Esperpentia digital n°9

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Revista Esperpentia. Literatura, Arte y Realidad

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Literatura, Arte y Realidad

Edición Digital N°9 Agosto 2011

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Héroes, antihéroes & superhéroes

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Sumario Agosto 2011

Primera B

Braulio Arenas

Discurso del Gran Poder Por Sergio Sarmiento

Página

4

Primera B

Palabras y mendicidad

El oficio de la escritura en Enrique Lihn Por Mauricio Rojas

Página

19

Poesía

chilena

actual

Polvos rosados Por Markos Quisbert

Página

28

Narrativa

chilena

actual

La pedagogía del vacío Por Mauricio Rojas

Página

30

Narrativa

chilena

actual

Crónica Insomne Por Iñaki Barasorda

Página

34

Narrativa

chilena

actual

Zigzagueando Por Francisco Quiroz

Página

37

Narrativa

chilena

actual

Vodka Por Sergio Sarmiento

Página

39

Narrativa

chilena

actual

Ley de gravedad Por Sergio Sarmiento

Página

45

Opiniones

y disparos Escribir como utopía

Por José Abelardo Encina

Página

50

Opiniones

y disparos Leandro Hernández: Umo sin hache

Por Francisco Quiroz

Página

53

Opiniones

y disparos La librería de Babel

Por Maximiliano Díaz Santelices

Página

57

Imprecaciones Reinserción social Por Rainier Alda

Página

60

Fotografía Retratos Por Emilio Serey

Página

62

Fotografía Mensajes estudiantiles Por Sparky

Página

67

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Revista ESPERPENTIA

Literatura, Arte y Realidad Fundada el año 2000

Dirección y Edición

Sergio Sarmiento M.

Diagramación

Sparky

Colaboraron

en este número

Maximiliano Díaz Santelices

Emilio Serey

Mauricio Rojas

Marcos Quisbert

Iñaki Barasorda

Francisco Quiroz

Lugar de origen

Batuco, Santiago, Chile

Periodicidad

100% irregular

Correo electrónico

[email protected]

Los artículos que contiene la presente edición se publicaron originalmente en el sitio web:

www.esperpentia.cl

Edición Digital N°9

Agosto 2011

PERMITIDA

SU REPRODUCCIÓN

CITANDO LA FUENTE

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Primera B

Braulio Arenas

Discurso del Gran Poder

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Por Sergio Sarmiento

Publicado por primera vez en 1952 por Ediciones Le Grabuge, “Discurso del Gran Poder” asoma como uno de los textos de mayor peso escritos por el extinto Brau-lio Arenas (1913-1988), autor que junto a los poetas Enrique Gómez Correa, Teo-filo Cid y Jorge Cáceres, diera vida, en 1938, al grupo La Mandrágora, una espe-cie de sucursal chilena –no sé si “a la chilena”– del surrealismo francés. Este movimiento con vinculaciones huidobrianas, lenguaje parisiense y raíces en la sureña ciudad de Talca, tuvo su momento máximo –desde el punto de vista de la trivia literaria– cuando sus jóvenes integrantes interrumpieron, dos años después de su formación grupal, un acto en el salón de honor de la Universidad de Chile donde participaba Pablo Neruda, rompiendo el discurso del futuro premio Nobel, nuestro premio Nobel como dirían los periodistas lentos de la tele, que en ese tiempo ya había publicado “Residencia en la Tierra”. Se dice que quien hizo pedazos el discurso de Neruda fue Arenas. Y que salió indemne. Sin siquiera un combo, como ocurrió con sus compañeros de la Mandrágora. Pero eso es anécdota. Los que nos importa es dar a conocer una de las tantas obras relevantes –y ampliamente olvidadas– de la poesía chilena. Una obra cuya arquitectura mezcla dos elementos que, a primera vista, parecen irre-conciliables: el folclore y las vanguardias. Folclore, pues para componer “Discurso del Gran Poder” Arenas recurre a la técnica de “Las doce palabras redobladas”, una tradición popular chilena con raigambre europea. Vanguardias, porque el autor usa un lenguaje de origen surrealista para crear los versos. Las doce palabras redobladas es una técnica que desarrolla doce cuerpos textua-les. Se parte creando un verso, que es el primer cuerpo textual. Luego este verso se une a un segundo verso, creando el segundo cuerpo textual. A estos dos ver-sos se les antepone un tercer verso, creando el tercer cuerpo textual. Y así, suce-sivamente, hasta completar un texto de doce versos. A manera de ejemplo, en http://leyendas-chile.webnode.es encontramos doce palabras redobladas informa-das por María Isabel Salas Barrera, de la Isla de Yaquil (Santa Cruz, Colchagua),

que se usan –señala– para engañar al diablo tras venderle el alma. El primer

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verso es el siguiente: La Una es Una, la Virgen Pura. A este se le une un segundo verso, obteniendo el segundo texto: Las Dos son dos, las Dos tablas de la Ley / La Una es Una, la Virgen Pura. El tercer texto: Las Tres son tres, las Tres Mar-ías / Las Dos son dos, las Dos tablas de la Ley / La Una es Una, la Virgen Pura.

Se sigue así hasta completar un texto de doce versos:

Las Doce son doce, los Doce Apóstoles. Las Once son once, las Once mil Vírgenes. Las Diez son diez, los Diez Mandamientos. Las Nueve son nueve, los Nueve meses Las Ocho son ocho, los Ocho Planetas Las Siete son siete, los Siete Sacramentos. Las Seis son seis, las seis Candelas. Las Cinco son cinco, las Cinco Llagas. La Cuatro son cuatro, los cuatro Evangelistas. Las Tres son tres, las Tres Marías. Las Dos son dos, las Dos tablas de la Ley, La Una es Una, la Virgen Pura Siguiendo este esquema, aunque dándose todas las licencias que la poesía vanguardista

puede otorgar, Braulio Arenas construyó su “Discurso del Gran Poder”, obra en la cual el escritor mandragórico desarrolla un texto luminoso y apasionado. La estructura del poema, que se basa en la repetición, es una especie de laberinto o país de las maravillas, territorio lleno de espejos donde los versos se van distorsionando y generando nuevos significados constantemente. En esta concatenación de espejos que viven unos de otros, en cuyo cielo pasa una teoría de mujeres, Braulio Arenas escribe el mensaje del amor, el gran poder. Este amor va dirigido a la mujer. La mujer es la razón de ser, / la piel, la idea, escribe el poeta. Y mediante este amor es posible fundir en uno los opuestos: el espejo y la realidad, el sueño y la vigilia, el espíritu y la carne, lo subjetivo y lo racional. Como escribe Arenas: el amor es la alta y la baja marea simultánea, el amor es un sentimiento que permite su-perar la dualidad. Y darle dirección a la existencia: Mujer, mujer, / bella como la llama, / esta es la flor para emprender jardines, / este el amor para emprender la vida, / este el espejo para emprender el viaje. El lenguaje de la obra, por su parte, sigue manteniendo el origen surrealista de su produc-

ción anterior, pero hay una evolución: ya no intenta ser un clon del autor de Nadja, ya no sigue totalmente la moda del momento, logrando generar un discurso honesto, discurso que si bien presenta reminiscencias del lenguaje afrancesado propio de los copiones de Bretón y Cia., tiene una intención propia, tiene actitud. A propósito del tema, en uno de los artículos publicados en "El circo en llamas", Enrique Lihn señala que este asunto fue un lastre constante para el autor mandragórico, a quien no le gustaba estar encasillado en el grupo surreal. Le habría dicho, incluso, que sus poemas surrealistas eran copias hechas en malos papeles de calco. En “Discurso del Gran Poder”, en todo caso, se puede apreciar que el autor deja de lado buena parte del papel calco que usó en sus primeras publicacio-nes, como “El mundo y su doble” o “La mujer mnemotécnica”. O que aprendió a usarlo sin que se notase tanto el original, adentrándose en sus propias obsesiones, en su propia humanidad, en la simpleza. El amor pesa tanto como la memoria que desaloja, indica uno de los versos de la obra

realizada con la técnica de las doce palabras redobladas, verso que compartimos plena-mente. Y que se eleva sobre la otra trivia del autor. Aquella que nadie quisiera recordar. Aquella que habla de su adhesión –en la última etapa de su vida– a la dictadura militar. Época en la cual Braulio Arenas se volvió fascista como Pound o como Borges, llegando incluso a escribir un himno para el régimen de Augusto. Época en la que obtuvo el Premio Nacional de Literatura (1984) a cambio, se dice, del himno y su silencio ante el horror.

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Braulio Arenas

Discurso del Gran Poder

I La lámpara

enloquecida por el texto de la luz, habla del alba cristalizada; ella fermenta el amor, el ojo de su espejo; el mismo amor no sabría hablar de sus mujeres con un menor número de besos, yo no sabría decir mi porvenir con un menor número de astros entrecortados, cuando tú vienes, numerosa, para crear la unidad de mi misterio.

II El amor pesa tanto como el sueño que desaloja: esa puerta batiente es la alta y la baja marea, es, además, la moneda de oro que vegeta en el bosque; una noche, una única noche nos confiere el sentido del sí y el contrasentido del no de esa moneda; dos sombras contradictorias hacen del amor la llama más espléndida

y establecen, para siempre, el principio de oro del amor. La lámpara, a quien el texto de la sombra ha roto en mil fragmentos de alba, deja escapar la alquimia de las voces, y a un decir de años-sombra

nosotros respondemos con un millón de años-mujeres: cada mujer es voz para la alquimia.

III El espejo, sus olas minuciosas, entrega de nosotros a la vida esa parte de alta y baja marea simultánea; con gran poder atravesamos su pecho ardiente, más exigente que la noche caprichosa, y salimos a lo que ambiguamente llaman vida

atraídos por el reflejo de un centellear de plumas, mientras a nuestra espalda el e s p e j o borra minuciosamente sus imágenes

y nosotros, inermes, no encontramos la entrada, nosotros que encontramos la salida

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La lámpara tiene sus auroras contadas; su luz ha llegado hasta su hueso puro, hasta su espectro solar ávido del lujo que rezonga en la noche; la lámpara se ha cortado las venas por amor para saber, por fin, qué cosa es la tiniebla. El amor pesa tanto como la realidad que desaloja: esa puerta batiente se abre al interior, se cierra al exterior; exterioriza un espectro, interioriza un mundo; esa puerta batiente semejante a una selva

¡y basta sólo un árbol para disolver su misterio!, el fénix del amor echa al aire sus cenizas.

IV

Todo el océano será para nosotros, exclamamos; y tú, más bella que las palabras de inteligencia que intercambia tu frente con la estrella, para expresar la nostalgia, la memoria, el placer, tú, con un gesto infantil de encanto mágico, te volviste hacia la noche para decir la última palabra. La lámpara migratoria

mira con horror sus luces sedentarias, ella ya nada espera de la noche, ella hizo del alba su migaja de pájaro; un pájaro fermenta su mirada, su placer, su memoria, su nostalgia, su alba desgarrada, su ventisquero ardiente. El amor pesa tanto como el amor que desaloja: esa puerta batiente da el océano a la noche que sale, da el océano al día que entra; océano

(noche y día), océano con un número mágico en tu costado, y que al decirlo es una contraseña

para entrar o salir por esa puerta de oro

hacia la edad de oro; mujer mía, en tus ojos la edad de oro vuelve a mirar al mundo. El espejo es espejo en cuanto mundo, así como el mundo es mundo en cuanto espejo; mundo, espejo sangrante, yo te miro a través de tus guerras irrisorias, de la miseria absurda, de tus ciudades destruidas; entra en tus dos mitades,

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VI Mujer, mujer, bella como la llama, esta es la flor para emprender jardines, este el amor para emprender la vida, este el espejo para emprender el viaje. La lámpara, a quien el texto de la luz ha hecho comprender el texto de la tiniebla, habla del alba a las miradas parásitas de la noche; ella habla a las cenizas del fuego que no vieron; mujeres hablan del amor a ciencia cierta, en sus diez dedos, para ayudar a vivir a diez relámpagos. El amor pesa tanto como el relámpago que desaloja: un instante más

y todos los hombres sabrán de la noche su contenido de hada, derrocharán la muerte, ella no será el contrato de la vida, sus dos senos me otorgan el derecho de creer, de soñar y de amar, yo seré el hombre de uno y todos los días, tú has establecido, de una vez para siempre, el principio de oro del placer. Espejo ardiente, tu eternidad será la mía; reducida a cenizas, el alba se posará en las rocas para cantar su nacimiento; la noche tan simple, en vano la realidad tratará de intoxicarla; tan pura, ella se dará a la pureza, ella nos dará el alba a manos llenas. Todo el océano será de la pureza, declaramos, y juntos establecimos el pacto de la aurora; todo estaba en suspenso, el mar ardía, vivo estaba el placer, placer ardiente. Todo se había dicho: todo lo que en el amor afirmaremos la identidad de sus contrarios, todo lo que en la vida dejaremos por la sombra, todo lo que en la noche aguardaremos de infancia intacta, de ciencia verdadera, todo lo que en la aurora repetirá el fulgor del hacha frente al decapitado, todo lo que en el océano se pagará bien por mal al anillo de Polícrates, todo lo que en el bosque encontraremos de hojas en llanto al paso del carruaje, todo lo que en la lámpara quemaremos: vivo el placer, placer ardiente.

VII Cada gota de agua lleva en sí su desierto, cada mujer en sí mi sed, mi última noche.

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una será la vida, uno el amor, uno el espejo; entra en tus dos mitades; una capa de armiño para sus pies desnudos.

V

Todo se había dicho: todo lo que en el amor seremos, todo lo que en la vida viviremos, todo lo que en la noche soñaremos, todo lo que en la aurora moriremos, todo lo que en el océano nadaremos, todo lo que en el bosque encontraremos, todo lo que en la lámpara veremos, todo yacía mudo frente a nuestro amor. Lámpara batiente, lámpara todo o nada de la materia; ella hace de todas las lenguas del fuego una sola lengua, un solo pensamiento de todas las miradas, la nieve le da su corola; el sol, su abeja; todas las lenguas descienden a su silencio para decirle amor; océano mío, acerca también a ella el vaho de tu rostro, tu ola numerosa, tu espectro solar candente: ¡placer, placer, qué has hecho de nosotros! El amor pesa tanto como el espectro solar que desaloja: esa puerta batiente prescinde de la fumarola de la idea, sus goznes giran al par de las visiones; una noche, una única noche nos confiere el sentido del sí, y el contrasentido del no de la videncia; todas las noches, y creemos que cada una de ellas será el punto de partida para el día: ¡placer, placer, qué has hecho de nosotros! Espejo desvestido en son de vida, un pájaro de azogue se nutre de tus imágenes; él ha rehusado los harapos de la selva, ha rehuido el lazo de oro de la costumbre; este pájaro gira sobre sus goznes, y abre de par en par al pensamiento la prisión del oro; océano mío, haz estallar tu frente, haz brotar la identidad de tus contrarios: ¡placer, placer, qué has hecho de nosotros! Todo el océano será para nosotros, repetimos; y tú, más bella que el grito de sorpresa que lanza la reina del espejo

al blandir su dedo herido contra el tiempo, tú, con tu dedo, hiciste un rasgo de orden mágico

volviendo la palma de tu mano hacia la noche

para decir la última palabra.

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Brisa de luz, golpea la puerta de la lámpara, oscurece sus sienes, haz astillas sus huesos, aorta rota, caos, y atormentada; el buen tiempo ha llegado de hacer de un misterio dos respuestas, a pregunta de amor, respuesta de vidente.

El amor vidente pesa tanto como la pareja vidente que desaloja: el amor, asido al flanco de la tierra, por piedad; mujeres dejan el mar como olas, dejan la vida por la estela del amor, por el relámpago; se levantan en son de aurora, son ya la aurora; por el cielo pasa

una teoría de mujeres.

Espejo en llanto, catóptrica gaviota, sólo a expensas del mar que es su alimento vive; la mujer es la razón de ser, la piel, la idea; y en su interior de mar el amor es la alta y la baja marea simultánea: razón de amor, tu locura rueda como un dado.

Todo el amor será para nosotros, afirmamos: la gaviota, atraída por un espejo de presa, muda arrojaba al mar su corona de reina; pronto el mar fue un color, el árbol, otro; color el mundo, la ventana, la noche; color la mesa, la nieve, la saeta: y tú, al llegar, diste la forma. Todo se había dicho: todo el amor salido de su órbita, toda la vida exigiendo su derecho, toda la noche echando chispas por su rostro, toda la aurora mostrando su puño al perecer, todo el océano delirante al borrar minuciosamente sus pisadas, todo el bosque misántropo, toda la lámpara, nada más que la lámpara: amada, amada. Amada, amada: esta es la flor para emprender jardines, este el amor para emprender la vida, este el espejo para emprender el viaje, este mi amor para emprender tu amor.

VIII Acógenos espejo; tienes el deber de verificar nuestra imagen reunida, de hacer que la mano de terror que extiendo en las tinieblas

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encuentre un muro de piedad para decir mi nombre; tienes el deber de hacerte lecho de torrente, para que ella y yo verifiquemos nuestra imagen, la imagen del amor. La lámpara, su vocabulario de amor iba cuajándose en astros entrecortados; y el resplandor mágico de tu cabellera ornaba al mundo de castillos de tránsito; tú atravesabas la noche, como se raya con tiza el pizarrón, atesorando en tu corpiño

la experiencia de la esponja de mar que exprime la memoria. El amor pesa tanto como la memoria que desaloja; él, abre, por fin, la puerta del sueño y la vigilia

(el amor, como el sol, siempre es mediodía), y después de un misterio, siempre el amor puede disolver otro misterio; puede ofrecer su norte, su arteria a los hachazos; amor, amor, mi mediodía permanente. Espejo, un no sé qué de amor daba a esa mujer un resplandor de espejo

que hadas hicieron brotar al pie del lecho; la noche, asida al flanco de las olas

gritaba a los astros su ronco desafío; el sueño dejaba sus huellas en la playa, y una mujer formaron las olas de la noche; la tierra

(noche y día) va a contemplar su imagen en este espejo múltiple; a mayor luz, mayor obscuridad; a mayor dolor, mayor amor, mayores olas; tierra con su dilema de aves del paraíso, con su dilema de selva sensible a la menor de sus hojas, con su dilema de amor en el pecho calcinado; océano que tornas única la mirada de todas las olas del amor, en tu último náufrago la vida sostiene su razón; manos se estrechan, el eco se adelanta, y apenas la palabra poesía es pronunciada

la palabra amor es respondida; la realidad ha dicho su palabra

y el amor la suya

y las estrellas la han esparcido en ondas: la vida se abre en mujer que nace a cada instante.

Todo el océano será para nosotros, confirmamos; el día y la noche debatían en él su sábana nupcial, y eran tinieblas y luces las que circundaban a esta criatura; ella susurró de Nínive la noche, sus pies desnudos y su cuerpo blanco susurraron la noche, esta ave de Nínive había cumplido en sí el circuito de la sangre de su clan, y, al decir buenas noches, ella era la primera noche que el amor daba a la tierra. Toda la noche estaba dicha en esa noche, dicho el amor, dicho este discurso;

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a pregunta de amor, respuesta de poesía. Hada de pies desnudos, esta es la flor magnética para el jardín magnético, este el amor maravilloso para la vida maravillosa, este el espejo ustorio para la nave ardiente, este mi amor para emprender tu amor. Cada gota de agua lleva en si su desierto, cada mujer en sí mi amor, mi última noche, ¡placer, placer qué has hecho de nosotros!

IX

La gaviota de la constelación del espejo

visita al espejo de la constelación de la gaviota; hada de pies desnudos, el mar salió a buscarte y te hizo tierra, el fuego te hizo su fénix misteriosa, la nube te concedió el atributo de su espacio, el castillo te hizo su ventana predilecta, la selva te dio su idea, el caracol marino su rumor; como el mercurio mágico, tu cuerpo se derramaba en son de aurora.

La lámpara de mercurio diariamente descendía a un lago de mercurio, hablaba de las cenizas, del alba cristalizada por un pájaro; ella fermentaba el amor, el ojo de su espectro de mercurio; el mismo mar no sabría hablar de sus gaviotas con un menor número de plumas, la misma nieve no sabría describir París con un menor número de ventanas en fuego, en contra del ciclo, tú eras el paraíso; y en contra del oficio de tinieblas, tu oficio era de luces.

La luz del amor pesa tanto como la sombra de la realidad proyectada en el sueño: y ella sabía dormir como los gnomos saben extraer el oro subterráneo, y sabía nadar como el pedernal sabe extraer sus chispas, y sabía llevar en su beso esa palabra poesía para la cual las otras palabras son sus labios.

Como un espejo que echara raíces en el cielo, el pájaro de púrpura, menos denso que el aire, se posaba en el espejo más denso que la selva; hadas, en son de aurora, brotaron en el sueño más denso que la vida. Todo el océano, el océano cuyo privilegio está inscrito en las huellas que los pies de esta joven dejaron en la arena, hace tan poco, de su cabellera, de sus senos perennes, del carruaje que transportaba a gritos el vidrio de su cuerpo, en vista de la luz que hacía inclinar la balanza a su favor,

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tan sólo al dar las buenas noches al viajero, al informarnos del pájaro quetzal que constituye la corteza del fuego, al dejar escapar el secreto de las rosas que han vivido

en sí toda la experiencia de la juventud: todo el océano será para nosotros, exclamamos. Nada se había dicho, nada que no lo supiera la lámpara tornasol, y a la cual recurríamos, para saber lo que el amor diría a nuestros cuerpos, lo que la vida daría a nuestros besos, lo que la aurora nos mostraría al perecer, lo que el océano nos permitiría descubrir, lo que el bosque tendría de encantado, lo que la lámpara de amor, a semejanza tuya, mostraría

a la semejanza del amor.

Tu cuerpo orientado hacia la constelación de la gaviota, por el campo de fuego que surcaba, duplicaba la vida; tu cuerpo hacía doble el mundo al anexarle algunas olas de tu frente, hacía doble la estrella doble al soplar las brasas del porvenir radiante, hacía doble el bosque, doble la primavera, bifronte el placer, bifronte la alborada; como el agua termal tu cuerpo brotaba de la tierra, tu cuerpo tomaba las plumas de la fénix

y emprendía el vuelo hacia todas las fogatas.

Cada vidrio de la ventana lleva en sí la memoria de la piedra que un día lo hizo añicos; la capital, la memoria del río junto al cual se detuvo a beber; la nube, la memoria del traje desagarrado y su terror de oír tocar las doce de la noche; cada mujer, la muchedumbre de mi amor, como una cabellera.

El espejo lleva en sí la memoria de nuestra imagen conferida, él verificó la caída en el sueño, él nos mostró la cicatriz imborrable de la juventud; yo extiendo en la tiniebla mi mano, a la cual la piedad dio el nombre, y encuentro un muro de terror, al cual el amor dio una puerta de salida; espejo con tórax de vida caudalosa, por ti se escurre la noche

como una cabellera.

X

Tu cuerpo es mi alma, en cuerpo y alma; tu cuerpo de alfombra mágica

vuela hacia el alma mía. Lámpara, piedra de toque del deseo, gaviota oftálmica que mi océano reconoces, cuando él borra los tatuajes de un lobo de colores,

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y giras esa ráfaga de luz, de ciervo volante, en tus manos de cielo, esa flor de mercurio mágico que se propaga en éxtasis; su vértigo, su corona, su alfombra de dormido, amor, amor, ¡tú eres mi libertad! Cada gota de agua lleva en sí su desierto, cada mujer en sí mi amor, todo mi amor; imagen innombrable, aun desprendida de tu espejo virtual respondes al placer, en la concatenación de espejos que viven unos de otros; como noche el amor atraviesa un río de seres, por decirlo así, y trepa como un helecho de aves por mi persona, siempre que tú, mi amada, seas mi propio pensamiento, mi propia cima, mi propio ventisquero, mi propia pureza, la cascada, el desierto. Espejo, escribe en tu papel y muéstralo a la vida, escribe el nombre mágico que conciliará amor y vida de una vez para siempre, nombre mágico para guiar mi realidad que soy a la videncia, donde una mujer prolonga todo mundo. La gaviota de la constelación del espejo, su ala de imán libre concentra el norte en la mirada de tus ojos, y ellos cantan a torrentes; tus ojos, donde un millar de antorchas combaten entre sí, cantan la tierra cetrera del placer, la tierra respirante; tus ojos, en los cuales una idea de luz atrae a una idea de lámpara: tu cuerpo nictálope en la noche del amor.

XI Ventana bella como el descubrimiento de América

y la invención del microscopio: las naranjas de oro paladean el misterio del jardín, del jardín no más grande que la palma de tus ojos, donde trazó el destino del amor su línea de tiza lúcida, las naranjas de oro que alucinan al dormido. La lámpara que ofreces en gajos a la noche

ríe con tus mismas palabras, su pulmón de luz respira a la medida de mi sombra, ella conoce su fuerza, su debilidad

y, por lo tanto, puede hablar del amor con sus mismas palabras; y si ella conoce su fuerza y su debilidad

es por su belleza.

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cuando, océano, me examinas expuesto a la sed de ese recién que soy, mar en el mar y frente en el delirio, cuando los círculos mágicos se retuercen, como en una catástrofe ferroviaria; ven, lámpara, y escucha

a la mujer que en un iceberg se desliza

por las calles de una ciudad, cuyos astrólogos habían anunciado su venida, a la mujer que distribuye con equidad los espejos de la elegancia a los seres del amor, en la extraña noche de los gritos en harapos, el sueño la hace creer, la noche le hace sentirse en una patria única, la selva le da su color enardecido, al mismo tiempo que ella

(para indicar el día) hace volar sus senos como el azúcar granulada. El grito del amor pesa tanto como el grito del azufre que desaloja: el grito que anuncia la conjunción feliz de delirio y pureza; tus cabellos son los bienes públicos de la noche, son las raíces de la memoria, la fecha de oro del día del encuentro; noche, concédeme tu noche, así como ella te concedió su día; en cuerpo y alma este consorcio de amor le dará al mundo su razón de existir: amor, tú pesas tanto como el error que desalojas. Para el espejo, había susurrado ella, para el amor; ella quería para el amor la consistencia del espejo

sobre el cual se apoya la realidad con toda su violencia, sin destruirlo; toda la fuerza del azogue repetida contra un mundo en harapos, en ese mundo el amor tiene el sentido de la noche para encontrar su día, y tu cuerpo se inscribe en ese mundo como un monograma de amor indestructible, en ese monograma cada pareja reconocerá su signo. Todo el océano reconocerá en el cegador semblante de la pureza

un aire familiar, su signo verdadero: semblante fascinado al cual un mundo fascinado califica. Todo se había dicho: todo lo que el amor contendrá de palabras en el diccionario, todo lo que la vida romperá en la mordaza

todo lo que la aurora resumirá en el halcón de su cerebro, todo lo que la noche llevará a su guarida de loba centenaria, todo lo que el océano entregará en la perla de su ostra, todo lo que el bosque repetirá en la caoba del ropero, todo lo que la lámpara disfrutará en la noche del condenado a muerte: toda la flecha a la escala de la luz. Amada, con un alrededor de espejos intocables, tú multiplicas de soles el mediodía, y por ti tierra y mar cambian recíprocamente su pureza; tú haces la vía láctea a la escala de tus senos, y rayas el cielo con la uña febril de tu mirada; enumeras las noches de acuerdo a los sentidos,

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El amor imponderable pesa tanto como el azogue imponderable que desaloja: esa balanza ha roto la convención de pesas y medidas del error, su sueño es un rumor como si se entrechocara de copas en su frente, el amor es el cristal de un festín maravilloso. El espejo vampiro va a posarse en el sueño, el pensamiento va a recorrer las calles. Va a recorrer el océano cuajado todo de pastoras dormidas, él océano de la noche de sus proyectos misteriosos, donde una lámpara apaga las lámparas de aullido, igual a una persona formada por mil seres, en la encantación de un gran castillo subterráneo, y esta persona transita por los docks donde se apilan platos de comida, y un vaho de placer hace cristalizar los rostros de las mujeres a quienes un mar fascina, contra una realidad que hace del océano su piedra de toque, su ancla degollada. Todo se había dicho: el amor buscaba en el delirio su razón de girar, su espectro de cristal se mimetizaba en la isla de cristal, y la noche escuchaba vivir un corazón vidente en libre tránsito, y es obvio añadir que ese corazón formaba la aurora desunida ya de todo sol, cuando el bosque refleja su armadura en otros bosques invisibles, y cuando por su color sabemos el color de la lámpara, de esa lámpara que es uña y carne con la noche. Amada, mi viajera, las lámparas resurgen

para dar paso a larvas de luz fermentadas en vísceras de hadas, sin morir, cuando están a tiro de fusil de la piedad, de la piedad que va del océano del día

al océano de la noche, para tornarlo azul. Cada gota de agua lleva en sí el germen de una mirada de mujer que estalla en primavera: todo desierto será fértil, la soledad, el fuego, serán fértiles, la noche saldrá al día sin temor a su luz, y el día entrará en la noche por todas sus estrellas; el todo de tu ser das a la nada mía, dejas la nieve de sus papeles rotos con tu boca de beso, desciendes la eternidad a besos, remontas el sueño con la academia de la ondina, y en mi amor subsiste como el cíngulo al libro; el amor mira al mar: este es mi lecho, dice, esta es mi tribuna. El espejo salía a esperar a sus viajeros, el espejo, sus olas minuciosas, entrega de nosotros a la vida esa parte de alta y baja marea simultánea, con gran poder atravesamos su pecho ardiente, más exigente que la noche caprichosa,

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y salimos a lo que ambiguamente llaman vida, atraídos por el resplandor de un puente que dice: pasa, desde las dos orillas, mientras, a nuestra espalda el espejo borra minuciosamente sus imágenes

y nosotros, inermes, no encontramos la entrada, nosotros que encontramos la salida.

La gaviota rememoraba el océano que era su alimento; con aspecto de cero de la histeria salía de la horca en pro de la justicia, y entrechocaba los astros de su alcurnia con un temblor de nieve

que vive a la intemperie para ser perfecta; tú descendías, en hada descendiste, y en mujer te posaste en mi miseria.

Tu cuerpo es mi alma, la gaya ciencia, siempre.

XII Siempre

Una vez más

(la última), ¡adiós mi lámpara! te petrificas, te desprendes de este discurso que para ti fue dicho, que te iluminó cuando tú lo iluminaste, anda a decir por mí las palabras que escribí bajo tu luz, el mensaje del amor, el gran poder; luz pétrea, astro de amor, dura lo más que puedas, estrella mía, hazte palabra en una vía láctea de silencio, estrella mía, ¡adiós! El amor pesa tanto como la poesía que desaloja. Una vez más la última adiós mi espejo ustorio

espejo que siempre reflejas la juventud que das al amor tu azogue a manos llenas

guarda de mí el recuerdo de mi imagen

para que alguien sepa después que yo he vivido

Todo el océano será para nosotros, concluimos, todo el océano va a coronarte reina; todo el océano dejará escapar a voces el secreto, mujeres y hombres vendrán a escuchar su voz desde la noche, propagarán su grito, y acaso palabras mías se escuchen entre tantas: amor, piedad, dichas como evidencia, libertad y piedad, amor y poesía. Todo está dicho ya, dicho como jugando, y para siempre; que un ser lo sepa: yo una vez dije libertad y piedad, amor y poesía, y para siempre.

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Yo dije amor, y tú naciste, amada, como la flor magnética en el jardín magnético, como el río maravilloso en la campiña maravillosa, como el cuerpo quemante en el espejo ustorio, como la alegría en los ojos de los niños. Cada gota de agua lleva en sí su desierto, cada memoria humana la memoria del amor. Acógenos, espejo, tienes el deber de verificar nuestra imagen reunida, de hacer que la mano de terror que extiendo en la tiniebla

encuentre un muro de piedad para decir mí nombre; haz que el amor tenga la consistencia del espejo

sobre el cual se apoya la realidad, con toda su violencia, sin destruirlo. Todas las constelaciones volarán en gaviota. Tu cuerpo es mi alma, en cuerpo y alma para siempre; amor, amor, tú eres mi libertad: todo el océano será el alma de nosotros. Como una ventana

va a cerrarse el discurso, pero resurge, lámpara, y por mucho que el texto de la luz te haya enloquecido, muéstrate al alba, hazte el cristal de su deseo, fermenta el amor, el ojo de su espejo, habla por mí; estrella mía, hazte palabra en una vía láctea de silencio, ¡haz vivir el amor!

Tomado de “Discurso del Gran Poder” Ediciones Revista Atenea—Universidad de Concepción—1961

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Primera B

Palabras y mendicidad

El oficio de la escritura en Enrique Lihn

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Reseña y selección de textos por Mauricio Rojas

"Tendí la mano en puertas que nunca, nunca he visto"

Enrique Lihn

La poesía de Enrique Lihn se abre hacia lo desconocido con palabras cotidianas, le arranca a la muerte los restos que desesperan en el borde y vibra como si de ellas fuese a caer una revelación cuya condición es que lo que revela es algo que no puede decirse, pero que late en la nomenclatura de este oficio inútil. Desde las palabras se orienta a un descampado, un territorio cuyo modo de dársenos es el desamparo, la fragilidad de todo decir, y que sin embargo el decir poético nos deja ver. Es la transparencia en el vacío, es un equilibrista que fracasa, “ocio que conlleva este paseo de hormigas / esta cosa de nada y para nada”.

Cuando damos una vuelta por la poesía de Lihn nos encontramos con una lucidez hiriente y feliz que nos permite abordar las palabras desde la más tosca realidad y sin embargo no deja de ser poesía, no deja que nos sustraigamos a los chispazos que iluminan desde esa técnica sin pelos en la lengua. Su oficio se le presenta claro y lo muestra como si de esto se desprendiera la poesía misma, como si en el fondo o en la superficie no hubiese más que fragilidad, la imposibilidad de ce-rrar la casa, obligándonos a salir a sentir esos restos como el modo en que somos latinoamericanos perdidos en las esquinas de los sueños, buscando a ciegas la salida del laberinto, las claves de un hacer infinito. Lihn es la lucidez de ese hacer que no acaba sino como poema, como palabras quebrándose en la boca de los necios, reconociendo la belleza de la inutilidad y su terrible e irremediable impo-tencia.

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No hay palabras en la zona muda, su lengua es la de alguien que sale a luchar sabiendo que va a perder, pero va igual. La escritura es para él ese fragmento, un pedazo de tabla que lo salva un momento para mirar que está vivo en el océano de una memoria extraña. La memoria de los que se alejan del poder, que caen sobre la hoja con palabras que se resisten a ser envueltas en una gloria funesta de payasos y putas institucionales y de gobierno. En el vértice de su obra murmu-ra la vida no dicha, susurran los perros callejeros mientras salen de la boca sus versos que se mezclan con sueños inmaculados prontos a la profanación. Sueños recorridos por la nada y la muerte que nos exponen a una pobreza esencial. A la mendicidad de la existencia estirando la mano hacia ninguna parte. Huellas del vacío; dice negando lo que afirma en la palabra. La risa y la ironía de quien no tiene nada que perder porque es conciente, por la escritura, de que no tiene nada y nada le pertenece y que la nada trabaja en todos los bordes. Su nombre se queda de este lado de la zona muda, junto a la desesperación y a sus palabras que manchan el paisaje inmundo.

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Enrique Lihn Selección de textos

MESTER DE JUGLARÍA

Ocio increíble del que somos capaces, perdónennos

los trabajadores de este mundo y del otro

pero es tan necesario vegetar. Dormir, especialmente, absorber como por una pajilla delirante

en que todos los sabores de la infelicidad se mixturan

rumor de vocecillas bajo el trueno estos monstruos

nuestras llagas

como trocitos de algo en un caleidoscopio. Somos capaces de esperar que las palabras nos duelan

o nos provoquen una especie de éxtasis

en lugar de signos drogas

y el diccionario como un aparador en que los niños perpetran sus asaltos nocturnos

comparación destinada a ocultar el verdadero alcance de nuestros apetitos

que tanto se parecen a la desesperación a la miseria

Ah, poetas, no bastaría arrodillarse bajo el látigo

ni leernos, en castigo, por una eternidad los unos a los otros. En cambio estamos condenados a escribir, y a dolernos del ocio que conlleva este paseo

de hormigas

esta coda de nada y para nada fatigosa como el álgebra

o el amor frío pero lleno de violencia que se practica en los puertos. Ocio increíble del que somos capaces yo he estado almacenando

mi desesperación durante este invierno, trabajadores, nada menos que en un país socialista

He barajado una y otra vez mis viejas cartas marcadas

Cada mañana he despertado más cerca de la miseria

esa que nadie puede erradicar, y coño, qué manera de dormir como si germinara a pierna suelta

sueños insomnes a fuerza de enfilarse a toda hora frente a un amor frío

pero lleno de violencia como un sargento borracho

estos datos que se reúnen inextricables

digámoslo así en el umbral del poema

cosas de aspecto lamentable traídas no se sabe para qué desde todos los rincones del mundo

(y luego hablaron de la alquimia del verbo) restos odiosos amados en una rara medida

que no es la medida del amor. De manera que hablo por experiencia propia

Soy un sabio en realidad en esta cosa de nada y para nada y francamente me extraña

que los poetas jóvenes a ejemplo del mundo entero se abstengan de figurar en mi séquito

Ellos se ríen con seguridad de la magia

pero creen en la utilidad del poema en el canto. Un mundo nuevo se levanta sin ninguno de nosotros

y envejece, como es natural, más confiado en sus armas que en sus himnos.

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Trabajadores del mundo, uníos en otra parte

ya os alcanzo, me lo he prometido una y mil veces, sólo que no es éste el lugar digno de la historia, el terreno que cubro con mis pies

perdonad a los deudores morosos de la historia

a estos mendigos reunidos en la puerta de servicio

restos humanos que se alimentan de restos

Es una vieja pasión la que arrastramos

Un vicio, y nos obliga a una rigurosa modestia

En la Edad Media para no ir más lejos

no llenaron la boca con la muerte, y nuestro hermano mayor fue ahorcado sin duda alguna por una cuestión de principios. Esta exageración

es la palabra de la que sólo podemos abusar de la que no podemos hacer uso -curiosidad vergonzante-, ni mucho menos

aún cuando se nos emplaza a ello

en el tribunal o en la fiesta de cumpleaños

Y siempre a punto de caer en el absurdo total habladores silentes como esos hombrecillos del cine mudo -que en paz descansen- cuyas espantosas tragedias parodiaban la vida: miles de palabras por sesión y en el fondo un gran silencio glacial bajo un solo de piano de otra época

alternativamente frenético o dulce hasta la náusea. Esta exageración casi una mala fe

por la que entre las palabras y los hechos

se abre el vacío y sus paisajes cismáticos donde hasta la carne parece evaporarse

bajo un solo de piano glacial y en lugar de los dogmas surge

bueno, la poesía este gran fantasma bobo

ah, y el estilo que por lo cierto no es el hombre

sino la suma de sus incertidumbres

la invitación al ocio y la desesperación y a la miseria. y este invierno para no ir mas lejos lo desaproveché pensando

en todo lo relacionado con la muerte

preparándome como un tahúr en su prisión

para inclinar el azar en mi favor y sorprender luego a los jugadores del día

con este poema lleno de cartas marcadas

que nada dice y contra el cual no hay respuesta posible y que ni siquiera es una interrogación

un as de oro para coronar un sucio castillo de naipes una cara marcada una de esas

que suelen verse en los puertos ellas nos hielan la sangre

y nos recuerdan la palabra fatal un resplandor en todo diferente de la luz

mezclado a historias frías en que el amor se calcina. Todo el invierno ejercicios de digitación en la oscuridad de modo

que los dedos vieran manoseados

estos restos

cosas de aspecto lamentable que uno arrastra y el ocio

de los juglares, vergonzante

padre, en suma, de todos los poemas: vicios de la palabra. Estuve en casa de mis jueces. Ellos ahora eran otros no me reconocieron

Por algo uno envejece, y hasta podría hacerlo, según corren los tiempos, con una cierta dignidad

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Espléndida gente. Sólo que, como es natural, alienados

Televidentes escuchábamos al líder yo también caía en una especie de trance. No seré yo quien transforme el mundo

Resulta, después de todo, fácil decirlo, y, bien entendido, una confesión humillante

puesto que admiro a los insoportables héroes y nunca han sido tan elocuentes quizás

como en esta época llena de sonido y de furia

sin más alternativa que el crimen o la violencia. Que otros, por favor, vivan de la retórica

nosotros estamos, simplemente, ligados a la historia

pero no somos el trueno ni manejamos el relámpago. Algún día se sabrá

que hicimos nuestro oficio el más oscuro de todos o que intentamos hacerlo

Algunos ejemplares de nuestra especie reducidos a unas cuantas señales

de lo que fue la vida en estos tiempos

darán que hablar en un lenguaje todavía inmanejable. Las profecías me asquean y no puedo decir más.

De "Musiquilla de las pobres esferas"

DIARIO DE MUERTE (fragmento) Nada tiene que ver el dolor con el dolor nada tiene que ver la desesperación con la desesperación

Las palabras que usamos para designar esas cosas están viciadas

No hay nombres en la zona muda

Allí, según una imagen de uso, viciada espera la muerte a sus nuevos amantes

acicalada hasta la repugnancia, y los médicos

son sus peluqueros, sus manicuros, sus usurarios usuarios

la mezquinan, la dosifican, la domestican, la encarecen

porque esa bestia tufosa es una tremenda devoradora

Nada tiene que ver la muerte con esta imagen de la que me retracto

todas nuestras maneras de referirnos a las cosas están viciadas

y éste no es más que otro modo de viciarlas

Quizá los médicos no sean más que sabios y la muerte —la niña

de sus ojos— un querido problema

la ciencia lo resuelve con soluciones parciales, esto es, difiere

su nódulo insoluble sellando una pleura, para empezar Puede que sea yo de esos que pagan cualquier cosa por esa tramitación

Me hundiré en el duelo de mí mismo, pero cuidando de mantener ciertas formas como ahora en esta consulta

Quiero morir (de tal o cual manera) ese es ya un verbo descompuesto

y absurdo, y qué va, diré algo, pero razonable

mente, evidentemente fuera del lenguaje en esa

zona muda donde unos nombres que no alcanzan a ser cuando ya uno, qué alivio, está muerto, olvidado ojala previamente de sí mismo

esa cosa muerta que existe en el lenguaje y que es

su presupuesto

Invoco en la consulta al Dios

de la no mismidad, pero sabiendo que se trata

de otra ficción más

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sobre la unión de Oriente y Occidente

de acápites, comentarios y prólogos

Un muerto al que le quedan algunos meses de vida tendría que aprender para dolerse, desesperarse y morir, un lenguaje limpio

que sólo fuera accesible más allá de las matemáticas a especialistas

de una ciencia imposible e igualmente válida

un lenguaje como un cuerpo operado de todos sus órganos

que viviera una fracción de segundo a la manera del resplandor y que hablara lo mismo de la felicidad que de la desgracia

del dolor que del placer, con una sonriente

desesperación, pero esto es ya decir una mera obviedad con el apoyo

de una figura retórica

mis palabras no pueden obviamente atravesar la barrera de ese lenguaje desconocido

ante el cual soy como un babuino llamado por extraterrestres a interpretar el lenguaje humano

Ay dios habría que hablar de la felicidad de morir en alguna inasible forma

de eso que acompañó a la inocencia al orgasmo a todos y a cada uno

de los momentos que improntaron la memoria

con impresiones desaforadas

Cuando en la primera polución

-mucho más mística que la primera comunión- pensabas en Isabel ella no era una persona sino su imagen el resplandor orgiástico de esa creatura

que si vivió lo hizo para otros diluyéndose para ti carnalmente en el tiempo de los demás

sin dejar más que el rastro de su resplandor en tu memoria

eso era la muerte y la muerte advino y devino

el click de la máquina de memorizar esa repugnante devoradora

acicalada en palabras como éstas tu poesía, en suma es la muerte

el sueño de la letra donde toda incomodidad tiene su asiento

la cárcel de tu ser que te privaba del otro nombre de amor escrito silenciosamente en el muro

o figuras obscenas untadas de vómito

tu vida que —otra palabra— se deslizó, sin haberse podido

engrupir en lo existente detenerse en lo pasajero hundir el hocico

feliz en el comedero, golpear por un asilo nocturno

con el amor como con una piedra

la muerte fue la que se disfrazó de mujer en el altillo

de una casa de piedra y para ti de sombra y humo y nada

porque ya no podías enamorar a su dueña, temblando

del placer de perderla bajo una claraboya con telarañas

tienes que reconstituir ese momento ahora que la dueña de la casa es la muerte

y no la otra, esa nada ese humo esa sombra

darte el placer de ser ella y de unirte a ella como los labios de Freud

que se besan a sí mismos

De "Diario de Muerte" PORQUE ESCRIBÍ Ahora que quizás, en un año de calma, piense: la poesía me sirvió para esto: no pude ser feliz, ello me fue negado, pero escribí.

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Escribí: fui la víctima

de la mendicidad y el orgullo mezclados

y ajusticié también a unos pocos lectores; tendí la mano en puertas que nunca, nunca he visto; una muchacha cayó, en otro mundo, a mis pies. Pero escribí: tuve esta rara certeza, la ilusión de tener el mundo entre las manos

—¡qué ilusión más perfecta! como un cristo barroco

con toda su crueldad innecesaria—

Escribí, mi escritura fue como la maleza

de flores ácimas pero flores en fin, el pan de cada día de las tierras eriazas: una caparazón de espinas y raíces. De la vida tomé todas estas palabras

como un niño oropel, guijarros junto al río: las cosas de una magia, perfectamente inútiles

pero que siempre vuelven a renovar su encanto. La especie de locura con que vuela un anciano

detrás de las palomas imitándolas

me fue dada en lugar de servir para algo. Me condené escribiendo a que todos dudarán

de mi existencia real, (días de mi escritura, solar del extranjero). Todos los que sirvieron y los que fueron servidos

digo que pasarán porque escribí y hacerlo significa trabajar con la muerte

codo a codo, robarle unos cuantos secretos. En su origen el río es una veta de agua

—allí, por un momento, siquiera, en esa altura—

luego, al final, un mar que nadie ve

de los que están braceándose la vida. Porque escribí fui un odio vergonzante, pero el mar forma parte de mi escritura misma: línea de la rompiente en que un verso se espuma

yo puedo reiterar la poesía. Estuve enfermo, sin lugar a dudas

y no sólo de insomnio, también de ideas fijas que me hicieron leer con obscena atención a unos cuantos psicólogos, pero escribí y el crimen fue menor, lo pagué verso a verso hasta escribirlo, porque de la palabra que se ajusta al abismo

surge un poco de oscura inteligencia

y a esa luz muchos monstruos no son ajusticiados. Porque escribí no estuve en casa del verdugo

ni me dejé llevar por el amor a Dios

ni acepté que los hombres fueran dioses

ni me hice desear como escribiente

ni la pobreza me pareció atroz

ni el poder una cosa deseable

ni me lavé ni me ensucié las manos

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ll ni fueron vírgenes mis mejores amigas

ni tuve como amigo a un fariseo

ni a pesar de la cólera

quise desbaratar a mi enemigo. Pero escribí y me muero por mi cuenta, porque escribí porque escribí estoy vivo. De "Musiquilla de las pobres esferas" EL ESCUPITAJO EN LA ESCUDILLA

Estoy lejos de querer significar algo. Escribo porque sí, no puedo dejar de hacerlo. Escritura de nadie y de nada, adiós, quiero decir hasta mañana a la misma hora, frente a esta espantosa máquina de escribir, poesía, será el acoplamiento carcelario entre tú y yo: seres hasta de cuyo sexo se puede dudar, me incrusto en mi rincón a esperar el deseo. Los poetas somos mendigos, alguien lo dijo en el temor de parecerlo. Otro habló alguna vez de los dolores y del costo de la forma (ningún nombre importa, esas frases como pavos reales son, por lo general, de importación francesa). Peor que mendigos. Nos reducimos a la mendicidad, o será que sólo yo he tomado en serio este oficio. Bien pensado, veo a otros miembros de la cofradía -jamás una comunicación, nun-ca un saludo de cumpleaños, ni la menor señal de vida en común, ni un escupitajo en mi escu-dilla- ocupar altos cargos o, en su defecto, abrirse de brazos y de piernas a escala nacional, continental o mundial. Mientras yo, a fuerza de desvivirme, quizás llegue, pero nadie me lo asegura, a sacar de pronto, en lugar de la lengua, la palabra lengua. Al infeliz se le siguen los pasos como bromeando, eso nunca se sabe. Él carece, por com-pleto, de sentido del humor. Respondería con insultos a una mirada de falsa complicidad, con horrores a un juego. Su camino es el de la cuerda floja, pero siempre ha sido prudente: transita con pie de plomo entre uno y otro extremo de la noche. No zigzaguea, porque está borracho. Camina lento pero seguro de regreso a su masturbatorio. Preferiría que no lo putearan, lo eriza este exceso de familiaridad. Tendría que dar un golpe de autoridad para restablecer la distancia que nadie traspasa como no sea para jorobarlo. En caso contrario, huir. Nadie. Que le vengan a hablar de la incomunicabilidad a lo Antonioni, esas son bolitas de dulce, con gente espléndida, para romperla aquí y allá, y mujeres de película. Comme il faut. Que alguien se ponga en su pellejo: un escupitajo en su escudilla. Él es un fraile, él es un frai-le. Dondequiera que vaya allá estarán el gran desierto, las Tentaciones. Nunca seres de carne y hueso a los cuales estrecharse en los momentos cruciales: eyaculación, ternura, muerte; nada más que fantasmas obscenos o los ausentes que le duelen o el mundo entero dejándolo pasar como si fuera un intocable. De toda la injusticia de la que soy capaz para salir al rescate de lo que queda de mí a tanta distancia del mundo, un resto entre otros. Objeto para los demás de uso efímero. Sujeto a todos los vértigos, a todas las náuseas, a todas las desgarraduras del sujeto. Sujeto a la anti-gua: educación religiosa, amor y odio a la familia, miedo a la vida, ideas fijas, obsesiones, alu-cinaciones. No es raro que haya elegido esta profesión, escribiente. Bajo el peso del mundo me desgrano, así parezco soportarlo mejor. Me escribo con minúscula, a reglón seguido, cada palabra es un obstáculo, etc. Casi todo lo que soy está por hacer. La vejez pudo sorprenderme en la cuna. Y no nací, como Lao Tsé, a los ochenta años.

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Digo: no basta con que no se me tienda un cierto número de manos. Yo lo habría deseado todo. ¿Nadie me lo agradecerá? ¡Sólo que -individuos de mi especie-! el derecho a la inutilidad ha cambiado de precio. Si pudiéramos darnos el lujo de extinguirnos. La Historia, en cambio, nos economiza. Para los gastos menudos. Al nivel de los restos.

Piénsese también en la discriminación de los feos, de los débiles, de los impotentes. Sé que grandes problemas tienen al mundo ocupado como a una letrina. Lo harán estallar, la mierda llegará al cielo, y no me obstino. Esta no es más que una acotación en sordina, una mera idea que da su paseíto nocturno, despavorido, entre uno y otro basural. Hay cabezas como ésta. Deshabitadas y, en ellas, cierto tipo de pájaros, cucarachas, seres no tan despreciables como para no dar, por así decirlo, fe de la vida. Y de una miseria innominada. El poeta es su intérprete. Al menos si lo ha cogido la noche en su abandono esencial. Digo poeta porque la palabra me suena a cosa vieja y gastada, casi como un insulto. Con esta trompeta rota nada puede anunciarse, ningún juicio. Servirá, a lo sumo, para descargar los pecados de un testigo de Jehová: la obscenidad del alma. El poeta hablará de los animales que no figuran, por pudor de la belleza, en la leyenda de Orfeo. Y ellos, lejos de escucharlo, anidarán en él, serán parte de su obscenidad, de su alma de su trompeta. Todo es intolerable. Te escribo, te escribo. No logro que ni una sola palabra se te parezca en lo más mínimo. Y para ponerte aquí, por tu nombre tendría que sacar fuerzas de todas mis flaquezas, preparar-me para lo peor que una palabra puede hacernos. No puedo decir que no te halla abandonado. Tendría que gemir, en realidad, en ningún huerto de los olivos como no fuera el huerto de la casa de los olivos, los olivos es la calle del manicomio. A un año de distancia ¿qué he ganado con ello fuera de perfeccionarme en la culpabilidad? Ya tendrás una idea muy clara de lo que significa esta clase de talento cuando se cultiva a escala mundial: algún día bajaré los ojos en señal de abyección. Todas mis justificaciones no son más que otros tantos argumentos en mi contra. Ya me lo dijo un amigo de paso en una maldita esquina del boulevard Saint Michel. Le pareció que una lagartija me recorría el cuerpo. Era mi mala conciencia. Sumarle ahora el muro de los lamentos es algo rayano en la obsceni-dad. Es lo que hago.

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Poesía chilena actual

Polvos rosados

Por Markos Quisbert

GENTE MARAVILLOSA DE MOSTACHO Y KIMONOS DE SEDA

No tiene que ansiar a gente maravillosa de mostacho y kimonos de seda

No hace falta, se verá en el espejo algún día y será usted uno de ellos. Lo ansiarán gentes de ambos sexos; ellos, vestidos de etiqueta, con la mirada fija

en carteles de publicidad mientras conducen, lo reconocerán como el producto del mes. Ellos tocarán los rizos de su barba con la yema húmeda de sus dedos, como la franela que se adhiere a sus cuerpos de arcilla. Será un entretenedor, se dispondrá a salir a cualquier hora

cuando lo llamen a apagar con su manguera los incendios de la piel. Es un clásico del western ante los ojos de ciberadictos

que coleccionan sus poses de vieja vedette con sombrero cowboy. Le dan de palmadas en la calle, le preguntan por su señora que es usted. Sus trajes son tan queridos, imitados, sus diseños nos remontan a una época victoriana. Por favor no haga modificaciones a esos trajes, imperiales, fluorescentes, que nos muestra en sus bosquejos de diseño, cuyo modelo ideal es

un hombre como usted o como yo que ama la seda y los encajes con vuelitos.

VAYA, SE ME ACABA DE CORTAR LA LECHE

Uno conoce el cariño en brazos musculosos y bronceados de vez en cuando, sean de hombre o de mujer, o ambos EN UNO

Uno se refriega a menudo con otro cuerpo bajo un poste de alumbrado, su luz ilumina el sexo que se deja entrever de las cremalleras semiabiertas, su luz remarca el sexo que apunta al cielo o al infierno, es común, uno conoce a un muchacho/cha con gorra de béisbol en una plaza

uno como yo por ejemplo que había advertido hace horas su presencia

entre los árboles meados.

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Allí está, con sus manos cruzadas sobre las piernas, blue jean ajustado, sin distinguirse bien el sexo, allí está, pequeñas sorpresas que el amor dispone en lo privado de la sed nocturna. Un muchacho con gorra de béisbol es tan común, se sienta sobre mis rodillas, como alguna vez yo me senté en las suyas… vaya se me acaba de cortar la leche, en fin, un contacto por chat me distrajo, veía a la vez

las fotos de Alicia que Lewis Carroll le había tomado con distintos trajes, en una aparece toda una tigresa

Me tengo que ir, beso a ti sea quien seas, te recomiendo las fotos de Carroll

POLVOS ROSADOS

I

Un joven de mostacho renuncia a vigilar su vecindario

otros como él vigilan toda una ciudad. De noche, cuando el deseo aflora en sitios públicos

las vecinas (las mismas que barren las veredas

del corazón) atraviesan callejones en busca

de algo que ignoran y les pertenece. Olor a semen invade la ciudad. Que emoción.

II

Una vez los detuvieron a las afueras de un baño público, estaban irreconocibles

con barbas que les llegaba hasta el suelo

nadie los volvió a ver,

desde entonces la ciudad cambió de olor.

Textos inéditos. Markos Quisbert, Arica (1981)

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Narrativa chilena actual

La pedagogía del vacío

Por Mauricio Rojas

Sabía que un día se iba a ir, la cosa era saber cuándo, no quería que me pillara desprevenido. Sin embargo el día llegó y me pilló volando bajo, ahora yo estaba sentado al borde de la cama con las manos en la cabeza intentando aceptar que no volvería. Sabía que iba a pagar mis canalladas. Las noches que no volví y me perdí en el alcohol y en las piernas de una mujer que olvidé al despertar y nunca supe si le pagué o si me dijo su nombre. Sentado al borde de la cama la casa a oscuras y yo esperaba que la pena se me pasara un poco para poder levantarme, porque su silencio me pesaba como un hierro en la cabeza, las nubes rosadas en el cielo se reflejaban en la ventana, me afirmé del cobertor y me levanté fui a bus-car las llaves y salí caminé un rato y me fui a la casa de mi mamá. Toqué la puer-ta y abrió ella cada vez más vieja y me miró con sus ojos endurecidos por los años de mierda que no hacen más que dañarnos, me invitó a pasar y me senté en el living, me ofreció tomar té y me trajo una frazada. -Tienes una cara… acuéstate, parece que te hubiesen apaleado. Me acosté en el sofá y ella fue a buscar el té, me empecé a acomodar, y me trajo una taza con un té rojísimo. El aroma me calmó un poco y me eché. Me lo tomé y me empecé a quedar dormido, veía a mi madre como en un sueño, estaba senta-da muy cerca de mí y no me preguntaba nada, estaba en un sillón frente a la tele tejiendo, aunque lo que a mí me parecía que hacía era desenredar lana. El rostro duro y surcado por las arrugas, el tiempo pasaba y ella se iba consumiendo, y en sus ojos estaba la pena de alguien que quiso un tipo de vida y tuvo otro, uno que siempre pensó que no se merecía. Pero se lo tuvo que tragar como fuese.

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Al despertar aún era de noche, miré la hora, era la una de la madrugada. Estaba en el sofá de mi casa con resaca, me levanté y fui al baño y vomité vino. La cabe-za me iba a estallar. En la mañana tenía que levantarme temprano para ir al tra-bajo. Luego me dormí otra vez. En la mañana abrí los ojos y me quedé en la cama, oí el silencio de las calles cuando todo el mundo está en su trabajo. Ese día no fui a trabajar. Llamé y dije que estaba enfermo, era lo mejor que podía hacer. Me levanté y fui a la cocina y saqué un poco de leche. Me dolía la cabeza y la leche siempre me ayudó a reponer la caña. Me tiré sobre la cama y sentí el hueco que ella dejaba cuando se iba a su trabajo, lo sentí como un hielo que sub-ía desde el suelo y te tocaba, desde la espalda, el pecho y el aire se espesaba. Miré la cómoda donde estaban sus cosas y el patio. No había ningún rastro de que ella estuviese aquí, de que alguna vez gimió en mí oído mientras decía mí nombre y yo la estrechaba con las manos, como si el sexo fuese una manera atroz de desprenderse de alguien. Creo que hay un impulso inconsciente de las personas a esperar que aquellos que se van retornen. Cómo si no pudiésemos acostumbrarnos a que no están. Salí a comprar sólo para distraerme, para no pensar y arrastrarme, pero no sé si fue mejor. Entré en un local y fui al estante de las conservas y compré atún. Luego fui a la caja y pagué, salí. En la esquina en un rectángulo de césped había un niño, el niño caminaba por él y el sol le daba de lleno. En ese momento me di cuenta de que yo era pobre muy pobre o, cómo decirlo, era doblemente pobre porque no tenía descendencia ni tenía historia y de pronto todo eso dejaría de ser, podría atravesar la calle en ese momento y ser atropellado y morir y todo lo vivido que-daría olvidado porque se sostiene en cosas banales como un perfume o un enva-se de jugo que le gustaba a ella y que siempre terminaba chorreando en alguna parte, pero ese envase es igual a cualquier otro. Nada lo distingue del que tomá-bamos del pasillo del supermercado. Eso era todo, un camino recorrido hasta convertirse en deshecho, hacia la basura, hacía la implacable nada. Era mejor no tomar, estar sobrio para ver. Hay que tener fuerza para enfrentar esa realidad. El sol en la calle era agradable, la madre del niño lo tomó de la mano y lo tironeó hacia la vereda para que atravesara con ella. Estaba muy pintada, quizá se había arreglado para alguien o solo para ir a comprar. La llamé para saber qué había pasado. Quería arreglar la situación. -¿Dónde estas?

-No te quiero decir donde estoy

-¿Por qué?

-Porque no quiero que nos veamos por ahora

-Cuándo entonces

- No sé

-Necesito saber, no quiero que me dejes

-Eso deberías haberlo pensado antes. Todo lo que hiciste, no puedo soportarlo. -Perdóname

-Te hubiese creído si no anduvieses siempre ebrio. Te tengo que cortar. -Veámonos. -No. Chao. - Pero te…

Cortó y me dejó inquieto. Tiré el teléfono sobre la cama. La oí muy decidida. Traté de distraerme para no pensar en lo que me dijo. Salí a tomar algo, aunque todav-ía era soportable. Me senté en una mesa y pensé en ella mientras arrugaba una servilleta. El mesero se paseo de un lugar a otro y le hizo unos gestos al cajero, no hubo palabras, solo gestos que el cajero entendió perfectamente, en ese mo-mento yo estaba fuera de todo, me quedé fuera de los gestos, fuera de sus mira-das, como si de pronto fuera transparente, como cuando estaba en el colegio y

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ll no podía ser parte de nada y nadie me tomaba en cuenta. Yo miraba la sala como si fuese una cámara, una cámara que nadie manejaba y me quedaba en las tar-des en mi casa durmiendo y no tenía ganas de seguir estudiando. Quería dejar el colegio y a la vez me sentía tan inútil que no veía como podría sobrevivir si dejaba el colegio. Me tomé el primer vaso de vino y me sentí libre como si las cosas que me rodeaban me entraran amablemente por los poros. Luego entraría en ese espacio que uno busca, ese instante, ese paraíso que el alcohol o las mujeres pueden darnos, pero que nos dejan desprotegidos, desarmados. Alguna vez mi hermana mayor intentó darme un sermón para que dejara todo eso y buscara una vida como la de ella, cómoda, plana, sin riesgos. No me interesaba y la veía mi-rarme desde la altura de alguien que cree que su vida ha sido construida con su voluntad y que nunca ha tenido más que logros, pero en realidad esa voluntad nunca ha sido probada. -Deberías cuidar tu trabajo y a tu mujer- me dijo sentada en su sillón de cuero. -No es algo tan fácil.- sonreí. -Pero tienes que poner algo de tu parte. -No sabes lo que es ser adicto a algo, ah bueno, tú eres adicta a la comodidad.- Su rostro se contrajo. -No seas imbécil. -Entonces no hables huevadas, no tuve la suerte de casarme con un tipo al que todo le sale excelente igual que a ti. -Cada uno elige lo que quiere. -Sí, yo ya elegí. Esa fue la última vez que hablé con ella hace como un año. Volví a la casa ebrio y vi el tarro de basura que nadie había entrado bajo el foco de luz de la calle. Me acosté en el sofá y me dormí, aunque a medias, estuve con los ojos abiertos pen-sando, confundiendo la realidad con el sueño. Empecé a tener miedo. Temblaba como si hiciera mucho frío. El cielo clareaba, me dolía la garganta y me metí en la ducha, dejé que el agua caliente me despabilara un poco. Me vestí y me fui a clases con la cabeza gacha. Durante el día escuché las estupideces de siempre. Y puse mi mejor cara, mi estómago se retorcía por el vino que tomé y lo único que hacía era venderle esperanza a estos niños que tenían el futuro por delante. Un futuro que era más bien incierto. Un futuro cruzado por anhelos y propaganda. Y yo estaba ahí aportando la visión de otros, alienándome, esclavizándome. Soste-niendo, a diario, algo en lo que no creía, tratando de que ellos no terminaran sien-do unos delincuentes. Pero en cierto manera todos, tenemos un pie en ese mun-do. Hubiese preferido quedarme en la casa tomando. Pero estamos amarrados, a menos que abandonemos, de verdad, la comodidad por la que seriamos capaces de matar o delatar a nuestros amigos. Me senté en la sala de profesores y traté de tener mi mejor rostro. En general nadie soporta que uno no esté feliz como si sus vidas se vieran cuestionadas por un rostro inexpresivo y sin valor. Oí las vo-ces de las personas hablando de las cosas que quieren comprar, de los logros de sus hijos como si fuesen los de ellos. Yo me hundí en el sofá y me tomé un café mientras oía el murmullo permanente. El dolor de cabeza se agudizó y el estoma-go me sonaba como si me estuviese muriendo por dentro. En la tarde estaba de nuevo sentado en mi casa pensando en ella y ella no me llamaba y quería verla, aunque… era mejor que la dejara ir, yo no estaba dispuesto a cambiar. Cuando comprendí eso entendí que no sabía donde terminaría todo. Salí en el auto al atardecer y me fui hasta unos caminos apartados al norte de la ciudad. Conduje y pensé, como si fuese parte del viaje, o la misma cosa, además por esa época el límite de las nubes era rosado y amarillo y eso me causaba un estado especial que con caña se vuelve cristalino y agudo. Me estacioné en un centro comercial. Entré en un minimarket y compré un pack de cervezas, las pagué y me fui al auto. Conduje hasta un peladero y me metí a un camino de tierra, en el fondo un cerro recortado a contra luz, me estacioné y me quedé frente a él. Abrí una cerveza y

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ll me la tomé mientras miraba el sol sumergirse. Entonces la recordé moviéndose por la casa sonriendo y descongelando el pollo o preguntándome, qué me gustar-ía comer y finalmente siempre decidíamos comer otra cosa, y todo lo que había-mos acordado se quedaba inmóvil y guardado, yo la miraba en la cocina satisfe-cha de si misma abrir y cerrar muebles manchados de grasa, ese era nuestro momento una comunicación que se deslizaba entre las verduras y la carne conge-lada. Miré el peladero hacia el fondo, había unas maquinarias de construcción, unos brazos mecánicos amarillos, estaban bajo la luz del atardecer como parte de una escenografía imposible, y no eran más que los agentes de los nuevos condo-minios donde todos los anhelos se cumplían, por los que seríamos capaces de todo. No obstante era el momento en que se hacia muy claro que todo era una fachada, una promesa incumplida. Recordé la calle donde vivía cuando chico, tan distinta a la limpieza de estos condominios, en esa época el mundo limitaba solo con el impulso de vivir, pero ahora hasta ese impulso me abandonaba. En el vera-no jugábamos a la pelota en la cuadra frente a la casa, todos vivíamos cerca, dentro de la misma calle, y si alguno venía de otra cuadra era un extraño que nos fascinaba, porque nos invitaba a cruzar el límite que nuestras madres nos habían puesto. Las máquinas seguían allí a la expectativa. Eran una extensión de nues-tra fe. El sol ya no les daba y se quedaron en la sombra como criaturas inmóviles. Al fondo había una garita donde debía haber un cuidador, pero no había nadie, la garita estaba vacía. El viento pasó su mano invisible por la maleza que se movió suavemente y que prometía sobrevivir igual que todo. Me senté en el capó y tiré la botella lo más lejos que pude.

Texto inédito

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Crónica insomne

(fragmentos)

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Por Iñaki Barasorda

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27 de Febrero

¿Y qué con la voluntad?

Por ahora música litúrgica en theremín, cánticos de ave y uno que otro peo enfer-mo. La noche ya es mañana, el estómago un hueco de ácidos con café, la pálida piel una envoltura de humo y carne. Revolcarse, asfixiarse en los pliegues, manosearse para chorrear algo de esa ansiedad. Subir la dosis de ansiolíticos? Anoto “llamar psiquiatra”. Quizás empe-zar con somníferos, y aprovechar de subir el ácido glutámico. Me tropiezo para levantarme, apago la última colilla y me rozo el glande con el dedo para luego aspirar toda esa esmegma acumulada a lo largo de la semana. Inhalado el noble aroma de aquestos residuos prepuciales, me embuto en la ropa. Llego a la casa de una niña rica a su cumpleaños, en un Mini Cooper S y procla-mo ante mucha gente que parece rondar la entrada: “alguien que llega en un Mini Cooper S negro tiene derecho entrar sobre todos!”. Era otra casa, pero entramos, y la anfitriona nos recibe y bajamos a un subterráneo y yo le pregunto: -Para qué está destinado este lugar?

-Para bacanales, celebraciones en general y ocasionalmente orgías…

-Ok, permiso. Bajamos, gente que colma el lugar, pregunto cosas, me mimetizo con mi ropa hipster y bella. -Tú, hola.

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ll Doy la mano, me la reciben, risas. Miro con cara extrañada. Recuerdo a quien me abrió la puerta, me la quiero follar, pero solo conquisto territorio, hago un brindis. La mujer que lo recibe me malinterpreta. Se queda largo rato ahí, como si fuese lo más interesante, pero no lo es. Que se joda, feita. Conquisto a los hombres, soy un cualquiera interesante, no hay jeopardía. Me miran, se extrañan, como mi mi-rada. La mujer acecha, por ahí, la busco, subo, la encuentro, maquino el encuen-tro. Me pregunta qué hago en ese lugar, le digo que ya nos vamos, pero no le basta para pedírmelo. Me quedo con una mirada insistente, sonríe y se burla en un gemido espásmico, le pongo la mano en el coño y ahora el gemido va en serio, pero se espanta y se va. Llego a mi casa, una suave dosis Ravotril, manoseos encantadores, otra mancha en mis sabanas.

4 de Marzo

Despedida.

Hoy ha sido un día negro. Todo parte estando acostado en la cama con el impul-so de suicidarme. Algún significado debía conferirle a mi muerte. No iba a dejar yo que la sociedad le otorgase algún tilde trágico o propio de algún adolescente acongojado por naderías relacionadas a su entorno malsano. Estas son mis últi-mas palabras. La oportunidad de efímera perpetuidad. ¿Deberé esforzarme por redactar líneas dignas del recuerdo? No, claro que no. Son estas palabras la con-secuencia de un simiesco impulso que no merece indagaciones reflexivas. Esta aglomeración de símbolos va contra los mismísimos principios de mi impulso: suicidarme sin previa meditación. Percibir indistintamente la realidad que me pre-sentan mis sentidos y elegir por mera casualidad empestillarme la cabeza. Y no es resentimiento, ni indiferencia ante este mundo. Es sólo un gran simio confundi-do por el choque entre sus instintos alimenticios y sus conceptos metafísicos de la existencia. Ante esta caos, esta libertad potencialmente absoluta de acción (la inherente relatividad de nuestro raciocinio, el inevitable vínculo al lenguaje), el simio simplemente evalúa el suicidio como una de las tantas e indistintas opcio-nes a su disposición.

El apego rutinario a vivir. Es razonable, lo respeto, pero llegó el momento de un suicidio abierto a carcajadas y jolgorios, o a la nada misma.

Basta de egocentrismos. Ahora algunos homenajes: a Gloria, paciente e incondi-cional. Aguantó a este simio bajo toda circunstancia. Podría delinear mi cariño hacia ella en los siguientes y burdos términos: ella es tal vez la única persona, fuera de mi familia, que me haría llorar al morir, quizás irremediablemente. A Ar-chibaldo, un simio utilitario y jocoso. Nos vomitamos mutuamente nuestra barata pre intelectualidad. Fuimos un vaciadero reciproco de todo nuestros impulsos simiales. A mi familia, a quien no tengo nada nuevo que expresarle más que el manoseado amor que uno suele sentir por sus parientes cercanos. Espero no sea desacreditado por aquello, pues sólo basta un poco de sensibilidad para recono-cer mis sentimientos. Adiós.

5 de Marzo

Al final el intento de suicidio terminó una apacible noche de Ravotril. En cambio, ayer se me ha despertado temprano para darme aviso de la muerte de mi abuela. Aparezco sentado en el abandonado velatorio, rodeado de ídolos, floreros y mo-nos inquietos, inciertos de cómo comportarse frente a esto que ya esperaban, pero que saben supone cierta apariencia compungida, exige ciertos lamentos. Se

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ll ve en algunas pupilas el intento de computar los códigos televisados hace unas semanas en una película sobre la muerte de un pianista judío. Ajeno observo con atención las opciones: mirada resignada hacia el piso, mejillas tiritando de inco-modidad, de tanta conmoción?, voces cautas, cadenciosas, silencio reflexivo en general, asustadizamente cadenciosas? Todos en la irresolución de cómo reac-cionar ante tan esperado suceso -hablar del programa dispuesto por defecto tele-visado, en el capítulo pasado sobre amaestramiento de focas podríamos también.

Pero como en un ángulo desenfocado destaca la palidez ancestral de mi abuelo, de figura caída, rezumando su olor de cama, algo confundido por la escena, con cierta intuición sobre qué hace ahí. Se pasea, le saludan estrechamente, por turnos disimulados y ensayadas las cautelas; el venerable hombre que ha perdido a su reumática compañía, su única comprensiva compañía de días y rutinas sim-ples, su pilar de la costumbre acompañada.

Y es durante los segundos que medito esta escena, este intento de respeto por la memoria de doña María Elena Calderón Zarraga, que el cano señor rompe a llorar.

La concentración de un desgarro, un procesión violenta de esta mente perdida. Toda la carga explota en una mirada exhausta, en su mirada espástica de un fin, de un olvido más, ya suplicado el olvido, concedido el placer del retorno al en-cuentro del mono. Llego a mi casa, me arrodillo frente a una imagen de la Virgen, y rezo: -Querida Virgen María, agradecemos con humildad tu presencia en nuestro hogar. Sabemos que las palabras no hacen falta para reconocer en ti un símbolo de infinito amor y bondad, pero lo hacemos igual, para reafirmar nuestro profundo respeto y admiración. Tu sola imagen ha servido ya para entregarme tu mensaje de paz y fe. Y lo volvemos agradecer, esperando aprender cada día más de ti y de nuestro Padre, y así crecer hasta que nuestra alma alcance los cielos, para volver a encontrarnos y refugiarnos en tu eterna armonía. Te pido por el mundo, tan necesitado de todo lo que tú tienes por entregar. Amén.

7 de Marzo

El episodio del funeral ha marcado mis meditaciones sobre la fe y el amor. He caído en la cuenta de que necesito una mujer a mi lado, junto a otras cosas que debo arreglar. Algo que debo comprender es la necesidad del contrapeso a esta insana vida física. Inmóvil aspirando humo. Además, se acerca la conquista de alguna fémina que desee como compañera. Quiero intentarlo. No ahora, pero quizás en las vacaciones. Todo irá suave y sutil. La contención, no la anulación de las emociones y la completa espontaneidad en cuanto a lo que me pase con ella. Que el resto salga como deba. Y bueno, parte importante es entregarme al intento como una presencia sana. Ejercitar al mono sería espléndido. Mono corre músho, transpira músho, es muy sano músho. ¡Así que a entrenar a los ejércitos y a transformar mi fisionomía en un esbelto y poderoso pedazo de homínido!

Cambio y fuera.

Texto inédito. Inaki Barasorda, Santiago, 1987

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Narrativa chilena actual

Zigzagueando

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Por Francisco Quiroz

INTEMPERIE** Vendí a consignación revistas Quirquincho y Papaya. También vendí en la Vega Central revistas pornográficas que un amigo traía de Bra-sil, además de Metropolitan y Play Boy. El negocio siempre fue incier-to. Debí recorrer medio Santiago para poder almorzar y beber un bigoteado decente en barrio San Diego. Los clientes buenos estaban en Plaza Almagro. Nunca tuve un maldito peso. Siempre usé el mis-mo vestón brilloso y los pantalones pinzados que me regaló Carlota en Bismark. Qué alegría haberme encontrado con ella ese miércoles. Me llevó a su departamento en Santa Isabel. Almorzamos porotos con rienda. Me salvó el día.

EL SHOW DEBE CONTINUAR* La luna, hacia la ribera del sueño, ora menguante, ora creciente sobre Santiago, se deshace como guijarro de polvo. Un balcón, un tercer piso frente a Plaza Almagro y un salón de pool. Al costado derecho, la Disco Planet y Solano que, luego de una increíble mona, se des-pierta entusiasta, contemplando la torre Entel y sus destellos. Se levanta parsimonioso del catre y enfila rumbo a otra noche más. Se refriega los ojos, se acomoda su sobretodo, se acicala veloz frente al espejo, expresando para sí, el show debe continuar. No queda otra.

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PICOTEANDO LO QUE SE PUEDE EN LA REINA* Vuelo rasante del tiuque, cuya morada es un nonagenario pino arau-caria. Se lanza desde la cornisa del edificio de condominio, al moder-no vacío que domina pulcramente. De lo lindo coquetea con la hem-bra. Ésta, juega escapándose al crepúsculo. Se hacen fintas y se regodean suspendidos en el aire. Él, hace la pega de costumbre. Se da tiempo, se lanza en picada, picotea lo que puede y aletea elegan-te. Se abalanza amoroso y sólo la ama.

A LA POSTA CENTRAL* Lluvia de palos. No alcancé a preguntarle qué onda y menos a defen-derme. Caí al suelo y luego continuó el Clement, su hermano el bi-gotón y me pareció ver, en la batahola, al Puntete. Todos nos patea-ban en el suelo, a mí, al Osvaldo, al Clarens, al Macoña y al Grone. Nos dejaron pa la zorra. No pudimos irnos esa noche a Loncura. No nos fuimos nunca, porque tuvimos que ir, inaugurando la lona del jeep (cuya estructura habíamos soldado durante todo el día, entre melones con vino y jureles en tarro), en patota, a la Posta Central.

TANGO**

Tiene el brazo izquierdo más largo. Su mirada seductora la dirige a la visera del gorro gardeliano de él. Le hace un sensual juego de pier-nas. Él, tiene estilo. Su terno no está pulcro ni impecable. Es de lino blanco arrugadísimo. Imposible verle el rostro. Ella lo arrima hacia sí, mientras él mironea el par de diamantes por el escote del vestido. Lo lamentable son sus zapatos que parecen alpargatas y no están a la altura de un caballero, más aún si se las va a dar de galán y de exper-to bailarín de tango, que es lo mismo.

ZIGZAGUEANDO*

En Los braseros de Lucifer lo que un fumador se demora en dos ciga-rrillos. Bebieron un gin con gin. Caminaron por San Diego. Luego, en Arturo Prat, entraron a La Pipa, otro gin con gin. Un tipo cantó acom-pañado de un acordeón. Quinientos pesos e interpretó Angustia y Cambalache. En Santa Rosa, La Tinaja, tercer gin con gin.¡Estamos en la hora! No quiso quedar de pie. Quiso escuchar, desde el principio a Los Ciudadanos. ¡Vamos! Y bebió de un sorbo la mitad restante del vaso, haciendo una morisqueta, entre asco y placer.

* Textos inéditos

** Textos publicados en antologías del concurso "Santiago en Cien Palabras"

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Narrativa chilena actual ll

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Por Sergio Sarmiento

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Andaba complicado por de la tía Angélica. Andaba nervioso. Y no era capaz de hablar con nadie. A fin de cuentas no había nada qué hacer. El destino es crudo. En el banco, además, me sentía rodeado de uniformes. Y bóvedas. Y caras podri-damente alegres. Nadie con quién comunicarse de verdad. Andar triste, en el banco, parece que está como prohibido. Hay que sonreír a los clientes internos y a los externos. Hay que representar el papel de hombre satisfecho. El papel de funcionario que mira hacia el futuro y no ve ninguna nube negra. Si me atreviese a hablar, pensé, lo más seguro es que mis colegas me manden a buscar refugio en dios. En el papa y sus soldados. Sí, porque en el banco casi todos son católi-cos. Son todos piadosos. Cada cual tiene un santito diferente en el escritorio. Un santito que lo cobija. Yo, en cambio, voy para otra parte. Soy de los que no creen en la iglesia vaticana. Me asquean los curas. Los curas que casan a los famosos, los curas que reflexionan en los canales católicos, los curas que sermo-nean en los tedéums y los curas comunes y corrientes, los peces flacos, que con su apestosa amabilidad, con su pobreza de utilería, con su bondad lujuriosa, en-gañan al hombre común y corriente. Al consumidor de fe. En fin, tal como un es-critor colombiano que leí durante las vacaciones, siento un profundo asco por la gran puta romana. Pero el asunto no termina allí. Este asco, en mi caso, se ex-tiende hacia todas las demás religiones. Me provocan náuseas, por ejemplo, los canutos que con potentes altavoces, tra-jes de suches y horrenda gramática predican en las esquinas del barrio. ¡Cállense de una vez, evangélicos de mierda! Sus voces disonantes cruzan, cada sábado, cada domingo, cada feriado, las ventanas y las puertas de mi casa, impidiéndome beber en paz los maravillosos vodkas con hielo que distienden ¡alabadas sean las destilerías! mi tenso organismo funcionario. No me dejan disfrutar esa droga legal que, con amplitud de criterio, los legisladores han consentido para el uso ciudada-no. Esa droga que liberó a Ben Sanderson de lo fomeque que resulta, a veces, la

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existencia humana. Me refiero al protagonista de Leaving Las Vegas, una de las pocas obras del séptimo arte que he visto más de una vez, diecisiete para ser totalmente exacto. Gracias doy al iluminado Mike Figgis, director de tan poderosa obra. Gracias también doy a los señores legisladores de la República de Chile por permitirme el uso de esta sustancia. Enormes e infinitas gracias. De paso les pido, respetuosamente, señores diputados, señores senadores, que regulen a estos ruidosos enfermos teocráticos que gritan en las veredas. Enfermos que ni siquiera me permiten, una vez consumido el transparente brebaje ruso -porque bebo ruso original y no versiones chilenas- tener una borrachera como la gente. Tener una depresión como la gente. Más ahora, que estoy en problemas. La tía Angélica me crió desde los siete años, cuando mis padres murieron. Fue un accidente automovilístico del que prefiero no hablar. Y a pesar de que creía en dios, en la virgen y hasta en los extraterrestres, la quería como a una madre. Una buena madre. El día que supe de su hospitalización –y de la gravedad de su en-fermedad– quise llamar a la tía Rosa y contarle lo que me estaba pasando. Pero la tía Rosa no es como su hermana, es más dura, es más seca. Ella es útil para la parte operativa, no para las emociones. Después quise llamar a alguna de mis ex. Pero no fui capaz de marcar. Seguramente me preguntarían por el depósito men-sual. Ellas eran una sucursal del banco. Ese día bebí hasta quedar casi incons-ciente. Estaba echando espuma por la boca cuando creí escuchar que alguien golpeaba la puerta. Supuse que se trataba de algún fanático religioso. Y sentí rabia. Y quise levantarme y golpearlo. Pero apenas pude moverme. Llegué a la puerta cuando no había nadie. Y, tras tomar fuerzas, grité que era necesario eli-minar a todo aquel que quisiera salvar el alma de los otros. Que salven su culo primero. Hay que eliminar, continué, a los mormones, a los mormones gringos y a los mormones latinos –fotocopias morenas– que se pasean con sus camisitas blancas y sus sonrisas brillantes por las calles del barrio, caminando o en bicicle-ta, como promoviendo una marca de detergente oligopólico. ¡Que se mueran los mormones asquerosos! También hay que eliminar a los testigos de Jehová y sus sombreritos de hilo. Y sus revistas reculiadas que promueven puras mentiras. Acabar de una vez por todas con sus golpes en las puertas de los vecinos. Aca-bar, por ley, señores parlamentarios, con sus preguntas imbéciles que interrum-pen nuestras vidas, pero no las salvan. Desperté en el antejardín. Tenía la camisa manchada con tierra. Eran las doce la noche. Y pensé que lo mejor que podría pasarme sería ganar el concurso del tv cable y viajar a una ciudad de EEUU –la que Ud. escoja– con los gastos pagados por treinta días. Había mandado casi veinte mensajes de texto. Si ganase podría olvidarme de todo. Podría descansar sin clientes preguntando por saldos, líneas de crédito y cobranzas judiciales. Descansar sin hijos ni ex esposas. Descansar incluso del padecimiento de la tía Angélica. Su vida no estaba en mis manos. Solo los médicos podrían hacer algo por ella. Yo no estaba capacitado ni siquiera para darle palabras de aliento. Yo era un influjo negativo. Un hoyo negro. El concurso era mi última esperanza. Tomé el celular y mandé otro mensaje. Si ganaba esco-gería Las Vegas. Allí dejaría de lado los ritos bancarios. Allí podría despreciar el sueldo y los beneficios y el prestigio que otorga trabajar en una entidad sólida y estable. Una entidad cuyo dios gobierna este mundo. El pasto estaba húmedo y me levanté. Tenía frío y un enorme dolor de cabeza. Pero estaba entusiasmado. En Las Vegas, me dije, podría olvidar también a la tía Rosa, que es casi un cura. Un severo cura con vagina. También podría alejarme de la religión. En Las Vegas parece que no hay religión. Allí podría sentirme libre. Y encontrar a mi propia prostituta sagrada, a mi propia Sera, a mi propia Elisabeth Shue. Y tener un polvo de verdad. Después, como Ben Sanderson, la dejaría. Y seguiría bebiendo. Be-bería con hambre y desesperación hasta encontrar el camino, hasta tener unas vacaciones largas. Unas vacaciones en la oscuridad, unas vacaciones bajo mis párpados, convertidos en lápidas.

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Al día siguiente, en el banco, la resaca me mataba. Y la pena. Sucesivas dosis de café y analgésicos no fueron suficientes para recomponerme. Tenía un aspecto lamentable. Ojala la tía Angélica estuviese conciente, me decía. Si estuviese con-ciente podría contarle lo mal que me siento. Pero cuando iba al hospital solo me encontraba con su piel enferma. Y sus ojos perdidos. Y una ridícula virgen sobre su cabeza, colaboración de la tía Rosa. A las doce del día me sorprendí mirando la tele que en la sala de espera entretiene a los clientes. Hablaban del fin del mundo en el 2012. Pensé, entonces, que si la tierra estallase me daría igual, pues lo más seguro es que no haya tiempo para lamentos. Solo para un vodka. Y si hubiese tiempo, me dije, habría muy poco de qué lamentarse, pues la vida de la mayoría de la gente en este planeta nunca fue muy hermosa. La vida aquí ha sido, desde siempre, un desastre. Y todos hemos colaborado. No solo los gobier-nos y sus socios opositores. No solo los grupos económicos. No solo los líderes religiosos. A fin de cuentas es la gente común y corriente la que ejecuta las accio-nes. Justificando nuestra cobardía en la necesidad nos jodemos entre todos. El mundo no funciona. Y los empleados bancarios, hay que confesarlo, hemos cola-borado bastante con tal situación. Hemos sido, por decirlo de manera amable, los bien vestidos ejecutores de la usura. Hemos decapitado, con afiladas tasas de interés, a los pecadores, a los que se rebelan ante el poder del dinero. Todo por mantener la pega. Y el aire acondicionado. Y las regalías. Me serví otro café. Y mientras revisaba los saldos de los cuentacorrentistas, ya no estaba viendo tele, tuve una pequeña crisis. Me eché a llorar en ese sitio donde está prohibido sentir-se mal y un colega fue en mi auxilio. Entregándome unos pañuelos desechables me acompañó a los servicios higiénicos, donde no hay cámaras. Allí hablamos un rato. Tras escuchar mi problema me aconsejó que fuese a ponerle unas velitas a santa Teresita. Dolorido, pero digno, ironicé preguntándole por dónde había que meterle las velitas a la santita. ¿Hay una ranurita? Mi colega se ofendió un poco, no mucho, pues tampoco era, como dijo, católico practicante. Aquí nadie es católi-co practicante, todos fingen, susurró después. Enseguida escrutó los espejos como buscando a un observador oculto. Una cámara de vigilancia, un micrófono. Da lo mismo que creas o no creas, dijo subiendo un poco el volumen tras terminar la inspección. Vaya, mijo, y póngale unas velitas, señaló después, adoptando un tono paternal. Luego me contó que hace un tiempo, cuando su mujer tuvo un accidente, andaba de compras y cayó en una alcantarilla del centro, y estuvo grave, muy grave, fue donde santa Teresita y le puso unas velitas y le pidió que su mujer sanara y otras cosas más, como estabilidad laboral, un casa más amplia y más fe, porque puta que cuesta tener fe, amigo, dijo. Y la santita se las conce-dió todas, con excepción, parece, de la famosa fe. Una vez que el milagro se concrete, usted va de nuevo para allá -continuó diciendo- y paga la manda, es decir, realiza lo que prometió a la santita a cambio de los favores solicitados. Ge-neralmente son velas, la santita necesita muchas velas. Yo pensé en la tía Angéli-ca, que es la única persona que quiero, la tía Angélica que pese a tener ideas cristianas, no merecía morir. Esa misma noche, afirmado en una botella de vodka, decidí dejar de lado mis sólidas ideas antirreligiosas. A fin de cuentas soy chileno, pensé tras el segundo trago, es decir, soy mediocre, soy inconsecuente. Me serví enseguida un tercer y un cuarto vaso del blanco licor. Y me sentí noble y marea-do. Y volví a llorar. Y puse Leaving Las Vegas. Y me quedé dormido. Al fin de semana siguiente, cuando la idea, dada su estupidez, comenzaba a des-moronarse, decidí partir para el santuario de la primera santa chilena. Se piensa y se hace, dije repitiendo una de las frases emblemáticas de la tía. Y me puse en marcha. No quería fallarle. En el camino, mientras manejaba rumbo a Los Andes, observé unas rocas enormes que me alucinaron. Unas rocas como primigenias. Tipo once de la mañana llegué a mi destino. Estacioné y partí al templo. Se trata-ba de una iglesia común y corriente, llena de gente común y corriente, encendien-do velas, comprando souvenirs, dando limosna, arrodillándose, murmurando co-mo si hablasen con la santa o con dios. Sentí profunda pena por ellos. Y mientras

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calculaba el monto de dinero que diariamente donaban los tontos a la iglesia cató-lica, me detuve un par de minutos ante la imagen de la santa. Y con cierta ver-güenza formulé mi petición y mi recompensa. Y encendí una vela que los asisten-tes de los curas me vendieron a precio de monopolio. Miré el rosado rostro de la santa unos segundos. Era un rostro infantil. Y falso. Sentí vergüenza otra vez. Y salí del templo. Y fui al estacionamiento. Y di unas monedas a un indigente que agi-tando un paño me llamaba patroncito. Eché a andar el motor. Y regresé a Santiago. Y mientras manejaba observé otra vez las rocas enormes, las rocas primigenias. Llegué tarde. Y como un niño bueno que regresa de misa sin beber un trago me acosté. A la mañana siguiente, muy temprano, recibí la llamada de la tía Rosa para informarme algo terrible. La tía Angélica había muerto. No pudo resistir la operación, se lamentaba una y otra vez. Era un día lunes. Siete de la mañana. A las ocho treinta llamé al banco y pedí permiso por dos días. Escuché las palabras de buena crianza del encargado de recursos humanos, un psicólogo laboral adic-to a los casinos y a las secretarias. ¿Quieres hablar con algún otro colega?, ofre-ció amable al final de la conversación. Dije que no y corté la comunicación. Ense-guida me di una larga ducha. En honor de la tía Angélica me arreglé lo más que pude, me afeité y me puse un buen traje, la tía Angélica, además de creer en el crucificado, creía en la rima: bien vestido, bien recibido, repetía durante mi infan-cia, convirtiéndome, primero, en un correctito escolar y, después, en un funciona-rio meticulosamente terneado. Tras desayunar me serví un vodka. La mañana era tibia y detrás del vidrio la cordillera, carente de nieve, se alzaba imponente. Re-cordé, entonces, lo sucedido el día anterior. Y un cierto remordimiento vino a mi cabeza. Claro, porque estando ante la santita no pedí por la salud de la tía Angéli-ca, ella podría arreglárselas con los santos, ella tenía línea directa con el todopo-deroso y sus ángeles amanerados, sino por mi viaje al país del norte. Quiero via-jar a EEUU, en especial a Las Vegas, murmuré, ofreciendo como recompensa mi alma. Mi alma que no existe, añadí. Y miré fijamente los ojos de acrílico de la santa. Luego esbocé una gran sonrisa irónica. Y encendí una velita y sentí com-pasión por los idiotas que lloraban ante la imagen de la muchachita santa, la mu-chachita que perdió su juventud encerrada en un templo repleto de lesbianas y mentiras. Enseguida me arrepentí del viaje. Soy demasiado mediocre, soy dema-siado oportunista, soy demasiado chileno, me dije. Y avergonzado quise borrar el episodio de mi cabeza. Tú no crees en ese tipo de estupideces, tú eres racional, tú eres un correcto em-pleado bancario, tú eres un hombre de números, me dije después, mientras le-vantaba el vaso de vodka y miraba la cordillera al trasluz. La tía Angélica igual hubiese muerto si hubieses pedido por su vida. No seas huevón, Ramiro. La reli-gión es una tontera. Claro, por supuesto, la religión es una mierda. De eso no hay dudas. Pero igual sentí pena, pues me di cuenta que había traicionado, de mane-ra simbólica, a una mujer que me había amado mucho, a una mujer que por criar-me había renunciado a ser madre –madre biológica– tras el accidente que ter-minó con la vida de mis padres. Y me sentí egoísta. Y tuve rabia. Y apuré el vod-ka. Y terminé el vaso. Y me serví un segundo trago. Y mientras mi sed crecía, volviéndose insaciable, me sentí como Ben Sanderson viajando hacia la muerte. Una cierta euforia, entonces, me vino al cuerpo. Recordé mi infancia. Recordé a la tía Angélica peinando con gel mi pelo chusco. Sentí su beso tibio en mi frente. Y lloré como un niño. Mi vida se escapaba y, al fin, nada digno había hecho con ella. Mis hijos apenas me conocían. Nunca había puesto gel en sus cabellos, ni besado sus frentes con dulzura. Culpa de sus madres, me dije. Mis tres ex muje-res han complicado mi relación con ellos para darles otros padres. Luego me di cuenta que estaba equivocado, que a pesar de los obstáculos la responsabilidad era mía. Yo había renunciado a ellos. Yo los había abandonado. El vodka había vencido. En ese momento sonó el teléfono. Me levanté y busqué mi celular pen-sando que se trataría de la tía Rosa. ¿Hablo con Ramiro Arteaga?, preguntó una

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amable y acartonada voz femenina. Sí, con él, respondí. Soy Macarena Andrade, ejecutiva de marketing de Telesur, su empresa de cable. Y le tengo una muy muy buena noticia. ¿Una muy muy buena noticia? Claro, se trata del concurso de via-jes. ¿Se refiere al concurso de viajes a EEUU? Exactamente, a eso me refiero, respondió la mujer. En ese momento mi corazón latió de manera brusca. Sentí que mis huesos se volvían hielo. Se me fue la borrachera, tuve miedo y corté la llamada. Al tiro apagué el celular. Una idea siniestra cuajaba en mi cabeza. Y no quería aceptarla. Don Ramiro, usted ha ganado el viaje a EEUU, imaginé que diría la ejecutiva. Y eso estaba absolutamente fuera de mis cálculos. Me imaginé creyendo en dios y en la virgen. Me vi viajando al Vaticano para besar la mano del santo Papa. Me vi comprando velas para la ranurita de santa Teresita. Me vi dan-do testimonio en una iglesia. Y tuve miedo. Terminé el segundo vaso y me serví un tercero. Y me quedé sentado sobre el sofá, bebiendo y mirando la seca cordillera. Abrí los ojos pasado el mediodía. Estaba mareado y me di una segunda ducha. Enseguida me preparé un café cargado y tras encender el teléfono llamé a la tía Rosa preguntando por novedades. Ella me informó del lugar del velatorio, una capilla del barrio donde había pasado mi infancia junto a la tía Angélica. El entie-rro sería en el parque cementerio Eternidad. Luego ajustamos algunos detalles económicos, principalmente lo referido al valor del servicio funerario, estipendio que pagaríamos a medias. Después pensé apagar el teléfono. No me sería agra-dable recibir llamadas de Telesur. Pero lo dejé encendido. No podía dejarme lle-var por la superstición. Ya no estás tan borracho, Ramiro, me dije. Y fui por otro café. Y mientras miraba la televisión, daban noticias, me reí de mí mismo. Me reí de la fragilidad de mis convicciones, de lo fácil que resulta, cuando uno anda débil, caer en la idea de lo sobrenatural. Tú no crees en nada, me dije. Tú ni si-quiera eres de ese tipo de gente que cree en la energía, dios es energía, la natu-raleza es energía, el cosmos es energía, por lo tanto, dios, la naturaleza y el cos-mos son una sola cosa, un solo dios, una sola fuente de poder, una sola bóveda central. Recordé, entonces que en el banco hay un par de enfermos con ese tipo de convicciones. Uno de ellos es el psicólogo laboral. El otro es un tipo de marke-ting. Los peladores dicen que fuman marihuana. Pobres drogadictos. Deben estar mal de la cabeza. No sé cómo no los despiden. Por último, que les paguen un tratamiento. Que los rehabiliten para que se den cuenta que la cosa es como es no más. Que no sigan soñando con huevadas. Que vean la vida, por último, como esa gente siútica que la compara con una página en blanco, una página, añaden, que podemos colorear a nuestro modo. Me relajé. Las ideas idiotas habían des-aparecido solo con mencionarlas. Había tenido solo un pequeño episodio paranoi-co. Reí fuertemente entonces pensando que lo único que me había faltado es ver a santa Teresita. Que la pobre chica cruzara la puerta y me hablase de su abusi-vo dios. Jesús ha tomado el mando de mi barquilla y la ha retirado del encuentro de las otras naves. Me ha mantenido solitaria con El. Por eso, mi corazón, conociendo a este Capitán, ha caído en el anzuelo del amor, y aquí me tiene cautiva en él. Algo parecido había leído en mi visita al templo, algo así de esclavizante, pensé y reí otra vez. Entonces me levanté para ir al velorio. Y me di cuenta que estaba, todavía, muy borracho. Apagué la tele. La tele estaba de sobra. Y me senté otra vez sobre el sofá. El funeral podría esperar. Al fin y al cabo la Tía Angélica no resucitaría. Ya estaba muerta y ningún santo la haría volver a respirar. Tampoco voy a viajar a Las Vegas. No conoceré a mi prostituta sagrada. Los milagros no existen, la religión es una mierda, repetí con más fuerza que nunca mientras tra-gaba la negra sustancia. Al rato sonó el teléfono. No quise contestar. Cortaron. Y seguí sentado en silencio ante la tele oscurecida. La tele muda. Y volvieron a llamar. Esto ocurrió unas seis o siete veces. Finalmente di una mirada al visor. Era el número de Telesur. Seguramente se trata de una promoción, concluí.

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Siempre parten con la misma historia, igual que en el banco. Tengo una muy bue-na noticia para usted, señor X. Y enseguida te comunican que tienes un crédito pre aprobado. Seguramente están ofertando un nuevo pack de canales, me dije justo cuando el teléfono marcaba otra vez. Tomé el aparato. Y sin mirar el visor contesté. Don Ramiro Arteaga, qué bueno que por fin me responda. Tengo muy muy buenas noticias para usted, dijo la misma voz femenina de la llamada ante-rior. Miré por la ventana: sobre la cordillera, carente de nieve, circulaba una nube redonda y esponjosa. Me dejé caer en el sofá. Y vi a la tía Angélica parada junto a la puerta de entrada. Y esbocé una sonrisa. Y pregunté a la ejecutiva de Telesur por las buenas noticias. Sin nada de miedo.

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Narrativa chilena actual

Ley de gravedad

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Por Sergio Sarmiento

Salí del ministerio y mientras cruzaba la calle observé a un carabinero que parado sobre una tarima anaranjada dirigía el tránsito. El homínido movía las manos y tocaba un silbato de manera mecánica, estridente, antimusical, la cara seca y rígida, el uniforme perfectamente planchado, los ojos exentos de emociones. Me pregunté, entonces, si un organismo de tales características podría calificarse como un ser humano. Me refiero a un organismo que intenta usar su propio cere-bro, su propio corazón. No a una máquina programada para el deber. No al pro-ducto de un dispositivo pedagógico basado en la humillación. Pero no alcancé a redondear mi importante conjetura. Al poco rato me hallaba en la vereda de en-frente, en medio de la multitud, intentando eludir a una china vieja y flaca que vendía arrollados primavera. Y a un empleado del servicio de aseo, tipo común, insignificante, nuestro, que silbando melodías cumbiancheras empujaba un conte-nedor repleto de flores muertas. Y a un hombre mayor, con terno gris, camisa negra y nariz ligeramente colorada, probablemente un empleado bancario alcohó-lico, que se miraba la cara en el espejo de una tienda de pasteles, justo donde había una torta de la selección chilena. La roja de todos, como se dice, represen-tada por monitos de crema y caramelo.

Llegué a calle Bandera. La mañana estaba helada y corría un fuerte viento. Sobre nuestras cabezas un cielo provisto de oscuras nubes anunciaba lluvia. Aceleré el paso. No tienes nada qué hacer en este lugar de mierda, me dije. Este lugar ates-tado de cámaras, infiltrados y vigilantes. Y volví a acelerar el paso. Y encendí mis alarmas. Y mientras observaba minuciosamente a los transeúntes que me rodea-ban, recordé mi entrevista con el asesor del ministro. No había dudas: otra vez tendría que actuar. No había forma de echarse atrás. La vida, como señaló el asesor, un abogado de pelo corto que odiaba a los comunistas, corre siempre hacia adelante. Adelante es el sitio dónde todos quieren estar. Miré hacia Agustinas. A lo lejos, entre la gente que salía de un mall, me pareció ver a Roger Fernández. Juraría que era él. Andaba vestido con su ridículo traje

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funcionario. El maldito venía directo hacía mí. Entonces cambié bruscamente de dirección. En vez de seguir hacia el centro crucé la Alameda y me refugié en una sandwichería del paseo de los lisiados. Allí, mientras esperaba el pedido -un chu-rrasco dinámico y un café- cubrí mi cara con un periódico. Mala película. No quer-ía sorpresas. Roger Fernández me andaba buscando hace tiempo y yo no tenía ganas de hablar con él. Con una vez fue suficiente. Te va a salir caro, dijo. Sí, respondí, pero a ti te va a salir más caro todavía. Revisé las noticias nacionales. Los estudiantes universitarios, que hace unos meses se habían vuelto a rebelar contra el estado, ocupaban la sección nacional. Aspiraban a una educación gra-tuita. Educación igualitaria, no discriminadora. Y decente. Lo mismo con que yo soñé hace muchos años. En otra vida. En otra respiración. Fue cuando estudiaba historia y Roger Fernández, vestido con su traje funcionario o disfrazado de predi-cador evangélico o de repartidor de pizzas o de medidor del estado del agua, no andaba detrás de mi persona. Época en que logramos joder a los milicos y a la derecha y nos terminaron estafando los Frei y los Lagos. Fue una de las tantas veces que no resultó. Fue lo mismo que pasó con los pingüinos. Y con José Do-mingo Gómez Rojas. Historia de Chile, nada más. Tomé un sorbo de café. Y mientras observaba a un lisiado ordenando sus collares artesanales y sus cigarreras y sus bolsos de cuero, pensé que desde su origen los dueños del estado chileno han sabido manejar a la sociedad para mantener sus privilegios y su rol rector del viejo latifundio nacional, hoy convertido en pujan-te corporación. En eso han sido exitosos, han sido eficientes. Y cuando la cosa se les ha vuelto difícil, es decir, cuando la manga de rotos se ha sublevado, aunque sea de la mano de algún aristócrata mesiánico, como en el caso de Allende, han ejercido una violencia brutal y ejemplificadora. Una violencia educativa. Estos tipos sí que saben lo que hacen y lo que quieren, estos tipos no vacilan, estos tipos sí que se entienden con el poder, me dije. Y me sentí como excitado. Y sentí vergüenza de mí mismo. Y bajé la cabeza. Y tomé otro sorbo de café. Enseguida tuve ganas de aconsejar a los estudiantes, escribirles una carta e indicarles que no resulta útil lanzar piedras a los pacos, que eso le sirve solo a los dueños del estado. Es publicidad para atemorizar abuelitas. Además no se gana nada. Repo-ner un paco es fácil. La malla curricular no tiene nada de exigente. Y en el país hay bastante materia prima. En Chile sobran los postulantes a carabineros, pues la necesidad, la ignorancia y la estupidez abundan. Además los publicitan por la tele. Los publicitan más que a la Coca Cola. Miré hacia la esquina. Y tras escrutar el panorama me sentí más tranquilo. Roger Fernández brillaba por su ausencia. Si se quiere ganar la batalla contra el capitalismo, pensé después, lo que hay que hacer es armarse y atacar al enemigo de verdad, que son los grupos económicos, no los uniformados, puesto que estos son solo herramientas usadas por cualquie-ra que tenga el poder. Habría que disparar contra unos cuantos cabrones de esos que beben whisky en la punta de la pirámide organizacional, socios, gerentes, directivos. No quedarse en la calle, peleando pobres contra pobres, ignorantes contra ignorantes. Eso habría qué hacer. En caso contrario sería mejor diseñar una estrategia 100% pacífica. Tipo Gandhi. Y respetarla. Pero no transitar por el camino del medio, por la ambigüedad, que es el terreno perfecto para los que hoy que mandan, los que embolinan la perdiz, los que han construido una ley y un cuerpo de homínidos defensores de esa ley para satisfacerse aplastando a los otros. Terminé el churrasco y fui por mi auto. Lo dejé junto al cerro Santa Lucía, lejos del ministerio, en un estacionamiento subterráneo. Me fui por las galerías, haciendo como que vitrineaba, pero andaba pendiente de Roger Fernández. No quería ver su cara. La última vez que me habló fue en plena calle. Andaba disfrazado como payaso de una tienda de zapatos infantiles. Te va a salir caro, dijo. En el camino pasé por el banco y deposité el anticipo que me había dado el asesor. Encargo del señor ministro, dijo con voz pausada. Y agregó: puta que salen caros estos

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comunistas de mierda. En realidad era harta plata, plata como para comprarme otro auto. Lamentablemente no era toda para mí. Tenía que pagarles a mis cola-boradores. Al chico Raúl, al Panda, al Mono López. Son todos de Recoleta, comu-na del norte de Santiago en la que trabajo como encargado de organizaciones comunitarias, un cargo que el ministro me consiguió con su socio el alcalde. Son del mismo partido. Mi pega, allí, es bastante fome, con poca acción y poca emo-ción, pero el cargo me permite estar cerca de la gente. Tengo que relacionarme con juntas de vecinos, con clubes deportivos, con grupos artísticos, con organiza-ciones de mujeres, de ancianos y de jóvenes. Gente humilde que vive esperando que el estado abra la llave de la prosperidad. Sueñan con un milagro de bondad extrahumana. Un milagro que nunca va a ocurrir. La mayoría es gente de escasos recursos. Gente vulnerable, como se dice en jerga técnica. Igual que mis colabo-radores, que son tipos de medio pelo para abajo, aunque no son honrados ni inocentes como los vecinos que todavía creen en Papá Noel. Mis colaboradores son tipos sin conciencia, integrantes del lumpen a quienes pago generosamente para que efectúen ciertas acciones públicas. Acciones que me encomienda el asesor del ministro.

Hoy me informó que necesitaba dos cosas. La primera: quiero que este jueves unos cuantos flaites se metan a un liceo cualquiera de la comuna, tú decides cuál, tú conoces el trabajo en terreno. Necesito que vayan encapuchados y que que-men algo como la biblioteca, la sala de profesores o el laboratorio de computa-ción. O todo al mismo tiempo. Necesito que sea de noche, los pacos no van a ir. Y que pongan unos letreros que digan “En toma”, “Por una educación digna”, “Morir o vencer” y huevás parecidas. Tienen que irse tipo seis de la mañana. La fuerza pública va a llegar a las siete. Y a las siete treinta vamos a estar en directo para todo Chile. Ok, dije. Y sentí que mi corazón latía fuerte. Era excitación. O pánico. O rabia. No lo sé. Lo que tengo claro es que mentalmente armé de inme-diato el equipo de trabajo. Los ejecutores ideales para esta pega serían el chico Raúl y el Panda, que eran totalmente vandálicos, que tenían amigos escolares y que vivían cerca del Liceo D344. La segunda, como siempre, consistía en poner a unos veinte tipos en la marcha de los estudiantes por la Alameda, para que ape-dreen a los pacos. Y les lancen bombas molotov. Y destrocen locales comercia-les. Y los saqueen. Y generen el enfrentamiento entre los homínidos uniformados y los homínidos manifestantes. Aquí encajaba el Mono López. El Mono era el indicado para esta actividad. Tendría que ir a la población 11 de febrero y hablar con él para que reclutara gente. Un buen lote. El Mono López vendía pasta base y siempre podía conseguir huevones limítrofes que -por unos papelillos- eran capa-ces de hacer cualquier cosa que se les sugiriera. Hasta para golpizas servían. Necesito que les den duro a los carabineros y a los comerciantes hasta que se sumen los tontones habituales. Pero esta vez necesito el triple de desastre, el triple, ¿entendido? El asesor hablaba claro. El asesor hablaba casi como un esta-dista, casi como un futuro ministro. Entendido, respondí. Quiero que todo funcione a la perfección, dijo después. No podemos correr riesgos. Los comunistas están calibrando ultrafino. Miré su cara. El sudor le cubría la frente. Abrió un cajón de su escritorio y tras mirar Santiago por la ventana, Santiago que estaba lleno de nie-bla, se acercó a mi lado. Y me golpeó los dos hombros al mismo tiempo. Sigue portándote bien, dijo. Hazlo por tu mujer, la Alejandra. Y por los mellizos. Ellos no saben nada, para qué echarles a perder la vida. Recibí el sobre con plata y salí de la oficina. Ahora es su turno, dijo la secretaria a un tipo de lentes que esperaba. Salí sacando cuentas. El negocio era bueno. A este ritmo mi futuro económico se veía promisorio. En un par de años podría mon-tar una empresita de seguridad. Y eso no me molestaba. Salí, también, con asco y con una tristeza profunda. Salí pensando –como siempre– que esta situación tendría que terminar muy pronto. Recordé el día que conocí al ministro. Apareció de forma inesperada en la oficina del asesor cuando planificábamos un proyecto.

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Un incendio, creo. No es la única vez que lo he visto en vivo y en directo, pero es la única vez que he tenido un diálogo con él. Me miró desde lejos esbozando una sonrisa medio irónica. Después se acercó a mi lado y me dio la mano. La educa-ción, me dijo, es una actividad relevante para nuestro desarrollo. Y usted está haciendo mucho mucho por este país. Por nuestra libertad, por nuestros valores. Sé que en ocasiones debe sentirse incómodo. Pero es un síntoma común. La función pública es absolutamente ingrata. El pueblo, como dicen ustedes, es cien por ciento ingrato. Caminó, enseguida, hacia el asesor, quien diligentemente le ofreció su sillón. Desde ese lugar, casi gritando, indicó que según Darwin ¿conoce a Darwin? quienes sobreviven no son los más inteligentes, ni los más fuertes. ¿Sabe quiénes son los que sobreviven? Los que sobreviven, mi amigo, dijo como si se tratase de una gran novedad, son los que se adaptan al cambio. Después, para que aquilatáramos su gran sabiduría, se mantuvo en silencio du-rante un rato, los ojos pegados en el pc del asesor, donde un clip sonriente le ofrecía su ayuda. Tras un par de minutos, y sin despedirse, se retiró de la oficina. Esa vez salí del edificio imaginando que concurría con mi revólver a la próxima reunión. Y le ponía un tiro en la cabeza al asesor. Y al ministro, si lo encontraba. O que me iba a un cerro, en plena noche, y me abría el cráneo. Y que de mi cráneo volaba una paloma. Una paloma blanca y sinuosa. La misma paloma del afiche que había en mi pieza cuando era adolescente y tenía las ideas intactas, la conciencia intacta, el alma intacta. Cuando la plata me daba igual. Cuando no era socio de Darwin. Cuando mis ideas eran firmes. Cuando no había quien usara lo que pasó con Roger Fernández para manejarme. Y recordarme que mi libertad, que cada día me interesaba un poco menos, estaba en riesgo. Que mi familia, que cada día me interesaba un poco más, estaba en riesgo. Llegué al estacionamiento. Y tras comprobar que nadie me seguía, eché a andar el motor del vehículo. Luego revisé bajo el asiento. El revólver estaba allí, como siempre, listo para funcionar. Lo tomé cuidadosamente y lo puse sobre mis pier-nas. Mirándolo pensé que no debería haberlo gatillado esa vez que asaltamos el banco. Cuando era un miliciano anticapitalista buscando recursos para financiar la revolución y no un traidor ahorrando para montar una empresita de seguridad. Cuando era Superman y no Lex Luthor. Cuando no tenía familia ni deudas, cuan-do no organizaba cumpleaños infantiles sino actos por los derechos humanos. Pero todo se fue a la chucha por culpa de Roger Fernández. Tira de mierda, esta-ba en la fila esperando hacer un trámite. Y mató a mis dos compañeros. A dos que murieron como hombres. El policía había recibido un balazo también. Y quedó mal herido. Su arma estaba lejos. Me acerqué a liquidarlo. Entonces quiso hacer la del detective de película gringa y sacó una foto de su familia. Estaba sangrando. No me mates, soy un trabajador como cualquier otro, además tengo hijos, indicó. Yo miré a mis compañeros. Uno de ellos había perdido parte de la masa encefálica. El otro estaba inmóvil, con un tiro en la espalda. Yo no tengo la culpa, yo no inventé este sistema político, dijo después. Y yo lo escupí. Estába-mos detrás del mesón, entre billetes y sangre. Apunté a su cráneo. Te va salir caro, dijo. Sí, respondí, pero a ti te va a salir más caro todavía. Y apreté el gatillo. Después huí del banco por la puerta central, huí caminando como si no pasara nada. Y tomé un taxi. Y enseguida otro. Y otro. Y llegué a mi refugio. Y me lavé. Y me sentí tranquilo. Habíamos desactivado todas las cámaras de vigilancia.

No sé quien sacó las fotos que tiene el asesor. Ni como llegaron a sus manos. Yo creo que Roger Fernández no está muerto. Que él mismo se las entregó. Que su velorio y su funeral y la medalla de honor que le dio el presidente, fueron un mon-taje. Sé que Roger Fernández me sigue. Seguro que trabaja para el ministerio. Tal vez también tenga una oficina secreta en el municipio. Tal vez sea la de cultu-ra, porque allí nunca pasa nada. El maldito se me aparece a cada rato. Te va a salir caro, dice cada vez que logra contactarme. Y parece que tiene razón. Pero nada puedo hacer. Mi lucha terminó hace tiempo. Ahora soy una rata que junta

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dinero y cría bellas ratitas. Una rata realista que prefiere cerrar los ojos y seguir adelante porque no le queda otra, porque está atrapado, porque el dinero es una cárcel con mejores condiciones de higiene que la penitenciaria, porque la muerte es real y la felicidad no existe, porque no podría soportar que los guardias del ministro me saquen nuevamente de paseo a la playa, como esa vez que no quise cargar a un indigente con una bomba casera y detonarlo en la vía pública, frente al banco de crédito. Esa vez que fui sodomizado sobre la arena, bajo las estrellas, entre gaviotas que chillaban. Y parece que morí, porque estuve mucho rato hablando con mis compañeros asesinados, dándoles explicaciones que no creye-ron, mientras lloraba porque a cien kilómetros, en casa, Alejandra inflaba los glo-bos del séptimo cumpleaños de los mellizos. Y yo quería estar allí, aunque fuese el ser más bajo del mundo, el más vil, como dijeron mis ex hermanos de lucha, los superhéroes, antes de expirar por segunda vez.

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Opiniones y disparos

Escribir como utopía

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Por José Abelardo Encina

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Hoy estoy solo en casa y, por lo tanto, puedo escribir, suele no ocurrir esto, pues mi mujer, especialmente cuando estoy tratando de leer, escribir o simplemente pensar, se acerca y se esfuerza por hacerme un resumen pormenorizado de todo lo que ha hecho en el día. Entonces me puedo enterar de las noticias frescas que trae de su trabajo, de sus amigas y de todo lo concerniente a ese día que es total y completamente insignificante, como lo que nos ocurre a todos en un día de rutina, en un día más del que no te podrás acordar, aunque lo intentes en un par de meses ¿Qué hiciste el 3 de abril? ¿En qué pensaste mientras vivías ese día? ¿Qué te pasó de distinto que no te haya ocurrido el 2 o el 4? No lo sé, en fin. Cuando ella deja de hablar, pues ya me lo ha contado todo y yo la he escuchado, moviendo de vez en cuando mi cabeza afirmativamente, (aunque a veces lo con-fieso, estoy pensando en otra cosa). Como decía, de pronto el silencio y es hora –me digo- de leer, escribir o pensar, pero ahora enciende el televisor y, mientras yo trato de tener alguna idea original, las noticias resuenan con la misma bazofia de siempre. ¿Por qué no apagar el televisor y exigir un poco de consideración, un poco de silencio? ¿Por qué no ir a tu refugio, a tu biblioteca, cerca de tus libros? La respuesta es simple, porque después de 15 horas de estar despierto y de 12 horas de trabajo es más cómodo, vegetar frente a la tele, que tener que ide-ar alguna frase medianamente decente y pretender redactarla. Además cual-quier libro a esa altura del día resulta ininteligible, para un cerebro en mis condi-ciones, a lo más el diario y pare de contar. Esto es así porque en lugar de dedicarnos solo a escribir, ya que nadie nos paga por ello, hemos “elegido” trabajar, usar la parte más valiosa del día en un trabajo bien o mal remunerado (bueno, por lo menos si está bien remunerado, puedo servir de consuelo). Pongamos un ejemplo, supongamos que tú eres o te crees un escritor “profesional”, escribes, publicas en pasquines, has hecho una autoedi-ción o edición provinciana y que luego de decidir que querías escribir y agregar a la gran lista de obras maestras, la tuya, permitiendo que un grupo de inocentes (los lectores) te leyeran. Pero como siempre no pasó nada, nadie te pagó por tu

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“master piece”, no pudiste cumplir el sueño de vivir como artista, tener una casa frente al mar con conchitas y mascarones de proa, así que decidiste trabajar y tuviste que desempolvar el cartón universitario que habías guardado, porque no querías ser un pequeño burgués, un triste funcionario, pero tuviste que trabajar, así que buscaste algo más o menos adecuado a tu estatus de escritor y decidiste hacer clases. La docencia nunca ha sido enemiga de la escritura, piensas. Claro un escritor tiene tanto de que hablar, puede entonces trabajar en alguna unidad educativa (como se le llama hoy) hay tantas, colegios, institutos profesionales, centros de formación, universidades, por qué no. Incluso ni siquiera es necesario haber estudiado pedagogía, la mayoría de la gente relacionada con la educación, incluyendo los ministros no tienen porqué haber estudiado pedagogía.

Todos saben que el sueldo de un profesor no es un monumento a la opulencia, ni te permitirá (claro, con ciertas excepciones) disfrutar de lujos, pero es un sueldo digno, mensual que te posibilitará pagar deudas, llenar el carrito a fin de mes, tener una pareja que te respete e incluso te dejará tiempo para pensar, leer o escribir (eso por lo menos en teoría). Pensemos que ves un aviso, mandas tu currículum, no el literario (ese es sospechoso, cuentista, poeta, dramaturgo, siem-pre son subversivos y no dejan de tener razón, por lo cual es mejor ocultar que escribes) y si te llaman te presentas a varias entrevistas y luego de contestar varios cientos de encuestas, revisar manchas e interpretarlas, responder las gran-des preguntas de tus posibles benefactores, estar en una “terna”, por fin te dan el trabajo soñado y allí está tu horario, tus cursos, incluso la lista de tus alumnos y alumnas.

(En un trabajo como este -y en todos- se debe cumplir horario, se debe sudar obediencia, se debe ser tolerante con la tontera y con los hábitos ajenos, es de-cir, convivir con gente con la que muchas veces no guardas absolutamente ningu-na relación, que jamás en otras circunstancias habría sido tu amigo(a), qué digo con la que jamás hubieras siquiera conversado, cruzado palabra y, sin embargo, vaya ironía, hoy tienes que trabajar codo a codo, incluso formar equipos eficientes y parecer alegre identificándote con la empresa. Trabajar con personas que están a gusto con su empleo y que es más, agrade-cen a su patrón el haberlo contratado y sacado de la inopia, de la indigencia y, por eso, promueve –en épocas de crisis- los acuerdos con el magnánimo empresario, quien con mucho esfuerzo y trabajo ha levantado la fuente laboral de la cual hoy todos los colaboradores, disfrutamos. Este tipo de empleado suele ser, en gene-ral, una persona inescrupulosa que te podría enterrar un puñal por la espalda, con tal de asegurar su puesto).

Y allí están los alumnos el primer día “había tanto sol sobre las cabezas”, todos esperando que tú hables, que tú digas algo, eres el centro de todas esas miradas, algo inteligente debería salir de tu boca, además algo entretenido. Los jóvenes de hoy deben ser seducidos, no basta con solo saber (“persuadir, conmover y delei-tar” diría en antiguo orador), también hay que actuar, ser un showman. Incluso prefieren el show a la lata de una clase llena de conocimientos, pero densa, difícil, por algo pagan agregan algunos, para que les den un “buen servicio” y esto inclu-ye clases entretenidas. Así deberías recurrir a la inspiración, bromas, ironías, power point, películas, documentales, anécdotas e incluso piruetas para alcanzar tus obje-tivos.

Otro tema aparte para este funcionario, es el trabajo burocrático: las planificacio-nes que hay que entregar, los planes y programas que hay que cumplir, el jefe técnico, el director académico, el coordinador, la orientadora, la psicóloga, todos

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pidiendo algo en mails que hay que responder antes de las 8 de la mañana. Además hay que evaluar, poner notas, promedios, exámenes, pruebas y traba-jos que hay que corregir, que se reproducirán y crecerán exponencialmente de acuerdo a la cantidad de cursos y alumnos que tenga. Sé que en algunos IP o CFT, los cursos son hasta de 80 alumnos, y allí un profesor podría tener hasta 10 cursos, es fácil el cálculo, así en clases donde hay que leer redacciones (en 3 horas de permanencia a la semana) esto terminará con la pasión de cualquiera y con las ganas de llegar a casa a leer algo. Todos los días de lunes a viernes de 8 a 17 (con una hora para colación, en lo posible) o más si necesitas más dinero, clases particulares, clases vespertinas, incluso nocturnas. Con trabajos para ser revisados en la casa el fin de semana, nos dan un panorama poco alentador para el que quiere llegar, después de un día de trabajo, a leer, pensar o escribir. Eres un limón exprimido, sin jugo en la última gaveta de un refrigerador descompuesto. A esa hora escribir es una utopía.

El trabajo pedagógico es solo un ejemplo, lo que quiero decir es que cualquier trabajo parece incompatible con el hecho de escribir, pero qué hacer si alguien tiene familia que mantener y deudas, muchas deudas, pero igual necesita escribir. En fin, el soltero Fernando Pessoa trabajó toda su vida en un puesto de funcionario oscuro, un puesto que nada tenía que ver con la literatura. Luego de su trabajo escribía, o sea, vivía. Otro gran trabajador fue Bukowski (el narrador del patio trasero del imperio), por lo menos de eso se jactaba en sus textos, trabajador de empleos menores, siempre luchando por escribir a pesar de todo decía en algu-nos de sus poemas que si alguien quería escribir lo haría aunque trabajara 14 horas y no tuviera ni una mesa en su casa. Parra trabajó toda su vida de profesor. Si tomamos estos casos, entonces aún tenemos una esperanza.

Porque si huyendo de la indigencia, el escritor ha decido tener un empleo con imposiciones y seguro de salud (si es que tiene suerte y no está contratado a honorarios de marzo a diciembre), pues tiene familia e hijos que mantener y aun-que deba escuchar a su mujer por las noches, hablándole pestes de su propio trabajo o cansado de todo, vegete frente a las noticias de la televisión, antes de dormir, a pesar de todo si ese escritor quiere escribir, esto dejará de ser una utopía.

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Leandro Hernández

Umo sin hache

Por Francisco Quiroz

Yo siempre he fumado – dijo Stevens – siempre, desde que me repuse de la intoxicación de tabaco a los 14 años. Es mu-cho tiempo, el suficiente para haberme hecho exigente en materia de tabaco. Pero la mayoría de los fumadores son exigentes, a pesar de los psicólogos.

Humo, William Faulkner

El libro de poemas Umo (Das Kapital, Santiago, 2010), sin hache de hastío, de habano y hachazo. De haragán, hereje, e hígado. De hocico, de hotel y húsar, con solitaria “U” mayúscula y vocal cerrada, de Leandro Hernández, de entrada juguetea a la transgresión ortográfica y semántica. Da lo mismo, suena igual, con o sin la insignificante y tonta muda inservible. Ni capricho de autor. Supongamos que no existe libro de poemas y esto es un reality de poeta en sole-dad, en su departamento de ocasión, estilo Phillip Marlowe (con excepción de ese recreíto que se titula Performance I-II-III y IV, en la que el poeta tránsfuga, deam-bula por Paseo Huérfanos y Ahumada). Supongamos que lo contemplamos desde arriba o desde aquí mismo. Empederni-do fumador en su encierro, escribiendo. El susodicho se afana y ufana por decir, entre humo (ahora con hache) y argollitas que danzan hacia el cielo raso y al vacío, lo que virtualmente lo inquieta: la vida tal como es la vida, el arte de la pala-bra, el amor, su fragilidad, la fugacidad y la insignificancia de los objetos que lo rodean.

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Son 27 textos poéticos y 7 intertextos que el mismo autor extrajo del cuento Humo, de William Faulkner y, que a su antojo, los transformó en versos y estro-fas y los instaló donde estimó conveniente. Libro dedicado a la compañera y al primogénito, dupla que soporta su adicción al humo y a las letras, como también, quizás, que otras patologías. Observemos dos epígrafes dispuestos en la previa. El primero, extraído de algún manual ministerial, en el que subyace un humor parriano, que dice “…el humo los

ahoga y enferma”. Entonces ¿Para qué chucha fuman? ; el segundo, del autor de Los perros románticos, que dice “…fuma, fuma y olvídate de todo”.

Esto último, nuestro sujeto lo agarra en serio y en franca voluntad. Se olvida de todo, enciende el pucho, lo sostiene como don Chuma y arranca con pluma en mano o sobre el teclado de la Olivetti, que alguna vez fue de ocasión. Fumar para los fumadores, como los chutes para los yonkys o la comida chatarra para las gorditas, es un placer. El humo, las palabras y la escritura, de una buena vez, para el hipócrita lector que la trabaja de escritor. Tabaco, humo y poeta en su frágil exhalación, instalando su escritura: coreografía de objetos en el andén de todos los días. Creación y estética del encierro. Sin metaforería inservible, ni pirotecnia decimonónica, la escritura en Umo, es limpia, ordenada y clara en su factura prosaica. La palabra exacta en el objeto observado. Desfile de “carpetas repletas de papeles/ cardúmenes de letras…/libros

de poemas…/pan endureciéndose …/maletín con fotos…/la plancha desenchufa-da/ una bicicleta empolvada/ un ropero desordenado…/ unas llaves que gotean/ cartones tras el librero/ que se tambalea…” El cigarrillo, aliento de las letras, ardiendo en brasa y apertura a la contemplación: “La ventana: lo vacío/ se introduce desde las afueras/ viene a ocupar espacio/ como

el humo. Escritura que fluye en el torrente del tabaco y del humo. Acto de soberbia que deviene, además, en denuncia: “solo descansando del asalariaje”.

Alegato al ejercicio ahuecado del trabajo deshumanizante. Patio interior El poeta llega al despacho de Marlowe. Se instala frente a la ventana que da a un patio interior. Se deja llevar con atención en lo que pudiera recepcionar desde cualquiera de sus sentidos: “El aire que se cuela entre las persianas/ los párpados

de la ciudad/ escucho conversaciones en los otros pisos”. Vacío que percibe y experimenta en tanto viaje mental. Luego, el humo hace de la suya, se torna letra y espacio poético esquizoide. Umo es la crónica de un fumador. Es reflexión sobre la loca de la casa y del acto de escribir. Este oficio de Hernández, fluye como incandescente susurro que sos-pecha de su propia lírica: “Creemos que la poesía importa/ que no es sólo sonido o

tinta/ que no es sólo una leyenda de postal/ en pergaminos con fotos/ de atardeceres o siluetas”. Entre pucho y pucho, en seria vocación de hacer literatura, como murciélago o maricón celoso, este empedernido vuelve, sobre la misma, a hincar su colmillo. ¿Utilidad de la escritura poética? : “Si es que sirve para algo/ es para estar en silen-

cio”, “Mientras la trazamos/ es un engaño un camuflaje/ una tranquilidad que no es/

un remanso extraño”.

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Truco y maestría sospechosa

Inevitable cuenteo con caldo de cabeza en los llamados temas eternos. Coqueteo con uno de los tormentosos. En el poema Lo que nos duele, aparece la amada opacamente bella/ y tan cauta tan asustada/ como escondida tras los juncos y des-aparece, fugaz. Lo acompaña en su soledad o se acompañan en sus soledades. Una vez que ésta enfila, desapareciendo de escena por calle Huérfanos o San Martín, el poeta queda con la guardia baja y guateando: sólo una sombra que lo atrapa, un frío que por las hendiduras se cuela y viene a aterirlo. Finalmente, la tristeza que sigue a la despedida, es un frío, un suspiro, una exhala-

ción de hastío con esa hache que desapareció con el humo. Antes, siempre hay un antes que no se menciona, porque ella deberá marcharse, el perla la agazaja frugal con “un almuerzo de legumbres y chorizos/ un buen vino y

una siesta larga/ un racimo de uvas en la oscuridad/ del arrumaco”. Ambos se dejan llevar en besos que ahogan nutriendo, que despiertan y florecen, como la escritura. La consecuencia de esta separación, ya que naturalmente le duele, es fumar mucho más. Así como Trilogía misma es un gracioso juego, que de aburrido tal vez ilumina-do, experimenta en varias combinatorias que le permite el ocio y su genio, y que leeremos en su brevedad: “hay un sol al fondo del vaso shopero/ al fondo de un

vaso shopero hay un sol/ un sol hay al fondo de un vaso shopero/ al fondo del sol

hay un vaso shopero”, en Nichos, que entronca con la soledad y el silencio, se desenmascara y aprovecha de confesarse: “ ciertamente escribo, fumo y bebo/

trinidad de vicios que nada engendran”. En movida lúdica, Malas influencias, es donde el poeta se refiere a algunos de sus maestros. Aquí, un homenaje a Millán, Hahn, Saramago y Bertoni, y a Virus, Versos robados, El evangelio según Jesucristo y Ni yo. Al poeta de Harakiri lo instala en un acápite aparte. Cierta preocupación es el cahuín, lo que nadie sabe y los referentes que los tontos no cachan. Jugarreta de escribir: “Entraron a robar al barril de Bertoni/ lo cagaron con sus discos/ con su

equipo”. En Variación ii, el Persa se transforma en Persia y, más encima, aparece un tal Ulises. Lengua sucia: en esta sucia lengua, hay trapos que colgar al sol. Embauque y un nuevo texto, entretenido y gracioso. Poema chistoso. Collage con materiales reci-clados y con lo que sale a flote, desde Simbad hasta Papel de diario (opúsculo inédito): “alma, no me digas nada/ que hay golpes tan fuertes- yo lo sé- / en medio

del campo de la vida/ canta, oh Musa, la cólera del pelado Anguila/pienso en el gusa-no, en las hienas de mi carne/ que respiramos y dejamos de respirar/ en este mes que es el callejón de las ratas/ hipócrita escritor que te las das de lector/ o vicever-sa/ y fue entonces cuando la senté en mis rodillas/ y estaba gorda y me dolieron las cañuelas/ entonces me cansé también yo de ser hombre/ y decidí subirme a la mon-taña rusa/ luego vi que sólo tendría piedras/ aunque porque escriba esté aquí/siendo un pequeño dios flacuchento / truculento”. El que tiene sed de escribir Vicio de escribir. Oficio en que no funca la máxima del dandy lárico, en cuanto a que el poeta es el escritor que no escribe. ¡Si es casi lo único que hace! Además, fuma como chino nuevamente en el despacho de Marlowe. Hace argollitas que son escritura sobre sí mismo. Notorias texturas del yo y su devenir sobre el simu-lacro de su vida y de los objetos y espejos que lo rodean. En Un café para Adolfo

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Couve leemos una escritura honesta y sin pirotecnia, que es el pulso de la fugaci-dad en los objetos, en sus nimiedades: un ajuste de cuentas con su propia fugaci-dad como individuo. Salvación de poeta

La salvación del poeta, aunque se atreve a decir que nada engendran, no es una trilogía de vicios. Lo hemos sorprendido jugueteando en seis variantes de salva-ción, a lo menos. Enumeremos: fumar, escribir, beber (en ésos él se reconoce). Agreguemos Amar (no olvidemos a la bella despidiéndose y dejándolo en el más tonto desamparo), sumémosle la contemplación (guiño muy suyo en gran parte del libro y en abrazo permanente con el acto de fumar y la escritura) y, por cierto, escuchar música. Dice: “la música me salva desde la casetera”, “Se mezcla con el

olor del café”, “…y me largo con King Krimson”. En rigor, la salvación es supuesta. El sujeto cae, abyecto, en la realidad, triste o maldita o mierda de todos los días. Mientras más vicios tenga, mejor esta vida, que es la única. En “Sólo fumo cuando duermo”, digamos con el poeta, “cuando fumo sueño/

cuando fumo me veo/ cosechando grosellas palpando cerezas/ cuando fumo me

hallo en un huerto…”, la fantasía creadora de pronto, descoloca. Poema puente o recreíto

El poeta sale del encierro, espacio claustrofóbico y guarida de Marlowe, en la que ha concebido gran cantidad de textos. Ahora es un tránsfuga que se aventura en la noche de la ciudad. El otrora voyeur se integra al debate cunetero: “Meto la

cuchara/ y defiendo una posición/ tolstoiana…me hago el loco/ insisto. Supusimos que no encontraríamos alusiones al tabaco, como en el texto del choreo de la música de Bertoni. Pero dice “Enciendo mi tercer cigarrillo” y, para rematar, el vicioso, aclara que pasa “a comprar cigarros a un bar”, más una cerveza para llevar. Los personajes que recrea en este texto son del elenco estable del Paseo Ahumada a esa hora de la noche: ” Un barbón descreído/ pedante y confuso. El

borracho que tambalea y asiente, el de corbata, izquierdista de vieja escuela, un globa-

lifóbico que cita a Chomski. Lo que ve Más allá/ son sólo sombras/ moviéndose. Lo que queda, de entrada al fin, es aparente insignificancia: poética del detalle. En “Cáscaras de naranja”, poema que cierra el conjunto, hay observación serena y reflexiva. Imaginería poética. Escritura pulcra de un evento poético (extra) ordi-nario que es tema para atacar: “Es el vaho ácido que salta/ de la cáscara de naran-

ja…”. Luego cada vez que uno la aprieta/ hacia los ojos y espanta/ despide una espe-cie de gas/ chorritos como de orines” “Luego de ser estrujada/ …parece un trozo de cuero… se pule con el estruje y queda inhóspita y muda/ sobre la mesa rodeada de tazas”. Recapitulando: Este caprichoso Umo sin la muda, es tabaco y búsqueda de una voz ronca, trapo-sa y serena. Escritura de la percepción que sondea en los propios meandros y que encuentra el tono, el ritmo y la fluidez. Voz fiel a sí misma que reflexiona res-pecto de la tontera existencial y sus menudencias que afligen. Viciosa escritura del espíritu. Convicción de sucumbir y renacer toda vez, rodeado de libros, acom-pañado de la bella y de inservibles objetos, como la cafetera/ que no dice nada/

muda en su temperatura exhalando su vapor de nube.

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La librería de Babel

Por Maximiliano Díaz Santelices

“Leí todos los libros y es, ¡ay!, la carne triste.” (Brisa marina. Mallarmé)

Una de las características de estos “Tiempos modernos” es que la tecnología, a través del computador e internet, nos ha puesto el mundo al alcance de nuestras manos. Basta apretar algunas teclas y podrás saber lo que pasa en el resto del planeta, comunicarte con personas que viven en las antípodas de la tierra, reser-var pasajes, hoteles, preguntar y tener respuestas de inmediato, así todo se torna más fácil. Otra de las ventajas es que el arte está a tu disposición, puede visitar gran cantidad de museos virtuales, escuchar o leer la explicación de las obras de esos museos, galerías con fotos que puedes bajar, libros que puedes escuchar, sitios desde donde puedes descargar la obras completas, por ejemplo, de Rim-baud, el “Ulises” de Joyce, obras de Piglia o de Bolaño, etc. La oferta es tan gran-de que puedo bajar la película que quiero o verla “on line”, bajar la discografía completa de The Beatles, de Serrat, de Coltrane, de Miles, es decir, todo lo que tocó Miles, hasta en sus sesiones de grabación. ¡Todo! Lo puedo tener en mi computador y de ahí a un i-pod con 80 o más gigas de capacidad, por lo tanto, puedo tener la producción completa digamos de varios grupos, cantantes o com-positores en uno solo aparato. Esto es, pensé, lo más maravilloso que podía esperar un coleccionista de música. Ahora basta, en lugar de recorrer calles y tiendas con mucho tiempo y dinero en los bolsillos, solo buscar en el computa-dor lo que tú quieras.

Hagamos un racconto, recuerdo mis tiempos de estudiante en los ’80, cerca de mi universidad en Estación Central se habían instalado una serie de pequeñas librer-ías de viejo, hoy desaparecidas. Siempre las recorría buscando alguna “joyita”, algún valioso y escaso libro que el librero no hubiera detectado y que, por lo tan-to, con un precio inferior a su valor, estuviese allí esperándome. De esta manera, encontré muchos libros que aún hoy mantengo y recuerdo la felicidad que sentí al encontrarlos, incluso de muchos de ellos podría contar la historia de dónde los

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hallé, la emoción que sentí y que debía disimular para que el vendedor no sospe-chara la importancia que ese libro tenía para mí. Todavía recuerdo, que cuando no tenía dinero y ubicaba un libro que quería tener, lo escondía entre otros, lejos de su lugar de origen, lo escondía y días después, cuando ya había conseguido el dinero, lo sacaba de su exilio y me lo llevaba a mi casa donde aún reposa. Así durante muchos años armé mi biblioteca. Ciudad, comuna, pueblo al que iba, siempre buscaba una librería de viejo. Recuerdo en especial alguna librería de Buenos Aires o del Persa Bío Bío, en Mendoza hay algunas excelentes con edi-ciones de segunda mano, totalmente nuevas, en Madrid al lado del Museo del Prado en la calle o en París junto al Sena donde adquirí una edición en francés de “Las flores del mal”. Librerías de San Diego, de Copacabana, de Manuel Montt, de Linares, Lastarria o Merced (antes que el snobismo se hubiera apoderado de ellas), librerías de Matucana, de Plaza Brasil, de Montevideo, de Lima.

Algo similar me ocurría con los discos de Jazz, los buscaba por todas partes lugar donde iba, era obligatorio para mí ubicar sus disquerías y allí preguntar por Col-trane, Miles , Parker, Sonny Rollins, etc. Músicos que a principios de los ’90 escu-chaba. Su música era escasa y solo algunas tiendas los traían a precios inalcan-zables para un mortal común y corriente. Pero me había hecho de una buena colección, había encargado a gente que viajaba, los compré de segunda mano, fue así como llegué a tener varios cientos de Cds hasta que un día, me los roba-ron todos. Los que más sentí, por supuesto, fueron los discos de Jazz, detrás de cada uno había una historia. Afortunadamente, los ladrones solo se robaron mis discos, no tocaron los libros. Algo se quebró en mí con ese robo, busqué reempla-zar mi antigua colección y comencé a comprar vinilos de Jazz o de la música que me habían robado, los vinilos estaban muy baratos (aún la manía retro no se hab-ía apoderado de ellos) compré una gran cantidad junto con una tornamesa y algu-na de mis heridas cicatrizaron. Pero también compré una grabadora de Cds y con ella comencé a “respaldar” todos los Cds de mis amigos, intentando recobrar mi colección perdida. No solo eso, además fotocopiaba en color sus carátulas, es decir, los dejaba muy próximo al original. Un coleccionista también colecciona el arte que hay en las carátulas, colecciona los nombres de los músicos, la fecha de la grabación, el lugar, etc. Pero volviendo al comienzo de esta columna, ahora que está todo al alcance de estas teclas con las que escribo estas notas, ahora que basta tener el nombre del álbum de discos o el de un libro o una película, para buscarlos y bajarlos aquí en mi casa, sin necesidad de salir de ella ¿Seremos más felices, estaremos más satisfechos? La respuesta para alguien nacido en los ’90 es fácil, todos sus discos no ocupan lugar físico en la casa, están en sus computadores o reproductores, allí tienen todo lo que quieren, sin salir a buscar, incluso sin pagar, claro pero no hay detrás de esos discos ninguna historia que contar, ninguna pequeña felicidad al hallarlo. Hoy que podemos tener acceso a la obra completa de Fernando Pes-soa, a las novelas de Proust, a la discografía completa de cualquier compositor ¿Tenemos más tiempo para leerlas? ¿Tenemos más tiempo para escucharlas? La vida de una persona no alcanza para leer, escuchar y ver todos lo que se ha producido, todo lo que está a disposición en la red. Antes el tiempo, la selección natural de las librerías, de las disquerías o de los cines hacían su trabajo, hoy que está todo a tú alcance entramos en un pánico, pues no sabemos por dónde co-menzar a explorar esta, parodiando a Borges, “Librería de Babel”. Qué libro leer, qué película ver, qué nuevos o viejos discos escuchar. Está todo, pero esto nos paraliza, suelo tener gran cantidad de obras que he bajado, obras completas que tengo, pero que no he leído, escuchado, ni visto, pues lo he dejado para después, cuando “tenga tiempo”. Antes compraba un libro, para leerlo y, efectivamente, lo leía.

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Pero también se nos fue el encanto de encontrar entre varios libros, el que tú hace años buscabas, el encanto de tocar su cubierta, de oler sus páginas, de descubrir entre ellas un boleto de micro, alguna anotación, el nombre de su anti-guo dueño, un papel de chocolate. Ahora basta con poner su nombre en Google y buscarlo. Hemos perdido el placer de refugiarse en una sala de cine de la lluvia, abrir la pequeña bolsita de caramelos tratando de hacer poco ruido, dejarse arras-trar por la oscuridad de la sala, perder la orientación al salir nuevamente a la calle luego de dos horas. Cuándo fue la última vez que desenvolviste un disco recién comprado y lo escuchaste no una, sino muchas veces, hasta aprendértelo, cuán-tos discos podías comprar en un mes, cuántos discos podías escuchar. Hoy en tu computador hay cientos de discos, cientos de libros y cientos de pelícu-las que están esperando solo tu orden para aparecer frente a ti. Hemos desarro-llado un sistema que excede en mucho la capacidad humana, por eso nos senti-mos bloqueados, paralizados frente a esta realidad tan vasta y que posiblemente se verá ciento de veces duplicada antes que hayamos desaparecido. Parodiando ahora a Mallarmé deberíamos decir: “Tengo todos los libros y es, ¡ay!, la carne triste”. La librería de Babel está ahí, aparecerá apenas aprietes las teclas.

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Imprecaciones

Reinserción social

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Por Rainier Alda

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La última vez que escribí para esta revista la atención de la masa estaba centrada en los mineros atrapados en el fondo de la tierra. Todos, incluyéndome a mí, que soy un lector de novelas rusas, filosofías pedregosas y políticas de vanguardia proletaria, estábamos pendientes del interminable reality show: cartitas que iban y venían, lágrimas, misas, máquinas perforadoras, especialistas de la nasa, mine-ros hablando vulgaridades, calcetines de cobre –antihongos– promocionados por el ministro de salud, esposas llorando en pantalla, el empresario Farkas carte-leándose, regalando dinero para lavar lo importante: el origen de su fortuna, que se basa en el uso inmoral de unos minerales que son de todos, sondas que no daban en el blanco, el ministro de minería creyéndose inteligente y además buena onda. Y lo más importante: la cápsula. La primitiva nave chilena, nave con cero tecnología, casi un balón de gas gigante pintado a mano, incapaz de ir al cielo, nave sin motor, nave impulsada solo por la vieja fuerza de gravedad, que se transformó en símbolo del rescate. El gobierno, por ese entonces, estaba en la gloria. El millonario que usa la banda estatal sonreía como millonario. Parecía un triunfador. Pero pronto el panorama se le vino abajo. Comenzaron las movilizaciones. Primero los ecologistas. Luego los estudiantes. En especial los estudiantes, que han dejado en claro que en Chile existen serios desajustes de clases, desajustes que tipos como yo, hipersensibles a la explotación humana, venían sintiendo y resintiendo desde hace décadas. Desde la dictadura, desde que Aylwin se arrodilló ante el tirano, y ante su arruga-do sable, y ante su modelo socio político económico de corte neoliberal, señalan-do la crueldad del mercado como un hecho que había que soportar. Un hecho lamentable, pero necesario.

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Durante todo ese tiempo –tres infinitas décadas– me sentí bastante solo. Y a pesar de que logré mantener –junto a unos pocos– la rabia anticapitalista, me fui opacando, me fui poniendo amargo como el toronjil. Para sentirme bien –no se me ocurrió otra cosa– consumí un montón de marihuana. Y muchos litros de vino. Aislándome, desprecié a la masa. La masa que no reaccionaba, la masa rebaño de esas décadas perdidas. La masa mall. Por tal motivo, cuando comenzaron las movilizaciones masivas me costó integrarme. Estaba como rígido, estaba como paralizado por el odio. Seguí las protestas contra Hidroaysen como un robot, sin sumarme a esos tipos que luchaban por no prostituir el último territorio que el mercado no ha prostituido en nuestro país. Espacio donde aún existe algo que los empresarios no valoran ni en la tierra ni en las personas: la pureza. Lo intenté, miré desde la vereda, pero no pude: había demasiada gente ruidosa y multicolor, gente alegre, gente espontánea, gente de buen corazón. Y ese tipo de seres humanos, que algunos califican como maravillosos, altera mis estropeadas termi-naciones nerviosas. Las retuerce. Cuando comenzó la protesta estudiantil seguía en lo mismo: rigidez, falta de alegría, falta de esperanza. Así que un día decidí fumarme un pito antes de con-currir a la marcha, y llevar una caja de tinto, todo para soportar a la distendida muchedumbre. Y eso me hizo bien. No es que un manantial de felicidad haya inundado mi persona, pero al menos pude movilizarme, pude canalizar mi rabia en contra de los putos mega empresarios oligopólicos y transnacionales que ma-nejan Chile como un bazar lleno de figuritas de loza modeladas por el miedo. Pude hacer ondear mi bandera revolucionaria otra vez. E insultar a los seres más horribles que hay en el mundo después del presidente y sus funcionarios, me refiero a los carabineros del GOPE, policías que matan sueños a cambio de un sueldo, que alimentan a sus hijos y pagan el pan gracias a golpizas y detencio-nes, que defienden una “democracia” que favorece a uno de cada diez chilenos, no estando ni siquiera ellos entre los favorecidos; mercenarios sin cerebro que maltratan a sus propios hermanos, a sus primos, a sus vecinos, a sus padres y a sus madres. Los insulté mientras marchaba, les grité, cientos de veces, pacos culiaos, asesinos del obrero, se les acabó el show de los mineros. Y grité contra el presidente, insultando a su madre, a su mujer y a toda su parentela. Y me reí demasiado, me reí tanto que los estudiantes me miraban con extrañeza. En el camino acabé con la caja de tinto. Y compré otra. Y encendí un pito que llevaba por si acaso. Y seguí insultando a los pacos. Y vi la ciudad como iluminada, llena de sol, aunque estábamos todavía en pleno invierno.

Page 73: Esperpentia digital n°9

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