El increíble caso de por qué los demás no me entienden si yo lo tengo tan claro

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Primeros capítulos. Mario López Guerrero

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Mario López Guerrero

ERNESTO VALBUENA en…

Ediciones MLG

EL INCREÍBLE CASO DE

POR QUÉ LOS DEMÁS NO

ME ENTIENDEN SI YO LO

TENGO TAN CLARO

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Mario López Guerrero

EL INCREÍBLE CASO DE POR QUÉ LOS

DEMÁS NO ME ENTIENDEN SI YO LO

TENGO TAN CLARO Título original: El increíble caso de por qué los demás no me entienden si yo lo tengo tan claro. Primera edición Diseño y redacción: Mario López Guerrero Ilustración: Mario López Guerrero © Mario López Guerrero, 2014 ISBN: 978-1-326-08990-0 “SÍ se permite la reproducción total o parcial de este libro. SÍ se permite su transmisión y difusión. SÍ se permite la crítica constructiva del mismo. SÍ se permite escribir libros a quienes les interese escribir libros y leer libros a quienes les interese leer libros. SÍ se permite citar al autor si se considera necesario. Y SÍ se permite ver el lado alegre de la vida.” Si quiere ponerse en contacto con el autor contacte con MLG. MLG es un sello editorial creativo de Mario López Guerrero. www.mariolopezguerrero.com [email protected]

¡Muchas gracias!

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“A mi hermano.”

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ÍNDICE

ASÍ EMPEZÓ TODO ........................................................................ 16

DÍAS DE ROSAS ............................................................................ 28

UNA PERSECUCIÓN ...................................................................... 42

ECHARLE CARA ............................................................................ 60

LA GRAN TECLA ........................................................................... 76

CUESTIÓN DE MAGIA ................................................................... 94

AMIGOS Y ENEMIGOS ................ ¡Error! Marcador no definido.

UNA MALA NOCHE ..................... ¡Error! Marcador no definido.

HASTA LA COCINA ..................... ¡Error! Marcador no definido.

UN MUSICAL CON MUCHO RUIDO .............. ¡Error! Marcador no

definido.

LA NOVENA ................................. ¡Error! Marcador no definido.

NADA ES LO QUE PARECE ......... ¡Error! Marcador no definido.

LA ÚLTIMA LECCIÓN .................. ¡Error! Marcador no definido.

LA VERDADERA ÚLTIMA LECCIÓN ............ ¡Error! Marcador no

definido.

TOMAS FALSAS ......................... ¡Error! Marcador no definido.

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SUENA MÚSICA

DE CINE NEGRO

(Puedes imaginártela o poner algo de música.)

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MLG PRESENTA A

ERNESTO VALBUENA

EN…

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POR QUÉ LOS DEMÁS NO

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UNA NOVELA ESCRITA POR…

Mario López Guerrero

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CAPÍTULO 1

ASÍ EMPEZÓ TODO

“Lo último que uno sabe es por dónde empezar” BLAISE PASCAL

Puedo escribir los versos más tristes esta noche. Escribir, por ejemplo: “La noche está fría y tiritan de frío los astros a lo lejos”. Pero si escribo esto, alguien dirá que le estoy copiando a Pablo Neruda y me denunciará. Y tendrá razón porque ya lo escribió él mucho antes que yo. Lo peor de todo es que con las ganas que me tienen algunos policías y jueces de esta ciudad, mis días pasarían entre rejas y reclusos. En fin, lo que sí puedo escribir son los versos más fríos esta noche. Ha llegado el invierno, han bajado las temperaturas y han subido los precios de las bufandas. La calle está fría, las aceras congeladas, pasea poca gente y la que lo hace, en lugar de caminar, patina. El parque de la avenida también está helado, pero tiene de bueno que en cada entrada hay un hombre vendiendo castañas asadas. La gente se para y las

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compra para calentarse las manos. Juegan con ellas pasándoselas de una mano a la otra como hacen los malabaristas en el circo. Dudo si alguno se comerá las castañas. Lo que no dudo, es que de tanto patinar por las calles alguno se habrá dado una buena castaña. Yo mismo me he caído más de una vez, pero eso no nos interesa. ¡Qué curioso! No es lo mismo comprar una castaña, que llevarse una castaña, que cogerse una castaña. ¡Ay, las palabras! Tan pequeñas y cuánto daño pueden hacer… O cuánto bien. No sé si has pensado alguna vez en el poder de las palabras, pero yo le doy vueltas todo el tiempo. Al fin y al cabo, mi trabajo consiste en hablar con personas y descubrir lo que ha pasado. Todos te mienten. Todos quieren engañarte. Cada uno dice su verdad. Y todos usan palabras. Creo que mi profesión de detective es eso, descubrir qué palabras son verdad y cuáles ocultan mentiras. Al final del parque, la quinta estación. Quien pensó los nombres de las estaciones de tren en esta ciudad no se lo pensó mucho: primera, segunda, tercera, cuarta y quinta. Ordenadas de norte a sur a lo largo del litoral de nuestra ciudad. Está bien, no hay confusión posible. Y al lado de la quinta estación, la cafetería Derby. Aquí paso mis primeras horas de la mañana. Tomo mi café con leche y dos de sacarina y leo los periódicos. Siempre hay que estar al día de lo que sucede en la

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ciudad, aunque últimamente todas las noticias se centran en casos de corrupción para deslegitimar a la Viuda Negra, como llamamos aquí a nuestra alcaldesa. Cuatro matrimonios y tres maridos en el cementerio. Nadie sabe cuánto durará su nuevo esposo, el señor Castillo. Después del café de la mañana, subo al primer piso, a mi oficina. No es que sea gran cosa, pero tiene lo suficiente para trabajar. Una ventana por la que entra la poca luz natural que tenemos en este tiempo, una mesa y una silla. Una estantería llena de archivos poco ordenados según Marian, mi secretaria, pero que yo conozco bien y sé dónde está todo. Un corcho en la pared y un póster del gran mago argentino Echeverri. Reconozco que siento admiración por este hombre. Al otro lado, la mesa de Marian, limpia, ordenada y con una foto de su familia. Somos muy diferentes, Marian y yo. La verdad es que no sé cómo seguimos trabajando juntos porque no nos entendemos, pero los casos salen adelante. Quizás sea suerte, pero hasta ahora ha funcionado y lo que funciona, no se toca. Completan el escenario de la oficina, dos sillones ya gastados para hablar con los clientes. Y uno de ellos estaba esta mañana ocupado por una mujer. - ¡Buenos días, Marian! – Saludé al entrar en la

oficina. - ¡Buenos días, señor Valbuena! Le presento a la

señora Eva Ramires. - ¡Encantado de conocerla en persona, señora

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Ramires! Eva Ramires no era una desconocida para mí, ni para nadie en esta ciudad. Había sido una brillante bailarina en su juventud y ahora dirigía una famosa escuela de baile. Era normal verla en anuncios en la prensa, en revistas e incluso en la televisión. Lo que no era normal era verla en mi oficina. - ¿Qué le trae por aquí, señora Ramires? Así comenzamos nuestra primera conversación. A partir de ahí, el proceso siempre era el mismo. Un cliente me contaba su historia y me hacía creer que era verdad. Yo lo cuestionaba todo y no me creía nada. Luego salía a investigar y ataba los cabos que el cliente no me había contado de la historia. Pero con la señora Ramires hubo algo diferente. No sé si su imagen imponente o la fuerza de su voz captaron mi atención más de lo normal. Y sobre todo cuando dijo algo que no sabía. Desde hacía un mes mantenía un romance con un mago, efectivamente, con el gran Echeverri. Me giré de forma inconsciente hacia el cartel y Eva sonrió, diciendo que ya se había fijado en él. Un mago y una bailarina, una relación de arte y magia. A continuación comentó lo que le preocupaba. Desde que estaba con el mago recibía todos los días en el camerino de su escuela una rosa roja. Ella había pensado que era Echeverri el que se las mandaba. Un bonito detalle. Pero hacía dos noches, cuando ella le fue a dar las gracias, Echeverri le dijo que no eran

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suyas. Ella no le creyó, pensando que era una de las habituales bromas del mago, pero al volver sobre el tema, Echeverri se fue alterando cada vez más; lo que demostraba que no era él quien se las enviaba. - Es decir, lo que usted quiere es que descubramos

quién es el seguidor que le envía rosas. Concluí para que no se nos fuera el tiempo. La gente suele darle muchas vueltas a las cosas y no van al grano. Se enrollan y te hacen perder el tiempo. Yo prefiero ser más directo. Decir lo que hay que decir y se acabó. Seguí interrogando a la señora Ramires sobre las rosas que recibía, la hora a la que las recibía y apunté el dato de que nunca venían acompañadas de una nota. Lo normal en un seguidor es que le ponga algún cariño a la persona que admira, pero no era el caso. El caso era: “las rosas de Eva Ramires”. Primer paso: hablar con Estefanía, la chica que trabajaba en la escuela y que recibía la rosas todas las mañanas con la indicación de llevárselas al camerino a la señora Ramires. Cuando se fue, nos quedamos solos Marian y yo y le pregunté, como de costumbre, qué le parecía la historia. Ella me contestó, también como de costumbre, que tenía que haberla dejado hablar más tiempo. Volví a insistir sobre la historia y ella volvió a insistir en mi técnica de interrogar. Eso era lo que más me molestaba de Marian, no estaba a lo que había que estar. Estábamos hablando

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de la historia de la señora Ramires y ella estaba hablando de mí y de mis técnicas. Cuestionándome como de costumbre. No entiendo cómo sigo trabajando con ella. Quizás sea porque es muy ordenada y sabe llevar las cuentas. Sin eso, estaría perdido buscando a otra Marian. Después de un buen rato discutiendo de si era necesario dejar hablar a la gente o cortarla para que no te tuvieran todo el día escuchando, llegué a una conclusión: Marian no iba a dar su opinión sobre la historia de Eva Ramires. Me precipité. Marian se sentó en el sillón, me dio por imposible y sacó sus propias conclusiones. Según ella, sí era el mago el que le enviaba las flores. Seguramente, todo sería parte de un truco para enamorarla. - ¡Qué romántica esta Marian! – Pensé en voz alta

sin darme cuenta. Por el gesto de Marian, no le gustó mucho mi frase, pero ya estaba dicha y no la podía retirar. Es lo que tienen las palabras, una vez que las dices ya no hay vuelta atrás. Lo mismo que ocurre con el tiempo y las acciones, una vez que se hacen, quedan hechas. - Si no te gusta mi versión, no me la preguntes. Y con esta frase, Marian dio por zanjada la cuestión. Salí de la oficina para hacer las primeras investigaciones. Me dirigí a la escuela de baile para hablar con Estefanía y por el camino iba pensando en las broncas de Marian. Siempre me decía que tenía

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que dejar hablar a la gente, ¡como si yo tuviera todo el tiempo del mundo para escucharles! Lo que Marian no sabía es que si les dejas hablar a las personas, se pueden pasar horas y horas contándote lo mismo, incluso días diría yo. Hace tiempo que aprendí a cortar a los demás y no me ha ido mal. ¡Qué manía con enrollarse! Llegué a la escuela. Me recibió, precisamente, Estefanía. Me presenté y le hice algunas preguntas. Al parecer todas las mañanas, un desconocido llamaba a la puerta y le entregaba una rosa para la señora Ramires. Cada día era una persona diferente. Al principio no le dio importancia, pero con el paso de los días, les preguntaba de parte de quién eran las rosas. Ninguno había dado un nombre por el que empezar a buscar, pero todos decían que se las había entregado un hombre con un abrigo gris. Le di las gracias. Ya sabíamos algo más de la historia. Justo a pocos metros de la escuela de baile había una floristería ¿Casualidad? Me acerqué a ella. Entré y pregunté si por casualidad había entrado un hombre con un abrigo gris a comprar una rosa. La dependienta me miró con cara extraña. - ¿Quiere comprar una rosa? - No, preguntaba si algún hombre con abrigo gris ha

comprado rosas aquí últimamente. - Usted lleva un abrigo gris, ¿quiere comprar una

rosa? Efectivamente, yo y el noventa por ciento de hombres

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en esta ciudad llevábamos un abrigo gris. Me despedí sin sacar mucha información de allí. La verdad es que no podía hacer mucho más hasta el día siguiente. El próximo paso era estar por la mañana en la escuela y vigilar por si alguien se acercaba con una rosa. Así que pasé el día con otros asuntos y visitas que tenía pendientes. Eso sí, dándole vueltas a la cabeza a por qué Marian decía que tenía que escuchar a las personas. Por fin dieron las diez de la noche y regresé a casa. Antes de subir, entré en el bar de Lola. En realidad el bar se llamaba “El Paraíso”, pero todos lo conocíamos por el nombre de su dueña. Me acerqué a la barra y le pedí a Lola una copa de Jack Daniels con dos piedras de hielo. - Lola, ¿tú crees que la gente es clara o se enrolla

cuando habla? Aproveché para preguntarle la cuestión que llevaba rondando en mi cabeza todo el día. - Pregúntaselo a mi sobrina – fue su respuesta. Me quedé un poco desencajado y al rato apareció una chica joven detrás de la barra, que resultó ser la sobrina de Lola. Le pregunté a ella y me dijo que no lo sabía, pero creía que habría de todo en este mundo. Gente que quiere las cosas claras y gente a la que le gusta enrollarse. Quizás fue la respuesta más acertada al asunto, pero ¿cómo le podría gustar a alguien enrollarse? No era lógico. Y ahí fue cuando la sobrina de Lola me dio otra

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pista: - ¿Tiene que ser lógico? Las personas no somos

lógicas al cien por cien. Somos sentimentales, intuitivas, creativas. Somos diferentes. Cada uno es como es. No tenemos por qué ser lógicos. Usted puede ser muy lógico, pero yo puedo odiar la lógica y hacer todo a lo loco, ¿quién sabe?

Quizás la sobrina de Lola estaba en lo cierto. A mí me gusta buscarle la lógica a todo, pero no todo lo que hacemos las personas es lógico. Sobre todo algunas personas. De hecho algunas personas no son nada lógicas. Somos diferentes. ¿Y si pensamos diferente? No me refiero a tener opiniones distintas. Y si nuestra forma de pensar es realmente distinta. Tendré que investigar eso de la lógica o no de las personas. Igual sí hay gente a la que le gusta enrollarse. ¿Qué conseguirá con eso? Esa ya es una pregunta lógica. Y mientras estaba pensando en esto, la sobrina de Lola se giró y me preguntó: - ¿A qué viene la pregunta? Mi respuesta fue rápida: - No entiendo que haya gente que se enrolle y no

vaya al grano. - Pues tiene usted un serio problema – dijo ella. - ¿Yo, un problema? – repliqué Hasta entonces, consideraba que el problema lo tenían los demás y no yo. - Usted ha dicho que no entiende que haya gente

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que se enrolle, por tanto, si usted necesita entenderlo para relacionarse con ellos, el problema es suyo.

No sabía si la sobrina de Lola estaba jugando conmigo o lo decía en serio, pero me dejó con alguna duda. La verdad es que no entender por qué algunas personas se enrollaban, me hacía enfadarme y lo pasaba mal. Incluso tenía que cortarlas y les parecía mal y a partir de ahí, me hablaban poco o dejaban de hablarme. No entenderlas se estaba convirtiendo en un problema para mí. Terminé el vaso de whisky y concluí: si los demás no piensan como yo, ¿cómo piensan los demás? Quizás esa sea la clave de por qué los demás no me entienden si yo lo tengo tan claro. Subí a casa. Una cena ligera y un sueño profundo. Y a la mañana siguiente, bajé a la cafetería Derby. Me pedí mi habitual café con leche y dos de sacarina. Alcancé el periódico para leer las noticias y mis ojos se fijaron en el titular de la portada como si nada más hubiera ocurrido en el mundo: “La bailarina Eva Ramires se suicida desde el noveno piso del Hotel Manhattan.”

CONTINUARÁ…

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CAPÍTULO 2

DÍAS DE ROSAS

“El hábito es como un cable; nos vamos enredando en él cada día hasta que no nos podemos desatar.” HORACE MANN

Hoy tenía que haber sido un día normal. Ir hasta la escuela de baile de la señora Ramires, esperar a que apareciera un hombre con abrigo gris y una rosa en las manos y problema acabado. Pero no, la realidad siempre es más extraña que la ficción. Allí estaba yo sentado en la barra de la cafetería Derby con mi café y el periódico delante de mí. Ayer tenía un caso que resolver y hoy tenía a mi cliente en la portada del periódico. ¿Cliente? Ya no era mi cliente. Es frío decirlo, pero acababa de perder un cliente de un día para otro y no estaban los tiempos como para perder clientes. ¿Qué se suponía que tenía que hacer ahora? ¿Ir hasta la escuela de baile? ¿Para qué? ¿A quién le interesaría saber que un fan le regalaba rosas a la señora

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Ramires? ¿Debería ir al hotel Manhattan? Al final, resolví hacer lo que tenía que hacer. Tomarme el café con dos de sacarina. Aparecí en la oficina y Marian me estaba esperando con el periódico en la mano. - ¿Qué es esto? – preguntó antes de decirme buenos

días. - Un periódico – acerté a decir. - Una mujer viene a verte, te dice que le están

regalando rosas y se suicida ¿alguna explicación? Por una extraña razón, Marian creía que todos teníamos su energía por las mañanas. Ella siempre llegaba bien despierta, con fuerzas y con ganas de hablar. A mí, en cambio, me ocurría todo lo contrario. Le miré a los ojos y me dirigí a mi despacho. - ¿Sabes lo que creo? – preguntó Marian sin mucha

intención de esperar por mi respuesta – Creo que las rosas no se las enviaba el mago. Ayer pensé que sí, pero hoy es diferente…

Las palabras de Marian resonaban en mi cabeza. No estaba para escucharla. Estaba a punto de empezar a contarme todo lo que se le había ocurrido, así que decidí intervenir. - Marian, he tenido una noche dura – mentí. - Es decir, que quieres que me calle. Creo que Marian me conocía muy bien. - Está bien. Me callo. Cuando quieras hablar,

hablamos, pero deberías pensar en qué vamos a hacer ahora con este asunto.

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Con la vuelta al silencio, me senté en mi silla y encendí el ordenador. Mientras arrancaba, mi cabeza se preguntaba por qué Marian hablaba tanto por las mañanas y se lo pregunté: - Marian, verás. No he tenido una mala noche, pero

es que por las mañanas me cuesta escucharte. Necesito mi tiempo.

- Ya lo sé. - ¿Lo sabes? Entonces, ¿por qué te pones a hablar

conmigo como si quisiera oírte? - Porque yo necesito hablar. Se cruzaron nuestras miradas como si estuviera a punto de comenzar un combate. Evidentemente, ganaría ella porque tenía más energía que yo, así que lo mejor era no combatir. - ¿Tú necesitas hablar? - Sí, no me puedo estar callada. - Sí, eso ya lo sé. Quizás deberías ir a ver a un

especialista y contarle ese problema – creo que no fue una buena frase por la cara de Marian.

- ¿Problema? Disculpa, yo no tengo un problema. Y ahí es cuando sonó el timbre de la oficina. Marian abrió la puerta y saludó a un señor alto de abrigo gris. Se quitó el sombrero y preguntó por el señor Valbuena. Cuando entró, pude verle mejor. Llevaba gafas, una corbata roja y unos zapatos bastante mojados. Supuse que habría pisado el charco que hay delante del portal. Las aceras de la ciudad están hechas un

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desastre y el ayuntamiento no las arregla. Aquí lo único que funciona es el servicio de limpieza, eso sí. La limpieza de esta ciudad no tiene igual. Saludé al hombre que acababa de llegar. Sus primeras palabras fueron: - Eva Ramires. Las mías: - Siéntese, por favor. La conversación no se alargó mucho en el tiempo. Resultó ser un empleado del mago Echeverri que estaba visitando a las últimas personas con las que había hablado la bailarina antes de su terrible final. En todo momento habló de accidente y no dijo que fuera un suicidio. Quería saber a qué había venido la señora Ramires el día anterior, pero preferí ocultarle la verdad. No me daba confianza. Así que mencioné que ella estaba preocupada por pequeños robos que estaban sucediendo en su escuela de baile. Nada más. Él intuyó que no era verdad lo que decía, pero que tampoco iba a conseguir más información. Se fue por donde vino, despidiéndose amablemente, pero me dejó con una extraña sensación en el cuerpo. Sobre todo por sus últimas palabras: - Ándese con cuidado. Miré a Marian que estaba archivando cartas. Se detuvo, me mantuvo la mirada y dijo: - Ahora, ya quieres hablar. Es como si ella nunca bajara la guardia. Siempre estaba dispuesta a asestarme un golpe con sus

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palabras. Teníamos una relación especial. Quizás algún día hagan un libro sobre nosotros. Pero nuevamente llamaron a la puerta. Esta vez se trataba de una señora mayor. Rondaba los setenta años y su voz se mezclaba con su tos. A veces, sólo tosía y otras veces se quedaba mirando a la ventana sin decir nada y al rato, seguía con su historia. Mira que es rara la gente cuando habla. En vez de decir las cosas, cada uno tiene montada su propia parafernalia. El caso es que la señora nos contaba maravillas de su hija, Elisa Santos. Había sido la primera de su clase. Muy lista y muy guapa. Y muy deportista también. La número uno. Parecía que la señora era su abuela en vez de su madre. Pues bien, Elisa Santos había muerto el año pasado. - Mire, señor Valbuena. Yo dudo de la policía de esta

ciudad. A mi hija la mataron. La policía detuvo a su marido, pero yo no creo que haya sido él.

- ¿Tiene algún motivo para dudar? - Estuve casada treinta años con un inspector, sé

muy bien lo que digo. Resumiendo. Elisa Santos se había convertido en una gran jugadora de baloncesto. Días antes de la final de nuestro distrito la habían encontrado muerta en el polideportivo. Vestida con la camiseta de entrenamiento y estrangulada por el cuello con un fular rojo. Y un detalle curioso: una rosa roja en la escena del crimen. Se acusó a su marido de asesinato

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y éste acabó entre rejas. La señora no tenía mucho más que contar y cada cierto tiempo aludía a una falta de memoria para recordar detalles, pero estaba segura de que no se había llegado a la verdad con la muerte de su hija. Para mí, había un detalle que hacía su muerte más interesante: la rosa roja. Nos dio el nombre del fiscal y del abogado que llevaron el caso y nos pidió que habláramos con ellos. Y lo que más me gustó, su última frase: - Pagaré bien. El día había empezado con un cadáver que nos había hecho perder un caso y al rato, otro cadáver que nos había traído un caso al despacho. Desde luego, no hay quien entienda la vida. Y si la vida no se entiende, cómo vamos a entender a las personas. Antes de salir a hablar con el fiscal y el abogado, me senté con Marian. - Verás, Marian. Tenemos que hablar para

entendernos. - Pero ese es el problema, que si hablamos, no nos

entendemos. - Pero tenemos que hablar. - Pero tenemos que entendernos. Evidentemente, salí del despacho sin hablar y sin entendernos. Algún día conseguiremos entendernos. O no. ¿Quién sabe? La vida es muy complicada… y las personas, también. Me dirigí primero a hablar con el fiscal y que me

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contara su versión de los hechos. Al parecer, quien encontró el cuerpo sin vida de Elisa Santos fue su compañera de equipo, Raquel. Elisa siempre se quedaba en la pista una hora más que sus compañeras para mejorar su puntería. Se ponía en la línea de tiro libre y hacía cien tiros. Una vez escuchó que un tal Dražen Petrović hacía lo mismo, pero tenía que meter los cien seguidos o volvía a empezar. La destreza de Elisa no era tanta y tenía que volver a casa, así que se conformaba con tirar los cien. Raquel la había encontrado en el centro de la pista estrangulada. Cuando llegó la policía, la interrogaron. En el pabellón sólo estaban las jugadoras del equipo, el entrenador y dos personas más de la limpieza. Mientras estaban preguntándole apareció el entrenador, Roberto, que a su vez, era el esposo de Elisa. Llegó corriendo y llorando al enterarse de lo ocurrido. Pidió ver el cuerpo de su mujer y forcejeó con la policía. Entonces, fue cuando Raquel acusó a Roberto de la muerte de su compañera. Dijo que su marido y a la vez entrenador, quería matar a Elisa. Que estaban a punto de divorciarse y que lo había hecho para quedarse con las propiedades de Elisa. Al parecer, Elisa y su madre eran de una familia con bastantes herencias. Roberto acusó a su vez a Raquel de haber influido en ella y de haberla llevado de cena con sus amigos para provocar su divorcio. El resto del equipo miraba a lo lejos la situación y los dos de la limpieza tenían cara de

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que la noche iba a ser muy larga y llegarían tarde a su casa. Uno llevaba gafas y una carpeta; el otro una fregona y un cubo de agua. La discusión entre Raquel y Roberto había llegado a los insultos aquella noche y la policía tuvo que apartarlos e interrogarlos por separado. Hablaron con el resto del equipo y la conclusión a la que llegaron es que Roberto le exigía mucho a Elisa en el campo y que últimamente, le levantaba mucho más la voz. Las cosas no iban bien en el matrimonio. ¿Por qué quería matar Roberto a Elisa? Por su riqueza. ¿Por qué ahora? Porque Elisa se iba a divorciar en breve. ¿Cómo lo había hecho? Estrangulándola con un fular rojo. La versión del abogado era bastante parecida. Raquel estaba llorando la muerte de su compañera. Llegó Roberto y se empezaron a incriminar entre ellos. Raquel no la podía haber matado porque se encontraba en el vestuario con el resto del equipo. Y su marido, al tener un vestuario propio, no tenía a nadie que pudiera justificar que no estaba en la pista cuando sucedió el asesinato. Además, el fular rojo con el que fue ahogada era de ella y Elisa no salía a entrenar con el fular, así que la única persona que podía tener el fular de Elisa era su marido. En fin, todos habían llegado a la misma conclusión: el asesino había sido Roberto, el marido y entrenador. ¿Por qué la madre de Elisa pensaba otra cosa? Aquí empezaban las dudas.

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Esa misma tarde fui a ver a la madre de Elisa y le pregunté sobre su hija, su matrimonio y el fular rojo. Ella era consciente de que no pasaban por un buen momento, pero ya les había pasado más veces. Y sí, el fular rojo era típico en ella. Lo solía llevar siempre, menos en los partidos y en los entrenamientos, claro. Había una cosa de la que nadie hablaba, como si hubiera desaparecido o no fuera importante: la rosa roja. Intenté ponerme en contacto con Raquel, pero su móvil no daba señal. Llegaron las diez de la noche y me dije a mí mismo que el caso de Elisa tendría que esperar hasta mañana. Tenía información, pero algo no cuadraba. No sabía lo qué, pero era tarde para seguir pensando. Me fui al bar de Lola. Me pedí un whisky con dos piedras de hielo y me quedé mirando a la ventana y viendo cómo llovía. - ¿Lo mismo que ayer? – preguntó desde detrás de la

barra la sobrina de Lola. - Lo mismo que todos los días. - ¿Por qué no toma otra cosa? - Bueno, ya estoy acostumbrado. - Pero puede probar otros licores o un café o un

cola-cao. Yo tengo una amiga que siempre se pide un cola-cao ¿No le apetece uno?

Estuve a punto de pedir otra cosa por probar algo diferente, pero no, fui fiel a mis principios. La sobrina de Lola me puso el vaso de whisky, pero

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sólo con una piedra de hielo. - Aquí falta algo. - Sí. Y viendo que ella no se movía, insistí: - He pedido dos piedras de hielo. - ¡Desde luego, qué mala es la costumbre! – dijo

poniéndome la piedra que faltaba - ¡Ahí la tienes! Pero no es bueno estar tan apegado a las costumbres. Un día no habrá whisky o hielo y a ver qué hace usted.

Y con estas palabras se despidió y dejó sola a Lola en el bar. ¿Es mala la costumbre? ¿Qué pasaría si abandono una costumbre? ¿Somos gentes de costumbres? ¿Y si hacemos todo por costumbre? Es decir, ¿y si creemos que estamos haciendo lo que queremos y no es verdad? ¿Y si nuestras costumbres nos dominan? Pensaba todo esto viendo el vaso de whisky y sin haber bebido todavía. La verdad es que hay algo de cierto. Somos animales de costumbres. Hacemos algo por costumbre y no se nos quita. Es más, la defendemos como si nuestra vida dependiera de ella. La costumbre. Y pasa con todo. Incluida nuestra forma de comunicarnos. Nos comunicamos siempre de la misma forma ¿Por qué? Ya había salido el enanito lógico que tengo en la cabeza. Por algo será. Supongo que como pasa con todas las costumbres. Algo te sale bien una vez y lo sigues

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haciendo siempre de la misma forma. Lo que sale bien, no se toca. ¿Será eso? Somos animales de costumbres con lo que nos sale bien. ¿Y con lo que nos sale mal? Pues lo mismo. Hacemos lo mismo. Hacemos lo que en otras ocasiones sale bien. En este momento era el vaso el que me miraba a mí. ¡Ahí está la clave! Yo hago lo que, por costumbre, me da buen resultado. No siempre consigo lo que quiero, pero la mayoría de las veces, sí. Y Marian o la señora que tose al tiempo que habla, no son raras, hacen lo que, por costumbre, les da resultado a ellas. Las raras son las costumbres, no las personas. Cada uno se ha acostumbrado a ser de una manera, a actuar de una manera y a comunicarse de una manera. Lo raro es que nos comuniquemos, creo. Es decir, no sólo es que los demás no piensen igual que yo, es que cada uno se ha montado su parafernalia para comunicarse. Pero no lo hacen para destacar o para que yo me enfade, cada uno lo hace porque es su costumbre y le da resultado. Decisión: cambiar mis costumbres a la hora de comunicarme. Resultado: ya se verá. Miré de nuevo al vaso de whisky y ya se me había pasado la sed. Me despedí de Lola y del vaso de whisky que me miraba con ojos tristes por no haber seguido el ritual de cada noche. Otra noche más, cerré los ojos y el sueño se apoderó

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de mí. Hay costumbres que no son necesarias cambiar. A la mañana siguiente me desperté. Me duché. Comencé a afeitarme y lo vi claro. Caso resuelto. Ya sabía quién había sido el asesino de Elisa Santos.

CONTINUARÁ…

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EL INCREÍBLE CASO DE POR QUÉ LOS DEMÁS NO

ME ENTIENDEN SI YO LO TENGO TAN CLARO

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CAPÍTULO 3

UNA PERSECUCIÓN

“Las prisas no son buenas” REFRANERO POPULAR

Con la cuchilla en una mano y media cara afeitada, sonreí al espejo y yo mismo me devolví la sonrisa. Cosa curiosa la de verse en el espejo. “Ya lo tenemos, Ernesto Valbuena”, me dije a mí mismo. Terminé de afeitarme porque no era lo suficientemente famoso como para salir a la calle con media barba y ponerlo de moda. Me lavé la cara, me sequé, me eché un poco de colonia y listo. Bajé al Derby a tomar mi café con leche y dos de sacarina y leer los periódicos. El caso de Elisa Santos tenía solución… o por lo menos, creo que había una solución diferente a la culpabilidad de su marido. Lo que era más raro era lo que había pasado con Eva Ramires. ¿Suicidio o accidente desde el hotel Manhattan? Ya no era mi caso porque no tenía cliente, pero aun así, mi cabeza le daba vueltas al asunto. Era como uno de esos pensamientos que te persiguen a todas horas y no te puedes escapar.

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Las noticias de esa mañana no eran muy originales: corrupción, corrupción, corrupción, ¡anda, un musical el próximo fin de semana! ¡Chicago! Creo que el musical le viene perfecto a esta ciudad. Dejé atrás la cafetería y pensé en la oficina. Allí me esperaría Marian. Llegaría y ella empezaría a hablar, seguiría hablando y después hablaría otro poco más. Ya me dolía la cabeza sólo de pensarlo. Ella con su energía y sus ganas de hablar. Y yo, sin ganas de que me hablasen. No es nada personal. Ella dice que lo necesita y yo necesito silencio. Y al final, los dos necesitamos entendernos. ¡La costumbre! Recordé que todo eran costumbres. ¿Qué podría hacer diferente hoy? Podría empezar a hablar yo, seguir hablando y así hasta que a ella le doliera la cabeza. Era una idea. Podía llegar y pedirle que no me hablara en una hora, por lo menos. Era otra idea. Podía llegar y… ¡El sonido del claxon dejó a todos paralizados! - ¡Atiende por donde vas! Parado en medio de la carretera, vi que la luz de peatones estaba en rojo. El conductor que había dado un frenazo a escasos metros de mí, tenía toda la razón. Estaba cruzando mal. - ¡Hay que conducir con cuidado! Y con esa frase me quedé tan tranquilo mientras el conductor se refería a diferentes miembros de mi familia. Al otro lado de la carretera, acepté que tenía que

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prestar más atención. Hablar tanto conmigo mismo casi me había costado un accidente. ¿Y si muestro más atención a Marian? La verdad es que la oigo, pero no la escucho. Es como una mosca que me habla, pero yo sólo pienso en lo mucho que me molesta. Ella habla y yo pienso. Ella sigue hablando y yo sigo pensando. ¿Por qué no la escucho? ¿Por qué no le muestro atención? ¿Por qué me hago tantas preguntas? ¿Por qué me como la cabeza si no soy caníbal? En fin, creo que haré lo de siempre. No, no lo haré. Me estoy volviendo loco. Y antes de volverme loco del todo llegué al portal. Subí a la oficina y abrí… No abrí. La puerta estaba cerrada. Es la primera vez desde que trabajo con Marian que la puerta estaba cerrada a primera hora de la mañana. Ella siempre llegaba una hora antes que yo. ¡Qué raro! Saqué el llavero, cogí la llave y siete llaves después abrí la puerta. Marian no estaba. Eso o me iba a dar una sorpresa porque estaban las luces apagadas. Hoy no era mi cumpleaños, así que deduje que Marian no estaba. Acerté. La oficina estaba vacía. En silencio. ¿Dónde estaba Marian? Miré por si había dejado alguna nota y nada. Llamé a su teléfono por si le había pasado algo y nadie contestó. ¡Qué raro! Era la primera vez que Marian no estaba y creo que estaba echando de menos sus palabras. No quise darle mucha importancia al tema y supuse que Marian aparecería de un momento a otro. Así que

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me senté en mi despacho y empecé a redactar un informe sobre el caso Elisa Santos. Caso Elisa Santos. Encontrada muerta en el pabellón deportivo. Fue ahogada con su propio fular rojo. La encuentra su compañera Raquel. Llega la policía y aparece su entrenador y marido, Roberto. Raquel y el resto de compañeras le acusan de asesino. Lo detienen y dicen que es un asesinato pasional. Que él intentó convencerla a ella de seguir juntos y le regaló una rosa. Ella se negó y él la mató. Fin del caso. No me lo creo y su madre tampoco. Lo primero en estos casos es pensar de forma diferente. ¿Quién está en la escena del crimen y no se sabe nada de ellos? Por cierto, el tiempo pasa y no sé nada de Marian. ¿Qué le habrá pasado? Esta ciudad no es un ejemplo de seguridad. ¿Un accidente? ¿Un coche de esos que van como locos? ¿Un secuestro? ¿Quién querría secuestrar a Marian? Volvamos al tema. En el escenario hay dos personas que nadie da importancia, dos trabajadores de la limpieza. Uno, con gafas y una carpeta y otro, con una fregona y un cubo. ¿Cómo se limpia un pabellón con una carpeta? Próxima misión: hablar con los hombres de la limpieza. Misión actual: ¿Dónde está Marian? Ahora sí que me empiezo a preocupar. ¿Qué le habrá pasado? O peor todavía: ¿Qué me pasará a mí si no está ella? ¿Quién ordenará? ¿Qué pasará con las facturas, los archivos,

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el teléfono…? Por suerte, se abrió la puerta y entró Marian. Por supuesto, entró hablando. - ¡Vaya día de locos! - ¡Buenos días, Marian! - Nada de buenos días. Huelga de transporte. Han

paralizado la gran avenida y me he tenido que recorrer toda la ciudad lloviendo. Vengo empapada. He pisado mil charcos por lo menos. De hecho, habría que demandar al ayuntamiento, no por corrupción, sino por los agujeros en las aceras. Y a la gente. Habría que denunciar a la gente que lleva paraguas. Son un peligro público. Cuando menos te lo esperas ¡zas! Paraguas en el ojo. Todo el mundo en esta ciudad lleva un asesino en su interior…

- Me alegro de que estés bien. Le di un abrazo a Marian y ahí me di cuenta. Era la primera vez que la escuchaba de verdad. Le había prestado atención. Sabía de lo que me estaba hablando y recordaba que había pisado hasta mil charcos por lo menos. Ella había hablado mucho como siempre. Yo la había escuchado como nunca. ¿Por qué? Porque estaba interesado en ella. No en lo que me contaba, sino en ella. Aunque me hubiera contado cualquier otra historia, la habría escuchado. La cuestión era ella y no lo que contara. Lo importante era la persona. Eso es la comunicación. Relación entre personas. Entenderse. Querer entenderse. No es un

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acto mecánico por el cual uno codifica un mensaje y se lo lanza a un receptor que lo descodifica. No. La comunicación es una forma de relacionarnos. Implica voluntad. Querer relacionarse. En ese momento le estaba escuchando a ella. No estaba escuchando lo que yo me decía a mí mismo, que si me interesaba o no, que si era el momento o no, que si prefería silencio o no. No. Le estaba escuchando a ella y no escuchándome a mí. Creo que he encontrado una clave para comunicarme. Prestar atención, no a las palabras, sino a las personas. Hacer interesante lo que me cuentan. Si sólo me interesan mis pensamientos, mal me voy a comunicar. Si me empiezo a interesar por los demás, más fácil me voy a comunicar. O no. Pero es un nuevo punto de partida. Comunicarme más con los demás y menos conmigo mismo. Ese día invité a comer a Marian. Llegó la tarde y me fui directo al polideportivo de baloncesto. En la entrada había una portera leyendo una revista. - ¡Buenas tardes! – saludé. - ¡Buenas tardes! – me devolvió el saludo. - ¿A qué hora terminan el entrenamiento las chicas? - A las ocho, ¿por qué lo pregunta? La verdad es que daba lo mismo mi respuesta porque ya había obtenido la información que necesitaba. - Quería ver el polideportivo por dentro. Bueno, en

concreto, la pista de baloncesto.

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- Sólo tenemos la pista de baloncesto. ¿Por qué quiere verla?

- Porque, porque… - adelante dotes de improvisación – porque quería hacer una charla para un grupo de gente…

- ¿Una charla de qué? - De motivación – es lo primero que me salió. - ¿Una charla de motivación? - Sí, hoy en día falta mucha motivación y he pensado

que en el baloncesto hay muchos ejemplos de motivación y quizás, una pista con gradas sería el lugar idóneo… Ya sabes, uno tira y falla, pero tiene que volver a tirar y esas cosas.

- Entiendo. Venga a las ocho. - ¡Perfecto!... – No se me había dado mal la

improvisación – Pero, ¿podría ver los vestuarios? - ¿Quiere dar la charla en los vestuarios? - No, bueno, es que… verá… Los vestuarios son muy

importantes porque en ellos se habla, se hace equipo. Estaba pensando en hacer alguna foto del vestuario.

- No se puede pasar a los vestuarios. Están siendo usados por las chicas del equipo. Los verá después si quiere.

- ¡Ah! ¿No hay más vestuarios? - No, sólo el de las chicas y el del entrenador. Bueno,

y el cuarto de servicio para la limpieza. - Ya, entiendo. Y en ese momento aparecieron dos personas por la

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puerta. Saludaron con la cabeza agachada y entraron hacia dentro. Uno tenía gafas y otro no. - El servicio de limpieza. Siempre llegan tarde. Ahí estaba mi objetivo real. - ¿Puedo hablar con ellos? - ¿Para qué? No son las personas más motivadas que

digamos. - Bueno, igual tienen alguna anécdota que me

puedan contar. - Es usted un poco raro. - Sí, un poco. Y con buenas palabras y una sonrisa, tal y como había aprendido de David, un gran amigo de mi juventud, conseguí entrar a las instalaciones del polideportivo. Seguí los pasos de los hombres de la limpieza y llegué junto a ellos. Ante la puerta del cuarto de servicio. - ¡Buenas tardes! No hubo respuesta. - Quería hacerles alguna pregunta. - Estamos trabajando – dijo uno de ellos. Por su ánimo intuí que no eran gente de muchas palabras. - Ya, sí, bueno, en fin… ¿Están ustedes solos? Quiero

decir, para limpiar. ¿Son ustedes los que limpian? Ninguna respuesta. - Bueno, me refiero a que… - Sí, somos dos. Él limpia los vestuarios y yo las

oficinas. Sólo hablaba uno. El de las gafas ni siquiera me

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miraba. - Está bien. Les puedo preguntar… - No, no puede preguntar. Estamos trabajando. Él

limpia los vestuarios y yo las oficinas. Su respuesta era automática. Noté esta vez cierta dificultad al hablar. Le costaba hablar y no pronunciaba perfectamente las palabras. - Está bien. Me alejé un poco porque no veía claro qué podía sacar de ellos. Una distancia lo suficientemente grande como para que creyeran que me había ido, pero también para espiar lo que hacían. Ellos entraron en el cuarto de servicio. Esperé. Al rato, salieron con su uniforme gris, fregonas y cubos y caminaron por el pasillo. Sin que se dieran cuenta, entré en el cuarto de servicio. ¡Qué olor! Al fondo, un montón de toallas sucias y húmedas impregnaban el cuarto de un olor nauseabundo. A la derecha, material de limpieza. A la izquierda, dos taquillas. Intenté abrir una de ellas, pero estaba cerrada. Nada que no pudiera abrir con una pequeña ganzúa. Abrí la primera y todo era normal. Ropa y un neceser. Nada me llamó la atención. Abrí la segunda y ¡sorpresa! Estaba llena de carpetas. ¿Cómo se limpia un pabellón con carpetas? Cogí una de las carpetas, la abrí y en ella encontré una foto de una jugadora del equipo. Precisamente de Raquel. Lo supe porque sobre ella había una

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dedicatoria firmada: “De Raquel para Manolo, con cariño”. Cogí otra carpeta y de nuevo había otra foto dedicada. Cada carpeta tenía una foto y una dedicatoria para Manolo. Así fui mirando una a una hasta que llegué a la última. La abrí y había una foto. Era de Elisa Santos. Y no tenía dedicatoria. Mi cara de sorpresa fue cortada bruscamente por el ruido de unos pasos. Alguien se acercaba al cuarto de servicio. Dejé la carpeta, cerré la taquilla y busqué donde esconderme. No me gustaba la idea de que me encontraran curioseando en las taquillas. El sitio no ofrecía muchos espacios para esconderse. Pensé en ponerme detrás de la puerta, pero eso sólo sirve en las películas. Así que opté por la decisión más arriesgada de todas: el montón de toallas. Si alguien me pregunta cuál es el peor olor de la vida, lo tengo claro, pero no se lo podré contar. Escuché cómo entraba alguien tarareando una canción que no podía descifrar. El olor era tan fuerte que quería salir de allí, pero no podía hacerlo. Seguía escuchando la canción y oliendo a sudor y lo que no era sudor. Por fin, antes de que me desmayara, la persona salió del cuarto y yo pude salir de mi escondite. Uno de los dos tenía carpetas de todas las jugadoras del equipo. Cada una con su foto y su dedicatoria. Sólo faltaba la de Elisa Santos por firmar. ¿La mató por no darle un autógrafo? Sea como fuere, necesitaba

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hablar con los hombres de la limpieza o por lo menos, con Manolo. Salí del cuarto y me acerqué a la recepción. A cierta distancia para que no notara mi olor, aunque creo que se notaba igualmente. - No son hombres de muchas palabras. - No, son hombres de la limpieza – respondió la

portera – A veces uno de ellos habla, pero el de gafas nunca dice nada. Lleva tres años aquí y no conozco su voz. Dicen las chicas que es muy atento con ellas, pero la verdad, yo no sé qué opinar de él.

- ¿Y el otro también lleva tres años? - Sí, los dos entraron juntos. Uno limpia las oficinas… - Y el otro los vestuarios, eso me han dicho. - Sí, siempre igual. Nunca cambian. - ¿Y cuál es cuál? - El de las gafas limpia los vestuarios. - ¿Manolo? - Sí, efectivamente, Manolo. ¡Ajá! Ya tenía más datos. - Bueno, creo que vendré mañana que hoy se me ha

hecho tarde. - Pero no quiere ver la pista. - Mañana la veré. Muchas gracias. Salí del polideportivo y calculé que tenía un par de horas hasta que salieran los de la limpieza. La idea era esperar por ellos, pero con la maldita lluvia de esta ciudad, la espera se iba a hacer larga. Aun así, esperé. Vi cómo salían las jugadoras, el entrenador, la portera

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y por último, los hombres de la limpieza. El primero salió con prisas y el segundo, el de gafas, Manolo, caminaba lentamente. Salí a su encuentro y al verme, se quedó quieto. - ¡Hola, chico! Me gustaría hablar contigo un

momento. Manolo miró a un lado y luego al otro, como comprobando que no había nadie más que nosotros dos. Yo hice lo mismo. Nadie a la derecha. Nadie a la izquierda. Nadie de frente. Manolo se había echado a correr. Lo que estaba buscando era por donde escapar. Fallo de interpretación por mi parte. ¡Alto! Salí corriendo detrás de él. ¡Qué poco me gusta correr! La calle estaba mojada. Resbalaba. Era difícil correr. Giramos a la derecha. Luego a la izquierda. Cruzamos una calle. Nos metimos en un callejón. Mis pulmones no daban para mucho más, pero él no tenía ganas de parar. Seguimos corriendo. Un grupo de personas alrededor del calor que desprendía un fuego en un bidón nos aplaudía como si fuéramos atletas. Salimos a una calle mayor llena de gente. Esquivé a una señora, a un señor, a una pareja, a unos niños, a un hombre vestido de delfín que vendía globos… ¡Qué hacía un delfín a estas horas de la noche!... Él golpeó a un señor mayor. El señor mayor protestó levantando la mano. Su mano me golpeó a mí. Mis pulmones decían basta. Mi corazón parecía que se iba a salir. Me empezó a dar un punto. Me paré. Una de las cosas

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que menos me gustan de mi profesión es tener que correr. Pero quiso la suerte estar de mi parte y el hombre de gafas resbaló y cayó al suelo. Rápido, me abalancé sobre él. - ¡Quieto! Me parece que tú y yo vamos a tener una

pequeña conversación. O eso es lo que a mí me hubiera gustado. De pronto, el ruido de unas sirenas retumbó en la calle y delante de nosotros, se paró un coche de policía. - ¡Quietos los dos! ¡Las manos en la espalda! ¡Vaya! La policía de esta ciudad no era precisamente el séptimo de caballería que te viene a salvar en las películas. Es más, con el cariño que profesaban algunos policías, sabía que no iba a ser un dulce momento. Tres policías nos levantaron contra la pared y pude distinguir al inspector Suárez. - Amigo Valbuena, ¿qué se supone que estaba

haciendo? - Justicia. La conversación no fue muy amena. Le comenté al inspector que estaba llevando una investigación y que tenía motivos para pensar que Manolo era el asesino de Elisa Santos. La cara del inspector cambió. - A Elisa Santos la mató su marido. Caso resuelto. No hubo mucha más conversación. Los policías metieron en un coche a Manolo y me dijeron que me olvidara de él. Así que me quedé en la calle, mojado de pies a cabeza y con la certeza de que algo había

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encontrado que el inspector Suárez no quería que se supiera. Quizás este caso de Elisa Santos escondía algo más que la muerte de una jugadora de baloncesto. Paseé por la ciudad y llegué a mi paraíso personal, el bar de Lola. - ¿Un whisky para el caballero? – me preguntó su

sobrina desde detrás de la barra. - No, un whisky, no. - ¿Un gin tonic? - No, eso es para modernos. - ¿Agua? - Sí, ponme un agua. No sé cuál de los dos puso una cara más rara, si ella o yo. Pero allí estaba con mi botella de agua en la barra del bar de Lola. Miré a la televisión que había en el fondo. Un programa de esos de entrevistas. - Te veo un poco mojado. - Bastante. - Ha sido un día complicado, ¿verdad? - Sí. Empezó bien, pero… - A veces las cosas no salen como uno quiere. - Sí, debe ser eso. En la televisión estaban entrevistando a una chica y leí el subtítulo: “hablamos a cien palabras por minuto y pensamos a seiscientas, es normal que nos aburran los demás”. ¡Zas! Eso me recordó a mis reflexiones de la mañana. Era difícil dejar de hablarse a uno mismo y centrarse en el otro. Pero era necesario para entenderse.

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Mientras otro hablaba, nosotros pensábamos a gran velocidad, como en una persecución, sin prestar atención a lo que nos rodeaba. Le pedí a Lola que subiera el volumen de la televisión para escuchar mejor la entrevista, pero en ese mismo momento se terminaba. El público aplaudía a la chica y el presentador se acercaba a la cámara. Sus palabras fueron: “y antes de despedirnos, tenemos que hacerle un regalo a nuestra invitada”. Y un hombre de gabardina gris apareció en el plató con una rosa roja.

CONTINUARÁ…

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CAPÍTULO 4

ECHARLE CARA

“Una imagen vale más que mil palabras.” REFRANERO POPULAR

- ¡Una rosa! – dije en alto en medio del bar de Lola. - ¡Chico! ¿Es la primera rosa que ves? – me preguntó

la nieta de Lola. Le miré a los ojos. Ella me miraba. Nos mirábamos. No le dije nada, pero mi cabeza ya estaba hablando conmigo. He dicho una rosa porque llevo días escuchando historias sobre rosas rojas. Se las regalan a una bailarina y muere. Se la regalan a una jugadora de baloncesto y muere. Se la acaban de regalar a una chica en la tele y estoy seguro de lo que le va a pasar. Claro que he visto muchas rosas antes, pero no significaban lo mismo que ahora. - Sí, es la primera – fueron mis palabras con cierta

ironía. Apuré el vaso de agua y me dirigí a mi piso. A mi habitación. A mi cama. A mis sueños. Nada de pensar en rosas. A dormir.

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La mañana siguiente me encontró con la boca abierta y pequeños ronquidos. Tenía la suerte de dormir profundamente y con todo lo que pasaba en la ciudad, de momento, nada me había quitado el sueño. Levantarse, ducharse, afeitarse, coger la gabardina gris y el paraguas. Hoy hacía falta paraguas. Siempre estaba bien llevarlo, pero hoy era bastante importante. De todas formas, en esta ciudad llueve desde todas partes, así que aunque lleves paraguas, acabas mojado. Primera parada de la mañana: la cafetería Derby con mi café y dos de sacarina. Y una sorpresa. - Buenos días, Ernesto. - Marian, ¿qué haces tú aquí? - Se dice “buenos días”. - Buenos días, Marian ¿qué haces tú aquí? - No lo sé. He pensado que por un día… Y ella empezaba a hablar. La culpa era mía por haberle preguntado. Bueno, no era culpa. Ya estaba mi cabeza pensando y hablando conmigo y habíamos quedado en escucharla, atenderla, saber que lo importante era ella y no sólo lo que decía. - Y eso es todo – concluyó Marian. - ¡Ah! - No me has escuchado ¿verdad? - Sí, lo he hecho – mentí. - No, no lo has hecho. - Sí que te he escuchado. - A ver, ¿qué te he dicho?

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- Vale, no te he escuchado – dije la verdad. - Ya lo sabía. - Disculpa. Le empecé a dar vueltas al café y cogí el periódico. - ¿No has leído las noticias todavía? No hace falta

que las leas. Todo son muertes en esta ciudad. Muerte, muerte, muerte… ¡Anda, el profesor Linde! Este fue mi profesor de física. Qué mala suerte también ha muerto…

Y Marian seguía hablando. Qué capacidad de hablar. Eso de que hablamos a cien palabras por minuto no era verdad. Algunos diremos cincuenta y Marian llegará a doscientas, por lo menos. - ¿Me estás escuchando? - Sí… Eh, no – esta vez fui sincero desde el principio. - Ya lo sabía. - ¿Y cómo lo sabías? - Por tu cara. - ¿Qué le pasa a mi cara? - Cuando escuchas tienes una cara y cuando no

escuchas tienes otra cara. - Yo siempre tengo la misma cara. - No, tú tienes mucha cara porque cuando hablo no

me escuchas. - Es que hablas mucho. Nuestra conversación era todo un ejemplo de dos personas que se quieren. Miré a los lados y todo el mundo nos miraba como si fuéramos a montar una escenita.

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Después de la escenita subimos a la oficina. Le conté a Marian lo ocurrido el día anterior en el polideportivo, aunque me salté el detalle del olor de las toallas. Le expuse mi teoría sobre el asesinato de Elisa Santos por parte del hombre de la limpieza, Manolo, y a ella le pareció interesante mi película. Dijo que no tenía claro que alguien matase a una jugadora de baloncesto por una firma en una foto, pero que en esta ciudad todo podía ser porque lo único que había eran muertes. Esa misma mañana telefoneé a la madre de Elisa y le pedí que si nos podíamos ver en su casa. Tenía noticias que contarle. No tardé mucho en salir de la oficina y dirigirme hacia su casa, pero me bajé una parada antes en el metro. En la parada “Manhattan”. Salí al exterior y delante de mí, el impresionante hotel Manhattan. Majestuoso por fuera. Siniestro por dentro. No es que fuera feo, todo lo contrario, pero era muy conocido por la cantidad de celebridades que lo habían escogido para suicidarse. Al parecer, Eva Ramires había sido una más en su particular récord. No tardaría mucho. Sólo ver la habitación de la novena planta desde la que se había tirado la bailarina. Ya no era mi caso, pero algo me había quedado en el interior que me decía que tenía que saber los motivos de Eva para suicidarse. Entré por la puerta giratoria. Me paré en el hall, vi a una docena de periodistas delante del ascensor y a

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algunos policías. No sé lo que pasaba, ni tampoco era lo que me esperaba. Mi intención era dirigirme a la recepción y preguntar por una habitación en la novena planta. Sin embargo, tanto alboroto pudo con mi curiosidad. Decidí echarle cara. Saqué una libreta del bolsillo, me acerqué a uno de los periodistas y haciéndome pasar por uno del gremio le pregunté: - ¿Se sabe algo? - Sí, ya está bajando. Supongo que mi cara de confusión debió de hacer entender al periodista que no le había entendido. Esto de que mi cara hable por mí no me gusta. - Elías ya está bajando. - ¡Ah, Elías! Como no podía esconder mi cara de no entender nada, me alejé un poco para ver la escena. 4, 3, 2, 1, 0… El ascensor llegó a la planta baja y las puertas se abrieron. Los periodistas no tardaron en agolparse y hacer fotos. Los policías intentaron hacer un pasillo para que el tal Elías saliese del ascensor. Pero Elías no salió del ascensor. Gritos de los periodistas, caras de sorpresa y la policía diciendo “no hagan fotos” me hicieron acercarme de nuevo. Entre brazos, piernas, cámaras y rodillas, conseguí ver el ascensor. En el suelo dos hombres. Uno vestido de policía y otro con esposas. Supuse que Elías sería el segundo. Por las escaleras principales llegaron corriendo más

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policías y el Inspector Suárez. ¡Qué casualidad! Antes de que me viera, me escondí entre el montón de periodistas. No olían peor que el montón de toallas del día anterior. - ¡Están muertos! ¡Los dos! Si es que Marian llevaba razón. Sólo hay muertes en esta ciudad. La policía intentaba con poco éxito que los periodistas se apartaran del lugar. - Ahí tienes a Elías. Ya ha bajado – me dijo el

periodista con el que anteriormente había hablado. - Sí, ya veo. - Le está bien empleado. - No estoy seguro – dije para intentar sacarle algo. - Se lo merecía. No se puede vivir siempre de sobre

en sobre. Era el momento de sacarle más información, pero no hacía falta decirle nada. El periodista estaba en su salsa. - Tanto sobre por aquí, tanto sobre por allá. Ahora

que descanse en un sobre para siempre. La cara del periodista expresaba pasión al decirlo. Estaba claro que no quería nada al tal Elías. - Estoy por echarle un billete a su cuerpo. Esa

tendría que ser la foto. Esto es lo que vamos a hacer. Yo me acerco, le echo un billete y tú me haces la foto.

Me estaba metiendo en un problema. La verdad es que la foto quedó bastante bien, pero el

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hecho de echar el billete llamó la atención al inspector Suárez. - Se puede saber qué demonios… Ernesto Valbuena.

¿y tú por aquí? - ¡Buenos días, señor inspector! Su cara era extraña, a medias entre odio y salvación. Es como si no me quisiera ver, pero se alegrara de verme. No sé cómo describirla, era mi sensación. Las caras hablan. Me llevó a un lado y me preguntó: - ¿Qué haces aquí? - Bueno, vi entrar a mucha gente y me uní a la fiesta

– mentí para empezar la conversación. - ¿Quién es ese periodista que te acompaña? - No lo sé. Él ya estaba aquí. - ¿Trabaja contigo? - No, lo acabo de conocer. - Valbuena, no sea un obstáculo. ¿Quién es? - No lo sé, inspector. Es un periodista. - ¿Precio? - Precio de qué. - Oh, vamos, Valbuena, todo el mundo tiene un

precio en esta ciudad. - Yo sólo cobro por mis servicios, inspector. - Sí, claro. ¿Y si le contrato para saber quién es ese

periodista? - Muchas gracias, pero ya tengo otros asuntos. - ¡Váyase de aquí, Valbuena! - Con mucho gusto – mentí para terminar. El inspector Valbuena se quedó mirando hasta que salí

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del hotel. Ya en la calle aproveché para coger aire. Venía a ver la habitación de la planta novena en la que se había alojado Eva Ramires y había visto el ascensor en la planta baja con los cuerpos de un policía y un tal Elías. Si no llega a ser mi vida, pensaría que es un cuento. Como el que no quiere la cosa, me acerqué a un periodista que estaba en las escaleras del hotel hablando por teléfono. Elías, cuarentón, llamado la “mano”. Su trabajo consistía en citarse con empresarios y recibir sobres con dinero. Hoy le iban a detener en el hotel Manhattan. Le detuvieron. Pero además, murió. Fin de la conversación. Se giró el periodista hacia mí con cara de pocos amigos. Hay que ver cómo hablan las caras. - ¿Se puede saber qué quiere? Yo no le había dicho nada, pero por mi cara y mis gestos, se dio cuenta de que estaba interesado en él. Bueno, en lo que él decía. - Resulta que “la mano” ha estirado la pata – acerté

a decir como si fuera un chiste. En ese momento mi frase sólo tenía dos respuestas. O que el periodista se volviera con violencia hacia mí o que le hiciera gracia. Por suerte, se rió. - Ha estirado la pata, me gusta para el titular. - Ya era hora ¿no? - ¿De qué? - De que se fuera al otro barrio.

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- Bueno, a mí no me hacía ningún mal. - Pero era el de los sobres. - Bueno, ahora lo será otro. Todo el mundo tiene

que pasar por la mano de la Viuda. Si Elías ya no puede hacer su trabajo, otro lo hará por él.

- ¿De la viuda? - Sí, de la Viuda Negra. Todo el mundo lo sabe en

esta ciudad. Si quieres algo, tienes que pedirle la mano a la alcaldesa.

Ya tenía más información de lo que había pasado, pero no tenía claro que quisiera saber más. Al fin y al cabo, yo sólo venía a ver una habitación. - Entonces se abrieron las puertas y vimos a dos

hombres muertos. Elías y un policía. Dicen que lo cogieron en la novena planta, lo detuvieron y lo metieron en el ascensor. Bajaron y murieron. No han dado más explicaciones…

La voz a gritos de otro periodista saliendo del hotel Manhattan me aportó más información sobre el asunto. Pero no era lo que quería, yo quería ver la habitación en la que se había alojado Eva Ramires. - No se sabe nada. No había manchas de sangre ni

nada. Estaban muertos. Voy. Esta vez no era un periodista, era una periodista la que salía dando voces. Si me quedase un rato más, creo que tendría toda la información a voces, pero una voz dentro de mí me decía: no te olvides de que has quedado con la madre de Elisa Santos. A dos manzanas de allí estaba su casa. Un adosado de

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color blanco y tejado negro en una urbanización cara de la ciudad. Me fui pensando en el tal Elías, la “mano” de la Viuda Negra y eso de los sobres. La verdad es que siempre había escuchado cosas sobre sobres, pero nunca los había visto con mis ojos. Llegué, llamé al portal, leí un cartel que ponía “cuidado con el loro” y me abrieron la puerta. Una chica joven, rubia y con acento extranjero me saludó. - Señor Valbuena, la señora Santos le espera en el

salón. Por aquí, por favor. Le seguí hasta el salón y efectivamente, la señora Santos me esperaba allí sentada en su sillón y tomándose un té. - ¡Buenos días! - ¡Buenos días, señor Valbuena! ¿Qué noticias me

trae? - Verá, creo que tengo algo interesante que contarle. - Por su cara, no diría lo mismo. - ¿Por mi cara? - Sí, claro. Su cara me dice que no sabe lo que me va

a decir. - Oh, pero sí sé lo que le voy a decir. - Usted sí lo sabe, pero su cara, no. La señora Santos me recordaba a Marian en este momento. ¿Qué verán en mi cara? Es la que tengo. No me cambio de cara cada día. Me afeito. Si no me afeitara, igual sería distinto, pero me afeito todos los días.

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- Hable, señor Valbuena. - Verá, creo que a su hija no la asesinó su marido. - En eso estamos de acuerdo. - Creo que fue uno de los hombres de la limpieza. - No, fue Raquel. - ¿Qué? - Fue Raquel, esa mujer siempre le tuvo envidia a mi

niña. - Bueno, mi idea es otra. - ¿Y cuál es su idea? - Ayer me acerqué al polideportivo para ver las

instalaciones. Hubo algo que me chocó en el relato de los hechos. Cuando encontraron a su hija muerta, estaban Raquel, las otras jugadoras y Roberto. Pero también estaban los dos hombres de la limpieza.

- Sí. - Uno de ellos con fregona y un cubo y el otro con

gafas y una carpeta. - Sí. - ¿Sabe lo que había en la carpeta? - Sorpréndame. - Fotos. - ¿Fotos? - Sí, fotos de todas las jugadoras con una dedicatoria

para Manolo. - Bueno, ese chico llevaba un tiempo largo

trabajando en el polideportivo y era muy atento, decían.

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- ¿Y qué decía su hija? - Nada especial. - Verá. El hombre de la limpieza, Manolo, tenía las

fotos de todas, pero sólo le faltaba una firma. - ¿La de mi hija? - Exacto. - Lo que creo es que Manolo al limpiar los

vestuarios, cogió el fular de su hija. Esperó a que terminara el entrenamiento y cuando ella estaba sola, le pidió que le firmase su foto. Ella se negó y él la ahogó con su fular.

- Puede ser. - Y bueno, le llevaría una rosa roja como regalo.

Supongo que para ganarse la firma que no se ganó. - Interesante planteamiento. - Además, intenté hablar con Manolo y éste, salió

corriendo. Esconde algo. - ¿Y Raquel? - ¿Raquel? - Sí, ¿qué tiene que ver Raquel en todo esto? - No, me temo que nada. - Investigue más, señor Valbuena. Yo sé que Raquel

es la culpable y usted también lo sabe. - No, señora, yo no lo sé. - ¿Precio? - ¿Precio de qué? - Oh, vamos, señor Valbuena, en esta ciudad todo el

mundo tiene un precio – Y mientras lo decía pude ver la cara del inspector Suárez reflejado en su

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rostro. - Yo investigo, señora, no invento culpables. - Claro, claro. Usted investigue. - ¿Qué relación tenía su hija con Manolo? - Ninguna especial que yo sepa. La misma que

tendrían el resto de chicas del equipo. - ¿Por qué la habría matado Manolo? - Creo que se equivoca de asesino. Busque más

sobre Raquel. - Buscaré más sobre ella. - No, no lo hará. - ¿Cómo? - Su cara dice que no lo hará. ¡Maldita cara! Estaba diciendo muchas cosas hoy que yo no quería que dijera. - Disculpe, pero sí lo haré. - Ahora, puede que sí. Ha cambiado su cara. La conversación no duró mucho más tiempo, pero mi conversación conmigo mismo, sí. ¿Quién era en realidad la señora Santos? ¿Por qué quería inculpar a Raquel? ¿Le importaba de verdad la muerte de su hija? ¿Por qué hablaba de que todos tenemos un precio? ¿Por qué hablaba de mi cara? ¿Qué le pasaba a mi cara? Lo único que tenía claro era lo que le pasaba a mi estómago. Decidí en ese momento ir a un restaurante. Llevaba toda la mañana escuchando a la gente hablar de mi cara. Sí, es cierto, expresamos mucho con la cara. Bueno, no todos. Algunas personas expresan

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más que otras, pero es verdad, expresamos con la cara. ¡Qué curioso! A veces queremos decir algo y nuestra cara dice lo contrario. ¿A quién cree la gente? Por lo que estoy viendo a nuestra cara. Resulta que la gente contesta a lo que dice mi cara y no a lo que digo yo. Así que comunicarse no es sólo cuestión de palabras, también es cuestión de echarle cara. ¿Qué cara pongo cuando hablo? ¿Cómo controlo la cara que pongo? ¿Puedo controlar la cara que pongo? Y mientras pensaba en mi cara, mi estómago me seguía reclamando atención. Muy cerca de allí encontré un restaurante, pero me dio mala espina y nunca mejor dicho. Se llamaba “La rosa roja”.

CONTINUARÁ…

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EL INCREÍBLE CASO DE POR QUÉ LOS DEMÁS NO

ME ENTIENDEN SI YO LO TENGO TAN CLARO

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CAPÍTULO 5

LA GRAN TECLA

“No todo es lo que parece.” REFRANERO POPULAR

Entré en el restaurante con cierta precaución. Era un restaurante normal. De estilo italiano. Mesas con manteles rojos y fotos de Italia en las paredes. Todas en blanco y negro. En cada mesa una flor, evidentemente una rosa roja. No tenía por qué sentirme mal allí. No era mi primera vez. Ya había estado en muchos restaurantes italianos con anterioridad, pero el nombre del restaurante hacía que por mi cabeza pasaran muchas ideas. “La rosa roja”, no podía llamarse la “Mamma” o “Roma”, no, tenía que llamarse “La rosa roja”. Bueno, reconozco que el nombre también me causaba cierta curiosidad y quizás sea eso por lo que me decidí a entrar en él. - ¿Viene usted solo o acompañado? – me preguntó

amablemente el camarero. - Acompañado, digo solo – reaccioné. - Por aquí, caballero.

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Seguí al camarero hasta una mesa individual mientras pensaba en por qué me había confundido. Lo normal es que coma solo, aunque es cierto que cuando voy a un restaurante, lo hago acompañado. Sí, será eso. La costumbre de responder acompañado en un restaurante. Me senté y le di las gracias. - Ahora mismo le traigo la carta. No había muchas personas en el restaurante y el ambiente era tranquilo. No había televisión y sí una música de fondo agradable. Giré la cabeza hacia la pared para ver las fotos de Italia y aproveché, mientras no me traían la carta, para pensar en lo que había sucedido esta mañana y en pensar también lo que haría después. Por un lado, tenía que volver al hotel Manhattan y subir al noveno piso y por otro, tenía que buscar la forma de hablar con Raquel y de conseguir el testimonio de Manolo, el hombre de la limpieza. Giré la cabeza de nuevo y allí estaba el camarero. - Su carta, caballero. - Disculpe, no le había visto. - No se preocupe. No me había dado cuenta de que el camarero llevaba un tiempo a mi lado. ¡Qué silencioso! Podía haber hecho un ruido o hablarme o hacer algo para que supiera que estaba allí, pero no hizo nada. Esperó a que yo le viera y le prestara atención. Igual soy yo el que no sabe esperar. ¡Qué raras somos las personas! No, ¡qué raras son nuestras costumbres! Recordé mis

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reflexiones de hace unos días. Unos entrantes típicos italianos y un plato de macarrones a la boloñesa con bastante tomate. Lo bueno es que estaban ricos. Lo malo es que tenían tomate. Y efectivamente, cuanto más limpio estás, más probabilidad hay de que te manches. Llamé al camarero y le pregunté si tenían algún producto de limpieza para la camisa. Me dirigí al baño y se lo eché. Aproveché también para descargar la vejiga y salí. Cerré la puerta, me dirigí hacia mi mesa y entonces, lo vi. ¡Sorpresa! No sé si existen las casualidades, pero en aquel restaurante italiano llamado “La rosa roja”, en el que había entrado sin ninguna razón más que porque estaba cerca, entró por la puerta un hombre de gabardina gris con corbata roja y a su lado, el mago Echeverri. Me fui rápido a mi mesa. Es como si tratara de esconderme aunque no sabía por qué. El hombre de la gabardina me conocía porque había estado en mi oficina, pero por qué esconderme. Yo no ocultaba nada y sin embargo, mi cuerpo reaccionó escondiéndose. Como lo había hecho en las taquillas del polideportivo o entre los periodistas en el hotel Manhattan. Pero en esas ocasiones tenía un motivo. Esta vez me había camuflado sin tener un porqué. ¡Qué raro… raras son nuestras acostumbres! A ver si me estoy acostumbrando a esconderme. Me senté en la silla de nuevo y presté atención al

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mago y al hombre de la gabardina. Tenían mucha confianza con el camarero por las risas y la forma en que se saludaron. ¡Cómo hablan las formas! Y después de efectuados los saludos pertinentes, no se sentaron en el comedor del restaurante. El camarero les acompañó a la cocina. Entraron y desaparecieron de mi vista. Al rato, el camarero vino a mi mesa para que pidiera el postre, pero le pedí un café. No soy muy amigo de los postres y la verdad, estaba más interesado en saber lo que se cocinaba ahora en la cocina del restaurante que en comer un postre. El camarero hizo su trabajo y yo me quedé esperando. Me trajo el café y le pedí que cambiara el azúcar por dos de sacarina. Cada uno con sus costumbres. Mientras tomaba el café poco a poco para hacer tiempo y porque estaba bastante caliente, no quitaba mis ojos de la puerta de la cocina. Pensé que de un momento a otro saldría por ella el mago Echeverri y el hombre de la gabardina. Ahora entendí lo que era prestar atención y no lo que yo solía hacer con Marian. Di el último trago al café y la puerta seguía sin moverse. Así que tomé una alternativa. - Disculpe – le llamé al camarero. - ¿Quiere otro café el caballero? - No, gracias. Mire, antes vi entrar a un hombre que

se me pareció al conocido mago Echeverri. - Sí, era él.

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- Verá, yo soy un fan suyo. Me encantan sus juegos de cartas.

- Es magia, caballero. - Sí, por supuesto. Me encanta. Le he podido ver en

un par de ocasiones y es realmente bueno. - Sí, caballero, sí que lo es. - Me preguntaba si podría saludarlo. - Me temo que no. - Entiendo. Estará comiendo y no quisiera

molestarle. - No, señor. El mago se ha ido, ya no está. - ¡Ah! Y nuevamente mi cara habló por mí. El mago había desaparecido por arte de magia. Entró por una puerta al restaurante. Entró por otra a la cocina y ¡tachán! Desapareció. Está claro que hay una puerta trasera que conecta la cocina con la calle. ¡Qué gran deducción! No tardé mucho en pagar y salir del restaurante. Mi misión ahora era ir al hotel Manhattan, desear que no estuviera el inspector Suárez y poder ver una habitación de la planta novena del hotel. Pero antes, di una vuelta a la manzana y efectivamente, encontré un callejón al que daba el restaurante. Lo crucé y llegué hasta la puerta. Cerrada. Vi enfrente un contenedor. Estaba vacío pero en el suelo vi algo que me llamó la atención: pétalos de rosas. Sin mucho más que hacer allí, volví sobre mis pasos y un par de calles más abajo, estaba nuevamente ante

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el majestuoso hotel Manhattan. Miré desde fuera y no vi periodistas en su interior, así que supuse que estaría despejado. Entré por la puerta giratoria, me dirigí a la recepción y me atendió una chica rubia muy simpática. - ¡Buenos días, señor! Su cara expresaba que le gustaba su trabajo o fingía muy bien. Le pregunté por el precio de una habitación en la planta novena y después de interesarme por ella, pedí que me la enseñara. En ese momento, la chica amable que me atendía puso cara rara. - Verá señor, yo se la enseñaría pero tenemos un

problema. - ¿Y bien? - Un ascensor está estropeado y el otro no se puede

utilizar. - ¿Y eso? – me hice un poco el loco. - Bueno. Uno se estropeó ayer y el otro está bajo

vigilancia policial. - Ya. - Me temo que tendrá que subir por la escalera y yo

no le puedo acompañar. - Bueno… - Si usted me deja su carnet, yo le dejo una llave. - Y subo hasta el noveno. - Sí, por las escaleras que son muy bonitas. - Y me podría dar la que hace esquina. - ¿La 905? - Sí.

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- ¿La de los famosos? - Bueno, tiene buena vistas. - Se la dejo si usted no se tira por ella. El humor de la chica era bastante peculiar, pero me sacó una sonrisa. Cogí la llave y me acerqué a las bonitas escaleras. El que algo quiere, algo le cuesta y nueve pisos era un precio que podía pagar. Eso pensé hasta el cuarto piso, luego bendije a quien inventó los ascensores. Novena planta ¡Por fin! ¡Vamos allá! Al fondo la habitación 905 y en el medio del pasillo dos policías custodiando el ascensor. Ninguno era el inspector Suárez. Me alegré. Caminé por el pasillo, saludé y pregunté qué había pasado. - No es asunto suyo – me respondieron. Los agentes tenían cara de pocos amigos, así que opté por seguir hacia la habitación. Otra vez que hablaban las caras y no las palabras. Habitación 905. Llave. Cerradura. Y dentro. Una habitación cuadrada. Un suelo de moqueta. Al frente y a la izquierda dos grandes ventanales desde el techo hasta el suelo. A la derecha una puerta, una mesa escritorio con una silla y una cama bastante grande. Lo que más me impresionó fue la limpieza de los ventanales. Parecía que no había, pero toqué con la mano y sí había. Si desde aquí se han suicidado tantos famosos, lo lógico hubiera sido que pusieran barrotes o algo, pero

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no quedarían bonitos. Abrí la puerta que estaba al lado de la cama y entré en el baño. No muy grande. Una bañera, un lavamanos y un inodoro. Blanco, todo muy blanco. - Aquí no hay nada, inspector. Escuché una voz no muy clara. - Algo tiene que haber. Distinguí la voz del inspector Suárez. - Pues no hemos encontrado nada. - Miren bien. Algo. Cualquier detalle. Entraron su

compañero y Elías en el ascensor vivos y nueve plantas más abajo aparecieron muertos.

Las voces estaban un poco distorsionadas pero me di cuenta de que venían del respiradero del cuarto de baño. Era como si el respiradero hiciera de canal desde el ascensor. Me acerqué para escuchar mejor. - No hay nada. - Miren bien. Los botones. El techo. - Al techo le falta un tornillo. Tiene la placa suelta

por una esquina. - ¿Dónde? - Aquí. Pero no hay nada, inspector. No cabe ni la

mano. - ¿Quién lleva el mantenimiento de los ascensores? - Tecla, inspector. - Claro, cómo no. Y las voces se apagaron como si ya estuviera todo dicho. Tecla me sonaba de algo, pero no la relacionaba con ascensores.

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Salí del baño y me acosté sobre la cama. Una persona está aquí tumbada y se tira por la ventana ¿por qué? No lo sé. Me levanté, me acerqué a la ventana con cierto miedo porque parecía que no había y busqué cómo se abría, pero no encontré ninguna forma posible. Estaba cerrada de arriba a abajo. ¿Y aquí como se ventila la habitación? Probé con el otro ventanal y tampoco. Ya tenía preguntas para la amable recepcionista. Al fin y al cabo había respetado nuestro acuerdo de no suicidarme. Abrí la puerta de salida y asomé la cabeza. Ya no había nadie en el pasillo, así que salí tranquilo. Pasé por delante del ascensor que tenía un precinto para no acceder a él y lo observé. Busqué con mi mirada el techo y efectivamente, estaba algo descolgado, pero muy poco. Escuché unos pasos por las escaleras y me giré en dirección a ellas. Algo me decía que sería el inspector Suárez. ¡Me equivoqué! Era un agente de policía. Le saludé con educación y me dirigí a las escaleras. Él también me saludó y se quedó en la puerta del ascensor. Bajé las escaleras y al ver que el inspector Suárez salía del hotel, fui sin miedo a la recepción. No es que tuviera miedo del inspector, pero últimamente, siento que tengo que esconderme de todo el mundo. En la recepción seguía la chica amable. - Me gusta la habitación. - ¿Quiere reservarla? - Seguramente, pero hoy no.

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- ¿Para cuándo, entonces? - El fin de semana. - ¿Quiere que le haga ahora la reserva? - No, la haré por teléfono. - Muy bien, señor Valbuena. La chica sabía mi nombre y yo no se lo había dicho. Me extrañé. - No se extrañe, lo pone en su carnet – dijo

devolviéndome el carnet. - ¿Ha leído mi cara? - Sí, claro. - Mi cara habla mucho últimamente… ¿Le puedo

hacer una pregunta? - Me la acaba de hacer. - Ya. ¿Y otra? - Dígame. - ¿Quién limpia las ventanas? - El equipo de limpieza – me sonrió. - Ya, pero ¿es personal del hotel? - En cierta manera. Todos somos personal del hotel,

pero estamos contratados por Tecla. - ¿Tecla? - Sí, la gran Tecla. - Y ¿Cómo limpian las ventanas? No se pueden abrir. - Bueno, se pueden abrir desde fuera. Eso lo lleva el

equipo de limpieza, no yo. - ¡Muchas gracias! – Me despedí. Necesitaba poner en orden todo lo que había pasado hoy desde la mañana o me volvería loco. Salí del hotel

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camino al metro y después de cinco paradas subí a la oficina. Allí estaba Marian a punto de irse. - ¿Qué tal en el hotel? - Ha muerto Elías. Su cara me indicó que no sabía de qué Elías hablaba. - La mano de la Viuda Negra. Su cara indicaba menos extrañeza, pero todavía no tenía claro de lo que le estaba hablando. Así que le conté mi aventura con el inspector Suárez y los periodistas, mi encuentro posterior con la madre de Elisa Santos, la comida en el restaurante italiano y mi posterior visita al hotel Manhattan. - Nunca te escuché hablar tanto. Deberías hablar

más a menudo. Te explicas bien. Oh, venga, no pongas esa cara. Yo soy la que habla mucho y tú el que habla poco y ahora tú has estado haciendo de Marian y se te da bien. Ves, puedes hacerlo.

Por un momento, pensé que Marian no me había escuchado nada y me sentí mal. Es como si no le diera importancia a todo lo que me había pasado en el día de hoy. - Bueno, mañana me cuentas más. Tengo que irme

al funeral de mi antiguo profesor. - Está bien. Mañana hablamos. - Sí, mañana. A ver a quién me encuentro hoy en el

funeral. - Por cierto, ¿de qué murió? - Al parecer fue una intoxicación. Hubo una pérdida

de gas durante la noche en su casa y él no se dio

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cuenta. Dicen que no es el primero que muere por culpa del gas en la zona nueva de la ciudad.

- ¿El gas? - Sí, el gas. - ¿Una pérdida? - Sí, eso he leído. - ¿Quién revisa la instalación del gas? - Pues supongo que un técnico. - Marian, tú vives en la zona nueva, ¿quién os lo

revisa? - La compañía es… ¡Claro! No podía ser de otra manera. Hacía un rato que en mi cabeza resonaba el nombre de Tecla y Marian lo confirmó. - La compañía es Tecla. Llevan el servicio del gas, de

los ascensores y de la vigilancia. Están por todas partes.

- Ya lo creo que están por todas partes – Y en ese momento me di cuenta de que había un dato que no le había contado a Marian.

- ¿Sabes quién lleva el mantenimiento del hotel Manhattan?

- No, mañana me lo cuentas. Tengo prisa. ¡Hasta luego!

Y se fue dejándome con la palabra en la boca. ¡Qué prisa! Sólo había pensado en ella y lo que tenía que hacer y no me había prestado atención. Quizás no era importante lo que tenía que contarle, pero era importante para mí. Al fin y al cabo lo había vivido en

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directo. ¡Qué forma de no hacerme caso! Pasé un tiempo en la oficina escribiendo el informe pertinente para tener claro todo lo que había pasado. Apagué las luces, cerré la puerta y me fui a terminar la jornada al bar de Lola. - ¿Otro día duro? – me preguntó la sobrina. - Sí, desde hace treinta años. - Deberías de tomarte unas vacaciones. - Eso digo yo. - Pues tómatelas. - Es fácil decirlo. - Y hacerlo. - No, eso no es tan fácil. - ¿Estás preocupado? - ¿Por qué lo dices? - Por tu cara Otra más con mi cara. - ¿Y qué dice mi cara? - ¿En qué piensas? - En qué tengo tres asesinatos que resolver. - Pues eso es lo que dice tu cara. - Mi cara dice que tengo tres asesinatos. - No, que hay algo que te preocupa. - Claro, todo el mundo tiene preocupaciones. - Sí, pero no todo el mundo piensa en ellas

constantemente. - ¿Tú no tienes preocupaciones? - Claro qué las tengo y muchas. Pero por ejemplo,

aquí y ahora no estoy pensando en ellas.

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- ¡Ah! - Yo creo que hay que vivir el momento. Si estoy

hablando contigo, estoy hablando contigo. No estoy pensando en si va a entrar un cliente nuevo o si le puse bien el café a la pareja del fondo. Así cuando hablo contigo sabes que estoy hablando contigo.

- ¿Sabes? Llevo todo el día escuchando que mi cara dice otra cosa diferente a lo que yo digo.

- Es normal. - ¿Normal? - Claro, si estás pensando en otra cosa. Yo creo que

cuando hablas tienes que estar en el momento, en el presente. Porque si estás pensando en el pasado o en el futuro, tu cara se lo muestra a los demás y los demás en vez de atender a tus palabras, atienden a tu cara. Así que le hacen más caso a tu cara que a tus palabras.

- Así que por eso no me entienden. - Claro. Tú dices una cosa y expresas otra y el otro

tiene que elegir entre tu voz y tu cara y gana tu cara.

- Así que yo mismo me hago la competencia. - Sí. - ¿Y qué se supone que tengo que hacer? ¿Dejar de

pensar? - Más o menos. - No puedo dejar de pensar. - Se trata de qué estés pensando en lo que estás

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diciendo. No en lo que has dicho o en lo que vas a decir. Dejar el pasado y el futuro para otro momento. Mucha gente cuando habla se queda pensando si está bien o mal lo que acaba de decir y en ese momento, se olvida de qué tiene a alguien delante y aunque quiera demostrar atención, su cara es testigo de que está pensando en otra cosa. Otra gente, piensa en el futuro, mientras le hablan sólo está esperando su momento para hablar, está pensando en lo que va a decir. Piensa en el futuro y su cara le dice al otro: acaba ya que quiero hablar. Y al final. En vez de comunicarnos. Lo que hacemos es un partido de tenis.

- Creo que me he perdido. - Ja ja ja es que a mí a estas horas me da por

filosofar un poco. - ¿Un poco? La conversación con la sobrina de Lola se hizo amena aquella noche. Filosofamos un poco más y regresé a mi casa. Me quedé con esa idea de que lo que piensas, tu cara lo expresa. Por eso cuando piensas una cosa y dices otra, pones caras raras. Pero es más. Nuestra conversación terminó concluyendo que no sólo es lo que piensas, sino lo que sientes. Puedes pensar y decir lo mismo, pero sentir otra cosa y tu cara lo expresará también. Así qué hay que aceptarlo. No podemos engañarnos. Tenemos que ser congruentes. Sentir, pensar y decir lo mismo. Si no,

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nuestra cara le dirá a los demás que hay algo raro y en lugar de comunicarnos, el otro estará jugando a descubrir qué es lo que nos pasa. Aunque bueno, como el otro estará pensando en sí mismo, en lo que ha dicho, en lo que va a decir, en lo que piensa o en lo que siente, creo que estará jugando consigo mismo. Cada día pienso que comunicarse es realmente magia. Y así llegué al portal. Saqué la llave y nueve llaves después no acerté a abrir la puerta. Lo intenté una vez más y nada. El portal estaba cerrado y la llave no lo abría. Y en ese momento, escuché una voz a mis espaldas.

CONTINUARÁ…

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CAPÍTULO 6

CUESTIÓN DE MAGIA

“Suponer en lugar de preguntar.” SABIDURÍA POPULAR

- ¡Muy buenas noches! Me di la vuelta y ante mí estaba un hombre alto, de bigote, buen traje. A su lado un hombre de gabardina gris con corbata roja y zapatos mojados. Nunca para de llover en esta ciudad. - ¡Muy buenas noches! – contesté. - ¿Tiene fuego? – preguntó. No sabía que el mago Echeverri fumase, pero quizás todo el mundo tenga un vicio. - No, no tengo, disculpe. - ¿Sabe quién soy, verdad? - Sí, claro, todo el mundo le conoce. - Además tiene un póster de mí en su despacho. Me

gustaría hablar con usted. La mirada del mago era directa. Creo que intentaba dominar la situación. Al fin y al cabo los magos son expertos en dominar situaciones de conversación.

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Debería aprender a comunicarme como los magos. Te llevan por un camino, prestas atención a lo que te dicen y ¡zas! Cuando menos te lo esperas hacen el truco y no te das cuenta. Por otra parte, el hombre de gabardina gris no paraba de mirar a los lados algo asustado. Supuse que estaba vigilando por si se acercaba alguien y eso no me gustaba. - Le veo un poco nervioso, señor Valbuena. - No, nervioso, no. - Lo primero es negarlo. Le miré a los ojos y era imposible aguantarle la mirada. Estaba serio y bajo ese bigote no se escondían buenas intenciones. El hombre de gabardina gris cada vez estaba más impaciente y sí, a mí me ponía nervioso. - ¿Puedo preguntarle qué cree que pasará? – y se

puso un cigarrillo en la boca. Tragué saliva. No tenía ni idea de lo que estaba pasando, pero mi mente ya había supuesto varias escenas de películas y ninguna acababa bien. El hombre de gris había venido a mi despacho a saber de qué había hablado con Eva Ramires antes de su supuesto homicidio y no le había dicho nada. No creo que eso le gustara. Ahora se presentaba junto al mago en el portal de mi casa, por tanto me habría seguido alguna noche para saber dónde vivía. Eso me gustaba menos. No olía bien el asunto. Y además no paraba de mirar a los lados. Era lógico suponer que estaba en

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peligro. ¿Muerte? Espero que no. - Le diré una cosa, señor Valbuena. La mente nos

engaña constantemente. A veces, cree que pasa una cosa y está sucediendo otra. La mente nos lo muestra tan real que creemos que es real y actuamos como si fuera real. Aquello que creemos real es real en sus consecuencias.

Al mismo tiempo, el hombre de gabardina gris habló: - ¡Es la hora! El mago metió su mano en el bolsillo interior de su chaqueta, mientras mantenía su mirada fija en mí. En ese momento me pregunté por qué yo nunca llevaba pistola. Hubiera sido el momento de usarla. No quería morir una noche lluviosa en el portal de mi casa. - ¡Ya está aquí! – dijo desde su gabardina gris. En un momento inconsciente cerré los ojos. Dicen que en cuestión de segundos puedes pensar toda una vida y me vi a mí de pequeño jugando con mi madre o más bien, a mi madre jugando conmigo. Vi los paseos con mi padre por el parque y aprendiendo a pescar en el río. Vi mis primeros años en la escuela y a aquellos viejos compañeros que nunca olvidas… y vi al mago Echeverri sacando un mechero y encendiendo su cigarrillo. - Necesito que nos acompañe esta noche. Sentado en el asiento de atrás del coche me preguntaba por qué les estaba acompañando. Tampoco me habían puesto una pistola en la cabeza

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para que lo hiciera. Simplemente, había accedido a acompañarles. - ¿Conoce a Larry Ascot, señor Valbuena? - No, no tengo el gusto. - Pero seguro que ha oído hablar de él. - La verdad es que no, ¿quién es? - Un mentiroso. - Ah, pues no tengo el gusto de conocerle. Seguro

que le va bien en esta ciudad. Por la sonrisa de Echeverri entendí que le había gustado mi comentario. Al hombre de la gabardina gris que se había sentado en el asiento del copiloto, no. - ¿Cree en el otro mundo, señor Valbuena? - De momento, sólo conozco uno. - No le pregunto si lo conoce, le pregunto si cree en

él. La pregunta era extraña, pero era la primera vez que hablaba con un mago, así que no sé si era extraño o no hablar de estos temas. - Verá, ¿qué pensaría de alguien que dice que habla

con los muertos? - Si es forense, puedo entenderlo. Igual se pasa

muchas horas a solas con ellos. - Veo que tiene un buen sentido del humor. - Sí, creo que lo tengo. - Pero intuyo algo más. - ¿Ah, sí? - Mucha gente se ríe y saca su sentido del humor

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cuando tiene cierto miedo o alguna intranquilidad. ¿Es usted una de esas personas?

¡Zas! El mago me había dado un golpe brutal. Parecía que me había leído la mente. - Tiene usted razón, sí lo soy – respondí. - Bueno, yo sólo he preguntado, no he afirmado

nada. - Usted ha dicho que yo era una de esas personas

que sacan su humor cuando están en una situación incómoda.

- No exactamente. Sí era lo que había dicho, lo tenía claro. Hasta podría repetir sus palabras. - Yo le he comentado que hay mucha gente a la que

le pasa y le he preguntado, posteriormente, si usted era una de esas personas.

Vaya, ya no lo tenía tan claro. - Pero usted ya daba por hecho mi respuesta –

argumenté. - No. Ahora sí que no lo tenía claro. A veces uno cree que entiende claramente algo y no, no lo ha entendido. Ha entendido lo que ha querido entender, pero quizás no lo que le han querido decir. Yo estaba seguro de lo que había entendido, pero ya no estaba tan seguro de haber entendido lo que él había querido que entendiese. Vaya, lo mismo que me ocurre a mí muchas veces. Dices algo y entienden otra cosa. No es lo mismo lo que se dice que lo que se entiende. Creo

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que sin quererlo, mi conversación con Echeverri podía darme alguna clave para comunicarme mejor. Al fin y al cabo, ya dije que los magos eran expertos en dominar situaciones de comunicación. Le miré a su cara que seguía trasmitiendo la tranquilidad de tener controlada la situación. - Señor Valbuena, yo nunca doy nada por hecho.

Pregunto y escucho las respuestas. Hacer suposiciones es otro engaño más del cerebro. Y créame, solemos acertar con ellas. Le ha pasado alguna vez que suponía que iba a pasar algo y luego pasó en realidad.

- Sí, varias veces. - Estoy seguro de que además de lo que usted vio

que pasó, pasaron muchas cosas más. - Es posible, claro. - Verá. Es un juego de atención. Si usted supone que

va a pasar algo, su cerebro presta atención a todas las señales que indican que va a pasar para reafirmase en su suposición y efectivamente, muchas veces pasa lo que usted suponía. Le llamamos experiencia, pero es en realidad, una forma de darnos la razón a nosotros mismos, a nadie le gusta llevarse la contraria.

- Supongo que será así si usted lo dice. - Pero tiene un problema. Mientras usted supone y

está atento a las señales de lo que supone, pasan muchas otras cosas. Usted no se da cuenta porque no les presta atención. Estoy seguro de que en el

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portal, mientras veía como yo sacaba un cigarrillo y me lo llevaba a la boca lentamente, no vio el gato que pasó a su lado.

- ¿Un gato? No, no lo vi. - Pero pasó. - No lo sé. - No puede saberlo porque no estaba atento. Pero

no puede decir que no pasó. Por cierto, ¿podría decirme qué hora es?

Remangué la manga de la camisa izquierda. Mi muñeca estaba vacía. Mis labios no sabían qué decir y mi cabeza no sabía qué pensar. - ¿Es éste su reloj, señor Valbuena? – dijo el mago

sosteniendo un reloj en sus manos. - Sí, se parece bastante – conseguí decir. - Tómelo como un juego de atención. A los magos

nos encanta jugar con la atención. Las personas se quedan atentas a lo que queremos y esa es su realidad en ese momento. Sólo está pasando eso. Les das pistas para que estén atentos y ahí van, a reafirmar lo que ellos suponen que está pasando. Somos así. Y mientras tanto, pasan muchas más cosas fuera de nuestra atención. Y ahí es donde hay un mundo de posibilidades. Haces algo a lo que nadie atiende y luego ¡magia!

- Así nos engañan. - No, se engañan ustedes mismos. Coloqué el reloj en mi muñeca y pensé en qué momento me lo podía haber quitado. Voy a tener que

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prestar más atención a este mago. - Estamos a punto de llegar, señores – dijo el

intranquilo hombre de la gabardina. - ¿Se puede saber dónde me llevan? – pregunté. - ¿Por qué cree que le llevamos a algún sitio? - Bueno, es obvio que me llevan a algún sitio. - Le hemos pedido que nos acompañase, vamos

todos juntos en este coche. Usted es uno más de nosotros. No suponga tanto.

La verdad es que no me gustó cómo sonó eso de ser uno de nosotros. Y en cuanto a lo de suponer o no, era cosa mía y no suya. - Vamos a la casa de Larry Ascot. - ¿El mentiroso? - Verá, ese hombre se gana la vida diciendo que

habla con los muertos. - Otros van robando relojes, señor Echeverri. Por su mirada y el cambio de semblante, supuse que ahora no le había gustado mi comentario. Luego sonrió. Supuse entonces, que ahora diría que soy muy gracioso. - Es usted muy gracioso, señor Valbuena. No me equivoqué. Había acertado con mi suposición. - Le diré por qué le he pedido que nos acompañe. Sé

que usted habló con mi mujer antes de su suicido. No sé por qué mi mujer acudió a usted ni me interesa, ni siquiera sé lo que hablaron ya que usted no le contó nada a mi compañero. Esta semana ha venido a la ciudad Larry Ascot, célebre

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médium que dice hablar con los muertos. Se puso en contacto conmigo sintiendo la muerte de mi mujer y me preguntó si quería volver a hablar con ella una última vez.

Subirme al coche había sido decisión mía, así que tenía que aceptar que tenía una capacidad increíble para meterme en problemas y asuntos que no tenían nada que ver conmigo. - Le dije que sí. No creo que vaya a hablar con ella.

Puedo imaginar que pondrá la voz de mi mujer o usará cualquier truco audiovisual. No sé lo que va a pasar ahí dentro, pero lo que quiero es desenmascarar a ese farsante.

- Así que usted cree que Larry no habla con los muertos.

- Evidentemente que no habla con los muertos. Esta noche su trabajo consiste en encontrar el truco. Seguramente a mí me distraiga, llame mi atención con algo y juegue conmigo para hacerme creer que está pasando algo sobrenatural. Yo me dejaré ir para que él siga adelante con su pantomima. Pero usted tiene que estar alerta. Fijarse bien. Necesito que descubra qué hace ese mentiroso.

Sonaba interesante la propuesta. Nunca antes había asistido a una sesión en la que se hablara con los muertos y nunca antes había sido contratado por un mago. Tendría que luchar contra mi propia atención. El médium intentaría dirigir mi atención hacia un asunto, pero yo tendría que ser astuto y atender a

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otras cuestiones, porque ahí estaría el truco. Llegamos al lugar indicado. El hombre de la gabardina se quedó en el coche junto al conductor y con educación, dos personas del servicio nos abrieron la puerta de la casa de Larry. Nos acompañaron a una sala antigua y en ella estaban esperando un matrimonio de ancianos sentados en dos butacas y un caballero de traje azul y gafas, leyendo un periódico en un sillón de tres plazas. - ¿Todos quieren hablar con su mujer, señor

Echeverri? – le pregunté haciéndome el gracioso. - Usted haga lo que le he dicho – me contestó con

frialdad. Nos dirigimos al sillón de tres plazas y el caballero parecía no enterarse de nuestra presencia. - Disculpe, sería tan amable… - ¡Oh, claro! Disculpen ustedes. Es que estaba

leyendo algo muy interesante en el periódico y no les había visto – se disculpó.

Nos sentamos en el sillón y miré de reojo el periódico. Edición noche. Muerte de Elías en medio de una redada policial en el hotel Manhattan. La noticia ya era conocida por mí. El caballero se dio cuenta de mi interés por la noticia y señalando la foto, dijo: - ¡Desde luego esta ciudad es toda una oportunidad! No entendí lo que quiso decir, pero supuse que era abogado porque nuestra ciudad se pasa la vida de juicio en juicio.

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- ¿Es usted abogado? - ¿Abogado? No, qué va. - Disculpe, supuse que era usted abogado – mis

suposiciones ahora habían fallado. Igual tenía que empezar a preguntar y dejar de suponer.

- No pasa nada. - Es que como dijo que esta ciudad era toda una

oportunidad, supuse… - Sí, es toda una oportunidad… Soy escritor. Aquí

pasan cosas todos los días y verá, un escritor a veces no puede inventarse todo. Es bueno que pasen cosas.

Y cuando el escritor se quiso presentar, se abrió la puerta del fondo y salió de ella Larry Ascot con una túnica roja que le llegaba hasta los pies y una camisa blanca que sobresalía por el cuello y las mangas. - ¡Bienvenidos a mi humilde casa! Pasen por aquí,

por favor. Miré la cara de Echeverri que seguía teniendo el rostro serio como quien controla la situación. La pareja de ancianos se adelantó a entrar por la puerta y saludaron con familiaridad a Larry Ascot. Luego, entró el escritor con un simple apretón de manos. Y detrás de ellos, nosotros dos. - Él viene conmigo – me presentó Echeverri. - ¡Adelante! Pónganse cómodos. No les pasará nada

malo. No era necesario que dijese esa frase, pero la dijo. Cómo que no nos pasará nada malo, es que nos podía

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pasar algo malo. Mi cabeza empezaba a dar vueltas al tema. Espera. Alto. Para. Ya ha empezado el juego. Estoy pensando exactamente lo que Larry quiere. Mi atención está centrada en si me va a pasar algo malo o no. Él ha dirigido mi atención ¡Qué listo este médium! Pero ya me sé su truco. No tengo que pensar en lo que me pasará, tengo que centrar mi atención en otra cosa. Mientras pienso en lo que puede pasar, me estoy perdiendo lo que está pasando en realidad. A veces quisiera callar a los enanitos que hablan en mi cabeza. En el centro de la sala sólo había una silla y alrededor de ella en el suelo, una cuerda formando un círculo. Las paredes eran de color rojo. El techo de color rojo y el suelo de color rojo. Necesitaban urgentemente un diseñador de interiores para esta sala. - ¡Dama y caballeros! ¡Sed bienvenidos! – dijo Larry

cerrando la puerta – Esta noche, ustedes tendrán la oportunidad de hablar con algún ser querido que ya no está en este mundo que vemos, pero sí está en este mundo. Hoy podrán ver con sus propios ojos a esa persona. Colóquense por fuera de la cuerda y no pasen nunca al interior de la misma. Ese es el espacio reservado sólo para algunas personas a las que nos ha sido dado el poder de hacer una llamada a los muertos.

Tanta palabrería barata no me gustaba, pero era imposible no atender a lo que decía. Nuevamente mi atención se centraba en él. Bajé la mirada y observé a

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los participantes en el encuentro. Una señora mayor de pelo blanco y con un libro en su mano derecha. Un señor mayor de pelo blanco que se apoyaba en un bastón. El escritor al que le gustaba esta ciudad. Echeverri serio y controlando la situación. Y yo que me acababa de meter en este asunto sin comerlo ni beberlo. Ni siquiera habíamos hablado de un precio. - Bien, en breves momentos, se apagarán las luces

de la sala y yo, Larry Ascot, dejaré de hablar. Notarán mi respiración. Notarán que mi respiración aumenta. Notarán que mi respiración irá a más hasta que sufra un pequeño desmayo. En ese momento, entrará algún espíritu en la sala. No duran mucho tiempo entre nosotros, pero aprovechen su oportunidad.

Era imposible no atender a sus palabras. Generaban demasiada curiosidad. Me imagino que los magos hacen lo mismo. Generan curiosidad, quieres saber más de lo que te cuentan y ahí centras tu atención y te pierdes lo que está pasando alrededor de lo que cuentan. Como ese gato que pasó a mi lado en el portal y que no vi. La atención. Si quieres que alguien te entienda, tienes que generar atención. Sin atención, no hay entendimiento. Estás a merced de lo que el otro quiera entender, de sus suposiciones, así que hay que aprender la magia de generar atención. - Pero para que todo esto suceda – continuó Larry

Ascot - necesito de su colaboración. Necesito que

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se agarren de las manos haciendo un círculo. No se suelten. Es el círculo de protección. Manténgase unidos y no les parará nada malo.

Otra vez tenía que decir esa maldita frase y otra vez mi cabeza empezaba a pensar en todo tipo de películas que había visto y en ninguna acababa bien. Maldita atención, pero qué bien funcionaba. Se apagaron las luces. Sólo un foco de luz negra, de esas que hacen resaltar el color blanco, se proyectaba sobre el cuerpo de Larry. Así que podíamos ver su cuello y sus mangas blancas y el resto era perfectamente invisible en la oscuridad. Comenzó a respirar como él había dicho. Cada vez más. Su respiración era profunda, muy profunda y en ese momento un grito aterrador retumbó en toda la sala. Por instinto, solté la mano de Echeverri y de la señora mayor, me lancé contra la pared y encontré rápidamente el interruptor de las luces. - ¡Aaaaaaah! – gritó la señora mayor. En medio del círculo y sentado en su silla estaba Larry Ascot con un cuchillo clavado en el cuello. - ¡Yo me voy de aquí! – dijo el escritor. - Usted no va a ninguna parte – le contesté. - ¡Hay que llamar a la policía! – sugirió el anciano. Allí estábamos cinco personas y Larry acuchillado. Evidentemente, entre nosotros había un asesino. Miré el rostro de Echeverri que parecía desencajado. Como si algo no hubiera salido como él quería. Quizás en el fondo pensaba que podría hablar con Eva Ramires una

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última vez. De aquí no va a salir nadie. Entre nosotros hay un asesino y no dejaré que se escape – dije como si fuera el protagonista de un libro de detectives.

CONTINUARÁ…

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EL INCREÍBLE CASO DE POR QUÉ LOS DEMÁS NO

ME ENTIENDEN SI YO LO TENGO TAN CLARO

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Mario López Guerrero

ERNESTO VALBUENA en…

Ediciones MLG

EL INCREÍBLE CASO DE

POR QUÉ LOS DEMÁS NO

ME ENTIENDEN SI YO LO

TENGO TAN CLARO

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EL INCREÍBLE CASO DE POR QUÉ LOS DEMÁS NO

ME ENTIENDEN SI YO LO TENGO TAN CLARO

A LO LARGO DE ESTE LIBRO

HAY DIEZ PISTAS PARA QUE

LOS DEMÁS

TE ENTIENDAN.

SI LAS HAS ENCONTRADO,

MÁNDALAS POR CORREO

ELECTRÓNICO A:

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ESPERÁNDOTE

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59 ENTRADAS Y 500 NOCHES Mi primer libro

Todo empezó con una pregunta: ¿Qué regalarle a mi madre? Entonces decidí juntar en un libro todos los artículos que había estado publicando desde el año 2009 sobre comunicación y formación, envolverlo y regalárselo. Fue el mejor regalo que podría haberle hecho. Pero sin quererlo, también se convirtió en un regalo para mí. Pues en ese momento, acababa de publicar mi primer libro. Un libro lleno de emociones, experiencias, detalles, sonrisas y alguna lágrima. Mi mirada alegre al mundo de la formación y a la vida en general. Espero que os guste.

A la venta en: www.mariolopezguerrero.com

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CON EL TIEMPO EN LOS

TALONES

Mi segundo libro

Y después de escribir un libro para mi madre, obviamente había que escribir uno para mi padre ¿cuál era el problema? El tiempo. Así que decidí escribir un libro sobre la gestión del tiempo. Llevaba casi diez años dando seminarios sobre gestión del tiempo, así que escribir sobre ello no resultaría complicado. Ahora bien, no era suficiente con escribir, había que escribir el diario de un relojero que tuviera problemas para gestionar su tiempo. Un diario que recogiera cómo cambiando de hábitos podemos pasar del “no tengo tiempo” al “sí, tengo tiempo”. También espero que os guste.

A la venta en: www.mariolopezguerrero.com

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MARIO LÓPEZ GUERRERO COACH PARA EL ALTO RENDIMIENTO

CONFERENCIANTE Y ESCRITOR __

[email protected]

Fundador de MLG inspiring people worldwide y Director de Formación de la International Customer Service Association para Latinoamérica. Miembro de Asociación de Jóvenes Empresarios de España y de la

Asociación Española de Dirección de Personas. Doctorando en Ciencias Políticas, Experto en análisis

del Discurso y construcción de Identidades, Presidente del Colegio de Politólogos y Sociólogos de Galicia,

miembro de la Asociación Española de Ciencias Políticas y del Centro de Estudios del Pensamiento

Antiguo de Francia (Universidad de Marsella).

Con más de 15 años de experiencia en gabinetes de dirección y en la formación de directivos y equipos de

alto rendimiento. Actualmente centra su labor profesional en el desarrollo de Certificaciones

Internacionales de Formadores de Alto Impacto, trabaja como coach en el desarrollo de equipos de alto

rendimiento en diferentes empresas e imparte formación in company, en Escuelas de negocio,

Eventos internacionales y en el Master de Recursos Humanos de la Fundación de Relaciones Laborales de

la Universidad de Coruña.

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