El Milagro Del Monte Alvernia

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Saludos a todos aquellos lectores que se tomen su tiempo para leer este mi nuevo trabajo. Estoy de regreso ahora con una historia completamente basada e inspirada en un personaje real, icono de la Edad Media y aún con millones de seguidores en el mundo, me refiero a San Francisco de Asís. Realmente esta historia la hice para una amiga que es conocedora del tema en cuestión, así que comprenderé sí hay dudas sobre pasajes mencionados referentes a la historia previa a los hechos que describo. Sé que corro un gran riesgo al publicar esta historia, por eso insisto y recalco que SE RESPETE MI AUTORÍA Y SE ABSTENGA DE COMETER PLAGIO DE ESTE TRABAJO. En este trabajo están depositados mis anhelos y mis esfuerzos, y además, como yo dispongo del archivo original y otras personas lo recibieron antes de publicarlo, de poco o nada se podría beneficiar. Sin más que agregar, les invito a disfrutar de esta lectura y dejen sus comentarios de crítica constructiva que bien me ayudan a progresar y mejorar. El milagro del Monte Alvernia Por los caminos salvajes y copiosos de la región de Arezzo, entre las márgenes del Río Tíber, caminaba un singular grupo de cinco individuos. Su exterior daba lástima por la pobreza de sus largas, estrechas y ásperas túnicas de lana descolorida, apretadas a sus cinturas con cuerdas, sus cabezas tonsuradas cubiertas por capuchones y sus pies descalzos con huellas de muchos andares, pero sus rostros curtidos y limpios reflejaban la paz de sus espíritus y la alegría de sus corazones. -Hermanos míos, gracias a Dios estamos por llegar a donde será nuestro hogar hasta el día de la exaltación de la Cruz –dijo rompiendo el silencio un fraile de complexión delgada y algo corto de estatura- -Tienes pensado honrar a San Miguel Arcángel con un ayuno de cuarenta días, a pesar de tu delicada salud. Padre Francisco, no sé si regañarte, o admirarte –expresó confundido el hermano más alto y gallardo- -No seas tan severo, hermano Maseo. Nuestro hermano Francisco tiene sus motivos, que con toda seguridad son inspiración del Altísimo. Además, no es un niño pequeño que cuidar de cambiarle los pañales y darle el pecho. Los hombres rieron la broma del siempre mordaz y fiel hermano Ángelo, uno de sus primeros amigos allá por los años de la juventud. - Ya basta de bromas, guarden el recato, hermanos –exigió el fraile a la derecha de Francisco- -Despreocúpate, hermano León. Deja que bromeen, nada le gusta más al Señor que la verdadera alegría. No seríamos verdaderos hermanos menores si no nos alegráramos con el regalo de la vida. -Yo lo sé, Padre Francisco, pero estos tiempos… -Estos tiempos, mi querida Oveja de Dios, son para la contemplación, lo sé. ¿Pero no sería mejor que entremos con nuestros corazones en alto, gozando del Señor y de su creación, que con pesar en nuestros espíritus?

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Saludos a todos aquellos lectores que se tomen su tiempo para leer este mi nuevo trabajo. Estoy de regreso ahora con una historia completamente basada e inspirada en un personaje real, icono de la Edad Media y aún con millones de seguidores en el mundo, me refiero a San Francisco de Asís. Realmente esta historia la hice para una amiga que es conocedora del tema en cuestión, así que comprenderé sí hay dudas sobre pasajes mencionados referentes a la historia previa a los hechos que describo.

Sé que corro un gran riesgo al publicar esta historia, por eso insisto y recalco que SE RESPETE MI AUTORÍA Y SE ABSTENGA DE COMETER PLAGIO DE ESTE TRABAJO. En este trabajo están depositados mis anhelos y mis esfuerzos, y además, como yo dispongo del archivo original y otras personas lo recibieron antes de publicarlo, de poco o nada se podría beneficiar. Sin más que agregar, les invito a disfrutar de esta lectura y dejen sus comentarios de crítica constructiva que bien me ayudan a progresar y mejorar.

El milagro del Monte Alvernia

Por los caminos salvajes y copiosos de la región de Arezzo, entre las márgenes del Río Tíber, caminaba un singular grupo de cinco individuos. Su exterior daba lástima por la pobreza de sus largas, estrechas y ásperas túnicas de lana descolorida, apretadas a sus cinturas con cuerdas, sus cabezas tonsuradas cubiertas por capuchones y sus pies descalzos con huellas de muchos andares, pero sus rostros curtidos y limpios reflejaban la paz de sus espíritus y la alegría de sus corazones.

-Hermanos míos, gracias a Dios estamos por llegar a donde será nuestro hogar hasta el día de la exaltación de la Cruz –dijo rompiendo el silencio un fraile de complexión delgada y algo corto de estatura-

-Tienes pensado honrar a San Miguel Arcángel con un ayuno de cuarenta días, a pesar de tu delicada salud. Padre Francisco, no sé si regañarte, o admirarte –expresó confundido el hermano más alto y gallardo-

-No seas tan severo, hermano Maseo. Nuestro hermano Francisco tiene sus motivos, que con toda seguridad son inspiración del Altísimo. Además, no es un niño pequeño que cuidar de cambiarle los pañales y darle el pecho.

Los hombres rieron la broma del siempre mordaz y fiel hermano Ángelo, uno de sus primeros amigos allá por los años de la juventud.

- Ya basta de bromas, guarden el recato, hermanos –exigió el fraile a la derecha de Francisco-

-Despreocúpate, hermano León. Deja que bromeen, nada le gusta más al Señor que la verdadera alegría. No seríamos verdaderos hermanos menores si no nos alegráramos con el regalo de la vida.

-Yo lo sé, Padre Francisco, pero estos tiempos…

-Estos tiempos, mi querida Oveja de Dios, son para la contemplación, lo sé. ¿Pero no sería mejor que entremos con nuestros corazones en alto, gozando del Señor y de su creación, que con pesar en nuestros espíritus?

El resto de los alegres hermanos escucharon atentamente y secundaron la respuesta de su fundador, que ya no su "superior" desde hacía casi un año, cuyo recuerdo amargo aún pesaba en sus mentes, y sobretodo, en la del líder del grupo. Pero conforme con aquella situación, sonrió a la vida ingrata y a la siempre sabia voluntad de Dios.

-Nuestro Padre… tiene razón –el hermano más joven habló por todos. Su tartamudez no restó seriedad a su argumento- Además, ningún santo ha sido triste.

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-El pequeño Rufino está en lo cierto –el centrado y a veces mordaz Hermano Ángelo salió en su defensa- Claro, también León tiene algo de razón. ¡Ya deja de mirarme así! –El sacerdote del grupo desvió su acusadora mirada- Además, esta cuaresma nos servirá para descansar en el Señor después de tantos sucesos.

-Así es, Hermano Ángelo. Ustedes han de saberlo. Nuestra presencia aquí es resultado de la Voluntad de Dios. Y también a nuestro deseo de mayor intimidad con Él. Además, en mi alma siento esta desesperación por entregarme a la soledad y meditar sobre todo lo que ha pasado y si así lo quiere Dios, lo que ocurrirá.

-Todo sea como Dios quiera, Padre. Pero quita esa cara, recuerda que si Dios nos lo dio, ÉL nos lo puede quitar. Además, siempre su Amor nos da más.

-Hermano Maseo, el Amor divino, para mi, pobre e ignorante, lo es TODO.

Los cuatro compañeros, empáticos y comprensivos con su amigo, palmearon sus espaldas y le dieron grandes muestras de afecto. Agradeció, pero su alma siguió acongojada. Desde su salida de Greccio presintió que aquella jornada en la montaña sería una dura y terrible prueba, con un resultado incierto y oscuro.

-Hará falta todavía un día de camino para llegar a Alvernia. Todavía no hemos recorrido la mitad de este valle y ya es de noche –dijo el Hermano Maseo, guía del grupo-

-Si así lo ordenas, porque hasta que lleguemos al eremitorio eres nuestro superior, nos detendremos aquí y pasaremos la noche.

-Buscaremos entonces –sugirió León- un lugar donde guarecernos. Si dormimos a campo abierto corremos el riesgo de lluvia o peor aún, animales o ladrones. Danos permiso, Padre Francisco, de ir por los alrededores.

-No es a mí a quien deben pedir autorización, Ovejuela y Ángelo queridos, sino a nuestro Hermano Maseo.

Con completa naturalidad y fraternidad suplicaron el permiso, y aquél no pudo negarse. Los dos frailes partieron con prisa a buscar mientras que el resto del grupo se echó al suelo a descansar. El siempre servicial Rufino sacó de la alforja varios pedazos de pan moreno y los compartió con sus hermanos.

-Gracias, pequeño –el amable Francisco le acarició la cabeza rapada, antes tupida de rizos rubios- Pero no es justo que comamos antes que los ausentes. Esperaremos.

-Como ordenes, Padre –un gracioso sonrojo tiñó sus mejillas-

-¡Ansío llegar ya! Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que vimos a nuestros hermanos Iluminado, Junípero y Silvestre. Rufino, supongo que te dará gusto saludar a tu viejo tío.

-Sí, desde luego.

-Yo también los extraño. Fue en Navidad cuando nos vimos por última vez, y con seguridad me regañarán por esta larga ausencia, pero entonces también tendrán que regañar a Dios porque estuve trabajando en su obra –rieron aquella broma-. Miren, ya llegan.

-¡Hermanos! Encontramos un establo abandonado, hay mucha paja seca y –calló al descubrir pan en las manos de sus compañeros- ¡Ajá! ¡Con que comiendo a escondidas eh! ¡Y se olvidaron de nosotros!

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-No es cierto, Hermano Maseo. Yo sólo… –ya no pudo terminar-

-Nada de nada. Eres un niño malo, Rufino. Y como castigo irás a buscar agua al bosque oscuro y tenebroso –rió malévolamente-

El más joven de los hermanos se echó a temblar. Los hombres rieron de su infantil reacción.

-Tranquilo, Hermano Rufino. Yo también te acompañaré, ya que después de todo, sacaste el pan para darme de comer. Así que los dos somos "culpables". Adelántense hermanos míos, nosotros los alcanzaremos.

-Ya escucharon a nuestro Padre. Andando todos –ordenó el hermano Maseo-

El fundador y el menor se adentraron en el bosque. Realmente estaba oscuro, pero la luz de una luna en creciente y las estrellas fueron suficientes para iluminar su sendero.

-No tenías que hacerlo, Padre Francisco. Sólo jugaban.

-Lo sé, pero en realidad quiero acompañarte. Necesito hacer algo.

-Está bien, Padre. Estamos bastante cerca del río que cruza este bosque. Tomaré el agua y regresaremos.

El hermano Rufino se percató que no trajo un cuero curtido o vasija alguna para transportar el agua, así que se adentró un poco en el bosque para buscar algo en qué transportarla. Francisco, mientras tanto, se detuvo a las márgenes del río de aguas transparentes.

-Te doy gracias, Señor, por el regalo del silencio y la frescura de esta agua que es el reflejo de tu palabra que nos da vida –rezó en susurro, contemplando el cuadro natural. Pero pronto sus ojos se iluminaron al descubrir una maravilla. Reflejado en el cristal acuoso estaba el rostro de la mujer dueña de su corazón. Sus ojos reflejos del cielo, cabellera rubia ahora tupida de canas y oculta bajo un oscuro velo; su rostro, fresco y marcado por las experiencias humanas y divinas, sin exentar el dolor y la felicidad, perfilado por una sonrisa blanca. Hechizado por la visión, se rindió al impulso de besarla-

-Padre, encontré un ánfora. Enseguida te sirvo un poco de agua –la llegada inesperada de Rufino le trajo de regreso a la realidad- ¿Sucede algo?

-Hermano Rufino, contemplo la claridad de Dios –el hombre sonrió al responder a su pupilo, que de tonto no tenía un pelo por más ingenuo que fuera- Anda, pequeño. Tomemos el agua y regresemos.

-Sí, seguramente estarán desesperados. Pero ¿conoces el camino?

-No te preocupes por eso. Prestemos atención y lo encontraremos.

Ambos hombres cargaban el ánfora con el líquido fresco. Más adelante descubrieron el establo, iluminado por fuera con una fogata y animado por las voces de los hermanos.

ALABEN AL SEÑOR TODAS LAS CREATURAS, ALÁBENLO TODOS LOS PUEBLOS DE LA TIERRA. PORQUE EL SEÑOR ES GRANDE Y GENEROSO, PORQUE SU AMOR Y SU MISERICORDIA SON PARA SIEMPRE.

Con aquella estrofa entraron cantando los aguadores improvisados. La melodiosa voz del fundador de talla menuda se impuso a sus discípulos entonando una vez más el salmo

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responsorial mientras Rufino distribuyó los trozos de pan y dio a cada uno de los presentes generosos tragos de agua.

-Rufino, por favor. Di la oración de los alimentos.

-Sí, Padre. Bendice Señor estos alimentos venidos de tus santas manos. Bendice a quienes no los tienen para que algún día nos sentemos todos juntos en la mesa celestial. Amén.

-AMÉN.

El singular grupo consumió la sencilla cena que unos pastores y campesinos muy amablemente les dieron por ayudarles en las faenas. Sin duda estaban cansados, pero Francisco intentó disimularlo.

-Será mejor que descanses, Padre. Últimamente no tienes buena salud y si no quieres enfermar…

-Te agradezco tus preocupaciones, querido León, pero soy un caballero andante de Dios y debo luchar a pesar del dolor y la enfermedad. Pero ya que la caridad y la obediencia lo dictan, lo haré. También ustedes mis hermanos deben dormir, mañana llegaremos a Alvernia.

Maseo se encargó de apagar la fogata improvisada y regresó para unirse a las oraciones nocturnas.

Al despuntar la aurora sobre las montañas, Rufino fue el primero en levantarse y entonar el "Domine lábia mea apéries", llamando a laudes, el cual pronto sus despiertos compañeros respondieron: "Et nos meum annuntiábit laudem tuam". Despiertos sus cuerpos y erguidos sus espíritus, rezaron las oraciones de la mañana con profunda devoción, concluyendo con el Magnificat y una bendición. Cuando en silencio se disponían a abandonar el refugio, Francisco se dejó caer pesadamente:

-¡Padre! ¡Padre!, ¿qué te ocurre? –Profundamente consternado el sacerdote León-

-No es nada, es cansancio solamente. Anda, vamos.

-Qué mal mentiroso eres, Hermano Francisco –el observador Ángelo se acercó a su maestro para tocar su frente- Ya me parecía, tienes fiebre.

-Es sólo un poco de temperatura. No es nada, hermanos.

-¿Cómo que nada? –Le reclamó su amigo sacramentado- Padeces desde hace tiempo esa fiebre de Egipto ¿y tú dices que no es nada? Nos quedaremos aquí hasta que baje.

-Si hacemos eso, no llegaremos hoy a Alvernia y sólo tengo tres días para iniciar la cuaresma. Así que si quieren que coma y repose, lo mejor será avanzar.

-Tiene razón. Si nos detenemos aquí no habrá manera de cuidarle. León y Rufino, quédense aquí. Hermano Ángelo, ven conmigo.

A paso apresurado el líder y su asesor inmediato abandonaron el refugio y salieron al camino. Tras una espera muy larga, divisaron un anciano con su mula.

-¡El Señor te dé la paz, hermano! –Aquél fue el saludo de la pareja-

-¡Bah! Pordioseros, lárguense. ¡No tengo nada para ustedes!

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-No somos pordioseros – Ángelo hizo su mayor esfuerzo para no escupirle en la cara al campesino ignorante- Somos simples religiosos necesitados de tu ayuda. No cabe duda que Dios nos escuchó y te puso en nuestro camino.

-¡Qué va! Excusas, excusas. Lárguense, que no les daré ni una migaja.

-Verás, hermano arriero –también Maseo contuvo su enojo- nuestro Padre y Hermano Francisco está enfermo y necesitamos llegar a Alvernia…

-¿Francisco dicen? Haberlo dicho antes. Anden frailes, que la jornada nos llevará hasta la caída de la tarde. ¿Dónde está?

-No hace falta, hermano, aquí esperemos.

Apoyado en los hombros de sus hermanos fieles, Francisco apuró el paso para salir al encuentro de sus compañeros.

-Muchas gracias hermano arriero. Aunque no tenemos ni cargamos dinero, Dios nuestro Padre no te dejará sin recompensa –expresó el ferviente hombre de Asís-

-Si eres quien dicen estos, me escucharás y atenderás mi consejo –dijo suspicaz y precavido al bajar de su mula- Cuida tus pasos y tus acciones, sé tan bueno como dicen porque entre las gentes tienes, que no la forma, pero sí la fama de un santo.

Aquello sin lugar a dudas fue un insulto disimulado y bien calculado. Los frailes compañeros ardían de ira y más de uno quiso darle una buena golpiza al infeliz, pero Francisco se anticipó a su reacción, arrodillándose humildemente besó las manos callosas del viejo mulero.

-Ahora con mayor razón tengo motivos para agradecerte, querido hermano. Que Dios te bendiga y pague tu caritativa preocupación –aquella réplica terminó por desarmar a sus compañeros y al anciano, quien sin más apremió al grupo a andar.

Aquella comitiva vaya que era pintoresca: una mula robusta, un anciano arriero de temperamento muy susceptible y cinco frailes al camino, uno de ellos montando al dócil animal.

-Vaya que me sorprende. Este animal es más terco que mi mujer y ni a cintarazos entiende, pero contigo se comporta como si no rompiera un plato.

-El secreto no es dar de golpes con el látigo, el hermano asno ya tiene suficiente. Muchas veces es mejor hacer uso del amor y la paciencia para que el más terco obedezca y acepte con humildad su carga –replicó amablemente Francisco-

-No entendí ni una palabra de lo que dijiste, pero no me importa.

Mientras el arriero halaba de la mula antes arisca y ahora dócil, los cinco religiosos entonaron himnos de alabanza y acción de gracias por los beneficios y dificultades que el Amor de Dios les daba en su diario vivir. Pese a la fiebre, Francisco no disminuyó su entusiasmo ni su voz, siendo el primero en cantar y alabar.

-¡Sursum corda, fratres! ¡Corazones en alto, hermanos míos! ¡Alabemos y cantemos siempre, que la vida es el regalo más grande que Dios nos ha dado!

-¡ALELUYA!

Al pasar, no pocos les miraron asombrados. Eran más que ciertos los rumores y las habladurías sobre aquellos nuevos apóstoles que viven felices en la pobreza, cantando a Dios con amor y

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celebrando en obediencia. Aquella era una muestra de toda una gran comunidad que más que predicar vive el evangelio y con su ejemplo arrastran a muchos a seguirlos, fueran ya adultos o niños.

Con el sol en el cenit, la comitiva se detuvo a comer. El arriero canoso, más por fuerza que por caridad, compartió sus provisiones con los frailes, quienes en retribución fueron al bosquecillo cercano trayendo legumbres y bayas de zarzamoras -De nuevo esa maldita humildad y alegría por vivir –pensó fastidiado- que de seguir así, terminarán por convencerme.

Ángelo se acercó a Francisco para comprobar su estado de salud.

-Me siento mucho mejor, Hermano Ángelo. No te preocupes.

-Qué va, Padre. Claro que me preocupo. Déjate hacer –aquella sincera y pura intención le convencieron- Pues sí, la fiebre ya bajó. Por ahora podemos estar tranquilos.

-En el eremitorio podrás descansar y así prepararte para tu cuaresma, Padre Francisco. Pero recuerda algo –argumentó León-

-¿Qué cosa?

-Seremos tu sombra a donde vayas, porque a la menor oportunidad eres capaz de fugarte y tendríamos entonces que buscarte hasta debajo de las piedras y traerte a rastras.

Rieron como si nada. El mulero entonces les interrumpió:

-¡Bueno ya basta de tanta algarabía! ¡¿Qué motivos tienen para estar contentos?! Son pobres y miserables, visten andrajos, andan descalzos y su santo está enfermo. ¡Válgame Dios, ustedes no son más que farsantes y su palabrería una mierda de mentiras!

Esta vez ninguno le reclamó ni mostró señal alguna de enojo. Aquello le exasperó.

-¡Con un demonio! ¡Ustedes están locos! ¡Les regaño y digo hasta de lo que se van a morir y ustedes sonríen!

-¿Le contamos? –Sugirió expectante Rufino-

-¿Contarme qué? –Escupió con verdadero fastidio-

-Una historia sobre la verdadera alegría, hermano irritado. Hermano León, ¿nos haces los honores?

-Claro que sí, Padre –el sacerdote de gran voz y dotes de oratoria aclaró su garganta antes de declamar- Esta es la historia de dos religiosos que caminando les cogió la fría noche del invierno. El hielo se les pegó a las túnicas, los guijarros hirieron las plantas de sus pies descalzos y la nieve helaba sus cuerpos.

-Y entonces –aquí Francisco tomó la palabra y continuó la historia- , los dos pobres hermanos vieron a los lejos un convento, donde seguramente ardía leña y sus habitantes se regocijaban al calor de la chimenea. Uno de ellos dijo al otro: "Vayamos, hermano. Con toda seguridad seremos bien recibidos y nos atenderán con caridad". Y así, confiados corrieron a las puertas del convento y tocaron la puerta… Hermano Maseo, continúa por favor.

-De acuerdo, Padre. Y entonces, el portero conventual se levantó y gritó tras la puerta: "¡Largo de aquí, que ya es de noche y no se abre a nadie la puerta!". Pero los dos pobres insistieron: "Por caridad, hermano. También somos hermanos menores, suplicamos nos dejes entrar". Pero el

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portero se puso más porfiado y negó asilo a los suplicantes, pero estos insistieron, esta vez por la regla y por el evangelio. Entonces… ¡anda Ángelo, termina la historia!

-¡Va que va! El hermano portero, al escuchar nombrar los libros benditos, se molestó ante el cinismo de los atrevidos, y tomando un palo les abrió la puerta: "¡Ahora tengan su regla y evangelio bastardos sinvergüenzas!". Sin piedad alguna persiguió y dio de palos a los pobres caminantes. Cuando pasó el peligro, limpiaron sus heridas, sacudieron mutuamente la nieve, y al verse libres de la paliza, entonaron un canto de acción de gracias y siguieron su camino.

-¡Un momento! ¿Los apalearon y ellos se pusieron a cantar? No lo comprendo, ¡Pero yo no lo toleraría! Me habría dado media vuelta y derribando la puerta le patearía el trasero a ese frailuco.

-Espera, hermano furibundo. Aún no termina la historia, escucha la moraleja. Y el pequeño Rufino es muy bueno haciéndolo.

-Pero, Padre Francisco, lo dices mucho mejor que yo.

-No te preocupes, pequeño. Tu inocencia es mucho mejor que cualquier labia declamatoria.

-Está bien –un ligero rubor de timidez cubrió sus mejillas, se aclaró la garganta y declamó con voz firme- Podrán todos los reyes y poderosos de la tierra y los prelados del mundo entero hacerse pobres y menores. Incluso los infieles de las tierras lejanas podrían convertirse a la religión verdadera; y podrán todos los hombres de la tierra ser santos, poseer el poder de hacer milagros y tener conocimiento de todo cuando existe, pero aquello no constituye la verdadera alegría.

-Pues entonces, ¿en qué diablos consiste?

-Escucha, hermano. He aquí el secreto, grábalo en tu mente y guárdalo en tu corazón, ya que en un papel ahora no se puede: "Si por amor de Dios sabemos llevarlo todo, no sólo con paciencia, sino con gusto y resignación, convencidos de no merecer privilegios sino siendo iguales a los demás en las tribulaciones y en los gozos, habremos encontrado la perfecta alegría".

-Y si actuáramos como la mayoría de las personas –agregó Francisco-, no seríamos verdaderos hermanos menores. Si no tuviéramos caridad incluso con los que nos persiguen y calumnian, entonces no seríamos verdaderos hijos de Dios, que ama a todos por igual, sean buenos o malos. La caridad y la paciencia nos acercan a la perfecta alegría. Amar, hermano, es la verdadera felicidad –concluyó con una amena y contagiosa sonrisa-

El arriero de carácter fuerte y ácido temperamento guardó silencio, recordó sus anteriores acciones con ellos. Realmente se comportó como un bruto ignorante.

-Ahora con esto sé que me equivoqué al juzgarlos. Por favor perdónenme, soy un verdadero ignorante y un insensible.

-No seas tan duro contigo mismo, hermano. Todos cometemos errores. También nosotros, y aunque mis hermanos y yo no queramos reconocerlo –los aludidos se ruborizaron-, también cometemos el error de juzgar por las apariencias y dejarnos llevar por los arrebatos.

-Soy yo quien cometió el error de juzgar por las apariencias. Les he juzgué mal y el único que quedó en ridículo fui yo con mis rabietas. Espero me perdones, Hermano Francisco.

-Hermano arriero, bajo esa máscara de dureza y rigor estoy más que seguro que se oculta un honesto y amable hombre que busca la verdad ante todo. Sé que no lo hiciste con malicia, y aunque así fuera, no me importa, porque de esta manera te das cuenta quién es verdadero

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siervo de Dios y quién es un falso profeta. Y sólo siendo honesto consigo mismo, se puede dar un paso a la verdadera felicidad.

-Si mis deberes no me lo impidieran, los seguiría y me uniría a sus filas, para convertirme en un verdadero hombre feliz.

-Sé un hombre feliz en tu hogar y con tu mujer –Francisco le sujetó de los hombros y le miró fijamente, con su gran poder de convencimiento- No hay mejor lugar para santificarse fuera del templo que el hogar.

-Lo intentaré. Así, entonces, todos pueden seguirte.

-A mi, cualquiera. A Nuestro Señor, sólo aquellos por ÉL escogidos y llamados.

Tras una hora de agradable tertulia, la comitiva reanudó su trayecto. Apenas era media tarde y el camino a Alvernia ya se divisaba a la cercanía.

-A este paso, con la ayuda de Dios, llegaremos a la montaña al caer la noche.

-Que sea –suplicó el hombre de Asís- como Dios quiera.

Fue inevitable que de camino se acercaran curiosos y devotos, y entre ambos grupos tropeles de traviesos niños buscando tocar al predicador de Asís que dio un sermón a las aves y hablaba directamente con Dios. Aquellas andanzas sirvieron también como recorridos evangelizadores. Siempre con una exhortación espiritual en los labios, una palabra de aliento para el desconsolado, una confrontación con el equivocado y bendiciones para todos, nunca discriminando, siempre obedeciendo la voz de la caridad.

A veces ocurrían milagros. En este mundo ocurren hechos sorprendentes, sencillos o maravillosos, sean o no divinos, sean o no humanos. Que no pueda verse en la sencillez el poder de Dios es nuestro problema.

Por fin, cerca de las vísperas, pudieron divisar la montaña de Alvernia, con su planicie plana y torturada, rodeada por bosques de coníferas y abetos, horadada su estructura con cavernas y coronado uno de sus extremos con un eremitorio y chozas de madera. El sol del crepúsculo coloreó el paisaje de tonalidades ocre y fuego, en cuyo cielo ya brillaban las primeras estrellas y una luna en creciente; varias parvadas buscaron refugio en los árboles cercanos. Era un espectáculo maravilloso, más de uno de los hermanos quedó asombrado ante aquél sencillo cuadro.

-Tal y como dije, llegaremos antes del anochecer. Por cierto, ¿están esperándolos o enviarán a alguien?

-No es necesario que salgan a nuestro encuentro. Los reyes y poderosos son recibidos con pompa y gala, nosotros escogimos siempre ser los últimos y no queremos esos honores.

-Sí así lo dices, Francisco, no insistiré –argumentó el ahora amable arriero-

Más tardó aquella breve sugerencia que su llegada al pie de la montaña. Consideró Francisco estar lo suficientemente fuerte para escalarla que, haciendo caso omiso de las sugerencias de sus acompañantes, bajó del jumento dócil, al que bendijo y acarició su fuerte lomo.

-Padre, dinos, ¿qué crees que Dios tenga preparado aquí?

-Me pones en serios aprietos, Hermano Ovejuela. En realidad no lo sé, pero estoy aquí para hacer su voluntad.

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Casi al terminar de decir aquella palabra, varias parejas de pajarillos descendieron de los árboles, volando y piando alegremente alrededor de Francisco, que extendió sus brazos para que se posaran. Los frailes y el arriero quedaron asombrados ante el aparente prodigio.

-¡Tendría que estar ciego para no ver la mano de Dios! –Exclamó profundamente asombrado- ¡Esto sin duda es lo más maravilloso que haya visto en mi vida!

-Los milagros de Dios –agregó Francisco despidiendo a sus hermanas aves- no es esto que ves ni son necesariamente extraordinarios. Al contrario, Dios prefiere la sencillez. El Amor es el mayor de sus milagros. Cuando una madre alimenta y cuida de sus hijos, cuando su padre lucha día a día para darles el sustento, y cuando los hijos son obedientes y amorosos con sus padres, ocurre entonces un verdadero milagro. Andando mis hermanos, que la noche ya nos ha caído y nuestro hermano arriero tiene todavía que recorrer su camino –entonces se dirigió al aludido- Pon tu confianza en Dios nuestro Padre, te aseguro que llegarás con bien y felicidad a tu hogar y con tu familia. Todo lo que has hecho por nosotros, Dios te lo pagará tal vez no en este mundo, pero sí en el otro. Esta es mi forma de agradecerte, hermano arriero, que a pesar de tu carácter agrio como el limón, eres un honesto buscador de la verdad –Francisco impuso sus manos en la cabeza calva- Que Dios te bendiga y te guarde, te sea propicio y muestre su rostro. Que tenga siempre misericordia de ti y te dé la paz, amén.

Sin más palabras, un abrazo sirvió como despedida. Cuando montó su ahora dócil mula, el campesino se despidió animosamente, pero en sus ojos corrían lágrimas y en su corazón se grabó para siempre el recuerdo de aquellos hombres felices, que cantando alabanzas subieron la montaña plana.

Mientras tanto, los habitantes del eremitorio se preparaban para las oraciones de la tarde en la capilla. La oscuridad pronto se hizo presente y fue necesario encender teas y velas. El fraile de mayor edad del lugar se dirigió a uno de sus compañeros:

-Hermano Junípero, por favor, ven un momento –el imberbe aludido tenía un rostro redondo y risueño, su cabeza tonsurada y ojos castaños tan brillantes que por sí solos alumbrarían aquél retiro-

-¿Me llamó, Reverendo Padre? –Contestó rápida y atropelladamente, inclinando su cérvix en señal de obediencia-

-Junípero, nos conocemos desde los inicios. Para ti sólo soy Silvestre, tu viejo amigo, ¿o acaso ya lo olvidaste?

-Sí, digo no, Padre Silvestre. Diga al Hermano Junípero que tiene que hacer.

El cofundador de la vida de los Hermanos Menores se frotó la cara y suspiró resignado.

-Escucha. Como verás ya es de noche y necesitamos luz. Por favor ve a la hoguera y trae varias brazas y enciende las velas de la capilla.

-Como ordenes, Reverendo Padre Silvestre –ya se retiraba cuando el anciano le detuvo-

-Y en cuando termines, reúnete con nosotros a la oración.

-¡Sí, Padre Silvestre!

El Hermano Junípero corrió a cumplir con su tarea. Fray Silvestre le miró hasta que dando la vuelta se perdió por ahí y tropezó con varios hermanos. Sólo sonrió benévolamente.

-Ahora sí opino lo mismo que tú, Padre Francisco. Quiera darnos Dios una selva de juníperos.

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Sólo con una ramita con forma de horqueta, Junípero tomó varias brazas al rojo. Cuando se dispuso a encender las velas, el lejano rumor de voces cantando salmos le hizo detenerse y en solitario también entonó. Algunos de sus compañeros de hábito le miraron extrañados, más de uno murmuró sobre su presunta locura. Junípero cantó más fuerte conforme las voces se acercaban. En ese momento, vestido con un alba sobre el sayo ceniciento y una estola diagonal, pasó otro de sus compañeros:

-Junípero, ¿ya ensayas para las vísperas?

-No –dijo tan seguro que fue inútil insistir- Estoy cantando también con ellos.

-¿Cantando con quiénes?

-Con ellos –señaló el sendero por donde aún no era visible la comitiva- ¡Ya están llegando! –sin hacer caso de las advertencias, el noble y curioso hermano salió al camino. Se veía muy feliz y expectante-

A los escasos minutos aparecían caminando en ordenada fila india los peregrinos de Alvernia, cantando los salmos penitenciales y las oraciones de la tarde, pero entonces:

-¡Padre Francisco! ¡Padre Francisco! ¡Padre Francisco! –el hiperactivo Junípero interrumpió con sus gritos las plegarias vespertinas, alegrando a sus amigos con tan efusiva bienvenida. El compañero de los primeros años en la Porciúncula corrió y tropezó varias veces antes de arrojarse sin más a los brazos de su padre fundador, cayendo estrepitosamente y prácticamente aplastándolo con su cuerpo, abrazándolo y besándolo con mucho cariño. Un espectáculo edificante y sumamente divertido-

-Hermano Junípero también me alegra mucho verte de nuevo –intentó corresponder sus muestras de afecto- pero pesas mucho –le recordó. Entonces, el travieso fraile se quitó de encima y sin más miramiento le irguió y sacudió la tierra- Así quisiera que todos nos recibieran, con el amor que sólo tú tienes –dijo para sí mismo-

Fray Junípero prosiguió su bienvenida abrazando y besando a los recién llegados, todos conocidos de antaño. Fue agradable sentirse otra vez entre amigos.

-Anda, llévanos querido Junípero –ordenó Francisco a su amigo, quien tomó por sorpresa a su padre fundador al sujetarlo en sus brazos y llevarlo a cuestas. La solemne seriedad de las vísperas se fue al traste con las risas que provocó aquella escena-

-¿Qué sucede aquí? –Intentó averiguar el motivo de tanta algarabía y ruido el guardián del retiro- ¡Hermano Junípero!

-¡Aquí estamos, Hermano Silvestre! –Alguien y no precisamente Junípero gritó a los escasos metros de la entrada natural- ¡Me da gusto verte de nuevo!

-¡Padre Francisco! –exclamó el sorprendido sacerdote, que con sus gritos contagió de curiosidad a los habitantes del lugar, que pronto olvidaron sus labores y plegarias para recibir a su fundador.

Grande fue la felicidad de aquellos primeros compañeros de aventuras de más de una década. Los abrazos y muestras de afecto no se hicieron esperar.

-¡Esto sí que es una gran sorpresa, Francisco, viejo amigo! –Exclamó también el fraile a medio vestir como diácono-

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-Hermano Iluminado, también me da gusto volverte a ver. Y mírate, muy pronto serás sacerdote del Señor.

-Sí, es una gran bendición. ¡Mírense, muchachos! Fueron a la guerra y no nos invitaron –la jovial broma relajó aún más el ambiente, donde la mayor parte de sus habitantes eran jóvenes- ¡Maseo, viejo lobo! ¡Ángelo, no has cambiado nada! ¡Y tú, Rufino, te ves igual que hace diez años! ¡León, ya quita esa cara de pocos amigos! –A todos dio sonoras y fuertes palmadas en las espaldas-

-¡Rufino, muchacho! Mírate, cada día te pareces más a tu padre, y yo cada día me parezco más a tu abuelo.

-No es para tanto, Tío Silvestre. No somos tan viejos.

-Ah, no trates de convencerme de lo contrario. Me siento feliz de haber llegado a viejo, y más ahora estando en esta vida que no cambiaría por nada.

-Yo también estoy feliz, y tampoco cambiaría esto por nada –aseguró orgulloso-

-Bien, todos estamos contentos y felices por su sorpresiva llegada –dijo Fray Silvestre a los congregados- Ya tendremos tiempo para seguir conversando, para que Junípero y Rufino otra vez jueguen como chiquillos y para que Francisco y nosotros descansemos en Dios. Ahora, todos a la capilla, es hora de rezar.

La obediencia siempre es superior incluso a la pobreza, y su espíritu de caridad lo es aún más. Como leales soldados, todos se dirigieron a la capilla para iniciar las ya retrasadas horas canónicas.

Así transcurrieron aquellos primeros tres días de descanso para un entonces convaleciente Francisco, que bajo los cuidados de sus viejos amigos, sobre todo León, Junípero y Rufino –el primero y el último en abierta pero disimulada pelea por su cariño, el segundo no necesitó hacerlo, sencillamente ya lo tenía- logró recuperarse. Los compañeros más veteranos pudieron tratar asuntos importantes con su fundador previo a su aislamiento, sin dejar de lado que Junípero hizo de las suyas muchas veces.

Llegada la tarde del 15 de agosto, fiesta de la Asunción de la Virgen, Francisco reunió a sus más cercanos colaboradores:

-Hermanos y amigos míos, no saben lo feliz que estoy. Tal vez no estemos todos los aventureros de los primeros tiempos, pero algún día, Dios lo quiera así, lo estaremos. Estar aquí reunido con ustedes en esta hermosa tarde bajo el sol estival es un hermoso cuadro pintado por las manos de Dios, que me hace sentir nostalgia de las colinas eternas y de los viejos tiempos –más de uno de los congregados bajó su mirada. En las mentes de todos aún estaba muy reciente el debate y la crisis de la regla definitiva y el cambio radical del estilo de vida minorita. Aquél retiro era a todas luces una provocación a la imperante interpretación pragmática- Pero no vale la pena lamentarse de aquello que no es, sino que debemos mirar al futuro siempre confiados en que el Señor nos dará algo mejor, aunque no lo merezcamos, pero su Amor nos hace dignos. También es mi deseo recordarles que a pesar de la generosa donación hecha años atrás por el Conde Orlando, nuestra vida debe ser siempre conforme a la regla de Dama Pobreza. La vida en los eremitorios consiste en oración, retiro y trabajo en comunidad, para así ser productivos y evitar las ocasiones de abusar de la generosidad de nuestros benefactores.

Guardó silencio antes de proseguir, pensando en las palabras más adecuadas:

-Mi presencia aquí no obedece a ningún impulso humano, sino al deseo de someterme a la purificación que la penitencia solamente puede darme. Presiento que mis días están contados y que algo habrá de sucederme, así que quiero prepararme lo mejor posible, llorando mis pecados

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a solas con mi conciencia y Dios. Durante todo este tiempo me apartaré de ustedes, mis amados hermanos. En esta prueba es necesario que me desprenda de todo apego humano. A nadie, ni siquiera a mis primeros compañeros, he de recibir. También me duele, lo sé, y más que a ustedes, pero Dios así lo quiere.

León, Junípero y Rufino lloraron, y los demás, con rostros serios, aceptaron aquella orden y su nueva situación, pero todos por igual le extrañarían y no pocos cuestionaron su comportamiento.

-Pero tengan por seguro que al finalizar regresaré. Y tampoco he olvidado lo que ustedes me dijeron –unas risillas escaparon. León, por más seriedad que mostró, poco efecto logró- Hermanos míos, reciban mi bendición en el nombre de Dios nuestro Padre, de Jesucristo nuestro Señor y su Santo Espíritu, amén.

-AMÉN.

Y tras trazar una cruz en el aire, el hijo pródigo de Asís tomó el rumbo del desfiladero, donde una cabaña rústica y pobrísima fue preparada en la entrada de una cueva oscura y húmeda. Este sería su hogar por espacio de varios días.

Los primeros días del retiro de Francisco fueron muy sosegados. Los amaneceres y los ocasos desde aquél sitio eran cuadros maravillosos. Sentado a los pies de una encina de ancho y tortuoso tronco podía contemplar a lo lejos las márgenes del Río Tíber, y la villa de Chiusi di Alvernia.

-Sólo puedo darte gracias Señor por el regalo de la vida y la hermosura de la madre hermana naturaleza. Pero ni todo su esplendor puede compararse a la misericordia que tienes para nosotros –decía arrodillado y repetía extasiado en las noches, con la luna en creciente iluminando las cercanías-

Pero no todo sería ni fue tranquilidad. Y anticipándose a sabiendas de ignorar la magnitud de la prueba, un amanecer hizo su acto de consagración tumbado boca abajo, con la cabeza al descubierto y sus brazos en cruz:

-Señor mío y Dios mío, hoy, mañana y para siempre te pertenezco, aunque soy tan pequeño que sólo mi vida puedo darte a cambio. No sé que ocurrirá ni en qué momento, pero quiero prepararme con tu gracia. Si así puedo participar de las angustias y temores que te asaltaron en las horas amargas de tu Pasión, que se cumpla en mi hoy y siempre tu palabra, Amén.

Aquella noche, una fuerte tormenta de fines de verano con potentes relámpagos cayó sobre los alrededores. La lluvia más bien parecía granizada, los relámpagos potentes y ensordecedores estallidos, y el viento azotó con increíble fuerza, tanto que algunos árboles fueron derrumbados.

Dentro de la cueva, en medio de la oscuridad a veces rota por los relámpagos, Francisco continuó en oración y meditación, esforzándose por permanecer tranquilo a pesar del estruendo. Pero la sensación agobiante de temor le estremeció como hacía tiempo no ocurría. Pronto su intuición le alertó de un gran peligro:

-De profundis clamávi ad te, Dómine –susurró tumbado boca abajo el salmo- Dómine, exáudi vocem meam.

Por más fuerte que la tormenta fuera, dentro reinó un silencio de ultratumba. El frío repentino le caló hasta los huesos y el miedo quería mellar su defensa espiritual. El momento de la prueba había llegado.

-¿De verdad crees que te escucha? –respondió una voz profunda y orgullosa- ¿No te cansas de no obtener respuesta? ¿Sabes que es inútil insistir?

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Dómine, in te sperávi non confúndar in aeternum –oró insistentemente con mayor suspenso, esta vez de rodillas y estremecido de frío-

-¿De qué te sirve orar si no obtienes respuesta? Por más que oraste no vino a ayudarte. Te dejó solo y miserable. ¿Y a eso le llama amor? A eso le llamas… ¿Dios?

-Miserere mei, Deus. Miserere mei… Fiant aures tuae intendéntes, in vocem… vocem deprecatiónis meae.

Su interlocutor de voz profunda no era otro que el espíritu de las tinieblas, Satanás en su forma más oscura y etérea, y sin embargo, atractivo y seductor.

-No quieres aceptarlo, ¿verdad? Has cerrado tus ojos a la verdad que todo el mundo conoce. Cuando más lo necesitas Dios no responde, y no lo hace no porque no exista –argumentó con evidente malicia y cálculo- sino porque no le interesa.

-Sustínuit ánima mea in verbo ejus: sperávit ánima mea in Domino –continuó rezando para fortalecerse y no caer-

-¿Acaso crees que con mucho rezar te puedes salvar de esta hora cuando mi poder impera? Nada ni nadie puede salvarte ni tampoco a tu patética hermandad de aún más patéticos hombres que ningún provecho aportan.

Esta vez no hubo plegaria salmista ni réplica alguna. Por alguna razón, a su mente vino el amargo recuerdo de la crisis de la fraternidad cuando la aprobación de la última y definitiva regla.

-¿Ya lo ves? Rezas por consuelo y asumes que fue culpa de la voluntad de Dios cuando en realidad se debió a la ambición de tus "queridos hermanos". Sí, aquellos mismos a cuyo cuidado dejaste tu fundación para escapar a tierras lejanas. ¡Además de ingenuo eres un cobarde! Y así dices que –la ironía flotó en el ambiente- "todo esto es voluntad de Dios". Rezar. Cantar. Predicar, ¿a eso le llamas voluntad de Dios? ¿Qué tienen de utilidad en este y en los siglos venideros? ¡Ninguna! ¡En realidad lo que tú quieres es que todos te recuerden y veneren como un gran santo!

-¡No es cierto! ¡No es cierto!

-¡SÍ, LO ES! ¡YO LO SÉ! ¡YO PUEDO LEER TUS PENSAMIENTOS MÁS PROFUNDOS Y DESCIFRAR LO QUE TU PÚTRIDO Y AMBICIOSO CORAZÓN DESEA! ¡QUIERES ESTAR EN LOS ALTARES! ¡QUE LAS PERSONAS VENGAN A TI Y ARRODILLADAS TE PIDAN FAVORES Y DIRIGAN SUS PLEGARIAS! ¡QUIERES HACER MILAGROS PARA QUE LA GENTE TE VENERE MÁS QUE A TODOS! Y eso –Satanás cambió drásticamente su tono de voz acusador a meloso y cómplice- mi amigo Francisco, está muy bien. Yo puedo ayudarte a lograrlo, mis poderes son tan grandes que la naturaleza misma se estremece a mi paso. Puedo hacer realidad tus más profundos deseos, si postrado con tu dichosa humildad me rindes tributo. No pido gran cosa, sólo ríndete como sólo tú sabes hacerlo y adórame.

-¡Nunca! Yo dejaré de existir y Dios es y será por toda la eternidad. ÉL, únicamente.

-Adórame y alábame. Adórame e idolátrame, que yo a cambio te daré lo que siempre has deseado si me suplicas de rodillas. Te devolveré el poder de tu orden si así lo quieres. Si lo deseas, junto a mí conquistarás el mundo –sus ojos púrpura brillaron con increíble maldad y poder-

-¡Jamás!

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-Te daré el cuerpo y el alma de tu amada. La tendrás para siempre en tus brazos y desnuda en tu lecho si me adoras como tu verdadero dios.

-¡VADE RETRO, SATANA! ¡Porque a tu provocación yo me someto a la voluntad de Dios! ¡Prefiero mil veces la verdad liberadora de Dios que cualquiera de tus esclavizadoras mentiras! ¡Antes que cualquiera de tus castigos yo me entrego al veredicto de la Justicia divina! ¡Combatiré tu perversa influencia con la cruz de mi amado Señor!

-¡CÁLLATE Y ADÓRAME! –Demandó cada vez más exasperado el espíritu de las tinieblas-

-Yo no adoraré a nadie más que a mi Dios y Señor, que dio a su único Hijo para salvación nuestra. Sólo a Dios adoraré con todo mi corazón, con toda mi alma y con todas mis fuerzas.

-¡ADÓRAME O TE ARREPENTIRÁS!

-¡No!

Y aquél exorcismo de paciencia y rectitud provocó en Satanás un estallido de patética cólera. Su orgullo fue pisoteado una vez más, y en venganza sujetó a Francisco para arrastrarlo hasta el filo del acantilado, ahora semejante al abismo infernal. La tormenta arreció y pareció volverse fuego, los relámpagos rasgaron el firmamento bañado en sangre y el viento se igualó a los gemidos de los eternamente condenados.

-¡DIME! ¡¿DIME DÓNDE ESTÁ TU DIOS?! ¡DILE QUE BAJE PARA SALVARTE! –El Maligno estalló en estruendosas carcajadas que opacaron los relámpagos-

Pese al evidente riesgo de caer y el miedo que pretendía consumir su alma, Francisco oró con todas sus fuerzas:

-¡Oh Alto y glorioso Dios, con tu luz disipa las tinieblas de mi corazón!

-¡CÁLLATE! ¡CÁLLATE! –La súplica llena de fervor le hirió como el filo de una espada-

-¡Y aunque sabes que creo, por favor aumenta mi fe! ¡En cada instante y momento que mi esperanza en Ti sea cierta! ¡Y por tu infinito Amor e inmensa Misericordia, mi Señor, haz mi caridad perfecta! ¡Que con mi sentido y mi conocimiento cumpla hoy, mañana y siempre tu santo y veraz mandamiento!

-¡NO, POR FAVOR FRANCISCO! ¡NO LA TERMINES! ¡NO LA TERMINES!

-¡Fiat voluntas tua, sicut et in caelum et in terra, AMEN!

Gracias al poder espiritual de la luz y la gracia divina, Satanás retrocedió severamente golpeado, llevándose consigo aquél tenebroso espejismo que por breves instantes rompió la realidad.

Cuando finalmente volvió en sí, se descubrió empapado de sudor pero dentro de la cueva. Aunque supo que todo aquello fue verídico, fuera de fortalecer su fe en Dios no le prestó la menor importancia. Una vez más se arrodilló, esta vez con el corazón latiendo tranquila y serenamente, con los ojos cerrados, recitando a viva voz las plegarias matutinas y agradeciendo a su Creador y Padre por las pruebas y los beneficios recibidos.

La primera semana transcurrió. Más de uno de los hermanos, incluido León y Rufino, se preguntaron cuánto resistiría su padre fundador sin alimentos adecuados ni un cobijo decente. No era que ellos tuvieran semejantes lujos, pero les preocupaba tal carencia y temían que fuera a desfallecer de inanición o por agravamiento de la enfermedad.

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-Yo insisto que al menos uno de nosotros vaya a buscarle y convencerle de continuar su cuaresma en el eremitorio, donde le cuidaremos.

-De nada servirá, Fray León. Lo más seguro es que Francisco le de una patada en el trasero y lo obligue a regresar. Como si no lo conociéramos –argumentó asistido por la razón el pragmático y mordaz Fray Ángelo-

-Tampoco seas tan exagerado, hermano. No nos pateará, pero sí es capaz de ignorarnos y guardar silencio. Admitámoslo, al interpretar su silencio sabemos que algo malo pasará –agregó el diácono Iluminado-

Cuando se percataron los demás habitantes del eremitorio, demás está decir menos involucrados emocionalmente con Francisco, la conversación privada se volvió una perorata sin sentido ni dirección. Fue obligatorio imponer orden:

-¡Hermanos! –con sólo esta palabra, todos callaron- Yo más que nadie comprendo cómo se sienten. Soy su compañero desde los primeros tiempos de su aventura y con mucho esfuerzo y gracias a nuestra amistad logré comprender un poco sus acciones. Sé que esta situación nos parece dura y exagerada, pero debemos comprender que a raíz de los amargos y tristes acontecimientos que todos tenemos muy grabados en la memoria, y a diferencia de muchos por no decir todos, nuestro Padre no tuvo oportunidad de actuar, defenderse y mucho menos desahogarse –sin uso de ademanes violentos, empleando únicamente el ritmo firme, sostenido y confrontante de su voz- Si en realidad decimos practicar la caridad y la comprensión aún con los débiles y pecadores, cuanto más debemos aplicarla en este caso. Yo tampoco, lo reconozco, acepté su decisión de aislamiento, pero no seré yo quien se interponga en su catarsis y por amor de Dios no permitiré que alguno de nosotros lo haga…

-¡Pero Padre Silvestre, sea razonable! –Se entendió en el tumulto-

-Jamás he sido más razonable y comprensivo que ahora. Todos le aman. Yo también. Si es verdadero el amor que le profesan y si somos sus verdaderos amigos, le dejaremos solo. Ya es lo suficientemente adulto y maduro para saber lo que hace. Además, recuerden que esto fue desde un principio voluntad de Dios y nosotros no somos quién para interponernos en su camino.

-Sí, no se interpongan…

Los reunidos callaron y las miradas quedaron fijas en Fray Junípero, el más despreocupado y ajeno a la situación. Más de uno de los habitantes meneó la cabeza desaprobando su desfachatez, no así sus primeros amigos:

-Junípero, ¿entendiste lo que se dijo? –Cuestionó directa y adecuadamente Fray Maseo-

-Sí, claro que sí. Junípero no es nada tonto –rió travieso-

-Entonces sabes que Francisco…

-Mi padre Francisco está con Dios en la montaña, y si él nos dijo que lo dejáramos solo, así debe ser. Junípero reza por su padre Francisco. Ustedes también recen. Ya llegará el momento.

-¿Todos escucharon? –Fray Silvestre se dirigió a los hace poco impetuosos frailes- Fray Junípero comprendió completamente desde un principio. Todos le toman por idiota y en realidad nosotros somos los idiotas. Que Dios me perdone por decir semejante palabra. Mientras ustedes planean un sabotaje, Junípero nos demostró que preocuparse no sirve de nada y lo mejor que podemos hacer es rezar hasta que nuestro Padre regrese. Deberían seguir su ejemplo porque nos puso en el lugar que nos corresponde. Y ya no se hablará más del asunto, todo está dicho. Pueden retirarse a sus obligaciones, hermanos –concluyó el anciano sacerdote-

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El primer sábado de septiembre de aquél año de 1224 fue consagrado por Francisco a honor y gloria de la Madre de Dios, por quien siempre profesó especial y singular devoción:

-Virgen bendita, Santa María de los Ángeles. Te saludo Madre de Dios y Madre nuestra. Salve Tabernáculo de Dios Altísimo. Tú que nos acoges a pesar de nuestra pecadora condición ¿cómo no he de amarte, Virgen Reina del cielo y de la tierra? Si Dios mismo se complace en tu celestial belleza y tu Hijo es nuestro hermano y Señor. Por todo esto te digo que eres también mi madre, y aunque no soy digno, me amas. Y aunque con los años perdiera mis facultades y fuese sólo un despojo, nunca dejaría de amarte, porque quien me enseñó a amarte –el recuerdo y el fervor quebraron un poco su voz y sus ojos se humedecieron- no me enseñó a olvidarte –terminó su plegaria muy conmovido- Amén.

Los últimos días de verano en Alvernia fueron sofocantes, y en ocasiones muy frecuentes hubo vientos fríos y lluvias torrenciales. La humedad ambiental pronto hizo estragos en la débil salud del fundador de aquella singular vida. De nuevo se presentó la fiebre y el dolor de sus ojos y el cuerpo, tan maltratado por los ayunos y las penitencias rigurosas que dejaron cicatrices sobre las úlceras encarnadas. Sin embargo, nada ni nadie le detendría, ningún poder humano le impediría alcanzar su objetivo. Haría todo lo que estuviera en sus manos para alcanzar la catarsis de su espíritu, tan dolido y golpeado por sus conflictos con la vida y sus luchas espirituales. Luchando siempre contra las tentaciones del rencor y el odio con el difícil ejercicio del perdón; nunca bajando la guardia y blandiendo un arma más peligrosa que una espada: la fe. Confiando en la esperanza para no dejarse vencer por la desesperación; y entregándose en cuerpo y alma al amor que da todo y que no espera nada a cambio.

Los siguientes días y noches transcurrieron en ininterrumpida oración a pesar de la fiebre y el agotamiento.

-¿Qué mas puedo hacer para estar cerca de ti, Señor? Necesito saber… quiero saber, ¿Qué quieres que yo haga? ¿Qué quieres de mí? Recuerdo que esta pregunta la hice hace ya casi veinte años que en dos años lo serán. Yo siento que mi vida se extingue como la vela y no me queda mucho tiempo. Quiero cumplir hoy y hasta el final de mi vida tu santa voluntad. Tú bien sabes que no quiero nada más para mí, porque Tú eres mi Todo.

La plegaria que nació serena como aquella noche de estrellas que hacía mucho tiempo por las tormentas no eran visibles, pronto se convirtió en una insistencia.

-Pero entre nosotros no existen los secretos, sabes muy bien que si acepté con humildad la prueba de renunciar a mi poder y autoridad, no supe cómo manejarlo. Fue difícil aceptarlo entonces y lo sigue siendo ahora. Ver el ideal de mi nueva vida por los suelos fue doloroso, pero lo fue aún más la traición de aquellos que creí mis amigos. Sólo tú sabes cuánto he soportado en silencio todo esto, pero estoy seguro que no soy tan cerrado que mis queridos hermanos se habrán dado cuenta. Y por ellos no diré ni haré nada que en mi vida les perjudique ni que provoque sentimientos de rencor y venganza, aunque desde este momento lamento todas las penalidades y sufrimientos que por fidelidad a tu evangelio y a nuestra vida habrán de padecer. Ya que no estaré para protegerlos porque sé que tengo que ir ante tu presencia a rendir cuentas, los pongo en tus divinas manos, ya que más por mis queridos hermanos no puedo hacer. Pero hasta que llegue el momento de mi muerte, yo seguiré dando ejemplo en silencio de la verdad que de Tu Persona recibí, a semejanza imperfecta de tu sumisión y amor perfectos al Padre.

Conforme las palabras fluyeron, surtió efecto el poder catártico proveniente de su fortalecido y resignado espíritu. Conmovido lloró al darse cuenta de su imperfección en amor y obediencia.

-Sin embargo, el único anhelo de mi corazón es hacerme semejante a ti, aunque mi amor y mi ser sean imperfectos, yo te amo y nada ni nadie podrán convencerme de lo contrario. Ni mi naturaleza humana herida y rebelde, ni esta vida tan incierta ni la muerte tan temida quiero que nos separen. Con todas las fuerzas de mi alma me aferro a tu amor y Tú siempre habrás de llamarme. No permitas que el pecado ni la culpa me separen de ti, porque sin ti Señor no soy nadie y nada puedo, nada valgo y nada tengo. ¡Contigo Señor lo tengo todo! Sólo te pido

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asemejarme a ti en obediencia y amor perfectos, y unirme a ti en apasionado holocausto. Por tu gran misericordia concédeme únicamente esto, porque nada más necesito ni quiero. Amén.

Al rayar la aurora, en su alma nació de nuevo la paz y brilló la seguridad. Por fin el conflicto fue hecho presente, reconocido y aceptado con sus consecuencias. Por fin, tras una ardua lucha consigo mismo, cedió y aunque perdió mucho, en su espíritu supo qué realmente era lo que quería. La voz de su intuición susurró que pronto ocurriría un hecho sin precedente alguno.

Ese mismo día en el eremitorio, ya restablecido el orden y la obediencia, sus habitantes prosiguieron con sus actividades habituales, aunque los compañeros de Francisco volvieron a reunirse.

-Vaya extremo al que hemos llegado. Reunirnos bajo llave en nuestra propia casa. Me recuerda mucho aquello que no quiero recordar –dijo Fray Iluminado para los presentes-

-No tenemos otra opción. Además, mi garganta aún está muy irritada - y entre toses contestó Fray Silvestre- y no tengo ánimos para controlar a los novicios. Bien, a lo que nos concierne. ¿Romperemos el aislamiento de nuestro padre y hermano por el bien de su salud?

-Realmente no estoy muy convencido – Fray León tomó la palabra-, pero incluso una cuaresma sin siquiera un medio pan para alimentarse es demasiado y contrario a la penitencia. He apoyado y apoyaré las ideas de mi padre Francisco, pero el delicado estado de su salud me hace pensar lo contrario.

-Aunque como ya todos sabemos, Francisco es por demás demasiado terco. Cuando piensa, simplemente va y lo hace –agregó Fray Iluminado- Y estoy más que seguro que este plan ya lo tenía fraguado desde hace mucho y de haber estado en nuestro conocimiento, supuso muy acertadamente que no le permitiríamos llevarlo a cabo. Si no lo habré experimentado en carne propia.

-No lo dudo, también lo conozco –continuó Fray Ángelo- Pero discutir la terquedad o docilidad de nuestro hermano no es ahora de interés. Lo que tenemos que pensar y llevar a cabo es ir a su encuentro y comprobar si está sano o en caso contrario, traerlo de regreso al eremitorio.

-¡Pero mi Padre Francisco! –Junípero expresó en voz demasiado alta su idea que sus compañeros le indicaron bajar su volumen, lo que hizo y exageró, así que tuvieron que ejercer toda su paciencia para permitirle expresarse con libertad- Pero mi Padre Francisco está con Dios y no debemos molestarlo hasta que regrese. El lo prometió y Fray Junípero lo respeta.

-Lo sabemos, hermano, pero tienes que comprender que Francisco está enfermo y su condición se agrava con cada momento que pasa–respondió conciliadoramente el gallardo Fray Maseo- Además, León recordará esto, le prometimos que seríamos su sombra todo este tiempo y lo cumpliremos. Muy diferente es respetar su privacidad a ser negligentes, sería contrario a la caridad.

-En ese caso, por caridad entonces uno de nosotros debe ir a buscarle y llevarle comida y cuidarlo. Fray Junípero no puede –el ingenuo se señaló así mismo- porque tiene vértigo, se marea y cae.

-Yo estoy muy viejo para escalar montañas, ya no es como antes –reconoció Silvestre- Y de todos nosotros, León es quien más lo ha seguido todos estos años –el aludido se ruborizó- Por lo tanto, para no prolongar innecesariamente esta junta, serás tú quien de madrugada irá a buscarle, dejarle una modesta provisión de pan y agua y si se encontrara enfermo, aunque te ordene lo contrario, por obediencia lo traerás de regreso al eremitorio.

Fray León aceptó de muy buen agrado tal encomienda. Y en señal de respeto y obediencia se arrodilló ante sus hermanos y se despojó de la capucha.

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-Como ordenen, yo cumplo. Pueden contar conmigo.

-No se hable más entonces. Hemos decidido y que Dios nos mire con benevolencia –concluyó Fray Silvestre y la junta de los primeros compañeros se disolvió-

El día apenas iniciaba, pero la naturaleza, generalmente voluble, se mostró extrañamente en calma. Los congregados íntimos tuvieron un presentimiento general, pero ninguno se atrevió a romper el silencio.

Desde el amanecer hasta el ocaso decidió permanecer en silencio, pero en espíritu continuó meditando y reflexionando, ya no sobre sus propias angustias, sino en el misterio más desgarrador, el dogma real que le arrancaba lágrimas. El dolor de Dios. La Pasión de Cristo siempre fue una de sus principales devociones, y en estos tiempos inciertos decidió asociarse a esta como un mecanismo de defensa, pero ahora no lo requería. En realidad buscaba comprender toda la inmensidad del sufrimiento corporal y espiritual que padeció el Hijo de Dios al descender a este mundo asumiendo la naturaleza humana con todas sus limitaciones. Pero no fue suficiente para su sensible espíritu.

Reflexiones. Los evangelios dan una sombra pálida de los tormentos finales del Hijo de Dios, los místicos agregan muchas veces del fruto de su imaginación y los libros piadosos con frecuencia son proyecciones y racionalizaciones. Todo esto hace cualquier meditación de la Pasión un acto inútil. Agregar dolor al dolor no alivia el sufrimiento, y amarlo no libera ni salva a nadie, al contrario, esclaviza y condena. Además, por más que quisiera y por más identificado que estuviera, su comprensión del dolor correspondía a sus limitaciones. Sentía necesario dar un paso más allá.

-Dios mío todopoderoso y todo amor en Ti y para nosotros –en medio del crepúsculo pintado de rojo y fuego, con las manos entrelazadas y los ojos cerrados, Francisco inició su oración- en quien la perfección reside y cuya santidad se manifiesta en su misericordia, te alabo y te adoro. Tú que eres inaccesible por naturaleza te hiciste uno y semejante a nosotros los seres humanos para comprender aún más íntimamente nuestra naturaleza débil y así podernos llevar al abismo infinito del Amor de tu Padre. Te agradezco con todo mi corazón, con toda mi alma y con todas mis fuerzas.

Poco a poco, el fuego crepuscular fue cediendo ante el manto de la noche.

-Y sin embargo, pese a que ascendiste al cielo no nos has abandonado. Aunque eres Dios comprendes nuestras debilidades y nos miras con compasión cuando caemos en pecado. ¿Cómo no he de corresponderte, Mi Señor? ¿Porqué entonces no he de amarte, Dios mío y mi todo? Si por amor dejaste las mansiones eternas por la morada de los hombres y aunque ingratos somos, no dudaste en dar tu vida y resucitando, nos has abierto el sendero que nos conduce a la vida eterna. Gracias Señor por tan grande amor e infinita misericordia.

Las lágrimas rodaron y su voz se quebró. Pronto no encontró palabras con las cuales expresar su agradecimiento y tampoco manifestar su necesidad.

Cuando no se puede expresar el sentimiento, el silencio acude en ayuda del intelecto y salvaguarda al espíritu de la tentación de la duda. Silencio entonces hizo tranquilamente en su alma, en su ser… a su alrededor. El chocar de la brisa nocturna, los chillidos de los insectos y aún el correr del río cesaron. La noche transcurrió en rumor silencioso y los astros brillaron con mayor intensidad. Aquéllos extraños acontecimientos, lejos de despertar en Francisco suspicacia de un enfrentamiento, los reconoció como la antesala de un especial encuentro.

Continuó en silencio, pero entonces una voz amable, acariciante y sin dueño le llamó por su nombre. No, no había sido un sueño ni un engaño de su mente. Al volverla a escuchar cada poro de su piel se estremeció y su alma se conmovió, tanto que al escucharla por tercera vez bastó para transportarlo a las fronteras del espíritu.

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En aquellos momentos, los habitantes del eremitorio terminaron las oraciones de la noche y se dispusieron a dormir, pero Fray León no fue a su habitación. Cumpliría con lo acordado. Esperaría a las puertas hasta la madrugada y cumpliría con su misión. Contempló el cielo ahora brillante, no, resplandeciente como nunca antes estuvo. Con esta maravilla, la espera sería menos corta y más recreativa.

Cuando volvió en sí se descubrió en la montaña, pero esta parecía un collado eterno descendido del Paraíso. La descripción era pobre comparada con todo lo que en su corazón sentía. Tanta luz, tanta paz, tanto silencio y armonía.

-Francisco.

De nuevo aquella voz varonil le llamó. Su rostro demacrado y surcado de cicatrices se iluminó y por algunos instantes permaneció inmóvil al ver acercarse una figura fuerte, alta y poderosa, toda luz y majestad. Sintió temor y veneración, se sintió anonadado y pequeño. Se dejó caer rostro en tierra.

El ser de luz y majestad hizo sentir su increíble poder, estremecedor y acariciante, toda potencia y suavidad al mismo tiempo. Estiró su brazo derecho tocando el hombro del hijo pródigo, quien lentamente, viviendo el momento, fue alzando el rostro para descubrir al ser más brillante que la aurora y más diáfano que el cristal…

-Francisco, hijo mío.

-¡MI SEÑOR!

En su alma lo supo. Era ÉL. Y extasiado, enmudeció y se postró una vez más a sus pies. El Creador y la creatura mantuvieron un coloquio silente y profundo, contemplándose largamente en una comunión más allá de las palabras y los pensamientos. Pero el hombre de Asís bullía en hablar, su alma lo exigía y su corazón lo necesitaba:

-Habla, Señor, tu siervo te escucha.

-Francisco, hijo y hermano mío, nuestra presencia aquí obedece a los designios de la Voluntad de mi Padre. Aquí estamos el uno para el otro.

-Señor, yo te necesito más que tú de mí, pobre, limitado y pecador.

-Si yo no necesitara de mis hijos humanos no tendría sentido mi existencia. Si Dios existe es por amor a sus hijos, y si derramé mi espíritu es para continuar mi búsqueda del hombre. Ustedes me necesitan, sí. Pero Dios también necesita del hombre.

-¿Qué somos nosotros para que pienses así, mi Señor? Ante tu presencia somos menos que el polvo.

-Te equivocas, Francisco. No confundas la humildad que consagra la libertad humana a la voluntad de mi Padre, con el desprecio de tu dignidad como hijo de Dios. Sabemos que el hombre por naturaleza es inferior al espíritu, pero en dignidad ante Dios es más grande que todos los ángeles. Por eso date cuenta, hijo y hermano mío.

Palabras difíciles y duras, pero por más confrontantes que fueran, no herían, antes bien consolaban y salvaban.

-Tienes razón, Señor. El hombre… nosotros, no somos ni polvo ni miseria. Somos tus hijos, y por lo tanto, nuestra dignidad es grande. Pero junto con mis hermanos que tú mismo me diste

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decidimos ser los menores sin honores, deseamos ser uno con los pobres… elegimos ser los últimos y siervos de todos para dar testimonio de tu palabra.

-Lo entiendo muy bien, hijo mío. Acepto la consagración de tu voluntad a mis designios y la renuncia voluntaria de los honores de este mundo por amor a la verdad que libera; únicamente es necesario que comprendas la distinción entre la verdadera humildad y el desprecio por uno mismo. Recuerda muy bien mis palabras: "Si el hombre escoge libremente perderse, ¿quién podrá salvarle? Si ha renunciado a su dignidad de hijo y se convierte en esclavo… entonces en verdad se confunde con la pobreza y es la pobreza". Dios, también has de saber, busca al hombre y lo busca para salvarlo y hacer realidad en este mundo, juntos, el reino del espíritu y la verdad. Una realidad que va más allá de cualquier pensamiento, una revelación tan sencilla que es sublime y tan poderosa que al aceptarla, rompe cualquier cadena y con su efecto convierte al mundo viejo en un nuevo mundo.

-¿Es por esta verdad que viniste a este mundo?

-Sí, por amor a cada uno de mis hijos, de todos los tiempos y de todos los lugares. Y lo haría de nuevo, pero ya no es necesario porque estoy presente en cada uno de mis hijos. Por eso, Francisco, tu vida y tus acciones deben ser una obra de amor que con su ejemplo guíe a cada ser humano al sendero que conduce al reino de Dios.

Revelaciones demasiado profundas para un hombre tan sencillo como Francisco.

-Francisco, hijo mío, ¿porqué te perturbas y alteras? ¿Acaso no sabes que estás en mis manos? Dime tus problemas que te ayudaré a resolverlos, dime tus dudas que estoy para aclararlas… confía en Mí, recuerda que somos amigos. Mi amor y mi gracia te sostienen y sostendrán siempre.

El temor inicial desapareció y Francisco recobró su tranquilidad habitual:

-Ya que somos amigos, Señor, y entre nosotros no existen los secretos, te confiaré la frustración de ver mi sueño, el ideal de mi vida después de mi conversión desfigurado y convertido en lo contrario a tus designios. Sé que debí luchar hasta el cansancio y aún así perseverar en la batalla por defenderlo, incluso dando mi vida… pero ya sabes que tuve que ceder al final. Tú lo sabes mejor que nadie, tuve miedo, fui un cobarde y no hice lo suficiente. Señor –el llanto se hizo presente, terriblemente doloroso- no soy digno de ti. Te fallé y les fallé a todos.

-Francisco, yo mejor que nadie comprendo tu dolor y tu frustración. Sé cuánto te duele. Si para comprender sus debilidades y amarles perfecta y verdaderamente me hice hombre. Por eso comprendo totalmente tu frustración y tu dolor, no te juzgo por sentirte abatido.

-¡Pero, Señor, fui un cobarde!

-Te equivocas. Con tu ejemplo diste testimonio del verdadero significado del valor.

-¡Pero dejé solos a mis hermanos!

-Si en verdad los abandonaste ¿entonces dime por qué siguen contigo? –El Señor se adelantó a la respuesta de su hijo- No fue por lástima ni por resignación, sino porque en verdad te aman.

-¡Pero no hice nada para impedirlo ni para remediarlo!

-Porque no tenías que hacerlo, Francisco.

-¿Qué quieres decir?

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-La obra de Dios, hijo confundido –pese a todo, sonó a cariñoso reproche- no necesita ser defendida, porque por sí misma ha de establecerse en las vidas y en las almas de cada generación y en cada individuo, no importa los obstáculos que los ignorantes y los perversos impongan –aseguró con plenitud- Los proyectos humanos con frecuencia son echados por los suelos, en cambio, la obra de Dios prevalece pese a todo.

-No luché lo suficiente contra los que impusieron sus caprichos sobre tus santos designios. Debí hacerlo, pero no lo hice.

-¿Acaso un verdadero padre pelea a puños con sus hijos? ¿Desde cuándo Dios lucha con los hombres? Nunca te dije que lucharas con tu hermano equivocado. No es propio de mi espíritu limitar su libertad pese a sus equivocaciones. No es mi voluntad que luches contra el hombre. Lucha, sí, contra los errores del mundo, lucha con tus miedos y ansiedades, pero con los hombres, incluso los perversos y los equivocados…

-He de esforzarme por amarlos como tú nos amas.

-Tú lo has dicho.

Por prolongados momentos el Señor y Francisco guardaron silencio, necesario para asimilar la confrontación y los darse cuenta del proceso.

-Tienes razón. Me equivoqué al pensar que fui un cobarde y al pensar que debía luchar con mis hermanos. Fui presuntuoso. Lo reconozco… por favor, perdóname.

-Eres humano, Francisco, hijo mío. Es válido que cometas errores, y es una gracia mía que quieras reconocer tus defectos y enmendarte. Y pese a estos, no te rindas, sigue adelante hasta que alcances el final. Cuando te veas acechado por el temor e invadido por la culpa, llámame y en el silencio te responderé y confortaré.

-Me alegra saber, Señor, que los que dudamos y tenemos miedo tenemos un lugar en tu corazón. Señor, no comprendo ni entiendo todo… pero lo acepto. Cúmplase en mí tu voluntad hoy, mañana y siempre. Sólo que aún me duele saber que aquellos que creí mis amigos y que aún considero tales y sigo amándoles a pesar de todo, fueron los primeros en traicionarnos.

-Te comprendo y entiendo. Sé muy bien que la traición de los amigos es muy dolorosa. Comparto contigo la misma pena, por eso te pido –el Señor extendió sus brazos acogedoramente- que en Mí te refugies y en Mí confíes, porque yo te consolaré y aconsejaré. Yo también fui traicionado y despreciado… y sin embargo seguimos amando incluso a los que nos persiguen y nos desprecian.

-Si no amara, Señor, por más bendiciones que Tú me dieras, no sería nadie. El amor todo lo puede, mi Señor.

-Por Amor te pido que me sigas, Francisco. Sígueme, sígueme en cada uno de mis hijos, sígueme en los senderos estrechos y sembrados de espinas. No puedo salvarte de las dificultades, pero puedo enseñarte cómo enfrentarlas. No puedo despojarte de tus responsabilidades, pero sí puedo hacer tu carga más llevadera y tu yugo más suave. Y cuando te veas agobiado por el dolor y la soledad, recuerda que estoy contigo. En verdad te digo que estoy con cada individuo que con valor y fe se enfrenta al dolor y a la vida, que reconociendo sus debilidades sabe mirar hacia el interior de sí mismos y buscarme. Y cuando me encuentren, ten por seguro que hallarán una renovación de sus fuerzas, un darse cuenta y un consuelo. Y en mi misericordia moveré a la compasión a sus prójimos. Por lo tanto, nunca están solos aquellos que me siguen. Ten presente en tu mente y guardado en tu corazón que, a cada instante y momento, CUENTAS CONMIGO.

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Aquellas promesas hechas por el Hijo de Dios renovaron las esperanzas y fortalecieron el espíritu golpeado del hijo pródigo de Asís, quien al levantarse alzó su cabeza para fijar sus anhelantes ojos oscuros en la brillante mirada penetrante del Señor:

-Mi Señor y mi Dios, yo también te hago una promesa. En esta noche y cada día de mi vida hasta el día de mi muerte, me consagro a ti, Señor, desde el abismo de mi imperfección y limitantes a tu infinito e inagotable Amor que nunca deja de llamarme y salvarme. Consagro mi persona, mis esfuerzos y mis acciones a tu Voluntad y Palabra. Renuevo ante ti, Señor mío, Dios mío, mejor amigo mío, mi profesión de servirte en el apostolado en la contemplación, la ayuda y la acción a favor de aquellos que más lo necesitan, con la máxima que cumpliré tu Voluntad más allá de mis sueños y objetivos. Te entrego mis limitaciones incondicional y perpetuamente. ¡Contigo todo y sin ti, nada! ¡Hágase en mí tu Voluntad, Señor mío!

El Hijo de Dios observó asombrado aquella solemne entrega de la persona de su amigo. Sonrió. Agradeció sin palabras, conmovido hasta las lágrimas, rompió la escasa distancia con la unión de sus cuerpos en un amoroso abrazo que estremeció con su suavidad el silencio. Francisco sintió tocar las cumbres del Paraíso, no pudo describir las sensaciones provocadas y sólo haciendo un esfuerzo supremo también rodeó al Señor con sus brazos, en íntima comunión entre Dios y el hombre.

-No sabes cuánto me alegra, hijo mío, esta consagración y sincera piedad tuya, pero es necesario dar más –habló al finalizar el místico contacto-

-Pídeme lo que sea, Señor, lo haré.

-Francisco –respondió en un tono que no dio lugar a dudas ni medios términos-, de ti lo quiero todo.

-¿Qué más puedo darte, Señor, que no te haya dado ya? Mi libertad, mis pensamientos, mi lengua, mi inspiración, mi fe, mi lealtad… mi vida, ¡Hasta mi muerte es tuya!

-No quiero de ti tu muerte. Quiero que me des aquello que es más importante que tu propia vida.

-¡Sea lo que sea ya lo tienes, mi Señor!

-Pero quiero aún más. Observa y comprende.

La luz se convirtió en el espejo donde se reflejaron los seres humanos de todos los tiempos, lugares y condiciones, pero unidos todos no ya por el sentido de pertenencia ni la conciencia de humanidad, sino una realidad terrible y angustiosa, constituida por la soledad, la ignorancia, la enfermedad, el miedo, la desesperación y la tristeza, que en conjunto forman el paradigma del dolor y el sufrimiento. El hijo pródigo ocultó el rostro…

-¡Basta ya, Señor! ¡Basta ya! ¡No puedo resistirlo! ¡Siento que muero! –Exigió Francisco con su cuerpo estremecido de dolor-

-Si sólo verlo, hijo mío, te provoca sensación de muerte, ¿qué sentirás cuando ese mismo dolor busque refugio en ti de la iniquidad de los hombres que silencian la justicia de Dios?

Entonces observó al Señor, que transmutó su apariencia triunfante y poderosa, intangible, por la imagen del varón de dolores. Su rostro desfigurado, amoratado y cubierto de sangre, sus ojos mirando con la más pura expresión de tristeza y compasión, labios entreabiertos, suplicantes y heridos. La cabeza venerable y sabia coronada con puntiagudas espinas hiriendo la carne viva. Todo el cuerpo hecho una llaga… el cuadro perfecto para la humanidad sufriente, el espejo adecuado para reflejarse los niños que lloran por frío y hambre en las callejuelas; mujeres, hermanas, madres e hijas víctimas de la violencia y el prejuicio, los héroes y mártires de las causas justas. El reflejo del enfermo abandonado y desahuciado, del hombre víctima de los

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vicios, de los incomprendidos y perseguidos a causa de la justicia; los pobres y desheredados, los débiles y los fuertes, y también es el rostro de aquellos decepcionados que perdieron la fe y cuyas esperanzas murieron.

Tal visión aterró a Francisco. Toda meditación que recordara sobre la Pasión de su amado Señor era una burla comparada con aquella experiencia viviente y eterna.

-Yo no quiero esto, Francisco. Pero el mundo así lo ha decidido. Sin embargo –el Hijo volvió a su forma gloriosa- yo tengo el poder de cambiar el destino de todos los hombres. Tengo en mis manos el poder de hacer del mundo una realidad donde todo esto que has visto no exista ni siquiera en el pensamiento. Puedo hacerlo.

-Sé que puedes, Mi Señor, porque para ti nada es imposible.

-Entonces, ¿por qué no me pides que lo haga? Anda, Francisco, pídeme ese milagro que convierta al hombre más duro de corazón en el ser más amable sobre la tierra. Pídeme que borre de este mundo las injusticias y las iniquidades. Pídeme que convierta este mundo malvado en un paraíso terrenal.

De nueva cuenta se presentó la tentación, pero esta vez su autor no era otro que la Palabra de la Voluntad, pero seguía siendo tentación, más fuerte incluso que los calculadores movimientos de Satanás. Pero debía existir una posible diferencia, una sutil distinción.

-Señor –respondió pausada y serenamente, pero firme en su creencia, asistido por la sabiduría- sé que todo lo puedes y todo lo entiendes, así que te digo que estoy tentado a pedirte semejante gran milagro… pero mi corazón y yo mismo estamos de acuerdo en que de ocurrir así no tendría sentido nuestra existencia ni la tuya. Porque si bien el hombre es capaz de grandes hazañas y crueldades, tú mismo no disminuirías nuestra libertad de equivocarnos. Somos libres de actuar contigo o contra ti. Lo sé, una espada de dos filos, peligrosa para cualquiera, y sin embargo, nos has dado la facultad de manipularla. Y con la libertad nos has dado una gracia, la capacidad de tomar decisiones. Sé que muchas veces nos equivocamos y reincidimos enfermizamente en el error, pero también tenemos la oportunidad de cambiar y mejorar. Aunque el veredicto final es tuyo, la decisión en el tiempo es nuestra. Nos diste este mundo, lleno de maravillas y peligros, y aunque lo cambiaras en un abrir y cerrar de ojos –explicó pleno de seguridad y confianza- no te pediré nunca aquello. Eres Justicia y Misericordia, Señor. Y pedirte el cambio y tú hacerlo, ambos seríamos injustos con los demás.

En el rostro traslúcido y luminoso del Señor se dibujó una sonrisa de satisfacción.

-Has elegido bien, Francisco. Tuviste el valor de enfrentar la mayor prueba que hombres y mujeres buscadores de Dios por igual han experimentado y que han superado. Tuviste el valor de decirme cara a cara la verdad, y eso es una confirmación del amor que me tienes. Te amo y por lo tanto te confronté al respecto de tus errores y consolé de tus miedos y dudas; y tú tanto me amas que no dudaste en decirme la verdad con congruente humildad.

-Pero también, mi Señor, tuve miedo por un breve instante. ¿Quién te ha enfrentado y ha quedado incólume? Pero somos amigos y entonces todo miedo desapareció. Gracias, Señor, por darme esta oportunidad.

-¿Cómo te sientes, hijo?

-Renovado por dentro y por fuera. Listo para enfrentarlo todo.

-¿Recuerdas tu promesa?

-Claro, Señor.

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-Entonces sabrás que no es suficiente para mi Misericordia. Estoy contento con tu sincera devoción, pero de mis hijos quiero actos de amor aún mayores. De mis hijos quiero que vivan y hagan suyo el mandamiento que les di: Ámense los unos a los otros como yo les amo. Francisco, me ofreciste tu lealtad, tu fe, tu libertad y tu vida junto con tu muerte… Ahora te digo –recalcó sin posibilidad de apelar- que no quiero de ti ningún sacrificio. Ya no reflexiones sobre la realidad de ser hijo de Dios. Vívela y entonces dame lo que en realidad quiero de ti.

Vivir va más allá del mero hecho de existir. Sentir sobrepasa las barreras del pensamiento. La entrega que surge del amor hace innecesaria la sumisión y ennoblece la obediencia. He ahí el secreto, y hallándolo, exclamó:

-¡Oh mi amado Señor! ¡Tú diste la vida por mí, ahora yo la quiero dar por ti de un modo muy diferente! ¡Hazme morir de amor si es que sangre no quieres! ¡Quiero darte mi amor si es que holocaustos no quieres! ¡Quiero amar a mi prójimo ya que luchar contra él no quieres! ¡QUIERO SER AMOR si es que mártir no me quieres! Amor, Señor, he comprendido. Únicamente puedo ofrecerte el amor que te tengo y que quiero tener por cada uno de mis hermanos los hombres.

-¿También por aquellos que te persiguen y niegan? ¿Incluso por los que te traicionaron y abandonaron? ¿En verdad quieres amar a los ingratos y a los perversos?

-Sí, ya que Tú no desprecias a nadie, yo tampoco quiero hacerlo.

-¿También quieres amar conmigo a estos, mis hijos sufrientes? ¿Quieres compartir sus dolores y entender la dimensión de su tragedia por encima de ti mismo?

-Sí, mi Señor –confirmó su entrega postrado boca abajo- Tú que a todos amas y acoges, yo también quiero amar a todos. ¡Señor, puedes contar conmigo!

-¿Quieres entregarte en cuerpo y en alma a Mí?

-Sí, mi Señor.

El Señor no contestó. Cuando se irguió, se descubrió en la cima del monte Alvernia, donde brillaban las estrellas y la luna llena. El silencio, profundo y sagrado, se mimetizó con las sombras. Pero la unión espiritual no había concluido.

Cerró los ojos, silenció su voz y su espíritu, se mantuvo a la expectativa, pendiente en un abismo místico. En ese momento, escuchó con claridad:

-"Que así sea" –en su espíritu supo que su amorosa entrega fue aceptada con agrado-

Tomado por una fuerza invisible, Francisco fue derribado sin compasión, estrellándose sobre un suelo muy duro. Inmediatamente sintió su cuerpo arder por el dolor en las cicatrices de sus penitencias. Intentó levantarse, pero la fuerza misteriosa se lo impidió, inmovilizándolo. Tuvo miedo. En esos momentos, el Hijo de Dios se apareció al confundido hombre, a quien sin palabras y únicamente la mirada explicó lo que sucedía. Comprendió. La decisión fue tomada. Esperó lo inevitable.

Una nueva visión se presentó a su espíritu. Una imagen viva en un ritual, pero revivida en cada individuo sufriente. El momento cumbre de la Pasión de su amado Señor, la escena cruenta y dolorosa de su crucifixión. El Hijo, tras una procesión infame, fue tendido sobre un madero y los verdugos atravesaron sus manos y pies con clavos, fijando su llagado cuerpo a una cruz áspera, suspendido entre el cielo y la tierra, experimentando junto con el dolor, la sed y el frío, el abandono, la soledad, el silencio de Dios, los reclamos de los hombres y el dolor de cada ser humano del ayer, del aquí y el ahora, y del mañana. Su muerte hizo posible la salvación, y la apertura del costado fue la fuente por donde brotó la misericordia, como río de agua viva fluyendo desde la eternidad.

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Ahora, en su realidad y momento, el pródigo de Asís se descubrió tendido sobre aquella misma cruz, con sus brazos extendidos, firmemente sujetos por su verdugo, el más amado y que por amor le crucificaba… Sus miradas se cruzaron en el instante en que un clavo fue incrustado en su mano derecha. Francisco ahogó un gemido de dolor, pero este fue incrementándose al sentir su mano izquierda perforada y fijada a la madera. Un escalofrío descomunal recorrió su cuerpo lacerado. Pronto sus pies fueron apoyados uno sobre otro en la madera vertical y penetrados con certeros golpes. Y como si aquello no fuera suficiente, tras ser izado, sintió el golpe al chocar con el suelo. Permaneció consciente, clavado a la cruz, entrelazado en el patíbulo de su Señor, compartiendo el mismo tormento y haciendo realidad un mismo sueño. Largo tiempo transcurrió antes de sentir su costado derecho, con meditada lentitud, siendo atravesado por una lanza. Pronto al cruel dolor se unió una grata suavidad. De las heridas y la misma cruz emanaron poderosos destellos que iluminaron las cercanías y le enceguecieron…

Estaba oscuro. Despertó suave y lentamente. Intentó erguirse apoyado en sus pies, pero un lacerante dolor le hizo dar un grito. Alcanzó a apoyarse en sus brazos, pero sus manos también dolían increíblemente. No supo cómo, pero apretando la mandíbula y ahogando suspiros consiguió levantarse y a duras penas mantenerse en pie.

Las negras nubes pronto cedieron a la luz de la luna, que difuminó las sombras y reveló la magnitud del daño. Francisco no terminó de creerlo, pero en las palmas de sus manos había agujeros de bordes oscuros, en sus pies lastimados también encontró dos perforaciones, pero al tocarse el costado derecho sintió un lacerante dolor, como si alguien le hubiese herido con una espada. Sus heridas abiertas palpitaban al ritmo de su corazón, y de todas ellas fluía abundante sangre. La luz se hizo en su ser y entonces comprendió que Dios le había tocado de una forma más íntima y dolorosa como a ningún otro ser humano. Motivo de profunda pena, y causa de gran alegría. Conmocionado, se desmayó…

En su mente confundida bullían recuerdos difusos y voces lejanas; y en su cuerpo afligido por la alta fiebre un lacerante dolor, una imperiosa necesidad de despojarse de las ásperas ropas y aliviar así el tormento. Su vista borrosa no le permitía distinguir las sombras del delirio de la realidad fija. Creyó por un momento que figuras negras le tomaron por los hombros y le llevaron lejos, y que esos mismos le rodeaban observándolo, pero hablar no pudo por su extrema debilidad.

De repente, alguien entró en la celda, no era otro que Fray Iluminado, portando una vela encendida:

-¡Ya era hora! –Reclamó Fray León visiblemente molesto y consternado- Arde en fiebre y no para de sangrar.

-Calma tu humor flemático, hermano, debemos actuar con diligencia y no alterarnos -recomendó el solícito y no menos preocupado Fray Silvestre, que traía consigo lienzos, ungüentos y agua fresca- Ángelo, Iluminado, dense prisa.

-Vamos, quítenle la túnica…

-No… no… por favor, no me descubran ¡Ahh, Dios mío, perdón, perdón! –El pobre herido finalmente reaccionó a consecuencia del ingrato dolor de las heridas místicas- ¡Dios mío!

-¿Pero que es esto? ¿Qué se hizo? ¡Cómo sangra! –Pese a los cataplasmas y torniquetes, la hemorragia siguió- ¡Ángelo, pronto! ¡Consigue más vendajes!

Nadie comprendió. Todos seguían muy asustados desde el regreso de León y Maseo cargando al desmayado Francisco, enfermo ya y ahora con heridas extrañas. No se detuvieron a pensar. Le retiraron la túnica sucia de lodo y sangre. Muchas sábanas y toallas se emplearon como apósitos por espacio de varias horas hasta que se detuvo. Ahora era preciso mantenerlo fresco y bajar la fiebre.

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Permanecieron en vela. Nadie durmió o preguntó al respecto.

Todavía de madrugada, los síntomas remitieron dejando al pródigo de Asís y a sus improvisados enfermeros exhaustos. En ese mismo instante, tocaron a la puerta:

-Tío Silvestre, ¿qué ocurre? –Rufino y Junípero despertaron al escuchar los murmullos y los lamentos-

-Ustedes dos, regresen a sus celdas –dijo el guardián en imperativo susurro-

-Pero escuchamos unos gemidos y…

-Vuelvan a sus celdas, ahora –ordenó el cada vez más molesto anciano sacerdote-

-No, Junípero quiere saber.

El aludido hizo caso omiso y entró a la celda seguido de su amigo, quien al ver la escena palideció.

-¿Está muerto?

-No. Sólo está agotado, perdió mucha sangre y no ha comido –aclaró oportunamente su rescatador-

-¿Pero qué fue lo que pasó?

-Eso queremos saber.

Pero uno de ellos sí lo sabía. Desde que lo descubrió, en su inquieta mente llovieron ideas textuales y gráficas. Quiso cerciorarse y se acercó a la cabecera. Ante las miradas confundidas de sus compañeros acarició el rostro demacrado de su padre fundador.

-Junípero, ahora no… no puedo jugar.

No le respondió. Únicamente se hincó para tomar su delgado brazo y retirar el vendaje. Todos protestaron, pero hizo caso omiso. Quitó por completo la venda y descubrió la mano herida. La miró detenidamente, con asombro y curiosidad.

-Junípero… espera –sintió el dolor y la suavidad del tacto del beso depositado- Junípero, detente –su debilidad restó fuerza a su mandato, y su hermano inocente repitió el gesto en la mano opuesta-

Descubrió los pies lacerados, y con la misma devoción y silencio los besó lenta y cariñosamente. Francisco soportó estoicamente el dolor y poco a poco la suavidad de los besos alivió su tensión. Nadie de los presentes detuvo al atrevido, pues poco a poco entendieron la magnitud del suceso.

Con devota lentitud, el hermano de escaso intelecto pero gran amor retiró la sábana parda y dejó al descubierto el vendado torso de su padre fundador. Retiró el vendaje y repitió el mismo gesto, esta vez más lento y suave sobre la llaga roja y sangrante, sensibilísima…

Al rayar la aurora, los presentes, pese a las protestas de Francisco, se arrodillaron a su alrededor, dando gracias a Dios a viva voz con un solemne TE DEUM, siendo testigos del milagro, porque en aquella noche el Monte Alvernia se transformó en calvario. En su cima, la cruz fue otra vez izada y la Pasión fue nuevamente revivida. Del cuerpo de Francisco, marcado por el amor de Dios, brotaron rosas de sangre, el evangelio se hizo carne viva y Cristo fue otra vez crucificado.

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Fin.