El Tiempo es Ahora

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1 El tiempo es ahora Por: Luciano Anastasía. 2013 II edición. CC

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ETA_ II EdiciónF_20_03_2013 ETA_ II EdiciónF_ El Tiempo es Ahora_ II Edición LatinoaAmérica en clave de mochila, la vida que se gana y se juega diariamente, y el corazón que no hay que dejar que escape nunca.

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El tiempo es ahora

Por: Luciano Anastasía.

2013 II edición.

CC

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Para continuar se necesita que todos nazcan y mueran, nazcan y mueran, nazcan y mueran.

L. A. Spinetta

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Introducción

Dos ciruelos discuten las vicisitudes de la existencia. Están en un campo de frutales por

alguna parte cerca del Barrio Bimaco.

A la tarde, y en un silencio campestre se ponen a charlar, si hay que sufrir o si la vida es

una amalgama de placer.

Alrededor de ellos hay más ciruelos que en silencio disfrutan la tarde.

Ellos empiezan la charla a la siesta después de que dos pajaritos descansaron en sus ra-

mas.

-No sé, es probable que el sufrimiento es parte de la vida, así como la felicidad- dijo uno

de ellos, dudando, no tan seguro de lo que pensaba.

-Si las personas solucionan como recoger ciruelas con máquinas pueden resolver el pro-

blema de vivir sin sufrir- Contestó el otro, que parecía hablar con más seguridad que su

amigo.

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De pronto vinieron algunos hombres para podar los árboles. Pusieron todo su énfasis por-

que todos los ciruelos quedaron terriblemente podados, casi sin ramas, y flacuchentos.

-Huy- grita uno con claras muestras de dolor. Sus lágrimas entonan una tarde piadosa y

coloreada por una mezcla de naranjas y violetas luces de los rayos del sol.

Más al fondo hay otro que ríe y perfila su cara hacia el sol como tomando de sus rayos la

capacidad de tostar la piel.

-Es probable que el sufrir y el placer son formas que se imaginan los hombres para poder

convivir entre ellos- Hablan los ciruelos, uno de ellos mostrando apenas un gesto de dolor

luego de que pasaran los leñadores con sus máquinas. Siguen con su charla.

Aquellos árboles pasan las tardes en el campo, viendo cada amanecer y cada atardecer,

creciendo, dando sus frutos y a veces discutiendo, como hacen los hombres. Quizá co-

piando lo que ven día a día en otros hombres, en algunos que se posan un rato en sus

sombras o en otros que pasan por allí charlando.

Uno de ellos, el más sabio, ve la sombra de los humanos. Es la sombra de los humores lo

que percibe vaya a saber porque conjuro.

Cuando pasan las viejas chusmas del barrio él puede verlas contentas. Su humo es clarito y

fuerte cuando hablan de la Chemi Arriola, la vecinita. Al parecer y según ellas, sale con un

par de amantes casados.

Cuando pasan los Arriola, puede entender porque siempre discuten. Sus humos son ne-

gros, oscuros y contaminantes.

Sabe entender los malos humores y las buenas rachas de alegrías. Ve humos encendidos

por rabia, también incendiarios cuando contagiaban el buen humor.

Encuentra, aquel árbol vivo y sabio por los años, los secretos de los hombres. No le quita

los ojos a los tímidos, con unos humos pequeños y apenas viscosos, o cuando pasan dos

hombres charlando con fatuos humos exagerando su discurso y hablando de más. Puede

ver como algunos pequeños humos se esconden en oleadas humaredas de alegría. Aquel

árbol se imagina que hay personas las cuales esconden su verdadero humor y no lo mues-

tran por nada del mundo. Pero aquel árbol percibe todo, sabe la historia de cada uno de

los personajes de su barrio y también de los que transitan por su vereda por casualidad.

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Es un árbol ya de unos cuarenta años. Sus raíces se aferran de la tierra cerca del hipódro-

mo de la ciudad, en un suburbio, si bien poco concurrido, pero en una calle donde es paso

para otros lugares.

Por ahí se va al barrio Pizarro donde se juntan malandras y sabandijas, más conocidos co-

mo los “dueños del sur”.

Cuando caminan cerca del árbol su humo negro hollín manchan la costra de su tronco.

Pero aquel árbol puede verse a sí mismo, y a todos los demás, como se le mezclan los

humos de los humores en las personas, en las paredes de las casas, en los autos, y en la

costra de sus otros amigos de la zona.

Nunca pudo decirlo ni compartirlo con nadie, es sabido que los árboles no hablan.

Los árboles son observadores, eternos para el entendimiento humano, y frágiles para la

sierra de los leñadores. Son firmes, pacientes y tranquilos. Este árbol nunca develó su se-

creto, pero si hubo una descendencia que siguió sus pasos. Cada semilla que elaboró des-

de sus ramas y cada árbol que nació de aquellas semillas tienen la misma capacidad de

observar el humo de los humores de las personas.

Cerca de Octubre, pero del año pasado, a un arquitecto le ofrecieron diseñar un conjunto

de edificios en el barrio de aquel árbol virtuoso. En los meses siguientes el arquitecto vi-

sitó muchas veces el lugar y aquel árbol entendió que pronto iba a desaparecer.

Cuando lo derribaron las máquinas Caterpiller se lo tomó con su habitual humor.

Aquel árbol desapareció con tantos secretos, pero ni siquiera se quejó. Sólo se sintió un

crujido que provenía de la parte del tronco cuando se acomodaba para caer.

Ahí quedo el tronco abandonado mientras construían edificios muy cerca suyo. Le corta-

ron las ramas. Lo dejaron abandonado. Ya no ve bien, se está muriendo, se seca y además

está tirado, horizontal e incomodo. Agoniza. Sus raíces fueron removidas de la tierra.

Unos niños andan por ahí. Se sentaron en el tronco cansados de tanto jugar a la pelota.

Como ya no veía no se fijó en aquellos chicos, pero sintió una nueva sensación.

Sintió la inocencia de aquellos niños transpirados. Gritan todavía por la agitación que les

ocasiona haber jugado toda la tarde al fútbol. Emanan desde su cuerpo aquella emoción

que el árbol recibía.

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Siente gracia, alegría y verdadera felicidad. Imagina que era porque se estaba muriendo.

Murió sin saberlo, y yo tampoco. Porque como sabemos, los árboles no hablan.

De casualidad me senté en aquel tronco, miro a los chicos que se alejan, mientras descan-

so de una caminata extensa. Siento un suspiro, un aire que por dentro pasa a través mío,

de abajo hacia arriba, como elevándose al cielo. En ese instante me doy cuenta lo que le

pasó al ciruelo. No me lo contó, sabemos que los árboles no hablan, probablemente su

alma se escapaba mientras yo estaba ahí sentado, no lo sé, no creo en nada.

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CAPÍTULO 0

el memorioso

Son los quince años en unos rulos de pelo tieso, castaño y siempre corto y una flacura que aprieta

hasta los huesos, que me agarra de sorpresa el regalo de la tía Ana. Estoy flaco, acumulo algunas

cargadas y sanciones en el colegio. Mis rodillas pasan desapercibidas como unos tubos casi pálidos

que terminan en medias gruesas y zapatillas Toper. Vivo en una casa de techos altos. Antigua, con-

serva en todos sus rincones 100 años de historia. El viejo aroma de la antigua imprenta. Nada falta

en las alacenas, en los muebles. Cajones, vitrinas, mostradores, cajoneras y muestrarios guardan el

recuerdo familiar, en un lugar de la ciudad no muy lejos del palacio de Tribunales. Parte, como

tantas, de la historia de Río Cuarto.

Pasó irremediablemente toda una vida. Ahora tengo cuarenta y seis años. Hoy, por

ejemplo, repaso un viejo álbum de fotos que miro muy de vez en cuando. Siempre que lo

hago, recuerdo como se conocieron mis padres. Aquel encuentro debe haber sido mágico,

intrascendente para el resto de la humanidad, fructuoso para nosotros.

Fue en una Kermesse, hace bastantes años. La feria de todos los veranos. Las fotos, en

el álbum, muestran fielmente una vida, una época. Los trajes, los cabellos brillantes de

gomina y una fiesta llena de alegría, sorpresas, colores y fantasía. Y recuerdo lo que me

contaron y he juntado todos los frascos de golosinas de la memoria familiar de una misma

historia, de dos vidas. Ella ahí, en uno de los puestos de la Kermesse. Una cara linda, con

facciones apenas pronunciadas. Sus curvas suaves, y una sonrisa levemente marcada, pero

inmensa, lúcida.

Él, en actitud amable y en su juego, la mira. Cuidando en un frasquito de lata, abajo

unos billetes arrugados, arriba las monedas, por un turno en las carreras de caballos, los

mecánicos, de un tamaño entre un caballo de ajedrez y uno de calesita. ¿Eran parecidos a

los que se podían encontrar en las casas? Carreritas cortas de juguetes a rosca, caballitos

un poco más altos que los soldaditos de plomo. Puesto de lona de la feria, sí, ella ahí. Aquí

se conocieron, en un juego, que fue una excusa.

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Se desabrocha el traje cuando juega una y otra vez. Nunca dijo, en charlas posteriores,

si le gustaba, si ganaba, si perdía. Sé que no le gustaba apostar; quizá fue allí su única y

primera vez, la apuesta no redobló jamás, murió casado con ella. Era un tipo sincero, fuer-

te y muy tenaz. Volvía, estaba ella.

Sus ojos no dejan de mirarlo. Así, una y otra vez, vuelve y se anima cada vez más.

Me imagino aquel encuentro, aquellas visitas esporádicas que luego se convertirían en

el encuentro amoroso más largo de sus vidas. El tiempo, los años, el matrimonio.

Tal vez sea mejor mencionar su apuesta más arriesgada como un ejemplo de lo que

hicieron juntos. Sin ser dueños de grandes peculios ni castillos ni mansiones, gozaron de su

hogar, desde donde siempre se parte y poseedores de un amor inmenso, gozaron de tres

hijos para repartirlos por el mundo.

Un amor de ferias. Verlos a mis hermanos es saber que en realidad esa es la fortuna

más justa y fundamental. El resultado es el mismo en casi toda familia curiosa, rebuscona,

luchadora. Apreciar el amor es cultivarlo día a día.

Viajamos mucho como familia, como troupe exploradora, a las sierras de Córdoba y a

otras latitudes como Mendoza y San Martín de los Andes. Mi mamá guarda las fotos en los

álbumes grandes, que hay muchos, esos que se balancean entre las piernas si los ves sen-

tado y tienen dos anillas grandes así no se escapan de las hojas y una y otra vez. Yo las veo

cada vez que puedo escuchar atentamente las anécdotas, el tiempo en la foto frena junto

con los personajes. Y junto a un mate, pasar la tarde. Pensamientos, anécdotas y aventuras.

Vivir, en fin, como ya lo hacían desde hace años, de los recuerdos. Después del nacimiento

de los bebés en la familia hubo más trabajo. Por fin vinieron los nietos, los bisnietos.

Quien pensaría que ese encuentro iba a ser tan importante, digo, dejó tres hijos, hijos de

los hijos y bisnietos. Esmerado en criarnos pasó buena parte de su vida. Me acuerdo que

hasta hace pocos años no se decía ninguna mala palabra en mi casa desde que nací hasta

entonces, nada. Puro respeto. Él ya no está. Casi todo, o por lo menos mucho, ha cambia-

do. El clima es diferente, las situaciones no son las mismas. Su silla está vacía, y su corazón

ha dejado de latir. Ahora me queda la duda. Cuáles fueron sus primeras palabras en aque-

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lla Kermesse ¿fue cauto, audaz? ¿Qué fue lo que más le impactó de aquella joven mujer?

Secretos que sólo él sabe y nunca contó.

Centro forward muy ágil, o lo que ahora es un nueve de área, un goleador en la cancha.

Le gustaba mucho el futbol y los amigos. Jugó en su Club, el Atenas de Río Cuarto, club que

ahora, todavía, es de barrio. Sus anécdotas, presentes en mi memoria, y Tesoriere, el ar-

quero al que le hizo muchos goles, él que sintió la fuerza de su pegada. Al otro día, leí

eufórico la nota del diario de la ciudad. La fuerza no le dio sólo pasión, le dio amigos.

Ahora que él no está entre nosotros, recién ahora, mirando a Juancito su mejor amigo,

te das cuenta que la amistad vive y perdura después de la vida. Lo lloró mucho en su des-

pedida. Amigos por siempre y para siempre, lazos de amistad que no se van con el tiempo,

al contrario, se expulsan hacia una eternidad, congelados, en la inexistencia, en la sensible

armonía del alma.

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CAPÍTULO I

La fantástica ciudad de Medellín

Una vez encontré el revólver de mi abuelo así de pasada. Me dio miedo. Era oscuro, de

metal frío, opaco. Solía mirarlo y volverlo a guardar con el real presentimiento de que las

armas no sirven para nada. Esta vez es diferente. Alguien toca la puerta, habla un rato y se

va. Estamos en la casa del hermano, medio hermano como me enteré después, de Miguel,

el rolo, mi compañero de viaje bogotano. Es uno de los barrios altos de Medellín, barrios

peligrosos. Tengan este paquete, escucho. Es un revólver, otro revolver, envuelto en una

tela blanca, un poco sucia. El hermano de Miguel lo trae, charla sobre lo que es pero no le

entiendo. Miguel se abalanza hacia él con seguridad y decisión. Lo desenvuelve y revisa, le

resulta curioso y lo inspecciona. Me lo pasa. Lo toco. Está tibio, recién usado, alguien lo

disparó. El tipo probablemente se regaló una trifulca y descarta el revólver para no com-

prometerse con la policía. Sentir ese calor me sorprende y me asusta. Así es Medellín, ca-

liente y violento.

La ciudad de los poetas y de las gordas de Botero tiene un lado oscuro que da escalofr-

íos. Tuvieron el capricho de haber construido un edificio inteligente. Su urbanización mira

hacia el progreso, la tecnología y la cultura. La Avenida Setenta. Una calle luminosa con

restaurantes y bares nocturnos. Allí pasamos la mayor parte del tiempo vendiendo arte-

sanías, juntando plata para comer y tomar algo de noche. Mal no la pasamos, nunca co-

memos menos de dos veces al día. En cada comedor que vemos Miguel me enseña a rega-

tear. Trocamos aritos y collares hechos de alambre de alpaca. Pero lo más importante es

cómo lo pedimos, es difícil perder la vergüenza y saber decir las palabras justas. Al tiempo

me acostumbro y a la hora de la puesta del sol recorremos los comedores. Se habla un

poco y un plato hay seguro. Desfilamos por varios y así un par de veces más. El estómago

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vacila cuáles nutrientes digerir entre tanta variedad. Gordos y bien comidos volvemos a la

casa que nos toca por ahora. Los fines de semana salimos a algún bar a tomar unos tragos.

Dormimos adonde nos invitan, esquivando la plata del alquiler. La mayoría de las veces

somos invitados especiales. Un argentino y un bogotano artesanos son hueco de miles de

anécdotas y la gente se divierte con nosotros, o les da nostalgia y apuro y nos amparan en

sus hogares.

Mi parche es algo especial, aprendo el oficio del artesano por curiosidad y necesidad.

Sin plata y a miles de kilómetros de Argentina estoy obligado a jugarme por algo que me

ayude a volver a casa. Me regalaron un trozo de tela de paño negro de un metro por metro

y medio y ahí, sobre el piso de la vereda, ubico unas piedras, también pulseras de hilo, con

eso hay que ganarse unos pesos.

Un día, por la Setenta al lado mío hay un chico flaco y alto. Una barba apenas de días.

Juega con un sombrero. Distrae, imperceptible y lo surten a cada rato de monedas. Lo miro.

Nos ponemos a charlar. Soy Miguel, me dice. Vamos a comer algo. ¿Comiste?, y yo no sé si

decirle la verdad. Hasta este momento soy un viajero perdido y sin plata. A partir de ahora

nos vamos de aventura. Tengo una guitarra criolla negra con cuerdas de metal que me re-

galó Marlon, un amigo del Medallo, los paisas que viven en los barrios altos de la ciudad la

llaman el Medallo a la gran ciudad de Medellín. Y es la justa combinación, nuestro parche

tiene música y venta de cosechas artesanales. Otras veces recorremos el Metro para pedir

plata y completar el pasaje. Es mentira. Plata no tenemos, pero menos ganas de viajar, con

esas monedas juntamos unos pesos para comer y para un vino o una cerveza.

Me enteré mucho después que Miguel no es hijo natural sino que fue adoptado por su

familia, y por algo que nunca supe se fue de su casa y anda de vagabundo por la ciudad.

Una noche salimos a un boliche a bailar, después del día de actividades artesanganas. Nos

decidimos por un bar de medio pelo.

La noche está terminando. Se acerca alguien, que al parecer lo conoce a Miguel. Dice

que tiene una casa en un pueblito, cerca, algo así como una quinta de descanso de unos

parientes. Si no tenemos donde ir podemos pasar ahí el fin de semana. Es como un des-

canso de la semana, unos días alejado de la ciudad nos va a hacer bien. Partimos. ¿Queda

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lejos? No si es acá nomás, nos dice. Cuando llegamos al pueblo después de un corto viaje

nos sentimos aliviados, salir de la ciudad y dormir cómodos. Le volvemos a preguntar ¿La

quinta está en el pueblo? No, si es acá nomás.

La mañana tiene en una neblina apenas densa y la temperatura es fría, apenas fría.

Caminamos como cuarenta minutos, por caminos de tierra. Las montañas recrean el paisa-

je y la tranquilidad es parte de la danza vacacional. Es lejos. Primera mentira.

Llegamos a la casa. En la punta de un cerro levemente elevado y rodeado por una gran

zona verde el lugar brilla en su esplendor natural, se siente un cálido aire de vallecito, es

exagerado. Apenas presto atención a nuestro pequeño nuevo acompañante. Confío en

Miguel y pienso en disfrutar la casa. Este chico tiene una camisa verde, estilo carpintera. Es

petiso. No dice nada, no habla mucho, se sube al techo. Salta por una ventana hacia la

casa. Abre la puerta por dentro y nos invita a pasar. Entramos.

Hay un televisor viejo en el living, al lado la cocina y las habitaciones, una sala con una

mesa de pin pon y la heladera vacía. Decidimos salir a caminar con una bolsa y pedir unas

verduras a los vecinos para hacer una sopa. Me toca a mí y al chico de camisa verde.

Es cerca del mediodía. Nos han dado varias cosas. Unas verduras y hasta unos huevos

que yo pienso hacer en una gran tortilla. Tan lejos nos fuimos que decidimos volver en un

colectivo del pueblo. Nos sentamos en la parte del frente de la Chiva, no del animal sino

en los colectivos de la villa, que así les dicen, casi cerca del chofer. Reconozco la casa y me

levanto para bajarme, me extraña que mi compañero no se levante y se quede quieto en

su asiento, no se mueve.

Vamos, le digo, es acá, pero ni me mira. Está duro. Extrañado, me bajo solo y desde la

puerta de la Chiva miro mejor la casa. Hay un Renault 12 estacionado.

Entro a la casa y un señor me dice, ¿Vos quien sos? Lo miro y veo a Miguel que discute

con este señor muy encrespado. Hay también una señora con unas chicas de mi edad. Yo

soy argentino y estoy viajando, digo. No me cree. Le explicamos que estamos acá porque

nos habían invitado. ¿Quién los invitó? Miguel sabe el nombre del chico de camisa verde,

se lo dice, yo ni lo conocía. Al parecer el hombre tampoco. Segunda mentira. La casa no es

de él. Decido sacar el pasaporte y explicarle que andamos de viaje y que estamos de paso.

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Al rato el hombre se tranquiliza un poco, tampoco entiende mucho la situación. Es su casa

de fin de semana y quiere un descanso, unos días alejados de la misma ciudad. Es su casa.

Logro hacerle entender y le digo que nos disculpe. Al parecer nuestro amigo de camisa

verde es el primo de un sobrino de un cuñado del dueño. Miguel, ya todos más relajados,

me pide un papelito y una lapicera, ¿Para qué? digo, y lo veo jugando al pin pon con una

chica, que después me entero era la hija de nuestro nuevo anfitrión. Le pedí el teléfono, la

voy a llamar, me dice.

Miguel es el único amigo en quien puedo confiar. Me enseña a no pasar hambre y an-

dar bien. Es alguien que aprovecha todas las situaciones y de una gran rapidez mental.

Vive el momento sin prejuicios. A los días se pone de novio con aquella chica. Hasta me

presenta una amiga de ella.

No tuvimos una despedida, simplemente un día se fue y lo último que supe era que

estaba haciendo malabares hasta con cuatro pelotas de tenis. Había estado por la costa, en

el mar, siguiendo su viaje. A veces entra a una verdulería y se pone a charlar. Toma un par

de huevos y le dice al comerciante que va a jugar con ellos, que va a hacer unos malabares.

Si los rompe, los paga y si no lo hace, que se los regale para comer a la noche. Nunca lo vi

romper ninguno, siempre salía bien parado en cualquier situación.

Tiene un problema en su garganta y no pronuncia bien la erre. No puede decir ruedan

las ruedas del ferrocarril en r de rueda. La erre gutural, afrancesada, da cierta tonada es-

pecial que no tiene parecido, estilo francés-colombiano. Habla y cualquier cosa se hace

fácil de conseguir.

Nunca pagamos un pasaje completo. En Medellín, para subirse al colectivo, se debe

pasar por un molinete y pagar el boleto. Discute un rato, el colectivero traba el molinete

para que los dos pasemos a cambio de la mitad de un pasaje. Sabe cómo moverse en la

gran Medellín. Ciudad peligrosa, gigante y espectacular.

Su caminar es seguro, rápido y concentrado. Me doy cuenta de su felicidad cuando me

visita en Girardota. Conmigo se anima a viajar más allá de la ciudad, él nunca se había ido

del Medallo Paisa. Conocimos la costa de Santa Marta, una ciudad al norte de Colombia.

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Descubrió que con sus habilidades podía llegar aún más lejos. Un día lo perdí de vista.

Nunca supe más nada de él.

Varias veces salí disparando cuando cerca se escuchan tiros. Una vez, el hermano de

Marlon dijo secamente ¡Corre! Me doy vuelta. A unos pocos metros, cerca de una esquina

en las calles del Medallo, un hombre saca su pistola y comienza a los tiros. Corro como

nunca, varias cuadras, muy asustado por el miedo a que el perseguido huya para mi lado.

Que un tiro atraviese mi espalda. Es el miedo mayor, el susto más grande. Los colombianos

usan las armas como el argentino usa el mate. Moneda corriente. Son seguros los hombres,

valientes. Las mujeres divertidas, todos siempre con ganas de reírse.

La casa donde vive Marlon y su hermano se asienta en los barrios alejados del centro.

Llegamos. Hay que subir caminando unas veinte cuadras, todas en subida. Cada vuelta a la

casa es escalar un pequeño cerro y llegar sudando y con hambre, precio de haber camina-

do todo el día, vendiendo artesanías, rebuscar la calle y tomar un vino a la noche como

consagración a lo que se hizo, o cerveza de tardecita.

Dormí en un auto, un Crysler, de los ´60, guardado en un galpón, en una casa con mu-

chos marihuaneros, en un departamento que frecuentan unos matones, unos vendedores

de coca, fiesteros. A todos les caemos bien. Los artesanos, el argentino que anda de aven-

tura. Entramos con mi amigo Miguel a cualquier ambiente.

Una noche, amigas de Miguel nos invitan a una fiesta. Todas mujeres de Medellín, las

más lindas. Todas amigas de la novia de Miguel, esa que conoció cuando invadimos su

quinta. Al principio la noche es distante pero a medida que tomamos el trago, algunos ron,

otros aguardiente, nos vamos soltando y nos empezamos a reír todos juntos, nos senta-

mos en el pasto un poco alejado de la casa desde donde se ven las luces de Medellín, un

lugar impresionante, el verde pasto y un suelo que imita en escala la redondez de la tierra,

ya que la quinta está en la punta de una pequeña colina, el parque de la casa se pierde en

el horizonte con las luces de la gran ciudad. Detrás de nosotros hay unas paredes blancas.

Una galería y una mesa que abandonamos apenas llegamos frente a tanto lugar natural

para ubicarse. Pasamos toda la noche tomando trago hasta que Miguel cruza el nivel de la

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conciencia. Se cae para atrás y rompe una estantería de vidrio. Silencio. Luego algunas

risas, al comprobar que no le pasó nada. Pero fue muy escandaloso. Queda tirado en el

piso, ya muy borracho y no se levanta más hasta el otro día.

En los alumbrados me toca a mi caer en el escándalo. La ciudad de Medellín se ilumina

toda en diciembre. La navidad no es sólo el 24 a la noche. Se festeja todo el mes. Se ilumi-

nan los balcones, las calles, luces que cruzan de vereda en vereda, las plazas. La gente fes-

teja sale a caminar, se emborracha. Nosotros. Ya viviendo en Girardota nos vamos todo un

grupo de amigos con litros y litros de trago a visitar los alumbrados en la Chiva, el colectivo,

adornado y pintado con firuletes. Lo último que recuerdo es estar caminando por las calles

y que haya mucha gente. Abro los ojos y estoy tirado en el pasto. Al lado mío está el chile-

no que me acompaña, otro Miguel. Según él, por alguna razón, salgo corriendo hasta que

me topo con un alambrado con una botella de aguardiente en la mano. Lo choco de frente

y lo salto. Alguien me quiere sacar la damajuana de aguardiente, tres litros del divino bre-

baje. Huyo. Del otro lado hay un pequeño barranco, ruedo y ahí quedo, dormido o desma-

yado, quién sabe, hasta que despierto a la mañana del día siguiente sin saber en qué día,

año y dónde estoy.

Girardota tiene 1824 habitantes. Se fundó el 21 de Septiembre de 1833. Cerca está el

paraje de Juan Cojo y Cabildo. Subiendo pequeñas elevaciones serranas nacen las quintas,

campos, lugares donde cortan la caña y hacen panela. Una panela puede durar hasta me-

ses en la cocina pensando que una taza de té o café necesita apenas un cubito.

La zona rural del municipio está dividida en 30 veredas. Alguna de ellas con nombres

muy particulares. El Paraíso y la Mata, La Matica, Los Ochoa y la Palma, Yarumo, Jamundí y

el Palmar, Mangarriba, Juan Cojo, el Barro y el Totumo.

El nombre se debe al prócer Atanasio Girardot. Una iglesia conocida por sus milagros y

favores del Señor Caído enfrenta la plaza principal. No hay mucho más. Pero sí bellas casas

coloniales.

Todo el pueblo está rodeado por montañas boscosas que tapan el horizonte.

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Tienen el mejor café del mundo, poblaciones ricas en terrenos fértiles cultivan en los

cafetales la semilla que luego dejan secar al sol. El poblado campesino sufre las terribles

consecuencias de una guerra entre narcos, guerrilla y paramilitares. En Girardota, los pri-

meros días, no tenemos mucho para comer ya que en un pueblo es más difícil conseguir

comedores que se apiaden de unos sucios y apestosos artesanos (el chileno Miguel dice

que somos artezánganos). Por eso y por gracia de las señoras de gran espíritu, hermanas

de la comunidad católica, el cielo nos toca. Una religiosa se nos acerca para invitarnos al

comedor comunitario de la iglesia.

En los terrenos de la Iglesia del Señor Caído se encuentra una sala con una cocina con-

tigua. Por unos mil pesos colombianos (en esta época es más o menos cincuenta centavos

de dólar) nos dan una buena comida, arroz, porotos (o garbanzos), un poco de carne, de

postre una fruta o flan y jugo natural de fruta para tomar. Nuestra amiga religiosa nos cui-

da y aconseja y realmente nos trata muy bien. Pero lo más duro es ver allí, en los comedo-

res, a los “desplazados”. Ellos son gente de campo, trabajadores de su tierra, granjeros que

viven de su trabajo, desplazados por la guerrilla o los grupos paramilitares por estar en

zona de guerra. Familias enteras que quedan sin su propia vivienda y en la calle, acusados,

a veces, de ser cómplices.

Los artesanos y artezánganos, los desplazados, mucha gente muy humilde y niños

abandonados, almorzando todos los días juntos, es una situación que me hace sentir con

un poco de vergüenza, en un lugar de una realidad intensa y comprometida. Si las ense-

ñanzas son las experiencias de vida, quizá aprendí allí a sentir la igualdad de la humanidad.

Acaso nadie es tan diferente y en la humildad se aprende la esencia de las personas. Des-

pojadas de todo lo material, no queda más que la sangre misma, el espíritu abierto de las

personas, y se trasluce la sinceridad. Entregar amor y comprensión, calma el pesado com-

promiso de llevar una vida dura, llena de carencias y limitaciones.

Cuál era la vergüenza, entonces, de estar ahí. Pienso ahora agradecido a mi amiga reli-

giosa, la hermana de la congregación que nos dio su permiso y a mis amigos del comedor

por haber compartido un momento de pura conciencia espiritual.

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CAPITULO II

Dos vidas, un compañero

Decidimos ir a Santa Marta. Vamos con el Topo, Gnomo y Bumbula en un tren de carga.

Mucho tiempo después Fidel Nadal cuenta en una entrevista para una revista de Rock que

en los tiempos de los discos de Mano Negra con Manu Chau realizaron la gira “El expreso

del Hielo”, por lugares donde nunca se había enchufado una guitarra eléctrica. Pasaron por

Santa Marta, Ciénaga, Aracataca, Bosconia, Gamora, Barranca Bermeja, La Dorada, Facata-

tiva y Bogotá. Por ahí vamos nosotros.

El tren lleva carbón de la costa hasta el centro del país. De ida va descargado. Mucha

gente viaja en esos vagones y se los escucha hablar. Voces se escuchan. Somos cuatro ar-

gentinos que sin saber nada del país nos metemos en lugares peligrosos llenos de militares,

parapolicías y guerrilleros.

No sé de donde sale pero estamos ahí, a punto de salir. Atraídos por las historias de es-

te famoso tren. Como se puede acomodamos nuestros bártulos en uno de los vagones

vacíos con las mochilas y otras cosas que llevamos para la marcha.

Es un largo viaje, cuatro o cinco días. El movimiento es lento y podemos sentarnos en

los bordes del vagón y mirar hacia la selva, las montañas tropicales y por fin el mar. Una

noche, mitad del viaje, dormimos. El tren frena. No le damos mucha importancia pero al

rato seguimos parados. Se escucha que la locomotora parte pero nosotros seguimos para-

dos. El maquinista deja nuestro vagón en la estación y sigue su camino. Perdemos el tren.

Quedamos solos en un lugar que no conocemos y sin nada para comer. Nuestro vagón no

paga pasaje hasta Santa Marta, no va a llegar. Se detuvo en vaya a saber qué pueblo.

Al día siguiente cambiamos a otro tren, otro vagón y otra locomotora. Ya acomodados

con una lona para que nos tape el sol, y con algo de comida seguimos viaje a la costa.

Se duerme donde se puede, cerca de la estación del tren. A la mañana nuestro amigo

maquinista pega un grito para avisar que sale. No somos los únicos que andan camino a la

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costa, pero cada uno tiene su vagón. Algunos de ellos son buscadores de oro o adictos a la

pasta base, vagabundos o simples viajeros sin plata.

Por eso solemos dormir con un machete al lado por seguridad. El machete es como el

llavero de cualquier ciudadano. Se lleva a todos lados. Una vez en Brasil, en plena selva,

desde un bote vino un hombre lastimado, desangrado, con una gran herida en el pie. Era

un corte tremendo, grande, profundo. Él gritaba mucho. Me asusté con la idea de llevar el

machete pero era la única defensa ante tanto desamparo original, como amuleto de pro-

tección, que casi seguro no lo usaría, pero si lo harían el Topo o Ricardo, que se hace lla-

mar el Gñomo. Cuenta la leyenda que una vez, tanta locura del viaje, se batieron a duelo el

Gñomo con Bumbula, cuando estaban por las selvas brasileras, allá por la frontera con Ve-

nezuela, pero sólo es una leyenda.

La seguridad del tren es nuestro mejor resguardo. Toneladas de hierro se mueven con

la fuerza de la maquina a diesel y cada vez que arrancamos es un momento especial, ale-

gre y esperanzador. La idea de la llegada estaba en nuestra mente. El viaje es divertido y

visualmente agradable. Conocer las sierras de Santa Marta es el relato de un cuento

fantástico. Las montañas a la derecha del horizonte terminan hacia la línea que separa el

agua cristalina con el cielo. El contraste alucina. Ahí está, celeste majestuoso, el Mar Caribe.

Hay nieve en las cimas de la cadena montañosa del Caribe. Hay clima de trópico.

Cada llegada a una ciudad está predestinado que caminaremos mucho. No hay opcio-

nes. Esta vez fue el límite.

Santa Marta es una urbe. los costeños son personas que en general se visten de blanco,

zapatos blancos y camisas flojas. Se escucha el vallenato a cada momento y el mar siempre

está cerca. Se cumplió mi gran sueño, conocer el Caribe.

Dicen por ahí que tenemos que conocer el Tayrona. Un parque nacional con el nombre

en honor a los indios Tayrona. Una cultura que vive en las montañas tropicales, a pasos de

la costa. Y para allá vamos. Para llegar nos subimos a una camioneta que nos lleva hasta un

cruce de la ruta que sigue hasta a Venezuela. ¿Queda lejos? Y esta pregunta es una conde-

na. No, caminen unas horas y llegan, o tomen otra camioneta. Pero el pasaje es caro para

nosotros.

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Caminamos horas y horas, con el peso de las mochilas, más un montón de arroz que

compramos. Está la posibilidad de que no haya comida y que sólo la vendan en unos res-

taurantes de los hospedajes del lugar, chismes siempre chismes, consejos y comentarios,

nunca nada seguro. Para restaurantes no estamos.

Es tanto el agotamiento de la marcha que me duermo caminando. Son muchas horas y

llegamos a la playa a la madrugada. Creo que a partir de ese momento los músculos de mis

hombros crecieron considerablemente. A la mañana siguiente al visitar el lugar siento que

nunca valió más la pena. La playa es de un amarillo luminoso. Suave y templada. El mar es

celeste claro y las olas tienen un ruido ideal. Las palmeras y los cocos sobran y el cielo es

gigante, transparente, lúcido.

Cerca del hospedaje hay un camping. Sobre las palmeras cuelgan unas hamacas donde

los visitantes duermen al aire libre sin temor a nada, sin bocinas ni otros ruidos molestos.

Nos vamos lejos de ahí. Alguien dice que hay unas cuevas donde se puede dormir. Allá

partimos. Son unos escondrijos que gracias a las enormes piedras de las montañas cerca-

nas forman perfectas covachas. El piso está plano como si ya hubieran pasado por ahí y

dormido en el lugar. Es cierto. No somos los únicos. Hay tantas cuevas que todo se organi-

za en un perfecto reloj cósmico.

Más lejos está “La Piscina”, una zona de arrecifes que hace de frontera con el mar y

calma las olas. Una preciosa pileta caribeña con olor a mar. Las visitas que están por ahí

son por lo general turistas extranjeros, conocí algunos israelitas y una, tan sólo una, inglesa.

Los días pasan, comemos arroz blanco, me baño en la piscina mirando los corales. Las

visitas a la noche por el camping buscando un cigarrillo, una fogata o un poco de música. A

una rubia simpática le pido un cigarro y me cuenta que es de Inglaterra, reímos, jugamos

más tarde al pool en el hospedaje donde la encuentro tomando una cerveza.

A la noche siguiente nos encontramos con un personaje grandote, tez oscura. Tiene

una gran barba. Está sentado en una silla en la arena, cerca del camping y con una gran

botella de un líquido color mora. Lo probamos. Es alguna fruta destilada. El trago perfecto.

Chicha. Charlamos y nos divertimos con nuestro gran amigo.

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Hay unas duchas alejadas de las carpas. La gente se baña muchas veces desnuda y el

baño sólo tiene unas maderas desprolijas como pared. Hay libertad. Despreocupados, los

días pasan con mucha tranquilidad. Ahí conozco a unos amigos que me darán hospedaje

en Medellín. Conozco a una chica. Me distancio de mis amigos argentinos para no escu-

char la tonada cordobesa por un largo tiempo.

Alguien dice que podemos comer cangrejos de mar. Los animalitos son de color purpú-

reo con una sola pinza y el tamaño de un plato de comida. Para cazarlos se los atrapa con

la mano y se meten en la olla con agua hirviendo tapando la olla con fuerza para que no se

escapen. Son salados. Y muy sabrosos. Y la única dieta por esos días. Están por todos lados,

como hormigas, sobran, buscamos a los más grandes y carnosos.

Las noches son calmadas, estrelladas y no hay luz eléctrica. Hay velas cerca de las car-

pas, brillan y se sienten voces y risas. A un lado de la zona del campamento está el camino

que se dirige hacia el norte bordeando la costa. Por allí llegamos a las cuevas donde vivi-

mos. Las mochilas quedan escondidas detrás de unos árboles en un espacio que hay entre

unas rocas cerca del mar.

Siento unas voces en ingles de un grupo de chicas. Pido un cigarrillo en un inglés rústi-

co y escaso. Y ella me mira. Conversamos. Ninguno recordará que hablamos por más me-

moria que tenga. Miles de eventos suceden y sucederán.

Más tarde ando cerca del hospedaje donde está la sala de juegos. Está en el pool con

otros en la mesa. Entro y me abraza contenta de verme de nuevo. Es una luna de miel per-

fecta de tres días imborrables. Su rubia cabellera acompaña un cuerpecito más pequeño

que el mío. También me confiesa que anda con poca plata, raro entre tanto turismo recar-

gado de guías y almuerzos en buenos hoteles. Me dice que su mochila está en otra cueva.

No me imaginé cuántas aventuras había en ella. Quiere conocer Australia. Anda también,

al igual que nosotros, con su mochila visitando las costas caribeñas.

Conozco su hogar de vacaciones. Hay que llegar por un sendero rodeado de grandes

árboles y piedras como muros. En el medio de la oscuridad, la mayoría de las veces solo la

luna ilumina el camino. Pasamos la noche con el sonido del mar cerca. Las olas apenas

perceptibles confirman el hecho de estar en el Caribe colombiano. La cueva no es alta y

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apenas entramos acostados a la luz de una vela. Aprendo más inglés. Rio, ella ríe. Sus abra-

zos me llenan de gloría. No existe el mundo, las calles, el ruido a las bocinas, el apuro, el

reloj ni los horarios. Nos sentamos esa noche en la playa donde todo tenía una tonalidad

azul grisácea, las piedras, las hojas y el tronco de los árboles, la arena, ella y yo.

¿Fue un año, toda una vida o un par de días?¿Dónde estará ahora? En las oscuras cue-

vas están mis amigos, a la sombra. Tuvieron un problema con la policía local y hay que de-

jar el lugar. Tengo que abandonar el sueño de mi vida y no se los perdonaré. Sigo solo les

digo, me vuelvo a la Argentina, me voy a otro lado. No soporto la idea de pensar que estoy

por abandonar el paraíso. Ella me escribió una carta porque también se fue, a Australia

quizá. La inglesa. Si ahora tuviera esa carta tal vez algo más de ella recordaría.

Mis amigos van a cruzar Venezuela por Maracaibo, muy cerca de allí. Yo me voy a Me-

dellín y de ahí veo que hago. Tengo en mi bolsillo la dirección de Pablo, un compañero que

estaba en el parque con el que pasé mucho tiempo. Son un grupo que están de vacaciones

en una carpa. Me invitan a merendar con galletitas y dulce. Un manjar, una delicia, un pla-

to codiciado que cambia mi menú de arroz y cangrejos. También en el parque, haciendo

ingenios para vivir, un día encontré un árbol de mangos, dulces, amarillos y riquísimos. Si

uno se queda unos minutos bajo el árbol no hace falta subirse para recogerlos. Caen au-

tomáticamente a cada segundo. Toc, se siente, al rato otro. Mientras esperas, los cangrejos

caminan, se arrastran.

En el camping hay una habitación donde se duerme en hamacas. Allí acampan algunos

israelitas a quienes consigo venderles unos mangos de mi árbol descubierto con sapiencia.

Les digo que es difícil conseguirlos. Al tiempo se dan cuenta, me cuentan que ya saben del

árbol y ríen. El parque da y quita, es ya lo más cerca para mí de la vida salvaje. Es posible

combinar con la practicidad de la naturaleza y pasar las mejores vacaciones de tu vida.

También hay cocos y es el único momento en que el machete me fue útil. Hay que mache-

tear la parte superior, tomar el jugo y comerse su blanco corazón. ¿Tenía que abandonar el

paraíso?

Page 23: El Tiempo es Ahora

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Juan Marcos, Topito, compañero esencial de este viaje, de viajes anteriores, compañe-

ro de una noche sentados en un tronco en Brasil con una luna llena. Metafísico es su acto

de regalarme su piedra, un cuarzo, del tamaño de un dedo gordo. También una piedra na-

ranja, tallada, nativa, que dibuja un pájaro parecido al Cóndor. La encontró en Perú. Cuan-

do nos volvamos a ver, me dijo, las devolvés. Y partió a Venezuela.

Con Topito descubrimos la esencia de los viajes. Su energía es profunda, inteligente. Su

paso seguro. “Hay que ponerse los pies de las sierras”, dice cada vez que andamos por al-

guna senda natural, por un cerro, por la selva, por el mar, por las piedras. Y se fue. Con él

vimos en Brasil dos arcos iris uno al lado del otro, mientras comíamos en una cabaña de

una familia en la selva. Todos hablando portugués, se reían. Se ríen de nosotros Topo, le

digo, incómodo. Si ya sé, me dice.

Y se fue.

Ya en la ruta, en la salida del parque Tayrona dividimos algunas cosas. Es el mundial de

Fútbol Francia ´98. Vemos un partido de Inglaterra con México, sentados en un bar coste-

ño colombiano. Cuatro mesas de madera, vallenato, trago, el tiempo pasa lentamente. Es

el bar de la calle 59 con carrera 43, el Bar La Cueva. Miro como se alejan el Topo, Lucio y

Ricardo, los cuatro compañeros del viaje nos estamos separando. Al rato Topito se asoma,

entre unos colectivos de ruta, y me grita desde lo lejos, ¡Gol de México!, fanático en esa

época de los mexicanos por alguna razón social, libertadora del mundo y revolucionaria.

Y me doy cuenta ahí cuánto lo voy a extrañar.

Sesenta mil pesos colombianos, el pasaporte, ropa, las piedras de Topito y un timbal

que pesa toneladas, es lo único que tengo. Y no sé para dónde ir.

Llego a Santa Marta a la terminal de colectivos. Sucio, de vuelta del paraíso. Sentado

como en lista de espera, con un folleto del norte de Colombia en la mano, encuentro un

lugar que me suena conocido, Cartagena. Una buena señal. Un rato antes, caminando por

Santa Marta vendí los timbales a diez mil pesos colombianos en un trueque callejero. Y es

justo lo que sale el pasaje a Cartagena. Demasiada coincidencia digo, y lo compro. Viajo

algunas horas.

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La ciudad se divide en dos, la parte antigua y la parte nueva, la de los edificios y hote-

les. Cruzando una muralla construida en la época de la conquista está la parte antigua.

Casas coloniales, viviendas como museos y una plaza olvidada en el tiempo. Un perfume

especial rodea las calles y varios negocios de joyas que venden sus famosas esmeraldas.

A la tarde de mi llegada decido ir a un hospedaje para bañarme y descansar. Todo es

muy diferente, siento soledad, alivio, cientos de emociones. Salgo a recorrer la ciudad.

Vuelvo al rato a buscar mi parche. A vender, comprar algo para comer. Recorriendo las ca-

lles, desorientado no encuentro el hospedaje. Ya en la desesperación les pregunto a unos

chicos que juegan en la calle, donde queda cerca un hospedaje que ni nombre tiene. Por

supuesto me dicen que no saben y al subir la mirada, al frente de la vereda reconozco la

puerta. Alivio y un llamado de atención, al estar solo todo corre por mi cuenta.

Mi parche no es mucho, veo a otros artesanos que le compran collares a cinco o diez

mil pesos las chicas bonitas, hijas de los ricos que visitan la ciudad, mientras comen en los

bodegones caros de la zona. Estoy allí, en la parte antigua, confundido y con hambre. Pero

es mágico, sublime. A la tardecita un mimo pasea por las calles, se sube a los carros de

caballos que, por un pasaje carísimo para mí, pasean por las calles empedradas. Hace

muecas, se ríe con y de la gente, y yo, embobado por el espectáculo, me olvido del hambre.

A la noche dejo el hospedaje. Decido abandonar la ciudad antigua e irme para la zona

de los edificios y hoteles a ver si tengo más suerte. Termino durmiendo en una canoa, en

un rincón abandonado, con mi machete al lado, de frente al mar, en una zona de la costa

por la que a esa hora no pasa nadie.

Consigo al otro día, en un lugar donde venden sándwiches, que me regalen uno, y me

dice el empleado que pase todos los días. Algo es pero no alcanza, tengo que vender para

poder comprarme el pasaje hacia otro lugar, todavía no estaba seguro a dónde. Cartagena

es hermosa pero una ciudad donde no estoy cómodo y la policía no lo está conmigo. Cerca

del mar hay una laguna y al frente el hotel Sheraton donde hace no tan poco se realizó una

convención de presidentes latinoamericanos. Las fuerzas de seguridad están atentas a que

no haya tanto harapiento merodeando la zona.

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Al otro día estoy muy temprano a la mañana con mi mochila, también harapienta ya

de tanto viaje y paseo, cerca de la costa en una calle transitada. Viene un camión policial y

me invita a subirme. Me dicen que no me van a llevar preso pero que me dejarán en la

ruta y que salga de la ciudad. Adiós sándwiches, lo único que extrañaré.

Llego a la noche a Medellín. Llamo por teléfono a mi amigo que conocí en el Parque

Tayrona y le digo que estoy de paso para ir a Argentina. Al instante me dice que vaya a la

casa. Ya más tranquilo me tomo un colectivo y llego. Es en un barrio privado. Un señor

detrás de una reja pregunta que quiero. Busco a Pablo, le digo. Ok, ya me habían avisado

que usted venía. Abre la reja automática y me alejo.

Camino por una calle principal rodeada de casas blancas, prolijas y todas iguales, sin

movimiento de autos aparentes. Hay bicicletas tiradas en las veredas y una gran pileta a la

izquierda. Me encuentro en la casa, la madre de Pablo se ríe, no puede creer que esté tan

sucio. Dice que ponga todo, todo en el lavarropas y que urgente me bañe. Un baño de

agua caliente que por meses no conocí me vuelve a la realidad de la ciudad. Hacen de co-

mer y charlamos. No digas “chimba” acá en la casa, me aconseja como un secreto, que es

mala palabra. No sé si lo dije, si se me escapó, pero lo cierto es que ya estoy empezando a

tener el acento colombiano.

A la mañana siguiente la señora que limpia la casa me hace el desayuno, Pablo se va al

colegio y la madre a trabajar. Es diseñadora gráfica. Está el hermano más chico de mi ami-

go, se llama Andrés Muñoz Claros. Juego toda la mañana como un niño más hasta el me-

diodía que nos volvemos a reunir para almorzar. A la tarde vamos a conocer la universidad

de Medellín a ver si puedo ir con mi parche a vender algo, pero todavía, amateur, sin expe-

riencia en las artesanías no consigo ni unas monedas.

Pablo me presenta a todos sus amigos, salimos a bailar, nos juntamos en el centro co-

mercial a charlar con las chicas. El artesano argentino es todo un acontecimiento. La tona-

da, el fútbol, echarse a viajar tan lejos. Conozco a otro amigo, que era también artesano, y

me invita a su casa para enseñarme el secreto de la joyería de alpaca. Me obsequia el paño

negro que luego llevé por mucho tiempo de parche y la guitarra negra de cuerdas de metal

para que me defienda con la música. Al tiempo, tan sólo unos días después me despido de

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Pablo y le regalo una musculosa original de básquet del equipo de las estrellas de los Esta-

dos Unidos. Era un tesoro único que tenía desde Río Cuarto. Pero su cordialidad fue más

allá de todo y el agradecimiento es inmenso.

Parece también que el argentino es un tesoro que todos se disputan, cada uno de ellos

quiere llevarlo a su casa para hospedarlo. Duermo en cuanta casa puedo, pero me decido

por un artesano cuyo nombre no me acuerdo, pecado de una memoria defectuosa. Él me

enseña, entre otras cosas, como manejar el alambre de alpaca, los hilos, las piedras, todos

los componentes que debe tener un parche efectivo y práctico. Es decir, que venda. Mi

objetivo es volver a casa, quiero encontrar una opción para arreglármelas por cuenta pro-

pia. Vender para comer y viajar más al sur, es ésta la idea madre. Pero el destino o una

mente que divaga me llevan hacia otros caminos.

En otra casa, otra madre se encariña conmigo. Llamo a mi casa y dejo el número de

donde estoy seguro. Es un pecado de tanta aventura olvidar a mi familia y no acordarme

de la preocupación en querer hablar conmigo, saber de mí.

La madre, sus dos hijos, un padre ausente. Un modelo que se repite. Hay traquetos.

Voy con Wilmar a la cantina Bombay, en el barrio Santo Domingo. Estamos en Medellín.

Para llegar a la casa los colectivos demoran casi una hora desde el centro de la ciudad.

Los coches tienen una caja de cambios con alta y baja marcha porque suben calles muy

empinadas. Un ruido hidráulico avisa que se aproxima una buena subida. Al tiempo ya es-

toy acostumbrado a volver caminando. Igual, problemas para andar a pié no tengo, con

todo el gasto de zapatillas que ya vengo acarreando.

A la noche es otro barrio muy distinto, se sienten ruidos de metralla y hay algunos per-

sonajes no tan agradables. Marlon es el hermano de mi artesano amigo. Tuvo una sobre-

dosis de cocaína y se internó para su recuperación. El Medellín oscuro está frente a mí,

realidades opuestas se entrecruzan en esta aventura de volver a casa.

La casa de mi amigo tiene ladrillos a la vista con las paredes a medio terminar. Venta-

nas sin persianas y la típica cocina eléctrica antioqueña. En la cocina nunca falta la panela.

Al principio, por curiosidad, mastico como caramelo, de arrebato. El obstáculo es que em-

palaga.

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Un barrio muy curioso, típico de la zona del Brasil, Venezuela y Colombia. El piso de la

casa del vecino está al nivel del techo de la anterior, y la próxima está así de ésta. El kiosco

o almacén está a unas dos o tres cuadras desde la casa de mi amigo. Hay que pensar bien

qué comprar para no volver una o dos veces al día. Las empinadas subidas y bajadas hacen

reflexionar bien si uno sale de casa. Tampoco hay agua caliente. El calefón es una máquina

que no aparece en todas las casas. A la mañana el agua fría prima por emerger de la ducha

y la valentía tiene que aumentar antes del baño. El vapor falta, las ganas también.

Los días son cálidos. No hacen falta la lana, ni las medias térmicas, ni la bufanda. Ropa

desconocida para los antioqueños. Viven en una zona templada, cálida y con lluvias de

verano. Usan la “cachucha” o gorra para el argentino. No conocen la rasqueta, el alfajor de

maicena, la carneada del criollo ni la remera. Son amables, divertidos, amigables pero no

dan un beso para el saludo. Hay que estirar la mano y decir: “Q´hubo parcero! Qué más?

Todo bien!?”. Así cualquier antioqueño lo recibirá en su casa. T ienen siempre una sonrisa

en la boca y son muy inteligentes. Divertidos y curiosos. Aman el fútbol, la música argenti-

na y les gusta mucho el guaro, un vaso de aguardiente antioqueño fuerte y delicioso, que

da una borrachera infernal y prolongada. Lo toman con “chicharrón”, un pedazo de grasa

de chancho que sirve para no embriagarse tanto.

La amistad es un lazo fuerte y son muy solidarios. Contrastes de una ciudad llena de

sangre y lucha revolucionaria. Una ciudad donde hay muchos desplazados, gente que so-

bra. Gente de los campos que huye de sus casas. La guerrilla echa literalmente de los

hogares a los campesinos con la excusa de una consigna estratégica en la lucha armada.

Los problemas de la guerrilla con los militares se extienden a todas las clases sociales.

Están entre la gente. Es ese alguien, no se sabe quién. Pero están. Nadie dice nada. Pe-

ro se sabe que hay listas negras y que todos los años hay muertos. No se sabe si los mata la

guerrilla o los paramilitares. Los cadáveres yacen en el piso, personas que ya no están. Pe-

ro nadie dice nada. Se me hace difícil entender el silencio del pueblo. Conviven con el

horror y no me cuentan mucho. Algo raro pasó uno de los primeros días que dormimos en

el pueblo. Es de noche, pasada las doce. Somos tres, Miguel, el chileno y el argentino. La

plaza está en silencio y los locales ya cerrados. Un bar chico, casi como una cochera con

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dos mesas y una heladera sirve guaro. Sentados en un banco decidimos qué vamos a co-

mer y dónde vamos a dormir. Tenemos apenas unos pesos entre todos y no sabemos

dónde vamos a pasar la noche. Una moto se acerca, es un hombre de unos treinta y largos

años, de bigotes. Se frena y me saluda. Dice que ellos ya saben que nosotros somos unos

artesanos. Que saben que estamos en Girardota, que no nos preocupemos, ellos nos van a

cuidar. Me tira unos pesos. Tomen, dice, para que coman algo, y se va sin decir más nada.

Miro a los chicos preguntándome qué es esto y mostrando la plata. Vamos a comer les

digo. Es en lo único que puedo pensar. ¿Quién era? Nunca lo sabré.

La llegada y la bienvenida. Así es toda una vida de libertad impensada. De locura viaje-

ra, de hechos y aventuras. Hay etapas y procesos. Dos hechos son clave en Girardota. La

llegada de un cuarto artesano y la vez que dormí debajo de un puente.

Cuando nos va bien vendiendo en la plaza algo de plata juntamos. Unos cien mil pesos

colombianos que nos alcanza para alquilar una casa, un mes. Por fin vamos a dormir en

una cama. Es un lugar muy extraño, un hueco donde paramos no sólo nosotros tres, sino

cualquier personaje del pueblo. Parece estar todo en orden. Tenemos la casa. La llave de

una puerta para tener nuestro espacio donde dormir. Una noche, de esas que parecen

tranquilas pero sin embargo la punta de la mecha se está prendiendo, llego a la casa y hay

una fiesta. Tragos, mucho guaro. Algunos durmiendo en el piso del patio. Llego a la cocina

y alguien había roto la canilla de la pileta de la cocina. El agua se derrocha como una cata-

rata trágica. Me harté. Empiezo a gritar y a echar a todo el mundo, váyanse todos, quiero

paz. Peleamos con el chileno. No es su primera pelea, en navidad le rompieron un diente

con un botellazo no sé por qué. Otro día tuvo un problema con el dueño de una farmacia.

Al segundo mes ya no juntamos la plata del alquiler. Se gasta en tragos y en cualquier

cosa. Hasta que llega este cuarto artesano. De rubia cabellera, un estilo Lorenzo Lamas

dinamarqués y unos veinte años. Antioquéño. Se lleva al chileno de viaje a buscar unos

pesos, a seguir tomando tragos y fumar demasiada marihuana. Yo decido quedarme. No

tengo dónde dormir. Con mi mochila casi arruinada por la humedad y la suciedad y con mi

frazada peruana de alpaca me voy debajo del puente de un arroyo.

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Alguien me gana de mano. Correte, le digo. Es un linyera, un vagabundo. Acá duermo

yo, me dice o al menos eso entiendo. No le hago caso y me acuesto al lado suyo. A la ma-

ñana siguiente Luis Alberto Córdoba Tobón me invita a su casa. Un chico al que le hice un

tatuaje en su brazo. Él sabe que no tengo dónde dormir. En esa casa estoy casi seis meses.

Girardota es muy especial, será una llave importante para mí. Un pueblito muy creyen-

te a media hora de Medellín. Su principal atractivo es la Iglesia del Santo Caído. Allí hay

una imagen de un Jesús arrodillado, vencido, agotado por el vía crucis. Se dice que una vez

se quisieron robar la estatua del santo caído y no pudieron, se había vuelto pesada y no la

podían mover. Es el Jesús milagroso.

En su gente se puede ver que lo amable no quita lo divertido. Todos quieren ayudar a

su manera a los artesanos que ya se han instalado en el pueblo.

Recién llegados de Medellín estamos hambrientos. Una monjita amable y llena de luz

nos invita a los comedores de la iglesia. Por unas monedas, almorzamos un plato completo.

Me sirvo un jugo, arroz, carne y me dirijo a una gran mesa donde se metieron los despla-

zados. Las hermanas trabajan en recibirlos, conocen el problema de las montañas, niños

con mucha hambre, desplazados. En estas mesas compartimos la comida, personas que no

nos conocemos o sí, indigentes, artesanos, las hermanas.

Con el tiempo voy conociendo a la familia de los Córdoba Tobón, el chico que me in-

vitó a vivir a su casa. Con Jorge, su hermano, un día vamos a buscar oro por un arroyo su-

biendo por la montaña y pasamos una gran tarde de campo. Vivo muy feliz. En paz y con

amigos.

Pero entre idas y vueltas de la vida artesana y vagabunda mis amigos siguen otros

rumbos. Miguel, el bogotano, fue a la costa y volvió, más barbudo y más fumado. Aprendió

el secreto de los malabares. Apareció para despedirse, me regaló un morral de los indios

Tayrona y no lo volví a ver nunca más.

El chileno, enano, duende, o como se llame también desaparece y por suerte no lo

vuelvo a ver. El último recuerdo que tengo de él es de la noche de navidad de 1999. Nos

habían invitado a los tres a una casa para pasar la Nochebuena con una familia. Hay baile,

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regalos y mucho trago, música y amigos. Diversión, pero el chileno se emborracha tanto

que se desconoce. Empieza a insultar, a gritar, a tirar piedras en la pared de la casa (está-

bamos bailando en la vereda). Lo tengo que tomar por atrás, se quiere zafar y caemos so-

bre unos alambrados. Lo llevo a la casa y lo acuesto en una cama. Una noche de felicidad

convertida en la vergüenza artesana.

Creo que lo mejor que me pasó, del viaje a la costa con los dos Migueles, fueron sus

consecuencias, la gente que conozco en esta época y la serenidad que experimento al

quedarme a vivir en el pueblo sin amigos ni compañía viajera. Haber llegado aquí significa

encontrar un lugar en el mundo, fantástico, maravilloso, lleno de vida, rodeado de húme-

das montañas y verde tropical. Siento que se cumple un ciclo como persona. Tengo 24

años. Está bien, a veces me despierto, años después, de un sueño. Veo a la tía Rosa que

cuida de mí con cariño de una especial sabiduría maternal. Sueño que estoy en la casa de

Luis Tobón, con su hijo, el abuelo, todos en la misma habitación. Me despierto y siento que

los extraño.

Mi amigo Luis Tobón me regala el abrazo de Girardota y yo lo abrazo a él, unos minu-

tos antes de despedirme. Estamos en la estación de Medellín a punto de tomar el micro a

Bogotá para luego tomar el bus de vuelta a la Argentina, de regreso finalmente al país lue-

go de casi dos años de ausencia. Pienso en los amigos durante el viaje, los que ya no están,

los que la están pasando bien, los que están mal. Girardota me mimó con los amigos que

hice ahí, amigos que serán de toda la vida. Y que finalmente los he encontrado.

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CAPITULO III

Las estaciones de servicio

Para el viajero una estación de servicio es medio pasaje. Son lugares que están abier-

tos las veinticuatro horas, hay duchas, a veces comida, y gente predispuesta a ahorrarte un

pasaje.

El mejor recuerdo que tengo de haber pasado tantas horas en varias de ellas esperan-

do algún camión (o cualquier vehículo que nos lleve al próximo pueblo) es un día de cum-

pleaños. El mío.

Estamos en Brasil, al sur del país, salimos de una ciudad llamada Río Branco hacia Boca

do Acre. El calor agobia. Nosotros, con hambre como siempre, nos arreglamos para conse-

guir algo de comer. Pero caemos adonde no teníamos que caer. La frontera con Bolivia está

controlada por mafias. El tráfico de la cocaína pasa exactamente por donde estamos noso-

tros. La última ciudad al norte de Bolivia, Guajaramirim, es la boca del lobo. Dos mochile-

ros argentinos viven para contarlo.

Pero precisamente por eso aquella estación de servicio fue especial. Tres días pasamos

en ella. Es grande. Con algunos galpones o locales pequeños en construcción en la parte

trasera que nos sirve de dormitorios. Dormimos en el piso. Tiene un gran comedor, surti-

dores y unos trabajadores solidarios.

Al ser un paso del tráfico de drogas, la gente al principio es desconfiada. El primer día

que llegamos preguntamos a cada camionero si nos acerca hasta Boca do Acre. Un puebli-

to chico en el medio del Amazonas. Ellos nos miran con recelo y hasta algunos no nos diri-

gen la palabra. Allí aprendo mis primeras palabras en portugués. De alguna forma asumi-

mos que hacernos entender en un lugar lejano a nuestra cultura es espinoso. Pasamos

horas sentados al lado de los surtidores hablando con los camioneros tratando de que nos

lleven, sin resultado.

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Pasan tres días. Y ya algunos de los que trabajan allí perciben el apuro, charlamos y

nos ayudan. Preguntan a cada camionero en un perfecto portugués. Explican que somos

mochileros varados y que necesitamos llegar al próximo pueblo. Hasta que llega la salva-

ción. Es un camionero con una camiseta a rayas, roja y negra. Fanático del Flamengo. Le

dicen Rambo. Que mejor nombre para nuestra aventura. Pero primero nos revisa las mo-

chilas. Las abrimos, ya arriba del camión, sacamos ropa sucia, ollas, medias gastadas y agu-

jereadas, todo arrugado, para después ganar la confianza de Rambo. El día de mi cumplea-

ños un camión es el mejor regalo que me pueden dar. Partimos a Boca do Acre.

No fue la única estación de servicio. En otro viaje desde Colombia a Ecuador que hice

solo, pasé por muchas. En una de ellas me recibe en su camioneta un ex-guerrillero co-

lombiano, y en otra un camionero me dice: Yo lo llevo, súbase atrás. Es un camión que

transporta naranjas. Come algunas si quieres, indica, viéndome hambriento. Hay varias

toneladas. Un colchón de dos metros por cuatro de naranjas dulces, exquisitas y sabrosas.

Las rutas sobre un camión son eternas flechas hacia delante. Muchas veces vamos a

lugares que desconocemos. Cuando fuimos a Pereyra, en Colombia con el bogotano Mi-

guel y el chileno innombrable nos pararon unos militares. A los pocos kilómetros, nos pa-

ran de nuevo. Ellos tienen el uniforme y botas negras de lluvia. Son guerrilleros, y el mo-

chilero distraído no se da cuenta de esto hasta que los dejamos atrás.

Los guerrilleros son gente prolija, sus uniformes están limpios y planchados. Son gran-

dotes, seguros de sí mismos. Miran al camionero tranquilos y a la vez firmes. En cambio los

militares del Estado tienen la mirada llena de miedo y están esperando siempre la orden.

Hay uno petiso, su traje está gastado y le queda grande. Imágenes que no se borran

con el tiempo. Cierro los ojos y recuerdo aquella imagen en detalle. Yo estoy sentado en el

camión que nos lleva a Pereyra, Colombia. A la jaula trasera del camión la rodean vigas de

madera de unos quince centímetros. Mis pies, sobresalen por el borde del acoplado. Me

gusta mirar el paisaje. En un momento un hombre para el camión mientras prende un ci-

garrillo. Su arma (pudo haber sido una calibre 38) es plateada, grande y da miedo de sólo

verla. Otro señor sentado en una silla al lado de la ruta contempla la escena. Estos son los

guerrilleros, me susurra el chileno. Quedo sorprendido y maravillado, tanto he oído hablar

Page 33: El Tiempo es Ahora

33

de ellos y los tengo ahora frente a frente. Quiero charlar con ellos, preguntarles de todo.

Pero estoy mudo y el miedo me penetra el corazón. Pienso en los secuestros. En las muer-

tes. En la guerra. Pero a la vez me siento grato al lado de ellos. Son cinco minutos. Los más

eternos. Pero de esos cinco minutos tuve varios en el viaje.

Cuando fuimos más al norte colombiano muchas veces pasamos por casas humildes

donde secan el café. Miles de semillas rojas en el asfalto, de un color fuerte, desparrama-

das en el piso. Veo la cultura, los pueblos, imágenes como postales imborrables del mundo

social, geográfico, cultural. El tren que nos lleva a Santa Marta es el recorrido geográfico

que envidiaría cualquier geólogo. Vemos la selva, las llanuras atestadas de palmeras y ceb-

úes, hasta las montañas andinas, la nieve y luego el mar. A veces los vagones rozan gigan-

tescos árboles selváticos y más cerca del mar la arena y las dunas llenan el horizonte.

En Santa Marta veo un atardecer milagroso. Miro la playa junto a un hombre, charlan-

do. Me dice, esto es impagable. El sol se esconde bajo el mar. Los pies descalzos. La mente

tranquila.

Aquella vez en las playas costeras colombianas la suerte nos ayuda. Llevamos la ma-

quina casera de tatuar y nos va bastante bien. Por el turismo puedo hacer muchos tatuajes

y conseguir algo de plata, pero la primera noche de éxito comercial nos emborrachamos

para festejar y vamos a dormir a la playa. Con el chileno, Miguel y puede haber alguien

más. El chileno tiene la mochila en donde guardamos la máquina de tatuar. En la borrache-

ra, en algún momento cuando estamos dormidos, se la roban. Otra vez sin plata, sin comer,

y con una resaca que no soluciona nada. Otra vez pensar en qué hacer, volverse a dedo a

Medellín donde quedan el resto de nuestras cosas (por suerte mi pasaporte) y sobrevivir.

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CAPITULO IV

Viaje al Ayahuasca

Si de luces se habla, hay una incandescencia que aparece de noche en las costas del río

Branco al Noroeste del Brasil. Los ríos amazónicos transportan toneladas cúbicas de agua

por segundo. En muchos de ellos es imposible ver la costa opuesta. El Amazonas es espeso,

caluroso y plagado de vegetación. Los pobladores de la zona hablan de una luz

incandescente que aparece por la noche. Mi portugués es pobre, no logro entender a

veces que dicen las gentes del lugar. Alguien cuenta que cerca se reúnen algunos

miembros de los pueblos originarios de la zona, indios que viven penetrando la espesa

selva.

Febrero, año ´98, recorrimos con Topo desde el norte de argentina, Brasil, sur del Perú y

Bolivia y más lejos en busca de promesas lisérgicas. Una mujer nos esperaría en Mapiá,

previo viaje por el río Igarapé unas diez horas en canoa con os motoristas, luego por el

Igarapé Mapiá. Hasta llegar a Céu de Mapiá.

Prima de mi compañero de viaje, nuestra anfitriona no sabía que llegaríamos a verla, no

había forma de comunicarse por ella ya que estaba viviendo en la floresta profunda. Topo

me comentó en una noche en la que estábamos programando el viaje que se decidió

abandonar capital federal y conocer el nombrado lugar por razones de salud. Lugar de

secretos selváticos, consumo legal de Ayahuasca y promesas curativas.

La conversación de las luces vistas a la noche en las costas del río la escuche en la

comunidad una tarde fresca de verano.

Consultando luego con el tiempo algunos datos del lugar sorprende la forma de acceder:

“Acceso via fluvial, dependendo do nivel de água do igarapé pode ser feito no mínimo em 4

horas de voadeira, equivalentes a 10 horas em canoa de rabeta – de Janeiro a junho.” Es

este el dato que tenemos para llegar.

Page 35: El Tiempo es Ahora

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Mientras la canoa avanza, el río reduce su cauce. Una familia asentada en la costa del

Igarapé nos alberga. Es la primera parada de un largo viaje. Una señora vieja de arrugas

completas nos ofrece de comer algo de arroz, fruta y todo, sin descreerlo, sin hablar nada

de portugués. En la cena nos dicen casi a las señas que comamos, mientras detrás nuestro

sentimos risas. ¿Comemos gracioso? ¿Nos vemos chistosos? Nunca lo supimos.

Antes de llegar tuvimos que pasar la noche, durmiendo en una habitación en dos hamacas,

descansando en la tranquilidad del silencio arbóreo.

Llegando por el río Igarapé Mapiá veo a mi amigo ayudar al canoero correr un tronco

mientras armo un porro con papel de cuaderno, táctica común de la zona cuando no hay

casi nada conocido para comprar. Todo lo que se pueda improvisar o recuperar de la selva

es bienvenido, kioscos cercas no hay, ya pasamos el ultimo pueblo medianamente

civilizado y ya la selva inunda con su grandeza.

La comunidad nos recibe temprano por la mañana. Una persona que tiene autoridad por

como lo saludan nos recibe con su mascota, un armadillo.

Previo fichaje numerológico al estilo de “completar datos personales” mi amigo se perdió

por unos de los caminos de sendero. El lugar tiene casas esparcidas ganadas a la selva,

pequeñas lomadas y arboledas sin final. En unos minutos estaba merodeando sólo la aldea.

A lo lejos por donde están unas palmeras alineadas, veo a un hombre que transporta una

rama gigante de quien sabe que floresta. Ven, me dice, en un mudo portugués, haciendo

señas con su mano.

¿No vio a mi amigo, un peladito, argentino, más o menos de mi edad? Si, dice, mientras ríe,

sígame, me hace señas con las manos, sin hablar.

Llegamos a una casa, hecha completamente de tablones de madera. Paso a la cocina, una

nena esta jugando, me mira y saluda. El señor vuelve a aparecer y me invita con un poco

de fruta, luego toma un vaso y sirve un líquido naranja, espeso. La hora había llegado.

Todavía no había hablado una palabra con nadie de la aldea y ya estaba invitando a tomar

el Daime.

Frente a mi tenía una bebida milenaria, sagrada y legal en Brasil. La bebí sin esperar.

En esos días nos enseñaron las actividades de la comunidad. El más interesante fue cuando

Page 36: El Tiempo es Ahora

36

comenzaron con el ritual de la preparación. La comunidad se comienza a reunir por la

mañana en un almacén con varias divisiones, igualmente, ubicada al aire libre, sin paredes,

sólo los límites de la espesa verdura exterior.

Los niños se reúnen cerca de unos bancos de tronco grueso donde hay trozos pequeños de

unos veinte centímetros de largo de la enredadera Ayahuasca, nos invitan a sentarnos y

miramos como algunos niños toman un pedacito de rama y comienzan a raspar el tronco

hasta separarle la cáscara.

Cerca de allí, a unos cinco metros, una pequeña habitación dentro del “pabellón de

fabricación” una ventana de madera llama la atención. Al poco tiempo la abre desde

adentro un hombre con bigote espeso, a quien ya había visto fumar mucha marihuana

durante los días anteriores. Unos días anteriores saliendo a caminar por los senderos

encontramos una pequeña plantación de las cinco hojas, recogiendo algo nos

aprovisionamos lo suficiente para que quepa y se rebalse una lata de leche Nido grande. La

provisión nos dejó marihuana gratis, natural y a la mano.

Pronto todos los que estaban en el galpón se dirigieron haciendo una fila apuntando hacia

la ventana a la que tanto nos sorprendía. El hombre empieza a repartir Daime, ¿será la

dosis del día?, bebida a discreción, decidimos aprontamos también para recibir nuestra

ración.

A la segunda repartija, le dije a mi amigo, mirándolo a la cara, que su piel respiraba, como

una válvula o como si su cabeza fuera un corazón palpitando.

Sí, yo veo lo mismo, me dice. La primera sensación fue impresionante, la segunda,

visionaria. Al repartir el primer vaso, volvimos a pelar los pedazos de tronco de la

Ayahuasca. Raspando y raspando se logra sacar gran parte de la cáscara para encontrar la

fibra del tallo. Con el tiempo el tallo se convirtió de un naranja pálido, como lo puede ser

un pedazo de zapallo, a un naranja luminoso, que exclamaba salir al exterior. Con tesón

seguí raspando para ver tal preciado colorido. Cuando miré a mi amigo estaba también

haciendo lo mismo, sorprendido. Sus ojos abiertos, concentrados, y veloz con su mano,

había pelado ya varios de los pedazos de enredadera.

El Daime es una mezcla de la enredadera Ayahuasca con otra hoja recogida de la selva que

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nunca supe su nombre. Es una hoja del tamaño de la palma de una mano verde clara y de

la forma de la hoja del gomero.

Una frase de mi amigo resume la experiencia del viaje, “o nos vamos ya o nos quedamos a

vivir” dijo algo exaltado mientras se calzaba las zapatillas y salir casi corriendo hacia fuera

del galpón. Yo hice lo mismo, pero alguien me tomo del brazo. Era el hombre que repartía

los vasitos anaranjados. Me dijo un tajante “ustedes no se pueden ir”, en su portugués

cerrado pero lo había entendido

-Es que mi amigo me espera, le dije.

-¿Vocé vio?, preguntó con cara seria con los ojos desfigurados, yo viendo como su cara

“respiraba” como la de mi amigo.

-Si, si, atiné a contestar.

Algo sagrado hay en la frase “Vocé vio” y un resto también de unas vacaciones impensadas.

Lo sentí mientras caminaba por la selva mirando las hojas de las plantas iluminadas con un

azul cielo que se elevaban por sobre el tallo de la hoja. También veía un rayo de luz blanca

al lado del azul, era luz, o tal vez energía como una luz, quizá, no lo se. Las mochilas

estaban listas porque ya quedaba poco capital, la suficiente como para volver hasta Salta,

fue el cálculo que hicimos. Quedarse o partir.

La vuelta en la canoa hasta Boca do Acre fue exageradamente un bautismo alucinatorio. El

agua brillaba y se sentía intensamente en el cuerpo. Posar la mano en el río mientras la

canoa marchaba era un despertar de los sentidos. La visión de la naturaleza nos recibía

con exaltación y profunda emoción. No es un tormento, ni una bulla fantasmal, es el

despertar de una nueva forma de ver los elementos de la naturaleza. Alguien nos dijo que

se hacían grandes fogatas a la noche. Quizás perdimos la oportunidad de conocer al fuego

y a la noche con el Daime o quizá ya había sido suficiente. Volvimos a la argentina en un

largo viaje de regreso.

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CAPITULO V

La vuelta resuelta

Una noche caminando por Girardota reviso las posibilidades para el futuro. ¿Quedarse

en Colombia? ¿Volver a la Argentina? Las dudas son algo terrible en un indeciso promiscuo

y en un, todavía, adolescente tardío. No he vivido mucho en mis primeros veintidós años y

de repente, unos años más tarde, me encuentro quién sabe cuántos miles de kilómetros

fuera de mi casa, casi sin nada de plata, ilegal, en un país como Colombia, sin un presente

ni un futuro, ni la visión de una identidad ¿Es todo un sueño?

Lo cierto es que algunos aspectos en mi personalidad se han acomodado. Estoy mejor

que antes. Decido un lugar donde vivir. Todos los jueves nos juntamos a jugar al fútbol.

Tengo por estos días propuestas para progresar en un trabajo sencillo para una billetera

pobre, sobreviviente de la suerte.

Sin embargo parece una ilusión. Vivir tan lejos de la familia y ser siempre el argentino.

Un personaje casi imaginario que por la indecisión todavía no se delinea. Vivo entre girar-

dotenses muy especiales, solidarios, divertidos. Ahora mi familia.

La calle está oscura, vuelvo a mi casa, la casa de los Córdoba Tobón donde siempre

tienen un plato de arroz con algo de carne y el abrazo de Rosa. Las veredas de Girardota se

elevan en ángulos de sierra, se camina subiendo y bajando pequeñas lomadas. Pienso que

he dejado apenas empezada una carrera universitaria.

Siempre, o casi todos los días, me gusta ir a la biblioteca a leer, cualquier cosa pero leo,

allí ya me conocen. Quizá tengo ganas de volver y terminar la universidad o algo similar.

Retornar a mi casa a contarles cuanto me pasó. La existencia misma de tantos sucesos ten-

ía alguna razón.

A partir de allí una campaña entre todos mis primos logra juntar una pequeña canti-

dad de dinero que alcanza para pagar un transporte, no de lo mejor pero es la única solu-

ción pronta y segura. Volver a dedo es muy peligroso y también está el tema de la visa

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vencida. Mi pasaporte tiene un permiso para estar en Colombia por noventa días. He pa-

sado algunos meses de más. La única salida es presentarse en la policía de Medellín y con-

tarles la verdad.

Giradota está a unos cuarenta minutos de la capital del departamento, para allí voy

con toda mi documentación, bah, lo único que tengo es mi pasaporte, casi un cuaderno

infantil con tantos colores de los sellos de los países por donde he andado, Brasil, Perú,

Bolivia, Ecuador. Llego a un edificio grande y empiezo a preguntar dónde me tengo que

dirigir. Finalmente termino en migraciones. Por todos lados pasan policías de civil armados,

no es el mejor trabajo en un país tan difícil. Mientras camino tengo miedo de cómo me van

a tratar.

Les explico mi caso con toda la verdad, no hay muestras de intentar algo raro y tampo-

co tengo nada que ocultar. Me escuchan, hasta ríen. No se que están festejando. Varios

policías de civil con el arma en su cintura me miran. Uno de ellos me convida con torta de

cumpleaños, hasta río con ellos. Dicen que no me preocupe. Nada más tengo que firmar

un papel que explica que ellos me deportan (¡deportar! que palabra más impresionante) y

que en la aduana presente este papel y podré salir con toda facilidad. Punto y aparte. Final

para este problema, resta sacar el pasaje. Otro viaje importante viene en puerta.

El último paso es viajar a Bogotá, sacar un pasaje de colectivo en la línea Ormeño, una

línea que parte de Venezuela y atraviesa toda la ruta Panamericana. Una viaje de siete días

con sus noches. ¿Dan de comer? pregunto. Qué inocente.

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CAPITULO VI

Pimienta del Perú

Perú es un gran boquete en el traste. Las casualidades nos hacen llegar a este país cer-

ca del año 1998 cuando se desata la gran Tormenta del Niño.

Somos cuatro, Topo, Bumbula, Gñomo y yo, los cuatro que nos prometimos recorrer

Latinoamérica juntos y en Santa Marta olvidamos toda promesa separándonos.

Pueblos inundados, tormentas gigantes y desastres naturales azotan toda la zona norte

de Sudamérica. Estamos encallados en un motel, por la ciudad de Trujillo, tenemos que

caminar con las mochilas al hombro varios tramos de rutas cortadas y puentes caídos. El

objetivo es estar lo menos posible en el Perú. Viajamos desde Chile directamente a Lima,

la capital. Sin escalas.

Allí nos esperan estafadores, “arbolitos” y problemas estomacales.

Perú no es el paraíso. Sumado al terror del turista desvalido, la comida o el agua que

nos intoxica, vivimos con diarrea y ruidos horribles en el estómago. No almorzamos en

comedores cinco estrellas sino en puestos de la calle donde es muy barato.

Todos queríamos huir lo más rápido posible del caos, pero es imposible escapar. La

tormenta del Niño corta las rutas y las hace inaccesibles. Terminamos pasando unos días

en Trujillo, una de las ciudades más al norte cerca de la frontera con Ecuador. Allí me roban

los lentes oscuros para el sol y una gorra negra Texaco que tenía desde Río Cuarto. Fue

horrible, nada me dura más de una semana, ya no tengo plata y no hago nada en todo el

día. Hay tanta lluvia que la casa donde paramos se inunda un par de veces a la semana.

Salimos a la calle y todo, absolutamente todo, está lleno de agua podrida.

Subimos a Piura, la última ciudad al norte de Perú, donde el único recuerdo sugestivo

que tengo es un eclipse solar, la imagen junto con la experiencia de estar en una ciudad

sucia, muy sucia y de un calor infernal.

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Una mezcla de mal humor, desaliento y desinterés nos rodea. El exceso de marihuana

que fumamos por estos días completa un ánimo oscuro. El norte de Perú tiene cáñamo

barato y bueno. Comprar marihuana es como hacer un caldo, o comprar pan, demasiado

fácil.

Perú está mal.

El desorientado ambiente nos forja a innovar lo que nunca se haría en un viaje, confiar

en extraños.

A esta altura del viaje lo único que tenemos para calentar la comida es una hornalla

con un tanque, el más chico, de gas. De color rojizo, redondo. Pesa toneladas. Este arma-

toste lo llevaba mi abuelo en sus viajes de camping pero detrás del auto en un tráiler don-

de cabían cuatro camas, mesa para comer de madera y el toldo para una pequeña galería.

Todo un mono ambiente. A esta pequeña cocina yo tengo que llevarla en mi mochila. An-

teriormente en un aeropuerto nos pesan las mochilas, la mía pesa más de cuarenta kilos.

Dejar esa garrafa es un sueño para mí, quince kilos menos en mi mochila, pero no su-

cederá sino hasta que lleguemos a Ecuador, donde la cambiamos por un par de almuerzos.

En Perú todo funciona a medias. La decisión del grupo es subir lo más al norte posible.

En este país lo interesante, si es que hay algo, es el Cuzco, donde se transita por ruinas

incas, pero con Topito ya lo hicimos. Ahora estamos decididos a llegar más arriba todavía.

Llegamos al norte de Perú, a Piura y toda la zona de la costa del Pacífico nos recibe con

aguas cálidas del mar, mucha marihuana y un eclipse solar. Huir de este país es la mejor

opción aunque difícil con la tormenta del Niño siguiendo nuestros pasos. Los caminos

están casi todos arruinados por las inundaciones y cortados, por lo tanto los colectivos no

pasan puentes o cortes grandes. Lo que hay que hacer es bajarse con las mochilas, cruzar

el río o el asfalto cortado, y al llegar al otro lado hay otro colectivo esperando. Lo hacemos

varias veces.

Así era el viaje. Algunos días calamitosos, otros, una sordera. Parecía que en ese mo-

mento no teníamos rumbo. La idea sólo era la de viajar, llegar lo más lejos posible, pero en

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el proyecto final, en el objetivo, era ahí donde no coincidía con mis amigos. Ellos tres quer-

ían comprar un barco de río y viajar por el Amazonas. Nunca creí que hablaran tan en serio.

Día a día avanzábamos de a trancos cortos y por fin llegamos a Ecuador.

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CAPITULO VII

Arando el Ecuador

Ecuador fue el despertar del viaje y la frontera abierta a un mundo nuevo. No es fácil

conseguir un porro pero ya eso no es importante. Al llegar a Loja, una ciudad no tan gran-

de se respira otro aire. La gente es cálida, amable, me siento mejor. De alguna forma nos

enteramos de un valle cercano. El Valle de Vilcabamba. Un lugar donde se dice tiene aguas

curativas y estira la vida. El lugar es intenso, con senderos como caminos, una plaza con

pocos artesanos y la iglesia. Un río donde se ven algunas mujeres lavando ropa. Un ameri-

cano a caballo que nos saluda.

Paramos en un hospedaje. Parece un hospedaje. Es la casa de un hombre de bigotes

negros, amante de la pesca. Siempre está borracho, parece como si desde toda la eterni-

dad. Nos da lugar a cambio de tatuarle su animal preferido, la trucha. Tenemos una

herramienta que muchas veces funciona como moneda corriente, si no tenemos cómo

pagar, podemos trabajar a domicilio, la máquina la lleva el Gñomo en su mochila. Acarrea

las tinturas, el transformador de electricidad, el aparato propio de tatuar, las agujas. Todo

lo que se necesita. Guantes descartables y unas lenguas de madera usadas en medicina

para auscultar la boca, en ellas se mezclan las tinturas en cada sesión.

El trabajo se termina en una hora, al rato, ya tenemos la carpa en el patio trasero. La

casa es de usos múltiples. Al frente es un bar. Todas las noches se escucha buena música,

salsa colombiana y otras yerbas.

En el medio, entre el bar y nuestra carpa, la casa de nuestro anfitrión tiene mucha ma-

dera, dos pisos y un gran patio trasero. Allí, la carpa. Nuestra carpa.

También cargamos instrumentos de percusión como anexo a los tatuajes. Una lotería

de sorpresas las mochilas alpinas de estos cuatro argentinos.

A la noche siguiente de nuestra llegada, el bar está lleno. Confiados, sacamos el bom-

bo, los timbales, sapito, cencerro para marcar el ritmo, todo el artilugio murguero. Ningu-

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no de nosotros sabe tocar. Empezamos a hacer ruido. No música porque nunca practica-

mos, sólo sacamos los bombos para divertirnos. La primera vez que tocamos, al principio

de todo, en Río Cuarto, fue junto a una heladera portátil llena de cervezas Heineken. Si

tocamos bien fue porque, borrachos, teníamos los oídos atrofiados.

Esta vez hacemos un ruido espantoso, que se escucha, creo, kilómetros a la redonda.

Vilcabamba es una villa, muy tranquila con muy pocos autos, el silencio de la noche es

abrumador, no hay confiterías ni otros bares. Pero nuestro bigotudo amigo es algo así co-

mo la oveja negra del pueblo, el renegado, que nos dice, quieren tocar, a ver pues… y nos

deja, caos total.

Vilcabamba es la llave para Ecuador. En el bar de nuestro ya tatuado posadero conozco

otro amigo. Charlamos. Después de unos tragos de más nos invita a su casa con una frase

ha veces sorprendente, a veces creíble, a veces imposible. Si pasan por Cuenca, habla con

sinceridad, se quedan en mi casa, afirma. Anota en un papelito la calle y el número de telé-

fono, papelito que cuidé como oro en polvo.

Cuenca es una ciudad colosal. Es un paso importante, vamos a la dirección que nuestro

amigo nos dio, su casa. Nos aloja.

En esos días trabajo de carpintero, sólo por una semana, lijando y lijando muebles.

Llega el viernes. En el día de pago me compro un pasaje a la costa, donde mis amigos me

esperan. Compañeros de viaje al fin, los busco en Esmeralda, el Pacífico ecuatoriano. Es un

fin de semana largo y hay mucha fiesta. El pueblo se llama Huancayo. Paso una llamativa

Semana Santa junto a una divina, muy simpática, colombiana y mis cuatro amigos, perdi-

dos por las playas, la noche, los tambores y los licores. Huancayo es una fiesta.

En una de aquellas noches santas aparecen dos ecuatorianos de Loja, portan un arma.

Uno de ellos nos la muestra en esas giras alrededor de varias cabañitas-bares de la costa.

Mientras tomamos tragos exóticos dice que se quiere proteger, por eso lleva el metal cro-

mado en su cinto. Nos quedamos porque estamos riéndonos y el mar suena detrás mien-

tras caminamos por la playa. Terminamos escuchando a un grupo de negros coreando un

canto afrolatino, un candombe ecuatoriano. Juntos escuchamos, cantan en ronda. Uno de

ellos entona la historia de una despedida.

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Esa misma noche mi amigo se escapa con una desquiciada. Se la coge sin importarle

nada. Nuestros bártulos abandonados en la sombrilla de algún bar de la playa más alejado,

cerrado, abandonado. Me acuerdo de quedarme acostado en una silla de madera de la

playa al lado de mi amiga colombiana compañera de rumba. Después de tomar mucho ron

y licor, miramos las estrellas. Los chicos me llaman para avisarme que las mochilas están

sin cuidado ya que nunca paramos en ningún lugar concreto. Hay una sombrilla a la luz de

la luna y sin nadie alrededor más que la playa.

La última vez que pisé Ecuador fue por un día. Tomé un viaje relámpago desde Colom-

bia para renovar la visa por noventa días porque ya se vencía, fue una idea terrible. Ningún

viaje tuvo tanta creatividad para ser diferente. El objetivo era viajar en cualquier medio

hasta la frontera, cerca de Pasto, pero no llegar a ningún lugar en el Ecuador, simplemente

sellar el pasaporte y volver, también como sea, y como sea viajé.

Viajé a dedo en un camión repleto de naranjas, toneladas de fruta recién cosechada.

Es la lotería de viajar a dedo, más que una lotería el eventual salvador, camioneros amigos,

dueños de las rutas del mundo y necesariamente solitarios.

Yo estaba cerca de una estación de servicio. Un señor bajó de uno de sus viajes eter-

nos a comer algo, capaz que ir al baño, refrescar la cara y seguir viaje. Subí, me dijo, Ah, y

toma dos mil pesos colombianos para que comas algo y te llevo. Viajé en camiones que

transportaban materiales de construcción, cañerías gigantes, caños de gran tamaño. Ca-

miones que transportaban arena, cerveza o cereales, pero nunca uno lleno de naranjas, a

punto para hacer jugo. Tirado sobre una montaña de naranjas, como una, como otra, sobo

el jugo como cuando era chico, rompiendo el tallo, mordiendo la cascara, la piel del ombli-

go, apretándola fuerte con la mano para aprovechar todo el jugo. Una y otra vez, tirando

las naranjas a la ruta y a comenzar de nuevo.

Llegué a la frontera. Estoy en uno de los pueblos cerca de la línea política, no tengo

donde dormir y el viaje no progresa. Por lo pronto tengo que saber donde dormir esta no-

che para mañana seguir de viaje hasta la gran firma salvadora. Pero sin plata no es fácil

encontrar hostal o hospedajes. Camino sin prisa, a un ritmo constante y paso por un terre-

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no de la policía donde guardan los automóviles secuestrados. Es una pared alta, es seguro,

porque no hay mucha gente y no hay guardias. Los autos, algunos son tan viejos que los

años avejentaron la carrocería y el depósito los hace juntos parte del paisaje. Salto el muro,

decidido, rápido y seguro, hasta un pequeño coche, de los viejos Gordinis. Abro la puerta y

me acuesto en los asientos por adelante. Tengo que dormir, es lo que importa y hasta aho-

ra nadie se dio cuenta que estoy durmiendo en un auto abandonado. El depósito es gran-

de, descampado, a doscientos metros se encuentra una puerta que al parecer es la entra-

da a la comisaria de la zona. Problema resuelto, estoy durmiendo frente a la comisaría, el

lugar más seguro. Renuevo fuerzas para el día siguiente.

La firma del pasaporte también es difícil, lograr salir de Colombia fue fácil, pero la en-

trada tuvo algo irracional. Para la vuelta a mi querído pueblo de antioqueños, logro un

aventón nuevamente, un personaje colombiano, algo extraño dueño de una camioneta me

ve cerca del depósito de autos de la policía. En ese momento yo salgo de dormir de la co-

misaria. Ahí, me pregunta a dónde voy, a Medellín le contesto, me dice que me lleva a Pas-

to por lo menos, que es ya Colombia. Desde ahí podía tomar un bus o seguir viaje. Acepto.

Él va apurado y pasa con sólo mostrar el documento, no tiene que hacer ningún trámite.

Yo me bajo en la zona de trámites de frontera, en las oficinas de inmigraciones, donde

hay una gran cola. Alguien me mira, y me pregunta si quiero acelerar los trámites, él sabe

cómo hacerlo. ¿Tienes que firmar el pasaporte? me pregunta, sí,sí. Si quieres que sea más

rápido ven por aquí, me dice, sin saber que yo andaba sin plata, me hace pasar por una

puerta hasta la parte de atrás de las oficinas donde están los policías de migraciones aten-

diendo por unas ventanillas, yo estaba detrás ya de las ventanillas, al lado del hombre que

autorizaba la salida. Puso un sello sobre el pasaporte. Lo hizo rápido, ahora podía estar

noventa días más en Colombia, y tema resuelto. Ya sé que plata es lo que mueve la veloci-

dad, hay que empezar a repartir, saco del bolsillo lo único que tengo, los dos mil pesos

colombianos que me había regalado el hombre del camión de las naranjas para comer,

alcanza para un litro de leche. Le digo al organizador de colas aduaneras que es lo único

que tengo en el bolsillo y en la billetera, no me cree, si es que soy turista o qué, no le digo

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lo que al turista le pasó y me voy silbando bajito y pidiendo disculpas para evitar proble-

mas. Conseguir la firma fue fácil, barato y rápido. Tres meses más de gloria colombiana,

que gran país, bello y magnético, impresionista y tentador.

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CAPITULO VIII

Lo de Aquel cordobés herido y unos colombianos

Un chanta, vago, un desorganizado, de arrugas agrietadas. Se viste con una bata blanca,

almidonada con algodón de primera. Se bañó. No sé porque viene hacia nosotros. Lo bus-

camos para, Dios sabrá qué, pero ahí está el cordobés. Casado. Tiene una apariencia po-

bre. Capaz único, como todo cordobés, pero no por eso me sorprende. Lo conozco desde

que recorremos las calles de Medellín. Nos acercamos. Mientras, andamos por calle 43 y la

Setenta, del Barrio El Poblado.

Miguel, mi amigo de Bogotá, lleva su sombrero negro elegante como amuleto de la

suerte. Siempre un poco mal vestidos, zapatillas muy gastadas de tanto caminar, camisetas,

como dicen ellos, remeras, en Argentina, pantalones jeans y mochila, algo barbudo, algo

de pelo largo, algo cansado, pero siempre a pie, caminando.

Antes, donde dormíamos, era en el barrio de Sabaneta, cerca de la autopista, por la 43,

en una casa donde se entra por el garaje, esquivando la habitación de la abuela, dueña de

la casa, a la que nunca vi en mi vida. Estaba invadida por cinco o seis amigos, algunos son

primos, nietos todos de aquella misma abuela.

Miguel entra primero. Pasamos cerca de la puerta de la abuela, nunca miro hacia

adentro, probablemente para no ver cómo es. (quién sabe si ella existe). Vamos al segundo

piso, están todos los primos viendo en canal Caracol alguna novela, fumamos mucho, ve-

mos tele. De a rato bajamos, de nuevo, esquivando la pieza de la abuela. A la cocina ,a

comer algo tarde, hoy, no salimos a vender.

Vemos, a mitad de cuadra, un carrito, metal y soldadura, con la leyenda “Churrascos”,

color naranja, techito y como todo carrito de comida, con la sensación que se lo puede

llevar a todos lados como a un llavero. Atiende el cordobés, nos acercamos porque olemos

la carne asándose y el hambre prende una luz de aviso en el estomago.

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Estoy muy agraciado y contento de encontrarme por fin con un querido coterráneo

aunque fuera un total desastre, parecía que se estaba divirtiendo pero su cara se notaba

llena de tristeza.

Nosotros estábamos en unas de aquellas caminatas totalmente agotadoras por la ciu-

dad. No fue extraño, era parecido a mi tío, al que nunca le podía creer entre que se porta-

ba gracioso y sonaba, no trágico pero si triste. Terminamos durmiendo en el galpón del

cordobés.

Estamos mejor ahora, en lo del cordobés, los churrascos están a medio hacer. La carne

a la parrilla, sin grasa, el corte es perfecto, vende bien el cordobés. Quiero uno. Miguel

quiere uno, pero nos dan sopa.

Pasen dice él, como si fuera su oficina. Nos sentamos en una mesa de plástico, cerca

del carrito. Vamos directo a la sopa aunque mirando de reojo la carne a la parilla. Charla-

mos. Coincidimos en que somos argentinos pero hay algo más, cordobés, sos cordobés

como yo, le pregunto, se le nota la tonada. Sorprendido por ser algo repentino, casual,

encontrarlo, como buscando caracoles en la arena, casualmente un encuentro de dos cor-

dobeses en el medallo.

A su galpón se lo reconoce más fácil como un garaje para dos autos, es amplio, esta-

mos en una mesa de plástico, cerca de la vereda, más allá está el carrito donde la gente

pueda verlo. Cierto es que no pasa mucha gente, no es una avenida, sin embargo él parece

muy cómodo con su rincón argentino. La carne chirrea y la sopa se enfría, más bien comer.

Le preguntamos de qué parte es, Carlos Paz, dice. Me rebotan recuerdos fuertes, al

tiempo que se desliza en mi conciencia el olor a asado en el quincho del abuelo, los do-

mingos al mediodía. Tanto tiempo afuera del país hay frases que al volver a escucharlas

tienen más significado que lo que realmente quieren decir. Cada cual es un mundo como

así también las palabras. Al escuchar las mismas palabras aprendidas en mi infancia siento

una complicidad con él. Dijiste Carlos Paz, Ahá, cerca claro de Río Cuarto.

Ahí nomás, descansa un Chrysler color cian, sin polvo ni suciedad, se siente quietud allí.

Lo miramos sin pensar.

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Nos estaba ofreciendo algo de sus mágicas fortunas para rebuscárselas siendo extran-

jero y nos invitó como huéspedes de honor. Nos quedamos esperando después que vendió

manjares para la cena, la trasnoche.

De a poco iban llegando, Se juntan algunos amigos del barrio. Juegan a las cartas. Jun-

to al cordobés se sienta un hombre, panza redonda, cara redonda, barba, voz gruesa, de

palabras lentas, como pensando siempre lo que va a decir, serio, algo acompasado, y juga-

dor. El Gordo Rogelio.

Dos personas más. El cordobés nos da algunas órdenes, que mientras él juega, sirva-

mos la comida, las bebidas y estemos al tanto mientras ellos se divierten. Va al baño, se da

unos pases de coca. Toma la merca y le ofrece a Miguel, yo no quiero. Siguen jugando.

Entrada la noche todos se van después de comer, jugar a las cartas y tomar tragos, ron,

aguardiente y algo de vino.

Ya nos conocen, saben que dormimos donde la noche llame. La providencia vuelve de

las manos de aquel hombre callado que comparte las cartas con nuestro generoso amo de

llaves. Nos lleva a un rincón donde nos ofrece un pequeño trato. El vive en un departa-

mento por la 70, una calle de las que tienen luces todas las noches, podemos dormir ahí

sin pagar un alquiler fijo sino lo que podamos juntar.

Ya tenemos tres hogares. Esa noche dormimos en el Chrysler grandioso, de colección,

limpito, nuevo, los detalles de los autos de los ´60, varillas metalizadas sosteniendo el cue-

ro azul francia de los asientos, la radio de época y el volante de bordes blancos y bocina

metalizada. Cerca de las tres de la mañana el galpón ya está cerrado y nos metemos para

dormir en el auto. Miguel en el asiento de adelante y yo atrás.

Al día siguiente, muy temprano, saca a relucir unas arañas de metal, lámparas de pié y

otros artículos de hierro soldado.

El cordobés no alquila el galpón, se lo prestan. Cuenta que vende los hierros forjados

del suegro. El papá de su esposa tiene más plata que todos los artesanos de Medellín, el

galpón también es del suegro y se lo quiere vender, para sacar algunos pesos él, y nos

cuenta mientras desayunamos también que el galpón puede ser vendido, negocios, algo

de resaca de la merca que se tomó a la noche mezcla las ideas y hace que explique todo

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entreverado. Las arañas de hierro son ciertas, están ahí, en la mesa de plástico donde co-

menzamos a charlar y que ahora sirve de mostrador. Las arañas, como el cordobés y como

nosotros, somos resultado del rebusque y las necesidades.

Estuvimos bien menos de una semana, pocos días. Un amanecer, el cordobés no apa-

rece y se pierde el mediodía, no trae la carne. No abre, no tiene con qué, no va trabajar

ese día, la noche anterior término la jornada. Cuando cerró, con la plata se fue a jugar, a

tomar merca y perder todo el dinero que había hecho en el día. Tanto él como nosotros

estábamos dando vueltas en círculos sin ir a ningún lado. No volvimos más. Estaba cansado

del cordobés mal parido. Había que empezar a trabajar, ir por los pueblos, vender artesan-

ías, en los colegios, en la calle. Juntarnos a pensar que se podía hacer. No tuvo que pasar

antes de conocer que las cosas pueden salir mal, tan mal como le iba al cordobés. Pero él

era un exagerado.

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CAPITULO IX

Noche de nieves

Varias noches después nos instalamos con algo de ropa, collares para vender, pinzas y

alambres, en el departamento del Gordo Rogelio. Se le nota en su cara algo de nobleza y

paciencia. Aunque su temple de seguridad se desmorona por adentro, parece siempre

estar triste o anhelando el amor. A la vez tiene un corazón cubierto por un niño interior

que lo delata.

En su departamento también conocemos a James cuando llega con otros amigos to-

talmente pasados, después de una gran fiesta. Es lunes. Tienen que bajar la merca que

toman todo el fin de semana. La plata abunda, el deseo se consume, los horarios son, in-

controlables y desconcertantes. James y su amigo, un hombre de bigotes rasos y oscuros,

nos miran de reojo, apenas nos conocen. Una vez que el Gordo Rogelio nos presenta está

todo bien. Saben que somos de confianza y no matamos ni a una mosca. James se va, tie-

ne voz ronca, no habla mucho con nosotros. Estamos bien sin embargo, cocinamos, nos

vamos a la habitación próxima para descansar. Nos llaman, a los dos, el amigo de James,

que apenas conozco, bigotes oscuros muy al estilo en Colombia del ranchero, siempre son-

riente, con una guitarra, nos ofrece coca de calidad, de color rosado, se desarma al contac-

to de los dedos. Pues bien, nuestro nuevo amigo se pone a tocar en la guitarra un vals,

Quince primaveras tienes que cumplir, quince flores nuevas que te harán feliz, y los labios

se le estiraban como queriendo besar hacia arriba, estirando su cuello, y una vida entera

por vivir... quince primaveras, no lo sé, cantamos, intento de cantar, después charla, mucha

charla, tanta charla que amanece. Jugamos al ajedrez. Salimos a caminar y buscar algo

para desayunar, empezar una caminata por las calles de Medellín, a vender artesanías. A la

tarde, nos quedamos cerca de la estación del subterráneo, Miguel sabe una que funciona

perfecto, pedir monedas porque nos falta para el pasaje. Juntamos cerca de veinte mil pe-

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sos colombianos que son más o menos quince pesos argentinos, compramos unos huevos,

jamón, algo para tomar y ya tenemos la cena, mañana se verá.

Dos o tres bares cerca del galpón del cordobés tienen buen trato con nosotros y a ve-

ces pasamos por ahí. Las noches de Girardota siempre son las mejores. Pueblo y amigos,

tragos, música y fiestas, de las inolvidables.

Argentina, mientras tanto, sufre a la “maldita policía” como la llaman los medios de

comunicación al terrible desbarajuste de las coimas policiales, a las balas perdidas que sin

embargo encuentran la muerte. Los casos se dan cuando el control de la miseria provoca

humillación. Policías que en lugar de ser despedidos son simplemente trasladados. La co-

rrupción de la policía bonaerense, se manifiesta desde un espejo en la película El Bonae-

rense, de Pablo Trapero. Refleja procedimientos oscuros en labores oficiales. Los diarios

muestran cómo estaban comprometidos algunos actores de las agencias de seguridad es-

tatales y la propia justicia. Es el caso del atentado a la AMIA. El jefe de la bonaerense, un

protegido político, lleva secretamente sus negociados hasta la tumba. Son los años donde

el periodismo atraviesa a la sociedad desde un cuarto lugar de poder. Se investigan y publi-

can secretos provocando alboroto y una corrida de gallinas. Las investigaciones periodísti-

cas de medios de comunicación como el diario Página12 y revistas como Noticias comien-

zan a develar negociados y otros embarres que hasta el momento no se conocen. Es la

época de la pizza con champagne menemista. Es asesinado el periodista José Luis Cabezas.

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CAPITULO X

Estables miradores

Los botines que me regalan los chicos del fútbol en Girardota dan el puntapié inicial en

el pueblo del Señor Caído. Están Melito y sus amigos, el Pelado, Jaime Arboleda, Missi Lo-

pez y los conocidos del bar donde siempre nos juntamos, el bar de Jaime Suarez.

Hacemos una colecta para recuperar el diente perdido de Miguel el chileno. Aconseja-

dos por las señoras del pueblo. Mujeres que siguen con admirable presencia las activida-

des de los tres visitantes, viajeros por iniciativa, vecinos por opción, una de ellas dona un

reloj de pulsera nuevo. Hagamos la colecta, dice uno de los dos Migueles mientras esta-

mos en el local del flaco, no sé cómo se llama, chico pálido y hablador incontenible. Es el

dueño del local de videojuegos. El flaco nos deja más baratas las horas que jugamos duran-

te la siesta.

La historia viene desde la navidad del ´99. Estamos en la casa de unos amigos que

hicimos y nos invitan a pasar esa fiesta con la familia de uno de ellos, después a bailar y

tomar tragos, dulce ron y aguardiente con vallenato y ritmo de salsa. Yo estoy bailando.

Hay gente en la casa y en la vereda, los autos ya no pasan. La estamos pasando bien. La

casa está ubicada en una de las partes altas del pueblo desde donde se ve gran parte del

Valle de Aburrá. La noche oscurece la lejanía. Surgen, sin querer unos gritos de bronca, el

ruido de una botella que se rompe es anterior a los gritos y ya estamos todos mirando a

Miguel, el chileno, que se está peleando. Ya perdió su diente, capaz que por aquel botella-

zo. Hay confusión. Al otro día, al no estar el diente en su lugar, algunas de las mujeres del

pueblo se enteran y nos regalan el reloj de pulsera para que hagamos la colecta, una rifa y

con la plata ubicar un postizo.

El pelado, que es amigo de Milito y de toda la banda de Jaime Suarez, está siempre

contando algo que causa gracia. Habla lento, pero cantado, siempre ironía de por medio.

Se divierte. Me regala unos botines Puma que sirven para el futbol de los miércoles.

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A las nueve en punto. La cancha es nuestra, el equipo rinde con el argentino arriba, al-

gunos goles llegan.

Unos días después, Suarez recibe la visita de un amigo y charlan un rato, me llaman.

Cerca de las siete de la tarde, Jaime sirve a su convidado más de tres medidas de aguar-

diente Antioqueño. Sabe que está trabajando en Estados Unidos. Tiene algunos bodego-

nes de buen precio y de cierto éxito comercial. A la cuarta medida de aguardiente me lla-

ma Jaime, yo estoy cerca de ahí. Le cuenta que estoy con ganas de volver a mi país, hay

poca conversación, pero luego saca varios billetes de cien mil pesos colombianos y me da

dos de aquellos preciados azules. Me compro un par de zapatillas y un pantalón, algo que

me hacía falta para mi trabajo. Ya tengo algunas horas de compromiso en el restaurant del

pueblo. Ahí comienza la incertidumbre de si seguir viajando, quedarme en el pueblo o vol-

ver a la Argentina. En la casa que alquilamos en Girardota todo había empezado de mara-

villas, hay chicas, a algunas las conocemos y a otras no, también susurros al oído y cosqui-

lleos en el estomago que se responden con sutil inocencia.

Al volver a la Argentina quedan sobre mis pies las experiencias del día a día de un viaje

tan intenso, que culmina con la visita a la iglesia del señor Caído de Girardota, señal de

milagros y esperanza. Contraseñas de una fe construida en el camino. La religión es la des-

cripción de la voluntad de la vida completa. No alcanza con la explicación de los hombres.

El hombre declara, decreta, un Dios demuestra otros caminos.

La libertad hace al hombre. No somos si no seres en libertad, todo lo demás se vuelve

burdo y sin sentido. Desde la sociedad el hombre construye comodidad, de vivir sin cono-

cer el camino de la verdadera trascendencia y se distrae en chicanas, un peso de carretilla,

de vivir para el placer extremo, hasta artificial. Negarse a la actividad física, desconectarse

del cuerpo. Así, es posible que cueste mucho cocinar y tender la ropa a la mañana.

Es lamentable explicar al mundo sin libertad. Existe una batalla contra lo individual. Se

crean actividades inútiles, es mejor comprar cultura que crear. Elogiamos lo momentáneo.

La actualidad supera lo real. Te gana en velocidad la moda y lo instantáneo. Cruzas total-

mente seguro la barrera de lo necesario.

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Veo de cerca a los humildes en el interior de Bolivia, Perú y veo su resignación. Sufrie-

ron la colonia, la conquista de un capitalismo avasallante y la incordia de una derecha

siempre asociada a los países poderosos.

Los diarios hablan de una violencia que es común, cotidiana, promovida por personas

cargadas de odio, alevosía. Trastornados. A través de los años, la guerrilla se transformó en

la mano armada de los narcos, hombres codeados con el poder, la mafia, la vida lujuriosa y

las drogas peligrosas. Sin embargo a pesar del peligro de vivir en constante vigilancia por

las fuerzas guerrilleras, la vida cotidiana de los colombianos sigue estando llena de amor y

entrega, poniendo por delante de todo lo demás la familia y la tradición.

Cada país y sus ciudadanos construyen una bandada de segregación entre los mismos

pueblos del continente. Lo que discrimina es el tortuoso modelo de capitalismo. Lleva a

marginar a muchos, concentrar mucho en muy pocos, sin satisfacer necesidades primarias

de la mayoría. El pueblo latinoamericano debe reconstruir su esencia de hermandad para

que esto no siga sucediendo.

Libertad y juventud siempre van de la mano, emigrar en busca de un futuro, o partir

tal vez, al encuentro de la libertad perdida, atesorada. Luego el tiempo estruja los años y la

valentía de realizar increíbles aventuras. Yo prematuramente sentí como se alcanzan algu-

nos sueños.

Hoy tengo ganas de volver. Compré el pasaje para Argentina.

Cuesta creer cuanto pasó hasta que el regreso me devolvió las ganas de planificar una

vida. Volví lúcido, sagaz y con necesidades creativas.

La naturaleza tiene verdades aún desconocidas para el hombre común y para el sabio.

Nunca se terminan de comprender los acontecimientos del mundo, incluso las grandes

tormentas o el estornudo. ¿Por qué no incorporamos la medicina tradicional y el avance de

las ciencias?

Es ésta, probablemente, la nueva búsqueda luego de tanto episodio extranjero, una

respuesta total y confirmadora de la continuidad de la vida. Es el punto de partida luego de

haber mermado el millaje en mis pies.

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No busco ningún título, me siento alejado de todo, tratando de pensar algo mientras

camino por la Plaza Roca, en la ciudad donde nací, dando vueltas interminables, sin ser lo

que era la famosa vuelta del perro, o sentado en un banco, mirando a la nada.

Ahora que tengo viejos treinta y seis años, una vez, en estas tardes que saben abrigar

caminatas que divagan, encuentro un trocito de papel escolar. Lo tapizo fielmente a lápiz,

con versos instantáneos, bañado de curiosas frases que lo engalanan. Qué importa si sobra

una coma o el acento es desacertado. Soy feliz al releerlo, y lo regalo, al instante, a un niño

que pasa con su pelota de fútbol, seguro yendo a su clásico barrial. Lo lee, y al segundo lo

tira al piso haciendo rebotar su pelota nuevamente. A la noche, en aquél conocido tugurio

que penosamente lo llaman Isidoro, se que unas minas siempre hay. Lo mismo que escribí

en el papel a la tarde se lo repito al oído incansablemente una por una a todas las chicas

que están en la barra o corretean por las mesas. La que me levanté, penosamente, es la

más boluda.

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CAPITULO XI

A lo mejor otro día

Cuatro noches pasó sin dormir. Las cejas se le notaban estiradas y nerviosas. A la quinta

noche, a la vuelta de su casa, discutía con el kiosquero porque no quería pagar los

cigarrillos. Los había pedido pero le parecía sensato que si no tenía plata que no se los

cobrasen. A veces el límite de la cordura y la locura rompe un hilo invisible. Entró en una

zona real de inconsciencia social donde todo lo que ella piensa es obvio y razonable pero

para nadie más lo es.

La fui a visitar ayer. Esta semana, ya en la clínica, se está recuperando. Me alegré, sonreí y

pensé en ella. – Dios- dije- el sufrimiento tiene tantas caras…-

Me acordé, caminando de vuelta a mi casa, de mis abuelos cuando en una época su rutina

estaba tan matemáticamente controlada que no había de extrañarse de encontrarlos en la

misma silla, en la misma mesa, viendo el mismo programa de televisión, todos los días de

la semana. En silencio y cumpliendo horarios estrictamente precisos de almuerzo,

merienda y cena.

Mi abuelo falleció al año de aquella época. La habían internado en un geriátrico con una

ventana grande que da a la calle. Nunca me animé a entrar desde que la vi, por aquella

ventana, en una silla, en una mesa y en un mutismo salvaje, con otros tres abuelos,

mirando televisión.

Me acosté temprano extrañado de tanta rareza espiritual, me sentía incomodo.

Sobresaltado, desperté atropellado por una pesadilla en la madrugada, pensé en la muerte

irremediable cercana pero difusa. ¿Cuánto tiempo iba a vivir? ¿Cuánto me iba a alcanzar

para hacer todo lo que tenía que hacer en esta vida? Unos minutos, tan sólo unos minutos

duró este pensamiento hasta que logré recuperarme de aquellas imágenes y volver a

acomodarme para el sueño.

Me levanté sin acordarme de nada, tomé unos mates con una cucharita de café, bien

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dulzón y salí para el trabajo.

Los satélites artificiales Stereo construidos por la Nasa partirán pronto en un cohete.

Cumplirán algunas orbitas alrededor de la Luna para luego ubicarse en puntos estratégicos

y observar el Sol. Están pensados para observar las tormentas solares. Estudios posteriores

podrán predecir y entender estas tormentas. Una de ellas fue la que ocasionó en Suecia

algunos problemas eléctricos y un apagón a más de cincuenta mil personas cerca de

Estocolmo. –Pucha- pensó Dalmiro Rosales- nosotros estamos tan al sur que ni las

tormentas solares nos llegan.-

Dalmiro mira las noticias mientras almuerza, es un viejito al que le tengo mucha simpatía.

Es tosco, con bigotes canosos y redondeados, abultados. Su piel es gruesa y arrugada. Vive

al frente de mi casa. Cuando toqué su puerta para pedirle unos hielos seguía concentrado

en la tele. Me invito a pasar. Fue hasta la heladera, lento, como es habitual, y puso algunos

hielitos en una bolsa. La siguiente noticia explicaba que dentro de diez o quince años se

podrá injertar genes de un hombre infértil extraídos de sus propias células y crear

espermatozoides que le permitirán tener hijos naturales. Salí de su casa abombado por las

noticias científicas del día. Un mensaje de mi novia llego por el celular –“Vení temprano” –

dice.

Salí ocho y media, a punto de perder el colectivo y con ganas de sentarme, sacar el boleto,

pensar en ella, en su suavidad con la que llevaba la vida, aunque no me amaba, yo lo sabía.

Lo dijo la tarde en la que nos acostamos por primera vez. ¿Qué te pasa?, no paraba de

repetirlo. Sabía que la duda la llenaba de incertidumbre en su entrega. Yo la amaba desde

la primera vez que la vi, en unas vacaciones por la Patagonia. Hacían dedo con una amiga,

Paren! Les dije a mis amigos. Andábamos en una renoleta palanca al lado del volante,

rozagante Renault 9 sin defectos y precisa, nos llevaba al parque Los Alerces en Esquel. Las

llevamos, a la noche bailamos, nos besamos. Tres años pasaron hasta que fuimos novios,

la parejita boluda. Que amor, carajo. Pensaba en qué iba a comer. En el beso de sus labios.

Transporte de un mundo de sensaciones dispares, desde la sensualidad, la dulzura y el

abrigo, hasta el erotismo incompleto del hombre que quiere siempre más.

Llegue temprano tal cual lo decía el mensaje del celular. Hablamos.

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-¿Estás enojado?- me preguntó sin previo aviso.

Había interpretado mi contestación de su mensaje del celular como una evasiva y

renegada respuesta. El “bueno” del “vení temprano” provocó una serie de confusiones de

sentido, equívocos conceptos y reacciones desvariadas.

Le explique que los mensajes del celular son sólo para enviar y recibir recados cortos,

siendo prácticos, rápidos e inmediatos. Pero luego de hablar un rato me sentí como un

sabio crítico de la tecnología y no quería empezar una noche romántica hablando de la

ciencia erudita en la modernidad. Me senté en el sillón frente a la televisión ofuscado y me

callé.

La noche es templada, oscura. La ventana, apenas abierta, deja entrar un aire perfecto,

oxigenado. Los días de verano tienen ese aire que se adhiere a los pulmones como con

volumen, denso, espeso y lleno de vida.

Callado y pensativo sentí una caricia. Un pequeño roce demostraba todo el amor del

mundo. El sueño de todo hombre y mujer, sentir que la vida es perfecta por la suave

sensación que produce estar tan cerca del otro que tocarse queda lejos. Llamaron a la

puerta.

Era el cadete, traía una bolsa de plástico que contenía un paquete de papel grisáceo.

-“La cena está servida”- creo que lo dijo en tono irónico.

Le comenté que temprano por la tarde pasé por la municipalidad y estaban casi todos los

parquímetros en infracción con un montón de autos estacionados. Seguro que los autos

son de los políticos, de quien iban a ser. Y seguro que Tránsito no iba poner ninguna multa.

Las motos de la policía de tránsito no pasan mucho por ahí, pero si se los ve, por todas las

otras calles, haciendo multas a otros autos. Es así de triste –dije entusiasmado y un poco

acelerado- …el creerse tener privilegios es aprovecharse de los accidentes de la

humanidad. Ella me mira callada y atenta. Dejé un espacio en silencio para no seguir con

un tema que no tiene tantas respuestas justas. Seguimos hablando. Pero estaba ahora

como ausente, pensativo, distraído.

Me acordé de mi amiga. Quizás sentía que iba a reventar como ella lo hizo. Pero estaría en

un orden más cabal que el resto del mundo. Fue una idea que paseo por mis pensamientos

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por unos segundos. Cuando ella me miró y preguntó algo ya todas estas ideas se habían

evaporado. A lo mejor así funcionan los sueños – pensé ya casi como un recuerdo- pero

cuando estamos despiertos reprimimos los pensamientos más complejos y vivimos un

mundo sin sueños ni fantasías.

Comimos postre.

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CAPITULO XII

La placita de las estatuas sin brazos

A la noche siguiente paseo por la Plaza Roca, mis pies se ven más grandes. Camino

cansino. Miro las veredas rojas, rayadas no muy grandes, levanto la mirada y veo donde

alguna vez en el centro había una calesita. Al tiempo, por bajo presupuesto, la

municipalidad recorta los gastos y desaparecen las ilusiones. Entonces, ya sin centro

infantil, nos sentamos en los bordes de aquella montura de cemento circular, donde

estaba asentada la calesita, a charlar sobre los años en que no somos ni niños ni grandes.

Ahora miro la plaza pensando en lo extraño que es que el tiempo decide muchas cosas

que yo no imaginaba. Al volver después de caminatas por lugares extraños, acentos dife-

rentes y roces extranjeros siento claramente que también soy extranjero en mi tierra, que

el nacer queda lejos de la actualidad, cuánto cambió la ciudad desde que nací.

Encuentro un papel en mis bolsillos. A la tarde había escrito algo, estaba sentado en la

plaza, y le regalo las notas que había hecho a un chico que andaba en la bici en la plaza,

era un flaquito que andaba en unas de esas bicis de chico, esas que tienen como una bisa-

gra en el medio del caño del cuadro y se doblan en dos, y tienen parrilla y te sentás dere-

cho, en esos asientos pesados, grandotes, con manoplas de plástico. Las que de chico las

tenés porque te enseñaron a andar con rueditas. Estaba sentado, a veces iba y venía dan-

do vueltas en la bici por la vereda de la plaza, se lo dí cuando me preguntó que escribía.

Por lo menos que se acuerde algo. Que se lo escriba a una chica, bah, tan chiquito, capaz

que no tenga novia, pero era para una mina en realidad. Hubiera quedado bien en una

tarjeta de flores. Así tan sólo, de esa forma, se leyó una y única vez, y dejó de serlo, como

todos los segundos, todos los instantes.

Miro lo que me espera de cara al futuro en un nogal ubicado cerca del río. Es uno de

los pocos árboles tan viejos de la ciudad. Alguna vez estuvo en el frente de una casa com-

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partiendo su historia, testigo del paso de los años de aquella familia. Ahora es más viejo,

capaz más sabio. Con el paso del tiempo la casa se derrumbó. Ahora hay un parque recrea-

tivo de la costa del Río Cuarto. Lo miro y no paro de hacerlo, lo observo y sigo estupefacto,

lo creo muy perfecto. Quiero copiarme de un maestro de prosa, deseo escribir.

Saco un pedazo de hoja que, por casualidad, existe en mi bolsillo, un lápiz negro mor-

dido, viejo como mis zapatos. Pienso que hay cosas tan puras, sublimes, que no hay formas

de alcanzarlas en vida. El movimiento de las hojas, el mismo nogal, tiene más verdades

que las que yo mismo recogí en toda mi vida, obviamente, tiene más de cien años. Otras

personas, otros escritores, ya lo descubrieron. Ahí mismo levanto la cabeza, después de

escribir un verbo mal conjugado, un sustantivo trillado, más repeticiones y muchos latigui-

llos, guardo el papel en el bolsillo, me voy silbando tranquilo.

Entiendo el significado de las palabras de los abuelos, cuando te dicen, quédate cerca,

no te alejes. Resulta hasta simple adivinar, como en una comedia griega, que son los capi-

tanes del gran barco de la familia.

A veces me acuerdo cuando me escapaba de los brazos de mi madre, entiendo por

qué uno a los abuelos les cree todo. Porque son los sabios profetas y memoria viva de sus

hijos, mis padres. Porque los domingos son de pastas caseras en su casa. Se acuerdan de

no dejar de decirte, siempre, que no te escapes, como decía el abuelo Everé, en el amplio

patio, lleno de árboles, insectos y plantas de la abuela.

Una vez en la pequeña cabañita que armamos con mi hermana cerca del limonero, al

lado de la higuera, me escondí tan bien que me salieron a buscar por el barrio.

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CAPITULO XIII

El cine de mi barrio

Era ya de noche. Hacia arriba las estrellas. El silencio retumba en las paredes de ladrillo

descubierto de las paredes del patio. En otras zonas el revoque y la humedad apenas man-

chan el resto de las paredes.

La noche despejada permite ver hasta las estrellas más escondidas. Estoy mirando el

cielo. En un instante entran luces azules, casi celestes, comienzan a invadir el blancuzco

gastado de las paredes. Luces que van y vienen. Siento la voz de mamá.

Mientras ella me llama, me enojo y salgo a la calle para ver quien irrumpe con ese tru-

co tan malvado. Abro la puerta que se comunica con el comedor en la cochera donde pude

abrir el portón.

Varios policías me miran de inmediato, mi mamá gira sobre sí sin comprender la ojea-

da enojada que le hago. Las cejas arrimadas, la cara de trompa y la frente arrugada.

Todos los días muy de noche salto de la cama y me asomo por la ventana para obser-

var aquel cielo negro con los puntitos blancos. No se lo cuento, por ahora, a nadie. Es par-

te tal vez de un sueño, de una ilusión, que todavía no comprendo en estos pequeños once

años. Hablaba a los cielos, mirando aquellas estrellas, las mismas de hoy, recién ahora a los

treinta y seis, me doy cuenta que me hablaba a mí mismo. Ahora lo entiendo. Soy la señal

de mi propia vida.

Conocí al Javi Foier cuando trabajaba para su radio vendiendo publicidad, mientras in-

tentaba hacer un proyecto. Es un productor algo mediocre de la televisión, filmó algunas

pocas películas que se hicieron o tuvieron poca fama. Le muestro el guión, lo lee. Empieza

así: “El oficial busca en su boca un resto de comida que lo incomoda. Podría ser un tic o

como si la expresión de asco fuera tan común en él que no tiene problema en hurgarse los

dientes mientras habla ¿Qué quiere? dice el policía ocupado en sus maniobras llenas de

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pasión. Vengo a denunciar un asesinato dispara Alesio fulminante. Hace calor. La siesta

está pesada cuando Alesio se decide ir a visitar a la Eugenia. Dice que de vez en cuando la

Eugenita le hace olvidar el matrimonio y se porta mal, como un niño hecho a las apuradas.

Le hace cositas que nadie sabe, que nunca contó ni a sus amigos. Esa siesta, cuando Alesio

tocó a la puerta ya algo le olía mal. Eugenia siempre estaba a esa hora. Se escondían de

todo el pueblo, aunque algunos estaban al tanto que podían tocarse, desvestirse y evapo-

rarse en besos escabrosos y agotadores.”

Lo quiero filmar, dice serio, fulminante. Ese soy yo, en el momento en que soy dueño

de mi sueño. Javier le quiere dar un toque diferente a la película. Me dice: “No sé ahora...

–Con una mirada apenas temerosa– pero que es seguro que se va a hacer”.

Sigo teniendo once, mientras miro las estrellas sin siquiera parpadear, hablo con el que

seré más adelante, todo un comechingón viajero, como me decía la nona. Me pregunto si

sé que hacer, si estoy seguro de tomar la decisión correcta. Miro el cielo y sin saber de la

gran película y las apreciaciones de Javier Foier, sueño con la bienvenida al hecho de em-

pezar a vivir con intensidad. Me ilusiono con lo que vendrá a partir de ahora, creo que la

emoción empieza a sentirse en el corazón y se extiende hacia todo el cuerpo.

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CAPITULO XIV

Sublimación (o poder)

¿Qué me pasa? –Se preguntan aquellos ciudadanos norteamericanos– Hice todo lo

que me dijeron que hiciera. Soy un buen cristiano. Trabajo duro para mantener a mi fami-

lia. Tengo un arma. Creo en los valores de este país y, sin embargo, mi vida se derrumba.

El diario esta mañana suena apocalíptico, hablando de la era infectada que estamos

transitando. Leo los clasificados. Como siempre, esperando que algo mejore en mi vida

consiguiendo una mejor entrada de dinero. Poeta para blog, decía en los clasificados de

ayer, injustamente dejados en el baño para leer en el inodoro. Compañía interesada en la

expansión de la era web 2.0. necesita persona que actualice web sobre poesía y mantenga

dicho sitio. Con las correspondientes cargas sociales pagan como ochocientos pesos por

mes. Medio día.

Parece que es mejor de lo que tengo ahora. Dos sueldos, uno por cubrir el turno noche

de fin de semana en el video club de la calle Sobremonte y otro por las pocas revistas que

vendo en las escuelas terciarias de marketing. Suena raro desde el primer momento en

que escuché las palabras en aquella proposición, pero sonaba menos raro, y más intere-

sante para mí, el dinero en los bolsillos de mi pantalón.

Me resulta difícil conseguir un taxi en las horas de la tarde cuando todos están apura-

dos, más vos y más que es igual que te apures porque ya estás llegando tarde. La casuali-

dad concede un beneficio extra, una leve ventaja por sobre los que no creen en el destino.

El movimiento en las calles es una combinación de circunstancias imprevisibles. El atarde-

cer, el momento más lúcido del día, invade la ciudad. Hago señales con las manos parado

sobre el cordón, voy a tener suerte si consigo un taxi.

Lo consigo. Hago movimientos lentos, abro la puerta y me siento, con calma. Doy la di-

rección al taxista y el coche arranca esquivando otros que están estacionados. Trato de ser

Page 67: El Tiempo es Ahora

67

amable, inteligente y cálido. Miro por la ventana perdido en pensamientos, callado. Llevo

flores.

Jimena, atestada de paquetes estira el brazo derecho muy cerca del cordón de la vere-

da, a la vez que grita ¡Taxi! cada vez que pasa uno que luego sigue de largo. El tiempo de

espera le molesta, se siente nerviosa. Finalmente un chirrido de ruedas la sobresalta. Es su

taxi. Abre la puerta y deja algunos paquetes en el asiento de atrás. Se hace lugar, un tanto

enojada. Le echa la culpa al taxista de cuánto se demora una en conseguir un coche a estas

horas de la tarde y ella tan apurada que está que no puede perder mucho tiempo; que se

apure, por favor, encima para comprar en el centro una tarda horas en hacer cola y qué

bueno, por fin, había terminado de hacer todo, huy y ahora que no encuentro la billetera

¿Dónde la habré puesto?

El taxista sin molestarse la escucha silencioso y de a ratos la espía por el espejo retro-

visor. Es linda, de pelo castaño, alta y de labios pequeños. Ella sigue buscando su billetera.

Mientras tanto, atardece en la ciudad y más allá, resurgen las primeras estrellas sobre

un fondo apenas oscuro, azulado. Por el poniente, sin embargo, el sol termina de ocultarse.

Una abundante variedad de colores aparece y en instantes se esfuma. Los últimos rayos

convergen desde aquella mitad del cielo en un espectáculo imperdible. Desde los rojos

hasta los naranjas, desde los violetas hasta los azules. Ellos proponen, iluminados, que el

hombre ya no es hombre y que renuncie a todo lo conocido por vivir este minuto como un

observador de la gracia del universo. Mientras, en la noche cercana, el destino se abre

paso a golpes.

El tráfico lento nos esconde de lo universal y no escapamos de los problemas más co-

tidianos. Un semáforo frente a los dos coches se pone en rojo haciendo que frenen obliga-

damente. Jimena, arqueándose para adelante, sigue revolviendo su bolso, un tanto nervio-

sa, preocupada. El chofer, de reojo y por el retrovisor, la mira con preocupación.

Yo viajo un tanto distraído pero me sobresalto. El taxi cruza la esquina velozmente, pa-

sa un semáforo en amarillo. En el siguiente la luz roja ordena detenerse. Frena. El auto

hace que me arquee hacia adelante. Un borracho cruza la calle con una botella en la mano

derecha muy cerca del auto. Los dos juntos, el chofer y yo, miramos detenidamente a

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68

través del parabrisas como en una pantalla de cinemascope. Levemente, con la botella,

rosa uno de los faroles delanteros del taxi y lo rompe. Sólo un leve roce seco, preciso y

fulminante se limitó, accidentalmente, a quebrar el plástico del faro delantero. El ruido

hace reaccionar al taxista quien empieza a insultar y se baja del auto. Bruscamente toma al

borracho del cuello y lo sigue insultando, esta vez, zamarreándolo. Mientras tanto, miro

desde el asiento de atrás.

Un empujón y la zamarreada bastaron para tirarlo al piso. Lo sigue al suelo, le palpa el

saco, los bolsillos. Me bajo, asombrado por la situación ¡Pará, loco! digo. El taxista buscan-

do en los bolsillos del saco le encuentra varias billeteras vacías y las arroja hacia un costa-

do ¡Borracho de mierda! grita el taxista ¿Vos no sabes quién es esta porquería?, afirma ¡Es

un chorro hijo de puta! Ya las billeteras hacían un montoncito en la vereda. Presto aten-

ción a una y la reconozco, es la de mi novia. La recoge ¿Es tuya? me dice el taxista mientras

lo sigue revisando ¡Borracho de mierda! y el borracho ahí, tirado, inconsciente. Un mo-

mento después subimos al auto y seguimos camino. Ambos vamos callados.

La noche acude a la ciudad como en tantos lugares más. El día y la noche, círculo per-

fecto de un ciclo completo. Termina y comienza. Hoy es lunes. No uno de los mejores días

de la semana. Una noche estrellada, acallada. Las luces en la ciudad. Hace calor.

No tardo mucho en llegar, me imagino a Jimena sin plata. Decido esperarla fuera de la

casa. Llega, la veo. Ella se baja del coche. Me acerco al auto y le pago al chofer. Está ner-

viosa, empieza a hablar; que la billetera la tenía en el bolso, que a lo mejor la perdí en el

súper, o me la robaron en el centro, no sé, me la olvidé, pero yo no soy de dejar las cosas

olvidadas, ¿ya pagaste? Bueno, vamos adentro. ¡Oh, Dios qué día!

Y entonces ya en la casa nos contemplamos en silencio tratando de reacomodar algu-

nos de los pensamientos. Ha sido un día duro. El trabajo y la rutina nos atestan de proble-

mas. Ninguno desea hablar. ¿Para qué? Que día de mierda tuve hoy, me robaron como a

una pelotuda dirá ella, y yo también Qué día de mierda, los bancos, es mitad de mes y es-

toy casi sin plata y para qué también, uno paga los impuestos, el alquiler y después no te

queda nada. ¡Huy Dios!, suspiro, qué día. Voy hacia la vereda, me siento en la puerta del

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69

frente, en el segundo escalón del pórtico y prendo un cigarrillo. Fumo una seca y miro el

cielo. Las estrellas me contemplan.

Al segundo siguiente, sin dar tregua a la visión, un taxi frena cerca de mí y me llama. Es

el taxi al que había subido por la tarde. Me dice que olvidé un ramo de flores en el asiento

de atrás. Me acerco y el taxista saca un arma, me apunta entre medio de los ojos ¡Para!

¿Sos loco vos? atino a decir. El taxista me pide la billetera, me dice que me está robando y

que odia a los borrachos que le sacan clientes y que no me haga el gil sino me mete bala.

Le hago caso, le entrego la billetera y el taxista huye rápidamente. Me quedo con el ramo

de flores en la mano izquierda. Lo tiro al piso, con bronca.

Con toda extrañeza me siento por fin solo en el mundo sin saber qué hacer. Empiezo a

pensar en los viajes.

La energía vuelve a rearmarse, siento que algo fluye como si respirara, desde mi cuer-

po hacia afuera y hacia adentro. Es la misma sensación que tenía muchas veces cuando

estuve en Colombia, como vientos huracanados internos, tal vez ángeles que nos sobrevo-

laban o la energía calórica de mis compañeros.

Siento embriones de miles de nuevos pensamientos que se tejen para entender cómo

voy a enfrentar en los siguientes circos, en nuevas funciones, los cinco, diez o más años

que vendrán. Advierto en mí la necesidad de volver a recordar nuevamente como cambia-

ba todas las opciones, me reiniciaba en una nueva actividad, nuevos trabajos, nuevas ruti-

nas y todo de nuevo otra vez.

Titubeo en seguir con ella. No quiero seguir más con esta historia, intenté todo lo po-

sible para que pudiéramos compartir nuestras vidas y todo fracasó. Me siento angustiado y

desanimado, estoy al borde de sentirme desesperado, casi ansioso, necesito recuperar,

una vez más luego de tantas pérdidas, algo que he perdido, o que nunca, tal vez he encon-

trado y lo sigo buscando en otras personas sin mirar hacia mi interior.

Hasta que un intento más me hace recobrar apenas algo de lo que creía perdido. Ella

comienza la frase sin saber lo que puede desencadenar. Le resulta imprescindible decir te

quiero pero para mí es como una reveladora imagen de la soledad.

Page 70: El Tiempo es Ahora

70

Es una confabulación del amor lo que produce una irrebatible confusión, sentirse

amado y a la vez solo.

Pero esta noche todo está perfecto salvo por mis ocurrencias de amante descontento.

Los momentos juntos que pasamos son cada vez más necesarios. Los dos, sin embargo,

entramos en una discusión.

Esto ya no tiene sentido.

Por?

Mientras más te quiero más solo me siento, esa es la verdad.

Este altercado no puede ser cierto. Se habla del amor, la libertad, la felicidad y la co-

munión que significa vivir en pareja. Y el único ser en el mundo que se siente mientras más

amado, más solo, está a punto de reventar. La voy a largar o ella se va antes, a lo mejor sin

siquiera darme una explicación.

Es la tardecita. Ella sale a comprar algo al súper, ya ni sé lo que hace falta en la casa.

Estoy terminando un laburito y estoy apurado, mañana o a más tardar el viernes tengo que

tener todo listo. Ahora que hay poco trabajo hay que aprovechar y a mí me gusta tenerlo

listo antes del viernes para no andar apurado después. Pero… ¿adónde va? porque tarda

tanto, si el súper queda cerca y no tiene que comprar casi nada.

Ella vuelve feliz pese a que como siempre yo la noto misteriosa. Deja las bolsas en la

mesa del comedor y las llaves en una mesita donde hay un cenicero. Es linda, rubia, el pelo

muy lacio y los labios más hermosos del mundo. Me sedujo el aroma que la rodea y me

hechizó desde el primer momento en que la tuve cerca.

Se fue para la cocina, saludó apenas y desapareció por una puerta. Hola, se escuchó,

pero nada más. Un hola seco sin ganas de que lo reconozcan.

Todo se esfumó.

La última vez que la vi la encontré bien, bella eternamente. Parece que se casó o se

puso de novia. Vuelvo para casa. Está un poco vacía ahora que se fue.

Sin embargo la atención que demanda el trabajo me metamorfosea en un embrión fi-

losófico. Al lado de un dibujo, escribo: “Yo soy esa baldosa que vigila la puerta de los edifi-

Page 71: El Tiempo es Ahora

71

cios. Sola, es nada, no hace nada. Pero si hay muchas al lado mío, formamos texturas,

construimos y podemos seguir hasta el infinito.”

Miro mi rostro en el espejo. Me siento viejo. Las arrugas… estas ojeras. Huellas que in-

criminan mientras me paso la mano por la cara tratando de estirarla para que se alise. Las

formas están bien, pero comienzan a decaer por el tiempo.

El domingo anduve por el supermercado y pasó una chica un poco más joven. Me pa-

rece que ella está muy buena.

Page 72: El Tiempo es Ahora

72

CAPITULO XV

Jarrón de aguas termales

Es una era que abre las canaletas para que circule la sangre cósmica. Desde chico oí la

llegada de la era de Acuario, pero nunca creí entender cuándo finalmente terminaban y

empezaban dichos períodos universales.

No se palpa en la nacional, cotidiana percepción de la vida real. Tampoco se percibe

que sea un advenimiento pronto o que no sé señor de lo que me está hablando. Creer en

la reencarnación nos hace el doble de tristes si es que renacemos como virus caóticos de

crueldad.

No sé si va a venir, si es que no estamos ya en ella. Hay una necesidad de llegar a una

conclusión sobre lo que está pasando. Quiero explotar. Pienso si es necesario calmar las

fieras de la soledad, o si no es sólo una noche de verano, o tal vez nada más que una tarde

de compañía lo que se necesita para resolver el mundo. Si para coger, es a lo que venimos

al final, o realmente hay otra cosa.

Pero el resultado de esta era y como vivo aquí, en ella, me preocupa más. Obsesivo,

reviso constantemente las causas de separaciones de las grandes bandas de rock. Me gus-

tan los cuatro de Liverpool. ¿Porqué los Beatles se separaron? Escucho constantemente su

último disco como banda, Let it Be, impresionado por cada tema, cada melodía, no puedo

entender cómo diablos he llegado hasta aquí. Cómo viví, cómo lo viví. Es una cuestión de

duda crónica, el momento único del universo es también mí único momento, soy parte del

universo ¿o es al revés?

Sigo leyendo en los diarios que estamos realmente en un momento de cambio. Si el

caos organizado en el cual vivimos día a día es la consecuencia de algún proceso, algo es-

taba cambiando. No lo creo de verdad.

Llegué a entenderlo por su opuesto, si yo soy, parte de un ensamble y consecuencia de

lo que pasa a mi alrededor.

Page 73: El Tiempo es Ahora

73

No es el ciclo universal, lo que me preocupa, sino lo que he hecho. Y cargo el disco de

nuevo. Suena Paul diciendo que la Virgen María vendrá hacia él, susurrando, déjalo ser.

Me preocupa por qué pierdo nuevamente este trabajo y por qué de nuevo, como tan-

tas veces más en mi vida, vuelvo a necesitar de un clasificado.

De tantas entrevistas que tuve en mi vida jamás me sentí más cerca a lo que estoy

buscando. Más que he estado trabajando desde abajo y quiero con ansias crecer en el ru-

bro.

Estoy cerca de ser elegido en un ámbito de buenas relaciones laborales y con continui-

dad. Hay una sola oportunidad. La pierdo.

Desgastado por la novedad penetro en lo más hondo de lo que me está pasando. Es

inútil, todavía suena Let it Be, la última parte. El piano suena como una arenga de paz, un

canto que revela la necesidad de un nuevo estribillo triunfal de la filosofía, y entiendo mi

preocupación.

Funciono como un imán, es exactamente una expresión hacia dos lados totalmente

opuestos y diferentes. Uno es los buenos pensamientos, que forman parte de mi vida, co-

mo una guía para relacionarme con los demás, en acción con el resto de la gente. Y desde

el otro lado se me empuja hacia el fracaso constante. Tendría que no existir el fracaso para

ser una teoría de toda la humanidad que encaje perfectamente y ordene la lógica de la

vida.

Creo que el mundo, y a la vez también mi persona, crecen proporcionalmente para la-

dos opuestos.

La historia de la humanidad lo corrobora, aparecen rasgos opuestos constantemente

en cada uno de nosotros. Nada más que las mismas fuerzas buscan la atracción y a veces

tienen una más éxito que la otra. Se repelen pero a la vez se atraen. Ya no es una seduc-

ción de sólo dos polos sino una extraña combinación de impulsos que buscan emerger en

las acciones cotidianas, y en las relaciones de las personas. Tengo que hacer algo, ya no

puedo vivir así.

Parece terminante la afirmación: Dejar de existir para renacer bautizado en un revolu-

cionario sin religión. Ahora a más de treinta años de mis primeros tres recorridos latinos

Page 74: El Tiempo es Ahora

74

tengo algo que decir. He pasado todo este tiempo tratando de entender porque crecía en

mí la necesidad de experimentar la aventura de viajar una y otra vez. Pensado esto, no solo

comprendí que la solución me forzaba a pensarlo para toda la humanidad, esa humanidad

que me enseña y aprendo de ella, en esa relación, y en la relación el yo con el todo, yo y lo

otro, el uno y el infinito. Pude entenderme, si bien formando parte de esa relación, tam-

bién como aprender a vivir, sino que entiendo también que es posible usarlo metódica-

mente. Creo entender y lo comprobé en el tiempo, cuando pude replicarlo, que el amor no

es sólo algo que se dice, sino el fundamento en la relación y la comunicación de los hom-

bres. Entender cómo funciona la química del amor para la vida es tan sencillo que no se

necesita manual. La comprensión, virtualmente, desencadena la mejor decisión en cada

momento.

Una teoría inexistente para estudiar. Si el experimento funcionara sería posible enton-

ces aplicarlo, darlo a conocer, no escribiéndolo nada más, conocer significa aplicar, des-

pués si se extiende puede llegar a ser un libro, una novela.

Son dos experimentos para demostrar la teoría y una Sospecha que consiste en nada

menos que la realidad de la idea del amor. El hombre actúa según necesidades pero nece-

sita encontrar un rumbo. El sentimiento de amor que el hombre puede sentir y expresar es

la condición para tener una excelente calidad de vida.

Y el encuentro con el amor tiene varios significados. Casi todos diría yo, o el que con-

diciona a todo lo demás. Entonces estos dos conceptos cruzados podían entenderse uni-

dos para formar una nueva idea. Llegado el momento si se comprueba lo pondré en prácti-

ca para remediar el mal momento por el cual estoy pasando.

La reacción hacia los demás, mis propias reacciones y sentimientos también forman

parte de un todo cuando hablamos de relaciones sociales. El vivir plenamente tiene que

ver con el sentirse bien y generar a través de las expresiones, las sensaciones y el sentido

una forma de entender las relaciones sociales y a través de ellas cómo nos comportamos.

Debo entender qué camino toma la sociedad con las personas que la incluyen. En

términos generales hacia dónde se va como sociedad, entender que los caminos que nos

unen no son sólo los cívicos, y familiares. También hay uniones de afectos y emociones.

Page 75: El Tiempo es Ahora

75

Y descubro que sometiéndome a un experimento puedo orientar mi propia teoría.

Dos ensayos básicos la pondrán a prueba. Uno consiste en evaluar el porcentaje de

pensamientos positivos y negativos y el reflejo en sus acciones y el otro más concreto en

cuanto a la acción. Pone a prueba a diez personas con una misión a cumplir. Registrando

los resultados.

Las reúno en una casa vieja, aunque no arruinada.

A medida que van llegando mis enrolados, pasan a sentarse en unas sillas que acomo-

damos en el patio cubierto que tiene el salón de experimentos múltiples y nos ponemos a

realizar el experimento. La fase primera está compuesta por reclutas de sus propias con-

ciencias. Deben acceder a preguntas sobre las acciones de su día a día. Están en una sesión

de análisis. Tomo nota de los hechos que fueron parte importante de sus vidas el día de

hoy, tratando de hacer preguntas para descubrir qué es lo que mueve las acciones que se

refieren a los sentimientos. En qué momento se realizaron y cómo fueron, en el relato de

cada uno de ellos, resolviendo las situaciones. El relato y su análisis me permiten acercar-

me a aquellos momentos, tenerlos en la memoria, presente, cuando tengo que resolver

mis situaciones afectivas. La conexión tiene sentido cuando hay una coincidencia de los

hechos que estoy analizando y los que me suceden a mí. Hay algo en común, algo que los

conecta y los señala como coincidentes. Siempre hay una señal. El recordar hechos positi-

vos y que fueron resueltos me permite resolver problemas actuales, y pasados que aún no

tengo resueltos. Esto está funcionando. Los diez espíritus valederos de sus sabias acciones

sabrán y me transmitirán una especie de fuerza que yo tomaré para seguir ese camino. Las

buenas acciones reaccionan en cadena. Voy creando así el camino para volver a estar

enamorado. Una vez perdí esa sensación. Pero ahora sé que la voy a poder recuperar

siempre recurriendo a mis recuerdos. Siempre voy a tener los recuerdos más hermosos del

mundo. Como el de un día en la plaza de los de Girardota con sus hermosas mujeres y yo

con 24 años apenas cumplidos. Creía vivir en el lugar perfecto. A los pocos meses decidí

volver a la Argentina.

Desde ese momento hasta ahora no he podido entender cómo funciona para mí la vi-

da perfecta. Con el caos y la vaguedad no hay un rumbo fijo. No tengo preguntas sobre el

Page 76: El Tiempo es Ahora

76

cielo o el infierno ni del más allá. Quiero averiguar cómo diablos he llegado hasta acá. El

camino que voy a tomar empieza a tener sentido. Pongo en marcha el segundo experi-

mento. Este consiste, al finalizar lo que primero fue tomar nota de lo que les sucedió ese

día uno por uno y haber grabado las conversaciones, en entregarles a cada participante

una bolsa de comida de primera necesidad que deben resolver como entregarlo a una per-

sona que lo necesite y volver a contar la experiencia. Esas experiencias que luego escu-

charé tomaran sentido estudiando, comparando, analizando los resultados de ellas.

Paso una mañana y una tarde con la emoción de haber advertido que todo va más que

bien. Varios hechos me dan la certeza de que no todos, pero algunos, han tenido en el día

una serie de coincidencias que les permitirán realizar algo que están queriendo. Uno de los

últimos entrevistados me cuenta que es seguidor de Silo, que lo había visitado en Punta de

Vacas, Mendoza, y que es el fundador del Humanismo, que sus recomendaciones están en

el libro “El mensaje de Silo” y me lo regala.

Sé que algunos, mientras pienso en las charlas de esta mañana meticulosamente regis-

tradas, resuelven sus acontecimientos convirtiendo reacciones y sensaciones negativas,

como por ejemplo el egoísmo, el altruismo, el egocentrismo o todos los relacionados en

reacciones y sensaciones positivas. Es decir, cuando sienten estas cosas en algún momento

del día, resuelven dicha situación tratando de expresar lo contrario, reaccionando con fir-

meza en amor, entrega, de alguna manera, una forma sabia de continuar. Esto les permite

resolver dichas situaciones de la mejor manera mientras continúan en otros escenarios el

resto del día.

Al parecer los ensayos están dando resultados. Mientras pienso en aquellas conclusio-

nes tengo una fuerte discusión con mi novia en mi casa. Estoy peleando en una agarrada

acalorada, en el inicio del noviazgo, por la relación que yo tengo con su familia, cuando me

doy cuenta que nada más nos decimos lo que nos molesta del otro y de lo pesado que son

como suegros tus padres. Ella dice que yo no entiendo como son ellos y que al fin y al cabo

son sus padres. Pienso en una de las historias que escuché a la mañana. Una de las perso-

nas confesaba que todo lo que había hecho en el día le fascinaba, lo había hecho con total

Page 77: El Tiempo es Ahora

77

libertad y franqueza y había permitido que todos los demás que la rodeaban se sintieran

de la misma forma.

Me ajusto mentalmente como la persona que conocí esta misma mañana y así puedo

resolver la discusión que tengo con mi novia. Los dos quedamos conformes luego de bajar

los decibeles y pedirnos mutuas e instantáneas disculpas.

Ahí me doy cuenta cómo pueden cambiar las cosas. Estoy cómodo cómo me siento,

me absorbe una ola de emoción y mis ojos sollozan. Miro hacia el piso de casualidad don-

de quedó el diario del domingo, uno de los títulos de la sección de deportes claramente

acompaña la situación. Dice: “Todos tienen algún motivo”.

No sólo me acuerdo de dónde venía la discusión sino que encuentro la posibilidad de

entender todo lo que he reflexionado hasta el momento.

Meditando en esta posibilidad trato de mejorar la situación y al momento invito a mi

novia a festejar el fin del desencuentro. Podemos permitirnos tomar una cerveza en el bar

donde siempre festejamos y resolver las migajas de calenturas que hayan quedado. Al

mismo tiempo me doy cuenta del terrible arranque de locura, del inmenso desvarío de los

experimentos. A pesar de las experiencias en mi vida, esto había llegado a extraños límites

del comportamiento. Estaba más confuso que nunca, desorientado. Sin embargo con una

forma que los experimentos develaron sobre la complejidad del amor. Lo difícil que se

hace comprender cualquier cosa si no se ama. Y lo contrario, amar permite percibir todo lo

que nos rodea, desde el universo, el caer de una gota de agua hasta el sentir de una mira-

da a los ojos.

Page 78: El Tiempo es Ahora

78

CAPITULO XVI

Y al final no era nada.

Hay un camino que irremediablemente sigue su curso, siempre el tiempo mirando

hacia el frente. El valor de la cargada, las tortas secas del bar La Poesía, el sol gira, sale y se

esconde. El cielo sigue siendo cielo. Se ve tan celeste el cielo hoy desde mi ventana que el

marco blanco, parece más blanco. El resultado es una clara combinación lúcida estética de

colores, el blanco marco de madera contra la claridad del cielo celeste puro, el jazmín que

asoma de la gran maceta, las curvas de las hojas y el verde de su cuerpo. Qué bueno tener

marcos de madera. La luz del cielo celeste se pierde en el horizonte en gamas de azules y

morados.

Todo deja de existir. Encontrar la muerte es comprender la vida, a veces hasta como un

descanso de la constante búsqueda del deseo, del ser querido, y dejar de pensar, la muer-

te nos da paso a una eternidad donde se ama para siempre, ya no se piensa. Amar y ser

amado para siempre, ya no se busca.

Nada cambió en el tiempo que estoy sentado acá en la ventana mirando el cielo de la

tarde. Todos los resultados a los que había llegado entran en la misma discusión primaria,

tal vez si no existieran, nada cambiaría, llegar a ellos es lo mismo que nunca haber llegado.

Sentí un zumbido en mi cuerpo, estaba pensando más en entender que no había fracasado

ni mucho menos, estaba a punto de convencerme de la sencillez del asunto, el descubrir

todo lo que había logrado era tan natural como el hecho de nunca haber logrado nada.

Sentí un zumbido en el cuerpo lo más parecido a un escalofrío, pero no fue por un cambio

del clima sino por una sensación al terminar esa reflexión.

Siento el vacío. Pienso que tengo hambre, mi estomago disponible para entrarle a una

merienda de café con leche y un pebete tostado de jamón y queso con manteca. No en-

tendí hacia donde iba, pero en ese momento me di cuenta que lo que quería era volver a

encontrar el amor, como algo que había perdido sin darme cuenta. Nunca conté a nadie lo

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que sentí a mis quince años en mi sueño de haber conocido el secreto del ciruelo. A lo

mejor por tener miedo a parecer un soñador que vive de mentiras, algunos pocos entien-

den, esto lo descubrí en los años de mi vida, que entre esas mentiras existen algunas ver-

dades. No me animé a contarle a nadie que un viejo ciruelo veía el alma de las personas y

que a mí, muy de chico, me lo había contado. Tuve que descubrir la existencia de aquel

secreto. Conocer el alma de las personas era entregar amor. Lo que se conoce como amor

funciona como ojos invisibles para mirar precisamente el alma, imperceptible de otra for-

ma, de las personas. Tuve otro suspiro profundo, un aire que te llena los pulmones, muy

fresco, que empieza en la panza y termina perdiéndose hacia la cabeza. Desde hoy, van a

cambiar los días que vendrán y los que ya pasaron. Renuncio a todo para entender el cuer-

po de las cosas, el vacío no tiene que ser llenado. Sirve para percibir el cuerpo de lo que

me rodea, poder escuchar, sentir las cosas. Casi como definición así entiendo el amor. Sen-

tirlo, aceptarlo para comprenderlo, escuchar el latido de las cosas y el ritmo, escuchar el

ritmo, que se repite una y otra vez. Y ese sonido, que te envuelve, se escucha, se entiende,

se integra, ése, es el sonido del amor.

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80

El tiempo es ahora .................................................................................................................. 1

Introducción ............................................................................................................................ 3

CAPÍTULO 0 el memorioso ...................................................................................................... 7

CAPÍTULO I La fantástica ciudad de Medellín ....................................................................... 10

CAPITULO II Dos vidas, un compañero ................................................................................. 18

CAPITULO III Las estaciones de servicio ................................................................................ 31

CAPITULO IV Viaje al Ayahuasca ........................................................................................... 34

CAPITULO V La vuelta resuelta ............................................................................................. 38

CAPITULO VI Pimienta del Perú ............................................................................................ 40

CAPITULO VII Arando el Ecuador .......................................................................................... 43

CAPITULO VIII Lo de Aquel cordobés herido y unos colombianos ....................................... 48

CAPITULO IX Noche de nieves .............................................................................................. 52

CAPITULO X Estables miradores............................................................................................ 54

CAPITULO XI A lo mejor otro día........................................................................................... 58

CAPITULO XII La placita de las estatuas sin brazos ............................................................... 62

CAPITULO XIII El cine de mi barrio ........................................................................................ 64

CAPITULO XIV Sublimación (o poder) ................................................................................... 66

CAPITULO XV Jarrón de aguas termales ............................................................................... 72

CAPITULO XVI Y al final no era nada. .................................................................................... 78