El otro Murakami

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En la literatura japonesa, el apellido Murakami tiene en cierta forma el valor bifronte que la literatura latinoamericana le da al apellido Vallejo. La dualidad vuelve cualquier uso de aquel- las sílabas un poco ambiguo; anunciar que se ha comprado un libro de Murakami equivaldría a la desinformación si no fuera por el peso del rostro, la notoriedad y la firma del señor Haruki, que ha provocado la omisión comprometida del otro Murakami. La elección de nuestro particular Vallejo tiende a ser más clara: el nombre de pila que podamos vindicar depende de la edad del lector, la inclinación por el poema o la novela, el regusto por las declaraciones públicas, los animales, el hambre o las lluvias par- isinas. Por su lado, ambos escritores japoneses son narradores y contemporáneos—Haruki es mayor que Ryu tres años, un mes y una semana. La diferencia entre la reputación del uno y del otro fuera de Japón hace evidente, entre otras cosas, el modo en que la república mundial de las letras favorece al autor itinerante, cuyas alusiones a la abstracción que llamamos “cultura occidental” son más benignas y cuyos círculos suelen ser menos infernales. Murakami Ryu (1952) nació en la ciudad costera de Sasebo, en la prefectura de Nagsaki. El dato parece banal si no se completa: esa población fue bombardeada intensamente durante la Segunda Guerra Mundial, y después de la derrota de Japón en el conflicto Estados Unidos instaló allí una base militar. La referencia no es gratuita; de hecho, esa presencia extranjera tiene un carácter penetrante en los textos de Murakami-san, como una influencia forzosa, intensa e imprecisa. En su primera novela, Azul casi transparente (1976), el territorio de la base llega a tener la prominencia algo borrosa del castillo de Kaa. Es un lugar paradójico, de un hermetismo flexible; hay una manera de conocerlo sin ingresar a él: por medio del contacto con los solda- dos que lo habitan. El intercambio con aquella sociedad foránea se fundamenta, principalmente, en el canje de fluidos, como si el sexo se convirtiera en una violenta lingua franca y a la vez en un caudal, que hace de aquella contigüidad un mercado. Los distin- tivos de ultramar no llegan a vencer cierta cualidad metonímica que se paraliza, incapaz de extrapolarse en un conjunto mayor, totalizante: la cultura migratoria es la secuencia de penes de los soldados negros, una selección de discos de los Rolling Stones, e Doors o Billy Holiday, maquillaje Max Factor, un ejemplar de La Cartuja de Parma que termina en el piso. La invasión se compone de la mercadería que prepara el coito o participa en él. Aquella música y aquellos cosméticos son los hitos que demarcan la dureza del sexo en colectivo: “Que alguien me lo haga, que me lo haga ya”, gritó Kei en inglés, y no sé cuántos brazos negros la echaron a un sofá y le arrancaron la enagua, los pedazos de tela transparente y negra revolotearon hasta llegar al piso. “Miren, parecen mariposas”, dijo Reiko, y tomó luego un trozo de tela para untar mantequilla en la verga de Durham. Después de que Bob gritara y pusiera las manos en la entrepierna de Kei, el cuarto se llenó de alaridos y risas chillonas. Esa cópula apurada por la violencia consentida se ha interpretado como una alegoría de la intrusión militar. Tal glosa quizá no sea por completo errónea, pero le da a En la literatura japonesa, el apellido Murakami tiene en cierta forma el valor bifronte que la literatura latinoamericana le da al apellido Vallejo. La dualidad vuelve cualquier uso de aquellas sílabas un poco ambiguo; anunciar que se ha comprado un libro de Murakami equivaldría a la desinformación si no fuera por el peso del rostro, la notoriedad y la firma del señor Haruki, que ha provocado la omisión comprometida del otro Murakami. La elección de nuestro particular Vallejo tiende a ser más clara: el nombre de pila que podamos vindicar depende de la edad del lector, la inclinación por el poema o la novela, el regusto por las declaraciones públicas, los animales, el hambre o las lluvias par- isinas. Por su lado, ambos escritores japoneses son narradores y contemporáneos—Haruki es mayor que Ryu tres años, un mes y una semana. La diferencia entre la reputación del uno y del otro fuera de Japón hace evidente, entre otras cosas, el modo en que la república mundial de las letras favorece al autor itinerante, cuyas alusiones a la abstracción que llamamos “cultura occidental” son más benignas y cuyos círculos suelen ser menos infernales. Murakami Ryu (1952) nació en la ciudad costera de Sasebo, en la prefectura de Nagsaki. El dato parece banal si no se completa: esa población fue bombardeada intensamente durante la Segunda Guerra Mundial, y después de la derrota de Japón en el conflicto Estados Unidos instaló allí una base militar. La referencia no es gratuita; de hecho, esa presencia extranjera tiene un carácter penetrante en los textos de Murakami-san, como una influencia forzosa, intensa e imprecisa. En su primera novela, Azul casi transparente (1976), el territorio de la base llega a tener la prominencia algo borrosa del castillo de Kaa. Es un lugar paradójico, de un hermetismo flexible; hay una manera de conocerlo sin ingresar a él: por medio del contacto con los solda- dos que lo habitan. El intercambio con aquella sociedad foránea se fundamenta, principalmente, en el canje de fluidos, como si el sexo se convirtiera en una violenta lingua franca y a la vez en un caudal, que hace de aquella contigüidad un mercado. Los distin- tivos de ultramar no llegan a vencer cierta cualidad metonímica que se paraliza, incapaz de extrapolarse en un conjunto mayor, totalizante: la cultura migratoria es la secuencia de penes de los soldados negros, una selección de discos de los Rolling Stones, e Doors o Billy Holiday, maquillaje Max Factor, un ejemplar de La Cartuja de Parma que termina en el piso. La invasión se LUIS MORENO VILLAMEDIANA CRíTICA El otro Murakami

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En la literatura japonesa, el apellido Murakami tiene en cierta forma el valor bifronte que la literatura latinoamericana le da al apellido Vallejo. La dualidad vuelve cualquier uso de aquel-las sílabas un poco ambiguo; anunciar que se ha comprado un libro de Murakami equivaldría a la desinformación si no fuera por el peso del rostro, la notoriedad y la firma del señor Haruki, que ha provocado la omisión comprometida del otro Murakami. La elección de nuestro particular Vallejo tiende a ser más clara: el nombre de pila que podamos vindicar depende de la edad del lector, la inclinación por el poema o la novela, el regusto por las declaraciones públicas, los animales, el hambre o las lluvias par-isinas. Por su lado, ambos escritores japoneses son narradores y contemporáneos—Haruki es mayor que Ryu tres años, un mes y una semana. La diferencia entre la reputación del uno y del otro fuera de Japón hace evidente, entre otras cosas, el modo en que la república mundial de las letras favorece al autor itinerante, cuyas alusiones a la abstracción que llamamos “cultura occidental” son más benignas y cuyos círculos suelen ser menos infernales.

Murakami Ryu (1952) nació en la ciudad costera de Sasebo, en la prefectura de Nagsaki. El dato parece banal si no se completa: esa población fue bombardeada intensamente durante la Segunda Guerra Mundial, y después de la derrota de Japón en el conflicto Estados Unidos instaló allí una base militar. La referencia no es gratuita; de hecho, esa presencia extranjera tiene un carácter penetrante en los textos de Murakami-san, como una influencia forzosa, intensa e imprecisa. En su primera novela, Azul casi transparente (1976), el territorio de la base llega a tener la prominencia algo borrosa del castillo de Kafka. Es un lugar paradójico, de un hermetismo flexible; hay una manera de conocerlo sin ingresar a él: por medio del contacto con los solda-dos que lo habitan. El intercambio con aquella sociedad foránea se fundamenta, principalmente, en el canje de fluidos, como si el sexo se convirtiera en una violenta lingua franca y a la vez en un caudal, que hace de aquella contigüidad un mercado. Los distin-tivos de ultramar no llegan a vencer cierta cualidad metonímica que se paraliza, incapaz de extrapolarse en un conjunto mayor, totalizante: la cultura migratoria es la secuencia de penes de los soldados negros, una selección de discos de los Rolling Stones, The Doors o Billy Holiday, maquillaje Max Factor, un ejemplar de La Cartuja de Parma que termina en el piso. La invasión se compone de la mercadería que prepara el coito o participa en él. Aquella música y aquellos cosméticos son los hitos que demarcan la dureza del sexo en colectivo:

“Que alguien me lo haga, que me lo haga ya”, gritó Kei en inglés, y no sé cuántos brazos negros la echaron a un sofá y le arrancaron la enagua, los pedazos de tela transparente y negra revolotearon hasta llegar al piso. “Miren, parecen mariposas”,

dijo Reiko, y tomó luego un trozo de tela para untar mantequilla en la verga de Durham. Después de que Bob gritara y pusiera las manos en la entrepierna de Kei, el cuarto se llenó de alaridos y risas chillonas.

Esa cópula apurada por la violencia consentida se ha interpretado como una alegoría de la intrusión militar. Tal glosa quizá no sea por completo errónea, pero le da a En la literatura japonesa, el apellido Murakami tiene en cierta forma el valor bifronte que la literatura latinoamericana le da al apellido Vallejo. La dualidad vuelve cualquier uso de aquellas sílabas un poco ambiguo; anunciar que se ha comprado un libro de Murakami equivaldría a la desinformación si no fuera por el peso del rostro, la notoriedad y la firma del señor Haruki, que ha provocado la omisión comprometida del otro Murakami. La elección de nuestro particular Vallejo tiende a ser más clara: el nombre de pila que podamos vindicar depende de la edad del lector, la inclinación por el poema o la novela, el regusto por las declaraciones públicas, los animales, el hambre o las lluvias par-isinas. Por su lado, ambos escritores japoneses son narradores y contemporáneos—Haruki es mayor que Ryu tres años, un mes y una semana. La diferencia entre la reputación del uno y del otro fuera de Japón hace evidente, entre otras cosas, el modo en que la república mundial de las letras favorece al autor itinerante, cuyas alusiones a la abstracción que llamamos “cultura occidental” son más benignas y cuyos círculos suelen ser menos infernales.

Murakami Ryu (1952) nació en la ciudad costera de Sasebo, en la prefectura de Nagsaki. El dato parece banal si no se completa: esa población fue bombardeada intensamente durante la Segunda Guerra Mundial, y después de la derrota de Japón en el conflicto Estados Unidos instaló allí una base militar. La referencia no es gratuita; de hecho, esa presencia extranjera tiene un carácter penetrante en los textos de Murakami-san, como una influencia forzosa, intensa e imprecisa. En su primera novela, Azul casi transparente (1976), el territorio de la base llega a tener la prominencia algo borrosa del castillo de Kafka. Es un lugar paradójico, de un hermetismo flexible; hay una manera de conocerlo sin ingresar a él: por medio del contacto con los solda-dos que lo habitan. El intercambio con aquella sociedad foránea se fundamenta, principalmente, en el canje de fluidos, como si el sexo se convirtiera en una violenta lingua franca y a la vez en un caudal, que hace de aquella contigüidad un mercado. Los distin-tivos de ultramar no llegan a vencer cierta cualidad metonímica que se paraliza, incapaz de extrapolarse en un conjunto mayor, totalizante: la cultura migratoria es la secuencia de penes de los soldados negros, una selección de discos de los Rolling Stones, The Doors o Billy Holiday, maquillaje Max Factor, un ejemplar de La Cartuja de Parma que termina en el piso. La invasión se

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