Nos despedimos del comandante y de los militares del puesto, que se

quedaron con una extraña sonrisa en los labios. Nunca supe si por la

propina que recibieron o por el camino que nos esperaba. Sin respuestas

me puse al volante de la furgoneta y nos marchamos. No tardamos en

descubrir el motivo de las sonrisas de los militares. Aquella carretera

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que llamaban la Internacional no era ni siquiera un camino, ni una

pista, no era nada. No existía. En los primeros kilómetros la parte

asfaltada se convirtió en tierra, pensamos que la estarían arreglando…

Hasta que la tierra desapareció. Sólo había una pequeña vereda que

en mitad de la noche, más que ver, teníamos que intuir. Nos habían

avisado que encontraríamos varios controles militares y en más de dos

horas de viaje no habíamos encontrado ninguno, ¿nos habríamos salido

de la ruta? Afortunadamente, la moral del grupo era alta y no cesaban

de bromear y de recordarme que debía respetar los límites de velocidad.

Así, entre risas y más bromas, fuimos avanzando hasta que la vereda

se cortó: frente a nosotros teníamos una muralla de piedra y a la derecha

el cauce de un río. Frené en seco y nos apeamos. Manolito encontró un

sitio por donde vadear el río y, a pesar de dejar parte de la carrocería en

el agua, lo conseguimos. En la otra orilla continuaba la vereda.

Así, sorteando ríos, agujeros y sin saber si íbamos por el camino

correcto, fuimos avanzando. A las cinco horas de viaje tuvimos la

confirmación: a lo lejos apareció una pequeña construcción. Nos

acercamos y tocamos el claxon. Aparecieron varios militares armados

hasta los dientes. El comandante del puesto de la ciudad nos había

recomendado expresamente y tras identificarnos y entregar su salvo-

conducto nos dejaron pasar sin problemas. Tomamos un trago de ron

en su compañía y continuamos el viaje, nos dijeron que el siguiente

puesto de control estaba a una hora de camino. Mis acompañantes se

habían dejado vencer por el sueño y yo conducía un poco más relajado,

en esa parte el camino era más visible.

De pronto me encontré con ellos. De un grito alerté al resto del grupo.

Frente a nosotros, perfectamente iluminados por los focos del coche,

teníamos cinco hombres armados con machetes y dos mujeres cargadas

con niños.Tras el susto inicial nos dimos cuenta de que no eran ladrones,

estaban más aterrados que nosotros. Pensaron que éramos militares

dominicanos y que les habíamos descubierto. Al ver que pasábamos de

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largo, respiraron aliviados. Eran ilegales haitianos que para buscar un

futuro mejor intentaban cruzar la frontera.

Un par de horas después la vereda se convirtió en camino y llegamos

al siguiente puesto de control. Un sargento medio dormido nos dio sus

bendiciones y nos dijo que estábamos cerca de nuestro primer destino.

A los quince minutos pasamos el último control y por fin nuestras ruedas

pisaron asfalto. Tras casi ocho horas para recorrer ciento setenta

kilómetros, llegamos a Elías Piña. Allí nos acomodamos en el único

hotel de la zona y, a pesar de estar lleno de cucarachas y todo tipo de

visitantes poco agradables, el cansancio pudo con nuestros escrúpulos

y conseguimos descansar. Al levantarnos nos sorprendió el espectáculo:

el pueblo era un auténtico puesto fronterizo. Al otro lado, en Haití,

no había nada, sólo miseria, polvo y vudú. A primera hora de la

mañana vinieron a recogernos al hotel, no podíamos cruzar la frontera

con nuestra furgoneta. Nos metimos en el camión que nos llevaría

hasta nuestro destino: Cachimán.

Cruzar los pocos metros que separaban un país de otro fue una dura

experiencia.Atravesamos un arco con un cartel en el que se leía “Haití”

y más que una frontera nos dio la impresión de haber atravesado la

línea del tiempo y de que nos encontrábamos trescientos años atrás. El

asfalto volvió a desaparecer y nos metimos en un estrecho camino lleno

de agujeros por donde los camiones brincaban al tratar de esquivarlos.

¡Estábamos en Haití!

A medio día nos habíamos acomodado en casa de Manuel, el houngan

que por unos días sería nuestro anfitrión.Viviríamos junto a él la gran

celebración del día de Todos los Muertos. Pero aún faltaban dos días

para la fiesta y nos dedicamos a conocer la región.Mientras lo hacíamos,

Manolito y yo nos preguntábamos cuántos brujos, cuánta magia se

concentraría en la zona. No tardamos en descubrirlo. En nuestros

paseos pudimos ver los cementerios profanados. En algunas prácticas

del vudú los muertos son fundamentales y muchos de los sacerdotes

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o brujos de la religión los poseen. Para eso es necesario ir al cementerio

a pactar con ellos. Una vez hecho, los sacan de la tumba y se los llevan

a casa, al “cuarto de los misterios”, donde comienzan a trabajar para el

brujo a cambio de ciertos favores espirituales. Esa era la razón de que

las tumbas estuvieran saqueadas.

Un poco más tarde alguien de la región nos contaba sus miedos hacia

los brujos. Era tal el pavor que sentían, que enterraban a sus muertos

a la puerta de su casa. Por si esto fuera poco, a algunos de ellos les

enterraban boca abajo. Así, si el brujo les convertía en zombis (muertos

vivientes) y les llamaba fuera de la tumba, nunca podrían salir, acabarían

enterrándose más y más en el fondo de la tierra. Había una última

precaución: seccionarle la cabeza, apartarla del tronco y enterrarla

separada. Así, si el brujo les llamaba, el muerto no podría encontrar el

camino.

Por fin llegó el gran día, el uno de noviembre, el Día de los Muertos.

Nuestro anfitrión había preparado un gran escenario.Entre los invitados,

además de nosotros, se encontraban un gobernador de República

Dominicana, el alcalde haitiano del lugar, el comandante en jefe de las

fuerzas de las Naciones Unidas y un grupo de militares norteamericanos

que asistían, entre aterrados y emocionados, a la ceremonia. Del otro

lado, varios danzantes, los tocadores de los tambores sagrados y las

mambos, las sacerdotisas de la religión, las mujeres que se ofrecían para

ser montadas por los loas, los dioses o demonios que bajaran aquella

noche. Y en un rincón oscuro, como protagonista absoluto, el macho

cabrío, la representación terrena del loa y su alimento esa noche. A un

lado,oculto y apartado,estaban un ataúd y quizá un muerto desenterrado

la noche anterior.

A la hora prevista comenzaron a sonar los tambores y en ese mismo

instante cientos de habitantes de la zona comenzaron a temblar. Según

nos contaron, en esas fechas algunos de los niños de las aldeas perdidas

en la montaña desaparecen. Sus padres no les buscan, ya conocen su

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destino: servirán de sacrificio para la ceremonia. Tras varias horas de

danza los dioses bajaron a la tierra para bailar con los mortales y el

espectáculo se llenó de magia y misterio. Llegó el momento del sacrificio.

Se dispuso al macho cabrío y se aprestó el machete. El oficiante se acercó

a él y de un tajo certero cercenó su cabeza y la mostró como un trofeo

a los loas que ya estaban presentes. Pude ver la cara de los “invitados

especiales”, los americanos y nuestros acompañantes europeos: ¡estaban

aterrados! Por fin el ruido cesó y nos invitaron a abandonar el lugar.

A partir de ese momento los diablos ya estaban en la Tierra junto a

nosotros. El resto de la ceremonia sería secreta y vetada para los ojos

de los occidentales.

Tres días más tarde abandonamos Cachimán. En un camión inmenso

partimos hacia nuestro próximo destino: Puerto Príncipe, la capital de

Haití. En cuanto llegamos tratamos de localizar a Guelín, mi viejo amigo.

Queríamos filmar al diablo que vi en mi anterior viaje. Quedamos con

él a la mañana siguiente. A las nueve de la mañana nos encontrábamos

en la calle Delmas, frente a la casa de Guelín. Llamamos a la puerta y

nos abrió un negro con aspecto de asustado. Nos dijo que Guelín no

estaba. Me pareció muy raro y le dije que era un amigo de España.

Nos hizo esperar en la puerta y entró en la casa. Un momento después

apareció Guelín. Parecía que hubieran pasado cincuenta años por él.

–¡Hijo de tu madre! ¿Cómo estás?– me dijo mientras me daba un

tremendo abrazo.

–Quiero ver de nuevo al diablo– le dije –necesito filmarlo.

Me respondió que en ese momento no podía ser y quedamos para cenar

esa noche. Pasamos a recogerle y nos llevó a un garito de mala muerte

donde sólo servían pestilentes peces de río. A pesar de quedarme sin

comer nada, pude disfrutar de las aventuras que nos contó. En el tiempo

que había pasado desde nuestro último encuentro lo había pasado muy

mal, pero ahora se estaba preparando para la nueva etapa que llegaba.

De repente, nos dejó solos. Más tarde averiguamos dónde había ido.

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Aquel lugar era una especie de “casa de mujeres” y Guelín, después de

cenar, necesitaba descargar sus instintos sexuales.

Una vez de vuelta, abordé el tema directamente:

–¿Cuándo podemos ir a ver al diablo?

Titubeó un poco, sus gestiones del día no habían dado fruto. Su primo,

el último poseedor del diablo, había muerto en un trágico accidente y

ahora no sabía quién nos lo podría mostrar, pero nos prometió tener

más información para el día siguiente.Volvimos a nuestro hotel.Al día

siguiente, a las seis de la tarde, tras recoger de nuevo a Guelín, nos

hablaron de monsieur Balaguer, un brujo de mucho poder que, según

decían, tenía zombis y dos diablos. Nos dieron su dirección y salimos

zumbando.A las siete estábamos en su casa. Mientras íbamos hacia allí

Guelín nos había advertido:

–Nada de miedos, si os dan la mano para saludaros la entregáis

fuertemente, no debéis beber nada de lo que os ofrezcan, salvo si es ron.

En ese caso, tomáis un trago y lo escupís con fuerza al suelo. Y pase lo

que pase no abandonéis el lugar si no os lo digo.

Una vez allí creímos más oportuno acercarnos sólo Guelín y yo. Si

conseguíamos ganarnos su confianza avisaríamos a Manolito y a nuestro

cámara. Nos presentamos y nos invitaron a sentarnos. Unos minutos

después apareció el dueño de la casa, monsieur Balaguer, un negro

claro, alto, delgado y musculoso, con un sombrero de cowboy rojo. Nos

miró duramente y con desdén se acercó a nosotros. Preguntó a Guelín

por qué un blanco como yo estaba interesado en los secretos de su

religión. Le contó que ya conocía el país y que estudiaba los misterios

de su sabiduría. Además los santos ya me habían iniciado en los secretos

de su religión, por lo que se podía confiar en mi. Gracias a su publicidad

consiguió que aceptara hablar conmigo de tú a tú. La conversación se

hizo más fluida y Guelín fue directamente al grano:

–Nos han dicho que tienes diablos que trabajan contigo.

No contestó y Guelín insistió. Monsieur Balaguer se levantó de su asiento

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con gesto ofendido y se acercó a una puerta de zinc que había en la sala.

La golpeó dos veces y entonces habló:

–¡Que si tengo diablos! Mira…

Volvió a golpearla y algo la movió con tal fuerza que parecía que iba

salir disparada. Balaguer se giró hacia nosotros y nos clavó su mirada.

–Tengo diablos muy poderosos que trabajan conmigo.

La casa se iba llenando de negros y la tensión crecía,Guelín me preguntó:

–¿Sientes cómo sube la temperatura?

No sólo lo sentía, me estaba quemando. Balaguer golpeaba la puerta y

el diablo, o lo que quiera que fuese aquello que estaba detrás, parecía

que iba a arrancar los goznes. Me acerqué a Guelín y le dije que parase

aquello. Me temía que de un momento a otro volviera a aparecer el

diablo que había visto en la anterior ocasión. Quería que Manolito y

el cámara fuesen testigos. Pedimos permiso para ir a buscar al resto del

equipo. Balaguer se sabía dueño de la situación, nos había hecho sentir

su poder y ya no le importaba si venían más blancos, así que me dejó

salir a buscar a mis compañeros.Un negro me acompañó hasta el coche.

No me costó encontrarlo. Una nube de negros de todas las edades, cada

cual con una cara más sospechosa, lo rodeaban. Manolito me abrió la

puerta con el machete en la mano.

–¡No lo vais a creer, vamos rápido que nos esperan!– les dije.

El negrito que me acompañaba cuidaría el coche. Por el camino traté

de explicarles lo que había visto y sentido. Alumbrados por dos

linternas llegamos a la casa de monsieur Balaguer. Pedí permiso para

entrar, nos lo concedieron y les presenté a mis compañeros. Guelín

charlaba con Balaguer, que cada vez estaba más crecido, más orgulloso

de su poder y continuaba haciendo demostraciones.

Guelín volvió a preguntarle:

–¿De verdad tienes zombis? ¿Tienes diablos que trabajan para ti?

Por respuesta sólo obtuvo una mueca, pero se acercó de nuevo a la puerta

y volvió a golpearla al tiempo que pronunciaba frases ininteligibles para

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nosotros. Un tremendo golpe movió la puerta. Se nos paró el corazón.

Balaguer se acercó a la otra puerta que había en la habitación y pronunció

un nombre. La respuesta no tardó. Un golpe seco que hizo retumbar

toda la casa salió de detrás. De pronto, un relámpago iluminó la estancia

y un trueno se unió al concierto de sonidos que nos rodeaban. ¡Era el

mejor escenario de terror que jamás he visto! Todo estaba preparado

para hacernos sentir el miedo en nuestro ser,hasta los elementos desatados

se habían conjurado aquella noche en el lugar. A pesar de todo, no

dejamos de prestar atención a todo lo que pudiera ocurrir.

En escena apareció un viejo que colocó varias velas para iluminarnos.

Afuera, la tormenta era cada vez más violenta. Fue Guelín el que

preguntó de nuevo:

–Balaguer, ¿podremos ver esta noche a tu diablo, nos enseñarás a tus

zombis?

–Tengo que preguntar a Bravo, él me dirá qué puedo hacer– respondió.

E inmediatamente se preparó para ser poseído.

Bravo es uno de los diablos del vudú, un espíritu con mucho poder que

de vez en cuando baja a la tierra para hablar con los humanos. Esa

noche sería convocado. Balaguer se transformó ante nuestros ojos. Él,

que ya era un personaje inquietante, se volvió aún mucho más temible.

Un diablo había poseído su cuerpo. Comenzó a beber ron de una manera

desaforada, tanto que en unos minutos se bebió una botella. Mientras,

encendió un cigarro y se lo fumó por la nariz, por las orejas… Un

auténtico espectáculo.

La presencia de Bravo lo había llenado todo. Guelín le dio la bienvenida

y comenzaron a hablar. Bravo le preguntó por nosotros, quería

conocernos y se acercó mientras seguía bebiendo y fumando. Cuando

me tocó el turno, me tendió su mano en un saludo secreto y le respondí.

Se sorprendió, el blanco sabía saludar, era uno de los suyos.

Terminados los saludos llegó el momento de las preguntas. Sin poder

esperar me lancé:

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–¿Es verdad que Balaguer tiene zombis? ¿Es verdad que tiene diablos

que trabajan con él?

Su respuesta fue rotunda:

–Tiene dos zombis que son sus esclavos desde hace tiempo. Posee el

secreto del polvo y es capaz de traer muertos desde el más allá y de llevar

vivos al reino de los muertos vivientes.

El silencio se apoderó de la sala hasta que volví a preguntar:

–¿Crees que podríamos ver a los zombis?

Bravo titubeó, miró a su alrededor y no pudo contener la risa. Reía

como un loco mientras corría de un lado a otro. De pronto cesó la

risa y su rostro cambió. Mirándonos fijamente nos preguntó:

–¿Queréis ver al diablo hoy, esta noche?– pregunto.

–Nos gustaría mucho, venimos de muy lejos para verle– le contesté.

Balaguer, o su cuerpo poseído por Bravo, se acercó a una de las puertas

y golpeó con fuerza. La respuesta no se hizo esperar, un par de golpes

y unos gritos espeluznantes salieron de detrás de ella. Había algo allí,

algo que no podíamos ver pero que sentíamos y que nos producía un

intenso temor. Bravo se volvió y me miró fijamente como para asegurarse

de mi respuesta. No parpadeé, mi seguridad le hizo volver a la puerta

y esta vez una voz, masculina y femenina a la vez, le contestó:

–¡No, hoy no podéis verle!

De pronto se olvidó de nosotros y los negros que habían acudido alertados

por la ceremonia comenzaron a preguntarle sobre sus problemas. Bravo

se transformó. Se hizo comprensivo, tierno, se acercaba a ellos y mientras

les contestaba les acariciaba la cabeza para confortarles. Llegó el

momento de la despedida, Bravo se iba. Cuando se marchó, Balaguer

se sumió en una especie de trance y poco a poco, entre extraños

movimientos, comenzó a volver en sí. En unos minutos se recuperó y

no recordaba nada de lo sucedido. Nos preguntó si habíamos

conseguido permiso para ver al diablo. Fue Guelín quien le contestó:

–No se pudo hacer nada.

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Guelín nos aconsejó que nos fuéramos, allí ya no hacíamos nada.

Caminamos en silencio hacia el coche con la convicción de que aunque

no hubiéramos visto lo que deseábamos habíamos presenciado algo

que pocos blancos conocían. Esa noche, uno de los más importantes

diablos de la religión vudú había estado con nosotros. Quizá en un

próximo viaje nos podríamos mirar cara a cara. Montamos en el coche

y nos perdimos entre los baches de Petionville.Afuera, la ciudad brillaba

ajena a los tambores que invocaban, una vez mas, al señor de Haití…

La niña de las iglesiasCerca de la una de la madrugada, un taxista regresaba a su casa después

de un día de arduo trabajo. En la calle ya no había ni un alma pero al

pasar frente al cementerio general de la ciudad se percató de que una

chica le hacía la parada. Pero no paró, estaba muy cansado y era muy

tarde para hacer otra carrera. Sin embargo reflexionó y, al pensar en su

sobrina de diecisiete años que fue violada y asesinada tres años atrás, se

dijo: “Pobre chica, no la puedo dejar ahí”. Volvió a por ella, tendría unos

diecinueve años. Al contemplar su rostro el taxista sintió un frío intenso

y cierto sobresalto al que no dio importancia, pues la niña tenía un rostro

angelical e inspiraba pureza. Tenía la piel blanca, muy blanca, cabello

sumamente largo, era delgada, facciones finas, con unos ojos grandes, azules

pero infinitamente tristes. Llevaba un vestido blanco, de encaje, y en su

cuello colgaba un bellísimo relicario de oro.

El taxista, acongojado, le preguntó que dónde la dejaba y ella le dijo que

quería que la llevara a visitar siete iglesias de la ciudad, las que él quisiera.

Su voz era suave, muy triste, pero dejaba notar un timbre muy extraño

que le dejó una sensación de miedo y misterio. El taxista la llevó a cada

una de las siete iglesias sin replicar; en ellas pasaba cerca de tres minutos y

salía con una expresión de serenidad, de tranquilidad, pero sin abandonar

de sus ojos esa mirada de infinita tristeza. Al final del paseo, ella le pidió

un favor.

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–Discúlpeme si he abusado mucho de su bondad, mi nombre es Alicia. No

tengo dinero para pagarle ahora, sin embargo le dejaré este relicario. ¿Y

podría hacerme un último encargo? Vaya a la colonia Jazmines número

245, ahí vive mi padre, entréguele mi relicario y pídale que le pague su

servicio. ¡Ah! Y dígale que le quiero y que no se olvide de mí. Déjeme

donde me recogió, por favor.

El taxista se sentía como en un trance y actuaba automáticamente a las

peticiones de la chica. La dejó ahí, frente al cementerio. El hombre se fue

a su casa, se sentía mareado, le dolía intensamente la cabeza y su cuerpo

ardía por la fiebre que empezaba a tener. El mal le duró tres días. Cuando

al fin pudo reaccionar y se sintió mejor recordó su última noche en el taxi,

a la niña angelical de las iglesias y su última petición, que le hizo sentir un

escalofrío intenso, estremecedor de pies a cabeza. Aunque él no comprendía

nada, pensó: “Qué raro fue todo, seguro que se fue de su casa o tiene problemas,

pero ¿por qué en el cementerio? ¿Quién era?”

¡El relicario! Sí, ahí estaba, sobre su mesita de cama, el relicario de Alicia,

que ahora tenía restos de tierra. Se levantó como un resorte, tomó su taxi

y fue a la dirección que le dio la chica, pero no con la intención de cobrar,

sino de descubrir la verdad que había detrás de ese misterio que le

inquietaba. Llamó a la puerta, era una casa grande de estilo colonial,

vieja. Abrió un hombre de edad avanzada, alto, de aspecto extranjero, con

unos ojos… Sí los ojos de Alicia, así de tristes. El taxista le dijo:

–Disculpe señor, vengo de parte de su hija, Alicia. Ella solicitó mis servicios,

me pidió que la llevara a visitar siete iglesias, así lo hice y me dejó su

relicario como prenda para que usted me pagara.

El hombre, al ver la joya, rompió en un llanto incontrolable. Hizo pasar al

taxista y le mostró un retrato, el de Alicia, idéntica a la de hace tres noches.

–¿Es ella mi Alicia?– le preguntó el hombre.

–Sí, ella, con ese mismo vestido.

–No puede ser, hace tres noches se cumplieron los siete años de su muerte,

murió en un accidente automovilístico y este relicario que le dio fue enterrado

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con ella y ese mismo vestido, su favorito… ¡Hija, perdón! Debí hacerte

una misa, debí haberme acordado de ti, debí…

El hombre lloró como un niño, lloró y lloró, el taxista estaba pálido, pasmado

por la impresión. Había estado con una muerta, eso lo explicaba todo.

Al volver de su estupor le dijo al padre de Alicia:

–Señor, yo la vi, yo hablé y estuve con ella. Me dijo que le amaba, que le

amaba mucho y que no se volviera a olvidar de ella, creo que eso le dolió

mucho.

Se dice que el padre de Alicia recompensó al taxista, le regaló toda una

flotilla de taxis para que iniciara un negocio, todo en agradecimiento por

haber ayudado a su niña adorada a visitar las iglesias en su aniversario

fúnebre.

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Ritual de vudú. El ataúd y los veves, pinturas en el suelo de la invocación.

Aspecto de un mercado de Puerto Príncipe, en Haití.

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La cabeza de la muerte. Ritual.

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Sacerdote de la religión en la celebración vudú.

Hombre y mujer que se inician en la religión vudú.

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Hombre y mujer que se inician en la religión vudú.

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El macho cabrío, la ofrenda para el ritual vudú.

Sacerdote de la religión en la celebración vudú.

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Altar vudú.

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Mujer poseída por los diablos.

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El cuarto de los secretos.

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Desde NOWTILUS FRONTERA ofrecemos una colección

temática única: La Puerta del Misterio. Realizada por un grupo

de autores especializados en el periodismo de investigación

de todo aquello que resulta desestabilizador, extraño o misterioso; que

rezuma frescura, aventura y rigurosidad; que posee los ingredientes

necesarios para que el lector sacie su curiosidad por aquellos temas que

permanecen situados en los límites de la realidad, pero que no dejan

de estar presentes en nuestra sociedad, y en la curiosidad de todos.

Ediciones Nowtilus presenta una colección diferente, cuyo objetivo es

informar con veracidad, crear opinión y que los lectores sean los que

saquen sus propias conclusiones.

De la mano del Doctor Jiménez del Oso recorremos los enigmas del

país de los faraones, las caras desconocidas de Jesús, el uso de las plantas

mágicas, el secreto de los templarios en España, los lugares de poder,

las claves ocultas del cristianismo, la certeza del fenómeno ovni y los

expedientes oficiales, las técnicas de captación de las sectas, y cómo

defendernos de ellas. En definitiva, la obra más completa jamás

realizada, escrita por autores de reconocido prestigio y solvencia.

COLECCIÓN LA PUERTA DEL MISTERIO

Dirigida por Fernando Jiménez del Oso

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Sectas, la amenaza en la sombraCómo actúan, quiénes son y cómo defendernos.

El problema de las sectas se ha convertido en losúltimos años en una de las grandes lacras sociales,aún pendiente de solución. Cualquiera de nos-otros, independientemente de la raza, cultura oestrato social, puede caer en las redes de estasagrupaciones que, como demuestra el autor de laobra, no cesan de crecer y expandir su poder. Enun excelente trabajo de campo realizado desdedentro y fuera de ellas, aprenderemos a identifi-carlas, y a defendernos de ellas.

La cara oculta de JesúsDe Egipto al sur de Francia, tras la pista de su vida secreta.

Por Antonio Luis MoyanoISBN: 84-9763-005-X

A través de este libro el,autor investiga y nosmuestra las diferentes “vidas de Jesús”. Primerocon la secta de los esenios; posteriormente con losegipcios, donde adquirió las enseñanzas propiasde los iniciados; y por último se presenta la posi-bilidad de que muriera cerca de una remota aldeade los Pirineos franceses, donde han sido halladosunos pergaminos con un contenido desestabiliza-dor, y donde aún se custodia su tumba.

Por Mariano Fernández UrrestiISBN: 84-9763-004-I

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El enigma de las MomiasLa búsqueda desesperada de la inmortalidad.

Desde que el hombre es hombre el miedo a lamuerte, a ese último viaje sin retorno aparente, leha llevado a utilizar los más variados sistemaspara intentar luchar contra ella. La momificaciónha sido uno de ellos, y en esta obra están todaslas claves, desde las técnicas para realizarla, a lasmaldiciones de las momias.

Por David E. Sentinella VallvéISBN: 84-9763-011-4

Poltergeist, una incómoda realidadFenómenos inexplicables en nuestro hogar.

Casas encantadas, fenómenos extraños, sucesosparanormales… parecen formar parte del mundodel celuloide pero son tan reales como la vidamisma. El poltergeist no es selectivo; se manifies-ta cómo y cuándo le viene en gana, desencade-nando unos fenómenos que casi siempre sorpren-den a la “víctima” sin preparación alguna. Enesta obra, narrada de forma “diferente”, se hablade los más célebres, de los clásicos, y de los másdocumentados, desde el rigor y la investigaciónpuramente periodística.

Por Lorenzo Fernández BuenoISBN: 84-9763-006-8

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Las Plantas MágicasSus propiedades desconocidas, los rituales y cómo utilizarlas.

A lo largo de la historia el uso de las plantas, tantoen su vertiente ritual como curativa, ha hecho queaparezca una nueva ciencia cuyo elemento princi-pal es el conocimiento de la botánica.Plantas curativas, malignas, los filtros de amor,etc, son parte de un libro ampliamente documen-tado y repleto de sorpresas, pero por encima detodo de gran utilidad.

Por Mar Rey BuenoISBN: 84-9763-008-4

La Espada y la CruzTras las huellas de los templarios en España.

Por Xavier MusqueraISBN: 84-9763-009-2

Si existe una orden de caballería que ha alcanzadocon el paso de los siglos la categoría de mito, éstaes sin lugar a dudas la Orden de los CaballerosPobres del Templo de Salomón, más conocidacomo la Orden del Temple.Su misteriosa aparición, sus primeros pasos, elenriquecimiento y poder que atesoraron, y sussecretos son parte de las claves que el autor desve-lará en esta obra.

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La “invasión” OvniLa evidencia que los gobiernos ocultan.

La posibilidad de que objetos volantes de origenincierto estén surcando impunemente nuestroscielos se ha convertido en certeza a raíz de lasdesclasificaciones de informes ovni que en los últimosaños han llevado a cabo diferentes gobiernos. Apesar de las críticas, lo que queda de manifiesto esque los ovnis continúan manifestándose, siendoocultados bajo los epígrafes de máxima confiden-cialidad de los estamentos militares. Esta sorprendenteinvestigación periodística así lo pone de manifiesto.

Por Bruno CardeñosaISBN: 84-9763-010-6

Los secretos del Antiguo EgiptoUn recorrido diferente por el misterioso país de los faraones.

Por Juan Jesús Haro VallejoISBN: 84-9763-007-6

Hablar de Egipto es hacer referencia a la culturamás impresionante y enigmática que ha pasadopor la faz de la Tierra. En un tiempo remoto, enun país en el que tan sólo había desierto y muer-te, apareció una cultura que cultivó las artes y lasciencias, una civilización que dió los mejoresastrónomos, matemáticos, ingenieros, para llevara cabo obras imposibles con un elemento siemprepresente: el culto a sus dioses y a la magia.

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Víctimas del MisterioCrónica negra de los fenómenos extraños.

La crónica negra del misterio es, por desgracia, amplia y variada. Desde lainvestigación periodística, el autor ha reunido en este volumen la serie másdestacada de casos. A pesar de la distancia y diferencia social de aquellosque fueron siniestros protagonistas de los mismos, poseen unas característicascomunes: un absoluto desprecio por la vida humana, e importantes dosisde misterio en sus facetas más dantescas.

Por Lorenzo Fernández BuenoISBN: 84-9763-014-9

Lugares de PoderLos enclaves donde el hombre transciende.

Son muchos los lugares repartidos por el mundo que destacan sutilmen-te por encima de los demás. Son los conocidos como “lugares de poder”,enclaves en los que se concentran una serie de energías que transformanal individuo, que hacen que éste trascienda. El talante viajero del autorconfiere a este volumen un aspecto aventurero, pero también práctico. No envano le ha llevado a “experimentar” en estos sitios, obteniendo resultadosúnicos y sorprendentes que nos narra apasionadamente.

Por Juan Ignacio Cuesta MillánISBN: 84-9763-013-0

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La Transcomunicación, ¿Quién hay ahí?El misterio de las psicofonías.

Es sin lugar a dudas el fenómeno paranormal más inesperado, impactante yllamativo de cuantos se incluyen en el fascinante universo del misterio.Hablamos de la psicofonía, voces sin rostro que en ocasiones se manifiestanpara demostrar que existen otras realidades paralelas a la nuestra. Cómo serealizan, cuáles son sus peligros o qué lugares son los propicios paraefectuar la práctica, son algunos de los argumentos de este excepcional estudio.

Enigmas del CristianismoLa Sábana Santa, estigmatizados, apariciones marianas y objetos sagrados.

Enigmas del Cristianismo, misterios de la Iglesia, en definitiva todo seincluye dentro de una misma idea: en el seno de la cristiandad se hanproducido, desde hace siglos hasta nuestros días, una suerte de fenómenosque dada su relevancia han sido rápidamente “callados” para que notraspasaran el grueso muro que separa la Basílica de San Pedro del resto delos mortales.

Por José Gregorio González GutiérrezISBN: 84-9763-015-7

Por Pedro Amorós SogorbISBN: 84-9763-016-5

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Pactos SatánicosBlasfemia y magia negra desde tiempos remotos hasta nuestros días

Han sido la causa de muchas piras inquisitoriales. Los pactos satánicos se hanprodigado en la clandestinidad a lo largo de la historia, llegando hasta nuestrosdías importantes reminiscencias de unos cultos que se niegan a desaparecer.Religión para unos, filosofía para otros, vandalismo para la mayoría, elautor de esta obra narra de forma amena la evolución del satanismo en losúltimos siglos, y se ha “infiltrado”en varios colectivos satánicos para narrarnosdirectamente su experiencia, eso sí, desde dentro.

Por Santiago CamachoISBN: 84-9763-018-1

Tras las huellas del pasado ImposibleLa arqueoastronomía y el conocimiento oculto de la antigüedad.

A lo largo y ancho de nuestro planeta hay una serie de construcciones,yacimientos y objetos que permanecen fuera de su tiempo, construidoshace miles de años con una precisión y técnica que espanta. El conoci-miento que alguien en el pasado inculcó a las civilizaciones de esas épocassurge de una manera tan precisa y rápida, que ha despertado las dudas delos arqueólogos “apócrifos”, que se han atrevido a buscar las huellas deaquellos que dejaron, a su paso por nuestro mundo.

Por Tomé MartínezISBN: 84-9763-017-3

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En busca del MisterioMemorias de un viaje por la senda de lo desconocido.

Hablar de aventura,de viaje tras las huellas de lo insólito, es hacer referencia a FernandoJiménez del Oso. En este libro su autor hace crónica viva de cuantos sucesosextraños investigó en un viaje de miles de kilómetros por toda Sudamérica yCentroamérica. Narrado con estilo ágil y ameno, Jiménez del Oso lanza variosguiños al lector, confía anécdotas jamás contadas y desvela qué podemos encontrarsi vamos en busca del misterio.

PsycokillersAsesinos sin alma.

Asesinos en serie,psicópatas que no muestran sentimiento ni piedad a la horade abalanzarse y descuartizar a sus víctimas, gentes sin alma… Juan AntonioCebrián nos sorprende una vez más con una obra inédita que saca a la luzlos aspectos más oscuros de la naturaleza humana.Narra de forma impecable la personalidad execrable de los psycokillers máscélebres de la historia.

Por Juan Antonio CebriánISBN: 84-9763-019-X

Por Fernando Jiménez del OsoISBN: 84-9763-020-3