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El Público y la Literatura del XVIII español

Rocío Cid Bachot.

El pensamiento ilustrado en la Literatura española

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ÍNDICE

Literatura……………………………………………………………………pg. 4.

Público……………………………………………………………………...pg.

11.

La literatura y el público…………………………………………………....pg.

15.

Tablas………………………………………………………………………pg. 19.

Conclusión………………………………………………………………….pg.

20.

Bibliografía…………………………………………………………………pg.

21.

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Al tratarse este de un trabajo dedicado al análisis de la evolución de los términos

“literatura” y “público” durante el siglo XVIII, quizá podría ser interesante partir de la

definición que, a día de hoy, en el siglo XXI, nos da la Real Academia de la Lengua

Española, para poder realizar, al finalizar este estudio, una comparación entre los

conceptos pertenecientes a la Ilustración y los actuales. Por ello, presentaremos al

comienzo de los dos primeros apartados las definiciones más recientes que la RAE ha

publicado sobre ambos términos:

Literatura.

(Del lat. litteratūra).

1. f. Arte que emplea como medio de expresión una

lengua.

2. f. Conjunto de las producciones literarias de una

nación, de una época o de un género. La literatura griega. La

literatura del siglo XVI.

3. f. Conjunto de obras que versan sobre un arte o una

ciencia. Literatura médica. Literatura jurídica.

4. f. Conjunto de conocimientos sobre literatura. Sabe

mucha literatura.

5. f. Tratado en que se exponen estos conocimientos.

6. f. desus. Teoría de las composiciones literarias (1).

LITERATURA

Según lo estudiado en nuestra asignatura, la palabra “literatura”, en el siglo

XVIII, hacía referencia a todo conocimiento plasmado por escrito, desde conocimientos

científicos, hasta los considerados hoy día más puramente literarios. Uno de los

ejemplos más ilustrativos que hemos encontrado en el CORDE ha sido éste de José

Cadalso, que aparece en sus Suplementos a Los eruditos a la violeta:

Que nuestros libros se reducen a novelas y libros

escolásticos, es también otra cosa infundada. Compárense las

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fechas de nuestra literatura y de la Francesa, en punto de lenguas

muertas, Retórica, Matemática, Navegación, Teología y Poesía.

Oigan lo que algunos autores franceses confiesan sobre la

antigüedad de las ciencias, en este, o en el otro lado de los

Pirineos. Léase la biblioteca española de don Nicolás Antonio,

se verá el número, antigüedad y mérito de nuestros autores, sin

contar los que no tuvo presentes, y los que han florecido desde

entonces, hasta la publicación de las Cartas Persianas. Si dijera

que desde mediados del siglo pasado hemos perdido algo, y

particularmente en matemáticas y física buena, y de más a más

nos indicara la causa y el remedio, haría algo de provecho (2).

Quizá nos llame la atención que disciplinas como las Matemáticas o la

Navegación se incluyan dentro del campo de la literatura, pero, con ello, podemos

demostrar lo explicado inicialmente: la literatura del siglo XVIII, muy lejos de nuestra

concepción actual, era todo aquel saber presentado por escrito, no se refería sólo a

aspectos retóricos y estéticos.

Posiblemente esto se deba a una estricta interpretación del sentido más

profundamente etimológico de la palabra: “literatura”; como se observa incluso en la

definición actual de la RAE, proviene del término latino litteratura, el cual, a su vez,

contiene en él la palabra latina littera (letra). Y una letra no es ni más ni menos que la

representación gráfica de un sonido. De esta manera, podemos observar la coherente

lógica del siglo XVIII al relacionar un determinado término con un concepto

íntimamente unido a su etimología.

Puede estar muy relacionado con esto el hecho de que aparezca en el CORDE un

elevado número de textos en los que se presenta esta palabra como sinónimo de saber,

erudición y grado de instrucción, ya que, al estar todo el saber de la época plasmado por

escrito, las letras (litterae) eran el punto de partida de todo conocimiento, fuera del tipo

que fuera.

Podría sernos útil en este caso un ejemplo, extraído también del CORDE, de la

obra Orígenes de la lengua española, de Gregorio Mayans y Siscar: “El origen y

aplicación de un refrán castellano, su autor don Juan Lucas Cortés, breve rasgo de la

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consumada literatura de varón tan eminente, que si bien no dexó nada impresso, logró

dexar eternamente estampado en la posteridad el crédito de su universal erudición” (3).

Ya Inke Gunia en su libro De la poesía a la literatura nos explica el uso de estos

significados en este siglo:

Paralelamente a la clasificación tradicional, si bien

modificada, de las Artes liberales y las Artes mecánicas, se

formulan - debido a la influencia francesa - nuevas

clasificaciones que empiezan a marcar los inicios de la

separación entre Bellas o Buenas Artes y las Ciencias.

Elementos innovadores pueden hallarse en las obras de Ignacio

de Luzán (La poética o reglas de la poesía en general y de sus

principales especies 1737) y Benito Jerónimo Feijoo (Teatro

crítico universal, 1726-1740 y las Cartas eruditas y curiosas

1742-1760). Resulta que al mismo tiempo cuando se empieza a

distinguir entre Bellas o Buenas Artes y Ciencias y se intenta

una diferenciación interna de las Buenas Artes, de la cual surge

el subgrupo de las Artes plásticas, empieza a imponerse el

empleo de Buenas o Bellas Letras. Estos términos, por un lado,

se emplean como sinónimos - igual que Literatura y Letras –

con referencia a una actividad intelectual, en el sentido de

erudición. Por otro lado, se usan Buenas o Bellas Letras, con

referencia al objeto de esta actividad intelectual, o en sentido

amplio, abarcando la totalidad de disciplinas de las Artes y las

Ciencias, o en sentido estricto, designando un delimitado grupo

de materias, las litterae humaniores, es decir, las que cumplen

con el ideario humanístico renacentista del “hablar bien”,

“pensar bien” y “vivir honestamente” (2008: 257).

En relación con todo esto, también debemos mencionar una expresión muy

utilizada durante esta época: la “bella literatura”, intercambiable por la de “bellas

letras”, también muy utilizada en el XVIII. Observemos estos ejemplos de dos de las

grandes figuras del XVIII español, Feijoo (en sus Cartas eruditas y curiosas) y

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Jovellanos (en su escrito Memoria para el arreglo de la policía de los espectáculos y

diversiones públicas y sobre su origen...) respectivamente:

Pero aunque no admito el systema de el señor Bianchini,

cuyo complexo es impossible ajustar sin caer en grandes

absurdos, convengo, siguiendo algunos doctos en la bella

literatura, en que una buena parte de las fábulas viene a

constituir una especie de deformación de la historia profana, en

que la alteración no es tanta que no hayan quedado, en la copia

infiel, rasgos bastantes para conocer el original (4).

¡Qué objeto más digno de las tareas de nuestra Academia

Española! ¡Qué muchedumbre de asuntos no ofrece para

proponer a los ingenios, que convida por instituto y provoca con

premios, a cultivar la bella literatura! (5).

Como dice Gunia en su libro, ambas expresiones hacían referencia en este siglo

“tanto a todo saber humano como a las disciplinas de la studia humanitatis y sus

productos escritos”. Pero se producirían importantes cambios en la manera de concebir

estas expresiones con el avance del siglo:

Durante esta segunda mitad del siglo XVIII iban

produciéndose varios cambios relacionados, por un lado, con la

diferenciación interna de las Ciencias […] y, por otro, con el

empleo de los sintagmas Buenas Letras y Bellas Letras. Es así

como a partir de mediados del siglo iba imponiéndose la

restricción semántica de los dos términos en favor de la

referencia a las disciplinas que integran el estudio de las

Humanidades. Hacia los años noventa estaba entrando en desuso

el término de Buenas Letras en el sentido de las Bonae Litterae

humanísticas como cuerpo de textos y de disciplinas de estudio.

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En su lugar se empleaba el uso de los términos Bellas Letras o

Literatura (2008: 205).

También aparecen en el CORDE numerosos ejemplos en los que el término

“literatura” aparece junto al de “virtud”, como podemos observar a continuación en éste,

escogido entre otros muchos, de Pedro Rodríguez de Campomanes en su Bosquejo de

política económica española: “Los curas párrocos serían a nominación del Patronato

Real, y no podría serlo alguno que no fuese de ejemplar virtud y literatura, para que

tuviera este seguro premio, más procurasen hacerse camino a él con su mérito” (6).

Y podríamos preguntarnos a qué se debe esa frecuente aparición de estos dos

términos unidos en los textos de esta época. Inke Gunia intenta darnos la respuesta,

analizando una disertación leída por Herder:

En cambio, para que el hombre pueda llegar a ser un

“bien hechor de la humanidad” y así “ser útil á la sociedad”

necesita adquirir “conocimientos” y “qualidades del corazon”.

El desenvolvimiento de estas “qualidades del corazon” lo

garantiza una “sabia educación” basada en las obras agrupadas

bajo el término “bellas letras” (2008: 209).

Pero “Resulta que en esta traducción del discurso de Herder ya en el título se

hace una clara separación entre las Bellas Letras, por un lado, y las Ciencias, por otro”.

Y, por su parte, también en el libro de Gunia, se hace referencia a Charles Batteux,

quien “…comprende bajo el término “literatura” las antiguas disciplinas de las litterae

humaniores menos la de la Historia que ya aparecía integrada entre las Ciencias”. De

manera que, con estos dos autores, podemos encontrar testimonios de un momento en el

que ya los términos “literatura” o “bellas letras” comenzaban a tener un significado más

restringido, pero, sin duda, todavía más amplio del que hoy conocemos.

En lo referente a la Elocuencia y la Poesía, Gunia nos dice que “Se pone de

manifiesto que el empleo del término genérico Literatura como sustituto de estas dos

disciplinas se impuso en los años treinta” (7), aunque este proceso se remonta a años

anteriores, aún pertenecientes al siglo que nos ocupa, el XVIII:

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Este último (8) ya en la primera mitad del siglo XVIII

había empezado a ser obsoleto en su significado de erudición

universal, de modo que está libre ahora para recibir nuevos

significados. Al mismo tiempo, se notan las primeras huellas del

empleo de Bellas Letras y Literatura respecto a un determinado

cuerpo de textos que tienen en común la expresión de belleza

artística (2008: 262).

De modo que “Con el inicio del empleo de los términos Bellas Letras y

Literatura restringidos tanto a las obras retóricas y poéticas, cuyo denominador común

es el lenguaje con función poética, como a las disciplinas teóricas que explican esta

función estética, la Elocuencia y la Poesía, se anunció una alternativa terminológica a

poesía”.

Pero, dejando al margen estas evoluciones posteriores del término, tampoco

podemos olvidar que es en esta época, en el siglo XVIII, cuando se dan importantes

cambios, no ya en la escritura, sino en los efectos de ésta: en la lectura. La imprenta iba

cobrando cada vez más importancia, y los libros tenían precios cada vez más asequibles.

Ahora la biblioteca personal de cualquier lector comenzaba a dejar de estar formada por

unos pocos libros que se leían y releían constantemente, para contener un número cada

vez más amplio y variado de libros, que quizá fueran leídos sólo una vez en la vida, ya

que el lector tenía muchas más posibilidades entre las que elegir. Es lo que se ha

llamado el paso de una lectura intensiva a una lectura extensiva.

Por esta razón, es durante la Ilustración cuando empiezan a aparecer los

primeros textos que relacionan el término “literatura” con una lectura más individual (ya

no tanto con la lectura realizada oralmente por parte de alguien a quien escuchaba el

pueblo) y con la imprenta, con la biblioteca e incluso con la prensa, lo que recuerda a

esa concepción de la literatura que mencionábamos anteriormente de “todo lo plasmado

por escrito”.

Como referencia a la relación de la literatura con la lectura, podemos encontrar

en el CORDE, por ejemplo, palabras como estas de Feijoo en sus Cartas eruditas y

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curiosas: “Es cierto, que leí con mucho gusto las referidas especies, por su curiosa

amenidad en este género de literatura” (9).

Por otra parte, como ejemplo de la relación de la literatura con la imprenta,

podemos leer este fragmento perteneciente al mismo autor y la misma obra:

El segundo es contra el interés de el Estado, porque se

emplea mucho papel estrangero en la impressión de estos libros

inútiles, y el dinero que se gasta en su compra, se pierde para

España, sin resarcirse de modo alguno en la venta, porque

raríssimo de tales libros passa, por vía de venta, a las naciones

estrangeras, sucediendo todo lo contrario en la impressión de los

buenos libros.

12. De suerte que, según la diferente calidad de ellos, o

pierde o gana España en la impressión; en los malos pierde el

dinero con que se compró el papel, que viene de fuera de el

reyno; en los buenos se gana el que emplean los estrangeros en

su compra, y demás de esso se gana con ellos crédito para la

literatura de España (10).

Y, por último, Campomanes, en su epistolario, concretamente en su Carta a José

Ruete, nos relaciona la literatura con las bibliotecas:

Y, como tampoco esta librería puede transportarse a

todas partes, es conveniente situarlas en algún monasterio que

esté proporcionado y donde haya copias de literatos. Yo me

persuado que el de San Vicente de Oviedo, está en buena

proporción, tiene universidad y hay en ella una Biblioteca

selecta de todo género de literatura escogida por mí, la cual

facilitaría mucho esta empresa, además de tener fondo para irse

reponiendo anualmente (11).

Esto está también relacionado con un nuevo cambio introducido en este siglo

XVIII: la aparición del autor como alguien, no anónimo, sino con un nombre y unos

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apellidos que lo acreditan como el creador y propietario de un escrito, con derechos

sobre el mismo, y como una persona perfectamente capaz de ganarse la vida con la

venta de sus libros.

Por ello también tenemos algunos testimonios en el CORDE en los que aparece

el autor como el artífice de la literatura, el que escribe (volvemos a remitirnos al punto

de partida: la literatura concebida en este siglo XVIII como todo conocimiento

presentado por escrito) sobre una determinada rama del saber. Es el caso del escrito de

Cadalso Defensa de la nación española contra la carta persiana LXXVIII de

Montesquieu, en el que dice: “[…] son mucho más antiguos que el reinado de Luis XIV,

que fue la época de la literatura francesa; porque los autores franceses […]” (12).

Y precisamente porque la gente cada vez leía más y más variada información,

empezó a surgir un gran número de lectores que valoraban esa literatura, por lo que es

también en esta época cuando encontramos los primeros testimonios escritos de la

importante relación de este término con el público (término acuñado en esta época), la

crítica e incluso con la censura, ya que, dada esa creciente transmisión de una

información tan variada, se fue haciendo cada vez más necesario realizar un riguroso

control del contenido de los escritos que llegaban a la población.

Un claro ejemplo en el que Feijoo, en sus Cartas eruditas y curiosas de nuevo,

relaciona la literatura con la crítica, podría ser éste:

Muy señor mío: Según lo que V. md. me escribe, parece

que también quiere meterse a crítico, y hará muy bien, pues

hemos llegado a unos tiempos, en que se puede decir, que

desdichada la madre que no tiene algún hijo crítico.

Notablemente adelantada está España de poco tiempo a esta

parte en la bella literatura (13).

Por otra parte, también puede sernos útil este ejemplo del epistolario de Moratín,

concretamente de su Carta al Correo de Madrid, en el que relaciona la literatura con el

“Público”, e incluso con los cafés, que constituyeron un importante centro de

intercambio de información en esta época:

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Responderé a los reparos; no ciertamente porque

pretenda convencerle, que no aspiro a tal victoria, sino porque

habiendo oído parte de ellos en boca de algunos que por

modestia o compasión no los publican, contentándose con agitar

estas qüestiones en la puerta del Sol, en las tiendas, en los cafés,

en las librerías y en los portales, me pareció que dirigiendo mi

respuesta a uno, hablaría con muchos, y que acaso sería éste un

medio el más a propósito para excitarlos a ilustrar al Público con

sus observaciones; pues si no lo hacen, será a mi entender una

pérdida irreparable para nuestra literatura (14).

En cuanto a las alusiones a la censura dentro de estas referencias a la literatura,

podemos mencionar la Carta crítica sobre las noticias y modo de jugar a la pelota, de

Jacobo Antillana Nuero, en la que comenta:

No de otra suerte quando el pruríto de parecer Autores,

aunque sea de las obras mas despreciables, instiga á algunos á

que sin temer la censura comun, den á luz semejantes abortos:

queda vengada la literatura de êste agravio por el desprecio, con

que desde luego los reciben los Doctos; y el perpetuo olvido, á

que son inmediatamente condenados (15).

Y, por último, si queremos encontrar usos del término literatura parecidos al

actual, podemos remitirnos a algunos ejemplos del CORDE, en los que se relaciona con

el teatro o la fábula, hoy entendidos como géneros literarios.

Con relación al teatro, podemos mencionar las Cartas a su hermano don Carlos

Andrés, de Juan Andrés, que dicen:

Puede también contarse con razón entre los

introductores del buen gusto en el Austria al general

Ayrehof, autor de la comedia Der-Postzug, que quiere

decir el tiro a cuatro, y como has visto en el opúsculo del

rey Prusia, que tradujo ahí tu amigo Don Josef Mallent y

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Romeu, sobre la literatura alemana, es la única pieza del

teatro alemán que merezca su real aprobación (16).

Y, por último, entre las menciones a la fábula, están las de Tomás de Iriarte en

sus Fábulas literarias:

Porque empezaban a andar en manos de los curiosos

algunas copias diminutas y viciadas de estas fábulas, me pareció

que haría un servicio al público literario en pedírselas a su autor,

valiéndome de la amistad que le debo, y en darlas a luz con su

beneplácito. No quiero preocupar el juicio de los lectores acerca

del mérito de ellas; sí sólo prevenir a los menos versados en

nuestra erudición que ésta es la primera colección de fábulas

enteramente originales que se ha publicado en castellano. Y así

como para España tienen esta particular recomendación, tienen

otra, aun para las naciones extranjeras: conviene a saber, la

novedad de ser todos sus asuntos contraídos a la literatura (17).

No obstante, estos ejemplos no nos pueden hacer olvidar que no será hasta bien

entrado el siglo XIX cuando el término literatura comience a adquirir un significado

mucho más parecido al actual.

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Público, ca

(Del lat. publĭcus).

1. adj. Notorio, patente, manifiesto, visto o sabido por

todos.

2. adj. Vulgar, común y notado de todos. Ladrón público

3. adj. Se dice de la potestad, jurisdicción y autoridad

para hacer algo, como contrapuesto a privado.

4. adj. Perteneciente o relativo a todo el pueblo.

5. m. Común del pueblo o ciudad.

6. m. Conjunto de las personas que participan de unas

mismas aficiones o con preferencia concurren a determinado

lugar. Cada escritor, cada teatro tiene su público

7. m. Conjunto de las personas reunidas en determinado

lugar para asistir a un espectáculo o con otro fin semejante.

8. f. En algunas universidades, acto público, compuesto

de una lección de hora y defensa de una conclusión, que se tenía

antes del ejercicio secreto para recibir el grado mayor (18).

PÚBLICO

Al igual que hicimos con el término “literatura”, podemos remitirnos a la

etimología de la palabra para comenzar nuestro análisis. Como observamos en la

definición que da el DRAE, la palabra “público” procede del latín publicus, cuya raíz, a

su vez, proviene de la palabra, también latina, populus, que evolucionaría dando lugar al

término “pueblo”.

De tal manera, si queremos comenzar dando una definición de “público”

fundamentada exclusivamente en su etimología, podemos decir que lo público es lo

perteneciente al pueblo. Así, en el CORDE, podemos ver que Manuel García de

Villanueva Hugalde, en su Manifiesto por los teatros españoles y sus actores, habla de

“monumento público” (19), por ejemplo.

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Aunque, pese a estas explicaciones iniciales, no debemos olvidar que, como

sucede con cualquier término que comienza a nacer, al principio, en lugares como

Francia, el público tenía un concepto muy poco definido, tal y como apunta James Van

Horn Melton en su libro La aparición del público durante la Ilustración europea:

Al mismo tiempo, la ausencia de semejantes órganos

(20) proporcionaba al concepto de opinión pública un carácter

tan escurridizo e indeterminado que permitía que un amplio

espectro de voces reclamara su cobertura (2009: 87).

Pero lo perteneciente al pueblo también puede ser lo que está al servicio del

pueblo, y de ello también hemos encontrado ejemplos de esta época, como es el caso de

un texto anónimo de comienzos de siglo que nos menciona al “escribano público” (21).

Para continuar con este análisis, ahora es conveniente detenernos en la realidad

de ese régimen absolutista que imperaba en toda Europa, aunque continuaremos con el

ejemplo de Francia:

En Francia, las teorías del absolutismo por derecho

divino que habían prevalecido desde el siglo XVII depositaban

toda la soberanía en un solo individuo - el rey - cuya autoridad

emanaba de Dios. En contraste con las teorías británicas de la

monarquía mixta, la teoría realista en Francia no reconocía

ningún otro locus de la autoridad pública que no fuera la corona.

El rey era el único actor público, y por esa razón no podía haber

política legítima al margen del rey, y ningún esfuerzo para

deponer su voluntad era legítimo (2009: 67).

Esto explica la importancia del secreto en este siglo XVIII:

[…] en el régimen absolutista de Francia el secreto no

era una aberración política, sino un principio normativo de

gobierno […].

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En un régimen que elevaba el secreto a la categoría de

principio político, que restringía la circulación de información

política en la prensa y que carecía del continuo diálogo entre el

gobierno y los súbditos a través de la apertura institucionalizada

del gobierno representativo, el rumor era un rasgo endémico de

la cultura política. El rumor era el vástago natural de una cultura

política enraizada en el secreto, ya que los esfuerzos del régimen

para preservar la opacidad de sus operaciones hacían difícil

confirmar o contradecir cualquier versión de un acontecimiento.

[…] Los rumores eran el medio a través del cual los súbditos

percibían el significado en su universo político, y estaban

entrelazados con el discurso de la vida cotidiana. (2009: 96).

No obstante:

Las exigencias de la construcción del estado en el siglo

XVIII tendían a debilitar por su propia naturaleza los esfuerzos

de cualquier gobierno por cubrirse bajo el manto del secreto. A

medida que el alcance de la actividad del estado se fue

ampliando y que las necesidades fiscales y administrativas de la

guerra fueron exigiendo un estilo de gobierno cada vez más

activo, el gobierno fue volviéndose menos secreto, menos

misterioso y más visible (2009: 93).

En relación con esto, aparecerán muchos textos en los que se observe una

oposición entre lo secreto y lo público, presentando esto último como lo que todos

saben, enlazando con ese significado inicial de “lo que pertenece al pueblo”, lo que es

conocido por todos. En este aspecto, podemos citar dos ejemplos. El primero es de un

texto anónimo de 1745, que dice así:

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[…] y por ésto estaba dispuesto y prevenido en los

Estatutos que de los casos y ocurrencias en el claustro no se

fulminasen causas ni se formasen procesos, lo que era también

conforme en otros iguales casos a nuestras leyes reales, porque

desautorizados en lo público sus partes y en lo secreto

conceptuados delincuentes, crecía el sentimiento en todos los

casos […] (22).

El segundo ejemplo pertenece a El cortejo escarmentado, obra de Ramón de la

Cruz:

Don Atanasio ¿Qué estáis mirando,

bufones?

Petimetre 1º Yo acá entre mí

estaba filosofando,

porque dicen que el amor

envejece; pero hallo

que te has rejuvenecido

tú después de enamorado.

Don Atanasio ¿Conque ello he de confesar?

Petimetre 3º ¡Si es público!

Petimetre 2º Vamos claros;

todos somos tus amigos;

tu ventura celebramos […] (23).

Pero el término público pasará, a lo largo del siglo XVIII, de referirse a un

concepto pasivo, de aludir a un rumor que todos conocen pero que nadie sabe quién lo

ha dicho, a referirse a un organismo activo, con una identidad propia y, sobre todo, con

voz, y con una actitud crítica capaz de juzgar desde lo justa o injusta que es una ley

hasta el valor de una obra de teatro: “La representación del público como tribunal […]

que juzgaba las acciones de aquellas instituciones que tradicionalmente habían ejercido

el poder, había de ser un elemento clave de este concepto según fue evolucionando en el

discurso político francés del siglo XVIII (2009: 76)”.

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Y, a partir de ese momento, el término público comenzará a aparecer, ya no

como lo público, lo del pueblo, sino como el “Público”, el mismo pueblo, con una

opinión, una voz y un voto que ya no podían pasar desapercibidos, pero que, en sus

inicios, no era para nada unitario:

Mucho de lo que pasaba por ser “opinión pública” en la

Francia del siglo XVIII no era la expresión espontánea de

actitudes populares, sino que tenía su origen en panfletos,

charlas de café y rumores callejeros provocados por facciones de

la corte. Pero si “opinión pública” era en la práctica cualquier

cosa menos un fenómeno unitario, la ausencia de instituciones

que pudieran afirmar legítimamente que la representaban

permitía que grupos divergentes invocaran su autoridad. A falta

de la agencia legitimadora del gobierno representativo, cada uno

de ellos estaba tanto más obligado a representar la opinión

pública como algo unitario e indivisible (2009:88).

En este caso, podemos utilizar como ejemplo estas palabras de Feijoo en su

Teatro crítico universal: “El gran Cornelio no fue tan desgraciado, porque tuvo siempre

al público de su parte […]” (24).

Y precisamente por esta razón el público irá cobrando fuerza y poder durante el

siglo XVIII, porque se convertirá en una autoridad que determine qué libro (público

lector) o qué obra (público espectador) es buena y cuál no, de tal manera que se llegaría

a un punto en que ya público no podría ser cualquier persona, sino sólo aquellos que

estuvieran dotados de una cualidad muy importante en esta época, aunque no nos

detengamos a analizarla en este trabajo: el buen gusto. Ya nos habla de ello James Van

Horn Melton en su obra:

El concepto de público ingresó en la estética de la

Ilustración a principios del siglo XVIII con la obra de críticos

influyentes como Joseph Addison en Inglaterra o el abate Jean-

Baptiste Dubos en Francia. Addison y Dubos atacaron los

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criterios formalistas basados en las reglas del clasicismo del

siglo XVII. Lo que confería validez a una obra de arte, sostenían

ellos, no era simplemente su conformidad con reglas

preestablecidas, sino su recepción pública. Una obra de arte

había de juzgase por cómo conmovía a su audiencia, no sólo por

su estructura interna “objetiva”. Al subordinar las propiedades

formales de una obra a la respuesta subjetiva de su audiencia,

Addison, Dubos y los posteriores críticos del siglo XVIII

legitimaron el papel del público como tribunal estético. Era el

juicio público […], y no las máximas metafísicas de la poética

clasicista, lo que determinaba si una obra de arte era o no

hermosa y agradable.

Pero para los críticos de la Ilustración, el público no

incluía simplemente a cualquier lector o espectador. Para que

fueran válidos, los juicios estéticos de un público tenían que

estar informados por el gusto […], lo que Kant definía como “la

capacidad de valorar lo bello” […]. La mayoría de los críticos

de la Ilustración creían que todo el mundo era capaz en principio

de adquirir el gusto y, mediante él, de emitir juicios públicos

válidos. […] Sin embargo, al igual que en la esfera de la

política, el público literario concebido por estos críticos era

relativamente reducido. En general, sostenían que sólo aquellos

con un suficiente nivel de cultura y educación podían formular

juicios estéticos fiables. Para participar del público literario uno

tenía que ser capaz de comprender sus productos, y esto a su vez

exigía un grado sustancial de alfabetización y educación. […]

Por tanto, el público invocado por los críticos de la Ilustración

era finalmente un estrato relativamente reducido de lectores

esencialmente nobles y burgueses, educados y con propiedades.

Pero a finales del siglo XVIII estos críticos ya no podían

ignorar el hecho de que un público más amplio e incipiente

amenazaba ahora con eclipsar el público literario que una vez

habían liderado (2009: 148).

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Será ese público el que esté dotado de la suficiente autoridad como para decidir

cuáles son las obras representativas de la literatura de un país y cuáles no, y por eso el

verdadero objetivo de cualquier autor de la época es tener al público a su favor.

LA LITERATURA Y EL PÚBLICO

Aunque, a decir verdad, estos dos términos fueron escogidos para su análisis de

forma totalmente arbitraria, durante este estudio se ha podido comprobar la estrecha

relación existente entre ambos durante el siglo XVIII; de ahí que se haya considerado

conveniente dedicar un apartado a comentar aspectos que ya han sido esbozados

anteriormente, pero que, ahora, queremos tratar más en profundidad, enfocándolos

desde la perspectiva común que contribuyó al desarrollo de ambos términos durante esta

época.

El primer aspecto que podemos destacar es el cambio en la forma de leer. Como

nos explica James Van Horn Melton en su libro:

[…] la mayoría de los hogares alfabetizados alrededor de

1700 poseían en el mejor de los casos sólo unos pocos libros, y

éstos eran principalmente de carácter religioso. […] Para la

mayoría de los hogares cristianos la lectura no era una fuente de

información sobre el mundo exterior, ni una actividad de ocio

autónoma, sino más bien un apoyo devoto. El acto de leer servía

para reafirmar la propia fe a través de la repetición de sus

preceptos, lo cual requería sólo un número limitado de textos.

Además, en tanto que herramienta para la devoción, la lectura

normalmente era una actividad del hogar en su conjunto, y no

una actividad solitaria. […] el cabeza de familia leía en voz alta

para todos los integrantes. El hecho de que la lectura fuera tan a

menudo una actividad oral y familiar reforzaba la práctica de

lectura intensiva, ya que la lectura en voz alta es más lenta que

la silenciosa (2009: 117).

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El siglo XVIII parte de una concepción de la lectura que para nada fomentaba el

desarrollo de una actitud crítica ante lo que se escribía, sencillamente porque el lector de

esta época no conocía otros puntos de vista diferentes a los que leía y releía

constantemente en los mismos libros. De hecho, incluso en los estudios superiores, “el

acceso a las bibliotecas universitarias normalmente estaba restringido a los profesores

(2009: 118)”.

Pero, durante esta época, las cosas cambiaron:

[…] el acto de lectura se tornó movedizo y multicolor. El

lector extensivo se desplazaba por una mayor variedad de textos

en lugar de volver reiteradamente sobre los mismos. […] Un

índice de este desplazamiento era el crecimiento del tamaño de

las bibliotecas personales (2009: 118).

Esto repercute en tres aspectos fundamentales: por un lado, lo oral va perdiendo

importancia en favor de lo escrito, de lo impreso, lo cual seguramente será una de las

principales causas que dé lugar a esa “reconceptualización” del término “literatura” de

la que hemos hablado en apartados anteriores, en la que también influye, como la llama

Melton, la “desmitificación de la imprenta y del libro”:

A medida que la práctica de la lectura se fue volviendo

cada vez más diversa y extensiva, la propia imprenta fue

desmitificándose progresivamente. Especialmente en las zonas

rurales, en donde la cultura impresa era menos accesible y la

lectura se producía sobre todo en un contexto devoto, los libros

habían tenido tradicionalmente un aura sagrada. […] el lector

extensivo leía cada vez con más frecuencia en soledad,

apartándose del entorno devoto. La lectura extensiva divorció

así la imprenta de su contexto sacro y lo profanó (2009: 120).

El segundo y el tercer aspecto vienen de la mano, pues comenzaba nacer un

mercado literario en el que, al tener un número cada vez más elevado de libros a su

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alcance, el público empezaba a adquirir en este siglo XVIII la categoría de público

lector y literario, cada vez con más información que le permitía desarrollar ese espíritu

crítico que no había tenido la oportunidad de alimentar hasta entonces:

[…] se encontraba un mercado literario en expansión que

estaba produciendo cada vez más y más distintos tipos de libros,

revistas y periódicos. La consiguiente desacralización y

mercantilización de los libros favoreció a su vez una actitud más

crítica y menos respetuosa hacia lo impreso. En calidad de

consumidores que escogían en una variedad de almacenes, los

lectores extensivos estaban más preparados para formular juicios

críticos y establecer comparaciones (2009: 120).

Todo esto daría lugar con el tiempo a un fenómeno que ya anunciaban algunos

textos de la época, como hemos podido observar en los ejemplos extraídos del CORDE:

la crítica literaria:

Desde determinado punto de vista, la emergencia de la

crítica de libros personificaba la moral noble y los ideales

pedagógicos de la esfera pública de la Ilustración. Desde la

perspectiva de los editores y críticos ilustrados, la crítica de

libros y las noticias contribuían a la formación de un público

lector informado y sofisticado. Mantenían a los lectores al

corriente de un cuerpo impreso siempre en aumento y los

ayudaban a discriminar entre los buenos y los malos libros. Pero

estos nuevos formatos también eran una forma de publicidad

diseñada para estimular la demanda del consumidor, y eran un

síntoma de un mercado literario cada vez más mercantilizado

(2009: 122).

Todo este fenómeno de la aparición de la crítica literaria nos lleva a otra faceta

del público también muy importante: el público como espectador. Como podemos

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observar, cada vez iba significando más para el escritor ganarse el favor del público, y

por ello encontraremos numerosas obras en las que se dirija directamente a él, como ya

empezaba a suceder cada vez con más frecuencia en el teatro ilustrado. Melton también

nos habla sobre este hecho:

La metáfora del público como tribunal supremo, tan

extendida en el discurso político del siglo XVIII, se empleaba

normalmente para hacer referencia también al teatro. […] En las

representaciones, el uso de prólogos y epílogos encarnaba el

reconocimiento del poder público en el teatro. Estas apelaciones

directas a la audiencia, que eran particularmente comunes en la

escena londinense, eran populares y a menudo demandadas por

los espectadores al inicio o fin de una representación. Los

actores las empleaban normalmente para seducir a su audiencia,

reconociendo implícitamente la capacidad del público para

juzgar (2009: 202).

Por otra parte, también influye en la evolución de estos términos el moderno

concepto de autor que surge durante la Ilustración. Ahora el autor es considerado el

único propietario de su obra, y puede aspirar a ganarse la vida con la escritura. Además,

como dice Inke Gunia, “Implicado en estos desarrollos está otro cambio en el concepto

de lo público. El empleo del término opinión pública empieza a ser extendido a otros

grupos sociales […], por ejemplo, a los literatos. Éstos están transformándose en

hombres públicos (2008: 262)”.

Todo esto supuso un aumento en el prestigio tanto del autor como de lo impreso

(de lo escrito, de las litterae):

Al mismo tiempo, los autores adquirieron una nueva

identidad cultural y política. La función de los autores se

convirtió en algo central, hasta el punto de que el ideal de esfera

pública descansaba sobre la suposición de que lo impreso era el

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medio que mejor se ajustaba a la articulación efectiva y racional

de la opinión pública (2009: 158).

Pero, los autores, no sólo se estaban convirtiendo en hombres públicos, sino que

en muchos casos ellos mismos se consideraban los representantes del pueblo. Ahora ese

público que nunca había sido escuchado podía expresarse gracias a la solidaridad del

autor, que había pasado de ser uno más entre esa multitud muda, a poder expresar

libremente su sentir y el de los suyos (el del pueblo) y, lo más importante: a ser

escuchado.

Por tanto, el ideal de independencia y autonomía fue

volviéndose cada vez más central para la identidad autorial del

siglo XVIII. Paradójicamente, la íntima relación que se

estableció en Francia y Alemania entre el Estado y los hombres

de letras en los siglos XVII y XVIII aumentó ese sentido de

autonomía. […] Estos vínculos con el estado contribuyeron a

fomentar en los autores una visión trascendental de sí mismos

como servidores del bien público. De ahí había un paso

relativamente pequeño para que se consideraran a sí mismos

representantes independientes de la “opinión pública”

(2009:173).

En definitiva, podemos observar que la evolución del término “literatura” y el

nacimiento del término “público” fueron las consecuencias de importantes cambios que

se produjeron durante esta época.

Por último, en lo referente a la influencia de un fenómeno sobre otro (el

fenómeno del público sobre el de la literatura y viceversa) para la evolución de ambos,

me atrevería a decir, basándome en todo lo analizado a lo largo de este trabajo, que fue

la aparición de ese “público juez” la que favoreció el paulatino cambio del concepto de

“literatura”. El siglo XVIII cada vez le dio a ese público más medios para valorar, para

hacer una crítica, para juzgar lo que leía y, con ellos, también le dio cada vez más

autoridad para decidir qué era literatura y qué no.

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El público ya no era el mismo, básicamente, porque ahora sí empezaba a existir

como tal, podía elegir, y podía expresar sus preferencias con respecto a lo que leía.

Quizá fueron todos estos cambios de la Ilustración los que crearon la necesidad de

acuñar un nuevo término para referirse a esa nueva realidad, ese conjunto de personas

que ahora valoraba, criticaba y, sobre todo elegía: el público. Y, por otra parte, ese

nuevo privilegio que ahora se les otorgaba a estas personas de elegir, fue restringiendo

el concepto de literatura a lo estético, e incluso a lo mercantil, como en muchos casos lo

entendemos hoy día.

[…] ese mismo mercado que contribuyó a definir al autor

como creador y productor también estaba transformando los

gustos y criterios literarios en una dirección que muchos

comentaristas ilustrados no podían sino condenar. La

comercialización de la literatura, la emergencia de un mercado

masivo que producía obras literarias por su valor de

entretenimiento en lugar de por su utilidad moral […] (2009:

186).

TABLAS

A continuación, vamos a presentar dos tablas, pertenecientes a los términos

“literatura” y “público” respectivamente. Cada columna va a estar dedicada cada uno de

los cuartos del siglo XVIII, y en cada una de ellas vamos a presentar la relación de

autores que utilizaron cada término en ese espacio de tiempo.

Literatura

Primer

cuarto (1700-1725)

Segundo

cuarto (1726-1750)

Tercer

cuarto (1751-1775)

Último

cuarto (1776-1800)

- Antonio

Palomino y

Velasco.

- Juan de

- Benito

Jerónimo Feijoo.

- Ignacio de

Luzán.

- Manuel

Lanz de Casafonda.

- José

Francisco de Isla.

- Juan

Antonio Llorente.

- Ignacio

García Malo.

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Villagutierre

Sotomayor.

- Gregorio

Mayans.

- Fray

Martín Sarmiento.

- Francisco

Máximo de Moya

Torres y Velasco.

- José

Cadalso.

- Fray

Martín Sarmiento.

- Ignacio de

Luzán.

- Gregorio

Mayans.

- Benito

Jerónimo Feijoo.

- Pedro

Rodríguez

Campomanes.

- Francisco

Fabián y Fuero.

- Francisco

Antonio de

Lorenzana.

- Antonio

Gascón.

- José

Cevallos.

- Diego de

Bohórquez.

- Alfonso

Clemente de

Aróstegui.

- Manuel

Díez.

-Alonso

María Acevedo.

- Pedro

Montengón.

- Leandro

Fernández de

Moratín.

- Cándido

María Trigueros.

- Antonio

José Cavanilles.

- Ignacio de

Luzán.

- Juan Pablo

Forner.

- Luis

Proust.

- Diego de

Alvear.

- Jacobo

Antillana Nuero.

- Melchor

Gaspar de

Jovellanos.

- Manuel de

García de

Villanueva Hugalde

y Parra.

- Francisco

Agustín Florencio.

- Conde de

Fernán Núñez.

- Manuel

José Quintana.

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- Manuel

Campere.

- José

Nicolás de Azara.

- Juan

Andrés.

- Conde de

Noroña.

- Juan

Bautista de Arriaza.

- Tomás de

Iriarte.

Público

Primer

cuarto (1700-1725)

Segundo

cuarto (1726-1750)

Tercer

cuarto (1751-1775)

Último

cuarto (1776-1800)

- Benito

Jerónimo Feijoo.

- José

Cadalso.

- Pedro

Rodríguez

Campomanes.

- Simón

Mayo Morales.

- José

Nicolás de Azara.

- Ramón de

la Cruz.

- Antonio

José Cavanilles.

- Juan Pablo

Forner.

- José

Villarroya.

- Manuel de

García de

Villanueva Hugalde

y Parra.

- Antonio

Montes.

- Vicente

García de la Huerta.

- Tomás de

Iriarte.

El fin que se pretende al incluir estas tablas en este estudio es contemplar, sin ni

siquiera tener que leer su contenido, cómo en ambos casos, a medida que avanza el siglo

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XVIII, el número de escritores españoles (sin haberse tenido en cuenta los muchos

textos de escritores anónimos que se recogen en el CORDE) que emplean estos

términos cada vez aumenta más.

Pero resulta particularmente ilustrativa la tabla dedicada a la palabra “público”,

ya que con ella se demuestran dos cosas: la primera, que, tal como hemos comentado en

más de una ocasión durante este trabajo, se trata de un término acuñado durante este

siglo de la Ilustración. Y, la segunda, que es Benito Jerónimo Feijoo el introductor de

este término en nuestro país.

CONCLUSIÓN

Nos gustaría dedicar este apartado final a establecer brevemente algunas

comparaciones entre las definiciones actuales que nos da el DRAE sobre los términos

estudiados y el concepto que se tenía de ellos en el siglo XVIII.

Empezaremos con el término “literatura”. En relación con este, quizá la tercera

definición que da el DRAE sea la más parecida a la que predominaba durante la

Ilustración, fundamentalmente por su sentido más amplio, ya que habla del “Conjunto

de obras que versan sobre un arte o una ciencia”.

Sin embargo, la definición que a nosotros más nos interesa es la primera, y la

que más se utiliza en este siglo XXI: “Arte que emplea como medio de expresión una

lengua”. Como hemos estudiado en este trabajo, en el siglo XVIII la literatura no se

consideraba algo artístico ni expresivo, y mucho menos se tenían en cuenta los aspectos

lingüísticos. En la Ilustración no interesa nada de esto; es lo útil lo que importa, y, para

que la literatura se considerara algo útil, simplemente era necesario que transmitiera

información sobre alguna rama del saber.

De esta manera, podemos observar cómo el paso del tiempo ha ido robándole

importancia a esa utilidad que imperaba en el XVIII, para cedérsela a lo “inútil”, pero

bello a la vez: lo artístico, lo expresivo, aquello en lo que el lenguaje mismo es objeto

de belleza, todas esas cosas que, a cualquier escritor ilustrado, no le aportaban nada.

Quizá esto explique el prosaísmo que predominaba en los textos de aquella época.

En lo referente al término “público”, podemos observar que la mayoría de las

definiciones que nos da el DRAE, no sólo son bastante comunes en la actualidad, sino

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que, como hemos analizado en este trabajo, también se daban con mucha frecuencia en

el siglo XVIII, al contrario de lo que sucede con el término “literatura”, que quizá haya

cambiado más desde esa época hasta nuestros días.

Así, ya en este trabajo hemos mencionado significados que también aparecen en

el DRAE, como lo “visto o sabido por todos”, o lo “contrapuesto a privado”, que se

corresponden con la primera y la tercera definición respectivamente. La cuarta, la

quinta, la sexta y la séptima definición también han sido analizadas en este estudio.

Quizá esa mayor similitud entre los significados que se le asignaban a este

término en el siglo XVIII y los que se le asignan hoy, en el siglo XXI, se deba a que la

palabra “público” fue acuñada por primera vez durante la Ilustración, dejándonos así

una herencia creada bajo una ideología más cercana y más parecida a la nuestra actual.

El término “literatura”, sin embargo, ya existía desde muchísimos siglos atrás,

arrastrando consigo significados creados bajo ideologías y formas de concebir la vida

muy diferentes (e incluso, en muchos casos, opuestas) a la nuestra; de ahí la necesidad

de “pulirlo” que surgió con el paso de los siglos. Ya que, al fin y al cabo, no debemos

olvidar que el significado que en cada momento se le atribuye a una palabra no es sino

el eco, el reflejo, de la ideología de esa época.

BIBLIOGRAFÍA

GUNIA, I. (2008), De la poesía a la literatura. El cambio de los conceptos en la

formación del campo literario español del siglo XVIII y principios del XIX, Madrid,

Iberoamericana.

http://buscon.rae.es/draeI/

http://corpus.rae.es/cordenet.html

VAN HORN MELTON, J. (2009), La aparición del público durante la

Ilustración europea, Publications de la Universitat de València (PUV), Valencia.

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