Escritos Esenciales. Dietrich Bonhoeffer

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Colección El Pozo de Siquem Dietrich Bonhoeffer, teólogo, pastor y mártir, y uno de I on más significativos testigos cristianos del siglo XX, non invita constantemente en sus obras a descubrir la presencia de Dios en el mundo y en la historia. Su valeroso resistencia contra Hitler, su prisión y ejecución ilustran do manera concreta cuál es «el precio del seguimiento». Un estremecedor relato de la azarosa trayectoria existencial del teólogo alemán, escrito por la experta mano de Robert Coles, sirve de introducción a esta selección de sus escritos y nos proporciona un espléndido acceso al corazón mismo del mensaje de Bonhoeffer. R obert C oles es profesor de Ética social en la Universidad de Harvard y autor de más de cincuenta libros, entre ellos The Spiritual Life of Children y estudios sobre Dorothy Day, Simone Weil y Walker Percy. Algunas de sus obras han sido traducidas al castellano. Entre los numerosos galardones que ha obtenido, podemos citar el Premio Pulitzer y la «Medal of Freedom» Diseño de cubierta: ISBN 84-293-1388-5 9 788429 313888 Escritos Esenciales Dietrich Bonhoeffer Robert Coles Dietrich Bonhoeffer Introducción^ edición 9788429313888

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ColecciónEl Pozo de Siquem

Dietrich Bonhoeffer, teólogo, pastor y mártir, y uno de Ion más s ign ifica tivos testigos cristianos del sig lo XX, non invita constantemente en sus obras a descubrir la presencia de D ios en el m undo y en la h is to ria . Su va leroso resistencia contra Hitler, su prisión y ejecución ilustran do manera concreta cuál es «el precio del seguim iento».

Un estrem ecedor relato de la azarosa trayectoria existencial del teólogo alemán, escrito por la experta mano de Robert Coles, sirve de introducción a esta selección de sus escritos y nos proporciona un espléndido acceso al corazón mismo del mensaje de Bonhoeffer.

R o b e r t C o l e s es profesor de Ética social en la Universidad de Harvard y autor de más de cincuenta libros, entre ellos The Spiritual Life o f Children y estudios sobre Dorothy Day, Simone Weil y Walker Percy. Algunas de sus obras han sido traducidas al castellano. Entre los numerosos galardones que ha obtenido, podem os citar el Premio Pulitzer y la «Medal of Freedom»

Diseño de cubierta:

ISBN 84-293-1388-5 9 788429 313888

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Robert Coles

Dietrich Bonhoeffer

Introducción^ edición9788429313888

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Colección «EL POZO DE SIQUEM » 121

Dietrich Bonhoeffer

Escritos esencialesIntroducción y edición de

Robert Coles

Editorial SAL TERRAE Santander

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Título del original inglés: Dietrich Bonhoeffer Writings Selected with an Introduction hy Robert Coles

© 1998 hy Orbis B ooks, M aryknoll, New York

Traducción de los textos originales no publicados previamente en castellano:

Ramón Alfonso Diez Aragón © 2001 by Editorial Sal Terrae Polígono de Raos, Parcela 14 1

39600 M aliaño (Cantabria)Fax: 942 369 201

http://www.salterrae.es E-mail: salterrae@ salterrae.es

Con las debidas licencias Impreso en España. Printed in Spain

ISBN : 84-293-1388-5 D epósito Legal: BI-71-01

Fotocom posición:Sal Terrae - Santander

Impresión y encuadernación: Grafo, S.A . - B ilbao

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Indice

P r ó lo g o ......................................................... 7F u e n te s ......................................................... 11Momentos en la vida de Dietrich Bonhoeffer . 14Introducción: Cómo se hizo un discípulo . . 17

1. Jesucristo y la esencia del cristianismo . . . . 582. ¿Quién es y quién fue J e s u c r is to ? ........... 653. El precio de la gracia: el seguimiento . . . . 72

La gracia c a r a .............. : ................................... 72El seguimiento y la c r u z ............................. 78

4. Vida en comunidad....................................... 87La comunidad cris tiana ............................... 91La fraternidad c r is t ia n a ............................. 94La g ra titu d ..................................................... 97La espiritualidad de la comunidad cristiana . 98La comunidad forma partede la Iglesia cristiana ................................... 100La unión con Jesucristo.............................................101

5. Pastor de la Iglesia co n fesan te .................. 102A los jóvenes hermanosde la Iglesia en Pomerania ......................... 102Los tesoros del sufrim iento .......................... 108Christus V íctor .............................................. 116Carta de Advientoa los pastores de la Iglesia confesante . . . . 119

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6. É tic a ..................................................................... 122El a m o r ............................................................... 122El a fo r tu n a d o .................................................... 128La c o n c ie n c ia ..................................................... 132La confesión de las c u lp a s ................................ 138

7. Después de 10 años.Balance en el tránsito al año 1943 .................... 142Sin suelo bajo los p i e s ....................................... 143¿Quién se mantiene f i r m e ? ................................ 143Del é x ito ............................................................... 146Algunos artículos de fesobre la actuación de Dios en la historia . . . 147Presente y fu tu r o .......................................... " . . 147Peligro y m uerte ................................................... 148¿Aún somos ú tile s? .............................................. 149La perspectiva desde a b a jo ............................... 150

8. Cartas y apuntes desde el c a u tiv e r io ............. 152

Prólogo

Estos escritos -q u e van desde los brillantes ensayos del profesor universitario hasta los últimos pensamientos, profecías y especulaciones del m ártir- quieren transmi­tir un sentido de la travesía de un peregrino cristiano de mediados del siglo xx. Como sucede con cada uno de nosotros, hubo varios Bonhoeffers y, por tanto, la obra de su vida puede ser leída de diferentes maneras por varios lectores. El objetivo de esta selección es indicar un cierto tema o dirección espiritual que informa todos sus libros, su correspondencia y sus conferencias, un aspecto de su ser que, en una mirada retrospectiva, sabe­mos que fue totalmente crucial para él - y revelador para todos los dem ás- y del que fue tomando cada vez más conciencia con el paso de los años.

Ya en sus primeros años como filósofo religioso, y como joven y prometedor teólogo, Dietrich Bonhoeffer se atreve a afrontar de la manera más audaz cuestiones de espiritualidad y de fe. En 1930, a la edad de 24 años, mira al futuro, pero no al del éxito en el mundo. El «futuro» que él contempla en Acto y ser es el del abra­zo de Cristo, una expectativa que en su caso no se debe identificar con la contemplación o la reflexión que tan bien había aprendido en su formación universitaria. Ya mucho antes de que se enfrentara a los «principados y poderes» de su nación terriblemente caída, estaba pre­parado para habérselas con una forma especialmente seductora de egoísmo: el astuto yo totalmente concen­

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trado en el análisis de lo que ha sucedido y de lo que está sucediendo. Como alternativa, él nos apremia a todos nosotros a dar un salto en los brazos de Cristo, como si El fuera un padre y nosotros sus hijos, en otro tiempo errantes pero ahora esperanzados y confiados. Este énfasis en el futuro y su posible promesa es, por supuesto, dolorosamente irónico, habida cuenta de lo que esperaba al autor de Acto y ser al cabo de muy pocos años.

En 1933, un año tan fatídico para Alemania y para todo el mundo, mientras Hitler consolidaba su poder co­mo canciller de Alemania, Bonhoeffer, el profesor uni­versitario, impartía en la Universidad de Berlín (de mayo a julio) un curso que sería publicado bajo el títu­lo Cristología. En este curso apelaba a Jesús de una forma más personal y escrutadora, como si ya supiera lo que estaba a punto de suceder: la religión institucionali­zada de una nación (la Iglesia luterana) se convertiría en propiedad de una pandilla de asesinos. El amplio huma­nismo de Bonhoeffer, su destreza literaria, su voluntad de conectar la fe con la vida vivida y su insistencia en que no se debe confundir lo espiritual con lo intelectual (o lo material, lo convencional, lo popular, lo social­mente aceptable) constituyen otra ironía, a la vista de lo que le esperaba a la vuelta de la esquina en su joven vida: el poder secular que reclamaba una aprobación sin límites (y la obtenía de muchos pastores y sacerdotes).

Hacia 1937, cuando Bonhoeffer escribió El precio de la gracia: el seguimiento, Alemania había sido em­baucada, engañada, seducida y secuestrada por el Dia­blo. El régimen nazi estaba por encima de todo cuestio- namiento efectivo y la humillación se hacía presente por todas partes: la humillación de los judíos, la humillación

PRÓLOGO 9

de los que aún seguían siendo fieles a los valores demo­cráticos y también la humillación de los profesores, doctores, abogados y hombres de Iglesia (llamados cris­tianos) que se reunían en tropel en torno a la cruz gama- da, la lucían descaradamente y defendían sus proclamas y propósitos. Bajo tales circunstancias, dignas de com­paración con las horas más tenebrosas en la vida de Jesús, nació un nuevo Dietrich Bonhoeffer. En este momento el teólogo (que había escrito de manera pro- fética, aun cuando intelectual, del «futuro», de «acto» y «ser», del ejemplo vivido de Cristo como el corazón de las cosas y, en definitiva, como el todo para todos los que pretendemos ser fieles al cristianismo) se convierte en el «Caballero de la fe» de Kierkegaard, probado no por sus logros en las conferencias académicas, ni por la respuesta de los críticos a sus artículos y libros, ni por el juicio de sus colegas teólogos, sino por su voluntad de rechazar los halagos del régimen nazi, de enfrentarse a un poder sin precedentes, de soportarlo todo por Aquel que pronunció los dichos galileos cuando otros corrían a gritar «Heil» en Nürenberg, de estar solo, en la cárcel y, finalmente, de estar frente a los fusiles de los repre­sentantes homicidas de un imperio romano moderno en el momento en que perpetraban uno de sus últimos actos de venganza.

Bonhoeffer, el devoto y erudito luterano, se esta­ba convirtiendo en algo diferente de un estudioso prac­ticante, de un escritor y profesor universitario. Bonhoeffer buscó la compañía de Cristo, un «segui­miento» por el que, en efecto, tuvo que pagar un alto «precio». La «vida en comunidad» que Bonhoeffer tra­taba de encontrar con la mayor seriedad había pasado a ser una vida en una «comunidad» encabezada por Jesús

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y no por esta o aquella autoridad secular. La «ética» de la que había escrito se había convertido en un desafío directo a todo lo que defendían las autoridades de su país y sus secuaces excesiva y evidentemente sumisos, decenas de millones que corrían en tropel (y gritando) hacia un suicidio moral colectivo. En la cárcel, en su condición de hombre condenado, está completamente de acuerdo con su «futuro», encuentra una «cristología» de la carne sufriente, aprende el excesivo «precio» per­sonal de una fidelidad cristiana practicada diariamente, descubre una «vida en comunidad» con su Señor en la soledad de su celda y busca en medio de densas tinie­blas una ética del «amor» y del «éxito» que haga frente, sin regatear esfuerzos y sin reservas, al poder de un régi­men diabólico.

En la cárcel Bonhoeffer escribe poemas; en la cárcel canta un cristianismo liberado de la bota militar de un Anticristo contemporáneo y de una espiritualidad que nace de una teología opresora y de dogmas eclesiásticos arrogantes. En la cárcel se dirige a su amado Salvador con un «acto» (resistencia al poder nazi) que se con­vierte en «ser» de un creyente firme, con un abrazo constante a Cristo como el «centro» de su vida, con un «seguimiento» vivido y por el que cada vez paga un pre­cio más alto, con una «vida en comunidad» con Él, con una «ética» de amor y éxito de naturaleza totalmente contraria si se la compara con lo que prevalece en torno a él y, finalmente, con cartas y apuntes que hablan de la más ejemplar, apasionada y digna subida hacia Dios de un humilde peregrino -en la celda de una prisión, en un calabozo o en un campo de concentración tras otro-: en medio del infierno ve el cielo y a Jesús, el camarada ele­gido, el agradable compañero.

Fuentes

Las fuentes de las selecciones que componen la presen­te obra son las siguientes:

C a p í t u l o 1. Original alemán: «Jesús Christus und vom Wessen des Christentum s», en D BW [Dietrich Bonhoeffer Werke] 10, pp. 302-322, © Chr. Kaiser Verlag / G ütersloher Verlagshaus, M ünchen / Gütersloh 1991.

C a pít u l o 2. ¿Quién es y quién fu e Jesucristo?, © A riel, Barcelona 1971 (traducción: Sergio Vences y Úrsula Kilfitt); original alemán: Christologie. Vorlesung, en Gesammelte Schriften III, pp. 167, 172-175, © Chr. Kaiser Verlag, München 1960.

C a pít u lo 3. El precio de la gracia: el seguimiento, © Sígueme, Salamanca 1968 (traducción: José L. Sicre); original alemán: Nachfolge, © Chr. Kaiser Verlag, München 1937.

C a p í t u l o 4. Vida en comunidad, © Sígueme, Sala­manca 1982; original alemán: Gemeinsames Leben, © Chr. Kaiser Verlag, München 1979.

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C a p í t u l o 5. Originales en alemán: «An die Jünger Brüder in Pommern», en Gesammelte Schriften II, pp. 297-306, © Chr. Kaiser Verlag, München 1959. «Predigt über Rómer 5. Márz 1938», en Gesammelte Schriften IV, pp. 434-441, © Chr. Kaiser Verlag, München 1961. «Ansprache zum Abendmahl an Totensonntag im Sammelvikariat Wendisch-Tychow (Sigurdshof). 26. November 1939», en Gesammelte Schriften IV, pp. 453-455, © Chr. Kaiser Verlag, München 1961. «[29. November 1942] 1. Advent 1942», en Gesammelte Schriften II, pp. 596-598, © Chr. Kaiser Verlag, München 1959.

C a p í t u l o 6. Ética, © Estela, Barcelona 1968 (traduc­ción: Víctor Bazterrica); original alemán: Ethik, © Chr. Kaiser Verlag, München 1962.

C a p í t u l o 7. Resistencia y sumisión, © Sígueme, Salamanca 1983 (traducción: José J. Alemany); ori­ginal alemán: Widerstand und Ergebung, © Chr. Kaiser Verlag, München 1970.

C a p í t u l o 8 . Resistencia y sumisión, © Sígueme, Salamanca 1983 (traducción: José J. Alemany); ori­ginal alemán: Widerstand und Ergebung, © Chr. Kaiser Verlag, München 1970. Cartas de amor desde la prisión: © Trotta, Madrid 1998 (traducción: Dionisio M ínguez Fernández); original alemán: Brautbriefe Zelle 92. Dietrich Bonhoeffer - M aña von Wedemeyer (1943-1945), © C.H. Beck’sche Verlagsbuchhandlung (Oscar Beck), 1992.

FUENTES 13

La Editorial Sal Terrae manifiesta su agradecimiento a Ediciones Sígueme (Salamanca) por su autorización para reproducir las selecciones de El precio de la gra­cia, © 1968, Vida en comunidad, © 1982, y Resistencia y sumisión, © 1983 (incluidas en los capítulos 3, 4, 7 y 8); a Editorial Ariel (Barcelona) por su autorización para reproducir las selecciones de ¿ Quién es y quién fue Jesucristo?, © 1971 (incluidas en el capítulo 2); y a Editorial Trotta (Madrid) por su autorización para reproducir la Carta a su prometida, tomada de Car­tas de amor desde la prisión, © 1998 (incluida en el capítulo 8).

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Momentos en la vida de Dietrich Bonhoeffer

1906 Nace en Breslau (Alemania), el 4 de febrero. Hijo de Karl Bonhoeffer, un distinguido neuropsiquia- tra, y Paula (Von Hase) Bonhoeffer, de una desta­cada familia.

1912 La familia de Bonhoeffer se traslada a Berlín.

1923 Comienza los estudios religiosos y teológicos en la Universidad de Tübingen.

1924 Continúa los estudios teológicos en la Univer­sidad de Berlín.

1927 Completa los estudios necesarios para la obten­ción del doctorado. Su tesis se titula «La comu­nión de los santos».

1928 Desempeña el cargo de vicario en la comunidad evangélica alemana en Barcelona.

1930 Concluye Acto y ser. En septiembre viaja al Union Theological Seminary de Nueva York en calidad de Sloan Fellow.

MOMENTOS EN LA VIDA DE DIETRICH BONHOEFFER 15

1931 Profesor de teología en la Universidad de Berlín. Es ordenado ministro de la Iglesia luterana.

1933 El 1 de febrero, dos días después del nombra­miento de Hitler como canciller, interrumpen una emisión radiofónica en directo en el momento en que él hace una crítica contra el totalitarismo. En septiembre, junto al pastor Martin Niemóller, se dirige a los ministros evangélicos alemanes para explicarles los peligros morales del régimen nazi.

1934 Ayuda a organizar la Iglesia confesante, una res­puesta crítica a Hitler y también a la Iglesia lute­rana que, en general, muy pronto se ha sometido a los nazis y después se ha adherido a ellos.

1935 Enseña en el seminario de la Iglesia confesante en Finkenwalde (cerca de Stettin). En diciembre los nazis empiezan a poner freno a las actividades en el seminario.

1936 Se prohíbe a Bonhoeffer enseñar en la Univer­sidad de Berlín.

1937 La Gestapo cierra el seminario de Finkenwalde. Se publica El precio de la gracia: el seguimiento.

1938 Establece contactos con adversarios políticos de Hitler. Se le prohíbe el trabajo pastoral y docente en Berlín. Trabaja en la redacción de Vida en comunidad.

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1939 Viaja a Inglaterra. Comparte sus temores por su país natal con pastores y teólogos en Londres. Visita nuevamente los Estados Unidos, pero des­pués de unas semanas regresa a Alemania, para gran consternación de sus amigos norteamerica­nos.

1940 Se le prohíbe hablar en público. Es vigilado de cerca por la policía. Escribe parte de la Etica. Visita un m onasterio benedictino cercano a Munich.

1941 Visita Suiza, pero regresa a Alemania, donde está bajo sospecha por parte de las autoridades nazis.

1942 Viaja de nuevo al extranjero, a Noruega, Suecia y Suiza. Se encuentra con amigos de Inglaterra y de otros países.

1943 Se compromete formalmente con María von Wedemeyer; tres meses más tarde es arrestado y encarcelado en la prisión berlinesa de Tegel.

1944 Trasladado de la prisión de Tegel a la cárcel de la Gestapo en Berlín. Su hermano Klaus y su cuña­do Rüdiger Schleicher son arrestados. (Son asesi­nados en 1945.)

1945 Trasladado al campo de concentración de Buchenwald, después al de Regensburg, al de Schónberg y, finalmente, al de Flossenbürg, donde, tras un juicio sumarísimo, es ejecutado el 9 de abril.

Introducción Cómo se hizo un discípulo

El corazón del cristianismo, huelga decirlo, es la volun­tad de Dios de convertirse en un hombre, de vivir en un lugar y un tiempo concretos, de entrar en la historia, experimentar sus posibilidades y limitaciones, y probar sus límites: Jesús el niño judío nacido en Belén, una ciu­dad que pertenecía al imperio romano, y después Jesús el carpintero, el maestro, el sanador, el predicador itine­rante y, finalmente, el insistente reformador que suscita la desconfianza del poder hasta tal punto que es arresta­do, condenado y asesinado. Jesús vivió sólo 33 años; sus amigos íntimos eran gente humilde, pescadores y campesinos, hombres y mujeres que habían experimen- lado el sufrimiento, habían transgredido las leyes, habí­an llevado una vida vulnerable, no previsora o impúdi­ca. Jesús no fue reconocido por la multitud inmediata­mente después de su muerte angustiosa y humillante como el Mesías largo tiempo esperado por los judíos. Hasta sus camaradas más cercanos lo abandonaron en vida y sólo un puñado de ellos estuvieron preparados para reunirse en torno a él, en un principio, en el momento de su muerte. También en esto tuvo que adap­tarse a la historia. Sus ideas y pronunciamientos, y su recuerdo vivo en otras personas, se convirtieron en su conjunto en un factor de trascendencia política, religio­

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sa, social y cultural: la evolución de las luchas de una era con respecto a qué se cree, quién lo cree y con qué consecuencias. La historia del posterior triunfo del cris­tianismo dentro de los confines del imperio romano, y después más allá de ellos, es también la historia de muchos mártires que consintieron en sufrir la persecu­ción, en ser torturados y asesinados, todo ello en nom­bre de una fe profesada. Más aún; aquel drama que tuvo a Dios como protagonista histórico (y en el que Cristo fue seguido por unos y perseguido por otros, o contó con la adhesión incondicional de algunos a sus manda­tos y fue rechazado y ridiculizado por otros) se sigue representando todavía. El Jesús del siglo i se ha conver­tido en el Cristo que ha estado presente en todas las cen­turias posteriores, incluida la que puso fin al segundo milenio: en efecto, dos milenios de creyentes, escépti­cos y mártires -todos ellos configurados, de diferentes maneras, por las circunstancias históricas que condicio­naron sus vidas.

El cristianismo es también una religión de sorpresas: la mayor es su entrada en la historia, pero ha habido otras muchas a lo largo del camino. El niño Jesús sor­prendió a los ancianos en el Templo por su precocidad y, cuando era un joven carpintero, su sabiduría asombró y deslumbró a otros, algunos de ellos prominentes y otros gentes sencillas que siempre habían tenido sobra­das razones para desconfiar de los que habían nacido con estrella. Es posible que la Roma imperial tuviera sus descontentos, pero es seguro que la difusión del cristianismo a lo largo y ancho del imperio fue un resul­tado sumamente inesperado, un caso sorprendente de un grupo desconocido de gente humilde que vivía en un lugar remoto de un imperio muy poderoso y produjo

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una fe que en unas pocas generaciones se convirtió en una presencia institucional de enorme autoridad y po­der. Tales sorpresas han estado siempre presentes en la historia del cristianismo: desde el fracaso del papado de Celestino v -e l monje benedictino que en su ancianidad fue llevado al trono de Pedro, pero sólo para tropezar gravemente, pues sus virtudes y su ejemplar piedad no sirvieron para responder a las demandas de la política institucional- hasta el papado de Juan xxin en nuestro liempo; y desde la aparición de Juan Calvino y Martín I .útero en Europa al descubrimiento y la colonización ile América, que en buena medida fueron una conse­cuencia de las pasiones cristianas que hallaron su expre­sión y resolución en los viajes transatlánticos, en la ex­ploración y el establecimiento en un nuevo continente.

Esto fue también lo que sucedió con la vida de Dietrich Bonhoeffer: ¿quién, que lo hubiera conocido en su infancia, en su juventud, y hasta como un joven pastor y teólogo luterano, pudo predecir el curso de su vida, su terrible giro? Murió (el 9 de abril de 1945) en una cárcel alemana, asesinado como convicto de trai­ción a su patria. Tenía sólo 39 años. Y seguramente cuando nació (el 4 de febrero de 1906), o durante su infancia y juventud, este desenlace no pudo preverlo ni la imaginación más desbordante. Algunos hombres y mujeres muestran pronto signos de talento y también de intereses y cualidades temperamentales que, en una mirada retrospectiva, han señalado la dirección, si no la crítica, de sus vidas -especialm ente si se contemplan también sus orígenes familiares-, Pero Bonhoeffer, como otros muchos, llegó a ser la persona que ahora conocernos y admiramos sólo como respuesta a una evolución de la historia difícil de predecir. Después de

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todo, en cierto sentido su altura moral y su destino espi­ritual, que tanto lo distinguieron de otros muchos, in­cluidos miles de ministros cristianos alemanes, estuvie­ron directamente relacionados con el triunfo de Adolf Hitler y sus gorilas nazis. Y, como nos ha mostrado recientemente Henry Ashby Turner, Jr., historiador de Yale, su victoria política, a finales de enero de 1933, no tuvo nada de inevitable; más bien, fue el trágico resulta­do de traiciones, mentiras, engaños y componendas que desconcertaron y asombraron a un gran número de vo­tantes alemanes (la mayoría de los cuales habían recha­zado al chillón traficante de odios, de origen austríaco).

Entonces, ¿cómo podemos entender la vida de Dietrich Bonhoeffer, y especialmente la forma en que terminó? Del mismo modo que el ascenso de Hitler al poder no fue inevitable, el arresto, el encarcelamiento y la muerte de Bonhoeffer no fueron la ineludible conclu­sión de un drama religioso (o ideológico, psicológico, social y cultural). No pudieron ser previstos hacia 1933, por ejemplo, con la subida de Hitler al poder, ni siquie­ra en 1940, cuando sus victorias militares eran eviden­tes y su autoridad en Alemania era una pesadilla real para muchos -que, no obstante, encontraron formas de evitar todo contacto con la Gestapo, sobrevivir a la gue­rra y hablar con dignidad y credibilidad a sus compa­triotas alemanes, como hizo Konrad Adenauer-. En efecto, en ciertos aspectos Bonhoeffer era un candidato poco probable para el papel que posteriormente asumió, el de un hombre de principios que luchó hasta la muer­te contra el Estado alemán. Al fin y al cabo, era un lute­rano para el cual el gobierno de una nación merece un enorme respeto, por una cuestión doctrinal. No deja de ser una ironía que la aparición de Lutero esté directa­

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mente relacionada con esa cuestión: lo que él predicó a este respecto sirvió a los intereses de los jefes seculares emergentes, ansiosos por verse libres de los derechos sobre ellos que Roma reclam aba. Por otro lado, Bonhoeffer no creció en un hogar políticamente radical o culturalmente cosmopolita. Su madre provenía de una renombrada y acomodada familia, entre cuyos miem­bros se incluían un ministro que perteneció a la corte del emperador y un militar de alta graduación, así como abogados y hombres de negocios con títulos de nobleza. Igualmente, su padre era uno de los principales neurop- siquiatras alemanes, y entre sus parientes se incluían |in istas e individuos de la alta burguesía. Dietrich nació en Breslau, pero cuando tenía 6 años su padre asumió un cargo importante en Berlín, aunque también aquí los Bonhoeffer se mantuvieron apartados de todo el fer­mento intelectual de la capital, especialmente durante los años de la República de Weimar: una familia sólida, estable y acomodada, protegida por sus valores secula­res, así como por sus fidelidades luteranas, del escepti­cismo moral y político que florecía en varios círculos y salones de Berlín.

Dietrich Bonhoeffer tuvo siete hermanos. Su herma­no mayor, Karl-Friedrich, ejerció la medicina. Walter, otro de los hermanos mayores que él, fue asesinado en el ejército alemán durante la primera guerra mundial. Su hermano Klaus, tres años mayor, ejerció la abogacía -y se enfrentó a los nazis, que lo encarcelaron y lo asesi­naron-, Sus hermanas mayores, Ursula y Christine, se casaron con abogados (Rüdiger Schleicher y Hans von Dohnanyi) que se opusieron enérgicamente contra los secuaces de Hitler y también fueron arrestados y asesi­nados justo antes de que la guerra terminara. Sabine, la

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hermana gemela de Bonhoeffer, contrajo matrimonio con un abogado y politólogo, Gerhard Leibholz, de ori­gen judío, aunque cristiano por su bautismo, y su her­mana menor se casó con un teólogo llamado Walter Press. Fue una familia que perdió cuatro miembros a manos de los nazis, lo cual pone de manifiesto una resistencia moral de un orden elevado. La familia «per­dió» también una hija y un yerno en el exilio en 1935, cuando la amenaza nazi se cernía implacable y cruel­mente sobre cualquier persona que tuviera orígenes judíos. Sin embargo, no era una familia cuyos intereses y convicciones, antes del ascenso de Hitler, hicieran pensar que se convertiría en una adversaria incondicio­nal de éste, dispuesta a luchar (como se suele decir, y como sucedería realmente) «hasta la muerte».

En realidad, a Hitler no le faltaron adversarios pro­cedentes de la clase alta, conservadores en muchos aspectos, nacionalistas y (tristemente) también antise­mitas a su manera, más reservada y elegante. Los nazis eran en general gentuza; y al principio atrajeron la aten­ción de gentes que, a pesar de su vulnerabilidad social y económica, desdeñaban y temían a la izquierda - la sóli­da presencia socialista y comunista de la República de W eimar-. Hitler proclamó el nacional «socialismo», un «populismo» demagógico que ofrecía las viejas conso­laciones y satisfacciones del odio: el judío como chivo expiatorio que explicaba la situación. Para algunos ale­manes de clase alta, vinculados al poder legal, econó­mico y militar, la ordinariez de Hitler (y las vulgarida­des de sus subordinados nazis) eran obviamente repug­nantes. Una analogía americana aproximativa sería el desprecio que sentían algunos norteamericanos pudien­tes e instruidos de los Estados del sur hacia el Klan.

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aunque por otra parte no tenían ningún interés en que los negros obtuvieran la misma igualdad política (y mucho menos la social o la económica).

Huelga decir que tras la subida de Hitler al poder no liieron sólo los judíos los que tuvieron que aceptar lo que él representaba, lo que paso a paso quería hacer y lo que, de una manera muy enérgica, insistía en hacer. En realidad, muchos judíos pensaban que el poder iba a amansar a Hitler, a dominar su fanfarronería histérica y a refrenar la actividad de sus seguidores proclives a la violencia. Por lo que respecta a la población «aria» ale­mana, incluidos sus miembros abiertamente cristianos, lauto católicos como protestantes, pronto se vio someti­ca de una manera suficientemente efectiva por un régi­men totalitario que no permitía oposición y hacía lo que quería, respondiendo a las dudas o los recelos de cual­quiera con toda la violencia del poder político y con lodo lo que tal control puede hacer para imponer su voluntad. De hecho, la rápida acomodación de las Igle­sias protestantes alemanas a Hitler dice mucho sobre el papel de la religión en la vida secular de una nación industrial del siglo xx. Igualmente importante fue el papel de las universidades, pues también ellas se pusie­ron muy pronto y amistosamente de parte de Hitler. En muy poco tiempo las facultades fueron depuradas, hubo libros condenados y quemados, y una multitud de des­lavados intelectuales y sus seguidores se convirtieron en cómplices o defensores públicos de la ideología nazi. O bien, de una manera más silenciosa, se adaptaron a la sil nación y reprimieron toda inclinación a expresar de­sacuerdo o escrúpulos. Muchos abogados, periodistas, médicos, maestros y ministros cristianos se convirtieron en instrumentos voluntariosos de los diferentes funcio­

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narios de Hitler. Cientos de ministros, en algunas oca­siones, se pusieron la camisa parda nazi como signo de adhesión a la autoridad del Führer. En contraste con ello, unos días después del ascenso de Hitler al cargo de canciller, Bonhoeffer alzó su voz, se enfrentó al nazis­mo tachándolo de idólatra, habló en defensa de los ju ­díos y advirtió vigorosamente contra la dirección en la que su nación se encaminaba -y mientras lo hacía, su intervención radiofónica fue interrumpida bruscamente.

¿Cómo explicar semejante resistencia, expresada públicamente desde los primeros años del nazismo? En 1933 Dietrich Bonhoeffer tenía 27 años y era un pastor y teólogo que residía en Berlín y estaba vinculado a la vida universitaria como profesor y ministro. Por enton­ces se había convertido ya en un teólogo prometedor: había viajado a España para desempeñar el cargo de vicario en la comunidad evangélica alemana en Barce­lona y había pasado un año en el Union Theological Seminary de Nueva York. Es indudable que ya entonces había dado pruebas importantes de su naturaleza com­pasiva. En Barcelona su corazón lo llevó a entrar en contacto con los trabajadores, los desempleados en una nación que en aquellos años se enfrentaba a los conflic­tos que harían posible la aparición de Francisco Franco, uno de los principales aliados de Hitler. En América, Bonhoeffer se percató inmediatamente de nuestro racis­mo institucional (en 1930, antes de que Hitler llegara al poder). Y mostró una intensa y duradera preocupación por una nación que segregaba a millones de ciudadanos, manteniéndolos apartados y en un nivel inferior: una afrenta -é l lo vio claram ente- al cristianismo al que se adherían fácilmente aquellos a quienes, no obstante, al

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parecer no les planteaba problemas semejante situación iitcista.

No obstante, en otros aspectos era a todas luces (por supuesto, en el Union Theological Seminary) un jo ­ven visitante extranjero casi curiosamente conservador. Mientras el evangelio social dominaba el discurso en el seminario -p o r entonces la gran Depresión estaba en lodo su apogeo-, este joven luterano de orígenes obvia­mente elegantes estaba más interesado (al menos inte­lectualmente) en Dios que en el hombre. Como Karl llarth, a quien admiraba, Bonhoeffer trató de compren­der lo que él reconocía que era, finalmente, incompren­sible: las razones y los caminos de Dios. Es propio de nuestra naturaleza hacer precisamente esto, tratar de averiguar todo lo que podamos de lo Divino -y tal vez lodo lo que podamos hacer no sea más que describir nuestro anhelo de realizarlo, la futilidad de nuestra bús­queda y, quizás, especular sobre Su voluntad y hasta sobre Sus intereses o deseos-. La austeridad (si no el capricho) de semejante postura debió seguramente im­presionar a algunos en el Union Seminary (bien entrado el siglo xx, después de Darwin, Marx, Freud y Einstein, por no mencionar el aparente colapso mundial del capi- lalismo) como cosa notable, y no sin implicaciones sociales, culturales y psicológicas: la huida hacia el insondable Dios de Juan Calvino como alternativa al abrazo a las criaturas de Dios, aquí al alcance de la mano, en todo su sufrimiento demasiado obvio y profundo.

Con todo, Bonhoeffer no era indiferente al mundo del aquí y ahora. Más bien fue un hombre inmensamen­te agradable y serio, y su energía moral y su naturaleza evidentemente compasiva le permitieron entenderse

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perfectamente con sus anfitriones norteamericanos. Co­mo devoto luterano, se inclinaba ante el poder distante e inquebrantable de Dios; era un ser hum ano honrado y accesible de buenos instintos y fina sensibilidad, que se preocupaba por quienes estaban a su lado, cualquie­ra que fuera su credo o color. En el U nion Seminary, Bonhoeffer entabló una profunda am istad con Paul Lehman, pero también con otros; los llevaba en su mente y su alma. Mantuvo correspondencia con ellos en la oscura década de 1930 y volvió a verlos brevemente, al final de esa década, justo antes del com ienzo de la segunda guerra mundial.

Tras regresar a Alemania, Bonhoeffer se despidió pronto de la vida del joven y prometedor teólogo, el pas­tor, profesor e investigador vinculado a la universidad, el berlinés de origen social impecable que tocaba el piano con brillantez, que también había aprendido a jugar muy bien al tenis, y cuya familia, en medio del caos económico de la década de 1920, no había conoci­do nunca el peligro, las dudas y las angustias que opri­mieron a la clase media, y mucho más a los pobres. Millones de ellos se habían declarado partidarios de los comunistas o de los nazis, que no sólo eran adversarios electorales sino que se habían enzarzado en una batalla feroz e incesante por las calles de una nación orgullosa, muy instruida e industrial (y también industriosa) al borde del colapso político y económico. El 30 de enero de 1933, como consecuencia de las interminables nego­ciaciones y manipulaciones a puerta cerrada, sucedió lo peor, lo impensable. Aquel día Hitler se convirtió en canciller de Alemania y la suerte de millones de perso­nas de todo el mundo quedó echada: por una u otra razón serían asesinadas en los doce años siguientes, y

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mire ellas se encontraba Bonhoeffer, que entonces tenía / años y muy pronto hizo pública su oposición a los

nazis.Ni Bonhoeffer ni ninguna otra persona conocían

hasta dónde, en la dirección del mal absoluto, iban a lle­var los nazis a Alemania y a toda Europa. Pero supieron Captar mejor que otros, y al instante, las verdaderas in­aniciones de aquellos asesinos y homicidas. Como he­mos señalado antes, interrumpieron bruscamente el pro- fiama de radio en el que él intervenía, unos días des­pués de que Hitler tomara posesión de su cargo, por advertir contra la idolatría que acompañaría al constan­te estrépito del «Führer». Día tras día, mes tras mes, los nazis urdieron su control totalitario sobre la nación y ron él el flagrante racismo del antisemitismo -u n terri­ble eco, tristemente, que se había hecho sentir a lo largo de los siglos y que pudo escuchar, entre otros, el propio I,útero-. Pero con Hitler aquellas lejanas denuncias y, más recientemente, los ataques wagnerianos contra una presunción que se adquiría a costa de otros se habían convertido en algo completamente distinto: el odio fo­mentado por el Estado con un objetivo homicida. M ien­tras que sus compañeros en el ministerio se apiñaban en torno al Führer, Bonhoeffer y un puñado de pastores se agruparon en la «Iglesia confesante»: de rodillas pedían perdón a Dios por lo que se estaba diciendo y haciendo en su tierra natal, al mismo tiempo que sabían que esta­ban poniendo en peligro su situación, y su propia vida, por sus acciones. Fue un tiempo de una gran prueba, un tiempo en el que algunos huyeron, otros se sometieron y otros empezaron lo que se convertiría en la marcha de muchos millones a los campos de concentración, las factorías del asesinato que sólo una tecnología «avanza­

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da» en una nación como Alemania podía posibilitar y sostener.

A finales de 1933 Bonhoeffer volvió a salir de Alemania para dirigirse a Inglaterra. Su oposición a los nazis era clara y conocida públicamente, pero tal vez necesitaba tiempo para precisar cómo iba a realizarla. Mientras tanto, los nazis aceleraban su control cultural (y naturalmente político) sobre Alemania, de manera que cuando Bonhoeffer regresó, en 1935, el tipo de tra­bajo que iba a desempeñar - la formación de pastores en una tradición de oposición orante a los valores propues­tos diariamente por los nazis y con los que bombardea­ban las mentes del pueblo alemán bajo la hábil guía de Joseph G oebbels- se había convertido en algo extre­madamente peligroso. Pese a todo, en 1935 se había abierto un Seminario de pastores, situado primero en Zingshof, junto al mar Báltico, y después en Finkenwalde, cerca de Stettin. Allí, durante los últimos años de la «vil y deshonesta década» de Auden, en la que el mismo infierno empezó a convocar al pueblo ale­mán, Bonhoeffer y otros pocos se reunieron, oraron, estudiaron y se prepararon para algo que, como segura­mente debieron sentir, iban a encontrarse a la vuelta de la esquina. Mientras que la gran mayoría de los pastores luteranos dieron su consentimiento al régimen de Hitler, e incluso le dieron la bienvenida y en algunas ocasiones lucieron la esvástica, Bonhoeffer y sus compañeros se opusieron a semejante acomodación, que en algunos casos fue una adhesión, y fundaron una «Iglesia confe­sante» opuesta a la jerarquía cristiana establecida. Du­rante aquellos pocos años Bonhoeffer escribió El precio de la gracia: el seguimiento (1937) y Vida en comuni­dad (1939). En cierto modo se estaba apartando del

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legado luterano de una Iglesia ligada al Estado y se esta­ba adhiriendo radicalmente a Jesús, que para él era en aquel momento un guía plenamente vivo, tanto ética como espiritualmente. Del mismo modo que los cléri­gos alemanes se habían convertido en los autodegrada- dos «discípulos» del Führer, Bonhoeffer exhortaba a sus amigos, sus compañeros morales en Finkenwalde, a mantenerse firmemente adheridos a Jesucristo, a todo lo que Él sostuvo y transmitió a otros, Sus discípulos. El «precio» sería un terrible aislamiento, un creciente ostracismo. Pero todos en aquella comunidad, todos los que compartían aquella «vida en comunidad» se habían percatado ya no sólo de la intención de los nazis, sino de su absoluta determinación de cumplir sus expectati­vas a toda costa. De ahí el «precio» que Bonhoeffer tenía en mente para sí mismo y para otros como él: la muerte, si era necesario, en la búsqueda de una vida cristiana comprometida.

Hacia 1939 resultaba claro que no había manera de parar a Hitler en Alemania, ni tampoco en el extranjero, si no era con otra guerra mundial. Inglaterra y Francia habían visto el fracaso de su renuncia desesperada a Checoslovaquia en Munich. La bestia nazi gruñía feroz­mente en Polonia, y estos dos países se preparaban febrilmente para la inevitable confrontación. En aquel momento Bonhoeffer hizo su segunda visita a los Esta­dos Unidos. En el Union Seminary era otra persona: ya había pasado la prueba moral y personal de una manera experimentada por pocos en el seminario -y por ningu­no de nosotros en nuestra v ida- No se había enfrentado a Hitler con artículos y peticiones por escrito firmadas en países distantes, o con sermones pronunciados lejos del alcance de la (ya entonces) notoria Gestapo, sino

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que había manifestado de manera transparente sus prin­cipios a poca distancia de la Gestapo. Más aún; poco después de llegar a los Estados Unidos y encontrarse allí a salvo en junio de 1939, tomó la decisión de regresar, y lo hizo en julio. Pocas semanas después estallaría la segunda guerra mundial y sus amigos norteamericanos, preocupados, se preguntaban: ¿por qué aquel retorno apresurado, dada la resistencia que él iba a oponer y la consiguiente respuesta vengativa?

En relación con esto, recuerdo perfectamente una conversación mantenida en el verano de 1963 con Reinhold y Ursula Niebuhr, y su cortés pero sincero de­seo de transmitir no sólo la preocupación que muchos en el Union Seminary sentían por Bonhoeffer, sino tam­bién una interesante y sumamente instructiva variante de esa preocupación. ¿Por qué quiso regresar con tanta urgencia a Alemania? ¿Qué significaba «realmente» la nostalgia [homesickness] de la que con tanta frecuencia hablaba? ¿No sería que estaba «deprimido»? ¿No le ha­brían ayudado algunas «conversaciones» con un «profe­sional»? ¿No habría sido «más prudente» para él que­darse en los Estados Unidos y contribuir a que una nación significativamente aislacionista tomara concien­cia de lo que estaba en juego en Europa? Ya entonces Paul Tillich y Karl Barth se habían exiliado. ¿Acaso no había luchado ya Bonhoeffer contra los nazis con más fuerza que cualquier otra persona en las universidades alemanas o en el ámbito de la cristiandad? Se había atre­vido (pero no con gestos sutiles o indirectos) a decir un «no» rotundo a su Estado arbitrario, opresor y sin escrú­pulos. Antes de su segunda visita a América sus amigos en el extranjero habían visto ya que sería encarcelado, si no le sucedía algo peor, y se alegraron cuando, final­

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mente, cruzó el Atlántico en una visita que, según espe­raban, se convertiría necesariamente en una estancia prolongada. Pero él no dio nunca una explicación explí­cita de las razones por las que regresó a Alemania en el verano de 1939. Habló de «nostalgia», pero de una manera más precisa comunicó a Reinhold Niebuhr que, para poder tener alguna futura credibilidad y valor moral ante sus conciudadanos después de la derrota de Hitler, era preciso que participara en la lucha con la que se consiguiera esa victoria: «Tengo que vivir este perio­do difícil de nuestra historia nacional con el pueblo cris­tiano de Alemania. No tendré derecho a participar en la reconstrucción de la vida cristiana en Alemania después de la guerra si no comparto las pruebas de este tiempo con mi pueblo». Estas palabras manifiestan el senti­miento de alguien que mira al futuro con esperanza, el sentimiento de alguien que ciertamente quería vivir, pagar libre y totalmente «el precio del seguimiento», pero también tener una oportunidad de participar en un momento futuro de redención.

Después de regresar a Alemania, no pudo dejar de ver un significado implícito de la «nostalgia» [home­sickness] que sufrió en Nueva York: su «casa» [homeJ estaba fatalmente «enferma» [sick]. Una vez que Ale­mania entró en guerra se derribaron todos los obstácu­los levantados contra la bestialidad nazi. El monstruo asesino nazi atravesaba una frontera tras otra con la determinación de proseguir el exterminio en masa de los judíos y de otros considerados «inferiores» o «enemi­gos» por un régimen que se revelaba, de manera imper­turbable, como un mal tan monstruoso que no tenía paralelo en la historia. Bonhoeffer, que había manteni­do una resistencia sin fisuras, se lanzó hacia adelante,

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mientras el Anticristo lo rodeaba por todas partes. Gra­cias a los contactos de algunos miembros de su familia se integró en la Abwehr, la Agencia de contraespionaje militar, que por un tiempo estuvo libre de la vigilancia de la Gestapo. Allí no tenía que luchar en las legiones de Hitler, y de hecho se convirtió en un doble agente, que ostensiblemente trabajaba para Alemania mientras esta­ba tramando lo mejor que podía la derrota de Hitler. En cierto sentido aquí nos adentramos en un territorio que Graham Greene o quizás Joseph Conrad han descrito mejor que nadie: la pasión moral personal de alguien que cuestionó la moralidad convencional en su ex­presión política establecida. Los com pañeros de Bonhoeffer en la subversión fueron su hermano Klaus, sus dos cuñados y varios oficiales militares, diplomáti­cos y aristócratas -cada uno de ellos con sus razones personales para dar un paso tan radical y extremada­mente peligroso-. Es indudable que algunos de ellos no estaban exentos de mancha: nobles de la vieja escuela, militares de los ejércitos de tierra y mar que querían una Alemania poderosa, pero no regida por un loco lleno de odio que amenazaba con derribar todo y a todos los que no estuvieran de acuerdo con sus ideas y las de la gen­tuza asociada con él. Una gran nación se había conver­tido en una nación de gángsters.

En el caso de Bonhoeffer estaba presente esta enor­me ironía religiosa: era luterano, pero ya no estaba enfrentado al Estado con una oposición nominal, sino que trataba de derribarlo con todas sus fuerzas -y , con el tiempo, sería arrestado, encarcelado y asesinado sólo unos días antes de que Hitler se suicidara- Aunque la artillería y los aviones aliados habían conseguido sacu­dir los cimientos donde se encontraba su prisión, él

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siguió orando y sirviendo a otros, y fue al encuentro de la muerte con un estoicismo inolvidable para aquellos que fueron testigos. Seguramente para él éste era el «precio del seguimiento» no estudiado en escritos, ni analizado en argumentos o formulado en una posición polémica, sino asumido en el curso de una vida intensa­mente espiritual. Estaba a punto de cumplir cuarenta años y era el prometido de María von Wedemeyer. El y otros prisioneros fueron asesinados por los nazis cuan­do éstos estaban en las últimas; al cabo de un mes Alemania (que estaba en una situación desesperada) se rindió incondicionalmente ante las fuerzas aliadas. Es difícil imaginar lo que pudieron sentir, en medio de las ruinas de Berlín, los padres de Bonhoeffer y su prome­tida (que había perdido en la guerra a su padre y dos hermanos) al enterarse de que él, su hermano y sus dos cuñados habían sido ejecutados en los últimos momen­tos de la guerra.

El Diablo llegó a Alemania (gracias a una política diabólica) en 1933, y no se presentó precisamente con guantes de seda, como se suele decir, sino más bien en una versión acabada, sin disfraz, descarada, moderna, secular y estatal: los asesinatos en masa se convirtieron en una rutina a lo largo y ancho del continente más «civilizado», en la cuna del cristianismo histórico -e l entonces llamado «eje Roma-Berlín»-. La espirituali­dad característica de Bonhoeffer, que consistía en la rea­lización diaria de las verdades morales formuladas por Jesús y encarnadas en Su vida, es nuestro legado (¡terri­ble ironía!) gracias a aquel horror extremadamente devastador. Adolf Hitler nos dio el Dietrich Bonhoeffer al que admiramos y veneramos hoy, más de medio siglo después de su muerte a manos de un verdugo nazi.

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«Prisionero Bonhoeffer, prepárese y venga con noso­tros», le dijeron los que inmediatamente después se encargarían de asesinarlo. Y con aquel hecho él «vino» a todos «nosotros». Un testimonio prolongado, una ri­gurosa prueba libremente escogida terminaba al fin, pero para tener una nueva existencia, no sólo la celestial a la que él aspiraba cuando pronunció las últimas pala­bras de las que tenemos noticia («Éste es el fin, y para mí el comienzo de la vida»), sino la terrena de la que han participado varias generaciones después de él. Bonhoeffer fue un hombre de fe -ahora ensalzado-; su voluntad moral fue tan férrea que desafió las docenas de evasiones, racionalizaciones y autojustificaciones en las que todos los demás nos refugiamos de una manera demasiado fácil y frecuente. Es indudable, repitámoslo otra vez, que este hombre cuya memoria seguimos hon­rando pudo actuar de otra manera. Podría seguir vivo entre nosotros, como un respetado y sabio teólogo y profesor, en otro tiempo activista contra el nazismo y ahora con más de 90 años, como una persona conocida por su prestigio intelectual y su altura moral.

La inolvidable despedida de George Eliot al final de Middlemarch (dirigida a los individuos cuya compleji­dad de mente y corazón ella había presentando de una manera tan sutil) reza así: «¿Quién puede abandonar unas jóvenes vidas después de haber permanecido tanto tiempo en su compañía y no desear saber qué les acon­teció en sus años posteriores? Pues el fragmento de una vida, no importa cuán característico haya sido, no es la muestra de una simple tela de araña; las promesas pue­den no cumplirse, y un ardiente principio puede ir seguido de un declive; los valores en potencia pueden encontrar su largamente esperada oportunidad; un error

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pasado puede impulsar un gran resarcimiento»1. Encon- I ramos aquí una sagaz y amplia explicación psicológica de una dialéctica secular en todas sus posibilidades. No obstante, en Bonhoeffer vemos poco del zigzag evocado de una manera tan idónea por una observado­ra magistral de la psicología humana. En la vida de llonhoeffer la marcha de sus pies, paso a paso, señala, implacablemente, de una manera sumamente predeci­ble, una insistente, persistente y sonora antífona de disi­dencia frente a las legiones de odio que desfilaban a tra­vés de Alemania y después en otros países: el asesinato en constante movimiento (mientras todo el mundo mira) infligido por las heces de nuestra especie dotadas de poder militar. Frente a un Anticristo tan terrible, un can­didato a «discípulo» de Jesús comprobó por sí mismo lo que significaba el seguimiento -y por ello, una vez más, luvo lugar otra crucifixión-. En aquel momento Hitler estaba ya en su bunker, en su camino -esto es lo que se puede esperar- hacia un futuro que ni siquiera el mayor examinador de nuestro pasado y nuestro futuro, Dante, pudo nunca imaginar.

Cuando contaba poco más de veinte años, parecía que Bonhoeffer se encaminaba hacia una prestigiosa carrera como profesor y pastor luterano que también estaba llamado a meditar y escribir sobre cuestiones teológicas. Entonces era eminentemente leal a la noción de autoridad y jerarquía, a la idea de fe como algo trans­mitido de una manera muy misteriosa desde arriba (más que encontrado y explorado dentro de uno mismo). Para

1. George E l io t (seudónim o literario d e Mary Ann Evans), M iddlemarch. Un estudio de la vida provinciana, Editora Nacional, Madrid 1984, p. 1.097.

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los luteranos el Estado es, realmente, un aspecto de la divinidad de Dios que se nos concede desde lo alto; el cristianismo es un cuerpo de creencias y convicciones que es integrado en la vida diaria como ciudadano, como miembro de una comunidad establecida. El pala­cio de justicia no es una iglesia, pero comparten un espacio común en el centro de la ciudad, y se supone que cada uno de ellos debe influir en la vida diaria del otro. La declaración de Cristo sobre el césar y Dios es visto como un mandamiento doble o mixto más que como un repudio o rechazo de una autoridad civil intru­sa -u n a petición dirigida a los creyentes para que man­tengan una distancia de seguridad entre sus responsabi­lidades políticas y la práctica de su vida religiosa.

Ahora bien, los luteranos no están necesariamente obligados a la sumisión institucional. No es necesario recordar que su fe es una fe protestante. Su fundador se enfrentó al catolicismo de Roma, insistiendo en su dere­cho y, por implicación, en el derecho de cada uno a bus­car a Dios en las formas privadas de oración, pero tam­bién en la reflexión, el debate y la argumentación. El luteranismo postula el compromiso civil como una expresión de la vida religiosa, pero libera al individuo que da culto del papel intercesor de los papas y los car­denales. De forma que cada uno de nosotros tiene liber­tad de acción en el ámbito de la fe, aunque también per­tenecemos a una familia, un vecindario y una nación. Si bien Lutero transfirió parte del poder papal a los pasto­res y parte a los «principados» a los que esos pastores pertenecían, dejó al feligrés individual un cierto territo­rio privado en el que se puede encontrar (imaginar, con­siderar y suplicar) a Dios sin que nadie tenga que mirar necesariamente por encima del hombro. De ahí la orto­

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doxia, por así decirlo, de la noción bonhoefferiana de un Dios mucho más privado e inescrutable de lo que muchos cristianos, de cualquier confesión, estarían dis­puestos a admitir.

Mientras el joven Bonhoeffer de la década de 1920 se recordaba a sí mismo y recordaba a sus lectores que la fe exige sumisión a lo significativamente incognosci­ble, y hasta inaccesible, sencillamente daba por sentado el sistema político que prevalecía entonces en su país natal -u n estado mental (o espiritual) luterano conven­cional-. Esto quiere decir que no se vio envuelto en las considerables tensiones de la Alemania de Weimar. Vi­vió una vida intelectual sin riesgos y no rompió con ella en su país, sino en el extranjero, en España. Después viajó a los Estados Unidos, donde (nuevamente) las Iglesias estaban muy implicadas en las luchas sociales y económicas de un capitalismo vacilante. Es indudable que desde la distancia facilitada por estos dos viajes lomó conciencia de nuevas posibilidades pastorales: el ministro como crítico político y social y, si es necesario, como activista. Pero antes de que Paul Hindenberg diera a Hitler el cargo que había estado buscando durante una década, Bonhoeffer no había dado muestras de ningún interés especial en el destino social y político de su país extremadamente perturbado. Sin lugar a dudas se le podía aplicar con toda justicia, como a Karl Barth, el titulo de la novela de Zora Neale Hurston, Sus ojos m i­raban a Dios. No obstante, como hemos indicado, exac­tamente dos días después de que Hitler tomara pose­sión de su cargo, Bonhoeffer cuestionó la noción de «I ’iihrer» en una intervención radiofónica que, podemos decir, constituyó el principio de una nueva vida para él, una vida políticamente comprometida que tendría con­

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secuencias obvias para él, no sólo como alemán sino también como cristiano y teólogo. No era normal que un luterano de una familia prominente cuestionase la auto­ridad del Estado, y menos que lo hiciese públicamente. La petición que dirigió a sus hermanos en el ministerio para que «confesaran», para que de hecho hicieran de semejante postura de contrición la característica con­temporánea de su fe, para que fueran miembros de una fe confesante más que luteranos alemanes, fue una intervención radical y lo apartó mucho de la gran mayo­ría de sus colegas, que se declararon partidarios de Hitler y hasta vistieron la camisa parda nazi en algunos encuentros.

Así pues, Bonhoeffer rompió en dos aspectos con los intereses y la manera de pensar que lo habían caracteri­zado hasta entonces. Cada vez estaba más interesado en el aquí y ahora y estaba públicamente enfrentado a su gobierno y la relación de su Iglesia con él. Además, en aquel momento se convirtió en un «pacifista» convenci­do. Empezó a ver la guerra como una realidad no sólo inhumana y destructiva sino también, en el sentido reli­gioso de la palabra, profana: un acto blasfemo por parte de los jefes de la nación y sus cohortes. Incluso quiso ir a visitar a Gandhi, vivir durante un tiempo en su ashram y aprender de él -una ruptura más con la herencia con­servadora, luterana y alemana que en un primer momen­to operaba de manera decisiva en su mente.

A finales de la década de 1930 había nacido una per­sona nueva, la que conocemos la mayoría de nosotros y, como es comprensible, a la que consideramos como una presencia teológica y espiritual de primer orden, un regalo del siglo xx al pensamiento cristiano. Pero este hombre al que acogemos tan gustosos no vio la luz tal y

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como lo conocemos ahora. Tampoco llegó a ser quien lúe por una evolución esencialmente filosófica o teoló­gica: el «hombre pensante» de Emerson que elige este o aquel camino durante un viaje continuo del yo, empuja­do por su capacidad de interioridad independiente. Bonhoeffer fue un hombre en otro tiempo privilegiado, admirado y afortunado que llegó a estar sitiado y solo y, en un breve espacio de tiempo, vio cómo su carrera y su misma vida estaban en peligro. No podía enseñar en la universidad ni ejercer el ministerio de pastor en una iglesia. Era objeto de una investigación constante. Sólo la elevada posición de su familia y sus muchos contac­tos lo libraron (provisionalmente) del arresto y de algo peor. Ya antes del estallido de la guerra sus amigos del extranjero estaban preocupados por él y querían salvar­lo. Y los amigos que tenía en Alemania, sus compañeros realmente íntimos, se estaban agrupando en una oposi­ción que pasó muy pronto a la clandestinidad. Hay que repetir una vez más que ninguno de estos giros de los acontecimientos era necesario: todo lo que Bonhoeffer tenía que hacer era guardarse para sí y sus colaborado­res más cercanos sus enérgicas reservas contra los nazis. En cambio, se convirtió en un adversario público de los jefes de su nación, de su Iglesia -cuando ésta se plega­ba a las exigencias de esos je fes- y de la política que su gobierno perseguía: rearme y anexión de países por medio de la amenaza de la guerra.

En estas circunstancias Bonhoeffer no se volvió a un Dios distante y abstracto, ni a su pasado luterano (con la esperanza de redimirlo), ni a la tradición intelectual de la Ilustración, ni tampoco al pensamiento de moda que había ocupado un puesto tan destacado en el Berlín de la década de 1920. Se volvió más bien a Jesucristo, a

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Sus experiencias concretas, Sus discursos, Sus parábo­las, Sus exhortaciones, sugerencias e interpretaciones, a Sus ideas declaradas tal y como surgieron en el curso de Su enseñanza y Sus curaciones y, no en último lugar, a Su vida tal como eligió vivirla. Un teólogo prometedor se convirtió en un marginado en peligro. Fue como si hubiera dado un salto de diecinueve siglos, tratando de situarse entre los compañeros de Jesús y los camaradas peregrinos que Él escogió, un grupo de humildes segui­dores que corrieron riesgos por decidirse a estar con Él. Semejante salto implicaba abandonar (y hasta enfren­tarse a) la Iglesia y el Estado; y semejante salto empu­jaba a una vida moral y espiritual característica. Lo importante en ese momento no era defender o urgir reformas, y ni siquiera repudiar la fidelidad al Estado y la Iglesia, sino dar el paso más radical, derribar un orden de cosas establecido, un gobierno excesivamente con­trolador, con una Iglesia que profesaba en exceso ser su aliada.

La espiritualidad de Bonhoeffer no fue la de un cris­tiano contemporáneo que luchaba por encontrar sus correctas relaciones con la Iglesia -com o, por ejemplo, Thomas Merton o Flannery O ’Connor-, Tampoco era un ex agnóstico que había recibido el milagro de la fe -com o, por ejemplo, Simone Weil o Edith Stein-. Si, como dice el proverbio, «la historia hace al hombre», o al menos a ciertas personas, que muestran una disposi­ción a verse profundamente afectadas por un momento histórico particular, entonces fueron «los tiempos» los que cambiaron al joven Bonhoeffer -e l devoto luterano, el inteligente estudiante de teología y el erudito que vio la distancia que nos separa de Dios como una barrera difícil e inevitable y, no en último término, el alemán

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politicamente disidente o indiferente que tenía cosas más importantes (podríamos decir, por ejemplo, en 1930) en qué pensar- en alguien «despreciado y desde- ñado», un fuera de la ley en una nación a la que amaba profundamente. El cristianismo de Bonhoeffer se con­virtió en el de los primeros años de la religión, antes de su ¡nstitucionalización; de hecho, su fe durante la última y decisiva década de su vida es comparable a la fe de un apóstol en el Jesús terreno aún vivo, en medio de una existencia en el límite, si no en constante peligro de muerte. Bonhoeffer habla con modestia de «seguimien- lo», pero piensa en los apóstoles antes de la llamada

gente muy sencilla radicalmente seducida por Jesús, hombre de una condición moral irresistible que parecía extrañamente a la deriva y se estaba convirtiendo en una considerable espina cada vez más clavada en el costado de toda autoridad religiosa y política establecida.

Es innegable que hubo otros intelectuales de la misma talla que Bonhoeffer o con un nivel superior (el psicoanalista Cari Jung, el filósofo Martin Heidegger, el crítico literario Paul de Man, el poeta Ezra Pound) a quienes la historia introdujo directamente por las puer­tas del nazismo, o del fascismo, que les dieron la bien­venida. Al final de su vida Heidegger seguía siendo un nazi impenitente: precisamente él, el campeón del «existencialismo» que nos habló con arrogancia de la «autenticidad» y se dejó engañar como un imbécil por Hitler y sus matones mentirosos y asesinos. Jung no dio una respuesta clara y se limitó a explicar una y otra vez (con la esperanza de justificarse) su coquetería con una oscuridad sin precedentes. Paul de Man trató de ocultar su afiliación nazi, que fue descubierta sólo después de su muerte. Pound encontró en la «locura» una escapato-

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ría de la traición: su sucia boca es una lección para aquellos de nosotros que predicamos «las humanida­des» y la «poesía» como una respuesta a la crueldad y la brutalidad de mente y corazón. Mientras tanto, un joven pastor tomó a Jesús suficientemente en serio co­mo para tratar de imitarlo y el destino le dio una opor­tunidad de hacerlo de una manera más intensa de lo que nadie se habría atrevido a creer posible.

Indudablemente había signos de que Bonhoeffer ten­dría que mantenerse erguido frente a las presiones con­formistas de la sociedad más totalitaria de la historia. En el verano de 1931 fue a Bonn para escuchar a Karl Barth, siguió sus lecciones durante tres semanas y se cuenta que citó a Lutero en una clase -en la que obser­vó que «a veces las maldiciones de los impíos le suenan a Dios mejor que los aleluyas de los piadosos»-. Barth y Bonhoeffer podían estar de acuerdo en que ahí podría encontrarse un elemento del pensamiento del Señor que ellos podían detectar y presentar como específicamente Suyo. ¿A quién de los «impíos» escucharía Dios con agrado? ¿Tal vez a Freud? En su obra inflexiblemente escéptica El porvenir de una ilusión Freud expuso cla­ramente su convencimiento de que usamos la noción de Dios para hablar de nuestras necesidades, deseos y temores: la fe como alargamiento del yo. Naturalmente, esta observación nos dice mucho de Freud -e l psicoa­nalista como una persona asaltada por una duda conti­nua, dentro y fuera de su despacho-. De la misma mane­ra que Barth y Bonhoeffer no tenían intención de ocul­tar su originalidad y, con el tiempo, su deseo común de retar a los piadosos que se consideraban orgullosamen- te - s í - ministros cristianos sancionados por los nazis, ninguno de los dos se habría sorprendido si el Dios cuya

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hambre y sed, cuya propia manera de buscar la vida ellos habían presentado, encontraba un cierto placer en el lenguaje áspero y polémico del «impío» Freud que (en la clasificación que tuvo lugar en la década de 1930 en Alemania y en Austria) terminó exiliándose, mientras que sus hermanas fueron enviadas a campos de concen­tración y asesinadas. Aunque los nazis quemaron los libros de Freud, él mereció por un momento la atención agradecida del Señor, a quien Barth y Bonhoeffer invo­caban ardientemente desde su condición humana.

En efecto, al final de su vida Bonhoeffer albergaba serios recelos hacia las Iglesias y su propósito de ser supuestos instrumentos del mensaje de Dios. En un «Esbozo de un trabajo», escrito en el verano de 1944, insiste en que «la Iglesia sólo es Iglesia cuando existe para los demás». A continuación, para que semejante observación no sea considerada excesivamente vaporo­sa, añade: «Para empezar, debe dar a los indigentes todo cuanto posee»2.

Con ello nos encontramos en el mundo patas arriba de Alguien que hace mucho tiempo confundió a los «principados y poderes» de este mundo, como se refle­ja en el dicho: «Eos últimos serán primeros, y los pri­meros últimos». Nos encontramos realmente en un tiempo pre-eclesial, y estamos seriamente conectados con una manera anti-institucional de ver las cosas. Fueron necesarios varios siglos para poner bajo control la vida de Cristo y Sus palabras, para privarlo de su desafío radical a los que son propietarios, jefes o perso­najes destacados de cualquier clase. Las cartas y otros

2. Dietrich B o n h o e f f e r . Resistencia y sumisión, Sígueme, Salamanca 1983, p. 267.

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escritos de Bonhoeffer, en ese momento (ni siquiera le queda un año de vida), lo sitúan en compañía de Tolstoi, en la contemplación que expresa en Memorias, o de Silone, en cuya obra Vino y pan el amable y honrado profesor, Don Benedetto, se pregunta qué es lo que nos pasa a medida que envejecemos. Dirigiéndose a sus ex alumnos, que ya han cumplido más de treinta años -com o Bonhoeffer cuando escribe sus apuntes en la cár­cel-, Benedetto recuerda «algo vital y personal» en los niños a los que conoció, que sólo unos años después «ya parecen hombres cínicos y aburridos». Su corazón sufre al percatarse de ello; anhela otro desenlace, y no sólo por el bien de los ex alumnos, sino por el bien de todos nosotros: un idealismo de acción como nuestra única posibilidad de afirmar valores que, de lo contrario, se convierten en las devociones más secas, mero reflejo de nosotros mismos. Pero estos hombres «crecidos», con el lenguaje frío, directo y prosaico de su «madurez», le dicen: «En la escuela se sueña, pero en la vida uno tiene que adaptarse. Esta es la realidad. Uno nunca se con­vierte en lo que habría querido convertirse».

No es extraño que Bonhoeffer en la cárcel albergara serias dudas sobre la psicología moderna y sobre las Iglesias contemporáneas -sobre todas ellas-, «Reali­dad», «adaptación»: éstas son las palabras de moda de la vida burguesa de nuestro tiempo; él lo sabía bien, y por denunciarlo lúcidamente fue arrestado. A este res­pecto, recuerdo perfectamente cómo David Roberts, un profesor del Union Theological Seminary, hablaba retrospectivamente de Bonhoeffer a mediados de la dé­cada de 1950. Yo era a la sazón un estudiante de medi­cina que asistía como oyente a un seminario impartido por él. Un día nos preguntó qué habríamos aconsejado a

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Bonhoeffer que «hiciera» en 1938, cuando se planteaba la gran pregunta: permanecer en los Estados Unidos o cruzar el Atlántico a fin de resistir al mal -y hacerlo cuando ese mal se estaba convirtiendo en el más grande y más implacablemente destructor (y, según parecía, el más poderoso) de toda la historia-. Naturalmente, para nosotros fue fácil dar un vigoroso espaldarazo a Bonhoeffer, aplaudir de corazón su actitud y cantar sus virtudes morales. Y sin embargo, como nos recordó el profesor Roberts, Dietrich se encaminaba hacia una muerte horrible, ignominiosa y rápida. ¿Qué iba a lograr «realmente»? ¿Por qué se exponía a un peligro tan gran­de? En aquel momento yo no sabía lo que los Niebuhr me contarían más tarde: que muchos en el Union Semi­nary y en otros lugares se estaban haciendo esas pre­guntas y planteándose el tema de esa manera.

Lamentablemente, no son cuestiones retóricas o un irónico recordatorio de la manera en que la dignidad y utilidad de la psiquiatría psicoanalítica puede convertir­se, y de hecho se ha convertido, en algo muy distinto, en un medio para que muchos de nosotros pensemos en nosotros mismos concienzudamente. Y una vez que nos encaminamos en esta dirección, las exigencias de Dios tienen que desvanecerse en el paisaje secular dominan­te. Los escrúpulos morales, la realidad espiritual de las exhortaciones y advertencias de Cristo, ceden el paso a otra clase de realidad, la de la única posibilidad de nues­tro cuerpo en este planeta, la del deseo de la mente de permanecer en una inactividad eterna. De ahí la necesi­dad de ser «realistas». «El inconsciente es intemporal», observó en una ocasión Anna Freud, y ésta era su mane­ra de señalar nuestra repulsa de plano a reconocer que la muerte es nuestro destino. Y así, vivimos a toda costa y

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por ello nuestros valores y principios se ven constante­mente en peligro: la adhesión a ellos, ¿amenazará la clase de ser que más apreciamos? Como dijo Rilke, «la supervivencia lo es todo».

Bonhoeffer supo captar la medida de este modo se­cular de pensamiento (al que hoy muchos se adhieren en nombre de la religión) de la forma más célebre, en los últimos días de su cautiverio, cuando despreció el cre­ciente énfasis en la psicología y la filosofía existencial de sus compañeros clérigos y sus feligreses. Pero ya en 1933, en sus conferencias, estaba turbado por las tenta­ciones presentes en el camino de la fe: la conciencia que tenemos, gracias a la ciencia y a las ciencias sociales, y cómo semejante conciencia moderna puede convertir en un hazmerreír la religión, los pasajes bíblicos, la tradi­ción recibida, la práctica del convencimiento. Es cierto que Barth dijo: «¡Basta ya!» y que pidió a sus estudian­tes y lectores que fijaran su atención en Dios; ridiculizó los frenéticos esfuerzos de las Iglesias (incluso la Igle­sia católica) por alcanzar, por así decirlo, a la mente moderna, como «psicología pastoral», «Jesús histórico» o «evangelio social». Bonhoeffer no denunció esos es­fuerzos per se, sino que vio las aguas de la idolatría en las que semejantes barcos querían navegar para terminar fracasando.

Entonces, ¿cómo ser hoy un cristiano creyente, es decir, sin mantenerse en sus trece, retomando a una ortodoxia que airadamente da la espalda a todo lo que ha conseguido la mente secular? Kierkegaard hizo una sugerencia y Bonhoeffer la estudió detenidamente: la «resignación» de Abrahán se hace nuestra; uno cree, no importa cuáles sean sus dudas. Pero, ¿cómo se convier­te esta creencia en algo más que un proclamado y sagaz

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truco de la mente? Kierkegaard se esforzó, en Temor y temblor, por ilustrar esa clase de creencia en su versión de la disponibilidad de Abrahán para sacrificar a su hijo Isaac como respuesta a la prueba que el Señor ponía a su fe. En ese fascinante drama espiritual se encuentra el más amplio y grave reto a la sensibilidad del siglo xx: un padre va a entregar a su hijo al Señor. El que hoy lo lee se estremece y sacude la cabeza porque le resulta imposible creérselo. En realidad, semejante relato es un desafío casi absurdo a nuestro pensamiento psicológico o sociológico, según el cual habría que llevar al padre a un médico, ayudar a familias como ésta a salir de su ignorancia supersticiosa o sonreír ante el teólogo que, finalmente, tiene que ser asesinado (siendo nosotros bufones y terroristas más sagaces que él).

Abordo aquí el tema que acabo de plantear porque creo que el corazón mism o del «sacrificio» de Bonhoeffer (de sí mismo, no de su hijo -aunque hay que pensar en el amor que le profesaban su prometida y sus amigos, a los que deja por el imperativo espiritual que siente) debe ser visto no sólo como una valiente disi­dencia civil (aunque también lo es), sino como disiden­cia cristiana: «Cristo es el centro» y, en este caso, el centro de la disponibilidad voluntaria de una persona a resistir contra un Estado totalitario y omnipotente, sin que importen las consecuencias. Huelga decir que tal postura no era la única posible. Otros, con igual tenaci­dad y honor, fueron al encuentro con la muerte en su resistencia contra Hitler por diferentes razones de mente y corazón, y tal vez entre ellos se hallen Klaus, el her­mano de Bonhoeffer, y sus dos cuñados. Pero Dietrich Bonhoeffer esclareció su propia argumentación espiri­tual, una forma de ver las cosas que exigía, a largo

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plazo, un testimonio que debía ir más allá de la oración, en la Iglesia o mediante otras «salidas» como la escritu­ra o la enseñanza.

¡Qué ironía, entonces, que en 1952, siete años des­pués de la muerte de Bonhoeffer, tras la publicación de sus cartas y apuntes desde el cautiverio, Karl Barth lo describiera como un «pensador visionario impulsivo». Durante años Bonhoeffer había esperado y se había pre­guntado qué hacer, cómo comportarse; incluso se retiró de la escena (Alemania), y es indudable que lo hizo con el «temor y temblor» en el que Kierkegaard supo poner el acento. Hoy algunos de nosotros podríamos con de­masiada rapidez, en nuestra imaginación, donde nunca se ponen a prueba los desafíos morales, subimos al tren, hacer nuestras (santas) promesas. También yo lo habría hecho: enfrentarme cara a cara a Satán. Pero la distan­cia entre semejante declaración y los hechos es enorme -aterradora para contemplarla como una posibilidad real e inminente, y no digamos para recorrerla-. De ahí la expresión de Kierkegaard: «la suspensión teleológica de lo ético». ¿Qué persona cuerda (¡según nuestro punto de vista!) estaría dispuesta a renunciar a su hijo como lo estuvo Abrahán (si bien, repitámoslo, reacio y temero­so)? Cuando Bonhoeffer, el pacifista declarado, el sin­cero luterano, decidió tomar parte en un intento de ase­sinar a Hitler y se determinó a participar en un desafío directo al Estado alemán, no estaba sentado en un sillón ni en un escritorio o en un aula tomando una opción que merecería el aplauso inmediato de otras personas de ideas parecidas. Se encontraba, como Abrahán, in medias res. Y lejos de ser «impulsivo», se había prepa­rado interiormente durante mucho tiempo para un reto y una responsabilidad tan imponentes: un momento de

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prueba cristiana digno de Kierkegaard y de la misma Biblia.

No es extraño que en su último año o en los dos últi­mos años como prisionero, Bonhoeffer volviera a escri­bir poemas y literatura de ficción. Trabajó en una nove­la; escribió cartas; compuso relatos breves y una obra de teatro. Y nos dejó poemas que cantan triste y alegre­mente, con su lenguaje conciso y denso, su esfuerzo por decir muchas cosas en el lenguaje penetrante de la poe­sía. Semejante escritura indica que se había percatado de que había cruzado un puente y había pasado más allá de los paradigmas eruditos y conflictivos y de las expo­siciones y controversias teológicas. Su teología era entonces la del individuo como testigo de Cristo, la de un cristianismo «sin religión», la de Jesús como un maestro espiritual constante, inmensamente alentador pero terriblemente agotador y exigente, y no la de un Dios lejano adorado los domingos en la Iglesia o reco­nocido piadosamente en las oraciones. Estaba en la cár­cel, y a medida que los días se convertían en meses y él iba de una prisión a otra, de una manera cada vez más ominosa, se percató claramente de que podía seguir es­perando, pero que, en realidad, sólo podía esperar con­tra toda esperanza. De esta manera se explican los rela­tos, la interioridad lírica compartida, los breves mensa­jes y las largas incursiones en tramas, personajes, esce­nas dramáticas y diálogos: un mundo de palabras pen­sado para narrar hechos concretos sucedidos, aconteci­mientos ocurridos.

Naturalmente, era un novicio. Le faltaba el «arte» para dejarnos una «gran» obra de ficción o poesía. Pero nos estaba revelando un giro de mente, de corazón. Y sus cartas se hallan en la tradición de las de Pablo o de

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las que escribió alguien más próximo a nosotros: el Martin Luther King en una cárcel de Birmingham (Ala- bama). El objetivo era contar historias, ponerse a la escucha de sus experiencias pasadas, expresar narrativa­mente su complejidad de forma que él (como su propio lector) y otros pudieran comprender, de manera indirec­ta, lo que había sucedido mientras realizaba este terri­ble trabajo -u n a teología basada en los Salmos del An­tiguo Testamento y las parábolas de Jesús el hombre, el caminante.

Para muchos de nosotros Bonhoeffer pertenece al grupo de los mártires, hombres y mujeres que han de­fendido, hasta la muerte, sus elevados principios mora­les y espirituales. A diferencia de otros (tenemos que seguir recordándolo) que fueron acorralados a la fuerza y enviados a los campos de concentración, él tuvo muchas oportunidades de evitar este final. Pudo hacer­lo. Pudo vivir una vida segura, cómoda, y ser tenido en alta estima como uno de los primeros alemanes que advirtieron quién era Hitler realmente, lo denunciaron públicamente y perdieron sus puestos pastorales y pro­fesionales -y sólo entonces, por ejemplo, exiliarse, como hicieron Barth y Tillich y miles de alemanes dis­tinguidos-. Por el contrario, él rechazó una tras otra las oportunidades de ir al extranjero y permanecer allí por­que quería cumplir lo que apasionadamente creía que era su llamada como alemán y cristiano, cuya familia había sido muy bien tratada a lo largo de las generacio­nes por una nación que ahora a cambio exigía de sus líderes morales -esto era lo que él creía- todo lo que tenían que dar. Él lo dio todo, como su Señor y Maestro lo había hecho hacía más de mil novecientos años.

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La psicología del mártir es la psicología de la volun­tad, por la que se toma una decisión y se sufren las con­secuencias. En esta era de determinismos emocionales, sociales, históricos y económicos hay poco espacio para la voluntad en el vocabulario que empleamos cuando tratamos de entender los asuntos humanos. A veces pasamos por alto las cosas en un primer momento debi­do a nuestras prisas por abordar lo menos obvio. Erik Erikson observó en una ocasión a propósito del psicoa­nálisis y su estudio sobre Lutero: «A menudo se piensa que la voluntariedad es un rasgo secundario. Yo creo que algunas personas han aprendido a ser voluntariosas en sus creencias: su voluntariedad es una parte muy importante de ellas y recurren a ella en la prosecución de cualquier cosa que quieran defender. Quizás sea ésta la esencia del “liderazgo”: un líder sería una persona que no admite un no por respuesta, que cree algo y hace todo lo posible para que los demás entiendan lo que cree y por qué lo cree. ¿Que hay otras personas que tienen la misma perspectiva? Bueno, no están tan comprometidas con sus ideales o no saben cómo mantenerlos y cumplir su palabra, “bien lo sabe Dios”, como se suele decir».

La voluntad de Bonhoeffer no era diferente de la de otros peregrinos de su tiempo: Edith Stein, que nació en Breslau como él y pasó en esta ciudad los seis primeros años de vida cuando también Bonhoeffer vivía en ella; y Simone Weil, que también murió antes de cumplir cuarenta años y que, como él, estaba dispuesta a darse por entero -com o luchadora en la Resistencia francesa-, aunque después moriría, enferma de tuberculosis, dos años antes que él. Menciono a estas dos intelectuales judías porque creo que sus actitudes, en algunos aspec­tos, nos ayudan a entender lo que Bonhoeffer estaba tra­

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tando de realizar. Stein llegó a ser una filósofa eminen­te; colaboró estrechamente con Edmund Husserl y con­tribuyó a extender el ámbito de la filosofía y la psicolo­gía fenomenológicas -que ponían el acento en el indivi­duo en toda su complejidad, particularidad y ambigüe­dad-. Bonhoeffer anhelaba que cada persona viviera plenamente sus sentimientos característicos y trató de hacer justicia a esta visión en el leguaje universitario -u n a tarea nada despreciable-, especialmente en un tiempo en que las ciencias sociales, con sus tajantes caracterizaciones y generalizaciones, amenazaban con «meternos a todos en el mismo saco» bajo formulacio­nes de todo punto inadecuadas -e l este o aquel de nues­tros teóricos, que tienen su manera de hacer caso omiso de las variedades de la experiencia hum ana-. Con el tiempo, la mente extraordinariamente dotada de Stein buscó una expresividad interior propia y encontró en el cristianismo de la Iglesia católica un hogar a la vez inte­lectual y personal. Su conversión y su decisión de hacer­se monja fueron pasos de afirmación para ella. No obs­tante, fueron pasos dolorosos, habida cuenta del antise­mitismo endémico en Europa en aquel momento, un odio al que no quiso rendirse aborreciéndose a sí mis­ma, mediante lo que se podía interpretar como una esca­patoria. Mantuvo su cabeza bien alta e intacto su amor al pueblo judío, pero recorrió un camino de abajamien­to que, según su determinada decisión, era el correcto para ella -u n a insistencia idiosincrásica e inflexible, parecida a la de Bonhoeffer-, Mientras que otros se eva­dieron, Bonhoeffer y Edith Stein dijeron «sí» al único destino que pudieron y quisieron elegir para sí mismos. Ambos murieron a manos de los nazis, en 1942 y 1945, respectivamente: ella en medio de la indescriptible de­

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gradación de un campo de concentración, lugar de ase­sinatos en masa; él en las condiciones relativamente más confortables (había una gran extensión de campos) ofrecidas a ciertos prisioneros cuyos privilegios, ¡qué ironía!, se habían convertido en un signo de la perpleji­dad que como individuos inspiraban en sus lastimosa­mente envilecidos guardianes: ¿qué impresión nos pro­duce Bonhoeffer, tan sumamente distinguido y, sin embargo, dispuesto a situarse a una distancia tan radical y crítica de los que detentaban el poder en su nación?

Por lo que respecta a Simone Weil, dedicó todo el tiempo de su breve vida (murió a la edad de 34 años) a estudiar el «poder» tal y como configura la vida de hombres, mujeres y naciones y se encarna en los valo­res de ciertos escritores o culturas. También ella adqui­rió una sensibilidad cada vez más despierta para lo reli­gioso y como consecuencia experimentó un creciente aislamiento comparable a la incomprensión que otros sintieron con respecto a sus intereses, preferencias y opiniones. Como Bonhoeffer, buscó a Cristo en las igle­sias de Harlem, no movida por una complacencia o un aire de superioridad caprichosos, sino como un aspecto de su conciencia moral y espiritual. Es aquí donde la Iradición profética de Isaías, Jeremías, Amos, Miqueas y Jesús de Nazaret nos exhorta a situarnos: en solidari­dad con los extraños y, mas aún, como (aquellos que quieren ser) extraños, cada uno de nosotros en nuestros distintos y particulares caminos. Weil fue considerada «loca» por abandonar una vida universitaria, literaria o política para abrazar la de empleada en una fábrica, tra­bajadora en una granja, orante en una iglesia de Harlem y -e lla lo esperó en vano-luchadora en la Resistencia contra los nazis en su Francia natal. También ella esco­

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gió abandonar la seguridad de Manhattan -sus padres no vivían lejos del Union Theological Sem inary- para regresar a Europa. Bonhoeffer se mantuvo siempre des­pierto mientras abandonaba no sólo voluntariamente sino debido a la desesperación moral que sentía toda suerte de opciones, prerrogativas e inmunidades para abrazar su posición de extraño, la de un «criminal», tal como lo definió una nación soberana que trataba de con­vertirse en el centro de otro imperio romano.

Permanecer fuera de las puertas del dinero, el poder, el rango, el éxito y el aplauso, ser considerado como irregular, raro, «enfermo» o traidor -que es el exilio fi­nal-: este resultado, en esta era, conlleva sus propias cargas y exigencias especiales: la desaprobación, si no las burlas, de colegas y vecinos, o del mundo más am­plio de los comentaristas que meticulosamente vienen a estar de acuerdo con la autoridad reinante; pero quizás lo más destructor de todo sea el sentido de sí mismo que queda en la mente de uno al final del día. ¿Qué estoy tra­tando de hacer? Y, después de todo, ¿no es éste un dato no sólo fútil, sino la prueba de que de alguna manera me he extraviado? En este aspecto, aquellos de nosotros a quienes de alguna manera se nos ha concedido el dere­cho a decidir lo que es «normal» o «anormal», debería­mos ponernos nerviosos por los gustos que Weil o Bonhoeffer tenían -s i mi sospecha es correcta- ya en 1939, cuando la manera psiquiátrica de pensar ejercía menos influencia que ahora.

Se puede decir que toda la teología cristiana es un esfuerzo por comprender el significado de un individuo suma y provocativamente excéntrico, condenado a muerte nada menos que como criminal de todo punto reprensible. Los teólogos tenían ya bastante entre

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manos: dar sentido a alguien cuyas palabras y acciones, discursos e ideas proclamadas, relatos y forma de ser equivalían (aju icio de casi todas las personas importan- les e instruidas) a la locura social y religiosa. Ahora, en nuestro tiempo, a esos mismos estudiosos se les pide que estudien a un individuo que tuvo todo el mundo (convencional) en sus manos y, al parecer, se sintió empujado a renunciar a él para encaminarse hacia un cautiverio y una muerte cada vez más seguros. «Su deci­sión de regresar a Alemania dio que pensar a mucha gente», nos dijo el profesor David Roberts en el Union Theological Seminary, y ahí precisamente está un aspecto importante del legado de Dietrich Bonhoeffer, que se convirtió en un mártir moderno precisamente porque se atrevió a correr el riesgo del ostracismo, la repulsa y la condena, las presuntuosas miradas por enci­ma del hombro en las facultades, el ceño serio en los seminarios psiquiátricos, quizás para él más difícil de soportar que las acciones de la policía y los jueces nazis, lacayos del totalitarismo. De ahí la forma en que arre­mete en sus últimas cartas contra los de su misma (supuesta) escuela, los «psicoterapeutas» y los «filóso- los existencialistas».

El corazón del legado espiritual que Bonhoeffer nos dejó no se encuentra en sus palabras y sus libros, sino en la forma en que empleó su tiempo en la tierra, en su decisión de vivir como si el Señor fuera un vecino y amigo, una constante fuente de coraje e inspiración, una presencia tanto en los afanes como en las alegrías, un recordatorio de las obligaciones y afirmaciones del amor y también del significado decisivo de la muerte (pues la manera en que morimos manifiesta cómo liemos vivido y quiénes somos). Bonhoeffer abandonó

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la destreza en el lenguaje, la brillantez en la formulación abstracta; renunció a los juramentos, las promesas, declaraciones y argumentaciones en favor de su confe­sión religiosa. Al final llegó hasta todos nosotros que ansiamos, hambrientos y sedientos, la gracia de Dios. Y -eso es lo que yo creo-, sin darse cuenta (¿cómo podía ser de otra manera?), inconscientemente, se convirtió en su testigo y receptor. El don espiritual que nos hizo es, especialmente, su vida. Los principios que estudió y debatió en sus escritos gozan de autoridad por la mane­ra en que vivió su vida.

Al cumplirse los dos mil años de cristianismo, el tes­timonio de Dietrich Bonhoeffer, con todo su dramatis­mo casi novelesco, nos recuerda que si el mal puede ser, como observó Hannah Arendt, «banal» en su realiza­ción diaria, el bien puede ser sorprendente en su ejecu­ción, tenaz en su vitalidad, sin que importe el poder de las fuerzas abrumadoras que luchan contra su supervi­vencia. Al final, Hitler nos mostró un «corazón de tinie­blas», que latía con una horrible rapidez, no en una jun­gla distante sino directamente en medio de nosotros, en nuestros cuartos de estar y nuestras aulas y, lamentable­mente, también en nuestras iglesias y seminarios. Es justam ente esta verdad inmediata la que Dietrich Bonhoeffer captó al vuelo, mientras otros cerraban sus ojos o calculaban con cobardía sus expectativas inme­diatas. Pero él dio un paso más; recordó a Jesús no de una manera intelectual, teológica o histórica, sino como nuestro maestro íntimo, que es lo que El quiso ser, Aquel que nos marca con un sello moral y espiritual y que no nos abandona, «si» estamos preparados de ver­dad, dispuestos a correr cualquier riesgo, para permane­cer vinculados a Él, para seguir Sus huellas. Éste es el

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mayor «si» posible, un «si» cuyas consecuencias inclu­yen al menos que los otros sacudan la cabeza, por no mencionar el rechazo, la destitución y cosas peores. «No he venido a traer paz, sino espada», dijo el Visitante de visitantes, dando a entender la radical rup­tura que una fe seria, arraigada en la vida, puede provo­car en alguien que ha suscrito, por así decirlo, esa Llegada: nada menos que el Señor aquí, en nuestro tiempo, único y exclusivamente mortal, dispuesto a tomar nuestra mano y -s in que importe el trastorno, la herida e incluso la pena de m uerte- nos conduce a su ahí.

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JLJesucristo y la esencia del cristianismo

En 1928, después de obtener el doctorado, Bonhoeffer aceptó el cargo de vicario en la comunidad evangélica alemana de Barcelona. A llí pronunció esta conferencia el 11 de diciembre de 1928.

La cuestión que hoy abordamos es si Cristo en nuestro tiempo puede ocupar todavía un lugar donde tomamos las decisiones sobre los asuntos más profundos que conocemos, sobre nuestra vida y la vida de nuestro pue­blo. El tema sobre el que queremos hablar es si el Espí­ritu de Cristo tiene algo final, definitivo y decisivo que decirnos. Todos sabemos que Cristo, en efecto, ha sido eliminado de nuestras vidas. Naturalmente, le construi­mos un templo, pero vivimos en nuestras casas. Cristo se ha convertido en cosa de la Iglesia o de la eclesiali- dad de un grupo de personas, pero no en un asunto vital. La religión desempeña para la psique de los siglos xix y xx el papel de un acogedor cuarto de estar, adonde uno se retira de buen grado un par de horas, pero sólo para volver inmediatamente después al cuarto donde trabaja. Sin embargo, hay una cosa clara: sólo entendemos a Cristo si nos decidimos por él en un tajante «esto o lo otro». El no fue crucificado para adornar y embellecer nuestra vida. Si queremos tener/o, entonces él reclama el derecho a decir algo decisivo sobre toda nuestra vida.

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No lo comprendemos si sólo disponemos para él un pequeño compartimento de nuestra vida espiritual. Únicamente lo entendemos si la orientamos sólo hacia él o si le decimos un rotundo «No». No obstante, hay quienes ni siquiera se toman en serio la exigencia que él nos plantea cuando nos pregunta: ¿Estás conmigo o estás contra mí? Más les valdría no mezclar su propia causa con la cristiana. Esto haría un bien inestimable a la causa cristiana, puesto que tales personas no tienen ya nada que ver con Cristo. La religión de Cristo no es un bocado exquisito después del pan, sino que es el pan o no es nada. Habría que comprender y admitir al menos esto, si uno quiere seguir llamándose cristiano.

Se han realizado muchos intentos por eliminar a Cristo de la actual vida del espíritu; de hecho, lo más seductor de estos intentos es que parece como si Cristo fuese colocado por ellos en el lugar correcto, en el lugar digno de él. Se define a Cristo según categorías estéti­cas como genio religioso, se dice que es el más grande ele los maestros éticos, se admira su camino hacia la muerte como un heroico sacrificio por sus ideas. Sólo hay una cosa que no se hace: no se le toma en serio, es decir, uno no pone el centro de su vida en relación con la pretensión de Cristo de decir y ser la revelación de Dios; se mantiene una distancia entre uno mismo y las palabras de Cristo y no se permite que tenga lugar nin­gún encuentro serio. Naturalmente, yo puedo vivir con Jesús o sin él, si lo considero como genio religioso, como maestro ético, como señor -d e la misma manera que, después de todo, también puedo vivir sin Platón o sin Kant-, todo esto sólo tiene un significado relativo. Sin embargo, si en Cristo hubiera algo que pretendiera tomar mi vida por entero con toda la seriedad de que es

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60 ESCRITOS ESENCIALES

Dios en persona el que aquí habla, y que sólo en Cristo se hizo presente una vez la palabra de Dios, entonces Cristo no tiene un significado relativo sino absoluto y urgente. Es cierto que aún soy libre para decir «sí» o «no», pero esta opción ya no me es indiferente. Enten­der a Cristo significa comprender esta pretensión; tomar en serio a Cristo significa tomar en serio su absoluta pretensión de exigir la decisión del hombre.

Ahora importa que clarifiquemos la seriedad de este asunto y saquemos a Cristo del proceso de seculariza­ción en que se ha visto envuelto desde la Ilustración y, finalmente, que mostremos que también en nuestros días la cuestión a la que Cristo da una respuesta es tan completamente decisiva que es aquí donde el Espíritu de Cristo justamente plantea su pretensión.

Así se formula nuestra primera y principal cuestión sobre la esencia del mensaje cristiano, la esencia del cristianismo. [...]

Con ello se expresa una crítica fundamental contra el más grandioso de todos los intentos humanos de pene­trar en lo divino, contra la Iglesia. El cristianismo con­tiene una semilla de animosidad contra la Iglesia debi­do a que queremos fundamentar nuestro derecho frente a Dios sólo en nuestra condición de cristianos y miem­bros de la Iglesia; de esta manera desfiguramos y no comprendemos en modo alguno la idea cristiana. Y, sin embargo, el cristianismo necesita la Iglesia. Ésta es la paradoja [...] y aquí reside la enorme responsabilidad de la Iglesia.

Ética, religión e Iglesia se hallan en la dirección del hombre hacia Dios. Sin embargo, Jesús habló única y exclusivamente de la dirección de Dios al hombre, no del camino humano hacia Dios, sino del camino de Dios

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al hombre. Por ello es tan radicalmente absurdo buscar una nueva moral en el cristianismo. De hecho. Cristo apenas formuló preceptos éticos que no se encontraran ya en los rabinos judíos contemporáneos o en la litera­tura pagana. La esencia del cristianismo se halla en el anuncio del Dios soberano, el único que merece la glo­ria sobre todo el mundo, el eternamente Otro, el que está por encima del mundo, pero que desde lo más profundo de su ser y por amor tiene misericordia del hombre que sólo a Él glorifica, el que recorre el camino hasta los hombres para buscar vasijas de su gloria donde la per­sona ya no es nada, donde enmudece y sólo da cabida a Dios.

Aquí resplandece la luz de la eternidad sobre los que siempre son ignorados, insignificantes, débiles, indig­nos, desconocidos, inferiores, oprimidos, despreciados. Aquí brilla sobre las casas de las prostitutas y los publí­canos [...]. Aquí se irradia la luz de la eternidad sobre las masas trabajadoras, luchadoras y pecadoras. La palabra de la gracia se difunde a través del calor sofocante de las grandes ciudades, pero se detiene ante las casas de los satisfechos, los sabios y los que «tienen» en sentido espiritual. Y lanza su mensaje eterno sobre la muerte de las personas y de los pueblos: os amo desde la eterni­dad, permaneced conmigo y viviréis. El cristianismo predica el valor inagotable de los que aparentemente no tienen valor, y la infinita inutilidad de los que aparente­mente son tan valiosos. Dios hará que los débiles sean fuertes y que los muertos vivan. [...]

¿Acaso el cristianismo aportó sólo otra religión, una nueva idea de cultura? ¿Mostró sólo un camino del hombre a Dios que nadie había recorrido todavía? No, la idea cristiana es el camino de Dios al hombre, y la

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señal que la hace concreta es la cruz. Aquí está el punto en el que solemos damos media vuelta sacudiendo la cabeza sobre la causa cristiana. Pablo fue el primero que puso la cruz en el punto central del mensaje cristiano; Jesús no dijo nada a este respecto. Con todo, la correc­ta interpretación de la cruz de Cristo no es otra cosa que el desarrollo más radical de la idea de Dios que tenía Jesús. Es, por así decirlo, la forma histórica visible que ha tomado esa idea de Dios. Dios viene al hombre que no tiene nada más que un lugar para Él -y este hueco, este vacío en el hombre, se llama fe en el lenguaje cris­tiano-, Esto quiere decir que en Jesús de Nazaret, su Revelador, Dios se inclina hacia el pecador; Jesús busca la compañía de los pecadores, va tras ellos con un amor sin límites. Quiere estar donde la persona humana ya no es nada: el sentido de la vida de Jesús es la prueba de esta voluntad de Dios para con los pecadores, los que no valen nada. Donde está Jesús, allí está el amor de Dios. Ahora bien, esa prueba se completa cuando Jesús o el amor de Dios no sólo está donde el hombre se halla en el pecado y la miseria, sino cuando Jesús toma sobre sí el destino que se cierne sobre toda vida, a saber, la muerte; es decir, cuando Jesús, que es el amor de Dios, muere de verdad. Sólo entonces puede el hombre estar seguro de que el amor de Dios lo acompaña y conduce a través de la muerte. Con todo, la muerte de Jesús en la cruz de los criminales muestra que el amor divino encuentra el camino hasta la muerte de los criminales, y cuando Jesús muere en la cruz con el grito: «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» [Mt 27,46 par.; Me 15,34; véase Sal 22,2], esto significa que la eterna voluntad de amor de Dios no abandona al hombre ni siquiera en la experiencia de desesperación por el aban­

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dono de Dios. Jesús muere de verdad desesperado de su obra, de Dios, pero precisamente esto significa el coro­namiento de su mensaje, el anuncio de que Dios ama tanto al hombre que toma la muerte sobre sí, por él, como prueba de su voluntad de amor. Y sólo porque en la humillación de la cruz Jesús demuestra su amor y el amor de Dios al mundo, la muerte va seguida de la resu­rrección. La muerte no puede retener al amor. «El amor es más fuerte que la muerte» (Ct 8,6).

Éste es el sentido del Viernes santo y del domingo de Pascua: el camino de Dios al hombre conduce de nuevo a Dios. Así se une el concepto de Dios propio de Jesús con la interpretación paulina de la cruz; de esta manera la cruz se convierte en centro y símbolo paradójico del mensaje cristiano. Un rey que va a la cruz tiene que ser el rey de un reino sorprendente. Sólo quien comprende la profunda paradoja de la idea de la cruz puede enten­der todo el significado del dicho de Jesús: «Mi reino no es de este mundo» [Jn 18,36]. Jesús tenía que rechazar la corona real que le ofrecían, tenía que negar la idea del Imperium Romanum, que habría sido para él una tenta­ción en todo momento, si quería permanecer fiel a su idea de Dios, que lo llevó a la cruz.

Ahora bien, de esta interpretación de la cruz de Cristo se sigue la respuesta a otra cuestión apremiante: ¿qué tenemos que pensar de las demás religiones? ¿Son nada en comparación con el cristianismo? Nuestra res­puesta es que la religión cristiana como religión no es de Dios, sino que es más bien sólo un camino humano hacia Dios, como el budista y otros, aunque, por supues­to, de naturaleza diferente.

Cristo no es el portador de una nueva religión, sino el que nos trajo a Dios. Por ello la religión cristiana está

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junto a las otras religiones como el camino imposible del hombre a Dios. El cristiano no puede enorgullecer­se nunca de su cristianismo, porque éste sigue siendo humano, demasiado humano. Pero vive de la gracia de Dios, que viene a todos y cada uno de los seres huma­nos que se abren a ella y aprenden a comprenderla en la cruz de Cristo. Por eso el don de Cristo no es la religión cristiana, sino la gracia y el amor de Dios, que culmina en la cruz.

- DBW 10, pp. 302-304, 316-317, 319-321

2¿Quien es y quién fue Jesucristo?

En la primavera de 1933 Adolf Hitler se convirtió en canciller de Alemania con poderes dictatoriales. El verano de aquel año, en la Universidad de Berlín, Bonhoeffer impartió un curso sobre cristología, poste­riormente publicado bajo el título Christologie [y tra­ducido al castellano como ¿Quién es y quién fue Jesucristo?/. La siguiente selección procede de la introducción de esa obra.

La doctrina sobre Cristo comienza en el silencio. «Calla, que eso es lo absoluto» (Kierkegaard). Pero este silencio nada tiene que ver con el silencio mistagógico que, en su mutismo, no es otra cosa que sigilosa charla­tanería del alma consigo misma. El silencio de la Iglesia es el silencio ante el Verbo. Cuando la Iglesia anuncia el Verbo, está arrodillada en verdadero silencio ante lo ine­fable: GlC07lfj 7ipoCK'DV£ÍO0O) TÓ appjjTOV (Cirilo de Alejandría). Este TÓ ápptjTOV (lo inefable) es el Verbo hablado. Tiene que ser hablado: es nuestro grito de guerra (Lutero). Aun gritado en el mundo por la Iglesia, sigue siendo inefable. Hablar de Cristo significa callar, callar acerca de Cristo significa hablar. Cuando la Iglesia habla rectamente, inspirada en el verdadero silencio, está anunciando a Cristo.

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Lo que aquí pretendemos es cultivar la ciencia de esta proclamación. El objeto de tal ciencia sólo se mues­tra, a su vez, en la proclamación misma. Por consi­guiente, hablar aquí de Cristo ha de ser necesariamente hablar de Él en el silencioso ámbito de la Iglesia. Nuestro cultivo de la cristología lo ejercemos aquí en el humilde silencio de la comunidad sacramental y adora­dora. Orar es tanto callar como gritar ante Dios y a la faz de su Verbo. En comunidad nos hemos congregado aquí en torno a este objeto de su Verbo, Cristo. Pero no en un templo sino en un aula, porque nuestra labor ha de ser científica. [...]

Volvamos ahora al punto de partida. ¿Hasta qué punto la cuestión cristológica es central para la ciencia? Lo es ciertamente por cuanto en ella, y sólo en ella, el tema de la trascendencia se plantea en su forma existen- cial, y asimismo por cuanto la cuestión ontológica se plantea aquí como la cuestión que inquiere por el ser de una persona, la de Jesucristo. El antiguo logos es juzga­do por la trascendencia de la persona de Cristo y así aprende su nuevo derecho relativo, sus límites y su necesidad. Sólo en cuanto logología, la cristología cons­tituye la posibilitación genérica de la ciencia. Pero, con esto, únicamente nos referimos a su aspecto formal.

Más importante es el aspecto del contenido. La pre­gunta por el «quién» reduce la razón humana a sus debi­dos límites. Pero, ¿qué ocurre cuando el Antilogos for­mula su pretensión? Pues que el hombre aniquila el «quién» que se le enfrenta. «¿Tú, quién eres?», pregun­ta Pilato. Jesús calla. El hombre no puede aguardar la peligrosa respuesta. El logos no soporta al Antilogos. Sabe muy bien que uno de los dos tiene que morir. Y por eso mata al que acaba de interrogar. Como el logos

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humano no quiere morir, por eso ha de morir el que sería su muerte, es decir, el Logos de Dios, para que así sobreviva el logos humano con su incontestada pregun­ta acerca de la existencia y la trascendencia. El Logos de Dios hecho Hombre tiene que subir a la cruz por obra del logos humano. Se mata a quien impuso la peligrosa pregunta y, con Él, se mata asimismo su pregunta.

Pero, ¿qué ocurre cuando este anti-verbo se yergue, vivo y victorioso, de entre los muertos, como supremo Verbo de Dios, cuando se levanta contra su asesino, cuando el Crucificado aparece como Resucitado? Aquí culmina en toda su incisiva agudeza la pregunta: «¿Tú, quién eres?». Aquí se yergue, eternamente viva, tanto en su calidad de pregunta como de respuesta, esta pregun­ta sobre el hombre, a causa del hombre y en el hombre. El hombre podría luchar contra el Verbo hecho hombre, pero es impotente ante el Resucitado. Ahora es el hom­bre mismo quien es juzgado y ajusticiado. La pregunta se invierte y recae sobre el logos humano. Pues, ¿quién eres tú, ya que así interrogas? ¿Estás realmente en la verdad, tú, que así preguntas? ¿Quién eres, pues, tú, que sólo puedes interrogarme si te capacito para ello, si te justifico y te doy la gracia?

Sólo a partir del instante en que se sobrentiende esta pregunta invertida queda definitivamente formulada la interrogación cristológica por el «quién». El hecho de que el hombre, por su parte, sea interrogado en esta forma, pone ya de manifiesto quién es el que aquí inte­rroga. Sólo Dios puede interrogar así. Un hombre no puede interrogar de este modo a otro hombre. Por con­siguiente, aquí, la única contra-pregunta posible es: «¿Quién eres tú?». Las preguntas por el «qué» y por el «cómo» han quedado eliminadas.

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¿Qué puede significar en concreto todo esto? También hoy el Desconocido sale al encuentro de los hombres de tal modo que sólo cabe preguntarle: «¿Tú, quién eres?» -aunque a menudo los hombres rehuyan formularle esta pregunta-. Pero no pueden desentender­se de Él. Como no pueden desentenderse de Goethe y Sócrates, puesto que de ello depende su formación y su ethos. Pero de la posición que adoptan frente a Cristo dependen su vida y su muerte, su salvación y su conde­nación. Desde fuera, esto resulta incomprensible. Pero en la Iglesia existen unas palabras sobre las cuales todo se fundamenta: «En ningún otro está la salvación» (Hch 4,12). Nuestro encuentro con Jesús tiene una motiva­ción distinta de la que determina nuestro encuentro con Sócrates y Goethe. No es posible pasar de largo ante la persona de Jesús, porque Cristo vive. Podemos pasar de largo, si es preciso, ante la persona de Goethe, porque Goethe está muerto. Y, sin embargo, infinitas veces han intentado los hombres tanto resistir como eludir su encuentro con Jesús.

Parece como si, para el mundo del proletariado, Cristo estuviese ya finiquitado junto con la Iglesia y la sociedad burguesa. No existe, pues, ningún motivo para situar en un lugar privilegiado el encuentro con Jesús. La Iglesia ha llegado a ser una organización embruteci­da que sanciona al sistema capitalista. Pero precisamen­te en esta circunstancia yace la posibilidad de que el mundo proletario separe netamente a Jesús de su Iglesia, puesto que Jesús no es culpable de lo que la Iglesia ha llegado a ser. Jesús sí, Iglesia no. Aquí Jesús puede ser idealista, socialista. ¿Qué significa el que el proletario, en su mundo de desconfianza, diga: «Jesús fue un buen hombre»? Pues significa que el hombre no

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debe desconfiar forzosamente de Él. El proletario no dice: «Jesús es Dios». Pero, al afirmar que Jesús fue un buen hombre, está diciendo más que cuando el burgués afirma: «Jesús es Dios». Para el burgués Dios es algo que pertenece a la Iglesia. Pero en las naves de una fábrica Jesús puede estar presente como socialista, y en las tareas políticas, como idealista, y en la existencia proletaria, como un buen hombre. Jesús lucha en las filas proletarias contra el enemigo, contra el capitalis­mo. «¿Tú, quién eres? ¿Eres hermano y señor?». ¿Acaso esta pregunta es aquí meramente esquivada o bien es formulada, a su modo, con toda seriedad?

Dostoievski, en la luminosidad de su formación rusa, nos presenta la figura de Cristo como la de un idio­ta. El idiota no se distancia nunca de los hombres, sino que tropieza torpemente en todas partes. No se relacio­na con los adultos, sino con los niños. Es objeto de burla y de cariño. Es el loco y el sabio. Todo lo soporta y todo lo perdona. Es revolucionario y se conforma a ello. Sin que se lo proponga, con su mera existencia suscita sobre sí la atención general: «¿Tú, quién eres? ¿Eres un idio­ta o eres Cristo?».

Piénsese en la novela de Gerhard Hauptmann, El loco en Cristo M anuel Quinto, o en las representacio­nes, es decir, en las desfiguraciones que de Cristo nos ofrecen Wilhelm Gross y George Grosz, tras las cuales acecha la pregunta: «En realidad, ¿quién eres tú?». Cristo anda a través de los tiempos siempre interroga­do y siempre incomprendido, siempre nuevamente ajusticiado.

El teólogo realiza las mismas tentativas de encontrar o de rehuir a Cristo. Hay teólogos que le traicionan y simulan compadecerle. Cristo sigue siendo siempre trai­

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cionado con un beso. Querer desentenderse de Cristo significa arrodillarse, también siempre, con los que se burlan de Él, pero le dicen: «¡Salve, Rabí!». En el fondo, sólo existen dos contingencias en el encuentro del hombre con Jesús: el hombre o bien ha de morir, o bien ha de matar a Jesús.

La pregunta «¿Tú, quién eres?», sigue siendo equí­voca. Puede ser la interrogación de quien se sabe ya afectado al formularla y que entonces escucha la contra­pregunta: «¿Y quién eres tú?». Pero puede ser asimismo la pregunta de quien al formularla piensa: «¿Cómo aca­baré contigo?» -y así su pregunta se convierte velada- mente en la interrogación por el «cómo»-. La pregunta por el «quién» sólo puede formularse a Jesús si se escu­cha al mismo tiempo la contra-pregunta de Jesús. Entonces no es el hombre quien acaba con Jesús, sino Jesús quien acaba con el hombre. O sea, que la pregun­ta por el «quién» sólo puede darse en aquella fe que ya contiene la contra-pregunta y la respuesta. Mientras la cuestión cristológica sea la interrogación del logos humano, quedará sujeta a la ambigüedad de la pregunta por el «cómo». Pero cuando la pregunta resuena en el acto de fe, entonces tiene, como ciencia, la posibilidad de plantear la interrogación por el «quién».

En la estructura de las autoridades se dan dos tipos opuestos: la autoridad según el cargo y la autoridad de la persona. La pregunta dirigida a la autoridad según el cargo reza así: «¿Qué eres tú?», en la cual el «qué» se refiere al cargo. Pero la pregunta dirigida a la autoridad de la persona dice: «¿De dónde te viene, a ti, esta auto­ridad?». Y la respuesta es: «De ti, ya que tú reconoces mi autoridad sobre ti». Ambas preguntas pueden redu­cirse y clasificarse dentro de la pregunta por el «cómo».

¿QUIÉN ES Y QUIÉN FUE JESUCRISTO? 71

En el fondo, todos son como yo. Se presupone que el interrogado, en su ser, es idéntico a mí. Las autoridades sólo son portadores de la autoridad de una comunidad, de un cargo, de una palabra; no son ni el cargo ni la palabra mismos. También los profetas, en lo que son, son tan sólo portadores de una palabra. Pero, ¿qué ocu­rre cuando uno se alza con la pretensión de que no sólo (iene sino que es autoridad, de que no sólo tiene sino que es un cargo, de que no sólo tiene sino que es la pala­bra? Pues que entonces irrumpe un nuevo ser en nuestro ser. Entonces toca a su fin la mayor autoridad del mundo, el profeta. Entonces ya no nos hallamos ante un santo, un reformador, un profeta, sino ante el Hijo. Y ya no preguntamos: «¿Qué o de dónde eres tú?». Puesto que ha surgido ya la cuestión que inquiere por la reve­lación misma.

- ¿Quién es y quién fu e Jesucristo?,pp. 13, 18-22

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El precio de la gracia: el seguimiento

En el conjunto de las obras de Bonhoeffer, Nachfolge [traducida al castellano con el título El precio de la gra­cia: el seguimiento?, publicada en 1937, fue la más radical de las que vieron la luz en vida de su autor. Su preocupación en ella no era sólo la naturaleza idolátri­ca del Estado nazi, sino los compromisos mortales de los supuestos cristianos alemanes que sustituyeron la obediencia a la cruz por la lealtad al Reich.

La gracia cara

La gracia barata es el enemigo mortal de nuestra Iglesia. Hoy combatimos en favor de la gracia cara.

La gracia barata es la gracia considerada como una mercancía que hay que liquidar, es el perdón malbarata­do, el consuelo malbaratado, el sacramento malbarata­do, es la gracia como almacén inagotable de la Iglesia, de donde la cogen unas manos inconsideradas para dis­tribuirla sin vacilación ni límites; es la gracia sin precio, que no cuesta nada. Porque se dice que, según la natu­raleza misma de la gracia, la factura ha sido pagada de antemano para todos los tiempos. Gracias a que esta factura ya ha sido pagada podemos tenerlo todo gratis. Los gastos cubiertos son infinitamente grandes y, por

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consiguiente, las posibilidades de utilización y de dila­pidación son también infinitamente grandes. Por otra parte, ¿qué sería una gracia que no fuese gracia barata?

La gracia barata es la gracia como doctrina, como principio, como sistema, es el perdón de los pecados considerado como una verdad universal, es el amor de Dios interpretado como «idea» cristiana de Dios. Quien la afirma posee ya el perdón de sus pecados. La Iglesia de esta doctrina de la gracia participa ya de esta gracia por su misma doctrina. En esta Iglesia, el mundo en­cuentra un velo barato para cubrir sus pecados, de los que no se arrepiente y de los que no desea liberarse. Por esto, la gracia barata es la negación de la palabra viva de Dios, es la negación de la encarnación del Verbo de Dios.

La gracia barata es la justificación del pecado y no del pecador. Puesto que la gracia lo hace todo por sí sola, las cosas deben quedar como antes. [...]

El cristiano tiene que [...] negarse a sí mismo, no dis­tinguirse del mundo en su modo de vida. Debe dejar que la gracia sea realmente gracia, a fin de no destruir la fe que tiene el mundo en esta gracia barata. Pero en su mundanidad, en esta renuncia necesaria que debe acep­tar por amor al mundo -o mejor, por amor a la gracia-, el cristiano debe estar tranquilo y seguro (securus) en la posesión de esta gracia que lo hace todo por sí sola. El cristiano no tiene que seguir a Jesucristo; le basta con consolarse en esta gracia. Ésta es la gracia barata como justificación del pecado, pero no del pecador arrepenti­do, del pecador que abandona su pecado y se convierte; no es el perdón de los pecados el que nos separa del pecado. La gracia barata es la gracia que tenemos por nosotros mismos.

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La gracia barata es la predicación del perdón sin arrepentimiento, el bautismo sin disciplina eclesiástica, la eucaristía sin confesión de los pecados, la absolución sin confesión personal. La gracia barata es la gracia sin seguimiento de Cristo, la gracia sin cruz, la gracia sin Jesucristo vivo y encarnado.

La gracia cara es el tesoro oculto en el campo por el que el hombre vende todo lo que tiene; es la perla pre­ciosa por la que el mercader entrega todos sus bienes; es el reino de Cristo por el que el hombre se arranca el ojo que le escandaliza; es la llamada de Jesucristo que hace que el discípulo abandone sus redes y le siga.

La gracia cara es el evangelio que siempre hemos de buscar, son los dones que hemos de pedir, es la puerta a la que se ha de llamar.

Es cara porque llama al seguimiento, es gracia por­que llama al seguimiento de Jesucristo; es cara porque le cuesta al hombre la vida, es gracia porque le regala la vida; es cara porque condena el pecado, es gracia por­que justifica al pecador. Sobre todo, la gracia es cara porque le ha costado cara a Dios, porque le ha costado la vida de su Hijo -«habéis sido adquiridos a gran pre­c io»- y porque lo que ha costado caro a Dios no puede resultarnos barato a nosotros. Es gracia, sobre todo, porque Dios no ha considerado a su Hijo demasiado caro con tal de devolvernos la vida, entregándolo por nosotros. La gracia cara es la encarnación de Dios.

La gracia cara es la gracia como santuario de Dios que hay que proteger del mundo, que no puede ser entregado a los perros; por tanto, es la gracia como pala­bra viva, palabra de Dios que él mismo pronuncia cuan­do le agrada. Esta palabra llega a nosotros en la forma de una llamada misericordiosa a seguir a Jesús, se pre­

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senta al espíritu angustiado y al corazón abatido como una palabra de perdón. La gracia es cara porque obliga al hombre a someterse al yugo del seguimiento de Jesucristo, pero es una gracia el que Jesús diga: «Mi yugo es suave y mi carga ligera». [...]

No es posible interpretar de forma más funesta la acción de Lutero que pensando que, al descubrir el evangelio de la pura gracia, dispensó de la obediencia a los mandamientos de Jesús en este mundo, y que el des­cubrimiento de la Reforma ha sido la canonización, la justificación del mundo por medio de la gracia que perdona.

Para Lutero, la vocación secular del cristiano sólo se justifica por el hecho de que en ella se manifiesta de la íorma más aguda la protesta contra el mundo. Sólo en la medida en que la vocación secular del cristiano se ejer­ce en el seguimiento de Jesús recibe, a partir del evan­gelio, una justificación nueva. No fue la justificación del pecado, sino la del pecador, la que condujo a Lutero a síiIir del convento. La gracia cara fue la que se concedió a I .utero. Era gracia, porque era como agua sobre una I ierra árida, porque consolaba en la angustia, porque liberaba de la esclavitud a los caminos que el hombre se había elegido, porque era el perdón de todos los peca­dos. Era gracia cara porque no dispensaba del trabajo; al contrario, hacía mucho más obligatoria la llamada a seguir a Jesús. Pero, precisamente porque era cara era gracia, y precisamente porque era gracia era cara. Éste lue el secreto del evangelio de la Reforma, el secreto de la justificación del pecador.

Sin embargo, en la historia de la Reforma, quien obtuvo la victoria no fue la idea luterana de la gracia pura, costosa, sino el instinto religioso del hombre,

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siempre despierto para descubrir el lugar donde puede adquirirse la gracia al precio más barato. Sólo hacía falta un leve desplazamiento del acento, apenas percep­tible, para que el trabajo más peligroso y pernicioso se hubiese realizado. Lutero había enseñado que el hom­bre, incluso en sus obras y caminos más piadosos, no podría subsistir delante de Dios porque, en el fondo, se busca siempre a sí mismo. Y, en medio de esta preocu­pación, había captado en la fe la gracia del perdón libre e incondicional de todos los pecados.

Lutero sabía que esta gracia le había costado toda una vida y que seguía exigiendo su precio diariamente. Porque, por la gracia, no se sentía dispensado del segui­miento, sino que, al contrario, se veía obligado a él ahora más que nunca. Cuando Lutero hablaba de la gra­cia pensaba siempre, al mismo tiempo, en su propia vida que, sólo por la gracia, había sido sometida a la obediencia total a Cristo. No podía hablar de la gracia más que de esta forma. Lutero había dicho que la gracia actúa sola; sus discípulos lo repitieron literalmente, con la única diferencia de que se olvidaron pronto de pensar y decir lo que Lutero siempre había considerado como algo natural: el seguimiento, del que no necesitaba hablar porque se expresaba como un hombre al que la gracia había conducido al seguimiento más estricto de Jesús. La doctrina de los discípulos dependía, pues, de la doctrina de Lutero y, sin embargo, esta doctrina fue el fin, el aniquilamiento de la Reforma en cuanto revela­ción de la gracia cara de Dios sobre la tierra. La justifi­cación del pecador en el mundo se transformó en justi­ficación del pecado y del mundo. La gracia cara se vol­vió gracia barata, sin seguimiento. [...]

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Pero ¿sabemos también que esta gracia barata se ha mostrado tremendamente inmisericorde con nosotros? El precio que hemos de pagar hoy día, con el hundi­miento de las Iglesias organizadas, ¿significa otra cosa que la inevitable consecuencia de la gracia conseguida a bajo precio? Se ha predicado, se han administrado los sacramentos a bajo precio, se ha bautizado, confirmado, absuelto a todo un pueblo, sin hacer preguntas ni poner condiciones; por caridad humana se han dado las cosas santas a los que se burlaban y a los incrédulos, se han derramado sin fin torrentes de gracia, pero la llamada al seguimiento se escuchó cada vez menos.

¿Qué se ha hecho de las ideas de la Iglesia primitiva, que durante el catecumenado para el bautismo vigilaba tan atentamente la frontera entre la Iglesia y el mundo y se preocupaba tanto por la gracia cara? ¿Qué se ha hecho de las advertencias de Lutero concernientes a una predicación del evangelio que asegurase a los hombres en su vida sin Dios? ¿Dónde ha sido cristianizado el mundo de manera más horrible y menos salvífica que aquí? ¿Qué significan los tres mil sajones asesinados por Carlomagno al lado de los millones de almas mata­das hoy? En nosotros se ha verificado que el pecado de los padres se castiga en los hijos hasta la tercera y la cuarta generación. La gracia barata no ha tenido com­pasión con nuestra Iglesia evangélica. [•••]

Dichosos los que, habiendo reconocido esta gracia, pueden vivir en el mundo sin perderse en él; aquellos que, en el seguimiento de Jesucristo, están tan seguros de la patria celeste que se sienten realmente libres para vivir en el mundo. Dichosos aquellos para los que seguir a Jesucristo no es más que vivir de la gracia, y para los que la gracia no consiste más que en el seguimiento.

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Dichosos los que se han hecho cristianos en este senti­do, los que han experimentado la misericordia de la palabra de la gracia.

- El precio de la gracia, selección de las pp. 17-35

El seguimiento y la cruz

«Y comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser condenado a muer­te y resucitar a los tres días» [...] (Me 8,31).

La llamada al seguimiento se encuentra aquí en relación con el anuncio de la pasión de Jesús. Jesucristo debe sufrir y ser rechazado. Es el imperativo de la promesa de Dios, para que se cumpla la Escritura. Sufrir y ser recha­zado no es lo mismo. Jesús podía ser el Cristo glorifica­do en el sufrimiento. El dolor podría provocar toda la piedad y toda la admiración del mundo. Su carácter trá­gico podría conservar su propio valor, su propia honra, su propia dignidad.

Pero Jesús es el Cristo rechazado en el dolor. El hecho de ser rechazado quita al sufrimiento toda digni­dad y todo honor. Debe ser un sufrimiento sin honor. Sufrir y ser rechazado constituyen la expresión que sin­tetiza la cruz de Jesús. La muerte de cruz significa sufrir y morir rechazado, despreciado. Jesús debe sufrir y ser rechazado por necesidad divina. Todo intento de obsta­culizar esta necesidad es satánico. Incluso, y sobre todo, si proviene de los discípulos; porque esto quiere decir que no se deja a Cristo ser el Cristo. El hecho de que sea

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Pedro, piedra de la Iglesia, quien resulte culpable inme­diatamente después de su confesión de Jesucristo y de ser investido por él, prueba que, desde el principio, la Iglesia se ha escandalizado del Cristo sufriente. No quiere a tal Señor y, como Iglesia de Cristo, no quiere que su Señor le imponga la ley del sufrimiento. La pro­testa de Pedro muestra su poco deseo de sumergirse en el dolor. Con esto, Satanás penetra en la Iglesia. Quiere apartarla de la cruz de su Señor.

Jesús se ve obligado a poner en contacto a sus discí­pulos, de forma clara e inequívoca, con el imperativo del sufrimiento. Igual que Cristo no es el Cristo más que sufriendo y siendo rechazado, del mismo modo el discí­pulo no es discípulo más que sufriendo, siendo rechaza­do y crucificado con él. El seguimiento, en cuanto vin­culación a la persona de Cristo, sitúa al seguidor bajo la ley de Cristo, es decir, bajo la cruz.

Sin embargo, la comunicación a los discípulos de esta verdad inalienable comienza, de forma curiosa, con el hecho de que Jesús vuelve a dejar a sus discípulos en plena libertad. «Si alguno quiere seguirme», dice Jesús. No se trata de algo natural, ni siquiera entre los discípu­los. No se puede forzar a nadie, no se puede esperar esto de nadie. Por eso dice: «si alguno» quiere seguirme, despreciando todas las otras propuestas que se le hagan. Una vez más, todo depende de la decisión; en medio del seguimiento en que viven los discípulos todo vuelve a quedar en blanco, en vilo, como al principio; nada se espera, nada se impone. Tan radical es lo que ahora va a decirse. Así, una vez más, antes de que sea anunciada la ley del seguimiento, los discípulos deben sentirse com­pletamente libres.

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«Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo». Lo que Pedro dijo al negar a Cristo -«no co­nozco a ese hom bre»- es lo que debe decir de sí mismo el que le sigue. La negación de sí mismo no consiste en una multitud, por grande que sea, de actos aislados de mortificación o de ejercicios ascéticos; tampoco signifi­ca el suicidio, porque también en él puede imponerse la propia voluntad del hombre. Negarse a sí mismo es conocer sólo a Cristo, no a uno mismo; significa fijar­nos sólo en aquel que nos precede, no en el camino que nos resulta tan difícil. De nuevo la negación de sí mismo se expresa con las palabras: él va delante, mantente fir­memente unido a él.

«...tome su cruz». Jesús, por su gracia, ha preparado a los discípulos a escuchar estas palabras hablándoles primero de la negación de sí mismo. Si nos hemos olvi­dado realmente de nosotros mismos, si no nos conoce­mos ya, podemos estar dispuestos a llevar la cruz por amor a él. Si sólo le conocemos a él, no conocemos ya los dolores de nuestra cruz, sólo le vemos a él. Si Jesús no nos hubiese preparado con tanta amabilidad para escuchar esta palabra, no podríamos soportarla. Pero nos ha puesto en situación de percibir como una gracia incluso estas duras palabras, que llegan a nosotros en la alegría del seguimiento y nos consolidan en él.

La cruz no es el mal y el destino penoso, sino el sufrimiento que resulta para nosotros únicamente del hecho de estar vinculados a Jesús. La cruz no es un sufrimiento fortuito, sino necesario. La cruz es un sufri­miento vinculado, no a la existencia natural, sino al hecho de ser cristianos. La cruz no es sólo y esencial­mente sufrimiento, sino sufrir y ser rechazado; y, estric­tamente, se trata de ser rechazado por amor a Jesucristo,

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y no a causa de cualquier otra conducta o de cualquier otra confesión de fe. Un cristianismo que no tomaba en serio el seguimiento, que había hecho del evangelio sólo un consuelo barato de la fe, y para el que la existencia natural y la cristiana se entremezclaban indistintamente, debía entender la cruz como un mal cotidiano, como la miseria y el miedo de nuestra vida natural.

Olvidaba que la cruz siempre significa, simultánea­mente, ser rechazado, que el oprobio del sufrimiento forma parte de la cruz. Ser rechazado, despreciado, abandonado por los hombres en el sufrimiento, como dice la queja incesante del salmista, es un signo esencial del sufrimiento de la cruz, imposible de comprender para un cristianismo que no sabe distinguir entre la exis­tencia civil y la existencia cristiana. La cruz es consufrir con Cristo, es el sufrimiento de Cristo. Sólo la vincula­ción a Cristo, tal como se da en el seguimiento, se en­cuentra seriamente bajo la cruz.

«...tome su cruz»; está preparada desde el principio, sólo falta llevarla. Pero nadie piense que debe buscarse una cruz cualquiera, que debe buscar voluntariamente un sufrimiento, dice Jesús; cada uno tiene preparada su cruz, que Dios le destina y prepara a su medida. Debe llevar la parte de sufrimiento y de repulsa que le ha sido prescrita. La medida es diferente para cada uno. Dios honra a éste con un gran sufrimiento, le concede la gra­cia del martirio, a otro no le permite que sea tentado por encima de sus fuerzas. Sin embargo, es la misma cruz.

Es impuesta a todo cristiano. El primer sufrimiento de Cristo que todos debemos experimentar es la llama­da que nos invita a liberarnos de las ataduras de este mundo. Es la muerte del hombre viejo en su encuentro con Jesucristo. Quien entra en el camino del seguimien­

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to se sitúa en la muerte de Jesús, transforma su vida en muerte; así sucede desde el principio. La cruz no es la meta terrible de una vida piadosa y feliz, sino que se encuentra al comienzo de la comunión con Jesús.

Toda llamada de Cristo conduce a la muerte. Bien debamos, con los primeros discípulos, dejar nuestra casa y nuestra profesión para seguirle, bien debamos, como Lutero, abandonar el claustro para volver al mun­do, en ambos casos nos espera la misma muerte, la muerte en Jesucristo, la muerte de nuestro hombre viejo a la llamada de Jesucristo. Puesto que la llamada que Jesús dirige al joven rico le trae la muerte, puesto que no le es posible seguir más que en la medida en que ha muerto a su propia voluntad, puesto que todo manda­miento de Jesús nos ordena morir a todos nuestros dese­os y apetitos, y puesto que no podemos querer nuestra propia muerte, es preciso que Jesús, en su palabra, sea nuestra vida y nuestra muerte.

La llamada al seguimiento de Jesús, el bautismo en nombre de Jesucristo, son muerte y vida. La llamada de Cristo, el bautismo, sitúan al cristiano en el combate diario contra el pecado y el demonio. Cada día, con sus tentaciones de la carne y del mundo, vuelca sobre el cristiano nuevos sufrimientos de Jesucristo. Las heridas que nos son infligidas en esta lucha, las cicatrices que el cristiano conserva de ella, son signos vivos de la comu­nidad con Cristo en la cruz. Pero hay otro sufrimiento, otra deshonra, que no es ahorrada a ningún cristiano. Es verdad que sólo el sufrimiento de Cristo es un sufri­miento reconciliador; pero como Cristo ha sufrido por causa del pecado del mundo, como todo el peso de la culpa ha caído sobre él, y como Jesús ha imputado el fruto de su sufrimiento a los que le siguen, la tentación

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y el pecado recaen también sobre el discípulo, le recu­bren de oprobio y le expulsan, igual que al macho ca­brío expiatorio, fuera de las puertas de la ciudad.

De este modo, el cristiano se convierte en portador del pecado y de la culpa en favor de otros hombres. Quedaría aplastado bajo este peso si él mismo no fuese sostenido por el que ha llevado todos los pecados. Pero en la fuerza del sufrimiento de Cristo le es posible triun­far de los pecados que recaen sobre él, en la medida en que los perdona. El cristiano se transforma en portador de cargas: «Llevad los unos las cargas de los otros y así cumpliréis la ley de Cristo» (Gal 6, 2).

Igual que Cristo lleva nuestra carga, nosotros debe­mos llevar las de nuestros hermanos; la ley de Cristo que debemos cumplir consiste en llevar la cruz. El peso de mi hermano, que debo llevar, no es solamente su suerte externa, su forma de ser y sus cualidades, sino, en el más estricto sentido, su pecado. Y no puedo cargar con él más que perdonándole en la fuerza de la cruz de Cristo, de la que he sido hecho partícipe. De este modo, la llamada de Jesús a llevar la cruz sitúa a todo el que le sigue en la comunión del perdón de los pecados. El per­dón de los pecados es el sufrimiento de Cristo ordenado a los discípulos. Es impuesto a todos los cristianos.

Pero, ¿cómo sabrá el discípulo cuál es su cruz? La recibirá cuando siga a su Señor sufriente, reconocerá su cruz en la comunión con Jesús.

El sufrimiento se convierte así en signo distintivo de los seguidores de Cristo. El discípulo no es mayor que su maestro. El seguimiento es una passio passiva, una obligación de sufrir. Por eso pudo Lutero contar el su­frimiento entre los signos de la verdadera Iglesia. Tam­bién por eso, un trabajo preliminar a la Confesión de

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Augsburgo definió a la Iglesia como la comunidad de los que «son perseguidos y martirizados a causa del evangelio». Quien no quiere cargar su cruz, quien no quiere entregar su vida al dolor y al desprecio de los hombres, pierde la comunión con Cristo, no le sigue. Pero quien pierde su vida en el seguimiento, llevando la cruz, la volverá a encontrar en este mismo seguimiento, en la comunión de la cruz con Cristo. Lo contrario del seguimiento es avergonzarse de Cristo, avergonzarse de la cruz, escandalizarse de ella.

Seguir a Jesús es estar vinculado al Cristo sufriente. Por eso el sufrimiento de los cristianos no tiene nada de desconcertante. Es, más bien, gracia y alegría. Las actas de los primeros mártires dan testimonio de que Cristo transfigura, para los suyos, el instante de mayor sufri­miento con la certeza indescriptible de su proximidad y de su comunión. De suerte que, en medio de los más atroces tormentos soportados por su Señor, participan de la alegría suprema y de la felicidad de la comunión con él. Llevar la cruz se les revelaba como la única manera de triunfar del sufrimiento. Y esto es válido para todos los que siguen a Cristo, puesto que fue válido para Cristo mismo.

«Y adelantándose un poco, cayó rostro en tierra, y suplica­ba así: “Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz, pero no sea como yo quiero, sino como quieras tú...”. Y ale­jándose de nuevo, por segunda vez oró así: “Padre mío, si esto no puede pasar sin que yo lo beba, hágase tu volun­tad”» (Mt 26, 39.42).

Jesús pide al Padre que pase de él este cáliz, y el Padre escucha la oración del Hijo. El cáliz del sufri­miento pasará de él, pero únicamente bebiéndolo. Cuan­do Jesús se arrodilla por segunda vez en Getsemaní,

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sabe que el sufrimiento pasará en la medida en que lo sufra. Sólo cargando con él vencerá al sufrimiento, triunfará de él. Su cruz es su triunfo.

El sufrimiento es lejanía de Dios. Por eso, quien se encuentra en comunión con Dios no puede sufrir. Jesús ha afirmado esta frase del A ntiguo Testamento. Precisamente por esto toma sobre sí el sufrimiento del mundo enteró y, al hacerlo, triunfa de él. Carga con toda la lejanía de Dios. El cáliz pasa porque él lo bebe. Jesús quiere vencer al sufrimiento del mundo; para ello nece­sita saborearlo por completo. Así, ciertamente, el sufri­miento sigue siendo lejanía de Dios, pero en la comu­nión del sufrimiento de Jesucristo el sufrimiento triunfa del sufrimiento y se otorga la comunión con Dios preci­samente en el dolor.

Es preciso llevar el sufrimiento para que éste pase. O es el mundo quien lo lleva, y se hunde, o recae sobre Cristo, y es vencido por él. Así, pues, Cristo sufre en representación del mundo. Sólo su sufrimiento es un sufrimiento redentor. Pero también la Iglesia sabe ahora que el sufrimiento del mundo busca a alguno que lo lleve. De forma que, en el seguimiento de Cristo, el sufrimiento recae sobre la Iglesia y ella lo lleva, siendo llevada al mismo tiempo por Cristo. La Iglesia de Jesucristo representa al mundo ante Dios en la medida en que sigue a su Señor cargando con la cruz.

Dios es un Dios que lleva. El Hijo de Dios llevó nuestra carne, llevó la cruz, llevó todos nuestros peca­dos y, con esto, nos trajo la reconciliación. El que sigue es llamado igualmente a llevar. Ser cristiano consiste en llevar. Lo mismo que Cristo, al llevar la cruz, conservó su comunión con el Padre, para el que le sigue, cargar la cruz significa la comunión con Cristo.

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El hombre puede desembarazarse de esta carga que le es impuesta. Pero con esto no se libera de toda carga; al contrario, lleva un peso mucho más pesado e inso­portable. Lleva el yugo de su propio yo, que se ha esco­gido libremente. A los que están agobiados con toda clase de penas y fatigas, Jesús los ha llamado a desem­barazarse del propio yugo para coger el suyo, que es suave, para coger su peso, que es ligero. Su yugo y su peso es la cruz. Ir bajo ella no significa miseria ni deses­peración, sino recreo y paz de las almas, es la alegría suprema. No marchamos ya bajo las leyes y las cargas que nos habíamos fabricado a nosotros mismos, sino bajo el yugo de aquel que nos conoce y comparte ese mismo yugo con nosotros. Bajo su yugo tenemos la cer­teza de su proximidad y de su comunión. A él es a quien encuentra el seguidor cuando carga con su cruz.

«Las cosas no deben suceder según tu razón, sino por enci­ma de tu razón; sumérgete en la sinrazón y yo te daré mi razón. La sinrazón es la razón verdadera; no saber dónde vas es, realmente, saber dónde vas. Mi razón te volverá per­fectamente irrazonable. Así fue como abandonó Abrahán su patria, sin saber dónde iba. Se entregó a mi saber, abando­nando su propio saber, siguió el verdadero camino para lle­gar al fin verdadero. Mira, éste es el camino de la cruz; tú no puedes encontrarlo, es preciso que yo te guíe como a un ciego; por eso, no eres tú, ni un hombre, ni una criatura, quien te enseñará el camino que debes seguir; seré yo, yo mismo, con mi Espíritu y mi palabra. Este camino no es el de las obras que te has escogido, ni el sufrimiento que te has imaginado; es el sufrimiento que yo te indico contra tu elec­ción, contra tus pensamientos y deseos. Marcha por él, yo te llamo. Sé discípulo, porque ha llegado el tiempo y tu maestro se acerca» (Lutero).

- El precio de la gracia , pp. 77-87

________ 4________Vida en comunidad

El trasfondo de Gemeinsames Leben [traducida al cas­tellano cono el título Vida en comunidad/ lo constituye la experiencia de vida comunitaria de Bonhoeffer, de 1935 a 1937, en Finkenwalde, un seminario establecido con el objetivo deform ar pastores para la Iglesia con­fesante. Bonhoeffer hizo especial hincapié en que la formación de los seminaristas no debía estar centrada sólo en el estudio académico, sino también en la ora­ción, la reflexión sobre la Escritura y la formación espi­ritual. Finkenwalde fue clausurado por la Gestapo en 1937. Vida en comunidad, de donde se toma este capí­tulo titulado «La comunidad», se publicó en 1939.

«¡Qué dulce y agradable es para los hermanos vivir jun­tos y en armonía!» (Sal 133,1).

Vamos a examinar a continuación algunas enseñan­zas y reglas de la Escritura sobre nuestra vida en común bajo la palabra de Dios.

Contrariamente a lo que podría parecer a primera vista, no se deduce que el cristiano tenga que vivir nece­sariamente entre otros cristianos. El mismo Jesucristo vivió en medio de sus enemigos y, al final, fue abando­nado por todos sus discípulos. Se encontró en la cruz solo, rodeado de malhechores y blasfemos. Había veni­do para traer la paz a los enemigos de Dios. Por esta

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razón, el lugar de la vida del cristiano no es la soledad del claustro sino el campamento mismo del enemigo. Ahí está su misión y su tarea. «El reino de Jesucristo debe ser edificado en medio de tus enemigos. Quien rechaza esto renuncia a formar parte de este reino, y prefiere vivir rodeado de amigos, entre rosas y lirios lejos de los malvados, en un círculo de gente piadosa. ¿No veis que así blasfemáis y traicionáis a Cristo? Si Jesús hubiera actuado como vosotros, ¿quién habría podido salvarse?» (Lutero).

«Los dispersaré entre los pueblos, pero, aun lejos, se acordarán de mí» (Zac 10,9). Es voluntad de Dios que la cristiandad sea un pueblo disperso, esparcido como la semilla «entre todos los reinos de la tierra» (Dt 4,27). Esta es su promesa y su condena. El pueblo de Dios deberá vivir lejos, entre infieles, pero será la semilla del reino esparcida en el mundo entero.

«Los reuniré porque los he rescatado... y volverán» (Zac 10,8-9) ¿Cuándo sucederá esto? Ha sucedido ya en Jesucristo, que murió «para reunir en uno a todos los hijos de Dios dispersos» (Jn 11,52), y se hará visible al final de los tiempos, cuando los ángeles de Dios «reú­nan a los elegidos de los cuatro vientos, desde un extre­mo al otro de los cielos» (Mt 24,31). Hasta entonces, el pueblo de Dios perm anecerá disperso. Solamente Jesucristo impedirá su disgregación; lejos, entre los infieles, les mantendrá unidos el recuerdo de su Señor.

El hecho de que, en el tiempo comprendido entre la muerte de Jesucristo y el último día, los cristianos pue­dan vivir con otros cristianos en una comunidad visible ya sobre la tierra no es sino una anticipación misericor­diosa del reino que ha de venir. Es Dios, en su gracia, quien permite la existencia en el mundo de semejante

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comunidad, reunida alrededor de la palabra y el sacra­mento. Pero esta gracia no es accesible a todos los cre­yentes. Los prisioneros, los enfermos, los aislados en la dispersión, los misioneros, están solos. Ellos saben que la existencia de la comunidad visible es una gracia. Por eso su plegaria es la del salmista: «Recuerdo con emo­ción cuando marchaba al frente de la multitud hacia la casa de Dios entre gritos de alegría y alabanza de un pueblo en fiesta» (Sal 42,5). Sin embargo, permanecen solos como la semilla que Dios ha querido esparcir. No obstante, captan intensamente por la fe cuanto les es negado como experiencia sensible. Así es como el após­tol Juan, desterrado en la soledad de la isla de Patmos, celebra el culto celestial «en espíritu, el día del Señor» (Ap 1,10), con todas las Iglesias. Los siete candelabros que ve son las Iglesias, las siete estrellas, sus ángeles; en el centro, dominándolo todo, Jesucristo, el Hijo del hombre, en la gloria de su resurrección. Juan es fortale­cido y consolado por su palabra. Ésta es la comunidad celestial que, en el día del Señor, puebla la soledad del apóstol desterrado.

Pese a todo, la presencia sensible de los hermanos es para el cristiano fuente incomparable de alegría y con­suelo. Prisionero y al final de sus días, el apóstol Pablo no puede por menos de llamar a Timoteo, «su amado hijo en la fe», para volver a verlo y tenerlo a su lado. No ha olvidado las lágrimas de Timoteo en la última despe­dida (2 Tim 1,4). En otra ocasión, pensando en la Iglesia de Tesalónica, Pablo ora a Dios «noche y día con gran ;msia para volver a veros» (1 Tes 3,10); y el apóstol luán, ya anciano, sabe que su gozo no será completo hasta que no esté junto a los suyos y pueda hablarlos de viva voz, en vez de con papel y tinta (2 Jn 12). El ere-

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yente no se avergüenza ni se considera demasiado car­nal por desear ver el rostro de otros creyentes. El hom­bre fue creado con un cuerpo, en un cuerpo apareció por nosotros el Hijo de Dios sobre la tierra, en un cuerpo fue resucitado; en el cuerpo el creyente recibe a Cristo en el sacramento, y la resurrección de los muertos dará lugar a la plena comunidad de los hijos de Dios, formados de cuerpo y espíritu.

A través de la presencia del hermano en la fe, el cre­yente puede alabar al Creador, al Salvador y al Reden­tor, Dios Padre, Hijo y Espíritu santo. El prisionero, el enfermo, el cristiano aislado reconocen en el hermano que les visita un signo visible y misericordioso de la presencia de Dios trino. Es la presencia real de Cristo lo que ellos experimentan cuando se ven, y su encuentro es un encuentro gozoso. La bendición que mutuamente se dan es la del mismo Jesucristo. Ahora bien, si el mero encuentro entre dos creyentes produce tanto gozo, ¡qué inefable felicidad no sentirán aquellos a los que Dios permite vivir continuamente en comunidad con otros creyentes! Sin embargo, esta gracia de la comunidad que el aislado considera como un privilegio inaudito, con frecuencia es desdeñada y pisoteada por aquellos que la reciben diariamente. Olvidamos fácilmente que la vida entre cristianos es un don del reino de Dios que nos puede ser arrebatado en cualquier momento y que, en un instante también, podemos ser abandonados a la más completa soledad. Por eso, a quien le haya sido concedido experimentar esta gracia extraordinaria de la vida comunitaria, ¡que alabe a Dios con todo su cora­zón; que, arrodillado, le dé gracias y confiese que es una gracia, sólo gracia! [...]

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La comunidad cristiana

Comunidad cristiana significa comunión en Jesucristo y por Jesucristo. Ninguna comunidad cristiana podrá ser más ni menos que eso. Y esto es válido para todas las formas de comunidad que puedan formar los creyentes, desde la que nace de un breve encuentro hasta la que resulta de una larga convivencia diaria. Si podemos ser hermanos, es únicamente por Jesucristo y en Jesucristo.

Esto significa, en prim er lugar, que Jesucristo es el que fundamenta la necesidad que los creyentes tienen unos de otros; en segundo lugar, que sólo Jesucristo hace posible su comunión y, finalmente, que Jesucristo nos ha elegido desde toda la eternidad para que nos aco­jamos durante nuestra vida y nos mantengamos unidos siempre.

Comunidad de creyentes. El cristiano es el hombre que ya no busca su salvación, su libertad y su justicia en sí mismo, sino únicamente en Jesucristo. Sabe que la palabra de Dios en Jesucristo lo declara culpable aun­que él no tenga conciencia de su culpabilidad, y que esta misma palabra lo absuelve y justifica aun cuando no tenga conciencia de su propia justicia. El cristiano ya no vive por sí mismo, de su autoacusación y su autojustifi- cación, sino de la acusación y justificación que provie­nen de Dios. Vive totalmente sometido a la palabra que Dios pronuncia sobre él, declarándole culpable o justo. El sentido de su vida y de su muerte ya no lo busca en el propio corazón sino en la palabra que le llega desde fuera, de parte de Dios. Éste es el sentido de aquella afirmación de los reformadores: nuestra justicia es una «justicia extranjera» que viene de fuera {extra nos). Con esto nos remiten a la palabra que Dios mismo nos diri­

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ge, y que nos interpela desde fuera. El cristiano vive íntegramente de la verdad de la palabra de Dios en Je­sucristo. Cuando se le pregunta «¿dónde está tu salva­ción, tu bienaventuranza, tu justicia?», nunca podrá se­ñalarse a sí mismo, sino que señalará a la palabra de Dios en Jesucristo. Esta palabra le obliga a volverse continuamente hacia el exterior, de donde únicamente puede venirle esa gracia justificante que espera cada día como comida y bebida. En sí mismo no encuentra sino pobreza y muerte, y si hay socorro para él, sólo podrá venirle de fuera. Pues bien, ésta es la buena noticia: el socorro ha venido y se nos ofrece cada día en la palabra de Dios que, en Jesucristo, nos trae liberación, justicia, inocencia y felicidad.

Esta palabra ha sido puesta por Dios en boca de los hombres para que sea comunicada a los hombres y transmitida entre ellos. Quien es alcanzado por ella no puede por menos de transmitirla a otros. Dios ha queri­do que busquemos y hallemos su palabra en el testimo­nio del hermano, en la palabra humana. El cristiano, por tanto, tiene absoluta necesidad de otros cristianos [...].

Cristo mediador. Este encuentro, esta comunidad, solamente es posible por mediación de Jesucristo. Los hombres están divididos por la discordia. Pero «Jesu­cristo es nuestra paz» (Ef 2,14). En él la comunidad dividida encuentra su unidad. Sin él hay discordia entre los hombres y entre éstos y Dios. Cristo es el mediador entre Dios y los hombres. Sin él, no podríamos conocer a Dios, ni invocarle, ni llegarnos a él; tampoco podría­mos reconocer a los hombres como hermanos y acer­camos a ellos. El camino está bloqueado por el propio «yo». Cristo, sin embargo, ha franqueado el camino obstruido de forma que, en adelante, los suyos puedan

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vivir en paz no solamente con Dios, sino también entre ellos. Ahora los cristianos pueden amarse y ayudarse mutuamente; pueden llegar a ser un solo cuerpo. Pero sólo es posible por medio de Jesucristo. Solamente él hace posible nuestra unión y crea el vínculo que nos mantiene unidos. Él es para siempre el único mediador que nos acerca a Dios y a los hermanos.

La comunidad de Jesucristo. En Jesucristo hemos sido elegidos para siempre. La encarnación significa que, por pura gracia y voluntad de Dios trino, el Hijo de Dios se hizo carne y aceptó real y corporalmente nues­tra naturaleza, nuestro ser. Desde entonces, nosotros estamos en él. Lleva nuestra carne, nos lleva consigo. Nos tomó con él en su encarnación, en la cruz y en su resurrección. Formamos parte de él porque estamos en él. Por esta razón la Escritura nos llama el cuerpo de Cristo. Ahora bien, si, antes de poder saberlo y querer­lo, hemos sido elegidos y adoptados en Jesucristo con toda la Iglesia, esta elección y esta adopción significan que le pertenecemos eternamente, y que un día la comu­nidad que formarnos sobre la tierra será una comunidad eterna junto a él. En presencia de un hermano debemos saber que nuestro destino es estar unidos con él en Jesucristo por toda la eternidad. Repitámoslo: comuni­dad cristiana significa comunidad en y por Jesucristo. Sobre este principio descansan todas las enseñanzas y reglas de la Escritura, referidas a la vida comunitaria de los cristianos. [...]

Por tanto, lo decisivo aquí, lo que verdaderamente fundamenta nuestra comunidad, no es lo que nosotros podamos ser en nosotros mismos, con nuestra vida inte­rior y nuestra piedad, sino aquello que somos por el poder de Cristo. Nuestra comunidad cristiana se cons­

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truye únicamente por el acto redentor del que somos objeto, y esto no solamente es verdadero para sus co­mienzos, de tal manera que pudiera añadirse algún otro elemento con el paso del tiempo, sino que sigue siendo así en todo tiempo y para toda la eternidad. Solamente Jesucristo fundamenta la comunidad que nace, o nacerá un día, entre dos creyentes. Cuanto más auténtica y pro­funda llegue a ser, tanto más retrocederán nuestras dife­rencias personales, y con tanta mayor claridad se hará patente para nosotros la única y sola realidad: Jesucristo y lo que él ha hecho por nosotros. Únicamente por él nos pertenecemos unos a otros real y totalmente, ahora y por toda la eternidad.

La fraternidad cristiana

En adelante, debemos renunciar al turbio anhelo que, en este ámbito, nos empuja siempre a desear algo más. Desear algo más que lo que Cristo ha fundado entre nosotros no es desear la fraternidad cristiana, sino ir en busca de quién sabe qué experiencias extraordinarias que piensa va a encontrar en la comunidad cristiana y que no ha encontrado en otra parte, introduciendo así en la comunidad el turbador fermento de los propios dese­os. Es precisamente en este aspecto donde la fraternidad cristiana se ve amenazada -casi siempre y ya desde sus com ienzos- por el más grave de los peligros: la intoxi­cación interna provocada por la confusión entre frater­nidad cristiana y un sueño de comunidad piadosa; por la mezcla de una nostalgia comunitaria, propia de todo hombre religioso, y la realidad espiritual de la herman­dad cristiana. Por eso es importante adquirir conciencia

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desde el principio de que, en prim er lugar, la fraterni­dad cristiana no es un ideal humano, sino una realidad dada por Dios, y, en segundo lugar, que esa realidad es de orden espiritual y no de orden psíquico.

Muchas han sido las comunidades cristianas que han fracasado por haber vivido con una imagen quimérica de comunidad. Es lógico que el cristiano, cuando entra en la comunidad, lleve consigo un ideal de lo que ésta debe ser, y que trate de realizarlo. Sin embargo, la gra­cia de Dios destruye constantemente esta clase de sue­ños. Decepcionados por los demás y por nosotros mis­inos, Dios nos va llevando al conocimiento de la autén­tica comunidad cristiana. En su gracia, no permite que vivamos, ni siquiera unas semanas, en la comunidad de nuestros sueños, en esa atmósfera de experiencias embriagadoras y de exaltación piadosa que nos enerva. Porque Dios no es un dios de emociones sentimentales, sino el Dios de la realidad. Por eso, sólo la comunidad que, consciente de sus tareas, no sucumbe a la gran decepción, comienza a ser lo que Dios quiere, y alcan­za por la fe la promesa que le fue hecha. Cuanto antes llegue esta hora de desilusión para la comunidad y para el mismo creyente, tanto mejor para ambos. Querer evi­tarlo a cualquier precio y pretender aferrarse a una ima­gen quimérica de comunidad, destinada de todos modos a desinflarse, es construir sobre arena y condenarse más tarde o más temprano a la ruina.

Debemos persuadirnos de que nuestros sueños de comunión humana, introducidos en la comunidad, son un auténtico peligro y deben ser destruidos so pena de muerte para la comunidad. Quien prefiere el propio sueño a la realidad se convierte en un destructor de la

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comunidad, por más honestas, serias y sinceras que sean sus intenciones personales.

Dios aborrece los ensueños piadosos porque nos hacen duros y pretenciosos. Nos hacen exigir lo imposi­ble a Dios, a los demás y a nosotros mismos. Nos erigen en jueces de los hermanos y de Dios mismo. Nuestra presencia es para los demás un reproche vivo y cons­tante. Nos conducimos como si nos correspondiera, a nosotros, crear una sociedad cristiana que antes no exis­tía, adaptada a la imagen ideal que cada uno tiene. Y cuando las cosas no salen como a nosotros nos gustaría, hablamos de falta de colaboración, convencidos de que la comunidad se hunde cuando vemos que nuestro sueño se derrumba. De este modo, comenzamos por acusar a los hermanos, después a Dios y, finalmente, desesperados, dirigimos nuestra amargura contra noso­tros mismos.

Todo lo contrario sucede cuando estamos convenci­dos de que Dios mismo ha puesto el fundamento único sobre el que edificar nuestra comunidad y que, antes de cualquier iniciativa por nuestra parte, nos ha unido en un solo cuerpo por Jesucristo; pues entonces no entra­mos en la vida en común con exigencias, sino agradeci­dos de corazón y aceptando recibir. Damos gracias a Dios por lo que él ha obrado en nosotros. Le agradece­mos que nos haya dado hermanos que viven, ellos tam­bién, bajo su llamada, bajo su perdón, bajo su promesa. No nos quejamos por lo que no nos da, sino que le damos gracias por lo que nos concede cada día. Nos da hermanos llamados a compartir nuestra vida pecadora bajo la bendición de su gracia. ¿No es suficiente? ¿No nos concede cada día, incluso en los más difíciles y amenazadores, esta presencia incomparable? Cuando la

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vida en comunidad está gravemente amenazada, por el pecado y la incomprensión, el hermano, aunque peca­dor, sigue siendo mi hermano. Estoy con él bajo la pala­bra de Cristo, y su pecado puede ser para mí una nueva ocasión de dar gracias a Dios por permitirnos vivir bajo su gracia. La hora de la gran decepción por causa de los hermanos puede ser para todos nosotros una hora ver­daderamente saludable, pues nos hace comprender que no podemos vivir de nuestras propias palabras y de nuestras obras, sino únicamente de la palabra y de la obra que realmente nos une a unos con otros, esto es, el perdón de nuestros pecados por Jesucristo. Por tanto, la verdadera comunidad cristiana nace cuando, dejándo­nos de ensueños, nos abrimos a la realidad que nos ha sido dada.

La gratitud

Con la comunidad cristiana ocurre lo mismo que con la santificación de nuestra vida personal. Es un don de Dios al que no tenemos derecho. Sólo Dios sabe cuál es la situación de cada uno. Lo que a nosotros nos parece insignificante puede ser muy importante a los ojos de Dios. Así como el cristiano no debe estar preguntándo­se constantemente por el estado de su vida espiritual, así tampoco nos ha dado Dios la comunidad para que este­mos constantemente midiendo su temperatura. Cuanto mayor sea nuestro agradecimiento por lo recibido en ella cada día, tanto mayor será su crecimiento, para agrado de Dios.

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La espiritualidad de la comunidad cristiana

La fraternidad cristiana no es un ideal a realizar, sino una realidad creada por Dios en Cristo, de la que él nos permite participar. En la medida en que aprendamos a reconocer que Jesucristo es verdaderamente el funda­mento, el motor y la promesa de nuestra comunidad, en esa misma medida aprenderemos a pensar en ella, a orar y esperar por ella, con serenidad.

En dos aspectos -en realidad no son más que uñó­se manifiesta la diferencia entre amor espiritual y amor psíquico: el amor psíquico no soporta que, en nombre de la verdadera comunidad, se destruya la falsa comu­nidad que él ha imaginado; y es incapaz de amar a su enemigo, es decir, a quien se le oponga seria y obstina­damente. Ambas reacciones surgen de la misma fuente: el amor psíquico es esencialmente deseo, y lo que desea es una comunidad a su medida. Mientras encuentre medios para satisfacer este deseo, no lo abandonará ni por la misma verdad o la verdadera caridad. Cuando no pueda satisfacerlo, habrá llegado al final de sus posibi­lidades y se encontrará en un ambiente hostil. Entonces se trocará fácilmente en odio, desprecio y calumnia.

Aquí es precisamente donde entra en escena el amor de orden espiritual, en el que lo propio es servir y no desear. Ante su presencia, el amor puramente psíquico se convierte en odio. Porque lo propio del amor psíqui­co es buscarse a sí mismo y convertirse en ídolo que exige adoración y sumisión total. Es incapaz de consa­grar su atención y su interés a algo que no sea él mismo. El amor espiritual, en cambio, cuya raíz es Jesucristo, le sirve sólo a él y sabe que no hay otro acceso directo al prójimo. Cristo está entre el prójimo y yo. Yo no sé de

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antemano, basándome en un concepto general de amor y en una nostalgia interior, lo que es el amor al prójimo -para Cristo tal sentimiento podría no ser sino odio o la forma más refinada de egoísm o-, sino que es única­mente Cristo quien me lo dice en su palabra. En contra de mis ideas y convicciones personales, él me dice cómo puedo amar verdaderamente a mi hermano. Por eso el amor espiritual no acepta otra atadura que la pala­bra de su Señor. Cristo puede exigirme, en nombre de su caridad y su verdad, que mantenga o rompa el lazo que me une a otros. En ambos casos debo obedecer a pesar de todas las protestas de mi corazón. El amor espiritual se extiende también a los enemigos, porque quiere ser­vir y no ser servido. No nace este amor del hombre, ya sea amigo o enemigo, sino de Cristo y su palabra. Procede del cielo, por eso el amor meramente terrestre es incapaz de comprenderle, para él es algo extraño, una novedad incomprensible.

Entre mi prójimo y yo está Cristo. Por eso no me está permitido desear una comunidad directa con mi prójimo. Unicamente Cristo puede ayudarle, como úni­camente Cristo ha podido ayudarme a mí. Esto signifi­ca que debo renunciar a mis intentos apasionados de manipular, forzar o dominar a mi prójimo. Mi prójimo quiere ser amado tal y como es, independientemente de mí, es decir, como aquel por quien Cristo se hizo hom­bre, murió y resucitó; a quien Cristo perdonó y destinó a la vida eterna. En vista de que, antes de toda interven­ción por mi parte, Cristo ha actuado decisivamente en él, debo dejar libre a mi prójimo para el Señor, a quien pertenece, y cuya voluntad es que yo lo reconozca así. Esto es lo que queremos decir cuando afirmamos que no podemos encontrar al prójimo sino a través de Cristo.

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El amor psíquico crea su propia imagen del prójimo, de lo que es y de lo que debe ser; quiere manipular su vida. El amor espiritual, en cambio, parte de Cristo para conocer la verdadera imagen del hombre; la imagen que Cristo ha acuñado y quiere acuñar con su sello.

La comunidad forma parte de la Iglesia cristiana

Es de vital importancia para toda comunidad cristiana lograr distinguir a tiempo entre ideal humano y realidad de Dios, entre comunidad de orden psíquico y comuni­dad de orden espiritual. Por eso es cuestión de vida o muerte alcanzar cuanto antes una visión lúcida a este respecto. En otras palabras, la vida de una comunidad bajo la autoridad de la palabra sólo se mantendrá vigo­rosa en la medida en que renuncie a querer ser un movi­miento, una sociedad, una agrupación religiosa, un collegium pietatis, y acepte ser parte de la Iglesia cris­tiana, una, santa y universal, participando activa o pa­cientemente en las angustias, las luchas y la promesa de toda la Iglesia. Por eso toda tendencia separatista que no esté objetivamente justificada por circunstancias loca­les, una tarea común o alguna otra razón parecida, cons­tituye un gravísimo peligro para la vida de la comunidad a la que priva de eficacia espiritual, empujándola hacia el sectarismo. Excluir de la comunidad al hermano frá­gil e insignificante, con el pretexto de que no se puede hacer nada con él, puede suponer, nada menos, la exclu­sión del mismo Cristo, que llama a nuestra puerta bajo el aspecto de ese hermano miserable. Esto nos debe inducir a proceder con sumo cuidado.

VIDA EN COMUNIDAD 101

La unión con Jesucristo

Probablemente no exista ningún cristiano a quien Dios no conceda, al menos una vez en la vida, la gracia de experimentar la felicidad que proporciona una verdade­ra comunidad cristiana. Sin embargo, tal experiencia constituye un acontecimiento excepcional añadido gra­tuitamente al pan diario de la vida cristiana en común. No tenemos derecho a exigir tales experiencias, ni con­vivimos con otros cristianos gracias a ellas. Más que la experiencia de la fraternidad cristiana, lo que mantiene unidos es la fe firme y segura que tenemos en esa fra­ternidad. El hecho de que Dios haya actuado y siga que­riendo obrar en todos nosotros es lo que aceptamos por la fe como su mayor regalo; lo que nos llena de alegría y gozo; lo que nos permite poder renunciar a todas las experiencias a las que él quiere que renunciemos.

«¡Qué dulce y agradable es para los hermanos vivir juntos y en armonía!». Así celebra la sagrada Escritura la gracia de poder vivir unidos bajo la autoridad de la palabra. Interpretando más exactamente la expresión «en armonía», podemos decir ahora: es dulce para los hermanos vivir juntos por Cristo, porque únicamente Jesucristo es el vínculo que nos une. «Él es nuestra paz». Sólo por él tenemos acceso los unos a los otros y nos regocijamos unidos en el gozo de la comunidad reencontrada.

- Vida en comunidad, selección de las pp. 9-27

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5___________Pastor de la Iglesia confesante

Los escritos seleccionados en este capítulo reflejan el papel de Bonhoeffer como pastor de la Iglesia confe­sante. Con el cierre del seminario de Finkenwalde en 1937, la Iglesia confesante dejó de existir como institu­ción. En general. Bonhoeffer sentía que la Iglesia con­fesante había capitulado demasiado pronto y no había sabido oponer una resistencia efectiva a la creciente atmósfera de opresión. No obstante, con su predicación y sus cartas circulares seguía tratando de animar a los hermanos dispersos para que mantuvieran el coraje, la fe y la esperanza.

A los jóvenes hermanos de la Iglesia en Pomerania(Finales de enero de 1938)

¡Queridos hermanos!En las últimas semanas he recibido cartas y comen­

tarios personales que muestran claramente que nuestra Iglesia, y en Pomerania especialmente nuestro grupo de jóvenes teólogos, está pasando por un momento de difí­cil tribulación. Habida cuenta de que no se trata de la aflicción de un individuo, sino que son muchos los que experimentan la misma tentación, confío en que me per­mitáis, queridos hermanos, que trate de dar una res­puesta común. No obstante, la carta está pensada para

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cada uno de vosotros personalmente. Trataré de abordar en ella todos y cada uno de los temas sobre los que me habéis escrito o hablado.

Tenemos que empezar desde muy lejos. Estaremos de acuerdo en que, cuando abrazamos la causa de la Iglesia confesante, dimos el paso con una fe suprema que era, por esa misma razón, una audacia por encima del entendimiento humano. Nos invadían la alegría, la seguridad del triunfo y la disposición a sacrificamos: toda nuestra vida personal y nuestro ministerio experi­mentaron un nuevo giro. Naturalmente, no quiero decir que no estuviera presente toda clase de motivaciones secundarias puramente humanas -¿quién conoce su pro­pio corazón?-, pero había una cosa que nos hacía sen­tirnos tan alegres, tan dispuestos para luchar y también para sufrir: sabíamos que merecía la pena jugárselo todo por una vida con Jesucristo y su Iglesia. Creíamos que en la Iglesia confesante no sólo habíamos encontrado la Iglesia de Jesucristo, sino que también habíamos tenido experiencia de ella gracias a la gran bondad de Dios. Para los individuos, para los pastores y para las comu­nidades había empezado una nueva vida en la alegría de la Palabra de Dios. Mientras la Palabra de Dios estuvie­ra con nosotros, no queríamos preocupamos e inquie­tamos por el futuro. Con esta palabra estábamos dis­puestos a luchar, a sufrir, a experimentar la pobreza, el pecado y la muerte para entrar finalmente en el reino de Dios. Jóvenes y padres de familia numerosa colabora­ron aquí codo con codo. ¿Qué fue lo que nos unió y nos produjo una alegría tan grande? Fue el reconocimiento, antiquísimo y que el mismo Dios nos regaló, de que Jesucristo quiere construir su Iglesia entre nosotros, una Iglesia que vive sólo de la predicación del puro y autén­

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tico Evangelio, y de la gracia de sus sacramentos, una Iglesia que obedece sólo a Jesús en todo lo que hace. El mismo Cristo quiere quedarse en una Iglesia como ésta; quiere protegerla y guiarla. Sólo una Iglesia como ésta puede verse libre de todo temor. Esto, y no otra cosa, es lo que reconocieron los sínodos de la Iglesia confesante en Barmen y Dahlem. ¿Fue una ilusión? ¿Se expresaron los sínodos bajo la presión de circunstancias externas, que parecían favorables a la «realización» de esta fe? No, fue una fe suprema, fue la verdad bíblica misma lo que se reconoció abiertamente ante todo el mundo. El testimonio de Cristo conquistó nuestro corazón, nos dio la alegría y nos llamó a actuar obedientemente. Queri­dos hermanos, ¿estamos al menos de acuerdo en que esto fue lo que sucedió? ¿O queremos hoy ultrajar la gracia que tan generosamente Dios nos ha concedido?

Fue entonces cuando se entabló la lucha por la ver­dadera Iglesia de Cristo. ¿O acaso pensáis que el diablo se tomó tanta molestia para aniquilar a un puñado de obstinados idealistas? No, Cristo se encontraba en la barca y por ello se calmó la tempestad. Desde el princi­pio la lucha exigió sacrificios. Quizás no todos se hayan percatado siempre de cuánta renuncia se exigió a las personas y las comunidades para que los miembros de los Consejos de Hermanos pudieran cumplir su misión para con la Iglesia. Pero fue una renuncia hecha con gozo por la causa de Jesucristo. ¿Quién podía echarse atrás mientras se siguiera escuchando la llamada de Jesús a ser la Iglesia, la Iglesia que sólo le sirve a él? ¿Quién podía exonerarse si nadie lo relevaba de su res­ponsabilidad de anunciar el evangelio sin falsificaciones y de edificar comunidades de acuerdo con la Escritura y las confesiones de nuestra Iglesia?

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Si todavía en esto estamos de acuerdo, entonces pre­guntémonos con toda franqueza qué ha sucedido entre aquellos comienzos y nuestra situación actual o, mejor, hagámonos la pregunta apropiada: ¿cuál es la diferencia entre la Iglesia en aquellas provincias en las que todavía hoy se vive, se trabaja y se lucha como se hacía al prin­cipio y la Iglesia en nuestra provincia? ¿Por qué no han cesado en Pomerania desde hace varios meses los la­mentos de que nuestra Iglesia está paralizada, en entre­dicho, de que una estrechez y tozudez interior nos impi­de hacer un trabajo fructífero? ¿Cómo ha sido posible que algunos hermanos, que se encontraban en la Iglesia confesante con toda seguridad, digan hoy que han per­dido la alegría, que ya no saben por qué no pueden hacer su trabajo bajo el Consistorio de la Iglesia nacional lo mismo que bajo el Consejo de hermanos? ¿Y acaso se puede negar que el testimonio de nuestra Iglesia en Po­merania se debilita cada vez más últimamente, que la palabra de la Iglesia confesante ha perdido en gran medida su poder de despertar la fe y, con ello, de llamar a una decisión? ¿Quién puede negar que las auténticas decisiones teológicas de la Iglesia se ven cada vez más oscurecidas bajo consideraciones de oportunidad? ¿Acaso no ha tenido todo esto su efecto también en nuestra predicación? Nos preguntamos por qué ha suce­dido todo esto. Yo creo que la respuesta no es tan difícil como la gente piensa. La supuesta parálisis en la Iglesia confesante, la falta de alegría y la debilidad del testimo­nio proceden de nuestra desobediencia. No queremos ahora pensar en otras personas, sino en nosotros mismos y nuestro trabajo. ¿Qué hemos hecho en nuestras comu­nidades con las primeras y claras decisiones de la Iglesia confesante? [...]

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Permitidme que trate de expresarlo de otra manera: hay una lucha de la Iglesia como ley y otra como evan­gelio. Por el momento la lucha de la Iglesia se ha con­vertido, por lo que a nosotros respecta, sobre todo en ley, una ley contra la cual nos rebelamos, por ser una ley amenazadora y colérica que nos golpea. Nadie puede soportar y dirigir la lucha de la Iglesia como ley sin sucumbir a ella y fracasar completamente. La lucha de la Iglesia como ley carece de alegría, de certeza, de au­toridad y de promesa. ¿Cómo se produce esta situación? De la misma manera que en nuestra vida personal. La palabra de la gracia de Dios, de la que nos apartamos por desobediencia, se convierte para nosotros en dura ley. Lo que es un yugo suave y llevadero cuando se hace por obediencia, se convierte en una carga insoportable si no hay obediencia. Cuanto más nos endurecemos en la desobediencia contra la palabra de gracia, más difícil resulta la conversión, más obstinadamente nos rebela­mos contra las exigencias de Dios. Pero, de la misma manera que en nuestra vida personal sólo hay un cami­no, el de la conversión, el de la penitencia bajo la pala­bra de Dios, en la que Dios nos regala de nuevo la comunión perdida, así sucede también en la lucha de la Iglesia. Sin penitencia, es decir, si la lucha de la Iglesia no se convierte en nuestra penitencia, no recibiremos de nuevo el regalo que hemos perdido, el de la lucha de la Iglesia como evangelio. Aun cuando la obediencia a la penitencia sea ahora más difícil que antes, debido a que permanecemos en la culpa, es la única manera por la que Dios quiere ayudarnos a volver al camino recto. [...]

En las últimas semanas hemos permanecido unidos gracias a nuestro texto de meditación, tomado de Ageo 1: «Así dice Yahvé Sebaot: “Este pueblo dice: ¡Todavía

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no ha llegado el momento de reedificar el Templo de Yahvé!” . (Dirigió entonces Yahvé la palabra, por medio del profeta Ageo, en estos términos:) ¿Os ha llegado acaso el momento de habitar en casas artesonadas, mientras esta Casa está en ruinas?» (Ag 1,2-4). No es mi misión «enderezaros», por así decirlo. Pero, natural­mente, todo depende de que volvamos a despertar en vosotros, con la Palabra de Dios, el coraje, la alegría, la fe en Jesucristo que está y permanecerá con la Iglesia confesante, querámoslo o no. Tenéis que saber que la fe, que amenaza con apagarse en vosotros, sigue todavía viva como al principio en muchas comunidades y casas parroquiales, que algunos hermanos que viven en sole­dad en Pomerania y fuera de ella, en lugares perdidos, dan testimonio de esta fe con la mayor alegría. La Iglesia de Jesucristo, que vive sólo de su Palabra y quie­re permanecer obediente sólo a él en todas las cosas, sigue aún viva, y vivirá, y os llama a salir de la tentación y la tribulación. Os llama a la penitencia y os previene contra la infidelidad, que termina necesariamente en la desesperación. Ora por vosotros, para que vuestra fe no vacile. [...]

Ya no esperáis el éxito de la Iglesia confesante; ya no veis ninguna salida. Pero, ¿quién de nosotros puede ver una salida? Sólo Dios la ve y la mostrará a aquellos que esperen humildemente. Quizás en otro tiempo espe­ramos que la Iglesia confesante alcanzaría un reconoci­miento público en Alemania. Pero, ¿era esa esperanza prometedora? Ciertamente no. Ahora hemos aprendido a creer en una Iglesia que sigue a su Señor bajo la cruz. Esto es más prometedor. Finalmente decís que estaréis preparados para toda clase de sacrificios personales y en vuestro ministerio, a condición de saber por qué son

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necesarios. ¿Por qué?, queridos hermanos. Por ninguna razón que los hombres puedan ver: no por una Iglesia floreciente ni por una dirección eclesial convincente, sino sencillamente porque el camino de la Iglesia con­fesante tiene que ser seguido también por extensiones desoladas de desiertos y eriales, y porque vosotros no queréis quedaros en el desierto. Y también por la Iglesia pobre -que naturalmente aun sin vosotros seguirá ade­lante bajo la guía de su Señor-, por vuestra fe y vuestra certeza deberíais permanecer en la Iglesia confesante.

- Gesammelte Schriften II, selección de las pp. 297-306

Los tesoros del sufrimiento.Sermón sobre Rom 5 (marzo de 1938)

«Habiendo, pues, recibido de la fe la justificación, estamos en paz con Dios, por nuestro Señor Jesucristo, por quien hemos obtenido también, mediante la fe, el acceso a esta gracia en la cual nos hallamos, y nos gloriamos en la espe­ranza de la gloria de Dios. Más aún, nos gloriamos hasta en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación engendra la paciencia; la paciencia, virtud probada; la virtud probada, esperanza; y la esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5,1-5).

«Estamos en paz con Dios». Así pues, nuestra lucha con Dios ya ha concluido. Nuestro obstinado corazón se ha sometido a la voluntad de Dios. Nuestros deseos se han aquietado. La victoria es de Dios, y nuestra carne y san­gre, que odia a Dios, ha sido quebrantada y tiene que callar. «Habiendo, pues, recibido de la fe la justifica­

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ción, estamos en paz con Dios». Dios ha tenido razón. En el canto que acabamos de cantar hemos dicho: «Tú eres justo, hágase tu voluntad». Dios es justo, tanto si comprendemos sus caminos como si no; Dios es justo, tanto si nos corrige y nos castiga como si nos concede su gracia. Dios es justo, nosotros somos los transgreso- res. Nosotros no lo vemos, pero nuestra fe tiene que reconocer que Dios es el único justo. Quien reconoce por la fe que Dios lo juzga con justicia ha llegado a adoptar la actitud correcta ante Dios; está preparado para mantenerse en presencia de Dios; ha sido justifica­do por la fe en la justicia de Dios, ha encontrado paz con Dios.

«Estamos en paz con Dios, por nuestro Señor Jesucristo». Así pues, también la lucha de Dios contra nosotros ha concluido. Dios odiaba aquella voluntad que se negaba a someterse a él. En innumerables oca­siones llamó, advirtió, rogó y amenazó hasta que se agotó la paciencia de su cólera sobre nosotros. Entonces se dispuso a descargar su golpe contra nosotros; lo des­cargó y dio en el blanco. Golpeó al único inocente sobre la tierra. Era su Hijo querido, nuestro Señor Jesucristo. Jesucristo murió por nosotros en la cruz, golpeado por la cólera de Dios. Dios mismo lo había enviado para esto. La cólera de Dios se apaciguó cuando su Hijo se sometió a su voluntad y su justicia hasta la muerte. Admirable misterio: Dios ha hecho la paz con nosotros por Jesucristo.

«Estamos en paz con Dios». Bajo la cruz está la paz. Aquí está el sometimiento a la voluntad de Dios, aquí está el fin de nuestra propia voluntad, aquí está el des­canso y la quietud en Dios, aquí está la paz de la con­ciencia en el perdón de todos nuestros pecados. Aquí,

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bajo la cruz, está el «acceso a esta gracia en la cual nos hallamos», está el acceso cotidiano a la paz con Dios. Aquí está el camino que se nos ofrece en el mundo para encontrar la paz con Dios. En Jesucristo la cólera de Dios se apacigua y nosotros somos vencidos en la voluntad de Dios. Por ello la cruz de Jesucristo es para su comunidad fundamento eterno de la alegría y la espe­ranza de la futura gloria de Dios. «Nos gloriamos en la esperanza de la gloria futura». Aquí, en la cruz, han irrumpido en la tierra la justicia y la victoria de Dios. Aquí se revelará él a todo el mundo. La paz que noso­tros recibimos aquí se convertirá en una paz eterna y gloriosa en el reino de Dios.

Pero aun cuando nosotros desearíamos por encima de todo detenemos aquí, llenos de la mayor felicidad que los seres humanos pueden experimentar sobre la tie­rra, es decir, llenos del conocimiento de Dios en Je­sucristo, de la paz de Dios en la cruz, la Escritura no nos lo permite. «Más aún», leemos a continuación. Por con­siguiente, todavía no se ha dicho todo. Pero, ¿qué queda por decir, después que se ha hablado de la cruz de Jesucristo, de la paz de Dios en Jesucristo? Sí, querida comunidad, aún queda una palabra por decir, a saber, una palabra sobre ti, una palabra sobre tu vida bajo la cruz, una palabra acerca de cómo Dios quiere poner a prueba tu vida en la paz de Dios, para que la paz no sea sólo una palabra sino una realidad. Aún queda por decir una palabra: que todavía vivirás durante un tiempo sobre esta tierra y cómo conservarás la paz.

Por eso dice: «Más aún; nos gloriamos hasta en las tribulaciones». La prueba de que realmente hemos encontrado la paz de Dios estará en la manera en que afrontemos las tribulaciones que nos sobrevienen. Hay

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muchos cristianos que se arrodillan ante la cruz de Jesucristo, pero que hacen todo lo posible por resistirse y luchar contra cualquier tribulación en su propia vida. Creen que aman la cruz de Cristo, pero la odian en su propia vida. En realidad, de esta forma odian también la cruz de Jesucristo, en realidad son detractores de la cruz, de la que tratan de huir con todos los medios a su alcance. Quien sabe que ve el sufrimiento y la tribula­ción en su vida sólo como algo hostil y malo, puede por ello reconocer que aún no ha encontrado la paz con Dios. En realidad, sólo ha buscado la paz con el mundo y tal vez haya pensado que podía arreglárselas con la cruz enfrentándose a sí mismo y todas sus preguntas, es decir, encontrando la paz interior del alma. Ha necesita­do la cruz, pero no la ha amado. Ha buscado la paz sólo en provecho propio. Sin embargo, cuando llega el sufri­miento, esta paz desaparece rápidamente. No era una paz con Dios, porque él odiaba la tribulación que Dios envía.

Así pues, el que sólo siente odio hacia la tribulación, la renuncia, la pobreza, la calumnia y el cautiverio en su vida -aunque hable de la cruz con palabras muy elo­cuentes- odia la cruz de Jesús y no tiene paz con Dios. Pero el que ama la cruz de Cristo, el que ha encontrado la paz en él, empieza a amar incluso la tribulación en su vida y finalmente podrá decir con la Escritura: «Nos gloriamos hasta en las tribulaciones».

Nuestra Iglesia ha sufrido muchas tribulaciones en los últimos años: destrucción de su orden, irrupción de una falsa predicación, mucha hostilidad, perversas pala­bras y calumnias, cautiverio y necesidades de todas las clases hasta el momento presente. Y nadie sabe qué tri­bulaciones esperan todavía a la Iglesia confesante. Pero,

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¿nos hemos percatado también de que Dios quería, y quiere, ponernos a prueba, que en todo ello sólo había una pregunta importante, a saber, si nosotros tenemos paz con Dios o si hasta ahora hemos vivido en una paz totalmente mundana? ¡Cuánta murmuración y resisten­cia, cuánta oposición y odio contra la tribulación se han puesto de manifiesto entre nosotros! ¡Cuántas traicio­nes, cuántas huidas y cuánto miedo cuando la cruz de Jesús empezó a proyectar un poco de sombra sobre nuestra vida personal! ¡Con cuánta frecuencia hemos pensado que podíamos mantener nuestra paz con Dios, pero evitando el sufrimiento, el sacrificio, el odio y las amenazas de nuestra existencia! ¿Y no es lo peor de todo que hayamos tenido que oír a los hermanos cristia­nos una y otra vez que desprecian el sufrimiento de otros hermanos, sólo porque no les permite tener la con­ciencia tranquila?

Pero Dios no introducirá en su reino a nadie cuya fe no haya probado como auténtica en la tribulación. «Tenemos que pasar por muchas tribulaciones para entrar en el reino de Dios». Por ello debemos aprender a amar nuestros sufrimientos antes de que sea demasia­do tarde; sí, tenemos que aprender a alegrarnos y glo­riarnos en ellos.

¿Cómo sucederá esto? «Sabemos que la tribulación engendra la paciencia; la paciencia, virtud probada; la virtud probada, esperanza, y la esperanza no falla». De esta manera la palabra de Dios nos enseña a ver y com­prender por vez primera correctamente la tribulación. Los sufrimientos, que en nuestra vida nos parecen tan duros e insoportables, están en realidad llenos de los mayores tesoros que un cristiano puede encontrar. Son como la concha dentro de la cual se encuentra la perla.

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Son como una mina profunda, en la que, cuanto más se ahonda, más se encuentra: primero tierra, después plata y finalmente oro. La tribulación produce primero paciencia, después virtud probada y más tarde esperan­za. Quien evita la tribulación, rechaza con ella el mayor regalo de Dios para los suyos.

«La tribulación engendra la paciencia». Paciencia, traducida literalmente, significa: mantenerse debajo, no arrojar la carga, sino llevarla. Hoy en la Iglesia sabemos demasiado poco sobre la singular bendición que com­porta llevar la carga. Llevarla, no sacudírsela; llevarla, pero no derrumbarse; llevarla como Cristo llevó la cruz; mantenerse debajo y ahí, debajo, encontrar a Cristo. Si Dios impone una carga, entonces el paciente agacha la cabeza y cree que es bueno para él ser humillado, man­tenerse debajo. ¡Atención: mantenerse debajo! Es decir, mantenerse firmes y fuertes; no se trata de doblegarse o rendirse por debilidad, ni de ser masoquistas, sino de fortalecerse bajo la carga como gracia de Dios, de con­servar imperturbablemente la paz de Dios. La paz de Dios habita en los pacientes.

«La paciencia engendra virtud probada». La vida cristiana no consiste en palabras, sino en virtud proba­da. Nadie es cristiano sin esta experiencia. El Apóstol no habla aquí de la experiencia de la vida, sino de la experiencia de Dios. No obstante, tampoco se refiere a varias experiencias de Dios, sino a la virtud probada que reside en la verificación de la fe y la paz de Dios, a la virtud probada de la cruz de Jesucristo. Sólo las perso­nas pacientes tienen esta virtud probada. Quienes no tie­nen paciencia no tienen virtud probada. Cuando Dios quiere regalar esta experiencia - a una persona o a una Iglesia-, envía mucha tentación, desasosiego y angustia,

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de manera que es preciso cada día y cada hora pedir a gritos la paz de Dios. La virtud probada, de la que aquí se trata, nos conduce a las profundidades del infierno, a las fauces de la muerte, al abismo de la culpa y a la noche de la increencia. Pero en todo ello Dios no quie­re quitarnos su paz. En todo ello experimentamos día tras día y cada vez más la fuerza y la victoria de Dios, la conclusión de la paz en la cruz de Cristo.

Por ello «la virtud probada engendra esperanza». Porque cada tentación vencida es ya el preludio del últi­mo triunfo, cada ola superada nos acerca más a la tierra vivamente deseada. Por ello con la virtud probada crece la esperanza y en la experiencia del sufrimiento se puede sentir ya el reflejo de la eterna gloria.

«La esperanza no falla». Donde aún queda esperan­za, no hay ninguna derrota; puede haber toda clase de debilidad, muchos gritos y quejas, muchas llamadas an­gustiosas y, sin embargo, allí se experimenta ya la vic­toria. Éste es el misterio del sufrimiento en la Iglesia y en la vida cristiana, a saber, que precisamente la puerta en la que está escrito «¡Abandona toda esperanza!», la puerta del sufrimiento, de la pérdida y de la muerte se convertirá para nosotros en la puerta de la gran esperan­za en Dios, en la puerta del esplendor y la gloria. «La esperanza no falla». ¿Tenemos todavía nosotros en la Iglesia y para nuestra Iglesia esta gran esperanza en Dios? Entonces todo se ha ganado. ¿Acaso ya no la tenemos? Entonces todo se ha perdido. «La tribulación engendra la paciencia; la paciencia, virtud probada; la virtud probada, esperanza, y la esperanza no falla»; pero esto sólo vale para quienes han encontrado la paz de Dios en Jesucristo y la conservan, y de quienes se dice a continuación: «Porque el amor de Dios ha sido derra­

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mado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado». Únicamente puede hablar así quien es amado por Dios y por ello ama a Dios sólo y por encima de todas las cosas. La serie de pasos desde la tribulación a la esperanza no es ninguna evidencia para el conocimiento terreno. Lutero afirmó que se podía expresar de una manera muy diferente, a saber: la tribu­lación produce impaciencia; la impaciencia, obstina­ción; la obstinación, desesperación; y la desesperación conduce al fracaso. Y así debe ser: cuando perdemos la paz de Dios, cuando amamos más la paz terrena con el mundo que la paz con Dios, cuando amamos más las seguridades de nuestra vida que a Dios, entonces la tri­bulación tiene que causar nuestra ruina.

Pero el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones. Aquel a quien Dios le concede, por medio del Espíritu Santo, que lo incomprensible tenga lugar dentro de él, es decir, que empiece a amar a Dios por el hecho de ser Dios, no por los bienes y dones terrenos, ni tampoco por causa de la paz, sino únicamente porque es Dios; quien ha experimentado el amor de Dios en la cruz de Jesucristo, de forma que empieza a amar a Dios por Jesucristo; quien es conducido por el Espíritu Santo a no desear nada más que compartir el amor de Dios en la eternidad -eso y sólo eso-, esa persona dice desde este amor de Dios y con ella toda la comunidad de Jesucristo: «Estamos en paz con Dios». Nos gloriamos en la tribulación. El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones. Amén.

- Gesammelte Schriften IV, pp. 434-441

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Christus Víctor.Palabras en la Cena del Señor del día de los difuntos en el vicariato de Wendisch-Tychow (Sigurdshof)(26 de noviembre de 1939)

«La muerte ha sido devorada por la victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde está, oh infierno, tu victo­ria?» (1 Co 15,54-55).

«Un admirable combate tuvo lugar / cuando la vida y la muerte entablaron batalla. / La vida obtuvo la victoria / y derrotó a la muerte».

Habéis sido invitados a la celebración de una victoria, a la celebración de la mayor victoria obtenida en el mundo, la victoria de Jesucristo sobre la muerte. El pan y el vino, el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesu­cristo, son los signos de la victoria; porque en ellos está presente y vivo hoy Jesús, el mismo que fue crucificado y sepultado hace casi dos mil años. Jesús se levantó de entre los muertos, hizo estallar la piedra del sepulcro y permanece como vencedor. Pero es hoy cuando voso­tros vais a recibir los signos de su victoria. Y cuando más adelante recibáis el pan y la copa bendecidos, tenéis que saber: tan cierto como que yo como este pan y bebo esta copa es que Jesucristo permanece como vencedor sobre la muerte, y que él es el Señor vivo que nos reúne.

En nuestra vida no hablamos con gusto de victorias. Es una palabra demasiado grande para nosotros. Hemos sufrido muchas derrotas en nuestras vidas; la victoria se ha visto arruinada una y otra vez por demasiadas horas débiles, por demasiados pecados viles. Pero, ¿no es cierto que el Espíritu en nosotros anhela esta palabra, la victoria definitiva sobre el pecado y sobre la angustia

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del miedo a la muerte en nuestra vida? Ahora bien, Dios no nos dice nada sobre nuestra victoria, no nos promete que desde ahora nosotros venceremos sobre el pecado y la muerte; pero nos garantiza con todo su poder que ha habido uno que ha obtenido esta victoria y que si lo tenemos como Señor, obtendrá esa victoria también para nosotros. No somos nosotros quienes vencemos, sino Jesús.

Esto es lo que hoy proclamamos y creemos a pesar de todo lo que vemos a nuestro alrededor, a pesar de los sepulcros de nuestra vida, a pesar de la naturaleza mor­tal exterior, a pesar de la muerte que la guerra hace reca­er sobre nosotros. Vemos el señorío de la muerte, pero proclamamos y creemos en la victoria de Jesucristo sobre la muerte. La muerte ha sido devorada por la vic­toria. Jesús es vencedor, es la resurrección de los muer­tos y la vida eterna.

Lo que la Sagrada Escritura canta aquí es como una canción satírica y triunfal sobre la muerte y el pecado: «¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde está, oh infierno, tu victoria?». La muerte y el pecado se en­gríen, infunden terror en el corazón humano, como si fueran los señores del mundo. Pero sólo es apariencia. Hace mucho tiempo que perdieron su poder. Jesús se lo arrebató. Por ello nadie que esté con Jesús tiene ya por qué temer a estos señores de las tinieblas. El aguijón con el que la muerte nos hería, es decir, el pecado, ya no tiene ningún poder. El infierno no puede hacer nada contra nosotros, porque estamos con Jesús. Han perdido todo su poder; están furiosos, como un perro rabioso atado a una cadena, pero no pueden hacernos ningún daño, porque Jesús los tiene bien sujetos. Él sigue sien­do el vencedor.

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Ahora bien, nos preguntamos, si esto es así, ¿por qué todo parece tan diferente en nuestra vida, por qué vemos tan poco de esta victoria? ¿Por qué el pecado y la muer­te nos dominan de una manera tan terrible? De hecho, esta pregunta es la misma que Dios os dirige: ¡he hecho todo esto por vosotros y vivís como si nada hubiera pasado! ¡Os sometéis al pecado y al temor a la muerte como si aún pudieran esclavizaros! ¿Por qué hay tan poca victoria en vuestra vida? Porque no queréis creer que Jesús ha vencido sobre la muerte y el pecado, sobre vuestra vida. Es vuestra increencia lo que os acarrea vuestras derrotas. Pero ahora se os proclama una vez más la victoria de Jesús en la santa Cena del Señor, la victoria sobre el pecado y la muerte también para ti, quienquiera que seas. Acógelo en la fe: Jesús te perdo­nará hoy una vez más todos tus graves y numerosos pecados, te hará completamente puro e inocente, de forma que a partir de ahora ya no tienes que pecar, el pecado ya no tiene que dominar sobre ti. Jesús reinará sobre ti, y él es más fuerte que cualquier tentación. En la hora de la tentación y en el momento del miedo a la muerte Jesús vencerá sobre ti y tú confesarás: Jesús ha resultado victorioso sobre mis pecados, sobre mi muer­te. Siempre que reniegues de esta fe, te hundirás y serás derrotado, pecarás y morirás; siempre que confieses esta fe, Jesús mantendrá la victoria.

En el día de los difuntos se nos pregunta junto a las tumbas de nuestros seres queridos: ¿de qué manera morirás un día? ¿Creemos en el poder de la muerte y del pecado o creemos en el poder de Jesucristo? Sólo es posible una de las dos cosas. En el siglo xix hubo un hombre de Dios que durante su vida había predicado muchas veces sobre la victoria de Jesucristo y había

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hecho cosas admirables. Cuando estaba en el lecho de muerte, en medio de un gran tormento y angustia, su hijo se inclinó y gritó al oído del moribundo: «Padre, la victoria ya está conseguida». Cuando llegan horas oscu­ras y cuando nos llegue la hora más oscura, escuchemos la voz de Jesucristo, que nos dice al oído: «La victoria ya está conseguida». La muerte ha sido devorada por la victoria. Consolaos. Y Dios nos conceda que entonces podamos decir: «Creo en el perdón de los pecados, en la resurrección de la carne y en la vida eterna». En esta fe queremos vivir y morir. Para ello tomamos la santa comunión. Amén.

- Gesammelte Schriften IV, pp. 453-455

Carta de Advientoa los pastores de la Iglesia confesante(29 de noviembre de 1942)

Queridos hermanos:Al comienzo de una carta cuya intención es exhorta­

ros a la alegría en una hora difícil tienen que estar los nombres de los hermanos que han muerto desde la últi­ma vez que os escribí [...].

«Habrá alegría eterna sobre sus cabezas» (Isaías 35,10). En cierto modo esto nos da dentera; más aún, ¿no deberíamos decir que en el silencio algunas veces les envidiamos? Desde la antigüedad la acedía -la tris­teza del corazón, la «resignación»- es para la Iglesia cristiana uno de los pecados mortales. «Servid al Señor con alegría» (Salmo 100,2), nos exhorta la Escritura. Para esto se nos ha dado la vida y para esto se nos ha conservado hasta este momento. La alegría pertenece no

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sólo a los que han sido llamados a la mansión eterna, sino también a los que vivimos, y nadie debería arreba­tárnosla. Somos uno con ellos en esta alegría, pero nunca en la pena. ¿Cómo vamos a poder ayudar a los tristes y desanimados si nosotros mismos no estamos llenos de alegría y ánimo? No estoy pensando en algo fabricado o forzado, sino en algo regalado y gratuito. La alegría habita con Dios, de él desciende y se adueña del espíritu, el alma y el cuerpo; y cuando esta alegría pren­de en una persona, se propaga, va cundiendo y derriba puertas cerradas. Hay una alegría que no conoce la pena, la necesidad y la angustia del corazón; no tiene duración y sólo puede aturdir a la persona momentáne­amente. La alegría de Dios pasó por la pobreza del pese­bre y la angustia de la cruz; por ello es insuperable e irrefutable. No niega la angustia allí donde ésta se encuentra, pero encuentra a Dios en medio de ella, pre­cisamente en ella; no pone en tela de juicio el pecado más grave, pero encuentra el perdón precisamente de esta manera; mira a la cara a la muerte, pero encuentra justamente en ella la vida. Esta alegría, que ha vencido, es la que nos importa. Sólo ella es creíble, sólo ella ayuda y sana. La alegría de nuestros seres queridos que han sido llamados ya a la mansión eterna es también la alegría de los vencedores -e l Resucitado lleva las mar­cas de la cruz en su cuerpo-; nosotros tenemos que con­seguir la victoria todos los días, pero ellos vencieron para siempre. Sólo Dios sabe cuán lejos o cuán cerca estamos de la última victoria, en la que nuestra propia muerte podrá convertirse en alegría. «Con paz y alegría me dirijo hacia allí...»

Algunos de nosotros sufrimos mucho por una cierta insensibilidad interior frente a los numerosos padeci­

PASTOR DE LA IGLESIA CONFESANTE 121

mientos producidos por estos años de guerra. Hace poco tiempo alguien me dijo: «Pido todos los días que no me vuelva insensible». Ciertamente ésta es una buena ora­ción. Con todo, hemos de tener cuidado para no con­fundirnos con Cristo. Porque Cristo padeció todos los sufrimientos y toda la culpa de los hombres hasta el extremo; en efecto, fue Cristo porque todo lo sufrió él y sólo él. Pero Cristo pudo sufrir con los demás porque al mismo tiempo podía salvar del sufrimiento. Su fuerza para sufrir con los demás procedía de su amor y su fuer­za para salvar a los hombres. Nosotros no somos llama­dos a cargar con el peso de los sufrimientos de todo el mundo; en el fondo no podemos sufrir en modo alguno por los demás con nuestras fuerzas porque no podemos salvar. El deseo reprimido de sufrir con los demás que procede de las propias fuerzas tiene que convertirse en resignación. Sólo somos llamados a mirar con toda la alegría a aquel que realmente padeció con los demás y se convirtió en el Salvador. Tenemos que creer con toda la alegría que existió y existe un hombre al que ningún sufrimiento humano y ningún pecado humano le resulta ajeno y que con el amor más profundo consiguió nues­tra redención. Sólo en esta alegría en Cristo, el Salva­dor, nos veremos libres de la insensibilidad cuando nos encontremos con el sufrimiento humano, o nos librare­mos de resignamos ante la experiencia del sufrimiento. Creemos en Cristo sólo en la medida en que... en Cristo... [carta incompleta].

- Gesammelte Schriften II, pp. 596-598

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6Etica

Bonhoeffer trabajó durante varios años en su Ethik [traducida al castellano bajo el título Ética/, una de sus obras principales, que se encontraba dividida en frag­mentos en el momento en que fue arrestado. Más tarde su amigo Eberhard Bethge se encargó de la edición de esta obra clave, publicada de manera postuma en 1949.

El amor

«Y si yo pudiera profetizar y supiera todos los misterios y todo conocimiento y tuviera toda la fe de manera que pudiera trasladar montañas, y no tuviera amor, yo sería nada. Y si diera todos mis bienes a los pobres y dejara que mi cuerpo fuera pasto de las llamas y no tuviera amor, todo eso nada me aprovecharía» (1 Cor 13,2-3). Aquí se pronuncia la palabra decisiva con la que el hom ­bre de la disensión se distingue del hombre en el origen: el amor. Hay un conocimiento de Cristo, hay una fe poderosa en Cristo, hay un sentimiento y una entrega de amor hasta la muerte -s in am or-. Esto es así. Sin este «amor» todo se descompone y todo es recusable, en este amor todo está unido y todo es agradable a Dios. ¿Qué es este amor?

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De acuerdo con todo lo que hemos dicho hasta ahora prescindimos aquí de todas las definiciones que tratan de entender la esencia del amor como una conducta humana, como una convicción, como entrega, como sa­crificio, como voluntad de comunidad, como sentimien­to, como fraternidad, como servicio, como acción. Todo esto, sin excepción -a s í acabamos de escucharlo- se puede dar sin «amor». Todo lo que estamos habituados a llamar amor, lo que vive en los abismos del alma y en la acción visible, incluso lo que procede del corazón piadoso en el servicio fraternal, puede ser sin «amor», y esto no porque en toda conducta humana siempre hay presente un «resto» de amor propio, que obscurece completamente el amor, sino porque el amor es algo completamente diferente de lo que se entiende por estas cosas. Amor tampoco es la relación inmediata de perso­nas, el penetrar en lo personal, en lo individual en opo­sición a la ley de lo objetivo, del orden impersonal. Prescindiendo de que aquí «personal» y «objetivo» se han disociado de una manera totalmente ajena a la Biblia y abstracta, el amor se convierte aquí en un pro­ceder humano aun cuando sea parcial. En este caso el «amor» es un ethos más elevado de orden personal para­lelo al ethos inferior de lo puramente objetivo y correc­to que accede como perfeccionamiento y complemento. Cuando por ejemplo el amor y la verdad entran en con­flicto entre sí, corresponde a esta situación el que el amor como algo personal se subordine a la verdad como a algo impersonal, con lo que se incurre en directa con­tradicción con la frase de Pablo en el sentido de que el amor se alegra de la verdad (1 Cor 13,6). El amor no conoce el conflicto por el que querría definirla, pertene­ce más bien a su esencia el estar más allá de la disen­

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sión. Un amor que atenta contra la verdad o la neutrali­za, lo llama Lutero un «maldito amor», aun cuando se presente con la más piadosa apariencia. Un amor que sólo abarca el ámbito de las relaciones humanas perso­nales, pero que capitula ante lo objetivo, nunca es el amor del Nuevo Testamento.

Por consiguiente, si no hay una conducta humana imaginable, que como tal pueda llamarse unívocamente «amor», si el amor está más allá de toda disensión en la que vive el hombre, y si todo lo que el hombre puede entender y practicar como amor sólo puede imaginarse como proceder humano dentro de la disensión dada, entonces subsiste aquí el enigma, la cuestión abierta acerca de qué puede ser el «amor» para la Biblia. La Biblia no nos niega la respuesta. Incluso nos es sufi­cientemente conocida, sólo que muchas veces la inter­pretamos mal. Ella dice: Dios es amor (1 Jn 4,16). Por razón de claridad tenemos que leer primeramente esta frase acentuando la palabra Dios, mientras que nos hemos acostumbrado a acentuar la palabra amor. Dios es amor, es decir, no es comportamiento humano, un sentimiento, una acción, sino que Dios mismo es amor. Sólo quien conoce a Dios sabe lo que es amor, pero no al revés, no se sabe primeramente lo que es amor y, además, por la naturaleza y por ello lo que es Dios. Nadie conoce a Dios a menos que Dios se le revele. Así nadie sabe lo que es amor, a menos que se le manifieste en la auto-revelación de Dios. Así pues, el amor es tam­bién revelación de Dios. Pero revelación de Dios es Jesucristo. «En esto se ha revelado el amor de Dios hacia nosotros: que Dios ha enviado al mundo a su Hijo unigénito, para que tengamos vida por él» (1 Jn 4,9). La revelación de Dios en Jesucristo, la revelación divina de

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su amor precede a nuestro amor a él. No en nosotros, sino en Dios tiene su origen el amor, el amor no es un comportamiento de los hombres sino un comportamien­to de Dios. «En esto consiste el amor: no en que noso­tros hemos amado a Dios, sino que él nos ha amado y ha enviado a su hijo para el perdón de nuestros peca­dos» (1 Jn 4,10). Lo que es el amor sólo lo conocemos en Jesucristo y, además, en su acción por nosotros. «En esto hemos conocido el amor, en que él ha dado su vida por nosotros» (1 Jn 3,16). Tampoco aquí se da una defi­nición general del amor por ejemplo en el sentido de que es la entrega de la vida por los demás. Aquí no se llama amor a esto tan general, sino a lo total y absoluta­mente único de la entrega de la vida de Jesucristo por nosotros. El amor está indisolublemente ligado al nom­bre de Jesucristo como revelación de Dios. A la pregun­ta de qué es amor, el Nuevo Testamento responde de una manera completamente clara, al referirse exclusivamen­te a Jesucristo. Él es la única definición del amor. Pero una vez más confundiríamos todo si de la mirada a Jesucristo y a su acción y pasión fuéramos a sacar una definición general de amor. No lo que él hace y padece, sino lo que él hace y padece es amor. Amor es siempre él mismo. El amor es siempre Dios mismo. El amor es siempre revelación de Dios en Jesucristo.

Precisamente la más estricta concentración de todas las ideas y frases sobre el amor en el nombre de Jesu­cristo no puede degradar este nombre reduciéndolo a un concepto abstracto, sino que siempre tiene que enten­derse en la concreta plenitud de la realidad histórica de un hombre vivo. Reteniendo todo lo anteriormente di­cho, sólo la acción y pasión concreta de este hombre Jesucristo hará inteligible lo que es amor. El nombre de

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Jesucristo, en el que Dios se revela, se explica a sí mismo en la vida y en las palabras de Jesucristo. Final­mente el Nuevo Testamento no consiste en la repetición indefinida del nombre de Jesucristo, sino que lo que ese nombre encierra, se explica en acontecimientos, con­ceptos y frases que nos son inteligibles. Así también la fuerza del concepto «amor» no es sencillamente arbitra­ria; pero en la medida en que este concepto recibe una determinación completamente nueva gracias al mensaje neotestamentario así no carece de relación con lo que todos entendemos al decir «amor»; pero la cosa no es como si el concepto bíblico del amor fuera una forma de lo que entendemos ya en general con ese concepto de amor, sino que se presenta éste frente al concepto bíbli­co del amor como precisamente lo invertido, es decir, que sólo el amor es la base, la verdad y la realidad del amor y además de tal manera que todo pensamiento natural sobre el amor tiene verdad y realidad en tanto participa de este origen suyo, es decir, del amor que Dios mismo es en Jesucristo.

Así pues, a la pregunta de en qué consiste el amor, seguimos respondiendo con la Escritura: en la reconci­liación del hombre con Dios en Jesucristo. La disensión del hombre respecto de Dios, respecto de los demás hombres, del mundo y de sí mismo llega a su fin. Nue­vamente se le restituye el origen.

Por consiguiente, el amor designa la acción de Dios sobre el hombre por la que ha sido superada la disensión en la que vive el hombre. Esta acción equivale a Jesu­cristo, se llama reconciliación. Por tanto, el amor es al­go que acontece en el hombre, algo pasivo, algo de lo que no dispone por sí mismo, porque se encuentra sen­cillamente más allá de su existencia en la disensión.

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Amor significa el padecer la transformación de toda la existencia llevada a cabo por Dios, la integración en el mundo, tal como sólo puede vivir ante Dios y en Dios. Por consiguiente, amor no es elección del hombre, sino selección del hombre hecha por Dios.

Pero ¿en qué sentido puede hablarse todavía del amor como de una acción de los hombres, del amor de los hombres a Dios y al prójimo, tal como lo hace bien claramente el Nuevo Testamento? ¿Qué significa frente al hecho de que Dios es el amor, el que también el hom­bre puede y debe amar? «Nosotros le amamos, pues él nos ha amado primero» (1 Jn 4,19). Esto significa que nuestro amor hacia Dios descansa exclusivamente en el ser amados por Dios, que en otras palabras nuestro amor no puede ser otra cosa que el abandonarse al amor de Dios en Jesucristo. «Así ama a Dios el que es conocido por él» (1 Cor 8,3). Conocido en el lenguaje bíblico sig­nifica «escogido, producido». Amar a Dios significa abandonarse a su elección, a su creación en Cristo. Por consiguiente, la relación entre el amor divino y humano no hay que entenderla de manera que el amor divino preceda al humano, lo que es cierto, pero con la finali­dad de poner en movimiento el amor ¡humano como una acción independiente, libre y propia de los hombres frente al amor divino. Más bien respecto de todo lo que hay que decir del amor humano vale esto, que Dios es el amor. Es el amor de Dios y no otro -porque frente a él no hay un amor libre autónom o- con el que el hombre ama a Dios y al prójimo. Por consiguiente, en esto el amor del hombre permanece en pura pasividad. Amar a Dios es la otra cara del ser amado de Dios. El ser amado de Dios incluye el amar a Dios, pero el amar a Dios no es algo paralelo a ser amado por Dios.

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Para que esto resulte comprensible, el concepto de pasividad en este contexto necesita de una palabra acla­ratoria. Aquí se trata -com o siempre que en la teología se habla de pasividad de los hom bres- no de un con­cepto psicológico, sino de un concepto teológico que afecta a la existencia del hombre ante Dios. Pasividad respecto del amor de Dios no significa ese descansar en el amor de Dios que excluye pensamientos, palabras y acciones, amor que me pertenece solamente en seme­jante «hora silenciosa». El amor de Dios no es tan sólo un puerto de refugio, en el que me escondo durante la tempestad del mar. El ser amado por Dios no prohíbe al hombre en modo alguno pensamientos robustos y accio­nes jubilosas. Nosotros somos amados de Dios en Cristo como hombres completos, que piensan y que actúan, así hemos sido reconciliados con Dios. Amamos a Dios y a los hermanos como hombres completos, hombres que piensan y actúan.

- Ética, pp. 31-35

El afortunado

Ecce homo!, ¡ved al hombre juzgado por Dios\ La figu­ra de la aflicción y del dolor. Ese es el aspecto que tiene el reconciliador del mundo. La culpa de la humanidad ha caído sobre él, lo arroja a la ignominia y muerte bajo el juicio de Dios. Tan caro ha costado a Dios la reconci­liación con el mundo. Sólo al llevar a cabo el juicio Dios en sí mismo, puede hacerse la paz entre él y el mundo y entre los hombres entre sí. Pero el misterio de este ju i­cio, de esta pasión y muerte es el amor de Dios al mundo, al hombre. Lo que sucedió a Cristo, sucede en

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él a todos los hombres. Sólo en cuanto es juzgado por Dios puede vivir el hombre ante Dios, sólo el hombre crucificado está en paz con Dios. En la figura del Cru­cificado el hombre se conoce y se encuentra a sí mismo. Acogido por Dios, juzgado en la cruz y reconciliado, ésa es la realidad de la humanidad.

Para este mundo el éxito es la medida y la justifica­ción de todas las cosas; pues bien, la figura del juzgado y crucificado sigue siendo extraña y en el mejor de los casos digna de compasión para el mundo. El mundo quiere y debe ser vencido por el éxito. No son las ideas o los sentimientos, sino las acciones las que deciden. Sólo el éxito justifica la injusticia realizada. La culpa cicatriza en el éxito. Es insensato censurar al afortuna­do sus vicios. Con esto nos quedamos en el pasado y mientras tanto el afortunado avanza de hecho en hecho, alcanza el futuro y convierte el pasado en irrevocable. El afortunado crea un estado de cosas que ya no puede vol­ver atrás, lo que él destruye ya no puede repararse, lo que él edifica tiene el derecho de subsistir por sí al menos en la siguiente generación. Ninguna acusación puede reparar la culpa que cometió el afortunado. La acusación pierde vigor con el transcurso del tiempo, el éxito permanece y determina la historia. Los jueces de la historia desempeñan un triste papel junto a sus figu­ras. La historia avanza por encima de ellos. Ningún poder de la tierra osará atribuirse con tanta libertad y autonomía el principio de que el fin justifica los medios como lo hace la historia.

En lo que llevamos dicho se trata de hechos, no hablamos todavía de valoraciones. Existen tres actitudes diferentes de los hombres y de los tiempos respecto de estos hechos.

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Allí donde la figura de un afortunado se hace espe­cialmente visible, la mayoría comete el pecado de divi­nizar el éxito. Se convierte en ciega ante el derecho y la injusticia, verdad y mentira, decencia e infamia. La ma­yoría sólo ve la acción, el éxito. La capacidad de juicio ético e intelectual se mella ante el brillo del afortunado y ante el deseo de participar de algún modo de este éxito. Hasta se llega a ignorar que la culpa cicatriza con el éxito, precisamente porque ya no se conoce la culpa. El éxito es el bien sin más. Esta actitud es excusable y auténtica sólo en el estado de embriaguez. Después que se ha impuesto la lucidez se la puede adquirir solamen­te en el caso de una profunda mendacidad interna, de un consciente autoengaño. Entonces se llega a una corrup­ción interna de la que es muy difícil lograr la curación.

A la afirmación de que el éxito es el bien, se opone aquella otra que considera las condiciones de un éxito permanente, es decir, la afirmación de que sólo el bien tiene éxito. Aquí la facultad de juicio queda a salvo ante el éxito, aquí el derecho sigue siendo el derecho, y la injusticia injusticia. Aquí no se cierran los ojos en el momento decisivo, para volver a abrirlos después que ha tenido lugar el hecho. También aquí se conoce de manera consciente o inconsciente una ley del mundo, de acuerdo con la cual el derecho, la verdad, el orden son más estables a la larga que la fuerza, la mentira y la arbi­trariedad. Sin embargo, esta tesis optimista conduce a ciertos errores: o hay que falsear los hechos históricos para demostrar el infortunio del mal y con ello se vuel­ve enseguida una vez más a la afirmación contraria de que el éxito es el bien, o con su optimismo se fracasa ante los hechos y se concluye con una condenación de todos los éxitos históricos.

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El eterno lamento de los acusadores de la historia es que todo éxito procede del mal. Con una crítica estéril y farisaica de lo acontecido no se llega jam ás al presente, a la acción, al éxito, y en esto se ve una vez más la con­firmación de la maldad del afortunado. Pero sin preten­derlo, también aquí se convierte el éxito en criterio -aun cuando sea negativo- de todas las cosas, y no existe diferencia esencial en que el éxito sea criterio positivo o negativo de todas las cosas.

La figura del Crucificado desvirtúa totalmente todo pensamiento orientado en el sentido del éxito; pues es una negación del juicio. Ni el triunfo del afortunado ni el odio amargo del fracasado contra el afortunado po­drán hacerse con el mundo. Jesús no es ciertamente abo­gado de los afortunados en la historia, pero tampoco dirige la insurrección de los desafortunados contra los que tuvieron éxito. En él no se trata de éxito o infortu­nio, sino de la aceptación complaciente del juicio de Dios. Sólo en el juicio se da la reconciliación con Dios y entre los hombres. A todo pensamiento en torno al éxito y fracaso Cristo opone al hombre juzgado por Dios, tanto afortunado como fracasado. Dios juzga al hombre porque por puro amor quiere que el hombre siga existiendo ante él. Se trata de un juicio de gracia, que Dios trae a los hombres en Cristo. Frente al afortunado Dios muestra en la cruz de Cristo la santificación del dolor, de la bajeza, del fracaso, de la pobreza, de la sole­dad, de la desesperación. No como si todo esto tuviera valor en sí mismo. Pero todo ello recibe su santificación por el amor de Dios que toma sobre sí todo esto a modo de juicio. El sí de Dios a la cruz es el juicio sobre el afortunado. Pero el fracasado debe saber que no es su fracaso, que no es su posición de paria como tal, sino

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solamente la aceptación del juicio del amor divino lo que hace que pueda subsistir delante de Dios. El que precisamente entonces la cruz de Cristo, es decir, su fra­caso en el mundo, conduzca nuevamente al éxito histó­rico, es un misterio del gobierno divino del mundo, del que no puede establecerse regla alguna, pero que se re­pite una y otra vez en los sufrimientos de su comunidad.

Sólo en la cruz de Cristo, y esto significa en cuanto juzgada, llega la humanidad a su verdadera figura.

- Ética, pp. 51-53

La conciencia

Es exacto que nunca se puede aconsejar que se obre contra la conciencia. En esto toda la ética cristiana está de acuerdo. Pero ¿qué significa esto? La conciencia es la voz que viniendo de una profundidad que está más allá de la propia voluntad y de la propia razón, se hace oír para que la existencia humana, cuya voz es, llegue a la unidad consigo misma. Se manifiesta como acusación contra la unidad perdida y como advertencia frente al hecho de perderse a sí mismo. Se dirige primariamente no a una determinada acción, sino a un determinado ser. Protesta contra una acción, que pone en peligro este ser en la unidad consigo mismo.

En esta determinación formal la conciencia sigue siendo una instancia, y actuar contra ella se desaconse­ja de la manera más imperiosa; el desprecio de la voz de la conciencia debe tener como consecuencia la destruc­ción -n o una oblación llena de sentido-, por ejemplo, del propio ser, una destrucción de la existencia humana.

ÉTICA 133

La actuación contra la conciencia se encuentra en la dirección de una conducta suicida contra la propia vida, y no es casualidad que ambas conductas vayan ligadas entre sí con bastante frecuencia. Una actuación respon­sable, que en este sentido formal quisiera hacer fuerza a la conciencia, sería reprobable en realidad.

Pero con esto no hemos agotado la cuestión en modo alguno. Si es cierto que la voz de la conciencia viene de haberse puesto en peligro la unidad del hombre consigo mismo, también hay que interrogar por el contenido de esta unidad. Este contenido es primeramente el propio yo en su pretensión de querer ser «como Dios» -sicu t deus- en el conocimiento del bien y del mal. La voz de la conciencia en el hombre natural es la tentativa del yo, de justificarse en su saber del bien y del mal ante Dios, ante los hombres y ante sí mismo y poder subsistir en esta autojustificación. El yo que no encuentra asidero en su individualidad contingente, se remonta a una ley general del bien y en la coincidencia con él busca la uni­dad consigo mismo. De este modo la voz de la concien­cia tiene su origen y su objetivo en la autonomía del pro­pio yo. Secundando esta voz, es preciso realizar nueva­mente cada vez esta autonomía, que tiene su origen más allá de la propia voluntad y conocimiento «en Adán». De esta manera el hombre permanece ligado en su con­ciencia a una ley que ha encontrado por sí mismo, que en concreto puede presentarse en forma diferente, pero que en la pérdida del propio yo sigue siendo una ley ine­ludible.

La gran transformación tiene lugar en el momento en el que la unidad de la existencia humana ya no con­siste en su autonomía, sino que -gracias al milagro de la fe - la encontramos más allá del propio yo y de su ley,

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en Jesucristo. Desde el punto de vista formal esta trans­formación del punto de la unidad tiene su analogía en el terreno secular. Cuando el nacionalsocialista dice: «mi conciencia es Adolfo Hitler», con esto se pretende fun­damentar la unidad del yo más allá de sí mismo. Esto tiene como consecuencia la pérdida de la autonomía a favor de una heteronomía absoluta, lo que a su vez es sólo posible si el otro hombre en el que busco la unidad de mi vida desempeña la función de redentor mío. Existiría aquí el paralelo secular más estricto y a la vez la contradicción más estricta con la verdad cristiana.

Cuando Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, viene a ser el punto de unidad de mi existencia, la con­ciencia -desde el punto de vista form al- sigue siendo la voz que procediendo de mi ser auténtico impulsa a la unidad conmigo mismo, pero esta unidad ya no puede realizarse retornando a la autonomía que vive de la ley, sino en comunión con Jesucristo. La conciencia natural -incluso la más rigurosa- se manifiesta ahora con la ju s­tificación propia más impía, y es vencida por la con­ciencia liberada en Jesucristo, que llama a la unidad conmigo mismo en Jesucristo. Jesucristo ha llegado a ser mi conciencia. Esto significa que yo sólo puedo encontrar la unidad conmigo mismo en la entrega de mi yo a Dios y a los hombres. No una ley, sino el Dios viviente y el hombre viviente, es el origen y la meta de mi conciencia. El hombre que sale a mi encuentro en Jesucristo. Por Dios y por amor a los hombres Jesús se convirtió en quebrantador de la ley: quebrantó la ley del sábado, para santificarlo en el amor a Dios y a los hom­bres; abandonó a sus padres, para estar en la casa de su Padre y de este modo purificar la obediencia hacia los padres; comió con pecadores y depravados, por amor a

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los hombres llegó al abandono por parte de Dios en su última hora. Como amante inocente se convirtió en cul­pable, quiso estar en la comunidad de la culpa humana; rechazó la tentación del demonio que quiso apartarlo de este camino. De este modo Jesucristo es el liberador de la conciencia para el servicio de Dios y del prójimo, el liberador de la conciencia incluso y precisamente allí donde el hombre entró en la comunión de la culpa humana. La conciencia liberada de la ley no retrocede­rá ante la participación de la culpa ajena por amor a los demás, más bien y precisamente así se manifestará en su pureza. La conciencia liberada no es temerosa, como la que está ligada a la ley, sino que está ampliamente abier­ta para el prójimo y su necesidad concreta. De este modo se une a la responsabilidad fundada en Cristo, para cargar con la culpa por amor al prójimo. Aun cuan­do la conducta del hombre - a diferencia de la esencial inocencia de Jesucristo- nunca sea inocente, sino emponzoñada por el pecado original, esencial al hom­bre, participa, sin embargo, en cuanto actuación respon­sable de una manera indirecta -en oposición a toda con­ducta de principio orientada hacia la autojustificación- de la actuación de Jesucristo. Por consiguiente, para la conducta responsable hay una especie de inocencia rela­tiva, que se manifiesta precisamente en la aceptación responsable de la culpa ajena.

Kant saca una consecuencia grotesca del principio de la veracidad. Dice él que a un asesino que entra en mi casa con intención de matar a un amigo mío y me pre­gunta si está escondido allí mi amigo, yo debo respon­derle afirmativamente con toda honradez. En este caso, la justicia propia erigida en criminal soberbia sale al paso de la conducta responsable. Si la responsabilidad

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es la respuesta total, acomodada a la realidad, por parte del hombre, a la exigencia de Dios y del prójimo, aquí queda fuertemente subrayado el carácter parcial de la respuesta de una conciencia vinculada a los principios. La negativa a hacerme culpable respecto del principio de la veracidad y esto por amor a mi amigo, la negativa a mentir fuertemente por amor a mi amigo -pues toda tentativa a transformar de otra manera esta naturaleza de la mentira procede a su vez de la conciencia legal de autojustificación-, por consiguiente, la negativa a cargar con la culpa por amor al prójimo, me pone en contra­dicción con mi responsabilidad fundada en la realidad. Precisamente al tomar responsablemente sobre sí la culpa y la inocencia de una conciencia ligada exclusiva­mente a Cristo, se manifiesta esto de la manera más perfecta. [...]

Por mucho que la conciencia liberada en Cristo y la responsabilidad quisieran unirse, sin embargo permane­cen enfrentadas en una tensión ineludible. El cargar con la culpa ajena que en la actuación responsable llega a ser necesario en cada caso, sufre una limitación por la conciencia en un doble aspecto.

Primeramente, incluso la conciencia liberada por Cristo, por su naturaleza, es la llamada a la unidad con­sigo mismo. El asumir una responsabilidad no puede aniquilar esta unidad. No se puede confundir jam ás la entrega del yo en servicio desinteresado con la destruc­ción y aniquilación de este yo, con lo que además ya no sería capaz de asumir responsabilidad alguna. La medi­da de participación en la culpa que va ligada a la actua­ción responsable, tiene su límite concreto en cada caso en la unidad del hombre consigo mismo, en su capaci­dad de soporte. Hay responsabilidades que yo no puedo

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soportar, sin sufrir con ello una destrucción, ya se trate de una declaración de guerra, de la ruptura de un pacto político, de una revolución o simplemente del despido de un solo padre de familia, que por ello se queda sin trabajo, o ya se trate finalmente de un consejo en una decisión vital de la persona. Es cierto que debe ir cre­ciendo la fuerza para cargar con las decisiones respon­sables, y también es cierto que toda negativa ante una responsabilidad equivale a una decisión responsable; sin embargo, en el caso concreto la voz de la conciencia que llama a la unidad consigo mismo en Jesucristo sigue siendo insuperable, y partiendo de esto se explica la infinita multiplicidad de decisiones responsables.

En segundo lugar, también la conciencia liberada en Jesucristo sitúa la acción responsable por encima de la ley, por cuyo seguimiento el hombre permanece en la unidad consigo mismo fundada en Jesucristo, y de cuyo desprecio sólo puede proceder la falta de responsabili­dad. Se trata de la ley del amor a Dios y al prójimo, tal como se explica en el decálogo, en el sermón de la mon­taña y en la parénesis apostólica. La observación exacta de que la conciencia natural muestra en el contenido de su ley una coincidencia sorprendente con el contenido de la conciencia liberada en Cristo, se funda en el hecho de que en el caso de la conciencia se trata precisamente de la existencia de la misma vida y que por eso contie­ne rasgos fundamentales de la ley de la vida, aun cuan­do sufra desfiguraciones en los detalles y esté perverti­da en lo fundamental. La conciencia, incluso en su cali­dad de liberada, sigue siendo lo que era en su estado natural, la que previene contra la transgresión de la ley de la vida. Pero como la ley ya no es lo último, sino Jesucristo, por eso en la disputa entre la conciencia y la

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responsabilidad concreta debe imponerse la libre deci­sión por Cristo. Esto no significa un conflicto eterno, sino la adquisición de la última unidad; Pues el funda­mento, la esencia y meta de la responsabilidad concreta es el mismo Jesucristo, que es el señor de la conciencia. De este modo, la responsabilidad está ligada por la con­ciencia, pero la conciencia es libre gracias a la respon­sabilidad. Ahora aparece que es lo mismo decir «el res­ponsable se convierte en inocente culpable» o «sólo el hombre de conciencia libre puede cargar con la res­ponsabilidad».

Quien con responsabilidad toma sobre sí la culpa -y ningún responsable puede sustraerse a esto-, ése se atri­buye a sí mismo esta culpa y no a otro y la representa, se siente responsable de ella. No lo hace con la insolen­te soberbia de su poder, sino con el conocimiento de que se ve forzado a esta libertad y que en ella depende de la gracia. Ante los demás hombres la necesidad justifica al hombre de la libre responsabilidad, su conciencia lo absuelve ante sí mismo, pero ante Dios él solamente espera en la gracia.

- Ética, selección de las pp. 168-173

La confesión de las culpas

Precisamente la Iglesia es la comunidad de hombres que por la gracia de Cristo es guiada al conocimiento de la culpa en Cristo. [...] La Iglesia es hoy la comunidad de hombres que, aprehendida por el poder de la gracia de Cristo, conoce su propio pecado personal como el aleja­miento del mundo occidental respecto de Jesucristo como culpa para con Jesucristo, la reconoce así y la

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toma sobre sí. La Iglesia es la comunidad en la que Jesús realiza su figura en medio del mundo. Por esta razón sólo la Iglesia puede ser el lugar del renacimien­to y de la renovación personal y comunitaria. [...]

La Iglesia confiesa que su predicación acerca de un solo Dios, que se ha revelado en Jesucristo para todos los tiempos y que no tolera otros dioses junto a sí, no ha sido orientada abiertamente y con suficiente claridad. Confiesa su temor, su defección, sus peligrosas conce­siones. Muchas veces ha renegado de su oficio de vigi­lancia y consolación. Con ello ha negado muchas veces a los desterrados y a los despreciados la misericordia que les debía. Fue muda cuando debió haber gritado, porque la sangre de los inocentes clama al cielo. No ha encontrado las palabras justas dichas de manera justa en el tiempo justo. No se ha opuesto a la defección de la fe hasta derramar su sangre y es culpable de la impiedad de las masas.

La Iglesia confiesa haber abusado del nombre de Jesucristo, al haberse avergonzado de sí misma ante el mundo y al no haber impedido el abuso de este nombre con suficiente fuerza; ella ha visto que bajo el pretexto del nombre de Cristo se han cometido injusticias y acciones violentas. Pero asimismo ha permitido sin opo­nerse el escarnio manifiesto del nombre más sagrado y con ello ha ayudado a ese escarnio. [...]

La Iglesia confiesa haber visto el empleo arbitrario de la fuerza bruta, el dolor corporal y anímico de innu­merables inocentes, la opresión, el odio y el crimen, sin haber elevado la voz en favor de ellos, sin haber encon­trado el camino para correr en su ayuda. Se ha hecho culpable de la muerte de los más débiles e indefensos hermanos de Jesucristo. [...]

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La Iglesia confiesa haber asistido silenciosamente a la expoliación y explotación de los pobres, al enriqueci­miento y corrupción de los fuertes.

La Iglesia confiesa haberse hecho culpable para con los innumerables cuya vida ha sido aniquilada por la calumnia, la denuncia y el deshonor. No ha persuadido al calumniador de su injusticia y de este modo ha aban­donado al calumniado a su suerte.

La Iglesia confiesa haber deseado seguridad, des­canso, paz, posesión, honor a los que no tenía derecho, y de este modo no haber frenado las concupiscencias de los hombres, sino haberlas fomentado.

La Iglesia se confiesa culpable en los diez manda­mientos, con ello se confiesa de su defección respecto de Cristo. ¡No ha dado testimonio de la verdad de Dios de tal modo que toda investigación de la verdad, toda ciencia conozca su origen en esta verdad; no ha predi­cado la justicia de Dios de tal manera que todo derecho real debiera ver en ella la fuente de propio ser; no se ha esforzado en hacer digna de crédito la providencia de Dios, de manera que todo gobierno humano haya reci­bido de ella su misión. Por su propio silencio la Iglesia se ha hecho reo de la pérdida de una acción responsable, de la pérdida del coraje y disposición de sufrir por lo que se conoce como justo. Se ha hecho culpable de la defección de la autoridad respecto de Cristo.

¿Hemos dicho demasiado? ¿Se levantarán quizás aquí algunos justos y tratarán de demostrar que no es la Iglesia, sino los demás a los que afecta la culpa? ¿Querrían algunos hombres de Iglesia apartar de sí todo esto como burdo ultraje y con la presunción de haber sido llamados a ser jueces del mundo, a pesar y repartir aquí y allí la medida de la culpa? ¿No es cierto que la

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Iglesia se vio rodeada por todas partes de dificultades y ataduras? ¿No se enfrentó contra ella todo el poder tem­poral? ¿Podía la Iglesia haber puesto en peligro su ideal definitivo, su culto divino, su vida comunitaria, al acep­tar la lucha con los poderes anticristianos? Así habla la infidelidad, que en la confesión de la culpa no ve la recuperación de la figura de Jesucristo, que llevó sobre sí el pecado del mundo, sino solamente una peligrosa degradación moral. La libre confesión de la culpa no es algo que se podría hacer o dejar de hacer, sino que es la irrupción de la figura de Jesucristo en la Iglesia, que la Iglesia permite que acontezca en ella o deja de ser Iglesia de Cristo. El que apaga o corrompe la confesión de culpa de la Iglesia, se hace reo ante Cristo de mane­ra que no ofrece esperanza.

Al reconocer la Iglesia su culpa, no libera a los hom­bres de la propia confesión de culpa, sino que los llama a entrar en la comunidad de la confesión de culpa. La humanidad corrompida sólo puede subsistir ante Cristo como humanidad juzgada por Cristo. Bajo este juicio llama la Iglesia a todos los que alcanza.

- Ética, pp. selección de las 76-80

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Después de 10 años. Balance en el tránsito al año 1943

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Bonhoeffer escribió estas reflexiones para un reducido grupo de amigos conspiradores y algunos miembros de su familia involucrados en el complot contra Hitler. Un ejemplar fue conservado bajo las tejas de la casa de los padres de Bonhoeffer en Charlottenburg. Se incluyó en la obra postuma Widerstand und Ergebung /Resistencia y sumisión/.

En la vida de una persona, diez años son mucho tiempo. Puesto que el tiempo, por ser lo menos recuperable, es el bien más valioso de que disponemos, en toda ojeada retrospectiva nos inquieta la posibilidad de haber perdi­do el tiempo. Sería tiempo perdido todo aquel en que no hubiéramos vivido como hombres, en que no hubiéra­mos acumulado experiencias, aprendido, creado, disfru­tado y sufrido. El tiempo perdido es un tiempo no col­mado, vacío. No ha sido ésta ciertamente la característi­ca de los últimos años. Hemos perdido mucho, bienes inconmensurables, pero no hemos perdido el tiempo. Cierto que los conocimientos y las experiencias adqui­ridos, de los que únicamente después tenemos concien­cia, sólo constituyen abstracciones de lo auténtico, de la vida propiamente vivida. Pero así como el poder olvidar

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es ciertamente una gracia, así la memoria, la repeti­ción de enseñanzas recibidas, pertenece a toda vida responsable. [...]

Sin suelo bajo los pies

¿Ha habido alguna vez en la historia personas que en el presente tuviesen tan poco suelo bajo los pies, y para quienes todas las alternativas posibles del presente apa­recieran igualmente insoportables, contrarias a la vida y carentes de sentido? ¿Personas que, más allá de todas las alternativas presentes, buscasen la fuente de su ener­gía tan completamente en lo pasado y en lo futuro y que, sin ser soñadores, pudieran esperar sin embargo el logro de su causa en forma tan tranquila y confiada como nosotros? O mejor dicho: ¿habrán tenido alguna vez los pensadores responsables de una generación, situados ante un gran cambio histórico, unas sensaciones dife­rentes a las nuestras de hoy, precisamente porque estaba surgiendo algo realmente nuevo, que no se agotaba en las alternativas del presente?

¿Quién se mantiene firme?

La gran mascarada del mal ha trastornado todos los con­ceptos éticos. Para quien proviene de nuestro tradicional mundo de conceptos éticos, el hecho de que el mal apa­rezca bajo el aspecto de la luz, de la acción benéfica, de la necesidad histórica, de la justicia social, es sencilla­mente perturbador. Para el cristiano que vive de la Bi­blia, este hecho constituye la confirmación de la abis­mática maldad del mal.

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Queda patente el fracaso de los hombres sensatos, quienes con las mejores intenciones del mundo y con un ingenuo desconocimiento de la realidad, creen poder componer de nuevo, con ayuda de la razón, el armazón completamente desvencijado. Con su deficiente visión, quieren hacer justicia a todos. Debido a ello son aniqui­lados por las fuerzas que chocan entre sí, sin haber solu­cionado lo más mínimo. Desengañados de la insensatez del mundo, se ven condenados a la esterilidad: se retiran con resignación o caen incondicionalmente en manos del más fuerte.

Pero aún resulta más sobrecogedor el fracaso de todo fanatism o ético. El fanático cree poder enfrentarse al poder del mal con la pureza de sus principios. Pero al igual que el toro, se lanza contra la muleta roja en lugar de hacerlo contra el torero. De esta forma se cansa y sucumbe. Se enreda en lo accesorio y cae en la trampa que le tiende el más sagaz.

El hombre de conciencia lucha en solitario contra la superioridad de unas situaciones coactivas que le exigen una decisión. Pero la envergadura de los conflictos entre los que tiene que escoger -s in el consejo ni el soporte de nadie, excepto el de su propia conciencia- le destroza. Los innumerables disfraces, honorables y seductores, con los que se le acerca el mal, provocan el miedo y la inseguridad de su conciencia, hasta que por último se contenta con tener una conciencia tranquila en lugar de una conciencia buena, hasta que, por tanto, engaña a su propia conciencia para no desesperar. Porque el que una conciencia mala pueda ser más saludable y fuerte que una conciencia engañada, es algo que no logrará com­prender jamás el hombre cuyo único apoyo es la con­ciencia.

DESPUES DE 1 0 ANOS. BALANCE. 145

El camino seguro del deber parece ser el indicado para evadirse de esa desconcertante profusión de deci­siones posibles. Aquí se toma lo ordenado como lo más seguro; la responsabilidad de la orden concierne a quien ordena, no a quien ejecuta el mandato. Pero, limitándo­se a cumplir con el deber, no se llega nunca al riesgo de la acción realizada en nombre de la responsabilidad más personal, la única que es capaz de acertar al mal en su centro y de vencerlo. El hombre del deber tendrá final­mente que cumplir su deber incluso ante el mismo diablo.

Sin embargo, quien se dispone a mantenerse firme en el mundo con ayuda de su propia libertad, quien da más valor al acto necesario que a la pureza de su con­ciencia y de su reputación, quien está dispuesto a sacri­ficar un principio estéril al fructífero compromiso, o incluso una estéril sabiduría de la mediocridad a un ra­dicalismo productivo, tenga cuidado de que esta libertad no le tienda una trampa. Aceptará lo malo para evitar lo peor. Y al hacerlo, ya no será capaz de reconocer que precisamente lo peor que él quiere evitar podría ser lo mejor. Aquí se halla la materia prima de las tragedias.

Huyendo de todo debate público, hay quien alcanza el refugio de una virtud individual. Pero tiene que cerrar ojos y labios ante la injusticia que se comete a su alre­dedor. Sólo a costa de engañarse a sí mismo puede man­tenerse limpio de toda mancha debida a una acción res­ponsable. Todo cuanto haga no le tranquilizará jam ás de todo lo que ha dejado de hacer. Esta intranquilidad le aniquilará, o bien le convertirá en el más hipócrita de los fariseos.

¿Quién se mantiene firme? Sólo aquel para quien la norma suprema no es su razón, sus principios, su con­

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ciencia, su libertad o su virtud, sino que es capaz de sacrificarlo todo, cuando se siente llamado en la fe y en la sola Unión con Dios a la acción obediente y respon­sable; el responsable, cuya vida no desea ser sino una respuesta a la pregunta y a la llamada de Dios. ¿Dónde están estos responsables? [...]

Del éxito

Ciertamente no es verdad que el éxito justifique un acto malo y unos medios reprochables, pero tampoco es posible considerar el éxito como algo completamente neutral desde un punto de vista ético. La realidad es que el éxito histórico crea el único suelo sobre el cual la vida puede continuar; por ello sigue siendo dudoso si ética­mente resulta más responsable emprender una campaña a la manera de don Quijote contra una nueva época o bien, confesando la propia derrota y en definitiva con­sintiendo libremente en ella, ponerse al servicio de los nuevos tiempos. Al fin y al cabo el éxito hace la histo­ria, y por encima de la cabeza de quienes deciden los acontecimientos, el conductor de la historia convierte siempre de nuevo el mal en bien. [...]

Hablar de un ocaso heroico ante una derrota inevita­ble constituye en el fondo un acto muy poco heroico, ya que no se atreve a mirar al futuro. La última cuestión responsable no es cómo puedo yo evadirme heroica­mente del asunto, sino cómo debe continuar viviendo una generación venidera. Sólo a partir de esta cuestión históricamente responsable pueden surgir soluciones fructuosas, aunque de momento sean muy humillantes. En pocas palabras: es mucho más fácil perseverar en

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algo en el terreno de los principios que en el de la res­ponsabilidad concreta. La joven generación intuirá siempre con la mayor seguridad si se ha actuado sólo por principios o a partir de una responsabilidad viva; pues lo que está en juego en ello es su propio futuro. [...]

Algunos artículos de fe sobre la actuación de Dios en la historia

Creo que Dios puede y quiere hacer surgir el bien de todo, incluso de lo más malo. Para ello necesita hom­bres para quienes todas las cosas concurran al bien. Creo que Dios nos concederá en cada situación difícil tanta capacidad de resistencia como precisemos. Mas no nos la concede por adelantado, a fin de que no confie­mos en nosotros mismos, sino únicamente en él. En una fe así tendríamos que superar todo miedo ante el futuro. Creo que tampoco nuestras faltas y errores son en vano, y que para Dios no resulta más difícil entenderse con ellos que con nuestras presuntas buenas acciones. Creo que Dios no es un hado intemporal, sino que espera y responde a nuestras oraciones sinceras y a nuestras acciones responsables. [...]

Presente y futuro

Hasta ahora nos parecía que uno de los derechos más inalienables de la vida humana era el de trazarse un plan para su vida personal y profesional. Esto ya ha pasado. Debido a la fuerza de las circunstancias, nos encontra­mos en una situación en la que nos vemos obligados a

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renunciar a «afanarnos por el día de mañana» (Mt 6,34). Pero hay una diferencia esencial si esto ocurre por una actitud libre de la fe, como lo quiere el sermón de la montaña, o por una involuntaria servidumbre de cada instante. Para la mayoría de las personas, esta forzada renuncia a todo plan para el futuro significa entregar­se al momento presente de forma irresponsable, irrefle­xiva o resignada; algunos pocos sueñan aún con nostal­gia en un futuro más hermoso e intentan olvidar así el presente.

Para nosotros, ambas actitudes resultan igualmente imposibles. Únicamente nos queda el estrecho y en oca­siones apenas visible camino de aceptar cada día como si fuese el último, pero vivir con tal fe y responsabilidad como si aún existiese un gran futuro. «Aún se compra­rán en esta tierra casas, heredades y viñas» (Jer 32,15) tuvo que anunciar Jeremías -e n paradójica contradic­ción a sus predicciones de desgracia- inmediatamente antes de la destrucción de la ciudad santa, como signo y prenda divina de un nuevo y gran futuro ante aquella ausencia total de futuro. Pensar y actuar con vistas a la generación futura y al mismo tiempo estar preparado cada día a partir sin temores ni preocupaciones: tal es la actitud a la que prácticamente nos vemos obligados y en la que no resulta fácil, pero es necesario, perseverar valerosamente. [...]

Peligro y muerte

La idea de la muerte se nos ha hecho cada vez más fami­liar en estos últimos años. Incluso nos extrañamos de la impasibilidad con que recibimos la noticia de la muerte

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de nuestros coetáneos. Ya no podemos odiar tanto a la muerte; en sus rasgos hemos descubierto cierta bondad y casi nos hemos reconciliado con ella. En el fondo pre­sentimos que ya le pertenecemos, y que cada nuevo día es un milagro. Seguramente no sería justo decir que morimos a gusto - a pesar de que nadie desconoce aquel cansancio que, con todo, en ningún caso debemos per­mitir que aflore-, pues somos demasiado curiosos, o, dicho de forma más seria, aún queremos ver algo del sentido que cobra nuestra vida desbaratada. Tampoco revestimos a la muerte de rasgos heroicos, pues para ello la vida nos es demasiado cara y grande. Y con más razón aún nos negamos a ver en el peligro el sentido de nuestra existencia, pues para ello no estamos lo sufi­cientemente desesperados y sabemos demasiado de los bienes de la vida. Y también conocemos demasiado el miedo a la muerte y todos los demás efectos destructi­vos de una constante amenaza para la vida. Aún estima­mos la vida, pero creo que la muerte ya no nos puede sorprender demasiado. Desde las experiencias de la guerra, apenas nos atrevemos a confesar nuestro deseo de que la muerte no nos sorprenda por casualidad, súbi­tamente, apartados de lo esencial, sino en la plenitud de la vida y en la totalidad de la acción. No serán las cir­cunstancias externas, sino nosotros mismos quienes convertimos nuestra muerte en lo que puede ser: una muerte libremente consentida.

¿Aún somos útiles?

Hemos sido mudos testigos de actos malos, estamos de vuelta de todo, hemos aprendido el arte del disimulo y de la palabra equívoca, la experiencia nos ha enseñado

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a desconfiar de los hombres. A menudo hemos privado a nuestro prójimo de la verdad o de una palabra libre que le debíamos. Insoportables conflictos nos han reblandecido o nos han hecho quizás cínicos; ¿somos aún útiles? Lo que necesitaremos no serán genios, ni menospreciadores de hombres ni sagaces tácticos, sino hombres sencillos, humildes y rectos. ¿Será bastante fuerte nuestra capacidad de resistencia interior contra lo que nos ha sido impuesto y suficientemente despiadada nuestra sinceridad frente a nosotros mismos como para poder reencontrar el camino de la sencillez y de la rectitud?

- Resistencia y sumisión, selección de las pp. 13-22

La perspectiva desde abajo

Queda una experiencia de incomparable valor: hemos aprendido a ver los grandes acontecimientos de la histo­ria del mundo desde abajo, desde la perspectiva de los marginados, los sospechosos, los maltratados, los sin poder, los oprimidos, los insultados, en suma, desde la perspectiva de los que sufren. Lo más importante es que ni la amargura ni la envidia deberían haber roído el corazón durante este tiempo, que deberíamos haber lle­gado a mirar con ojos nuevos lo grande y lo pequeño, la felicidad y la infelicidad, la fuerza y la debilidad, que nuestra percepción de la generosidad, la humanidad, la justicia y la misericordia debería haberse vuelto más clara, más libre, menos corruptible. Tenemos que apren­der que el sufrimiento personal es una clave más útil, un

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principio más fecundo que la buena suerte personal para explorar el mundo con el pensamiento y la acción. Esta perspectiva desde abajo no debe convertirse en la toma de partido de los que están eternamente insatisfechos, sino que más bien debemos hacer justicia a la vida en todas sus dimensiones desde una satisfacción superior, cuyo fundamento está más allá de cualquier visión «desde abajo» o «desde arriba». Ésta es la manera en que lo afirmamos.

- Gesammelte Schriften II, p. 441

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Cartas y apuntes desde el cautiverio

A Eberhard Bethge

[Tegel] 27 de noviembre de 1943 La intensidad con que nos vemos obligados a vivir los aspectos más crueles de la guerra nos ofrecerá más tarde, si es que sobrevivimos a ella, la base de experien­cia necesaria para constatar que una reconstrucción de la vida de los pueblos en sus aspectos interiores y exte­riores sólo es posible a partir del cristianismo. Por eso hemos de conservar realmente en nosotros, elaborar y hacer fructificar todo cuanto vivimos, en lugar de sacu­dírnoslo de encima. Nunca hasta ahora habíamos perci­bido de forma tan palpable la cólera de Dios, y esto es una gracia. «Hoy, si oís su voz, no endurezcáis vuestros corazones». La tarea que nos aguarda es inmensa; para ella debemos ser ahora preparados y madurados.

- Resistencia y sumisión, p. 110

A Eberhard Bethge

[Tegel] segundo domingo de adviento [5 de diciembre de 1943]

Querido Eberhard:Por cierto, caigo en la cuenta cada vez más de hasta

qué punto pienso y siento según el Antiguo Testa­

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mentó; a lo largo de estos últimos meses lo he leído con mucha mayor frecuencia que el Nuevo. Sólo cuando se conoce la inefabilidad del nombre de Dios, puede pro­nunciarse alguna vez el nombre de Jesucristo; sólo cuando se ama tanto la vida y la tierra que con ella todo aparece acabado y perdido, nos está permitido creer en la resurrección de los muertos y en un nuevo mundo; sólo cuando nos sometemos a la ley de Dios, podemos hablar alguna vez de la gracia; y sólo cuando la cólera y la venganza de Dios contra sus enemigos subsisten como realidades válidas, puede sentir nuestro corazón algo de perdón y amor por nuestros enemigos. Quien quiere ser y sentir con demasiada rapidez y directamen­te según el Nuevo Testamento, no es, a mi juicio, un cristiano. A menudo hemos hablado de esta cuestión, pero cada día que pasa me confirma que así es efectiva­mente. No podemos ni debemos pronunciar la última palabra antes de la penúltima. Vivimos en lo penúltimo y creemos en lo último, ¿no es así? [...]

- Resistencia y sumisión, p. 116

A su prometida

[Tegel] 13 de diciembre de 1943Mi queridísima María:

Sin perder aún la esperanza de que mi situación pueda mejorar a tiempo, quiero escribirte ahora mi carta de Navidad. Hazme el inestimable favor de ser valiente por mí, mi adorada María, aunque en las Navidades no tengas más señal de mi amor que esta carta.

Sé que a ambos nos va a costar algunas horas de sufrimiento, ¿por qué vamos a ocultárnoslo mutuamen­

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te? Y sé que nos va a costar entender lo incomprensible de nuestro destino, mientras nos oprime la acuciante pregunta de por qué, además de la tremenda oscuridad que se abate sobre los seres humanos, nos ha caído enci­ma el tormento de esta angustiosa separación que no podemos comprender. ¡Qué difícil es aceptar interna­mente lo que escapa a toda capacidad de comprensión! ¡Cuánto peligro hay de sentirse inexorablemente a mer­ced de un destino ciego! ¡Qué inquietante es la facilidad con que en tiempos como éstos se cuelan en nuestro corazón la desconfianza y la amargura! Y ¡qué fácil­mente se apodera de nosotros una mentalidad errónea, como si toda nuestra vida, nuestros caminos y los acon­tecimientos que nos envuelven estuvieran en manos de los hombres! Pues bien, precisamente cuando eso se abre paso en nuestro interior, sin apenas posibilidad de defendernos, llega la Navidad en el momento justo y con un mensaje que nos revela con claridad meridiana que nuestros pensamientos son erróneos, porque aque­llo que nos parece oscuro y depravado es, en realidad, luminoso y benéfico, porque viene de Dios. Nuestros ojos no ven más que contrasentidos: Dios en un pesebre, la infinita riqueza en la absoluta pobreza, la luz en la noche más cerrada, la potencia en el abandono. Pero no podrá sucedemos nada malo. Por mucho que se empe­ñen los hombres, no son más que instrumentos al servi­cio del plan de Dios, que se revela en lo escondido como fuente de amor y que gobierna el mundo y lleva en su mano nuestras vidas. Bueno sería que aprendiéramos a decir con el apóstol Pablo: «Puedo vivir con estrechez y puedo nadar en la abundancia; puedo estar harto y puedo pasar hambre; puedo tener de sobra y puedo su­frir necesidad. En fin, me siento con fuerzas para todo,

CARTAS Y APUNTES DESDE EL CAUTIVERIO 155

gracias a Cristo, que es el que me da esa fuerza» (Flp 4,13). El es el único que podrá ayudarnos a vencer las dificultades, especialmente en la próxima Navidad. No se trata aquí precisamente de la imperturbabilidad del estoico ante cualquier acontecimiento externo, sino de sufrimientos reales y auténticas alegrías, porque sabe­mos muy bien que es Cristo el que está con nosotros.

Queridísima Maria, vamos a celebrar así estas Navi­dades. Participa con los demás en esa alegría que sólo puede experimentarse en una fiesta como la Navidad. No te imagines cosas terribles sobre mi situación en la celda. Piensa, más bien, que Cristo también pasa por las cárceles, y que cuando llegue hasta mí no va a pasar de largo. Por lo demás, espero encontrar un buen libro para entretenerme leyéndolo con calma durante las fiestas. Y eso es también lo que te deseo de todo corazón. Olvidarse un poco de todo lo que nos rodea es perfecta­mente legítimo. Primero hay que haber superado honra­damente una preocupación, después habrá que aprender a relativizarla y, finalmente, ya se puede echar en el olvido. Pero ¡en ese orden! Porque, si se invierte el pro­ceso, aparte de correr el peligro de equivocarse, no se sacaría nada en limpio.

Pero, mi querida Maria, ¿por qué seguir hablando de nuestros mutuos sentimientos? Sabemos que cada pala­bra no hará más que enconar la herida. Ante todo, debe­mos guardarnos de compadecernos a nosotros mismos, porque eso sería una auténtica blasfemia contra Dios, que sólo pretende nuestro bien. En todas nuestras prue­bas ¿no tendríamos que repetir, incluso en estas fiestas de Navidad, aquellas palabras de Isaías: «No lo eches a perder, que es una bendición»?

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Ahora mismo acaban de llegar dos cartas tuyas, una del 27 del mes pasado y otra del 1 de los corrientes, más una de tu abuela. Cuando tú me escribes con esa alegría tan tuya, tocas dentro de mí una fibra que no parará de resonar por largo tiempo. Me parece muy bien, aunque altamente irrespetuoso, tildar de «tontería» el comenta­rio positivo de tu abuela sobre tu «madurez» personal. Desde luego, debo decirte que yo no soy muy amigo de esa clase de constataciones. Pero creo que una abuela está en su perfecto derecho a expresar así sus senti­mientos. A propósito, dale las gracias de mi parte por su amable y preciosa carta. Estoy seguro de que, con el tiempo, tú también llegarás a escribir cartas tan bonitas como las de tu abuela, porque de toda la familia eres la que más se le parece. Entre tanto, me alegro de que escribas como escribes. En tus cartas te muestras como realmente eres; y eso es, precisamente, lo que yo quie­ro: a ti, tal como eres. Lo que me hace feliz no es esta cualidad tuya o la otra, sino tú, tú misma, con tu propia personalidad. Y, por favor, ahórrame hablar de mí mismo. Sé que no te puedo ofrecer nada que dé un nuevo contenido a tu vida, sino sólo mi deseo y mi peti­ción de que permanezcas junto a mí, que vengas conmi­go, que seas mi adorada esposa y mi auténtica «ayuda», como yo te prometo ser tu marido, que te quiere.

Ahora, hazme el favor de estar alegre y contenta en estos días, y déjame participar en vuestra felicidad. Saludos a tu madre, con mi mejor agradecimiento; y lo mismo a tus hermanos, de parte de este su hermano mayor. Un saludo muy especial a tu abuela, por la que siento un afecto de la mayor fidelidad. Saludos a los de Kieckow, con los que me unen imborrables recuerdos tanto de alegría como de tristeza. Pienso muchas veces

CARTAS Y APUNTES DESDE EL CAUTIVERIO 1 5 7

en Konstantin [von KleistRetzow]. Y no te olvides de saludar de mi parte a los de Lasbeck.

Y para ti, mi queridísima, mi adorada Maria, el salu­do más cariñoso, un abrazo y un beso de tu Dietrich

- Cartas de amor desde la prisión, pp. 108-110

A Eberhard Bethge

[TegelJ 11 de abril de 1944 Ayer oí a alguien decir que para él todos estos últimos años habían sido años perdidos. Me satisface mucho no haber experimentado esta sensación por mi parte ni un solo instante. Tampoco me he arrepentido nunca de la decisión que adopté en el verano de 1939, y por extraño que pueda parecer tengo la impresión de que mi vida se ha desarrollado en forma rectilínea sin el menor quie­bro, por lo menos en lo que se refiere a la forma exter­na de llevarla. Ha sido un ininterrumpido enriqueci­miento de experiencias, por el que sólo puedo estar agradecido. Si mi actual situación fuese la etapa final de mi vida, esto tendría un sentido que yo creería com­prender; pero también podría ser todo una concienzuda preparación para un nuevo comienzo que estaría carac­terizado por el matrimonio, la paz y por una nueva tarea.

- Resistencia y sumisión, p. 192

A Eberhard Bethge[Tegel] 30 de abril de 1944

A lo sumo, te extrañarían, o quizás incluso te preocupa­rían, mis pensamientos teológicos con sus consecuen­cias, y es aquí donde tú me haces verdadera falta, pues

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no sabría con quién poder hablar, sino contigo, sobre tales problemas, a fin de aclararme.

Lo que incesantemente me preocupa es la cuestión de qué es el cristianismo, o quién es Cristo realmente hoy para nosotros. Ha pasado ya el tiempo en que a los hombres se les podía explicar esto por medio de pala­bras, sean teológicas o piadosas; ha pasado asimismo el tiempo de la interioridad y de la conciencia; es decir, justamente el tiempo de la religión en general. Nos encaminamos hacia una época totalmente arreligiosa. Simplemente, los hombres, tal como de hecho son, ya no pueden seguir siendo religiosos. Incluso aquellos que sinceramente se califican de «religiosos», no ponen esto en práctica en modo alguno; sin duda con la palabra «religioso» se refieren a algo muy distinto.

Pero toda nuestra predicación y teología cristianas, con sus mil novecientos años, descansan sobre el «a priori religioso» de los hombres. El «cristianismo» ha sido siempre una forma (quizás la forma verdadera) de la «religión». Ahora bien, si un día resulta claro que este «a priori» no existe, sino que ha sido una forma de expresión del hombre históricamente condicionada y transitoria, si, pues, los hombres llegan a ser arreligio- sos de una manera verdaderamente radical -y creo que, más o menos, esto es ya lo que sucede actualmente (¿a qué se debe, por ejemplo, que esta guerra, a diferencia de todas las anteriores, no provoque ninguna reacción «religiosa»?)-, ¿qué significa entonces esto para el «cristianismo»?

Todo el «cristianismo» precedente queda privado de su fundamento, y ya no podemos pisar tierra firme desde un punto de vista «religioso» sino en algunos «últimos caballeros» o en unos pocos hombres intelec­

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tualmente deshonestos. ¿Tendrán que constituir éstos quizá el escaso número de los elegidos? ¿Debemos pre­cipitarnos nosotros llenos de celo, amor propio o indig­nación precisamente sobre este dudoso grupo de hom­bres para colocarles nuestra mercancía? ¿Tenemos que abalanzamos sobre unos pocos desdichados en sus momentos de debilidad y, por decirlo así, violarlos religiosamente?

Si no queremos nada de todo esto, y si, en definitiva, hemos de juzgar la forma occidental del cristianismo como mera etapa previa de una completa arreligiosidad, ¿qué situación surge entonces para nosotros, para la Iglesia? ¿Cómo puede convertirse Cristo en Señor, incluso de los no religiosos? ¿Existen cristianos arreli- giosos? Si la religión sólo es un ropaje del cristianismo -y dicho ropaje ha ofrecido un aspecto muy diferente en las distintas épocas-, ¿qué es entonces un cristianismo arreligioso?

Barth, el único en comenzar a pensar en esta direc­ción, no ha desarrollado estos pensamientos hasta sus últimas consecuencias, sino que ha desembocado en un positivismo de la revelación, que a fin de cuentas no deja de ser esencialmente una restauración. Para el tra­bajador o para el hombre arreligioso en general no se ha ganado aquí nada que sea decisivo. Porque los proble­mas a solucionar serían: ¿qué significan una Iglesia, una parroquia, una predicación, una liturgia, una vida cris­tiana en un mundo sin religión? ¿Cómo hablar de Dios sin religión, esto es, sin las premisas temporalmente condicionadas de la metafísica, de la interioridad, etcé­tera, etcétera? ¿Cómo hablar (pero acaso ya ni siquiera se puede «hablar» de ello como hasta ahora) «munda­namente» de «Dios»? ¿Cómo somos cristianos «arreli-

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giososmundanos»? ¿Cómo somos éKKA,Tjüí(X [ekkle- sía], «los que son llamados», sin considerarnos unos privilegiados en el plan religioso, sino más bien como perteneciendo plenamente al mundo?

Entonces, Cristo ya no es objeto de la religión, sino algo completamente diferente: realmente el Señor del mundo. Pero ¿qué significa esto? ¿Qué significan el culto y la plegaria en una ausencia de religión? ¿Adquiere aquí nueva importancia la disciplina del arcano, o sea la diferenciación (que ya conoces en mí) entre lo último y lo penúltimo? [...]

La cuestión paulina sobre si la 7l8piTO|lfj [peritomé] es condición de la justificación, quiere decir hoy a mi juicio, si la religión es condición de la salvación. La libertad ante la 7iepiXO(J.f| [peritomé] es también la li­bertad ante la religión. A menudo me pregunto por qué un «instinto cristiano» me atrae en ocasiones más hacia los no religiosos. Y esto sin la menor intención misio­nera, sino que casi me atrevería a decir «fraternalmen­te». Ante los religiosos, me avergüenzo con frecuencia de nombrar a Dios, porque en ese contexto su nombre me parece que adquiere un sonido casi ficticio y yo tengo la impresión de ser algo insincero (esto llega a ser especialmente grave cuando los demás comienzan a hablar con terminologías religiosas; entonces enmudez­co casi por completo y el ambiente me resulta pegajoso y molesto). En cambio ante los no religiosos puedo, cuando hay ocasión, nombrar a Dios con toda tranquili­dad y como algo obvio.

Los hombres religiosos hablan de Dios cuando el conocimiento humano (a veces por simple pereza men­tal) no da más de sí o cuando fracasan las fuerzas huma­nas. En realidad, se trata siempre de un deus ex machi­

CARTAS Y APUNTES DESDE EL CAUTIVERIO 161

na al que ponen en movimiento, bien para la aparente solución de problemas insolubles, bien como fuerza ante los fallos humanos; en definitiva, siempre sacando partido de la debilidad humana, o en las limitaciones de los hombres.

Semejante actitud sólo tiene posibilidades de perdu­rar, por su propia lógica, hasta el momento en que los hombres, por sus propias fuerzas, desplazan algo más allá los límites, y Dios, como deux ex machina, resulta superfluo. Por otra parte, hablar de los límites humanos se me ha convertido en algo cuestionable (la misma muerte, puesto que los hombres ya apenas la temen, y el pecado, que apenas comprenden, ¿son todavía unos ver­daderos límites?). Siempre tengo la impresión de que con ello sólo tratamos de reservar medrosamente un espacio para Dios. Pero yo no quiero hablar de Dios en los límites, sino en el centro; no en las debilidades, sino en la fuerza; esto es, no a la hora de la muerte y de la culpa, sino en la vida y en lo bueno del hombre. En los límites, me parece mejor guardar silencio y dejar sin solución lo insoluble.

La fe en la resurrección no es la «solución» al pro­blema de la muerte. El «más allá» de Dios no es el más allá de nuestra capacidad de conocimiento. La trascen­dencia desde el punto de vista de la teoría del conoci­miento no tiene nada que ver con la trascendencia de Dios. Dios está más allá en el centro de nuestra vida. La Iglesia no se halla allí donde fracasa la capacidad huma­na, en los límites, sino en medio de la aldea. Así es según el Antiguo Testamento y, en este sentido, leemos demasiado poco el Nuevo Testamento a partir del Antiguo.

Page 82: Escritos Esenciales. Dietrich Bonhoeffer

1 6 2 ESCRITOS ESENCIALES

Estoy reflexionando mucho acerca de los rasgos de este cristianismo arreligioso y sobre la forma que adop­ta; pronto te escribiré más a este respecto. Quizá recai­ga sobre nosotros, situados entre Occidente y Oriente, una importante misión precisamente en este contexto.

- Resistencia y sumisión, pp. 197-199

¿Quién soy?

¿Quién soy? Me dicen a menudo que salgo de mi celda sereno, risueño y firme, como un noble de su palacio.

¿Quién soy? Me dicen a menudo que hablo con los carceleros libre, amistosa y francamente, como si mandase yo.

¿Quién soy? Me dicen también que soporto los días de infortunio con indiferencia, sonrisa y orgullo, como alguien acostumbrado a vencer.

¿Soy realmente lo que los otros dicen de mí?¿O bien sólo soy lo que yo mismo sé de mí? Intranquilo, ansioso, enfermo, cual pajarillo enjaulado, pugnando por poder respirar, como si alguien me

oprimiese la garganta, hambriento de colores, de flores, de cantos de aves, sediento de buenas palabras y de proximidad humana, temblando de cólera ante la arbitrariedad y el menor

agravio,

CARTAS Y APUNTES DESDE EL CAUTIVERIO 1 6 3

agitado por la espera de grandes cosas, impotente y temeroso por los amigos en la infinita

lejanía,cansado y vacío para orar, pensar y crear, agotado y dispuesto a despedirme de todo.

¿Quién soy? ¿Éste o aquél?¿Seré hoy éste, mañana otro?¿Seré los dos a la vez? ¿Ante los hombres un hipócrita, y ante mí mismo un despreciable y quejumbroso débil? ¿O bien, lo que aún queda en mí semeja el ejército

batidoque se retira desordenado ante la victoria que tenía

segura?

¿Quién soy? Las preguntas solitarias se burlan de mí. Sea quien sea, tú me conoces, tuyo soy, ¡oh Dios!

- Resistencia y sumisión, pp. 243-244

A Eberhard Bethge

18 de julio de 1944 ¿Se habrán perdido algunas cartas debido al bombardeo de Munich? ¿Recibiste la carta con las dos poesías? Salió precisamente aquella noche y contenía además algunos pensamientos preliminares sobre el tema teoló­gico. La poesía «Cristianos y paganos» contiene una idea que volverás a encontrar aquí: «Los cristianos están con Dios en su pasión». Esto es lo que distingue a los cristianos de los paganos. «¿No habéis podido velar conmigo una hora?», pregunta Jesús en Getsemaní. Esto

Page 83: Escritos Esenciales. Dietrich Bonhoeffer

es la inversión de todo lo que el hombre religioso espe­ra de Dios. El hombre está llamado a sufrir con Dios en el sufrimiento que el mundo sin Dios inflige a Dios.

Debe vivir, pues, realmente, en el mundo sin Dios, y no le es lícito intentar escamotear, transfigurar religio­samente su carencia de Dios; debe vivir «mundanamen­te» y así precisamente es como participa en el sufri­miento de Dios; le está permitido vivir «mundanamen­te», es decir, está liberado de todas las falsas vincula­ciones e inhibiciones religiosas. Ser cristiano no signifi­ca ser religioso de una cierta manera, convertirse en una clase determinada de hombre por un método determina­do (un pecador, un penitente o un santo), sino que sig­nifica ser hombre; Cristo no crea en nosotros un tipo de hombre, sino un hombre. No es el acto religioso quien hace que el cristiano lo sea, sino su participación en el sufrimiento de Dios en la vida del mundo.

- Resistencia y sumisión, p. 253

1 6 4 ESCRITOS ESENCIALES

A Eberhard Bethge

[Tegel] 21 de julio de 1944Durante estos últimos años he aprendido cada vez más a ver y comprender la profunda intramundanidad del cristianismo. El cristiano no es un homo religiosus, sino sencillamente un hombre, tal como Jesús, a diferencia quizá de Juan Bautista, fue hombre. No me refiero a una intramundanidad banal y vulgar, como la de los hom­bres ilustrados, activos, cómodos o lascivos, sino a la profunda intramundanidad que está llena de disciplina, en la que se halla siempre presente el conocimiento de

CARTAS Y APUNTES DESDE EL CAUTIVERIO 1 6 5

la muerte y la resurrección. Creo que Lutero vivió en esta intramundanidad.

Recuerdo aún una conversación que hace trece años sostuve en América con un joven pastor francés. Nos habíamos preguntado sencillamente qué queríamos ha­cer con nuestra vida. Él me dijo que quería ser un santo (y creo muy posible que haya llegado a serlo). En aquel entonces, esto me impresionó mucho. No obstante, le contradije y le repliqué poco más o menos que yo que­ría aprender a creer. Durante mucho tiempo no he com­prendido la profundidad de esta contradicción. Creí que podría aprender a creer al llevar algo así como una vida santa. Al escribir El precio de la gracia, llegué cierta­mente al final de este camino. Hoy veo con toda clari­dad los peligros de dicho libro, del que sin embargo sigo respondiendo plenamente.

Más tarde hice la experiencia, y la sigo haciendo actualmente, de que sólo en la plena intramundanidad de la vida aprendemos a creer. Cuando uno ha renun­ciado por completo a llegar a ser algo, tanto un santo como un pecador convertido o un hombre de Iglesia (lo que llamamos una figura sacerdotal), un justo o un injusto, un enfermo o un sano -y esto es lo que yo llamo intramundanidad, es decir, vivir en la plenitud de tareas, problemas, éxitos y fracasos, experiencias y perplejida­des-, entonces se arroja uno por completo en los brazos de Dios, entonces ya no nos tomamos en serio nuestros propios sufrimientos, sino los sufrimientos de Dios en el mundo, entonces velamos con Cristo en Getsemaní. Creo que esto es la fe, la |J£ T áv o ia [metanoia], y así nos hacemos hombres, cristianos (cf. Jer 45). ¿Cómo habríamos de ser arrogantes a causa de nuestros éxitos

Page 84: Escritos Esenciales. Dietrich Bonhoeffer

1 6 6 ESCRITOS ESENCIALES

o sentirnos derrotados ante nuestros fracasos, si en lavida intramundana también nosotros sufrimos la pasiónde Dios?

- Resistencia y sumisión, pp. 257-258

Estaciones en el camino hacia la libertad

Disciplina

Si sales en busca de la libertad, aprende ante todo la dis­ciplina de tus sentidos y de tu alma, para que tus deseos y tus miembros no te arrastren sin descanso, aquí y allá.

Casto sea tu espíritu, y tu cuerpo a ti sumiso del todo y obediente para perseguir el fin que le ha sido señalado.

Nadie sondea el misterio de la libertad, a no ser por la disciplina.

Acción

No hacer y osar lo arbitrario, sino lo justo;no oscilar entre posibilidades, sino acometer valerosa­

mente lo real;la libertad no está en el torrente de los pensamientos,

sino sólo en la acción.Lánzate desde tus miedosas indecisiones a la tempestad

del acontecer,solamente sostenido por el mandamiento divino y por

tu fe,y la libertad recibirá jubilosa tu espíritu.

CARTAS Y APUNTES DESDE EL CAUTIVERIO 1 6 7

Sufrimiento

¡Maravillosa transformación! Las fuertes, activas manos te son atadas.

Impotente, solitario, contemplas el fin de tu acción; pero tú respiras profundamente y depositas el bien,

silenciosamente consolado, en una mano más fuerte y te quedas contento.

Sólo un instante rozaste feliz la libertad, luego la entregaste a Dios, para que él la perfeccione

magníficamente.

Muerte

Ven ya, fiesta suprema en el camino hacia la eterna libertad;

muerte, abate las molestas cadenas y murallas de nues­tro cuerpo perecedero y nuestra alma obcecada,

para que por fin avizoremos lo que aquí se nos niega contemplar.

Libertad: te hemos buscado largo tiempo en la discipli­na, la acción y el sufrimiento.

Al morir te reconocemos en persona en la faz de Dios.- Resistencia y sumisión, pp. 258-259

A Eberhard Bethge

[Tegel] 21 de agosto [de 1944] En esta época turbulenta olvidamos continuamente la razón por la cual de hecho vale la pena vivir. Creemos que porque tal o cual persona vivan, también tiene sen­tido que vivamos nosotros. Pero la realidad es ésta: si se consideró que la tierra era digna de albergar al hombre Jesucristo, entonces y sólo entonces tiene sentido que

Page 85: Escritos Esenciales. Dietrich Bonhoeffer

1 6 8 ESCRITOS ESENCIALES

nosotros, los hombres, vivamos. Si Jesús no hubiese vivido, entonces nuestra vida - a pesar de todos los demás hombres que conocemos, honramos y am am os- estaría falta de sentido. Quizás en estos tiempos no vea­mos con claridad el significado y la misión de nuestra profesión. Pero, ¿no podemos expresarlo así, en su forma más sencilla? Porque el concepto tan poco bíbli­co del «sentido» sólo es una traducción de lo que la Biblia llama «promesa».

- Resistencia y sumisión, p. 273

A Eberhard Bethge[Tegel] 23 [de agosto de 1944]

Por favor, no te preocupes ni te inquietes nunca por mí; pero no olvides la oración de petición; aunque no dudo de que la harás. Estoy tan convencido de que la mano de Dios me guía, que espero ser siempre mantenido en esta certeza. No debes dudar nunca de que recorro con gra­titud y alegría el camino por el que soy conducido. Mi vida pasada está colmada de la bondad de Dios, y sobre la culpa se halla el amor perdonador del Crucificado. Mi mayor gratitud se despierta por las personas que he conocido de cerca, y sólo deseo que nunca se aflijan por mí, sino que también ellas puedan tener la agradecida certeza de la bondad y el perdón de Dios. Perdona que escriba estas cosas. Por favor, no dejes ni por un momento que te entristezcan o te intranquilicen: que sir­van tan sólo para alegrarte de verdad. Quería decirlas una vez por lo menos, y no sabía a quién, fuera de ti, podía colocárselas de tal manera que las escuchase tan sólo con alegría.

- Resistencia y sumisión, pp. 274-275

CARTAS Y APUNTES DESDE EL CAUTIVERIO 1 6 9

A su madre

[Calle PrinzAlbrecht] 28 de diciembre de 1944

Querida mamá:Con gran alegría por mi parte acabo de recibir el per­

miso de escribirte para el día de tu cumpleaños. Debo hacerlo con cierta prisa, pues la carta ha de salir ense­guida. En realidad sólo tengo un único deseo: el de poderte dar alguna alegría en estos días tan sombríos para vosotros. Querida mamá, debes saber que cada día pienso infinitas veces en ti y en papá, y que doy gracias a Dios por permitir que vosotros sigáis en vida, para mí y para toda la familia. Sé que siempre te ha animado el deseo de vivir para nosotros, y que para ti no ha existi­do una vida propia. De aquí que todo cuanto yo vivo, sólo lo pueda vivir pensando en vosotros. Me resulta un gran consuelo saber que Maria está en vuestra casa. Te doy las gracias por todo el amor que en el transcurso de este año me hiciste llegar a la celda y que me hizo más llevadero cada día. Creo que estos años difíciles nos han unido más estrechamente que antes. Os deseo a ti y a papá y a Maria y a todos nosotros, que el nuevo año nos depare por lo menos acá y allá un rayo de esperanza y que de nuevo podamos alegrarnos todos juntos. Que Dios os conserve la salud. Te saludo, querida, querida mamá, y piensa en ti de todo corazón en el día de tu cumpleaños,

Tu agradecido Dietrich- Resistencia y sumisión, p. 279

Page 86: Escritos Esenciales. Dietrich Bonhoeffer

Colección «El Pozo de Siquem»TÍTULOS PUBLICADOS

1. D o r o t h e e S o l l eViaje de ida 1 6 0 p á g s .

4 . E r n e s t o B a l d u c c i

La nueva identidad cristiana 1 8 0 p á g s .12 . J e a n V a n i e r

No temas am ar 4 a e d . 1 3 4 p á g s .15. A n t h o n y d e M e l l o

El canto del pájaro 2 8 a e d . 2 1 6 p á g s .17. H.J. R a h m y M a J.R. L a m e g o

Vivir la tercera edad en la alegría del Espíritu4 a e d . 1 1 2 p á g s .

19. A n t h o n y d e M e l l o

El Manantial 13a e d . 2 8 8 p á g s .2 0 . J e a n D e b r u y n n e

Eucaristía. ¡Gracias, Señor, gracias! 1 3 6 p á g s .2 2 . A n t h o n y d e M e l l o

¿Quién puede hacer que amanezca? 13a e d . 2 4 8 p á g s .2 4 . T e ó f il o C a b e s t r e r o

Orar la vida en tiempos sombríos 1 2 8 p á g s .2 5 . A n t o n io L ó p e z B a e z a

Canciones del hombre nuevo 2 a e d . 1 6 8 p á g s .2 6 . G iu s e p p e F l o r io

La palabra de Dios, escuela de oración 1 5 2 p á g s .2 8 . C a r l o s G o n z á l e z V a l l é s

D ejar a D ios ser Dios 1 I a e d . 1 9 2 p á g s .3 0 . T e ó f il o C a b e s t r e r o

Sabor a Evangelio 1 0 4 p á g s .3 1 . A n t h o n y d e M e l l o

La oración de la rana - 1 17a e d . 2 8 6 p á g s .3 2 . B e n j a m ín G o n z á l e z B u e l t a

Bajar al encuentro de D ios 2 a e d . 1 0 4 p á g s .3 3 . C a r l o s G o n z á l e z V a l l e s

Por la f e a la justicia 5 a e d . 2 1 6 p á g s .3 4 . P ie t v a n B r e e m e n

El nos amó prim ero 3 a e d . 2 0 8 p á g s .3 5 . A n t h o n y d e M e l l o

La oración de la rana - 2 13a e d . 2 5 6 p á g s .3 6 . C a r l o s G o n z á l e z V a l l e s

Busco tu rostro 14a e d . 2 7 2 p á g s .

Page 87: Escritos Esenciales. Dietrich Bonhoeffer

37. C a r l o M a r ía M a r t in i

La alegría del Evangelio 3a ed. 120 págs.38. J e a n L a p l a c e

El Espíritu y la Iglesia 192 págs.39. B e n j a m ín G o n z á l e z B u e l t a

La transparencia del barro 2a ed. 144 págs.40. L ouis É v e l y

Cada día es una alba - 3a ed. 208 págs.41. C a r l o s G o n z á l e z V a l l é s

Gustad y ved - 7a ed. 184 págs.42. L ouis É v e l y

Tú me haces ser - 2a ed. 168 págs.44. C a r l o s G o n z á l e z V a l l e s

«Al andar se hace camino» - 7a ed. 248 págs.45. Luis A l o n s o S c h o k e l

Esperanza - 3a ed. 312 págs.46. A n t h o n y d e M e l l o

Contacto con D ios - 9a ed. 248 págs.47. Luis A l o n s o S c h o k e l

Mensajes de Profetas 184 págs.48. S t a n R o u g ie r

...Porque el am or viene de Dios 152 págs.49. A n t h o n y d e M e l l o

Una llamada al amor - 17a ed. 136 págs.50. C a r l o s G o n z á l e z V a l l é s

Salió el sembrador... - 4 a ed. 200 págs.52. J e s ú s A l m ó n

El vuelco del Espíritu 272 págs.53. A n t o n io C a n o M o y a

Las otras horas 144 págs.54. PlET VAN BREEMEN

Como pan que se parte - 3a ed. 192 págs.55. B e n j a m ín G o n z á l e z B u e l t a

Signos y parábolas para contemplar la historia 176 págs.56. J o a q u ín S u á r e z B a u t is t a

Los otros salmos 256 págs.57. M a r ia n o C o r b í

Conocer desde el silencio 208 págs.58. A n t h o n y d e M e l l o

Un minuto para el absurdo - 7a ed. 352 págs.59. C a r l o s G o n z á l e z V a l l e s

Vida en abundancia - 3a ed. 208 págs.60. L ouis É v e l y

Eternizar la vida 128 págs.

61. D o l o r e s A l e ix a n d r e

Círculos en el agua - 4a ed. 248 págs.62. A n t o n io L ó p e z B a e z a

Imágenes y profecías de la Am istad 176 págs.63. L u is A l o n s o S c h o k e l

Dios Padre - 2a ed. 176 págs.64. P e d r o T r ig o

Salmos del Evangelio 188 págs.65. J e a n - C l a u d e L a v ig n e

El prójim o lejano 128 págs.66. C a r l o s G o n z á l e z V a l l e s

«Crecía en sabiduría...» - 3a ed. 112 págs.67. B e n j a m ín G o n z á l e z B u e l t a

En el aliento de Dios 176 págs.68. J a v ie r M e l l o n i R ib a s

Los caminos del corazón 192 págs.69. A u r e l B r y s y J o e P u l ic k a l

Nosotros hemos oído cantar al pájaro - 2a ed. 128 págs.70. PlET VAN BREEMEN

Transparentar la gloria de D ios - 2a ed. 248 págs.71. D o l o r e s A l e ix a n d r e

Compañeros en el camino - 3a ed. 232 págs.72. M ic h e l H u b a u t

Orar las parábolas 232 págs.73. M a it e M e l e n d o

Vivir de verdad 160 págs.74. Luis A l o n s o S c h o k e l

Contempladlo y quedaréis radiantes 224 págs.75. F r a n c e s c o R o s s i d e G a s p e r is

La roca que nos ha engendrado 184 págs.76. M ic h e l H u b a u t

Orar los sacramentos 160 págs.77. C a r l o s G o n z á l e z V a l l é s

¿Una vida o muchas? - 2a ed. 144 págs.78. C a r l o M a r ía M a r t in i

Una libertad que se entrega - 2a ed. 176 págs.79. H e n r i N o u w e n

Caminar con Jesús - 2a ed. 112 págs.80. M a d e l e in e D e l b r é l

La alegría de creer 248 págs.81. L u is A l o n s o S c h o k e l

«Como el Padre me envió, yo os envío» 160 págs.

Page 88: Escritos Esenciales. Dietrich Bonhoeffer

82. C a r l o M a r í a M a r t i n i El itinerario del discípuloa la luz del Evangelio de Lucas 224 págs.

83. PlET VAN BREEMEN«Te he llamado p o r tu nombre» 2a ed. 248 págs.

84. É l o i L e c l e r c

El Reino escondido - 2a ed. 200 págs.85. C a r l o s G o n z á l e z V a l l é s

Cuéntame cómo rezas - 2a ed. 168 págs.86. D o l o r e s A l e ix a n d r e

Bautizados con fuego - 2a ed. 208 págs.87. Ja c q u e s L o e w

Vivir el Evangelio con Madeleine D elbrél 136 págs.88. J o s é L u is B l a n c o V e g a

...Y tengo am or a lo visible 192 págs.89. T h ie r r y G a m e l in

Camino de curación 136 págs.90. É l o i L e c l e r c

El D ios m ayor 152 págs.91. Luis A l o n s o S c h o k e l

Al aire del Espíritu. Meditaciones bíblicas - 2a ed. 128 págs.92. J o r g e M ig u e l C a s t r o F e r r e r

D espertar a la libertad - 2a ed. 152 págs.93. T h o m a s H . G r e e n , sj

Abrirse a Dios 128 págs.94. W lLLIAM A . BARRY, SJ

¿Quién decís que soy yo? 160 págs.95. C a r l o s G o n z á l e z V a l l é s

Siglo nuevo, vida nueva 200 págs.96. H e n r i N o u w e n

El camino hacia la paz 272 págs.97. C a r l o M a r ía M a r t in i

Por los caminos del Señor 504 págs.98. C a r l o M a r ía M a r t in i

Hombres y mujeres del Espíritu 184 págs.99. B e n ja m ín G o n z á l e z B u e l t a

La utopía ya está en lo germinal 160 págs.100. T u l l io B e n in i

Orar el Padrenuestro 224 págs.101. T h o m a s H . G r e e n , sj

Cuando el pozo se seca 208 págs.102. A u g u s t o C av a d i

Ser Profetas Hoy 112 págs

103. J e a n - Y v e s L e l o u p / L e o n a r d o B o f f

Terapeutas del desierto 184 págs.104. J o r g e M ig u e l C a s t r o F e r r e r

La cálida sinfonía del amanecer 208 págs.105. H e n r i N o u w e n

Escritos esenciales 224 págs.106. C a r l o s G . V a l l e s

«Estad, siempre alegres» 2a ed. 136 págs.107. A n t o n io L ó p e z B a e z a

Ráfagas del Espíritu 144 págs.108. PlET VAN BREEMEN

Lo que cuenta es el amor 160 págs.109. S im o n e W e il

Escritos esenciales 176 págs.110. M e g a n M c K e n n a

María. Sombra de gracia 200 págs.111. PlERRE PRADERVAND

El arte de bendecir 144 págs.112. J o s e p O t ó n C a t a l á n

El inconsciente, ¿morada de D ios? 200 págs.113. L e o n a r d o B o f f

La oración de San Francisco 152 págs.114. J o a n C h it t is t e r

En busca de la fe 224 págs.115. J o s é - V íc e n t e B o n e t

Teología del «gusano» 176 págs.116. É l o i L e c l e r c

El sol sale sobre Asís 152 págs.117. A n t h o n y d e M e l l o

Escritos esenciales 176 págs.118. A n t o n io L ó p e z B a e z a

Un Dios locamente enamorado de ti 200 págs.119. H e n r i B o u l a d

El hombre y el misterio del tiempo 216 págs.120. M a h a t m a G a n d h i

Quien sigue el camino de la verdad no tropieza 128 págs.121. D ie t r ic h B o n h o e f f e r

Escritos esenciales 176 págs.

EDITO RIAL SA L TERRAE SA NTAN DER