El rey de hierro maurice druon

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¡Todos malditos, hasta la séptimageneración!" Ésta es la terriblemaldición que el jefe de lostemplarios, desde las llamas de lahoguera, lanza a la cara de Felipeel Hermoso, rey de Francia. Corre elaño 1314 y la profecía parecehaberse hecho realidad: durantemás de medio siglo los reyes sesuceden en el trono de Francia peronunca duran mucho tiempo. De lasintrigas palaciegas a las muertessúbitas e inexplicables, de lasbatallas entre las dinastías a lasguerras desastrosas, todo parece

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fatalmente regido por el sino de losReyes Malditos. El futuro de Europaestá en juego durante esos añosnegros. Un periodo turbio de lahistoria, y al mismo tiempo unaépoca extraordinaria, siemprenovelesca… Maurice Druon locomprendió cabalmente y suponarrar como ningún otro lashistorias secretas, las pasiones ydebilidades de ese periodo.

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Maurice Druon

El rey de hierroLos reyes malditos 1

ePUB v1.1draflaeon 19.03.12

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Gracias a Orkelyon por la portada

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ISBN 13: 978-84-7417-047-4ISBN 10: 84-7417-047-8Título: El rey de hierroTítulo original: Le roi de ferAutor: Maurice DruonFecha Impresión: 11/1982Traducción: María Guadalupe OrozcoBravoColección: Los reyes malditos

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“La historia es una novela que fue.”E. y J. De Goncourt

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Prólogo

Al comenzar el siglo XIV, Felipe IV,rey de legendaria belleza, reinaba enFrancia como amo absoluto. Habíadomeñado el orgullo guerrero de losbarones, había vencido a los flamencossublevados, a los ingleses en Aquitaniae incluso al papado, al que habíainstalado por la fuerza en Aviñón. Losparlamentos obedecían sus órdenes y losconcilios respondían a la paga querecibían.

Para asegurar su descendenciacontaba con tres hijos. Su hija habíase

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casado con el rey de Inglaterra. Seisreyes figuraban entre sus vasallos y lared de sus alianzas se extendía hastaRusia.

Ninguna riqueza escapaba de susmanos. Etapa tras etapa, había gravadolos bienes de la Iglesia, expoliado a losjudíos y atacado al trust de losbanqueros lombardos.

Para hacer frente a las necesidadesdel Tesoro practicaba la alteración de lamoneda. Cada día el oro pesaba menos yvalía más. Los impuestos eranagobiantes y la policía se multiplicaba.Las crisis económicas engendraban laruina y el hambre que, a su vez, eran la

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causa de motines ahogados en sangre.Las revueltas terminaban en la horca delcadalso. Ante la autoridad real, tododebía inclinarse, doblegarse oquebrarse.

Pero la idea nacional anidaba en lamente de este príncipe sereno y cruel,para quien la razón de Estado sesobreponía a cualquier otra. Bajo sureinado Francia era grande; y losfranceses, desdichados.

Sólo un poder había osadoresistirse: la Orden soberana de losCaballeros del Temple. Esta formidableorganización, a la vez militar, religiosay financiera debía a la Cruzadas, de las

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cuales había salido, su gloria y suriqueza.

La independencia de los templariosinquietó a Felipe el Hermoso, mientrasque sus inmensos bienes excitaron sucodicia. Instauró contra ellos el procesomás vasto que recuerda la historia.Cerca de quince mil hombres estuvieronsujetos a juicio durante siete años; y eneste periodo se perpetraron toda clasede infamias.

Nuestro relato comienza al final desséptimo año.

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Primera parte: Lamaldición

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I.- La reina sin amor

Un leño entero, sobre un lecho debrasas incandescentes, se consumía en lachimenea. Por las vidrieras verdosas, dereticulado de plomo, se filtraba un díade marzo, avaro de luz.

Sentada en alto sitial de roble, cuyorespaldo coronaban los tres leones deInglaterra, la reina Isabel, esposa deEduardo II con la barbilla apoyada en lapalma de la mano, mirabadistraídamente la lumbre del hogar.

Tenía veintidós años. Sus cabellosde oro recogidos en largas trenzas

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formaban como dos asas de ánfora acada lado de su rostro.

Escuchaba a una de sus damasfrancesas, que le leía un poema delsuque Guillermo de Aquitania:

Del amor no puedo hablar,ni siquiera lo conozco,

porque no tengo el que quiero…

La voz cantarina de la dama decompañía se perdía en aquella salademasiado grande para que una mujerpudiera vivir dichosa en ella.

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Me ha pasado siempre igual,de quien quién amo no gocé,

no gozo no gozaré…

La reina sin amor suspiró.—¡Qué conmovedoras palabras! —

exclamó.—Diríase que han sido escritas para

mí. ¡Ah! Terminaron los tiempos en queun gran señor como el duque Guillermodemostraba tanta destreza en la poesíacomo en la guerra.

¿Cuándo me dijisteis que vivió?¿Hace doscientos años?

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Se diría que ese poema fue escritoayer… (El más antiguo poeta francésconocido que escribió en romancevulgar, el duque Guillermo IX deAquitania es una de las figuras mássobresalientes e interesantes de laEdad Media.

Gran señor, gran amador y muyilustrado, su vida e ideas fueronexcepcionales par su época. El refinadofausto de que se rodeó en sus castillosdio origen a las famosas “cortes deamor”.

Queriendo liberarse totalmente de laautoridad de la Iglesia, rehusó al papaUrbano II, que fue a visitarlo

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expresamente a sus estados, participaren la Cruzada. Aprovechó la ausencia desu vecino, el conde de Tolosa, parameter mano en sus tierras. Pero el relatode las aventuras lo incitó a emprender,poco más tarde, el camino de oriente, ala cabeza de una fuerza de 30,000hombres que llevó hasta Jerusalén.

Sus versos, de los que sólo nos hanllegado once poemas, introdujeron en laliteratura de los países latinos,principalmente en la francesa, unconcepto idealizado del amor y de lamujer, desconocido hasta entonces. Sonla fuente de la gran corriente de lirismoque atraviesa, irriga y fecunda toda

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nuestra literatura. La influencia de lospoetas hispano-árabes se hace notar eneste príncipe-trovador.)

Y reptió para sí:

Del amor no puedo hablar,ni siquiera lo conozco…

Durante unos instantes permaneciópensativa.

—¿Prosigo, señora? —preguntó ladama con el dedo apoyado en la páginailuminada.

—No, amiga mía —respondió la

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reina—. Por hoy mi alma ha lloradobastante.

Se incorporó y cambió de tono:—Mi primo Roberto de Artois me

ha hecho anunciar su visita. Cuidad deque sea conducido a mi presencia encuanto llegue.

—¿Viene de Francia? Estaréiscontenta, entonces, señora.

—Deseo estarlo… siempre que lasnoticias que me traigas sean buenas.

Entró otra dama, presurosa, consemblante de gran alegría. Su nombre desoltera era Juana de Jounville y habíasecasado con sir Roger Mortimer, uno delos primeros barones de Inglaterra.

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—Señora, señora —exclamó—, hahablado.

—¿De verdad? —preguntó la reina— ¿Y qué ha dicho?

—Ha golpeado la mesa y ha dicho…“¡Quiero!”

Una expresión de orgullo iluminó elhermoso semblante de Isabel.

—Traédmelo aquí —dijo.Lady Mortimer salió de la estancia

corriendo, y regresó poco después, conun niño de quince meses en los brazos,sonrosado, regordete que depositó a lospies de la reina. Vestía un traje colorgranate, bordado de oro, más pesadoque él.

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—De modo, meciere, hijo mío, quehabéis dicho: “¡Quiero!” —exclamóIsabel inclinándose para acariciarle lamejilla—. Me agrada que ésa haya sidovuestra primera palabra. Es palabra derey.

El niño le sonreía y balanceaba lacabeza.

—¿Y porqué lo ha dicho? —preguntó la reina.

—Porqué me resistía a darle untrozo de galleta que estaba comiendo —respondió lady Mortimer.

Isabel esbozó una rápida sonrisa quese apagó en seguida.

—Puesto que empieza a hablar —

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dijo—, pido que no se le anime abalbucear y a pronunciar tonterías, comopor lo común se hace con los niños.Poco me importa que sepa decir “papá”y “mamá”. Prefiero que conozca laspalabras “rey” y “reina”.

En su voz había una gran autoridadnatural.

—Ya sabéis, amiga mía —continuó—, qué razones me decidieron aelegiros para aya del niño. Sois sobrinanieta del gran Joinville, quien estuvo enla Cruzada con mi bisabuelo, monseñorsan Luis. Sabréis enseñar a este niñoque pertenece a Francia como aInglaterra. ( En 1314 hacía 44 años que

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el rey San Luis había fallecido. Fuecanonizado veintisiete años después desu muerte, reinando su nieto Felipe IVy ocupando el pontificado BonifacioVIII).

Lady Mortimer hizo una reverencia.En este momento se presentó la primeradama francesa, anunciando a monseñorel conde Roberto de Artois.

La reina se irguió en su sitial y cruzólas manos blancas sobre el pecho enactitud de ídolo. Su preocupación paraconservar la majestuosidad de su porteno lograba envejecerla.

El andar de un cuerpo de noventakilos hizo crujir el pavimento.

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El hombre que entro medía casi dosmetros de altura, tenía muslossemejantes a troncos de encina y manoscomo mazas. Sus botas rojas, decordobán, estaban sucias de barro y malcepilladas; el manto que pendía de sushombros era lo suficientemente ampliopara cubrir un lecho. Habría bastado unadaga en su cintura para que tuviera elaspecto de hallarse aprestado para ir ala guerra. Su barbilla era redonda, sunariz corta, su quijada ancha y el pechofuerte. Sus pulmones necesitaban másaire que la generalidad de los hombres.Aquel gigante contaba veintisiete años,pero su edad desaparecía bajo los

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músculos, lo que le hacía aparentartreinta y cinco.

Se quitó los guantes mientras seadelantaba hacia la reina, y dobló larodilla con sorprendente agilidad paratal coloso.

Antes de que le hubieran invitado ahacerlo, ya se había incorporado.

—Y bien, Primo mío —dijo Isabel—. ¿Tuvisteis buena travesía?

—Execrable, señora, horrorosa —respondió Roberto—. Una tempestadcomo para echar tripas y alma. Creíllegada mi última hora, hasta el extremode que decidí confesar mis pecados aDios. Por fortuna, eran tantos, que al

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tiempo de decir la mitad ya llegábamosa destino. Guardo suficientes para elregreso.

Estallo en una carcajada que hizoretemblar las vidrieras.

—¡Vive Dios! —prosiguió—. Micuerpo está hecho para recorrer la tierray no para cabalgar aguas saladas. Si nohubiera sido por el amor que os profeso,prima mía, y por las cosas urgentes quedebo deciros…

—Permitid que concluya —leinterrumpió Isabel, mostrando al niño—.Mi hijo ha empezado a hablar hoy.

Luego se dirigió a lady Mortimer:—Quiero que se habitúe a los

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nombres de sus deudos y que sepa, encuanto sea posible, que su abuelo,Felipe el Hermoso, reina sobre Francia.Comenzad a recitar delante de él elPadre Nuestro y el Ave María, así comola plegaria a monseñor san Luis. Esasson cosas que deben adueñarse de sucorazón aun antes de que su razón lascomprenda.

No le desagradaba mostrar ante unode sus parientes de Francia,descendiente a su vez de un hermano desan Luis, la manera como velaba por laeducación de su hijo.

—Bella enseñanza daréis a esejovencito —dijo Roberto de Artois.

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—Nunca se aprende demasiadopronto a reinar —respondió Isabel.

El niño se divertía en caminar con elpaso cauteloso y titubeante de lascriaturas.

—¡Y pensar que nosotros tambiénhemos sido así! —dijo de Artois.

—Viédoos ahora, cuesta creerlo,primo mío —dijo la reina, sonriendo.

Por un instante, contemplando aRoberto de Artois pensó en lossentimientos de la mujer, pequeña ymenuda que había engendrado aquellafortaleza humana, y miró a su hijo.

El niño avanzaba con las manostendidas hacia el fuego, como si quisiera

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asir la llama con sus minúsculas manos.Roberto de Artois le cerró el paso,adelantando su bota roja. Nada asustado,el pequeño príncipe aferró aquellapierna que sus brazos penas lograbanrodear, y se sentó en ella a horcajadas.El gigante lo elevó por los aires, tres ocuatro veces seguidas. El principitoreía, encantado con el juego.

—¡Ah, meciere Eduardo! —dijo deArtois—. Cuando seáis un poderosopríncipe, ¿osaré recordaros que os hicecabalgar en mi bota?

—Podréis hacerlo, primo mío —respondió Isabel—, podréis hacerlosiempre, si siempre seguís mostrandoos

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nuestro leal amigo… Que se nos dejesolos, ahora —añadió.

Las damas francesas salieron,llevándose al niño que, si el destinoseguía el curso normal, sería algún díaEduardo III de Inglaterra.

—¡Y bien, señora! —dijo—. Paracompletar las buenas lecciones que daisa vuestro hijo, podréis enseñarle queMargarita de Borgoña, reina deNavarra, futura reina de Francia y nietade san Luis, está en camino de serllamada por su pueblo Margarita laRamera.

—¿De verdad? —dijo Isabel— ¿Eracierto, pues, lo que suponíamos?

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—Sí, prima mía. Y no solamenteMargarita. Lo mismo digo de vuestrasotras dos cuñadas.

—¿Juana y Blanca…?—De Blanca estoy seguro. En cuanto

a Juana…Roberto de Artois esbozó un ademán

de incertidumbre con su enorme mano.—Es más hábil que las otras —

agregó— pero tengo razones parajuzgarla una consumada zorra…

Dio unos pasos y se plantó paradecir sin más:

—¡Vuestros tres hermanos son unoscornudos, señora, cornudos comovulgares patanes!

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La reina se había puesto de pie, conla mejillas levemente coloreadas.

—Si lo que decís es verdad, no hede tolerarlo —dijo— No permitiré talvergüenza, ni que mi familia sea elhazmerreír de la gente.

—Tampoco los barones de Francialo soportarán —respondió de Artois.

—¿Tenéis nombres y pruebas?De Artois respiró profundamente.—Cuando el verano pasado vinisteis

a Francia con vuestro esposo, para lasfiestas las cuales tuve el honor de serarmado caballero, junto con vuestroshermanos… puesto que como ya sabéis,no se escatiman honores que nada

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cuestan, os confié mis sospechas y meconfesasteis las vuestras. Me pedisteisque vigilara y que os informara. Soyvuestro aliado; hice lo uno y vengo acumplir con lo otro.

—Decid: ¿qué averiguasteis? —preguntó Isabel, impaciente.

—En primer lugar, que ciertas joyasdesaparecen del cofre de vuestra cuñadaMargarita. Ahora bien, cuando unamujer se deshace de sus joyas ensecreto, es para comprar algún cómpliceo para pagar a algún galán. Subellaquería está clara, ¿no os parece?

—En efecto. Pero puede fingir quelas ha dado de limosna a la Iglesia.

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—No siempre. No, si ciertoprendedor, por ejemplo, ha sidocambiado a un mercader lombardo porun puñal de Damasco.

—¿Descubristeis de qué cinturapendía ese puñal?

—¡Ah no! —respondió de Artois—.Indagué, pero le perdí el rastro. Laspícaras son hábiles, os lo dije. Nunca,en mis bosques de Conches, he cazadociervos tan diestros en confundir pistas yen tomar atajos.

Isabel se mostró decepcionada.Roberto de Artois, previendo lo que ibaa decir, extendió los brazos.

—Aguardad, aguardad —prosiguió

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—. Soy buen cazador, y raramente se meescapa una pieza. La honesta, la pura, lacasta Margarita ha hecho que learreglen, como aposento, la vieja torredel palacio de Nesle. Dice que lodestina a lugar de retiro para susoraciones. Sólo que se dedica a rezarjustamente las noches en que vuestrohermano Luis está ausente. Y la luzbrilla en la torre hasta muy tarde. Suprima Blanca y, algunas veces, Juana, sereúnen con ella. ¡Arteras, la doncellas!Si se interroga a una de las tres, se lascompondría muy para decir: “¿Cómo?¿De qué me acusáis? ¡Si no estabasola!”…Una mujer pecadora se defiende

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mal, pero tres rameras juntas forman unafortaleza. Y hay algo más: hete aquí quecuando Luis se ausenta, en esas nochesen que la torre de Nesle está iluminada,se produce cierto movimiento en elribazo, al pie de la torre, en un lugarsiempre desierto. Se ha visto salir deallí a hombres que no llevan hábito demonje y que habrían salido por otrapuerta de haber venido a cantar losoficios. La corte calla, pero el pueblocomienza a murmurar, porque anteshablan los sirvientes que sus amos…

Mientras hablaba, se agitaba,gesticulaba, caminaba, hacía vibrar elsuelo y hendía el aire con aletazos de su

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capa. El despliegue de su exceso defuerza era un medio de persuasión paraRoberto de Artois. Trataba deconvencer con músculos al mismotiempo que con las palabras; sumergía alinterlocutor en un torbellino; y lagrosería de su lengua, tan de acuerdocon su aspecto, parecía prueba de suruda buena fe. Sin embargo,examinándolo con mayor atención, unollegaba a preguntarse, si todo aquelmovimiento no era fanfarria de titiritero,juego de comediante. Un odioimplacable, tenaz, brillaba en las grisespupilas del gigante. La joven reina seempeñaba en conservar su claridad de

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juicio.—¿Hablasteis con mi padre? —dijo.—Mi buena prima, conoces al rey

Felipe mejor que yo. Cree tanto en lavirtud de las mujeres, que sería precisomostrarle a vuestras tres cuñadasacostadas con sus amantes para queconsintiera en escucharme. Y no soybien recibido en la corte desde queperdí mi proceso…

—Sé que cometieron una injusticiacon vos, primo mío. Si de mí dependierasería reparada.

Roberto de Artois se precipitó sobrela mano de la reina para posar en ellasus labios.

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—Pero, debido justamente a eseproceso —agregó Isabel suavemente—,¿no podría suponerse que actuáis ahorapor venganza?

El gigante se incorporó de un salto.—¡Claro que actúo por venganza,

señora!Decididamente el enorme Roberto

desarmaba a cualquiera. Uno creíatenderle una celada y cogerlo en falta, yél abría su corazón ampliamente, comoun ventanal.

—¡Me han robado la herencia de micondado de Artois —exclamó— paraentregársela a mi tía Mahaut deBorgoña…! ¡Maldita perra piojosa!

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¡Ojalá reviente! ¡Ojalá la lepra carcomasu boca y el pecho se le vuelva carroña!¿Y por que lo hicieron? ¡Porque a fuerzade astucias, de intrigas y de forzar lamano de los consejeros de vuestro padrecon libras constantes y sonantes, mi tíalogró casar a las dos rameras de sushijas y a la ramera de la prima convuestros tres hermanos!

Se puso a imitar un imaginariodiscurso de su tía Mahaut, condesa deBorgoña y de Artois, al rey Felipe elHermoso.

—“Amado señor, pariente ycompadre, ¿qué os parece si casarais ami queridita Juana con vuestro hijo

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Luis? ¿No queréis? ¡Bien! Dadle aMargot, y luego Juana será para Felipe ymi dulce Blanquita para el hermosoCarlos. ¡Qué dicha, que se amen todos ala vez! Luego, si me concedéis el Artois,propiedad de mi difunto padre, mifranco condado de Borgoña iría a manosde esas avecillas, a Juana, si os parece;así, vuestro hijo segundo se convierte enconde palatino de Borgoña y vos podéisempujarlo hacia la corona de Alemania.¿Mi sobrino Roberto? ¡Dadle un hueso aese perro! A ese patán le basta y sobracon el castillo de Conches y el condadode Beaumont.”

Y soplo malicias al oído de Nogaret,

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y cuanto mil maravillas a Marigny… Ycaso a una, caso a dos y caso a tres… Yen cuanto está hecho, mis zorritasempiezan a maquinar entre sí, a enviarmensajes, a procurarse galanes ya aponerle hermosos cuernos a la corona deFrancia… ¡Ah, señora!, si ellas fueranirreprochables, yo tascaría el freno.Pero portarse tan suciamente después dehaberme perjudicado tanto; esas niñasde Borgoña sabrán lo que les cuesta; mevengaré en ellas de lo que la madre mehizo. (El caso de la sucesión de losArtois, que es uno de los dramas deherencia más extraordinarios de lahistoria de Francia, y del cual

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hablaremos frecuentemente en estevolumen y en los siguientes, sedesarrollo así:

En 1237, san Luis otorgó el condadode Artois a su hermano Roberto, quepasó así a ser Roberto I de Artois. Suhijo, Roberto II, casó con Amcia deCouternay, señora de Conches. De estematrimonio nacieron dos hijos: Felipe,muerto en 1298 de las heridas recibidasen la batalla de Furnes, y Mahaut, quiencasó con Oton, conde palatino deBorgoña.

A la muerte de Roberto II, acaecidaen 1302 en la batalla de Courtray, laherencia del condado fue reclamada a la

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vez por su nieto, Roberto III hijo deFelipe —nuestro héroe—, y por su tíaMahaut, quien invocaba una disposicióndel derecho consuetudinario de Artois.

En 1309 Felipe el Hermoso falló afavor de Mahaut. Esta, convertida enregente del condado de Borgoña a lamuerte de su marido, había casado a susdos hijas, Juana y Blanca, con Felipe yCarlos, segundo y tercer hijos de Felipeel Hermoso. La decisión que lafavoreció fue, por tanto, inspirada engran parte por esas alianzas quesumaban a la corona, en primer término,el condado de Borgoña, llamado FrancoCondado, recibido en dote por Juana.

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Mahaut se convirtió pues, en condesa-par de Artois.

Roberto no se dio por vencido, ydurante veinte años, con rara espereza,ya por acción jurídica, ya por accióndirecta, llevó contra su tía una lucha enla cual fue empleado cualquierprocedimiento, tanto por una como porotra parte: delaciones, calumnias, falsostestimonios, brujerías, envenenamientos,agitación política, y que terminótrágicamente para Mahaut, trágicamentepara Roberto, trágicamente paraInglaterra y Francia.

Por otra parte, en lo concerniente ala casa, o mejor casas de Borgoña,

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envueltas, como en todos los asuntos delreino, en éste de Artois, recordamos allector que hubo en aquella época dosBorgoñas absolutamente distintas: laBorgoña-Ducado que formaba unpalatinado importante del Santo Imperio.Dijon era capital del Ducado; Dole , delCondado.

La famosa Margarita de Borgoña,pertenecía a la familia ducal; sus primasy cuñadas, Juana y Blanca a la casaCondal.)

Isabel permanecía pensativa bajoaquel huracán de palabras. De Artois seaproximó a ella y, bajando la voz, ledijo:

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—A vos os odian.—Es verdad que, por mi parte, no

las he querido desde el principio y sinsaber por qué—respondió Isabel.

—No las queréis porque son falsas,porque sólo piensan en el placer yporque carecen del sentido del deber.Pero ellas os odian porque están celosasde vos.

—Mi suerte no tiene nada deenvidiable, sin embargo —dijo Isabel,suspirando—. Y su situación me parecemás dulce que la mía.

—Sois reina, señora. Lo sois porvuestra alma y por vuestra sangre.Vuestras cuñadas, en cambio, podrán

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llevar corona; pero nunca serán reinas.Por eso os tratarán siempre comoenemiga.

Isabel elevó hacia su primo susbellos ojos azules, y de Artois sintió queesta vez había dado en el blanco. Isabelestaba definitivamente de su parte.

—¿Tenéis los nombres de… enfin… de los hombres con quienes miscuñadas…?

No se rendía al crudo lenguaje de suprimo y se negaba a pronunciar ciertaspalabras.

—Sin ellos nada puedo hacer —prosiguió—. Obtenedlos y os juro queiré a París con cualquier pretexto y que

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pondré fin a ese desorden. ¿En quépuedo ayudaros? ¿Habéis prevenido ami tío Valois?

De nuevo se mostraba decidida,precisa, autoritaria.

—Me guardé muy bien —respondióde Artois. El señor de Valois es mi másfiel protector y mi mejor amigo; pero nosabe callar nada y proclamará a loscuatro vientos lo que queremos ocultar.Daría la alarma demasiado pronto ycuando quisiéramos atrapar a laspícaras, las hallaríamos puras comomonjas.

—Entonces, ¿Qué proponéis?—Dos cosas —dijo de Artois—. La

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primera, nombrar en la corte deMargarita una nueva dama enteramentede nuestra confianza, la cual nos tendráal corriente de todo. He pensado en laseñora de Comminges, que acaba deenviudar y a la que se le deben todaclase de consideraciones. Para ello nosservirá vuestro tío Valois. Hacedlellegar una carta, expresándole vuestrodeseo. Monseñor tiene gran influenciasobre vuestro hermano Luis y hará quela señora de Comminges entre bienpronto en el palacio de Nesle. Asítendremos allí una persona adicta, ycomo decimos la gente de guerra: Valemás un espía dentro que un ejército

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fuera.—Escribiré la carta y vos la

llevaréis —dijo Isabel— ¿Y luego?—Habrá que adormecer, al mismo

tiempo, la desconfianza de vuestrascuñadas con respecto a vos y halagarlascon hermosos presentes —prosiguió deArtois—. Presentes que puedan convenirdel mismo modo a mujeres que ahombres y que les haréis llegarsecretamente, sin dar cuenta de ello avuestro padre, ni a los respectivosesposos, como un pequeño secreto deamistad entre vosotras. Margarita sedeshace de sus joyas a favor de un galándesconocido; no sería, pues, extraño,

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que, tratándose de un regalo del cual nodebe rendir cuentas, nos loencontraremos prendido del cuerpo delmozo que buscamos. Suministrémoslesocasiones de imprudencia.

Isabel reflexionó durante algunossegundos; luego se acercó a la puerta ydio unas palmadas.

Apareció la primera dama francesa.—Amiga mía— dijo la reina—,

traedme la escarcela de oro que elmercader Albizzi me ha ofrecido estamañana.

Durante la corta espera, Roberto deArtois se desprendió por fin de suspreocupaciones e intrigas y se decidió a

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examinar la sala donde se hallaba, losfrescos religiosos en forma de casco denavío. Todo era nuevo, triste y frío. Elmobiliario escaso.

—No es muy risueño el lugar dondevivís. Prima —dijo—. Creeríase unacatedral y no un castillo.

—¿Quiera Dios que no se meconvierta en prisión! —respondió Isabelen voz baja—. ¡Cuánto añoro a Francia,muchas veces!

La dama francesa regresó, trayendouna bolsa de hilos de oro entretejidos,forrada de seda y con un cierra de trespiedras preciosas grandes como nueces.

—¡Qué maravilla! —exclamó de

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Artois—. Justamente lo quenecesitamos. Un poco pesado paraadorno de una dama y demasiadodelicado para mí; es exactamente elobjeto que un jovenzuelo de la cortesueña con colgarse de la cintura parallamar la atención.

—Encargaréis al mercader Albizzique haga dos escarcelas parecidas a ésta—dijo Isabel a su dama—, y que me lasenvíe en seguida.

Luego, cuando ésta hubo salido,agregó, dirigiéndose a Roberto deArtois:

—De esa manera podréisllevároslas a Francia.

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—Y nadie sabrá que habrán pasadopor mis manos —dijo él.

Fuera resonaron gritos y risas.Roberto de Artois se aproximó a una delas ventanas. En el patio, un equipo dealbañiles se disponía a izar una pesadapiedra clave de bóveda. Unos hombrestiraban de la cuerda de una poleamientras otros, subidos a un andamiaje,se aprestaban a aferrar el bloque depiedra. La faena parecía realizarse enuna atmósfera de buen humor.

—¡Y bien! —exclamó de Artois—.Parece que al rey Eduardo siguegustándole la albañilería.

Acababa de reconocer, en medio de

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los obreros, a Eduardo II, marido deIsabel, un hombre bastante apuesto, deunos treinta años de edad, cabellosondulados, anchos hombros y fuertescaderas. Su traje de terciopelo estabamanchado de yeso. (El rey Eduardo IIfue el primer soberano de Inglaterraque llevó el título de Príncipe de Galesantes de su ascensión al trono. Segúnalgunos historiadores, contaba tresdías de edad cuando los señoresgaleses acudieron a su padre, EduardoI, para pedirle que les diera unpríncipe que pudiera comprenderlos yque no hablara ni inglés ni francés.Eduardo I dijo que iba a complacerles

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y les indicó a su hijo, que no hablabaaún lengua alguna.)

—Hace más de quince años quecomenzaron a reconstruir Westminster—dijo isabel, colérica (pronunciabaWestmoustiers, a la francesa)—. Haceseis años, desde que me casé, que vivoentre paletas y mortero. ¡Lo queconstgruyen en un mes lo destruyen elotro! ¿No le gusta la albañilería, sinolos albañiles! ¿Creéis que lo llaman“señor”? ¡No! Para ellos es Eduardo. Seburlan de él, y él está encantado.¡Miralo! ¡Ahí lo tenéis!

En el patio, Eduardo II dabaórdenes, apoyado sobre el hombro de un

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joven. Reinaba a su alrededor unasospechosa familiaridad.

—Creía —dijo Isabel— que habíaconocido lo peor con aquel caballero deGabastón. Aquel bearnés insolente yjactancioso gobernaba de tal manera ami marido que disponía del reino a suantojo. Eduardo le dio todas mis joyasde recién casada. ¡Debe de sercostumbre familiar que, de un modo uotro, las joyas de las mujeres vayan aparar a los hombres!

Teniendo a su lado a un pariente yamigo, Isabel se permitía, por fin,desahogar sus penas y humillaciones.

En realidad, las costumbres del rey

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Eduardo eran conocidas en toda Europa.—Los barones y yo conseguimos

abatir a Gabastón el año pasado; lecortaron la cabeza y me alegré de que sucuerpo fuera a pudrirse en los dominiosde Oxford. ¡Pues bien!, he llegado aañorar al caballero de Gabastón. Porquedesde aquel día, como para vengarse demí, Eduardo atrae a palacio a loshombres más ruines e infames de supueblo. Se le ve recorrer las tabernasdel puerto de Londres, sentarse contruhanes, rivalizar en luchas con losdescargadores y en carreras con lospalafreneros. ¡Hermosos torneos los quenos ofrece! Entretanto, cualquiera manda

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en el reino, con tal que le organice susbacanales y que participe en ellas. Eneste momento les ha tocado el turno alos barones de Despenser; el padregobernando; el hijo sirviendo de mujer ami esposo. En cuanto amí, Eduardo, nise me acerca, y si por casualidad vienea mi cama, siento tal vergüenza squepermanezco absolutamente fría.

Había bajado la cabeza.—Una reina es el súbdito más

miserable del reino —prosiguió— si elrey no la ama. Asegurada ladescendencia, su vida ya no cuenta.¿Qué mujer de barón, de burgués, o devillano soportaría lo que y debo

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soportar por ser reina? La últimalavandera del reino tiene más derechosque y: puede pedirme ayuda…

—Prima, mi hermosa prima, yquiero brindaros mi ayuda —dijo Artoiscon vehemencia.

Ella alzó tristemente los hombroscomo si quisiera decir “¿Qué podéishacer por mí?” Estaban frente a frente;Roberto la tomó por los brazos lo mássuavemente que pudo, y murmuró:

—Isabel…Ella posó sus manos sobre los

brazos del gigante. Se miraronsobrecogidos por una turbaciónimprevista.

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De Artois se sintió extrañamenteconmovido, y oprimido por una fuerzaque temía utilizar con torpeza. Sintióbruscamente el anhelo de consagrar sutiempo, su vida, su cuerpo y su alma aaquella reina frágil. La deseaba, con undeseo inmediato e incontenible, que nosabía cómo expresar. Sus gustos no loinclinaban, por lo común, hacia lasmujeres de calidad y el don de lagalantería no se contaba entre susvirtudes.

—Muchos hombres agradecerían alcielo, de rodillas, lo que un rey desdeña,ignorando su perfección —dijo Roberto—. ¡Cómo es posible que a vuestra edad

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tan fresca y tan joven os veáis privadade las alegrías naturales? ¿Cómo esposible que esos dulces labios no seanbesados? ¡Y estos brazos… estecuerpo…? ¡Ha, Isabel tomad un hombre,y que ese hombre sea yo..!

Ciertamente, decía con rudeza lo quequería y su elocuencia se parecía muypoco a la del duque Guillermo deAquitania. Pero Isabel no separaba sumirada de la de él. La dominaba, laaplastaba con su estatura; olía a bosque,a cuero, a caballo y a armadura; no teníala voz ni la apariencia de un seductor y,sin embargo, la seducía. Era un hombrede una pieza, un macho rudo y violento,

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de respiración profunda. Isabel sentíaque su voluntad la abandonaba y sólotenía un deseo: apoyar su cabeza contraaquel pecho de búfalo y abandonarse…apagar aquella gran sed… Temblaba unpoco.

Se apartó de golpe.—¡No, Roberto! —exclamó—. No

voy a hacer y lo que tanto reprocho amis cuñadas. No puedo ni debo hacerlo.Pero cuando pienso en lo que meimpongo, en lo que me niego, mientrasellas tienen la suerte de tener maridosque las aman… ¡Ah, no! Es preciso quesean castigadas!

Su pensamiento se encarnizaba con

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las culpables, ya que ella no se permitíala misma culpa.

Volvió a sentarse en el gran sitial deroble. Roberto de Artois se aproximó aella.

—No, Roberto— dijo, extendiendolos brazos—. No os aprovechéis de nidesfallecimiento; me enojaríais.

La extremada belleza, al igual que lamajestad inspira respeto. El giganteobedeció.

Pero aquel momento jamás seborraría de la memoria de los dos.

“Puedo ser amada”, se decía Isabel.Y casi sentía gratitud hacia el hombreque le había dado la certeza.

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—¿Era eso todo lo que debíaiscomunicarme, primo? ¿No me traéisotras noticias? —dijo, haciendo un granesfuerzo para dominarse.

Roberto de Artois, que sepreguntaba si no había cometido error alno aprovechar la oportunidad, tardóalgún tiempo en contestar.

—Sí, señora, os traigo también unmensaje de vuestro tío Valois.

El nuevo vínculo que se habíacreado entre ellos daba a sus palabrasotras resonancias, y no podían estarcompletamente atentos a lo que decían.

—Los dignatarios del Temple seránjuzgados muy pronto —continuó

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diciendo de Artois—. Y se teme quevuestro padrino, el gran maestre Jacobode Molay, sea condenado a muerte.Vuestro tío Valois os pide que escribáisal rey par suplicarle clemencia.

Isabel no respondió. Había vuelto asu posición acostumbrada, la barbillasobre la palma.

—¡Cómo os parecéis a él, en estemomento! —dijo de Artois.

—¡A quién?—Al rey Felipe, vuestro padre.—Lo que decida mi padre, el rey,

bien decidido está —respondiólentamente Isabel—. Puedo intervenir enlo concerniente al honor familiar; pero

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no pienso hacerlo con respecto algobierno de un reino.

—Jacobo de Molay es un hombreanciano. Fue noble y grande. Si hacometido faltas las ha expiadoduramente. Recordad que os tuvo en susbrazos en la pila bautismal… ¡Creedme,va a cometerse un gran daño, por obrauna vez más, de Nogaret y de Marigny!Al destruir el Temple, esos hombressalidos de la nada han querido atacar atoda la caballería francesa y a los altosbarones…

La reina seguía perpleja;ostensiblemente el asunto era superior asu entendimiento.

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—No puedo juzgar —dijo—. Nopuedo juzgarlo.

—Sabéis que tengo una gran deudaadquirida con vuestro tío Valois, y él mequedaría agradecido si obtuviera de vosesa carta. Además, la piedad nuncasienta mal a una reina; es sentimiento demujer, y seríais alabada por ello.Algunos os reprochan vuestra dureza decorazón; así les daríais cumplidarespuesta. Hacedlo por vos, Isabel, yhacedlo por mí.

Ella sonrió.—Sois muy hábil, primo Roberto, a

pesar de vuestro aire ceñudo. Escribiréesa carta y podréis llevároslo todo

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junto. ¿Cuándo partiréis?—Cuando me lo ordenéis, prima.—Supongo que las escarcelas

estarán listas mañana. Muy pronto es.La voz de la reina reflejaba cierto

pesar. Se miraron de nuevo, y de nuevoella se turbó.

—Esperaré vuestro mensaje parasaber si debo partir hacia Francia.Adiós, primo. Volveremos a vernosdurante la cena.

De Artois se despidió y lahabitación, después que él salió, parecíaextrañamente tranquila, como un valletras la tempestad. Isabel cerró los ojos ypermaneció inmóvil durante largo rato.

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Los hombres llamados a desempeñarun papel decisivo en la historia de lospueblos ignoran a menudo qué destinosencarnan. Los dos personajes queacababan de sostener tan largaentrevista, una tarde de marzo de 1314,en el castillo de Westminster, no podíanjamás imaginarse que, por elencadenamiento de sus actos seconvertirían en los primeros artífices deuna guerra entre Francia e Inglaterra queduraría mas de cien años.

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II.- Los prisioneros delTemple

La muralla estaba cubierta de salitre.Una vaporosa claridad amarillentacomenzaba a descender hacia la salacavada en el subsuelo.

El prisionero que dormitaba con losbrazos plegados bajo el mentón seestremeció y se irguió bruscamente,huraño, palpitante. Durante un momentopermaneció inmóvil, mirando la brumade la mañana que se deslizaba por eltragaluz. Escuchaba. Nítidos, auqueahogados por el espesor de los enormes

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muros, llagaban hasta él los tañidos delas campanas anunciando las primerasmisas: campanas parisienses, de SaintMartín, de Saint Merry, de SaintGermain L’Auxerrois, de Saint Eustachey de Notre Dame, campesinas campanasde las cercanas aldeas de la Courtielle,de Clignancourt y de Montmartre.

El prisionero no percibió ruidoalguno que pudiera inquietarlo. Era sólola angustia lo que le había sobresaltado,aquella angustia que le sobrevenía acada despertar, así como en cada sueñotenía una pesadilla.

Cogió la escudilla de madera ybebió un gran trago de agua para calmar

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la fiebre que no lo abandonaba desdehacía ya muchos días. Después de beber,dejó que el agua se aquietara y se miróen ella, como en un espejo. La imagenque logró captar, imprecisa y oscura, erala de un centenario. Permaneció unosinstantes buscando un resto de su antiguoaspecto en aquel rostro flotante, enaquella barba macilenta, en aquelloslabios hundidos en la boca desdentada,en la nariz afilada, que temblaban en elfondo de la escudilla.

Se levantó lentamente y dio algunospasos, hasta que sintió el tirón de lacadena que lo amarraba al muro.Entonces comenzó a gritar:

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—¡Jacobo de Molay! ¡Jacobo deMolay! ¡soy Jacobo de Molay!

Nada le respondió, lo sabía; nadadebía responderle.

Pero necesitaba gritar su propionombre, para impedir que su espíritu sedisminuyera en la demencia, pararecordarse que había mandado ejércitos,gobernado provincias, ostentando unpoder igual al de los soberanos y que,mientras conservara un soplo de vida,seguiría siendo, aun en aquel calabozo,el gran maestre de la Orden de losCaballeros del Temple. (La soberanaOrden de los Caballeros del Temple deJerusalén fue fundada en 1128, para

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asegurar la custodia de los SantosLugares de Palestina y proteger lasrutas de peregrinaje.

Su regla, recibida de san Bernardo,era severa. Les imponía castidad,pobreza y obediencia. No debían “mirardemasiado, rostro de mujer”, ni “besarhembra; ni viuda, ni doncella, ni madre,ni hermana, ni tía, ni ninguna otramujer”. En la guerra debían aceptar elcombate de uno contra tres y no podíanser rescatados con dinero. Sólo lesestaba permitida la caza del león.

Única fuerza militar bien organizada,estos monjes-soldados eran los cuadrospermanentes de las hordas informes que

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se reunían en cada Cruzada. Colocadosen la vanguardia de todos lo ataques yen retaguardia de todas las retiradas,embarazados por incompetencia o lasrivalidades de los príncipes quemandaban estos ejércitos improvisados,perdieron, en el lapso de dos siglos, másde 20,000 hombres en los campos debatalla, cifra considerable en relacióncon los efectivos de la Orden. Perotambién cometieron hacia el fin funestoserrores, de carácter estratégico.

Siempre fueron buenosadministradores. Como se lesnecesitaba, el oro de Europa afluyó asus cofres. Provincias enteras fueron

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confiadas a su cuidado. Durante un sigloaseguraron al gobierno efectivo de reinolatino de Constantinopla. Viajaban porel mundo como amos, sin pagarimpuestos, tributos ni peaje. Sóloobedecían al Papa. Tenían encomiendasen toda Europa y en todo el MedioOriente, pero el centro de suadministración estaba en París. Cuandolas circunstancias los obligaron adedicarse a la banca, la Santa Sede y losprincipales soberanos europeos tuvieroncuentas corrientes con ellos. Prestabancon garantía y adelantaban los rescatesde los prisioneros. El emperadorBalduino les dio, como fianza, la “Vera-

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Cruz”.Todo es desmesurado en el caso de

los Templarios: expediciones,conquistas, fortuna… Todo, hasta lamanera misma como fueron suprimidos.El pergamino que contiene latranscripción de los interrogatorios aque fueron sometidos en 1307, mideveintidós metros con veinte centímetros.Desde el extraordinario proceso, lascontroversias no han cesado jamás.Ciertos historiadores han tomadopartido contra los acusados; otros,contra Felipe el Hermoso. No hay dudade que las imputaciones hechas a losTemplarios fueron exageradas o falsas

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en gran parte; pero tampoco se puedenegar que hubo entre ellos profundasdesviaciones dogmáticas. Su largaestancia en Oriente los había puesto encontacto con ciertos ritos de la primitivareligión cristiana, con la religiónislámica que ellos combatían, y con lastradiciones esotéricas del antiguoEgipto. La acusación de brujería,idolatría y de prácticas demoníacas seoriginó, por una confusión muy habitualen la inquisición medieval, a causa desus ceremonias de iniciación.

El caso de los Templarios nosinteresaría menos si no tuvieraprolongaciones en la historia del mundo

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moderno. Es sabido que la Orden delTemple, inmediatamente después de sudestrucción, fue reorganizada en formade sociedad secreta internacional, yconocemos los nombres de los grandesmaestres secretos hasta el siglo XVIII.Los Templarios son el origen de lascofradías, institución que aún subsiste.Necesitaban obreros cristianos en suslejanas encomiendas y los organizaronde acuerdo con su propia filosofía,dándoles una regla llamada “deber”.Estos obreros que no llevaban espada,vestían de blanco. Participaron en lascruzadas y edificaron, en el MedioOriente, formidables ciudades según lo

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que se llama en arquitectura “aparejo delos cruzados”. Adquirieron en esoslugares métodos de trabajo heredados dela antigüedad que sirvieron en Europapara levantar las iglesias góticas. EnParís, los cofrades vivían dentro delrecinto del Temple o en el barriovecino, donde disfrutaban de“franquicias” y que siguió siendodurante quinientos años el centro de losobreros iniciados.

La Orden del Temple, por medio delas cofradías, se relaciona con losorígenes de la masonería, en la queencontramos huellas de sus ceremoniasde iniciación y sus emblemas, que no

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sólo pertenecen a las antiguascompañías de obreros, sino que también,hecho mucho más sorprendente, se venen los muros de ciertas tumbas dearquitectos del antiguo Egipto. Todohace pensar, pues, que los ritos,emblemas y procedimientos de trabajode ese período de la Edad Media fueronintroducidos en Europa por losTemplarios.)

Por un exceso de crueldad o deescarnio, se veía encerrado, lo mismo élque los principales dignatarios, en lassalas bajas, transformadas en cárcel dela torre mayor del palacio del Temple,¡en su propia casa matriz!

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—¡Y fui y quien hizo construir estatorre! —murmuró el gran maestre,colérico, golpeando la muralla con elpuño.

Su gesto le arrancó un grito; se habíaolvidado de que tenía el pulgardestrozado por las torturas. ¿Pero quélugar de su cuerpo no se habíaconvertido en una llaga o en asiento deun dolor? La sangre circulaba mal porsus piernas y sentía calambresdesesperantes desde que lo habíansometido al suplicio de los borceguíes.Con las piernas atadas a unas tablas,había sentido hundírsele en las carneslas uñas de roble sobre las cuales sus

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torturadores golpeaban con mazos,mientras la voz fría, insistente, deGuillermo de Nogaret, guardasellos delreino, lo apremiaba a confesar. ¿Peroconfesar qué…?, y se habíadesvanecido.

Sobre su carne lacerada, desgarrada,la suciedad, la humedad y la falta dealimentos, hicieron su obra.

Había padecido también,últimamente, el tormento de la garrucha,tal vez el más espantoso de todos losque sufriera. Ataron a su pie derecho elpeso de ochenta kilos y por medio deuna cuerda y de una polea, lo izaron, ¡aél, a un anciano!, hasta el techo. Y

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siempre con la voz siniestra deGuillermo de Nogaret: “Vamos, messire,confesad…” Y como se obstinara ennegar, tiraron de él una y otra vez, másfuerte y más rápido, del suelo a labóveda. Sintiendo que sus miembros sedesgarraban, que le estallaba el cuerpo,comenzó a gritar que confesaría, sí,todo, cualquier crimen, todos loscrímenes del mundo. Sí, los Templariospracticaban la sodomía entre ellos; sí,para entrar en la Orden debían escupirsobre la cruz; sí, adoraban a un ídolocon cabeza de gato; sí, se entregaban ala magia, a la hechicería, al culto deldiablo; sí, malversaban los fondos que

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les habían fomentado una conspiracióncontra el Papa y el rey… ¿Y qué más,qué más?

Jacobo de Molay se preguntabacómo había podido sobrevivir a todoaquello. Sin duda las torturas,sabiamente dosificadas, nunca habíansido llevadas hasta el extremo dehacerle correr peligro de muerte, ytambién porque la constitución de unviejo caballero hecho a la guerra teníamayor resistencia de la que él mismosuponía.

Se arrodilló, con los ojos fijos en elrayo de la luz del respiradero.

—Señor, Dios mío —dijo—, ¿por

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qué pusisteis menos fuerza en mi almaque en mi cuerpo? ¿He sido indigno dedirigir la Orden? No me evitasteis caeren la cobardía, evitad, Señor, que caigaen la locura. Ya no podré resistir muchotiempo, siento que no podré.

Hacía siete años que estabaencadenado; sólo salía de la prisiónpara ser arrastrado ante la comisióninquisidora y sometido a toda clase deamenazas de legistas y presiones deteólogos. Con semejante trato, no era deextrañar que temiera volverse loco. Amenudo había intentado domesticar unapareja de ratones que acudía todas lasnoches a roer los restos de su pan.

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Pasaba de la cólera a las lágrimas; de lacrisis de devoción, al deseo deviolencia; del enervamiento, a la furia.

—¡Lo pagarán! —se repetía—. ¡Lopagarán!

¿Quién debía pagar? Clemente,Guillermo, Felipe, el Papa, elguardasellos, el rey… Morirían. Molayno sabía cómo, pero seguramente enmedio de atroces sufrimientos. Tendríanque expiar sus crímenes. Remachaba sincesar los tres nombres aborrecidos.Todavía de rodillas y con la barbaalzada hacia el tragaluz, el gran maestresuspiró.

—Gracias, Señor, Dios mío, por

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haberme dejado el odio. Es la únicafuerza que me sostiene.

Se incorporó con esfuerzo y volvióal banco de piedra empotrado en elmuro, que le servía de asiento y delecho.

¿Quién hubiera imaginado quellegaría a ese extremo?

Su pensamiento lo llevabacontinuamente hacia su juventud, haciael adolescente que fuera cincuenta añosatrás, cuando descendió por las laderasde su Jura natal para correr granaventura.

Como todos los segundones de lanobleza, había soñado con vestir el

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largo manto blanco con la cruz negra queera el uniforme de la Orden del Temple.El solo nombre de Templario evocabaentonces exotismo y epopeya; los navíoscon las velas henchidas singlando haciaOriente sobre el mar azul, las cargas algalope en las arenas, los tesoros deArabia, los cautivos rescatados, lasciudades tomadas y saqueadas, lasfortalezas gigantescas. Se decía tambiénque los Templarios tenían puertossecretos donde embarcaban haciacontinentes desconocidos…

Jacobo de Molay había realizado susueño; había navegado y había habitadofortalezas rubias de sol, había marchado

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orgullosamente a través de ciudadeslejanas, por calles perfumadas deespecias e incienso, vestido con elsoberbio manto, cuyos pliegues caíanhasta las espuelas de oro.

Había ascendido en la jerarquía dela Orden mucho más de lo que nunca sehabría atrevido a esperar, sobrepasandotodas las dignidades, hasta que por finsus hermanos lo eligieron paradesempeñar la suprema función de granmaestre de Francia y de Ultramar, almando de quince mil caballeros.

Todo para concluir en aquel sótano,en aquella podredumbre y desnudez.Pocos destinos mostraban tan prodigiosa

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fortuna seguida de tan grandecadencia…

Jacobo de Molay, con ayuda de uneslabón de su cadena, trazaba en eltabique del muro vagos diseños quefiguraban las letras de “Jerusalem”,cuando oyó pesados pasos y ruido dearmas en la escalera que descendía hastasu calabozo.

La angustia volvió a oprimirlo, peroesta vez con motivo. La puerta rechinóal abrirse y, detrás del carcelero, Molaydistinguió a cuatro arqueros con túnicade cuero y la pica en la mano. Delantede sus caras el aliento formaba tenuesnubecillas de vapor.

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—Venimos en vuestra busca,messire —dijo el jefe del pelotón.

Molay se levantó sin decir palabra.El carcelero se acercó, y con

grandes golpes de martillo y buril hizosaltar el pasador que unía la cadena alas anillas de hierro, que aprisionabanlos tobillos del prisionero.

Este ajustó a sus hombrosdescarnados su manto de gloria, ahorasimple harapo grisáceo cuya cruz negrase deshacía en girones sobre la espalda.

Luego se puso en marcha. Aún lerestaba a aquel anciano agotado,tambaleante, cuyos pies entorpecidospor el peso de los hierros subían los

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escalones de la torre cierta apostura deljefe guerrero que, desde Chipre,mandaba a todos los cristianos deOriente.

“Señor Dios mío, dadme fuerzas —murmuraba en su fuero íntimo. Sólo unpoco de fuerza.” Para encontrarla ibarepitiendo los nombres de sus tresenemigos Clemente, Guillermo,Felipe…

La bruma colmaba el vasto patio delTemple, encapuchaba las torrecillas delmuro exterior, se deslizaba entre lasalmenas y acolchaba la aguja de la graniglesia de la Orden.

Un centenar de soldados con las

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armas en el suelo se hallaban reunidosalrededor de una carreta abierta ycuadrada.

De más allá de las murallas llegabael rumor de París y, algunas veces, elrelincho de un caballo cruzaba los airescon desgarradora tristeza.

En medio del patio, messire Alán dePareilles, capitán de los arqueros delrey, el hombre que asistía a todas lasejecuciones, que acompañaba a loscondenados hacia los juicios y al palodel tormento, caminaba con paso lentoimpasible el rostro, con expresión defastidio. Sus cabellos de color de acerole caían en cortos mechones sobre la

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frente cuadrada. Llevaba cota de malla,espada al cinto y sostenía su casco bajoel brazo.

Volvió la cabeza al oír que salía elgran maestre, y éste al verlo, sintió quepalidecía, si aún era capaz de palidecer.

Por lo general no se desplegabatanto aparato para los interrogatorios;nunca había carretas ni hombresarmados. Algunos guardias del rey ibanen busca de los acusados para pasarlosen una barca al otro lado del Sena,comúnmente a la caída de la tarde.

—Entonces, ¿es cosa juzgada? —preguntó Molay al capitán de losarqueros.

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—Lo es, messire —respondió éste.—¿Sabéis cuál es el fallo, hijo mío?

—dijo Molay, tras breve vacilación.—Lo ignoro, meciere. Tengo orden

de conduciros a Notre Dame paraescuchar la sentencia.

Hubo un silencio, y luego Jacobo deMolay volvió a preguntar:

—¿En qué día estamos?—Hoy es lunes, después de san

Gregorio.La fecha correspondía al 18 de

marzo de 1314. (El calendario utilizadoen la Edad Media no era el mismo quese emplea actualmente y variaba en losdistintos países. En Alemania, España,

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Suiza y Portugal, el año oficialempezaba el día de Navidad; enVenecia, el 1° de marzo; en Inglaterra,el 25 de marzo; en Roma, tanto el 25 deenero como el 25 de marzo; en Rusia,en el equinoccio de primavera.)

En Francia el año oficial comenzabapor Pascua. Esta singular costumbre detomar una fecha móvil como punto departida del año (llamado método dePascuas, método francés o métodoantiguo) determinaba que los añostuvieran una duración variable, entretrescientos treinta o cuatrocientos días.Algunos años tenían dos primaveras,unas el comienzo y otra al final.

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Este método antiguo es fuente deinnumerables confusiones y de grandesdificultades para establecer una fechaexacta.

De acuerdo con el antiguocalendario, el final del proceso de losTemplarios tuvo lugar en 1313, puestoque Pascua el año 1314 cayó el 7 deabril.

Hacia 1564, durante el reinado deCarlos IX, penúltimo rey de la dinastíade los Valois, fue fijado el primero deenero como fecha de comienzo del año.Rusia adoptó el “método nuevo” en1725, Inglaterra en 1752, y Venecia, laúltima en adoptarlo, lo hizo después de

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ser conquistada por Bonaparte. (Lasfechas de este relato corresponden,naturalmente, al “método nuevo”.)

“¿Me llevan hacia la muerte?” —sepreguntaba Molay.

De nuevo se abrió la puerta de latorre y, escoltados por guardias,hicieron su aparición otros tresdignatarios de la Orden, el visitadorgeneral, el preceptor de Normandía y elcomandante de Aquitania.

También ellos tenían cabellosblancos, blancas barbas hirsutas ypárpados entornados sobre enormesórbitas; sus cuerpos flotaban embutidosen los mantos harapientos.

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Durante unos instantespermanecieron inmóviles, parpadeandocomo grandes pájaros nocturnosdeslumbrados por la luz del día.

El primero en precipitarse paraabrazar al gran maestre, enredándose ensus cadenas, fue el preceptor deNormandía, Godofredo de Charnay. Unalarga amistad unía a ambos. Jacobo deMolay había apadrinado en su carrera aCharnay, diez años más joven que él, enquién veía a su sucesor.

Una profunda cicatriz cortaba lafrente de Charnay. Era una huella deantiguo combate, en el que un golpe deespada le había desviado también la

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nariz. Aquel hombre rudo de rostrocincelado por la guerra hundió la frenteen el hombro del gran maestre paraocultar sus lágrimas.

—Animo, hermano mío, ánimo —dijo éste, estrechándole en sus brazos—.Animo, hermanos míos—repitió luego alabrazar a los otros dos dignatarios.

Se acercó un carcelero.—Messire, tenéis derecho a ser

desherrados —dijo.El gran maestre separó las manos

con gesto amargo y fatigado.—No tengo el denario —respondió.Pues para que les quitaran las

argollas a cada salida los Templarios

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debían pagar un denario de la cantidadque se les destinaba para pagar lainnoble pitanza, el jergón de la celda yel lavado de la camisa. ¡Otra crueldadsupletoria de Nogaret, muy acorde consus procedimientos! Eran inculpados, nocondenados, tenían pues derecho a unaindemnización por su mantenimiento;pero estaba calculada de tal forma queayunaban cuatro días de cada ocho,dormían sobre piedra y se pudrían en lasuciedad.

El preceptor de Normandía sacó deun viejo bolso de cuero que pendía de sucintura los dos denarios que le quedabany los arrojó al suelo, uno para sus

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hierros y otro para los del gran maestre.—¡Hermano! —exclamó Jacobo de

Molay, intentando impedírselo.—Para lo que nos va a servir… —

repuso Charnay—. Aceptadlos,hermano; no veáis en ello ningún mérito.

—Si nos deshierran, puede serbuena señal —dijo el visitador general—. Tal vez el Papa haya intercedido pornosotros.

Los pocos dientes y rotos que lequedaban le hacían emitir un silbido alhablar, y tenía las manos hinchadas ytemblorosas.

El gran maestre se encogió dehombros y señaló los cien arqueros

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alineados.—Preparémonos a morir, hermano

—respondió.—Ved lo que han hecho —gimió el

comandante de Aquitania, recogiendo sumanga.

—Todos hemos sido torturados —respondió el gran maestre.

Desvió la mirada, como lo hacíasiempre que se le hablaba de torturas.Había cedido y firmado confesionesfalsas y no se lo perdonaba.

Con los ojos recorrió el inmensorecinto, sede y símbolo del poderío delTemple.

“Por última vez” —pensó.

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Por última vez contemplaba aquelformidable conjunto, con su torreón, suiglesia, sus edificios, casas, patios yhuertos, verdadera fortaleza en plenoPar í s . (El palacio del Temple, susanexos, sus “cultivos” y las callesvecinas formaban el barrio del Templeque aún conserva este nombre. En lamisma gran torre que sirvió decalabozo a Jacobo de Molay fueencarcelado Luis VI, cuatro siglos ymedio después. Sólo salió de allí parair a la guillotina. La torre desaparecióen 1811.)

Era allí donde los Templarios,desde hacía siglos, habían vivido,

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orado, dormido, juzgado, organizado ydecidido sus lejanas expediciones; enese torreón había sido depositado eltesoro del reino de Francia, confiado asu cuidado y administración. Allí habíanhecho su entrada, después de lasdesastrosas expediciones de san Luis yla pérdida de Palestina y de Chipre,arrasando en pos de sí sus escuderos,los mulos cargados de oro, los corcelesárabes y los esclavos negros.

Jacobo de Molay volvía a reviviraquel retorno de vencidos, queconservaba aún aire de epopeya.

“Nos habíamos vuelto inútiles y nolo sabíamos —pensaba el gran maestre

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—. Seguíamos hablando de cruzadas yde reconquistas… Tal vezconservábamos demasiada altanería yprivilegios, sin que nada lo justificara.”

De milicia permanente de laCristiandad se habían convertido enbanqueros omnipotentes de la Iglesia dela realeza. Cuando uno tiene muchosdeudores, adquiere rápidamenteenemigos.

¡Ah, la maniobra real había sidobien llevada! El drama se inició el díaen que Felipe el Hermoso pidió ingresara la Orden, con la evidente intención deconvertirse en gran maestre. El cabildohabía respondido con una negativa

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tajante y sin apelación.“¿Me equivoqué? —se preguntaba

Jacobo de Molay por centésima vez—.¿No fui demasiado celoso de miautoridad? No, no podía proceder deotra manera; nuestra regla eraterminante: ningún príncipe soberanopodía gozar de mando en nuestraOrden.”

El rey Felipe jamás había olvidadoaquella insultante repulsa. Comenzó aactuar con astucia, y siguió colmando defavores y de pruebas de amistad aMolay. ¿Acaso el gran maestre no erapadrino de su hija Isabel? ¿No era, porventura, el sostén del reino?

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Pero pronto el tesoro real fuetransferido del Temple al Louvre. Almismo tiempo, se inició una sorda yvenenosa campaña de denigracióncontra los Templarios. Se decía, y sehacía decir en los lugares públicos y enlos mercados, que especulaban con lacosecha y que eran responsables delhambre; que pensaban más en acrecentarsu fortuna que en reconquistar el SantoSepulcro de mano de los paganos. Comousaban el rudo lenguaje de la milicia, seles tildaba de blasfemos. Se inventó laexpresión “Jurar como Templario.” Yde la blasfemia y la herejía sólo hay unpaso. Se decía que tenían costumbres

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contrarias a la naturaleza y que susesclavos negros eran hechiceros…

“Claro que no todos nuestroshermanos olían a santidad y que amuchos la inactividad les perjudicaba.

Se decía, sobre todo, que durante lasceremonias de recepción obligaban a losneófitos a renegar de Cristo a escupirsobre la Cruz y que se les sometía aprácticas obscenas.

Con el pretexto de acallar estosrumores, Felipe había propuesto al granmaestre, por el honor de la Orden,iniciar una investigación.

“Y acepté —pensaba Molay—. Fuidespreciablemente engañado… me

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mintieron.”Pues un cierto día del mes de

octubre de 1307… ¡Ah, cómo recordabaMolay aquel día!… “Era un viernes día13… La víspera, todavía me abrazaba yme llamaba su hermano, otorgándome elprimer lugar en el entierro de su cuñada,la emperatriz de Constantinopla…”

El viernes 13 de octubre de 1307, elrey Felipe, mediante una gigantescaredada policial preparada con muchaanticipación, hacía detener al alba atodos los Templarios de Francia, bajoinculpación de herejía, en nombre de laInquisición. Y el mismo Nogaret habíavenido a apresar a Jacobo de Molay y a

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los ciento cuarenta caballeros de la casamatriz.

El grito de una orden hizosobresaltar al gran maestre. MessireAlán de Pareilles hacía alinearse a susarqueros. Se había puesto el yelmo; y unsoldado sostenía su caballo y lepresentaba el estribo.

—Vamos —dijo el gran maestre.Los prisioneros fueron empujados

hacia la carreta. Molay subió primero.El comandante de Aquitania, el hombreque había rechazado a los turcos en SanJuan de Arce no salía de suaturdimiento; fue preciso izarlo. Elhermano visitador movía los labios

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hablando a solas sin cesar. Cuando aGodofredo de Charnay le llegó el turnode subir, un perro invisible comenzó aaullar del lado de los establos.

Luego, tirada por cuatro caballos ala pesada carreta se puso enmovimiento.

Se abrió el gran portal y se elevó uninmenso clamor.

Varios cientos de personas, todoslos habitantes del barrio del Temple yde los barrios vecinos se apretujabancontra las paredes. Los arqueros de lavanguardia tuvieron que apelar a golpesde pica para abrirse camino.

—¡Paso a la gente del rey! —

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gritaban los arqueros.Alán de Perilles dominaba el

tumulto, erguido en su cabalgadura y consu sempiterna expresión impasible yceñuda.

Pero al aparecer los Templarios,cesó el clamor en el acto. Ante elespectáculo de aquellos cuatro hombresviejos y desencarnados, que lassacudidas de la carreta lanzaban unoscontra otros, los parisienses tuvieron unmomento de mudo estupor, deespontánea compasión.

Luego se oyeron gritos de: “¡Muertea los herejes!”, lanzados por guardiasreales mezclados entre la multitud.

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Entonces, aquellos que siempre estándispuestos a apoyar al poderoso ymostrar bravura cuando nada searriesga, iniciaron su concierto de vocesdestempladas:

—¡A la hoguera!—¡Ladrones!—¡Idólatras!—¡Miradlos! ¡Hoy no están tan

orgullosos esos paganos! ¡A la hoguera!Insultos, burlas y amenazas surgían

al paso del cortejo. Pero la furia no erageneral. Gran parte de la multitud seguíaguardando silencio, y ese silencio, porprudente que fuera, no resultaba menossignificativo.

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Pues en siete años el sentimientopopular había cambiado. Se sabía cómohabía sido llevado el proceso. Muchosse habían topado con Templarios a lapuerta de las iglesias, mostrando alpueblo los huesos quebrados en el potrode los tormentos. En varios pueblos deFrancia se había visto morir a loscaballeros por decenas en las hogueras.Se sabía que algunos eclesiásticos sehabían negado a participar en el juicio yque fue necesario nombrar nuevosobispos, como el hermano del primerministro, Marigny, para llevar a cabo latarea. Se decía que el propio PapaClemente V, había cedido contra su

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deseo, porque estaba en manos del rey ytemía padecer la misma suerte de supredecesor, el Papa Bonifacio,abofeteado en su trono. Además, enaquellos años, el trigo no se habíavuelto más abundante, el pan se habíaencarecido, y era preciso admitir quelos Templarios no tenían la culpa.

Veinticinco arqueros, con el arco enbanderola y la pica al hombro,marchaban delante de la carreta,veinticinco más iban a cada lado, y otrostantos cerraban el cortejo.

“¡AH, si aún nos quedara un ápicede fuerza en el cuerpo!”, —pensaba elgran maestre. A los veinte años hubiera

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saltado sobre un arquero, le habríaarrancado la pica y hubiera intentadoescapar o bien habría luchado hastamorir.

Detrás de él, el hermano visitadormurmuraba entre sus dientes rotos:

—No nos condenarán. No puedocreer que nos condenen. Ya no somospeligrosos.

El comandante de Aquitania, enmedio de su atontamiento murmuraba:

—¡Qué agradable es salir! ¡Quéagradable, respirar aira fresco! ¿Verdad,hermano?

El preceptor de Normandía posó lamano sobre el brazo del gran maestre.

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—Messire —dijo en voz baja—,veo que en medio de la multitud algunasgentes lloran y otras de persignan. Noestamos solos en nuestro calvario.

—Esas gentes puedencompadecernos; pero no pueden hacernada por salvarnos —respondió Jacobode Molay—. No. Busco otras caras.

El preceptor comprendió a quéúltima e insensata esperanza se aferrabael gran maestre. Sin proponérselotambién se dedicó a escrutar la multitud.Pues un cierto número de caballeros delTemple había escapado de la redada de1307. algunos se refugiaron en losconventos, otros se enclaustraron y

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vivían en la clandestinidad, ocultos en lacampiña y en los pueblos; otros huyerona España, donde el rey de Aragón,negándose a cumplir las imposicionesdel rey de Francia y del Papa, reconociósus encomiendas a los Templarios yfundó con ellos una nueva Orden. Yrestaban, por fin, aquellos que, despuésde un juicio ante los tribunalesrelativamente clementes, fueronconfiados a la custodia de losHospitalarios. Muchos de esoscaballeros seguían vinculados entre sí ymantenían una especie de red secreta.

Y Jacobo de Molay se decía que telvez…

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Tal vez habían preparado unaconspiración… tal vez en la esquina deBlancs-Manteaux, o en la calle de laBretonnerie, o del claustro de SaintMerry, surgiera un grupo de hombres,que, sacando sus armas de debajo de lascotas, se abalanzara sobre los arqueros;mientras otros, apostados en lasventanas, arrojarían proyectiles. Uncarro, lanzado al galope, podríabloquear el paso y acabar de sembrar elpánico…

“Mas, ¿por qué habrían de hacernuestros antiguos hermanos tal cosa? —pensó Molay—. ¿Para liberar a su granmaestre que los ha traicionado, que ha

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renegado de la Orden, que ha cedido alas torturas…?

No obstante, se obstinaba enobservar a la multitud lo más lejosposible; pero sólo distinguía a padres defamilia con sus niños sobre los hombros,niños que más tarde cuando se mentaradelante de ellos a los Templarios, sólorecordarían a cuatro ancianos barbudosy temblorosos rodeados de soldadoscomo públicos malhechores.

El visitador general seguíamurmurando para sí, y el vencedor deSan Juan de Arce no cesaba de repetir loagradable que era dar un paseo por lamañana.

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El gran maestre sintió que seformaba en su interior la misma cólerasemidemente que lo asaltaba confrecuencia en la prisión, haciéndolegritar y golpear los muros. Seguramenteejecutaría un acto de violencia. No sabíaqué… pero sentía la necesidad derealizarlo.

Admitía su muerte casi como unaliberación, mas no acertaba a moririnjustamente y mucho menos,deshonrado. El prolongado hábito de laguerra agitaba por última vez su sangrede anciano. Quería morir combatiendo.

Buscó la mano de Godofredo deCharnay, su amigo, su compañero, el

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último hombre fuerte que tenía a su lado,y la estrechó.

El preceptor, alzando los ojos, viosobre las sienes hundidas del granmaestre las arterias que latíanserpenteando como azules culebras.

El cortejo llegaba al puente de NotreDame.

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III.- Las nueras delrey

Un sabroso olor a harina tostada, amiel y a manteca perfumaba el aire entorno al azafate de mimbre.

—¡Calientes, barquillos calientes!¡No todos los comerán! ¡Probadlos,burgueses, probadlos!¡Barquilloscalientes! —gritaba el buhonero,accionando detrás del horno al airelibre.

Lo hacía todo a la vez: estiraba lamasa, retiraba del fuego las galletascocidas, devolvía el cambio y vigilaba a

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los pilletes para impedirles sus raterías.—¡Barquillos calientes!Tan atareado estaba que no prestó

atención al cliente cuya blanca manodepositó un denario sobre la tabla, enpago de una delgada galleta. Pero sí sefijó en que la misma mano dejaba elbarquillo, que apenas mostraba la huellade un mordisco.

—¡Mal gusto tiene! —dijo atizandoel fuego—. El se lo pierde: trigocandeal y manteca de Vaugirard…

De pronto se irguió y quedóboquiabierto, con la última palabradetenida en su garganta, al ver a quién sehabía dirigido. Un hombre de elevada

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estatura, de ojos inmensos e inmóviles,que llevaba caperuza blanca y túnicahasta las rodillas…

Antes de que pudiera esbozar unareverencia o balbucir una excusa elhombre de la caperuza se había alejado.El pastelero, con los brazos caídos, lomiraba perderse entre la multitud,mientras la hornada de barquillosamenazaba quemarse.

Las calles que comprendían elmercado de la ciudad, según decían losviajeros que habían recorrido África yOriente, se parecían mucho en esostiempos al zoco de una ciudad árabe.Igual bullicio incesante, iguales tiendas

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minúsculas pegadas unas a otras, igualesolores a grasa cocida, especias u cuero,igual parsimonia de los compradores yde los mirones, que a duras penas seabrían paso. Cada calle, cada callejóntenía su especialidad, su oficioparticular; aquí los tejedores, cuyaslanzaderas corrían sobre los telares enla trastienda; allí los zapateros,claveteando sobre las hormas de hierro;más lejos los guarnicioneros tirando delas leznas, y los carpinteros moldeandopatas de banquetas.

Había la calle de los pájaros, de lashierbas, de las legumbres, y la de losherreros, cuyos martillos resonaban

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sobre los yunques. Los orfebres seagrupaban a lo largo del muelle delmismo nombre, trabajando en torno desus pequeños braceros.

Estrechas franjas de cielo asomabanentre las casas hechas de madera y deargamasa, con las fachadas tan próximasque de una ventana a otra era fácil darsela mano. Por todas partes el pavimentoestaba cubierto de un fango maloliente,por el cual la gente, según su condiciónsocial, arrastraba los pies descalzos, lassuelas de madera o los zapatos de cuero.

El hombre de altos hombros ycaperuza blanca seguía avanzandolentamente por entre la turba, con las

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manos a la espalda, despreocupado, alparecer, de los empellones que recibía.Por otra parte, muchos le cedían el pasoy lo saludaban. Respondía entonces conun leve movimiento de cabeza. Teníafigura de atleta; sus cabellos rubios, másbien rojos, sedosos, terminados porrizos que le caían casi hasta loshombros, enmarcaban su rostro regular,impasible, de una rara belleza de rasgos.

Tres guardias reales, vestidos deazul y llevando colgado del brazo elbastón terminado por la flor de lis,insignia de su cargo, seguían al paseantea cierta distancia sin perderlo de vistajamás, deteniéndose cuando él de

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detenía y reanudando la marcha almismo tiempo que él. (Los guardias(sergents en el original) eranfuncionarios subalternos encargadosde diferentes tareas de orden público yde la ejecución de la justicia. Su misiónse confundía con la de los hujieres(guardianes de las puertas) y la de losmaceros. Entre sus atribuciones secontaba la de preceder o escoltar alrey, los ministros, los miembros delParlamento y profesores de laUniversidad.

La vara de los actuales agentes depolicía francesa tiene su remoto origenen el bastón de los guardias de antaño.

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Así como la maza que llevan losmaceros en las ceremoniasuniversitarias.

En 1254 había sesenta guardias deeste género adscritos a la policía deParís.)

De pronto, un joven de jubón ceñido,arrastrado por tres grandes lebreles quellevaba atados a una correa, desembocóde una callejuela lateral y vino a chocarcontra él, derribándolo casi. Los perrosse enredaron y comenzaron a ladrar.

—¡Fijaos por donde camináis! —gritó el joven, con marcado acentoitaliano—. ¡Poco faltó para que meatropellarais los perros! Me habría

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gustado que os hubieran mordido.Dieciocho años a lo sumo, bien

moldeado a pesar de su pequeña talla,de ojos negros y fina barbilla, plantadoen medio del callejón, levantaba la vozpara hacerse el hombre.

Mientras desenredaba la traíllacontinuó:

—Non si puo vedere un cretinopeggiore…(No se puede ver un cretinomayor)

Pero ya lo rodeaban los tresguardias reales. Uno de ellos lo tomópor el brazo y le murmuró un nombre aloído. Al instante, el joven se quitó elgorro y se inclinó con grandes muestras

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de respeto.Se formó un pequeño grupo.—En verdad, unos perros muy

hermosos, ¿de quién son? —dijo elpaseante, midiendo al muchacho con susojos inmensos y fríos.

—De mi tío, el banquero Tolomei…para serviros —respondió el joven,inclinándose de nuevo.

Sin decir más, el hombre de lacaperuza blanca siguió su camino.Cuando se hubo alejado, así como susguardias reales, la gente rodeó al jovenitaliano. Este no se había movido dellugar y parecía digerir mal suequivocación. Hasta los perros se

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mantenían expectantes.—¡Vedlo, ya no está orgulloso! —se

decían unos riendo.—¡Por poco no derriba al rey, y

encima casi lo insulta!—Puedes irte preparando para

dormir esta noche en la cárcel,muchacho, con treinta latigazos en elcuerpo.

El italiano hizo frente al coro demirones:

—¿Y qué queríais? Jamás la habíavisto. ¿Cómo podía reconocerlo?Además, sabed, burgueses, que vengo deun país donde no hay rey que nos hagapegarnos a las paredes. En mi ciudad de

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Siena, cada uno puede ser rey a sudebido momento. ¡Si alguien quiere algode Guccio Baglioni, no tiene más quedecirlo!

Había lanzado su nombre como undesafío. La orgullosa susceptibilidad delos toscanos ensombrecía su mirada. Enla cintura levaba una daga cincelada.Nadie insistió; el joven hizo chasquearlos dedos para despabilar a los perros yprosiguió su camino, menos seguro de loque pretendía, preguntándose si sutontería no le acarrearía molestasconsecuencias.

Pues acababa de atropellar al propiorey Felipe. El soberano, a quien nadie

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igualaba en poderío, solía pasearse porsu ciudad, como un simple burgués,informándose acerca de los precios,gustando las frutas, tanteando telas,escuchando las opiniones de la gente…Le tomaba el pulso a su pueblo. Losforasteros que ignoraban quién era, sedirigían a él para pedirle una simpleinformación. Cierto día, un soldado lodetuvo para reclamarle la paga. Tanavaro de palabras como de dinero, erararo que, a cada salida, pronunciara masde tres frases o gastara más de tresmonedas.

El rey pasaba por el mercado decarnes cuando la campana mayor de

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Notre Dame comenzó a sonar, al mismotiempo que se elevaba un gran clamor.

—¡Ahí vienen! ¡Ahí vienen!El clamor se acercaba. La turba se

agitó y las gentes comenzaron a correr.Un obeso carnicero salió de detrás

de un mostrador, cuchillo en mano,gritando:

—¡Muerte a los herejes!Su mujer le asió de la manga, y le

dijo:—¡Herejes? ¡No más que tú!

¡Quédate aquí haciendo tu oficio, quemás te conviene, gran holgazán!

Se trabaron de la lengua; y enseguida se formó un corro en torno a

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ellos.—¡Confesaros delante de los jueces!

. seguía diciendo el carnicero.—¿Los jueces? —replicó alguien—.

Siempre hacen igual. Juzgan por la bocade los que pagan.

Todo el mundo comenzó a hablar ala vez.

—Los Templarios son unos santos.Siempre practicaron la caridad.

—Bien estaba sacarles el dinero;pero no atormentarlos.

—El rey era su principal deudor;acabados los Templarios, acabada ladeuda.

—El rey ha hecho bien.

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—El rey o los Templarios —dijo unaprendiz—, lo mismo da. Que los lobosse devoren entre sí; así no nos devorarána nosotros.

En este momento una mujer sevolvió, palideció, e indicó a los demásque se callaran. Felipe el Hermosoestaba detrás de ellos y los observabacon su mirada inmóvil y glacial. Losguardias se habían acercado a él,dispuestos a intervenir. En un instante elgrupo se dispersó y sus componentessalieron a escape, exclamando a grandesvoces:

—¡Viva el rey! ¡Mueran los herejes!El semblante del rey no había

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cambiado de expresión. Se diría que nohabía oído nada. Si sorprender a lagente le causaba placer lo mantenía ensecreto.

El clamor crecía sin cesar. Elcortejo de los Templarios asomaba porel extremo de la calle, el rey, por elespacio abierto entre las casas, pudo verdurante unos instantes al gran maestre.De pie en la carreta, junto a sus trescompañeros, se mantenía erguido; ¡suaspecto era de mártir pero no devencido!

Dejando que la turba se precipitara acontemplar el paso del cortejo, Felipe elHermoso, con su mismo paso tranquilo,

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regresó a palacio por callesbruscamente vacías.

Bien podía el pueblo refunfuñar unpoco y el gran maestre erguir su viejocuerpo quebrado. Dentro de una horahabría terminado, y la sentencia, engeneral, sería bien recibida. Dentro deuna hora quedaría colmada y rematadala obra de siete años.

El Tribunal Episcopal se habíapronunciado: los arqueros erannumerosos, las guardias vigilaban lascalles. Dentro de una hora el caso de losTemplarios sería borrado de los asuntospúblicos, y el poder real resultaríaacrecentado y reforzado.

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“Incluso mi hija Isabel estaríasatisfecha. He atendido a su súplica y hecontentado a todo el mundo; pero ya eratiempo de acabar con esto”, se decía elrey Felipe.

Regresó a su morada por la GaleríaMerciere.

El palacio, arreglado cien veces, enel transcurso de los siglos, sobre viejosfundamentos romanos, acababa de serrenovado totalmente por Felipe yconsiderablemente agrandado.

Corrían tiempos de reconstrucción, ylos príncipes rivalizaban en ese punto.Lo que se estaba haciendo enWestminster había sido terminado ya en

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París.De los antiguos edificios sólo quedó

la Sainte Chapelle, construida por suabuelo san Luis. El nuevo conjunto de laCité, con sus grandes torres blancasreflejándose en el Sena, era imponente,macizo, ostentoso.

Aunque Felipe era muy cuidadosocon los gastos menores, no tacañeabacuando se trataba de afirmar la pujanzadel Estado. Pero como no despreciabael menor provecho, había concedido alos merceros, mediante el pago de unabuena renta, el privilegio de vender enla gran galería del palacio, llamada poresa razón Galería Merciere, después

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Galería Marchande. (Esa concesión,hecha a algunas corporaciones demercaderes, de vender en la moradadel soberano o en sus cercanías,parece porvenir de Oriente. EnBizancio, los mercaderes de perfumesgozaban del derecho de levantartiendas frente a la entrada del palacioimperial, pues sus esencias era la cosamás agradable que pudiera llegarhasta las narices del “Basileus”.)

Este inmenso vestíbulo alto y anchocomo una catedral de dos naves,provocaba la admiración de losvisitantes. Sendos pilares servían depedestal a las cuarenta estatuas de los

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reyes que se habían sucedido en el tronodel reino de los francos, desdeFaramundo y Moroveo. Frente a laestatua de Felipe el Hermoso se habíalevantado la de Enguerrando deMarigny, coadjutor y rector y rector delreino, el hombre que había inspirado ydirigido las obras.

La galería, abierta para todos, sehabía convertido en lugar de paseo, decitas de negocios y de encuentrosgalantes. Uno podía hacer allí suscompras y codearse al mismo tiempocon príncipes. Allí se decidía la moda.La multitud deambulaba incesantementeentre los azafates de los vendedores,

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bajo las grandes estatuas reales.Bordados, encajes, sedas, terciopelos yrasos; pasamanería, artículos de aderezoy pequeña joyería se amontonaban allí,tornasolaban y refulgían sobre losmostradores de encina, cuya trampa sequitaba por la tarde o se ponían sobremesas de caballetes, o se colgaban enpértigas. Damas de la corte, burguesas ysirvientas iban de un escaparate a otro.Era un hervidero de discusiones,regateos, parloteos y risas, dominadotodo por la charlatanería de losvendedores para cerrar el trato.

Abundaban los acentos extranjeros,sobre todo los de Italia y de Flandes.

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Un mozo flacucho ofrecía pañuelosbordados, dispuestos sobre unaharpillera de cáñamo en el mismo suelo.

—¡Ah, hermosas damas! —exclamaba—, ¿no os apena sonaros conlos dedos o las mangas, cuando existenpreciosos pañuelos ideados para tal fin,que podéis anudar graciosamentealrededor de vuestro brazo o de vuestralimosnera?

Poco más allá, otro entretenedorhacía juegos malabares con bandas deencajes de Malinas y las alzaba tan altoque sus blancos arabescos rozaban lasespuelas de Luis el Gordo.

—¡Lo regalo, lo doy! A seis

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denarios la pieza. ¿Quién de vosotras notiene seis denarios par hacerse pechosprovocativos?

Felipe el Hermoso atravesó laGalería en toda su extensión. La mayoríade los hombres se inclinaban a su paso,y las mujeres esbozaban una reverencia.Sin darlo a entender, al rey le placía esaanimación y las muestras de deferenciaque recibía.

La grave campana de Notre Dameseguía tañendo; pero su sonido llegabaallí atenuado y disminuido.

Al final de la galería, no lejos de lagran escalinata, había un grupo de trespersonas, dos mujeres muy jóvenes y un

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mozalbete, cuya belleza, presencia yprestancia atraían la discreta atención delos paseantes.

Las muchachas eran dos de lasnueras del rey, a quienes el pueblollamaba “las hermanas de Borgoña”. Separecían poco. Juana, la mayor, casadacon el hijo segundo de Felipe elHermoso, tenía apenas veinte años. Eraalta, esbelta y de cabellos de color entrecastaño y ceniciento, con porte un pocoestudiado y grandes ojos oblicuos comode lebrel. Vestía con sobria simplicidad,casi rebuscada. Aquel día llevaba unlargo vestido de terciopelo gris claro,con mangas ajustadas, sobre el cual

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lucía una sobrevesta bordeada dearmiño hasta las caderas.

Su hermana Blanca, esposa deCarlos de Francia, el menor de lospríncipes reales, era más pequeña, mástorneada, más sonrosada, másespontánea. A sus dieciocho añosconservaba todavía los hoyuelos de laniñez en las mejillas. Tenía cabellos deun rubio cálido, ojos de color castañoclaro, muy brillantes; y sus dientes eranpequeños y transparentes. Vestirserepresentaba para ella más una pasiónque un juego. Se entregaba a ello concierta extravagancia que no siempre erade buen gusto. En la frente y en el

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cuello, las mangas y la cintura, exhibíala mayor cantidad de alhajas posible.Sus vestidos estaban siempre bordadoscon hilos de oro y perlas. Pero teníatanta gracia, y parecía tan contenta de símisma que se le perdonaba de buengrado esta tonta profusión.

El joven que estaba con lasprincesas vestía como un oficial de casasoberana.

Había una cuestión en este pequeñogrupo sobre un asunto de cinco días, quese discutía a media voz con tendencia aagitación. “¿Acaso es razonableatormentarse tanto por cinco días?”,preguntaba la condesa de Piotiers.

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El rey surgió detrás de una columnaque había ocultado su proximidad.

—Buenos días, hijas mías —dijo.Los jóvenes callaron bruscamente.

El hermoso muchacho hizo una profundareverencia y se apartó un paso, con losojos fijos en el suelo. Las dos jóvenes,luego de doblar la rodilla, se quedaronmudas, ruborizadas, un tantoconfundidas. parecían tres personassorprendidas en falta.

—¡Y bien, hijas mías! —agregó elrey—. Se diría que estoy de más envuestra charla. ¿Qué estabais contando?

No le sorprendía la acogida. Estabaacostumbrado a ver a todo el mundo, aun

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a sus familiares más próximos,intimidados con su presencia. Un murode hielo se alzaba entre él y los que lorodeaban. Ya no se sorprendía; pero loapenaba. Sin embargo, creía hacer todolo posible para mostrarse asequible yamable.

Blanca fue la primera en recobrar suaplomo.

—Debéis perdonarnos, sire —dijo—. ¡Pero no es fácil repetir nuestraspalabras!

—¿Por qué eso?—Porque estábamos hablando mal

de vos —respondió Blanca.—¿De verdad? —dijo Felipe, no

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sabiendo si bromeaba.Lanzó una ojeada al muchacho,

quien, un poco apartado, parecíaincómodo, y lo designo con la barbilla.

—¿Quién es ese doncel? —preguntó.—Messire Felipe de Aunay,

escudero de nuestro tío de Valois —respondió la condesa de Poitiers.

El joven volvió a saludar.—¿No tenéis un hermano? —dijo,

dirigiéndose al escudero.—Si, sire. Está al servicio de

monseñor de Poitiers —respondió eljoven Felipe de Aunay, enrojeciendo ycon voz insegura.

—Eso es; siempre os confundo —

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dijo el rey.Luego, volviéndose a Blanca:—¿Y qué decíais de malo, hija mía?—Juana y yo estábamos de acuerdo

en no perdonaros, padre mío, pues vancinco noches seguidas que nuestrosmaridos nos descuidan, ya que losretenéis hasta muy tarde en las sesionesdel consejo o los alejáis por asuntos delreino.

—Hijas mías, hijas mías, ésas noson palabras para decir en voz alta.

Era púdico por naturaleza y se decíaque guardaba absoluta castidad, desdeque había quedado viudo hacía nuevaaños. Pero no podía enojarse con

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Blanca. Su vivacidad, su alegría y suaudacia para decirlo todo, lodesarmaban. Estaba divertido y perplejoa la vez. Sonrió, cosa que raramentesucedía.

—¿Y qué dice la tercera? —Añadió.Aludía a Margarita de Borgoña,

prima de Juana y de Blanca, casada conel heredero del trono, Luis, rey deNavarra.

—¿Margarita? —exclamó Blanca—.Se encierra en su aposento, pone caratriste y dice que sois tan malvado comohermoso.

Otra vez volvió el rey a sentirseindeciso, preguntándose cómo debía

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tomar las últimas palabras. ¡Pero erantan límpidas y tan cándida la mirada deBlanca! Era la única que se atrevía abromear con él, que no temblaba en supresencia.

—¡Pues bien! Tranquilizad aMargarita y tranquilizaos, Blanca; Luis yCarlos os harán compañía esta noche.Hoy es buen día para el reino —dijoFelipe el Hermoso—. No se celebraráconsejo esta noche. En cuanto a vuestroesposo, Juana, que ha ido a Dole y aSalins a vigilar los intereses de vuestrocondado, no creo que tarde más de unasemana.

—Entonces me preparo a festejar su

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vuelta —dijo Juana, inclinando su bellacabeza.

Para el rey Felipe, la conversaciónque acababa de sostener era muy larga.Volvió la espalda bruscamente a susinterlocutores y se alejó sin despedirse,hacia la gran escalera que conducía asus habitaciones privadas.

—¡Uf! —dijo Blanca, con la manosobre el pecho, viéndolo desaparecer—.De buena nos hemos librado.

—Creí desfallecer de miedo —dijoJuana.

Felipe de Aunay estaba rojo hasta laraíz de los cabellos, no ya de confusión,como poco antes, sino de cólera.

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—Gracias por vuestras palabras alrey —dijo secamente a Blanca—. Soncosas muy agradables de oír.

—¿Y qué queríais? —exclamóBlanca. ¿Acaso vos lo hubierais hechomejor? Os quedasteis pasmado ytartamudeante. Se nos vino encima sinque lo notáramos; tiene el oído más finodel reino. Por si había escuchado lasúltimas palabras, era la única manera deengañarlo. En lugar de recriminarmedeberíais felicitarme, Felipe.

—No empecéis de nuevo —dijoJuana—. Caminemos, recorramos lastiendas, dejemos este aire deconspiradores.

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—Messire —prosiguió Juana en vosbaja—, os haré notar que vos y vuestrosestúpidos celos son la causa de todo. Sino os hubierais puesto a gemir tan altopor los sufrimientos que os hace padecerMargarita, no habríamos corrido elriesgo de que el rey nos oyera.

Felipe conservaba su expresiónsombría.

—En verdad —dijo Blanca—,vuestro hermano es más agradable quevos.

—Sin duda lo tratan mejor, de lo queme alegro por él —respondió Felipe—.En efecto, soy un estúpido, al dejarmehumillar por una mujer que me trata

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como un lacayo, que me llama a su lechocuando la vienen ganas, que me alejacuando le pasan, que me tiene díasenteros sin dar señales de vida, y quefinge no conocerme cuando se cruzaconmigo. ¿Cuál es el juego, a fin decuantas?

Felipe de Aunay, escudero demonseñor el conde de Valois, era desdecuatro años el amante de Margarita deBorgoña. La mayor de las nueras deFelipe el Hermoso. Y si osaba hablar detal modo delante de Blanca de Borgoña,esposa de Carlos de Francia, era porqueBlanca era la amante de su hermano,Gualterio de Aunay, escudero del conde

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de Poitiers. Y si podía descararsedelante de Juana, Condesa de Poitiers,era porque ésta, aunque no era amantede nadie, favorecía, un poco porflaqueza y otro poco por diversión, lasintrigas de las otras dos nueras reales,combinando entrevistas y facilitandoencuentros.

Así, en aquel anticipo de primaverade 1314, el día mismo en que losTemplarios iban a ser juzgados, cuandotan grave asunto era la principalpreocupación de la corona, dos hijos delrey de Francia, el Mayor, Luis, y elmenor Carlos, llevaban los cuernos, porobra y gracia de dos escuderos,

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pertenecientes uno a la casa de su tío, elotro a la de su hermano, y todo bajo latutela de su hermana política, Juana,esposa constante, aunque benévolacelestina, que sentía un turbio placerviviendo los amores ajenos.

—En todo caso, nada de torre deNesle esta noche —dijo Blanca.

—Para mí no será distinta de lasanteriores —respondió Felipe de Aunay—. Pero rabio al pensar que hoy, entrelos brazos de Luis de Navarra,Margarita murmurará, sin duda, lasmismas palabras…

—Amigo mío, vais demasiado lejos—dijo Juana con mucha altivez—. Hace

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un momento acusabais a Margarita, sinrazón, de tener otros amantes. Ahoraqueréis impedir que tenga un marido.Los favores que os concede os hacenolvidar quién sois. Creo que mañanaaconsejaré a nuestro tío que os envíe poralgunos meses a su condado de Valois,donde tenéis vuestras tierras, paracalmaros los nervios.

El hermoso Felipe se serenó degolpe.

—¡Ho, señora! ¡Creo que moriría!—murmuró.

Era más seductor de ese modo queencolerizado. Daban ganas de asustarlo,sólo por verle bajar las sedosas

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pestañas y temblar levemente su pálidabarbilla. De pronto se había convertidoen un ser tan desdichado, que ambasmujeres, olvidando su alarma, nopudieron contener una sonrisa.

—Decid a vuestro hermanoGualterio que esta noche suspiraré porél —dijo Blanca con la mayor dulzuradel mundo.

No se podía saber si hablabasinceramente.

—¿No convendría prevenir aMargarita acerca de lo que acabamos deoír? —dijo de Aunay, un tanto vacilante—. En caso de que para esta nochehubiera previsto…

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—Que Blanca haga lo que le parezca—dijo Juana—. No pienso encargarmemás de vuestros asuntos. He sentidodemasiado miedo. Algún día terminarámal y verdaderamente escomprometerme en serio por nada.

—Es cierto que tú no aprovechas lasgangas —dijo Blanca—. Tu marido estáausente con mayor frecuencia que losnuestros. Si Margarita y y tuviéramosesa suerte…

—No encuentro placer alguno enello —replicó Juana.

—O no tienes coraje —dijo Blanca.Es verdad que, aunque lo quisiera,

no tengo tu habilidad para mentir,

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hermana mía. Estoy segura de que metraicionaría en seguida.

Dicho esto, Juana permaneció unosinstantes meditabunda. No, no sentíadeseos de engañar a Felipe de Poitiers,pero estaba cansada de pasar porgazmoña.

—Señora… —dijo Felipe de Aunay—. ¿No podríais encargarme un mensajepara vuestra prima?

Juana miró de soslayo al joven, contierna indulgencia.

—¿No podéis pasaros un día sin vera la bella Margarita? —respondió—.Bien, seré buena, compraré algunaalhaja para ella y se la llevaréis de mi

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parte. Pero es la última vez.Se acercaron a una parada. En tanto

que las dos mujeres elegían, y Blancaiba derecha a los objetos más caros.Felipe de Aunay pensaba en la súbitaaparición del rey.

“Siempre que me ve, me pregunta minombre —se decía—. Esta es la sextavez. Y nunca deja de aludir a mihermano.”

Sintió una sorda aprensión y sepreguntó por qué el rey le inspirabatanto pavor. Sin duda, era su mirada.Aquellos grandes ojos inmóviles y deextraño color, entre gris y azul pálido,semejantes al hielo de los estanques en

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las mañanas de invierno, ojos que unono cesaba de ver durante horas enteras,luego de cruzarse con ellos.

Ninguno de los tres jóvenes habíanotado la presencia de un hombre de altaestatura, con botas rojas, parado en lagran escalinata, que los vigilaba hacíaunos instantes.

—Felipe, no llevo bastante dinero,¿quieres pagar?

Las palabras de Juana arrancaron aFelipe de sus reflexiones. El jovenobedeció en el acto. Juana había elegidopara Margarita un cinturón de terciopelocon aplicaciones de filigrana de plata.

—¡Oh, querría uno igual! —dijo

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Blanca.Pero tampoco ella tenía dinero, y

Felipe debió pagar.Siempre sucedía lo mismo cuando

las acompañaba. Ellas prometíandevolverle el dinero cuanto antes, peropronto lo olvidaban y él era demasiadogalante para recordárselo.

—Cuidado, hijo mío —le habíadicho su padre, el señor de Aunay—.Las mujeres más ricas son las máscostosas.

Bien lo sabía su bolsillo. Mas no leimportaba. Los Aunay eran ricos y susposesiones en Vémars y de Aunay-les-Bondy, entre Pontoise y Luzarchez, les

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proporcionaban una buena renta.Ya tenía su pretexto para correr al

palacio de Nesle, donde vivían el rey yla reina de Navarra, al otro lado del río.Cruzando el puente de San Miguel, elcamino era cosa de minutos.

Saludó a las dos princesas y salió dela Galeria Merciere.

El señor de las botas rojas lo siguiócon la mirada, mirada de cazador. EraRoberto de Artois, llegado hacía unosdías de Inglaterra. Pareció reflexionar;luego bajó la escalinata, y a su vez, salióa la calle.

Fuera, la campana de Notre Damehabía enmudecido. Sobre la isla de la

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Cité reinaba un silenciodesacostumbrado, impresionante. ¿Quépasaba en Notre Dame?

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IV.- Notre Dame erablanca

Los arqueros habían formado cordónpara mantener a la multitud alejada delatrio. En todas las ventanas se apiñabancabezas de curiosos.

La bruma se había disipado y un solpálido alumbraba las blancas piedras deNotre Dame de París. El edificio habíasido terminado hacía sólo setenta años yse trabajaba continuamente paraembellecerlo. Poseía aún el brillo de lonuevo, y la luz acentuaba el arco de susojivas, el encaje del rosetón central y

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hacía resaltar el hormigueo de estatuasbajo los pórticos.

Se había hecho retroceder hasta lascasas a los vendedores de aves queofrecían su mercadería todas lasmañanas, frente a la iglesia. El cacareode las aves que se ahogaban en lasjaulas desgarraba el silencio, elagobiante silencio que acababa desorprender al conde de Artois al salir dela Galería Merciere.

El capitán Alán de Pareilles semantenía inmóvil, frente a sus arqueros.

En lo alto de las gradas queconducían al atrio, estaban en pie loscuatro Templarios, de espaldas a la

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multitud y de cara al TribunalEclesiástico, instalado entre los abiertosbatientes del gran portal. Obispos,canónigos y clérigos, se sentabanalineados en dos filas.

La gente señalaba con curiosidad alos tres cardenales, espacialmenteenviados por el Papa. Aquellosignificaba que la sentencia sería dadasin apelación ni curso ante la SantaSede. Las miradas se dirigían después aJuan de Marigny, joven arzobispo deSens, hermano del primer ministro,quien había dirigido el caso, junto con elgran inquisidor de Francia.

Una treintena de monjes, con hábito

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pardo unos, y blanco otros, permanecíanen pie, detrás de los miembros delTribunal. El único civil de la asamblea,el preboste de París, Juan Ployebouche,personaje de unos cincuenta años deedad, rechoncho y con el rostrocontraído, parecía poco satisfecho dehallarse allí. Representaba el poder realy era el encargado de mantener el orden.Sus ojos saltaban de la multitud alcapitán de los arqueros y de éste aljoven arzobispo de Sens.

El sol trazaba arabescos con lasmitras, los báculos, la púrpura de lasvestes cardenalicias, el amaranto de losobispos, el armiño y terciopelo de las

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capuchas, el oro de las crucespectorales, el acero de las cotas demalla y de las armas de la tropa. Esecentelleo, ese colorido, todo ese fulgor,hacía más violento el contraste con losacusados, para los cuales de habíamontado aquel gran aparato, cuatroTemplarios harapientos que, apretadosunos contra otros, parecían un grupomoldeado en ceniza.

Monseñor Arnaldo de Auch,cardenal-arzobispo de Albano, primerlegado, leía en pie los considerandosdel juicio. Lo hacía con lentitud yénfasis, escuchándose, satisfecho de símismo y de su lucimiento ante un

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auditorio extranjero. A veces fingíahorrorizarse por la enormidad de loscrímenes que enunciaba. Luegorecobraba su untuosa majestad pararelatar un nuevo cargo, un nuevo delito.

—…Oídos los hermanos Gerardo dePassaje y Juan de Cugny, quienesafirman, igual que muchos más, habersido forzados durante su recepción en laOrden a escupir sobre la Cruz, porquese les decía que era un simple trozo demadera y que el verdadero Dios estabaen el Cielo… Oído el hermano GuyDauphin, a quien se indujo, si uno de sushermanos superiores se sentíaarrebatado por el tormento de la carne y

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quería saciarse con él, a consentir entodo lo que se le pidiera… Oído sobreese punto el señor de Molay, quien eninterrogatorio ha reconocido yconfesado…

La multitud debía hacer esfuerzospara captar las palabras deformadas porel tono enfático. El legado se regodeabacon su lectura. El pueblo comenzaba aimpacientarse.

A casa acusación, falso testimonio oconfusión arrancada por la fuerza,Jacobo de Molay murmuraba para sí:

“Mentira… mentira… mentira…”Lejos de aplcarse, la cólera, que

hiciera presa del gran maestre durante el

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trayecto, crecía sin cesar. En susdescarnadas sienes la sangre batía cadavez con mayor fuerza.

Nada se había producido que vinieraa detener el desarrollo de la pesadilla.Ningún antiguo Templario había surgidode entre la turba.

—…Oído el hermano Hugo dePayraud, quien reconoce haber obligadoa los novicios a renegar de Cristo tresveces seguidas…

Hugo de Payraud era el hermanovisitador. Volvió hacia Jacobo deMolay su rostro dolorido y murmuró:

—Hermano mío… ¿por ventura hedicho y alguna vez semejante cosa?

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Los cuatro dignatarios estaban solos,abandonados del cielo y de los hombres,presos como en gigantescas tenazas,entre las tropas y el tribunal, entre lafuerza real y la fuerza de la Iglesia.Cada palabra del cardenal legadoestrechaba el cerco.

¿Cómo no habían comprendido loscomisiones inquisidoras a pesar de quese les había explicado mil veces, que laprueba de negación era impuesta a losnovicios para asegurarse de su actitud sicaían prisioneros de los musulmanes yeran obligados a abjurar?

El gran maestre sentía un loco deseode saltar el cuello del prelado,

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abofetearlo, tirar al suelo su mitra yestrangularlo. Además, no solamentehubiera hecho trizas a aquel personaje,sino al joven Marigny, aquel presumidocon mitra que adoptaba lánguidasposturas. Pero por encima de todo,hubiera querido castigar a sus tresverdaderos enemigos, ausentes de laceremonia: el rey, el guardasellos, elPapa…

La rabia de la impotencia hacíadanzar un velo rojo ante sus ojos. Erapreciso que sucediera lago… seapoderó de él un vértigo tan fuerte quetemió desplomarse sobre las losas. Nisiquiera veía que igual furia dominaba a

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Charnay y que la cicatriz del preceptorde Normandía se había vuelto muyblanca en medio de la frente carmesí.

El legado hizo una pausa en sudeclamación. Bajó el largo pergamino,inclinó ligeramente la cabeza a derechae izquierda hacia sus asesores, luegoacercó de nuevo el pergamino a susojos, y sopló como para quitar una motade polvo. Después reanudó la lectura:

—…Y considerando que losacusados lo han confesado y reconocido,los condenamos a prisión y al silenciopor el resto de sus días, a fin de queobtengan la remisión de us faltas por laslágrimas del arrepentimiento. In nomine

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Patris…El legado hizo lentamente la señal

de la cruz y se sentó, lleno de soberbia,enrollando el pergamino queinmediatamente tendió a su clérigo.

La turba quedó perpleja. Después desemejante enunciado de crímenes, eratan lógico esperar la pena de muerte,que la condena a prisión perpetua, consus cadenas y su régimen de pan y agua,parecía una sentencia benigna.

Felipe el Hermoso había medidobien el golpe. La opinión públicaadmitiría sin objeciones, casiplácidamente, ese punto final de unatragedia que la había sacudido durante

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siete años.El primer legado y el joven

arzobispo de Sens cambiaron unaimperceptible sonrisa de connivencia.

—Hermanos míos —tartamudeó elhermano visitador general—. ¿He oídobien? ¡No nos matan! ¡Nos concedenperdón!

Sus ojos estaban llenos de lágrimas;sus manos hinchadas temblaban y suboca de dientes rotos se abría como sifuera a reír.

El espectáculo de aquella alegríaespantosa fue la causa de todo.

De pronto, tronó una voz desde loalto de las gradas:

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—¡Protesto!Sonó tan potente, que nadie pensó,

en primer momento, que pudierapertenecer al gran maestre.

—¡Protesto contra esa sentenciainicua y afirmo que los crímenes que nosatribuyen son imaginarios! —gritóJacobo de Molay.

Un inmenso suspiro se elevó de lamultitud. El Tribunal se inquietó. Loscardenales se miraban estupefactos.Nadie esperaba eso. Juan de Marigny sepuso en pie de un salto. ¡Adiós posturaslánguidas! Estaba lívido, tenso,temblaba de cólera.

—¡Mentís! —gritó al gran maestre

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—. ¡Confesasteis ante la comisión!Instintivamente, los arqueros

apretaron sus filas, aguardando unaorden.

—¡No soy culpable —prosiguióJacobo de Molay—, sino de habercreído a vuestros embustes, amenazas ytormentos! ¡Afirmo ante Dios que nosescucha, que la Orden es inocente ysanta!

Y, en efecto, Dios parecía oírle. Suspalabras lanzadas hacia el interior de lacatedral, repercutían en las bóvedas yvolvían en forma de eco, como si otravoz más poderosa, desde el fondo de lanave, repitiera sus palabras.

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—¡Confesasteis la sodomía! —gritóJuan de Marigny.

—¡En el tormento! —replicó Molay.“…En el tormento”, repitió la voz,

que parecía nacer en el tabernáculo.—¡Confesasteis la herejía!—¡En el tormento!“…En el tormento”, repitió el

tabernáculo.—¡Lo retiro todo! —dijo el gran

maestre.“…Todo…”, respondió como trueno

la catedral entera.Un nuevo interlocutor se unió a este

extraño diálogo. Godofredo de Charnay,el preceptor de Normandía, apostrofaba

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al arzobispo de Sens:—¡Abusasteis de nuestro

desfallecimiento! —decía—. Somosvíctimas de vuestras intrigas y devuestras falsas promesas. ¡Vuestro odioy vuestra sed de venganza nos hanperdido! Pero y afirmo, ante Dios, quesomos inocentes, y los que dicen otracosa mienten como bellacos.

Entonces se desató el tumulto. Losmonjes, desde detrás del tribunal,comenzaron a proferir grandes voces:

—¡Herejes! ¡A la hoguera! ¡Al fuegolos herejes!

Pero su clamor fue ahogado bienpronto. Con ese impulso generoso que

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pone al pueblo al lado del más débil ydel valor en desgracia, la turba, en sumayoría tomaba partido por losTemplarios. Mostraban el puño en alto alos jueces. De todos los rincones de laplaza llegaban alaridos. Aullaba la genteen las ventanas; aquello amenazabaconvertirse en un motín.

A una orden de Alán de Pareilles, lamitad de los arqueros se había formadoen cadena, dándose el bazo para resistira la presión de la multitud, mientras losotros, pica en ristre les hacían frente.

Los guardianes reales golpeaban adiestro y siniestro en medio del gentío,con sus bastones de las flores de lis. Las

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jaulas habían sido volteadas y las aves,pisoteadas, dejaban escapar estridentescacareos.

El tribunal estaba en pie,desconcertado. Juan de Marigny discutíacon el preboste de París.

—No importa lo que hagáis,monseñor, pero ¡haced algo! —decía elpreboste—. Hay que detenerlos. Nosarrollarán. No conocéis a losparisienses cuando se irritan.

Juan de Marigny, extendiendo elbrazo, alzó su cayado episcopal para dara entender que iba a hablar. Pero nadiequería escucharlo. Lo abrumaban ainsultos.

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¡Torturador! ¡Falso obispo! ¡Dios tecastigará!

—¡Hablad, monseñor, hablad! —loapremiaba el preboste.

Temía por su puesto y su pellejo;recordaba los motines de 1306, durantelos cuales fueron saqueadas las casas delos burgueses.

—¡Declaramos relapsos (El término“relapso” ,del latín re-lapsus, recaído,se aplicaba a los inculpados querecaían en la herejía después de habermanifestado pública abjuración) a losdos condenados! —exclamó elarzobispo, forzando inútilmente la voz—. Han reincidido en sus herejías; han

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rechazado la justicia de la iglesia; laIglesia los rechaza y los remite a lajusticia del rey.

Sus palabras se perdieron en mediode la batahola. Luego, como unabandada de enloquecidas gallinas, elTribunal penetró en Notre Dame, cuyoportal fue cerrado al instante.

A una señal del preboste a Alán dePareilles, un grupo de arqueros seprecipitó a los peldaños, otros trajeronla carreta, y a golpes de mangos de pica,los condenados fueron obligados a subira ella. Se dejaban llevar con grandocilidad. El gran maestre y elpreceptor de Normandía se sentían a la

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vez exhaustos y en calma. Por finestaban en paz consigo mismos. Losotros dos nada comprendían.

Los arqueros abrieron paso a lacarreta, en tanto que el prebostePloyebouche daba instrucciones a susguardias para que despejaran la plazacuanto antes. Dio media vuelta,completamente desbordado.

—¡Conducid los prisioneros alTemple! —gritó Alán de Pareilles—.Yo corro a avisar al rey.

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V.- Margarita deBordoña, reina de

Navarra

Entretanto, Felipe de Aunay habíallegado al palacio de Nesle. Le habíanpedido que aguardara en la antecámarade las habitaciones de la reina deNavarra. Los minutos no acababan depasar, y Felipe se preguntaba siMargarita se hallaría con algúnimportuno o simplemente se complacíaen hacerlo languidecer. Hubiera sidomuy propio de ella. Y tal vez, después

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de una hora de pisotear, levantarse ysentarse, oiría decir que no podíarecibirlo. Su irritación iba en aumento.

Cuatro años atrás, cuandoempezaron sus relaciones, no habríaprocedido de ese modo. O quizá sí. Yano lo recordaba. En el entusiasmo de laincipiente aventura en la que la vanidadcontaba tanto como el amor, de buenagana hubiera caminado cinco horas a lapata coja para ver a su amante desdelejos, o para rozarle los dedos u oír unsusurro que significara la promesa deotra entrevista.

Los tiempos habían cambiado. Lasdificultades que son aliciente de un

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naciente amor resultan intolerablescuando han transcurrido cuatro años; y amenudo la pasión muere por lo mismoque la provocó. La perpetuaincertidumbre de las citas, lasentrevistas postergadas, las obligacionesde la corte, a todo lo cual se sumabanlas rarezas de Margarita, habíanimpulsado a Felipe a una exasperaciónque sólo expresaba con sus reproches ysu cólera.

Margarita parecía tomar las cosasmuy de otro modo. Saboreaba el dobleplacer de engañar al marido y deatormentar al amante. Pertenecía a esaclase de mujeres que sólo renuevan su

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deseo ante el espectáculo de lossufrimientos que inflingen, hasta que esemismo espectáculo las hastía.

No pasaba día sin que Felipe sedijera que un gran amor no prospera enel adulterio; ni un solo día dejaba deprometerse que terminaría con aquellarelación tan hiriente. Pero era débil ycobarde, se encontraba aprisionado.Semejante al jugador que se empeña ensalvar su pérdida, perseguía sus sueñosde antaño, su vano presente, su tiempoperdido, su dicha pasada. No teníacoraje para levantarse de la mesa ydecir: “Ya he perdido bastante.”

Y allí estaba, transido de tristeza y

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despecho, aguardando que se dignaranhacerlo entrar.

Para distraer su impaciencia, mirabael ir y venir de los palafreneros en elpatio de palacio, quienes sacaban loscaballos para llevarlos a apacentar en elpequeño Pré-aux-Clercs, y a loscargadores que traían cuartos de reses yfardos de verdura.

El palacio de Nesle se componía dedos edificios unidos pero distintos; elpalacio propiamente dicho, de recienteconstrucción y la torre un siglo másantigua, que formaba parte del sistemade defensas construidas bajo Felipe-Augusto. Felipe el Hermoso había

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comprado el conjunto de la edificación,seis años atrás, al conde Amaury deNesle, y los otorgó como residencia a suhijo mayor, el rey de Navarra. (La torreder Nesle, antes torre de Hamelin, porel nombre del preboste de París queimpulsó su construcción, y el palaciode Nesle ocupaban el actualemplazamiento del Instituto de Franciay el de la Moneda.

El jardín limitaba a poniente con lamuralla de Felipe-Augusto, cuyo foso,llamado por esta parte “foso de Nesle”,sirvió de trazado a la calle de Mazarino.El conjunto fue dividido en Gran Nesle,Pequeño Nesle y Mansión Nesle.

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Posteriormente, se construyeron sobresus diversas partes, los palacios deNevers, de Guénégaud, de Conti y de laMoneda. La torre no fue destruida hasta1663, para la construcción del ColegioMazarino o de las Cuatro Naciones,adscrito al Instituto desde 1805.)

Entonces la torre había sidoutilizada como sala de guardias yalmacén. Margarita la hizo arreglar yamueblar para ella, según manifestaba,para retirarse allí algunas veces ydedicarse a la oración. Afirmaba quetenía necesidad de soledad, y como lasabía de carácter fantasioso, Luis deNavarra no se asombró por ello. Pero en

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realidad sólo había querido ese arreglopara poder recibir con mayortranquilidad al apuesto Aunay.

Esto llenó de inigualable orgullo asu amante. Por amor a él una reina habíatransformado una fortaleza en cámara deamor.

Y cuando el hermano mayor deFelipe, Gualterio de Aunay, se convirtióen el amante de Blanca, la torre sirvióigualmente de secreto asilo a la nuevapareja. El pretexto resultaba fácil:Blanca venía a visitar a su prima yhermana política: Margarita sólo queríaque la dejaran ser complaciente ycómplice.

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Pero ahora, mientras Felipecontemplaba la enorme torre sombría,de techo almenado, ventanas estrechas yaltas, que dominaba el río, no podíamenos de preguntarse si otros hombresno pasarían con su amante las mismasnoches turbulentas… ¿Acaso noautorizaban la duda esos cinco días sindar señales de vida, cuando todo seprestaba a un encuentro?

Se abrió una puerta y una camareralo invitó a seguirla. Esta vez estabadecidido a no dejarse embaucar. Lacamarera lo precedió por un largocorredor y luego desapareció. Felipeentró en una habitación baja de techo

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atestada de muebles, donde flotaba unpersistente perfume que conocía muybien. Era una esencia de jazmín que losmercaderes recibían de Oriente.

Felipe necesitó algunos minutos paraacostumbrarse a la penumbra y al calordel ambiente. Un gran fuego ardía en lachimenea de piedra.

—Señora… —dijo.Una voz surgió del fondo del cuarto,

un poco ronca, como adormecida.—Acercaos, messire.¿Se atrevía a recibirlo en su cuarto,

sin testigos? Al instante se viotranquilizado y decepcionado: la reinade Navarra no estaba sola. Medio oculta

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por las cortinas del lecho bordaba unadama de compañía, con el mentón y elcabello aprisionados por las blancastocas de viuda. Margarita estaba echadaen la cama, vestida con un largo ropajede casa con vueltas de piel, que dejabaver sus pies desnudos, pequeños yregordetes. Recibir a un hombre con talatuendo y en tal postura ya constituía, depor sí, una audacia.

Felipe se adelantó y adoptó un tonocortesano, desmentido por su rostro,para enunciar que la condesa de Poitierslo enviaba en busca de noticias de lareina de Navarra, y le transmitía, juntocon un presente, sus cariñosos saludos.

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Margarita lo escuchó sin hacermovimiento no volver los ojos.

Era pequeña, de cabellos negros yde tez ambarina. Se decía que tenía elcuerpo mas hermoso del mundo, y porcierto, no era ella la última en hacerlosaber.

Felipe contemplaba aquella bocaredonda, sensual, la barbilla cortapartida por un hoyuelo, la carnosagarganta que el amplio escote dejaba ala vista, los brazos plegados y haciaarriba descubiertos por la generosa sisa.Felipe se preguntaba si Margarita noestaría completamente desnuda bajo laropa de la cama.

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—Dejad el presente sobre la mesa—dijo Margarita—. Lo veré en seguida.

Se desperezó, bostezó, y Felipe viola lengua rosada, el paladar y losdientecillos blancos; bostezaba a lamanera de los gatos.

Ni una sola vez había vuelto los ojoshacia él. Por el contrario, se sentíaobservado por la dama de compañía. Élno conocía, entre las acompañantes deMargarita, aquella viuda de largo rostroy penetrante mirada. Hizo un esfuerzopara contener su irritación, que crecíapor momentos.

—¿Debo llevar —preguntó— algunarespuesta a madame de Poitiers?

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Margarita se dignó por fin a mirar aFelipe. Tenía unos ojos admirables,oscuros y aterciopelados, queacariciaban las cosas y las personas.

—Decid a mi hermana política dePoitiers… —comenzó.

Felipe, que había cambiado de lugar,con nervioso ademán indicó a margaritaque despidiera a la vieja. PeroMargarita no parecía comprender.Sonreía, aunque no a Felipe; sonreía alvacío.

—O mejor, no —continuó—. Leescribiré un mensaje que vos leentregaréis.

Luego sse dirigió a la dama de

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compañía:—Bien está por hoy. Es tiempo de

que me vista. Id a preparar mis ropas.La vieja dama pasó al cuarto

contiguo, pero dejó la puerta abierta.Margarita se levantó, dejando ver

una bella, tersa rodilla y al pasar junto aél le dijo, con un hilo de voz:

—Te amo.—¿Por qué hace cinco días que no te

he visto? —preguntó él de la mismamanera.

—¡Qué hermosura! —exclamóMargarita extendiendo el cinturón que lahabía traído—. Juana tiene un gustoexquisito! ¡Cómo me deleita este

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presente!—¿Por qué no te he visto? —repitió

Felipe, en voz baja.—Me vendrá de maravilla para mi

nueva escarcela —replicó Margaritacasi gritando—. Señor de Aunay,¿podéis esperar a que escriba unaspalabras de agradecimiento?

Se sentó en una mesa, tomo unapluma de ganso y un trozo de papel (Elpapel de algodón, que se considera uninvento chino, en un principio“pergamino griego” porque losvenecianos descubrieron su uso enGrecia, hizo su aparición en Europahacia el siglo X. El papel de lino (o de

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trapo) fue importado, poco después, porlos sarracenos de España. Las primerasfábricas de papel fueron establecidas enEuropa durante el siglo XIII. Porrazones de conservación y resistencia, elpapel no se utilizaba jamás endocumentos oficiales, pues éstos debíansoportar “sellos colgantes”). Hizo aFelipe señal de que se acercara, y éstepudo leer en el papel. “¡Prudencia!”

Luego gritó a la dama de la piezacontigua:

—¡Señora de Comminges, id enbusca de mi hija! No le he dado un besoesta mañana.

La dama de compañía se alejó.

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—La prudencia —dijo entoncesFelipe— es pretexto para alejar a unamante y acoger a otro. Yo se bien queme mentís.

Ella tenía una expresión de lasitud yde enervamiento.

—Y y creo que no comprendéisnada. Os ruego que seáis más prudenteen vuestras palabras y miradas. Cuandolos amantes comienzan a reñir o acansarse traicionan su secreto ante losque los rodean. ¡Dominaos!

Margarita no decía esto sin motivo.Hacía días que sentía a su alrededor unasombra de sospecha. Luis de Navarrahabía aludido a los éxitos de ella y a las

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pasiones que levantaba; bromas demarido en las que la risa sonaba ahueco. ¿Habría notado alguien lasimpaciencias de Felipe? Margaritaestaba tan segura como de sí misma delportero y de la camarera de la torre, doscriados que había traído de Borgoña y aquienes aterrorizaba y cubría de oro almismo tiempo. Pero nadie está cubiertode una imprudencia de palabras. Y luegoaquella señora de Comminges, que lahabía puesto para complacer a monseñorde Valois, correteando por todas partescon su triste ropaje…

—¿Confesáis, pues, que estáiscansada? —dijo Felipe de Aunay.

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—Sois fastidioso, ¿sabéis? —declaró Margarita—. Se os ama ytodavía gruñís.

—Pues bien, esta noche no tendréocasión de fastidiaros —respondióFelipe—. No se celebra consejo. Elpropio rey nos lo ha dicho, de modo quepodéis satisfacer cómodamente avuestro marido.

De no haber estado ciego de cólera,Felipe habría comprendido, por la caraque ella puso, que nada tenía que temerpor ese lado.

—¡Y y me dedicaré a cualquierramera! —agregó.

—¡Muy bien! —dijo Margarita—.

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Así podréis luego contarme como lohacen esas mujeres. Me gustará.

Su mirada se había iluminado: sepasaba por los labios la punta de lalengua, irónica.

“¡Zorra!, ¡zorra!, ¡zorra!” pensabaFelipe. No sabía cómo tomarla; todoescurría sobre ella como el agua sobreel cristal.

Margarita se acercó a un cofreabierto y sacó un bolso que Felipe no lehabía visto nunca.

—Me irá a las mil maravillas —dijoMargarita pasando el cinturón por losanillos de oro y contemplándose, con elbolso en la cintura, ante un gran espejo

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de estaño.—¿Quién te ha dado esa escarcela?

—preguntó Felipe.—Es un regalo de…Iba a responder la verdad,

ingenuamente. Pero lo vio tan crispado ylleno de sospechas, que no pudo resistiral deseo de divertirse con él.

—Es un regalo de… alguien —dijo.—¿De quién?—Adivina.—¿Del rey de Navarra?—¡Mi marido no es ten generoso!—¿De quién, entonces?—Adivina.—Quiero saberlo. Tengo derecho a

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saberlo —dijo Felipe, furioso—. Es unregalo de un hombre, de un hombre ricoy enamorado… porque tiene razonespara estarlo.

Margarita continuaba mirándose enel espejo, aplicando la escarcela, oracontra una cadera ora contra la otra, oraen mitad de la cintura, y con estemovimiento a ambos lados descubría ycubría la pierna.

—Fue Roberto de Artois —dijoFelipe.

—¡Oh, messire, me suponéis de muymal gusto! —dijo ella—. Ese rústicoque huele siempre a caza…

—El señor de Fiennes, entonces, que

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os ronda como a todas las mujeres —replicó Felipe.

Margarita ladeó la cabeza y adoptóuna actitud pensativa.

—¿El señor de Fiennes? —dijo—.No había reparado en su interés por mí.Pero puesto que vos lo decís… Graciaspor hacérmelo notar.

—¡Acabaré por enterarme!—Cuando hayáis citado a toda la

corte de Francia…Iba a agregar: “Puede que penséis en

la corte de Inglaterra”, pero se viointerrumpida por el regreso de la señorade Comminges que empujaba delante deella a la princesa Juana. La niñita, de

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tres años, caminaba lentamente,enfundada en un bordado con perlas. Notenía de su madre más que la frenteconvexa, redonda, casi abombada. Peroera rubia, de nariz fina y larga y sedosaspestañas temblorosas, sobre los ojos.Tanto podía ser hija del rey de Navarracomo de Felipe de Aunay. Tampoco eneste punto Felipe pudo saber nunca laverdad. Margarita era demasiado hábilpara traicionarse en un punto tandelicado. Cada vez que Felipe veía a lapequeña, se preguntaba: “¿Será mía?”Recordaba fechas, rebuscaba indicios, ypensaba que más adelante se veríaforzado a inclinarse y a obedecer las

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órdenes de una princesa que tal vez erasu hija y que quizás ascendería a lostronos de Navarra y Francia; pues Luis yMargarita no tenían por el momento otradescendencia.

Margarita alzó a la pequeña Juana yla besó en la frente, comprobando quetenía la carita fresca. Luego la entregó ala dama de compañía, diciendo:

—Ahora que la he besado, podéisllevárosla.

En la mirada de la señora deComminges leyó que no la habíaengañado. “Debo desembarazarme deesta vieja” pensó Margarita.

Entró otra dama preguntando si

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estaba allí el rey de Navarra.—No es en mis aposentos donde,

por lo general, se le encuentra a estashoras —dijo Margarita.

—Lo buscan por todas partes. El reylo llama urgentemente.

—¿Se sabe el motivo? —interrogóMargarita.

—Creí comprender, señora, que losTemplarios rechazaron la sentencia. Elpueblo se agita en torno a Notre Dame yla guardia ha sido redoblada en todaspartes. El rey ha convocado alconsejo…

Margarita y Felipe se miraron. Selas había ocurrido la misma idea, que

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nada tenía que ver con los asuntos delreino. Tal vez los acontecimientosobligarían a Luis de Navarra a pasarparte de la noche en palacio.

—Puede que la jornada no terminede la manera prevista —dijo Felipe.

Margarita lo observó durantealgunos segundos y se dijo que lo habíahecho sufrir bastante. Felipe habíarecobrado su actitud respetuosa ydistante, pero su mirada mendigabafelicidad. Emocionada, Margarita sintióque le renacía el deseo.

—Puede ser, messire —le dijo.Se había restablecido la

complicidad.

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Estrujó el papel en el que habíaescrito: “prudencia”, y lo arrojó al fuegodiciendo:

—Este mensaje no me agrada. Mástarde haré llegar otro a la condesa dePoitiers: espero tener cosas mejores quedecirle. Adiós, messire.

Felipe era al salir una personadistinta de la que entró. Una solapalabra de esperanza le había devueltola confianza en su amante, en sí mismo,incluso en la vida, y el final de lamañana le parecía radiante.

“¡Pero si me ama tanto!… Soyinjusto con ella”, pensaba.

Cuando pasaba por la sala de

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guardia se cruzó con el conde de Artoisque entraba. Se diría que el gigante leseguía la pista. Pero no era así; por elmomento, de Artios tenía otrosproblemas.

—¿Está en casa monseñor el rey deNaverra? —preguntó a Felipe.

—¿Vinisteis a avisarlo?—Sí —respondió Felipe,

instintivamente.Al instante pensó que esa mentira,

fácilmente comprobable, era unatontería.

—Lo busco por el mismo motivo —dijo de Artois—. Monseñor de Valiosquerría hablar con él antes del consejo.

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Se separaro. Este encuentro fortuitopuso en guardia al gigante. “¿Será él?”,pensó de pronto, mientras atravesaba elpatio. Una hora antes había visto aFelipe en la Galería Mereciere, encompañía de Juana y de Blanca. Ahoralo encontraba saliendo de los aposentosde Margarita…

“Este jovencito o le sirve demensajero o es su amante de alguna delas tres. Si es así, no tardaré ensaberlo…”

La señora de Comminges leinformaría. Tenía además un hombreadicto, encargado de vigilar durante lanoche los alrededores de la torre de

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Nesle. Las redes estaban tendidas.¡Tanto peor para el pájaro de lindoplumaje, si se dejaba atrapar!

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VI.- El consejo del rey

Cuando el preboste de París,jadeante, se presentó ante el rey, lo hallóde buen humor, Felipe el Hermoso seencontraba admirando a tres grandeslebreles que acababan de enviarle con lasiguiente carta:

Señor: Un sobrino mío ha venido aconfesarme, muy apenado por su falta,que estos tres lebreles que conducía oshan atropellado a vuestro paso. Aunqueindignos de seros ofrecidos, no es tantomi mérito para conservarlos, puesto quehan tocado a tan alto y poderoso señor.

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Me fueron enviados hace poco deVenecia. Os pido que los recibáis comomuestra de devoción y humildad devuestro servidor.

Spinello TolimeiSienés—Hombre hábil, ese Tolomei —se

dijo Felipe el Hermoso.Aunque tenía por costumbre rechazar

todo presente, no se resistía a aceptaraquellos perros. Sus jaurías eran las másbellas del mundo, y constituía un halagoa su única pasión obsequiarle conanimales tan magníficos como los quetenía adelante.

Mientras el preboste explicaba lo

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sucedido en Notre Dame, Felipe elHermoso seguía acariciando a loslebreles, abría sus fauces para examinarlos blancos colmillos y el negro paladary palpaba sus flancos. Importados deOriente, sin duda.

Entre el rey y los animales,principalmente los perros, nacía enseguida un acuerdo tácito, secreto,misterioso. A diferencia de los hombres,los perros no le temían. El más grandede los lebreles posaba ya, por propiainiciativa, su cabeza sobre las rodillasdel rey y contemplaba al nuevo amo.

—¡Bouville! —llamó Felipe elHermoso.

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Apareció Hugo de Bouville, primerchambelán del rey, hombre de unoscincuenta años de edad, cuyo negrocabello estaba surcado por blancosmechones lo que le daba un curiosoaspecto de tordillo.

—Bouville, reunid inmediatamenteal consejo interno —dijo el rey.

Luego hizo saber al preboste quecualquier disturbio que se produjera enParís significaría su muerte, y lodespidió.

Felipe el Hermoso se quedómeditando en compañía de sus lebreles.

—Entonces, ¿qué vamos a hacer,Lombardo? —dijo acariciando la

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cabeza del gran lebrel, y dándole así sunuevo nombre. Porque todo el mundollamaba Lombardos indistintamente atodos los banqueros o comerciantesoriginarios de Italia. Y como el perroprocedía de uno de ellos, el rey leimpuso este nombre, como cosa natural.

Pronto se halló reunido el consejo,no en la gran Sala de Justicia que podíaalbergar a cien personas y que seutilizaba para los grandes consejos, sinoen una pequeña habitación contigua,donde ardía el fuego en la chimenea.

Entorno a una larga mesa, losmiembros de este restringido consejohabían tomado asiento para decidir la

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suerte de los Templarios. El rey seencontraba a la cabecera, con el codoapoyado en el brazo de su sitial, y labarbilla en la mano. A su derecha tenía aEnguerrando de Marigny, coadjutor yrector del reino, a Guillermo deNogaret, el guardasellos; a Raúl dePresles, presidente del Parlamento deJusticia, y otros tres legistas: GuillermoDubois, Miguel de Bourdenai y Nicolásle Loquetier. A su izquierda se hallabael primogénito, el rey Luis de Navarra, aquien habían encontrado por fin, y Hugode Bouville, el gran chambelán, y elsecretario privado Millard. Dos sitiosquedaban sin ocupar: el del conde de

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Poitiers, que se hallaba en Borgoña y elpríncipe Carlos, hijo menor del rey, quehabía salido de caza por la mañana y alcual aún no habían podido encontrar.Faltaba también monseñor d Valois,enviado a llamar a su palacio, dondedebía de estar intrigando, como siemprehacía antes de cada consejo. El reyhabía decidido comenzar sin él.

Enguerrando de Marigny habló elprimero. Este todopoderoso ministro,todopoderoso por su profundoentendimiento con el soberano, no habíanacido noble. Era un burgués llamado LePortier antes de convertirse en el señorde Marigny. Su prodigiosa carrera la

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valía tanta envidia como respeto, y eltítulo de coadjutor, creado para él loconvertía en la mano derecha del rey.Tenía cuarenta y nueva años, sólidafigura, ancha quijada, piel granulosa yvivía con magnificencia gracias a lainmensa fortuna adquirida. Era elhombre de palabra más hábil en el reinoy poseía una inteligencia política quesobrepasaba a su época.

Pocos minutos le bastaron paraexponer un cuadro completo de lasituación, según los muchos informesrecibidos, entre ellos el de su hermano,arzobispo de Sens.

—La comisión eclesiástica os ha

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remitido al gran maestre y al preceptorde Normandía, sire —dijo—. Os estápermitido disponer de ellos a vuestroantojo, sin atender a ninguna persona nial mismo Papa. ¿Acaso no es lo mejorque podíamos esperar?

Lo interrumpió el ruido de la puertaque se abría. Monseñor de Valois, entrócomo un vendaval. Tras de esbozar unainclinación de cabeza hacia el soberano,y sin preocuparse de averiguar lo que sehabía dicho, el recién llegado gritó:

—¡Qué oigo, hermano? ¿Al señor LePortier de Marigny —recalcaba elapellido Le Portier— le parece que todoha sido para bien? ¡Y bien, hermano

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mío! ¡Con poco se contentan vuestrosconsejeros! ¡Me pregunto cuándohallarán que todo anda mal!

Dos años menor que Felipe elHermoso, parecía el mayor y era tanagitado, como tranquilo el rey. Carlosde Valois, de gruesa nariz y mejillasrubicundas por la vida al aire libre y losexcesos de la mesa, adelantaba elvientre, legítima panza, y vestía consuntuosidad oriental que en cualquierotro hubiera parecido ridícula. Habíasido guapo.

Nacido tan cerca del trono deFrancia, y sin haberse consolado de nohaber ascendido a él, este príncipe

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embrollón había recorrido el universoen incesante búsqueda de otro tronodonde sentarse. Adolescente aún,recibió la corona de Aragón que nopudo conservar. Después intentóreconstruir en provecho propio el reinode Arles. Luego fue candidato alimperio de Alemania, pero fracasó en elintento, viudo de una princesa de Anjou—Sicilia, fue emperador deConstantinopla por su nuevo matrimoniocon Catalina de Courtenay, heredera delimperio latino de Oriente; pero sólonominal, porque el verdaderoemperador Andrónico II Paleólogoreinaba en Bizancio. Ahora mismo, este

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cetro ilusorio, a raíz de haber quedadoviudo nuevamente, se le había escapadode las manos a favor de uno de susyernos, el príncipe de Tarento. Susmejores títulos de gloria eran lacampaña relámpago de Guyena en el 97,y su campaña de Toscana, dondeluchando con los güelfos contra losgibelinos, había devastado a Florencia ydesterrado al poeta Dante. A raíz de susvictoria el Papa Bonifacio VIII lo habíanombrado conde de Romaña. Valoisvivía al estilo de un rey, tenía su corte ysu canciller propio. Detestaba aEngerrando de Marigny por mil razones,por su origen plebeyo, por su título de

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coadjutor, por su estatua colocada con lade los reyes en la Galería Merciere, porsu política hostil a los grandes señoresfeudales, por todo. Valios, nieto de SanLuis, no podía admitir que el reino fueragobernado por un hombre surgido delpueblo. Aquel día vestía de azul y oro,del sombrero a los zapatos.

—Cuatro ancianos medio muertos —reemprendió—, cuyo destino, según noshabían dicho estaba resuelto, ponen enjaque ¡y de qué manera!, a la autoridadreal, y todo anda bien. El pueblo escupesobre el tribunal eclesiástico… ¡Vayatribunal! Reclutado por lascircunstancias, convengamos en ello,

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pero al fin, tribunal de la Iglesia… todoanda bien. La multitud grita: “¡Amuerte!”, pero ¿contra quién? ¡Contralos prelados, contra el preboste, contralos arqueros, contra vos, hermano mío!… y toda va bien. Pues bien, que seaasí. ¡Alegrémonos; todo va bien!

Alzó sus hermosas manos cargadasde sortijas, y se sentó no en su sitioreservado, sino en la primera silla quehalló a mano, al otro extremo de lamesa, para afirmar, con esta lejanía, sudesacuerdo.

Engerrando de Marigny habíapermanecido de pie, con una mueca deironía en la comisura de los labios.

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—Monseñor de Valois debe estarmal informado —dijo tranquilo—. Delos cuatro ancianos que menciona,solamente dos han protestado lasentencia que los condenaba. En cuantoal pueblo, mis informes me aseguran quela opiniones están harto divididas.

—¡Divididas! —gritó Carlos deValois—. Pero ya es un escándalo quepuedan estar divididas. ¿A quién leimporta la opinión del pueblo? A vos,señor de Marigny, y se comprende elmotivo. He aquí el resultado de vuestrohermoso invento de reunir burgueses,villanos y otros patanes para hacerlesaprobar las decisiones del rey. ¡Ahora

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se arrogan el derecho de juzgar!En cualquier tiempo y lugar siempre

han existido dos partidos: el de lareacción y el del progreso. Ambastendencias se enfrentaban en el consejodel rey. Carlos de Valois se considerabajefe natural de los grandes barones.Encarnaba la reacción feudal y suevangelio político defendía ciertosprincipios con ensañamiento: el derechode guerra privada entre los señores, elderecho de los grandes feudatarios (Sellamaba feudatarios a los que tenían unfeudo y debían, por lo tanto, fidelidad yhomenaje al soberano,) de acuñarmoneda en sus territorios, el retorno al

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orden moral y legal de la caballería, y lasumisión a la Santa Sede como supremopoder de arbitraje. Todo ello,instituciones y costumbres heredadas delos siglos pasados pero que Felipe elHermoso, inspirado por Marigny, habíaabolido o pugnaba por abolir.

Enguerrando de Marignyrepresentaba el progreso. Sus grandesideas eran la centralización del poder yde la administración, la unificación de lamoneda, la independencia del podercivil con respecto a la autoridadreligiosa, la paz exterior mediante lafortificación de ciudades estratégicas yde guarniciones permanentes, la paz

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interior por el robustecimiento de laautoridad y del intercambio. Susdisposiciones eran llamadas “lainnovaciones”.

Pero la medalla tenía su reverso:aumento de la fuerza policial constituíaun gasto considerable, lo mismo podíadecirse de la construcción de lasfortalezas.

Combatido de lleno por el poderfeudal, Enguerrando se había esforzadopor dar al rey el apoyo de una clase que,al desarrollarse, adquiría conciencia desu importancia: la burguesía. En variasocasiones difíciles, principalmente apropósito de los conflictos con la Santa

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Sede, había convocado a los burguesesde París, juntamente con los barones yprelados, al palacio de la Cité. Otrotanto había hecho en las ciudades deprovincias. Tenía presente el ejemplo deInglaterra, donde hacia medio siglo yafuncionaba la Cámara de los Comunes.

Claro está que la misión de estasprimeras asambleas francesas no eradiscutir, sino escuchar las razones de lasmedidas adoptadas por el rey yaprobarlas. (A partir de esas asambleasinstituidas por Felipe el Hermoso, losreyes de Francia tuvieron por normarecurrir a consultas nacionales quetomaron más tarde el nombre de Estados

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Generales, de donde surgieron, despuésde 1789, las primeras institucionesparlamentarias)

Por embrollón que fuera Valois, notenía un pelo de tonto. No perdía unasola oportunidad para desacreditar aMarigny. Su oposición, sorda, durantemucho tiempo, se había convertido,desde meses atrás, en abierta lucha.

—Si los altos barones, de los cualessois el más alto, monseñor —dijoMarigny—, se hubieran sometido demejor grado a las ordenanzas reales, nohabríamos tenido necesidad deapoyarnos en el pueblo.

—¡Hermoso apoyo, en verdad! —

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gritó Valois—. ¡Los motines de 1306,cuando el rey y vos mismos debisteisrefugiaros en el Temple… sí, os lorecuerdo, en el Temple… no os hanservido de lección! Vaticino que, antesde mucho tiempo, si continuamos de esemodo, los burgueses prescindirán delrey para gobernar y serán vuestrasasambleas las que redactarán lasordenanzas.

El rey callaba, apoyada la barbillaen la mano y los ojos muy abiertos, fijosdelante de sí. Raramente parpadeaba,sus pestañas permanecían inmóviles porlargo tiempo, y esto confería a su miradala extraña fijeza que amedrentaba a todo

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el mundo.Marigny se volvió havia él como

pidiéndole que usara su autoridad paradetener una discusión que tomaba otrosderroteros.

Felipe el Hermoso, alzandolevemente la cabeza, dijo:

—Hermano mío, hoy se trata de losTemplarios, no de las asambleas.

—Sea —dijo Valois, golpeando lamesa—. Ocupémonos de losTemplarios.

—¡Nogaret! —murmuró el rey.El guardasellos se puso en pie.

Desde la iniciación del consejo ardía enuna cólera que sólo esperaba el

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momento de manifestarse. Fanático delbien público y de la razón de Estado, elcaso de los Templarios era su caso y aél aportaba una pasión sin límites nidescanso. Por otra parte, a ese procesodel Temple debía su alto cargo desde aldramático consejo de 1307 cuandohabiendo rehusado el arzobispo deNarbona, Giles Aycelin, guardasellosreal, sellar la orden de arresto de losTemplarios, Felipe el Hermoso, sindecir palabra, tomó los sellos de manosdel arzobispo para entregarlos aNogaret, haciendo de este legista elsegundo personaje de la administraciónreal. Huesudo, moreno, carilargo, de

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ojos muy juntos, continuamentejugueteaba con sus ropas o se roía lasuñas de sus chatos dedos.

—Señor, la monstruosidad de loocurrido —comenzó diciendo con vozenfática y apresurada— prueba quecualquier indulgencia concedida a lossecuaces del diablo es flaqueza que sevuelve contra vos.

—Es verdad —dijo Felipe elHermoso, volviéndose hacia Valois—.La clemencia que vos me aconsejasteis,hermano mío, y que mi hija me pidiódesde Inglaterra, no han producido buenfruto… Proseguid, Nogaret.

—Se les da a esos canes infectos

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una vida que no merecen, y en lugar debendecir a sus jueces la aprovechanpara insultar en seguida a la Iglesia y alrey. Los Templarios son herejes…

—Eran —subrayó Carlos de Valois.—¿Decíais, monseñor? —preguntó

Nogaret, impaciente.—He dicho eran, messire, pues si la

memoria no me falla, de los miles quecontaban en Francia, y que vos habéisdesterrado, encarcelado, atormentado oquemado, sólo cuatro os restan envuestras manos… bastante molestos, oslo concedo, pues se atreven a proclamarsu inocencia después de un proceso desiete años. Creo que antaño, messire de

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Nogaret, llevabais a cabo vuestra laborcon mayor presteza, pues de un simplemojicón hacíais desaparecer a un Papa.

Nogaret se estremeció, y su tez seoscureció aún más, bajo el pelo azul dela barba. Pues había sido él quien habíaconducido hasta el corazón del Lacio, lasiniestra expedición destinada a deponeral anciano Bonifacio VIII, al final de lacual este Papa de ochenta y ocho añosfue abofeteado, aun con la tiarapontificia. Nogaret fue excomulgado, yse necesitó toda la autoridad de Felipeel Hermoso sobre Clemente V para quele fuera levantada la sanción.

No era muy antiguo este penoso

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suceso, databa solamente de doce años ylos adversarios de Nogaret no perdíanocasión de recordárselo.

—Bien sabemos, monseñor —replico Nogaret—, que siempre habéisapoyado a los Templarios, sin dudacontabais con sus huestes parareconquistar, aun a costa de la ruina deFrancia, ese trono fantasma deConstantinopla en el que al parecer, noos habéis sentado.

Devolvía ultraje por ultraje; su tezrecobró el color.

—¡Truenos! —rugió Valois,incorporándose y derribando su sillón.

Una zarabanda de ladridos que

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surgió de debajo de la mesa hizosobresaltar a todos, excepto a Felipe elHermoso y a Luis, el rey de Navarra,que se reían a carcajadas. Los ladridosprovenían del gran lebrel que el rey deFrancia había retenido a su lado y queaún no estaba acostumbrado a esosarranques.

—Luis, callaos —dijo Felipe elHermoso, clavando una mirada glacialen su hijo.

Luego hizo chasquear los dedos,diciendo: “¡Quieto Lombardo!”, yacercó a su cadera la cabeza del perro.

Luis de Navarra, a quien yaempezaban a llamar Luis Hutin, es decir,

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el Turbulento, Disputador, Confuso; yLuis la Brouille, Enredón, bajó lacabeza para sofocar su risa bobalicona.Tenía veinticinco años, peromentalmente no pasaba de los quince.Tenía algunos rastros de su padre; perosu mirada era débil y huidiza. Suscabellos eran de color desvaído.

—Sire —dijo Carlos de Valoissolemnemente, después de que Bouville,el chambelán, le hubiera alzado la silla—. Dios es testigo de que nunca soñé enotros intereses y otra gloria que losvuestros.

Felipe el Hermoso volvió sus ojoshacia él y Carlos de Valois se sintió

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menos firme en su discurso. Sinembargo, prosiguió:

—En vos únicamente pienso,hermano mío, cuando veo destruiraquello que forjó el poder del reino. Sinel Temple, refugio de la caballería,¿cómo podríais emprender una cruzada,si fuera menester?

Marigny se encargó de responder.—Bajo el sabio gobierno de nuestro

rey —dijo—, no se ha emprendidoninguna cruzada, justamente porque lacaballería estaba tranquila, monseñor, yno fue necesario llevarla allende losmares para que desahogara sus ardores.

—¿Y la fe, messire?

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—El oro rescatado de manos de losTemplarios ha acrecentado másconsiderablemente el Tesoro, monseñor,que el gran comercio que se hacía bajolas oriflamas de la fe. Las mercaderíastambién circulan sin las cruzadas.

—¡Habláis como un descreído,messire!

—¡Hablo como servidor del reino,monseñor!

El rey dio un ligero golpe sobre lamesa.

—Hermano mío —dijo otra vez—,hoy nos ocupamos de los Templarios…Os pido vuestro consejo.

—Mi consejo… ¿mi consejo? —

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repitió Valois, cogido de sorpresa.Se hallaba siempre dispuesto a

reformar el universo, pero nunca a daruna opinión precisa.

—¡Pues bien, hermano mío! Queaquellos que han bien el caso-desaMarigny y a Nogaret-os inspiren elmodo de terminarlo. En cuanto a mí…

E hizo el gesto de Pilatos.El guardasellos y el canciller

cambiaron una mirada.—Luis… vuestro consejo —dijo el

rey.Luis de Navarra se sobresaltó y

tardó un rato en responder.—¿Y si confiamos esos Templarios

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al Papa? —dijo por fin.Callaos—dijo el rey, y cambió con

Marigny una mirada de conmiseración.Devolver al gran maestre al Papa

equivalía a comenzar de nuevo, reabrirla causa en cuanto a fondo y forma,renunciar al desentendimiento tanduramente arrancado a los concilios,anular siete años de esfuerzos, reiniciarlos debates…

“¡Y pensar que ese imbécil, esapobre mente incompetente va asucederme en el trono! —se decíaFelipe el Hermoso—, ¡en fin, esperemosque de aquí a entonces haya madurado!”

un chaparrón de marzo crepitó sobre

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los vidrios reticulados de plomo.—¡Bouville! —llamó al rey.El gran chambelán, todo devoción,

obediencia, fidelidad y afán deagrandar, no tenía espíritu de iniciativa.Como de costumbre, se preguntaba cuálsería la respuesta que Felipe elHermoso desearía escuchar.

—Reflexiono, sire, reflexiono —respondió.

—¿Vuestro consejo, Nogaret? —dijo el rey.

—Que aquellos que han caído en laherejía sufran el castigo de losherejes… y sin dilación —respondió elguardasellos.

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—¿Y el pueblo? —preguntó Felipeel Hermoso dirigiéndose a Marigny.

—Su inquietud casará en cuantodejen de existir los que la causan —dijoel coadjutor.

Carlos de Valois intentó un últimoesfuerzo.

—Considerad, hermano mío, que elgran maestre tenía el rango de príncipesoberano. Tocar su cabeza es atentarcontra el principio que protege lascabezas reales.

La mirada del rey le cortó lapalabra.

Hubo una pausa de pesado silencio.Luego, Felipe el Hermoso pronunció su

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sentencia:—Jacobo de Molay y Godofredo de

Charnay serán quemados esta tarde en elislote de los Judíos, frente al jardín depalacio. La rebelión ha sido pública, elcastigo será también público. Messirede Nogaret redactará el decreto. Hedicho.

Se puso en pie, y todos los presenteslo imitaron.

—Quiero que asistáis al suplicio,señores, y que también esté presentenuestro hijo Carlos. Que se le avise.

Luego llamó:—¡Lombardo!Y salió seguido del perro.

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En este consejo, en el queparticiparon dos reyes, un exemperador,un virrey y muchos dignatarios, dosgrandes señores de la milicia y de laIglesia al mismo tiempo, erancondenados a morir en la hoguera. Peroen ningún momento se tuvo la sensaciónde que se trataba de vidas humanas; soloprincipios.

—Sobrino mío —dijo Carlos deValois a Luis el Turbulento—, hoyhemos asistido al fin de la caballería.

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VII.- La torre delamor

Había caído la noche. La brisa traíaolores de tierra mojada, de fango y desavia, y arrastraba nubarrones negros enel cielo sin estrellas.

Una barca acababa de separarse dela orilla, a la altura de la torre delLouvre, y avanzaba sobre el Sena, cuyasaguas relucían como una vieja corazabien enlustrada.

Dos pasajeros estaban sentados en lapopa, con el rostro hundido en susamplios mantos.

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—¡Qué tiempo éste! —dijo elbarquero que movía lentamente losremos—. Por la mañana se despiertauno con una bruma que no le deja ver nia dos pasos; hete aquí que luego a latercia aparece el sol. Entonces uno sedice: ya está la primavera encima. Nadade eso; empieza a llover y no para hastalas vísperas. Y ahora el viento que selevanta y que a buen seguro va a soplarcon fuerza… ¡Qué tiempo éste!… (En laEdad Media, la designación del tiempoera mucho menos precisa que en laactualidad; se usaba la divisióneclesiástica de: prima, tercia, sexta,nona y vísperas.

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La prima comenzaba hacia las seisde la mañana, con la tercia sedesignaban las horas de la mediamañana. La nona era el mediodía y lamitad de la jornada. Las vísperas (condistinción entre altas y bajas vísperas)indicaban el final del día hasta la puestadel sol.)

—De prisa, buen hombre —dijo unode los pasajeros.

—Se hace lo que se puede. Soyviejo, ¿sabéis? Cincuenta y trescumpliré para San Miguel. No soy fuertecomo vos —respondió el barquero.

Vestía unos harapos y parecíacomplacerse en adoptar un tono

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quejumbroso.A corta distancia, hacia la izquierda,

se veían unas luces saltarinas sobre elislote de los Judíos y, más lejos, lasventanas iluminadas de palacio. Por eselado había gran movimiento de barcas.(Este islote, río abajo en la punta de laisla de la Cité, conocido antiguamentepor isla de las Cabras, se llamódespués isla de los Judíos, a raíz de lasejecuciones de judíos parisienses allíefectuadas.

Unido a otro islote vecino y a la islamisma, para construir el Puente Nuevo,forma hoy el jardín de Vert-Galant.)

—Entonces, ¿no vais a ver cómo se

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asan los Templarios? —prosiguió elbarquero—. Parece que el rey irá consus hijos. ¿Es verdad?

—Así parece —dijo el pasajero.—Y las princesas… ¿estarán

también?—No lo sé…, sin duda —dijo el

pasajero volviendo la cabeza, para der aentender que no le interesaba proseguirla conversación.

Luego se dirigió en voz baja a sucompañero.

—Este hombre no me gusta. Hablademasiado.

El otro pasajero se encogió dehombros con indiferencia y después de

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un momento de silencio, murmuró:—¿Quién te avisó?—Juana, como siempre —respondió

el primero.—¡Querida condesa Juana, cuántos

favores le debemos!A cada golpe de remo se

aproximaba la torre de Nesle, alta molenegra erguida contra el negro cielo.

El mayor de los dos pasajeros posóla mano sobre el brazo de sucompañero.

—Gualterio —murmuró—. Estanoche me siento feliz, ¿y tú?

—Yo también, Felipe me siento agusto.

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Así, hablaban los hermanos deAunay, Gualaterio y Felipe, mientrasacudían a la cita que Blanca y Margaritales habían dado en cuanto se enteraronde que el rey retendría a sus maridosaquella noche. Y la condesa de Piotiers,celestina una vez más, se habíaencargado de transmitir el mensaje.

Felipe de Aunay a duras penascontenía su alegría. Habíase extinguidosu angustia de la mañana y sussospechas le parecían vanas. Margaritalo había llamado; Margarita lo esperaba;en breve la tendría en sus brazos y secomprometía a ser el amante más tierno,el más feliz y ardiente que pudiera

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hallarse.La barca se arrimó al talud sobre el

que se elevaba el enorme muro de latorre. La última crecida del río habíadejado una capa de limo.

El barquero tendió el brazo a los dosjóvenes para ayudarlos a saltar a latierra.

—Entonces, buen hombre, recuerdalo convenido. Nos aguardas sin alejartey sin dejarte ver —dijo Gualterio.

—Toda la vida, si queréis, mi jovenseñor, puesto que me pagáis por ello —respondió el barquero.

—Con la mitad de la noche bastará—dijo Gualterio.

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Le dio una moneda de plata, doceveces el valor del viaje, y le prometióotra para el regreso. El barquero saludócon una profunda reverencia.

Cuidando de no resbalar nienfangarse demasiado, los dos hermanossalvaron la corta distancia que losseparaba de una poterna, a la quegolpearon según una señal convenida.La puerta se abrió.

Una camarera que llevaba un cabode vela en la mano, los hizo pasar, yluego de haber echado el cerrojo, lospresidió por una escalera de caracol.

La gran habitación redonda dondelos hizo entrar sólo estaba iluminada por

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los reflejos de un fuego de leños, en lunachimenea de campana, reflejos que seiban a perder en el entrecruzado de lasojivas del techo.

Al igual que en el cuarto deMargarita, flotaba allí un olor a esenciade jazmín que lo impregnaba todo: lastelas recamadas de oro que cubrían losmuros, los tapices, las rústicas pielesesparcidas sobre los lechos bajos, segúnla moda oriental.

Las princesas no se hallabanpresentes y la criada salió, diciendo queiba a anunciarles su llegada.

Los dos jóvenes se despojaron desus mantos y acercándose a la chimenea,

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extendieron sus manos hacia el calor delas llamas.

Gualterio de Aunay era veinte mesesmayor que su hermano Felipe, al cual seasemejaba mucho, pero era más bajo,más sólido y más rubio. Tenía el cuellogrueso, las mejillas sonrosadas y tomabala vida de manera festiva. No tenía,como su hermano, accesos de pasión ode desánimo. Estaba casado, y bien, conuna Montmorency de la cual tenía y treshijos.

—Siempre me pregunto —dijomientras se calentaba— por qué Blancame ha tomado por amante e incluso porqué ha tomado uno. Lo de Margarita es

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fácil de explicar; basta ver a Luis deNavarra con su mirada gacha, sus pieslerdos y su pecho hundido y mirarte a ti,para comprenderlo al instante. Además,hay otras cosas que nosotros sabemos…

Hacía alusión a ciertos secretos dealcoba, al escaso vigor amoroso deljoven rey de Navarra y al odio sordoque existía entre ambos esposos.

—Pero lo de Blanca no locomprendo —prosiguió Gualterio deAunay—. Su marido es apuesto, más quey… sí. Felipe, no protestes, lo es;Carlos es más guapo, se parece en todoal rey, su padre… La ama y creo que, apesar de todo lo que diga, también ella

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lo ama. Entonces ¿por qué? Aprovechomi suerte, pero no veo la razón. ¿Seráporque no quiere ser menos que suprima?

Se oyó un sordo ruido de pasos ycuchicheos en el corredor que unía latorre con el palacio, y aparecieron lasdos princesas.

Felipe se adelantó hacia Margarita,pero se detuvo. Acababa de ver en lacintura de su amante la escarcela quetanto lo había irritado aquella mañana.

—¿Qué tienes, mi hermoso Felipe?—preguntó Margarita tendiéndole losbrazos y ofreciéndole su boca—. ¿Noeres feliz?

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—Bien sabes que sí —respondió élfríamente.

—¿Qué pasa, ahora? ¿qué nuevamosca…?

¿Lo haces para molestarme? —preguntó Felipe señalando la escarcela.

Ella rió con voz cantarina.—¡Celoso mío! ¡Qué tonto eres y

cuánto me gustas! ¿No has comprendidoque lo hacía por jugar? Pero te la doy, sieso ha de tranquilizarte.

Y desprendió rápidamente laescarcela de su cintura. El joven esbozóun gesto de protesta.

—Mirad este loco —continuó ella—, que se sulfura con la más mínima

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apariencia.Y engrosando la voz, imitaba la

cólera de Felipe:—¡Un hombre! ¿Quién es? ¡Lo

quiero saber!… ¿Es Roberto deArtois…? ¿Es el señor de Fiennes…?

Nuevamente la risa brotó de sugarganta.

—Me la envió una parienta, señordesconfiado, ya que queréis saberlo. YBlanca y Juana recibieron otro igual. Sifuera presente d amor, ¿te lo podríaregalar? Ahora lo es, para ti.

Avergonzado y satisfecho a la vez,Felipe de Aunay admiraba la escarcelaque Margarita le había puesto en las

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manos casi a la fuerza.Volviéndose a su prima, Margarita

agregó:—Blanca, enseña a Felipe tu

escarcela. Y le he dado la mía.Y al oído de Felipe murmuró:—Apuesto que dentro de un

momento, tu hermano habrá recibido elmismo presente.

Blanca se había recostado en uno delos lechos del rincón más oscuro de lapieza; Guelterio estaba a su lado, rodillaen tierra, cubriéndole de besos lagarganta y los manos.

Incorporándose a medias, con vozfatigada y un poco ausente por la espera

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del placer, preguntó:—¿No es muy imprudente, Margarita

lo que has hecho?—No —respondió Margarita—,

nadie lo sabe, y nosotras no lashabíamos llevado todavía. Bastaráadvertir a Juana. Y además, el regalo deuna bolsa ¿no es la mejor manera deagradecer a estos gentiles hombres elservicio que nos hacen?

—Entonces —exclamó Blanca—, noquiero que mi amante sea menos ni vayamenos engalanado que el tuyo.

Y desató su escarcela, que Gualterioaceptó sin muchos miramientos, puestoque su hermano ya lo había hecho.

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Margarita miró a Felipe comodiciendo: “¿No te lo había anunciado?”Felipe sonrió.

Nunca podría descifrarla niexplicarse su conducta. ¿Era la mismamujer que aquella mañana, cruel ucoqueta, se ingeniaba para hacerle morirde celos, y la que ahora, al ofrecerle unregalo de ciento cincuenta libras, seechaba en sus brazos, sumisa, tierna,casi temblorosa?

—Si te amo tanto —murmuró—,creo que es porque no te comprendo.

Ningún otro cumplido podíaproporcionarle mayor placer aMargarita. Se lo agradeció hundiéndole

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los labios en el cuello. Luego se apartóy aguzando el oído dijo:

—¿Oís?, los Templarios. Losconducen a la hoguera.

Con mirada brillante y el rostroanimado por una turbia curiosidad,arrastró a Felipe hasta la ventana, unaalta tronera tallada como embudo en elespesor de los muros, y abrió la estrechavidriera.

Un gran rumor de turba penetró en laestancia.

—¡Blanca, Gualterio, venid a ver!—llamó Margarita.

Pero Blanca respondió con ungemido de gozo:

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—¡Ah, no! No quiero moverme,estoy muy bien.

Entre las dos princesas y susamantes hacia mucho que habíadesaparecido todo pudor y estabanhabituados a entregarse, unos delante deotros, a todos los juegos de la pasión. YBlanca desviaba la mirada y ocultaba sudesnudez en los rincones de la sombra,Margarita por lo contrario,experimentaba doble placer alcontemplar el amor de los demás, asícomo ofrecerse a sus miradas.

Por el momento, a ésta última laretenía el espectáculo que sedesarrollaba en medio del Sena. Allá

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abajo, en el islote de los Judíos, cienarqueros dispuestos en círculomantenían en alto sus antorchasencendidas. Y las llamas, vacilantes porel viento, formaban una concavidadluminosa, en la que se veía con nitidezla enorme pira levantada y los ayudantesdel verdugo que apilaban los haces deleña. Más acá de la fila de los arqueros,el islote, destinado por lo general apasto de ganado, estaba colmado degente. Muchas embarcaciones, cargadasde personas que querían presenciar elsuplicio surcaba el río.

Después de zarpar de la orilladerecha, una barca más pesada que las

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demás y con hombres armados a bordoacababan de atrancar en el islote. Dosaltas siluetas grises, tocadas conextraños sombreros, descendieronprecedidas de un monje que portaba unacruz. Entonces el rumor de la turba seconvirtió en clamor. Casi al mismotiempo se iluminó una galería de la torrellamada del Agua, construida en laesquina del jardín del palacio, y en ellase perfilaron algunas sombras. El rey ysu consejo acababan de ocupar sussitios.

Margarita se puso a reír, con unarisa larga y aguda que no tenía trazas determinar.

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—¿Por qué te ríes? —preguntóFelipe.

—Porqué Luis está allí —respondióella—, y si fuera de día podría verme.

Sus ojos relucían; sus rizos negrosdanzaban sobre su frente pronunciada.Con rápido movimiento descubrió sushermosos hombros ambarinos y dejócaer al suelo las ropas, hasta quedarcompletamente desnuda, como siquisiera, a través de la distancia y de lanoche, mofarse del marido a quiendetestaba. Atrajo sobre sus caderas lasmanos de Felipe.

En el fondo de la sala, Blanca yGualterio yacían uno junto al otro, en

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indistinto abrazo. El cuerpo de Blancatenía reflejos nacarados.

Allá abajo, en el centro del río, ibacreciendo el griterío. Los Templarioseran atados a la pira a la cual se iba aaplicar el fuego dentro de un momento.

El aira nocturno hizo estremecer aMargarita que se aproximó a lachimenea y permaneció un momento conla mirada fija en las llamas,exponiéndose al ardor de las brasas,hasta que la caricia del calor se hizoinsoportable. Las llamas proyectabanreflejos danzantes sobre su piel.

—Arderán, se abrazarán… —dijocon voz jadeante y ronca—. Mientras

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tanto nosotros…Sus ojos buscaban en el corazón del

fuego infernales imágenes quealimentaran su placer.

Se volvió bruscamente de cara aFelipe, y se ofreció a él, de pie, comolas ninfas legendarias se ofrecían a losdeseos de los faunos.

En el muro, su sombra seproyectaba, inmensa, hasta las ojivas deltecho.

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VIII.- “Os cito ante eltribunal de Dios”…

El jardín de palacio sólo estabaseparado del islote de los Judíos por undelgado brazo de río. La pira había sidolevantada, encarada a la galería real dela torre del Agua.

Los curiosos no cesaban de afluir aambas orillas del Sena y el islote mismodesaparecía bajo las pisadas de lamultitud. Los barqueros hacían suagosto.

Pero la tropa estaba bien alineada.Los guardias deshacían cualquier grupo.

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Piquetes de hombres armados sehallaban apostados en los puentes y enlas bocas de todas las calles que afluíanal río.

—Marigny —dijo el rey a sucoadjutor, que se hallaba a su lado—,podéis felicitar al preboste.

La agitación que por la mañana setemía que acabara en revuelta, terminabaconvertida en fiesta popular, enregocijada apoteosis, en trágicadiversión ofrecida por el rey a sucapital. Reinaba una atmósfera de feria.Los truhanes se mezclaban con losburgueses que habían acudido con susfamilias: las busconas, acicaladas y

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teñidas, habían abandonado lascallejuelas de detrás de Notre Dame,donde ejercían su comercio, y loschiquillos se deslizaban por entre laspiernas de la gente para ver elespectáculo desde primera fila. Algunosjudíos, apretujados en tímidos grupos ycon la divisa amarilla sobre sus mantos,se disponían a contemplar un suplicioque por esta vez no les estaba destinado.Hermosas damas con sobrevestasforradas de piel, deseosas de emocionesfuertes se apretaban contra sus galanes ylanzaban intermitentes chillidosnerviosos.

Casi hacía frío; de vez en cuando,

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una ráfaga estremecía la luz de laantorchas que proyectaban rojosjaspeados sobre el río.

Messire Alán de Pereilles, con lavisera del casco levantada y susempiterna cara de fastidio montaba sucorcel delante de los arqueros.

Alrededor de la pira de leña,preparada para la hoguera, quesobrepasaba la altura de un hombre, elverdugo y sus ayudantes, vestidos yencapuchados de rojo, se enfadabanacomodando los haces.

En lo alto de la pira, el gran maestrede los Templarios y el preceptor deNormandía habían sido atados a sendos

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postes, uno junto al otro. Cubría suscabezas la infamante mitra de papel delos herejes.

Un monje alzaba hacia ellos una grancruz en una larga pértiga y les dirigía lasúltimas exhortaciones. La multitud callópara escuchar lo que decía.

—Dentro de un instantecompareceréis ante Dios —gritaba elmonje—. Aún es tiempo de queconfeséis vuestras culpas y osarrepintáis… Por última vez osconjuro…

En lo alto los condenados, inmóvilesentre el cielo y la tierra, agitada la barbapor el viento, no respondieron.

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—Rehúsan confesarse; no searrepienten —murmuraban lospresentes.

El silencio se hizo más denso, másprofundo. El monje se había arrodilladoy mascullaba unas oraciones en latín. Elverdugo tomó de manos de uno de susayudantes el blandón de estopaencendida y lo hizo girar varias vecessobre su cabeza para avivar la llama.

Un niño echó a llorar, y se oyóchasquear una bofetada.

El capitán Alán de Pareilles sevolvió hacia el palco real comoaguardando una orden, y todas lascabezas se volvieron hacia el mismo

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lado. Quedó en suspenso la respiración.Felipe el Hermoso estaba en pie

contra la balaustrada con los miembrosdel consejo alineados a ambos lados,inmóviles. Bajo la luz de las de lasantorchas parecían un bajorrelieveesculpido en el flanco de la torre.

También los condenados habíanelevado sus ojos hacia la galería. Lamirada del rey y la del gran maestre secruzaron, se midieron, se enzarzaron, seretuvieron. Nadie podía saber quésentimientos y recuerdos cruzaban enaquel momento la mente de los dosenemigos… Pero la turba percibióinstintivamente que algo grandioso,

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terrible y sobrehumano acontecía enaquella muda confrontación entre losdos príncipes de la tierra: todopoderosouno; y otro, que lo había sido.

¿Se humillaría por fin Jacobo deMolay e imploraría piedad? Y el reyFelipe el Hermoso, con un gesto depostrera clemencia, ¿concedería gracia alos condenados?

El rey hizo un ademán y en su manose vio chisporrotear una sortija. Alán dePareilles repitió el gesto en dirección alverdugo, y éste hundió el blandón deestopa entre los haces de la hoguera. Uninmenso suspiro escapó de miles depechos, suspiró entremezclado de alivio

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y de horror, de turbio gozo, de espanto,de angustia, de repulsión y de placer.

Numerosas mujeres lanzaron unchillido. Algunos niños ocultaron elrostro entre el vestido de sus padres.Una voz de hombre gritó:

—¡Ya te dije que no vinieras!El humo comenzó a elevarse en

espesas espirales, que una ráfaga deviento empujó hacia la galería.

Monseñor de Valois comenzó a toserde la manera más ostensible. Retrocedióhasta Nogaret y Marigny y dijo:

—Si esto sigue así, nos ahogaremosantes de que vuestros Templarios sehayan quemado. Por lo menos podríais

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haber puesto leña seca.Nadie dio oídos a su observación.

Nogaret, con los músculos en tensión yla mirada ardiente, saboreabaásperamente su triunfo. Aquella hogueraesa la coronación de siete años deluchas y de viajes agotadores, demillares de palabras pronunciadas paraconvencer, de millares de páginasescritas para probar. “Arded, quemaos”,pensaba. “Bastante tiempo me habéistenido en jaque. Mía era la razón, yvuestra es la derrota.”

Enguerrando de Marigny, imitandola actitud del rey, se forzaba enpermanecer empasible y en considerar

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este suplicio como una necesidad delpoder. “Era preciso, era preciso”, serepetía. Pero viendo morir a aquelloshombres, no podía dejar de pensar en lamuerte, en su muerte. Los doscondenados ya no eran obstruccionespolíticas.

Hugo de Bouville oraba ahurtadillas.

El viento cambió de dirección y lahumareda, cada momento más espesa yalta, rodeó a los condenados, y losocultó casi a la multitud. Se oyó toser ycarraspear a los dos ancianos, sujetos asus respectivos postes.

Luis de Navarra se echó a reír

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estúpidamente, frotándose los ojosenrojecidos.

Su hermano Carlos, el menor de loshijos del rey desviaba la vista. Elespectáculo le resultaba visiblementepenoso. Tenía veinte años; era esbelto,rubio y sonrosado, y los que conocierona su padre a la misma edad, decían quese le parecía de una manera notable,aunque era menos vigoroso y menosautoritario, como una réplica disminuidade un gran modelo. Tenía la apariencia,pero le faltaba el temple y los dones delcarácter.

—Acabo de ver luz en tu casa, en latorre —dijo a Luis a media voz.

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—Es la guardia, seguramente, quetambién quiere alegrarse la vista.

—De buen grado les cedería milugar —murmuró Carlos.

—¿Cómo? ¿No te divierte ver asarseal padrino de Isabel? —preguntó Luis deNavarra.

—Es verdad que Molay era padrinode nuestra hermana —murmuró Carlos.

—Luis, callaos —dijo el rey.Para disipar el malestar que lo

invadía, el joven príncipe Carlos seesforzó por concentrar su pensamientoen su objeto placentero. Se puso a soñarcon su mujer, Blanca, con la maravillosade Blanca, con el cuerpo de Blanca, con

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sus delicados brazos que se tenderíanhacia el dentro de poco, para hacerleolvidar esa atroz visión. Pero no pudoevitar que se interpusiera un dolorosorecuerdo: los dos hijos que Blanca lehabía dado habían muerto reciénnacidos, dos criaturas que veía ahorainertes, en sus bordados pañales.¿Tendría la suerte de que Blanca tuvieraotros hijos y de que viviesen?

Los gritos de la turba losobresaltaron. Las llamas acababan debrotar de la leña. A una orden de Alánde Pareilles, los arqueros apagaron susantorchas en la hierba y la noche quedóiluminada solamente por la hoguera.

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Las llamas alcanzaron primero alpreceptor de Normandía. Hizo unpatético gesto de retroceso cuando laslenguas de fuego comenzaron a lamerlo,y su boca se abrió como si tratara derespirar el aire que huía de él. A pesarde las ligaduras, su cuerpo casi de doblóen dos.

Cayó la mitra de papel y seconsumió en un instante. El fuego ibaenvolviéndolo. Luego, una nube de humogris lo engulló. Cuando se hubodisipado, Godofredo de Charnay ardía,gritando y jadeando, y tratando dedesprenderse de aquel poste fatal quetemblaba sobre su base. Se veía que el

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gran maestre lo alentaba, pero la turbarugía con tal fuerza para sobreponerse alhorror, que no pudo percibirse más quela palabra “hermano”, pronunciada dosveces.

Los ayudantes del verdugo corríande un lado para otro dándoseempellones, en busca de nuevos hacesde leña, y atizando la fogata con largosgarfios de hierro.

Luis de Navarra, cuyo pensamientofuncionaba siempre con retraso,preguntó a su hermano:

—¿Estás seguro de que había luz enla torre de Nesle? Y no la veo.

Y por un momento una preocupación

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pareció cruzar su mente.Enguerrando de Marigny se había

cubierto los ojos con la mano paraprotegerse del fulgor de las llamas.

—¡Hermosa imagen del infierno nosdais, Nogaret! —dijo monseñor deValois—. ¿Acaso pensáis en vuestravida futura?

Guillermo de Nogaret no respondió.La hoguera se había convertido en

horno y Godofredo de Charnay no eramás que in objeto ennegrecido.Crepitante, henchido de burbujas, sedeshacía lentamente en cenizas, sevolvía ceniza.

Algunas mujeres se desvanecieron.

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Otras se acercaron presurosas a laribera, para vomitar casi en las mismasnarices del rey. La turba, después detanto griterío, se había calmado.Algunos comenzaban a extasiarseporque el viento se obstinaba en soplardel mismo lado de modo que el granmaestre no había sido tocado aún.¿Cómo podía resistir tanto tiempo? Asus pies, la hoguera parecía intacta.

Luego, de pronto, un hundimiento enel brasero hizo que las llamas,reavivadas, brincaran hacia él.

—¡Ya está! ¡Ahora le toca a él! —gritó Luis de Navarra.

Los grandes y fríos ojos de Felipe el

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Hermoso tampoco pestañeaban en esemomento.

De pronto, la palabra del granmaestre atravesó la cortina de fuego, ycomo si se dirigiera a todos y a cada unode los presentes prodújoles el efecto deuna bofetada en pleno rostro. Conirresistible fuerza, como la había hechoen Notre Dame, Jacobo de Molay gritó:

—¡Oprobio, oprobio! ¡Estáis viendomorir a inocentes! ¡Caiga el oprobiosobre vosotros! ¡Dios os juzgará!

Las llamas lo flagelaron, quemandosu barba, calcinaron en un segundo lamitra de papel e iluminaron sus blancoscabellos.

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La multitud aterrorizada, habíaenmudecido. Se diría que estabanquemando a un loco profeta.

De su boca en llamas tronóespantosa su voz:

—¡Papa Clemente!… ¡CaballeroGuillermo de Nogaret!… ¡Rey Felipe!…¡Antes de un año y os emplazo para quecomparezcáis ante Dios, para recibirvuestro justo castigo!… ¡Malditos,malditos! ¡Malditos hasta ladecimotercera generación de vuestrolinaje!

Las llamas penetraron en la boca delgran maestre y sofocaron su último grito.Luego, durante en tiempo que pareció

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interminable, se debatió contra lamuerte.

Por fin se dobló en dos. Rompióse lacuerda que lo sujetaba, y Jacobo deMolay se hundió en la fogata, y sólo sevio su mano que permanecía alzadaentre las llamas. Y así estuvo aquellamano hasta quedar completamenteennegrecida.

Aterrorizada por la maldición, laturba permanecía clavada en su lugar,toda hecha suspiros, murmullos, espera,consternación, angustia. Todo el peso dela noche y del horror había caído sobreella; el último crepitar de las brasas lahacía estremecer, y las tinieblas

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invadían la luz menguante de la hoguera.Los arqueros instaban a la gente,

pero nadie se decidía a alejarse.—No nos maldijo a nosotros, sino al

rey —susurraban.Y las miradas se dirigían hacia la

galería. Felipe seguía apoyado contra labalaustrada. Miraba la negra mano delgran maestre clavada en la ceniza. Unamano quemada, sólo esto quedaba de lailustre Orden de los Caballeros delTemple. Pero aquella mano habíaquedado inmovilizada en un gesto deanatema.

—¡Bien hermano mío! —dijomonseñor de Valois con aviesa sonrisa

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—. Supongo que estaréis contento.Felipe el Hermoso se volvió.—No, hermano, no estoy contento —

dijo—. He cometido un error.Valois se alborozó, dispuesto a

gozar de su triunfo.—Entonces, ¿reconocéis…?—Sí, he cometido un error. Antes de

quemarlos debí arrancarles la lengua.Y seguido de Nogaret, de Marigny y

de su chambelán, bajó la escalera de latorre para regresar a sus habitaciones.

Ahora, la pira era una masa gris, conalgunas estrellas de fuego que saltaban ypronto se extinguían. La galería estaballena de humo e invadida por el acre

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olor a carne quemada—Esto apesta —dijo Luis de

Navarra—. Realmente apesta. Vámonos.El joven príncipe Carlos se

preguntaba si en los brazos d Blancaconseguiría olvidar.

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IX.- Los salteadores

Los hermanos de Aunay, queacababan de salir de la torre de Nesle,vacilaban, indecisos, en el limo yescrutaban la oscuridad.

Su barquero había desaparecido.—Te dije que el hombre no me

gustaba —dijo Felipe—. No debimosconfiar.

.—Le di demasiado dinero —respondió Gualterio—. El muy tunohabría juzgado que se había ganado lajornada y se había ido a ver el suplicio.

—¡Ojalá sólo se trate de eso!

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—¿Y qué otra cosa podría ser?—No lo sé. Pero me da mala espina.

El hombre se nos ofrece para cruzar elrío, quejándose de que no había ganadonada en todo el día, le decimos queaguarde y se va.

—¿Qué queríais? No podíamoselegir; era el único.

—Justamente —dijo Felipe—.Además, hacía demasiadas preguntas.

Afinó el oído para intentar percibircualquier ruido de chapoteo de remos;pero sólo se oía el rumor del río y elmás disperso de la gente que regresaba asus casas en París. Más allá, en el islotede los Judíos, que desde el día siguiente

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comenzaría a ser llamado el islote delos Templarios, todo se había apagado.El olor a humo se entremezclaba con elrancio del Sena.

—No nos queda otro remedio queregresar a pie —dijo Gualterio. Nosenfangaremos las calzas hasta losmuslos, pero, con todo, valía la pena.

Avanzaron a lo largo de la muralladel palacio de Nesle, dándose el brazopara evitar un resbalón.

—Me pregunto quién se las habrádado —dijo Felipe.

—¿Qué cosa?—Las escarcelas.—¡ah, todavía piensas en eso! —

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respondió Guelterio—. Te confieso quea mí no me preocupa en absoluto. ¿Quéimporta la procedencia, si el regalo tegusta?

Al mismo tiempo acariciaba laescarcela que pendía de su cintura,sintiendo bajo sus dedos el relieve delas piedras preciosas.

—No debe de ser alguien de la corte—replicó Felipe—. Margarita y Blancano se hubieran arriesgado a que nosvieran con esas joyas. A menos… quehayan fingido que se las han regalado, ylas hayan pagado de su bolsillo.

Ahora estaba dispuesto a atribuir aMargarita cualquier delicadeza de

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espíritu.—¿Qué prefieres? —preguntó

Gualterio—. ¿Saber o tener?Felipe iba a responder, cuando sonó

un apagado silbido delante de ellos.Sobresaltados, ambos echaron mano a ladaga; un encuentro en tal lugar y a talhora era, seguramente, un mal encuentro.

—¡¿Quién va? —preguntóGualaterio.

Oyeron otro silbido y ni siquieratuvieron tiempo de ponerse en guardia.

Seis hombres, surgidos de la noche,se alzaron sobre ellos. Tres de losasaltantes atacaron a Felipe, y sujetandosus brazos contra la pared, le impidieron

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servirse de la daga. Los tres restantescumplían igual faena con Gualterio. Estehabía derribado a uno de los agresores,o mejor dicho, uno de los agresores sehabía desplomado al esquivar uno de losgolpes de su daga. Pero los otros dossujetaron a Gualterio de Aunay por laespalda y, retorciendo su muñeca, leobligaron a soltar el arma. Felipe sintióque trataban de robarle la escarcela.

Imposible pedir socorro. Si losguardias del palacio de Nesle acudían,podían luego exigirles que explicaran supresencia en aquel lugar. Ambosdecidieron callar. Era preciso salir deltrance por sí mismos, o sucumbir.

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Felipe, arqueado contra el muro, sedebatía con la energía de ladesesperación. No quería que lequitaran la escarcela. De pronto, elobjeto se había convertido en su máspreciado tesoro y estaba decidido a todopara no perderlo. Gualterio se sentíamás inclinado a parlamentar. Que lesrobaran, pero que los dejaran con vida.Porque lo más probable era quearrojaran sus cadáveres al Sena despuésde despojarlos de cuantas prendas devalor llevaran.

En este momento surgió otra sombrade la noche.

Uno de los agresores lanzó un grito.

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—¡Alerta compañeros, alerta!El recién llegado se había arrojado

al centro mismo de la refriega. Suespada refulgía como un relámpago.

—¡Tunos!, ¡canallas!, ¡patanes! —gritaba con su poderosa voz,distribuyendo golpes al azar.

Los forajidos huían como moscasante sus molientes.

Como uno de ellos quedara alalcance de su mano libre, lo asió delcuello y lo alzó contra el muro. El grupoentero huyó a toda prisa. Se oyó el ruidode la precipitada carrera a lo largo delos fosos y luego reinó el silencio.

Jadeando, vacilante, Felipe se

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acercó a su hermano.—¿Herido? —preguntó.—No —dijo Gualterio, sin aliento,

frotándose el hombro—. ¿Y tú?—Tampoco yo. Es un milagro haber

salido con vida.Al mismo tiempo se volvieron hacia

su salvador que venía hacia ellosenfundando su espada. Era muy alto,fornido, potente; las ventanas de su narizdejaban escapar un soplido de bárbaro.

—¡Y bien, messire! —dijo Gualterio—. Os estamos muy agradecidos. Sinvos, no habríamos tardado en flotar en elrío, panza al cielo. ¿A quién debemos elhonor?

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El hombre se reía de maneraestentórea, aunque un poco forzada.Luego la luna de entre las nubes y losdos hermanos reconocieron al condeRoberto de Artois.

—¿Eh? ¡Pardiez, monseñor, soisvos!… —exclamó Felipe.

—¿Eh? ¡Por el diablo, jovencitos!—respondió el hombre—. ¡También yos reconozco! ¡Los hermanos de Aunay!—exclamó—. Los más apuestos mozosde la corte. ¡Voto al diablo que no loesperaba!… Pasaba por la orilla, oí elruido que hacíais, y me dije: “Algúnpacífico burgués está en apuros” Hayque reconocer que París está infestado

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de pillos. Lo que es ese Ployebouchecomo preboste… ¡Mejor sería llamarloPloyecul!… (Juego de palabras hartocomprensible para ser traducido) (Notade la autora) ¡Más se preocupa delamer los escarpines de Marigny que desanear la ciudad!

—¡Monseñor —dijo Felipe—, nosabemos como agradeceros…

—No tiene importancia —dijoRoberto de Artois, que trastabilló—.¡Ha sido un placer! El impulso naturalde todo gentilhombre es acudir ensocorro de los desvalidos. Pero lacomplacencia es mayor si se trata deseñores de nuestro conocimiento. Estoy

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encantado de haber conservado a misprimos Valois y Poitiers sus mejoresescuderos. Es una pena, sin embargo,que estuviera tan oscuro. ¡Pardiez! Si laluna se hubiera mostrado antes, mehabría gustado destripar a alguno deesos bribones. No me atreví a hacerlopor temor a horadaros… Pero, decidme,donceles, ¿qué diablos buscáis en estefangal?

—Nos… paseábamos —dijo Felipede Aunay.

El gigante estalló en una carcajada.—¡Os paseabais! ¡Bonito lugar y

bonita hora para ello!… Paseabais conel barro hasta las nalgas. ¡Ah, los

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jóvenes! Siempre la respuesta pronta…Amoríos, ¿verdad? ¡Asuntos de mujeres!—dijo jovialmente, aplastando otra vezel hombro de Felipe—. ¡Siempre conlos calzones en llamas! Bella edad lavuestra…

De pronto vio las escarcelas quecentelleaban a la luz de la luna.

—¡Ah, pillastres! —exclamó—.¡Con los calzones en llamas, pero a buenprecio! Hermoso adorno, donceles míos,hermoso adorno.

Sopesaba la escarcela de Gualterio._Flecos de oro, trabajo fino…

italiano, o quizás ingles. Y flamante…No hay paga de escudero que permita

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tales lujos. ¡No andaban errados lossalteadores!

Se agitaba, gesticulaba, sacudía aempellones a los jóvenes. En lapenumbra se le veía como un figurónrojizo, enorme, alborotador, licencioso.Comenzaba a atacar los nervios deambos hermanos. Pero, ¿cómo decir a unhombre que acababa de salvarte la vidaque no se entrometa en lo que no leconcierne?

—El amor vale la pena, mocitos —prosiguió diciendo, en tanto que echabaa andar en medio de los dos—. Precisoserá creer que vuestras amantes son dealcurnia y muy generosas… ¡Ah, estos

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pillastres de Aunay! ¿Quién lo hubieracreído?

—Monseñor se equivoca —dijoGualterio fríamente—. Las escarcelasson recuerdos de familia…

—Justamente, de eso estaba seguro—dijo de Artois—. ¡De una familia aquien acabáis de visitar, cerca de madianoche, bajo los muros de la torre deNesle! Bien, bien, callaremos. Y os loapruebo, mocitos. ¡Hay que guardar elbuen nombre de las damas con quienesuno se acuesta! Id en paz. Y no salgáismás de noche con toda vuestra joyeríaencima.

Soltó otra carcajada, aplastó a

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ambos hermanos, uno contra otro en unamplio abrazo y los dejó plantados allímismo, inquietos, contrariados, sindarles tiempo de reiterarle su gratitud.Franqueó el puentecillo sobre el foso, yse alejó por los campos en dirección deSaint Germain-des-Prés. Los hermanosde Aunay remontaron hacia la puertaBuci.

—Más nos valdría que no contara ala corte dónde nos encontró —dijoGualterio—. ¿Crees que será capaz demantener cerrada la bocaza?

—Claro está que sí —dijo Felipe—.No es mal sujeto. La prueba es que sinsu bocaza, como dices, y sin sus

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manazas, no estaríamos aquí. No seamosingratos; por lo menos tan pronto.

—Además, también nosotroshubiéramos podido preguntarle quéhacía él por estos parajes.

—Juraría que andaba tras algunabuscona. Ahora debe de encaminarsehacia el burdel —dijo Felipe.

Se equivocaba. Roberto de Artoissólo había dado un rodeo por el Pre-aux-Clercs. Al poco rato, volviendo a laribera, andaba por las ceercanías de latorre de Nesle.

De Artois emitió el mismo silbidocorto que presidió a la batahola.

Seis sombras, como antes, se

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separaron de la pared, más una séptimaque se alzó de una barca. Pero ahora lassombras mantenían una actitudrespetuosa.

—Buen trabajo —dijo de Artois—.Sucedió como y lo había pedido. Toma,Carl-Hans —agregó, llamando al jefe delos bribones—, repartíos esto.

Le arrojó una bolsa.—Monseñor, me propinasteis un

fuerte golpe en el hombro —dijo uno delos salteadores.

—¡Bah! Estaba incluido en la paga—respondió de Artois riendo—.Desapareced, ahora. Si vuelvo anecesitaros, os avisaré.

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Luego subió a la barca, que loaguardaba y que se hundió bajo su peso.El hombre que asía los remos era elmismo barquero que condujera a loshermanos de Aunay.

—Entonces, monseñor, ¿estáissatisfecho? —preguntó.

Había perdido el tono quejumbroso,parecía diez años más joven, y noescatimaba sus fuerzas.

—¡Completamente, mi viejo Lormet!Has desempeñado tu papel a las milmaravillas —dijo el gigante—. Ahora sélo que quería saber.

Se echó hacia atrás en la barca,extendió las monumentales piernas y

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dejó que su gran zarpa pendiera sobre elagua negra.

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Segunda parte: Lasprincesas adulteras

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I.- La banca Tolomei

Maese Spinello Tolomei adoptó unaexpresión altamente reflexiva y luego,bajando la voz, como si temiera quealguien estuviera escuchando detrás dela puerta, dijo:

—¿Dos mil libras de adelanto? ¿Osconviene esta cantidad, monseñor?

Su ojo izquierdo estaba cerrado; suojo derecho brillaba, inocente ytranquilo.

Auque hacía años que se habíaestablecido en Francia, no había podidodesprenderse de su acento italiano. Era

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un hombre grueso, con doble papada ytez morena. Sus cabellos grises,cuidadosamente recortados, caían sobreel cuello de su traje fino de paño,bordeado de piel y estirado en la cinturasobre su vientre en forma de pera.Cuando hablaba, alzaba sus manosregordetas y puntiagudas, y las frotabasuavemente, una contra otra. Susenemigos aseguraban que el ojo abiertoera el de la mentira y que manteníacerrado el de la verdad.

Aquel banquero, uno de los máspoderosos de París, tenía modales deobispo. Al menos en este momento enque se dirigía a un prelado.

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El prelado era Juan de Marigny,hombre joven y delgado, elegante, elmismo que la víspera, en el tribunalepiscopal formado ante el portal deNotre Dame, se había hecho notar porsus posturas lánguidas antes deenfurecerse contra el gran maestre.Hermano de Enguerrando de Marigny yarzobispo de Sens, de quien dependía ladiócesis de París, intervenía de cerca enlos asuntos del reino. (En la división dejurisdicciones eclesiásticas establecidaen la alta Edad Media, París sólofiguraba como obispado. Por esto noaparece entre las veintiuna“metrópolis” del imperio enumeradas

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en el testamento de Carlomagno. Parísdependía y siguió dependiendo hasta elsiglo XVII de la archidiócesis de Sens.El obispo de París era sufragáneo delarzobispo de Sens; es decir, que lasdecisiones y sentencias pronunciadaspor el primero podían tener recursoante el segundo.

París no fue arzobispado hasta elreinado de Luis XIII.)

—¿Dos mil libras? —preguntó a suvez.

Fingió arreglar sobre sus rodillas lapreciosa tela de su veste violeta, paraocultar la feliz sorpresa que le causabala cifra dada por el banquero.

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—Por mi fe, que esa cifra meconviene bastante —respondió fingiendoindiferencia—. Preferiría, pues, que lascosas quedaran arregladas lo antesposible.

El barquero lo acechaba como ungato acecha a un hermoso pájaro.

—Podemos hacerlo ahora mismo —respondió.

—Muy bien —dijo el jovenarzobispo—. ¿Y cuándo queréis que ostraiga los…?

Se interrumpió pues había creído oírruido detrás de la puerta. Todo estabatranquilo. Sólo se percibían los rumoreshabituales de la mañana en la calle de

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los Lombardos, los gritos de losafiladores de cuchillos, de losvendedores de agua, de cebollas, berros,requesón y carbón de leña… “¡Leche,comadres, leche…!” ¡Tengo quesofresco de Champagne!… ¡Carbón! ¡Unsaco por un denario!… A través de lasventanas de tres ojivas, construidassegún la moda de Siena, la luz iluminabasuavemente los ricos tapices de losmuros con motivos guerreros, losmuebles de roble encerado, el gran cofrereforzado con hierro…

—¿Los… objetos? —dijo Tolomeiconcluyendo la frase del obispo—.Como mejor os convenga, monseñor,

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como mejor os convenga.Se había acercado a una larga mesa

de trabajo, colmada de plumas de ganso,de pergaminos enrollados, de tablillas yesténciles. Sacó dos bolsas del cajón.

—Mil en cada una —dijo—.Tomadlas ahora mismo si así lo deseáis.Estaban preparadas para vos. Tened abien, monseñor, firmarme este recibo…

Tendió a Juan de Marigny una hojade papel y una pluma de ganso.

—De buena gana —dijo elarzobispo tomando la pluma sin quitarselos guantes.

Pero al firmar tuvo una levevacilación. En el recibo estaban

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enumerados los “objetos” que deberíaentregar a Tolomei, para que el losnegociara: material de iglesia, coponesde oro, cruces preciosas, armas raras,cosas todas ellas provenientes de losbienes de los Templarios y guardadas ensu archidiócesis. Aquellos bienesdebían haber ido a parar parte al tesororeal y parte a la Orden de losHospitalarios. El joven arzobispo, porconsiguiente, cometía un desfalco, unamalversación monda y lironda, y sinperdida de tiempo. ¡Poner la firma al piede esa lista cuando el gran maestre habíasido quemado la noche anterior!…

—Preferiría… —dijo.

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—¿Qué los objetos no fueranvendidos en Francia? —dijo elbanquero de Siena—. Por supuesto,monseñor, non sono pazzo, como sedice en mi país, no estoy loco.

—Me refería… a este recibo.—Nadie más que y lo verá. Redunda

tanto en mi interés como en el vuestro.Nosotros, los banqueros, somos un pococomo curas, monseñor. Vos confesáislas almas; nosotros, las bolsas, ytambién estamos obligados al secreto. Ypuesto que estos fondos sólo serviránpara alimentar vuestra inagotablecaridad no diré ni una palabra. Sólo espor si ocurriera alguna desgracia, tanto a

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mí como a vos, que Dios nos guarde…Se persignó, y, rápidamente, bajo la

mesa hizo los cuernos con los dedos dela mano izquierda.

—¿No os pesará mucho? —prosiguió, señalando las bolsas, como siel asunto ya estuviera zanjado.

—Gracias, mis criados aguardanabajo —respondió el arzobispo.

—Entonces… aquí… os lo ruegodijo Tolomei, señalando con el dedo ellugar donde debía firmar el arzobispo.

Este no podía echarse atrás. Cuandouno se ve obligado a buscarsecómplices, fuerza es que tenga confianzaen ellos.

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—Por otra parte, monseñor, bienveis por el monto de la suma, que noquiero aprovecharme de vos. Muchasserán las penas y pocos los beneficios.Pero quiero favoreceros porque soishombre poderoso y la amistad de lospoderosos es más preciosa que el oro.

Había dicho esto con un acentobonachón, más su ojo izquierdo seguíacerrado.

“Al fin y al cabo el buen hombretiene razón”, se dijo Juan de Marigny.

Y firmó el recibo.—A propósito, monseñor —dijo

Tolomei—. ¿Sabéis cómo recibió el reylos lebreles que le mandé ayer?

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—¡Ah! ¿Cómo? ¿Procede, pues, devos ese gran lebrel que no lo abandonanunca y al que él llama “Lombardo”?

—¿Lo llama “Lombardo”? Mealegro de saberlo.

El rey es hombre de ingenio —dijoTolomei, riendo—. Figuraos, monseñor,que ayer por la mañana…

Iba a contar la historia cuandollamaron a la puerta. Apareció undependiente para anunciar que el condeRoberto de Artois pedía ser recibido.

—Bien, lo veré —dijo Tolomei,despachando con un ademán aldependiente.

Juan de Marigny puso cara de

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disgusto.—Preferiría… no encontrarme con

él —dijo.—Claro, claro… —replicó el

banquero, con voz suave—. Monseñorde Artois es un gran charlatán.

Agitó una campanilla. Al poco rato,se movió una colgadura y entró en lapieza un joven, vestido con ajustadojubón. Era el muchacho que a la vísperahabía estado a punto de derribar al reyde Francia.

—Sobrino mío —le dijo el banquero—, acompaña a monseñor sin pasar porla galería, cuidando de que no seencuentre con nadie. Y llévale esto hasta

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la calle —agregó, poniéndole las bolsasde oro en los brazos—. ¡Hasta la vista,monseñor!

Maese Spinello Tolomei hizo unaprofunda reverencia para besar laamatista que el prelado lucía en in dedo.Luego apartó la colgadura.

Cuando Juan de Marigny hubosalido, el banquero de Siena volvió a sumesa, tomó el recibo que el otro habíafirmado y lo plegó cuidadosamente.

—¡Coglione! —murmuró—.Vanesio, ladro, ma sopratutto coglione.(Vanidoso, ladrón, pero sobre todomajadero)

Ahora su ojo izquierdo estaba

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abierto. Metió el documento en el cajóny salió a recibir al otro visitante.

Descendió a la planta baja yatravesó la gran galería iluminada pordiez ventanas, donde estaban instaladoslos mostradores. Pues Tolomei no erasolamente banquero, sino tambiénimportador y comerciante en rarasmercancías de todas clases, desdeespecias y cueros de Córdoba, hastapaños de Flandes, tapices de Chiprebordados de oro, y esencias de Arabia.

Una decena de dependientes seocupaban de los clientes que entraban ysalían sin cesar. Los contadores hacíansus cálculos con ayuda de unos tableros

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especiales, colocados sobre cajas,donde apilaban fichas de cobre. Lagalería entera resonaba con el sordozumbido del comercio.

Mientras avanzaba rápidamente, elobeso banquero de Siena saludaba aalguno, rectificaba alguna cifra,zamarreaba a un empleado o hacíarechazar, con un niente pronunciadoentre dientes, una demanda de crédito.

Roberto de Artois estaba inclinadosobre un mostrador de armas delLevante y sopesaba un puñaldamasquinado.

El gigante se volvió con bruscomovimiento cuando el banquero le

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apoyó la mano sobre su brazo, y adoptóel aire rústico y jovial que por logeneral tenía.

—Decid, pues —dijo Tolomei—.¿Me necesitáis?

—Sí —dijo el gigante—. Dos cosastengo que pediros.

—La primera, imagino, es dinero.—¡Chitón! —gruñó de Artois—.

¿Acaso debe enterarse todo París,usurero de mis tripas, de que os debouna fortuna? Vayamos a conversar avuestras habitaciones.

Salieron de la galería. Una vez en sugabinete y cerrada la puerta, Tolomeidijo:

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—Monseñor, si venís por un nuevopréstamo, me temo que no sea posible.

—¿Por qué?—Mi querido monseñor Roberto —

replicó Tolomei con aplomo—. Cuandoentablasteis proceso contra vuestra tíaMahaut, por la herencia de Artois, ypagué los gastos. Y perdisteis…

—Fue una infamia, lo sabéis bien —exclamó de Artois—. Lo perdí por lasintrigas de esa perra de Mahaut… ¡Ojaláreviente!… ¡Hato de pillos! Se le dio elArtois para que el Franco-Condadovolviera a la corona por intermedio desu hija. Mercado de canallas. Pero sihubiera justicia, y sería par del reino y

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el más rico barón de Francia. ¡Y lo seré,Tolomei, lo seré!

Su enorme puño golpeaba la mesa.—Os lo deseo, mi buen amigo —

dijo Tolomei siempre calmosamente—.Pero, entretanto, tenéis perdido elproceso.

Había abandonado sus modales deiglesia y usaba con de Artois mayorfamiliaridad que con el arzobispo.

—De todos modos recibí lacastellanía de Conches, y la promesa decondado de Beaumont-le-Roger, concinco mil libras de renta —dijo elgigante.

—Pero lo del condado no ha

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prosperado, y no me habéisreembolsado los gastos; al contrario.

—No consigo hacerme pagar misrentas. El tesoro me debe añosatrasados.

—De los cuales habéis pedido enpréstamo buena parte. Necesitasteisdinero para reparar la techumbre deConches y los establos…

—Se habían incendiado —dijoRoberto.

—Y luego necesitasteis dinero paramantener a vuestros partidarios enArtois.

—¿Qué haría sin ellos? Gracias aesos fieles amigos, gracias a Fiennes, a

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Souastre, a Caumont y a los demás,ganaré mi causa alguna vez, si espreciso con las armas en la mano…Además, decidme maese banquero…

Ahora el gigante cambió de tono,como si estuviera harto d jugar alescolar reprendido. Tomó al banquerodel traje con el pulgar y el índice ycomenzó a levantarlo en vilosuavemente.

—…Decidme…, me pagasteis miproceso, mis establos y todo elcondenado resto, de acuerdo; pero,¿acaso no realizasteis alguna operacióngracias a mí? ¿Quién os anunció hacesiete años que los Templarios iban a ser

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atrapados como conejos en vivar y osaconsejó pedirles préstamos que jamástuvieseis que devolver? ¿Quién osanunció la baja de la moneda, cosa queos permitió invertir todo vuestro oro enmercaderías que luego vendisteis adoble precio? ¿Eh? ¿Quién?

Pues Tolomei, fiel a la tradición dela alta banca, tenía sus informantes enlos consejos de gobierno, y uno de losprincipales ere Roberto de Artois,amigo y comensal del hermano del rey,Carlos de Valois, miembro del consejoprivado, que nada le ocultaba.

Tolomei se zafó, desarrugó elpliegue de su traje y dijo, con el

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párpado izquierdo perpetuamenteentornado:

—Lo reconozco, monseñor, loreconozco. Me habéis informado muyútilmente en estos últimos tiempos…Pero, ¡ay!…

—¿Por qué, ay?—¡Ay! Los beneficios obtenidos

gracias a vos están muy lejos decompensar las sumas que os headelantado.

—¿Es verdad eso?—Verdad es, monseñor —dijo

Tolomei con la cara más inocente.Mentía y estaba seguro de poder

hacerlo impunemente, porque Roberto

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de Artois, hábil para las intrigas,entendía muy poco de cálculos dedinero.

—¡Ah! —exclamó éste, despechado.Se rascó el pellejo y movió la

barbilla de izquierda a derecha.—De todos modos… Los

Templarios… Debéis estar muy contentoesta mañana —dijo.

—Sí y no, monseñor, sí y no. Hacíamucho tiempo ya que no hacían mal anuestro negocio. ¿A quién le tocará elturno ahora? A nosotros. LosLombardos, como se nos llama… No esfácil el oficio de mercader de oro. Y noobstante, nada podría hacerse sin

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nosotros… A propósito —agregóTolomei—, ¿os informó monseñor deValois si se iba a cambiar de nuevo elcurso de la libra parisis, como he oídodecir?

—No, no, nada de eso —respondióde Artois, quien no se apartaba de supropia idea—. Pero esta vez tengosujeta a Mahaut. Está en mis manosporque tengo a sus hijas y a su sobrina.Voy a retorcerles el pescuezo… crac…como a dañinas comadrejas.

El odio endurecía sus rasgos,componiéndole una máscara casihermosa. Se había acercado otra vez aTolomei:

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“Para vengarse es capaz decualquier cosa… De todos modos estoydispuesto a darle quinientas libras…”Luego dijo:

—¿De qué se trata?Roberto de Artois bajó la voz. Sus

ojos brillaban.—Las zorritas tienen sus amantes y

desde anoche sé quiénes son ellos. ¡Peropunto en boca! No quiero que se sepa…aún.

El banquero reflexionaba. Se lohabía dicho, pero no lo había creído.

—¿Y de qué puede serviros eso? —preguntó.

—¿Servirme? —gritó de Artois—.

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Vamos, banquero, ¿imagináis quévergüenza? La futura reina de Francia ysus cuñadas pilladas como bellacas consus mequetrefes… ¡Es un caso deescándalo jamás oído! Las dos familiasde Borgoña están hundidas en el cienohasta las narices; Mahaut perderá todosu favor en la corte; desaparecerán lasherencias, junto con las esperanzas de lacorona. ¡Y yo hago reabrir el proceso, ylo gano!

Se paseaba por la estancia y suspasos hacían vibrar el pavimento, losmuebles, los objetos.

—¿Y seréis vos quien de a conocertal vergüenza? —dijo Tolomei—. ¿Iréis

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a ver al rey?—No, maese, no. No me escuchará;

no y, sino otra persona más indicadapara hacerlo… Pero que no está enFrancia… Y esto es lo segundo quevenía a pediros. Necesitará alguien detoda confianza y poco conocido para quefuera a Inglaterra con un mensaje.

—¿Para quién?—Para la reina Isabel.—¡Ah, vamos! —murmuró el

banquero.Hubo un silencio durante el cual no

se oía más que el ruido de la calle.—Es verdad que doña Isabel tiene

fama de no profesar gran afecto a sus

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hermanas políticas de Francia —dijopor fin Tolomei, quien no necesitabasaber más para enterarse de cómo habíatramado Artois su intriga—. Vos soisbuen amigo suyo y tengo entendido queestuvisteis allí hace pocos días.

—Regresé el viernes pasado y enseguida puse manos a la obra.

—Pero, ¿por qué no enviar a doñaIsabel uno de vuestros hombres o uncaballero de monseñor de Valois?

—Mis hombres son conocidos ytambién los de monseñor de Valois. Eneste país donde todo el mundo vigila atodo el mundo, bien pronto sedesbaratarían mis planes. He pensado

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que sería más conveniente un mercader,un mercader en quien se pueda tenerconfianza, claro está. Tenéis a muchaspersonas que viajan por vuestra cuenta.Por otra parte, el mensaje no contendránada que pueda inquietar al portador.

Tolomei miró cara a cara al gigante,meditó un momento y, por fin, agitó lacampanilla de bronce.

—Trataré de seros útil una vez más—dijo.

La colgadura se apartó y apareció elmismo joven que había acompañado alarzobispo. El banquero lo presentó.

.Guccio Baglioni, mi sobrino reciénllegado de Siena. No creo que los

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prebostes y guardias de nuestro amigoMarigny lo conozcan aún… aunque porla mañana —agregó Tolomei a mediavoz, mirando al joven con fingidaseveridad—, se hizo notar por una bellaproeza frente al rey de Francia… ¿Quéos parece?

Roberto de Artois examinó aGuccio.

—¡Buena planta! —dijo, riendo—.Bien formado, panatorrilla delgada, tallefino, ojos de trovador. ¿Lo enviaréis eél, Tolomei?

—Es mi otro yo… —dijo elbanquero—. Menos grueso y más joven.Un tiempo fui como él, figuraos, pero

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ahora soy el único que lo recuerda.—Si lo ve el rey Eduardo, que

sabemos cómo es, corremos el riesgo deque ese jovencito no regrese.

El gigante soltó una carcajada, y tíoy sobrino lo corearon.

—Guccio —dijo Tolomei, cesandode reír—, conocerás Inglaterra. Partirásmañana con el alba. En Londresvisitarás a nuestro primo Albizzi, y consu ayuda irás a Westminster paraentregar a la reina, y sólo a ella, elmensaje que monseñor escribirá para ti.Más tarde te explicaré mejor lo quedebes hacer.

—Preferiría dictar —dijo de Artois

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—. Me las compongo mejor con laespada que con vuestras condenadasplumas de ganso.

Tolomei pensó: “Y además, el mozodesconfía. No quiere dejar rastro.”

—Como gustéis, monseñor.Y tomó al dictado la siguiente carta:Las cosas que habíamos intuido son

verídicas y más vergonzosas de lo quepueda suponerse. Sé de quiénes se tratay tan bien los he descubierto que nolograrán escapar si nos damos prisa.Pero sólo vos tenéis el poder suficientepara llevar a cabo lo que pensamos.Poned término con vuestra venida a tantavillanía que ennegrece el honor de

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vuestros parientes más próximos. Notengo más deseo que ser vuestroservidor en cuerpo y alma.

—¿La firma, monseñor? —preguntóGuccio.

—Hela aquí —dijo de Artoistendiendo al joven una sortija de plata,que sacó de la bolsa. Llevaba otra igualen el pulgar, pero de oro—. Entregarásesto a doña Isabel… Ellacomprenderá… Pero, ¿estás seguro depoder verla en cuanto llegues?

—¡Bah! Monseñor —dijo Tolomei—, no somos del todo desconocidospara los soberanos de Inglaterra.Cuando el año pasado vino el rey

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Eduardo con doña Isabel, tomó enpréstamo a nuestro grupo veinte millibras. Para procurárselas nosasociamos todos y aún no nos las hadevuelto.

—¿También él? —exclamó deArtois—. A propósito, banquero, ¿y quéhay de mi primer pedido?

—¡Ah, monseñor, jamás podréresistirme a vos! —dijo Tolomeisuspirando.

Fue a buscar una bolsa de quinientaslibras que le entregó, diciendo:

—Añadiremos esto a vuestra cuenta,así como el viaje de vuestro mensajero.

—¡Ah, banquero, banquero¡ —

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exclamó Roberto de Artois con unaamplia sonrisa que iluminó su cara—.Eres un amigo. Cuando haya reobradomi condado paterno, haré de ti mitesorero.

—Así lo espero, monseñor —dijo elotro, inclinándose.

—Y si no, te llevaré conmigo a losinfiernos, para que me consigas el favordel diablo.

El gigante salió, casi sin poder pasarpor la puerta, haciendo saltar la bolsa enla mano como una pelota.

—Tío, ¿le habéis dado dinero otravez? —dijo Guccio moviendo la cabezacon aire de reprobación—. Sin embargo,

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dijisteis que…—Guccio mío, Guccio mío —

respondió suavemente el banquero (yahora sus dos ojos estaban bienabiertos)—, recuerda siempre esto, lossecretos que nos revelan los grandes deeste mundo son los intereses que nosrinde el dinero que les prestamos. Estamañana, monseñor Juan de Marigny ymonseñor de Artois me han dadogarantías que valen más que el oro y quesabremos negociar a su debido tiempo.Y en cuanto al oro… veremos derecuperar una parte.

Permaneció un momento pensativo yluego dijo:

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—A tu retorno de Inglaterra darás unrodeo. Pasarás por Nauphle-le-Vieux.

—Bien, tío —respondió Guccio sinentusiasmo.

—Nuestro representante no consiguecobrar una suma que nos deben loscastellanos de Cressay. El padre acabade morir. Los herederos rehúsan pagar.Según parece, nada tienen ya.

—¿Y qué hacer si no tienen nada?—¡Bah! Les quedan paredes, una

tierra, tal vez parientes. Les basta contomar prestado en otra parte lo que nosdeben. Si no pagan, te vas al preboste deMontesquieu, haces embargar y obligasa vender. Es duro, lo sé; pero un

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banquero deba habituarse a ser duro. Nohemos de tener piedad con los pequeñosclientes, o no podremos servir a losgrandes. ¿En qué piensas, figlio mío?

—En Inglaterra, tío —respondióGuccio.

El retorno por Neauphle le parecíauna tarea penosa, pero la aceptaba debuen grado. Su curiosidad, sus sueñosde adolescente volaban ya haciaLondres. Iba a cruzar el mar por vezprimera… La vida de un mercaderlombardo era agradable y reservabahermosas sorpresas. Viajar, recorrer loscaminos, llevar mensajes a lospríncipes…

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El anciano contempló a su sobrinocon expresión de profunda ternura.Guccio era el único afecto de su astuto ygastado corazón.

—Vas a hacer un hermoso viaje y teenvidio —le dijo—. Pocas personastienen, a tu edad, oportunidad de vertantos países. Instrúyete, husmea,huronea, míralo todo, haz hablar y hablapoco. Cuidado con el que te ofrece debeber; no des a las mujeres más dinerodel que valen y no olvides descubrirteante las procesiones… Y si te cruzascon un rey en tu camino, procura queesta vez no me cueste un caballo o unelefante.

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—¿Es verdad, tío —preguntóGuccio, sonriendo—, que doña Isabel estan hermosa como dicen?

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II.- La ruta deLondres

Hay personas que sueñanpermanentemente con viajes y aventuraspara darse ante los demás y ante símismas aires de héroes. Luego cuandoestán en pleno baile y sobreviene enpeligro, se ponen a pensar: “¿Necesitabarealmente venir a meterme en esto? ¡Quéidea más estúpida he tenido!” Ese era elcaso del joven Guccio Baglioni. Nadahabía deseado como conocer el mar;pero ahora que navegaba por él, hubieradado cualquier cosa por estar en otra

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parte.Era la época de las mareas

equinocciales y pocos navíos habíanlevado anclas aquel día. Haciendo unpoco el bravucón por los muelles deCalais, espada al cinto y capa recogidaal hombro, Guccio había encontrado porfin un patrón de barco que consintió enembarcarlo. Partieron por la tarde y latormenta se levantó en cuanto dejaron elpuerto. Encerrado en un recinto bajo elpuente, cerca del mástil mayor (el lugardonde esto se mueve menos, había dichoel patrón) y en un barco de maderaadosado a la pared a guisa de litera,Guccio se disponía a pasar la peor

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noche de toda su vida.Las olas golpeaban el barco con

topetazos de carnero, y Guccio sentíaque el mundo se balanceaba a sualrededor. Rodaba del banco al suelo yse debatía largo rato en la oscuridadtotal, ora chocando contra elmaderamen, ora contra los cabosendurecidos por el agua o contra lascajas mal sujetas que caían con estrépitoy trataba de aferrarse a invisibles cosashuidizas bajo sus manos. Entre dosresoplidos de la borrasca. Guccio oyó elcrepitar de las velas y de grandes masasde agua que se abatían sobre el puente.Se preguntaba si la tripulación entera no

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habría sido barrida y sería él el únicosobreviviente a bordo de un abandonadonavío. Lanzado por el viento contra elcielo, para ser proyectado luego hacialos abismos.

—“Seguramente moriré —se decíaGuccio—. ¡Qué estupidez acabar así, ami edad, tragado por el mar! ¡Novolveré a ver París ni Siena ni mifamilia! ¡No volveré a ver el sol! ¡Porqué no habré esperado un par de días enCalais? ¡Qué estúpido he sido! Si salgocon vida, per la Madonna que me quedoel Londres. Me haré descargador,faquín, cualquier cosa, pero jamásvuelvo a pisar un barco.”

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Por fin rodeó con ambos brazos labase del mástil, y de rodillas, en laoscuridad, fuertemente agarrado,tembloroso, con el estómago revuelto ycompletamente calado, permaneció allíaguardando su fin y prometiendo exvotosa Santa María delle Nevi, a Santa Maríadella Scala, a Santa María del Carmine,es decir, a todas las iglesias de Sienaque conocía.

Con el alba, la tormenta se calmó.Guccio, agotado, miró a su alrededor.Las cajas, las velas, las anclas, loscabos se amontonaron en espantosodesorden y, en el fondo del barco, bajoel pavimento de tablas, se veía una capa

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de agua.Se abrió la escotilla que daba

acceso al puente y una voz ruda gritó:—¡Hola, signior! ¿Habéis podido

dormir?—¿Dormir? —respondió Guccio

con voz llena de rencor. Poco faltó paraque me encontrarais muerto.

Le arrojaron una escalera de cuerday lo ayudaron a subir al puente. Unaráfaga de aire frío lo envolvió,haciéndolo temblar bajo sus ropasmojadas.

—¿No pudisteis advertirme quehabría tormenta? —dijo Guccio alpatrón del barco.

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—¡Bah, caballero!, es cierto que hasido mala la noche; pero parecíais tenertanta prisa… Además, para nosotros escosa corriente. Ahora estamos ya cercade la costa.

Era un anciano robusto de pelo griscuyos ojillos negros miraban a Cucciode manera un tanto burlona.

Tendiendo el brazo hacia una líneablanquecina que surgía de la bruma, elviejo marino agregó:

—Allí esta Dover.Guccio suspiró y se ajustó la capa al

cuerpo.—¿Cuánto tiempo tardaremos en

llegar?

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El otro se encogió de hombros yrespondió:

—Unas dos o tres horas, no más,porque el viento sopla del Levante.

Sobre el puente yacían tresmarineros, rendidos por la fatiga. Otro,colgado del brazo del timón, mordía untrozo de carne salada sin apartar losojos de la proa del navío y de la costade Inglaterra.

Guccio se sentó junto al viejomarino, al abrigo de una pequeñamampara de tablas que cortaba elviento, y a pesar del día, del frío y deloleaje, se quedó dormido.

Cuando despertó, el puerto de Dover

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se ofrecía ante su vista con su dársenarectangular y sus hileras de casas bajas,de muros rústicos y techos cubiertos depiedras. A la derecha deldesembarcadero se elevaba la casa del“sheriff”, vigilada por hombresarmados. En el muelle con suscobertizos colmados de mercaderías,hormigueaba una bulliciosa multitud. Labrisa traía olores de pescado, dealquitrán y de madera podrida. Algunospescadores transitaban con sus redes ysus pesados remos al hombro. Unoschiquillos empujaban por el suelo sacosmás grandes que ellos.

El barco, arriadas las velas, entró en

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la dársena a remo.La juventud recupera pronto sus

fuerzas y sus ilusiones. Los peligrossuperados sólo sirven para darle mayorconfianza en sí misma y para impulsarlaa nuevas empresas. El sueño de doshoras había bastado a Guccio parahacerle olvidar sus temores nocturnos.Poco faltaba para que se atribuyera todoel mérito de haber dominado latempestad; veía en ello un signo de subuena suerte. De pie sobre el puente, unapostura de conquistador, con la manoaferrada a un cabo, miraba conapasionada curiosidad el reino deIsabel.

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El mensaje de Roberto de Artoiscosido a las ropas y la sortija de plataen el índice le parecían las prendas deun gran porvenir. Iba a penetrar en laintimidad del poder, conocería a reyes yreinas, sabría el contenido de lostratados más secretos. Se adelantaba alos acontecimientos con embriaguez: yase veía como prestigioso embajador,confidente escuchado de los poderososde la tierra, ante quien se inclinaban losmás altos personajes. Participaría en elconsejo de los príncipes… ¿Acaso notenía un ejemplo en sus compatriotasBiccio y Musciato Guardi, los famososfinancieros toscanos, a quienes los

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franceses llamaban Biche y Mouche,(“Cervatilla” y “mosca”, perotambién, popularmente, “golfa” y“pinta”. N de la T.) y que fuerondurante más de diez años tesoreros,embajadores y validos del austeroFelipe el Hermoso? El lograría aún más.Y algún día se narraría la historia delilustre Guccio Baglioni, que se habíainiciado en la vida derribando casi alrey de Francia, en una esquina deParís… Ya el rumor del puerto llegabahasta él como una aclamación.

El viejo marino arrojó unaplanchada para unir el muelle con elbarco. Guccio pagó el pasaje y dejó el

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mar por la tierra firme.Como no transportaba mercadería,

no tuvo que pasar por la aduana. Alprimer chiquillo que se ofreció parallevar su equipaje le pidió que locondujera a casa del Lombardo dellugar.

Los banqueros y mercaderesitalianos de esta época poseían supropia organización de correos ytransporte. Formados en grandes“compañías” que llevaban el nombre desu fundador, tenían factorías en lasprincipales ciudades y puertos. Dichasfactorías eran a la vez sucursales debanca. Oficina privada de correos y

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agencia de viajes.El agente de la factoría de Dover

pertenecía a la “compañía” Albizzi. Sealegró de recibir al sobrino del jefe dela “compañía” Tolomei y lo trató lomejor que pudo. Le dieron con quélavarse; sus ropas fueron secadas yplanchadas; le cambiaron el oro francéspor oro inglés y le sirvieron unaabundante comida en tanto que lepreparaban un caballo.

Mientras comía, Guccio contó,atribuyéndose un papel importante, cuánterrible tormenta había soportado.

Había también un hombre llegado lavíspera. Llamado Boccaccio, viajante

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por cuenta de la “compañía” Bardi.Venía también de París, donde habíaasistido al suplicio de Jacobo de Molayy con sus propios oídos había escuchadola maldición. Para describir la tragediase servía de una ironía precisa ymacabra que encantó a los comensalesitalianos. Este personaje, de unos treintaaños, era de rostro inteligente y vivo,labios delgados y mirada que parecíadivertirse con todo. Puesto que ibatambién a Londres, Guccio y éldecidieron hacer el camino juntos.

Partieron hacia el medio día.Recordando los consejos de su tío,

Guccio hizo hablar a su compañero,

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quien, por otra parte, no quería otracosa. El signor Boccaccio parecía habercorrido mucho. Había estado en todaspartes, en Sicilia, Venecia, España,Flandes, Alemania y hasta en Oriente, yhabía salido con bien de muchasaventuras. Conocía las costumbres deesos países, tenía su opinión personalsobre el valor comparado de lasreligiones, despreciaba bastante a losmonjes y detestaba a la inquisición. Alparecer, las mujeres le interesaban engran manera. Daba a entender que lashabía frecuentado mucho; y de muchasde ellas, unas oscuras y otras ilustres,sabía gran cantidad de curiosas

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anécdotas. Poco caso hacía de su virtud,y su lenguaje se sazonaba, al hablar deellas, con imágenes que dejaban aGuccio meditabundo. Espíritu libre eltal señor Boccaccio y muy por encimadel nivel común.

—Si hubiera tenido tiempo —dijo aGuccio— me habría gustado poner porescrito esta cosecha de historias y deideas recogidas a lo largo de mis viajes.

—¿Por qué no lo hacéis, signor? —respondió Guccio.

El otro suspiró como si confesara unsueño incumplido.

—Troppo tardi. Uno no se haceescritor a mi edad —dijo—. Cuando el

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oficio de uno es ganar oro, después delos treinta años no se puede hacer otracosa. Además si escribiera todo esto,quién sabe, tal vez correría el riesgo deser quemado.

Este viaje, estribo contra estribo, através de una hermosa campiña verdecon un compañero lleno de interés,encantó a Guccio. Aspiraba con placerel aire primaveral, las herraduras de loscaballos parecían a sus oídos una felizcanción y pensaba tan bien de sí mismocomo su hubiera compartido lasaventuras de su compañero.

Por la noche se detuvieron en unaposada. Los altos en el camino inducen a

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la confianza. Con un jarro de godaladelante, cerveza fuerte aromatizada conjengibre, pimienta y clavo, el señorBoccaccio contó a Guccio que tenía unaamante francesa de quien le habíanacido un niño el año anterior, bautizadocon el nombre de Giovanni. (Ese niñosería más tarde el ilustre Boccaccio,autor del Decamerón)

—se dice que los niños nacidosfuera del matrimonio son más listos yvigorosos que los otros—hizo notarGuccio sentenciosamente, pues disponíade algunas trivialidades para nutrir laconversación.

—Sin duda alguna. Dios les otorga

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dones de espíritu y de cuerpo paracompensarles por lo que les quita enherencia y respeto —respondió elsignor Boccaccio.

—En todo caso, este niño tendrá unpadre que podrá enseñarle muchascosas.

—A menos que no le guarde rencorpor haberlo traído al mundo en tan malascondiciones —dijo el viajante de losBardi.

Durmieron en el mismo cuarto. Alamanecer reanudaron la marcha. Jironesde bruma se adherían aún a la tierra. Elseñor Boccaccio callaba: no era hombrede amaneceres.

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Hacía fresco y el cielo se aclarópronto. Guccio descubría a su alrededoruna campiña cuya gracia lo hechizaba.Los árboles todavía estaban desnudos,pero el aire olía a savia y la tierraverdeaba ya de hierba fresca y tierna.Innumerables setos cortaban el campo ylas colinas. El paisaje, con sus vallesorlados de florestas, el resplandor verdey azul del Támesis entrevisto desde lodesde lo alto de un monte, una jauríaseguida por un grupo de caballeros, todoseducía a Guccio. “La reina Isabel tieneen verdad un hermoso reino”, se repetía.

A medida que pasaban las leguas,aquella reina ocupaba mayor lugar en

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sus pensamientos. ¿Por qué no agradarleal mismo tiempo que cumplía su misión?La historia de los príncipes y de losimperios ofrecía numerosos ejemplos decosas más sorprendentes. “Por ser reina,no es menos mujer”, se decía Guccio.“Tiene veintidós años y su esposo no laama. Los señores ingleses no han deatreverse a cortejarla por temor adisgustar al rey. En tanto que y,mensajero secreto que ha desafiado latempestad para venir hasta aquí…,doblo la rodilla en tierra, la saludo conun gran vuelo de mi sombrero…, beso elruedo de su vestido…,”

Ya pulía las palabras con las cuales

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colocaría su corazón, su astucia y subrazo al servicio de la joven reina decabellos de oro… “Señora, no soynoble, mas si un libre ciudadano deSiena que vale tanto como cualquierhidalgo. Tengo dieciocho años y es micaro deseo contemplar vuestra belleza yofrendaros mi alma y mi sangre.”

—Estamos a punto de llegar —dijoel signor Boccaccio.

Se hallaba ya en los arrabales deLondres sin que Guccio se hubiera dadocuenta de ello. Las casas se espesaban alo largo de la ruta. Había desaparecidoel buen aroma del bosque: el aire olía aturba quemada.

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Guccio miraba en derredor, consorpresa. Su tío Tolomei le habíahablado de una ciudad extraordinaria ysólo veía una interminable sucesión dealdeas compuestas de construcciones denegros muros, callejuelas sucias pordonde pasaban flacas mujeres cargadascon pesados fardos, niños andrajosos ysoldados de mala catadura.

De pronto, junto con un grupo degente, caballos y carros, los los viajerosse encontraron frente al puente deLondres. Dos torres cuadradasguardaban su entrada, y entre ellas, porla noche, se tendían cadenas, y secerraban con enormes puertas. Lo

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primero que Guccio observó fue unacabeza humana, ensangrentada, clavadaen una de las picas que erizaban laspuertas. Los cuervos revoloteaban entorno a aquel rostro de cuencas vacías.

—La justicia de los reyes dfeInglaterra ha funcionado esta mañana —dijo el signor Boccaccio—. Asíterminan aquí los criminales o los queson llamados de ese modo paradesembarazarse de ellos.

—Curiosa Acogida para losextranjeros —dijo Guccio.

—Una manera de prevenirles de queno llegan a una ciudad de florecillas yternuras.

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Este puente era, por entonces, elúnico tendido sobre el Támesis.Formaba una verdadera calle construidaencima del agua, y sus casas de madera,apretadas unas contra otras, albergabantoda clase de tiendas.

Veinte arcos de dieciocho metros dealtura, sostenían aquella extraordinariaedificación. Cien años casi habían sidoprecisos para construirlo, y loslondinenses lo mostraban con orgullo.

Un agua turbia remolineabaalrededor de las arcadas; en lasventanas se secaba ropa blanca y lasmujeres vaciaban sus baldes en el río.

Comparado con el puente de

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Londres, el Ponte Veccio de Florenciale parecía a Guccio un juguete; y elArno, al lado del Tamesis, sólo unarroyo. Lo hizo notar así a sucompañero.

—De todos modos, somos nosotrosquienes enseñamos todo a los otrospueblos —respondió éste.

Tardaron un tercio de hora en cruzarel puente, tan densa era la multitud, y tantenaces los mendigos que se lescolgaban de las botas.

Al llegar a la orilla opuesta, Gucciovio, a su derecha, la torre de Londrescuya enorme masa blanca se recortabasobre el cielo gris. Luego, en pos del

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signor Boccaccio, penetró en la ciudad.El ruido y la animación que reinaban enlas calles, el rumor de vocesextranjeras, el cielo plomizo, el pesadoolor de humo que flotaba sobre laciudad, los gritos que salían de lastabernas, la audacia de las descaradasmujeres, la brutalidad de losescandalosos soldados, todo sorprendióa Guccio.

Al cabo de unos trescientos pasos,los viajeros doblaron a la izquierda ydesembocaron en la Lombard Street,donde los banqueros italianos tenían susestablecimientos. Las casas eran deaspecto exterior modesto, de un piso o

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dos a lo sumo, pero muy bien cuidadas,con puertas lustrosas y rejas en lasventanas. El signor Boccaccio dejó aGuccio delante del banco Albizzi. Losdos compañeros de viaje se separaroncon grandes muestras de amistad, sefelicitaron mutuamente por el placer dela buena compañía y prometieron volvera verse muy pronto en París.

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III.- Westminster

MasterAlbizzi era un hombre alto,enjuto, de larga cara morena, conespesas cejas y mechones de cabellosnegros que asomaban por debajo de subonete. Recibió a Guccio con plácidabenevolencia y afabilidad de gran señor.En pie, con su flaco cuerpo ceñido porun traje de terciopelo azul oscuro, lamano sobre el escritorio, Albizzi teníala presencia de un príncipe toscano.

En tanto que intercambiaban loscumplidos de rigor, la mirada de Guccioiba de los altos sitiales de roble a las

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colgaduras de Damasco, de los taburetescon incrustaciones de marfil a las ricasalfombras que cubrían el suelo, de lamonumental chimenea a los hachones deplata maciza. Y el joven no podía evitarhacer una rápida evaluación: “Esostapices… sesenta libras cada uno,seguramente; los hachones, el doble; lacasa, si cada habitación está a la alturade ésta, vale tres veces más que la de mitío… “Pues aunque soñara con serembajador y caballero andante de lareina, Guccio no olvidaba que eramercader, hijo, nieto y biznieto demercaderes.

—Debisteis haber embarcado en uno

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de mis navíos… porque también somosarmadores…, y tomar el camino deBoulogne —dijo master Albizzi—. Deeste modo, primo mío, habríais hechouna travesía más confortable.

Hizo servir hipocrás, un vinoaromatizado que se bebía comiendoalmendras garapiñadas. Guccio explicóel objeto de su viaje.

—Vuestro tío Tolomei, a quienmucho estimo, sabe lo que hace alenviaros a mí —dijo Albizzijugueteando con el grueso rubí quellevaba en la mano derecha—. Uno demis principales clientes y másagradecidos se llama Hugo Despencer.

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Por él arreglaremos la entrevista.—¿Os referís al íntimo amigo del

rey Eduardo? —inquirió Guccio.La amiga, queréis decir, la favorita

del rey. No, hablo del padre. Suinfluencia es más velada, peroigualmente grande. Se sirve hábilmentede la desfachatez del hijo, y si las cosassiguen como van, pronto gobernará elreino.

—Pero es la reina a quien quierover, no al rey.

—Mi joven primo —le explicóAlbizzi con una sonrisa—. Aquí, comoen todas partes, hay quienes, noperteneciendo a uno ni a otro partido,

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juegan a ambas cartas. Yo sé lo quepuedo hacer.

Llamó a su secretario y escribiórápidamente unas líneas en un papel queselló.

—Iréis a Westminster hoy mismo,después de comer, primo mío —dijocuando hubo despachado al secretarioportador del billete—, y espero que lareina os concederá audiencia. Paratodos seréis un mercader de piedraspreciosas y orfebrería, venidoexpresamente de Italia y recomendadopor mí. Al presentarle las alhajas a lareina, podréis cumplir vuestra misión.

Fue hasta un gran cofre, lo abrió y

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sacó una caja de madera preciosa conherrajes de cobre.

—Aquí tenéis vuestras credenciales—agregó.

Guccio levantó la tapa: sortijas conpiedras centelleantes, pesados collaresde perlas, un espejo cercado deesmeraldas y diamantes alternados,reposaban en el fondo de la caja.

—Y si la reina quisiera adquiriralguna de estas joyas, ¿qué debo hacer?

Albizzi sonrió.—La reina no os comprará nada

directamente, pues no tiene dineroreconocido y se le vigilan los gastos. Sidesea algo, me lo hará saber. El mes

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pasado le hice confeccionar tresescarcelas que aún no se me han pagado.

Después de la comida, por cuyomenú Albizzi se excusó diciendo que erade cada día, pero resultó digno de lasmejores mesas señoriales, Guccio seencaminó a Westminster. Loacompañaba un lacayo del banco,especie de guardia de corps con aspectode búfalo, quien llevaba el cofre atadocon una cadena a la cintura.

El corazón de Guccio rebosaba deorgullo. Iba con la barbilla en alto ygran aplomo, contemplando la ciudadcomo si fuera a convertirse en supropietario al día siguiente.

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El palacio, imponente por susgigantescas proporciones, auquesobrecargado de florituras, le pareció debastante mal gusto, comparado con losque en aquellos años se construían enToscana y especialmente en Siena. “Estagente anda escasa de sol y sin embargoparecen hacer todo lo posible paraimpedir el paso del poco que tienen”,pensó.

Entró por la puerta de honor. Lossoldados de la guardia se calentabanalrededor de un fuego de gruesostroncos. Un escudero se aproximó.

—¿Signor Baglioni? Os aguardan.Voy a conduciros —dijo en francés.

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Escoltado siempre por el lacayo conel cofre de las joyas, Guccio siguió alescudero. Atravesaron un patio rodeadode arcadas, luego otro, subieron unaamplia escalera de piedra y penetraronen las habitaciones. Las bóvedas eranmuy altas y llenas de extraños ecos. Amedida que avanzaban por una sucesiónde salas heladas y oscuras, Guccio seesforzaba vanamente por conservar subella apariencia; pero se sentíadisminuido de tamaño. Guccio cio ungrupo de hombres jóvenes cuyos ricosatavíos y trajes guarnecidos de pieles lellamaron la atención; en el costadoizquierdo de cada uno de ellos brillaba

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el puño de una espada. Era la guardia dela reina.

El escudero dijo a Guccio queaguardara y lo dejó allí, en medio de losgentilhombres que lo examinaban conaire zumbón y cambiaban observacionesque él no comprendía. De pronto,Guccio se sintió invadido por una sordaangustia. ¿Y si se producía algúnimprevisto? ¿Y si en esa corte que sabíadesgarrada por las intrigas, pasaba porsospechoso? ¿Y si antes de ver a lareina se abalanzaban y descubrían elmensaje?

Cuando el escudero regresó en subusca y le tiró de la manga, Guccio se

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sobresaltó. Tomó el cofre de manos delcriado de Albizzi, mas, en su prisa,olvidó que estaba atado por una cadenaa la cintura del hombre, quien al recibirel tirón fue proyectado hacia delante.Hubo risas, y Guccio sintió que secubría de ridículo. Tanto fue así queentró en las habitaciones de le reinahumillado, petrificado y se halló anteella antes de haberla visto.

Isabel estaba sentada. Una mujerjoven, de cara larga y rígida postura, sehallaba en pie a su lado. Guccio hincó larodilla en tierra y en vano buscó uncumplido que no acudió a su mente. Lapresencia de una tercera persona

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acababa de ahuyentar sus bellasesperanzas. Se había figurado —¿cómopudo imaginarlo?— que la reina estaríasola.

La reina habló primero:—Lady Despenser —dijo—,

veamos las joyas que nos trae este jovenitaliano, y si son tan maravillosas comodicen.

El nombre de Despenser acabó deturbar a Guccio. ¿Qué podía hacer unaDespenser en las habitaciones de lareina?

Habiéndose levantado a un gesto dela reina, abrió el cofre y se lo presentó.Lady Despenser le dedicó apenas una

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mirada y dijo con voz displicente:—Son muy hermosas, en efecto,

señora, pero no son para nosotras; nopodríamos comprarlas.

La reina hizo un gesto de mal humor:—Entonces, ¿por qué me ha

presionado vuestro suegro para querecibiera a este mercader?

—Creo que para favorecer aAlbizzi; pero ya le debemos demasiadoa éste para comprar más cosas.

—Sé, señora —dijo entonces lareina—, que vos, vuestro marido y todosvuestros parientes veláis con tantocuidado la fortuna del reino, que bienpodría creerse que es vuestra. Pero aquí,

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tendréis que tolerar que disponga de misbienes particulares, o la menos de lo queme han dejado. Por otra parte, meadmira, madame, que cuando viene apalacio algún forastero o algúnmercader, mis damas francesas se hallenalejadas como por casualidad, a fin deque vuestra madre política o vos mismapodáis hacerme compañía de tal modoque parece vigilancia. Imagino que siestas mismas alhajas fueran presentadasa mi esposo o al vuestro, uno y otroencontrarían la forma de adornarse conellas, como no osarían hacerlo lasmujeres.

El tono era tranquilo y frío, pero en

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cada palabra se traslucía elresentimiento de Isabel contra laabominable familia que, al mismotiempo que ridiculizaba a la corona,entraba a saco en el tesoro. Pues nosolamente los Despenser, padre ymadre, se aprovechaban del abyectoamor que el rey profesaba a su hijo, sinoque la propia mujer de éste consentía enel escándalo y le prestaba su apoyo.

Vejada por la andanada, EleanorDespenser se levantó y se retiró a unrincón de la sala aunque sin dejar deobservar a la reina y al joven sienés.

Guccio, recobrando en parte elaplomo que era natural y que tanto y tan

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extrañamente le faltaba aquel día, osópor fin mirar a la reina. Había llegado elinstante de darle a entender que lacompadecía por sus desdichas y quesólo deseaba servirla. Mas encontró talfrialdad, tal indiferencia, que se le helóel corazón. Sus ojos azules tenían lamisma fijeza helada que los de Felipe elHermoso. ¿Cómo declarar a semejantemujer: “Señora, os hacen sufrir, y yoquiero amaros”?

Lo único que Guccio pudo hacer fueindicar el gran anillo de plata que habíacolocado en un rincón del cofre, y decir:

—Señora, ¿me concederéis el favorde examinar esta sortija y mirar su

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grabado?La reina tomó la sortija, reconoció

los tres castillos de Artois grabados enel metal y miró a Guccio.

—Me agrada —dijo—. ¿Tenéisotros objetos tallados por la mismamano?

Sacando de sus ropas el mensaje,dijo Guccio:

—Aquí están los precios.—Acerquémonos a la luz para que

yo los vea mejor —dijo Isabel.Se levantó y acompañada de Guccio

fue hasta el derrame de una ventanadonde pudo leer el mensaje a su enterasatisfacción.

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—¿Regresáis a Francia? —murmuróluego.

—Cuando os plazca ordenármelo,señora —respondió Guccio en el mismotono.

—Decid entonces a monseñor deArtois que estaré en Francia dentro depoco tiempo y que todo se hará comohabíamos convenido.

Su semblante se había animado unpoco. Concentraba toda su atención en elmensaje y ninguna en el mensajero. Noobstante, la preocupación real por pagarbien a los que la servían le hizo agregar:

—Diré a monseñor de Artois que osrecompense por vuestros afanes mejor

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de lo que yo podría hacerlo en estemomento.

—El honor de veros y de serviros,señora, constituye ciertamente mi mejorrecompensa.

Isabel agradeció con un levemovimiento de cabeza, y Gucciocomprendió que entre una biznieta demonseñor san Luis y el sobrino de unbanquero había una distanciainfranqueable.

En voz bien alta, de manera que laDespenser pudiera oírla, la reina lodespidió diciendo:

—Os habré saber por Albizzi lo quedecida con respecto a estas joyas.

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Adiós, maese.Y lo despidió con un gesto.

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IV.- El crédito

A pesar de la cortesía de Albizzi,que lo invitó a permanecer en Londresvarios días, Guccio partió a la mañanasiguiente muy temprano, bastanteirritado consigo mismo. No obstante,había cumplido perfectamente su misión,y por este lado sólo elogios merecía.Pero no se perdonaba, como libreciudadano de Siena que era y, por tanto,igual a cualquier gentilhombre de estatierra, haberse dejado impresionar porla presencia de una reina. Pues era inútilengañarse: nunca podría negarse a sí

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mismo que le había faltado la palabra, alverse frente a la reina de Inglaterra, lacual ni siquiera lo había honrado conuna sonrisa. “¡Al fin y al cabo es unamujer como todas! ¿Por qué hetemblado?”, se decía enfadado. Mascuando se decía esto, estaba ya lejos deWestminster.

No habiendo encontrado compañerocomo a la ida, hacía solitario su camino,remachando su despecho. Tal estado deánimo no lo abandonó durante todo elviaje de retorno y fue exasperándolo amedida que pasaban las leguas.

Porque no tuvo en la corte deInglaterra la acogida esperada, porque

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por su linda cara no le habían rendidohonores de príncipe, cuando pisó tierrade Francia se había formado la opiniónde que los ingleses eran una naciónbárbara. En cuanto a la reina Isabel, siera desdichada, si su marido se mofabade ella, bien merecido lo tenía. “¡Vaya!¡Uno atraviesa el mar, arriesga su vida,y se lo agradecen menos que si fueralacayo! Esa gente ha aprendido a darsegrandes ínfulas, pero no tienensentimientos y desprecian la mejordedicación. No deben sorprenderse sison tan mal queridos y tan bientraicionados.”

La juventud no renuncia fácilmente a

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sus ansias de grandeza. Por las mismasrutas que por las que la semana anteriorse creía ya embajador y amante real,Guccio se decía rabiosamente: “Ya mevengaré.” Con quién y cómo no lo sabíaaún, mas necesitaba desquitarse.

Y en primer lugar, puesto que eldestino y el desdén de los reyes queríanque fuese un banquero lombardo,demostraría serlo como rara vez sehabía visto. Un banquero poderoso,audaz y retorcido, un prestamistadespiadado. ¿Su tío le había encargadoque pasara por la factoría de Neauphle-le-Vieux para cobrar un crédito? ¡Puesbien! No sospechaban los deudores la

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tormenta que se les venía encima.Tomando por Pontoise para

desviarse a través de la Isla-de-Francia,Guccio llegó a Neauphle el día de sanHugo.

La factoría de Tolomei estaba en unacasa contigua a la iglesia, en la plaza dela ciudad. Guccio entró como dueño, sehizo mostrar los libros de registro yamonestó a todo el mundo. ¿Para quéservía el factor principal? ¿Sería acasoque él, Guccio Baglione, el propiosobrino del director de la “compañía”,tuviera que molestarse por cada créditoo dificultad? Ante todo, ¿quiénes eranesos castellanos de Cressay, deudores

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de trescientas libras? Se le informó: elpadre había muerto. Sí, eso Guccio losabía. ¿Y luego? Tenía dos hijos deveinte y veintidós años. ¿Qué hacían?Cazaban… Evidentemente, unosholgazanes. Había también una hija dedieciséis años… Seguramente fea.Decidio Guccio… Y luego la madre,que dirigía la casa desde la muerta delseñor de Cressay. Gentes de buena cuna,pero arruinadas por completo. ¿Cuántovalían el castillo y las tierras? Entreochocientas y novecientas libras.Poseían un molino y una treintena desiervos.

—¿Y con esto no conseguís hacerlos

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pagar? —exclamó Guccio—. ¡Ya veréissi conmigo dura mucho esta situación!¿Cómo se llama el preboste deMo nt f o r t ? ( L o s prebostes eranfuncionarios reales que acumulabanfunciones repartidas hoy entre losprefectos, jefes de subdivisionesmilitares, comisarios de distrito,agentes del Tesoro, del fisco y delregistro. No hace falta decir que noeran queridos. Pero ya entonces, enalgunas regiones, compartían susatribuciones con los recaudadores deimpuestos.) ¿Portefruit? Bien. ¡Si paraesta tarde no han pagado, voy en buscadel preboste y los hago embargar! ¡Eso

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es!Montó de nuevo a caballo y partió al

trote hacia Crassay, como si fuera aconquistar, él solo, una plaza fuerte. “Mioro o el embargo… mi oro o elembargo”, se repetía. “Tendrán queencomendarse a Dios o a sus santos”.

Cressay, a una media legua deNeauphle, era una aldea construida en uncostado del valle, al borde del Mauldre,arroyo que puede saltarse de un salto decaballo.

El castillo que Guccio divisó no era,en realidad, más que una casa solariegabastante deteriorada, sin foso, puestoque el arroyo le servía de defensa, con

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torres bajas y aledaños fangosos. Lapobreza y la mala conservación eranevidentes. Los techos se desplomaban enmuchas partes; el palomar parecíadesguarnecido; los muros, llenos demusgo, tenían grietas y en los bosquescercanos los profundos claros dejabanadivinar abundantes talas.

“Peor para ellos. Mi oro o elembargo”, se repetía Guccio alflanquear la puerta.

Pero alguien había tenido la mismaidea antes que él, y ése era precisamenteel preboste Portefruit.

Había un gran trajín en el patio. Tresguardias reales, esgrimiendo el bastón

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de la flor de lis, enloquecían con susórdenes a algunos siervos harapientos ylos obligaban a reunir el ganado, a juntarlos bueyes y a traer del molino los sacosde grano que eran arrojados dentro delcarro de la alcaldía. Los gritos de losguardias, las corridas de losaterrorizados labriegos, los balidos deunas veinte ovejas, los cacareos de lasaves de corral, producían una magníficabatahola.

Nadie se ocupó de Guccio; nadieacudió a sujetar su caballo, cuya bridaél mismo ató a una anilla. Un viejocampesino, le dijo simplemente:

—La desgracia ha caído sobre esta

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casa. Si el amo estuviera presente,reventaría por segunda vez. ¡No hayjusticia!

La puerta de la mansión estabaabierta y por ella salían los gritos de unaviolenta discusión.

“Parece que llego en mal día”, pensóGuccio, cuyo mal humor se acrecentaba.

Subió las gradas del pórtico y,guiándose por las voces, penetró en unasala larga y oscura con muros de piedray techo de vigas.

Una jovencita, a quien no se tomó eltrabajo de mirar, le salió al encuentro.

—Vengo por negocios y quisierahablar con la señora de Cressay —dijo

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él.—Soy María de Cressay. Mis

hermanos están ahí y mi madre también—respondió la jovencita con voztitubeante, indicando el fondo de laestancia—. Pero ahora están muyocupados…

—No importa, aguardaré —dijoGuccio.

Y para afirmar su decisión, se plantódelante de la chimenea y aproximó subota al fuego, a pesar de que no sentíafrío.

En el otro extremo de la sala seagitaba de firme. Entre sus dos hijos,barbudo uno, lampiño el otro, altos y

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coloradotes ambos, la señora deCressay se forzaba por hacer frente a uncuarto personaje, a quien Guccioreconoció en seguida como el prebostePortefruit en persona.

La señora de Cressay, doña Eliabelpara todos los del lugar, tenía ojosbrillantes, pecho amplio y llevaba suscuarentena de abundantes carnes muybien enfundadas en sus vestidos deviuda. (El uniforme de viuda de lanobleza, muy parecido al de lasreligiosas, constaba de una larga vestenegra, sin adornos ni joyas, de una tocablanca que cogía cuello y mentón y de unvelo blanco sobre los cabellos.)

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—Señor preboste —gritaba—, miesposo se endeudó en la guerra del rey,donde ganó más magullones queprovecho, en tanto que la propiedad, sinhombre, andaba a la buena de Dios.Hemos pagado siempre nuestros tributosy ayudado a la iglesia. Decidme, ¿uiénhizo más en toda la comarca? ¡Y todopara engordad a gentes de vuestra laya,messire Portefruit, cuyos abuelosandaban descalzos por estos contornos,y para eso venís a saquearnos!

Guccio miró en torno. Algunasbanquetas rústicas, dos sillas derespaldo, bancos pegados a los muros,cofres y un gran camastro con cortina

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que dejaba entrever el colchón de paja,constituían el moblaje. Encima de lachimenea pendía un viejo escudodescolorido, sin duda la enseña deguerra del señor de Cressay.

—Me quejaré al conde de Dreux —proseguía diciendo doña Eliabel.

—El conde de Dreux no es el rey yyo cumplo órdenes reales —respondióel preboste.

—No os creo, señor preboste. Nocreo que el rey ordene que se trate comoa malhechores a quienes poseen título decaballería hace doscientos años. ¿Oquizás las cosas no andan bien en elreino?

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—¡Por lo menos dadnos tiempo! —dijo el hijo barbudo—. Pagaremosmediante pequeñas sumas.

—Terminemos esta discusión. Os heconcedido tiempo suficiente, y no habéispagado —interrumpió el preboste.

Tenía brazos cortos, cara redonda yvoz cortante.

—Mi labor no consiste en escucharvuestras quejas, sino en reembolsar lasdeudas —prosiguió diciendo—. Debéisaún el Tesoro trescientas treinta libras.Si no las tenéis, tanto peor. Cojo yvendo.

Guccio pensó: “Este hombre hablacon el mismo lenguaje que yo me

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disponía a usar. Cuando haya cumplidocon su misión no quedará nada.Decididamente ha sido un mal viaje.¿No sería mejor intervenir enseguida?

Le ponía de mal humor ver alpreboste llegado en mala hora, que leganaba por la mano.

La jovencita que había salido arecibirlo no estaba lejos de allí. La mirómejor. Era rubia, con hermosos cabellosondulados que le salían de la cofia, detez luminosa, grandes ojos oscuros ycuerpo fino, esbelto, bien formado.Guccio tuvo que reconocer que la habíajuzgado precipitadamente.

María de Cressay, por su parte,

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parecía muy incomoda porque unforastero asistiera a la escena. No eracosa de todos los días que un jovencaballero, de rostro agradable y cuyavestimenta anunciaba riqueza, pasarapor aquellos campos. ¡Qué mala suerteque aquello sucediera cuando la familiase mostraba en su peor aspecto!

La discusión proseguía en el otroextremo de la sala.

—¿No basta con haber perdido alesposo y tener que pagar ademásseiscientas libras para conservar sucasa? ¡Me quejaré al conde de Derux!—repetía doña Eliabel.

—Os hemos entregado ya doscientas

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setenta, que tuvimos que pedir prestadas—añadió el hijo barbudo.

—Embargarnos es reducirnos alhambre, es vendernos, es querer nuestramuerte —dijo es segundo hijo.

—Ordenes son órdenes —replicó elpreboste—. Conozco mi derecho. Hagoel embargo y haré la venta.

Vejado, como actor desposeído desu papel, Guccio dijo a la chica:

—Este preboste me resulta odioso.¿Qué quiere de vosotros?

—No lo sé, ni tampoco lo saben mishermanos. Poco comprendemos de esascosas —respondió María de Cressay—.Dice que es por la sucesión, después de

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la muerte de nuestro padre.—¿Y por eso reclama seiscientas

libras? —dijo Guccio arrugando elentrecejo.

—¡Ah, señor, la desgracia ha caídosobre nosotros! —murmuró ella.

Sus miradas se cruzaron, seretuvieron por un instante, y Gucciocreyó que la joven iba a echarse allorar. Pero no. Soportaba con enterezala adversidad y sólo por pudor desviósus hermosas pupilas de color oscuro.

Guccio reflexionaba. De pronto,dando un gran rodeo a la sala, Guccio deplantó ante el agente de la autoridad yexclamó.

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—¡Permitid, señor preboste! ¿Noestaréis a punto de cometer un robo?

Estupefacto, el preboste le hizofrente y le preguntó quién era.

—No viene a cuento —replicóGuccio—. Desead mejor no enterarosdemasiado pronto si tenéis la desdichade que vuestras cuentas no sean justas.Pero tengo algunas razones parainteresarme en la sucesión de Cressay.Dignaos decirme en cuánto estimáis estapropiedad.

Como el otro intentara imponerle suautoridad y amenazara con llamar a susguardias, Guccio prosiguió:

—¡Cuidado! Habláis con un hombre

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que hace cinco días era huésped de laseñora reina de Inglaterra y que tienepoder para presentarse mañana ante elseñor Enguerrando de Marigny, a fin dehacerle conocer el comportamiento desus prebostes. Responded, messire…¿cuánto vale esta propiedad?

Sus palabras causaron gran efecto.El preboste se turbó al oír el nombre deMarigny, la familia callaba, atenta,asombrada. Guccio tenía la impresiónde haber crecido un palmo.

—El bailiazgo estimó a Cressay unvalor de tres mil libras —respondió porfin el preboste.

—¿Tres mil, habéis dicho? —

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Exclamó Guccio—. ¿Tres mil libras estacasa de campo en tanto el palacio deNesle, uno de los más hermosos de Parísy morada de monseñor el rey deNavarra, esta tasado en cinco millibras? Se estima caro en vuestrobailiazgo.

—Están las tierras.—El total vale novecientas libras a

lo sumo, y lo sé de buena fuente.El preboste tenía en la frente, encima

del ojo izquierdo, un defecto denacimiento, una gruesa fresa que seponía violácea por el efecto de laemoción. Y Guccio, mientras hablaba,fijaba los ojos en dicha fresa, cosa que

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acababa por hacerle perder al prebostesu presencia de ánimo.

—¿Queréis decirme, ahora, cuálesson los derechos reales sobre latransmisión de bienes?

—Cuatro sueldos por cada libraregistrada en el bailiazgo.

—Mentís en grande, messirePortefruit. El impuesto es de dos sueldospara los nobles, en todos los bailiazgos.No sois el único en conocer la ley; yotambién la sé. Este hombre se aprovechade vuestra ignorancia para embaucaroscomo un tunante —dijo Guccio,dirigiéndose a la familia Cressay—.Afirma que actúa en nombre del rey,

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pero no os dice que se ha cobrado ya elimpuesto y que, después de pagar alTesoro del rey lo que prescriben lasordenanzas, se echará al bolsillo lorestante. Y si os hace vender, ¿quiéncomprará, no por tres mil libras, sinopor mil quinientas o, incluso, por ladeuda, el castillo de Cressay?

¿No seréis vos, messire preboste,quién tiene esa hermosa intención?

Toda la irritación de Guccio, todo surencor y su cólera hallaban ahora dondevolcarse. Se acaloraba al hablar; habíaencontrado, por fin, la oportunidad deser importante, de hacerse respetar yjugar al hombre fuerte. Pasándose

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alegremente al bando que venía a atacarasumía la defensa de los débiles y sepresentaba como desfacedor deentuertos.

En cuanto al preboste, su gruesa cararedonda se había vaciado de sangre ysólo la fresa violeta, encima del ojo, sedestacaba como una mancha oscura.Agitaba los cortos brazos conmovimientos de pato. Protestó de subuena fe. No era él quien había hecholas cuentas. Podía haberse cometido unerror… sus asistentes o bien los delbailiazgo.

—¡Muy bien! Reharemos vuestrascuentas —dijo Guccio.

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En un momento le demostró que losCressay sólo debían, todo junto, porprincipal e intereses, cien libras y unossueldos.

—Y ahora, ¡dad orden a vuestrosguardias para que desaten los bueyes,lleven de vuelta el trigo al molino ydejen en paz a esta honrada gente!

Y asiendo al preboste por el cuellode su traje lo llevó hasta la puerta. Elotro obedeció y gritó a los guardias quehabía un error que era necesarioverificar, que regresarían en otromomento y que, por ahora, dejaran todoen su lugar. Creía que la cosa habíaterminado, pero Guccio lo condujo de

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nuevo al centro de la sala, y le dijo:—Y ahora, devolvednos ciento

setenta libras.Pues Guccio había tomado de tal

modo partido por los Cressay, que yadecía “nosotros” al defender su causa.

El preboste se desgañitó de furia,mas Guccio lo calmó en seguida.

—¿No acabo de oír que habíaispercibido anteriormente doscientaslibras?

Los hermanos asintieron.—Entonces, señor preboste… ciento

setenta libras —dijo Guccio, alargandola mano.

El gordo Portefruit quiso resistirse.

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Lo pagado pagado estaba. Sería precisoexaminar las cuentas del prebostazgo.Por otra parte, no llevaba tanto oroencima. Volvería más tarde.

—Más os valdrá que tengáis ese orocon vos. ¿Estáis seguro de no habercobrado alguna suma en el día de hoy?Los recaudadores del señor de Marignyson eficientes —declaró Guccio—. Osconviene concluir este negocio almomento.

El preboste dudó unos instantes.¿Llamar a sus guardias? El joven teníaaspecto vivaz y llevaba su buena espadaal cinto. Además, estaban los doshermanos de Cressay, de sólida talla,

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cuyas armas de caza estaban al alcancede sus manos, sobre un cofre.Seguramente los labriegos se sumarían asus amos. Más valía no aventurarse enaquel asunto, sobre todo con el nombrede Marigny suspendido sobre su cabeza.Se rindió, y sacando de entre sus ropasuna gruesa bolsa contó y entregó elexceso de lo percibido. Sólo entoncesGuccio lo dejó ir.

—¡Recordaremos vuestro nombre,messire Portefruit! —le gritó desde lapuerta.

Y regresó riendo ampliamente, ymostrando sus dientes hermosos,blancos y bien alineados.

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Al instante, la familia lo rodeócolmándolo de bendiciones, tratándolocomo a su salvador. En el entusiasmogeneral, la bella María de Cressay tomóla mano de Guccio y la llevó a suslabios; después, pareció aterrada de suacción.

Guccio, encantado consigo mismo,se sentía a sus anchas en el nuevo papel,se había conducido de acuerdo con elideal mismo de la caballería: era elcaballero andante que llega a un castillodesconocido para socorrer a la jovendoncella afligida y proteger de losmalvados a la viuda y a los huérfanos.

—Pero, en fin, ¿quién sois, señor, y

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a quién debemos tanto? —dijo Juan deCressay, el que llevaba la barba.

—Me llamo Guccio Baglioni. Soysobrino del banquero Tolomei, y vengopor el crédito.

Cayó el silencio en la estancia. Todala familia se miró presa de angustia yconsternación. Guccio se sintió comodespojado de una bella armadura.

Doña Eliabel fue la primera enrecobrarse. Prestamente arrebañó el orodejado por el preboste y, componiendouna sonrisa de circunstancias, dijo, convoz jovial, que ante todo ella insistía enque su bienhechor les hiciera el honorde compartir su cena.

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Comenzó a afanarse, mandó a sushijos a diferentes tareas, y reuniéndolosluego en la cocina, les dijo:

—Cuidado, de todos modos es unLombardo. Es preciso desconfiar de esagente, sobre todo, cuando os hanprestado un servicio. ¡Cuán lamentablees que vuestro padre tuviera que recurrira ellos! Mostremos a éste, que por otraparte tiene buen aspecto, que nodisponemos de dinero, mas procedamosde tal forma que no olvide que somosnobles.

Por fortuna, el día anterior los hijoshabían cazado abundantes provisiones.Se retorció el cuello a algunas aves, y

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de este modo se pudo confeccionar eldoble servicio de cuatro platos queexigía la etiqueta señorial. El primeroconstó de un caldo ligero a la alemana,huevos fritos, ganso, guiso de conejo yuna liebre asada; el segundo, de una colade jabalí con salsa, un capón, lecheagria y carne blanca.

Comida sencilla, pero querepresentaba una variante de las gachasde harina y lentejas con tocino, con quela familia, a semejanza de loscampesinos, se contentaba con hartafrecuencia.

Todo ello llevó tiempo para serpreparado. Subieron de la bodega

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aguamiel, sidra, y hasta los últimosfrascos de un vino ya un poco picado; lamesa fue puesta sobre caballetes en lagran sala, contra uno de los bancos. Unmantel blanco caía hasta el suelo, y loscomensales lo recogían a la altura de susrodillas para poder enjugarse las manoscon él. Había escudillas de estaño paracada dos personas. Las fuentes sedepositaban en el centro de la mesa ytodos se servían de ellas con la mano.

Tres campesinos, que por lo generalse ocupaban del corral, se encargarondel servicio. Olían un poco a puerco y aconejera.

—Nuestro escudero trinchante —

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dijo doña Eliabel en tono de excusa eironía, designando al cojo que cortabarebanadas de pan, gruesas como piedrasde amolar, sobre las cuales se comía lacarne—. Debo aclararos, signorBaglioni, que su oficio es cortar leña.Eso explica que…

Guccio comió u bebió enabundancia. El escanciador tenía lamano pesada y se hubiera dicho quedaba de beber a los caballos.

La familia impuso a Guccio a hablar,lo que no resultó difícil. El joven sepuso a relatar la trempestad del canal dela Mancha, con tal énfasis, que sushuéspedes dejaron la cola de jabalí en la

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salsa. Se explayó con todo, con losacontecimientos del día, con el estadode los caminos, con el puente deLondres, con los Templarios, con Italia,con la administración de Marigny…

De creer en sus palabras, era íntimode la reina de Inglaterra, y tanto insistiósobre el misterio que envolvía sumisión, que cualquiera hubiera creídoque iba a estallar una guerra entre ambospaíses. “No puedo deciros más, pues esun secreto del reino y no me pertenece.”Cuando uno se luce delante de un grupo,acaba de convencerse a sí mismo, yGuccio, viendo las cosas de otra maneraque por la mañana, consideraba su viaje

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como un gran triunfo.Los hermanos Cressay, buenos

muchachos aunque no muy listos, quejamás se habían alejado diez leguas delsolar natal, contemplaban conadmiración y envidia a aquel mozo,menor que ellos, que ya había visto yhecho tanto.

Doña Eliabel, un poco apretadadentro de su vestido, se complacía enmirar con ternura al joven toscano, y, noobstante su prevención contra losLombardos, hallaba gran encanto en loscabellos rizados, en los dientesrelucientes, en las negras pupilas y aunen su hablar ceceante. Habilidosamente

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lo adulaba con cumplidos.“Guardate de las lisonjas”, le había

dicho a menudo Tolomei a Guccio. “Lalisonja es el mayor peligro para unbanquero. Uno difícilmente se resiste alelogio, y por ello más te vale un ladrónque un lisonjero”; pero esa nocheGuccio paladeaba los elogios como sibebiera aguamiel.

En realidad, hablaba principalmentepar María de Cressay; esa jovencita nole quitaba los ojos de encima y alzabahacia él sus hermosas pestañas doradas.Tenía una manera de escuchar, con loslabios entreabiertos como una granadamadura, que inspiraba a Guccio el deseo

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de hablar.Cuando se vive apartado, uno

ennoblece fácilmente a las personas.Para María, Guccio esr como unpríncipe extranjero que estuviera deviaje. Representaba lo imprevisto, loinesperado, lo imposible soñado conharta frecuencia que llama de golpe a lapuerta, dotado de un rostro, un cuerpobellamente vestido y una voz.

El arrobamiento que leía en lamirada y en los rasgos de María deCressay hizo que Guccio la consideraramuy pronto como la más hermosa mozaque viera en el mundo y la másdeseable. A su lado, la reina de

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Inglaterra le parecía fría como una losasepulcral. “Si compareciera en la corte,vestida como es debido —se decía—,sería la más admirada al cabo de unasemana.”

Cuando se enjugaron las manostodos estaban un poco ebrios y habíacaído la noche.

Doña Eliabel decidió que el jovenno podía partir a aquella hora, y le rogóque aceptara un lecho, por modesto quefuera.

Le aseguró que su cabalgaduraestaba bien cuidada en los establos. Elcaballero andante continuaba existiendoy Guccio hallaba esta vida estupenda.

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Muy pronto, doña Eliabel y su hijase retiraron. Los hermanos Cressaycondujeron al viajero a la habitacióndestinada a los huéspedes. La cualparecía no haber sido usada en muchotiempo. Apenas acostado, Guccio cayóen el sueño, pensando en una bocaparecida a una granada madura sobre lacual apretaba sus labios para beber todoel amor del mundo.

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V.- La ruta deNeauphle

Lo despertó una mano que se posósuavemente sobre su hombro. Estuvo apunto de cogerla y apretarla contra sumejilla…

Abriendo un ojo, vio ante sí laabundante pechera y el rostro sonrientede doña Eliabel.

—¿Habéis dormido bien, señor?Era claro día. Guccio, un tanto

confuso, aseguró que había pasado lamejor noche del mundo y que tenía prisapor asearse y vestirse.

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—¡Me avergüenza verme así delantede vos! —dijo.

Doña Eliabel llamó al labriego cojoque había servido la mesa la nocheanterior, y le ordenó que avivara elfuego y trajera un cuenco de aguacaliente y algunas “telas”, es decir,toallas.

—Antaño teníamos en el castillo unabuena estufa, con una habitación debaños y otra para sudar —dijo ella—,pero se caía a pedazos, pues databa delos tiempos del abuelo de mi difunto ynunca tuvimos bastante para ponerla enbuen estado. Ahora sirve para guardar laleña. ¡Ah, la vida no es fácil para

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nosotros, la gente del campo!“Ya comienza a trabajar por el

crédito”, se dijo Guccio.Tenía la cabeza algo pesada por el

vino de la víspera. Preguntó por Pedro yJuan de Cressay. Habían salido de cazaal alba. Con mayor vacilación inquiriópor María. Doña Eliabel explicó que suhija había debido ir a Neauphle aefectuar algunas compras para la casa.

—Yo voy a salir para allá ahoramismo —dijo Guccio—. De haberlosabido, la hubiera conducido en micaballo y le habría evitado la pena delcamino.

Guccio se preguntó si la castellana

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no había alejado deliberadamente a sugente, para quedar a solas con él. Tantomás que cuando el cojo trajo la vasija,de cuyo contenido derramó un buentercio sobre el piso, doña Eliabel no semovió de la pieza y se puso a calentarlas “telas” ante el fuego. Guccioaguardaba a que se retirara.

—Lavaos, mi joven señor —dijoella—. Nuestras criadas son tan torpesque os arañarían al secaros. Y lo menosque puedo hacer es ocuparme de vos.

Tartamudeando fraces deagradecimiento, Guccio se decidió adesnudarse hasta la cintura, y evitandomirar a la dama, se roció con agua tibia

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la cabeza y el torso. Era bastantedelgado, como es frecuente a su edad,pero bien formado en su pequeña talla.“Menos mal que no ha hecho traer unacuba; a lo mejor hubiera tenido quemeterme de cuerpo entero y desnudoante sus ojos. Esta gente del campo tienemaneras muy curiosas.”

Cuando hubo terminado, ella se leacercó con las toallas calientes y sepuso a secarlo. Guccio pensaba quepartiendo en seguida y a galope, todavíapodría encontrar a Maria por el caminode Neauphle o en el burgo.

—¡Qué hermosa piel tenéis, señor!—dijo de pronto doña Eliabel con voz

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un poco temblorosa—. Muchas mujerespodrían envidiar esta suavidad… eimagino que habrá muchas que laapetezcan. Este hermoso color morenoha de parecerles agradable.

Al mismo tiempo le acariciaba laespalda con la punta de los dedos a lolargo de las vértebras. La caricia hizocosquillas a Guccio, que se volvió,riendo.

Doña Eliabel respirabaagitadamente. Su mirada era turbia y unarara sonrisa modificaba su semblante.Guccio se puso rápidamente la camisa.

—¡Ah! ¡Qué hermosa es la juventud!… —prosiguió diciendo doña Eliabel

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—. Al veros, apuesto que la disfrutáisbien y que sacáis provecho de laslicencias que otorga.

La señora de Cressay calló uninstante; luego, en el mismo tono de voz,le preguntó:

—Y bien, mi señor, ¿qué pensáishacer con nuestro crédito?

“Ya salió”, se dijo Guccio.—Podéis pedirnos lo que os plazca

—continuó ella—. Sois nuestrobienhechor y os bendecimos. Si queréisel oro que habéis hecho devolver a esetunante de preboste, vuestro es, llevadlo;cien libras, si queréis. Pero bien veisnuestro estado, y nos habéis demostrado

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que tenéis corazón.Al mismo tiempo lo contemplaba

mientras él abotonaba sus calzas,circunstancia que no resultaba muyadecuada para discutir asuntos denegocios.

—Quien nos salva no puedeperdernos —continuó diciendo doñaEliabel—. Vosotros, los de la ciudad,no sabéis cuán angustiosa es nuestrasituación. Si no hemos pagado todavía avuestro banco es porque no pudimoshacerlo. La gente del rey nos saquea,vos lo habéis comprobado. Los siervosno trabajan como antaño. Desde lasordenanzas (Las ordenanzas de Felipe

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el Hermoso sobre la liberación de lossiervos en ciertos bailiazgos ysensecalías. Se habla de ello en losúltimos capítulos.) del rey Felipe, quelos incita a rescatarse, la idea de suliberación les trabaja la cabeza; nada seobtiene de ellos y esos palurdos estándispuestos a considerarse de la mismaraza que vos y que yo.

Hizo una pequeña pausa, quepermitiera al joven Lombardo apreciartodo lo que ese “vos” y “yo” tenía delisonjero para él.

—Agregad a eso que hemos tenidodos años de malas cosechas. Perobastará, lo que quiera Dios, que la

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próxima sea buena…Guccio, que sólo tenía la idea de

encontrarse con María, trató de eludir lacuestión.

—No soy yo sino mi tío quiéndecide —dijo.

Pero se sabía ya derrotado.—Podríais convencer a vuestro tío

que no es una mala inversión. Noencontrará deudores más honrados.Conocednos un año más, y os pagaremoscumplidamente los intereses. Hacedlopor mí y os quedaré muy agradecida —dijo doña Eliabel, asiendo las manos deGuccio.

Luego, con ligera turbación, agregó:

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—Sabed, gentil señor, que desdevuestra llegada, ayer, ¡vaya, tal vez nodebería decirlo, pero tanto da!, sientoafecto por vos y no hay cosa que de mídependa que no hiciera para veroscontento.

Guccio no tuvo presencia de ánimosuficiente para decirle: “Pues bien,pagad la deuda, y me veréis contento.”

Era evidente que la viuda estabadispuesta a pagar más bien con supersona, u uno podía preguntarse si seaprestaba al sacrificio para alargar elcrédito o si utilizaba el crédito paratener oportunidad de sacrificarse.

Y como buen italiano, Guccio pensó

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que sería placentero poseer a la madre ya la hija. Doña Eliabel tenía aún susencantos, sus manos eran suaves yacariciadoras, y su pecho, aunqueabundante, parecía conservar su firmeza.Pero sólo podía representar unadiversión de propina por la que no habíaque perder la otra presa.

Guccio se arrancó de lasobsequiosidades de doña Eliabel,asegurándole que se esforzaría porarreglar el asunto, mas para ello erapreciso que corriera a Neauphle yhablara con el factor.

Salió al patio, se encontró con elcojo, a quien apremió para que le

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ensillara el caballo, montó y partióhacia el burgo. No vio rastro de Maríapor el camino. Mientras galopaba, sepreguntaba si verdaderamente lajovencita era tan hermosa como la vierala víspera, si no se habría equivocadocon respecto a las promesas que habíacreído leer en sus ojos y por si todoaquello, que tal vez sólo fueran ilusionesde sobremesa, valía la pena deapresurarse tanto. Pues existen mujeresque cuando miran a uno parecenentregarse desde el primer momento, yluego resulta que es su expresiónnatural. Miran un árbol o un mueble dela misma manera y al fin nada conceden.

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Guccio no vio a María en la plazadel burgo. Lanzó una ojeada a lascallejuelas, entró en la iglesia,permaneció solamente el tiempo depersignarse y comprobar que no estabaallí y luego se dirigió a la factoría. Allíacusó a los dependientes de haberleinformado mal. Los Cressay eran gentede calidad, solventes y honorables. Erapreciso prolongarles el crédito. Encuanto al preboste. Era un rematadocanalla… Mientras gritaba Guccio nodejaba de mirar por la ventana. Losempleados movían la cabeza alcontemplar a aquel joven loco, que sedesdecía hoy de lo dicho ayer y

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pensaban que sería una gran pena si elbanco llegaba a caer en sus manos.

—Puede que venga a menudo; estafactoría necesita ser vigilada de cerca—les dijo, a manera de despedida.

Saltó a la silla y los guijarrosvolaron bajo las herraduras. “Tal vezhaya tomado por un atajo”, se decía. “Enese caso la encontraré en el castillo,pero será difícil verla a solas.”

A poco de salir del burgo divisó unasilueta que caminaba de prisa endirección a Cressay, y reconoció en ellaa María. Entonces, de golpe, oyó que lospájaros cantaban, notó que brillaba elsol y que en todos los árboles habían

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brotado tiernas hojitas. A causa de aquelvestido que caminaba entre dos verdespraderas, la primavera, desconocida porGuccio desde hacía tres días, acababade florecer para él.

Acortó el paso del caballo alalcanzar a María. Ella lo miró, no con lasorpresa de encontrarlo, sino como siacabara de recibir el más hermosopresente del mundo. La marcha habíacoloreado su rostro y Guccio la hallómás bella aún de lo que le habíaparecido la noche anterior.

Le ofreció llevarla a la grupa.Sonrió ella al asentir y sus labiosvolvieron a abrirse como un fruto.

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Guccio acercó su caballo al talud y seinclinó para ofrecer a María su brazo ysu hombro. La joven era ligera, montóágilmente y partieron al paso.Caminaron un rato en silencio. A Gucciole faltaba el habla. Charlatán como era,de pronto no encontraba nada que decir.

Sintió que María apenas osabaagarrarse a él para sostenerse. Lepreguntó si estaba acostumbrada amontar de ese modo a caballo.

—Con mi padre y mis hermanos…solamente —respondió ella.

Nunca se había encontrado así,flanco contra espalda con un extraño. Seanimó un poco y se afirmó fuertemente

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sobre los hombros del joven.—¿Tenéis prisa por llegar? —

preguntó él.Ella no respondió y Guccio guió su

caballo por un sendero.—Vuestro país es hermoso —

prosiguió tras nuevo silencio—, tanhermoso como mi Toscana.

No era sólo cumplido de enamorado.Guccio descubría, con embeleso, ladulzura de la campiña de la Isla-de-Francia. Su mirada se perdía en laazulada lejanía, en el horizonte decolinas cuya línea se hundía en la niebla,luego volvía a la hierva tupida de laspraderas de los aledaños, a las grandes

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manchas de un verde más claro de loscultivos de cebada recién cosechada y alos setos de majuelo donde se abrían lasyemas.

¿Qué torres eran aquellas que seveían hacia el sur, en el límite delpaisaje, destacándose en medio de lasondulaciones verdes? María tuvo quehacer un esfuerzo para responder queeran las torres de Monfort-l’Amauri.

Experimentaba una mezcla deangustia y felicidad que le impedíahablar y pensar. ¿Adónde conducíaaquel sendero? No lo sabía. ¿Hacia quéla llevaba aquel caballero? Tampoco losabía. Obedecía a algo que aún no tenía

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nombre, más fuerte que el temor de lodesconocido, más fuerte que lospreceptos de la familia y lasrecomendaciones del confesor. Se sentíaa merced de una voluntad extraña. Susmanos se crispaban un poco más sobreaquella capa, sobre la espalda de aquelhombre que en aquel momento,representaba, en medio de su zozobra, loúnico cierto del universo.

El caballo, que iba a rienda suelta,se detuvo por propia cuenta para comerun retoño.

Guccio se apeó, tendió los brazos aMaría y la depositó en tierra. Pero no lasoltó, y dejó las manos en torno a su

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cintura, que se asombró de encontrar tanestrecha y delgada. La jovencitapermaneció inmóvil, prisionera,inquieta, entre las manos que laaferraban. Guccio comprendió que leera preciso hablar, pero sólo acudierona sus labios las palabras italianas paraexpresar el amor:

—Ti voglio bene, ti voglio tantobene.

A María le bastó oír el tono de suvoz para comprender el significado delo que decía.

Bajo el sol, y viéndola de tan cerca,Guccio notó que las pestañas no erandoradas como le pareció a la víspera.

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María era castaña con reflejos rojizos,con tez de rubia y grandes ojos azulesoscuros de amplio dibujo bajo el arcode las cejas. ¿De dónde provenía, pues,aquel brillo dorado que emanaba deella? A cada instante, María se volvía alos ojos de Guccio más exacta, más real,y esa realidad mostraba su belleza cadavez con mayor perfección. La apretómás estrechamente entre sus brazos, ydeslizó su mano, despacio, lentamente, alo largo de la cadera, luego del corpiño,para seguir descubriendo la verdad deaquel cuerpo.

—No… —murmuró ella,apartándole la mano.

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Pero como temiera decepcionarlo,volvió un poco el rostro hacia el suyo.Había entreabierto las labios y sus ojosestaban cerrados… Guccio se inclinósobre aquella boca, sobre aquel frutoque tanto codiciaba. Permanecieron asílargo rato, unidos uno al otro, en mediodel piar de los pájaros, los ladridoslejanos de los perros y el gran latido dela naturaleza que parecía levantar latierra bajo sus pies.

Cuando sus labios se separaron,Guccio observó el tronco negro yretorcido de un negro manzano quecrecía cerca de allí y el árbol le parecióhermoso y lleno de vida, como no había

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visto otro hasta aquel día. Una urracasaltaba por la cebada naciente; el mozode la ciudad estaba sorprendido deaquel beso en pleno campo.

—Habéis venido; por fin habéisvenido —murmuraba María.

Quizo él volver a besarla, pero ellalo apartó.

—No, es preciso regresar —dijo.Tenía la certeza de que el amor

había entrado en su vida y por elmomento se sentía colmada. No deseabanada más.

Cuando de nuevo se halló en lagrupa del caballo, detrás de Guccio,pasó el brazo en torno al pecho del

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joven sienés, posó la cabeza sobre elhombro y se abandonó de este modo alritmo de la cabalgadura, unida alhombre que Dios le había enviado.

Paladeaba el milagro y sentía loabsoluto. Ni por un momento pensó queGuccio podía estar en un estado deánimo diferente del suyo, ni que el besoque habían cambiado pudiera tener paraél un significado distinto del que ella leatribuía.

Sólo se enderezó y adoptó la posturaconveniente, cuando los techos deCressay aparecieron en el valle.

Los dos hermanos habían regresadode la caza. A doña Eliabel no le

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satisfizo ver aparecer a María encompañía de Guccio. Aunque seesforzaran en no dejarlo traslucir, ambosjóvenes mostraban un semblante defelicidad que despechó a la gruesacastellana y le inspiró durospensamientos sobre su hija. Pero no osóhacer ninguna observación en presenciadel joven banquero.

—Encontré a vuestra hija María y lerogué que me hiciera conocer loscontornos de vuestra heredad —dijoGuccio—. Poseéis una tierra rica.

Luego agregó:—He ordenado que posterguen

vuestro crédito hasta el año próximo.

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Espero que mi tío lo apruebe. ¡No sepuede rehusar nada a tan noble dama!

Doña Eliabel cloqueó un poco yadoptó un aire de discreto triunfo.

Renovaron a Guccio sus muestras degratitud, mas cuando anunció suintención de partir, nada hicieron porretenerlo. El joven lombardo era uncaballero encantador y les habíaprestado un gran servicio… Pero, al finy al cabo, no lo conocían. El créditohabía sido prolongado y esto eraesencial. Doña Eliabel no tendría quehacer gran esfuerzo para convencerse deque sus encantos personales habíanayudado a ello.

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La única persona que deseaba deverdad que Guccio se quedara no podíani osaba decirlo.

Para disipar la vaga tirantez que seprodujo, obligaron a Guccio a llevarseun cuarto de cabrito muerto por loshermanos, y le hicieron prometer quevolvería. El lo aseguró mirando aMaría.

—Volveré por el crédito, estadseguros de ello —dijo con voz jovialque quería disimular sus sentimientos.

Una vez atado su equipaje a lamontura, trepó de nuevo a su caballo.

Viéndolo alejarse bajando hacia elMauldre, la señora de Cressay lanzó un

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hondo suspiro y dijo a sus hijos, menospara ellos que para dejas volar susilusiones.

—Hijos míos, vuestra madre sabeaún cómo hablar a los jóvenes. Con ésterealicé una buena faena. Si no llego ahablarle a solas, hubierais visto cuánáspero de volvía.

María había entrado ya en la casapor temor a traicionarse.

Galopando por la ruta de París,Guccio se consideraba un irresistibleseductor a quien le bastaba presentarseen los castillos para cosechar corazones.Tenía grabada en su mente la imagen deMaría en el campo de manzanos, cerca

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de la ribera. Y se proponía regresar aNeauphle muy pronto, tal vez dentro depocos días.

Llegó a la calle de los Lombardos ala hora de cenar, y habló con su tíaTolomei hasta hora avanzada. Esteaceptó, sin más, las explicaciones queGuccio le dio respecto al crédito. Teníaotras preocupaciones en la mente peropareció interesarse mucho por losmanejos del preboste Portefruit.

Durante toda la noche, en sueños,Guccio tuvo la sensación de que sólopodía pensar en María. A la mañanasiguiente ya pensaba en ella pocomenos.

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Conocía en París a dos esposas demercaderes, lindas burguesitas de veinteaños, que no se mostraban esquivas conél. Al cabo de días había olvidado suconquista de Neauphle.

Pero los destinos se forjanlentamente y nadie sabe cuál de susactos sembrados al azar ha de germinarpara desarrollarse como un árbol. Nadiepodía imaginar que el beso cambiado aorillas del Mauldre conduciría a la bellaMaría hasta la cuna de un rey.

En Cressay, María empezaba aesperar.

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VI.- La ruta deClermont

Veinte días después. La pequeñavilla de Clermont-de-l’Oise era centrode una extraordinaria animación. Desdeel castillo hasta las puertas de la ciudad,desde la iglesia al presbostazgo, la gentese empujaba por las calles y tabernascon alegre rumor. Todas las ventanaslucían las colgaduras de lasprocesiones. Porque los pregoneroshabían anunciado toda la mañana, quemonseñor Felipe, conde de Poitiers,segundo hijo del rey, y su tío, monseñor

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de Valois, vendrían para recibir, ennombre del soberano, a su hermana ysobrina la reina Isabel de Inglaterra.

Esta, que había desembarcado tresdías antes en tierra de Francia, hacía sucamino a través de Picardía. Habíasalido de Amiens aquella mañana y, sitodo andaba bien llegaría a Clermonthacia media tarde. Dormiría allí y al díasiguiente, sumada su escolta deInglaterra a la de Francia, iría aPontoise, donde su padre, Felipe elHermoso, la aguardaba en el castillo deMaubuisson.

Poco antes de vísperas, prevenidosde la pronta llegada de los príncipes

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franceses, el preboste y el capitán de lavilla salieron por la Puerta de París parapresentarles las llaves. Felipe dePoitiers y Carlos de Valois, cabalgandoa la cabeza de la comitiva, recibieron labienvenida y entraron en Clermont.

Tras ellos avanzaban más de ciengentileshombres, escuderos, lacayos ysoldados, cuyos caballos levantaban unagran polvareda.

Una cabeza descollaba sobre todaslas demás: la del colosal Roberto deArtois. A caballero gigante, cabalgaduragigante. Este colosal señor, montadosobre un enorme percherón tordillo, consus botas y capa rojas y cota de malla de

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seda roja atraía poderosamente lasmiradas. En tanto que muchos caballerosmostraban huellas de fatiga, él semantenía erguido en su silla de montar,como si acabara de emprender lamarcha.

En realidad, desde la salida dePontoise, Roberto de Artois se sosteníafresco y lozano gracias a la agudasensación de venganza. Era el único queconocía el verdadero motivo del viajede la reina de Inglaterra; el único quesabía el futuro desarrollo de losacontecimientos. Y de ello extraía, poradelantado, un placer violento y secreto.

Durante todo el trayecto no había

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cesado de vigilar a Gualterio y a Felipede Aunay, que formaban parte delcortejo, el primero como escudero de lacasa de Poitiers, el otro como escuderode Carlos deValois. Los dos jóvenesestaban encantados con el viaje y con lapompa real. En su afán de brillar, habíancolgado da la cintura de sus atavíos degala, con toda inocencia y vanidad, lasbellas escarcelas, obsequio de susamantes. Cada vez que miraba esaslimosneras, Roberto de Artois sentía ensu pecho los embates de una alegríacruel; y apenas podía contener su risa.“Vamos, hermosos patitos, mis queridosmajaderos”, se decía, “sonreíd pensando

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en los hermosos senos de vuestrasqueridas, no dejéis de pensar en ellos,pues a buen seguro que no volveréis atocarlos. Respirad el aira de este día,pues no creo que gocéis de muchosmás”.

Al mismo tiempo, jugueteando consu presa como un tigre feroz queescondiera sus uñas, saludaba a loshermanos Aunay con gesto cordial y lesdirigía sus chanzas en alta voz. Desdeque los había salvado del falso asalto dela torre de Nesle, los dos ledemostraban amistad, pues seconsideraban sus deudores.

Cuando el cortejo se detuvo,

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invitaron a Roberto a beber en sucompañía una jarra de vino en la bodegade una posada.

.Por vuestros amores —brindó,levantando su cubilete—, y conservadbien el sabor de este vinillo.

Por la calle principal circulaba unadensa multitud que dificultaba el avancede los caballos. La brisa agitabasuavemente las multicolores colgadurasque adornaban las ventanas. Unmensajero, llegado al galope, anuncióque el cortejo de la reina de Inglaterraestaba a la vista; en seguida se produjoun gran alboroto.

.Reunid a nuestra gente —ordenó

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Felipe de Poitiers a Gualterio de Aunay.Luego, volviéndose a Carlos de

Valois:—Hemos llegado a tiempo, tío mío

—le dijo.Carlos de Valois, vestido

completamente de azul, un tantocongestionado por la fatiga, se contentócon inclinar la cabeza. De buena ganahubiera renunciado a aquellacabalgadura, que le había puesto de malhumor.

El cortejo avanzaba por la ruta deAmiens.

Roberto de Artois se adelantó y sepuso a la altura de Valois. Aunque

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desposeído de su patrimonio de Artois,no dejaba de ser primo del rey y su lugarestaba en el rango de las primerascoronas de Francia. Mirando la mano deFelipe de Poitiers cerrada sobre lasriendas de su negro caballo, Robertopensaba: “Por ti, mi flaco primo, paradarte el Franco-Condado, me quitaronmi Artois. Pero antes de que concluya eldía de mañana recibirás una herida de lacual no se recobra fácilmente el honor nila fortuna de un hombre”.

Felipe, conde de Poitiers y maridode Juana de Borgoña, tenía veintiúnaños. Por su físico y por su manera deser se diferenciaba del resto de la

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familia real. No era hermoso ydominador como su padre, no obeso eimpetuoso como su tío. Salió a sumadre: delgado de cuerpo y de rostro,de alta talla y miembros extrañamentelargos, tenía gestos siempre mesurados,voz precisa, un tanto seca; todo en él, lasencillez de los vestidos, la medidacortesía de sus frases, indicaba unanaturaleza reflexiva, decidida, en la quela cabeza triunfaba sobre los impulsosdel corazón. Representaba en el reinouna fuerza con la cual era precisocontar.

Ambos cortejos se encontraron a unalegua de Clermont. Cuatro heraldos de

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la casa de Francia agrupados en mediodel camino elevaron sus largastrompetas, y lanzaron graves sonidos.Los ingleses respondieron con otrosinstrumentos parecidos, pero de unatonalidad más aguda. Se adelantaron lospríncipes, y la reina Isabel, menuda yerguida sobre su jaca blanca, recibió labreve bienvenida de boca de suhermano, Felipe de Poitiers. Después,Carlos de Valois vino a besar la manode su sobrina. Cuando le llegó el turnoal conde de Artois, éste saludó a suprima con gran inclinación de cabeza ycon una mirada supo darle a entenderque no había obstáculos en el desarrollo

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de sus maquinaciones.Mientras intercambiaban cumplidos,

preguntas y noticias, las dos escoltasaguardaban y se observaban. Loscaballeros franceses juzgaban los trajesde los ingleses; estos, inmóviles ydignos y con el sol dándoles en los ojos,llevaban orgullosamente sobre lapechera las armas de Inglaterra. Aunquela mayoría franceses de origen y denombre, se les veía preocupados porhacer un buen papel en tierra extraña.(Desde finales del siglo XI, con elestablecimiento de la dinastíanormanda, la nobleza de Inglaterraera, en su mayor parte, de origen

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francés. Constituida en un principiopor los barones normandoscompañeros de Guillermo elConquistador, y renovada después porlos Angevinos y Aquitanios de losPlantagenet, esta aristocraciaconservó la lengua y costumbres deorigen.

En el siglo XIV, el francés seguíasiendo el idioma habitual de la corte,así lo atestigua el : Honni soit qui maly pense pronunciado por el reyEduardo III en Calais, al atar la ligade la condesa de Salsbury; dicho quese convirtió en la divisa de lo orden dela Jarretera.

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La correspondencia de los reyes seredactaba en francés, y muchos señoresingleses tenían entonces, feudos en losdos países.

Hacemos notar, en este punto denuestro relato, que el rey Eduardo IIvino a Francia dos veces en susprimeros dos años de vida. En el primerviaje, el año 1313, estuvo a punto demorir asfixiado en la cuna por el humode un incendio que se produjo enMaubuisson. Nosotros relatamos aquí elsegundo, efectuado sólo con su madre.)

De la gran litera pintada de azul yoro que seguía a la reina se elevó la vozde un niño.

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—Hermana mía —dijo Felipe dePoitiers—, ¿habéis traído, pues, denuevo a nuestro sobrino? ¿No es muyduro para una personita tan joven?

—Me guardaría de dejarlo enLondres sin mí —respondió Isabel.

Felipe de Poitiers y Carlos deValois le preguntaron por el objeto de suvenida. Ella contestó simplemente quequería ver a su padre, y amboscomprendieron que nada más sabrían,por el momento.

Isabel, algo fatigada del viajedescendió de la jaca y se instaló en lagran litera portada por dos mulas conarneses de terciopelo. Ambas escoltas

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reanudaron la marcha hacia Clermont.Aprovechando que Poitiers y Valois

cabalgaban a la cabeza del cortejo,Roberto de Artois colocó su caballo a lapar de la litera.

—Estáis más bella cada vez que osveo, prima mía —dijo.

—No mintáis. No puedo estar másbella, después de una semana de caminoy de polvo —respondió la reina.

—Cuando se os ha amado en elrecuerdo, durante largas semanas, sólose ven vuestros ojos y no el polvo.

Isabel se hundió en los cojines. Denuevo se sentía presa de aquella singularflaqueza que la había dominado en

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Westminster, frente a Roberto. “¿Seráverdad que me ama?”, pensaba, “¿o bienme dirige simplemente sus cumplido acomo lo hará con cualquier otra mujer?”Por entre las cortinas de la litera veía, alcostado del caballo tordillo, la inmensabota roja y la espuela de oro del condede Artois. Veía el muslo del gigantecuyos músculos se destacaban bajo latela, y se preguntaba si cada vez que sehallaba frente a aquel hombre,experimentaría la misma turbación, elmismo deseo de abandono. Hizo unesfuerzo por dominarse. No estaba allípara pensar en sí misma.

—Primo mío —dijo—,

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aprovechemos el momento en quepodemos hablar y ponedme rápidamenteal corriente de lo que tenéis quedecirme.

En pocas palabras y fingiendo que lecomentaba el paisaje, él le contó lo quesabía y lo que había hecho, la vigilanciade que había rodeado a las princesasreales, el asalto cerca de la torre deNesle.

.¿Quiénes son esos hombres que asídeshonran a la corona de Francia? —preguntó Isabel.

—Cabalgan a poca distancia de vos.Forman parte de la escolta que os sigue.

Le informó brevemente sobre los

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hermanos de Aunay, sobre sus feudos, suparentela y sus alianzas.

—Quiero verlos —dijo Isabel.Roberto llamó a los hermanos a

grandes voces.—¡La reina se ha fijado en vosotros!

—les dijo, haciéndoles un guiño.Las caras de los Aunay irradiaron

orgullo y placer.El gigante los acercó a la litera

como si quisiera hacer la fortuna deambos, y en tanto que los mozossaludaban con una reverencia. Bajandola cabeza hasta el cuello de suscabalgaduras, dijo con fingidacordialidad:

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—señora, ved aquí a Gualterio y aFelipe de Aunay, los más lealesescuderos de vuestro hermano y vuestrotío. Les recomiendo a vuestrabenevolencia. E cierto modo son misprotegidos.

Isabel examinó fríamente a los doshermanos, y se preguntó qué tenían en sucara o en su persona que hubiera podidodesviar de su deber a hijas de rey. Eranapuestos, no cabía duda, pero la bellezamasculina incomodaba un poco a Isabel.De pronto vio las escaleras en la cinturade Isabel. De pronto vio las escarcelasen la cintura de los dos caballeros y sumirada fue de ellas a los ojos de

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Roberto. Este le sonrió brevemente. Yapodía volver a la sombra. No necesitabahacer el desagradable papel de delatorante la corte. “Buen trabajo, Roberto,buen trabajo”, se decía.

Los hermanos Aunay, con la cabezallena de ensueños, regresaron a supuesto en la comitiva.

Con las campanas al vuelo de todaslas iglesias de Clermont, de todas lascapillas, de todos los conventos, subíande la pequeña villa llena de alegría,prolongados clamores de bienvenidadirigidos a la hermosa reina deveintidós años, que traía a la corte deFrancia la más inesperada desdicha.

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VII.- De tal padre, talhija

Un candelabro de plata esmaltada,rematado por un grueso cirio rodeado deuna corona de velas, alumbraba la mesarepleta de pergaminos que el reyacababa de examinar. Al otro lado delos ventanales se hundía el parque en elcrepúsculo; e Isabel, de cara a la noche,observaba cómo las sombras ibancubriendo los árboles.

Desde la época de Blanca deCastilla, Maubuisson, en las cercaníasde Pontoise, era morada real. Felipe lo

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había convertido en uno de sus lugareshabituales. Tenía afición a ese señorío,encerrado entre altas murallas, por suparque y su abadía, donde unas monjasbenedictinas llevaban una vida apacible,entregadas a los oficios. El castillo eragrande, pero Felipe el Hermosoapreciaba su tranquilidad.

—Allí me aconsejo a mí mismo —había declarado cierto día a susfamiliares.

Isabel había llegado después delmediodía, al término de su viaje. Sehabía enfrentado a sus tres cuñadas.Margarita, Juana y Blanca con rostrorisueño, y había respondido con voz de

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circunstancias a sus palabras debienvenida.

La cena había sido breve. Y ahoraIsabel se hallaba encerrada con su padreen la sala donde a él le gustaba aislarse.El rey Felipe la miraba con heladaexpresión que dedicaba a cualquiercriatura humana, así fuera su propiohijo. Aguardaba a que ella hablara, masIsabel no osaba hacerlo. “Le haré tantodaño”, pensaba. Y de pronto, de resultasde estar enfrente a su padre, de aquelparque, de aquellos árboles, de aquelsilencio, Isabel se sintió invadida de unramalazo de recuerdos de la infancia, yuna amarga compasión de sí misma

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apretó su garganta.—Padre mío —dijo—, padre mío,

soy desdichada. ¡Ah! ¡Cuán lejana meparece Francia desde que soy reina deInglaterra! ¡Cómo hecho de menos losdías que se fueron!

Estaba luchando contra la tentaciónde las lágrimas.

—¿Acaso habéis emprendido esteviaje para comunicarme esto? —dijo elrey serenamente.

—¿A quién sino a mi padre puedoconfesar que no soy feliz?

El rey miró hacia la ventana, ahoraoscura, cuyos cristales hacía vibrar elviento, luego a las velas y por fin al

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fuego.—Ser feliz… —dijo lentamente—.

¿Y qué es la felicidad, hija mía?, sinoajustarse al propio destino.

Estaban sentados frente a frente ensitiales de roble.

—Soy reina, es verdad —dio Isabelen voz baja—, pero, ¿acaso se me tretacomo tal?

—¿Os han causado algún daño?Su pregunta no implicaba

ignorancia: sabía demasiado lo que ellarespondería.

—¿Ignoráis, acaso, con quién mecasasteis? —dijo ella—. Acaso esmarido aquél que deserta de mi lecho

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desde el primer día? ¿Lo es aquél que aquien ni los cuidados, ni las deferencias,ni las sonrisas que provienen de mí,arrancan una sola palabra? ¿Aquel quehuye de mí como si estuviera leprosa ydistribuye, no entre favoritas sino entrehombres, padre mío, ¡entre hombres!,los favores que a mí me niega?

Felipe el Hermoso estaba enteradode todo ello desde hacía mucho tiempo ydesde hacía mucho tiempo teníapreparada su respuesta.

—No te case con un hombre —dijo—, sino con un rey. No os sacrifiqué porerror. ¿Tengo que enseñaros, Isabel, quenos debemos a nuestro estado y que no

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hemos nacido para abandonarnos anuestros dolores humanos? No vivimosnuestras propias vidas sino la denuestros reinos, y sólo en esto podemosbuscar nuestra satisfacción… enajustarnos a nuestro destino.

Al hablar, se había acercado alcandelabro y la luz hacía resaltar losmarfileños relieves de su rostro.

“Sólo hubiera podido amar a unhombre como él”, pensó Isabel, “yjamás amaré porque no encontraré otroigual”. Y luego, en voz alta, exclamó:

—No he venido a Francia a llorarpor mi desgracia, padre mío; pero osagradezco que me hayáis recordado ese

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respeto de sí mismo que conviene a laspersonas reales; y que, para nosotros,nada ha de contar la felicidad. Ojalá quea vuestro alrededor todos pensaran igualque vos.

—¿Por qué habéis venido?Ella tomó aliento.—Porque mis hermanos se han

casado con tres zorras, padre mío,porque li he sabido y soy tan ávidacomo vos de defender el honor.

Felipe el Hermoso suspiró.—Sé que no amáis a vuestras

cuñadas, pero lo que os separa…—Lo que me separa, padre mío, es

la honestidad.

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Sé ciertas cosas que os han ocultado.Escuchadme, pues no traigo solamentepalabras. ¿Conocéis al joven Gualteriode Aunay?

—Son dos hermanos a quienessiempre confundo. Su padre estuvoconmigo en Flandes. Ese de quien mehabláis casó con Inés de Montmorercy,¿no es cierto?, y está con mi hijoPoitiers, en calidad de escudero…

—Está también con vuestra nuera,Blanca, pero en otro menester. Suhermano menor, Felipe, que está alservicio de mi tío Valois…

—Sí —dijo el rey—, ya sé…Un ligero pliegue horizontal marcaba

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su frente desprovista ordinariamente detoda arruga.

—¡Pues bien! Este está conMargarita, a quien elegisteis para quesea un día reina de Francia. En cuanto aJuana, no se le conoce amante; pero porlo menos se sabe que encubre losplaceres de su hermana y de su prima,protege las visitas de los galanes a latorre de Nesle y cumple a maravilla unoficio que tiene un nombre muyantiguo… Y sabed que toda la cortehabla de esto, excepto vos.

Felipe el Hermoso alzó la mano.—¿Vuestras pruebas, Isabel?—Las hallaréis al cinto de los

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hermanos de Aunay. Allí veréis,colgando, las limosneras que envié elmes pasado a mis cuñadas, las cualesreconocí ayer sobre esos gentileshombres, en la escolta que me acompañóaquí. No me ofende el poco aprecio quevuestras nueras hacen de mis obsequios.Pero tales joyas entregadas a escuderosno pueden ser sino pago de un servicio.Imaginad vos cuál. Si necesitáis otroshechos creo poder suministrároslosfácilmente.

Felipe el Hermoso miró a su hija.Había lanzado su acusación sin

vacilar, sin flaquear, con algo dedeterminado e irreductible en sus

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pupilas, en lo que se reconoció a élmismo. En verdad, era hija suya.

El rey se levantó y permaneció largorato en pie ante la ventana.

—Venid —dijo al fin—. Vamos asus habitaciones.

Abrió la puerta, atravesó unahabitación oscura y empujó otra puertaque daba al camino de ronda. De golpe,el viento de la noche los envolvió, yagitó e hizo flotar tras ellos sus ampliosropajes. Las ráfagas sacudían laspizarras de la techumbre. De abajo subíaolor a tierra húmeda. Al paso del rey yde su hija se levantaban los soldados alo largo de las almenas.

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Las habitaciones de las tres nuerasestaban en la otra ala del castillo.Cuando se halló frente a la puerta de lasprincesas, Felipe el Hermoso se detuvoun instante. Escuchó. Risas y chillidosde alegría llegaban a él a través de lahoja de roble. Miró a Isabel.

—Es preciso —dijo.Isabel inclinó la cabeza en silencio y

el rey abrió la puerta.Margarita, Juana y Blanca lanzaron

un grito de sorpresa, y su risa se cortóen seco.

Se entretenían jugando con unostíteres con los que reconstruían unaescena inventada por ellas. La cual

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arreglada por un titiritero las divirtiómucho; pero irritó al rey.

Los títeres reproducían a losprincipales personajes de la corte. Elpequeño escenario representaba lacámara del monarca donde estabaacostado en un lecho bajo dosel de oro.Monseñor de Valois llamaba a la puertay pedía hablar con su hermano. Hugo deBouville el chambelán, respondía que elrey no podía verlo y que habíaprohibido que lo molestaran. Monseñorde Valois se alejaba furioso. Acudíanluego las figuras de Luis de Navarra yde su hermano Carlos. Bouville dabarespuesta a los hijos del rey. Por último,

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precedido de tres guardias con sendosmazos, se presentaba Enguerrando deMarigny. Al instante se le abría la puertade par en par, diciéndole: “Sed bienvenido, monseñor, el rey tiene grandesdeseos de veros.”

Esta sátira de las costumbres de lacorte había irritado grandemente aFelipe el Hermoso, quien prohibió quese repitiera; pero las jóvenes princesaslo desobedecían en secreto y sedivertían mucho más sabiendo queestaba prohibido.

Variaban el texto y lo enriquecíancon innovaciones y burlas, sobre todocuando manejaban las figuras que

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representaban a sus respectivosmaridos.

Al entrar el rey e Isabel, se sintieroncomo escolares cogidos en falta.

Rápidamente, Margarita cogió unasobrevesta que yacía sobre una silla y sela tiró encima para cubrir su escotedemasiado amplio. Blanca echo paraatrás su cabellera, desprendida alsimular el enojo del tío Valois.

Juana, que era la que conservabamás la calma, dijo con viveza:

—Hemos terminado, Sire, hemosterminado. Lo habáis podido oír todo sinsentiros ofendido. En seguidaarreglaremos las cosas.

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Y dio unas palmadas.—¡Hola! Comminges, Beaumont…—Es inútil que llaméis a vuestras

damas —dijo secamente el rey.Apenas había mirado el juego; las

miraba a ellas. La más joven, Blanca,tenía dieciocho años; las otras dos,veintiuno. Las había visto crecer,embellecerse, desde que llegaron a lacorte a los doce o trece años paracasarse con sus hijos. Pero no parecíanhaber adquirido más sensatez de la quetenían entonces. Jugaban aún conmuñecas. ¿Sería verdad lo que habíadicho Isabel? ¿Podía albergarse tan granmalicia femenina en aquellos seres que

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le seguían pareciendo criaturas? “Talvez no conozco a la mujeres”, se dijo.

—¿Dónde están vuestros esposos?—preguntó.

—En la sala de armas, Sire —dijoJuana.

—Ya veis, no he venido solo —dijoel rey—. A menudo decís que vuestracuñada no os quiere. Sin embargo, me heenterado de que os ha hecho a cada unade vosotras un muy hermoso presente…

Isabel vio extinguirse la luz de losojos de Margarita y de Blanca.

—¿Queréis mostrarme esaslimosneras que habéis recibido deInglaterra? —prosiguió diciendo Felipe

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el Hermoso lentamente.El silencio que siguió abrió un

profundo abismo. De un lado estabanFelipe el Hermoso, Isabel, la corte, losbarones, el reino; del otro, tres mujeresculpables y descubiertas para las cualesempezaba una espantosa pesadilla.

—¿Y bien hijas mías! —dijo el rey—. ¿Por qué ese silencio?

Continuaba mirándolas fijamente,con aquellos ojos inmensos cuyospárpados jamás se encontraban.

Por fin habló Juana:—Dejé la mía en París.—Yo también, yo también —dijeron

las otras dos, al instante.

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Felipe el Hermoso. Lentamente seencaminó hacia la puerta. Sus nueras.Lívidas observaban sus movimientos.

La reina Isabel se había recostadocontra la pares, y respirabaagitadamente.

El rey sin volverse exclamó:—Puesto que dejasteis las

limosneras en París, enviaremos a dosescuderos que vayan a buscarlasinmediatamente.

Abrió la puerta, llamó a un guardia yle dio la orden de ir en busca de loshermanos de Aunay.

Blanca no resistió más. Se dejó caersobre un taburete, vacía de sangre la

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cabeza, detenido el corazón, y su frentese inclinó hacia un lado, como si fuera adesplomarse al suelo. Juana la sacudiócon fuerza para obligarla a recobrarse.

Margarita, con sus pequeñas manosmorenas, retorcía maquinalmente lecuello de un títere.

Isabel no se movía. Sentía sobre sílas miradas de Margarita y Juana. Lepesaba su papel de delatora, y de prontoexperimentó una gran fatiga. “Seguiréhasta el final”, pensó.

Los hermanos de Aunay entraronpresurosos, confundidos, empujándosecasi, en su deseo de servir y de hacersevaler.

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Isabel extendió la mano.—Padre mío —dijo—, estos

caballeros parecen haber adivinadovuestro deseo puesto que traen colgadasde su cintura las limosneras que queríaisver.

Felipe el Hermoso se volvió haciasus nueras.

—¿Podéis explicarme por qué esosescuderos se adornan con los regalosque os ha hecho vuestra cuñada?

Nadie respondió.Felipe de Aunay miró asombrado a

Isabel, como un perro que no comprendepor qué es apaleado, y luego volvió susojos hacia su hermano mayor en busca

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de protección. Gualterio tenía la bocaentreabierta.

—¡Guardia! ¡Al rey! —gritó Felipeel Hermoso.

Su voz erizó los cabellos de todoslos presentes y repercutió, insólita yterrible, a través del castillo y de lanoche. Hacía diez años, desde la batallade Mons-en-Pévéle, exactamente, en laque había reagrupado sus tropas yforzado la victoria, que no se le habíaoído gritar. Nadie recordaba que tuvieratal fuerza en su garganta. Por otra parte,fue la única palabra que pronunció deese modo.

—¡Llamad a vuestro capitán! —dijo

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a uno de los hombres que acudieron.A otros les mandó que se quedaran a

la puerta.Se oyó una fuerte galopada por el

camino de ronda, y apareció messireAlán de Pareilles con la cabezadescubierta, terminando de ajustar suuniforme.

—Messire Alán —dijo el rey—cuidaos de esos dos escuderos.Calabozo y cadenas. Tendrán queresponder ante mi justicia.

Gualterio de Aunay quiso encontraruna salida.

—Sire —balbuceó—, Sire…—Basta —dijo Felipe el Hermoso

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—. Desde ahora os dirigiréis al señorde Nogaret. Messire de Pairelles —prosiguió—, las princesas permaneceránbajo vuestra custodia hasta nuevo aviso.Prohíbo que ninguna de ellas salga deaquí. Prohíbo que nadie, ni sus criadas,ni sus parientes, ni aún sus mismosmaridos penetren en esta sala o hablencon ellas. Vos me responderéis.

Por sorprendentes que fueran talesórdenes, Alán de Pairelles las escuchósin pestañear. El hombre que habíaarrestado al gran maestre de losTemplarios no podía asombrarse pornada. La voluntad del rey era su únicaley.

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—Veamos, caballeros… —apremióa los hermanos de Aunay, señalándolesla puerta.

Al ponerse en marcha, Gualteriodijo por lo bajo a su hermano:

—Oremos, hermano mío, todo estáperdido…

Y luego, sus pasos, confundidos conlos de los soldados, fueron apagándosesobre las losas.

Margarita y Blanca escucharonaquellos pasos que se llevaban susamores, su honor, su fortuna, su vidaentera. Juana se preguntaba si lograríadisculparse alguna vez. Bruscamente,Margarita arrojó al fuego el muñeco

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destrozado.Blanca estaba a punto de

desvanecerse de nuevo.—Ven, Isabel —dijo el rey.Salieron. La joven reina de

Inglaterra había ganado: mas se sentíacansada y extrañamente conmovida,porque su padre le había dicho: “Ven,Isabel.” Era la primera vez que latuteaba desde su infancia.

Rehicieron el camino por elcorredor de ronda. El viento empujabadesde el este enormes nubes oscuras. Elrey pasó por sus habitaciones y tomandoun candelabro de plata se fue en buscade sus hijos.

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Su enorme sombra se hundió en laescalera de caracol. El corazón lepesaba dentro del pecho, y ni siquierasentía gotear la cera en su mano.

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VIII.- Mahaut deBorgoña

Hacia medianoche, dos caballeros,que habían tomado parte en la escolta deIsabel se alejaban del castillo deMaubuisson: eran Roberto de Artois ysu fiel e inseparable Lormet, a la vezcriado, escudero de armas, compañerode ruta, confidente y ejecutor decualquier faena.

Desde que Roberto había tomado ssu servicio a Lormet huido de la casa delos condes de Borgoña por algún asunto“de orca” no se había apartado de él ni

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un minuto ni un jeme. Era asombroso veraquel hombrecito regordeta, encorvadoy ya encanecido, preocuparse en todomomento por su joven y gigantesco amoy seguirlo paso a paso, secundarlo encualquier empresa, como había hechorecientemente en la celada tendida a loshermanos Aunay.

Clareaba el día cuando los dosjinetes llegaron a las puertas de París.Pusieron los sudorosos caballos al pasoy Lormet bostezó su buena docena deveces. A sus cincuenta años resistíamejor que un joven escudero las largascabalgatas, pero lo abatía la falta desueño.

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En la plaza de Greve se realizaba lahabitual reunión de jornaleros en buscade trabajo. Capataces de los astillerosreales y patronos de barcos circulabanentre los grupos concertando peones,cargadores, y mozos de cuerda. Robertode Artois atravesó la plaza y tomó por lacalle de Mauconseil donde vivía su tía,Mahaut de Artois.

—Verás, Lormet —dijo el gigante—. Quiero que esa perra oiga sudesdicha por mi boca. Se acerca uno delos momentos más placenteros de mivida. Quiero ver la condenada facha quepone mi tía cuando le cuente lo que pasaen Maubuisson. Quiero que vaya a

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Pontoise y que contribuya a su ruina; querebuzne ante el rey y que reviente dedespecho.

Lormet lanzó un largo bostezo.—Reventará, monseñor, reventará.

Estad seguro de ello —dijo—, hacéistodo lo posible para eso.

Llegaron al espléndido palacio delos condes de Artois.

—¿No es una villanía que ella vivaen este gran palacio que construyó miabuelo? —prosiguió Roberto—. ¡Yo soyquién debería vivir aquí!

—Viviréis, monseñor, viviréis.—y te nombraré portero, con cien

libras al año.

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—Gracias, monseñor —respondióLormet como si ya tuviera el alto cargoy el dinero en el bolsillo.

Artois saltó de su percherón, arrojólas bridas a Lormet y asió la aldaba conla que descargó unos golpes como paratirar la puerta abajo.

Se abrió el claveteado batiente paradar paso a un guardián de elevadaestatura. Bien despierto, que llevaba enla mano un garrote como el brazo.

—¿Quién va? —preguntó elguardián, indignado ante tanto alboroto.

Pero Roberto de Artois lo apartó deun empellón y entró en el palacio. Unadecena de criados y sirvientes se

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afanaban en la limpieza matinal de lamorada. Roberto, empujando a todos,subió al piso de las habitaciones, ylanzó estentóreo:

—¡Ah de la casa!Acudió un lacayo, muy asustado con

un balde en la mano.—¡Mi tía, Picard! ¡Necesito ver a mi

tía inmediatamente!Picard, de ralos cabellos y cabeza

chata, depositó su balde en el suelo ydijo:

—Está comiendo, monseñor.—¡Bueno! ¡No me opongo!

¡Comunícale mi llegada, a prisa!Roberto de Artois iba componiendo

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rápidamente en su rostro una máscara depesar y de angustia, mientras seguía allacayo hasta la habitación.

La condesa Mahaut de Artois, pardel reino, ex-regente del Franco-Condado, era una robusta mujer de unoscuarenta y cinco años, de sólidaestructura, cuerpo macizo y fuertescaderas. Su rostro bajo la gordura dabaimpresión de fuerza y voluntad. Tenía lafrente alta, ancha y combada, loscabellos aún castaños, los labios condemasiado bozo y la boca roja.

Todo era grande en aquella mujer:sus rasgos, sus miembros, su apetito, sucólera, su avidez, sus emociones y el

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ansia de poder. Con energía de soldadoy tenacidad de legista manejaba su cortede Arrás, como había manejado la deDole, vigilando la administración de susterritorios, exigiendo la obediencia desus vasallos, manejando la fuerza ajenay aniquilando sin piedad al enemigodescubierto.

Doce años de lucha con su sobrinole habían enseñado a conocerle bien.Cada vez que surgía una dificultad,cuando los señores de Artois seinsubordinaban, cuando una villaprotestaba contra los impuestos, Mahautpodía estar segura de que Robertoestaba detrás de ello.

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—Es un lobo salvaje, un gran lobofalso y cruel —decía ella—. Pero yotengo la cabeza más firme y sé queacabará por destruirse a sí mismo, afuerza de emprender demasiadas cosas.

Hacía meses que apenas se dirigíanla palabra y sólo se veían, porobligación, en la corte.

Aquella mañana, sentada ante unamesita puesta a los pies de la cama,Mahaut consumía, tajada tras tajada, unpastel de liebre que constituía elprincipio de su comida del despertar.

Así Roberto se esforzaba por fingirinquietud y tristeza, ella, al verlo entrar,simuló naturalidad e indiferencia.

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—¡Vaya! Os veo muy despierto ahora tan temprana, mi sobrino. ¡Llegáiscomo la tormenta! ¿A qué se debe tantaprisa?

—¡Tía, tía mía! —exclamó Roberto—. ¡Todo está perdido!

Mahaut, sin cambiar de actitud, seechó tranquilamente al coleto un jarro devino de Artois, color de rubí,proveniente de sus tierras y cuyo saborprefería a cualquier otro.

—¿Qué habéis perdido, Roberto?¿Otro proceso? —preguntó.

—Tía, os juro que no es éste elmomento de zaherirnos con ironías. Ladesdicha que se abate sobre nuestra

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familia no admite bromas.—¡Qué desdicha para uno puede

serlo para el otro? —dijo Mahaut, contranquilo cinismo.

—Tía, estamos en manos del rey.Mahaut dejó traslucir cierta

inquietud en su mirada. Se preguntabaqué trampa le estaría tendiendo y elporqué de ese preámbulo.

Con su ademán acostumbrado, serecogió las mangas enseñando un brazogrueso y carnoso. Luego, golpeando lamesa con la mano, llamó:

—¡Thierry!—Tía, no podría hablar delante de

nadie que no seáis vos —exclamó

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Roberto—. Lo que tengo que decirosconcierne a nuestro honor.

—¡Bah! Podéis decir todo delantede mi canciller.

Ella desconfiaba y quería tener untestigo.

Por unos instantes ellos se midieroncon la mirada; ella a la expectativa, eldeleitándose con la comedia querepresentaba. “Llámalos, anda, llama atodo el mundo y que se enteren”,pensaba.

Resultaba curioso ver a aquellos dosseres, que tantos rasgos tenían en común,a aquellos dos de la misma sangre quetanto se asemejaban entre sí y tanto se

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detestaban.Se abrió la puerta y apareció Thierry

de Hirson. Canónigo capitular de lacatedral de Arrás, canciller de Mahauten la administrción de Artois y tambiénun poco amante de la condesa, aquelhombrecito rechoncho, de cara redonday nariz puntiaguda y blanca, no estabadesprovisto de prestancia y autoridad.

Saludó a Roberto y le dijo,mirándole con los párpados casicerrados, lo que obligaba a echar lacabeza muy atrás.

—Es raro que nos visitéis,monseñor.

—Al parecer, mi sobrino tiene una

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gran desgracia que contarme —dijoMahaut.

—¡Ay de mí! —profirió Roberto,dejándose caer en una silla.

Se tomaba su tiempo; Mahautcomenzaba a dar muestras deimpaciencia.

—Tía, en otro tiempo hemos tenidonuestras diferencias —prosiguió.

—Mucho más que eso, sobrino:ruines querellas que terminaron mal paravos.

—Cierto, cierto, y Dios es testigo deque os he deseado todo el mal de estemundo.

Volvía a utilizar su treta favorita:

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demostrar una sencilla franqueza yconfesar sus aviesas intenciones, paradisimular el arma que tenía en la mano.

—Pero jamás os hubiera deseadoesto —prosiguió—, jamás. Pues vos mesabéis buen caballero y firme en todo loque atañe al honor.

—Pero,¿qué ha ocurrido? ¡Habla ya!—gritó Mahaut.

—Vuestras hijas, mis primas, estánconvictas de adulterio y arrestadas pororden del rey. Y Margarita con ellas.

Mahaut no se sobresaltó al instante.No lo creía.

—¿Quién te ha contado ese cuento?—Lo sé por mí mismo, tía; y toda la

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corte está enterada. Sucedió a la caídade la noche.

Se regodeaba en hacer consumir aMahaut contándole el asunto gota a gotay solamente lo que quería.

—¿Y ellas han confesado? —preguntó Thierry de Hirson, mirandosiempre por debajo de los párpados.

—No lo sé —respondió Roberto—.Pero los jóvenes de Aunay confiesan eneste momento en manos de vuestroamigo Nogaret.

—Mi amigo Nogaret… —repitiólentamente Thierry de Hirson. Aunquefueran inocentes, con él saldrán másnegras que la pez.

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—Tía —continuó Roberto—, enplena noche he hecho las diez leguas dePontoise a París para venir a avisaros,pues nadie pensaba en ello. ¿Creéistodavía que me traen malossentimientos?

En la dramática incertidumbre enque se hallaba, Mahaut alzó los ojoshacia su gigantesco sobrino y pensó.“Tal vez sea capaz de un buen gesto.”

Luego, con acento de enfado, le dijo:—¿Quieres comer?Por estas simples palabras

comprendió Roberto que había sidoverdaderamente herida.

Cogió de la mesa un faisán frío, lo

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rompió con las manos en dos pedazos yle hincó el diente. Súbitamente, vio quesu tía cambiaba de color. Un rojoescarlata invadía su garganta, porencima del escote bordeado de armiño,luego el cuello y la parte inferior de lacara. La sangre se le subía a la cabezahasta ponerla de color carmesí. Lacondesa Mahaut se llevó la mano alpecho.

—“¡Ya está!” pensó Roberto.“¡Ahora revienta! ¡Va a reventar!”

Se equivocó. La condesa se puso enpié, barriendo de la mesa el pastel deliebre, los jarros y las fuentes de plata,que cayeron al suelo con estrépito.

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—¡Zorras! —aullaba—. ¡Con todolo que hice por ellas! ¡Con losmatrimonios que les arreglé!… ¡Dejarseatrapar como bellacas! ¡Pues bien! ¡Quelo pierdan todo! ¡Que las encierren, quelas empalen, que las cuelguen!

El canónigo-canciller no se inmutó.Estaba habituado a los furores de lacondesa.

—Ved, justamente es lo que yopensaba —dijo Roberto con la bocallena—. ¡Mal os han agradecidovuestros afanes!…

—¡Debo ir a Pontoise al momento!—dijo Mahaut sin escucharlo. Tengoque verlas y decirles lo que deben

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responder.—Dudo que lo logréis, tía. Están

incomunicadas y nadie puede…—Entonces hablaré con el rey.

¡Beatriz! ¡Beatriz! —llamó dando unaspalmadas.

Se movió una colgadura y unasoberbia joven de unos veinte años deedad, morena, alta, de pecho redondo yfirme, entró sin prisa. En cuanto la vioRoberto, se sintió atraído por ella.

—Beatriz, lo has oído todo,¿verdad? —preguntó Mahaut.

—Sí, señora —respondió la jovencon voz un poco burlona, que arrastrabael final de las palabras—. Estaba detrás

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de la puerta, como de costumbre.Esta curiosa lentitud que tenía en el

hablar, la tenía también en la manera deandar y de mirar. Daba la sensación deuna ondulante voluptuosidad. De unaanormal placidez, pero la ironía lebailaba en los ojos, enmarcados porlargas pestañas negras. La desdichaajena, sus luchas y sus dramasseguramente le complacían.

—Es la sobrina de Thierry —dijoMahaut a su sobrino, señalándola—. Lahe hecho primera doncella de compañía.

Beatriz de Hirson contemplaba aRoberto de Artois con disimuladopudor. Era obvio que sentía curiosidad

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por conocer a aquel gigante, de quienhabía oído hablar como de unmalhechor.

—Beatriz —prosiguió Mahaut—,haz que preparen mi litera y que ensillenseis caballos. Salimos para Pontoise.

Beatriz seguía mirando a Roberto alos ojos, como si nada hubiera oído.Había en ella algo de irritante y turbio.Inspiraba a los hombres, desde el primermomento, un sentimiento de inmediatacomplicidad, como si estuvieradispuesta a no ofrecer ningunaresistencia. Pero a la vez, les obligaba apreguntarse si era completamenteestúpida o si se burlaba socarronamente

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de ellos.“¡Qué mujer! Sería buen pasatiempo

para la noche”, pensaba Robertomientras ella se alejaba sin prisa.

Del faisán sólo quedaba un huesoque arrojó al fuego. Ahora sentía sed.Tomó el jarro del que Mahaut se habíaservido y trasegó un buen trago.

La condesa se paseaba por el cuartode lado a lado arremangándose.

—No os dejaré sola este día, tía —dijo de Artois—. Os acompañaré. Es undeber familiar.

Mahaut alzó hacia él los ojos.Todavía sospechaba. Por fin se decidióa tenderle ambas manos.

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—Me has hecho mucho daño,Roberto y apuesto que me harás muchomás. Pero debo reconocer que hoy te hasportado como un buen muchacho.

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IX.- La sangre dereyes

Comenzaba a penetrar el día en lossótanos largos y bajos de techo del viejocastillo de Pontoise, donde Nogaretacababa de interrogar a los hermanos deAunay. Se oyó cantar un gallo, luegodos, y una bandada de gorriones pasójunto a los tragaluces que habían abiertopara renovar el aira. En la paredchisporroteaba una antorcha, agregandosu acre olor al de los cuerpostorturados. Guillermo de Nogaret dijocon voz cansada:

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—La antorcha.Uno de los verdugos se apartó del

muro contra el cual se apoyaba paradescansar, y tomó de un rincón unaantorcha nueva. Encendió su extremopegándola a las brasas de un trébede, enque enrojecían los hierros, ahora yainnecesarios, de la tortura. Luego quitóde su soporte la antorcha gastada, queapagó y la sustituyó por la nueva. Luegovolvió a su lugar, junto a su compañero.Los dos “atormentadores” como se lesllamaba, mostraban los ojos cercados derojo por la fatiga. Sus brazos, velludos ymusculosos, manchados de sangre,pendían a lo largo de sus delantales de

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cuero. Olían mal.Nogaret se levantó del taburete

donde había estado sentado durante elinterrogatorio y su delgada siluetadibujó una sombra temblorosa sobre laspiedras grisáceas.

Del extremo del sótano llegó unjadeo entrecortado por sollozos; loshermanos Aunay parecían gemir con unasola voz.

Nogaret se inclinó sobre ellos. Losdos rostros tenían una extrañasemejanza. La piel era del mismo gris,con regueros húmedos, y sus cabellos,pegados por el sudor y la sangre,revelaban la forme del cráneo. Un

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continuo temblor acompañaba a losgemidos, que brotaban de sus labiosdesgarrados.

Gualterio y Felipe de Aunay habíansido primero niños y luego jóvenesfelices. Habían vivido para sus placeresy sus deseos, sus ambiciones y susvanidades. Como todos los adolescentesde su rango siguieron la carrera de lasarmas; pero nunca habían sufrido sinopequeños males o aquellos que inventala fantasía. Hasta ayer participaban en elcortejo de los poderosos, y cualquieresperanza les parecía legítima. Habíatranscurrido una sola noche, y ahoraeran sólo dos animales despedazados, y

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si aún se sentían capaces de desear, nodeseaban más que el aniquilamiento.

Sinmuestra alguna de compasión nisiquiera de desagrado, Nogaret observóun momento a los jóvenes y se enderezó.El sufrimiento y la sangre de los demás,los insultos de sus víctimas, su odio ydesesperación no lo inmutaban enabsoluto. Tal tranquilidad, que era unadisposición natural en él, le ayudaba aservir los superiores intereses del reino.Tenía la vocación del bien público,como otros la tienen para el amor.

Vocación, ése es el nombre noble deuna pasión. Aquel espíritu de plomo yhierro no conocía dudas ni límites

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cuando se trataba de satisfacer a larazón de Estado. Para él nada contabanlos individuos; él mismo, muy poco.

Hay en la Historia un linaje singular,siempre renovado, de fanáticos delorden. Consagrados a un ídolo absolutoy abstracto, las vidas humanas no solpara ellos de ningún valor, siobstaculizan el dogma de lasinstituciones, y se diría que hanolvidado que la colectividad a la quesirven está compuesta de hombres.

Nogaret, al torturar a los hermanosde Aunay, no oía siquiera sus quejas;eliminaba, simplemente, causas dedesorden.

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“Los Templarios fueron más duros”,se dijo. No había tenido para ayudarlesmás que los torturadores locales, y nonecesitó los de la Inquisición de París.

Sintió un pinchazo en los riñones yvago dolor le invadió la espalda. “Es elfrío”, murmuró. Hizo cerrar el tragaluz yse aproximó al trébede donde aún habíabrasas. Extendió las manos y las frotóuna contra otra; luego se friccionó losriñones gruñendo.

Los dos verdugos, apoyados aúncontra la pared, parecían dormitar.

Sobre la estrecha mesa donde habíaescroto, él mismo, toda la noche —puesel rey ordenó que no usase secretario ni

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escribano— comprobó las hojas delinterrogatorio, las arregló en una carpetade vitela y luego suspiró, se dirigió a lapuerta y salió.

Entonces los atormentadoresacudieron junto a Gualterio y Felipe deAunay, y trataron de hacerlosincorporar. Como no pudieron lograrlo,tomaron en sus brazos aquellos cuerposque habían torturado y los llevaron,como si fueran dos niños enfermos, a uncalabozo cercano.

Del viejo castillo de Pontoise, quesólo se utilizaba como capitanía yprisión, a la residencia real deMaubuisson, había una media legua.

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Nogaret la recorrió a pie, escoltado porguardias de la alcaldía. Marchaba conpaso rápido, al aire frío de la mañanacargado de perfumes del bosque.

Sin responder al saludo de losarqueros, atravesó el patio deMaubuisson y entró en el edificio, ajenoa los cuchicheos y al aspecto de velamortuoria de los chambelanes y gentileshombres reunidos en la sala de guardia.

—¡El rey! —pidió.Un escudero se precipitó para

acompañarle a sus habitaciones, y elguardasellos se halló cara a cara con lafamilia real.

Felipe el Hermoso estaba sentado,

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apoyado el codo en el brazo de su sitial,y el mentón en la mano. Azulencasojeras enmarcaban sus ojos. A su ladoestaba Isabel; las dos trenzas doradasque encuadraban su rostro, acentuaban ladureza de sus rasgos. Ella era la artíficede la desgracia. Parecía compartir laresponsabilidad del drama; y por eseextraño vínculo que une al delator con elculpable, se sentía como acusada.

Monseñor de Valois repiqueteabanerviosamente sobre la mesa y movía lacabeza como si algo le oprimiera lagarganta. También asistía a la reunión elsegundo hermano del rey, o mejor,hermanastro, monseñor Luis de Francia,

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conde de Evereux, de aspecto tranquiloy ropas sin ostentación.

Estaban finalmente, unidos en sucomún infortunio, los tres principalesinteresados, los tres hijos del rey, lostres esposos sobre los cuales acababade abatirse la catástrofe y el ridículo:Luis de Navarra, sacudido por accesosnerviosos; Felipe de Poitiers, rígido porel esfuerzo que hacía para mantener lacalma; y Carlos, por último, con suhermoso semblante de adolescente,asolado por el primer pesar de su vida.

—¿Han confesado, Nogaret? —preguntó el rey.

—¡Ay, señor! Es algo vergonzoso,

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horroroso y han confesado.—Léenoslo.—“Nos, Guillermo de Nogaret,

caballero, secretario general del reino yguardasellos de Francia, por la graciade nuestro amado Sire, el rey Felipe IV,y por orden del mismo, hoy veinticuatrode abril de mil trescientos catorce, entremedia noche y hora prima, en el castillode Pontoise y con la ayuda de losatormentadores de dicha villa hemosoído, sobre un cuestionario previo, a lossires Gualterio de Aunay “bachiller”ante el monseñor Felipe, conde dePoitiers, y Felipe de Aunay escudero demonseñor Carlos, conde de Valois…”

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(El aspirante (bachiller), en la antiguajerarquía feudal, estaba entre elcaballero y el escudero. Este título seaplicaba ora a los gentiles —hombresque no tenían medios de hacer unaleva, es decir, una tropa personal, oraa los jóvenes señores que aspiraban aser armados caballeros. El escudero,literalmente, era el que llevaba elescudo al caballero; pero el hombre seusaba indistintamente como términogenérico para designar a bachilleres yvarlets. Estos eran jóvenes asentadoscon un señor para hacer el aprendizajede caballeros.)

A Nogaret le gustaba el trabajo bien

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hecho. Ciertamente los dos de Aunayhabían empezado negando, pero elguardasellos tenía una manera de llevarlos interrogatorios ante la cual nopodían durar mucho tiempo losescrúpulos de la galantería. Obtuvo delos jóvenes confesión completa ycircunstanciada. Tiempo en queempezaron las aventuras de lasprincesas, fechas de los encuentros, lasnoches en la torre de Nesle, nombres delos criados cómplices, todo, en fin, loque para los culpables habíarepresentado pasión, fiebre y placerestaba expuesto, enumerado, consignadoy detallado en la minuta del

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interrogatorio.Isabel no se atrevía a mirar a sus

hermanos, y ellos mismos dudaban demirarse entre sí. Durante casi cuatroaños habían sido engañados,envilecidos, vilipendiados,deshonrados. Cada palabra de Nogaretlos agobiaba de desdicha y vergüenza.

Luis de Navarra estaba dándolevueltas a un pensamiento terrible, que lehabía nacido al oír las fechas. “Durantelos seis primeros años de matrimonio notuvimos hijos —se decía—. Y tuvimosuno cuando ese Felipe de Aunay seacostó con Margarita… En ese caso, ¡lapequeña Juana…!” y nada oyó ya,

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porque no cesaba de repetirse: “¡Mi hijano es mía…! ¡mi hija no es mía!” Lasangre zumbaba en su cabeza.

El conde de Poitiers se esforzaba enno perder una palabra de la lectura.Nogaret no había podido arrancar de loshermanos Aunay la confesión de que lacondesa Juana tuviera un amante, nihacerles pronunciar un nombre. Ahorabien, después de todo lo que habíanconfesado, era de creer que si hubieranconocido tal hombre, su hubieraexistido, ellos lo habrían denunciado. Locual no quitaba que hubierarepresentado un papel infame. Felipe dePoitiers reflexionaba.

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—“Considerando haber aclaradosuficientemente la causa, y hechainaudible la voz de los prisioneros,hemos decidido cerrar el interrogatorio,para dar parte al rey nuestro Sire”

Nogaret había concluido. Recogiósus papeles y esperó.

Al cabo de unos instantes, Felipe elHermoso levantó el mentón de la palmade la mano.

—Messire Guillermo —dijo—, noshabéis informado claramente sobrecosas dolorosas. Cuando hayamosjuzgado, destruiréis eso —señalaba elpergamino—, a fin de que no quederastro alguno fuera del secreto de

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nuestras memorias.Nogaret se inclinó y salió.Hubo un largo silencio, luego

alguien de improviso gritó.—¡No!Era el príncipe Carlos que se había

puesto en pie. Repitió: “¡No!”, como sila verdad le resultara imposible deadmitir. Su barbilla temblaba, susmejillas estaban teñidas de rojo y nolograba contener las lágrimas.

—Los Templarios… —dijoalucinado.

—¿Qué queréis decir? —preguntóFelipe el Hermoso.

No le agradaba que le recordaran el

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episodio demasiado reciente.Sonaba todavía en sus oídos, como

en los de todos los presentes menosIsabel, la voz del gran maestre:“¡Malditos hasta la decimotercerageneración de vuestro linaje…!”

Pero Carlos no pensaba en lamaldición.

—Aquella noche —tartamudeaba—,aquella noche estaban juntos…

—Carlos —dijo el rey : Habéis sidoun esposo débil, fingid al menos quesois un príncipe fuerte.

Fue la única palabra de aliento queel joven recibió de su padre.

Monseñor de Valois no había dicho

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nada aún. Para él representaba unapenitencia permanecer callado tan largorato. Aprovecho el momento paraestallar.

—¡Por todos los santos! —gritó—.¡Cosas extrañas acaecen en el reino ybajo el mismo techo del rey! Lacaballería se extingue, señor y hermanomío, y con ella todo honor.

Y a renglón seguido pronunció unalarga diatriba, que bajo su apariencia deembrollada perorata, destilabaabundante perfidia. Para Valois todoguardaba relación: los consejeros delrey, Marigny a la cabeza, abatían lasórdenes de caballería, pero la moral

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pública se derrumbaba con el mismogolpe. Los legistas, “nacidos de lanada”, intentaban no sé que nuevoderecho sacado de las institucionesromanas, para reemplazar al bueno yantiguo derecho feudal: el resultado nose había hecho esperar. En tiempos delas cruzadas se podía dejar solas a lasmujeres durante largos años. Sabíanguardar el honor y ningún vasallo sehubiera atrevido a arrebatarlas a susseñores. Ahora todo era escándalo ylicencia. ¿Cómo? ¡Hasta dos simplesescuderos…!

—Uno de ellos pertenece a vuestracasa, hermano —le interrumpió

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secamente el rey.—¡De la misma manera que el otro

pertenece a la de vuestro hijo! —repitióValois, señalando al conde de Poitiers.

Este abrió sus largas manos.—Cualquiera de nosotros puede ser

engañado por la criatura en quien hadepositado su confianza —dijo.

—¡Por eso mismo! —exclamóValois, que de todo sacaba partido—.Por eso mismo no hay crimen mayorpara un vasallo que cometer seducción yrapto de honor con la mujer de su señor.Los escuderos de Aunay han debido…

—Dalos por muertos, hermano —interrumpió el rey, con un pequeño gesto

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a la vez negligente y tajante, queequivalía a la más larga sentencia; ycontinuó—: Lo que debemos hacerahora, es fijar la suerte de las princesasadúlteras… Hermano mío, permitid queantes interrogue a mis hijos… Hablad,Luis.

En el momento de abrir la boca, Luisde Navarra sufrió un acceso de tos y dosmanchas rojas aparecieron en suspómulos. Se hallaba poseído por lacólera, y su ahogo fue respetado.

—¡Pronto dirán que mi hija esbastarda! —exclamó cuando recobró alaliento—. ¡Eso dirán! ¡Bastarda!

—Luis, si sois el primero en gritarlo

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—dijo el rey, descontento—, los demásno se privarán de repetirlo.

—En efecto, en efecto —dijo Carlosde Valois, que no había pensado en elloaún, y cuyos grandes ojos azulesbrillaron bruscamente con una extrañaluz.

—¿Por qué no gritarlo si es cierto?—repitió Luis, perdiendo el dominio desí mismo.

—Luis, callaos —dijo el rey deFrancia, golpeando la mesa—. Dignaosdeciros, solamente, cuál es el castigoque queréis para vuestra esposa.

—¡Que muera! —respondió elTurbulento—. ¡Ella y las otras dos! ¡Las

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tres! ¡Que mueran, que mueran, quemueran!

Profería estas palabras con losdientes cerrados, y cortaba el aire consus manos como si cortara cabezas.

Entonces Felipe de Poitiers,pidiendo a su padre la palabra con unamirada, dijo:

—El dolor os nubla la mente, Luis.Sobre Juana no pende tan gran pecadocomo sobre Margarita y Blanca.Ciertamente es muy culpable por haberfavorecido su extravío, y hadesmerecido mucho. Pero messire deNogaret no ha logrado pruebas de quehaya traicionado el matrimonio.

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—¡Hacedla atormentar por él yveréis si no confiesa! —gritó Luis—.¡Ha ayudado a ensuciar mi honor y el deCarlos, y si nos amáis le daréis elmismo trato que a las otras dos rameras!

Felipe de Poitiers se tomó sutiempo.

—Aprecio vuestro honor, Luis —dijo al fin—, pero no menos el Franco-Condado.

Los presentes se miraron entre sí, yFelipe prosiguió diciendo:

—Vos tenéis a Navarra en derecho,Luis, porque proviene de nuestra madrey tendréis, quiera Dios que sea lo mástarde posible, a Francia. Por mi parte,

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yo sólo tengo a Poitiers, que nuestropadre hizo la merced de darme, y nisiquiera soy par del reino. Pero porJuana soy conde palatino de Borgoña yseñor de Salins, de cuyas minas de salprocede la mayor parte de mis rentas.Que Juana sea, pues, encerrada en unconvento el tiempo que se juzguenecesario, por toda la vida si es precisoal honor de la corona, pero que no setoque su vida.

Monseñor Luis de Evreux, calladohasta aquel momento, aprobó a Felipe.

—Mi sobrino tiene razón —dijo,convencido pero sin énfasis—. Lamuerte es un grave trance que será un

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gran tormento para cada uno denosotros, y que no debemos dictar paranadie, en nuestra cólera.

Luis de Navarra le lanzó una miradade odio.

La familia se hallaba, desde largotiempo atrás, escindida en dos. Carlosde Valois contaba con el afecto de sussobrinos Luis y Carlos, débiles ysugestionables, que quedabanboquiabiertos ante su facundia, elprestigio de su vida aventurera y sustronos perdidos. Felipe de Poitiers, porlo contrario, estaba de lado del conde deEvreux, personaje tranquilo y recto,reflexivo, carente de ambición, y que se

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conformaba con sus tierras normandasque administraba inteligentemente.

Por lo tanto, nadie se sorprendió deque apoyara la posición de su sobrinopreferido; su afinidad con él eraconocida.

Más sorprendente fue la actitud deValois quien, después del furibundodiscurso pronunciado, volvió grupas y,dejando a su querido Luis de Navarra enla estacada, se declaró también encontra de la pena de muerte. El conventole parecía un castigo demasiado suavepara las culpables; por lo tantoaconsejaba la reclusión en una fortaleza,a prisión perpetua; e insistía sobre la

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palabra: ‘perpetua’.Tal mansedumbre en el exemperador

titular de Constantinopla no era en modoalguno la expresión de una disposiciónnatural. No podía ser más que elresultado del cálculo, y dicho cálculo lohabía establecido cuando Luis deNavarra pronunció la palabra:‘bastarda’. En efecto…

En efecto, ¿cuál era el estado de ladescendencia real? Luis de Navarra notenía otro heredero que la niña Juana,tachada desde hacía un momento desospecha de ilegitimidad, lo cual podríaobstaculizar su posible ascensión, altrono. Carlos no tenía descendencia pues

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los hijos de Blanca habían muerto alnacer. Felipe de Poitiers tenía tres hijas,sobre las cuales podía rebotar elescándalo… Ahora bien, si las esposasculpables eran ejecutadas, los trespríncipes se apresurarían a contraernuevo matrimonio, y habría abundantesposibilidades de que tuvierandescendencia. En tanto que si lasprincesas eran encarceladas para elresto de su vida, quedarían impedidospara contraer nuevas nupcias, y por lotanto asegurarse descendencia.

Carlos era imaginativo. Como esoscapitanes que, al partir para la guerra,sueñan con la posibilidad de que muera

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toda la oficialidad superior a ellos, y seven ya elevados al mando del ejército;el hermano del rey, mirando el pechohundido de su sobrino Luis y la delgadezde su sobrino Felipe de Poitiers,pensaba que la enfermedad podía causarimprevistos desastres. Además, estabanlos accidentes de caza, los torneos, lascaídas de caballo… y no era la primeravez que un tío sucedía a sus sobrinos.

—¡Carlos! —dijo el hombre de lospárpados inmóviles, quien por elmomento, era el único y verdadero reyde Francia.

Valois se estremeció como sitemiera que hubieran leído su

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pensamiento. Pero Felipe el Hermoso nose dirigía a él sino a su hijo menor.

El joven príncipe separó las manosde su rostro. Estaba llorando.

—¡Blanca, Blanca!, ¿cómo esposible, padre? ¿Cómo pudo hacer cosasemejante? —gemía—. ¡Me decía queme amaba…! ¡Me lo demostraba tanbellamente!

Isabel tuvo un gesto de impacienciay menosprecio. “¡Ah, ese amor de loshombres por el cuerpo que hanposeído!”, pensaba. “Esa facilidad conque se tragan todas las mentiras, con talde no perder la mujer que desean!”

—Carlos —insistió el rey, como si

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hablara con un débil mental— ¿quéaconsejas que se haga con vuestraesposa?

—No lo sé, padre, no lo sé. Quieroocultarme, quiero marcharme, quieroretirarme a un convento.

Estaba a punto de pedir que locastigaran a él porque su esposa lohabía engañado.

Felipe el Hermoso comprendió queno obtendría más de ellos. Miraba a sushijos como si no los hubiera visto nunca;reflexionaba sobre el orden de laprimogenitura, y se decía que a veces lanaturaleza hace flaco servicio al tronco.¿Cuántas tonterías sería capaz de

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cometer, una vez sentado en el trono, eseirreflexivo, impulsivo y cruel Luis, suhijo mayor? ¿Qué sostén podríarepresentar para él su hermano menor,que se desmoronaba al primer drama?El mejor dotado para reinar era, sinduda, el segundo, Felipe, pero se veíaque Luis no lo escucharía.

—Isabel, tu consejo —preguntó a suhija en voz baja inclinándose hacia ella.

—La mujer que haya pecado —dijoella—, debe ser apartada para siemprede la transmisión de la sangre real. Y elcastigo debe ser conocido por el pueblo,para que sepa que el crimen es castigadomás severamente en la mujer o hija del

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rey que en la mujer del ciervo.—Bien pensado —dijo el rey.De todos sus hijos, ella hubiera sido

el mejor soberano.—El fallo será dado antes de

vísperas —dijo el rey levantándose.Y se retiró para consultar su última

decisión, como siempre, con Marigny yNogaret.

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X.- El juicio

Durante todo el trayecto de París aPontoise, la condesa Mahaut, en elinterior de su litera, no había cesado depensar en la manera de aplacar la ira delrey. Pero le costaba gran esfuerzo fijarsus ideas. La dominaban demasiadospensamientos, la agitaban demasiadostemores, demasiada cólera contra lalocura de sus hijas, contra la estupidezde sus maridos, contra la imprudenciade sus amantes, contra todos los que porligereza, ceguera o sensualismo,amenazaban con socavar el edificio de

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su poderío. ¿Qué sería de Mahaut,madre de princesas repudiadas? Estabadecidida a echarle todas las culpas a lareina de Navarra. Margarita no era hijasuya. Para salvar a sus hijas acusaría demal ejemplo y enseñanza…

Roberto de Artois conducía lacomitiva a buen paso, como si quisieradar pruebas de un gran celo. Secomplacía en ver al canónigo-cancillerdando botes sobre su montura y, sobretodo, oír los gemidos de su tía. Cada vezque de la gran litera sacudida por lasmulas se escapaba un lamento, Roberto,como por azar, hacía forzar la marcha.De modo que la condesa lanzó un sus

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piro de alivio cuando aparecieron porfin, por encima de las copas de losárboles, las torrecillas de Maubuisson.

En seguida la comitiva entró en elpatio del castillo. Reinaba allí un gransilencio, roto por los pasos de losarqueros.

Mahaut descendió de la litera ypreguntó al oficial de guardia.

—¿Dónde está el rey?—Dicta justicia, madame, en la sala

capitular.Seguida de Roberto, de Thierry de

Hirson y de Beatriz, Mahaut se dirigió ala abadía. A pesar de su fatiga caminabacon paso firme y ligero.

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Bajo la fría bóveda, que cobijaba deordinario los rezos de las monjas, estabaahora toda la corte de Francia, inmóvilante su rey.

Cuando entró la condesa Mahaut,algunas filas de cabezas se volvieron, yun murmullo recorrió la sala. Nogaretsuspendió la lectura.

Mahaut vio al rey, con la corona enla cabeza y el cetro en la mano, einmóvil la mirada.

En el tremendo ejercicio de lajusticia que estaba cumpliendo, Felipeel Hermoso parecía ausentarse de estemundo, o mas bien, parecía comunicarcon un universo más vasto que el mundo

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visible.La reina Isabel, Marigny, Carlos de

Valois, Luis de Evereux, así como lostres príncipes y muchos grandes baronespermanecían sentados a ambos lados. Alpie del estrado, se veía a tres jóvenesmonjes, con el cráneo rapado,arrodillados sobre las baldosas y con lacabeza gacha. Alán de Pareilles semantenía en pie un poco apartado,cruzadas las manos sobre los gavilanesde la espada.

—“Gracias a Dios, llego a tiempo—se dijo Mahaut—, deben de estarjuzgando algún caso de brujería osodomía.”

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Se dispuso a subir al estrado, dondeera natural que tomara asiento por sucondición de par del reino. De pronto,sintió que le flaqueaban las piernas. Unode los arrodillados penitentes habíaalzado la cabeza: era Blanca, su hija.¡Los tres monjes, eran, pues, las tresprincesas a quienes habían rapado yvestido con un sayal! Mahaut setambaleó, y profirió un sordo grito comosi la hubieran golpeado en pleno vientre.Maquinalmente, se apoyó en su sobrino,porque era el que estaba más cerca deella.

—Demasiado tarde, tía, llegamosdemasiado tarde —dijo Roberto,

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saboreando su venganza.El rey hizo una señal al

guardasellos, y éste prosiguió su lectura.—“…y por dichos testimonios y

confesiones, habiendo sido convictas deadulterio las dichas damas Margarita,esposa de monseñor el rey de Navarra, yBlanca, esposa de monseñor Carlos,serán encarceladas en la fortaleza deChäteau-Galliard por el resto de losdías que plazca a Dios concederles.”

—Por vida… son condenadas porvida… —murmuró Mahaut.

—“Doña Juana, condesa palatina deBorgoña y esposa de monseñor dePoitiers —prosiguió Nogaret—, en

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consideración a que no ha sido convictade haber cometido falta contra elmatrimonio y que no puede imputárseletal crimen, mas habiéndose probado sucomplicidad y complacencia culpable,será encerrada en el torreón de Dourdanpor el tiempo necesario para suarrepentimiento y que al rey le plazca.

Hubo un instante de silencio duranteel cual Mahaut pensó, mirando aNogaret: “El ha sido. Ese perro lo hahecho todo, su rabia por espiar,denunciar y torturar. Me la pagará, me lapagará con su pellejo.”

Pero el guardasellos no habíaterminado su lectura: —“Los señores

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Gualterio y Felipe de Aunay, habiendofaltado gravemente contra el honor ytraicionando el vínculo feudal,cometiendo adulterio con personas demajestad real, serán enrodados,despellejados vivos, castrados,decapitados y colgados en públicocadalso, en Pontoise, la mañana queseguirá al día de hoy. Así lo hadeterminado nuestro muy sabio, muypoderoso y muy amado rey.”

Las princesas se habían estremecidoal oír los suplicios que aguardaban a susamantes. Nogaret enrolló su pergamino yel rey se puso en pie. La sala comenzó avaciarse en medio de un prolongado

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murmullo que se elevaba entre aquellosmuros acostumbrados a la oración… Lacondesa Mahaut vio que todos seapartaban de ella y evitaban su mirada.Quiso ir hacia sus hijas, pero Alán dePareilles le cerró el paso.

—No, señora —le dijo—. El rey noha autorizado más que a sus hijos, siellos lo desean, a oír de sus esposas sudespedida y su arrepentimiento.

Ella buscó entonces al rey, pero éstehabía salido ya, lo mismo que luis deNavarra y Felipe de Poitiers.

De las tres esposos sólo se habíaquedado Carlos. Se acercó a Blanca.

—Yo no sabía… Yo no quería…

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¡Carlos! —dijo ésta rompiendo ensollozos.

La navaja había dejado pequeñasplacas rojas en la rapada cabeza.

Mahaut se mantenía a distancia,sostenida por su canciller y su dama decompañía.

—¡Madre! —le gritó Blanca—,decid a Carlos que yo no sabía, y queme perdone.

Juana de Poitiers se pasaba lasmanos por las orejas, que tenía un pocoseparadas, como si no pudieraacostumbrarse a sentirlas destapadas.

Apoyado en un pilar, cerca de lapuerta, Roberto de Artois, con los

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brazos cruzados, contemplaba su obra.—¡Carlos, Carlos! —repetía Blanca.En ese momento, se elevó la voz

dura de Isabel de Inglaterra.—Nada de flaquezas. Carlos,

portaos como un príncipe —dijo.Estas palabras desencadenaron la

furia de la tercera condenada Margaritade Borgoña.

—¡Nada de flaquezas, Carlos! ¡Notengáis piedad! —gritó—. ¡Imitad avuestra hermana Isabel que no puedecomprender los impulsos del amor!¡Sólo tiene odio y hiel en el corazón!¡Sin ella nunca os hubierais enterado denada! ¡Pero me odia, os odia, nos odia a

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todos!Isabel miró a Margarita con fría

cólera.—Que Dios perdone vuestros

crímenes —dijo.—¡Antes perdonará mis crímenes

que hará de ti una mujer dichosa! Lelanzó Margarita.

—Soy reina —repitió Isabel—. Sino conozco la felicidad, tengo por lomenos un cetro y un reino que respeto.

—¡Y yo, si no he conocido lafelicidad, he conocido el placer, quevale por todas las coronas del mundo!Por eso, nada lamento…

erguida frente a su cuñada, que

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llevaba diadema, Margarita, con lacabeza rapada, rostro demacrado por lafatiga y las lágrimas, conservaba aúnfuerzas suficientes para insultar, paraherir, para abogar por su cuerpo.

—Hubo para mí una primavera —dijo con voz oprimida y jadeante—,hubo para mí el amor de un hombre, sucalor y su fuerza, el gozo de poseer y seposeída… ¡Todo eso que tú no conoces,que te mueres por conocer y que jamásconocerás! ¡Ah! ¡No debes resultar muyagradable en la cama para que tu maridoprefiera buscar el placer enmozalbetes…!

lívida, aunque incapaz de responder,

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Isabel hizo una señal a Alán dePareilles.

—¡No! —exclamó Margarita—.Nada tienes que decir a messire dePareilles. Ha obedecido mis órdenesotras veces y quizá tenga que volverlo ahacer algún día. Marchará cuando yo selo ordene.

Volvió la espalda e hizo señal aljefe de los arqueros de que estabadispuesta. Las tres condenadas salieronde la sala, atravesaron, bajo escolta, elpatio, y regresaron a la estancia que lesservía de cárcel.

Cuando Alán de Pareilles cerró lapuerta tras ellas, Margarita se arrojó a

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la cama e hincó los dientes en lassábanas.

—¡Mis cabellos, mis hermososcabellos! —sollozaba Blanca.

Juana de Poitiers se esforzaba porrecordar cómo era el torreón deDourdan.

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XI.- El Suplicio

El alba tardó en llegar para aquellosque debieron pasar la noche sin reposo,sin olvido y sin esperanza.

En la celda de la alcaldía dePontoise, los hermanos de Aunay,tendidos uno junto al otro sobre unjergón de paja, aguardaban la muerte.Por orden del guardasellos les habíanprodigado cuidados. Por ello sus llagasno sangraban ya, su corazón latía conmás fuerza y había retornado un poco devigor a su carne destrozada. Asísufrirían más y mejor el terror de los

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suplicios a que estaban condenados.En Maubuisson, ni las princesas

condenadas, ni sus tres esposos, niMahaut, ni el propio rey durmieronaquella noche. Tampoco durmió Isabel,obsesionada por las palabras deMargarita.

Por lo contrario, Roberto de Artois,tras veinte largas leguas de cabalgar, sedejó caer, sin ni siquiera sacarse lasbotas, sobre la primera cama queencontró en las habitaciones de loshuéspedes. Lormet, poco antes de prima,tuvo que sacudirlo para que no le faltarael placer de ver la salida de susvíctimas.

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En el patio de la abadía, esperabantres grandes carretas con colgadurasnegras, y messire Alán de Pareilleshacía alinear, a la rosácea claridad delalba, a los sesenta caballeros, conperniles de cuero, cotas de malla ycascos de hierro, que formarían laescolta del convoy, primero haciaDourdan y luego a Normandía.

Tras una ventana del castillo mirabala condesa Mahaut de Artois, con lafrente apoyada contra el vidrio y losamplios hombros sacudidos con unrepentino estremecimiento.

—¿Lloráis, señora? —le preguntóBeatriz de Hirson, con su hablar

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arrastrado.—Eso también puede llegarme a mí

—respondió Mahaut, con voz ronca.Después, como vio a Beatriz

vestida, arreglada, peinada y con capa,Mahaut agregó:

—¿Sales, pues?—Sí señora; iré a ver el suplicio…

si lo permitís.La plaza de Martroy, en Pontoise,

donde iba a realizarse la ejecución delos Aunay, hervía ya de público cuandollegó Beatriz. Burgueses, campesinos ysoldados habían fluido desde elamanecer. Los propietarios de las casascuyas fachadas daban a la plaza habían

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alquilado a buen precio sus ventanas,donde de veían cabezas apretadas envarias filas.

Los pregoneros habían gritado, lanoche anterior, en todos los rincones dela villa… “enrodados, despellejadosvivos, castrados, decapitados…” Elhecho de que los condenados fueranjóvenes, nobles y ricos, y sobre todo,que su crimen hubiera sido un granescándalo de amor desarrollado dentrode la familia real, excitaba la curiosidady la imaginación del pueblo.

Durante la noche habían elevado elentablado; se alzaba a dos metros sobreel suelo y aguantaba dos ruedas

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colocadas horizontalmente y un tajo deencina. Detrás se levantaban las horcas.

Dos verdugos. Los mismos delinterrogatorio de los hermanos deAunay, pero vestidos ahora consobrevesta y capuchones rojos, subieronpor la pequeña escala a la plataforma.Detrás de ellos dos ayudantes traíanunos cofres negros que contenían losinstrumentos de la tortura. Uno de losverdugos hizo girar las ruedas quechirriaron. La gente se echó a reír comosi aquello fuera una gracia de titiritero.Se decían bromas, se repartían codazosy comenzó a circular de mano en manouna bota de vino de la que bebieron los

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verdugos entre aplausos de todos.Cuando, rodeada por arqueros,

apareció la carreta que conducía a loshermanos de Aunay, el clamor fueelevándose a media que se distinguíamejor a los condenados. Ni Gualterio niFelipe se movían. Unas cuerdas lossujetaban a los postes de la carreta, sinlas cuales no hubieran podido tenerse enpie. Las limosneras brillaban en sucintura sobre las calzas desgarradas.

Les acompañaba un sacerdote quehabía acudido para recibir sustartamudeantes confesiones y sus últimasvoluntades. Agotados, palpitantes,atontados, parecían no tener conciencia

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de lo que sucedía. Los ayudantes de losverdugos los subieron al entablado y losdespojaron de sus ropas.

Al verlos desnudos, entre las manosde los verdugos, la multitud presa dehisterismo, prorrumpió en alaridos. Untorrente de frases groseras y deobscenos comentarios se desató sobre laplaza, mientras ambos gentiles-hombreseran echados y atados a las ruedas, caraal cielo. Luego todos aguardaron.

Así transcurrieron varios minutos.Uno de los verdugos se sentó sobre eltajo y el otro probó el filo del hacha. Lamultitud comenzaba a impacientarse, ahacer preguntas, a armar bullicio.

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Pronto comprendieron el motivo dela espera. Tres carretas a las que habíanquitado a medias las colgaduras negrashicieron su entrada en la plaza. Porsupremo refinamiento en el castigo,Nogaret, de acuerdo con el rey, habíadado orden de que las princesasasistieran al suplicio.

El interés de los espectadores se viorepartido entre los dos condenadosdesnudos y las princesas realesprisioneras y rapadas. Hubo unmovimiento de la masa que los arquerostuvieron que contener.

Cuando divisó el entablado, Blancase desvaneció.

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Juana, aferrada a los barrotes de lacarreta, gritaba a la multitud:

—¡Decidle a mi esposo, decidle amonseñor Felipe que soy inocente!

Hasta ese momento se habíamantenido firme, pero sus nerviosterminaron por quebrarse. Los mironesse la mostraban unos a otros riendo,como a fiera de circo en su jaula. Lasarpías la insultaban.

Sólo Margarita de Borgoña tenía elvalor de mirar, y los que la observabande cerca pudieron preguntarse, si noexperimentaba un atroz y espantosoplacer al ver expuesto ante los ojos detodos al hombre que iba a morir por

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haberla poseído.Cuando los verdugos alzaron sus

mazas para romper los huesos de loscondenados Margarita gritó: “Felipe!”,con voz que no era de dolor.

Las mazas se abatieron, se oyeroncrujir los huesos, y el cielo se apagópara los hermanos de Aunay. Primerorompieron sus piernas y muslos, despuéslos verdugos hicieron dar media vuelta alas ruedas y las mazas cayeron sobre elantebrazo y brazo de los condenados.Los golpes repercutían en los radios ylos cubos; las maderas crujían tantocomo los huesos.

Después los verdugos, aplicando las

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torturas según el orden prescrito,empuñaron los instrumentos férreos demúltiples garfios y arrancaron a grandesjirones la piel de los dos cuerpos.

Salpicaba la sangre y chorreabasobre la plataforma y uno de losverdugos tuvo que secarse los ojos. Estesuplicio probaba abundantemente que elcolor rojo, reglamentario para losverdugos, era completamente necesario.

“…enrodados, despellejados vivos,castrados, decapitados…” Aunque lesquedara un soplo de vida a los hermanosde Aunay, toda la sensibilidad y todaconciencia había huido de ellos.

Una ola de histeria agitó a la

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concurrencia cuando los verdugos delargos cuchillos de carnicero, mutilarona los dos amantes culpables. La gente seempujaba para ver mejor. Las mujeresgritaban a sus maridos:

—¡Eso para que tomes ejemplo,calavera!

—¡Merecerías otro tanto!—¡Ya ves lo que te espera!Raramente tenían los verdugos

ocasión de hacer una tan completademostración de sus talentos delante deun público tan entusiasta. Cambiaronentre sí una mirada y, con movimientoajustado de malabaristas, lanzaron alaire los objetos de la culpa.

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Un gracioso gritó, señalando a lasprincesas con el dedo:

—¡A ellas deberíais dárselos!Y el público se echó a reír.Los ajusticiados fueron bajados de

las ruedas y arrastrados al tajo. Dosveces brilló la hoja del hacha. Despuéslos ayudantes llevaron hasta las horcaslo que quedaba de Gualterio y de Felipede Aunay, de aquellos dos bellosescuderos que, dos días antes,caracoleaban por el camino deClermont; dos cuerpos rotos,sanguinolentos, sin cabeza y sin sexo,que atados por debajo de las axilas,fueron izados al palo de la horca.

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Inmediatamente, a una orden de Alánde Pareilles, reanudaron la marcha lastres carretas negras rodeadas por loscaballeros de casco de hierro; y lossoldados de la alcaldía empezaron ahacer desalojar la plaza.

La multitud se dispersabalentamente, todos querían pasar cercadel entablado para echar la últimamirada. Luego, en pequeños grupos,haciendo comentarios, se volvían quiéna su herrería, quién a su establo, éste asu tenducho, aquél a su jardín, parareemprender tranquilamente su vida decada día.

Pues en aquellos siglos, en que dos

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tercios de los niños morían en la cuna yla mitad de las mujeres, de parto;cuando las epidemias hacían estragosentre la población, cuando la enseñanzade la Iglesia preparaba principalmentepara la muerte, cuando las obras de arte:crucifixiones, martirios, enterramientos,juicios finales, ofrecían constantementela representación de la partida, la ideade la muerte era familiar a los espíritus,y sólo la muerte de una formaexcepcional podía conmoverlos unmomento.

Ante un puñado de obstinadosmirones y mientras los ayudanteslavaban los instrumentos, los dos

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verdugos se repartían los despojos desus víctimas. En efecto, por costumbre,tenían derecho a todo lo que encontrabansobre los ajusticiados de la cintura a lospies. Esto era aparte de la ganancia desu cargo.

Así, las limosneras enviadas por lareina de Inglaterra fueron a parar, gangainesperada, a las manos de los verdugosde Pontoise.

Una hermosa muchacha morena,vestida como hija de nobles más quecomo burguesa, se aproximó a ellos y,en voz baja con acento un tanto lánguido,les pidió que le dieran la lengua de unode los ajusticiados.

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—Dicen que es bueno para losmales de mujer —dijo—. La decualquiera de ellos, lo mismo me da.

Los verdugos la miraron consuspicacia, preguntándose si no habríabrujería en ello. Puesto que era cosasabida que la lengua de un ahorcadosobre todo si lo había sido en viernes,servía para evocar al diablo. ¿Tendríaigual utilidad la lengua de undecapitado?

Pero como Beatriz mostraba unareluciente moneda de oro en la mano,aceptaron, fingiendo sujetar mejor unade las cabezas, le quitaron lo que se lespedía.

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—¿No queréis más que lengua? —dijo, guasón, el más grueso de losverdugos—. Porque por otro tantopodríamos daros también el resto.

Decididamente, no había habidonada normal en aquella ejecución.

Tres carretas avanzaban lentamentepor el camino de Poissy. En la última,una mujer con cabeza rapada, en cadapueblo que pasaban, se obstinaba engritar a los campesinos que salían a supuerta:

—¡Decid a monseñor Felipe que soyinocente! ¡Decidle que no lo heavergonzado!

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XII.- El mensajero delcrepúsculo

Mientras la sangre de los Aunay sesecaba sobre la amarilla tierra de laplaza de Martroy, donde durante variosdías acudieron los perros a husmear,Maubuisson se recobraba lentamente dela pesadilla.

Los tres hijos del rey no se dejaronver en todo el día. Nadie fue avisitarlos, aparte de los gentiles-hombres destinados a su servicio.

Mahaut había intentado, en vano, quela recibiera Felipe el Hermoso. Nogaret

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le declaró que el rey trabajaba y quedeseaba no ser molestado. “Es él, esedogo, pensaba Mahaut, quien lo hatramado todo y ahora me impide poderllegar hasta su amo.”

Todo confirmaba a la condesa en laidea de que el guardasellos era elprincipal artífice de la pérdida de sushijas y de su desgracia personal.

—Quedaos con Dios, messire deNogaret. Que él se apiade de vos —ledijo en son de amenaza, antes de subir ala litera para marchar a París.

Otras pasiones e intereses agitaban aMaubuisson. Los familiares de lasprincesas confinadas trataban de anudar

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otra vez los hilos invisibles del poder yde la intriga, aunque fuese renegado delas amistades que la víspera lesenorgullecían. Las agujas del miedo, dela vanidad y de la ambición se ponían enmovimiento para tejer, sobre nuevocañamazo, la tela brutalmentedesgarrada.

Roberto de Artois tuvo la habilidadde no airear su triunfo; esperaba recogerlos frutos. Pero ya se desplazaban haciaél los miramientos que antes se dirigíanal clan de Borgoña.

Por la noche fue invitado a la cenadel rey, y en eso se vio que volvía agozar del favor real.

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Cena frugal, de duelo casi, a la queasistieron solamente los hermanos delrey, su hija, Marigny, Nogaret yBouville. Era agobiador el silencio en lasala larga y estrecha donde fue servida.Incluso Carlos de Valois callaba; y ellebrel Lombardo, como si intuyera lapesadumbre d los comensales, se habíaalejado de los pies de su amo para ir atenderse delante de la chimenea.

Roberto de Artois procurabainsistentemente encontrar los ojos deIsabel; pero Isabel demostraba la mismainsistencia en rehuirlo. Habiendofustigado, juntos, pasiones culpables, noquería dar a su gigante primo, muestra

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alguna de ser accesible a las mismastentaciones. No aceptaba máscomplicidad que la de la justicia.

“El amor no está hecho para mí, sedecía ella, me tengo que resignar.” Perole faltaba confesarse a sí misma que seresignaba mal.

En el momento en que, entre servicioy servicio, los escuderos cambiaban lasrebanadas de pan, entró lady Mortimertrayendo en brazos al pequeño príncipeEduardo, para que éste diera a su madreel beso de las buenas noches.

—Señora de Joinville —dijo el reyllamando a lady Mortimer por sunombre de soltera—: traedme a mi

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único nieto.Los asistentes notaron la manera

como pronunció la palabra “único”.Tomó al niño en sus brazos y lo

contempló durante largo rato, estudiandola carita inocente, sonrosada y redondade graciosos hoyuelos.

¿De quién se mostraría hijo en losrasgos y en el carácter? ¿De su tornadizopadre, sugestionable y depravado, o desu madre, Isabel? “Por el honor de misangre, pensaba el rey, desearía quefueses semejante a ella; pero para dichade Francia, ¡haga el cielo que seassolamente hijo de tu débil padre!”Porque la cuestión sucesoria se le

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presentaba perentoriamente. ¿Quépasaría si un príncipe de Inglaterra teníaun día oportunidad de reclamar el tronode Francia?

—Eduardo, sonreíd a vuestro señorabuelo —dijo Isabel.

El bebé no parecía sentir miedoalguno de la mirada real. De pronto,alargando su manita, la hundió en loscabellos dorados del monarca y tiró deun mechón rizado.

Felipe el Hermoso sonrió. Loscomensales lanzaron un suspiro dealivio; todos se apresuraron a soltar larisa, u por fin osaron hablar.

Concluida la comida, el rey despidió

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a todo el mundo con excepción deMarigny y de Nogaret fue a sentase juntoa la chimenea, y permaneció calladolargo rato. Sus consejeros respetaron susilencio.

—Los perros son criaturas de Dios;pero ¿tienen conocimiento de Dios? —preguntó súbitamente.

—Sire —respondió Nogaret—,sabemos mucho acerca de los hombres,puesto que también nosotros lo somos;pero muy poco, del resto de lanaturaleza.

Felipe el Hermoso calló de nuevo,procurando arrancar el secreto de losojos leonados cercados de rojo del gran

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lebrel echado delante de él con elhocico entre las patas. El perro movía aveces los párpados; el rey, no.

Como acaece con frecuencia e loshombres poderosos, después que hantomado trágicas responsabilidades, elrey Felipe meditaba acerca de losproblemas misteriosos y vagos,buscando la certeza de un orden dondese inscribieran si error su vida y susactos.

Por fin se volvió y dijo:—Enguerrando, creo que hemos

obrado bien. Mas, ¿adónde va el reino?Mis hijos no tienen herederos.

Marigny respondió:

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—Los tendrán si vuelven a tomarmujer, Sire…

Ante Dios ya la tienen.—Dios puede borrar… —dijo

Marigny.—Dios no obedece a los señores de

la tierra.—El Papa puede liberarlos —dijo

Marigny.La mirada del rey se volvió entonces

hacia Nogaret.—El adulterio no es motivo de

anulación de matrimonio —dijo enseguida el guardasellos.

—No obstante no nos queda otrorecurso —dijo Felipe el Hermoso—. Y

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no debo tener en cuenta la ley común,así esté ella en manos del Papa. Un reypuede morir en el momento menospensado. No puedo esperar posiblesviudedades para asegurar la sucesiónreal.

Nogaret alzó su mano grande,delgada y chata.

—Entonces, Sire —dijo—, ¿por quéno habéis hecho ejecutar a vuestrasnueras, dos al menos?

—LO hubiera hecho, desde luego —respondió fríamente el rey— si conellos no me hubiera enajenado,evidentemente, la voluntad de las dosBorgoñas. La sucesión del trono es,

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ciertamente importante, pero la unidaddel reino no lo es menos.

Marigny manifestó su aprobacióncon la cabeza, silenciosamente.

—Messire Guillermo —prosiguió elrey—, iréis, pues, al Papa Clemente, ydeberéis convencerle de que elmatrimonio de un rey no es lo mismoque el de un hombre ordinario. Mi hijoLuis es mi sucesor; él debe ser el primerdesligado.

—Pondré en ello todo mi celo, Sire—respondió Nogaret— pero no dudéisde que la duquesa de Borgoña hará todolo posible para obstaculizar ante elSanto Padre.

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Se oyó galopar en las cercanías delcastillo, después el rechinar de lasbarras y los herrajes de la puertaprincipal. Marigny, acercándose a laventana, dijo:

—El Santo Padre nos debedemasiado, y ante todo la tiara, para noescuchar nuestras razones. El derechocanónico ofrece bastantes motivos…

Los cascos del caballo sonaronsobre los adoquines del patio.

—Un mensajero, Sire —dijoMarigny—. Parece haber recorrido unlargo camino.

—¿De quién es? —dijo el rey.—No lo sé, no distingo sus armas…

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(Los correos encargados de losmensajes oficiales sellamaban‘chevaucheurs’. Los príncipessoberanos, los papas, los grandesseñores y los principales dignatariosciviles o eclesiásticos, todos tenían suspropios correos que llevaban el trajecon sus armas. Los correos realestenían el derecho de prioridad derequisición para procurarse caballosde refresco en el curso de su misión.Estos mensajeros podían hacer,relevándose, jornadas de cienkilómetros.) Convendría también —continuó Marigny— amonestar amonseñor Luis, no vaya a estropear su

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propio asunto, por cualquier rareza decarácter.

—Yo me ocuparé de eso,Enguerrando —dijo el rey.

En este momento entró Hugo deBouville.

—Sire, un mensajero de Carpentras,y pide ser recibido por vos mismo.

—Que pase.—Correo del Papa —dijo Nogaret.La coincidencia no tenía que

sorprenderlos. Entre la Santa Sede y lacorte la correspondencia era frecuente,casi diaria.

El mensajero, mozo alto, fornido yancho de espaldas, de unos veinticinco

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años, venía cubierto de polvo y barro.La cruz y la llave, primorosamentebordadas sobre la cota de amarillo ynegro, indicaban un servidor delpapado. Sostenía en la mano izquierdasu chapeo y el bastón insignia de sucargo. Avanzó hacia el rey, hincó larodilla en tierra, y desató de su cinturala caja de ébano y plata que contenía elmensaje.

—Sire —dijo—, el Papa Clementeha muerto.

Los asistentes se sobresaltaron porigual. El rey y Nogaret principalmente.Se miraron y palidecieron. El rey abrióla caja de ébano, sacó la carta y rompió

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el sello que era del cardenal Arnaldo deAuch. Leyó atentamente, como paraasegurarse de la veracidad de la noticia.

—El Papa hechura nuestra perteneceya a Dios —murmuró tendiendo elpergamino a Marigny.

—¿Cuándo sucedió? —preguntóNogaret.

—Hace seis días —respondióMarigní—. la noche del 19 al 20.

—Un mes después —dijo el rey.—Sí , Sire, un mes después… —

recalcó Nogaret.Habían hecho a la vez el mismo

cálculo. El 18 de marzo, el gran maestrede los Templarios le había gritado, entre

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las llamas: “Papa Clemente, caballeroGuillermo, rey Felipe, antes de un añoos emplazo ante el tribunal de Dios…”Y he aquí que el primero ya estabamuerto.

—Dime —prosiguió el reydirigiéndose al mensajero e indicándoleque se levantara—, ¿cómo murió nuestroSanto Padre?

—Sire, el Papa Clemente estaba consu sobrino, messire de Got, enCarpentras, cuando fue acometido porfiebres y angustias. Entonces dijo quequería volver a Guyena, para morirdonde había nacido, en Villandraut; perono pudo hacer más que la primera

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jornada y se tuvo que quedar enRoquemaure, cerca de Chäteauneuf. Losfísicos lo probaron todo para curarlo,hasta le hicieron comer esmeraldastrituradas, que, al parecer, es el mejorremedio para el mal que padecía. Perode nada sirvió. Le sobrevino un ahogo.Los cardenales estaban a su alrededor.No sé más. —Y se cayó.

—Vete —le dijo el rey.Salió el mensajero. En la sala no se

oía más que el susurro de la respiracióndel gran lebrel que dormía ante el fuego.

El rey y Nogaret no osaban mirarse.“¡Será posible, verdaderamente —

pensaban—, que estemos

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maldecidos…?Y ahora la palidez del rey era

impresionante, y bajo su amplia vestereal, su cuerpo tenía la helada rigidez delos yacentes.

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Tercera parte: Lamano de Dios

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I.- La calle de losBorboneses

No tardó más de ocho días el pueblode París para tejer en torno a la condenade las tres princesas adúlteras unaleyenda de lasciva y crueldad. Conimaginación callejera u jactancia detendero, éste afirmaba saber la verdadde primera mano por un compadre suyoque llevaba los comestibles a la torre deNesle, aquél tenía un primo enPontoise… La imaginación popular seapoyaba sobre todo en Margarita y leasignaba un papel extravagante. Ya no

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se le atribuía un amante a la reina deNavarra, sino diez, cincuenta, uno pornoche… Todos miraban, con multitud dehistorias una especie de temerosafascinación, la torre de Nesle ante lacual velaba la guardia día y noche paraahuyentar a los curiosos. Porque elasunto no había terminado. Seencontraron varios cadáveres enaquellos parajes, y se decía que elheredero del trono atormentaba a loscriados para hacerles confesar lo quesupieran de la desvergüenza de sumujer, y más tarde tiraba sus cuerpos alSena.

Una mañana, hacia tercia, la bella

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Beatriz de Hirson salió del palacio deArtois. Era a principios de mayo y el soljugueteaba en los vidrios de lasventanas. Sin apresurarse, Beatrizrecorría su camino satisfecha de sentirla caricia del viento tibio en la frente.Saboreaba el olor de la nacienteprimavera y sentía placer en provocarlas miradas de los hombres, sobre todosi éstos eran de humilde condición.

Entró en el barrio de san Eustaquio yllegó a la calle de los Borboneses. Allítenían su despacho los escribanospúblicos así como también loscomerciantes en cera, que fabricabantablas de escribir al mismo tiempo que

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cirios, candelas y encáusticos. Pero enalgunas trastiendas, a precio de oro ycon infinitas precauciones, se vendíanlos ingredientes necesarios para labrujería: polvo de serpiente, saposmachacados, cerebros de gato, lenguasde ahorcados, pelos de rameras, asícomo también toda clase de plantas,cogidas en el momento preciso de laluna, para fabricar filtros de amor ovenenos con que “fulminar” al enemigo.La llamaban también “calle de lasbrujas” a aquella estrecha vía donde eldiablo, en derredor de la cera, ejercía sucomercio de materia prima de lossortilegios.

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Con aire desenvuelto y miradahuidiza, Beatriz de Hirson penetró enuna tienda cuya muestra era un gran ciriode palastro pintado.

La tienda era estrecha de fachada,larga, baja y sombría. Del techo pendíancirios de todos los tamaños, y sobreanchas tablas clavadas en los muros,haces de candelas se alineaban junto alos panes pardos, rojos o verdes que seutilizaban para los sellos. El aire olíafuertemente a cera y cualquier objetoresbalaba un poco en las manos.

El mercader, un viejecillo tocadocon un bonete de lana cruda, hacía suscuentas con ayuda de un ábaco. Al entrar

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Beatriz, una amplia sonrisa desdentadahendió su rostro.

—Maese Engelberto —dijo Beatriz—, vengo a pagaros el gasto de la casade Artois.

—Buena idea, mi hermosa doncella,buena idea. Porque el dinero, estos días,corre más aprisa hacia fuera que haciaadentro. Mis proveedores quierencobrar al momento. Y luego viene la“maltöte” que nos estrangula. Cuandovendo por una libra, tengo que pagar undenario. El rey gana más que yo sobremi trabajo. (El término ‘maltöte’ —delbajo latín mala tolta, mal quitado o maltomado —fue adoptado por el pueblo

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para designar un impuesto sobre lastransacciones, instituido por Felipe elHermoso. Consistía en una tasa de undenario por libra sobre el precio de lasmercancías vendidas. Dicha tasa de0.50 por ciento sobre la libra de Toursy de 0.33 sobre la parisis, desencadenógraves motines y dejó el recuerdo deuna medida financiera abrumadora.)

Buscó entre las tablillas de cuentasla correspondiente a la casa de Artois, yse la acercó a sus ojillos de ratón.

—Aquí veo cuatro libras y ochosueldos, si no me he equivocado, ycuatro denarios —se apresuró a añadir,porque se había acostumbrado a cargar

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al comprador la dichosa “maltöte” de laque tanto se quejaba.

—Yo cuento seis libras —dijodulcemente Beatriz, poniendo dosescudos sobre el mostrador.

—¡Ah! He aquí una buenacostumbre. Así deberían hacer todos.

Se llevó las monedas a los labios,luego agregó con un guiño decomplicidad.

—Sin duda, queréis ver a vuestroprotegido. Estoy satisfecho porque esservicial y habla poco… ¡MaeseEverardo!

El hombre que entró, procedente dela trastienda, cojeaba. Tenía unos treinta

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años, era delgado, aunque fornido, derostro huesudo, y párpados hundidos yoscuros.

En seguida, maese Engelbertorecordó una diligencia urgente.

—Echad el cerrojo tras de mí.Estaré ausente una hora —dijo al cojo.

Este, cuando quedaron solos, cogió aBeatriz de las muñecas.

—Venid —le dijo.La joven lo siguió al fondo de la

tienda, pasó por debajo de una cortinaque él alzó y halló en el depósito dondemaese Engelberto guardaba los panes decera en bruto, los toneles de sebo y lospaquetes de machas. También se veía un

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estrecho jergón tendido entre una viejaarca y la salitrosa pared.

—Mi castillo, mi señorío, lacomandancia del caballero Everardo —dijo con amarga ironía, señalando conademán circular el sombrío y sórdidohabitáculo—. Pero es mejor que lamuerte, ¿verdad?

Luego, tomando a Beatriz por loshombros, la atrajo hacia sí:

—Y tú vales más que la eternidad—susurró.

La voz de Everardo era tanapresurada, como lenta y serena la deella.

Beatriz sonreía con la expresión

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habitual con que se burlaba vagamentede los hombres y de las cosas.Experimentaba un perverso deleite alsentir que había seres que dependían deella. Por otra parte, aquel hombre estabadoblemente a su merced.

Lo había encontrado una mañana,como fiera acosada, en un rincón de lacuadra de la mansión de Artois,tembloroso y desfallecido dee miedo yde hambre. Antiguo Templario de unacomandancia del norte de Francia, el talEverardo había logrado evadirse de laprisión, la noche anterior al día en queiba a ser quemado. Escapó de lahoguera; pero no de la tortura. Recuerdo

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de los tres interrogatorios y de sustorturas era aquella pierna torcida parasiempre, y el desvarío de su mente.Puesto que le habían roto los huesospara hacerle confesar prácticasdemoníacas de las cuales era inocente,decidió, por represalia, entregarse aldiablo. Al aceptar el odio perdido de lafe.

Soñaba sólo con brujerías,aquelarres y hostias profanadas. La callede los Borboneses era su apropiadolugar. Beatriz lo colocó en casa deEngelberto que lo alojaba, lo alimentabay, sobre todo, le proporcionaba unacoartada ante el preboste. Así,

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Everardo, en su seboso antro, se creíaverdadera encarnación de poderessatánicos, y se entregaba a esperanzasde venganza y visiones de lujuria.

Sin el tic nervioso quefrecuentemente le deformababruscamente la cara, no hubiera estadodesprovisto de cierto rudo atractivo. Sumirada tenía ardor y brillantez. Mientrasrecorría febrilmente con sus manos elcuerpo de Beatriz, complacientesiempre, ésta dijo:

—Debes estar contento. El Papa hamuerto.

—Sí… Sí… —dijo Everardo conalegría salvaje en la mirada—. Sus

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físicos le hicieron comer esmeraldastrituradas. ¡Buen revientatripas! Quienesquiera que sean, esos médicos cuentancon mi amistad. Comienza a cumplirsela maldición del gran maestre. Ya hacaído uno. La mano de Dios golpearápidamente, cuando ayuda la mano delhombre.

—Y también la del diablo —dijoella, sonriendo.

No parecía darse cuenta de que él lehabía levantado la falda. Los dedosbarnizados de cera del ex Templarioacariciaban un hermoso muslo firme,terso, cálido.

—¿Quieres ayudar a dar otro golpe?

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—prosiguió diciendo ella.—¿A quién?—A tu peor enemigo… al hombre a

quien debes tu cojera.—Nogaret… —murmuró Everardo.Retrocedió un poco y la contracción

deformó tres veces su rostro.Ella se acercó entonces.—Puedes vengarte si lo deseas —

dijo—. ¿Acaso no es aquí donde seprovee de luz? ¿No le vendéis las velas?

—Sí —dijo él.—¿Cómo están hechas?—Son candelas muy largas, de cera

blanca con mechas que reciben untratamiento especial para que despidan

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poco humo. También utiliza para supalacio largos cirios amarillos quellaman de legista. Estos los empleasolamente cuando dedica la noche aescribir. Quema dos docenas porsemana.

—¿Estás seguro?—Su portero viene a buscarlas por

gruesas —y señaló un estante—; mira,su próxima provisión está ya lista, y lade Marigny al lado, y la de Millard,secretario del rey. Con ellas alumbranlos crímenes que fabrica su mente.¡Ojalá pudiera escupirles encima elveneno del diablo!

Beatriz seguia sonriendo.

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—Puedo procurártelo —dijo—.Conozco el medio de envenenar unabujía.

—¿Es posible? —preguntóEverardo.

—Quien durante una hora respira sullama no vuelve a ver otra sino la delinfierno. Es un veneno que no deja rastroy no tiene remedio.

—¿Cómo lo sabes?—¡Ah… eso! —dijo Beatriz,

moviendo los hombros y entornando lospárpados como si coqueteara—. Es unpolvo que basta con mezclarlo a lacera…

—¿Y por qué deseas tú que

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Nogaret…? —preguntó Everardo.Contoneándose con coquetería, ella

respondió:—Quizá, porque además de ti, hay

otras gentes que también quierenvengarse. Nada arriesgas.

Everardo reflexionó un instante. Sumirada se volvió más aguda, másreluciente.

—En tal caso, apresurémonos —dijo, atropellándose al hablar—. Esposible que deba marcharme muypronto. Sobre todo, no lo repitas… peroel sobrino del gran maestre, messireJuan de Lonnwy, ha comenzado areunirnos. También él juró vengar la

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muerte de messire de Molay. No hemosmuerto todos, a pesar del perro deNogaret. Días pasados recibí la visitade uno de mis antiguos hermanos, Juandel Pré, quien me avisó que estuvierapreparado para ir a Langres. Seríahermosa cosa llevar al señor de Longwycomo presente el alma de Nogaret…¿Cuándo podría tener esos polvos?

—Aquí están —dijo calmosamenteBeatriz, abriendo su escarcela.

Tendió a Everardo un saquito quecontenía dos sustancias mal mezcladas,una gris, cristalina, y la otra blancuzca.

—Esto es ceniza —dijo Everardoseñalando el polvillo gris.

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—Sí —respondió Beatriz—, laceniza de la lengua de un hombreasesinado por Nogaret… La puse asecar en un horno a medianoche. Es paraatraer al diablo. Esto es serpiente deFaraón (Este veneno debía de ser elsulfacianuro de mercurio. Dicha sal seproduce, por combustión, el ácidosulfúrico, vapores mercuriales ycompuestos cianhídricos que puedenprovocar una intoxicación a la vezcianhídrica y mercurial.

Casi todos los venenos de la EdadMedia tenían como base el mercurio,substancia preferida por los alquimistas.

El hombre de “Serpiente de

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Faraón” designó, más tarde, unjuguete de niño en cuya composiciónentraba dicha sal.) —dijo, indicando elpolvillo blanco—. Sólo mata al arder.

—¿Y dices que poniendo estospolvos en una candela…?

Beatriz bajó la cabeza,asegurándolo. Everardo dudó unmomento, su mirada iba des saquito aBeatriz.

—Pero es preciso que se hagadelante de mí —dijo ella.

El antiguo Templario fue en buscadel hornillo, y atizó los carbones. Luegosacó una de las bujías preparadas parael guardasellos, la puso en un molde u la

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hizo ablandar. Por último practicó unahendidura en la mitad, a lo largo de labujía y derramó en su interior elcontenido del saquito.

La joven mascullaba a su alrededorpalabras de conjuro, en las que se oyótres veces el nombre de Guillermo.Luego, el molde fue puesto al fuego, ydespués, en un cubo lleno de agua paraenfriar la bujía.

La candela, rehecha, no presentabasigno alguno de la operación.

—Para un hombre habituado almanejo de la espada no es mal trabajo—dijo Everardo con semblante cruel,contento de sí mismo.

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Y repuso la candela en el lugar dedonde la había sacado, diciendo:

—Esperamos que sea buenamensajera de la eternidad.

La bujía envenenada, en medio delpaquete, sin que nada la diferenciara delas otras, era algo semejante al premiomayor de una macabra lotería. ¿Qué díala sacaría de allí el criado encargado dereponer las velas en los candelabros delguardasellos real? Beatriz sonriólevemente, pero ya Everardo retornaba asu lado y la rodeaba con sus brazos.

—Puede que sea la última vez quenos veamos.

—Tal vez sí… tal vez no… —

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respondió ella.Él la llevó hacia el camastro.—¿Cómo hacías para conservarte

casto cuando eras Templario? —preguntó Beatriz.

—Nunca pude conseguirlo —respondió él con voz sorda.

Entonces la hermosa Beatriz levantólos ojos a las vigas de las que pendíancirios de iglesia, y se dejó dominar porla sensación de que el diablo la poseía.

Por otra parte, ¿acaso Everardo noera cojo?

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II.- El tribunal de lassombras

Todas las noches, messire deNogaret, legista, caballero yguardasellos, trabajaba hasta muy tardeen su gabinete, como lo había hechodurante toda su vida. Y todas lasmañanas. La condesa de Artois seenteraba de que su enemigo había sidovisto en perfecta salud, al parecer,dirigiéndose a buen paso, con lascarpetas bajo el brazo, al palacio delrey. La condesa miraba entoncesduramente a su doncella de compañía.

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—Tened paciencia, señora… es unagruesa, son doce docenas… A razón dedos por semana…

Pero la paciencia no era lacaracterística de Mahaut, que empezó adesconfiar de los poderes mortíferos dela serpiente de Faraón. Además, a sabersi la candela envenenada había llegado asu destino, o si había sido cambiada porerror, o si el criado la había dejado caery se había roto precisamente aquella.Para tener seguridad, debería haberlapuesto ella misma en el candelabro.

—La lengua no se puede equivocar,señora —aseguraba Beatriz.

Mahaut creía poco en brujerías.

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—Costosos manejos y pobresresultados. Por de pronto, un buenveneno —refunfuñaba— se administrapor la boca y no por el humo.

Pero con todo, cuando Beatriz lellevaba cada noche el candelero, nodejaba de preguntarle con su poco deinquietud:

—¿No serán las candelas dellegista?

—¡No, señora, no! —respondíaBeatriz.

Pero una mañana de mayo, Nogaret,en contra de lo que le era habitual, llegótarde al consejo. Entró en la sala cuandoel rey ya estaba sentado.

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Nogaret, inclinándoseprofundamente ofreció sus excusas. Lesobrevino un vértigo y tuvo queagarrarse a la mesa.

La cuestión más urgente era laelección del Papa. La sede pontificiaestaba vacante, hacía ya cuatro semanasy los cardenales, reunidos en cónclaveen Carpentras según las últimasinstrucciones de Clemente V estabanlibrando una batalla que parecía no tenerfin.

Todos conocían la posición y elpensamiento del rey: quería que elpapado permaneciera en Aviñón, dondeél lo había puesto, lo más cerca posible

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de su mano; quería, si era posible, queel Papa fuera francés; quería que laenorme organización políticarepresentada por la Iglesia no actuaracontra el reino de Francia, como amenudo había hecho.

Los veintitrés cardenales reunidosen Carpentras, procedentes de todaspartes, de Italia, de Francia, de España,de Sicilia y de Alemania, estabandivididos en tantos partidos comocapelos.

Las disputas teológicas, lasrivalidades de intereses, los rencoresfamiliares alimentaban sus luchas. Sobretodo, entre los cardenales italianos, los

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Caetani, los Colonna y los Orsini,existían odios inextinguibles.

—Los ocho cardenales italianos —dijo Marigny— sólo están de acuerdo enun punto: llevar el papado de retorno aRoma. Por fortuna, no sse entiendenrespecto al candidato.

—Pueden entenderse, con el tiempo—observó monseñor de Valois.

—Por eso no hay que dárselo —replicó Marigny.

En este momento, Nogaret sintió unanáusea que pesaba sobre su estómago yestorbaba su respiración. Quisoenderezarse en el sitial donde seacurrucaba y tuvo que hacer esfuerzos

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para gobernar sus músculos. Luego,desapareció la fatiga, respiróhondamente y se enjugó la frente.

—Roma es la ciudad del Papa paratodos los cristianos —dijo Carlos deValois—. El centro del mundo está enRoma.

—Lo cual conviene a los italianos,sin duda, pero no al rey de Francia —dijo Marigny.

—De todos modos, no podéiscambiar la obra de los siglos, messireEngurerrando, ni impedir que el trono desan Pedro esté en el lugar donde fueestablecido.

—Pero cuando el Papa quiere

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establecerse en Roma, no puedepermanecer allí —exclamó Marigny—.Se ve obligado a huir ante las faccionesque desgarran la ciudad y a refugiarse enalgúncastillo bajo la protección detropas que no le pertenecen. Se hallamucho mejor defendido por nuestrafortaleza de Villenueve, al otro lado delRódano.

—El Papa permanecerá en suresidencia de Avoñón —dijo el rey.

—Conozco a Francesco Caetani —replicó Carlos de Valois—. Es hombrede gran saber y de grandes méritos ypuedo ejercer gran influencia sobre él.

—No quiero a ese Caetani —dijo el

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rey—. Pertenece a la familia deBonifacio y volverá a los errores de labula “Unam Saanctam”. (Felipe elHermoso puede ser considerado comoel primer rey galiciano.

Bonifacio VIII, por la bula ‘UnamSanctam’, había declarado que ‘todacriatura está sometida al PontíficeRomano y que dicha sumisión esindispensable para su salvación’.

Felipe el Hermoso luchóconstantemente por la independencia delpoder civil en lo temporal. Por elcontrario, su hermano Carlos de Valoiserra decididamente ultramontano.)

Felipe de Poitiers, inclinando su

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largo busto, indicó que aprobabaplenamente a su padre.

—En ese asunto —dijo—haysuficientes intrigas como para que seaniquilen entre sí. A nosotros toca serlos más tenaces y firmas.

Tras un breve silencio, Felipe elHermoso se volvió hacia Nogaret. Este,muy pálido, respiraba dificultosamente.

—¿Vuestro consejo, Nogaret? —dijo el rey.

—Sí , sire —dijo el guardasellos,haciendo un esfuerzo.

Se pasó la mano temblorosa por lafrente.

—Dispensadme —dijo—, pero este

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espantoso calor…—Pero si no hace calor… —dijo

Hugo de Bouville.Haciendo un gran esfuerzo, Nogaret

afirmó con voz lejana:—Por el interés del reino y de la fe

se impone actuar en este sentido.Y se calló; nadie pudo comprender

por qué había sido tan breve, y tan vago.—¿Vuestro consejo, Marigny?—Propongo que, con el pretexto de

traer los restos mortales del Papa aGuyena según su voluntad, se demuestreal cónclave la necesidad de acabarpronto. Messire de Nogaret podríaencargarse de la piadosa misión,

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asistido de los poderes necesarios, asícomo de una buena escolta armada,como es conveniente. La escoltagarantizará los poderes.

Carlos de Valois volvió la cabeza;desaprobaba ese alarde de fuerza.

—Y a todo esto, ¿se apresurará mianulación? —preguntó Luis de Navarra.

—Luis, callaos —dijo el rey—.Para eso trabajamos también.

—Sí, sire —dijo Nogaret, sin darsecuenta de que había hablado.

Su voz sonaba grave y ronca. Sentíauna gran perturbación en la mente y antesus ojos las cosas empezaron adeformarse. La bóveda de la sala le

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pareció tan alta como la Sainte-Chapelle. Luego se acercó hastavolverse tan bajo como las de lossótanos donde tenía por costumbreinterrogar a los prisioneros.

—¿Qué sucede? —preguntó,tratando de desabrochar su sobrevesta.

Se había doblado, con las rodillascontra el vientre, la cabeza gacha y lasmanos crispadas sobre el pecho. El reyse puso en pie, y todos los presentes.Nogaret lanzó un grito ahogado y sedesplomó, vomitando.

Hugo de Baubille, el chambelán, locondujo a su palacio, donde losvisitaron los médicos reales.

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Estos celebraron una larga consulta.Nada fue revelado de su informe alsoberano. Pero pronto en la corte y entoda la ciudad de habló de unaenfermedad desconocida. ¿Veneno? Seaseguraba que habían sido ensayados losmás poderosos antídotos.

Aquel día los asuntos del reinoquedaron en suspenso.

Cuando la condesa Mahaut se enteróde lo sucedido, se limitó a decir: “Laestá pagando”, y se sentó a la mesa.Pero prometió a Beatriz un equipocompleto, es decir las seis piezas:camisa, ropa de abajo, ropa de encima,sobrevesta, capa y manto, todo de la más

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fina tela, y además una hermosa bolsapara la cintura, si moría Nogaret.

Nogaret, efectivamente, estabapagando. Hacía horas ya que noreconocía a nadie. Estaba en la cama,sacudido por espasmos y escupíasangre. Al principio había tratado depermanecer inclinado sobre unrecipiente. Ahora ya no tenía fuerzas, yla sangre le corría por la boca sobre unpaño grueso y doblado que un criado lecambiaba de vez en cuando.

El cuarto estaba lleno de gente;amigos y criados se revelaban ante elenfermo, y en un rincón, formando unpequeño grupo solapado y gárrulo, la

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familia, pensando en el botín, calculabael valor del mobiliario.

Para Nogaret, eran sólo espectrosirreconocibles que se movían lejos deél, sin objeto ni razón.

Pero otras apariciones, visibles sólopara él, comenzaban a asediarlo.

Al cura de la parroquia, que vino aayudarle, sólo le pudo confesar voces deestertor y palabras inteligibles.

—¡Atrás, atrás! —gritó conespantosa voz cuando lo ungieron conlos santos óleos.

Acudieron los médicos. Nogaret,acostado, se retorcía en el lecho, con losojos en blanco, rechazando a las

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sombras… Había entrado en lasangustias.

Su memoria, que ya no le servía paranada, se vació ante él de golpe, comouna botella boca abajo que se va a tirar,y le representaba todas las agonías a lasque él había asistido, todas las muertesque él había ordenado. Muertos en lostormentos del interrogatorio, en laprisión, en la hoguera, en el potro, en lascuerdas de la horca, todos danzabandelante de él como si por segunda vezvinieran a morir.

Con las manos en la garganta, seesforzaba en quitarse los candenteshierros, con los que había quemado a

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tantos, del desnudo pecho. Sus piernasse agitaban convulsas; y se le oía gritar.

—¡Las tenazas! ¡Las tenazas!¡Quitádmelas por compasión!

El olor de su sangre vomitada leparecía el hedor de la sangre de susvíctimas.

En su última hora, le había llegado aNogaret el momento de situarse en ellugar de los ‘otros’; ése era su castigo.

—¡Nada hice en nombre mío! ¡Alrey!… ¡Sólo servía al rey!

Ante el tribunal de la muerte, ellegista intentaba el último recurso.

Los asistentes, con más curiosidadque emoción, con menos compasión que

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desagrado, veían cómo se hundía en elmás allá uno de los verdaderos dueñosdel reino.

A la caída de la tarde, la habitaciónquedó vacía. Sólo un barbero y un frailede Santo Domingo permanecieron juntoa Nogaret. Los criados se tendieron enel suelo de la antecámara, con la cabezasobre sus manos.

Bouville tuvo que pasar sobre ellos,cuando vino por la noche, de parte delrey. Preguntó al barbero.

—Nada se ha podido hacer —dijoéste en voz baja—. Vomita menos, perono cesa de delirar. Sólo nos restaesperar que Dios se lo lleve.

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Entre los estertores de la agonía,Nogaret era el único que veía a losTemplarios muertos, que lo esperabanen la profundidad de las tinieblas. Conla cruz cosida a la espalda, se manteníanhieráticos a lo largo de una ruta sin fin,bordeada de precipicios y alumbradapor el brillo de las hogueras.

—Aymom de Barbonne… Juan deFurnes… Pedro Suffet… Brintinhiac…Ponsard de Gizy…

¿Era la voz de los muertos o la suyapropia que ya no reconocía?

—Sí, sire… Iré mañana…A Bouville, viejo servidor de la

corona, se le partió el corazón cuando

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oyó ese leve murmullo, que prometiórepetir al rey.

Pero de golpe, Nogaret se incorporó,alto el mentón, erguido el cuello y gritóespantosamente:

—¡Hijo de Cataria! (Los padres deNogaret eran cátaros, es decir,pertenecientes a una secta religiosa,que contaba con numerosos adeptos enel sur de Francia, a fines del siglo XIIy principios del siglo XIII.

Divididos en ‘prefectos’ y‘creyentes’, los cátaros profesaban laabstención de la carne y de la vidaterrenal. Alentaban la no procreación yhonraban a los suicidas; se negaban a

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considerar el matrimonio comosacramento y alimentaban una sólidahostilidad hacia la Iglesia de Roma.Fueron declarados herejes. El papaInocencio III determinó una Cruzadacontra ellos, conocida como la Cruzadacontra los Albigenses, dirigida demanera salvaje por el famoso Simón deMontfort. Esta verdadera guerrareligiosa intestina terminó con un tratadofirmado en París en 1229.

Las sospechas que podían recaersobre Guillermo de Nogaret por suascendencia hereje, lo hicieron máscuidadoso e intolerante en toda cuestiónconcerniente a la exactitud de la fe.

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Igualmente fue excomulgado comoconsecuencia de su expedición contraBonifacio, sanción que le fue levantadapor Clemente V, bajo promesa deperegrinaje a Tierra Santa que debíacumplir él mismo o alguno de susdescendientes. En 1870, dos ancianasfueron a Roma y pidieron audiencia alPapa. Eran las últimas descendientes deGuillermo de Nogaret y habían caído enla cuenta de que la penitencia dictada asu antepasado no había sido cumplidaaún, después de cinco siglos. Queríansaber qué debían hacer. El Papa lasliberó de la obligación.)

Bouville miro al dominico y los dos

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se santiguaron.—¡Hijo de Cataria! —repitió

Nogaret, y cayó sobre la almohada.En el inmenso, atormentado paisaje

de montañas y valles, que llevaba en sumente, y que lo conducía al juicio final,Nogaret había partido de nuevo para sugran expedición. Cabalgaba un día deseptiembre bajo el deslumbrante sol deItalia, a la cabeza de seiscientoscaballeros y de un militar de infanteshacia la roca de Anagni. SciarraColonna, enemigo mortal de Bonifacio,el hombre que prefirió remar tres años,encadenado al banco de una galeraberberisca antes que darse a conocer y

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correr el riesgo de ser enviado al Papa,cabalgaba a su lado. Thierry de Hirsonformaba parte de la expedición. Lapequeña ciudad de Agnani les abrió laspuertas. Los asaltantes, pasado por elinterior de la catedral invadieron elpalacio Caetani y las habitacionespontificias. Allí, el anciano Papa, deochenta y ocho años, con la tiara en lacabeza, con la cruz en la mano, solo enla inmensa sala abandonada,contemplaba la entrada de la hordaarmada. Instado a abdicar, respondió:

—Aquí tenéis mi cuello; aquí, micabeza. Moriré, pero moriré Papa.

Sciarra Colonna lo abofeteó con su

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guantelete de hierro, y Bonifacio lanzó aNogaret: “¡Hijo de Cataria! ¡Hijo deCataria!”

—¡Yo impedí que lo mataran! —gimió Nogaret.

Se defendía aún. Pero pronto rompióen sollozos, como había sollozadoBonifacio tirado bajo su trono; estaba denuevo en lugar del ‘otro’…

La razón del anciano Papa noresistió a la agresión y al ultraje.Cuando lo llevaron a Roma, seguíallorando como un niño. Luego cayó enuna demencia furiosa, insultando a todoel que se le aproximaba, rechazando losalimentos y arrastrándose de pies y

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manos por el cuarto donde lo guardaban.Un mes después, moría el Paparechazando, en una crisis de rabia, losúltimos sacramentos.

Inclinado sobre Nogaret, y haciendosin cesar la señal de la cruz. El frailedominico no comprendía por qué elantiguo excomulgado se obstinaba enrehusar la extremaunción que habíarecibido ya horas antes.

Se marchó Bouville. El barbero,conociendo su inutilidad hasta quetuviera que hacerle el arreglo funerario,se había dormido en su asiento ybalanceaba la cabeza. El dominicodejaba, de tanto en tanto, su rosario para

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despabilar la candela.Hacia las cuatro de la mañana los

labios de Nogaret articularondébilmente:

—Papa Clemente… caballeroGuillermo… rey Felipe…

Sus grandes dedos negros yachatados arañaban la sábana.

—¡Me quemo! —dijo todavía.Luego, los ventanales empezaron a

agitarse con la tímida claridad del alba,sonó débilmente una campana al otrolado del Sena, y los servidoresempezaron a moverse en la antecámara.

Entró uno de ellos y abrió unaventana. París olía a primavera y a hojas

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nuevas. La ciudad se despertaba entre unconfuso rumor.

Nogaret había muerto, y un hilillo desangre se había sacado en su fosa nasal.El fraile de Santo Domingo dijo:

—¡Dios se lo ha llevado!

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III.- Los documentosde un reinado

Una hora después de que Nogarethubo entregado su alma, messire Alánde Pareilles, acompañado de Millard,secretario del rey, fue al palacio deNogaret para apoderarse de tododocumento, pieza o legajo que hubieraen la morada del guardasellos,

Luego el mismo rey acudió parahacer la última visita a su ministro.Permaneció sólo breves momentos juntoal cadáver. Sus lívidos ojoscontemplaban al muerto, sin pestañear,

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como cuando le hacía su preguntahabitual: “Vuestro consejo, Nogaret” Yparecía decepcionado de no recibirrespuesta.

Aquella mañana Felipe el Hermosono dio su diario paseo por calles ymercados. Volvió directamente apalacio, donde, ayudado por Millard, sededicó a examinar los documentostraídos de casa de Nogaret, que habíansido depositados en su gabinete.

En seguida entró Enguerrando deMarigny en las habitaciones reales. Elsoberano y su coadjutor se miraron, y elsecretario salió.

—Al cabo de un mes, el Papa —dijo

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el rey—, y un mes después, Nogaret…había angustia, casi congojaen la

manera como pronunció tales palabras.Marigny tomó asiento donde el rey ledesignó. Guardó silencio un momento yluego dijo:

—Ciertamente, son extrañascoincidencias , sire. Pero cosassemejantes acontecen todos los días, queno os impresionan porque lasignoramos.

—Nos hacemos viejos,Enguerrando, y esto ya es bastantemaldición.

Tenía cuarenta y seis años; Marigny,cuarenta y nueve. Pocos hombres

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alcanzaban la cincuentena en aquellostiempos.

—Es preciso examinar todo esto —prosiguió el rey señalando los legajos.

Y se pusieron a trabajar. Una partede los documentos serían depositados enlos archivos del reino, en el mismopalacio. (En el tiempo de Felipe elHermoso, los archivos eran unainstitución relativamente reciente; sufundación remontaba solamente a SanLuis, quien ordenó que se agruparan yclasificaran todos los documentossobre derechos y costumbres del reino.Hasta entonces, los documentos eranguardados, cuando lo eran, por los

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señores o por las comunas; el rey noconservaba para sí más que lostratados y los documentosconcernientes a las propiedades de lacorona. Con los primeros capetos talesdocumentos iban colocados en unacarreta que seguían todos losdesplazamientos del rey.) Otros, sobreasuntos todavía en curso, seríanconservados por Marigny o enviados asus legistas; otros, en fin, por prudenciairían al fuego.

El silencio reinaba en el gabinete,turbado apenas por los lejanos gritos delos mercaderes, y el rumor de París. Elrey se inclinaba sobre los abiertos

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legajos. Era todo su reinado lo que veíapasar de nuevo ente sus ojos, losveintinueve años, durante los cualeshabía tenido en sus manos la suerte demillones de hombres y había impuestosu voluntad a toda Europa.

Y de pronto, ese desfile deacontecimientos, de problemas, deconflictos, de decisiones, le parecíaajeno a su propia vida, a su propiodestino. Diferente luz iluminaba ahora loque había sido el trabajo de sus días y lapreocupación de sus noches.

Porque descubría de golpe lo quelos otros pensaban y escribían acerca deél; se veía desde el exterior. Nogaret

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había conservado cartas deembajadores, borradores deinterrogatorios e informes policiales. Deaquellas líneas surgía una imagen delrey que éste no conocía: la imagen de unser lejano, duro, ajeno al dolor de loshombres, inaccesible a los sentimientos,una figura abstracta que encarnaba laautoridad en lo alto y el despego de sussemejantes. Sobrecogido de asombroleía dos frases de Bernardo de Saisset.Aquel obispo, origen del gran conflictocon Bonifacio VIII… Dos frasesterribles que sobrecogían: “Aunque subelleza no tenga igual en el mundo, solosabe mirar a las gentes en silencio. No

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es un hombre, ni una bestia, es unaestatua.”

Y leyó también estas palabras deotro testigo de su reinado: “Nada lodoblegará; es un rey de hierro.”

—Un rey de hierro —murmuróFelipe el Hermoso—. ¿Tan bien heocultado mis flaquezas? ¡Cuán poco nosconocen los demás, y qué mal juzgadoseré!

Un nombre encontrado al azar lehizo recordar la extraordinariaembajada que había recibido acomienzos de su reinado. RabbanKaumas, obispo nestoriano chino, habíaido a Francia, enviado por el gran Khan

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de Persia, descendiente de Gengis Khan,para ofrecerle una alianza, un ejército decien mil hombres y la guerra contra losturcos.

Felipe el Hermoso contaba entoncesveinte años. ¡qué seductor resultaba paraun hombre joven ese sueño de unacruzada en la que participara Europa yAsia! ¡Una empresa digna de Alejandro!No obstante, aquel día eligió otrocamino: no más cruzadas ni aventurasguerreras; quería dedicar todos susesfuerzos a Francia y a la paz.

¿Había hecho bien? ¿Cuál habríasido su vida y qué imperio habríafundado de haber aceptado la alianza

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con el Khan de Persia? Por in instantesoñó con la gigantesca reconquista delas tierras cristianas, que habríaasegurado su gloria para los siglosvenideros. Pero Luis XII y San Luishabían perseguido los mismos sueñosque acabaron en desastre.

Volvió a la realidad. Cogió otrolegajo. En él había una fecha: ¡1305! Erael año de la muerte de su mujer, Juana,que había aportado Navarra al reino; y aél, el único amor de su vida. Jamásdeseó otra mujer, desde hacía nueveaños que había muerto jamás miró aotras. Pero apenas se había quitado lasropas de luto cuando estallaron motines.

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París se sublevó contra sus ordenanzas,y tuvo que refugiarse en el Temple. Y alaño siguiente, hacía detener a losmismos que lo habían acogido ydefendido…

Nogaret había conservado sus notassobre la marcha del proceso.

¿Y ahora? Después de tantos otros,la figura de Nogaret desaparecerá delmundo. Sólo quedaban de él esoslegajos de escritura, testigos de su labor.

“¡Cuántas cosas duermen aquí! —pensó el rey—. ¡Cuántos procesos,torturas, muertes!”

Con los ojos fijos, meditaba.“¡Por qué? —se preguntaba—. ¿Con

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qué fin? ¿Dónde están mis victorias?Gobernar es una obra sin final. Quizá mequedan sólo unas semanas de vida. Y¿qué he hecho yo que tenga asegurada supermanencia después de mí…?

Volvía a experimentar la granansiedad de acción que siente el hombreacosado por la idea de su propia muerte.

Marigny, con el mentón en la mano,permanecía inmóvil, inquieto por lapreocupación del rey. Todo le habíaresultado relativamente fácil alcoadjutor en el ejercicio de sus tareas ysus cargos. Todo, excepto comprenderlos silencios de su soberano.

—Hicimos que el Papa Bonifacio

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canonizara a mi abuelo el rey Luis —dijo Felipe el Hermoso—, pero ¿fue enrealidad un santo?

—Su canonización fue útil al reino,sire —respondió Marigny—. Unafamilia real es más respetada si cuentacon un santo.

—Pero ¿era necesario, después,utilizar la fuerza contra Bonifacio?

—Se disponía a excomulgaros, sire,porque no practicabais en vuestrosEstados la política que él deseaba. Nohabéis faltado a los deberes de rey.Permanecisteis en el lugar donde ospuso Dios y proclamasteis que de nadiesino de Dios habíais recibido vuestro

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reino.Felipe el Hermoso indicó uno de los

rollos:—¿Y los judíos? ¿No quemamos a

demasiados? Son criaturas humanas,sufrientes y mortales como nosotros.Dios lo ordenaba.

—Seguisteis el ejemplo de San Luis,sire, y el reino necesitaba riquezas.

El reino, el reino, siempre el reino;en respuesta a todo acto, las necesidadesdel reino: “Era necesario para elreino… Debemos hacerlo por el reino.”

—San Luis amaba a la fe y lagrandeza de Dios. Pero yo ¿qué heamado? —dijo Felipe el Hermoso en

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voz baja.—La justicia —dijo Marigny—, la

justicia que es necesaria para el biencomún y aniquila a todos los que nosiguen la marcha del mundo.

—Muchos han sido a lo largo de mireinado los que no siguieron la marchadel mundo. Y muchos más serán si sereúnen los de todos los siglos.

Levantaba los legados de Nogaret ylos dejaba caer sobre la mesa, uno trasotro.

—Amarga cosa el poder —dijo.—nada es grande, sire, si no tiene su

parte de hiel —respondió Marigny—.Nuestro Señor Jesucristo lo supo

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también. Habéis reinado con grandeza.Pensad que habéis agregado a la coronaa Chartres, Beaugency, la Champaña, laBigorrre, Angulema, la Marca, Douai,Montpelier, el Franco-Condado, Lyon yuna parte de la Guyena. Habéisfortificado vuestras ciudades, comodeseaba vuestro padre, nuestro señorFelipe III, para que no estén a merced denadie de fuera o de dentro… Rehicisteisla ley siguiendo las leyes de la antiguaRoma. Reglamentasteis el Parlamento,para que formulara mejores decretos.Conferisteis a muchos de vuestrossúbditos la condición de burgueses delrey (Los ‘burgueses del rey’, instituidos

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hacia mediados del siglo XIII,constituían una categoría especial desúbditos. Apelando a la justicia real sedesligaban tanto de sus obligacionespara con el señor feudal, como de laresidencia en determinada ciudad. Encualquier lugar del reino no obedecíansino al poder central. Esta instituciónadquirió gran desarrollo durante elreinado de Felipe el Hermoso. Bienpuede decirse que los burgueses delreyfueron los primeros franceses queposeyeron un estatuto jurídico similaral de los modernos ciudadanos.) .Liberasteis a vuestros siervos demuchos bailazgos y senescalías. No,

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sire, os equivocáis al temer habererrado. Hicisteis de un reino desgarradoun país que comienza a tener un solocorazón.

Felipe el Hermoso se levantó. Lotranquilizaba la inquebrantableconvicción de su coadjutor y se apoyabaen ella para luchar contra una flaquezaque no era habitual en su carácter.

—Puede que estéis en lo cierto,Enguerrando. Mas si el pasado ossatisface, ¿qué decís del presente? Ayer,muchos debieron se sometidos por losarqueros en la calle de Saint Merri.Leed lo que escriben los bailíos de laChampaña, de Lyon y de Orleáns. Por

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todas partes la gente se amotina, entodas partes se queja del encarecimientodel trigo y los magros salarios. Y losque se quejan, Enguerrando, no puedencomprender que lo que reclaman, y queno puedo darles, depende del tiempo yno de mi voluntad. Olvidarán misvictorias para recordar tan sólo misimpuestos y me acusarán por nohaberlos alimentado durante toda lavida…

Marigny escuchaba, más inquietoahora por las palabras del rey que porsus silencios. Jamás le había oído hablartanto ni confesar tales incertidumbres, nidejar traslucir tal desaliento.

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—Sire —dijo por fin—, es precisoatender a muchas cuestiones.

Felipe el Hermoso echó otra miradaa los documentos de su reinado,esparcidos sobre la mesa. Luego depronto se irguió como si acabara dedarse una orden.

—Sí, Enguerrando, es preciso —dijo.

Propio es de hombres fuertes nodesconocer las dudas y titubeos, que sonpatrimonio común de la naturalezahumana, sino sobreponerse rápidamentea ellas.

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IV.- El verano del rey

Con la muerte de Nogaret, Felipe elHermoso pareció penetrar en una regióndonde nadie podía reunírsele. Laprimavera caldeaba la tierra y las casas.

París vivía a pleno sol, pero el reyestaba como aislado en un inviernointerior. La predicción del gran maestreno se borraba de su mente.

A menudo partía hacia alguna de susresidencias de campo donde dedicabalargo tiempo a la caza, al parecer, suúnica distracción. Pero muy pronto loreclamaban de París alarmantes noticias.

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La situación alimentaria en el reino eramala. Aumentaba el costo de la vida; alas regiones pobres no afluían losexcedentes de riqueza de las regionesprósperas. Se decía abiertamente:“¡Demasiados guardias y poco trigo!”Las gentes se negaban a pagar losimpuestos y se revelaban contra losrecaudadores y los prebostes.Aprovechando el mal trance, las ligas delos barones de Borgoña y de laChampaña volvían a unirse, paramantener sus viejas pretensionesfeudales. Roberto de Artois, valiéndoseprovechosamente del escándalo de lasprincesas y del descontento general,

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reavivaba la agitación sobre las tierrasde la condesa Mahaut.

—Mala primavera para el reino —dijo Felipe el Hermoso delante demonseñor de Valois.

—Estamos en el decimocuarto añodel siglo, hermano mío —respondióValois—. Un año que la suerte hamarcado siempre con la desdicha.

Recordaba, para confirmarlo, unaperturbadora comprobación de los añoscatorce: 714, invasión de losmusulmanes en España, muerte deCarlomagno y desmembramiento de suimperio; 914, invasión de los húngaros yel hambre, 1114, pérdida de la Bretaña;

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1214, la coalición de Otón IV vencidaen Bouvines… una victoria lindante conla catástrofe. Sólo el año 1014 estabaexento de drama.

Felipe el Hermoso miró a suhermano como si no lo viera. Dejó caersu mano sobre el cuello de Lombardo, alque acarició a contrapelo.

—Ahora bien, eta vez vuestrasdificultades, hermano mío, provienen devuestros malos consejeros —dijo Carlosde Valois—. Marigny no tiene medida.Usa la confianza que le tenéis, paraengañaros y comprometeros cada vezmás por el camino que le es útil; peroque no pierde. Si me hubieses escuchado

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en el asunto de Flandes…Felipe el Hermoso se encogió de

hombros como si quisiera decir: “Nadapuedo sobre eso.”

La cuestión de Flandes resurgíaperiódicamente. Brujas, la rica eirreductible, alentaba los levantamientoscomunales. El condado de Flandes, deestatuto mal definido, se negaba aaplicar la ley general. Connegociaciones y combates, tratados ysubterfugios, la cuestión flamenca erauna llaga incurable en el costado delreino. ¿Qué quedaba de la victoria deMons-en-Pevéle? Una vez más seríanecesario emplear la fuerza.

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Pero la leva de un ejército exigíaoro. Y si iniciaba la campaña, elpresupuesto sobrepasaría al de 1299,inolvidable por ser el más elevado queel reino había conocido: 1’642,694libras. Con un déficit de 70,000. Ahorabien, desde hacía unos años, losingresos ordinarios eran alrededor delas 500,000 libras. ¿Dónde encontrar ladiferencia?

Contra la opinión de Carlos deValois, Marigny convocó una asambleapopular para el 1° de agosto de 1314, enParís. Ya había recurrido a talesconsultas, sobre todo, con ocasión delos conflictos con el papado. Fue

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precisamente ayudando al poder civil aliberarse de la obediencia a la SantaSede, como la burguesía habíaconseguido su derecho a la palabra.Pero ahora, por primera vez, el puebloiba a ser consultado en materia definanzas.

Marigny preparó la Asamblea con elmayor cuidado, enviando mensajeros ysecretarios a las distintas ciudades, ymultiplicando entrevistas, gestiones ypromesas.

La Asamblea tuvo lugar en laGalería Merciere, cuyas tiendas secerraron aquel día. Se había levantadoun gran estrado, donde se instalaron el

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rey, los miembros de su consejo, lospares y los principales barones.

Marigny tomó la palabra el primero.Habló en pie, no lejos de su efigie demármol, y su voz parecía más firme quede costumbre, y más segura de expresarla verdad del reino. Iba sobriamentevestido, tenía prestancia y gestos deorador. El discurso, por su redacción,iba dirigido al rey; pero lo pronunciabade cara a la multitud, que, por esto sólo,se sentía un poco soberana. A sus pies,en la inmensa nave de dos bóvedas,escuchaban varios centenares dehombres venidos de toda Francia.

Marigny explicó por qué no debían

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sorprenderse de que los víveres fueranmás escasos, por tanto, más caros. Lapaz mantenida por Felipe el Hermosofavorecería el acrecentamiento de lapoblación. “Comemos el mismo trigo,pero somos más para compartirlo”, dijo.Por consiguiente, se hacía precisosembrar más, y para sembrar, eranecesaria paz en el Estado, obediencia alas ordenanzas, y participación de cadaregión para la prosperidad de todas.

Ahora bien, ¿quién amenazaba lapaz? Flandes. ¿Quién rehuía contribuiral bien general? Flandes. ¿Quiénguardaba su trigo y sus paños, y preferíavenderlos al extranjero entes de

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dirigirlos al interior del reino donde seensañaba la penuria? Flandes. Alnegarse a pagar los impuestos yderechos de comercio, las villasflamencas agravaban fuertemente laproporción de las cargas de los otrossúbditos del rey. Flandes debía ceder, ose le obligaría por la fuerza. Pero paraesto hacía falta dinero, todas las villasrepresentadas aquí por sus ciudadanos,debían, pues, por su propio interés,aceptar una elevación de impuestos.

—Así demostrarán —acabó Marigny— quiénes son los que darán ayuda parair contra los flamencos.

Se alzó un rumor dominado

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inmediatamente por la voz de EstebanBarbette.

Barbette, jefe de la moneda de París,regidor, preboste de los comerciantes ymuy rico por su comercio de telas y decaballos, era aliado de Marigny. Losdos habían preparado esta intervención.En nombre de la primera ciudad delreino, Barbette prometió la ayudapedida, arrastró el ánimo de lospresentes, y los diputados de lascuarenta y tres “buenas ciudades”aclamaron al unísono al rey, a Marigny yBarbette.

Aunque la asamblea fue una victoria,los resultados se mostraron

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decepcionantes. El ejército fue puesto enpie de marcha antes de que se cobraraenteramente la subvención.

El rey y su coadjutor deseaban unarápida demostración de autoridad másque una verdadera guerra. La expediciónfue un imponente paseo militar. Apenaspuestas las tropas en marcha, Marignyhizo saber al adversario que estabadispuesto a negociar, se apresuró aultimar, a primeros de septiembre, elconvenio de Marquette.

Pero no bien se hubo alejado elejército, Luis de Nevers, hijo deRoberto de Béthume, conde de Flandes,denunció el convenio. Para Marigny esto

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fue un fracaso. Valois, que llegaba hastaalegrarse de las desgracias del reino, siello perjudicaba al coadjutor, acusópúblicamente a éste de haberse vendidoa los flamencos.

La cuenta de la campaña quedabaimpagada y los oficiales realescontinuaban, pues, percibiendo, con grandescontento de las provincias, la ayudaextraordinaria acordada para unaempresa acabada ya sin éxito.

El Tesoro estaba agotado y, una vezmás, Maraigny debió arbitrar nuevosrecursos.

Los judíos habían sufrido ya dosexpoliaciones; nueva esquila

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proporcionaría escasa lana. LosTemplarios ya no existían y su oro habíasido fundido hacía ya mucho tiempo.Quedaban los Lombardos.

Ya en 1311 se había decretado suexpulsión, sin intención de llevarla acabo, sino sólo para obligarlos acomprar, muy caro, su derecho depermanencia. Esta vez, no se trataba deun rescate, sino del embargo total de susbienes y su entrega a Francia. Esoproyectaba Marigny. El comercio quemantenían con Flandes, despreciando lasinstrucciones reales, y el apoyofinanciero que prestaban a las ligas delos señores, justificaban la medida

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prevista.Pero era un hueso duro de roes. Los

banqueros y negociantes italianos,burgueses del rey, se habían organizadosólidamente en “compañías” con un“capitán general” elegido, al frente detodas. Controlaban el comercioextranjero y dominaban el crédito. Lostransportes, el correo privado y hastaciertos re-cobros de impuestos pasabana sus manos. Incluso daban limosna,cuando el caso lo requería.

Por tanto, Marigny pasó variassemanas perfilando su proyecto. Erahombre tenaz y la necesidad loespoleaba.

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Pero Nogaret ya no estaba allí. Porotra parte, los Lombardos de París,gente bien informada y aleccionada porla experiencia, pagaban bien lossecretos del poder.

Tolomei, con un ojo solo abierto,velaba.

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V.- El poder y eldinero

Una tarde de mediados de octubre,se reunieron en casa de Tolomei unostreinta hombres a puerta cerrada.

El más joven, Guccio Baglioni,sobrino de la casa, tenía dieciocho años;el más viejo, Boccanegra, capitángeneral de las compañías lombardas,setenta y cinco. Por diferentes quefueran en edad y aspecto, había en todoslos reunidos una singular semejanza enla actitud, en la movilidad de expresióny de los gestos, y en la manera de llevar

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los vestidos.Iluminados por gruesos cirios

colocados en candelabros forjados,aquellos hombres de tez morenaformaban una familia que se entendíafácilmente. Era una tribu de guerra, cuyafuerza igualaba a la de las ligas de lanobleza o a las de las asambleas deburgueses.

Allí estaban los Peruzzi, los Albizzi,los Guardi, los Bardi, con su primercomisario y viajero Boccaccio, losPucci, los Casinelli, todos ellos deFlorencia. Estaban los Salimbene, losBuonsignori, los Allarani y los Zaccaría,de Génova; estaban los Scotti de

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Palestina y el clan de Siena dirigido porTolomei. Entre todos aquellos hombresexistían rivalidades de prestigio, decompetencia comercial y antiguosrencores heredados de sus respectivasfamilias por asuntos de amor. Pero anteel peligro se unían como hermanos.

Tolomei acababa de exponer lasituación, con calma, pero sin disimularsu gravedad. Para nadie fue unasorpresa. Había pocos imprevisoresentre los hombres de la banca, y lamayoría había puesto ya a buen recaudo,fuera de Francia, buena parte de sufortuna. Pero hay cosas que no se puedentrasladar y cada uno pensaba angustiado,

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colérico o despechado, en lo que teníaque abandonar: bella mansión, bienesraíces, mercancías, situación adquirida,clientela, amantes y algún hijo natural…

—Tengo un medio —dijo Tolomei— para encadenar a Marigny y tal vezdestruirlo.

—En ese caso, ¡no vaciles!¡ A mma z z a l o ! (¡Mátalo!) —dijoBuonsignori, el jefe del más grande clangenovés.

—¡Cuál es tu medio? —interrogó elrepresentante de los Scotti.

Tolomei movió la cabeza.—No puedo decíroslo todavía.—¡Deudas, sin duda? —preguntó

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Zaccaría—. ¿Y qué? ¡Acaso eso haincomodado alguna vez a esa gente? ¡Alcontrario! ¡Nuestra partida les darábuena ocación para olvidar lo que nosdeben!

Zaccaría estaba amargado.Representaba a una pequeña compañía ysentía celos de Tolomei, que teníaclientela importante.

Tolomei se volvió hacia él, y convoz de profunda convicción, dijo:

—¡Mucho más que deudas,Zaccaría! Un arma envenenada, cuyosecreto estoy obligado a guardar. Maspara utilizarla, necesito de vosotros,amigos míos. Pues debemos tratar con el

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coadjutor de poder a poder. Poseo unaamenaza, pero quisiera acompañarla deuna oferta… para que Marigny elijaentre el entendimiento y la lucha.

Desarrolló su idea. Si queríanexpoliar a los Lombardos, era paraenjugar el déficit de las finanzaspúblicas. Marigny tenía que llenar elTesoro a cualquier precio. LosLombardos se iban a mostrar benévolosy propondrían espontáneamente unimportante préstamo a interés muyreducido. Si Marigny rechazaba laoferta, Tolomei sacaría el arma de lavaina.

—Tolomei, es preciso que te

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expliques mejor —dijo Bardi—, ¿Cuáles esa arma de la que tanto hablas?

—Si insistís, puedo revelarla anuestro capitán, pero solamente a él.

Circuló un murmullo y todos seconsultaron con la mirada.

— S í … va bene… facciamo cosi(Sí… está bien… hagámoslo así) —seoyó.

Tolomei llevó al capitán a un rincónde la estancia. Los otros espiaban elrostro de nariz delgada, labios hundidosy ojos gastados del viejo florentino.Captaron sólo las palabras: fratello yarcivescovo. (Hermano y arzobispo.)

—Dos mil libras bien colocadas,

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¿verdad? —murmuró por fin Tolomei—.Sabía que algún día me prestarían unbuen servicio.

Boccanegra soltó una risita quegorgoteó en el fondo de su viejagarganta; luego regresó a su sitio y dijo,señalando a Tolomei con la mano:

—Abbiate fiduccia. (Tenedconfianza)

Entonces, Tolomei, tablilla en mano,comenzó a anotar las cifras de lassuscripciones para el empréstito real.

Boccanegra se inscribió el primerocon una suma considerable: diez miltrece libras.

—¿Por qué trece?

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—Per portar loro scarogna . (Paraque les traiga desgracia)

—Peruzzi, ¿cuánto puedes dar? —preguntó Tolomei.

Peruzzi calculaba, arañando su tabla.—Te lo diré… en seguida —

respondió.—¿Y tú, Salimbene?Por la cara de los genoveses,

alrededor de Salimbene y Buonsignori,se hubiera dicho que a cada uno learrancaban un pedazo de carne. Se lesconocía como los más duros para losnegocios. De ellos se aseguraba:“Cuando un genovés echa el ojo a tubolsa, dala por vacía.” No obstante, se

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decidieron. Algunos decían: “Si lograsacarnos de ésta, algún día sucederá aBoccanegra,”

Tolomei se aproximó a los Bardi,que hablaban en voz baja conBoccaccio.

—¿Cuánto, Bardi?El mayoar de los Bardi sonrió:—Lo mismo que tú, Spinello.El ojo de Tolomei se abrió.—En ese caso, el doble de lo que

pensabas.—Peor sería perderlo todo —dijo

Bardi, encogiéndose de hombros—. ¿Noes verdad, Boccaccio?

Este inclinó la cabeza; pero se puso

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en pie para llevar aparte a Guccio. Elencuentro en la ruta de Londres habíacreado entre ellos una amistad.

—¿En verdad tu tío posee la manerade retorcerle el cuello a Enguerrando?

Guccio adoptó su expresión másseria para responder:

—Caro Boccaccio, jamás he oído ami tío hacer una promesa que no pudieracumplir.

Cuando se levantó la sesión, habíanconcluido en las iglesias los oficios dela tarde, y la noche caía sobre París. Lostreinta banqueros salieron de casa deTolomei. Alumbrados por las antorchasque llevaban sus criados, fueron

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acompañados de puerta en puerta através del barrio de los Lombardos,formando en las oscuras calles unaextraña procesión de la fortunaamenazada, la procesión de lospenitentes del oro.

En su gabinete, Spinello Tolomei, asolas con Guccio, sumaba el total de lascantidades prometidas, como se cuentanlas tropas antes de la batalla. Cuandohubo concluido, sonrió. Con el ojoentreabierto y las manos en la espalda,miraba el fuego, donde los leños seconvertían en cenizas; y dijo:

—Messire de Marigny, aún nohabéis vencido.

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Luego se dirigió a Guccio.—Si ganamos, pediremos nuevos

privilegios en Flandes.Pues aun estando tan cerca del

desastre, Tolomei pensaba, sin poderloevitar, en sacar provecho. Se dirigió aun arcón, y lo abrió.

—El recibo firmado por elarzobispo —dijo, sacando el documento—. si vinieran a hacernos lo que a losTemplarios, preferiría que los agentesd e messire Enguerrando no loencontraran aquí. Toma tu mejor caballoy sal en seguida para Nauphle, dondepondrás esto en lugar seguro en nuestraoficina. Tú te quedarás allá.

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Miró a Guccio cara a cara y agregó,gravemente:

—Si me sucediera alguna desgracia—los dos hicieron los cuernos con losdedos, y tocaron madera— entregaráseste pergamino a monseñor de Artois,para que lo pase al conde de Valois, elcual sabrá hacer uso de él. Ten cuidadopues el factor de Nauphle no estarátampoco a resguardo de los arqueros.

—¡Tío, tío! —exclamó excitado—.Tengo una idea. Haré como decís, perono iré a Neauphle sino a Cressay, cuyoscastellanos siguen siendo nuestrosdeudores. Les presté gran ayuda ynuestro crédito es una excusa muy

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aceptable. Creo que, si las cosas no hancambiado, la hija no se negará aayudarme.

—¡Bien pensado! —dijo Tolomei—.¡Tú maduras, hijo mío! En un banquero,el buen corazón siempre ha de servirpara algo… Hazlo así, pero puesto quenecesitas de esa gente, llegarás a su casacon regalos. Toma algunas telasbordadas de oro y puntillas de Brujas,para las mujeres. Hay dos hijos, medijiste… y les gusta cazar. Llévales,pues, los dos halcones que hemosrecibido de Milán.

Y volvió al arcón.—Aquí hay unos recibos firmados

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por monseñor de Artois —prosiguió—.No se negará a ayudarme, si esnecesario. Pero estoy más seguro de suapoyo si le presentas la petición en unamano y sus cuentas en la otra… Y aquítienes también, este crédito del reyEduardo… No sé, sobrino mío, si serásrico con todo esto, pero al menos,podrás ser temible. ¡Vamos! No teretrases ahora. Haz que te ensillen elcaballo y prepara tu bagaje. No tomesmás que un hombre de escolta, para nohacerte notar; pero que vaya armado.

Puso los documentos en un estuchede plomo, que entregó a Guccio juntocon una bolsa de oro.

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—La suerte de las compañíaslombardas está ahora, mitad en tusmanos, mitad en las mías —agregó—.No lo olvides.

Guccio abrazó a su tío con emoción.No necesitaba esta vez crearse unpersonaje imaginario; el personaje veníahacia él.

Una hora más tarde, abandonaba lacalle de los Lombardos.

Entonces, maese Spinello Tolomeise puso la capa forrada de pieles, puesoctubre era frío, hizo que lo acompañaraun criado con antorcha y daga, y seencaminó a palacio de Marigny.

Aguardó largo rato, primero en la

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portería, después en una gran sala deespera que servía de antecámara. Elcoadjutor vivía regiamente, y había granmovimiento en su palacio hasta muytarde. Tolomei era hombre paciente. Lesrecordó su presencia varias veces,insistiendo en la necesidad que tenía dever al coadjutor en persona.

—Venid, señor —le dijo por fin unsecretario.

Tolomei atravesó tres espaciosassalas y se halló frente a Enguerrando deMarigny, quien terminaba su cena, asolas en su gabinete, sin dejar detrabajar.

—Una imprevista visita —dijo

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Marigny, fríamente—. ¿Qué asunto estrae por aquí?

Tolomei respondió con igual tono devoz:

—Asuntos del reino, messire.—Aclarádmelo —dijo.—Desde hace unos días, monseñor,

corre el rumor de que el consejo delreino prepara una medida que atañe alos privilegios de las compañíaslombardas. Al esparcirse el rumor, nosinquieta y nos molesta gravemente elcomercio. La confianza está en tela dejuicio, los compradores escasean, losproveedores exigen pagos al contado ylos deudores retrasan los vencimientos.

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—Eso no es de la incumbencia delreino —observó Marigny.

—Veamos —dijo Tolomei—,veamos. El caso concierne a muchagente, tanto aquí como en el extranjero.Se habla hasta fuera de Francia.

Marigny se frotó el mentón y lamejilla.

—Se habla demasiado. Vos soishombre razonable, maese Tolomei. Nodebéis dar crédito a tales rumores —dijo tranquilamente al hombre a quieniba a aniquilar.

—Si vos me lo aseguráis,monseñor… Pero la guerra flamenca hacostado mucho al reino, y el Tesoro

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puede hallarse en necesidad de orofresco. Por consiguiente, nosotros hemospreparado un proyecto…

—Os repito que vuestro comercio nome concierne…

Tolemei alzó la mano comoqueriendo decir: “Paciencia, aún no losabéis todo…”, y prosiguió:

—Aunque no hablamos en la granAsamblea, no estamos menos deseososde acudir en socorro de nuestro bienamado rey. Estamos dispuestos a ofreceral Tesoro un préstamo, en el cualparticiparían todas las compañíaslombardas, sin límite de tiempo, y almás bajo interés. Estoy aquí para

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hacéroslo saber.Luego, Tolomei se inclinó y

murmuró una cifra. Marigny seestremeció, pero pensó al instante; “Siestán dispuestos a desprenderse de esasuma, quiere decir que hay veinte vecesmás para quitarles.”

Su vista estaba fatigada de tanto leery de las continuas noches en vela, y susojos estaban enrojecidos.

—Es una buena idea, una loableintención que os agradezco —dijo, trasbreve pausa—. De todos modos, deboexpresaros mi sorpresa… Ha llegado amis oídos que ciertas compañías hanhecho importantes envíos de oro a Italia.

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Tal oro no podría estar al mismo tiempoallí y aquí.

Tolomei cerró por completo su ojoizquierdo.

—Vos sois hombre razonable,monseñor. No debéis dar crédito a talesrumores —dijo, repitiendo las mismaspalabras que el coadjutor—. ¿Acaso laoferta que os hago no os prueba nuestrabuena fe?

—Deseo creer lo que me aseguráis.De no ser así, el rey no podría tolerartales resquicios en la fortuna de Franciay sería preciso ponerles término…

Tolomei no se inmutó. El éxodo delos capitales lombardos había

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comenzado a raíz de la amenaza deexpoliación, y tal éxodo servía aMarigny para justificar su medida. Elcírculo vicioso.

—Veo que, al menos en esto,consideráis nuestro negocio como cosadel reino —respondió el banquero.

—Creo que nos hemos dicho todo loque era preciso decir, maese Tolomei—concluyó Marigny.

—Cierto, monseñor…Tolomei se levantó y dio un paso.

Luego, de golpe, como si recordaraalgo.

—Monseñor el arzobispo de Sens,¿está en París? —preguntó.

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—Está.Tolomei movió la cabeza pensativo.—Vos tenéis más ocasión de verlo

que yo. ¿Me haría la merced vuestraseñoría de hacerle saber que desearíahablarle, desde mañana a cualquierhora, sobre el asunto que él sabe? Leinteresaría hablar conmigo.

—¿Qué tenéis que decirle? Ignorabaque tuviera relaciones con vos.

—Monseñor —dijo Tolomeiinclinándose—, la primera virtud de unbanquero es saber callar. De todosmodos, como sois hermano de monseñorde Sens, puedo confiaros que se trata desu bien, del nuestro… y del de nuestra

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Santa Madre Iglesia.Luego, al salir repitió secamente:—Desde mañana, si le place.

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VI.- Tolomei gana

Tolomei no durmió aquella noche.Se preguntaba: ¿Habrá prevenidoMarigny a su hermano? ¿Le habráconfesado el arzobispo qué arma tengoen mis manos? ¿No obtendría durante lanoche el asentimiento real y se meadelantará? ¿No se pondrán de acuerdoambos hermanos para asesinarme?

Dando vueltas en su insomnio,Tolomei pensaba con amargura en esa susegunda patria, a la que considerabahaber servido con su trabajo y su dinero.Puesto que se había enriquecido allí,

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estaba ligado a Francia más que a suToscana, y la amaba verdaderamente, asu manera. ¡No sentir más bajo lassuelas de sus zapatos el empedrado dela calle de los Lombardos, no escucharla campana mayor de Notre Dame, noasistir más a las reuniones del Locutoriode los burgueses (La primera ‘casacomunal’ de París, llamada alprincipio Casa de las Mercancías, ydespués, a partir del siglo XI.Locutorio de los Burgueses, estabasituada en el sector de Chätelet.Etienne Marcel trasladó en 1357 losservicios municipales y el lugar dereunión de los burgueses a una casa de

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la plaza de Gréve, emplazamientoactual del Ayuntamiento de la ciudadde París.) , no respirar más el olor delSena! Todos esos renunciamientosdesgarraban su corazón. “Recomenzaren otra parte una fortuna a mis años…¡si es que me dejan con vida paracomenzar!”

Sólo se adormeció al alba, pero enseguida fue despertado por los golpes dela aldaba y por unos pasos en el patio.Creyó que venían a arrestarlo y seprecipitó sobre sus ropas. Apareció uncriado, muy asustado.

—Monseñor, el arzobispo está abajo—dijo.

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—¿Quién lo acompaña?—Cuatro servidores con hábito,

pero más parecen gente de prebostazgoque clérigos de cabildo.

Tolomei hizo una mueca.—Abre los postigos de mi gabinete

—dijo.Monseñor Juan de Marigny subía ya

las escaleras. Tolomei lo aguardó, depie en el rellano. Delgado, con la cruzde oro golpeándole el pecho, elarzobispo se encaró al instante albanquero.

—Maese, ¿qué significa ese extrañomensaje que mi hermano me ha hechollegar durante la noche?

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Tolomei alzó sus manos regordetas ypuntiagudas con ademán de pacificador.

—Nada que deba inquietaros,monseñor. No valía la pena que osmolestarais. Yo habría ido, según mejoros conviniera, a vuestro palacioepiscopal… ¿Queréis entrar en migabinete?

El criado acababa de quitar lospostigos interiores, ornados de pinturas.Luego arrojó unas astillas sobre lasbrasas de la chimenea, aún rojas, y muypronto chisporrotearon las llamas.Tolomei ofreció asiento a su visitante.

—¿Habáeis venido acompañado,monseñor? —dijo—. ¿Era necesario?

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¿Acaso no tenéis confianza en mí?¿Suponéis que aquí corréis algúnpeligro? Debo deciros, en verdad, queme teníais habituado a otras maneras…

Su voz se esforzaba por ser cordial,pero su acento toscano era más marcadoque de costumbre.

Juan de Marigny se sentó junto alfuego, tendiendo hacia el hogar su manoensortijada.

—“Ese hombre no se siente segurode sí mismo y no sabe a qué atenerseconmigo —pensó Tolomei—. Llega congran estrépito de hombres armadoscomo si fuera a comérselo todo y luegose queda mirándose las uñas.”

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—Vuestra prisa en verme dio motivoa mi inquietud —dijo por fin elarzobispo—. Hubiera preferido elegir elmomento de mi visita.

—Pero si lo habéis elegido,monseñor, lo habéis elegido… Vosrecordaréis haber recibido de mí dosmil libras de anticipo sobre… ciertosobjetos muy preciosos, provenientes delos bienes de los Templarios, que vosme confiasteis para su venta.

—¡Han sido vendidos? —preguntóel arzobispo.

—En parte, monseñor, en buenaparte. Fueron enviados fuera de Francia,como convinimos, pues aquí no

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podíamos deslizarlos… Espero elestado de la cuenta, y confío que todavíaquedará alguna cantidad para vos.

Tolomei, apoltronado en su silla ycruzadas las manos sobre el vientre,movía la cabeza con aire bonachón.

—¿Y el recibo que os firmé? ¿Loprecisáis todavía? —dijo Juan deMarigny.

Ocultaba su inquietud, pero laocultaba mal.

—¿Tenéis frío, monseñor? Estáispálido —dijo Tolomei, agachándosepara echar un leño al fuego.

Luego, como si no hubiera oído lapregunta del arzobispo, añadió:

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—¿Qué pensáis, monseñor, de lacuestión discutida esta semana en elconsejo del rey? ¿Es posible que seproyecte robarnos nuestros bienes,reducirnos a la miseria, al destierro, a lamuerte?…

—No estoy informado —dijo elarzobispo—. Son asuntos del reino.

Tolomei sacudió la cabeza.—Ayer trasmití a vuestro hermano,

el coadjutor, una propuesta cuyosignificado creo que no acabó deentender. Es lamentable. Nos van aexpoliar porque el reino está bajo demoneda, nosotros nos ofrecemos a serviral reino por medio de un préstamo

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enorme, monseñor, y vuestro hermanopermanece mudo. ¿No os dijo nada? ¡Eslamentable, muy lamentable, en verdad!

Juan de Marigny se movió en suasiento.

—No puedo discutir las decisionesdel rey, maese —dijo secamente.

—No es aún decisión del rey —replicó Tolomei—. ¿No podéis repetiral coadjutor que los Lombardos,obligados a das su vida, que perteneceal rey, creedlo, y su oro, que lepertenece igualmente, querrían, si fueraposible, salvar la vida? Entiendo porvida el derecho a permanecer en estepaís. Ofrecen de buena gana lo que se

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pretende arrebatarles por la fuerza. ¿Porqué no escucharlos? Para esto,monseñor, deseaba veros.

Hubo un silencio.Juan de Marigny, inmóvil, parecía

mirar más allá de los muros.—¿Qué me decíais hace un

momento? —prosiguió Tolomei—. ¡Ah,sí… el recibo!

—Me lo vais a dar —dijo elarzobispo.

Tolomei se pasó la lengua por loslabios.

—¿Qué haríais vos en mi lugar,monseñor? Imaginad por un momento…,es pura imaginación, ciertamente…, mas

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imaginad que os amenazan con vuestraruina y que vos poseéis algo…, untalismán, eso es, un talismán, que puedeserviros para evitar dicha ruina…

Fue hasta la ventana, pues habíaoído ruidos en el patio. Llegaroncargadores con cajas y envoltorios detelas. Tolomei calculó mentalmente elmonto de las mercaderías que entrabanen su casa aquel día, y suspiró.

—Sí…, un talismán contra la ruina—murmuró.

—No queréis decir que ese recibo…—Sí, monseñor, quiero decirlo y lo

digo —articuló Tolomei, con dureza—.Ese recibo prueba que habéis

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comerciado con los bienes del Templesecuestrados por la corona. Prueba quehabéis robado, y habéis robado al rey.

Miró al arzobispo cara a cara. “Lasuerte está echada —pensó—. Veremosquién cede primero.”

—¡Seréis considerado mi cómplice!—dijo Juan de Marigny.

—En tal caso, nos balancearemosjuntos en Montfaucon como dos ladrones—respondió fríamente Tolomei—, perono me balancearé solo.

—¡Sois un abominable pillo! —gritóJuan de Marigny.

Tolomei se encogió de hombros.—Yo no soy arzobispo, monseñor, y

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no fui yo quien se apropió de lascustodias de oro, en que los Templariospresentaban el Cuerpo de Cristo. Soysolamente un mercader y en estemomento tratamos un negocio, osconvenga o no. Esta es la realidad detodas mis palabras. Nada de expoliacióna los Lombardos, y nada de escándalopara vos. Pero si caigo, monseñor,también vos caeréis, y de más alto. Yvuestro hermano, que tiene demasiadafortuna para contar solamente conamigos, será arrastrado en pos devuestra desgracia.

Juan de Marigny se había levantado.Estaba lívido. Su mentón, sus manos,

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todo su cuerpo temblaba.—Devolvedme ese recibo —dijo,

agarrando el brazo de Tolomei.Este se desprendió suavemente.—No —dijo.—Os reembolsaré las dos mil libras

que me prestasteis —dijo Juan deMarigny— y podréis guardaros el frutode la venta.

—No.—Os daré otros objetos del mismo

valor.—No.—Cinco mil. Os doy cinco mil

libras por ese recibo.Tolomei sonrió.

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—¿De dónde las sacaréis? ¡Tendríaque prestároslas yo!

Juan de Marigny, con los puñosapretados, repitió:

—¡Cinco mil libras! ¡Lasencontraré! ¡Mi hermano me ayudará!

—Pues que os ayude como yo osrequiero —dijo Tolomei abriendo lasmanos—. Yo, por mi parte de la cuota,he ofrecido diecisiete mil libras altesoro real.

—El arzobispo comprendió quedebía cambiar de táctica.

—¿Y si obtengo de mi hermano queseáis exceptuado de la ordenanza? Se osdejará toda vuestra fortuna y vender

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vuestros bienes inmuebles.Tolomei reflexionó in instante. Le

proponía la manera de salvarse, a élsolamente. Todo hombre sensato, aquien se hace una tal proposición, laconsidera y tiene mucho mérito cuandola rechaza.

—No, monseñor —respondió—.Sufriré la suerte que se nos reserve atodos. No quiero recomenzar en otraparte y no tengo razones para hacerlo.Ahora pertenezco a Francia, tanto comovos. Soy burgués del rey. Quieroquedarme en París en esta casa que yohe construido. He pasado en ella treintay dos años de mi vida, monseñor, y si

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Dios quiere, en ella la concluiré… Porotra parte, aunque tuviera el deseo derestituiros este recibo, no podríahacerlo. No está aquí.

—¡Mentís! —exclamó el arzobispo.—No, monseñor.Juan de Marigny se llevó la mano a

la cruz pectoral, y la apretó como sifuera a romperla. Miró a la ventana;luego, a la puerta.

—Podéis llamar a vuestra escolta yhacer que registren la casa —dijoTolomei—. Podéis hasta poner mis piesa quemar en la chimenea, como se haceen vuestros tribunales de la Inquisición.Haced todo el alboroto y el escándalo

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que queráis; pero saldréis de aquí comohabéis venido, muera o no muera yo.Pero aunque yo muera, sabed que eso noos reportará bien alguno, pues misparientes de Siena tienen orden, si mepasa algo anormal, de hacer llegar eserecibo al rey y a los grandes barones.

Dentro de su obeso cuerpo, elcorazón le latía apresurado, y el sudor lecorría por la espalda.

—¿En Siena? —dijo el arzobispo—.Pero vos me habíais asegurado que nosaldría de vuestros cofres.

—No ha salido, monseñor. Mifamilia y yo todo es lo mismo.

El arzobispo reflexionaba. En este

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momento comprendió Tolomei que habíaganado, y que las cosas sedesarrollarían como deseaba.

—¿Entonces? —preguntó Marigny.—Entonces, monseñor —dijo

Tolomei, con gran calma—, no tengonada que añadir a lo que ya os he dichohace un momento. Hablad con elcoadjutor y apremiadlo para que aceptela oferta que le he hecho mientras aúnsea tiempo. De lo contrario…

El banquero, sin terminar la frase,fue hasta la puerta y la abrió.

La escena que aquel mismo día sedesarrolló entre el arzobispo y suhermano fue terrible. Dejando al

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descubierto su verdadero carácter, losdos Marigny, que hasta el momentohabían marchado al unísono, se hicierontrizas uno al otro.

El coadjutor abrumó a su hermanomenor con sus reproches y su desprecio,y el menor se defendió como pudo,cobardemente.

—¡Tenéis cara para recriminarme!—exclamaba—. ¿De dónde procedenvuestras riquezas? ¿De qué judíosdesollados? ¿De qué Templariosquemados vivos? ¡No he hecho sinoimitaros! ¡Os he servido bastante bien envuestros manejos! Servidme ahora a mí.

—De haber sabido cómo erais, no

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os habría hecho arzobispo —dijoEnguerrando.

—No habríais encontrado a otro quecondenara al gran maestre.

Sí, el coadjutor sabía que elejercicio del poder obliga a infamescolusiones. Pero le dolía comprobar,ahora, las consecuencias de ello en supropia familia. Un hombre que aceptabavender su conciencia por una mitra,podía igualmente robar o traicionar. Yese hombre era su hermano. Eso era laverdad.

Enguerrando de Marigny cogió suproyecto de ordenanzas contra losLombardos y con rabioso ademán, lo

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arrojó al fuego.—¡Tanto trabajo para nada! —dijo

—. ¡Tanto trabajo!

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VII.- Los secretos deGuccio

Cressay, bajo la claridad de laprimavera, con sus árboles de hojastraslúcidas y el estremecimientoplateado del Maudre había quedado enel recuerdo de Guccio, como una visióndichosa. Pero cuando aquella mañana deoctubre el joven sienés, que a cadamomento volvía la cabeza paraasegurarse de que ningún arquero lepisaba los talones, llegó a las alturas deCressay, no pudo menos de preguntarsesi no se habría equivocado. Parecía que

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el otoño había empequeñecido la casasolariega.

“¿Eran tan bajas las torrecillas? —se decía Guccio—. ¿Basta medio añopara cambiar hasta ese punto lamemoria?”

Con las lluvias el patio se habíaconvertido en un barrizal donde loscaballos se hundían hasta las cuartillas.“Almenos —pensó Guccio—, hay pocasprobabilidades de que vengan abuscarme aquí.” Arrojó las riendas a sucriado y le dijo:

—Atad los caballos y que les den decomer.

Se abrió la puerta de la casa

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solariega y apareció María de Cressay.La emoción le hizo apoyarse en la

jamba.“¡Qué hermosa es! —pensó Guccio

—. Y no ha dejado de amarme.”Entonces las grietas desaparecieron

de los muros y las torrecillas recobraronpara Guccio las proporciones queguardaban en su recuerdo.

Pero ya María gritaba hacia elinterior de la casa:

—¡Madre! ¡Messire Guccio havuelto!

Doña Eliabel recibió al joven congrandes expresiones de alegría y besósus mejillas, estrechándolo contra su

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fuerte pecho. La imagen de Guccio habíallenado con frecuencia sus noches.Tomó sus manos, lo hizo sentar y ordenóque se le trajera sidra y pasteles.

Guccio aceptó de buen grado laacogida y explicó su venida tal comohabía pensado: tenía que poner en ordenla factoría de Neauphle, que se resentíade una mala dirección. Los dependientesno sobraban los créditos a su debidotiempo… Doña Eliabel se inquietó alinstante.

—Nos concedisteis un año —dijo—. El invierno se nos echa encima trascosechas muy mezquinas y aún nohemos…

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guccio dio a entender vagamente quelos castellanos de Cressay eran susamigos y que no permitiría que se lesincomodara. El había recordado suinvitación a quedarse… Doña Eliabel seregocijó. En ninguna parte de la ciudad,dijo, hallaría tales comodidades nicompañía. Guccio requirió su equipaje,que venía sobre el caballo del criado.

—Traigo en él —dijo— algunastelas que espero os han de agradar yalgunos adornos… En cuanto a Pedro yJuan, tengo para ellos dos halconesadiestrados, que les harán cobrar máspiezas si es posible.

Las telas, los adornos y los halcones

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deslumbraron a la familia y fueronrecibidos con gritos de gratitud. Pedro yJuan, con los vestidos oliendo, comosiempre, a tierra, a caballo y a cazahicieron mil preguntas a Guccio.Surgido milagrosamente ahora, cuandose preparaban para el largo aburrimientode los malos meses, les pareció másdigno de afecto que su primera visita. Sehubiera dicho que lo conocían desdesiempre.

—¿Y qué es de nuestro amigo, elpreboste de Portefruit? —preguntóGuccio.

—Pues sigue robando todo lo quepuede, pero no en nuestra casa, gracias a

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Dios… y a vos.María se deslizaba por la

habitación, inclinando el busto delantedel fuego que atizaba o poniendo pajafresca en el lecho con cortinas dondedormían sus hermanos. No hablaba, perono le quitaba los ojos de encima aGuccio. En el instante en que seencontraron solos, éste la cogiósuavemente de los brazos y la trajohacia sí.

—¿No hay nada en mis ojos que osrecuerde la dicha? —dijo, copinado lafrase de un relato de caballería quehabía leído recientemente.

—¡Oh, sí, messire! —respondió

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María con voz temblorosa—. Nuncacesé de veros aquí, por lejos queestuvieseis. No he olvidado nada.

Guccio biscó una excusa quejustificase su ausencia de seis meses sinenviar mensaje alguno. Pero con gransorpresa de su parte, en lugar de hacerleun reproche, María le agradeció quehubiera vuelto antes de lo que esperaba.

—Dijisteis que vendríais al cabo deun año por los intereses. No os esperabaantes. Pero aunque no hubierais venidoos habría aguardado toda la vida.

Guccio se había llevado de Crassayel pesar de una aventura inacabada en lacual, para ser franco, poco había

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pensado durante todos aquellos meses.Ahora encontraba un amor deslumbrante,maravilloso, que había crecido,semejante a una planta, a lo largo de laprimavera y del verano. “Tengo suerte—se dijo—, podía haberme olvidado,haberse casado…”

Los hombres propensos a lainfidelidad, por fatuos que parezcan, sonrealmente modestos en el amor, porquejuzgan a los demás por sí mismos.Guccio se admiraba de haber inspiradoun sentimiento tan pujante y raro,habiéndola tratado tan poco.

—María, tampoco he dejado deteneros presente y nada me desligó de

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vos —dijo con todo el entusiasmonecesario para ocultar tan gran mentira.

Estaban uno frente al otro,igualmente conmovidos, igualmenteconfundidos en sus palabras y gestos.

— María —dijo Guccio—, no hevenido por la factoría no por créditoalguno. A vos no quiero ni puedoocultaros nada; sería ofender el amorque nos une. El secreto que voy aconfiaros atañe a la vida de muchaspersonas y a la mía propia… Mi tío yamigos poderosos me han encargadoocultar, en lugar seguro, escritosimportantes para el reino y para supropia seguridad. A esta hora

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probablemente los arqueros han salido abuscarme.

Siguiendo su propensión, empezabaa hinchar el personaje.

—Tenía veinte sitios donderefugiarme; pero he venido hacia vos,María; mi vida depende de vuestrosilencio.

—Soy yo —dijo María—quiendepende de vos, mi señor. Sólo confíoen Dios y en el único hombre que me hatenido en sus brazos. Mi vida es vuestra,vuestro secreto es el mío, yo os ocultarélo que vos queráis que oculte, y callarélo que vos queráis que calle, y el secretomorirá conmigo.

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Las lágrimas nublaban sus pupilasazul oscuro.

—Lo que tengo que esconder —dijoGuccio— está en un cofrecito de plomono mayor que mis manos. ¿Hay algúnsitio por aquí…?

María reflexionó un instante.—En el horno de la vieja estufa,

quizá… —respondió—. No, todavíamejor en la capilla. Iremos mañana. Mishermanos se van al alba a cazar, y mimadre los seguirá en seguida, pues debeir a la ciudad. Si me quiere llevar, mequejaré de dolor de garganta. Vos fingidque dormís hasta muy tarde.

Guccio fue instalado en el piso, en la

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gran habitación limpia y fría que yahabía ocupado. Se acostó con la daga allado y la caja de plomo bajo laalmohada. Ignoraba que, a aquella hora,los dos hermanos Marigny habían tenidoya su dramática entrevista, y que laordenanza contra los Lombardos no eramás que ceniza.

Lo despertó el ruido de la marcha delos hermanos. Acercándose a la ventana,vio cómo Pedro y Juan de Cressaymontaban en dos malas jacas y salían alcampo, cada uno con su halcón en elpuño. Se cerraron las puertas. Pocodespués una vieja yegua gris, cargada deaños, era aparejada para doña Eliabel

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que se alejó también, escoltada por uncriado cojo.

Momentos después, María lollamaba desde la planta baja y Gucciodescendió con el cofre de plomo bajo lacapa.

La capilla era una pequeña piezaabovedada, en el interior de la casasolariega, en la parte que miraba al este.Los muros estaban blanqueados con cal.

María encendió un cirio en lalámpara de aceite que ardía delante deuna estatua de san Juan Evangelista,groseramente tallada en madera. En lafamilia de Cressay se daba siempre elnombre de Juan al hijo mayor.

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María condujo a Guccio al lado delaltar.

—Esta piedra se mueve —dijoseñalando una pequeña losa que teníauna orilla oxidada.

A Guccio le costó algún trabajodesplazar la losa. A la luz del cirio vioun cráneo y trozos de osamenta.

—¿Quién es? —dijo, haciendo loscuernos con los dedos.

—Un abuelo; no sé cual.Guccio colocó en el agujero, al lado

del blancuzco cráneo, la caja de plomo;después, repuso la losa en su sitio.

—Nuestro secreto está sellado anteDios —dijo María.

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Guccio la abrazó y quiso besarla.—No, aquí no —dijo ella temerosa

—, en la capilla no.Volvieron a la gran sala, donde una

criada acababa de poner sobre la mesael pan y la leche de la primera comida.Guccio se quedó de espaldas a lachimenea hasta que, ida la sirvienta, sele acercó a María.

Entonces enlazaron sus manos,María apoyó la cabeza en el hombro deGuccio, y se mantuvo así largo rato,estudiando, adivinando el cuerpo delhombre a quien, entre Dios y ella, sehabía decidido que pertenecería.

—Os amaré siempre, aunque vos

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dejarais de amarme —dijo.Luego sirvió la leche caliente en las

escudillas y partió el pan. Cada ademánsuyo era un gesto de felicidad.

Transcurrieron cuatro días. Guccioacompañó a los hermanos a cazar y nose mostró torpe. Realizó algunas visitasa la factoría para justificar su presencia.Una vez se encontró con el prebostePortefruit, quien lo reconoció y losaludó con servilismo. Esto lotranquilizó. De haberse tomado algunamedida contra los Lombardos, messirePortefruit no se hubiera mostrado tancortés. “Y pensar que el día menospensado puede arrestarme —pensó—.

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Las libras que he traído servirán parauntarle la mano.”

Doña Eliabel, aparentemente, nosospechaba nada de lo que sucedía entresu hija y el joven sienés. Guccio quedóconvencido de ello por la conversaciónque sorprendió entre la buena señora ysu hijo menor. Guccio estaba en sucuarto del piso superior. Doña Eliabel yPedro de Cressay hablaban junto alfuego, en la sala grande, y sus vocessubían por la chimenea.

—En verdad, es una pena que gucciono sea noble —decía Pedro—. Haría unbuen esposo para mi hermana. Esapuesto e instruido, y goza de una

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situación como para desearlacualquiera… Me pregunto si nodeberíamos considerar la convenienciade…

A doña Eliabel no le gustó lasugestión.

—¡Jamás! —exclamó—. El dinerohace perder la cabeza, hijo mío. Ahorasomos pobres, pero nuestra sangre nosotorga el derecho de concertar lasmejores alianzas. No entregaré a mi hijaa un mozo plebeyo, quién, además nisiquiera es de Francia. Ciertamente eldoncel es agradable, pero que no se leocurra galantear a María porque lellamaría en seguida al orden… ¡Un

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Lombardo! Por otra parte, ni siquierapiensa en ella. Si la edad no me volvieramodesta, te confesaría que tiene mejoresojos para mí. Estoy segura que ésa es larazón por la cual se ha introducido aquí,como un injerto en el árbol.

Guccio, si bien sonrió al oír lasiluciones de la castellana, se sintióherido por el desdén con que miraba sucondición de plebeyo y su oficio. “Estagente nos pide prestado para comer, nopaga sus deudas y todavía nos consideramenos que a sus labriegos. ¿Y quéharíais sin los Lombardos, mi buenaseñora? —se decía, muy ofendido—.¡Pues bien! ¡Tratad de casar a vuestra

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hija con un gran señor y ya veréis comolo toma ella!”

Al mismo tiempo sentía ciertoorgullo por haber seducido a una jovende tan alta nobleza, y que aquella nochedecidió casarse con María, a pesar delos obstáculos que pudieran oponerse.

Durante la siguiente comida, mirabaa María y pensaba.

“¡Es mía! ¡Es mía!” Todo el rostrode María, sus hermosas pestañasarqueadas, sus pupilas punteadas de oro,sus labios entreabiertos, parecíaresponderle: “Soy vuestra.” Y Guccio sepreguntaba: “¿Cómo no lo ven losdemás?”

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a la mañana siguiente, encontró enNeauphle un mensaje de su tío en que lehacía saber que el peligro había pasadopor el momento, y le pedía que regresaracuanto antes.

El joven, por lo tanto, debióanunciar que un asunto importante loreclamaba en París. Doña Eliabel,Pedro y Juan dieron muestras de sentirlomucho. María nada dijo y prosiguió lalabor de bordado en que se ocupaba.Pero cuando estuvo a solas con Guccio,demostró su angustia. ¿Había ocurridouna desgracia? ¿Lo amenazaba algo?

Guccio la tranquilizó. Por elcontrario, gracias a él, a ella y a los

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documentos ocultos en la capilla, loshombres que querían la ruina de losbanqueros italianos estaban derrotados.

María estalló entonces en sollozosporque Guccio iba a marcharse.

—Vuestra partida será para mí comola muerte —dijo.

—Volveré en cuanto me sea posible—dijo Guccio.

Al mismo tiempo cubría de besos elrostro de María. La salvación de lascompañías lombardas lo alegraba sólo amedias, hubiera querido que el peligrosubsistiera.

—Volveré, hermosa María —repitió—. Os lo juro, pues nada deseo en el

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mundo más que vos.Esta vez era sincero. Había ido allí

en busca de refugio; y se marchaba conun amor en el corazón.

Como su tío no le hablara en sumensaje de los documentos escondidos,Guccio fingió entender que debíadejarlos en Cressay. De este modotendría pretexto para volver.

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VIII.- La cita en Pont-Sainte-Maxence

El 4 de noviembre, el rey debíacazar en el bosque de Pont-Sainte-Maxence. En compañía de su primerchambelán. Hugo de Bouville, susecretario privado Millard y algunosfamiliares, había dormido en el castillode Clermont, a dos leguas de distancia.

El rey parecía descansado y demejor humor que en los últimos tiempos.Los asuntos del reino le daban unpequeño respiro. El préstamo de losLombardos había sacado a flote el

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tesoro. El invierno traería la calma a losinquietos señores de la Champaña y alos burgueses de Flandes.

Había nevado durante la noche, erala primera nevada del año, prematura,casi insólita. El frío de la mañana habíaendurecido la nieve fina sobre loscampos y los bosques, transformado elpasaje en un inmenso mar blanco, einvirtiendo los colores del mundo.

Hombres, perros y caballosproyectaban el aliento delante de ellosen vaharadas que se abrían en el airecomo grandes flores de algodón.

Lombardo trotaba junto al caballodel rey. Aunque era lebrel, participaba

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también en la caza del ciervo o deljabalí, trabajando un poco por cuentapropia; pero poniendo, a veces, a lajauría sobre la pista. Pues los lebreleslo mismo gozan de fama por su vista yvelocidad que por su mal olfato.Lombardo tenía la nariz de un perroperdiguero.

En el centro del claro donde seagrupaban los cazadores, entre unconcierto de pisadas de caballos y dehombres, de chasquidos de látigo, derelinchos y ladridos, el rey se entretuvoun momento contemplando su hermosajauría, inquiriendo sobre alguna perra,ausente porque acababa de parir, y

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charlando con sus perros.—¡Mis siervos! ¡Ea, valientes! —les

decía.El montero mayor se presentó ara

dar su informe al rey. Había acorraladovarios ciervos, entre ellos uno grande,que según decían los mozos de jauríatenía diez puntas. Era uno de losllamados ciervos reales, el más nobleanimal que podía hallarse. Además, setrataba de un ciervo “peregrino”, deesos que vagan, sin manada, de bosqueen bosque más fuertes y más salvajespor estar solos.

—Acosadlo —dijo el rey.Soltaron los perros, se les puso en el

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rastro, y los cazadores se dispersaronhacia los lugares donde podía aparecerel ciervo.

—Tuá! ¡Tuá! —se les oyó gritar alpoco rato.

Lo habían divisado. Los ladridos delos perros llenaron el bosque, así comolas llamadas de los cuernos de caza y elgran fragor de las galopadas y de lasramas rotas.

Por lo general los ciervos se hacenperseguir durante algún tiempo por losalrededores del lugar donde han sidodescubiertos, dan vueltas por el bosque,confunden los rastros, tratan deencontrar a otro ciervo más joven a cuyo

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lado corren para desorientar a losperros y regresan al punto de donde hanpartido.

Aquel ciervo sorprendió a todos altomar en línea recta hacia el norte.Presintiendo el peligro, se dirigíainstintivamente hacia el lejano bosquede las Ardenas, su lugar de origen, sinduda.

Así mantuvo la carrera una hora, doshoras, sin apresurarse demasiado, a lavelocidad justa para tener los perros adistancia. Luego, cuando sintió que lajauría empezaba a desfallecer, forzóbruscamente la marcha y desapareció.

El rey, muy animado, cortó el

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bosque en línea recta para tomar ladelantera, llegar hasta la orilla yaguardar a que el ciervo saliera e aldescampado.

Nada más fácil que perder unacacería. Uno se cree a cien pasos de lajauría y de los otros cazadores a quienesoye aún y, pocos minutos después, estáen medio de un silencio total,completamente solo, en el centro de unacatedral de árboles, sin saber por dóndehan desaparecido los perros queladraban con tanta fuerza, ni por quéhechizo o sortilegio se han desvanecidolos compañeros.

Además aquel día el aire helado

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trasmitía mal los sonidos y los perros semovían con dificultad, entre aquellaescarchada que congelaba los colores.

El rey se había extraviado.Contemplaba una gran llanura blanca,donde la vista se perdía en unainmaculada capa centelleante que cubríalas praderas, los setos bajos, losrastrojos de la pasada cosecha, lostejados de una aldea y las ondulacionesde los bosques lejanos. El sol habíaaparecido.

El rey se sintió de pronto comoextraño en el universo. Le sobrevino unaespecie de aturdimiento y de vacilaciónsobre su montura. No le dio importancia,

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porque era robusto y nunca le habíanfallado las fuerzas.

Preocupado por saber si el ciervo sehabía desemboscado o no, seguía alpaso la linde del bosque, procurandoencontrar en el suelo las huellas delanimal. “Con esta escarcha —se decía—,debería verlas fácilmente.

Divisó a un labriego que caminabano lejos de allí.

—¡Eh, buen hombre!El labriego se volvió y fue hacia él.

Era un campesino de unos cincuentaaños, sus piernas estaban protegidas porcalzas de tela gruesa y en su manoderecha llevaba un garrote. Se quitó la

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gorra y dejó al descubierto sus cabellosgrises.

—¿No has visto huir a un ciervogrande? —preguntó el rey.

El hombre asintió con la cabeza yrespondió:

—Sí, señor. Un animal como ése quevos decís me pasó ante las narices nohace un Ave María. Debía de tener en elcuerpo sus buenas dos horas de caza,porque iba agobiado y con la lenguafuera. Seguramente es vuestro animal.No tendréis que correr mucho, porqueiba en busca de agua. Sólo la encontraráen los estanques de La Fontaine.

—¿Lo seguían los perros?

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—Nada de perros, señor. Perohallaréis su rastro detrás de aquella granhaya. Va a los estanques.

El rey se sorprendió.—Parece que conocéis el país y la

caza —dijo.Una ancha sonrisa hendió el rostro

moreno. Los ojillos maliciosos ycastaños se clavaron en el rey.

—Algo sé del país y de la caza —dijo el hombre—. Y deseo que un reytan grande como vos halle en ellos suplacer todo el tiempo que Dios quiera.

—Entonces, ¿me habéis reconocido?El hombre volvió a asentir con la

cabeza y dijo, con orgullo:

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—Os vi pasar en otras cacerías, y amonseñor de Valois, vuestro hermano,cuando vino a liberar a los siervos delcondado.

—¿Eres libre?—Gracias a vos, mi Sire, y no

siervo, como nací. Conozco losnúmeros, y sé usar el estilo para contar,si hace falta.

—¿Estás contento de ser libre?Contento… claro que sí. Es decir,

uno se siente de otra manera, no comomuerto en vida. Y sabemos bien que esaordenanza os la debemos a vos. Amenudo nos la repetimos, como nuestraoración sobre la tierra: Considerando

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que toda criatura humana, formada aimagen de Nuestro Señor, debe serigualmente libre por derecho natural…Es bueno oír esto cuando uno se creíapara siempre ni más ni menos que losanimales.

—¿Cuánto pagaste por tu liberación?—Sesenta y cinco libras.—¿Las tenías?—El trabajo de una vida, Sire.—¿Cómo te llamas?—Andrés… Andrés de los bosques,

me llaman, porque aquí habito.El rey, que por lo general no era

generoso, sintió deseos de dar algo aaquel hombre. No una limosna, sino un

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presente.—Sé siempre buen servidor del

reino. Andrés de los bosques —le dijo—. Y guarda esto que te harárecordarme.

Desanudó su cuerno de caza, unahermosa pieza de marfil, labrado y conincrustaciones de oro, que valía mas delos que el hombre había pagado por sulibertad.

Las manos del labriego temblabande orgullo y de emoción.

—¡Oh, esto… esto! —murmuraba—.Lo pondré a los pies de Nuestra Señora,la Virgen, para que proteja a mi casa.Que Dios os guarde, Sire.

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El rey se alejó, henchido de alegríacomo hacía meses no había sentido. Unhombre le había hablado en la soledadde los bosques, un hombre que, gracias aél, era libre y dichoso. El pesado fardodel poder y de los años se aligeraba degolpe. Había hecho bien su trabajo derey. “Desde lo alto de un trono —se dijo—, uno sabe que hiere, pero nunca sabesi se ha hecho el bien que ha queridohacer ni a quién”. Esta inesperadaaprobación, surgida de la masa de supueblo, le resultaba más preciosa ydulce que todos los elogios de loscortesanos. “Debí haber extendido laliberación a todo el reino… Este

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hombre a quien acabo de ver, si se lehubiera instruido en su juventud, habríahecho un preboste o un capitán mejorque muchos.

Pensaba en todos los Andrés de losbosques, del valle o del prado, en losJuan-Luis de los campos, en los Jacobode la aldea o del cercado, cuyos hijoslibres de la condición de servidumbre,constituirían una gran reserva dehombres y de fuerzas para el reino.“Veré con Enguerrando de ampliar esaordenanza.”

En este momento oyó un “rau…rau…” ronco, a su derecha, y reconocióel ladrido de Lombardo.

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—¡Sus, mi servidor, sus!¡Adelante…! ¡Adelante! —gritó el rey.

Lombardo había encontrado el rastroy corría sin detenerse, con el hocico aras del suelo. No era el rey quien habíaperdido la caza sino el resto de lapartida. Felipe el Hermoso sintió unjuvenil placer al pensar que iba aperseguir y dar a aquel ciervo de diezpuntas él solo, con la única ayuda de superro favorito.

Picó al caballo y salió al galope,siguiendo a Lombardo, sin noción deltiempo, a través de campos y valles,saltando taludes y setos. Tenía calor, yel sudor, frío, le corría por la espalda.

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De pronto, vio una masa oscura quehuía por la blanca llanura.

—¡Tuá! ¡Sus, Lombardo! —gritó elrey— ¡A la cabeza, a la cabeza!

Era el ciervo perseguido, un grananimal negro con la barriga de colorclaro. Ya no corría con la ligereza delprincipio de la cacería. Se movíalentamente, deteniéndose algunas veces,mirando hacia atrás y reanudando lacarrera con torpe salto.

Lombardo ladraba con más fuerzaviendo la proximidad de la pieza, yganaba terreno.

La cornamenta del ciervo intrigabaal rey. Algo brillaba en ella y luego se

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apagaba. Sin embargo, la res no teníanada de esos animales fabulosos de quehablan las leyendas. Pero que nunca seencuentran, como el famoso ciervo desan Humberto, infatigable, con su cruzenhiesta en la mitad de la testuz. Este erasimplemente un animal agotado quehabía huido sin astucia, corriendo alritmo de su miedo a través de loscampos y que pronto se veríaacorralado.

Con Lombardo a los corvejones, elciervo se guareció en un bosquecito dehayas, y no salió más. Al instante oyóque los ladridos de Lombardo cobrabanesa sonoridad más prolongada y más

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alta, furiosa y conmovedora a la vez,propia de los perros cuando el animalque persiguen está vencido.

El rey penetró en el bosquecillo:rayos de sol sin calor se filtraban através de las ramas, y enrojecían laescarcha.

El rey se detuvo y sacó de la vainasu espada corta. Sentía entre sus piernaslos latidos del corazón del caballo; y élmismo aspiraba el aire frío a grandesbocanadas. Lombardo no cesaba deaullar. Allí estaba el ciervo grande,pegado contra un árbol, la cabeza gachay el hocico casi a ras de suelo; su pelajechorreaba y humeaba. Entre sus

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inmensos cuernos llevaba una cruz, unpoco atravesada, que brillaba. Eso fuelo que vio el rey durante un instante,porque en seguida se estupor se trocó enespanto: su cuerpo se negaba aobedecerle. Quería apearse de sucabalgadura, pero el pie no soltaba elestribo; sus piernas pendían contra losflancos del caballo como dos botas demármol. Sus manos, dejando caer lasriendas, quedaron inertes. Trató degritar, pero ningún sonido salió de sugarganta.

El ciervo, con la lengua colgante, lomiraba con sus grandes ojos trágicos. Ensu cornamenta la cruz se apagó y brillo

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de nuevo. Los árboles, el sol, todocuanto le rodeaba, se transformó ante losojos del rey, que sintió un espantosoestallido dentro de la cabeza, y luego loenvolvió de pronto una total oscuridad.

Momentos después, cuando el restode la partida llegó al bosquecillo,hallaron el cuerpo del rey de Franciatendido a los pies de su caballo.Lombardo ladraba sin cesar frente algran ciervo peregrino, cuyos cuernossostenían dos ramas secas, desprendidasde algún árbol, puestas en forma de cruzy relucientes al sol, bajo su barniz deescarcha.

Pero nadie se preocupó del ciervo;

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mientras los monteros contenían a lajauría, el animal, repuesto ya, huyóseguido solamente por algunos perrosque lo perseguirían hasta l noche o lollevarían a ahogarse en un estanque.

Hugo de Bouville, inclinado sobreFelipe el Hermoso, gritó:

—¡El rey vive!Con dos resalvos cortados, allí

mismo a golpes de espada, cintos ymantas, se improvisó una camilla sobrela cual extendieron al monarca. Este nose movió más que para vomitar yvaciarse por dentro, como un pato alcual se ahoga.

Tenía los ojos vidriosos y

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entornados.De esta manera lo condujeron hasta

Clermont donde, por la noche, recobróparcialmente el uso de la palabra. Losmédicos, requeridos inmediatamente, losangraron.

Sus primeras palabras, penosamentearticuladas, dirigidas a Bouville quevelaba, fueron:

—La cruz… La cruz…Bouville, creyendo que el rey quería

orar fue en busca de un crucifijo.Luego Felipe el Hermoso dijo:—Tengo sed.Al alba, tartamudeando, pidió que se

le condujera a Fontainebleau, donde

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había nacido. También Clemente V,sintiéndose morir había querido regresaral lugar de su nacimiento.

Decidieron transportar al rey por elrío para que sufriera menos sacudidas, ylo instalaron en una gran barcaza quedescendió por el Oise. Los familiares,servidores y arqueros de la escoltaseguían el cortejo en barca, o a caballopor la orilla.

La noticia se adelantaba al extrañocortejo y los ribereños acudían par verpasar a la gran figura abatida. Loslabriegos se descubrían, como cuandopasaba la procesión de las rogativas porsus campos. En cada aldea, los arqueros

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pedían pequeños braseros para calentarel aire en torno al rey. El cielo estabauniformemente gris, cubierto de nubesnevosas.

El señor de Vauréal descendiódesde su casa solariega que dominabaun recodo del Oise y acudió a saludar alrey. Lo halló con el rostro cubierto porun color de muerte. El rey no respondiómás que con un movimiento de lospárpados. ¿Dónde estaba el atleta queotrora doblegaba a dos hombres consolo apretar sobre sus hombros?

La noche cayó pronto. Prendierongrandes antorchas en la proa de lasbarcas, y la luz roja y danzarina se

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proyectaba sobre las orillas; parecía unagruta de llamas que atravesaba la noche.

Así llegaron hasta la confluencia delSena, y de allí a Possy. El rey fueconducido al castillo.

Allí permaneció diez días., al cabode los cuales parecía estar un pocomejor. Había recobrado el uso de lapalabra. Podía mantenerse de pie conmovimientos torpes aún y precavidos.Insistió en seguir viaje haciaFontainebleau. Y haciendo un granesfuerzo de voluntad, exigió que losubieran a caballo. De esta manera, congran prudencia, llegó hasta Esonnes.Pero allí, a pesar de todo el tesón de su

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energía, debió abandonar: el cuerpo realno obedecía más a la voluntad. Acabó eltrayecto en una litera. La nieve caía otravez y el ruido de los cascos de loscaballos se ahogaban en ella.

En Fontainebleau, ya se habíareunido la corte. Todas las chimeneasdel castillo estaban encendidas.

Cuando el rey entraba en el edificiomurmuró:

—EL sol, Bouvlle, el sol…

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IX.- Una gran sombrasobre el reino

Durante unos doce días, el espíritudel rey vagó como un viajero perdido. Aveces, aunque se fatigaba en seguida,parecía recobrar su actividad. Sepreocupaba por los asuntos del reino,exigía revisar las cuentas, pedía conautoritaria impaciencia que lepresentaran los documentos yordenanzas para firmarlos. Jamás habíademostrado tanta ansia de firmar. Luego,bruscamente, caía en un extrañoaturdimiento y de su boca salían

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palabras raras, sin conexión nisignificado. Se pasaba por la frente unamano blanda de dedos crispados.

En la corte se rumoreaba que estabaausente de sí mismo. De hecho,comenzaba a ausentarse de este mundo.

En tres semanas, la enfermedadhabía convertido a aquel hombre decuarenta y seis años en un ancianodemacrado que no vivía más que amedias en el fondo de un cuarto delcastillo de Fontainebleau.

¡Y siempre aquella sed que loacometía y le hacía reclamar algo deb e b e r ! (Según los documentos einformes de embajadores que se

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poseen, puede llegarse a la conclusiónde que Felipe el Hermoso falleció aconsecuencia de un derrame en unazona no motriz del cerebro. Tuvo unarecaída mortal el 27 ó 27 denoviembre.)

Los médicos aseguraban que no teníacura, y el astrólogo Martín, con palabrasprudentes, anunció que a fines del mesun poderoso monarca de occidentesufriría una terrible prueba, prueba quecoincidiría con un eclipse de sol: “Esedía —escribió maese Martín—, habráuna gran sombra sobre el reino.”

Y de improviso, una tarde, Felipe elHermoso volvió a sentir en su cerebro

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aquel gran estallido y la espantosa caídaen las tinieblas que le había sobrevenidoen el bosque de Pont-Sainte-Maxence.Esta vez no había ciervo ni cruz. Nohabía más que un cuerpo postrado en ellecho y sin sensación alguna de loscuidados que se le prodigaban.

Cuando emergió de aquella noche dala conciencia, incapaz de saber si habíadurado una hora o dos días, lo primeroque distinguió el rey fue una larga formablanca rematada por una estrecha coronanegra, se inclinaba sobre él. Tambiénoyó que le hablaban.

—¡Ah! Hermano Renaud —dijo elrey, débilmente—, os reconozco… Pero

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parecéis envuelto en bruma.Y al instante agregó:—Tengo sed.El hermano Renaud, de los

dominicos de Possy, gran inquisidor deFrancia, humedeció los labios delenfermo con un poco de agua bendita.

—¿Ha sido llamado el obispoPedro? ¿Ha llegado ya? —preguntóentonces el rey.

Por uno de esos impulsos del alma,frecuentes en los moribundos y que losretrotraen a sus más remotos recuerdos,la obsesión del rey en los últimos díashabía sido la de reclamar a su cabeceraa Pedro de Latille, obispo de Chälons,

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uno de sus compañeros de infancia. ¿Porqué, precisamente, a él? Su deseoprovocó la conjetura de todos y sebuscaron secretos motivos, cuando sólohabría debido verse en eso un accidentede la memoria.

— S í , Sire, se le ha llamado —respondió el hermano Renaud.

Efectivamente, había sidodespachado un jinete hacia el obispadode Chälons, pero tarde, con la esperanzade que el obispo no llegara a tiempo.

Porque el hermano Ranaud tenía unamisión que no quería compartir conningún otro eclesiástico. En efecto, elconfesor del rey era al mismo tiempo el

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gran inquisidor de Francia. Compartíanlos mismos pesados secretos. Elomnipotente monarca se veía privadodel amigo de su elección para asistirleen el gran trance.

—¿Me habñabais desde hace muchorato, hermano Renaud? —preguntó elrey.

El hermano Renaud, de barbillahundida, ojillos negros, cabeza calva,estaba encargado, so capa de la voluntaddivina, de obtener del rey lo que losvivientes aguardaban aún de él.

—Sire —dijo—, Dios os estaríaagradecido si dejarais en orden losasuntos del reino.

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El rey guardó silencio durante unosinstantes.

—Hermano Renaud —dijo—, ¿Hicemi confesión?

—Desde luego, Sire, anteayer —respondió el dominico—. Una hermosaconfesión que ha causado nuestraadmiración y producirá la misma entodos vuestros súbditos. Dijisteis que osarrepentíais de haber cargado a vuestropueblo, y sobre todo a la Iglesia, conexcesivos impuestos, pero que nosabíais implorar perdón por los muertosque había podido ocasionar vuestromandato, porque la fe y la justicia sedeben mutua asistencia.

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El gran inquisidor había elevado lavoz para que todos los presentes looyeran con claridad.

—¿Eso dije? —preguntó el rey.No lo sabía. ¿había pronunciado

tales palabras, o bien el hermanoRenaud inventaba ese edificante finalpropio de todo gran personaje?Murmuró simplemente: “Los muertos…”

—Sire, sería preciso que hicieraisconocer vuestra última voluntad —insistió el hermano Renaud.

Se apartó un poco, y el rey notó quela habitación estaba llena de gente.

—¡Ah! Os reconozco a todos los queestáis aquí.

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Parecía sorprendido de que lequedara esa facultad de reconocer lascaras.

Todos estaban a su alrededor: susmédicos, el gran chambelán, su hermanoCarlos de estatura aventajada, suhermano Felipe un poco apartado y conla cabeza baja. Enguerrando y Felipe elConverso, su legista, y su secretarioMaillard sentado en una pequeña mesajunto a la cama…, todos inmóviles y detal modo silenciosos y desdibujados queparecían situados en una eternairrealidad.

—Sí, sí —repitió—. Os reconozcobien.

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Aquel gigante, allá lejos, cuyacabeza descollaba sobre todas lasdemás, era Roberto de Artois, suturbulento pariente… Una mujerona, nomuy lejos se arremangaba como unapartera. La vista de la condesa Mahautle recordó las tres princesascondenadas.

—El Papa ¿ha sido elegido? —murmuró.

—No, Sire.Otros problemas se arremolinaban

en su mente agotada.Todo hombre, porque cree en cierta

manera que el mundo ha nacido con él,sufre, en el momento de abandonar la

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vida, por dejar el universo inconcluso.Con mayor motivo un rey.

Felipe el Hermoso buscó con lamirada a su primogénito.

Luis de Navarra, Felipe de Poitiersy Carlos de Francia se mantenían al ladodel lecho, juntos y como de una pieza,ante la agonía de su padre. El rey tuvoque volver la cabeza para verlos.

—¡Considerad, Luis, lo que significaser rey de Francia! —murmuró Felipe elHermoso—. Conoced cuanto antes elestado de vuestro reino.

La condesa Mahaut pugnaba poracercarse, y todo el mundo adivinabaqué perdones quería arrancar del

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moribundo.El hermano Renaud dirigió a

monseñor de Valois una mirada quequería decir: “Monseñor, intervenid.”

Luis de Navarra sería rey dentro deunos instantes, y nadie ignoraba queValois lo dominaba completamente. Asíla autoridad de éste crecía lógicamente.Por esto el gran inquisidor se dirigía aél, como al poder verdadero.

Valois, cortando el paso a Mahaut,se interpuso entre ella y el lecho.

—Hermano Mío, ¿creéis que nodebe cambiarse nada en vuestrotestamento de 1311?

—Nogaret ha muerto —respondió el

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rey.El hermano Renaud y Valois se

miraron otra vez, pensando que habíanaguardado demasiado. Pero Felipe elHermoso prosiguió:

—Era el ejecutor de mi voluntad.—Sería conveniente, pues, que

dictarais un codicilo para designar denuevo a vuestros ejecutores, hermano —dijo Valois.

—Tengo sed —murmuró Felipe elHermoso.

Otra vez le mojaron sus labios conagua bendita.

Valois prosiguió:—Supongo que seguís deseando que

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vele por el cumplimiento de vuestravoluntad.

—Cierto —dijo el rey—. Y tambiénvos, Luis, hermano mío —agregóvolviendo la cabeza hacia monseñor deEvereux.

Millard había comenzado a escribir,pronunciando a media voz la fórmularitual de los testamentos reales.

Después de Luis de Evereux, el reydesignó otros ejecutores a medida quesus ojos, más impresionantes aún ahoraque aumentaba su lividez, encontrabanciertos rostros en su derredor. Nombróde este modo a Felipe el Converso,luego a Pedro de Chambly, familar de su

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hijo segundo, y a Hugo de Bouville.Entonces, Enguerrando de Marigny

se adelantó e hizo de manera que sumaciza humanidad ocupara toda laatención del moribundo.

Marigny sabía que, desde hacía dossemanas, Carlos de Valois resaltabaante el debilitado soberano sus quejas yacusaciones. “Es Marigny, hermano mío,la causa de vuestra inquietud… Marignyentregó el tesoro al pillaje… Marignypactó la deshonrosa paz de Flandes…Marigny aconsejó quemar al granmaestre.”

¿Iba Felipe el Hermoso a designar aMarigny ejecutor testamentario, como

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evidentemente, creía todo el mundo,dándole de ese modo una última pruebade confianza?

Millard, con la pluma en alto,observaba al rey. Pero Valois seapresuró a decir:

—Creo que hay número suficiente,hermano mío.

E hizo a Millard un gesto imperativode que cerrara la lista. EntoncesMarigny, pálido, cerrando los puñossobre la cintura y forzando la voz dijo:

—¡Sire!… Siempre os servífielmente. Os pido que me recomendéisa vuestro hijo.

Entre aquellos dos rivales que se

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disputaban su voluntad, entre su hermanoy su primer ministro, el rey tuvo unmomento de vacilación. ¡Cuántopensaban en sí mismos, y que poco enél!

—Luis —dijo con voz cansado—,que no se toque a Marigny si pruebahaber sido fiel.

Entonces Marigny comprendió quelas acusaciones habían hecho mella.Ante desamparo tan descarado, sepreguntaba si Felipe el Hermoso lohabía apreciado alguna vez.

Pero Marigny Sabía los poderes deque disponía. Tenía en su mano laadministración, a la hacienda pública y

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el ejército. Conocía el “estado delreino” y que no se podía gobernar sin él.Se cruzó de brazos, levantó la cabeza, ymirando a Valois y a Luis de Navarrajunto al lecho donde agonizaba susoberano, pareció desafiar al futuroreinado.

—Señor, ¿tenéis otra voluntad? —preguntó el hermano Renaud.

Hugo de Bouville enderezó un cirioque amenazaba caerse.

—¿Por qué está tan oscuro? —preguntó el rey—. ¿Es de nochetodavía?

Aunque ya era mediodía, habíaenvuelto al castillo una súbita oscuridad

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anormal y angustiosa. El eclipseanunciado, ahora total, ensombrecía elreino de Francia.

—Devuelvo a mi hija Isabel —dijosúbitamente el rey— la sortija que meregaló, la que tiene el gran rubí llamadola Cereza.

Se detuvo un instante y de nuevopreguntó:

—¿Ha llegado Pedro de Latille?Como nadie le respondiera, agregó:—Le dejo mi hermosa esmeralda.Luego prosiguió legando a diversas

iglesias, a Notre Dame de Boulogne,porque allí se había casado a su hija, aSaint Martín de Tours, a Saint Denis,

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flores de lis de oro “por un valor de millibras”, precisaba cada vez.

El hermano Renaud se inclinó y ledijo al oído:

—Señor, no os olvidéis de nuestropriorato de Possy.

Por el rostro demacrado de Felipe elHermoso pareció como si cruzara unaexpresión de enojo.

—Hermano Renaud —dijo—, lego avuestro convento la hermosa bibliaanotada por mí. Os será muy útil a vos ya todos los confesores de los reyes deFrancia.

El gran inquisidor aunque esperabamás, supo ocultar su despecho.

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—Y a vuestras hermanas, lasdominicas de Possy —agregó Felipe elHermoso—, les lego la gran cruz de losTe mp l a r i o s . (Esta cruz estabaincrustada de perlas, rubíes y zafiros.Tenía un pie cincelado de platasobredorada. En el centro de la cruz,una pequeña placa de cristal permitíaver un grueso fragmento de la Vera-Cruz. Fue transportada al monasteriode Possy, al igual que el corazón deFelipe el Hermoso, que en opinión delos que lo vieron, era tan pequeño que“podía compararse al de un reciénnacido o al de un pájaro.

Durante el reinado de Luis XIV, la

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noche del 21 de julio de 1695, cayó unrayo sobre la iglesia del monasterio ylo incendió casi por entero. El corazónde Felipe el Hermoso y la cruz de losTemplarios quedaron destruidoscompletamente.)Les llevarán también elcorazón.

El rey había acabado susdonaciones. Millard leyó en voz alta elcodicilo.

Cuando el secretario pronunció laspalabras: “De parte del rey”, Valois,atrayendo hacia sí a su sobrino Luis yapretando con fuerza su brazo le dijo:

—Agregad: “con el consentimientodel rey de Navarra”.

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Entonces Felipe el Hermoso bajó lacabeza casi imperceptiblemente, congesto de resignada aprobación. Sureinado había terminado.

Fue preciso sostenerle la mano paraque firmara en la parte inferior delpergamino. Luego murmuró:

—¿Algo más?Sí, aún no había concluido la última

jornada de un rey de Francia.—Sire, ahora es preciso que

transmitáis el milagro real —dijo elhermano Renaud.

Ordenó que desocuparan el cuarto,para que el rey transmitiera a su hijo elpoder, misteriosamente aparejado a la

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persona real, de sanar las escrófulas.Recostado sobre los cojines, Felipe

el Hermoso gimió:—Hermano Renaud, ved lo que vale

el mundo. ¡Aquí tenéis al rey de Francia!En el momento de morir, aún le

exigían un último esfuerzo para quepasara a su sucesor la capacidad, real osupuesta, de curar una enfermedadbenigna.

No fue Felipe el Hermoso quienenseñó la fórmula y las palabrassacramentales; las había olvidado. Fueel hermano Renaud. Y Luis de Navarra,arrodillado junto a su padre, con susardientes manos unidas a las heladas del

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rey, recibió la herencia sagrada.Concluida la ceremonia se admitió

nuevamente a la corte en la habitacióndel soberano y el hermano Renaudcomenzó a rezar las oraciones de losagonizantes.

La corte repetía el versículo Inmanus tuas, Domine… “En vuestrasmanos, Señor, entrego mi espíritu”,cuando se abrió una puerta; Pedro deLatille, el amigo de infancia del rey,había llegado. Toda la atención quedóconcentrada en él, mientras los labiosseguían murmurando.

—In manus tusa, Domine —dijo elobispo Pedro uniéndose al resto.

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Luego todos se volvieron hacia ellecho. Las oraciones se detuvieron anlas gargantas: El rey de hierro habíamue r to . (Según los documentos einformes de embajadores que seposeen, puede llegarse a la conclusiónde que Felipe el Hermoso falleció aconsecuencia de un derrame en unazona no motriz del cerebro. Tuvo unarecaída mortal el 26 o 27 denoviembre.)

El hermano Renaud se aproximópara cerrarle los ojos. Pero lospárpados que nunca se encontraban sealzaron por sí solos. Dos veces el graninquisidor trató, en vano, de bajarlos.

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Debieron cubrir con una venda lamirada de aquel monarca que entrabacon los ojos abiertos en la eternidad.