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Ante ciertos libros, uno se pregunta: ¿quién los leerá? Y ante ciertas personas uno se pregunta: ¿qué leerán? Y al fin, libros y personas se encuentran”. André Gide “Un libro abierto es un cerebro que habla; cerrado, un amigo que espera; olvidado, un alma que perdona; destruido, un corazón que llora”. Poverbio hindú. 7 ENTROPÍA REVISTA BIMESTRAL DE RELATOS CORTOS ILUSTRADOS PARA EL FOMENTO DE LA LECTURA www.historiasdelahistoria.com/entropia 4,80 €

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Revista de Relatos cortos ilustrados para el fomento de la lectura

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Ante ciertos libros, uno se pregunta: ¿quién los

leerá? Y ante ciertas personas uno se pregunta:

¿qué leerán? Y al fin, libros y personas se

encuentran”.

André Gide

“Un libro abierto es un cerebro que habla;

cerrado, un amigo que espera; olvidado, un alma

que perdona; destruido, un corazón que llora”.

Poverbio hindú.

EN

TR

OP

ÍA

7

7ENTROPÍARevista bimestRal de Relatos coRtos ilustRados paRa el fomento de la lectuRa

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Ante ciertos libros, uno se pregunta: ¿quién los

leerá? Y ante ciertas personas uno se pregunta:

¿qué leerán? Y al fin, libros y personas se

encuentran”.

André Gide

“Un libro abierto es un cerebro que habla;

cerrado, un amigo que espera; olvidado, un alma

que perdona; destruido, un corazón que llora”.

Poverbio hindú.

EN

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OP

ÍA

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Entropía núm 7SUMarIo

PÁgina 38: COMO HERManOS

PÁgina 16: aMaRanTa

PÁgina 76: La MUÑECa DE TRaPO

PÁgina 85: EL CiRUELO

7 aUTOESTiMa Xurxo

9 CaRTa a Un DESaSTRE DE EXPORTaDOR Kikas

12 aLLí ESTaban Ricardo balaguer

14 ViCTORia inESPERaDa Sergio Cossa

16 aMaRanTa Cesar alberto gonzalez Z amaranta

19 CÁRPaTOS Luciano Doti

21 CUaTRO METROS Cesar alberto gonzalez Uarth

21 EL PaíS DE LOS EnanOS Manuel arduino Pavón

22 La niÑa DE PaTan Ferran Salgado Serrano

25 Un CÚMULO DE CiRCUnSTanCiaS Mónica López Suárez

30 LOS OJOS DE La ESTaTUa Carlos Sabarich

34 La CHiCa DE LOS VaQUEROS PERFECTOS Lauren garcía

36 La HiSTORia DEL HOMbRE QUE... igor Rodtem

38 COMO HERManOS Jesús Cano

39 ESTa TiERRa Luis ignacio Rodríguez

44 EL HOMbRE SiREna La gárgola impasible

47 CUanDO EL LEÓn DE PiEDRa SaLTÓ Carlos aymí

50 EL SECRETO DE Mi PaDRE: San FRanCiSCO DE MaCORíS (2ª PaRTE)Onintza Otamendi iza

53 Una iMagEn DE MiL PaLabRaS Laura López alfranca

56 La LinEa 27 Juan Carlos Prieto gonzález

58 La SEMana Xavier Peralta

60 La ViEJa CaMPana Lallá

64 OPERaDO DEL PiTO José Luis bueño Piña

67 HaSTa QUE La MUERTE nOS SEPaRE alberto garcía Romo

72 ¿TÚ ME HabRíaS DiSPaRaDO? (1ª PaRTE) Javier Fernández Jiménez

76 La MUÑECa DE TRaPO Enma gueagui

78 La gUaRDia (1ª PaRTE) Michele Rodríguez

82 MObiLiaRiO nÚMERO CUaTRO Rafa a. Romero

84 EL CiRUELO Josep Ros Farreras

86 PERFiL Oscar Wilde

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El secreto de mi padre: San Francisco de Macorís (2ª Parte)

onintza otamendi iza

Augusto me explicó entonces que nos encontrábamos en algún lugar de la República Dominicana, entre San Francisco de Macorís y Puerto Plata.

En los sótanos de una sociedad literaria que organizaba reuniones y debates culturales. Que el tótem que presidía la es-tancia había sido el último hallazgo de papá. Lo encontró casi enterrado entre la frondo-sa vegetación de un bosque subtropical. Se quedó prendado de su buen estado de con-servación, su particular color y sobretodo su tamaño. Medía más de un metro de alto. Se trataba de una pieza muy especial, símbolo de la herencia cultural africana, en probable mestizaje con reminiscencias maoríes, según algunas teorías antropológicas. Quizá incluso

única y por tanto, de gran valor para colec-cionistas y especuladores. Al parecer, hacía ya tiempo que un grupo de traficantes de obras de arte andaban tras los pasos de mi padre. Habían detectado que gran parte de sus des-cubrimientos eran valiosos y sin embargo, él los donaba de forma altruista a instituciones públicas y culturales de diversa índole. No es-taban dispuestos a consentir, que les arruina-ra el negocio ni un minuto más, por lo que, tan pronto supieron de su última expedición, pusieron tras sus pasos a los mercenarios más despiadados de la organización. No consi-guieron arrebatarle el secreto y por suerte, nunca encontraron información sobre la fami-lia ni sus colaboradores.

Estaba descubriendo que mi padre tenía

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una segunda vida, alejada de la tranquilidad del hogar. Sentía una mezcla de desconcierto y dolor, pero al mismo tiempo agradecí lo es-pecialmente cauteloso que había sido al ocul-tar su identidad y su vida privada.

— Pero, ¿dónde encaja el colgante?, se pre-guntará usted.

La verdad es que tardé un tiempo en descu-brirlo. Como le digo, incluso para mí su padre era un libro codificado. Sólo la comprensión de las primeras páginas nos permite descifrar las siguientes, y más tarde las posteriores, para finalmente ser capaces de traducir el jeroglífico completo. Hace unos días, recibí una carta. Su padre había encargado que la enviaran pasados seis meses desde su falle-cimiento. Asegurándose, de ese modo, que ni usted ni yo, al desconocer la verdad, diéra-mos ningún paso en falso durante ese tiempo. Eso ayudaría a calmar a sus asesinos y desviar su atención.

— Lo cierto, querida, es que en esta car-ta – tendió el manuscrito con la inconfundi-ble caligrafía de su padre hacia ella— explica cuanto le acabo de relatar y es más, revela lo

que intentó susurrarle, momentos antes de su muerte.

Leí con avidez, hasta que llegué a la parte final, dirigida a mí: “Amada hija, si esta car-ta llega a tu poder, significará que mis peo-res presagios se han convertido en realidad y será demasiado tarde para poder explicarte mi vida, esta otra vida, sentados delante de una taza de café, como tantas veces había so-ñado. Espero que sepas perdonarme y quizá algún día, comprenderme. La codicia ganó el primer asalto de esta batalla, arrebatándome la vida, pero te aseguro que donar el tótem al Museo de San Francisco de Macorís, sería la mejor venganza de mi muerte. No obstante, por tus venas corre mi sangre y la de tu ma-dre. Eso te hace obstinada, inteligente y con un gran sentido de la justicia, por lo que estoy convencido que harás todo lo posible para que la verdad salga a la luz. Soy consciente de que emprender ese camino sola no haría sino condenarte a mi mismo destino, así que he dispuesto una caja fuerte en el Banco Canto-nal de Zúrich. Dentro, encontrarás todas las pruebas necesarias, para demostrar que mi muerte fue provocada, y que llevaban mucho tiempo siguiendo mi pista e intentando inter-ceptar las entregas de obras de arte, antes

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de llegar a su destino en los museos, que es dónde deben estar. He adjuntado igualmente, una lista de personas de confianza con quie-nes deberás contactar, para hacer pública toda la información. Recuerda, que tan sólo la difusión inmediata e internacional de los nombres de los implicados, podrá salvarte la vida. No confíes en nadie, excepto en las per-sonas de la lista o en mi fiel Augusto. Hija mía, no sufras por mi marcha. Parto con el corazón lleno y la maleta vacía, como siempre quise que fuera. Viví una vida intensa, repleta de inquietudes, de alegrías y de todo el amor que tu madre y tú me disteis. Me han quedado, como no, muchos sueños por cumplir, pero me llevo todas las experiencias que no compartí contigo, para salvaguardar tu integridad y que ahora te lego en forma de biografía. Recuér-dame por lo bueno que hice y aligera en la ba-lanza de tu corazón el platillo de lo negativo. Vive intensamente y guarda siempre un teso-

ro, que sea sólo tuyo. El misterio mantiene encendida la llama de la vida. Recuerda, sólo tú tienes la llave de tu felicidad.

Tuyo siempre,PD: En el sobre adjunto, encontrarás los

billetes a Zúrich, con fecha abierta, para Au-gusto y para ti. El colgante que te entregué, no es sino una pieza geométrica, que se ajus-ta a la cerradura de seguridad para abrir la caja fuerte del Banco. También encontrarás allí mi diario, las notas de mis investigaciones y todas las cartas que durante años os escribí, compartiendo mis aventuras, pero que nunca me atreví a franquear”.

Con los ojos llenos de lágrimas miré a Au-gusto, quien me reconfortó con un tierno abrazo.

— ¡Vamos, Augusto! Un avión nos espera.— No perdamos ni un segundo, tengo en-

tendido que Zúrich es precioso en esta época del año.

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¿Tú me habrías disparado? (1ª Parte)

JavieR FeRnández Jiménez

S entado sobre uno de los bancos estaba Rufino, un antiguo soldado republicano sucio y desaliñado. Tenía el uniforme y la piel manchados de sangre reseca y hollín, de barro. Tras la capa de sucie-

dad de su rostro podían apreciarse, si se dedi-caba una mirada más exhaustiva, unos rasgos

juveniles y apuestos, aunque, en su estado ac-tual pocos habrían podido adivinar que estaban ante un hombre joven y guapo. Los ojos del mi-liciano miraban hacia el frente sin ningún tipo de sentimiento o brillo, sin esperanza. Nada le importaba, ni siquiera aquella tediosa espera. Hacía mucho tiempo que había dejado de sentir

EN UN PASILLO DE ASPECTO RANCIO Y PASADO DE MODA, DE AMBIENTE APOLILLADO Y LUZ APAGA-DA, AgUARDABAN EN SILENCIO VARIOS HOMBRES Y MUJERES. ERA UN LUgAR ESTRECHO Y CARCO-MIDO QUE OLíA A VIEJO. LAS PAREDES, REPLETAS DE DESCONCHONES Y gRIETAS, ESTABAN EMPA-PELADAS CON PLIEGOS DE COLORES MARCHITOS Y FIGURAS GEOMÉTRICAS. AQUí Y ALLí COLGABAN CUADROS CON IMÁGENES DE GUERRAS LEJANAS O RETRATOS DE JEFES MILITARES; TAMBIÉN PO-DíAN APRECIARSE, A LO LEJOS, UN PAR DE APLIQUES DE PARED, CUYA LUZ MORTECINA ILUMINABA TENUEMENTE EL CORREDOR. EL SUELO ERA DE UNA MADERA QUE HACíA TIEMPO QUE NO VEíA UNA CAPA DE BARNIZ O SIQUIERA UN BUEN FREGADO. LA ESCAYOLA DEL TECHO ESTABA DESCASCARI-LLADA Y AMARILLENTA, EN ALgUNOS PUNTOS PODíAN ADIVINARSE LOS RESTOS DE ALgUNA gOTERA SECA. A LOS DOS LADOS DEL PASILLO SE ESTIRABAN DOS DELGADOS BANCOS DE MADERA CRUJIEN-TE Y VIEJA, SOJUzgADOS POR LOS PACIENTES OCUPANTES DEL PASAJE.

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cualquier cosa que no fuera ese insistente do-lor de riñones instalado en su espalda, eso y la continua amargura de la espera. Llevaba tanto tiempo esperando que ya ni recordaba qué era lo que esperaba.

La madera carcomida del suelo emitió cru-jientes gritos de protesta cuando alguien se acercó al pasillo en el que esperaban. Adivi-naron la sombra antes de ver que un anciano encorvado se dirigía hacia allí. Rufino ni se mo-lestó en levantar la mirada. Siempre era igual, el anciano caminaba hacia ellos a un paso que le hinchaba las narices por lo lento que era, se agachaba junto a alguien sentado en uno de los dos bancos, departía con él entre susurros quedos, hacía que su interlocutor se levantara y se alejaban del pasillo al mismo paso indolen-te de antes, como si fuese igual caminar solo o acompañado, como si no importara quién le acompañara. A Rufino le caía mal aquel viejo, no era que este les mirara desdeñoso o siquiera hablara con ellos, era su modo de andar, su par-simonia lo que te ponía de un humor de perros.

El viejo, ajeno a los pensamientos del mili-ciano y sin levantar la mirada en ningún mo-mento, como si supiera el camino de memoria, caminó entre el tumulto silencioso. Eso también le ponía de mala leche a Rufino, eran más de

cien personas en el pasillo y nadie decía nada, nadie hablaba, estaba hasta las narices de estar allí.

—Me cago en la puta guerra de los cojones —musitó para sí mismo el soldado. Pero debió de hablar en voz alta, porque todo el mundo le miró con ojos reprobadores, incluido el an-ciano, que levantó la mirada por primera vez desde que él estaba allí y se acercó a grandes zancadas donde estaba.

El viejo abrió la boca para hablar y Rufino pudo apreciar el aroma del interior de un cuer-po viejo y moribundo pegado a su rostro. Aquel anciano era tan vetusto y pasado de moda como el pasillo en el que estaba.

— ¿Señor Rufino garcía gracia? —preguntó el viejo en el tono quedo que tanto molestaba a su interlocutor. Para no hablar y decirle un par de frescas al abuelo que tanto lo incomodaba, Rufino se limitó a asentir.

—Acompáñeme —ordenó el bedel. Rufino se alejó del pasillo y caminó detrás

del viejo. Allí nadie volvió a mirarle, nadie le despidió, nadie dijo nada, como si no importase nada de lo que ocurría. Persi guió al bedel por angostos pasillos, cada vez más estrechos, oscu-ros, malolientes y sinuosos durante... no sabría decir a ciencia cierta cuánto tiempo había esta-

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do caminando; si minutos, horas o años. El caso es que, finalmente, llegaron al umbral de una puerta de roble desgastada. El viejo le indicó que entrara en la sala con un simple ademán de la cabeza, sin molestarse siquiera a emitir algún sonido. Rufino, a pesar del odio antinatural que tenía por aquel hombre, obedeció y entró.

La puerta se cerró detrás de él, dejándolo solo en una habitación a oscuras. De repente se encendió una luz que parpadeaba y pudo ver dónde se hallaba.

La sala era tan vieja o más que el pasillo en el que había estado esperando, estaba en penum-bra y solo la iluminaba el resplandor recién en-cendido. Rufino miró hacia allí y vio un aparato misterioso, desconocido, cuadrado, situado en la pared del fondo. Se asustó, nunca había visto una cosa como esa, parecía una ventana por la que se veían toda clase de imágenes diferentes que cambiaban con el paso de los segundos. Pa-sado el susto inicial examinó la habitación para ver dónde estaba. Hileras de bancos, parecidos a los de la iglesia del pueblo, que había ayudado a quemar dos días antes de llegar allí, ocupaban casi toda la estancia. Frente a él, en el lugar en el que estaba el artilugio misterioso se erigía algo así como un altar. Rufino nunca había esta-do en una, pero supo que estaba en una sala de juzgado.

Le sobresaltó el sonido chirriante de una puerta al abrirse y un estrecho haz de luz le hizo descubrir que en la pared situada frente a él existía una entrada igual a la que había uti-lizado para entrar. Las luces del aparato miste-rioso le mostraron la silueta de una persona en el umbral opuesto. Allí había un hombre.

Sin apenas aguardar a que la nueva puer-ta fuese cerrada y a que el nuevo inquilino se adaptara a la oscuridad, una voz impersonal y autoritaria les ordenó que tomaran asiento. Ru-fino y el desconocido caminaron hacia el cen-tro de la sala; el miedo a lo ignoto, el terror propio y un extraño sentimiento de solidaridad hizo que ambos hombres decidieran unirse en su soledad. Al menos tendrían a alguien con quien compartir juicio. Porque acababan de llegar a su propio juicio. Eso ya lo habían adivinado.

Antes de ver el rostro de su oponente Ru-fino supo que algo no cuadraba, solo tardó un instante en percatarse de qué era lo extraño. Aquel hombre, aquel desconocido que compar-tía su suerte era un enemigo, vestía el uniforme del ejército rebelde, era un soldado nacional. Su traje estaba impoluto y sus botas relucien-tes, salvo en las punteras, donde se aprecia-

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ban manchas de polvo. Rufino miró sus propias botas, desgastadas y llenas de barro, así como su camisa y su pantalón destrozados y sintió un atisbo de vergüenza. Después recordó que sus ideas defendían la democracia y recuperó algo de confianza. No se dejaría amilanar por un enemigo y menos aún dejaría que él se diese cuenta de su desconfianza en sí mismo.

Una luz se encendió entonces en el centro de la sala y los dos hombres pudieron ver con claridad quién era el que tenían enfrente. De las gargantas de aquellos dos soldados enemi-gos brotaron dos gemidos semejantes, los dos perdieron el resuello unos segundos y ambos notaron un poderoso nudo en el estómago, más potente que un buen puñetazo o un cañonazo mortal.

— ¡Felipe! —habló Rufino con un temblor in-controlado en sus labios macilentos.

— Rufino —saludó el aludido con un cabeceo, ni su porte marcial ni su orgullosa mirada pudie-ron engañar al soldado republicano, su oponen-te estaba tan acojonado por la situación como él mismo.

Los dos a un tiempo necesitaron sentarse, centenares de emociones diversas se amontona-

ron en sus cabezas. Por un lado el odio extremo hacia el bando contrario, por otro los recuerdos de la infancia... a ninguno de ellos se le esca-pó la vergüenza y la congoja del otro. Los dos se sentaron, uno junto al otro y sus miradas se dirigieron hacia el extraño aparato que ahora mostraba imágenes de muerte y destrucción, de guerra. Permanecieron callados mucho tiempo, sumidos en sus propias reflexiones.

— Felipe... —musitó Rufino después de una hora larga de incómodo silencio. Tenía que ha-blar o estallaría,— de habernos cruzado... ¿tú me habrías disparado?

El otro rebulló inquieto, sin saber qué res-ponder pues ni él mismo lo sabía.

— ¡Coño, Rufino! ¡Pues claro! Estamos en guerra, ¿no?

— Ya, pero como somos amigos...— En una guerra no hay amigos ni enemigos,

solo hijos de puta que quieren matarte. Tú ha-brías hecho lo mismo, seguro.

— Sí, creo que sí lo habría hecho. Solo cum-plimos órdenes... ¿no?

— Órdenes. ¡Claro! Es por culpa de esos ca-brones de los mandos, ellos nunca salen por ahí a pegar tiros ni a llenarse de mierda y de barro.

Callaron.

CONTINUA EN ENTROPíA 8

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michele RodRíguez

La guarida (1ª Parte)

Irrumpió en mi vida en plena noche, sin pre-vio aviso, aprovechando que estaba parado esperando el cambio del semáforo. Entró en el coche como una exhalación y, sin más, me soltó:

—¡Arranca! Por lo que más quieras, ¡sácame de aquí!

En el momento en que iba a abrir la boca para preguntar, mis ojos encontraron a los suyos, y su expresión de pánico me conmovió. Salí de allí, pisando el acelerador tan fuerte que chirriaron las ruedas. En el retrovisor, me pareció ver un grupo de tres o cuatro personas que llegaban co-rriendo y se quedaban en mitad de la calle, ges-ticulando. Sólo entonces, me acordé de decir:

—Abróchate el cinturón.Obedeció sin rechistar, pero no abrió la boca.

Decidí darle la oportunidad de hablar por sí misma sin cuestionarla, y mientras pasaban los segundos, aproveché para mirarla disimulada-mente. Iba vestida de negro, sin ningún toque de color, aparte de su boca de un rojo llamativo, casi chillón. Mis ojos recorrieron rápidamente su pelo negro, cortado de una manera extraña y desigual, con algunos mechones rebeldes, el piercing de su ceja, el de su labio, el maquillaje

negro exagerado de sus ojos, contrastando con una piel lívida y unos curiosos mitones negros que dejaban ver sus dedos de uñas cortas. A pe-sar de su apariencia tenebrosa, me transmitió una sensación de desamparo y de inmensa sole-dad. Niña inocente escondida tras un disfraz de tinieblas, así era cuando la conocí.

—Soy Thais —murmuró al cabo de un rato, sin mirarme.

—Yo me llamo Hugo. ¿De qué huías, Thais?—Es una larga historia —susurró—, larga y fea.—No tengo prisa —respondí suavemente—, y a

mi edad, no me asusto fácilmente.—Estoy metida en un lío —soltó bruscamente

después de pensárselo durante unos segundos—, algo chungo. Tú no lo entenderías… no lo en-tiendo ni yo.

—Prueba a explicármelo —contesté sin mirar-la—, a tu edad, yo era un experto en líos. Por cierto, ¿a dónde quieres que te lleve?

—A la calle Moragas, a casa— contestó a rega-ñadientes—. No tengo ningún otro sitio donde ir.

Iba a contestarle que a su edad, tendría pro-bablemente dieciséis años, ir a casa no tenía que ser el último recurso, sobre todo a estas ho-ras de la noche, pero opté por callarme. Algo me

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decía que de no hacerlo, se volvería hermética y perdería la oportunidad de conocerla.

Mientras conducía hacia la dirección que me había indicado, un barrio elegante a la otra pun-ta de la ciudad, Thais me empezó a contar una extraña historia, mucho más oscura de lo que hubiera imaginado nunca.

—Antes, me llevaba bien con mis padres, bue-no, más o menos, como todos los chicos de mi edad. Pero un día, me di cuenta de que su vida era una farsa. Me enteré que mi padre colec-cionaba amiguitas de mi edad, y mi madre fingía no darse cuenta, por no perder su posición. La gran casa, la ropa de marca, el club de golf… si se separara, perdería todo esto y por supues-to, no está dispuesta, así que finge que todo va bien. Mi padre es abogado, y sabe que ella lo sabe todo, pero continúa haciendo lo que le da la gana porque le consta que la tiene cogida… ¿No es verdaderamente asqueroso? Desde que me he dado cuenta de todo, les he perdido el respeto, a los dos. Intento estar poco en casa, lo mínimo. Allí no hay familia, ni nada, solo menti-ras y apariencias.

—Comprendo —murmuré torpemente, sólo para decir algo.

—Lo dudo, pero… gracias por intentarlo. Ade-más, da igual, no necesito tu compasión.

—Pero sí has necesitado mi ayuda. Significa algo: que estás sola, frente a algo que te supera. ¿Por qué no me lo cuentas?

Thais no contestó, pareció dudar durante unos instantes, pero acabó diciendo.

—Tienes razón. ¿Por qué no? Además, ya no sé qué hacer, quizás se te ocurra algo…

“Cuando descubrí lo que pasaba entre mis padres, me quedé tan decepcionada, tan as-queada y furiosa a la vez, que me entraron ga-

nas de romperlo todo, hacer tonterías, ¿cómo te lo explicaría? Desahogarme haciendo algo gordo. Cambié de estilo, y de amigos, dejé de estudiar y empecé a relacionarme con gente rara, en la calle y también en Internet. La vida me daba asco, la gente también, todo me parecía una mierda y estaba dispuesta a revolcarme en este fango, porque estaba harta de todo.”

“Busqué páginas Dark, ya sabes oscuras y vio-lentas, que hablan del mal, del diablo, de los vampiros, de todo lo paranormal, pero todo lo que encontraba me parecía muy inocente para mi estado de ánimo. Yo quería meterme en un sitio oscuro de verdad, tan oscuro como mi alma, mis deseos de venganza, mi corazón que se había vuelto despiadado.”

La miré, incrédulo. ¿Qué clase de razona-miento había llevado una niña inocente y decep-cionada hacia la senda tenebrosa? ¿Qué clase de mecanismo había hecho naufragar su razón en aquel pozo oscuro?

Pareció leer las preguntas que afloraban en mi mente, y se detuvo para contemplarme, pero yo no articulé palabra. Al cabo de unos segun-dos, continuó.

— Un día, di con lo que andaba buscando, por lo menos, eso me pareció en aquel instante. Lle-gué por casualidad a una página, cuyos conteni-dos eran realmente inquietantes. Me parecieron adecuados para la transformación que quería efectuar. Su nombre era prometedor: La guarida de la bestia. No lo pensé más y me apunté, dis-frutando de antemano, como si con ello me iba a poder vengar de mis padres, de la vida y del mundo entero.

“Rompí todas las reglas que regían mi vida hasta la fecha, subí fotos mías, videos, di datos personales sobre mí, me conecté con la webcam

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y dejé que todos los miembros de la página su-pieran quién era, y cuál era mi apariencia. Mu-chos mienten en estas páginas, pero a mí ni se me ocurrió. No disfracé mi edad ni mi sexo, no oculté mi identidad. Aquellas eran las normas para poder ser miembro y acceder al primer ni-vel del gran juego que se estaba organizando, algo que iba a ser “total” según decían todos.”

—¿Un juego de rol?—Así lo llaman, me parece— contestó Thais,

cabizbaja—, no sé cómo pude ser tan imbécil.—No seas tan dura contigo misma. Imbécil

no, ingenua, tal vez.—gracias, pero no, me reafirmo. Fui una im-

bécil, ofrecí mi vida en bandeja a unos comple-tos desconocidos. Poco a poco, el juego empe-zó, y las pruebas también. El jefe, Mad, era el director del juego, el que decidía las pruebas, quién debía pasarlas y en qué orden.

—¿Mad, de Maddox? —pregunté intrigado.—No, Mad de loco, me imagino, ya sabes, en

inglés… además lo que siguió lo confirmó. Al principio, no me vi involucrada directamente en las primeras pruebas, pero tampoco eran muy peligrosas.

—¿En qué consistían?—Iban aumentando de intensidad, primero se

trataba de insultar a gente por la calle, luego de robar, después, pasar a pequeñas agresiones…

—¿Te parece poco?—Sí, en comparación con lo que vino des-

pués. Mad nos empezó a pedir cosas más duras, maltratar a animales, mutilarles, degollar un pollo, beber su sangre, todo aquello tenía que ser filmado por otro compañero, para demostrar que era verdad.

— ¡Qué asco!

—Tienes razón, es verdaderamente repugnan-te. Por suerte, no me tocó nada de esto, sólo hice de testigo, pero llegada a este punto, me empecé a asustar, me di cuenta que todo eso no me solucionaba nada, que mi vida seguía igual de decepcionante, y mis problemas allí estaban. Por mucho que me destruyera a mí misma, por mucho que me hundiera más y más en el fan-go, nada iba a cambiar. No sabía muy bien cómo acabar con todo aquello, pero cuando vino el momento de pasar las pruebas del tercer nivel, comprendí que no podía seguir así.

—¿En qué consistían?—Mad decidió que siendo dos chicas para cin-

co chicos, teníamos que conocernos de un modo más personal, y que para crear una verdadera hermandad del mal, teníamos que estar unidos en cuerpo y mente. Según decía, nuestras mentes armonizaban, por eso habíamos ingresado en la misma página, pero aún faltaban nuestros cuer-pos. Mad decidió que para la ceremonia del ter-cer nivel, íbamos a reunirnos todos, en un lugar que él escogería, y que íbamos a convertirnos en una hermandad de verdad. Las dos chicas debía-mos ofrecer nuestros cuerpos a los cinco chicos.

— ¡Madre mía! —suspiré atónito.—Como comprenderás, me negué rotunda-

mente, pero me contestó que esta posibilidad

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no cabía en el juego. No estaba allí para opinar, sino para obedecer, y no me estaba permitido abandonar el juego.

—¿Y la otra chica?—No sé lo que decidió la otra chica, pero yo

dije que ni hablar, que además me quería borrar de la página, que no era lo que imaginaba y que me había hartado.

—¿Qué pasó entonces?—Mad se rio, y dijo que demasiado tarde, que

estaba metida hasta las cejas, y que nadie se podía bajar del tren en marcha. Yo le contesté que adiós, muy buenas; que no me volverían a ver el pelo. Pero me amenazó, dijo que nadie dejaba a Mad, que la secta era sagrada y que nadie la podía abandonar. Que si yo me salía, me buscarían, me encontrarían, y que cumpliría con mi rol, a buenas o a malas. Desde entonces, me persiguen.

—¡Qué fuerte!—Ni te lo imaginas, parece una pesadilla. Pri-

mero pensé que era un farol, pero los días pa-saron y vi que iban en serio. Empecé a recibir llamadas, me acosaban por e-mail, y me amena-zan con colgar fotos mías bastante comprome-tidas en Internet. Lo último que se les ocurrió fue intentar secuestrarme por la calle, en aquel momento llegaste tú.

—¿Por qué no hablas con tus padres?—¿De qué iba a servir? Están demasiado ocu-

pados para enterarse.—Este es un mal asunto, Thais, no me gusta

un pelo. Hay que hacer algo y rápido. Hoy has conseguido salvarte, pero quizás se repita la agresión y no tengas tanta suerte.

—Para aquí —murmuró Thais, con un hilo de voz—, hemos llegado.

Miré la lujosa casa delante de la cual había estacionado, se trataba de un palacete impre-sionante, rodeado de árboles frondosos, en un barrio exclusivo. Comprendí que todo lo que Thais había explicado era verdad. Me resultó escalofriante pensar que aquella familia lo te-nía todo, pero no se preocupaba de su única hija, que un total desconocido la acababa de rescatar de un peligro muy serio.

—Vamos a hacer una cosa Thais, yo te dejo una tarjeta, con mi nombre, mi teléfono, y mi e-mail, y si necesitas algo, me llamas.

—Vale.—¿Me lo prometes?—Sí —contestó a regañadientes, mientras

bajaba del coche—, y oye… muchas gracias.—Me alegro de haber pasado por allí —con-

testé emocionado—. Ahora ve a dormir, es tarde, voy a esperar un rato hasta que hayas entrado en casa. Cualquier cosa… me llamas, ¿vale?

Se alejó, y mientras miraba cómo su frágil silueta desaparecía en la oscuridad, vulnerable y solitaria, me sentí triste, sin saber muy bien por qué.

CONTINUA EN ENTROPíA 8

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oscaR Wilde

El gigante egoista

Cada tarde, a la salida de la escuela, los niños se iban a jugar al jardín del Gigante. Era un jar-dín amplio y hermoso, con arbustos de flores y cubierto de césped verde y suave. Por aquí y por allá, entre la hierba, se abrían flores luminosas como estrellas, y había doce albaricoqueros que durante la primavera se cubrían con delicadas flores color rosa y nácar, y al llegar el otoño se cargaban de ricos frutos aterciopelados. Los pá-jaros se demoraban en el ramaje de los árboles, y cantaban con tanta dulzura que los niños deja-ban de jugar para escuchar sus trinos.

—¡Qué felices somos aquí! –se decían unos a otros.

Pero un día el Gigante regresó. Había ido de visita donde su amigo el Ogro de Cornish, y se había quedado con él durante los últimos sie-te años. Durante ese tiempo ya se habían dicho todo lo que se tenían que decir, pues su conver-

sación era limitada, y el Gigante sintió el deseo de volver a su mansión. Al llegar, lo primero que vio fue a los niños jugando en el jardín.

—¿Qué hacen aquí? –rugió con su voz retum-bante.

Los niños escaparon corriendo en desbanda-da.

—Este jardín es mío. Es mi jardín propio –dijo el Gigante–; todo el mundo debe entender eso y no

dejaré que nadie se meta a jugar aquí.Y, de inmediato, alzó una pared muy alta, y

en la puerta puso un cartel que decía:

ENTRADA ESTRICTAMENTE PROHIBIDABAJO LAS PENAS CONSIGUIENTES

Era un Gigante egoísta...Los pobres niños se quedaron sin tener dón-

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de jugar. Hicieron la prueba de ir a jugar en la carretera, pero estaba llena de polvo, estaba plagada de pedruscos, y no les gustó. A menudo rondaban alrededor del muro que ocultaba el jardín del Gigante y recordaban nostálgicamen-te lo que había detrás.

—¡Qué dichosos éramos allí! –se decían unos a otros.

Cuando la primavera volvió, toda la comarca se pobló de pájaros y flores. Sin embargo, en el jardín del Gigante Egoísta permanecía el invier-no todavía. Como no había niños, los pájaros no cantaban, y los árboles se olvidaron de florecer. Sólo una vez una lindísima flor se asomó entre la hierba, pero apenas vio el cartel, se sintió tan triste por los niños que volvió a meterse bajo tierra y volvió a quedarse dormida. Los únicos que ahí se sentían a gusto eran la nieve y la escarcha.

—La primavera se olvidó de este jardín –se dijeron–, así que nos quedaremos aquí todo el resto del año.

La nieve cubrió la tierra con su gran manto blanco y la escarcha cubrió de plata los árboles. Y enseguida invitaron a su triste amigo el vien-to del norte para que pasara con ellos el resto de la temporada. Y llegó el viento del norte.

Venía envuelto en pieles y anduvo rugiendo por el jardín durante todo el día, desganchando las plantas y derribando las chimeneas.

—¡Qué lugar más agradable! –dijo–. Tenemos que decirle al granizo que venga a estar con no-sotros también.

Y vino el granizo también. Todos los días se pasaba tres horas tamborileando en los tejados de la mansión, hasta que rompió la mayor par-te de las tejas. Después se ponía a dar vueltas alrededor, corriendo lo más rápido que podía. Se vestía de gris y su aliento era como el hielo.

—No entiendo por qué la primavera se demo-ra tanto en llegar aquí –decía el Gigante Egoísta cuando se asomaba a la ventana y veía su jardín cubierto de gris y blanco–, espero que pronto cambie el tiempo.

Pero la primavera no llegó nunca, ni tampoco el verano. El otoño dio frutos dorados en todos los jardines, pero al jardín del Gigante no le dio ninguno.

—Es un gigante demasiado egoísta –decían los frutales.

De esta manera, el jardín del Gigante quedó para siempre sumido en el invierno, y el viento del norte y el granizo y la escarcha y la nieve bailoteaban lúgubremente entre los árboles.

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Una mañana, el Gigante estaba en la cama todavía cuando oyó que una música muy her-mosa llegaba desde afuera. Sonaba tan dulce en sus oídos, que pensó que tenía que ser el rey de los elfos que pasaba por allí. En realidad, era sólo un jilguerito que estaba cantando frente a su ventana, pero hacía tanto tiempo que el Gigante no escuchaba cantar ni un pájaro en su jardín, que le pareció escuchar la música más bella del mundo. Entonces el granizo detuvo su danza, y el viento del norte dejó de rugir y un perfume delicioso penetró por entre las persia-nas abiertas.

—¡Qué bueno! Parece que al fin llegó la pri-mavera –dijo el Gigante, y saltó de la cama para correr a la ventana.

¿Y qué es lo que vio?Ante sus ojos había un espectáculo maravi-

lloso. A través de una brecha del muro habían entrado los niños y habían trepado a los árbo-les. En cada árbol había un niño, y los árboles estaban tan felices de tenerlos nuevamente con

ellos, que se habían cubierto de flores y balan-ceaban suavemente las ramas sobre sus cabe-citas infantiles. Los pájaros revoloteaban can-tando alrededor de ellos, y los pequeños reían. Era realmente un espectáculo muy bello. Sólo en un rincón el invierno reinaba. Era el rincón más apartado del jardín y en él se encontra-ba un niñito. Pero era tan pequeñín que no lo-graba alcanzar a las ramas del árbol, y el niño daba vueltas alrededor del viejo tronco lloran-do amargamente. El pobre árbol estaba todavía completamente cubierto de escarcha y nieve, y el viento del norte soplaba y rugía sobre él, sacudiéndole las ramas, que parecían a punto de quebrarse.

—¡Sube a mí, niñito! –decía el árbol, inclinan-do sus ramas todo lo que podía.

Pero el niño era demasiado pequeño. El Gi-gante sintió que el corazón se le derretía.

—¡Cuán egoísta he sido! –exclamó–. Ahora sé por qué la primavera no quería venir hasta aquí. Subiré a ese pobre niñito al árbol y des-

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pués voy a botar el muro. Desde hoy mi jardín será para siempre un lugar de juegos para los niños. Estaba de veras arrepentido por lo que había hecho. Bajó entonces la escalera, abrió cautelosamente la puerta de la casa, y entró en el jardín. Pero, en cuanto lo vieron, los niños se aterrorizaron, salieron a escape y el jardín quedó en invierno otra vez. Sólo aquel pequeñín del rincón más alejado no escapó, porque tenía los ojos tan llenos de lágrimas que no vio venir al Gigante. Entonces el Gigante se le acercó por detrás, lo tomó gentilmente entre sus manos y lo subió al árbol. Y el árbol floreció de repente, y los pájaros vinieron a cantar en sus ramas, y el niño abrazó el cuello del Gigante y lo besó. Y los otros niños, cuando vieron que el Gigante ya no era malo, volvieron corriendo alegremente. Con ellos la primavera regresó al jardín.

—Desde ahora el jardín será para ustedes, hi-jos míos –dijo el Gigante, y tomando un hacha enorme, echó abajo el muro.

Al mediodía, cuando la gente se dirigía al mercado, todos pudieron ver al Gigante jugan-do con los niños en el jardín más hermoso que habían visto jamás. Estuvieron allí jugando todo

el día, y al llegar la noche los niños fueron a despedirse del Gigante.

—Pero, ¿dónde está el más pequeñito? –pre-guntó el Gigante–, ¿ese niño que subí al árbol del rincón?

El Gigante lo quería más que a los otros, por-que el pequeño le había dado un beso.

—No lo sabemos –respondieron los niños–, se marchó solito.

—Díganle que vuelva mañana –dijo el Gigan-te.

Pero los niños contestaron que no sabían dónde vivía y que nunca lo habían visto antes. Y el Gigante se quedó muy triste.

Todas las tardes, al salir de la escuela, los niños iban a jugar con el Gigante. Pero al más chiquito, a ese que el Gigante más quería, no lo volvieron a ver nunca más. El Gigante era muy bueno con todos los niños pero echaba de me-nos a su primer amiguito y muy a menudo se acordaba de él.

—¡Cómo me gustaría volverlo a ver! –repetía.Fueron pasando los años, y el Gigante se

puso viejo y sus fuerzas se debilitaron. Ya no podía jugar; pero, sentado en un enorme sillón,

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B U S C A M O S E S C R I T O R E SD E R E L AT O Y N O V E L A C O R TA

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En cualqu ier lugar

Durante mi v ia je

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miraba jugar a los niños y admiraba su jardín.—Tengo muchas flores hermosas –se decía–,

pero los niños son las flores más hermosas de todas.

Una mañana de invierno, miró por la venta-na mientras se vestía. Ya no odiaba el invierno pues sabía que el invierno era simplemente la primavera dormida, y que las flores estaban descansando. Sin embargo, de pronto se res-tregó los ojos, maravillado, y miró, miró... Era realmente maravilloso lo que estaba viendo. En el rincón más lejano del jardín había un árbol cubierto por completo de flores blancas. Todas sus ramas eran doradas, y de ellas colgaban fru-tos de plata. Debajo del árbol estaba parado el pequeñito a quien tanto había echado de me-nos. Lleno de alegría el Gigante bajó corriendo las escaleras y entró en el jardín. Pero cuando llegó junto al niño su rostro enrojeció de ira, y dijo:

—¿Quién se ha atrevido a hacerte daño?Porque en la palma de las manos del niño ha-

bía huellas de clavos, y también había huellas de clavos en sus pies.

—¿Pero, quién se atrevió a herirte? –gritó el Gigante–. Dímelo, para tomar la espada y ma-tarlo.

—¡No! –respondió el niño–. Éstas son las heri-das del Amor.

—¿Quién eres tú, mi pequeño niñito? –pre-guntó el Gigante, y un extraño temor lo invadió, y cayó de rodillas ante el pequeño.

Entonces el niño sonrió al Gigante, y le dijo:—Una vez tú me dejaste jugar en tu jardín;

hoy jugarás conmigo en el jardín mío, que es el Paraíso.

Y cuando los niños llegaron esa tarde encon-traron al Gigante muerto debajo del árbol. Pa-recía dormir, y estaba entero cubierto de flores blancas.

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