Estrellas muertas de Álvaro Bisama

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Estrellas muertas de Álvaro Bisama por Paz López Muchas veces las sinuosidades del presente hacen que recordemos con tristeza aquellos pasajes en los que creímos alguna vez ser felices. O puede suceder lo contrario, que gracias al presente nos demos cuenta que en aquel tiempo éramos más felices de lo que pensábamos. En todo caso, como ya se ha dicho, de la felicidad difícilmente podremos ser contemporáneos. Sobre ese tipo de desajuste y de impotencia nos informan especialmente las imágenes del recuerdo, y Estrellas muertas, última novela de Álvaro Bisama, está hecha precisamente de imágenes. Parte así: con una imagen, advierte la voz del libro. Con una imagen y no con una evidencia : “la foto abre la puerta, mi memoria es la habitación. Tengo la cabeza llena de muebles” . Porque es cierto, la década de los noventa en Chile, años sobre los que una y otra vez vuelve la protagonista de esta novela, no fue una época especialmente dichosa. “Lo nuestro era sólo la marea y la resaca. La era de la sangre y el vértigo ya había pasado” , se lamenta ella. Una especie de pudridero donde iban a parar los restos de los que alguna vez fueron reyes, y donde nosotros, los que todavía éramos muy pequeños para haber sido héroes, estábamos destinados al tedio y al “aburrimiento de días iguales a otros”. Pero no se trata de una certeza histórica. Hay en esta novela, me parece, algo más íntimo que la reflexión obsesiva sobre el contexto político en que sin duda se inscribe. Y esa intimidad, diría, no proviene de la narración de sucesos personales ni de desventuras individuales, aunque los haya, sino de la seguidilla de brotes espontáneos de memoria que pueblan sus páginas, brotes impensados que, con su poder único e irresistible, vuelven perceptible la densidad borrosa de los hechos del pasado. “La vida emerge como el fondo de un cuadro, borrosa, hecha una silueta difusa, vuelta una sombra de sí misma”, dice ella.

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Estrellas muertas de Álvaro Bisamapor Paz López

Muchas veces las sinuosidades del presente hacen que recordemos con tristeza aquellos pasajes en los que creímos alguna vez ser felices. O puede suceder lo contrario, que gracias al presente nos demos cuenta que en aquel tiempo éramos más felices de lo que pensábamos. En todo caso, como ya se ha dicho, de la felicidad difícilmente podremos ser contemporáneos. Sobre ese tipo de desajuste y de impotencia nos informan especialmente las imágenes del recuerdo, y Estrellas muertas, última novela de Álvaro Bisama, está hecha precisamente de imágenes. Parte así: con una imagen, advierte la voz del libro. Con una imagen y no con una evidencia: “la foto abre la puerta, mi memoria es la habitación. Tengo la cabeza llena de muebles”.

Porque es cierto, la década de los noventa en Chile, años sobre los que una y otra vez vuelve la protagonista de esta novela, no fue una época especialmente dichosa. “Lo nuestro era sólo la marea y la resaca. La era de la sangre y el vértigo ya había pasado” , se lamenta ella. Una especie de pudridero donde iban a parar los restos de los que alguna vez fueron reyes, y donde nosotros, los que todavía éramos muy pequeños para haber sido héroes, estábamos destinados al tedio y al “aburrimiento de días iguales a otros”. Pero no se trata de una certeza histórica. Hay en esta novela, me parece, algo más íntimo que la reflexión obsesiva sobre el contexto político en que sin duda se inscribe. Y esa intimidad, diría, no proviene de la narración de sucesos personales ni de desventuras individuales, aunque los haya, sino de la seguidilla de brotes espontáneos de memoria que pueblan sus páginas, brotes impensados que, con su poder único e irresistible, vuelven perceptible la densidad borrosa de los hechos del pasado. “La vida emerge como el fondo de un cuadro, borrosa, hecha una silueta difusa, vuelta una sombra de sí misma”, dice ella. Esa extenuante actividad rememorante que recorre Estrellas muertas, parece ir sometiendo, de a poco, los hechos del pasado y del presente a una misma y pálida imagen del recuerdo.

Esto se debe, tal vez, a que en esta novela son los objetos y no las personas aquellos que tendrían la virtud de despertar la memoria, como si el pensamiento viviera en ellos y no en quien se aplica en recordar: los espejos ennegrecidos de algún café en Valparaíso, las fotos pegadas sobre un muro que captan la secuencia de un naufragio, una vieja canción, un par de estrellas fluorescentes titilando sobre un cartón-piedra, los muros mohosos de un hotel en ruinas, las camillas desgastadas del hospital, alguna pequeña ciudad del norte. En Estrellas muertas, de golpe, todas esas calles, esos lugares, esos objetos del pasado y del presente vibran, y lo hacen de un modo tal que es imposible no sentir que nosotros, los lectores, somos también los restos de una historia que terminó mal. Porque en Estrellas muertas, de eso no cabe duda, las historias terminan mal. Y aunque algo sepamos de ese destino fatal, aunque sepamos que las historias pocas veces terminan bien, es el tiempo y no nosotros quien se encarga finalmente de pasarlo en limpio. Algo parecido a eso, se me

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ocurre, quiere decir esta frase que comienza a cerrar el libro: “Entre nosotros, en algún momento del futuro, sobrevino el llanto”. Algo parecido, también, a la extraña confusión de tiempos y sensaciones que se precipitan en el acto mismo de recordar.