El Holograma II

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Número II. Febrero de 2015. Tampico, México. Fanzine de publicación periódica-aleatoria y distribución gratuita. // En este número: "Navidad en Ayotzinapa". Por Kau Sirenio / "Chicos posmodernos". Por G. M. Lyel / "Los vecinos". Por Josue Ivan Picazo Baños / "El versito". Por Elías Chessani

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Número 2. Febrero de 2015.

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Tienes 33 años, estás hablando con tu terapeuta. «No aguanto a lagente que me dice que ya debo casarme». Le platicas de aquellosque te dan los mismos argumentos trillados, reiterados, sobre la im-

portancia de formar una familia: «Necesitas quien te cuide», «entre dos lavida es más ligera», «estás en edad de ser padre», «quiero nietos», etcétera.Estos juicios los utilizan desde luego tus padres, pero también otras perso-nas cercanas en edad. De cincuenta años o más. El terapeuta sonríe y dice:Contéstales que eres un chico posmoderno.

La posmodernidad es el nombre con el que se designaal actual periodo histórico, y comenzó, según los estudio-sos del tema, al finalizar la Guerra Fría. Su antecesor, lamodernidad, comenzó mucho antes: En la Ilustración.Repito, ése fue su inicio. Podríamos afirmar que la

modernidad es el resultado de un proceso histórico que trajo como consecuenciacambios en distintos ámbitos: los aspectos políticos, sociales, económicos y cul-turales, que podrían tener su culminación en la idea del «Estado-Nación». Algu-nos autores consideran que fue en la década de los veinte del siglo pasado cuandocomienza formalmente y concluye, como ya se mencionó, en la década de losochenta.

Se considera que la modernidad implicó una serie de transformaciones a ni-vel social, pero en todos los niveles, tanto en las actividades productivas, comoen la vida cotidiana. En todo interviene el Estado, se busca homogeneizar la so-ciedad. Por eso todos buscaban casarse. Nuestros padres crecieron bajo ese mo-delo de sociedad.

En la posmodernidad se da un regreso al individuo. Lipovetsky dice que elnarcisismo es un rasgo definitorio de este periodo histórico. El individuo no se

incorpora a un modelo social, aspira a encontrar su propio mo-delo. Lo importante es el bienestar individual. Así, es lógicoque el matrimonio tenga menos relevancia. Y no sólo eso:

otro rasgo definitorio es el gusto y la búsqueda de la in-mediatez. Parece ser que tendemos a buscar placer in-mediato en todos los ámbitos, para qué buscar unarelación a largo plazo si puedo tener todas las relacionespasajeras que quiera. El futuro importa poco. Algo asícomo el «aquí y ahora» superlativo.

Si naciste o tu niñez ocurrió alrededor de la décadade los ochenta, y algo de lo que se dice sobre la posmo-dernidad te describe, es posible que seas un chico pos-moderno. Buscas crecer como individuo, antes deinvolucrarte con algo o alguien que podría coartar tu tanpreciada libertad y tus aspiraciones.

Ante esto cabe preguntarse, sin embargo, si esta su-puesta libertad nos satisface plenamente. Pudiera sermás divertida la libertad acompañada. Tú sabrás.

Chicos posmodernosPor G. M. Lyel

Cuando mi madre me contó que había ido a visitar a losnuevos vecinos, la imaginé en el marco de la puerta,saludándolos con voz suave. A lo mejor hasta les llevó

unos dulces o algo de comer, como en las películas. De aquello ya tiene unaño.

Como tantos que en la última década habían llegado al vecindario y seiban luego de unos meses o años, quizá dejando atrás amistades o mue-bles inútiles, Minerva y su hijo Juan se instalaron en una viviendarentada, a dos casas de distancia de la mía.

Laura, la lideresa priista de la colonia, fue la primera en vi-sitarlos. Quién sabe qué tanto habrá contado sobre ellos quealimentó la imaginación de las vecinas y sacó a flote los prejui-cios que se tienen en estos tiempos hacia los extraños. Las sos-pechas de las señoras entonces me parecieron una típicaexageración porteña.

Éste no se ha caracterizado por ser un vecindario amistoso pero lagente tampoco es huraña. Cada quien tiene sus simpatías y antipatías; nos to-leramos. La mayoría llegamos aquí desde que las pequeñas casas aún olían ayeso y pintura fresca. Lo que hace quince años era un lomerío lleno de naran-jos, mangos, zacate y zancudos, se convirtió en este puñado de viviendas, to-das iguales, apenas separadas entre sí por centímetros y distribuidas entreretorcidas callecitas. La proximidad de puertas y ventanas ha provo-cado que, aún sin buscarlo, uno acabe enterándose de los hora-rios y hábitos de los vecinos, de sus problemas, suscelebraciones y hasta de sus conversaciones. Quizá por esomuchos no tuvieron que entablar amistad con los nuevos pa-ra saber algo de ellos.

Los recién llegados le habían dicho a mi madre quevenían de Matamoros y que se dedicaban a vender ropa desegunda mano en los mercados callejeros. No quedaba muyclaro por qué se habían trasladado desde la frontera, pero a mimadre tampoco le parecían malos.

Minerva, «doña Mine», tendría unos cincuenta años aunque parecía casi desesenta. Era habitual verla vestida con shorts y alguna playera o blusa descolori-da; se la pasaba fumando en el pequeño patio, sentada en una silla de plástico,rodeada por decenas de colillas.

Juan, el hijo, aunque apenas pasaba de los veinte años, también parecía ha-ber vivido más, quizá por su enorme talla o sus dientes amarillos o los tatuajesen sus brazos que parecían haber sido trazados por un niño pequeño. Casi nohablaba, la mayor parte del tiempo se le veía sonriente con gesto un poco estú-pido o chupando un cigarrillo moribundo.

La puerta de su casa solía permanecer abierta. Si uno pasaba por enfrente,desde la calle se notaba que había muy pocos muebles: una mesa, unas sillas, unventilador en su pedestal. Se adivinaba, por su sonido estridente, el televisorcolocado cerca de la puerta. Juan pasaba ahí las tardes o casi todo el día, frentea la pantalla con la espalda encorvada, sudando y soportando el calor inexora-ble.

Pocas veces salían de su casa, salvo los fines de semana. Esos días, Minervay Juan pedían un taxi para mover su cargamento de ropa e intentar venderlo enalguno de los mercados de la ciudad. Entre semana, «doña Mine» trataba deconvencer a las recelosas vecinas para que le compraran algo.

Meses después, cuando Juan se metió de taxista, él mismo se hizo cargo detransportar la mercancía. Como chofer, a veces trabajaba toda la madrugada,otras simplemente le ganaba la pereza y dormía de corrido hasta pasado el me-diodía. «¡Ah qué huevón es mi hijo!», exclamaba la madre sin amargura, comoquien se acuerda de un chiste que dejó de ser gracioso.

De vez en cuando llegaba de visita el hermano de Minerva, misterioso per-sonaje que nunca respondía al saludo de los vecinos. «El Panzas» —como loapodaba su hermana— perturbaba la noche del vecindario con los pitidos queemitía su radio-celular, el cual utilizaba a media calle, gruñendo una conversa-ción que duraba horas. Su ronquera como de borracho perpetuo y su forma dehablar —tosca, con el tono del que está acostumbrado a expresarse sólo conmaldiciones— intrigaban a los vecinos que detrás de cortinas, persianas o venta-nas oscuras tratábamos de entender lo que el tipo decía.

Minerva le había dicho a mi madre que su hermano era quien le traía de lafrontera las pacas de ropa, prendas que los gringos desecharon o apenas vistie-ron o sí usaron pero no se nota, mercancía que es revendida por kilo en el ladomexicano. Como el hermano siempre llegaba en un auto distinto, todos en la ca-lle nos fuimos convenciendo de que ellos no eran simples comerciantes.

—Si estos no son narcos, entonces roban autos —le dije a mi madre un día,

irónico.

Con el tiempo, mi madre fue ganándose la confianza deMinerva, lo cual me inquietaba, pero notaba que ellas se lle-

vaban bien. Lejos de su patio «doña Mine» lucía despojada de ese halo desoledad que parecía tratar de consumir cigarrillo tras cigarrillo. Ocasional-mente, Minerva tocaba a la puerta para preguntar por mi madre. Solía

pedirle un poquito de esas cosas que piden las vecinas —azúcar, jabónpara ropa, unos tomates, veinte pesos—, y se quedaba a platicar decualquier cosa o del calor que por más sofocante que fuera, enMatamoros siempre había sido peor.

La forma tan desparpajada que tenía Minerva para decir lascosas, hacía que resultaran hasta cómicas. Como cuando explicócómo solapaba los excesos de su hermano.

—Cuando «El Panzas» llega borracho tengo que hablar a losnúmeros que aparecen en el periódico para pedir muchachas ¿ha vis-

to, vecina?

—¿A poco? —le respondía mi madre, entre incrédula y divertida.

—Sí, ahí ando marcando y llegan en un taxi. ¿No se ha dado cuenta? Elotro día el vecino de enfrente nomás se quedó mirando a las cuatro mo-nas en minifalda con taconzotes —recordaba «doña Mine» entre carca-

jadas—. Y yo las paso. Se suben todas al cuarto de mi hermanopara darle función. ¡El cabrón hasta mandó poner un tubo de

piso a techo para que le bailen!

Hace una semana, un convoy de camionetas repletas desoldados del ejército pasó por la calle. Eran como las12 del día. Laura, la priista, atestiguó todo y lo relató alas vecinas.

Venían a revisar la casa de «doña Mine». Adentrose encontraban Juan y su madre; ese día «El Panzas» noestaba. Les pidieron que salieran y que se identificaran.Los cachearon. Algunos soldados les apuntaban con sus

fusiles, mientras el resto inspeccionaba el interior de la vivienda. Inclusoecharon un ojo al taxi que conducía Juan y a los autos de los vecinos,buscando quién sabe qué indicios. Luego de algunos minutos los militaresse fueron.

A los pocos días, Minerva y Juanabandonaron su casa, sin despedirsede nadie.

—Cuando me dijeron lo de lossoldados, yo nada más pensaba que«doña Mine» tenía ahí guardadaslas «tachas» de su hermano. ¿Teconté de eso? —dijo mi madre lue-go de haberme narrado lo ocurrido.

Yo no tenía idea de lo que mehablaba y la miré sorprendido.

Minerva le había confiado quecuando «El Panzas» llegaba de viaje,ella debía darle media «tacha» paraque pudiera relajarse. Minerva es-condía las pastillas en distintos rin-cones de la casa, pues si el hermanotomaba una «tacha» entera o más«se ponía muy loco» y era incontro-lable.

—Y me las enseñó. Eran unaspastillitas así —señalaba mi madreun mínimo espacio entre las yemasdel índice y el pulgar—. Hasta mepreguntó: «¿A poco nunca las habíavisto, vecina?» ¿Tú crees?

Me quedé pensando en todo loque había pasado y no pude evitarsentirme torpe e ingenuo.

Tal vez en estos momentos«doña Mine» fuma los últimos ciga-rrillos de la cajetilla, mientras miraesa calle donde ahora es la nueva ve-cina.

Los vecinosPor Josue Ivan Picazo Baños

La lluvia tenue baña los techos de los escasos dormitorios en el inter-nado varonil de Ayotzinapa. Algunos estudiantes se detienen en lospasillos un momento, platican entre ellos, luego avanzan con rapidez

hacia sus dormitorios.

Hoy es Nochebuena. Tan sólo faltan dos días para que secumplan los tres meses de que en Iguala fueran detenidos yluego desaparecidos por el Estado los estudiantes de la escuelaNormal Rural Raúl Isidro Burgos. Ahora los dormitorios lucenabandonados, los pasillos cada vez son más fríos y más oscu-ros.

La noche cae con el frío invernal y cala hasta los huesos.La noche se convierte en dolor, tristeza y también en espe-ranza para los papás de los cuarenta y tres jóvenes que aúnno regresan a su escuela para continuar con los estudios: es24 de diciembre, unas horas antes de que la Navidad cubraal mundo con su sombra sagrada y anime a los puebloscristianos con sus alegrías íntimas. Sin embargo, acá esaluz de oriente no enciende, al contrario, se hizo más leja-na que hace un año.

Desde hace días, los padres de los normalistas se or-ganizaron en tres grupos, unos fueron a la caravana delPrimer Festival Mundial de las Resistencias y las Re-beldías contra el Capitalismo a invitación del EjércitoZapatista de Liberación Nacional (EZLN), otros más ala cena-protesta navideña en Los Pinos, y seis familiasse quedaron en Ayotzinapa. Ahora, en el comedor delinternado, hay piñatas y aguinaldos para los niños.

* * *En la cancha techada, luce un árbol navideño ador-nado con las fotos de los estudiantes. Las luces par-padean entre las ramas del abeto sintético, y bajoéste, hay un pequeño nacimiento que anuncia la

llegada de Jesús, según la historia cristiana. En el pequeño pesebre se apreciananimalitos de hule, henos, y figurillas de niño, en total son siete. Atrás del naci-miento, llegan los aromas de las flores que decoran el altar provisional que fami-liares de los muchachos montaron. Las flamas titilantes de las velas iluminan lanoche del 24.

–Es la Navidad más triste en mi vida –dice una mujer que se presenta comotía de Gabriel Echeverría de Jesús, el normalista asesinado en la autopista del Sol,el 12 de diciembre de 2011, por la policía federal, estatal y ministerial.

Más atrás del altar familiar, están las cuarenta y tres butacas, más las otrastres de los chavos que fueron ejecutados por la policía municipal de Iguala. Encada silla hay una imagen de los normalistas, además de cartas que niños de Mé-xico les enviaron a los familiares.

Alrededor de la cancha merodean los perros que ladran a cada rato como sisus ladridos presagiaran otra tragedia en Guerrero. Y es que en Ayotzinapa eldolor no pasa cuando llega otro más escalofriante. Los estudiantes de la Raúl Isi-dro Burgos se fueron acostumbrando a ese dolor, a esas lágrimas que ruedan enlas mejillas de las madres campesinas que buscan a sus hijos.

El frío se siente bastante; en el país llovió durante todo el día. Si no fuera porlos tixtlecos que llegaron con ponche de frutas, esta noche de Navidad hubierasido la más helada en la historia de Ayotzinapa.

Navidad en AyotzinapaPor Kau Sirenio

El versitoPor Elías Chessani

Ay la la la la,ay la la la.

Este país nos atrapa,pues se puso del revés.

Ay la la la la,ay la la la la.

Se pudre de capa en capa,y la crisis al revés.

Ay la la la la,ay la la la.

Y está triste Ayotzinapapues faltan cuarenta y tres.

Número 2. Febrero de 2015Tampico, México.

Fanzine de publicación periódica-aleatoria y distribución gratuita.

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