El otro Chico de la Moto

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E L OTRO C HICO DE LA M OTO David G. Panadero L o que ahora escribo y cuen- to sucedió hará unos quince años, y me doy cuenta de que ya por aquel entonces mis preocupa- ciones y pensamientos se centraban en el pasado... Post under: Relatos

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David G. Panadero reflexiona sobre una de sus películas favoritas, La ley de la calle, y cuenta cómo impactó esta obra en un barrio madrileño como Vallecas.

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El otro ChiCo dE la Moto

David G. Panadero

Lo que ahora escribo y cuen-

to sucedió hará unos quince

años, y me doy cuenta de que

ya por aquel entonces mis preocupa-

ciones y pensamientos se centraban

en el pasado...

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Lo que ahora escribo y cuento sucedió hará unos quince años, y me doy cuenta de que ya por aquel entonces mis preocu-paciones y pensamientos se centraban en el pasado, un pasado que se había con-vertido en fantasma y ni podía tocar con la punta de los dedos. A muchos podrá sorprender, pero, aún sucediendo todo lo que se relata en este libro en la gran ciudad, el fantasma del pasado no es el único que aparece. Porque las grandes ciudades tienen sus propios fantasmas, cada vez más abundantes y corpóreos. La inseguridad ciudadana, la violencia, la vida en los guetos, las prisas, el des-

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empleo, la delincuencia, la depresión, el estrés, forman parte de un decorado in-quietante cuyos exorcistas son los edu-cadores, asistentes sociales, psicólogos, psiquiatras, policías… Y estamos obliga-dos a convivir dentro de y con el propio decorado. Lo queramos o no, formamos parte del mismo, y a menudo nos corres-ponde el papel de protagonistas.Hará quince años, escribía, contaba, mi hermano se emancipó y se fue a vivir al barrio de Vallecas. Y ese barrio le resulta-ba muy divertido. Cuando iba a la compra se encontraba en el supermercado con amas de casa que llevaban camisetas de Iron Maiden; los dependientes de las tien-

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das empleaban ese acento típico, achu-lado, que tanto se escucha en el sur de Madrid; en el bulevar había una estatua de la Abuela Rockera, que había fallecido por aquel entonces, y por todas partes se respiraba ese ambiente de barrio donde se mezclan el compañerismo y el espíritu obrero más encallecido.En esa época, hace quince años, yo había conseguido una copia en VHS de la pelí-cula que había marcado mi adolescencia: La ley de la calle. La película cuenta la historia de dos hermanos, Rusty James y el Chico de la Moto. El hermano mayor, el Chico de la Moto, está de vuelta de todo. Ha sido el líder de las pandillas y domina

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los secretos de la lucha callejera. Pero se ha acabado hartando de todo eso. Ade-más, las drogas han arrasado las calles, convirtiendo a los jóvenes en poco más que despojos, que sólo tienen en mente cómo conseguir la siguiente dosis. Con su moto, el hermano mayor ha viajado a California y ha visto el mar. Y cuando vuelve al barrio, nota que todo aquello ya no tenía nada que ver con él. A esas al-turas no es capaz de hablar con claridad, se expresa por medio de complicadas metáforas y anda siempre ensimismado, obsesionado con liberar a los peces de sus peceras, sacarlos de la tienda de ani-males y llevarlos al río para que puedan

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nadar con libertad. Muchos lo toman por loco.Rusty James no tolera ver a su hermano así, actuando cada vez de forma más in-comprensible. Su principal sueño es que vuelva la época dorada de las pandillas. Si eso sucediera, ellos serían los reyes. Quizás si volvieran las pandillas, Rusty James no se sentiría tan solo, y la pandi-lla podría ocupar el vacío dejado por una madre que los abandonó y un padre que anda siempre pegado a la botella. La pan-dilla sería una gran familia que los dos hermanos podrían liderar.Rusty James siempre contó con mi sim-patía, porque, al igual que yo, soñaba

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con que volviera una época que el pasa-do había enterrado de manera definitiva. No se daba cuenta de que sus sueños no podían cumplirse, o quizás sí, sí se daba cuenta pero prefería dar la espalda a la realidad y alimentar un deseo imposible. Puede que fuera consciente del engaño que se imponía a sí mismo, y pese a todo, deseaba con todas sus fuerzas que vol-vieran los tiempos de las pandillas.No hace falta que diga hasta qué punto me atraparon estos dos personajes; in-cluso, en ciertos aspectos, me vi refleja-do en ellos. Si no hubiera sido así, no es-taría escribiendo esto ni estaría contando lo que cuento.

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Un día, en el curso de una conversación cualquiera, mi hermano lo dejó caer como si fuera un detalle sin importancia. Me dijo que había visto paseando por Vallecas al Chico de la Moto. Fue la mera imposibili-dad de aquello lo que me hechizó. ¿Qué hacía un personaje de una película norte-americana, de Francis Ford Coppola por más señas, paseándose por un barrio obrero de Madrid como Vallecas? Puede que al contarme eso, mi hermano quisie-ra poner en práctica algún extraño juego conmigo, pensando que en mi inocencia, le creería. Sea como fuere, acepté mi parte del trato, y fingí una total credulidad

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para que me siguiera hablando del Chico de la Moto.“Y si no era el Chico de la Moto, al menos se parecía mucho”, dijo mi hermano, qui-zás para quitar solemnidad a nuestro jue-go. Al fin y al cabo, lo que me contó era ex-traordinario, pero no entraba en el terreno de lo imposible. En el bulevar de Vallecas siempre ha habido de todo, desde gente pasando chocolate hasta maleantes de todo tipo, y yonquis peleándose por un trozo de palmera, o de cualquier comes-tible que haya por el suelo. Y un día, vio salir de uno de los bares del bulevar a un tipo alto y musculoso, mal peinado y poco aseado, que vestía con pantalones

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viejos, camiseta oscura y una americana raída, como si fuera un intelectual fran-cés venido a menos. Su forma indolente de caminar y la mirada ensimismada no dejaban lugar a dudas: era el Chico de la Moto. O al menos se parecía mucho.Siempre pensé, aunque el tiempo me ha demostrado lo contrario, que La ley de la calle era una película de minorías. Hasta el punto de que, durante bastantes años, pensaba que pocas personas aparte de mí mismo la habían visto. Pero con el paso de los años he tenido ocasión de conocer a muchos seguidores de esta película. Y lo que es más importante: aquellos que la han seguido, lo han hecho de una forma

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muy particular, asumiéndola como un re-trato único de un tiempo y una época –los años setenta en Norteamérica–, como un legado muy especial y único de la vida en las calles. Hasta tal punto, que muchos hemos hecho nuestra la película, y consi-deramos que es más nuestra que de Co-ppola. Pero aquel tipo que paseaba por Vallecas –para evitar confusiones lo llamaremos “el otro Chico de la Moto”– había lleva-do nuestra postura al extremo: se había convertido en el protagonista de la pelí-cula. ¿A qué se dedicaría? ¿Qué hacía con su vida? Nunca pudimos saber nada de esto; con su aire alucinado daba a en-

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tender que no estaba como para ponerse a hablar con desconocidos.Pero puede que estuviéramos equivoca-dos, y él se vistiera con lo que tenía a mano. Quizás ni siquiera hubiera visto la película, y si alguien le hubiese hablado del parecido con el personaje de ficción, no hubiera sabido qué responder. Es po-sible que el director, haciendo gala de un gran olfato, estuviese ofreciendo un re-trato sofisticado, pero bien reconocible, de la gente que puebla las calles, con-virtiendo a Rusty James y el Chico de la Moto en arquetipos, ejemplos elocuentes de lo que podíamos encontrar fácilmente en cualquier ciudad, en cualquier barrio.

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Pasaban las semanas y mi hermano se-guía viendo al otro Chico de la Moto, a veces al mediodía, otras al atardecer o por la noche, caminando siempre solo, sin rumbo fijo, sin intercambiar palabra con nadie. Nunca mostraba prisas, como si no tuviera nada que hacer, y su gesto inexpresivo no dejaba traslucir su estado de ánimo.Pasados unos meses desde que empeza-ra el juego, pensé que estaría bien hacer una foto a tan misterioso tipo. No come-tería el error de pararle y pedirle que po-sara; la intuición me decía que no estaría por la labor. Pero podría seguirle discre-tamente en uno de sus paseos por Valle-

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cas y hacerle unas cuantas fotos. Cuan-do le comenté mi plan a mi hermano, me dijo que no sería posible; le había dejado de ver.“Se habrá ido a California”, decía mi her-mano con humor. Han pasado unos quin-ce años desde entonces, y no he vuelto a saber nada del otro Chico de la Moto. A decir verdad, ni me he molestado en pre-guntar. Para qué. Quizás durante aque-llas semanas mi hermano me estuvo to-mando el pelo, puede que no fuese más que un parecido que sólo él captó, una coincidencia peculiar, a saber… Me des-entendí del asunto, convencido como es-taba de que la explicación final sería más

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prosaica que todo lo que yo pudiera ima-ginar, y he preferido conservar el recuer-do borroso, y puede que falso, del otro Chico de la Moto.

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David G. Panadero (Madrid, 1974), es periodista y escritor. En las más diversas manifestaciones de la cultura popular y el ocio encuentra su especialidad. Ha ejercido la crítica de cine y literatura en varios medios: Gigamesh, Stalker,

Bibliópolis: Crítica en la Red, Pasadizo... Debutó en las letras con Dark City. Mientras la ciudad

duerme (Midons, 2000). Junto con Miguel A. Parra ha es-crito los ensayos Ed Wood. Platillos volantes y jerseys de angora (T&B, 2005) y Tim Burton. Diario de un soñador.

Su aportación más personal a la literatura cinematográfica es Terror en píldoras. Las películas episódicas de Terror (Kelton & Prótesis, 2010), ensayo que emparenta la tra-

dición de la narración oral con los clásicos de la literatura fantástica y el cine de serie B.

Su gran debilidad sigue siendo la novela negra. Forma par-te, junto con Alejandro M. Gallo, del Comité de Honor del

Congreso Internacional de Ficción Criminal que organiza la Universidad de León.

Además, ha dirigido la colección de novelas “Calle Negra” para La Factoría de Ideas.

Desde 2002, edita y coordina, ya sea en papel o a través de la Red,

Prótesis. Publicación consagrada al crimen