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«El gato del Dalai Lama» del autorDavid Michie nos relata la historiade una gata que por un giroimportante del destino terminasiendo la mascota de Su SantidadEl Dalai Lama. Esta historia esrelatada por la misma gataprotagonista de la historia, quienno solo nos cuenta las vivenciasque tiene con Su Santidad, sinoque nos muestra el desarrollo queella va experimentando como serviviente.Al santuario donde vive llegandiversos tipos de personalidadespara hablar con Su Santidad —desde celebridades de Hollywoodhasta escritores, filántropos,dirigentes, políticos y filósofos—,todos deseosos de que el DalaiLama resuelva sus problemas de

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infelicidad y soledad, les hable delkarma y de la culpa, de lacompasión y la generosidad, de laenvidia y el resentimiento, de lameditación, el misticismo y laagitación. Mientras Su Santidadilumina al visitante, el irreverentegato escucha y comparte con ellector las historias y parábolasescuchadas al Dalai Lama y a losmonjes, al mismo tiempo que lasaplica a su vida diaria.Estas anécdotas con las cuales ellector se sentirá identificado, sonuna invitación a la reflexión paradescubrir la felicidad y elsignificado de nuestras vidas enmedio de un mundo materialista ypletórico de actividad.Después de leer este relato quecontiene pequeñas lecciones de

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sabiduría budista, verás tu mapade vida desde otro enfoque.

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David Michie

El gato delDalai Lama

ePub r1.0ramsan 17.05.15

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Título original: The Dalai Lama’s CatDavid Michie, 2012Traducción: Alejandra RamosDiseño de portada: Amy Rose Grigoriou

Editor digital: ramsanePub base r1.2

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En memoria de nuestrapequeña Rinpoche,

Princesa Wussik del Tronode Zafiro.

Nos trajo alegría, laamamos profundamente.

Que este libro sea unacausa directa para que ella

y todos los seres vivosalcancen la iluminación

rápida y fácilmente.

Que todos los seres tenganalegría

y sean causa verdadera defelicidad;

Que todos los seres esténlibres

de sufrimiento y de lasverdaderas

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causas del mismo

Que ningún ser se aparte dela felicidad que,

libre de todo sufrimiento, esla gran alegría

del nirvana, la liberación;

Que todos los seres vivan enpaz

y con ecuanimidad, que susmentes se liberen

de cualquier apego yaversión, y de la

indiferencia.

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PRÓLOGO

La idea surgió una soleada mañana enla cordillera del Himalaya. Ahí estabayo, en mi lugar como siempre, sobre elalféizar de mi ventana en el primerpiso: el punto de observación perfectopara supervisar con la mayoreficiencia y el menor esfuerzo posible.Su Santidad estaba a punto de dar porterminada una audiencia privada.

Mi discreción es demasiada paradivulgar quién estaba en audiencia,pero podría decir que es una actrizmuy famosa de Hollywood… ya saben,la que es legalmente rubia, la que hacetodas esas obras de caridad para niñosy es famosa porque le gustan los

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burros. ¡Sí, ella!Al dar la vuelta para abandonar la

habitación, volteó a la ventana queenmarcaba aquella gloriosa vista delas montañas cubiertas de nieve, y fueentonces que notó mi presencia.

—¡Ay, qué lindo! —la actriz seinclinó para acariciar mi cuello y yocontesté con un franco bostezo yestirando trémulamente mis patasfrontales—. ¡No sabía que tenía unamascota! —exclamó.

No deja de sorprenderme lacantidad de gente que hace estaobservación, aunque no todos son tanatrevidos como la norteamericana queexpresó su asombro en voz alta. ¿Porqué no habría de tener una mascota SuSantidad (si acaso la frase, «tener unamascota» describe la relación tal comola entienden otros)?

Además, cualquiera con un poder

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de observación particularmente agudonotaría la presencia felina en la vidade Su Santidad con solo fijarse en lospelos sueltos y el ocasional bigote queme encargo de dejar en su persona. Sialguna vez, estimado lector, llegaras atener el privilegio de acercarte alDalai Lama y escudriñar sus túnicas,seguramente descubrirías una fina capade pelo blanco que confirma que, lejosde vivir solo, comparte su santuariointerior con un ser de raza impecable,aunque no documentada del todo, deboadmitir.

Fue precisamente eldescubrimiento de estos indicios loque hizo reaccionar con brusquedad alperro galés de la reina de Inglaterracuando Su Santidad visitó el Palaciode Buckingham, incidente del cual losmedios de comunicación no se dieronpor enterados, por extraño que

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parezca.Pero estoy divagando.Después de acariciar mi cuello, la

actriz norteamericana preguntó:—¿Tiene nombre?—¡Oh, sí, claro! Tiene muchos

nombres. —Su Santidad sonrióenigmáticamente.

Lo que el Dalai Lama dijo eraverdad. Al igual que muchos gatosdomésticos, he ido adquiriendo variosnombres, y algunos los uso con másfrecuencia que otros; uno en particular,no me agrada mucho. Quienes trabajanpara Su Santidad saben que es minombre de ordenación, pero él nuncame ha llamado así. Bueno, por lomenos no usa la versión completa; esun nombre que jamás revelaré mientrasviva, jamás lo revelaré en este libro,eso es seguro.

Bien… definitivamente no lo

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revelaré en este capítulo.—Si tan solo pudiera hablar… —

continuó la actriz— estoy segura deque debe tener mucha sabiduría quecompartir.

Y así, quedó plantada la semilla.Los meses siguientes vi a Su

Santidad trabajar en un nuevo libro.Presencié todas las horas que pasóasegurándose de que los textos seinterpretaran correctamente; el tiempoy cuidado que invirtió en comprobarque cada una de las palabras que habíaescrito transmitiera el mayorsignificado y beneficio posibles. Asífue como empecé a pensar, cada vezcon más frecuencia, que quizá habíallegado el momento de que yo tambiénescribiera un libro que transmitieraparte de la sabiduría que he adquiridoal sentarme, no a los pies del DalaiLama, sino más cerca, en su regazo. El

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libro narraría mi propia historia, quemás que de la pobreza a la riqueza, fueuna historia de felino de basurero amascota de templo. Narraría mirescate de un destino demasiadohorripilante para ser aceptado, y laforma en que me convertí en lacompañía permanente de un hombreque no solo es uno de los líderesespirituales del mundo y ganador delPremio Nobel, sino también experto enel uso del abrelatas.

Por la tarde, con frecuencia,cuando Su Santidad ya pasódemasiadas horas en su escritorio, yosalto desde la repisa de la ventana,camino sutilmente hasta donde él estátrabajando y froto sus piernas con mipeludo cuerpo. Si con eso no logrocaptar su atención, hundo mis dientes—respetuosamente pero con todaprecisión—, en la tierna piel de sus

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tobillos. Eso siempre funciona.Entonces, al mismo tiempo que

suspira, empuja su silla hacia atrás, mealza en sus brazos y camina hasta laventana. Y cuando mira directamentemis enormes ojos azules, su expresiónme transmite tanto amor, que nuncadeja de colmarme de felicidad.

A veces me llama «mi pequeño“bodhigato”», un juego de palabrasque une bodhisattva —el términosánscrito que en el budismo se refierea los seres iluminados—, y claro, lapalabra gato.

Desde ahí contemplamos juntos lavista panorámica que abarca el Vallede Kangra. A través de las ventanasabiertas entra una sutil brisa que traeconsigo las fragancias del pino, elroble himalayo y el rododendro, lacual le brinda al aire un atributoinmaculado, casi mágico. En los

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cálidos brazos del Dalai Lama, todaslas distinciones se disuelven porcompleto: las que hay entre elobservador y el objeto observado,entre felino y lama, entre lainmovilidad del ocaso y mi hondoronroneo.

Y en esos momentos, me sientoprofundamente agradecida de estarjunto al Dalai Lama.

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CAPÍTULO UNO

El suceso que cambió mi aún entoncesmuy joven vida y sin el cual, estimadolector, tú no estarías leyendo estelibro, se lo debo a un toro que sedetuvo a defecar.

Imagina una típica tarde de monzónen Nueva Delhi. El Dalai Lama iba delAeropuerto Indira Gandhi camino acasa después de un viaje que hizo aEstados Unidos para compartir susenseñanzas. Mientras atravesaba lossuburbios de la ciudad en suautomóvil, de pronto el tránsito se viointerrumpido porque un toro caminócon lentitud hasta el centro de laautopista y, una vez ahí, procedió a

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defecar copiosamente.El automóvil se encontraba detrás

de varios más en medio delcongestionamiento, desde ahí SuSantidad observaba con calma por laventana mientras esperaba que losotros avanzaran de nuevo. Entonces, eldrama que se desarrollaba a un lado dela autopista, captó su atención.

Entre el clamor de peatones yciclistas, de propietarios de puestos decomida y mendigos, dos andrajososniños de la calle estaban ansiosos porterminar su jornada de vendimia. Esamisma mañana habían encontrado unosgatitos tirados en la basura, ocultosdetrás de un montón de sacos de yuteen un callejón. Cuando revisaron suhallazgo se percataron de inmediato deque habían encontrado algo de valorporque los gatitos no eran de esosordinarios callejeros; resultaba

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evidente que se trataba de felinos deuna raza superior. Los muchachitos noconocían la raza Himalaya, perogracias a nuestros ojos color zafiro yal tono y exuberancia de nuestropelaje, se dieron cuenta de que éramosun producto que podía mercarse.

Después de arrancarnos delacogedor nido donde nos habíacolocado nuestra madre, nos arrojaron,a mis hermanos y a mí, a la terribleconmoción de la calle. En tan solounos instantes mis dos hermanasmayores, que eran mucho más grandesy estaban más desarrolladas que elresto de nosotros, ya habían sidointercambiadas por rupias. Este sucesotan emocionante provocó que los niñosme dejaran caer, y fue así que aterricécon mucho dolor en el pavimento yestuve a punto de ser asesinada por unmotociclista.

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A los niños les costó mucho mástrabajo vendernos a nosotros dos, losgatitos más chicos y flacuchos.Caminaron fatigosamente durante horaspor las calles y nos aplastaban confuerza sobre las ventanas de los autosque pasaban. Apenas recién nacida,era muy pronto para que mearrebataran de mi madre; por eso, a micuerpecito le costaba trabajo enfrentarel maltrato. Débil por falta de leche yel dolor de la caída, ya me encontrabaal punto del desmayo cuando loschicos despertaron el interés de unpeatón. Era un señor mayor quellevaba algún tiempo pensando enregalarle un gatito a su nieta.

El señor les indicó a los niños quenos colocaran sobre el piso; luego sepuso en cuclillas y nos inspeccionó.Mi hermano mayor caminó apoyandosus patitas sobre el lodo corrugado al

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lado de la autopista y maullóimplorando leche. Cuando alguien meempujó desde atrás para que memoviera un poco, lo único que pudehacer fue inclinarme hacia el frenteantes de caer en un charco de lodo.

Esa fue precisamente la escena quevio Su Santidad.

Y también la siguiente.Acordaron un precio y mi hermano

le fue entregado al anciano chimuelo.Yo me quedé en la mugre y el lodomientras los niños debatían sobre loque harían conmigo. Uno de ellos meempujó bruscamente con el dedo gordodel pie, y entonces comprendieron queles sería imposible venderme.Tomaron una página de un periódicoTimes of India de la semana anterior,la cual llegó volando a una coladeracercana, y me envolvieron con estacomo si fuera un pedazo de carne

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echada a perder cuyo destino era elmontículo de basura más próximo.

Dentro del periódico empecé asofocarme y cada respiro se convirtióen una batalla. La debilidad que meprovocaba la fatiga y el hambre mehizo sentir que la llama de vida en miinterior parpadeaba y disminuíapeligrosamente. En aquellos momentosfinales de desesperación, la muerte depronto me pareció inevitable.

Pero entonces, Su Santidad envió asu asistente antes de que la muertellegara. Él también acababa dedescender de un avión que venía deEstados Unidos y, por suerte, traíaconsigo dos billetes de un dólar muybien guardados entre los pliegues de sutúnica. Les entregó los billetes a losniños y se fueron a toda prisa,especulando con gran emoción cuántasrupias obtendrían cuando cambiaran

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los dólares.

Poco después de que medesenvolvieron de aquella trampa enque se tornó la página de deportes(«Bangalore vence a Rajasthan pornueve aros», decía el encabezado), mepermitieron descansar cómodamenteen la parte trasera del automóvil delDalai Lama y, minutos más tarde,compraron a un vendedor ambulante unpoco de leche que Su Santidad me dioa gotas mientras trataba de devolverlela vida a mi flácido cuerpo.

No recuerdo los detalles de mirescate pero la historia ha sido contada

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tantas veces que la conozco dememoria. Lo que sí recuerdo es quedesperté en un santuario de tan infinitacalidez, que por primera vez desde queestuve lejos del saco de yute que fuenuestro nido aquella mañana, sentí quetodo estaba bien. Miré alrededor enbusca de la fuente de mi nuevaalimentación y seguridad, y meencontré de pronto mirando al DalaiLama directamente a los ojos.

¿Cómo describir el primermomento en presencia de Su Santidad?

Sí, es un sentimiento, pero tambiénun pensamiento: una cálida y profundacomprensión de que todo está bien. Talcomo lo descubriría más adelante,convivir con el Dalai Lama es comoestar consciente por primera vez deque nuestra propia naturaleza consisteen brindar amor y compasión infinitos.Esa naturaleza siempre ha estado ahí,

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pero el Dalai Lama la observa yrefleja de nuevo a ti. Él percibe lanaturaleza de Buda en la gente, y estaextraordinaria revelación es lo que aveces conmueve hasta las lágrimas amuchos.

Entre los pliegues de un retazo delana de color bermellón sobre una sillaen la oficina de Su Santidad, pudedarme cuenta de otro hecho de sumaimportancia para los miembros de miespecie: estaba en el hogar de unamante de los gatos.

Al mismo tiempo que noté lo anterior,cobré conciencia de una presencia

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menos compasiva al otro lado de lamesa de centro. Cuando estuvo enDharamsala Su Santidad completó lasaudiencias de su agenda, y ahoraestaba cumpliendo un compromisofijado mucho tiempo atrás. Se tratabade una entrevista con un profesor dehistoria que venía de visita desde GranBretaña. Yo no sabía exactamentequién era, pero alguien mencionó quepertenecía a alguna de las dosuniversidades más famosas de la Ligade la Hiedra (Ivy League), deInglaterra.

El profesor estaba escribiendo unlibro sobre la historia indo-tibetana, yal parecer se molestó al percatarse deque no contaba con la atenciónabsoluta del Dalai Lama.

—¿Es un gato callejero? —exclamó cuando Su Santidad le contóbrevemente por qué ocupaba yo el

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lugar que los separaba a ellos.—Sí, aunque en realidad es gatita;

es hembra, —le explicó el Dalai Lamaantes de responder, no tanto a lo que elvisitante había preguntado, sino al tonoen que lo hizo. Primero lo miró conuna dulce sonrisa en el rostro y luegohabló con esa plena y envolvente vozde barítono a la que tanto me habíaacostumbrado—: ¿Sabe, profesor?Esta gatita callejera y usted tienen unrasgo en común de gran relevancia.

—No puedo imaginarme cuál es —respondió con un aire deautosuficiencia.

—Su propia vida es lo másimportante para usted en el mundo —explicó Su Santidad—; y lo mismosucede con ella.

Por la pausa que se dio acontinuación, fue evidente que a pesarde todo su conocimiento, el profesor

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jamás había explorado una noción tansorprendente.

—Pero no estará usted diciendoque la vida de un ser humano y la de unanimal tienen el mismo valor, ¿verdad?—se atrevió a preguntar.

—Los seres humanos tenemos unpotencial mucho mayor, por supuesto—contestó Su Santidad—, pero laforma en que todos queremospermanecer vivos, la manera en quenos aferramos a nuestra experienciaparticular de la conciencia… en eso,los humanos y los animales somosiguales.

—Bueno, quizás algunos de losmamíferos más complejos… —elprofesor batalló con esta noción taninquietante—, pero no todos losanimales; es decir, las cucarachas no,por ejemplo.

—Incluso las cucarachas —dijo Su

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Santidad con decisión—. Cualquierser que tenga conciencia.

—Pero las cucarachas transportanmugre y transmiten enfermedades,incluso tenemos que rociarlas coninsecticida.

Su Santidad se puso de pie, caminóhasta su escritorio y tomó una cajagrande de fósforos.

—Este es nuestro transporte paracucarachas —dijo—. Es mucho mejorque rociarlas con insecticida, se loaseguro —continuó con esa risa tancaracterística—. Creo que a usted nole gustaría que lo persiguiera ungigante y le rociara con gas tóxico.

El profesor reconoció en silencioesa breve sabiduría tan evidente peropoco común.

—Para todos los que tenemosconciencia —dijo el Dalai Lamamientras volvía a su asiento—, nuestra

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vida es muy preciada; por lo tanto,necesitamos proteger con gran ahínco atodos los seres sensibles. Asimismo,necesitamos reconocer quecompartimos con ellos los dos mismosdeseos fundamentales: el deseo dedisfrutar de la felicidad y el de evitarel sufrimiento.

Estos son temas sobre los que heescuchado al Dalai Lama hablar confrecuencia y de formas ilimitadas; sinembargo, cada vez que se expresa conesa claridad tan vívida, con eseimpacto, es como si estuvieraexponiendo sus ideas por primera vez.

—Todos tenemos estos mismosdeseos; también es igual la forma enque buscamos la felicidad y tratamosde evitar la incomodidad. ¿Quién nodisfruta de una comida deliciosa?¿Quién no desea dormir en una camasegura y cómoda? El escritor, el monje

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y la gatita callejera… todos somosiguales en ese sentido.

Al otro lado de la mesa de centro,el profesor de historia se acomodó ensu asiento.

—Y principalmente —dijo elDalai Lama mientras se inclinaba y meacariciaba con el dedo índice—, todosqueremos ser amados.

Aquella tarde, para cuando elprofesor se fue, además de lagrabación que hizo de las opinionesdel Dalai Lama sobre la historia indo-tibetana, tenía muchas más cosas enqué pensar. El mensaje de Su Santidadfue muy desafiante, incluso provocó laconfrontación, pero comodescubriríamos tiempo después, elsuyo no era un mensaje que pudierapasarse por alto con facilidad.

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Los siguientes días me familiaricérápidamente con mi nuevo entorno: conel acogedor nido que Su Santidad mefabricó con una vieja túnica de lana, yla cambiante luz en sus habitacionescuando el sol salía, nos cubría y seponía todos los días. También meacostumbré a la ternura con que él ysus dos asistentes ejecutivos mealimentaron con leche caliente hastaque tuve suficiente fuerza paraempezar a comer alimentos sólidos.

Asimismo, empecé a explorar lasuite privada del Dalai Lama y luegome aventuré más allá, hasta la oficina

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que compartían los dos asistentes. Elque se sentaba cerca de la puerta, esejoven y regordete monje de sonrisaconstante y manos suaves, era Chogyal.Le ayudaba a Su Santidad con losasuntos del monasterio. Frente a élestaba el lugar de Tenzin, un individuoun poco mayor que Chogyal y tambiénmás alto. Tenzin, quien siempre vestíaun elegante traje y cuyas manosdespedían el penetrante aroma deljabón antiséptico, era el diplomático yagregado cultural que ayudaba al DalaiLama en los asuntos de orden seglar.

El primer día entré a su oficinatambaleándome, y ambos callaronabruptamente.

—¿Quién es? —preguntó Tenzin.Chogyal rio sutilmente. Luego me

levantó y me colocó sobre elescritorio, donde la brillante tapa azulde una pluma Bic captó mi atención de

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inmediato.—El Dalai Lama la rescató al salir

de Delhi —explicó Chogyal, y luego,mientras yo jugaba con la tapa de lapluma, repitió la historia que le habíacontado el acompañante que iba en elautomóvil con Su Santidad.

—¿Por qué camina tan raro? —quiso saber el otro asistente ejecutivo.

—Al parecer cayó sobre su propiaespalda.

—Mmm —dijo Tenzin vacilante.Se inclinó hacia el frente y me mirócon detenimiento—. Tal vez no recibiósuficiente alimento porque era la máspequeña de los gatitos. ¿Tienenombre?

—No —contestó Chogyal, perodespués de que jugamos a empujar latapa de la pluma varias veces sobre elescritorio, exclamó—: ¡tendremos queponerle nombre! —parecía

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emocionado por el desafío—. Unnombre de ordenación. ¿Tú quésugieres?, ¿un nombre inglés otibetano?

(En el budismo, cuando alguien seconvierte en monje o monja, recibe unnombre de ordenación, el cual es señalde su nueva identidad).

Chogyal sugirió varias opcioneshasta que Tenzin dijo:

—Lo mejor es no forzar estascosas. Estoy seguro de que conformela vayamos conociendo mejor, algosurgirá.

Como siempre, la sugerencia deTenzin fue sabia y profética… aunquetambién terminó siendo lamentablepara mí más adelante. Después deperseguir la tapa de la pluma un rato,fui del escritorio de Chogyal al deTenzin, y cuando había recorrido lamitad, el asistente de mayor edad tomó

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mi pequeño y esponjado cuerpo y lodepositó sobre la alfombra.

—Es mejor que permanezcas ahí—dijo—, tengo aquí una carta de SuSantidad para el Papa, y no queremosque termine con huellas de patitas portodos lados.

Chogyal se rio.—Firmada en representación por

la Gata de Su Santidad.—GSS —dijo Tenzin rápidamente.

Con frecuencia, en la correspondenciase refieren a Su Santidad como SSDL—. Ése puede ser su título provisionalhasta que encontremos un nombreadecuado.

Más allá de la oficina de losasistentes ejecutivos había un corredorque pasaba por varios despachos yllegaba hasta una puerta que semantenía cerrada en todo momento.Debido a que había escuchado a los

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asistentes conversar, sabía que lapuerta conducía a muchos lugares,como El piso de abajo, Afuera, ElTemplo, e incluso, El extranjero. Erala puerta por donde entraban y salíantodos los visitantes de Su Santidad,pero en aquellos primeros días, comoyo era una gatita muy pequeña, meconformaba perfectamente conquedarme de este lado de esa puerta.

Como los primeros días de miexistencia en la Tierra los pasé en uncallejón, mi comprensión de la vidahumana era muy pobre, y no tenía ideade lo inusual de las circunstancias en

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que me encontraba. Cuando SuSantidad se levantaba de la cama todoslos días a las tres de la mañana parameditar cinco horas, yo lo seguía, meenrollaba para formar un sólido nudo asu lado y disfrutaba de su calidez yenergía. De hecho, pensaba que lamayoría de la gente empezaba su díameditando.

También noté que cada vez quevenía alguien a ver a Su Santidad, letraía una mascada blanca o kata, yluego él se la devolvía con unabendición. Entonces di por hecho queasí era como recibían los humanos asus invitados. También me di cuenta deque la mayoría de la gente que visitabaa Su Santidad había viajado largasdistancias para llegar hasta ahí, y esotambién me parecía perfectamentenormal.

Pero luego, un día, Chogyal me

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levantó en sus brazos y me hizocosquillas en el cuello.

—¿Acaso te preguntas quiénes sontodas estas personas? —me preguntóal mismo tiempo que siguió mi miradahasta las fotografías enmarcadas quecolgaban en la pared de la oficina delos asistentes ejecutivos. Señalóalgunas y dijo—: Éstos son los últimosocho presidentes de Estados Unidos enreunión con Su Santidad. Él es unapersona muy especial, ¿sabes?

Lo sabía, porque antes dealimentarme, el Dalai Lama siempre seaseguraba de que mi leche estuvieracaliente, pero no demasiado.

—Es uno de los líderesespirituales más grandes del mundo —me siguió explicando Chogyal—.Creemos que es un Buda viviente.Seguramente tú tienes un cercanovínculo kármico con él… Sería muy

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interesante saber qué los une.Unos días después, llegué al

corredor que conducía a la pequeñacocina y al área de descanso dondealgunos de los asistentes del DalaiLama iban para relajarse, comer ypreparar té. Había varios monjessentados en el sofá viendo un video denoticias sobre la reciente visita de SuSantidad a Estados Unidos. Paraentonces ya todos sabían quién era yo;de hecho me había convertido en lamascota de la oficina. Salté al regazode uno de los monjes y le permitíacariciarme mientras yo veía latelevisión.

Al principio solo vi una multitudde gente y un diminuto punto al centro,pero la voz de Su Santidad seescuchaba con claridad. Poco despuéscomprendí que el punto rojo era él, yse encontraba al centro de una enorme

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arena deportiva cubierta. Esa escenase repetía en todas las ciudades quevisitaba, de Nueva York a SanFrancisco. El comentarista delnoticiero dijo que las cantidadesasombrosas de gente que lo fue a veren todas las ciudades, demostrabanque era más popular que muchasestrellas de rock.

Poco a poco empecé a comprendercuán extraordinario era el Dalai Lamay lo mucho que lo apreciaban losdemás. Y tal vez gracias al comentariode Chogyal respecto a nuestro«cercano vínculo kármico», en algúnmomento también empecé a creer que,seguramente, yo también era especial;porque después de todo, fui a quien SuSantidad rescató de las alcantarillas deNueva Delhi. ¿Habría reconocido unespíritu gemelo en mí? ¿Un serconsciente que se encontraba en la

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misma frecuencia espiritual que él?Cada vez que escuchaba a Su

Santidad hablarles a sus visitantessobre la importancia del amor y lagentileza, ronroneaba satisfecha, con lacerteza de que yo también pensaba lomismo. Cuando abría mi lata dealimento Snappy Tom para la tarde,para mí era evidente, tanto como paraél, que todos los seres conscientesquerían satisfacer las mismasnecesidades elementales. Y cuandoacariciaba mi abultado vientre despuésde la cena, también era igual de obvioque él tenía razón: lo único quedeseamos es ser amados.

En aquel tiempo se escucharonconversaciones sobre lo que pasaríacuando Su Santidad realizara un viajede tres semanas a Australia y NuevaZelanda que tenía programado. Comoademás de ese viaje también había

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otras actividades planeadas, ¿qué seríalo mejor?, ¿qué me quedara en la casadel Dalai Lama o que me buscaran unacasa nueva?

¿Una casa nueva? ¡La idea era unalocura! Yo era GSS y me habíaconvertido rápidamente en parte vitalde la cotidianidad. No quería vivir connadie que no fuera el Dalai Lama.Además, había llegado a valorarmuchísimo otros aspectos de mi rutinadiaria como tomar el sol en la repisade la ventana mientras Su Santidadhablaba con sus visitantes, comer losdeliciosos alimentos que él y supersonal me servían en un platito, oescuchar conciertos con Tenzin duranteel almuerzo.

El agregado cultural de SuSantidad era tibetano pero se habíagraduado de la Universidad de Oxford,en Inglaterra. Ahí estudió cuando tenía

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veintitantos años y desarrolló un gustoparticular por todo lo europeo. Amenos de que hubiera algún asuntoimportante que atender, todos los díasa la hora del almuerzo, Tenzin selevantaba de su escritorio, sacaba lapequeña lonchera de plástico que suesposa le enviaba y caminaba por todoel corredor hasta llegar a laenfermería. En ese lugar —que pocasveces se utilizaba para brindarleatención a alguien—, había una camaindividual, un gabinete médico, unsillón y un sistema de audio portátilque le pertenecían a Tenzin. Un día quelo seguí hasta allá por curiosidad, lo viacomodarse en el sillón y presionar unbotón del control remoto del aparatode sonido. La música inundó laenfermería de inmediato. Con los ojoscerrados, el diplomático recargó lacabeza en el respaldo del sillón y

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sonrió.—Es el Preludio en Do Mayor de

Bach, GSS —me dijo cuando terminóla breve pieza para piano. No mehabía dado cuenta de que sabía que yoestaba ahí con él—. ¿No te pareceexquisito? Es de mis preferidos, y estan sencillo: solo una línea melódica.No tiene armonía, ¡pero transmiteemociones muy profundas!

Aquella terminó siendo la primerade una serie de lecciones de música ycultura Occidental que Tenzin me diocasi todos los días. Me daba laimpresión de que realmente leagradaba mi presencia porque era unser con quien podía compartir elentusiasmo que le causaba aquella ariade ópera, aquel cuarteto de cuerdas o,incluso a veces para variar, lareconstrucción de algún sucesohistórico en obra dramática transmitida

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por radio.Mientras Tenzin comía lo que

hubiera en su lonchera de plástico, yome enroscaba sobre la camilla, y él melo permitía porque estábamos solos.Mi aprecio por la música y la culturaoccidentales comenzaron adesarrollarse cada vez más, almuerzotras almuerzo.

Pero entonces, un día, sucedió algoinesperado. Su Santidad se encontrabaen el templo y La Puerta estabaabierta. Para ese momento yo habíacrecido y me había convertido en unagatita temeraria que no se conformaba

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con pasar todo el día siendo mimada,en un saquito de lana. Al merodear porel corredor en busca de aventuras, vique La Puerta estaba entreabierta ysupe que tenía que atravesarla paraexplorar los muchos lugares que seencontraban más allá.

El piso de abajo, Afuera, Elextranjero…

De alguna manera logré bajartemblorosamente dos series deescaleras. Estaba agradecida de queestuvieran alfombradas porque midescenso se aceleró sin control yterminé aterrizando al final de lasescaleras como un fardo muy pocodigno. Luego me levanté, continuéavanzando por un pasillo corto y medirigí Afuera.

Era la primera vez que salía desdeque me rescataron de las alcantarillasde Nueva Delhi. Afuera había mucho

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bullicio y una fuerte sensación deenergía; la gente caminaba en todasdirecciones. No había avanzadodemasiado cuando escuché un coro deagudos chillidos y el golpeteo demuchos pies sobre el pavimento. Ungrupo de chicas, estudiantes japonesas,se percató de mi presencia y corriópara atraparme.

Sentí pánico. Corrí tan rápidocomo me lo permitieron mis inestablespatas traseras y me agaché paraprotegerme de la aullante horda. Perolas seguía escuchando y sabía que cadavez estaban más cerca. No habíamanera de dejarlas atrás, la piel de suszapatos al golpear el pavimento, ¡setransformó en el sonido de un trueno!

Luego alcancé a ver un pequeñohueco entre las columnas de ladrillossobre las que se apoyaba el piso deuna terraza. Había una abertura que

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llevaba a la parte inferior de laconstrucción, pero era demasiadoangosta y yo tenía muy poco tiempo;además, no sabía a dónde conducíafinalmente ese hueco. Por suerte, elinfernal ruido terminó abruptamente encuanto entré por la cavidad. De prontome encontré en un amplio espaciodonde solo se podía gatear entre elsuelo y las duelas, era oscuro ypolvoso, y se escuchaba el constante ysordo golpeteo de los pasos de laspersonas que caminaban encima de mí,pero por lo menos me encontraba asalvo. Entonces me pregunté cuántotiempo necesitaría quedarme ahí paraque las estudiantes se fueran… Luegome quité una telaraña de la cara ydecidí no arriesgarme a sufrir otroataque.

En cuanto mis ojos y oídos seacostumbraron al entorno, me di cuenta

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de que se escuchaba el ruido dealguien o algo rasguñando. Era unmordisqueo esporádico peroinsistente. Hice una pausa y expandímis orificios nasales en busca de aire,porque junto con el sonido de esosdientes incisivos que mascaban,también llegó un olorcito picante quehizo vibrar mis bigotes. Aquellareacción, instantánea y fuerte, activóun reflejo que ni siquiera sabía queposeía.

Aunque jamás había visto un ratón,de inmediato supe que se trataba deuna presa. Colgaba de la pared deladrillos y tenía la mitad de la cabezamedio enterrada en una viga de maderaque estaba ahuecando con sus enormesdientes frontales.

Me acerqué sigilosamente yaproveché que el constante sonido delos pasos en el piso de arriba cubría

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mis movimientos.Entonces, el instinto se apoderó de

mí, y con un solo golpe de mi patafrontal hice que el roedor perdiera elequilibrio y cayera al suelo, donde sequedó aturdido. Me agaché, hundí misdientes en su cuello, y el cuerpo setornó flácido.

Sabía exactamente lo que tenía quehacer a continuación. Una vez que tuvea la presa entre mis fauces, caminéfurtivamente hasta el hueco entre lascolumnas de ladrillo, eché un vistazo ala acera para cerciorarme de que nohubiera gente, y en cuanto confirméque las estudiantes japonesas se habíanido, corrí sobre el pavimento y volví aentrar al edificio. Atravesé el corredorvertiginosamente y subí las escalerashasta llegar a La Puerta.

Estaba cerrada.¿Y ahora qué? Me quedé sentada

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ahí un rato preguntándome cuántotendría que esperar, hasta que por finllegó un miembro del personal de SuSantidad. Al reconocerme, pero sinprestarle atención al trofeo que llevabaen la boca, me permitió entrar. Caminésigilosamente a lo largo del corredor ydi la vuelta en la esquina.

Como el Dalai Lama todavíaestaba en el templo, fui a la oficina delos asistentes ejecutivos. Ahí dejé caeral ratón y anuncié mi llegada con unmaullido de urgencia. Chogyal yTenzin reaccionaron a mi nuevo tono yvoltearon al mismo tiempo. Ambos sesorprendieron al verme ahí paradallena de orgullo y con el ratón a mispies sobre la alfombra.

Pero la reacción de los asistentesno fue la que yo esperaba. Se miraronentre sí y luego salieron disparados desus sillas. Chogyal me levantó

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rápidamente y Tenzin se inclinó juntoal ratón inmóvil.

—Aún respira —dijo—, tal vezestá conmocionado.

—La caja de tinta para impresora—exclamó Chogyal al tiempo queseñalaba la caja de cartón vacía dedonde acababa de sacar un cartuchonuevo de tinta.

Tenzin usó un sobre viejo comoespátula y empujó al ratoncito hastaque este estuvo dentro de la caja.Luego lo miró con detenimiento.

—¿Dónde crees que lo haya…?—Ésta trae telarañas en los bigotes

—dijo Chogyal inclinando la cabezade lado para señalarme.

¿«Ésta»? ¿Qué manera era esa dereferirse a GSS?

En ese momento entró a la oficinael chofer del Dalai Lama. Tenzin leentregó la caja y le dijo que tendría

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que mantener al ratón en observación,y si llegaba a recuperarse debíaliberarlo en el bosque cercano.

—GSS debió haberse escapado —dijo el chofer mientras miraba misazules ojos.

Chogyal continuabasosteniéndome, pero no me abrazabacon el cariño de costumbre; más bien,era como si cargara a una bestiasalvaje.

—GSS… No estoy seguro de queese pueda seguir siendo su título —dijo Chogyal.

—Solo era un título provisional —coincidió Tenzin mientras regresaba asu escritorio—, pero el de «Ratonerade Su Santidad» tampoco me pareceapropiado.

Chogyal me colocó de nuevo sobrela alfombra.

—¿Y qué tal si como nombre de

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ordenación le ponen «Mouser», así, eninglés? Digo, por su gusto por losratones —sugirió el chofer, pero comotenía un fuerte acento tibetano, másbien sonó a «Mousie».

Entonces los tres me miraron convehemencia, y la conversación dio ungiro peligroso que no he dejado delamentar desde entonces.

—No puede ser solamente«Mousie» —dijo Chogyal—. Tieneque ser Algo Mousie o Mousie Algo.

—¿«Monstruo Mousie»? —sugirióTenzin.

—¿«Exterminadora Mousie»? —agregó Chogyal.

Hubo una pausa antes de que elchofer propusiera lo inaudito.

—¿Y qué tal «Mou-Sie Tung»? —exclamó.

Los tres hombres se atacaron derisa y miraron mi pequeño y esponjado

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cuerpo.De pronto Tenzin fingió seriedad

absoluta y me miró directamente a losojos.

—La compasión es algo muybueno, ¿pero ustedes creen que SuSantidad deba compartir su casa conMou-Sie Tung?

—¿O dejar encargada con alguiena Mou-Sie Tung las tres semanas quevisite Australia? —musitó Chogyal, ylos tres volvieron a reír como niños.

Entonces me levanté, salícaminando de la oficina con las orejasapretadas y echadas firmemente haciaatrás y la cola entre las patas.

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Pasé las siguientes horas sentada bajola apacible luz solar de la ventana deSu Santidad. Fue entonces que empecéa comprender la enormidad de lo quehabía hecho. Casi toda mi niñez lapasé escuchando al Dalai Lama insistiren que la vida de todos los seresconscientes es tan importante paraellos como lo es la nuestra paranosotros. Pero en la única ocasión quesalí al mundo, ¿qué tanta atención lepresté a su enseñanza?

Y eso de que todos los seresdesean ser felices y evitar elsufrimiento, bien, pues ni siquiera mecruzó por la cabeza cuando perseguí alroedor, solo dejé que el instinto seapoderara de mí. En ningún momentoconsideré mis acciones desde el puntode vista del ratón.

Estaba empezando a entender queaunque una idea sea simple, llevarla a

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cabo no es necesariamente fácil.Ronronear para expresar que estaba deacuerdo con principios de tantarelevancia, no significaba nada si nolos aplicaba en mi vida.

Me pregunté si le contarían a SuSantidad sobre mi nuevo «nombre deordenación»: ese triste recordatorio dela mayor tontería de mi juventud.Cuando se enterara de lo que hice, ¿sehorrorizaría tanto que me desterraríade su hermoso refugio para siempre?

Por suerte para mí, el ratón serecuperó y Su Santidad tuvo queatender una serie de reuniones en

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cuanto regresó. No mencionó el asuntosino hasta que era casi de noche.Llevaba un rato sentado en su camaleyendo, pero luego cerró su libro, sequitó los lentes y los colocó en elburó.

—Me dijeron lo que sucedió —murmuró mientras se acercaba al lugardonde yo dormitaba—. A vecesnuestro instinto y el condicionamientonegativo pueden obligarnos a hacercosas que no queremos, y después nosarrepentimos mucho de ello. Sinembargo, esa no es razón pararenunciar a uno mismo; los budas nohan renunciado a ti. Lo que se debehacer es aprender del error y seguiradelante. Es así de sencillo.

El Dalai Lama apagó su lámpara yambos nos quedamos recostados en laoscuridad. Yo ronroneé dulcementecomo señal de aprecio.

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—Mañana comenzamos de nuevo—dijo.

Al día siguiente Su Santidad revisó laspocas cartas que sus asistentesejecutivos habían seleccionado para sulectura de entre las que llenabangrandes sacos que se recibían todas lasmañanas.

De pronto sostuvo una carta y unlibro que fueron enviados por elprofesor de historia de Inglaterra, yvolteó a ver a Chogyal.

—Esto es muy agradable.—Sí, Su Santidad —dijo Chogyal

al mismo tiempo que miraba

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cuidadosamente la brillante tapa dellibro.

—No estoy pensando en el libro—dijo Su Santidad—, pienso en lacarta.

—¿Oh, sí?—El profesor dice que después de

reflexionar sobre nuestraconversación, dejó de usar caracolescomo carnada en sus rosas. Ahora loslibera y los deja trepar por el muro deljardín.

—¡Excelente! —dijo Chogyal conuna sonrisa.

El Dalai Lama me miró a los ojos.—Nos agradó conocerlo, ¿verdad?

—me preguntó Su Santidad, y entoncesrecordé lo poquísimo iluminado queme pareció el profesor cuando nosvisitó. Sin embargo, después de lo quehice el día anterior, realmente no eranadie para juzgar.

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—Eso demuestra que todostenemos la capacidad de cambiar, ¿nocrees, Mou-Sie?

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CAPÍTULO DOS

A pesar de que los gatos pasamos lamayor parte del día dormitandocómodamente, nos gusta que nuestroshumanos se mantengan ocupados. Porsupuesto, no nos agrada que seanruidosos o entrometidos, soloqueremos que estén activos losuficiente para entretenernos en losperíodos que decidimos permanecerdespiertos. ¿Por qué crees que lamayoría de los gatos tiene un asientopreferido en el teatro? ¿Un lugarpredilecto sobre el alféizar, la terraza,el poste o la parte superior de laalacena? ¿No te das cuenta, queridolector, que tú eres nuestro

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entretenimiento?Ésta es precisamente una de las

razones por las que es tan agradablevivir en Jokhang, nombre con que se leconoce al templo del Dalai Lama: ahísiempre sucede algo.

Todas las mañanas, antes de lascinco, el complejo del templo cobravida gracias al sonido del suavegolpeteo de las sandalias sobre elsuelo cuando los monjes delMonasterio de Namgyal se reúnen parasus meditaciones matutinas. Para esahora, Su Santidad y yo ya llevamos doshoras meditando, pero a mí me gustalevantarme cuando escucho el barullode afuera. Estiro mis patitas frontalescon gran lujo y exuberancia, y a vecesrasguño un poco la alfombra paracalentar antes de dirigirme a miposición de siempre en la repisa de laventana. Desde ahí observo el

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reconfortante inicio del montajecircadiano que se reconstruyecotidianamente porque, en la vidamonástica, casi todos los días soniguales.

Todo comienza con los destellosde cuadros dorados que parpadean a lavida en el horizonte, cuando laslámparas se encienden en el templo yen las habitaciones de los monjes.Durante el verano, la brisa matinaltransporta nubes de incienso púrpura ycantos del amanecer, y los conducehasta atravesar las ventanas abiertas,justo cuando el cielo empieza ailuminarse en el Este.

Para cuando los monjes salen deltemplo, a las nueve de la mañana, SuSantidad y yo ya desayunamos, y él seencuentra sentado a su escritorio. Acontinuación tiene breves juntas deinformación con sus consejeros y,

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abajo, en el templo, los monjesregresan para llevar a cabo su estrictarutina cotidiana que incluye recitartextos, asistir a clases, debatir temasfilosóficos en el jardín y meditar. Estasactividades solo son interrumpidas porlos llamados a las dos comidas del díay finalizan a las diez de la nocheaproximadamente.

Después de eso los monjes másjóvenes tienen que volver a casa ymemorizar textos hasta la medianoche.A los monjes mayores se les exigemás, y con frecuencia tienen queestudiar y debatir hasta la una o dos dela mañana. El período en que no serealiza ninguna actividad en medio dela noche y la madrugada, solo duraunas horas.

Mientras tanto, en la protagónicasuite de Su Santidad, hay unaprocesión constante de visitantes:

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políticos, celebridades y filántropos—todos ellos mundialmentereconocidos—, así como otraspersonas que son menos populares,pero a veces resultan mucho másintrigantes, como el Oráculo deNechung, a quien Su Santidad a vecesconsulta. El Oráculo de Nechung es unmédium entre el reino del mundomaterial y el del mundo espiritual; esel Oráculo Estatal de Tíbet. Él fuequien advirtió sobre las dificultadescon China desde 1947, y siguecolaborando en la toma de decisionesimportantes; el Oráculo entra en unestado de trance inducido que a vecesforma parte de una complejaceremonia donde ofrece profecías yconsejos.

Tal vez piensas, querido lector, queel hecho de encontrarme en unambiente tan cómodo y estimulante me

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hacía la gata más feliz del mundo: elmás afortunado de todos los felinosque alguna vez han tocado elviolonchelo —así es como los gatosllamamos a esa delicadísima parte denuestra rutina de arreglo personal enque nos enfocamos en nuestrasregiones privadas—, sin embargo, enaquellos primeros meses que viví conel Dalai Lama, la situación era muydistinta.

Hasta entonces, quizá no meparecía que mi situación fuerainmejorable, porque muy poco tiempoantes el único sentimiento que conocíaera el de ser parte de una camada decuatro. O tal vez era la ausencia decontacto con otro ser sensible conpelaje y bigotes que hubiese sidobendecido. Cualquiera que fuese larazón, no solo me sentía muy sola encasa, también llegué a creer que solo

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sería completamente feliz si tuviera ungato a mi lado.

El Dalai Lama lo sabía. Él fuequien desde el primer momento queestuve en su automóvil, se ocupó de mícon la mayor ternura y compasiónposibles, y quien me alimentó esasprimeras semanas con atenciónconstante a mi bienestar.

Por eso, un día —poco después delincidente con el ratón, mientras yomerodeaba en el corredor sintiéndomeperdida y titubeante respecto a quéhacer—, Su Santidad me vio cuando sedirigía al templo, volteó a dondeestaba Chogyal y le dijo:

—Tal vez a la pequeña Leona delas Nieves le gustaría acompañarnos.

¡¿Leona de las Nieves?! ¡Meencantó el nombre! Cuando me levantóen sus brazos cubiertos con la túnica,ronroneé como señal de aprobación.

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Los leones de las nieves son animalescelestiales en el Tíbet y representan lafelicidad incondicional. Son animalesbellísimos, vibrantes y encantadores.

—Nos espera un día importante —me dijo Su Santidad cuando bajamos—. Primero una visita al templo parapresenciar los exámenes, y luego laseñora Trinci vendrá a preparar lacomida para el visitante de hoy… y ati te simpatiza la señora, ¿verdad?

«Simpatiza» no alcanzaba adescribir mis sentimientos. Yoadoraba a la señora Trinci o, para sermás específicos, adoraba su hígado depollo en cubitos, un platillo quepreparaba específicamente para mideleite.

Cada vez que era necesario elservicio de banquetes para una ocasiónespecial o porque nos visitaba undignatario, se solicitaba la presencia

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de la señora Trinci. Más de veinteaños atrás, alguien de la oficina delDalai Lama tuvo que planear elbanquete para una delegación de granimportancia que venía del Vaticano, yasí descubrió a la viuda italiana quevivía cerca del templo. La habilidadculinaria de la señora Trinci superósin esfuerzo a todos los proveedoresanteriores de banquetes y, gracias aeso, la italiana se convirtió en pocotiempo en la chef predilecta del DalaiLama.

La señora Trinci era una elegantemujer de cincuenta y tantos años conuna inclinación particular por losvestidos llamativos y la bisuteríaextravagante, y siempre que entrabaapresuradamente a Jokhang producíauna oleada de emoción. Desde elmomento en que llegaba asumía elcontrol de la cocina y atraía a todos

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los presentes —aun cuando no fueranayudantes de cocina— hacia elremolino de energía que ella era. Enuna de las primeras visitas de laseñora, el abad de Gyume TantricCollege iba pasando casualmente porahí, y ella le ordenó que entrara a lacocina, donde le puso un mandil sinsiquiera pensarlo y le dio un cuchillo yzanahorias para que las cortara encubos.

La señora Trinci no sabía nada deprotocolos y no soportaba que noestuvieran de acuerdo con ella.Además, cuando tenía que preparar unbanquete para ocho personas, elcrecimiento espiritual le resultabaprácticamente irrelevante. Sudramático temperamento era loopuesto a la apacible humildad de lamayoría de los monjes, pero paraellos, su vivacidad, intensidad y

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pasión, resultaban encantadoras.Y también adoraban lo generosa

que era. La señora Trinci se asegurabade que además de la comida de SuSantidad, el personal del templosiempre encontrara un apetecible guisoen el horno, y strudel de manzana,pastel de chocolate u otro postrecelestial en el refrigerador.

La primera vez que me vio declaróque yo era La Criatura Más HermosaJamás Vista, y desde ese momento,siempre que visitó la cocina del DalaiLama, trajo consigo —en alguna de susvarias bolsas del supermercado—,deliciosos bocadillos que comprabaespecialmente para mí. La señora mecolocaba sobre la banca de la cocina yme observaba con detenimiento consus extasiados ojos color ámbar y suspestañas revestidas con rímel,mientras yo devoraba ruidosamente el

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pot-au-feu de pollo, el asado de pavoo el filete miñón que había servido enmi plato. Un día me encontrabajustamente esperando que me sirvieraalgún manjar cuando llegó Chogyal yme llevó en brazos hasta el otro ladodel jardín, al templo.

Yo jamás había entrado al templo yno se me ocurría mejor manera dehacer mi primera aparición ahí quecomo parte del séquito de Su Santidad.El templo es un edificio asombroso ylleno de luz; tiene techos muy altos,vívidos cuadros de seda concomplejos bordados de deidades, ybanderines multicolores de la victoriaque cuelgan en las paredes como sifueran cascadas de tela. También haygrandes estatuas de Buda con hilerasde deslumbrantes cuencos de broncecolocados ahí para esa divinidad, yofrendas simbólicas de alimentos,

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incienso, flores y esencias. En eltemplo había cientos de monjessentados sobre los cojines en esperade que empezaran los exámenes; elapagado zumbido de su conversacióncontinuó incluso después de que elDalai Lama llegó. Por lo general, élsiempre hacía una entrada formal porel frente del templo y tomaba su lugaren el trono de la enseñanza mientraslos demás murmuraban llenos deasombro; sin embargo, en esa ocasiónentró sigilosamente por la parte deatrás porque no quería atraer laatención ni distraer a los monjes queestaban a punto de presentar suexamen.

Año tras año, los novicioscompiten por un número limitado deplazas para estudiar el nivel Geshe.Este nivel es el más alto del budismotibetano, en muchos sentidos es el

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equivalente a un doctorado, sinembargo, toma doce años estudiarlocompleto. Exige recordar textosfundamentales sin falla alguna ydesarrollar la capacidad de analizar ydebatir sutiles diferencias filosóficas,y ni siquiera voy a mencionar lasmuchas horas de práctica demeditación que se deben cubrir. Lamayor parte de esos doce años quedura el curso, los alumnos trabajanunas veinte horas al día, durante lascuales se apegan a una rigurosa rutinade estudio; y a pesar de las fuertesexigencias, la cantidad de monjesnovicios que desean ingresar, siemprees mayor que el número de lugaresdisponibles.

Hoy se les hizo examen a cuatronovicios. Como lo marca la tradición,comenzaron respondiendo laspreguntas de los sinodales frente a la

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comunidad de Namgyal; la situación esintimidante, pero promueve la aperturay la transparencia. Además, observarel proceso es una excelentepreparación para los novicios másjóvenes que algún día también estaránfrente a sus compañeros.

Sentada en el regazo de Chogyal,en la hilera del fondo del templo, juntoal Dalai Lama, escuché a doshermanos de Bután, a un joven tibetanoy a un estudiante francés que tuvieronoportunidad de impresionar al públicocon sus respuestas a preguntas sobretemas como el karma y la naturaleza dela realidad. Los hermanos de Butánofrecieron respuestas correctas quesabían de memoria, y el chico tibetanotambién citó partes del texto asignado.Sin embargo, el estudiante francés fuemás allá y demostró que no solamentehabía leído los conceptos, sino

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también los había entendido. El DalaiLama sonrió con calidez durante todoel proceso.

Más adelante, en el debate convarios monjes mayores que trataron dehacer caer a los estudiantes conargumentos muy ingeniosos, sucedió lomismo. Los estudiantes butaneses y eltibetano se apegaron religiosamente alas respuestas del libro de texto, entanto que el joven francés lanzóprovocativos contraargumentospropios que provocaron la risa en eltemplo.

Finalmente llegó el momento derecitar textos y los estudianteshimalayos lo hicieron de formainmaculada. Se les pidió que recitaranel Sutra del Corazón, un breve textoque contiene una de las enseñanzasmás famosas de Buda. El estudiantefrancés empezó con voz clara y fuerte

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pero, por alguna razón, a la mitadtitubeó. Hubo un largo silencio deazoro; algunos murmuraron tratando demotivarlo a seguir. El estudianteempezó de nuevo pero con menosconfianza en sí mismo y, al final,perdió la concentración por completo.Volteó a ver a sus sinodales y seencogió de hombros en señal dedisculpa. Ellos le indicaron con ungesto que volviera a su lugar.

Poco después los sinodalesanunciaron su veredicto: los noviciosbutaneses y el tibetano fueronaceptados para realizar los estudiosGeshe. Solamente el joven francésfracasó.

Cuando se anunciaron losresultados, pude percibir la tristeza delDalai Lama. La decisión de lossinodales era inapelable pero…

—En Occidente se hace menos

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énfasis en el aprendizaje de memoria—le murmuró Chogyal a Su Santidad,quien asintió. Luego el Dalai Lama lepidió a su asistente que se hicieracargo de mí e hizo que el noviciofrancés, que se veía bastantedescorazonado, fuera llevado a unahabitación privada en la parte traseradel templo. Ahí, Su Santidad le revelóal joven que había estado presente enel examen.

¿Quién sabrá las palabras que sedijeron el estudiante y el Dalai Lamaaquel día? Minutos después, el jovenfrancés volvió con una expresión deconsuelo y emoción inusitados porhaber captado la atención del DalaiLama. Entonces empecé a entender queSu Santidad tenía una habilidad muyparticular para ayudarles a losindividuos a alcanzar su propósitofinal más importante: el que les

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brindará gran felicidad y beneficios aellos y a mucha gente más.

—A veces escucho a la gentehablar con desdén acerca del futurodel budismo —le dijo Su Santidad aChogyal cuando regresó a su hogar unpoco más tarde—. Desearía quepudieran venir a los exámenes paraque presenciaran situaciones como laque se vivió hoy aquí. Hay muchosnovicios sumamente comprometidos yde gran calidad. También desearíatener lugar para recibirlos a todos.

Para cuando regresamos del templo, laseñora Trinci ya estaba completamente

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al mando de la cocina, adonde medirigí sin escalas. Aquella mañana, SuSantidad había logrado distraerme demi soledad con la visita al templo… yluego la señora Trinci continuóentreteniéndome. Llevaba un vestidocolor esmeralda, largos pendientes deoro y unos brazaletes que combinabany emitían un ruido metálico cada vezque movía los brazos. En esa ocasión,su largo y oscuro cabello parecía tenerbrillos rojizos.

La vida de la señora Trinci raravez tenía la misma regularidad que lade los residentes permanentes deJokhang, y ese día no fue la excepción.Su crisis del momento había sidoprovocada por un corte de electricidada las dos de la mañana. La señora seacostó creyendo que cuando despertaraencontraría una crujiente base demerengue en el horno, la cual dejó a

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temperatura baja durante la noche talcomo indicaba la receta. Sin embargo,a la mañana siguiente encontró unpastoso desastre que no tenía remedio,y a tan solo siete horas de que llegarael huésped VIP de Su Santidad.

Después de ese despertar, laseñora batió frenéticamente una nuevabase y se arriesgó a aumentar casi aldoble la temperatura del horno; luegohizo un elaborado plan para que labase fuera entregada en Jokhang a launa de la tarde, bastante tiempodespués de la hora a la que ella llegópara preparar el plato principal, peromuy poco antes de que el postretuviera que servirse.

—¿Y no sería más sencillopreparar otro postre? —sugirió Tenzincon el riesgo de hacerla enojar, cuandose enteró del drama—. Algo sencillocomo…

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—¡No! ¡Tiene que ser unaPavlova! ¡La invitada es australiana!—dijo la señora Trinci al mismotiempo que arrojaba una espátula deacero inoxidable que se estrelló en elfregadero. La italiana siempreincorporaba un elemento de la cocinanacional del huésped, y esa comida nosería la excepción—. A ver, ¿qué tienede australiano la MelanzaneParmigiana?

Tenzin dio un paso hacia atrás.—¡¿O el ragú de verduras?!—Yo solo estaba sugiriendo…—Bueno, ¡pues no sugiera! ¡Zitto!

¡Callado! ¡No hay tiempo parasugerencias!

El asistente ejecutivo de SuSantidad hizo una retirada táctica.

Pero a pesar de todo eldramatismo, la comida de la señoraTrinci fue, como siempre, un triunfo

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gastronómico. El sabor de la Pavlovano mostraba ningún indicio de la crisisde que fue rescatada; tenía una base demerengue perfecta, coronada conmerengues individuales de una calidadigual a la de la base, y estaba decoradacon crema batida y abundantes frutosque resplandecían.

Y claro, la señora Trinci no seolvidó de La Criatura Más HermosaJamás Vista: me complació con algode lo que quedó del guiso de res. Laporción fue tan generosa que cuandoterminé, tuve que maullar para quealguien me bajara de la banca de lacocina porque estaba demasiado llenay no podía saltar yo sola.

Después de lamer varias veces losenjoyados dedos de la señora parademostrarle mi agradecimiento,caminé trabajosamente a la sala derecepción donde el Dalai Lama y su

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visitante estaban tomando el té.Nuestra huésped de ese día era laVenerable Robina Courtin, una monjaque ha pasado mucho tiempo ayudandoa prisioneros a reconstruir sus vidaspor medio de su proyecto LiberationPrison. Cuando entré y me dirigí a mialfombra predilecta de lana para llevara cabo el lavado facial obligatoriodespués de la ingestión de alimentos,ellos discutían sobre el tema de lascondiciones de los prisioneros enEstados Unidos.

—Las condiciones varían mucho—dijo la monja—. En algunasinstituciones encierran a losprisioneros casi todo el día en celdasque parecen jaulas de sótano, donde nollega la luz. Para hablar con elprisionero tenemos que sentarnos a unlado de un pequeño orificio que hay enla puerta de hierro; y bajo esas

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circunstancias, la probabilidad derehabilitación es muy baja.

»Sin embargo hay muchos otroslugares —continuó—, donde elenfoque es más positivo porqueentrenan y motivan a la gente para quecambie. En esos sitios tampoco esposible sustraerse del ambienteinstitucional, pero al menos las puertasde las celdas están abiertas casi todoel día, además se ofrecen actividadesdeportivas y recreativas, así comotelevisión y acceso a computadoras ybibliotecas».

La monja se quedó en silencio unmomento, como recordando algo.

—Cuando di clases de meditaciónen Florida, trabajé con un grupo decondenados a cadena perpetua y lleguéa conocerles muy bien. Uno de ellosme preguntó, «¿cómo es la vida diariaen un convento?» —la monja se

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encogió de hombros—. Le dije que noslevantábamos a las cinco de la mañanapara la primera sesión de meditación,¡y le pareció demasiado temprano! Enla prisión pasan lista a la cómoda horade las siete de la mañana. Luego leexpliqué que nuestro día estabaperfectamente estructurado desde elinstante que nos levantábamos hastaque nos retirábamos a dormir a lasdiez de la noche, y destaqué mucho queestudiábamos y aprendíamos, ytrabajábamos en los jardines paracultivar la fruta y los vegetales quecomíamos, —la monja hizo una mueca—, y al prisionero tampoco le gustóescucharme hablar de todas esasactividades.

Los otros sonreían.—Le dije que no tenemos

televisión, periódicos, bebidasalcohólicas ni computadoras. Que a

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diferencia de los prisioneros de unacárcel, las monjas no pueden ganardinero para comprarse algo especial y,por supuesto, ¡que no tenemos visitaconyugal!

El Dalai Lama rio discretamente.—Y ahí fue cuando sucedió lo más

extraordinario —continuó la monja—,sin siquiera darse cuenta de lo queaquello significaba, el prisionero medijo: «Bueno, si las cosas se ponendemasiado difíciles para usted, yasabe que puede venir a vivir aquí connosotros».

Y entonces toda la gente que estabaen el salón rio de buena gana.

—¡En realidad sintió pena por mí!—dijo Robina con un brillo en lamirada— le pareció que lascondiciones en el convento eran aúnmás arduas que las de la prisión.

Su Santidad se inclinó hacia el

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frente y tocó su barbillapensativamente.

—¿No es interesante? Justo estamañana vimos en el templo a losmonjes novicios competir para seradmitidos en el monasterio. Haymuchos de ellos pero no tenemossuficientes lugares; y a la prisión,donde sí hay espacio, nadie quiere ir.Esto prueba que lo que nos hacefelices o infelices no son lascircunstancias de nuestra vida sino laforma como las vemos.

Se escucharon murmullos de genteque estaba de acuerdo con SuSantidad.

—¿Pensamos que sin importar lascircunstancias tenemos la oportunidadde vivir vidas felices y consignificado? —continuó.

—¡Exactamente! —agregó Robina,y el Dalai Lama asintió.

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—La mayoría de la gente cree quesu única opción es cambiar lascircunstancias, pero estas no son lacausa verdadera de la infelicidad. Lainfelicidad tiene que ver más con laforma en que asimilamos lascircunstancias —señaló Su Santidad.

—Nosotros motivamos a nuestrosestudiantes a convertir sus cárceles enmonasterios —dijo Robina—; asídejan de pensar que el tiempo quepasarán ahí será un desperdicio devida, y consideran que más bien setrata de una oportunidad asombrosa decrecer en el aspecto personal. Algunosde ellos lo hacen, y su transformaciónes increíble. Son personas que logranencontrar un propósito y significadoverdaderos, y por eso, cuando salen,están completamente cambiadas.

—Muy bien —dijo Su Santidadcon una cálida sonrisa—. Sería

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maravilloso que todos pudieranescuchar ese mensaje, especialmentequienes viven en prisiones que ellosmismos se fabrican.

El Dalai Lama me miró cuandohizo ese señalamiento, pero no supepor qué. Jamás imaginé que pudieraser prisionera. Leona de las Nieves, sí.Y La Criatura Más Hermosa JamásVista, ¡también, por supuesto! Aunquesí, claro, tenía algunas dificultades, yser una gata solitaria era la mayor detodas.

Pero ¿prisionera?¿Yo?

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No fue sino hasta mucho después queentendí lo que había querido decir SuSantidad. Cuando los visitantes sefueron, el Dalai Lama pidió ver a laseñora Trinci para agradecerle lacomida.

—Fue maravillosa —le dijo llenode entusiasmo—, en particular, supostre; a la venerable Robina leagradó mucho. Espero que supreparación no haya sido demasiadoestresante.

—Oh, no, non troppo! No mucho.En la presencia de Su Santidad, la

señora Trinci era otra. Aquellaencumbrada Brunilda de las óperaswagnerianas que escuchaba Tenzin, laque dominaba la cocina, simplementedesaparecía y era reemplazada por unajovencita en edad escolar que se

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sonrojaba con facilidad.—No queremos que se estrese

demasiado —el Dalai Lama lacontempló pensativo por un momento,y luego le dijo—: Fue una comida muyinteresante. Hablamos de que lafelicidad y la alegría no dependen delas circunstancias. Y usted, señoraTrinci, es soltera y me parece quetambién es feliz.

—Ya no quiero otro esposo —declaró la señora—, si es que a eso serefiere.

—¿Entonces ser soltera no escausa de infelicidad para usted?

—¡No, no! Mia vita è buona. Mivida es buena. Me siento muy plena —contestó la señora, y el Dalai Lamaasintió.

—Yo siento lo mismo.En ese momento supe que el Dalai

Lama se refería a las prisiones que

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nosotros mismos construimos. Nohablaba solamente de lascircunstancias físicas, sino tambiénsobre las ideas y creencias quetenemos y nos hacen infelices. En micaso era la idea de que necesitaba lacompañía de otro gato para ser feliz.

La señora Trinci caminó hacia lapuerta para retirarse pero, antes deabrirla, titubeó.

—¿Puedo hacerle una pregunta, SuSantidad?

—Por supuesto.—He venido aquí a cocinar

durante más de veinte años, pero ustednunca ha tratado de convertirme, ¿porqué?

—¡Qué cosa tan graciosa acaba dedecir, señora Trinci! —Su Santidad riode buena gana, y tomando entre susmanos las de ella, le dijo—: Elpropósito del budismo no es convertir

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a las personas sino darles herramientaspara que puedan generar más gozo yser católicos más felices, ateos másfelices, y también, budistas másfelices. Existen muchas prácticasreligiosas y sé que usted estáfamiliarizada con una de ellas.

La señora Trinci arqueó las cejas.—Es una paradoja increíble —

continuó Su Santidad—, que la mejorforma de obtener felicidad para unomismo sea dándola a otros.

Esa noche me senté en la repisa de laventana y contemplé el patio deltemplo. Decidí que haría un

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experimento. La próxima vez que mesorprendiera a mí misma anhelandootro gato en mi vida, recordaría a SuSantidad y a la señora Trinci, quienesestaban satisfechos de ser solteros.También haría feliz a otro ser vivodeliberadamente, incluso con algo tansencillo como un amable ronroneo; asídejaría de enfocar mis pensamientosen mí, y podría dedicarlos a otros.Exploraría la «increíble paradoja» dela que habló el Dalai Lama y vería si amí también me funcionaba.

De hecho, el mero acto de tomaraquella decisión me hizo sentir muchomás ligera, como si me hubiera quitadoun peso de encima y fuera más libre.Lo que causaba mi aflicción no eranmis circunstancias sino lo que pensabade ellas. Al liberarme de esa creenciaque me estaba generando infelicidad—la de que necesitaba otro gato—,

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podría convertir mi prisión en unmonasterio.

Me encontraba reflexionando sobrelo anterior cuando, de pronto, algollamó mi atención. Fue un movimientocerca de una piedra grande en elparterre al otro lado del patio. Aunquela oscuridad ya lo envolvía todo, a lapiedra la iluminaba una luz verde quepermanecía encendida toda la noche enun puesto cercano del mercado. Mequedé un buen rato ahí mirando a ladistancia.

¡No, no me había equivocado!Paralizada, empecé a distinguir lasilueta: grande y leonina; era como unabestia salvaje que surgía de la selvacon franjas perfectamente simétricas yojos oscuros que lo observaban todo.Era un magnífico gato atigrado.

El gato se deslizó sobre la piedracon sutil elegancia; sus movimientos

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eran decididos e hipnóticos. Primeroinspeccionó Jokhang desde dondeestaba, de la misma manera que unterrateniente escudriñaría los lejanospabellones de su imperio; luego volteóa la ventana donde yo me encontraba, yse detuvo.

Le sostuve la mirada.No reconoció mi presencia de

modo evidente. Estaba segura de queme había visto pero ¿qué estaríapensando? ¿Quién podría saberlo? Nodaba señales de nada.

El gato se mantuvo sobre la piedrasolo un momento y luego se fue;desapareció entre la maleza de lamisma misteriosa manera en que llegó.

En medio de la oscuridad,comenzaron a encenderse los cuadritosiluminados; eran los monjes queregresaban a sus habitaciones en elMonasterio Namgyal.

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La noche parecía estar viva, llenade posibilidades.

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CAPÍTULO TRES

¿Se puede uno volver famoso porasociación?

Aunque jamás formulé la pregunta,descubrí la respuesta solo unos mesesdespués de haber llegado a McLeodGanj, en la periferia de Dharamsala.Mis aventuras en el mundo exterior sehabían vuelto más temerarias yfrecuentes; es decir, no solamente mefamiliaricé con la casa del Dalai Lamay el complejo del templo, también conel mundo que estaba bajando la colinadesde Jokhang.

Justo afuera de las puertas deltemplo había puestos donde se vendíafruta, bocadillos y otros productos

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frescos destinados principalmente parala gente de la localidad. También habíaalgunos puestos para turistas, de loscuales, el más grande yresplandeciente era «S. J. Patel’sQuality International Budget Tours». Eldueño ofrecía una amplia gama debienes y servicios que iban desderecorridos locales por Dharamsala,hasta largos viajes a Nepal. En aquelpuesto los viajeros también podíancomprar mapas, sombrillas, teléfonoscelulares, baterías y agua embotellada.Desde muy temprano en la mañana,hasta mucho después de que losdueños de los otros puestos yahubieran cerrado, era posible ver alseñor Patel timando a los turistas,gesticulando emocionado mientrashablaba por su celular y, a veces,cabeceando en el asiento del copilotode su orgullo y alegría: un Mercedes

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1972 que estacionaba cerca de ahí.Ni el señor Patel ni los dueños de

los otros puestos ofrecían algo quepudiera interesarle a un gato, por loque no pasó mucho tiempo antes deque me aventurara a ir más lejos sobreesa misma calle. Ahí encontré un grupode tienditas y locales; uno de elloslogró que mi nariz comenzara aretorcerse de inmediato por elramillete de aromas que se fugaba conel viento por sus puertas.

Cajas de flores, mesas y alegressombrillas de colores rojo y amarilloengalanadas con símbolos tibetanos debuen agüero, se encontraban alineadassobre la acera y enmarcaban la entradaal Café Franc. Este restaurante era dedonde emanaba el aroma de panhorneado y café recién hecho,mezclado con sugerencias todavía másapetecibles de pay de pescado, paté y

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una salsa Mornay que provocaban quese me hiciera agua la boca.

Desde una floresta frente alrestaurante empecé a observardiariamente la fluctuante cantidad deturistas que frecuentaban las mesas delexterior: los adustos paseantes que sereunían con sus laptops y sus teléfonosinteligentes, unos frente a otros, paraplanear expediciones, compartirfotografías y tratar de hablar con susfamiliares en casa a través de líneastelefónicas deficientes; los turistasespirituales que viajaban a la India enbusca de experiencias místicas; loscazadores de celebridades que habíanllegado con esperanza de tomar unafotografía del Dalai Lama.

Pero también había un hombre quepasaba la mayor parte del tiempo en ellugar. Por la mañana, muy temprano,estacionaba afuera del restaurante un

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Fiat Punto de color rojo brillante que,por lo nuevo y pulido que lucía, seveía totalmente fuera de lugar enaquella calle en ruinas de McLeodGanj. El hombre salía por la puerta delconductor; tenía la cabeza afeitada ysiempre reluciente. Vestía ropa negraajustada y elegante, y lo seguía unbulldog francés. El hombre y su perroentraban al café como si estuvieransubiendo a un escenario. En varias demis visitas vi al hombre tanto adentrocomo en las mesas de afuera delrestaurante; a veces les daba órdenes agritos a los meseros, y en otrasocasiones se sentaba a la mesa yrevisaba montones de papeles mientrasingresaba números en un deslumbrantesmartphone negro.

Querido lector, no puedo explicarpor qué no me di cuenta de inmediatode quién se trataba, ni cuáles eran

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exactamente sus tendencias de gatocontra perro, y mucho menos por quécometí la tontería de acercarme más alCafé Franc; pero la verdad es que,quizá, fui demasiado ingenua porqueen aquel entonces apenas había dejadode ser una pequeña gatita.

La tarde de mi catastrófica visita,el chef del Café Franc había preparadoun plat du jour particularmenteatractivo. El aroma del pollo rostizadose esparció hasta las puertas deltemplo: una invocación que me fueimposible resistir. Bajé caminando porla colina lo más rápido que pude y nopasó mucho tiempo antes de que meencontrara de pie justamente al lado deuna de las cajas de geranios colorescarlata que estaban en la entrada delrestaurante.

Sin una estrategia más allá de laingenua ilusión de que mi presencia

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bastaría para que alguien me sirvieraun generoso almuerzo —bueno, lo hiceporque siempre me funcionó bien conla señora Trinci—, me atreví aacercarme a una de las mesas. Loscuatro viajeros sentados ahí estabandemasiado concentrados en sushamburguesas para prestarme atención.

Tendría que esforzarme un pocomás.

En una mesa que se encontraba másallá, en el interior, un caballero conapariencia mediterránea me miró contotal indiferencia al mismo tiempo quesorbió un poco de su café americano.

Al estar bastante más adentro delrestaurante, me pregunté hacia dóndedirigirme, cuando de pronto escuché ungruñido; el bulldog francés, que seencontraba a solo unos metros, memiraba amenazante. No debí hacernada en ese momento, solo mantenerme

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quieta, sisear coléricamente, tratar alperro con tal desdén que no leinteresara acercarse ni un centímetromás.

Pero en aquel tiempo era una gatitajoven y tonta, así que salí corriendo yeso provocó aún más a la bestia.Cuando corrió hacia mí, escuché elestruendo de sus patas sobre el piso demadera y luego la agitación de misextremidades al precipitarme hacia lasalida. Y repentinamente, solo oí suespantoso gruñido mientras mepresionaba contra el suelo. El pánicose apoderó de mí en cuanto me sentíacorralada en aquel entornodesconocido y mi corazón empezó alatir tan rápido que pensé queestallaría. Frente a mí había un viejoanaquel de periódicos, detrás de estealcancé a ver un poco de espacio.Como no tenía otra opción y la bestia

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estaba tan cerca de mí que alcancé aoler su nauseabundo y sulfúricoaliento, me vi forzada a saltar porencima del anaquel. Y aterricé con ungolpe seco del otro lado.

El perro enloqueció cuando se diocuenta de que la victoria le había sidoarrebatada abruptamente de sus fauces;alcanzaba a verme a tan solocentímetros, pero no podía acercarsemás. Y mientras continuaba ladrandocon fuerza, el volumen de las voceshumanas también aumentaba.

—¡Es una rata gigante! —exclamóalguien.

—¡Por ahí! —señaló otro.En solo unos instantes tenía encima

de mí una sombra negra con elpoderoso aroma de la loción Kourospara después de afeitar.

Después sentí algo muy curioso,algo que no había vuelto a vivir desde

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que era una gatita recién nacida: lafuerte sensación de que estaba siendosujetada y levantada por el cuello.Alguien me había agarrado del pellejodetrás de la nunca. Y de pronto meencontré frente a la brillante y calvacoronilla, y los tristones ojos coloravellana de Franc. Sí, era cierto, yome había metido a su café e hiceenojar a su bulldog francés, pero talvez lo más terrible era que el hombre,evidentemente, detestaba a los gatos.

El tiempo se congeló lo suficientepara que yo pudiera contemplar la iraen esos ojos saltones, el latido de lavena azul que pasaba por su sien, lamandíbula apretada, los labiosfruncidos y el deslumbrante símbolode Om en oro que colgaba de su orejaizquierda.

—¡Un gato! —repudió casiescupiendo, como si la mera idea de

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mi especie fuera una afrenta. Luegomiró a su bulldog y dijo—: ¡Marcel!¿Cómo permitiste que entrara esta…cosa? —su acento era estadounidense,su tono de indignación.

Presa del miedo, Marcel seescabulló.

Franc caminó hasta el frente delrestaurante. Era obvio que iba asacarme de ahí, y la idea me aterróporque, si bien la mayoría de los gatospuede saltar desde grandes alturas sinsufrir el menor daño… yo no soy partede esa mayoría. Mis patas traseraseran de por sí bastante débiles einestables; un impacto fuerte podríacausarles un daño irreparable. ¿Y quétal si no podía volver a caminarnunca? ¿Qué pasaría si no pudieraregresar jamás a Jokhang?

El hombre de raza mediterráneacontinuaba sentado bebiendo su café

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sin inmutarse, los otros viajerosseguían inclinados sobre sus platos,devorando sus papas a la francesa.Nadie vendría en mi ayuda.

Entonces miré el rostro de Francmientras él se dirigía a la cuneta; suexpresión era implacable. Me levantómás alto y retrajo su brazo. Nosolamente me dejaría caer, también melanzaría como un misil hacia la callepara correrme de su restaurante.

Pero en ese momento dos monjesque se dirigían a Jokhang pasaron porahí. Al verme juntaron sus palmas, lasacercaron a su pecho a la altura delcorazón y se inclinaron ligeramente.

Franc giró de inmediato para verquién estaba detrás de él, pero comono vio a ningún lama ni hombre santo,volvió la cabeza y se quedó intrigadoviendo a los monjes.

—Es la gata del Dalai Lama —

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explicó uno de ellos.—Muy buen karma —agregó el

otro monje.Un grupo de monjes que venía

detrás de ellos repitió la reverencia.—¿Están seguros? —Franc estaba

asombrado.—Sí, es la gata de Su Santidad —

dijeron a coro.El cambio en la actitud de Franc

fue inmediato y total. Me atrajo a supecho, me colocó con cuidado en suotro brazo y comenzó a acariciarmecon la misma mano que, tan solo unmomento antes, estuvo a punto dearrojarme. Volvimos a entrar al CaféFranc y lo atravesamos hasta llegar auna sección donde había un anaquel deperiódicos y revistas en inglés que ledaba un aire cosmopolita al lugar. Enuna de las repisas más anchas, en unespacio entre The Times de Londres y

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The Wall Street Journal, Franc mecolocó con toda la delicadeza posible,como si lo que tuviera entre las manosfuera una pieza de porcelana de ladinastía Ming.

—Trae leche tibia —le ordenó aun mesero que iba pasando—; y unpoco del pollo que se preparó hoy.¡Corre, corre!

Y después, cuando Marcel entrótrotando y enseñándome los dientes, sudueño, con el dedo índice levantado,le advirtió:

—Y si tú te atreves a siquieramirar a esta pequeña lindura, ¡tendrásque comer comida hindú esta noche!

El pollo llegó de inmediato; sabíatan delicioso como su prometedoraroma. Ya recargada y con la renovadaconfianza que me había dado eldescubrimiento de mi nuevo estatus,escalé desde la parte inferior del

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anaquel hasta llegar a la repisasuperior y encontré un agradablehuequito entre Vanity Fair y Vogue, elcual le ofrecía una posición másapropiada a la Leona de las Nieves deJokhang. Sobra decir que la vista delrestaurante desde ahí, también eramucho mejor.

El Café Franc era un verdaderohíbrido del Himalaya donde lasofisticación de la metrópolis seconjugaba con la mística budista. Albrillante anaquel de revistas, lamáquina para preparar café expreso yel elegante arreglo de las mesas, lo

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completaba la decoración con estatuasde Buda, thankas y objetos ritualescomo los que se encontrarían en elinterior de un templo. En una de lasparedes se veían fotografías de Francen blanco y negro, con marcos de colordorado. Franc le obsequiaba unabufanda blanca de seda al Dalai Lama;a Franc lo bendecía el Karmapa; Francparado junto a Richard Gere; Franc enla entrada del Monasterio Nido delTigre en Bután… Los clientes podíanobservar todas estas imágenesmientras escuchaban el hipnóticoarreglo musical del canto budistatibetano Om Mani Padme Hum queprovenía de las bocinas.

En cuanto me acomodé en minuevo hogar con terraza, observé congran interés todo lo que sucedía. Depronto un par de jovencitasnorteamericanas empezaron a

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acariciarme y arrullarme, y Franccaminó hasta donde nosencontrábamos.

—Es la gata del Dalai Lama —murmuró.

—¡Oh, por Dios! —dijeron con ungritito.

Franc encogió los hombros conhastío.

—Siempre nos visita.—¡Oh, por Dios! —gritaron otra

vez las jovencitas—. ¿Cómo se llama?El dueño del restaurante se quedó

en blanco por un instante, pero cuandose recuperó, dijo:

—Rinpoche, significa «Precioso».Es un título muy especial que solo seles otorga a los lamas.

—¡Oh, por Dios! ¿Podemostomarnos una fotografía con ella?

—Pero sin flash —dijo Franc entono estricto—, Rinpoche no debe ser

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perturbada.Esta escena se repitió varias veces

a lo largo del día.—Es la gata del Dalai Lama —

decía, y les indicaba mi presencia alos clientes con una ligera inclinaciónde cabeza al entregarles su cuenta—.Le fascina nuestro pollo rostizado. —A otros también les comentaba—:Nosotros se la cuidamos a SuSantidad, ¿acaso no es divina?

También le gustaba destacar:—Precisamente hablando de

karma, Rinpoche, significa«Precioso».

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En casa yo era GSS. El Dalai Lama metrataba con mucho cariño y supersonal, con mucha gentileza también;pero a pesar de todo, no dejaba de seruna gata. En el Café Franc, en cambio,¡era toda una celebridad! A la hora delalmuerzo en casa me daban croquetaspara gato —de esas cuyos fabricantesaseguran que les dan una nutriciónbalanceada a los gatitos en crecimiento—, pero en el Café Franc todos losdías me servían boeuf bourguignon,coq au vin y cordero a la Provenzal, yme llevaban los platillos hasta dondeme recostaba sobre un cojín en formade loto que Franc instaló de inmediatopara mi comodidad. No pasó muchotiempo para que despreciara lascroquetas de Jokhang e ir a visitar elCafé Franc, a menos de que el clima

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fuera verdaderamente inclemente.Y bueno, además de la comida, el

café resultó ser un lugar maravillosopara mi entretenimiento. El aroma delcafé orgánico tostado era como unhechizo para los visitantesoccidentales de todas las edades,colores y temperamentos que llegabana McLeod Ganj hablando una granvariedad de idiomas y portando lagama más asombrosa de ropa. Despuésde haber pasado mi corta vida rodeadade monjes que hablaban sutilmente yvestían ropajes de colores azafrán yrojo, mis visitas al Café Franc erancomo si visitara el zoológico.

Poco después, sin embargo, me dicuenta de que detrás de todas lasdiferencias que saltaban a la vista, losturistas eran muy similares entre sí enmuchos otros aspectos. Y uno de esosaspectos, me resultaba particularmente

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intrigante.Los días que la señora Trinci no

estaba en la cocina, la preparación delos alimentos en el templo fluía sincomplicación. La base de la mayorparte de las comidas era el arroz o lostallarines, a los cuales se lesagregaban verduras, pescado y, enraras ocasiones, carne. Este tipo dealimentos se preparaban tanto en elhogar del Dalai Lama como en lascocinas de los monasterios cercanos,donde los novicios mezclaban losguisos de arroz o vegetales en enormescontenedores con cucharones deltamaño de una escoba. A pesar de lasimplicidad de los ingredientes, sinembargo, durante las comidas losmonjes siempre disfrutaban y sedeleitaban. Comían lentamente, en unsilencio sociable, y saboreaban cadabocado. A veces alguien hacía alguna

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observación sobre el sabor de unaespecia o la textura del arroz. Por lasexpresiones en sus rostros podríadecirse que era como si estuvieran enuna travesía de descubrimientos: ¿quéplacer sensorial les esperaba hoy?¿Qué matiz les parecería sutilmentenuevo o gratificante?

A una corta caminata de ahí, en elCafé Franc, había un universocompletamente distinto. Desde mimirador, en la repisa superior delanaquel de revistas, podía ver a travésdel panel de vidrio de la puerta de lacocina. Ahí, desde mucho antes delamanecer, Jigme y Ngawang Dragpa,dos hermanos nepaleses, trabajabanarduamente preparando cuernitos, painau chocolat y todo tipo de pastelillos,así como masa fermentada y panfrancés, italiano y turco. En cuanto laspuertas del Café abrían, a las siete de

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la mañana, los hermanos Dragpa sededicaban a la preparación dedesayunos que incluían huevos —estrellados, poché, revueltos, cocidos,a la benedictine, florentinos o enomelet—, así como papa hash brown,tocino, chipolatas, champiñones,tomates y pan francés, sin mencionar elbufet de muesli, los cereales y jugos defruta acompañados por una extensagama de tés y cafés preparados por losbaristas. A las once de la mañana eldesayuno se transformaba sutilmenteen el almuerzo, el cual exigía todo unmenú nuevo de mayor complejidadque, a su vez, más tarde le daba paso auna serie aún más diversa de platillospara la comida.

Yo nunca había visto una variedadde alimentos tan amplia, ni platillospreparados con estándares tan estrictose ingredientes de todos los continentes.

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Los frascos de especias que había enla cocina del monasterio parecíaninsuficientes al compararlos con lasrepisas llenas de especias, salsas,condimentos y saborizantes del CaféFranc.

Llegué a pensar que si los monjesdel templo en la colina eran capacesde encontrar tal placer en alimentos asíde sencillos, seguramente losdeliciosos platillos del Café Franc lespermitían a los comensales alcanzar unéxtasis tan intenso, que les provocabacosquilleos en la columna vertebral,tremor en los bigotes y elenrollamiento natural de las garras.

Pero no. No era así.La mayor parte de los comensales

del Café Franc tomaba los primerosbocados de sus alimentos o losprimeros sorbos de café, pero sinsiquiera darse cuenta. A pesar de la

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elaborada preparación por la quepagaban un precio muy alto,virtualmente casi todos ignoraban sucomida porque estaban demasiadoocupados conversando, enviándolesmensajes de texto a sus amigos yparientes, o leyendo alguno de losperiódicos extranjeros que Francrecogía todos los días en la oficinapostal.

Me parecía intrigante. Era casicomo si la gente no supiera comer.

Muchos de esos mismos turistas sehospedaban en hoteles que ofrecíancafeteras y equipo para preparar té enlas habitaciones. Si querían beber unataza de café sin realmente disfrutarla,¿por qué no mejor lo hacíangratuitamente en el hotel? ¿Por quépagar tres dólares para no beber uncafé en el Café Franc?

Los dos asistentes ejecutivos de Su

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Santidad me ayudaron a entender loque pasaba. A la mañana siguiente demi primera visita al Café Franc, ellosse encontraban sentados en la oficinaque compartían y, repentinamente,Chogyal se levantó del escritorio. Lomiré.

—Me gusta esta definición deatención consciente —le dijo a Tenzinmientras leía uno de los muchosmanuscritos que recibía cada semanade escritores que le pedían a SuSantidad que redactara un prólogopara sus obras.

—Atención consciente significaprestarle atención al momentopresente de una forma deliberada ysin emitir juicios. Bien dicho y claro,¿no crees?

Tenzin asintió.—No obsesionarse con

pensamientos del pasado o el futuro, o

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con algún tipo de fantasía —agregóChogyal.

—La definición de SogyalRinpoche, que es más simple, meagrada más —dijo Tenzin mientras sesentaba—: Presencia pura.

—Hmm —reflexionó Tenzin—, sinagitación mental o elaboración deningún tipo.

—Exactamente —confirmó Tenzin—. El fundamento de toda alegría.

En mi siguiente visita al Café Franc,después de disfrutar de una generosaporción de salmón escocés ahumadocon guarnición de nata espesa —un

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platillo que, puedo asegurarte queridolector, comí con la más intensa y quizáun poco ruidosa atención consciente—,me acomodé en el cojín en forma deloto entre las ediciones más recientesde las revistas de moda y continué miescrutinio de la clientela.

Y entre más observé, más evidenteme pareció qué era lo que faltaba:atención consciente. A pesar de queestaban sentadas a unos cuantos metrosdel hogar del Dalai Lama —en aquelparque temático budista-tibetano queera el Café Franc—, en vez de vivircon intensidad el momento y lopeculiar del lugar, la mayor parte deltiempo las personas se encontrabanmentalmente lejos… muy, muy lejos.

Al moverme con más frecuenciaentre Jokhang y el Café Franc, empecéa comprender que, arriba en la colina,los monjes cultivaban sus cualidades

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internas para alcanzar la felicidad.Todo empezaba con la atenciónconsciente, pero también habíaaspectos como la generosidad, laecuanimidad y la bondad del corazón.En la parte que se encontraba bajandola colina, la gente buscaba la felicidaden cosas externas como la comida delrestaurante, vacaciones emocionantes ytecnología que funcionaba con lavelocidad del rayo. No me parecía, sinembargo, que hubiera alguna razón porla que los humanos no pudieran tenerambas cosas: nosotros los gatossabemos que prestar atenciónconsciente a una comida deliciosa,¡puede brindar la felicidad más grandeimaginable!

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Un día apareció una pareja interesanteen el Café Franc. A primera vista eranun par de estadounidenses comunes deedad madura que vestían jeans ysudaderas. Llegaron en medio delarrullo matinal y Franc caminó conmucho estilo hasta su mesa ataviadocon sus nuevos jeans negros EmporioArmani.

—¿Y cómo nos encontramos estamañana? —preguntó como acostumbrahacerlo para iniciar una conversación.

Mientras Franc tomaba la orden decafé de la pareja, el hombre lepreguntó qué eran las cintas de colores

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que llevaba en la muñeca, y Franccomenzó a repetir un discurso con elque yo ya estaba familiarizada.

—Son cintas de bendiciones quenos entrega un lama cuando nosiniciamos. La roja es de la iniciaciónKalachakra que tomé con el DalaiLama en 2008; las azules de lasiniciaciones vajrayana que recibí enBoulder, San Francisco y Nueva Yorken 2006, 2008 y 2010. Estas amarillasson de ceremonias de empoderamientoen Melbourne, Escocia y Goa.

—Qué interesante —dijo elhombre.

—Ah, es que el Dharma es mi vida—anunció Franc al mismo tiempo quese llevaba la mano al corazón en ungesto teatral y volteaba a mirarme—.¿Ya vieron a nuestra amiguita? Es lagata del Dalai Lama, está aquí todo eltiempo, tiene una conexión kármica

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muy cercana con Su Santidad. —Luegose inclinó un poco más, y del mismomodo que hacía más de diez veces aldía, les dijo «en secreto»—: Aquíestamos en el corazón del budismotibetano. ¡Justo en el epicentro!

Era difícil saber lo que pensó lapareja sobre Franc, pero lo que lesdiferenció de los otros visitantes fueque en cuanto el mesero colocó el caféfrente a ellos, dejaron de conversar ylo probaron de verdad. Y no solo elprimer sorbo, también el segundo, eltercero y todos los demás. De lamisma manera que lo hacían losmonjes de Jokhang, aquella pareja leprestó atención al momento de maneradeliberada. Se deleitaron con su café,disfrutaron el entorno yexperimentaron la presencia pura.

Fue por eso que cuando retomaronsu charla, escuché con mucha atención;

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pero claro, lo que oí no debiósorprenderme. El hombre, uninvestigador de la atención conscienteque venía de Estados Unidos, le contóa su esposa sobre un artículo que habíasido publicado en Harvard Gazette.

—Utilizaron un panel de más dedos mil personas con smartphones, ydurante la semana les enviaronpreguntas en intervalos aleatorios.Siempre eran las mismas trespreguntas: ¿Qué estás haciendo? ¿Quéestás pensando? ¿Qué tan feliz tesientes? Y descubrieron que elcuarenta y siete por ciento del tiempo,la gente no estaba pensando en lo quehacía.

La esposa del investigador arqueólas cejas.

—En lo personal, creo que la cifraes un poco baja —agregó él—. Lamitad del tiempo la gente no se enfoca

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en lo que hace, sin embargo, lorealmente interesante es la correlacióncon la felicidad. Los investigadoresdescubrieron que la gente es muchomás feliz cuando cobra conciencia delo que hace.

—¿Y eso sucede porque solo lepresta atención a las cosas quedisfruta? —preguntó la esposa.

Pero él sacudió la cabeza ennegación.

—No, en realidad, lo que te hacefeliz no es lo que haces, sino si leestás prestando atención o no en esemomento. Lo más importante esmantenerse en un estado directo en quela atención se enfoca en el aquí y elahora, no en el estado narrativo, que esen el que uno piensa en cualquier otracosa excepto en lo que hace —explicóal mismo tiempo que giraba el dedoíndice junto a su sien.

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—Eso es lo que siempre han dicholos budistas —dijo su esposa dándolela razón, y él asintió.

—Es solo que a veces estosconceptos se pierden en la traducción.Uno de pronto se encuentra a gentecomo el capitán de meseros de aquí,que porta el budismo como si fuera undistintivo. Para esas personas estapráctica es una extensión de su ego,una manera de presentarse a sí mismascomo gente especial o diferente. Alparecer creen que se trata de losatavíos externos, cuando realmente loúnico que importa es la transformacióninterna.

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Unas semanas después, me encontrabadisfrutando de una siesta posterior alalmuerzo sobre la repisa superior,cuando de pronto desperté y vi frente amí un rostro que me era profundamentefamiliar, pero estaba fuera de contexto.Tenzin estaba de pie en medio del CaféFranc… mirándome directo a los ojos.

—¿Ya vio a nuestra hermosavisitante? —preguntó Francseñalándome.

—Ah, sí, es muy linda. —Vestidocon su elegante traje hecho a lamedida, y con esa aparienciadiplomática, era imposible adivinarquién era Tenzin.

—Es la gata del Dalai Lama.—¿En serio?—Viene todo el tiempo al café.—¡Asombroso! —El fuerte aroma

a jabón antiséptico de los dedos deTenzin se mezcló con la potente dosis

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de Kouros cuando extendió el brazopara rascar mi barbilla.

—Tiene una conexión kármica muycercana con Su Santidad —le dijoFranc al brazo derecho del DalaiLama.

—Estoy seguro de que así es —dijo Tenzin en un tono reflexivo antesde hacerle a Franc una preguntainesperada—: Me pregunto si cuandoviene aquí de visita la extrañan en elhogar de Su Santidad.

—Lo dudo mucho —respondióFranc con elegancia—, pero sillegaran a encontrarla aquí, se daríancuenta de lo bien que la cuidamos.

—Qué lindo cojín.—No es solo el cojín lo que ella

disfruta, también es el almuerzo.—Ah, ¿viene hambrienta?—Le encanta su comida, la adora.—Quizás no le dan suficiente en

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Jokhang —sugirió Tenzin.—Estoy seguro de que no se trata

de eso, es solo que Rinpoche tienegustos particulares.

—¿Rinpoche? —preguntó Tenzincon una expresión jocosa.

—Sí, ese es su nombre. —Franc selo había dicho a tanta gente, que enverdad llegó a creerlo—. Yseguramente usted se da cuenta por quése llama así, ¿verdad?

—Bueno, como el Dharma nosdice —contestó Tenzin en un tonoenigmático—: todo depende de lamente.

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Ya en casa, varias tardes después,Tenzin se encontraba sentado frente aSu Santidad en la conocida oficina.Era una especie de ritual que sellevaba a cabo al final de la jornadalaboral; Tenzin ponía a Su Santidad altanto de cualquier asunto deimportancia, y luego hablaban sobre loque tenía que hacerse mientras bebíanté verde recién hecho.

Yo me encontraba en la ventana decostumbre contemplando cómo seescondía el sol detrás del horizonte ysolo medio escuchando laconversación que, como era usual,incluía desde geopolítica global hastalos aspectos más delicados de laesotérica filosofía budista.

—Ah, Su Santidad, y hablando deasuntos más importantes —Tenzin

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cerró la carpeta de Naciones Unidasque tenía frente a sí—: me da gustocomunicarle que por fin resolví elmisterio del desorden alimenticio deGSS.

En los ojos del Dalai Lamaapareció un brillo especial, seacomodó bien en su sillón y le dijo aTenzin:

—Pero por favor, continúa.—Al parecer nuestra pequeña

Leona de las Nieves no perdió elapetito después de todo. Lo que pasaes que ha estado paseando hasta laparte baja de la colina para ir alrestaurante que dirige nuestro amigo eldiseñador budista.

—¿Un restaurante?—Sí, el que está al final de la calle

—señaló Tenzin—. El que tienesombrillas rojas y amarillas en elexterior.

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—Ah, sí, conozco el lugar —asintió Su Santidad—. He escuchadoque tienen muy buena comida. ¡Mesorprende que nuestra gatita no se hayamudado para allá todavía!

—Bueno, al dueño le gustan mucholos perros.

—¿Ah, sí?—Tiene uno de una raza muy

especial.—¿Y también alimenta a nuestra

pequeña?—De hecho la idolatra porque

sabe que vive aquí con usted.Su Santidad se rió discretamente.—Y no solo eso, también la

bautizó con el nombre de Rinpoche.—¿Rinpoche? —pero eso ya fue

demasiado para el Dalai Lama, quienestalló en carcajadas.

—Sí —afirmó Tenzin y los dosvoltearon a verme—. Es un nombre

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peculiar para una gata.La brisa de la tarde trajo consigo

el aroma del pino himalayo a través dela ventana abierta.

Su Santidad tenía una expresiónpensativa.

—Pero tal vez no sea tan malnombre si le ayudó al dueño delrestaurante a desarrollar más suecuanimidad con los perros y con losgatos. Por lo tanto, para él, ella espreciosa.

Su Santidad se levantó del sillón yse acercó para acariciarme.

—¿Sabes, Tenzin? A veces, cuandotrabajo en mi escritorio durante muchotiempo, nuestra pequeña Leona de lasNieves viene a mí y se frota contra mispiernas. En otras ocasiones —dijoriendo con alegría— incluso memuerde los tobillos hasta que dejo loque estoy haciendo. Lo que quiere es

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que la levante en brazos, que la saludey pasemos un rato juntos; solonosotros.

»Para mí —continuó—, es un bellorecordatorio de que debo estar en elmomento aquí y ahora. ¿Qué podría sermás precioso que eso? Supongoentonces que también es mi Rinpoche—dijo Su Santidad y me miró con eseamor que es tan inmenso como elmar».

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CAPÍTULO CUATRO

Cuando me aventuré a salir de laoficina del Dalai Lama para ir a la desus asistentes ejecutivos, era un díanublado y poco prometedor. Chogyal yTenzin no estaban en sus escritoriospero había alguien más en el lugar.

Ahí, enrollado en una canasta demimbre junto al calentador, había unLhasa Apso.

Para quienes no estánfamiliarizados con la raza, puedo decirque los Lhasa Apso son perrospequeños de pelo largo que, en laantigüedad, ayudaban a cuidar losmonasterios del Tíbet. Estos perritosocupan un lugar especial en el corazón

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de los tibetanos. A veces, desde mirepisa de la ventana, veo a losvisitantes que allá abajo dan la vueltaal templo con sus Lhasa Apso; se tratade un ritual de buena suerte, que segúncree la gente ayuda a conseguir unrenacimiento en un nivel superior. Noobstante, descubrir que uno de estosperros estaba tan cerca de mi propiosantuario interno, resultó una sorpresabastante desagradable.

El perro dormitaba en su canastacuando entré a la oficina pero en esemomento levantó la nariz y olfateó elaire antes de decidir no arriesgarse yvolver a enterrar su peluda cabecita enla canasta. Yo, por mi parte, pasé juntoa él sin siquiera admitir su existencia.Luego salté al escritorio de Chogyal yde ahí a mi plataforma favorita paraadmirar el panorama: la parte superiordel archivero de madera.

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Chogyal regresó poco después. Seinclinó, le dio unas palmaditas al perroy le habló en ese tono familiar ycariñoso que siempre pensé que solousaba conmigo. El pelambre del cuellose me erizó mientras la traición sevolvía cada vez más profunda. Sinprestarle atención alguna a mipresencia, Chogyal pasó un buen ratoacariciando y dándole palmaditas a labestia —que, por cierto, me pareció unespécimen bastante raquítico—, yasegurándole que se veía muy bien,que tenía un carácter encantador y quele iba a brindar cuidado especial. Eranprecisamente los mismos sentimientosque solía susurrarme al oído, y que yosiempre pensé eran sinceros ygenuinos. Al escucharlo repetirleaquellas palabras al intruso de ojosdesganados y pelos lacios, me dicuenta de que, muy lejos de ser

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exclusivas, aquellas eran frases decajón que el asistente era capaz desusurrarle a cualquier criatura concuatro patas y cara peluda.

¡Y hasta ahí llegó nuestra relaciónespecial!

Chogyal volvió a sentarse a suescritorio y comenzó a digitar en elteclado sin darse cuenta de que yo meencontraba a solo unos metros y habíavisto todo. Veinte minutos después,llegó Tenzin y, antes de sentarse,también saludó al perro por sunombre: Kyi Kyi, que se pronuncia«Kai», como «hay», pero con «K».

Me costó trabajo creer que ambospudieran sentarse a leer y contestarcorreos electrónicos como si nohubiera pasado nada extraordinario.Las cosas solo empeoraron cuandollegó el traductor del Dalai Lama conun manuscrito completo recién

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terminado bajo el brazo. Lobsang eraalto, delgado y de apariencia joven; latranquilidad parecía emanar de cadauno de sus poros. Yo creía que metenía estimación especial, pero éltambién se inclinó para acariciar alrecién llegado antes de cruzar laoficina para saludarme.

—¿Y cómo se encuentra hoynuestra pequeña Leona de las Nieves?—preguntó mientras me hacíacosquillas debajo de la barbilla, yantes de que le mordiera los dedos conmis dientes, cuyo apretón equivale alde las pinzas metálicas.

—No me había dado cuenta de queconoció a nuestro invitado especial —dijo Chogyal mirándome con susonrisa de siempre, como si yo debieraestar tan contenta como él.

—Aunque no creo que seanecesariamente un invitado especial

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para ella —señaló Tenzin, quien luegome miró directo a los ojos y añadió—,con suerte, tal vez puedas encontrar unlugar en tu corazón para Kyi Kyi.

El enojo hizo oscurecer mis ojos.Entonces liberé la mano de Lobsang,bajé al escritorio, luego hasta el piso,y salí sigilosamente de la oficina conlas orejas apretadas hacia atrás. Peroninguno de los asistentes del DalaiLama pareció notarlo.

A la hora de la comida vi aChogyal sacar al perro a pasear. Éstetrotó obedientemente a su lado yambos le dieron la vuelta completa altemplo. Se detuvieron varias vecesporque al salir del complejo yregresar, se encontraron a muchostibetanos que le hicieron cumplidos alperro.

A la hora de costumbre, Chogyalnos alimentó a ambos en la cocina,

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pero me fue difícil no comparar lainmensa cantidad de alimento quesirvieron en el plato de Kyi Kyi con mimodesta porción de costumbre.También fue imposible no notar queChogyal se quedó a observar cómodevoraba el perro su comida, luego lehizo una gran fiesta por el asunto, yfinalmente le dio palmaditas de ánimocuando terminó; en tanto que a mí nome prestó la menor atención.

Más tarde, cuando nosencontramos a Su Santidad en elcorredor, él también se agachó parasaludar al perro.

—¿Entonces este es Kyi Kyi? —preguntó para confirmar y le dio unaspalmaditas con mucha más calidez dela que me habría gustado—. ¡Quélindas manchitas! ¡Eres un jovencitomuy guapo!

Todos armaban tal alharaca, ¡que

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parecía que jamás habían visto unLhasa Apso en sus vidas! Y a pesar detoda la plática, nadie respondía a mispreguntas; es decir, ¿qué hacía el perroahí? ¿Y cuánto tiempo se quedaría?

Yo deseaba con toda el alma que elDalai Lama no planeara adoptarloporque en nuestra relación no habíalugar para tres; pero a la mañanasiguiente que me atreví a salir, Kyi Kyiseguía ahí en su canasta.

Y también al día siguiente.

Por todo lo anterior, le di lebienvenida con gusto a otro visitantecon mucho más poder que llegó esa

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misma semana y se convirtió en unadistracción mayor.

Cuando la Range Rover negrasubió pesadamente por la colina haciaJokhang, todo McLeod Ganj se diocuenta de que había llegado alguienespecial. La gente de la comunidad ylos turistas contemplaron el costoso,grande y sumamente pulido vehículo.Se veía tan fuera de lugar en el pueblo,que bien pudo haber llegado de otroplaneta y materializarse. ¿Quién seencontraba detrás de aquellos vidriospolarizados? ¿Qué tenía que hacer unopara que lo transportaran con unadiscreción tan extravagante?

Naturalmente, la única preguntaque no necesitaba respuesta era aquién había venido a ver el visitante.La Range Rover por fin atravesó conlentitud las puertas para llegar al hogarde Rinpoche, la Bodhigata, la Leona

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de las Nieves de Jokhang, La criaturaMás Hermosa Jamás Vista… y suacompañante humano.

Lo reconocí desde el momento queentró a la habitación de Su Santidad.Después de todo, era uno de los gurúsdel desarrollo personal más famosos ycon una de las carreras más largas delmundo. Su rostro aparecía al frente demillones de libros y DVD. Habíaviajado por las capitales de todos loscontinentes para dirigirse a enormesmultitudes en los centros deconvenciones más grandes de cadaciudad. Además tenía seguidores entrelas celebridades de Hollywood, sehabía reunido con varios presidentesde Estados Unidos y aparecía conregularidad en los más importantesprogramas televisivos de entrevistas.

Por desgracia, mi profundo sentidode la discreción me impide decirte de

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quién se trataba, querido lector; enserio, particularmente por lasincendiarias revelaciones que élestaba a punto de hacer y que, porsupuesto, no pensaba compartir con unpúblico más amplio. En cuantoatravesó la puerta, noté lo imponentede su presencia, era como si el simplehecho de que estuviera ahí te obligaraa mirarlo.

Claro, el Dalai Lama también tieneuna presencia muy poderosa, pero sunaturaleza es muy distinta. En el casode Su Santidad, no se trata tanto de unapresencia personal como de unencuentro con la Bondad. Desde elmomento en que uno se acerca a él, seintegra a un estado de ser en que todoslos pensamientos y preocupacionesnormales se desvanecen y se tornanirrelevantes, y uno toma conciencia orecuerda de manera muy curiosa, que

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su propia naturaleza esencial es unanaturaleza de amor ilimitado, y si lascosas realmente son así, entonces todoestá bien.

Nuestro huésped —solollamémosle Jack—, entró a lahabitación, le entregó una bufandablanca de seda a Su Santidad comoindica la tradición y pronto se sentójunto a él en el sillón individual derespaldo alto reservado paravisitantes. Realizó más o menos lasmismas acciones que todos los demás,sin embargo lo hizo de tal forma, quetodo parecía más intenso. Era como sile infundiera significado a cadapalabra y a cada gesto. Laconversación empezó con loscumplidos de siempre y luego Jack ledio a Su Santidad una copia de su libromás reciente. Cuando le habló al DalaiLama acerca de la gira mundial que

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había hecho un año antes, me pareciófascinante. Y luego, al platicar de unapelícula donde participórecientemente, no me fue difícilimaginar su carisma en la pantalla.

Sin embargo, diez minutos despuésla conversación devino en silencio. SuSantidad permaneció en su sillón,estaba relajado y atento, y tenía unagran sonrisa en el rostro. Al parecer, apesar de toda la confianza que teníaJack en sí mismo, le costaba trabajoexplicar por qué había venido.Finalmente empezó a hablar de nuevo,y cuando lo hizo, sucedió algoextraordinario.

—Su Santidad, como seguramenteya sabe, he trabajado como asesor devida durante más de veinte años. Leshe ayudado a millones de personas detodo el mundo a encontrar su pasión,llevar a cabo sus sueños y tener éxito y

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abundancia en sus vidas. —Laspalabras surgían de su boca con muchanaturalidad, pero a medida que hablómás, algo empezó a cambiar; fue algoque me costó trabajo identificar.

»Le he ayudado a la gente aencontrar satisfacción en todos losaspectos de su vida, no solo elmaterial —continuó explicando Jack—. También les motivé a desarrollarsus habilidades y talentos únicos paratener relaciones exitosas.

Con cada oración que decía,parecía que iba perdiendo el estilo, seestaba encogiendo en su silla; era algocasi físico.

—Establecí la empresa dedesarrollo personal más grande deEstados Unidos; tal vez del mundo —dijo, casi como si estuvieraadmitiendo que fracasó—. Y en eseproceso me he convertido en un

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hombre muy exitoso y adinerado.Esta última oración fue la que tuvo

el mayor impacto. Al articular el logrode todo lo que se había propuestorealizar, también parecía estarconfesando lo poco que le habíaservido. El hombre se inclinó al frentecon los hombros encorvados y loscodos sobre las rodillas; era como siestuviera quebrado. Cuando miró a SuSantidad lo hizo con una expresión desúplica.

—Pero las cosas no estánfuncionando para mí.

Su Santidad le observaba consimpatía.

—En nuestra última gira mundialhice un cuarto de millón de dólares pornoche. Retacamos los centros deconvenciones más grandes de EstadosUnidos, pero jamás me sentí tan vacíocomo entonces. De pronto me pareció

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que motivar a la gente para sermillonaria, exitosa y tener relacionespersonales geniales, no tenía ningúnsentido. Tal vez ese fue mi sueñoalguna vez, pero ya no.

»Volví a casa y les dije a todos quenecesitaba un descanso. Dejé de ir atrabajar, me dejé crecer la barba ypasé muchísimo tiempo en casaleyendo y cuidando el jardín; era loúnico que hacía. A Bree, mi esposa, nole agradó. Ella todavía quería pasarlos fines de semana con celebridades,ir a fiestas y aparecer en las páginasde sociales de los periódicos. Alprincipio pensó que yo estaba teniendouna crisis de la edad madura, peroluego las cosas se tornaron aún másagrias. Nuestra relación empeoró cadavez más hasta que ella me dijo quequería el divorcio, eso fue hace tresmeses. En este momento estoy tan

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confundido que no sé qué hacer. ¿Ysabe qué es lo peor de todo?Realmente me siento mal de sentirmetan mal. Toda la gente cree que vivo enun sueño, que mi vida esincreíblemente satisfactoria y que soymuy feliz. Motivé a la gente a pensareso porque estaba convencido de queasí era, pero me equivoqué. No esverdad. Nunca lo fue».

La imponente autoridad seevaporó, el carisma se disolvió, y loúnico que quedó fue aquel hombretriste y abatido. Era imposible nosentir pena por Jack. La diferenciaentre la personalidad que proyectaba yel hombre que acababa de revelarse,no podía ser más grande. Visto desdeafuera, daba la impresión de que suriqueza, su fama y su estatus de gurú leproveían lo necesario para lidiar conlos problemas de la vida mucho mejor

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que cualquier otra persona, pero enaquel momento, parecía todo locontrario.

Su Santidad se inclinó hacia elfrente.

—Lamento que lo que vives seatan doloroso, pero hay otra manera deverlo. Esto que estás atravesandoahora te va a resultar muy útil; dehecho, quizá después consideres quefue lo mejor que podía pasarte.Sentirse insatisfecho con el mundomaterial es… ¿cómo dice la gente?Vital para el desarrollo espiritual.

La idea de que su infelicidad delpresente pudiera ser útil, tomó a Jackpor sorpresa. Y la respuesta del DalaiLama también le preocupó.

—No querrá decir que la riquezatiene algo de malo, ¿verdad?

—Ah, no —contestó Su Santidad—, la riqueza es una forma de poder,

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una energía que puede ser muybenéfica cuando se utiliza parapropósitos buenos, pero como ya lonotaste, no es la verdadera causa de lafelicidad. Algunas de las personas másfelices que conozco tienen muy pocodinero.

—¿Y qué hay acerca de cultivarnuestras habilidades particulares? ¿Meestá diciendo que eso tampoco nospuede brindar felicidad?

El Dalai Lama sonrió.—Todos tenemos ciertas

predisposiciones y fortalezasparticulares. Cultivar estas habilidadespuede ser también muy útil, sinembargo, de la misma manera quesucede con el dinero, lo que importano son las habilidades en sí mismassino la forma en que las empleamos.

—¿Y qué pasa con el romance y elamor? —Para ese momento Jack ya

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estaba rascando en el fondo del barrildonde guardaba su antiguo credo, y suescepticismo comenzaba a notarse.

—¿Tú has tenido una relaciónafortunada con tu esposa por muchotiempo?

—Dieciocho años.—Y entonces —Su Santidad volteó

las palmas hacia arriba—: cambio,impermanencia. Esta es la naturalezade todas las cosas, especialmente delas relaciones. En realidad no son unacausa verdadera de felicidad.

—¿A qué se refiere con «causaverdadera»?

—A una causa en la que uno puedeconfiar o que siempre funciona.Cuando se aplica calor al agua, elcalor es una causa verdadera delvapor, porque sin importar quién loaplique o en qué parte del mundo lohaga, el resultado siempre será vapor.

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Es muy fácil notar que ni el dinero niel estatus ni las relaciones, son causaverdadera de felicidad.

Aunque la evidente verdad de loque acababa de decir el Dalai Lama seconfirmaba con la experienciapersonal de Jack, la simpleza yclaridad con que la enunció, alparecer, sorprendió a nuestro invitado.

—Y pensar que pasé todos estosaños predicando la Palabra delDesarrollo Personal estando así deequivocado.

—No debes ser tan duro contigomismo —dijo Su Santidad—. Es buenoque le ayudes a la gente a tener unavida más positiva para su propiobeneficio y el de otros. Es realmentealgo muy positivo. El peligro deldesarrollo personal es que puedeconducirnos a una celebración de lopersonal, a abstraernos y apasionarnos

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con nosotros mismos; y nada de esto escausa de felicidad sino todo locontrario.

Jack se tomó un momento paraasimilar las palabras antes depreguntar:

—Entonces, estas causasverdaderas de felicidad, ¿sonprincipios que funcionan de manerageneral o tenemos que descubrir cuálesson las nuestras en particular?

Jack no pudo seguir hablandoporque el Dalai Lama comenzó a reír.

—¡Ah, no! —exclamó—, volversemonje, por ejemplo, ¡tampoco es unacausa verdadera de felicidad! —entonces, con una actitud más seria,agregó—: Todos tenemos queencontrar nuestros métodos personalespara cultivar la felicidad; en primerlugar, el deseo de brindar felicidad aotros, el cual los budistas definen

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como amor; y en segundo lugar, eldeseo de ayudar a otros a librarse dela insatisfacción o el sufrimiento, quees como definimos la compasión.Verás, el primer cambio consiste enquitarse uno mismo de lospensamientos propios para colocar alos otros ahí. Eso es… ¿cómo se dice?Ah, sí, es una paradoja. Porque, entremás podamos enfocar nuestrospensamientos en el bienestar de otros,más felices seremos. El primerbeneficiado es uno mismo. Es a lo queyo llamo «ser sabiamente egoísta».

—Es una filosofía interesante —murmuró Jack—. Sabiamente egoísta.

—Lo que debemos hacer es ponera prueba estos principios en relación anuestra experiencia personal para versi son ciertos —explicó Su Santidad—. Por ejemplo, piensa en esasocasiones en que experimentaste una

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sensación de alegría profunda en tuvida. Tal vez descubras que pensasteen una persona. Ahora haz unacomparación: recuerda los momentosde enorme tristeza y molestia. ¿Enquién piensas ahora?

El visitante se quedó pensando enlas preguntas mientras el Dalai Lamacontinuó explicando.

—La investigación científicaresulta muy útil. Se han realizadoresonancias magnéticas a personas quemeditan mientras se enfocan endistintos temas. Normalmenteesperamos que estas personasexperimenten la mayor felicidadcuando sus mentes estén relajadas y encalma, pero la corteza prefrontal delcerebro, es decir, la parte que estávinculada con las emociones positivas,se ilumina cuando la gente meditasobre la felicidad de otros. Es por esto

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que entre más «otrocéntricos» seamos,más felices estaremos.

Jack asintió.—Entonces, el desarrollo personal

solo nos permite llegar hasta ciertopunto, y por eso es necesario quetambién exista el «desarrollo de losotros».

El Dalai Lama juntó sus manossonriendo.

—Exactamente.Jack se quedó callado un momento

antes de agregar:—Ahora entiendo por qué dijo que

esta experiencia puede resultar útil.—Hay una historia, una metáfora

que tal vez te sirva —dijo Su Santidad—. Un hombre llega a casa y encuentraque en su jardín del frente alguien dejóun enorme montículo de abono deovejas. El hombre no ordenó el abonoy no lo quiere, sin embargo, ahora está

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ahí y su única opción es decidir quéhará con este. Puede meterlo a susbolsillos y andar por ahí todo el díaquejándose con la gente de lo quesucedió, pero si hace esto, los demáscomenzarán a evitarlo después dealgún tiempo. El abono se vuelvemucho más útil si el hombre loesparce en su jardín.

»Todos nos enfrentamos a estamisma elección cuando lidiamos conlos problemas. Son algo que nopedimos y no queremos, pero lo másimportante es la manera en quelidiamos con ellos. Si somos sabios,los problemas más grandes puedenconducirnos a las reflexiones másprofundas».

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Ese mismo día, más tarde, meencontraba en mi lugar de costumbreen la oficina de los asistentesejecutivos. Recordé la llegada de Jackesa mañana y lo asombroso que mepareció, pues inundó el lugar con suenergía en cuanto atravesó la puerta.Pero luego pensé en lo distinto que seveía cuando le contó al Dalai Lama susverdaderos sentimientos. La diferenciaentre la apariencia y la realidad nopodía ser más marcada. Tambiénreflexioné sobre el consejo que le dioSu Santidad para lidiar con losproblemas de la vida; uno nunca los

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pide, pero la forma en que lidiamoscon ellos define nuestra felicidad oinfelicidad en el futuro.

En la tarde, apareció el chofer delDalai Lama en la oficina. No nos habíavisitado en más de una semana, así quede inmediato notó al Lhasa Apso quese encontraba acurrucado en sucanasta.

—¿Y quién es este amiguito? —lepreguntó a Chogyal, que se encontrabalimpiando su escritorio para terminarla jornada y retirarse.

—Es alguien a quien estamoscuidando mientras le encontramos unhogar.

—¿Otro refugiado tibetano? —dijoocurrente el chofer mientras seinclinaba para acariciar al perro.

—Algo parecido —contestóChogyal—. Les pertenecía a losvecinos de mi primo en Dharamsala.

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Solo lo tuvieron algunas semanas, peromi primo no dejaba de escucharleladrando desde el patio. Luego, haceuna semana, lo escuchó dentro de lacasa de los vecinos en la noche. Fue atocar la puerta, nadie contestó pero losladridos cesaron. A la noche siguientesucedió lo mismo, entonces empezó apreguntarse qué sucedía. Al parecer,los vecinos no estaban cuidando bienal perro.

El chofer negó con la cabeza.—Dos días después, mi primo le

mencionó algo sobre el perro al vecinoque vivía al otro lado de la calle, yeste le dijo que los dueños se habíanmudado la semana anterior; sacaronsus cosas, absolutamente todo, y sefueron.

—¿Entonces abandonaron alperrito? —preguntó el chofer.

Chogyal asintió.

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—Mi primo dio la vuelta deinmediato, cruzó la calle y se metió ala casa de los vecinos. Encontró a KyiKyi atado con una pesada cadena en lacocina. Estaba casi muerto, era unapena verlo, no tenía alimento ni agua.Mi primo se llevó al perro a su casa enese momento y logró que bebiera algode agua, y después que aceptara unpoco de comida. Pero él no podíaquedárselo porque es soltero y casinunca está en casa; y como elcachorrito no tenía adónde más ir, vinocon nosotros —explicó Chogyalencogiendo los hombros.

Por fin supe cuáles eran losantecedentes de Kyi Kyi. Y no puedofingir, querido lector, que la historia nome conmovió. Recordé lo celosa queme puse cuando llegó, el resentimientoque me provocó que Chogyal locolmara de afecto y lo alimentara.

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Pero también pensé en el maltrato quesufrió el perrito y lo mal que lucía supelaje. Si hubiera sabido lo que lehabía pasado, también habría sentidopena por él.

—Parece que abrieron un refugioanimal —señaló el chofer de SuSantidad—. ¿Y qué tal se portaMousie-Tung con el nuevo huérfano?

En ese momento se me crisparonlos bigotes por la molestia. El choferde Su Santidad siempre me parecióalgo burdo. ¿Por qué insistía enllamarme con ese nombre tanespantoso?

—Bueno, creo que todavía estádecidiendo cómo tratarlo —dijoChogyal al mismo tiempo que volteó averme y dio su generosa opinión comosiempre.

—¿Decidiendo? —el chofercaminó hasta el archivero, extendió el

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brazo y me acarició—. En ese casopodemos decir que es una gata muysabia. La mayoría de la gente solojuzga a los otros por la apariencia.

—Y como ya sabemos, lasapariencias pueden ser muy engañosas—dijo Chogyal mientras cerraba suportafolio.

A la mañana siguiente, cuando fui a laoficina de los asistentes y vi a Kyi Kyien su canasta, en lugar de ignorarlo porcompleto, me acerqué y lo olfateé conprecaución. Él me correspondió antesde levantar la cabecita y contemplarmedetenidamente. Gracias a ese momento

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de comunicación alcanzamos ciertotipo de entendimiento.

Sin embargo, no me metí a sucanasta ni dejé que me lamiera la caraporque… yo no soy ese tipo de gata yeste no es ese tipo de libro, peropuedo decir que dejé de envidiar a KyiKyi. Ahora Chogyal podía pasearlo,alimentarlo y susurrarle tonteríascursis cuanto quisiera; eso ya no memolestaría. Sabía que detrás de laapariencia del cachorro había otrarealidad. Así fue como descubrí queincluso las primeras impresiones másfuertes pueden ocultar una verdad muydistinta.

También me di cuenta de que noestar celosa me hacía sentir mucho másfeliz. La envidia y el resentimientoeran emociones exigentes y meperturbaban. Por mi propio bien,decidí que no tenía caso desgastarse

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con sentimientos tristes e irracionales.

Menos de seis meses después le llegóa Su Santidad una carta en un papelcon un impresionante grabado enrelieve. Era del Instituto para elDesarrollo del Otro, recientementefundado por Jack. Después de su visitaa Jokhang le entregó la administraciónde su empresa de Desarrollo Personala un colega y fundó un institutoasociado que se enfocaba en elDesarrollo del Otro. La idea eramotivar a toda la gente que fueraposible para que brindara su tiempo,dinero y habilidad para trabajar en

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redes sociales por causas nobles. Elprimer instinto de Jack fue determinarcuáles serían esas causas, peroatendiendo al espíritu del Desarrollodel Otro, decidió permitir que fueranlos otros quienes eligieran lasorganizaciones a las que deseabanapoyar.

En tan solo unos meses, más de10,000 personas ya se habían inscritocomo benefactores, y llevabanrecaudados más de tres millones dedólares para apoyar a una ampliavariedad de asociaciones de caridaden todo el mundo. Según Jack, laenorme cantidad de ayuda le resultóemocionante; fue algo conmovedor quele permitió reafirmar su objetivo en lavida. Jamás se había sentido tan feliz ysatisfecho.

¿Podría Su Santidad considerarasistir a la conferencia inaugural del

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instituto, la cual tendría lugar un añodespués? ¿Acaso podría hablar unpoco sobre las causas verdaderas de lafelicidad?

Cuando Tenzin le leyó a Chogyal lacarta de Jack, escuché una emociónpoco común en su voz.

—A pesar de que he trabajado aquípor más de veinte años —comentó—,todavía me sorprendo. Cuando la gentepermite que el bienestar de otros seconvierta en su motivación, losresultados son sencillamente…

—¿Inconmensurables? —sugirióChogyal.

—Sí, precisamente.

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CAPÍTULO CINCO

¿Es fácil vivir siendo la acompañanteanónima de una celebridad mundial?Algunas personas creen que losacompañantes desconocidos dealgunos individuos muy famosossiempre se sienten soslayados einfravalorados, como las gallinas demalos genes junto a los gallostriunfadores. Cuando el gallo captatoda la atención con su brillanteplumaje y sus magníficos arpegios alamanecer, ¿no es comprensible quetambién la gallina desee tener algunosmomentos individuales en elescenario?

En el caso de esta gallina en

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particular, no es así.Dentro de mi pequeño universo en

Jokhang, ya soy lo más conocidaposible. En el Café Franc, ¡incluso meveneran como Rinpoche! Su Santidadno solo aparece con frecuencia entelevisión, también tiene que ir por lavida dejándose fotografiar ypermitiendo que le incrustenmicrófonos en el rostro mañana, tardey noche. Debe contestar lasincansables preguntas de periodistasque le piden explique lo elemental delbudismo; es decir, ¡es como si a unprofesor de física aplicada le pidierantodo el tiempo que recitara las tablasde multiplicar! El hecho de que elDalai Lama logre hacer esto concalidez genuina y sentido del humor,revela algo que no solamente tiene quever con sus cualidades personales sinotambién con el valor de la práctica del

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budismo, en particular, ¡con laperfección de la paciencia!

Estoy siendo así de categóricasobre mi deseo de no dejarmeengatusar por la fama —disculpa labroma—, porque ya estuve alguna vezen la mira de bastante atenciónmediática. Es posible que esto tesorprenda, querido lector, seguramentete preguntarás por qué nunca has vistoa la gata del Dalai Lama en las páginasde Vanity Fair fotografiada por el granPatrick Demarchelier, o, ¿por qué no teha tocado contemplarla acicalándoselos bigotes y flexionando sus largaspatas grises con estudiadapreocupación en las imágenes quepresenta la revista ¡Hola!, en unainvitación para conocer los deleites desu suntuosa alcoba himalaya? Meduele admitir que la atención querecibí de los medios no fue del tipo

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que aparece en las revistas de portadasplastificadas. ¿Fotografías? Sí. ¿En laspáginas de las celebridades? No, ¡paranada!

Todo comenzó una mañanaprimaveral en que Su Santidad selevantó una hora antes de lo normal desu meditación y se preparó para salir.No era raro que cambiara su rutinaporque con frecuencia tiene que viajaro presidir ceremonias. Esa mañana, sinembargo, a pesar de que sus dosasistentes ejecutivos habían llegadotemprano, no vi a su chofer por ningúnlado. Comprendí que Su Santidad nopodía ir muy lejos. Escuché el sonidode los cantos al otro lado del patio, ytambién entendí que no asistiría a laceremonia matutina que se lleva a cabotodos los días en el templo. Cuando eljefe de protocolo empezó a revisar lospuntos de seguridad, el

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estacionamiento y otros arreglosprevios, supe que, en realidad,tendríamos invitados. ¿Quiénes serían?

De pronto empezaron a llegarvehículos de donde bajaronperiodistas y equipos de televisión devarios medios de comunicacióninternacionales. Se les dio labienvenida y fueron conducidos por uncamino que iba de la parte trasera deltemplo a la zona forestal más cercana.Después llegó el automóvil delvisitante de Su Santidad, quien bajólas escaleras en ese momento seguidopor Tenzin y Chogyal; Kyi Kyi ibadetrás con su collar y cadena. Comome dio curiosidad saber qué pasaría,me uní al séquito.

Entonces empecé a escucharfragmentos de información sobre lavisitante. «Campaña Liberen a Tíbet»,«Orden del Imperio Británico».

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También se mencionó su filantropía yel hecho de que mantenía un estilo devida sencillo y dividía su tiempo entresus casas de Londres y Escocia.

La invitada llegó en cuanto elDalai Lama apareció en la entrada. Erauna elegante dama con cabello rubio alhombro y rasgos vivarachos. No vestíael tipo de ropa conservadora o formalque normalmente portaba la mayoríade los visitantes de Su Santidad, sinouna chaqueta impermeable, pantalonesde algodón con pinzas color caqui ybotas cafés para senderismo.

Tú ya me conoces bastante bienpara este momento, querido lector, ysabes que nunca divulgo la identidadde los visitantes de Su Santidad. Asíque solo digamos que la recién llegadaera una actriz inglesa asombrosamentefamosa que ha aparecido en numerososprogramas de televisión y

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producciones teatrales, y que patrocinavarias causas benéficas.

Después de la tradicionalbienvenida, el Dalai Lama y suinvitada caminaron hacia el bosque.Yo los seguí y, detrás de mí, a unadistancia discreta, nos acompañaba elresto del séquito.

—Estoy muy agradecida de quehaya apoyado nuestra causa —dijo laactriz.

—La destrucción de los bosques esun tema que debería preocuparnos atodos —le contestó el Dalai Lama—,me alegra poder ayudar.

La dama inglesa habló sobre laimportancia de los bosques; dijo queeran los «pulmones verdes delplaneta» y esenciales para laconversión del dióxido de carbono enoxígeno. El tamaño de los bosques sereduce dramáticamente todos los días

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para cederles lugar a las plantacionesde maíz y aceite de palma, explicó laactriz; y esto conduce a la erosión delsuelo y la contaminación delsuministro vital de agua, así como a lapérdida de biodiversidad. Muchasespecies, como el orangután, seencuentran ahora en peligro deextinción porque queda muy pocoespacio para que vivan, agregó.

—Salvar los bosques no es unasunto de dinero exclusivamente —dijo—, también tienen que ver laconciencia y la educación. Tenemosque motivar a la mayor cantidadposible de gente para que actúe, o porlo menos para que dé su apoyo a lareforestación. Como usted es tanconocido y recibe tanto apoyo, supatrocinio nos ayudará a transmitirnuestro mensaje.

Su Santidad tomó la mano de la

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actriz y dijo:—Podemos trabajar juntos;

combinar nuestras actividades paraobtener mejores resultados. Usted hasido muy, muy generosa con el soporteque le ha brindado a este trabajo demanera personal. Y su ayuda a lacampaña Liberen a Tíbet y a otrasorganizaciones de caridad, esejemplar.

La actriz encogió los hombros enun gesto de modestia.

—Solo siento que es lo que debohacer.

Para ese momento caminábamospor un sendero en el bosque. A amboslados, la tierra estaba cubierta con unaalfombra de prímula y muérdago, losgrandes arbustos de rododendrocrecían y mostraban sus llamativasflores rosadas y rojas.

—Si nos permitimos caer

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demasiado en el consumismo,corremos el riesgo de destruir todoesto —dijo la actriz señalando nuestroentorno.

Su Santidad asintió:—Usted tiene una buena

motivación: da sin esperar recibir algoa cambio.

—Oh, eso no me importa, creo quetengo suerte de poder dar —el DalaiLama rio con discreción y ella lo miróinquisitivamente—. ¿No cree usted?

—Muy afortunada, sí —contestó elDalai Lama—, pero ¿tener suerte?Quizá no es así. En el budismocreemos en el principio del karma, laley de causa y efecto. No podría habertal efecto, tal éxito, si no hubiera unacausa.

—He trabajado en esta carreradurante muchos años —aceptó ella—,y he tenido épocas bastante duras.

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—A eso le llamaríamos«condiciones» difíciles de trabajo —dijo el Dalai Lama—, pero no«causas». Ciertamente, las condicionesson necesarias para que el karmagermine, de la misma manera que unárbol necesita de tierra, humedad ycalor para crecer. Sin embargo, si nohay una causa kármica, si no existe esasemilla inicial, no importa cuánfavorables sean las condiciones: nohabrá ningún efecto.

La actriz prestó mucha atención alas palabras del Dalai Lama. Laconversación tomó un giro inesperadocomo sucede cada vez que Su Santidadpuede beneficiarse con algunareflexión en particular.

—Si el trabajo arduo es tan solouna condición, ¿entonces cuál es lacausa kármica para obtener el éxito?—preguntó ella.

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Su Santidad la miró conbenevolencia extrema.

—La generosidad —contestó—. Eléxito que disfruta actualmente provienede su generosidad en el pasado. Y lagenerosidad que practica ahorasignifica que tendrá aún más éxito enel futuro.

Llevábamos algunos minutoscaminando por el sendero —más lejosde donde yo jamás me habría atrevidoa pasear sola—, cuando llegamos allugar en que el bosque termina y le dapaso a un rugoso panorama lunar depiedras desnudas y tierra arenosa quealguna vez fue vegetación exuberante,y ahora solo quedan unos cuantostocones de árboles muertos muchotiempo atrás.

Su Santidad y la actriz sedetuvieron por un momento. Habíavarios agujeros que fueron cavados

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previamente para una ceremonia enque se plantarían árboles. Junto a losagujeros había retoños de pinos yvarias carretillas con tierra. Seubicaron a los periodistas en un sitioestratégico para trabajar; las cámarasestaban enfocadas en Su Santidad y laactriz, quienes salieron del bosque ycruzaron el páramo.

Las cámaras zumbaban y el séquitonos seguía de cerca, cuando en esemomento sentí la repentina necesidadde atender el llamado de la naturaleza.Como era una gata que por lo generalmantenía un estándar alto en loreferente a estos asuntos, decidí buscarun lugar que me ofreciera privacidad yun poco de tierra suelta. En el áreadonde se tomarían fotografías mástarde, había una pancarta con el logode la asociación de caridad de laactriz, la cual me pareció que serviría

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perfectamente para cubrirme.Me oculté detrás de la pancarta sin

que nadie me viera y, en el silencioque ahí se disfrutaba, descubrí variashileras de retoños de abetos, iguales alos de pino que estaban a punto deplantarse. Detrás de los retoños seencontraba el sueño dorado de todogato: un montículo grande de tierrafértil para plantar.

Solo ver aquello me hizo saltar yprecipitarme por un lado con elregocijo de un cachorro. Mientrasescalaba hasta la cima, esparcí tierrapor aquí y por allá, regodeándome enmi descubrimiento. Estando en la partemás alta del montículo, olfateé la tierray busqué un sitio que me ofreciera lamayor comodidad posible.

La atmósfera de calma y silenciocubierta por el follaje del bosque,resultó perfecta para el estado

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meditativo que alcancé ahí sentada. Elaire de la mañana, tan fresco y conaroma a pino, portaba el agradablecanto de las aves al amanecer. Depronto escuché una voz en la lejanía.¿Era la actriz? Alguien anunció algo ydespués se escucharon algunosaplausos.

Y entonces, sucedió. De repente lapancarta desapareció llevándoseconsigo toda mi privacidad. Aquelmomento de drama planificado fuediseñado para mostrar la escala realdel proyecto de reforestación, pero envez de eso, me puso al descubierto.

No me malinterpretes, queridolector. No es que los miembros de miespecie seamos mojigatos, es solo queno nos agrada ser el centro deatención, en especial si estamos frentea medios de comunicación de todo elmundo.

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Durante un momento lo único quese escuchó fueron los zumbidos y losclics de las cámaras, pero luego unaola de risas se esparció entre la genteahí reunida. Su Santidad fue uno de losprimeros en reír, después la actriz dijoque la tierra ahora sí estaba bienfertilizada, creo.

De pronto mi única preocupaciónfue salir de ahí lo más rápido posible,así que bajé del montículo con muchamás prisa que con la que subí, y meprecipité sobre la maleza. Sindetenerme, me dirigí apresuradamenteal templo y atravesé el gran patio hastallegar a la seguridad de mi hogar.

Para entonces ya había descubiertocómo entrar a la habitación quecompartía con el Dalai Lama sin quealguien me tuviera que abrir la puerta,de modo que primero entrésigilosamente a la lavandería de la

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planta baja, luego salté a una repisa ycaminé a lo largo de la saliente hastallegar a una ventana que se abría haciaadentro y daba al comedor. En cuantoestuve ahí, exhausta por todo elesfuerzo de la mañana, me acurruquéen un sillón grande y me quedédormida.

Desperté cuando percibí el deliciosoaroma de un bistec a la parrillacocinado en la forma que solamenteuna persona podía hacerlo; entonceslevanté la cabeza y me di cuenta deque ya había gente en el comedor. ElDalai Lama volvió a sus otras tareas

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pero dejó a la actriz y a variosmiembros del séquito del programa dereforestación en manos de Tenzin,Lobsang —el traductor—, y suasistente. Los invitados estabansentados alrededor de la mesa ycomían un sustancioso desayuno queincluía bistec y huevos; mientras tanto,la señora Trinci se desvivía poratenderlos ofreciéndoles porcionesadicionales de hongos fritos, aros decebolla y pan francés. En cuanto vioque me moví fue a la cocina y trajo unplatito de porcelana blanco dondearregló con mucha delicadeza variasporciones pequeñas de bistec, y locolocó en el suelo, a mi lado.

Mientras todos atacábamos nuestrodesayuno con gran gusto, laconversación en la mesa pasó de laceremonia para plantar árboles, a lacampaña de reforestación y luego a la

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apretada agenda que tenía la actrizpara el resto del año. Después, trasuna pausa, ella comentó:

—Hace rato tuve una conversaciónmuy interesante con Su Santidadrespecto al karma, un tema sobre elque no sabemos mucho en Occidente.

Tenzin había seguido la carrera dela actriz desde que estudiaba enOxford, por lo que disfrutó de laoportunidad de hablar con ella.

—Sí, eso siempre me ha parecidoun poco extraño, la ley de causa yefecto es aceptada como base de todala tecnología occidental. Es decir, nosucede nada sin una causa; todo ocurrecomo resultado de algo más. Sinembargo, en cuanto uno se atreve a irmás allá del mundo materialinmediato, los occidentales siempreempiezan a hablar sobre la suerte, eldestino o la intervención divina.

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El grupo reflexionó en silenciosobre el comentario de Tenzin.

—Supongo —agregó él—, que ladificultad radica en que el karma no esevidente de manera inmediata. Puedepasar algún tiempo antes de que lascausas surtan sus efectos y, debido aeso, da la impresión de que no hayrelación entre causa y efecto.

—Así es —comentó la actriz—. SuSantidad me dijo que toda la riqueza yéxito del que alguien disfruta en elmomento presente provienen de sugenerosidad previa, y no del trabajoarduo, de tomar riesgos o deaprovechar oportunidades que enrealidad son condiciones, más quecausas.

—Es verdad —dijo Tenzinasintiendo—. Para que el karmamadure se necesita de ambas cosas:las causas y las condiciones.

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—Todos en este pequeño grupo —dijo la actriz al mismo tiempo queseñalaba a sus compañeros activistas—, sabemos que el año que hice unaimportante donación a la campaña dereforestación sucedió algo curioso.

Los comensales sonrieron.—Hice la donación en mayo y

luego, en diciembre, recibíexactamente la misma cantidad en undividendo que jamás habría podidoprever. Mucha gente dijo que erakarma.

Entonces todos rieron de buenagana.

La actriz se dirigió a Tenzin.—¿Sería esa una interpretación

correcta?—Comprendo por qué la gente

podría creer eso —contestó él—, peroes importante no ser tan literales. Elhecho de que usted le dé algo a alguien

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más, no significa que haya creado lacausa que provocará que recibaexactamente lo mismo en otra ocasión.El karma no funciona como unaespecie de contabilidad externa decrédito y débito, sino más bien comouna energía, una carga que crece con elpaso del tiempo. Así es como inclusolos actos más pequeños degenerosidad, en particular cuando loque les sustenta son las mejoresintenciones, pueden convertirse encausas de una riqueza mucho mayor enel futuro.

La actriz y sus colegas observabana Tenzin con detenimiento.

—El asunto se pone interesante —continuó el asistente del Dalai Lama—, porque al dar no solo creamos lascausas de la riqueza futura, sinotambién las condiciones para quemadure cualquier riqueza del karma

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que ya poseemos. Efectivamente, eltrabajo arduo y los pactos astutos denegocios son condiciones que originanriqueza, pero la generosidad tambiénlo es.

—Lo que dice suena lógico —comentó la actriz—, y me pareceinteresante que Jesús también hayadicho: Cosecharás lo que siembres.

—La noción del karma era muybien aceptada en los albores de lacristiandad —explicó Tenzin—. DelEste no solamente se importaronsímbolos fundamentales como el pez yel halo —agregó señalando una imagenen la pared donde aparecía Budacoronado con un halo brillante decolor azul celeste—; me parece quelas enseñanzas principales como elamor al prójimo, la compasión y otrassimilares, también siguieron la AntiguaRuta de la Seda hace dos mil años.

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En los rostros de los visitantespodía verse la concentración y laatención.

—Algo que no entiendo respecto alkarma —dijo la actriz—, es dóndesucede. Si no hay un dios que decidacastigar o recompensar, y tampocoexiste una computadora cósmica quelleve un registro, ¿dónde se lleva acabo?

—Esa pregunta va al centro delasunto —respondió Tenzin—. Todosucede en el continuo de nuestrasmentes. Nuestra experiencia de larealidad es mucho más subjetiva de loque solemos darnos cuenta. Nosolamente somos receptores pasivosde los sucesos; más bien, todo eltiempo estamos proyectando nuestravisión personal de la realidad hacia elmundo que nos rodea. Dos personasque se encuentren en las mismas

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circunstancias tendrán experienciasdistintas de lo que sucedió, y esto pasaporque cada una tiene un karmadiferente. La ley de causa y efecto —continuó Tenzin— dice que podemoscrear, paso a paso, las causas paravivir la realidad de una forma que décomo resultado mayor alegría yabundancia, y que también podemosevitar las causas de la infelicidad y dela carencia de recursos. El mismoBuda lo resumió de la mejor manera aldecir: El pensamiento se manifiestacomo palabra; la palabra semanifiesta como hecho; el hecho seconvierte en hábito; y el hábito seconcreta hasta transformarse encarácter. Por eso debe observarsecuidadosamente al pensamiento y suscostumbres, y permitir que surja deun amor nacido en la preocupaciónpor todos los demás seres… Así como

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la sombra sigue al cuerpo, nosotrosnos convertimos en lo que pensamos.

Poco después la actriz y su grupo selevantaron de la mesa y agradecieron aTenzin y a los demás por toda suayuda. Estaban tomando sus sacos ybufandas, cuando de pronto la actrizvolteó al sillón donde me encontrabasentada con las patas elegantementedobladas debajo de mi cuerpo.

—¡Dios Santo! ¿Este es el gato…?Ya saben… ¿Es el gato de estamañana?

Tenzin me miró con esa mismaexpresión neutral que tenía la tarde que

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me encontró sentada en el cojín enforma de loto en el Café Franc.

—Se parece —asintió.—Jamás he visto a la Leona de las

Nieves salir tan lejos —dijo Lobsang.—Los gatos himalayos son

bastante populares aquí —se atrevió acomentar el asistente del traductor.

La actriz sacudió la cabeza con unasonrisa irónica.

—Bueno, ciertamente fue unaactuación inesperada.

Después, esa misma tarde, Tenzin pusoal Dalai Lama al tanto de los sucesosdel día mientras ambos disfrutaban de

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té verde, en esta ocasión acompañadode un biscotti tan delgado como oblea,que había cocinado la siempregenerosa señora Trinci. Tras hablar dela mayor parte de las actividades deldía, Su Santidad tocó el tema de laceremonia para plantar árboles.

—¿Cómo les fue en el desayuno?Espero que los visitantes hayan estadocontentos con los resultados.

—Todo salió muy bien, SuSantidad, y nuestra invitada me llamóhace rato para decirme lo emocionadaque estaba por la conciencia que sehabía creado entre la gente.

—Había muchos equipos demedios de comunicación —señaló elDalai Lama—. ¡Jamás había vistotantas cámaras de televisión enJokhang!

—Los medios cubrieron muy bienel evento —agregó Tenzin—, pero el

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verdadero éxito es un video enYouTube que al instante se volvióviral. Al parecer, ya tiene más de diezmillones de visitas.

—¿Para ver una ceremonia en quese plantan árboles? —preguntó elDalai Lama arqueando las cejas.

—Ahí es donde comienza, pero laverdadera estrella del espectáculo —Tenzin volteó a verme— es nuestrapequeña Rinpoche.

El Dalai Lama estalló encarcajadas, y luego, tratando decontenerse, dijo:

—Tal vez no deberíamos reírnos,no estoy seguro de quién resultó mássorprendido, si nuestra Rinpoche o losperiodistas.

Su Santidad se acercó adondeestaba sentada, me tomó entre susbrazos y me acarició lentamente.

—Esta mañana, cuando

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despertamos, nadie imaginaba queestabas a punto de volverte… ¿cómose dice…? Ah, una sensacióninternacional. Sin embargo, en una solamañana tal vez lograste crear mayorconciencia sobre el problema de losbosques que la que algunas personashan creado en toda una vida.

Empecé a ronronear.—Es un karma muy interesante.

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CAPÍTULO SEIS

Bolas de pelo. No hay muchas cosasmás desagradables que las bolas depelo, ¿estás de acuerdo, queridolector?

Pero, vamos, vamos, ¡no haynecesidad de hacerse el inocenteconmigo! El hecho de que seas humanono te hace inmune a obsesionartecontigo mismo. ¿No te sucede que devez en cuando tienes una preocupaciónexcesiva por la forma en que te ven losdemás seres? ¿No te has obsesionadocon tu ropa, tu calzado, los ornamentosy tu arreglo personal? ¿Todas esascosas que tienen que ver más con laimagen que deseas proyectarle al

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mundo, que con un asunto de simplepracticidad?

Cuando hablas de ti e intercalas unsutil comentario sobre la costosamarca de los artículos que adquiristerecientemente, la atención románticaque has estado recibiendo o laextraordinaria postura de yoga quelograste hacer, ¿no crees que lo hacescon el objetivo de invocar unaimpresión particular que quieresdiseñar de ti mismo?

Y por favor dime, ¿quién ocupa lamayor parte de tus pensamientos desdeel momento en que te levantas por lamañana hasta que te acuestas a dormir?¿Exactamente quién es la causa de tumayor ansiedad y estrés? ¿Puedespensar en alguien que quizá no seencuentre muy lejos del espacio queocupas actualmente, y que en algúnmomento haya quedado atrapado en

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una espiral descendente de obsesiónpersonal? ¿Alguien que a pesar detodas las lamidas frenéticas, derascarse y acicalarse; a pesar de todoslos esfuerzos por sentirse bienrespecto a sí mismo, solo haya logradoingerir cantidades tan enormes deresiduos personales que se hayaenfermado a sí mismo… de unamanera tal vez demasiado literal?

Si el mero acto de leer estospárrafos ha hecho que se te forme undesagradable bulto en la garganta,entonces estoy segura de que entiendesmuy bien lo irritantes que son las bolasde pelo. De lo contrario, es obvio queeres una persona mejor acoplada quelas demás, y en ese caso te ofrezco unadisculpa por poner en duda tu carácter.Estoy segura de que no es necesarioque leas este capítulo, así que, ¿puedosugerirte que vayas inmediatamente al

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siguiente?Como fui separada de mi madre y

de mi familia siendo muy pequeña, hayciertos aspectos del comportamientogatuno que nunca aprendí. Por eso miprimera experiencia con las bolas depelo fue inesperada y muydesagradable. Uno de losinconvenientes de ser una gata con unabelleza tan suntuosa como la queocasionalmente adorna las cajas de lospraliné (garapiñados) más costosos deBélgica, es que el arreglo personalpuede convertirse en una actividadcompulsiva. Es muy sencillo quedaratrapada en el ciclo de lamidas yacicalamiento sin darse cuenta decuáles pueden ser las consecuencias.

La mañana que, estando sobre elarchivero, me enfoqué con vigorprecisamente en esta actividad, Tenzinme miró con agudeza en varias

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ocasiones y Chogyal incluso se acercóy trató de distraerme sin ningún éxito.La comezón que sentí al principio sevolvió más y más intensa y seesparció, ¡hasta que ya no pude dejarde lamerme!

Luego me di cuenta. De prontosupe que debía bajar al suelo, crucé laoficina, pasé justo frente a la canastade Kyi Kyi, y apenas llegué alcorredor, sentí que el estómago medaba vueltas. Fue como si todo en miinterior quisiera salirse. Me agachésobre la alfombra y mi cuerpocomenzó a retorcerse por los jadeos;el ritmo de los violentos espasmosaumentó rápidamente hasta que…Bueno, tal vez sea mejor que no tecuente los detalles.

Chogyal se puso de pie de unbrinco, tomó el periódico de ese día yusó la sección de mujeres para limpiar

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la alfombra donde deposité copiosascantidades de mi propio pelambre. Meescabullí hasta la cocina para beberalgo que me refrescara, y para cuandoregresé ya no había señales del horrorque sufrí en el apacible santuario delcorredor.

Volví a mi lugar en el archivero yme quedé profundamente dormida. Nohay nada como un buen rato de sueñopara dejar los sucesos desagradablesen el pasado.

Excepto que en esa ocasión medespertó una fragancia penetrante yconfusa. ¿Acaso no era el

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inconfundible aroma de Kouros quepor lo general se percibía variosmetros antes de donde se encontrabaFranc? ¡Pero no estaba en el Café!Unos instantes después se confirmaronmis sospechas gracias al reconocibleacento de San Francisco de Franc.

Ni Chogyal ni Tenzin estaban en laoficina, pero ahí en la puerta, pude verlas redondas orejas de la silueta deMarcel, el perro de Franc. Pocodespués llegó Chogyal, despertó a KyiKyi, enganchó a su collar una cadenaque traía consigo y lo llevó hastadonde Marcel contenía a su propioperro, el cual agitaba la colafrenéticamente por la emoción.

Franc y Chogyal hablaron en elcorredor mientras los perros seolfateaban los traseros, el uno al otro.Como Franc estaba totalmente absortoen la plática, no se dio cuenta de que

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yo lo observaba desde mi plataforma yveía todo lo que estaba sucediendo.Aunque algunas semanas antes lainesperada llegada de Tenzin al CaféFranc me había desconcertado, ahoratodo empezaba a tener sentido.

Franc se comportó muy bien. Suvestimenta era formal: saco oscuro yzapatos bien boleados; y fue tanamable como cuando llegaban al cafélos clientes VIP más destacados.Chogyal, por su parte, se comportócomo siempre, sin pretensiones, y lecontó a Franc la historia de cómohabía llegado Kyi Kyi a vivir enJokhang.

Luego, Chogyal y Franc sacaron apasear a los perros al patio y yo medirigí a una ventana con una vistamejor para continuar observando loque sucedía. Ya sin sus respectivascadenas, Marcel y Kyi Kyi se

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persiguieron entre sí, juguetearon yriñeron. Al parecer, realmente podríanconvertirse en amigos.

Cuando volvieron, Chogyal yFranc hablaron sobre los hábitosalimentarios y de sueño de Kyi Kyi.Luego escuché a Chogyal decir:

—Todos nosotros, incluso SuSantidad, estaríamos muy agradecidossi lo pensara…

—No hay necesidad de pensarlo—le aseguró Franc—, los perros sevan a llevar bien. Será un honor.

El asistente del Dalai Lama miró aKyi Kyi con una sonrisa.

—Lleva muy poco tiempo aquípero lo vamos a extrañar.

—Lo puedo traer de visita —ofreció Franc.

En ese momento salió Su Santidadde su oficina.

Franc hizo una reverencia con

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demasiada formalidad y el DalaiLama, riendo con discreción, se llevólas manos a la frente.

—Este es Franc, Su Santidad,amablemente accedió a cuidar de KyiKyi.

—Muy bien. —El Dalai Lama seinclinó para tomar la mano de Francentre las suyas—. Qué compasión tanmaravillosa. —Luego vio todas lascintas de bendiciones que tenía elrestaurantero en la muñeca—. ¿Tantasbendiciones ha recibido?

Como era su costumbre, Francrecitó la lista de sus iniciacionesrecibidas de varios lamas de altorango en los últimos diez años. SuSantidad escuchó con paciencia antesde preguntar:

—¿Y quién es su maestro?—Todos los lamas que me han

dado iniciaciones —contestó Franc

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como si estuviera repitiendo una ley dela fe.

—Es muy útil —recomendó SuSantidad—, tener un maestro y asistir aclases regularmente. Las iniciaciones ylos libros son útiles, pero es más útilpracticar bajo la guía de un maestrocalificado. Si usted quisiera aprenderpiano, ¿no buscaría al mejor maestrode piano y estudiaría con él o ella todoel tiempo posible? Con el Dharmasucede lo mismo. Así es.

El consejo del Dalai Lama fuerevelador para Franc, a quien le tomóun momento asimilarlo. Después de unrato, preguntó:

—¿Me recomendaría usted aalguien?

—¿Para usted? —Su Santidadparecía cautivado por el Om de oroque colgaba de la oreja izquierda deFranc, pero también pensaba en la

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respuesta; finalmente, dijo:—Puede hablar con Geshe

Wangpo, maestro de aquí, delMonasterio de Namgyal. Creo quesería el adecuado para usted.

Poco después el restaurantero dejóJokhang llevándose a Kyi Kyi. Medaba curiosidad cómo les narraría alos clientes que comían a la sombra delas coloridas sombrillas del CaféFranc, lo que había sucedido ese día.Y también me preguntaba si podríaconservar mi agraciada y privilegiadaposición en el café entre las edicionesmás recientes de Vogue y Vanity Fair;

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si ahora que Franc había aceptadohacerse cargo de un ser queseguramente llegaría a ser conocidocomo el Perro del Dalai Lama, ¿podríayo continuar siendo objeto de la mismaveneración que antes?

Asimismo, me preguntaba por qué,en los siguientes días, en momentosaleatorios, Chogyal y Tenzin semiraban, murmuraban «GesheWangpo», y se atacaban de risa.

Pero no pasó mucho tiempo antesde que recibiera respuestas a todas mispreguntas. La primera fue la que teníaque ver con Geshe Wangpo. Pues bien,una semana después me encontrabadescansando en la repisa de miventana predilecta, cuando una vezmás me despertó el conocido aroma dela loción para después de afeitar deFranc. Aunque venía de lejos, seenrollaba en el aire como si fuera un

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listón; provenía del patio situadodebajo de donde yo yacía en laposición de una lagartija con la panzaal sol. Abrí los ojos y vi a Franccaminando de las puertas de Jokhanghacia el templo. La curiosidadcomenzó a apoderarse de mí, por loque de inmediato me dirigí abajo yaparecí en los escalones del templocuando Franc se acercaba. Realicé unprofundo y lujoso saludo al sol comosi hubiera pasado toda la mañanapaseando por ahí. A Franc parecióreconfortarlo verme en el templo enaquella importante visita. En cuantoestuvo cerca se inclinó paraacariciarme.

Poco después salió Geshe Wangpodel templo. Era un hombre decincuenta años, bajito y fornido, yemanaba una autoridad que superabapor mucho su estatura. Era como si su

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presencia física no transmitierarealmente su extraordinario e iracundopoder. En cuanto lo vi, comprendí porqué a Chogyal y Tenzin les había hechotanta gracia que el Dalai Lama lerecomendara a Franc buscar a GesheWangpo para que fuera su maestro: eradifícil pensar en un lama más rudo queél.

No obstante, el maestro sonriócuando Franc se presentó.

—Me pregunto si consideraríausted aceptarme como alumno —dijoFranc. En ese momento, la nube deKouros, el Om de oro y la entalladaropa negra parecían estar más fuera delugar que de costumbre.

—Puede venir a mis clases losmartes por la noche —le dijo GesheWangpo—. Es importante asegurarsede cómo es una persona antes deaceptar tomar clases con ella.

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—Pero el mismísimo Dalai Lamame lo recomendó —replicó Franc.

—Incluso así, tal vez a usted no leguste mi forma de enseñar. Todostenemos estilos y temperamentosdiferentes. —Casi parecía que GesheWangpo estaba tratando de disuadirlo—. Lo más recomendable es tomarseun tiempo antes de decidir, porque encuanto se acepta a alguien comoconsejero —dijo Geshe Wangpomeneando el dedo índice de modoamenazador—, se debe estar dispuestoa seguir sus indicaciones.

Pero la advertencia del monje nodesalentó a Franc.

—Si Su Santidad me sugirió austed —dijo con un tono reverencial—, eso basta para mí.

—Está bien, está bien —dijo ellama asintiendo mientras observaba lamuñeca de su nuevo estudiante—. Veo

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que ya tiene muchas iniciaciones,seguramente sus compromisos lomantienen muy ocupado.

—¿Compromisos?—Sí, los compromisos que hizo

cuando recibió sus iniciaciones.—¿Hice compromisos?Geshe Wangpo frunció el ceño.—¿Para qué obtener iniciaciones

para una práctica que no se quierellevar a cabo?

—Yo no sabía que… —Porprimera vez en la vida, Franc se veíarealmente asustado.

—¿Qué empoderamientos le fueronotorgados?

Franc comenzó a recitar su yaconocida cantaleta de fechas, lamas einiciaciones esotéricas, solo que enesta ocasión lo hizo en un tono muydiferente. Era como si en lugar depresumir una sarta de triunfos, fuera

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admitiendo con cada uno su ignoranciay descuido.

Cuando por fin terminó, GesheWangpo lo miró con seriedad antes deestallar en carcajadas.

—¿Qué pasa? —preguntó Franc,demasiado consciente de que él eraobjeto de la risa del lama.

—¡Vaya, ustedes los occidentales!—pudo decir Geshe Wangpo despuésde un rato—. ¡Son muy graciosos!

—No comprendo —dijo Francencorvándose cada vez más.

—El Dharma es un viaje interior—le dijo el monje al mismo tiempoque se tocaba el pecho a la altura delcorazón—. No se trata de decir queuno es budista, de vestir ropa que lodemuestre, y ni siquiera de creer quese sea. ¿Qué es «budista»? Es solo unapalabra, una etiqueta, pero ¿qué valortiene la etiqueta si el producto en el

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interior no es auténtico? Es como unRolex falso —explicó con una miradatraviesa.

Franc se contoneó incómodamente.Geshe Wangpo volvió a menear el

dedo de un lado a otro.—Aquí, en el Monasterio de

Namgyal, no queremos Rolex falsos —advirtió—, solo nos interesan laspiezas legítimas.

—¿Qué debo hacer con mis cintasde bendiciones? —preguntó Franc muytriste.

—Usted lo decidirá —le dijoGeshe Wangpo—. Solo usted sabráqué es lo correcto, nadie más puedeaconsejarle al respecto. —Entonces, alver el semblante pensativo de su nuevoestudiante, el monje lo tomó del brazoy le dijo—: Vamos, demos una vueltapor el templo, necesito estirar laspiernas.

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Los dos hombres se alejaron yempezaron a caminar en círculosdescribiendo la dirección de lasmanecillas del reloj; yo los seguí decerca. Geshe Wangpo le preguntó aFranc de dónde era, y este empezó acontarle que fue criado en California.Le habló de su pasión por los viajes,la travesía que le había llevado hastaDharamsala y la totalmente inesperadadecisión de abrir el Café Franc.

—Siempre me he sentido atraídopor el budismo —le dijo al lama—.Pensé que lo que tenía que hacer eratomar iniciaciones y recibirempoderamientos de los altos lamas.Sabía también que debía meditar, perotengo una vida muy ocupada. No mehabía dado cuenta de que necesitaba unmaestro ni que debía tomar clasesregularmente.

Geshe Wangpo se estiró un poco y

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estrujó la mano de Franc por unmomento después de escuchar suconfesión.

—Entonces hagamos que esto seaun borrón y cuenta nueva —sugirió—.¿Conoce las Cuatro Nobles Verdades?

Franc titubeó.—He escuchado sobre ellas.—Son las primeras enseñanzas que

impartió Buda después de alcanzar lailuminación. Son excelentes paraempezar a comprender el budismo.Verá, Buda es como un doctor a quienuno visita cuando se siente mal. Loprimero que hace el doctor esidentificar los síntomas, luego hace undiagnóstico. Después aclara si esposible lidiar con el problema, esdecir, hace una prognosis. Por último,prescribe un tratamiento. Alcontemplar nuestra experiencia devida, Buda dio esos mismos cinco

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pasos.Franc escuchó al lama con

atención.—¿Qué síntomas encontró Buda?—En general —dijo Geshe

Wangpo—, un alto nivel deinsatisfacción o dukkha, como se diceen sánscrito. Dukkha abarca todo,desde la incomodidad trivial hastasufrimientos físicos y emocionales másprofundos. Buda entendió que buenaparte de nuestra experiencia de la vidaordinaria es difícil y estresante; que esdifícil ser nosotros.

Franc asintió, estaba de acuerdo.—Son muchas las causas de la

insatisfacción. El hecho de nacersignifica que tendremos que enfrentar ala muerte, y muy probablementedificultades con las enfermedades quese presenten en la vejez. La naturalezatemporal de las cosas también puede

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ser otra causa de la infelicidad.Podemos lograr que las cosas sean dela forma que queremos, pero luego —el lama chasqueó los dedos—, todocambia.

Geshe Wangpo continuóexplicándole a su estudiante.

—No obstante, la razón subyacentede nuestra insatisfacción, la raíz, esque confundimos la manera en queexisten las cosas. Vemos a los objetosy las personas como algoindependiente y ajeno a nosotros.Creemos que tienen características ycualidades que nos atraen o nosrepelen. Pensamos que todo sucedeafuera y que nosotros soloreaccionamos a ello, como si todoviniera del exterior.

Maestro y alumno caminaron unpoco más en silencio antes de queFranc preguntara:

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—¿Por qué es un error ver lascosas de esa manera?

—Porque cuando nos fijamos muybien, no podemos encontrar la esenciaen ninguna persona u objeto, y eso meincluye. No podemos encontrarninguna cualidad que exista separadade nuestra mente.

—Lo que quiere decir es que nohay nada allá afuera y todo lo estamosinventando nosotros —dijo Franc conmás premura que de costumbre.

—No, pero ese es el malentendidomás común. Esta sutil verdad se llama«origen dependiente» y puede exigirdemasiado estudio y meditación paraentenderse. Sin embargo, cuando seempieza a comprender, se vuelve elconcepto más poderoso y con mayorcapacidad para cambiar nuestra vida.Tal como lo han confirmado los físicoscuánticos, lo que Buda enseñó es que

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la forma en que las cosas existen, lamanera en que son, depende en partede nuestra propia mente. Esto significaque la Tercera Noble Verdad, laprognosis, es positiva.

—¿Porque podemos trabajar ennuestra mente? —se atrevió apreguntar Franc.

—¡Sí, sí! —asintió Geshe Wangpovigorosamente—. Si toda estainsatisfacción, todo este dukkha,viniera de algún lugar, sería imposiblehacer algo al respecto. Pero como seorigina en la mente, bueno, pues aúntenemos esperanza. Por eso, la CuartaNoble Verdad es el tratamiento: lo quepodemos hacer respecto a nuestrosproblemas mentales. —El monjevolvió a mirar a Franc con una sonrisadesafiante, pero el restaurantero estabademasiado absorto en lo que decía ellama, como para sentirse ofendido.

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—Entonces, ¿cuál es eltratamiento? —quiso saber.

—Todas las enseñanzas de Buda—contestó Geshe Wangpo—. Se diceque impartió ochenta y cuatro mil.

—¿El Dharma?—Sí. ¿Usted sabe lo que significa

Dharma?Franc se encogió de hombros.—¿Es la filosofía de Buda?Geshe Wangpo inclinó la cabeza.—Hablando de manera general, se

podría decir que sí. En el budismotambién tenemos otra interpretación.Creemos que Dharma significa «cese»,es decir, ponerle un alto a lainsatisfacción; el final del dukkha. Estees el propósito de las enseñanzas deBuda.

El lama hizo una pausa cuandollegaron a un lugar más allá del templodonde había un árbol grande que

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ofrecía cobijo en medio del sendero.Alrededor de ellos, las hojas cubríanel suelo.

—¿Sabe? En una ocasión alguienle hizo a Buda una pregunta misteriosasobre el universo. Es muy interesantela manera en que contestó. —GesheWangpo se inclinó para tomar unpuñado de hojas—. Les preguntó a susestudiantes, «¿Hay más hojas en mimano o en el suelo del bosque que nosrodea?». Los estudiantes contestaron,«En el suelo del bosque». EntoncesBuda dijo, «Las hojas que están en mimano representan el conocimiento queconduce al fin del sufrimiento». Conesta metáfora —Geshe Wangpo abrióla mano y dejó que las hojas cayeran—, Buda fue muy claro respecto alpropósito de sus enseñanzas.

—Si hay ochenta y cuatro milenseñanzas, ¿por dónde empieza uno?

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—preguntó Franc cuando reanudaronel paseo en círculos.

—El Lam Rim, o sendero gradual ala iluminación, es un buen lugar paraempezar —le dijo el lama—. Nosenseña a estar más conscientes denuestro comportamiento mental parareemplazar los patrones negativos depensamiento con patrones positivos.

—Eso suena a psicoterapia.—¡Exactamente! Lama Yeshe, uno

de los primeros lamas que llevó elbudismo tibetano a Occidente, solíadecir eso: Sé tu propio terapeuta. Dehecho escribió un libro con ese título.

Ambos continuaron caminando ensilencio por un rato antes de que Francpreguntara:

—¿Es verdad que algunos lamasson clarividentes?

Geshe Wangpo lo miró conseveridad.

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—¿Por qué lo pregunta?—Solo tengo curiosidad…

Quisiera saber en cuáles patronesnegativos del pensamiento tendría quetrabajar.

—Bueno, no se necesita serclarividente para saber eso —dijo ellama con firmeza.

—¿No?—Todos tienen el mismo problema

básico pero expresado de distintasmaneras. Nuestra principal dificultades que todos somos especialistas en el«Yo».

Franc no comprendió.—Pero no comprendo.—Exactamente, me refiero a

pensar en «Yo. Solo en mí. En mímismo».

—Ah, sí, entiendo.—Nunca dejamos de pensar en

nosotros mismos; ni siquiera pensamos

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que esto nos hace infelices y nosestresa. Si nos enfocamos demasiadoen nosotros, nos enfermamos porquemantenemos una plática internaconstante que dura toda la mañana, latarde y la noche. Es un monólogo.Paradójicamente, entre más podamospensar en hacer felices a otros, másfelices seremos.

Franc trataba de asimilar laspalabras del lama, pero lucía abatido.

—La gente como yo no tiene muchaesperanza, ¿verdad?

—¿Por qué?—Tengo un restaurante muy

concurrido, paso toda la semana ahí ytrabajo todo el día; sencillamente, notengo tiempo para pensar en hacerfelices a otros.

—¡Pero yo diría que tiene una granventaja! —replicó Geshe Wangpo—.La felicidad de otros no es una idea

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abstracta, no tiene que ir a lasmontañas para meditar en ello. Unoempieza en casa y en el trabajo, con lagente y los otros seres que formanparte de su vida. Si usted tieneclientes, piense que cada uno de elloses una oportunidad para practicar elamor benevolente. Verá, puedeservirles café, o puede servirles café yuna sonrisa. Me refiero a algo que leshaga más felices por el momento quecomparten con usted. Y si tieneempleados, bueno, pues piense queusted es una persona muy importanteen sus vidas porque tiene la capacidadde hacerlos felices o infelices.

—No me había dado cuenta de quedirigir un negocio y ganar dineropodría formar parte de ser budista —dijo Franc.

—¡Por supuesto! Todo es parte delDharma, su negocio, su familia… todo.

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Cuando uno comienza en la prácticadel Dharma, esta es como un chorritode agua en lo alto de una montaña. Elagua fluye por la tierra y el goteoafecta solo a una pequeña área verdede tres o cinco centímetros. Sinembargo, entre uno practica el Dharmamás y más, el flujo se torna más fuertey se une a otras corrientes. Enocasiones puede vacilar —comosucede en la cascada—, o desaparecerdebajo de la superficie, pero siemprese mantiene vivo y se fortalece cadavez más. Tarde o temprano setransforma en un río muy grande,amplio y poderoso, y se vuelve elcentro de todo en la vida. Piense en supráctica del Dharma de esa manera,como algo que crece todos los días.Brinde más y más felicidad a otros yobtenga más felicidad para ustedmismo.

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Varios días después, estando sentadaen el archivero de la oficina de losasistentes ejecutivos, sentí de prontoun cosquilleo familiar, unas ganasirremediables de lamer. Comencé aacicalarme, aunque al hacerlo recordéel horror de la experiencia de la bolade pelo y las palabras de GesheWangpo: Si nos enfocamos demasiadoen nosotros, nos enfermamos.También recordé el consejo del lamasobre enfocarse más en otros. Despuésde un rato me forcé a detenerme y bajédel archivero de un salto.

Tenzin tenía los lentes puestos y seencontraba absorto leyendo un

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importante correo electrónico delDalai Lama para el primer ministrobritánico. Chogyal estaba terminandoel itinerario para la próxima visita deSu Santidad al Sureste de Asia. Con unsutil ronroneo caminé hasta este últimoy empujé su mano para alejarla delteclado. Los asistentes ejecutivos semiraron. Chogyal titubeó y yo lamí conagradecimiento el dorso de su mano.

—¿Qué es esto, mi pequeña Leonade las Nieves? —preguntósorprendido ante mi demostración deafecto.

—Es de lo más raro —señalóTenzin antes de agregar—, se estabalamiendo otra vez, ¿la viste? Tal vezestá mudando de piel.

—No, no me di cuenta, —Chogyalse estiró para abrir el cajón de suescritorio—, pero tal vez puedaayudarla.

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De su cajón sacó una bolsa con unpeine y un cepillo, luego me levantódel escritorio, me llevó al corredor yahí empezó a peinar mi gruesopelambre para remover los mechonesgrandes.

Yo ronroneé llena de alegría. Loseguí haciendo los diez minutossiguientes que me cepilló la espalda,los costados y, finalmente, mi blanca,exuberante y esponjada pancita.Chogyal retiró todos los nudos hastaque mi pelaje quedó deslumbrante ysedoso. Rara vez había sentido tantadicha. Con la cabeza echada haciaatrás y los ojos cerrados, pensé que siesa era la recompensa que podíaobtener por desear hacer felices aotros seres, ¡lo intentaría más seguido!

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Después de que Franc adoptó a KyiKyi y tuvo su primera reunión conGeshe Wangpo, pasé varias semanasprestándole especial atención al statusquo del Café Franc. Marcel y Kyi Kyise confirmaron como espectáculodoble: dos perros que salían a pasearjuntos y compartían una canasta debajodel mostrador donde estaba la cajaregistradora. El pelaje liso y laapariencia esquelética de Kyi Kyihabían desaparecido tiempo atrás;ahora, el brillo de sus ojos lo hacíalucir sano y travieso.

Por otra parte, me alivió descubrir

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que no hubo cambios perceptibles enel comportamiento de la gente del cafépara conmigo. Continué siendoRinpoche y la Gata del Dalai Lama.Además, seguí ocupando la mejorrepisa del lugar y alimentada con losbocados más apetitosos del plat dujour.

Lo que sí fue difícil soslayar fue elcambio en la personalidad de Franc.La primera vez que lo vi después deque caminamos en círculos en eltemplo, me di cuenta de que se habíaquitado el Om de oro de la oreja.Observé su muñeca y noté que tambiénhabía retirado las cintas debendiciones. Era evidente que tomó enserio las referencias de Geshe Wangpoa los Rolex falsos, y entendió queaunque era mucho más difícil tener laversión original de algo, siempre erapreferible.

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Franc llegaba todas las mañanas atrabajar una hora más tarde que antesporque tenía una sesión de meditacióntemprano. También empezó a usar unagorra de beisbol que se dejaba puestatodo el día. Al principio no supe porqué lo hacía, pero en una ocasión se laquitó momentáneamente para rascarsela cabeza y noté una capa de pelusita.Conforme su cabello crecía más, lacaricatura de lo que solía ser, fuedesapareciendo. Ahora hacía muypocas referencias al budismo y alDharma. Rara vez presumía que yo erala Gata del Dalai Lama y nuncamencionó de dónde había salido KyiKyi, el nuevo integrante de la familiadel Café Franc.

El karma funciona de una maneramuy curiosa, y el hecho de que lametamorfosis de Franc sucediera en elmomento más oportuno, lo comprueba.

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Un día por la tarde llegaron al caféun hombre y una mujer que daban laimpresión de ser muy francos, yrevisaron el menú del almuerzo.Vestían prendas en discretas gamas degris y su apariencia era bastantemodesta; parecían solo una pareja másde intelectuales occidentales queviajaban a India. Quizás él eraacadémico de Estudios de BudismoPali en alguna universidadestadounidense; tal vez ella dabaclases de yoga Ashtanga o era chefvegetariana en un centro de saludalternativa. Por la forma en quemasticaron sus alimentos —con todaatención—, me pareció que estabantratando de vivir la experiencia delCafé con mucha seriedad.

Hora y media después de que leshubieran retirado los platos del postre,cuando las tazas de café estuvieron

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casi vacías, el hombre llamó a Franccon un gesto sorprendentementeautoritario de su dedo índice, sinembargo, esa no fue la primera vez quese comunicaron. El comensal ya habíainterrogado bastante a Franc antes deelegir el plato fuerte, situación que eldueño manejó con una gracia reciénadquirida.

—Me pareció que lo más correctosería presentarme formalmente —ledijo el hombre en un educado acentode Nueva Inglaterra—, soy CharlesHayder de Hayder’s Food Guides.

Decir que Franc se sorprendió,sería minimizar las cosas, ¡estabaasombrado! Las guías gastronómicasde Hayder eran de las más respetadasen el planeta. Se publicaban en todoslados y podían hacer triunfar o perecera cualquier establecimiento dealimentos.

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Franc tartamudeó algo, al parecerdijo que era un honor conocerle.

—Un amigo en Nueva Delhi mecontó sobre el Café Franc. Pensamosque sería bueno visitarlo —dijoHayder al mismo tiempo que asentía yseñalaba a su sonriente esposa—.Debo decir que la comida de hoy fuesobresaliente, ¡cada uno de losplatillos! Me atrevería a decir que esel mejor lugar de la región. Vamos arecomendarlo en el artículo queescribiremos sobre India en The NewYork Times.

Franc estaba tan abrumado que,por primera vez en su vida, se quedósin palabras.

—Solo nos sentimosdecepcionados por algo —agregóHayder con más discreción—. Mehabían dicho que el capitán de meserosera el más abominable aspirante a

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budista. ¿Me habrán informado mal?Franc se quedó callado y miró su

muñeca desnuda.—No, no le informaron mal —dijo

—, lo era.—Ah, ¿entonces el Café Franc tuvo

algunos cambios?—En realidad es algo más

profundo que eso —explicó Franc.—¡Bueno, eso se nota! —exclamó

Hayder a viva voz—, es algo quepermea a toda la experiencia —elcrítico culinario se permitió sonreírcon un dejo de ironía—. Aunque estova en contra de mis costumbres, voy atener que escribir una reseñatotalmente favorable.

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Querido lector, sería tonto imaginarque una sola enseñanza de undistinguido lama podría dar comoresultado la cura permanente de lacelebración personal que algunos gatosy humanos realizan todos los días. Detodos los engaños, la obsesión con unomismo tal vez sea el que más astuciatiene para disfrazarse, porque a vecesincluso parece que se esfuma porcompleto. Sin embargo, siemprevuelve a revelarse más adelante en unadimensión monstruosa y con una formatransmutada.

Yo todavía no había tosido miúltima bola de pelo. Tampoco Franc.

Pero ya se había producido uncambio. Ambos estábamos en busca denuevas direcciones, y tal como yo lodescubriría más adelante, en lossiguientes meses hubo todo tipo de

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revoluciones intrigantes en el CaféFranc.

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CAPÍTULO SIETE

Querido lector, ¿eres un animal dehábitos? Entre las tazas para café de tucocina, ¿hay alguna que prefieras enparticular a pesar de que todas sirvenpara lo mismo? ¿Has desarrolladorituales personales que te brinden latranquilizante noción de que la vida escomo debe de ser? ¿Quizás esto semanifiesta en tu forma de leer elperiódico, al disfrutar de una copa devino por las noches o en la manera quete aseas?

Si tu respuesta a alguna de estaspreguntas es sí, entonces es muyprobable que hayas sido gato en unavida anterior. Y a mí, en lo personal,

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¡no se me ocurre un honor más grandeque ese!

Los gatos son las criaturas másacostumbradas a los hábitos. Entre lascosas que nos producen satisfaccióncotidiana se encuentran los camastrospara tomar el sol, las horas de comida,los agujeros para ocultarse y lospostes para rascar. Y precisamenteporque muchos humanos aceptannuestra rutina, es que consideramoscompartir nuestros hogares con ellos, yen algunos casos incluso losconservamos como miembros denuestro personal.

Por supuesto, también hay algunasinterrupciones que disfrutamos, porquecuán aburrida sería la vida sin, porejemplo, probar de vez en cuando unanueva exquisitez. Como el día que laseñora Trinci llegó triunfante aJokhang con una charola de lasaña de

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berenjena rostizada para que todos laprobáramos. O el entretenimientomatutino que ofreció un día uncaballero asiático en el Café Franc,cuando quebró su pan tostado entrocitos, les aplicó mantequilla ymermelada de manera individual, yluego se los comió con palillos.

Este tipo de incidentes son unadiversión agradable, pero que otrossucesos importantes amenacen nuestrocómodo patrón de vida… eso… es unacosa completamente distinta. Merefiero a los cambios trascendentales—tema favorito del Dalai Lama—,porque el cambio es lo único constanteen la vida. Lo dijo el mismo Buda.

Hablando en representación de lamayoría de los gatos y los humanos, talvez sea preciso decir que el cambio esalgo que preferiríamos que lessucediera a otros en lugar de a

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nosotros. Pero ¡vaya!, parece que nohay manera de escapar de este. Ahí seencuentra uno, asumiendo que la vidaque conoce, con todos sus rituales yhábitos, será así para siempre. Peroluego, de la nada, como un babeantepit bull sin cadena, o como algúnarquetipo demoniaco similar, aparecealgo frente a ti en la calle y todo sevuelve un caos.

Mi descubrimiento de esta verdadcomenzó sin grandes sucesos un día enque después de mi meditación matutinacon Su Santidad, me dirigí a la oficinade los asistentes. Al principio nadiehabló. De hecho, ese día en particularempezó como cualquier otro, con eltípico repicar de los teléfonos, lasreuniones y la llegada del chofer parallevar al Dalai Lama al aeropuerto. Yosabía que estaría fuera dos semanaspara visitar siete países de Europa,

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pero como llevaba más de ocho mesesviviendo en Jokhang, y Su Santidadviajó con mucha frecuencia alextranjero en ese tiempo, estabaacostumbrada a la idea de que a vecestenía que ausentarse. Y cada vez que élse iba, su personal se aseguraba de queyo estuviera bien cuidada.

Sí, casi siempre.En esta ocasión las cosas fueron

muy diferentes. El primer día de suviaje, a media mañana llegaron a laoficina dos hombres vestidos conoveroles salpicados de pintura.Chogyal los condujo hasta lahabitación que yo compartía con SuSantidad, y de inmediato se dieron a latarea de cubrir el piso con grandeshojas de plástico y colocar escaleraspor todos lados.

Luego destruyeron el lugar enforma espantosa. Quitaron las

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fotografías y los thankas de lasparedes, retiraron el cortinaje de lasventanas y cubrieron los muebles consábanas. En unos cuantos minutos miexclusivo santuario se transformó enun caos irreconocible.

Chogyal me levantó y pensé que lohacía para reconfortarme; esperabaque se disculpara por el desastre y medijera que los pintores acabarían muypronto, que mi hogar volvería apertenecerme dentro de poco. Pero lasituación solo empeoró.

El asistente del Dalai Lama mellevó consigo de vuelta a la oficina yme colocó dentro de una espantosacaja que apareció de pronto en suescritorio. Estaba fabricada conmadera rugosa y era tan pequeña queapenas cupe en el interior. Antes deque pudiera protestar siquiera, él yaestaba cerrando la reja de metal para

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llevarme al piso de abajo.No sé qué fue lo que sentí con más

intensidad: el coraje o el terror.Bueno, el coraje predominó al

principio porque ¡eso era un secuestro!¡Cómo se atrevía a tomarse tantaslibertades! ¡¿Habría olvidado quiénera yo?! ¡Y lo hizo en cuanto el DalaiLama dio la vuelta para irse! De todala gente, ¡tenía que ser Chogyal!, ¡elque siempre me trataba con cariño!¿Bajo la malévola influencia de quiénhabía caído? Si Su Santidad se hubieraenterado de lo que estaba pasando,estoy segura de que lo habría impedidode inmediato.

El asistente caminó por una zonadel Monasterio de Namgyal que yo yaconocía, pero después siguió por uncamino que nunca había recorrido.Mientras caminaba iba cantandomantras en voz muy baja, con esa

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manera suya tan despreocupada, comosi no sucediera nada fuera de locomún. De vez en cuando se detuvopara conversar con alguien, y en variasocasiones levantó la jaula para queotros pudieran verme como si fuera unanimal de zoológico. Miré furiosa através de una grieta entre dos piezas demadera pero solo alcancé a verfragmentos de túnicas rojas y pies ensandalias. Si hubiera podidorebelarme y atacar con un fuerterasguño, lo habría hecho.

Chogyal siguió caminando y, depronto, me percaté de que eso ya habíasucedido antes. No fue a mí —bueno,al menos no en esta vida en particular—, pero hubo un tiempo en que losmás refinados individuos de lasmejores razas eran arrebatados de sushogares y lanzados a futurosdesalentadores. Si acaso eres

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estudiante de historia europea, queridolector, tal vez ya lo adivinaste: merefiero a la revolución francesa.

¿Habrá sido muy distinto a lo queahora me estaba sucediendo? ¿Elamable Chogyal se habría convertidoen un siniestro Robespierre tibetano?La forma en que me mostró a quienesnos encontramos en el camino, ¿no fuejusto lo que les sucedió a losdesafortunados aristócratas cuandofueron llevados en carretas por lascalles de París para encontrarse con sulúgubre destino en la guillotina (eseespantoso ritual del que había oídohablar apenas una semana antesmientras Tenzin masticaba su sándwicha la hora del almuerzo)?

De repente sentí miedo, un miedoque crecía con cada paso que Chogyaldaba en territorio desconocido. Tal vezno habría una guillotina al final de ese

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viaje, pero por primera vez mepregunté, ¿y qué tal si aquello no eraun error? ¿Qué tal si alguien habíadiseñado un plan sin el consentimientodel Dalai Lama? Tal vez Su Santidadhabía hecho algún comentarioindirecto, y sus asistentes alinterpretarlo llegaron a la conclusiónde que ya no deseaba tenerme cerca.¿Y qué tal si había sido degradada demi puesto como Gata de Su Santidad alde ordinaria Gata doméstica deMcLeod Ganj?

Ahora nos encontrábamos en unazona muy descuidada. A través de lasgrietas en la madera vi aceras sucias yjardines estériles; percibí oloresagrios y gritos de niños. Chogyal diola vuelta en una calle y continuó por unsendero de lodo hasta llegar a un feoedificio de concreto. Poco despuéssolo pude dilucidar que nos

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encontrábamos en un corredor abiertocon puertas en ambos lados. Algunasde estas permanecían abiertas ydejaban entrever habitaciones dondefamilias completas estaban sentadas enel suelo alrededor de platos concomida.

Mi secuestrador sacó una llave deentre los pliegues de su túnica y abrióuna puerta. Luego entró al lugar y dejóla jaula en el suelo.

—Hogar, dulce hogar —dijo llenode alegría al mismo tiempo que abríala reja metálica. Luego me levantó ydejó mi pequeño y tembloroso cuerpoen lo que, evidentemente, era su propioedredón—. Tendrás que quedarteconmigo hasta que acaben los pintores,GSS —me explicó mientras meacariciaba de una manera queaparentaba que, en vez de habermehecho pasar la más tortuosa

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experiencia de mi vida, solo me habíasacado a pasear veinte minutos—. Nodeberá ser más de una semana.

¡Una semana completa!—Están volviendo a pintar todo:

paredes, techos, ventanas y puertas.Cuando terminen, el lugar se verácomo nuevo; mientras tanto, puedestener unas vacaciones conmigo. Lasya,mi sobrina, se hará cargo de ti.

De pronto apareció una niña deaproximadamente diez años. Teníaojos penetrantes y dedos sucios. Searrodilló en el suelo y empezó agritarme con voz agudísima, como siyo fuera estúpida y sorda.

Me escabullí, subí a la cama conlas orejas apretadas y la cola flácida, yluego gateé hasta meterme debajo deledredón. Por lo menos el aroma deChogyal que tenía la ropa de cama, meresultaba conocido.

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Me refugié en la oscuridad.

Ahí permanecí los siguientes tres días.Dormí la mayor cantidad posible dehoras y solo salí para atender losllamados más urgentes de la naturalezaantes de regresar, acurrucarme yconvertirme en una miserable yesponjada pelota.

Chogyal pasaba casi todo el día enel trabajo y Lasya se cansó muy prontode tratar de jugar con una gata que nole respondía. Sus visitas se hicieronmenos frecuentes y más breves. Poco apoco los sonidos de las familias alsalir por la mañana y los aromas de

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los guisos que las mujeres cocinaban,se hicieron más familiares. Después detres días de estar medio despierta enuna oscuridad incompleta, comprendíalgo: estaba aburrida.

Por eso el cuarto día, cuando llegóLasya en la tarde, salí cuidadosamentede debajo del edredón y salté al pisopor vez primera. Ahí descubrimos unjuego nuevo casi por accidente.Mientras me frotaba en su pie derecho,su dedo gordo entró a mi orejaizquierda y los otros se quedaronafuera. La pequeña los meneó eimprovisó un delicioso masaje. Depronto me descubrí ronroneandoagradecida. Ni el Dalai Lama ni lagente de su equipo tenían la costumbrede ponerme el dedo gordo del pie en laoreja, pero tal como lo acababa dedescubrir, la sensación eraincreíblemente placentera. Después de

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la oreja izquierda siguió la derechamientras yo miraba el sonriente rostrode Lasya. Comprendí entonces que mifelicidad no dependía de encontrarmeen un lugar en particular.

Caminé hasta la puerta y luego porel corredor, Lasya me iba cuidando.Avancé con cautela hacia la partetrasera del edificio. En la habitacióninmediata había una mujer y tres niñossentados en el suelo. La mujer revolvíael contenido de una cazuela que secalentaba en una hornilla individual, yal mismo tiempo cantaba una especiede rima infantil. Como llevaba tresdías escuchándolos mientraspreparaban sus alimentos, me dabacuriosidad conocerlos en persona. Y alcontrario de lo que me habían dicholos escandalosos demonios de miimaginación, se veían más pequeños ycomunes de lo que esperaba.

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En cuanto aparecí interrumpieronsus actividades y voltearon a verme.Fue evidente que la noticia de millegada ya se había propagado portodo el corredor. ¿Estarían por algunarazón extasiados ante la presencia dela Gata del Dalai Lama? ¡Estoy segurade que sí!

Finalmente uno de los niños, comode ocho años de edad, se movió. Sacóun pedazo de carne tierna de la cazuelay le sopló para enfriarlo un poco antesde acercarse y ofrecérmelo. Lo olfateévacilante. No era el filete miñón delCafé París pero tenía hambre. Olíaapetecible pero de una forma extraña;tomé la carne de la mano del niño y lamastiqué pensativamente. Deboadmitir que tenía un sabor agradable yfuerte.

Lasya y yo seguimos caminando.Me dirigí al patio trasero —una

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desolada franja de tierra llana— yluego avancé hasta llegar a una paredde unos noventa centímetros de altura.Cuando salté a la parte superior mesorprendió ver un área abierta quedaba a un campo de futbol soccer a lolejos. Ahí, dos equipos deadolescentes se enfrentaban en la tierraseca para apoderarse de un balónfabricado con bolsas de plásticoarrugadas y amarradas fuertemente concordel. Por fin comprendí de dóndeprovenían aquellos gritos y la emociónque había escuchado estandoescondida bajo el edredón.

Lasya se sentó a mi lado para verel partido y dejó que sus piernascolgaran al otro lado del muro. Parecíaconocer a los jugadores;ocasionalmente gritó para darlesánimo. Sentada a su lado, observé eldesarrollo del juego: era mi primer

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partido de soccer, y al compararlo conel sedentario paso de la vida enJokhang, resultaba fascinante.

No me di cuenta de que habíaempezado a atardecer sino hasta quemiré arriba y vi velas y lámparas quese encendían en todas las casas anuestro alrededor. La brisa nocturnatransportaba el aroma de platos y másplatos de comida cuyo sonido alchocar acompañaba a la risa, lasdiscusiones, el agua de los grifos y elsonido de la televisión. Cuán diferenteera todo aquello de los panoramas ylos sonidos que se percibían desde milugar favorito en la ventana de lahabitación de Su Santidad, pero nopodía negar que aquel lugar, cuya vidaentera se desenvolvía en el exterior,poseía una energía vibrante.

El sol se ocultó detrás delhorizonte y el cielo oscureció aún más.

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Lasya regresó a su hogar con sufamilia, pero yo me quedé sentada enel muro con las patas bien acomodadasdebajo del cuerpo.

Fue entonces que noté que algo semovía a un lado del edificio. Era unasombra que se deslizaba con facilidadpor el costado de un tambor metálicocomo de cuarenta galones. ¡Era ungato! Y no solamente un gato común;era un gato particularmente grande ymusculoso con oscuras franjas biendefinidas. No tuve duda: era el mismogato atigrado que vi semanas antes alotro lado del patio del templo, junto ala luz verde del puesto del mercado.¿Cuánto tiempo llevaría sentado en elcontenedor observándome? No losabía, pero sus acciones meconfirmaron su interés en mí.

El gato caminó a lo largo del patiodesierto de un lado al otro y me ignoró

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por completo, como si no existiera.¿No habría podido ser más obvio?

De repente me sentí trastornada.Cualquiera que me hubiera vistohabría creído que solo era una gata quemeditaba plácidamente sentada sobreun muro, pero mis pensamientos y misemociones en realidad eran untorbellino en ese momento. Laautoridad con que el gato atigradocaminó por el patio me dejó claro queesos eran sus dominios. Por otra parte,el hecho de que hubiera llegado hastaJokhang, era prueba de que se tratabade un gato con cierto nivel deimportancia. Aunque las difusasfranjas atigradas denotaban su origenhumilde, había podido extender suterritorio casi hasta el templo, y esoera muy impresionante.

¡Y ahora estaba montando unespectáculo para mí!

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No me quedó duda de queregresaría. Esa noche no porque seríademasiado obvio, por supuesto.Pero… ¿al día siguiente tal vez?

Un poco más tarde, cuandoChogyal llegó del trabajo y entró porel corredor, Lasya lo tomó de la manoy lo llevó a ver dónde estaba yosentada.

—¡Qué gusto verte afuera, GSS! —dijo. Luego me levantó en sus brazos yme hizo cosquillas debajo de labarbilla—. Volviste a la normalidad.

En ese momento estaba lidiandocon varios sentimientos al mismotiempo, pero la normalidad no estabaincluida.

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Al día siguiente, en la tarde, me moríade ganas de que Lasya llegara. Habíapasado toda la mañana acicalándomepara que mi grueso y blanco pelajeluciera deslumbrante. Además delavarme muy bien las orejas yabrillantar mis bigotes, también toquéel violonchelo con particular ahínco:en un espíritu más allegro vivo queadagio. Quienes estén familiarizadoscon el famoso concierto de Dvorak, meentenderán mejor.

Salí de la habitación en cuantoLasya abrió la puerta y regresé al murodel patio de tal forma que parecieraque estaba ahí por casualidad, casi poraccidente. Una vez más, había unpartido de soccer llevándose a cabo enel campo. Desde las habitaciones queestaban atrás provenían los sonidos dela vida familiar que ya me resultaban

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tan conocidos. Lasya pasó algunosminutos sentada junto a mí leyendo unlibro de texto, pero luego regresócorriendo a su casa.

Lo vi por el rabillo de mi ojo, susombra apareció sobre el contenedorde cuarenta galones. Me levanté, estirélas patas del frente y luego la espaldacon movimientos que denotabanelegante indiferencia. Después de esosalté del muro e hice como si fuera aentrar al edificio.

Tal como esperaba, mismovimientos resultaron demasiadoabrumadores para mi admirador, quienbajó del contenedor en silencioabsoluto y caminó hasta que nosencontramos. Nos detuvimos a unadistancia aceptable, y por primera vezpude ver esos deslumbrantes ojoscolor ámbar.

—¿No nos hemos visto antes? —

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preguntó con la frase sacada del lugarmás común de la historia.

—No lo creo —traté de articularla frase exclusivamente con la cantidadadecuada de motivación en mi vozpara no parecer una gata fácil.

—Estoy seguro de que te he vistoantes.

Yo sabía perfectamente dónde mehabía visto pero no tenía la menorintención de decirle lo mucho que mehabía cautivado.

Al menos, no por el momento.—Hay muy pocos gatos himalayos

por aquí —contesté comoconfirmación de mi impecable, aunqueno documentada raza—. ¿Este es tuterritorio?

—Sí, de aquí hasta Jokhang —contestó—, y toda la calle principalhasta los puestos del mercado.

Los puestos del mercado estaban a

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una cuadra de mi destino preferido.—¿Incluso el Café Franc? —

pregunté.—¿Estás loca? El tipo de ahí odia

a los gatos.—Ahí tienen la mejor cocina del

Himalaya, según la Guía de comidaHayder —dije con desdén.

Él parpadeó. ¿Acaso nunca habíaconocido a un gato de la parte alta dela ciudad?, me pregunté.

—¿Cómo lograste acercarte a…?—Ya conoces el dicho, ¿no? «Lo

que cuenta es a quién conoces».Él asintió.—Pues el dicho se equivoca —

dije con una sonrisa enigmática—,debería ser: «Lo que cuenta es quién teconoce».

Se quedó contemplándome un ratoen silencio, y entonces pude ver lacuriosidad en su mirada.

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—¿Tienes algún consejo para ungato atigrado de la parte equivocadade la ciudad? —me preguntó concautela.

¡Ay, qué tierno!—«Ponte el sombrero dorado, si

eso ha de conmoverla» —empecé adecir, citando el epígrafe del libro queTenzin consideraba la mejor novelaestadounidense: El gran Gatsby—.«Si eres capaz de saltar muy alto,hazlo también por ella, / hasta queexclame, “¡Enamorado saltarín,enamorado del sombrero de oro,tendrás que ser mío!”.»

Él frunció la nariz pensativamente.—¿De dónde viene eso?—De un libro que conozco.Comenzó a alejarse.—¿Te vas? —le pregunté mientras

contemplaba maravillada otra vez sumuscular figura.

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—Voy a conseguir un sombrero —contestó.

La mañana siguiente no hubo señalesde él, pero estaba segura de que lovería otra vez por la tarde. Jamáshabía sentido un delirio romántico así,ni ese aturdimiento: mezcla explosivade anhelo, aprensión y un magnetismoanimal inexplicable. Estaba tanpreocupada esa mañana, que apenas sinoté que Chogyal volvió a casa a lahora de la comida en vez de en lanoche. Presté muy poca atencióncuando sacó de debajo de su cama lacaja para transportarme, y no fue sino

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hasta que me levantó en ella, que me dicuenta de lo que estaba sucediendo.

—Los pintores terminaron bastantepronto —me explicó como si estuvieraencantada por lo que pasaba—. Comosabía lo triste que te sentías porencontrarte aquí, imaginé que querríasvolver lo antes posible a casa.

Y sin mayor preámbulo fui llevadade vuelta a Jokhang.

La redecoración resultó un granéxito, de eso no quedaba duda. Graciasa la pintura nueva, las habitaciones queya conocía, ahora brillaban. Lasinstalaciones fijas estaban tan pulidasque resplandecían, y todo seencontraba como antes pero restauradoy más limpio. La única modificaciónreal fue hecha pensando en mí: conlana de color arena, se tapizaron doscojines rectangulares que fueroncolocados en la repisa de la ventana

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para mi comodidad.Tenzin armó gran alharaca por mi

regreso; el aroma de sus manos reciénlavadas con jabón desinfectante fue uncáustico recordatorio de que habíavuelto a casa. Y para mi deleite, mesirvieron mi marca preferida dealimento. Esa tarde, cuando elpersonal de Su Santidad volvió a casay todos me dejaron en paz, debísentirme feliz por haber dejado atrás eltrauma ocasionado por mi estancia enel densamente poblado suburbio deMcLeod Ganj.

Pero no pude.¡Deseaba tanto volver! ¡Deseaba

tanto a aquel gato! ¿Cuáles eran lasprobabilidades de que nosvolviéramos a encontrar si yopermanecía en mi torre de marfil enJokhang? ¿Pensaría que mi repentinaausencia significaba que no estaba

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interesada en él? Un gato atigrado conuna presencia leonina tan magníficacomo la suya, seguramente teníamuchas seguidoras. ¿Qué tal si se dabapor vencido conmigo antes de quetuviéramos una oportunidad?

Mientras pensaba en el tiempo quepasé en casa de Chogyal —el cualadquirió después la cualidad de unsueño que apenas se recuerda—,también tuve que admitir que habíasido una tonta por pasar tres díascompletos escondida debajo deledredón. ¡Me perdí de una granocasión! ¡Qué desperdicio! Solo podíaimaginar lo que habría sucedido sihubiera salido desde el primer día enlugar de esperar al cuarto; en lasexperiencias que habría tenido y encómo habría sido mi relación con elgato de mis sueños. Pero en vez deeso, mi ridícula autocompasión me

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hizo perder una gran oportunidad.

El Dalai Lama volvió a casa al díasiguiente. Bastó con que entrara a lahabitación para que todo volviera aestar bien. La relación entre la angustiay la recriminación, y el trauma engeneral, de pronto se tornaronirrelevantes cuando él llegó. Antes deque pudiera abrir la boca siquiera, supresencia y dichosa tranquilidaddisolvieron los pensamientosnegativos de todo tipo y produjeronuna duradera sensación de profundobienestar.

El Dalai Lama se veía muy

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satisfecho cuando visitó lashabitaciones redecoradas acompañadode Tenzin y Chogyal.

—¡Muy bien! ¡Excelente! —repitióen varias ocasiones mientras señalabalos nuevos picaportes de latón y loselementos de seguridad que habíansido mejorados.

En cuanto sus asistentes seretiraron, se acercó y me acarició. Memiró a los ojos y susurró algunosmantras que me inundaron de unafelicidad que ya conocía.

—Sé que tuviste varios díasdifíciles —dijo después de un rato—.Tu amiga, la señora Trinci, vendrá aprepararte el almuerzo. Estoy segurode que tiene algo delicioso para ti.

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Incluso si nunca hubiera escuchadoacerca del invitado de Su Santidad deaquel día, me habría dado cuenta deque era alguien muy especial, porque apesar de su fragilidad, el pequeñoanciano vestido con túnica de monjetransmitía mucha fuerza y aplomo. Alparecer, sus planes de viaje resultaronafectados por una huelga sindical enFrancia; por eso, cuando el DalaiLama lo condujo a un cómodo sillón,conversaron sobre las dificultades deviajar.

Pero Thich Nhat Hanh (que sepronuncia Tick Nyut Han), ese gran

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maestro zen, educador, amado gurú yautor de muchos libros asombrosos,solo se encogió de hombros almencionar lo que implican los viajes.

—¿Quién sabe cuáles son lasoportunidades que pueden surgirgracias a los retrasos? Estoy seguro deque conoce la historia zen del granjeroy el caballo.

Su Santidad le indicó quecontinuara.

—La historia transcurre en unaépoca antigua en Japón, cuando uncaballo no era solo un caballo sinotambién un indicador de riqueza.

El Dalai Lama asintió; Thich NhatHanh tenía ahora toda mi atencióntambién.

—El granjero compró su primercaballo y todos los aldeanos lovisitaron para felicitarlo. «¡Debesestar feliz de ser el dueño de un

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caballo tan magnífico!», le dijerontodos.

»Pero el granjero, quien sabía algoacerca de la importancia de serecuánime, solo sonrió y dijo: «Yaveremos».

»Tiempo después el caballoescapó del potrero y huyó al campo.Los aldeanos compadecieron algranjero. «¡Qué tragedia tan terrible!¡Qué pérdida! ¿Será posiblerecuperarse de algo así?». Y una vezmás, el granjero solo sonrió y dijo,«Ya veremos».

»Poco menos de una semanadespués, el granjero despertó ydescubrió que el caballo habíaregresado acompañado de otros doscaballos salvajes. Con gran facilidadlos condujo al potrero y cerró la reja.Los aldeanos no podían creer lo quehabía sucedido. «¡Qué buena suerte!

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¡Debemos celebrar! ¿Quién habríapensado que era posible que sucedieraalgo así?». Y naturalmente, el granjerosolo sonrió y dijo, «Ya veremos».

»Su hijo empezó a domesticar a loscaballos. Era un trabajo difícil, y enalgún momento uno de los caballos loaventó y el joven se rompió la pierna.Eso fue poco antes de la cosecha, asíque sin la ayuda de su hijo, al granjerole costó mucho trabajo llevar a cabo larecolección. «Qué arduo es tutrabajo», le dijeron los aldeanos.«Quedarte sin la ayuda de tu hijo en unmomento como este… es tal vez lopeor que te pudo suceder». Dijo elgranjero, «Ya veremos».

»Unos días después, el EjércitoImperial envió soldados a todas lasaldeas para reclutar a los jóvenes queestuvieran en forma y tuvieran buenacondición. El emperador había

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decidido ir a la guerra y empezó areunir sus tropas, pero como el hijodel granjero se había roto la pierna, notuvo que ir a pelear. —Thich NahtHanh sonrió—. Y así continúa lahistoria».

Su Santidad lo miró con unasonrisa de agradecimiento.

—Es un ejemplo hermoso —dijo.—Así es —comentó el visitante—.

Asimilar el cambio es mejor quereaccionar constantemente como siestuviéramos atrapados en una especiede melodrama egocéntrico; subiendo ybajando como en la montaña rusa.

—Efectivamente —agregó el DalaiLama—, se nos olvida que solo escuestión de tiempo antes de que lascosas cambien y tengamos quemodificar nuestra perspectiva una vezmás.

Aunque me resulta difícil

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admitirlo, mientras escuchaba laconversación de estos dos grandeslíderes espirituales, descubrí que mecostaba trabajo no reaccionar a loscambios que se habían presentadorecientemente en mi vida. Cuánto mehabía enojado con el pobre Chogyal, ylo único que él quería era cuidarme.Cuando me llevó a su casa, ¡inclusollegué a pensar que era un asesinorevolucionario! Y luego mi reacciónsubsecuente: quedarme tirada en lacama tres días. ¡Qué patética! Paracolmo, ahora sabía la oportunidad queperdí por ocultarme en el edredón deChogyal.

Melodrama egocéntrico. Si tuvieraque observarme con una honestidadbrutal pero compasiva, ¿llegaría a laconclusión de que este términodescribe con precisión la forma en quehe vivido la mayor parte de mi vida?

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—Con mucha frecuencia —dijo SuSantidad—, la gente que conozco,como líderes de negocios, artistas yotros, me dicen que en retrospectiva,lo que pensaron alguna vez que habíasido lo peor que les había sucedido ensu existencia, resultó ser lo mejor.

—Nos vemos forzados a construirun nuevo sendero —dijo Thich NhatHanh—, un camino que, si lopermitimos, nos puede llevar a tenermayor congruencia y satisfacción en lavida.

—Sí, así es —dijo Su Santidad.—Incluso cuando las

circunstancias empeoranirremediablemente —agregó elvisitante—, siempre podemosencontrar nuevas oportunidades.

El Dalai Lama se quedó pensandoun poco antes de continuar.

—El momento más oscuro de mi

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vida fue cuando tuve que abandonarTíbet. Si China no hubiera invadidonuestro país, yo todavía estaría enLhasa, pero debido a la intromisiónahora estoy aquí rodeado de muchosotros monjes y monjas. En los últimoscincuenta años, el Dharma se hadiseminado por todo el mundo y creoque se ha convertido en unacontribución importante.

—Estoy seguro de que así es —dijo Thich Nhat Hanh—. Tal vezestamos reunidos aquí ahora gracias aese suceso de hace cincuenta años.

Y gracias a eso también soy GSS,pensé.

Y tú, querido lector, tienes estelibro en tus manos.

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Esa noche, con el estómago lleno deldelicioso hígado de pollo en cuadritosde la señora Trinci, me senté en miacolchonada repisa y miré la luz verdeque brillaba al otro lado de la plaza.La delicada brisa transportaba el sutilaroma del bosque de pinos, laexuberancia del rododendro y loshipnóticos cantos de los monjes enoración.

De pronto me quedé contemplandola piedra vacía donde vi por vezprimera al gato atigrado. Mi gatoatigrado, al que tanto anhelaba… Unminuto, pensé.

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Me dio gusto interrumpirme antesde continuar porque en ese momentome percaté de que sentirse bien conuno mismo probablemente entraba enla categoría del melodramaegocéntrico.

¡Ay, este entrenamiento budista dela mente! ¿Habrá algo sobre lo que sípodamos engañarnos? ¿Aunque sea unpoquitito?

De pronto recordé a Thich NhatHanh: su elegancia, su fuerza, susencillez.

En medio de la oscuridad, seguícontemplando la brillante luz verde alotro lado de la plaza y pensé:

Ya veremos.

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CAPÍTULO OCHO

Querido lector, si eres un observadorastuto de la condición felina, tal vez yate hiciste una idea profundamentepersonal acerca de mí. Pero claro, estano es una noción que yo haya tratadode producir en ti de manera consciente.Sin embargo, nos guste o no, elescritor siempre se traicionasubliminalmente, no solo en laspalabras que plasma en el papel, sinotambién con indicios sutiles que vadejando en el camino. Es una especiede sendero psicológico, si podemosllamarle así, que se va trazando conmigajitas de pan. O para ser másprecisos, un caminito de salmón en

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trozos idealmente aderezado coneneldo o rociados con una salsadijonnaise ligera de sabor penetrante.

Además, claro, no estás leyendoeste libro en un ambiente que se presteal análisis forense. Solo por eso voy aser muy franca y te voy a decir laverdad sin rodeos a pesar de que nome es nada sencillo hacer estaconfesión. Soy una gata que disfrutamucho de la comida. Y cuando digo«disfruta», quiero decir,lamentablemente, que no soy unagourmet.

No, estimado lector, soy unaglotona.

Lo sé, lo sé… es difícil creerlo,¿verdad? Si vieran mi atractivaapariencia —digna de aparecer en unacaja de chocolates—, y lasofisticación de mis bellos ojos azules,no podrían imaginarlo siquiera, pero

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este esplendoroso pelaje oculta unestómago que, al menos en el pasado,llegó a ser demasiado grande paraestar sano y me utilizó como si fuera suesclava.

En verdad no estoy orgullosa dehaber sido esclavizada por la comida.¿Acaso hay alguna cultura en la Tierraque admire las panzas hambrientas? ¿Alos sibaritas? ¿A los hedonistas sinfreno? Pero antes de que te apresures ajuzgar, permíteme preguntarte algo:¿alguna vez trataste de imaginar cómosería pasar un día en la vida de ungato?

A diferencia de lo que he visto enlos rostros de los clientes del CaféFranc por la mañana, los gatos nogozamos de esa emoción que seacumula antes de la primera taza decafé del día. Y tampoco sabemos deldeleite de ese primer sorbo de

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sauvignon blanc por la tarde. Losgatos no tenemos acceso a lassustancias que se consumencotidianamente para mejorar el ánimo.Aparte de la humilde menta gatuna,nosotros no contamos con un refugiofarmacéutico cuando sufrimos deaburrimiento, depresión, crisisexistenciales o un simple dolor decabeza común.

Lo único que tenemos es lacomida.

La pregunta es, ¿en qué momento elgoce del sustento personal deja de serun placer sano y se convierte en unaobsesión que amenaza la vida?

En mi propio caso, recuerdo conmucha claridad el día que a mí mesucedió.

Su Santidad llevaba más de seissemanas en casa sin viajar, y todo esetiempo su agenda estuvo llena de

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compromisos con visitantes VIP,varios de los cuales fueron invitados acomer. La señora Trinci se habíaconvertido en una presencia constantey funcional en la cocina de Jokhang, ytodos los días se esforzaba en cadauno de sus logros por alcanzar nuevosniveles de perfección.

Por supuesto, durante ese procesojamás olvidó las necesidades de LaCriatura Más Hermosa Jamás Vista.Además, la señora no solo me proveyóun suministro constante deexquisiteces: con el tiempo, tambiénacumulé una creciente lista de nuevosnombres. Al mismo tiempo que meoprimía contra su generoso busto ybesaba mi cuello, me arrullaballamándome Dolce mio, mi dulcegatita. Y otras veces usaba la palabraTesorino, o tesoro, justo cuandodejaba frente a mí un plato del que

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desbordaban cuadritos de hígado depollo. Para la señora Trinci elalimento era una manifestación físicadel amor, y siempre fue muy generosacon ambas cosas.

En aquel entonces establecí unaespecie de rutina. El desayuno lotomábamos en nuestra habitaciónprivada y era preparado especialmentepara el Dalai Lama. Luego, como amedia mañana, iba al Café Franc,donde Jigme y Ngawang Dragpa yaestaban preparando el menú que debíaestar listo al mediodía para la comida.Por supuesto, los primeros bocadosdel menu du jour, los más delicados,estaban reservados para Rinpoche.Siempre comía mis alimentos con grandeleite antes de tomar una siesta deaproximadamente una hora en la repisapara hacer la digestión. Para cuandoaparecía en Jokhang, entre las tres y la

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cuatro de la tarde, la señora Trinci yaestaba acabando su labor en la cocina.Al llegar ahí, daba un salto a la bancade la cocina, y bastaba con unmaullido para que la señora me dierade comer al mismo tiempo que meconfirmaba lo refinada que era miapariencia, mi encanto, inteligencia,crianza y otras de mis innumerablescualidades que notaba en ese momentoen particular.

Todo eso habría sido suficiente —sí, algunos dirían más que suficiente—, para satisfacer aún el paladarfelino más conocedor. Pero retomandoesa duda a la que filósofos y asesoresfinancieros le dedican tanta energía, tepreguntaré: ¿cuánto es suficiente?

Esto me lleva al día que empecé acaer por la resbalosa pendiente queconduce de ser gourmet a glotón.

En esa ocasión iba subiendo la

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colina a Jokhang, regresaba del CaféFranc, donde acababa de gozar unaporción muy generosa de patorostizado à l’orange. Estoy casi seguraque debido a esto me costó mástrabajo subir la colina que decostumbre, y por primera vez tuve quedetenerme en la acera, afuera delBazar Cut Prize.

Casualmente la señora Patel, dueñadel establecimiento, estaba sentada enun banco junto a la puerta y mereconoció de inmediato. Sabía que yoera la Gata de Su Santidad. Presa de laemoción, le ordenó a su hija que metrajera un platito con leche de la partetrasera de la tienda y me pidió que nosiguiera mi camino hasta que hubierabebido suficiente para reunir fuerza.Como no deseaba ser grosera con laseñora, complací sus deseos.

Mientras bebía la leche, la señora

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Patel envió a su hija a la tienda deabarrotes de al lado para quecomprara una pequeña lata de atún queluego vació en un plato y colocó cercade mí. No tengo la costumbre deaceptar comida de gente a la que noconozco, pero a la señora Patel ya lahabía visto en varias ocasionesanteriormente. Era una robustamatriarca que pasaba mucho tiempoplaticando con los paseantes; meparecía que era una mujer amable y decorazón generoso. Por eso cuando meofreció el plato, el delicioso y saladoaroma tan característico del atún, hizoque mis fosas nasales se expandierancon deleite.

Solo unos bocaditos, parademostrarle a la señora que deseocomer el atún, pensé.

A la tarde siguiente, cuando ibasubiendo la colina, antes de llegar al

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Bazar Cut Price, la señora Patel yatenía leche y atún esperándome; laindulgencia de un solo día, se fueconvirtiendo en un hábito traicionero.

Pero me esperaba algo peor.Unos días después, la benévola

señora Patel me interceptó cuando medirigía al Café Franc. Estaba comiendopan naan relleno de pollo, del cualtomó algunos trozos que me dioenseguida. Fue una botana de mediamañana que en poco tiempo se volvióparte de la rutina.

—Los gatos saben lo que es buenopara ellos. —Esta frase la heescuchado en varias ocasiones—. Ungato solo come cuando tiene hambre.—Otra frase que he oído por ahí. Perotristemente, querido lector, ¡eso no escierto! Aunque no me di cuenta en esemomento, acababa de tomar unpeligroso camino a la desgracia.

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En Jokhang, mientras tanto, el flujo devisitantes empezó a incrementarse. Loscambios de último minuto en lasagendas y muchas llamadas de largadistancia desde todos los rincones dela Tierra, hicieron que aumentara elnúmero de invitados que, en cuantollegaban al Aeropuerto Indira Gandhi,eran llevados a McLeod Ganj. Comosiempre, la señora Trinci fue muydiligente y siguió su costumbre depreparar platillos de las regiones dedonde venían nuestros huéspedes.Podía ser krasnye blini para los rusoso dulce de leche para los argentinos,pero la señora siempre llegaba al

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extremo para sorprender y deleitar alos invitados de Su Santidad.

¿Quién podría olvidar el sorbetede frambuesa que planeó para elsúperfamoso médico indio, orador yescritor que nos visitó de California?Ningún miembro del personal de SuSantidad pudo y, por supuesto,tampoco la señora Trinci.

Aquel visitante fue el tercerinvitado de alto perfil que estuvo enJokhang esa semana, llegó después dedos experiencias imprevistas quepusieron realmente a prueba lalimitada paciencia de la señora Trinci;en la primera, la señora se enfrentó aun problema nocturno de refrigeraciónen la cocina principal, fue un sucesoinexplicable en un momento muyinoportuno. La mitad de los alimentosque estaban en el refrigerador encuestión, se echaron a perder, lo cual

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obligó al personal a realizar visitasfrenéticas de último minuto almercado, las tiendas de abarrotes y losproveedores gourmet para sustituir loque se había perdido. No exagero aldecir que la señora Trinci estuvo apunto de tener un colapso pocodespués del mediodía.

Dos días más tarde, en cuanto laitaliana puso a cocinar el platoprincipal en las hornillas, se acabó elgas. Los tanques que proveían a lacocina quedaron vacíos y no habíamanera de conseguir otros. En esepreciso momento se envió gente a lacocina del Monasterio de Namgyalpara que reuniera todas las hornillaseléctricas disponibles, y eso provocóuna interrupción que, según la señoraTrinci, era imperdonable.

¿Podría suceder un tercer desastreconsecutivo? La señora hizo todo lo

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posible para asegurarse de que no.Esta ocasión verificó que hubiesesuficiente gas y que el refrigerador delpersonal que se encontraba en el pisode arriba —el cual fue utilizado comoreemplazo del que se averió mientrasllegaba el nuevo—, estuviera enperfectas condiciones; también revisó,por lo menos dos veces, los alimentosque ahí se guardaron. Todos losingredientes y utensilios de la cocinafueron sometidos a una rigurosainspección como no se había vistonunca antes. No habría nada quepudiera arruinar esta comida.

Y nada lo hizo.Bueno, al menos no al principio.

Mucho más temprano de loprogramado, la señora Trinci trajo elpastel de calabacín con chocolate y lasbolitas de nuez algarroba que habíapreparado durante la noche como

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postre. Ansiosa, retraída y con lasupersticiosa creencia de que las cosasmalas siempre pasan en rachas de tres,llegó poco después de que Su Santidadsaliera a una cita a media mañana en eltemplo. No estaba dispuesta a dejarnada al azar.

En poco tiempo, la ensaladaniçoise de espárragos ya estabaservida, el arroz basmati se habíacolocado con todo cuidado en lahornilla específica para cocinarlo ylos vegetales estaban en la parrilla.Era hora de empezar a preparar loschícharos con coco.

Pero cuando la señora Trinci abriólas bolsas que estaban guardadas en elrefrigerador de arriba, descubrió quelos chícharos estaban echados aperder; por alguna razón, no losrevisaron bien al pasarlos delrefrigerador de la cocina al del

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personal. Algunos de la parte superiorde las bolsas estaban en buen estadopero los de abajo ya estaban blandos ybabosos, sencillamente no serviríanpara la comida.

La expresión de la señora Trinci setornó más lúgubre que las nubes demonzón que surcan el cielo del Vallede Kangra y luego comenzó a darórdenes vociferando a los tresdesafortunados monjes que habían sidoasignados ese día para trabajar en lacocina. A dos los envió al mercado acomprar más chícharos, y al tercero lomandó al Monasterio de Namgyal paraque trajera personal de apoyo. Laseñora se encontraba estresada y nodejaba de hacer chocar sus brazaletesde oro entre sí cada vez que agitabalos brazos. Tomó el asunto de loschícharos como un mal presagio deque lo peor estaba aún por llegar.

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Y justamente así fue.Los dos asistentes aún no volvían

del mercado con los chícharos y elreloj seguía corriendo. El tercerasistente no pudo encontrar enNamgyal a nadie para que trabajara enla cocina. La señora Trinci gruñó y ledijo que preguntara en el piso dearriba. Y así fue como Chogyal, elasistente ejecutivo del Dalai Lama, depronto se encontró en el peculiar papelde sous chef mientras se completabanuevamente el personal de la cocinera.

Su primera tarea consistió en traerlas bayas del refrigerador del personalque estaba en el piso de arriba parainiciar la preparación de un sorbeteayurvédico de frambuesa.

—No hay frambuesas —le dijoChogyal a la señora cuando regresó ala cocina unos minutos después.

—Eso no es posible, yo misma

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revisé el refrigerador anoche. Es labolsa roja que está en el congelador.—La señora hizo tintinear sonoramentesus brazaletes mientras gesticulaba conlas manos y le indicaba a Chogyal quevolviera al piso de arriba. —Es labolsa roja. ¡SACCHETTO ROSSO!

Pero sus indicaciones no sirvieronde nada.

—Definitivamente no están ahí —confirmó Chogyal a su regreso—, nohay ninguna bolsa roja.

—Merda! —La señora Trinciazotó un cajón del gabinete queacababa de abrir, y eso hizo repicarlos cubiertos; luego se dirigió arribahecha un energúmeno—. ¡Cuide lasverduras que están en la parrilla!

Todos en la cocina se vieronforzados a escuchar los pesados pasosen la escalera, el staccato de sustacones al recorrer la cocina del

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personal y el grito de desesperacióncuando confirmó la terrible verdad porsí misma.

—¿Pero qué sucedió? —preguntócuando regresó. Tenía el rostroamoratado y echaba chispas por losojos. Toda la frustración por losacontecimientos de la semana anteriorse había acumulado y estaba a punto deestallar en ese preciso momento. Elsabotaje era tan abrumador que laseñora desfallecía llena deincredulidad.

—Estaban ahí anoche, yo loverifiqué, y ahora, nulla, niente,¡nada! ¿Dónde están las frambuesas?

—Lo lamento —dijo Chogyalsacudiendo la cabeza en negación—,no tengo idea.

Pero la relajada manera en que seencogió de hombros el asistente, noaplacó a la cocinera italiana.

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—Usted trabaja arriba, tiene quesaber lo que pasó.

—La cocina del personal…—Dejé instrucciones muy

precisas: nadie debía tocar lasframbuesas. No podemosreemplazarlas, las ordenéespecialmente para esta ocasión, lastrajeron de Delhi… ¡Así no, stupido!—La señora Trinci empujó a Chogyalpara alejarlo de la parrilla porqueestaba volteando los calabacines condemasiada lentitud para su gusto y learrebató las pinzas—. ¡No tengo todoel día para hacer esto!

La señora sujetó cada uno de loscalabacines, los volteó y los golpeóligeramente contra la parrilla.

—¿Y ahora qué hago? ¿Mando alos monjes de Namgyal a buscarframbuesas? —preguntó la señora.Pero Chogyal fue sabio y se mantuvo

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en silencio—. ¿Marco por teléfono atodos los restaurantes de la ciudad? —insistió. Su furia se acumulaba más ymás—. ¿Le pido a nuestro invitado VIPque compre algunas cuando pase porDelhi?

Cuando terminó de voltear loscalabacines, la señora Trinci dio lavuelta, empuñó las pinzas con un gestoamenazante frente al rostro deChogyal, y dijo:

—¡Le estoy preguntando! ¿Quédebo hacer?

Chogyal sabía que cualquierrespuesta sería incorrecta. Como seencontraba acorralado y obligado acomplacerla, optó por lo más obvio.

—Deje de preocuparse por elsorbete de frambuesa.

—¡¿Que deje de preocuparme?! —Fue como si Chogyal hubiera arrojadoun barril de gasolina de alto octanaje a

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un incendio incontrolable—.Incredibile! Cada vez que trato depreparar algo realmente especial, algoque esté por encima de lamediocridad, ustedes me sabotean.

Como la señora estaba de espaldasa la puerta, no se dio cuenta lo queprovocó la repentina preocupación delasistente. Una preocupación muchomayor que la que causó ladesaparición de las frambuesas.

—Señora Trinci… —trató deinterrumpirla.

Pero ella estaba ocupadadesbordando su ira en un caudal deproporciones wagnerianas.

—En primer lugar, estasinstalaciones en las que no se puedeconfiar: el refrigerador. Luego, elsuministro de gas. ¿Cómo voy acocinar sin estufa? Y ahora, porcamiseria. ¡Demonios! ¡La gente se roba

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mis ingredientes!—Señora Trinci, ¡por favor! —le

suplicó Chogyal con una media sonrisaacompañada de su ansioso ceñofruncido—. ¡Esas son palabras muyduras!

—¡A mí no me venga con que son«palabras muy duras»! —La cabalgatade las valquirias no fue nadacomparada con la furia desatada por laseñora Trinci—. ¿Qué tipo de idiotausaría la única bolsa de frambuesas entodo Jokhang el día previo a unacomida VIP? —A la señora leaparecieron manchitas blancas en lascomisuras de la boca—. ¡¿Qué tipo detonto, qué imbecile haría algo así?!

La señora solamente estabadescargando su furia con el pobre deChogyal y no esperaba que lerespondiera; sin embargo, en mediodel torbellino de su ira, alguien más lo

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hizo.—Fui yo —dijo una voz con

suavidad detrás de ella.La señora Trinci giró lentamente y

se encontró con el Dalai Lama, quienla miraba con una compasión inmensa.

—Lo siento, no sabía que nodebíamos comerlas —dijo en tono dedisculpa—. Tendremos que seguiradelante sin ellas. Por favor venga averme después de la comida.

Parada en medio de la cocina, laseñora se puso lívida en un instante,tenía la boca abierta como pez y lamovía, pero era incapaz de emitirsonido alguno.

El Dalai Lama juntó sus palmas ala altura del corazón e hizo una ligerareverencia. Y mientras la señora Trinciseguía convulsionándose en la cocina,Su Santidad miró a Tenzin, quien seencontraba a su lado.

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—Este sorbete, ¿qué esexactamente? —le preguntó cuandoabandonaron la cocina.

—Es un postre —dijo Tenzin.—¿Y se prepara con frambuesas?—Se puede hacer de distintos

sabores —explicó Tenzin. Caminaronun poco más, y luego añadió—: Dehecho, la señora Trinci estabaplaneando ofrecer el sorbete pararefrescar el paladar entre los distintosplatillos.

—Para refrescar el paladar… —¿alcancé a ver un dejo de diversión enlos ojos del Dalai Lama mientrasreflexionaba sobre el concepto de laseñora Trinci?—. La mente del enojoes algo muy peculiar, ¿no crees,Tenzin?

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Más tarde, la señora Trinci se presentóen la habitación del Dalai Lama, la villegar desde la comodidad de miacolchonada repisa interior. Lucíaconsternada y arrepentida, y rompió enllanto en cuanto entró.

Su Santidad comenzó porasegurarle que el invitado halagómucho la comida, en especial lasbolitas de nuez algarroba, las cuales lehabían recordado una receta familiar.Sin embargo, la señora sabía que elDalai Lama no le pidió que subierapara hablar de la exquisitez que habíapreparado. Con lágrimas

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desbordándose de sus ojos colorámbar, y con el rímel corrido, confesóque tenía muy mal humor, que dijocosas imperdonables y se habíadesquitado con Chogyal y con todaslas personas que estuvieron presentes.Su Santidad tomó su mano por un largorato mientras ella estuvo ahí paradasollozando, y luego le dijo:

—¿Sabe, querida?, no es necesariollorar.

La señora acercó un pañueloperfumado a su rostro; estaba azoradapor lo que el Dalai Lama acababa dedecirle.

—Está bien, está muy bien aceptarque se tiene un problema con el enojo—agregó Su Santidad.

—He pasado toda mi vidaestresada —dijo ella.

—A veces sabemos que tenemosque cambiar nuestro comportamiento,

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pero se requiere de una especie deconmoción para que comprendamosque debemos modificar las cosasdesde este preciso momento.

—Si —contestó en italiano laseñora Trinci, luego tragó otra oleadade lágrimas—. ¿Pero cómo?

—Empiece por pensar en lasventajas de practicar la paciencia y lasdesventajas de no practicarla —le dijoel Dalai Lama—. Cuando uno estáenojado, es el primero en sufrir.Ninguna persona iracunda puede teneruna mente feliz y sosegada.

Con los ojos enrojecidos, laseñora Trinci lo observódetenidamente.

—También necesitamos pensar enel impacto en otros. Cuando decimoscosas hirientes que en realidad nosentimos, podemos ocasionar heridasprofundas que no sanan. Piense en

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todos los distanciamientos entreamigos y familiares, esas divisionesque conducen a rupturas totales de lasrelaciones. Y todo por un solo ataquede ira.

—¡Lo sé! —vociferó la señoraTrinci.

—Después debemos preguntarnosde dónde viene el enojo. Si laverdadera causa es el refrigerador, elgas o la falta de frambuesas, ¿entoncespor qué los demás no están enojadospor ello? Verá, la ira no viene deafuera sino de nuestra mente. Pero esoes algo muy positivo porque, aunqueno podemos controlar todo lo que nosrodea en el mundo, sí podemosaprender a controlar nuestra propiamente.

—Pero yo siempre he estadoenojada —confesó la señora.

—¿Está enojada en este momento?

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—le preguntó Su Santidad.—No.—¿Y qué le dice eso respecto a la

naturaleza de una mente iracunda?La señora Trinci miró un buen rato

por la ventana, al techo del templo,donde el sol del ocaso ya bañaba conluz dorada la rueda del dharma chakray la estatua del venado.

—Supongo que el enojo viene y seva.

—Así es, no es algo permanente nies parte de usted. Por eso no puededecir «siempre he estado enojada». Suira surge, permanece y luego pasa; asíles sucede a todos. Es posible queusted la viva más que otros y cada vezque sucumbe ante ella, alimente esehábito y aumentan las probabilidadesde sentirla otra vez. En lugar de eso,¿no sería mejor disminuir su poder?

—Por supuesto, pero no puedo

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controlarme. Yo no me propongoenojarme, solo sucede.

—Dígame, ¿hay algunos lugares osituaciones en que tienda usted aenojarse más que en otros?

La respuesta de la señora Trincifue inmediata.

—En la cocina —dijo señalando elpiso de abajo.

—Muy bien —agregó el DalaiLama al mismo tiempo que juntaba suspalmas y sonreía—. A partir de ahorala cocina de Jokhang ya no será unlugar ordinario para usted. Ahora seráuna Casa del Tesoro. Piense que lacocina es un lugar donde podráencontrar muchas oportunidadesvaliosas que no se encuentrandisponibles en ningún otro sitio.

La señora Trinci sacudió lacabeza.

—Non capisco. No entiendo.

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—Bien. Está de acuerdo en que elenojo que siente, en parte proviene desu interior, ¿verdad?

—Sì.—Y que sería benéfico para usted

y para todos los demás si pudieradeshacerse de él gradualmente, ¿no escierto?

—Sì.—Para que esto suceda, necesita

oportunidades para practicar con lafuerza opuesta, que es la paciencia.Estas oportunidades no se las van aproveer sus amigos, sin embargo, aquíen Jokhang encontrará bastantes.

—¡Sì, sì !Por esto es que puedellamarle Casa del Tesoro —dijo,sonriendo arrepentida.

—Por esto es que puede llamarleCasa del Tesoro. Este lugar le ofrecemuchas oportunidades de cultivar lapaciencia y vencer la ira. Existe

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incluso una palabra para esta forma depensar. —Su Santidad frunció el ceñomientras se concentraba—. Ah sí, lellamamos reeducar. Sí, así.

—Pero ¿y qué tal si… fracaso? —dijo vacilante la señora.

—Pues lo sigue intentando. Cuandose trata de vencer un hábito de toda lavida, no puede haber resultadosinstantáneos, pero si logra ver laventaja de lograrlo, no hay duda deque lo logrará paso a paso.

Su Santidad miró el ansioso rostrode la señora antes de agregar:

—Es muy útil que su mente estésosegada, y la meditación es muybuena para eso.

—Pero yo no soy budista.El Dalai Lama sonrió

discretamente.—La meditación no les pertenece a

los budistas, hay gente de todas las

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demás tradiciones que la practica,incluso hay gente sin religión quetambién goza de sus beneficios. Ustedes católica, y yo sé que la ordenbenedictina tiene algunas enseñanzasmuy útiles sobre la meditación. Tal vezpodría intentar eso, ¿no cree?

La señora Trinci se puso de piecuando terminó su audiencia.

—Algún día —Su Santidad tomósu mano y la miró profundamente a losojos—, tal vez llegue a ver el día dehoy como un momento de cambio.

La señora ya no quiso seguirhablando porque sabía que lloraría,solo asintió y continuó enjugándose laslágrimas con su pañuelo.

—En el Dharma le llamamosentendimiento a ese momento en quellegamos a comprender algo de maneratan profunda que nuestrocomportamiento cambia. Quizá usted

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llegó hoy a ese entendimiento, ¿nocree?

—¡Sì, sì!, Su Santidad —dijo laseñora con los labios fruncidos por laemoción—. Así es.

—Recuerde las palabras de Buda:En la guerra un hombre puede vencermil veces a mil hombres, pero elhombre que se vence a sí mismo, es elmejor guerrero de todos.

Mi entendimiento personal se dio solounas semanas después.

Debí prestarle atención a laprimera advertencia, es decir, a uncomentario que escuché que Tenzin le

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hizo a Chogyal un día cuando entré anuestra oficina.

—GSS está embarneciendo —dijo.Era típico de Tenzin hacerobservaciones tan políticas eindirectas que yo nunca entendía lo querealmente quería decir, y por eso nome sentí ofendida en absoluto.

Pero la siguiente semana, cuandovolví a la cocina de Jokhang pararecibir la comida, cortesía de laseñora Trinci, no me fue necesarioningún entrenamiento diplomático paraentender los comentarios.

Desde la crisis del sorbete deframbuesas, en la cocina se habíavivido una serenidad poco comúndurante todas las visitas de la señora.No solamente prevalecía la calma: laseñora incluso había llevado a su lugarde trabajo un reproductor de CD desdeel cual emanaba el celestial coro

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Sanctus del Réquiem de Fauré todaslas tardes mientras ella estaba ahí.

Entré a la cocina y la saludé conmi amistoso ronroneo; no salté a labanca por la simple razón de que sabíaque no lograría llegar hasta arriba,solo me quedé viéndola.

Muy atenta como siempre, laseñora Trinci me levantó.

—Ay, pobrecita pequeña, dolcemio, ¡ya no puedes saltar! —exclamó,al mismo tiempo que me besaba—. Esporque estás muy gorda.

¿Estoy qué?—Has estado comiendo

demasiado.¡No puede estar hablando en serio!

¿Acaso es esa la manera de hablarle aLa Criatura Más Hermosa JamásVista? ¿A Tesorino? ¿A Cara Mia?

—Te has convertido en unaverdadera cerdita rechoncha.

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No podía creer lo que estabaescuchando, la mera idea erarepugnante.

¿Una cerdita rechoncha? ¡¿Yo?!La habría mordido con fuerza en

ese punto suave entre los dedos índicey pulgar, de no ser por la suculentamaravilla que colocó frente a mí: unasdeliciosas piernas de corderocubiertas con salsa espesa de carne.En cuanto empecé a lengüetear lapicante salsa, quedé instantáneamenteabsorta en su bien sazonada espesura;para entonces, los extraños y cruelescomentarios de la señora Trincidesaparecieron por completo de mimente.

Pero todavía fue necesaria unahumillación mayor para enfrentar micreciente problema. Al regresar con SuSantidad de una visita matutina altemplo, me dispuse a subir por las

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escaleras hasta nuestra habitaciónprivada. Como mis patas traseras eranbastante inseguras, siempre tenía querealizar el ascenso con cierta rapidez.Sin embargo, durante las semanasanteriores, alcanzar la velocidadadecuada se fue convirtiendo en undesafío cada vez mayor.

Esa mañana, el desafío fuedemasiado grande.

Cuando di los primeros pasos sentíque mi energía de costumbre me estabafallando. Subí hasta los escalones dosy tres, pero en lugar de acelerar, en esemomento percibí un peso que medetenía. Sencillamente, el impulsoacostumbrado, no estaba ahí.

En el momento crucial, casi apunto de llegar al medio del vuelo, envez de aterrizar en el rellano tras unsalto seguro aunque poco digno, depronto me encontré en el aire y con mis

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patas agitándose vigorosa ydesesperadamente para hacer contacto.Y además, de costado. Entonces micuerpo cayó pesadamente, la mitad enun escalón y la otra mitad en el deabajo; luego, sacudiéndome y dandotumbos, retorcida y con el traserohacia la parte inferior de la escalera,emprendí un aterrador e ignominiosodescenso hasta llegar a los pies de SuSantidad.

Instantes después, el Dalai Lamaya me llevaba en brazos hasta nuestrahabitación y pidió que llamaran alveterinario para que nos visitara.Colocaron una toalla para cubrir elescritorio de Su Santidad, y ahí fuisometida a un examen completo. Aldoctor Guy Wilkinson no le tomómucho tiempo llegar a la conclusión deque, aunque no había sufrido dañofísico por la caída, y en todos los otros

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aspectos gozaba de una saludenvidiable, había un punto enparticular que amenazaba seriamentemi bienestar: pesaba demasiado.

¿Qué tanto me estaban dando decomer al día?, preguntó el doctor.

Era una pregunta a la que ningúnmiembro del personal de Su Santidadpodía responder, y a mí no meinteresaba contestarla directamente. Lacaída ya me había humillado bastante yno tenía deseos de continuaravergonzándome con la revelación delalcance total de mi irrefrenableapetito.

Pero la verdad siempre sale a laluz.

Tenzin hizo algunas llamadas muybien dirigidas, y para antes de queterminara la jornada, le reportó alDalai Lama que además de las doscomidas que me proveían en Jokhang,

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hacía tres más en otros lugares.Entonces se acordó que yo

adoptaría un nuevo régimenalimenticio. A partir de ese momento,a la señora Trinci y a la gente del CaféFranc se les indicó que tenían quedarme solo la mitad de las porcionesacostumbradas; además, ya norecibiría alimentos de la señora Patel.En tan solo unas horas, mi régimencotidiano fue sometido a un cambiodrástico y permanente.

¿Cómo me sentía al respecto? Sime hubieran preguntado sobre mishábitos alimenticios, habría admitidoque necesitaban mejorar. Habríaaceptado de buena gana que sí, tal vezcinco comidas al día era una cantidadexcesiva para una gata pequeña… perono del todo. Siempre supe que debíalimitarme, pero hasta mi humillantecaída mantuve esa información como

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un asunto meramente intelectual. Encuanto me deslicé pesadamente por losescalones, todo lo que sabía seconvirtió en el entendimiento de quetenía que modificar la forma decomportarme.

Después de la caída, la vida novolvió a ser la misma jamás.

Esa noche, en la oscuridad ycalidez de la cama, sentí que SuSantidad estiraba su mano. Bastó conque me acariciara para hacermeronronear con alegría.

—Fue un día difícil, pequeñaLeona de las Nieves —susurró—, perolas cosas mejorarán a partir de aquí.En cuanto vemos por nosotros mismosque hay un problema, el cambio sefacilita.

Y efectivamente, así fue. Despuésde la conmoción inicial de lasporciones más pequeñas y de la

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ausencia de los alimentos del BazarCut Prize, solo se necesitó que pasaranalgunos días para que empezara asentirme menos aletargada. En tan solounas semanas, mis inseguros pasosadquirieron una nueva vitalidad; enpoco tiempo volví a saltar a la bancade la cocina, y nunca me caí otra vezen las escaleras que llevaban a nuestrahabitación en Jokhang.

Un viernes por la mañana, llegó unmensajero a Jokhang con una cajarectangular de poliestireno para laseñora Trinci. La caja fue llevadadirectamente a la cocina, donde ella

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estaba preparando una comida para elprimer ministro de la India mientrasescuchaba a Andrea Bocelli.Sorprendida por la inesperada entrega,llamó al sous chef que había sidoasignado ese día.

—¿Me podrías traer un cuchillopara abrir esto, por favor, Tesoro?

Ese era el término que usabaahora, aunque en algunas ocasiones lohacía entre dientes. Si bien continuabasiendo tan efusiva como siempre,ahora el enojo de la señora surgía máscomo flashes intermitentes deirritación que como erupcionesvolcánicas incontrolables.

Y, curiosamente, daba la impresiónde que ahora siempre recibíarecompensas por controlarse. Pocoantes, acababa de recibir noticias deSerena, su hija, quien estudió para chefen Italia antes de trabajar varios años

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en distintos restaurantes con estrellasMichelin en Europa. La señora Trincise sintió sumamente feliz cuando supoque Serena decidió que ya habíatrabajado demasiado tiempo enEuropa, y en unas cuantas semanasregresaría a su hogar en McLeod Ganj.

Con el cuchillo en la mano, laseñora Trinci cortó la cinta canela y lacubierta protectora de la misteriosaentrega, y abrió el paquete. Encontróun contenedor de plástico congeladocon un líquido de color rojo brillante yun sobre con su nombre.

—Querida señora Trinci —decíala notita—. Le agradezco mucho lamaravillosa comida ayurvédica quedisfruté recientemente con SuSantidad. Me dio mucha penaenterarme de que no pudo preparar elsorbete de frambuesa que habíaplaneado, por lo que espero que

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disfrute del que ahora le envío, el cualfue preparado con una de mis recetasayurvédicas predilectas. Espero queeste presente les brinde, a usted y a susinvitados, salud y mucha felicidad.

—Mamma mia! —la señora Trincise quedó contemplando la nota—.¡Qué increíble! ¡Cuánta generosidad!

Momentos después, la señora yaestaba abriendo el recipiente yprobando el contenido.

—¡Exquisito! —dijo con los ojoscerrados mientras saboreabameditativamente la mezcla—. Esmucho mejor del que yo podría haberpreparado.

La señora levantó el recipientepara ver cuánto sorbete había.

—Y servirá perfectamente pararefrescar el paladar en la comida dehoy.

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Más tarde escuché a Tenzin y aChogyal hablando sobre la comida quese había llevado a cabo ese día. Sinduda, el gran acuerdo político de esaocasión se concretó, en buena medida,gracias a los maravillosos alimentos.El primer ministro no podía creer quela cocinera de Su Santidad no fuerahindú, y le pidió que subiera parafelicitarla. Al parecer, quedó extasiadocon el sorbete de frambuesa.

—¿No te parece interesante cómoresultan las cosas? —le comentóTenzin a Chogyal—. La señora Trincise encuentra mucho más sosegada ysatisfecha ahora.

—¡Sí, claro! —contestó Chogyal

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con mucha efusividad.—Y de todas las ocasiones en que

pudo servir ese sorbete de frambuesa,hacerlo hoy fue una obra maestra —agregó Tenzin.

—Efectivamente.

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CAPÍTULO NUEVE

—¿Que está haciendo qué? —La vozde Tenzin al hablar por teléfono, seescuchaba tensa, y levanté la cabezadesde donde tomaba una siesta en elarchivero situado detrás del lugar delasistente. Era muy poco común queTenzin, el diplomático consumado,reaccionara de esa manera.

Al otro lado del escritorio,también vi la sorpresa en el rostro deChogyal.

—Sí, por supuesto. —Tenzin seestiró para tomar la fotografíaenmarcada en plata que se encontrabasobre el escritorio. En ella aparecíauna joven con un vestido negro

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tocando el violín al frente de unaorquesta completa. Era Susan, suesposa, renombrada violinista cuandose conocieron hace años en laUniversidad de Oxford. Eso fue antesde que Tenzin aceptara el trabajo de suvida como asesor en asuntosdiplomáticos de Su Santidad. Ytambién mucho antes de la llegada dePeter y Lauren, sus hijos. Lauren teníacatorce años, una edad diseñada paraponer a prueba la paciencia de lospadres, según le confesó Tenzin aChogyal en una ocasión. Supuse que lallamada telefónica estaba relacionadacon la chica.

—Lo discutiremos después —dijoTenzin y colgó.

Como suele suceder, Tenzinatravesaba por un mal momento.Además de sus apremiantesresponsabilidades de siempre,

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planeaba que la reubicación de losarchivos de Su Santidad se llevara acabo la semana siguiente.

Más de sesenta años deimportantes documentos seencontraban acumulados en la oficinacontigua, y aunque ya mucho delmaterial había sido revisado yrespaldado en medios electrónicos,todavía quedaban muchos acuerdosdiplomáticos importantes, registrosfinancieros, licencias y otrosdocumentos que debían guardarse.Tenzin había arreglado que, de ahoraen adelante, la mayor parte de estospapeles se conservara en unahabitación muy segura del Monasteriode Namgyal, y planeó meticulosamenteque los archivos fueran transferidos entres días consecutivos durante loscuales, en una situación poco común,Su Santidad no tendría visitantes. La

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mudanza, por lo tanto, no causaríainterrupciones.

En la mayor parte de lasorganizaciones, las tareas de este tipoentran en la categoría de «tedioadministrativo», pero en Jokhangsiempre hay un aspecto inesperado enla forma que se llevan a cabo, inclusola tarea más rutinaria. Es como sidetrás de cualquier actividad simple yaburrida, siempre hubiera algo más.

La reubicación de los archivos deSu Santidad era precisamente unaactividad de este tipo. Tenzin habíadiseñado su plan mientras bebía té, enuna de sus reuniones vespertinas con elDalai Lama. Su Santidad estuvo deacuerdo, y para sorpresa del asistente,dijo que él personalmente elegiría alos monjes que ayudarían con lamudanza de los documentos.

A la mañana siguiente, Su Santidad

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regresó de la primera sesión del día enel templo, con dos jóvenes monjesfuertes y saludables. Los monjesrecibirían instrucciones de Tenzin.También lo acompañaban Tashi ySashi, dos hermanos novicios muydespiertos a pesar de que parecíanpreadolescentes, quienes se postrabancon fervor cada vez que Su Santidadmiraba en la dirección que ellos seencontraban.

—Ya tenemos voluntarios para lareubicación —dijo el Dalai Lamaseñalando a los dos monjes—. Ytambién tenemos dos ayudantes quecuidarán a GSS.

Tenzin no mostró sorpresa alescuchar este último detalle, pues ¿quéplan integral de reubicación dearchivos no incluye la cuidadosamanipulación del habitante felino dellugar? Porque debemos tomar en

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cuenta que el tránsito de los archivos através de la oficina de los asistentesejecutivos, interrumpiría miinactividad de costumbre. Paraempezar, mi plataforma deobservación tendría que ser quitadadel camino, por eso se decidió quedurante las tres mañanas del cambio seme llevaría a la habitación de al ladopara visitantes. Se trataba de unaamplia e iluminada cámara dondehabía sillones y mesas de centro, asícomo una selección de periódicos y unescritorio esquinero con computadora.Era el lugar donde la gentenormalmente esperaba el inicio de suaudiencia con Su Santidad.

El Dalai Lama les explicópersonalmente a Tashi y Sashi lastareas que iban realizar. Se suponíaque me llevarían con cuidado a lahabitación para visitantes y me

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colocarían en otra repisa interior deuna ventana, donde ya se habíapreparado una frazada de lana para micomodidad. Los dos cuencos con aguay croquetas tendrían que mantenerselimpios y llenos. Si yo quería ir al pisode abajo, alguien deberíaacompañarme para asegurarse de quenadie me pisara. Mientras durmiera,los novicios tendrían que meditarcerca de mí y recitar el mantra OmMani Padme Hum.

—Y sobre todo —dijo su Santidadcon firmeza—, deben tratarla comotratarían a su lama favorito.

—¡Pero usted es nuestro lamafavorito! —exclamóintempestivamente Sashi, el más jovende los novicios, llevando las palmasde sus manos al corazón.

—En ese caso —dijo Su Santidadcon una sonrisa—, trátenla como si

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fuera el Dalai Lama.

Y eso fue justamente lo que hicieron.Me brindaron el mismo tratoreverencial que solo recibía en el CaféFranc. Al final de aquella primeramañana, cuando regresé a la oficina delos asistentes, encontré que miarchivero se encontraba pegado a lapared de al lado. Al igual que a losdemás gatos, no hay nada que me gustemás que contemplar una escenaconocida pero con un ligero cambio enla orientación, por lo que salté deinmediato a la cima del archivero paraver el lugar desde una perspectiva

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nueva.Para ese momento ya había

olvidado el momento en que Tenzinalzó la voz mientras hablaba porteléfono la semana anterior, pero en latarde, cuando acabó de conversar consu esposa, era evidente que algo leincomodaba.

Chogyal lo miró con una amistosaexpresión inquisitiva.

—Se trata de Lauren —confirmó—. La semana pasada Susan entró a sucuarto y la encontró sentada en sucama, como tratando de escabullirse yescondiendo algo en la espalda. Fingióque todo estaba en orden pero Susansabía que no era cierto. Lauren haestado un poco extraña últimamente, secansa con facilidad y se marea, no esla misma de siempre. Una mañana,Susan estaba aspirando su cuarto yencontró unas piedras debajo de la

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cama, eran de distintos tamaños. Susanno sabía qué eran, pero se preguntó sisería lo que Lauren trató de ocultarle.¿Pero por qué ocultar unas piedras?Cuando Susan le preguntó al respecto,Lauren rompió en llanto. Como estabamuy avergonzada, le tomó un ratoconfesar que… ha estado comiendopiedras.

Chogyal estaba azorado.—¿Piedras de… qué?—Es que sintió una extraña e

inexplicable compulsión de salir aljardín, buscar una piedra y masticarla.

—¡Pobre chica!—Susan la llevó al médico y, al

parecer, lo que tiene es un poco raropero les sucede a algunas personas. Aveces las adolescentes desarrollan lanecesidad de masticar gis, jabón yotras cosas porque tienen deficienciasnutricionales. En su caso era falta de

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hierro.—¡Ah! —dijo Chogyal, quien no

perdía detalle—. ¿Es vegetariana?Tenzin asintió.—Sí, como su madre.—¿Y no le pueden dar un

suplemento de hierro?—Sí, esa sería una medida a corto

plazo, pero el médico dice que elhierro debe provenir de su dietanormal, por eso nos sugirió quecomiera carne magra, idealmente res.El problema es que no acepta comercarne.

—¿Por sus principios?—Lo que nos dijo fue: «¡No quiero

ser responsable de la muerte deanimales! ¿Por qué no puedosolamente tomar un suplemento?».Susan y yo estamos muy preocupados.

—Es difícil convencer a unaadolescente.

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—Los niños de esa edad no leshacen caso a sus padres. —Tenzin nodejaba de sacudir la cabeza—. Mepregunto si habrá otra solución.

Dos días después descubrí cuál era lasolución. Fue el tercer y último día dela mudanza del archivo. Tomaba youna siesta en la habitación paravisitantes mientras los dos monjesnovicios cantaban mantras en voz bajaa mi lado; entonces llegó Tenzinarrastrando a Lauren, quien cargaba sumochila. Salió de la escuela y, comosu madre tuvo que salir, la llevaron aJokhang para que hiciera su tarea ahí.

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Era una situación que se presentabavarias veces al año; por lo generalLauren se quedaba en la oficina deTenzin y Chogyal, pero debido aldesastre de la mudanza, su padre lasentó en el escritorio en esquinero dela sala para visitantes.

Bueno, al menos eso fue lo que nosdijeron.

Lauren sacó sus libros y empezó ahacer su tarea de inglés. Media horadespués, mientras ella sonreía absortaen un ejercicio de comprensión, seabrió la puerta de la habitación de SuSantidad y lo vimos entrar adonde nosencontrábamos.

—¡Lauren! ¡Qué bueno verte! —dijo el Dalai Lama con las palmassobre el pecho e inclinándose.

Lauren ya se había puesto de pie einclinado antes de abrazarlo contimidez. Su Santidad la conocía desde

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que nació; la calidez entre ellos eragenuina.

—¿Cómo estás, querida?La mayoría siempre contesta esa

pregunta con una respuestaprefabricada y amable, pero tal vezcomo era el Dalai Lama quien lopreguntaba, o quizá por la forma enque la hizo sentir en ese momento enparticular, en lugar de responder comode costumbre, la chica dijo:

—Tengo una deficiencia de hierro,Su Santidad.

—¡Oh! Lo lamento mucho. —ElDalai Lama la tomó de la mano, sesentó en uno de los sofás y le indicóque se sentara junto a él—. ¿Lo dijo eldoctor?

La chica asintió.—¿Y es tratable?—Ese es el problema —respondió

ella con los ojos llenos de lágrimas—.

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El doctor dice que tengo que comercarne.

—Ah, sí, es que eres vegetariana—dijo él y acarició su mano parareconfortarla—. Lo ideal es servegetariano todo el tiempo.

—Lo sé —asintió ella con tristeza.—Lo mejor es si uno, con

compasión, puede abstenerse porcompleto de comer la carne de otrosseres vivos. Y por lo tanto, todo el quepueda comportarse así, debe hacerlo.Sin embargo, si por razones médicasno puedes ser vegetariana todo eltiempo, entonces tal vez debasaceptarlo.

—¿No ser vegetariana todo eltiempo?

El Dalai Lama asintió.—Los doctores también me han

dicho a mí que debo comer carne aveces por motivos de nutrición.

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—No sabía eso —dijo ellamirándolo con detenimiento.

—Así es, por eso decidí que si nopuedo ser vegetariano todo el tiempo,seguiré una dieta vegetariana el mayortiempo posible pero también conmoderación. Ser vegetariano o no, noes una cuestión de extremos. Siemprehay un punto de equilibrio. A veces sepuede comer carne por razonesnutricionales; no es necesario serinflexible. Uno de mis más profundosdeseos es que toda la gente tratara debuscar el equilibrio.

Al parecer, Lauren ni siquierahabía pensado en esa posibilidad.

—¿Pero qué pasa si uno no quiereque ningún animal sea asesinado solopara comer? —preguntó la chica.

—Lauren, ¡tu corazón es muydulce!, pero eso no es posible.

—Es posible para los

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vegetarianos.—No —dijo Su Santidad

sacudiendo la cabeza—, ni siquierapara ellos es posible.

Lauren frunció el ceño.—Incluso para la dieta vegetariana

tienen que morir seres vivos. Cuandose limpia la tierra para hacer espaciopara las cosechas, se destruye elhábitat natural de algunas especies ymuchos seres pequeños mueren. Luegose plantan las verduras y las frutas, yse rocían con pesticidas que eliminan amiles de insectos. Como verás, es muydifícil evitar hacerle daño a otrosseres, sobre todo en lo referente a laproducción de alimentos.

Lauren siempre había pensado queser vegetariana significabanecesariamente estar ayudando a queningún ser vivo fuera dañado, por loque le costó trabajo asimilar lo que

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acababa de revelarle el Dalai Lama.Acababan de sacudir su mundo.

—El doctor dice que debo comercarne magra, como res. Pero desde unpunto de vista más compasivo, si setiene que comer carne de un animal,¿no sería menos malo comer la de unpez?

Su Santidad asintió.—Entiendo lo que dices, pero hay

quien argumentaría que es menos malocomer una vaca porque de una solasale carne suficiente para más de milcomidas, y un pez solo sirve paraalimentar a una persona. A veces,incluso, se requiere de muchoscamarones, de muchos seres vivospara una sola comida.

Lauren se quedó viendo al DalaiLama y, después de un largo rato, dijo:

—No sabía que el asunto era tancomplicado.

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—Es un tema bastante amplio —dijo Su Santidad—. Pronto descubrirásque algunas personas siempre te dicenque solo hay una manera de hacer lascosas, que solo se puede de estaforma, la cual, por cierto, es la queellos creen correcta. También te diránque todos los demás deberían cambiarsu forma de pensar para apegarse a lasuya, pero en realidad es cuestión degusto personal. Lo importante es que teasegures de que a tus decisiones lasguían la compasión y la sabiduría.

Lauren asintió con seriedad.—Antes de comer cualquier

alimento, ya sea vegetariano o animal,siempre debemos recordar a los seresque murieron para que nosotrospodamos comer. Sus vidas eran tanimportantes para ellos como la tuya loes para ti. Piensa en ellos con gratitud,ora para que su sacrificio les permita

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renacer en un nivel superior y para quetú estés sana y puedas alcanzar lailuminación pronto, muy pronto, y así,los lleves a ese mismo estado.

—Sí, Su Santidad —dijo Laurenrecargándose en él.

Por un instante el salón se llenó deun brillo cálido. En la esquina, cercade donde yo descansaba, los dosmonjes novicios que escucharon todala conversación, continuaronsusurrando sus mantras.

Su Santidad se levantó del sofá ycruzó la habitación, pero de pronto sedetuvo y dijo:

—Es muy útil que, en la medida delo posible, pienses en los otros seresde la misma forma que piensas en mí.Todo ser vivo se esfuerza por alcanzarla felicidad, todo ser quiere evitar lasdistintas formas de sufrimiento. Losotros no son solamente objetos o cosas

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que podemos usar para beneficiarnos.¿Sabes? En una ocasión, MahatmaGandhi dijo: La grandeza de unanación y su progreso moral se puedejuzgar por la forma en que trata a susanimales. Interesante, ¿no crees?

Unas horas después, esa misma tarde,me encontraba con el Dalai en mi lugarde costumbre sobre la repisa de laventana. De pronto se escucharon unostímidos golpes en la puerta yaparecieron los jóvenes novicios.

—¿Deseaba vernos, Su Santidad?—preguntó con un poco denerviosismo Tashi, el mayor.

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—Sí, sí. —El Dalai Lama abrióuno de los cajones de su escritorio ysacó dos malas de sándalo (sartas concuentas para orar)—. Aquí tienen unpequeño obsequio para agradecerleshaber cuidado de GSS —dijo.

Los jóvenes aceptaron los malas ehicieron una reverencia para mostrarsu solemne agradecimiento. Luego SuSantidad dijo algunas palabras sobrela importancia de la atenciónconsciente en la meditación y lessonrió con benevolencia.

La breve audiencia llegó a su finpero los dos novicios se quedarondonde estaban mirándose connerviosismo. Entonces el Dalai Lamales dijo:

—Pueden retirarse.Pero en lugar de salir, Tashi le

preguntó con voz aguda:—¿Puedo hacerle una pregunta Su

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Santidad?—Naturalmente —respondió él

con un brillo en la mirada.—Hoy escuchamos lo que dijo

sobre los seres conscientes. Acerca deque no son objetos y no debemosutilizarlos.

—Así es, sí.—Tenemos que confesarle algo.

Hicimos algo terrible.—Sí, Su Santidad —interpuso

Sashi—, pero fue antes de que nosconvirtiéramos en novicios.

—Nuestra familia en Delhi eramuy pobre —comenzó a explicar Tashi—, y en una ocasión, encontramoscuatro gatitos en un callejón. Losvendimos por sesenta rupias…

—… y por dos dólaresestadounidenses —añadió Sashi.

—No les preguntamos nada a loscompradores —dijo Tashi.

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—Tal vez solo nos los compraronpara hacer abrigos de piel —se atrevióa decir Sashi.

Yo levanté inmediatamente lacabeza. ¿Era posible lo que estabaescuchando? ¿Esos dos novicios eranen verdad los mismos pequeñosdemonios sin escrúpulos que mearrebataron con tanta crueldad delcalor y la seguridad de mi hogar? ¿Losmismos que nos alejaron brutalmente amis hermanos y a mí de nuestra madreantes de que ella nos pudiera destetarbien? ¿Los que nos trataron como sisolo fuéramos mercancía? ¿Cómopodría olvidar que me humillaron, mearrojaron a un charco de lodo y que,como no podían vendermerápidamente, con todo cinismoplanearon destruirme?

Junto con la conmoción que sufrí,el resentimiento comenzó a crecer en

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mi interior.Pero entonces comprendí todo: si

esos chiquillos no me hubieranvendido, tal vez habría terminadomuerta o condenada a la difícil vida delos barrios bajos en Delhi. En cambio,no: ahí estaba yo ahora, convertida enla Leona de las Nieves de Jokhang.

—Sí, Su Santidad —continuó Tashi—. El último gatito era muy pequeño,estaba sucio y no podía caminar bien.

—Lo íbamos a tirar a la basura —añadió Sashi.

—Incluso yo lo había envuelto enpapel periódico —confesó Tashi—.Me dio la impresión de que ya estabamuerto.

—Luego —continuó Sashi—, llegóun funcionario rico y nos dio dosdólares, así nada más. —La emocióndel momento continuaba viva en lamemoria del chico.

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Y en la mía también.—Comprendimos que hicimos algo

muy malo. —Ambos se veíanarrepentidos—. Fue terrible usar aesos gatitos para nuestro beneficio.

—Ya veo —asintió el Dalai Lama.—El gato más chiquito, en especial

—dijo Tashi—, estaba muy débil y…Sashi sacudió la cabeza.—Nos pagaron todo ese dinero

pero, probablemente, el gatito semurió.

Los hermanos miraron conpreocupación a Su Santidad.Esperaban una iracunda reprimendapor su egoísmo.

Pero se quedaron esperando algoque no llegó.

En lugar de reprenderlos, el DalaiLama les dijo con mucha seriedad:

—No hay lugar para la culpa en elDharma. La culpa es inútil. No tiene

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caso sentirse mal por algo que está enel pasado y no podemos cambiar. Sinembargo, ¿arrepentimiento? Sí, eso síes útil. ¿Ustedes están sinceramentearrepentidos de lo que hicieron?

—Sí, Su Santidad —contestaron acoro.

—¿Se pueden comprometer a novolver a dañar a un ser vivo de esamanera otra vez?

—¡Sí, Su Santidad!—Cuando estén meditando y

lleguen al punto de la compasión haciaotros, piensen en esos gatitos y en lasotras incontables criaturas débiles yvulnerables que necesitan de su amor yprotección.

El rostro de Su Santidad seiluminó.

—Y en cuanto a ese pobre gatitodébil que pensaron que pudo habermuerto… bien, pues creo que pronto

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descubrirán que creció y se convirtióen un ser muy hermoso —dijo el DalaiLama señalando la repisa donde meencontraba sentada.

Los chicos voltearon a verme yTashi exclamó:

—¿La Gata de Su Santidad?—Una persona de mi equipo fue

quien les pagó esos dos dólares.Acabábamos de regresar de EstadosUnidos y no teníamos rupias.

Los novicios se acercaron y meacariciaron la cabeza y el lomo.

—Todos somos muy afortunadosde vivir ahora en un hogar tan buenocomo el Monasterio de Namgyal —dijo Su Santidad.

—Sí —asintió Sashi—. Pero es unkarma muy extraño el que nos ha hechopasar los últimos tres días cuidando ala misma gatita que alguna vezvendimos.

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Aunque tal vez no era un karma tanextraño. Se cree que el Dalai Lama esclarividente. Yo adiviné que la razónpor la que escogió a esos dos noviciospara llevar a cabo la tarea, fueprecisamente para darles laoportunidad de remediar el daño.

—Sí, el karma nos conduce a todotipo de situaciones inesperadas —dijoSu Santidad—. Esta es otra razón porla que debemos comportarnos conamor y compasión hacia todos losseres vivientes. Nunca sabemos en quécircunstancias nos volveremos aencontrar con ellos, y a veces elreencuentro sucede en esta mismavida.

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CAPÍTULO DIEZ

Querido lector, ¿alguna vez te hassentido paralizado por la indecisión?¿Te has encontrado en una situación enque, por un lado, si haces esto, aquelloo lo otro, puede haber cierto resultado,pero si actúas de manera distinta,podría ocurrir algo mejor, sinembargo, las probabilidades de queeso pase son menores, de modo que,quizá, lo mejor sea que te apegues a laprimera decisión?

Seguramente creías que los gatosnunca nos vemos atrapados en ese tipode complejidad cognitiva. Tal vezpensabas que la carga existencial erauna posesión exclusiva del Homo

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Sapiens.Sin embargo, resulta que eso está

muy alejado de la verdad. El FelisCatus, o gato doméstico, tal vez notenga que forjarse una carrera, atenderun proyecto comercial ni estarsometido al agitado carrusel deactividades que hacen que los humanossean seres tan ocupados. No obstante,hay un aspecto en el que somosasombrosamente similares.

Me refiero, por supuesto, a losasuntos del corazón.

Los humanos anhelan condesesperación un mensaje de textoespecial, un correo electrónico o unallamada telefónica; los gatos, por otraparte, tenemos maneras distintas decomunicarnos. Pero aunque nuestrasvías de contacto son diferentes, lofundamental para ambas especies esrecibir la confirmación que buscamos

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con tanta impaciencia.Me encontraba justamente en esa

situación respecto a mi amigo el gatoatigrado. Mi atracción fue instantáneay surgió en el momento que lo vi porvez primera debajo de la luz verde.Cuando por fin nos conocimos, durantemi estancia en la casa de Chogyal, mepareció que hubo un inconfundiblefrisson mutuo; pero ahora que habíavuelto a Jokhang, ¿sabría él dóndevivía yo? ¿Debería hacer un esfuerzo,no sé, como cruzar el patio del templouna noche y explorar el oscuroinframundo que se encuentra más allá?¿O debería permanecer enigmática eindiferente? ¿Ser una felina misteriosay confiar en que él vendrá a buscarme?

Extrañamente, fue Lobsang, eltraductor de Su Santidad, quien me diola claridad que tanto necesitaba en esasituación. Y como suele suceder, todo

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surgió de la manera más inesperada.Lobsang era un monje budista tibetanoalto y delgado de treinta y tantos años.Venía de Bután, y aunque estabalejanamente emparentado con lafamilia real de ese país, Lobsangrecibió una intensa educaciónoccidental en Estados Unidos y segraduó de Yale de la carrera deFilosofía del Lenguaje y Semiótica.Además de su altura y su radianteinteligencia, el traductor tenía algo queuno no podía dejar de notar en cuantoél entraba a la habitación. Era un aurade sosiego. Al hombre lo cubría laserenidad. Tenía una profunda yperdurable tranquilidad que parecíaemanar de cada célula de su cuerpo ytener algún efecto en toda la gente quele rodeaba.

Además de sus responsabilidadescomo traductor, Lobsang era el jefe

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extraoficial de tecnología de lainformación en Jokhang. Siempre quelas computadoras decidían dejar decooperar, que las impresoras se poníandifíciles o que las cajas de recepciónsatelital se comportaban comopacientes pasivo-agresivos, el equipollamaba a Lobsang para que aplicarasu serena e incisiva lógica en lasolución del problema.

Por eso, cuando el módemprincipal de Jokhang se quedópasmado una tarde, no pasaron nicinco minutos antes de que Tenzinllamara al traductor, quien seencontraba en otra oficina del mismocorredor, pero más adelante. Despuésde una revisión somera, Lobsang llegóa la conclusión de que el problema erauna falla en la línea, y de inmediato sellamó a la compañía telefónica.

Y así fue como Raj Goel,

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representante del servicio de apoyotécnico de Dharamsala Telecom, llegóa Jokhang esa misma tarde. Raj Goelera un hombre de veintitantos años concomplexión delgada, cabello queparecía mechudo para trapear, y aquien —todo parecía indicar—, lemolestaba en extremo tener queproveer servicios de apoyo técnico alos clientes. ¡Vaya atrevimiento! ¡Quécinismo!

Con el ceño fruncido y actitudesbruscas, exigió que le enseñaran dóndeestaban el módem y las líneastelefónicas de Jokhang. Todo esto seencontraba en un cuartito al final delcorredor. Al llegar ahí, con unestruendo que evidenció su ira, elempleado dejó caer su maletínmetálico sobre un mueble de repisas.Luego lo abrió, extrajo una linterna yun destornillador, y en unos minutos ya

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estaba manipulando un manojo decables. Mientras tanto, Lobsangpermaneció a unos metros atento ycalmado.

—Qué desastre es este lugar —gruñó Raj Goel entre dientes.

Me dio la impresión de queLobsang no escuchó el comentario.

Una vez más gruñendo, el técnicose apoyó en las rodillas y siguió elcamino de un cable específico hasta laparte trasera del módem. Ahí murmurópalabras indiscernibles sobre laintegridad de los sistemas, unainterferencia y otros temas parainiciados, y luego sujetó el módem conenojo, jaló varios cables de la parte deatrás y giró el artefacto entre susmanos.

Raj Goel estaba desquitando suenojo cuando, de repente, Tenzin pasópor ahí y miró a Lobsang a los ojos

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con una expresión irónica dediversión.

—Voy a tener que abrir esto —ledijo el técnico a Lobsang como si loestuviera acusando de algo, y eltraductor de Su Santidad asintió.

—Está bien.El hombre buscó un destornillador

más pequeño en su maletín y sedispuso a abrir el gabinete delimpertinente módem.

—No hay tiempo para la religión.¿Estaba hablando consigo mismo?

En ese caso, su tono era demasiadoagresivo.

—Es una sarta de tonterías ysupersticiones —dijo quejándose pocodespués con mayor volumen.

Lobsang no se veía incómodo porlos comentarios; si acaso, se alcanzabaa notar una sutil sonrisa en sus labios.

Pero Raj Goel estaba buscando

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pelea. Inclinado sobre el módem,batalló con un tornillo que no cedía.Entonces habló en un tono que exigíarespuesta.

—¿Cuál es el objetivo de llenarlea la gente la cabeza de creenciastontas?

—Estoy de acuerdo —contestóLobsang—, no tiene ningún sentido.

—¡Eh! —exclamó el técnico pocodespués, en cuanto logró sacar elobstinado tornillo—. Pero usted esreligioso —en esta ocasión miró aLobsang con dureza—, es creyente.

—Para nada lo veo de esa forma—Lobsang transmitía una serenidadinmensa. Después de un momento,continuó hablando—: una de lasúltimas cosas que Buda dijo a susseguidores fue que, cualquiera quecreyera una palabra de lo que les habíaenseñado, era un tonto, a menos que

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hubieran comprobado lo contrario porellos mismos.

En la camisa de poliéster deltécnico comenzaron a aparecermanchas de sudor, pero su respuesta nofue la que Lobsang esperaba.

—Esas son ideas capciosas —dijoen tono de queja—. Yo veo a la genteque se inclina ante Buda en lostemplos y no deja de orar. ¿Acaso noes eso fe ciega?

—Antes de que le conteste,permítame preguntarle algo a usted. —Lobsang se recargó en el marco de lapuerta—. Usted trabaja en DharamsalaTelecom. En la mañana reciben dosllamadas. La primera es de un clienteque dejó caer por accidente unarchivero sobre su módem y lasegunda es de un cliente que se enojótanto con su esposa por comprar víaInternet, que destrozó el módem con un

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martillo. Los módem, en ambos casos,están destruidos y tienen que serreparados o reemplazados. ¿Ustedtrata a los dos clientes de la mismamanera?

—¡Claro que no! —contestó RajGoel con el ceño fruncido—. ¿Peroqué tiene que ver eso con inclinarseante Budas y sobarlos?

—Bastante. —La natural eleganciade Lobsang contrastaba muchísimo conla actitud bravucona de Raj Goel—.Le voy a explicar por qué. Pero esosdos clientes…

—En el primer caso fue unaccidente —interpuso el técnicolevantando la voz—, el segundo fue unacto deliberado de vandalismo.

—Me está diciendo que laintención es más importante que laacción en sí misma.

—Sí, claro.

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—Entonces, cuando una persona seinclina ante Buda, ¿lo que realmenteimporta es la intención y no lareverencia?

En ese momento el representantede servicio de apoyo técnico empezó adarse cuenta de que sus propiasfanfarronadas lo habían dejadoacorralado. Pero, claro, no estabadispuesto a retractarse.

—La intención es obvia —argumentó.

Lobsang se encogió de hombros.—No sé, usted dígamelo.—La intención es suplicarle

perdón a Buda, con esperanza deobtener la salvación.

Lobsang rio a carcajadas, pero suactitud era tan amable que, por primeravez, la indignación de Raj Goelempezó a diluirse. Después de un rato,el traductor dijo:

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—Creo que usted está pensando enotra cosa. Los seres iluminados nopueden librarlo del sufrimiento nibrindarle felicidad, si pudieran, ¿nocree que ya lo habrían hecho?

—¿Entonces para qué tomarse lamolestia? —el técnico sacudió lacabeza en negación al mismo tiempoque jugueteaba con el módem.

—Como ya lo dijo usted mismo, loque importa es la intención. La estatuade Buda representa un estado deiluminación. Los Budas no necesitanque la gente se incline ante ellos. ¿Aellos qué más les da? Cuando lohacemos, en realidad estamosrecordándonos que tenemos de maneranatural el potencial para alcanzar lailuminación.

Para ese momento Raj Goel yahabía abierto el módem y estabatrabajando con las conexiones que iban

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a los circuitos del interior.—Si no adoran a Buda —dijo el

técnico tratando de mantener su tonopedante, aunque parecía que le costabatrabajo—, ¿entonces de qué se trata elbudismo?

El traductor ya había analizado alvisitante lo suficiente como pararesponderle de modo que le fuera fácilentender.

—Es la ciencia de la mente —dijo.—¿Ciencia?—¿Qué pasaría si alguien

invirtiera decenas de miles de horas deinvestigación rigurosa para averiguarlas verdades sobre la naturaleza de laconciencia? Ahora imagine que otraspersonas duplicaran esa investigacióndurante cientos de años. Me pareceque sería asombroso tener nosolamente un entendimiento intelectualdel potencial de la mente, sino también

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establecer la manera más rápida ydirecta para llevarlo a cabo, ¿no cree?Esa es la ciencia del budismo.

Después de trabajar en el interiordel módem, Raj Goel volvió a cerrarel aparato, y poco después dijo:

—A mí me interesa la físicacuántica. —Se quedó callado unmomento y agregó—: Ya funciona elmódem pero tengo que volver aprogramarlo para asegurarnos; tambiénquedó reportada la falla en la línea. Endoce horas deberá estar funcionandocomo si nada.

Quizá la profundamentereconfortante presencia de Lobsang lehabía afectado, o tal vez lasexplicaciones del traductor lo pararonen seco. Cualquiera que haya sido larazón, ya no hubo más quejas nigruñidos y el técnico terminó sutrabajo y guardó sus herramientas.

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Cuando el técnico y el traductoriban caminando por el corredor,Lobsang se detuvo afuera de su oficinay dijo:

—Tengo algo aquí que tal vez leinterese. —El traductor entró y, de unade las repisas de la pared, tomó unlibro y se lo entregó al técnico.

—The Quantum and the Lotus (Elinfinito en la palma de la mano) —RajGoel leyó el título en voz alta antes deabrirlo.

—Si gusta, se lo presto.En la página del título había una

dedicatoria de Matthieu Ricard, uno delos autores.

—Está autografiado —notó elvisitante.

—Sí, Matthieu es amigo mío.—¿Y ha venido a Jokhang?—Yo lo conocí en Estados Unidos

—dijo el traductor—, viví ahí diez

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años.Por primera vez, Raj Goel miró a

Lobsang con detenimiento. Aquellarevelación le pareció mucho másinteresante que todo lo que le habíadicho el traductor anteriormente. Sí, sí:alcanzar el potencial natural, lograr lailuminación, bla, bla, bla… pero,¡¿vivir diez años en Estados Unidos?!

—Gracias —dijo el técnicomientras metía el libro a su maletín—.Se lo devolveré después.

El lunes siguiente por la tarde escuchéla voz de Raj Goel en el corredor.Como es muy raro que gente grosera

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visite Jokhang, la curiosidad me alejóde mi siesta diurna. Fui a ver al reciénllegado, quien estaba por entrar a laoficina de Lobsang.

¿Habría venido para tratar depelear otra vez?

Al parecer no. El Raj Goel queacababa de llegar era una persona muydistinta al representante de apoyotécnico bravucón y gruñón de lasemana anterior. Ya sin toda esahostilidad, se veía más bien como unindividuo solitario con su camisadeslavada y el maletín maltratado.

—¿Ya no han tenido problemas conlas líneas telefónicas? —preguntó paraconfirmar. Yo entré a la oficina detrásde Lobsang.

—No, están funcionando a laperfección, gracias. —El traductor secolocó detrás de su escritorio.

El visitante sacó de su maletín el

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libro prestado.—Este libro me dio una

perspectiva interesante dijo, —aunqueen realidad quiso decir: lamentohaber sido tan odioso la semanapasada. Y como Lobsang se habíatitulado en semiótica —el estudio delos signos en la vida social—,entendió perfectamente.

—Qué bueno —dijo el traductor—, esperaba que le parecieraestimulante —agregó, aunque enrealidad quiso decir: disculpaaceptada, todos tenemos días malos.

Entonces hubo un silencio.Después de que el técnico puso ellibro en el escritorio de Lobsang, dioun paso atrás. No vio al traductordirectamente a los ojos, solo recorrióla oficina con la mirada, como tratandode encontrar las palabras adecuadas.

—Así que… vivió en Estados

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Unidos —dijo por fin.—Sí.—Diez años.—Efectivamente.Hubo otro largo silencio y luego el

técnico preguntó:—¿Y cómo es?Lobsang se deslizó hacia atrás en

su silla, alejándose del escritorio, yesperó a que el visitante le mirara alos ojos.

—¿Por qué le interesa saberlo?—Porque quiero vivir ahí un

tiempo, pero mi familia quiere que mecase —empezó a explicar Raj Goel.

La pregunta de Lobsang parecíahaber removido un bloqueo de algúntipo. En cuanto el técnico comenzó ahablar, ya no hubo manera dedetenerlo.

—Tengo amigos en Nueva Yorkque me han dicho, «ven y quédate con

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nosotros». Y tengo muchas ganas dehacerlo porque toda mi vida hequerido visitar la Gran Manzana, ganardólares de verdad, e incluso conocer auna estrella de cine. Pero, verá, mispadres eligieron a una chica; suspadres también quieren que noscasemos y no dejan de decir, «Américasiempre estará ahí». También mi jefeestá presionando para que tome elentrenamiento de desarrollo gerencial,pero el préstamo que me harían paraeso, me ataría a la empresa por seisaños y la verdad es que me sientoatrapado. La presión en el trabajo esabrumadora.

Después de aquella efusiva yrepentina confesión, la atmósfera en laoficina de Lobsang se tornó muy densa.El traductor señaló un par de sillas queestaban en el rincón.

—¿Le gustaría beber una taza de

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té?Poco después, el traductor y el

técnico conversaban. Lobsang bebía témientras Raj Goel le daba hasta losmás mínimos detalles de las presionesque le causaban conflicto. Entonces fueevidente que estas habían sido laverdadera causa de su desagradablecomportamiento de la semana anterior.Le contó a Lobsang de la agonía quevivía al seguir a sus amigos enFacebook y YouTube porque ellosestaban viajando en Estados Unidos.También le habló de que sus padrespensaban que un puesto gerencial denivel medio en Dharamsala Telecomera lo máximo a lo que él podíaaspirar, a pesar de que tenía suspropias ideas y proyectosempresariales. Le explicó que suinstinto de desplegar sus alaspermanecía en tensión constante con la

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lealtad que sentía deberles a suspadres porque ellos hicieronsacrificios muy grandes para brindarleuna buena educación.

Las semanas previas, en particular,el técnico había sufrido de granansiedad e insomnio. Le contó aLobsang que trataba de ser razonable eidentificar las ventajas y lasdesventajas de cada camino.

Fue en ese momento que,repentinamente, mi casual interés en laconversación se tornó personal. RajGoel estaba tratando de decidir quéera lo mejor —¡sí, eso sonabafamiliar!—, por tal motivo, él y yoéramos iguales en ese sentido.

Finalmente el técnico confesó laverdadera razón de su visita de esamañana:

—Esperaba que me pudieraaconsejar algo que me ayude a tomar

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una decisión.Caminé hasta un sillón que estaba

libre, salté a este y fijé la claridadazulada de mi mirada en Lobsang; meinteresaba mucho lo que estaba a puntode decir.

—No poseo ninguna sabiduríaespecial —afirmó el traductor con esetono con que hablan los practicantesparticularmente sabios—. No tengocualidades ni un entendimientoespecífico, no sé por qué cree quepuedo recomendarle algo.

—Pero vivió en Estados Unidosdiez años —Raj Goel fue muyvehemente—. Además… —Lobsangesperó a que terminara— usted sabecosas. —El técnico bajó la miradacomo si le avergonzara aceptarlo,sobre todo porque se trataba de unhombre cuya capacidad mental habíacuestionado apenas una semana antes.

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El traductor le preguntó:—¿Usted ama a la joven?A Raj Goel le sorprendió tanto la

pregunta, que solo se encogió dehombros.

—Nada más la he visto una vez, yen fotografía —su respuesta perduróen el aire un rato como si fuera un hilode humo que se elevaba—. Me handicho que quiere tener hijos y mispadres también quieren que lostengamos.

—Los amigos que tiene en EstadosUnidos, ¿cuánto tiempo permaneceránahí?

—Tienen visas de dos años,planean viajar de costa a costa.

—Entonces, si quisiera unírselestendría que ir…

—Pronto.Lobsang asintió.—¿Qué lo detiene?

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—Mis padres —respondió RajGoel con un poco de sarcasmo, comosi el traductor no hubiera entendidonada de lo que le acababa de explicar—. Ellos arreglaron el matrimonio. Mijefe quiere que yo…

—Sí, sí, lo sé, que tome elentrenamiento gerencial —el traductortenía un tono escéptico.

—¿Por qué lo dice de esa manera?—¿De qué manera?—Como si no me creyera.—Porque la verdad es que no le

creo —la sonrisa de Lobsang era tancompasiva y amable, que eraimposible sentirse ofendido.

—Puedo enseñarle las formas deinscripción para el entrenamiento siquiere —le dijo el visitante—.Tenemos que entregarlas…

—Ah, no, todo eso respecto alentrenamiento, sus padres y el

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matrimonio sí lo creo. Lo que no creoes que sea eso lo que verdaderamentele haga sentirse atrapado.

Raj Goel volvió a fruncir el ceñopero en esta ocasión lo hizo porqueestaba perplejo.

—Pensé que estaría de acuerdo enque son responsabilidadesimportantes.

—¿Cómo? ¿Solo porque soy monjebudista? —preguntó Lobsang en untono muy serio—. ¿Porque soy unapersona religiosa que quiere mantenerel status quo? ¿Por eso me pidió unconsejo?

El técnico lucía abatido.—Usted es un joven inteligente e

inquisitivo, Raj. Le acaban de dar laoportunidad de su vida: la posibilidadde convertirse en un hombre de mundoy entender mucho más no solamenteacerca de Estados Unidos sino también

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acerca de usted. ¿Por qué no habría deaprovecharla?

Lobsang articuló la pregunta comoun asunto fundamental, pero pasóbastante tiempo antes de que elvisitante respondiera.

—¿Porque tal vez tengo miedo delo que pueda suceder?

—El miedo —señaló Lobsang—,es el instinto que le impide a muchagente realizar actos que muy en elfondo sabe que la liberarán. Somoscomo el ave cuya jaula ha sido abierta:podemos ir en busca de la realizaciónpero el miedo nos hace buscar todotipo de razones para no hacerlo.

Raj Goel contempló el suelo unrato antes de mirar a Lobsang a losojos.

—Tiene razón —admitió.—Shantideva, el gurú budista

indio, dijo palabras muy sabias

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respecto a este tema —comentó eltraductor, y luego citó al maestro—:Cuando los cuervos encuentran unaserpiente en agonía, / Actúan como sifueran águilas. / De la mismamanera, si mi confianza es débil, /aún la caída más ligera me lastimará.Este no es el momento de ser débil nide dejar que sus miedos lo abrumen,Raj. Me parece que si los confrontadirectamente, descubrirá que no sontan terribles como cree. Tal vez cuandosus padres se hagan a la idea, ya noestarán tan desilusionados. Elmatrimonio arreglado puede esperar. Oquizá en dos años aparezca otra chica.Mientras tanto, hay muchas, muchascosas que anhelar. Estoy seguro de queEstados Unidos le parecerá un lugarasombroso.

—Lo sé —dijo Raj Goel, pero estavez había convicción en su voz. El

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técnico se inclinó, levantó su maletín,y hora que tenía un nuevo propósito enla vida, prácticamente se levantó de unsalto—. ¡Tiene toda la razón! ¡Muchasgracias por su consejo!

Luego los hombres estrecharonmanos con calidez.

—Quizá hasta conozca a unaestrella de cine —comentó Lobsang.

—Sí, por eso debo sentir el miedo,¡y de todas maneras hacer el viaje! —dijo Raj Goel con fervor.

Resulta muy interesante cuando unodecide seguir un nuevo camino, y loseventos trascienden para ayudarte.

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Esto no siempre sucede de una formaobvia o inmediata, de hecho, a vecespasa de una manera que uno jamáshabría imaginado.

Esa noche, inspirada del mismomodo que Raj Goel lo estuvo despuésde escuchar los consejos de Lobsang,decidí cruzar el patio del templo e ir allugar donde se encontraba la cálida luzverde, al final del local que tenía elseñor Patel en el mercado. Ya nopermitiría más excusas tontas que memantuvieran suspirando en la repisa dela ventana. El miedo al fracaso o alrechazo, no era para mí. Yo no era unatonta periquita sentada en una jaula conla puerta abierta.

Bien, la expedición no fue exitosa.Mi gato atigrado no apareció y, paracolmo, mientras paseaba casualmenteentre los distintos caminos, de prontonoté que estaba perdida. Por suerte, un

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monje de Namgyal me vio y meidentificó. Luego me llevó hasta lapuerta de mi casa, de modo que puedodecir que la noche no fue un fiascocompleto.

Al día siguiente, al despertar de lasiesta que siempre tomo después decomer, pasé por el Café Franc y, depronto, apareció a mi lado miadmirador con rayas color caballa.

—¡No puedo creer que hayashecho eso! —exclamó, refiriéndose ami descarada visita al emporio de unhombre que supuestamente odiaba alos gatos.

—¡Oh! —dije encogiéndome dehombros. No solo estabaemocionadísima de que hubieraaparecido, también me alegraba quefuera en un momento que miimpresionante savoir faire resultabainnegable—. Así es como se tienen

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que hacer estas cosas.—¿A dónde te diriges? —quiso

saber.—A Jokhang —le contesté.—¿Eres de la familia?—Algo así —decidí que le

revelaría la verdad acerca de mielevado estatus cuando me parecieraoportuno—. Sucede que en veinteminutos tengo que sentarme en unregazo muy importante.

—¿Ah, sí? ¿De quién?—Imposible decírtelo, las

audiencias que tiene la gente con elDalai Lama son absolutamenteconfidenciales.

El gato atigrado tenía los ojoscomo platos.

—Al menos dame una pista —suplicó.

—No, me lo impide miprofesionalismo —le dije. Luego,

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después de caminar un poco más,añadí—: solo puedo decirte que es unanorteamericana rubia, anfitriona de untalk-show.

—Pero hay muchos de esosprogramas.

—Ya sabes, uno donde alguiensiempre hace que el público se levantey baile. Ella también baila muy bien.

Pero mi gatito no adivinaba dequién se trataba.

—Está casada y es unadespampanante actriz que cuida amuchos gatos callejeros.

—¿Cuál despampanante actrizcuida a muchos gatos callejeros?

Ahí descubrí que la sutileza no erauna característica de mi admirador.

—Ya no hablemos de eso —ledije. Me negaba a ser indiscreta,además, no quería parecer presumida—. Dime, ¿cómo te llamas?

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—Mambo —contestó—. ¿Y tú?—Tengo muchos nombres —le

dije.—Sí, eso es común entre los gatos

con pedigrí.Sonreí y decidí no aclarar el

malentendido, porque, bueno, ¿no essolo una circunstancia desafortunadaque mis impecables antecedentesfamiliares no estén documentados?

—Pero debes tener un nombre porel que te llamen comúnmente.

—En mi caso, son iniciales —contesté—: GSS.

—¿GSS?—Así es —cada vez estábamos

más cerca de las puertas de Jokhang.—¿Y qué significan?—Te lo dejo de tarea, Mambo.

Eres un gato muy astuto —en esemomento vi cómo se hinchaba sumusculoso pecho lleno de orgullo—,

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sé que podrás averiguarlo.Di la vuelta y me dirigí a Jokhang.—¿Dónde puedo volver a verte?—Búscame cuando estés debajo de

la luz verde que permanece encendidatoda la noche.

—Ya sé cual.—Y trae tu sombrero de oro.

Y la noche siguiente, ahí estaba él. Yome encontraba en mi repisa pero fingíno verlo. No es recomendable ser tanfácil, además, quería probar qué tandevoto podía ser él.

Dos noches después, me llamó amaullidos y solo entonces accedí a

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bajar.—Lo averigüé —me dijo cuando

todavía me encontraba a ciertadistancia de la piedra donde estabasentado. Era el mismo sitio donde lo vipor primera vez.

—¿Qué averiguaste?—La Gata de Su Santidad. Eres tú,

¿no es verdad?El mundo entero pareció detenerse

por un momento. Contuvo el aliento enespera de que se revelara el granmisterio de mi identidad.

—Sí, Mambo —le confirmémientras lo miraba fijamente con misgrandes ojos azules—, pero no le desmucha importancia al asunto.

Su voz se transformó en un susurro.—No puedo creerlo. Yo, de los

barrios bajos de Dharamsala, y tú, quehasta tienes tus propias iniciales.Quiero decir, ¡prácticamente

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perteneces a la realeza!—Una gata puede ser… —¿Cómo

decírselo sin sonar tan arrogante? ¿LaBodhigata de Su Santidad? ¿LaRinpoche del Café Franc? ¿La CriaturaMás Bella Jamás Vista de la señoraTrinci? ¿La Leona de las Nieves deChogyal y Tenzin? (O, ay, por Dios,no: ¿La Mousie-Tung del chofer deJokhang?). —Una gata puede ser laGata de Su Santidad —dije finalmente—, pero sigue siendo… de todasformas… una gata.

—Entiendo lo que dices.Pero dudé que lo entendiera. Ni

siquiera yo estaba segura de lo quesignificaba.

—Bueno… ¿y qué tienes planeadopara esta noche?

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Querido lector, te ahorraré los detallesde todo lo que ocurrió esa, y lasnoches subsecuentes porque… no soyese tipo de felina. Y este no es ese tipode libro. Y, ciertamente, ¡tú no eres esetipo de lector!

Baste decir que no pasó un solodía en que no le agradeciera aLobsang, con todo mi corazón, sussabias palabras. Y a Shantidevatambién. Y a Dharamsala Telecom porenviar a Jokhang a ese enojónrepresentante de servicio de apoyotécnico.

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Un día, aproximadamente dos mesesdespués de las visitas de Raj Goel, meencontraba en mi lugar de costumbresobre el archivero de la oficina de losasistentes ejecutivos, cuando Lobsangentró.

—Te llegó algo por correo hoy —le dijo Tenzin, al mismo tiempo querevisaba los sobres que tenía encimadel escritorio. Luego sacó una brillantepostal con la imagen de unacelebridad. Era una chica.

—¿Raj Goel? —Lobsang vio lapostal y la firma, y trató de identificarel nombre—. ¡Ah, ese es Raj!

—¿Es un amigo? —le preguntó

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Tenzin.—¿Recuerdas al individuo de

Dharamsala Telecom que vino hace unpar de meses a revisar la falla queteníamos en la línea? Resulta queahora trabaja para una de las empresasmás importantes de telefonía deEstados Unidos.

Tenzin arqueó las cejasmomentáneamente.

—Espero que haya mejorado susmodales, porque de otra manera noconservará su empleo por muchotiempo.

—Estoy seguro de que los mejoró—dijo el traductor—. Lo sé porquetambién logró escapar de su propiomiedo al fracaso —luego se rio ycontinuó leyendo—. La semana pasadareparó el teléfono de ella —dijo, ysostuvo en alto la postal.

—¿Y quién es ella?

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—Una actriz norteamericana muyfamosa que, además, es una especie desanta patrona de los gatos callejeros—Tenzin volteó a verme con unaexpresión que contradecía la pocaimportancia que fingió darle a lo queacababa de decir.

—Esta postal cierra el círculo denuestro encuentro con Raj Goel de unamanera muy agradable, ¿no crees,GSS?

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CAPÍTULO ONCE

¿Tiene alguna desventaja ser la Gatadel Dalai Lama?

El mero hecho de formular lapregunta puede parecer absurdo oindicar una ingratitud tan vulgar, quecreo que tú, querido lector, podríastacharme en este preciso instante deser una despreciable gata echada aperder, una de esas felinas de peloslacios y cara larga cuyo gélido rostroda la impresión de que nada serásuficientemente bueno para ellasjamás.

Pero no juzgues demasiado pronto,lector. ¿Acaso no siempre hay dosversiones de la misma historia?

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Es verdad que muy pocos gatos hangozado de las inigualables condicionesen que yo me encuentro ahora. No soloestán satisfechas mis necesidadesmateriales y me consienten. Por si todolo anterior fuera poco, la granvariedad de visitantes que recibimos ylas actividades que se desarrollan a mialrededor estimulan constantemente miuniverso intelectual. En el aspectoemocional, sería difícil imaginar queen otro lugar me amaran, adoraran eidolatraran más de lo que lo hacenesas mismas personas para quienes, acambio, tengo la devoción másprofunda.

Y bueno, espiritualmente, como yasabes, basta con que Su Santidad entrea una habitación para que todas lasapariencias ordinarias y concepcionesprevias se disuelvan, y que en su lugarreine solo una sensación perdurable de

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profundo bienestar.Como paso buena parte del día con

él, duermo al pie de su cama ydescanso muchas horas en su regazo,creo que debo ser uno de los felinosmás felices del planeta.

Así que, dime por favor, ¿cuál esla desventaja de todo esto?

Tal como lo explica con frecuenciael mismo Dalai Lama, el desarrollointerior es algo de lo que nos tenemosque responsabilizar de manerapersonal. Los otros seres no puedenhacernos prestar más atención para quegocemos al máximo del rico entramadode las experiencias cotidianas.Asimismo, los otros seres tampocopueden forzarnos a ser más pacientes ogentiles, sin importar cuántocontribuyan la paciencia y la gentilezaa nuestra felicidad. Por último,también sabemos que el mejoramiento

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de nuestra concentración mientrasmeditamos, depende solo de nosotrosmismos.

Y así es como llegamos al fondodel asunto, a la causa de mivergonzosa pero innegable irritación.

Todos los días estoy presente enlas audiencias de Su Santidad, escuchosobre las experiencias de meditaciónde practicantes avanzados a pesar deque sé que no puedo meditar más dedos minutos sin distraerme. No pasauna semana completa sin que me enterede las asombrosas aventuras de laconciencia que viven los yoguis, seadormidos o técnicamente muertos,aunque solo sea por un rato. Sinembargo, cuando cierro los ojos todaslas noches, de inmediato caigo en unestado de denso e inconsciente letargo.

Si viviera con una familia queviera televisión tanto tiempo como el

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que el Dalai Lama le dedica a lameditación, y cuyas mentes estuvierantan agitadas como la mía, creo que nome sería tan doloroso cobrarconciencia de mis propiaslimitaciones. Si estuviera rodeada dehumanos que creyeran que lo que leshace felices o infelices es la gente ylos objetos que forman parte de susvidas en vez de la actitud que ellostienen respecto a esas mismaspersonas y objetos, bien, pues podríanconsiderarme la más sabia entre losfelinos.

Pero no es el caso.Así que no soy la más sabia.Por el contrario. Hay ocasiones en

que me siento tan fuera de lugar, queincluso me parece inútil tratar dellegar a ser una verdadera bodhigata.¡Ay! Mi poca capacidad para meditar ymis típicos pensamientos negativos…

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¡Vivir en Jokhang es como ser unpigmeo entre gigantes! Y ni hablar delhecho de que tengo toda una serie deproblemas personales como esa oscurafaceta glotona que me hace anhelar enexceso la comida, y con la que debolidiar todos los días. ¡Uy!, y misimperfecciones físicas, las cuales sehacen evidentes en cuanto camino,porque mis débiles y temblorosaspatas traseras no pueden ocultarse.Además de ese doloroso antecedenteque es como un grano de arenapuntiagudo que lija el centro de miautoestima: saber que mi impecableraza no está… —¡oh, pero qué dolortan grande!— documentada, y lo másprobable es que permanezca así hastael fin de los tiempos. Es muy difícilseguir creyendo que eres diferente oespecial o, me atreveré a decirlo: desangre azul, si no cuentas con los

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papeles oficiales necesarios paraprobarlo.

Estaba pensando en todo estoprecisamente una mañana que paseabasin prisa por el camino que llevaba alCafé Franc para ir a comer algo queme hiciera sentir mejor. Mientras medeslizaba por entre las mesas llenas degente, me detuve a chocar nariceshúmedas con Marcel para saludarlo —el perro de Franc empezó a ser amableconmigo desde la llegada de Kyi Kyi—; complací a su dueño con un gentilronroneo cuando se agachó aacariciarme; luego me quitérápidamente del camino porqueKusali, el jefe de meseros, ibaequilibrando tres platos de comida encada brazo en ese momento y,finalmente, subí hasta mi lugar decostumbre entre brillantes portadas derevistas de modas. Desde ahí,

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contemplé mi teatro privado.Vi la típica mezcla de viajeros:

exploradores, buscadores,ambientalistas y jubilados conmocasines. Sin embargo, de inmediatocaptó mi atención un hombre de treintay tantos años que estaba sentado en lamesa más cercana a mí. Leía una copiade The Biology of Belief (La biologíade la creencia) de Bruce Lipton. Eljoven era atractivo y tenía un rostrofresco; sus ojos eran color avellana,tenía frente amplia y cabello oscuro yrizado. La velocidad a la que leía dabala impresión de que detrás de esasgafas de lectura, como de ratón debiblioteca, se ocultaba un intelectoferoz.

Sam Goldberg era uno de losclientes que más tiempo llevabanvisitando el café. Había llegado aMcLeod Ganj un mes antes y en cuanto

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descubrió el establecimiento lo visitóa diario. No pasó mucho tiempo antesde que Franc fuera a presentarse.

Los hombres hablaron de lastrivialidades típicas, y entre ellas,escuché que Sam se estaba tomando untiempo de descanso ahora queacababan de despedirlo de su trabajoen Los Ángeles, pero no sabía cuántomás estaría en McLeod Ganj. Leía unpromedio de cuatro libros a la semanay era un bloguero habitual enfocado entemas sobre la mente, el cuerpo y elespíritu. Tenía aproximadamente másde 20,000 seguidores en Internet.

Pero fue en una conversación de lasemana anterior apenas, que me enteréde la nueva e interesante oportunidadque acababa de presentarse. Mientrastomaba una siesta entre la mediamañana y la hora que llegaba la gentepara comer, Franc acercó una silla y se

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sentó frente a Sam, honor que muy raravez brindaba a los clientes.

—¿Y qué lees hoy? —le preguntóal joven al mismo tiempo que leentregaba un café latte de cortesía.

—Ah, ¡gracias! Eres muy amable.—Sam vio el café y luego rápidamentea Franc, antes de volver a posar lamirada en su libro—. Es el comentariodel Dalai Lama sobre el Sutra delCorazón —le dijo a Franc—. Es unclásico, también uno de mis librospredilectos; creo que lo he leído másde diez veces, al igual que Heart ofUnderstanding (El corazón de lacomprensión) de Thich Naht Hanh; esla obra más útil para ayudar adescifrar el significado del Sutra.

—El tema del Origen Dependientees muy difícil —señaló Franc.

—Sí, es el más complejo —contestó Sam—. Pero para

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comprenderlo mejor, no se puede irmucho más allá de MahamudraInstruction to Naropa in Twenty-EightVerses (Instrucción del Mahamudra aNaropa en veintiocho versos) deTilopa, o Main Road of theTriumphant Ones (El camino principalde los triunfadores) del primerPanchen Lama. Los versos de Tilopason increíblemente líricos y su poesíaa veces puede transmitir un significadoque va mucho más allá de las palabrasmismas. Las enseñanzas del PanchenLama son mucho menos imaginativas,pero su poder y claridad sonexactamente lo que se necesita cuandose medita sobre un tema tan sutil.

Franc analizó esta información ensilencio por un rato, y luego dijo:

—Me asombras, Sam, sobrecualquier tema del que te pregunto,puedes mencionar por lo menos seis

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libros y proveer crítica completa.—¡Ay, noooooo! —de pronto

aparecieron manchitas rosadas en elpálido cuello de Sam.

—Supongo que tienes quemantenerte actualizado para escribir entu blog.

—En realidad el blog fue unresultado, más que una causa —le dijoSam a Franc mirándolo de reojo perosin hacer contacto visual realmente.

—¿Siempre has sido así deestudioso?

—Bueno, estudiar siempre ayudacuando uno está en la industria…eeees deciiiiir, la industria en la quetrabajaba.

—Ah, ¿y qué industria era? —lepreguntó Franc con mucha naturalidad.

—La venta de libros.—¿O sea…?—Solía trabajar para una cadena

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de librerías.—Eso es… interesante. —En ese

momento reconocí el brillo en lamirada de Franc, era el mismo queapareció cuando se enteró de que yoera la gata del Dalai Lama.

—Dirigía la secciónMente/Cuerpo/Espíritu —continuóSam—, y necesitaba mantenerme al díacon todos los títulos.

—Cuéntame —dijo Franc, almismo tiempo que se inclinaba alfrente con los codos sobre la mesa—,esta transición a los libros y loslectores electrónicos, ¿es el fin de laslibrerías?

Sam se acercó arrastrando un pocosu silla antes de lograr ver a Francdirectamente a los ojos por más de unsegundo.

—Nadie tiene bola de cristal parasaberlo, pero creo que a pesar de todo,

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algunas librerías incluso prosperarán.Las que venden cierto tipo de libros,por ejemplo, tal vez puedan organizareventos.

—¿Como cafés literarios?—Exactamente.Franc se quedó contemplando a

Sam un largo rato antes de decirle:—En los últimos meses he estado

pensando de qué manera podríadiversificar mi negocio. A esa zona,que está separada del resto del café,no le estoy sacando provecho —explicó el dueño mientras señalabauna parte donde la luz era más sutil yla gente casi no ocupaba las mesas—.Todos los días vienen muchos turistasque quieren comprar un libro nuevo,pero no hay librerías. El problema esque yo no sé nada sobre el negocio delas librerías y tampoco conocía anadie informado, hasta ahora, claro.

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Sam asintió.—Entonces, ¿qué te parece la

idea?—Bien, pues este es exactamente

el tipo de lugar donde me parece queuna librería podría vender bien. Comodices, no hay competencia. Tambiénayuda el hecho de que la recepción deseñal de teléfonos celulares sea malapor aquí y no sea fácil descargar libroselectrónicos…

—Muchos de nuestros clientes, depor sí, ya tienen un fuerte interés en loslibros sobre la mente, el cuerpo y elespíritu —explicó Franc—. Siempreque vienen a tomar café, traen ese tipode lecturas.

—Si vienen para tener unaexperiencia general —interpuso Sam—, tú podrías expandirla con la ventade libros nuevos, discos compactos eincluso regalos.

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—Podrían ser pequeños artículosbudistas e hindús.

—Pero solo de la mejor calidad.—Claro.Durante tres segundos completos,

Sam le sostuvo la mirada a Franc. Enlos ojos del dueño del café habíacrecido la emoción al máximo, inclusola timidez de Sam parecía habersedesvanecido.

Entonces Franc preguntó:—¿Tú podrías echar a andar la

librería?—¿Quieres decir…?—Y también dirigirla, ser el

gerente.Pero el entusiasmo desapareció

con rapidez del rostro de Sam.—Bueno, es muy… amable de tu

parte hacerme este ofrecimiento, perocreo que no podría —Sam frunció elceño—, es que solo estaré aquí unas

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semanas.—Pero ya no tienes empleo, no

necesitas volver —le recordó Franccon cierto grado de brutalidad—. Teestoy ofreciendo un empleo aquí.

—Pero mi visa…Franc hizo un gesto con el que le

restó importancia al asunto.—Conozco a alguien que puede

encargarse del papeleo.—Y no, no… tengo dónde vivir.—Aquí arriba del local hay un

departamento —interpuso Franc—,puedo incluirlo en la negociación.

Pero en vez de disminuir laspreocupaciones de Sam, daba laimpresión de que Franc solo lasaumentaba. El joven bajó la mirada ycomenzó a sonrojarse poco a poco;primero el cuello y luego, sin quepudiera impedirlo, las mejillas.

—No, no podría hacerlo —le dijo

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a Franc—, incluso si todo estuvieraarreglado…

Franc se inclinó y lo mirófijamente.

—¿Por qué no?Sam se quedó viendo el piso con

una enorme tristeza.—Puedes contarme —le dijo Franc

en un tono más dulce.Sam sacudió la cabeza lentamente.Después de un rato, Franc puso a

prueba otra estrategia.—Puedes confiar en mí, soy

budista.Sam sonrió con nostalgia.—No me voy a mover de aquí

hasta que me digas qué pasa.Franc logró combinar simpatía e

insistencia en su actitud. Se sentó en lasilla como si estuviera preparándosepara esperar un largo rato, y Sam seruborizó aún más. Luego de una pausa

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que parecía interminable, y con losojos todavía clavados en el suelo, Sammurmuró:

—Cuando cerraron la tienda enCentury City, me despidieron.

—Sí, ya me habías dicho.—El asunto es que… no

despidieron a todos, algunas personasconservaron su empleo o fueronreubicadas —avergonzado, Sam dejócaer la cabeza.

—¿Y tú piensas que…?—Que si hubiera sido bueno en mi

trabajo, también me habríanconservado.

—Se quedaron con los mejores,¿verdad? —el tono de Franc erapunzante—. ¿O cuál fue la razón parano despedirlos también? ¿Por lo que lecostaría a la empresa indemnizarlos?¿Eran empleados que ya llevabanmucho tiempo trabajando ahí?

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Sam se encogió de hombros.—Supongo, sí, la mayoría. Pero

seguro ya te diste cuenta de… lo maloque soy en el trato con la gente. Nuncase me ha hecho fácil, Franc —por finSam logró mirar brevemente a suinterlocutor—. En la escuela, cuandolos otros chicos formaban equiposdeportivos, yo siempre era el últimoen ser elegido. En la universidad nuncapude tener novia, no soy muy sociable.Sería un desastre.

Franc observó la lastimosa imagendel joven que tenía frente a sí y depronto dejó entrever una sonrisitapícara entre sus labios. Con un gesto,le pidió en silencio a Kusali que letrajera un café espresso.

—Sí, estoy de acuerdo —respondió después de un rato—,imagina el desastre que sería quealguien que conoce perfectamente el

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tema, se hiciera cargo de ordenar loslibros. O que los clientes tepreguntaran sobre un tema y tú lesdieras por lo menos seis alternativas.¡Sería una catástrofe!

—No me refiero a eso…—Digamos que llega aquí alguien

que quiere armar un equipo deportivo,y al primero que ve es a ti.

—Sabes que no hablaba de…—¡Ay, que Dios nos ampare!

¡Soltera a la vista buscando con quiénsalir!

—Me refiero a hablar con la gente—replicó Sam casi furioso—. ¡No soybueno para eso!

—Pero estás hablando conmigo.—Sí, pero no eres un cliente.—Yo jamás he forzado a nadie a

pedir un capuchino y, por lo tanto,tampoco espero que tú vendas a lafuerza, si a eso te refieres —explicó

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Franc. Los hombres se miraronfijamente antes de que el restauranterocontinuara—. La idea de la libreríapuede funcionar o no, pero yo estoyconvencido de que eres la personaindicada para el empleo aunque tú nolo creas.

Esa conversación tuvo lugar a finalesde la semana pasada y, a pesar detodos los esfuerzos de Franc, terminósin que Sam se comprometiera.Después de la plática, el joven visitóel café todos los días, pero nadievolvió a mencionar el asunto. Yo mepreguntaba por cuánto tiempo se

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podría contener Franc, porque estabasegura de que volvería a hacer elofrecimiento.

Tras su conversación con el joven,Franc les pidió a varios carpinterosque midieran el espacio dondepensaba poner la librería y habló conellos respecto a las opciones que teníapara poner repisas y exhibidores. Pero¿lograría convencer a Sam?

Más adelante descubriríamos queel poder de persuasión delrestaurantero era irrelevante en esteasunto. Después de que llegué aquellamañana y encontré a Sam absorto enlos temas de biología celular yepigenética, apareció en el café elmismísimo Geshe Wangpo.

Franc había descubierto en pocotiempo que tener un maestro era unanavaja de doble filo; los beneficioseran extraordinarios, pero las

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exigencias eran demasiadas. Y cuandotu maestro es un lama tan inflexiblecomo Geshe Wangpo, la navaja dedoble filo se vuelve todavía másafilada. Todos los martes por la noche,Franc asistía a las clases del Senderoa la Iluminación que se impartían en eltemplo, pero otras veces, GesheWangpo simplemente aparecía sinaviso y le cambiaba la vida a suestudiante.

En una ocasión, Franc tuvo seriosproblemas con sus meseros, y talsituación le produjo desesperación ydesconcierto. De manera espontánea,Geshe Wangpo le llamó por teléfono yle ordenó que recitara el mantra deTara Verde durante dos horas todos losdías; hacia finales de la semana, lasdificultades de recursos humanos delrestaurantero se habían solucionadomisteriosamente.

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En otra ocasión, Franc acababa decolgar el teléfono después de hablarcon su padre, quien le llamó desde SanFrancisco. El señor se encontrabaenfermo en cama, y Franc pasó unosdiez minutos explicándole que nopodía volver a casa para visitarlo.Cuando terminó la conversación, giróy descubrió que su maestro lamaestaba parado justo detrás de él. GesheWangpo le había ordenado con muchaclaridad que le diera prioridad avisitar a su padre. ¿Qué tipo de hijoera? ¿Cómo se atrevía a decirle a unhombre frágil y anciano que estabademasiado ocupado para verlo? ¿Aquién creía que le debía su vida? ¿Quétipo de padres quería tener en susvidas futuras? ¿Quería que fueran tandesobligados e indiferentes como élplaneaba serlo con su progenitor, oquería padres que lo amaran de verdad

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y se preocuparan por su bienestar? Ah,y por cierto, el lama le ordenó que seasegurara de comprarle a su padrevarios regalos de buena calidad en lastiendas Duty Free del aeropuerto.

Media hora después, Franc yahabía reservado su boleto a casa.

Hoy, mientras yo tomaba mi siestade media mañana, Geshe Wangpo llegóal café, observó la enorme cantidad demesas desocupadas que había, y luegocaminó directamente hasta donde seencontraba Sam Goldberg leyendosolo. El lama emanaba una poderosaenergía al moverse, era como si enlugar de un monje vestido con túnicasde color bermellón que entra a unestablecimiento, fuera un ser superior:un monstruo grande y azulado queescupía fuego, como los que se ven enlos thankas de los templos.

—¿Me puedo sentar aquí? —le

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preguntó a Sam al mismo tiempo quejalaba una silla y la colocaba frente aljoven.

—Sí… sí… claro. —Casi todaslas mesas estaban desocupadas, perosi a Sam le pareció que la solicitud dellama era poco común, no dio muestrasde ello. Solo continuó leyendo.

Desde el principio fue obvio quedespués de ponerse cómodo, el lamano tenía intenciones de permanecercallado.

—¿Qué está leyendo?Sam levantó la mirada.—Es un libro sobre, eeeh,

epigenética.El lama vio los tres libros más que

estaban apilados junto a la taza vacíade Sam.

—¿Le gusta leer?Sam asintió.En ese momento me pregunté si esa

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semana después de sus clases, Franchabría hablado con Geshe Wangposobre su idea de la librería, peroparecía poco probable. El lamamotivaba a sus estudiantes a serautosuficientes. Y en cuanto a Sam,bueno, pues el joven no tenía idea dequién era Geshe Wangpo yseguramente pensaba que solo setrataba de un monje bastante atrevido.

—Es muy útil compartir con otroslos conocimientos que tenemos —ledijo Geshe Wangpo a Sam—, de otramanera, ¿qué caso tiene poseerlos?

Sam levantó la cabeza y miró allama a los ojos. No fue su típicovistazo breve sino un contacto queduró muchísimo tiempo. ¿Qué había enel rostro del lama que le hizocontemplarlo de esa manera? ¿Sería talvez algo que le daba seguridad? ¿Algoque le transmitía la tranquilidad y

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profunda compasión que existíandetrás de la estricta apariencia delmonje? ¿Estaría Geshe Wangpososteniendo la mirada de Sam solo conla fuerte personalidad que muchossabíamos que tenía? ¿O sería unaconexión de otro tipo, más difícil deexplicar?

De una forma u otra, cuando Samrespondió finalmente, lo hizo sin latimidez que lo caracterizaba.

—Qué extraño que diga eso. Eldueño del café me preguntó hace pocosi podría ayudarle a abrir y manejaruna librería aquí —dijo el joven almismo tiempo que señalaba la zonapoco utilizada de la que Franc le habíahablado.

—¿Y usted quiere hacerlo? —lepreguntó el lama.

Sam hizo una mueca.—Creo que no sirvo para esas

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cosas.La expresión en el rostro de Geshe

Wangpo no cambió en absoluto. Volvióa preguntar:

—¿Y usted quiere hacerlo?—No quisiera decepcionarlo, él

tendría que invertir mucho dinero eninventario y exhibidores, y si todosaliera mal por mi culpa…

—Sí, sí, lo escucho —dijo el lamainclinándose al frente—; pero ¿ustedquiere hacerlo?

En las comisuras de los labios deSam apareció una sonrisa sutil ytristona, pero también irreprimible. Yantes de que pudiera articular unapalabra más, el lama le dijo:

—¡Entonces debe hacerlo!La sonrisa de Sam se hizo más

amplia.—He estado pensando mucho al

respecto, demasiado. Sería un nuevo

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inicio… algo muy estimulante, sinembargo quiero ser cauteloso.

—¿Qué quiere decir con«cauteloso»? —el lama arrugó lafrente con gran dramatismo.

—¿Con cauteloso? —Sam consultósu diccionario mental y evaluó lasituación—. Quiere decir que tengodudas, preocupaciones, incertidumbre.

—Ah, pero eso es normal —le dijoel lama. Y luego lo enfatizó con unavoz más profunda; lo dijo más alto ycon mayor lentitud—. Nor-maaal.

—Pues bien, yo estaba analizandoesta oportunidad —comenzó aexplicarle Sam a Geshe Wangpo, peroel monje lo interrumpió.

—No es necesario pensar tanto lascosas.

Sam se lo quedó viendo en cuantose dio cuenta de que el monje estabadesechando con mucha facilidad el

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proceso intelectual del asunto.—Es que usted no me ha visto

interactuar con la gente —continuóexplicándole Sam—. Con la gentecomún.

El lama apoyó las manos en sucadera y se sentó un poco másadelante.

—¿Tiene algún problema?Sam se encogió de hombros.—Tal vez podría decir que es un

asunto de autoestima.—¿De autoestima?—Sí, como cuando uno piensa que

no está a la altura de la situación.Geshe Wangpo no se veía

convencido.—Pero usted ha leído muchos

libros, tiene el conocimientonecesario.

—No se trata de eso.—En el ámbito del budismo,

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diríamos que usted está siendo flojo —dijo el lama con la cabeza echada unpoco hacia atrás en un gestodesafiante.

La reacción de Sam fue contraria ala de costumbre, se quedó lívido.

—Despreciarse a usted mismo,pensar que no es suficientementebueno, decir «no puedo hacerlo»: es lamente de la debilidad, y usted debevencerla.

—Pero no es que yo esté tratandode elegir sentirme así —protestó Samligeramente.

—Pues entonces elija vencer esasituación. ¿Qué pasa si continúacediendo a una mente débil?Alimentará la debilidad y el resultadoserá que en el futuro su mente será aúnmás débil. ¡Tiene que cultivar laconfianza en sí mismo! —GesheWangpo se sentó bien erguido en la

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silla y golpeó la mesa con el puñocerrado. Daba la impresión de que deél surgía un poder que emanaba haciatodas direcciones.

—¿Usted cree que podría hacerlo?—¡Tiene que hacerlo! —le dijo el

lama con ímpetu—. Cuando secomunique con la gente tiene quehablarle mirándola con los ojos bienabiertos y voz fuerte —dijo el monje, ySam comenzó a enderezarse aúnsentado en la silla—. ¿Ya leyó AGuide to the Bodhisattva’s Way ofLife? (La práctica del Bodisatva).

Sam asintió.—Ahí dice que la confianza en uno

mismo debe aplicarse a las accionesintegrales. Es lo que hay que haceraquí, sí. ¿Acciones integrales? Sí,tiene que decidir: Lo haré yo solo. Asífunciona la confianza en uno mismocuando se trata de la acción.

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—¿Con los ojos bien abiertos yvoz fuerte? —preguntó Sam, a unvolumen evidentemente mayor. El lamaasintió.

—Sí, así.Daba la impresión de que a Sam lo

embargaba una sensación nueva ydistinta, y que esta era la respuesta alpoder de Geshe Wangpo. Ahora eljoven estaba bien erguido y semanejaba con más seguridad. En lugarde mirar al suelo, veía al lamadirectamente a los ojos. Aunque noestaban hablando, en el silencio seprodujo una forma de comunicaciónmás intuitiva. Era como si Sam sehubiera dado cuenta de que susproblemas de autoestima no eran otracosa que ideas que se había creadosobre sí mismo. Ideas temporales que,al igual que otras, podían surgir,permanecer y pasar. Ideas que, en la

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presencia de aquel monje, fueronreemplazadas por nociones diferentes,con mayor afirmación.

El joven habló por fin después depermanecer un largo rato en silencio.

—No sé cómo se llama usted.—Geshe Acharya Trijang Wangpo.—¿No es el autor de Path to the

Union of No More Learning, que fuetraducido por Stephanie Spinster?

El lama se recargó en la silla,cruzó los brazos y le lanzó a Sam unamirada desafiante.

—Usted sabe demasiado —dijo ellama.

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Ese mismo día, más tarde, mientras medirigía a Jokhang, me perdí en mispensamientos sobre lo que GesheWangpo había dicho. A mí mesorprendió, tanto como a Sam,enterarme de que la falta de confianzase consideraba una forma de flojera enel budismo, y que uno tenía que vencera la mente débil. No pude evitarrecordar lo inferior que me sentíarespecto a la práctica del Dharma engeneral y de la meditación enparticular. También pensé que vivir enJokhang y ser con frecuencia testigo delo trascendente que puede llegar a serel entendimiento, provocaba que vierami práctica de la meditación como unproceso muy limitado al que no valíala pena darle continuidad.

Pero luego pensé en lo que dijo el

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maestro de Franc: ¿qué sucedería sicontinuaba cediendo a la mente débil?¿Qué otro resultado podría haber queno fuera debilidad en el futuro? Elconcepto tenía una lógica inevitableaunque desconcertante, pero al mismotiempo proveía una extraña y atrayentesensación de fortaleza.

Esa noche, cuando me coloqué enmi posición para meditar en la repisade la ventana —con las patitas biendobladas debajo de mi cuerpo, losojos medio cerrados y bigotes alerta—, y antes de enfocarme en larespiración, recordé las palabras deGeshe Wangpo.

Me recordé a mí misma que vivíacon el modelo a seguir perfecto, queestaba rodeada de gente que apoyabami práctica y nadie se encontraba enuna circunstancia tan favorable parallegar a convertirse en un verdadero

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bodhigato.¡Tengo que hacerlo!

¿Terminé esa sesión de meditacióncomo un ser totalmente iluminado? ¿Micambio de actitud produjo un nirvanainstantáneo? Querido lector, si tedijera que sí, estaría mintiendo. Mimeditación no mostró ninguna señal demejoría inmediata pero lo importantees que mis sentimientos sí lo hicieron.

A partir de ese momento decidíque ya no iba a pensar que cada malasesión era una buena razón para darmepor vencida. Ya no juzgaría miexperiencia personal en relación a las

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alturas olímpicas que alcanzaban losvisitantes de Su Santidad. Yo era GSSy tenía mis propias fallas ydebilidades, pero al igual que Samtambién poseía cualidades y puntosfuertes. De ahora en adelantemeditaría, hablando metafóricamente,con los ojos bien abiertos y voz fuerte.Tal vez no poseía todo el conocimientosobre la concentración para meditar,pero sí sabía bastante al respecto.

Querido lector, esta historia tiene unaposdata. Por supuesto que la hay, y esasiempre es la mejor parte, ¿no crees?La cereza inesperada en el pastel, la

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última pirueta de ballet. El momentoen que todo cambia de velocidad. Sí,soy ese tipo de gata.

Este es ese tipo de libro.Y habiendo llegado tan lejos a mi

lado, querido amigo, querida amiga, tútambién eres ese tipo de lector. ¡Teguste o no!

Antes que nada, debo hacer unaconfesión.

El día que escuché las crecientesdudas de Sam, mientras le hablaba desus sentimientos de inferioridad aFranc, algo me inquietó demasiado.Me afectó saber que el hecho de que lohubieran despedido de la librería,fortaleció esa sensación de rechazoque había tenido desde que era niño ylo dejaban al último en la selección dejugadores para los equipos, y que susproblemas para encontrar novia en launiversidad solo sirvieron para

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reforzar la cadena de dolorososmomentos en que creyó que estabafuera de lugar. La circunstancia de quemuchos profesionales altamentecapacitados no tuvieran destrezadeportiva o que algunas de las mujeresmás hermosas y encantadoras sehubieran convertido en las felicesparejas de los hombres más raros delmundo, no evitaba que Sam tuvieraesas creencias tan autodestructivas.Tomando en cuenta lo inteligente queera, su explicación resultaba rara,incluso podía llegar a ser risible de noser por el dolor que, evidentemente, lecausaba su situación.

Sin embargo, cuando escuché cómoel joven había combinado unavariedad de experiencias que no teníanque ver entre sí, y así formó unahistoria tan deprimente sobre símismo, no pude evitar verme retratada:

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yo era igual.¿Acaso no permitía que un

pensamiento negativo surgiera de otroque no estaba relacionado? En cuantoempezaba a reflexionar sobre mi pocahabilidad para meditar, me enfocabaen mi falta de disciplina para hacerdieta. Contemplaba mi cuerpo y, almismo tiempo, me sumergía en elpensamiento de que caminaba malporque me había lastimado las pataspoco después de nacer. Y eso, a suvez, depresiva e inevitablemente, mellevaba a mis primeros recuerdos y alasunto de mi pedigrí.

Pero después del impacto causadopor Geshe Wangpo, descubrí ladinámica opuesta: que lospensamientos positivos también semultiplican y producen los efectos másmaravillosos e inesperados.

Hay una frase atribuida a Goethe

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que adoran los fabricantes de imanespara refrigeradores y los impresoresde tarjetas de felicitación y otrosproductos cuyo objetivo es proveerinspiración: Comienza a hacercualquier cosa que puedas hacer osueñes que puedes lograr. Latemeridad conlleva genialidad, fuerzay magia. Aunque Tenzin me dijo queGoethe nunca escribió eso, deboadmitir que la frase produce unasensación muy atractiva.

En cuanto me sentí más confiadarespecto a mi práctica de meditación,noté que el efecto se extendía a muchosotros aspectos. A partir de entonces,por ejemplo, dejé de comermeabsolutamente todos los cuadritos dehígado de pollo de la señora Trincisolo porque estaban ahí en el plato;asimismo, empecé a caminar con garbocada vez que entraba a las reuniones

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con los visitantes más distinguidos deSu Santidad. Y es que… ¿por qué nohabría de hacerlo?

Y lo más curioso de todo es queTashi y Sashi, los pilluelos callejerosque luego se convirtieron en novicios ya quienes Su Santidad les encargó queme cuidaran particularmente bien,siguieron visitándome en Jokhang devez en cuando. Por lo general sesentaban en el suelo cinco minutos yme rascaban el cuello. A vecestambién recitaban mantras.

Una tarde, algunos días después demi cambio de actitud, llegaron losjovencitos a verme. Como eracostumbre, me recosté con las patasextendidas sobre un elaborado tapete ypermití que me acariciaran la pancita.

En ese momento entró Chogyal alsalón para visitantes.

—Ah, muy bien —les dijo con una

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sonrisa a los novicios.—Se convirtió en una gata muy

hermosa —dijo Tashi.—Sí, una gata himalaya —les dijo

Chogyal al mismo tiempo que seinclinaba para masajear lasaterciopeladas puntas de mis orejas—.Por lo general, solo la gente adineradapuede tener gatos como este.

Sashi miró a lo lejos y luego dijo:La mamá de esta gata le pertenecía

a gente adinerada.—¿Ah, sí? —preguntó Chogyal

arqueando las cejas.—Vivíamos en una zona pobre

pero recuerdo que solíamos ver a lamamá de los gatitos caminando junto almuro de la gran mansión…

—Ah, sí, era una casa grande —interpuso Tashi—. ¡Y tenía alberca!

—La gata iba a esa zona a comer—dijo Sashi.

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—Un día la seguimos hasta dondeestaban sus gatitos —empezó a narrarTashi.

—Así los encontramos —agregóSashi.

—La familia tenía variosMercedes deslumbrantes —recordóTashi—. ¡Y había un sirviente cuyoúnico trabajo era mantenerlos bienpulidos!

Chogyal se enderezó.—Qué interesante. Parece que,

después de todo, nuestra gatita sí tienepedigrí, pero ¿saben?, nosotros comobudistas hacemos el compromiso de notomar nada a menos de que se nos dégratuitamente. Me pregunto si seríaposible contactar a la familia dueña dela madre para ofrecerle algún pago porGSS.

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CAPÍTULO DOCE

Las visitas de jefes de estado casisiempre provocaban un remolino deactividad en Jokhang. Los díasprevios, oficiales de inteligencia conrostros de matones, siempre queríanrevisar el interior hasta de la últimaalacena en el complejo. Los jefes deprotocolo se reunían para discutirhasta el más mínimo detalle. Se hacíahasta lo que no para asegurarse de quetodas las posibles contingencias fueranconsideradas, desde la ubicación dedestacamentos de seguridad en techoscercanos, hasta la textura del papelhigiénico para los invitados VIP. Sillegaba a surgir esa necesidad en

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particular, claro.Por esto me resultó muy sorpresivo

que un día Su Santidad recibiera a unavisitante que no solo era lídernacional, también era una reina deverdad.

En esta ocasión no se llevaron acabo los típicos preparativos previos;solo hubo una visita de seguridad debajo perfil media hora antes de lallegada, lo cual, por cierto, me parecióirónico porque yo sabía que SuSantidad estaba especialmenteinteresado en recibir a esa invitada.Poco antes lo había escuchado hablarde la joven reina y de su esposo conmucho cariño. Ella no solo era de unabelleza extraordinaria, también estabacasada con el rey del único paísbudista del Himalaya en el mundo.

Estoy hablando, por supuesto, de lareina de Bután.

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Para aquellos lectores que nopasaron sus días de escuela sumidosen un atlas estudiando la región delHimalaya —¿existirá quien no lo hayahecho?—, puedo decirles que Bután esun pequeño país al este de Nepal, alsur de Tíbet y un poquito al norte deBangladesh. Bután es el tipo de lugarque pudo habérsete escapado si untrocito de salmón ahumado llegó asalirse de tu sándwich y lo tapó en elmapa. Sé que podría decirse lo mismode la mitad de los países de Europa,pero no ver a Bután es una omisiónterrible porque, sencillamente, es ellugar más cercano a Shangri-la que hayen la Tierra.

Bután es un reino lejano, recónditoe impenetrable que se encuentra detrásde la cordillera del Himalaya. Hasta ladécada de los sesenta no tuvo divisanacional ni teléfonos. La televisión

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llegó al país en 1999. La gente, portradición, se ha enfocado en cultivar lariqueza interna en vez del bienestarmaterial. En la década de los ochenta,fue precisamente el mismo rey deBután quien estableció un sistema quemedía el progreso nacional según laFelicidad Interna Bruta, en lugar delProducto Interno Bruto.

En este pequeño país prevalece unambiente mágico. Es una tierra detemplos con techo dorado que cuelgande los más asombrosos acantilados, debanderas de oración que ondean enprofundos desfiladeros entre lasmontañas, y de monjes que entonancantos en templos del siglo VII cuyaatmósfera desborda incienso. Y por sieso fuera poco, su joven reina poseeuna personalidad admirable, la cual sehizo evidente en cuanto entró a la suitede Su Santidad.

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Yo me encontraba en mi lugar decostumbre, dormitando bajo el solmatinal en la repisa de la ventana,cuando escuché que Lobsanganunciaba la llegada de la reina. Encuanto oí «Su Alteza Real», rodé sobremi espalda y dejé mi cabeza colgar enla orilla.

Incluso viéndola de cabeza pudedarme cuenta de que era un serverdaderamente exquisito. Pequeña,con piel dorada y cabello largo,oscuro y brillante; su delicadeza eracautivadora. Al verla con latradicional kira butanesa —un vestidolargo que llega a los tobillos ydecorado con bordados—, me parecióque lucía como una muñeca; se movíacon naturalidad y espontaneidad, ydaba la impresión de ser una personamuy cálida.

Vi cómo le entregaba a Su Santidad

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la tradicional mascada blanca con elrostro inclinado y las manos juntas a laaltura del corazón como gesto dedevoción. Cuando terminó elintercambio ceremonial, la joven reinamiró alrededor antes de sentarse y menotó de inmediato.

Nuestras miradas se encontraron y,a pesar de que el momento fue muybreve, nos comunicamos algoimportante. De inmediato supe que ellaera de las nuestras.

Era amante de los gatos.Al sentarse la reina, me pareció

que pasó las manos por su regazo paraaplanar la kira, en previsión de lo quesucedería después. Entonces yo giré,salté de la repisa de la ventana,aterricé en la alfombra, hice un saludoal sol con mis patas frontales estiradasal máximo, luego hice el saludo a lainversa —mis patas traseras se

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estremecieron cuando contoneé la cola—, y después caminé hasta donde ellaestaba sentada. Salté a su regazo y meacomodé. Ella acarició mi cuello, yambas nos comportamos como lasviejas amigas que, intuitivamente,supimos que éramos.

Existe una pequeña y rarísimacantidad de humanos que poseen elconocimiento nato del cambianteánimo de un felino. Saben que lo quequeremos en un momento, puede sermuy distinto a lo que deseábamos tansolo poquísimo antes. Algunaspersonas saben que no debenacariciarnos por largo tiempo hastaque nos vemos obligados a voltear ydarles una aguda e incisivaadvertencia que, por lo general, vadirigida al dedo índice. Muy pocostambién saben que el acto de queacechemos una lata de jamón ahumado

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lamiéndonos los bigotes un día, nosignifica que al siguiente tendremos elmenor interés en siquiera volver amirar ese mismo alimento.

¿No fue Winston Churchill quiendijo que un gato era un acertijo dentrode un enigma, oculto en un adorablepelaje que nos insta a abrazarlo? ¿Nofue él? Juraría que hace poco leí algoasí en un artículo. Pero bueno, si no lodijo, estoy casi segura de que lo pensó.¡Deberíamos avisarle a la gente queescribe Wikipedia!

Ah, y también está Albert Einsteinquien, según dicen, declaró que lamúsica y los gatos son el único escapede la miseria de la vida. Aquí deboseñalar que, curiosamente, el másgrande pensador del siglo XX, no dijonada sobre otras especies de animalesdomésticos. Pero esta información tela dejaré a ti, querido lector, para que

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saques tus propias conclusiones.Nosotros, los gatos, no somos

bestias robóticas a las que se lespuede condicionar para que salten, sesienten o babeen en cuanto alguien dauna orden o hace sonar un timbre;¿alguna vez escuchaste hablar del gatode Pavlov?

A eso me refiero exactamente. ¡Esimpensable!

No, los gatos somos un misterio,incluso a veces para nosotros mismos.La mayoría de la gente está dispuesta atratarnos con el respeto que noscorresponde a quienes lesproporcionamos tanto a la felicidadhumana, solicitando muy poco acambio. La verdad es que muy pocaspersonas nos entienden, pero la reinade Bután se encuentra entre esa selectaminoría.

Después de algunas caricias para

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conocernos, la joven colocó las puntasde sus dedos en mi frente y me dio undelicado masaje con las uñas, el cualhizo que a lo largo de toda la columna,y hasta llegar a la puntita de mi cola,me recorriera un placer exquisito.

La recompensé por ello con unprofundo ronroneo.

Luego, Su Santidad —quien estuvopreguntando amablemente por la saluddel rey y otros miembros de lamonarquía butanesa—, me miró. Teníala costumbre de preguntar a susinvitados si les molestaba que yoestuviera en el salón, porque alparecer algunos humanos sufren de unaalergia que, seguramente, es tandevastadora como tener unainvoluntaria reacción violenta a… nosé, digamos, las trufas belgas, el caféitaliano o al mismo Mozart. Pero eneste caso, la reina estaba siendo tan

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atenta conmigo, que el Dalai Lama nisiquiera tuvo que preguntar. Soloasintió mirándome y dijo:

—Esto es verdaderamente extraño.¡Jamás la vi aceptar a alguien con tantarapidez! Debe haberle simpatizadomuchísimo.

—Y ella me simpatiza a mí —dijoSu Alteza Real—, ¡es una gatamagnífica!

—Es nuestra pequeña Leona de lasNieves.

—Estoy segura de que debebrindarle mucha alegría. —La reinamovió las puntas de sus dedos paradarles masaje ahora, con el gradoperfecto de firmeza, a mis orejas colorcarbón.

Su Santidad rio sutilmente.—¡Pues tiene una gran

personalidad!La conversación continuó; la reina

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habló sobre varias prácticas delDharma y, mientras charlaban, ellasiguió proveyéndome un masaje tandelicioso, que en poco tiempo caí enun estado de gloria medio conscienteen el que solo percibía cómo fluía laconversación de ellos encima de micuerpo.

Las semanas anteriores, tras laestricta llamada de atención que recibígracias a las palabras de GesheWangpo, había estado haciendo unesfuerzo consciente en mi meditacióndiaria. También visité varias veces eltemplo para escuchar las enseñanzasde toda una variedad de lamas de altorango. En cada visita tuve acceso a ladiscusión de un aspecto diferente de lapráctica del Dharma, pero todas lasveces noté el énfasis en la importanciade continuar practicando.

El entrenamiento de la mente es la

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base de todas las actividades budistas,por eso se nos motiva a desarrollaruna fuerte concentración, no solo através de la meditación, sino tambiéncon la práctica de la atenciónconsciente todos los días. Uno de loslamas explicó que no podemoscambiar nuestros pensamientos si noestamos conscientes de ellos demanera objetiva y en todo momento.

—No se puede manejar lo que nose supervisa —dijo. Al parecer, laatención consciente también es unapráctica fundamental.

Otro maestro explicó que las SeisPerfecciones son el corazón de nuestratradición. Si no practicamos lagenerosidad, la ética y la paciencia,por solo nombrar algunas, entonces,¿qué caso tiene aprender textos dememoria o recitar mantras? Según ellama, si no hay virtud, ninguna de

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nuestras otras actividades del Dharmatiene sentido.

Y un tercer lama explicó que lasabiduría sobre la naturaleza de larealidad es lo que diferencia lasenseñanzas de Buda de todas lasdemás. El mundo se nos muestra deuna forma ilusoria, señaló, y entenderesta sutil verdad exige queescuchemos, pensemos y meditemosmucho. Solo quienes comprenden laverdad de manera directa y noconceptual, pueden alcanzar elnirvana.

Mientras mis pensamientos seguíanentrelazándose intermitentemente conla conversación entre la reina y elDalai Lama, recordé la enseñanza querecibí justo la noche anterior. En eltemplo apenas iluminado, conincontables estatuas y representacionesen la pared de budas y bodhisattvas

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como testigos, uno de los yoguis másvenerados del Monasterio de Namgyaldescribió la rica tradición esotérica delas prácticas del tantra, donde seincluyen las enfocadas en la TaraBlanca y el Buda de la Medicina. Cadauna de estas prácticas tiene su propiotexto o sadhana, el cual se recita convisualizaciones y mantrascomplementarios. El yogui explicó queciertos tantras son fundamentales paraquienes deseamos alcanzar rápido lailuminación.

¿Y quién no querría?Entre más aprendía sobre el

budismo tibetano, más me daba cuentade lo poco que sabía. Sin duda, lasenseñanzas eran cautivadoras yestimulantes, además, siempre habíaalguna práctica nueva e intrigante queaprender; pero yo me sentíaconfundida.

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Apenas medio consciente de laconversación que aún tenía lugarencima de mí, de pronto desperté porcompleto cuando escuché que la reinadecía:

—Su Santidad, hay muchísimasprácticas distintas en nuestra tradición,pero ¿cuál es la más importante?

¡Era como si me estuviera leyendola mente! Esa pregunta era mía aunqueno la había formulado con tantaspalabras. ¡Era lo mismo que queríasaber yo!

Su Santidad no titubeó al contestar.—Sin duda, la práctica más

importante es bodhichitta.—El deseo de alcanzar la

iluminación para guiar a todos losseres vivientes al mismo estado —confirmó ella.

Su Santidad asintió.—Esta mente de iluminación se

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basa en una compasión inmensa y pura,la cual a su vez tiene como fundamentoel amor inmenso y puro —continuóella—. Y en ambos casos, purosignifica imparcial, sin condiciones.Inmenso significa que beneficia atodos los seres vivientes y no solo alpequeño grupo conformado por lagente que nos agrada en ese momento.Desde nuestra perspectiva, la únicaforma de gozar de un estado defelicidad permanente y evitar todo elsufrimiento, es alcanzando lailuminación. Por eso a bodhichitta sele considera la motivación másaltruista de todas. Deseamos alcanzarla iluminación, pero no solo paranosotros mismos, también para ayudara los demás seres vivos a llegar almismo estado.

—Es una motivación muydesafiante —dijo Su Santidad riendo

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con discreción.—¡Por supuesto! Lograr que la

mente de la iluminación deje de sersolo una idea agradable y setransforme en una convicción sincera,es una tarea para toda la vida. Alprincipio puede parecer que soloestamos actuando. Incluso podemospensar, ¿a quién trato de engañar alfingir que puedo convertirme en unbuda y guiar a todos los seresvivientes a la iluminación? Peropodemos desarrollar el entendimientopaso a paso. De pronto descubrimosque hay otros que ya lo lograron, yentonces desarrollamos confianza ennuestras propias habilidades yaprendemos a enfocarnos menos ennosotros mismos y más en los demás.

—Una vez escuché una definiciónmuy interesante: Una persona santa esaquella que piensa más en los otros

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que en sí misma. Es útil saber esto,¿no le parece? —preguntó SuSantidad.

Su Alteza Real asintió antes dedecir:

—Estar de acuerdo con la nociónde bodhichitta es una cosa, perorecordar ponerla en práctica…

—Sí, estar consciente del conceptode bodhichitta es muy útil. Podemosaplicarlo en muchas de las acciones denuestro cuerpo, mente y habla. La vidacotidiana está repleta de posibilidadespara practicar bodhichitta y, como dijoBuda, cada vez que lo hacemos, elimpacto positivo en nuestra mente esinconmensurable.

—¿Y por qué es tan grande, SuSantidad?

El Dalai Lama, aún sentado, seinclinó hacia el frente.

—El poder de la virtud es mucho,

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mucho más fuerte que el de lanegatividad, y a su vez, no hay virtudmás grande que bodhichitta. Alcultivar esta mentalidad nos enfocamosen las cualidades internas, no lasexternas. Recordamos el bienestar delos demás y dejamos de pensar solo ennosotros. Verá, esta es una perspectivapanorámica que no se limita al cortoplazo en la vida. Va en contra de todosnuestros pensamientos habitualesporque nos hace enfocar nuestra menteen una trayectoria muy distinta ypoderosa.

—¿Dijo usted que la vidacotidiana estaba llena de posibilidadespara practicar este concepto?

El Dalai Lama asintió.—Cada vez que hacemos algo

agradable para alguien más, incluso sies un acto rutinario que los otrosesperan, podemos hacerlo pensando:

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Con este acto de amor, o regalo defelicidad, espero alcanzar lailuminación para liberar a todos losseres conscientes. Podemos pensaresto siempre que practiquemos lagenerosidad, ya sea con una donacióno con el cuidado de un gato.

En ese momento bostecéprofundamente, y el Dalai Lama y lareina rieron.

Luego Su Alteza Real miró misojos color zafiro y dijo:

—Es el karma, ¿no es verdad? Elkarma es lo que acerca a la gente y losdemás seres a nuestra vida.

Su Santidad asintió.—Si hay una conexión muy fuerte,

a veces el mismo ser puede regresaruna y otra vez.

—Algunas personas creen que esuna tontería practicar la recitación demantras en voz alta para el beneficio

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de los animales.—No, no es una tontería —dijo Su

Santidad—, puede ser muy útil. Deesta manera podemos generar… ¿cómose dice? Ah, sí, una buena huellakármica en el continuo mental de unser que podría madurar cuandoencuentre las condiciones adecuadasen el futuro. En las escrituras hayhistorias sobre antiguos practicantesde la meditación que les recitabanmantras en voz alta a las aves. En suvida futura, esas aves fueron atraídasal Dharma y encontraron lailuminación.

—¿Entonces la pequeña Leona delas Nieves tiene huellas kármicas muy,muy buenas?

El Dalai Lama resplandeció.—¡Definitivamente!Entonces la reina dijo algo que me

pareció poco común, y aún más raro

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cuando lo analicé en retrospectiva.—Si alguna vez llega a tener

gatitos, sería para mí un gran honorofrecerle un hogar a uno de ellos.

Su Santidad juntó las palmas conun leve golpe.

—¡Muy bien! —dijo.—¡Lo digo en serio! —agregó ella.El Dalai Lama la miró con una

expresión de benevolencia del tamañodel mar y dijo:

—Lo recordaré.

Algunos días después entré caminandocon mi acostumbrada elegancia a laoficina de los asistentes ejecutivos.

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Los teléfonos estaban en silencio, elcorreo aún no había llegado y, en esemomento poco común de sosiego,Chogyal preparó té. Los asistentesdisfrutaron de este con varias piezasde tradicionales galletas escocesas demantequilla, cortesía de la señoraTrinci.

—Buenos días, GSS —me dijoChogyal a manera de saludo mientrasyo frotaba la túnica que le cubría laspiernas con mi cuerpo. Luego seinclinó para acariciarme.

Tenzin se recargó en su silla.—¿Cuánto tiempo dirías que lleva

con nosotros?Chogyal se encogió de hombros.—No lo sé. ¿Un año, tal vez?—Creo que más —replicó Tenzin.—Fue antes de que Kyi Kyi viniera

—agregó Chogyal.—Mucho antes —Tenzin mordió

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su galleta cubierta de azúcar con sutípica finura de diplomático—. ¿Nofue más o menos cuando recibimos lavisita de aquel profesor de Oxford?

—Te lo puedo decir con todaexactitud —Chogyal se inclinó sobrela computadora y abrió un calendario—. ¿Recuerdas que llegó el día que SuSantidad volvió de uno de sus viajes aEstados Unidos?

—¡Es cierto!—Fue hace unos trece, catorce…

dieciséis meses.—¿Tanto?—Es la naturaleza de lo finito —le

recordó Chogyal con un chasquido dededos.

—Mmm.—¿Por qué quieres saber…?—Solo estaba pensando —

interpuso Tenzin—, que ya no es uncachorrito. Cuando la vacunaron nos

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sugirieron que la lleváramos paraesterilizarla e implantarle unmicrochip.

—Voy a anotar que tenemos quecontactar al veterinario —dijoChogyal, y añadió la tarea a su lista dependientes—. Creo que tendré tiempopara llevarla el viernes por la tarde.

Ese viernes por la tarde, de prontoestuve sentada en el regazo deChogyal, en el asiento trasero del autodel Dalai Lama. El chofer —entremenos hablemos de él, mejor—, nosllevó de Jokhang a una modernaclínica veterinaria en Dharamsala. No

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hubo necesidad de jaulas o cestas;tampoco hubo maullidos primitivosporque, después de todo, soy la Gatade Su Santidad. Mientras bajábamospor la colina me llamó la atención elpaisaje que iba revelándose poco apoco y mis bigotes se retorcieron concuriosidad. Quien en realidadnecesitaba que lo calmaran, eraChogyal: no dejaba de abrazarme y demusitar mantras.

El doctor Wilkinson, un veterinarioaustraliano, alto y flaco, me colocórápidamente en la mesa deobservación, abrió mi boca, revisó misorejas con una intensa luz y mesometió al indigno acto de tomarme latemperatura.

—Parece que se nos pasó eltiempo —le dijo Chogyal alveterinario—, la gatita ya lleva connosotros más meses de los que

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pensábamos.—Ya le aplicaron las primeras

vacunas —le aseguró el médico—, esoes lo más importante. También perdióun poco de peso desde la última vezque la vi, lo cual era necesario. Elpelaje está en excelentes condiciones.

—Nos gustaría implantarle elmicrochip y esterilizarla.

—El microchip siempre es unabuena idea —dijo el doctor Wilkinsonmientras me daba un masaje en elcuerpo—. La gente nos trae mascotasperdidas todo el tiempo, pero notenemos manera de contactar a losdueños. Es para romperle el corazón acualquiera… —el doctor hizo unapausa—. Pero tendremos que dejar laesterilización para después.

Chogyal frunció el ceño.—Creímos que…—Seis semanas, tal vez un mes —

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el veterinario miró a Chogyal comoqueriendo decirle algo, pero él noentendía.

—¿No tiene un espacio libre paraoperarla?

El doctor Wilkinson sacudió lacabeza y sonrió.

—Ya es un poquito tarde paraesterilizarla, amigo —le dijo aChogyal—. La Gata de Su Santidad vaa ser mamá.

—¿Cómo los llamaremos? —preguntóel chofer cuando Chogyal le dio lanoticia camino a casa.

El asistente se encogió de

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hombros. Supongo que estaba máspreocupado por otros asuntos, como elde qué manera le daría la noticia a SuSantidad.

—¿Micey-Tungs? —sugirió elchofer.

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EPÍLOGO

En el Café Franc estaban sucediendomuchas cosas. Los rotuladores ypintores llevaban varios días en susescaleras trabajando en la fachada. Elárea que Franc pensaba destinarle a lalibrería fue cubierta con mamparas, y ajuzgar por los apagados sonidos detaladros y martillos clavando clavos, ypor la cantidad de trabajadores queentraban y salían, era obvio que detrásde aquellos paneles que iban del sueloal techo, se llevaban a cabo todo tipode cambios.

A quienes preguntaban, Franc lesexplicaba que el Café tendría una«importante renovación», y que sería

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reinaugurado. Sería tan maravillosocomo antes… pero todavía mejor.Habría una amplia variedad deproductos y mucho más que ofrecerlesa los clientes. Se convertiría en unlugar aún más agradable para pasar eltiempo libre.

Sin embargo, lo que sucedía detrásde las mamparas continuaba siendo unmisterio que nadie podía develar.

Podría decirse que la frase anteriortambién es una buena metáfora paradescribir mi vida en el presente. Iba atener gatitos. Los cambios en micuerpo fueron rápidos y notorios, perono sabía lo que todo eso significaríapara mí; solo podía imaginarlo.¿Cuántos gatitos tendría? ¿De quéforma cambiarían la vida que llevabaen Jokhang? ¿Serían gatitos himalayos,atigrados o una mezcla de ambos?

De lo que sí estaba segura era que

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el Dalai Lama me apoyaba totalmente.Después de nuestra visita alveterinario, Chogyal le dio la noticia,y el rostro de Su Santidad se iluminó.

—¡Ah… es extraordinario! —cuando se inclinó para acariciarme,tenía una expresión casi infantil—.Tendremos toda una camada decachorros de Leones de las Nieves.¡Qué divertido!

En cuanto al asunto de mi origen,ese acertijo que siempre creí quecontinuaría sin resolverse, puedodecirte, querido lector, que tambiénhubo cambios inesperados. Varios díasdespués de que Tashi y Sashiconfesaran lo que sabían respecto a miorigen, Chogyal les pidió que loacompañaran la próxima vez que fueraa Delhi para que identificaran a lafamilia a la que pertenecía mi madre.Los jóvenes novicios encontraron la

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casa muy rápido pero al llegar vieronque estaba cerrada y resguardada porun servicio de seguridad privada. Nohabía ninguna señal de que ahí vivierauna familia en ese momento ni tampocode que hubiera felinos. Chogyal lesdejó una nota a los guardias deseguridad, pero tendríamos queesperar la respuesta.

Por muchas razones, de prontopercibí que estaba viviendo en lacúspide de un cambio muy profundo.Las placas tectónicas de mi vida semovían y las cosas jamás volverían aser iguales. Podía sentir la emociónque todo aquello me causaba, perotambién la aprensión. Sin embargo, lavívida imagen que tenía de GesheWangpo en mi memoria, era todo loque necesitaba para decidir que meesforzaría en hacer que esatransformación fuera positiva. No iba a

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evitar nada.Y naturalmente, tampoco me

perdería la reinauguración del CaféFranc, que tanta actividad habíaprovocado.

El evento estaba programado paralas seis de la tarde pero yo meadelanté un poco. Noté que miplataforma de observación en el caféno había sufrido cambios y que a lasmodificaciones ya no las cubríanmamparas, sino grandes pliegos depapel unidos con listón rojo.

La gente empezó a llegar pocoantes del inicio del evento. Entrequienes asistieron se encontraban loscomensales de McLeod Ganj que ibanal café con regularidad; era una mezclaecléctica en la que también habíapersonas de Jokhang. La señora Trincillegó directamente del salón debelleza, donde le hicieron un peinado

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especial para la ocasión; llevaba unvestido negro, joyería de oro y rímelde kohl, con lo que le añadió a sucaracterística personalidad un je nesais quoi muy continental.

Chogyal también asistió en supapel de antiguo tutor de Kyi Kyi.Franc lo acompañó de inmediato hastael mostrador; ahí abajo estaba lacanasta donde, inmaculados luego deun buen baño y peluquería, Kyi Kyi yMarcel lucían moños rojos y doradosen el cuello.

Las bebidas fluyeron y los canapéscircularon por todo el lugar, y poco apoco el alboroto fue creciendo. Entrela gente vi a la señora Patel, dueña delBazar Cut Prize, quien últimamente merecibía en su tienda con un semblantetristón porque le pidieron que ya no mealimentara.

También estaba ahí Sam, lucía muy

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gallardo con esa camisa color azulmarino y su saco blanco de lino. Lassemanas recientes había estado muypresente en el restaurante porque él yFranc tuvieron que controlar lafrenética actividad detrás de lasmamparas. Desde que aceptó la ofertade trabajo del restaurantero, el jovense esforzó mucho por reinventarse. Ensu nuevo puesto como gerente de lalibrería, contactó a toda una serie derepresentantes de ventas de casaseditoriales, fue muy claro respecto a laforma en que se exhibirían los regalosen los puntos de venta y dirigió laslabores de los carpinteros con unaseguridad que no se le había vistoantes. Incluso lo vi haciendo gestoscon el puño mientras despotricabacontra uno de los trabajadores cuyalabor dejó mucho que desear.

Tenzin también estaba entre los

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invitados, lo vi conversando con unpar de académicos de Harvard; eraimposible no advertir su avasalladorapresencia diplomática. Geshe Wangpoestaba de pie frente al salón, cerca dellistón de inauguración. Lo rodeaba ungrupo de monjes ya mayores deNamgyal.

Franc, naturalmente, circulaba portodo el establecimiento como pez en elagua, pero en esta ocasión llevaba delbrazo a una mujer muy atractiva comode treinta y tantos años. Desde suprimer encuentro con Geshe Wangpo,el restaurantero inició unatransformación que aún no terminaba, yse reforzaba con las clases que tomabaen el templo cada semana. El aretedorado del Om y las cintas de lasbendiciones desaparecieron muchotiempo antes, y su cabeza, que antessolía rasurar para darse una apariencia

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ascética, ahora lucía una gruesa capade cabello rubio. Además, su ropa eramucho menos ajustada, y tambiénmenos negra.

No obstante, el cambio másimportante no era ninguno de losvisibles. Franc se había librado delintimidante acosador que les hacía lavida imposible a sus meseros ypersonal de cocina. Ahora ya no teníaque ocultar sus exabruptos deansiedad, porque cuando llegaban apresentarse, en lugar de permitir quesu exagerada indignación crecierahasta transformarse en histeria, solo seapenaba. También dejó atrás lasconstantes referencias al Dalai Lama yel Dharma que hacía todo el tiempopor aquí y por allá. El origen deRinpoche no volvió a mencionarse y,de hecho, creo que pasaron semanassin que se le escuchara pronunciar la

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palabra «budista».Pero ¿quién era la joven que

llevaba del brazo? La vi dos veces enel café durante la semana; la primeraocasión pasó más de dos horasdiscutiendo abiertamente con Francrespecto a una de las mesas de laacera, y la segunda, él la llevó a lacocina, donde pasó un buen ratoconversando con los hermanos Dragpay con Kusali.

Esta noche, la mujer lucíaresplandeciente en un vestido colorrojo coral. Su largo y oscuro cabelloestaba peinado hacia atrás y le bajabapor la espalda, en sus orejas, cuello ymuñecas, brillaba su joyería. Mepareció que era la mujer más exquisitaque había visto en la vida; sus rasgosdenotaban inmensa energía ycompasión. Franc se la presentó avarias personas, y estas parecían

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derretirse ante ella y su calidez encuanto la conocían.

Yo, por otra parte, cómodamentesentada en mi cojín en forma de loto,entre las ediciones de Vogue y VanityFair, de vez en vez cobrabaconciencia del movimiento en miabultado vientre y contemplaba a lagente reunida en el café con profundaalegría por estar viviendo esemomento, el ahora, y lo que mecondujo hasta ahí.

Kyi Kyi, que estaba en su canastadebajo del mostrador, llegó a mi vidaal mismo tiempo que Jack, el gurú deldesarrollo personal. Gracias a elloslogré entender que era una tonteríasentir celos de lo que, según nosotros,es la maravillosa vida de los demás, yque la verdadera causa de la felicidadproviene del deseo sincero de brindaralegría a otros y ayudarles a liberarse

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de los distintos tipos de insatisfacciónque hay, toda vez que el amor y lacompasión han sido definidos.

De la señora Trinci aprendí que nobasta con saber estas cosas, quenuestra conciencia de la verdad tieneque llegar a ser tan profunda querealmente llegue a modificar nuestrocomportamiento, y que a eso lellamamos entendimiento.

Gracias a la gran cantidad de genteque me rodeaba y practicaba laatención consciente, comprendí que esfundamental prestarle atención almomento presente si deseamos vivir larica variedad de la vida cotidiana. Contan solo estar conscientes del presente,seremos capaces de que nuestroentendimiento se transforme en acción,además, haremos que incluso cada tazade café que bebamos, se vuelva unaexperiencia valiosa.

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Franc me enseñó sobre las bolasde pelo, sobre el peligro que implicapensar solo en mí y en lo que solohago y pienso yo, porque eso nospuede enfermar. También gracias a éldescubrí que el Dharma no se trata deandar por ahí recitando principios quesuenan importantes, de vestirse conprendas que llamen la atención o deautonombrarse budista, sino deexpresar las enseñanzas con cadapensamiento, palabra y obra.

Y aunque a veces la tarea deconvertirse en un ser iluminado pareceabrumadora, como Geshe Wangpo loexplicó, no podemos ser flojos nicarecer de confianza en nosotrosmismos. Si queremos tener una vidaauténtica, ¡necesitamos abrir bien losojos y hablar fuerte!

A pesar de la gran cantidad deinvitados, hacía falta alguien. El Dalai

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Lama viajaba en ese momento delaeropuerto a Jokhang, después de unabreve estancia en el extranjero, sinembargo, su presencia era palpableporque nos abarcaba a todos en aquelsalón junto con su mensaje: Mireligión es la amabilidad. Comobudistas tibetanos que somos, nuestropropósito principal es alcanzarbodhichitta, ese concepto que provienede la compasión de ayudar a todos losseres vivos y conscientes a encontrarla felicidad.

Esa tarde siguió llegando gente alCafé Franc; de hecho, jamás habíavisto el lugar tan lleno. Para cuandoFranc caminó hasta el frente y subió auna pequeña plataforma que se habíapreparado para la ceremonia, en ellocal ya solo cabía gente de pie.

Alguien le dio unos golpecitos a sucopa y el barullo disminuyó hasta

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convertirse en un susurro.—Gracias a todos por venir —dijo

el dueño y miró al grupo de invitados—. Hoy es un día muy especial paratodos los que formamos parte de lacomunidad de este café, pues no solotengo un anuncio que hacer, sino tres.

»El primero es que, como la saludde mi padre empeoró, tendré que dejarel Café Franc para cuidarlo.

La gente expresó su preocupacióny sorpresa.

—Quizá tenga que pasar entre seismeses y un año en San Francisco.

Noté que Geshe Wangpo asentíacomo aprobando lo que decía sualumno.

—Cuando supe que tendría quepartir, me pregunté qué haría con elcafé, porque no quería cerrarlo —depronto se hizo evidente laconsternación de los asistentes—, pero

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también sabía que no se puede manejarsolo. Sin embargo, hace dos semanastuve la enorme suerte de conocer aSerena Trinci, quien acababa deregresar de Europa después de trabajarcomo gerente de varios de losrestaurantes más finos de esecontinente.

Franc señaló a la joven vestida derojo que les había estado presentandoa los demás toda la tarde. Ella ledevolvió el gesto con una ampliasonrisa.

—Serena administró un restaurantde dos estrellas Michelin en Brujas, elHotel Danieli en Venecia, y ademásacaba de dirigir un restaurante-bar delos más elegantes de Londres. A pesarde todo, no pudo evitar el llamado devuelta a casa, a McLeod Ganj, y poreso tengo el gusto de anunciarles que,muy amablemente, ha accedido a

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hacerse cargo del café durante miausencia.

La gente aplaudió con entusiasmoal escuchar el anuncio y le brindó aSerena gestos de aprecio. La señoraTrinci observaba la escena llena deorgullo maternal.

—Por otra parte, debo contarlesque durante mucho tiempo pensé encuál sería la mejor manera deaprovechar el espacio de allá —dijoFranc al mismo tiempo que señalaba elárea detrás de los invitados, todavíaoculta—. Tuve algunas ideas pero nosabía cómo implementarlas, pero luegose presentó otra misteriosa«coincidencia»: llegó la personaadecuada en el momento perfecto. —El restaurantero señaló a Sam, quienestaba cerca de ahí—. Ahora solo megustaría pedirle a Geshe Wangpo, mimaestro e invitado de honor, que

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inaugure formalmente nuestra nuevasección.

En medio de tímidos aplausos,Geshe Wangpo se acercó a Franc,subió a la plataforma y caminó hasta elmoño rojo. Estaba a punto dedeshacerlo, pero entonces recordóalgo:

—¡Ah, sí! Tengo el honor deanunciar la inauguración de estamaravillosa librería —dijo el monje;su vacilación provocó risas desimpatía entre los invitados—.Deseamos que su existencia sea razónde felicidad para todos los seres vivosy que evite el sufrimiento.

En cuanto el lama deshizo el moño,cayeron los paneles de papel y dejaronver resplandecientes hileras de libros,anaqueles de CD y una coloridavariedad de regalos. La gente aplaudióy demostró su entusiasmo gritando

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«viva» y «hurra». Franc sonrió yGeshe Wangpo le indicó a Sam quesubiera al pódium y se uniera a ellos.Sam sacudió la cabeza negándosevigorosamente, pero el lama insistió.Cuando Sam subió y se colocó entrelos dos, los aplausos subieron devolumen y continuaron hasta que ellama levantó la mano con autoridad.

—Los libros de esta tienda —explicó señalando los volúmenes quetenía al frente—, son muy útiles. Lo séporque ya los revisé. Creo que en laspróximas semanas muchos monjes delMonasterio de Namgyal vendrán avisitar la librería. Tal vez no tengandinero para comprar, pero vendrán arevisar los contenidos.

La seriedad en el rostro de GesheWangpo hizo que las carcajadasestallaran entre la gente.

—La persona que eligió los libros,

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o sea, este hombre —agregó mientrassujetaba fuertemente a Sam del brazo—, ha leído bastantes más, de hecho,muchos más de los que han leídoalgunos lamas que conozco. Él poseeun gran conocimiento pero es un pocotímido —en la mirada del lama habíaun brillo travieso—, así que deberánser pacientes con él.

Y Sam, en vez de avergonzarse,parecía vigorizado al escuchar loscomentarios de Geshe Wangpo. Ledevolvió la sonrisa; luego miró a losinvitados y les dijo en voz alta:

—Te… tenemos una mara…villosa selección de libros aquí.Tenemos clásicos y también librosrecientemente editados. Pu… puedodecir con toda co… confianza, queesta sección de libros sobremente/cuerpo/espíritu está mejorabastecida que la de muchas librerías

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de Estados Unidos. Espero verlospronto por aquí.

En cuanto Sam terminó de hablar,la gente aplaudió con ganas. Junto a él,Geshe Wangpo sonrióenigmáticamente.

—Estoy seguro de que todosquieren visitar la nueva sección —dijoFranc, tomando la palabra—; les darágusto saber que aceptamos tarjetas decrédito. Pero antes tengo que hacer untercer anuncio: desde este precisomomento, este establecimiento dejaráde llamarse Café Franc, paraconvertirse en The Himalaya BookCafé. En la parte exterior tenemosnuestra nueva marquesina, la cual serádevelada también esta noche.

La gente volvió a aplaudir por unlargo rato.

—Cuando abrí aquí mi negocio,todo tenía que ver con la comida y…

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no trataré de negarlo, conmigotambién. Me da gusto poder contarlesque las cosas han cambiado. Ahoraofrecemos algo más que solo comida y,afortunadamente, hemos crecido másallá de mi persona. Tengo el privilegiode trabajar con el equipo de gente queaquí nos acompaña: Jigme y NgawangDragpa en la cocina, Kusali y susmuchachos en el comedor y, a partir deeste momento, Sam y Serena. Peroahora, por favor, ¡disfruten de lacomida y las bebidas! ¡Y comprenmuchos libros y regalos! ¡Tendrémucho gusto de volver a verlos a todoscuando regrese de San Francisco!

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La fiesta de reinauguración se animóaún más. En cuanto Sam estuvo en lalibrería, un grupo de ansiososcompradores se formaron en la caja.Mientras tanto, Franc caminó conSerena por todo el local mientras losmeseros volvían a llenar las copas devino y champán. El restaurante, ahoraconvertido en un emporio, jamás habíaestado tan lleno de energía, risas y joiede vivre.

Qué diferente se veía de la primeravez que entré ahí y casi fui arrojadacon fuerza por la puerta. Me preguntoqué habría pasado si jamás hubiesecaminado hasta ahí con la ingenuaesperanza de comer algo delicioso. ¿Oqué habría pasado si no hubiera sidonecesario buscarle un hogar a KyiKyi? ¿Si Franc no hubiera comenzadoa estudiar con Geshe Wangpo? ¿O siSam no hubiera aparecido en el

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momento justo?Había algo muy misterioso y

agradable en la cadena de eventos quecondujeron hasta ese momento.

Y también en los que estaban porvenir.

Esa misma noche, cuando elarranque emocional de compras en lalibrería menguó, Serena caminó hastadonde estaba Sam y miró complacidael lugar y a la gente.

—¡Ha sido una noche espléndida!—dijo, radiante de felicidad.

—Así es, ¿no es cierto?Noté que Sam logró despegar la

vista del suelo y miraba directamente ala joven con una sonrisa en el rostroque le era imposible ocultar.

Luego ambos empezaron a hablaral mismo tiempo.

—Tú primero —dijo ella.—N… n… noo —dijo Sam

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señalándola.—No, insisto, tú primero.Desde donde yo me encontraba,

pude ver que a Sam se le habíanformado manchitas rojas en el cuellootra vez; y luego, como si se tratara denubes que se juntan para causar unatormenta, las manchas se unieron yformaron una ola color carmesí quesubió rápidamente hasta la barbilla deljoven, donde se detuvieron.

—Eh, solo iba a sugerir que… —dijo, en un volumen un poco más altode lo necesario— bueno, ya que vamosa trabajar juntos…

—¿Sí…? —dijo Serena,animándolo a continuar, al mismotiempo que se echaba el cabello haciaatrás y la luz hizo brillar sus aretes.

—Sería agradable y… solo si tútuvieras suficiente tiempo para…

—¿Sí…? —asintió ella para

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animarlo más.—Es decir, tal vez podríamos

reunirnos… ¿para comer?Serena se rio.—Yo iba a sugerir exactamente lo

mismo.—¿Ah, sí?—¡Será divertido!—¿El viernes por la noche?—¡Hecho! —Serena se inclinó

hacia el frente y le dio un sutil beso aSam en la mejilla.

Él le apretó ligeramente el brazo.En ese momento salió Franc de

entre la multitud, detrás de sus nuevossocios. Y en cuanto vio la mirada deSam fija en el hombro de Serena,guiñó.

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Esa noche, de vuelta en casa, mecoloqué de nuevo sobre la repisa de laventana. El Dalai Lama, que ya habíaregresado de Delhi, estaba sentado ensu silla leyendo un libro.

La ventana estaba abierta, yademás del fresco aroma del pino,parecía que había algo más en elambiente. Era la esperanza de lo queestaba por venir.

Mientras observaba a Su Santidadleyendo, no pude evitar pensar —comohacía con frecuencia en momentos decontemplación como ese—, loafortunada que fui al ser rescatada por

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un hombre tan increíble. Las imágenesde aquel día en las calles de NuevaDelhi, aún surgían sin que yo lasinvocara, especialmente las deaquellos últimos momentos, cuando meencontraba envuelta en papelperiódico y las ganas de vivir parecíanestar a punto de abandonarme.

—Qué interesante, mi pequeñaLeona de las Nieves —dijo el DalaiLama después de un rato. Cerró sulibro y se acercó para acariciarme—.Estoy leyendo sobre la vida de AlbertSchweitzer, ganador del premio Nobelde la Paz en 1952. Era un hombre muycompasivo y sincero. Acabo de leeralgo que dijo: A veces nuestra luz seapaga, pero siempre renace y se tornaen llama cuando entramos encontacto con otro ser humano. Todosdebemos estar agradecidosprofundamente con quienes

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reavivaron nuestra llama interna.Estoy de acuerdo, ¿tú no, GSS?

Cerré los ojos y ronroneé.

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DAVID MICHIE (Harare, Zimbabue)es autor de los libros Buddhism forBusy People, Hurry Up and Meditate,y Enlightenment to Go. Todos estostítulos han sido publicadosinternacionalmente y están siendotraducidos a muchos idiomas. Davidnació en Zimbabue, estudió en laUniversidad Rhodes en Sudáfrica, yvivió en Londres diez años. Estácasado y vive actualmente con su

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familia en Perth, Australia.

Website: www.davidmichie.com