La transformación digital en las organizaciones. ¿Estamos preparados?
¿Estamos Preparados Para La Paz?
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¿Estamos preparados para la Paz?
Comentarios al capítulo VI del libro “Nuestra Guerra sin Nombre”1, titulado Estado,
control territorial paramilitar y orden político en Colombia (Notas para una economía política del paramilitarismo,
1998-2004), de Francisco Gutiérrez, investigador asociado al Instituto de Estudios
Políticos y Relaciones Internacionales (IEPRI) de la Universidad Nacional de Colombia, y Mauricio Barón, Antropólogo de la
Universidad Nacional de Colombia.
Por Jorge Ferney Cubides Antolinez
Estudiante Maestría en Historia UPTC 15ª promoción, Cód. 1132752
1 AGUILERA, Mario; GUTIÉRREZ, Francisco; LÓPEZ, Andrés et.al. NUESTRA GUERRA SIN NOMBRE. Instituto de Estudios
Políticos y Relaciones Internacionales IEPRI, Universidad Nacional de Colombia y Grupo Editorial Norma; Bogotá, D.C., 2006
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¿ESTAMOS PREPARADOS PARA LA PAZ?
El fenómeno paramilitar en Colombia no es nuevo. A lo largo de la historia, y de forma
particular durante el sigo XX, Colombia se configuró como un país de regiones montado
sobre un sistema de guerras y negociaciones permanentes en las que lo político no
siempre se asoció a lo social. El problema de la tierra como marco más o menos común en
casi todas las pugnas territoriales y militares tuvo antecedentes de contrainsurgencia que
no pueden desconocerse. Hablar de las FARC en sus inicios, en la década del 50, podría
sugerir que más que insurgente, la concepción inicial fue contrainsurgente; pero –desde
luego- habría que hablar también de los chulavitas, los pájaros, el MAC, la triple “A”…
todas, formas de autodefensa.
En el caso contemporáneo, el fenómeno se estudia de manera independiente debido a la
autonomía relativa con que se mantienen, a pesar de que también en sus inicios
estuvieran asociados a determinados actores sociales, principalmente ganaderos y mineros
en zonas de colonización.
El texto de Gutiérrez y Barón estudia este fenómeno desde una perspectiva amplia, pero
tomando como referente el caso de Puerto Boyacá, en donde –según advierten- hicieron
un vasto trabajo de campo que incorporó elementos de historia oral como eje central y
que, como resulta obvio, contrastó archivos oficiales (judiciales, especialmente) y notas de
prensa.
Argumentan los autores que el caso de las autodefensas (mal llamadas “paramilitares”)
está ligado universalmente al problema de la provisión de seguridad y su tendencia
privatizadora, y que para el caso colombiano no puede establecerse una diferencia muy
categórica entre estos grupos y los demás movimientos armados ilegales, pues sus formas
de reclutamiento, organización, estructuración y lucha son las mismas. La diferencia entre
unos y otros se da en la medida en que la autodefensa ilegal fue incentivada por leyes que
permitieron en la década de los ochenta la creación legal de grupos de autodefensa que,
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con el tiempo, fueron transitando hacia la ilegalidad debido a las necesidades cada vez
más apremiantes de determinadas zonas geográficas y, correspondientemente, de
determinados sectores económicos y sociales, con carácter local, en donde el alcance de
las Fuerzas Armadas oficiales del Estado no logró ejercer control sobre la insurgencia.
De otra parte, dicen los autores, puede establecerse una diferencia en la concepción
política de grupos de autodefensa y de guerrillas, debido a que los primeros no tenían
intereses de orden partidista, sino que fluctuaban de acuerdo con los intereses propios de
sus protegidos como estrategia de oposición a la opresión de la guerrilla, principalmente
en las regiones periféricas donde la cohabitación con la ilegalidad era prácticamente
obligada2, mientras que las FARC sí estaban comprometidas políticamente con sectores
radicales de izquierda.
Como se planteó al inicio de este ensayo, el fenómeno paramilitar en Colombia no es
nuevo; pero sí resulta nuevo, dentro del esquema de funcionamiento de los grupos
contrainsurgentes latinoamericanos, el hecho de que en nuestro país este fenómeno se
haya asociado al narcotráfico. Un antecedente claro sobre este aspecto es el MAS (Muerte
a Secuestradores), grupo armado que fue creado por el narcotráfico hacia 1981.
Pues bien, efectivamente uno de los factores que influyeron notoriamente en el
surgimiento de los grupos de autodefensas que hoy en día delinquen en nuestro territorio
fue la confluencia de intereses que se dio en torno a la seguridad de terratenientes
ganaderos, narcotraficantes y población civil, componentes que tenían el mismo enemigo
común: la guerrilla. Esto explica de algún modo por qué en sus comienzos el
establecimiento militar participó abiertamente en la conformación de grupos de
autodefensa y, una vez en la ilegalidad, fue aparentemente complaciente con su accionar,
situación sobre la que todavía no existe mucha claridad y que merece estudio aparte.
Sin embargo, en este aspecto de la interacción paramilitarismo-Estado, hay una realidad
que es evidente: por un lado, las autodefensas eran aliadas del Estado en la lucha contra
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la subversión; pero, por el otro, eran enemigas en la lucha contra las drogas “…el Ejército
mantenía una dependencia estratégica de los paramilitares en una guerra prolongada sin
ganador, claro, que se adelantaba en paralelo con la guerra (global) contra el narcotráfico,
en la que los paras eran enemigos”3.
Dentro de dicho panorama, Gutiérrez y Barón establecen una periodización del fenómeno
paramilitar que inicia con la descripción de la situación en Puerto Boyacá, en donde –en
los primeros años de la década del ochenta- el frente cuarto de las FARC había penetrado
con mucha fuerza, desdoblándose luego en dos para dar surgimiento al frente once,
estructuras delictivas que implementaron el secuestro extorsivo como medio de
sostenimiento y que agobiaron de manera cada vez más intensa a la población.
Si bien el Ejército había logrado desplazar en varias oportunidades a la guerrilla, tan
pronto como las tropas se retiraban, la guerrilla retornaba al territorio y retomaba el
control, lo que acabó por solucionarse a través de grupos de autodefensa que fueron
creados inicialmente por la Asociación Campesina de Ganaderos y Agricultores del
Magdalena Medio (ACDEGAM), con apoyo inicial del MAS. Esta alianza trabajo en tres
frentes claros: la eliminación del apoyo social de las FARC, que era el partido comunista, la
acción armada contra población afecta a las FARC y la creación de una fuerza con poder
de combate que estaba subordinada operacionalmente al Ejército. Esta primera etapa
estuvo esencialmente centrada en la función de seguridad y autodefensa.
En una segunda etapa cronológica, que arranca desde mediados de los ochenta, se
incorpora a la estructura de las autodefensas el problema del narcotráfico, cuya
vinculación se da debido a las grandes inversiones en bienes raíces que personajes como
Gonzalo Rodríguez Gacha y Pablo Escobar estaban haciendo en el Magdalena Medio, con
lo que entraron a formar parte de la lista de ganaderos y terratenientes de la región que
había que proteger.
2 Cfr. Gutiérrez, FRANCISCO y Barón, MAURICIO. Op. Cit. pág. 278 3 Op. Cit. pág. 282
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Esta vinculación del narcotráfico tuvo repercusiones en la estructura paramilitar, que se
sintieron principalmente en cinco aspectos: el primero, se produjo un distanciamiento
entre los grupos de autodefensa y sus fundadores y promotores (ganaderos y militares,
principalmente); segundo, se mejoraron sustancialmente las condiciones de financiación y,
con ellas, el armamento y los medios logísticos, así como la instrucción y la formación de
los cuadros; tercero, la desconfianza de los grupos de autodefensa liderados por Ramón
Isaza frente a Pablo Escobar produjeron un rompimiento con los grupos de autodefensa
liderados por Henry Pérez, lo que provocó una primera disputa interna; cuarto, Rodríguez
Gacha empezó a consolidar un poder político sobre las autodefensas, desplazando a sus
fundadores y, obviamente, cambiando la concepción del movimiento, y quinto, la función
de seguridad y la calidad de la misma decayó notablemente en detrimento de los
ganaderos y hacendados, lo que generó también un distanciamiento entre éstos, que
habían sido sus promotores, y los actuales líderes paramilitares.
En una tercera etapa, que abarca los últimos años del ochenta y los primeros del noventa,
algunos líderes paramilitares que estaban viendo minada su base social y que veían ya el
inminente enfrentamiento entre narcos y Estado, decidieron romper vínculos con éstos y
declararse la guerra. También este período marca una pauta de cambio en el
comportamiento del Ejército frente a las autodefensas, a las que, vinculadas al
narcotráfico, empezó a atacar, particularmente en acciones que desarrolló la Brigada XIV,
con sede en Medellín, pero con jurisdicción sobre el territorio de influencia paramilitar.
Todo ello, condujo a un resquebrajamiento de las autodefensas y a una búsqueda de
autonomía que, finalmente, generó rupturas y disputas.
En la cuarta y última etapa de las señaladas por los autores, y que iniciaría a mediados de
los noventa, se logra por fin restablecer una línea de mando que le da unidad nuevamente
a las autodefensas y que podría ubicarse en 1996. Se caracteriza esta etapa por la
interrelación que se estableció con grupos de autodefensa de otras regiones,
particularmente del Urabá, donde estaba Castaño, y por la creación en 1997 de las
Autodefensas Unidas de Colombia “AUC”, proyecto que aparentemente pretendía crear un
ejército con cobertura nacional, pero que fracasó debido a las pugnas internas.
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Frente a este panorama, los autores se plantean las siguientes preguntas: 1. ¿Tiene la
guerra colombiana algún contenido social o es sólo un conflicto entre dos o más ejércitos
más o menos idénticos?, 2. ¿Cómo están relacionadas la criminalidad y la provisión
privada de seguridad?, y 3. ¿Cómo se relacionan los métodos usados para manejar e
implementar violencia organizada con el orden social?
Los análisis de estas respuestas permiten sugerir un panorama que requeriría, desde mi
percepción personal, un estudio más amplio del fenómeno en otras regiones y no sólo éste
de Puerto Boyacá. El caso de Urabá, de Arauca y de otras zonas del Magdalena permitiría
articular mejor las hipótesis de trabajo, sobre todo en torno a los procesos de diálogo que
se iniciaron en 2002 y las diversas etapas que, desde entonces, se han dado en la
desmovilización de las autodefensas, su reinserción y reincorporación a la vida civil y el
actual fenómeno de nacimiento de bandas emergentes conformadas por desmovilizados.
Si bien las conclusiones de Gutiérrez y Barón son importantes y tienen total vigencia, hay
aspectos en los que valdría la pena profundizar, sobre todo cuando se tiene, como ellos lo
advierten, un cúmulo importante de testimonios orales.
Es claro sí que las autodefensas de hoy no responden a su concepción original y que las
técnicas de sostenimiento y financiación se han convertido en criminales. Es decir, que
para la base social de sus zonas de operación, estos grupos son un enemigo más y no la
solución en seguridad y protección frente al enemigo antiguo.
Toda vez que la realidad ha demostrado empíricamente que las FARC tienen un aparato
militar fuerte, pero un inexistente movimiento de masas que las respalde, mientras que
con las autodefensas ocurre precisamente lo contrario, vale la pena que la reflexión se
haga en términos de comprender que el Estado ha tomado el control, si no en todo el
territorio colombiano, sí por lo menos en gran parte de él y casi en la totalidad de las
áreas urbanas, y que se puede hacer más desde la legalidad para que Colombia llegue a
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un gran consenso y pueda alcanzar, ojalá en un término inmediato, un acuerdo de paz
total.
La “santísima trinidad” de las autodefensas, definida por Gutiérrez y Barón, como “el
progreso regional, la protección a la propiedad y el individualismo” son factores posibles
sin lucha armada. Todo depende de una concepción pluralista en la que prime el interés
general del pueblo colombiano para que los procesos de desmovilización que se han
iniciado desde que Uribe Vélez asumió el poder puedan encontrar respuestas en la política
social del Estado, con beneficio común para el país y para sus habitantes.
La pregunta entonces es: ¿estamos preparados para la paz?. El debate está abierto.
-Sogamoso, Boyacá, noviembre 30 de 2006