El secreto blanca miosi

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Nicholas Blohm, un escritorfrustrado, encuentra cierto día en elparque un extraño personaje: uncomprador-vendedor al peso delibros usados. El hombrecilloreconoce a Blohm por haber leídode él un par de libros, y decideregalarle un manuscrito que extraede la colección que guarda en unaenorme bolsa negra de plástico.

El escritor empieza a leerlo yadvierte que se trata de unmanuscrito especial. Cuando locierra desaparece la historia, esdecir, todo lo que en él había

escrito. Se desespera, pues suintención es apropiarse de la novela,y en medio de su ansiedad porencontrar respuestas decide buscaren Internet. Encuentra que lospersonajes que figuraban en elmanuscrito sí existen, y que estáocurriendo justo lo que este decíaque iba a ocurrir.

Para encontrar a los personajes desu novela viaja a Roma, y de prontose ve involucrado en la trama. A lolargo de la novela junto al personajeprincipal debe descubrir el secretodejado por el conde Claudio Contini-Massera a su sobrino. Un secreto

que, de llegar a revelarse,representa una gran fortuna, en unabúsqueda que apela a la inteligenciade ambos: sobrino y escritor, y quelos lleva a bibliotecas encadenadas,a las catacumbas de Armenia y a laisla de Capri.

La historia transcurre en catorcetrepidantes días.

Blanca Miosi

El secretoEl manuscrito - 1

ePub r1.0Kars 04.09.14

Título original: El secretoBlanca Miosi, 2012

Editor digital: KarsePub base r1.1

Prefacio

Anacapri, Isla de Capri, Italia,

«Cuando el monje extendió lasmanos ofreciéndole el cofre, seencontraba al borde del acantilado. Porun momento tuvo miedo de que fuese unatrampa. Antes de entregárselo lo retuvoun instante como arrepintiéndose.Temblaba tanto que pudo sentir susmovimientos convulsivos. Luego elmonje hizo un ademán brusco, soltó elcofre y se lanzó al vacío. No se escuchóni un grito. Instantes después, solo unsonido seco acompañado de un crujido

atenuado por la distancia. Horrorizado,se asomó al precipicio y pese a que yaestaba oscuro pudo distinguir un bultoinforme sobre la roca plateada. Leinvadió un profundo sentimiento depiedad, una mezcla de compasión, penainfinita y agradecimiento. Tenía en susmanos lo que había ido a buscar, sintió através del grueso tejido de la mochilalos listones de metal en la madera. Diola vuelta y se alejó del lugar con largaszancadas: el mal estaba hecho y ya nohabía remedio. Sintió el viento fríocomo un latigazo en la cara y supo queestaba húmeda a pesar de que aún nohabía empezado a llover. Reprimió el

sollozo y caminó con prontitud el largotrecho de regreso que lo llevaría a lapiazza, cobijando el bulto bajo suchaqueta de cuero. Miró los signosfosforescentes de su reloj: tenía eltiempo justo para llegar al muelle yabordar el último ferry».

Muy a su pesar, Nicholas dejó deleer, giró hacia el hombrecillo y vio ellugar vacío. Estuvo tan absorto que nose percató de que se había ido. Dosarrugas cruzaron su frente y luego setransformaron en profundas hendidurasentre las cejas. Hizo memoria y recordó

paso a paso lo sucedido desdetemprano.

Nicholas Blohm

Nueva Jersey, Estados Unidos

Noviembre 10, 1999

Esa mañana, como tantas otras, apenasabrió los ojos Nicholas miró alrededorbuscando inspiración. Una malditabuena idea era lo que necesitaba y no sele ocurría nada. Se incorporó de la camay fue directo al ordenador. Claro quetenía ideas, y muchas; pero no como lasque se requerían para hacer una novelaque lo llevase a la cima. Un par de

novelas sin pena ni gloria era todo loque había logrado desde la primera vezque pensó que iba a morir de felicidadcuando en una editorial le dijeron: «nosinteresa su novela, queremospublicarla». ¡Dios! Lo hubiera hechogratis, pero se dio con la sorpresa derecibir un adelanto que considerósimbólico, pero una paga al fin… einesperada. Vio la pantalla y sombreó loescrito la noche anterior. Inaceptable.Pulsó «Enter» y la hoja volvió a quedaren blanco.

Tres años desde aquella primera

vez, y seguía sin suceder nada, no habíacambiado al mundo. Era uno más delmontón. Y lo peor de todo era que teníavarias novelas inéditas que antes lehabían parecido fabulosas, pero despuésde leer el último best seller de CharlieGreen, pensó que cada vez estaba máslejos de su sueño. El ambiente de lacasa lo asfixiaba. Se puso una chaquetade cuero sobre la camiseta y salió.Caminó sin rumbo fijo y como si suspiernas estuvieran acostumbradas ahacer siempre el mismo recorrido, fue adar a su banco del Prospect Park. Se fijócon fastidio en el individuo sentado alotro extremo y lo consideró una invasión

a su territorio. El pequeño hombre lesonrió como si lo conociera. Aquellomultiplicó su contrariedad. No teníaánimos para ser amable ni para escuchara nadie y al parecer el hombre deseababuscarle conversación. No se equivocó.

—¿Viene siempre por aquí?—Es mi ruta —respondió cortante,

sin corresponder a la sonrisa queasomaba a la cara cuarteada del sujeto.Tenía una voz que no concordaba con supersona.

—¿Hacia dónde?—¿Hacia dónde qué?—Usted dijo que era su ruta.—¡Ah!, hacia ninguna parte.

—Comprendo.Nicholas dejó de observar los

árboles de enfrente y lo miró de reojo.¿Comprendo? ¿Qué podríacomprender?, pensó con mal humor. Lemolestaba la gente que pensaba que selas sabía todas. Como los escritores delos manuales de comportamiento o decrecimiento personal. Parecían tener larespuesta para todo. Papanatas. Abrió laboca y la volvió a cerrar. Sería mejor noseguir hablando, tal vez el tipo se fueray lo dejase en paz.

El hombrecillo continuó sentado.Abrió una gran bolsa plástica de colornegro de las que se usan para la basura y

hurgó en su interior. Extrajo unmanuscrito de tapas negras, anillado enun peculiar color verde plateado y lopuso en el banco, en el espacio quequedaba libre entre Nicholas y él.

—¿Sabe qué es esto? —preguntóponiendo la mano en la tapa.

—No.—Debería saberlo. ¿No es usted un

escritor?Nicholas se sentó de lado dándole

cara. El hombre había acaparado suatención.

—¿Cómo lo sabe?—Lo reconocí. Tengo su segundo

libro, vi su foto en la solapa. Buscando

el camino a la colina; es una buenanovela, pero le falta garra. También heleído algunos de sus artículos en el NewYork Times.

—Ya no trabajo allí.El individuo hizo un gesto de

impotencia, se alzó de hombros y miróal frente, a los árboles que parecíandanzar con el viento.

—De modo que usted tambiénescribe —dijo Nicholas, dando unamirada a la tapa del manuscrito.

—No. No sería capaz. Yo leo. Y meconsidero un buen lector.

—¿Y el manuscrito?—No es mío. Lo encontré junto con

unos libros en una caja que recogí haceunos días. Me dedico a la venta delibros usados.

—¿También vende manuscritos?—Es la primera vez que me llega

uno. La caja pertenecía a un escritor quefalleció hace dos meses. Según su viuda,nunca había publicado. Ella necesitabaespacio en la casa y quiso deshacerse detodos los libros; al parecer decidióincluir el manuscrito. Yo compro alpeso.

—¿Se refiere a que compra librospor kilo? —preguntó Nicholas, con unasonrisa de incredulidad.

—Sí. Tal vez ella pensó que más

papel añadiría peso.—Usted ya lo leyó, supongo.—Así es. ¿Quiere echarle un

vistazo?

Nicholas miró con desconfianza elmanuscrito. Lo tomó, no parecía ser muygrueso, corrió las hojas con el pulgarizquierdo y luego abrió la primerapágina: «Sin título» decía en el centro.No era nada raro. A él siempre se leocurrían los títulos al final. Pasó a lasiguiente página y leyó el prefacio.

Dejó de leer muy a su pesar, se giróhacia el hombrecillo y vio el lugar

vacío. Había estado tan absorto en lalectura que no se percató de que sehabía ido. Dos arrugas cruzaron sufrente que muy pronto se transformaronen profundas hendiduras entre las cejas.Acostumbrado como estaba a divagar,se preguntó si de veras lo había visto.No le quedaba la menor duda: tenía elmanuscrito en las manos. Lo queacababa de leer le había gustado. Teníalos ingredientes necesarios paradespertar la curiosidad desde el inicio.Sintió envidia de que fuera otro el de laidea. Dio una mirada más alrededor;pero solo vio los árboles meciéndosecon levedad mientras dejaban caer las

últimas hojas de otoño en una mañanacalmada, sin los acostumbradosventarrones que barrían el sueloformando remolinos dorados. Dejó elbanco y, con el manuscrito bajo elbrazo, regresó a casa. Apenas llegó serepantigó en su viejo sillón paraproseguir con la lectura. Después delprefacio seguía:

Capítulo 1

Nueva York, Estados Unidos

Noviembre 9, 1999

Es difícil para una persona como yoreconocer que ha llegado a un punto ensu vida en el cual debe trabajar parapoder vivir. Los días en los cualesgiraba cheques sin preocuparme cuántoera mi saldo empezaban a parecerme unpasado inexistente; un sueño que labruma de los días oscuros de inviernoacentuaba y me hacía ver el mundo cada

vez más huraño mientras aprendía apercibir las facciones de la gente.

Porque cuando se es rico se suelepasar la vista por encima, y no porqueseamos insensibles a los sufrimientosajenos, es por simple indolencia. Noimporta si el interlocutor es viejo, o esjoven, si tiene cara de tristeza o arrugasen la frente. Jamás me detuve apreguntarle a alguien si su ánimo estababajo, o si le dolía haber perdido a sumadre. Me acostumbré a tratar a laservidumbre como si ellos fuesen robotssin alma, y supongo que recibí el mismo

trato, pero nunca me enteré, porque nome importaba. Pero en estos días en losque casi he olvidado cómo se rellena uncheque, porque el último que firmé fuehace varios meses y carecía de fondos, ymi acreedor ha llamado tantas veces,que he ordenado a Pietro no pasarmemás llamadas… en estos días, lo másprobable sería que estuviera tratando deconvencerlo de que la culpa de que nohubiese dinero en la cuenta es porque elbanco no sabe atender a sus clientes, queel dinero está allí, que esperase a quesolucionasen el problema, que lacantidad era tan ínfima que no valía lapena alarmarse ni formar tanto alboroto,

que yo era Dante Contini-Massera,sobrino del conde Claudio Contini-Massera, y que más temprano que tardecaería una fortuna en mis manos que noalcanzaría mi vida para contarla, y quiénsabe cuántos argumentos más, hastapersuadirlo de que lo mejor sería tenerun poco de paciencia, contando con lailusión de los que esperan que lapalabra de un hombre de mi abolengotuviese tanto valor como mis apellidos.

Y si no fuese porque mi viejomayordomo no tiene otro lugar dondevivir, supongo —porque lo traje

conmigo de Roma a instancias de tíoClaudio— que ya me habría dejado ytendría que prepararme yo mismo laropa que debo vestir cada día. Y eldesayuno, que de manera milagrosaaparece en la mesa todas las mañanas.Últimamente he notado que Pietro estáviejo. Más de lo que yo recordaba hacepoco menos de seis meses. Aunque escierto que estoy aprendiendo aobservarlo, lo hago con disimulo y hastacon cierta turbación de ánimo. Meavergüenza que sospeche que mepreocupa. Sin embargo, él parece una deesas viejas estatuas vestidas, siempre depie; jamás lo he visto sentarse, y lo

conozco desde que nací. Camina con suspeculiares pasos haciendo sonar suszapatos como si se fuese a resbalar encualquier momento, y la única vez quepresto atención a su voz es cuandopregunta algo: ¿Desea que le prepare elbaño? ¿No le parece que debería llamaral señor Claudio? ¿Cenará con su madrehoy? ¿Le gustaría tarta de fresas para sucumpleaños? Y siempre su mirada esparecida a la de un cachorro esperandoun ademán agradable, el que muy pocasveces acostumbro a dar.

Y ahora me sorprendo pensando siese anciano que se sostiene en pie lomás erguido que puede frente a mí, no es

más merecedor que yo de un mejor trato.—Pietro, hoy saldré todo el día. No

te preocupes de preparar la cena. Tenoto agotado, ¿estás bien?

Pietro me miró como si yo fuese unfantasma. La expresión habitual de susojos apacibles dibujó una interroganteen su rostro que me causó un regocijodesconocido.

—¿Yo, signore?—No es necesario que estés de pie

todo el tiempo; ven, toma asiento.Pietro se quedó parado como si de

verdad fuese una estatua de piedra.Seguro que estaba atónito.

—Pietro, ¿desde cuándo estás a mi

lado?—Desde hace veinticuatro años,

joven Dante. Antes trabajé para suabuelo, don Adriano, y después para sutío Claudio.

Toda mi vida.—Es mucho tiempo, ¿no?El rostro de Pietro se cubrió con una

sombra. Parecía que de la sorpresahabía pasado a la angustia. Comprendíque creía que lo iba a despedir.

—Las cosas han cambiado mucho,Pietro. Eres un empleado ejemplar, ysabes que no estoy en condiciones depagar tu sueldo. Pero no quiero queabandones esta casa, te pido que te

quedes y dejes de comportarte como miempleado, sólo ayúdame a sobrellevarmi vida.

Pietro pareció relajarse tanto comosi sus rodillas no pudieran seguir sindoblarse. Se sentó casi al borde delasiento que le había ofrecido momentosantes y por primera vez me miró a loojos sin la expresión de sirviente.

—No es necesario que me pague,signore Dante. Yo me siento feliz deocuparme de sus necesidades comosiempre —dijo en tono mesurado.

—Te lo agradezco, Pietro. Pero deahora en adelante no te comportes máscomo un mayordomo, no al menos

cuando estemos solos —lo observé conuna sonrisa que él me devolvió con unamirada a la que solo le faltó un guiño enlos ojos—. Deseo que te sientas comode la familia, y en buena cuenta, creoque eres la única que tengo.

—No, signore Dante. Usted tiene asu madre y a su hermana. Y a su tíoClaudio.

—No lo creas, Pietro… no locreas… ellas viven sus vidas, y yo lamía. Y así debe ser. —Después de unosmomentos de silencio, continué—: TíoClaudio está muy enfermo. Debo viajara Roma.

—Su tío Claudio es una buena

persona. Espero que se recupere.Por un segundo fugaz pensé en su

testamento y me avergoncé de inmediato.—Claro, Pietro, es por ese motivo

que iré a verle.—Siempre lo quiso como a un hijo

—murmuró él.Era la primera vez que mantenía una

conversación tan larga con Pietro, ysupe que lo que acababa de decirmetenía toda la intención de mis deseos. Loobservé y preferí callar. Tenía razón, notenía defensa. Él me conocía más que mimadre.

—¿Qué hiciste con la cocinera? ¿Ycon Mary?

—Les dije que usted regresaría aItalia, que ya no necesitábamos de susservicios.

—¿Y sus pagas?—De sus emolumentos no se

preocupe, todo quedó bien arreglado.Pietro siempre fue un buen

administrador. Aunque supongo que porel tiempo que está durando mi malaracha debió hacer uso de su propiodinero.

—Gracias, Pietro. Pronto todocambiará. —No me sentí capaz de decirnada más. Hubiera resultado forzado.Con sus ojos me decía que locomprendía.

—¿Cuándo viajará a Roma?—Lo antes posible.—Le prepararé el equipaje —dijo

poniéndose de pie.—No es necesario, Pietro. Lo haré

yo.—Créame signore, prefiero hacerlo

yo.Fue casi una orden. Y yo tuve que

ocupar mi mente en buscar una manerade saber qué habría dispuesto el tíoClaudio en su testamento para mí.Necesitaba respirar, sentí que laopresión de la casa me quitaba el airede los pulmones. Iría a ver a Irene.Odiaba tener que pedirle prestado pero

la verdad es que no tenía ni para elbillete de avión y mis tarjetas de créditoeran inservibles.

Capítulo 2

Nueva York, Estados Unidos

Noviembre 9, 1999

Conocí a Irene en San Francisco, en unade las tantas fiestas a las que erainvitado, recuerdo que entre el puñadode mujeres hermosas que allí había, lafigura de Irene sobresalía por ser lamenos llamativa. Pero no me refiero a sufalta de atractivos, no. No era de lasmujeres con abundante cabellera dereflejos dorados y tono de piel de eterno

bronceado. Tampoco de las que exhibenuna sonrisa artificial de labios en excesovoluptuosos, que hacen juego con susrespectivos senos talla treinta y seis, desolución salina. Irene parecía demasiadonatural. Era lo que la diferenciaba.Debió de sentir la insistencia de mimirada, pues giró hacia donde yo meencontraba, y a pesar de los diez metrosde distancia sentí la calidez que recorríami cuerpo ante su reconfortante sonrisa.No era un coqueteo: era una sonrisa.Como las que hacía tiempo no recibía,como aquellas que solían regalarmecuando niño después de algunatravesura. Un «va bene, ragazzo» y yo

me sentía amado.Me acerqué a ella y pude comprobar

con alivio que su pequeña nariz no eraproducto de la cirugía, y que debajo desus ojos se formaban unas ligerashinchazones cuando sonreía, dándole elaspecto de muñeca dormilona. No tengonada en contra del embellecimientoquirúrgico, pero las prefiero al natural,con los senos pequeños, y si los tienenllenos, con la caída normal del efecto dela gravedad. E Irene era una mujer tannatural hasta en su comportamiento, queme cautivó desde que la vi en casa deuno de los tantos amigos que habíahecho en mis frecuentes salidas

nocturnas en Nueva York. Me habíaninvitado a pasar unos días en suresidencia, una ciudad de climadelicioso, más benigno que el deManhattan, donde el viento sopla tanfuerte que parece que quisiera barrer loshabitantes de la ciudad. Recuerdo quedespués de un par de palabras nosencaminamos al jardín y nos sentamosen el borde de un muro que rodeaba elacantilado desde donde se veía elGolden Gate y gran parte de la Bahía.Podíamos escuchar las olas rompiendocontra la pared de roca unos metros másabajo. El ruido de las voces, las risas yla música de la casa se percibían como

un telón de fondo mientras nosotrosajenos a todo nos mirábamos sonriendosin ninguna razón aparente. Evoco esemomento especial porque sus labios meparecieron deliciosos; sus dientes deconejito le daban el aspecto travieso yjuvenil que mi mente grabó parasiempre. Esa misma noche me enteré queella también vivía en Manhattan, yaquello me entusiasmó porque podríaverla otra vez.

Mi nombre no la impresionó,ignoraba que yo era uno de los solterosmás codiciados de Nueva York. Estuveseguro de ello desde el principio y locomprobé cuando a los meses de

conocernos adivinó que necesitabaayuda y me contactó con un expertoasesor financiero. Un corredor de bolsaque casi hizo doblar el capital que le di.Y después, cuando ella se ofreció aprestarme dinero al enterarse de que misinversiones no iban tan bien. Y no esque estuviera loca por mí. Aún hoy noestoy seguro de nada respecto a ella.Pero me mortificaba profundamente quesupiera mi situación económica; Irenemerecía a alguien mejor que yo y juréque si las cosas cambiaban, le pediríaque fuese mi esposa. Y ahora debíaacudir a ella por segunda vez; no teníaotra opción.

Fui a recogerla al trabajo, a sufloristería. Un negocio de floresimportadas de Colombia; seespecializaba en arreglos para bodas,bautizos y toda clase de eventossociales, incluyendo funerales. Nuncapensé que de un producto tan efímero ydelicado pudiera surgir dinero. Y laadmiraba por eso, y por todo lo demás.

Irene me vio llegar y desplegó suslabios regordetes en una sonrisa que meterminó de desarmar. ¿Cómo decírselo?,pensé. Subimos a su apartamento, unpiso moderno, decorado con elegantesencillez, fiel reflejo de su persona.Después de descalzarse se tendió en el

sofá mientras estiraba los dedos de lospies. Los tenía muy cuidados, con lasuñas pintadas en fucsia. Siempre.

—Estuve de pie todo el día —dijoalargándome la mano. Me senté a sulado y ella alzó las piernas paraponerlas sobre mis rodillas.

—Debo ir a Roma —comenté,dándole un pequeño beso en los labios.

—¿Cuándo?—En cuanto pueda. Tío Claudio está

muy enfermo, prácticamente agonizando,y soy su único sobrino directo.

—¿Recibirás una herencia? —preguntó Irene. Yo sabía que no lo hacíapor interés o por simple curiosidad. Era

obvio que siendo una mujer prácticadeseaba ayudarme.

—Se supone que sí. Mi madre hallamado ya dos veces, dice que esnecesario que esté presente.

—Por supuesto que debes ir, cariño,las veces que me has hablado de él lohacías como si se tratase de tu padre. Yopuedo ayudarte. Sé que estás pasandopor un mal momento.

Escudriñé sus suaves facciones,preguntándome qué habría hecho yo paramerecer una mujer como ella.

—Te dejaré en garantía a Pietro —ofrecí, dándole un beso.

—Me conformo con que vuelvas —

respondió ella haciéndome un guiño—.Prométeme que cuando regreses rico, note entusiasmarás con bonos dudosos otravez.

—Me dijeron los riesgos antes deinvertir, y lo hice. Soy un idiota, lo sé.

—Una lección muy cara. Dosmillones de dólares —acentuó convehemencia.

—Dijeron que era un negocio concierto riesgo, pero averigüé y supe quelos bonos de la deuda pública argentinapagaban muy buenos dividendos a cortoplazo, lo que sucedió es que meapresuré y no hice caso del consejo deJorge Rodríguez.

—Una persona de fiar, pero me temoque no muy convincente. Sientohabértelo presentado.

—No es culpa tuya, Irene, no puedessentirte responsable por mis acciones.

Ella no dijo nada. Recogió suspiernas extendidas y puso sus pies sobrela alfombra.

—Ven —me invitó con aquel tonoque parecía una promesa.

La seguí hasta su pequeño estudio-biblioteca. Sacó un talonario de chequesque a mí me pareció más gordo quecualquiera de los míos y empezó a llenaruno de ellos con su letra redondeada.Después de firmarlo, con un gesto

rápido rasgó el papel. Un sonido quesiempre me ha fascinado, es como siestuviera condicionado a sentir euforiacada vez que escucho rasgarse el papel,especialmente si se trata del papel tersoy resistente de un cheque. Lo extendió através del escritorio y me lo dio.

—¿No lo miras? —preguntó al verque lo guardaba en el bolsillo de lachaqueta.

—No. Pero te devolveré el doble.—Lo sé, cariño. —La seguridad con

que lo dijo me desconcertó. Y por uninstante sentí que una alarma empezaba adispararse en mi cerebro, pero penséque me sentía demasiado suspicaz. La

falta de dinero aguza los sentidos, y enesos días me encontraba demasiadosensible.

Las siguientes horas me hicieronolvidar cualquier resquemor que pudierahaber atribuido a mi recientesensibilidad. Me dediqué a Irene encuerpo y alma, y creo que ella tambiénlo hizo así, y esta vez no me importó lalarga cicatriz que cruzaba su nalgaizquierda hasta la cintura. La primeravez que la vi confieso que sentí ciertorechazo, pero después me habitué.«¿Qué te sucedió?», le pregunté un día.

«Ya te contaré», fue su respuesta. Y novolvimos a tocar el tema. En su primeradesnudez la admiré más porque supe queera mayor de lo que aparentaba. Otrosecreto. Pero creo que todas las mujeresen un momento determinado de sus vidaseligen no seguir cumpliendo años. Debíatener treinta y ocho, con seguridad más,pero no era por sus carnes que eranprietas, ni por algún defecto de sucuerpo de piel suave y firme, que losupe. Eran sus senos. Aprendí que en lasmujeres donde más se nota la edad es enesa curva delatora. Por ello es tanchocante ver a una mujer madura con lossenos altos como los de una adolescente,

porque no hace juego con su cuerpo, nicon su rostro, ni con sus ademanes. Nicon su experiencia. Irene tenía los senosligeramente bajos, llenos, y sólo seapreciaba su volumen estando desnuda.Con ropa parecían casi inexistentes,ocultos de esa manera misteriosa quesolo la naturaleza sabe hacer. Era unaamante apasionada y desde el principiocomprendí que necesitaba un hombrejoven como yo para saciar sus ansias,aunque jamás lo admitiese. Solía decirque era muy selectiva, que preferíapasar meses sin sexo a tener queacostarse con cualquiera. Y yo le creía.

Salí en el primer vuelo a Roma aldía siguiente.

Capítulo 3

Roma, Italia, Villa Contini

Noviembre 10, 1999

Sentí que estaba en la villa Continiapenas divisé los dos leones de piedrasentados uno a cada lado de la entradadel largo corredor arbolado queconducía hacía la mansión de tíoClaudio. Algunos lo catalogaban deexcéntrico por preservar costumbres quepara la mayoría de la familia seconsideraban absurdas, como el que

toda la servidumbre de la villa lorecibiese de pie flanqueando la entrada,y que él con gran satisfacciónreconociera a cada miembro llamándolopor su nombre. Pero las cosas habíancambiado. Antes de partir yo paraAmérica, me enteré de que tío Claudioprefería vivir en su piso de Roma.Según él, así estaba más cerca de susnegocios; yo pienso que la verdaderarazón es que la villa se le hacía muygrande para él solo.

Al entrar al gran salón donde estabareunida parte de la familia comprendíque lo inevitable había sucedido. Lacara de mi madre no podía ser más

elocuente. Ella era una mujer hermosa,más que mi hermana Elsa, a pesar de sujuventud. Cuando mi madre se sentíaafectada, sus ojos cobraban un matizdiferente, lejano, como el de las divasde cine que tantas veces vi en las viejaspelículas junto a tío Claudio. Siempreestuvimos de acuerdo en que tenía unextraordinario parecido a Ava Gardner.Esta vez, bajo sus ojos, un ligero tinteazulado teñía su piel de un blancopálido. Apenas me vio se acercó y meabrazó como no lo había hecho desdemucho antes de mi partida, y sentí quede veras estaba conmovida. Pero lo queno acertaba a descifrar era el motivo

real. La conocía demasiado como paracreer que sufría por la pérdida; creo quecada cual conoce la parte oscura de sumadre y pensé que lo más probablefuese que su angustia se debiese a que sehallaba imposibilitada de saber si tíoClaudio había incluido su nombre en eltestamento. No me alegró estar a su ladootra vez, oscuros recuerdos que habíatratado de sepultar por todos los mediosinvadieron mi ánimo ya decaído. Mihermana vino a mi encuentro como siadivinase que necesitaba ayuda. Ella erados años menor que yo y sin embargo,siempre me había servido de refugio.Elsa era todo lo opuesto a mi madre. Su

mirada plácida evocaba a una Venus deBoticcelli. Me apretó la mano comosaludo, y se puso a mi lado mientrasmamá daba media vuelta y atendía a dosviejos varones de la familia entre losque parecía encontrarse muy a gusto.Supongo que por sus miradas lascivas.Yo preferí evitar estar presente en suinevitable coqueteo. Parecía una abejareina atendida por sus solícitas obreras.Siempre me ha incomodado su manerade ser. A veces pienso que lo hace apropósito, como si quisierademostrarnos que aún es joven yapetecible. Mi madre siempre me tuvopor el hombre de la familia a la muerte

de mi padre, y esa constante presión fuela que me mantuvo alejado de ella.

Elsa me llevó de la mano hacia lasdependencias privadas del palacete detío Claudio y se detuvo ante su alcoba.Tuve miedo de entrar. Nunca he sidovaliente, y enfrentarme a la muerte era loque menos deseaba en ese momento, ninunca. Pero comprendí que erainevitable. Sentí el perfumeinconfundible de mi madre y supe que latransición hacia la muerte la haría conella. El sonido de sus tacones era taninconfundible como su perfume. Se pusoa mi lado y apoyó su cabeza en mihombro. Y así, como dos personas

acogiéndose en un doloroso abrazo, nosenfrentamos al cadáver de tío Claudio.Por un momento fue como si me viera amí mismo más viejo. Todos decían queera su vivo retrato. Supongo que mipadre también se parecería a él. Perofue tío Claudio quien heredó el título yla fortuna del abuelo, y aquello seconvirtió en el motivo de la discordiaque duró hasta la muerte de mi padre,tres años después de que yo naciera, demanera que fue a tío Claudio a quien vicomo figura paterna, aún después de quedejó de frecuentar la casa.

Al ver su rostro tan sereno mepareció increíble que estuviese sin vida.

En ese momento me trasladé a algunosaños atrás, cuando me decía:

—Dante, hijo mío, todo esto algúndía será tuyo.

Pero para mí no tenía mayorsignificado, pues siempre había vividorodeado de su mundo.

—Prefiero que siga siendo tuyo, tío,porque significará que estás vivo.

—Mio caro bambino, debesprepararte, quiero que termines losestudios de economía. Esimprescindible.

—¿Para qué necesito estudiar?—Para defenderte. Ser rico no es

fácil, tendrás que enfrentarte a

situaciones que requerirán decisionessabias. Quiero que vengas a la Empresa,que te empapes de todo lo que allísucede.

—Tío, no me dejes nada, de veras,te lo agradezco, pero no creo merecerlo.

Tío Claudio movía la cabeza de unlado a otro como negándose acomprender que yo no tenía su espírituemprendedor. Entonces pensaba que talvez me parecía a mi padre.

—Pobre Dante. No tienes otraopción. Esa es la realidad.

—¿No existe alguna posibilidad deque alguno de tus socios quede almando?

—La Empresa debe quedar enmanos de la familia. Tengo socios, sí,pero cada uno de ellos tiene una parteínfima en mis negocios.

Sentí que aquella herencia, laEmpresa, como él solía llamarla, seríacomo una maldición para mí. Laopresión de saber que el momentollegaría me asfixiaba. Quise escapar,vivir mi vida.

—Tío Claudio, quisiera ir aAmérica. Dame un par de años paraprepararme, necesito estar solo, lejos detodo esto.

—Hecho. Tienes mi bendición.Espero que al volver hayas duplicado el

capital que te entregaré. Y prométemeque no dejarás tus estudios de negociosinternacionales.

—¿Lo ves, tío? Quiero irme sinpresiones, no quiero tu dinero, no sabréduplicarlo…

Quizá mi cara reflejaba tal angustiaque él me puso una mano en el hombro yme dijo:

—Está bien. Sólo prométeme que note meterás en problemas, el nombre dela familia está en juego. Ve, prepárate,disfruta y regresa. Algún día tendrás quecomprender que el trabajo también esuna diversión.

Y allí estaba yo, esta vez de regresosin un centavo y sin tener a quiénrendirle cuentas, con deudas y con elpeso a mis espaldas de ser la cabeza defamilia de un emporio financiero que nome interesaba regir. Y no tenía a tíoClaudio para orientarme. Había perdidola oportunidad de aprender de él mismo,y sólo recordaba las ocasiones que tuvede acompañarlo a las juntas directivas yadmirarlo. Parecía un pez en el agua. Supalabra era la que finalmente todosaceptaban y hasta parecían aliviados dehacerlo, pues siempre sabía qué hacer oqué decisión tomar. No obstante,reconocía que necesitaba su dinero. No

podía dejar las deudas sin pagar. ¡Quépoco alcance tenía mi mirada enaquellos días!

Tío Claudio parecía dormir conplacidez.

—Madre, la muerte borra lasarrugas —murmuré.

Ella se separó de mí con un pequeñosobresalto. Tal vez lo tomase como uncomentario malintencionado, pensécuando vi el reproche en sus ojos.

Percibí un pequeño movimiento enuna esquina de la alcoba; un hombrevestido de sotana se hallaba sentado

como en estado de trance. Tenía los ojosbajos, aunque por un momento tuve lasensación de que me había estadoobservando. Supuse que sería quien lehabía dado los santos óleos. Tardé unpoco en hacer memoria; un rato después,cuando ya había salido de la habitaciónde tío Claudio, recordé que lo habíavisto en contadas ocasiones en la villaContini haría cosa de cuatro años.

Los parientes que se habíanacercado a la casa eran los más afectosa mi madre; supongo que estaban allíconvocados por ella. En esos momentosse había convertido en la «señora de lacasa», dada la cercanía que siempre

tuvimos con tío Claudio. A mí se mehacían como pájaros de mal agüero, consus trajes negros como cuervos alacecho. Creo que a mi madre le gustabaverse rodeada de gente, ese era elmotivo de su ajetreada vida social ytambién de su incesante búsqueda depareja. Y por contradictorio quepareciera, a pesar de ser una mujer tanhermosa, le era difícil encontrar alhombre apropiado. Era la historia de suvida. Creo que el principal problemaconsistía en que sentía debilidad por losextremadamente jóvenes. Y por loshombres casados.

El médico de cabecera del tío

Claudio había confirmado su muerte unahora antes de mi llegada; según explicó,la extraña enfermedad que veníapadeciendo desde hacía años habíaempeorado en los últimos seis meses. Eldiagnóstico fue un infarto de miocardio.Me pareció un motivo demasiado simplepara un personaje como él; he sabidoque muchos sobreviven a un infarto, yme costaba creer que tío Claudioyaciera sin vida por algo así. Fuedespués, cuando estuve a solas y recorrícon la mirada las paredes de esahabitación tantas veces ocupada por míy me asomé a la ventana, cuando caí enla cuenta de que jamás volvería a saber

de él, que no volvería a verlo partir ensu coche, que esa casa estabaindisolublemente unida a mi tío y que élhabía significado mucho para mí; quemás allá de su ayuda y su fortuna, yo loamaba. Fue entonces cuando ladesolación invadió mi alma, me sentícomo un pajarillo al que le hanarrebatado la protección del cobijo delala materna. Y lloré como no lo habíahecho en años. Y en medio del llantorecordé la canción que él siempre mecantaba:

«A, más B, más C, más D, más E…son uno, y dos, y tres, y cuatro, ycinco…», un soniquete que de tanto

escucharlo se me quedó grabado, y paracuando empecé la escuela era el únicochico que sabía el abecedario y contarhasta diez. «Sólo tienes que pensar en lafamilia y las personas más cercanas, yrecordarás las letras, Dante». «Un libroes un mundo de conocimientos, mio carobambino. Al principio los libros erantan valiosos como los tesoros, y losencadenaban».

Fuimos a conocer la biblioteca deHereford cierta vez que viajamos aInglaterra porque él tenía que asistir a ungran evento donde estaría la realeza. Esanoche me quedé en el piso que tenía enLondres, acompañado de Pietro. Guardo

buenos recuerdos de esos tiempos, fueantes de que tuvieran la gran discusiónel tío Claudio y mamá. Tres díasdespués viajamos a Hereford, conocí suenorme catedral y vi la biblioteca.Todos los libros tenían cadenas losuficientemente largas como para quellegasen hasta la mesa donde se podíanleer. Recuerdo que me preocupaba quese enredasen, de tantas como había.«¿Te gusta?» —preguntó—, yo no sabíaqué responder. Hubiera querido decirque no, pero deseaba complacerlo y ledije que me encantaba. «Si tuviera unsecreto que guardar lo haría aquí, dentrode uno de estos libros, nadie podría

robárselo, pues están encadenados»,dijo cuando estábamos saliendo y riocon aquella risa franca y alegre que mehacía sentir tan feliz.

En medio de la desolación meinundaron las reminiscencias, como side esa forma lograse conservar un pocomás a tío Claudio a mi lado.

El velatorio se efectuaría en lapequeña capilla de la misma villaContini, situada a unos doscientosmetros de la casa principal, y seríaenterrado en el cementerio de la familia,un mausoleo de paredes grises cuya

entrada estaba flanqueada por dosángeles de granito de tamaño natural.Sólo recordaba una ocasión en la quehabía entrado y fue precisamente con él.Sin ningún motivo aparente, tío Claudiose me acercó un día que correteaba porlos predios de la capilla y me preguntósi deseaba conocer el lugar dondeestaban nuestros antepasados. Micuriosidad me llevó a responder que sí,sin saber de qué se trataba.

«Aquí terminaremos todos», dijo,señalando las paredes en donde habíauna especie de marcos a bajo relievecon unas inscripciones. Bajamos unosescalones y entramos en un recinto más

grande. «Aquí reposan los restos de tusabuelos, y también los de tu padre».

Sentí que se me erizaba la piel.Sabía que diría: «y los míos, y los tuyos,algún día». ¿Qué otra cosa, podríaesperar? Recuerdo con claridad quedeseaba huir de ese lugar iluminadoapenas por unas luces mortecinasprovenientes de quién sabe dónde,porque yo no atinaba a levantar los ojospara no enfrentarme a la muerte. Estabarodeado de ella, y las sombras seasemejaban a brazos oscuros queintentaban darme alcance. Tío Claudiome puso una mano en el hombro, y comosi comprendiese mi tormento, me la

tendió y salimos del mausoleo.

Capítulo 4

Villa Contini, Roma, Italia

Noviembre 11, 1999

Me asombró ver a tantas personasreunidas en un mismo lugar en un lapsode tiempo tan corto. El pequeñocementerio privado estaba repleto.Había más gente que el día anterior,cuando se efectuaron los ritos funerariosen la capilla. Y me extrañó que elreligioso que reconocí en la alcoba detío Claudio no fuese quien oficiara

aquella misa de responso, sino otro, unsacerdote engalanado con una casullamorada con ribetes de oro. Finalmentellegó el momento en que yo, comorepresentante de los Contini-Massera ymiembro más cercano al tío Claudio,debía ejercer la palabra en un discursode despedida acorde con la importanciadel difunto; situación que no me apetecíaen absoluto, pero que era consciente deque debía llevar a cabo. En realidad, laparte de la ceremonia por la que sentíaverdadera aversión era el último adiósen el mausoleo.

«Queridos parientes y amigos aquíreunidos, hoy es un día triste para todosnosotros. Hemos perdido al miembromás insigne de la familia Contini-Massera, a quien estoy seguro, muchosde nosotros extrañaremos por supresencia siempre reconfortante, y porel cariño y el amor que supo darnos».Creí que en esta parte se me quebraría lavoz, pero de inmediato pensé que a tíoClaudio no le hubiera gustado quedemostrase flaqueza. «Hoy estamos aquíreunidos para demostrarle nuestroúltimo sentimiento de lealtad, y para

retribuir de alguna manera todo lo que élnos dio en vida. Roguemos por sualma».

Sentí todas las miradas sobre mícuando bajé los ojos para proceder arezar un Padre Nuestro, y sabía que notodas eran de compasión o paraacompañarme en mis tristessentimientos. Estoy seguro de quealgunos de los allí presentes eranadversarios del difunto, y queprobablemente yo los recibiría comoherencia. Es curioso. Los italianossomos un pueblo muy unido en los

funerales, aun el de nuestros enemigos,por lo menos, así lo demostramos. Talvez sea la única ocasión en la quelogramos reunir a toda la familia: a losamigos, a los enemigos y a los posiblessocios. Estaba seguro de que entre lagran cantidad de dolientes unos cuantospreferirían estar en otro lugar. Pero eraun acto de honor. Y el honor para lositalianos no es cualquier cosa, es tanimportante como los funerales.

Pero todo aquello había ocurrido eldía anterior. Y tras una nocheacompañando a tío Claudio, yo había

tenido mucho tiempo para reflexionar.¿Y qué tal si no era yo el depositario desu herencia? Pudo haber modificado sutestamento en vista de que no meacerqué a él cuando estuvo enfermo. Sihubiese sabido que no tenía forma deregresar porque no contaba con dineropara el billete, con seguridad mehubiese desheredado, y con mayorrazón. Pedírselo a mi madre hubierasido el peor error. Mi deuda con ellasería eterna e impagable. Y no deseabaadmitir ante mi hermana que era unabsoluto inútil. Todos estospensamientos se agolpaban en micerebro mientras veía pasar uno a uno a

los dolientes frente a mí. Una nochelarga, en la que no sé si por el traumaque representaba, o por el cansancioacumulado, mis ojos solo captabanmiradas: unas, curiosas; otras,despectivas; aquellas, condescendientes,y otras cuantas envidiosas; las habíatambién inquisitivas, y por último, muypocas con el suficiente aporte decompasión, como para que pudieraconfundirlas con el antiguo acto sinceroque acompaña a las despedidas finales.Y todas pasaban frente a mí, en unprotocolo que solo recordaba habervisto cuando murió el abuelo.

El religioso que estuvo en la alcoba

de tío Claudio ofició el último responsofrente al féretro ya cerrado, dentro delmausoleo. Sólo las personas máscercanas al difunto estábamos presentes,las demás acompañaban el entierrodesde afuera, y cuando la losa demármol negro separó de maneradefinitiva la presencia de tío Claudio enla tierra, no pude retener un suspiro dealivio al saber que podría salir arespirar lejos del pesado ambiente de lacripta. Por razones de protocolo fui elúltimo; cuando me disponía a salir, sentíque una mano huesuda sujetaba mimuñeca. Reprimiendo el terror volví elrostro y vi al fraile. Puso un dedo sobre

los labios y deslizó un papel en mibolsillo.

Nicholas Blohm

Nueva Jersey, Estados Unidos

Noviembre 10, 1999

Ese diabólico invento llamado teléfonoque suele repicar en los momentos másinoportunos cumplió su cometido.Nicholas cogió el auricular casi conrabia, sin apartar los ojos delmanuscrito.

—¿Nick?No lo podía creer. Había estado

esperando esa llamada todo el verano.

—¿Linda? ¡Qué sorpresa escuchar tuvoz! —Con el auricular pegado a laoreja y el manuscrito en la mano, seacercó a la ventana.

—Estuve pensando en lo que dijiste.Nicholas no recordaba a qué se

refería. ¡Había dicho tantas cosas! Sobretodo a ella.

—Pues me alegro. ¿Y qué piensas alrespecto? —tanteó.

—Tenías razón. No debí venir aBoston, voy a regresar a Nueva York.

—¿Ahora?—¿No te alegra?—Sí, claro que me alegra, ¿cuándo

estarás aquí?

—Hoy.Linda había sido la mujer de su vida

hasta que se fue. Por su marcha la habíaculpado de su falta de inspiración, de sumala suerte, de haber perdido el empleoy de todo lo que le estaba sucediendo, yaún así, hubiera hecho lo que fuese paraque ella volviera. Curiosamente sentíaque todo había cambiado. Linda habíapasado a segundo plano, o simplementese había vuelto una personainsignificante en su vida. Lo que menosle interesaba era tenerla rondando,exigiéndole más de lo que ellaacostumbraba dar. En ese momento sedio cuenta de que no la echaba de

menos, como si una cortina que leimpedía ver con claridad se hubiesedescorrido. Se había acostumbrado a lasoledad. Decidió que prefería seguirleyendo a ir por ella.

—No podré ir por ti al aeropuerto…—No importa, Nick, tomaré un taxi

—interrumpió Linda.Le dio rabia que ella diera por

sentado que sería recibida como si nadahubiese pasado. Pero le faltó valor paradecirle que no la quería en casa.

—Está bien, hablaremos cuandollegues.

—¿De algo en particular? ¿Hasescrito algo nuevo?

—Si, de hecho, así es. Justamenteestoy dando la última lectura almanuscrito.

—Me alegra mucho saberlo, Nick,estoy ansiosa por saber de qué se trata.¡Hasta pronto!

Y colgó.

Nicholas miró la tapa negra delmanuscrito sintiendo que algo se habíaroto. Sus deseos de seguir leyendo seesfumaron momentáneamente y laimagen de Linda ocupó su mente.Tendría que decirle que buscase otrolugar dónde vivir, no permitiría que esta

vez se saliese con la suya. No esta vez.Se embutió en su chaqueta de cuero,tomó el manuscrito, lo puso bajo elbrazo y regresó al parque Prospect enuna especie de estado catatónico. Alllegar a su banco descubrió alhombrecillo de la mañana. Sintió queuna especie de pánico se apoderaba deél. Su codo apretó el manuscrito bajo elbrazo.

El hombre lo miró con sus pequeñosojos inquisitivos.

—Hola. ¿Pudo leerlo? —preguntó,señalando el manuscrito con la barbilla.

—Estoy en ello. Disculpe que me lohaya llevado, pero usted desapareció

como por encanto.—No quise interrumpirlo.—Si desea, puede llevárselo…

justamente venía para…—No. ¿Qué podría hacer yo con un

manuscrito? Ya lo leí, quédeselo. Talvez le sirva de algo.

—¿Lo dice en serio? No sabe cómose lo agradezco, estoy intrigado porsaber qué contiene el cofre. Voy por unaparte muy interesante, Dante Contini-Massera es un personaje que ha picadomi curiosidad.

—No recuerdo haber leído esenombre —comentó el viejo frunciendolas cejas.

—Es el sobrino de Claudio Contini-Massera, el que murió y fue enterrado enRoma…

—Joven, ¿está seguro? Recuerdoque trataba de la guerra de las Galias, yeso desde la primera página. Elpersonaje principal era el general CayoJulio César.

—No puede ser.Nicholas abrió el manuscrito y vio

que después de la primera página en laque se leía: «Sin título», seguía uncapítulo que empezaba:

La conferencia en la Galia del norte

55 a. C.

«El general Julio César se hallabasentado en su tienda a la espera delgrupo de celtas que, junto a su cabecilla,vendría a exponerle sus demandas.Sabía que le esperaban días muy duros,pero el éxito de la expedición a la Galiadependería en gran parte de la ayuda deesas tribus salvajes que gustabanpintarrajearse el cuerpo con woad, quelos hacía parecerse a unos demoniosazules. Reconocía que eran excelentesaurigas, y esperaba que una vezterminasen de relatar sus historiasguerreras de las que tanto gustaban deufanarse, pudieran llegar a acuerdosconcretos y…».

Nicholas dejó el manuscrito en elbanco como si le quemase en las manos.

—¡Esto no es lo que yo leí!—¿Y qué era lo que estaba leyendo?—Primero empezó con el asunto de

un cofre… era el prefacio. En elcapítulo 1 hablaba Dante Contini-Massera…

—Sí, recuerdo lo que dijo… —comentó pensativo el vendedor de libros—. Señor Nicholas Blohm, voy a sersincero con usted. He queridodeshacerme de este manuscrito desdeque llegó a mis manos. No soy escritor,

pero soy un lector apasionado, como yale dije. La primera vez que leí elmanuscrito me pareció una novela muybuena, trataba de un género que meapasiona: la novela negra. Comosupondrá, no lo terminé de un solo tirón,así que lo dejé para continuar su lecturadespués de mis labores. Al abrirlo paraproseguir leyendo me encontré con unanovela completamente diferente. Penséque me estaba volviendo loco, y supuseque tal vez lo habría imaginado. «¡Leotantos libros!, que debo tener la cabezallena de historias», me dije. Empecé aleer el manuscrito y me sumergí en unaapasionante novela romántica, que no es

la línea que más me atrae, pero estabaendiabladamente bien escrita. Marqué elsitio hasta donde había leído con unapluma de ganso, un regalo de una de misclientas, con la intención de continuardespués…

—Supongo que jamás pudo saber elfinal de la novela.

—Exactamente. Así ha sucedidodesde que tengo el manuscrito. Ya nodeseo tenerlo más. ¿Quiere que le seafranco? Me da pavor. Vi que ustedacostumbraba pasear por aquí y sabíaque era escritor, supuse que le sería másútil que a mí.

—El asunto es que para llegar al

final de cualquier novela que se halleescrita aquí —dijo Nicholas, dandounos golpes con el dedo índice almanuscrito—, se debe leer de una solavez. Lo veo y no me lo creo. No. No lotermino de creer.

—El manuscrito es suyo. Cuídelo.Estoy seguro de que al menos le serviráde inspiración.

Nicholas retomó en sus manos elmanuscrito con aprensión. Él no era unhombre supersticioso, pero tenía miedo.El manuscrito ejercía sentimientosambivalentes en él, por un lado lodeseaba, por el otro: le temía. Pero eraun objeto precioso a sus ojos, tal vez

diabólico, pero valioso, una eternafuente de inspiración. No obstante, temíaque al abrirlo encontrase que «Laconferencia en la Galia del norte» sehubiese convertido en una novela devampiros, o algo por el estilo. Cerró losojos y lo pegó contra su pecho, mientrasrogaba mentalmente que la primeranovela que estuvo leyendo regresase asu lugar. Luego abrió lentamente elmanuscrito y con el corazón desbocadorecorrió las páginas. Allí estaba. DanteContini-Massera y su tío Claudio, elfraile y el mausoleo. Abrazó elmanuscrito abierto como quien envuelvecon amor a una novia y estuvo así un

buen rato hasta que sintió que su corazónrecuperaba el ritmo normal. Supo que elpequeño hombre del banco ya no estaría.Y le pareció lógico. Tenía el manuscritoy no necesitaba nada más. Giró el rostroy abrió los ojos. Ni rastro de él.

Volvió a posar sus ojos sobre lasletras del escrito y siguió leyendo conavidez tratando de aprovechar lo quequedaba de luz solar.

Capítulo 5

Roma, Italia

Noviembre 11, 1999

Esa noche mi madre, mi hermana y yo,nos quedamos en villa Contini. Fuiprácticamente empujado por la viejadoña Elena hacia arriba, a la habitaciónque siempre había ocupado cuando mequedaba en la villa. Capté el fervor dedoña Elena, su orgullo por mí, quiénsabía a cuenta de qué, y me enterneció elcorazón. Parecía como si sintiera el

deber de ocuparse de mí como lo habíahecho con tío Claudio, y sólo acepté suscuidados para no verla romper en llanto.Comprendí que ella necesitaba hacerlo.

Lo primero que hice al quedar asolas fue hurgar en el bolsillo de michaqueta. Extraje el papel y desdoblé lanota que había introducido el fraile.

«Lo espero mañana a las diez en laentrada de una pequeña trattoria llamadaLa Forchetta, queda a espaldas del Clubde Tiro. Tengo un mensaje para usted desu tío Claudio. Por favor, no deje deasistir».

No tenía firma. Y no decía mucho.El sentido común me indicaba que nodebía acudir a la cita, pero el hombreparecía confiable, a pesar de susextraños ojos de enormes iris, cuyaspupilas lucían agrandadas, como siestuvieran bajo los efectos de labelladona. Estuve desvelado hasta altashoras de la madrugada, y cuando iban adar las cuatro el sueño vino aacompañarme, con tanta intensidad, quecuando abrí los ojos y vi el viejo relojestilo rococó sobre la consola de marfiltallado, marcaba las nueve y diez de lamañana. Tenía menos de una hora paradesaparecer de la villa y llegar Roma.

Después de ducharme y vestirmecasi en volandas, conduje el Maserati —regalo del tío Claudio, como casi todolo que nosotros teníamos— como unbólido, en dirección a Roma. Dosminutos después de las diez, detuve elcoche a pocos metros de un modestorestaurante. Arriba del portal colgaba unaviso tan desproporcionadamente grandeque pensé que en cualquier momento sevendría abajo. Había llegado a LaForchetta. Era indudable que el monjepensaría que las señas de nuestroencuentro debían ser así de obvias. Deentrada, aquello vapuleó mi amorpropio. Vi salir una sombra de una de

las puertas adyacentes al local, ydistinguí al monje acercarse con pasodecidido al coche. Quité el seguro y élsubió y cerró la puerta con una agilidadinesperada.

—Buongiorno, mio caro amicco.Soy Francesco Martucci.

—Buongiorno, hermano Martucci—respondí mientras ponía en marcha elcoche y aceleraba despacio con laintención de perderme por lasintrincadas callejuelas romanas, perofray Martucci hizo una seña con un dedoparecido a un fino garfio, indicándomeel camino.

—Signore, su coche es demasiado

llamativo. Y conocido.Tomé una avenida que nos llevó

hacia la Via di Caio Cestio, y al cabo deun rato nos encontramos a la entrada delcementerio acatólico. Traté de dejar elcoche lo más pegado posible al muro yentramos por una de las tantas sendas.Nos detuvimos al pie de uno de loscipreses que engalanaban los caminos.

Fray Martucci me alargó un pequeñosobre. Reconocí el escudo de la familia:dos leones con coronas de laurelesmirándose de frente, rodeados por unaserpiente enroscada en forma de esfera.Estaba cerrado. Lo rasgué y extraje unpapel que reconocí de inmediato, con el

mismo escudo como membrete, escritoen caligrafía menuda, apretada, como siel que escribiera la nota no quisierarevelar de golpe lo que quería decir.Reconocí la caligrafía del tío Claudio,¡cómo no hacerlo! Era quien me habíaenseñado a escribir mis primeras letras.Pero por otro lado, también podríahaber sido una falsificación.

Para mi desencanto no decía grancosa:

Mi querido Dante,

Tengo tanto que decirte, quiero quesepas que las horas más felices laspasé contigo, te enseñé tus primeras

letras, y espero que tus primeros pasossin mí te recuerden que hay tesorosmás duraderos que el dinero. Confía enFrancesco Martucci, es mi mejoramigo. Y sobre todo, confía en los quete han acompañado toda la vida.Escribo esto ahora pues sé que no mequeda mucho tiempo. Quiero dejarte miposesión más preciada, espero quehagas buen uso de ella; no estáregistrada en mi testamento. Te laentregará Francesco Martucci en elmomento que él crea conveniente. Túsabrás reconocer las señales en ellibro rojo. Y, por favor, cuídate.

Ciao, mio carissimo bambino.

Claudio Contini-Massera

El fraile aguardaba, y yo me sentíaobservado inquisitivamente. Supongoque mi rostro reflejaba ciertadesconfianza. Nunca he sido buenjugador de póker; es fácil adivinar miestado de ánimo. Tal vez fray Martucciestuviese pensando qué sería lo que vioen mí el tío Claudio para legarme algoque consideraba de sumo valor. Pero sisoy un hombre que no sabe ocultar susemociones, en cambio, sé leer el rostrode las personas. Y mi intuición me decíaque aquel hombre ocultaba algo, aunquesu actuación a todas luces parecía

sincera.—¿Cuándo recibió esta nota de mi

tío?—Hace un año y medio.—¿Un año y medio? —repliqué con

extrañeza.—Su tío sospechaba que podría

morir en cualquier momento.—¿Acaso estaba enfermo y yo nunca

me enteré?—Hay muchas cosas de las que

usted nunca se enteró —respondió elfraile, evasivo.

—Es verdad —dije, sintiéndomeculpable.

Seguimos caminando, y al ver que él

no parecía tener intenciones de hablar,me pregunté qué hacía yo allí, en uncementerio protestante, con un curaevidentemente católico.

Después de unos minutos frayMartucci se detuvo y fijó la vista en lapunta de la pirámide de Cayo Cestio.Aproveché para observarlodetenidamente, tenía un perfil cortante.Su nariz afilada se recortaba contra elcielo dándole un aspecto hierático.Empecé a impacientarme, y cuandoestaba a punto de abrir la boca, él miróla nota que yo conservaba en las manosy dijo:

—Hace años yo trabajaba en el

Matenadaran, en Armenia, una de lasbibliotecas de manuscritos más rica delmundo, para entonces contaba con cercade catorce mil ejemplares, algunos delos cuales ayudé a traducir. Infinidad delibros, tratados y ensayos antiguospasaron por mis manos. Soy restauradory poseo una maestría en lenguas muertas.Trabajé en ese lugar por cerca de treintaaños, me gané la confianza de esa gente,y tuve la oportunidad de realizarinvestigaciones arqueológicas encualquier lugar de Armenia y los paísesadyacentes. Y su tío era aficionado a lasantigüedades. Fue varias veces a hacernegocios a Armenia; en uno de esos

viajes encontramos algo que élconsideró muy valioso.

—¿Y no era ilegal sacar de alládocumentos o piezas arqueológicas?

—Depende… en el caso deldocumento que interesaba a su tíoClaudio no era tal. No se trataba de unareliquia ni algo que tuviera valorhistórico antiguo. Fue puesto allídespués de terminada la SegundaGuerra.

—¿Por quién? ¿De qué trataban esosdocumentos?

—Digamos que más quedocumentos, eran apuntes de estudioscientíficos relacionados con la genética,

estudios realizados por uno de los nazismás perseguidos.

—No comprendo cómo pudo alguiendejar documentos supuestamente tanvaliosos en un lugar tan visible comouna biblioteca.

—¡Ah!, eso no fue así de sencillo.Ni fue en la biblioteca. Le explicaré.Fue en el complejo de Noravank. Estácompuesto por la iglesia principaldedicada a San Juan el Precursor; SurpKadapet, la de San Gregorio: SurpGrigor, y la de Santa Madre de Dios,Surp Astvatsatsin. Las tres están unidaspor medio de túneles y catacumbas. Laiglesia principal se construyó en el siglo

XII, y debajo de ella yacen los restos deotra construida en el siglo IX. Como ledije antes, he pasado muchos años de mivida en Armenia, en calidad de«prestado por la Iglesia Católica» mitrabajo era traducir los manuscritos ylibros, pero en mi calidad deinvestigador tenía entrada libre a losrecovecos del monasterio, y créame, haylugares donde preferiría no haberentrado.

—¿Quiere decir que los documentosestaban en las catacumbas?

— S í , Signore. Y lo supe porcasualidad. Pero junto a los documentoshabía un pequeño cofre. Y me temo que

jamás debimos tocarlo.—Fray Martucci, le ruego que sea

más explícito.—Lo extraño de todo, es que la

inscripción que encontré en lascatacumbas estaba grabada en armenioantiguo, por lo que inicialmente penséque se trataba de los restos de algúnreligioso. —Prosiguió él sin hacermucho caso de mi solicitud.

—Y da la casualidad de que usted esexperto en ese idioma. —Apostillé, unpoco fastidiado del despliegue deconocimiento que hacía el cura.

—Justamente, don Dante.Justamente. Era una rara inscripción que

no pertenecía a ese lugar, pues nomencionaba el nombre de algún difunto,sino unas palabras: «Aquí está. Quien nocomprenda el significado morirá». Ydebajo de una cruz latina: «La ira divinarecaiga sobre el profanador». Teníatallados en sus cuatro ángulos unossímbolos en forma de rayos. Alprincipio no supe definir qué eran, puesentre las figuras encontradas en Armeniase encuentran las primeras esvásticas ycruces, con una edad de más de nuevemil años antes de Cristo. Fue después,cuando supe el contenido, quecomprendí que eran unas esvásticasnazis. En esa ocasión salí de allí sin

tocar nada, y lo primero que se meocurrió fue llamar a mi gran amigo, sutío Claudio. Él se interesó muchísimopor lo que le dije, y fue a verme aArmenia.

No pude dejar de sonreír. El tío meestaba gastando una broma. Una muyelaborada. También se me ocurrió enese momento que era posible que elfraile quisiera sacarme dinero a cambiode algún fantástico secreto oculto enalgún lugar de Armenia.

—Mire, Fray Martucci. No creo serla persona indicada. Usted y mi tío

andaban muy descaminados, no veo quétenga que ver todo aquello conmigo, ytampoco estoy seguro de que la carta seade él. ¿Cómo sé que no es una burdatrampa para sacarme dinero? Leadelanto que no tengo ni un centavo.

—Eso lo sé. Y también lo sabía sutío antes de morir. Pero no se preocupe,que los dos millones que le entregó parasu viaje a América están a buen recaudo.

Esta vez fue como si recibiera unode esos golpes que los pugilistas llamanknock out. ¿Quién era este hombre?

Debió notar mi aturdimiento, pues seapresuró a aclarar:

—Su corredor de bolsa era un

estafador. Si usted acostumbrara leer lasnoticias en las páginas de economía,sabría que hoy en día está en la cárcel.Hemos seguido sus pasos, don Dante.Fue idea de su tío. Él era un buenhombre, pero le desagradabadesperdiciar el dinero. ¿Recuerda a suamiguita, la dueña de la floristería? Fueella quien le presentó a Jorge Rodríguez,en quien usted confió ciegamente. DoñaIrene es una mujer de cuidado. Sunegocio de flores de Colombia es unatapadera de uno más nefasto y peligroso.

Sentí que me faltaba el aire. Caminévarios pasos en dirección a la tumbamás cercana y me senté en la lápida. Un

gato saltó de algún lado y se alejódespués de enseñar los dientes. FrayMartucci continuó donde estaba, hastaque decidió hacerme compañía.

Yo tenía las manos sujetándome lacabeza, para cerciorarme de que todavíaexistía. Escuché sus pasos lentos venirhacia mí y me fijé en sus zapatos depuntas desgastadas.

— Cr é a me , Signore Dante, nonecesito su dinero. Tengo suficiente, ysin embargo vivo casi como un asceta.Mi vida son los libros, y si hago esto espor petición de mi amigo Claudio. Fueel único de los Contini-Massera que metrató con la cercanía de un pariente.

¿Sabía usted que quiso dejarme parte desu fortuna? ¿Pero qué haría yo con tantodinero? Entonces decidió que haría unagenerosa donación a la iglesia a la cualpertenezco, la Orden del SantoSepulcro. Gracias a ello, soy hoy en díael abad; pude haber sido arzobispo,¡cómo no! ¡El dinero abre muchaspuertas!, pero también acarreademasiados compromisos. Por otrolado, soy feliz como estoy, hace añoshice votos de humildad.

—Fray Martucci, usted debe saberquién soy. Lo único que hice fueterminar mis estudios porque debíahacerlo. Me he acostumbrado a vivir

pensando en que algún día recibiré unaherencia, no creo tener la capacidad deenfrentar la vida, mucho menos hacermecargo de un secreto que no termino decomprender.

—Pues algo muy diferente debiópensar su tío acerca de usted. Él sabíaque moriría y deseaba dejarle algo muyvalioso para él, más que toda su fortuna.

—Casi podría comprender todo loque dice, pero ¿por qué el misterio?

—No es por mí, don Dante, es porusted, para resguardar su seguridad. Amí no me hubiera costado nada citarloen mi abadía, o dejar que nos vieranconversando ayer, en el jardín. Pero

cuantos menos se enteren que usted y yoestamos vinculados, más seguro estaráusted.

—Sé que él me quería como al hijoque nunca tuvo. Pero dejó de frecuentarnuestra casa. Parece que cuando murióel abuelo hubo problemas con mi madrepor la herencia que hubieracorrespondido a mi padre si estuviesevivo. A partir de ahí empezaron losproblemas con mamá. Era yo quien iba averlo llevado por Pietro.

—El padre de Claudio fue unhombre muy cuidadoso de sus bienes,supo a quién dejárselos, sin duda. Consu perdón, don Dante —agregó

Martucci.—Pierda cuidado, que sé cómo es

mi madre. Pero tío Claudio no teníaningún derecho a abandonarnos.Siempre que yo iba a verlo sentía comosi estuviese cometiendo una falta, teníaprohibido hablar con él, hasta que meenfrenté a mi madre —concluyó Dantecon tristeza.

—Nunca los abandonó. Se hizocargo de ustedes, sólo que no volvió atratar a su madre como antes. Y respectoa esto, creo que ya es tiempo de queusted sepa algo que es crucial: su madrey su tío Claudio fueron más quecuñados. Usted es hijo de mi buen amigo

Claudio. Usted tiene su sangre.La mirada de Martucci se posó en

mis facciones esperando algunareacción, supuse. Pero la noticiamerecía más que un gesto facial o unsobresalto en mis ojos. Simplementesentí que me había quedado inmóvil a lapar que miles de pensamientos seagolpaban en mi mente. Ese día habíasido para mí como abrir el Libro de lasRevelaciones. Lo que siempre habíaanhelado, era realidad. Y entonces,después de su muerte, me enteraba queel hombre que yo más respetaba yamaba, había sido mi padre. Que mimadre se hubiese enamorado de él, no

me provocaba ninguna aversión. Muchasveces llegué a pensar que hubieranpodido casarse, ¿por qué no lo habríanhecho?

—¿Me escuchó usted?—Lo escuché.—Claudio Contini-Massera estuvo

enamorado de su madre toda la vida.Pero ella eligió al hermano, Bruno. Erael mayor, y por tanto, heredero principalde la fortuna de la familia. Sin embargo,su tío Claudio y la madre de usted sesiguieron viendo, fue así como usted fueconcebido, Signore mío. A la muerte desu padre, los amores de elloscontinuaron, pensé por lo que él me

contaba que llegarían a casarse, perodoña Carlota no amó nunca a Claudio.Creo que no amó a nadie. Discúlpeme sime expreso así della sua mamma, peroes la verdad. Cierto día llegó Claudio yla encontró con un jovenzuelo en lacama, uno de los tantos que ella gustaballevar, y se hartó. Claudio era el albaceade la pequeña fortuna que usted heredóde su padre, y ella tenía que avenirse alo que mi gran amigo proporcionarapara su sustento, aún así, recibió más delo que se había dispuesto.

Comprendí muchas cosas. TíoClaudio había sido mi padre, por ello secomportaba como tal. Yo era su vivo

retrato, tal vez todos se habrían dadocuenta de ello, y fui el último enenterarme de la verdad. Martucci, pormomentos inexpresivo, parecía lucharconsigo mismo para no dejar aldescubierto su preocupación, como siquisiera evitar a toda costa que yocaptase sus sentimientos.

—Existe un detalle, signore, y esnecesario que me prometa que quedaráentre nosotros, antes de que yo se lodiga.

Para ese momento yo era capaz deprometer cualquier cosa.

—Lo prometo.—Como ya le dije, usted es hijo de

Claudio, pero también es hijo de sumadre, doña Carlota. Sin embargo, ellacree que usted no es hijo de Claudio nide ella.

Fue demasiado. Me aparté un pocodel fraile para poder examinarlo mejor.Era indudable que el hombre estabaloco.

Capítulo 6

Cementerio Protestante, Roma

Noviembre 12, 1999

—Sé que lo que le estoy diciendoparece una aberración, signore Dante,pero tiene su explicación. Claudiodeseaba tener un hijo, y embarazó a sumadre, doña Carlota, cuando se casócon Bruno. Después de nueve meses dioa luz, pero el recién nacido le fuepresentado muerto. Tiempo después,cuando usted tenía casi dos años, su

padre, Claudio, lo llevó donde a sumadre, Carlota, haciéndolo pasar comoun niño recogido. «Es por el niño queperdieron» le dijo, y Bruno lo aceptó demuy buena gana; siempre fue un hombrede buen corazón. La sua mamma, sinembargo, siempre tuvo reparos, puespensaba que usted era el producto dealgún amorío de Claudio. Con el tiempoél la convenció de que en realidad era elhijo de una prima lejana que vivía enSuiza, una jovencita que no podíahacerse cargo de usted —terminó deexplicar Martucci, haciendo caso omisode mi estupefacción.

—Lo que me está diciendo es

increíble. ¿Por qué tanto misterio? Nologro comprender…

—Nadie debe enterarse de que ustedes hijo de Claudio-Contini Massera.Especialmente su madre. Su vidacorrería peligro —me interrumpió él. Yde inmediato agregó—: ¿Recuerda loque dice la nota que acaba de leer? Yoestaba presente cuando la escribió.Habla de unas señales que usted sabráreconocer. ¡Tengo tanto que contarle!Todo esto tiene que ver directamentecon lo que encontramos en Armenia.

—Entonces explíqueme, por favor,desde el principio —precisé,armándome de paciencia.

—Tiene razón. Lo haré. Yo cometíel error de comentar lo de la inscripcióna mi amigo Claudio. Él siempre fue unhombre con gran poder de persuasión, y,la verdad, a mí no me faltaba sino unleve empujón para decidirme a hacerlo,me refiero a lo que sucedió en Armenia.Una noche fuimos a las catacumbas delmonasterio antiguo. Según nuestroscálculos debíamos estar a unos quincemetros bajo tierra, tal vez más, puespara bajar a ellas el camino tienemuchas vueltas y revueltas, subidas ybajadas. Muy a mi pesar, Claudiorompió la losa donde estaba lainscripción. En el nicho, un cofre de

pequeñas dimensiones parecíaincrustado en la piedra. Yo no me atrevía tocarlo. Sentí que si lo hacía la iradivina caería sobre mí. Pero Claudio notitubeó y lo arrancó de su lugar. Alhacerlo, ocurrió algo extraño, apenas lotuvo unos segundos en sus manos, losoltó como si el mismísimo fuego delinfierno le quemase las manos. Tambiénhabía un tubo que contenía unosdocumentos.

El fraile se alisó maquinalmente larala cabellera y noté que sus manostemblaban. Sus enormes pupilasparecidas a las de un búho parecieronagrandarse aún más. De pronto tuvo un

acceso de tos.—No tomé suficiente atropina. Sufro

de asma desde que… —dejó laspalabras en el aire y guardó silenciomientras sus ojos repentinamentecansados reposaron sobre las lápidas.

—Todo lo que me ha contado es muyinteresante, pero no veo qué tengo yoque ver en todo esto —precisé.

—Su tío Claudio deseaba que ustedconservara los documentos y el cofre.Decía que era la persona indicada.Créame, su contenido es poderoso, es…monstruoso. Me temo que fue una de lascausas de su muerte. Él era un hombreobstinado. No quiso devolver el cofre a

su lugar y lo llevamos con nosotros, apesar de mi reticencia. A partir de esanoche Claudio no volvió a ser el mismo,parecía haberse apropiado de él unaespecie de locura.

—¿A qué se refiere? —indagué concuriosidad.

—Cuando traduje parte de losdocumentos que estaban escritos enlatín, nos enteramos de que se trataba deminuciosos apuntes de estudios degenética. Y su padre, Claudio, o su tío,como prefiera llamarlo, empezó aobsesionarse con hallar al autor, él creíafirmemente que podía encontrar la formade alargar la vida y preservar la

juventud. De eso hace ya veinticincoaños.

Fray Martucci me miraba comoesperando una reacción. Y yo, porsupuesto, me se sentía examinado.Desde que me topé con Martucci supeque era estudiado con el mismodetenimiento con el que se haría a unespecimen raro. La extraña mirada deFrancesco Martucci no dejaba lugar adudas de que no le importaba serevidente, y aquello me fastidiaba, mecausaba molestia que un extrañoquisiera saber cómo me sentía. Sinembargo, reconocía que había logradocaptar mi atención a pesar de lo

confundido que estaba.—Pero ahora mi tío yace en su

tumba, y para la muerte no hay remedio.—Usted no comprende. Su padre

descansa en paz gracias a usted.Nada de aquello tenía sentido.

Sonreí de manera condescendiente comose hace con los orates, y me encaminé ala salida. Sentí que el fraile me seguía yme volví invitándolo a caminar a milado, pero Francesco Martucci me sujetóla muñeca con fuerza inusitada.

—¡Debe escucharme! ¡No es unabroma ni estoy loco! —exclamó confiereza, sin soltarme—. Falta una partemuy importante de los documentos, y si

usted es lo bastante inteligente ymerecedor del legado de ClaudioContini-Massera sabrá encontrarla. Deello depende el resto de su vida, ¿meentiende?

—No. No comprendo nada. Noquiero saber más de este asuntoestúpido, perdóneme, abad Martucci,pero hasta ahora lo único que me hadicho son argumentos sin sentido. Metrae hasta aquí para entregarme una notaen la que mi tío o mi padre, no dice casinada, aparte de que debo confiar enusted. Y no puedo hacerlo mientras nome explique exactamente de qué se tratatodo. Déjese de frases crípticas como:

«su padre descansa en paz gracias austed», y hable de una vez por todas.Empezando por explicarme: ¿Por quéteme usted por mi seguridad?

Nicholas Blohm

Nueva Jersey, Estados Unidos

Noviembre 10, 1999

Con pesar, Nicholas tuvo que dejar deleer. El parque Prospect empezaba a seralcanzado por el crepúsculo. Tomó laprecaución de replegar el manuscrito sincerrarlo, dejando la parte en la quehabía detenido la lectura como si fuerala tapa y se encaminó a casa contrariadopor la llegada de Linda esa noche. Nopudo escoger el momento más

inoportuno para hacerlo; él deseaba leerel manuscrito, terminarlo antes de que seesfumasen sus letras y apareciera otrahistoria. Al día siguiente iría afotocopiarlo, ¿cómo no se le habíaocurrido antes?

Un poco más tranquilo subió conagilidad los tres escalones que loseparaban de la puerta y notó que habíaluz en el interior. Linda había llegado.Como nunca, detestó que esta vez fuesetan puntual.

—Hola, mi amor —saludó Lindahaciendo un mohín con los labios— porsuerte conservas la costumbre de dejarla llave en la ranura del alféizar.

—Hola… ¿Qué tal el viaje?—¿Es ese el manuscrito que has

escrito? —preguntó ella señalando ellegajo que llevaba Nicholas bajo elbrazo.

—¿Este?, sí.—¿Puedo leerlo?—¡No!… no por ahora, debo hacer

algunas correcciones, no está listotodavía —exclamó con nerviosismo.

—Bien, bien, no es necesario quegrites. Solo quería saber de qué trata.

Linda se sentó en uno de los dossillones de la pequeña sala y cruzó laspiernas. Llevaba unos pantalones cortoscon los bordes deshilachados y estaba

descalza. La ceñida camiseta apenas lellegaba a la cintura acentuando la líneaplana de su vientre. En cualquier otraoportunidad Nicholas se hubieseabalanzado sobre ella para llevarla a lacama. No esa noche. Tenía miedo desoltar el manuscrito.

Tomó asiento en el sillón frente aella, y trató de hilar alguna historia quepareciera coherente para saciar lacuriosidad de Linda, aunque dudaba quede veras estuviera interesada en lo quesupuestamente había escrito.

—Un muchacho recibe al morir sutío, un noble millonario italiano, uncofre que contiene un secreto. La entrega

la hace un fraile amigo del tío, que almismo tiempo es quien lo ayudará adescubrir el poder del cofre, que fueencontrado en las catacumbas de unantiguo monasterio en Armenia, junto aunos documentos que pertenecieron a uncientífico nazi.

—Suena extraordinario.Linda parecía realmente interesada.

Su actitud calmó los ánimos deNicholas. Su posición al borde delsillón con los codos sobre las rodillas ylas manos debajo de la barbilla,indicaba su expectativa.

—¿Lo crees?—Por supuesto. No está dentro de la

línea argumental de tus novelas, ¿dóndeobtuviste la idea?

—Tal vez la soledad es buenacompañía —dijo Nicholas casi sinpensarlo.

—¿Y quién era el científico nazi? —preguntó ella, sin prestar atención a laindirecta.

—Un médico que hizo muchosexperimentos.

—No me lo digas, ¿no seráMengele? «Josefh Mengele, el ángel dela muerte» —afirmó Linda en tonotétrico.

—Pues, sí… es él —contestóNicholas contrariado. No lo sabía y no

lo iba a admitir. Le pareció extraño queella supiera quién era el alemán.

—¿Qué sabes tú de Mengele?—Vi un documental donde el tipo

había cosido a dos hermanos gemelospara ver qué sucedía. El nazi era unasco. ¿Y cuál era el secreto que conteníael cofre?

—La fórmula de la eterna juventud—dijo Nicholas con rapidez. No supoqué le indujo a hacerlo, pero la idea noera mala. Ya vería después como evadirla curiosidad de Linda, que se leantojaba extraña, pues jamás se habíainteresado en sus escritos.

—Podría ser tu mejor novela.

—Igual creo yo.—Iré a darme un baño, pedí comida

china, debe estar al llegar, por favor,recíbela. —Con un rápido gesto, Lindase quitó la camiseta y desnuda de lacintura para arriba se perdió tras lapuerta del baño.

Nicholas aprovechó para echar unaojeada al manuscrito. Comprobó quetodo continuaba tal como lo habíadejado, fue a su habitación cerró elmanuscrito dejando como tapa la hoja enla que se había quedado y lo guardó enel último cajón de su escritorio. Escuchóel timbre y fue a recibir la comida china.Sacó un billete, se lo dio al mensajero y

le dijo que se quedase con el cambio.Todo un lujo. Pero el día había valido lapena, estaba eufórico, la novela erabuena, sería suya, total, el autor estabamás muerto que Claudio Contini-Massera, pensó Nicholas. Dispuso lamesa y esperó a que Linda apareciera.Ella salió del baño envuelta en su bata,como era costumbre. Nunca supo porqué Linda prefería usar su ropa, alprincipio le agradaba, pero en esosmomentos le causaba fastidio. Prefiriócallar, tendría que encontrar el momentoapropiado para decirle que todo habíaterminado.

La cena transcurrió demasiado

tranquila, Linda parecía esperar a que éliniciara algún tipo de interrogatorio yNicholas no tenía el menor deseo dehacerlo. Los primeros momentos deeuforia se habían desvanecido y elambiente cada vez se tornaba máspesado.

—He pensado… —dijeron los dosal unísono.

—Dime.—No. Dime tú.—Está bien. He pensado que ya no

es factible que sigamos juntos —empezóa decir Nicholas.

—¿Estás viendo a otra?—¡No! —reaccionó él.

—¿Entonces?—Parece que no recuerdas que te

fuiste. Me acostumbré a vivir solo, estodo. Tengo más tiempo para dedicarmea escribir, ya ves, he concluido unanovela y estoy en proceso de revisión…

—Nicholas, me comporté de maneraegoísta al irme a Boston, lo asumo, peroestos meses lejos de ti me han servidopara comprender que te amo y que deseovivir contigo. ¿Por qué no nos damosotra oportunidad?

—Yo en cambio, en estos mesescomprendí que puedo vivir solo. Noquiero pasar por todo otra vez. Quisedecírtelo por teléfono pero apenas me

dejaste hablar. Necesito tranquilidad, esla verdad, no hay otra mujer ni estoysaliendo con nadie.

—Trataré de no estorbar, Nicholas,no sentirás mi presencia.

—No es cierto. Te conozco, Linda,sí notaré tu presencia. Debiste pensarlobien antes de irte.

Linda dejó los palillos chinos sobreel plato, estudiando el resto de lostallarines como si en ellos pudieraencontrar las palabras adecuadas. Unaligera arruga se dibujó en su frente.Cruzó la bata para cubrir sus pechos,como si fuera consciente de que ya novalía la pena mostrarlos.

—Me iré mañana temprano —dijo.Recogió los platos de ambos y los llevóa la cocina.

Nicholas conocía bastante a Lindapara saber que era posible que ellallorara mientras lavaba la vajilla, perono consideró ir a consolarla. No sentíael menor asomo de piedad, tampoco eraalgún rezago de orgullo herido,simplemente, no deseaba su presencia.

—Puedes dormir en el cuarto de allado —dijo antes de encerrarse en suhabitación.

Volvió a abrir y dejó fuera delcuarto la valija de Linda. Fue alescritorio, y abrió el último cajón. Allí

estaba, como sonriéndole, con su espiralde un extraño color verdoso plateado.Parecía vivo. Lo sacó y lo puso sobre elescritorio bajo la lámpara. No pudoevitar el temblor de sus manos pero fuerecobrando la serenidad al ubicar lalínea en la que había quedado.

Capítulo 7

Yerevan, Armenia

1974

Claudio Contini-Massera esperópacientemente a que terminasen deexaminar su pasaporte. No era laprimera vez que llegaba al aeropuertode Zvartnotz. Las mismas largas filas degente tratada con singular desidia porparte de los empleados de aduanaesperaban su turno. El oficial miró lafoto de su pasaporte una vez más,

chequeó las anteriores entradas ysalidas, hizo un gesto casi imperceptiblecon los labios y dio media vuelta. Fuedirecto hacia un personaje que parecíaser su jefe, este levantó la vista despuésde mirar el pasaporte y al ver a Claudiose acercó solícito.

—Disculpe a mi camarada, señorContini, es nuevo en el cargo —le dijoen ruso.

De inmediato, el oficial anteriorselló el pasaporte en silencio yextendiendo el brazo, lo puso en susmanos.

—Gracias, camarada Korsinsky —dijo Claudio dirigiéndose al oficial

superior.—Bienvenido a tierra Armenia,

camarada Contini. Por favor, salude alcamarada Martucci de mi parte —indicóel soviético, mientras lo acompañabahacia el despacho de equipaje.

—Con mucho gusto, camaradaKorsinsky —correspondió Claudio,mientras alargaba la mano disimulandoun sobre.

De forma habilidosa estedesapareció casi milagrosamente y fue acaer en alguno de los bolsillos deluniforme que vestía Korsinsky.

El conde Claudio Contini-Masseraponía especial cuidado en viajar con un

pasaporte en el que no figurase su título,algo arriesgado y problemático en esepaís. El régimen comunista instaurado enArmenia no solo tenía mano férrea sobresus habitantes; también con cualquieraque representara la clase a la que másodiaban: la nobleza. Y para que sirvierade advertencia a los que pisaban tierraArmenia, la estatua de Stalin reinaba enel parque Victoria, como baluarterecordatorio de quién ostentaba elpoder. Claudio debía pasar comoarqueólogo, estudioso de religiones ylenguas antiguas, e italiano simpatizantede los comunistas. Y aunque nadie secreyera el cuento, mientras hubiera

dinero de por medio todo caminaba máso menos bien. La corrupción imperanteen Armenia había dejado de lado lasdiferencias de los bandos que durante laguerra se dividían entre orgullosossustentadores de las teorías racialesarias y los simpatizantes de la doctrinacomunista. Ahora ambos estabanobligados a rendir pleitesía a lossoviéticos. El sufrido pueblo armeniosabía que el color del dinero noimportaba tanto como sobrevivir. Ycomo suele ocurrir, los que estaban depaso hacían los mejores negocios,siempre y cuando algunos representantesdel Soviet Supremo obtuviesen su

tajada.Claudio Contini-Massera había

logrado rescatar de algunos lugarespoco frecuentados valiosas antigüedadesy reliquias con la colaboración de lasautoridades del «incorruptible» sistemacomunista. Un fajo de billetes bastabapara calmar sus ánimos patrióticos, queluego servía para libar el vodka que contanto afán ingerían en su afán derecordar a la Madre Patria, o paraacumular la riqueza de la que tantodenostaban en su propaganda política.

La vieja camioneta de FrancescoMartucci aguardaba fuera delaeropuerto. Claudio fue directamente

hacia ella, lanzó su maleta en la parte deatrás y abrió la puerta. Un beso cariñosoen la mejilla rubricó una vez más laamistad con su querido amigoFrancesco.

—Vine lo antes que pude —dijo,mientras frotaba sus manos cubiertas conguantes de cuero.

—Hace mal tiempo —murmuróFrancesco. Puso en marcha el vehículo,y sus cabellos se alborotaron por elviento que se colaba como un cuchillopor el vidrio mal cerrado de laventanilla—. Temía que fuera aretrasarse el vuelo, no me gusta conducirde noche —agregó en voz alta para

dejarse escuchar.—¿Cuándo te decidirás a cambiar

este montón de lata? —preguntó Claudioen tono de chanza.

—Mientras menos llame la atención,mejor para mí —afirmó Francesco. Porlo demás, esta camioneta es todo lo quenecesito.

—¿Iremos directamente a…?—Ciento veinte kilómetros es un

largo trecho… y a estas horas…—De día puede vernos alguno de tus

camaradas, ¿no consideras que salgamosde esto de una vez ahora?

—Bien. Como digas —contestóFrancesco a regañadientes.

Casi transcurridas dos horas, elantiguo complejo de monasterios sepodía vislumbrar ya desde el camino.Situado en un cañón de la comunidadrural de Areni, cerca de la ciudad deYeghegnadzor, el monte Ararat con suspicos eternamente blancos lucíamajestuoso detrás de las antiquísimasedificaciones, acentuando su siluetaoscura como una imagen fantasmal.Francesco detuvo la camioneta pocoantes de llegar, resguardándola bajo unárbol. Quiso ser precavido aunque yaera casi noche cerrada.

—Tengo las linternas en la parte deatrás. Y llevo pilas de repuesto. —

Francesco hablaba consigo mismo,mientras enumeraba los objetos quedebería llevar—. Cerillos, cascos, agua,la pala la tengo abajo, al igual que elpico, llevaré un par de estas… —Cogiólas bolsas de lona y tapó el resto de lacarga que había en la camioneta conplástico grueso poniendo cuidado enintroducir los bordes en las esquinas.

—¿No necesitaremos dinamita? —preguntó Claudio.

—¿Estás loco? —El monasterio senos vendría encima.

—Bromeaba —aclaró Claudio conun guiño.

—Quiero verte bromear allá abajo

—dijo Francesco, y se encaminó a lapequeña entrada de una de las iglesiasdel complejo, encajándose el casco.

La puerta bellamente tallada enmadera clara no se acercaba a las ideaspreconcebidas por Claudio. Bajo el hazluminoso de la linterna de mano, elentramado de filigrana se destacabaentre la luz y las sombras. Francescoabrió el candado rudimentario queparecía colocado allí claramente enépoca reciente, y la puerta, gruesa ypesada, giró sobre sus gozneslentamente, empujada por él. Invitó aentrar a Claudio y pasó el cerrojo desdeadentro. La austeridad de las paredes de

piedra oscura que la luz de la linternasólo lograba iluminar con un débil rayono ayudaba mucho a examinarlo todocon minuciosidad. Se debía saber elcamino de memoria como lo conocíaFrancesco, para andar con sus pasosseguros y rápidos. Una fisura en la paredde piedra que a Claudio no le pareciómás que una de las tantas tallassemejando portales se abrió lentamenteal ser presionada por su amigo. Altraspasar el umbral, la oscuridad lostragó por completo. Claudio encendió lalinterna de su casco y siguió caminandodetrás de Francesco que ya bajaba porunas rudimentarias gradas de piedra.

Contó veinte escalones que se ibancurvando hasta llegar a otra puerta,bastante similar a la anterior; estaexhibía un enorme crucifijo de hierro.Luego de abrirla siguieron bajandoquince más y llegaron a una galeríadesde donde salían varios ramales.Francesco tomó el que iba hacia abajo.A medida que avanzaban el aire setornaba enrarecido. Un ligero olor aazufre llegó a sus narices, mezclado contierra, moho y humedad.

Otra galería, y más caminos.Francesco tomó un corredor largo, cuyosmuros de tierra parecían quererdesprenderse en cualquier momento. Un

laberinto de sendas se perdían a uno yotro lado, unas bajaban, otras subían,pero los pasos de Francesco,familiarizado con la ruta, se dirigíanhacia un punto determinado de maneraprecisa. Largas filas de nichos en cuyosfrentes se exhibían tibias cruzadas y enocasiones uno o dos signos en armenioantiguo, o un par de palabras en latíneran todo adorno de las tumbas. Tras unlargo recorrido por un túnel adornadocon calaveras incrustadas en lasparedes, el camino se dividió en dos.Francesco tomó el de la derecha y siguióbajando; Claudio hizo notar que allíabajo el ambiente era menos cargado.

—Hay chimeneas —explicóFrancesco, apuntando unos agujeros enla roca—. Creo que llegan hasta lasparedes de la garganta. Según miscálculos, el desfiladero debe quedar deeste lado. —Indicó dando una palmadaal muro derecho, mientras seguíabajando por el angosto caminoempinado.

—Las debieron hacer losconstructores para poder respirar —apuntó Claudio apresurando el paso.

—Aquí es —anunció Francesco,señalando el umbral arqueado al finaldel camino.

Se adelantó y Claudio penetró tras

él.Un nicho cubierto por una piedra,

difería claramente de los demás. Y noparecía ser tan antiguo como los otrosseis. Sus dibujos e inscripciones lohacían resaltar: En la parte de arriba, lainscripción en armenio que habíamencionado Francesco, incomprensiblepara Claudio. Debajo, la cruz querezaba en latín: «La ira divina recaigasobre el profanador».

—Evidentemente son crucesgamadas. Símbolos nazis. Extraño, ¿no?

—Ya en el período mesolítico lasusaban. Entre las figuras encontradas enArmenia se encuentran esvásticas y

cruces, con una edad de más de nuevemil años. Tal vez relacionadas conalgún evento celestial —explicóFrancesco, en tono solemne, como sidictara una de sus clases.

—¿De quién es la tumba?—Probablemente de alguien

importante.—O de algo —argumentó

Claudio―. Sugiero que la abramos parasalir de dudas. Los nazis ocultaronenormes cantidades de oro en los sitiosmás insospechados.

—Oh, no. Si alguien la va a abrirque seas tú. Yo tengo miedo de la iradivina.

—Eres un investigador, Francesco,un científico, no puedes dejarte influirpor cosas tan simples comoinscripciones en tumbas. ¿Qué hacíaspor aquí? ¿No es acaso el sueño de todocientífico, encontrar una tumba comoesta y analizar su contenido?

—Tumbas antiguas, Claudio, y estano debe tener más de veinte años. Medejo llevar por la intuición, creo quedeberíamos salir de aquí.

—Vamos, amigo, si de verascreyeras lo que estás diciendo no lohabrías mencionado en nuestra últimaconversación. Sé que deseas saber tantocomo yo qué significa todo esto.

—Hablamos de muchas cosas, fueuna simple mención que tomaste muy enserio. Ya has reunido tantas reliquias,que has dejado de sentir veneración porellas, lo tuyo se ha convertido enmercantilismo puro y simple.

Claudio sacó de uno de sus bolsillosuna Minox; una pequeña cámara de nomás de cinco centímetros de largo pordos de ancho, con flash incorporado.Tomó varias fotos de las inscripciones.Se quitó la chaqueta, la dejó a un ladoen el suelo de tierra y agarró el pico.Trató de despegar por los bordes lapiedra que hacía de losa. Parecía estaradherida con argamasa, era imposible

moverla. Comenzó a golpearla y poco apoco fue resquebrajándose ante lasduras embestidas del pico que Claudiomanejaba con la habilidad de unexperto.

—No sabía que habías sidopicapedrero —murmuró Francesco,tratando de alejar el temor que sentía,dando a sus palabras un tono sarcástico.

—Yo tampoco lo sabía, hasta ahora—contestó Claudio, sofocado por elesfuerzo y el polvo.

Continuó por espacio de media horay se detuvo jadeante. El sudor habíaempapado su camisa. Francesco lealcanzó la cantimplora y Claudio bebió

varios sorbos seguidos.Tras unos cuantos golpes más, dados

con renovados bríos, la piedra sequebró en varias partes, como si de unrío con sus bifurcaciones se tratase.Claudio fue quitando los pedazos concuidado y a la luz de la linterna delcasco, distinguió una caja de pequeñasdimensiones y una forma tubular casi alfondo del nicho.

—¡Eureka! Francesco, creo queencontramos algo.

Terminó de quitar el último pedazode losa y agarró el cofre. No pudosacarlo, parecía estar pegado en la base.Tomó una espátula del bolso de

herramientas para desprender poco apoco el pegamento y cuando estuvoflojo, tiró de él con fuerza. Lo dejó enmanos de Francesco y alumbró el nichocon la linterna. El tubo de metal yacía enuno de los ángulos. Metió el brazo hastaalcanzarlo; al examinarlo calculó quedebería tener unos cuarenta centímetrosde largo y cuatro de diámetro.

Claudio buscó el cofre con la miraday vio que Francesco lo había depositadoen el suelo. Dejó el tubo a un lado, en latierra, y agarró el cofre. Era bastantepesado, estaba cerrado y parecíahermético, se ayudó con la linterna paraver cómo podía accionar el mecanismo

para abrirlo. Finalmente decidió forzarla ranura con el filo de la espátula, y depronto, como si involuntariamentehubiese accionado algún dispositivo, latapa saltó hacia arriba. El contenido debrillo azulado iluminó la cueva como siun fuego artificial se hubiese encendidode repente. Claudio, sorprendido, soltóel cofre. Una especie de roca brillanterodó por el suelo y fue a dar a un rincóndesde donde despedía un fulgor azul queactuó como hipnotizador. Los hombresse quedaron un buen rato sin poderapartar la mirada del objeto, hasta queFrancesco se cubrió los ojos y exclamó:

—¡Por el amor de Dios, Claudio,

recoge esa cosa y métela en el cofre!Claudio pareció despertar de su

abstracción y cogió la piedra brillante.La sintió fría al tacto a través de susguantes de cuero; la depositó en el cofrey lo cerró. Se escuchó un leve «clic».

—¡Oh Dios mío!, nos hemosquedado ciegos… —murmuróFrancesco.

—No… aguarda, esa cosa… creoque nos ha deslumbrado.

Después de largos segundos, demanera gradual las linternas volvieron adar forma a las sombras e iluminaron elnicho ahora vacío.

—Creo que debemos dejarlo todo

como estaba —musitó Francesco. No megusta nada todo esto.

—Imposible. Aunque quisiera, nopodría. La losa está hecha añicos, y yodeseo saber qué hay en este tubo —dijoClaudio intentando abrirlo.

—No. Por favor, si lo vas a abrirque sea afuera. No deseo que nos ocurraalgo extraño en este lugar. Debemossalir —urgió Francesco.

Claudio recogió el cofre y el tubometálico y los metió en la bolsa de lona.

—Recuerdas el camino, supongo —musitó Claudio por decir algo.

Francesco sólo lo miró. Y fuesuficiente. Durante el regreso a Yerevan

no abrió la boca sino para decir quepasaría por el hotel al día siguiente almediodía.

Capítulo 8

Yerevan, Armenia

1974

Francesco Martucci se sentíaemocionalmente agotado. Dejó aClaudio a las puertas del hotel y sedirigió a su humilde vivienda. Tenía unahabitación alquilada en casa de unaviuda. Ella y su hija ocupaban una solahabitación y en las tres restantes vivíanotras familias. La pieza que daba a laparte de atrás, y no tenía más vista que

la del patio de otra casa igual dedescuidada, era su refugio. Pudierahaber vivido mejor, pero FrancescoMartucci era un hombre acostumbrado ala vida sencilla, a pesar de que suempleo como profesor de arqueología yde historia del arte le daba acceso amuchos lugares inaccesibles a otros. EnYerevan todo estaba controlado por elsistema comunista, y se considerabaafortunado de tener un cuarto para élsolo. El principio había sido duro, peroiba recomendado por funcionarios quetrabajaban con el gobierno, y cuando enun país como Armenia se tenían ciertoscontactos, la vida podía ser más

llevadera. Y todo ello gracias a su buenamigo Claudio Contini-Massera, y aldinero que él repartía tan pródigamente.Meneó la cabeza al pensar en Claudio,era lo opuesto a él. Le gustaba la buenavida, y no se detenía ante lasdificultades, y cuantas más, mejor.Parecía que sintiese un especial placeren contravenir el orden establecido.Pero esa noche había sido diferente.Presentía que el contenido del cofre ylos documentos podrían acarrearlesgraves problemas. Le había costadobastante trabajo ganarse la confianza delos soviéticos como para venir ahora ameter las narices en algún asunto turbio.

Tendría que aclarar muchas cosas conClaudio al día siguiente. Considerabaque para él la vida había sidodemasiado fácil en todos los sentidosDemasiado.

Claudio Contini-Massera entró alhotel con la maleta en una mano y labolsa de lona en la otra. Eran pasadaslas tres de la madrugada, una hora pocohabitual para llegar del aeropuerto, demanera que caminó con pasos vacilantescomo si estuviese borracho. Si existealgo en lo que los hombres sonsolidarios es en una buena turca. Tocó el

vidrio con un par de golpes; el porteroabrió los ojos y después de parpadearvarias veces lo reconoció.

—Buenas noches, señor Contini —saludó arrastrando las palabras.

—Buenas noches, Boris —contestóClaudio, mientras le sonreía de oreja aoreja. Dio un par de pasos y le puso unamano en el hombro sujetándose confuerza.

—Con cuidado, señor Contini —advirtió el portero al tiempo que sonreíacomprensivo y lo acompañaba almostrador de la recepción. Tocó elbrazo del empleado, que dormitaba.

—Señor Contini… buenas noches —

saludó el hombre al reconocerlo,desperezándose.

—Disculpe la hora… creo que soyinoportuno.

—De ninguna manera, señor. —Abrió el libro de registro y anotó sunombre. Tomó una llave y se la extendió—. Su habitación de siempre —dijosonriendo levemente.

—Muchas gracias, Micha. —Ledeslizó un billete con tal maestría que niel botones lo vio.

—Por favor, camarada, acompaña alseñor a su habitación.

El botones hizo el gesto de tomar labolsa de lona, pero Claudio la retuvo.

—No te preocupes, yo la llevaré,ocúpate de la maleta.

—Como guste —dijo el chico,agradecido.

El ascensor no funcionaba. Subieronlos dos pisos por las escaleras y unpasillo con seis puertas a cada ladoapareció a la vista. Una de ellas era lasuya.

Después de despedir al botones conuna propina, dejó con cuidado la bolsade lona sobre la alfombra. Su necesidadde dormir era urgente. Después vería elcontenido del tubo, requería tener todossus sentidos bien despiertos y en esemomento le pesaban los párpados. No

había pegado ojo desde que saliera deRoma. Terminó de tomar lo que quedabadel vodka del diminuto frasco demuestra con el que se había enjuagado laboca antes de entrar al hotel. Sedescalzó y se echó en la cama sindesvestirse. Quedó dormido casi alinstante.

Lo primero que buscaron sus ojos aldespertar fue el bolso de lona. Sinperder tiempo lo abrió y miró una vezmás su contenido. Allí estaba. Una cajacon apariencia de cofre antiguo y untubo. Sacó la caja y la depositó en la

pequeña mesa frente al espejo. Lavolvió a abrir y contempló su contenido.No brillaba a la luz del día, era unpedazo de metal o algo similar. En unode los lados del cofre, pegado con cintaadhesiva se hallaba un pequeño bultoalargado, forrado en tela acolchada. Conmucho cuidado quitó la cinta adhesiva yabrió la mullida tela que lo cubría;resultó ser una cápsula de un materialsimilar a un vidrio grueso a través delcual podía verse un líquido espeso. Lacápsula estaba sellada. La dejó concuidado sobre la cama y luego fijó suatención en el tubo de metal quequedaba en la bolsa de lona; al sacarlo

observó que tenía una ranura en elcentro, tiró de ambos lados y se abrió.Dentro había un rollo de páginas tamañofolio escritas a mano, en latín. Parecíananotaciones, cálculos y fórmulas.Apuntes en alemán en los bordes conflechas que señalaban algunas palabras,que no le decían nada. Entendía poco delatín. Hablaba alemán, pero era incapazde comprender el significado de lasapostillas. Dio un suspiro, volvió ameterlas en el tubo y lo dejó al lado delcofre que permanecía abierto; guardócon delicadeza la cápsula de vidrio ensu interior y antes de cerrarlo corrió lascortinas. En la penumbra el pedazo

metálico que al principio le habíaparecido una piedra informe volvió acobrar brillo. Una sombra cruzó por sumente y rezó pidiendo estar equivocado.Cerró el cofre y lo observó por fuera.En apariencia, parecía un cofre de losmuchos que se venden en los mercadosde baratijas, una imitación deantigüedad, con partes de madera ydelgadas láminas de hierro a modo delistones. Pero su peso no correspondíacon su inofensiva apariencia. Tal vez lasrespuestas se hallasen en losdocumentos que contenía el tubometálico. Esperaría a que llegaseFrancesco.

El cuerpo atlético de ClaudioContini-Massera fue quedando aldescubierto a medida que se despojabade la ropa sucia y llena de tierra del díaanterior. Se metió en la ducha y elchorro de agua fría lo terminó dedespabilar. Mientras se enjabonabavigorosamente no podía dejar de pensarque el hallazgo podría ser valioso, talvez mucho más que las reliquias y obrasde arte que los hijos de los «purgados»le habían suministrado a cambio de casinada. Expolios que fueron a parar a susmanos, en lugar de su destino final. Yque, Francesco Martucci sin saberlo,había sido indirectamente la conexión.

Sonrió al recordar a su querido amigo.Existían pocas personas con lahonestidad de Francesco. Si élsupiera… Al mismo tiempo temía que elobjeto dentro del cofre fuese peligroso.Empezó a frotarse las manos con vigor,como queriendo eliminar cualquierrastro de contaminación. Después demucho rato, salió de la ducha.

A sus treinta y cinco años, ClaudioContini-Massera era uno de losempresarios más jóvenes de Italia. Laposguerra significó para él un terrenolleno de oportunidades. El resguardo dela fortuna de la familia durante ladictadura de Mussolini había sido una

de las decisiones más sabias queAdriano Contini-Massera, su padre,tomase durante aquella épocaconflictiva, retirándose a su residenciaen Berna. Su hermano mayor, Bruno, elprincipal heredero, tenía la mismatendencia que su padre: sólo sabía vivir,como si ello fuese suficiente. Parecíaesperar pacientemente a que AdrianoContini-Massera sucumbiera a alguno delos muchos achaques que Claudioatribuía más a su inactividad, que acualquier otra causa, para hacer suyo elpatrimonio que, según Bruno, lecorrespondía por derecho.

Adriano, el patriarca de la familia,

podría ser inútil para generar dinero,pero tenía un especial olfato paraponerlo a buen recaudo, y de ningunamanera dejaría en manos de suprimogénito el futuro de los Contini-Massera. Y para sorpresa de muchos,entre ellos, la joven esposa de Bruno, elgrueso de la herencia fue a parar amanos de Claudio. Para 1974 su caudalse había incrementado con empresasimportadoras; gran cantidad de obras dearte y reliquias de incontable valorprovenientes de fuentes non sanctas, quepara Claudio significaba simplementejusticia divina. Según él, era preferibleque estuvieran en sus manos, a que

cayeran en las del régimen comunistaque se había apoderado de gran parte deEuropa, cuyos representantes, para sufortuna, eran muy dados al soborno ytoda clase de «fraudes legales».

Claudio no tenía escrúpulos a lahora de hacer dinero. No después deenterarse de que la propia IglesiaCatólica Romana estuvo envuelta enturbios «arreglos» para salvar a ciertosnazis perseguidos por crímenes deguerra. Quien sufría por ello eraFrancesco, su buen y honrado amigo,pariente suyo en algún grado, a quienconocía desde la niñez por ser hijo de sunodriza. Decían que era hijo bastardo de

Adriano, su padre, pero Claudio nuncapudo comprobarlo. Se llevaban nuevemeses exactos. Y Claudio siempre lotrató como a un hermano, no porqueestuviese seguro de que lo fuese, sinoporque de veras lo amaba, fue sucompañero de juegos, y si no fuese porla inexplicable vocación sacerdotal queinculcó su madre en él, hubiesen seguidoestudiando juntos. Claudio siempreculpó a su nodriza por su separación.Con el tiempo comprendió quedifícilmente se puede inculcar unavocación a menos que exista una semillainterior. Para cuando estuvo preparadopara admitir que se había equivocado,

ya ella estaba muerta y Francesco habíaingresado en la Orden del SantoSepulcro donde prosiguió estudios dehumanidades, especializándose enlenguas muertas. Sus habilidades prontotraspasaron fronteras y fue solicitadopor la Iglesia Cristiana de Armenia paratrabajar en la clandestinidad en unsriptorium, pues habían encontradodocumentos muy valiosos quenecesitaban la mirada de un experto.Allí en sus ratos libres se aficionó a laarqueología. Teniendo en cuenta queArmenia fue uno de los primeros lugaresdonde se desarrolló la civilizaciónhumana, y el primer estado cristiano del

mundo, era fácil adivinar el entusiasmoque significó aquello para Francesco. Enplena ocupación soviética tuvo acceso alas antiguas ruinas de las primerasconstrucciones religiosas datadas desdeel 301 d. C.

Al enterarse por boca de Francescode que tenía relativa libertad paramoverse por Armenia, Ucrania yrepúblicas aledañas, dada laparticularidad de su oficio, nació enClaudio el interés por la arqueología,pero desde un punto de vista práctico.Al igual que para algunos de losfuncionarios soviéticos de aquellaépoca.

La apariencia inofensiva y elexterior humilde de Francesco, le ganóla confianza del régimen. Podía entrar ysalir de Armenia, conseguir lospermisos burocráticos para excavar encualquier lugar y al cabo de varios añosdejaron de enviarle inspectores, pues sedieron cuenta que en las ruinas habíamás polvo y roca que cualquier otracosa. En apariencia.

Capítulo 9

Cementerio Protestante, Roma, Italia

Noviembre 12, 1999 – 10:34 am

La mano de Francesco Martucci en mimuñeca parecía más un gestodesesperado que amenazador. Observéel rictus de angustia que cruzaba surostro, y por un momento estuve tentadode darle un reconfortante abrazo. Aflojóel apretón y bajó los ojos.

—Disculpe, signore. Creo que meexcedí.

—Creo que ambos estamosnerviosos fray Martucci. Ahora debeusted ser claro conmigo y decirme deuna vez por todas qué contenía el cofre yde qué trataban los documentos queencontraron.

—El cofre contiene un elemento, unisótopo radiactivo artificial. Fue lo quebrilló en la oscuridad —explicóMartucci mientras volvíamos aencaminarnos hacia uno de los senderosdel cementerio rodeados de espesaarboleda, que combinaban casi a laperfección con las artísticas lápidas ymausoleos—. Los documentos quecontenía el tubo eran anotaciones que

pertenecían a un criminal de guerrallamado Josef Mengele, según parece,resultado de sus investigaciones.Siempre estuvo interesado en elalargamiento de la vida, lo que muchosllamarían «la fórmula de la eternajuventud».

—¿Cómo pudo Mengele ocultaraquello en Armenia?, era territoriosoviético, creo que los comunistasodiaban a los nazis…

—Mengele tenía muchos amigosarmenios. Uno de ellos, fue el doctorPaul Rohrbach, con quien, en la épocade Hitler, se encargó de comprobar queel verdadero origen de los armenios es

indoeuropeo, por lo que fueronconsiderados arios. De hecho, existió unfamoso batallón, el 812, creado pordecisión de la Wehrmacht, integrado porarmenios. De alguna manera, Mengeleantes de huir para América la primeravez, se las apañó para entrar enterritorio armenio. Curiosamente él teníael tipo físico que ostentan muchosgitanos, supongo que se disfrazó y logróhacerlo. Ese hombre tenía más suerteque el propio demonio. Nunca hablé deestos detalles con Claudio, quien añosdespués llegó a enterarse de lo sucedidoen esa época. No estuve de acuerdo conlo que Claudio hizo, pero era mi amigo,

el único que tuve. Era más que unhermano para mí.

Francesco Martucci se detuvo por unmomento y levantó la mirada que hastael momento había tenido fija en elsendero.

—¿Se refiere usted a que tío Claudiotuvo algo que ver con Mengele?

—Sí. Claudio pensó que podríahacer un magnífico negocio con esoshallazgos y viajó a América en busca deMengele. Supo su ubicación por unoscontactos en el consulado suizo, puesMengele regresó a Europa en 1956, ¿lesorprende? Se encontró en Ginebra consu futura esposa, Martha, y su hijo Rolf.

—Ya nada me sorprende.—Después nos enteramos de que le

fue imposible pasar a Armenia en esaocasión y tuvo que volverse a América.El alemán era para el momento uno delos hombres más buscados por elMossad y un cazador de nazis llamadoWiesenthal, pero no pudieron dar con él,algo sorprendente, pues Mengeletodavía vivía con relativa libertad enArgentina. Cuando encontramos el cofrey los documentos, Claudio se puso encontacto con algunas personas enParaguay y a partir de allí logró ubicarloen una modesta casa en Brasil. ¡Ya paraaquel tiempo era el hombre más

buscado! Pero Claudio tenía un olfatoespecial, para él nada era imposible.Por otro lado, pienso que al famosoWiesenthal le convenía seguir teniendocomo fugitivo a uno de los nazis máscomprometidos con el régimen deHitler, pues le servía de propagandapara su causa. Cuando Claudio loencontró Mengele acababa de superaruna embolia cerebral. El hombre estabaterriblemente asustado, vivíaescondiéndose de todo el mundo y nofue fácil persuadirlo, pero Claudio llevóuna copia de sus apuntes y lo convencióde asociarse con él. Mengele prosiguiócon sus investigaciones en un

laboratorio en Estados Unidos del quesu tío Claudio era socio y fue allí dondeMengele se dedicó a perfeccionar labendita fórmula y a experimentar conClaudio, quien se ofreció de maneravoluntaria. No le quedaba otro camino.Su exposición al contenido del cofre lehabía causado daños irreversibles, soloretardados por el propio Mengele. AClaudio le obsesionaba tanto como aMengele la eterna juventud. Una de lascondiciones era que debería tener unhijo.

—Supongo que por eso fuiconcebido —dije, más como si fuerapara mí.

—Claudio debería tener un hijo quetuviera su mismo tipo de sangre. Fue loque él me explicó. La fortuna una vezmás le sonrió, porque ustedes eranperfectamente compatibles, lo queequivale a que podrían habercompartido cualquier órgano de sucuerpo.

—Según veo, el tío Claudio mehabía convertido en su banco deórganos.

—¡No diga tonterías, signore mio!Pudo tener la oportunidad de extraercualquiera de sus órganos y no lo hizo,¿no se da cuenta?

Como una ráfaga pasaron por mi

mente recuerdos que apenas en esosmomentos empezaban a tener sentido. Atío Claudio, es decir, a mi padre, legustaba viajar conmigo; una vez fuimosa Estados Unidos, a visitar a un señorque según él, era un viejo amigo. Y erade verdad un hombre anciano. Por lomenos a mí me lo pareció. Conservorecuerdos muy agradables de él. A partirde ese viaje tío Claudio me tomóalgunas veces muestras de sangre.Cuando iba a visitarnos a casa, enocasiones llevaba una jeringa y decíaestar preocupado por mi salud. Yo ledejaba pincharme porque sabía queluego me llevaría a comer helados y

zumos de frutas. El empleado que solíaacompañarlo se llevaba el recipientehermético donde había depositado eltubo con el plasma y tío claudio —aúnahora me cuesta pensar en él como mipadre—, y yo, salíamos a dar el paseoprometido. La última vez que sucedióaquello en casa, mi madre y éldiscutieron acaloradamente y después deaquello, no regresó más. Pero yo meescapaba con Pietro para verlo, y no meimportaba que lo siguiera haciendo. Yolo amaba tanto que haría cualquier cosacon tal de complacerlo.

—¿Cómo pudo entrar Mengele a losEstados Unidos? —pregunté, regresando

de mis recuerdos.—Fue la parte más sencilla de todas.

La máxima cabeza de la INTERPOLera un exnazi. Él facilitó todo. Si ustedsupiera cuántos de aquellos personajesocuparon cargos internacionalesrelevantes en la época de posguerra…

—Creo que voy entendiendo. ¿Logróobtener lo que quería?

—Estuvo a punto. Claudio empezó atener insuficiencia pulmonar. Sinembargo, no sé si usted lo habrá notado,pero su padre, Claudio, tenía unaapariencia sumamente juvenil para suedad, sesenta años. Casi podría decirseque se había detenido en los cuarenta.

Mengele murió y la investigación quedóinconclusa. Claudio dejó de recibir eltratamiento y su enfermedad empezó aavanzar lentamente.

—Creo que Josef Mengele murió enBrasil a finales de los setenta. Lo leí enalguna parte.

—Esa noticia es la que se filtró.Josef Mengele vivió hasta los ochenta ydos años, es decir, hasta hace seis. Apartir de allí la salud de Claudioempezó a empeorar, aunque no eraostensible. Él conservó todos losdocumentos de investigación que hizoMengele, pues era su socio. Y en la cajaque conservaron como recuerdo, aún

permanece el isótopo radiactivo que dioorigen a toda esta locura. Claudiodeseaba proseguir con la investigacióncon el grupo farmacéuticonorteamericano del que era socio, ellosestaban interesados en los estudios quehabía dejado Mengele, inclusive elmismo Claudio fue estudiado por ellos,pues era la muestra viviente de que eraposible, pero algo salió mal. Al parecerhubo desavenencia con dos socios delgrupo de origen judío cuando seenteraron de la procedencia de lasinvestigaciones. El asunto se fuealargando, para infortunio de Claudio.Pero créame, Dante, eso es posible, y

todos los estudios estuvieron basados enél y otros muchos. El caso es que conotras personas no consiguieronresultados tan excelentes como los queobtuvieron con Claudio. Él poseía unamutación en un gen cuyo resultado esque su organismo ayuda a estas célulasmadre a regenerar tejidos. Y usted esgenéticamente parecido a su padre. Solousted puede continuar el trabajo que lecostó la vida. ¿Me comprende ahora?¿Sabe lo que significaría para lahumanidad?

—Por supuesto. Explosióndemográfica —repliqué sin lograr queMartucci captara mi ironía.

—No sea ingenuo, Dante. La fórmulasolo quedaría al alcance de un grupo deelegidos. La Nasa estaría muy interesadaen ella para sus viajes espaciales delarga duración, y sólo la menciono comoejemplo. El asunto es que Claudio antesde morir escondió unos datos que sonsumamente importantes, y según él ustedes el único que podría dar con ellos. Melo dijo personalmente. Me apenaenormemente que no haya confiado enmí, pero es comprensible, pues estoyseguro de que pronto yo mismoabandonaré este mundo.

—¿A qué se refiere?—Estuve sometido a la radiación,

aunque en menor medida. De ahí que mispulmones no funcionen como debieran.

Después de esta conversación tuvela certeza de que Martucci era una de laspersonas más ingenuas que yo habíaconocido. Tenía una fe ciega en lahonestidad de los demás. ¿Cómo podríapensar que tío Claudio se limitaría avender su fórmula a unos cuantoselegidos? Conociéndolo, pensaba que suafán de hacerla realidad fue más quenada para hacer una gran fortuna conella. No sé si pensé así porque me sentíaen cierta forma defraudado. Hubieradeseado ser producto del amor.

Capítulo 10

Cementerio Protestante, Roma Italia

Noviembre 12, 1999 – 11:00 am

Francesco Martucci y yo habíamosllegado hasta un mausoleo imponenteque me hizo recordar al que ahoraguardaba los restos de tío Claudio. Medetuve por un instante con el extrañopresentimiento de ser vigilado, volví elrostro con disimulo y me pareció veruna silueta entre las lápidas y losespigados cipreses. Un hombre con

aspecto de turista norteamericano teníaun libro en la mano y parecía disfrutarcaminando entre la vegetación. Losreconocería en cualquier parte.

Fray Martucci también miró en lamisma dirección, evitando ser obvio.

—Será mejor que salgamos de aquí.—No sé por qué, pero me da la

impresión de que alguien nos sigue —dije sonriendo, como si estuvieseconversando y mi interés estuviese en elgato moteado que en ese momentocruzaba el sendero—. Estoy seguro deque aquí no deben existir muchas ratas—agregué, para que pareciera unaconversación natural.

—La población de felinos en estecementerio cada día es mayor, peronadie hace nada al respecto. Elcementerio se encuentra en francodeterioro —afirmó fray Martucci.

Dimos media vuelta y empezamos adesandar el camino.

—De manera que, según usted, yoconozco la manera de encontrar partedel documento que contiene la fórmula.¿Y si le dijera que no tengo ni idea? —pregunté, procurando hablar en voz baja.

—Es probable que lo sepa y no estéenterado.

—Sería formidable poseer elsecreto de la eterna juventud. Se le

podría dar muchas aplicaciones, y suvalor sería incalculable.

—Ya empieza a hablar comoClaudio —comentó Martucci con unasonrisa—. Yo me limitaré a entregarleel tubo con los documentos originales.La parte que falta la debe encontrarusted. Pronto será leído el testamento deClaudio, no hace falta que le diga que enél figura usted como heredero universal.

No hice ningún comentario. Desdemi llegada a Roma parecía que hubiesetranscurrido demasiado tiempo. Mehabía enterado de muchos detallesinsospechables en la vida del tíoClaudio —de quien me costaba pensar

como «mi padre»— y de cierta forma,sentía que había madurado; y que unafuerza desconocida me impulsaba aemularlo.

—¿Sabe una cosa, Martucci? Hastahace unos días lo único que meimportaba era obtener algo de dineropara saldar mi deuda con la florista.Ahora pienso que el legado de tíoClaudio es más que solo dinero. Muchomás. A propósito de esto, creo queprefiero dirigirme a él como tíoClaudio.

—Excelente. Era el cambio quehubiera querido ver mi querido amigoClaudio. Y puede llamarlo como guste,

es su prerrogativa. Lo único que leruego es que tenga mucho cuidado. Séque hay gente interesada en conseguiresa fórmula a cualquier precio y lo másseguro es que le sigan los pasos decerca. Hay mucho en juego, carissimoamico mio. Mucho.

—¿Quiénes? Por lo que usted dijo,del grupo interesado en ella, dos judíosse oponían.

—Precisamente. Ellos desearíaneliminarla, que no quedasen rastros delos estudios y las investigaciones deMengele. Hasta cierto punto, escomprensible por todo lo que estuvoimplicado en esos estudios, pero son

sujetos fanatizados, los mueve lavenganza. Claudio se salvó de dosatentados. Ellos me conocen, de ahí queno quisiera que pensaran que usted y yoestamos en contacto. Probablementeconsideran que si finalmente se lograsealcanzar la fórmula con éxito, Mengelesería elevado a la categoría debenefactor de la humanidad.

Capítulo 11

A la búsqueda de Josef Mengele

1975 - 1976

Durante el vuelo de regreso, ClaudioContini-Massera no dejaba de pensar enla manera de encontrar a Mengele. Sihabía dejado ocultos los documentos enArmenia, era porque le habría sidoimposible retirarlos. En algunos círculoscercanos al nazismo se rumoraba queera probable que estuviese en Paraguay.El dictador de ese país sureño era muy

amigo de algunos alemanes de laposguerra, en especial de lossimpatizantes de Hitler, aunque Claudiosospechaba que su predilección porellos se debía más que nada a intereseseconómicos. Era allí donde empezaría abuscar. Tenía algunos contactos con elgobierno de Stroessner. Consideróoportuno utilizarlos.

Apenas llegó a Roma sacó copiasfotostáticas de cada una de las hojas, yguardó los originales en su caja fuerte.Sería un descubrimiento querevolucionaría la ciencia, estaba seguro.Por lo que pudo deducir, se trataba delos resultados de los minuciosos

estudios y apuntes que había hecho delos experimentos con gemelos enAuschwitz. Estaban escritos en latín ypor suerte, Francesco pudo leerlos,aunque su pobre amigo se habíahorrorizado y no quiso seguirtraduciendo más.

¿Qué haría un nazi que desearaocultarse? Pensó. Tratar de pasardesapercibido, obviamente. Tendría otronombre, y contactos con otros alemanes.Había averiguado que su esposa y él sehabían divorciado, que tenía un hijollamado Rolf, y que la última entrada aEuropa la había hecho por Suiza, en1956, tal vez con la idea de viajar a

Armenia para recuperar los papeles,pero algo muy grave debió impedirlo.Esto último lo averiguó cuandoconversaba con un amigo de laembajada Suiza, que parecía estar altanto de lo ocurrido en esa ocasión,debido al alboroto que hacía el gobiernoAlemán para deslastrarse de cualquierduda acerca de actuar como tapadera denazis fugitivos. Lo cierto es que elgobierno de Bonn nunca puso el empeñoni actuó con la diligencia necesaria. Laembajada de Alemania Occidental enAsunción, descubrió que Mengele vivíaen Paraguay, y cuando solicitó elexpediente al ministerio del interior de

ese país, le suministraron unosdocumentos que no contenían nadarelevante. Según afirmaron.

Cuando empezó a organizar su viajea Paraguay Claudio estaba seguro de queMengele estaba cubierto por el gobiernode Stroessner. Allí iniciaría suinvestigación. Diez meses después, yaen Asunción, se puso en contacto conAlejandro Von Ekstein, un amigopersonal del presidente Stroessner. Ibarecomendado por el gobierno suizo, porlo que no tuvo mayores contratiempospara ubicarlo y ser recibido por él.Obtuvo información más fácilmente delo que hubiera imaginado acerca de

algunas amistades de Mengele. Sedirigió treinta kilómetros al norte deEncarnación, a una aldea fronteriza denombre Hohenau. El pueblo era unaréplica de los muchos que existían enAlemania; excepto por las ondulantespalmeras que rodeaban el entorno,Claudio hubiera podido jurar que estabaen Europa. Entró a una taberna, sedirigió a la barra y pidió una cerveza.

—Buenos días, bonito lugar tienenaquí —dijo, en alemán.

—Buenos días… así es. Es unpueblo tranquilo —contestó el hombredetrás de la barra.

—¿Existe algún lugar dónde hacer

las compras? —inquirió Claudiotratando de buscarle conversación.

—Cómo no, a dos cuadras de aquíhay una bodega, ahí puede conseguircomestibles y artículos de ferretería.

—Me gustaría vivir en un sitio comoeste, alejado de la ciudad, con un airetan parecido a la campiña europea.

El individuo sonrió con ciertasatisfacción. Le agradaba quereconocieran que Hohenau era un buenlugar.

—Por algo la llaman «NuevaBaviera» —aclaró el camarerolevantando la barbilla.

—¿Sabe de algún terreno que esté en

venta?El hombre escondió lentamente la

sonrisa y lo miró con intensidad.—Si desea establecerse aquí,

debería hablar con el señor Alban Krug.Es el dirigente de la cooperativa dehacendados de la zona.

—¿Dónde puedo encontrarlo?—En su hacienda, hacia el norte.El hombre del bar empezó a sacar

lustre a la superficie de la barra. Dabala impresión de que prefería no seguirconversando, una actitud que Claudiohabía previsto y, al comprobarla, lehacía ver aquel paradisíaco lugar comoun montaje. Una especie de escenografía

a la que sus actores aún no se habíanterminado de adaptar.

—Hacia el norte… ¿alguna señapara ubicarla?

—Es la Hacienda Krug. Puedepreguntar en el camino.

Claudio subió a la camioneta quehabía alquilado y después de preguntarun par de veces, enfiló por la carreteraHohenau 4, de Caguarene hasta unapropiedad cuya enorme casa de estucoblanco, enormes techos a dos aguas detejas rojas, rodeada por largoscorredores de columnas y cuidadasjardineras repletas de geranios, le dabauna idea de la clase de personas que

vivían en ella. Se apeó del vehículo yencaminó sus pasos hacia la enormepuerta de madera.

Un hombre corpulento, de cabellocanoso, apareció en la entrada, como siesperase su llegada.

—¿Herr Alban Krug? Buenas tardes,vengo de parte de Alejandro VonEckstein —dijo Claudio, y le alargó dostarjetas—. Soy Claudio Contini-Massera.

El rostro de Alban Krug fueadquiriendo una apariencia distendida amedida que leía las tarjetas.

—Adelante —invitó, haciéndose aun lado— ¿qué se le ofrece?

—Tiene usted una hermosa casa,Herr Krug —señaló Claudio tratando deno contestar de manera directa a lapregunta del alemán.

—El clima aquí es benévolo y lanaturaleza, como puede observar, escomo podría ser la del paraíso —afirmóKrug con una amplia sonrisa. ¿Deseausted adquirir alguna propiedad?

Claudio sopesó bien las palabrasantes de hablar. Se dio cuenta de que suinterlocutor había sido puesto sobreaviso por el hombre del bar.

—Vengo en una misión especial.Necesito ubicar a Josef Mengele —searriesgó a decir directamente.

—No lo conozco —respondió Krugcon brusquedad.

—El señor Von Eckstein me dijoque usted me podría dar alguna seña desu actual dirección, es imperativo que lovea, no soy un cazador de nazis, se loaseguro. Todo lo contrario.

—Supongo que si fuese un cazadorde nazis como dice usted, no me lo diría,¿verdad? Déjeme aclararle algo: Notengo ni he tenido nada que ver conasuntos relacionados con nazis.

Claudio permaneció en silencio. Suvista recorrió la casa como si buscasealgo en qué afianzarse y se topó con unavitrina que contenía enormes mariposas

Papillon azules. Krug se movióincómodo en el sillón, sacó un cigarrilloy se dispuso a encenderlo.

—Tiene razón, Herr Krug. Solohipotéticamente: si le dijera que soy lapersona que podría sacar de apuros aldoctor Josef Mengele, ¿usted meayudaría a ubicarlo?

—Hipotéticamente, podría ser. Entodo caso, no veo cómo llegó hasta mí.

—Los señores Werner Jung yAlejandro Von Eckstein, quienes fueronlos que lo ayudaron a obtener laciudadanía paraguaya, no tuvieronreparos en enviarme con usted. Puedeleer la tarjeta, de Herr Krug.

El alemán dio un suspiro mientrasexhalaba el humo del cigarrillo yfinalmente cedió.

—¿Por qué no recurrió a su familia,en Lundsburg?

—Ellos no me hubieran socorrido. Yya que me encuentro aquí, cualquierayuda de parte suya me serviría.

Krug no parecía muy animado dehacerlo, se tomó la barbilla y despuésde pensarlo resolvió que tenía queconsultarlo.

—Debo hacer algunas llamadas…no estoy seguro de que el señor Mengelesiga en Paraguay. En todo caso, si logroencontrar alguna pista, se lo haré saber

en un par de días.—Muchas gracias, Herr Krug, estoy

seguro de que el señor Stroessner se loagradecerá.

Krug le clavó una mirada indefinida,como si le hubiese molestado escucharel apellido del presidente.

—No es necesario que me intimide.Si logro averiguar algo, le informaré.

—Creo que me entendió mal, HerrKrug, no fue intimidación. Es en serioque el presidente está muy interesado enque lo localice —aventuró Claudio.

—¿En qué hotel se aloja?—Acabo de llegar y vine

directamente hacia acá.

—Regrese dentro de dos días, talvez le tenga alguna noticia.

De vuelta al pueblo, buscóalojamiento en una posada, después deguardar sus efectos personales, exceptolos documentos que llevaba consigo enla camioneta, salió a conocer la región.Volvió a pasar por la fonda y el restodel tiempo lo pasó encerrado en suhabitación. Dos días después fue a lahacienda de Krug y al ver su cara supoque tenía algo que decirle.

—Señor Contini, Herr JosefMengele en la actualidad vive en Brasil.Por lo que he logrado averiguar, ocupauna pequeña casa en Sao Paulo, en un

barrio periférico llamado El Dorado.Pero creo que primero debe ponerse encontacto con el señor Bossert.

Le alargó un papel.—Vielen Dank, Herr Krug. Ich

bleibe in eurer Schuld, verdanke icheinen Gefallen.

— Hope hilft. Siempre es buenotener una deuda por cobrar —sonrióKrug y añadió—: Creo que no hace faltaque le diga que debe ser muy cuidadoso,hay mucha gente buscando su paradero,y él mismo puede alarmarse con sullegada. Le sugiero mucha cautela. Estodebe quedar en estricto secreto: Llámelo«don Pedro».

—Soy el más interesado en que asísea, señor Krug. Le aseguro que nocomprometeré su seguridad.

—Le aconsejo que mantenga unaapariencia sencilla, ¿comprende? Es unbarrio humilde, cualquier extranjero consus características llamaría la atención.

Días después Claudio Contini-Massera se encontraba en la carreteraAlvarenga. Una ruta polvorienta, llenade baches que hacían saltar la camionetaque conducía Wolfram Bossert de unlado al otro. Se entretuvo admirando lapericia del conductor mientras A garotad e Ipanema inundaba con suavesacordes el interior del vehículo.

Una pequeña cabaña de estucoamarillo y tejas en mal estado sepresentó ante ellos como la número5555. Caminaron por el angosto senderoembaldosado y Bossert tocó la puerta.Momentos después, un hombre conbigotes de morsa la abrió.

Las facciones del hombre de losbigotes de morsa parecieron encogerse,a la par que escudriñaba al hombre altoque acompañaba a Bossert.

—Buenos días, «don Pedro» —saludó Bossert—, vengo con un amigo.

—Permítame presentarme, soy elconde Claudio Contini-Massera.

«Don Pedro» correspondió sin

mucho entusiasmo a la mano que leextendió Claudio.

—¿A qué debo el honor de su visita?—inquirió el hombre de los bigotes, entono cáustico.

—Es recomendado por Herr Krug,«don Pedro» —aclaró Bossert,visiblemente incómodo, intentandotranquilizarlo.

—Así es «don Pedro». Vengo en sonde paz, tengo una propuesta que hacerle.

—Una propuesta —repitió en vozbaja «don Pedro».

—Ja, «Don Pedro», bring mir einpaar Dokumente, die Sie möglicherwiseinteressieren könnten —aclaró Claudio.

El hombre se sobresaltóvisiblemente.

—¿De qué se trata? —inquirió concautela.

—Los encontré en Armenia.La respiración del hombre se hizo

pronunciada, era claro que deseabaocultar su ansiedad por aquello queparecía ser de mucha importancia paraél. Sus ojos cobraron un brillo inusitadoy un trazo de temor asomó a sus labiossemiocultos por sus canosos bigotes.Con un gesto los hizo pasar y le ofrecióasiento a Claudio, al tiempo que llevó aBossert a la puerta que había quedadoabierta.

Salieron y «don Pedro» se volvióhacia él.

—¿Cómo vino a parar aquí? —En suvoz se reflejaba la angustia que luchabapor ocultar.

—Me lo recomendó Alban Krug. Élhizo averiguaciones y habló con VonEkstein, el sujeto es de fiar, de locontrario no lo hubiera traído —repitióBossert.

«Don Pedro» relajó los hombros, ymiró a su amigo.

—¿Podría dejarme con él a solas?Espero que sepa comprender…

—Por supuesto, amigo, daré unavuelta y regresaré en una hora.

—Gracias, Bossert. Es usted unabuena persona.

El hombre de los bigotes de morsaentró en la casucha y se sentó frente aClaudio.

—¿Quién es usted? —preguntóachicando sus ojos de iris verdosos.

—Ya se lo dije… soy ClaudioContini…

—Usted sabe que no me refiero aeso —interrumpió con impaciencia elhombre.

—Entonces dígame primero quién esusted realmente. No puedo hablar deesto con cualquier persona.

El hombre se puso de pie. Su

aspecto arrogante no hacía juego con lasencillez de su pulcro atuendo.

—No tema, «don Pedro». Debeconfiar en mí, deseo hablar de negocios—aclaró Claudio intentandotranquilizarlo.

«Don Pedro» volvió a tomar asiento.Cruzó las piernas y lo escrutó. Claudiose sintió analizado como si fuese uno delos prisioneros de los campos.

—¿Cómo consiguió esosdocumentos? ¿Dónde los tiene? ¿Alguienmás lo sabe?

—No vale la pena relatarle cómolos conseguí. Traigo las copias conmigo.—Abrió el cartapacio y sacó un fajo de

papeles—. Tome. No se inquiete. Nadiemás lo sabe.

«Don Pedro» cogió con avidez losfolios y se colocó los lentes. A medidaque su vista recorría las líneas deanotaciones en latín, una mueca parecidaa una sonrisa partió su cara en dos.

—He deseado tanto tener esto en mismanos… cuando regresé a Europa mefue imposible ir a Armenia. Pasé diezdías con mi familia, a instancias de mipadre, no quería contradecirlo, puesestaba haciendo planes para mi futurocon la viuda de mi hermano. Cuestionesde negocios. Tuve un accidente con elcoche y el asunto trascendió. La policía

empezó a indagar y tuve que salir deAlemania lo más rápido que pude.

—Le ahorré el viaje. —Claudioseñaló los papeles. Echó una mirada a laestancia y antes de que pudiera deciralgo, «Don Pedro» aclaró:

—Sí. Mi situación económica no esmuy buena. Tantos años huyendo no esla mejor manera para iniciar un futuro enningún lado.

—¿Entonces debo pensar que confíaen mí?

—Señor Contini, a lo largo de estosaños he aprendido a no confiar en nadie,excepto en algunas personas que, comousted ha comprobado, son excelentes

amigos. Soy Josef Mengele. El mismoque todo el mundo busca por supuestoscrímenes que han exagerado hastalímites inimaginables.

—No he venido a juzgarlo, señorMengele, sino a proponerle algo. Estoyinteresado en desarrollar los estudiosque empezó en Auschwitz. Según estasanotaciones y algunas fórmulas que hayallí escritas, parece que consiguióestabilizar un gen que es el responsablede la longevidad.

—No solo de la longevidad,estimado amigo. Existe un factor x enese gen que proporciona instruccionesdiferentes a los cromosomas, dándoles

propiedades únicas. Puedo hacer que lascélulas reparadoras o del crecimiento sereproduzcan indefinidamente,¿comprende usted lo que esto significa?

—No soy biólogo ni genetista, HerrMengele, pero confío en que sabe de loque está hablando. Es el motivo que metrajo aquí.

—Le agradecería que se dirigiese amí como «don Pedro», por cuestiones deseguridad, ¿lo comprende, no?

—Perfectamente, don Pedro. ¿Creeusted que es capaz de desarrollar lafórmula antienvejecimiento que ustedexpone en estos estudios? —preguntóClaudio, señalando los papeles.

—Si tengo un laboratorio con losimplementos apropiados, sí.

—Le conseguiré lo que pida. Hagauna lista y lo instalaré. No aquí, porsupuesto, como comprenderá, tendrá queser en un lugar apartado, con suficientesmedidas de seguridad como para que nosea localizado. Evidentemente que siusted lo prefiere, las personas de suconfianza podrían tener acceso al sitio,el señor Bossert podría servirnos comopuente con el exterior…

—Prefiero mantenerlo al margen, yabastante lo he involucrado en misproblemas.

—Es un plan elaborado, pero creo

que puede hacerse. En primer lugar, esprimordial conseguir un doble suyo.Alguien que pueda confundir a sus«cazadores». He escuchado muchashistorias curiosas, especialmente deWiesenthal; constantemente lo ubica enlos lugares más disparatados, pero creoque lo hace para que usted no pierdavigencia. Puede ser un arma de doblefilo para él, pues en el caso de quelogren dar con su actual paradero nosserviría para sembrar dudas. Usted debeabandonar esta casa. ¿Existen personascercanas que podrían reconocerlo?

—Viene una señora que se encargade la limpieza. También un chico que

hace los trabajos de jardinería, de vezen cuando se queda, me hace compañía.De mis verdaderos amigos no debotemer.

—Va a tener que decirles a laseñora de la limpieza y al chico, que nopuede seguir pagando sus servicios. Espreferible que su doble no tenga tratocon ellos.

—Creo que es la parte más sencilla—acotó Mengele con ironía—. ¿Estuvousted en contacto con el contenido delcofre? —preguntó de improviso.

—Sí…—¿Cuánto tiempo?—¿Es importante?

—¿Cuánto tiempo? —repitióMengele con premura.

—La primera vez fue sólo unmomento.

—Si usted estuvo en contacto con loque hay dentro del cofre en más de unaocasión, me temo, conde Contini-Massera, que está en grave peligro. Esaltamente radiactivo. Debemosapresurarnos para ver si puedo retrasarlos efectos.

Claudio empezaba a comprobar sussospechas, que por desgracia, sabía eranciertas.

—¿Apresurarnos?—¿Tiene usted descendencia?

—Nunca me he casado.—No me refiero a su estado civil,

señor Contini —aclaró Mengele con unasonrisa—, si usted no tiene hijos, esnecesario que empiece a pensar en laposibilidad de tenerlos. No importa dequiénes sean, lo que interesa son losfetos.

—¿Qué dice usted? —preguntóClaudio, al tiempo que su rostro denaturaleza jovial, hacía una mueca deespanto. ¿Pretende que una mujerconciba un hijo mío para sacrificarlo?

—Si la idea le parece pocohonorable podríamos intentar que nazcanpara obtener de alguno de ellos su

cordón umbilical, que esperemos seacompatible con su organismo. Es laúnica manera de salvar su vida.

—Me niego a tener hijos a diestro ysiniestro.

Mengele lo escrutó a través de susgruesos anteojos.

—En los estudios que hice enalgunos laboratorios en Argentina dondeera socio, dejé experimentos avanzadosacerca de las células madre. ¿Sabe ustedqué son? —Al ver la expresión deClaudio prosiguió—: Son células queoriginan células distintas a ellas. O sea,son células indiferenciadas que poseenla capacidad de producir células

diferenciadas. Le explico: La célulamadre más potente, la más poderosa, esel huevo o cigoto: el óvulo fertilizado;esa única célula tiene la capacidad degenerar todas las células específicas queformarán al individuo, las de los huesos,las neuronas, etc. En los primerosestadios del embrión, son casi tanpotentes como esa primera gran célulamadre. A medida que el embrión crece yse transforma en feto, las células madreson cada vez menos poderosas, en elsentido de que ya no pueden llegar aproducir cualquier otro tipo de célula;algunas células madre producen otrostipos celulares. Son más especializadas.

Las necesitamos para curar la leucemiaque con seguridad usted tiene si haestado expuesto al isótopo radiactivodel cofre. Tardé años en darme cuentade que la llave que resolveríadefinitivamente la solución de mispesquisas la tenía la célula ovular o lascélulas madre.

Claudio tenía frente a sí a un hombreque hablaba de los seres humanos comosi se tratase del cruce de ganado paramejorar la raza. No quiso seguir poresos derroteros y se centró en lo quedijo acerca de su enfermedad.

—Tendré un solo hijo. Si su cordónumbilical me sirve, lo usaremos. De noser así, dejaré que la enfermedad siga sucurso.

Mengele dejó de mirarlo y meneó lacabeza.

—Es difícil avanzar en la cienciacuando existen tantos prejuicios. Peroestá bien, es su vida. Le advierto quepodría ser contraproducente un cánceren las células productoras de sangre siusted realmente desea obtenerbeneficios de la fórmulaantienvejecimiento. El factor x del quele hablé. Tendrá que escucharmeatentamente y seguir paso a paso las

indicaciones para que la manipulaciónsea efectiva.

Capítulo 12

Villa Contini, Roma, Italia

1975

Claudio Contini-Massera reposaba en suinmensa cama de la villa Contini sinpoder dejar de pensar en Carlota, lamujer de su hermano. Si él supiera…pensó. Pero su hermano siempre habíasido un hombre indolente en todo elsentido de la palabra. Se conformabacon vivir de las dádivas de su padre,esperando el día en que recibiría la

herencia familiar. Al igual que esperabaCarlota. Pero no sucedería. Y no porqueél, Claudio, no lo quisiera. Era su padre,Adriano, el cabeza de familia, quien lohabía decidido y se lo había dichoapenas el día anterior.

Y su hermano Bruno tampoco sabíaque el hijo que su mujer llevaba en elvientre no era suyo. Claudio abrió elsegundo cajón de la mesa de noche yextrajo la foto de Carlota. La amó desdeel primer día en que la vio corretear porlos jardines de la villa Contini. Despuésfue una chiquilla de quince años quejugaba a ser mujer coqueteando conBruno y con él. Pronto se dieron cuenta

de que ella era más mujer queadolescente y los juegos setransformaron en una lucha constante porllamar su atención, y aunque Claudiosabía que ella lo prefería a él, Carlotaescogió a Bruno.

«Hay cierto tipo de mujeres quelleva en sus venas la sangre demasiadocaliente», decía la nona, «cuídate deellas, Claudio, porque una mujer así noestá hecha para un solo hombre». Yparecía que Carlota pertenecía a esacasta. Ya antes de casarse con suhermano él la había poseído, o ella a él.Que era casi lo mismo. Nunca lepreguntó quién había sido su primer

hombre, y en realidad, cuando la teníadelante poco le importaba, solo ladeseaba. La misma noche de bodasCarlota hizo un aparte con él en una delas tantas habitaciones de la villa,mientras la fiesta parecía un cuadro deEl Bosco cobrando vida. Bruno hacíagala de uno de sus pecados capitalespreferidos: la estupidez, y no se leocurrió algo mejor que emborracharseen su noche de bodas.

Fue Claudio quien tuvo el privilegiode desvestir a la novia, y lo hizo conparsimonia, con todos los sentidos, puessabía que era la mujer de su hermano. Laimagen que dejó en él permaneció

imborrable en su mente, así como losmomentos de dolor que soportó en laiglesia, mientras veía avanzar a Carlotavestida de novia hacia las manos deBruno. Los desquitó esa noche librandola batalla de su vida. Sinremordimientos de conciencia, así comoBruno tampoco los tuvo con él. Y sutrofeo, Carlota, yacía esa noche nupcialcomo la Venus de Urbino, con sucabellera suelta, las redondeces justas, ysu piel suave y satinada que contrastabacon su alma de hielo en un cuerpo defiera en celo. Y mientras le hacía elamor, las palabras del cura retumbabanen su mente: «En la pobreza y en la

riqueza, en la salud y en la enfermedad:los declaro marido y mujer, en elnombre del Padre, del Hijo, y delEspíritu Santo… Amén», y sus lágrimasse mezclaban con los gemidos de placerde Carlota, que no tenía la mínima ideaque lo que él realizaba en esosmomentos era un ritual de purificación,que culminó cuando supo después queesa noche había concebido al hijo que louniría eternamente al amor de su vida.

Nicholas Blohm

Nueva Jersey, Estados Unidos

Noviembre 10, 2:00 am

A pesar de los deseos de seguir leyendo,sus ojos no pudieron más y se cerraron.Nicholas dejó el manuscrito sobre elescritorio abierto en la página en la quese había quedado. Fue directo a la camay se quedó dormido, su últimopensamiento fue que debía levantarsetemprano para fotocopiar la novela.

Cada vez que pasaba por la puerta

del cuarto de Nicholas, Linda veía la luzencendida que se colaba por debajo.Cuando finalmente la habitación quedó aoscuras, decidió entrar. Esperaría a queNicholas se durmiera, tenía enormecuriosidad por saber de qué trataba sunueva novela. Y no era porque leinteresara la literatura. Era simple.Quería saber qué era tan importante queactuaba como su rival.

Diez minutos después, Linda diovuelta a la perilla y entró a la recámaracon sigilo. Nicholas dormía a piernasuelta, ni siquiera se había cubierto. Elmanuscrito reposaba abierto sobre elescritorio. Fue hacia él, lo tomó y salió.

Tuvo cuidado de colocar una hoja en ellugar donde se había quedado Nicholas,y empezó a leer desde la primerapágina.

«Sin título». Fue lo primero que vio.Le pareció raro, pero más extraño fue nover el nombre de Nicholas.

Capítulo 1

«Una vez que dejó la playa, cuandoya iba por las escaleras de madera,reparó en que había olvidado sus lentesde lectura. Regresó de mala gana, perono podía dejar sus “otros ojos” comollamaba a sus gafas. Le molestaba tener

que usarlas, pero mientras no tuviesepara comprar lentillas… cuando llegó allugar donde estuvo asoleándose mientrasleía, vio con estupor que un cangrejo lasestaba ocultando bajo la arena. Enmenos de un segundo desapareció consus gafas, y aunque removió la arena,excavó, y metió la mano en el hueco quehabía dejado el crustáceo, no pudorecuperarlas. Se sentó a llorar condesesperación, no tenía otras y sin ellasno podría trabajar. No podría hacernada. Maldijo al animalejo y se maldijoella misma por habérsele ocurrido ir ala playa a leer».

Linda detuvo la lectura. ¿Su grannovela trataba de un cangrejo ladrón?Se preguntó mientras se esforzaba porno soltar una carcajada. ¿Y qué deMengele y la fórmula de la eternajuventud? Mentiras de Nicholas, porsupuesto. De manera que esta era lahistoria que se supone era su rival. Noquiso seguir leyendo, en buena cuentaera una pésima lectora, lo suyo era verla tele, o ir al cine, cualquier cosamenos pasarse horas frente a unaspáginas. Le parecía lo más aburrido delmundo y una pérdida valiosa de tiempo.Aunque el suyo realmente no tuviesemayor valor, pues lo derrochaba en

cualquier actividad intrascendente.Volvió a dejar el manuscrito donde

lo había encontrado y regresó al cuartoque le había asignado Nicholas.

Apenas abrió los ojos Nicholasbuscó con la mirada el manuscrito. Unsuspiro de alivio escapó de su pecho alver que estaba abierto. Tenía miedo deque se hubiese desaparecido la historiaque estaba leyendo, al mismo tiempo, lecausaba asombro que no hubieracambiado como parecería ser lo normalcon ese manuscrito.

Bostezó, se estiró, y lo primero quehizo fue ir a tomarlo para proseguir lalectura. Estaba en blanco. El corazón le

dio un vuelco. Corrió las hojas de unlado a otro y no había una sola líneaescrita. Lo cerró intentando repetir elritual de la primera vez y cuando lovolvió a abrir seguía en blanco. Nohabía otra historia, simplemente todo sehabía esfumado.

Salió del cuarto tambaleándose y setopó con Linda.

—¿Qué sucede? —preguntó ella alverlo pálido, como si un vampirohubiese succionado toda su sangre.

—Se borró.—¿Qué?—El manuscrito se borró.—¿Habías escrito mucho? ¿No lo

tienes en el ordenador?—No. No lo tengo en ningún lado.

Era la mejor novela, la novela de mivida…

—¿La del cangrejo ladrón?Nicholas la miró con atención.—¿A qué te refieres?—A nada.Nicholas la sujetó del brazo y

escudriñó su cara.—¿De qué hablas? ¿Qué hiciste?—¿Yo? Nada. No hice más que

dormir. No te entiendo. ¿Cómo puedesescribir una novela y no tener una copiaen tu archivo si era según tú la mejorque habías escrito?

—¡No tengo copia! ¡La novela seborró! ¿Es que no lo entiendes? —entróal cuarto y agarró el manuscrito enblanco, enseñándoselo—. Mira: no haynada.

Linda cogió el manuscrito y pasó lashojas.

—Es increíble. No está lo que leí,¿estás seguro de que es el manuscrito?

—¿Que leíste, dices? Linda, si lehiciste algo a mi novela, te juro que…

—Nicholas… está bien. Ayer entré aver tu manuscrito, leí sólo un párrafoacerca de un cangrejo que escondió lasgafas de una mujer en la arena. No mepareció tan buena, así que lo dejé donde

estaba.—¡Dios! Entonces fuiste tú…—Te lo juro, Nicholas, yo no hice

nada. Dejé todo tal cual estaba —repitióella.

Nicholas dio media vuelta y seencerró en su cuarto. Tuvo que hacerlopara no cometer una atrocidad. Miró elmanuscrito sobre el escritorio, el verdeplateado del anillado pareció hacerle unguiño, se acercó y lo escudriñó, lo cerróy volvió a abrir, pero nada surtió efecto.Salió y buscó a Linda.

—Necesito que salgas de inmediato.—Nicholas… no tengo adónde ir.—Por favor, no hagas que te eche.

Necesito estar solo, completamentesolo.

—Por lo menos dame un par dehoras, deja que haga algunas llamadas,no puedes hacerme esto.

—Puedo hacerlo.Nicholas quedó unos instantes

pensativo.—Voy a salir, Linda. Espero no

verte aquí a mi regreso.Cogió el manuscrito y salió.Esperaba que el hombre del parque

estuviese, no sabía bien por qué, pues élno tenía mayor poder sobre elmanuscrito. Sin embargo en aquellosmomentos no podía pensar de manera

racional. Solo deseaba hablarle,contarle, compartir con él su desgracia.

Al llegar no vio a nadie. El bancoestaba vacío, excepto por una palomaque emprendió vuelo en cuanto lo vioacercarse. Se sentó y sus ojos buscaronen vano alguna señal en los foliosanillados que tenía delante. De prontosupo lo que tenía que hacer. Escribiríala novela él mismo, al fin y al cabo eraescritor, ¿o no? Se preguntó. Lo ciertoes que le parecía difícil emular a quiensea que hubiese inventado la historia delcofre. Italia… Claudio Contini-Massera,Armenia y sus catacumbas… ¿Dóndebuscar datos?, en Internet, obviamente,

¿en dónde más? Debía buscarinformación. Esperaba al regresar noencontrar a Linda, bastante daño habíahecho, no sentía remordimiento porlanzarla a la calle, la considerabacausante de su desgracia, antes, y enesos momentos.

Con alivio notó nada más entrar, queya ella no estaba. Fue directo alordenador y se le ocurrió teclear en elbuscador: Claudio Contini Massera.

Para su sorpresa, toda una página deresultados con ese mismo nombreapareció frente a él.

«El conde Claudio Contini-Masseraconocido empresario millonario falleció

ayer, miércoles 10 de noviembre de1999. Sus restos serán sepultados en sumausoleo privado, en la villa Contini.Su sobrino Dante Contini-Massera, aquien muchos consideran su heredero, seencuentra en Roma y…».

Nicholas estaba estupefacto. Lospersonajes de la novela que había sidoescrita hacía más de tres meses eranreales, y no solo eso, se estabacumpliendo lo que había leído en elmanuscrito. O sea… la idea apareciónítida frente a sus ojos como si estuvieseiluminada por un enorme letrero deluces de neón: todo lo que se contaba enel manuscrito era cierto. El secreto, la

fórmula, las catacumbas, los estudios deMengele acerca de la búsqueda de laeterna juventud…

Con el corazón latiéndole como sifuera un tambor, Nicholas siguióbuscando información y obtuvo algunosdatos más acerca de la trayectoria deldifunto Claudio Contini-Massera.

Tenía que viajar a Roma. Debíaconocer a Dante, a fray Martucci, debíaterminar de escribir esa historia.¿Cuánto le quedaría en el banco? Semetió a su cuenta y apareció su saldo:US$ 3 400. No era mucho. Y paraEuropa, menos. Aún contaba con sustarjetas de crédito. Saldría esa misma

noche si fuera posible, no podía perderla pista de Dante. Recordó la fecha quele interesaba: 12 de noviembre, en elCementerio Protestante de Roma.

Nicholas Blohm

Roma. Italia, Cementerio Protestante

Noviembre 12, 1999 – 10:30 am

El taxi lo dejó justo en la entrada delcementerio. Nicholas entró y seentretuvo mirando las tumbas,descuidadas, así como la gran cantidadde felinos que parecían haberseapropiado del lugar. Echó un vistazo alreloj de muñeca y se dirigió a laentrada. En cualquier momento elMaserati plateado aparecería y se

estacionaría pegado a uno de los muroscercanos al acceso. Había llegadodirectamente del aeropuerto para podercoincidir con Dante y Martucci en ellugar. Tuvo que contenerse para nolanzar un grito de triunfo al sentir elsuave ronroneo del motor del coche deDante. Tenía frente a sus ojos a lospersonajes de su novela. Lo que habíaleído era tal como lo había imaginado.Bajaron del vehículo y entraron en elcementerio; él mantuvo la distanciaobservándolos con avidez, mientrastomaba nota mental de los hombres quecaminaban unos veinte pasos delante.

Ahora se detendrán bajo un árbol,

conversarán y después de un rato Dantese apartará de Martucci y se sentará enuna lápida tomándose la cabeza entre lasmanos. Luego de un momento el fraile sele acercará, murmuró Nicholas. Y enefecto, fray Martucci, alto y delgado,caminó lentamente hasta situarse frente aDante.

Nicholas esperó limitándose aobservar. Sabía paso a paso lo queharían, incluso, lo que estaban hablandoy lo que sentía cada uno de ellos. Esperóa que retomasen el camino hacia elmausoleo y se internó entre los arbustospara seguirlos sin ser tan obvio. Detallóa Dante, era un sujeto más alto que

Martucci, de cabello castaño claro ycontextura atlética. Admiró su porteelegante, su gestualidad tanmediterránea, al igual que la del fraile.La curiosidad que sentía Nicholas hizoque se descuidase. Entonces supo queDante lo vería, pero que lo confundiríacon cualquier turista. Dejó el resguardoentre los árboles y fue directo a lasalida. Debía estar preparado paraseguirlo, tenía que buscar la manera deacercarse a él. ¿Cómo? Dante era uno delos hombres más poderosos de Italia. Opronto lo sería. Me haré pasar porperiodista. Nicholas aún conservaba elcarnet del New York Times, donde

había sido columnista hasta hacía dosmeses.

Detuvo un taxi.—Por favor, espere un momento —

dijo al conductor, esperando que loentendiese.

Al parecer, el taxista hablaba inglés.Puso en marcha el taxímetro y esperó.

—Siga al Maserati, por favor. Delejos.

Sintió la mirada del hombre por elretrovisor. Por un momento pensó que senegaría, pero siguió sus instrucciones.El Maserati entró al centro de Roma y sedetuvo en una calle angosta. Dejó alfraile y luego siguió. No paró hasta

llegar a la villa Contini en las afueras.Al traspasar la entrada de los leones depiedra, vio desde la distancia en que seencontraban, que una reja se cerraba trasel coche de Dante. Nicholas se preguntóde dónde habría salido, así comotambién, la caseta de vigilancia. Aquellono figuraba en el manuscrito.

—Debo hablar con el señor DanteContini-Massera, vengo de EstadosUnidos, trabajo en el New York Times—explicó Nicholas al vigilante.

—¿Tiene alguna identificación?Nicholas le enseñó el carnet y su

pasaporte. Después de examinarlosminuciosamente, el vigilante lo miró

directamente a la cara como paramemorizar su rostro.

—¿Tiene usted una cita con él?—No. Pero ¿podría preguntarle si

me puede recibir? Debo regresar a mipaís esta noche.

—Un momento, por favor.El guarda entró a la garita y

Nicholas observó que hablaba porteléfono. Esperó un buen rato y elhombre se acercó al taxi.

—Está bien. El señor Contini-Massera lo recibirá. Aguarde unmomento.

Volvió a la caseta y la reja se abrió.Recorrieron el sendero arbolado y

apareció la villa Contini. La mansiónque tantas veces imaginó en esos días.Una rotonda en cuyo centro sobresalía laescultura de piedra de una mujervertiendo agua de un cántaro, daba unencanto especial a la villa. El taxi sedetuvo justo frente a la entradaprincipal.

—¿Podría esperar? No sé cuántovoy a tardar, pero salir de aquí sincoche me será difícil.

El hombre echó un vistazo altaxímetro. Y le devolvió la mirada.

—Va bene, signore… Aquí loespero.

—Gracias.

Nicholas subió hasta la entrada. Laenorme puerta tallada se abrió antes deque pulsara el timbre.

—Buenas tardes, pase, por favor. Elseñor lo recibirá en unos momentos,sígame.

El lujo de la casa sobrecogió aNicholas. Siguió al mayordomo y entróen un salón que más parecía formarparte de un museo que de la vida normalde una familia. Tomó asiento en uno delos sillones y esperó por un buen rato.Al cabo de nueve minutos aparecióDante en el umbral.

—Buenas tardes, señor Blohm.Dígame, por favor, ¿en qué puedo serle

útil?Por breves instantes Nicholas se

quedó paralizado. Tenía frente a él alpersonaje de su manuscrito. Se puso depie y le extendió la mano; le urgíatocarlo.

—Señor Contini-Massera, soycolumnista de sociales del New YorkTimes. Antes que nada, quieromanifestarle mis condolencias, su tío, elconde Contini Massera fue un personajeconocido en los círculos sociales yfinancieros de mi país —aventuróNicholas.

—No lo sabía. Le agradezco suspalabras, ¿desea usted que hablemos de

mi difunto tío? —respondió Danteinvitándolo a sentarse.

—En realidad, a quien venía aentrevistar es a usted.

—¿Una entrevista? ¿Y de qué podríahablar yo? —inquirió Dante, conextrañeza.

—A la muerte de su tío, ustedheredará su fortuna, ¿no es así? Es unanoticia que muchos desearían saber.¿También heredará el título?

—Me temo que no puedo respondera esas preguntas, señor Blohm. Sonasuntos absolutamente personales.

—Le comprendo perfectamente,señor Contini, pero ya que he llegado

hasta aquí, ¿podría decirme algo,cualquier cosa, para que no regrese conlas manos vacías?

Dante se quedó callado y unaimperceptible sonrisa se dibujó en surostro. De un momento a otro se habíaconvertido en una persona importante, ytres días atrás no tenía ni para pagarse elviaje. El hombre que tenía delante noparecía ser uno de esos periodistas deescuela, como los que había visto en lasconferencias que diera el tío Claudio. Sele antojaba un primerizo. Como él. Lecaía simpático. Si había algo que legustaba del pueblo norteamericano, erael candor que parecía emanar de su

gente.—He vivido un tiempo en su país.

Realicé un master de economía en Yale.Acabo de llegar y me encuentro con latriste noticia de haber perdido al sermás querido por mí. Puede poner en sucolumna que su muerte me ha causado ungran dolor, y que aún no sé si soy elheredero. La familia es grande, noconozco el contenido del testamento demi tío, y tampoco me interesa mucho.

—Tiene razón. No estoy de acuerdocon divulgar secretos de familia, muchomenos los económicos. Pero es mitrabajo, y algo he de escribir. Entoncespodríamos hablar de su estancia en mi

país.—Fui básicamente a estudiar y a

conocer un poco la vida norteamericana.—¿Dejó alguna persona allá? Me

refiero a que dos años son muchosdías…

—… y muchas noches, es verdad. —Terminó de decir Dante mostrando unasonrisa que cautivó a Nicholas—. Peromi mente estaba en los estudios, porsupuesto, tuve algunas amigas… Nadatrascendente.

—¿Piensa volver? Su regreso aRoma fue intempestivo, supongo quequedaron cosas por hacer.

—Las podría gestionar desde aquí.

No tengo pensado regresar pronto.A Dante le vino Irene a la memoria.

Tenía que pagarle el préstamo. Unasombra oscureció su rostro y escrutó elde Nicholas. ¿Quién era ese hombre?Martucci le había advertido de losnegocios turbios de Irene.

—Parece que su vida es muydiáfana, señor Contini.

Dante había dejado de prestaratención a las palabras de Nicholas.Algo en la figura de él le hacía recordarun momento, fugaz, pero cada vez másnítido. La silueta de un hombre en elcementerio apareció en su mente.

—Usted me ha estado siguiendo,

¿verdad?—Sí. Y le ruego me disculpe. Pero

lo vi conversando con el cura y no quiseabordarlo en el cementerio. —Se leocurrió decir a Nicholas. Era preferible,a negarlo.

—¿Qué es exactamente lo que usteddesea de mí, señor Blohm?

Nicholas suspiró y apretó los labios.Se decidió a hablar.

—Verá, señor Contini. Soy escritor,además de periodista. Su tío, el señorClaudio Contini, siempre me haparecido un hombre fascinante. Queríaconocerlo a usted, y que tal vezaccediese a relatarme algo de su familia,

me interesan los secretos… sé que su tíole dejó uno. —Nicholas vio elmovimiento brusco que hizo Dante.

—No creo que debamos seguir estaconversación, señor Blohm. —Dante sedirigió a una consola y puso la manosobre ella. El mayordomo apareció caside inmediato—. Fabio, llame a Nelson,por favor.

El mayordomo desapareció y Danteobservó fijamente a Nicholas. Algo noandaba bien.

—Señor Contini, le ruego que meescuche, no soy un ladrón, ni undelincuente. Sólo escúcheme, por favor.Si le contase lo que me ha ocurrido tal

vez no lo crea, o quizá piense que estoyloco.

Nelson ocupaba todo el espacio dela puerta de dos hojas. A los ojos deNicholas ocuparía el espacio decualquier puerta. Sus casi dos metros dealtura se veían imponentes al igual quesu musculatura, que resaltaba bajo lacamiseta negra pegada al cuerpo comoun guante.

—Por favor, Nelson, acompaña alcaballero a la salida.

—Señor Contini, está cometiendo unerror… yo sólo quería… ¿Qué sucedióen Armenia con su tío Claudio yFrancesco Martucci? Y el cofre, ¿qué

contiene? ¡Escúcheme! Yo sé algunas…Dante hizo un gesto y Nelson soltó el

brazo de Nicholas.—Espera afuera, Nelson. Yo te

llamaré.Antes de retirarse, el gigante revisó

a Nicholas con gestos rápidos yprofesionales. Lo encontró «limpio»,aparte de un manuscrito, no llevaba nadaen las manos. Le extendió a Dante elpasaporte, un billete de avión y todo elcontenido de sus bolsillos.

—Pon todo en la consola, Nelson,gracias. Y usted, tome asiento, porfavor.

Dante indicó un sillón con un gesto y

luego él se sentó en otro. Abrió elpasaporte y leyó con cuidado los datos,verificó los sellos de entrada al país, ychequeó el pasaje, luego los dejó sobreel pequeño mueble situado a suizquierda.

Nicholas no estaba seguro cómocomportarse, ni cuánto debía decirle.Había ido hasta Roma obsesionado porun manuscrito y la situación se tornabapara él cada vez más complicada.Empezaba a arrepentirse de haberobrado de manera tan impulsiva. Si lecontaba la verdad, jamás le creería, notenía pruebas. El manuscrito estaba enblanco. Y empezaba a comprobar que no

todo lo que había estado escrito en élera estrictamente cierto, existían ciertasvariables, como la reja de la entrada, elmastodonte que tenía porguardaespaldas, o la personalidad deljoven que tenía delante, que para nadasemejaba a un inútil e indolente hijo demillonario. Sus gestos, sucomportamiento, indicaban que era unhombre muy seguro de sí mismo.

Dante mantuvo el silencio por largossegundos. Sabía cómo hacer sentirnervioso a su adversario, el tío Claudiohabía sido su maestro, más que un padre.Intuía que el sujeto que tenía enfrente eraun buscavidas. ¿Cuánto sabría él acerca

de lo que dijo? Pensó en lasprecauciones que tomó Martucci y queahora le parecían vanas.

—Bien, don Nicholas Blohm, ahorausted va a responder a mis preguntas.¿Qué es exactamente lo que ha venido abuscar?

—Señor Contini, como le mencioné,soy escritor. Llegó a mis manos de lamanera más extraña un manuscrito. Este,justamente. —Se lo alargó—. En élhabía escrita una historia sin título. Serefería a un secreto que poseía el condeClaudio Contini-Massera, y que a sumuerte se lo había legado a usted pormedio del fraile Martucci. Sé que suena

insólito, pero debe creerme, es laverdad.

Dante hojeó el manuscrito y vio queestaba en blanco.

—Aquí no hay nada.—Lo sé. Ese manuscrito es especial.

Leí en él mucho acerca de usted, su tío,su familia, pensé que era una simplenovela, pero cuando el manuscritoquedó en blanco, en mi desesperaciónpor escribir o rehacer lo que allí estaba,empecé a buscar en Internet y me topécon la noticia de la muerte de su tío. Fueentonces cuando supe que lo que habíaleído era real, por muy extraño queparezca.

Después de hablar con Martucci, lacapacidad de asombro de Dante se habíaexpandido. Tal vez un par de días atráshubiese actuado de manera diferente,pero el americano parecía creer lo quedecía.

—No le voy a decir que le creo,señor Blohm, pero me gustaría que mecontase qué fue todo eso quesupuestamente leyó en este manuscrito.

Y Nicholas habló. Tenía aún frescasen la mente las líneas que tanto lo habíanimpresionado. Se mantuvo lo más fielposible al relato y Dante lo escuchó conatención. Al principio con curiosidad,finalmente la curiosidad se transformó

en asombro, cuando finalmente elamericano dijo: «Sé que ClaudioContini-Massera era su padre, y sé cuáles la clave para hallar la fórmula».

Al escuchar esas palabras tuvo lasensación de que algo extraordinarioestaba ocurriendo en su vida. Siempre ycuando Nicholas Blohm no fuese unvulgar charlatán, obviamente.

El pacto

Y así llegué a este punto. Tenía frente amí a un norteamericano desconocido,que juraba que todo lo que me habíacontado, lo había leído en un manuscritodel cual no existía una palabra escrita. Ypor alguna extraña razón, yo le creía. Notenía el aspecto de ser un hombrepeligroso, aunque había aprendido a nofiarme de las apariencias. Lo insólito detodo es que sabía mucho. Más de lo queyo apenas me había enterado ese día.

Eso le daba una ventaja, pero noterminaba de comprender por quédeseaba ayudarme.

—¿Qué desea a cambio? —pregunté.—Quiero formar parte de la

búsqueda del secreto que le dejó su tíoClaudio.

—¿Y qué le hace pensar que yo lopermitiré?

—No creo que tenga otra opción.Señor Contini, no deseo chantajearlo, sies lo que piensa. Verá usted, estoyseguro de que la extraordinaria historiade su tío es digna de una novela, puedorelatarla sin mencionar sus nombres,sólo necesito participar en los

acontecimientos. No le pido nada delotro mundo.

—¿Y si me niego?—Podría escribir la novela con lo

que sé, son muchos los secretos quepodría utilizar. La relación de su tío conMengele, la fórmula en la que estaráinteresada más de una empresafarmacéutica, eso sin contar los trapossucios de la familia…

—Si eso no se llama chantaje… esusted muy arriesgado, señor Blohm. Nopuedo tomar una decisión en estosmomentos. Debo pensarlo, le prometoque tendrá una respuesta. Comuníqueseconmigo mañana por la noche y le diré

qué he decidido.Vi que Nicholas Blohm me miraba

como esperando algo.—¿Comprendió lo que le dije? —le

pregunté.—Sí, lo llamaré mañana en la noche.

¿Me puede dar un número adóndellamarlo?

—¿No estaba en el manuscrito? ¡Ah!Ciertamente, se ha borrado… —comentécon ironía.

Escribí en una libreta que había enla consola y arranqué la nota. Nodeseaba que él tuviese una tarjeta mía.Se la extendí y llamé a Nelson.

—¿Puede devolverme el pasaporte?

—El pasaporte se quedará conmigo,así como el billete de avión. Pero puedellevarse su cartera. Espere un momento.

Abrí su billetero y saqué las tarjetasde crédito, así como cualquier tarjeta,papel o documento que pudieraidentificarlo. Únicamente le entregué eldinero y unas llaves.

—Pero es imposible, no puedoandar por ahí sin documentos, encualquier hotel me pediránidentificación. Esto es ilegal… mistarjetas de crédito… Me quejaré ante laembajada norteamericana.

—Hágalo, y me haría un gran favor.O Puede decirle al taxista que lo lleve a

algún hotel donde no le pregunten ni elnombre. Le sugiero que acompañe aNelson, señor Blohm. Espero sullamada.

—Al menos déme el manuscrito —pidió con desesperación.

—El manuscrito se quedará conmigohasta que nos volvamos a ver.

Nicholas Blohm me miró y meneó lacabeza; capté la angustia en sus ojos,mientras Nelson con su mutismoinsistente le decía que ya era hora dedejarme tranquilo. Vi sus espaldasdesaparecer tras la puerta y tomé elpasaporte, el billete y el resto de suscosas, y los llevé a mi habitación. Era

preciso que hablase con Martucci esemismo día. Nicholas Blohm se habíametido en mi vida y le costaría caro.Sabía que él podía solicitar otrastarjetas de crédito, aduciendo que se lehabían extraviado, pero sería unobstáculo más. Y por cierto, no teníaidentificación. Por otro lado, su cara deterror me causó una honda satisfacción,no sé qué habría pensado él que yopodría hacerle, en todo caso, tendríaalgo de qué preocuparse.

Me comuniqué con Martuccillamándolo al número privado que mehabía entregado hacía poco menos deuna hora.

—Abad Martucci, ha surgido unproblema, no creo conveniente hablarlopor teléfono, por favor, diríjase a algúnlugar donde pueda pasar por usted.

—Estaré a cien metros después deLa Forchetta en… —hizo una pausa—media hora.

Me gustaba Martucci. Comprendípor qué el tío Claudio confiaba en él.No hacía preguntas inútiles, no dudaba,era directo. En cierta forma erareconfortante tenerlo de mi lado. ¿Quéhabría hecho tío Claudio en esascircunstancias? ¿Seguirle el juego al

americano? ¿Desaparecerlo? La idea noera mala. Pero no me podía dar ese lujo.Por otro lado, ¿cuánto mal podríahacerme Nicholas Blohm? A mi modode ver era un sujeto que intentaba, segúnél, escribir una novela a cualquierprecio.

Fui al garaje y elegí un coche azulmarino, el único de aparienciaordinaria, un Fiat que era utilizado porel servicio para hacer las compras.Tenía vidrios oscuros y podía pasardesapercibido.

Martucci estaba de pie en unaesquina. Lo reconocí pese a que no ibacon su hábito.

—Espere a que le cuente. No lo va acreer —le advertí apenas subió alcoche.

—Créame, signore mio, en mi vidahe escuchado casi de todo. Tenga esto.

—¿Qué es?—Este tubo contiene los

documentos. En la primera hoja están lasindicaciones.

—Será mejor que nos fuéramos a lavilla, no quiero andar por las calles deRoma, allá estaremos seguros.

—Pensé que la sua mamma estaríainstalada allí.

—Ella prefiere su casa en Roma, yoestoy en la villa porque no deseo

hospedarme en casa de mi madre.Él asintió, y en el camino le hice un

recuento de lo sucedido con elamericano.

Fray Martucci parecía pensativo.Estoy seguro de que su mente trabajabaafanosamente.

—¿Nunca se cruzó con el americanoen los Estados Unidos? ―preguntóMartucci.

—Jamás lo vi antes. Lo peor de todoes que yo le creo. No sé por qué, perome parece que lo que dice es cierto. Elmanuscrito lo tengo en mi poder, asícomo también su pasaporte y sus tarjetasde crédito.

Martucci sonrió levemente, lo noté yél se dio cuenta.

—Creo que Claudio hubiera hecholo mismo —dijo—. Es una pena que élno lo pueda ver ahora.

Al llegar a la villa fuimosdirectamente a mi habitación. Le mostréel manuscrito, que no era más que unpoco de hojas vacías con tapas negras,anillado.

—No parece nada extraordinario.¿Ha contemplado la posibilidad de queel sujeto esté loco? Hay mucho insanoen este mundo, y los americanos sonespecialmente susceptibles de serlo.

—En todo caso sería una locura

clarividente. Me dijo con todo lujo dedetalles lo que usted me ha contado, ymás. ¿Cómo podría alguien saber algoasí?

—Supongamos que el americanodice la verdad y que esto —puso lamano en la tapa del manuscrito—, seauna especie de libro de la vida. No voya cuestionarlo ahora. El asunto es: ¿Porqué? ¿Por qué precisamente sucedió conese hombre? ¿Cuál es el motivo por elcual la vida de Claudio Contini-Masseraapareció aquí? ¿Qué desea él? ¿Escribiruna novela con un argumento que formaparte de la vida de unas personas? Noparece ser muy inteligente. Con lo que

sabe, ya hubiera podido empezar aescribir, y el resto, inventarlo. Nisiquiera es un buen escritor. Eso esseguro.

—Dijo que quería ayudarme abuscar el secreto que me dejó tíoClaudio.

—¿Se refiere a las palabras quedebe recordar? Eso lo podría hacerusted sin su ayuda.

—Es cierto. Pero no tengo idea pordónde empezar.

—¿Y el americano cree poderayudarlo?

—Dijo que recordaba todo lo queestaba escrito y que las claves estaban

allí.Francesco Martucci se tocó la

barbilla mientras caminabadespaciosamente de un lado a otro de lahabitación mirando el suelo.

—¿Se da usted cuenta de que si elamericano contribuye a encontrar lasclaves también tendrá acceso a lavaliosa fórmula?

—Sí. Pero no necesariamente podráhacer uso de ella.

—¿A qué se refiere?—No creo que él sepa el final de «la

novela» —dije, intentando no parecerdemasiado irónico—. El final puedoescribirlo yo. Claro, no de manera

literal, pero puedo hacer que sucedancosas.

—Usted no es un personaje denovela, Dante —enfatizó conimpaciencia Francesco Martucci.

—Ya lo sé. Sólo me pongo en susituación, él ha leído una parte de unmanuscrito donde yo aparezco. Después,yo puedo hacer que sucedan cosas. Escomo ser libre, ¿me comprende?

—Por lo que veo, se dejará ayudarpor el americano.

—Viéndolo de esa forma, sí. Hastacierto punto es emocionante.

—Empieza a hablar como Claudio,¡andiamo! ¡Esto no es un juego, Don

Dante!—Tranquilo, Martucci, creo que sé

cómo llevar todo esto. Tal vez elamericano me sea útil. En todo caso,necesito su complicidad, y por lamemoria de mi padre, su gran amigoClaudio, usted debe prometerme quecumplirá lo que aquí pactemos.

Martucci me miró con sus extrañosojos, como si estuviera tasándome. Perohabía algo más que su actitudaparentemente concienzuda, no podíaocultar. El temor se reflejó en un gestoque trató de parecer indiferente.

—Un pacto…—¿Le teme a dar su palabra?

—No es a eso a lo que temo.—¿Entonces?—Tengo miedo de morir antes

―dijo Martucci en tono sombrío.—¡Qué dice! ¡Todos moriremos

algún día!—Lo sé. Pero yo tengo razones para

pensar que puede suceder antes de loque quisiera.

—Es por la radiación, ¿verdad?—Yo estuve menos expuesto a ella.

Quien sí lo estuvo y más de una vez fueClaudio.

—¿Dónde se encuentra el cofreahora?

—Lo tengo a buen recaudo. Créame,

es mejor que no lo sepa, por suseguridad.

Era todo lo que tenía que saber. Leexpliqué mi plan a fray Martucci y él,como supuse, estuvo de acuerdo. Sepersignó tres veces y miró al cielo.Después soltó un: «¡Qué diablos!», queme dejó boquiabierto.

Fui con él al centro de Roma y lodejé en una esquina.

El testamento

—Su madre llamó. Dijo que era urgente.Fabio me dio el recado apenas entré.

Como siempre, mi madre tenía urgencia.Probablemente querría hablar sobre lalectura del testamento. Y no meequivocaba. La llamé y poco despuésescuché su voz al teléfono. Mi madresuele utilizar inflexiones graves y muyelegantes cuando da órdenes.

—Recuerda que la lectura esmañana a las diez. Los abogados dieron

aviso a todas las personas involucradas,nos reuniremos en su despacho. ¿Sabesdónde, no? —Inquirió como si yo nofuese capaz de llegar a la direccióncorrecta.

—Sí, mamá. Estaré allí sin falta.Volvieron mis temores. Después de

la lectura del testamento, sabía que tardeo temprano me enfrentaría a la juntadirectiva de la Empresa, esta vezrepresentando a Claudio Contini-Massera. ¿En qué estaría pensando élcuando decidió hacerme responsable detodo? Aquello me abrumaba por el pesoque suponía y por lo mucho que debísignificar para él. Deseaba poder estar a

su altura. Con sinceridad, en esemomento fue lo que más deseé.

Fabianni, Estupanelli & Condotti, lafirma de abogados que velaba por eltestamento de tío Claudio quedaba en elúltimo piso de un bloque colindante conla Piazza Navona. A las diez de lamañana nos encontrábamos en la sala dereuniones y Fabianni ocupaba lacabecera de la mesa. Estupanelli,Condotti, y otros dos hombres cuyosrostros creí reconocer como miembrosde la Empresa, ocupaban los asientos asu lado. Mi hermana y mi madre estaban

sentadas frente a mí.—Los señores Bernini y Figarelli

pertenecen a los estudios jurídicos querepresentan a la Empresa, y han traído elinforme financiero de la compañía —presentó Fabianni—. Primero daremoslectura al testamento.

Mi madre asintió con impaciencia yFabianni abrió la gran carpeta que teníadelante:

Claudio Contini-Massera -Mi última voluntad ytestamento.

Un asistente nos repartió copia del

documento «para que todo nos quedaseclaro», explicó Fabianni.

Leí la mía mientras escuchaba la vozde Fabianni. En ella decía claramenteque yo heredaría la totalidad de losbienes de mi tío. Incluyendo el títulonobiliario. Había pequeños legados parami madre y mi hermana que lespermitiría vivir aunque no tanholgadamente como hasta ese momento.Creo que fue lo que ocasionó que mimadre torciera el gesto y alzara las cejascomo preguntando si no estaríanequivocados.

No hubo mucho tiempo paraprestarle más atención, pues Fabianni

apenas terminó de leer, dijo que Bernininos explicaría la situación financiera dela Empresa.

—La Empresa, compañía que dirigíael señor Claudio Contini-Massera comoaccionista mayoritario y fundador, tieneun activo aproximado de tres milmillones de dólares. Sin embargo…tiene deudas que superan los cuatro milmillones de dólares.

Pensé que no había escuchado bien.Quedé pegado al asiento y fui incapaz demover un dedo, me sentí paralizado. Mimadre, en cambio, pegó un salto.

—¿Qué clase de broma es esta? ¡Nopuede ser cierto!

Yo deseaba intensamente que fueseuna broma, pero algo me decía que eraverdad. Sentí como si la losa de mármolnegro que cubrió al tío Claudio hubiesecaído sobre mí.

—Mamá, tranquilízate —dijo mihermana.

—No puedo, Elsa, no es posible,debe haber una explicación.

—Y la hay, signora —enfatizóBernini. Luego me miró a mí.

—En el pasado, Claudio Contini-Massera ganó millones en la bolsa, apesar de ello, tomó préstamosimportantes. Cuando los interesesempezaron a subir, pensó que sería algo

momentáneo y que volverían a bajar, ysiguió comprando títulos a largo plazo.Los bancos le dieron crédito por sureputación, pero él siguió invirtiendo envalores de alto riesgo, y los préstamosse tornaron impagables por lasrefinanciaciones. También figura quehubo ganancias, muy altas. Pero noentraron a la Empresa. Lo cual indicaríaque él estaba desfalcando su propiacompañía En pocas palabras: financiabala compra de valores utilizando comogarantía los ya adquiridos, es decir,operando ilegalmente. Por desgracia, lastasas de interés experimentaron una delas subidas más extraordinarias de la

historia financiera y sus préstamos nollegaron a cubrir sus deudasacumuladas.

—¿Y dónde fueron a parar esas altasganancias que usted dice que tuvo?

—No lo sabemos, señora Contini.Yo sí lo sabía. Estaba seguro que

todo ese dinero fue destinado a lasinvestigaciones de la maldita fórmula deMengele.

—Quiere decir que no recibiremosnada.

—Usted y su hija, sí, señora, hay unaparte con una cuenta bancaria, cuyofideicomiso lo tendrán los abogados.Recibirán una cantidad mensual. No se

preocupe.—Por supuesto —contestó mi madre

con una sonrisa sarcástica. Se levantó desu asiento y miró a mi hermana. Saliósin despedirse, y Elsa antes de ir trasella, me puso una mano en el hombro.

—Tranquilo, hermano. Buscaremosuna solución. —Me dio un beso en lamejilla y se fue.

Miré a Fabianni. Percibí en susfacciones bonachonas algo parecido algesto de condolencia de los entierros. Yde eso sabía bastante.

—Señor Contini-Massera, tal vez leinterese saber que su tío hipotecó lavilla Contini, pero hizo un trato con el

banco y puede usted seguir ocupándolahasta un año más.

Yo no presté mucha atención a loque dijo. Sólo entendí que por elmomento podría estar allí. Busqué conla mirada a Bernini, que parecía rehuir ala mía.

—Señor Bernini, mañana a lasnueve de la mañana deseo hablar con lajunta directiva de la Empresa. Quisieraque todos estuviesen presentes.

Él me miró como si yo fuese unasombra.

—¿Podría saber cuál es el punto atratar?

—Debo informarles que estamos en

quiebra.—Eso ya lo saben. Y están tomando

las previsiones del caso…—Con su ayuda, supongo.Bernini guardó silencio al ver mi

cara. Tal vez recordó al tío Claudio.—No creo necesaria esa reunión,

señor…—No le estoy pidiendo permiso,

señor Bernini. Quiero a todos reunidosallá mañana, incluyéndolos a ustedes.Tengo algo muy importante que decirles.

No esperé a que me respondiera, medespedí y salí al mejor estilo del tíoClaudio.

Camino a la villa llamé a Martucci.

Él literalmente se quedó mudo cuando leconté que era más pobre que antes.

—Martucci, usted dijo que los dosmillones que mi tío había salvado delcorredor de bolsa estaban a buenrecaudo.

—Lo están, Dante. Y a sudisposición, en mi cuenta.

—Por lo menos me servirán para loque pienso hacer.

—¿Es lo que me estoy imaginando?—Pienso emprender la búsqueda del

tesoro —dije en tono de broma, paradistender un poco la situación.

—¿Tiene alguna persona deconfianza como para que maneje dinero?

Recuerde que usted no puede tenermucho efectivo en su cuenta, pues lesería embargado.

Pensé en Pietro. El bueno y fielPietro que había quedado en elapartamento en Nueva York.

—Sí. Lo llamaré hoy más tarde paradarle el número de cuenta, frayMartucci. Mañana usted podrá hacer latransferencia.

Esa noche debía comunicarme conPietro y Nicholas Blohm tenía queponerse en contacto conmigo; tal vezsería quien me ayudase a salvar laEmpresa. Pero era mejor que no losupiera, si no, sus demandas serían

insostenibles.Al fin pude sentarme a leer los

documentos que me entregó Martucci.Abrí el tubo y alisé las hojas concuidado. Estaban escritascronológicamente en latín conindicaciones en alemán. En la primerahoja, sin embargo, había una nota con laletra del tío Claudio. Unas palabrasbastante crípticas:

Querido Dante, usa la caja fuertepara guardar los documentos, esperoque recuerdes la combinación. Tedeseo toda la suerte de la que puedasdisponer, así como también apelo a tu

memoria: Meester snyt die keye ras/myne name is lubbert das. Si no puedescon esto invoco al libro rojo, yrecuerda: Las letras y los númerosprimos, se guardan como un tesoro.Confía en las personas más cercanas ati.

En esos momentos comprendí laconfianza que tenía en mí. Yo no eranadie para juzgarlo, tuvo que tenermotivos muy fuertes para haberquebrado La Empresa, y era mi deber noesconder la cara. Volví a leer laspalabras, pero mi memoria no meayudaba. ¿Por qué él dejaría eso en

clave en lugar de decirme directamentelo que quería? ¡Había hablado tanto conél! ¿A qué libro rojo se referiría?

Obviamente, yo no tenía la mente tandespejada como para dilucidar elenigma. Según Martucci, deberíasaberlo, pero no era así. Dejé losdocumentos en la caja fuerte y puse lahoja a la vista, sobre el escritorio.Marqué el número del apartamento enNueva York. La voz apacible de Pietroatendió al repicar el teléfono por terceravez.

—¿Pietro?—Don Dante, qué gusto escucharlo.—Tío Claudio falleció.

—Lo siento tanto, don Dante… —dijo Pietro. Su voz parecía que sequebraría en cualquier momento.

—Gracias, Pietro. No sé cuándoregresaré a Nueva York, debosolucionar algunos problemas. Porfavor, dame el número de tu cuentacorriente que haré una transferencia.

Me dictó el número y en ese instantey por primera vez, conocí su apellido.Después de tantos años supe que sellamaba Pietro Falconi.

—Cuando se haga efectiva, Pietro,necesito que hagas un cheque y loentregues personalmente.

Le di las señas de Irene y pude

respirar tranquilo por esa parte. Mehabía prestado cinco mil dólares y yo ledevolvería diez, como le habíaprometido. Sé que no estaba para tirar eldinero, pero había dado mi palabra y noquería problemas con ella.

—Está bien, señor Dante, esperaréla transferencia y seguiré susinstrucciones.

Sentí que le debía una explicación.El viejo Pietro estaba solo,prácticamente abandonado, en un paísque no era el suyo y quién sabe cuántotiempo más debería quedarse allí.

—Pietro, es importante que sigasallá, pues necesitaré de tu cuenta

corriente para mover un dinero,¿comprendes? No es nada turbio, sólo escuestión de seguridad.

—Como usted diga, don Dante. Nose preocupe, cuidaré su dinero comosiempre lo hice.

—Y por favor, cóbrate lo que tedebo, sé que has estado cubriendo losgastos con tus ahorros.

Conociendo a Pietro, estoy segurode que se sentiría avergonzado. Mealegré de tenerlo a mi servicio. Otroacierto de tío Claudio.

Cuando Martucci llamó esa noche le

di el número de la cuenta adondedebería transferir los dos millones.Pietro me reenviaría el dinero por laWestern Union cuando lo necesitase, enpequeñas transferencias y así nofiguraría en mi cuenta. Miré la hora,eran pasadas las siete, en cualquiermomento Nicholas Blohm haría sonar elteléfono. No bien lo pensé, apareció elmayordomo.

—El señor Nicholas Blohm está alteléfono, señor Dante —dijo Fabio,alcanzándome el aparato.

—Buenas noches, señor Blohm.—Señor Contini, ¿hasta cuando me

va a tener secuestrado en este hotel?

—Usted es libre de caminar pordonde quiera, supongo que tiene llave desu habitación…

—Sabe a lo que me refiero.—¿En qué hotel se encuentra?—En el Viennese Rome.—Déme la dirección. Enviaré a

alguien por usted.—Está en la Via Marsala, a unos

metros de la estación Termini.—Por favor, espere a Nelson en la

recepción y traiga su equipaje. Tenemosmucho de qué hablar.

—Mi maleta está en un casillero enel aeropuerto.

—Él lo llevará adonde usted le

indique.

La clave

Nicholas Blohm era el prototipo delhombre americano, según la imagen quetengo de ellos. Se meten de maneraasombrosamente fácil en terrenos que noles incumben, sienten que el mundo eslibre y les pertenece, que pueden hacerde él lo que quieran, apelando a lafamosa libertad de expresión, de la quehacen uso indiscriminado y que se haexpandido como una enfermedadcontagiosa por todo el mundo

occidental. Y no es que yo tenga nada encontra, pero me molesta profundamentecuando en nombre de ella exhiben enpúblico, sin escrúpulos, los secretos quepertenecen a cualquier individuo. Pordinero son capaces de todo. Meequivoco: por dinero y por la fama. Yyo de ninguna manera permitiría que elamericano se hiciera rico a mi costa.Pero requería de «sus servicios» y debíacomportarme de una maneradiplomática.

Reconozco que me dio un poco delástima verlo aparecer al lado deNelson. Desgarbado, con una ropa queparecía una talla mayor a la de él y

vestido con la chaqueta de cuero negradel día anterior, desgastada por el usopero que hacía perfecto juego con supersonalidad. Tenía una expresión queme recordaba a la de un perro apaleado.Sus oscuras cejas caídas le daban unaspecto triste, aunque en su miradaceleste se podía entrever la agudeza ycierta forma de inteligencia que máscorresponde a los que trabajan con lamente.

—Tome asiento, señor Blohm,¿cómo se siente?

—Bien, gracias. ¿Podría entregarmeel manuscrito? —dijo Nicholas, mirandoel escritorio.

Le alargué el manuscrito. Él loretuvo pegado al pecho.

—Nelson, dile a Fabio que lleve lamaleta del señor Blohm a su habitación.—Ordené al guardaespaldas. Nicholasno parecía sorprendido—. Señor Blohm,he pensado que podríamos llegar a unacuerdo.

—Le escucho.—Usted dice que tiene la clave para

encontrar la parte faltante de la fórmulade mi tío Claudio. De ser así, le doypermiso para que escriba su novelautilizando nuestra historia. Creo que eslo justo.

Sentí el interés que había despertado

la posibilidad en el americano. Suactitud era otra, se levantó del sillón ycaminó de un lado a otro sin decir unapalabra. De pronto se detuvo y dejó elmanuscrito sobre el escritorio.

—¿Tiene la hoja?Recordé que él sabía tanto de los

documentos como había leído en elmanuscrito. Fui al escritorio y se lamostré. La retuvo en sus manos como siagarrase el Antiguo Testamento, escritopor el mismísimo Dios. Lo sostuvo porlas puntas y lo colocó con cuidado sobreel escritorio.

Miró largamente las líneas escritaspor tío Claudio.

«Querido Dante, usa la caja fuertepara guardar los documentos, espero querecuerdes la combinación. Te deseotoda la suerte de la que puedas disponer,así como también apelo a tu memoria:Meester snyt die keye ras/ myne nameis lubbert das. Si no puedes con esto,invoco al libro rojo. Y recuerda: Lasletras y los números primos, se guardancomo un tesoro. Confía en las personasmás cercanas a ti».

A pesar de que eran instruccionesmuy personales, consideré necesario quelas leyera, podría ser que también allí seencontrase la clave.

—Es indudable que su tío confiabaen que usted apelase a su memoria. Lodice repetidamente. En el manuscritotambién lo leí. Y creo que la clave estáen la forma como le enseñó a leer austed. Creo recordar que solía cantaruna canción que parecía un sonsonete.

—¡Claro!, fue así como aprendí amemorizar las letras: «A, más B, más C,más D, más E… son uno, y dos, y tres, ycuatro…» —entoné, buceando en misrecuerdos.

—Exacto. Fue tal como lo leí en elmanuscrito —afirmó Nicholas con unasonrisa de satisfacción.

—¿En serio?—¿Tiene usted la nota de su tío que

le entregó fray Martucci?—Sí. Aquí está.Nicholas leyó la nota con cuidado y

después de examinarla la colocó al ladode la hoja.

Mi querido Dante,

Tengo tanto que decirte, quiero quesepas que las horas más felices laspasé contigo, te enseñé tus primerasletras, y deseo que tus primeros pasos

sin mí te recuerden que hay tesorosmás duraderos que el dinero. Confía enFrancesco Martucci, es mi mejoramigo. Y sobre todo, confía en los quete han acompañado toda la vida.Escribo esto ahora pues sé que no mequeda mucho tiempo. Quiero dejarte miposesión más preciada, espero quehagas buen uso de ella; no estáregistrada en mi testamento. Te laentregará Francesco Martucci en elmomento que él crea conveniente. Túsabrás reconocer las señales en ellibro rojo. Y, por favor, cuídate.

Ciao, mio carissimo bambino.

Claudio Contini-Massera.

—Segunda referencia al libro rojo.Debemos buscar un libro rojo, ¿sabedónde se encuentra?

Negué con la cabeza. Tomó unbolígrafo y me pidió una hoja de papel.

—Dejaremos eso para después. Laspalabras que se repiten son: primeras,letras, tesoro, libro rojo… Recuerdo alleer el manuscrito algo así como quepodría recordar las letras delabecedario si las asociaba con lafamilia, ¿sabe usted de qué se trata?

—Claro, las letras del abecedariocoinciden con los nombres de mifamilia:

A – Adriano, mi abuelo.

B – Bruno, mi padre, el primogénito.C – Claudio, mi tío.D – yo, Dante.E – Elsa, mi hermana.—Y F – Francesco, el cura —

recordó Nicholas.—Él no cuenta. No lo consideraba

de la familia, jamás lo vi hasta haceunos años y ahora.

—Pero quién sabe, cuantas másposibilidades, mejor, según leí, élformaba parte de la familia, tal vezcomo un hijo bastardo… —leyó en mirostro la expresión de desagrado yagregó—: Y cada letra tiene un número,es una de las claves más simples que

existen:A - 1.B - 2.C - 3, y así, sucesivamente.—Resultado: 1 + 2 + 3 + 4 + 5: 15.—Y 1 + 2 + 3 + 4 + 5 + 6: 21. Si

contamos a Francesco.—Pero lo de «tesoro» no me parece

que se refiera a los números.Nicholas cruzó un brazo sobre el

pecho y se agarró con la otra mano labarbilla, como tratando de recordaralgo. De pronto hizo sonar los dedos yexclamó:

—¡Sabía que se me estabaescapando algo! En el manuscrito había

una parte en la que recordabas unabiblioteca encadenada, ¿cómo sellamaba?

—¿Hereford? —sugerí, sinasombrarme demasiado de que hubieraempezado a tratarme con más confianza.Cosa de americanos.

—Sí. Pensabas en lo que tu tío habíadicho, algo así como que si tuviera unsecreto que guardar lo haría allí, dentrode uno de esos libros, y nadie podríarobárselo, pues están encadenados. ¿Tedice algo eso?

Lo pensé un rato. ¿Sería posible quetío Claudio hubiese guardado algo taníntimo como un secreto en una biblioteca

pública? No parecía lógico. Pero eracierto, él lo había dicho.

—Cuando aquello yo era un niño,Nicholas, tal vez lo hizo paradistraerme, me refiero a que a los niñosse les cuentan muchas cosas para avivarsu imaginación… —respondí en elmismo tono de cercanía con el queNicholas parecía sentirse tan a gusto.

—Pero encaja, tiene sentido. Para éllos libros eran un tesoro, así lo decía,¿no? Las letras, los nombres, la familia,los libros, es como si estuvieraindicándonos el camino.

Asentí, pensando que él creía confirmeza en lo que pensaba.

Definitivamente había que ser ingenuopara creerlo. Aun así le seguí el juego,no tenía otra posibilidad a la vista.

—Supongamos que todo tienesentido, como dices, ¿cómo encajan losnúmeros? Tenemos el 15 y el 21. Podríaser cualquiera de los dos, supongamosque sea el 21, ¿será un tomo?, ¿de qué?¿Qué clase de libro tendría el número21?, ¿o el capítulo 21?, ¿o la página 21?¿Te das cuenta de las infinitasposibilidades? —elucubré. Me parecíademasiado cuesta arriba.

—Estoy seguro de que existe unarelación, tengo que concentrarme. Debopensar.

—¿Tú crees, Nicholas, de verdad,poder encontrar la solución a esteacertijo? Es necesario que me digas laverdad.

—Te prometo que sí.—Eso espero. Hay mucho en juego.—Necesito pensar, hay algo que se

me escapa. —Cogió el manuscrito y loabrió. Pasó las hojas como si esperaseencontrar algo entre ellas.

—Fabio te llevará a tu habitación,Nicholas, serás mi huésped hasta quelogremos encontrar la respuesta.

Al quedar a solas, supe que el futuro

de la Empresa dependía de que yopudiera encontrar la fórmula deMengele. El futuro de la compañía y elde la humanidad. Si tío Claudio habíaarriesgado tanto para obtenerla, debíavaler mucho. Él jamás invertía sinobtener ganancias que quintuplicasen suinversión, aunque de manerainexplicable había dejado que su fortunadesapareciera.

El día siguiente sería mi prueba defuego. Debía convencer a los accionistasde que esperasen antes de ejerceracciones contra La Empresa. Locontrario sería la ruina total. Y alpensarlo me asombraba hacerlo en esos

términos, ¿desde cuándo para mí todoaquello era tan importante? No acertabaa comprender el cambio que se estabaoperando en mí, hasta hace unos díasdesinteresado de los negocios de mipadre.

La reunión

Cuando la puerta del ascensor se abrió,Nelson se situó teatralmente en toda laentrada, cubriéndola, naturalmente.Luego se hizo a un lado dándome paso ypenetré en la sala de juntas que yoconocía, pero que había visto siempredesde otro ángulo. Una fina líneapunteada empezó a dibujarsementalmente en mi espalda, como siestuviesen haciéndome un tatuaje deaquellos que siempre me negué a llevar.

Respiré suave y profundo para evitarque se notase mi ansiedad y caminé conpaso firme a la cabecera de la largamesa de superficie brillante, quereflejaba la luz de las diez pequeñaslámparas que iluminaban cada uno delos diez lugares. Sentí diez pares de ojossobre mí. Los mismos diez pares de ojosque días antes me habían mostrado sucondolencia en los funerales, ahorapendientes de cada uno de mis gestos.Me sentí como si estuviese en unescenario representando el papel estelarsin haber ensayado.

—Buenos días, señores, agradezcosu presencia. Ya saben ustedes la

situación de la empresa, así que pasarépor alto ese punto y solo les expondré unproyecto.

Nadie dijo una palabra, pendientesde lo que saldría de mis labios.

—Claudio Contini-Massera estuvotrabajando en un proyecto que dejóinconcluso y que yo pienso proseguir.Uno cuyo resultado será tan importantepara la humanidad que dudo mucho quepueda haber otro descubrimiento similaren muchos años. Tengo laresponsabilidad de que se lleve a cabo,y cuando esto ocurra, el capital de LaEmpresa será recuperado y multiplicadocon el consiguiente beneficio para todos

los accionistas. Les pongo al corrientepara que no ejecuten ninguna accióncontra la compañía en un plazo de seismeses, que calculo sería el tiemponecesario para completar lasnegociaciones, las cuales no lasexpondré hasta nuestra próxima reuniónpor tratarse de un secreto que no debeser revelado por cuestiones deseguridad.

—¿Es el motivo de la presencia delguardaespaldas? Su tío, que en pazdescanse, nunca tuvo necesidad de traera Nelson a las asambleas —dijoBernini, cuyo rostro había pasado de lasorpresa al escepticismo.

—Es por ese motivo que él no estácon nosotros —afirmé con temeridad.

—Vamos, jovencito, su tío muriópor un infarto de miocardio, eso losabemos todos —insistió él.

Sopesé bien qué podía dejarentrever y dije lentamente:

—En efecto, así fue. Pero ese infartohubiera podido evitarse de haber habidomás colaboración de parte de ustedes.

Un rumor recorrió la sala, y por unmomento pude contemplar casi conclaridad ante mis ojos, el acto de laÚltima Cena.

—Joven Claudio, él estaba enfermo,mientras usted se daba la gran vida en

los Estados Unidos… ¿A qué vieneahora echarnos la culpa de la salud desu tío? —arguyó Bernini.

—Yo estaba en una misión especial.Mi tío cargaba con toda laresponsabilidad del descubrimiento quellevó a La Empresa a la bancarrota, susalud estaba deteriorada porenvenenamiento químico, pues él seprestó de conejillo de Indias parallevarlo a cabo. Aparte de eso tuvo dosatentados contra su vida. Es todo lo quepuedo decir.

—Lo que usted nos está pidiendo esinaceptable. Claudio Contini-Masserahizo uso indebido del capital que le

confiamos…—Del cual la mayoría era de él —

interrumpí con vehemencia—. Señores,no piensen que la muerte de mi tío hacambiado las cosas. Compórtense comosi estuviese con vida. ¿Actuarían ustedesen su contra sabiendo lo que ahoraconocen? ¿Por qué ahora que estámuerto deciden hacerlo? ¿Es porque yo,Dante Contini-Massera soy el que estáal frente? No sé qué idea equivocadatienen de mí, señores, en todo caso,denme el beneficio de la duda. Nopropongo nada descabellado: seismeses. Es todo. No les estoy pidiendodinero.

—¿Usted estaba en una misiónespecial? —Interrumpió Bernini, queparecía haberse convertido en el asesordel enemigo—. ¡Vamos, hijo, todo elmundo sabe qué clase de misiónespecial tenía usted!

Yo le clavé la mirada con la mayorcalma que pude. No podía dejar que mefaltase al respeto, fue una de lasprimeras reglas que tío Claudio mehabía enseñado.

—Señor Bernini, ¿en qué bando seencuentra usted? Me da la impresión deque trabaja para la competencia. Creoque tendré que revisar su posición enesta organización.

—¡Joven Dante!, me está faltando elrespeto, llevo muchos añosasesorando…

—Llámeme señor Contini-Massera,por favor. Y así guardaremos mejor lasformas.

No sé si mi parecido físico a tíoClaudio fue lo que surtió efecto, pero elhombre cerró lentamente la boca comosi se empezara a arrepentir de lo queestaba por decir. Fue como una reacciónen cadena. La sala volvió a quedar ensilencio y esta vez sentí que habíaganado unos cuantos puntos ante los diezpares de ojos.

—Les tendré al tanto de todo en

cuanto me sea posible. Necesito saber siestán ustedes de acuerdo.

Algunos murmullos afirmativos seescucharon al principio con ciertatimidez, para después elevar el tono.Uno de ellos se dejó escucharclaramente, a pesar de que su voz erabastante más baja que la de los demás.

—Señor Dante Contini-Massera,confiamos en usted como lo habríamoshecho con su tío.

Lo escuché porque cuando él hablótodos guardaron silencio.

Se me acercó y me dio la mano,luego me entregó una tarjeta haciendouna pequeña venia. Después de él

siguieron uno a uno los demás, como sise tratase de una fórmula ceremonial. Alfinal quedé con nueve tarjetas en lascuales pude leer los nombres másinsospechados.

—Usted sabe, don Dante, estoy paralo que se le ofrezca. No lo dude, porfavor —me dijo con su voz cavernosa elprimero que se había acercado a mí,Giordano Caperotti—. Espero que estéhaciendo lo correcto. Tiene seis meses,recuérdelo. Dio vuelta y su traje negro ysu espalda encorvada, me trajo la vagaidea de un buitre.

Y como si tuviesen un tácitoacuerdo, todos fueron saliendo de la

sala. El último fue Bernini, quien meofreció su mano lánguida y se despidió.Me quedé únicamente con Nelson, queseguía parado como un tótem y memiraba con una admiración incipiente.Las últimas palabras de Caperotti mesonaron claramente a una amenaza.Había pasado la primera prueba, y erasolo el comienzo.

El plan

De regreso a casa quise evadir larealidad y me entretuve por el caminocontemplando a los turistas que invadíanlas calles de Roma. Lo hacían en grupo,en parejas y también en solitario.Cámara en mano irrumpían en lasiglesias, invadían las plazas, sesolazaban en las innumerables fuentes ytomaban fotos de cada rincón quetuviese un aspecto antiguo. En realidadtoda Roma era antigua y estábamos

orgullosos de ello. Y yo que hasta hacíapoco formaba parte de un estrato deaquella sociedad heterogénea,cosmopolita, tradicional y vanguardistaal mismo tiempo, ahora me encontrabaen una encrucijada, sentía sobre mí unacarga que no había querido llevar, y quede todas maneras, indefectiblemente meestaba destinada, si bien no como yo lohabría esperado. Y tenía la impresión deque ya no sabía a qué estrato socialpertenecía.

Mis manos habían dejado detemblar, pero seguían frías.

Las palabras de Caperotti aúnresonaban en mi mente, sus manerassuaves y tranquilas eran demasiadosuaves y tranquilas. Su voz ronca y baja,era de aquellas que saben que nonecesitan esforzarse para serescuchadas, pues es el interlocutor quiendebe hacer el esfuerzo, porque en ellopodría irle la vida. Fue la desagradablesensación que me dejó. Ahora dependíade la memoria e imaginación de unescritor norteamericano que habíairrumpido en mi vida sin que yo lohubiese llamado. ¿Es que acaso podía

suceder algo en la vida de uno que fueseestrictamente programado de antemano?Yo no había pedido estar en ese lugar, ysin embargo allí estaba, sentado en elasiento trasero de un gran coche negroconducido por un gigante marcialllamado Nelson, en un patético esfuerzopor emular a mi padre. O sea, a tíoClaudio.

Un manuscrito en blanco era toda laprueba que había necesitado Nicholaspara convencerme de que allí estabaescrito mi destino. Y yo le creía.

Al llegar vi al americano sentado en

una de las incómodas sillas de hierropintadas de blanco de la terraza quedaba al parque interior. Tenía uncigarrillo entre los dedos, con la miradaabsorta en una hoja de papel que teníafrente a él apoyada en una pequeñamesa. Levantó la vista al sentir mipresencia y yo le interrogué en silencio.

—Creo que tengo la respuesta —dijo, mirándome con sus ojos de oscurascejas tristes. Había algo en él que mehacía suponer que debía tener un pocode carga mediterránea en su sangre.

—Te escucho.—¿Sabes lo que es un salmo?—¿Algo relacionado con la Iglesia?

—respondí inseguro.—Específicamente la palabra

«salmo», de origen griego, significacántico. Salmo es, por consiguiente, unacomposición poética cantada. Psalmus,en latín, y Psalm, en inglés. Una de lasacepciones de salmo diar, es «cantar lacartilla». Lo que me hace suponer que alindicarte lo de la cartilla se refería a«salmo». El 15 o el 21, si incluimos a la«F» de Francesco Martucci. Y esprobable que si buscamos en labiblioteca de Hereford encontremosalguna clave en esos salmos o algunaseñal que nos de la respuesta queestamos buscando.

—¿No podríamos leer aquí esossalmos y ver de qué se trata? Tengo unaBiblia en mi alcoba.

—Podríamos, sin embargo la lógicame dice que ha de ser en ese lugar, «elsitio donde tu tío guardaría un tesoro situviera que esconderlo» ¿recuerdas? Talvez esté escrito en esos salmos, o quizáexista algo detrás del libro…

La idea de que nos estuviéramosacercando a la respuesta me excitó. Mesentía ansioso por salir para Inglaterra.De cualquier manera, no tenía muchotiempo para perderlo divagando. Seismeses era el plazo que yo mismo mehabía dado y debía cumplirlo.

Nicholas quiso salir a realizaralgunas compras que, según él, erannecesarias antes de partir, y le dije aNelson que lo acompañara. Habíacaptado entre esos dos americanoscierta corriente de simpatía. Yoaproveché para comunicarme conMartucci e informarle los últimosacontecimientos.

Hereford parecía haber quedadoquieta en el tiempo. El mismo viejohotel El Dragón Verde, en una épocaposada para diligencias, con suimpresionante fachada, queda en la

misma calle donde está ubicada lacatedral, un majestuoso ejemplo de laarquitectura normanda, algo equivalentea la Torre Eiffel para una ciudadtranquila como Hereford. Sus torres quedominan todo el paisaje, apuntan alcielo como exigiendo atención.

Llegamos cuando anochecía, en uncoche alquilado en el aeropuerto deBirmingham, y no me costó nada hacerel mismo recorrido de hacía tantos añoscon tío Claudio. El hotel no era lomáximo en confort, pero tenía el aireañejo que tanto le gustaba a él. Peronada de eso importaba, loverdaderamente práctico era que desde

allí se podía ir caminando a la catedral.Cenamos en el viejo restaurante Shire,del hotel, disfrutando de la excelente yfría atención inglesa, y pude comprobarel grado de civilización de miinesperado compañero de aventuras aldarle a escoger la bebida paraacompañar la cena. Para mi sorpresaeligió jerez para acompañar el consoméy vino tinto para el guisado de jabalí.Supongo que ser escritor tiene susventajas.

—¿Cuál es tu interés de encontrar lafórmula? —me preguntó Nicholas deimproviso.

—Quiero terminar la investigación

que inició tío Claudio. Ojalá pudieraculminar sus deseos de lograr la eternajuventud.

—¿En serio crees que eso seaposible?

—No creo que él se hubieseembarcado en una aventura tanimportante sin bases. Estoy seguro deque es posible.

—¿Y las implicaciones? ¿No teimporta que uno de los nazis másodiados por sus atroces crímenes sea elpropulsor?

—No creas que no me importa. Perola ciencia siempre deja sacrificios. Hayinvestigadores que se han inoculado

virus para estudiar en sus propioscuerpos los efectos y poder conseguiruna cura.

—Ese no fue el caso de Mengele.—Mira, Nicholas… es muy

importante que obtenga las notas quefaltan. De lo contrario toda aquellamatanza no hubiera servido de nada, ¿nocrees?

—Si tú lo dices.—¿Sabes ya qué buscaremos en la

biblioteca?—Sí —contestó él—. Una Biblia.

Supongo que debe haber alguna.Empezaremos buscando los salmos 15 y21. Estamos tomando en cuenta la

inclusión o exclusión de Francesco.Asentí pensando que nos

encontrábamos muy cerca de concluircon nuestra búsqueda.

—¿Puedo hacerte algunas preguntas?—inquirió Nicholas.

—Supongo que sabes más de mí queyo mismo —dije, sintiéndome por unmomento desnudo. No hay peor cosa queestar delante de una persona quesupuestamente sabe de uno más de loque se es capaz de recordar.

—¿De haber seguido vivo tu tío, aqué te habrías dedicado?

—Supongo que acabaría por hacerlo que hago ahora, ser la cabeza de La

Empresa.—¿Te sientes cómodo ejerciendo

ese papel?—Aunque te parezca extraño, sí. Es

como si hubiese vivido siempre parallegar a este momento, y no es que yo lodeseara, tú lo sabes bien.

—¿Eres muy rico? ¿Qué se siente altener tanto dinero?

—No te lo puedo decir, Nicholas.—Recuerda nuestro trato. Escribiré

una novela y debo profundizar en lospersonajes.

—Supongo que ser rico es igual queser pobre. Creo que es cuestión deacostumbrarse, en realidad no sé qué

decir al respecto. Si hubiese sabido loque es ser pobre, podría comparar, notengo ni idea.

—Lo suponía. ¿Sabes que cuando sedesea algo y no se puede obtener porqueno tienes dinero para ello, se vuelve unaobsesión? Hubo momentos en los quedeseé tanto comer un emparedado dequeso… y no tenía para comprarlo.Cuando empecé a ganar mis primerasmonedas como limpiador de coches,llegué a atiborrarme de emparedados dequeso. Ni te imaginas lo que se siente —dijo Nicholas.

Capté un desprecio en su mirada queme hizo sentir culpable de que todos los

chicos pobres del mundo no tuvierandinero para comer emparedados dequeso.

—Yo una vez quise tener un cochede la Fórmula Uno, la imitación de unFerrari en miniatura. Tío Claudio senegó. Dijo que era peligroso que meacostumbrase a la idea de convertirmeen piloto de carreras

—¡Dios mío! ¿Y qué edad tenías?—Ocho, creo. Sé que era demasiado

mayor para eso, pero siempre me hangustado los coches.

—A esa edad yo estaba en unorfanato peleando para conservar milugar en el patio.

—Tu niñez ha debido ser muyentretenida.

—Más o menos igual que la tuya.Tal vez tengas razón al decir que serrico y ser pobre es igual. Yo vivía mivida sin conocer qué más había al otrolado del muro del orfanato, de maneraque no extrañaba nada.

—Y ahora estás aquí, buscando unafórmula y a un paso de conseguir unahistoria para tu novela. Si yo fuese tú,con lo que sabes, ya habría escrito una.No sé qué es lo que esperas de mí.

Nicholas me miró pensativo. No dijonada y se dedicó a jugar con el borde desu copa. Al cabo de un rato observó a

los comensales que dejaban la mesa anuestra izquierda y echó un vistazo alresto de personas que aún quedaban enel restaurante.

—¿No tienes la impresión de quealguien nos vigila?

—¿Crees que nos estén siguiendo?—dije, acercándome a él.

—Hay un hombre que está solo,sentado tres mesas a tu derecha. Noparece ser un turista, y es raro, puestodos aquí lo son, excepto nosotros. Noviste como turista, no se comporta comoturista, luego, no es turista.

Miré con disimulo al hombre de lamesa que indicaba Nicholas. Parecía

absorto en el contenido de su plato,como si estuviese escogiendo lo que iríaa llevarse a la boca. Tendría unoscuarenta años, su cuerpo delgado medecía que se encontraba en forma. Sucabellera negra un poco desordenada ledaba cierto aire desenfadado. Usabazapatos de goma.

—Creo que es un turista, mira suszapatos.

—Los espías usan zapatos de goma.—¿De dónde sacas eso?—Es lógico. Pueden caminar sin ser

escuchados, correr con comodidad,trepar…

—No recuerdo haber visto a James

Bond con zapatos de goma —argumenté.Nicholas me brindó una sonrisa que

me hizo sentir idiota.—Es mejor que vayamos a dormir

—propuse.—Ve tú. Me quedaré un rato más, iré

al bar —dijo Nicholas, y se dirigióhacia allá.

Desde mi cama vi las finas telarañasen una de las cuatro esquinas de lahabitación. Llegué a pensar que tal vezfuesen las mismas de la vez que estuveallí con tío Claudio. Deseé que en elcuarto de Nicholas hubiese arañasvenenosas. ¿Sería verdad que alguiennos estaba siguiendo? Hasta ese

momento me había sentido cómodo,pensando en la proximidad deldescubrimiento de los acertijos de tíoClaudio, pero Martucci me habíaprevenido pensando en los que atentaroncontra la vida de Claudio Contini-Massera. Podría ser cierto, tal vez elhombre del restaurante fuese un sujetocontratado por él o los interesados enimpedir las investigaciones, o endesarrollar la fórmula. En buena cuenta,sería muy fácil obtenerla, solo teníanque seguir mis pasos.

Me senté en la cama. Debía ir aadvertir a Nicholas. Salí del cuartorumbo al bar, pero no estaba en él. No

habían transcurrido más de ochominutos, desde que fui a mi habitación,¿dónde diablos se habría metido?,pensé, fastidiado por sentirme engañado.Recordé que Nicholas era fumador, y enese hotel estaba prohibido fumar en lasochenta y tres habitaciones. Salí por lapuerta principal y lo vi, tenía uncigarrillo en los labios y miraba elcielo.

—¿Averiguaste quién era el sujeto?—pregunté sin más preámbulos.

—Es un huésped del hotel. Llegócasi a la par que nosotros, es italiano,me lo dijo el botones.

—¿Y cómo es que no lo vimos?

Debió venir en el mismo vuelo, nosdebe haber seguido desde Roma.

—Es el tipo de hombre que pasainadvertido. Además, no estábamospendientes de que alguien nos estuvierasiguiendo. Craso error.

—¿Qué hacemos?—No lo sé. Nunca me habían

perseguido antes.—Pero eres escritor, algo se te ha de

ocurrir.Parece que Nicholas captó la ironía,

pues me escrutó con sus ojossemicerrados a causa del fuerte viento, ysoltó una risita.

—Creo que debemos seguir nuestros

planes, iremos a la catedral, buscaremoslas señas que dejó tu tío y regresaremoslo más rápido posible al aeropuerto.Pero no regresaremos en el mismovuelo, tú tomarás uno diferente, nosencontraremos en villa Contini. Yotrataré de que me siga, pues él piensaque vamos juntos.

—Este asunto se complica. Esperoque valga la pena.

—Lo sabremos mañana en labiblioteca —sentenció Nicholas yaplastó el cigarrillo con la suela delzapato.

La bibliotecaencadenada

Hasta ese momento yo tenía la sensaciónde bailar tango en la cuerda floja, perosentía que empezaba a guardar ciertoequilibrio. Mas no estaba nadapreparado para lo que me tocó ver esamañana. Nicholas apareció en la puertade mi habitación vestido de sacerdote.Llevaba un traje negro con alzacuellos.En realidad, podría haber sido un trajenegro cualquiera, pero el detalle blanco

le otorgaba propiedad eclesiástica. Loincreíble era que, la personalidad deNicholas parecía encajar a la perfeccióncon el atuendo, su figura desgarbada dehombros caídos y mirada triste le dabancierto aire de mártir santificado. Al vermi cara sonrió de manera muy diferentea la de la noche anterior.

—En Roma se consigue todo estocon facilidad —explicó, levantando loshombros para acomodarse el saco, en unintento inútil de que sus hombrosencajasen con propiedad en el traje—.Creo que nos facilitará la búsqueda.

—¿Era necesario el atuendo? —observé divertido, como periodista

podrías entrar a cualquier lado.—Todo periodista tiene un carnet de

investigador, yo tengo el mío, pero noqueremos que la gente nos identifique,¿o sí?

Yo no dije una palabra. Era obvio.Me puse un suéter gris y salimos.

Si existe algo en las catedrales es lasensación de grandeza. Son edificiosconstruidos con las dimensionesapropiadas para inculcar recogimientoen cualquiera que ose caminar por todoel frente del ala principal, o que observelos capiteles que sostienen las bóvedas

entre las diferentes estancias. Lacatedral de Hereford tiene unoscapiteles esculturales, no hay rincóndonde se haya desaprovechado elespacio para exhibir algún signo deapabullante grandeza. Y pienso que aúnlos no creyentes, al entrar en un sitio deestos desea creer en algo con fervor.Paseamos por su interior haciendotiempo hasta que fuesen las diez, hora enla que abrían la biblioteca. Para entraren ella tuvimos que salir de la catedral ydirigirnos a un edificio situado en laesquina sureste; un lugar que para nadaguardaba relación con la imponenciaanterior. Una señora que hacía juego con

aquellos viejos tomos, se hallabasentada detrás de un pequeño escritorio.Al vernos llegar dirigió un saludo aNicholas. A mí prácticamente meignoró. Me fijé en un cartel en el queinvitaban a hacer una donación de cuatrolibras por visitante. Deposité ocholibras esterlinas sobre el escritorio.

—¿Desean hacer un recorrido?—En realidad, no, madam —aclaró

Nicholas—. Vengo de los EstadosUnidos especialmente enviado por laCatequesis de la Holy Bible, con laintención de conocer en persona losfamosos volúmenes sagrados de estainstitución.

—Esta es una biblioteca deexhibición, reverendo…

—Reverendo Nicholas Blohm.¿Cuál es su nombre, querida señora?

—Molly Graham. No está permitidala investigación o la consulta, a no serque hayan pedido autorización previa.

—Señora, reconozco que estoy aquíde manera imprevista, pero es unapromesa que he tardado años para podercumplir. ¿Podría echarle un pequeñovistazo a sus Biblias? Se lo agradeceréprofundamente. El día que usted desee ira mi país, será recibida con todos loshonores por nuestra congregación, se logarantizo. Debo regresar a los Estados

Unidos esta misma tarde…Definitivamente Nicholas tenía un

gran poder de persuasión. Me parecióque la buena mujer estaba creyendo elmismo cuento al igual que lo hice yo.Vaciló por un momento después de verel rostro compungido de Nicholas.Cuando le vio ponerse los guantes delátex, se adelantó y dijo:

—Sígame.Caminamos detrás de ella, que con

pasos cortos y apresurados se dirigió auna entrada cerrada con llave, la abrió ycaminó hacia la sección de LibrosSagrados. Era más pequeña de lo querecordaba, he visto muchas bibliotecas,

y esta no podía comparárseles enbelleza o en dimensiones. Puedo decirque es diferente, especialmente por lagran cantidad de burdas cadenas quecuelgan de cada una de sus casi dos milvaliosas obras originales y otros tantosmanuscritos correspondientes a la EdadMedia. Pienso que de niño se ven lascosas desde otra perspectiva, pero loque seguía allí, flotando en ese ambienteaustero, para mí, era el misterio. Elconjunto de libros tiene aspecto antiguo,gastado, las hojas no lucen alineadascomo en los libros normales, son unacolección de folios de papel vitela enalgunos casos, que sobresalen sin orden

ni concierto entre las tapas.Sin perder mucho tiempo apuntó con

el dedo índice y buscó entre los librosque tenía enfrente hasta detenerse en untomo voluminoso, por supuesto,encadenado, de aspecto importante.Nicholas me dio otro par de guantes.

—Por favor, trátelo con cuidado. Esun raro ejemplar, tiene ilustracioneshechas a mano en el siglo XVII. Solo hayotro similar en la Biblioteca Británica,en Londres. Pero… no me ha dicho quéclase de Biblias busca.

—Las protestantes, por supuesto.—Entonces esta es la indicada —

afirmó la mujer, satisfecha— aunque

también puede encontrar otras.Nicholas tomó la Biblia con la

emoción reflejada en el rostro,agarrándola con sumo cuidado como sifuese un tesoro, e hizo una reverencia.Supongo que no besó el libro poraquello de la contaminación.

—Gracias, hermana, que Dios se loreconozca. —De pronto fijó sus ojossuplicantes en ella y preguntó—: ¿Tieneaquí por casualidad un libro rojo?

—¿Desea ver usted el Libro Rojo?—Me encantaría.—Se encuentra en la fila del otro

lado de este mismo estante. Le suplicotenga extremo cuidado con él.

—Le aseguro que lo cuidaré comomi vida.

Molly Graham observó con aire deextrañeza a Nicholas.

—En pocos minutos llegará un grupode japoneses, le ruego no dilate muchosu lectura.

Nicholas se puso una mano en elpecho y bajó la cabeza asintiendo. Lamujer se retiró con la apariencia deestar feliz de haber contribuido a unabuena obra.

Al pie de cada hilera de estanteríashabía una mesa larga, una especie deanaquel sobre el que se colocan loslibros para que las cadenas no tengan

que desplazarse demasiado. Nossentamos frente al inquietante volumen yempezamos a buscar los Salmos. Sesuponía que debían estar después dellibro de Job, pero no aparecían.

—Debes ser un raro ejemplar, esextraño que no aparezcan los Salmos —murmuró Nicholas― razón tenía Mollyde tener tanto cuidado con esa Biblia.

—Ni falta hace que lo digas —espeté—. Creo que será necesario quebusquemos otra ―convine. Empezabaacostumbrarme a la facilidad con la queNicholas tomaba confianza con la gente.

—Los lomos están del otro lado…—murmuró Nicholas, estupefacto,

mirando la fila de libros que se extendíaante nuestros ojos—. ¿Cómo diablos sesupone que sabremos cuál coger?

Puse un dedo en mis labios paraadvertirle que moderara su lenguaje.

Colocamos la Biblia protestante ensu lugar y Nicholas tomó la siguiente,con el resultante ruido de cadenas.Estaba escrita en arameo. Si algoreconozco es ese alfabeto para míindescifrable, que según tío claudio seleía de derecha a izquierda, pues teníaen su despacho una copia del Targum; laBiblia Hebrea traducida al arameo en elsiglo XI. Nicholas la dejó en su sitio ycogió la que seguía, tratando de hacer el

menor ruido posible con las cadenas,pero era inevitable. En el silencio de labiblioteca, se escuchaban comocampanas llamando a misa. En medio desu desesperación, Nicholas abrió otrolibro: la Torá, de manera que tampocoentendíamos nada. Y creo que sihubiéramos encontrado una Biblia enitaliano no hubiésemos sabido dóndeestaban los Salmos, por el apuro.

—Dante, voy a ir al otro lado delestante, necesito ver ese libro rojo.

Asentí con la cabeza y procurandono enredar más las cadenas, tomé unlibro a mi alcance, antiguo, cuyas finashojas hacían contraste con las de otros

libros, que tenían los bordes ásperos eirregulares. Cuando vi la tapa decía eninglés: «Holy Bible» ¡al fin algoreconocible! Me dije, y lo abrí casi condesesperación. Por fortuna, el grupo deturistas empezaba a llegar y MollyGraham estaba bastante ocupada con losvisitantes. Encontré los Salmos. De migarganta salió un involuntario grito dealegría, pero de inmediato recordé quedebía guardar silencio y el grito setransformó en un largo y extraño gemidoque hizo que la señora Grahamadelantara la cara para mirarme en elextremo del pasillo de anaqueles, aligual que Nicholas, que se encontraba

frente a mí al otro lado. Busqué lossalmos 15 y 21 y no me decían nada. Nohabía marcas ni señas, fui a la página deatrás, a la de adelante, palpé lasuperficie del sitio donde había estadola Biblia. Nada.

—Dante, ¡creo que he encontradoalgo! —exclamó Nicholas en voz bajamirándome a través de los libros.

No teníamos tiempo. Labibliotecaria venía con la caterva deturistas tras ella mientras daba una seriede explicaciones; pronto daría vuelta yllegaría a nuestro sitio, y vería eldesastre que habíamos hecho con lascadenas. Cerré el libro y un pequeño

papel saltó. Decía: «C. C. M.». Elcorazón me dio un vuelco; en esemomento supe que no tenía otra opción.Arranqué las hojas que iban desde elSalmo 20 hasta el 50. Unas ochopáginas. Cerré la Biblia y la dejé en sulugar. Molly Graham llegó con losvisitantes justo cuando yo escondía lashojas en un bolsillo del pantalón yNicholas se situaba a mi lado. Nos lanzóuna rara mirada al observar las cadenasenredadas y los libros con los lomoshacia fuera.

—Se lo puedo explicar madam… —empezó a decir Nicholas, mientras sequitaba los guantes con parsimonia.

Sentí varios clicks. Supe quequedaría para la posteridad en algúnálbum de fotografías de Japón.

Nicholas aprovechó la momentáneadistracción de Molly Graham parareiterar su invitación:

—No olvide visitarme cuando vayaa los Estados Unidos, recuerde: Iglesiade San Patricio en Nueva York, y lacongregación es la Catequesis de laHoly Bible —insistió Nicholas.

—Muchísimas gracias, señoraGraham, ha sido usted de mucha ayuda.Nos retiramos. Que tenga un buen día —dije en mi mejor estilo, y salimos casicorriendo.

Una vez fuera, pude respirar conalivio. Fuimos rápidamente hacia elhotel, mientras Nicholas se quitaba elalzacuello y se desabotonaba el saco.Avisé en recepción que me preparasenla cuenta y subimos hasta mi habitación,recogimos nuestras pertenenciaspreviamente preparadas, y bajamos contoda la intención de salir de Herefordcuanto antes. Si Molly Graham sepercatase de que faltaban varias hojasde la Biblia, con seguridad tendríamosproblemas, y yo sospechaba que ellasabía dónde podía encontrarnos.

En el coche Nicholas examinabacomo un poseso las hojas arrancadascomparándolas con sus anotacionesmientras yo iba a toda velocidad.Momentos después sacó de uno de susbolsillos una hoja con un dibujo.

—Mira —dijo—. Y me mostró lahoja. Era la reproducción de una pinturaque se me hacía conocida.

—¡Santo Dios!, ¿la arrancaste dellibro?

—Del libro rojo. Y coincide conesto. —Al mirar lo que me enseñaba, medistraje por un momento. El coche hizo

una extraña pirueta y me detuve.Noté que el vehículo gris que venía

unos cien metros detrás desde quesalimos de Hereford disminuía lamarcha. Hasta ese momento yo no mehabía cuidado, simplemente habíatomado las palabras de fray Martuccicomo algo quimérico, pero paraentonces empezaba a tomar concienciade que era muy posible que mi vidacorriera peligro. Vi pasar el coche gris anuestro lado conducido por el hombredel restaurante.

—Nos viene siguiendo desde quesalimos —le dije a Nicholas.

—¿Estás seguro?

—Ahora sí. ¿Qué fue eso queconseguiste? —pregunté, poniendo enmarcha el motor.

—¿Recuerdas las palabras extrañasen el mensaje de tu tío? Las copié y lastraje conmigo. Coinciden con lalitografía de un cuadro de El Bosco:Meester snyt die keye ras/ mynenamsnyt die keyee is lubbert das;escritas en idioma flamenco, segúnindagué. El libro rojo es un catálogo detodas las obras de El Bosco, fue editadoen 1730.

—Santo Dios… y tú le has sacadouna hoja…

—¿Y qué me dices de ti? ¡Por poco

dejas la Santa Biblia vacía!Tenía razón, no era momento para

aspavientos.—Recuerdo ese cuadro, creo que tío

Claudio tenía uno en su estudio —apunté.

—¿Tenía La extracción de la piedrade la locura? Imposible. Está en elMuseo del Prado, en Madrid.

—No me refiero al original, habíaun cuadro pequeño, supongo que era unareproducción, de unos treintacentímetros de alto. Por cierto, no lo hevisto últimamente.

—¿Qué tal si el cuadro y los salmostienen algo que ver?

No respondí. Cavilé durante el restodel trayecto. Nuestra incursión en labiblioteca de Hereford había sidorelativamente fructífera. Prácticamentehabíamos saqueado tan insigne recinto, yno estaba aún muy seguro del resultado.Al llegar al aeropuerto, luego deentregar el coche en la agencia, le dije:

—Quédate con las hojas. El hombredel restaurante me seguirá a mí. Toma elavión a Roma y me esperas en villaContini.

Nicholas asintió, aunque me parecióque su mente estaba en otro lado.

En el aeropuerto me dirigí aldespacho de billetes y vi que el hombre

del coche gris venía tras de mí condisimulo. Llevaba en la mano unperiódico o revista, y de vez en cuandopalmeaba con él su mano izquierda,como si estuviera impaciente. Dospersonas se interponían entre nosotrosen la fila.

Compré un billete para Nueva Yorky supuse que él también haría lo mismo.Fui a la sala de espera de mi vuelo ypoco después apareció él. A la últimallamada me levanté del asiento e hice lafila detrás de otras personas. Él hizo lopropio y aproveché que una mujerbastante robusta hablaba en voz alta conla sobrecargo creando una momentánea

distracción y me situé en la fila detrásdel hombre. Cuando él se dio cuenta yaentraba por la manga. Me cercioré deque no regresara, y me dirigí a la salida.

—Lo siento, pero estamos a punto departir —dijo la empleada—. Debeentrar al avión.

—No puedo viajar, es urgente queregrese, acabo de recordar algo muyimportante, tomaré el próximo vuelo —dije con prisa y salí lo más rápido quepude.

Regresé al mostrador de venta debilletes y compré un vuelo de regreso aRoma.

La pista

Cuando crucé el umbral de la villaContini, lo primero que hice fuepreguntar por Nicholas. Fabio dijo queestaba en su recámara y que no habíasalido desde que llegó.

Llamé a la puerta y no sucedió nada,decidí entrar y vi con alivio queNicholas estaba completamentedormido. Abrió los ojos cuando losacudí para despertarlo y sus cejas taninclinadas, que parecía que podrían

caérsele por los lados de la cara,predijeron que el asunto no estaba nadabien.

Se incorporó del lecho con agilidad,sacó un fajo de hojas de debajo de laalmohada y comenzó a explicarcaminando de un lado a otro; parecíaque era su forma de concentrarse.

—Salmo 15: «Reglas de lahospitalidad divina»; lo he leído y nohay nada que me indique una pista.Salmo 21: «Yahvé y su ungido»; lee elcontenido de cada salmo y dime si tienealgún significado especial para ti.

—Se suponía que eras tú el quesabías la clave.

—Podría ser que en el manuscrito nohaya estado escrito todo lo querecuerdas de los momentos que pasastecon tu tío, y aquí exista algo en especialy estos salmos disparen tu memoria —dijo Nicholas, señalando los papeles.

No quise discutir, pues eraconsciente de que no ganaba nada conello, y me dediqué a leer cada salmo.

Después de leerlos con cuidado,elegí el quince.

—De los dos, al que más le encontrésentido fue al 15:

Salmo 15

¿Quién señor podrá ser huésped de

tu tienda?¿Quién de tu santo monte hacer

morada?Aquel que se conduce íntegramente,Que obra con rectitudQue dice la verdad en su interior:Que con su lengua no calumnia,Que no hace daño a su vecinoNi a su prójimo carga vilipendio;

Que en sus ojos desprecia alreprobado

Y estima a los que temen al Señor;Que, si jura en su daño, no se

torna;Que no da por usura su dinero

Y no acepta soborno en mal delinocente.

Quien cumpliere estas cosasJamás perecerá.

—¿Por qué? —inquirió Nicholas.—Hace una exhortación a obrar

rectamente, y al final habla de la vidaeterna.

—Estudiando el asunto, esincongruente. Es como si tu tío tealentase a obrar bien; ¿pero él actuóbien? Obtener dividendos a costa de lasinvestigaciones de un criminal comoMengele no era precisamente actuar

correctamente, además de otros asuntosturbios… Perdóname que me refiera a tutío de esa forma, pero es la verdad, demanera que el salmo no iba dirigido aél, es como si te diera unas directrices.

—¿Y qué hay del otro salmo? —reflexioné, más que pregunté.

—Material para despistar, supongo.A propósito, ¿qué sucedió con elhombre del restaurante?

—A estas horas debe estar a mitaddel Océano Atlántico.

Nicholas soltó su risita.—Yo pienso que los salmos y las

religiones son tan ambiguos que puedenprestarse a cualquier interpretación.

¿Tienes la pequeña nota que encontrasteen la Biblia?

—Sí. Aquí. —Le extendí el pequeñopapel, de no más de tres centímetros portres.

—¿En qué salmo estaba?—¡No lo sé! Saltó cuando cerré el

libro de golpe.—Aún queda la que yo creo es una

pista más certera: el asunto del librorojo. Como te adelantaba camino alaeropuerto, existen dos clarascoincidencias; la leyenda que aparece enel cuadro es la misma que tu tío escribióen su nota, y el libro rojo aparte de serun antiguo catálogo de las obras de El

Bosco, forma parte de la pintura: lamujer tiene un libro rojo en la cabeza.

—Ese pequeño cuadro estaba en labiblioteca del despacho de tío Claudio.Ven conmigo —invité, mientrassalíamos de su habitación—. Lorecuerdo porque cierta vez presenciéuna discusión entre mi tío y un amigosuyo que estaba de visita; decía que loque le estaban sacando de la cabeza noera una piedra, sino el capullo de unaflor, que representaba el órgano de lareproducción, por tanto el nombre delcuadro estaba errado, y todo elsignificado del mismo cambiaba.

Al llegar fui directamente al lugar

donde siempre lo había visto. En sulugar había un portarretratos dondeestábamos mamá, mi hermana y yo.

—Pregúntale a Fabio, losmayordomos siempre saben dónde estánlas cosas —me aconsejó Nicholas.

Obediente, apreté el botón de laconsola y después de unos momentos sepresentó Fabio.

—¿Me llamaba el señor?—Fabio, ¿recuerdas el pequeño

cuadro que estaba antes aquí? Uno iguala este —le señalé la hoja con el dibujo.

—Sí, signore Dante. Lo recuerdo.Pero hace cosa de dos años, un buen díadesapareció. Desde entonces es esa foto

la que ocupa su lugar.—Gracias, Fabio, era todo.Nicholas esperó a que el

mayordomo cerrara la puerta.—Tenemos un problema —dedujo.Y sí que lo teníamos. O mejor dicho:

yo estaba en serios problemas y a puntode tirar la toalla.

—Creo, Nicholas, que es hora deque regreses a casa. No parece que mepuedas servir de ayuda, es más; te doypermiso para que escribas tu novelabasándote en lo que sabes hasta ahora,eso, siempre y cuando cambies losnombres, claro —dije con desaliento.

Nicholas me escudriñó con sus ojos

inquisitivos parecidos a los de un felinoa punto de saltar sobre su presa.

—No, Dante, quiero quedarme paraayudarte a solucionar todo este enredo.Pienso que fui puesto en tu vida a travésde extraños mecanismos… y es muyestimulante…

—¿Es que acaso no comprendes queno es un juego? —interrumpí. La iraempezaba a inflamarme.

—No veo por qué tienes quetomártelo tan a pecho. Acabas deheredar una gran fortuna, tener o no esamaldita fórmula no cambiará nada.

Yo moví la cabeza negativamente.¡Qué poco sabía Nicholas! ¡Si hubiese

leído más de aquel maldito manuscritohubiéramos tenido más respuestas!,pensé, aun sabiendo que aquello podríaser tan loco como todo lo que meocurría desde hacía días.

—Nicholas… no heredé nada. No telo dije porque creí que al encontrar lafórmula se acabarían mis problemas,pero ahora me encuentro en unverdadero embrollo. Tío Claudio nosólo perdió el capital de la Empresa: mehizo heredero de deudas que sobrepasanlos cuatro mil millones de dólares. Yeso no es todo. Creo que los sociosaccionistas pertenecen a algún tipo demafia encabezados por un tal Caperotti.

Yo les prometí encontrar la manera depagarles en seis meses y ahora faltanunas cuantas horas menos para que secumpla el plazo, así que, como ves, esprobable que termine con los piesenterrados en cemento como en algunade las novelas que escribes, con ladiferencia de que esta es mi vida, y esmuy real.

Las cejas de Nicholas habían vueltoa su sitio a la par que su boca se habíaido abriendo. Quiso decir algo y creoque se desanimó. Volvió a mirar lospapeles que tenía regados en la pequeñamesa frente a él, como si de ellosdependiera mi vida.

—Hace dos años… hace dos años…hace dos años… —repitió pensativo—.Hace dos años tú partiste para EstadosUnidos… y hace dos años desaparecióel cuadro de El Bosco. Quécoincidencia. —Empezó a escribirfrenéticamente en un papel y exclamó—:El salmo 40. Ese es —dijo.

—¿Qué hay con el salmo 40? Esenúmero no encaja en nuestras cuentas.

—Es la letra P. De Pietro, alguienmuy cercano a ti, estuvo contigo desdeque naciste, ¿recuerdas? Mira: La letraP es la número 17. Entonces: I + II + III+ IV + V + VI + XVII = 40.

Corrió su dedo índice por las

páginas arrancadas de la Biblia y leyó:

Salmo 40

Sacrificios y oblaciones no deseas

—Tú has abierto mis oídos—

Holocaustos y víctimas no pides

Y así digo: Aquí vengo

Con el rollo del libro

Escrito para mí.

Hacer tu voluntad, mi Dios, es mideseo,

Y tu ley está en el fondo de timismo.

Nicholas ordenó las frases:

Con el rollo (tubo) del libroescrito para mí (Claudio)

Holocaustos y víctimas nopides

Tu ley (decisión) está en elfondo de ti mismo.

—Por primera vez todo tiene ciertosentido… habla de holocaustos,víctimas, libros… el cuadro de El

Bosco hace clara alusión a un libro rojo,un hombre está siendo operadovoluntariamente, mientras de la cabezale sacan el símbolo de lareproducción… —cavilé en voz alta.

—Te está dejando la elección a ti.

—¿Por qué tenía que ser tancomplicado?

—Pienso que tu tío deseaba darteuna lección, una gran lección, Dante.

Lo miré fijamente pensando queNicholas era parte de toda esa lección,¿también sería un invento de tíoClaudio?

—Ahora comprendo, tú eres partedel plan, tío Claudio te contrató paraque vinieras con el cuento delmanuscrito, y que viésemos hasta dóndeyo era lo suficientemente idiota comopara seguirte el juego. Ya no entiendo adónde quería ir a parar, me voy a volverloco.

—No, no, no… Dante, estásequivocado. Yo no tengo nada que vercon tu difunto tío. Todo lo que he dichohasta ahora es completamente cierto,esta —dijo blandiendo el manuscrito enblanco con su mano— fue la razón porla que vine aquí. Aquí estaba escrita tuvida, o parte de ella y también la de tu

tío, si no se hubiera borrado no mehabrías conocido, yo no habría venidoporque simplemente lo hubierapublicado pensando que era una novela.Así que quítate la idea de la cabeza deque soy parte de una farsa… por favor,déjame ayudarte.

Nicholas parecía sincero, se sentíainvolucrado en mi problema y la verdad,a pesar de que no era mayor que yo sinopor un par de años, en cierta forma mesentí reconfortado. Cuando se tieneproblemas es mejor contar con unaliado, y él era buena persona.Comprobaba que no siempre los amigosse alejan cuando falla la fortuna. La

verdad, me sentía conmovido, alarguélos brazos y lo abracé. Le estampé unpar de besos en las mejillas y le di lasgracias.

—Eres un verdadero amigo,Nicholas.

Él no dijo nada, creo que no estabaacostumbrado a ese tipo demanifestaciones corporales y mi actitudlo tomó desprevenido. Tenía los ojosbrillantes cuando reaccionó.

—No es nada, compañero. Estoypasando los mejores momentos de mivida.

Se retiró de la biblioteca, tal vezpara que yo no notase su desconcierto.

Repasé paso a paso todo lo quehabía sucedido desde que recibí lallamada anunciándome la muerte de tíoClaudio. Eran muchos, demasiadoseventos, más de los que podía digerir, ysin embargo sabía que faltaban más.Ahora lo importante era hablar conPietro. Y con los inversores —siexistían—, pues ya nada parecía ser loque era. Otra de las decisiones que toméfue no informar a Martucci de lo queharía. Era preferible no involucrarlo enel caso de que mi vida corriera peligro.El problema principal consistía en queno sabía cómo localizar a unos

inversores de los cuales no sabía nisiquiera el nombre. Vacié el contenidode la caja fuerte; aparte de dinero enefectivo, solo quedaba el grueso sobrecon los folios originales de lasinvestigaciones de Mengele. Lo saqué ypor primera vez pasé mis ojos conatención sobre algunas de sus páginas.Por fortuna, en la facultad de letras elestudio de latín era una de lasasignaturas. En caligrafía bastante clara,había anotaciones adicionales en alemánen los bordes, de las cuales entendíamuy poco.

Agosto 16, 1943 Sujeto:

Jonas Coen, 10 años. Día 1: Elindividuo fue inyectado conproteína morfogénica ósea.Espero como resultado unaFibrodisplasia OsificanteProgresiva rápida. Día 30: Seha empezado a curvar el dedogrande de ambos pies. Día 39:Un bulto ha empezado aaparecer en la espalda, según elpaciente es causa de un dolorlacerante. Día 60: Lasprotuberancias en todo elcuerpo causan deformidad enlas piernas, el sujeto no puedemantenerse erecto, camina

totalmente doblado haciadelante. Día 70: He abierto suspies, los huesos tarsianos sehan fundido a losmetatarsianos, no existenfalanges, todo se ha convertidoen un solo hueso sólido enormey deforme. Indicaré unainyección para eliminar alsujeto. Octubre 10, 1943Gemelos Steinmeyer. «Día 1:Situé a los gemelos en cubículosdiferentes. Hice un tajo dequince centímetros en alantebrazo del gemelo Alfa.Sorprendentemente, el gemelo

Beta sintió una molestia en elmismo lugar. Día 2: La heridaexpuesta del gemelo Alfa se estáinfectando. Estoy aplicandopenicilina en una pequeñasección del antebrazo delgemelo Beta. Día 3: No parecehaber alguna mejoría en elgemelo Alfa. Día 4: Curaré laherida del gemelo Alfa. Nodeseo perder estos gemelosmonocigóticos. En otra página:Noviembre 24, 1943 Esto esinadmisible. El tifus estáamenazando con expandirse. Aldía de hoy 6458 mujeres están

enfermas en Birkenau; nisiquiera sirven paraexperimentos. 587 de ellas notienen salvación. Habrá queeliminarlas. Noviembre 25,1943 He ordenado la totallimpieza y desinfección delbarracón desocupado de lasjudías gitanas. Se colocaránbañeras entre barracones ymandaré desinfectar a todas lasmujeres. Noviembre 30, 1943 Eltifus ha sido totalmentecontrolado. Según el doctorWirths el malestar que sientoamerita un chequeo médico.

Diciembre 3, 1943 Tengotifoidea. Espero recuperarme enun par de semanas. Casi alfinal: Octubre 30, 1944 Existeun patrón en la informacióngenética de cada ser humano,según la confirmación de losresultados a mis análisis queacabo de recibir del profesorvon Verschuer. Es como unacadena que contiene miles dedatos. Esto que acabo dedescubrir podría probar lateoría de la evolución deDarwin. La ley del más apto. Laraza aria es la más perfecta.

Estoy cerca de comprobarlo.Ojalá me quede suficientetiempo. En la última página:Enero 16, 1945 Hoy es miúltimo día aquí. Mañana partiréa primera hora. Este año ymedio ha transcurridodemasiado rápido para todo loque quise hacer. Si hubieracontado con más tiempo, misestudios de genética no sehubieran visto interrumpidos demanera tan estúpida. Lapérdida de la guerra debe tenersus culpables, jefes ineptos,incapaces, una vergüenza para

la raza aria».

Asqueado de tanta aberracióndetallada, empecé a pasar las páginascon la esperanza de encontrar algunadirección o siquiera el nombre dellaboratorio en algún apunte al margen,pero evidentemente allí no existía nada,aparte de las anotaciones de Mengele.

Esa misma noche partimos paraNueva York. Al encuentro de Pietro.

Pietro Falconi

La última llamada en el aeropuertoLeonardo Da Vinci anunciando quenuestro vuelo estaba a punto de salir sedifundía por los altavoces cuando vimosal hombre del restaurante. Parecía queacababa de llegar. Él también nos viocuando partíamos. Por un instante mepareció ver un gesto como queriendodecir algo.

Crecí siendo un niño solitario, losúnicos compañeros de juego que tenía

eran algunos primos lejanos que veía enlas reuniones familiares; en la escuelatuve un compañero al que llegué aconsiderar «mi mejor amigo», perocuando me di cuenta de que era yo elque más aportaba a esa amistad, supeque tener amigos era una de las cosasmás difíciles. Mi madre tenía latendencia a comprarme amistades, y fueuno de los motivos por los que me fuialejando de ella, si no físicamente, almenos nuestros vínculos emocionaleseran casi nulos.

Ahora tenía la posibilidad de contarcon un amigo verdadero que habíaaparecido en mi vida por arte de magia,

como en los cuentos que leía de niño, ylo tenía sentado a mi lado y era de carney hueso. No sabía cuál sería el papelque jugaría en mi vida, pero teniéndolode mi parte, me hacía sentir menos solo,especialmente en aquellos momentos enlos que me encontraba afrontando unavida que no había escogido.

Al salir del aeropuerto de Newarktomamos un taxi y nos dirigimos a casade Nicholas. Quería dejar su valija ysaber si su amiga Linda de veras habíasalido de su vida. Yo no llevabaequipaje, excepto un cartapacio con losdocumentos. Es lo bueno de vivir aquí yallá. La casa de Nicholas estaba vacía.

Excepto por sus pertenencias, claro. Yno eran muchas. No había rastros deLinda.

—Creo que esta vez me liberé deella. Fue la culpable de que elmanuscrito quedase en blanco.

Nicholas lo colocó sobre unescritorio que parecía salido de algúnremate de muebles usados, abrió unapágina determinada y lo dejó así por unbuen rato. Yo preferí no preguntarlenada, pues me dio la impresión de queformaba parte de un ritual íntimo.

—Ahora vamos a casa —dije.—¿No quieres conocer el parque

donde encontré el manuscrito?

Me pareció una idea fantástica.Durante el vuelo él me había relatadotodo lo sucedido con el encuentro delextraño personaje. Y yo que deseabaconocerlo, y quería saber más de todoaquello, lo acompañé con gusto. Fuimoscaminando por las calles de Brooklynhasta llegar a un enorme parque deárboles casi desnudos. El vientoterminaba de arrebatar las últimas hojasy el banco de Nicholas estaba desolado,según él, más desolado que nunca. Noapareció el hombre de los libros usadosen todo el par de horas que estuvimosallí. Nicholas pareció entristecerse,como si en realidad hubiese esperado

que el hombre de los libros fuera apresentarse en cualquier momento.

—Vamos, Nicholas, él no vendrá.—Tú me crees, ¿verdad? —dijo,

sujetando el manuscrito bajo el brazo.—A pesar de lo extraordinario que

pueda parecer, yo te creo.—¿Puedo hacerte una pregunta?—Adelante —respondí un poco a la

defensiva. Nunca se sabía lo que aNicholas se le ocurriría preguntar.

—Solo por curiosidad: ¿La empresade tu tío se llama: «La Empresa»?, o esun eufemismo…

—Para todos es La Empresa. TíoClaudio siempre se dirigía así a la

compañía y está registrada con esenombre.

Caminamos a lo largo de la aceraque bordeaba el parque.

—¿Dónde vives?—En Tribeca.—Conozco una forma de ir que sé

que te va a gustar.Me indujo a seguirle y pronto

estábamos bajando por unas escaleraspara tomar el metro.

Era la primera vez que entraba almetro de Nueva York, en realidad, erala primera vez que entraba a un metro.No había mucha gente, así que pudimossentarnos con comodidad, y como en

todo lugar donde se junta un grupo depersonas, cada cual miraba al vacío,como forma civilizada de guardar elterritorio. Un rato después, Nicholas mehizo una seña y nos movimos a la puerta.Cuando salimos a la calle, reconocíTribeca de inmediato. Me parecióformidable poder llegar sin someterme alos problemas de tráfico, aunque paraser sincero, prefería conducir mientrasescuchaba mi música preferida.

—El metro es una manera rápida dedesplazarse, Dante, es así como vengo aManhattan a ver a mi agente. Cuando loveo, y hace ya tiempo de eso. —Sonriócon una mueca y metió una de sus manos

en un bolsillo de su chaqueta de cuero.—Mi casa queda a dos calles de

aquí —dije, y empecé a caminar. Depronto me sentí con muchas ganas de vera Pietro.

—Signore Dante —exclamó Pietro,cuando me vio en la puerta— no loesperaba.

—Perdona, Pietro, no tuve tiempo dellamarte, ¿cómo está todo?

Pietro se dispuso a quitarme lachaqueta, pero le hice un gesto y me lasaqué yo mismo.

—Todo está bien, signore —Pietro

quedó en silencio al notar que veníaacompañado.

—Él es Nicholas, es un amigo de lacasa, Pietro.

—Buenas tardes, señor Nicholas.—Nicholas Blohm, señor Pietro,

estoy encantado de conocerlo.Y de veras parecía encantado, pues

lo miraba como si estuviesecontemplando una aparición. Le dio lamano y sé que Pietro se sintió un pococonfundido.

—¿Llamó alguien, Pietro?—La señora Irene varias veces, dijo

que se comunicara con ella en cuantovolviera. También un señor que no quiso

dar su nombre, estoy seguro de que eraitaliano —me informó Pietro, mientrasmiraba a Nicholas.

—No hay cuidado, Pietro, Nicholases una persona de confianza. Es como miguardaespaldas. ¿Y qué quería?

Pietro miró a Nicholas, esta vez nodisimuló su curiosidad.

—No dijo gran cosa. Sólo preguntópor usted, y si sabía cuándo vendría. Yo,por supuesto no le di ningunainformación. Fue ayer por la noche.Parece que llamaba de una fiesta, puesel ruido era intenso.

Nicholas y yo nos miramos. Estoyseguro de que ambos pensamos que era

el hombre del restaurante.—¿Qué quiere de cenar, signore?—No te preocupes por la cena,

Pietro, pídela por teléfono. Deboconversar contigo.

—Yo me haré cargo, Dante —seofreció Nicholas.

Nicholas me hizo una seña y sequedó en el salón.

Fui a la biblioteca y le pedí a Pietroque se sentara.

—Pietro, ¿recibiste la transferencia?—Sí, signore Dante, está en mi

cuenta. Llevé a la señora Irene el chequeque usted me dijo pero ella lo rechazó.Dijo que deseaba hablar con usted, pero

como no estaba autorizado para darle sunúmero en Roma, no se lo di. El extractode la cuenta lo tengo en mi cuarto.

—Después me lo darás, Pietro,ahora quiero que me digas si alguienmás vino o preguntó por mí. ¿Notastealgo fuera de lo normal en mi ausencia?

—Aparte de esas llamadas, no,señor. Perdone mi indiscreción, pero¿usted sabe quién es el joven que loacompaña?

—Es un buen amigo, Pietro, me estáayudando a resolver un problema. Apropósito, últimamente hemos habladomucho de ti.

—¿De mí, señor?

—Sí. De ti —me causó gracia ver lacara de Pietro y solté una carcajada, mehacía falta. Últimamente habíaacumulado demasiada tensión.

—Usted ríe igual que su tío Claudio.Él era un hombre muy alegre, ¿recuerda?

—¿Cómo se conocieron, Pietro?—Yo entré a trabajar para el señor

Adriano, su abuelo, cuando era apenasun chiquillo, signore Dante. Habíaperdido a mis padres en la guerra, yandaba vagando por las calles. El señorAdriano pasó un día en su coche y mevio hurgando en la basura. Hizo parar elcoche y me preguntó qué estabahaciendo. «Buscando comida», le dije.

«Sube», dijo, abriéndome la portezuelay yo subí. Tenía tanta hambre y estabatan desesperado que no me detuve apensar en nada. Su abuelo acababa deregresar de Berna, y empezaba ainstalarse en la villa Contini otra vez.Los alemanes la habían dejadodevastada. Según el señor Adrianodecía, se llevaron muchas cosas devalor cuando salieron huyendo. Al bajardel coche, el mismo señor Adriano mellevó a la cocina y le dijo a una señoraque después supe era el ama de llaves,que me alimentara y me diera ropalimpia. Yo empecé a trabajar desde esedía para los Contini-Massera. El niño

Claudio, su tío, siempre me gastababromas acerca de mi delgadez, y yo medivertía mucho, pues él era muygracioso.

—Entonces conociste a tío Claudiodesde pequeño.

—Sí, signore, y al padre de usted,don Bruno.

—¿Recuerdas a FrancescoMartucci?

—Por supuesto, era el hijo de lanodriza del señor Claudio. Como ustedsabe, la sua nonna, murió cuando él teníameses, y lo amamantó la madre deFrancesco.

—Dicen que Francesco también era

hijo de mi abuelo Adriano.—No podría asegurarlo, signore, si

lo fue, tuvo que ser durante la guerra,cuando yo aún no les conocía.

Pietro guardó silencio, como si depronto hubiese pensado que habíahablado de más.

—¿Qué piensas de FrancescoMartucci, Pietro? Con sinceridad.

—Creo que es un buen hombre. Seseparó de la familia muy joven, porquequería ser sacerdote, pero yo creo quelo hizo porque deseaba estar lejos.

—Según tío Claudio, era su mejoramigo, casi su hermano. ¿Tú qué crees?

—Su tío Claudio era una de las

personas más humanas que yo heconocido. Excepto por el señor Adriano,su padre, que me recogió de las calles.

—No es la respuesta a mi pregunta,Pietro.

—Siempre tuve la impresión de queFrancesco envidiaba a su tío Claudio.Sólo un poquito —agregó.

—¿Por qué? Según él mismo medijo, tío Claudio le legó una parte de sufortuna, y siempre fueron buenos amigos.

—No era por el dinero, signoreDante —dijo Pietro con voz casiinaudible.

—¿Por qué, entonces?—Sé que es muy delicado esto que

voy a decirle, pero es la verdad.Francesco siempre estuvo enamorado dela sua mama.

—¿De mamá? —preguntéestupefacto. De ella no me asombraba yanada, pero sí de Francesco Martucci.

—Así es, signore Dante. Los dueñosde la casa piensan siempre que nosotrossomos unos muebles. A veces hacencosas como si no existiéramos o notuviéramos sentimientos.

—Pietro, no te angusties. Quierosaber si Francesco y ella tuvieron algo.

Pietro entornó los ojos y empezó a

recordar.

Francesco y Carlota

Desde la primera vez que visitó villaContini, la niña Carlota revolucionónuestras vidas. Era una chiquilla de sieteaños que pasaba temporadas connosotros, y todos los miembros de lafamilia acataban sus caprichos como sisintieran placer. La madre de Carlotaera muy amiga del señor Adriano, y erauna amistad en toda regla, no existía otracosa que una sana camaradería fraterna,de eso puedo dar cuenta yo, que he

estado presente en casi todos losrincones de esa casa como una sombrainvisible a los ojos de los dueños. Laniña Carlota era, además de caprichosa,excepcionalmente hermosa. Pocas veceshe visto una criatura tan angelical, y sinembargo, su exterior no conjugaba consus sentimientos. Nosotros, los delservicio, sabíamos que la frescura y labondad que refulgía en su superficie,eran producto de un cálculo matemáticopara hacer maldades. Y lo asombrosoera que no había necesidad de ello, puesse le daba todo cuanto quería. A los ojosde su madre era un ángel, a la que,pobrecilla, le faltaba el padre. A los del

señor Adriano, mi patrón que Dios tengaen la gloria, era un hada mágica quetodo lo que tocaba lo convertía enalegría, y la niña sabía bien cómohacerlo feliz, era zalamera como la quemás, y yo no sé cómo lograba hacernosquedar mal a todos los que formábamosparte de la servidumbre, pues susargumentos eran irrebatibles. Le decía alseñor Adriano que poníamos arena en sucama a propósito, para que le salierasarpullido, y era cierto que su piel eratan satinada como la de una flor, comocontaba la muchacha encargada debañarla. «Nunca he visto una niña conuna piel tan hermosa» solía decir, pero

Carlota iba con la queja al señorAdriano y le hacía creer que lamuchacha encargada de su baño larestregaba con un cepillo de cerdasásperas y le mostraba su espaldarasguñada.

Sus temporadas en la villa afectabantambién a Claudio y a Bruno. Entoncesde diecinueve y veintiún añosrespectivamente. Sentían predilecciónpor la niña de las trenzas castañas, quesiempre los esperaba con flores paracada uno. A medida que transcurría eltiempo, la niña Carlota se fueconvirtiendo en una jovencita y los

hermanos empezaron a verla como unamujer, especialmente después de lafiesta de quince años que el señorAdriano ofreció en la villa. Que yorecuerde, nunca había estado presente enuna fiesta con la magnificencia deaquella. Ese día la joven Carlotaapareció por primera vez calzandozapatos de tacón, y el vestido largo quetuvo a la modista corriendo durante másde un mes por sus constantes cambios ycaprichos, la hacía lucir como unaverdadera princesa de cuentos de hadas,de esos que de vez en cuando yo tomabade la biblioteca para extasiarme en susmundos fantásticos.

Creo que fue ese el día en queClaudio y Bruno se enamoraron de ella,o supieron que lo estaban. Recuerdo aFrancesco que ya en aquellos días teníatodas las intenciones de hacerse cura,admirarla con sus extraños ojos deenormes iris, y sentir su respiraciónentrecortada al verla pasar a su lado endirección al salón principal. Ella, queno perdía detalle, lo miró y le envió unbeso volado, y fue cuando comprendíque entre ellos existía algo más que unaamistad. Nunca lo hubiera sospechadode Francesco, pues era un joventranquilo, para quien Claudio era suadalid, ya que él era más bien delicado

de contextura, pero tenía una inteligenciaque, según decían, sobrepasaba conmucho el coeficiente intelectual decualquier científico. Su afán de hacersecura se acrecentó cuando supo o intuyóque Carlota jamás podría ser suya.Después de aquella fiesta las visitas dela joven Carlota se hicieron másfrecuentes, pero solía llegar cuandoClaudio y Bruno estaban en launiversidad. Y ¡qué casualidad!, cuandoera libre el día de Francesco. Él sabíaarreglárselas para salir del seminario.Era lo suficientemente inteligente.

La villa Contini es un palacete de

treinta y ocho dormitorios, de los cualessolo seis estaban ocupados por lafamilia: el señor Adriano; su señoramadre, la nonna, sus hijos Claudio yBruno y eventualmente, Carlota. Era muyfácil perderse en sus recovecos, y aúnpara mí, que conozco cada uno de susrincones, recorrerlos todos en un día, esimposible. Si el señor Adriano estaba encasa, con seguridad jamás se encontraríacon sus parientes de no haber un lugarde reunión como el comedor. De maneraque la joven Carlota podía hacer ydeshacer a su antojo. Pero las pruebassiempre quedan, y por más cuidado quese tenga, en este caso, por parte de

Francesco, para uno que tiene los ojoshabituados a preservar el orden en cadalugar de la casa, una pelusa de más erasuficiente para que me diese cuenta queallí ocurría algo extraño. Y lo queencontré fue más que una pelusa. Fue laprueba fehaciente de que en lahabitación marfil la señorita Carlotahabía dejado de serlo.

La pasión que abrasaba a estos dosseres era tanta que cada vez se volvíanmenos cuidadosos, creo que estaban deverdad enamorados, signore Dante, y yome preguntaba cómo era posible que unajoven tan hermosa como ella pudiese

sentir algo por un joven tan pocoagraciado como Francesco. Pero elamor suele ser ciego, claro, y en estecaso, acompañado de un aliciente que enla vida de algunas mujeres se vuelve unaobsesión: no hay nada que incrementemás la lujuria que lo prohibido, y creoque era la motivación principal de lajoven Carlota: acostarse con un futurosacerdote. Y un hombre que iba a hacerlos votos, la convertía a ella en latentación de Cristo. Y una por la quecualquier hombre rompería cualquiervoto, menos Francesco, que erainteligente y sabía el terreno que estabapisando. Supongo que si ella lo hacía

por sus motivos, él lo hacía por lossuyos. Deseaba a Carlota, la amaba, ysabía que tarde o temprano sería paraClaudio, pero no se la entregaríacompleta. Fue en esa época queFrancesco decidió romper para siemprecon Carlota y los Contini-Massera,excepto que poco después, Claudio lobuscó y continuaron su amistad. No sé sirealmente Francesco quiso a Claudio, ysi fue suficiente lo que hizo con Carlotapara resarcirse del hecho de ser un hijobastardo sin derecho a la fortuna delseñor Adriano. Según decían, la nodrizade Claudio tuvo a Francesco primero,cuando la madre de Claudio sufría una

grave enfermedad en Berna. Es lo que heescuchado, pero como en aquella épocayo no vivía con ellos, sino que estabatratando de sobrevivir en Italia alconstante agobio al que los fascistas nostenían sometidos, no puedo dar fe deaquello.

Lo que sí escuché una tarde mientrasla madre de Francesco organizaba lacena fue:

«No esperes nada de aquí,Francesco, elige tu camino, sé quellegarás a ser Papa. Cuando estés en lacuria de Roma, Adriano Contini-Massera reconocerá que eres su hijo,

mientras, solo eres el hijo de lanodriza».

Estaba claro que pertenecer a lacorte papal era como ser noble, y creoque era lo que en principio motivó aFrancesco, pero después de que muriósu madre, se dedicó con firmeza a losestudios y parece que se volvió unespecialista en lenguas muertas, y uno delos investigadores más demandados,tanto, que hasta los soviéticos, quedespués de la guerra eran tan reacios alas cuestiones religiosas, aceptaron queFrancesco Martucci viviera en Armenia,y diera clases en la universidad. De

aquello se hablaba mucho en casa.

La joven Carlota dejó de frecuentarla villa por un tiempo y un buen díavolvió a aparecer; ya Claudio y Brunoeran hombres hechos y derechos y ellahabía escogido a Bruno. Claudio andabacomo alma en pena y Carlota lo sabía, loconsoló muchas veces, incluso en sunoche de bodas. Mientras el señorBruno pescaba una gran borrachera elloscelebraban el matrimonio en el cuartonupcial.

A mi modo de ver, Francescosiempre fue un hombre probo. Tal vez elúnico desliz que haya tenido fuese con

doña Carlota, y de eso ya hace muchotiempo. Y así hubiese quedado para mí,de no ser porque antes de venir a NuevaYork tuve la oportunidad de verlosconversando en un restaurante. Fue enuna de las tardes previas al viaje, teníaque comprar algunos efectos personales,porque era la primera vez que vendría alos Estados Unidos, y nunca se sabía,¡los americanos son tan diferentes de lositalianos! Llegó la hora de almuerzo yopté por entrar a uno de los tantosrestaurantes que abundan en el centro.Cuál no sería mi sorpresa cuando los vien una mesa en un rincón, un cubículobastante oculto, pero no lo suficiente

para no reconocerlos y escuchar susvoces. Una conversación íntima, concierto aire nostálgico, con palabras quese quedan en puntos suspensivos ylargos silencios.

«Nunca te casaste, Carlota, despuésde la muerte de Bruno, pudiste hacerlocon Claudio».

«No lo amé, y tú lo sabes… al únicoque verdaderamente quiero es a ti».

«Pero sabes que eso es imposible…y ya es muy tarde».

«Nunca es tarde. ¿Y si Claudio tedejase parte de su fortuna?, es lo que medio a entender».

«No la aceptaré. Sería una tontería».

«¿Por qué lo dices?».«Claudio está muriendo… y yo

también. Te lo puedo asegurar… si tansolo pudiera…».

«¡Oh, Francesco! Cómo esposible… ¿Qué sucedió?».

«Es muy largo de contar. Danteheredará todo, pero Claudio no confíaen él. Lo ama, pero cree que terminarádilapidando su fortuna. Así y todo, creoque no tiene más remedio que dejársela.Así que tendrás lo que siempre hasquerido».

«Dante es un bueno para nada, esoes cierto, pero es por culpa de Claudio.Lo conozco muy bien, Francesco, como

una madre conoce a su hijo».«¡Qué dices, Carlota!».«Siempre me han ocultado cosas,

Francesco. Pero si de algo estoy seguraes de que Dante es el hijo que hicieronpasar por muerto. Supongo que se debea alguna jugarreta de Claudio, tal vezdesee resguardar su vida, un hijo suyosería un blanco fácil para cualquiera desus enemigos. Sé que todos meconsideran una mujer fatua, el único quesupo valorarme has sido tú, amor mío.Pero jamás pondría en peligro a mi hijo.Solo dejo que piensen lo que quieran demí».

«Entonces crees que sabes la

verdad».«Sé que te amo, Francesco, y que

podemos ser felices».«Tú amas el dinero, y tanto, que

muchos hombres pasaron por tu cama».«No es cierto. ¡No es verdad!

Apenas unos cuantos… pero eso no eraamor. Te demostraré que aún te quiero,Francesco, ven conmigo, ven, comoantes, vayamos a cualquier parte dondenadie nos conozca».

—Supongo que irían a «cualquierparte». Eso nunca lo supe, peroconociendo a doña Carlota es posibleque se haya salido con la suya. Yo debí

retirarme pues había terminado misraviolli. Escancié mi copa y salí. Nuncasupe qué papel jugaba Francesco en lavida de Claudio excepto por la obviaamistad que siempre habían tenido, ytampoco podría jurar que él actuase encontra suya, pero existe algo en esehombre que nunca terminó de gustarme,después de todo es mi derecho. Pero sermayordomo significa que puedoaparentar lo que no siento. Pienso quelos diplomáticos debieran sermayordomos por un tiempo, ayudaríamucho a las relaciones internacionales.—Acotó Pietro con una ligera sonrisa.

Siento por usted, señor Dante, elcariño que nunca me inspiró Francesco.Y a pesar de haber pasado la mayorparte de su vida ignorándome, sé que esusted una buena persona. En las últimassemanas lo he confirmado, y deseo quelo sepa. Perdóneme si he hablado mal desu madre, pero usted deseaba saber, y eslo que he hecho, contarle todo.

Yo estaba atónito. Tío Claudio, osea, mi padre, jamás creyó en mí. Y mimadre me amaba. De todo lo queacababa de escuchar era lo que habíaquedado grabado en mi mente. Cierto esque nunca me interesé por los negocios

de mi padre, pero creo que si hubiesesabido que era su hijo todo hubiera sidodiferente. Por otro lado, ¿de qué fortunahablaba? Yo era heredero de un granimperio de deudas, y tenía que enfrentara tipos como Caperotti y sus esbirros.¿Por qué mi padre me haría algo así?Parecía que un torbellino arrasaba mivida a la par que día a día me enterabade algo diferente. Me sentía en medio deuno de esos sueños de los que uno no sepuede despertar por más esfuerzos quehaga. Sentí la inquietud de Pietro, y conun gesto de la mano, porque era incapazde articular palabra, le dije que todoestaba bien. Necesitaba estar solo,

empezaba a darme cuenta de que elmundo que me rodeaba, que la gente queme rodeaba no era lo que parecía. Ya nopodía confiar más en el cura Martucci.Pietro me había contado la parte que élsabía, pero no la que ignoraba. Y estabaaprendiendo a comprender que cadapersona tiene diferentes caras. Y cuantomás lo pensaba más lo creía, hasta quetodo se volvió oscuro y no supe más demí.

Lo insospechable

—¿Cree que debo llamar a un médico?—Espere, Pietro, me parece que está

empezando a recuperar la conciencia.Era cierto. Les escuchaba hablar y

sentía como si yo no pudieraresponderles, y en cierta forma era así.Me costó poner a funcionar la lengua, lasentía adormecida, como si hubieseestado bajo los efectos de la anestesia.

—Estoy bien —dije, aunque lodudaba. Lo hacía más que nada por

tranquilizarlos.—Signore Dante, usted se desmayó.

Perdóneme por haber hablado más de lodebido.

Nicholas hizo un gesto de extrañeza,y desde mi delirio me pareció que suscejas empezaban a movilizarse fuera desu rostro. Noté que se llevaba a Pietro aun lado y le decía algo al oído. ¿Estaríantramando algo en contra de mí? Me sentímás solo que nunca. Si no podía confiaren mi padre, si Martucci se habíaconvertido en un sujeto sospechoso, yhasta Irene, a quien creí una gran mujerme había mentido ¿qué podía esperar dela vida?, y ahora Pietro y Nicholas

hablaban en secreto… Deseé estarmuerto. Cerré los ojos y no quiseabrirlos más.

Un rato después, no sé cuánto, enrealidad, sentí que alguien me tocaba.Abrí los ojos y supuse que era unmédico.

—¿Cómo se siente? —me preguntócon una sonrisa paternal.

—Bien. Gracias —respondí, aunquehubiera querido decirle que me sentíapeor que nunca.

—¿Ha sufrido de dolores de cabezaúltimamente?

—No.—¿Qué ha comido?

—Nada.El médico terminó de tomarme la

tensión y asintió satisfecho.—Creo que lo que le ha sucedido es

producto del estrés acumulado. Pareceque últimamente ha sufrido algunosdisgustos; el organismo tiene susmaneras de defenderse, no se preocupe,por ahora todo está normal, su tensiónestá en óptimas condiciones. Para salirde dudas, le recomiendo hacerse unchequeo completo. Tal vez exista algunadiabetes latente.

Escribió algo en un bloc, arrancó lahoja y la dejó sobre la mesa de noche.

—Le dejo las instrucciones y el

lugar adonde puede ir para hacerse losanálisis.

Nicholas entró con un vaso de aguacon azúcar y una píldora. Yo meincorporé y quise levantarme, pero élme lo impidió.

—Dante, amigo, descansa. Esta esuna pastilla para dormir. Creo quenecesitas descansar, todo esto esdemasiado para ti, te ha sobrepasado,debes reposar, yo estaré aquí cuandodespiertes —dijo, señalando el sillóncon la mirada.

No sé si alguien lo podría entender,pero al escucharle hablar así quisellorar. Ahogué un sollozo, tomé el agua

y la pastilla y me arrebujé en la cama.—Yo me quedaré aquí, Dante,

tranquilo —dijo Nicholas desde elsillón.

Cuando abrí los ojos, al primero quevi fue a Nicholas. Se había dormido, ypor su barba incipiente supuse quehabrían pasado mínimo veinticuatrohoras. Aún amodorrado por efecto delLibrium, me puse de pie y fui al baño,abrí la ducha y estuve un buen rato bajoel agua, deseaba purificarme de toda laporquería que era el mundo, como si conel líquido que se escurría por el desagüe

se filtrase también la mierda de losseres en los que yo había creído y queahora eran simplemente eso: un poco deagua sucia yendo directamente a lascloacas de Nueva York.

Decidí que ya estaba bien deautocompadecerme. Lo que tenía quehacer era afrontar la situación, osimplemente dejar que todo se fuera aldiablo y olvidarme del mundo. Y comohabía llegado a comprender que elmundo siempre existiría, aunque yotratase de olvidarlo, escogí afrontar lasituación. El ruido de la ducha puso en

alerta a Pietro, que me esperaba con unjuego de ropa limpia sobre la cama,mientras Nicholas seguía roncando en elsillón.

—¿Cuánto tiempo lleva aquí?—No se ha movido desde ayer

noche, signore.—Déjalo descansar y ven conmigo,

Pietro.

Fuimos a mi despacho y me sentéfrente al escritorio. Al otro lado, Pietrotomó asiento y me observó conexpectación.

—Tío Claudio, es decir, mi padre,

no me dejó nada. ¿Comprendes?Absolutamente nada. Lo que heredéfueron varios miles de millones dedólares en deudas. Cometí el error depensar que podría hacerme de unafórmula que tío Claudio supuestamentemantenía en algún lugar, pero no fue así.Nicholas es un escritor que se brindó aayudarme, un día de estos te explicarémás.

—No es necesario, signore Dante.Él ya lo hizo. Y veramente, essorprendente.

—¿Alguna vez oíste hablar de un talGiordano Caperotti? —se me ocurriópreguntarle.

—¿Don Giordano? ¡Claro que sí!Era la mano derecha de los negocios desu tío… perdón, su padre.

—Tío está bien, Pietro, descuida.¿Cómo lo sabes?

—No había un día en que el señorClaudio no hablase con él por teléfono.Le tenía mucha confianza, parece, y…bueno, usted sabe, algunos asuntos eranun poco turbios… discúlpeme usted,pero el señor Claudio de vez en cuandoconversaba conmigo y me pedíaconsejo. Yo simplemente le escuchaba,y tal vez alguna de mis preguntasdisparaba en él alguna solución, puessiempre decía: «eres un genio, mío caro,

vales tu peso en oro… lástima que seastan delgado…» y soltaba una de suscarcajadas, de esas tan agradables.

Jamás pensé que Pietro fuese la Cajade Pandora que se perfilaba ante misojos. Comprendí en segundos que laspersonas más insospechadas pueden serdepositarias de los secretos mejorguardados.

—¿Tanta era tu confianza con tíoClaudio?

—Signore Dante, yo lo conocíaprácticamente desde niño, imagínese aalguien que usted hubiera tratado durantecasi sesenta años… Él sabía todo,absolutamente todo, de mí. Sabía que yo

jamás lo traicionaría, pues era para mímás que cualquier patrón. Era como mifamilia, la familia que nunca tuve. Elseñor Adriano fue muy bueno conmigo,pero el señor Claudio era especial, élme amaba de verdad. Yo le prometícuidar de usted y solo así aceptó queusted viniese a América.

Todos esos años mirando a Pietrocomo si fuese un florero, cuando enrealidad era las flores. Pensé. La vida síque da sorpresas, y a mí no dejaba desorprenderme desde hacía escasamenteuna semana.

—Pietro, Francesco dijo que tíoClaudio no confiaba en mí. ¿Es cierto?

—Don Claudio lo amaba como soloun padre puede hacerlo. No era ciertoque le fuese a dejar su fortuna a él. Ledio algo, sí, porque así era su tío, peroFrancesco no decía la verdad. Esinnegable que usted no daba muestras deser una persona de fiar, y algunas vecesle sugerí a don Claudio que le dijese laverdad, hubiera sido mejor para ustedsaber que era su hijo, pero en esesentido él nunca me escuchó. Él amó adoña Carlota hasta el último día de suvida y no habría sido capaz de ensuciarsu imagen.

Yo negué con la cabeza variasveces, me parecía increíble que el amor

fuese tan ciego.—Es necesario que sepa quién es

Giovanni Caperotti, Pietro, ¿crees que élsería capaz de atentar contra mi vida?

—El señor Giovanni puede sercapaz de muchas cosas, ¡ah, claro quesí!, pero de ahí a atentar contra suvida…, no lo creo, signore Dante, ¿porqué habría de hacerlo?

—Si no consigo la fórmula queescondió tío Claudio no podré recuperarel dinero que él tomó de la Empresa. Yyo le prometí a Caperotti que lo haría enseis meses.

—Tal vez Pietro tenga la clave —dijo Nicholas, entrando a mi

despacho―. No pude evitarescucharlos. Usted, Pietro, debe saberalgo que nosotros no sabemos.

Extendió sobre el escritorio susnotas, los salmos, y la cartilla que tíoClaudio cantaba.

—¡Ah! Recuerdo esa canción…―exclamó Pietro.

—¿La recuerda? —preguntémientras miles de ideas cruzaban por mimente.

—¡Claro, no podría olvidarla! Tratade un secreto que se debe guardar comoun tesoro.

Nicholas y yo nos miramos. Sus ojosparecían salirse de las órbitas. Pietro

empezó a tararear.

A, mas B, mas C, mas, D,Son uno, y dos, y tres, y cuatro,

F, mas I, mas J, mas K,Son cinco, son seis, son siete, son

ocho,

y la L, la M, la N, la O,que son nueve, y son diez, y son

once, y son doce,

Son todas las letras que llevan aPietro, quien tiene el tesoro que ocultaal bambino.

P, Q, R, S, T, USon letras que siguen y me las dices

tú…y así seguía…

Pietro calló y nos observó.Debíamos tener cara de idiotas, puesnos miraba de hito en hito; lo habíamosestado escuchando atentamente, como sinos fuera en ello la vida, y tal vez seríala única oportunidad en la que Pietrotendría un público tan subyugado.

—¿«Son todas las letras que llevan aPietro, quien tiene el tesoro que ocultaal bambino»?

Cantamos al unísono, en el mismotono de Pietro.

—Su tío había inventado esa canciónpara que usted la recordara, perosiempre se quedaba en la O, porque eramuy distraído, con todo, usted aprendiómuy bien la cartilla, por lo cual su tíoestaba veramente orgulloso.

Nicholas le mostró la hoja en la quefiguraba el cuadro de El Bosco.

—¿Recuerdas este cuadro?—Claro que sí. Está en Villa

Contini, en la biblioteca del despachodel difunto signore Claudio.

Dante y yo nos miramos, estaba

claro que Pietro no sabía que la pequeñareproducción había desaparecido.

—Pietro, piensa bien. ¿Tío Claudioen algún momento te dio algo para quelo guardases?

—Él me dio muchas cosas, signore.—Pietro se mostraba agitado. Pensó unbuen rato mientras nosotros estábamospendientes de lo que saldría de suslabios.

—Espere un momento, por favor.Se puso de pie y salió del despacho.

Nosotros nos quedamos en silenciocomo si tuviésemos miedo de romper unhechizo. Poco después sentimos suspeculiares pasos, como si siempre

caminase para no resbalar.—Tal vez es esto lo que andan

buscando. —Me extendió un sobre deunos cuarenta centímetros de largo,sellado.

Lo abrí casi con desesperación,sencillamente no lo podía creer hastacerciorarme de que era lo que andababuscando. Extraje el contenido. Era elpequeño cuadro.

Después de despegar la nota miré enla parte más obvia: la de atrás. Retiré elcartón que sujetaba la reproducción yencontré lo que tanto habíamos buscado,cinco hojas con anotaciones en alemánescritas a mano y una nota:

Dante: Es la fórmula. Te amo,Claudio Contini-Massera. Y una tarjetacon la dirección: Mereck & StallenPharmaceutical Group Park Avenue4550, Peoria, Illinois Y un númerotelefónico.

Nicholas y yo pegamos un alarido dealegría y nos abrazamos, tambiénabrazamos a Pietro, que guardaba ciertoaire preocupado, pero no le di muchaimportancia; en ese momento tenía en lamano lo que cambiaría todo.

—De haberlo sabido, yo…perdóneme signore, no pensé que lo quebuscaba estaba allí.

—No importa ya, Pietro, hoy mismome pondré en contacto con el grupofarmacéutico.

Yo estaba realmente feliz, se habíanacabado los problemas, y sentía deseosde compensar a Pietro de alguna manera,no se me ocurrió nada mejor quepreguntarle:

—Pietro, pídeme lo que quieras. Loque sea. Te lo daré.

—No es necesario, signore…—Por favor, Pietro, es lo menos que

puedo hacer.—Está bien, signore Dante. Quisiera

usar unos zapatos Reebok, en lugar deestos… De ser posible, negros.

Yo reí ante su petición.—¡Me muero de hambre! —dije.

John Merreck

—Pietro, ¿puedo confiar en Nelson?—Sí, señor, Nelson era inseparable

de su tío Claudio. Fue quien le salvó lavida en los dos atentados.

Pietro se había convertido de un díapara otro en mi asesor, debo reconocerque lo percibí así. Su experiencia, y losaños pasados al lado de mi padre lohacía un informante ideal. Debía llamara Nelson, no podía exponerme a que merobasen la fórmula o a que atentasen

contra mi vida. Así que fue lo primeroque hice. Al día siguiente lo tenía encasa, y, en efecto, su sola presencia meproporcionaba una gran tranquilidad.Fuimos juntos al banco y guardé lafórmula y los documentos en una caja deseguridad.

—Señor Dante —me dijo—: Si voya hacerme cargo de su seguridad,necesito que usted siga algunosconsejos.

—Te escucho.—Fui entrenado por la CIA como

guardaespaldas de políticos de altonivel. Conocí al señor Claudio Contini-Massera cuando estuve asignado en la

embajada de los Estados Unidos enRoma. Debía acompañarlo a todaspartes, pues su tío era un enviadoespecial del gobierno italiano aquí, enlos Estados Unidos.

No me pareció oportuno preguntarlequé hizo tío Claudio para convencerlode sumarse a sus filas, no obstante,Nelson era una persona muy intuitiva.

—Trabajar para la administraciónpública equivale a someterse a losconstantes cambios de gobierno, cadapresidente prefiere un determinadoentorno, y ello conlleva a que no todostengamos cabida. Su tío fue un hombre alque yo respeté mucho, y espero también

serle de ayuda a usted.—Sigo las costumbres de la familia,

Nelson. No hago cambios de personalporque sé el cuidado que tuvo mi tío alelegirlos. Es probable que, al igual quesucedió con él, alguien desee acabar conmi vida. Sospecho que pudieran serjudíos, personas relacionadas con unlaboratorio al que iremos de visitamañana.

—Creo saber de qué se trata. Hevisitado antes ese laboratorioacompañando a su tío. Es importante queusted deje de pensar en lascoincidencias. Las coincidencias noexisten. En general, representan peligro.

Si usted se topa más de una vez con unamisma persona, si ve un automóvil dosveces, si el rostro del camarero de unrestaurante al que nunca antes habíaentrado le parece familiar, de inmediato,cúbrase las espaldas, si no estáconmigo. Y aún estando conmigo,facilitaría mucho las cosas si usted fuesebuen observador.

De manera que Nelson sabía dóndequedaba el laboratorio, y yorompiéndome la testa. No pude dejar derecordar al hombre del restaurante.

—Cuando estuvimos en Herefordnos siguió un hombre. Era un italiano,estoy seguro.

—¿Qué apariencia tenía?—Era delgado, de cabello negro un

poco revuelto…—Creo saber quién es.—¿Es peligroso?—Creo que es un hombre de

Caperotti. Hasta donde yo sé, Caperottino le hará daño, lo más probable es queel hombre del restaurante, como usted lollama, lo haya estado protegiendo.

—¡Qué dices!—A Caperotti no le conviene que a

usted le suceda nada malo. Sin embargo,creo que usted fue seguido por algunaotra persona, con seguridad, de aspectoinofensivo.

Para mí el asunto de la seguridadempezaba a cobrar visos desconocidos.Hasta ese momento pensaba que unguardaespaldas era un hombre quesimplemente tenía una masa de músculosque podría amedrentar a cualquiera queosara dejarme sin puesto deestacionamiento.

—La verdad… no sé a qué terefieres, no recuerdo haber visto aninguna persona de aspectoinsignificante.

—Es el motivo por el que losescogen así. Incluso podría ser unamujer.

La única mujer que recordaba era a

la bibliotecaria Molly Graham. A menosque sea alguno de los japoneses quetomaban fotos.

—Unos japoneses nos tomaron fotosen la biblioteca, pero no creo que ellossupieran que íbamos a estar allí.

—A menos que alguno se hayainfiltrado ese día en el grupo. ¿Teníaalgo de importancia la foto?

—No. Excepto por las cadenasrevueltas, no creo que haya algo en esasfotos que pudiese servirles de pista. Esmás, ahora que lo pienso, si lograsen darcon el libro al que arranqué las hojas,estarían siguiendo una pista falsa. Megustaría que le enseñaras a Nicholas

algunas medidas preventivas, Nelson, élserá mi acompañante, es una persona deconfianza.

Nelson escrutó a Nicholas que hastaese momento había permanecidocallado, sentado en un sillón situado allado del suyo.

—¿Sabe usted manejar un arma? —fue lo primero que le preguntó.

—Tengo licencia de armas. Estuvedos años en el ejército.

Di un respingo.—Eso facilita las cosas. Le daré una

pistola automática, debe llevarlasiempre, excepto, claro, en los lugaresdonde lo revisarán porque no están

permitidas, como en el laboratorio,mañana. Creo conveniente que ustedpermanezca aquí, en casa del señorDante, no es bueno que venga todos losdías desde donde vive, debemos evitartodos los movimientos rutinarios.

—Entonces tengo que ir por misefectos personales.

—Yo lo acompañaré esta noche.

Valía la pena tener a Nelson, mesentía más tranquilo. De inmediato mimente me llevó a John Merreck. Miré elteléfono de la tarjeta y me dispuse allamarlo.

Al segundo toque una voz suave, conun lejano acento alemán, contestó,sorprendiéndome.

—Buenos días, señor Contini-Massera. He estado esperando estallamada con bastante interés.

Asumí que sabría que era yo quienllamaba, quizás le apareció mi númeroen la pantalla de su teléfono.

—Buenos días, señor Merreck. Megustaría conversar con ustedpersonalmente.

—Será un placer. Lo espero mañana.Supongo que sabe la dirección.

—Sí, la tengo. Allí estaré, señorMerreck.

Esa tarde Nicholas se instalóconmigo en el enorme piso propiedad detío Claudio en Tribeca. No sabría enesos momentos decir que fuese mío,pues estaba más que comprobado que yono poseía nada, excepto unas ingentesdeudas y unas hojas que parecían sermuy importantes. Mi amigo americanohabía traído consigo algunaspertenencias: una maleta y un ordenadormóvil. Su presencia se había vueltofamiliar para mí, siempre él y susempiterno manuscrito de hojas vacíasbajo el brazo, como si aún esperase queen cualquier momento apareciera allí la

respuesta a todas nuestras preguntas.Peoria, situada a unos doscientos

kilómetros al sudoeste de Chicago, esuna de las principales ciudades delestado de Illinois. No fue difícil dar conla dirección siguiendo las indicacionesde Nelson. Se trataba de un edificio deapariencia ordinaria, de arquitecturacuadrada, de ocho plantas, sin nada quelo hiciera sobresalir del resto de los queocupaban esa misma avenida. Nelson,Nicholas y yo atravesamos la puerta devidrio que separaba la recepción de lacalle y mi parecido a tío Claudio o elque Nelson fuese reconocido, surtióefecto inmediato en la joven que estaba

detrás de un mostrador.—Buenos días, ¿señor Dante

Contini? —preguntó la chica.—Buenos días. Así es.—Tengan la amabilidad de

seguirme, por favor.Fuimos tras ella hacia el ascensor y

salimos directamente a helipuerto en eltecho, donde nos esperaba unhelicóptero. Unos veinte minutosdespués estábamos aterrizando en losterrenos de un lugar situado enRoseville, según escuché mencionar alpiloto. Un hombre de traje gris nos diola bienvenida y nos condujo hasta «elrancho». Apenas sobresalía del

horizonte como una casa de una solaplanta, con una larga cerca pintada deblanco que bordeaba sus terrenosparcialmente cubiertos de árboles. Teníala apariencia de una inofensiva casasituada en medio de un campo de golf,por lo bien cuidado del césped. Pero sise observaba con cuidado, se podíadistinguir que sus paredes estabanconstruidas no de madera o de estuco,sino de un material recubierto porláminas de metal con aparienciaveteada.

Al traspasar el umbral, pasamos porun detector de metales y unos pasosantes de entrar al ascensor fuimos

registrados por segunda vez. Me llamóla atención el cuidado que ponían en laseguridad, aunque Nelson ya me lo habíaadvertido: «No se intimide cuando lorevisen, lo hacen siempre, inclusive conlos que trabajan allí».

Poco después lucían en nuestrasrespectivas solapas unas etiquetasplásticas de identificación. Pero para loque no estaba preparado, fue para losdiez pisos que tuvimos que bajar antesde que el ascensor se detuviera. Aquelloera impresionante. Todo estabailuminado con luces blancas quesemejaban a la luz del día, supongo quepara evitar la sensación claustrofóbica

que un ambiente bajo talesprofundidades podría proporcionar.

Antes de entrar a la oficina deMerreck, Nelson fue detenido.Dócilmente se hizo a un lado y esperósentado en una de las sillas del pasillo.

—Él viene conmigo —afirmé,señalando a Nicholas con la mirada.

—Buenos días señor Contini, soyJohn Merreck. —Saludó un hombrepálido y delgado, extendiéndome lamano, con esa costumbre americana deno utilizar los apellidos compuestos.

—Buenos días. Señor Merreck.Nicholas Blohm, mi asesor.

—Encantado. ¿Puedo ofrecerles un

café?—Me encantaría, muchas gracias —

accedí con agrado, el olor que impregnómi nariz al entrar se me hizo irresistible.

—Es un café cultivado por nosotros,está saborizado genéticamente con cacao—explicó Merreck con orgullo.

Él personalmente sirvió el susodichocafé en una esquina de la oficina, nos loalcanzó haciendo gala de una delicadacortesía, y se sentó tras su escritorio.

—Lamento lo ocurrido, señorContini, su tío era un gran amigo de estacasa.

No parecía apurado por hablaracerca de lo que tanta tensión me había

causado últimamente, se limitaba a darvueltas a su café con la cucharilla, comosi yo no existiera. Tuve la impresión deestar frente a un soñador. Nicholas melanzó una mirada y yo opté por esperar aque Merreck siguiera hablando.

—¿Le gustaría dar un paseo por elrancho? —preguntó una vez que terminóde tomar su café.

—Por supuesto.—Síganme por favor.Salimos de su oficina por una puerta

situada frente a la que nos sirvió deentrada, y fuimos a dar a una especie devestidor.

—Por favor, quítense las chaquetas

y colóquense esto. —Nos alcanzó unostrajes blancos con cierre delantero,gorros, guantes y cubre botasdesechables—. Todo está esterilizado—aclaró.

Fuimos detrás de él y al traspasar lapuerta nos encontramos en un pabellónlargo, con muchas puertas a ambos ladosdel pasillo, todas las paredes eran devidrio, de manera que se podía ver loque hacían dentro. En la mayoría de loscubículos de tamaño apreciable habíapersonal enfrascado en algún tipo detrabajo.

—De aquí sale la cura para muchasenfermedades, a veces se precisan años

para conseguir un solo avance, pero valela pena.

Llegamos a un cubículo en dondehabía muchos ratones blancos endiversos receptáculos de vidrio.

—No siempre el metabolismoanimal se puede equiparar al nuestro,para obtener resultados —dijo conpesadumbre—, pero hacemos lo quepodemos. —Estos ratones fueroninyectados con la hormona delcrecimiento, se ha logrado algún avanceen la regeneración de sus células, pordesgracia, su hígado está empezando asegregar exceso de somatomedina. Elresultado es algo parecido a la

Fibrodisplasia Osificante Progresiva. Esdecir, la transformación de músculo enhueso.

Vi unos ratones que apenas podíanmoverse, tenían el cuerpo terriblementedeformado, en definitiva se habíaconvertido en unos monstruos. No pudedejar de asociarlo con lo que habíaleído en las anotaciones de Mengele.

—He leído acerca de unosexperimentos parecidos, hechos en sereshumanos.

—Yo también, créame. Pero eso estáprohibido aquí. Todo lo que hacemos eslegal —respondió, dando una miradaalrededor.

Llegamos al final del pabellón yentramos a otro, en donde la atenciónparecía centrada en las plantas.

—Lo que verá es lo último en eldesarrollo de la genética. Una teoría quefinalmente está tomando visos derealidad, pero aún falta dar algunospasos.

—¿Lo que se hace aquí sonalimentos transgénicos?

—No, mi apreciado señor Contini.Los alimentos transgénicos se losdejamos a Monsanto. Ellos lo estánhaciendo muy bien, en ocasionessolemos hacer alguna travesura, comocon el café al que les invité, pero eso es

todo. Aquí podría estar básicamente larespuesta a la eterna juventud. Leasombraría saber que todo lo que toca,todo lo que le rodea, vive.

Debió darse cuenta que no entendíaa qué se refería. Prosiguió:

—Esto. —Tomó un cenicero y lopuso a la altura de mis ojos—. No es unobjeto inanimado, aunque en apariencialo parezca. Son miles de millones deátomos en perpetuo movimiento; elátomo es tan pequeño que una sola gotade agua contiene más de mil trillones deátomos, cada uno de ellos enmovimiento constante, con sus protones,neutrones y electrones como

infinitésimos microcosmos. Y así escada objeto que usted ve a su alrededory con usted mismo. Cada célula de suorganismo está formada por átomos. Yhemos comprobado que es posiblemanipularlos para que duren tanto comolo deseemos. Las plantas tienen vida,escuchan, sienten, respiran, sealimentan, y algunas de ellas tienencélulas que se reproducenindefinidamente.

Supe en ese instante que empezaría ahablar del terreno que me interesaba.

—¿Se está refiriendo alalargamiento de la vida?

—Hasta límites insospechados.

—¿Cuánto? ¿Doscientos años, talvez? ¿A quién le interesaría vivir tanto?Creo que lo importante no es lacantidad, sino la calidad.

—Usted no le da la debidaimportancia porque es joven, señorContini. ¿Cuántos años tiene?

—Veinticuatro.—¿Y si le dijera que podría hacerlo

inmortal conservando la mismaapariencia que tiene —miró su reloj— alas cuatro de la tarde de hoy, miércoles17 de noviembre de 1999?

Buen golpe de efecto, pensé. El tipodebía haberse dedicado a la venta deenciclopedias.

—Me parecería poco probable.Nadie está libre de la muerte; en todocaso, ¿qué sucedería con la humanidadsi nadie muriese?

—Hay personas que merecen vivireternamente. Podríamos tener unEinstein para siempre, y estoy seguro deque la teoría del campo unificado ya sehubiese resuelto y comprobado. Losviajes intergalácticos podrían empezar apensarse como algo posible…

—Sí, no sé dónde escuché eso antes—interrumpió Nicholas.

Merreck no acusó su ironía. Abrióuna puerta y nos invitó a entrar.

—¿Sabía que la planta más longeva

de la tierra es la larrea? El estudio desus células sugiere que la que existe enel desierto de Mojave tiene una edad deonce mil setecientos años. Es elexperimento en el que estuvo trabajandoel doctor Josef Mengele aquí —dijo,refiriéndose al laboratorio al queacabábamos de entrar—. Por desgracia,falleció antes de terminarlo. El señorClaudio Contini estaba enterado de todo,pero por razones que desconocemos sellevó unos documentos esenciales parala consecución de la fórmula. Con sumuerte, me temo que todo quedó en ellimbo. Él era la prueba viviente de queera posible.

—¿De que era posible lainmortalidad? —le pregunté, estupefacto—. ¿Y cómo se explica que hayamuerto?

—Su tío se había expuesto a unelemento radiactivo hacía más de veinteaños, al aplicársele el tratamiento delongevidad, el cáncer que invadía susistema también adquirió característicasinmortales. Fue una lucha que suorganismo perdió.

—¿Y qué garantiza que esta vez losestudios resulten positivos?

—Hacer una alteración en eldesarrollo de un sistema orgánico esfatal. Una secuencia codificada no puede

ser revisada una vez establecida. Es laconclusión a la que habíamos llegado.

—¿Y qué les hizo cambiar de idea?—El doctor Josef Mengele logró

hacerlo con su tío, el señor Contini.—Pero murió —dije casi como un

reproche.—Porque el doctor Mengele no pudo

completar la secuencia. Murió debido alos efectos de sus largas horas deexposición a la radiactividad. Sinembargo, sé que tenía la fórmula exactapara lograrlo, su tío, por desgraciasufría de cáncer, y eso no facilitó elexperimento.

—¿Por qué no?

—Porque al poco tiempo de laincubación cualquier célula que hayasufrido mutaciones de reversión producepautas de retroceso, y en el caso de sutío, ocurrió con las células cancerígenas.Se volvieron poderosamente inmortales.Una proteína represora que bloqueabalas células cancerígenas operantesimpediría la duplicación ad infinitum,pero al mismo tiempo causó un error dereplicación, que hizo que la cadena deADN reestructurada llevase consigo unamutación mortal.

—Aparte de los experimentos deMengele, ¿nadie más en el mundocientífico ha investigado acerca de este

tema? —pregunté. Sentía curiosidad y almismo tiempo deseaba saber si habríaalguna competencia al respecto.

—Cómo no, señor Contini. Se hanhecho experimentos, por lo quesabemos, el doctor Robert White aquí enlos Estados Unidos realizó algunostransplantes de cerebro, con cabeza ytodo, por supuesto, en monos. Tuvo unéxito relativo, fue entre los años 1950 y1971. También los hizo en la UniónSoviética el doctor Vladimir Demikhov,sin mucha repercusión, como suelenhacer ellos.

—¿Y qué sucedió?—Hubo mucha oposición de los

grupos de defensa por los derechos delos animales. El doctor White logrótransplantar la cabeza de un mono en elcuerpo de otro. El animal sobreviviósiete días durante los cuales parecíatener la misma personalidad que la deldueño del cerebro. Es decir, se podríautilizar cualquier cuerpo humano enbuen estado y transplantar la cabeza deun hombre aquejado de cualquierenfermedad paralizante.

Me pareció una solución demasiadobizarra. La imagen de alguien con lacabeza de otro no me agradaba enabsoluto.

—¿Qué sucedería si el señor Dante

Contini les entregase los documentosfaltantes? —preguntó Nicholas, quehasta ese momento había permanecidoignorado por Merreck.

—¿Los tiene usted? —me preguntóMerreck.

—No dije que los tuviera —aclaróNicholas.

—De poseer los documentos y detraerlos, obviamente, podríamosterminar los estudios y empezar aproducir la enzima que permitirá lainmortalidad —explicó Merreck.

—Mi tío, el señor Contini, fueblanco de dos atentados, ¿estaba usted alcorriente?

—Lamentablemente sí. Y lo sentímucho, pero si está insinuando quenosotros tuvimos algo que ver, estáequivocado, no ganaríamos nada con sumuerte. Ya ve usted, él falleció, y paranosotros fue más un problema que unbeneficio.

—¿Cuál es la participación deContini-Massera en este laboratorio? —pregunté.

—El señor Contini tenía elveinticinco por ciento de las acciones.

Nicholas soltó un silbido.—Era dueño de la cuarta parte de

todo esto —dijo.—Viéndolo de esa forma, sí. Pero su

participación se limitaba a loconcerniente a la fórmulaantienvejecimiento.

—Las sigue teniendo, supongo.—Por supuesto, pero esas acciones

estaban respaldadas por lasinvestigaciones que se llevó consigo, sinellas…

—No comprendo —interrumpí.—Los resultados de los

experimentos, la fórmula faltante, ytodos los estudios, pertenecen a estelaboratorio. Fue el trato que hicimos.

—¿Por qué habría de llevárselos,entonces? ¿Y cómo sé que me estádiciendo la verdad? Este es un lugar

donde la seguridad se respira en cadarincón —afirmé dando una miradaalrededor.

—Siempre hay medios paraevadirla. No dudo que su tío era unhombre de muchos recursos.

—¿A cuánto asciende eseveinticinco por ciento que mencionó?,en dólares, claro —terció Nicholas.

—A cuatro mil millones de dólares—dijo Merreck resueltamente.

—Yo creo que un descubrimiento deesa categoría valdría cuando menosveinte —objeté— usted me dice que suparticipación es del veinticinco porciento, pero una vez obtenida la fórmula,

el descubrimiento de algo como esoadquiere un valor insospechable.

—Señor Contini, esto no es unremate al martillo, se trata deldescubrimiento científico másimportante de la historia de lahumanidad. Se podría hacer tanto bien…Veinte mil millones me parecenexcesivos.

—Creo que si ofrecemos losdichosos documentos directamente algobierno de los Estados Unidos o acualquier otro país que estuvieseinteresado, podríamos obtener muchomás que eso. En el caso de que lostuviésemos, claro —comenté, como si

toda mi vida la hubiese pasadotraficando con fórmulas secretas.

Nicholas estaba petrificado. Nosobservaba a uno y a otro indistintamente.Supongo que a sus ojos me habíatransformado en un verdadero tahúr. Yohablaba de manera calmada, casi afable,como lo habría hecho tío Claudio.Merreck tenía una fina capa de sudor enla frente. Nos veíamos muy extrañoshablando de negocios con esa extrañavestimenta.

—Supongo que el señor ContiniMassera dejó establecido en supatrimonio el valor de las acciones —tanteó Merreck.

—Supongo que sí —dije, y toménota mental de llamar a Fabianni—.Supe que dos accionistas de estelaboratorio se opusieron —le recordé.

—Así es, pero ellos ya no formanparte de esta empresa. No podemospermitirnos el lujo de anteponercuestiones morales a los avancescientíficos.

—¿Y no cree usted que ellospodrían haber atentado contra la vida demi tío?

—No lo creo, señor Contini, erapersonas muy decentes.

—Y eran judíos.—Le recuerdo que no guardamos

sentimientos antisemitas en este lugar.—Lo digo porque el experimento

para el alargamiento de la vida estabaencabezado por Josef Mengele. Unarazón más que suficiente para quecualquier judío quisiera impedirlo.

—En cierto sentido, le doy la razón,sería insensato descartar la posibilidad,no crea que no lo pensé, pero gracias aDios su tío salió ileso de los atentados,y murió por causas naturales.

Era cierto. Los accionistas judíos nohabían tenido que ver con su muerte.Pero mi vida corría peligro.

—¿Podría usted darme sus nombresy direcciones?

—¿Con qué objeto?—Soy el eslabón que falta para que

lleven a cabo los experimentos. Si ellospiensan que poseo las últimasanotaciones de Mengele, mi vida correpeligro.

—¿Las tiene usted?Después de pensarlo, decidí hablar.—Señor Merreck. Tengo lo que hace

falta. Están a buen resguardo y por ahorano las he ofrecido a nadie más. Piénseloy me llama. Tiene mi oferta y midemanda, sin esos nombres, no haytrato―. Le extendí mi tarjeta.

—Solo una pregunta más, señorMerreck —añadió Nicholas— aparte de

hacer investigaciones para la cura deenfermedades, ¿qué se hace aquí? Susinstalaciones son sorprendentes.

—Este lugar es uno de los pocos queexisten protegido para soportarcualquier ataque nuclear. Incluyendoalgún asteroide que se dirija a la Tierra.Podríamos sobrevivir durante cincuentaaños sin salir a la superficie. El tratocon el señor Contini incluía un lugar enel caso de cualquier contingencia. Eincluso, en estos momentos se estáplanificando la construcción de unaestación espacial, en sociedad conalgunos gobiernos, en donde sin duda élo el actual dueño de sus acciones,

tendría garantizada una plaza.Una respuesta tan impresionante

como aquella, merecía un silencio igualde impresionante. Fue lo que hicimos.Empezaba a tomar conciencia del lugaren donde nos hallábamos metidos, ycreo que Nicholas también lo sintió así.

El helicóptero nos devolvió a Peoriay regresamos a Nueva York.

Interrogantes

En el vuelo de regreso hablamos poco.Había aprendido que los lugaresaparentemente inocuos como un asientode avión, son potencialmente peligrosos,nunca se sabe quién es el compañero delasiento de al lado, o el que está detrás,así que nuestro lenguaje en claveterminó por cansarnos y guardamossilencio tomando el ejemplo de Nelson,hasta llegar a casa.

—Algo muy raro se cuece en eselaboratorio. ¿Viste las instalaciones?¡Diez pisos bajo tierra!, me imagino atoda una ciudad en el subsuelo. Y pensarque únicamente unos cuantos serán loselegidos en medio de los miles demillones de habitantes del planeta. Loque no acierto a comprender es por quétío Claudio escondió la fórmula. —Fuelo primero que dije al encontrarme en elambiente seguro de la cocina.

—Y por qué te la legó a ti. Si él noestaba de acuerdo con los manejos deMerreck, simplemente se hubiesedeshecho de todo.

—Tal vez pensó que podría salvar

La Empresa. Y de hecho, es posible.—Hay algo oscuro en todo esto.

Alguna cosa de la que debió enterarse alfinal.

—Espero que Merreck me dé losnombres de los exaccionistas judíos.

—Y que acepte la oferta. Veinte milmillones es una cantidad respetable —recordó Nicholas soltando una risita—¿no te parece mucho?

—¿Mucho? Creo que es más bienpoco. Es un producto que no existiójamás y que tendría efectos sociológicosinusitados; al principio sería solo pararicos. ¿Cuánto gana un rico?

Nicholas se alzó de hombros.

—Eso lo debes saber tú mejor quenadie —dijo.

—Miles de millones. Lo sé noporque yo los haya ganado, pero miincursión en el estudio de los negociosme da una idea aproximada. Partamos dela idea de que solo se lo podríanpermitir los que están en la lista Forbes.¿Pagaría uno de ellos cuatrocientosmillones de dólares para el tratamientode la eterna juventud? Claro que sí. Hayque amortizar los años de investigación:si sumo la edad que tengo con el tiempoque le llevó a Mengele iniciar losestudios de la fórmula, lasinvestigaciones rondan los sesenta años

de antigüedad. Algo casi comparablecon la Penicilina.

La pizca de admiración queempezaba a captar en la mirada deNicholas me satisfizo una enormidad.

—Ya veo que fuiste un alumnoaplicado —dijo mientras parecía tomarnota mental de todo.

—Y eso no es todo: Si la empresatiene accionistas o cotiza en bolsa, lossocios saben que, de tener semejanteproducto, sus acciones no harán sinosubir y subir, porque siempre existiránclientes potenciales, y ni siquieraestamos tocando a los proyectos delargo plazo como los que tiene la

NASA. Pero evidentemente tenemos quepedir una cantidad que Merreck ycompañía puedan pagar, que supla susnecesidades. Si les pidiese más noquedaría dinero para terminar su trabajoy no pienso cobrarles en cómodas cuotasmensuales. Lo que puedo es arreglar conellos una participación en las ganancias.

—Aparte de los veinte mil, supongo.—Exactamente.Ahora solo tenía que esperar a que

Merreck se decidiera. Nicholas empezóa buscar afanosamente en sus bolsillos,yo le alargué la cigarrera que estabadentro del cajón donde Pietro escondíasus cigarrillos.

La verdad era que yo estaba en unaencrucijada. Debía hacer lo correcto,pero en este caso, sabía que cualquierdecisión que tomase no sería correcta.Por otro lado, tenía que hablar conIrene, y aquello me producía una rarasensación. No había aceptado ladevolución del préstamo, y yo no podíadejar el asunto en el aire. Sé que lo mássensato habría sido hacer un depósito ensu cuenta, pero en el fondo deseabaverla. Irene, muy a mi pesar, meinteresaba más de lo que yo estabadispuesto a reconocer. Y deseaba saberpor ella misma si era cierto lo que habíaasegurado el cura Martucci. Esa misma

noche fui a verla.Irene abrió la puerta y fue como si

apenas unas horas antes nos hubiésemosdespedido. Su sonrisa juvenil, franca, ysu mirada directa, volvieron acautivarme. Guardé mis recelos, en eseinstante lo único que deseaba era estaren sus brazos, me hacía falta un poco decariño y no me importaba que fuesefingido. Lo necesitaba. Un largo abrazoprecedió a mis pensamientos y por unashoras sentí que había vuelto a lanormalidad. Me hacía falta una mujer,mi cuerpo pedía sexo porque en losúltimos diez días lo único que habíahecho era correr tras una maldita

fórmula y buscar respuestas. Los brazosde una mujer me hacían sentir un hombrecapaz de cualquier proeza. Siempre hepensado que la autoestima esdirectamente proporcional a lasatisfacción que se pueda dar o recibiren el terreno amoroso. De manera quecuando el cuerpo de piel suave de Irenese pegó al mío, olvidé todo lo que nofuese ser feliz. Después vería cómorecuperar mi infelicidad.

El reloj de la mesa de nochemarcaba la 1:05 am cuando recordé quedebía llamar a Pietro. Maldije mi faltade criterio, Nelson lo llamaría «una fugade seguridad» con su permanente

lenguaje vertical. ¿Acaso nunca serelajaba? Una vez más comprobé quehabía personas para todo tipo deocupaciones, y que la Liberté Égalité,Fraternité, eran conceptos abstractos y,por tanto, irreales. O quién sabe, tal vezlos ideólogos estuvieran pensando ensus amantes cuando redactaron aquello.Dejé a Irene durmiendo con placidez ysalí de la cama. Cogí el móvil y fui a lasala para no despertarla.

Un solo tono y contestó Pietro.—Sono io, Pietro. Tranquilo, hoy no

regresaré a dormir. Dile a Nelson queme disculpe por no avisarle antes.

—Él piensa que debió ir con usted,

signore.—Prometo que así será la próxima

vez, Pietro, necesitaba salir. Estoy encasa de Irene.

Me estaba tomando el asunto de laseguridad con toda la seriedad del caso.En cualquier otro momento ni se mehabría ocurrido dar mi paradero con tallujo de detalles, pero ya Nelson mehabía explicado la conveniencia de quesiempre supieran dónde encontrarme.

Contemplé la silueta de Irenedelineada por la sábana, y me preguntécuánto de verdadero hubo en nuestroencuentro. Ella parecía sincera, y yotambién. ¿Acaso era suficiente el sexo?

No dudo que en un encuentro físico hayasinceridad, el cuerpo lo pide, la mentelo exige y se da y se entrega, y el clímaxes sincero. A menos que se finja, peropienso que ese fingimiento es productodel deseo de satisfacer al compañero. Yyo más que una afrenta, lo considero unaforma delicada de procurar placer. Laduda que corroía mi mente me hacía serobjetivo con Irene. Ella me habíaengañado y debía tener un motivo.Esperé pacientemente en la penumbra aque se hiciera de día, pero el sueño mevenció. El aromático olor del café, conseguridad colombiano, me hizo abrir losojos y desear que no tuviese que aclarar

nada.—Te preparé el desayuno —me dijo

Irene con su sonrisa de niña.—Gracias. Esto se ve exquisito —

Irene era una mujer de detalles, no podíafaltar una rosa roja, claro, especialmenteporque era la marca de su negocio, medije.

—Te noto un poco tenso. No hemoshablado… ¿por qué enviaste a tuempleado con un cheque? Hubierapreferido que me lo entregases tú.

—Me encontraba en Italia.—Hubiera bastado una llamada. ¿Te

das cuenta que ni siquiera me llamaste?—Irene, la muerte de mi tío me trajo

muchos problemas. Para empezar, soyheredero de sus no pocas deudas. Porcierto, el único dinero con el que cuentoes el que tío Claudio recuperó delestafador que me presentaste.

—¿A quién te refieres? —preguntóIrene. Parecía que su ignorancia alrespecto era genuina.

—A Jorge Rodríguez, obviamente.—Jorge falleció.—¿Qué dices?—Fue atropellado hace dos meses,

me enteré la semana pasada.—¿Y quién lo mató?—No se sabe. Un coche lo embistió

y se dio a la fuga.

—Pensé que estaba preso por estafa.—Nunca estuvo en la cárcel, Dante,

¿de dónde sacas eso?—De una persona de confianza. Dijo

que estabas involucrada, y que tunegocio de flores es una tapadera.

Irene sonrió. Tal vez para ocultar sunerviosismo, o cualquier otra emociónque estuviera cruzando por su mente.

—¿Y tú qué piensas, Dante?—Yo ya no sé qué pensar.—Supongamos que sea cierto que

Jorge Rodríguez era un estafador y seembolsó tu dinero, ¿cómo te explicasque él ahora esté muerto y tú hayasrecuperado tu inversión? Creo que algo

huele muy mal en todo esto.—Si piensas que tuve algo que ver

con su muerte, estás desvariando. Yo meenteré de que los dos millones se habíanrecuperado hace poco más de unasemana.

—Entonces alguien sí tuvo que ver.—¿Qué insinúas? —le espeté con

dureza. Dejé el café en la bandeja y noquise seguir probando nada más.

—No. ¿Cómo te atreves tú a insinuarque mi amigo Jorge Rodríguez, graciasal cual ganaste tanto dinero, por cierto,te estafó? Lo conocía desde que éramosniños, era como mi hermano. Puedesaveriguar en la jefatura de policía si en

algún momento fue encarcelado. No esverdad. Alguien está mintiendo y no soyyo.

—Y si era tan cercano a ti, ¿cómo esque no sabías que había muerto hastahace una semana?

—Fue a Bogotá de vacaciones consu familia, no acostumbro llamarlo todoel tiempo. Hace una semana su esposame lo dijo.

—Lo mataron en Colombia —dedujeen voz alta. Allá es mucho más sencillo.No hacen preguntas y los sicariosabundan.

Yo trataba de encajar ese asesinatoen la retahíla de sucesos que

últimamente formaba parte de mi vida yno le encontraba sentido.

—Debo irme. Irene, perdona que seatan suspicaz, pero me están sucediendocosas tan raras, que desconfío de todo elmundo. Empecé a vestirme y busqué enuno de los bolsillos de mi chaqueta. Lealargué el cheque―. Muchas gracias,Irene, me ayudaste cuando lo necesitaba,nunca lo olvidaré.

Ella me miró con tristeza.—No, Dante, no quiero ese dinero.—Es tuyo. No puedo quedarme con

él.—Sólo dame lo que te presté, de lo

contrario no pienso cobrarlo.

—No traje chequera conmigo.—Entonces otro día será. No quiero

que te vayas así.—Debo ordenar mis ideas, Irene. En

realidad, debo ordenar mi vida. —Labesé en los labios y salí.

Un coche estacionado en la puertadel edificio con Nelson tras el volante,me estaba esperando. Antes de que éldijera nada, me adelanté.

—Lo siento, Nelson. Necesitabaalejarme para tomar un poco de aire.

—¿Y le sirvió?Negué con la cabeza.—¿Conoces a alguien en algún

organismo del estado? Me refiero a La

CIA, el FBI, o algo por el estilo.—Aún no he perdido todos mis

contactos, podría ser… ¿De qué se trataexactamente?

—Quiero que averigües la muerte deun sujeto llamado Jorge Rodríguez.Supuestamente murió en Bogotá, uncoche lo arrolló y se dio a la fuga, y esposible que aquí tenga antecedentespenales por delito de estafa. Necesitosaber si estuvo preso, si es verdad queestá muerto y todo lo que puedasaveriguar de él. También me gustaríasaber quién es Irene Montoya,propietaria de la Floristería la RosaRoja, tiene nacionalidad norteamericana

y sus flores vienen de Colombia. Aligual que ella.

Me sentí un canalla al hacersemejante encargo, pero estabaaprendiendo que debía cuidarme detodos. Supongo que fue a partir de esemomento que tomé la decisión de quecualquier mujer que saliera conmigo,debía ser investigada.

—Llamó el señor Martucci. Perdonemi intromisión pero me parece que nodebería contarle nada de lo que haaveriguado hasta ahora.

—Tú sabes que era el mejor amigode tío Claudio.

—Sí, señor Contini, pero es

preferible que todo lo que sabe, quedecon usted. Así podremos ir descartandoposibilidades. Nunca pudimos dar conel autor intelectual de los atentados delseñor Claudio y es peligroso dejarcabos sueltos. Supongo que ahora elblanco es usted. Según parece, poseealgo que le interesa mucho a ciertapersona.

—Estoy seguro de que FrancescoMartucci es un hombre probo. Sihubiese querido, se hubiera quedado conlos documentos que le dejó a guardar tíoClaudio. Y con el dinero.

—Según usted ha dicho, esosdocumentos no eran tan importantes. Por

todo lo que he observado y escuchado,lo que le dejó al cura Martucci solofueron unas notas y unas claves que no lellevaron a ninguna parte.

—Es verdad. Pero él no ganaríanada con lo que tengo ahora. Ya me dijoque no desea nada, pues según pareceestá condenado a muerte, creo quepadece la misma enfermedad de la quemurió mi tío.

En realidad yo hacía de abogado deldiablo. Para esos momentos habíaaprendido que era preferible no mostrarmis cartas.

La cara de Nelson reflejada en elretrovisor hizo una mueca. Se alzó de

hombros y su rostro tomó una aparienciaimpenetrable como si los músculos desu cara hubiesen dejado de funcionar.Solo movía los párpados cuando eranecesario.

—Creo que nos siguen —dijo—, esel Chevrolet negro que está en el carrilde la derecha, detrás del gris. —Procuraré perderlo.

Nelson esperó a que el semáforoestuviese a punto de cambiar a rojo ycruzó la calle doblando en la primeraesquina. El coche quedó atrapado en elsemáforo rojo y nosotros entramos alestacionamiento público de un edificio.Caminamos hasta la salida a espaldas de

la entrada del edificio y tomamos untaxi.

—¿Estás seguro de que nos seguía?—pregunté. Aquello en nada se parecíaa lo que yo tenía en mente como unapersecución.

—Sí. Lo vi desde que estabaesperándolo a usted. Giró las dos vecesque cambié de ruta.

—¿Piensas que esperaba a quesaliera de casa de Irene?

—Es lo más probable.—No dejes de averiguar lo que te

pedí, Nelson.El asunto se estaba complicando.

Requería respuestas, y pronto. Y

también necesitaba pensar qué hacer conMerreck.

Al llegar a casa, le conté a Nicholaslo ocurrido y él con su habitual manerade organizar los detalles empezó aenumerar.

—Veamos: Irene aparece en tu vidacuando fuiste a una fiesta en SanFrancisco. Pero ella vive al igual que tú,en Nueva York. Primera coincidencia.¿Recuerdas lo que dijo Nelson? Bien,luego ella te presenta al fulano corredorde bolsa, ¿cómo se llamaba?

—Jorge Rodríguez.—Que al principio te hace ganar

dinero, y al mismo tiempo obtiene tu

confianza. Tú arriesgas más, a pesar desus reconvenciones, y dos millones sevan al agua. Jorge Rodríguez desaparecey te ves en apuros, entonces aparecenuevamente Irene Montoya y te ofrececinco mil dólares para que puedas viajaral entierro de tu tío. Segundacoincidencia.

—Yo la fui a buscar. No fue ellaquien vino a ofrecerme el dinero.

—Para el resultado, es lo mismo.Jorge Rodríguez es al igual que ella,colombiano. Tercera coincidencia.

Asentí y lo dejé hablar.—Ahora, Jorge Rodríguez, según

Irene, está muerto. Y lo sabe no porque

ella lo haya visto muerto. Se lo dijo suesposa. Muy conveniente, ¿no crees? Sifuese el caso, ella podría decir que «ledijeron» que había muerto.

—Espero que Nelson pueda traermealguna respuesta; yo también he pensadoen todo lo que dices, pero me resisto acreer que Irene esté metida en algunaconspiración.

—Y para colmo, había alguiensiguiéndote desde su casa. ¿Con quéfinalidad? ¿A quién beneficiaría sabercuáles son tus movimientos?

—Obviamente a alguien que no sepacuáles son mis planes. Creo que es loque yo haría, Nicholas, si deseo saber

en qué anda un fulano, lo primero queharía sería seguirlo para saber conquién, cómo, a qué hora, qué es lo quehace, cuáles son sus costumbres…

—Veo que Nelson te ha aleccionadomuy bien.

—Nos ha aleccionado —dije,soltando una carcajada. Piensas como uninvestigador, ¿qué te parece si dejas laescritura y pones una agencia?

La sonrisa que hasta hacía segundosiluminaba su cara se esfumó.

—Estoy escribiendo. He empezadohoy. Dante, para mí la escritura no es unpasatiempo, es mi pasión, si no fuesepor ello en este momento no estaría

aquí. Hizo el gesto con las cejas al queya me había acostumbrado, y con lamano en la barbilla dio un par de pasosy se detuvo.

—Creo que he sido escogido por losdioses —afirmó con gravedad—. Notengo otra explicación a todo lo que meestá ocurriendo.

—Lo que nos está ocurriendo —maticé yo.

—Dante, tienes que comprender quecada persona es una individualidad. Vapor el mundo con sus propios problemasexistenciales, y ve a los demás como siformasen parte de una obra teatral endonde el papel principal es el propio.

Los demás son comparsas que semueven, existen, pero son una especiede decorado. Así veo el mundo. Y conseguridad desde tu perspectiva tútambién lo ves así. Pietro lo ve desde supunto de vista y tú lo ves a él como unapieza en un tablero de ajedrez. Locolocas donde más te conviene. Y lamayor parte de la vida has actuado deesa forma, no porque seas bueno o malo,es porque así es como debe ser para ti.Así que cuando digo que he sidoescogido por los dioses, tengo misrazones para pensar que estoy en locierto. Es mi mundo, mi forma de ver lavida. Un buen día encontré a un

hombrecillo que me regaló unmanuscrito donde estaba escrita parte detu vida y la vida de tu tío, o tu padre,Claudio.

Al escucharlo me sobrecogí. Sentícomo si todos fuésemos parte de uninmenso tablero de ajedrez movido porhilos invisibles, un tablero en el cualcreíamos vivir y ser libres, pero queestaba lleno de hilos que nos obligabana comportarnos de determinada manera,sin dejarnos opción para escoger. En micaso, en aquellos momentos enparticular, los hilos tiraban a un lado yhacia otro, como si alguien no sepudiese poner de acuerdo. ¡Cómo

echaba de menos mis días anteriores!¡Todo era más fácil! Por lo menos vivíacon la ilusión de ser yo quien disponíade mis actos…

—Dijiste que hay personas a quienesbeneficiaría saber cuáles son tusmovimientos, la pregunta entonces sería:¿Quién no sabe cuáles son tus planes?¿A quién beneficiaría saber cuáles sontus planes? —preguntó Nicholas, deimproviso.

—Nadie sabe cuáles son. Es larealidad —dije, sorprendiéndome a mímismo—. Ni yo mismo lo sé. Lo quequiere decir que en este momento todoslos que me conocen, incluyéndote a ti,

son sospechosos.Nicholas parpadeó varias veces y

me observó entrecerrando los ojos.—Tienes toda la razón. Nadie sabe

qué es lo que vas a hacer. Y ya no meatrevo a preguntártelo. Pero de laspersonas que podrían ocasionarte algúndaño, ¿a quién mencionarías?

—En este momento… a Caperotti.También a los judíos. No sé si Caperottisepa lo de la fórmula, pero si lohubieras visto, pienso que lo pondríasen la lista.

—Te olvidas del cura Martucci —recordó Nicholas.

—Exacto. En buena cuenta él sí sabe

que existe la fórmula, aunque dudo quedesee sacar provecho de ella.

—¿Piensas que sea porque dijo quese podría morir?

—Claro, no le serviría de nada —coincidí.

—Entonces debemos enfocar laspreguntas desde otro ángulo: ¿Quiénestaría dispuesto a hacer cualquier cosa,hasta cometer un asesinato con tal deobtener esa fórmula? ¿Y por qué loharía?

—Sé que Merreck desea esafórmula. Y lo haría por la vida eterna —dije—. Los judíos lo harían paraevitarla. Creo que Irene puede ser

descartada, ella no sabe la existencia dela fórmula.

—Exacto. Y también descartaría aMerreck. Dijo una gran verdad: nohabría ganado nada matando a tu tío, niahora, atentando contra ti. Caperottipodría ser una opción, intentaría hacersede la fórmula, siempre y cuando supieraque existe —sugirió Nicholas.

—Según Pietro, era muy cercano atío Claudio, se hablaban todos los días,tal vez lo haya sabido. Pero segúnNelson, el hombre del restaurante quenos estaba siguiendo era un hombre deCaperotti, que más podría estarcuidándome, pienso que probablemente

para que no me maten antes de querecupere el dinero.

—Por desgracia, entonces solo nosqueda Martucci.

Hice un gesto de apatía.—Martucci está enamorado de mi

madre, por la misma razón, seríaincapaz de hacerme daño.

Nicholas se pasó una mano por loscabellos en un gesto de impotencia.

Lo que sí debía hacer eracomunicarme con Fabianni.

Marqué el número que aparecía ensu tarjeta y me contestó él mismo.

—Buona sera, señor Fabianni.—Signore Dante, buona sera…

—Por favor, señor Fabianni, debohablar con Bernini, es él quien seencarga de los estados financieros de laEmpresa, ¿verdad? Necesito un númerodónde ubicarlo. Dejé su tarjeta en Roma,estoy en Nueva York.

—Espere un momento. Lo tengo,tome nota, por favor.

Eso hice. Y acto seguido llamé aBernini. Después de esperar unmomento, su secretaria lo comunicó.

—Signore Massera ¿en qué puedoserle útil?

—En la relación de compañías ynegocios que maneja la Empresa, ¿figuraM e r r e c k Stallen Pharmaceutical

Group?—Absolutamente, no. —Fue su

respuesta inmediata—. Sé de memoriacuáles son las compañías que formanparte de la nuestra.

—¿Escuchó usted hablar en algunaocasión de ellos?

—No… en realidad, sí. Pero noporque tuviesen que ver con nosotros.Merreck Stallen es uno de loslaboratorios más importantes del mundo.¿Podría preguntarle por qué se interesa?

—Solo quería saber si eran tanbuenos como para comprarlos.

Un largo silencio siguió a mispalabras.

—No se asuste. Era una broma —yno pude evitar soltar una carcajada.

—Managgia, signore mio, es ustedtan bromista como su difunto tío, que enpaz descanse.

—Gracias, Bernini. Hasta pronto.Y colgué.—Ya sabemos adónde fueron a

parar tantos millones. Tío Claudio deveras estaba involucrado con esainvestigación, entonces, ¿por quéescondería la fórmula? Veamos qué nostrae Nelson —dije, dándome porvencido.

—Necesito un cigarrillo, Dante, ¿túno fumas? —inquirió Nicholas.

—No, amigo —contesté con unasonrisa, viendo el aspecto tragicómicode sus cejas.

Las pesquisas

La Agencia Nacional de Seguridadestadounidense, o NSA, es la agencia delos Estados Unidos que protege lossistemas de información desde hacecincuenta y dos años. El lugar idóneopara encontrar cualquier dato entre losmillones que pueblan sus archivos.Trabaja en estrecha colaboración con laCIA y el FBI, de manera que si había elmínimo resquicio de duda acerca decualquier persona, con seguridad

saltaría como una liebre de alguna desus fichas. Casi sin proponérmeloempezaba a formar parte de unentramado que para tío Claudio habíasido prácticamente su modus vivendi, yque yo jamás habría sospechado de noser por la necesidad de encontrarrespuestas a las incógnitas que día a díase me iban planteando.

Como supuse, Nelson aún teníavínculos con agentes que trabajabanpara la CIA. Estos lo condujeron al FBIy allí un contacto le dio acceso alBoletín de Informes Criminales quepublican anualmente, que contieneinformación sobre personas detenidas y

sobre toda clase de delitos y crímenes.Está diseñado para complementar lossistemas estatales metropolitanos y haceposible disponer en pocos segundos delos datos que se estén buscando. Unmétodo por medio del cual seencarcelan miles de fugitivos ydelincuentes al año. Fue la explicaciónescueta que Nelson se tomó el trabajo dedarme antes de proceder con su informe.

—Jorge Rodríguez Pastor, el nombrecompleto de la víctima, era de origencolombiano, nacionalizadoestadounidense desde hacía seis años.Estudió Ciencias de la Administraciónen la Universidad Estatal del Valle, en

la sede de Cali, Colombia, y se graduócon honores. Consiguió trabajo para unaempresa norteamericana que lo trasladóa Nueva York, y después empezó atrabajar como un corredor de bolsaindependiente asesorando a las personasque deseaban poner a trabajar su capital.Casado, tenía dos hijos, su situaciónfinanciera era estable. En el momento desu muerte contaba con tres millonessetecientos veinte mil dólares en sucuenta corriente. Aparece en losarchivos del FBI por dos motivos: enuna oportunidad un cliente lo denunciópor haberse aprovechado de su dineroinvirtiéndolo en acciones poco

rentables. La acción no prosperó, perosus datos quedaron registrados. El otromotivo fue por conducir estando bajolos efectos de la cocaína, parece que eraaficionado a esta sustancia. Estuvo bajovigilancia por si estaba conectado conalgún grupo de narcotraficantes, pero nose encontraron indicios, por lo quequedó en los archivos como meroconsumidor. El departamento deinmigración registró muchas entradas aItalia. Cuatro de ellas en el último año ymedio. Su muerte ocurrió como unaccidente de tráfico, arrollado por unacamioneta que según los testigos, nuncase detuvo. Dijeron que parecía tener

todas las intenciones de matarlo, pero enun país como Colombia, cualquiermuerte podría ser catalogada comoasesinato. Nadie anotó la matrícula delvehículo.

—Quiere decir que nunca estuvopreso, como dijo Martucci.

—Así es, y el estudio de su cuentabancaria indica que desde hacía unosseis meses se había elevado supromedio de depósitos mensuales.

—¿Por qué diría Martucci queestaba preso?

—Es algo que tendremos queaveriguar.

—¿Y qué sabes de Irene Montoya?

—Irene Montoya, no tiene másapellidos. En Sudamérica eso quieredecir que lleva el apellido de la madre,lo que indica que no tuvo padreconocido. Vivió hasta los diecisieteaños en Medellín, Colombia, estuvoinvolucrada en prostitución desde lostrece años. Apareció en los EstadosUnidos a los dieciocho con visado deturista, y aquí viene la parte másinteresante: Fue un caso especial deciudadanía, recomendado por laembajada italiana. No se menciona a lapersona que hizo de mentor, debió ser unpersonaje muy importante, porque noexisten rastros. Sus entradas y salidas

del país demuestran que estuvoocasionalmente en Italia. Al principiotrabajó en Nueva York en un salón debelleza y poco tiempo después, compróel negocio. Según el análisis de suscuentas bancarias, maneja unarespetable cantidad de dinero, unpromedio de diez millones de dólares.Jorge Rodríguez era su asesorfinanciero. El negocio de la floristeríaes muy rentable, tiene sucursales yconvenios con sus similares de otrosestados y países, hacen entrega adomicilio de flores frescas a cualquierparte del mundo, las flores sonimportadas de Colombia. Ella no tiene

antecedentes en este país, está limpia.—Dijo que conocía a Rodríguez

desde que eran niños.—Ambos eran de Medellín. Él se

fue a estudiar a Cali, pero nació enMedellín, es probable que se conocierany después mantuvieran el contacto.

—¿Tienes alguna idea de por quéRodríguez fue asesinado?

—Los asesinatos de esa índoleocurren cuando se quiere silenciar aalguien. En su hoja de vida no parecíatener enemigos, sin embargo, algo debióhacer, o a alguna persona no le conveníaque dijese algo. Tengo pensado hablarcon su esposa, tal vez ella lo sepa sin

saberlo. Suele ocurrir.—Gracias, Nelson, has sido de gran

ayuda.—Fue un placer visitar a los amigos

—enderezó los hombros y se retiró conuna mueca parecida a una sonrisa.

De manera que Irene había tenido unpasado escabroso. La cicatriz en sunalga no presagiaba nada bueno. Perorealmente no me importaba, cada cual esdueño de su pasado, lo que meinteresaba era saber qué tenía ella quever con el misterioso personaje italiano.Y aquello no tenía que ver con las

emociones, simplemente era cuestión desupervivencia. Pensé que había llegadoel momento de tener una conversaciónfranca con ella. Esperé a que Nelson yNicholas regresaran con los coches. Elmío había quedado a unos metros de lacasa de Irene. El otro, en unestacionamiento público.

Los pasos de Pietro no se sentíanmás por la casa gracias a sus Reeboknegros. Le daban una aparienciainformal y él parecía hallarse muy agusto deambulando con ellos. Entró aldespacho con una taza de chocolatecaliente y buñuelos preparados por élmismo. Era lo bueno de tenerlo en el

servicio, siempre sabía exactamente loque yo deseaba.

Sin embargo, pese a que intentabadistraerme para no pensar en Merreck,el hombre no se apartaba de mi mente.Cuatro mil millones no me salvaban dela ruina, pero si él ofreciera más por lasnotas, con seguridad no tendría quepreocuparme por Caperotti. Eraindudable que si el hombre cuidaba mivida era porque no deseaba perder sudinero. Y una vez más me hice la mismapregunta: ¿Por qué tío Claudio ocultaríala fórmula? Si él hubiese dejado quecontinuasen con los estudios o queculminasen con ellos, a estas alturas él

tal vez estuviese con vida; a todas lucesprefirió morir antes que seguir conaquello. Tal vez descubriese algomacabro que le hizo recapacitar,Mengele no era precisamente un santovarón, lo que había leído de él era paraponer los pelos de punta a cualquiera.Me lo imaginaba en un laboratorio comoel de Merreck, con todo el dinero a sudisposición, y los avances tecnológicosde la época. Le sería muy fácil obtenercobayas humanos a falta de un campo deconcentración. Me vino a la memoria lasensación que tuve cuando toqué el temacon Merreck: «Todo lo que hacemosaquí es legal». Lo había dicho como si

se refiriese estrictamente a ese lugar.Semánticamente correcto. Él hablabacon mucho cuidado, como si supiera quecada una de sus palabras sería evaluada.El laboratorio al que llamaba «rancho»era inmenso, tal vez en cualquier sitio desus diez pisos bajo tierra —si no habíamás—, se ocultaba lo impensable. Talvez todo fuese más sencillo de lo que yocreía. Si pusiera como condición antesde sellar el trato, que me enseñase todolo referente a los estudios de Mengele, ycuando me refiero a todo era todo,podría tomar una decisión responsable.Si es que me atrevía.

Di un suspiro que tenía aguantado

desde hacía tiempo. No sé qué efectotenga en los demás, pero en mí actuócomo una válvula de escape, como laolla de presión que Pietro solía utilizar,y que él cierto día se dio el pacientetrabajo de explicarme su utilidad. Uninstrumento a mi modo de ver muypeligroso para ser utilizado de maneradoméstica. Pero ya empezaba adesvariar, y suelo hacerlo cuando nodeseo ocupar mi mente en las cosasesenciales.

El pasado

—Espera aquí. Si no bajo en diezminutos vete y regresa en unas treshoras.

Nelson asintió. No se me ocurriónada mejor. No se hubiera visto bienque lo llamase en presencia de Irene.

Y ahí estaba yo otra vez, esperandoa que ella abriese la puerta. Noacostumbro visitar de maneraintempestiva, pero en aquellos díasparecía que estaba rompiendo esquemas.

Cuando empezaba a pensar que tal veztuviese compañía, la puerta se abrió.Estaba adorable, llevaba suelta sucabellera castaña, y vestía la bata deseda que me enloquecía, una mezclademasiado sensual para hacer cualquierindagación, a menos que sea en sucuerpo.

—¿Estás sola? —pregunté, deseandofervientemente que la respuesta fueseafirmativa.

—Sí.Fue todo lo que necesité escuchar.

Me olvidé de lo que tenía planeadopreguntar y la besé como un condenadoa muerte. Su peculiar aroma invadió mis

sentidos; antes lo había atribuido a quetrabajaba con flores, pero antes yo eraun muchacho imberbe. Un idiota. Nodegustaba las exquisiteces que mujerescomo Irene podían brindar. Y cuandopensaba en «antes» me estoy refiriendoa solo unas semanas atrás.

Los últimos acontecimientos habíanafilado mis sentidos, veía todo bajo otroprisma, desde donde podía observarmuchos espectros a la vez. Irene eramujer para degustar, no para saciar elapetito. Esa noche fue como si hubierahecho el amor con ella por primera vez,y aunque fuese un exabrupto pensarlo,pues podría parecer como algo obsceno

o sacrílego, comprendí por qué unhombre como Francesco Martucci podíaamar tanto a una mujer. O un ClaudioContini-Massera. Existe un tipo demujer para cada hombre, evidentementeellos tenían el mismo gusto. Y para míIrene era la mujer.

Pero yo había ido allí con unpropósito, y hombre al fin, después dehaber degustado el sabroso plat deresístanse, volví a convertirme en unprimate, preferentemente, homínido.

—¿Cuándo me contarás cómo tehiciste esta cicatriz? —pregunté,recostado a su lado, mientras leacariciaba la nalga.

—No vale la pena recordar.—¿Por qué?—¿Y para qué quieres saberlo?—¿No quieres decírmelo?Irene se separó un poco de mí y puso

la sábana sobre sus pechos. Pero yo nome iba a dar por vencido.

—Sé algunas cosas de ti. Peroquisiera oírlas de tus propios labios.

—No puedo.—Entonces debo pensar que formas

parte de una conspiración. Necesitorespuestas, tío Claudio sufrió dosatentados, lo sabías, supongo. La últimavez que vine, un hombre empezó aseguirme. Mi vida corre peligro y tú te

niegas a cooperar conmigo, ¿qué puedopensar?

—Jamás te haría daño, mi amor.Tenlo por seguro.

—No te creo. ¿Por qué no puedesresponder a mis preguntas?

—No tuve nada que ver con losatentados. Y tampoco he dispuesto quealguien te siga, ¿por qué lo iba a hacer?

—Dímelo tú. Sólo dime la verdad,hay mucho en juego, si de veras sientesalgo por mí, hazlo.

Irene se incorporó. La sábana sobresu pecho se convirtió en un escudo. Surostro parecía transformado, ya no era lade hacía momentos, aparentaba su edad.

Esperé y empezó a hablar.—Supongo que ya sabes que me

dediqué a la prostitución, eso fue hacemuchos años, Dante. Muchos años. EnMedellín hacías lo que ellos querían o temataban, y yo había sido reclutada poruno de los hombres más poderosos:Pablo Escobar. Pero no era una red deprostitución más. Era una lujosa casa decitas donde nos trataban como a reinas,excepto por el hecho de que teníamosque acostarnos con los amigos de PabloEscobar cuando así lo requirieran.Políticos, diplomáticos, militares,religiosos… Las chiquillas abandonadaspor las calles, siempre que fuesen

agraciadas, iban a parar a la MansiónRosada. Yo había perdido a mi madre,tenía trece años, no tenía adónde ir, unode sus hombres me encontró vagando y apartir de allí empecé a trabajar paraellos. Y yo siempre aparenté menosedad. No te imaginas la cantidad dedegenerados que existe. Hay hombresque no pueden joder con una mujer si noes una niña. Y no les importa el precio.Algunos nos retenían por semanascompletas, y no voy a detallarte lo quenos obligaban a hacer. Todo corría porcuenta de Pablo Escobar.

»Al crecer fui trasladada a la“sección especial”, una lujosa mansión

cerca de su famosa hacienda Nápoles, aorillas del río Magdalena. Fue allídonde conocí a Pablo Escobar, “el capode las drogas”, estuve con él un par deocasiones. Lo recuerdo como un hombreamable, claro, dentro de lo que se puedeser estando en el mundo que élgobernaba. Para aquella época estabamuy enamorado de su amante, VirginiaVallejo, y algunas de las chicas soloéramos un pasatiempo.

»Cierto día vino de visita un grupode italianos que buscaba pasarlo bien, yfui escogida por un hombre muy guapo,estuve con él dos días y tuvimosoportunidad de conversar, se interesó en

mi vida, y quiso sacarme de ese lugar.No para vivir con él, pues me aseguróque estaba enamorado y no deseabacompromisos de ninguna clase, se habíacompadecido de mi situación, y queríaayudarme.

»Cuando el jefe se enteró, meencerraron, y fui pasto para sus esbirros.Deseé morir, Dante, yo no había hechonada, pero cometí el error de querersalir de allí.

—¿Quién era ese italiano? —pregunté con el corazón en la boca.

Irene bajó los ojos.—Claudio Contini-Massera. El

mejor hombre que yo haya conocido. Él

se enfrentó al capo de la droga másimportante, y no sé cómo lo hizo, pero laúltima vez que habló con Pablo Escobar,yo estaba presente, Pablo habíamandado por mí y pude ver que en susojos había temor. Tu tío dijo: «Esperoque lo pienses, no es nada personal»,con su voz suave, relajada, como sisostuviera una conversación con un granamigo. Pablo Escobar se alzó dehombros y estiró los brazos como si nohubiera nada más qué hacer. «Es tuya,les diré que la preparen». Y esohicieron. Pablo se fue y dos de susesbirros me llevaron al cuarto decastigo, uno de ellos me produjo un tajo

profundo desde la cintura a la nalgamientras el otro me sujetaba. Imaginoque lancé un alarido porque Claudioirrumpió en el cuarto y al vermeenvolvió mi cuerpo desnudoensangrentado en una sábana, y me sacóde allí sin que nadie se lo impidiera.

»La cicatriz era peor, gracias a tu tíotuve acceso a una cirugía de calidad,pero siempre quedó una marca. Vine aEstados Unidos, trabajé en un salón debelleza que después pude comprar,gracias a un dinero que me prestó tu tío,y que yo devolví. La empresa que tengoahora es en realidad propiedad de tu tíoClaudio, era su testaferro. En buena

cuenta, el negocio vendría a ser tuyo.Como ves, no tengo nada grave queocultar, yo jamás le habría hecho daño,y a ti, menos. La muerte de Claudio medejó en un limbo comercial pues todoslos documentos del negocio están a minombre, y no sabía cómo decírtelo. Noquería que supieras que estuve…enamorada de tu tío.

—¿Cómo conociste a JorgeRodríguez?

—Crecimos en el mismo barrio, élsí tenía familia, lo enviaron a la escuelay resultó ser muy aplicado. Cuando fuireclutada por la gente de Escobar, Jorgehizo lo posible por rescatarme, ¡pero

qué podía hacer él! Era tan joven comoyo. Un día fue a verme y dijo que iría ala universidad, que algún día regresaríapor mí. Pero no sucedió así, cuandollegué a Nueva York me comuniqué consu familia en Colombia y pude ubicarlo.Pocos años después nos encontramosaquí. Ya él se había casado, y yo teníami vida encaminada. Tu tío Claudio loconoció, y estuvo de acuerdo en quefuese él quien llevase la parteeconómica del negocio de las flores, quepara entonces se había convertido en unaempresa importante.

—¿Mi tío Claudio conoció a JorgeRodríguez? —mi asombro no tenía

límites. Aquello aportaba un toquediferente al asunto.

—Claro, de otra manera no podríahaber depositado su confianza en él.Incluso nos invitó a ir a Roma. Fuimosvarias veces, pero Jorge ibaregularmente, en una de ellas conocimoslas oficinas de la Empresa, la hermosacasa que tenía en las afueras de Roma,la villa Contini, y también a unsacerdote al que parecía querer mucho.

—¿Cómo se llamaba?—Francesco. No recuerdo el

apellido. Tu tío siempre le decía:«Francesco… Francesco…» y a mí mehacía gracia su acento italiano.

—¿Alguna vez volviste a verlo?, merefiero al sacerdote.

—No. Fue la única vez que lo vi.Fui después a Europa en plan devacaciones, pasé por Roma pero no avisitar a tu tío, él siempre estabaviajando.

—¿Puedes darme la dirección deJorge Rodríguez?

—Por supuesto.Abrió el cajón de la mesa de noche y

sacó una libreta. Anotó en ella y meentregó la hoja.

—Gracias, ¿no sabes si Rodríguezvolvió a contactar con el curaFrancesco?

—La verdad, no lo sé. ¿Pero por quéhabrían de verse?

—Es lo que me hubiera gustadosaber. Supongo que fue idea de mi tíoque yo te conociera —indagué.

—Él siempre fue muy paternalcontigo, Dante, debes admitirlo. Laúnica recomendación que me hizo fueque te echara un vistazo.

—Supongo que eras una especie deespía. No sé por qué pregunto esto, si yasé la respuesta.

—Siempre le hablé bien de ti,Dante, no tenía por qué mentir.

—Parece que tío Claudio tenía unaidea equivocada de mí.

—No fui yo quien se la dio. Y laverdad, Dante, siempre te heconsiderado una excelente persona. Hellegado a quererte, aunque sé que no soymujer para ti.

—¡Qué dices!—Perteneces a otro mundo, Dante. Y

a otra generación.No dije nada. Habría sido vano,

vacuo, vacío. Ni yo mismo sabía quéclase de mujer podía ser para mí. Perono deseaba enamorarme de una mujerescogida por mi padre. Y queobviamente lo amó a él. Sé que soy suvago retrato, tal vez sea lo quesignifique para Irene, una imagen que le

trae gratos recuerdos. En ese momentosupe que no la podría amar, sinembargo, hice el amor con ella porúltima vez y el aroma de claveles es unrecuerdo que ha quedado imborrable enmi memoria.

Jorge Rodríguez

Al bajar vi a Nelson, estabaesperándome. Miré mi reloj: habíantranscurrido tres horas y quince minutos.Era increíble todo lo que se podía haceren un lapso de tiempo tan corto.

—Tengo la dirección de JorgeRodríguez, creo que es mejor que sea yoquien visite a la viuda, ¿no crees?

—No me parece buena idea. Ustedse presentará como el amigo de unaamiga. Yo me presentaré como un agente

del FBI, puedo ser más persuasivo.—¿Y si en lugar de cooperar se

intimida?—Puede usted acompañarme, si lo

desea, para suavizar las cosas. Aunqueno me parece oportuno.

—Así está mejor. Iremos mañana,hoy ya es muy tarde.

Esa noche di muchas vueltas antesde dormir. Las revelaciones de las quehabía sido objeto por parte de Irene aúnrevoloteaban en mi mente. Si antes tuveamor y respeto por tío Claudio, esossentimientos se habían transformado enuna profunda admiración. Era como irlevantando una capa tras otra y siempre

encontrarme con una huella suya, elpoder que había detentado era cada vezmayor, y me estaba temiendo que aún nohabía llegado a descubrirlo todo. ¿Quépodría hacer un hombre como élinvolucrado con un capo de la droga? Sies que estuvo involucrado; tal vez fuesenlas circunstancias las que lo llevaronhasta la Mansión Rosada. Algún agasajopara un grupo de negociantes italianos…pero Irene había sido clara: vio el temorreflejado en los ojos de Pablo Escobar.Debió tener sus motivos. Por otro lado,tío Claudio parecía tener predilecciónpara involucrarse con hombressiniestros: Mengele, Merreck, Escobar,

el mismo Caperotti, que no podía ocultarsu carácter mafioso, y dime con quiénandas…

No tuve oportunidad de hablar conNicholas sino hasta la mañana siguiente,cuando mi cuerpo maltratado por el malsueño pudo al fin incorporarse de lacama e irse a rastras hasta el baño. Alsalir lo encontré sentado en un sillón,acicalado como si fuese a ir a algunaparte.

—Estuviste con Irene —afirmó sinpreguntar.

—Estuve con Irene. Sí.—¿Cómo es?Su pregunta me extrañó, pero al

instante me di cuenta que sentíaverdadera curiosidad. Tenía la actitudde un reportero ansioso por conocerdetalles.

—Extraordinaria. Por desgracia, nola volveré a ver, bueno, tal vez comoamiga, sí, pero nada más.

—Pensé que siempre habían sidosólo amigos. ¿Le preguntaste por lacicatriz en su nalga?

—¿Y cómo demonios sabes eso?—Lo leí en el manuscrito,

¿recuerdas? Hay muchos detalles queaparecen como destellos en mi memoria,ese en especial me llamó mucho laatención.

—Le pregunté, sí.—Si no quieres contarme, no lo

hagas. Parece que de un momento a otrome he convertido en un sujetosospechoso —dijo, haciendo alusión anuestra conversación del día anterior.

—Perdona, Nicholas, no era miintención… tienes razón. Estoy un pocoparanoico, no tengo motivos paradesconfiar de ti.

—Nuestro trato consistía en quepodría escribir tu historia.

—Lo sé, lo sé… todo es tanescabroso, te diré lo que averigüé conIrene. Lo otro, ni lo sueñes, tengoderecho a reservármelo para mí.

—¿Tan bueno fue? —preguntó, conuna sonrisa socarrona que me fastidió.

—Mejor de lo que tú jamás hasexperimentado en toda tu vida. Estoyseguro. —Me desquité. Y le largué todolo que me dijo Irene. Los cambios deexpresión en el rostro de Nicholas lohacían tan transparente como el vidriode las ventanas de mi cuarto.

—Entonces, ahora iremos a visitar ala mujer de Rodríguez.

—Iré con Nelson.—Mala idea. No hay nada que

atemorice más que un individuo comoNelson. La primera vez que lo vi penséque me lo iba a hacer en los pantalones.

Te lo juro.Solté una carcajada. Era lo que

había supuesto, y ahora lo confirmaba.—No le veo la gracia. Nelson puede

estar muy bien entrenado, pero supresencia es terrorífica —recalcóNicholas—. Sugiero que vayamosnosotros, tú y yo —señaló con su dedoíndice—, y que Nelson espere fuera,puede ser más útil. Tal vez nos esténsiguiendo, o quién sabe. Todo puedesuceder. Nosotros visitaremos a laviuda, en representación de ClaudioContini-Massera, porque Rodríguez fueuna parte importante de sus negocios,bla, bla, bla… y tal vez ella se suelte un

poco y nos diga algo que puedaservirnos de hilo que nos lleve a lamadeja.

Tuve que reconocer que la idea noera mala. Y fue lo que hicimos. Nelsonestuvo un poco reticente al principio,pero el probado poder deconvencimiento de Nicholas pudo más yse avino a esperar atento por si otra vezel sujeto que me perseguía hacía un parde días volvía a la carga.

La viuda de Rodríguez resultó seruna mujer bastante joven, su aspectosudamericano era evidente, tanto en sucomportamiento como en su manera dehablar, aunque se expresaba con soltura

en inglés. Los dos niños de ambos sexosque se aferraban a sus piernas, semostraban reacios a apartarse de ella.No hacían juego con el ambiente delchalet situado en un suburbio de NuevaJersey. Finalmente, la viuda se disculpóy decidió retirarse con ellos. Despuésde unos momentos regresó sola.

—Disculpe que hayamos venido demanera intempestiva, señora Rodríguez,pero esta noche partimos para Italia —elcuento de siempre de Nicholas—, y alenterarnos por medio de la señora IreneMontoya de la muerte de su esposo,quisimos pasar a ofrecerle nuestrascondolencias.

—Muchas gracias… usted trabajabacon Jorge, supongo —dijo elladirigiéndose a Nicholas.

—No, en realidad. Su esposomanejaba algunos negocios del señorClaudio Contini-Massera —dijoNicholas señalándome con la mirada.

—¡Ah!, don Claudio. He escuchadotantas veces a Jorge hablar de él…

—Soy su sobrino —dije. Mi tíofalleció hace quince días y estoytratando de hacerme cargo de susasuntos.

—Comprendo… y agradezco tantosu amabilidad.

—Nos gustaría saber si usted guarda

los archivos de su esposo, necesitamosalgunos datos acerca de unas accionesde nuestra propiedad que él estabamanejando en el momento de su muerte.

—Qué extraño. Justamente hace dosdías vino un señor que dijo querepresentaba los intereses del fallecidoseñor Contini, y estuvo un buen ratorevisando su ordenador.

La noticia nos dejó fríos.—¿Y usted permitió que viera el

ordenador de su esposo?—No pensé que hubiese nada de

malo en ello. Pero ahora que los veo austedes… especialmente a usted, señorDante, es usted el vivo retrato de su

tío…—¿Llegó a conocerlo?—No, señor, pero tengo una foto de

él con mi marido. Vengan, por favor.Fuimos tras ella hasta una pequeña

oficina. Una pared cubierta por unaestantería de madera llena de libros, unescritorio, un ordenador, y otra paredcon fotografías. Señaló una de ellas yvimos a Irene, a tío Claudio y a JorgeRodríguez. Finalmente tenía rostro.

—¿Me permite? —preguntóNicholas situándose en la silla frente alordenador.

—Por supuesto.—Esto no funciona —dijo, luego de

un rato. Abrió la carcasa de la máquinay notó que no existía el disco duro.

—Parece que la persona que vinoextrajo el disco duro.

—Yo no entiendo de eso, no séutilizar el ordenador, dijo que se llevabala información que necesitaba, y mepareció que estaba bien, pensé que veníaen representación del finado señorContini, como le dije. Me dejó estatarjeta.

Era de las que usaba tío Claudio. Mearmé de valor y le dije:

—Señora Rodríguez, supimos que suesposo murió atropellado, pero quehubo indicios de que fue un asesinato.

Por primera vez pude apreciar elmiedo en sus ojos.

—De ninguna manera. Fue unaccidente, el chofer se dio a la fuga,pero…

Nicholas me miró y comprendí elmensaje. Me abstuve de seguirpreguntando.

—Me temo, señora Rodríguez quevendrá el FBI a averiguar algo másacerca de la muerte de su marido. Comopodrá suponer, no podíamos dejar lascosas así, es necesario que se clarifiquesu muerte, más tratándose de unapersona de confianza del señor Contini.

—No tengo nada más que decirles,

no veo qué pueda averiguar…—Muchísimas gracias por su

cooperación, señora Rodríguez, una vezmás, le quiero manifestar miscondolencias por su pérdida.

Nicholas tenía una manera muyinteresante de despedirse de laspersonas. Salimos en busca de Nelson,le pasábamos la posta.

Fuimos a una cafetería cercanadesde donde podíamos divisar la casade Rodríguez.

—En un par de horas la visitaré. Sivoy de inmediato, ella no creerá que soydel FBI. Sería demasiada coincidenciala visita de ustedes y la mía, casi

simultáneamente. Debieron dejar quefuese yo —dijo Nelson, sin disimular sumalhumor.

No tuvimos que esperar muchotiempo para notar que un taxi se deteníafrente a su puerta y que de él bajaba unhombre. Estuvo unos quince minutosdentro de la casa, salió, y el coche pasófrente a nosotros, Nelson anotó la placay yo me fijé en el pasajero. Teníaapariencia latina, tal vez algún familiarde la viuda.

—Tal vez sea su hermano. Separecen mucho —comentó Nicholas.

Nelson llamó a un amigo, le dio elnúmero de la placa del taxi y luego de

esperar unos momentos tenía el nombredel conductor, la línea para la quetrabajaba y su dirección.

—Ahora vuelvo.Se alejó en dirección a la casa de

Rodríguez y pronto solo pudimosobservar la espalda de su humanidadcaminando acompasadamente.

—¿Tú qué piensas? —preguntóNicholas sin dejar de mirarlo.

—Creo que no lo hicimos tan mal.Al menos sabemos que existe alguieninteresado en los datos de su ordenador.¿Notaste su insistencia en persuadirnosde que la muerte de su marido fue unaccidente?

—Sí. Definitivamente, oculta algo.

Al cabo de diez minutos y doscigarrillos de Nicholas, Nelson venía deregreso.

—Es probable que su marido no estémuerto. —Fue lo primero que dijo. Y talvez él mismo haya sido quien extrajo eldisco duro del ordenador.

—¿Cuándo? —preguntó Nicholas.—Antes de hacerse pasar por

muerto, obviamente —recalcó Nelson.No pude evitar reírme al ver la cara deNicholas.

—El asunto es el siguiente: La viuda

Rodríguez no piensa quedarse en estepaís. Dice que desea regresar aColombia, cuando le dije que meparecía extraño que quisiera volver a unlugar tan inseguro, me explicó que conlo que pudiese vender aquí, alláinvertiría en algún negocio para podervivir, lo cual me pareció raro, pues a lamuerte del marido, ella no quedódesamparada precisamente. Cuando lerecalqué que su esposo tenía ciudadaníanorteamericana y, que a petición deDante Contini-Massera el gobierno delos Estados Unidos podía actuar encooperación con la INTERPOL encualquier país del mundo, para

investigar si la muerte de su marido fueproducto de un acto delictivo, se pusonerviosa. Parece que no se lo esperaba.Para sintetizar, de toda la conversación,deduje que Jorge Rodríguez tiene algoque ocultar. Parece que fue contratadopor alguna persona interesada en que através de él, pudieran llegar a usted,señor Contini. Le pregunté si el nombreFrancesco Martucci le era familiar ycreo que fue la primera vez que contestócon convicción: «No. Jamás», dijo.

—Es probable que él haya utilizadootro nombre —sugirió Nicholas.

—Es lo que pensé. Así que suteléfono será intervenido.

—¿Cómo lo harás?—Yo no, sería imposible, pero hay

formas de hacerlo, por eso no sepreocupe, señor Contini, tengo buenosamigos en algunas dependencias del FBItodavía, y debe hacerse cuanto antes,pues quién sabe cuándo alzará el vuelo.

Después de dejarnos en casa, Nelsonse fue a cumplir con lo prometido. Y yodecidí que era hora de devolverle lallamada a Martucci.

Intercambio

—Abad Martucci, habla Dante.—Buongiorno, Signore, celebro que

me haya llamado, estaba un pocopreocupado por su viaje intempestivo aNueva York. ¿Consiguió lo quebuscaba?

—No, Martucci, no lo conseguí. Laayuda de Nicholas no sirvió de nada,pues todo lo que él recuerda del benditomanuscrito solo nos ha llevado porcaminos equivocados —mentí—. ¿Usted

sabe cómo se llamaba el laboratorio conel que mi tío trabajaba?

—Es el único secreto que su tíoClaudio guardó para mí. Nunca lepregunté, y él nunca me lo dijo.

—Lástima, porque de saberlo, iría ahablar con esa gente.

—¿Y qué podría obtener con ello?—Al menos sabría de qué se

trataban las investigaciones, y tal vezcomprobar si todo no era más que unsueño de tío Claudio.

—No creo que fuese un sueño,carissimo amico mio. Claudio invirtiómucho dinero en ello, solo así se explicaque hubiese arruinado La Empresa.

—Creo que los judíos me persiguen.¿Qué sabe usted de ellos?

—Sé que no estaban de acuerdo conlos estudios que patrocinaba su tíoClaudio. Por favor, cuídese. ¿Cómosabe que lo siguen?

—Porque vi a uno de ellos en dossitios diferentes, siempre cerca de mí.Supongo que eran judíos, nunca se sabe.El silencio al otro lado me pareciódemasiado largo.

—¿Por qué no me dijo que conocía aIrene? —pregunté.

—No recuerdo haberle dicho que nola conocía.

—Es verdad, y también conoció a

Jorge Rodríguez, el que me hizo perderlos dos millones. No comprendo cómotío Claudio pudo dejarse engañar por él.

—¿A qué se refiere?—A que Rodríguez llevaba las

finanzas del negocio que maneja Irene,que a su vez, era de tío Claudio, por lotanto, sería como estafar al propioClaudio Contini-Massera cuando meestafó a mí. —Sentí que al otro lado dela línea había cierta tensión—. Voy a ira la cárcel donde está recluido y lepediré una explicación —agregué.

—No se lo aconsejo, Dante.—¿Será porque sabe que no está

preso?

—Ah, se refiere a eso… bueno, enrealidad sólo fue un golpe de efecto, miquerido Dante, para el caso, es igual queesté en la cárcel o no. El asunto es queusted confió ciegamente en una personaa la que no conocía. Es una lección queno olvidará.

—No, Martucci. Le aseguro que nola olvidaré. ¿Usted sabe dónde puedoencontrarlo? Parece que la tierra se lohubiera tragado. Ni siquiera Irene losabe —volví a mentir.

—Signore mio, yo estoy en Roma,usted en América, ¿cómo puedosaberlo? Sólo vi a ese hombre una vezcuando vino a Roma, acompañado de la

signora Irene, claro. Eso fue hacemucho.

—Seguiré tratando de conseguir esamaldita fórmula. Martucci, ¿recuerda elpacto que hicimos en la villa Contini?

—Perfectamente.—Lo he pensado mejor, y ya no es

válido.—Me libera usted. No me agrada

manipular al prójimo.—Lo mantendré informado,

Martucci.—Vaya con Dios, don Dante.—Martucci: nunca le informé de mi

viaje a América. ¿Cómo lo supo?—De vez en cuando hago trabajar la

pobre lógica de mi cerebro, don Dante.Al colgar el teléfono me sentí

aliviado. Era un asunto que me habíatenido preocupado. Nicholas no se lomerecía, también era verdad que cuandopacté con Martucci no lo conocía bien.

Pasé por la puerta entreabierta de lahabitación de Nicholas y pude ver queestaba frente a su portátil. Le daba a lasteclas rabiosamente, deduje que lasequía de ideas que mencionó en díasanteriores se había esfumado y mealegré por él. Su espalda encorvada y supelo revuelto me hacían verlo como unmúsico tecleando furiosamente al pianoimbuido de inspiración. Como siempre,

el manuscrito en blanco estaba abierto asu lado, como si esperase a que alguienfuese a leerlo. No quise interrumpirlo yfui a mi habitación. Necesitaba estar asolas, meditar acerca de todo lo quehabía acontecido en tan pocos días yponer en orden mis ideas. Aunque noquería admitirlo, esperaba con ansiedadla llamada de John Merreck, supuse queél estaba acostumbrado a tratar asuntosde importancia y era posible queaguardara a que fuese yo quien diera elprimer paso. ¿Qué hubiera hechoClaudio Contini-Massera?Probablemente esperar. Llegado a estepunto no pude dejar de hacerme la

pregunta que me rondaba desde hacíadías: ¿por qué mi padre había escondidola fórmula y no se la había dado aMerreck para que prosiguieran con lainvestigación?

Traté de colocarme en su lugar,asunto bastante difícil, pero haciendo unpoco de esfuerzo podría decirse quecasi lo logré:

«Si yo fuese Claudio Contini-Massera, y hubiera invertido la enormecantidad de dinero que él, estaría muyinteresado en culminar los estudios quedejó Mengele en unas notas dondesupuestamente estaban las claves para lalongevidad. Si mi enfermedad fuera

incurable y a la muerte de Mengelesabía que no podría sacarle partido aldescubrimiento, al menos dejaría queotros científicos, capacitados endiferentes ramas de la ciencia, hicierande la humanidad un mundo mejor en elque vivir, y disfrutaran de los beneficiosde una vida longeva. Sin embargo, tengoun hijo, y aunque él no sabe que lo es,lleva mi sangre…».

De pronto vinieron a mi menteaquellas palabras tan crípticas que leescuché decir a Martucci: «Usted nocomprende. Su padre descansa en pazgracias a usted». ¿A qué se referiría elcura? ¿Acaso él había muerto gracias a

mí? ¿O sería que él murió en pazsabiendo que yo me ocuparía de lo queél dejó, es decir la fórmula? ¿Y por quéno lo había hecho él en lugar deesconderla? Su padre descansa en pazgracias a usted, implicaba mucho másque todo eso. Estaba seguro. Debíahablar con Martucci. Él tenía larespuesta. El problema era que se habíaconvertido en una persona pococonfiable, pero basándome ensuposiciones, por una foto que podríaser inocente, donde él aparecía decasualidad al lado de Jorge Rodríguez.

Marqué el número de Martucci unavez más y esperé ansioso a que

respondiera. Uno, dos, tres, y al cuartorepique sentí un profundo alivio cuandoescuché su voz inconfundible.

—¿Diga?—Abad Martucci, es muy importante

que me responda: ¿Por qué me dijousted aquel día en el cementerioprotestante: «Usted no comprende. Supadre descansa en paz gracias a usted»?

—Su padre, Cavaliere, sufría de unaenfermedad incurable debido a laexposición a la radiactividad. Con eltiempo desarrolló cáncer linfático, peroera un hombre fuerte, y los síntomasaparecieron tardíamente. Mengele logródetener la enfermedad mediante terapia

génica, y usted fue el donante.—¿Cómo lo hice?—Con su sangre.—Entiendo. —La respuesta había

sido más sencilla de lo que esperaba.Éramos perfectamente compatibles. Lohabía olvidado.

—Gracias, Martucci, disculpe si leinterrumpí.

—No hay cuidado, Dante. Vaya conDios.

De manera que mi sangre de algúnmodo había servido para prolongar lavida de mi padre. Sentí una profundasatisfacción de haberle servido de algo.Volví a retomar mis reflexiones:

«… Sin embargo, tengo un hijo, yaunque él no sabe que lo es, lleva misangre, que es idéntica a la mía. Ledejaré como legado póstumo losestudios completos de Mengele con laintención de que él tome ladeterminación de hacer lo correcto».

Vaya, no parecía ser una deduccióndemasiado brillante. Después de todo,estaba igual que antes. Recordé que tíoClaudio decía: «si no puedes solucionarun problema, no te rompas la cabeza. Larespuesta aparecerá cuando menos loesperas, no pierdas tu tiempo, ocúpatede otra cosa». Y justo cuando medisponía a hacerlo sentí unos leves

toques en la puerta de mi habitación. EraPietro.

—Un señor al teléfono desea hablarcon usted, no quiso dar su nombre. ¿Loatenderá?

Presentí quién podría ser.—Sí.—¿Hola?—Señor Contini, soy John Merreck.

Seré breve, ¿podría usted traer las notasfaltantes? Antes de hacer efectiva mioferta, como comprenderá, debo verlas.

—Me parece justo. ¿Es la cantidadque acordamos?

—Veinte mil.—¿Y los nombres de los accionistas

judíos?—Le daré todos los datos.—Saldré en el primer vuelo.Pocas palabras para algo tan

trascendente. Me vinieron a la mente laspalabras de Neil Armstrong cuando pisóla Luna. Llamé a Nelson sin éxito.¿Dónde diablos se habría metido? Fui ala habitación de Nicholas y estabacerrada con llave. Di un par de toques ala puerta.

—Por favor, estoy en la parte másinteresante…

No escuché qué más dijo, y no quiseinterrumpirlo, di media vuelta y meencaminé a la calle.

—Pietro, si logras comunicarte conNelson, por favor, dile que fui al bancoy de allí a Peoria.

—Signore, no me parececonveniente que viaje usted solo,recuerde las medidas de seguridad.

—¿Sabes, Pietro? Creo que todosestamos un poco paranoicos. El asuntoes muy simple, voy, entrego losdocumentos y tendré más dinero del quenecesito para cubrir todas las deudas.

—¿Y el señor Nicholas?—Está escribiendo y no quiero

cortar su inspiración.Pietro me miró con cara de

contrariedad, y comprendí su

preocupación, pero me sentía seguro.Por primera vez en mucho tiempo sentíque tenía la sartén por el mango, detodos modos, pensé que Nelson de nadame serviría si iba conmigo. Las medidasde seguridad en El Rancho eranextremas, contra ellas necesitaría unejército. Saqué los datos que necesitabade mi oficina. Suponía que Merreckharía una transferencia.

—Signore Dante… creo que nodebería ir solo —insistió Pietro.

—Pietro, escucha bien lo que voy adecirte: harán una transferencia a tucuenta de veinte mil millones dedólares. ¿Capisci? De todos modos yo

verificaré la operación desde allá, tengola clave de acceso a tu cuenta.

—Está bien, signore, va bene… —respondió él con resignación.

—De todos modos me gustaría queverificases si la transferencia se hizo, sino me comunico contigo dile a Nelsonque avise a Caperotti.

—¿A Caperotti, signore?—Sí. A Caperotti.—Está bien, signore Dante, haré

como dice.—Ah, se me olvidaba: te llamaré

desde Newark para darte el número devuelo.

Detuve un taxi y fui a sacar los

documentos del banco. En un tiemporelativamente corto estaba en Newark,esperando el próximo vuelo a Peoria.Llamé a Merreck para indicarle que ibaen camino. El grueso paqueteconteniendo los apuntes y la fórmula deMengele estaban seguros bajo mi brazo.Las copias habían quedado en miescritorio, aunque de poco servirían; losque podían descifrar lo que allí decíaestaban en Roseville. Después de hablarcon Pietro, llamé desde el aeropuertouna vez más a Nelson y su móvil parecíadesconectado. Maldije esos aparatos; nofuncionaban cuando más los necesitaba.Un rostro en la sala de espera me

pareció conocido. Fue una fracción desegundo. Cuando traté de ubicarlodespués del paso de un chiquillo frente amí, no lo vi más. Con todo, recordé losconsejos de Nelson, me levanté delasiento y caminé con disimulo entre lagente, y no volvió a aparecer. Supuseque a pesar de la tranquilidad quesentía, una operación de la envergaduraque estaba por realizar, alguna secueladebería dejar en mi estado de ánimo.

Lo común en los aeropuertos es vergente con equipaje. Excepto por algunosque, como yo, viajaban con un soloobjetivo. Busqué entre los viajeros y via uno que, al igual que yo, no esperó en

la cinta transportadora. A pesar de queestaba de espaldas y llevaba una gorrade los Yankees pude reconocerlo. Fuidirecto donde él.

—Sé que viene siguiéndome desdeTribeca —le espeté sin más.

Él dio pocas muestras de estarsorprendido, aunque estoy seguro de queno se esperaba mi acercamiento.

—Creo que está equivocado.—No tengo mucho tiempo para

hablar con usted. ¿Quién lo envía?—Me temo que está confundido,

señor…Se me agotaba la paciencia. Recién

me di cuenta de que estaba nervioso, y

me enervaba ver que el sujeto pensabaque yo era un imbécil.

—Mire, mi vida podría estar enpeligro, no sé quién sea usted, pero si lohan enviado para atentar contra mí, sepodrían llevar una gran sorpresa.

—¿Atentar contra usted? Deberíaagradecer que lo estemos cuidando.

—¿Quiénes?—No estoy autorizado para

responder.Bajé la cabeza hasta su altura y me

acerqué hasta casi rozar su nariz.—No estoy para juegos en este

momento, dígame de una vez por todasquién lo envía.

El hombre lo dudó unos segundos,pero algo en mi determinación lo debióconvencer.

—Giovanni Caperotti. Él nos envía.Por los movimientos que le hemos vistohacer, piensa que podría estar en gravepeligro. —Hizo un gesto y tres hombresmás aparecieron como por encanto.Todos eran a primera vista personas tancomunes que jamás habría reparado enellos.

—Dígale a su jefe que unhelicóptero me recogerá en la ciudad dePeoría, Iremos hasta Roseville, un lugarllamado El Rancho. Está a 93 kilómetrosde Peoría, entre Raritan y Smithshire. Es

una casa con apariencia de una grancabaña de una sola planta, rodeada degran extensión de terreno parecido a uncampo de golf. Y trate de comunicarsecon Nelson a este número.

—Alquilaremos un helicóptero,descuide, señor Contini-Massera.

—Si no regreso a Peoria en —mirémi reloj— unas cuatro horas, hagan loque tengan que hacer.

—Anote mi teléfono, señor Contini-Massera.

Lo hice directamente en mi móvil.Tomé un taxi y ellos tomaron otro, y mesiguieron a una distancia prudencial.

Ocurrió como la vez anterior. Lleguéal edificio de Merreck & StallenPharmaceutical Group y me hicieronpasar directamente al helipuerto.Afortunadamente, el helicóptero hacíatanto ruido que yo no sentía mi corazón.Estaba a punto de dar un paso quepodría tener dos resultados: Salía de allísiendo un hombre muy rico, o quién sabequé podría sucederme. Y esto último loempecé a intuir desde que me encaré conlos hombres de Caperotti. ¿Por quégente como él temía por mi vida?Empezaba a pensar que había cometidoun grave error al no hablar con Caperottidirectamente. Que el hombre no me

había gustado, era cierto, pero lasapariencias no lo eran todo. Algunasveces las personas más insospechadaspueden ser las más peligrosas. Volví apensar en el cura Martucci, en medio deuna sacudida que dio el helicóptero. Elcopiloto señaló al Oeste, venía unatormenta. Podía olerse la humedad en elaire, miré hacia abajo y vi que el vientoparecía querer desgajar los árboles desus raíces. Roseville es una zona dehuracanes, las enormes extensiones delas planicies son terreno de cultivo nosolo para el granero de América, comomuchos llaman a esa parte de losEstados Unidos, sino para la gran

cantidad de tornados que se presentan afinales de otoño. Me identifiquéplenamente con el clima. Yo sentía quemi vida había entrado en medio de untornado, en un doldrums que encualquier momento acabaría. Avisté lacabaña engañosamente frágil, pero quecon seguridad soportaría esa tormentasin un rasguño, y confié en que el pilotofuese lo suficientemente hábil paraaterrizar sin contratiempos.

Momentos después me encontrabacamino del detector de metales y toda laparafernalia del Rancho. Diez pisosabajo nadie se enteraba de los huracanesy tornados, era otro mundo, y en

realidad, lo era.John Merreck me saludó con la

afabilidad de la primera vez, tratando deno ser demasiado evidente al mirar elgrueso sobre que traía conmigo.

—Estimado señor Contini, me dicenque el tiempo está terrible.

Iba a hacer el intercambio másimportante de mi vida y el tipo mehablaba del clima.

—Por suerte tienen ustedes muybuenos pilotos.

—Tome asiento, por favor. Veo quetrajo los documentos. ¿Me permite?

Al ver mi indecisión, agregó:—Sólo con verlos no podría hacer

nada, querido amigo. Hemos hecho unpacto y suelo cumplir mis promesas.

Le extendí el sobre y él abrió lagruesa cubierta, extrajo los papeles y sefijó en especial en el grupo de hojasprendidas con un clip. Parecía que sabíalo que buscaba. Empezó a leer aquellossignos que a mí en particular me habíanparecido unas ecuacionesincomprensibles, y a medida que susojos repasaban con suma atención lo allídescrito, la expresión de su rostrocobraba visos de incredulidad. Empecéa preocuparme cuando la arruga entresus cejas se hizo más pronunciada. Noestaba preparado para eso. Pensé que el

asunto sería una especie de toma y daca.Supongo que para entonces mi cara

se había convertido en un signo deinterrogación. Merreck alzó la vista yme escudriñó como si yo fuese unconejillo de indias.

—¿Usted sabe lo que dice aquí? —inquirió, dejando los folios sobre elescritorio y apuntándolos con el dedoíndice.

—Más o menos. —Se me ocurriócontestar. A sus ojos debí parecer unretrasado mental. Lo sé. ¿Por qué habríaido sin Nicholas? Me hacía falta suvelocidad mental, su poder deconvencimiento, su…

—Y está dispuesto a cumplirlo,supongo.

—¿A cumplir qué? Yo le traje losdocumentos y usted me hace latransferencia. Ese fue el trato.

—Me temo, señor Contini, que hayalgo más. No podremos llevar a cabolos estudios sin su cooperación absoluta.Es necesaria su participación física,¿comprende lo que estoy diciendo?

—¿Se refiere a que me van asometer algún trasplante de órganos oalgo por el estilo? Si es así, no hay trato.

Me puse de pie y extendí la manopara recuperar los documentos.

—No se trata de trasplante de

órganos, tranquilícese. El señor ClaudioContini-Massera trabajaba encooperación con Josef Mengele, aquí, enel laboratorio. Él vino en multitud deocasiones y pasaban largas horas,juntos. Tengo entendido de que graciasal tratamiento que recibía para la curadel cáncer que lo aquejaba, suapariencia juvenil se veía acentuada,aquello fue para nosotros la prueba deque el trabajo de Mengele en esadirección estaba siendo efectivo. Enestos documentos, dice que todo selogró gracias a las intertransfusiones desangre de su sobrino Dante ContiniMassera. Esto quiere decir, que usted

recibió su sangre purificada y él la suya.La simbiosis perfecta con las de lascélulas de la larrea que él estuvorecibiendo. Usted, mi querido Dante,posee la longevidad que tanto hemosbuscado. Pero hacen falta dosingredientes para que su estado seapermanente: la fórmula aquí descritasolo puede hacerse efectiva si essometida a la radiación de un isótopoartificial cuyas propiedades son únicas.Es la única manera de activar suscomponentes claves. En pocas palabras:es el catalizador perfecto que su tíodebió dejarle a usted. Un isótopo que,según estas notas, tiene una vida media

activa de treinta mil millones de años.—Tengo que entregar ese isótopo,

me imagino. ¿Y en cuanto a lo otro?—Se reduciría a una simple

donación de sangre, la suficiente comopara reiniciar los estudios, y el queusted estuviera disponible cuando losolicitáramos —adujo Merreck.

Algunas veces soy intuitivo, yúltimamente ese sexto sentido que másse atribuye al género femenino, habíaempezado a funcionar en mí. Presentíalgo macabro tras las palabras deMerreck, dichas en tono ligero.

—Entonces tendré que regresar conel «ingrediente» faltante. El asunto es

que no sé dónde encontrarlo.—Los ingredientes. Existe una

mezcla líquida que se halla en unacápsula hermética. La necesitamos paraestudiar las cantidades exactas.

La euforia que sentía hasta hacíaunos momentos se había esfumado. Y meparece que de parte de ambos. Depronto me sentí muy cansado,descorazonado, al borde del colapso.

Me encaminé a la salida, y Merrecka mi lado trató de darme ánimos.

—Le sugiero que piense en algúnlugar muy seguro. El elemento del queestamos hablando es radiactivo.

Al escuchar esa palabra supe de

inmediato dónde localizarlo. El cofre.Cogí los papeles que estaban sobre elescritorio y los volví a meter en elgrueso sobre.

—Tal vez sí pueda traerlo —afirmé,tratando de no dar demasiadaconvicción a mis palabras, pero fuesuficiente para que Merreck recuperaseel brillo en la mirada.

—Confío en que sí.Me despidió en la puerta del

ascensor y subí a la superficie comoquien regresa del averno. Una vezarriba, tuve que esperar a que latormenta amainara, ya era nochecerrada, y aún quedaban rezagos de

viento. Sentí que mi móvil vibraba.—Dime, Nelson ¿dónde te habías

metido?—Estuve averiguando lo del taxista,

¿recuerda?, lo siento, mi móvil se quedósin batería, siempre cargo una derepuesto, pero esta vez no la tenía. Ustedno debió viajar sin mí, llegué una horadespués de que usted partiera, ¿por quéno me esperó?

—Está bien —corté, impaciente—.Ya hablaremos a mi regreso. Dile aPietro que no llame a Caperotti. No sé aqué hora llegaré, depende de lo quetarde en conseguir vuelo.

Llamé a Ángelo, el hombre de

Caperotti.—Aquí, Contini-Massera. Todo está

bien, regreso al aeropuerto apenaspueda salir el helicóptero, hay maltiempo.

—¿Está seguro?¿Cómo no iba a estar seguro? El

cielo encapotado y los ventarrones lostenía frente a mis narices. De todosmodos me las arreglé para aparentarcalma.

—Tranquillo, sono io, tutto vabene, ¿hai capito? —Procuré imprimira mis palabras el tono que habíaescuchado tantas veces a mi padre.

—Va bene, signore Dante. Pero

creemos que las personas que le siguenla pista pueden ser peligrosas.

—El señor Merreck no tiene interésen matarme, Ángelo, no le convendríahacerlo —dije absolutamenteconvencido.

—No es de él de quien debemoscuidarlo. Le sugiero que haga revisar elhelicóptero exhaustivamente ante desubirse en él. O preferiblemente, esperea que nosotros vayamos por usted. Elsignore Caperotti piensa que unos judíospodrían estar mezclados en esto.

Me quedé de piedra. Por supuestoque esperé. Los hombres de Caperottime llevaron a Peoria y tomamos el vuelo

de regreso a Nueva York rezando paraque no le sucediera nada al avión. Peroal menos ahora sabía quién estabaconmigo. Recuerdo ese viaje como unode los peores de mi vida. Durante eltiempo que duró el vuelo me debatí entreel cielo y el infierno; en medio de lastribulaciones que me rodeaban porprimera vez pude pensar con claridad,mi padre no quiso seguir con lasinvestigaciones, no porque él de todosmodos moriría: lo hizo porque sabía queyo estaba ligado indefectiblemente a ellay no quería convertirme en un conejillode indias. No obstante, no me dejó otraelección. ¿O sí?

El manuscrito

Las palabras parecían salir como untorrente imparable, página tras página,Nicholas reconstruía lo que leyó en elmanuscrito. Una necesidad que leimpedía descansar, comer o tomar agua,mientras veía que la historia tomabaforma, asombrándose de la especie defrenesí que ocupaba cada minuto de lashoras que había pasado frente a lapantalla de su ordenador. Esta vezestaba decidido a no dejarse vencer por

el sueño o el agotamiento, y suorganismo, como si comprendiese quedebía aportar el máximo esfuerzo,acompañaba ese deseo sin dar muestrasde extenuación.

Pietro no se atrevía a interrumpirlo,no sabía bien qué ocurría en lahabitación, pero sospechaba que algo segestaba dentro. Acostumbrado a lashoras de soledad, se aferró a la rutinaque había sido su compañera en losúltimos tiempos en ese país extraño, endonde por avatares del destino había idoa parar como «cuidador» del hijo de surecordado patrón. El joven Dante erapara él un enigma. Siempre lo había

sido. Parecía no pertenecer a un lugarespecial, y era posible que fuese asíporque Claudio Contini-Massera jamásse atrevió a decirle la verdad. A lalarga, de todos modos la sabría, pensóPietro, y de la forma menos apetecible,como había ocurrido. Cuando ya suprogenitor yacía en la tumba. La llamadade Nelson diciéndole que no secomunicase con Caperotti lo habíatranquilizado, el joven Dante parecíaestar bien y de regreso de Peoría encualquier momento. Se sentó en lacocina y sacó el paquete de cigarrillosque ocultaba en un cajón para casos deemergencia. Estaba seguro de que él se

asombraría viéndolo fumar, pero en esosmomentos le apetecía, uno de vez encuando no le haría daño. Diablos.Observó satisfecho sus Reebok negrosmientras exhalaba el humo que inundabasus pulmones.

Nicholas leyó la última parte quehabía escrito. Se le ocurrió echar unvistazo al imperturbable manuscrito quetenía a su izquierda, abierto como siesperase que en cualquier momento suspáginas volviesen a cobrar vida. Cuandoiba de regreso a su teclado, volvió lamirada al manuscrito. Estaban allí.Estaban allí las letras, la novela. ¿Seríacierto? ¿O su imaginación le estaría

jugando una mala pasada? Pegó ungrito que retumbó en todo el piso. Tomóel manuscrito entre sus manos y empezóa leer febrilmente lo que habíaacontecido, era como si su vida y la deDante hubiese quedado plasmada enesas páginas. Pasó hasta el momento enel que estaba, y leyó con sorpresa queDante estaba en Roseville, sentado, a laespera de que amainara una tormentapara regresar a Nueva York. De maneraque no sólo era la fórmula sino el cofre.Y el cofre lo tenía Martucci, ¿quién más,si no? Pero su asombro no tuvo límitescuando más adelante era él, Nicholas,quien hacía un trato con Martucci e iba

en busca del cofre. Él, Nicholas, era elJudas. No lo podía creer. Buscó másadelante y no encontró nada. Si debía ira Capri como decía el manuscrito loharía, así era, y debía cumplir con suparte. Pero no traicionaría a su amigo,ya encontraría la forma.

Pietro escuchó un grito y se puso enalerta. Provenía de una de lashabitaciones. No podía ser otro queNicholas. Sintió temor de ir, el joven noparecía estar en sus cabales, dio unacalada al cigarrillo mientras pensabaqué hacer. Y Nelson sin aparecer.

La puerta batiente de la cocina seabrió y Nicholas con los ojos brillantes

e inyectados de sangre entró como unhuracán, con el manuscrito en la mano.

Pietro no tuvo tiempo de apagar elcigarrillo y Nicholas le hizo un gesto.

—Dame uno, Pietro, no he fumadoen cuarenta y ocho horas. Necesito elteléfono de Martucci.

Pietro le extendió la cajetilla.Nicholas sacó un cigarrillo y Pietro ledio fuego evitando que notase sunerviosismo.

—¿Para qué querría llamar aMartucci?

—Debo hacerlo. Mira.Le enseñó el manuscrito, el mismo

que tantas veces había visto abierto sin

una letra en él, aparecía ahora como silos signos tipográficos siempre hubieranestado nítidos, tal como se apreciabanahora.

—Debo proponer un trato aMartucci, que en realidad estáesperando. Él deseará que sea yo quienhaga la oferta a Merreck, no sabe quesin Dante sería imposible efectuar losestudios. Él tiene el cofre, y me loentregará. Una vez que yo se lo dé aMerreck, Martucci obtendrá muchodinero y tendrá la opción del tratamientode longevidad, al igual que Carlota, lamadre de Dante. Vida eterna, muchodinero y amor, ¿qué más pueden pedir?

Al menos ese es su plan. Pero esnecesario que sea yo quien vaya.

—¿Pero por qué tiene que ser así?¿No podría el joven Dante hablar conMartucci? Estoy seguro de que él no seopondría…

—Porque aquí está escrito así,Pietro. Y yo creo en esto. Vas a pensarque estoy loco, pero yo lo creo.

—No, loco no está, yo también loleo, es el mismo manuscrito, ¿verdad?Este raro color del anillado loreconocería en cualquier parte, además,por lo que usted me ha contado, podríaser verdad.

—Entonces, ¿me darás el número

telefónico de Martucci?—¿Traicionará usted al joven

Dante?—¡No! Sólo quiero el cofre para

entregárselo, le haré una jugarreta aMartucci. Tú crees en mí, ¿verdad,Pietro? —preguntó Nicholas, acercandosu rostro al del viejo mayordomo—.Mírame, Pietro, mírame: no te miento.

Pietro escrutó sus ojos.—Sí, señor Nicholas, creo en usted.

Tengo el número en mi libreta, vengaconmigo.

Fueron al cuarto de Pietro ymomentos después Nicholas marcaba elnúmero.

—¿Francesco Martucci? Le hablaNicholas Blohm.

Después de un corto silencioMartucci reaccionó.

—¿A qué debo su llamada? ¿Lesucedió algo al signore Dante?

—En absoluto. Él está en Peoria.Fue a hacer el intercambio de la fórmulapor una importante cantidad de dinero.

—De manera que consiguió al fin labendita fórmula… Me alegra saberlo.

—Pero usted y yo sabemos que coneso no es suficiente. Hace falta elcontenido del cofre.

—No lo sabía, realmente, señorBlohm. En todo caso, esperaría que

fuese el mismo Dante quien me losolicitase. Le hice una promesa a su tíoy pienso cumplirla.

—Señor Martucci, creo quedebemos quitarnos las caretas. Ambossabemos qué es lo que queremos. Elasunto es, y usted lo sabe, que en estanegociación no entraría Dante. Yo tengocopia de los documentos y lo quenecesito es el contenido del cofre. Ustedpodría ser propietario en unas horas deunos diez mil millones de dólares, ¿quéle parece? Sólo deme el número de sucuenta corriente y ese dinero le serátransferido. También tiene opción detratamiento para la longevidad y

rejuvenecimiento, extensivo para lapersona que más quiera.

Nicholas podía sentir la respiraciónagitada de Francesco Martucci al otrolado de la línea. Supo que aceptaría. Eralo que siempre había deseado.

—¿Cómo sé que todo no es más queuna farsa?

—Tendrá que confiar en mí.Un silencio. Una eternidad.

Finalmente Martucci habló.—¿Qué ganaría usted?—Mi ganancia está asegurada, no se

preocupe.Finalmente, después de unos

momentos de indecisión, el otro lado de

la línea cobró vida.—Está bien. Escuche esto: Coja un

vuelo para Nápoles, al aeropuertoCapodichino. Tome el ferry a la isla deCapri y diríjase a Anacapri, a la iglesiade San Michelle. Yo estaré allí.

—¿Cómo me reconocerá?—Lo haré, signore Nicholas.Pietro observó a Nicholas con una

mirada indefinida mientras le veíaanotar afanosamente en un papel lasindicaciones de Martucci, tratando almismo tiempo de no desprenderse delmanuscrito.

—Señor Nicholas. Sé lo importanteque es todo esto para el signore Dante.

Permítame que colabore con algo.Se dio vuelta y desapareció para

volver con un fajo de billetes.—Por favor, recíbalos. Sé que los

necesitará.—Gracias, Pietro. Ya mismo parto

sin demora para Nápoles. Te losdevolveré cuando regrese.

—Ya se encargará el signore Dante.Sigo pensando que lo mejor seríaesperarlo…

—No, Pietro, lee, lee el manuscrito.Todo está aquí escrito, soy yo quiendebe hacerlo realidad.

—Está bien, joven Nicholas, yo creoen usted. Permítame al menos que le

prepare algo de comer, no ha probadobocado en los últimos dos días.

Nicholas tenía hambre, pero laadrenalina que circulaba por suorganismo le impedía saberlo. Hizo ungesto de concesión y fueron a la cocina.A una velocidad vertiginosa Pietrosirvió una torta caprese que habíapreparado recientemente, y que Nicholasdevoró en un santiamén, acompañado deun vaso de vino tinto, bajo la atentamirada del viejo sirviente.

—Tienes razón, Pietro, me sientomucho mejor. Ahora presta atención: Yorecibiré en Capri un cofre cuyocontenido es radiactivo. No podré

traerlo a Estados Unidos porque seríadecomisado en el aeropuerto, de maneraque alquilaré un coche en Nápoles e irédirectamente a Roma, a la villa Contini,por favor, llama para que me reciban.

—Joven Nicholas, lleve al menos unmaletín de mano, una persona que viajasin equipaje puede resultar sospechosa,y no queremos que tenga dificultades,¿verdad? Le traeré una pequeña maletaque el signore Dante siempre tiene listapara cualquier eventualidad. Creo queustedes tienen la misma talla, encontrarálo necesario.

—No, no, Pietro, no hay problema.Tengo esto conmigo —señaló su

chaqueta de cuero negra y el manuscrito—, y es suficiente. Me faltarán manospara cargar el cofre, además, ¿qué haríayo en una catedral con una maleta?Ahora debo irme. Por favor, explícaletodo a Dante. Compraré el pasaje en elaeropuerto. —¡Dile que viaje a Roma yme espere en Villa Contini!— exclamócomo última indicación mientras lapuerta del ascensor se cerraba.

Aeropuerto deNewark

Noviembre 21, 1999

Mientras esperaba en el aeropuerto,Nicholas buscó en el manuscrito el sitiodonde quedó cuando se había borrado.Por experiencia sabía que no debíadesaprovechar ni un momento al tenerloen sus manos; frente a él apareció elcapítulo 13:

Capítulo 13Roseville, Peoria

Josef Mengele1992

Capítulo 13

Roseville, Peoria

Josef Mengele

1992

Claudio Contini Massera observó conpreocupación el rostro crispado de JosefMengele que, tras el frenético acceso detos se veía menguado, apenas confuerzas para respirar. Se preguntó quésería de él de suceder lo que parecíainevitable. Mengele eliminó la toalla

desechable pulsando con el pie undispositivo en la pared, después desecarse las manos meticulosamenteaseadas.

—No me queda mucho tiempo,amigo Claudio ¡y falta tanto por hacer!

—Me temo que debemos empezar apensar en plural, doctor Mengele.

—¿Es una lástima, no cree? Despuésde tanto esfuerzo, terminaremos en latumba, como todos. Pero he de pedirleun favor especial: deseo ser cremado.

Revivió por un momento su estanciaen Auschwitz, y su sentido del olfato seinundó con el hedor acre proveniente delos crematorios, un olor que difícilmente

se podría confundir con cualquier otro,pues la mezcla de formol y cloro le dabacaracterísticas únicas. ¿Quién hubierapensado que él terminaría igual que loscientos de desgraciados a los quemandó al crematorio? Y que lo haríamotu proprio. Se alzó de hombros. Alfin y al cabo todos lo creían muertohacía tiempo.

—Se hará como usted diga, perocreo que aún es prematuro hablar deello.

—Es inexorable. Nuestrosorganismos han recibido demasiadaradiación, de no ser por ello, usted seríala prueba viviente de que mi teoría era

cierta. Me temo, Claudio, que aunque suapariencia refleje una juventud que enefecto, es cierta, las célulascancerígenas que su cuerpo posee se hanapropiado de los maravillosos efectosde la longevidad. En buena cuenta: ellas,que son las únicas inmortales, han salidoreforzadas.

—¿Qué sucedió con los otrossujetos?

—Han ido muriendo uno a uno a unavelocidad pasmosa. El último lo hizohace tres días. Su cuerpo terminó llenode pústulas, la enfermedad se manifiestaen cualquiera de sus formas de manerainesperada. Es extraordinario que en su

caso el comportamiento de dichascélulas haya sido tan localizado, y portanto hasta cierto punto, controlado, perolas inoculaciones de cigotos ya nocausan efecto. Gradualmente suorganismo se irá debilitando y, a mimuerte, me temo que no habráconsecución de su tratamiento.

—¿Qué sucederá con mi hijo?—Está por verse. La inoculación de

la fórmula en las primeras etapas de suvida parece haber tenido un efecto muybeneficioso. Ustedes comparten muchosgenes, solo el tiempo lo dirá. Lacreación suele ser muy lenta, locontrario de la destrucción —comentó

Mengele filosóficamente—. Esimportante para su seguridad que nadiesepa que él posee esas maravillosascualidades.

—Las pocas personas que saben quees mi hijo, no conocen nuestroexperimento.

—Bien… bien… y así debe quedar.Si desean proseguir con los estudios,que les cueste su esfuerzo, ¿no leparece? —sugirió Mengele, mostrandosus dientes amarillentos―. Ya bastanteha contribuido usted. Debe sacar de estelugar el isótopo con el que catalizamosel compuesto. También la mezcla. Laguardo en una cápsula sellada, pero

como sabe, su contenido es altamenteradiactivo.

—Más daño no me pueden hacer.—Sí que pueden. Pero se los

entregaré previamente «empaquetados».El asunto es que tendrá que llevarlosconsigo sin que despierte sospechas.

—Dudo que haya problemas a eserespecto. Recuerde que soy uno de losprincipales accionistas.

—¿Y si su hijo decide que quierecontinuar con el experimento?

—Eso dependerá de él. Después deque yo muera tendrá que tomar suspropias decisiones.

Mengele se sentó en el sillón detrásdel escritorio y entrecerró los ojos. Surostro adquirió la placidez que sueleacompañar los recuerdos agradables.

—Parece como si fuera hoy…recuerdo el día de mi nombramientocomo investigador asistente del Institutodel Tercer Reich para la Herencia, laBiología y la Pureza Racial de laUniversidad de Frankfurt. Pasé a formarparte del equipo de uno de losprincipales genetistas: el profesor OtmarFreiherr von Verschuer. Tenía unespecial interés por los mellizos. Él fuequien me envió a Auschwitz y yo leremitía los resultados de mis estudios.

Un día me hizo llegar el isótopoartificial que desarrollaron en unlaboratorio secreto de estudios sobrefísica atómica y fusión nuclear. Unisótopo que no les sirvió a ellos parapreparar la bomba atómica. Lodescartaron y se lo enviaron al doctorvon Verschuer. En las postrimerías delrégimen dieron orden de destruir ellaboratorio secreto y de paso mataron alos científicos para que no cayeran enmanos del enemigo; no quedaron rastrosacerca de cómo lo obtuvieron, nimuestra alguna del isótopo, salvo el queyo escondí en Armenia. Para entonces yahabía experimentado las propiedades de

ese extraordinario elemento: las célulasexpuestas a su radiación sufríanextraordinarias mutaciones. Lo conservéen un sitio seguro esperando recuperarloalgún día para proseguir con misestudios; un isótopo que contiene unaspropiedades casi milagrosas, actúacomo catalizador al exponer la fórmulaa su radiación por un tiempodeterminado.

—Y lo encontré yo.—Así es. Le estoy agradecido por

estos últimos años de mi vida, Claudio.Claudio no supo qué contestar.

Consideró inútil un: «de nada». Todoaquello era tan trascendente que se

merecía mucho más que un par depalabras de cortesía. Pero comprendíaque el anciano esperaba que las dijera.

—De nada, doctor Mengele.Este asintió satisfecho y fijó toda la

atención en su pipa para evitar que seviera el brillo de sus ojos.

—A veces tardamos mucho encomprender qué es lo correcto —dijo envoz baja.

Anacapri, Isla deCapri, Italia,

Noviembre 22, 1999

Lo siguiente que aparecía en el escrito,Nicholas ya lo conocía, pues lo habíavivido, el manuscrito quedaba en blancoa partir de su llegada a Anacapri.Después de cavilar durante un tiemposupuso que iría apareciendo algo en lamedida en que los acontecimientosfuesen ocurriendo. O tal vez tendría él

que escribir el final.Durmió exhausto gran parte del

vuelo abrazado al manuscrito y a unapequeña almohada que le ofreció laazafata. Al llegar al aeropuertoCapodichino tomó un taxi que lo dejó enla compañía Navigazione Libera delGolfo, con el tiempo justo para tomar elsiguiente ferry a la isla de Capri. Pocotiempo después desembarcaba en elpuerto turístico Marina Grande; un taxilo llevó hasta la Piazza Vittoria deAnacapri. La iglesia de San Michelle loaguardaba después de la Casa Roja.

Esperaba que Martucci ya estuvieseallí, pero al llegar y sentarse en uno de

los largos bancos frente al altar mayor,no había rastros de él. Después de doshoras, salió y fue a una de las fuentes desoda al aire libre. En cierta forma sesentía timado. Había recorrido más desiete mil kilómetros para encontrarsecon él y le irritaba que el cura, viviendoen Roma, no acudiese a la cita a tiempo.Tomó un café y fumó un par decigarrillos antes de volver a la catedral.La preocupación empezó a invadir suánimo, sentado en el banco de la iglesia,hojeaba el manuscrito. Según estabaescrito, allí se encontrarían. No habíamás. Pero ¿y si no era así? Trataba dedisimular ante sí mismo la duda y la

inseguridad, como si sintiera vergüenzade que el manuscrito se enterase de sufalta de fe. Cuando creyó quedefinitivamente Martucci no aparecería,sintió una mano en su hombro. Un levetoque, como para decirle: «ya estoyaquí». Martucci se sentó a su lado, ymiró el legajo que Nicholas tenía entresus manos.

—¿Es ese el manuscrito?—¿Qué sabe usted de él?—Que estaba en blanco.—Sigue en blanco. Lo llevo por

costumbre —explicó Nicholas sincomprender bien por qué mentía.

—Disculpe la tardanza. Tuve que

hacer unas gestiones antes de venir.Por primera vez Nicholas se fijó en

la apariencia de Martucci. Una chaquetade color marrón oscuro de suave tejido,sobre un polo de algodón negro,pantalones a tono y unos cómodoszapatos deportivos con suela de goma.Toda una revelación. Suponía que lovería con su sotana; quién sabe cuántasveces lo habría visto pasar delante sinreconocerlo.

Martucci se dio cuenta de suextrañeza y explicó:

—No quise llamar la atención. Uncura caminando con un paisano es fácilde recordar―. Unas palabras un tanto

enigmáticas para Nicholas, después detodo, ¿a quién le importaría? Pensó―.Debemos salir de aquí, signoreNicholas. Tenemos que caminar untrecho, iremos al Monte Solaro. Hay allíuna pequeña casa en un lugar muyconveniente.

Caminaron hasta llegar a la calleAxel Munte, luego iniciaron el ascensopor un largo y estrecho sendero que losfue llevando hacia la cima. Martucci nohabló durante el trayecto, que hicieron apaso descansado. De vez en cuando élsacaba un pañuelo blanco inmaculado ysecaba el sudor de su frente y el de lacara con delicadeza, se detenía y

seguían ascendiendo. Nicholas aspirócon deleite el aroma que inundaba elambiente y Martucci sonrió.

—Es la erba cetra que perfuma todoel monte. —Se detuvo un momento yseñaló— por el otro lado está elErmitaño de Cetrella, lo llevaría perome temo que mis fuerzas no llegarán atanto. Aquella es la Crocetta. —Indicóextendiendo el brazo hacia una pequeñagruta donde había una Virgen, sepersignó y prosiguieron por un senderoque apenas se distinguía, cubierto devegetación.

Bordearon por la derecha ysiguieron ascendiendo. Unos quince

minutos después, cuando ya empezaba aatardecer, llegaron a un altopromontorio, con un espectacularsaliente de roca, desde donde se podíaver el mar y las pequeñas casas blancasde Anacapri, los fabulosos hoteles de lacosta y las embarcaciones. Nicholascontemplaba extasiado el paisaje, pocasveces había tenido una oportunidadsemejante, Nueva Jersey no eraprecisamente un lugar que sedistinguiera por sus colinas. Perorecordaba que desde el Empire Statetuvo una sensación similar. Bajaron porlos escarpados escalones tallados en laroca del monte hasta una pequeña casa

de piedra que apareció frente a ellos;Martucci sacó unas llaves y abrió lapesada puerta. Entraron en un recintocon muebles cubiertos por telas que enun tiempo debieron ser blancas, y que lagruesa capa de polvo ahora hacía vergrises. Francesco Martucci cerró lapuerta y encendió una vieja lámpara dequeroseno. Quitó los cobertores de dossillones y le ofreció asiento a Nicholas,a la par que él se sentaba. Se le notabavisiblemente agotado.

—No toque nada, por favor —advirtió Martucci.

—De acuerdo. —Nicholas se sentóy alzó las manos dejando de sostener

por un momento el manuscrito que yacíasobre sus rodillas.

—Se estará usted preguntando quéhacemos aquí.

Nicholas asintió con la cabeza.—Claudio no encontró mejor lugar

para guardar el cofre que este sitio.Lejos de todo y de todos. Aquí no existeel pillaje, y no había peligro de quealguien pudiese venir a saquear nada.Era su pequeño refugio, al que antañovenía acompañado de… —Sin terminarla frase se levantó del sillón y fue haciauna puerta angosta—. Espere unmomento. —Del manojo de llaves,finalmente escogió la que hizo abrir el

candado de la estrecha puerta. Entró yun rato después regresó con un bulto.

—Está cubierto con una fundaespecial. El cofre es en realidad unacaja de seguridad con doble cubierta, elmaterial de la funda también es a pruebade radiactividad, el mismo que se utilizapara hacer los trajes protectores. Estáhecho en forma de mochila para mayorcomodidad. —Dejó el bulto sobre unode los muebles cubiertos.

—De manera que allí está el famosocofre… —dijo Nicholas, más para élmismo, pensando en lo que había leídotantas veces en el manuscrito.

—Sí. Y ahora es todo suyo, puede

llevárselo y entregarlo a quien desee.—A Merreck, naturalmente.—O a Dante Contini Massera.Nicholas estudió las marcadas

facciones de Martucci, que a la luz de lalámpara se veía como si fuesen de unaestatua de granito.

—Deme un número de cuentaadónde hacer la transferencia.

—Olvidemos la farsa, señorNicholas. Usted y yo sabemos que aquíacaba todo. Ya no seguiré con esto, novale la pena, no… no lo vale.

—No comprendo, habíamos habladopor teléfono…

—Usted llamó en el momento justo.

Llévese la caja y haga lo que quiera conella. Y no seguiré fingiendo más, notiene sentido, ¿acaso no comprende?Toda una vida de engaño fue suficiente,ya no puedo más. —Lanzó un suspiro ylo miró con sus ojos extraños, queparecían abarcarlo por completo—. Voya decirle a usted lo que no me atreví ahablar con Dante. Yo estuve toda la vidaenamorado de su madre, Carlota, a pesarde que mi amigo y casi hermano Claudiotambién la amaba. Me consolaba la ideade que ella nunca lo quiso realmente, enrealidad, no sé a quién amó, si es quealguna vez lo hizo. Todo hubieraquedado así, pues el hombre no es

dueño de sus emociones, uno se enamoray punto, pero Carlota no era mujer de unsolo hombre. Lo último que hizo fue másque un desliz. Irene Montoya, una amigade Claudio, vino a Roma acompañadade un tal Jorge Rodríguez. Un hombresin escrúpulos, por el que Carlota seencaprichó de inmediato cuando ella sepresentó de manera imprevista, justo eldía en el que los colombianos estabande visita en la villa Contini. Usted noconoce a Carlota, es una mujer jovenaún, con cuarenta y seis años bienllevados, y para aquella época era porsupuesto, más joven, pero tiene unproblema: es demasiado apasionada,

aunque ahora pienso que puede ser unproblema de salud. No creo que hombrenormal alguno pudiera soportarla,pienso que la prematura muerte deBruno, su marido, se debió precisamentea ello. Jorge Rodríguez y Carlotamantuvieron relaciones en variasocasiones, sé que él estuvo en Romaotras tantas veces y se siguieron viendo.Claudio no sospechaba que ellos seentendían y pienso que no le hubieraimportado, porque él hacía tiempo notenía relaciones con Carlota, sinembargo, yo… bueno, usted sabe, señorNicholas, cómo es el amor. Ella es mivida. Cierto día, hace seis meses,

Carlota me llamó y dijo que tenía algoque decirme. Se trataba de un chantajeque Rodríguez estaba ejerciendo sobreella a cambio de mucho dinero. Aqueldesgraziato figlio di zoccola habíacolocado unas cámaras en el hotel dondese habían visto la última vez y teníagrabada toda la sesión. —La voz leflaqueó a Martucci, se notaba laincomodidad que sentía al decirlo, perosiguió adelante—. ¡Ah señor Nicholas!¡No se imagina la cantidad deobscenidades que hicieron! No creo queen las películas pornográficas mássubidas de tono alguien pudiera sercapaz de escenificar tales atrocidades…

al principio me atuve a lo que Carlotame había contado, pero después elmismo Rodríguez me entregó una copiadel vídeo, y lo vi con mis propios ojos.Amenazó con hacerla pública. El motivoprincipal fue la venganza.

—¿Venganza? ¿No será por los dosmillones que hizo perder a Dante y queClaudio recuperó?

—Exactamente, señor Nicholas.Claudio tenía sus métodos, y alcolombiano no le quedó más remedioque entregar el dinero, pero Rodríguezestaba enterado de que Claudio amaba aCarlota, y el chantaje iba dirigido a él.Pero fui yo quien se comunicó con

Rodríguez después de que Carlotaviniera con la historia.

—Es posible que Irene lo supiese yse lo hubiese comentado a Rodríguez,las mujeres tienen un sexto sentido paraintuir de quién puede estar enamoradoun hombre.

—No me detuve a pensar cómo losupo, lo cierto es que él acertó al quererchantajearlo, pues Claudio hubierapagado lo que fuera para evitar que elvídeo viese la luz.

—Entonces… ¿por qué no dejó queél se hiciera cargo de todo? Tal vezhubiera encontrado una solución.

—Signore Dante… mi amigo, mi

hermano, estaba mal de salud, estaba encama; yo tenía sobre mi conciencia lamentira de amar a la mujer de su vida,no quise que se enterase de nada,hubiera sufrido lo que yo… al verla deesa forma.

—Le comprendo. Es usted un grantipo, Martucci.

—Soy un asesino. Y un falso. Antesde que todo sucediera había planeadocon Carlota quedarnos con la fórmula,los documentos y hacer el negocio pornuestra cuenta con Merreck. Sí, yo sabíatodo, lo único que no sabía era dóndehabía escondido Claudio la fórmula.Ahora comprendo que él siempre

sospechó todo lo que yo planeaba, ¡quévergüenza! ¡Él lo sabía!

Yo estaba atónito. Los alcances dela madre de Dante iban más allá de loimaginable. Intenté justificar loinjustificable.

—¿Cómo puede estar tan seguro?—Me lo dijo antes de morir: «Lo

hubiera compartido contigo, Francesco,podrías ser eterno y amar a Carlota». Enese momento me arrepentí de todo, perodespués ella volvió a apoderarse de mialma y proseguí con nuestros planes.

—No dudo de que usted queríamucho a Claudio, Martucci, de locontrario no le hubiera ocultado lo de

Carlota. —Intenté consolarlo, aunque elhombre cada vez se transformaba antemis ojos en una especie de muñeco alque aquella mujer manejaba a su antojo—. Al menos le ahorró el sufrimiento deverla en el vídeo —agregué.

—Yo odiaba a Rodríguez, un vulgarestafador, que no conforme conaprovecharse del hijo, se aprovechó dela madre. Sus demandas se hicieron másfrecuentes y supe que no había otrocamino que eliminarlo. Tal vez me veíareflejado en él, ¡Santa Madonna!¡Cuántas ideas cruzaron por mi mente!Pero el sujeto era muy peligroso, en dosoportunidades contrató a un par de

sicarios colombianos para atentar contrala vida de Claudio, para amedrentarme,yo sabía que venían de parte de él, perono podía decir nada. Decidí entoncesque yo mismo tomaría el asunto en mismanos y lo mataría. Y fue lo que hice.Supe por Claudio en una conversacióntelefónica con Irene, que Rodríguez iríaa Colombia y fui para allá con unosamigos de confianza.

—¿No sería con la gente deCaperotti?

—Pues sí. De nada vale ya negarlo.Giorgio siempre fue un hombreabsolutamente fiel a Claudio. Acudí a élporque no me quedaba más remedio, y le

rogué que no le dijera nada, élcomprendió la situación y me ayudó.Claudio era un enfermo terminal, noqueríamos perjudicarlo más. Usted no seimagina hasta dónde puede llegar laambición y la depravación de esa mujer,señor Nicholas, si algún día encuentraalguna así, ¡huya de ella como deldemonio! Yo tomé dinero de la abadía,necesitaba reponerlo, me convertí en unasesino y mi vida se había convertido enun infierno. Los hombres de Caperottihicieron hablar a Rodríguez, él fue albanco con ellos y retiró el vídeo, elloseliminaron las pruebas y las copias quepudieron haber quedado en sus

ordenadores, después de aquello,cuando ya se sentía fuera de peligro, loarrollé con una camioneta. Quisehacerlo personalmente.

—Quiere decir entonces que quienesatentaron contra Claudio no fueron losaccionistas judíos.

—No, señor Nicholas, yo quise darun toque de misterio al asuntorelacionando a los judíos, pues Claudiome dijo en una ocasión que sospechabade ellos. La verdad es que temía queDante corriera peligro, pero no por losjudíos, que quién sabe dónde seencuentren ahora. Era por los hombresde Jorge Rodríguez. Supuse que no

quedarían tranquilos con su muerte ypensarían que podrían sacar algúnprovecho de Dante, como secuestrarlo ycobrar algún rescate. Pero Rodríguez nopertenecía a ninguna camarilla enparticular, él simplemente contratabasicarios. De manera que si Dante sepercató de que alguien lo seguía, lo másprobable es que fuese la gente deCaperotti que él no conocía, que enbuena cuenta lo estaba cuidando.

Se puso de pie y agarró el bolso.Nicholas se levantó del asiento y saliótras él. Martucci regresó a la casa ypuso las fundas en los sillonesexactamente como habían estado antes.

Cogió el bolso con el cofre y salió. Suespalda, antes erguida, estaba encorvadacomo si todo el peso de la culpa hubiesecaído sobre él en unos cuantos segundos.Afuera el viento arreciaba, el cura sevolvió hacia él y su presencia se tornóimponente dentro de su ascetismo, susojos oscuros, su cabello revuelto por elviento, le daban una apariencia casisobrenatural, y sin embargo en su miradase podía captar una profunda tristeza.Detrás de él, el mar, el cielo y las nubesrevueltas, como si presagiaran tormenta.

—¿Alguna vez se ha enamorado,señor Blohm?

La pregunta lo tomó desprevenido.

—¿En qué sentido?—Solo existe una manera de amar.—Sí me he enamorado, claro que sí.—Entonces sabe que es un

sentimiento que acompaña cada minuto,cada segundo de nuestra existencia, nohay momento en el que lo que se haga nosea en función de ese amor, y lospensamientos vuelan a través del éterpara posarse en el alma de la mujer queexiste allá, lejos, no importa dónde seencuentre, ni con quién, y tampocoimporta si ella lo ama. Existe, y essuficiente.

—¿Usted amó así?—«Amó» es tiempo pasado. Yo amo

así. Por desgracia jamás pude compartireste sentimiento con nadie, menos conella, el objeto de mi amor, sencillamenteno lo entendería, así como yo no aciertoa comprender porqué la amo de estamanera. Desde la primera vez que la visupe que sería su esclavo, y que por ellasería capaz de cualquier cosa, esprobable que usted no sepa lo que sesiente al ver a la mujer de tus sueñosconvertida en realidad junto a uno, sucuerpo suave y blanco como el marfil,su aroma tenue de mujer, su sonrisa quepide a gritos que pose mis labios sobrelos suyos y la adore, y que cuando micuerpo se acerca al suyo tiemble de

pensar que la tocará, que siquiera por uninstante fugaz tendrá la ilusión deposeerla, y de hacerla feliz, ¡ah! ¡No losabe!, —Francesco Martucci tenía susojos posados en mí pero no me veía,hablaba para sí mismo, y no parecíadarse cuenta de las gruesas lágrimas queasomaban a sus ojos y se deslizaban condificultad por su piel curtida—. Carlotaes una mujer única en el mundo y jamásha sido completamente mía, aunque ellapiense que me ama. Sé que son palabras,ilusiones, sentimientos pasajeros queacompañan en gran parte a la compasiónque le mueve al verme, porque, chi so‘io? Appena uno desgraziato sono!

Jamás podré darle lo que merece,rodearla de todo a lo que ella estáacostumbrada, No tengo la prestancia deun Claudio, ni la pasión de un Bruno,solo tengo este dolor que llevo dentrodel pecho que me lastima como si unaherida me carcomiera por dentro, que nome deja respirar… señor Nicholas:tampoco podré regalarle la juventud quesegún ella se le está escapando, porqueno soy capaz de llevar a cabo estainfamia… he cobijado este cofre con laintención de algún día sacar provechode él, pero no puedo, no puedo llegar atanto, y sé que ella me odiará, jamásquerrá volver a verme, y es una verdad

que no puedo enfrentar, señor Nicholas.No puedo vivir sin saber que volveré averla y que ella me mentirá diciendo queme ama. Esta vez no. Pero ya noimporta. Tenga. Tome el cofre y vayacon Dios, si otro ha de pecar que lohaga, yo ya pagué suficiente en estavida, y si lo que me espera es el infiernopor lo que voy a cometer, que así sea.¡Oh, Femina che vendisi comemercancía mai potrà essere buona!Traicioné a mi amado amigo Claudio,pero cuando cerró los ojos supe que losabía todo. ¡Siempre! ¿Cómo podía yocontarle todo esto a Dante, su hijo?¿Cómo podría él entender a su madre?

¡Si el propio Claudio no quiso decirlejamás que era su padre para salvar suhonra! ¿Qué honra? ¡Ah, signore Dante!,ma l’amore è sempre il máximosentimento, ed io la ho voluta così!¡Que Dios me ampare!

Cuando el monje extendió las manosofreciéndole el cofre, se encontraba alborde del acantilado. Por un momentotuvo miedo de que fuese una trampa.Antes de entregárselo lo retuvo uninstante como arrepintiéndose.Temblaba tanto que pudo sentir susmovimientos convulsivos. Luego el

monje hizo un ademán brusco, soltó elcofre y se lanzó al vacío. No se escuchóni un grito. Instantes después, solo unsonido seco acompañado de un crujidoatenuado por la distancia. Horrorizado,se asomó al precipicio y pese a que yaestaba oscuro pudo distinguir un bultoinforme sobre la roca plateada. Leinvadió un profundo sentimiento depiedad, una mezcla de compasión, penainfinita y agradecimiento. Tenía en susmanos lo que había ido a buscar, sintió através del grueso tejido de la mochilalos listones de metal en la madera. Diola vuelta y se alejó del lugar con largaszancadas: el mal estaba hecho y ya no

había remedio. Sintió el viento fríocomo un latigazo en la cara y supo queestaba húmeda a pesar de que aún nohabía empezado a llover. Reprimió elsollozo y caminó rápidamente el largotrecho de regreso que lo llevaría a lapiazza, cobijando el bulto bajo suchaqueta de cuero. Miró los signosfosforescentes de su reloj: tenía eltiempo justo para llegar al muelle yabordar el último ferry.

Fue cuando Nicholas comprendióque la primera página del manuscritoacababa de ocurrir.

Nueva York

Noviembre 22, 1999

El agotamiento físico y moral que traíaconmigo se esfumó apenas crucé lapuerta. Nelson y Pietro me esperaban depie uno al lado del otro, formando unaestrambótica pareja. La ansiedad quereflejaban sus rostros pedía a gritos queyo les preguntara algo.

—Signore Dante, todo está resuelto.—¿Davvero, Pietro? ¿Y qué será

«todo»?

—Todo, signore. El señor Nicholasse encuentra en villa Contini con elcofre, y el manuscrito parece queempezó a decir sus secretos.

—Vayamos por partes. ¿Qué sucediócontigo, Nelson?

—Fui tras el hombre del taxi, y nopude obtener mucho. Según elconductor, el hombre que salió de casade Rodríguez no habló en todo eltrayecto. Lo que sé es que lo dejó en elaeropuerto. Fui entonces a hablar conunos contactos de mi antiguo trabajo yacordamos en intervenir las llamadas dela viuda de Rodríguez. Era más sencilloque entrar a su casa a poner micrófonos.

Ella llamó a Irene, le contó que habíasido visitada por usted y también por elFBI, y que su hermano había ido adespedirse porque se iba a Venezuela.Dijo: «mi ordenador no tenía el discoduro, para mí fue una sorpresa, pero seme ocurrió decirles que un hombre habíallegado de parte de Claudio Contini y selo había llevado. Ahora no sé si hicebien. Hasta les di una tarjeta que mimarido tenía en su escritorio». IrenePreguntó: «¿Por qué inventaste todoeso?». «Tengo miedo, Irene, sé que aJorge lo asesinaron, creo que estabametido en asuntos turbios, últimamentemanejaba mucho dinero. Estoy pensando

en radicarme en Venezuela, tengoalgunas conexiones allá con gente delgobierno, y tú sabes que en ese país, condinero se puede hacer de todo». «Espreferible que no hables de tus planespor teléfono, Teresa». Dijo la señoraIrene, y quedaron en verse después.

—Quiere decir que la viuda no sabenada, y que el disco duro fue extraídopor alguien interesado en su contenido,que tal vez no tenga nada que verconmigo —medité en voz alta.

—Es lo que yo pensé —afirmóNelson.

—¿Puedo hablar, signore Dante?—Por supuesto, Pietro.

—El joven Nicholas fue aencontrarse con Francesco Martucci a laisla de Capri, dijo que tenía que hacerlo,pues estaba escrito así en el manuscrito.Va a recibir el cofre, y dijo que lollevaría a villa Contini, que usted fuesehacia allá, porque él temía que nopudiera pasar por la aduana debido a sucontenido radiactivo. A estas horas debeestar en Capri.

Nicholas no dejaba de asombrarme.—¿Dices que estaba escrito en el

manuscrito?—Yo mismo lo vi con estos ojos. El

problema es que no estaba totalmenteacabado, es decir, según el joven

Nicholas, sólo decía que sería él quienrecuperaría el cofre.

—Pietro, salgo para Roma hoymismo.

—Subito, signore.Me sentía agotado, pero no podía

dejarlo para después, además, tenía unainmensa curiosidad por ver elmanuscrito. Descansaría en el avión.

—Tú vendrás conmigo, Nelson.Sospecho que lo de Jorge Rodríguez nonos llevará a ningún lado. Haz unareserva para ambos en primera clase.

Era lo menos que podía hacer vistala humanidad de Nelson. Podríaacalambrarse en clase turista y lo

requería en buena forma. Y yourgentemente necesitaba dormir. El viajedesde Illinois había estado lleno desobresaltos por el temor a lo que se leshubiera podido ocurrir a los benditosjudíos. Después me ocuparía de ellos,en ese momento lo importante era elcofre.

Pude descansar durante el vuelogracias a la reconfortante compañía deNelson. ¿Habría sido así la vida de mipadre? No habían transcurrido trece díasdesde que había ido a ver a Irene paraque me prestase dinero para regresar aRoma, y parecía que habían pasadomeses. Tener poder conlleva demasiada

responsabilidad, muchos enemigos…Sentado en mi despacho de villa

Contini observaba la nota de Merreck.Los nombres de los judíos y susdirecciones. ¿Por qué querríananteponer sus odios tribales a laciencia? Claro que Mengele había sidoun monstruo, pero algo bueno podríasalir de todo lo que hizo. Mientrasllegaba Nicholas decidí llamarlos, teníatodos los datos y daba igual que lohiciera estando en Nueva York o enRoma.

—¿El señor Edward Moses, porfavor?

—¿Quién lo busca?

—Un amigo de Italia, voy a viajar aEstados Unidos y me gustaríaencontrarme con él…

—Lo siento, señor. Mi esposo, elseñor Moses, falleció hace dos días.

—Lamento su pérdida señora.Disculpe.

Y Colgué. Me pareció una extrañacoincidencia. Marqué el otro número.

—¿Podría hablar con el señor JohnSinger?

—¿Quién lo solicita?—Un amigo de Italia, viajaré a

Estados Unidos y me gustaría conversarcon él…

—¿Cómo se llama?

—Dante Contini-Massera.—Puede encontrar al señor Singer

en el cementerio de Albany. Fallecióhace dos días.

—Lo lamento. Perdone miatrevimiento, ¿pero me podría decir quéle ocurrió?

—Estaba con un amigo pescando enalta mar, parece que tuvieron unproblema con el motor. Explotó y notuvieron tiempo de salvarse.

—¿Quién era la otra persona?—Edward Moses.Colgué sin despedirme. Me sentía

devastado. ¿Merreck sería capaz dematar con tal de obtener lo que yo le

había ofrecido? Pensé en Caperotti. EnMartucci. Había demasiado dinero enjuego, y una manera de vivir casieternamente. Por menos que eso habíancaído imperios. Salí de mi abstracciónal escuchar la voz de Nicholas.

—¡Aquí está! —dijo en tono triunfal,al tiempo que ponía un bulto sobre elescritorio.

Me levanté del asiento y di la vueltaa la mesa sin quitar los ojos delenvoltorio.

—¿Estás seguro? —pregunté, asabiendas de que Nicholas no abriría elcofre.

—Ni se te ocurra abrirlo. Está

cubierto con esta funda especial paraevitar la radiación. La cápsula con lamezcla y el isótopo están ahí dentro, lodijo Martucci. Está muerto.

No sé qué expresión tendría mi caraal escucharlo, pero después de lo queacababa de enterarme supongo que seríade absoluto espanto.

—No fui yo —aseguró Nicholas conuna mano en el pecho—. Te contaré.

Mientras Nicholas hablaba, yo ibarecomponiendo todas las piezas delrompecabezas, y entendí que quien habíaconcertado todo había sido Martucci.Jamás podré entender al ser humano. Porsuerte mi madre no tenía nada que ver en

todo aquello, como por un momento seme cruzó por la mente. No sé por quédudaría de ella, después de todo, era suhijo, pero después de que Pietro loshabía visto conversando en aquelrestaurante, yo veía confabulaciones entodos lados.

—Y recuperé mi manuscrito, Dante,bueno, el manuscrito —se corrigió consu risita de siempre.

—¿Puedo verlo?—No. Prefiero que lo leas cuando

haya terminado de escribirlo —explicómientras pasaba las hojas a velocidadcon el dedo pulgar para que yo echarauna ojeada. Era cierto, estaba escrito—,

hay ciertas cosas que no ocurrieroncomo aquí están, verás, no todo eraexactamente igual, por ejemplo, alprincipio nunca existió Nelson nitampoco las rejas de la entrada…

No sé por qué tuve la impresión deque Nicholas quería marearme con unaretahíla de explicaciones que no meinteresaban. Solo presté atención alfinal.

—… Entonces, como te veníadiciendo, Dante, tú tienes que escribir elfinal, pues aún no ha concluido.

—¿Yo qué? —pregunté asombrado.—Sí. Ahora, si lo prefieres, lo

puedo inventar.

—No. Deja que yo lo haga. Es algoque debo hacer. Tienes razón. ¿Sacastecopia al manuscrito?

—Ya no es necesario, me loconozco de memoria, no importa si seborra.

Soltó su pequeña risita, buscóafanosamente en sus bolsillos, sacó uncigarrillo y salió al jardín con elmanuscrito bajo el brazo.

Capítulo Final

Una vez tuve el cofre en mi poder,comprendí que jamás podría entregarlo.Estaba seguro de que mi padre, ClaudioContini-Massera no lo hubiera querido.Abrí una vez más el pequeño papeldonde estaba anotado el salmo 40:

Sacrificios y oblaciones no deseas—Tú has abierto mis oídos—Holocaustos y víctimas no pidesY así digo: Aquí vengo

Con el rollo del libroEscrito para mí.Hacer tu voluntad, mi Dios, es mi

deseo,Y tu ley está en el fondo de ti

mismo.

Ahora lo veía claro. Hacer locorrecto. Era todo, no importaba lodemás. Lo tuve siempre frente a mis ojospero la ambición me había cegado.Llamé a Merreck y le dije que no habríatrato. Me dispuse a abandonar la villaContini, ¿para qué esperar un año?Empezaría a comportarme como elhombre que hubiera querido ver mi

padre. Si tenía que empezar desdeabajo, lo haría. Lo sentía por la genteque trabajaba allí y que quedaría sintecho ni trabajo. Fui a hablar conCaperotti.

—Buongiorno, signore Caperotti.—Buongiorno, Cavalliere Contini-

Massera.—Gracias por su ayuda.—Solo cumplí con mi deber,

Cavalliere. —Aseguró él con su vozcavernosa, la que ya no me inspirabatemor, algo en nuestra relación habíacambiado.

Fui directo al grano.—No podré cumplir con el plazo.

—¿Requiere más tiempo?—No es el tiempo. Si yo quisiera

podría salvar La Empresa ya mismo,pero ello interfiere con mis principios.Si he de vivir con lo poco que consigade mi trabajo, lo haré. Desocuparé hoyVilla Contini, sería inútil esperar unaño.

—¿Y usted tiene trabajo?—No lo tengo, pero lo conseguiré.—No necesita buscarlo, Cavalliere.

Este es su trabajo.Examiné con atención sus facciones,

pero no parecía estar bromeando. Memiraba fijamente, mientras empezaba asujetar su pipa con la intención de

encenderla.—Su tío Claudio dejó instrucciones

que he seguido al pie de la letra,Cavalliere. La Empresa está boyante,como siempre. Él hablaba conmigo decasi todo, y por lo que veo, omitiócomentar que tenía algo que ver conMerreck Stallen Pharmaceutical Group,fue una sorpresa que mis hombres medijeran que usted estaba en…¿Roseville, si no me equivoco?

—Pensé que mi tío no tenía secretospara usted.

—Cavalliere, nadie en su sanojuicio lo cuenta todo. Es una primeralección que usted tendrá que aprender.

Don Claudio era una de las pocaspersonas que he conocido que sabíaguardar secretos. Sé que tenía algo entremanos, algo muy importante, y que porun tiempo estuvo obsesionado con ello,pero los últimos meses tuvimos muchotiempo para conversar, y una de lascosas que me dijo fue: «Si Dante secomporta de la forma correcta es de micasta».

—¿Y cuál se supone sería esa formacorrecta? —pregunté.

—Venir aquí y enfrentar la situaciónde la quiebra de la empresa fue elprimer gran paso. Era lo que se hubieseesperado de un luchador. No dijo usted

cómo lo haría, pero tenía algo entremanos, no sabe cómo se parece aClaudio Contini-Massera… y estoyseguro de que una razón muy importantelo impulsó a no seguir adelante.

Caperotti me estudiaba, de eso estoyseguro. ¿Cuánto más sabría? Decidí queno confiaría mis secretos. Empezaba ahacer uso de la primera lección.

—Tengo motivos personales, y encierta forma cumplo con el deseopóstumo de mi tío.

—No le preguntaré cuál era. Perome lo imagino. Se ha comportado talcomo su tío esperaba de usted. Lecontaré.

Y me enteré de todo. Mi padre y élhabían planeado lo de la quiebra de laEmpresa para darme una lección, y yohabía salido indemne. Hoy puedo decirque me he ganado el cargo a pulso, y mipadre tenía razón, trabajar puede serdivertido. Nelson me acompaña máscomo un amigo que como unguardaespaldas, y mi querido Pietrosigue a mi lado, como el abuelo quenunca pude disfrutar. La vejez no mepreocupa, por lo menos por ahora, y siMerreck se hubiera equivocado y enrealidad, mi cuerpo tuviese el gen de lalongevidad estabilizado, sería una gran

broma que Mengele me habría gastadocomo regalo póstumo. Hundí el cofreenvuelto en una gruesa capa de cementoen medio del Mar Tirreno, y espero quepermanezca allí por los treinta milmillones de años que dure el misteriosoisótopo artificial, si es que nosotros noacabamos con la Tierra primero.

A mi madre la desaparición deFrancesco Martucci parece haberleafectado más de lo que ella hubiesequerido admitir. En su rostro empiezan amarcarse las huellas del sufrimiento, yno hay peor dolor que el que no sepuede compartir. Donde sea que él seencuentre espero que no se arrepienta

por haber creído firmemente que ella noera capaz de amar.

Mi buen amigo Nicholas goza de unaposición acomodada gracias a lahistoria del manuscrito que finalmentefue publicada, y es la novela que ustedestá leyendo ahora. Sin embargo, medijo que había tenido que cambiaralgunas partes del final que no leparecían muy buenas. Supongo que sabelo que dice, por algo es escritor. LaEmpresa tiene tentáculos en toda clasede organizaciones, incluyendo laindustria editorial, espero que muypronto la novela de Nicholas seconvierta en un best seller. Es un favor

que le debo y que hago con mucho gusto,aunque creo que no le hace falta muchaayuda.

Estoy empezando a vivir como a mipadre le hubiera gustado, trato a laservidumbre de villa Contini a cada unapor su nombre, y a ella le gustaesperarme en la puerta principal comohacía con mi padre, el tío Claudio. Meestoy acostumbrando a que el directoriode La Empresa se despida de mí con unbeso en el dorso de la mano.Costumbres italianas arraigadas queCaperotti insiste en continuar. Metranquiliza saber que Merreck no seatreverá a hacerme daño. Lo ha

asegurado Caperotti, dice que soyindispensable para la supervivencia dela Cosa Nostra, que nosotros llamamos:La Empresa. He aprendido que elverdadero poder reside en la gente deconfianza que me rodea. En la que estádedicada a enterarse de lo que ocurre ylo que ocurrirá en el mundo, es elmotivo de que tenga a mi disposición undepartamento de investigación yestadística. Por fortuna, lo mío fue unasimple escaramuza del azar dentro delcomplicado devenir del planeta. De vezen cuando suceden situacionesextraordinarias. Me gusta Caperotti, unhombre callado, que siempre parece

saberlo todo. Un aliado que mi padretuvo siempre a su lado. «Ojalá algún díallegue a ser tan sabio como usted». Ledije hace unos días. «Usted lo será. Ymás», me respondió con su vozcavernosa. «Tiene mucho tiempo pordelante. Muchísimo».

Y si ha llegado al final y ninguna desus páginas se ha borrado, quiere decirque ha corrido con suerte. Puede que lapróxima vez que abra el libro no existamás esta historia.

Dante Contini-Massera

Epílogo

A poco más de un año de aquelloscatorce días turbulentos, NicholasBlohm gozaba de una semana devacaciones. Recordó a su querido amigoDante y le invadió un sentimientoinefable, una mezcla de cariño yadmiración. Pensó que había hecho bienen no contarle la verdad acerca de sumadre, y aun cuando en la novelaaparecían los eventos escabrosos,parecía haber creído en su palabra

cuando le explicó que era un recursoliterario. «Suelo utilizarlo casi al finalde mis novelas para elevar el interés» lehabía explicado, y Dante admitió que asíle había parecido. A fin de cuentas,todos los nombres estaban cambiados ynadie podría relacionarlo a él con ellibro.

Le agradaba el rumbo que habíatomado su vida, las presentaciones, lasentrevistas, las ventas se habíandisparado misteriosamente después deuna discusión televisiva en un conocidoprograma acerca de su libro. Nuncapudo conocer a la despampanante mujerque aseguraba que ella estaba enterada

de los pormenores de la familia queaparecía en la novela. ¡Había cada locoen este mundo! ¿Cómo podría estar altanto si no existían bajo ese nombre? Locierto es que muchos catalogaron suaparición como una estrategia de ventasy los resultados fueron sorprendentes.Gracias a ello Nicholas podía gozar deunos días en el lugar que siempre quisovisitar: La Isla de Pascua. A miles dekilómetros de ninguna parte. Tal vezfuese el sitio ideal para hallar lasuficiente paz espiritual que le ayudaseencontrar la inspiración para su próximanovela.

Salió de la pequeña posada para dar

un paseo con el manuscrito bajo el brazocomo un buen amigo, lo consideraba unacompañante, y al mismo tiempo, unamuleto de la buena suerte. Caminóhasta salir del pueblo y divisó el marcon sus olas acariciando la orilla. Losmoais se hallaban lejos del alcance desu vista, pero tenía seria intención deconocerlos; esta vez prefirió comenzarpor pasear por Hanga Roa, la únicaciudad de la isla. En el folleto que lehabían dado decía que en la caleta, juntoa los botes, estaban ubicados los restosde un altar moai.

La figura de un hombre sentado en elmuro que daba al muelle, dándole la

espalda, le pareció familiar. En ciertaforma se sintió defraudado por encontrara algún conocido en aquel remotoparaje. Giró con la intención dedirigirse al otro extremo de la isla.

—¿Señor Nicholas Blohm? —Escuchó a sus espaldas.

Dio vuelta lentamente mientras sucerebro ubicaba exactamente el sonidode la voz. El hombrecillo lo mirabasonriendo.

BLANCA MIOSI nació en Lima (Perú),de padre japonés y madre peruana, yvive desde hace décadas en Venezuela.Su primera novela, La Búsqueda, estábasada en la vida de su esposo,superviviente de Auschwitz yMauthaussen.