Entre La Calima Laboratorio Creativo Anroart

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EENTRENTRE LALA CALIMACALIMA

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EENTRENTRE LALA CALIMACALIMA

© de los textos, los autores, 2013

© de la introducción, Alexis Ravelo.

Las Palmas de Gran Canaria, enero de 2013.

ESTA ES UNA EDICIÓN NO VENAL PARA SU DISTRIBUCIÓN

GRATUITA, LA CUAL QUEDA AUTORIZADA, ASÍ COMO SU

REPRODUCCIÓN CON FINES NO LUCRATIVOS, RESPETANDO

SIEMPRE LA INTEGRIDAD DE SU CONTENIDO Y MENCIONANDO

EXPLÍCITAMENTE SU ORIGEN Y AUTORES.

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ÍNDICE

Introducción, por Alexis Ravelo, 4

Polvo eres, por Máximo González Guardia, 6

Dentro de la calima, por Desirée Jiménez

Sosa, 13

Si no lo veo, no lo creo , Por Jose Suárez

Marrero, 18

Ma-li-ca, por Yaiza Pérez Hernández, 23

Calígine, por Victoria Hernández, 29

Calima, por Ana María Vanderwilde, 43

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EENTRENTRE LALA CALIMACALIMA

INTRODUCCIÓN

Todo surgió de la coincidencia entre una reflexión

acerca del paisaje y la feliz memoria de un cuento de

Boris Vian, “El amor es ciego”, aquel en el que una

calina afrodisíaca cubría una ciudad de provincias

durante un período feliz. ¿Recuerdan?

A partir de ahí se habló de la incidencia periódica

de la calima en Canarias, de cómo singulariza y

condiciona la vida en las Islas en cada una de sus

inevitables visitas y cómo algunos autores recientes

(Alicia Llarena o yo mismo) la habíamos tomado como

motivo en ciertos textos.

Nos pareció adecuado dedicar la última propuesta

práctica del taller de introducción a la narrativa que

desarrollábamos en el Laboratorio Creativo Anroart a

este peculiar y molesto fenómeno atmosférico, ya que,

como el propio Vian había mostrado, resultaba

tremendamente plástico y muy útil como excusa, objeto

mágico, leit motiv o hilo conductor de conflictos.

Entre la calima puede suceder cualquier cosa. Y

esa había sido la principal premisa creativa en el taller

desde las primeras sesiones, celebradas meses antes:

decir asombro donde otros dicen solamente costumbre,

tal y como dicta el célebre verso de Borges; la

búsqueda en lo cotidiano de pretextos para la

fascinación; el extrañamiento ante la realidad para

crear ficciones que nos ayudasen a hacernos las

preguntas adecuadas, esas que nos permitiesen

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EENTRENTRE LALA CALIMACALIMA

hacernos a cada uno con nuestra propia y particular

forma del mundo.

El resultado es esta pequeña recopilación de

cuentos que ofrecemos a continuación: seis textos de

ficción escritos por seis autores y autoras muy

diferentes; seis miradas particulares con seis estilos

distintos que toman todos como pretexto esa nube de

polvo que invade inevitablemente la geografía que

habitan, el aire que respiran, y bajo la cual se esconde

cualquier circunstancia fabulosa, incluido, claro está,

ese formidable y único fenómeno que es el ser humano.

En “Polvo eres” de Máximo González Guardia la

calima es el catalizador del desenlace de un hombre

que ha decidido esperar a la muerte escondido y

olvidado en el campanario de una iglesia de barrio.

Desirée Jiménez ve en “Dentro de la calima” a un

oscuro, lúbrico y peligroso amante. La calima es, en

cambio, una especie de hada madrina de princesas

proletarias en el triste, humorístico y tierno “Si no lo

veo no lo creo”, de Jose Suárez Marrero. Es el vehículo

de la sobrenatural venganza de la esposa despechada

que protagoniza “Ma-li-ca”, de Yaiza Pérez Álvarez. Y

es también promesa del paraíso o puerta al infierno de

la desilusión en “Calígine”, de Victoria Hernández.

Finalmente, el lector podrá comprobar cómo esta

aparentemente inocua manifestación del meteoro puede

constituirse en catalizador del paroxismo caníbal que

Ana María Vanderwilde imaginó para la delirante sátira

con la cual concluye este volumen.

Estas seis miradas entre la calima ofrecen, creo,

un ejemplo de la praxis de este grupo de autores que

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EENTRENTRE LALA CALIMACALIMA

inician o han iniciado hace poco su andadura;

narradores que afrontan con seriedad y humildad su

continua tarea de formación y de quienes están por

llegar sus trabajos más deslumbrantes, cuyos destellos

lucen ya, creo, entre estas páginas.

Alexis Ravelo

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EENTRENTRE LALA CALIMACALIMA

POLVO ERES

Máximo González Guardia

El día empezó áspero. Era tan diferente al anterior

que parecían días de distinto padre. Es verdad que en

estas islas están acostumbrados a que el aire llegue

repleto de tierra y calor pero, antes de aparecer, se

presiente. En cambio, cuando se quedó dormido la

noche estaba serena y suave. Era una noche sedosa,

llena de caricias sopladas por las pocas nubes que

había en el cielo. Mientras seguía pensando en lo

inescrutable que es la naturaleza, recordó el atardecer

que precedió a la noche y sintió que todo encajaba.

Recordó la impresión que le produjo aquella bóveda

enorme llena de rojos intensos y ocres encendidos. Le

pareció una despedida, pero sin tristeza, sin

resignación, sino enérgica, llena de vida. No llegó a

ninguna conclusión pero después de estas reflexiones,

la mañana de calima calurosa, de una calima que por lo

densa parecía intransitable, dejó de sorprenderlo.

Vivía en el campanario de la iglesia del Espíritu

Santo, en la ciudad alta, desde hacía un año. Fue el día

en que descubrió que los sentimientos de verdad, los

que duelen, no están en el corazón –ahí gritan los

superficiales–, sino en los riñones, que todo lo

sostienen. Lo descubrió porque ese mismo día murió su

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EENTRENTRE LALA CALIMACALIMA

mujer y a él se le paró uno de los dos. Se le quedó

petrificado de pena. Se detuvo y se entregó a la

necrosis como una ofrenda a la muerte. En cambio, su

corazón siguió latiendo vivaracho, con más intensidad,

ajeno a la tiniebla que lo rodeaba. Ese día también

decidió que no se quitaría el riñón inútil sino que

moriría cuando le infectase la sangre y, mientras tanto,

iba a establecerse en el campanario porque imaginó

que un espíritu tiene que ser menos denso que el aire,

y calculando alturas, decidió que lo más cercano a las

almas sin cuerpo sería aquella torre. Una vez descubrió

el sitio idóneo, dejó su trabajo y se retiró a su nuevo

hogar.

Llegó una noche de luna nueva y, sin que nadie lo

viera, se estableció. Como era un hombre de

costumbres austeras se acomodó enseguida a la vida

eclesiástica. Para comer no tenía problema: entre el

millo que le robaba a las palomas con el que de vez en

cuando se hacía algunas roscas, y el pan y el vino que

religiosamente comía en la iglesia a las siete y a las

nueve, se sentía satisfecho. El cura, ajeno a la realidad,

lo tenía por un señor profundamente devoto ya que no

faltaba a ninguna misa. Y como nunca roncaba mientras

dormía, lo creía hombre de introspección y de hondas

convicciones. Lo que no se imaginaba el párroco es

que, aparte de la cabezadita durante la homilía de las

nueve, también pernoctaba a algunos metros por

encima de su casa. Nunca se dormía, en cambio,

durante las catequesis de doña Ana, a la que él llamaba

Ana, una señora que siempre vestía de blanco, una

mujer luminosa. Él la miraba mientras hablaba con los

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EENTRENTRE LALA CALIMACALIMA

jóvenes sobre Jesús y el Nuevo Testamento, pero ella

no sabía de su existencia. Los lunes, miércoles y

viernes a las cinco, se asomaba a verla y escucharla.

Incluso a desearla, si eso no perturbara el recuerdo de

su mujer.

Esa mañana el calor lo apretaba contra el suelo y

no lo dejaba pensar. Así que, como a esa hora no había

nadie en el templo, bajó y se lavó la cara con el agua

que estaba a la entrada de la iglesia, en una pila de

piedra. “Cuánto pesa la bendición”, pensó, porque

desde pequeño el agua bendita le pareció más densa de

lo normal. Volvió a su torre con paso cansino, golpeado

por el aire cálido y, al asomarse al campanario, casi no

podía ver a lo lejos. La calima lo confundía todo,

distorsionaba las figuras, pero también era ecuánime

como la muerte, e imaginó que estar muerto tenía que

ser algo así, pero sin calor. Aunque rápidamente

cambió de opinión porque no se imaginaba a su mujer

perdida en un mundo sin contornos y a él buscándola

entre lo indefinido. A pesar de que intentó quitárselo

de la cabeza, la duda lo invadió y se quedó dándole

vueltas al asunto aunque sin encontrar ninguna

solución.

Llegó la noche pero no disminuyó la intensidad del

calor. La sábana se convirtió en una masa viscosa y

caliente que se le pegaba a todo el cuerpo. Se movía de

un lado a otro, buscando una postura fresca y relajada,

pero no era posible, no podía conciliar el sueño.

Intentó, como hacía otras noches, hablar con su mujer,

pero el polvo en suspensión y la pesada canícula no le

permitían concentrarse para dirigirse a ella. Cansado

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de la tortura, decidió darse una vuelta por la azotea de

la iglesia. Nunca lo había hecho de madrugada. Era

noche de luna llena, o eso parecía, por la difuminada

claridad que atravesaba las motas de tierra o de arena.

Iba deambulando, sin pensar en casi nada, cuando

encontró la ventana del dormitorio del cura abierta y a

este durmiendo. Se acercó y escuchó que hablaba en

voz alta. Siguió mirando por la ventana mientras se

sentaba en el alféizar y dijo:

–Ave María Purísima.

–Sin pecado concebida –contestó el cura con una

sonrisa burlona, acostumbrado como estaba a que nadie

viera su cara detrás de la celosía del confesionario.

Y dado que el sacerdote respondió, se le ocurrió

lanzarle una pregunta sobre la duda que lo

atormentaba esa tarde.

–Padre, ¿cómo es el Reino de los Cielos? –clamó

solemnemente pero sin levantar en exceso la voz.

El silencio se colgó sobre sus cabezas, se mantuvo

unos segundos, y se derramó, mojando toda la escena

sin que ellos lo supieran. Después, el cura habló:

–Eres tú de nuevo, Espíritu Santo, el que hablas

conmigo e intentas confundirme con esas preguntas.

Tratas de quebrantar mi fe. Hurgas en mis debilidades.

Quieres que mis dudas revienten mis creencias. Pero no

lo vas a conseguir. El Reino de los Cielos, lo sabes

bien, es como la imagen del trigo y la cizaña, tú mismo

lo decías encarnado en Jesús.

Interesado en la historia del trigo y la cizaña,

siguió tirando del hilo. Para no sobresaltar al párroco y

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su sueño, intentó imitar la voz del Espíritu Santo.

Ahuecó la boca y volvió a preguntar:

–No me vale con eso. Quiero que me expliques por

qué el Reino de los Cielos es como el trigo y la cizaña.

–No sigas por ahí –suplicó el cura.

–Lo necesito –pidió desde la ventana.

–Ah, te reconozco, Lengua de Fuego. Sí, yo soy la

cizaña y acabaré quemado en el infierno junto a los de

mi especie. No seré como el trigo, no seré una buena

cosecha que alcance tu Reino. ¿Por qué nos hiciste

débiles? ¿Por qué me atormentas? –exclamó el cura

cambiando de postura y dándole la espalda.

Desde la ventana decidió que era suficiente, que

aquel hombre no se merecía sufrir tanto, ya que él solo

quería resolver su duda y no atormentar a nadie; claro,

que tampoco sabía lo que querría el Espíritu Santo pero

en esas cuestiones prefirió no meterse. Sin darle más

vueltas a este último pensamiento se despidió diciendo:

–Descansa en paz.

Después de la misteriosa conversación con el cura

dormido, a él también le apeteció descansar. Para su

sorpresa ya la calima no le parecía una sopa caliente de

tierra en la que nadar, sino un lecho arenoso que

acariciaba dulcemente su cara y su cuerpo, así,

reconfortado por lo que antes lo atormentaba,

consiguió quedarse dormido.

De inmediato cayó hondo en su sueño, y soñando

se levantó de la cama. La calima ya no era áspera sino

azucarada. Se transformó en una tenue capa que

matizaba la realidad. Como hipnotizado se acercó al

borde del campanario y le pareció ver, o soñar, a su

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mujer enfrente. Avanzó sin miedo al abismo y siguió

caminando soportado por el aire, lo notaba presionando

sus pies. Se acercó a su soñada mujer, pero no

consiguió traspasar la cortina terrosa que los separaba.

Ella lo miraba. Sus ojos eran lagos enormes,

inabarcables, él perdía su mirada y su cuerpo en ellos.

Sentía que lo atraían como antaño, cuando una mirada

suya bastaba para sanarlo. Una profunda tristeza

soñada lo invadió. A la misma vez una intuición,

también soñada, lo convencía de que aquello era un

recuerdo. Y entendió que fue la romántica calima la que

extrajo de su inconsciente, para dibujarla en el sueño,

la difuminada imagen de la persona a quien amaba

hasta la muerte.

El aire caliente volvió a su estado natural al

amanecer. Era, de nuevo, una mano dañina que

introducía los dedos por todos los agujeros del cuerpo.

Parecía que se hubiese abierto el horno del que el

panadero extrae el pan. Se limpió la cara: las legañas

que cerraban sus ojos no eran producto de una noche

sosegada, sino de lágrimas de pena cristalizadas en la

comisura de sus ojos. El sueño y la conversación con el

cura lo empujaron a un estado de melancolía que no

quería permitirse y empezó a cantar. Su método surtió

efecto, ya se sentía mejor, aunque en su fuero interno

sabía lo que ocurriría.

Llegó la tarde y bajó a misa de siete. Esta vez no

solo lo hacía por la comida sino por el fresquito de la

iglesia. Mucha gente debía de haber pensado lo mismo,

porque estaba abarrotada. Pero no todo el mundo es

tan práctico y aquella vez se trataba de un funeral.

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Como en otras ocasiones, se quedó un poco traspuesto

hasta que el cura llegó a la homilía, en ese momento se

despertó. Siendo un duelo lo que llevaba a tanta

personas a la casa del Señor era normal que la homilía

versara sobre lo ineludible de la muerte, sobre la

certeza de que todos llegaremos a ella, más tarde o

más temprano, sobre la vida contingente, sobre el

juicio final ineluctable, sobre nuestros actos, los

buenos y los malos, y sobre el Señor allí arriba sentado

en el Reino de los Cielos, esperándonos. La imagen lo

sobrecogió y sintió miedo. Asustado estaba cuando

escuchó que el cura decía: “Polvo eres y en polvo te

convertirás”. Y lo decía mirándolo fijamente, vaciando

con su mirada la iglesia, clavándole la frase en su cruz.

Se fue al campanario, entregado, y se dispuso a

esperar a la noche. La calima arreciaba empujada por

un viento poderoso, la caída del sol transformó el cielo

en un inmenso océano anaranjado, en un océano

desbocado que se tragó los azules y los blancos, los

invadió sin dejar rastro; se transformó en un

insondable misterio que lo rodeaba allí arriba en el

campanario, en una epifanía de la vida y la muerte.

Esa noche se dispuso a dejarse ir, sabía que su

tiempo había acabado. La calima febril insistía en

llevarse el polvo que él fue y que sería. En su último

latido no pensó en su mujer muerta hacía un año sino

que imaginó una vida con Ana, la luminosa. Ya era

tarde, la imagen de su esposa tiraba fuertemente de su

brazo. A la mañana siguiente la extraña calima

desapareció y con ella, cualquier vestigio de vida de la

torre del campanario de la ciudad alta.

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DENTRO DE LA CALIMA

Desirée Jiménez Sosa

La calima no significaba nada para Mónica. Solo

era una sensación molesta. Granos de arena diminutos

rasgándole los ojos, arañándole el paladar. Los

contornos borrosos. Algún estornudo. El tacto arenoso

y aterciopelado en los dedos. Nada más.

En realidad, había muy pocas cosas que pudieran

molestar a Mónica. Nunca se quejaba. Cuando su madre

decidió abandonarlos a ella y a su padre, lo único que

pudo decir fue: “Bueno, era lo que ella quería”. Su tía

estuvo regalándole bombones todas las navidades hasta

que descubrió que los tiraba a la basura. En el instituto

usaba pantalones de pana porque su padre creía que

eran bonitos.

A veces pensaba si había sido en parte culpa de los

pantalones de pana el que ella fuera la única chica sin

novio en el instituto. Por fin, el segundo año de

carrera, conoció a David. David era simpático, aunque

nunca se acordaba de su cumpleaños. Después de salir

durante casi cuatro primaveras, Mónica le regaló un

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calendario con una pegatina en forma de corazón sobre

el 14 de mayo. David no pilló la indirecta. La dejó por

otra chica. Mónica se preguntaba si David se acordaría

del cumpleaños de la otra.

Con Samuel era sobre todo una cuestión de sexo.

Como si no se sintiese atraído. Raúl prefería la

escalada a pasar un fin de semana romántico. Carlos

tampoco estaba tan mal. Es decir, la presentó a sus

amigos y parecía que estaba orgulloso de ella. La pega

es que era un poco raro salir siempre con su exnovia.

Sobre todo cuando cenaban solo ellos tres, lo cual

sucedía a menudo. Las cosas con él tampoco

funcionaron. Una vez le dijo que se iba a un striptease

con unas compañeras, a ver si lo ponía celoso, pero en

realidad pasó la noche sola. Mónica no quiso saber si

había vuelto con su ex o qué había sido de su vida.

Habían pasado cinco meses desde el último affaire

cuando llegó la calima. Al principio se trataba del picor

habitual rondándole los agujeros de la nariz. La

lentitud al respirar, exhalando e inhalando

microscópicos trocitos de desierto. La arena raspándole

la garganta, mezclándose con su saliva. Poco a poco el

aire se tornó amarillo. Inmensas nubes de arena caían

sobre la ciudad. Mónica no podía ver ni respirar en

aquella niebla parduzca. El asfalto, el capó de su coche

habían sido tomados por la tierra. Igualmente, tenía

que ir a trabajar. Estaba intentado atinar con las llaves

del coche cuando sintió una sombra, un aliento. Un

paso. Un brazo. Una caricia.

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Alguien le estaba acariciando el cuello. Se sentía

bien. De repente la mano bajó firme, hasta el culo.

Mónica se dio la vuelta. El viento giró y los cubrió de

polvo. Se encontraba cercada por un torbellino de

arena. Los ojos le escocían. Los brazos persistían en

moldearle la cintura, en masajearle los pechos. Sintió

un beso húmedo en el ombligo. Un dedo en el clítoris.

Mónica se tumbó sobre la carretera y se dejó hacer. Allí

mismo, en la calle. Nunca lo había hecho en la calle.

Yacía desnuda sobre el granito. Los guijarros se

hundían en su espalda y ella sentía el éxtasis

abandonar su carne. Entonces quiso extender los

brazos y volver a palpar aquel cuerpo. No estaba. Se

puso de pie y dio vueltas a ciegas. Había desaparecido.

Mónica se vistió y se metió en el coche.

La calima se disipó a los pocos minutos. Las

palmeras y la rotonda fueron aclarándose en el

horizonte, aunque la calima aún flotaba sutilmente en

el aire. Mónica arrancó el motor y fue a trabajar.

Al día siguiente el viento había cambiado de

dirección. El polvo del Sáhara agonizaba sobre los

alféizares. Agua y cepillo. Mónica no habló a nadie

sobre su encuentro. En ocasiones se quedaba

simplemente muy quieta sobre una silla, con la mirada

perdida y acuosa. Si alguien se hubiese fijado habría

notado que no paraba de frotarse los muslos. Por las

noches cerraba las persianas para que no entrase la luz

macilenta de la ciudad y se tapaba la cabeza con la

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sábana. Se imaginaba de nuevo la mano invisible, el

fantasma de arena. Intentaba no hacer mucho ruido.

El deseo de que aquella escena se repitiese era

cada vez más intenso. La excitaba ligeramente el polvo

que se levantaba al soplar el viento.

Desafortunadamente, llegó también el momento en el

que no pudo evitar pensar quién era la persona con la

que se había acostado en mitad de la carretera.

Imaginar que se trataba de un total desconocido era lo

más sencillo. Pero quizá no fue así. Quizá esa persona

la conocía. Quizá sabía a qué hora iba a trabajar, cuál

era su coche. Incluso era posible que él la conociese,

aunque ella no a él. O que nunca se hubiera fijado.

Como invertir los papeles. Eso le habría gustado.

Durante semanas intentó escrutar en los ojos de la

gente. No solo de sus compañeros de oficina y amigos,

sino también de los que se encontraba en la cafetería o

en el portal de su edificio. Se rozaba al pasar si creía

entrever indicios. Sin embargo, no sucedió nada.

Cuando pasaron dos meses, Mónica comprobó

gozosa que según el parte meteorológico se acercaba la

calima. Ya podía sentir los granos de arena en el aire,

pegándose a su piel. La luna amarilla. El escozor

placentero en los labios.

Por desgracia, aún a la mañana siguiente la calima

parecía que no terminaba de cuajarse. No era como la

otra vez. El cielo no se había vuelto pardo. Mónica

intentó reproducir exactamente la situación, aunque

fuera domingo. Bajó a la calle a la misma hora. Sacó las

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llaves del coche. Simuló no atinar con ellas. No quiso

mirar a los lados, sino que mantuvo la vista fija en las

llaves. No funcionaba. La calima no se espesaba a su

alrededor. Lo intentó durante media hora. Después,

entristecida, se marchó a casa.

Fue un leve hálito de esperanza lo que la hizo

dejar la puerta de su piso abierta. Tan pronto como se

sentó en la silla frente al umbral, una ráfaga caliente y

naranja de polvo inundó el pasillo, la cocina, el salón.

De nuevo se vio envuelta en el abrazo cálido de la

arena. Las virutas minúsculas revoloteando alrededor

de sus ojos le nublaban la vista. Pese a ello, le pareció

vislumbrar una silueta masculina. Debió de tratarse de

un espejismo, porque los brazos ya estaban detrás de

ella, oprimiéndole el vientre. Los dedos ya estaban

jugando con sus pezones bajo la blusa. Su aliento ya

viajaba desde su cuello hacia su espalda. Esta vez no

fue un dedo lo que encontró su clítoris, sino una

lengua. Como la vez anterior, Mónica se dejó llevar.

Entonces algo la sacó de aquel delirio. Era un olor,

un sabor. No estaba segura. Un gemido. Algo familiar.

Repentinamente, sintió cómo sus extremidades se

agarrotaban, cómo su cuerpo se volvía rígido. Él estaba

echado encima. En ese instante se dio cuenta de que la

calima ahora no era más que un fino velo. Si se fijaba

un poco, podría verlo.

—Vete.

Hubo una pausa. Los granos de arena se

congelaron en el aire.

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—Fuera de mi casa.

Mónica tenía la impresión de que todo había

sucedido muy rápido. La calima se retiró de pronto; no

dejó casi rastro. El aire se volvió transparente en un

abrir y cerrar de ojos. El hombre no estaba. Ante ella,

en el suelo, solo quedaba un montoncito de arena.

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SI NO LO VEO, NO LO CREO

José Suárez Marrero

El despertador no la perdona. Pese a la mala noche

que la maldita calima le hizo pasar, se levanta con el

primer sonido del gallo a pilas. Ni con la ventana

abierta, ni con el ventilador al máximo, pudo dormir. Se

siente pegajosa, como si las sábanas fueran de

mermelada. No tiene tiempo para pensar, despierta a

los chiquillos, se preparan como si hubiera un incendio,

se apuran y cogen la guagua hasta el colegio. Dos

besos, al grande le recuerda que el padre vendrá a

buscarlos, este asiente y se marcha. Al chico lo sujeta

por el brazo y, entre dientes, le susurra que como la

señorita me haga venir de nuevo, te dejo calvo, me

estás oyendo, calvo te dejo. Lo suelta, echan a correr,

el niño para la fila y ella para la parada de la guagua.

Se cruza con Isabel y Fabiola.

—Adiós, chiquillas.

—No te orvides: esta noche, marcha. ¿Adónde vas

como las locas?

—Se me va la guagua, Isa. No me orvido.

Llega diez minutos tarde, empegostada del calor.

Rosaura la espera en la puerta con una mano cruzada y

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otra en la cara, con gesto de inquietud. Mientras

entran en la casa le va comentando que ayer le faltaron

las ventanas del piso de arriba; hoy sin falta, lo demás

está en la nevera. Ni los buenos días. Sí, señora. La

señora coge la puerta del garaje y no escucha a la

limpiadora ronronear: seguro que dormiste bien

anoche, mardita, no se le escapa una, que si ella revisa

cuando llega es lo que me pregunto yo, claro, en su

oficina estará tan fresquita, no sabe que estamos con

una ola de calor y que hay tierra, ¿no va a haber polvo?

Chis, como ella es tan alta llega a la ventana, sabes qué

te digo, que ni voy a mirar lo que hay para hoy; subo,

hago las ventanas y sanseacabó. Mierda de escalera

coja, mire usted esto, si está limpia; ay, que me mato,

no y me caigo. El trapo tiene más polvo que la ventana.

Y se cayó.

Se levanta, aturdida entre la calima y el golpe,

está media pa´llá. Manda al carajo la ventana, baja a la

cocina, mira la nevera y se queda perpleja: hacer la

comida. ¿Y nada más? Que coja un tupper para mí, que

me vaya cuando acabe; si no lo veo no lo creo, Jesús,

Jesús, qué sofoco me acaba de entrar. Pues venga, así

cojo la de las menos cinco.

—Máaaaaa, abre.

—Hola, hija.

—Hola, má, qué contenta te veo.

—Como siempre, hija.

—Aaaaay, má, si lo primero que me dices es qué

voy hacer de comer y hoy tengo un tupper. No te lo vas

a creer, resulta...

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EENTRENTRE LALA CALIMACALIMA

—Pues guarda el tupper, mira el caldero, lengüína,

tengo una sorpresa para ti.

—Caldo de papas, mamá. Tienes la comida hecha.

Me va a dar tiempo de coger a Isabel para que me

arregle las manos y los pies, que voy a salir esta noche.

—Lo mejor que haces.

—¿Qué? No soy una buscona por salir, si no lo veo

no lo creo, Jesús, Jesús, qué sofoco me acaba de entrar.

Come, se refresca de la calima y de la madre que

la parió, pasa por el cajero, saca un extracto. No se

para a mirarlo porque son las cuatro y no quiere que

Isabel se quede dormida. Cuando está con las piernas

en remojo, lista para la pedicura, que incluso le va a

poner una flor en las uñas del dedo gordo y todo, le

suena el móvil a Isabel. Es Fabiola para quedar, a ella

le da igual porque está sin los niños, a la hora que ellas

quieran. Se saca el extracto y pega un grito. Isabel, que

acaba de colgar, le comenta qué coño le pasa. El grito

es consecuencia del ingreso del marido, la manutención

completa, suspira. Los tres meses que le debía, si no lo

veo no lo creo, Jesús, Jesús, qué sofoco. Le pide que

abra la ventana, le pregunta con retintín si el

ventilador no funciona, cálmate, chiquilla. Su amiga

intenta tranquilizarla. Menos mal, el capullo ese.

Arréglame las pezuñas, niña, que hoy estoy que ni pá

qué, estoy en racha, voy a comprar un número a ver si

me hago rica y me voy hacer los bajos, y las ingles

brasileñas, por si las moscas. Las amigas ríen.

Llega a su casa, ahora silenciosa, sin niños. Le

está cogiendo el tranquillo a esto de estar sola.

Empieza a disfrutar de la soledad. Escoge el vestido,

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EENTRENTRE LALA CALIMACALIMA

rápido, pero no encuentra ni los zapatos, ni el bolso, ni

los pendientes adecuados. Se pregunta qué puede

hacer, si no tiene un duro. Llama a Fabiola. Esta le dice

que en una hora está allí, que se preparan juntas, que

no se preocupe. Fabi tiene ropa bonita y moderna.

Cuando termina de vestirse, está pletórica, se siente de

lujo. El taxi llega a Vegueta. Tiembla, Vegueta, que

llegan las tres marchosas de La Paterna, hambrientas y

no solo de comida. Unos pinchitos, unas cervezas, miles

de conversaciones. Mira, muchacha, te lo digo como lo

siento, si pudiera cocinarme un hombre, le pondría:

cien gramos de altura, no mucha; doscientos gramos de

ancho, anchito, pa tener dónde agarrarse; una pizca de

dinero, para darle un toque; y un buen cacho de

chorizo, que no falte, pa que coja gusto. Se ponen la

mano en el pecho y ríen, sube y baja, hasta lloran, qué

cosas tiene la Leticia. Una cosa lleva a la otra y la otra

es bailar, antes de que los tacones no les dejen dar un

paso. Mientras Leticia baila, las dos amigas se han

dado cuenta de que hay uno que la mira. Se lo dicen y

ella, decidida, les comenta que va a ver si tiene todos

los ingredientes. Se tropieza con él, perdona, le dice

haciéndose la sueca. Las princesas no se disculpan,

comenta el galán aficionado. La conversación fluye, no

baila mal el chiquillo, parece que este se puede meter

en el caldero, qué sofoco, Jesús, Jesús, si no lo veo no

lo creo. Buena ropa, buenos hombros, altura perfecta y

en algún que otro roce parece ser que tiene todos los

ingredientes. Sonríe para fuera y se descojona por

dentro. Después de asegurarse con las amigas, acepta

tomarse la última, acepta ir a su casa. Ve su coche. En

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EENTRENTRE LALA CALIMACALIMA

efecto, tiene dinero. Ve su chalé, menos mal que no

tiene que limpiarlo. Sin duda tiene mucho dinero. Le

enseña el gimnasio. De aquí saca los buenos hombros.

Se ponen al fresco, en la terraza. Qué calor, verdad,

qué sofoco, le besa, sí, sí, sí tiene todos los

ingredientes. Cuando se enteren aquellas. Acepta

bañarse en su piscina y se sumerge.

Se seca el agua de la piscina aunque seguirá

mojada hasta que, cansada de todo el día, se queda

dormida.

Por la ventana entra el sol, entra el calor, calor sin

polvo, sin calima, el cielo es azul. Su ropa está muy

bien doblada sobre la cama, incluidas las bragas. Se

viste. Encuentra la cocina. Antes de sentarse, Pablo la

invita a un café antes de que se vaya. Ella, coqueta, le

contesta: y quién te ha dicho que me voy. La réplica le

cambia el humor, siente como si se cayera de la

escalera de nuevo. Qué estás casado, serás golfo. No

encuentra los zapatos, ni la salida. Me quedaría y se lo

diría a tu mujer, sinvergüenza. Camina por el pasillo,

vuelve. Cabronazo. Otra vez al pasillo, coño por fin

encuentra la salida. El portazo se escucha en toda la

urbanización. Camina hacia ningún lugar, vestida de

noche, con los tacones que la están matando, no sabe

como volverá a casa.

Bonito sueño, Leticia. O quizás, con este calor, sea

mejor decir que fue un espejismo. La calima te trajo un

buen día y la calima se lo llevó.

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EENTRENTRE LALA CALIMACALIMA

MA-LI-CA

Yaiza Pérez Álvarez

Había pensado en el momento de mi muerte unos

cuantos días antes. Me imaginé demasiado joven para

morir víctima de una larga y dolorosa enfermedad. Mis

hijos lloraban desconsoladamente en mi lecho de

muerte y mi marido, después de pedirles que nos

dejaran a solas un rato, me confesaba su amor y me

pedía disculpas por no haber sido mejor esposo.

Sin embargo, el último día de mi vida llegó sin

avisar y yo estaba realmente preciosa.

Había ido a la peluquería bien temprano. Después

de una limpieza de cutis, manicura y pedicura,

depilación desde los dedos de los pies hasta el pubis y

lavado, tinte, corte y secado de pelo, me metí en la

boutique más exclusiva de la ciudad y me compré un

vestido de seda fría pintada a mano que me sentaba

como un guante, porque había que reconocer que, a

pesar de que ya tenía una edad y de los dos partos,

seguía siendo muy atractiva.

Quería darle una sorpresa a mi marido, hoy era

nuestro aniversario, algo que seguro que él no

recordaba.

Miré el reloj y me eché un último vistazo en el

espejo. Estaba impresionante. Tenía media hora para

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EENTRENTRE LALA CALIMACALIMA

llegar a su oficina y cogerlo justo en el tiempo del

almuerzo. De camino al coche comprobé en mi agenda

la hora a la que había reservado mesa en el restaurante

en el que nos conocimos.

Cuando llegué al edificio donde está su oficina me

aseguré, preguntando en recepción, de que aún seguía

en su despacho.

—Aún no ha bajado –me contestaron–. ¿Quiere que

le avisemos de que está aquí?

—No, es una sorpresa, gracias. Voy a subir.

Las puertas del ascensor se abrieron mostrando un

mar de puestos de trabajo vacíos. Enfilé el pasillo que

llevaba a su despacho, el que tenía en la puerta un

letrero con la palabra Director. Oí ruido, así que toqué

con los nudillos sin encontrar respuesta. Volví a tocar

mientras giraba el pomo.

Si hubiese un récord mundial de girarse sobre los

talones yo lo habría batido. Salí como una exhalación

hacia el ascensor pensando en lo cabrón que era mi

marido y sintiéndome como una imbécil, una imbécil

traicionada. Escuché su voz llamándome desde el fondo

del pasillo y sentí cómo la alianza de boda me quemaba.

Cuando me la arranqué del dedo, me desplomé, quedó

en silencio el espacio a mi alrededor, lo rompió el

tintineo del anillo contra el suelo.

Abría la puerta y me encontraba de frente la mesa

de estudio del despacho de mi marido, en el lateral

había un joven muchacho desnudo que apoyaba su torso

contra la madera y mantenía el culo en pompa, sudaba

y gemía. Otro hombre con los pantalones por los

tobillos y los calcetines sujetos con ligas masculinas, lo

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EENTRENTRE LALA CALIMACALIMA

sodomizaba. Tenía las manos puestas alrededor de las

nalgas del joven, le miré a la cara pero no la distinguía,

llevaba puesta una alianza que yo había visto antes. Me

miré la mano: era igual que la mía.

Tuve esta pesadilla constantemente durante los

tres días que estuve en coma. El trombo en alguna

parte de mi cerebro fue apagando el resto de mis

órganos hasta que el corazón dejó también de

funcionar. Me pesó marcharme, pero creo que yo no lo

elegí. Lo lamentaba por mis hijos y por el tiempo que

había perdido.

Aunque me casé por la iglesia y mis hijos fueron

bautizados y después hicieron la Primera Comunión, yo

no era muy religiosa. Por eso me sorprendió tanto

aparecer tumbada en una hamaca al lado de un joven

musculado y atractivo. Aunque con una larga barba que

no le pegaba nada, la verdad. Claro, es que era San

Pedro, según me dijo, y me explicó que para el caso de

las mujeres que mueren al saber que han sido

engañadas por sus maridos tenían un trato especial en

el cielo.

—Entendemos que ha quedado un conflicto sin

resolver por lo que, de forma extraordinaria, hemos

firmado un convenio con los hinduistas para que nos

presten la reencarnación. Podrás volver a la vida y

solucionar ese asuntillo con tu marido de la manera que

mejor consideres, con solo dos condiciones: que no lo

hagas reencarnada en un ser humano y que solo él

podrá percibirte.

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EENTRENTRE LALA CALIMACALIMA

Pensé inmediatamente en convertirme en un

martillo para romperle las piernas, o en un cuchillo

para cortarle la polla en rodajas.

—Ten en cuenta que si te reencarnas en un objeto

no tendrás voluntad propia, sino que estarás a su

merced –me dijo San Pedro, mientras yo alucinaba

porque podía leer el pensamiento.

Como resultó que tenía una semana para decidirlo,

me tomé mi tiempo. ¿Qué podía ser para joder a mi

marido? ¿Ladilla? No, ya había sido bastante doloroso

lo del trombo como para morir envenenada. ¿Crema

lubricante con extra de “pimienta puta la madre”?

Tampoco, las garantías de que la utilizaran eran pocas

y mis ganas de saber a qué huele el culo del amante de

mi marido, menos. Hice un repaso por todas las cosas

que odiaba mi queridísimo esposo: la berenjena, los

gatos, que me metiera en la cama embadurnada de

crema, los chismes, la gente incompetente, la suciedad,

la sauna y el baño turco, el calor excesivo y, sobre

todo, la calima. ¡La calima, ya lo tenía!

San Pedro apareció al instante.

—Así que te quieres convertir en un accidente

atmosférico que enturbia el aire y suele producirse por

vapores de agua –me dijo.

Pero yo preferí ser la calima que viene cargada de

aire caliente y polvo del Sáhara y calima fui.

El estado vaporoso, aunque sea de aire caliente y

polvo, es muy agradable, casi no notas la gravedad, te

desplazas silenciosa, puedes meterte por cualquier

rendija, te esparces, te condensas.

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EENTRENTRE LALA CALIMACALIMA

El primer ataque al asqueroso de mi viudo y su

amante llegó mientras almorzaban y hacían manitas por

debajo de la mesa. Me colé por la pata del pantalón y

me fui directa a su entrepierna haciendo que sus

pelotas empezasen a sudar de forma desproporcionada.

Noté cómo le bajaba la tensión, se le pegaban los

pantalones y se le cambiaba el humor. Le echó la culpa

a su amante diciéndole que lo dejara, que le estaba

dando mucho calor.

El chaval, que no debía de tener más de

veinticinco años y que no había salido del armario

porque nunca había estado dentro –por Dios, cariño,

con lo que a ti te gustaba la discreción–, le propuso

subir a la oficina a hacer eso que tanto les gustaba.

Pero él declinó la oferta, alegando que ya le había

dicho en más de una ocasión que desde que morí yo, no

podía hacerlo en ese sitio.

—Pues vente al baño –planteó como alternativa.

Yo entré después de ellos. Estaban metidos en el

váter, mi viudo de pie mientras su amante se la

chupaba. Entré por el hueco que queda entre el techo y

la pared de separación y me planté delante de la cara

de mi marido que estornudó una, dos, tres veces.

—Joder, para ya, que cada vez que estornudas me

llega la punta a la boca del estómago y me dan arcadas.

Voy a vomitar todo el gazpacho. ¿Qué demonios te

ocurre? –le preguntó su amante–. Estás con un humor

que no hay quien te aguante.

—Es que no soporto la calima –dijo aflojándose el

nudo de la corbata y desabrochando el botón del cuello.

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EENTRENTRE LALA CALIMACALIMA

—¿Calima? La calima la tienes en la cabeza desde

que murió tu mujer.

No le di tregua, al contrario, quise apretar un poco

más. Le seguí hasta su oficina, en la que puso el aire

acondicionado a la mínima temperatura nada más

entrar. El muy cretino seguía teniendo mi foto sobre su

escritorio y hasta me tenía encendida una pequeña

vela. Me pegué a él con tanto ahínco que le bajó la

tensión hasta desmayarse. Entonces me relajé un poco

para que no se terminara la diversión tan pronto.

Después de que el médico de la empresa lo

examinara, decidieron enviarlo a casa a descansar. Por

supuesto su amiguito estuvo en todo momento con él, lo

que alimentó aún más los rumores sobre su relación y

las circunstancias de mi muerte.

Se tumbó en la cama. Me acosté sobre él. Ahora mi

antigua cama no me parecía tan confortable. El joven

conectó el aire acondicionado y fue a buscarle un zumo

a la cocina. Yo aproveché para husmear en la

habitación, todavía seguía mi ropa colgada en el

vestidor, las joyas estaban en su sitio, mi ropa interior,

mis cosméticos en el baño.

El otro regresó con un vaso en la mano.

—¿Te encuentras mejor?

—Sí, dentro de casa la calima no me afecta tanto.

—La calima, claro. Vamos a despejarte la mente –

dijo llevando su mano al paquete de mi marido,

bajándole la bragueta y metiéndose la polla en la boca.

Serían hijos de puta, en mi cama, que todavía olía

a mí, con mis cosas aún en su sitio. Podía matarlo y

quise hacerlo. Me fui directa a su garganta, entrando

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EENTRENTRE LALA CALIMACALIMA

por los orificios nasales. Se le resecó como si llevase

tres días perdido en el desierto sin agua. Me divertí

girando en los anillos de su tráquea. Me colé por su

bronquios hasta los alvéolos y produje tal inflamación

que empezó a ponerse azul de la asfixia.

El maricón del amante, creyendo que se moría, se

puso a gritar como un loco. Sentía ganas de apretar

más y más. Que sufriera. Que se jodiera. Como lo hice

yo. Que sintiera ese cabrón cómo se le escapaba la

vida.

La puerta de la habitación se abrió de golpe. Mi

hijo mayor traía el móvil en la mano, llamaba a

Emergencias. Mi hija se aferró a la cintura de su padre,

llorando desquiciada. Miraba a la cara de su padre

preguntándole qué le pasaba. Me miró a los ojos. Me

disipé.

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EENTRENTRE LALA CALIMACALIMA

CALÍGINE

Victoria Hernández

Había llegado a la isla cuando un manto gris,

espeso, la cubría. Parecía que al avión le costaba

atravesar esa capa homogénea gris rojiza que no me

permitió ver el suelo casi hasta que aterrizamos.

Sentí una profunda desilusión. No había imaginado

así mi llegada a una isla. Me ilusionaba como a un niño

pensar en el aterrizaje en un sitio lleno de palmeras, de

luz, de color, viniendo de Paris, la gris Paris, la

erróneamente llamada “Ciudad Luz”, porque casi nunca

brillaba el sol, solo escasos días al año. Creo que mi

desilusión era compartida, porque me fijé en varios

rostros de pasajeros que con ceño fruncido miraban

fuera de la ventanilla. Recordé la frase de mi abuela:

“la luz la llevas tú, está dentro de ti”. Tendré que

bucear mucho, pensé, no me siento precisamente

iluminado en estos momentos.

Mi ánimo comenzó a cambiar cuando una vez

recogida la maleta salí a la calle y sentí el calor. Vi a la

gente en manga corta: ¿febrero? ¿de verdad? ¡Qué

maravilla! No empezamos tan mal…

Un taxista bastante brusco y que no hablaba por

supuesto, francés, me llevó a los Calypso. Estaba

metido entre palmeras y casi oculto. Me habían

aconsejado que me alojase aquí por ser gay friendly, así

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EENTRENTRE LALA CALIMACALIMA

que, al menos, no me sentiría raro, ni rechazado.

Estaba harto de las miraditas y sonrisitas tontas de las

señoras de familia y sus arquetípicos maridos de los

lugares donde hasta ese momento había ido de

vacaciones. Pensé que podría quitarme el corsé del

pueblo cuando me fui a Paris y allí comprobé lo

hipócrita que es la sociedad parisina más allá de las

calles de Les Halles; necesitaba salir, sentir el sol en

mi piel y sentirme libre.

Ya en recepción me di cuenta de que más que gay

friendly, eran simplemente unos bungalows para

clientela gay. Viniendo de la calle, era como entrar en

el Paraíso, el aire acondicionado me hizo sentir en la

gloria porque el calor me estaba sofocando. Era un

calor distinto al de Paris. No solo era fuerte sino

aplastante. Empezaron a picarme los ojos.

El bungalow me gustó mucho. Pequeño pero

acogedor y decorado con colores alegres. Eso me

gustaba, en esos momentos necesitaba color en mi vida.

Deshice la maleta, había traído poca ropa, con idea de

comprarme prendas diferentes en la isla. Miré el reloj:

las cinco de la tarde. El sol lucía alto aún. Me puse un

bañador y salí al exterior a investigar un poco la

urbanización. Creo que no eran más de unos 20 o 25

bungalows. Todos bastante discretos, con abundante

vegetación. La piscina era magnífica, no excesivamente

grande, pero rodeada de árboles y con un pequeño

puente atravesándola. Me gustó mucho el lugar. A

pesar del calor solo había cuatro o cinco tumbonas

ocupadas. Todos hombres excepto dos situadas en una

esquina, donde había dos chicas. Seguí paseando un

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EENTRENTRE LALA CALIMACALIMA

poco por el jardín y salí por la pequeña puerta que

comunicaba los bungalows con el paseo que daba justo

a la playa.

Al salir al paseo tuve la sensación de que la acera

se derretía debajo de mis sandalias. Mirando hacia el

horizonte me llamó mucho la atención ver el paisaje

que me circundaba, rodeado de una luz rojiza: era como

la niebla que en Londres se puede casi cortar, pero de

otro color. No se veía nada a lo lejos, a lo sumo lo que

tenía a dos palmos de narices. Empecé a andar y me di

casi de bruces con un paisaje que me encantó: dunas.

Unas dunas inmensas que obraron en mí el efecto de

sentirme en un oasis en pleno Sahara. No olvidaré

nunca esa sensación. Me dieron ganas de salir

corriendo descalzo y atravesarlas, de tirarme rodando

por ellas. Mecánicamente, abrí los brazos como si

quisiera quedármelas para mí solo. Respiré hondo y por

primera vez en mucho tiempo, me sentí libre.

Sin pensarlo más, bajé a la arena y me tiré boca

arriba sin quitarme la camiseta, con los ojos cerrados.

Empezaron a aparecer los rostros de mi padre, de mi

madre, de mi hermano mayor, de mis compañeros de

colegio, de las amigas brujas de mi madre, siempre con

sus miradas inquisidoras: “el niño es rarito, Denise”,

“no había visto nunca ningún niño tan pequeño que se

quiera diseñar su propia ropa”, “Paul siempre va

arrastrando esa muñeca sucia a todas partes. ¿Tú lo ves

normal?”. Y la voz de mi madre avergonzada

contestando en tono bajo: “Paul es especial, es muy

sensible, mucho más que su hermano mayor”. Recuerdo

mi sentimiento de vergüenza sin saber por qué decían

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EENTRENTRE LALA CALIMACALIMA

esas cosas. Me avergonzaba que estuviesen todo el

tiempo hablando de mí y captaba el cambio en el tono

de voz de mi madre. Solo mi abuela Claire me decía que

no me preocupara, que llevara la muñeca a todas partes

si me apetecía. Recuerdo que una vez mi madre la

escondió, supongo que harta de que sus amigas le

hicieran esos comentarios. Me harté de llorar, no

encontraba a mi muñeca, hasta que mi abuela me dijo:

“No te preocupes, la encontraremos aunque removamos

cielo y tierra”. Así fue. La encontramos en lo alto del

armario del dormitorio de mi madre. Sentí una alegría

tan enorme que le di como veinte besos a mi abuela.

No sé el tiempo que estuve al pie de la duna, pero

me desperté con la cara hirviendo. Estaba ya

oscureciendo, pero el calor persistía y la capa densa

también.

Cuando entré en recepción pregunté qué era lo

que estaba pasando, si era normal que estuviese el

cielo así. El recepcionista me dijo: Calima. ¿Calima?

¿Cuál sería la traducción al francés?, pregunté. Él, que

hablaba muy bien francés, me dijo que no la había, que

no era brouillard sino polvo en suspensión proveniente

del desierto del Sáhara. Es verdad, pensé, esta isla está

muy cerca del continente africano pero jamás creí

encontrar un fenómeno como este.

—A las ocho abrimos el restaurante para la cena.

Es pequeño pero agradable y tenemos un menú muy

bueno.

—Gracias.

A las ocho y media entré en el pequeño comedor.

Efectivamente, era muy agradable y coqueto. Tendría

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EENTRENTRE LALA CALIMACALIMA

unas doce mesas y quedaban libres solo cuatro. Escogí

una pegada a la gran puerta de cristal que daba al

jardín. Afuera se veían los puntos de luz de los

pequeños faroles que lo iluminaban. Me sentí a gusto.

Mientras el camarero me traía el primer plato y

mientras me bebía una cerveza helada, me dediqué a

observar a los que estaban a mi alrededor. Las dos

chicas que había visto en las tumbonas estaban

riéndose y se las veía bastante acarameladas. Los otros

dos chicos que estaban en la piscina entraban en ese

momento de la mano. ¡Me sentí en el paraíso! Entraban

así, de la mano, como lo más natural del mundo y yo

ocultándome en todas partes, primero en el pueblo y

después en los círculos en los que diariamente, por mi

trabajo, me movía en Paris. Cada vez me sentía más a

gusto.

Me llamó la atención un chico de unos treinta y

pico que estaba solo en una mesa con un chihuahua a

su lado. En el establecimiento aceptaban perros y este

era como todos los chihuahuas, inquieto, de ojos

saltones como los de su dueño. Sí, me fijé en que el

chico tenía los ojos redondos y un poco saltones. Dicen

que los dueños terminan pareciéndose a sus perros o a

la inversa, no lo recuerdo bien. El caso es que su dueño

tenía los ojos saltones y la nariz un poco respingona, lo

que hacía que se asemejara al hocico del chihuahua,

pero resultaba simpático. Ya estaba por el postre, casi

terminando de cenar.

La comida resultó muy buena. La cerveza, con el

calor que hacía, era un verdadero bálsamo y salí al

jardín satisfecho. Dejé atrás el comedor lleno de risas

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EENTRENTRE LALA CALIMACALIMA

y, atravesando el jardín, me dirigí al paseo de la playa.

El calor seguía igual. No podía ver la nube de polvo

pero sabía que estaba ahí entre otras cosas, porque no

se veía ni una estrella. Había gente paseando pero no

demasiada. Después de unos diez minutos caminando

en dirección contraria a la que había caminado por la

tarde, reconocí los ojos brillantes y saltones que había

visto en la cena. El perrillo se me acercó al pasar,

tirando de la correa que sostenía su dueño, que estaba

sentado en un banco de piedra del paseo. Sonreí. Me

hacía gracia el bicho. Él también sonrió.

—Te vi durante la cena. Te quedas en los Calypso,

¿verdad?

—Sí. Yo también te vi. ¿Llegaste hoy? No te había

visto antes. Yo llevo ya unos cuantos días aquí.

—Sí, llegué hoy y es la primera vez que vengo. No

solo a estos bungalows sino también a la isla.

—Para mí es la segunda vez. La primera vine

acompañado y ahora decidí venir solo, bueno, solo,

pero con Pipo.

—¿Pipo? Le va el nombre. A veces un perro es la

mejor compañía.

—No lo dudes. Hablas español, pero con un acento

un poco extraño. ¿De dónde eres?

—Soy de un pueblo de Normandía aunque hace ya

unos once años que vivo en Paris. Aprendí español en

Ibiza. Trabajé como relaciones públicas en una

discoteca. Los españoles me dicen que arrastro las

erres.

—Pues sí, es verdad, arrastras un poco la erres. Yo

soy de Vitoria.

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EENTRENTRE LALA CALIMACALIMA

—Vitoria… Dicen que es preciosa.

—Preciosa sí, pero un poco encorsetada. Ya me

entiendes. No es una ciudad muy grande.

—Eso no tiene nada que ver. Paris lo es y si te

contara…

—Me da que los dos venimos por lo mismo:

sentirnos libres. ¿No es así?

—Creo que sí. Además del sol, del mar, de la playa,

había oído hablar bastante de esta isla, de que es un

lugar donde la gente es muy abierta. Además, en

Internet entré en varios foros y en todos se comenta

que es un destino favorito para nosotros.

—Ja, ja, dices “nosotros” como si fuéramos una

casta aparte.

—¿Y no lo somos?

—No tanto, no tanto. Parece que en vez de vivir en

Paris continúas viviendo en el pueblo de Normandía.

—¿Cómo te llamas? Yo soy Manuel.

—Paul.

—Bienvenido a la calima, Pablo.

—Veo que ya estás familiarizado con ella.

—En mi anterior visita también tuve calima.

Estuvimos charlando un buen rato con Pipo a

nuestros pies. Me gustaba su ironía. Tenía un humor

que casi parecía británico, quizás lo había asumido

durante los cinco años que había vivido en

Bournemouth. Regresamos andando muy despacio a los

Calypso y nos despedimos con una sonrisa y un

palmadita en el hombro. Esa noche me fui solo pero

contento a la cama.

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EENTRENTRE LALA CALIMACALIMA

El calor continuaba. Me sentía pegajoso y los ojos

me picaban cada vez más. “La calima”, decían todos.

¿Cuánto va a durar esto?

—Depende, unos tres días.

El cielo, de un gris plomizo desde por la mañana,

me puso un poco de mal humor. Esperaba cielo azul.

Estaba harto del cielo gris de Paris. Después de

desayunar, cogí el Memorias de Adriano que tenía a

medias y elegí una hamaca debajo de una palmera.

Respiré profundamente. A pesar del polvo en

suspensión y del cielo plomizo, estaba a gusto.

Al rato apareció Manuel.

—¿Molesto? –dijo sentándose en mi hamaca.

—No, en absoluto. ¿Qué tal?

—Estupendamente. Me gustó mucho. –Señaló mi

libro–. Muy bueno. Oye, ¿por qué no bajamos a la

playa? No siempre se tienen delante unas dunas como

estas.

—Verdad, vamos.

Todavía no estaba muy avanzada la mañana, con lo

que hacía calor pero aún se podía andar por la arena.

Empezamos a caminar siguiendo el perfil de las dunas y

ya casi sin aliento nos sentamos en una de ellas.

Manuel empezó a hablar como si hubiese estado

esperando ese momento desde hacía mucho. Sacó fuera

toda su angustia, su dolor del amor perdido, de la

desilusión y el desencanto. Nadie lo hubiera dicho, con

la alegría que parecía reflejar su cara. Sin embargo

estaba tan dolido como yo. Lo escuché con atención, sin

interrupciones y cuando terminó de hablar simplemente

le dije: “¿Bajamos?”. Y como dos niños bajamos

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EENTRENTRE LALA CALIMACALIMA

corriendo por la duna hasta caer en la arena que

quemaba como una hoguera. Seguimos en dirección al

mar y nos dimos un baño que aún recuerdo. No sé si

fue el calor, las ganas que tenía de sumergirme en el

mar o Manuel, pero aquel baño ha quedado grabado en

mi mente todo este tiempo. El sentimiento infantil que

experimenté cuando rodé por la duna lo seguí teniendo

mientras nos bañábamos y dejábamos que las olas

jugaran con nosotros. Riendo, volvimos a los Calypso.

Fueron días maravillosos. Alquilamos un jeep y nos

movimos por la isla. Las noches eran tranquilas,

cenábamos juntos e intercalábamos bungalows. A veces

nos quedábamos en el mío y otras, en el suyo. Siempre

bajo la atenta y curiosa mirada de Pipo.

Los días transcurrían muy rápido. Aún faltaban

cuatro días para irme cuando Manuel me dijo que había

estado buscando trabajo en la isla y que lo habían

contactado. Tenía la posibilidad de quedarse dando

clases de buceo.

—¿Buceo?

—Sí, no te lo había dicho pero he enseñado a

bastante gente a bucear. Lo aprendí durante el tiempo

que viví en San Sebastián. Quiero cambiar, Paul. Estoy

harto de Vitoria, su orden, su organización, su gente

tan equilibrada. Quiero, necesito un cambio. Cuando

vine aquí ya lo hice pensando que si conseguía algo me

quedaba.

—¿Te quedarás, entonces?

—De momento sí. Voy a empezar a buscar un

apartamento por la zona, pequeño pero lo más cerca

posible de la playa. ¿Por qué no te quedas?

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EENTRENTRE LALA CALIMACALIMA

—¿Así? ¿Por las buenas? Tengo un trabajo en

Paris. No es que esté muy bien pagado pero no puedo

permitirme el lujo de perderlo. Aunque mi familia está

muy bien en Normandía –viven en Deauville-, ni me

pasan ni quiero un euro de ellos, así que tengo que

vivir de mi trabajo. Yo no sé bucear, no sé hacer otra

cosa que la que hago en la agencia. Dentro de unos

pocos días debo volver y no hace falta que te jure que

no tengo ganas, ahora menos que nunca.

La boca de Manuel se torció con una mueca de

tristeza. Tácitamente, y sin comentar nada más,

decidimos cambiar de tema. Ambos queríamos

aprovechar lo que teníamos en ese momento.

Mi regreso a Paris fue duro. El reencuentro con las

calles de mi barrio de siempre, Ninón, la portera, que

no hacía más que pararme cada vez que me veía a

contarme su vida, la gente de la agencia con sus caras

largas de siempre, la frialdad de los parisinos. Todo se

me hizo un mundo. Manuel y yo no paramos de

enviarnos mensajes, wasaps, ¡Benditos wasaps! No

hubiera tenido dinero suficiente para pagar todas las

llamadas y mensajes que nos intercambiamos esos

primeros días. Cada vez necesitábamos contarnos más

las cosas. Manuel estaba exultante. Le iba muy bien

con el trabajo, había encontrado un pequeño

apartamento tipo estudio pero con una terraza dando al

mar. Yo soñaba con esa imagen cada noche y lo veía

casi delante de mí con los pies descalzos en alto,

mirando el horizonte, muy bronceado.

Tenía que hacer algo. Mis treinta y cuatro años me

pesaban demasiado para los pocos que eran en

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EENTRENTRE LALA CALIMACALIMA

realidad. Una noche lo llamé y le dije que intentara

buscar algo para mí. Manuel, con entusiasmo, me

contestó que lo haría pero que me fuera ya, que seguro

que conseguiría algo en la isla. Yo hablaba

perfectamente francés y además inglés, podría trabajar

en algún hotel por ejemplo.

La idea continuó rondando por mi cabeza sin parar

hasta que casi un año después, entré al despacho de

Jean y le dije: “ Me voy”.

—¿Cómo que te vas? ¿Adónde?

—A España. Me voy a España.

—¿Y eso se decide así, de pronto?

Ni le contesté. Cogí todas mis cosas, vacié los

cajones de la mesa a la que me había permanecido

atado tantos años y me largué.

De pronto sentí unas ganas locas de estar ya en la

isla. Hasta eché de menos aquel polvo pegajoso. ¿Cómo

era que lo llamaban? Calima, sí, calima. Nunca había

oído esa palabra antes y ahora era como el anticipo

casi palpable de la felicidad.

Cerré el apartamento y salí hacia el aeropuerto

tres días más tarde. No llamé a Manuel. Quería darle

una sorpresa. Sin embargo, estando en Madrid

esperando el enlace insistió tanto que tuve que

contestarle.

—Llevo un buen rato llamándote. ¿Dónde andas?

Ayer tampoco me contestaste al teléfono, me tenías

preocupado. ¿O es que ya te has cansado de mis

llamadas?

—Perdona, he estado muy ocupado estos días.

Ayer, sobre todo, fue un día de locos. Ya te contaré.

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EENTRENTRE LALA CALIMACALIMA

—¿Qué me contarás? Anda, dime.

No me aguanté más y le dije que estaba en

Barajas, de camino hacia la isla.

—¡No me digas! Te tenías muy callado que tenías

vacaciones

—No son vacaciones. Me voy. Me voy a vivir

contigo, te he hecho caso.

Un silencio inesperado y que a mí me pareció

eterno se hizo al otro lado.

—Manuel, ¿me has oído?

—Sí, sí, claro. Es que me has dejado sin palabras,

no me lo esperaba.

—En unas pocas horas estoy ahí.

Colgó casi enseguida y ya llamaban a mi vuelo. De

repente, se me había cortado un poco la ilusión que

sentía. ¿Y si me había precipitado? ¿Y si él ya no quería

que fuera a vivir con él? Ya hacía un tiempo que no me

lo pedía después de haber insistido al principio y yo

decirle que era imposible. ¡Bah! – me dije–, son

especulaciones mías.

El camino del aeropuerto al bungalow se me hizo

larguísimo. Al retirar la maleta había recibido un

mensaje de Manuel en el que me decía que estaba

trabajando a esa hora y por eso no iría al aeropuerto,

que me dejaría la llave debajo del felpudo de la puerta

principal del bungalow. Cuando llegué, ahí estaba

efectivamente. Abrí la puerta y me recibió un salón muy

amplio y luminoso. La primera impresión no pudo ser

mejor. Me pareció un lugar alegre y acogedor. Me di

una ducha, quería estar fresco y con buen aspecto

cuando regresara Manuel.

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EENTRENTRE LALA CALIMACALIMA

Apareció a las tres horas, cuando yo ya estaba a

punto de quedarme dormido en el sofá rojo estilo

liberty que tenía frente al gran ventanal.

—Paul. ¡Ay, Paul, qué loco eres!

Me abrazó efusivamente pero, no sé por qué, lo

noté distante.

Charlamos durante dos horas o más delante de un

par de botellas de vino y durante toda la charla lo noté

distraído mientras que yo no perdía detalle de sus

gestos, sus miradas, su sonrisa. Le veía un aire

diferente, no me parecía el mismo Manuel de hacía casi

un año.

Concluimos en que tenía que empezar a moverme

al día siguiente para encontrar trabajo dentro de la

hostelería, donde él creía que podría serme más o

menos fácil emplearme. Así fue. Los días transcurrían

rápidamente. Mi horario era largo, demasiado para mi

gusto. Tenía que trabajar también fines de semana

alternos y muchos días no coincidía con Manuel.

Aunque él tenía mayor libertad en sus horarios, era

difícil compaginar.

Costó un poco habituarnos a nuestras costumbres,

ambos llevábamos algún tiempo viviendo solos, pero

poco a poco nos fuimos sintiendo cada vez más

cómodos. Mi ilusión era la llegada de la noche. Era

nuestro momento. Cenábamos juntos en el jardín,

bebíamos vino y paseábamos por la playa casi todas las

noches.

Martín apareció una tarde a devolverle un libro a

Manuel, que estaba dando clase en la playa. Al abrir la

puerta me lo encontré con una gran sonrisa y esa

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EENTRENTRE LALA CALIMACALIMA

mirada azul que parecía atravesarlo todo. Le dije que

Manuel no estaba y sin haberlo invitado, entró en el

salón, me entregó el libro y me dijo que ya pasaría en

otro momento, que se lo devolviera en su nombre. Me

preguntó con esa desfachatez propia de los muy

jóvenes que se saben además, guapos, qué quién era

yo. No le di detalles pero le contesté que era la pareja

de Manuel. Casi se rio en mi cara. Hizo un gesto

llevándose la mano a la boca como queriendo acallar

una risotada. En ese momento ya lo odié. Sentí una

rabia que me roía el estómago. ¿Quién se creía que era

el imbécil este? Cuando se marchó tiré el libro al suelo

con rabia.

Un fin de semana tuve que cambiar el turno con un

compañero que había sido padre y gracias a eso, me

dieron dos días libres que recibí con alegría. Al menos

tendría dos días para disfrutar junto a Manuel. Pensé

en proponerle ir en jeep al interior de la isla y

quedarnos quizás, una noche fuera de casa, a pesar de

la calima que otra vez estaba entre nosotros. Emprendí

el regreso a casa feliz. Había logrado salir antes del

hotel y llevaba una botella de Moët en la mano, me

había gastado más de lo esperado pero quería tener

una velada especial con Manuel.

Las risas llegaban desde el interior del bungalow.

De pronto sentí un escalofrío en todo el cuerpo al

reconocer esa risotada que tanto me había disgustado

hacía unos días. Me paré en seco cuando las risas se

callaron y, sin pensarlo, comencé a caminar despacio y

sin hacer ruido, haciendo equilibrios en los parterres

para que no se oyeran mis pisadas en la hierba. Una luz

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EENTRENTRE LALA CALIMACALIMA

anaranjada se filtraba por el voile de las cortinas. Me

acerqué sigilosamente y, aplastando la nariz en el

cristal, miré hacia dentro del salón y vi ese ocho

repugnante y asqueroso sobre el liberty rojo y reconocí

ese pelo rubio rapado y la melena oscura de Manuel.

Me clavé las uñas en la mejilla con la mano libre hasta

casi hacerme sangre. No sé cómo pude ahogar un grito.

La garganta me ardía y los ojos me picaban por la

calima. Ese picor empezó a extenderse por todo mi

cuerpo. Apoyando la botella en el césped, me descalcé.

Di la vuelta al bungalow y fui por la parte de atrás, la

que daba a la cocina. Abrí la puerta sin hacer ruido y

entré deteniéndome en el umbral que daba a la sala. El

respaldo del sofá quedaba enfrente de mí. Me acerqué

y, con todas mis fuerzas y mi rabia, la rabia que tenía

acumulada de tantas mentiras y desengaños, golpeé con

la botella de Moët la cabeza del que estaba sentado de

espaldas sin saber quién era por la penumbra, mientras

la otra, que al momento vi más oscura, estaba

agachada. Inmediatamente cogí la caracola de bronce

que estaba en la mesita junto al sofá y lo golpeé otra

vez con contundencia. Un grito llenó la estancia

mientras se encendía la luz de la lámpara de pie. Me

quedé clavado en el sitio. Manuel me miraba con cara

incrédula mientras Martín yacía con la cabeza echada

hacia atrás en el sofá y con un chorro de sangre que le

salía de la profunda herida.

En ese momento, reparé en Pipo que con sus ojos

saltones clavados en mí se acercó a lamer a su dueño.

Cada día, cada noche, me parece ver en esta

mancha de humedad que tengo frente a mi catre en la

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celda, el rostro asustado de Manuel mientras Pipo lame

su cuerpo desnudo.

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EENTRENTRE LALA CALIMACALIMA

CALIMA

Ana María Vanderwilde

Los acontecimientos siguientes se refieren a un

extrañamente exagerado fenómeno atmosférico que

aunque común en cierto archipiélago macaronésico,

jamás se había dado con la intensidad que pasaremos a

explicar, y desde luego no ha vuelto a producir las muy

extraordinarias e indeseables consecuencias que los

lugareños pretenden no haber sufrido nunca.

Quince de agosto de finales del siglo xx, pleno

apogeo de la canícula veraniega; de hecho, el día más

caluroso desde que hay registros meteorológicos en el

archipiélago, cuarenta y seis grados a la sombra. El

problema es que no había sombra. Un sol implacable y

directo goteaba chorretones de color amarillo intenso

por toda la ciudad. La ciudad en cuestión era un núcleo

turístico situado en alguna de las islas orientales del

grupo, las más cercanas a África, lo cual no evitaba que

los indígenas se pusieran cada vez más negros con las

cada vez más cercanas y numerosas olas de calor que el

continente les enviaba.

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EENTRENTRE LALA CALIMACALIMA

Pero este calor era distinto; el sol estaba

inflamado, se hacía sitio y medraba en cada hueco

disponible de la ciudad y, sobre todo, de su playa:

rayas de sombrillas, neveras portátiles entreabiertas,

canalillos de turistas, dedos sobresalientes de las

chanclas, rastrillos y baldes de niños. Hasta los

tatuajes verdosos de los modernos adquirieron un color

gamba carmesí donde el sol reverberaba como a través

de una lupa. Este no poder abrir los ojos porque hasta

las pestañas quemaban y esos tonos púrpura en las

pieles, obligaron a naturales y foráneos a huir en

estampida al mar. Jamás vio Neptuno tal aglomeración

acuática. Luchaban flotadores contra manguitos por un

poco de espuma donde encontrar utilidad y sentido. El

agua hervía como caldo, y si una avioneta se hubiera

atrevido a sobrevolarla hubiera pensado que estaba a

punto de caer dentro de un contundente rancho

carcelario, tal era la variopinta humanidad que allí

flotaba. Imposible ahogarse: los cuerpos se sostenían

unos pegados a otros. Imposible bracear rumbo al

horizonte: solo había sitio para jugar a sopita y pon. Y

la chiquillería, encantada. Los adultos también, y la

población forastera congratulándose de haberse

decidido a veranear a las islas y no al norte de África,

donde sí que debía de estar pegando duro el sol. Y se

imaginaban el desierto del Sáhara, y las caravanas de

camellos cayendo desmayados a orillas de los oasis, y la

arena y el sol terribles provocando espejismos como el

que en ese mismo momento estaban viviendo, pues era

seguro un espejismo aquella capa color cemento que

envolvía el aire y por tanto a todo y todos. Ya no se

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EENTRENTRE LALA CALIMACALIMA

distinguían las dunas del mar, se había borrado el

borde flexible de la orilla; el sol seguía ardiendo, pero

ahora de manera invisible. La húmeda humanidad de

aquella playa y toda la ciudad turística quedaron

cubiertos de granos gruesos de papel de lija, semejando

poros infectados y muy abiertos sobre la tórrida faz de

aquel pedazo de tierra. La arenisca depositada por el

aire cálido sobre la superficie del mar iba convirtiendo

aquel en un pantano, con la trampa mortal de unas

arenas movedizas de lo más incómodas y peligrosas

para los bañistas, de forma que estos decidieron salir

todos a una, igual que habían entrado.

Teniendo en cuenta que eran casi las tres y que

ninguno hasta el momento había comido, el guirigay de

domingueros a la caza y captura a ciegas de

tupperwares, bocadillos de foie-gras y neveras repletas

de ensaladilla rusa fresquita, era indescriptible.

El sudor y el agua salada en los cuerpos adhirieron

a los mismos toda la arena sahariana diseminada en el

ambiente, dando lugar a muy graciosos equívocos: los

menores de seis años eran confundidos con ricas

croquetas de pollo cuya bechamel era el espeso

protector solar con que los mismos padres que ahora

los devoraban golosamente los habían embadurnado,

las hamacas y tumbonas figuraban deliciosas lascas de

pan bizcochado a la espera de acompañar a los cuerpos

que sobre ellos se depositaran como filetes empanados,

algunos buceadores que no se habían enterado de nada

viéronse atacados por semejarse a San Jacobos, con el

neopreno derretido como queso fundido; no obstante

fueron devorados, oponiendo tenaz resistencia: con sus

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arpones, antes de morir, ensartaban de repente una

cabeza, medio tórax, un pecho femenino, un pie

izquierdo, componiendo así pinchitos variados para

aquellos de paladar exquisito. Otros trozos de cuerpo

quedaron rebozados por la arena, diseminados acá y

acullá: eran asiáticos trozos de tempura sobre los que

se lanzaban los ansiosos insaciables. Los amantes de

las salsas regaban estos manjares con el imprescindible

aceite bronceador, y así, la mitad más obesa de la playa

devoró a la otra mitad, la que no se orientaba bajo la

calima para salir corriendo hacia la ciudad.

Luego, ahítos del festín, los comilones decidieron,

todos a la vez, abandonar la playa. Necesitaban

resguardarse a cubierto para poderse echar una buena

siesta sin arena en los ojos que les impidiese cerrarlos,

de modo que para no perderse. Hicieron una fila, como

de conga macabra, y fueron atravesando dunas,

dejando atrás huesos, pieles y desperdicios, con la

convicción de que la marea borraría sus malignas

huellas. Así alcanzaron todos la carretera, menos el

último de la fila, una mujer joven, ambiciosa periodista,

que deseando fama y reconocimiento volvió la vista

atrás para recoger una prueba de lo allí sucedido, pues

sin confirmación objetiva de su historia no habría

Pulitzer. Pero en el mismo instante en que sus ojos se

posaron en los restos desperdigados, oyó una voz

bíblica que le advertía: “¿Por qué miras atrás?”, y con

los oídos abiertos quedó petrificada, convertida en

estatua de arena, en reclamo turístico desde aquel día

para los ingenuos. De hecho, aún hoy se sienta de vez

en cuando a su lado algún buscavidas con un cartel que

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reza: “Donativos para el artista”, y los lugareños,

haciéndose los tontos, le dan unas monedas, pues

prefieren cambiar la historia y el significado del único

resto que confirma la verdad de los extraños sucesos

acaecidos un quince de agosto de finales del siglo xx,

en la zona turística de una isla oriental de la

Macaronesia muy cercana a África.

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