El Pasado E TAUB FINAL-libre
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El pasado1
Emmanuel Taub.
Crecí en Bariloche. Desde ahí todo es una sumatoria de recuerdos que se me vienen a la
cabeza desordenadamente. Mis viejos, mis hermanos, mis primos, mis amigos. Las
tardes andando en bicicleta por el cerro Otto. La historia del viejo Otto subiendo la
heladera en la espalda. Lo recuerdo con barba blanca, quizá de alguna foto, tenía un aire
a Buber. Me recuerdo en la bicicleta siempre cuidando de no caerme, nunca bajando
muy fuerte por los senderos. Respetuoso ante el terror de lastimarme estúpidamente.
Recuerdo los nervios que tenía en ese baile en lo de Martín Cruz porque sabía que iba a
dar mi primer beso cuando llegasen los lentos. Mi primer beso lleno de saliva. Salir
afuera y escupir. Me acuerdo también como nos matábamos de risa con mis amigos y
amigas. Me acuerdo de María Paula meándose encima de risa. Las tarde en casa de
Gabriel, en el hotel transformado en casa, entrando y saliendo de cuartos vacíos que
parecían laberintos abandonados para tres chicos que no paraban de moverse. Subiendo
al techo y bajando de esos cinco pisos por el caño de desagüe. Me acuerdo de jugar a los
pistoleros hasta el cansancio con mis hermanos. Y subirnos al techo del quincho del
parque de abajo que salía al Nahuel Huapi, y saltar desde ahí a una planta que usábamos
como colchoneta. La inconciencia de no pensar ni siquiera en la muerte. Pero recuerdo
cuando se murió mi abuelo, de golpe, y que no me dejaron viajar a Buenos Aires al
entierro. Mi mamá tampoco estaba cuando se murió. Viajó después. Me acuerdo de ella
hablando por teléfono en su mesita de luz y tratando de explicarme después que el
abuelo se había muerto. Me acuerdo de su cara, pero más me acuerdo del cuarto y la
cortina blanca que dejaba pasar una luz gris. Ese recuerdo es gris, como la muerte.
Después me enteré que se murió de cáncer de pulmón. No sabía lo que era el cáncer. A
mis otros abuelos les dibujé el nombre del kiosco que pusieron cuando vinieron a
Bariloche a vivir cerca de nosotros, y ellos lo pintaron en el frente. Fue mi primera obra
fuera de mis cuadernos. Me acuerdo que me dio mucho orgullo y que quería dibujar.
Recuerdo la primera vez que escuché Divididos y Soda Estéreo, La era de la boludez y
Canción animal, también en la casa de Martín y Carlitos Cruz, que nos llevaba un año.
Hoy es Cura. Mi viejo trabajaba en el Hotel Roma, era el dueño junto a su padre y sus
1 Publicado en Revista Panamá el 24/08/2014: http://panamarevista.com/2014/08/22/el-pasado/
hermanos. Estaba ahí mucho tiempo. Le tenía una especie de miedo, me costaba todo
frente a él; pero la cantidad de amor que sentía cuando me miraba me volteaba el alma.
Mi vieja, psicopedagoga, tenía el consultorio en el estacionamiento de la casa, en el km.
1200 de Bustillo. Trabajaba con chicos más chicos que yo y con adolescentes. Tenía
una paciente Down que iba a mi escuela (me gustaría acordarme su nombre). Me enseñó
lo frágil que somos. Y lo mierda que somos. La adoraba, y trataba de cuidarla. La
recuerdo con su delantal azul, con sus pecas, con unas hebillitas que le sacaban el pelo
de la cara. A veces cuando mi mamá no podía buscarnos volvíamos a casa con Amalia,
la directora, en un Renault de esos que tenían la palanca de cambios desde el tablero, al
lado del volante. Era verde agua. Recuerdo pasar por la plaza y mirar a los perros. Y
querer jugar al fútbol. Me acuerdo que me gustaba comer manzanas. Sólo manzanas.
Todo el tiempo manzanas. Sin parar. No me gustaba el chocolate, ni mucho las cosas
dulces. En mi casa se comía lo que se cocinaba. También me acuerdo que en invierno
mi vieja nos traía una tasa de leche con miel antes de dormir. Yo estaba en la cama
cucheta de arriba, mi hermano abajo, en la cama de al lado mi otro hermano. No
recuerdo si mi hermana había nacido aún o estaba en el cuarto del bebé. La leche con
miel de noche antes de dormir era amor. Amor puro. Esquiaba. Todos los inviernos
esquiaba: en la escuelita, con mi grupo de esquí, solo, con mi hermano. La nieve es el
paraíso; como la montaña. Recuerdo estar en primer año del secundario en la Dante
Alighieri y jugar al fútbol con los chicos de quinto. Recuerdo que me decían el ruso y
no entendía por qué. Recuerdo que me trataban con desprecio. Recuerdo que siempre
tuve la sensación de que eran unos nazis de mierda, cuando aprendí lo que era un nazi.
Recuerdo que quería que se mueran por soretes. Me acuerdo de cuando apareció
públicamente Priebke. Ahí se resignificó el libro sobre la Shoá que tenían mis viejos en
la biblioteca y que de tanto en tanto agarraba y miraba con tristeza y fascinación.
Recuerdo que mi judaísmo eran el día en la semana en el que íbamos al schule de
Bariloche a estudiar hebreo y los sábados a hacer algunas actividades con los otros
pocos chicos judíos de la ciudad. Recuerdo que en el fondo del schule había árboles y
que el piso tenía piedritas. Jugábamos al fútbol. Aprendíamos tradición. Recuerdo que
mis viejos siempre me dijeron que lo importante era amar a la persona con la que uno
quería estar, a respetarla, y no preguntarle por su religión. Jugaba con todos. La gente,
era gente. Mis amigos, eran mis amigos. El problema de elegir era un problema de
Buenos Aires, no nuestro en el sur. Recuerdo que estaba siempre inquieto, que iba de un
lado para el otro. No recuerdo ningún momento de quietud. No recuerdo estar sentado.
No recuerdo estar callado. No recuerdo dejar de hace cosas. Dibujaba como loco. Me
acuerdo de la primera novela que leí: Tónico y el secreto de Estado. Editorial el Barco
de Vapor, naranja. Tenía nueve años. Quizá había leído otras cosas antes, pero esa
novela me quedó en la memoria como la primera novela que era mía. Mis viejos me la
regalaron a mí, no la saqué de la biblioteca ni de ningún otro lugar. Recuerdo que
después leí Mi planta de naranja lima y lloré. Recuerdo los cuentos de Socorro, Ami el
niño de las estrellas, y todos los libro de la colección de elige tu propia aventura que
leía sin parar. Tenía una biblioteca chica al lado de la cama en el piso de arriba de
nuestra casa. Mi cuarto terminaba en un ventanal contra el lago. Recuerdo las noches de
tormenta y de nevadas con la luz apagada mirando cómo todo se movía. Recuerdo la
nieve cayendo de noche iluminada por la luz de la luna. Es una de las cosas más
hermosas que alguna vez pude ver. Me gustaba estar encerrado en el cuarto. Me gustaba
pasar horas jugando con mi hermano en el cuarto de al lado a los muñequitos: los de
He-Man, los Playmobil, los de los Thundercats. Nunca fui de la generación que jugaba
al Lego. No tuve legos en casa. Recuerdo llorar sin para en el cine con Bambi y con
King Kong. Recuerdo que mis viejos no me dejaron ver Tango feroz cuando se estrenó
en el único cine que teníamos. Recuerdo mi único recuerdo totalmente político: en mi
casa votaban al radicalismo, o eso decían, y el día que perdió Angeloz –“el bueno”–
todos estaban tristes y preocupados. Recuerdo que hablaban de política, del caudillo de
La Rioja. Recuerdo que ese día también hablamos de política en el colegio. Teníamos
ocho o nueve años. Recuerdo que en un momento revoleamos las mesas del grado por el
aire. Teníamos bronca. Tal vez fue mi primer enojo político porque sí. Recuerdo que en
sexto grado viví un año en Buenos Aires y leía los libros de Agatha Christie que me
prestaban en la biblioteca del colegio. Después volví a Bariloche para terminar la
primaria y empezar la secundaria. Todavía no escribía poesía, ni nada. Leía y dibujaba.
Tenía muchos cuadernos. En mi infancia, Buenos Aires era el Mal. Era la ciudad en la
que nunca quería estar (aunque quizá en el fondo sentía una fascinación y por eso
después ya no me pude ir de acá). Los chicos de mi edad, mis primos, sus amigos, me
parecían extraterrestres. No compartía lo que pensaban ni lo que decían (no creo que lo
comparta aún). Tenía la sensación de no encajar con lo que pensaban. Preferí seguir en
la mía. Cuando crecés en el sur, me parece, aprendés a mirar las miradas y así respondés
ante los movimientos del otro. Es como la supervivencia. No me gustaba cómo se
miraban los chicos de Buenos Aires. Me gustan las ciudades frías, porque es más