El jinete maldito

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Cerca de Santoña existe el acantilado más elevado de toda Cantabria, lugar donde se encuentra ubicado un castillo en ruinas. Cuenta la leyenda que, en tiempos remotos (sobre los siglos XII- XIII), habitaba este castillo Don Rodrigo de los Vélez, campeón de la Santa Cruz, cuyas mesnadas habían combatido y vencido en varias ocasiones a los más bravos emires.

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Presentación de una Leyenda de Santoña.

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Cerca de Santoña existe el acantilado más elevado de toda Cantabria, lugar donde se encuentra ubicado un castillo en ruinas.

Cuenta la leyenda que, en tiempos remotos (sobre los siglos XII- XIII), habitaba este castillo Don Rodrigo de los Vélez, campeón de la Santa Cruz, cuyas mesnadas habían combatido y vencido en varias ocasiones a los más bravos emires.

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Este caballero se casó en segundas nupcias con una joven y bella dama llamada Doña Dulce de Saldaña. Vivía con ellos en el castillo Don Íñigo Férnan Núñez, un prohijado suyo.

Ésta era una práctica medieval muy habitual por la que se enseñaba, en pago de deuda o favor, a jóvenes en condición de aprendices.

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Los parientes, deudos y amigos de Don Rodrigo le habían advertido en varias ocasiones que no era prudente ni cristiano cobijar bajo el mismo techo a dos personas de sexo diferente y de la misma edad, pero él se fiaba de Iñigo y pensaba que, la gratitud que el aprendiz sentía hacia don Rodrigo, sería la salvaguardia de su honor.

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Un día, el rey de Castilla envió a un propio en busca de Don

Rodrigo para ordenarle que reuniera de nuevo a su mesnada y se

fuera a combatir contra los moros. El caballero cumplió la orden del

rey dejando a su esposa Doña Dulce y a su prohijado Íñigo en el

castillo de Santoña.

La batalla duró un año y al castillo llegó la terrible noticia de

que la mesnada de Don Rodrigo había sido derrotada por los

sarracenos y el caballero se hallaba prisionero.

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Doña Dulce, al recibir las tristes noticias a cerca de su marido, cayó en una profunda depresión que la dejó indefensa contra la maldad y el egoísmo de Don Íñigo que se apoderó del castillo y de sus tierras.

No contento con haber despojado a Doña Dulce de todas

sus riquezas, se enamoró de ella y quiso hacerla suya.

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Una noche, mientras ella se encontraba en su alcoba rezando ante la imagen de San Rafael, Don Íñigo penetró en sus aposentos. Doña Dulce, al darse cuenta de lo que él pretendía, consiguió huir y subió a lo alto de la torre del homenaje. Hasta allí la siguió Don Íñigo que, forcejeando, intentó llevarla de nuevo al interior de la fortaleza.

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Ella, prefiriendo la muerte al deshonor, desenvainó la espada que pendía del cinto de Íñigo y la hundió en su propio pecho.

Él, despavorido, dio unos pasos hacia atrás.

En ese momento el huracán sopló con

más fuerza y el traidor se precipitó al vacío

sumergiéndose en lo profundo del mar. En el

momento de caer, Doña Dulce gritó con todas

sus fuerzas maldiciéndole y condenándole a

la “existencia eterna”.

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Desde entonces en ese lugar, cada vez que el huracán

sopla con fuerza y silba el viento a través del acantilado, se

dice que aparece Don Íñigo, montado en un gigantesco

delfín, surcando el mar embravecido del Cantábrico en una

carrera desenfrenada hacia ningún lugar sin descanso

posible.