El Guante y La Espada - Josephine Lys

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EL GUANTE Y LAESPADA

Inglaterra, 1831. Unhombre y una mujer seencuentran de un modoinesperado. Un hombre yuna mujer deberán, apartir de su encuentro,transitar una forzadaconvivencia que los harádescubrirse el uno al otro.Hasta aquí, una historiaentre tantas.Pero nada es lo queparece: el hombre nopuede escapar del pasado,desprecia su título

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nobiliario, resuelvecrímenes como una formade expiación. La mujeresconde que es escritora,huye de un nombre y unavida que no puede volvera mirar. Ambos seencuentran en la escenade un crimen. Ambosdeberán desandarcaminos, confiarsesecretos, dejar de lado lassuspicacias, entregarse: unasesino los acecha conuna secreta venganza deamor.Josephine Lys ha escritouna pequeña obramaestra: después del éxitode Un difraz para unadama y Atentamente tuyo,

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sube la apuesta y nos traeuna historia que va desdeEgipto a la Guerra deIndependencia Griega, deLondres a los Cien Díasnapoleónicos con unapasionante misterio y unaintrigante seducción entrelos protagonistas.

Autor: Josephine LysISBN: 9789871568581

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El guante y laespada

JOSEPHINE LYS

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A mi tía Chelo,la mujer más fuerte y

generosa que heconocido.

Gracias por tu amor,tus sabios consejos, tualegría

y por estar siempre ami lado de maneraincondicional.

Siempre reinarás ennuestros corazones.

A mis padres,a quienes adoro y

tanto debo. A Fran,

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mi marido y asesorhistórico, que tanto meha ayudado

a hacer realidad estanovela.

Te quiero. A mi tía Maribel,quien, con su

inagotable energía yoptimismo, me ayuda asoñar. Gracias porhacerme creer quesiempre hay un nuevoproyecto

que emprender y otroreto que alcanzar.

Gracias por dejarmedisfrutar de tu compañía

y de tu tiempo. Es un

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lujo. A Julio, mi suegro,un hombre

maravilloso.Cuánto me habría

gustado haber tenido mástiempo…

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Prólogo

INGLATERRA, 1831. ¿Quién se atrevería a salir un día como

ese? La respuesta era obvia: él.Estaba en mitad de un camino secundario

que desconocía, con barro hasta las orejas,mojado hasta los huesos y bajo una lluviatorrencial.

Baco estaba inquieto; tanto, que tuvo quesujetar las riendas más fuerte que decostumbre y fijar la vista en un caminotraicionero que la lluvia apenas dejaba ver.

Una promesa imprudente lo había sacadode la cama y lo arrojaba ahora a ese diluvio.

Ni siquiera cuando era niño, y David losalvó de morir ahogado, había tragado tanta

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agua como ese día.No podía permitirse cometer ningún error:

esquivó la rama de un árbol, azuzó a Baco yapretó los dientes.

Tomó una curva cerrada y rozó el barrizal.La maniobra del caballo hizo que su cuerpoquedara más cerca del suelo que de lamontura de cuero que lo sostenía. A lo lejos, ano más de dos kilómetros, lo único que lacortina de agua permitía divisar era una grancasa de campo.

¿A quién podía gustarle ese clima lluviosoen un ámbito bucólico de Inglaterra?, sepreguntó. Solo a un extranjero, se respondiómientras desmontaba de un salto y enfilaba alas escaleras que llevaban a la puerta.

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Capítulo 1

¡QUÉ día tan hermoso! Le encantaban losdías lluviosos. La humedad del paisaje la hacíasentir relajada y tranquila.

En esos días, la pluma había cobrado vidapropia y su imaginación saltaba con másfacilidad a las cuartillas, las mismas que, másde una vez en las últimas semanas, habíantenido para ella un aire amenazante.

Incluso el guante que abrazaba su manoparecía ahora menos tenso, y el dolor quesolían provocarle los cambios de clima parecíahaberle dado una tregua.

Deslizó la mano por el escritorio paraalcanzar la taza de té que humeaba levementey tomó un sorbo, acariciando cada segundo,cada instante en que su paladar disfrutaba del

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sabor afrutado de la mezcla.Atila saltó sobre su regazo soltando un

maullido muy masculino que parecíarecordarle que no solo ella tenía derecho adisfrutar esos momentos de placer culinario.

A pesar de los años que llevaban juntos,ese gato persa gruñón y testarudo seguíasaliéndose con la suya, sin embargo, aunque lecostara reconocerlo, se sentía identificada conél. Sonrió con indulgencia, mientras se rendíaante la evidencia de que era él quien mandaba.Movió la cabeza a ambos lados intentandovolver a concentrarse en las cuartillas quereclamaban, ambiciosas, su atención, cuandola puerta de atrás empezó a ser aporreada porlo que parecía una manada de ñus. De modoágil, y dando un salto, atravesó el salón y lacocina para abrirla antes de que cediera frentea las insistentes embestidas de alguien que, sinduda, no podía esperar.

Cuando vio quien era, supo al instante que

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algo malo había pasado. Le bastaba con ver laexpresión de horror en los ojos de la criada,una expresión que, por desgracia, conocíademasiado bien.

Apenas abrió, Daisy la tomó de la mano yla arrastró presa de un palpable nerviosismo.

—Señora Turner, venga enseguida. Algohorrible ha pasado. La señora Whyte lanecesita.

Sophia corría tironeada por Daisy. Elvestido blanco que usaba durante el día ya nolo era tanto y su zapatilla izquierda quedósepultada en uno de los charcos que separabansu casa de la finca de los Whyte.

Antes de que la criada irrumpiera le habíaextrañado que esa mañana, la primera luegode su regreso de Bath, lord Whyte aún no lahubiese visitado, tal como había prometidohacerlo. Viejo amigo de la familia, siemprehabía sido un hombre de palabra y, comobuen inglés, para él había dos cosas sagradas:

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la puntualidad y el té de las cinco.¿Habría pasado algo?Ese pensamiento, que se había disipado

con el primer sorbo de té, retornó en esemomento. Después de intentar en vanocomprender qué era lo que estaba sucediendo,ahora era ella la que, de modo muy pocofemenino, arrastraba a Daisy en una carrerasin fin.

Cuando llegaron a los escalones queconducían a la puerta principal, ni siquiera sele ocurrió golpear antes de entrar.

Empujó la puerta con una fuerza pocoacorde a su estatura y se metió como unatromba en el vestíbulo. Pero no más entrarchocó contra algo y se cayó de espaldas sobrelas baldosas de la entrada. Inmediatamentealguien la tomó por las axilas sin demasiadosmiramientos, la alzó como si no pesara nada yla ayudó a ponerse de nuevo en pie.

Sus ojos quedaron a la altura de un pecho

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musculoso que era imposible dejar de notar,pese a los insuficientes intentos por ocultarlode la ropa que lo cubría. Alzó la vista y, lo quevio, la paralizó. Sin embargo, logró disimularsu sorpresa.

Ese hombre tenía una cara hermosa, no alestilo clásico de los griegos, sino más biencomo la de un vikingo, un hombre indómitocuyas facciones, lejos de ser suaves,rebosaban de personalidad.

Le faltaba el aire. Esos ojos de color grishumo la observaban como si fuera el últimoser sobre la Tierra. Su consolidada templanzatambaleó, pero consiguió levantar la barbilla ymirarlo directamente a los ojos con gestodesafiante.

Como única respuesta, el vikingo arqueóuna ceja mientras una pequeña sonrisa sedibujaba en sus labios. Sophia no pudo evitarpensar que se estaba burlando de ella. ¿Qué secreía? Aquel gesto arrogante, tan común en

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los hombres, era un rasgo que, a pesar de suautocontrol, siempre la sacaba de las casillas.

Ahora que se había vuelto insolente y loexaminaba de arriba abajo sin disimulo, delmismo modo descarado que él lo hacía, reparóen su cabello rubio oscuro, demasiado largo,que, de manera sinuosa, se le enroscaba en laspuntas y lo hacía parecer más arrogantetodavía.

No obstante, lo que hizo que su corazónlatiese desenfrenadamente fue la cicatriz quele cruzaba la mejilla izquierda hasta perdérseleen el cuello de la camisa.

¿De dónde había salido aquel hombre?¿Qué hacía allí?

* * *

Alex no pudo evitar sonreír ante los

patéticos intentos de la mujer por desafiarlo.

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Había que reconocer que tenía agallas, aunqueera demasiado soberbia. Pero ¿a quien queríaengañar? Él tampoco lo era menos: era unrasgo normal en un hombre, en particularentre la aristocracia, mientras que en unamujer era un detalle peligroso que despertabasu curiosidad.

Tenía que reconocer que era hermosa, auncuando no encajara en los cánones clásicos debelleza femenina: el rostro armonioso, lamirada pasional, la nariz respingada y esa bocademasiado grande para cualquier mujer, salvopara ella, la volvían cautivadora. Su cabellonegro azabache, que le caía en bucles por laespalda, contrastaba con su piel blanca ydelicada y con sus mejillas arreboladas.

Pese a su atractivo, le molestaba que esosojos color miel lo escrutaran sin ningún tipo derecato. Sin duda, al igual que a la mayoría delas damas, su cicatriz le debió de habercausado repulsión, a juzgar por la manera en

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la que arrugó su pequeña nariz.Para ser sincero, eso ya no le importaba

en lo más mínimo, era algo que había logradosuperar. Si bien nunca había sido vanidoso,cuando iba a los pocos bailes y eventos de losque su adquirido estatus como lord Raston,marqués de Abington, lo obligaba a participar,no podía evitar sentirse incómodo al ver laexpresión de repulsión en los ojos de lasdamas de la sociedad. Pero eso era antes. Conel tiempo, la herida terminó siendo para él solouna línea uniforme sobre el rostro.

Cuando, momentos antes, la muchachaentró en el vestíbulo y chocó contra él, nohabía reparado en su figura. El cuerpo demujer que apenas se distinguía bajo aquelvestido recatado recién cobró algo de formabajo sus manos mientras la levantaba delsuelo. Esas curvas despertaron algo más quesu curiosidad. Sin embargo, el gemidoahogado de indignación que emitió la dama

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cuando tan gentilmente la levantó no hizo másque desconcertarlo.

—¡Sophia!La exclamación casi ahogada de la señora

Whyte trajo a la muchacha de nuevo a larealidad y le hizo recordar por qué estaba allí.La incertidumbre y la preocupación, que habíaolvidado por un momento, retornaron deinmediato y se intensificó cuando vio la caradescompuesta de Emily Whyte, su miradaausente, los ojos llenos de lágrimas y lasmanos temblorosas y pálidas.

Sin perder un minuto, sorteó al hombre yse dirigió con paso rápido hasta la puerta de labiblioteca donde la señora Whyte, inmóvil,intentaba en vano seguir manteniendo lacompostura.

Cuando solo estaba a unos pocos de ella,la dama pareció perder las pocas fuerzas quele quedaban. Sophia la abrazó con fuerza,intentando consolarla.

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—Está muerto, Sophia, lo han matado —le dijo entre sollozos.

Las palabras resonaron en los oídos de lamuchacha y le confirmaron lo que habíatemido apenas la había visto: algo horriblehabía pasado. Pero nada la había preparadopara lo que acababa de escuchar.

—Tranquilízate, Emily, vayamos al salón.Allí podrás sentarte —dijo en tono suave.

—¡Daisy! —llamó Sophia, buscando conla mirada a la criada—. Lleva una taza de té alsalón, y ponle un poco de brandy.

Mientras se retiraban, posó sus ojos en elhombre por un momento. Había olvidado supresencia; ¿quién era y qué hacía allí?

Alex, que pareció comprender su mirada,se dirigió hacia ellas con paso firme y entrótambién en el salón.

Sophia acomodó a Emily en el sofámientras pensaba cómo iniciar la

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conversación. La dialéctica era un arte quesiempre había dominado a la perfección.Aunque se sentía parte de una situacióndelicada sabía, por experiencia, que eraimportante que pudieran dialogar.

En ese instante sintió los ojos escrutadoresdel hombre que se posaban sobre ella. Tras unsilencio que le pareció demasiado largo,finalmente él le habló:

—Soy lord Raston. Scotland Yard me hapedido que colabore en la investigación delasesinato de lord Whyte.

Sus últimas palabras le cayeron como unbaldazo de agua fría. Aunque Emily ya lehabía dicho que Charles estaba muerto, hastaque no lo oyó de labios de lord Raston no lohabía creído del todo.

—¿Cómo? —fue lo único que atinó adecir.

Alex volvió a mirarla durante unossegundos con una mirada tan aguda y

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penetrante que destruyó la poca calma que lequedaba. A pesar de que esperaba que fuera élquien respondiera, Emily se encargó deromper el silencio.

—¡Oh, Sophia!, cuando entré estaba tanblanco. En su cara había una expresión dehorror. Los ojos, ¡oh, Dios!, sus ojos… y… yesa marca… —dijo la mujer, llevándose lamano al cuello con un destello de ansiedad enla mirada.

Sophia sintió que un abismo se abría bajosus pies. Lo que escuchaba le resultaba tanfamiliar…

—¿Quién querría hacerle eso a Charles?¿Quién? —sollozó la señora sin podercontrolarse—. Y esa flor en sus manos…

Sophia sintió que las piernas no lasostenían. Supo perfectamente de qué flor setrataba antes de que Emily lo dijera. El horrorestaba de regreso y, esta vez, supo no sedetendría hasta que no concluyera su

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venganza.

* * * Alex ahora sabía que esa mujer se llamaba

Sophia.No había duda de que tenía una estrecha

relación con la familia: que la hubieran ido abuscar en ese momento, que la señora Whytese apoyara en ella y las huellas de pesar quehabían invadido su rostro al escuchar la noticiade la muerte de lord Whyte daban muestrassuficientes de que pertenecía al círculo íntimode la familia.

Sin embargo, lo que le llamaba la atenciónera el pánico que, por unos instantes, habíavislumbrado en los ojos de la muchacha. Unaexpresión que denotaba que sabía algo. Élhabía visto antes ese tipo de mirada. ¿Cómoolvidarla? Todavía sufría aquella pesadilla en

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la que veía al joven tambor francés en aquellagranja cerca de Waterloo mirándolohorrorizado por lo que acababa de ver.Cuando se cerró la puerta, aquella terriblepuerta, la inocencia de muchos murió parasiempre.

Por eso lo intrigaba tanto.Ella sabía algo, era evidente. Y él no se

detendría hasta saberlo.

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Capítulo 2

SOPHIA intentaba mantener la calma, unacalma que se iba derrumbando como las fichasde dominó.

Recordó cuando era feliz, la época en laque todo era como debía ser, y también cómoesa felicidad le había sido arrebatada.

Volvió a sentir el horror y la agonía, comoen aquel entonces, y reapareció ese odio,incontrolable y profundo, que, si no lograbadominar, acabaría consumiéndola.

Miró a Alex aparentando una serenidadque en realidad no sentía.

—Me llamo Sophia Turner y soy vecina yamiga de la familia. —Para su propia sorpresa,su voz sonó firme y calmada.

—¡Oh, Sophia!, tú eres más que eso, eres

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como una hija para nosotros —sollozó laseñora Whyte, presa de los continuostemblores que parecían haberse adueñado porcompleto de su cuerpo.

Ante esas palabras, Sophia no pudocontener las lágrimas y sintió, aún más sicabía, el peso de la pérdida que estabasufriendo la familia. La desaparición de unhombre generoso, amable y honrado, de unamigo, de un caballero.

Al observarla de nuevo, Sophia supo queEmily no estaba bien. Su mirada, dirigidahacia a algún punto lejano, parecía fuera de larealidad.

—Lamento que tengamos que conocernosen estas circunstancias —le dijo lord Rastoncon voz sincera, obligándola a posar su miradaen él.

Los ojos del hombre la observaban con laatención de un halcón y destilaban algo másque una aguda inteligencia.

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—Sí, es una situación horrible —respondió la muchacha de manera casiinaudible.

Aunque no la conocía, Alex intuyó quedebía de ser una mujer fuerte y, a menos quesu instinto le fallase, algo le decía que eracapaz de soportar la situación con unainusitada entereza.

Por el contrario, la señora Whyte parecíainmersa en otro mundo, absorta en su dolor yajena a lo que ocurría a su alrededor.

Antes de partir con James Talbot, sucompañero de Scotland Yard, para llevar elcuerpo del lord Whyte al cementerio, elmédico del condado había prometido volverpara asistir a la señora Whyte, cuyo estadoparecía no admitir más demoras.

El doctor, aunque horrorizado al ver elcadáver de su amigo, había inspeccionado consuma profesionalidad el cuerpo y ratificó loque tanto James como Alex ya sabían: que

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lord Whyte habían sido asesinado y que lohabían estrangulado de una manera particularque solo habían visto en una ocasión y que,pensaban, nunca volverían a ver.

Si se confirmaban sus sospechas, lainvestigación sería más larga y difícil de loesperado. Por eso, Talbot se dirigió al pueblopara enviar un informe preliminar a ScotlandYard.

El temblor de la señora Whyte le indicóque la mujer necesitaba descanso y atenciónmédica:

—Creo que habría que acompañarla a sudormitorio para que descanse un poco. Eldoctor dijo que pasaría a verla más tarde.

Sophia agradeció un poco de sensatezentre tanta locura y asintió mientras laayudaba a levantarse, una tarea nada fácil,debido a que la mujer no parecía podertenerse en pie.

En un instante, lord Raston tomó a Emily

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en brazos y la condujo hasta la puerta. Altraspasar el umbral, esperó a que Sophia leindicara el camino hacia el dormitorio de laseñora.

Sophia lo comprendió y, adelantándose aellos, atravesó el vestíbulo y subió lasescaleras, ante la mirada impávida delmayordomo, y cruzándose a la titubeanteDaisy, que se dirigía a la biblioteca con el téque le habían pedido antes.

El ama de llaves siguió sus pasos y cruzóel pasillo que llevaba a los aposentosprincipales.

Lord Raston la siguió con paso firme y,cuando Sophia abrió la puerta que estaba alfinal del pasillo, pasó a su lado y depositó a laseñora en la cama con dosel que ocupaba ellateral de la estancia.

—Tengo que hablar con usted —le dijo aSophia, sin darle tiempo a replicar, mientrassalía de la habitación—. La espero en la

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biblioteca.El pequeño gesto de ternura que Sophia

había sentido al ver cómo trataba a la señoraWhyte se había esfumado de un golpe. Todala delicadeza que había creído percibir en éldesapareció tras ese tono autoritario querayaba en lo descortés.

No tenía ningún interés en hablar con él,pero sabía que era imposible escapar a esecompromiso. Se había cometido un asesinatoy, le gustara o no, él representaba la autoridady estaba allí para descubrir al culpable. Lo queese hombre ni siquiera sospechaba era que ellaera la principal interesada en que atrapasen alasesino. No solo por lord Whyte, sino,también, por su propio pasado.

Tenía que conservar la calma para evitarque notara el pesar y la angustia que lainvadían, que no harían más que hacerlosospechar. La desolación que la embargaba ylas lágrimas que pujaban por salir tendrían que

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esperar hasta que estuviera sola. Aunque enparte deseaba contarle a lord Raston todo loque sabía, y que durante tanto tiempo habíaestado guardando, era imposible. Le habíandado instrucciones precisas sobre lo que debíahacer en un caso como este y, aunque ledoliera admitirlo, gracias a la previsión de lordWhyte, no tenía que sentirse culpable porcallar. Otros habían decidido por ella y uno deellos, el más querido, ahora estaba muerto.

Se acercó a la cabecera de la cama en laque Emily estaba descansando y observócómo su respiración se hacía lenta y regular.El agotamiento, por fin, había logradovencerla. Segura de que tardaría endespertarse, decidió dejarla al cuidado del amade llaves. Era hora de bajar y enfrentarse a losagentes de Scotland Yard.

Absorto en sus pensamientos, Alex mirabala chimenea. El fuego tenía algo que lorelajaba y lo ayudaba a ordenar sus

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pensamientos, como si fueran parte de unrompecabezas. Le faltaban piezas, pero no pormucho tiempo. En el corto día que llevaba allí,ya había logrado obtener más conclusiones delo que esperaba, si bien, también, habíasumado más incógnitas de lo que deseaba.

Un sonido detrás de él lo devolvió a larealidad y le indicó que la señorita Turnerestaba allí. Giró lentamente la cabeza y vio lamano apoyada en el picaporte y la miradainescrutable. Estaba hermosa, pese a lashuellas de dolor que intentaba ocultar. Aquellamujer sabía cómo manejar sus emociones. Enel corto lapso que se había tomado parareunirse con él, los sentimientos que habíavisto cruzar su rostro desaparecieron comopor arte de magia. Solo un observador sagazpodría notar que seguían allí, ocultos tras unférreo autocontrol.

Algo no encajaba del todo. Variospequeños detalles —el pánico que había visto

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en los ojos de Sophia al oír cómo habíanasesinado a lord Whyte, su expresión dereconocimiento cuando se mencionó la flor, laintranquilidad que se esforzaba por disimular ysu voluntad por mantener el control— leconfirmaban sus sospechas.

Sin embargo, no tenía pruebas paraafirmarlo. Por lo tanto, tenía que ser cautoporque, aunque ese instinto, que él llamaba“observación deductiva”, pocas veces le habíafallado, podía equivocarse y estarconfundiendo pánico con horror yreconocimiento con desconcierto. No debíamostrarle sus sospechas antes de conocerlamejor.

En el instante en que vieron las marcas enel cuello de lord Whyte, James Talbot y élsupieron que no se trataba de un casocualquiera. Esa marcas le traían recuerdosamargos y volvían a abrir una puerta que,pensaba, había quedado definitivamente

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cerrada.Cuando escuchó que la señora Turner

cerraba la puerta, sus cavilaciones sedetuvieron y se concentró en ella y en lo quedebía hacer.

—Siéntese —le dijo, indicándole el sillónmás cercano a él.

No quiso sonar brusco, pero tuvo queadmitir que sus palabras parecieron más unaorden que un pedido, tal como reflejaba ladureza de la expresión de Sophia, quien,aguzando sus ojos color miel, recorrió lospocos metros que la separaban de ese bárbaro.Alzó la barbilla y, con aire majestuoso, sedeslizó hacia la butaca opuesta a la que él lehabía señalado.

Pese a las circunstancias, Alex no pudoevitar que se le dibujara una pequeña sonrisa.Al parecer, la dama tenía bastante carácter yno poco orgullo.

Intentando suavizar el tono de sus

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palabras, se dirigió a ella sin dejar de mirarla alos ojos:

—Lamento que debamos conocernos enestas circunstancias. Como ya le he dicho,colaboro con Scotland Yard en la resoluciónde este asesinato. Si es tan amable, megustaría que respondiese algunas preguntas.

La palabra “asesinato” hizo que a Sophiael corazón le diera un vuelco y se removióinquieta en el sillón, cuyos enormesapoyabrazos daban la sensación de quequerían tragarla.

La mirada de lord Raston parecía poderpenetrar en su interior. Su forma de observarlala inquietó lo bastante como para que, demanera involuntaria, apretara su mano en unpuño con tal fuerza que sus nudillos quedaronblancos. Se obligó a calmarse. Era ridículocreer que él podía leer sus pensamientos y,aunque sospechara algo, nunca podríarelacionarla con lo que acababa de suceder.

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—Por supuesto —le respondió con vozcalmada—, pero debo advertirle que dudo deque pueda serle de gran ayuda.

Alex cambió de asiento para colocarsefrente a ella y, con un movimiento que quisohacer parecer involuntario, se inclinó haciaadelante, acortando la distancia que losseparaba. Sophia reparó en ese gesto y, a finde evitar esa cercanía, incrustó su espalda enel mullido sillón.

—¿Por qué cree eso? —le preguntó Alexmientras dejaba caer los brazos sobre suspiernas de modo despreocupado.

—He estado una temporada afuera.Llegué esta mañana.

—¿Dónde?—En Bath —le contestó algo irritada. Una

cosa era que le hiciera unas preguntas y otraque la interrogara como si fuera unasospechosa.

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—¿A qué hora llegó?—¿Importa eso? —le dijo, sin poder

ocultar su enojo.—Señora Turner —comenzó Alex—, en

estos casos cualquier detalle insignificante, lamás mínima pista puede ponernos en elcamino correcto.

Sophia tuvo que reconocer, con disgusto,que aquel razonamiento tenía su lógica. Ellamisma, cuando escribía novelas de misterio,utilizaba ese recurso. Sin embargo, esto no erauna de sus novelas, sino la vida real, y larealidad era que Charles estaba muerto.

Alex vio un sinfín de emociones cruzar suhermosa cara en unos pocos segundos, pero loque lo afectó, más de lo que hubiese esperado,fueron las lágrimas que parecían quererdesbordar sus ojos. Sin pensarlo, apoyó unamano sobre el brazo de ella, intentandoreconfortarla.

Ese gesto, casi una caricia, hizo que

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Sophia se sobresaltara. Sin saberlo, lordRaston estuvo a punto de conseguir que sequebrara.

Lo miró fijo a los ojos, intentandodemostrarle que no había perdido la entereza,y recompuso su postura.

Apartó con delicadeza su brazo.—Creo… —dijo Sophia titubeante— que

llegué cerca de las siete.—¿Y su marido, señora Turner?

¿También fue con usted a Bath?Era una pregunta fácil de responder. De

tan repetida, esa mentira ya formaba parte desu realidad:

—Soy viuda —respondió con gesto grave.—Lo lamento —repuso ablandando la

mirada.—No se preocupe —le contestó, y miró a

la nada—. fue hace mucho tiempo.Alex se reclinó para establecer una cierta

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distancia entre ellos. Quizá si lograba que serelajara un poco podría obtener másinformación. No era sospechosa. Hasta paraun novato resultaría evidente que eraimposible que fuera la responsable. La formaen la que habían matado a lord Whyterequería no solo mucha fuerza, sino, también,una pulida destreza.

No obstante, había algo en ella que loponía a la defensiva. Se daba cuenta de queno era del todo sincera y, aunque seguramenteno tenía nada que ver con este asunto,escondía algo con la férrea voluntad delguerrero que defiende una fortalezasacrificándose a sí mismo para impedir que elenemigo la conquiste.

Había que reconocer que era una granactriz y que resultaba muy convincente, perosus ojos la delataban.

—La señora Whyte dijo antes que ustedera como una hija para ellos. ¿Hace mucho

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que los conoce? —preguntó.—El padre de mi marido era amigo de lord

Whyte. Cuando John murió, les alquilé esacasita blanca que se ve desde aquí. Bueno, enrealidad, me cobraban algo simbólico por vivirallí, han sido muy buenos conmigo y, desdeque quedé viuda, son como mi familia.

Las palabras de Sophia estabanimpregnadas de una gran tristeza.

Alex sintió el impulso de abrazarla.Se aclaró la garganta con un suave

carraspeo, intentando alejar esa idea de sumente, y continuó:

—¿Sabe si lord Whyte tenía algúnenemigo? ¿Algún arrendatario insatisfecho,por ejemplo, o alguien del pueblo?

Hacía rato que Sophia esperaba esapregunta. Si tenía que ceñirse a su vida en esacomarca, nadie en su sano juicio tendría algocontra Charles. Era un hombre generoso y

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cariñoso, un padre excelente y un maridoejemplar, un amigo de esos que ya no quedany una persona maravillosa. Sin embargo, larealidad, esa realidad que había intentadoborrar por años, era que había un asesinodespiadado que estaba tras los pasos de él.

Mientras pensaba, rozó con los pies laalfombra que adornaba la biblioteca y la volvíatan acogedora y confortable, y en esemomento se dio cuenta de que tenía el pieizquierdo descalzo.

Recién ahora recordaba que, en su carrerafrenética hacia la mansión, había perdido lazapatilla. Con un azoramiento que no pudoocultar, se ruborizó por completo, o al menoseso fue lo que sintió cuando escondía los piesbajo el vestido.

Alex, que había sido testigo de latransformación de su rostro, pensó que nuncahabía conocido a nadie que tuviera unos ojostan expresivos como ella. Causaba un efecto

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paradójico que intentara controlar de modotan férreo esas emociones que se le escapabande las manos como un torrente de agua.Parecía una inocente muchacha a la que susojos traicionaban, dejando entrever lossentimientos que tan celosamente queríaresguardar.

Alex no pudo evitar sonreír al ver su rubortras descubrir que solo llevaba puesta una delas zapatillas Y casi tuvo que morderse el labiopara no reírse al verla esconder los pies debajodel vestido. Por qué estaba medio descalza eraun absoluto misterio para él.

Sophia, rogando que lord Raston no notarasu falta de calzado, lo miró, y al ver cómo susojos verdes chispeaban por su intento decontener la risa, perdió toda esperanza.Intentando conservar su dignidad, le lanzó unade sus mejores miradas reprobatorias.

—La verdad es que no conozco a nadieque no quiera a lord Whyte. Sus arrendatarios

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lo adoraban, al igual que sus amigos y sufamilia. Sus antepasados llevan siglos en estastierras y, hasta donde sé, siempre han sidorespetados y estimados por todos.

Alex asintió. Lo había mirado con talvehemencia, desafiándolo a que se riera en sucara, que quedó impresionado. Sin lugar aduda, esa mujer sabía cómo mirar a unhombre y ponerlo en su lugar.

—Entiendo —le contestó, intentandodominarse—. Creo que con eso es todo porahora. Sin embargo, si recuerda algo, porinsignificante que le parezca, no deje demencionarlo.

Sophia lo miró a los ojos pensando queese hombre era mucho más astuto de lo que aella le convenía. Era natural que lo fuera, dadoque colaboraba con Scotland Yard, a su juicioun pasatiempo bastante extraño para unaristócrata.

—¿Atraparán al que cometió esta

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atrocidad? —preguntó sin pensar. De otromodo no habría formulado una pregunta cuyarespuesta ya sabía: nadie podría capturar aaquel hombre que parecía eludir la muerte,como si tuviese algún poder sobrenatural. Sinembargo, la sorprendió el deseo, la esperanzaque sus propias denotaban.

Alex la observaba. Por un momento, viomiedo en sus ojos. ¿Qué le pasaba?, casi quisogritarle, pero en cambio le contestó:

—Le aseguro que lo atraparemos.Alex sintió un reproche en la mirada que

Sophia le devolvió. Era evidente que eso no lebastaba.

—Se lo prometo, esto no quedará así —seoyó decir, arrepintiéndose a medida que salíacada palabra de su boca.

Era un error asegurar eso porque, aunquehabía resuelto la mayoría de los casos en losque había participado, era un hechoestadístico que muchos otros quedaban sin

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resolver.Sophia exhaló de modo pausado, como si

esa promesa lograra aliviar su miedo.—Esta noche debería quedarse aquí —

agregó, como si la señora Turner tuviera másopción, pero era su deber decirlo. Si senegaba, tendría que obligarla a quedarse hastaque tuvieran más información. James y élaguardarían en la mansión la llegada del hijodel matrimonio Whyte. No le había hechofalta decir nada, puesto que la viuda de lordWhyte les había pedido que permanecieran ensu casa hasta que acabaran con lainvestigación.

—Ya lo había pensado —le respondió ella—. Me quedaré por si Emily me necesita. ¿Yale han avisado a Henry?

—Sí, pero no llegará antes de mañana.Sophia imaginó lo que estaría sufriendo

Henry mientras volvía a casa.

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—¿Le han dicho que…?—¿Que han asesinado a su padre? —

completó Alex—. No señora Turner, nosomos tan insensibles.

—Lo siento. No pretendía insinuar eso, essolo que me he imaginado…, no tieneimportancia.

Alex se reprochó haber sido tan brusco.—¿Qué se había imaginado? —le preguntó

en un tono más suave.Sophia esbozó una mueca que hizo que

Alex gruñera por lo bajo.—Imaginé el dolor de Henry por la

pérdida de su padre, incrementado por laimpotencia de saberse lejos de su hogar y quelos minutos debían de estar resultándoleeternos.

Alex vio un brillo acuoso en los ojos deSophia y, en esa vena protectora que acababade nacer en él, deseó poder borrar toda huella

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de tristeza en ella.—Iré a casa a recoger algunas cosas para

pasar la noche aquí.—¿Es necesario que vaya ahora?Sophia lo miró desconcertada.—Si le parece mejor, puedo ir más tarde.—De acuerdo. Entonces esta noche la

acompañaré a buscar lo que necesite.Sophia se quedó mirándolo unos segundos

más de los que hubiera querido.Algo muy raro le estaba pasando.Acababan de asesinar a Charles y, aun así,

al estar con ese hombre, por primera vez enaños se sentía segura. Dejó de intentarcomprender por qué se sentía así y de pensarpor qué no debía hacerlo, y simplementepermitió que aquella seguridad le diera unpoco de paz.

El sonido de la puerta al abrirse la sacó desus pensamientos.

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El mayordomo, con paso vacilante, sedirigió a lord Raston.

—Milord, el señor Talbot y el doctor hanregresado.

—Por favor, hágalos pasar.

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Capítulo 3

ALEX pensó que no podían ser másinoportunos. Sabía que James y el doctorestaban a punto de llegar, pero habría deseadoque el interrogatorio a la señora Turner duraraalgo más.

Se perdió en sus pensamientos. Recordócada una de sus amantes. Con ellas aplicabasiempre la misma regla: nada decomplicaciones. Ellas aceptaban sus términos,y los dos se beneficiaban con una relaciónbreve pero satisfactoria que él nuncaprolongaba más de unos meses. Nunca lehabía importado lo que dijeran de él. Es más,que lo tildaran de licencioso lo complacíaenormemente. De alguna manera, eso lepermitía calmar el odio que sentía por supadre, un padre para el que, aunque nunca

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había sido importante, se tomaba demasiadasmolestias para hacerle sentir que era un serdespreciable e indigno de su atención y cariño.

Así fue que decidió enrolarse en el ejércitode Su Majestad, para poner distancia entreellos.

Fue la única vez que su padre hizo algopor él, y se lo había hecho saber complacido:

—Te compré el cargo que querías, así queno me molestes más —le dijo el marqués,haciendo un gesto vago con la mano.

—No se preocupe, no tendrá que volver averme en mucho tiempo —le contestó.

El marqués, a quien la edad ya se leempezaba a notar, lo miró con aire cansado yenvejecido. Sin embargo, en sus ojos brillabael mismo fuego que lo embargaba cada vezque contemplaba a ese hijo que considerabaun error.

—Creo que es lo mejor para todos —dijo

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seriamente—. Imagino que seguirásensuciando nuestro apellido, pero al menosestarás lejos.

—Eso es lo único que le importa,¿verdad?

—¿Y qué más quieres que me importe?¿Tú?

Una sonrisa escalofriante cruzó la cara delviejo, y arqueó las cejas con cinismo.

—¿Sabes qué? Eres igual a tu madre. Eresdébil y estás loco. Si ella hubiese muertoantes, yo no habría tenido que cargar contigotodos estos años. Nos habríamos ahorradomuchísimos problemas.

La expresión de su rostro pasó de laseguridad al miedo en unos pocos segundos,los mismos segundos que tardó Alex en cruzarla corta distancia que los separaba. Sus ganasde aplastarlo lo carcomían de tal modo que,cuando dirigió el puño hacia su padre,temblaba como una hoja. Pero, a último

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momento, un rayo de cordura se abrió pasoentre su furia contenida. Bajó el brazo, ydominó cada uno de sus músculos, pero sindejar de mirar al viejo, que repentinamenteesbozó una pequeña sonrisa.

—Encima, también eres cobarde. Nomereces nada. No deberías haber nacido.Ahora vete y, por una vez en la vida, haz algoque me complazca: deja que te peguen un tiroen esa maldita guerra.

Alex se acercó un paso más hacia él.—Si vuelve a hablar de mi madre, le juro

por su memoria que no habrá lugar sobre lafaz de la Tierra en el que pueda esconderse demí. Lo buscaré y lo mataré con mis propiasmanos.

Tras esa amenaza, Alex se encaminó haciala salida sin mirarlo, mientras los gritos de supadre retumbaban en los muros de la grancasa:

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—¡Estás loco! —repetía el marqués.Alex siguió caminando con calma y no se

apuró cuando, al llegar al vestíbulo, vio a lospies de la escalera a Margaret, la segundaesposa su padre, esa bruja manipuladora ymaquiavélica. Pensó, que superaba con crecesa su padre, tanto en ingenio como eninteligencia. Desde que se había casado habíaquerido sacarlo del medio y hacerle la vidaimposible, cosa que casi había logrado.

Tras un corto luto por la muerte de suprimera esposa, el marqués volvió deinmediato a su vida en sociedad y se casó conla afortunada Margaret Ashford, una mujercuyas ansias de poder superaban cualquiersentimiento que pudiera albergar su fríocorazón.

Después de la boda, decidieron trasladar alpequeño Alex, de seis años, a una de lasmuchas propiedades que el marqués tenía ydejarlo al cuidado de una niñera y de una

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legión de sirvientes. Querían disfrutar de sunueva vida. Al principio, lo veían una vez alaño, pero más tarde, luego del nacimiento delprimer y único hijo de la pareja, Robert,dejaron de pensar en Alex e hicieron como sino existiera.

El abogado de su padre se encargó de queingresara a Eton.

La llegada del nuevo niño acaparó toda laatención de sus padres e hizo que el marqués,por primera vez en su vida, sintiera orgullo depadre. Aquel pequeño sentenció a Alex, queya no representaba nada para el marqués. Porfin tenía el heredero que quería, y Alex pasó aser solo un estorbo.

* * *

Cuando James y el doctor entraron en la

biblioteca, se acercaron hacia donde Alex y

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Sofía estaban sentados. Se notaba que eldoctor estaba cansado. Al igual que ellos,había pasado toda la noche en vela, primero,examinando el cuerpo, y luego, supervisandoel traslado al cementerio del pueblo. Toda latensión acumulada parecía haberse incrustadoen las marcadas ojeras de su ajado rostro.

—Doctor —dijo Alex acercándose a ellos—. Espero que todo haya salido bien.

—Sí. Será enterrado lo antes posible, y yaterminé de escribir el informe que me pidió. Sino le importa, se lo daré después de examinara la señora Whyte.

—Por supuesto —contestó—. En estemomento está descansando. Parece algoausente. Creo que no está logrando sobrellevarla situación.

El médico asintió y reparó por primera vezen la presencia de Sofía.

—Señora Turner —le dijo, dando un pasohacia ella—. ¡Qué suerte que está usted aquí!

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Emily me preocupa. Pretende ser fuerte, perousted sabe que su salud es bastante delicada.Hasta que llegue Henry, será un consuelo paraella tenerla a su lado. Siempre la han queridocomo a una hija.

Sofía se levantó, y Alex no pudo dejar deobservar cómo parpadeaba varias vecesintentando evitar que cayeran las lágrimas.

—Haré lo que pueda para ayudarla,doctor. Yo también los quiero mucho. Si leparece, lo acompaño hasta su habitación paraque la examine. Lord Raston tiene razón,parece perdida, ausente.

Sofía miró el familiar rostro del doctor,que no lucía relajado y sonriente como decostumbre. A su lado, había un hombre queera la primera vez que veía, pero a quien lordRaston daba muestras de conocer. Al vercómo lo observaba, Alex reparó en que no selo había presentado.

—Señora Turner, le presento a James

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Talbot, un investigador de Scotland Yard quees además un viejo amigo.

—Señor Talbot —dijo Sofía, inclinandolevemente la cabeza.

—Señora Turner —repuso él,correspondiendo de forma cortés el gesto.

Alex, ansioso por hablar cuanto antes conJames sobre los pasos que debían seguir, mirófijamente a Sofía.

—No voy a entretenerla más, por ahora—le dijo bajando el tono al final de la frase.

—Acompañe, si quiere, al doctor a ver a laseñora Whyte, pero no se vaya de la casa sinavisarme, ¿de acuerdo? Es por su propiaseguridad.

—¿Cree que el asesino puede estartodavía por aquí?

Alex la miró arqueando una de sus cejas.—No podemos estar seguros y no pienso

correr ningún riesgo.

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Sus palabras sonaron como una orden.Sofía, que no quería discutir, lo dejó pasar yasintió a disgusto, cosa que pareció complacera lord Raston.

Acompañó al doctor hasta la puerta, no sinantes lanzar una mirada hacia atrás. Lo quevio en los ojos de lord Raston la convenció deque aquel hombre era diferente a todos losque había conocido hasta entonces. Parecíacontenido, pero guardaba en su interior algopeligroso, casi animal, que, aunque solo porunos segundos, estaba segura de haberpercibido. Ese hombre podría descubrirla,podría derrumbar su muro de mentiras comosi fuera un castillo de cartas.

* * *

Alex miró a su compañero mientras se

sentaba en el sofá.

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—¿Has mandado el telegrama a ScotlandYard?

—Sí, aunque sigo creyendo quedeberíamos haber ampliado nuestrasconclusiones —le contestó con airecontrariado.

Era un hombre robusto cuyos párpadosalgo caídos le daban un aire de eternasomnolencia.

—Hemos hecho bien, James. Aunque losdos sabemos que no se trata de un simpleasesinato, no podemos afirmarlo sin tener máspruebas. Sabes que debemos ser prudentes.Ya hemos dicho demasiado a Scotland Yard alinsinuar que el asesino tal vez sea unprofesional. Si estamos en lo cierto, podría seralguien mucho más peligroso que cualquiera alque nos hayamos enfrentado antes.

—Sí, por desgracia, lo sé —dijo James, yrecordó la cena con el rajá Ali Pasha, cuandolos enviaron a Egipto como agregados

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militares para que entrenaran a las tropas delsoberano. La escolta personal del Rajá estabacompuesta por una guardia turca procedentede Estambul, hombres entrenados para serarmas letales y cuya manera de matar, quehabían aprendido de los mamelucos, eraexactamente la misma que había utilizadoquien había acabado con la vida de lordWhyte. La fina línea que se dibujaba en sucuello y la marca de cuatro nudillos en la basede la nuca no daban lugar a dudas.

Además, el asesino había entrado sinforzar ninguna cerradura y sin que nadie en lacasa lo notara.

—Es evidente que esto es obra de unprofesional. Entró como un fantasma, hizo sutrabajo y se marchó como si nada.

Ninguno de los que estaba aquella nocheen la casa —el mayordomo, el ama de llaves yla señora Whyte— había escuchadoabsolutamente nada. Alex siguió pensando en

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voz alta:—O bien lord Whyte lo conocía o fue tan

rápido y eficaz que no le dio tiempo a pedirauxilio, lo que confirma nuestras sospechas.

—Yo opinaría lo mismo, si no mepareciera imposible que un mameluco hayavenido hasta Inglaterra para matar a unaristócrata. ¿Cuál sería el motivo? ¿Quérelación puede haber entre un lord inglés y unasesino árabe? Es absurdo. Hasta dondesabemos, lord Whyte era un hombre tranquiloque casi no salía de esta casa de campo y queno tenía ninguna relación con la política —dijoJames un tanto exasperado.

Alex arqueó una ceja al notar el tono de suamigo.

—Es verdad que suena ridículo, si nofuera por que la forma de matar esexactamente la misma. Además,desconocemos cómo era Whyte. Sabemospoco y nada de su pasado, o si ocultaba algo,

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y lo cierto es que esto no es una meracoincidencia, sino algo planeado que escondeun significado.

—¿Te refieres a la flor?—Sí —dijo Alex, mientras se paseaba

lentamente por la sala tocándose el puente dela nariz con dos dedos—. Que colocara esaflor entre las manos de la víctima es unmensaje, pero ¿cuál?

James frunció más el entrecejo. Volvió arecordar cuando habían estado juntos enEgipto. Llevaban allí dos meses y una nochefueron invitados a cenar en el palacio del rajáAli Pasha. Alrededor de la mesa habíainvitados de distinta procedencia eimportancia. Nunca olvidaría la cara desorpresa que tenía el hombre de confianza delRajá mientras, en mitad del postre, uno de losmamelucos que estaba al servicio del soberanolo estrangulaba. Fue como ver trabajar a unfantasma. Ni Alex ni él pudieron hacer nada.

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Todo pasó en unos segundos. La eficacia y elsigilo del asesino fueron extraordinarios.

Todavía sentía escalofríos al rememorar lasonrisa que el Rajá había dirigido a susinvitados cuando el trabajo estuvo terminado.Con absoluta tranquilidad, se disculpó por ladesafortunada escena. Aclaró que aquelhombre lo había traicionado y que no habíatenido más opción que matarlo. Debíacastigarlo públicamente para que quedaraconstancia del hecho y para mostrarles a lospotenciales futuros traidores acerca de cuálsería su destino si osaban rebelarse contra él.Su intento de europeizar Egipto, a vecesresultaba incompatible con las tradicioneslocales.

—No lo sé. Por eso te llamé. En cuanto vilas marcas, tuve un déjà vu —dijo James,dejando atrás los recuerdos—. Este asunto esmucho más complicado de lo que parece.

Alex asintió.

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—Debemos investigar el pasado de lordWhyte. Cualquier cosa, por insignificante quesea, puede ayudarnos. Ya hemos interrogadoa la servidumbre y a los vecinos, y todo elmundo dice lo mismo: que era un hombreejemplar, que nunca se había metido en nadapeligroso ni inmoral. Ningún escándalo que serecuerde. La señora Whyte señaló que, almenos que ella supiera, su marido no teníaenemigos, que, en los años que llevabancasados, nunca se habían separado y siempreviajaban juntos, salvo una vez que fue solo aParís, al final de la guerra.

—¿Sabemos el motivo de ese viaje? —preguntó James.

Alex dejó de deambular por la habitación.Se detuvo frente a la mesa que estaba cercade la ventana y contestó:

—No, no lo sabemos.—¿Ella no se lo preguntó?Alex sonrió de medio lado.

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—Al parecer, en aquella época tuvieronuna pelea fuerte y ella se fue a pasar unos díasa casa de su madre. Después hicieron laspaces y la señora Whyte no quiso saber nadadel viaje.

—Muy oportuna la pelea, ¿no te parece?Alex había pensado lo mismo.—Si te llevas bien con tu esposa, nunca te

separas de ella y quieres ir solo a París paraun asunto privado, digamos que sí, fue muyoportuna, y en especial si se trata de la únicacrisis que tuvieron durante todo sumatrimonio. Pero también puede ser queestemos sacando conclusiones precipitadas yque esto no signifique nada. De todas formas,lo investigaré cuando vuelva a Londres.Pienso volver lo antes posible. Me iré encuanto llegue el hijo de lord Whyte.

—Yo me quedaré unos días más parainterrogar a la gente del pueblo que tenía

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alguna relación con el difunto.—De acuerdo —coincidió Alex.—¿Crees que el asesino ya esté muy lejos

de aquí?Alex lo miró fijamente.—No lo sé. Si no hubiera dejado esa flor,

te diría que sí, pero eso es una firma, unmensaje. ¿Para quién? ¿Qué quiere decir? —preguntó—. Eso es lo que tenemos queaveriguar si queremos tener algún tipo deventaja sobre él.

Alex no hacía más que darle vueltas alasunto.

—¿Crees que pueda ser para el hijo? —arriesgó James.

—El chico es demasiado joven. No creoque tenga nada que ver con él.

—Desde que te conozco, eso nunca te hadetenido; por el contrario, siempre hasdisfrutado con los desafíos y este caso sin

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duda lo es.Alex miró a James con una sonrisa en los

labios.—En efecto, lo es.

* * * Aquella noche no era la más propicia para

investigar. La niebla impedía distinguir enforma clara la mansión, y el frío calaba loshuesos. Sin embargo, nada de eso leimportaba, porque, por fin, su búsqueda y susufrimiento de los últimos años habíanterminado.

La había encontrado. El destino volvía aponerse de su lado y una simple casualidad lohabía llevado hasta su presa. Durante todoslos años que había estado oculto lo habíatorturado la idea de no poder completar suvenganza, un sentimiento que lo carcomía y

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que tenía una única finalidad: hacer justicia,algo que solo podría alcanzar cuando ellaestuviese muerta.

Desconocía cuál era la conexión entre lordWhyte y ella, pero al menos contaba con loque le había arrancado a la sirvienta, a quienhabía presionado hasta quebrar su voluntad.Antes de cerrar los ojos, vidriosos por la faltade oxígeno, le había suplicado que la dejaravivir y le había jurado que le contaría lo quesabía. Le dio el tiempo suficiente para quepudiese decirle que un tal lord Whyte se habíallevado a la muchacha, aunque no sabía adónde.

Después de esas palabras, acabó con elsufrimiento de aquella pobre mujer.

Dos meses más tarde, localizó a lordWhyte en aquel pueblito de la campiñainglesa. Lo investigó durante una semana, enla que su desesperación crecía cada vez más,dado que no lograba encontrar ninguna

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relación que lo uniera con su presa.Aquel aristócrata había muerto con

valentía, pero de un modo estúpido. Sabía queno lo había oído entrar, al igual que sus otrasmuchas víctimas. Estaba sentado, revisando ellibro de cuentas en el escritorio, sin notar supresencia.

Siempre le resultaba gratificante ver la carade aquellos a los que mataba, primero deasombro, cuando sentían la cuerda que setensaba sobre su cuello, y luego de horror,ante la imposibilidad de escapar de una muerteinminente.

Aquel viejo no había sido la excepción. Elúnico signo exterior que le había indicado quehabía tomado conciencia del peligro había sidosu pulso, que le trotaba como un potroenloquecido en el costado del cuello.

Sin embargo, a pesar de su miedo, nolograba que le dijera nada, así que no lo matórápido. Estaba demasiado furioso para ser

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indulgente, y lo ahogó en forma lenta,mientras le susurraba al oído todo lo que leharía a ella. Solo entonces el anciano ofrecióalgún tipo de resistencia y, con ese pequeñogesto desesperado que le indicaba que, enefecto, la conocía, lo sentenció.

Sabía que no conseguiría sacarle másinformación, pero ya tenía lo que necesitaba:la certeza de que ella estaba cerca.

El miedo en los ojos del aristócrata y sureacción cuando le dijo qué ocurriría con ella,fueron más elocuentes que cualquierconfesión. Con un único movimiento rápido ycertero, como había aprendido a hacerlo hacíatanto tiempo, acabó con su vida.

Ahora que sabía que ella no estaba lejos,se instaló en el pueblo. Disfrazado decomerciante venido a menos, comenzó afrecuentar la posada y a beber cerca de loslugareños, pero sin relacionarse demasiadocon ellos para evitar que le hicieran preguntas.

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Fue allí donde escuchó por primera vez lanoticia de la muerte de lord Whyte, se enteróde la desolación de sus vecinos y supo quedos hombres de Scotland Yard habían viajadodesde Londres para investigar el asesinato.También descubrió que la esposa del fallecido,una mujer valorada y respetada en lacomunidad, estaba desolada por su pérdida,que la viuda Turner, a quien la pareja queríacomo a una hija y que vivía en una casitacerca de la propiedad, también lo estaba, yque a su hijo, que en el momento del crimense encontraba en lo de unos amigos lejos deallí, la noticia lo había destrozado, ya quetenía una relación muy estrecha con su padre.

Solo entonces, un atisbo de sonrisaresquebrajó su seriedad. Tal vez la suerteestuviera comenzando a cambiar, pensó, y esoera, justamente, lo que se proponía averiguar.

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Capítulo 4

SOPHIA bajó las escaleras y se encaminóhacia la cocina. Había pasado toda la tardecon Emily, que, inquieta, se había despertadovarias veces. Antes de irse, el doctor prometióvolver al día siguiente y le dejó un sedantepara que lady Whyte pudiese descansartranquila: “Es lo mejor para ella en estemomento”, afirmó.

—Señora Turner.Sophia lo vio apoyado sobre su hombro

izquierdo en el marco de la puerta que daba ala biblioteca. Esa postura despreocupada lohacía parecer relajado, pero no se dejóengañar. Su mirada intensa y la leve arrugaque surcaba su entrecejo desmentían esapretendida serenidad.

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—Sí, lord Raston, ¿qué desea?Antes de que el hombre articulase palabra,

Sophia continuó hablando:—Iba a la cocina para que la cocinera

preparara una sopa caliente, por si Emily sedespierta durante la noche. Hace horas que nocome.

Alex frunció el entrecejo, cobrando unaspecto amenazador en el que ella no parecióreparar. Le sorprendió que aquella mujer, queparecía tan frágil, hiciera caso omiso de esegesto que había logrado perturbar hasta a loshombres más temerarios, y siguiera hablandocomo si nada. Abandonó su postura y sedirigió hacia ella con paso lento. Aparentabaquerer intimidarla.

Cuando estuvo a pocos pasos de ella, lamuchacha levantó la cabeza y le lanzó esamirada desafiante, cargada de seguridad yconfianza en sí misma, que lo sacaba de lascasillas.

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No pudo más que sonreírle a esa mujerque lograba desconcertarlo. En lo másprofundo de su ser se sentía complacido al nover en ella el desagrado que dejaban traslucirlas damas al contemplar su cicatriz, ni elmiedo que les provocaba su cercanía. Sophialo miraba abiertamente y sin temor alguno.

—Si me permite meter un bocadillo, soloquería preguntarle si le parece bien quevayamos ahora a recoger sus cosas, tal comohabíamos quedado.

En ese momento, el mayordomo cruzó elrecibidor con paso rápido. Como sintió queese no era el lugar indicado para sostener esaconversación, Sophia dejó que lord Raston lacondujera hasta la biblioteca.

Una vez dentro de la estancia alumbradapor velas, Sophia reparó en la frase de lordRaston, “si le permitía meter un bocadillo”.

—¿Está insinuando que no lo dejo hablar?—le preguntó, dando un paso hacia atrás y

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agrandando la distancia entre ambos.Le parecía que ese vikingo estaba

adoptando la mala costumbre de acercarsedemasiado a ella.

Alex dejó entrever una media sonrisa.—Jamás me atrevería a insinuar una cosa

así, señora Turner. Creo que estamos todosalgo nerviosos, incluso usted, aunque intenteparecer fuerte. Ya ha hecho todo lo queestaba a su alcance y, así y todo, no le parecesuficiente. Ha dejado de lado sus sentimientosy se ha dedicado a asistir a la señora Whyte ya tener todo bajo control. Si me permite quese lo diga, se está exigiendo demasiado.

Sophia lo miró enfadada, segura de que, siél seguía por ese camino, podría hacerlaperder la compostura.

—¿Y para usted qué debería haber hecho?¿Ponerme a gritar o desmayarme, comoseguramente hacen las damas a las que alparecer usted acostumbra frecuentar? Dígame,

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¿cuál hubiese sido la actitud correcta?Ese hombre conseguía hacerla perder el

control.La perspicacia de lord Raston, que la

miraba divertido y con ternura a la vez, laturbaba y la hacía sentirse desarmada.

Sophia bajó la cabeza intentando ocultarlelo que le provocaba su mirada: que sus ojos sehumedecieran y que una oleada dedesesperación se apoderara de ella. Acababade conocerlo y no entendía cómo lograbadespertarle emociones enterradas que, añosatrás, se había jurado desterrar para siemprede su corazón.

En cierta medida, ya había fracasado antesen ese intento, cuando la familia Whyte habíalogrado rasgar esa coraza que lord Rastonamenazaba destruir. No, no era posible, sedecía. Sin duda esa reacción se debía altremendo impacto que le había causado lamuerte de lord Whyte, que la había alterado a

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tal punto que no podía pensar ni reaccionar demanera coherente. Sí, esa era la razón, serepetía, respirando aliviada al sentir que habíaencontrado una respuesta para la facilidadpasmosa con la que había aflorado su costadomás vulnerable.

Cuando Sophia rehuyó su mirada, Alexvolvió a fruncir el ceño, pero esta vez en señalde preocupación. Puso sus dedos bajo labarbilla de ella y le alzó lentamente el rostro,obligándola a que lo mirara a los ojos. Cuandovio en los de ella dolor, debilidad y miedo,algo dentro de él rugió. Sabía que era muyprobable que la estuviera llevado al límite desus fuerzas y, haciendo un intento por borraresas emociones que nublaban su mirada,reaccionó de la manera menos pensada. Larodeó con sus brazos como si, de esa manera,pudiese exorcizarla. La fragilidad de esa mujermenuda y hermosa le resultó aún másevidente cuando la sintió temblar pegada a su

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cuerpo y debatirse consigo misma.En lugar de soltarla, la obligó a dejarse

llevar. Era eso lo que Sophia necesitaba.Durante ese abrazo, le dio un casto beso

en el pelo mientras le susurraba palabrascariñosas y de consuelo que, aunque Sophiano lograba distinguir, la condujeron al bordedel abismo. Se sentía tan segura y protegidaque no pudo soportarlo. El primer sollozo latomó por sorpresa. No supo que había salidode su boca hasta que no notó las lágrimas queempapaban la camisa de lord Raston. Noquería perder el control de aquella manera,pero no lograba evitarlo. Lloraba tan fuerteque seguramente sus gemidos se escucharíanen Escocia. Sin embargo, para su sorpresa, sedio cuenta de que no le importaba. Seencontraba en un estado en el que la realidadhabía desaparecido y lo único claro para ellaera que había dejado de ser dueña de símisma y no podía parar de llorar. Se abrazó al

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vikingo casi por reflejo, como un náufrago a latabla que le permite mantenerse a flote.

Alex supo que Sophia se había rendido porcompleto cuando sintió su cuerpo laxoapretado contra él. No creía que ella fueraconsciente de lo que estaba haciendo. Lamuchacha le había puesto los brazos bajo lachaqueta e intentaba abrazarlo. Era increíble lafuerza con la que se aferraba a él, teniendo encuenta lo menuda que era. Sentía húmeda laparte de la camisa en la que Sophia habíaapoyado la cabeza, y el sonido de los sollozosdesgarrados, contenidos por mucho tiempo.

No podía soportar verla sufrir de esemodo y la abrazó con más fuerza, intentandoborrar el pesar que la desbordaba.

Daría cualquier cosa por hacer que esedolor desapareciera, pensó, pero era evidenteque nada ni nadie podría lograrlo. Él habíaprovocado esa reacción con sus palabras y,por más doloroso que fuera, sabía que era lo

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que ella necesitaba: era la única que no habíadesahogado el sufrimiento que sentía y, porlos demás, había intentado mantenerse fuertey contenerse.

Aunque admiraba su valentía y sufortaleza, una parte de él se rebelaba al verque no se apoyaba en nadie.

Tal vez fui un poco brusco con ella, sereprochó, pero había sido la única manera quehabía encontrado para que pudieradescargarse.

Sophia empezó a recuperar la composturay se dio cuenta de que estaba abrazando aRaston descaradamente. Avergonzada por suescandalosa conducta, y por lo que él pudiesepensar de ella, se lo soltó de manera brusca.Al hacerlo, se sintió casi desnuda,desprotegida. Llevaba muchísimos añosaceptando su situación o, por lo menos, sehabía convencido de que lo hacía. Creía quehabía conseguido dominar su corazón para

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que no extrañara nada y, de repente, alapartarse de lord Raston y del calor de sucuerpo, había sentido que lo que estabaperdiendo era algo más que un simple abrazo.Un vacío se había instalado en su interior. Sinprevio aviso, esa sensación la tomó porsorpresa y le generó más preguntas de las queestaba dispuesta a responder. Temía llegar a lapunta de la madeja que la llevara a desenredaresos sentimientos largamente contenidos.

Aquel hombre la obligaba a dejarse llevar.La ternura que demostraba hacia ella era

del todo incompatible con su aspecto recio.Sabía por experiencia que cualquier

hombre, al ver llorar a una mujer del modo enque ella lo acababa de hacer, habría intentadohuir. Las lágrimas eran la mejor forma deagotar la paciencia masculina. Sin embargo,tras una leve sorpresa inicial, lord Raston supocómo actuar y la había hecho sentir especial,como si de verdad le importara.

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Ahora, un poco más repuesta, pero muyavergonzada, inspiró profundamente paraintentar calmar los pequeños temblores queaún la agitaban.

—Siento mucho lo que acaba de suceder,lord Raston. Mi… mi comportamiento esinexcusable —le dijo intentando mirarlo a lacara.

A Alex le resultó encantador el rubor queteñía las mejillas de Sophia mientras sedisculpaba, aunque no alcanzaba a entenderdel todo por qué se disculpaba, ¿por serhumana y llorar tras la pérdida de un serquerido? Comprendía que a veces, en ciertoscasos, era necesario no perder el control, peroque ella se impusiera hacerlo en este casocarecía de sentido para él.

—No hay nada de que disculparse. Haestado conteniéndose durante todo el día y,aunque no dudo de que usted sea una mujerfuerte, es natural que haya necesitado

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desahogarse y, a veces, es más fácil hacerlocon un extraño.

Sophia clavó sus ojos en los de él. Quizásu apariencia de guerrero ocultara más de loque había creído. Lo que acababa de escuchareran las palabras de un caballero, de unapersona que intentaba entenderla, y no de unrudo vikingo.

—¿Usted lo hace? —le soltó Sophia sinpensar demasiado. No tenía intención deformularle aquella pregunta, pero algo incitabasu curiosidad y la empujaba a explorar eseaspecto de él que, hasta entonces, ni siquierasospechaba que existía.

—¿Que cosa? —preguntó a su vez Alex,más para ganar tiempo que porque no hubieraentendido.

—Desahogarse —dijo Sophia casisusurrando.

Sabía que aquella era una preguntaindiscreta que estaba completamente fuera de

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lugar. Una dama no le preguntaba a unhombre algo así, porque los hombres nuncadeben mostrar sus sentimientos. Eso era loque la sociedad establecía como si de unaregla inquebrantable se tratara, aunque, paraSophia, esa “ley” no escrita carecía porcompleto de sentido. Por eso, cuando escribía,hacía que sus personajes masculinos, ademásde ser duros y protectores, tuvieran un ladosensible, rasgo al que debía el éxito entre elpúblico femenino.

Alex sintió que se había metido solo en laboca del lobo. Debería haberse quedadocallado, pero al verla tan afectada yvulnerable, no pudo evitar intentar consolarla.¿Consolarla, él? ¿Qué sabía él desentimientos? Y, no obstante, allí estaba,frente a esa mujer que lo miraba llena deexpectación a la espera de sus palabras. Algoen los ojos de Sophia le impedía seguir siendoel hombre frío e insensible que en realidad era

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y lo forzaba a ser del todo sincero con ella, apesar de no estar acostumbrado a tenerconversaciones de ese tipo con nadie.

—No —dijo con voz queda.—¿Por qué? —preguntó Sophia, sin poder

evitarlo.Ya había llegado demasiado lejos como

para detenerse.Alex inspiró profundamente, movió la

cabeza a ambos lados y esbozó una sonrisa,burlándose de antemano de sí mismo por loque estaba a punto de decir.

—Hace tiempo que me di cuenta de que,al abrirnos frente a otro, aunque solo sea unpoco, le estamos entregando también un armaque, si esa otra persona utiliza bien, puededestrozarnos.

Sophia se miró la mano enfundada enaquel suave guante que, en aquel momento,parecía una lija en contacto con su piel.

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—¿Eso significa que usted puede utilizarmi momento de debilidad para hacerme daño?¿Es eso lo que intenta decirme?

Alex se acercó a unos pocos centímetrosde ella.

—No, no es eso lo que quise decir.Un profundo silencio dominó la habitación

y cuando Sophia ya había descartado que lordRaston le respondiera, lo escuchó decir:

—Lo que quiero decir es que usted es…es una mujer muy valiente.

* * *

Después de su conversación con lord

Raston, y antes de que él la acompañase a sucasa para recoger sus cosas, subió a ver aEmily que, por fin, había caído en lo queparecía un sueño profundo. No hizo falta darleel sedante que el doctor le había indicado, así

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que lo guardó en la mesa de noche, por siEmily llegaba a necesitarlo más tarde.Agotada, salió de la habitación para reunirsecon Alex, tal como habían quedado.

Mientras bajaba las escaleras, no podíadejar de repetirse las palabras de lord Raston.“Usted es una mujer muy valiente”. ¡Si élsupiera! Huir del pasado no tenía nada deheroico, y ni siquiera lo había podido hacer: supasado estaba de nuevo allí para terminar loque había dejado inconcluso.

Había estado disfrutando una seguridadficticia que ahora tocaba su fin, arrastrandoconsigo la vida de un ser querido, del únicoque le quedaba. Nadie sabía la pena que laembargaba y que una promesa le impedíademostrar. Era inútil huir, pero era la únicasalida que le quedaba. Su padre le habíaenseñado a luchar y eso era lo que intentabahacer, aunque dudaba de que lo estuvieralogrando.

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Por otro lado, lord Raston era un auténticoenigma para ella. Si bien su aspectoamenazador y su forma de hablar indicabanfrialdad e indiferencia, ahora sabía que soloera fingida. Pero ¿por qué se esforzaba tantoen parecer algo que no era?

—¿Está preparada? —le preguntó Alex,mientras la ayudaba a colocarse un chal deEmily.

Aunque era primavera, la lluvia incesantede la última semana hacía que las nochessiguieran siendo frías.

—Sí, vamos.Alex caminaba junto a ella sin dar crédito a

lo que acababa de suceder. El ataque desinceridad que había tenido y la sensibleríaque, en circunstancias normales, le hubierahecho rechinar los dientes, le daban asco. Nopodía entender qué le había pasado, pero lomejor era no darle más vueltas al asunto.Estaba allí para resolver un asesinato en el que

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nada parecía tener demasiado sentido, no paradivagar acerca de sus sentimientos.

No faltaba nada de la casa, así que el roboquedaba descartado como móvil. Al parecer,tampoco había habido amenazas previas y elestado del cadáver indicaba que el trabajohabía sido realizado con frialdad y sin la sañacaracterística de las venganzas o los crímenespasionales.

Sin lugar a duda, a juzgar por lainformación que hasta el momento habíarecabado y el modus operandi, estaban enpresencia de un profesional.

El fresco de la noche y la suave brisa lohicieron salir de sus elucubraciones y mirar ala señora Turner. Aunque era menuda, teníaalgo que la hacía parecer más alta de lo que enrealidad era. Envuelta en el chal azul,intentaba que sus pequeños pasos se ajustaranal ritmo que él le imponía. Cuando notó quecasi la llevaba en andas y aminoró el paso, la

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pequeña casa blanca donde Sophia vivía ya sedistinguía perfectamente, gracias a la lunallena y a la linterna de aceite que llevaban.

En un acto reflejo, Alex tanteó en suchaqueta la vieja arma de chispa, herencia desu paso por el ejército de Su Majestad.

Siempre que ayudaba a James en un casollevaba una par de pistolas en la montura de sucaballo. Mientras la señora Turner subió a vera lady Whyte, fue a los establos donde habíanubicado a Baco, y tomó una. Nada hacíapensar que el asesino estuviera cerca, pero eramejor ser precavido.

Cuando Sophia abrió la puerta, Alex lasujetó suavemente del codo para que lomirara.

—Si bien las normas de cortesía señalanque debo dejarla pasar primero, en este caso,si me permite, entraré yo antes.

Sophia lo comprendió perfectamente. Nodebería de estar del todo seguro de que el

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asesino ya se hubiera marchado, y estabavelando por su seguridad. Aunque lo dijo demodo cortés, su fría mirada no daba lugar adiscusión alguna.

Al entrar, el hombre apuntó la linternahacia la entrada que daba al salón, se dirigiócon paso firme al otro extremo de lahabitación y encendió las velas, queiluminaron por completo la estancia.

—Voy a buscar mis cosas.Alex devoraba con la mirada cada

milímetro del salón.Sophia se sintió intimidada ante el

escrutinio al que lord Raston sometía suhogar. Que alguien desconocido mirara suscosas era, para ella, equivalente a abrirle unpequeño sendero hacia su intimidad.

—Esta bien, la esperaré aquí. No tarde.Sophia alzó una ceja y esbozó una media

sonrisa ante ese tono autoritario que ya no le

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parecía tan irritante.—A sus órdenes, mi capitán —dijo algo

sarcástica.Alex sonrió.—A decir verdad, es “comandante”.La cara de Sophia reflejó cierta sorpresa.

Que un aristócrata hubiera sido comandantedel ejército y que ahora colaborara conScotland Yard en la resolución de casosdifíciles no era nada habitual. Sin duda, esehombre debía de ocultar una gran historia, loque resultaba irresistible para su curiosidad deescritora.

Cuando se dirigía a su dormitorio, algo enla expresión del hombre la hizo detenerse enseco.

Estaba concentrado mirando un punto fijode la habitación. Su cicatriz había adquirido unmatiz blanquecino, y su mirada, fría ydistante, estaba a tono con su mandíbula, que

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parecía haber adquirido la dureza del granito.Sophia le siguió la dirección de la mirada y

lo que encontró hizo que se le revolviera elestómago. Sobre las desordenadas cuartillasque estaban en el pequeño escritorio en el queescribía sus novelas había una flor.

Pero no era una flor cualquiera. Esamargarita, como bien sabía, era su sentenciade muerte.

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Capítulo 5

LA voz de lord Raston sacó a la muchachadel estupor en el que estaba sumida y queparecía haber petrificado sus extremidadescomo si fuera un veneno paralizador.

—¡Recoja todas sus cosas, señora Turner!¡Ahora!

Sophia intentó moverse, pero su cuerpo norespondía. Seguía retenida por aquella flor.Sin embargo, centró sus esfuerzos en ponerun pie delante del otro y, sin saber cómo,consiguió avanzar.

En su habitación, empacó todo lo quepudo, aunque no había mucho que guardar:las joyas y el juego de cepillo y espejo de plataque había heredado de su madre y unoscuantos vestidos.

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Pero le faltaba algo. Se agachó y sacó deabajo de la cama una caja grande, aunque nomuy pesada, que había mandado a hacerespecialmente para que pareciera el estuche deun instrumento musical. Allí guardaba lo únicoque conservaba de su padre.

Sophia sabía que, después de lo que habíapasado, Alex tendría muchas preguntas parahacerle y que ya no podría rehuir. Iba a tenerque mentirle en la cara y, por su bien, iba aser necesario que fuera una actrizconvincente.

Alex estaba impaciente por salir, noporque temiera que el asesino los sorprendieraallí, sino porque necesitaba tiempo parapensar. Sin duda no era casual que aquella florestuviera en la casa de la señora Turner, y esoabría un nuevo camino en la investigación.

Era obvio que el asesino esperaba queSophia, que vivía sola en esa casa, fuera laúnica que la encontrara. Pero ¿por qué? A

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simple vista, no parecía tener ningún sentidoque ella fuera la destinataria de tan extrañomensaje.

Alex veía dos alternativas. O bien Sophiasabía perfectamente qué estaba pasando y lehabía mentido por miedo o porque el asuntoenvolvía algo ilegal que podía llegar ainvolucrarla, o bien el asesino intentabaintimidarla para conseguir algo que no eraclaro si Sophia sabía o no qué era.

Sea como fuere, la señora Turner era elsiguiente objetivo.

* * *

Cuando volvieron a la casa de los Whyte,

James acababa de llegar del pueblo.Sophia estaba subiendo para dejar sus

cosas en una de las habitaciones y Alex lerecordó que quería hablar con ella una vez

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que hubiese acabado de acomodarse.Con una mirada, James le preguntó qué

era lo que ocurría. La fingida calma de suamigo no lograba engañarlo y el descontroladotic en el ojo izquierdo de Alex que tan bienconocía le indicaba que algo no andaba bien.

—¿Qué ha pasado? —le preguntó encuanto Sophia desapareció.

Mediante un gesto casi imperceptible, Alexle indicó que lo siguiera a la biblioteca.

Una vez dentro, mientras se sentaban, lerespondió:

—El asesino le dejó un mensaje a laseñora Turner en su casa.

—¿Qué mensaje?—Había una margarita sobre el escritorio.—¡Pero eso no significa que esté tras ella!Alex extrajo un trozo de papel de su

bolsillo derecho.—Creo que esto no deja lugar a dudas.

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James lo desdobló y vio que en el centroestaba escrita con letra clara la palabra“muere”.

—¿Qué dijo la señora Turner cuando lovio?

Alex suspiró dejando salir lentamente elaire contenido.

—Vio la flor y, a juzgar por su expresión,eso bastó para que se asustara. No sabe nadade la nota. Cuando fue a su habitación a juntarsus cosas vi que estaba sujeta a la flor con unalfiler.

—¿Vas a decírselo?—Todavía no. Necesito hablar con ella y

aclarar varias cosas. Nada de esto tienedemasiado sentido.

—Quizá se trate de un loco.—James… —dijo Alex, esbozando una

pequeña sonrisa.—Lo sé, lo sé —dijo levantando las

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manos en señal de rendición—. Por lo pocoque sabemos, el asesino es un profesional,pero no vas a negarme que hemos conocidoprofesionales locos. No creo que debamosdescartar esa posibilidad del todo.

—Y no lo hacemos —contestó Alex,mientras se masajeaba el puente de la narizcon dos dedos intentando relajarse—. Estáclaro que no podemos descartar nada, peropiénsalo. ¿Por qué avisaría quién es supróxima víctima? Está claro que quiere queella sepa que la está buscando. Lo que notermino de entender es por qué.

—Y eso nos lleva a la pregunta siguiente:¿qué relación hay entre un aristócrata comolord Whyte y la mujer de un soldado, laseñora Turner? ¿Por qué alguien querríamatar a uno y amenazar de muerte a la otra?

—La señora Turner me contó que lordWhyte era amigo de suegro y que, cuando sumarido murió, le ofreció la casita en la que

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reside como gesto de amistad hacia él.—Deberíamos preguntarle dónde sirvió su

marido y a las órdenes de quién —dijo Jameslentamente—. Quizás eso nos dé una pista.Hemos visto esa forma de matar hace años yno precisamente cerca de Inglaterra.

—Sí, es una posibilidad —dijo Alex—.Tengo la intención de llevarme a la señoraTurner a Londres mañana por la mañana ycreo que lo mejor sería que volvieras connosotros. Lo que ha pasado esta noche cambialas cosas y aquí queda poco por hacer.

—Creo que es buena idea. La señoraTurner no está segura aquí. ¿En qué tipo deprotección estás pensando?

—Quiero llevarla a mi casa de Mayfair.—¿Es broma?—Para nada, pero quédate tranquilo, no

habrá nada incorrecto. En cuanto amanezca,mandaré un telegrama a mis tías para que se

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instalen en mi casa. Con ellas allí, nadie podráponer ninguna objeción. Se las presentarécomo una antigua amiga de la familia. Es elúnico modo de que esté segura hasta queencontremos al responsable.

—Sabes que tus tías no pararán de hacertepreguntas, ¿no? La verdad, no te envidio en lomás mínimo —le dijo James mientras se reíasocarronamente.

—No le veo la gracia —susurró Alex entredientes.

Antes de que James pudiera agregar nada,unos golpecitos en la puerta hicieron queambos se pusieran en pie.

Sophia asomó la cabeza y los vio,mirándola desencajados. Suponía que debíade tener mal aspecto, pero no creía que fuerapara tanto. Con un gesto mecánico, se alisó lafalda intentando, en vano, parecer máspresentable.

—Pase, señora Turner —dijo lord Raston,

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acompañando sus palabras con un gesto que leindicaba que tomara asiento en el sofá.

Sophia entró en la habitación con pasodecidido. El momento de actuar había llegado.Solo rogaba ser bastante convincente comopara que le creyeran.

Cuando tomó asiento, ambos le clavaronla mirada. Parecían dos halcones esperando elmomento adecuado para desplumar al pichónrecién cazado. Sophia pensó que no era unbuen comienzo.

—Le he contado al detective Talbot lo quehemos encontrado en su casa cuando fuimos arecoger las cosas, y queríamos hacerle unascuantas preguntas —le dijo lord Raston, queseguía observándola fijamente, atento a susexpresiones y gestos.

Ella humedeció sus labios resecos sinpercatarse de que evitaba los ojos del hombre,quien en ese momento tosía como si sehubiese atragantado con algo.

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—Estoy a su entera disposición,caballeros, pero, si es posible, antes quisierahacerles una pregunta. ¿Por qué yo? ¿Por quéme dejaron una flor igual a la que dejaroncuando mataron… —Sophia tuvo que haceruna pausa antes de proseguir. La muerte deCharles era algo que todavía le costabaasimilar. Carraspeó, tratando de quitarse elnudo que sentía en la garganta.

—… a lord Whyte? —prosiguió algo másserena.

Raston y Talbot se miraron.Tras una inspiración profunda, Alex tomó

la palabra:—Esperábamos que fuera usted quien nos

aclarara ese punto.Sophia enderezó aún más la espalda para

ganar tiempo antes de replicar:—¿Y por qué piensan que yo podría

ayudarlos? Esto es una locura o, peor, una

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pesadilla —dijo mientras se llevaba la manoenguantada a la frente y la cara condesesperación.

Alex la miró a los ojos antes de proseguir.—Responda nuestras preguntas e intente

tranquilizarse un poco.Sophia levantó la cabeza de golpe, dirigió

su mirada hacia él y, por toda respuesta,arqueó una ceja frente al tonocondescendiente que destilaban las palabras delord Raston que tanto le desagradaba. Sipretendía insinuar que estaba perturbada, seequivocaba. Estaba bastante tranquila,teniendo en cuenta las circunstancias.

—Cuando quiera, detective —dijodirigiéndose al señor Talbot y adoptando laque, sabía, era una actitud por demás infantil:hacer como si lord Raston, quien en esemomento le resultaba odioso, no estuviese allí.

Sin embargo, Alex no pareció darse poraludido o, al menos, no le dio el gusto de

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demostrárselo. Lejos de irritarse, desplegó unasonrisa lobuna, como si la situación lodivirtiera. Parecía estar disfrutándolo, pensóSophia con amargura. Sin duda, no sabía conquién estaba tratando.

—Señora Turner, ¿cómo conoció a lordWhyte? —preguntó, sacándola de suensimismamiento.

La muchacha suspiró, como si esapregunta, por repetida y obvia, la agotara yrepuso con tono sarcástico:

—Se lo conté esta mañana, lord Raston,¿ya lo olvidó?

—Refrésqueme la memoria, si es tanamable —le dijo apretando los dientes.

James Talbot se acomodó en el sillón, ydecidió que era mejor permanecer callado ydejarlos que continuaran enfrascados en eseentretenido duelo de voluntades. Si hubiesetenido que apostar por alguien, reflexionó, sin

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duda lo habría hecho por la señora Turner.—Está bien, se lo contaré de nuevo.Sophia terminó la frase con una sonrisa

amplia y triunfal.Cuando vio la cara de su amigo, James

tuvo que contenerse para no soltar unacarcajada. El tic, que unos momentos antesafectaba el ojo izquierdo de Alex, habíapasado ahora al derecho; decididamente, noera una buena señal. Decididamente, la señoraTurner no sabía el peligro al que se exponía.Se estaba metiendo en un terreno pantanoso ydecidió ayudarla antes de que Raston perdierael control por completo y la estrangulara.

—Yo no lo sé, señora Turner, y leagradecería que me lo contara —intervino.

Sophia lo miró haciendo un gesto deresignación y una pequeña sonrisa asomó asus labios. Paladeaba el dulce sabor de lavictoria.

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—Si es así, señor Talbot, no puedonegarme.

Se acomodó en el sofá, relajada, y setomó un tiempo para contestar.

—Bien, como le conté a lord Raston —dijo de manera condescendiente y subrayandocada palabra—, mi marido, Edward Turner,era hijo de un querido amigo de lord Whyte,que fue secretario personal de Charles durantemuchos años. A pedido de mi suegro, lordWhyte intercedió por mi marido para queentrara en el ejército.

—¿En qué fecha ingresó su marido alejército, señora Turner? —preguntó Alex.

La muchacha meditó un momento, comosi buscara la respuesta en su memoria y,finalmente, con firmeza, esbozó una pequeñasonrisa dando a entender que la habíaencontrado.

—En enero de 1812.

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James asintió y la invitó a seguir.—Lo recuerdo como si fuera ayer —dijo

pensativa y algo nostálgica—. Nos casamos undía antes de que partiera. Había nevadomucho y fue muy difícil llegar a la Iglesia,pero no nos importó. Éramos felices y nadaparecía poder interponerse entre nosotros. Poraquel entonces yo no era más que unachiquilla enamorada.

—¿Cuántos años tenía en ese momento?—le preguntó Alex, observándola conatención. En efecto debía de haber sido unachiquilla cuando se casó, porque ahora noaparentaba más de treinta años. Las cuentasno le cerraban del todo.

—Yo tenía dieciséis, y mi marido,diecinueve.

James silbó por lo bajo. La mujer seconservaba demasiado bien para tener treintay cinco años. Miró a Raston y comprobó queestaba pensando lo mismo, pero en la mirada

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de su amigo había algo más, ¿desconfianza, talvez?

—¿Sirvió en algún otro lugar? —preguntóJames.

Sophia cambió el semblante. Unaprofunda tristeza pareció instalarse en susojos.

—No. Fue su primer y único destino. Unaño y medio después murió en la Batalla deVitoria.

—Lo lamento.Sophia asintió en señal de agradecimiento.—No se preocupe, señor Talbot, fue hace

muchos años. Aunque al principio uno sienteque nunca va a lograr reponerse, la vidacontinúa.

—¿Tiene alguna idea de por qué el asesinova detrás de usted? —la interrumpió demanera brusca lord Raston.

La pregunta tan directa y la falta de tacto

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sorprendió a Sophia y a Talbot, que lomiraron con sorpresa.

—Lord Raston, eso fue exactamente loque les pregunté cuando empezamos estaconversación. ¿Cree que si tuviese la másremota idea de por qué esta pasando todo estohabría hecho esa pregunta? —dijo indignada yalzando un poco la voz.

—Lo sé perfectamente, señora Turner,pero creo que hay algo que no nos estácontando.

James fijó sus ojos en Alex. Su amigomostraba las cartas y la estaba acorralando. Siella ocultaba algo, era un buen método parahacerla hablar; sin embargo, sospechaba quela mujer no sabía nada. La sorpresa queexpresaban sus ojos y la repulsión que viograbada en ellos ante la acusación velada deAlex confirmaban la veracidad de suspalabras. Quizás el asesino buscara algo queella no sabía que tenía. Era una posibilidad

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que Alex parecía no estar considerando.Sophia se levantó despacio del sofá

fulminando a Raston con la mirada, que ibaadquiriendo tintes asesinos.

—Si está insinuando lo que parece, suactitud no tiene nombre. ¿Cree que le estoymintiendo? ¿Que sé algo que podría ayudar aresolver el asesinato de la única persona queme tendió una mano en el momento másdifícil de mi vida y lo oculto? Me subestima sile parece que puedo ser tan necia como parano ayudarlos a encontrar al hombre que, alparecer, ahora está detrás de mí. Su actitud esinaceptable. Creo que no tengo nada más quehablar con ustedes.

La señora Turner intentó escabullirse, peroAlex la detuvo, agarrándola del brazo consuavidad.

Sophia intentó soltarse. Sabía que teníaque salir de allí antes de que acabara porderrumbarse, pero no había manera: aquel

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hombre la sujetaba firmemente y la mirabadirecto a los ojos, como si intentara leer sualma.

Todo estaba resultando mucho más difícilde lo que había creído. La idea de contarlestodo lo que sabía cruzó por un momento sumente, pero sabía que no podía hacerlo. Siconfesaba, pondría en riesgo no solo su vida,sino, también, la de aquellos dos hombres.Tenía que irse a Londres cuanto antes.

Charles le había indicado hasta elcansancio qué era lo que tenía que hacer eneste caso: debía ir a Londres y hablar con laúnica persona que podía protegerla. Sabía dememoria las instrucciones que lord Whyte lehabía dado, pero, para poder ponerse encontacto con ese hombre, debía deshacerse delos investigadores, que parecían no estardispuestos a soltarla.

—Perdóneme si la he ofendido, señoraTurner, pero tenía que preguntárselo, aunque

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me disguste hacerlo. Ahora, por favor, le pidoque se calme —le dijo Alex soltándola concautela, para que ella no saliera corriendo, eintentando apaciguarla con sus palabras.Sophia había sido muy convincente. Por elmomento, decidió dejar las cosas comoestaban. Lo miró a los ojos. Era evidente queaquel hombre estaba a punto de hacerle perderla compostura. Los nervios habían hecho quesu corazón diera un vuelco cuando escuchólas preguntas incisivas y directas del vikingo.Por un momento, creyó que la máscaracaería, y el telón con ella. Sin embargo,aguantó el acoso de Raston y se mordió lalengua para no contar hasta el último de sussecretos.

Había pasado lo peor. Ahora, tododependía de que pudiera seguir dominándosey de que lograra sostener su mentira el tiemponecesario como para escapar.

Dejó salir de golpe el aire que había

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retenido y, dando una especie de suspiro,asintió aceptando las disculpas de lord Raston.

—¿Está bien? —preguntó Talbot consincera preocupación.

—Sí, sí —se apresuró a decir Sophia,mirándolos.

Parecía volver a controlar la situación yempezó a tranquilizarse.

Alex la observó intentando determinar enqué punto emocional se encontraba Sophia.

—Señora Turner, debido al interés queusted parece haber despertado en el asesino delord Whyte, sería conveniente que mañanamismo partiera con nosotros hacia Londres.

Sophia se quedó sin palabras durante loque le pareció una eternidad. Su cara, unamaraña de emociones sucesivas, se debatíaentre la estupefacción y el enfado.

—¿Cómo? —dijo cediendo a la ira—.¿Quién ha decidido tal cosa?

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El tic del ojo izquierdo de Alex amenazócon volver a aparecer.

¡Y pensar que al principio se había dejadocautivar por esa mujer, que, ahora veía, eramás terca que una mula!

Comprendía que estuviera conmocionaday que le costase asimilar lo que estabasucediendo, pero no podía entender que no sediera cuenta de que lo hacían por su bien.

Talbot intervino para evitar que lasituación siguiera poniéndose más tensa. Envez de un investigador, se sentía como elárbitro de una pelea de box. ¿Era posible queno percibieran lo que estaba sucediendo entreellos?

—Señora Turner, lord Raston y yo hemosevaluado la situación y creemos que aquí noqueda nada por hacer. En cuanto llegue el hijode lord Whyte, cosa que, esperamos, sucederáen pocas horas, partiremos sin demora haciaLondres. Créame, es la mejor solución. Allá

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podremos protegerla mejor y averiguar qué eslo que está pasando.

Un poco más calmado, y consciente deque tenía que ser paciente si quería que laseñora Turner accediera a ir con ellos, Alexagregó:

—Está claro que el asesino quiere algo deusted y que no es ningún improvisado. Quienlo mató conoce bien la casa y susmovimientos, y se maneja con soltura aquí.Por eso debe venir a Londres con nosotros.Como bien le ha dicho el señor Talbot, esonos permitirá seguir las líneas de investigaciónque hemos abierto y que aquí ya no podemoscontinuar y, además, en Londres contamoscon recursos, de los que aquí carecemos, paraprotegerla mejor.

Talbot enarcó una ceja. ¿Qué diría laseñora Turner cuando supiera que esos“recursos” consistían en alojarse en la casa delord Raston? Estaba ansioso por escuchar su

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respuesta. Hacía tiempo que no disfrutabatanto con un interrogatorio y jamás, ni siquieraen el campo de batalla, había visto a sucompañero sudar tanto. Alex continuó:

—Le prometo que haremos todo lo queesté a nuestro alcance para que esta pesadillatermine lo antes posible, pero, para eso, debeconfiar en nosotros y acompañarnos.

Sophia lo miró atentamente. Lo cierto eraque ella tenía que ir a Londres cuanto antes y,si dejaba de lado la molestia que le producíaque decidieran por ella, debía admitir que lavía de escape que le abrían lord Raston yTalbot no podía ser mejor. Era evidente que,si iba con ellos, tendría más oportunidades dellegar viva a Londres.

Sabiendo que era una oportunidad que nopodía dejar de pasar, dijo lo único que podíadecir en aquel momento:

—De acuerdo, mañana iré con ustedes aLondres.

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Talbot vio que Alex esbozaba una pequeñasonrisa triunfal, mueca que, no dudaba,desaparecería en cuanto le dijeran dóndepensaban alojarla. Sabía que la señora Turnerestaría a la altura del combate que ella y Alexestaban llevando adelante.

* * *

Desde aquel rincón, oculto en la oscuridad

de la noche, podía vigilar la casa sin correrriesgos.

Haberla encontrado después de tantotiempo le había causado una extremaexcitación.

Había sido muchos los años transcurridosdesde que la había visto por última vez, taninocente y no menos impredecible. Había sidouna sorpresa encontrarla, una sorpresa quedesbarató sus planes.

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¿Quién hubiera dicho que una chiquillapodría vencerlo a él, que había vuelto loca amedia Europa? Era algo que seguíaresultándole inconcebible, un error inexcusableque, aún hoy, lo llenaba de vergüenza.

Jamás había que subestimar a un enemigo,se repitió.

Pero ahora, por fin, su venganza estabamás cerca de lo que jamás hubiera creído.

Sin embargo, debía ser paciente. Teníaderecho a saborear cada segundo de aquellacaza largamente esperada.

El hecho de que esos hombres estuvierantodo el tiempo con ella era un incentivo extraque hacía que todo le resultara mássatisfactorio todavía.

Solo tenía que estudiar la situación yesperar a que llegara el momento adecuado.Sin duda la espera había valido la pena.

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Capítulo 6

AUNQUE el viaje a Londres no erademasiado largo, se le estaba haciendobastante pesado.

Quizá se debiera a que casi no habíadormido. Solo dos horas después de que sehabía retirado a descansar, llamaron a lapuerta del dormitorio para avisarle queAnthony, el hijo de Emily y Charles, por finhabía llegado.

Eso suponía dos cosas. Primero, quedebía darle la noticia de la muerte de su padrey, en segundo lugar, que después de hacerlose pondría en marcha de inmediato haciaLondres y dejaría a madre e hijo solos cuandomás la necesitaban.

Había sido muy doloroso para ella ver a

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Anthony escuchando el relato de lo que habíasucedido.

La entereza que exhibió el joven y lamanera en la que había consolado a su madremientras se esforzaba por contener laslágrimas, había conmovido a todos, incluso alimperturbable vikingo, que pareció dejar deestar en guardia por unos segundos. El dolorque creyó percibir en los ojos de Alex lasorprendió profundamente.

Luego, sin poder decir nada, Anthony laabrazó como si hubiera sido su hermana.

Le costó mucho despedirse de ellos yalejarse de todo lo que conocía y quería, perosabía que era lo mejor tanto para Emily yAnthony como para ella misma.

Pese a los consejos de lord Raston y deTalbot, les contó por qué se iba. Le parecíacruel e innecesario que sus afectos sintieranque los abandonaba cuando más lanecesitaban y no quería que la consideraran

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una ingrata.Alarmados por lo que les contaba,

intentaron retenerla, pero lord Raston logróconvencerlos de que era lo mejor para ella.

Para consolarlos, les prometió quevolvería pronto, aunque le pesaba hacerloporque sabía que era una promesa que nopodría cumplir.

Tras una hora de viaje, y pese a que yaestaban cerca de su destino, ya no podíasoportar más la mirada de lord Raston posadasobre ella desde que habían emprendido elcamino.

Intentaba evadirse de todo lo que larodeaba mirando el paisaje por la ventanilla,pero le resultaba imposible escapar de los ojosdel vikingo, que parecían llenar el pocoespacio que había dentro de aquel cubículo.

¿Qué era lo que le llamaba tanto laatención?

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Sabía que ese hombre no lograbacomprenderla, y era natural que así fuera,porque ella no le había dicho todo o, mejordicho, no le había contado nada y tampocopodía hacerlo, por mucho que desearaliberarse de todo lo que venía guardandodesde hacía años.

Durante más de una década habíarepasado una y otra vez el plan que Charleshabía ideado en caso de que la descubrieran.

Lo único que deseaba era llegar a Londres,darse un baño y descansar unas horas.Después de eso, podría pensar con másclaridad los pasos a seguir.

Tenía que dejarle un mensaje, que solo élentendería, a Hugo Ambersley en unadirección postal que había memorizado hacíaaños y, a partir de ahí, todo cambiaría parasiempre.

Un bache pronunciado del camino la hizosobresaltarse y volver a la realidad.

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Talbot releía una y otra vez las notas de supequeña libreta, mientras lord Raston no lequitaba los ojos de encima. ¿Es que esehombre no se cansaba nunca?

Decidió romper esa especie de hechizoiniciando una conversación cuando cayó en lacuenta de que, con todo lo que había pasado,ni siquiera les había preguntado dóndepensaban alojarla.

—Caballeros, me gustaría saber si hanresuelto dónde me alojaré cuando lleguemos ala ciudad.

Sophia vio que lord Raston ponía cara defastidio, pero lo que más la sorprendió fue lareacción de Talbot, quien cerró de inmediatola libreta en la que tan concentrado parecióestar durante todo el camino. Se cruzó debrazos y, con expresión divertida, comenzó amirarlos alternativamente, como si estuvieraviendo una obra de teatro y esperara lasréplicas de los actores principales en la escena

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central.Comenzó a sospechar y sus dudas

crecieron más aún cuando volvió a mirar alord Raston.

Su mandíbula estaba más tensa que unacuerda y creyó ver su pulso palpitando en lavena de su sien.

—Tenemos que hablar sobre eso, señoraTurner —le dijo con la voz más grave que lehabía escuchado hasta el momento.

Por experiencia, Sophia sabía que ese noera un buen comienzo.

Talbot se acomodó y apoyó los codossobre las rodillas, con un gesto expectante quedaba a entender que no quería perderse nadade lo que pasara.

—Lo escucho —dijo la muchacha entredientes, intentando que sus músculos no seaflojaran cuando escuchara lo que, estabasegura, no le gustaría nada oír.

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Alex carraspeó un poco. De repente, sintióla garganta un poco seca. Sabía que se veíaridículo por dar tantas vueltas para decirle a laseñora Turner dónde se alojaría. ¿Él, quehabía enfrentado no solo a su padre, sino a loshombres más despiadados durante la guerra,intimidado por una mujer? No tenía sentido.

Ofuscado, sin más preámbulos le disparó:—Se quedará en mi casa, señora Turner.A juzgar por el tono carmesí que

adquirieron las mejillas de Sophia, y por lamanera en que se golpeó la pierna con elabanico, ella estaba dispuesta a contraatacar.

Alex no le quitó la vista de encima alabanico, que ya debía de haberle causado aSophia más de un moretón, por si se le ocurríaarrojárselo por la cabeza.

Talbot ni siquiera pestañeaba: la escenaestaba superando con creces sus expectativas.Por el modo en el que escuchaba bajar lasaliva por la tráquea de Alex, su amigo parecía

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haberse tragado una lija. No daba crédito a loque veía. Le resultaba imposible que unamujer que no superaba el metro sesentaintimidara a Alex, a quien siempre habíaconsiderado un hombre duro al que nada ninadie lograba asustar y del que todos huían.

—¿Está usted loco? —preguntó Sophia,con un tono tan agudo que hizo que hasta aella le dolieran los oídos y que ambos hombresse encogieran.

Talbot miró a su amigo atentamente. Lointrigaba cuál sería su siguiente movimiento,dado que no se imaginaba de qué modo se lasiba a ingeniar para calmar a esa fierecilla quetenía enfrente.

Alex tomó aire. Debía evitar un ataquefrontal y planear bien su ofensiva.

—Intente calmarse, señora Turner,déjeme explicarle.

Sophia se inclinó hacia delante acortando

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la distancia que los separaba. Talbot pensóque esa mujer debía de estudiar tácticas decombate en sus ratos libres: tomaba porsorpresa a su oponente y ahora lo amenazabacon su abanico. ¡Cuántas agallas!

—¿Que me calme? ¿Me pide que mecalme cuando está en juego mi reputación? Yono soy como las viudas que, sin duda, ustedacostumbra frecuentar.

Sophia le lanzó una mirada que habríacongelado hasta el Sahara.

Había que reconocer que Raston habíalogrado contenerse, pero aquel golpe erasimplemente imposible de encajar. La cara deAlex no tenía desperdicio. Parecía que sehubiera comido un pescado en mal estado.

El tic del ojo era cada vez máspronunciado. No estaba enojado, no, echabaespuma por la boca como un perro rabioso.

Talbot miró a la señora Turner y negó conla cabeza, dándole a entender que no le

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convenía seguir por ese camino, porque aquelhombre, que en realidad era incapaz dehacerle daño a una mujer, podría acabarestrangulándola.

Talbot empezó a pensar que debía tomarcartas en el asunto. Decidió ayudar a Raston,aunque, en el fondo, estaba disfrutando lafunción.

—Señora Turner, escuche a lord Raston,por favor. Ya verá cómo tiene una explicaciónrazonable.

La muchacha desaprobó las palabras deTalbot.

—¿Razonable? ¿Cómo puede haber enesto algo razonable? —gritó.

Talbot, como buen soldado, habíaaprendido cuándo debía retirarse, y ese, sinduda, era uno de esos momentos. Que Rastonse las arregle solo, pensó. A fin de cuentas,hasta la amistad tenía sus límites.

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Alex lo miró. Lo conocía lo suficientecomo para saber que su sonrisa significabaque lo habían dejado solo frente al enemigo.

—Señora Turner, ayer envié un telegramaa Londres a mis dos tías abuelas, Harriet yOphelia. Ambas han cumplido ya los setenta yse mueven dentro de la esfera más alta de lasociedad. Son respetadas y tienen reputaciónsuficiente como para amadrinar debutantes —dijo entre dientes—. Les pedí que setrasladaran a mi casa para que la estancia deuna vieja amiga de la familia fuerairreprochable. Esa será la versión oficial.Estando ellas allí, le aseguro que nadie seatreverá a poner en entredicho su honra.

Sophia lo miró azorada.—Y, dígame, ¿por qué tengo que aceptar

esto? ¿Por qué no me puedo quedardirectamente en la casa de ellas? —preguntóalgo más calmada.

—Porque ahí no podré protegerla.

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—¿Y en su casa sí?—Efectivamente.Alex no comprendía por qué le costaba

tanto entender que esa era la mejor opciónpara poder defenderla del asesino y de lasmalas lenguas.

Su casa ya estaba preparada: tenía a suservicio hombres que habían luchado a su ladoy a los que les habría confiado su propia vida,mientras que acondicionar la de sus tías habríallevado un tiempo con el que no contaban, porno hablar de que nada sabían acerca delasesino y, por tanto, estaban en claradesventaja frente a él.

Apostaría a que la clase de hombre quehabía matado a lord Whyte se tomaría sutiempo, estudiaría la situación y esperaría elmomento oportuno, pero no podía arriesgar lavida de la señora Turner.

La miró levantar una ceja, haciendo unmohín que parecía indicar que algo le causaba

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gracia.¿Qué era lo que le pasaba? ¿Qué le

resultaba tan gracioso? Sin duda estaríadelirando de fiebre.

—Está bien, lord Raston, pero, dígame, sisoy una antigua amiga de la familia, ¿cómo vaa explicarles a sus tías el hecho de que no meconozcan?

Alex esbozó una sonrisa.—Eso es muy sencillo. Cuando yo era

niño ellas vivían en Italia, así que si les dijeraque usted es la hija de una amiga de mimadre, no preguntarían nada más. De todasformas, tengo pensado contarles la verdad.Guardarán el secreto y podrán sernos de granayuda.

—¿Y a su madre no le dirá la verdad? —preguntó viendo con su ojo de escritorademasiados cabos sueltos.

—Mi madre murió cuando yo tenía seis

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años. No tiene por qué temer que ella ladescubra.

Sophia se sintió mal. Había sido unainsensible. No había contemplado esaposibilidad, pese a que sabía muy bien el dolorque esa pérdida podía llegar a causar enalguien tan pequeño.

—Lo siento, lord Raston. Mis palabrashan sido muy poco afortunadas.

—No se preocupe, eso sucedió hacemucho tiempo.

Durante unos segundos, el silencio reinódentro del vehículo. La mirada de amboscambió. Como solía hacer, Alex intentó alejarlos recuerdos de su niñez, aunque ya no loafectaran demasiado. Sophia era de la idea deque el tiempo no cura todas las heridas,entonces sintió compasión por él.

—Pensaba contárselo más tarde, pero,dado que es posible que mis tías ya esténesperándonos en mi casa y que nos

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interroguen apenas lleguemos, creo que esmejor que nos pongamos de acuerdo ahora.

Sophia no estaba del todo de acuerdo conel plan.

—Usted es hija de una antigua amiga demi madre, Jocelyn, que se casó con unnorteamericano. Tuvieron una hija, y lafamilia se instaló en Norteamérica. Jocelynmurió hace poco en un accidente junto con sumarido, y la hija, como su madre le habíahablado mucho de Inglaterra, decidió viajarhacia aquí para conocer la tierra en la quenació.

—¿Y qué es verdad de todo eso?Alex sonrió.—Todo. Después de la muerte de mi

madre, Jocelyn siguió estando en contactoconmigo y me escribía cada tanto. No tienenningún pariente aquí: con la muerte deJocelyn, la hija quedó huérfana, por lo que un

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abogado se encargó de administrar su fortuna.Quería a mi madre como a una hermana y erael único lazo que tenía con Inglaterra.

—Veo que lo tiene todo muy bien pensado—dijo Sophia, algo más confiada.

—No la habría sacado de su casa, ni lallevaría a Londres, ni la alojaría en mi casa sino pensara que es la mejor solución. Créame,esto me hace tan poca gracia como a usted.

Sophia sonrió abiertamente.—Gracias por su franqueza, lord Raston.

Es gratificante saber que soy bienvenida.Aunque quiso evitarlo, Alex no pudo más

que sonreír.—Una última pregunta. ¿Sus tías abuelas

son de la rama materna o paterna?—Materna.—Ah, ¿y no tiene hermanos?Alex torció la boca.—¿No había dicho que solo me haría una

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pregunta?Sin darse cuenta, Sophia volvió a blandir

el abanico.—Perdóneme, no pretendía molestarlo,

pero si soy una vieja amiga de la familia, ¿nose supone que debería saberlo?

Alex, que preservaba su intimidad hasta loindecible, no tenía intención de abordar esostemas, pero se daba cuenta de que lamuchacha tenía razón. Además, sabía queocultando esa información no haría más queavivar su curiosidad y, además, podía hacerpeligrar todo el plan.

—Mi padre murió hace unos años y yoheredé el marquesado. Cuando murió mimadre, él se volvió a casar y, sí, señoraTurner, tengo un medio hermano, pero escomo si no lo tuviera. ¿Cree que con eso essuficiente? —dijo con los labios casi pegados,como si darle esa mínima información fuerapara él un gran esfuerzo.

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—¿No se lleva bien con él?Sophia sonrió cuando una especie de

rugido de rabia salió del interior de Alex.—¡No se enoje! —exclamó levantando las

manos—. No le haré más preguntas si tanto loincomodan.

Alex sacudió la cabeza y se puso a mirarpor la ventanilla. El viaje le estaba resultandomás agotador que los que había hecho a laIndia. Si alguien quisiera torturarlo, pensó, sinduda no tendría más que hacerlo viajar conSophia Turner.

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Capítulo 7

POCO antes de llegar, Sophia vislumbró losmagníficos escalones de mármol queconducían a la casa de lord Raston. Situada enuno de los mejores barrios de Londres, sucuidada arquitectura no encajaba del todo conla personalidad del hombre a quien pertenecía.

Sin darle más tiempo para que siguieraobservando, lord Raston la hizo bajar delcoche y dirigió unas últimas palabras a Talbot,quien proseguía su camino hacia las oficinasde Scotland Yard para hacer un informedetallado de los acontecimientos.

La casa era imponente. Con los grandesventanales que tenía, debía de ser muyluminosa. Reparó también en los barrotes dehierro torneado que protegían las ventanas

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inferiores. Ahora comenzaba a entender porqué le había dicho que esa casa estabapreparada para protegerla.

Lord Raston golpeó la puerta, y unmayordomo les abrió. A pesar de que no eraun muchacho, el hombre parecía seguir siendobastante ágil.

—David.—Milord, estamos muy contentos de que

haya vuelto —dijo el mayordomo con airetaciturno y gran solemnidad.

Sophia, que estaba atenta a todos losdetalles, reparó en la mirada tierna que Alex ledirigió.

—¿Han llegado ya mis tías?—Sí, milord. Ayer llegó un mensaje de

ellas que decía que hoy mismo llegarían parapasar una temporada aquí. Esta mañana vinoun carruaje con sus cosas y, media horadespués, puntuales como siempre, llegaron

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lady Martley y lady Barth. Ahora están en elsalón tomando el té.

—Muy bien, David. Le presento a laseñora Turner. Es la hija de una amiga de mimadre y se quedará con mis tías en casa porunas semanas. Por favor, haga que lepreparen la habitación azul.

—Ahora mismo, milord.—Muchas gracias —dijo, mientras

ayudaba a Sophia a quitarse la chaqueta y sela entregaba al viejo mayordomo.

—Creo que olvida algo, lord Raston —ledijo Sophia algo contrariada.

Alex soltó una maldición por lo bajo. Sehabía olvidado del maldito gato, que habíahecho el viaje en una caja y que ella habíainsistido tanto en traer.

—David, por favor, que alguien seencargue de dar algo de comer al gato de laseñora.

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El mayordomo la observó como siestuviera incumpliendo alguna regla sagrada.

—Se llama Atila. Le agradezco muchoque se ocupe de él. Es bastante tranquilo, peroya tiene sus años.

David enarcó una ceja como si con ello lequisiera decir que él también tenía sus años yque encargarse de un gato no era una de susresponsabilidades.

—Si le parece mejor, David, déjelo en mihabitación y yo me ocuparé de él —le dijo entono conciliador, y sonriendo de un modo quepareció iluminar la habitación.

Alex también sonrió. Si pensaba que eso leserviría con David, se equivocaba porcompleto. Su sirviente era muy receloso,sobre todo con los desconocidos, y ganarse suconfianza no era nada fácil.

—No se preocupe, señora, a Atila no lefaltará de nada —repuso el mayordomo,esbozando algo parecido a una sonrisa.

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Alex no daba crédito a lo que veía. Sialguien se lo hubiera contado, habría dichoque era imposible. Era la primera vez que veíasonreír a David. Le parecía increíble queaquella mujer hubiera logrado ganarse laconfianza de su mayordomo con tantafacilidad.

—Muchas gracias, David —le dijo Sophia,dándole un suave golpecito en la mano comoforma de agradecimiento.

David le correspondió el gesto como sifuera una madre dirigiéndose a sus pequeños.

Alex no salía de su asombro. Si habíaconseguido subyugar a David en solo dosminutos, su tía Harriet estaría perdida. Suesperanza se centraba ahora en su tía Ophelia,una dama mucho más estricta que, esperaba,Sophia no pudiera doblegar con tantafacilidad.

Para comprobarlo, condujo a la muchacha

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de inmediato al salón.Como la puerta estaba ligeramente abierta,

antes de entrar alcanzaron a escuchar eldiscurso incansable de Harriet y losmonosílabos que lograba intercalar Ophelia.

Alex empujó la puerta hasta abrirla porcompleto y traspasaron el umbral.

Sus tías reaccionaron al instante. Unasonrisa amplia se dibujó en los labios deHarriet, mientras Ophelia levantaba conelegancia un pequeño monóculo y lo acercabaa su ojo para hacer una inspección másprecisa.

—¡Alex! ¡Qué alegría verte! ¡Ven a darleun beso a tu tía abuela preferida! —exclamóHarriet risueña.

Ophelia la miró con fastidio.—No digas tonterías, Harriet. Todos

sabemos que su tía preferida soy yo.Harriet soltó una carcajada que fue como

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música para los oídos de Sophia. Aquellamujer algo rolliza y de mejillas sonrosadas yale caía bien. Sin embargo, la otra no parecíanada simpática.

Cuando Alex se acercó a besarlas, Opheliale dio un pequeño golpe en el hombro en señalde desaprobación.

—¿Qué es esto de comunicarnos tusplanes con tan poca anticipación?

Alex giró la cara hacia Sophia y lamuchacha se acercó.

—Tías, les presento a la señora SophiaTurner.

Ambas la observaron con atención. Harrietesbozó una sonrisa, mientras que Opheliacarraspeó.

—En el telegrama solo decías quenecesitabas que nos trasladásemos de maneraurgente aquí. ¿Es por la señora Turner? —preguntó Ophelia, con una mirada aguda.

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Sophia supo al instante de dónde habíaheredado lord Raston esa mirada de halcónque crispaba los nervios. Nada parecía escaparal escrutinio de esa mujer.

—Exactamente. Ahora les explicaré todo.Después de los saludos de rigor, Sophia se

sentó en el sillón que estaba enfrente de lasdos butacas que ocupaban las tías.

Se sintió analizada por ambas, aunquecada una a su manera: lady Martley la mirabaabiertamente, con curiosidad, mientras quelady Barth lo hacía con el entrecejo fruncido yapretando los labios, como si supiera deantemano que la explicación de su sobrino noiba a satisfacerla.

—Bien, te escuchamos —dijo Harrietalegremente.

Alex se inclinó hacia atrás en el sillón quecompartía con Sophia y las miró. Pese a que aveces podía resultarle agotador estar con ellas,desde que regresó al país siempre lo habían

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ayudado y apreciaba ese afecto incondicionalcon el que había dejado de contar desde lamuerte de su madre.

Con paciencia, les contó todo lo que habíasucedido desde que James lo llamara para quefuera a ayudarlo al campo.

Sus tías escucharon su relato sininterrumpirlo. Un repertorio inmenso deemociones, que iban del horror a laincredulidad, atravesó los rostros de ambas.

Cuando el relato terminó, Harriet estabaacalorada y miraba a Sophia con ternura yconsternación.

Ophelia, sin embargo, dirigió una miradafría hacia él.

—Ya me imaginaba que esto tenía que vercon uno de esos casos tuyos —dijo condureza.

Alex suspiró y se inclinó hacia adelante.—Creí que ese tema ya estaba zanjado —

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repuso con cansancio.Ophelia puso cara de pocos amigos y miró

a Sophia.—No se ofenda, señora Turner, pero

usted entenderá que, aunque lamentoprofundamente su situación, esto no me haceninguna gracia. Alex es la única familia quenos queda, el nieto de nuestra difunta hermanaPrudence. Ya tuvimos suficiente con todos losaños que pasó en la guerra, y creo que ya estiempo de que siente cabeza.

Sophia anotó mentalmente los pequeñosretazos de información que le daban. Que elprimogénito de un marqués haya ido a laguerra era algo poco corriente. Entreveía quela de Alex era una historia más queinteresante.

—Por supuesto, lady Barth, entiendo supostura. No quiere verlo envuelto ensituaciones peligrosas. Si le parece másconveniente, puedo hospedarme en otro lugar.

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—¡Basta de tonterías! —dijo contrariado—. Comprendo, tía Ophelia, que no estés deacuerdo con la vida que llevo, pero sabes queno es tema de debate y nunca lo ha sido. Y encuanto a usted —dijo, posando sus ojos enSophia—, se quedará aquí y hará todo lo queyo le diga.

Alex dejó escapar poco a poco el aire quecontenía sus pulmones y prosiguió.

—Tía Harriet, tía Ophelia —prosiguió máscalmado—, si no están de acuerdo enquedarse aquí y ayudarme con esto, puedenvolver a su casa cuando quieran. Sé que lasituación dista mucho de ser ideal y no megusta tener que involucrarlas, pero no leshubiera pedido que vinieran si creyera quepuedo controlarla yo solo.

Ophelia miró a Alex con resignación.—Tienes el mismo genio que tu madre —

dijo tomando una determinación—. Sinnosotras no podrás llevar a cabo tu plan, nos

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necesitas y somos tu única familia, así que notenemos más opción que quedarnos, ¿no esasí Harriet?

Harriet esbozó una pequeña sonrisa.—Por supuesto, hermana.—Está bien. Déjanos pensar un poco en

cómo introducir a la señora Turner en lasociedad londinense.

Alex la miró atónito.—¿De que estás hablando? ¡La señora

Turner no debe salir de esta casa bajo ningúnconcepto!

Ophelia resopló un poco más fuerte de lodeseable para una dama y agregó:

—Es una broma, ¿no? Si no sale, si no espresentada, la gente empezará a murmuraracerca de su confinamiento. Y, créeme, novan a pensar lo mejor. Debes dejar que vaya aalgunos eventos. Acabas de afirmar que nopodías controlar todo tú solo, ¿no es así?

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Alex no pudo más que sacarse el sombrerofrente al razonamiento de su tía. Lo habíaatrapado con sus propias palabras, pero sicreía que iba a hacerlo cambiar de idea, estabaequivocada. Lo que Ophelia proponía erasimplemente una locura.

Sophia creyó vislumbrar un camino parasus propios planes. Si lord Raston accedía aque saliera, podría escabullirse y ponerse encontacto con Hugo Ambersley.

—Creo que su tía tiene razón, lordRaston. Mi reputación se verá muycomprometida si la gente empieza amurmurar. Podemos decir que acabo de salirde una convalecencia y que mi debilidad físicame impide ir a todos los eventos, pero sinduda debería ir al menos a alguno. Confío enque, llegado el caso, usted podrá protegerme.

Alex pensó que aquellas mujeres deliraban.En todos sus años de militar jamás había vistotamaña sublevación.

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—Me parece que no nos estamosentendiendo. Allá afuera hay un asesino que laestá buscando y usted pretende pasearse porlos bailes. ¿No se da cuenta del peligro en elque está?

Harriet, que hasta el momento casi nohabía hablado, puso su mano en el brazo deAlex.

—Alex —le dijo suavemente—, entiendolo que dices y tienes toda la razón, suseguridad es lo primordial, pero ¿qué lequedará después si pierde su reputación?También es importante. No te estamosproponiendo que salga todos los días, sinosolo que vaya a las pocas reuniones quenosotras seleccionemos y que tú juzguesseguras.

Alex suspiró con resignación. Lucharcontra tres mujeres podía resultar agotador.

Por el momento, no iba a permitir que laseñora Turner saliera, pero no podía negar

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que había algo de lógica en lo que leplanteaban.

—No prometo nada, pero lo pensaré.Alex se preguntó si no habría cometido un

error al involucrar a sus tías.—Señora Turner, por lo que he entendido,

usted es viuda, ¿verdad?Alex sonrió de verdad por primera vez

desde que habían llegado.Comenzaba el habitual interrogatorio de

Ophelia, que solía incomodar a todo el mundoy sacar de sus casillas hasta al más calmado, ysabía que Sophia no sería la excepción.

Su tía Ophelia parecía inmune al encantode la señora Turner; por el contrario, Harrietya la miraba con ternura maternal.

—Sí —respondió Sophia, mirándoladirectamente a los ojos.

Detrás del monóculo se entreveían unoshermosos ojos verdes. Sin duda, en su

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juventud debió de haber sido una mujerpreciosa.

—¿Y vive sola?Sophia empezaba sospechar que sería el

centro del interrogatorio.—Exacto, lady Barth —contestó en forma

contundente, dando a entender que noadmitiría ninguna objeción frente a este hechoaunque no estuviera bien visto que una viudaviviera sola.

Ophelia se llevó la mano al pecho en señalde estupefacción.

—¡Pero eso es inaudito! ¿Dónde se vioque una mujer viva sola?

Alex estaba disfrutando. Sabía que su tíarecién acababa de comenzar y prometía ser unduelo más que interesante.

—Me suena mucho el apellido “Turner”—dijo lady Martley, rebuscando en sumemoria—. ¿No es el apellido de la autora de

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esas novelas que tanto te gustan, Ophelia? —prosiguió, mientras sus sonrojadas mejillasadquirían mayor color por el entusiasmo.

—No digas tonterías, Harriet. ¡Se teocurre cada cosa!

En los ojos de la muchacha se dibujó unbrillo triunfal. Empezó a pensar que, despuésde todo, quizá la suerte estuviera de su lado.

Alex estaba alerta, pero nada podríahaberlo preparado para lo que estaba a puntode escuchar.

—Si se refiere a S. A. Turner, la autora denovelas de misterio, tengo que confesarles quesoy yo —dijo a todos mientras se señalaba elpecho con el índice—. Sophia Amelia Turner—prosiguió, disfrutando cada palabra. Aunquecuando comenzó a escribir había decididomantener el anonimato, le pareció que valía lapena revelarles a aquellas damas la verdad.

No habría sabido decir cuál de los tres sesorprendió más.

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Lady Martley daba palmaditas sonriendode placer. Lady Barth, que solo atinó a abrir ycerrar la boca en forma repetida, profería unaespecie de ruidito en lugar de las palabras que,en ese momento, era incapaz de articular.

Pero lo mejor fue la cara de lord Raston,que la miraba con la boca abierta. Sophiahabría pagado para que ese momento duraramucho más.

—¡Qué maravilla! —exclamó lady Martley—. ¡Es un honor conocerla! Y pensar que vaa estar con nosotras. Ophelia es una granadmiradora de sus obras. Ha leído todas susnovelas. El fantasma en el desván es supreferida.

Sophia se sonrojó levemente.—Es usted muy amable, lady Barth —le

dijo mirándola atentamente.Ophelia, que aún parecía seguir bajo los

efectos de la conmoción, la miraba sin

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pestañear, intentando balbucear algunapalabra.

—El fantasma en el desván tuvo muybuenas críticas. No se si es muy buena, perodisfruté mucho escribiéndola.

Alex no salía de su asombro. Esto sí queno se lo esperaba.

Desde su llegada a Londres, unos mesesatrás, había oído hablar de S. A. Turner enmás de una ocasión. Casi todas las mujeres, yalgún que otro caballero, porque la mayoríason bastante reacios a reconocer suentusiasmo por ese tipo de lectura, habíandeclarado un gran interés por esa autora.Estaba de moda y, aunque su identidad era unmisterio, había escuchado que podría tratarsede una anciana de la alta sociedad.

—¿Por qué no me dijo eso antes? —lepreguntó Alex con un tono de voz más agudoque el habitual—. ¿Cómo es posible?

Sophia le habló lentamente, como si se

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dirigiera a un alumno algo lento.—¿Que cómo es posible? Pues verá, lord

Raston, se agarra una cuartilla de papel y sepiensa un título. Es muy importante elegir unobueno, que tenga fuerza. Después se arma unatrama bien urdida y…

—Es suficiente —la interrumpió—. Loque le pregunto es cómo puede ser que nadieme haya dicho que usted era la autora de esasnovelas. ¿Por qué me lo ha ocultado?

Sophia pestañeó poniendo cara de niñainocente.

—No me pareció relevante y, en realidad,prefiero mantenerlo en secreto.

Al ver la confusión que producían suspalabras, intentó explicarse de otro modo:

—Una de las razones por las que meanimé a publicar fue que mi editor me aseguróque nadie sabría quién era en realidad S. A.Turner. Me costó bastante lograr que me lo

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prometiera, y más aún hacerlo constar en elcontrato, pero después de la segunda novelami editor se alegró. Al parecer, el misterioacerca de quién era el autor mejoraba lasventas porque las volvía más interesantes parael público.

Alex musitó una maldición.—¿Y pensó que no era algo que yo debía

saber?Sophia volvió a parpadear con gesto

inocente.—Así es.—Pues se equivoca. Y si no lo hubiese

dicho, habríamos dejado pasar una importantelínea de investigación. Puede que no tenganada que ver con el hecho de que un asesinola persiga, pero quizá sea el hilo del quetenemos que tirar para desentrañar este caso.

Sophia lo miró con los ojos bien abiertosantes de contestarle.

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—Pues lo siento, lord Raston. Como sea,ahora ya lo sabe, pero les pido a todos que,por favor, guarden el secreto. Vivo muytranquila en el anonimato, y eso me ayuda aescribir con mayor libertad. Lo comprenden,¿verdad?

Alex la miraba como si estuviesedesvariando. Lady Martley asintió con lacabeza, dando su total conformidad y ladyBarth, por fin, consiguió decir algo:

—Yo, yo… no sé qué decir —logróarticular, mientras se acomodaba unosmechones de pelo rebeldes y tomaba impulsopara continuar:

—Es un honor tenerla aquí con nosotros—dijo con un tono de voz tan dulce que aAlex le dieron arcadas—. Haremos todo loque esté en nuestra mano para que seencuentre a gusto, querida —agregó Opheliacasi con devoción.

Alex sintió que sus últimas esperanzas se

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esfumaban y su ánimo cayó sobre la alfombraque abrigaba las frías baldosas de la estancia.Su tía Ophelia, a quien los más atrevidosllamaban en secreto “la sargento de artilleríaBarth”, había sido desarmada por completo.Era el fin de una leyenda, se dijo apenado.

—¿Nos adelantará algo de su nuevanovela? Porque hay una nueva novela, ¿no?—preguntó Ophelia un tanto horrorizada antela perspectiva de que su autora favoritahubiera dejado de escribir.

Sophia sonrió abiertamente.—Por supuesto. Está casi terminada,

aunque todavía me falta hacerle algunosretoques. Si quieren, después puedo leerles lasprimeras páginas, pero no deben comentarlocon nadie —dijo bajando el tono de voz.

Lady Barth y lady Martley asintieron,felices de formar parte de tamaño secreto.

—Mi editor es muy estricto en este punto—prosiguió Sophia—. Insistió mucho en que

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nadie podía leerla antes de que estuviesepublicada, pero —dijo bajando aún más lavoz, lo que hizo que las dos mujeres seinclinaran más todavía para poder escucharla— creo que podemos hacer una excepción.

Ophelia le guiñó un ojo, mientras sealegraba por la noticia. Parecía una niñaemocionada por la travesura que estaba apunto de hacer.

Alex sentía que estaba a punto dedesbordarse. Sin lugar a dudas, debía de estarsoñando.

Sophia había conquistado a James, aDavid, y ahora también a Ophelia, a quiencreía invulnerable. ¡Era demasiado!

—Vamos, querida, la acompañaremos a suhabitación para que pueda descansar antes dela cena. ¿Le parece bien a las seis?

Alex escuchaba a su tía Ophelia sin darcrédito a lo que oía. ¿Dónde había quedado la

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mujer que inspiraba miedo en los círculos másencumbrados de media Europa?

Por otra parte, debía reconocer que, pesea la sorpresa que le había causado, enterarsede que la señora Turner era una escritora deéxito le había provocado una francaadmiración hacia ella y había incrementado elrespeto que le había despertado antes. Esamujer era una caja de sorpresas. Tendría queleer al menos una de sus obras para entender aqué se debía su celebridad, pero no ahora. Enese momento necesitaba salir de allí cuantoantes.

Dejó todo dispuesto para que Emmet, unsoldado con el que había servido en la Indiaque ahora trabajaba para él, se ocupara de laseguridad de las mujeres. Confiaba en el sextosentido de su camarada, sin el cual, nohubieran logrado sobrevivir en Chitagon,donde su intervención había sido crucial paraevitar una masacre segura.

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Mientras salía de la casa por una puertaque solo él conocía y que había hecho paraque nadie supiera cuándo entraba y cuándosalía, dirigió sus pensamientos al presente y seencaminó hacia Scotland Yard. Erafundamental que determinaran qué línea deinvestigación debían seguir.

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Capítulo 8

SOPHIA estaba sentada frente al espejo quele daba un toque puramente femenino a lahabitación azul, un dormitorio a la vez sencilloy elegante.

La cama, con sus grandes almohadonescolor blanco y lavanda dominaba en aquellascuatro paredes, con cuyo mobiliariocompletaban una cómoda y una pequeñamesita con patas torneadas. El espejo, colgadosobre la pared marfil, hacía que el cuartopareciera más amplio de lo que en realidadera. Todavía no había logrado descubrir a quédebía su nombre porque, mirara a dondemirase, no veía nada color azul.

Sin duda, era una más entre tantas otrascosas sin explicación que conformaban la vida

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misma.Sonrió con indulgencia, pensando en estas

divagaciones sin sentido, cuando recordó que,en realidad, tenía poco por lo que sonreír.

Estaba a un paso de que llegara elmomento más temido, y más esperado, de suvida. El asesino pronto la encontraría. Aunquehabía una remota posibilidad de que la mataraantes de que lograra percatarse siquiera, eramucho más probable que, si lograba atraparla,no se contentara con ejecutarla en formarápida. No, sin duda querría verla sufrir, sinembargo no estaba dispuesta a darle esasatisfacción.

Se acordó de su padre y las interminablescharlas que solían mantener, y las palabrasque tantas veces le había repetido volvieron asu mente:

—Si hay algo de lo que nuestra familiapuede vanagloriarse es de que por máscansados, frustrados o dolidos que estemos

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nunca nos rendimos. No lo olvides jamás.Era curioso que, en los últimos tiempos,

recordara cada vez más a menudo esaspalabras. Era como si su padre, desde el másallá, le estuviese dando aliento para ayudarla aseguir adelante ahora que todo parecía tancomplejo.

El asesinato de Charles, la investigación,Talbot, lord Raston y sus tías, su estadía enaquella casa… todo parecía complicar másaún el plan que lord Whyte habían trazado porsi llegaba a suceder lo que inevitablementesabía que sucedería.

Sabía que debía analizar sus opciones,pero no podía hacerlo en su estado actual.Primero necesitaba darse un baño, comer algoy dormir al menos unas cuantas horas.

A decir verdad, en ese momento lo quemás la preocupaba eran las tías de Raston.Temía por la seguridad de ellas. Sabía que elasesino no vacilaría en acabar con cualquier

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cosa que se interpusiera en la realización de suvenganza, es decir, entre ella y él, tal comohabía hecho antes.

La atormentaba la sola idea de queaquellas dos damas encantadoras sufriesenalgún daño por su culpa. Por eso, debíaencontrar una solución cuanto antes para queAmbersley la alejara de allí.

Volvió a planear sobre su pecho elsentimiento de rebeldía que más de una vez lahabía traicionado. Una parte de su ser queríaluchar, aunque supiera de antemano que setrataba de una batalla perdida.

Tenía que acabar con todo de una vez sinimportar el resultado.

Su padre solía decirle que era de necios nocreer en la suerte, pero también lo era confiaren ella. Tal vez, a fin de cuentas, en realidadera una necia.

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* * * Alex apresuró el paso hasta que comprobó

que nadie lo seguía.Anduvo por las calles de Londres con la

seguridad de quien solo le teme a laignorancia.

Los acontecimientos de los últimos días lotenían desconcertado.

Aunque ya había ayudado a James envarios casos, ninguno podía compararse coneste, en el que nada parecía encajar.

No había móvil, no tenían ninguna pistasobre el asesino y lo único que sabían concerteza, que era el método usado para matar,arrojaba más sombras que luz sobre todo elasunto. Y, como si eso fuera poco, en elmedio estaba la señora Turner, una mujer quede por sí era un enigma y a la que le estabaconstando cada vez más entender.

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Sorteó un gran charco y dobló en laesquina del edificio de Scotland Yard.

—¡Vaya! ¡Llegaste mucho más rápido delo que lo esperaba! —fue el saludo de James—. ¿Ya te echaron o te escapaste?

Alex lo miró con malhumor. Aunque seconocían desde muy jóvenes, respetaban susrespectivas vidas privadas o, por lo menos,eso era lo que siempre había creído.

—Conozco esa mirada y sé que nopresagia nada bueno, pero por una vez podríascontarme qué ha pasado, así me divierto unpoco —dijo James, conteniendo la risa.

Alex se apoyó en el escritorio de caobaque tenía Talbot en su oficina.

—¿No te divertiste bastante durante elviaje con el combate que mantuve con laseñora Turner, pelea que, por cierto, nohiciste ningún esfuerzo por evitar?

Talbot fingió asombro.

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—No sé de qué me estás hablando. Sihubiese pensado que necesitabas ayuda,habría intervenido, pero me pareció queestabas controlando la situación bastante bien.

Alex sonrió.—Eres un mentiroso.James soltó una carcajada que hizo

temblar las paredes.—¿Me vas a contar qué pasó o voy a

tener que suplicar?Alex lo miró por unos segundos antes de

responder.—Tienes suerte de no haber estado allí,

porque ha sido algo completamentehumillante. Tanto David como mi tía Opheliasucumbieron ante el encanto de la señoraTurner.

Talbot se puso serio por primera vez.—Me estás tomando el pelo.Alex negó con la cabeza.

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—Eso querría, pero es la verdad. Davidno solo no opuso resistencia, sino que hasta seofreció a ocuparse del maldito gato—dijohaciendo un gesto de disgusto—. Y eso no fuetodo. Lo peor vino después, cuando la“sargento de artillería” Barth babeó al saberque la señora Turner no era otra que S. A.Turner, la escritora de novelas de misterio.

Talbot silbó por lo bajo.—¿Esa Turner?—Sí. Nos hizo prometerle que

guardaríamos el secreto, así que te pido queno lo comentes con nadie.

—¿Y por qué no nos lo dijo antes?Talbot estaba molesto porque le había

ocultado información.—“Porque no creía que fuera relevante

para el caso” —dijo aflautando la voz—. Esasfueron sus palabras literales.

Talbot masculló una maldición.

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—Supongo que le debes de haber dichoque la próxima vez será mejor que deje quenosotros decidamos qué es importante y quéno, ¿verdad?

—Bueno —dijo Alex con una sonrisa algotorcida—, parece que ya no te causa tantagracia, ¿no?

Talbot lo señaló con el dedo esbozandouna sonrisa lobuna.

Alex carraspeó antes de cambiar de tema.—He estado pensando… ¿Te acuerdas de

aquel tipo que trabajaba para la Oficina deAsuntos Exteriores? ¿Cómo se llamaba?¿Andrew Berky?

—Andrew Berkeley —lo corrigió James.—Eso, Andrew Berkeley. Estuve

pensando que a lo mejor estaría bien hacerleuna visita. La forma en la que mataron a lordWhyte tiene que significar algo.

—Sí, lo sé —dijo Talbot concentrado—.

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¿En qué estás pensando?—Estoy recordando algo que mencionó la

señora Whyte, eso de que siempre viajabanjuntos. Le pregunté qué lugares habíanvisitado y si habían ido por placer o pornegocios. El lugar que más me llamó laatención fue Grecia, donde, por lo que mecontó, aunque habían ido de vacaciones,acudieron a varias recepciones en laEmbajada. Me dijo también que lord Whytehabía hecho buenos amigos allí y, lo másimportante, es que ese viaje fue justo hacecinco años.

Talbot alzó una ceja.—Ya veo, quieres sondear a Berkeley

para saber si lord Whyte participó en algunamisión diplomática. Eso nos permitiría atarbastantes cabos y, sobre todo, entender elmodo en el que lo mataron. Si hizo buenosamigos, también es posible que haya hechoalgún que otro enemigo, sobre todo si tuvo

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algo que ver en el desastre de los turcos enNavarino. Eso, sin duda, lo habría hechoganarse el odio de los turcos y de sus aliadosegipcios.

—Sí —dijo Alex pensativo—. Quizáparezca demasiado rebuscado, pero por elmomento es lo único que tenemos, así queveamos a dónde nos lleva. Antes de salir decasa le he enviado un mensaje a Michael paraponerlo al tanto.

Michael Lenton era un viejo amigo queAlex había conocido en Eton. Trabajaba en laOficina de Asuntos Exteriores, de modo queles podría facilitar el acceso a Berkeley.

Talbot tomó su abrigo del perchero queestaba al lado de la puerta y dijo:

—Bueno, entonces esto es todo por hoy,¿ya podemos ir a tu casa a cenar?

Alex lo miró con una media sonrisa.—¿A cenar?

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—No esperarás que después de todo loque me has contado me pierda la cena de estanoche. Tengo que ver con mis propios ojos atu nueva tía Ophelia y al renovado David.

Alex también tomó su abrigo y seencaminó hacia la puerta.

—¿Sabes una cosa, James?Talbot giró.—A veces te estrangularía. Lentamente.Algunos de los agentes que circulaban por

los pasillos de Scotland Yard se sorprendieronal escuchar al circunspecto detective JamesTalbot riendo a carcajadas.

* * *

Durante la cena solo se tocaron temas

banales. Todos parecían cansados y hubo unasuerte de acuerdo tácito en tomarse aquellavelada como un pequeño interludio en la dura

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realidad. Alguien que no estuviera al corrientede la situación habría considerado que setrataba de una típica cena en la que circulabanel pudín, el faisán con verduras, diversasconfituras y un sinfín de postres,acompañados de una fluida charlaintrascendente. Lo único llamativo era la carade James. A pesar de que Alex ya le habíacontado que la señora Turner habíaconquistado a todos los habitantes de la casa,no pudo evitar quedar atónito al observar elcomportamiento empalagoso de Ophelia y lapreocupación paternal de David por lamuchacha. De algún modo era un consuelopara él comprobar que no era el únicosorprendido frente a lo que aparentaba ser unamala comedia del Drury Lane.

Estaban en mitad del postre cuando uncomentario de Harriet hizo que la cara de Alexse ensombreciera.

—¡Las cerezas están deliciosas! A tu

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madre le encantaban —dijo mirando a susobrino.

Alex sintió la pequeña punzada a la alturadel pecho que siempre sentía cuando seacordaba de su madre. Cuando ella murió, élera demasiado pequeño para comprender loque ella estaba padeciendo.

Hacia el final de sus días lo alejaron de ellapara que no la viera marchitarse y no pudodespedirse.

—Sí, le encantaban —dijo sin levantar lavista del plato.

Ya sabía lo que vendría después y rogabaque su tía se detuviera.

—¡Si tu padre nos hubiese avisado,podríamos haber estado junto a ella! —sollozóHarriet.

—Harriet, ya es suficiente —la cortóOphelia—. No es un tema apropiado para unacena. Nuestros invitados no tienen por qué

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escuchar esto.Harriet miró a Sophia y al señor Talbot y

pareció avergonzarse, como si recién se dieracuenta de que estaban allí.

—Lo siento, no he querido incomodarlos—les dijo llevándose la mano al pecho convoz compungida—. Prometo que no volverá arepetirse —agregó finalmente, mirando a susobrino.

Sophia comprendía a Harriet. Ella tambiénse sentía a veces prisionera del pasado y raravez lograba escapar de sus recuerdos.

También reparó en cómo miró a Raston alterminar de hablar y en la ternura de Alex alestrechar la mano de su tía, una caricia quetransmitía mucho más que las palabras quehubiera podido decir.

La sonrisa de Harriet ante este gestoremovió algo dentro de Sophia, tal vez suspropios recuerdos, que siempre la acechaban yque tanto le dolían aún.

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Sonriendo sin poder evitarlo, tuvo quereconocer que Raston no dejaba desorprenderla. Aquel guerrero, cuya cicatriz ledaba un aspecto tan duro, poseía unasensibilidad mucho más grande de lo quecabía imaginar. La delicadeza y el cariño quese escondía tras su gesto la hizo pensar queera probable que su corazón tuviera máscicatrices que la que se veía en su cara.

Ophelia carraspeó para romper el silencioincómodo que se había producido e,intentando cambiar el tono de la conversación,le dijo a Sophia:

—Querida, no quiero ser indiscreta, perohe observado que nunca se quita el guantederecho. Supongo que tendrá un buen motivopara hacerlo, pero no deja de resultar un tantoextraño.

Sophia se miró la mano. Estaba tanacostumbrada a llevarlo, que ya ni lo notaba,pero era normal que a alguien que no la

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conociera le resultara llamativo.—Lady Barth…—Por favor, ¡llámame Ophelia!Sophia sonrió ante lo contradictorio que

resultaba que la estuvieran retando con tantadulzura.

—De acuerdo, Ophelia —dijo,provocando en la tía de Raston una sonrisa desatisfacción al ver cumplido su pedido.

Antes de continuar, se percató de queOphelia no era la única que aguardabaexpectante su respuesta. La mirada de todosestaba clavada en ella. Por la expresión en losojos de Talbot y de lord Raston, alicaídos ydulces los del primero y vivaces y penetranteslos del segundo, supo que ellos tambiénhabían reparado en el guante y que, tal vezpor delicadeza, habían estado esperado elmomento oportuno para hacer la pregunta queOphelia acababa de formular.

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—Cuando era una niña, me gustabamucho estar en la cocina —comenzó, mirandoalternadamente a todos los presentes—. Mimadre se enojaba conmigo y me echaba.Decía que, a pesar de que era tan pequeña,todo el tiempo me metía donde no debía, quela cocina no era un sitio adecuado para alguiende mi edad. Por supuesto, tenía razón, pero amí me gustaban tanto los dulces y las tartas demanzana que ella hacía, que no podía evitarlo.Un día, volqué sin querer una olla de aguahirviendo sobre mi mano.

—¡Qué terrible! ¡Debe de haber sufrido undolor tremendo! —dijo Harriet con piedad.

Sophia sonrió para aliviar la tensión delmomento.

—Sí, fue muy doloroso, pero pasó hacemucho tiempo y, por fortuna, he recuperadocasi por completo la movilidad de mis dedos—dijo flexionándolos.

—¿Ha visto a un especialista?

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La pregunta de Raston la tomó porsorpresa, aunque no tanto como la expresiónde su rostro. Dos pequeñas arrugas se habíaninstalado en su ceño. Se sintió desarmada anteesa mirada franca que no intentaba ocultar supreocupación.

—No —dijo Sophia, negando también conla cabeza—. Me vieron varios doctores localesy todos llegaron a la misma conclusión.Dijeron que había tenido suerte en no perderla mano y en poder mover los dedos. Solo meduele a veces, en días lluviosos o muyhúmedos, y ya me he acostumbrado, notienen que preocuparse.

Ophelia chasqueó la lengua en señal dedesaprobación.

—¡Pues claro que nos preocupamos! Misobrino hará que venga un buen especialista averla.

—No hace falta, de verdad —dijo Sophiavarias veces.

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Alex la miró directamente a los ojos.—El doctor Tremain vendrá a examinarla

—dijo con un tono de voz que no admitíaninguna réplica.

El primer impulso de Sophia fuecontestarle que no estaba dispuesta a aceptarque le dieran órdenes, pero después entendióalgo que antes solo había logrado entrever: aveces lord Raston podía tener unos modalesmuy autoritarios, pero lo que lo impulsaba noera imponer su voluntad por sobre la de losdemás, sino una sincera preocupación. Ellahabía conocido a una persona así, alguienacostumbrado a dar órdenes y cuya forma deexpresar cariño o preocupación era la mismaque la de él.

Ahora que había notado el parecido entreambos era capaz de entender mejor a lordRaston.

—De acuerdo, si eso los deja tranquilos,no pondré ninguna objeción.

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Ophelia y Harriet sonrieron al mismotiempo. James miró a lord Raston, quien a suvez observaba perplejo a Sophia.

No sabía qué era lo que más loasombraba, si su manera de reaccionar o lamirada comprensiva que le regalaba.

Apenas le dijo que debía permitir que unespecialista la examinara, supo que habíacometido un error. Aunque su intención habíasido ayudarla, y liberarse de la preocupaciónque se había adueñado de él no bien escuchóel relato del accidente, sabía que había sonadocomo una orden y que eso era algo que ella notoleraría.

Por eso esperaba que se pusiera furiosa,tal como había sucedido cada vez que le habíahecho alguna sugerencia por su propio bien.Por eso lo sorprendía tanto no solo quehubiera aceptado sin poner ningún reparo loque acababa de proponerle, sino que no lomirara con la furia incontrolada que tantas

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veces había visto salir de sus ojos. Por elcontrario, ladeó su preciosa cabecita y emitióuna exclamación casi inaudible, como si derepente hubiese resuelto algún enigmaimportante.

Sin embargo, no era la primera vez que lodesconcertaba, y cada vez le estaba resultandomás exasperante darse cuenta de que, cuandocreía entenderla y poder prever susreacciones, algo cambiaba en ella y lo hacíafracasar.

La cena prosiguió como si nada hubiesepasado, pero el comportamiento de Sophia lehabía dado mucho que pensar a Alex. Erancontadas las personas a las que no habíalogrado entender después de someterlas a unexamen analítico, pero la señora Turner lassuperaba a todas y, en consecuencia, hacíaque le resultara imperioso develar sussecretos. Lo primero que descubría en losdemás eran sus motivaciones, pero ¿qué era lo

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que movía a esa mujer?Se juró que no tardaría en averiguarlo.

* * * Después de la cena, Talbot y lord Raston

fueron a la biblioteca a beber una copa debrandy, mientras Sophia y las tías tomabanuna infusión en el salón.

Sophia se propuso aprovechar esaintimidad para indagar sobre algunos aspectosde la vida de Raston, no por mera curiosidad,aunque no podía evitar sentirla, sino paracomprenderlo mejor.

Ahora que había descubierto que lo que élse esforzaba por mostrar a los demás no eramás que un personaje, quería conocer alhombre que se escondía tras la máscara.

Sin demasiado esfuerzo de su parte, laconversación derivó de inmediato hacia un

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tema que le permitió hacer varias preguntas.—Espero que esa arpía de Margaret

Ashford no esté en la presentación de lasjóvenes Kingsley —dijo Harriet a su hermana,lanzando un leve suspiro.

—¡Qué importa si va o no! Lo que tienesque hacer es evitar conversar con ella. Esinsultante que se atreva a dirigirnos la palabra—dijo Ophelia, con un tono de voz quemostraba el poco afecto que sentía porMargaret.

Sophia vio su oportunidad, y se dispuso aaprovecharla.

—Perdonen mi indiscreción, pero, por loque deduzco de sus palabras, creo que nosienten mucha estima por esa dama.

Harriet hizo un gesto con los ojos dándolea entender que eso no era nada al lado de loque pensaban de esa mujer. Ophelia chasqueóla lengua, como solía hacer cada vez que algole molestaba.

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—Querida, esa mujer es una víbora. Mealcanzaría con que no intentara meterse ennuestras vidas, pero es evidente que no puededejar de destilar su veneno. Pero cambiemosde tema. Creo que ya hemos hablado bastantede temas personales por esta noche, ¿no teparece Harriet? —dijo a su hermana con tonode reproche.

Sophia comprendió que debía dejar pasarel tema, pero las palabras de Ophelia habíandespertado su curiosidad de escritora y decidióarriesgarse.

—Disculpen si dije algo inconveniente. Miintención no fue meterme en cuestionesfamiliares, pero si llego a ir a algún evento yalguien me la presenta me gustaría saber cómoactuar.

Harriet miró a su hermana buscandoaprobación. Ophelia dejó escapar un suspiro ytomó la palabra.

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—Aunque lo que vamos a contar es dedominio público, no me gustaría que Margarette engañara con sus mentiras, así que prefieroque conozcas primero nuestra versión.

Poco tiempo después de que murieranuestra sobrina, la madre de Alex, su padrecontrajo matrimonio con Margaret Ashford, lahija de un baronet que había hecho fortunacon los negocios. Consentida y malcriada,consiguió dominar al padre de Alex, y eso queEdward era un hombre con un carácter muyfuerte que tuvo a nuestra sobrina sometidadurante lo que duró el matrimonio, perobueno, nuestra sobrina era tan dulce yencantadora…

Ophelia se detuvo y Sophia vio que unasombra de tristeza atravesaba los ojos de laanciana. Parecía atrapada por los recuerdos.

—Como no quería tener nada que ver conAlex —continuó—, convenció a Edward paraque lo enviaran a una de las propiedades que

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tenían en el campo, donde quedó al cuidadode varias niñeras.

¡Qué crueldad!, pensó la muchacha. Sintióque se le hacía un nudo en la garganta. Era tanpequeño y acababa de perder a su madre, ¡porDios! ¿Qué clase de persona podría hacer algoasí?

—Al principio iban a visitarlo de vez encuando, pero cuando Margaret quedóembarazada, nuestro sobrino dejó de existirpara ellos. Todo giraba en torno a ese nuevoniño, a punto tal que…

—¿Que qué? —preguntó Sophia quehabía ido acercándose cada vez más a Opheliaa medida que ella avanzaba en su relato, comosi de ese modo pudiera llegar más rápido aldesenlace.

—Tienes que jurarme que esto nuncasaldrá de aquí.

Sophia vio la tristeza marcada en cada unade las facciones de lady Barth.

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—Por supuesto, nada de lo que mecuenten saldrá de mi boca. Además, sufro delmal del escritor olvidadizo.

—¿Qué es eso? —preguntó Harriet—. Alo mejor yo también lo tengo.

—No digas pavadas, Harriet, ¿acaso eresescritora? —la reconvino Ophelia mirándolacomo si pensara que a veces su hermanaparecía tonta.

Sophia sonrió antes de contestar.—Los escritores solemos investigar el

tema central de nuestras historias. En algunoscasos, nuestro material está compuesto porconfidencias o testimonios de personas que nodesean que se revele su identidad, a veces pormiedo y otras por prudencia. La cuestión esque yo siempre me olvido de dónde procede lainformación, supongo, que es un modo deprotegerme. Eso es lo que yo llamo “el mal delescritor olvidadizo”.

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Harriet le guiñó un ojo y soltó una risitacómplice, mientras que Ophelia movió lacabeza en señal de aprobación.

—Nosotras vivimos muchos años en elextranjero, y nuestra hermana nos escribía amenudo, pero como nunca contaba nada de suhija, ni de su matrimonio, por lo quepensábamos que todo iba bien. Cuando murió,volvimos a Inglaterra y encontramos a nuestrahermana bastante cambiada. Pensamos que sedebía a la muerte de su hija porque, sin duda,perder un hijo es lo peor que puede pasarle auna madre, así que pasamos una temporadacon ella. Entonces supimos que casi no veía aAlex y le dijimos que nos parecía mal que suyerno no le permitiera visitar al único nietoque tenía. Ella nos contó que, según Edward,el niño estaba muy mal por la muerte de sumadre y que el médico había aconsejado quelo alejaran de todo lo que pudierarecordársela. Nos pareció una locura, pero no

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podíamos hacer demasiado. Yo fui a ver aEdward para decirle que queríamos ver a Alexantes de volver al continente y me dijo lomismo que le había dicho a nuestra hermana:que el médico había dicho que era mejor quedejáramos pasar un tiempo. Ahora sabemosque lo único que quería era alejarlo denosotras y manejarlo como había hecho consu esposa, pero no lo logró. Aunque era soloun niño, siempre fue muy maduro para suedad y no pudo dominarlo tan fácilmente.

Ophelia tomó un poco de aire antes decontinuar.

—Unos meses después, cuando vimos quenuestra hermana estaba algo recuperada,volvimos al continente. Pero mientrasviajábamos llegamos a la conclusión de quenuestro lugar estaba con ella. Y de quedebíamos volver a Londres. Comenzamos lasgestiones para vender nuestras posesiones enItalia y… Me parece que me estoy desviando

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del tema —dijo mientras se retocaba elrecogido—. Todo esto venía a que, tras elnacimiento de Robert, la situación se volviótan terrible que nuestra hermana, que apenassi nos trasmitía sus sentimientos en las cartasque nos enviaba, nos escribió en términosalarmantes. Nos contaba, por ejemplo, que sehabía enterado de que Margaret habíadeslizado en una conversación que su hijo erael verdadero heredero del marquesado, quetanto ella como su marido deseaban que fueraél, y no Alex, quien heredara todo y que noperdía la esperanza de que su hijo fuera elfuturo marqués de Abington, porque los niñoscomo Alex, de constitución tan débil, podíanmorir hasta de un simple resfriado.

Sophia sintió que la ira empezabaadueñarse de ella. Sabía por experienciapropia que había gente muy mezquina, pero¿con un niño? ¿Y su propio padre no hacíanada?

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—Imagínate cómo nos pusimos Harriet yyo al enterarnos. Mi primera reacción fuetratar de volver enseguida y poner a esavíbora panza arriba.

Sophia no pudo evitar sonreír ante laspalabras de Ophelia. No cabía duda de que erauna dama, pero cuando se enojaba podíallegar a olvidar todo el refinamiento del habla.

—¿Y qué hicieron?—Pocos días después, recibimos otra

carta mucho más dolorosa. Nos decían quenuestra querida hermana había muerto. De unataque, decía, pero nosotras sabíamos quehabía muerto de tristeza —dijo con voztrémula.

Era innegable que, a pesar del tiempotranscurrido, el dolor seguía estando latente.

—Vendimos todo lo que teníamos, salvola villa de nuestra bisabuela, y volvimos aquípara estar cerca de nuestro sobrino. Pasaronaños antes de que pudiéramos verlo con total

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libertad, porque su padre y su madrastra noshacían la vida imposible.

Sophia no preguntó nada más sobre,porque era evidente que las alterabademasiado.

—¿El hermano de lord Raston es como sumadre?

—¿Robert? A mí me parece un jovenencantador, pero su madre lo tiene biencontrolado —dijo Harriet con voz pausada.

—¡Pero si no lo conocemos, Harriet!Seguramente es igual a su madre. Si ella locrió, no de debe tener nada bueno.

—Mientras veníamos esta mañana, lepregunté a Alex por su familia, si teníahermanos. De inmediato supe que algo malodebía de haber pasado, porque le cambió elsemblante. Me contestó que tenía unhermano, pero que era como si no lo tuviera.Deduje entonces que la relación entre ambos

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no habría de ser muy fluida.—No es que no sea fluida, querida —dijo

Ophelia levantando una ceja—, es nula.—¡Cuánto lo siento! Ahora puedo

entender la incomodidad que le causó a lordRaston mi pregunta, pero bueno, en esemomento no sabía nada —dijo Sophia algoavergonzada.

—No se preocupe, no es su culpa queAlex tenga esa familia paterna.

—Y cuando se hizo mayor, ¿la situaciónno mejoró?

—Para nada —dijo Harriet moviendo lacabeza y haciendo que sus rizos, casi blancos,se balancearan a ambos lados de su cara.

Ophelia miró a Sophia con tristeza en losojos. En aquel momento parecía muycansada.

—No solo no mejoró, sino que empeoró.Alex, por decirlo de algún modo, estaba en pie

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de guerra con su padre no porque lo hubierabuscado, sino porque Edward no le dabaopción. Siempre ponía trabas a todo lo que élquería. No le prestaba la menor atención, perocuando el muchacho quería algo, por ejemplo,estudiar, lo torturaba antes de terminarpermitiéndole hacerlo. A veces lo castigabanegándole hasta las cosas más básicas. Asíque en cuanto pudo, se alistó y Edward lecompró un cargo.

Sophia enarcó las cejas como si nocomprendiera. ¿Cómo un hombre que le niegaa su hijo todo lo que desea accedió acomprarle el cargo?

Ophelia entendió perfectamente su gesto yantes de que ella se lo preguntara, le daba larespuesta.

—¿Por qué Edward aceptó hacer eso?Imagíneselo, querida: si Alex moría en laguerra, cosa que era muy probable, su hijoRobert heredaría el marquesado tal como ellos

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deseaban.Sophia sintió un gusto amargo en la

garganta.Ahora entendía mejor a lord Raston.Ahora comprendía por qué se ocultaba

detrás de esa mascara delante de los demás.Ahora sabía que aquel hombre que la

sacaba de las casillas, que era un enigma, quea veces la sorprendía con su ternura y otras ladejaba helada con su frialdad, teníademasiadas cicatrices.

Era un hombre fuerte que habíasobrevivido a una niñez horrible y que, enlugar de tomar el mal camino, había logradosuperarse a sí mismo. En definitiva, ya no lequedaban dudas de que era un buen hombre.

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Capítulo 9

ALEX miró con atención al hombre queestaba frente a él. Delgado, tanto que teníaaspecto de enfermo, y de una altura que nosuperaba el metro sesenta, Berkeley no eracomo lo recordaba. El abundante pelo negroque antes coronaba su cabeza habíadesaparecido y en su lugar tenía variosmechones que cruzaban su incipiente calva, enun intento bastante ingenuo por ocultar que sucabeza parecía un desierto. Estaba a cargo delos asuntos del Ministerio en los Balcanes y,por ende, era una persona muy ocupada.

Michael Lenton, sin embargo, parecía elde siempre. Ni los años, ni el trabajo, ni loscontinuos viajes al nuevo continente habíanhecho mella en él. Sus cicatrices, las másprofundas, eran internas, al igual que las de

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Alex.Lenton dio un fuerte apretón de manos a

James y a Alex mientras les sonreía conpicardía. Eran muchos los años de amistadque los unían.

—¿Cuánto tiempo hace que no nosvemos? ¿Un par de semanas? ¡Parece que nopueden vivir sin mí! — dijo con vozsocarrona, mientras Berkeley carraspeaba conimpaciencia.

Michael puso los ojos en blanco. Alparecer, no lo apreciaba demasiado.

—Les presento a Andrew Berkeley —agregó.

El hombre dio un paso hacia delante, hizoun leve movimiento de cabeza en señal desaludo y habló con una voz que parecíademasiado grave para su cuerpo.

—Caballeros.Michael siguió haciendo las presentaciones

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de rigor.—Señor Berkeley, le presento al señor

James Talbot, inspector de Scotland Yard, y alord Raston, marqués de Abington, quiencolabora en algunos casos con esa institución.

Si a Berkeley le pareció extraño que unmarqués colaborase con la policía en suscasos, no lo dio a entender. Con carainexpresiva, miró atentamente a ambos.

—Es un placer conocerlo —dijo Alex,mirándolo a los ojos—. Le agradecemos quenos dedique parte de su tiempo. Por lo quenos ha dicho el señor Lenton, sabemos que esusted un hombre muy ocupado.

—Sí, es cierto, pero no tienen nada queagradecerme. Ustedes dirán en qué puedoayudarlos.

Alex alzó una ceja, ante el tono de censuraque se dejaba ver en las últimas palabras deBerkeley.

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Michael carraspeó antes de agregar,dirigiéndose a la puerta:

—Caballeros, ya debo irme. Los dejo paraque puedan hablar. Nos vemos —les dijo aAlex y a James, mientras les guiñaba un ojo.Antes de salir, hizo una mueca a espaldas deBerkeley, dándoles a entender que no losdejaba con el hombre más sociable delmundo.

Cuando Michael se hubo marchado,Berkeley se dirigió hacia el escritorio queestaba al otro lado de la habitación, delante deun gran ventanal que hacía que la luz llenaratodos los rincones de aquella austera oficina.

—Bien, caballeros, tomen asiento ydíganme en qué puedo serles útil.

Ambos se sentaron en las raquíticas sillasde madera que parecían hacer juego con elpropio anfitrión.

—Señor Berkeley —dijo Jamesenderezando un poco la espalda.

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Esa silla era más incómoda de lo queparecía. O la Oficina de Asuntos Exterioresestaba en ruina o usar esas sillas era una sutilestrategia para que nadie se quedara más queunos pocos minutos.

Viendo al señor Berkeley, sin duda lacorrecta era la segunda opción.

James, tratando de olvidar lo incómodoque estaba, continuó:

—Estamos investigando la muerte de unaristócrata, lord Charles Whyte, que ocurrióen el condado de Surrey.

—No veo qué relación tiene eso conmigo—lo interrumpió Berkeley con tono seco—.Nunca he oído nombrar a esa persona.¿Puedo ayudarlos en algo más?

James miró a Alex. Por la respuesta,parecía que la conversación no iba a serdemasiado larga. La urgencia con la queparecía querer poner fin a la charla hizo

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recelar a Alex.—La forma en que mataron a lord Whyte

nos ha llevado a creer que tal vez usted puedaayudarnos.

Berkeley los evaluó con la mirada.—Sigo sin entender qué tiene que ver esto

conmigo.—Si nos permite que le contemos los

hechos, podrá hacerse una idea bastante claradel porqué de nuestra visita —dijo secamente.

James lo miró con cara de sorpresaporque, en general, Raston era el másdiplomático de los dos.

Berkeley también pareció sorprendido. Almenos estaban logrando que su rostroadquiriera algún tipo de expresión. Era unprogreso, pensó James antes de volver ahablar.

—Como le decía, lord Whyte fueasesinado de una manera poco común: lo

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estrangularon de un modo peculiar que solohabíamos visto utilizar fuera de las fronterasde nuestro país cuando servimos en el ejércitode Su Majestad.

Berkeley lo detuvo con un gesto.—Lo sé.Lo miraron con desconcierto.—Cuando Lenton me dijo que querían

verme, leí sus expedientes. Es unadeformación profesional, espero que no lotomen a mal.

James apretó los labios antes de continuar.—Entonces ya sabe que hemos estado en

Egipto. Allí fuimos testigos de cómo unmameluco que estaba al servicio del Rajáasesinaba a un hombre y la manera en la quelo hizo es idéntica a la que utilizó quien mató alord Whyte.

Berkeley los miraba como quien oyellover.

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—Sigo sin entender qué tiene que ver todoesto conmigo —dijo con brusquedad mientrasse acomodaba la manga de la camisa para quesobresaliera de la chaqueta.

Alex estaba perdiendo la paciencia.Adelantó un poco su cuerpo para quedar máscerca de Berkeley y agregó:

—Lo que le estamos diciendo es que esapersona entró, mató y salió sin que nadie loviese. Es decir, nos enfrentamos a un asesinoprofesional que utiliza el mismo método queusan los mamelucos en Egipto. ¿Le pareceque esto no tiene nada que ver con elministerio en el que usted trabaja?

Alex, que estaba atento al efecto que sudiscurso producía en Berkeley, vio cómoendureció la mandíbula al escuchar sus últimaspalabras. Ahora sí parecía sorprendido,aunque no gratamente.

—Sé lo que está pensando —dijo Alexcuando vio una pizca de ironía en los ojos de

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Berkeley—, que si no forzaron la entrada lomató alguien del servicio, pero solo hay doshombres allí, el mayordomo y el jardinero,que rondan los sesenta años de edad. Noestamos aquí por capricho. Cuando hablamoscon la viuda, nos contó que solían viajarbastante y que hace unos cinco años fueron aGrecia, donde asistieron a varios eventos en laEmbajada inglesa. Según su mujer, lordWhyte hizo allí buenos amigos, así que esprobable que también haya hecho algún queotro enemigo.

—¿Qué es lo que intenta decir? —preguntó Berkeley.

Por la aguda mirada que despedían susojos de aguilucho detrás de unas gafas nadafavorecedoras, Alex supo que Berkeley fingíano comprender.

—Queremos saber si esos enemigos sonlos mismos que tiene en la Oficina de AsuntosExteriores.

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Berkeley se quitó las gafas y miró unamota diminuta sobre uno de los cristales. Sacócon lentitud un pañuelo blanco de su chaquetay la limpió tomándose su tiempo. Cuandovolvió a colocárselas sobre el diminuto puentede su nariz, dijo en tono pausado:

—Si entiendo bien, ustedes quieren sabersi ese tal lord Whyte colaboraba con nosotrosy si en ese viaje pudo haberse granjeado elodio de alguien capaz de enviar un profesionalpara eliminarlo. ¿Es correcto? —preguntó consarcasmo, lanzando una risotada que ningunode los dos hubiera esperado—. Por favor,caballeros —agregó antes de que pudieranresponder—, es una historia fantástica, peroparece sacada de una de esas novelas que leenlas damas para no dormir. Creo que deberíantomar un poco de distancia y procurar analizarel caso desde una perspectiva más objetiva.Aunque crean que han investigado todo aconciencia, suele ser cierto aquello de que la

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solución más sencilla es casi siempre lacorrecta. Creo que es más razonable investigarsi el móvil del crimen no fue el robo o algunadisputa con alguien de la zona. Estamos muyacostumbrados a leer en los periódicos cómoun hombre entra en una casa a robar y, al serdescubierto, termina matando a algúninocente.

Alex estaba a punto de golpearlo, perologró contenerse.

—Por supuesto que lo pensamos, pero nofalta nada de valor en la casa y, por lo queaveriguamos, lord Whyte carecía de enemigos—dijo James algo molesto por lasinsinuaciones de Berkeley—. Además, ¿cómose explica el hecho de que el asesino hayaamenazado de muerte a otra persona, a unamujer cercana a la familia?

La sonrisa de Berkeley se borró deinmediato de su cara. Volvió a esbozar unaleve sonrisa y preguntó:

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—¿Cómo que ha amenazado a una mujer?¿Está a resguardo?

—No se preocupe, está…Antes de que pudiera completar la frase,

Alex lo interrumpió diciendo:—En un lugar seguro —lo cortó sin dar

lugar a más preguntas—. Le agradecemos porsu tiempo, señor Berkeley —añadió mientrasse levantaba de la incómoda silla, y le tendió lamano, dando por terminada la conversación.

—Pero… —atinó a decir contrariado.Alex esbozó una amplia sonrisa mientras

clavaba sus ojos en los de él.—No se preocupe, nos ha resultado de

gran ayuda. Ya sabemos lo que habíamosvenido a averiguar. Y ahora, si nos disculpa…

James y Alex se dirigieron hacia la puerta,sintiendo la intensa mirada de Berkeley sobresus espaldas.

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* * * —No entiendo a qué vino eso —le soltó

James a Alex un tanto confundido, mientrasbajaban las escaleras para salir.

Alex lo miró fingiendo sorpresa.—¿No fuiste tú el que me ha dicho que,

en ocasiones, lo que no se dice puede ser másimportante que lo que en efecto se dice?Berkeley ha puesto bastante empeño enparecer indiferente. Es evidente que teníaprisa por deshacerse de nosotros y solo doscosas le han llamado la atención: la manera deactuar del asesino y el hecho de que hubieranamenazado a una mujer que no era de lafamilia. Su actitud, al final de la entrevista,creo que ha sido más que elocuente.

James se detuvo frente a la entrada.—Me he dado cuenta de todo eso, Alex.

Soy detective, ¿lo recuerdas? Lo que no

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entiendo es por qué no hemos seguidohablando con él, ahora que parecía haberempezado a interesarse por el caso. Creo quepodríamos haberle sacado algo más.

—A mí me parece que más bien era élquien quería obtener información de nosotros.Es evidente que no nos iba a decir nada y, envista de su reacción, prefiero nadie sepa nadasobre Sophia hasta que descubramos qué es loque está pasando.

James lo miró asombrado. Aunque Alexnunca se dejaba llevar por sus emociones, algohacía que, en este caso, no fuera del todoracional, y creía saber qué era: Sophia legustaba.

—Está bien, esta vez lo hemos hecho a tumanera, pero quiero que sepas que no estoyde acuerdo.

—¿Qué pretendes insinuar?—Lo sabes perfectamente y, si no, estás

más ciego de lo que creía.

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—James.—¿Sí?—Olvídalo.James rió por lo bajo. Al parecer, había

dado en el blanco.—Por cierto, ¿por qué caminas medio

encorvado?James lo miró enfurruñado.—Ha sido esa maldita silla. Me ha dejado

hecho polvo. La próxima vez me quedaréparado.

Ahora fue Alex quien rió.—Creo que la culpa no es de la silla,

James. ¿No será que ya empieza a pesarte laedad?

Alex obtuvo por respuesta una cadena deimproperios de labios de su viejo amigo.

* * *

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Berkeley miró hacia la puerta queconectaba su despacho con una habitacióncontigua destinada a guardar archivos. Viosalir de allí a un hombre mayor y corpulento,que se acercó al centro de su oficina congrandes zancadas.

—Por un momento creí que sabían algoacerca del Fantasma —le dijo Berkeleyfrunciendo el ceño.

—Eso es lo que menos me preocupa. Estáclaro que no saben nada, si no, habrían hechomás preguntas. Lo que me interesa es lamujer. Sin duda es ella y, esta vez, nopodemos volver a fallar. Debemos ser rápidosy eficaces. No hay margen para errores.

Berkeley asintió mientras ese hombre, unode los funcionarios más antiguos de la Oficina,lo señalaba con el dedo.

—Pon a dos de nuestros mejores agentesa vigilar a lord Raston y a Talbot. Deben sersumamente precavidos porque he leído sus

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expedientes y son buenos, demasiado buenos.Berkeley empezó a gestionar las órdenes

cuando sintió que la puerta de su despacho secerraba. El hombre se había ido sin que él lonotara. A pesar de su edad, seguía siendo ágil.No en vano era uno de los hombres mástemidos.

* * *

Después de desayunar con las tías de

Raston, Sophia se excusó diciendo que debíaseguir con su nueva novela y se retiró a lahabitación azul para pensar cómo hacer paradejarle un mensaje a Ambersley en el apartadopostal que Whyte le había dado, o de quémanera conseguir que alguien lo hiciera porella. Los empleados de lord Raston quedabandescartados, porque sabía que no vacilarían encontárselo de inmediato y, si él se enterara,comenzaría a hacerle preguntas que no podía

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responder. Debía actuar rápido porqueAmbersley tardaría varios días en sacarla deallí y, cuanto más tiempo permaneciera enaquella casa, mayor sería el riesgo para todossus habitantes. Sin embargo, las ideas noacudían a su mente.

Daba vueltas por la habitación hasta quese detuvo de golpe. ¿Cómo no se le habíaocurrido antes? La solución saltaba a la vista.Debía ser muy cuidadosa y, por supuesto,tendría que solicitar la aprobación de lordRaston para evitar que su proyecto fracasara.Tenía que ser convincente y debía hacer algoque no le causaba ninguna gracia: pedirle unfavor.

* * *

Raston llegó a media mañana. Sophia le

había pedido a David que le avisara no bien

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regresara.Repasó una vez más su aspecto en el

espejo para constatar que el recatado escotede su traje color lavanda había sido la eleccióncorrecta. Vio que estaba bastante demacrada.Dormía poco y de a ratos, se le había cerradoel estómago y tenía los nervios a flor de piel,pero, salvo eso, todo andaba de maravillas, sedijo no sin cierta ironía y sonriendo a su pesar.Se pellizcó las mejillas para que el tono rosadosuplantara la blancura que parecía haberseadueñado de su rostro.

Una vez satisfecha con lo que veía, bajólas escaleras de media luna que daban a laplanta baja y se dirigió a la biblioteca. David lehabía dicho que lord Raston se habíaencerrado allí no bien hubo llegado, mediahora antes. Sophia dejó pasar algo de tiempoantes de bajar para no parecer ansiosa. Rastonera muy astuto y podía darse cuenta de que leocultaba algo.

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Golpeó la puerta con suavidad y, como norecibió ninguna respuesta, decidió entrar.Sabía que su actitud podía resultar un tantoatrevida, pero no tenía tiempo paraformalismos.

La luz que entraba por las ventanaslaterales iluminaba la habitación. Aunque lordRaston no estaba sentado frente al escritoriosabía que no estaba sola. Miró hacia el otroextremo, al que llegaba menos luz, y lo vioobservándola con sus ojos de halcón. Susnervios, que hasta entonces había logradocontrolar, se crisparon.

—¿Desea algo, señora Turner?Sophia logró sostenerle la mirada, mientras

el vikingo, sentado en un sillón, la escrutaba.Hacía mucho calor y se llevó la mano a lanuca con delicadeza. Algo en él habíacambiado. Siempre lo había visto vestidoimpecablemente. Sentado en aquel sillón sinchaqueta y con varios de los mechones claros

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de su pelo revueltos parecía un león al acecho.La camisa arremangada dejaba entrever unosantebrazos fibrosos, atléticos, y los dedoslargos y algo huesudos de sus manos leparecieron incluso atractivos. Los pantalonescolor beige y las botas de montar completabanun cuadro digno de ver.

Sophia carraspeó antes de contestar. Derepente, sintió que se le secaba la boca.

—Quería hablar con usted.Raston se quedó en silencio unos segundos

que a Sophia le parecieron horas. Esbozó unasonrisa de medio lado y le indicó con la manoque tomara asiento en el sillón que estabafrente al que él ocupaba.

La muchacha dio unos pequeños pasos yse sentó, colocando las manos sobre el regazo.Todo le resultaba muy raro. ¡Ella jamás seponía nerviosa ante ningún hombre! ¿Por quéahora estaba tragando saliva de ese modo?

—Usted dirá —dijo Alex, mirándola

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fijamente.Tomó aire dispuesta a disipar la sensación

que se estaba apoderando de ella.—¿La pongo nerviosa? —añadió él antes

de que ella pudiera hablar.Sophia cerró la boca de golpe. ¿Cómo se

había dado cuenta? ¿Era tan evidente? Hizo loque cualquiera en su sano juicio hubiesehecho: negar con vehemencia.

—Por supuesto que no. ¿Por qué habríade hacerlo?

Sophia pensó que en general había estadobastante convincente, salvo por el agudo quelanzó al final de la frase.

Alex sonrió de manera tenue, casiimperceptible, que le hubiera pasadoinadvertida si no hubiera estado tan pendientede sus labios. Era mejor que le dijera sindemora lo que había ido a pedirle y que salierade allí cuanto antes para evitar ponerse en

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ridículo.—Iba a decirle, antes de que me

interrumpiera, si puedo enviarle una nota a mieditor para que venga a verme, porque yadebería haberle entregado un borrador de minueva novela y, sin duda, debe de estaransioso.

Alex no podía dejar de mirarla. Losdiminutos puntos verdes esparcidos comotenues pinceladas hechas al azar sobre el irisde sus ojos color miel, enmarcados en aquellaspestañas negras como la noche, serían sinduda capaces de esclavizar a cualquierhombre.

Tosió casi sin hacer ruido y cambióligeramente de posición.

Deseaba que el caso terminara lo antesposible. No lograba pensar con frialdad.Siempre había conseguido anteponer la razóna los sentimientos, pero ahora le estabaresultando imposible hacerlo. Los sentimientos

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eran un lujo que no se podía permitir, solíapensar, pero esa mujer despertaba en él uninstinto protector que no lograba dominar.

—Deberá dejarlo para más adelante —lecontestó con calma.

—No lo entiende. Tengo plazos quecumplir y soy una mujer de palabra. Siemprecumplo lo que prometo.

Alex alzó una de sus cejas y apoyó losantebrazos sobre las piernas, flexionando eltorso hacia adelante y acercándose a ella, talvez, demasiado.

—¿Siempre? ¿Está segura? —preguntóAlex algo divertido.

—Sí, siempre. Y quiero dejar algo bien enclaro: no soy su prisionera. Además, noentiendo por qué pone tantos reparos. Si yaacordamos que podía hacer alguna salida,¿qué hay de malo en que venga mi editoraquí?

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—Lo de la salida todavía no es nadaseguro, señora —le dijo Alex, admirando unavez más el carácter de Sophia—. ¿Cómo sellama?

—¿Quién?—Su editor, ¿no acaba de decirme que

necesita verlo? —dijo Alex volviendo asonreír.

—No hace falta que sea sarcástico, lordRaston. Le estoy hablando en serio, y usted…La verdad, no sé cómo calificar su actitud.

Lo que sucedió después fue una sorpresapara ambos.

En un instante Alex miraba fascinado elmohín que Sophia hacía con sus labios y, alsegundo siguiente, los estaba besando.

No podía explicarse cómo se dejó arrastrarpor ese impulso, pero lo cierto era que pusosus manos sobre las suaves y tersas mejillasde ella y deseó que ese instante durara

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eternamente.Al principio, Sophia, algo tímida, casi lo

había rechazado con gesto virginal, pero,pasada la sorpresa inicial, le devolvía el besocon una pasión semejante a la de él. Jugueteócon su labio inferior incitándola a que abrieraun poco la boca. No podía esperar parasaborearla por completo. Cuando Sophiaseparó ligeramente sus labios, no se detuvopor más tiempo. Se introdujo en su interior,añorando cada rincón de su boca, como si nofuese aquella la primera vez. Si era sinceroconsigo mismo, tenía que aceptar que habíafantaseado con ese momento en más de unaocasión, pero la realidad superaba suimaginación.

Sophia no pudo reaccionar. Si se hubiesedado cuenta de lo que vendría, quizás habríapodido hacer algo, aunque dudaba de que lohubiera hecho.

Quería que continuara, pero al mismo

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tiempo sabía que debía detenerlo. Nuncahabía intimado con un hombre y, si Alexseguía avanzando, descubriría que lo delcasamiento había sido una farsa. Sin embargo,se dejó llevar por la intuición y apretó con lamano la nuca de Alex para que no dejara debesarla. Él olía a lluvia, a cuero y a algo queno lograba identificar, pero que estabadisparando sus sentidos. Sabía que estaba apunto de cruzar un límite del que no habríaretorno, pero no podía resistirse. Ya nadaparecía importarle y se abandonó a lassensaciones que él le provocaba.

Pero Alex era un caballero, y se retirólentamente antes de que hicieran algo de loque ambos acabaran arrepintiéndose. Sophiaabrió lentamente los ojos y vio la mirada de éltransformada por un deseo que no intentabaocultar.

—Yo…Sophia no lo dejó continuar. Tenía que

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impedir que le dijera algo que la hiciera caeren sus brazos, no podía, no debía.

—Esto ha sido un error, lord Raston —lointerrumpió, intentando volver a establecer ladistancia que ese beso había amenazado conromper—. No debería haber hecho eso y lepido que no vuelva a hacerlo.

Alex la miró atónito. No iba a permitirleque negara lo que sin duda ella también sentía.

—Sabes que eso es imposible. No puedesfingir que no has sentido nada. ¿De qué tienesmiedo? —dijo tuteándola por primera vez.

Sophia no pudo responderle.—No pretendo que lo entienda —le dijo

mientras estiraba una y otra vez la falda delvestido.

—Pues tendrás que explicármelo. Nopuedes pretender que renuncie a lo que acabade pasar sin decirme por qué. ¿O intentashacerme creer que no has sentido nada?

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Algo en los ojos de Alex le impidió mentir.—No —le contestó sintiendo que le ardían

las mejillas—. Pero no debe volver a ocurrir.No soy una mujer que se deje arrastrar por laspasiones de esa manera.

Alex creyó entender lo que quería insinuar.—¿Quieres decir que no eres el tipo de

mujer que da ese paso sin que medie algúntipo de compromiso?

Paradójicamente, Sophia se sintióinsultada por esa pregunta. Si bien era ciertoque lo que él sugería correspondía a la maneraen que la habían educado, porque lareputación era con lo único que una mujerpodía contar, en los labios de él esas palabrasparecían un insulto. Como si ella le estuviesedando a entender que el matrimonio era elprecio que debía pagar para obtener sucuerpo.

—Piense lo que quiera —le contestóirritada.

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Alex se levantó del sillón y dio unos pasoshacia la puerta.

—¿Y qué debería creer?Sophia estaba tan enfadada que no lograba

medir sus palabras.—¿Tan irresistible se cree, lord Raston,

que no admite un no como respuesta?Alex estaba demasiado perplejo como para

admitir que, en parte, esa respuesta habíaherido su amor propio. Jamás habría intentadonada si Sophia hubiese sido una virginaljovencita, pero era viuda y eso hacía que todofuera diferente. La sociedad no era tanexigente con ellas y muchas tenían amantes yactuaban sin rendir cuentas a nadie. Siempre ycuando, claro está, todos fueran discretos.

—No te preocupes, te doy mi palabra dehonor de que esto no volverá a suceder —dijocon aspereza.

Esas palabras hicieron que algo dentro de

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Sophia despertara. Su corazón le pedía agritos que le dijese que se equivocaba, que leconfesara la verdad. No obstante, guardósilencio.

De pie junto al sillón, lo miró a los ojosrogando que él no alcanzara a ver lovulnerable que sentía y lo frágil que era suvoluntad. Rezó para que no se diera cuenta deque se estaba enamorando de él.

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Capítulo 10

AQUELLA noche el silencio entre los dos sehizo evidente hasta para las tías, que nopararon de charlar durante toda la cena. Alexcasi se sintió feliz por el parloteo de su tíaHarriet. Tal vez me permitan abstraerme deella, se dijo, aunque no tardó en darse cuentade que eso era imposible.

Había estado pensando en lo ocurrido y sesentía avergonzado por haberse dejado llevarcomo un jovencito enamorado. Nunca anteshabía permitido que sus instintos lo dominarande ese modo como aquella tarde.

Su comportamiento era inexplicable paraél, e intentó convencerse de que se debía aque hacía meses que no estaba con ningunamujer.

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—Estás muy callado esta noche, sobrino—le dijo Ophelia, mirando alternadamente aAlex y a Sophia como si estuviese intentandoresolver un acertijo.

—Soy un hombre callado, tía —lecontestó de manera lacónica.

Ophelia alzó una ceja en señal dereprobación.

—Lo sé, ¡pero no tanto! Los buenosmodales dictan que converses con tusinvitados en lugar de actuar como un ogro conindigestión.

Sophia, que estaba disfrutando del saborde una cereza, se atragantó al escuchar esasúltimas palabras.

—Querida, ¡tenga cuidado! No vaya a serque nos deje sin conocer el final de su novela—dijo Ophelia con el mismo tono que habíautilizado con Raston.

Sophia bebió un poco de agua para

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intentar que la comida terminara de pasar porsu garganta.

—Por lo visto, la conversación quemantuvieron esta tarde en la biblioteca los hadejado mudos —continuó la incisiva dama conuna leve sonrisa en los labios.

Esta vez fue Alex quien se atragantó.Cuando tosió, una cereza salió disparada y fuea caer en la fuente.

—Revelador, muy revelador —dijoOphelia entrecerrando los ojos con aire detriunfo.

Cuando se recuperó, miró a su tíafrunciendo el ceño.

De sus dos tías, Ophelia siempre habíasido la racional, la seria, la inflexible, pero,últimamente, se estaba comportando demanera más que extraña. ¿A que venía esasonrisa de suficiencia? ¿Qué era lo tan“revelador”?

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Alex pensó que con la señora Turner yatenía suficientes quebraduras de cabeza comopara ocuparse además del comportamiento desu tía, de modo que alejó esos pensamientos eintentó concentrarse en el caso.

* * *

Después de la cena, lord Raston se retiró

diciendo que tenía que atender ciertos asuntosde vital importancia y Sophia se quedó a solascon las tías.

Esa noche, lady Barth estaba algomisteriosa y, durante la cena, había puestonerviosos a los dos jóvenes. Sin embargo,pensó, él la había abandonado allí, dejándolabajo el escrutinio de Ophelia, quien laobservaba sin disimulo, como si estuvieseevaluándola, al tiempo que se llevaba unacopita de brandy a los labios.

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—¿Se encuentra bien, querida?—Perfectamente —respondió Sophia, con

una sonrisa forzada.Ophelia se llevó el monóculo a su ojo

derecho para mirarla mejor.—La velada ha sido algo extraña, ¿no les

parece? —comentó Harriet mientras searreglaba de manera automática el encaje de lamanga de su vestido color perla.

—¿Te parece, Harriet? —repuso suhermana con tono irónico.

Harriet miró a Ophelia y suspiró.—Hermana, a veces hablas de un modo

que no llego a comprender. ¡Qué caráctertienes!

—Señora Turner —prosiguió lady Martley—, ¿cuándo nos va a deleitar con esoscapítulos que nos prometió? Estoy deseandosaber de qué se trata. Sobre todo, quién es elhéroe y quién el villano. En lo personal, me

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gusta más el héroe, pero Ophelia siempre diceque el personaje del malvado suele ser másinteresante.

Sophia sonrió ampliamente, haciendo quedos pequeños hoyuelos se dibujaran en susmejillas.

—A decir verdad, el villano me resultamás interesante a la hora de escribir.

—¿Y qué papel le daría a mi sobrino,querida? ¿El de héroe o el de villano? —preguntó Ophelia mientras daba golpecitos conel monóculo en su pierna.

A Sophia la pregunta la dejó atónita. Sintióel calor subir por las mejillas y supo, sin lugara dudas, que debía de estar roja como untomate. Sabía que no le hacía esa preguntaporque sí. Era evidente que quería averiguaralgo, pero ¿qué? ¿Sospecharía lo que habíaocurrido esa tarde en la biblioteca? Sacudió lacabeza despacio para alejar esa idea. Eraimposible que supiese algo. Estaba

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sobreinterpretando, porque lo de la tarde lehabía puesto los nervios a flor de piel y ahoraveía cosas que no existían. Con seguridad setrataba de una pregunta inocente producto dela curiosidad, se dijo tratando de calmarse.

—La verdad, lady Barth, es que no lohabía pensado. Desde luego, no sería elmalvado.

Ophelia frunció el entrecejo, al parecerinsatisfecha por la respuesta.

—¿Está segura?—Quizá su aspecto se acerque más al del

villano, pero…—¿Esta diciendo que mi sobrino no es

atractivo? —la cortó casi ofendida.La muchacha no sabía cómo salir del

embrollo en el que se acababa de meter.—No, no —se apresuró a decir—, no es

eso lo que intenté decir. Por supuesto que susobrino es un hombre muy interesante.

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Ophelia sonrió y la miró fijamente.Sophia ya conocía esa mirada. Era la

misma que la que ponía su gato cuando serelamía al observar un pequeño pájaro desdela ventana pensando de antemano en el festínque se daría.

—¿Entonces por qué dice que su aspectose acerca más al del villano? ¿Por la cicatriz?A muchas mujeres, en especial a lasjovencitas, esa marca les produce repulsión.Las que se le acercan suelen hacerlo porinterés. Consideran un logro cazar a unmarqués.

Sophia comenzó a enfurecerse con esassupuestas mujeres mientras la escuchaba.¿Eran tontas? ¿No tenían ojos en la cara? Alexera el hombre más apuesto, más viril, másinteresante que había conocido en toda suvida, y su cicatriz le daba una aparienciasalvaje y ruda que hacía que fuera másirresistible todavía.

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—¡Esas mujeres están ciegas! —exclamóSophia sin pensar—. Me resulta increíble loque me está diciendo. Su sobrino es unhombre inigualable. Es atractivo, culto y todoun caballero. Es cierto que a veces puederesultar un poco insoportable y que tiene unahabilidad especial para sacarme de quicio alquerer controlarlo todo y no permitir que locontradigan, pero eso lo vuelve másinteresante aún. Y, sobre su cicatriz, ¡siapenas se nota! Esas mujeres de las que habladeben de ser bastante limitadas para fijarse enalgo así. Además, creo que es precisamenteesa imperfección lo que lo vuelve casiirresistible.

Sophia se detuvo cuando se percató de loque estaba diciendo.

Harriet la contemplaba sin pestañear yOphelia tenía una mirada satisfecha, como lade Atila luego de devorar a su presa. Sonreíaabiertamente mientras sujetaba el monóculo

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con fuerza.—Vaya, ¡qué interesante! Me alegro de

que piense eso de él.Sophia sentía que el sudor corría por sus

manos. La prudencia siempre había sido unade sus mayores virtudes. No podía creer loque acababa de ocurrir. ¡Cómo pudoreaccionar de esa manera! Su modo de actuardemostraba que lo que sentía por Alex era tanprofundo que la hacía olvidar por qué estabaallí y en qué circunstancias se encontraba.

Tenía que dominar ese sentimiento antesde perder el juicio. Tenía que controlar sucorazón, un corazón que empezaba adespertar nuevamente.

Soñar era un lujo que no podía permitirse.Era demasiado peligroso.

* * *

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Eran las cinco de la madrugada y aún lefaltaba repasar la contabilidad de la propiedadde Brighton. El administrador de la finca lehabía enviado los datos la semana anterior,pero los últimos acontecimientos no le habíanpermitido darles un vistazo.

Ni siquiera había tenido tiempo de atendersus propios asuntos, algo poco común en él.Pese a la disciplina con la que acostumbrabamanejar su vida, en esos momentos las cosasno estaban resultando como había previsto y,en gran medida, la culpa era de Sophia, quienestaba trastocando no solo su vida, sino,también, su buen juicio.

Unos pequeños golpes en la puerta de suestudio lo hicieron levantar la vista de aquellainterminable columna de números.

—Adelante.David abrió la puerta y traspasó el umbral.—¿David? —dijo Alex viendo la hora en

el reloj de cuerda que había sobre la

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chimenea.—¿Pasa algo? —preguntó preocupado.—Tiene una visita, señor.Era lo último que esperaba. Tal vez fuera

James. Quizás había descubierto algo urgente.—¿Quién es?—La señora Amanda Ashford —fue la

desconcertante respuesta.—¿Quién? —casi gritó, sin dar crédito a lo

que le decían.—La señora Amanda…—Ya, ya—lo cortó.Sin duda, el mundo se había vuelto

definitivamente loco. ¿Qué hacía ella allí aesas horas?

Amanda Ashford era la hermana mayor desu madrastra, Margaret, y solo la había vistoen dos o tres ocasiones. ¿A qué se debería suvisita?

—Llévela a la biblioteca y ofrézcale algo

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para beber. Estaré con ella en unos minutos.—Sí, señor —contestó David, dirigiéndose

hacia la puerta.—Una cosa más, David. ¿Ha venido con

alguien?—Que yo sepa, señor, está completamente

sola.Alex pensó que la situación era irreal.—Está bien, haga lo que le dije. Gracias.Cuando la puerta se cerró, Alex tomó su

chaqueta negra, se abotonó las mangas de lacamisa y salió con paso enérgico.

Mientras bajaba las escaleras, sepreguntaba una y otra vez qué la habríallevado hasta allí. Una vez en la biblioteca, sedirigió hacia el sillón de brocado azul queestaba junto a un ventanal donde lo esperabala señora Ashford, que parecía nerviosa yagitada. Alex notó el modo en el que retorcíala falda de su vestido gris oscuro.

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En cuanto lo vio, Amanda procuró envano recomponerse. Alex vio que sus ojosestaban llenos de la más pura desesperación.

—Lord Raston —dijo con voz temblorosa—, lamento molestarlo a estas horas —prosiguió—, pero se trata de algo de vitalimportancia. Espero no haberlo despertado.

Alex la miró atentamente.Los años no la habían tratado demasiado

bien. Aunque nunca había sido lo que se dicehermosa, cuando era niño a Alex se lo habíaparecido. La recordaba como alguien defacciones dulces y agradables, pero en esemomento esas cualidades parecían haberdesaparecido, no solo a causa de la vejez, sinopor la tristeza y el cansancio.

—No se preocupe, estaba trabajando.¿Qué sucede?

Alex la vio titubear. Parecía costarleincluso decir para qué había ido.

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—Es Robert —dijo con voz vacilante.Sabía que lo más probable era que Alexinterrumpiera la conversación no bienescuchara ese nombre, pero no podíapermitirlo. Tenía que conseguir que laayudase. Robert era el único sobrino que teníay la única persona que valía la pena en esaretorcida familia. Era consciente de que ellatambién tenía muchas cosas por las que debíadisculparse. Había sido débil. Y su hermanaMargaret, ¿qué podía decir de ella? Era unmisterio que Robert hubiera podido sobrevivirdespués de haber estado expuesto por años alveneno de su madre. Era un milagro que elfruto de la unión de dos personas carentes deprincipios y de moral fuera alguien bueno.Pero ahora, las maquinaciones de Margaretpodían hacer que se perdiera para siempre o,lo que era peor, que muriera.

—Sea lo que fuere que haya venido adecirme, solo puedo contestarle una cosa: no

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es de mi incumbencia —dijo Alex con una vozque no admitía réplica—. Siento que hayavenido hasta aquí en vano. Ahora, si medisculpa, tengo asuntos más importantes queatender.

Antes de que Alex se moviera, Amanda seacercó a él, sintiendo que se le escapaba entrelos dedos la única posibilidad que tenía desalvar a su sobrino.

—Por favor, por favor… —le dijo en tonoimplorante mientras las lágrimas comenzabana brotar de sus ojos, poniendo su mano sobreel brazo de él.

Alex miró la mano de la señora Ashford yluego alzó sus ojos hasta la altura de los deella.

Amanda, dándose cuenta de la temeridadque acababa de cometer, retiró la mano.

—Por favor, tiene que escucharme —ledijo con tono desesperado.

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Alex temió que el nerviosismo que parecíacomenzar a apoderarse de la señora Ashfordfinalmente estallara, y se apiadó de ella.

Desde que Sophia había entrado en suvida, parecía haber adquirido una debilidadbastante peligrosa a considerar lossentimientos de los demás.

—Está bien, la escucharé, pero es lo únicoque puedo prometerle.

Una chispa de esperanza pareció brillar enlos ojos de Amanda. Que la escuchara era másde lo que esperaba conseguir cuando,desesperada, se dirigió hacia la casa de lordRaston. Recordaba a aquel niño pequeño,retraído y algo débil que intentaba disimular elmiedo que le producía la presencia de supadre. Jamás había visto a nadie enfrentarse aEdward con tanta valentía como ese pequeñode seis años.

—Su hermano va…—Le agradecería que dejáramos los

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parentescos de lado —la interrumpió con vozcortante.

Amanda pensó que su tarea no sería nadafácil. Le ardía la garganta y se maldijomentalmente por no encontrar las palabrasadecuadas para conseguir que lord Raston laayudase.

—En menos de una hora, Robert va abatirse a duelo y no sé qué hacer para evitarlo.Ya lo he intentado todo, ¡todo! Razonar conél, pedirles a sus amigos que detengan estalocura, hablar con la persona con la que va abatirse y suplicarle que no acuda, todo, pero,como se imaginará por mi presencia, no lo helogrado. Por favor —le dijo con un hilo devoz— apelo a su corazón. Ayúdeme a detenereste suicidio.

—Si me conociera, no apelaría a micorazón, señora Ashford, porque en ese casosabría que no tengo —le dijo con un tono tangrave y frío que la hizo retroceder.

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—Pues entonces apelo a su conciencia, asus principios. Sé que es un caballero. Sé quenunca permitiría que se cometiese unainjusticia.

—¿Desde cuándo la vida es justa? —repuso con tono irritado—. Mire —agregómás calmado—, entiendo que esté alterada,pero yo no puedo hacer nada. Un duelo es unasunto privado entre dos personas, y nopodría inmiscuirme aunque lo deseara.

—Pero ¿sabe con quién va a batirse? —lepreguntó con los últimos restos de esperanzaque le quedaban.

—No lo sé, ni me importa. Eso no cambianada.

Alex se alejó unos pasos hacia la puerta.—Se equivoca, ¡lo cambia todo! ¡Se va a

enfrentar con el conde de Ayrn! —gritódesesperada—. ¡Y morirá!

Alex se detuvo y giró para mirarla.

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En efecto, frente a él Robert no tenía lamás mínima oportunidad de sobrevivir.Richard había liquidado a más hombres enduelo que los que muchos oficiales habíanmatado durante la guerra. Su puntería eramagnífica y no tenía piedad. Había dejadoviudas a muchas de sus amantes. Ese solía serel motivo principal de sus duelos. Los incautosmaridos ultrajados de las mujeres casadas conlas que se enredaba cometían el fatal error dedesafiarlo. Y ahora parecía que Robert iba asumarse a la lista.

—Tiene razón —le dijo Alex con vozcalmada—. No tiene ninguna posibilidad desobrevivir.

—Pero ¿no va ha hacer nada? —exclamóentre incrédula y enojada.

—Permítame hacerle una pregunta. ¿Porqué es usted la que ha venido a suplicar miayuda y no su hermana? Ella es la madre deRobert. ¿Qué ha hecho para impedir este

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duelo? —preguntó Alex acercándosenuevamente unos pasos.

—Mi hermana está deshecha. Fue apedirle al conde que detuviera el duelo, perono lo consiguió.

Por primera vez, Alex vio prudencia en losojos de Amanda. No le extrañaba queestuviera ocultándole algo. Sabía porexperiencia que Margaret destruía todo lo quetocaba.

—No puedo seguir hablando con usted,señora Ashford. Hay asuntos que requieren mitotal atención. Así que, si me disculpa, Davidla acompañará a la salida.

—Pero…Antes de que Amanda pudiera agregar algo

más, Alex salió.Amanda vio que lo que le había dicho no

había significado nada para él. Por primeravez, creyó lo que se rumoreaba. Es un

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hombre sin alma, se dijo la dama.

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Capítulo 11

LA niebla no dejaba ver entre los árboles deaquella parte del bosque. Intuía dónde sería elduelo, porque suponía que tendría lugar en elsitio que el conde de Ayrn solía elegir parabatirse, lugar que él conocía, dado que, en elpasado, habían sido amigos.

Escuchó voces a lo lejos y se dirigió haciael lugar del que provenían. No había muchotiempo. ¿Qué hago aquí?, se preguntaba una yotra vez. Se había maldecido mil vecesdurante el camino, y volvió a hacerlo una vezmás, mientras apretaba el paso. Esto no esasunto mío, se repetía.

Vislumbró a lo lejos una sombra negra yse encaminó en esa dirección. Cuando llegó,supo que su interrupción no sería bien

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recibida. Los ojos de Ayrn, que se fijaron enlos de él, mostraron primero sorpresa y, luego,un odio visceral.

—¿Qué haces aquí, Raston? —le preguntóAyrn, mientras les indicaba a sus padrinos conla cabeza que se retiraran unos metros parapoder hablar con Alex en privado.

Alex miró alrededor y no vio ni rastros deloponente de Richard. Vio en su reloj debolsillo que había llegado más rápido de lo quepensaba. Eran las seis menos cuarto. Robert ysus padrinos estarían a punto de llegar.

—He venido a decirte que detengas esteduelo.

Ayrn lo miró fijamente durante unossegundos antes de soltar una carcajada.

—¿Te has vuelto loco? Raston, esehombre me ha desafiado y no pienso eludir elcompromiso.

Alex lo observó atentamente. De cabello

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moreno y ojos negros, Ayrn parecía salido delas puertas mismas del infierno. Los añoshabían sido benévolos con él, pese a la vidaque llevaba.

De complexión atlética, era un buenboxeador, el mejor espadachín que había vistoen su vida y un tirador insuperable. Era buenoen todo lo que se proponía, salvo en perdonar.

Cuando era demasiado joven tomó unadecisión equivocada de la que ya no pudosalir.

El último de los escándalos en el que sehabía visto envuelto había sido el suicidio desu prometida, Kate, ocurrido tiempo atrás. Elcompromiso había sorprendido a todo elmundo. Nadie esperaba que finalmentedecidiera casarse, y menos con una muchachatan tímida y de rango social más bajo. Losrumores no paraban de circular. Todoscompadecieron a la pobre muchacha, salvoAlex, quien se alegró al enterarse de la noticia.

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Pensó que esa decisión pondría fin a lascorrerías de Ayrn y que supondría para élcomenzar una nueva vida, pero se equivocó.Veía en los ojos del que había sido su amigomás amargura y rabia de la que jamás habíavisto en hombre alguno.

—Sabes que no tiene ninguna oportunidadfrente a ti —le dijo Alex, dando un paso alfrente y situándose delante de él.

Richard buscó en los ojos de Alex unarespuesta que no encontró.

—¿Y a ti qué te importa? Hace un par deaños incluso me habrías agradecido queacabara con él.

—Las cosas cambian —respondió entredientes.

Ayrn pareció pensarlo por unos segundos.A lo lejos se oyeron los cascos de varios

caballos acercándose.—No —dijo finalmente, volviéndose hacia

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sus padrinos para dirigirse al encuentro.—Te salvé la vida en una ocasión. Me lo

debes —le dijo Alex con tono autoritario.Ayrn no había dado dos pasos cuando se

detuvo.—No puedes pedirme esto.—Puedo y lo estoy haciendo, Richard.Apretó los puños antes de dirigirse a Alex.—¡Ayrn! —escucharon que llamaba uno

de los que acompañaba al conde.Robert y sus padrinos ya habían llegado.Alex volvió a clavarle los ojos antes de que

se retirara y luego miró en dirección a losrecién llegados. Supo el momento exacto en elque Robert lo vio, porque los ojos delmuchacho se agrandaron primero, por lasorpresa, y luego por el odio que sentía haciasu medio hermano.

Robert se había representado una y milveces la situación, pero lo que nunca había

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imaginado había sido que se encontraría allícon Alex. Por unos segundos, se sintiócompletamente descolocado.

Desde que tenía uso de razón sabía que éllo odiaba, pero nunca creyó que lo hiciera alpunto de desear su muerte. Si de algo estabaseguro era de que ese iba a ser el últimoamanecer que vería en su vida.

Lo único que deseó entonces fue tener lasuficiente puntería como para llevarse con élal conde de Ayrn, quien le había arrebatado lavida mucho antes de matarlo. Lo habíacondenado a un infierno mucho peor del quele tocaría en suerte cuando todo terminara.

Examinó sus manos y comprobó que notemblaban. Nunca antes había tenido queponer a prueba su valentía.

Morir era parte de su venganza, su manerade hacerle daño a quien más odiaba en elmundo: la mujer que le había dado la vida.

Inhaló aire con fuerza intentando

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concentrarse. Solo contaba con un disparo,porque sabía que Ayrn no fallaría. Intentóabstraerse del hecho de que el marquésestuviese allí, aun cuando su presencia lohabía afectado mucho más de lo que estabadispuesto a reconocer. Era una distracciónadicional que no podía permitirse en aquelmomento.

Mientras los respectivos padrinosexaminaban las armas, Robert mantuvo lamirada fija en Ayrn. El conde parecíatranquilo, como si batirse en duelo fuese unsimple pasatiempo para él.

Se acercó por inercia cuando lo llamaron,escuchó las reglas del duelo: cuarenta pasos,un tiro cada uno, él sería el primero endisparar porque era el ofendido y en cuantohubiera sangre todo acabaría.

Tomó con fuerza la pistola que le tendíany la sopesó. Aunque tenía cierta práctica en elmanejo de las armas, sabía que no le

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alcanzaba para enfrentarse con uno de lostiradores más diestros de toda Inglaterra.

Pegó su espalda a la del conde y empezó acaminar siguiendo el conteo que hacía uno delos padrinos. Mientras avanzaba, toda su vidale pareció inútil. Ni siquiera había podidosalvar a la persona a la que amaba y que habíadepositado su confianza en él. Ahora pagaríapor su incapacidad.

Cuando escuchó la orden, giró sobre sustalones y quedó frente al conde de Ayrn.Apuntó y, al oír la orden, alineó el cañón desu arma hacia su oponente y disparó. Elsonido fue ensordecedor. Ayrn ni si quiera semovió.

Supo que había fallado cuando vio alconde llevarse una mano a la mejilla izquierday limpiarse el arañazo que le había provocadola bala que en realidad estaba dirigida a sucorazón. Robert se preparó para lo inevitable.Lo que más lo atormentaba era irse sin

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cobrarse la venganza que le debía a ella, a sumemoria. Eso fue lo último que pensó antesde sentir un agudo dolor en el pecho, antes deque todo oscureciera.

Alex, que estaba a unos metros de laescena, fue testigo del disparo desviado deRobert. Pasó rozando la mejilla de Ayrn.Unos pocos centímetros, y el conde habríaestado muerto. Sin embargo, Robert habíafallado y ahora era el turno de Richard, que noerraría el tiro. Apretó su puño izquierdo en unacto reflejo y, cuando escuchó el disparo,supo que el cuerpo de Robert caería al suelo.Vio al médico correr hacia el herido paradeterminar la gravedad de su estado.

—Estamos en paz —le dijo Ayrn a Alex,al pasar a su lado.

Alex lo miró a los ojos.—Lo estaremos cuando el muchacho esté

fuera de peligro —le respondió con voz grave.Ayrn desvió la mirada y continuó su

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camino en dirección al caballo negro que loesperaba inquieto.

Alex se acercó al grupo de hombres querodeaba a Robert.

—¿Cómo está? —le preguntó al doctor.—Estuvo cerca. La bala no parece haber

tocado ningún órgano vital. Sin embargo, estáperdiendo mucha sangre. Hay que llevarlo sindemora a mi consultorio. Aquí no puedoatenderlo como es debido.

Alex había visto muchas heridas comoaquella en el campo de batalla. Además de aldisparo, había que atender a la infección quela herida podía provocar. La fiebre habíasesgado la vida de muchos soldados.

—Lo llevaremos a mi casa. Allí podráatenderlo.

—Pero… —fue lo único que el médicoalcanzó a decir antes de que Alex lo fulminaracon una mirada de no daba lugar a objeción

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alguna.

* * * Sophia no había conseguido dormir en

toda la noche. El recuerdo del beso de latarde, el olor y la sensación de las manos deRaston sobre su cuerpo volvían a ella todo eltiempo.

Dio vueltas en la cama y, cuandodespuntaba el amanecer, aceptó que ya nopodría dormir y se levantó. Escogió un vestidosencillo y se recogió el pelo con un estilo untanto austero que, sin embargo, la favorecía.

Cuando se dirigía a la biblioteca paraentretenerse leyendo mientras esperaba a lastías para desayunar, vio a Alex entrando por lapuerta principal con gesto adusto y la camisamanchada de sangre.

Corrió escaleras abajo sin pensarlo, pero

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se detuvo cuando vio aparecer a otraspersonas. Tres hombres jóvenes cargaban aotro que parecía inconsciente, y un hombrealgo mayor cerraba el grupo.

—David —le dijo al viejo mayordomo queya estaba a su lado—, envía a alguien a buscaral doctor Jenkins. Es urgente.

David miró al joven herido.—En seguida, señor.Mientras subía las escaleras, Alex ordenó a

los jóvenes que lo siguieran.Cuando levantó la vista se detuvo al

reparar en ella.Sophia pudo ver su expresión sorprendida

solo por un instante, porque no bien oyó alhombre herido quejándose, Alex continuó lamarcha.

—¿Qué hace levantada tan pronto? Daigual —dijo sin esperar la respuesta—. Ya queestá aquí, ayúdeme.

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Sin decir nada, Sophia lo siguió hasta laúltima habitación del pasillo. Pasó detrás de él,descorrió las cortinas, quitó la colcha colormarfil y colocó unos almohadones para quepudieran acomodar al herido.

—Pónganlo en la cama —dijo Alex convoz grave.

—Con cuidado —dijo Sophia al oír otroquejido de labios de aquel hombre.

¿Quién era? ¿Qué habría pasado?, sepreguntó Sophia una y otra vez. Sin embargo,sabía que debía esperar.

Lo importante era acomodarlo y permitirque el médico hiciera su trabajo. Vio que eldesconocido había recibido un balazo en elhombro y, aunque no parecía un disparomortal, no paraba de perder sangre. Pordesgracia, estaba acostumbrada a ver heridascomo aquella, y otras peores que prefería norecordar.

Alex volvió a mirarla. Estaba muy callada,

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pero el espectáculo no parecía ponerlanerviosa. Era una mujer única: fuerte, segura,bella, misteriosa, inteligente.

Alejó esos pensamientos y despachó a lospadrinos de Robert, que prometieron volvermás tarde para enterarse del estado de saludde su amigo.

El médico no estaba logrando extraerle labala, porque Robert, que estabasemiinconsciente, no paraba de moverse ni degemir. Alex tuvo que sujetarlo con fuerza paraque el doctor pudiera trabajar. Cuando perdióel conocimiento por completo, el médicosudaba profusamente. Alex oyó unas voces enel rellano y salió. Eran David y el doctorJenkins, uno de los cirujanos más respetadosde Inglaterra, que Alex había conocido cuandohabía coincidido en el ejército de Su Majestad.

—¿Qué ha pasado? Me han dicho que esurgente —dijo Jenkins con el alientoentrecortado. Tenía el pelo desordenado y su

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ropa, siempre impecable, lucía desprolija.—Robert Raston está en la habitación con

una bala en el hombro.Jenkins lo miró sin parpadear. No dio

muestras de que la noticia lo sorprendiera.—¿Con qué tipo de arma le han

disparado?—Pistola. Acaba de batirse en duelo.—Entiendo —dijo entrando en la

habitación.Alex presentó a ambos doctores y Jenkins

comenzó a examinar a Robert.—Doctor —dijo Alex dirigiéndose al

médico que había estado en el duelo—, leagradezco lo que ha hecho, pero creo que susservicios ya no son necesarios. Envíeme lafactura con sus honorarios.

—No es necesario, lord Raston. El condede Ayrn me ha pagado por adelantado —dijorecogiendo sus cosas.

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David acompañó al médico hasta lapuerta, mientras Alex veía como Jenkins, porfin, lograba extraer la bala del cuerpo deRobert.

—¿Cómo se encuentra? —le preguntóAlex al médico una vez que hubo terminadode vendar al herido.

—El disparo no ha sido mortal, pero sabescomo es esto. Ha perdido mucha sangre ytodo depende de cómo evolucione en laspróximas horas. Es un hombre fuerte y joven,y eso ayuda. No debería de haber mayorescomplicaciones, pero hay que estarpreparados. Le he dejado un calmante para eldolor. Ya le he explicado cómoadministrárselo a la dama que estaba en lacabecera. Ha sido de gran ayuda.

Alex asintió. La había visto ayudándolocon gran pericia.

—Vendré a verlo más tarde. Parece quehoy va a ser un día bastante largo para mí —

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agregó mientras recogía el maletín y se dirigíahacia la puerta.

Alex notó que Sophia estaba acomodandolas vendas que habían sobrado.

—Ahora vuelvo —le informó.—Aquí lo espero —dijo Sophia sonriendo

levemente.La muchacha lo miró salir abstraída hasta

que el sonido de un quejido hizo que volvieraa concentrarse en el hombre que estaba en lacama. El desconocido había abierto los ojos,que estaban vidriosos por el dolor. Decía algocasi inaudible.

Se inclinó hacia él para poder escuchar loque estaba diciendo.

—Kate, Kate…—¿Quién es Kate? ¿Quiere que la

llamemos?El herido profirió un gemido lastimero e

intentó levantar el torso, pero el dolor se lo

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impidió y cayó en la cama perdiendo de nuevoel conocimiento.

Sophia no sabía qué estaba pasando, niquién era aquel hombre, pero no tenía duda deque estaba sufriendo.

* * *

Después de despedir a Jenkins, Alex se

cruzó con su tía Ophelia en la escalera.—¿Qué sucede? ¿A qué se debe tanto

movimiento? —preguntó con suma seriedad—. ¿Pasó algo con la señora Turner?

Alex vio que su tía, que solía parecerinmune a todo, estaba asustada.

—No te preocupes, la señora Turner estábien.

—¿Y entonces qué pasa? Te advierto queno trates de engañarme, porque séperfectamente que aquí está pasando algo.

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Alex no pudo más que sonreír. Su tíasiempre había sido una mujer de armas tomar.Sin embargo, solo los pocos que la conocíande verdad sabían que, debajo de suautoritarismo, había un corazón generoso ycompasivo.

—Acompáñame.Alex la llevó a la habitación en la que

estaba Robert.Al entrar, Ophelia achicó un poco los ojos.

Las cortinas no estaban corridas del todo, porlo que la luz no era suficiente para permitirletener una visión clara.

Cuando sus ojos se acostumbraron a lasemipenumbra, vio a la señora Turner paradajunto a la cama en la que estaba tendido unhombre.

—¿Quién es? —le susurró a su sobrino.—Robert.—¿Robert? ¿Qué Robert?

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La cara de Ophelia adquirió un tonoverdoso cuando se dio cuenta de quién era lapersona que yacía allí.

—Señora Turner, ¿podría cuidarlo unpoco más?

Sophia frunció el entrecejo. No teníaproblema de quedarse el tiempo que fueranecesario, pero le parecía injusto que no lecontara qué estaba sucediendo.

—Por supuesto, pero creo que me debeuna explicación, ¿no le parece?

Alex evaluó las palabras de la muchacha.No le hacía ninguna gracia tener que contarlequién era ese joven, pero, dada la situación,no había salida.

—Está bien, acérquese.Fue hacia donde se encontraban Alex y su

tía pensando que su cara debía de manifestarla misma impaciencia que la de Ophelia.

—Siéntense.

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—Estoy bien así —dijo Sophia.—Siéntate, querida —le dijo Ophelia al

ver la expresión de su sobrino.—¿Por qué siempre tiene que salirse con

la suya? —musitó para sí, aunque Opheliaalcanzó a escucharla.

—Tendrá que tener paciencia —lemurmuró la mujer en un susurro.

—¿Puedo empezar o aún no terminaronde cuchichear?

—Yo no cuchicheo, Alex, es de malaeducación —le dijo Ophelia levantando unaceja en señal de disgusto—. Por favor,empieza de una vez.

Alex suspiró tratando de no perder lapaciencia.

—Esta madrugada tuve una visitainesperada: Amanda Ashford vino a verme.

Ophelia pareció quedarse sin habla.—¿Quién es? —preguntó Sophia

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titubeando. Notó que se trataba de un temadelicado.

—Es la hermana mayor de la madrastra deAlex —contestó Ophelia, que parecía haberrecobrado el aplomo—. ¿Qué quería?

—Vino a pedirme ayuda. Quería queevitara un duelo en el que estaba involucradoRobert.

—¿Un duelo? —preguntó Sophia algoconfundida—. ¿Pero no son ilegales?

Ninguno de los dos se molestó enresponderle. Ambos estaban concentrados,interrogándose con la mirada.

Ophelia pareció entender.—Por lo que veo, no lo detuviste —le

dijo.—El duelo era con el conde de Ayrn.Ophelia se estiró en el sillón que ocupaba.

Su expresión era muy seria.—Entiendo.

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—Pues yo no entiendo nada —dijo Sophiaenojada.

—El conde de Ayrn no falla nunca,querida. Nunca —sentenció mirándola a losojos.

—Y no lo ha hecho tampoco ahora. Esehombre está gravemente herido.

—Pero está vivo —le dijo Alex clavándolela mirada.

Sophia comprendió.—¿Y por qué no lo mató? —preguntó

Sophia, aunque intuía la respuesta.Alex endureció la mandíbula en un acto

reflejo.—Porque me debía un favor.Ophelia extendió una mano y tocó a

Sophia, indicándole que debía detenerse.—Has hecho lo correcto —le dijo a su

sobrino con ojos tristes.—Yo no estaría tan seguro —repuso

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dándoles la espalda y saliendo de lahabitación. Ambas mujeres sintieron quetodavía les quedaban muchas cosas porcomprender.

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Capítulo 12

OPHELIA se quedó mirando la puerta queAlex cerró tras de sí.

—No entiendo nada —dijo Sophia algoperpleja por la reacción de lord Raston.

—Yo a veces tampoco —dijo dándoleunos golpecitos cariñosos en la mano.

—¿Quién es este hombre y por qué vino lahermana de la madrastra de lord Raston apedirle ayuda? —preguntó, pensando que talvez se estuviera excediendo al pretender quele respondieran.

Ophelia inspiró profundamente antes decontestar.

—Ese hombre es Robert Raston, el mediohermano de mi sobrino.

Sophia abrió la boca como para decir algo

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y la cerró de inmediato, dejando salir una leveexclamación.

—Amanda Ashford es la tía de Robert.—Entiendo. Pero ¿por qué suponía que

lord Raston podía interceder?Ophelia suspiró poniendo una mano

encima de la otra sobre la falda.—Imagino que pensó que Alex podía tener

alguna influencia sobre él debido a que en sujuventud fue amigo del conde de Ayrn.

—Entiendo, por sus palabras, que esaamistad ya ha terminado.

—Así es. El conde de Ayrn cambió. Eligióun camino del que nadie puede ayudarlo asalir, y temo que ya sea demasiado tarde paraél. Créeme que, si hubiese querido, habríamatado a Robert. Como ya dije, nunca falla.

—Por su descripción, parece un hombredespiadado.

Ophelia la miró y esbozó una sonrisa

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triste.—Yo diría que más bien es un hombre

atormentado. Ha perdido su alma y no hacenada por recuperarla.

—¿Es el villano?Ophelia sonrió sin tristeza.—Mucho me temo que sí —le respondió

mirando hacia la cama—. Si quieres puedoreemplazarte en el cuidado del chico.

—¿Chico? ¿Qué edad tiene?Ophelia hizo una cuenta mental.—Rondará los veinticinco.—Pues, si me permite, yo no diría que, a

esa edad, ya no es ningún chico.Ophelia puso los ojos en blanco.—Cuando llegues a mi edad entenderás

que un joven de veinticinco años no es másque un chiquillo. ¡Y ni se te ocurrapreguntarme cuántos años tengo!

Sophia se llevó la mano al pecho,

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ofendida.—¿Yo? Me da mucha pena que haya

dicho eso. Se equivoca. En todo caso se tratade la curiosidad propia de una escritora que nopuede resistirse ante una buena historia.

Ophelia levantó una ceja.—Llámalo como quieras, querida, pero no

hay duda de que eres de lo más persistente.Ophelia vio que Sophia no podía contener

la risa. Sabía que Lady Barth tenía razón. Sumadre siempre le decía que no era bueno quefuera tan curiosa y era evidente que el tiempono había logrado que su defectodesapareciera.

Ophelia también rió por lo bajo y cuandose dieron cuenta de que ambas estabanintentando contener las carcajadas, rieronabiertamente.

Por primera vez, Sophia se sintió como encasa.

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* * *

Esa misma tarde, después de que Ophelia

pusiera a su hermana al tanto de lo que habíapasado, Sophia tuvo la oportunidad deencontrarse con lord Raston.

Aunque sabía que debía mantenerse almargen, que se trataba de un asunto familiaren el que no debía inmiscuirse y, además, quepronto saldría de la vida de esas amablespersonas para siempre, algo que había vistoesa mañana en el rostro de Raston laimpulsaba a hablar con él. A pesar de que sucabeza le decía que no lo hiciera, su corazónla obligaba a hacerlo.

Durante toda la mañana, mientras Sophialo estuvo cuidando, Robert no recuperó elconocimiento, pero de vez en cuando decía ensueños cosas incomprensibles para ella. Loúnico claro que repetía una y otra vez era el

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nombre “Kate”.Cuando fueron a relevarla, Harriet y

Ophelia le dijeron, como de pasada, que Alexse había encerrado en la biblioteca. Sophia, enlugar de escuchar la voz de la razón, seencaminó hacia allí. Si lo pensaba un poco, elbuen juicio nunca le había sido de gran ayuda.

Tocó la puerta y, luego de escuchar un“adelante” que parecía venir desde unacaverna, entró.

Lord Raston estaba sentado en un sillóncerca de los grandes ventanales con un libroen la mano. Sobre la mesa auxiliar que tenía auno de los lados había más libros y estabantambién los periódicos del día.

—Ah, es usted —dijo con un tono dedecepción que no trató de disimular.

—Veo que esperaba a otra persona —dijola muchacha intentando ser agradable.

—Sí. Pensé que era Talbot.

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—Si está ocupado, puedo volver mástarde —le dijo Sophia arrepintiéndose dehaber seguido su impulso.

Raston dejó el libro en la mesa auxiliar, sereclinó hacia atrás y la miró fijamente.

—Tome asiento y dígame qué es lo quedesea.

Sophia supo de inmediato que, en efecto,no era un buen momento para hablar. El malhumor que traslucían sus palabras sin dudaaumentaría tras esa conversación. No habíatardado en descubrir que ambos se producíanel mismo efecto —tenían la cualidad desacarse mutuamente de quicio— y estabaclaro que, en ese momento, lo que menosnecesitaba Raston era alguien que provocaraque el volcán que llevaba dentro entrara enerupción.

—No se preocupe, no es nada importante,puedo esperar —le dijo comenzando a irse.

—Pues yo no. Tengo demasiados asuntos

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que atender y no puedo prometerle que mástarde dispondré de tiempo para mantener estaconversación que, sin duda, habrá de ser másque interesante.

Sophia enarcó las cejas. Cada vez lecostaba más controlarse ante el sarcasmo deRaston.

—Es usted tan amable que a veces meabruma —le dijo Sophia intentando tambiénser sarcástica.

—¿No es cierto? —le preguntó Rastoncon una sonrisa deslumbrante.

Sophia tuvo que admitir que esa vez lehabía ganado. Ese hombre tenía más recursosde los que parecía a simple vista.

—Está bien —dijo Sophia sentándosefrente a él—. En primer lugar, ayer al final nosdesviamos del tema —dijo poniéndose rojacomo la grana— y no me contestó si podía ono llamar a mi editor.

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Alex se inclinó hacia delante.—Ya le he escrito. Viene mañana a la hora

del té. ¿Le parece bien?Sophia se quedó muda. No podía creer

que hubiese hecho lo que ella le había pedidoy, además…

Alex vio que Sophia hacía ese cómicogesto con la nariz, como si algo no oliesedemasiado bien. Era incomprensible que algotan poco femenino lo atrajera, pero sin duda leencantaba verla hacerlo.

—¿Cómo pudo mandarle un mensaje si yonunca le dije cómo se llamaba?

A esta mujer no se le escapa nada, pensó.—Le recuerdo que mis tías son sus más

fieles seguidoras. Tienen todos sus libros y enellos aparece el nombre de la editorial. Comoverá, no ha sido muy difícil.

—¡Ah! —exclamó Sophia, sintiendo queesa explicación hacía que su pregunta resultara

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un tanto ridícula—. ¿Y ha tenido usted laoportunidad de ojear alguno de mis libros?

De repente, Raston tenía una expresióndivertida en la cara que lo hacía parecer másjoven. Sophia pensó que le gustaría verlo feliz.Era una necesidad que brotaba de no sabíadónde. Esa sonrisa a medio dibujar laempujaba a ir por más. Quería oírlo reír.

¿Pero qué me pasa?, se preguntó.¡Parezco una chiquilla enamorada! Tengo quecontrolarme antes de hacer algo de lo queluego deba arrepentirme, se reconvino.

—Podría mentirle y decirle que no, pero locierto es que la otra noche estuve leyendoalgunos capítulos de El ladrón de joyas.

¡Vaya!, pensó Sophia. No necesitaba laaprobación de Raston, pero se sorprendiódeseando escucharlo hacer un comentariopositivo acerca de su libro.

—¿Y qué le pareció? —preguntóintentando no parecer ansiosa.

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Raston hizo un gesto con los hombros,como si hubiera sido una preguntaintrascendente.

—Es entretenido —contestó sindemasiado entusiasmo.

Alex se estaba divirtiendo con los cambiosde expresión que veía en el rostro de Sophia.Ahora lo estaba mirando como si fuera uninsecto al que se está a punto de aplastar. Senotaba que la respuesta la había defraudado yesa había sido exactamente la intención deRaston al mentirle, porque, en realidad, ellibro le había resultado muy interesante y nohabía tardado en darse cuenta de que Sophiatenía mucho talento. Desde el principio sehabía enganchado a la historia. La destrezacon la que utilizaba el lenguaje, su forma dedescribir y de abordar los sentimientos de lospersonajes, sin florituras ni medias tintas, lohabían atrapado. Los matices de losprotagonistas y secundarios, que no mostraban

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una clara distinción entre el bien y el mal, lehabía encantado. Sophia había captado ladualidad propia del ser humano, con susdebilidades, sus altibajos, su lado oscuro.

—Es comprensible —dijo Sophiasacándolo de sus pensamientos.

—¿Qué es lo comprensible, señoraTurner? —preguntó intrigado.

—Pues que un hombre tan culto, tancurtido en mil batallas y con tan poco tiempopara sí mismo —dijo no sin cierta ironía— noaprecie demasiado ese tipo de lectura. Imaginoque cuando tiene oportunidad de leer, cosaque, supongo, no será muy a menudo, debede optar por las grandes obras de la literatura.

Sophia se asombró por la forma en quehabía reaccionado. Nunca se había interesadodemasiado por los comentarios que se hacíansobre sus obras y más bien la incomodabanlos elogios desmedidos. además, él tenía todoel derecho a decir lo que quisiera. ¿Por qué la

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había afectado tanto? Sabía de sobra que nopodía gustarle a todo el mundo, y nunca lehabía importado demasiado.

—Tiene razón, pero por deferencia haciausted, el otro día hice una excepción. Como lehe dicho, su novela me resultó muy llevadera.

—¡Llevadera! —casi gritó.De inmediato, se dio cuenta de que estaba

perdiendo el control. Las damas no gritaban niperdían la compostura de ese modo.

—Claro, tiene usted razón —prosiguió—.Me alegro de que le haya parecido llevadera.Se lo diré a mi editor sin falta cuando venga.Sin duda eso lo alegrará enormemente—dijocon tono agrio.

Raston soltó una carcajada.Sophia no estaba preparada para esa

reacción. Era la primera vez que lo veía reírsey ella misma se sorprendió riéndose también.

No sabía ni de qué se reían, pero eso era

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lo de menos. Lo importante era que, por unossegundos, había visto caer la máscara deRaston. Parecía relajado y sus ojos, al brillarcon esa luz que solo la felicidad podía darles,resultaban más espectaculares aún.

Cuando Raston se calmó, tenía laexpresión de un niño al ser descubiertohaciendo una travesura. Sophia creyóentender.

—Me estaba provocando y yo he caído ensu trampa, ¿verdad? —le preguntó Sophiasonriendo.

Sí —contestó Raston con picardía—, yvalió la pena.

—Ya veo —sonrió Sophia de nuevo—,me utiliza de bufón.

Alex se puso serio.—De ningún modo. Usted es la mujer más

inteligente y hermosa que he conocido nunca.Sophia vio que lo que le decía se le

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reflejaba también en los ojos y fue incapaz dearticular palabra.

Quedó paralizada. Con una mirada lahabía hecho sentir más de lo que había sentidoen los últimos años. Se sintió viva por primeravez en mucho tiempo. Todo se volvía másintenso. El perfume de las rosas que estabanen la mesa, la luz del sol que se colaba por losventanales, todo lo conocido le parecía nuevo.

—Veo que la he dejado sin palabras,señora Turner —le dijo Rastonreconstruyendo su personaje.

¿Por qué hace esto?, se preguntó Sophia.¿Por qué vuelve a ocultarse? La intensidad desus palabras había desaparecido, lacomplicidad se había esfumado y la miradadesnuda y auténtica se había perdido.

—No, claro que no —le dijo Sophia algodecepcionada—. Ha sido muy amable aldedicarme esas palabras tan generosas.

—Es lo menos que merece —dijo Raston

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restándoles importancia.Sophia sabía que debía detenerse, pero

algo le impedía hacerlo. Quizá porque ellatambién estaba acostumbrada a representar unpapel, a ocultarse y había perdido una parte desu juventud, de su vida en el camino, pero ellano había tenido opción en tanto que él… ¿porqué lo hacía? Lo que las tías le habíancontado acerca de su niñez hacíacomprensible que siempre se hubiera ocultadobajo una fachada de indiferencia y hastío,pero ¿por qué seguía haciéndolo? Quizá ya nosabía cómo ser de otra manera o, tal vezhubiera otra razón. Si no lo hubiese visto reírhacía un momento, ni siquiera se estaríahaciendo esas preguntas.

—¿A qué le teme, lord Raston? —preguntó y, en cuanto se oyó hacerlo, se diocuenta de que lo había dicho en voz alta enlugar de pensarlo.

El rostro de Alex se endureció. Ya no

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quedaba el menor rastro del hombre al queacababa de ver reír.

—Yo no le tengo miedo a nada, señoraTurner —dijo con calma.

El tono que había empleado imponíarespeto, pero Sophia pensó que ya no podíavolverse atrás.

—Pues yo creo que sí, lord Raston. Y sonmuchas las cosas que me han hecho llegar aesa conclusión.

—Le ruego que me ilustre —repuso consarcasmo.

Sin embargo, no consiguió que ella seamedrentara.

—De acuerdo. El hecho más significativoocurrió esta mañana, cuando nos estabacontando lo de su hermano.

Alex frunció el ceño, pero la dejócontinuar. En cierta forma tenía curiosidad porsaber qué era lo que le iba a decir. Quería ver

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hasta dónde llegaba.—En la medida en que sea usted quien

maneja la situación, mientras logre contenersus sentimientos, no tendrá ningún tipo deproblema.

—¿De verdad piensa que tengosentimientos? —la interrumpió.

Sophia suspiró algo cansada.—Por supuesto. Yo fui testigo de que los

tiene y no permitiré que intente hacerme creerlo contrario —dijo en tono casi amenazante.

Alex estaba azorado. ¿Era posible que esamujer no se diera cuenta lo enojado queestaba y el esfuerzo que estaba haciendo paracontrolarse? ¿Cómo se atrevía a retarlo?

—Le pido que deje de interrumpirmeporque, si no, tendré que empezar de nuevo—continuó ella.

—No creo que pueda soportarlo —dijoAlex con cinismo—, así que siga, por favor,

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no volveré a interrumpirla.—Esa es otra de las cosas que me gustan

de usted, lord Raston: su sentido del humor.Lo tiene bastante escondido, pero cuando lodeja salir es sin duda fantástico —le dijoSophia con media sonrisa.

Alex sintió que estaba a punto de perder elcontrol.

—Decía que mientras sus sentimientos nointervengan, va todo perfecto —continuóSophia—, pero no bien aparecen las cosascambian. Usted no se da cuenta, pero pormomentos, como acaba de pasar cuandoalimentó mi vanidad con esos bonitoscumplidos, baja la guardia y, apenas se dacuenta de que lo ha hecho, hace algúncomentario cínico o sarcástico, tratando de dara entender a la otra persona que sus palabras oacciones no eran serias. Eso, lord Raston, esmiedo. Puede tratar de esconderlo o negarlode mil formas, pero eso es miedo.

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Alex se sorprendió. No esperaba quealguien que lo conocía desde hacía tan pocotiempo se aventurase a describirlo como sisupiera algo de él.

—No me conoces, no tienes ni idea decómo soy, así que no te atrevas a decir quetengo miedo cuando, en realidad, quien tienepánico eres tú —le soltó, volviendo a tutearla.

Sophia lo miró a los ojos. Era evidente queaquel hombre no iba a dar su brazo a torcer.No obstante, ella podía ser más testaruda de loque él creía.

—Nunca lo he negado, ni lo estoyhaciendo ahora, lord Raston —le dijo con unacalma que hizo que Alex apretara la mandíbulaen un acto reflejo.

Alex había contado con que ella seofendiera y negara con vehemencia suspalabras. No esperaba esa respuesta, ni esacalma, ni ese reconocimiento tan directo desus sentimientos.

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—Tengo miedo del asesino de lord Whyte,de lo que pueda hacerme a mí y a todos losque me rodean —siguió—. Tengo miedo deno poder volver a mi vida anterior y de quenada vuelva a ser como era. Tengo miedo delo que siento por ti y de que pienses que loque hay entre nosotros no es más que unamera atracción física. Te dije que ese besohabía sido un error porque no quieroenamorarme de ti. Tengo miedo de lo quepueda resultar y de terminar lastimada.

Alex sintió como si le hubiesen dado ungolpe en el estómago. Jamás había esperadotanta sinceridad, aunque debería haberse dadocuenta que estaba hablando la misma mujerque no había dejado de sorprenderlo desdeque la había conocido.

Volvió a confirmar, una vez más, quenunca había conocido a una mujer así. Sabíacuánto debía de haberle costado decirle todoeso, porque estaba roja y, a pesar de su

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aparente calma interior, apretaba el puño de sumano sana con tal fuerza que sus nudillos sevolvieron blancos.

De todo lo que acababa de oír, lo que lohabía dejado sin respiración fue que le dijeraque temía enamorarse de él. Era la primeramujer que admitía que existiera esaposibilidad. Y no es que no hubiese tenidorelaciones, había tenido muchas, pero siemprehabía sido sencillo. En todo momento habíanestado las cosas claras entre su amante y él.Habían disfrutado los dos de la relaciónmientras duraba, sin sentimientos quepudiesen enturbiar lo que los dos sabían quetarde o temprano terminaría por acabar. Poreso nunca se había planteado seriamente laidea de casarse. No hasta que había regresadoa Inglaterra y sus tías empezaron a hacer decasamenteras.

Las damas con las que solía estar eran obien mujeres casadas que, aburridas, buscaban

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distracción o alguna viuda que no quería unnuevo compromiso. Las jovencitas casaderas,cuyas madres intentaban que se unieran a éleran reticentes a los dictados maternos:algunas porque le tenían miedo y a otrasporque su cicatriz les provocaba repulsión.

De modo que allí estaba: ante unasituación que nunca hubiera previsto yviéndose obligado a enfrentar unossentimientos que ni siquiera sabía que poseía.Porque ¿qué era eso que había sentido en elestómago y en el pecho cuando Sophia lehabía dicho que no quería enamorarse de él,sino sentimientos? Escucharla decir su nombrede esa forma cálida y dulce había provocadoque se ablandara la coraza que había tenido ensu interior desde que tenía memoria.

Había sentido algo parecido a la euforia,seguido de una rabia casi incontenible porque¿cómo podía estar diciéndole que era capaz dellegar a amarlo y, al mismo tiempo, estar

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dando por concluido el asunto?

* * * Sophia se sentía más avergonzada de lo

que nunca había estado en toda su vida, Loque acababa de decirle a Raston era cierto,pero no había tenido la más mínima intenciónde hacérselo saber.

¿Qué pretendía lograr con eso? ¿Que él seriera de ella y pensara que era una tonta?

¿Desde cuándo era tan insensata?, sepreguntó por enésima vez. Sintió que lasmejillas le ardían como si tuviese fuego bajo lapiel. Seguro que estaba roja como un tomate.Ese pensamiento hizo que se avergonzara mástodavía.

Ni siquiera podía alegar que su actitud sedebiera a que era una mujer madura y conexperiencia que no temía decir lo que pensaba,

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porque si Raston era observador, y sin duda loera, ya se habría dado cuenta de que estabatemblando como una hoja a merced delviento.

—Tengo que confesarle que, por primeravez en mi vida, me he quedado sin palabras—dijo Alex rompiendo el silencio que parecíahaber durado una eternidad.

Sophia sintió que el mundo sederrumbaba.

Lo último que esperaba encontrar en esehombre era la compasión que veía en susojos. Era más de lo que podía soportar, perono iba a actuar como él. Había sido sincera y,ahora, tendría que enfrentar lasconsecuencias.

—No tiene que decir nada, lord Raston.Usted me acusó de tener miedo, como si esofuese un delito, y yo le he contado a qué letemo. Creo que el otro día cuando pasó lodel…

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—¿Beso? —completó Alex, al ver queSophia no conseguía hacerlo.

—Sí… Creo que se quedó con unaimpresión equivocada de mí. Solo he queridoaclararle la causa de mi rechazo.

Alex se acercó un poco más a ella, tantoque sus rodillas se rozaron.

—¿Y por qué cree que va a sufrir? —preguntó Alex mirándola a los ojos.

Sophia soltó el aire que había estadoconteniendo antes de contestar.

—Lo sé, eso es todo. Todavía estoy atiempo, pero si dejo que esto —dijo haciendoun gesto que los abarcaba a los dos—continúe… Pero ¿por qué seguimos con esto?No conduce a nada y no es de esto que vine ahablarle.

—¿Ahora quién es el que huye, Sophia?No dejas lugar para otra respuesta que no seala tuya, ¿verdad? ¿Tanto crees conocerme?

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Pues te diré algo que quizá no sepas: a veces,las personas son impredecibles, incluso para símismas, como yo ahora.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Sophiasin comprender.

—No tengo miedo, Sophia. Lo que ocurrees que no puedo reconocer sentimientos quejamás he experimentado. Me cuestacomprenderlos y aceptarlos. Sin embargo,sería un necio si los apartara de mí.

Sophia sonrió tímidamente, como si suslabios se sintieran cohibidos por aquellos ojoscolor humo que la miraban atentamente.

—No es más fácil para mí —agregó Alexsonriendo también.

Parecía haber adivinado lo que Sophia ibaa decir.

—No eres la única que puede acabarlastimada.

Sophia sintió que el corazón le daba un

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vuelco. Aquello no era lo que había imaginadoque le diría. Nunca habría esperado que aquelvikingo se abriera a ella de ese modo. Esta vezno huía. Hablaba en serio, y eso le daba másmiedo aún. Ahora no tenía cómo defendersede él.

—Yo… —dijo la muchacha con un nudoen la garganta.

Alex tomó la mano enguantada entre lassuyas y empezó a acariciar la piel de lamuñeca. Cuando intentó bajar un poco elguante, Sophia dio un respingo, impidiéndoleque siguiera.

—Tú has visto mis cicatrices —le dijoRaston con una voz que la desarmó.

—No, no puedo —murmuró Sophia.—No hay nada que pueda ver que logre

modificar lo que siento por ti. Creí que meconocías.

Sophia ya no estaba tan segura. Había sido

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muy ingenua al pensar que sabía quién eraaquel hombre. En los últimos minutos estabahaciendo y diciendo cosas que nunca habríaimaginado que haría o diría, y eso no seajustaba precisamente a su idea sobre de él.Sin embargo, algo en su interior le decía que lepermitiera ver lo que ocultaba su guante paraque se alejara de ella.

Sin decir nada, Sophia retiró la mano conla que había tratado de contenerlo y le diopermiso para continuar.

Alex bajó el guante muy despacio. Habíavisto muchas cosas durante la guerra:extremidades amputadas, soldados que casieran niños destrozados por los cañones deartillería, vísceras esparcidas por el campo debatalla; sin embargo, cuando vio la mano deSophia sintió un dolor físico. Deseó que ellanunca hubiese tenido que atravesar el dolorque debió de producirle aquella quemaduraque había desfigurado su mano. Esos

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sentimientos se arremolinaron en su mente ylo sacudieron, provocándole una rabia a la queno podía siquiera nombrar. No obstante, sumano le pareció hermosa por el simple hechode que era parte de ella.

Bajó la cabeza y la besó con suavidad.Primero la palma, donde algunos pliegueshabían dibujado pequeños surcos que secontraían y se estiraban, después cada uno desus dedos y, por último, la miró a los ojos yposó sus labios solo unos centímetros porencima de los nudillos.

Al levantar otra vez la cabeza, clavó losojos en los de ella y despacio, de manera tanlenta que Sophia sintió como si el tiempo sehubiese detenido, pasó los dedos maltrechospor la cicatriz que cruzaba su rostro.

Sophia solo reparó en que estaba llorandocuando sintió rodar por su mejilla la primeralágrima, a la que siguieron otras más.

El gesto de Alex era mucho más que una

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manera de decirle que la aceptaba tal comoera. Aquella quemadura significaba en su vidala desaparición de todo lo que había amado.Con aquellos besos, de cierta forma él hacíareaparecer algo que creía muerto parasiempre.

Sin poder contenerse, Sophia se inclinóhacia él y lo besó, incapaz ya de ocultar queestaba enamorada de lord Alexander Raston.

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Capítulo 13

TOCARON a la puerta. Alex no queríaromper aquel instante en el que sus sentidosestaban siendo absorbidos por los maravillososlabios de aquella mujer que había logradollegar a su interior con tanta facilidad.

Por primera vez en su vida, sintió quecaminaba sobre arena movediza y que encualquier momento podría ahogarse. Sinembargo, y en contra de lo que le dictaba surazón, no le importó caer. Al contrario, quisohundirse en aquel barro. Sin duda, ya nocontrolaba la situación.

Un segundo golpe a la puerta rompió elhechizo.

Sophia abrió los ojos como si despertarade un sueño y se acomodó en el sillón como si

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nada hubiera pasado, pero el rubor de susmejillas, que le hacía parecer más hermosatodavía, la delataba. Sus ojos, queposiblemente brillaran con una luz sospechosaa espectadores ajenos, para él eran como uncanto de sirena.

Alex acarició una vez más la suave cara deSophia antes de sentarse y permitir queentrara la persona que los había interrumpido.

Talbot atravesó la puerta; Sophia lo saludócon premura y salió rápidamente de lahabitación.

—¿Pasa algo? —preguntó James mirandolos periódicos que había sobre la mesitaauxiliar al tiempo que se sentaba frente a sucompañero.

Raston lo miró sin entender.—No, ¿por qué?James dejó de atisbar los periódicos y

volvió a centrar su atención en Alex.

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—Me ha parecido que la señora Turnerestaba algo turbada. Parecía incómoda.

Alex esbozó una sonrisa.—Lo malo del trabajo de detective es que

te hace ver cosas donde no las hay.—Si tú lo dices…—Por la ciudad se ha esparcido el rumor

de que el conde de Ayrn se batió ayer enduelo con tu hermanastro.

—Las malas lenguas tienen razón.Talbot dio un silbido.—Podríamos abrir una investigación

porque los duelos son ilegales.—Pero están socialmente aceptados y,

aunque quisieras, no podrías encarcelar anadie.

James arqueó una ceja mientras sereclinaba un poco sobre el sillón.

—¿Sabes que a veces es insoportable quecreas que lo sabes todo?

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Alex rió por lo bajo.—Creo que alguna vez me lo dijiste.—Creo que no hay solución para ti. Ya es

tarde.—Y, ahora, en serio —continuó James—,

también se comenta que Robert terminóherido. ¿Cómo está?

Alex cambió el semblante.—Por ahora todo parece indicar que se

recuperará, pero hay que esperar. Mi tías y laseñora Turner se han turnado para cuidarlo.Por momentos ha tenido fiebre, pero no hasido demasiado alta.

—¿Has hablado con él?—Todavía no. El doctor Jenkins le dio un

calmante y no está del todo despierto. Cuandovolvió para controlarlo dijo que estabaevolucionando bien y que solo le diéramos elanalgésico cuando lo pida, así que imagino queen poco tiempo estará totalmente despierto y

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pidiendo explicaciones.James sonrió de medio lado.—Y, por lo que veo, no tienes muchas

ganas de dárselas.Alex endureció la mandíbula.—Creo que ya he hecho más de lo que

debía. No quiero saber más del tema.—Pues no creo que puedas.Alex sabía que tenía razón, pero no tenían

tiempo para esas cuestiones estando inmersosen una investigación tan compleja.

—Imagino que no has venido solo parahablar de eso —le dijo Alex cambiando detema.

—No. He estado haciendo averiguaciones,pero no encontré nada que no supiéramos:Berkeley tiene una reputación intachable y, apesar de que no es muy popular, es respetadopor todos sus compañeros. Sin embargo,desde que hablamos con él, he tenido la

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sensación de que me estaban siguiendo y estamañana he confirmado mis sospechas.Cuando cruzaba Hyde Park, he visto a doshombres, aunque no lo suficiente como parareconocerlos.

Alex asintió con la cabeza.—Eso confirma nuestras sospechas.

Ahora, solo resta averiguar qué saben, cuántonos ocultan y, lo más importante, por qué.

Talbot estuvo de acuerdo con sucompañero.

—Intenta averiguar algo sobre los hombresque te siguen. Me reuniré mañana por lamañana contigo en Scotland Yard. Quierocomprobar algo.

—Está bien —dijo Talbot mientras selevantaba.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Alex,que no se había percatado antes de que suamigo tenía algo en el pie.

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James chasqueó la lengua con fastidio.—Si te lo cuento, te estarás riendo a costa

mía durante una semana.El comentario intrigó a Alex.—Sabes que de cualquier modo lo

averiguaré —dijo Raston con totalconvencimiento.

—Está bien —respondió molesto—.Cuando iba por Hyde Park y me di cuenta deque me seguían, me escondí tras unos árbolespara ver si podía verlos, pero pisé a un perroque estaba tumbado a la sombra del árbol eintentó morderme.

—¿Y qué hiciste? —preguntó Alextratando de no reírse.

—No te atrevas a reírte, Raston, porquetodavía no te he contado lo peor. Iba aquitarme el perro de encima, cuando vinohacia nosotros, a toda prisa, una dama quedecía ser la dueña. Se le acababa de escapar y

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parecía tan compungida por lo que habíasucedido, que no me atreví a hacerle ningúnreproche.

—¿Y entonces?James parecía muy reticente a contarle

todo, pero al final lo soltó.—Cuando estaba disculpándose, el maldito

perro se orinó encima de mis zapatos. Ladama, aunque seguía disculpándose, no pudoevitar soltar alguna que otra sonrisa —respondió James entre dientes.

Alex se levantó y fue hacia los ventanales.—¿No dices nada? —preguntó Talbot

enfadado al recordar de nuevo el incidente.James observó que los hombros de su

amigo se agitaban. Era muy raro que no dijeranada.

Por segunda vez en aquel día, lord Rastonsoltó una carcajada.

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* * * Sentada en una silla situada a la cabecera

de la cama de Robert, Sophia leía un librosobre las costumbres en la antigua Roma.Acababa de relevar a las tías de Raston, quetenían que ir a visitar a una amiga que estabaen reposo por una caída reciente.

Iba a pasar de hoja cuando sintió queRobert despertaba del largo sueño en el que elláudano lo había sumido.

Dejó el libro a un lado y lo observó. Por loque veía, parecía un poco más bajo que suhermano. Su pelo castaño oscuro no seondulaba como el de Alex, sino que era liso ycorto, tal como dictaba la moda. A pesar delas diferencias ambos muchachos teníanfacciones similares, y el parecido fue aúnmayor cuando el joven Raston abrió los ojos,que eran del mismo color gris humo que los desu hermano.

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Robert tenía la mirada algo perdida y lecostó unos segundos enfocarla como paranotar la presencia de Sophia.

—¿Dónde estoy? —susurró.Las palabras le habían salido a

trompicones, como si el hecho mismo dehablar hubiese sido para él un gran esfuerzo.

Lo último que recordaba era el impacto dela bala del conde de Ayrn en su pecho. Enaquel instante pensó que le había llegado lahora y jamás imaginó que volvería adespertar, y menos en una habitación extraña.

Observó que la mujer que estaba a sulado, vestida sencillamente, pero conelegancia, lo miraba con preocupación. ¿Laconocía? Lo dudaba. Era hermosa, y sus ojos,que parecían ocupar toda su cara, poseían unaexpresividad que le impedía desviar la miradade ellos.

—Está en la casa de su hermano.

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Las palabras de la dama fueron como unjarro de agua fría.

Comenzó a recordar un poco. El marquéshabía estado en el duelo. ¿Qué hacía allí ycómo se había enterado? Recordó que al verlohabía pensado que debía de haber ido apresenciar su muerte, pero, en ese caso, ¿porqué lo habría llevado a su casa? ¿Qué estabapasando?

Haciendo caso omiso de la debilidad queparecía haberse adueñado de su cuerpo,intentó levantarse. Sophia trató en vano deimpedírselo.

—¿A dónde cree que va? Está herido. Sisigue moviéndose de ese modo hará que laherida vuelva a abrirse —le dijo enfadada.

—Necesito respuestas —le dijo Robertentre dientes.

El dolor le cruzó el pecho como unlatigazo y casi hizo que se desvaneciera.

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—Le pediré al marqués que suba a hablarcon usted, pero debe prometerme que no semoverá de aquí, ¿de acuerdo?

El joven sintió un dolor insoportable quenada tenía que ver con la herida: era el dolorde la traición, de la impotencia, del fracaso.

—Está bien —respondió con esfuerzo—,pero no tarde.

Cuando llegó a la puerta, el muchacho ladetuvo.

—¿Quién es usted?—Puede llamarme señora Turner.Robert asintió mientras la veía marcharse.

* * * Alex estaba leyendo una carta de su

administrador en el estudio cuando un ruido lodistrajo. Parecía que David estaba discutiendocon alguien que, por la voz, sin duda, era una

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mujer.Se dirigió hacia la entrada con paso ligero.

No esperaba encontrar al mayordomoimpidiendo por la fuerza que una mujersubiera las escaleras.

Dio un vistazo y supo de inmediato quequien forcejeaba por entrar era MargaretAshford.

Alex se acercó a ellos.—¿Qué pasa aquí? —preguntó con voz

calmada.En cuanto Margaret lo vio, la ira se reflejó

en sus ojos, pequeños y vivaces, que seentornaron.

—Sé que mi hijo está aquí y quiero verlo—dijo la señora con vehemencia.

—Que quiera no significa que pueda —respondió Alex con gravedad.

La dama se acercó unos pasos.—No puede impedírmelo —le dijo entre

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dientes—. Sé por qué hace esto. Cree que asípuede hacerme daño, pero se equivoca. Mihermana me contó que estuvo aquí. La muytonta está convencida de que has intercedidopara salvar a Robert. ¡Piensa que tienesprincipios! Pero yo sé que lo único quequieres es poner a mi hijo en mi contra, y novoy a permitírtelo. ¿Crees que puedesengañarme? Yo sé perfectamente lo que eres,eres un…

—¡Madre! —gritó Robert desde laescalera.

Alex la habría estrangulado. Miró haciaarriba y vio a su hermano, que casi no podíasostenerse y a Sophia, bastante nerviosa,manteniendo distancia, pero lo suficientementecerca como para ayudarlo si fuera necesario.

—¡Robert! ¿Estás bien, hijo? —preguntóMargaret, avanzando con intención de subir laescalera.

—No des un paso más —le respondió con

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una voz cargada de furia contenida—. ¿Quéhaces aquí?

La señora lo miró con sorpresa.—¿Cómo que qué hago aquí? ¡He venido

a verte y a pedir explicaciones! —respondióaltanera, mientras miraba de reojo a Alex conodio.

—Creí que te había dejado bien claro queno quiero volver a verte. Para mí es como sino existieras —musitó Robert.

Sus fuerzas parecieron abandonarlo yapenas conseguía tenerse en pie.

—¡No puedes hablar en serio! ¡Eres undesagradecido! —gritó Margaret, perdiendo lapoca compostura que le quedaba.

Robert gruñó con una desesperación queparecía salirle de lo más hondo al tiempo queintentaba bajar algunos escalones más. Elesfuerzo fue demasiado.

Alex llegó a tiempo para evitar que rodara

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escaleras abajo. Lo sujetó como pudo,agarrándolo por debajo de los brazos yapoyándolo contra su propio cuerpo.

Miró hacia abajo tratando de serenarse.—Márchese —ordenó con voz calmada,

pero firme.Como Margaret Ashford no daba ninguna

señal de querer irse, agregó:—O se va de inmediato o me veré

obligado a sacarla por la fuerza.Margaret pareció sopesar las palabras de

su hijastro. Sabía que no solo era capaz deecharla. sino que le encantaría hacerlo, ypensó que lo mejor era retirarse, al menos porel momento.

—Esto no quedará así —lo amenazó antesde salir.

Cuando la puerta se cerró tras ella, Alextrató de alzar a Robert.

—Puedo caminar, no es necesario que me

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lleves como si fuera un niño —dijo Robertapretando los dientes por el dolor.

—Un niño hubiese sido más inteligente yno se habría levantado. Has conseguido que laherida volviera a abrirse.

Cuando llegaron a la habitación, acostólentamente a su hermano en la cama.

Alex sintió la mirada de Sophia clavada ensu nuca. Había presenciando la escena sindecir palabra, cosa que sin duda debía dehaberle costado hacer.

—Sophia, ¿podrías pedirle a David quemande llamar al doctor Jenkins? —le pidiómirándola directamente a los ojos.

—Por supuesto —respondió,impresionada todavía por lo que acababa desuceder. Repasó lo que había sucedido: habíaido en busca de lord Raston para que subiesea hablar con su hermano y, cuando llegó a laescalera, lo vio discutir acaloradamente conuna mujer. Entonces, decidió esperar. Pensó

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que no era oportuno interrumpir.Cuando decidió volver sobre sus pasos

para decirle a Robert que tendría que dejar laconversación para más adelante, vio que elmuchacho estaba de pie y que escuchabaatentamente la conversación. Su aspecto, conla tez blanca como la cal, delataba que suestado de salud era todavía delicado. Lamirada del joven Raston era la de un hombredominado la decepción y la más absolutatristeza. Comprendió que el muchachonecesitaba estar allí en aquel momento yescuchar el diálogo entre Alex y su madre.Luego se desvaneció.

Mientras iba en busca del mayordomo, nopudo dejar de pensar en lo complicada que eraaquella familia. Después de todo, se dijo,quizá no estuviera tan fuera de lugar allí comohabía pensado.

* * *

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Alex miró a su hermano con enojo.—Quédate quieto si no quieres terminar el

trabajo del conde de Ayrn.Robert se reclinó sobre los almohadones

que le puso Alex detrás de la cabeza.—¿Por qué haces esto? —le preguntó

enfadado—. Cuando te vi en el duelo penséque ibas a ver cómo moría —le dijo lleno deresentimiento.

Alex terminó de acomodarlo antes desentarse en la silla que había en la cabecera.

—No creas que eres tan importante —lecontestó casi divertido.

Robert gruñó intentando incorporarsenuevamente, pero Alex no se lo permitió.

—O te quedas quieto o te ato a la cama. Yno es una simple amenaza —le dijo con unacalma que daba escalofríos.

Robert desistió y volvió a recostarse.

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—¿Es verdad que mi tía vino a pedirteayuda? —preguntó el muchacho mirándolodirectamente a los ojos.

—Sí.—¿Y por qué lo hiciste? Pensé que me

odiabas.Alex cruzó los brazos a la altura del pecho

mientras se reclinaba hacia atrás con gestodespreocupado.

—¿Quién dice que te ayudé?—No soy estúpido. Sabía que iba a morir

en ese duelo porque el conde de Ayrn nuncafalla, y menos a esa distancia.

—Piensa lo que quieras —le dijo Alex—.Puedes quedarte aquí hasta que te recuperes.Después, lo que hagas de tu vida es asuntotuyo.

—Conmovedor —repuso Robert con algode sarcasmo—. ¿Por qué no contestas mispreguntas?

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—¿Contestarás tú las mías? —replicó Alexde manera inquisitiva.

El muchacho pareció dudar unossegundos.

—¿Qué quieres saber? —dijo al fin.—¿Por qué desafiaste a Richard? Hay que

estar loco para batirse con él —dijo Alexenfatizando las palabras.

—¿Es necesario que me insultes?—Dime cuál fue el motivo. ¿Una mujer?La cara de Robert se transformó. Estaba

completamente pálido. Esa fue suficienterespuesta para Alex.

—Ya veo. Déjame adivinar.—Ni se te ocurra pronunciar su nombre

—le dijo el muchacho mientras intentabalevantarse.

Volvió a recostarlo, algo que el jovenRaston no recibió demasiado bien.

Alex comprendió que, sea cual fuera la

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causa, sin duda era lo suficientemente seria ydolorosa como para aceptar morir por ella.

—Está bien —le dijo mientras se inclinabahacia delante—, tienes derecho a no querercontarme nada, pero te aconsejo que, sea loque fuere, si quieres llegar a viejo no vuelvas acruzarte en el camino de Ayrn.

—No es tan sencillo —le dijo apretando elpuño contra la sábana que lo cubría—.Además, no te he pedido ningún consejo.

Alex esbozó una pequeña sonrisa.—Tienes razón y, a decir verdad, no soy

el más indicado para aleccionar a nadie, perodebes pensar en las consecuencias de tusactos. ¿Crees que ella habría preferido quemurieras en un duelo sin sentido? —lepreguntó Alex siguiendo una intuición.

—Para mí sí tenía sentido. Él la mató,¡por el amor de Dios!

Supo que había acertado.

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—Se trata de Kate Safford, ¿verdad?Robert hizo una mueca de dolor.—No sigas —le dijo con voz temblorosa.—Y tu madre tuvo algo que ver.Robert lo miró sorprendido de que hubiese

logrado llegar tan rápido a esa conclusión.—Eso explica lo que acaba de ocurrir —le

dijo Alex respondiendo a la pregunta que veíaen los ojos de Robert—. Conozco a Ayrn.Puede ser un hombre despiadado, pero nuncaharía daño a una mujer. Antes de hacer algode lo que puedas arrepentirte, deberíasconocer su versión.

La puerta se abrió. Alex se levantó de lasilla cuando vio entrar a Sophia.

—El doctor Jenkins ya debe de estar encamino.

—Gracias, Sophia.Unas voces en la escalera atrajeron la

atención de ambos.

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—No puede haber llegado tan rápido —dijo Sophia dirigiendo su mirada hacia lapuerta de la habitación.

Las voces estaban cada vez más cerca.—Son mis tías —dijo Alex—, y parece

que están bastante alteradas.No bien terminó de decirlo, lady Barth y

lady Martley entraron en la habitación comouna tromba.

—¡Ah, estás ahí! —le dijo Ophelia a Alexacercándose con prisa—. Te lo advertí, pero¿me haces caso alguna vez? No, claro que no.Pues ahora tendrás que escucharme. Tenemosque hacer algo, y rápido, antes de que lareputación de la señora Turner acabe hundidapara siempre.

Sophia dio un respingo.—Veo que la visita a tu amiga ha sido

productiva —le dijo Alex, intentando ponerhumor al asunto.

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—¡Ni te imaginas! —dijo Harrietuniéndose al grupo y arrugando la nariz en unamueca algo infantil.

—Y tú, ¿no tienes nada que contarme? —le preguntó Ophelia mirándolo con fijeza.

—No —le contestó esbozando una levesonrisa.

—Alexander John Raston —dijo Opheliacon una tono de voz que hubiese erizado lapiel del más valiente guerrero—, no me tomespor tonta. Acabamos de ver a MargaretAshford salir de aquí —dijo alterada, dando aentender que no iba a conformarse con esarespuesta.

—Te lo explicaré todo después —le dijoAlex haciendo un gesto hacia la cama desde laque Robert Raston la miraba.

—¡Se ha despertado! —anunció Ophelia.—Eso es obvio, hermana —dijo Harriet.Lady Barth alzó una ceja y Sophia creyó

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oportuno intervenir para aclarar todo elasunto:

—Margaret Ashford ha venido paraconocer el estado de su hijo y para saber porqué está aquí. Lord Raston estaba hablandocon ella cuando el muchacho los interrumpió yla echó.

—Un resumen perfecto —dijo Alexmirando a Sophia.

—¿Y por qué Robert la echó?—Parece que no está en buenas relaciones

con su madre —le contestó Sophia.—Por si no lo notaron, estoy despierto —

dijo joven con frialdad.—Pues vuelve a dormirte o tápate los

oídos —le espetó Ophelia que no estaba dehumor para soportar ironías.

Alex miró a Robert, que se había quedadocon la boca abierta.

—Deberíamos hablar en otro lado. El

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doctor Jenkins debe de estar a punto de llegar.—¿Pero no vino a verlo ya? —preguntó

Harriet inocentemente.Sophia se sintió en la obligación de

explicarles el porqué de su nueva visita.—Cuando el joven Raston se levantó…—¿Puedes dejar de llamarlo así? —la

cortó Ophelia algo crispada. Parece que hablasde un niño y no de un hombre. Puedesllamarlo Vaen. Tiene el título de barón.

Sophia pareció no comprender.—Querida, es así como lo llaman todos.

Es el título que heredó de su tío abuelomaterno, el barón de Vaen.

—¿Pueden dejar de hablar de mí como sino estuviera aquí? —dijo Robert.

Ophelia ni siquiera se molestó en mirarlo.—Continúa —dijo Ophelia a Sophia.—No. Sophia no va contar nada más —

dijo Alex, que estaba empezando a

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exasperarse—. Vamos al estudio. ¡Ahora!Ophelia cerró la boca de golpe. Tenía que

reconocer que su sobrino tenía razón. Aquellano era la forma ni el lugar adecuado paramantener esa conversación.

—Está bien —accedió con el entrecejofruncido.

Sophia pensó que se había excedido e,intentando ser diplomática, optó por apartarse.

—Si les parece bien, yo me quedarécuidándolo mientras van a hablar.

Alex la miró con dureza.—Tú vienes con nosotros. Todavía tienes

que explicarme cómo consiguió llegar a laescalera cuando se suponía que estaba bajo tucuidado.

Sophia soltó un juramento muy pocofemenino por lo bajo.

—Tía Harriet —le dijo Alex a ladyMartley—, ¿te importaría quedarte con él?

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—No necesito que nadie me cuide —soltóVaen desde la cama.

Eso le valió las miradas asesinas de los queallí estaban, que lograron acallar sus protestas.

—Por supuesto, Alex, yo me quedaré. Asípodré hablar con el pobre muchacho queparece aburrido. Sin duda, el clima no loayuda. hoy yo también estoy fatal de lasarticulaciones.

Vaen miró a Alex con gesto suplicante.—Gracias, tía. Creo que nuestro enfermo

estará complacido de que lo acompañes, ¿noes así? —le preguntó a su hermanastro que,de haber podido, lo habría matado sin dudarlo.

—Por supuesto —respondió entre dientes,mientras veía que todos, excepto Harriet, queparecía estar dispuesta a no darle el menorrespiro, abandonaban la habitación.

* * *

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Alex miraba a las dos mujeres que más

exasperantes le resultaban. Ophelia le estabacontando de su visita a su amiga, quien lecontó que había rumores maliciosos quedecían que Alex vivía con una mujer.

—La habrás sacado de su error, ¿no? —preguntó Alex mirando alternadamente la carade enfado de su tía Ophelia y la de sorpresade Sophia.

—Por supuesto. Le repetí exactamente loque me pediste que dijera, pero, la verdad, nopareció muy convencida. Si no quieresarruinar la reputación de la señora Turner parasiempre y que nosotros sigamos en boca detodos, es imperioso que la presentemos ensociedad. No sabes lo que puede llegar a pasarsi Margaret Ashford comienza a soltar sulengua viperina.

Aunque Alex meditó unos segundos, sesorprendió al oírse decir:

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—Está bien. Tiene que ser un evento en elque pueda ocuparme de la seguridad deSophia y en el que no haya demasiada gente.Mientras las cosas se aclaran, diremos que esmi prometida.

—¿Qué? —dijeron ambas al unísono.—¿Se ha vuelto loco? —lanzó Sophia.—¿Estás seguro de que es una buena

idea? —preguntó Ophelia tratando deencontrar una respuesta en el rostro de susobrino.

Alex esbozó una sonrisa de medio lado.—Aunque te parezca mentira, sí.La respuesta de Alex, así como la firmeza

de sus palabras, parecieron agradar a Ophelia,que sonrió por primera vez.

—Ya era hora —dijo con lo que parecíaemoción contenida.

—¿Estar seguro de qué? ¿De qué erahora? ¿Es que soy la única que se da cuenta

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de que esto es una locura? —soltó Sophia,dejando de lado las buenas formas.

Alex y Ophelia la miraron como sicompartieran un secreto que ella no podíasiquiera imaginar.

—Me niego rotundamente a decir que soysu prometida —dijo Sophia exasperada—.Tiene que haber otra solución.

—Querida —dijo Ophelia con voz suave—, esa es la única manera de acallar losrumores. Podríamos mantener la historiaoriginal haciéndole unos pequeños cambios.

Ophelia empezó a darse unos pequeñosgolpecitos en la barbilla con el dedo índicemientras hacía unos extraños ruiditos con lagarganta, señal inequívoca de que estabapensando.

Después se detuvo y, esbozando unasonrisa deslumbrante, les dijo:

—Diremos que han empezado a mantener

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una relación epistolar desde la muerte de lospadres de ella, que luego se conocieron en elnuevo continente y se enamoraron deinmediato y decidieron comprometerse. Trasla muerte de su padre, Alex tuvo que regresara Inglaterra para asumir su responsabilidadcomo nuevo marqués de Abington. Sophia sereuniría con él aquí, pero enfermó debiendoposponer su arribo unos meses. En cuantoestuvo repuesta se embarcó, pero el viaje fuedemasiado para su delicada salud, y por esoha estado recluida desde su llegada. Nosotras,por supuesto, nos trasladamos aquí pararecibirla, cuidarla y acompañarla hasta laboda, que tendrá lugar dentro de unas pocassemanas.

Sophia no podía creer lo que estabaescuchando. Ophelia parecía entusiasmarsemás y más con cada nueva palabra que salíade su boca.

—¡Es una historia perfecta! —exclamó

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Ophelia mirando a Alex—. Es melodramática,romántica y misteriosa. En cuanto Harriet yyo la contemos, todas las chismosas de lasociedad se volverán locas.

—Perfecto —dijo Alex relajado.Sophia pestañeó varias veces sin dar

crédito a lo que veía. ¿Estaban locos?—¿Cómo que perfecto? No aceptaré

seguir ese plan bajo ningún concepto.Ophelia la miró por primera vez desde

hacia rato.—Querida, no exageres, ya verás, va a

ser…—Sí —dijo Sophia entre dientes—, ya la

oí, va a ser perfecto, pero ¿saben qué? Nocuenten conmigo.

—Sabes que eso es imposible. Haz comosi fueras la protagonista de una de tus novelas—le dijo Ophelia con una sonrisa en los labios—. Así te resultará más fácil.

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—No —dijo Sophia empezando a perderla paciencia.

—No entiendo por qué eres tan reticente aaceptar este plan. Dudo de que sea por misobrino, porque, si mal no recuerdo, el otrodía dijiste que te parecía muy atractivo y quelas mujeres debían de estar ciegas para noapreciar todas sus virtudes.

—Ah, ¿sí? ¿Y que más dijo, tía? —preguntó Alex divertido.

—Yo… —fue todo lo que Sophia atinó adecir antes de gruñir por lo bajo, dar mediavuelta y salir de la habitación maldiciendo.

—Yo creo que ha salido bastante bien,¿no es verdad? —preguntó Ophelia, quemiraba contenta a su sobrino.

—Creo que no podría haber salido mejor—le dijo Alex, dándose cuenta de que deberíadejar para más tarde las preguntas acerca de loque Sophia había dicho de él. En esemomento David anunció que el doctor Jenkins

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ya había llegado.

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Capítulo 14

DURANTE la cena, resultó evidente queSophia estaba molesta.

Estuvo seria y no participó de laconversación.

Alex y sus tías hablaron, primero, sobre loque el doctor Jenkins había dicho: que,aunque la herida se había abierto, la situaciónno revestía mayor gravedad. Vaen estabarecuperándose con rapidez, señaló, y en pocosdías estaría repuesto del todo.

Luego evaluaron cuál sería el mejor lugarpara presentar a Sophia o, por lo menos, paraque se dejaran ver todos juntos, y coincidieronque la ópera o la velada musical a la que loshabía invitado lady Chard eran las opcionesmás adecuadas.

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Alex estudiaría ambas posibilidades ydecidiría en cuál sería más fácil proteger a laseñora Turner.

Mientras tanto, Sophia se limitaba a mirarsu plato con gesto adusto y a dar un respingocada vez que alguien pronunciaba la palabra“prometida”.

Alex empezó a sentirse irritado. Lemolestaba que la posibilidad de estarcomprometida con él, aunque fuera una merapuesta en escena, pareciera disgustarla tanto.

Era cierto que había propuesto esa ideacasi sin pensarlo, pero, en cuanto lo dijo, supoque estaba hablando en serio y que no lo decíasolo para salvaguardar la reputación deSophia, sino porque realmente quería casarsecon ella.

Ella fue la que despertó ese sentimientocon la declaración que le había hecho y,ahora, no pararía hasta verla convertida en sumujer.

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Para un hombre que se jactaba de nodejarse llevar nunca por los sentimientos, loque había ocurrido en la biblioteca había sidouna lección bastante educativa.

No veía otra opción. Si hacía caso omisode lo que sentía y la dejaba marchar, sevolvería loco.

La deseaba, necesitaba protegerla y verlafeliz; quería que sus ojos lo miraran como lohabían hecho cuando le había confesado quetemía enamorarse de él. Aunque intentaranegarlo, estaba enamorado de ella.

Por eso le molestaba tanto que actuaracomo si la hubieran condenado a muerte.

Había creído que, cuando Sophia lopensara con detenimiento, se daría cuenta deque era lo más acertado, pero por la maneraen la que actuaba estaba claro que no era así.Más bien parecía que la idea cada vez leresultaba más odiosa. Tenía que hacerlacambiar de parecer.

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Sophia no podía decidir quién la irritabamás. ¿No habían escuchado nada de lo quehabía dicho?

Nadie tenía en cuenta ni sus sentimientos,ni sus deseos.

Cuando Alex propuso que dijeran queestaban comprometidos, sintió un nudo en elestómago. Lo que provocó su reacción no fueque la idea la horrorizara, sino haber sentidojustamente lo contrario.

Las palabras de Alex la ilusionaron. Por unmomento pensó que vería cumplidos susanhelos, pero, luego, la realidad la hizodespertar de ese sueño que podía acabardestruyéndola. Tenía que ser fuerte yconcentrarse solo en sobrevivir, porque laúnica certeza con la que contaba era que elasesino no se detendría hasta concluir lo quehabía empezado. Ella era el último eslabón desu larga cadena de crímenes.

Los acontecimientos de los últimos días la

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habían llevado a creer que podía tener unavida normal y convertirse en la esposa de lordRaston, pero era un pensamiento temerario.

Además, sabía que para Alex se tratabasolo de una estrategia para salvar sureputación, y eso le provocaba más furiatodavía. Se odiaba a sí misma, detestaba lavida que hasta entonces había aceptado y esossentimientos, cada vez más fuertes, que lahacían desear que el compromiso fuese ciertoy que Alex de verdad la amara. No queríaparticipar de esa farsa, porque deseaba quefuera verdad y, a la vez, sabía que eso eraimposible.

Tenía que lidiar con sentimientosdesconocidos que no sabía cómo manejar.Mientras su corazón permaneció dormido,sepultado bajo una capa de racionalidad,indiferencia, frialdad y serenidad, no habíatenido problema en aceptar lo que el destino ledeparaba, pero ahora deseaba que todo fuera

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diferente y eso le producía enojo eimpotencia.

¿Por qué tuvo que ser así? ¿Y por qué noterminaba todo de una vez?

Hacía años que se hacía esas preguntas,pero ahora comenzaba a rebelarse ante la ideade que su vida estuviera controlada por eseloco y signada por el miedo. Ya no estabadispuesta a seguir tolerándolo.

Pero, si actuaba de ese modo, haría que elenorme sacrificio que muchos habían hechopor mantenerla a salvo hubiera sido en vano.

Pensaba en todo eso cuando oyó que lallamaban.

—¿Sí? —dijo sin mirar a nadie enparticular porque no tenía ni la menor idea dequién le había hablado.

—Esta noche estás muy rara, querida —dijo Ophelia llevándose el monóculo a su ojoizquierdo—. Y no tienes buen aspecto. No me

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extraña, con todo lo que está pasando. Esto yaparece un capítulo de una mala novela.Hablando de novelas, tienes que leernos algomás. El principio nos ha dejadocompletamente atrapadas.

—No des tantas vueltas, Ophelia, ve algrano —dijo Harriet como si nada. Ophelia lamiró con el monóculo. A veces pensaba quesu hermana tenía doble personalidad.

—No digas tonterías, Harriet —dijovolviendo a mirar a Sophia.

La dama sonrió con disimulo, mientras leguiñaba un ojo a un Alex sumamente serio.

—A ver, querida, ¿tienes ropa adecuadapara ir a la ópera?

Sophia no comprendió. ¿Si tenía qué?Su guardarropa no era precisamente

extenso. En el campo, donde había vivido losúltimos años, no necesitaba demasiadosvestidos. Además, procuraba pasar

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desapercibida. Sin embargo, tenía un par deatuendos que casi nunca usaba, que podíanservir.

—Sí, podré arreglármelas con lo que tengo—dijo mirando a Ophelia, que no soltaba elmonóculo por nada y la estaba poniendo unpoco nerviosa. Le parecía que la tía de Rastonintentaba dar a entender algo más con suspalabras.

—Ya nos los mostrarás, pero sin dudanecesitarás también unos nuevos. La futuramarquesa de Abington tiene que lucirespléndida.

Sophia comenzó a perder la paciencia.—Perdone, lady Barth, pero no creo que

eso sea necesario. Esto no es más que unarepresentación y no voy a permitir que lordRaston entre en gastos. Usted dijo que soloiría a un evento, o a lo sumo a dos, y con loque tengo será más que suficiente —dijomirando a lord Raston, que permanecía

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callado.—Mi tía tiene razón, y, aunque solo sea

un farsa —dijo Alex arrastrando las últimaspalabras—, debe resultar creíble.

—¡Así se habla, sobrino! —dijo Opheliacon tono triunfal.

—¡Pero si no han visto nada aún! ¿Cómopueden saber que no servirán? Además, ¿no leparece inseguro que vaya a una modista? ¡Esilógico! —sentenció, sin dar el brazo a torcer.

Raston sonrió de medio lado.—Por eso no debe preocuparse. Mis tías

son clientas de una de las mejores modistas deLondres y no pondrá ningún reparo enatenderla aquí.

Sophia vio que nada podía hacer y terminóaccediendo.

—Como le parezca, pero no veo razónpara malgastar un dinero que, además, nopodré devolverle —dijo consternada.

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Alex se puso serio.—No pretendo que me devuelva nada,

señora Turner. Yo la traje a Londres yprácticamente la obligué a que se quede en micasa. Es por mi culpa que su reputación estéen entredicho y, por lo tanto, haré todo lo quepueda para corregir esa situación. Me ofendeque piense que pretendo que me los pague.

—Querida —dijo Ophelia con un tono devoz suave—, sé que a veces puedo ser unpoco mandona y, como dice mi hermanaHarriet, también algo testaruda, pero nodiríamos todo esto si no pensáramos que es lomejor. Los últimos días han sido difíciles,pero solo queremos que estés bien y que,cuando todo esto termine, puedas seguiradelante con tu vida sin que nadie puedareprocharte nada.

Sophia sintió un nudo en el estómago. Laspalabras de Ophelia la emocionaron. Lahicieron sentir que formaba parte de esa

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familia y que se preocupaban por ella. Eseafecto, fraguado en solo un par de días,aunque parecía imposible, era el mismo queella les profesaba.

Sin embargo, le daba miedo sentirsetambién cada vez más involucrada y no podermantener distancia. Se daba cuenta de que esaera una batalla perdida. Su corazón, en contrade su voluntad, la había traicionando.

—Usted no es mandona ni testaruda, ladyBarth —le dijo Sophia con voz trémula.

La dama levantó una ceja.—No hace falta que me engañes, querida

—le dijo fingiendo enojo.Sophia sonrió.—Bueno, quizá sí, pero solo un poco —

repuso Sophia.—¡Qué diplomática eres!—Eso no es diplomacia, tía, es una

mentira grande como una casa —argumentó

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Alex riendo.—Bueno, tú no te quedas atrás, ¿o crees

que no has heredado esas joyas de tu familia?Alex hizo un gesto con sus dos manos

dando a entender que se rendía.—¡Pero yo lo asumo, tía!—Sí, cómo no —dijo Ophelia por lo bajo

—. ¿Entonces estamos de acuerdo? —agregó,dirigiéndose a Sophia.

La muchacha hizo un gesto afirmativo. Noiba a discutir más. Ya había sido demasiadoobstinada con ese tema.

—Entonces, mañana mismo le mandaréun mensaje a madame Letre para que venga atomarte las medidas. Elegiremos las telas y ledaremos una buena gratificación para quetenga todo terminado cuanto antes. El viernespróximo se estrena Don Giovanni y toda lagente que vale algo estará allí. Creo que esesería el momento ideal para que haga su

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aparición, ¿no te parece? —dijo Ophelia,mirando a su sobrino, que no parecía estar tande acuerdo.

—Déjame pensarlo.—De acuerdo, pero avísame cuanto antes.Las tías, felices, comenzaron a enumerar

todo lo que le encargarían a madame Letre.Sophia empezó a pensar que a lo mejor

debería haberse negado Tal vez ese proyectono fuera más que una auténtica locura.

* * *

Desde la ventana veía perfectamente la

casa. Llevaba apostado allí varios días.Cuando supo que estaba vacía, no dudó

un segundo en instalarse ahí. Era el lugarperfecto para controlar todos los movimientosde lord Raston y de su invitada.

Haciéndose pasar por un vendedor

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ambulante, logró extraer información sobre élde los criados de las casas vecinas. Lo quedescubrió lo sorprendió, en la medida en quealgo podía sorprenderlo. Quizá la caceríaresultara más interesante de lo que habíacreído, se dijo. Por lo que le habían contado,el lord era un digno oponente y ofreceríaresistencia.

¡Por fin su amada podría descansar enpaz!

Cuando pusiera sus manos alrededor delcuello de ella y las apretara hasta sentir que lavida la abandonaba todo terminaría, yfinalmente podría reunirse con la única mujerque lo había entendido en su vida.

Solo era cuestión de paciencia. Tarde otemprano ella tendría que salir de aquella casaque más bien parecía una fortaleza.

Sin duda podría haberla matado allíadentro, pero había demasiados factores quepodían hacer fracasar su empresa y no estaba

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dispuesto a correr ningún riesgo.Ya no era joven y sabía que no tendría

más que una oportunidad.Mientras se tocaba la vieja cicatriz que le

cruzaba la cara desde la sien izquierda hasta labarbilla, se sintió eufórico imaginando de quémodo la mataría y cuánto la haría sufrir.

* * *

Alex enfiló hacia la calle para cruzar Hyde

Park. Supo de inmediato que lo estabansiguiendo.

Mientras atravesaba el parque, intentó vera sus perseguidores. Sin duda eran muybuenos, tal como le había dicho James,porque estaban lo bastante cerca como parano perderlo, pero lo suficientemente lejoscomo para que no pudiera verlos con claridad.

Sus abrigos marrones comunes y

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corrientes y sus trajes y sombreros oscuroshacían que pasaran desapercibidos entre lamultitud. Incluso su complexión física no erapara nada llamativa.

Alex decidió meterse en el entramado decalles que tejía la ciudad para intentarconfundirlos. Estaba deseoso de tener unapequeña charla con ellos.

Aceleró el paso y fue por varias calles enzigzag hasta que llegó a un callejón sin salida,donde se escondió agazapado en la oscuridad.

Unos minutos después, escuchó unospasos acelerados resonando en el pavimento.que se frenaron al llegar hasta el lugar en elque él se encontraba.

Algo parecido a un murmullo se coló entrelos ladrillos que lo ocultaban y le indicó quelos hombres estaban cerca, tal como esperaba.

Tenía muchas preguntas para hacerles ysabía que no iba a ser fácil sacarlesinformación. Aunque se tenía confianza, no

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dejaba de ser una lucha despareja, porqueeran dos contra uno y, si eran tan buenoscomo habían demostrado, no se dejaríandoblegar tan fácilmente.

A pesar de los ruidos de la calle y delladrido distante de un perro, supo que estabancerca.

Por la abertura del callejón, apareció unasombra alargada que comenzó a achicarsehasta tomar la forma de un hombre.

Alex sonrió al ver surgir frente a él el perfilde uno de los dos que lo seguían.

De inmediato, su perseguidor se percatóde la presencia de Alex y del error queacababa de cometer. Alex sabía que debían detener órdenes de no dejarse ver y no seequivocaba. En los ojos de su oponente viosorpresa y determinación, pero él fue másrápido que el hombre de nariz aguileña. Lotomó de la chaqueta y escuchó cómo la tela serasgaba por la fuerza que hacía su oponente al

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intentar escapar y él al tratar de retenerlo.Puso su pierna entre los pies del hombre y losbarrió de una patada, haciéndolo perder elequilibrio.

Desde el suelo, intentó alcanzar a Alex,quien eludió la maniobra y le asestó un golpeen la espalda que lo dejó gimiendo de dolor.Luego lo inmovilizó, clavándole la rodilla en elpecho.

—¿Por qué me persiguen? ¿Quién losenvía? —preguntó con tono amenazante.

El desconocido se removió intentandozafarse y no dijo nada.

Alex le levantó la cabeza y la golpeócontra el empedrado del callejón.

—Será mejor que me respondas —le dijo,perdiendo la paciencia.

Alex vio, demasiado tarde, un objeto quese dirigía hacia él. El segundo hombre acababade lanzarle una caja que, al golpearlo, lo

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desestabilizó lo suficiente como para que sucontrincante pudiese soltarse. Alex se puso enpie para hacerles frente, pero ambos echaron acorrer. Los persiguió varias manzanas, pero lasuerte no estaba de su parte y un coche, quecasi lo pisa, le impidió alcanzarlos.

Cuando logró cruzar, ambos hombreshabían desaparecido.

Resignado, se encaminó hacia ScotlandYard pensando que el caso se estabacomplicando cada vez más.

* * *

Sophia miraba a madame Letre y pensaba

que la mujer no debía de estar en sus cabales:la mujer agitaba las manos y andaba encírculos a su alrededor. Parecía estar haciendoun retrato concienzudo de su figura.

De vez en cuando, se detenía, decía “oui,

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oui” con la mano en la barbilla y, tras unbreve suspiro, volvía a dar vueltas. Así habíapasado los últimos minutos y, cuando Sophiaosaba moverse, la contemplaba ceñuda conuna mirada que provocaba escalofríos.

—¡Tiene una figura espléndida,espléndida! Oui, oui, en quince días tendrávarios vestidos maravillosos.

Ophelia sonrió y se acercó a madameLetre para decirle con voz suave pero firme:

—Necesitaríamos que estuvieran listospara el próximo viernes.

—¡Pero eso es en unos días!, ¡es muypoco tiempo! —dijo la modista haciendo ungesto con la mano que indicaba que le pedíanalgo imposible.

Ophelia se acercó un poco más a madameLetre y agregó:

—Querida, sé que usted podríaterminarlos para el jueves si quisiera, porque

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es una verdadera artista con la aguja. Misobrino le estará más que agradecido y sabrácompensarla por monopolizar su tiempo.

Madame Letre dejó de negar con lacabeza, y los tirabuzones, que llevabacortados a la altura de la nuca, algo demasiadomoderno para la época, se detuvieron.

—Siendo así… Ustedes son unas de lasmejores clientes que tengo y no puedodefraudarlas.

—No se va a arrepentir —le dijo Ophelia,tocando su monóculo.

Sophia pudo comprobar, por la sonrisa dela modista, que las palabras de Ophelia lahabía complacido en extremo.

—Por supuesto, lady Barth, cuenteconmigo. La señora Turner estará espléndida.El jueves, traeré tres vestidos de noche, cincode día y sus respectivos complementos y el finde semana tendrá el resto de las cosas.

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—Perfecto —dijo Ophelia consatisfacción.

—En cuanto a los colores, ¿tiene algunapreferencia? —dijo mirando a Sophia.

Era la primera vez que le pedía su opinión.—Podría ser…—Creo que el verde, el rojo y el azul

turquesa le sentarán muy bien —lainterrumpió la modista dirigiéndose a Ophelia.

La muchacha estaba a punto de perder lapaciencia.

—Estoy de acuerdo —le dijo Ophelia,mientras se acercaba a ella.

Y luego, bajando la voz, añadió:—Como confío plenamente en su

discreción, quiero contarle que la señoraTurner es la prometida de mi sobrino. Haestado enferma, por eso no había oído hablarde ella, pero, ahora que está restablecida,deseamos que cuando sea presentada esté a la

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altura de las circunstancias porque va a ser lafutura marquesa de Abington, ¿comprende?

Sophia, que iba a protestar porquemadame Letre la trataba como si no estuvieseallí, se contuvo al ver cómo brillaban los ojosde la modista al oír esas palabras. Estaba claroque la confidencia de Ophelia era una esasnoticias que la modista se moría por ser laprimera en difundir.

—Por supuesto que guardaré el secreto,lady Barth, y, en cuanto al aspecto de laseñora Turner, parecerá una reina.

—Con que parezca una marquesa essuficiente —le dijo la señora volviendo aponer en su lugar un pequeño mechón de peloque se había deslizado de su tirante peinado.

—¡Qué afortunado es lord Raston! ¿Ycómo se conocieron?—quiso saber madameLetre.

Ophelia sonrió de manera enigmática.

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—La madre de la señora Turner era lamejor amiga de mi sobrina, la madre deRaston. La señora Turner y él mantuvieronuna larga correspondencia tras la muerte desus respectivas madres, pero recién seconocieron cuando mi sobrino fue a losEstados Unidos por un viaje de negocios,porque ella vivía allí. Después de esa visita,descubrieron que estaban perdidamenteenamorados y se comprometieron.

Sophia miró a madame Letre. Tenía unamano en el pecho y algunas lágrimas seagolparon en sus ojos.

Miró a Ophelia y comprendió todo. Habíaconvencido a madame Letre con la historia ysabía que ella se la contaría a sus clientas deinmediato. Es decir, en unas pocas horas todoLondres estaría al tanto del compromiso, talcomo la tía deseaba.

—¡Oh, es tan maravilloso! —suspiró lamodista mirando a Sophia con otros ojos.

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Ophelia, que estaba en aquel momentodetrás de madame Letre, le hacía extrañasseñas a Sophia con el monóculo para alentarlaa que dijera algo.

—Sí, es maravilloso —dijo Sophiasonriendo—. Al escuchar cómo lo cuenta ladyBarth me emociono como si no fuera yo quienva a casarse. He encontrado al hombre de mivida. ¡Qué más puede desear una mujer!

Sophia cortó su parlamento cuando lamirada de Ophelia le indicó que se estabapasando. Sin embargo, madame Letre noparaba de gemir y exclamar.

—¡Oh, l’amour… ! Oui, oui, ¡qué cosamás bella! ¡Les deseo lo mejor!

—¡Muchas gracias! —dijo Sophia viendocómo Ophelia le guiñaba un ojo.

Cuando la modista finalmente se fue,Sophia pensó que tal vez estuvierancometiendo un error al embarcarse ensemejante farsa.

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* * *

—¡Maldita sea!—¡Te prohíbo que blasfemes en mi

presencia!Vaen dio un respingo.No se había percatado de que lady

Martley estaba en la habitación.—Lo siento, no la vi.Harriet se acercó a la cama refunfuñando.—No eres el único —se dijo para sí.Con la ayuda de Harriet, el jovencito se

sentó en el borde del lecho.—¿No me regaña porque intento

levantarme? ¡Empieza a caerme bien deverdad! —dijo Vaen con una sonrisa.

Harriet se sentó en una silla junto a él.—Creo que ya está lo suficientemente

repuesto como para levantarse un poco, pero

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con calma, ¿si? Si llega sufrir una recaída, nome lo perdonarán.

Vaen soltó una risilla por lo bajo. Entendíamuy bien a qué se refería la señora. La otratía, lady Barth, parecía un sargento y ni hablarde lo que era capaz de hacer su hermano.

—¿Estás bien, muchacho? —le preguntóal ver que el semblante se le ensombrecía.

—No soy un muchacho —dijo Vaendivertido.

Harriet soltó un resoplido muy pocofemenino.

—A mi edad, cualquiera que esté pordebajo de los cincuenta años es un muchacho.También llamo así a mi sobrino, es decir, a tuhermano.

—¿Y no le molesta? —preguntó concuriosidad.

—Para nada. La gente se equivoca con él.Es el hombre más honesto, generoso y justo

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que conozco. Ophelia y yo estamos muyorgullosas de él.

Vaen hizo un gesto de incredulidad.—Por lo que veo, no compartes mi

opinión. ¿Puedo saber por qué? —preguntócon interés.

El joven calló durante unos segundos antesde contestar, como si estuviera midiendo quépodía contar y qué no.

—Nunca quiso saber nada de nosotros, demí —dijo con cierta rabia.

Harriet se inclinó un poco hacia delantepara quedar más cerca de él, como si fuera acontarle una confidencia.

—Verás, hijo, las cosas no siempre son loque parecen ser. Mi sobrino ha pasado uncalvario desde que era un crío gracias a tupadre y… a tu madre. No espero que mecreas, pero te lo contaré igual, porque yo hesido testigo.

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Harriet le narró las amarguras que vivió susobrino en su infancia y en los añosposteriores.

—Y eso no es todo —dijo después de casimedia hora de monólogo—. Dices que nuncaquiso saber nada de ti, y eso escompletamente falso. Él nunca nos lo hadicho, pero, cuando se alistó en el ejército y semarchó de Inglaterra, ya tenía un pequeñopatrimonio que había heredado de su madre,que dejó al cuidado de un administrador.Nosotras supimos que ese administrador teníaórdenes de estar al tanto de tu vida y deavisarle de inmediato si llegabas a tener algúntipo de problema. Cuando tenías doce años ytuviste esa fiebre tan extraña, ¿quién crees quehizo las gestiones para que ese especialistafrancés te atendiera?

Vaen no podía creer lo que escuchaba.¿Era posible que todo lo que hasta entonceshabía pensado de su hermano fuera mentira?

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Al barajar esta idea sintió una calidez que leinundó el pecho.

—Pues sí, ha sido él —dijo Harrietseriamente—. ¿Crees que ha sido unacasualidad que no acabaras muerto en elduelo? Cualquiera que haya oído hablar delconde de Ayrn sabe que es implacable. Te hassalvado porque Richard estaba en deuda conmi sobrino y Alex se la cobró salvándote lavida.

Harriet vio la cara de sorpresa de Vaen yconcluyó de forma menos vehemente lo quetenía que decir.

—Una madre es siempre una madre, y noes mi intención hacerte daño con lo que voy adecirte, pero, después de lo te ha hecho a ti,su propio hijo, ¿todavía crees que no es capazde hacerle a su hijastro las cosas que te hecontado que le hizo a Alex? Quiere a todacosta que seas marqués de Abington. El poderla ciega y siempre ha sido así. Te quiere, sin

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duda, pero eso no quiere decir que no seacapaz de quitar del medio a cualquiera que leparezca que puede ser un obstáculo para queconsigas lo que, según ella, es tu legítimolugar. Mi sobrino, Kate… —dejó caer Harrietbajando la voz.

Vaen dio un respingo al escuchar elnombre de la mujer a la que había entregadosu corazón.

—¿Cómo sabe eso? —le preguntó Vaen ala defensiva.

—A pesar de lo que digan las malaslenguas y lo que piense la mayoría de lasociedad, no soy tan tonta como parezco.Cuando me contaron tu reacción ante la visitade tu madre, y después de haberte escuchadomurmurar su nombre mientras estabasinconsciente, no pude más que atar cabos.

—Vaya, lady Martley, es usted muy astuta—dijo el muchacho rindiéndose ante laevidencia.

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La señora soltó una risilla algo infantil.—Pero no se lo digas a nadie, ¿eh? Que

me tomen por tonta a veces es útil.Vaen sonrió a su pesar.—¿Vas a contarme lo que te hizo,

muchacho?Endureció la mandíbula ante el recuerdo.—¿Y de qué serviría eso?Harriet hizo un gesto con la mano.—Hay veces en las que es mejor

descargarse de lo que corroe el alma.Vaen dudó un momento y comenzó a

hablar.—Kate y yo estábamos enamorados.

Íbamos a casarnos, pero ella dijo que eramejor esperar un poco. Quería que tuviéramosla bendición de nuestros padres y sabía que, alprincipio, se opondrían, pero daba pordescontado que terminarían aceptándolo. Peroyo no pude contenerme y se lo conté a mi

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madre. Ella se puso furiosa y me dijo que esaunión solo me perjudicaría, porque, con eltiempo, podía llegar a ser el marqués deAbington y ella consideraba que Kate noestaba a mi altura. Insistió en que tenía quepensar en mi futuro y en que podía aspirar ahacer un enlace mejor. Para ella, no debíaconformarme con ninguna mujer que fueramenos que la hija de un marqués o un duque.Yo imaginé que se le pasaría y que terminaríaaceptándolo, pero no fue así.

—¿Qué hizo? —preguntó Harrietesperando lo peor.

—Pasé varios días sin recibir noticias deKate, así que fui a su casa. Su padre me dijoque era imposible que nos casáramos porquesu hija ya estaba comprometida con el condede Ayrn. Yo no entendía qué estabasucediendo y pedí hablar con ella. Me dijo quelo que su padre me había dicho era cierto. Yoestaba tan furioso que no reparé en la tristeza

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de sus ojos ni en lo delgada que estaba. Fuitan necio que no vi que ella también estabasufriendo y me marché sin volver la vistaatrás.

El jovencito levantó la cabeza, que hastaentonces había tenido parcialmente agachada,para mirar a Harriet a los ojos.

—A los pocos días me enteré de que Katese había quitado la vida.

—Lo siento mucho —replicó la damacontrita.

—Creí que las cosas no podrían serpeores, pero me equivocaba. Una criada meentregó una carta que Kate había dejado paramí. Se la había entregado la noche anterior asu muerte y le había rogado que me la hicierallegar. Cuando la leí lo único que deseé fueestar muerto.

Harriet posó una de sus manos en el brazode Vaen, para darle ánimo.

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—Mi madre y su padre amañaron todopara que Kate fuera descubierta en unasituación comprometida con otro hombre y notuviera más remedio que casarse con él.Habían elegido al duque de Maen, pero lamala suerte hizo que fuera el conde de Ayrnquien terminara envuelto en la confabulación.

—¡Es terrible, hijo mío! —dijo Harriethorrorizada—, pero lo que no entiendo es porqué desafiaste al conde. Por lo que cuentas, éltambién fue engañado.

—Eso no lo sé —respondió con iracontenida—. Además, en su carta Kate decíaque le había contado todo al conde, y él nohizo nada para ayudarnos.

—Está bien, está bien —dijo tratando detranquilizarlo—. Creo que lo mejor sería quehablaras con el conde. Nunca he creído deltodo en lo que se dice de él.

Vaen se quedó mirando a Harriet como silo que le estaba diciendo fuera un disparate.

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—No espero que me entiendas —dijo lamujer—, pero, después de lo que me acabasde contar, te pido que recapacites en lo que yote he confiado. Quizá las cosas no sean comote las han contado.

Vaen fijó la mirada en un cuadro quehabía en la pared. Era una marina en la que seveía un mar picado que parecía estartragándose una embarcación. Vaen pensó quetal vez Harriet tuviese razón, que fuera posibleque todos esos años hubiera vivido envueltoen una falsa realidad de medias verdades ymentiras ocultas.

* * *

Alex se apartó de la puerta de la habitación

y se dirigió con paso suave hasta su despacho.No acostumbraba a oír a escondidas, perocuando subió a ver a su hermano y lo escuchócontándole a Harriet lo que le había pasado,

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no pudo evitar quedarse a oír el resto de lahistoria.

Hasta él, que la conocía de sobra, quedósorprendido por la maldad de la que MargaretAshford había sido capaz de dar muestras.Traicionar así a su propio hijo provocando lamuerte de una joven inocente y casi la delpropio Robert era más de lo que podíaimaginar, pero ahora entendía mejor lasituación de su hermano. Siempre habíasospechado que era un buen muchacho y yano le cabía ninguna duda.

Pero ahora no podía ocuparse de eso. Suprioridad era encontrar al asesino de lordWhyte. Al analizar con James el encuentroque había tenido con sus perseguidoresllegaron a la conclusión de que debían de estaracercándose a algo.

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Capítulo 15

EL editor de Sophia, el señor Ingham, lamiraba detrás de unos anteojos que delatabanla miopía que sufría.

—Me alegro de volver a verla, señoraTurner —dijo terminando la frase con unsuave seseo.

Sophia se acordó de la primera y única vezque se habían visto. Su contacto había sidosobre todo por correspondencia. CuandoSophia envió el manuscrito de su primeranovela, El lobo de Kent, nunca imaginó queno solo la publicarían, sino que, después,vendrían otras cuatro que contarían con unagran aceptación del público.

El señor Ingham nunca había mostradodemasiada curiosidad por ella y había sido

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siempre muy respetuoso y cauteloso a la horade tratarla. Su primer encuentro había sidounas temporadas atrás en Bath, donde eleditor había ido para participar de una feria ySophia, para acompañar a los Whyte, quehabían ido por recomendación de los médicosde Emily.

—Lo mismo digo, señor Ingham.Sophia había planeado con cuidado qué le

diría, porque esa era la única oportunidad quetendría de ponerse en contacto con HugoAmbersley.

—Estoy deseoso por tener entre mismanos el borrador de su próxima novela.Hemos recibido muchísimas cartas de susfieles seguidores que quieren saber cuándopodrán disfrutarla.

Sophia sonrió sinceramente.—Es usted muy amable, señor Ingham.

No sabe cuánto le agradezco sus palabras.Saber que mis obras generan tanta expectativa

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me llena de energía para seguir escribiendo.Solo me falta revisar el final. Este es unprimer borrador —le dijo tendiéndole unpaquete.

Sophia pensó que, si quería que Inghamdejara el mensaje en el apartado postal, debíadarse prisa, porque Alex no tardaría en volver.

Se había quedado para recibir al editor yno se había ido hasta que Sophia no le habíaasegurado que lo conocía.

Por su parte, el editor, al ver la actituddefensiva de Alex, casi se escapa. Por fortuna,Sophia se apresuró a saludarlo y todo searregló. Después de las presentaciones derigor, Alex los dejó.

Lo que le resultaba más difícil de aceptarno era que su vida estuviera en peligro, sinoque pudiera perder también aquello que sehabía permitido sentir por primera vez. Estabaenamorada, pero, en lugar de felicidad, estaballena de angustia y tristeza. La atormentaba

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tener que mentirles a Alex y a su familia, ysaber que debía abandonarlos para siempre lepartía el corazón.

Aún no se había permitido ahondar enesos sentimientos, pero el paso decisivo estabacerca. El nudo que atenazaba su estómago ysu garganta se intensificó y, por un momento,pensó que se ahogaría. Suspiró con violenciapara recobrar fuerzas. Su presencia allí poníaa todos en peligro y debía salir de sus vidascuanto antes.

—Señor Ingham, debo pedirle un favor, esmuy import…

—Perdone que la interrumpa, señoraTurner, pero debo darle un mensaje urgentede un amigo suyo, Hugo Ambersley, antes deque lord Raston regrese.

Sophia se quedó muda. ¿Era posible?Ingham percibió la cara de asombro de la

muchacha y procuró explicarse.

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—El señor Ambersley se puso en contactoconmigo, al igual que dos hombres de laOficina de Asuntos Exteriores —dijo bajandola voz—. Me han dicho que le comunicaraque todo está preparado y que esperan queusted les indique el momento más adecuadopara llevar a cabo el traslado.

Sophia vio aparecer unas pequeñas gotasde sudor en la frente del editor. No sabía quéle habían contado y estaba totalmentedesconcertada.

—¿Le han dicho por qué debíatransmitirme este mensaje? —le preguntó algoinquieta.

El señor Ingham bajó aún más la voz, ySophia tuvo que acercarse bastante a él paraentender lo que le decía.

—Me han dicho que usted estabacolaborando con ellos. La verdad, señoraTurner, no sabe cuánto me ha sorprendidosaberlo y, desde entonces, la admiro más

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todavía. Nunca habría creído que, además deser una excelente escritora, era una auténticapatriota. Es usted muy valiente —le dijoemocionado.

La muchacha no sabía qué decir. Sin dudahabía sido el medio que Ambersley habíaencontrado para que le llegara el mensaje,pero le parecía excesivo.

—Así que, dígame, señora Turner —continuó—, ¿qué quiere que les diga?

Sophia quería cerciorarse de que lapersona que había hablado con Ingham era elauténtico Hugo Ambersley.

—¿Fue todo lo que le dijo? ¿No hay nadamás que deba decirme, aunque parezca notener demasiado sentido?

Ingham se echó un poco hacia atráspensando.

—¡Ah, sí, casi lo había olvidado! Dijo algomuy extraño. Me pidió que le dijera que, en

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esta época del año, llueve mucho, pero quesabe que a usted no le gustan los paraguas.

Sophia expulsó con fuerza el aire quehabía estado conteniendo. Ahora estabasegura de que Ambersley era quien habíahablando con el editor.

—Está bien —le dijo la muchacha bajandotambién la voz—. Dígale que el próximoviernes estaré a las ocho en uno de los palcosde la ópera con el señor Raston y su familia.

Sophia pensó rápido cómo librarse de susacompañantes durante su salida.

—Dígale que en el primer entreacto iré alexcusado. Es muy importante que le digaexactamente eso.

El hombre afirmó con la cabeza.El sonido de la puerta al abrirse hizo que

los dos se sobresaltaran.Alex entró en la biblioteca y frunció de

nuevo el entrecejo. Encontrarla a Sophia

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haciéndole confidencias a Ingham hizo quesonara una alarma en su cabeza.

—¿Los interrumpo? —preguntó con ciertamalicia.

El editor sacó un pañuelo del bolsillo eintentó secarse el sudor que ya corría por sutoda su cara. Las gafas que parecían duplicarel tamaño de sus ojos se le habían escurridodel puente de la nariz y estaban a punto decaer.

—Para nada —dijo Sophia sonriendo deoreja a oreja—. El señor Ingham me estabacontando lo que dicen las cartas de loslectores, y me he emocionado. Es una alegríaque haya tantas personas ansiosas por lapublicación de la nueva novela de S. A.Turner.

Alex miró fijamente a Sophia y evaluó si ledecía la verdad.

Después miró a Ingham, que se limitó asonreírle con timidez.

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Aunque no parecía del todo conforme,pareció relajarse un poco y se sentó.

—¿Y ya tiene fecha de publicación? —preguntó al editor.

Ingham, que antes parecía algo nervioso,le sonrió más calmado.

—Todo depende de este primer borrador,pero estoy convencido de que todo estarábien, como siempre, así que para finales delmes que viene debería estar saliendo. Muchaslibrerías nos han comunicado que ya tienen enlista de espera a varios clientes que esperanansiosos su llegada.

—Esa es una excelente noticia —dijoRaston con tono suspicaz.

Sophia pensó que no era buena ideaprolongar aquella entrevista. Cuanto mástiempo tuviera Alex para evaluar a su editor,más posibilidades había de que sospecharaalgo.

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El mayordomo llegó y el editor seincorporó; comprendió que era una formatácita de anunciar que la reunión había llegadoa su fin. Con un ademán ampuloso se despidióde la muchacha y luego saludó a Alexander.

Cuando se retiró, Sophia miró a Alex.—¿Ha ocurrido algo que yo deba saber?

—preguntó.—¿A que se refiere? —Confió en que

Alex no se daría cuenta de que se habíapuesto algo nerviosa.

A veces le daba la sensación de esehombre tenía un sexto sentido y podíadetectar cuando alguien intentaba ocultarlealgo, y lo que menos necesitaba era queempezara a interrogarla.

—Me refiero a que, cuando entré, mepareció que hablaban de algo importante y quemi presencia había puesto algo nervioso alseñor Ingham.

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Sophia hizo un enorme esfuerzo porcontrolarse. No podía permitirse dar un pasoen falso en aquel momento.

—No, solo me contaba lo que decían lascartas, pero con seguridad lo pusiste nerviosocon tu presencia.

—¿Y por qué?—Porque te portaste como un auténtico

ogro —repuso mientras alisaba la falda delvestido—. Me sorprende que el pobre hombreno haya salido corriendo en cuanto te vio. Hasestado intimidándolo desde que llegó.

Alex no podía creer lo que estabaescuchando. Nunca nadie le había hechosemejante reproche.

—¿Estás diciendo que me comporté comoun matón?

Ella no quería llegar tan lejos, pero, ya queél lo decía, aprovechó sus palabras paradesviarle la atención.

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—No fui yo quien lo dijo —le respondióafirmando con la cabeza.

Sophia supo que se había sobrepasado encuanto vio el tic en el ojo derecho deAlexander, así que parpadeó de formainocente intentando borrar lo que acababa dedecir.

—Sophia Amelia Turner —comenzó entredientes.

Antes de que pudiese continuar, lamuchacha soltó una carcajada recordando queOphelia, hacía poco, lo había llamado por sunombre completo. No quería reírse, pero no lopudo evitar.

Se dio cuenta de su error demasiado tarde,cuando vio que Alex tenía la mandíbula tensa.

—Lo siento —dijo intentando conteneresa risa tonta.

—¿Qué es lo que te resulta tan gracioso?—preguntó él con brusquedad.

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—¡Uh! —exclamó entre carcajada ycarcajada.

Alex intentaba no reírse, pero uncosquilleo que no alcanzó a detener le subiópor la tráquea hasta la garganta y saliódisparado como un torrente.

Sophia se emocionó al verlo tan feliz y loabrazó.

—Gracias —dijo con la voz entrecortada.Él la rodeó con sus fuertes brazos y apoyó

la cabeza en el hombro de ella. Inspiróprofundamente su aroma a flores frescas y laestrechó con fuerza.

—¿Por qué me agradeces? —le preguntórozándole con los labios el cuello.

Ella sintió que un escalofrío corría por sucuerpo.

—Por reírte —le contestó Sophia.Alex la soltó para mirarla a la cara.—¿Y eso es tan importante para ti?

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Sophia lo miró a los ojos, unos ojos llenosde fuerza que a veces, como ahora, tenían elcolor del brezo, y otras el del humo.

No pudo mentirle.—Sí, mucho —le respondió con suavidad.Sophia pudo ver el brillo en los ojos de él

y, antes de que pudiese decir nada más, Alexla besó en forma apasionada.

Se adueñó de los labios de la muchachacon ímpetu y necesidad. Una necesidad queparecía crecer a cada sorbo que daba, llegandoa temer que nunca sería suficiente para saciarsu sed. Asaltó su boca sin mesura, saboreandocada rincón de aquel paraíso húmedo y cálidoque lo acogía con pasión. Enlazaron suslenguas en una danza en la que nadaimportaba, solo sentir.

Alex, que ardía de deseo, suavizó ese besoque, sabía, lo llevaría a perder el control porcompleto; sin embargo, el gemido de Sophia loanimó a seguir y comenzó a desnudarla.

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Ella sintió la mano de Alex sobre su bustomientras que con una exquisita cadenciarozaba con sus dedos, por encima de capas detela, su cuerpo con tal maestría que la hizodelirar.

No pudo discernir cuándo Alex bajó suescote lo suficiente como para liberar su pechodel vestido, y tomar con la boca la cúspide desu carne, succionando una y otra vez hastaque Sophia pensó que se volvería loca deplacer.

Ya nada importaba y se dejaron arrastrarpor la lujuria.

Tomó la cabeza de Alex entre sus manos yla apretó más contra sí, exhortándolo a quesiguiera atormentándola con su impetuosadegustación.

Ella sintió que una suave humedadinundaba su rincón más secreto y fueconsciente de que ya no podría detener lo que

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acababa de comenzar.Cuando sintió la mano del marqués

ascender por su pantorrilla, acariciándolasuavemente, quiso protestar, pero la sensaciónque él le infligía hizo que de su boca solosaliera un jadeo de objeción.

Los dedos de Alex se condujeron entre suspiernas como si fuese seda, hasta queintrodujo uno de ellos entre su cálidahumedad.

Sophia pensó que había muerto e ido alcielo cuando Alex empezó a mover sus dedos,separando los pliegues de carne que dabanacceso a su placer, comenzando a crearmagia.

Ramalazos de placer surcaban cada una desus terminaciones nerviosas en pequeñasoleadas, intentando alcanzar una y otra vezuna satisfacción mayor que le parecía negada.

Se sintió ajena a sí misma y se abandonó alas nuevas sensaciones que las manos de Alex

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le provocaban.Escuchó quejidos, ruegos y súplicas, como

ecos lejanos que tardó algo en reconocer. Erasu propia voz.

De repente, una espiral de placer arrastrósu cuerpo.

Luego abrió los ojos y vio que Alex lamiraba con una luz enigmática en su mirada.

—¡Cásate conmigo! —le rogó.Sophia no supo qué responder.Sabía perfectamente lo que deseaba

responderle, pero también era consciente deque pronto se iría para siempre de allí.

Su corazón le decía una cosa, pero sucabeza otra. Aunque sabía que no podíaaceptar, esa propuesta era la manera en la queAlex le decía que la amaba y no pudorechazarlo.

—Me casaré contigo, Alex Raston —dijoemocionada.

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La sonrisa que iluminó el rostro delmarqués se contagió al de Sophia. Un instantedespués, sellaron su promesa con un beso.

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Capítulo 16

BERKELEY y Jonathan Thermanescuchaban al editor con interés.

—Le dije lo que me habían pedido —dijoIngham mirando alternadamente a uno y aotro.

Desde que aquellos dos hombres habíanestado en su oficina de Bond Street, el editorestaba intranquilo.

Le habían dicho que eran agentes de laOficina de Asuntos Exteriores y, en tonoconfidencial, le contaron que estaban allí porun asunto de interés nacional.

Nunca habría imaginado que uno de susmejores talentos, S. A. Turner, tuviera algoque ver con el Departamento de Inteligencia.

Por lo poco que le habían dicho, Turner

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los estaba ayudando en un caso y necesitabantransmitirle un mensaje urgente.

Pese a que lo halagaba que confiaran enél, sus nervios le estaban jugando una malapasada.

—¿Y qué le respondió la señora Turner?—preguntó Therman.

Ingham miró a ese hombre entrado enaños y su aspecto frío le erizó los cabellos dela nuca. Sin duda era el jefe de Berkeley.

—Entendió perfectamente el mensaje yme dijo que les avisara que el próximo viernesasistiría a la ópera. Me repitió varias veces queiría al excusado en el primer intervalo —dijogolpeándose con suavidad el mentón, como siese gesto le permitiera recordar mejor laspalabras de la escritora.

El editor vio que ambos hombres semiraban satisfechos por lo que acababan deoír.

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—¿Cómo la vio? ¿Estaba nerviosa? —preguntó Therman.

—Estaba muy bien. Es una mujerextraordinaria —dijo expresando así laadmiración que sentía por ella—. Es muytalentosa —agregó.

Al observar el entrecejo fruncido de suinterlocutor, volvió a la pregunta que le habíanhecho.

—No parecía nerviosa, salvo… —dijohaciendo memoria.

—¿Salvo qué? —preguntó Berkeley,hablando por primera vez.

El editor se rasco de nuevo el mentónintentando recordar. Los dos agentesesperaron pacientes a que continuara.

—Salvo cuando volvió a entrar AlexanderRaston. Ahí la vi algo inquieta, pero no meextrañó porque acababa de transmitirle elmensaje y, además, ese hombre intimida a

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cualquiera.—¿Por qué? —preguntó Therman,

retomando el peso de la conversación.Ingham se quedó en silencio por unos

segundos y respondió:—Si les soy sincero, lo que me alteró no

fue lo que dijo, sino cómo lo dijo. Tiene untono de voz siniestro. Por momentos penséque sospechaba que le estábamos ocultandoalgo.

El hombre mayor se dirigió con paso lentohacia la ventana.

—No debe hablar con nadie de esto. Es unasunto de máxima seguridad y tiene quecomprender que no podemos asegurarle que…

Ingham no quería escuchar lo que seguía.Intuía lo que le sucedería sin necesidad de quese lo dijeran y no pensaba abrir la boca.

—Lo sé, lo sé —lo cortó.—Nunca vuelva a interrumpirme —dijo

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Therman de manera calmada y firme.Esa respuesta lo atemorizó más que

cualquier amenaza. Aquel hombre no era tandistinto al marqués de Abington. Ambospodían reducir a un hombre con una solamirada.

—Tiene mi palabra —acertó a decir.—Eso espero. Por su propio bien —dijo y,

después de mirar a Berkeley, enfiló hacia lapuerta y desapareció.

* * *

Aunque la noticia del compromiso ya

había sido esparcida por madame Letre entrelo más selecto de la sociedad, tal y comoOphelia preveía, la publicación oficial en eldiario de la mañana causó un gran revuelo.

Ophelia y Harriet estuvieron todo el díaocupadas con los mensajes, las cartas y las

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invitaciones a eventos de todo tipo que habíanrecibido.

Sophia, que casi no había podido dormir,se levantó para ir a desayunar.

Sus ojeras, que había intentado disimularsin éxito, delataban su cansancio, fruto de lashoras que había pasado dando vueltas en lacama y recordando cada caricia de Alex. Perocada vez que daba rienda suelta a sussentimientos, la realidad volvía a golpearla.

No podía quedarse allí, no debía amar aRaston y, sobre todo, no tenía derecho aobligarlo a sufrir el daño que le haría cuandose fuera.

—Buenos días señora, Turner —dijo unavoz que la tomó por sorpresa.

Sophia dio un salto. No esperabaencontrar a nadie tan temprano.

Vaen tomaba un café al otro extremo de lamesa. Parecía completamente recuperado.

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—Buenos días, lord.Robert hizo un pequeño gesto con la cara

y lanzó un silbido casi inaudible.—Por favor, dígame Vaen o Robert, pero

no me llame “lord”. Creo que después de lashoras que ha pasado cuidándome tantaformalidad resulta excesiva. Además, por loque he leído en los periódicos, dentro de pocopasará a formar parte de la familia.

El muchacho terminó la frase con unasonrisa tan pícara que Sophia no pudo, sinosonreír a su vez.

—Así que me gustaría darle mi felicitacióny desearle toda la prosperidad del mundo —agregó.

—Gracias —dijo ella con voz titubeante,porque no tenía idea de cuánto sabía Vaenacerca de su presencia allí.

La mirada límpida y sincera que vio en losojos del joven la conmovió. Intuyó que un

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gran dolor atravesaba su corazón y no quisocontribuir a que hubiera más mentiras en suvida.

Así que tomó asiento frente a él y le dijo:—¿Sabe cuál es mi relación con la familia?Vaen se reclinó mientras dejaba la taza

sobre la mesa.—Por lo que he escuchado aquí y allá, y

por lo que he leído en los periódicos, creo queme hago una idea.

—¿Y qué dicen? —preguntó algonerviosa.

El muchacho hizo un gesto de confusión.¿No lo sabía?

—Dicen que usted es hija de una viejaamiga de la familia, que conoció a Rastonhace algún tiempo en los Estados Unidos yque se enamoraron.

Sophia suspiró. Tal como suponía, Vaenno sabía nada.

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—Nunca he ido a los Estados Unidos —ledijo Sophia, mirándolo a los ojos.

El joven alzó una de las cejas, un gestoque compartía con Alex. Sophia no pudo másque sonreír.

—¿Dije algo gracioso?—Sus cejas: ha hecho el mismo

movimiento que hace su hermano cuando algono lo convence.

—Ya veo —dijo más desconcertadotodavía.

Sophia retomó la conversación.—Lo que acaba de decir es la versión

oficial.—Por lo que veo, debe de haber también

otra —dijo serio.—Me temo que sí, y es la verdadera.Vaen endureció la mandíbula.—Entiendo.—No debe pensar que no confiamos en

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usted, es que, cuando llegó, no estaba encondiciones de enterarse. Además, suhermano quiere que permanezca en secreto,por mi seguridad.

—¿Su seguridad?Sophia sabía que debía ser más concreta si

quería que Vaen la entendiera.—Creo que debería comenzar por el

principio. No sé si sabe que lord Rastoncolabora con Scotland Yard en alguno de suscasos.

Vaen se inclinó hacia delante y apoyó unbrazo sobre la mesa.

—Algo había oído.—Hace unos días asesinaron a un

aristócrata en el condado de Surrey. Yo eravecina de él y amiga personal de su familia. Suhermano se trasladó allí para colaborar en lainvestigación del caso con el oficial Talbot yasí fue como nos conocimos.

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Ahora sí parecía haber despertado lacuriosidad del muchacho, de modo queagregó:

—Mientras investigaban ocurrió algo… —dijo Sophia interrumpiendo su narración.

Vaen la miró a los ojos.—Puede confiar en mí. —Trató de

infundirle seguridad.Sophia, sin saber por qué, no tuvo duda de

que así era, así que continuó.—Todo parece indicar que soy la siguiente

víctima del asesino.—¿Qué pruebas tienen para creerlo? ¿Por

qué alguien querría matarla?Sophia preveía estas preguntas.—Cuando su hermano me acompañó a mi

casa para recoger algunas cosas para pasar lanoche con la familia del asesinado, había unamargarita sobre mi escritorio. Alguien habíaentrado.

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—Pero eso no indica que el que entró seael mismo que asesinó a su vecino.

Sophia sonrió un poco dando a entenderque ojalá todo fuese tan sencillo de explicar.

—No lo entiende. Cuando mataron a lordWhyte, dejaron una margarita junto a sucuerpo. Su hermano y el señor Talbotpensaron que debía de ser algún tipo demensaje. En mi casa alguien dejó una florexactamente igual encima de mis cosas.

El muchacho parecía concentrado en loque Sophia le estaba contando.

—Quizá fuera solo una advertencia, nouna sentencia.

Sophia miró hacia la puerta: queríacerciorarse de que nadie entrara. Se acercó unpoco más a la mesa, para que solo Vaenescuchara lo que le iba a revelar.

—No le diga nada a su hermano porque élcree que no lo sé, pero escuché que le dijo al

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señor Talbot que también había una nota, unaamenaza de muerte.

Vaen estaba muy serio.—Su hermano y Talbot decidieron que

podrían protegerme mejor aquí, en Londres,ya que no les quedaba nada que hacer enSurrey. Su hermano, entonces, inventó lahistoria que ha leído en los periódicos paraproteger mi reputación.

—Ya veo —dijo el joven mirándolafijamente—. ¿Entonces el compromiso esfalso?

Sophia sabía que debía decirle que era unarepresentación, pero luego de su encuentrocon Alex no pudo mentirle.

—Al principio comenzó como unaestratagema, pero, sin que nos diéramoscuenta, la ficción se fue convirtiendo enrealidad.

Vaen sonrió levemente y la tristeza que

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Sophia había vislumbrado antes en sus ojos seadueñó de su mirada.

—Así son las cosas del corazón —dijoguiñándole un ojo—. Espero que sean muyfelices.

—Gracias. —La muchacha sonriótambién.

Vaen le agradeció la confianza quedepositaba en él. Tuvo que admitir que suhermano había tenido suerte al conocer a unamujer tan especial.

Él también había conocido a alguienmaravilloso, pero la muerte se lo habíaarrebatado.

Sintiendo el sabor amargo del dolor, dio unsorbo a su café.

—Espero que no le moleste lo que le voya decir —le dijo Sophia mientras untabamermelada a uno de los panecillos que habíasobre la mesa—, pero noto que está triste.

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Vaen sonrió con una mueca.—Es usted muy observadora, señora

Turner.Sophia pensó que quizás estuviera siendo

demasiado indiscreta, pero no podía evitarlo.—Preferiría que me llamara Sophia, al fin

y al cabo, como usted dijo, dentro de pocoseremos familia.

Vaen sonrió.—He notado la melancolía en su mirada;

en estos últimos días me he visto reflejada enusted. Yo también he sufrido pérdidas y hevivido cosas que no le deseo a nadie. Sé loque es sentir que la vida no tiene sentido y queel tiempo no cura las heridas, sino que lasendurece.

Algo cambió en la mirada de Vaen. Lamiró sorprendido, como si la muchachahubiese adivinado algo.

—También sé que a veces, cuando uno ya

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está resignado, las cosas pueden cambiar. Nopierda la esperanza, Vaen.

Él sonrió de medio lado.—Me alegro por usted, si ha sido su caso,

pero yo no puedo tener ya ninguna esperanza—. Sus seres queridos, los que perdió, ¿sabíanlo importante que eran para usted?

—Sí.—Pues entonces no puede comprender del

todo lo que yo estoy sufriendo. No solo heperdido al amor de mi vida, sino que laabandoné.

—¿Por qué dice eso? Estoy segura deque…

—¡Es cierto! ¡La dejé sola cuando más menecesitaba! No quise escucharla y, después,ya fue demasiado tarde y… ahora estámuerta.

Sophia pudo sentir la ira contenida deljoven.

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—Puede confiar en mí —le dijo Sophiamirándolo a los ojos, como él había hecho unrato antes.

Vaen sintió que parte de su furia seaplacaba.

—Ahora siente muchas cosas: furia,tristeza, amargura, frustración, dolor. Si sigueasí, con el tiempo, lo único que podrá sentir esindiferencia, porque estará vacío. Nada leimportará y su vida menos que nada. Perotodavía está a tiempo.

—¿Y qué quiere que haga? —le preguntócon desdén.

—Perdónese a sí mismo y apóyese en losdemás. Permita a quienes lo quieren que loayuden.

Vaen soltó una carcajada cargada desarcasmo.

—Lo que me sugiere es imposible.Primero, porque no puedo perdonarme por lo

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que hice y, en segundo lugar, porque ya nome queda nadie. Mi madre ha sido la principalcausante de que Kate muriera. Toda su vidaha sido una mentira y yo he estadocompletamente ciego.

—Tiene a su hermano.Sophia continuó, sin dejarlo replicar.—Ophelia me contó lo que hizo por usted.

Le ha salvado la vida, y no ha sido la únicavez. Tiene que comprender que Alex hatenido una vida muy difícil. Pero no debepensar que es un hombre frío e indiferente,porque no lo es. Créame, es un hombreextraordinario que se preocupa por su familia,y usted forma parte de ella.

Vaen escuchó las apasionadas palabras deSophia y, aunque eran dichas por una mujerenamorada, sabía que en cierto modo teníarazón. Todo lo que lady Martley le habíacontado estaba presente también en lo queacababa de escuchar.

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Sí, sabía que a su hermano le importaba.—¿Sabe Alex la suerte que tiene al

tenerla?Sophia sintió que el rubor subía por sus

mejillas.—Me está sobrestimando, Vaen.—En absoluto, Sophia, en absoluto.

* * * Alex y Sophia decidieron contarles a las

tías que el compromiso había dejado de serficticio mientras tomaban el té. Lady Barth,que en ese momento estaba dando un sorbo,casi se ahoga al escuchar la noticia, y laescena que se produjo fue digna de unacomedia.

Como se había atorado, Ophelia dejó lataza en la mesa sin mirar dónde la apoyaba,con tan mala suerte que la posó en el borde de

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un plato sobre el que había un pastel, que salióvolando como un proyectil. Alex corrió haciaella para darle unos golpes en la espalda y, enel apuro, tropezó con la mesita y tiró la teterasobre Harriet. Sophia, que también se habíalevantado para ayudarla, pisó el charco de té yliteralmente voló hacia Harriet que, con un“oh” cada vez más agudo, no logró frenar a lamuchacha y acabó en el suelo.

Vaen, que estaba subiendo las escaleras,bajó al escuchar los gritos y entró como unatromba, preocupado, justo cuando Opheliavolvía a respirar con normalidad. Susemblante, en principio serio y en tensión, fuecambiando ante el espectáculo que se leofrecía: Harriet patas arriba con Sophiaencima, Ophelia tosiendo sin parar y todosmanchados con los restos del pastel. Intentócontenerse, pero no pudo sofocar la risa ysoltó una carcajada.

El ojo derecho de Alex comenzó a latir.

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—No le veo la gracia —dijo con frialdad.—Pues yo sí —contestó Vaen

desternillándose de nuevo—. No saben lograciosos que resultan. ¿Están ensayandoalguna obra?

Alex rugió y Vaen volvió a reírse, perosalió disparado por la puerta.

—Esta juventud ya no respeta nada —dijoOphelia, totalmente recuperada.

Sophia pensó que Vaen tenía razón. Ellatampoco pudo evitar reírse por lo bajo al verla imagen que daban.

Sophia se levantó y ayudó a Harriet,mientras Alex recogía los últimos vestigios delsuceso. Cuando estuvieron todos sentados denuevo, y el mayordomo ya hubo retirado elservicio, Ophelia retomó el tema que casi lehabía costado la vida.

—¡Es maravilloso! ¡Estoy tan contenta!,pero… —dijo y se quedó callada de pronto

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como si se hubiese dado cuenta de algo—,pero ¡eso significa que hay una boda deverdad que preparar y no hay tiempo queperder! Hay mucho que hacer —dijo Opheliamirando a todos los presentes.

—No te agobies, hermana, será una bodaincreíble, ya verás —dijo Harriet sonriendo deoreja a oreja.

Ophelia hizo un chasquido con la lengua yla miró a través de su monóculo.

—¿Cómo que no me agobie?—Tía, no te precipites —dijo Alex—.

Sophia y yo nos vamos a casar, pero primerodebemos resolver el caso.

Ophelia miró a su sobrino.—¿De qué estás hablando? Se pueden

casar y después seguir con el caso.Sophia sonrió abiertamente.—Lo que Alex trata de decir es que yo no

estaría tranquila ni segura hasta que el asesino

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de lord Whyte y… que amenaza mi vida nohaya sido apresado, y no podría preparar ymucho menos disfrutar de la boda en estascircunstancias.

—Bobadas —dijo Ophelia con clarofastidio—. Sin embargo —continuó en tonoconciliador—, no soy una necia y comprendotu punto de vista. Me gustaría que la boda sehiciera lo antes posible, sobre todo para acallarlas malas lenguas, pero la felicidad de ustedeses lo más importante, así que sabré esperar —dijo dándole unas palmadas cariñosas a lamuchacha en la espalda.

—¡Así se habla! —exclamó su hermana.Ophelia la miró de reojo.—Pero eso no significa que no podamos ir

adelantando un poco, ¿no crees? —preguntó aSophia con aire inocente.

—Creo que hacerte la tonta no te sale tanbien como a mí, Ophelia —dijo Harrietsoltando una risilla.

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Alex no quería agobiar a Sophia. Sabíaque estaba nerviosa, porque sus ojeras erancada vez más pronunciadas y apenas probababocado. Por otro lado, sabía que necesitabatranquilidad para adaptarse a todo lo queestaba pasando.

Además, aunque por momentos parecieranolvidarlo, la vida de su prometida seguíaestando en peligro.

La investigación estaba en un puntomuerto y lo único que sabían era que la visitaque habían hecho a la Oficina de AsuntosExteriores había puesto muy nervioso aalguien.

Alex pensaba volver a la oficina deBerkeley y sacarle alguna respuesta aunquefuera a la fuerza.

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Capítulo 17

DESPUÉS de dejar a Sophia con sus tíashaciendo planes para la boda, Alex fue a ver aMichael Lenton para comentarle lasconclusiones a las habían llegado después dever a Berkeley.

—¿Y dices que desde que estuvieron conél los están siguiendo?

—Así es. Desde que los enfrenté o handesistido o han sido más cautos, porque novolvimos a notar que nos vigilaran.

—No sé qué decirte, Alex, todo esto esmuy extraño. Berkeley es un ratón debiblioteca, nunca ha sido un hombre deacción. Ya te dije que no parece tener nadaque ocultar y que en la Oficina de AsuntosExteriores todos lo respetan. Por otra parte, lo

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que no me cierra es que, si mataron a Whytepor lo de Grecia, ¿por qué lo hicieron reciénahora, después de tanto tiempo?

—También lo pensé, ese es un cabosuelto, pero por algo Berkeley se puso tannervioso cuando lo vimos. Alguna de las cosasque dijimos le interesó y por eso nos mandóseguir.

Lenton inspiró mientras pensaba en lo queAlex le estaba diciendo.

—Alguna vez he oído que detrás deBerkeley había una figura importante.

—¿Sabes quién es?—No lo sé a ciencia cierta, pero una vez

Pitcher, del Departamento de Interior, dijoque Berkeley era el protegido de La Hiena.

—¿La Hiena?Michael sonrió por lo bajo.—Sí, es el nombre de guerra del mejor

agente de la Oficina de Asuntos Exteriores.

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Manejaba la red de espionaje durante laguerra. Su verdadero nombre es JohnTherman.

Raston apoyó en una mesa la copa debrandy.

—¿John Therman? ¿El subdirector de laOficina de Asuntos Exteriores?

—El mismo. No sé si esto te ayuda o sicomplica más las cosas.

Una idea, que tal vez no llevara a nada,pasó por la cabeza de Alex. Decidió seguir suintuición.

—¿Sabes cuántos años tiene Therman?Lenton pensó unos segundos antes de

responder.—Creo que tiene cincuenta y dos o

cincuenta y tres.Alex pensó que quizá su idea no fuera tan

disparatada. Las edades encajaban.Media hora más tarde entró a Scotland

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Yard.—Vaya, pensaba que habíamos quedado

en encontrarnos más tarde en el club —dijoTalbot extrañado.

—Y crees bien —le contestó Alex—. Note preocupes, no estás desvariando.

—Que gracioso. —Soltó una risita falsa.—Quería hablar contigo cuanto antes.

Acabo de ver a Michael y me ha dicho algoque me ha dado que pensar. Quizá no seanada, pero quiero averiguarlo.

—Tú dirás, pero antes quiero que sepasque he leído en los periódicos lo de tucompromiso con la señora Turner. ¿Es partede tu plan para protegerla o debo felicitarte?—preguntó James saliendo de atrás de la mesade su despacho.

—Debes felicitarme. —Acompañó larespuesta con una sonrisa enigmática.

Talbot se paró en seco y sonrió de medio

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lado.—Es una broma, ¿no?Alex dejó los guantes encima de la mesa.—No, es en serio. Sabes de sobra que

nunca bromearía con un tema así.Talbot soltó una carcajada.—Vaya, vaya, ¡viejo zorro! Así que al

final te han cazado, ¿eh? Pues me alegro. Yaera hora.

Alex también sonrió.—Muchas gracias, amigo.Talbot se sentó en uno de los sillones e

invitó a su compañero a hacer lo mismo.—Tengo que confesarte que la señora

Turner me parece muy hermosa. Eres muyafortunado.

—Lo sé.—Todavía no termino de creerlo. Si tú has

caído, significa que ya no hay esperanza paralos hombres.

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Alex sonrió por lo bajo. James a vecespodía ser muy exagerado.

—¿Qué es lo que tienes que contarme? Essobre el caso, ¿no?

—Sí —dijo Alex, mientras se reclinaba enla silla para ponerse más cómodo.

Comenzó a reproducirle con detalle laconversación que acababa de tener conLenton. Cuando terminó, vio que habíacaptado toda la atención de James.

—¿Y piensas que Berkeley podría estaractuando por orden de Therman? —Talbotera consciente de las implicancias de esehecho.

—No lo sé, hay algo que no puedoexplicar, pero pienso que puede haber algunaconexión. Es un presentimiento.

Talbot puso cara de sorpresa.—¿Además de casarte ahora confías en

presentimientos? ¿Tanto te ha cambiado esa

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mujer? —acotó divertido.—Está bien —pidió Talbot—, no seas

susceptible, pero piénsalo bien…—¿Qué tienes en mente?—Quizá te parezca una locura, pero

Therman tiene casi la misma edad que teníalord Whyte. Es posible que se conocieran.Quizás incluso haya algún nexo entre ambos.Yo los investigaría para saber si tienen algo encomún: amigos, escuela, socios, club, no sé,cualquier cosa que pueda haberlos unido.

Talbot sonrió con picardía.—Si llegamos a encontrar algo, tendrás

que aceptar que en este trabajo la intuición esmuy importante.

Alex sabía que James tenía razón. Más deuna vez habían discutido sobre eso y Alexsiempre defendía la lógica y la razón, mientrasque James sostenía que la intuición era lo quediferenciaba a un buen detective de uno malo.

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Alex hizo un gesto dándole a entender queasí era.

—Ver para creer —dijo Talbot por lobajo.

—No te pases.—Yo también he estado dándole vueltas al

asunto, y lo que más me intriga es la forma enque lord Whyte fue asesinado. Aquí, enLondres, vive un hombre que quizá puedaayudarnos. Es un personaje fascinante.

—¿Quién es?—Un mameluco.Alex negó con la cabeza.—Ambos sabemos que los mamelucos de

Egipto fueron exterminados por Ali Pasha yque los pocos que quedaron en Francia fueronasesinados en los cuarteles tras la caída deNapoleón.

Talbot sonrió.—Sí, pero este no es un mameluco

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cualquiera. El hombre del que te hablo sellama Rastam Raza.

Alex frunció el entrecejo intentandorecordar.

—Ese nombre no me suena familiar.Talbot rió por lo bajo.—Es georgiano, de padres armenios. Fue

secuestrado cuando era niño por los turcos yfue guardaespaldas y sombra personal delmismísimo emperador hasta 1814.

Alex emitió un silbido.—¿Y cómo es que terminó viviendo en

Londres?—Cuando Napoleón volvió de Elba,

Rastam sintió que Francia ya no tenía nadaque ofrecerle. Decidió abandonarlo y formaruna familia aquí.

—¿Y cómo sabes que nos ayudará?—No lo sé, pero tenemos que intentarlo.

He concertado una cita con él para mañana

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por la tarde.

* * * Alex llegó a su casa antes de la cena.

David le abrió la puerta con cara de cansado.Cuando escuchó un grito proveniente delsalón, vio que el mayordomo ponía los ojos enblanco.

—¿Pasa algo?—No señor —repuso con un dejo de

sarcasmo.Alex frunció el entrecejo.—Mis tías están enloquecidas con lo de la

boda, ¿no?—Enloquecer es poco, señor.Alex tuvo que contenerse para no sonreír.—Han llegado todo tipo de invitaciones,

felicitaciones y presentes, y madame Letrevino a última hora a pedido de sus tías para

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traer un montón de cajas.—Por lo que escucho, están ahora en el

salón. ¿Está Sophia con ellas?El rostro del mayordomo mostró

circunspección.—Sí, aunque tengo serias dudas de que

esté ahí por propia voluntad; más bien pareceque la han tomado de rehén. Hace un par dehoras intentó escapar diciendo que tenía queterminar de revisar su novela, pero su tíaHarriet le bloqueó la salida. Si quiere que laseñora no desista de ser su esposa, debe haceralgo por ella, y deprisa.

—Gracias por su consejo, David, lo tendréen cuenta.

Se dirigió a su escritorio. Cuando estaba apunto de entrar, Vaen apareció.

—¿Tienes un minuto? Quería hablarcontigo.

—Pasa.

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El joven se puso serio.—Ya estoy prácticamente recuperado, por

lo que creo que es hora de que me vaya y nosiga abusando de tu hospitalidad.

Alex se tocó el puente de la nariz con dosdedos antes de preguntar.

—¿Y qué vas a hacer?—No lo he pensado todavía.Lo miró fijamente.—Sin ánimo de inmiscuirme en tus

asuntos, quiero que sepas que puedesquedarte aquí el tiempo que quieras. Esta es tucasa.

Si alguien le hubiese dicho un mes antesque alguna vez Alex le diría eso, lo habríatildado de loco. Pero ahora se daba cuenta deque toda su vida había sido un engaño. Losque parecían amigos resultaron ser enemigos,y la persona que sus padres le habían señaladodesde niño como su peor rival era su único

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apoyo.—Pensaba que estabas deseando que

desapareciera de aquí.Alex suspiró. No estaba acostumbrado a

decir lo que sentía. Siempre había creído queeso era un signo de debilidad, pero desde queSophia había entrado en su vida, parecía queno podía parar de hacerlo.

—Me vendría bien tu ayuda, Vaen, megustaría que te quedaras.

El muchacho no podía salir de suasombro.

—No entiendo. ¿Tú necesitas ayuda? ¿Yde verdad crees que yo puedo brindártela?

Tenía razón, pero solo en parte. Eraorgulloso, sí, y tenía fe en sí mismo, esotambién, pero no era un necio.

—Tus palabras muestran lo poco que meconoces.

—¿Tu pedido tiene que ver con el

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asesinato que estás investigando?—¿Cómo lo sabes?—Eso no importa.—¡Claro que importa! —exclamó—. ¿Te

lo han contado mis tías o Sophia?Alex vio que su hermano tensaba la

mandíbula cuando mencionó el nombre de lamuchacha.

—Sophia, ya veo.—No es lo que piensas —arguyó—. Ella

no quería que cuando lo descubriese mesintiera engañado. Tiene la extraña costumbrede pensar en los sentimientos de los demás.

Alex escuchó cómo defendía a suprometida y tuvo que sonreír. ¿Cómo eraposible que Sophia enamorara a todo elmundo?

Miró a su hermano y se vio reflejado enél. En otra época él también tenía esa mismamirada de odio.

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—Voy a insistirte solo una vez más.Aunque tengo hombres apostados alrededorde la casa y entre el servicio, me vendría bientu ayuda. Has demostrado tener valor y eresun buen hombre. No necesito saber más.Confío en ti.

Vaen sonrió por primera vez.—Si es así, no me voy a ninguna parte.

¿Con qué comienzo?Alex sonrió. Aquel hermano suyo,

efectivamente, era muy parecido a él.

* * * Sophia pensaba que si se quedaba un

segundo más en aquella habitación empezaríaa desear que el asesino la encontrara.

—Querida, no estás prestando atención.¿Te gusta más este rosa pálido o el rosa suaveque tiene Harriet en la mano? —le dijo

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madame Letre sosteniendo la tela en alto paraque pudiera verla mejor.

Unos golpes a la puerta le hicieron anhelaraún más escapar de allí.

—¡Alex! —exclamó Sophia.Las mujeres la miraron algo sorprendidas.Sophia se dio cuenta del tono de

desesperación que imprimió a esa palabra.Adoraba a Harriet y a Ophelia, pero ya no

podía soportar más: llevaba casi cuatro horasmirando las telas que madame había traídopara el traje de novia, retazo tras retazo. ¿Erala única que no notaba ninguna diferenciaentre el rosa pálido y el rosa suave?

—¿Qué sucede aquí? —preguntó Alex,fingiendo no haber reparado en el tono desúplica con el que su prometida le habló.

Ophelia dejó de mirarla y desvió la vistahacia su sobrino nieto.

—Estamos viendo telas y bocetos para el

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vestido de novia.Ante la expresión de Alex, Ophelia se

apresuró a continuar.—Sí, sí, ya sé lo que vas a decirme, que

habíamos quedado en que no íbamos aatosigar a Sophia, pero esto es solo unaaproximación, no estamos mirando nada enserio.

La muchacha lanzó un tenue quejido desorpresa. Si eso era solo una aproximación, noquería saber lo que le esperaba,

—Si es así, entonces no las molestaré —dijo mirando a Sophia con picardía a los ojos.

—Casi lo olvidaba —agregó cuando vio lasúplica dibujada en los ojos de su prometida—. Tengo algo urgente que hablar con Sophia.Si no les importa, se las robaré un rato.

La cara de la muchacha se iluminó, perovio que Ophelia levantaba el monóculo paramirar al muchacho, así que aún no estaba

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dicha la última palabra.—Si no queda más remedio —dijo la tía

resignada.Sophia suspiró aliviada. Salió del salón con

Raston y se dirigieron a la biblioteca.—Si me hubieras dejado allí, me las

habrías pagado.Alex la miraba divertido.—Y no te rías, que no tiene gracia.—Ayer me dijiste que para ti lo más

importante en el mundo era verme reír, yahora que lo hago te molesta. Creo que nosabes lo que quieres.

—Eres perverso, Alex Raston.—No sabes hasta qué punto puedo serlo

—contestó.—Eres imposible —dijo soltando una risita

—. ¿Qué querías decirme? —le preguntócambiando de tema.

—En primer lugar, quería sacarte de allí.

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David y Vaen me contaron que te teníanretenida en contra de tu voluntad.

La joven soltó una carcajada.—¡Pobres! ¡Ellos tampoco la están

pasando nada bien! Hubo un momento en elque pensé que David se marcharía parasiempre. Y Vaen, eso sí que ha sido increíble:tu tía Ophelia lo desarmó con una mirada.

—Sé a qué te refieres —dijo Alex contono compasivo.

Sophia lo miró a los ojos.—Has dicho “en primer lugar”, por lo

tanto, debe de haber un segundo. ¿Qué másquerías decirme?

Alex le contó que estaban investigandonuevas pistas y que, seguramente, en un parde días tendrían algunas respuestas.

—¿Nuevas pistas?—Preferiría contarte con más detalle

cuando sepa si alguna conduce a algo. No

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quiero darte falsas esperanzas.Sophia asintió, pero lo que de verdad

habría deseado decirle era que no tenían naday que jamás darían con aquel hombre, porqueel asesino era un fantasma.

Miró a Alex y la idea cobró aún másfuerza. No lograba dormir por la nochepensando que le resultaría imposiblemarcharse, y más ahora que había encontradoel amor y una familia que la hacía sentir queformaba parte de un hogar.

Sabía que era una locura pensar enquedarse, aunque ya no podía seguir huyendo,algo dentro de ella le impedía contarle laverdad a todos y abandonar de una vez portodas la mascarada; si se quedaba y se casabacon Alex, sus seres queridos nunca estarían asalvo.

Faltaba poco para la velada en la ópera.Faltaba poco para el desenlace.

—Te has quedado muy seria. No te

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preocupes, te prometo que atraparemos alasesino de lord Whyte y lo llevaremos ante lajusticia.

¿Justicia? No había justicia capaz deborrar la sangre que había derramado aquelhombre.

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Capítulo 18

A la tarde siguiente, Alex pasó a buscar aJames para ir a casa de Rastam.

—Has llegado temprano —dijo Talbotcuando lo vio cruzar la puerta.

—He venido un poco antes por si teníasalguna noticia de lo que hablamos ayer.

Talbot sonrió de manera enigmática.—Tienes suerte, ¿sabes?Alex sonrió a su vez.—¿Has encontrado una conexión?—Más que eso. ¿Recuerdas que la señora

Whyte nos dijo que su marido había estudiadoen Eton? Pues tengo un amigo cuyo tío eraencargado de los archivos de ese colegio.Aunque ya está jubilado, recordé que era tanmeticuloso que tenía una copia de los archivos

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en su casa, por si pasaba algo con los de laescuela. Así que fui a visitarlo y, por suerte, seacordaba de mí. Le comenté el caso y no solome mostró el anuario, donde pude ver quelord Whyte y Therman habían sidocompañeros, sino que se acordabaperfectamente de ellos y me dijo que eraninseparables.

—Seguiré investigando los añosposteriores, pero creo que es un buen puntode partida.

—Es muy revelador, diría yo.Alex miró el reloj que llevaba en el bolsillo.—Es hora de irnos.—¡Pero si falta más de una hora y

estamos solo a veinte minutos!Sonrió por lo bajo.—Sí, pero antes tengo algo que hacer.—¿Qué? —A James no le gustaba que lo

apuraran.

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—Comprar un anillo de compromiso.

* * * A las cuatro en punto tocaron la puerta de

la casa de Rastam.Un mayordomo los hizo pasar a un gran

salón y los invitó a sentarse en el sofá queestaba en el centro de la habitación. Delantede ellos había una mesa hexagonal con unacaja de plata y varias bandejas con motivosflorales.

—Espero no haberlos hecho esperar.Ninguno de los dos lo oyó llegar. Había

entrado sigilosamente por una puerta lateralque estaba disimulada en la pared.

—No se levanten, por favor. He pedidoque nos traigan el té. Imagino que usted es elseñor Talbot y usted lord Raston, ¿es así? —preguntó.

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—En efecto —le contestó James.Rastam sonrió complacido.—Desde que recibí su nota no he dejado

de preguntarme qué pueden querer de mí unpolicía de Scotland Yard y un aristócrata.

—La razón de nuestra visita es queesperamos que pueda ayudarnos con un casoque estamos investigando. El asesinato de unnoble en el condado de Surrey.

Rastam, cuya cara no parecía expresarningún tipo de emoción, se inclinó hacia atrásen su sillón mirándolos fijamente.

—¿Y en qué puedo ayudarlos?—La víctima murió de un modo que nos

hizo recordar un asesinato del que fuimostestigos en Egipto llevado a cabo por unmameluco —dijo Alex sin rodeos.

Rastam los miró con atención, tratando dedeterminar si lo que le decían era cierto.

—Deben de estar equivocados. Es

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imposible que haya sido un mameluco. Aquí,en Inglaterra, no habría logrado pasardesapercibido. Tampoco pudo haberlo hechoninguno de mis antiguos compañeros, porquetodos han muerto. Si lo que están tratando deinsinuar es que soy sospechoso del crimen,debo decir, a mi favor, que mi trabajo, del queme retiré hace muchos años, consistía enevitar los asesinatos, no en cometerlos. Detodos modos —continuó evaluando otrasposibilidades— no deberían sospechar solo denosotros.

—¿Qué quiere decir? —preguntaron alunísono.

El hombre guardó silencio mientras elmayordomo colocaba sobre la mesa unabandeja que contenía la tetera humeante y unpastel.

—¿Té? —ofreció.—Gracias —contestó Alex.—Sí, gracias —dijo James.

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Cuando terminó de servir, lord Rastonvolvió a preguntarle.

—¿Qué quiso decir con que nodeberíamos sospechar solo de los mamelucos?

Rastam dejó la taza sobre la mesa ycontestó:

—Cuando era jefe de policía, Fouchierestaba muy interesado en las muertessilenciosas. Muchos realistas podrían dar fe deello, si estuvieran con vida, claro. Varios delos agentes de Fouchier aprendieron nuestrastécnicas durante esos años.

—¿Está hablando de agentes franceses?—Exactamente —contestó dando un

pequeño sorbo.—¿Y alguno de ellos utilizaba como firma

una flor? —le preguntó Alex mirándolofijamente.

—Eso es prácticamente imposible —dijoRastam casi para sí.

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—¿Qué? —preguntó Alex interesado porla reacción del extranjero.

—Digo que eso no es posible, porque laagente que utilizaba esa firma está muerta yno conocía nuestras técnicas. Se ocupaba deotras cosas.

—¿Recuerda cómo se llamaba? —preguntó Talbot intrigado.

—Creo que su nombre de guerra eraMarguerite. Era muy joven, hacía poco quehabía dejado de ser una niña, y muy hermosa.

La flor que habían dejado sobre el cadáverde lord Whyte y en la casa de Sophia era,coincidentemente, una margarita.

Alex y James cruzaron una mirada y sedieron cuenta de que estaban pensando en lomismo.

—¿Y dice que ella murió?—Sí —dijo Rastam—, estoy

completamente seguro. Sin embargo, su

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amante era un agente que había aprendido ausar nuestras técnicas. Era muy bueno. Untipo visceral, implacable.

—¿Y sabe qué fue de él?—No —replicó con firmeza—. Me fui de

Francia y nunca más regresé.—¿Recuerda cómo se llamaba?El hombre sonrió.—Su nombre nunca lo supe, pero me

acuerdo cómo lo llamaban: El Fantasma.

* * * Se escabulló por la entrada lateral e

ingresó en la casa deshabitada que estabausando de escondite.

Por fin tenía algo.Después de vigilar la propiedad noche y

día, y de seguir a lord Raston, habíadescubierto algunas cosas importantes: había

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agentes de la Oficina de Asuntos Exterioresque tenían la misión de seguir al marqués einformar todos los movimientos de lapropiedad, sobre todo de la señora Turner, asus superiores. Al parecer, no era el únicointeresado en ella.

También había descubierto que ella iría ala ópera. Esa era la oportunidad que estabaesperando. Había sido muy sencillo enterarse:sedujo a la hija de la cocinera del marqués.Ganarse su confianza no había sido difícil. Élsiempre había sido un hombre atractivo, y apesar de la cicatriz que portaba en la cara,todavía seguía siéndolo. La muchacha, habíasido demasiado inocente. Él se había hechopasar por vendedor de libros, y la joven, queno tenía mucha inteligencia, había caído sinapenas resistirse. Hablaba hasta por los codosy, aunque se había tentado a cerrarle subocaza en más de una ocasión, su cháchara lehabía aportado la información que necesitaba.

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Por ella supo que, además de ella, en la casavivían dos mujeres mayores, las tías delmarqués, y un joven, hermanastro de lordRaston, y que la mejor modista de Londresestaba haciendo un ajuar maravilloso para quela señora Turner luciera en la ópera.

Sí, se dijo, la venganza está muy cerca.

* * * Después de entrevistarse con Rastam,

fueron a lo de Alex.—Ahora entiendo por qué a Berkeley se le

transformó la cara cuando le dije que elasesino parecía un fantasma —reflexionó Alexcon expresión seria.

—Resolver este asesinato va a ser bastantecomplejo, amigo. Hay mucha genteimportante involucrada.

—Lo sé. Es una historia que comenzó

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hace muchos años. Lo que no termino deentender es qué tiene que ver Sophia en todoesto y por qué el asesino quiere eliminarla.

—Ese es un cabo suelto —dijo James concara de cansado—. Lo bueno es que ahorasabemos que estamos encaminados.

—Es cierto. ¿Quieres quedarte a cenar? —le preguntó de golpe, cambiando de tema.

Talbot rió por lo bajo.—No me puedo negar. Me gusta cenar en

tu casa: además de que se come bien, siemprehay espectáculo asegurado.

Sonrió. Talbot tenía toda la razón.

* * * Atila saltó demasiado lejos, se escurrió al

aterrizar sobre la mesa de la cómoda y rompiódos floreros.

El estruendo del cristal al romperse llamó

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la atención de los hombres. Tanto Alex comoJames se pusieron en alerta.

—Fue en la habitación de Sophia —dijoAlex a su amigo en voz baja.

Ambos sabían que la muchacha estaba enel salón con lady Martley, lady Barth y Vaen.

Con cautela, el marqués abrió la puerta yentró con sigilo, seguido muy de cerca porJames. La habitación estaba parcialmenteiluminada.

Miraron las ventanas y comprobaron queestaban intactas y cerradas. Algo menostensos siguieron barriendo la habitación con lamirada buscando qué era lo que habíaprovocado el ruido. Al pie de la cómoda habíarestos de vidrio y, al lado, el que parecía habersido el causante del desastre, Atila, queimperturbable se lamía una pata, que parecíalastimada.

—Minino, ven aquí —le dijo Alex,acercándose para inspeccionarle la herida.

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El gato no le hizo caso y saltó sobre lacama cuando intentó atraparlo.

Trató de tomarlo por sorpresa, pero Atila,que estaba muy alerta, saltó sobre el alféizarde la ventana.

—Como no te quedes quieto, de lo quemenos vas a tener que preocuparte es de esapata —lo amenazó.

El gato pareció entender, porque soltó unmaullido que parecía una protesta.

A James la escena le pareció ridícula.Alex se acercó otra vez al gato, que intentó

escapar de nuevo, y casi lo logra, pero Rastonlo atrapó justo cuando intentaba meterse en elhueco que había entre el armario y la pared.Lo tenía bien sujeto, pero el animal habíahincado las uñas en el estuche de piel queSophia se había empecinado en traer y queparecía contener un instrumento musical detamaño considerable.

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Alex pensó que la situación se estabacomplicando. James tampoco hacía ningúnesfuerzo por ayudarlo. Ahora iba a tener queexplicar por qué el maletín de piel estabaarañado. Sin pensarlo dos veces, tiró a Atilahacia atrás y, con la otra mano, quitó las patasdel animal de encima del estuche en el queestaba haciendo su obra, arañazo tras arañazo.

Raston consiguió sacar al gato, pero, en eltironeo, el maletín terminó cayendo con talfuerza que su tapa se abrió no bien tocó elsuelo.

Alex nunca habría imaginado que dentroencontraría un sable francés. Y no unocualquiera, sino el de un alto mando delemperador. Tenía la empuñadura ricamenteadornada de oro y grabada con el águilaimperial.

Sin saber qué estaba pasando, dejó al gatoen el suelo y se agachó junto al estuche.

En un instante, Talbot estuvo a su lado.

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Ya no parecía tan divertido.Al lado del sable había joyas de mujer, al

parecer de bastante valor, y condecoracionesdel ejército francés.

—¿Qué es esto? —preguntó al aire,mientras miraba con detenimiento los objetos.

—¿Qué hace ella con este sable? —inquirió James con expresión seria—. Y no esun arma cualquiera —continuó—. Solo hevisto uno igual en Waterloo al duque dehierro, aunque sin el águila imperial. Y esacondecoración es el águila de la Legión deHonor.

Alex endureció la mandíbula.—Estas cosas solo pueden pertenecer a un

general francés.—¿Qué significa todo esto? —exclamó

James.—Aquí hay otra condecoración, la cruz de

la Legión de Honor —dijo Alex tomándola por

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los extremos.—Y esas joyas no parecen falsas. ¿Qué

hace con ellas una escritora, hija de unadministrador y viuda de un soldado inglés?—preguntó Talbot examinando una más decerca—. ¿Qué es eso? —le preguntó cuandolo vio agarrar una hoja envejecida y cuarteadaque había quedado dentro del estuche.

Alex no contestó porque estabaconcentrado leyendo. Su cara adoptó unaseriedad mortal. Hacía muchos años queTalbot no le veía esa expresión en el rostro,pero comprendió todo cuando su compañeroempezó a leer en voz alta.

Bamberg, febrero de 1815. Estimado François,Te envío esta carta a través de un hombre

de confianza. He sabido que, debido al

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peligro que acecha nuestro país, elemperador ha decidido abandonar su exilioen Elba. Napoleón cuenta con todos susgenerales para que su regreso sea pacífico yno se derrame más sangre francesa. Meconsta que agentes cercanos a él estántrabajando para facilitar su retorno. Estosignificaría que también regresará un agentemuy peligroso para Francia y para nosotros.Ya he dado órdenes para impedirle quecomplete su venganza.

Entre tanto, esperaré aquí tu respuesta.Un abrazo,

L. A. Berthier

Alex escuchó un ruido procedente delexterior.

Miró a James y ambos guardaron absolutosilencio.

Se acercaron a la puerta y la abrieron lo

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suficiente como para ver a Daviddesapareciendo al final del pasillo.

Volvieron a cerrar la puerta, y colocaronlas pertenencias de Sophia en su lugar, salvo lapequeña carta, que Alex se guardó en unbolsillo, y salieron.

Alex estaba confuso. La idea de que todolo que creía saber hasta ese instante no habíasido más que una gran mentira rondaba sumente. No encontraba ninguna explicaciónpara lo que acababa de descubrir. Y, a cadasegundo, su furia y su incredulidad crecían. Sehabía dejado llevar por sus sentimientos y porsu instinto, y el resultado estaba siendodesastroso.

Quizá si no hubiese permitido que Sophiaentrara en su vida, se habría percatado muchoantes de que era una mentirosa y, quién sabe,tal vez algo mucho peor.

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Capítulo 19

SE dirigieron al estudio de Alex. En cuantocerraron la puerta, James rompió el silencio:

—No sé bien qué significa lo queacabamos de ver, pero sin duda la señoraTurner nos ha estado engañando desde elprincipio. ¿Qué hace ella con una carta escritapor el primer mariscal de Francia?

Mientras lo escuchaba, un sinfín depreguntas se agolparon en la cabeza de Alex.

James lo miró. Entendía por lo que debíade estar pasando y, cuando lo vio apretar lospuños, se dio cuenta del esfuerzo que hacíapor contenerse.

Si él estaba desconcertado, se imaginaba lodesilusionado que debería de estar su amigo.

James había sido testigo de los cambios

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que Alex había atravesado en los últimos días.Lo había visto feliz, relajado y másextrovertido que nunca, y sabía que, porprimera vez, estaba enamorado. La prueba erael anillo de compromiso que tenía en el bolsillode la chaqueta, una hermosa pieza de oroblanco con zafiros engarzados formando unaflor, que Alex había planeado darle a ella esanoche, cuando estuvieran a solas.

Antes de que pudiese agregar nada,Raston, cuyo semblante había vuelto a ser elde siempre, frío y racional, habló:

—Debemos pensar con calma y analizardetenidamente lo que acabamos de encontrar.El sable y las condecoraciones parecen los deun general francés. Las joyas no sé a quiénpueden pertenecer. Es muy improbable quesean de ella, así que, por el momento, solopodemos pensar que son de origen dudoso. Lacarta, por su parte, es lo que más medesorienta. Por su autor, y por lo que dice, es

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evidente que está dirigida a alguien deconfianza muy cercano al primer ministro. Unpolítico o un militar de alto rango. Me inclinomás por la segunda opción. Solo sabemos queese hombre se llamaba François y que fueenviada antes de los Cien Días. El agente delque habla seguramente era un radical. De ahíque dijera que solo volvería a Francia siregresaba el emperador.

Talbot asintió. Compartía las deduccionesde Alex.

—Sí, y si mal no recuerdo, Berthier indicaque ha tomado medidas para acabar con eseagente al que considera un peligro no solo paraellos, sino también para Francia.

—Exacto —dijo Alex—. Tal vez eseagente sea uno de los que aprendieron latécnica de los mamelucos, e incluso podríatratarse del amante de Marguerite, el fantasmadel que Rastam nos habló.

—Sí, pero ¿por qué un agente francés

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sería un peligro para Berthier y para Francia?—preguntó James.

—No lo sé —dijo Alex dubitativo—.Desdeluego ya no podemos preguntárselo a losinvolucrados: desconocemos quién era eldestinatario de la carta y Berthier, por otrolado, está muerto.

—La versión oficial es que murió en unaccidente al caer de una ventana de su casa.

—Sin embargo, por lo que hemosdescubierto, tal vez lo hayan empujado —dijoAlex con firmeza.

—¿Y cómo encaja la señora Turner entodo esto?

Alex endureció la mandíbula, con losdientes bien apretados cuando escuchó eseapellido en boca de James.

—Todo el tiempo hemos estado creyendoque Sophia era un peón inocente en todo esteenigma. Aunque las piezas no encajaran, no

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teníamos por qué sospechar nada de ella.Ahora que sabemos que lord Whyte era amigoíntimo de Therman, quien manejaba la red deespionaje británico durante la guerra, no suenatan descabellado que lord Whyte haya sidoagente encubierto de la Oficina de AsuntosExteriores. ¿Quién habría sospechado de unaristócrata que no estaba involucrado enpolítica y que se vivía en el campo, alejado deLondres?

Al escuchar las palabras de Raston, Talbotempezó rumiar una idea.

—Quizá la señora Turner no solo nosmintió a nosotros. También puede haberengañado a la familia Whyte. ¿Cómo sabemosque en verdad es la viuda del soldado Turner?Pudo haberse apropiado de la identidad de laauténtica señora Turner y hacerse pasar porella.

Alex tenía el entrecejo fruncido.—¿Y con qué fin? —preguntó.

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—No lo sé. Quizá sea una agenteencubierta; quizás haya estado vigilando a lordWhyte durante años para conseguir algo y,cuando lo descubrió, ayudó a que lo mataran.

Alex negó con la cabeza.—¡La guerra terminó hace quince años,

James! ¿De qué estás hablando? Lo que diceses absurdo, y lo sabes.

Talbot sabía que sus ideas podían no sermuy lógicas, pero nada en el caso lo era.

—¿Te parece una locura? —le preguntópaseándose por el despacho como un animalenjaulado—. ¿Mucho más absurdo que la ideade que a lord Whyte lo haya matado unmameluco?, ¿o que el hecho de que un agentefrancés que estuvo bajo las órdenes de Fouchéesté en Inglaterra asesinando aristócratasquince años después de la guerra?, ¿o tanridículo como encontrar entre las pertenenciasde la señora Turner una carta firmada porBerthier? Sí, puede ser que lo que dije sea

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ridículo, pero no más que lo que hemosdescubierto hasta ahora. Creo que estásdemasiado involucrado como para serobjetivo.

Alex se acercó a Talbot con cara de pocosamigos.

—Este caso es complicado y quizá tengasrazón y no esté siendo del todo objetivo, perome conoces y sabes que nunca antepondríamis sentimientos a la verdad. Sé que Sophianos ha mentido desde el principio y sé queestá involucrada, pero no creo que haya sidocómplice del asesinato.

Talbot se tocó la barbilla con la mano.—Y entonces, ¿cómo explicas que tenga

esos objetos?—Eso es lo que pretendo averiguar —le

respondió con voz grave.James se sentó en uno de los sillones.—¿Qué vas a hacer? —preguntó.

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Alex tomó asiento en el otro y se apoyósobre el respaldo como si estuviera agotado.

—Voy a hablar con la señora Turner. Si esinteligente, como ha demostrado serloengañando a todo el mundo, comprenderá quesu única salida es contarme toda la verdad.

—¿Y si se niega? Creo que si ha sidocapaz mentirnos como lo ha hecho puedeseguir haciéndolo. ¿Por qué estás tan segurode que no lo hará? —preguntó Talbotindignado.

—Me dirá la verdad por su propio bien —contestó Alex con absoluta frialdad.

* * *

Sophia bebió un sorbo del brandy que

Vaen le había servido en una pequeña copa.¿Dónde estaban Alex y el señor Talbot?Después de cenar, se habían retirado con la

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excusa de que tenían que discutir ciertosdetalles de la investigación que no admitíandemora, pero ya había pasado más de unahora y no daban señales de vida.

Ophelia pareció leerle el pensamientoporque verbalizó lo que ella estaba pensando.

—¿Dónde se han metido mi sobrino y elseñor Talbot? Es descortés de parte de amboshabernos abandonado así por tanto tiempo.

Vaen dejó la copa sobre una mesa auxiliar.—Si quiere, puedo ir a ver qué sucede.—No te preocupes, Vaen, ellos se lo

pierden —contestó Ophelia con picardía.Ophelia, Harriet y Vaen retomaron la

conversación acerca de qué sitio era el mejorpara pasar los meses de verano en Inglaterra.

Sophia fingía prestar atención, pero suspensamientos estaban en otro lado. Durantelas últimas horas, una idea que la había estadorondado en muchas ocasiones desde que

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conoció a Alex había vuelto a adueñarse deella: la posibilidad de ser feliz. Sabía que, sisalía mal, el resultado sería su propia muerte,pero ¿qué sentido tenía seguir viviendocuando eso suponía llevar una existenciaficticia? Así, había llegado a la conclusión deque su única salida era luchar por lo quesentía. Para eso, antes debía decirle a HugoAmbersley que no estaba dispuesta a seguirescondiéndose y debía contarle a Alex toda laverdad. Sabía que él, con todo derecho, seenfadaría con ella, pero, si de verdad creíaque tenían alguna posibilidad, debía serletotalmente sincera y confiar en que, con eltiempo, Alex pudiera comprenderla yperdonarla. Todo eso, por supuesto, siempre ycuando lograran vencer al mejor asesino deEuropa. No había espacio en el mundo paralos dos: mientras él estuviera vivo, no cejaríaen su intento de matarla. No quería seguirsiendo una mera sombra de la persona que en

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realidad era. Quería ser feliz y tener una vida,larga o corta, no importaba, pero enteramentesuya, y compartirla con el hombre al queamaba.

* * *

—¿Cuándo encontraron el cuerpo? —

preguntó Therman muy serio.Berkeley apretó con fuerza la pluma que

tenía entre las manos. Había estadoescribiendo varios informes cuando Thermanentró, luego de haber estado fuera un par dedías organizando todo para la nueva identidadde la señora Turner.

—Ayer por la noche. Unos marineros lovieron flotar en la desembocadura delTámesis. Imagino que la corriente lo llevóhasta allí. El médico dijo que llevaba muertoun par de días. Remití la información en

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cuanto lo supe.—¿Cómo murió?—Le rompieron el cuello, pero parece que

antes fue salvajemente torturado.Therman se paseó lentamente por la

habitación.—¿Revisaron su apartamento?—Sí, su compañero y yo fuimos a la

habitación que alquilaba al este de la ciudad.Todo indica que lo torturaron y lo mataron allímismo porque había manchas de sangre en elsuelo y en una de las sillas. También habíarestos de la misma cuerda que utilizaron mástarde para atarlo y tirarlo al río.

—¿Nadie vio ni escuchó nada?Berkeley tomó aire antes de continuar.—Los agentes han interrogado a la

mayoría de los vecinos y no, no vieron niescucharon nada.

—Sin duda el que mató a Berson era un

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profesional.—En efecto, y uno muy bueno. ¿Cree que

haya podido ser El Fantasma? Pero ¿para quélo haría?

—Berkeley, su problema es que siempresubestima a los demás. Ese hombre es elagente más astuto que he conocido en mi vida.Sabe esconderse, es inteligente y despiadado,y no le tiembla el pulso a la hora de matar anadie. Es impredecible y nunca actúa de lamisma manera. Su firma es su modo dematar.

Cuando escuchó las últimas palabras delsubdirector, Berkeley se inclinó haciaadelante, apoyando los brazos sobre la mesa.

—Pero me está dando la razón. Si sufirma es la manera en la que mata, no puedehaber sido él porque a Berson le rompieron elcuello y, según el médico, necesitaron más deun golpe para hacerlo.

Therman paró de deambular por la

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habitación y se apoyó sobre una mesa queestaba cerca del escritorio.

—Berson era uno de nuestros mejoresagentes y no debe haberse dejado sorprendertan fácilmente. Piense, Berkeley. Bersonestuvo siguiendo a lord Raston. ¿Quién creeque puede haberlo matado? Sin duda alguienque también seguía los movimientos de lordRaston y que se dio cuenta de que lo estabanvigilando. Por eso capturó a Berson, parasaber qué interés tenía en el marqués y paraquién trabajaba. La persona que lo mató fuecapaz de reducir a uno de nuestros mejoresagentes. Lo torturó con saña porque, sin duda,nuestro hombre no soltaba información. Nosabemos qué pudo haberle dicho, si es quelogró sacarle algo. Solo El Fantasma puedeestar interesado en los movimientos de esacasa. El hecho de que le rompiera el cuello enlugar de asfixiarlo significa más de lo quepiensas. Es evidente que descubrió que

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Berson trabajaba para la Oficina de AsuntosExteriores.

—¿Cómo puede estar tan seguro? —preguntó Berkeley obstinado.

—Porque está muy cerca de alcanzar suobjetivo. Debe de tener algún plan en mente yestá siendo prudente. Le rompió el cuello paradespistarnos. Y por lo mismo lo tiró alTámesis. Parece que se ha vuelto másprecavido con los años, y eso lo hace aún máspeligroso: antes, pese a ser tan impulsivo, erael mejor; si encima se ha vuelto prudente,ahora es doblemente peligroso.

—¿Qué hacemos, entonces? —preguntóBerkeley.

—Es hora de actuar. Debemos sacar a laseñora Turner de la casa de lord Raston sinmás demora y hacerla desaparecer. Cadasegundo que pasa El Fantasma está más cercade lograr su objetivo.

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* * * Alex y Talbot entraron en el salón una

hora y media más tarde. Sophia se dio cuentade que Alex estaba distinto: tenía la mandíbulaapretada, la expresión seria y una frialdad ensus ojos que asustaba, mientras que Talbot lerehuía la mirada. Se puso nerviosa.

La señorita Turner no fue la única que lonotó. Ophelia guardó silencio unos momentospara mirar a su sobrino con el monóculo.

—¿Pasa algo Alex?—Nada que no tenga solución, tía.—Tu cara no dice eso —dijo Ophelia algo

contrariada.Alex relajó algo su postura y miró a

Sophia.—Tiene que ver con la investigación. El

caso ha dado un giro inesperado, pero este noes el momento para hablar de eso.

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Sophia se quedó helada.En la mirada de Alex no solo había

frialdad. Había desconfianza, furia, y eso solopodía significar que sabía que ella le habíamentido. La actitud de Talbot también erareveladora. ¿Por qué la evitaba? Porquehabían descubierto algo que los hacíandesconfiar de ella. Tendría que haberlecontado a Alex toda la verdad, se reprochó.Sabía que, aunque lo hiciera ahora, ya erademasiado tarde.

No podía soportar mirar a Ophelia y aHarriet, que tanto estaban haciendo por ella,que tanto cariño y calor le habían dado desdesu llegada a aquella casa, ni a Vaen, que lehabía confiado su desgarradora historia, ni aTalbot y a Alex, que estaban arriesgando suvida por ella. Tampoco se permitía pensar ensus sentimientos hacia él: lo amaba comojamás pensó que fuera posible. Se habíaequivocado al callar, aunque siguiera pensando

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que lo había hecho por el bien de todos.Cuando fue a Londres con el señor Talbot yAlex, nunca hubiera imaginado que su vidacambiaría tanto. No pensaba que seenamoraría ni que conocería a una familiaencantadora que le devolvería algo de lo quehabía perdido tantos años atrás. Y ahora todose derrumbaba.

También sabía, desde hacía tiempo, queno podría seguir así por siempre. Que era unacarrera contra reloj que cada vez acortaba máslos segundos de un trágico final. Una parte deella se había revelado en silencio, gritando conmudos alaridos, reivindicando que dejara deexistir a medias, para recobrar una vidacompleta. Las personas que le importaban,por las que se había mantenido oculta, ya noestaban. Las había matado el mismo hombredel que había huido. ¿Y de que había servidohuir? Al final le habían dado caza. Solo lehabía dado unos años de tregua en los que

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había tenido que fingir, sabiendo que no podíacrear lazos con nadie, ni enamorarse de nadie,ni tomarle afecto a nada ni a nadie. Y contodo, había vuelto a ocurrir. La única personaque lo sabía todo, la única persona que lequedaba, había muerto, asesinado. Si volvía adesaparecer ¿Cuánto tiempo tardaría esta vezen dar con ella? ¿Cuántas vidas seguiríasegando para darle alcance? No podíadesaparecer así, sin más: no querer perder elcariño de las mujeres de la casa o de Vaen.Mucho menos el de Alex que la odiaría si seiba.

Con un nudo en la garganta, pero sabiendoque era lo que debía hacer, miró a Alex a losojos y dijo con voz firme:

—Si es algo de la investigación creo quetengo derecho a saberlo.

Un rayo de furia contenida surcó la miradadel marqués.

—No creo que quieras hacerlo ahora.

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Sophia estuvo completamente segura deque él había descubierto algo.

—Te equivocas, quiero hablar de esoahora mismo.

Talbot se removió inquieto en su silla.—Señora Turner, creo que sería mejor

que usted y lord Raston conversen más tardeen privado.

Sophia lo miró. Los ojos de Talbot ledecían que no siguiera insistiendo. Ophelia,Harriet y Vaen se habían puesto serios yconcentraban toda su atención en ellos. Sabíaque debía detenerse, pero ninguno se merecíalo que había hecho. Ellos habían confiado enella sin conocerla, y tenían derecho a saber laverdad de su boca.

—Quiero hablar de eso ahora —dijomirando al marqués a los ojos.

Alex la observó un largo rato y evaluó lasituación. De golpe, se puso de pie, se acercó

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a la puerta y llamó a David. Cuando elmayordomo apareció, le susurró unaspalabras. Sophia sintió que sus manos sehumedecían. Al cabo de unos minutos, Davidentró en salón cargando el estuche. Sophiasintió que un escalofrío recorrer su cuerpo.¿Cómo habían podido revisar en sus cosas?¿Cómo habían podido?

Alex apoyó el maletín sobre la mesa delsalón y lo abrió, dejando a la vista lo quecontenía.

—Ya que quieres hablar, tal vez puedasexplicarnos por qué tienes el sable y lascondecoraciones de un general francés, joyasde valor y una carta de Louis AlexanderBerthier.

Sophia vio la sorpresa dibujarse en losojos de Ophelia, Harriet y Vaen y el cariñoque le tenían transformarse de a poco endesconfianza. No estaba preparada para eso.

Alex no sabía que lo que estaba

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exponiendo allí, delante de todos, era la vidade ella, lo único que le quedaba de su pasado.

Todo lo que creía tener, en el presente, ylo que había soñado alcanzar, en el futuroestaba a punto de desaparecer.

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Capítulo 20

SOPHIA sintió que iba a desfallecer.Finalmente, había ocurrido lo que tanto temía.Sin embargo, tras el nerviosismo inicial, sesintió liberada de que, por fin, todo saliera a laluz. No sabía si la escucharían, si laentenderían o si la perdonarían, pero al menosya no tendría que seguir fingiendo. Porprimera vez en quince años iba a poder serella misma. Vio que Alex observaba sureacción con furia contenida. En sus ojostambién había dolor. Le había hecho daño,pero había sido una ingenua al pensar que nosería así. Por la manera en la que la miraban,sabía que no sería fácil que la entendieran.

—Me preguntas qué hago yo con todoesto; es sencillo: todo esto es mío.

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Alex esbozó una sonrisa irónica.—¿Vas a seguir mintiendo?—¿Qué significa esto? —preguntó Ophelia

mirándola.A Sophia le dolió tanto el tono de reproche

de las palabras de la tía, que sintió un nudo enla garganta.

—Estoy diciendo la verdad. Todo esto esmío.

—¿Cómo van a ser tuyas estas cosas?¿Eres un general francés, acaso?

Sophia sintió que las lágrimas se agolpabansus ojos, pero se contuvo lo suficiente para noderramar ninguna. Apretó los puños y siguiómirando a Alex quien, a su vez, la miró condesprecio.

—Eran de mi padre. Y no era general,sino mariscal.

Sophia no sabía quién estaba mássorprendido. Si no fuera porque aquel era uno

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de los peores momentos de su vida, se habríaechado a reír. Un silencio sepulcral se adueñóde la habitación.

—¿De qué estas hablando? —preguntópor fin Raston entre dientes.

—Que todo lo que les he dicho hastaahora es mentira.

Talbot estaba tan sorprendido como losdemás, y la impaciencia lo llevó a preguntar deinmediato.

—¿Y cuál es la verdad, señora Turner?¿O tampoco debemos llamarla así?

Harriet y Ophelia miraron primero aldetective y después a Sophia. Parecía que porfin empezaban a vislumbrar el verdaderoalcance de las palabras de la joven. Alexestaba apoyado sobre la mesa con la miradafija en ella. Era evidente que sería implacablecon ella. Vaen, por su parte, tenía la caraatravesada por la decepción.

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—Hace quince años que soy SophiaAmelia Turner. Esa ha sido mi realidaddurante ese tiempo. Pero mi verdaderonombre es Isabeau Broussard.

Vaen silbó por lo bajo, y parecía queTalbot y Alex estaban a punto de sufrir unaapoplejía.

—Broussard, ¿como el mariscal PierreBroussard? —preguntó Vaen, que era el únicoque parecía poder hablar en aquel momento.

El silencio volvió a sobrevolar lahabitación. Sophia pudo sentir la tensión quereinaba en el ambiente.

—Mariscal Pierre François Broussard,barón de Surimeau, mi padre —dijo conorgullo.

Es increíble, pensó Alex, Pierre Broussardhabía sido uno de los mariscales máscondecorados por Napoleón y un granestratega.

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—Bueno, ahora ya sabemos quién era elFrançois al que iba dirigida la carta de Berthier—dijo Talbot mirando a Alex.

Raston no dejaba de observar a Sophia.La escudriñaba con la mirada intentandodecidir si le creía o no.

—¿Qué relación tenías con lord Whyte?Sophia respiró hondo.—Era mi tío.Ahora sí que los había dejado con la boca

abierta.—Sobrino, ¿podrías servirme algo más

fuerte? El brandy me alcanza para soportaresta conversación —pidió Ophelia algoindispuesta.

—Yo se lo serviré —dijo Vaen, yendohacia el mueble en el que guardaban loslicores.

—Creo que todos necesitamos un trago —opinó Alex atento a cada gesto de Sophia—.

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¿Sabes quién asesinó a lord Whyte? —preguntó con desprecio.

Sophia agarró la copa de whisky que Vaenle ofrecía y, cuando todos tuvieron susrespectivas licores, continuó.

—Sí. Lo llamaban El Fantasma. Sunombre real es Louis Danton.

—¿Por qué mató a lord Whyte? —lainterrogó Alex.

Era comprensible que usara ese tono frío,pensó Sophia, pero saberlo no lo hacía menosdoloroso.

—Porque descubrió que Charles era mi tíoe intentó que le revelara dónde me encontrabayo. A quien quiere matar en realidad es a mí.

—No entiendo nada —dijo Ophelia conuna expresión triste en sus ojos, que parecíanmuy cansados.

Sophia pensó que estaba enredando todo.—Creo que será mejor que empiece por el

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principio —dijo mirando primero a Ophelia yluego a Alex.

—Sin duda —agregó Talbot con seriedad.—Mi madre se llamaba Amelia Whyte.

Era la hermana mayor de lord Whyte. Lahermana de mi abuela era la marquesa deDownshire. Quizás usted la haya conocido —le dijo a Ophelia.

—¡Claro que la conocí! —afirmó laaludida con sorpresa—. Entonces tu abuelaera Eleonor.

—Así es —dijo Sophia, esbozando unapequeña sonrisa—. Mi madre conoció a mipadre en el verano de 1786, cuando élestudiaba leyes. Se enamoraron y, a pesar dela oposición inicial de mis abuelos, se casarony se trasladaron a París. Allí nació mihermano, Jean-Baptiste. Después, debido a laspurgas y al Terror, se refugiaron en Inglaterra.Tiempo después, mi padre regresó solo aFrancia y se alistó en el ejército. En poco

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tiempo ascendió a teniente y en la campaña aItalia de 1796, Berthier se fijó en él y loconvirtió en uno de sus edecanes. Luego de lacampaña a Egipto, mi padre era coronel.Después del Golpe de Brumario, mi madre ymi hermano fueron a París a reunirse con él.Cuando estalló la guerra, la ruptura con lafamilia de mi madre fue total. Decían que erauna traidora y jamás la perdonaron. EnMarengo, el año en que yo nací, mi padre fueascendido a general de Brigada y cinco añosdespués, cuando ya era general de división,murió mi madre de una corta enfermedad.

Sophia vio que Alex endurecía lamandíbula al escuchar sus palabras, peroprosiguió.

—Después lo nombraron barón deSurimeau. Durante mi niñez casi no lo veía.Estuvo en España y luego en el frente Rusodonde, tras la Batalla de Berésina, fueascendido a mariscal por su valentía. Cuando

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Marmont desertó, mi padre, junto con otrosmariscales, Berthier y Ney, convencieron aNapoleón de que abdicara.

Sophia tomó algo de aire para seguir suhistoria. Observó que todos aguardaban suspalabras con ansiedad.

—Mi padre fue el encargado de seguridadde las delegaciones aliadas de Fontainebleau ypuso a mi hermano, que por entonces eracapitán, a cargo de la delegación británica. Fueentonces cuando comenzó nuestro infierno —dijo Sophia tomando un sorbo de whisky conmano temblorosa. Recordar esa época leprovocaba un dolor tan grande que a vecescaía enferma.

—Continua —dijo Alex con voz máscalma.

—Uno de los agentes de Fouché, unamujer que se había dedicado a tratar desabotear la rendición desde que los aliadosentraran en París asesinó al embajador

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británico sin que nadie se lo ordenara. Mihermano no pudo evitarlo, pero al menos diocon ella. La llamaban Marguerite y mihermano la enfrentó y…

—La mató —completó Alex su frase.—Sí —dijo Sophia con voz trémula—.

Nadie podía prever la reacción del amante deMarguerite, otro agente de Fouché,despiadado, que juró vengarse Y lo ha hecho:mató a mi hermano y después a mi padre —dijo Sophia afectada.

—¿Cómo lo supiste? —preguntó Alexinclinándose hacia delante en su asiento.

—En ese momento yo tenía catorce añosy no era nada tonta. Ya había visto losestragos de la guerra, así que no era ningunaniñita inocente. Durante los Cien Días, mipadre recibió esa carta de Berthier quien leavisaba que era posible que El Fantasmavolviera a atacar. Había amenazado conasesinar a todos los que, de manera directa o

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indirecta, hubieran tenido algo que ver con lamuerte de Marguerite. Por eso mi padre mecontó todo tras la muerte de mi hermano.Temía por mi vida y, como ven, tenía razón.Una tarde, bajé al salón para hablar con él.Acostumbrábamos tener charlas interminablesmientras jugábamos al ajedrez. Mi padre decíaque era imposible ganarme y me guiñaba unojo cada vez que lo vencía.

Sophia sonrió con tristeza. Levantó la vistay vio que todos seguían con atención cada unade sus palabras, pero en los ojos de Alex habíaalgo más. Algo que ella no merecía, pero quele dio fuerzas para continuar. En la mirada deAlex había comprensión y tristeza. Sin dudasabía que lo que seguía era doloroso y difícilpara ella.

—Cuando entré al salón, vi a un hombreque había rodeado el cuello de mi padre conuna especie de cuerda. Grité, pero la vozapenas salió de mi garganta. Mi padre debió

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de escucharme, porque desvió la vista haciamí. Percibí que el asesino le estaba diciendo“parece que este es mi día de suerte,mariscal”. Mi padre intentó defenderse, perofue inútil. En un instante, la vida desaparecióde sus ojos.

Una lágrima cruzó la mejilla de Sophiapara ir a parar en su falda como una mota depolvo solitaria.

—Apenas tuve tiempo de reaccionar —continuó—. Eché a correr y, cuando estaba enla puerta, algo me retuvo y me lanzó al suelo.Intenté levantarme y, a gatas, pude avanzaralgunos metros. Supe que moriría cuandosentí que algo frío y lacerante me rodeaba elcuello —dijo Sophia cerrando los ojos—. Élapretaba la cuerda con fuerza, pero no losuficiente como para matarme. Parecía quereralargar el momento. Extendí la mano haciadelante, buscando algo con lo quedefenderme. Cuando casi se me agotaba el

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aire, y sin ver lo que hacía, metí la mano en lachimenea, que estaba encendida.

Ophelia se llevó una mano al pecho;Harriet lanzó una exclamación consternada,Vaen apretaba la mano contra el brazo delsillón, Talbot apenas pestañeaba y Alex lamiraba atentamente, casi con preocupación.

—No sabía lo que hacía. Tomé un trozode leña y lo sostuve por detrás de mi cabezaintentando alcanzarlo. Supe que lo habíaconseguido cuando escuché un gemido dedolor. De repente, sentí que me había soltadoy salí corriendo, mareada y sin rumbo. Soloquería salir de ahí. Vi una ventana abierta a laque mi padre me había prohibido acercarme.Estaba en mal estado y casi había matado auno de los criados unas semanas atrás.Cuando estaba a punto de treparme, el asesinovolvió a alcanzarme. Su peso me despidióhacia adelante. Me agarré de las cortinas, yeso me salvó de caer.

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Sophia se quedó callada.—¡Qué horror! —exclamó Ophelia

visiblemente afectada.—¿Y él cómo logró sobrevivir? —

preguntó Talbot.—No lo sé. La ventana estaba a unos

metros del suelo, pero quizá no era losuficientemente alta como matarlo. Cuandofueron a ver, no había ningún cuerpo.

—¿Cómo es posible que nadie en la casaacudiera en tu ayuda, que nadie se dieracuenta?

Sophia miró a Alex con expresión cansada.—Era domingo, el día libre de los criados.

En la casa solo estaban el viejo André y lacocinera. Ninguno escuchó nada hasta que fuedemasiado tarde. Unos hombres de mi padre,que estaban citados con él, fueron los que meencontraron.

—¿Cómo te convertiste en S. A. Turner?

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—preguntó Vaen.Sophia se reclinó hacia atrás y dio un

suspiro. Al menos ya había pasado lo másdifícil.

—Como estaba herida, unos amigos de lafamilia me cuidaron durante mi convalecencia.Un día, apareció un hombre. Dijo que era mitío y que se ocuparía de mí. Luego supe quemi madre había seguido en contacto con él yque, cuando se enteró de lo sucedido, vino abuscarme y me trajo a Inglaterra.

—¿Y cómo se enteró? —preguntó Talbot.—Por Therman —contestó Alex antes que

Sophia.—Un viejo amigo de mi tío lo puso al

tanto. No se su nombre. Fue también el que leexplicó mi situación y quien le aconsejó que,por mi seguridad, debíamos ocultar nuestroparentesco.

—¿Fue entonces cuando inventaron la

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historia de S. A. Turner? —dijo Alex, quetenía una expresión extraña.

—Sí —respondió Sophia—. Me tío medijo que era lo mejor. El hombre que habíamatado a mi padre y a mi hermano era uno delos mejores agentes de Fouché y era pocoprobable que se olvidase de mí. Por aquelentonces murió su administrador, y fue asícomo se le ocurrió la idea.

—¿Y la verdadera señora Turner? —preguntó Talbot curioso.

—Había muerto en España pocos tiempoantes que su marido.

—Por eso la Oficina de Asuntos Exterioresestá detrás de usted. Therman quiereprotegerla.

Sophia miró a Alex y a Talbot.—Hay algo más.Al escuchar las palabras de Sophia,

Ophelia dejó el monóculo sobre su falda.

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—Harriet, ve a buscar las sales —ordenó asu hermana.

Vaen no pudo disimular una pequeñasonrisa al escuchar la indicación.

—Durante todo estos años, mi tío me harecordado, una y otra vez qué debía hacer siocurría lo que ha pasado. Me dijo que debíavenir a Londres y ponerme en contacto conun tal Hugo Ambersley, quien me daría unanueva identidad.

—¿Quién es Hugo Ambersley? —preguntóTalbot a Alex.

Alex se tocó el puente de la nariz con losdedos.

—No lo sé, pero lo más probable es quesea uno de los hombres de Therman. ¿Cómotenías pensado ponerte en contacto con él sino ibas a salir de la casa sola? —preguntó.

Sophia se puso algo roja, y Raston maldijopor lo bajo.

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—¿Cómo lo has hecho?—¿Cómo ha hecho que? —preguntó

Ophelia con la voz una octava más alta.—Contactarlo, porque ya lo has hecho,

¿verdad?Sophia se encogió un poco al escucharlo

apretar los dientes.—Sí y no —contestó de forma enigmática.—Y yo que pensaba acostarme

temprano… —dijo Vaen con una sonrisa.Alex miró a su hermano con cara de pocos

amigos.—Mejor me quedo callado —acotó el

menor bebiendo un sorbo de su copa.—Es sencillo —dijo Sophia mirando a

Raston—. Como no podía salir, pensé que lomejor era enviar el mensaje a través de otrapersona.

El marqués soltó un improperio.—Alex, cuida tu lenguaje —lo amonestó

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Harriet.—Harriet, deja en paz al muchacho. Yo

misma estoy tentada en soltar una bonitaretahíla de maldiciones —agregó Opheliamientras se daba aire con su abanico colorperla.

—Ophelia, deja de decir tonterías por unavez —le contestó Harriet, sorprendiendo amás de uno. La salida de su hermana la habíatomado totalmente desprevenida.

—El maldito editor, tenía que haberlosabido —dijo Alex dándose una palmada en lapierna.

—Sí —dijo Sophia con resignación—,pensé en dárselo a Ingham, pero al final nohizo falta, porque fue él quien vino aentregarme un mensaje a mí.

El marqués la miró confundido.—¿Cómo que él tenía un mensaje para ti?Sophia lo miró como si la respuesta fuera

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obvia.—Antes de que le dijera nada, me contó

que tenía un mensaje de Hugo Ambersleypara mí. Quería saber cuándo podía ponerseen contacto conmigo y le contesté que iría a laópera este viernes.

—Pero ¿cómo has podido hacer eso? —soltó Alex levantándose.

—Lo sé, lo sé, pero, en ese momento,pensé que era lo mejor.

—¿Lo mejor para quién? —preguntóTalbot enojado.

Sophia sintió que algo dentro de ella serompía sin que pudiese impedirlo.

—¡Todos los que están a mi lado terminanmuertos! —estalló de repente—. Yo queríaproteger a quienes quiero. Cuando vine aLondres, nunca pensé que encontraría unafamilia que me acogería con el cariño y elcalor que he recibido aquí —soltó mirándolos

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a todos—. Y tampoco tenía previstoenamorarme —le dijo a Alex con lágrimas enlos ojos—. Nadie puede saber cuánto losiento, pero no podía soportar la idea de quealgo le ocurriese a alguien de esta casa por miculpa; y la única manera de evitar unadesgracia era alejarme cuanto antes de aquí.

—¿Y desaparecer para siempre? ¿Sindecir nada? —preguntó Alex con voz fría.

—Sí —le respondió Sophia cansada.Estaba agotada. Había intentado explicar

por qué había actuado como lo hizo, pero nopodía obligarlos a que la entendieran. Selevantó y se encaminó hacia la puerta, con elcorazón hecho trizas.

—¿A dónde crees que vas? —preguntóAlex interponiéndose en su camino.

—A recoger mis cosas.—Estás loca si piensas que voy a dejar

que salgas de esta casa —dijo Raston

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arrastrando las palabras.Ophelia se levantó como un resorte y se

puso al lado de Sophia. Harriet le siguió lospasos.

—Por muy enfadados que estemos, pordolidos que podamos sentirnos —dijo Opheliamirando a su sobrino por unos segundos—,nunca abandonamos a nuestra familia.

—Y tú eres de la familia —continuóHarriet mirando a Sophia.

—Exacto —dijo Vaen con una sonrisa,colocándose frente a ella.— Si me hanaceptado a mí, ¿cómo podrían rechazarte a ti?

Sophia empezó a llorar. No esperabaescuchar eso. Los sentimientos que habíareprimido durante años parecieron brotar derepente sin freno.

Sintió que unos brazos la rodeaban conternura y oyó palabras de consuelo. No tuvoque levantar la cabeza para saber quién era,

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porque conocía esos brazos perfectamente.

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Capítulo 21

ALEX la abrazó fuerte mientras Sophialloraba desconsolada. Se habían roto lascompuertas que habían contenido sussentimientos durante todos esos años y, ahora,parecía a punto de desbordar.

Raston había pasado por muchassensaciones distintas esa noche: odio, ira,dolor, pero la más intensa era la furia queexperimentaba y no hacia ella, sino hacia todolo que Sophia había tenido que pasar. Él lacomprendía muy bien, aunque, encomparación, su vida casi le parecía un cuentode hadas.

Sophia había perdido a su madredemasiado joven, igual que él, pero tambiénhabía perdido a su hermano y a su padre, a

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manos de un asesino que había intentadomatarla también, y todo siendo unaadolescente. Desde entonces, había tenido quevivir una mentira, incluso en sus afectos, loscuales había tenido que esconder hacia laúnica familia que le quedaba. Sophia habíavivido sumida en un continuo esperar, con lacerteza de que el final, no sería el de uncuento de hadas.

No sabía qué había esperado que lescontase, pero jamás imaginó que sería unacosa así. Sin embargo, no le cabía duda deque Sophia era fuerte. Que hubiera logradosobrevivir a aquel ataque, era digno deadmiración. Pensar en la posibilidad real deque ella hubiese muerto aquel día lodesgarraba por dentro y hacía que la sangre lehirviera. Alex se sintió agradecido por poderabrazarla, por poder cuidar de ella y porhaberla conocido. Nadie volvería a herirlamientras él viviese, se juró. Aunque seguía

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algo molesto por su engaño, también seguíaamándola.

—Lo siento —le dijo Sophia hipando.—Quédate tranquila —le susurró él.Ella no podía creer que la estuviera

consolando pese a la furia que había visto ensus ojos. Sabía que no alcanzaba con pedirdisculpas, pero, en ese momento, era lo únicoque podía hacer. Levantó la cabeza y reparóen que estaban solos.

—¿Dónde se han ido todos? —preguntóextrañada.

Alex la miró y, con delicadeza, tomó unmechón de su pelo con los dedos.

—Nos han dejado solos. Creo que los hasahuyentado con tus sollozos —dijo Alex,soltando el mechón lentamente.

—Lo siento —volvió a decir sin podercontener el hipo.

—Si sigues diciendo que lo sientes lo vas a

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sentir de verdad —dijo Alex mirándola a losojos con menos dureza.

—De acuerdo, lo siento.Sophia se tapó la boca en el instante en

que lo dijo y Alex puso los ojos en blanco.—Ven, vamos a sentarnos, quiero hablar

contigo.Lo siguió hasta el sofá.—Sé que parece una excusa —dijo ella

con la vista algo perdida en un puntoindeterminado—, pero pensaba contártelo.

Sophia lo miró a los ojos de Alex alpronunciar las últimas palabras. Alex la mirócon recelo.

—Cuando llevas tanto tiempo mintiendo,terminas creyendo tu propia mentira —continuó ella—. Me confié y, al final, mi tíomurió por mi culpa.

—Eso no es cierto, y lo sabes —dijo Alextomándola por la barbilla para que volviera a

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mirarlo—. Tu tío te quería y por eso tomó esadecisión hace muchos años. Él sabía cuálespodían ser las consecuencias, y las aceptó.Por eso te dijo qué debías hacer en caso deque le ocurriese algo. Sabía que era unaposibilidad. Yo habría hecho lo mismo —terminó Alex con voz firme.

Sophia no dudaba de que así era. Élintentaba tranquilizarla, pero la culpa habíaarraigado en su corazón y arrancarla iba a sermuy difícil.

—Cuando te trajimos a Londres paraprotegerte y seguir el caso, no pensabasquedarte tanto tiempo con nosotros, ¿verdad?—preguntó Alex.

Sophia se removió inquieta.—No —le contestó finalmente—. Pensaba

marcharme de inmediato. Sin embargo, poco apoco, me fui enamorando de ti y de tu familia.Por eso me costaba tanto aceptar la idea deirme, pero, a la vez, pensaba que cada día que

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pasaba los estaba poniendo en peligro. Llevodos noches sin dormir debatiéndome. Mesentía egoísta por querer casarme contigo, porquerer quedarme aquí porque sabía que, si lohacía, arriesgaría a quienes quiero.

—¿Tan poca confianza me tienes? —preguntó Raston con algo de ironía.

Sophia sonrió de medio lado.—Confío plenamente en ti, pero ese

hombre no parece humano. Mi hermano eracapitán del ejército y mi padre mariscal y losmató a ambos. No juega limpio y no tieneescrúpulos.

Alex sabía muy bien a qué se refería.—Nosotros tenemos una ventaja, Sophia:

lo estamos esperando. Y, en última instancia,no deja de ser solo un hombre.

Sophia sabía que él tenía razón, pero, paraella, El Fantasma era algo más que unhombre. Era quien le había arrebatado todo lo

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que amaba y tenía miedo de que volviesehacerlo.

—Quiero que esto acabe, quiero dejar dehuir —le dijo Sophia cansada.

Alex la miró y deseó poder decirle lo queella deseaba oír, pero no podía. Todavía teníaque atraparlo y asegurarse de que no hicieradaño a nadie más. Nunca más.

—Vamos a hacer lo que sea necesariopara que esto acabe, vamos a casarnos y túme harás el hombre más feliz del mundo.

Sophia sintió de nuevo las lágrimas en losojos. No podía creer lo que escuchaba.

—¿Todavía deseas casarte conmigo? —preguntó incrédula.

Él sonrió.—Esta noche tuve ganas de matarte, no lo

niego, pero también me di cuenta de que nopodría soportar perderte. Te amo tanto quesiento dolor cuando no estoy a tu lado.

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Sophia ni siquiera pestañeó. Sintió que laspalabras de Alex tenían un efecto balsámicopara su cuerpo y para las heridas de sumaltrecho corazón. Era la primera vez que ledecía que la amaba.

Con esas palabras resonando aún, seestremeció al sentir los labios del hombre queamaba sobre los suyos. Con todos los sentidospuestos en aquel beso, se dejó arrastrar por él.

Cuando Alex se apartó y puso los labiossobre su mejilla, soltó un leve quejido. Loescuchó respirar de manera agitada y sintió sucalor cerca del cuello.

—Isabeau —lo oyó susurrar—, Isabeau,mi amor.

Sophia sonrió llena de una emoción que nopodía explicar. La estaba llamando por sunombre. Después de tantos años, por finsentía que era libre, que era ella misma otravez.

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* * * Más tarde, cuando Sophia terminó

aceptando que debía descansar y se retiró adormir, Alex fue a la biblioteca.

Quería pensar en el próximo paso a seguiry, además, sabía que, con todo lo que habíasucedido, no podría dormir. Cuando abrió lapuerta, sus planes se disolvieron en dossegundos. Allí estaba su familia, que parecíaun ejército a punto de sublevarse. La sargentode artillería Barth, la cabecilla del grupo,estaba sentada frente a la ventana y lo mirócon el entrecejo fruncido. Su tía Harrietpermanecía a su lado y Vaen en frente.

—¿Qué es esto? ¿Acaso ninguno quieredormir?

—¿Estás loco? Después de lo que acabade pasar, no lograría conciliar el sueño niaunque me cosieran los ojos —dijo Ophelia

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algo alterada—. ¿Cómo está Sophia?Alex sonrió por lo bajo. Sophia le había

dicho que se había enamorado poco a poco detodos. Pues bien, el sentimiento era mutuo.Las caras de sus tías lo decían todo. Recordócómo la habían rodeado en el salón aquellanoche para decirle que la consideraban partede la familia. Aquellas palabras lo habíanllenado de orgullo. Y Vaen, a decir verdad, lohabía sorprendido. Aunque tenía bastante conlo suyo, permanecía cerca y ofrecía su ayudadesinteresada. En los pocos días que llevabacon ellos había revelado ser un hombreprudente, valiente y con un sentido del humorque, en ocasiones, rayaba lo morboso.Aunque al principio le costara reconocerlo, elchico le gustaba.

—Sophia está bien. La he convencido paraque se fuera a dormir. Necesita descansar.Todos deberíamos hacer lo mismo.

—No digas tonterías, Alex —dijo Ophelia

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chasqueando la lengua.Vaen hizo una media sonrisa, que la

mirada desaprobatoria de todos los presentescortó.

—¿Y Talbot? —preguntó Alex alpercatarse de que era el único que faltaba.

—Dijo que te reunieras con él mañana aprimera hora. Que había sido suficiente poruna noche —contestó Vaen inclinándose haciadelante.

Alex le agradeció mentalmente que le dieraun respiro para asimilar todo lo que Sophia leshabía contado y lamentó no poder decir lomismo de su familia.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntóOphelia nerviosa—. No irás a romper elcompromiso, ¿no? No puedo ni imaginarmepor todo lo que ha tenido que pasar la pobre,lo que habrá sufrido. Y ahora nos necesita. Atodos. No te atrevas a juzgarla por habernosmentido. Es más que razonable. Creía que al

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hacerlo nos estaba protegiendo.Alex iba a decir algo cuando su tía Harriet

tomó la palabra.—Sí —dijo Harriet con determinación—.

Es una muchacha tan dulce y agradable y tanbuena. Es imposible que haya hecho nada conpremeditación o maldad. No puedes pensaralgo así.

Alex iba a tranquilizarlas, pero Vaentampoco lo dejó hablar.

—Es una mujer increíble y serías un neciosi no la perdonaras. Si la rechazaras, tearrepentirías.

¿Es que estaban todos locos? ¿Qué creíanque era él?

—Ya veo qué concepto hay en esta decasa de mí. Todos piensan que soy unaespecie de ogro despreciable, ¿no es cierto? —dijo enojado.

Creyó que los tres lo negarían a la vez,

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pero lo que vio en sus caras lo desarmó porcompleto.

—Pues les agradezco la confianza.Siempre es bueno saber cómo te considera tufamilia.

—Sobrino, teníamos la esperanza de quesintieras igual que nosotros, pero tienes quereconocer que, con tus antecedentes, nopodíamos saber qué esperar —dijo Ophelia amodo de justificación—. Para serte sincera, tuhermano fue el único que te defendió. Dijoque no creía que estuvieras tan ciego comopara dejarla escapar.

Alex lo miró enarcando una de sus cejas.—Sí, eso dije, y creo que no me he

equivocado, ¿verdad?—No, no te has equivocado —contestó,

viendo a Ophelia y a Harriet soltar el aire queestaban conteniendo—. Y ahora que quedóclaro, todos a dormir de una vez que necesitopensar tranquilo? —ordenó sin dar lugar a más

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réplicas.—Está bien —acordó Ophelia menos

alterada—, pero queremos que nos mantengasal tanto de todo.

Alex pensó que su tía a veces podía acabarcon la paciencia de un santo.

—No te preocupes, tía, mañana les pasaréel parte del día.

—No te hagas el gracioso que no te sale—dijo Ophelia al salir, después de darle unbeso en la mejilla.

Harriet también lo besó y Vaen, que salióúltimo, lo miró con una sonrisa.

—Yo no pienso darte un beso —le dijointentando contener una carcajada.

—Tú tampoco te hagas el gracioso,hermano, que tampoco te sale —le contestóprácticamente cerrándole la puerta en la cara.

Vaen se alejó de allí y subió despacio lasescaleras. Era la primera vez que lo llamaba

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hermano. Lo había sorprendido y, debíaadmitirlo, también le había gustado que lohiciera.

Ya no tenía duda alguna de que Alex noera el monstruo que sus padres le habíandicho. Se reprochó haber aceptado tantotiempo esa versión, en lugar de hacerse unaidea por sí mismo. En cambio, su hermanohabía estado siempre pendiente de él, le habíasalvado la vida dos veces y había sido sincero,algo que no era corriente en su vida. Sí,pensó, ¿quién hubiera pensado que suhermano se convertiría de pronto en su únicafamilia, que Alex Raston, el marqués deAbington?, ¿sería algún día su amigo?

* * *

Alex llegó a Scotland Yard a primera hora.

James estaba en su despacho, peleándose conun montón de papeleo.

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—Veo que no estás de muy buen humoresta mañana.

Talbot levantó la vista y abandonó lospapeles de buena gana.

—¿Qué haces aquí tan temprano?—No he pegado ojo en toda la noche.—Te entiendo, yo tampoco he podido

dormir —dijo James indicándole que tomaraasiento—. ¿Cómo está Sophia?

Alex sonrió por lo bajo. Y Sophia, quecreía que nadie la perdonaría…

—Está todo lo bien que puede estardespués de lo de ayer.

Talbot hizo un gesto de dolor.—La verdad es que no esperaba lo que

nos contó. Me dejó sin palabras. Al principioestaba tan enfadado que creí que iba a estallar,pero luego de pensarlo mejor, debo decirteque en parte la entiendo. Es muy difícil estaren su situación.

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—Sí, yo también la hubiese matado alprincipio. Mi familia se quedó esperándome enla biblioteca. Temían que le hubiese dichoalguna barbaridad. Se pusieron todos en colapara defenderla, aunque no hacía falta. Unaparte de mí se enorgulleció al oírlosdefenderla, pero no me hizo ninguna graciasaber la idea que tenían de mí.

James sonrió a su pesar.—Me lo imagino. Desde que la

conocimos, no se cómo, se las ha arregladopara meterse a todo el mundo en el bolsillo.Tiene un don, amigo mío.

Alex enarcó una ceja.—¿Me lo dices a mí?James soltó una pequeña carcajada.—¿Has pensado qué quieres hacer ahora?

—preguntó Talbot.—Voy a ir a hablar con el editor. Quiero

saber quién le dio el mensaje para Sophia y

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qué le dijo exactamente.—¿Crees que cooperará?—No te quepa la menor duda —dijo Alex

guiñándole un ojo.—¿Quieres que te acompañe? —preguntó

Talbot esperanzado.Alex sabía que, si le decía que sí, James

podría escapar del papeleo que tanto odiaba.Era ante todo un hombre de acción y laburocracia lo sacaba de quicio.

—Estaría muy bien. Además, despuésplaneo ir a la Oficina de Asuntos Exteriores.

Talbot se relajó al escuchar esas palabras.—¿Vas a hablar de nuevo con Berkeley?Alex sonrió de una manera que dejaría

helado a alguien menos curtido que James.—En realidad, pensaba ver al subdirector,

pero si tengo que hablar antes con Berkeley,lo haré.

Talbot lo miró.

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—A veces me da escalofríos escuchartehablar así.

—¿Pero qué he dicho?—Eso es lo que me perturba. No lo que

dices, sino lo que callas. Veo en tus ojos queBerkeley debería ir preparándose. ¡Pobrehombre! —dijo tomando su chaqueta parasalir.

* * *

—Buenos días, lord Raston, señor… —

dijo Ingham con expresión de sorpresa.—Talbot —completó James.La cara del editor no tenía desperdicio.

Sentado detrás de un enorme escritorio, sehabía quedado petrificado al verlos entrar y lasgotas de sudor comenzaron a bañar su frente.Parecía a punto de tener un síncope.

—¿Que los trae por aquí? —dijo con voz

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dubitativa.El pobre hombre sufría, y eso que Alex

todavía no había empezado. James se apiadóde él.

—Tomen asiento, por favor —les dijo depronto, como si acabara de darse cuenta de sudescortesía.

Alex y Raston ocuparon las sillas colorbeige que estaban frente a él.

—¿Quieren tomar algo? —preguntó eleditor algo más calmado.

—No, gracias —dijo Talbot carraspeandoal final.

—Pues ustedes dirán —dijo Inghamansioso por saber qué los había llevado allí.

—Queríamos hablar con usted de laseñora Turner. Queremos saber quién le dio elmensaje para ella —explicó Alex con vozfirme y calmada.

—No sé de qu-qué men-saje habla —soltó

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el editor tartamudeando.Estaba claro que el pobre hombre no sabía

mentir.—Señor Ingham, voy a ser claro. Hay un

camino fácil y uno difícil. Si nos dice lo quequeremos saber, y colabora con la policía, notiene nada que temer. Por el contrario, sidecide guardar silencio… Bueno, usted sabrá—terminó Alex con aire amenazador.

Ingham empezó a sudar másprofusamente. Parecían que los poros de sucuerpo se habían convertido en pequeñossurtidores.

—Es mejor que nos diga la verdad —dijoTalbot contundente—. La señora Turner nosha contado la conversación que mantuvo conusted el otro día. Lo que queremos es que nosdiga quién le dio ese mensaje para ella.

Ingham bebió un sorbo de agua.—Yo…, no… no puedo decirlo, si se

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enteran, entonces sí tendré problemas.—Va a tenerlos ahora mismo si no nos

responde —dijo el marqués entre dientes.Hacía tiempo que Talbot no veía así a su

amigo. Alex solía ser mucho más diplomáticoy racional. En ese momento, James supo concerteza que, si Ingham se negaba a colaborar,terminaría mal.

—Ellos también me amenazaron —dijoalgo sulfurado—. ¿No lo entienden? Quienesvinieron a verme no pueden tener nada quever con un asesinato. Eran autoridades y de lamás alta jerarquía —les dijo Ingham,convencido de que su argumento erairrefutable.

Con un rugido nada delicado, Raston selevantó de la silla y lo acorraló.

—O me lo cuenta o se lo saco a la fuerza—le dijo colocando su cara a pocoscentímetros de la del editor.

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—No… no puede hacer eso. Ustedesson… son de Scotland Yard —titubeóIngham.

—Él es de Scotland Yard —dijo Alexseñalando a James—. Yo trabajo por micuenta, y le aviso que está agotando mipaciencia —continuó tomándolo de las solapasy levantándolo del sillón con un solomovimiento.

—Cálmese, cálmese —dijo asustado—.Está bien, está bien, se los contaré.

Alex le soltó y se cruzó de brazosesperando que hablara.

—Eran dos hombres. El más bajo era casicalvo y apenas dijo palabra. El otro media másde un metro ochenta, tenía el pelo blanco yparecía ser el jefe. Se identificaron comoagentes de la Oficina de Asuntos Exteriores,incluso me mostraron sus credenciales.Dijeron que se trataba de una cuestión deEstado y, cómo comprenderán, hice lo que me

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pedían para ayudar a mi país.Alex no sabía si era tonto o solo ingenuo.—¿Le dijeron sus nombres? —preguntó

Talbot.Ingham dijo no acordarse, pero, al ver a

Raston dar un paso hacia él, pareció pensarlo.—Espere, espere, estoy intentando hacer

memoria.Alex y James lo dejaron pensar y se

miraron. Habían confirmado sus sospechas.Sin duda el que no habló era Berkeley.

De repente la cara de Ingham setransformó. Abrió un poco los ojos ychasqueó los dedos.

—El hombre más bajo se llamaba Berkeyo algo así y el otro era Ambersley, eso es,Hugo Ambersley.

James miró a Alex. Vio en los ojos de suamigo la misma expresión que debía de tenerél. Uno de ellos era Berkeley, ya no cabían

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dudas, y el otro era el hombre que Sophiahabía dicho que debía contactar. El siguientepaso era ir a la Oficina de Asuntos Exterioresy hacerle una visita al ubicuo agente.

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Capítulo 22

SOPHIA se despertó algo tarde aquellamañana. No lograba recordar hacía cuánto nodormía así. La noche anterior había sidodifícil, pero liberadora. Supo que se habíaequivocado al tardar tanto en contar la verdad.Era jueves y Madame Letre debía ir a entregaralgunos de los vestidos que le habíanencargado. Se preguntó si, dadas lascircunstancias, irían o no a la ópera. Se sujetóel pelo bastante alto con un recogido sencillo,se puso un vestido de muselina y con variasideas circulando por su cabeza, bajó adesayunar.

Luego de que tomara algo, David le avisóque las tías llevaban un buen rato esperándola.Al ver la sonrisa que Ophelia le dedicaba, sedisiparon todas sus dudas.

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—Querida, se te ve mejor. Espero quehayas descansado bien. Hoy tenemos muchoque hacer. Mañana es el gran día —dijo ladama llevándose el monóculo al ojo derechopara verla mejor.

Sophia sonrió.—Sí, he descansado por primera vez en

mucho tiempo.Ophelia alzó una ceja.—Es porque te has sacado un peso de

encima, mi querida. Si tienes algo másguardado, te pido por favor que lo dejes paraotro día. Creo que ayer ya tuve suficiente porun tiempo.

Sonrió.—Me alegro de que estés mejor —le dijo

Harriet con ese aire coqueto que parecíainfantil, pero Sophia no se dejaba engañar ysabía que, debajo de la Harriet que mostrabaal mundo, se escondía otra, verdadera: una

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mujer sensible y muy inteligente que sabíautilizar los tiempos como nadie.

—Gracias, Harriet —le dijo la aludidaanimada—. ¿A qué hora viene madame Letre?

—Debe de estar por llegar. Es muypuntual —aseveró Ophelia mirando el reloj delsalón, que marcaba las nueve de la mañana.

—¿Y Alex? —preguntó Sophia.—No lo hemos visto. David dice que salió

muy temprano y que dijo que no loesperáramos para comer. Imagino que,después de lo de anoche, tendrá muchas cosasque hacer.

Sophia lo suponía, pero eso no evitó quesintiera cierta desilusión. Le hubiese gustadoverlo y volver a ver en sus ojos lo que habíavisto la víspera, cuando le dijo que la amaba.Quería asegurarse de que no había sido másque un hermoso sueño.

—Vaen tampoco está —dijo Harriet como

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si nada—. Parece que esta mañana todos handecidido irse sin decir palabra.

Sophia la vio arreglarse los volantes de unade las mangas del vestido color vainilla quellevaba puesto. En ese momento alguien llamóa la puerta de entrada. Ophelia tenía razón,Madame Letre siempre llegaba puntual.

* * *

Alex y James subieron las escaleras que

daban al segundo piso de la Oficina deAsuntos Exteriores, donde estaba el despachode Berkeley.

Cuando cruzaban el pasillo, el secretariolos saludó cortésmente.

—Queremos ver al señor AndrewBerkeley. Dígale que el detective JamesTalbot y lord Raston están aquí —dijo Talbotde manera contundente.

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—Iré a ver si puede recibirlos.Alex miró a su amigo con cara de

circunstancia. No tenía muchas esperanzas deque lo hiciera.

Unos minutos después, el secretario salióapurado del despacho de su jefe.

—El señor Berkeley dice que lo siente,pero que no podrá recibirlos hoy.

A menudo, Alex odiaba tener razón.—Perdone, pero no se trata de una visita

de cortesía. Soy detective de Scotland Yard ytengo que verlo por un asunto oficial.

El secretario se puso serio. Vaciló duranteunos segundos y luego contestó.

—Lo lamento, pero el señor Berkeleytiene una reunión muy importante y no puedeatenderlos. Si quieren puedo darles una citapara otro día.

—¡Esto es absurdo! —dijo Alexdirigiéndose con paso firme hacia la puerta.

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El secretario intentó detenerlo, pero lamirada de Raston lo hizo frenar en seco.

Sin más ceremonia, Alex abrió la puerta,dejó pasar a James y la cerró de un portazo.Berkeley, que estaba concentrado en unospapeles, pegó un salto al oír el ruido.

—Pero qué es lo que… —dijo levantandola cabeza y abriendo los ojos sorprendido deverlos allí.

—Creí que habían entendido que nopuedo atenderlos en este momento —dijofurioso.

James dio un paso hacia delante.—Lo sabemos, pero es urgente, así que le

agradeceríamos que respondiese nuestraspreguntas.

El funcionario miró a Talbot con cara depocos amigos.

—Está bien, pero tengo poco tiempo.Alex acortó la distancia que los separaba

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de Berkeley.—Tengo la leve intuición de que se va a

perder esa reunión.El encargado de los asuntos en los

Balcanes achicó los ojos al escucharlo.—No sé qué quieren de mí, pero de

ningún modo voy a consentir que me falten elrespeto.

El marqués dio un paso al frente, secolocó delante de la mesa, donde apoyó lasmanos y se acercó aún más a dueño deldespacho.

—La señora Turner —dijo Alex muydespacio.

Berkeley apretó ligeramente la mandíbula.—No sé de qué me habla y, para serle

sincero, no tengo tiempo para adivinanzas.Alex sonrió de medio lado.—Sabemos que usted es uno de los

contactos que debía ayudarla a escapar del

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Fantasma.Berkeley soltó una carcajada de

incredulidad.—¿Se han vuelto locos? ¿Por qué iba yo a

hacer tal cosa? ¿Qué tiene que ver la Oficinade Asuntos Exteriores con un asesinado? Loque dicen es ridículo.

Alex dio un paso atrás con carainexpresiva.

—Creo que el hecho de que el asesinohaya sido uno de los mejores agentes deFouché cambia bastante las cosas, ¿no leparece? Sobre todo si durante la guerraasesinó también a altos mandos y contactosdel ejército británico. —dijo Alex, viendocomo Berkeley empezaba a ponerse nervioso.

—La guerra terminó hace mucho tiempo.—Puede seguir negando lo que sabe, pero

eso no ayudará a nadie. Dígale al señorTherman que la señora Turner no se

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presentará en el lugar convenido —dijo Alexmirándolo fijamente a los ojos.

El hombre pareció quedarse sin palabras.—Vaya —dijo Talbot con ironía— parece

que no se siente muy bien, señor Berkeley.—Vayámonos —dijo Alex a su amigo—.

Si su jefe quiere hablar con nosotros, sabrácómo encontrarnos.

James y Alex salieron del despacho conpaso ligero. Antes de que llegaran a laescalera, un hombre de mediana edad losdetuvo.

—Lord Raston, señor Talbot, el señorTherman quiere hablar con ustedes. Si son tanamables de acompañarme…

Alex miró a James, que alzó una ceja. Noesperaba que la reacción fuera tan inmediata.

Ambos siguieron al hombre que, cojeandoligeramente, los hizo entrar en la última oficinade la segunda planta.

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Los grandes ventanales bañaban de luznatural su interior. Era mucho más grande quela de Berkeley y estaba decorada con varioscuadros. Parecía que el señor Therman teníabuen gusto para el arte.

—Tomen asiento —dijo una voz detrás deellos.

Alex y James se volvieron con rapidez. Nohabía nadie en la habitación cuando entraron yninguna puerta a sus espaldas. ¿De dóndehabía salido? Therman debió notar su sorpresay, esbozando una leve sonrisa, agregó,señalando el panel que estaba a sus espaldas:

—Hay una puerta en esa pared.Raston lo miró. A pesar de su pelo casi

blanco, tenía una complexión fuerte y parecíaseguir en forma. Su mirada estaba llena deagudeza.

—¿Qué quiere? —preguntó James sinpreámbulos.

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Therman sonrió.—Parece que han impresionado al señor

Berkeley. Yo contestaré sus preguntas —dijomirando al marqués.

—¿Por qué hizo que nos siguieran? —preguntó Alex.

Therman, que se sentó en un sillón, juntósus manos entrelazando los dedos.

—Veo que va directo al grano, lord Raston—dijo mientras lo evaluaba con la mirada—.Pues yo también. Lo hice porque queríaconocer sus movimientos, ver qué descubríany, sobre todo, estar al tanto de la seguridad dela señora Turner, digamos, aunque los tressabemos que no es su verdadero nombre.

A Alex le gusto que no se anduviera conrodeos.

—Así es —contestó.—¿Qué es lo que saben? —les preguntó

sin más.

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El marqués calló uno instantes antes deresponder.

—Sabemos que el asesino de lord Whytees el mismo que mató hace quince años a lafamilia de Isabeau. Un antiguo agente deFouché que juró vengarse de todo aquel quetuviese algo que ver con la muerte de suamante.

Therman asintió con la cabeza.—Sabemos que lord Whyte era el tío

materno de Isabeau y un amigo íntimo suyo.Therman esbozó una sonrisa ante las

últimas palabras de Alex.—Veo que han llegado bastante lejos.—Lo que no sabemos es por qué no se

presentaron abiertamente ante la señoraTurner, por qué inventaron toda esta historiade Hugo Ambersley —preguntó Talbotintrigado.

Therman carraspeó.

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—Durante los Cien Días todo era muyconfuso. Yo era el encargado de contactar alos agentes británicos que estaban dispersospor toda Europa, que proporcionabaninformación, a veces crucial, para poner fin aesa guerra que, por desgracia, estaba durandodemasiado. Charles me había pedido que, sipodía, le diera información sobre sus sobrinos.Desde la muerte de su hermana era en loúnico en lo que pensaba. Por eso, cuandoasesinaron a Jean-Baptiste y, después, almariscal Broussard, se enteró de que susobrina se había salvado casi de milagro. Yosabía que quien había asesinado a la familia deIsabeau no era un agente cualquiera. CuandoCharles se enteró de lo ocurrido, se empeñóen ir a París a buscarla y yo lo ayudé. No tuveopción porque el muy testarudo hubiese ido detodas maneras —dijo con pesar en la mirada—. No encontraron el cuerpo del agente, asíque sabíamos que seguía vivo. La derrota de

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Napoleón, entre otras cosas, implicó que ElFantasma no pudiese volver a París. Por lotanto, no podría conseguir información sobreIsabeau, al menos por un tiempo. La trajimosa Londres y le dimos una nueva identidad paraque estuviera lo suficientemente cerca de él,como para que él la cuidara, pero sin que sesupiera el parentesco que los unía. Eso eracentral, en caso de que El Fantasma laestuviese buscando. Luego de tantos años,creímos que el peligro habría pasado, perocomo saben, no ha sido así.

—Ella no quiere seguir escondiéndose.Quiere que esto acabe —dijo Alex convehemencia.

—Lo entiendo —dijo Therman mirándolodirectamente—, pero ese hombre solo sedetendrá cuando esté muerto, créame. Mató amás de veinte agentes británicos y a militaresde alto rango. Es sigiloso, inteligente eimplacable y, sobre todo, le gusta demasiado

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la agonía de sus víctimas. La última ha sidouno de los agentes que los estuvieronvigilando.

Raston se inclinó hacia adelante.—¿Cuándo? —preguntó preocupado.—Encontramos su cuerpo en el Támesis.

Era casi improbable que le hubiésemosencontrado si no hubiese sido por la corrientede los últimos días. Estaba prácticamenteirreconocible. Lo había golpeado conbrutalidad y le habían amputado varios dedos.Veo que se pregunta cómo sé que fue él. Notengo ninguna prueba fehaciente, pero no creoen las casualidades. Sin duda El Fantasmaquería saber por qué la Oficina de AsuntosExteriores estaba interesada en usted.

Alex asimiló las palabras que acababa deescuchar antes de afirmar:

—Es solo un hombre.Therman se levantó despacio, fue a la

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mesa contigua y se sirvió un vaso de agua.—Eso lo vuelve más peligroso aun, lord

Raston. Está entrenado para pasardesapercibido. Por lo que pude sé, tiene undon para ganarse la confianza de los que lorodean. Es inteligente y sabe esperar. Nocomete errores. Salvo Isabeau, ninguno de susobjetivos logró sobrevivir. Es imprevisible.Créame, quedándose en Londres, lamuchacha nunca estará a salvo. Esperaráhasta que crean que ha pasado el peligro y selanzará sobre ella.

—Sin embargo, aunque huya, no haygarantías de que no vuelva a encontrarla —dijo Talbot.

Therman les ofreció algo de beber,señalando las bebidas y ambos negaron con lacabeza.

—No intento convencerlos de que escape.Simplemente quiero que sepan que, si decidehacerlo, me encargaré de todo. Es la promesa

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que le hice a Charles y no pienso fallarle.Comprendo perfectamente su situación y, sideciden enfrentarlo, haré todo lo que puedapara ayudarlos. Se lo debo al único amigo quehe tenido en mi vida.

—¿Quién es Hugo Ambersley? —preguntóAlex, aunque creía saber la respuesta.

El subdirector de la Oficina de AsuntosExteriores sonrió con picardía.

—Creo que ya lo ha adivinado, ¿no? Soyyo. Es uno de mis nombres de guerra.

Raston asintió.—Imagino que sabrá por los periódicos

que nos hemos comprometido —dijo Alexcambiando de tema.

—Sí —respondió algo vacilante—. Creíaque era solo parte de su plan, pero viendo lavehemencia con la que lleva este caso,empiezo a pensar que tal vez sea cierto.

—Lo es.

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—Ya veo. Entonces debemos pensarcómo podemos atraparlo. ¿Sigue en pie la ideade asistir a la ópera mañana?

—En principio, sí.—Tal vez esa sea nuestra oportunidad. No

suele actuar en sitios públicos, pero nuncaopera de la misma manera. Si les parece bien,estaré allí con dos de mis mejores agentes—dijo Therman al ver como Alex alzaba una desus cejas—. Le prometo que no nosentrometeremos. ¿Quién irá con usted?

Alex pensó que el subdirector de la Oficinade Asuntos Exteriores no dejaba nada libradoal azar.

—El señor Talbot y mi hermano.—Está bien —dijo Therman—. Puedo

ayudarlo a proteger su casa, aunque por losinformes que he recibido sé que no la necesita.Algunos de sus hombres eran soldados queestaban a su cargo, ¿verdad?

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Alex esbozó una pequeña sonrisa.—Así es. Se equivoca poco, señor

Therman, ese es un rasgo que puede llegar aser molesto para los demás.

—Sí, ya me lo han dicho —dijo Thermanriendo por lo bajo—. Sin embargo, es unrasgo que compartimos. Su foja de serviciosasí lo refleja.

—Tiene mi palabra de eso —dijo Talbotantes de que Alex pudiese objetar algo.

* * *

—¿Estas pensando en mañana, verdad?

—le preguntó James a Alex cuando regresabana Scotland Yard.

—Sí —dijo Alex, hablando por primeravez desde que salieron de la Oficina deAsuntos Exteriores.

—¿Temes que sea peligroso?

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Alex redujo la marcha.—Sophia ya ha sufrido suficiente. No sé si

podrá soportarlo.James lo detuvo tomándolo por el brazo.—¿Quién no podrá soportarlo?, ¿ella o tú?Alex miró a James por unos segundos,

luego reanudó la marcha.James ya sabía la respuesta; no soportaría

perderla.Cuando llegó a su casa, Alex fue directo a

la biblioteca. David le informó que sus tíasestaban en el piso de arriba, con Sophia,revisando lo que Madame Letre había traído.

Alex agradeció tener unos momentos parasí.

—¿Está mi hermano en casa? —lepreguntó.

—No, señor, salió esta tarde, pero dijoque volvería a cenar.

—Cuando vuelva, por favor, avísele que

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deseo hablar con él.David hizo un gesto afirmativo y se dirigió

hacia la puerta. A esas horas, susarticulaciones no le daban tregua. Antes deabrirla, giró sobre sus pasos y preguntó:

—¿Se encuentra bien, señor?Alex dejó la chaqueta sobre uno de los

sillones.—Perfectamente, ¿por qué lo preguntas?—Por su expresión; parece bastante

preocupado.David sopesó si debía continuar hablando

o no.—Siempre he sido sincero con usted.—Lo sé —dijo Alex, mientras se

arremangaba la camisa y se abría el cuello—.Pero ¿a qué viene esto?

—Todavía me acuerdo cuando no era másque un niño y su madre lo llevaba en brazos.Era un pequeñín risueño y lleno de energía.

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Todo eso cambió cuando ella nos dejó y…sabe a qué me refiero.

—Sí, lo sé —dijo Alex intrigado.—He pasado toda mi vida al servicio de

esta casa y, después de su madre, usted hasido el único que me ha hecho sentir que estaera también mi familia. He intentado servirlede la mejor manera posible y me dolía ver enlo que se estaba convirtiendo. No memalinterprete. Siempre he estado orgulloso deusted, como si fuera mi hijo, pero, hasta hacepoco, se comportaba como un autómata. Casihabía perdido toda esperanza hasta que volvióde Surrey con la señora Turner. Entonces vique algo había cambiado, y para bien. Porprimera vez volví a ver en sus ojos la miradadel niño que alguna vez conocí. Sé que algoestá pasando, pero también estoy seguro deque usted lo solucionará. Quería que losupiese.

—Gracias, David —dijo Alex conmovido.

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El viejo mayordomo esbozó una sonrisa yse marchó. Alex se sentó en un sillón con unacopa de brandy en la mano. Esperaba, de todocorazón, que David tuviera razón.

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Capítulo 23

VAEN entró en la biblioteca y vio a Alexsentado en uno de los sillones, al fondo de lahabitación. Parecía estar sumido en susreflexiones, y no era para menos teniendo encuenta los últimos acontecimientos.

La historia de Sophia lo habíaemocionado. Lo sorprendía el hecho de que,en tan poco tiempo, se hubiera encariñado contodos. Las tías de Raston lo cuidaban como sifuera su sobrino, Sophia lo había ayudado adescargarse y su hermano, aunque todavía lecostara un poco llamarlo así, le había salvadola vida.

Cuando lo oyó acercarse, Alex levanto lavista hacia él.

—David me ha dicho que querías verme.

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—Así es —dijo con el entrecejo fruncido.Vaen se sentó en el sillón que estaba frente

a Alex.—Hoy he ido a hablar con Therman.—¿El subdirector de la Oficina de Asuntos

Exteriores?Alex asintió con la cabeza.—Era amigo de lord Whyte y quien había

quedado en ayudar a Sophia. Nos contó loque sabía sobre el asesino y nos ofreció ayudapara protegerla.

Vaen miró a Alex con el entrecejofruncido.

—Pero no es eso lo que querías contarme,¿verdad?

Alex sonrió ante la perspicacia de suhermano.

—No —dijo mirándole directamente—.Hace unos días hable con mi abogado. Hepuesto al día mis asuntos.

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—¿Estás pensando en viajar? —preguntóVaen con ironía.

Raston puso cara seria. Vaen se levantódel sillón y dio unos pasos.

—¿Tan poca confianza te tienes? —preguntó enfadado.

Alex también se levantó y apoyó la copaen la mesa contigua.

—A veces no resulta suficiente. Lo hagopor precaución. Quiero estar seguro de quecuidarás de ellas si algo me pasa.

Vaen apretó la mandíbula antes de hablar.—Por supuesto que lo haría, pero no será

necesario.—Parece que te cuesta separarte de mí.El menor de los hermanos se puso furioso.

Raston levantó una ceja ante la reacción delotro. Había intentado poner algo de humor ala situación, pero, al parecer, le había salidomal.

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—Lo siento —dijo Vaen, al ver elentrecejo fruncido de Alex—, pero no es algopara bromear. No puedes aparecer en mi vidade la nada, ser el hermano que siempre soñétener y decir una cosa así.

—¿El hermano que siempre has soñado?¿Tan bien lo he hecho? —preguntó Alex concomicidad.

Vaen lo miró sin sonreír.—Olvida lo que he dicho.—Ya es tarde —dijo ampliando aún más

la sonrisa.—No sé qué es lo que te divierte tanto —

le dijo, sonriendo a su vez—. ¿Por qué enlugar de decirme esas tonterías no me cuentasqué te dijo Therman sobre ese maldito agentefrancés? —preguntó Vaen volviendo aponerse serio.

Alex apoyó los pies en la mesa.—Aprendió de los mamelucos a matar de

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manera. Según Therman, ha acabado con másde veinte agentes y militares británicos durantela guerra y es imprevisible.

—Pero ya no es tan joven y tal vez no seatan efectivo como antes.

—Hace unos días, uno de los agentes de laOficina de Asuntos Exteriores apareciótorturado de forma brutal flotando en elTámesis. Therman no tiene dudas de que fueél.

—¿Cómo está tan seguro? ¿Y por qué ibaa hacerlo?

—Porque Therman lo había puesto avigilarme, y piensa que lo mató para averiguarqué quería la Oficina de Asuntos Exteriores deSophia.

Vaen se paseó por la alfombra. Al cabo deunos segundos, se detuvo.

—¿Y qué espera para actuar?—Que llegue el momento adecuado. Juega

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con nosotros y no tiene prisa, pero el tiempoestá en su contra. Debe estar vigilándonos decerca y eso nos permitirá encontrarlo primero.Aunque sea cauteloso, acabará cometiendoalgún error y lo descubriremos. Cuanto más sedemore, más expuesto estará, y lo sabe. Poreso creo que actuará pronto.

Vaen miró a Alex como si de repentehubiese comprendido algo.

—Mañana, en la ópera —dijo mirándolofijamente.

—Es una posibilidad. Therman estará allícon algunos agentes y también estará Talbot.Esperaba poder contar contigo.

—Desde ya —dijo Vaen sonriendo—. Nome lo perdería por nada del mundo.

* * *

Sophia estaba en su habitación. Casi no

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había visto a Alex en todo el día y, en la cena,a pesar de estar sentado junto a ella, lo habíasentido distante. No habían tenido ni unmomento para hablar a solas. Él se habíaretirado mientras ella estaba con sus tías y conVaen en el salón. A pesar de que se habíasacado un gran peso de encima, se sentía muynerviosa. Aunque contaba con el apoyo detodos, seguía exponiéndolos al quedarse allí, yera una carga demasiado pesada. Si algo lessucediera, si algo llegara a pasarle a Alex. Nopodía dejar de decirse que era una egoísta.Sentada frente a la cómoda, dejó el cepillo conel que había estado peinándose enérgicamentey miró su rostro en el espejo. Estaba tenso ycansado.

La posibilidad de que Danton acabase consu vida era una realidad latente pero, si debíamorir pronto, había algo que quería llevarsecon ella. No podía irse de este mundo sinantes robarle unas horas de felicidad con las

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que soñar toda la eternidad.

* * * Eran las dos de la madrugada. Todos se

habían retirado hacía horas, y Alex estaba ensu cuarto, desvistiéndose para intentardescansar. En la cena, notó que Sophiabuscaba su mirada más de lo habitual y que,después, intentó quedarse a solas con él, cosaque Alex no propició, no porque no quisiera,sino porque sabía que no debía distraersehasta que no acabara con El Fantasma. Debíadistanciarse de ella porque sus sentimientos nolo dejaban ver con claridad y, en esemomento, necesitaba hacerlo más que nunca.

Unos pequeños golpes en la puerta lohicieron fruncir el ceño. Cuando abrió,Sophia, vestida solo con una ligera bataceñida, entró antes de que la invitara a pasar.Alex cerró la puerta y la encaró.

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—¿Qué haces aquí? —preguntósorprendido.

—Quería hablar contigo —dijo ella,consciente de que él tenía el torso aldescubierto, de que podía admirarlo sintapujos. Observó sus anchos y fuerteshombros surcados por pequeñas cicatrices ysu estómago plano y duro. Parecía unauténtico Hércules. Sophia sintió cómo suestómago se encogía, mientras pequeñosestremecimientos recorrían su cuerpo. Alexsiguió la mirada de la mujer y lo que vio enella lo hizo hervir de deseo. Ella no sabía loque le estaba provocando, pero él sabía queno lograría contenerse por mucho tiempo.

—¿Y no puedes esperar hasta mañana? —preguntó él para concentrarse en laconversación.

Ella se humedeció los labios. Sentía laboca seca.

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—No, no puedo esperar. Necesito saberqué es lo que pasa —dijo haciendo un gestocon la mano que los abarcaba a los dos.

Alex la miró fijamente.—Nada.—Entonces, ¿por qué me rehúyes?Raston esbozó una sonrisa.—Hasta donde sé, he estado toda la noche

contigo. Difícilmente se puede describir esocomo una maniobra de evasión.

Sophia empezó a enfadarse. Al parecer, élno iba a cooperar.

—Sabes a qué me refiero.—No, no lo sé, y creo que ya es muy

tarde para que me instruyas sobre el tema. Sino te importa, quiero tratar de descansar unpoco.

No podía creer que la estuvierarechazando.

—No pienso irme —dijo sonriendo.

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Alex enarcó una de sus cejas.—No hasta que no me digas por qué estás

tan distante. No creo que sea una pregunta tandifícil, ¿verdad? —continuó, sentándose en elfilo de la cama.

Alex no pudo contener un leve gruñidocuando la bata se le abrió ligeramente al tomarasiento. El camisón que tenía puesto era casitransparente y no dejaban demasiado librado ala imaginación. Pudo observar sus muslosfirmes que atraían toda su atención.

—No sé a qué te refieres. Comprendo queestés nerviosa, pero no creo que discutirlo alas dos de la madrugada semidesnuda sea lasolución.

Sophia agrandó los ojos.—¿Que yo qué? No puedes estar hablando

en serio.Alex hizo un gesto con la cabeza

señalando sus piernas. Ella siguió el

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movimiento.—No tengo la culpa. Es la ropa que tus

tías encargaron para mí. Además, tú tampocoestás de lo más recatado.

—No he sido yo el que se ha metido en tuhabitación. Perdona si te parezco un pocorudo, pero no esperaba visitas a esta hora.

Ella soltó un pequeño quejido.—No sabía que fueras tan remilgado.—Y no lo soy, más bien todo lo contrario.

No creas que no me contengo para no saltaren este momento sobre ti y desnudarte porcompleto.

A Alex, le afectaba ver sus piernas como aella le afectaba verle el torso desnudo. Eso eramaravilloso y crucial para poder aunar esanoche los deseos de ambos. Había acudido ala habitación de Alex con la excusa de hablarcon él sobre los motivos que tenía para estartan distante con ella, pero si era sincera

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consigo misma, tenía que reconocer que esaconversación podría haber sido aplazada parael día siguiente. El verdadero motivo parahaber acudido a su habitación, a esa hora tanintempestiva, había sido la necesidad de estarcon él, en todos los sentidos. Sophia, quehabía notado la vehemencia con la que Alexhabía dicho las últimas palabras, tuvo unaidea. No estaba orgullosa por lo que iba ahacer, pero no tenía opción. No quería irse, siese era su destino, sin haber estado con él, entodos los sentidos. Precisaba saber el secretoque atesoraban los amantes. Temía dejar elmundo sin esa felicidad.

Se levantó de la cama con lentitud y seacercó a la luz que arrojaban las velas. Con unsolo movimiento, se desató la bata y la dejócaer a sus pies. Oyó como Alex contenía larespiración.

—Por favor, Sophia —murmuró antes deacercarse a ella.

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—¿Por qué te alejas de mí? —volvió apreguntarle exaltada.

—No tiene nada que ver contigo. Te ruegoque te vistas y que te marches.

Alex se había quedado casi sin aire. Noesperaba que hiciera eso. La luz de las velasatravesaban el camisón, como si no lo tuvierapuesto. Parecía etérea y a la vez terrenal. Élinspiró antes de acariciarla con la mirada. Suspechos, plenos y erguidos, parecían desafiar lafina prenda que los cubría. Sus hermosaspiernas, eran una firme promesa y su cinturaestrecha daba paso a unas caderas generosas ysensuales.

—No deberías haber hecho esto —dijo élentre dientes.

—¿Por qué? —preguntó ella mientras sequitaba la horquilla con la que sujetaba supelo, que cayó en cascada hasta su cintura.

Era demasiado. ¿Quería volverlo loco?

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—¡Cielos! —musitó antes de tomarla entresus brazos y besarla con voracidad.

Saboreó su boca una y otra vez,saqueando cada rincón de aquella exquisitatortura; dejó de negarle a sus manos el placerde tocarla a voluntad. Bajó los dedos por suespalda todo su cuerpo vibró. Sin que supieracómo, Alex había deslizado su camisóndejándola completamente desnuda. Sintió quele ardían las mejillas y casi temió mirarlo a losojos. No sabía qué efecto tendría en él verlaasí. Alex se escuchó respirar de manerairregular. Desnuda era aún más perturbadorade lo que había imaginado. Con la certeza deque ella estaba más conmocionada que él, latomó suavemente de la barbilla levantándole lacara.

Se asombró, entonces, al darse cuenta deque él también estaba temblando.

Cuando Sophia lo miró a los ojos, ya notuvo dudas.

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—¿Estás segura?—Sí —contestó con firmeza.Alex dejó escapar entre sus labios el aire

que había estado conteniendo.—Esperaba que dijeras eso porque no me

creía capaz de parar. Ahora no.Antes de que ella pudiese decir algo más,

él la tomó en brazos y la llevó hasta la cama.La besó lentamente, impregnándole la

boca del sabor de su deseo.—¿Tienes miedo? —preguntó al ver en los

ojos de Sophia una pequeña duda.—No, solo es que …—¿Qué? —preguntó Alex. La obligó con

el cuerpo a mirarlo.—Es que nunca lo he hecho, no sé si

sabré…Alex sonrió a su pesar, lo que hizo que

Sophia frunciera el ceño. Aunque suponía queno había estado antes con ningún hombre,

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recién en ese instante lo supo con certeza.—¿Te causa gracia? —preguntó

angustiada.Él se apresuró a reconfortarla.—No. Jamás me tomaría a la ligera tus

temores. Solo que, si estuvieras en mi lugar,entenderías lo equivocada que estás. Estoyhaciendo verdaderos esfuerzos porcontenerme. Quiero ir despacio y darte elmismo placer que tú provocas en mí.

Sophia experimentó una suave calidez quese apoderaba de ella. Sin embargo, la calma leduró poco y desapareció cuando se dio cuentade lo que él estaba por hacer: empezó aquitarse el pantalón. Ella sintió crecer en suinterior una fuerte tensión que, como unacuerda a punto de romperse, la devoraba. Noestaba preparada para verlo desnudo. Ningunaescultura podía hacerle justicia.

Ella dirigió la mirada al lugar de suanatomía que más curiosidad le despertaba y

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no pudo contener un quejido de sorpresa. Alexsonrió al ver la cara de Sophia que expresabanun sin fin de preguntas y dudas. Su curiosidadlo excitaba profundamente. Ella le acarició eltorso con mano temblorosa mientras lo oíamascullar por lo bajo. Su cuerpo era diferenteal suyo. Era tan hermoso. Siguió las huellas dela piel con la yema de los dedos y sintió laenergía que él le transmitía.

Alex veía en los ojos de ella el brillo de lacuriosidad, del anhelo. Quería responder todassus preguntas, pero, si seguía así… Sabía quedebía contenerse, sin embargo, a cada instantele resultaba más difícil hacerlo. Siempre habíasabido controlar sus pasiones con mano tanférrea, que hasta el momento, era conocidopor ser un amante que proporcionaba placerrepetidas veces antes de dejarse llevar, y conSophia, estaba rezando para no verter susemilla entre las sábanas ante el más levecontacto.

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Con un beso, detuvo el avance de Sophiacuando ella llegó a su vientre. Ella lo atrajohacia su cuerpo desnudo y ese primer rocehizo que se sintiera desbocado. Los pechosplenos y erguidos de la muchacha se clavaronen su torso como un hierro ardiente; dejaronuna marca imaginaria en las venas de Alex,que hicieron que su corazón latiera a un ritmovertiginoso. Intentó aplacar la sed inmediatapor ella; bajó sus labios por el cuello, besandoy saboreando cada porción de su delicada piel,bebiendo de su pulso. Estaba perdiendo eljuicio. Escuchó los gemidos apenas contenidosde los labios de Sophia, que se apretaba contraél, que lo buscaba con desesperación. Alex,sin embargo, la apartó y comenzó a besarcada centímetro de su piel. Sabía qué era loque deseaba, pero quería que el placer fuesemáximo entre sus brazos, quería que Sophiaestallara al final en mil pedazos presa de undelirio sin igual. Mordisqueó uno de sus

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pezones a la vez que excitaba al otrojugueteando con él entre sus dedos. Sophiagimió más alto, arqueando el cuerpo para darleun acceso pleno. Succionó la areola rosada,lamiendo y saboreando una y otra vez hastaque sintió que Sophia se impacientaba a causade un placer incompleto, esperando un finalque anhelaba a cada segundo con másdesesperación. Siguió bajando a través de sucuerpo besando cada centímetro de su pielhasta que llegó al mismo centro de su deseo.

Sophia pensó que no podría soportar más.Había caído presa de la inconsciencia y queríagritar que por favor terminara con aqueltormento que parecía llevarla una y otra vez ala culminación, para después dejarla de nuevoanhelante. No podía pensar y apenas lograbarespirar, escuchando sus propios gemidos. Erauna esclava en manos de Alex y, aunque sumente le reprochaba ese abandono visceral, nopodía hacer nada por evitarlo. Sus besos la

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hacían arder, pero nada en el mundo la habíapreparado para lo que él haría. Cuando sintiósus labios entre sus piernas, arqueó el cuerpodesafiando a la gravedad. Gemía de tal modoque apenas era capaz de reconocer su propiavoz mientras él, sin ningún tipo de piedad latomaba por las caderas y la acercaba más a suboca, como un hambriento, como undesquiciado que quiere llevarla a la perdición.Sophia se aferró a las sábanas con fuerza ycreyó desfallecer, mientras se fragmentaba enmil pedazos producto de un placer extremo,que la alejó de todo lo real mientras losespasmos que recorrían su cuerpo la llevabanuna y otra vez a la cima. Sintió la boca deAlex cerca de su cuello otra vez y lo escuchósusurrándole palabras de pasión, preparándolapara lo que estaba por venir. Sintió la presiónentre sus piernas. Estaba duro, abrasado por elplacer; la reclamaba para sí. Sintió cómo seintroducía despacio dentro de ella, y un

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quejido de placer volvió a apoderarse de suslabios. Llevada por un impulso natural, subiósus caderas para atraerlo más hacia su interior,lo que hizo que Alex mascullara con ungemido casi de dolor.

—Lo siento —fue lo único que logródecir, presa de la confusión.

—Me vuelves loco —dijo él con vozronca.

Eso fue lo último que escuchó antes desentir cómo él se introducía dentro de ella conuna sola embestida que le provocó un dolorintenso y agudo. Aguantó unos segundosapretando los dientes, mientras él permanecíatotalmente quieto. Cuando la vio relajar lamandíbula y sintió que la presión de las uñasen la espalda había cesado, comenzó amoverse con lentitud; sintió que volvía aponerse tensa.

—Tranquila—le dijo mientras la besaba yla acariciaban con ternura.

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Sophia comenzó a relajarse y las cariciasvolvieron a despertar el cosquilleo en suvientre. La temperatura de su cuerpo empezóa elevarse de nuevo, con la mecha de losbesos y el trazo de los dedos de Alex, hasta talpunto, que se vio a si misma moviendo lascaderas contra él en una cadencia que parecíavolverlo loco.

—Sophia, detente, yo…No pudo terminar la frase. Sophia acabó

con su determinación de ir despacio y unrugido devastador salió de sus labios. Ellaempezó a sentir las embestidas de Alex en suinterior. Al principio algo más lentas,haciéndola gemir de forma entrecortada.Volvía a sentir esa acuciante necesidad encada rincón de su ser, concentrado en suvientre y que gritaba que lo saciara una vezmás. Sophia lo envolvió con sus piernas en unmovimiento instintivo que hizo que élapresurara el ritmo, hasta tal extremo que ella

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solo podía suplicar que acabase con sutormento. Sintió que los primeros espasmos lallevaban a la cima del placer, para gritar elnombre de Alex en una locura sin precedentes.

Escuchó el rugido de él un momentodespués, que se derramó en su interior y luegolo oyó repetir su nombre. Se acostó junto aella y la atrajo hacia si, rodeándola con susfuertes brazos.

—Te amo.Con el sonido de la voz de Alex, se

entregó a un profundo sueño, segura porprimera vez en muchos años.

Alex sintió el momento exacto en queSophia se quedó dormida. Parecía tan delicadaentre sus brazos que casi le daba miedotocarla. Aunque no esperaba que aquellanoche terminara así, se alegró profundamente.Hacer el amor con Sophia había sidorevelador. Jamás había esperado lograr esaconexión, ese placer extremo que ella le

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provocaba. Se había sentido completo de unamanera imposible de explicar. Por primera vezen su vida creyó que tenía una verdaderarazón para vivir, y para morir. Daría su vidapor ella y ya no le importaba que ese fuera sudestino. Con ese pensamiento, se sumergió enun profundo sueño. Con Sophia en susbrazos, todo era posible.

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Capítulo 24

EL carruaje iba serpenteando por las callesde Londres camino al Covent Garden. Esanoche, la luna se recortaba en el firmamentocon su silueta blanca. La mente de Sophia,ajena a los comentarios de las tías de Raston,vagaba por otro lugar. No podía dejar depensar en la noche anterior, y en cómo sehabía sorprendido esa mañana al amanecer ensu propia cama. Lo último que recordaba,antes de haberse despertado mirando lasparedes de la habitación azul, en la que habíanvuelto a hacer el amor más tarde. Alex lecontó después, acariciándola, que la habíallevado hasta allí en brazos antes delamanecer. Después de la noche que habíanpasado juntos, todo había cambiado para ella.Sabía que estaba en una situación peligrosa y

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que, por más que quisiera, no podía huir, perotambién sabía que ahora era feliz. Aunque eraconsciente de que toda esa felicidad podríaesfumarse en un instante, no podía evitarsentir que la vida era maravillosa. Con esesentimiento de euforia contenida, se removióinquieta en su asiento. Estaba nerviosa porqueesa noche no solo iba a enfrentar a LouisDanton, sino también enfrentaría a toda lasociedad londinense como futura marquesa deAbington y actual prometida de lord Raston.Las tías de Alex le habían dicho que selimitara a ser ella misma, que si había logradoenamorar a su sobrino, la sociedad londinensecaería rendida a sus pies. Sin embargo, paraella, no estaba tan claro que fuera a ser así.Llevaba muchos años apartada de un mundoque, ahora, le parecía demasiado grande.Sintió que el vestido color zafiro la apretabaligeramente. Lo había elegido para aquellanoche porque le encantaba el color y la hacía

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parecer más esbelta. Las tías habían estado deacuerdo, y Alex la había hecho ruborizarcuando le dijo al oído que estaba preciosa,pero que en lo único en lo que lo hacía pensarese vestido era en quitárselo. Vaen debióhaberse percatado porque rió por lo bajo antesde decirle que estaba hermosa.

El carruaje se detuvo a los pies del teatrode la ópera. La función estaba por comenzar.

Cuando entraron en el palco de la familia,Alex pudo ver que todas las caras se volvíanpara ver a su prometida. Estaba deslumbrantey algo nerviosa, a juzgar por el modo en queapretaba el pequeño bolso que llevaba sujeto ala muñeca.

Todavía no había localizado a Therman ya los dos agentes, pero sabía que estabancerca. Esa misma mañana le había mandadoun mensaje confirmándole que allí estarían.

En los palcos del semicírculo, eran más losque enfocaban a Sophia que al escenario.

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—Tranquila —le dijo Alex a Sophia envoz baja—. Estas preciosa.

Sophia hizo un esfuerzo por sonreír.—Querida, eres el centro de todas las

miradas —dijo Ophelia orgullosa—. Los hasdejado a todos con la boca abierta.

Harriet miro la cara de la muchacha, queintentaba por todos los medios relajarse unpoco.

—No olvides respirar, querida, te estásponiendo morada —le dijo con una risilla quehizo que la aludida la mirara algo molesta.

Vaen entró último, y su presencia en elpalco también generó cierto revuelo.

—Parece que te estoy robando algo deprotagonismo —dijo en tono jocoso.

Sophia lo miró con picardía.—¡Eres tremendo!El hermano de Alex soltó una carcajada

que provocó que las miradas se volvieran de

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nuevo hacia ellos.—Se calmarán en cuanto empiece la

función.—Eso espero —dijo Sophia un poco más

tranquila.Los palcos estaban a rebosar. Alex,

concentrado como había estado en el caso,recién se percataba de que el anuncio en losdiarios y los comentarios de sus tías habíanhecho de aquella presentación el tema del año.Había que reconocerles que sabían moverseen sociedad.

* * *

Aquel era un buen lugar para observar

todo. Faltaba muy poco. Su pulso experimentóuna breve sacudida por la ansiedad. Paciencia,se dijo. Un movimiento al otro lado del pasillole permitió localizar a uno de los agentes de la

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Oficina de Asuntos Exteriores. No tendríaproblema con ellos. Los muy necios creíanque lograrían sorprenderlo, sonrió entredientes. Aquellos incautos no sabían con quiénestaban tratando. Aunque en parte erainsultante, no le importó porque favorecía susplanes.

Fijó la mirada de nuevo en el palco endonde se encontraba Isabeau Broussard.Tenía que reconocer que se habíatransformado en una mujer hermosa. Era unapena que esa belleza tuviera que desaparecerentre sus manos, aunque también resultaba unaliciente para él.

Sabía que no podía cometer ningún error,pero era así como le gustaba trabajar. Cuantomayor fuera el desafío, mejor.

Con esa idea en la cabeza, se puso enmarcha.

* * *

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El primer acto de Don Giovanni terminó

con los calurosos aplausos del público. Laópera de Mozart seguía siendo un verdaderoacontecimiento musical. La obra que sesituaba en la Sevilla del siglo xvii, presentaba aGiovanni como un joven noble y arroganteque iba enredando su vida, y la de los que lerodeaban, en una maraña de engaños yenojos.

Sophia miró a Alex, que estaba sentadodetrás de ella junto a Vaen y al señor Talbot,que había llegado sin que ella se diese cuenta.Los tres se habían colocado como una suertede escudo humano para flanquear la entrada alpalco.

—¿Estás bien? —le preguntó Alexacercándose un poco.

—No podría estar mejor. Tú estas aquí.Él sonrió con una mirada pícara en sus

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ojos.—Me ha encantado este primer acto —

dijo Harriet entre suspiros—. Ese bribónacabaría con el corazón de cualquier mujer.

Ophelia la miró con el monóculo en mano.—A ti te gusta cualquier cosa, Harriet.Sophia sonrió. Sabía que las hermanas se

querían muchísimo, pero adoraba suspequeñas discusiones.

—Oh, señor Talbot, ¡está usted aquí!¿Qué le ha parecido? —preguntó Ophelia.

—Lady Barth, lady Martley, señoraTurner, si me lo permiten, debo decirles queestán ustedes deslumbrantes esta noche.

—¡Oh, usted siempre tan amable! —dijoHarriet.

Alex miró a su hermano, que apretabaligeramente la mandíbula, y cuyo semblantehabía adquirido de repente una gran seriedad.

Siguió su mirada hasta un palco cercano

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donde vio al conde de Ayrn hablando con unadama que Alex no alcanzó a reconocer.

—Deberías hablar con él de lo que paso.—No tengo nada que hablar con él —dijo

con determinación.—Además de tus muchas cualidades, eres

más terco que una mula.Vaen enarcó una de sus cejas.—Mira quién habla.—Touché —soltó Alex sonriendo.—¡Rayos! —maldijo Ophelia mirando al

suelo—. Se me han caído los anteojos.—Espere, yo los buscaré —dijo Sophia.Justo en el momento en que comenzaba a

bajar su cabeza, un disparo resonó cerca deella y lanzó astillas de madera a su cara.

Al momento siguiente se encontró en elsuelo con Alex encima.

—¿Estás herida? —lo escuchó preguntarimpaciente.

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—No, no, estoy bien.Sophia intentó levantarse.—No te muevas —lo escuchó mascullar.Alex se reprochó no haberlo previsto.

Estaban tan seguros que utilizaría el mismométodo que con lord Whyte que no habíanpensado en la posibilidad de que se leocurriera disparar. Miró por encima de labarandilla y vio que una sombra se deslizabade uno de los palcos hacia el exterior. Talbottambién lo había visto.

—¡Vaen! —gritó Alex buscando a suhermano con la mirada.

—Tendrá que pasar sobre mi cadáver parallegar a ella.

Alex hizo un gesto de asentimiento con lacabeza y, al minuto siguiente, salió del palcocon Talbot pisándole los talones.

Corrió por el pasillo mientras escuchabalos gritos y el revuelo que el disparo había

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provocado en el teatro. Sentía a Talbotcorriendo detrás de él y, unos metros másadelante, el subdirector de la Oficina deAsuntos Exteriores se unió a ellos.

Alex localizó al encapuchado que habíavisto en el momento del disparo. Estaba aunos veinte metros de ellos y lo vio cruzar elumbral de una puerta.

Talbot y Therman lo alcanzaron cuandollegó a la puerta.

—¿A dónde dan estas escaleras? —preguntó James.

—A la azotea —contestó el director de laOficina de Asuntos Exteriores.

—¡Diablos! —dijo Alex entre dientes,mientras subía corriendo los escalones.

Cuando llegaron al final de las escaleras,encontraron el acceso a la azotea.

La luna llena les permitió ver por unossegundos al hombre al que perseguían antes

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de que volviera a desaparecer como por artede magia, pero era imposible que fuerademasiado lejos, a menos que pudiera volar.

—¡Ahí, miren! —gritó Therman señalandouna cuerda que, tensa por el peso, se deslizabamás allá del borde de piedra que rodeaba laazotea.

Se acercaron a ella a toda prisa. Sinembargo, antes de que alcanzaran el borde, ungrito grave y profundo, seguido de un golpeseco, rompieron el silencio de la noche.

Al mirar hacia abajo vieron un cuerpoaplastado contra las baldosas.

Alex tomó la cuerda y vio que estabacortada. Miró la fachada lateral del teatro yvio que una punta afilada había cortado lacuerda.

—¿Es él? —preguntó Talbot, mientrasveía algunos transeúntes acercándose alcuerpo que yacía inmóvil en el suelo.

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—Vamos a comprobarlo —dijo Alex.Cuando llegaron a la calle, los dos agentes

mantenían a los curiosos alejados del lugarpara que ellos pudiesen examinar el cuerpo.

—Podría ser él —manifestó Thermanantes de agacharse para verlo mejor—. Por lomenos la estatura y la complexión coincidencon la de Danton.

Al girarlo, Talbot silbó por lo bajosorprendido. La mitad de la cara estabadestrozada por el impacto y la otra estabasurcada por cicatrices que parecíanprovocadas por el fuego.

—Es él —dijo Therman relajando algo lapostura.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó Talbot.—Por las cicatrices.—Sí, coincide con lo que nos contó

Sophia —argumentó Alex sin dejar de mirar elcuerpo—. La otra noche nos dijo que, cuando

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intentó matarla por primera vez, logró darle enla cara con una brasa.

—Es cierto —dijo Talbot.Therman sacó un arma de la capa del

sujeto. Al parecer, era la misma con la quehabían intentado matar a Sophia.

—Aquí tenemos el arma.—Sí —dijo Alex observándolo

atentamente—. Parece un fusil de caza.Permítame verlo más de cerca.

Therman se lo tendió. Después deexaminarlo durante unos minutos, estuvo casiseguro de que quien estaba a sus pies eraLouis Danton.

—Es alemana y de ánima rallada, lo que lavuelve más precisa. Es un arma cara y no estáa disposición de cualquiera.

—Si no se hubiera rasgado la cuerda,habría escapado.

—Sí; y si Sophia no se hubiera agachado

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justo en el momento del disparo, estaríamuerta—dijo Alex que aún sentía los zarpazosdel miedo a perderla arañando su interior.

La policía llegó en ese momento y Jamesse alejó unos pasos para hablar con losagentes.

—¿Está seguro? —preguntó Alex alsubdirector de la Oficina de AsuntosExteriores.

Therman estudió el cuerpo durante unosminutos más antes de volver a mirarlo.

—No puedo asegurarlo por completo, perotodo encaja. La estatura, la complexión, laedad, la quemadura en la cara, que atentaracontra la vida de la señora Turner esta noche.Son demasiadas cosas para que sea meracoincidencia. Además, como le dije, nuncaactúa de la misma manera, eso es lo que lovolvía tan impredecible y peligroso. Debe dehaberlo intentado esta noche porque eraimpensable que lo hiciera y seguramente lo

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hizo con un arma de fuego y desde lejos parasorprendernos. Y casi lo consiguió. Sabía queera prácticamente imposible entrar a su casa yque Sophia estaría bien custodiada. Solo asítenía posibilidad de lograrlo.

Alex asintió con la cabeza. Elrazonamiento de Therman era impecable, peroaún le quedaba un regusto amargo. Quizá porno haber logrado preverlo. Como bien dijo elde la Oficina de Asuntos Exteriores, era lamejor, si no la única opción que tenía, yninguno la había pensado. Sophia podría estarmuerta por mi falta de previsión, se dijoenojado consigo mismo.

Se despidió de Therman y volvió a entraral teatro para verla.

* * *

Sophia no soportaba más la espera, pero

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Vaen no la dejaba salir de allí.—¡Tengo que saber si Alex está bien! —le

gritaba.—No nos moveremos hasta que vuelva.

Estás más segura aquí. Todo el mundo estácorriendo a la salida y la confusión y el barullode la gente podrían darle una buenaoportunidad al asesino. Además, se lo heprometido a mi hermano y no puedes pedirmeque rompa la primera promesa que le hago —dijo Vaen con una media sonrisa—. Seguroque está bien, Sophia, no te preocupes por él.

Tuvo que reconocer que Vaen tenía todala razón, pero sus nervios estaban a punto dequebrarse. Vio a Ophelia, que estaba pálida, ya Harriet, que no paraba de abanicarse,sentadas en sus asientos, y se dio cuenta deque no era la única que se preocupaba porAlex. Después de todo, eran su única familia.

—Sí —dijo Sophia mirando a Ophelia—,sé que estará bien.

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La tía de Alex la miró con decisión, comosi en ese momento sus fuerzas retornaran aella.

—Gracias, querida. Sé que llegará en…Ophelia no pudo terminar la frase porque

Raston irrumpió en el palco con ímpetu.—¿Están todos bien? —preguntó mientras

tomaba a Sophia entre sus brazos.—Ahora sí —dijo Harriet sonriendo por

primera vez.—¿Qué ha pasado? —preguntó Vaen.—Louis Danton ha muerto.Sophia se separó de él lo suficiente como

para mirarlo a la cara.—¿Estás seguro? ¿Cómo?—Lo perseguimos hasta la azotea. Allí

tenía preparada una cuerda para escapar.Intentó deslizarse por el lateral del edificio.Antes de pudiésemos alcanzarlo escuchamosun golpe. Al asomarnos, vimos su cuerpo

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tendido en el suelo, inmóvil. Lo tenía todobien planeado, pero tuvo mala suerte. El bordedel edificio tenía una punta rota que cortó lacuerda. Cuando lo vimos, tenía la mitad de lacara desfigurada por el golpe y la otra llena decicatrices de quemaduras. Los ojos de Sophiabrillaron en señal de reconocimiento.

—Therman dice que todo encaja y notiene dudas de que es él. Entre sus ropas teníael arma que disparó hoy.

Sophia no podía hablar. Le costaba creerque por fin hubiese acabado todo. Solo pudomirar a Alex intentando decirle con los ojos loque aquello significaba para ella. Él volvió aabrazarla. Recién ahora volvía a respirar connormalidad. Pensar que en ese momento ellapodría haber estado muerta lo enloquecía.Miró a sus tías que con emoción contenidaaunque visible en el brillo de sus ojos, lesonreían con ternura.

—Te dije que estaría bien —dijo Vaen

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mirando a Sophia—. ¡Es demasiado testaruda!—dijo mirando a su hermano.

Alex sonrió con picardía.—Vayámonos a casa.Con la certeza de que aquella noche le

habían dado una segunda oportunidad para serfeliz, Raston se abrió paso para salir del palco.Iba a ser una salida lenta porque, aunque algomás calmada, la gente se agolpaba en lapuerta.

Alex y Sophia permanecieron unidosdetrás de una horda de gente mientrasintentaban salir. Anhelaban el aire fresco de lanoche. De repente, sintió que Sophia serelajaba a su lado. Si bien en su cara habíaincredulidad, estaba diferente. Vio en sus ojosque por fin, después de todos esos años desufrimiento, se sentía realmente libre ycomenzó a discernir lo que la muerte de LouisDanton significaba para ellos.

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Capítulo 25

CUANDO entraron a la casa, todos sesentían agotados.

—Nosotras nos vamos a retirar. Estoy tancansada que temo caerme antes de llegar a lacama —dijo Ophelia.

—Yo también me retiro, si no les importa—dijo Vaen con una sonrisa—. Creo que yahe tenido suficiente acción por un día.

Alex miró a sus tías y a su hermano ysonrió.

—Están envejeciendo.—Jovencito, me gustaría verte cuando

llegues a mi edad.—Eso —dijo Harriet, que apenas podía

sostener el abanico.Por toda respuesta Vaen se rió por lo bajo.

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—Buenas noches —les dijo Sophia a Vaeny a las tías dándoles un beso en la mejilla—.Gracias por todo.

—De nada, querida. Yo quería que estanoche fuera inolvidable, que tu presentaciónen sociedad fuese única, pero creo que noshemos excedido. Te aseguro que nadie va apoder olvidarla jamás.

Sophia no pudo evitar soltar una risillaante el dramatismo de Ophelia.

—Buenas noches —dijo Harriet tomandoa su hermana del brazo, para sujetarsemutuamente al subir las escaleras.

Alex y Sophia se quedaron en el hallviendo cómo todos desaparecían.

—¿Quieres que tomemos una copa? —preguntó Raston con picardía—. Esta noche tela has ganado.

Ella sonrió.—Si usted me invita, caballero, no puedo

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negarme. Usted sabe cómo enloquecer a lasmujeres.

Él levantó una de sus cejas al escucharesas palabras.

—¿Está segura?—Segurísima.—Es bueno saberlo —dijo Alex, abriendo

la puerta de la biblioteca—. Espérame aquí, enseguida vuelvo.

Sophia miró a Alex algo contrariada.—Está bien, pero no tardes.—Por nada del mundo.Alex la beso suavemente en los labios

antes de cerrar la puerta y dirigirse a suescritorio.

Sophia se sentó en el sillón color Burdeosque estaba al lado de la mesa de los licores.No era una gran bebedora, pero, como habíadicho Alex, se lo había ganado.

Empezó a reordenar en su cabeza todo lo

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que había ocurrido. No fue consciente deldisparo hasta que Alex no estuvo encima deella, protegiéndola con su cuerpo de otroposible proyectil. Cuando oyó la voz dedesesperación con la que le preguntaba siestaba bien, comprendió que él la amaba conla misma intensidad que ella. Por eso, cuandoabandonó el palco no pudo respirar connormalidad hasta que no lo vio aparecer denuevo.

La puerta se abrió de golpe, trayéndolanuevamente a la realidad.

—Espero no haber tardado demasiado.—No —dijo Sophia con voz apagada.Alex se acercó a ella y se sentó a su lado.—¿Pasa algo?—No, estoy bien. Simplemente no puedo

dejar de pensar en lo que ha sucedido estanoche y en lo que podría haber pasado.

Alex la entendía perfectamente. Él

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tampoco podía dejar de rememorar una y otravez la escena en la que el disparo casi laalcanzó.

—Te entiendo, pero solo debes pensar enque, al final, todo ha terminado bien. LouisDanton nunca volverá a hacerte daño.

Sophia sabía que Alex tenía razón. Nodebía seguir torturándose. Lo que másdeseaba ahora era estar con Alex y disfrutaresa segunda oportunidad que la vida le ofrecíapara ser feliz. Sonriendo lo besó en los labios.

—Tienes toda la razón. Basta depensamientos sombríos.

—Eso me gusta —le dijo sonriendotambién.

—¿A dónde has ido? —preguntó Sophiacon curiosidad.

Alex rebuscó en el bolsillo de su chaqueta.—Hay algo que hace tiempo que quiero

darte, pero, por una razón u otra, no he

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podido hacerlo. Me pareció que este era unmomento ideal para hacer bien las cosas.

—¿A qué te refieres?Alex sacó una cajita color hueso del

bolsillo. Se levantó del sillón y sin dejar demirarla a los ojos, se arrodillo frente a ella Y ledijo:

—Sophia Amelia Turner e IsabeauBroussard, ¿aceptas ser mi esposa y hacermeel hombre mas feliz de la tierra?

Ella se quedó muda. Después de todo loque había pasado aquello era tan hermoso y lahacía tan feliz, que solo atinó a derramarlágrimas. Él enarcó una de sus cejas mientrasesbozaba una arrolladora sonrisa.

—Estaría bien que me dijeras algo porqueestoy empezando a preocuparme.

Sophia soltó una carcajada entre lágrimasde alegría mientras decía que sí. Alex le pusoel anillo en el dedo. Encajaba perfectamente.

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Ahora todo encajaba perfectamente.

* * * Sophia entró a su habitación apurada.

Después de todo lo que había ocurrido,deseaban pasar la noche juntos, aunquetuvieran que hacerlo a escondidas. Después deque dejaron la biblioteca, Alex le dijo que loesperara en su dormitorio. Se acercó alarmario para buscar otro de esos camisonesque madame Letre le había hecho.

Eran casi transparentes y, la verdad, leparecían un poco exagerados, pero las tías deRaston habían insistido en que eran los queuna esposa debía usar, sobre todo si queríaconvertirlas en tías abuela.

Sin embargo, pese a la vergüenza quesentía al usarlos, la noche anterior habíandemostrado ser más que efectivos. Las tías de

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Raston eran más pícaras de lo que parecía, sedijo sonriendo. Tomó el camisón negro quetenía justo delante y lo tendió sobre la cama.Escuchó a Atila que como un polvorín salióde dentro del armario.

—Pero ¿qué haces ahí adentro? ¿Cómohas podido…?

En el espejo de la cómoda vio el reflejo deuna silueta.

La sangre se le heló en las venas.Antes de que pudiese articular ningún

sonido, sintió la cuerda en su garganta,apretando lo suficiente para apenas pudierarespirar, pero no tanto como para matarla.

—Isabeau —susurró una voz a su oído.Ella sintió náuseas.—¿De verdad creíste que había muerto?Una risa repugnante brotó de los labios de

Louis Danton.—No —continuó—, no sin antes tener el

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placer de quitarte la vida con mis propiasmanos. Solo así Marguerite podrá descansaren paz —le dijo apretando la cuerda yhaciendo que a Sophia se le nublase la vista.

—No va a ser tan rápido —siguió—. No,después de todo, me lo debes. ¡Mírame! ¡Miratu obra!

El Fantasma la puso de costado para quepudiese verle la cara. Reconoció el semblantede la muerte que tantas vidas queridas habíasegado. Tenía una parte del rostro desfiguradapor las quemaduras que ella le había hecho.Sus ojos fríos estaban vacíos, tal como losrecordaba.

—¿Cómo lo hiciste? —preguntó Sophia,para ganar algo de tiempo.

Danton la miró evaluando si contestarle ono. Sonrió de lado antes de hablar.

—¿Qué cómo te encontré? ¿Eso es lo quequieres saber?

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Sophia sabía que no le faltaba mucho. Eloxigeno apenas llegaba a sus pulmones y eldolor en su cuello era casi insoportable.

—Durante muchos años no pude ir aFrancia. Cuando regresé, no pude dar connadie que supiese algo de ti, hasta que hallé atu antigua criada. Sí —dijo al ver la angustiadibujada en los ojos de Sophia—, esa mujertan agradable que te adoraba. La torturé hastaque me dio un nombre, Charles Whyte. Apartir de ahí todo fue más fácil. Tu tío noabrió la boca, incluso cuando la vida se leescapaba, pero la suerte quiso que teencontrara. —Hizo una pausa, apretando unpoco más y continuó—: Esta noche todos hanbailado al son del ritmo que yo marcaba. Eldisparo era parte de un plan bien trazado, peroel tiro pasó lo suficientemente cerca comopara que a nadie se le ocurriera pensar quehabía errado a propósito. Fue conmovedor vercómo todos salían corriendo detrás de mí, lo

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que me permitió comprobar que se lo habíancreído todo. ¿Qué cómo lo hice? —retomó lapregunta de Sophia—. Salté con la cuerda,pero no hasta al suelo, como todos pensaron,sino hasta una ventana que hay pocos metrosdebajo de la azotea. Después grité mientrastiraba el cuerpo de un mendigo y cortaba lacuerda con el borde. Sí, un mendigo. La idease me ocurrió cuando vi sus cicatrices ycomprobé que su tamaño casi coincidía con elmío. —Danton soltó otra risa diabólica—. Teestás poniendo azul, querida. Eso significa quela vida te abandona —dijo apretando de formabrutal el lazo.

Sophia pensó que su hora había llegado,hasta que escuchó gruñir a Danton. Atila leestaba clavando las uñas en la cara. Por unmomento, El Fantasma aflojó el lazo losuficiente para que Sophia pudiese moverse y,sin pensarlo, le dio un golpe en la entrepierna.Danton volvió a gruñir y la lanzó con fuerza

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hacia la cama. Al caer, se dio un golpe en lacabeza. Todo a su alrededor comenzó adesvanecerse hasta que quedó sumida en unacompleta oscuridad.

* * *

Alex recorrió el pasillo con sigilo. Sentía

que se estaba comportando como un chiquillo,pero quería hacer las cosas bien con ella.

Al llegar a la puerta de la habitación azuloyó un ruido que lo hizo estremecerse. Abriócon tanta fuerza que saltaron los goznes de lapuerta. Cuando vio a Sophia caer inerte, unafuria ciega lo dominó. Se lanzó contra Dantony ambos cayeron al suelo. Rodaron variasveces y, aunque le asestó varios golpes en lacara y en el cuerpo, no logró que flaqueara.Raston le dio de lleno y se lo quitó de encima,pero, cuando intentaba incorporarse, Dantonle asestó un golpe que hizo que perdiera el

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equilibrio.Un instante después, sintió que algo lo

asfixiaba.—Maldito inglés —masculló el espía, a

punto de darle el golpe final.Alex logró darle un codazo en el estómago

y, con las fuerzas que le quedaban, le hundiólos dedos debajo de las costillas. Oyó unquejido profundo saliendo de los labios delasesino, mientras la presión en su cuello ibadisminuyendo. Giró rápidamente paraenfrentarse de nuevo a él, pero no hizo falta.

Danton tenía una expresión de sorpresamientras miraba la punta del sable que salíapor su pecho.

—Marguerite —dijo antes de caer sin vidaal suelo.

Alex vio a Sophia de pie, detrás del espía,vigilando el cuerpo ensartado en el sablefrancés de su padre. Se acercó a ella y

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examinó con detalle la herida que se habíahecho al caer.

—¿Estás bien? —le preguntó preocupado.Sophia se aferró a él con todas sus

fuerzas.—Ahora sí se ha acabado —dijo con voz

trémula.—Sí, mi amor, así es —dijo Alex mientras

la estrechaba aún más entre sus brazos,susurrando palabras de amor.

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Epílogo

UN mes después. —¡Estás preciosa! —Ophelia la miraba

con amor maternal.—Más bien yo diría que estoy nerviosa —

dijo Sophia.—¿Por qué? —preguntó Harriet haciendo

un gesto con la mano—. ¿Porque vas acasarte dentro de una hora y la iglesia estarárepleta de gente? ¿Porque todas las miradasestarán centradas en ti?

Sophia tragó saliva con dificultad.—¿Has visto lo que has hecho? —dijo

Ophelia a Harriet con cara de pocos amigos.—¿Qué he hecho? —preguntó

inocentemente.

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—La has puesto más nerviosa diciéndoleque todo el mundo estará pendiente de ella,tanto fuera como dentro de la iglesia, y quealgunos estarán esperando ansiosos quecometa algún error para tener de qué hablar.

La muchacha volvió a tragar.—Eso tampoco ayuda demasiado, Ophelia

—dijo mientras sentía que se ponía cada vezmás nerviosa.

—Perdóname. Es esta hermana mía, que aveces me saca de quicio. Pero no tepreocupes, todo va a salir perfecto.

Sophia asintió queriendo creer lo que ledecían.

Llevaba un sencillo vestido con un escoteen forma de “u” y pequeños bordados en laparte inferior de la falda.

Tenía el pelo recogido con un moñosencillo y elegante, sus manos estabancubiertas por unos guantes de raso haciendo

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juego con el vestido y en el cuello tenía unafina cadena de oro de la que colgaba unapequeña perla que había pertenecido a sumadre.

Aunque su familia no estaría presente ensu boda, estaban siempre en su corazón, quepalpitaba fuerte.

Además, dos miembros de su familia síasistirían: lady Whyte y su hijo, Anthony, queen realidad era su primo.

Después de la muerte de Danton había idocon Alex a Surrey a contarles toda la verdad alos Whyte. No había sido nada fácil, peroEmily y Sophia se abrazaron en un mar delágrimas, algunas de pesar y otras de alegría.

—Querida —dijo Ophelia mirándolafijamente—, es casi la hora. ¿Tienes algúnsecreto más que quieras contarnos antes dedar el sí? —preguntó con ironía.

Sin embargo, la cara de la muchacha no lepasó inadvertida.

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—¡Sí que lo tienes! —exclamóarrancándole el abanico a su hermana—. ¿Voya necesitar las sales? —le preguntó a Sophiasin quitarle los ojos de encima.

Sabía que no debía decir nada, pero ellaseran ahora su familia y lo más cercano a unamadre que tenía.

—Bueno —dijo con una sonrisa—, loscamisones de madame Letre han sido muyefectivos.

—No entiendo —dijo Opheliaabanicándose más fuerte.

—Ni yo —dijo Harriet dándose pequeñosgolpecitos en la barbilla.

—¿Puedo pasar? —preguntó Vaendespués de llamar a la puerta.

—Sí —dijo Ophelia, tratando de entenderlo que Sophia les acababa de decir.

Vaen entró en la habitación.—¡Vaya! —dijo llevándose una mano al

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pecho—. ¡Estás preciosa!Alex le había pedido a su hermano que

fuese el padrino de boda.—Gracias, Vaen. Tú también estás muy

elegante.Vaen sonrió de oreja a oreja.—Lamento interrumpirlas, pero el carruaje

está en la puerta.—De acuerdo, ya vamos —dijo Ophelia

mientras revisaba la habitación y a Sophiapara comprobar que no faltara nada.

Cuando bajaba las escaleras, la muchachapensó si las tías habían comprendido ya lo queles había dado a entender.

Llevaba dos semanas de retraso y, aunqueno estaba completamente segura, algo le decíaque pronto tendrían un hijo.

Antes de que subiera al carruaje, oyó ungrito procedente de la casa.

—¡Harriet!, ¡Harriet! ¡Por todos los cielos!

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¡Ya entendí qué quiso decir!

* * * La iglesia estaba llena, pero Sophia apenas

si se fijó en los rostros de los concurrentes. Alentrar y ver a Alex al final del pasillo, todossus temores, todas sus dudas se esfumaronpara siempre.

¡Estaba tan elegante!Con paso firme y pausado se acercó hasta

al altar y, cuando estuvo al lado de él, le guiñóun ojo y la hizo sonreír.

Durante la ceremonia estuvo como en unanebulosa. Solo cuando Alex la besó en loslabios pareció despertarse.

En el banquete se sirvieron los platos másexquisitos regados con buenos vinos ychampaña.

—¿Y bien, lady Raston, como le sienta ser

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mi esposa?Sophia sonrió.—Por ahora muy bien, así que espero que

siga así, lord Raston.Alex enarcó una de sus cejas y ella soltó

una carcajada.Le encantaba verla así. Cuando la

escuchaba reír, algo dentro de él seensanchaba llenando su cuerpo de unafelicidad insospechada.

—¡Eres terrible! —le dijo al oído.Sophia estaba por contestarle cuando

Talbot se les acercó.—¡Felicitaciones! —dijo con alegría

dándole una palmadita a Alex en la espalda.—¡Gracias! —dijeron al unísono.Vaen también se acercó a ellos con ojos

risueños.—Vengo a decirte que tu tía Harriet ha

bebido un poco de más.

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—¿Cómo ha pasado?Vaen sonrió.—No lo sé, pero si fuera tú, iría pronto.—¿Por qué? —preguntó preocupada—.

¿Le pasa algo?—A Harriet no le sienta nada bien la

champaña. La última vez que bebió terminóllamando “bruja desdentada” a la mujer delembajador portugués.

Sophia, sorprendida, supo que debíanactuar de inmediato, pero llegaron demasiadotarde.

—Es el sombrero más horroroso que hevisto en mi vida.

—¿Qué ha dicho? —preguntó lady Pech,con expresión ceñuda.

—Ha dicho que tiene el sombrero másprecioso que ha visto jamás.

La cara de la dama indicaba que no creíadel todo lo que Ophelia le estaba diciendo.

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—Yo no dije eso, hermana —dijo Harrietcon voz entrecortada por el hipo.

—Sí, querida, lo has dicho. Anda, vamosa dar una vuelta y dejemos que lady Pechpueda hablar con el resto de los invitados.

—Hasta luego —dijo Harriet mientrasOphelia la llevaba casi a la rastra—. Mira quees feo su sombrero, ¿eh?

Sophia no pudo más que sonreír. Elsombrero era realmente horripilante.

Alex ayudó a su tía Ophelia a llevar aHarriet hasta uno de los sillones mientras queJames le llevaba un café bien fuerte.

—¡Bienvenida a la familia! —le dijo Vaencon picardía.

—Sí —dijo Sophia alegre, porque sabíaque, en efecto, aquellas personas generosas,cariñosas e incondicionales eran ahora sufamilia.

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* * * Aquella misma noche, en la habitación de

Alex, ambos yacían desnudos entre lassábanas después de haber hecho el amor.

—¿En qué piensas? —preguntó Sophiaacariciándole el pecho.

Esa misma tarde le había contado que eramuy probable que estuviera embarazada.Nunca lo había visto tan emocionado comocuando la abrazó y le dijo que la amaba.

—Estoy pensando en el día en que nosconocimos.

Sophia se apoyó en uno de sus brazospara incorporarse y poder mirarlo mejor.

—Sí, yo también pienso a veces en esedía. Cuando choqué contigo al entrar en lacasa de mi tío, creí que me había topado conun muro. También me pareciste pedante,soberbio, arrogante y engreído.

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Sophia vio aparecer el tic de Alex en suojo derecho.

—¿Nada más? —preguntó con un tonoirónico.

Sophia sonrió.—También me pareciste muy atractivo,

inteligente e interesante. Y…—¿Y?—Y… —dijo vacilante— con ese pelo

rubio, esos ojos penetrantes y esa cicatriz —ledijo mientras la acariciaba con la yema de losdedos— pensé que eras un vikingo.

Los ojos de Alex brillaron sin disimulo.—Los vikingos saqueaban los lugares que

conquistaban.—¿Sí? —preguntó Sophia con inocencia.—Sí, pero tengo un problema —dijo Alex

acercándose lentamente a sus labios.—¿Cuál?—Saquear significa robar o apoderarse de

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las cosas que hay en un lugar.—¿Y? —preguntó Sophia.—Pues hay algo que no cierra, porque, si

yo soy el vikingo, ¿cómo es posible que tú tehayas adueñado de algo que yo creía que yano tenía salvación?

Sophia lo miró a los ojos y vio amor,pasión, sueños.

—Porque tú me lo habías robado antes amí, vikingo.

Alex sonrió antes de abrazarla y besarlacomo si el tiempo no existiera mientrasempezaba a tejer nuevos sueños junto a ella.

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Nota de la autoraA fin de poder contar la historia Sophia yAlex en El guante y la espada me he tomadola licencia histórica de que los personajeshagan uso en algunas ocasiones del telégrafoen una fecha en la que su uso en Inglaterradifícilmente estuviera tan extendido como paraque fuera habitual que las noticias sedifundieran de esa manera.

Editorial Vestales

ISBN9789871568581

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