Equinoccio - Documentos de Barbarie

16
PLEMENTO ESPECIAL /// CRITICA CULTUR SUPLEMENTO ESPECIAL >>> Crítica cultural / marzo de 2012 DOCUMENTOS DE BARBARIE Escribe: Rubén Manasés ACHDJIAN ué significa hoy, en Argentina- ser de izquierda o de derecha? ¿Qué tan váli- do resulta el argumento que señala que la izquierda se ha vuelto populista, y la derecha republicana? ¿Podemos sostener, bajo cualquier circunstancia que la izquierda es siempre progre- sista, así como la derecha es siempre conservado- ra? ¿Cómo se entienden, desde estas miradas an- tagónicas, problemas tales como la distribución de la renta, la calidad institucional, o el federa- lismo? El sistema político argentino aún no ha logrado sortear con éxito el dilema inaugurado en di- ciembre de 2001. Dos países conviven en forma dialéctica y contradictoria en un mismo tiempo y escenario. Existe una Argentina vieja y perimida que desde hace casi una década se niega a morir. Otra Ar- gentina, embrionaria e incierta, no encuentra desde entonces, el modo de nacer. Se trata, por cierto, de un perfecto dilema grams- ciano. El drama político actual se desarrolla a través de una intensa lucha cultural que opone, por un la- do, a actores sociales difusos y, por otro, se nutre de demandas algunas de las cuales son tradicio- nales y provienen de nuestra historia más remota, y otras nuevas. Bajo el signo de estos tiempos, vuelve a cobrar vigencia y significación el clivaje civilización barbarie, como significantes de las actuales for- mas de construcción de la democracia argentina. En este ensayo el autor propone una reflexión que pueda echar algo de luz sobre los conflictos con- temporáneos, buceando en las raíces culturales e ideológicas que han opuesto, desde siempre, al liberalismo y al populismo como campos prima- rios de diferenciación política en nuestro país ¿Q

description

Revista Argentina de Política & Cultura.

Transcript of Equinoccio - Documentos de Barbarie

Page 1: Equinoccio - Documentos de Barbarie

PLEMENTO ESPECIAL /// CRITICA CULTUR

SUPLEMENTO ESPECIAL >>> Crítica cultural / marzo de 2012

DOCUMENTOS DE BARBARIE

Escribe: Rubén Manasés ACHDJIAN

ué significa –hoy, en Argentina- ser de izquierda o de derecha? ¿Qué tan váli-do resulta el argumento que señala que

la izquierda se ha vuelto populista, y la derecha republicana? ¿Podemos sostener, bajo cualquier circunstancia que la izquierda es siempre progre-sista, así como la derecha es siempre conservado-ra? ¿Cómo se entienden, desde estas miradas an-tagónicas, problemas tales como la distribución de la renta, la calidad institucional, o el federa-lismo?

El sistema político argentino aún no ha logrado sortear con éxito el dilema inaugurado en di-ciembre de 2001. Dos países conviven en forma dialéctica y contradictoria en un mismo tiempo y escenario. Existe una Argentina vieja y perimida que desde hace casi una década se niega a morir. Otra Ar-gentina, embrionaria e incierta, no encuentra desde entonces, el modo de nacer.

Se trata, por cierto, de un perfecto dilema grams-ciano. El drama político actual se desarrolla a través de una intensa lucha cultural que opone, por un la-do, a actores sociales difusos y, por otro, se nutre de demandas algunas de las cuales son tradicio-nales y provienen de nuestra historia más remota, y otras nuevas. Bajo el signo de estos tiempos, vuelve a cobrar vigencia y significación el clivaje civilización – barbarie, como significantes de las actuales for-mas de construcción de la democracia argentina. En este ensayo el autor propone una reflexión que pueda echar algo de luz sobre los conflictos con-temporáneos, buceando en las raíces culturales e ideológicas que han opuesto, desde siempre, al liberalismo y al populismo como campos prima-rios de diferenciación política en nuestro país

¿Q

Page 2: Equinoccio - Documentos de Barbarie

1

“No existe documento de cultura que no sea a la vez documento de barbarie. Y puesto que el documento

de cultura no es en sí inmune a la barbarie, no lo es tampoco el proceso de la tradición, a través del cual se

pasa de lo uno a la otro.”

Walter Benjamín, “Sobre el concepto de la Historia”

ingún orden político se origina en la vacui-dad de la Historia, ni como consecuencia de alguna forma de voluntarismo, aun cuando

José Ortega y Gasset haya afirmado –utilizando una metáfora que muchos autores, luego de él, asumieron con una excesiva literalidad- que todo estado comien-za por ser “una obra de imaginación absoluta”.1

No: no hay vacío en la Historia, ni manifestación tan potente de la voluntad; mucho menos de la “ima-ginación absoluta”.

Los hombres -subraya Karl Marx en la página ini-cial del Dieciocho Brumario…- no hacen su propia histo-ria a su libre arbitrio ni bajo circunstancias libremente elegidas por ellos, sino que son otras, heredadas del pasado, las que impregnan de un modo indeleble los hechos por venir. Marx concluye estas líneas singula-res, con un magnífico apotegma: “es la tradición de las generaciones muertas –escribe- la que oprime, como una pesadilla, el cerebro de los vivos”.

La Nación argentina –lo que podemos entender hoy por ella- es una ficción literaria en estado inacabado; es la arena de conflicto donde la herencia testimonial de nuestras generaciones muertas forma el sedimento sobre el cual se asientan las experiencias discursivas de las generaciones presentes.

Dos grandes tradiciones que provienen del fondo de nuestra historia siguen confrontando entre sí, con singular obstinación, para reclamar su invariable vi-gencia en el presente: aunque extenuados, el Libera-lismo y el Populismo siguen siendo el eje que divide las aguas discursivas de los hechos políticos de nues-tro presente.

El común denominador que se establece entre am-bas es que el primero, arrogándose la defensa de una difusa concepción de la “Libertad”, y el segundo, pre-tendiendo una dudosa representación de un igual-mente difuso concepto de “Pueblo”, han hallado en las inagotables formas de la violencia política la herramienta rutinaria para la construcción de hege-monía.

Durante gran parte de nuestro siglo XIX, la guerra (entendida como un recurso extremo de la política, y no como su necesaria antítesis) habló por sí misma

1 ORTEGA Y GASSET (1985: 120)

con inconfundible elocuencia, otorgándole a los cir-cunstanciales vencedores el derecho de disponer, entre tantas otras cosas, de las conciencias de los vencidos, sea produciendo nuevos relatos fundacionales, sea apropiándose de todas aquellas tradiciones pasadas que pudieran serles útiles para legitimarse ante el pre-sente, sea imprimiéndole al futuro un determinado sentido y dirección.

Poco antes del combate de Oncativo, Facundo Quiroga envía a su eterno adversario el general José María Paz, una carta donde le expone, con una clari-dad meridiana, la pulsión más profunda de nuestras guerras civiles de entonces; pulsión que, bajo formas menos cruentas, permanece en buen grado vigente: “Estamos convencidos –le escribe Quiroga a Paz- de pelear una sola vez para no pelear toda la vida. Es indispensable ya que triunfen unos u otros, de manera que el partido feliz obligue al desgraciado a enterrar sus armas para siempre”.

Así fue construida esta ficción literaria que de-nominamos Nación: las ideas hicieron las guerras y éstas consagraron ciertas ideas, nuevas o antiguas, que resultaran funcionales a la paz instaurada. Fue éste el camino a través del cual Nación, Política, Guerra y Paz irrumpieron y se revelaron en nuestra historia como elementos hilvanados por medio de sutiles fila-mentos.

A lo largo de nuestros dos primeros siglos de vida nacional, nuestras generaciones muertas fueron cons-truyendo –junto con otras condiciones objetivas que habrían de permitir la configuración de un sistema de dominación política estable-, aquellas tradiciones que siguen repicando todavía en la conciencia de los vivos. 1. Diatriba y elogio de la Barbarie.

Las ficciones que orientaron, desde la segunda mitad del siglo XIX en adelante, la construcción de la nación, pusieron su acento en la victoria inexorable de la Civilización sobre la Barbarie. Sin embargo, toda nuestra arquitectura civilizada –comenzando por nues-tras instituciones políticas- estuvo, desde sus comien-zos, impregnada de una axiología de la barbarie: la persistencia de numerosas prácticas bárbaras en nues-tra cultura política –antes y aún mucho después de haberse organizado la Nación- es, precisamente, el rasgo que ha distinguido y nominado nuestra condi-ción civil.

Barbarie, en sus dos acepciones más corrientes, significa alteridad y naturalidad. Entendida como “alte-ridad”, es sinónimo de lo “extranjero”, lo foráneo; aunque este significado encierra un curioso aditamen-to: La barbarie se utiliza para designar todo aquello que, siendo aceptado como un elemento ajeno a la propia idiosincrasia, genera en quienes la perciben un

N

Page 3: Equinoccio - Documentos de Barbarie

2

sentimiento de repulsión antes que una vocación ma-nifiesta por su emulación o apropiación. Y en cuanto “naturalidad”, denomina a todo aquello que se halla en su condición originaria de pureza y rusticidad; en este último sentido, las fronteras de lo bárbaro cir-cunscriben a todas aquellas manifestaciones que, ca-rentes de sofisticación, persisten en permanecer en un estado inalteradamente primitivo.

Pero es necesario destacar que la barbarie no es un apelativo inmutable, sino que adquiere nuevas sig-nificaciones conforme a los diferentes grados y esta-dios de cohesión que una comunidad alcanza, y frente a las posibles amenazas que ésta percibe.

Durante los tiempos de la organización nacional -y en especial, en los tiempos en que Mitre y Sarmiento llevaban adelante su feroz guerra de policía contra las montoneras disidentes del interior- el gaucho constituía el sujeto excluyente –y excluido- de nuestra noción decimonónica acerca de la barbarie.

Así fue construida esta ficción literaria que de-nominamos Nación: las ideas hicieron las guerras y éstas consagraron ciertas ideas, nuevas o anti-guas, que resultaran funcionales a la paz instau-rada

Más tarde, cuando el auge del modelo agroexpor-

tador y de la Argentina dorada del Centenario, fue el inmigrante ultramarino quien ocupó el lugar vacante dejado por el gaucho, elevado a través de complejas operaciones intelectuales a la categoría de emblema de la tradiciones nacionales. “Don Segundo Sombra” y el “Martín Fierro” de la Vuelta fueron nuestros gauchos domesticados que cuidaban las alambradas de nuestras estancias para que no se colaran por ellas la chusma intrusa que descendía de las planchadas de los barcos.

Algunos años después, cuando el país iniciaba su proceso de industrialización sustitutiva, los migrantes internos que dejaban atrás sus provincias natales para probar mejor suerte en los conglomerados urbanos, habrían de convertirse en los nuevos bárbaros. Igual de intrusos, asaltaron nuestras ciudadelas

Nuestro tiempo no está exento de quedar al mar-gen de esta lógica aparentemente invariable: para que algunos puedan estar “adentro”, parece imponerse la idea de que otros deban estar “afuera”, y así surgirán nuevos sujetos de la barbarie que reemplazarán a los anteriores, al ritmo que la sociedad (digamos, mejor, que su dirección política e intelectual) perciba nuevas amenazas a la siempre difusa e inabarcable idea de la integridad nacional.

Por su parte, la vocación de “civilizar” en nues-tra historia ha implicado, por un lado, una obstinación por domeñar lo salvaje, aun recurriendo a métodos

salvajes y, por otro, satisfacer la necesidad de erradicar la amenaza que la propia condición bárbara carga con-sigo. El bárbaro sólo es integrado al “adentro” cuando ha dejado ya de representar una intimidación real o latente a la comunidad que decide incorporarlo; Una vez que ha dejado ya de estar peligrosamente “afuera” es cuando es incluido para urdirse en una trama de significaciones que antes le era ajena.

El imaginario de la civilización en Argentina –y, por oposición, el de la barbarie- constituyó el marco conceptual que permitió engarzar y articular, con una notable dosis de eficacia, las principales preocupacio-nes de las elites políticas e intelectuales que tuvieron a su cargo la tarea de crear y de organizar la nación lue-go de haberse asegurado la victoria militar en Caseros. En efecto, esta clase de reflexiones comenzó a cobrar vigor en nuestra temprana literatura de ideas a partir de la segunda mitad del siglo XIX, y lejos de haberse visto disminuidas o interrumpidas a lo largo del tiem-po, fue motivo, desde entonces y aun hasta nuestros días, de constantes y nuevas significaciones.

Pero, a diferencia de aquel primer momento del ensayismo decimonónico, en el cual la díada civiliza-ción/barbarie era asumida como una contradicción ex-presada en términos irreducibles y extremos, las mira-das posteriores sobre la cuestión atemperaron esta naturaleza dual, para comenzar asumirla como un juego de espejos: la una como reflejo necesario de la otra, la una como elemento subyacente en la otra. Este giro obedeció, precisamente, a la percepción abrigada por nuestros hombres de ideas de que, aun luego de haber sido organizada la vida republicana en nuestro país, una esencia claramente bárbara seguía subsistiendo bajo esa pátina de formal civilización con la cual la elite fundadora de la Nación pretendió revestir a nues-tras instituciones. Aquietado, entonces, el excesivo optimismo inicial que abrigaba aquella, nuestro orden político “civilizado” comenzó a ser impugnado por quienes veían en él el producto de una traslación aquiescente de experiencias foráneas (y por lo tanto, bárbaras), al tiempo que advertían que la barbarie -en tanto rusticidad y primitivismo- seguía siendo el rasgo que impregnaba una parte muy importante de nues-tros modernos rituales civiles.

Ya en el siglo XX, la barbarie –asumida como parte indisoluble del ideal civilizatorio- fue un motivo largamente abordado en nuestra literatura. Desde el campo de la narrativa, Jorge Luís Borges abordó esta inquietud en uno de sus más notables y difundidos relatos.

En la “Historia del guerrero y la cautiva” Borges enhebró las vidas de Droctulft -el guerrero lombardo que, durante el asedio a Rávena, quedó tan deslum-brado ante la belleza que allí encontró, que decidió abandonar a los suyos para morir defendiendo la ciu-

Page 4: Equinoccio - Documentos de Barbarie

3

dad que se había dispuesto a saquear- y la de la cautiva inglesa quien, luego de ser raptada por los malones, eligió transitar su vida apegada a las costumbres indómitas de las pampas. El relato de Borges concluye con la siguiente reflexión:

“Mil trescientos años y el mar median entre el destino de la cautiva y el destino de Droctulft. Los dos, ahora, son igualmente irrecuperables. La figura del bárbaro que abraza la causa de Ravena, la figura de la mujer eu-ropea que opta por el desierto, pueden parecer antagó-nicos. Sin embargo, a los dos los arrebató un ímpetu secreto, un ímpetu más hondo que la razón, y los dos acataron ese ímpetu que no hubieran sabido justificar. Acaso las historias que he referido son una sola histo-ria. El anverso y el reverso de esta moneda son, para Dios, iguales.”2

En esta misma línea de reflexión, Ezequiel Martí-nez Estrada escribió con su particular estilo afectado, que exudaba un agobiante malestar que “Los creado-res de ficciones eran los promotores de la civilización, enfrente de los obreros de la barbarie, más próximos a la realidad repudiada (…) Los males eran muy graves, pero los bienes que se proponían en su lugar, por la imprenta, del sistema de gobierno, la reiterada imita-ción de Virgilio y la hipervaluación del cosmético cul-tural, resultaron peores todavía”.3

Jorge Luis Borges

Martínez Estrada -quien, admirado o vituperado,

demodé o actual, ha sido uno de nuestros más grandes ensayistas- no escribió estas líneas, vale aclararlo, des-de la oquedad intelectual: su pesimismo –excesivo y, por momentos, sobreactuado, en opinión de algunos, entre quienes me incluyo- nacía de la profunda sensa-

2 BORGES (2005: 60) 3 MARTINEZ ESTRADA (2001:336)

ción de fracaso que experimentaba al contemplar el derrumbe de un “estado del mundo”; aquel que en nuestro país estuvo signado por la singular combina-ción producida entre las instituciones del liberalismo clásico y las condiciones económicas emergentes del modelo agro exportador y que, pocas décadas atrás, aparecía como sólido y seguro. Y por sobre todas las cosas, perenne.

Pero, a diferencia de aquel primer momento del ensayismo decimonónico, en el cual la díada civi-lización/barbarie era asumida como una contra-dicción expresada en términos irreducibles y ex-tremos, las miradas posteriores sobre la cuestión atemperaron esta naturaleza dual, para comenzar asumirla como un juego de espejos:

Todas estas tradiciones del pasado, dijimos, si-

guen oprimiendo las conciencias contemporáneas. Dijimos, también, que somos en gran medida lo que nuestras generaciones muertas escribieron acerca de nosotros, aun con la precariedad o la desmesura con la que pudieron haberlo hecho. Así, en el actual clima de época, ideas como Nación, Patria, Pueblo, Libertad, De-mocracia y Buen Gobierno siguen orbitando en nuestras cabezas, esperando a que seamos capaces de extraer de ellas nuevas y más ricas significaciones. Y, por so-bre todas las cosas, esperando verlas realizadas. 2. Liberales y populistas, izquierdas y derechas Corren tiempos de fuerte impugnación hacia la políti-ca. El discurso de sentido común refiere con excesiva frecuencia, y rara vez de manera reflexiva y mesurada, a la fractura de las representaciones, a la corrupción de los gobiernos, al clientelismo o a la deficiente calidad de nuestras instituciones esenciales para atender de-mandas igualmente esenciales. El sentido común -esa suerte de “folklore de la filosofía” como apuntaba Antonio Gramsci en sus Quaderni…- conforma un sistema de creencias que, elevada a la categoría de obviedad, resulta funcional a los grupos hegemónicos para crear y consolidar zonas muertas del pensamien-to, zonas donde la crítica no consigue expugnar. Bajo este clima de época, donde el malestar hacia la política, y hacia los políticos, se ve amplificada por gran parte de las usinas de la comunicación social y la formación de opinión, los resultados más evidentes son la disputa –en muchos casos, violenta- por la ocupación del espa-cio público, una persistente sensación de anomia y la emergencia de extendidos bolsones de ciudadanía anodina. En este estado de las cosas, decía, las viejas amenazas del pasado vuelven a nosotros con un vigor renovado.

Page 5: Equinoccio - Documentos de Barbarie

4

Hace algunos años, un ex presidente argentino, re-firiéndose a algunas de estas preocupaciones, señalaba con cierto tono dramático:

“La opción por superar la actual crisis de representación no es, no puede ser, entre República y Democracia, la primera defendida por los guardianes de una ley protec-tora de derechos y privilegios adquiridos, frente a quie-nes quedaron excluidos o fueron expulsados de estos beneficios, y la segunda enarbolada por caudillos y jefes de aglutinamientos amorfos, sin ideología y al frente de una suerte de “lumpen-populismo” presto a invadir las ciudadelas y fortalezas. Si así fuera, estaríamos retroce-diendo a las etapas previas a la constitución de nuestros estados modernos, a los tiempos de las luchas civiles del siglo XIX, de `civilización y barbarie´”.4

Esta opinión se ha sumado a muchas otras que in-

sisten en señalar que la contradicción fundamental de nuestra condición política no se expresa a través del tradicional clivaje izquierdas y derechas sino que, utili-zando recursos discursivos heterogéneos, opone al liberalismo –que se entiende a sí mismo como la expre-sión ideológica del inconcluso ideal civilizatorio argen-tino- con el populismo, al que se asume como una for-ma específica de articulación política de la barbarie.

Esta confrontación –que a lo largo de nuestra his-toria tomó diversas formas y denominaciones, no siempre felices, mucho menos acertadas5- ha vuelto a ocupar, desde hace algunos años, extensas zonas del paisaje político e intelectual latinoamericano, luego de haber caído en aparente desuso durante algo más de un cuarto del siglo. Desde cada una de estas visiones se le atribuye a su opuesta una significación peyorativa basada, las más de las veces, en elementos emotivos y difusos que no logran superar el plano meramente testimonial.

Así, la intelectualidad liberal suele acusar a los lide-razgos populistas de manipular a los sectores sociales más excluidos –depositarios artificiosos de un ambi-guo concepto de Pueblo- en procura de obtener benefi-cios personales o de facción, mientras que desde el campo populista se impugna al liberalismo por mani-pular el concepto de la Libertad, con idéntico propósi-to. Por uno u otro camino, el resultado de esta con-

4 ALFONSIN (2005: 18). No deja de sorprender la boutade de Raúl Alfonsín acerca del lumpen-populismo, o sea, el populismo en harapos. ¿No existe la posibilidad de pensar, bajo esta misma lógica, en un campo del lumpen-liberalismo, donde los desclasados son movilizados en favor de políticas que profundizan aún más su exclusión? Nuestros años noventa –tan vituperados por algunos, y tan encomiados por otros- han sido particularmente ricos en este sentido. 5 Tampoco son acertadas o felices las denominaciones Liberalismo – Populismo que empleamos, pero a falta de otras más adecuadas, nos apropiaremos de ellas.

frontación ha sido el debilitamiento de las institucio-nes republicanas, las que han quedado reducidas a un plano estrictamente ritual. Por esta larga senda transi-tada, el rito republicano –en lo que respecta a sus enunciados, reglas y procedimientos- ha concluido por verse convertido en un instrumento subordinado a las exigencias del conflicto principal mantenido entre liberales y populistas.

Ezequiel Martínez Estrada

Si bien argumentaciones de este tipo han sido utili-

zados para interpretar algunos aspectos relevantes de nuestra actualidad, la caracterización usual de la díada señalada no es del todo correcta, definitivamente no es novedosa y conduce a interpretaciones confusas. En el trayecto que une el pasado con el presente, Libe-ralismo y Populismo (o, reiteramos, las muchas denomi-naciones que han merecido en el transcurso de dife-rentes épocas) han conformado dos visiones polares que dividieron las aguas de la historia política argenti-na desde sus inicios, mientras que la díada Izquierdas-Derechas –insustituible, por ejemplo, en función de interpretar los aspectos más salientes del sistema polí-tico europeo moderno, pero discapacitada para abor-dar la comprensión más o menos concluyente de la historia política en América Latina- ha actuado, por un lado, como variable dependiente de aquel conflicto fundamental y, por otro, como un elemento débil de identidad que sólo podría adquirir sentido hacia al interior de cada una de las visiones polares señaladas.

El sentido común -esa suerte de “folklore de la filosofía” como apuntaba Antonio Gramsci en sus Quaderni…- conforma un sistema de creencias que, elevada a la categoría de obviedad, resulta funcional a los grupos hegemónicos para crear y consolidar zonas muertas del pensamiento, zonas donde la crítica no consigue expugnar.

Page 6: Equinoccio - Documentos de Barbarie

5

Digámoslo de esta manera: en nuestro país no han existido -tanto por izquierda como por derecha- ex-presiones políticamente relevantes que actuaran por fuera de la oposición central entre liberales y populis-tas y, en cuanto a ésta, existen liberales de derecha, y también de izquierda; tanto como existen populistas de izquierda y de derecha.

La confrontación liberalismo – populismo, tal co-mo está planteada, presenta notorios problemas de ambigüedad interpretativa. Subyace en ella ciertos elementos discursivos que insisten en asociar al libera-lismo con una cerrada defensa de la legalidad institui-da, y al populismo con un modelo de construcción de la legitimidad y de la representación popular, sosteni-do sobre fuertes rasgos plebiscitarios, y aun autorita-rios. Pero puestos a analizar el problema en detalle es menester destacar que, en reiteradas ocasiones debi-damente documentadas por nuestra historiografía, en nombre del liberalismo se ha interrumpido la vigencia de las libertades civiles y políticas consagradas en nuestras leyes, así como en nombre del populismo se han conservado y fortalecido los privilegios de minor-ías tradicionales, en detrimento de genuinas aspiracio-nes populares.

Así, la intelectualidad liberal suele acusar a los liderazgos populistas de manipular a los sectores sociales más excluidos –depositarios artificiosos de un ambiguo concepto de Pueblo- en procura de obtener beneficios personales o de facción, mientras que desde el campo populista se im-pugna al liberalismo por manipular el concepto de la Libertad, con idéntico propósito.

Otros relatos que orbitan en paralelo han procura-

do establecer una errónea sinonimia entre liberalismo y republicanismo, por un lado, y populismo y nacionalismo, por otro. Nuestro pasado registra que numerosas y autorizadas voces del liberalismo han manifestado su profunda desconfianza en la eficacia de las institucio-nes republicanas consagradas por nuestras leyes –las diversas experiencias de proscripción electoral o de democracia censitaria son buenos ejemplos de ello- al tiempo que una parte importante de la intelectualidad nacionalista ha vislumbrado en la “excesiva” presencia de los sectores populares en la arena política una no-toria amenaza a los “valores tradicionales de nuestra nacionalidad”. Respecto de la aparente contradicción entre libera-les y nacionalistas no debería dejar de apuntarse, a modo de ejemplo, que durante el proceso político abierto en nuestro país luego de la batalla de Pavón, los sectores liberales porteños que se manifestaron partidarios de la formación de un gobierno central

hegemonizado por Buenos Aires asumieron para sí la denominación de nacionalistas, diferenciándose de esta manera de los liberales autonomistas, contrarios a la federalización de la ciudad de Buenos Aires y, sobre todo, de las rentas producidas por su aduana. De mo-do que, en nuestra Historia, los primeros nacionalistas asumidos como tales fueron los liberales. Junto con ello, durante el período de entreguerras, la convivencia entre liberales y nacionalistas estaba fundada en lazos de genuino respeto e intercambio intelectual recípro-co. La pertenencia a una misma clase social, su común exaltación de las aristocracias de espíritu, y la defensa del derecho de mando de las elites, fueron los elementos que posibilitaron esta visión compartida respecto de lo público; visión que en nuestro país terminó por frac-turarse como consecuencia de las posiciones que unos y otros fueron asumiendo con el curso de la guerra civil en España.6

A lo largo de estos dos primeros siglos de vida na-cional, el pensamiento liberal –hegemónico desde la segunda mitad del siglo XIX hasta las primeras déca-das del siglo XX– produjo sucesivos relatos acerca de cómo debía ser construido el orden político. Los inte-lectuales de la ilustración –impregnados aún de cierta impronta heredada de la escolástica española-, brinda-ron el marco filosófico general para el desarrollo de los sucesos de Mayo; posteriormente, el romanticismo reemplazó la visión iluminista permitiendo alimentar la ficción de crear una nación; luego de éste, el positi-vismo brindó las bases filosóficas para la conforma-ción de un orden estable que, aun con sus marcadas limitaciones en cuanto a la restricción ejercida sobre las libertades políticas, fue eficaz para apuntalar los cambios económicos y sociales de un país que se esta-ba integrando aceleradamente a un contexto interna-cional crecientemente complejo.

Cada uno de estos relatos tuvo sus propias varian-tes por izquierda y por derecha. Así, por ejemplo, la impugnación que desde el radicalismo primitivo se hacía del orden conservador estaba orientada, básica-mente, a sentar las bases de la pureza del sufragio y de una democracia ampliada; una demanda que compart-ía en gran medida con el ala modernista del conservadu-rismo de principios de siglo XX. Por aquellos mismos años, el socialismo -desde su modesta representación parlamentaria- intentó promover la sanción de una legislación laboral que, lejos de crear fracturas en el orden imperante, significaran una elevación moral y material de amplios sectores sociales hasta entonces excluidos por las elites dominantes.

En los años de entreguerras, el relato liberal “clási-co” entró en estado crisis, dando surgimiento a nuevas ficciones alternativas. El pensamiento nacionalista,

6 Cf. SEBRELI (2004: 100-107)

Page 7: Equinoccio - Documentos de Barbarie

6

como parte del arco antiliberal que se había ido con-formando por ese entonces, abogó por un retorno a las raíces premodernas, hispanistas y católicas existen-tes en el país anterior a Caseros. De allí que el revisio-nismo histórico, al fijar su mirada en Rosas, brindó desde el campo de la narración histórica una serie de recursos ideológicos y discursivos capaces de alimen-tar con eficacia un conjunto de prácticas políticas anti-liberales.

La apelación discursiva a un nuevo sujeto político, el Pueblo, sostenida en sus comienzos por el naciona-lismo, también fue diversificándose hacia posiciona-mientos más igualitaristas o más estamentales. Mien-tras el nacionalismo popular –que años después habría de converger, junto con otras identidades políticas, en el ala izquierda del populismo peronista- ponía en tela de juicio las posibilidades reales del liberalismo por integrar a las mayorías al sistema político, en un esta-dio embrionario de la “democracia de masas” en Ar-gentina, el nacionalismo de raigambre católica y restau-radora, por su parte, centraba sus críticas –furibundas las más de las veces- hacia el proceso de laicización impulsado por la intelectualidad liberal de fines del siglo XIX, lo que habría producido –según su mirada- la irrupción de elementos populares indeseables a la vida política y la consiguiente pérdida de las más ele-mentales nociones de jerarquía social.

A la luz de todos estos argumentos liberalismo y populismo no expresan, por sí solas, -o, al menos, esto no es lo que ha ocurrido en nuestra historia- opciones de izquierda o de derecha, sino que las posiciones específicas que han ido asumiendo sus diversas ver-tientes frente al problema de la desigualdad es lo que habría de determinar su ubicación en esta dicotomía secundaria. Sin caer en la premisa grosera, de sentido común, que sostiene que “los extremos se tocan” puede advertirse, no obstante, que el pensamiento político conservador -afincado en el extremo del arco liberal– ha compartido con el nacionalismo restaura-dor (que, por momentos, no ha evitado de exponerse a sí mismo como una variante populista) una visión común respecto de la necesidad de marginar a las ma-sas populares de las grandes decisiones políticas; del mismo modo que ciertas expresiones de la izquierda “republicana” han compartido con el nacionalismo popular o con algunas variantes del liberalismo moder-nista la necesidad de incluir a las mayorías en el sistema político. 3. Trascendencia y Contingencia: Nación y República. Un segundo elemento para comprender la confronta-ción entre liberales y populistas está relacionado con la naturaleza que cada una de estas visiones le asigna al

origen y la naturaleza del orden político. Para los nacionalistas, primero, -y para los populis-

tas, más tarde- la Nación es el hecho trascendente de la política. Su existencia antecede a todo pacto de su-jeción política y a toda forma que éste adquiera; y al asignársele una naturaleza inmutable, la Nación con-forma una entidad que trasciende a cada una de las formas en que ésta se organice. Para el liberalismo, en cambio, la Nación es una creación del orden político para homogeneizar en términos identitarios a una comunidad.

Maristella Svampa (2006: 277) apunta que la legi-timidad populista se construye como exceso respecto de la democracia y, a la vez, como déficit respecto del totalitarismo. El populismo, al intentar crear una fuen-te de legitimidad que supere el formalismo republica-no, manifiesta una tendencia a considerar que existe una sustancia política primera, trascendente, llamada Pueblo-Nación. Bajo esta lógica, si este Pueblo-Nación representa la trascendencia y la inmutabilidad de lo político, la república –como forma de organiza-ción- no puede sino verse reducida a un plano exclusi-vamente contingente. Esta operación intelectual de reemplazo estuvo históricamente determinada, como ya se ha señalado pero vale la pena reiterarlo una vez más: la crisis de las instituciones de la democracia libe-ral clásica en Argentina, como fenómeno complemen-tario de la crisis del modelo agro exportador, trajo consigo la decadencia del ambiguo concepto de Liber-tad que -desde 1880, cuando se organiza de manera definitiva nuestra institucionalidad política- se había constituido como principio ordenador de nuestra mo-dernidad. Disminuido así en sus capacidades de signi-ficación y dirección, la concepción decimonónica que acerca de la Libertad formularon nuestros Padres fun-dadores fue desplazada por la de Pueblo-Nación que, con sus disrupciones y resignificaciones, prevalece hasta nuestros días. Bajo formas más igualitarias –donde las masas son activadas y movilizadas desde el corazón del gobierno, a través de mecanismos de co-erción o de cooptación- o formas más elitistas –donde ciertas minorías se arrogan el derecho a ejercer el mando en procura de satisfacer el “bien común”- los proyectos nacional populares han asumido conductas de sesgo autoritario que reemplazaron las prácticas republicanas clásicas basadas en la división e indepen-dencia entre los poderes y los sistemas de frenos y controles por otras plebiscitarias, aún cuando la for-malidad del sufragio no sólo se mantuviera vigente, sino que inclusive se viera ampliado.

Para Ernesto Laclau (2009: 97-115), en las expe-riencias populistas concurren una serie de condicio-nes. En primer lugar deja en claro que el populismo es, básicamente, una lógica política que, a través de la tensión entre demandas equivalenciales y diferenciales,

Page 8: Equinoccio - Documentos de Barbarie

7

crea fronteras que lo separan respecto de “Otro” insti-tucionalizado. Como condición de esta construcción emerge una Plebs que se asume como Populus, esto es, una parcialidad que se entiende a sí misma como tota-lidad. En definitiva, y aunque Laclau no lo admita de una manera explícita, la emergencia del populismo no puede significar otra cosa que el fracaso un régimen político por procesar demandas crecientes y comple-jas. 4. Nación y Suelo Nuestro país carga consigo una poderosa, casi mitoló-gica, impronta agraria. La observamos tempranamente en la historia, al analizar un texto fundacional como la “Representación de los Hacendados” y en los sucesos de Mayo, que marcan el supuesto origen de nuestra exis-tencia como entidad política. Posteriormente, las elites de la Argentina de la segunda mitad del siglo XIX, concibieron a la Nación y el Suelo como dos elementos que se suponen mutuamente; porque fue el suelo –en rigor, sus excepcionales características- lo que permi-tió que el país se engarzara en el sistema económico mundial y, con ello, que se crearan las condiciones materiales para que pudiera conformarse un orden político eficaz y estable.7

Así lo advirtieron algunos de los más lúcidos ex-ponentes del primer liberalismo argentino, en especial el viejo Alberdi, quien puso en evidencia y corrigió los errores de apreciación de otros intelectuales de su generación, incluso los del joven Alberdi. A causa, tal vez, de la distancia (tanto geográfica como filosófica) que como consecuencia de ciertos avatares políticos se fue estableciendo entre él y otros intelectuales de su generación, comenzó a observar esta confrontación de ideas desde una latitud más desapasionada –y por qué no decirlo, más certera- que algunos de sus contem-poráneos. Para este Alberdi tardío, la Barbarie había de-jado de encarnarse en la extensión de esas llanuras despobladas que Sarmiento persistió durante gran parte de su vida en anatemizar, así como observaba que la Civilización permanecía ausente en aquellas insti-tuciones y costumbres que pervivían en las ciudades, aun con sus libros, sus latines y sus fraques, como observa-ra el cuyano en “Facundo”. Juan Bautista Alberdi, y más tarde José Hernández y otros intelectuales orgánicos del proyecto político de la Confederación Argentina, vislumbraron con claridad que las condiciones mate-riales de factibilidad de instituciones políticas, sociales

7 Cabe mencionar, a modo de curiosidad, que la Sociedad Rural Argentina, entidad fundada en 1866 y que tradicio-nalmente ha representado a los sectores más concentrados de la economía agraria, tiene como lema “Cultivar el suelo es servir a la Patria”

y económicas de una Argentina moderna sólo podrían surgir de las rentas arrancadas por las entrañas de nuestras fértiles pampas.

Casi dos siglos más tarde, la extraordinaria e im-pensada recuperación de la economía argentina siguió expresándose en una misma e inalterada clave agraria. A la drástica devaluación monetaria operada en el 2001-2002 le siguió una previsible expansión de nues-tras exportaciones –esencialmente, agropecuarias- coadyuvada por un escenario internacional especial-mente receptivo hacia ellas. Desde entonces, el com-plejo agrario argentino ha vuelto a generar –entre bie-nes primarios sin elaborar y manufacturados- más de la mitad del valor total de las exportaciones del país; y los gravámenes que recaen sobre el sector externo aportan entre quince y veinte de cada cien pesos que ingresan al tesoro nacional. La excepcional holgura fiscal de los últimos años, apalancada por una igual-mente excepcional renta agraria, no sólo sirvió para alejar de nuestro horizonte la amenaza de una poten-cial disolución del Estado Nación –una conjetura que, recordemos, fue seriamente planteada desde ciertas usinas académicas en los momentos más críticos del año 2002– sino que permitió que, hoy, seamos capa-ces de impulsar festejos y debates como los que han tenido lugar en ocasión de conmemorar nuestro Bi-centenario. De modo que la causa esencial que ha explicado esta sensación de alivio, luego de tanto in-fortunio, debe buscarse -como hace casi un siglo y medio cuando fue instaurado por el Orden Conservador; como, al parecer, ha sido desde siempre– en la increí-ble y aparentemente inagotable fuerza reproductora de nuestras praderas. Nuestra eterna condición de “gra-nero del mundo” se ha erigido, una vez más, como la razón última que explica -con mayor precisión que otros fenómenos- cada uno de los ciclos de auge, de-cadencia y resurgimiento del país de los argentinos.

Desde el terreno del sentido común, las carnes y los granos fundaron la Nación; y, en las más íntimas creencias de muchos argentinos, persiste el mito de que las carnes y los granos volverán a fundarla, cuan-tas veces sea necesario. Una y otra vez vuelve a cum-plirse, inexorable, esa vieja sentencia fuertemente afin-cada en nuestro folklore: “con una buena cosecha nos sal-vamos todos”. No en vano, entonces, cada vez que nues-tros intelectuales han encarado la tarea de pensar este país, el problema del suelo se manifestó como una de sus cuestiones cruciales.8 8 Entre marzo y julio de 2008, en pleno conflicto manteni-do entre el gobierno y las entidades empresariales agrope-cuarias por la aplicación de un sistema de retenciones móviles a las exportaciones se constituyó un núcleo de intelectuales denominado “Carta Abierta”, que jugó un fuertemente en apoyar al gobierno en dicho conflicto. El su primer documento público, el grupo manifestaba: “Desde

Page 9: Equinoccio - Documentos de Barbarie

8

5. Democracia doctrinaria y Democracia inorgá-nica El quiebre definitivo del orden colonial español en el Río de la Plata -que tuvo en Mayo de 1810 su punto simbólico de partida- trajo como una de sus conse-cuencias directas una larga disputa intelectual y políti-ca que aún persiste luego de dos siglos de vida nacio-nal: una visión de la democracia que se entiende a sí misma como civilizada, de “buenos modales” aunque excluyente, frente a otra, bárbara, “plebeya”, pero inclusiva.

La distinción entre estas dos concepciones opues-tas de la democracia nació, como lo señalaba Alberdi, con la propia Revolución de Mayo y fue la causa prin-cipal que articuló las guerras civiles que tuvieron lugar durante las décadas siguientes. El General José María Paz en sus Memorias explicó, con una sinceridad inte-lectual abrumadora, los diversos planos de confronta-ción establecidos entre una y otra.9

En primer lugar, dirá Paz, la Revolución de Mayo opuso a la “parte más ilustrada” de la sociedad con la porción “más ignorante”. El oficial artillero -elogiado con creces por Sarmiento en su Facundo- siempre con-sideró que el proyecto de Buenos Aires representaba las ideas provenientes de la Francia revolucionaria, frente a las inveteradas tradiciones coloniales de las provincias interiores.

En segundo lugar, confrontó a la gente de las campañas con la de las ciudades. Luego, enfrentó los intereses de las provincias contra los de la Capital. Por último, dirá Paz, las tendencias democráticas contra las aristocráticas.

A mediados del siglo XX, José Luis Romero –un hasta entonces reconocido medievalista que por aque-llos años comenzó a incursionar por los sinuosos sen-

2003 las políticas gubernamentales incluyeron un debate que involu-cra a la historia, a la persistencia en nosotros del pasado y sus relacio-nes con los giros y actitudes del presente. Un debate por las herencias y las biografías económicas, sociales, culturales y militantes que tiene como uno de sus puntos centrales la cuestión de la memoria articulada en la política de derechos humanos y que transita las tensiones y con-flictos de la experiencia histórica, indesligable de los modos de posicio-narse comprensivamente delante de cada problema que hoy está en juego(…)”. El párrafo es concluyente en este sentido: la Cuestión Agraria en la Argentina sigue constituyendo un lugar prominente de conflictiva relación entre las esferas de lo público y lo privado, y como tal, un lugar prominente de los debates intelectuales.

9 Las Memorias de Paz, publicadas por primera vez en 1855, despertaron agudas críticas y rechazo en muchos de sus contemporáneos, al punto que los generales Lamadrid e Iriarte aconsejaron a las autoridades retirar de la venta los ejemplares de aquella primera edición.

deros de la historia argentina, tornándose, luego, en una voz reputada en el mundo de la historiografía hasta su muerte, en 1977- retomó estas ideas –la de Alberdi y la de Paz- para argumentar que la llamada era criolla del pensamiento político argentino estuvo sig-nada por la confrontación entre dos concepciones de la democracia: la primera de ellas, de raigambre liberal y fuertemente presente en los sucesos de Mayo -y a la cual denominó doctrinaria- encontró su oposición en una corriente rival, de pronunciado contenido popu-lar, a la que llamó inorgánica. La oposición entre ambas corrientes democráticas explicaba, según Romero, el trasfondo ideológico de nuestras guerras civiles que, sin mayores variaciones a lo largo del tiempo, había actualizado su vigencia con el advenimiento del pero-nismo.10

Los rótulos empleados por Romero para nominar a uno y otro proyecto democrático son, cuanto me-nos, sugerentes. Al asumirla como doctrinaria, la línea de pensamiento de Mayo estaría directamente vincula-da con la concepción iluminista acerca de la soberanía popular y del gobierno de los pueblos; la vertiente restante, en tanto inorgánica sugiere la idea de una multitud librada a sus impulsos ciegos; una forma de construcción política carente de órganos de posibili-tan la vida. La primera –expresión del espíritu- se afin-ca en las ciudades; la segunda –materia tosca- tiene su origen en el vitalismo bárbaro de la vida rural. El en-cuentro traumático entre estas dos vertientes, explica Romero, constituye el nudo del dilema argentino en procura de constituir una Nación.

“Lo que había de liberal en el movimiento de Mayo era lo que apartaba a un pueblo que coincidía con él en sus objetivos fundamentales; pero este apartamiento lleva-ba a una diversificación tan radical de los principios políticos que muy pronto, pese a la unidad de ideales, se constituyeron dos frentes antagónicos en la masa pa-triota.”11

Contemporáneo al texto citado, Atilio García Me-

llid publica una obra referencial para el nacionalismo popular. Aun cuando su pensamiento se ubica en las antípodas de las preferencias políticas e historiográfi-cas de Romero, García Mellid habrá de plantear la contradicción señalada, en términos coincidentes con los utilizados por Romero, quien a su vez los había tomado prestados de Alberdi.

La historia argentina, por lo tanto, se bifurca en la lu-cha por la ley y en la lucha por la libertad. Los grupos “ilustrados”, que son los que pujan por la primera, han

10 Tengamos presente este punto: Romero era un intelec-tual de filiación socialista, enrolado en el ala izquierda del campo liberal, y escribió este texto en 1946. 11 ROMERO (1975:100).

Page 10: Equinoccio - Documentos de Barbarie

9

constituido, en los diversos períodos, el unitarismo, el progresismo, el unicato, el “régimen” y la oligarquía. El pueblo, adherido a la causa de la libertad, ha sido im-pugnado por tales círculos como gaucho, montonero, compadrito, chusma y descamisado. La realidad, que está por debajo de los calificativos, es que unos y otros representaron y representan: la legalidad frustránea y las libertades genuinas.12

El dilema de la democracia, a la luz de las diferen-

tes narraciones producidas por nuestra historiografía, radica en la pretensión de totalidad que fuera señalada anteriormente. Y en ello radica, en esencia, el conflicto central de la política: la lucha por significar conceptos y afincar creencias que jamás podrán alcanzar su com-pletitud semántica. En ambos relatos presentados, los “liberales de mayo” y la masa patriota –en el caso de Romero- o los “ilustrados” y el “Pueblo” –como los define García Mellid- confrontan entre sí por dejar de ser una parcialidad para constituirse en un Todo que, a su vez, rechaza la idea de integrar al Otro, que necesa-riamente es diferente.

Juan Bautista Alberdi

6. “Mayo” como espacio de confrontación histo-riográfica Nuestros constructores intelectuales de Centenarios han to-mado los sucesos de mayo de 1810 como un mojón histórico excluyente. A fuerza de esta tenaz prédica, los siglos de la patria comenzaron a contarse a partir de allí. El catecismo escolar, por su parte, apuntaló este concepto y se mostró eficaz en machacar con la idea de que, frente a Mayo, Nada le es precedente, en lo que refiere a la afirmación de una nacionalidad, y

12 GARCIA MELLID (1985: 23)

Todo lo que este país es, ha sido construido desde allí. Convengamos, en primer lugar, que se trata de un

extraño criterio para fijar nuestras efemérides patrias porque, en rigor, ni la Patria, ni la Nación, ni la Re-pública, ni el Estado, ni la Independencia ni la Demo-cracia quedaron establecidos en aquel distante 25 de Mayo de 1810. Si nada de eso ocurrió entonces, ¿cuál es la importancia que le asignamos a esta fecha y por qué razón ocupa un lugar tan destacado en nuestras evocaciones?

Una respuesta posible, -y algo apresurada, porque sobre este asunto la comunidad académica no ha fija-do aún una posición de consenso, pese a los significa-tivos aportes realizados durante las últimas décadas en procura de una interpretación concluyente sobre estos hechos– es que Mayo es una de las más exitosas y per-durables intervenciones intelectuales llevadas a cabo en nuestro país; y, además, la que dio comienzo a una sucesión de relatos fundacionales o mitos originarios que, más allá de ciertas fisuras discursivas, ha mante-nido un grado importante de eficacia para explicar de dónde venimos, qué somos y hacia dónde vamos los argentinos.

Nicolás Shumway define a esta clase de relatos mitológicos como “ficciones orientadoras”, “creaciones tan artificiales como las ficciones literarias” pero necesarias para darles a los individuos “un sentido de nación, comuni-dad, identidad colectiva y un destino común nacional”.13 En efecto, todo proceso que conlleva la construcción de una nación requiere de la formulación de ciertos mitos originarios; relatos que permiten explicar con suficien-cia a una comunidad, el modo en que ésta se ha des-arrollado desde sus inicios y que, a la vez, sirven de argumentos de legitimación de ciertas ideas y visiones que, aunque producidas en el pasado, cohesionan los sucesos del presente y le brindan cierta perspectiva común al porvenir. Asumiendo todos estos sentidos, podemos afirmar que Mayo fue construido lentamente a partir de febrero de 1852. Porque fueron los vence-dores de Caseros, primero, y de Pavón, más tarde, quienes lo rescataron y resignificaron, para poder ser ellos mismos legitimados ante los ojos de los venci-dos.

Aun cuando ciertas corrientes actuales en la his-toriografía, como ya se ha señalado, se resistan a se-guir usando el pasado como horizonte de legitimación de cuestiones contemporáneas, ello no significa que, en otras dimensiones de la vida social -en el campo de la praxis política, por ejemplo- este tipo de interven-ciones intelectuales hayan perdido validez. Precisa-mente, porque como le señalara Alberdi a Mitre:

La historia no es simple catecismo de moral, una sim-ple galería de modelos edificantes; es una ciencia que

13 SHUMWAY (1993:13)

Page 11: Equinoccio - Documentos de Barbarie

10

explica el porqué de los hechos desgraciados y el cómo se podrían prevenir y reemplazar por otros felices, ex-poniendo al mismo tiempo los acaecidos y realizados. “La historia no puede existir ni prosperar donde falta la libertad. Entre el pasado y el presente hay una filiación tan estrecha que, juzgar al pasado no es otra cosa que ocuparse del presente. Si así no fuese, la historia no tendría interés ni objeto. 14

Aun cuando en Mayo haya ocurrido poco y nada

de todo aquello que nuestra mitología señala, sí ocu-rrió, en cambio, un hecho que marcó una decisiva ruptura con el pasado: Mayo significó el punto de par-tida para la institucionalización de un debate acerca de una cuestión que aún permanece, en buena parte, irre-suelta hasta nuestros días. El debate sobre cómo cons-truir un orden político autónomo y dotado, por igual, de grados de inclusión, legitimidad y eficacia acepta-bles.

Decir que un debate político se ha institucionali-zado significa, por un lado, admitir que cierta corrien-te de ideas ha dejado ya de circular exclusivamente entre los intersticios de la esfera privada, para trasla-darse al centro de la arena pública y, por otro, que ciertas reflexiones han adquirido una entidad de tal envergadura que no pueden seguir siendo ignoradas por el núcleo duro de un sistema de dominación política. Esto no es lo mismo que afirmar, como sostienen algunas opiniones, que en mayo de 1810 se inauguró una línea original de reflexión, porque la materia que se debatió durante esas impacientes jornadas venía preocupando, desde mucho tiempo antes, a la “parte sana y decente” -por utilizar un giro de época- de la sociedad colonial de fines del siglo XVIII y principios del XIX.

Decíamos que mucho se ha escrito acerca del sentido y las implicancias que estos sucesos sin que exista aún una interpretación unívoca. Alrededor de Mayo se abrió la primera de las más importantes con-troversias de la historiografía argentina; sobre la natu-raleza de los hechos en sí mismos, sobre sus implican-cias mediatas e inmediatas y sobre la impronta con que aún hoy en día marcan la discusión de los pro-blemas contemporáneos.

La interpretación liberal ha sostenido, por ejem-plo, que en Mayo se desplegó, en líneas generales, un movimiento cívico que, inspirado en el ideario de la revolución francesa, tenía como sus principales objeti-vos la afirmación de una voluntad emancipadora y la apertura de la economía del Plata al mercado mundial. Esta lectura adquirió un carácter hegemónico a partir de la extensa producción intelectual de autores como Bartolomé Mitre, Domingo Faustino Sarmiento, Vi-cente Fidel López y de otros exponentes de aquella

14 ALBERDI (1974: 32)

generación intelectual que, luego de Caseros, tuvo a su cargo la organización de las instituciones políticas del país; lectura que, salvo tenues diferencias de matices, permaneció inalterada por algo más de medio siglo.

En la década de 1920-1930, y como resultado de la crisis orgánica15 del liberalismo político, tomó im-pulso una interpretación historiográfica alternativa –llamada comúnmente “revisionista”- la cual insistió en negarle a los sucesos de Mayo la naturaleza revolucio-naria, librecambista y antihispanista que le habían atri-buido los liberales “clásicos” para sostener, en cambio, que la conformación de la Primera Junta surgió como una solución de compromiso operada por los jefes de las milicias criollas, con el fin de evitar que el poder polí-tico vacante cayera en manos de las principales poten-cias europeas. La apelación al factor militar como ga-rante de última instancia del orden político era, por aquellos años de entreguerras, un lugar común del discurso antiliberal que el revisionismo adoptó como propio.16

Entre ambas interpretaciones historiográficas ha habido otras que, poniendo en relieve el valor de cier-tos elementos y atemperando el de otros, han intenta-do explicar el significado profundo de Mayo.

Desde el margen izquierdo del revisionismo, Milcíades Peña (1972) ha persistido en negarle a los sucesos de mayo de 1810 su condición revolucionaria para sostener, en cambio, que se trató tan solo del desplazamiento de la burocracia peninsular por otra de origen criollo, en tanto que otros autores volcaron sus esfuerzos en adjudicar como causa directa de la destitución del virrey Cisneros la inminente caducidad del Reglamento provisorio de Comercio sancionado en noviembre del año anterior, con los perjuicios que tal retrotracción traería aparejados para los intereses de la burguesía comercial del Plata.17 Por su parte, la izquierda liberal encontró motivos de impugnación y de rechazo frente esta clase de interpretaciones.

¿Cómo podríamos, entre nosotros, afirmar que la Re-volución de Mayo, preparada por la rebeldía del crio-llo contra un régimen centralista, por los gérmenes de la democracia fecundados en los cabildos, por la in-fluencia del pensamiento filosófico, por factores ma-

15 El concepto de crisis orgánica se utiliza aquí en términos gramscianos; como crisis de un sistema en su conjunto. 16 Hugo Wast –seudónimo literario de Gustavo Adolfo Martínez Zuviría- sostuvo en Año X –una obra escrita en los últimos años de su vida-que “La Revolución de Mayo exclu-sivamente militar y realizada por señores… El populacho no intervi-no (…) La patria no nació de la entraña plebeya, sino de la entraña militar (…)” (1970:11). Martínez Zuviría (1883-1962) fue un escritor nacionalista católico que desempeñó, entre otros cargos públicos, el de Ministro de Justicia e Instrucción Pública durante la dictadura del general Pedro Ramírez. 17 GALASSO (2004: 8)

Page 12: Equinoccio - Documentos de Barbarie

11

teriales y espirituales se produjo sólo por una cuestión de aduanas?18

Carentes, como se dijo, de una visión unívoca e

integradora, el único argumento incontrastable es que, a dos siglos de distancia, los sucesos que marcan el supuesto punto de inicio de nuestra existencia como comunidad política, permanecen todavía en una zona de densa confrontación y penumbra. Todas las inter-pretaciones acerca de Mayo -las vigentes y las desusa-das- siguen alimentando de significados nuestras conmemoraciones patrias, porque en definitiva están dirigidas a discernir la naturaleza de ese extraño artifi-cio denominado Nación. Y, en tal sentido, la conme-moración del Bicentenario no está exceptuada de con-vertirse en la arena destacada de una nueva disputa intelectual acerca de los diferentes proyectos que se encuentran en pugna respecto del porvenir de nuestro orden político.

Mayo es, desde el sentido común de los argenti-nos, el punto de origen de la patria. Mayo es una de las más persistentes ficciones literarias tejidas en torno a nuestra historia. 7. Notas sueltas sobre Mayo. Señalamos que en mayo de 1810 no nació la patria, ni la Nación, ni la República, ni el Estado, ni la Indepen-dencia ni la Democracia –no hay evidencia heurística para sostener categóricamente ninguna de estas posi-bilidades- sino la más perdurable de todas nuestras ficciones orientadoras. Se señaló también que Mayo puso en un primer lugar de significación el debate que se había originado ya en el seno de la incipiente bur-guesía del Río de la Plata: un debate en torno a qué sector de ella, y bajo qué condiciones y alianzas, debía conducir el proceso político que se abría con la caída del régimen colonial.

Repasemos brevemente algunos hechos vincula-dos con esta cuestión: las diversas interpretaciones historiográficas coinciden sostener que el proceso independentista que se inicia con los sucesos de Mayo son producto y consecuencia directa de la crisis que atravesó la monarquía española en 1808, de modo que la situación de las colonias en el Río de la Plata hacia 1810 es sería otras cosa que un reflejo de la situación peninsular.

No obstante, no deja de ser menos cierto que la autoridad imperial en Buenos Aires ya estaba erosio-nada desde hacía bastante tiempo, y eso explica en gran medida la resolución “pacífica” del movimiento originado en Mayo. Siguiendo la lógica que vincula las causalidades externas e internas –de la cual Rodolfo

18 PALACIOS (1955: 169)

Puigróss ha sido especialmente afecto- puede mencio-narse el curso de las guerras napoleónicas hacia 1805, en tanto causa externa, y las consecuencias inmediatas de las invasiones inglesas en el Río de la Plata de 1806-1807 y de la asonada de Álzaga, en tanto causas inter-nas.

Respecto del primer elemento, 1805 fue un año particularmente intenso en relación con los cambios que se producirán en el mapa político europeo. El 21 de octubre de ese año la armada británica destrozó a la flota franco-española en el cabo de Trafalgar, frente a la costa gaditana. Semanas más tarde, el 2 de diciem-bre, los ejércitos de Napoleón vencen a las tropas austro-rusas en el campo de Austerlitz. Ambas batallas significarán el ingreso de la América española a la nueva realidad geopolítica abierta por el desarrollo de la guerra europea: Francia reforzará su control conti-nental, en tanto Gran Bretaña ganará su hegemonía militar sobre los grandes espacios marítimos, posición indisputada que mantendrá durante algo más de un siglo. Precisamente, a la luz de su poderío naval, co-mienza a gestarse la estrategia inglesa de incursionar en la periferia del imperio español. Dicho de un modo más simple: sin el resultado obtenido en Trafalgar resultan impensables las invasiones inglesas a Buenos Aires en 1806 y 1807.

Pese a que los invasores ingleses fueron repelidos por la enérgica decisión de amplios sectores de la po-blación de la ciudad de Buenos Aires, estos aconteci-mientos tuvieron importantes implicancias en materia de política doméstica e internacional.

En cuanto a las consecuencias de la política in-terna, la Reconquista y la Defensa pusieron de manifiesto tres importantes elementos que tendrán una notoria significación en los posteriores sucesos de Mayo.

En primer lugar se verifica la incapacidad de las autoridades virreinales para organizar la defensa del territorio frente al ataque militar de un país extranjero, y una vez sofocadas estas amenazas se observa, además, una clara imposibilidad para reconstruir con eficacia su propia legitimidad. Desde 1807 hasta mayo de 1810 la autoridad política en la capital del virreinato se encuentra dispersa en tres instituciones: el Cabildo, la Real Audiencia y la Capitanía General.

El segundo elemento tiene que ver con la supe-rioridad organizativa y bélica que van adquiriendo las milicias criollas respecto de las tropas de origen penin-sular, fenómeno que se profundizará luego de sofoca-da la asonada de Álzaga. Cotejando diversas fuentes, aunque obteniendo idénticos resultados, Fabián Hara-ri (2006: 134) consigna que hacia 1806 los efectivos militares al mando de jefes de origen peninsular alcan-zan a 5.209 hombres distribuidos en 17 cuerpos, en tanto que jefes criollos tienen bajo su mando 3.067 efectivos organizados en 7 cuerpos. Asimismo, una

Page 13: Equinoccio - Documentos de Barbarie

12

vez fracasado el motín de los capitulares –encabezados por el comerciante y alcalde primer voto, Martín de Álzaga- para destituir al virrey interino San-tiago de Liniers, éste procedió a disolver los cuerpos de las milicias peninsulares implicados en el movi-miento: los Tercios de catalanes, vizcaínos y gallegos que, en conjunto, totalizaban cerca de 1.600 hombres.

El tercer elemento que se observa, y que se deri-va en gran parte del anterior, es la creciente moviliza-ción e irrupción de las masas populares al terreno de la política, como producto del proceso de militariza-ción criolla frente a las invasiones inglesas.

La conjunción de estos tres elementos posibilitó las bases objetivas para que las elites criollas comenza-ran a vislumbrar como factible la posibilidad de ins-taurar un gobierno alternativo en mayo de 1810. Y bajo esta mirada parece resolverse el dilema acerca de la existencia o no del elemento popular en la revolu-ción: no parece importante, a esta altura de los hechos, dilucidar si hubo o no presencia plebeya en la plaza o, si como señalan algunos nacionalistas, el fac-tor militar fue el preponderante. Sabemos sí, que la acción de las milicias criollas fue fundamental en la resolución del conflicto generado por la vacancia de poder político; y sabemos, también, que el elemento popular ocupaba un lugar destacado en esas milicias: tal vez, el pueblo no estuviera en la Plaza, porque es-taba acantonado en los cuarteles.

En cuanto a sus implicancias internacionales, lue-go de fracasadas sus incursiones militares en el Plata, la política exterior británica se retrotrajo a la visión existente durante el gobierno del joven Pitt: estas de-rrotas sirvieron para revitalizar en el parlamento inglés la idea de que las colonias de la América española, lejos de ser conquistadas y anexadas a su imperio, debían ser independientes.

Volviendo brevemente al levantamiento de Álza-ga y a sus causas difusas, emerge clara sin embargo el conflicto creciente entre los partidarios del comercio monopolista imperial –del cual el propio Álzaga es una destacada figura - y el grupo que nuclea a los hacendados de la campaña y los sectores que promue-ven la apertura mercantil de la ciudad; conflicto que se profundizará con la sanción, hacia fines de 1809, del Reglamento Provisorio de Comercio. Si bien la histo-riografía clásica y, sobre todo el liberalismo de iz-quierda, han insistido en desestimar estas cuestiones aduaneras –según la ironía utilizada por Alfredo Pala-cios- como la causa decisiva de Mayo, este conflicto estuvo indudablemente presente y su resolución defi-nió qué sectores de la burguesía porteña debían dirigir el nuevo proceso político una vez depuesta la autori-dad del virrey.

Por su parte algunos autores revisionistas –Diego

Luis Molinari, por citar un ejemplo-19 han invertido no pocos esfuerzos en ningunear la influencia de uno de los textos fundacionales de la literatura política -la Representación de los Hacendados- sobre la caída del régi-men colonial en el Río de la Plata, para poder negar desde allí el carácter liberal de los sucesos de Mayo.

La maniobra historiográfica, así como fue plan-teada, estuvo mal formulada: en realidad, la importan-cia de este texto obedece a cómo se desarrolló Mayo y qué actores específicos fueron los que se alzaron, en definitiva, con la victoria. Dicho en otras palabras: La Representación no hizo la revolución ni creó la burguesía aperturista, sino que fue la burguesía antimonopolista y aperturista quien, al triunfar la revolución, hizo de la Representación su primer y más importante programa económico. Como lo señala con acierto e ingenio Vi-ñas (2005:18) “(…) `los hijos de la colonia´, en su momento de mayor decisión son burgueses defraudados o irritados por la ineficaz administración de los bienes burgueses que detentan otros hombres de su clase”.

8. Siglo Largo – Siglo Corto “Dividir en siglos la historia –escribió Borges- no es menos arbitrario, tal vez, que dividir en puntos el es-pacio o en instantes el tiempo, pero esas unidades son arquetipos que nos ayudan a imaginar y cada siglo nos propone una imagen coherente”.20

Haciendo uso de algunas ideas que circulan por es-tos días, podría decirse que nuestra historia, a la luz del Bicentenario, ha transcurrido entre un siglo largo y un siglo corto, cada cual signado por las tradiciones liberales y populistas.

Nuestro siglo largo, el siglo liberal, podría ser com-prendido entre las invasiones inglesas de 1806-1807 y el golpe militar del 6 de septiembre de 1930. El primer suceso marca el comienzo de la ruptura del régimen colonial; el segundo, la crisis política terminal del libe-ralismo clásico.

Nuestro siglo corto, en cambio, está signado por la prevalencia del discurso político populista. Se inicia con el golpe septembrino y concluye, dramáticamente, con la crisis de fines del 2001. Esta división secular adolece, como bien lo hubie-ra señalado Borges, de una marcada dosis de arbitra-riedad y no está exenta de posibles adhesiones o refu-taciones. La descripción que sobre cada uno de estos siglos puede hacerse sigue una tendencia general, con la certeza de que en todo proceso histórico se verifi-

19 Molinari publica en 1939 una obra cuyo título preanuncia

su contenido y su posición: “ n de los hacendados de Mariano Moreno, su ninguna influencia en la vida económica del país y en los sucesos de mayo de 1810” 20 BORGES (2000: 23)

Page 14: Equinoccio - Documentos de Barbarie

13

can marchas, contramarchas, rupturas y continuidades. Igualmente arbitrarias son las diversas periodizaciones que pueden hacerse en relación con cada uno de estos siglos.

En el transcurso de nuestro siglo largo pueden reco-nocerse, al menos, seis estadios relevantes: 1806-1820. Durante este período adquieren significa-ción los hechos vinculados al desmantelamiento pro-gresivo del régimen colonial español, la instauración del primer gobierno autónomo y los primeros intentos en procura de organizar políticamente al país; intentos iniciales e imperfectos de gobiernos colegiados o uni-personales que terminarán siendo derrotados por las montoneras del litoral, en la batalla de Cepeda. 1820-1835. Estos años están marcados por el naci-miento y el auge de las autonomías provinciales y, a partir de allí, por los sucesivos esfuerzos en consolidar una serie de pactos que permitieran conformar un estado unificado. El ciclo de las guerras civiles se ex-plica, básicamente, por la coexistencia conflictiva de dos grandes visiones contrapuestas cerca de cómo organizar el país en términos políticos. Junto con este proceso quedarán definitivamente delimitados los contornos territoriales de esa entidad que hoy cono-cemos como Argentina. 1835-1851. La preocupación central durante estos años fue la necesidad de romper la situación de empa-te hegemónico originada por las diferentes coaliciones políticas y militares que se hallaban en pugna. La con-federación rosista emerge victoriosa de este proceso y no obstante las variadas amenazas internas y externas a las que se vio sometida por espacio de veinte años, pudo mantenerse incólume hasta el final de este per-íodo. 1851-1880. Este período está signado por el proceso que concluye con la organización definitiva de las ins-tituciones políticas del país y de la construcción del estado nacional. El período se inicia con el pronun-ciamiento del general Urquiza –seguido por la batalla de Caseros, el derrocamiento de Rosas y el llamado a un congreso constituyente - y culmina con la federali-zación del territorio de la ciudad de Buenos Aires, hacia el final del gobierno de Nicolás Avellaneda. A partir de Pavón (1861), el gobierno nacional -bajo el liderazgo de la elite liberal porteña- logró extender y consolidar la presencia del estado nacional sobre todo el territorio, a través de una estrategia que recurrió, por igual, al uso de medios de coerción y de coopta-ción bajo su control. Durante este período, también, se fue conformando un mercado moderno de factores

de producción, proceso que fue estimulado desde la esfera pública a través de la sanción de las primeras políticas inmigratorias, de las inversiones en infraes-tructura y de la ampliación de la frontera agropecuaria. 1880-1916. Entre estos años, el estado nación se con-solidó definitivamente y se ampliaron sus órbitas de competencias. A la par de este proceso, se produjo el auge de un modelo económico orientado “hacia fue-ra”, cuyo eje esencial estaba centrado en las posibili-dades brindadas por el complejo agro exportador. Ciertas interpretaciones sobre los sucesos de esta épo-ca han sostenido que la consolidación del estado era una condición necesaria para producir la integración del país al sistema del comercio internacional, cuando en realidad, el proceso parece haber obedecido a una lógica exactamente inversa: fue la renta diferencial producida como consecuencia de nuestra vinculación a la economía mundial la que posibilitó la condición material para la creación y la consolidación de un apa-rato estatal más complejo y diversificado en sus fun-ciones. Los profundos cambios registrados en la es-tructura social argentina, producto de la moderniza-ción creciente y el fenómeno de la inmigración masiva dieron como resultado, hacia el final de este período, la puesta en marcha de la primera experiencia de de-mocracia ampliada, a través de la sanción de la Ley Sáenz Peña. 1916-1930. Este período clausura el largo siglo liberal y se inicia con la crisis del modelo agro exportador, producto de la situación que, como consecuencia de la finalización de la gran guerra europea, afectó al siste-ma financiero y mercantil internacional. Hacia los años finales del siglo largo, puede comprobarse una creciente intervención del estado sobre la economía. Paralelamente, en la esfera de la sociedad civil se irá conformando un extenso campo de crítica cultural y política hacia el liberalismo clásico; campo donde la historiografía habrá de jugar un papel destacado.

Respecto de nuestro siglo corto –el siglo populis-ta- deben destacarse, al menos, los siguientes períodos: 1930-1943. Estos años están signados por la irrupción del discurso nacionalista, tanto de sus expresiones más marginales como de aquellas que logran un importante grado de predicamento social, a la par del último in-tento de ciertos sectores políticos tradicionales por restaurar la vieja pax conservadora. Pese a su aparente legalidad, las instituciones básicas de la vida republica-na (representación y sufragio) se ven conculcadas. Por su parte, el modelo agro exportador -que había soste-nido el progreso económico del país durante el último cuarto del siglo XIX y las primeras décadas del XX y

Page 15: Equinoccio - Documentos de Barbarie

14

que se intentó reflotar a través de los acuerdos comer-ciales con Gran Bretaña de 1932- va dejando su lugar a un modelo sustitutivo de las importaciones, llevado a cabo al amparo de políticas cada día más activas instrumentadas desde el estado. Hacia el final de este período, las oscilaciones de la política interna estuvie-ron fuertemente influenciadas por dos importantes sucesos internacionales: la guerra civil española, pri-mero, y la segunda guerra mundial, después. 1943-1955. Este es el momento de vigencia excluyente de lo que podría definirse como el “populismo clási-co”: las funciones estatales se amplían y adquiere fiso-nomía definitiva la particular experiencia vernácula del Estado de Bienestar, se restituye el ejercicio efectivo del sufragio, a lo cual se suma la segunda y definitiva ex-periencia de democracia ampliada, con la instauración del voto femenino y desde el poder político -constituido como garante excluyente de una convi-vencia social armónica- se impulsa un marco de com-promisos que permiten, en un primer momento, redu-cir los niveles de conflicto entre los sectores del traba-jo y del capital. Pese a las garantías de pureza electoral y de normalidad en el funcionamiento institucional, el estilo político del gobierno tiene una clara impronta autoritaria. Hacia los años finales de esta etapa, se produce la fractura del amplio bloque social que había posibilitado, en 1946, el ascenso del peronismo al po-der. El populismo clásico concluye con el golpe militar del 16 de septiembre de 1955. 1955-1973. Derrocado Perón en septiembre de 1955 se abre, luego de una breve etapa política de sesgo nacionalista católico, una fase de restauración liberal bajo tutelaje militar. Pese al discurso que sostienen los sucesivos gobiernos, este es un período de fuertes restricciones a la institucionalidad republicana. A par-tir del año 1966, con el golpe militar de la autoprocla-mada “revolución argentina”, comienza un largo pro-ceso de desmantelamiento de las instituciones em-blemáticas del Estado de Bienestar populista, y un proceso de modernización autoritaria de la economía. 1973-1974. Si la etapa inicial de nuestro siglo corto fue definida como populista clásico, esta fase podría de-nominarse “populismo radicalizado”. El retorno de Perón al país y el acceso a su tercera presidencia des-ató una lucha feroz hacia el interior de su movimiento -gestada durante gran parte de la década anterior- en-tre sus facciones radicalizadas y reaccionarias. Los fenómenos más evidentes en estos años fueron la escalada de la violencia política y la lucha por el acceso y el control del aparato del estado. En ese complejo marco, la política económica del tercer peronismo apeló al uso de los tradicionales instrumentos del in-

tervencionismo estatal, en un intento vano por cierto dadas las condiciones de la nueva realidad, por recrear las soluciones de compromiso que le habían resultado exitosas durante su primer y parte de su segundo go-bierno. La visión general de Perón y de su sucesora era que tal recreación demandaba, ante todo, del esta-blecimiento de una paz política y social imposible de alcanzar en aquel clima de creciente y desaforada vio-lencia. A partir de la necesidad de cubrir esta demanda “pacificadora”, la respuesta se tradujo en el reforza-miento extremo de los recursos coercitivos a disposi-ción del estado. 1975-1983. Durante el breve gobierno de María Estela Martínez, quien había asumido el cargo de presidente luego de la muerte del general Perón, se instrumentó un extendido plan de aniquilamiento de referentes y grupos políticos radicalizados y de las llamadas orga-nizaciones guerrilleras; plan que involucró al conjunto de las fuerzas armadas y de seguridad. El 24 de marzo de 1976, luego de largos meses de pronunciamientos velados, el gobierno fue derrocado y reemplazado por una junta militar, que contó con la adhesión y partici-pación de importantes sectores civiles. Esta nueva etapa estuvo signada por la instauración del terrorismo de estado como metodología rutinaria para el ejercicio de la dominación política, junto con la restauración de un modelo económico liberal basado en la transnacio-nalización de la economía y la concentración de los ingresos. Erosionado en términos de legitimidad polí-tica, la dictadura emprendió la fracasada ocupación militar del archipiélago de Malvinas, que originó una decidida respuesta armada por parte de Gran Bretaña. El conflicto del Atlántico Sur ha sido entendido por algunos autores de temas estratégicos como una de las últimas batallas de la guerra fría. 1983-1999. Luego de la derrota de Malvinas, en junio de 1982, la dictadura se vio obligada a concertar con los principales partidos políticos la convocatoria a elecciones generales, que se realizaron en octubre de 1983. La institucionalidad republicana fue restaurada y el gobierno intentó, durante los primeros años de este período de transición hacia la democracia, establecer con las principales fuerzas de la oposición, un conjun-to de acuerdos que permitieran la gobernabilidad del sistema político. A principios de 1989 la grave situa-ción económica imperante motivó el adelantamiento de las elecciones presidenciales y el recambio apresu-rado de gobiernos. En esta segunda fase, iniciada hacia fines de 1989, la principal atención pública estuvo puesta en desmantelar los restos del Estado de Bienes-tar construido desde décadas atrás y en integrar al país en el nuevo escenario internacional conformado tras el final de la guerra fría. El estilo del gobierno peronista

Page 16: Equinoccio - Documentos de Barbarie

15

de 1989-1999 combinó, con acierto en sus inicios, las tradiciones discursivas del populismo con la defensa de un modelo extremadamente liberista. 1999-2001. Hacia 1997 el grado de adhesión popular al gobierno había comenzado a menguar y ese deterio-ro de su legitimidad había comenzado a expresarse en la arena electoral. Finalmente, en las elecciones de 1999 el triunfo recayó en una coalición política con-formada por las dos principales fuerzas de la oposi-ción. La compleja situación fiscal –generada por un anclaje monetario que se tornaba insostenible, a la luz de un igualmente insostenible nivel de endeudamiento externo-, la incapacidad del gobierno para operar con éxito sobre las grandes variables macroeconómicas, sumado a las profundas contradicciones políticas sur-gidas en el corazón de la coalición gobernante llevaron a la trágica caída del gobierno, en diciembre de 2001, apenas dos años más tarde de haber asumido.

Resta sólo una breve digresión: la violencia política

asume, en ocasiones, rostros festivos y en otras, luc-tuosos. Nuestro siglo corto comenzó con la llegada de un militar autoritario a la Casa de Gobierno, saludado con esperanzada algarabía por la multitud. A poca distancia de ese lugar, una turba enardecida tiraba por la ventana, literalmente, los muebles de un anciano presidente constitucional.

Ese mismo siglo corto terminó, dramáticamente, con un presidente anodino huyendo en helicóptero y dejando, detrás de él, una treintena de muertos, tendi-dos sobre las calles.

La violencia política, como la mítica serpiente ouróboros, cerraba ese tiempo mordiéndose una vez

más su propia cola. Є

Bibliografía consultada ALBERDI, Juan Bautista. Grandes y pequeños hombres del Plata. Buenos Aires: Editorial Plus Ultra, 4º edición, 1974. ALFONSÍN, Raúl. “Nuevos retos de las democra-cias”. Diario Clarín, Suplemento XVI Cumbre Iberoa-mericana de Jefes de Estado y de gobierno. Buenos Aires: 2005, p.18. ALTAMIRANO, Carlos. Para un programa de historia intelectual y otros ensayos. Buenos Aires: Siglo veintiuno

editores argentina, 2005. BENJAMIN, Walter. Tesis de la filosofía de la historia. Madrid: Taurus, 1973. BORGES, Jorge L. El Aleph. Madrid: Alianza Edito-rial, 1998. GALASSO, Norberto. La Revolución de Mayo y Mariano Moreno. Buenos Aires: Centro Cultural E. S. Discépo-lo, 2004. GARCÍA MELLID, Atilio. Montoneras y caudillos en la historia argentina. Buenos Aires: Eudeba, 1985. HALPERÍN DONGHI, Tulio. El revisionismo histórico como visión decadentista de la historia nacional. Buenos Ai-res: Siglo XXI Editores Argentina, 1º edición, 2005. HARARI, Fabián. ¿Ampliación política o Crisis orgá-nica?: un análisis del Cuerpo de Patricios, 1806-1810. Anuario del Instituto de Historia Argentina, Año 6, p. 125-145. Buenos Aires: 2006 LACLAU, Ernesto. La razón populista. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 1º edición, 4º reimpre-sión, 2009. LUGONES Leopoldo. Prosas. Buenos Aires: editorial Losada, 1º edición, 1992. MARTÍNEZ ESTRADA, Ezequiel. Radiografía de la Pampa. Buenos Aires: Losada, 14º edición, 2001. ORTEGA Y GASSET, José. La rebelión de las masas. Madrid: Alianza Editorial, 1ª edición, 1997. PALACIOS, Alfredo. Estevan Echeverría, albacea del pensamiento de Mayo. Buenos Aires: Claridad, 3º edición, 1955. PALERMO, Vicente. Dificultades de las políticas nacionalistas. Diario Clarín, Suplemento Ñ, Nº 107. Buenos Aires: 2006, p. 11- 12. PEÑA, Milcíades. El paraíso terrateniente. Federales y unitarios forjan la civilización del cuero. Buenos Aires: Edi-ciones Fichas, 1972. ROMERO, José Luis. 1975. Las ideas políticas argentinas. Buenos Aires: Sudamericana, 1975 SEBRELI, Juan José. Crítica de las ideas políticas argenti-nas. Buenos Aires: Sudamericana, 7º edición, 2004. SIGAL, Silvia y VERÓN, Eliseo. Perón o Muerte. Lega-sa, Buenos Aires (1986) SHUMWAY, Nicolás. 1993. La invención de la Argenti-na. Buenos Aires: Emecé, 1º edición, 1993. SVAMPA, Maristella. El dilema argentino: civilización o barbarie. Buenos Aires: Taurus, 1º edición, 2006.