Ensayo de Starobinski

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Día sagrado y día profano * Jean Starobinski La jornada y la escansión de lo sagrado El día es una de las experiencias fundamentales de nuestra existencia natural, en la vasta extensión de las zonas templadas de la tierra. El ciclo visible del sol, la alternancia de la vigilia y el sueño garantizan un lazo entre la vida del cuerpo y la gran regularidad que les asigna a la luz y a las tinieblas su sucesión. Sólo una abstracción simplificadora nos permite considerar el tiempo vivido como un flujo homogéneo. Nuestra existencia, en su propia sustancia y en su entorno mayor, está dominada por el ritmo de los días y las noches. Nuestra misma experiencia de la realidad de los objetos está vinculada a ello. El universo de las cosas es tributario de la luz del día que lo revela; se difumina, se vuelve incierto cuando cae la noche, que lo sustituye por los temores y los sueños. La evidencia que se ofrece bajo la claridad del día no es del mismo orden que las apariciones que surgen contra un fondo de tinieblas. Por lo tanto, no resulta sorprendente que ese dato natural sea uno de los primeros que se les ofrecen al asombro humano, a la formalización cultural, a la interpretación religiosa. El hombre es el ser vivo que sabe que la serie de los días tendrá fin; se designa a sí mismo como el efímero. Se interroga sobre * Extraído de la compilación La conciencia de sí de la poesía, dirigida por Yves Bonnefoy, París, Seuil, 2008.

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crítica literaria francesa

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Día sagrado y día profano*

Jean Starobinski

La jornada y la escansión de lo sagrado

El día es una de las experiencias fundamentales de nuestra existencia natural, en la vasta

extensión de las zonas templadas de la tierra. El ciclo visible del sol, la alternancia de la

vigilia y el sueño garantizan un lazo entre la vida del cuerpo y la gran regularidad que les

asigna a la luz y a las tinieblas su sucesión. Sólo una abstracción simplificadora nos permite

considerar el tiempo vivido como un flujo homogéneo. Nuestra existencia, en su propia

sustancia y en su entorno mayor, está dominada por el ritmo de los días y las noches. Nuestra

misma experiencia de la realidad de los objetos está vinculada a ello. El universo de las cosas

es tributario de la luz del día que lo revela; se difumina, se vuelve incierto cuando cae la

noche, que lo sustituye por los temores y los sueños. La evidencia que se ofrece bajo la

claridad del día no es del mismo orden que las apariciones que surgen contra un fondo de

tinieblas.

Por lo tanto, no resulta sorprendente que ese dato natural sea uno de los primeros que se les

ofrecen al asombro humano, a la formalización cultural, a la interpretación religiosa. El

hombre es el ser vivo que sabe que la serie de los días tendrá fin; se designa a sí mismo como

el efímero. Se interroga sobre el lugar donde ingresará cuando sus ojos ya no se abran a la

sucesión de los días y de las noches, según la ley que gobierna la tierra y sus paisajes usuales.

También se interroga sobre la manera en que comenzaron los días, las estaciones, las eras. Es

de lo que hablan las cosmogonías. En muchos textos sagrados, es la primera obra de la

divinidad: “Y hubo un día y hubo una noche.”

Probablemente no haya ninguna cultura, ninguna religión que no se distinga por un sistema

particular de señalamiento del tiempo. El año, las estaciones, el ciclo lunar, el día y sus partes

ofrecen hitos, más o menos precisamente medidos, que sirven de punto de anclaje para la

sacralización: fiestas, rituales, rezos, etc. Estudiar separadamente el día es precisamente

abstraerlo del contexto más vasto donde tal jornada particular adquiere su sentido en contraste

con los demás días del calendario. Sobre todo, es abstraerlo de un sistema donde el feriado se

opone al laborable o al ordinario… La cultura occidental está habituada a la oposición entre

la semana de seis días y el domingo. Pero en los tratados piadosos se recuerda que las horas

* Extraído de la compilación La conciencia de sí de la poesía, dirigida por Yves Bonnefoy, París, Seuil, 2008.

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del día ordinario se refieren a ciertos acontecimientos de la historia santa más especialmente

conmemorados, con fecha fija o móvil, en el transcurso del año. El día ordinario puede

entonces ser considerado como un espejo del año entero. La campana matinal proclama, al

salir el sol, un emblema de Navidad.

En el Occidente cristiano, la oposición entre la jornada religiosa y la jornada profana es

antigua. No está totalmente ligada a la oposición entre vida clerical y vida laica, aun cuando el

clero, secular o regular, sea más particularmente responsable de las celebraciones prescriptas

para determinadas horas1. Basta con mencionar De vita solitaria de Petrarca, que comienza

con una larga comparación entre la jornada del occupatus y la del solitarius. El occupatus es

el habitante de las ciudades, que busca por todos los medios placeres y riquezas. A lo largo de

las horas, comete todos los pecados capitales. El solitarius, en una campiña apacible, emplea

serenamente su jornada en la plegaria, la poesía, las distracciones frugales. Dicho texto es

revelador; no solamente pone en evidencia una forma literaria codificada, aplicable también a

la comunicación autobiográfica: la descripción del status vitae, del tipo de vida que se lleva;

sino que además nos hace comprender que “el orden del día” religioso, puntuado por las

“horas canónicas”, adquirió un valor paradigmático en la cultura medieval. Dicho paradigma

conoció una larga supervivencia en la literatura europea. Aunque los historiadores en general

hayan descuidado indagar las mutaciones del “sentimiento religioso”, es allí donde el ámbito

de la oposición entre lo profano y lo sagrado se nos muestra con una claridad singular.

En el siglo XIX, y hasta nuestros días, no faltan los textos donde se manifiesta un eco

persistente, y a veces una nostalgia confesa, de la antigua escansión religiosa de la jornada.

Nostalgia tanto más intensa en la medida en que se ve confrontada a la temporalidad

indiferente y desordenada de la civilización contemporánea. Sin duda habría que distinguir, en

algo que se experimenta de manera frecuentemente confusa, el lamento por un tipo de

existencia regulada según los grandes ritmos naturales y el recuerdo del carácter sagrado que

las religiones otorgaron a esos ritmos. En Baudelaire, poeta de la ciudad, seguramente no es el

viejo orden de la vida agreste lo que será objeto de la nostalgia. Sólo la sacralidad perdida se

guarda en la memoria.

Baudelaire y Prudencio

1 Se puede consultar el excelente artículo “Jornada cristiana” de Émile Bertaud y André Rayez, en el Diccionario de espiritualidad, t. VIII, 2, París, Beauchesne, 1974, col. 1443-1469. La importancia de Ambrosio fue considerable para la fijación del ritual. Los himnos de Ambrosio no deben ser olvidados, aun cuando en las páginas que siguen se centre la atención exclusivamente en Prudencio.

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Para Baudelaire, como para tantos de sus contemporáneos, la antigua organización

religiosa de la duración cotidiana, el ritual que la escande siguen estando lo suficientemente

presentes como para constituir un recurso en las situaciones de desasosiego. Hasta en la

derivación del medio literario, Baudelaire ha probado su perfecta familiaridad con el latín del

breviario (por ejemplo, en Francisca meae laudes2) y con los autores, paganos o cristianos, de

los siglos latinos tardíos. (¿Qué libros le quedaron de la biblioteca de su padre, que había sido

cura?) Es porque siguió estando profundamente imbuido de tradición religiosa que pudo

realizar en tantas ocasiones la inversión satánica y proclamar su simpatía por los renegados y

los blasfemos.

En lo que respecta al orden del día, me detiene un primer indicio: son las notas referidas a

la higiene en los diarios íntimos, donde Baudelaire intenta definir una regla de vida y unos

medios de defensa eficaces para responder a la amenaza de desorganización que siente en su

cuerpo y en su mente. Las prescripciones que intenta imponerse son las mismas que regían la

existencia monástica. Establecen rituales matinales y verpertinos. Baudelaire, que en un

poema de “Spleen e Ideal” se había atribuido la figura del “mal monje”, del “monje vago”3, se

propone como remedios el trabajo y la plegaria. Ora et labora. Se le ocurre incluso agregar –

dandysmo obliga– el arreglo personal: “Una sabiduría abreviada. Peinado, rezo, trabajo.”4

Ciertamente, el trabajo del que habla Baudelaire sólo tiene una remota analogía con el

“trabajo manual” al que se dedicaban los monjes, según las antiguas reglas (Reglas del Señor,

Reglas de San Benito, etc.), para concentrar su mente y para sustraerse a los maleficios del

Tentador. Baudelaire tiene razones más triviales para ponerse a trabajar: saldar sus deudas,

asegurar la subsistencia de Jeanne.

Para conjurar las noches atroces, los despertares difíciles, cree que el auxilio llegará si

enmarca cada jornada de trabajo mediante un acto de plegaria. ¡Y que esas sean en adelante

“las reglas eternas de [su] vida”!

Elevar todas las mañanas mi plegaria a Dios, fuente de toda fuerza y de toda justicia

[…]5

2 Charles Baudelaire, Oeuvres complètes, 2 vol. (en adelante O. C.), ed. Claude Pichois, París, Gallimard, col. “Bibliothèque de la Pléiade”, 1975-1976, t. I, p. 61.3 O. C., I, p. 15. [El poema se titula precisamente “El mal monje”.]4 O. C., I, p. 671.5 O. C., I, p. 673. La anotación agrega: “Trabajar todo el día” […] “hacer todas las noches una nueva plegaria […]”

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En otra nota, a la plegaria vespertina, de acuerdo con una función que la liturgia a menudo

le ha conferido, se le asigna como meta garantizar una protección contra las angustias

nocturnas y los sueños aterradores, cuya repetición era agotadora para Baudelaire. La nota que

sigue expresa una esperanza:

El hombre que ha hecho su plegaria de la tarde es un capitán que pone centinelas. Puede

dormir.6

Baudelaire recupera el método obsidional y la imagen del combate defensivo contra el

demonio que en la Edad Media, y especialmente en la práctica cisterciense, habían suscitado

el agrupamiento casi militar de la comunidad monástica en cada una de las horas canónicas.

La figura del centinela es precisamente la que encontramos en el himno Te lucis de las

completas del domingo:

Te lucis ante terminum

rerum Creator, poscimus,

ut pro tua clementia

sis praesul et custodia.

Procul recedant somnia

et noctium phantasmata

hostemque nostrum comprime,

ne polluantur corpora.

“A ti, antes de que se acabe la luz, a ti, Creador de todas las cosas, te rogamos; por

clemencia, concédenos tu protección y tu guarda. Que se desvanezcan, muy lejos, los

sueños y los fantasmas nocturnos. Y rechaza a nuestro enemigo, impide que nuestros

cuerpos sean mancillados.”

Las patéticas resoluciones que Baudelaire anota en sus cuadernos, y que no será capaz de

seguir, muestran hasta qué punto el recuerdo de la “jornada del cristiano” ha seguido vivo en

la mente del poeta, y cuánta atracción pudo ejercer la idea de una regla impuesta a las

6 O. C., I; p. 672.

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actividades cotidianas sobre un hombre que sentía que su tiempo se disipaba en la acedia y la

procrastinación.

Los “Cuadros parisinos” en Las flores del mal son la parte del libro que más claramente

tiene la marca de la estética de la modernidad, tal como Baudelaire la formulara en su gran

ensayo sobre Constantin Guys, El pintor de la vida moderna. Excepto en el poema liminar,

“Paisaje”, Baudelaire no le dedicó un texto al desarrollo de una jornada completa. Pero a

menudo evocó los momentos cruciales del día. La mañana en “El cisne”, en “Los siete viejos”

y sobre todo en “Crepúsculo de la mañana”. El mediodía en “El sol”. La tarde en “Crepúsculo

de la tarde”7. La noche en “El juego” y en “Sueño parisino”. En otras secciones de Las flores,

poemas como “Alba espiritual”, “Armonía de la tarde”, “El final del día” indican también

claramente, por sus mismos títulos, la intención de darle expresión poética a uno de esos

momentos en que debe cruzarse, bajo la luz que surge o ante el día que se va, un pasaje

peligroso. No se ha advertido suficientemente que en esos admirables poemas –expresión de

una nueva “conciencia lírica” frente a la ciudad moderna– las reminiscencias de la jornada

religiosa constituían el contrapunto casi constante, o más bien el bajo armónico, sobre el cual

se desplegaban las imágenes de un presente de una radical y brutal novedad.

Baudelaire nunca nombró a Prudencio, el poeta latino cristiano del siglo IV. Su

Psychomachia –amplia alegoría del conflicto interior entre las pasiones, las virtudes y los

vicios– sirvió de ejemplo durante siglos, hasta Baudelaire. Por cierto, este último tenía

muchas razones para haber olvidado la fuente de un procedimiento que empleó tantas veces;

en el uso que hace de la personificación, hubiese podido valerse igualmente de otros

precedentes, empezando por Virgilio, al que también había podido recurrir el mismo

Prudencio.

Lo que conviene considerar es el Libro de horas (Cathemerinon liber). Esa recopilación,

donde el metro a menudo se emparenta con el de Horacio, estaba destinado –según los

historiadores– a los letrados antes que a la comunidad de los fieles. Los seis primeros de esos

doce poemas escanden la jornada. Su esquema no se puede superponer con exactitud al de las

horas canónicas tradicionales. Los dos primeros celebran las horas de la mañana: I. “Himno al

canto del gallo”, II. “Himno a la mañana”. Los dos himnos siguientes están destinados a ser

cantados antes y después del almuerzo. Los dos últimos son: V. “Para la hora en que se

enciende la lámpara”, VI. “Himno antes de dormir”. Aunque Prudencio no sea un autor

eclesiástico, algunas de sus estrofas fueron incluidas en el breviario. 7 Al que se añade, en El spleen de París, un “Crepúsculo de la tarde” en prosa. [Hemos traducido literalmente los títulos de “Crepúsculo de la tarde” y “Crepúsculo de la mañana”, para conservar su oposición simétrica; en otros contextos podrían traducirse por “El anochecer” y “El amanecer” (T.)]

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En los poemas de la mañana de Prudencio, se proclama una certidumbre: Dios y Cristo han

triunfado. Se anuncian mediante toda una red de símbolos, que se organizan en torno a

imágenes de las luz, del canto del gallo que disipa las tinieblas y las brumas. Tales símbolos

son acompañados por las imágenes casi estereotipadas de las actividades de las primeras horas

del día… Ahora bien, al leer el “Crepúsculo de la mañana”, nos sorprenden un grupo de

imágenes que Baudelaire pareciera haber tomado de Prudencio, como si hubiese deseado

modificarlas e incluso pervertir su valor mediante nuevos efectos de contexto, de sintaxis y de

puesta en escena:

El clarín ya sonaba en patios de cuarteles

y el viento matinal soplaba los faroles.

Baudelaire recurre al imperfecto que tiñe su poema entero y le da el aspecto de una

narración de un momento pasado, lo que vuelve más impresionante el brusco surgimiento, en

los versos 9-11, de un presente frágil y una atmósfera percibida con agudeza, detrás de los

cuales no entrevemos ningún antecedente clásico o religioso; allí se anuncia algo sagrado

radicalmente nuevo:

Como un rostro llorando que las brisas enjugan,

el aire está lleno del temblor de cosas que se van,

y el hombre está cansado de escribir y la mujer de amar8.

Los poemas matinales de Prudencio se desarrollan en un presente intemporal, basado en la

reminiscencia de pasajes de la Escritura cuyo equivalente simbólico es el amanecer. Dos

estrofas del Himno II, sin embargo, adquieren el aspecto de un cuadro de la ciudad al

despertar. Y allí oímos resonar lo que en Baudelaire se convertirá en “el clarín”:

Haec hora cunctis utilis,

qua quisque, quod studet, gerat:

miles, togatus, navita,

hunc triste raptat classicum,

mercator hinc ac rusticus

avara suspirant lucra […]

8 O. C., I, p. 103.

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“Esta es la hora útil para todos, cuando cada uno cumple los deberes de su condición:

soldado o civil, marinero, obrero, labrador o mercader. Uno es arrastrado por la gloria

del foro; otro por la trompeta siniestra; el comerciante y el campesino suspiran tras

ávidas ganancias.”9

Prudencio enumera las actividades, las profesiones, no para ofrecer una descripción de la

animación general, sino para oponer la sencillez cristiana a la vana agitación de los profanos:

“Pero nosotros ignoramos el beneficio y la usura, y todo el arte de la elocuencia, nuestra

fuerza no está en el arte de la guerra; sólo te reconocemos a ti, oh Cristo.”10 Entre los signos

de la mañana evocados por el poeta latino, Baudelaire sólo conserva el llamado sonoro de la

trompeta: lo aisló para acentuar su fuerza expresiva, lo relacionó con su sitio urbano, “el patio

de los cuarteles”. Para él no se trata de una reminiscencia literaria, sino de una experiencia

vivida: durante su infancia, ligada a la carrera del general Aupick, muchas veces oyó sonar la

diana matinal. Y podríamos sostener que lo que perduró en su memoria es el ritual y el orden

del día militares, y no el texto de Prudencio. ¿Sería fortuito el encuentro entre los dos

poemas? No por ello sería menor el alcance revelador de esos ecos verbales. Hay mucho que

aprender sobre lo que ha persistido y lo que ha cambiado. Y una de las cosas que cambiaron

es que el poeta no se vanagloria, como lo hacía el cristiano del Cathemerinon, de una fuerza

superior a la de las armas. Denuncia más bien su propia debilidad, está “cansado de escribir”.

Cuando escucha la diana matinal, esa percepción auditiva no es más que un dato en bruto, un

acontecimiento sensorial entre otros; el poeta se limita a recoger ese signo, seguramente sin

alegría, de una “disciplina” que no le concierne. No puede buscar refugio en ninguna promesa

universal de salvación; no se apresta a pasar el día siguiendo una ley que se opondría a la ley

del mundo y le garantizaría la eternidad como herencia. Algo –esa señal militar del día que

comienza– ha persistido de una antigua imagen poético-religiosa. Con lo cual se ilustra y se

confirma la famosa definición baudelaireana de la modernidad: “La modernidad es lo

transitorio, lo fugaz, lo contingente, la mitad del arte, cuya otra mitad es lo eterno y lo

inmutable.”11 Lo comprobaremos aún mejor leyendo más adelante en el “Crepúsculo de la

mañana”:

9 Prudencio, Cathemerinon liber (Libro de horas), texto establecido y traducido por M. Lavarenne, París, Les Belles Lettres, 1943, p. 9. 10 Ibid.11 O. C., II, p. 695.

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Era la hora en que el enjambre de sueños molestos

retuerce en sus almohadas a los adolescentes;

cuando el ojo sangriento que palpita y se mueve

de la lámpara le hace una mancha roja al día;

cuando el alma debajo del cuerpo pesado y áspero

imita los combates entre el día y la lámpara.12

El primer verso del Himno de Prudencio –Ad Galli cantum– también evocaba los sueños

nocturnos, pero era para celebrar su desaparición, mientras que en los versos de un dualismo

exasperado que acabamos de releer, Baudelaire describe su perversa persistencia:

Ferunt vagantes daemonas,

laetos tenebris noctium,

gallo canente exterritos

sparsim timere et cedere.

[…]

Sat convolutis artubus

sensum profunda oblivio

pressit, gravavit, obruit

vanis vagantem somniis.

“Se dice que los demonios vagabundos, felices en las tinieblas de la noche, con el canto

del gallo se asustan, se dispersan y huyen […] Por bastante tiempo, mientras nuestros

miembros estaban recogidos, un olvido profundo oprimía, entorpecía, agobiaba nuestra

mente, vagando a merced de vanos sueños.”13

La imagen del enjambre, la de los miembros doblados ya están claramente inscriptas en el

texto latino. El mal está ligado a la torsión. En la plegaria de la tarde (Himno IV), donde

Prudencio rechaza lo que Baudalaire llama “los sueños molestos”, el demonio es dueño de

prestigios (praestigiator), aparece como reptil (tortuosus serpens): “¡Lejos, bien lejos de

nosotros los monstruos de esos sueños vagabundos! ¡Vete, demonio mago, con tu engaño

obstinado! Demonio, oh serpiente tortuosa, tú que agitas los corazones apacibles, aléjate

12 O. C., I, p. 103.13 Prudencio, Cathemerinon liber, op. cit., p. 5.

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[…]”14 Cuando la noche baudelaireana cubre la capital, en “Crepúsculo de la tarde”, ninguna

profilaxis religiosa ha expulsado a los demonios; andan errando, como lo teme Prudencio, e

invaden el espacio:

Sin embargo demonios malsanos en la atmósfera

se despiertan pesados como gente de negocios,

y golpean volando aleros y postigos.15

Al amanecer, no habrán dejado una presa escogida –“los adolescentes”. El crepúsculo

matinal de Baudelaire es por lo tanto lo contrario de la teofanía triunfal cantada en los dos

primeros himnos de Prudencio. “La aurora que tirita con ropa rosa y verde”16, en su

conmovedora belleza, no anuncia más que el advenimiento del trabajo –de esa “hora útil” que,

según Prudencio, es el camino que olvida la salvación. “Hora utilis”. Baudelaire, a través de

una figura alegórica, recurrió precisamente a la imagen de los utensilios, los útiles:

Y el oscuro París, frotándose los ojos,

agarraba sus útiles, anciano laborioso.17

En “Alba espiritual” (poema XLVI de Las flores del mal), Baudelaire ciertamente recuerda

el motivo de la teofanía de la aurora, pero sólo para reemplazar heréticamente el surgimiento

del Dios por el del claro “recuerdo”, el “fantasma” solar de la mujer amada, “querida Diosa,

Ser lúcido y puro”18.

Cuando Baudelaire evoca los “faroles” o “los combates entre la lámpara y el día”, la

referencia “realista” es a primera vista indiscutible. Pero aun así, el lector del Cathemerinon

sabe que la lámpara tiene un lugar fundamental en esa poesía religiosa.

La lámpara es el fuego que se enciende para iluminar la vivienda. Es por lo tanto uno de

los primeros objetos de que se rodea la existencia humana, cuando construye sus refugios

elementales. El Himno V de Prudencio, Ad incensum lucernae, da cuenta perfectamente de

que se le atribuye un valor sagrado, que por sí misma es el foco de una irradiación sagrada. El

fuego que encendemos al anochecer toma el relevo de la luz diurna, simboliza a Cristo

14 Ibid., p. 37, versos 137-145.15 O. C., I, p. 94. 16 O. C., I, p. 104.17 Ibid. [En este caso, outils debería traducirse por “herramientas”, pero preferimos mantener la literalidad por razones rítmicas y etimológicas.]18 O. C., I, p. 46.

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presente dentro de la misma noche; la lámpara es comparada con la columna luminosa que

guiaba a los judíos al salir de Egipto; dentro de la casa, a través del vidrio transparente,

representa al cielo entero. “Algo digno de serte ofrecido, oh Padre, por tu rebaño, al comienzo

de la noche que hace caer el rocío: la luz, el más preciado de los bienes que nos das; la luz,

gracias a la cual percibimos todos tus otros dones” (versos 149-153)19. Prendida por manos

piadosas, la lámpara es continuación del día. En el dualismo sencillo de Prudencio, una vez

más es la prueba de un Bien que hace retroceder al Mal. Consciente o inconscientemente,

Baudelaire conserva ese antiguo símbolo, aunque para invertirlo. En “Crepúsculo de la tarde”,

lo que “se enciende en las calles” es “la Prostitución” (verso 15)20. En “Crepúsculo de la

mañana”, la lámpara ya no es el sustituto de la luz del día, sino su adversario, en una

oposición de tipo pictórica, donde el “rojo” de la lámpara no es simplemente un color

contrastante, sino un valor inquietante. Y si en una comparación que sucede a dicha imagen,

“el alma” debe ser considerada el homólogo de la lámpara, será entonces al “cuerpo pesado y

áspero” al que se le atribuya, momentáneamente, la analogía del “día” –analogía reforzada por

efecto de la rima*. La resurrección matinal del cuerpo está gravada de desgracia y de

infelicidad. Y el alma, en el combate que le corresponde, no ve que se le prometa victoria

alguna. Lo sagrado de épocas anteriores parece haberse perpetuado en el sentido del mal y del

pecado, que obsesiona al poeta. Más evidentes son pues las figuras de la derrota, el dolor, la

muerte:

Aquí y allá las casas empezaban a humear.

Las mujeres de placer, con los párpados lívidos,

la boca abierta, dormían su sueño estúpido;

las pobres arrastraban senos flacos y fríos,

soplaban sus braseros y soplaban sus dedos.

Era la hora en que con el frío y la mugre

se agravan los dolores de las parturientas.

Como un llanto cortado por una sangre espesa

el canto lejano del gallo rompía el aire brumoso;

un mar de nieblas bañaba los edificios,

y los agonizantes dentro de los hospicios

daban su último aliento en espamos desiguales.19 Prudencio, Cathemerinon liber, op. cit., p. 30-31. 20 O. C., I, p. 95. * En el original, lourd (“pesado”) y jour (“día”), que están en finales de verso, riman y forman un pareado.

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Volvían los libertinos, quebrados por sus trabajos.21

En muchos aspectos, este admirable “cuadro” es incomparable. No obstante, algunos de

sus componentes admiten que de nuevo se los confronte con las estrofas de Prudencio, aunque

éstas parezcan pertenecer a otro mundo, donde predominan la abstracción, el esquematismo,

la referencia escritural, el impulso de la oración y de la súplica. En las tinieblas exteriores de

la noche, Prudencio ve que se extiende el espacio del pecado; dicho espacio está habitado por

tipos o por entidades, designadas por un singular genérico: fur, el ladrón; fraus, el fraude;

adulter, el hombre adúltero; libido, el desenfreno; nugator, el libertino. Baudelaire, aunque se

sienta tentado por el tipo y por la alegoría, dirige su pensamiento hacia la singularidad, hacia

los seres vivos que constituyen la población de ciertos barrios de París. Pero es forzoso

constatar también que, aun cuando se pretenda enfrentado a la diversidad viviente, el poeta

evoca conjuntos genéricos, en plural, a medio camino entre la figura arquetípica y lo que

hubiera sido la realidad irreemplazable de una existencia única. Sus plurales definen

categorías: las “mujeres de placer”, las “pobres”, las “parturientas”, los “agonizantes”, los

“libertinos”. Su tipología es más rica que la de Prudencio, pero sigue siendo una tipología, y

sus elementos comunes resultan evidentes, y numerosos. En este caso, no consiste solamente

en la enumeración de las variedades del pecado; Baudelaire acumula todos los aspectos de la

Caída y de la finitud: el pecado, la miseria, el dolor, la muerte. Esas potencias siniestras

ocupan la escena matinal del cuadro parisino, mientras que Prudencio proclama la superación

del reino nocturno del pecado: las estrofas 4 y 8 del Himno II atestiguan la desaparición de

todas las maldades que habían podido beneficiarse por la protección de las tinieblas. En los

versos 89-92, la imagen de los miembros quebrados del libertino es recuperada y contrastada

en analogía con el combate entre Jacob y el ángel, que le da la victoria a Dios:

Erit tamen beatior,

intemperans membrum cui

luctando claudum et tabium

dies oborta invenerit.

“Pero será más feliz aquel cuyos miembros lujuriosos se hallaran, al nacer el día,

quebrados, extenuados por la lucha.”22

21 O. C., I, p. 103-104.22 Prudencio, Cathemerinon liber, op. cit., p. 11.

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La derrota de Jacob era la contrapartida de una victoria divina. La derrota inscripta en el

cuadro parisino, en cambio, no implica ninguna contrapartida. Es simple degradación.

Ninguno de los apaciguamientos que pedía, que anunciaba incluso la plegaria prudenciana, y

cuya expectativa comenzaba formulando el “Crepúsculo de la tarde” baudelaireano, se ha

producido. En el Hymnus ante somnum (Himno IV), leemos:

Flexit labor diei

redit et quietis hora

blandus sopor vicissim

fessos relaxat artus.

Mens aestuans procellis

curisque sauciata

totis bibit medullis

obliviale proclum.

Serpit per omne corpus

Lethea vis, nec ullum

miseris doloris aegri

patitur manere sensu.

Lex haec data est caducis

Deo iubente membris,

ut temperet laborem

medicabilis voluptas.

“El trabajo del día termina, llega la hora del descanso, un blando sueño va a relajar los

miembros agotados. El alma, agitada por las tormentas, lastimada por las

preocupaciones, bebe toda la copa del brebaje del olvido. En todo el cuerpo se

introduce la potencia del Leteo, que les impide a los desdichados seguir sintiendo el

aguijón del dolor. Por voluntad de Dios, nuestros miembros mortales pueden obtener

apaciguamiento mediante un placer que pone remedio a su cansancio.”23

23 Ibid., p. 32-33.

Page 13: Ensayo de Starobinski

Prudencio despliega la imagen tranquilizadora del sueño que alivia los cansancios y los

dolores del día. Esa imagen es un lugar común, cuyo primer inventor ciertamente no es

Prudencio, aunque lo expresa con una real intensidad poética. En “Crepúsculo de la tarde”,

Baudelaire comienza con el mismo sentimiento de alivio prometido, pero singularizando, de

manera antitética, al “sabio” y al “obrero”:

Es la noche que alivia

a mentes devoradas por un dolor salvaje,

al sabio tenaz cuya frente se entorpece

y al obrero doblado que se acuesta en su cama.24

Pero el sueño y la noche no tendrán una potencia apaciguadora sino para aquellos que

tienen derecho a decir, al final del día: “¡Hemos trabajado!” Como hemos visto, la noche

baudelaireana no tarde en llenarse de demonios, prostitutas, ladrones. El dolor y la muerte

prevalecen. La imagen de los moribundos en el hospital –edificio “moderno”, construido por

la ciencia y por la filantropía del siglo XIX– muestra la ausencia o la ineficacia de las antiguas

plegarias protectoras:

Es la hora en que se agravan los dolores de los enfermos.

La Noche oscura los agarra del cuello; terminan

su destino y van hacia el pozo común;

el hospital se colma de suspiros […]25

¡Cuánta diferencia entre la noche protegida del poeta latino cristiano y la noche no

protegida que reina en la metrópolis moderna! En Baudelaire, la enfermedad y la muerte

desconocen la frontera entre la noche y el día. A los muertos de la noche les siguen los

“agonizantes” de la mañana (verso 22).

El canto del gallo, en “Crepúsculo de la mañana”, tiene el mismo valor de realidad

percibida que el clarín militar. El “barrio” parisino, tan apreciado por Baudelaire, todavía

conservaba un aspecto semi-rural, y los gallos vivos no eran raros en las plazas de mercado.

No obstante, me parece poco verosímil que el gallo aparezca en el crepúsculo matinal de

24 O. C., I, p. 94. 25 O. C., I, p. 95.

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Baudelaire con el solo fin de aportar un nuevo toque de pintoresquismo musical. Trasciende

ese efecto reactualizando de manera irónica y cruel un motivo de la antigua liturgia. En

efecto, en toda la simbólica cristiana, el despuntar del día está signado por el canto del gallo y

por la referencia a la negación de Pedro. ¿Acaso Baudelaire lo recuerda conscientemente? No

importa. Basta con que su texto, evidentemente, lo ofrezca como materia de comparación.

En Prudencio, el canto del gallo traza con vivacidad un umbral. Su estallido es por así decir

consustancial con la luz. Es el signo viviente del despertar. De modo que Prudencio, en su

primer Himno, propone de inmediato la analogía con la venida de Cristo, excitator mentium

(verso 3), “despertador de almas”26. El gallo matinal es la alegoría de un acontecimiento

sagrado. Por el contrario, el canto del gallo parisino no es en absoluto portador de luz, lo que

desgarra es un “aire brumoso”. Y desgarrar, en el contexto baudelaireano, implica agresión,

dolor, conflicto; no queda nada de la gloria luminosa de un umbral cruzado victoriosamente.

Comparado con un “llanto cortado por una sangre espesa”, el canto del gallo se relaciona con

el “último aliento” lanzado por los “agonizantes”. Lejos de señalar una brecha decisiva entre

el reino tenebroso del mal y el luminoso del bien, garantiza la transición o, mejor dicho, el

desborde del sufrimiento nocturno en el de un nuevo día. El “llanto”, la queja, han sustituido

al canto de triunfo. Y si la “sangre espesa” puede hacer pensar por un instante en el sacrificio,

se trata de un sacrificio sin una verdadera virtud sagrada, sin promesa de salvación. Ya no

estamos sino frente a una contingencia abandonada a sí misma como el clarín –nada más que

ingredientes variadamente dosificados de una atmósfera profana y polifónica, percibida por

una conciencia hiperestésica. En la alegoría final del poema, se despierta un “oscuro París”.

Las tinieblas de la noche no han sido rechazadas, subsisten en la gran vida colectiva urbana en

la primera hora de su actividad –y tal vez por el resto del día. Tras haberse perdido el poder de

los centinelas sagrados que expulsaban las tinieblas y a sus demonios, éstos se trasvasan y se

vierten sobre todo el espacio diurno. Pero si la jornada de la gran ciudad baudelaireana está a

tal punto poblada de brumas, de sueños, de tinieblas, muy probablemente sea porque el poeta

no ha perdido completamente la memoria del ritual cuya función era fortificar el

emplazamiento humano, proteger al pueblo fiel contra los asaltos de las tinieblas exteriores.

Lo cierto es que los crepúsculos cuyos “cuadros” pinta siguen siendo, en el modo de la

oposición y de la inversión, tributarios de las antiguas horas canónicas y de su función de

exorcismo –en adelante sin eficacia.

26 Prudencio, Cathemerinon liber, op. cit., p. 4.

Page 15: Ensayo de Starobinski

“Paisaje”, el poema liminar y programático de los “Cuadros parisinos”, bajo la mirada del

poeta acodado en la ventana de su “mansarda”, despliega el ciclo del día y el de las

estaciones. En la ciudad moderna, tal como se extiende frente a él, campanarios y chimeneas,

imágenes emblemáticas del antiguo orden del día religioso y de la nueva actividad industrial,

de la eternidad y de lo cotidiano productivo, se yuxtaponen de manera deliberada y

significativa:

Miraré el taller que canta y que conversa:

los caños, las campanas, mástiles de ciudad,

y los cielos abiertos que hacen pensar en la eternidad.

Al espectáculo de la mañana le responde el de la noche, donde las imágenes cargadas de

memoria sagrada (la estrella, el azul, la lámpara) son obnubiladas, veladas por los “ríos de

carbón” que ascienden de la capital. El contraste no podría ser más notorio entre los humos

negros de la civilización moderna y los “himnos solemnes” pregonados por los campanarios.

Pero en ese mundo conflictivo, donde la realidad del trabajo profano compite con la

regulación sagrada de la existencia, hasta suprimirla, el poeta no ha expulsado la memoria de

lo sagrado. Se compara con los “astrólogos”, es decir, sabios de otra época, que mantenían un

comercio sospechoso con los signos de lo alto. Su proyecto proclamado es el de una

anacoresis; su deseo es construir, por sí solo, la celda de la existencia monacal:

Y cuando llegue el invierno de nieve monótona,

cerraré todos los postigos y persianas

para armar en la noche mis palacios de magia.27

La regla de esa vida eremita es la del sueño creador, y lo sagrado que la justifica ya no

pertenece a la religión, sino al arte, donde el poeta hace prevalecer su “voluntad”, que en la

dimensión imaginaria no deja de rivalizar con la voluntad divina, tal como describe su labor el

Génesis. El artista que extrae “un sol” de su “corazón” renueva el fiat cosmogónico.

La forma del día en el siglo XX:

persistencia y renovación

27 O. C., I, p. 82.

Page 16: Ensayo de Starobinski

Sin duda que era inevitable encontrar, al estudiar las transformaciones culturales de la

organización del día, el fenómeno que caracterizó la respuesta de un gran número de

pensamientos frente al dominio de la ciencia y la industria sobre el mundo, y por ende sobre

las representaciones del mundo: la remisión a la estética, al arte, de los valores sagrados

anteriormente ligados al culto religioso y a las prácticas de obediencia. Y sin duda que no

sería difícil mostrar que, desde la revolución copernicana, la salida del sol, la caída de la

noche adquirieron un sentido relativo y mecánico, que cuanto menos debilitaba las grandes

interpretaciones simbólicas de los momentos del día.

Conocemos el uso que la literatura moderna hizo de la “forma del día”. El marco temporal

(“el espacio de un transcurso del sol”) que la poética aristotélica veía prevalecer en la

tragedia, y que la época clásica francesa convirtió en una prescripción, es un dato

estructurante al que los novelistas del siglo XX recurrieron con insistencia. Entre las obras

más notables, bastará mencionar: Ulises, de James Joyce, La Sra. Dalloway, de Virginia

Woolf, La muerte de Virgilio, de Hermann Broch, Un día de Iván Denissovitch, de Alexandre

Soljenitsyne. Habría que agregar una cantidad considerable de films. Lo importante no es

realizar una lista exhaustiva, sino constatar que la forma del día, por razones que no todas

obedecen a la memoria cultural, se presta a un retorno de lo sagrado, a menudo de manera

inesperada.

Seguramente habrá que atribuírselo en parte, sobre todo en los poetas, a la fidelidad o a la

nostalgia que los ligan con la tradición religiosa. W. H. Auden escribió unas Horae canonicae

(The Shield of Achilles, 1955), con más audacia y menos candor de como lo hiciera Marie

Noël en Francia. Pero resulta más sorprendente ver que escritores cuyas obras sólo tienen una

relación lejana con el universo tradicional de lo sagrado se interesan en la forma literaria del

día, y debido a ello se relacionan nuevamente, aunque sólo sea de manera intelectual, con el

orden religioso que escandía el tiempo de la comunidad, imponiéndoles sus ejercicios a

quienes cumplían los deberes de una vocación. En un Cuaderno de 1943, retomando una vieja

idea suya, Paul Valéry escribió:

¿Por qué una “novela” no podría ser el diario de una jornada de alguien?

Sería ese encadenamiento incoherente y sin embargo encadenamiento de sustituciones

de momentos y fases bien diferentes lo que constituye –aunque para una determinada

Page 17: Ensayo de Starobinski

mirada, de cuando en cuando– una jornada nuestra –que habría que estudiar primero

abstractamente.28

En una página de 1936, Valéry había evocado las invenciones de la Iglesia, aunque para

tomarlas en cuenta a los fines de una disciplina del espíritu independiente de toda ortodoxia:

Honores de la Iglesia

Sus invenciones admirables –(en principio) y de valor universal en cuanto a la

formación de los espíritus. Hay que hacer todo un estudio “psicológico” de sus

invenciones.

Creó ejercicios –un horario mental.

El breviario es una idea admirable.

La “meditación” a una hora fija.

La jornada bien dividida. La noche no abandonada.

Entendió el valor del amanecer.29

De hecho, el proyecto inicial de La joven Parca se había formulado como una

“psicofisiología a lo largo de un día” (1913). Y hasta el final de su vida, Valéry trabajó en los

veinticuatro poemas en prosa de Alfabeto, cuya secuencia debía corresponder a la de las horas

de una jornada completa. Es una jornada totalmente profana, pero que concluye con un éxtasis

interrogativo, donde la pregunta dirigida hacia la posibilidad de algo sagrado choca con su

negación:

Cenit

en el seno de la honda noche.

El agua profunda del mundo a esta hora es tan tranquila, el agua de las cosas en el

Espíritu tan transparente como espacio tiempo puro, no alterado, que se debería percibir

a Aquel que sueña todo esto.

Pero no hay nada sino lo que es y nada más, nada sino lo que es y fluye

uniformemente30

28 Paul Valéry, Cahiers, ed. por Judith Robinson, 2 vol., París, Gallimard, col. “Bibliothèque de la Pléiade”, 1973. 29 Cahiers, t. I, p. 369.

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Tan pronto como se evoca el testimonio de un poeta, hay otros nombres que acuden a la

memoria: Claudel, Saint-John Perse, Breton, Bonnefoy, Jaccottet, Butor –para no mencionar

más que el ámbito francés. Y si ellos también recurren a la “forma del día”, por supuesto que

no es para responder a las mismas preocupaciones que Valéry. No obstante, creo que es

posible discernir, de manera muy general, un dato común que se relaciona con la forma del

día y que se refiere a la oposición de lo sagrado y lo profano.

El tiempo diurno y lo sagrado están en una estrecha relación de materia y forma. Si lo

sagrado y lo profano constituyen, como afirman los antropólogos, una estructura contrastiva,

¿qué mejor representación simbólica se podría imaginar, si no el día de conmemoración o de

fiesta, que se aísla dentro de la serie de los días? ¿A menos que sea el instante, que irrumpe en

la serie de las horas? Se ha sostenido que el surgimiento, la súbita iluminación son la primera

manifestación de lo sagrado, que luego requiere ser fijado en la inscripción, la estatua, la

regla, etc. El hilo del tiempo cotidiano teje ampliamente la trama de luz y sombra que espera

ser recortada en horas, las cuales son, en las personificaciones tardías de la Antigüedad, otras

tantas apariciones femeninas sucesivas. Esa trama es también el fondo sobre el cual puede

bordarse, en su resplandor o en su punta angustiada, un instante de más alta verdad. Si

actualmente la tarea que se le asigna a la poesía fuera recoger ese instante de verdad, prestarle

una voz, la poesía entonces tendría la función, en un mundo profano, de ser la guardiana de lo

sagrado.

Traducción de Silvio Mattoni

30 Alfabeto, París, Blaizot, 1976 (sin números de página). Letra Z [Zénith es la primera palabra del poema en francés].