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5 limbo Núm. 28, 2008, pp. 5-28 issn: 0210-1602 El drama del héroe nórdico en Santayana: Lucifer, Hamlet y Oliver Alden Cayetano Estébanez Estébanez Resumen Este artículo pretende hacer patentes las características que Santayana atribuye al héroe nórdi- co, tal como aparecen en tres personajes de su obra creativa y de crítica literaria, Lucifer, Ha- mlet y Oliver Arden. Los tres manifiestan unos rasgos comunes que definen la idea que Santa- yana tiene de este héroe. Para empezar, se observa en ellos una primacía del espíritu que tiene como resultado una autonomía y una alienación autodestructivas. Al fin, esta autonomía lle- va a una duda paralizante en la que se impone como principal norma de conducta el impe- rativo categórico del deber. A esto hay que añadir que la falta de una comprensión auténtica del mundo y la voluntad de imponerle sus propios esquemas conceptuales los lleva a sentirse alienados hasta de sus seres más queridos. En estos tres personajes se aprecia, también, una re- lación ambivalente hacia la figura del padre y un tipo de puritanismo que es incapaz de admi- tir la más mínima condición de caos en el universo. Todo ello termina en un dramático sabor a tristeza y soledad y en un permanente sentimiento de culpa. Abstract is paper examines the characteristics of the Nordic hero according to Santayana’s creative and literary critical work, as they appear in Lucifer, Hamlet and Oliver Arden. e three exhibit certain common conceptual and behavioural modes of existence that give an accurate portrayal of what this hero is for him. To begin with, they adhere to a complete primacy of spirit, which, in the end, results in a destructive autonomy and distraction. Also, this autonomy leads to a paralysing permanent state of doubt, duty being the categorical imperative of their concrete actions. e lack of a true understanding of the world around them and the will to impose their conceptual schemata on it makes them feel alienated even from the people that are dearest to them. In these three characters there is also an ambivalent approach to the father figure and a type of Puritanism that cannot admit even the slightest condition of chaos in the universe. All this ends in a dramatic taste of grief and solitude and a permanent sentiment of guilt.

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limbo

Núm. 28, 2008, pp. 5-28issn: 0210-1602

El drama del héroe nórdico en Santayana: Lucifer, Hamlet y Oliver AldenCayetano Estébanez Estébanez

Resumen

Este artículo pretende hacer patentes las características que Santayana atribuye al héroe nórdi-co, tal como aparecen en tres personajes de su obra creativa y de crítica literaria, Lucifer, Ha-mlet y Oliver Arden. Los tres manifi estan unos rasgos comunes que defi nen la idea que Santa-yana tiene de este héroe. Para empezar, se observa en ellos una primacía del espíritu que tiene como resultado una autonomía y una alienación autodestructivas. Al fi n, esta autonomía lle-va a una duda paralizante en la que se impone como principal norma de conducta el impe-rativo categórico del deber. A esto hay que añadir que la falta de una comprensión auténtica del mundo y la voluntad de imponerle sus propios esquemas conceptuales los lleva a sentirse alienados hasta de sus seres más queridos. En estos tres personajes se aprecia, también, una re-lación ambivalente hacia la fi gura del padre y un tipo de puritanismo que es incapaz de admi-tir la más mínima condición de caos en el universo. Todo ello termina en un dramático sabor a tristeza y soledad y en un permanente sentimiento de culpa.

Abstract

Th is paper examines the characteristics of the Nordic hero according to Santayana’s creative and literary critical work, as they appear in Lucifer, Hamlet and Oliver Arden. Th e three exhibit certain common conceptual and behavioural modes of existence that give an accurate portrayal of what this hero is for him. To begin with, they adhere to a complete primacy of spirit, which, in the end, results in a destructive autonomy and distraction. Also, this autonomy leads to a paralysing permanent state of doubt, duty being the categorical imperative of their concrete actions. Th e lack of a true understanding of the world around them and the will to impose their conceptual schemata on it makes them feel alienated even from the people that are dearest to them. In these three characters there is also an ambivalent approach to the father fi gure and a type of Puritanism that cannot admit even the slightest condition of chaos in the universe. All this ends in a dramatic taste of grief and solitude and a permanent sentiment of guilt.

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Introducción

En El último puritano Santayana culmina su pensamiento acerca de las caracte-rísticas del héroe nórdico. Habían pasado muchos años desde la publicación de la primera versión de Lucifer (1899). Para James C. Ballowe, Oliver representa la men-te del norte, la forma de vivir y actuar de las gentes que han hecho suyas las actitu-des frente a la vida de un protestantismo agostado [Ballowe (1966), pp. 123-135]. Sin embargo, se puede hallar un mismo trazo en el tratamiento que hace de ambos per-sonajes. En su propia reseña, escrita de forma anónima, para su drama poético, San-tayana dice que está escrito en el presente y que la acción tiene lugar en la imagina-ción de uno años entregados a la investigación comparada de la historia [Santayana (1899), pp. 210-211].

Se trataba de una época desgarrada entre la imaginación y el intelecto, de modo que las fi guras del drama se convierten en caracteres alegóricos que re-presentan las formas ideales de diversos valores en confl icto. Lucifer, Hamlet y Oliver Alden aportan algunas características comunes que dan este perfil.

Que hay una unidad de pensamiento en toda su obra lo dice el mismo Santayana cuando le comenta a Daniel Cory que él no evoluciona [Santayana (1955), p. 159]. An-teriormente había escrito también en “A General Confession” que su fi losofía simple-mente desarrollaba ciertos temas que habían rondado su cabeza desde el principio y que habían dominado sus versos y sus primeras disquisiciones sobre poesía, religión, el amor platónico y una moral postracional [en Schilpp (1940), p. 28].

Así que es legítimo investigar el trazo permanente que queda en la visión del hé-roe nórdico en Santayana.

I. Primacía del espíritu

En el prefacio que escribió para El último puritano de Triton Edition, el mismo Santayana aporta lo esencial para comprender la autodestrucción a la que llega es-te héroe. Al comentar la razón del subtítulo de su obra, Memoria en forma de nove-la, Santayana recuerda cómo lo que pretendía era una crónica, mitad satírica mitad poética, de una educación sentimental, confrontando la vida de dos amigos, uno alegre y el otro solemne y recatado, y cómo Harvard le había proporcionado múl-tiples ejemplos vivos de esa confrontación. A esto hay que añadir una circunstan-cia defi nitiva, y es que en las dos últimas décadas del siglo xix había visto allí la muerte prematura de cinco o seis jóvenes poetas, amigos suyos, cuyo colapso perso-nal no se podía atribuir a la casualidad. Tenía que averiguar la razón del fracaso al que los había llevado el confl icto entre el mundo y el espíritu. A medida que pen-saba en ello, se hacía patente la naturaleza y la historia de Oliver. Todos sus amigos habían sido radicalmente independientes, pero ninguno de ellos había encontrado

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un mundo apropiado a sus energías ni había tenido el poder intelectual sufi cien-te para dominar sus circunstancias y así tornar en algo favorable lo que pudiera ser desfavorable. Ésta es la tragedia esencial del último puritano (“un héroe y un már-tir de una crisis espiritual”), a la que hay que añadir la aridez, difi cultad y confusión que Santayana había percibido en los notables de Nueva Inglaterra y en los más des-tacados profesores y colegas de Harvard [Santayana (1937), i, Preface, pp. vii-xv].

Oliver debiera de haber sido un santo, dice Santayana en Letters (1955), p. 302. Es lo mismo que afi rma de Lucifer en Triton Edition: “Lucifer no es como Fausto, sim-plemente el hombre natural que sufre de parálisis; es un espíritu que ha purgado sus faltas y que se ha sublimado; es un santo ateo” [Santayana (1936), i, p. 292]. Con to-do, esta disolución del espíritu no es la única característica común entre Oliver y Lu-cifer. Hay varias más, como se verá más adelante.

Lucifer, en efecto, ha de leerse como una tragedia. En “A General Confession” Santayana escribe que en la teodicea de Royce había visto una justifi cación a la exis-tencia del mal, algo que le había producido un revulsivo interior; le resultaba fami-liar el sentimiento romántico que encontraba felicidad sólo en las lágrimas y virtud sólo en las agonías heroicas, de lo que era clara prueba su drama poético Lucifer [en Schilpp (1940), p. 10]. Lucifer es un mártir del reino del espíritu, un héroe caído que no ha sabido ver que el espíritu existe en la materia, donde tiene la única posibilidad de acción.

Poco tiene que ver este personaje con el Satán del Paraíso perdido de Milton, que se rebela contra Dios y tienta a Adán y Eva, los primeros padres de la humanidad. Frente al poderío, el orgullo, el instinto natural y el amor a la libertad del Satán de Milton, este Lucifer de Santayana es una fi gura atormentada por la pasión de saber y la incapacidad de acción, a causa, precisamente, de la primacía absoluta del espíri-tu. El Lucifer de Santayana es un fi lósofo. Dramatiza la agonía espiritual del hombre moderno que lleva la razón al extremo, rompiendo la armonía entre el hombre y la naturaleza e incapacitándolo para una salvación por el amor y la religación a los de-más. En última instancia, pierde la comunión con el ser. Se queda solo, encadenado a la duda y con la libertad perdida para siempre. Lucifer es la expresión poética de la refl exión posterior de La vida de la razón y El último puritano. A Hamlet, sin embar-go, no le faltaban ni inteligencia ni coraje; lo que le faltaba era una convicción prác-tica o el sentido de la realidad [Santayana (1936), p. 65].

Como ha visto Henry Samuel Levinson, este drama arroja luz sobre la idea de la espiritualización en Santayana, con los confl ictos que ello implica [Levinson (1992), p. 114]. En el Prefacio al “Reino del espíritu”, Santayana deja bien claro que él es un materialista convencido: lo que intenta es seguir la huella de la existencia de lo espiritual, enraizándolo en la naturaleza, desde luego. El espíritu no es un mundo diferente del que conocemos. Santayana lo defi ne como la luz interior que ilumina al hombre mientras vive en la tierra. Viene a ser lo mismo que sentimien-to o pensamiento o conciencia; incluso podría decirse que se identifi ca con pensée

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de Descartes o cogitatio de Spinoza.1 El espíritu es, en cierto modo, la tierra nati-va de los fantasmas, las ideas y los fenómenos [Santayana (1972), pp. 549-560]. El reino del espíritu es, pues, el ámbito de la conciencia, que es inseparable de la ma-teria. Claramente lo dice en “A General Confession”: el espíritu y la razón surgen de la vida orgánica; esto es, brotan del mismo poder de adaptación activa que tie-nen los animales para actuar sobre el mundo externo y sobre el futuro [en Schil-pp (1940), p. 26].

La cuestión es que Lucifer, como Oliver Alden, es demasiado espiritual. Lo que esto quiere decir es que ambos viven intensamente el confl icto irresoluble de olvidar que el espíritu no es algo ajeno a la materia. Oliver quisiera que la materia obedeciera al espíritu, como si éste fuera algo ajeno a ella. Al fi n, la imposible desviación concep-tual y moral que esto supone sólo traerá consigo la autodestrucción del personaje.

A Hamlet le ocurre algo semejante: enredado en las elucubraciones de su men-te, pierde el sentido de la realidad, se incapacita para la acción y es la causa del suici-dio de Ofelia, que sí entiende el espíritu en la materia. El amor de Ofelia no es algo platónico que tenga una existencia abstracta; es algo que se dirige a una persona con-creta, a Hamlet. Se quiebra así toda posibilidad de armonía. La rebelión de Lucifer se produce cuando las exigencias del espíritu se afi rman como un derecho frente a la infi nita opresión de los hechos y las circunstancias. En el mejor de los casos, esta dis-tracción, como la llama Santayana, lleva al solipsismo.

George Howgate también ha visto la relación entre ambos personajes, hasta el punto de afi rmar que “Oliver encaja perfectamente en la descripción que hace San-tayana de Hamlet, la manifestación suprema del genio nórdico” [Howgate (1961), p. 266].

II. Fragmentariedad del héroe nórdico: la duda paralizante

Oliver había leído Hamlet en la escuela y había recibido las lecciones de Fräulein Schlote sobre lo que Goethe decía acerca de este personaje en Wilhelm Meister. Por su parte, Jim desea llevarlo a ver la obra de Shakespeare, pues piensa que eso le cau-saría una buena impresión a su padre, Peter Alden. Además, está convencido de que Hamlet le vendrá muy bien a Oliver, pues la obra provoca la especulación y hace sur-gir las preguntas últimas que necesita un joven fi lósofo romántico para completar su formación, a pesar de las situaciones absurdas e incongruentes que se dan en ella. Estas ideas de Jim le brindan a Oliver la oportunidad de refutar lo que él piensa que

1 Spinoza es un pensador que está presente en toda la obra de Santayana: desde la orgullosa explicación del origen de su propio nombre, que hace en Personas y lugares, hasta su visión del uni-verso, cercana a un cierto panteísmo antropológico y su propia base natural de la fi losofía moral, y tantas otras páginas y maneras de pensar [Santayana (1940), pp. 10 y 354].

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son herejías conceptuales. Es en estas manifestaciones de Oliver donde se percibe la afi nidad que tienen ambos personajes:

Hamlet, explicó Oliver, era tan valiente y decidido como el que más cuando estaba se-guro de no equivocarse; pero tenía una inteligencia formidable, y extraordinariamente pura y superior a todos los lugares comunes de la gente, y aun de la ciencia. Esto era lo que le inhabilitaba para la vida cotidiana. No le era posible representar con toda convicción el papel que le había tocado en suerte en la sociedad humana, porque veía lo unilaterales y perversos que eran todos los principios que la gobernaban [Santayana (1940), i, p. 394].

Parece que Oliver estuviera haciendo su propio retrato. Ambos, Hamlet y Oli-ver tienen de sí mismos la idea de que son intelectualmente superiores al común de los mortales, algo que los incapacita para vivir en este mundo. Ambos ven también las múltiples perspectivas de la vida y, por eso, son incapaces de acción. Es algo que le ocurre a Lucifer también.

Santayana escribió un buen número de páginas sobre la obra de Shakespeare, y sobre Hamlet, en particular.2 Ya desde el principio de la novela aparecen ecos del drama de Shakespeare en “Infancia” (iii), refi riéndose a Oliver: “…era preferible soportar los nuevos males que volver a otros sobradamente conocidos” [Santaya-na (1940), i, p. 161]. Ecos de Hamlet hay también en “Infancia” (xviii), cuando el novelista dice de Oliver: “Even school work, when he took it up again, occupied him only north-north-west” [Santayana (1935), p. 277].3 (En la traducción espa-ñola se pierde ese eco: “Incluso sus estudios en la escuela, cuando le tocó reanu-darlos, le ocupaban tan sólo en parte” [Santayana (1940), p. 381]). En una carta a Robert Potter, del 21 de diciembre de 1922, Santayana le dice que la acción de su no-vela estaba concebida desde el punto de vista del héroe que transforma su purita-nismo en una especie de perplejidad al estilo de Hamlet [Santayana (2002), p. 110].

Como escribe John M. Major, para Santayana el arte del Mediterráneo, o arte clá-sico, es sano: tiene idealismo; el del norte, también llamado romanticismo y, en su es-tado puro, barbarismo, es poco más que la creación de unos muchachos privilegiados: es enérgico, expansivo, primario y pintado con colores deslumbrantes, pero, al mis-

2 Santayana estuvo siempre interesado en la obra de Shakespeare, como lo demuestran los artí-culos y las muchas páginas que escribió sobre ella, por ejemplo, “Th e Absence of Religion in Shakes-peare”, en Interpretations of Poetry and Religión (1900), “Hamlet” (1908) [Obiter Scripta (1936)] y “Tragic Philosophy” [Scrutiny (1936)]. También escribió sobre Shakespeare en Th e Sense of Beauty (1896), Reason in Art (1905), Soliloquies in England and Later Soliloquies (1922), Persons and Pla-ces: My Host the World (1953), en varias cartas y, claro está, en Th e Last Puritan (1935), acerca del papel que tiene en la formación juvenil de Oliver.

3 El eco de “Infancia” (iii), proviene de soliloquio de Hamlet “To be or not to be…”: “And makes us rather bear ills we have / Th an fl y to others that we know not of ?” [iii, i, 81-82]. El de “In-fancia” (xviii) se halla en lo siguiente: Hamlet. “I am but mad north-north-west. When the wind is southerly, I know a hawk from a handsaw” [ii, ii, 374-375].

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mo tiempo, es túrbido, sin color y sin forma, fragmentario y sin posibilidad ninguna de enseñar nada [Major (1991), p. 76]. En efecto, ésta es la visión que Santayana tiene del héroe nórdico. Dante y Homero, héroes mediterráneos, viven en un cosmos to-talizador que ha dominado completamente la razón y la imaginación. El héroe me-diterráneo ve al hombre en sus relaciones con los demás seres de modo que siempre camina en un plano adecuado del universo. El mundo de Shakespeare y sus héroes es un ámbito en el que se dibuja la vida humana con toda su rica variedad, sometida a la voluntad, pero sin amarres.

En el prólogo a El último puritano, Santayana cuenta cómo la idea de la narración partió de una conversación que tuvo con Mario van de Weyer en París, en los años posteriores a la Primera Guerra Mundial. En un punto de esta conversación en la que ambos comentan las vicisitudes de la vida de Oliver, muerto en la guerra, Mario le di-ce a Santayana que Oliver se habría convertido al catolicismo, si hubiera vivido lo su-fi ciente. Santayana le contesta, poco optimista respecto a esa convicción: “¿Cree us-ted? ¿Él, tan nórdico, abandonando el carril del libre albedrío por el antiguo camino romano de la tradición?” Su vida es el imperio de la voluntad:

Desconfi aba de la duplicidad, pero no podía admitir el caos; y a fi n de escapar al caos, sin imponer fi cciones ni falsas esperanzas a la humanidad, habría sido capaz de imponernos no importa qué régimen de fuerza [Santayana (1940), pp. 15 y 20].

El gran agente destructor de Oliver, lo mismo que de Lucifer y Hamlet, es que no admite las imperfecciones de la creación. Esto sólo puede conducir al solipsismo o la autodestrucción y la desesperación.

En 1906 Santayana publica el ensayo Hamlet como introducción al drama de Shakespeare, que aparecerá después en Obiter Scripta (1936). Aquí Santayana ve a Ha-mlet como un personaje romántico, víctima de la cultura y el genio moderno. Dice que su psicología es semejante a la que los metafísicos alemanes habían atribuido al Espíri-tu del Mundo, que consiste en perseguir el bien eternamente, de un modo que parece especialmente diseñado para no alcanzarlo nunca. En este punto, el juicio de Santaya-na sobre el personaje de Hamlet es el mismo que hace de Oliver: es la tragedia de un al-ma prisionera en un mundo que no puede entender y del que tampoco puede escapar.

De Oliver, dice su padre que no tiene remedio, que no tiene ni gracia ni vitali-dad ni fuego ninguno. Cuando se le muestran las cosas más hermosas y los hechos más llamativos, él toma notas y se va a casa a hacer sus tareas. En el capítulo xvii de la primera parte, “Infancia”, hay una descripción de Oliver que refuerza esta mente “sonámbula” de su carácter, así como su relación con Hamlet, con ecos evidentes del drama de Shakespeare. Hay otros ecos que se han indicado más arriba.4

4 John M. Major trató este interés de Santayana por Shakespeare en el artículo “Santayana on Shakespeare”, Shakespeare Quarterly 10 (Autumn 1959), 469-79, reimpreso en Critical Essays on George Santayana (1991), pp. 75-86.

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Esta falta de dirección es una constante en Lucifer, Hamlet y Oliver. Se traduce en una duda paralizante, pues nunca están seguros de la moralidad de sus acciones. Los tres pecan de una parálisis de la voluntad, porque la razón les exige tener segu-ridad en todo lo que hacen. Es el mayor problema de Lucifer: “Quizás les hago mal; dudar demasiado / ha sido mi debilidad. Debes tener paciencia conmigo” [Santaya-na (1899), p. 50].

Los tres tienen una elevada vida espiritual que los aparta de las realidades del mun-do. Por eso, ninguno de ellos sabe estar cómodo entre los demás: ansían la soledad. Lucifer busca la soledad de una estrella lejana para poder meditar de continuo. En realidad, se trata de místicos que se ven obligados a entrar en una acción que recha-zan. Los tres están prendados de la atracción del puro intelecto. Pero es que, además, la vida del espíritu se completa con una intensa presencia del deseo de actuar sobre el mundo. Aquí está una de las raíces del drama de estos tres personajes: viven en un reino de intensa vida espiritual y de voluntad extrema de actuar; sin embargo, su dis-tracción del mundo, su incapacidad para relacionarse con las cosas hace que el sufri-miento más profundo sea la constante de sus vidas. Garrido apunta que en el dilema que se da en la cultura entre acción y contemplación y entre individualismo y colec-tividad, Santayana siempre escogió la segunda opción [Garrido (1996), p. 15]. Tal vez sea la incapacidad de estos tres personajes para resolver este dilema lo que los haya lle-vado a este grado de soledad y distracción.

III. “Distracción”: agostamiento del espíritu5

La intensidad de este desgarro se comprende mejor cuando se recuerda que, para Santayana, el fundamento del espíritu está en la vida de la naturaleza. De este modo, cuando el espíritu y la voluntad no aciertan a insertarse en el mundo, se produce la disrupción de la persona y el sufrimiento por la inadecuación entre mente y mundo real. Es el espíritu el que nos presenta los objetos que perseguimos y que nos produ-cen sufrimiento: por el hecho mismo de ser dolorosa, la vida merece la pena vivirse [Santayana (1972), p. 620].

Realmente, este desgarro proviene, en última instancia, del ejercicio de la libertad que tiene la persona. Es un tema que desarrolla Santayana en “Th e Realm of Spirit”. Toda la existencia es contingente, es intrínsecamente fl ujo y proceso y, en ese sentido, es libre. El mundo sufre un cambio continuo; pero no se trata de un cambio completo, sino de una dinámica constante que existe mediante la ejemplifi cación de varias esen-cias en fl ujo constante por una especie de selección irracional. No hay en este fl ujo una necesidad lógica o una compulsión externa que dirija el proceso. De esto se sigue que

5 El vocablo “distracción” tiene aquí la signifi cación que le da la cuarta acepción (anticuada) del drae, como “distancia, separación”.

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todo hecho o movimiento es libre, puesto que no hay nada que lo obligue a ser como es. Es una libertad que postula la acción concreta de la voluntad (“will”), que Santayana entiende poéticamente, al modo de Schopenhauer, como un esfuerzo constante de ser. Sin embargo, los fenómenos no tienen en sí mismos una “voluntad” que los impulse a persistir. Es el fl ujo de la existencia el que va dando lugar a esencias nuevas.

Lo que ocurre, a veces, es que hay fl uctuaciones de la voluntad, de modo que la persona no tiene una dirección clara en su proyección hacia el mundo. Esto quiere decir que el espíritu (o la psique) está preñado de pasiones inarmónicas, o que ha si-do transformado por una infl uencia externa. La falta de conocimiento o la ignorancia son, en última instancia, la razón de actuar contra la voluntad latente, y de abocarse a la derrota. No es la falta de libertad, sino la falta de conocimiento, lo que lleva al des-garro de la vida. La psique, es decir, el espíritu o la conciencia (que son un nudo de fuerzas), precisamente por estar en todo, obstruye la espontaneidad de las acciones. La liberación del espíritu consistirá en dominarse a sí mismo sobre la base de la eman-cipación de todo el afán de dominio que trae consigo la voluntad. El conocimiento (y la salud) —no la ignorancia— es el único requisito para la liberación del espíritu de la distracción de la carne, el mundo y el demonio. Como consecuencia de esta lucha continua (“La guerra es el padre de todas las cosas que existen” [Santayana (1972), p. 642]) entre la materialidad de la voluntad y la pureza del espíritu, el sufrimiento se convierte en algo ínsito en él, en tanto que vive en el mundo. Pero el sufrimiento se supera cuando es comprendido y cuando es preferido a la injusticia.

El término “distracción”, que es frecuente en discusiones sobre la vida espiritual y mística, se usa aquí para signifi car cualquier interferencia que se dé en el impulso del espíritu hacia la contemplación. Es una fuerza de tracción hacia campos ajenos a él. Esta interferencia, como escribe Santayana, tiene tres agentes que intervienen en ella: el demonio, el mundo y la carne. La distracción es lo que agosta al espíritu, la fuerza que lo aleja del ejercicio espontáneo de la libertad y que lo tiene sometido a los dic-tados de las preocupaciones, del odio, de la duda constante y, en última instancia, del dolor y el sufrimiento [Santayana (1972), p. 673].

La distracción del mundo y de la carne sería la propia del héroe mediterráneo; la del demonio es la propia del héroe nórdico, como lo ha visto Frederick W. Conner [Conner (1961-1962), pp. 13-14]. La distracción del demonio, que es cualquier con-fusión respecto a las capacidades del espíritu, se encuentra de diferente manera en Mefi stófeles y en Lucifer. En su poema dramático, Santayana presenta a Mefi stófeles como un espíritu servil que olvida su vocación de entrega desinteresada y se convier-te en epítome de los excesos de la psique. Este tipo de distracción supone una acep-tación de la seducción natural de la carne y del mundo, abdicando de todo derecho del espíritu a un control o un rechazo de esa seducción. Al fi nal, sólo está la desespe-ración. Por el contrario, una experiencia espiritual normal va creciendo en claridad hasta que las exigencias del espíritu se reafi rman frente a la presión infi nita de los he-chos y las circunstancias. Ésta es la rebelión de Lucifer, que proviene también de un

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espíritu desilusionado con su autosufi ciencia. Mefi stófeles se convierte en una bestia maligna, mientras que Lucifer es víctima de su propia conciencia [Santayana, (1936), Triton Ed. i, p. 292]. Lucifer es un campeón del espíritu que se niega a admitir, con humildad, que el espíritu puede satisfacerse con las provechosas evoluciones de la materia. Es el pecado supremo de no asumir la imperfección de la existencia.

IV. La autonomía del espíritu

La tragedia de Lucifer, lo mismo que la de Oliver, es la tragedia de la razón que no se acompasa con una sumisión al orden natural ni reconoce la autonomía de otras fuerzas espirituales que pudieran reconciliarlo con ese orden [Hughson, (1977), p. 36]. La diferencia con Hamlet y Oliver está en que Lucifer proclama su completa li-bertad de acción, sin importarle sus resultados, mientras que en aquellos las múltiples perspectivas de la razón les impiden tomar decisiones. Así, claro está, no se equivocan, pero se autodestruyen. Lucifer, al fi arse sólo de esas perspectivas, sin tener en cuenta las limitaciones de la realidad, se autodestruye por tomar decisiones erróneas. Son las consecuencias de dejarse llevar sólo por las fuerzas de una razón sin anclaje en la vida. El lado opuesto, el de la aceptación de la naturaleza y sus debilidades con el gozo de vivir, lo representa Hermes, en Lucifer, y Mario, en El último puritano.

Oliver Alden padece del mismo mal. Poco a poco, bajo la educación que recibe de sus padres y de los que lo rodean, va menospreciando el mundo y la carne, a favor úni-camente de los valores del espíritu. Es un menosprecio por las cosas del mundo que le legó su madre, y que él ha potenciado hasta convertirlo en un poder autodestructivo. La opción de su padre no es menos destructiva, pues piensa que lo que Oliver necesi-ta es un ámbito de imaginación en el que desarrollar sus potencialidades. Son las con-secuencias de una educación puritana llevada hasta la esclerosis espiritual: “El purita-nismo es una reacción natural contra la naturaleza” [Santayana (1940), i, p. 17].

Como le ocurre a Lucifer, Oliver es incapaz de admitir que el espíritu puede con-vivir felizmente con las tormentosas, pero fructíferas, evoluciones de la materia. Es lo que Mario dice también en el prólogo a la novela: Oliver apenas pudo encontrar-se en casa en un mundo absurdo, pues estaba convencido de que el espíritu no sólo tenía como tarea comprender ese mundo, sino que, también, lo debía regir, sin te-ner en cuenta los dictados de la carne y la materia. En el mismo lugar, Mario da su opinión acerca de la difícil relación de Oliver con las mujeres. La razón es que no sabía ver en ellas a la mujer: “Oliver consideraba a todas la mujeres como señoras, más o menos bonitas, atractivas e interesantes. Pero nunca llegó a descubrir que to-das las señoras son mujeres” [Santayana (1940), p. 21]. Es decir, que el fracaso de Oli-ver con las mujeres se debe a su incapacidad para verlas como seres de carne y hue-so, sin un exceso de idealización que destruye la existencia misma del ser humano. Lo reconoce también cuando hace un recuento personal de sus relaciones con Edi-

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th y con Rose Darnley, la hija del vicario de Iffl ey y hermana de su amigo lord Jim. Imposibilitado para entender las fl aquezas de la gente y el signifi cado de la ternura, Oliver se proclama orgullosamente libre del matrimonio, como si las ligaduras que hay en él no fueran una señal de la grandeza de darse a otros y de cuidarlos: “Toda mi vida he estado en servicio obligatorio; un hijo obligatorio, un alumno obligato-rio, un atleta obligatorio; pero, siquiera, no soy un marido obligatorio” [Santayana (1940), ii, p. 547].

No es extraño que Hamlet le gustara tanto a Oliver. Le maravillaba su inteli-gencia y la pureza y superioridad de sus opiniones, tan alejadas de la gente ordina-ria, que es lo que le incapacitaba para el trato diario. Como había dicho Goethe, en él el espíritu estallaba a través de las convenciones vulgares, lo mismo que lo haría un roble joven plantado en una maceta. De la misma manera que le ocurría a Oli-ver con Edith y Rose, Hamlet pensaba en Ofelia exclusivamente porque veía en ella una mujer idealizada, tanto que rechazaba la idea de verla atenazada por la terrible vulgaridad de este mundo, tal como él lo veía. Incluso a costa de su propia felicidad, quería preservarla de todas las cosas horribles que le ocurren a una mujer cuando se casa y tiene hijos. De ahí que Oliver vea con simpatía el hecho de que Hamlet sea consecuente con su propia verdad, cuando aconseja a Ofelia que se recluya en un convento. Se comprende la cercanía que se da entre los dos. Como se ha indicado anteriormente, Howgate vió también la relación entre ambos personajes, hasta el punto de escribir que Oliver encaja perfectamente en la descripción que Santayana hace de Hamlet [Howgate (1961), p. 266].

La mayor parte de la escena 2.ª del acto iii de Hamlet, la ocupa un diálogo entre el protagonista del drama y su amada Ofelia. De un modo muy delicado, Ofelia le re-cuerda a Hamlet que hubo un tiempo en que le prometió amores y casamiento. Ha-mlet le contesta, afi rmando y negando el hecho a un mismo tiempo. Mas su descon-fi anza en la mujer de carne y hueso, le hace decir varias veces: “Ve a un convento”. La palabra convento podía tener, en tiempos de Shakespeare, una connotación ambigua. Con todo, lo que hace Ham let, en lo que parece un estado de locura, es, en defi niti-va, negarse al mundo y a la realidad del amor y el deseo: ve a Ofelia demasiado pura para hacerla su mujer: “Métete en un convento. ¿Por qué querrías engendrar pecado-res?” Esperpénticas razones para una mujer enamorada. No es extraño que Ofelia co-mience a desvariar y que, fi nalmente, muera ahogada, vestida con sus mejores galas y cantando pasajes de viejas melodías. Es el resquebrajamiento de todo por mor de un espíritu que ha olvidado su enraizamiento en la materia. Ya lo dice Santayana en su ensayo “Hamlet”:

La psicología de Hamlet es como la que algunos metafísicos alemanes han atribuido a su Espíritu del Mundo: es la víctima de su propia perversidad y de lo que se llama ironía romántica, de manera que persigue el bien eternamente de una forma especial-mente pensada para que no se consiga nunca [Santayana (1932), pp. 51-52].

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Oliver dice bien que Hamlet se comporta así con Ofelia no porque no la ame; to-do lo contrario: la ha idealizado tanto que no soporta verla en el caos del mundo que ve alrededor. Así que, incluso a costa de su propia felicidad, Hamlet desea librarla de todo lo desagradable que le ocurre a una mujer cuando tiene hijos; antes de que esto ocurra, prefi ere dejarle pensar que es cruel o que está loco. Es el alejamiento total de los encantos de las cosas de este mundo, de esas cosas que ocurren a la gente en el encuentro con los otros, de todos esos acontecimientos tristes o maravillosos que les suceden a quienes se lanzan a la aventura de conectar con la vida. No es inteligencia, de lo que anda sobrado, sino sentido de la realidad, lo que le falta a Hamlet. Es algo semejante a lo que le ocurre a Oliver con Edith y con Rose. Se trata de una visión de la existencia donde no tienen lu-gar las pequeñas debilidades y encantos de la carne. Está incapacitado para salir de sí mis-mo al encuentro con los otros; todo es incorporar y digerir lo que hay alrededor. Lucifer, Hamlet y Oliver profesan un idealismo que los lleva a desinteresarse por la realidad. Para ellos, los sucesos son simples ocasiones imaginadas para ejercitar el espíritu.

El mismo Oliver había sido educado de esta manera por su madre. Le daba por insti-tutrices a mujeres que, como miss Tirkettle, habían tenido una educación científi ca: no sabía ni canciones ni cuentos ni oraciones; la poesía, la mitología, la historia y la religión nada tenían que ver con la vida. Sólo hubo una ocasión, a la edad de cinco años, en que el mundo se le abrió ante sus ojos con la llegada de un poni, Dumpy, que se convirtió en símbolo de los mundos por conquistar. Es por esta época de su niñez cuando Oliver ve a una madre, mistress Murphy, que esta cosiendo mientras sujeta a su bebé en el regazo. Oliver, extrañado de que esto ocurra, pregunta a su madre por qué no deja al niño sen-tado en un banco. La respuesta de mistress Alden es demoledora: se imagina que el niño es demasiado pequeño y que todavía no sabe sentarse [Santayana (1940), p. 178].

V. La soledad del héroe

Lucifer, Hamlet y Oliver Alden encuentran que el mundo, es decir, la materia, no es su mundo. Los tres se autodestruyen. Oliver, incapaz de superar lo que para él es una dicotomía insalvable, se agota y desparece. Es algo que había ocurrido a muchos jóvenes estudiantes de Harvard, como escribe Santayana en En la mitad del camino (1946), pp. 141-157. Es un deseo de perfección imposible que sólo puede llevar a la desintegración. Santayana veía claro que esta desintegración —o parálisis, cuando menos— no tenía por qué ocurrir necesariamente; que el espíritu y la materia pue-den hacer vida en común. Sin embargo, esto es lo que el héroe nórdico no sabe con-ciliar, al contrario de Mario, que sí lo sabe. Lo resume Santayana a propósito de la obra de Hamlet, cuando dice que es el retrato de un personaje que se ha perdido pa-ra los lugares soleados del mundo; un personaje en el que vemos los talentos más lla-mativos del hombre reducidos a una patética impotencia [Santayana (1936), p. 67). Algo semejante dice de Oliver en El último puritano (1940), i, p. 196.

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Consecuentes con su instalación en el reino del espíritu y en la tendencia a la contemplación, los tres representantes del héroe nórdico en Santayana buscan la soledad y el refugio en la meditación. En su isla lejana, Lucifer es el campeón de esta soledad. Por esta razón, las obras en que aparecen abundan en monólogos o en la expresión del pensamiento con la técnica de la “corriente de la conciencia”, que iniciara y estudiara William James, mentor y colega de Santayana en Harvard. Uno de los ejemplos de monólogos más conocidos de la cultura universal es el de “To be or not to be, that is the question”, del acto iii, escena 1.ª, que es donde tiene lugar el diálogo en que Hamlet rechaza el casamiento con Ofelia, tal como se ha indicado anteriormente. En Lucifer, esta expresión de la interioridad de la persona aparece continuamente a lo largo de la obra. A cualquier proposición de Hermes o de los demás personajes, Lucifer contesta siempre, más que con una respuesta, con un monólogo de sus refl exiones interiores. El resto de los personajes, en realidad, sólo parecen servir para que Lucifer dé cuenta de sus dudas y sus cuitas. La exis-tencia de los otros apenas cuenta para nada. Como Hamlet y Oliver, Lucifer pare-ce más un exiliado que un rebelde que actúe contra alguien. Lucifer no pretende, propiamente, destronar a Dios, sino conocer, como Él, las razones de las cosas. Su martirio consiste en que no puede satisfacer el deseo que lo atenaza de conocer el universo tan bien como lo conoce Dios. En El último puritano, la técnica que uti-liza Santayana para expresar esta vivencia continua de la interioridad es la de los monólogos y, también, la de la corriente de la conciencia. Una muestra, entre otras muchas, de este fl uir del pensamiento de Oliver se tiene en el capítulo viii de la iv parte (p. 334), “En la órbita doméstica”, donde medita sobre la futilidad de los proyectos de la vida: “Después de todo —murmuró, casi en voz alta, más despier-to que nunca— la vida no es todo lo maravillosa que se dice. Es una trampa, un garlito, simplemente”.

Como la vida del espíritu en el héroe nórdico se resuelve en el interior de la per-sona, alejándola de la relación con los otros, el resultado es el sufrimiento. Lucifer, Hamlet y Oliver son unos seres atormentados. Al recluirse en la cárcel de su interio-ridad, se privan del encanto de la comunión con los demás y con las cosas y sucesos del mundo. Más aún: llegan a destruirlo allí donde lo hay. Lo hemos visto en la rela-ción de Hamlet con Ofelia. Por su parte, Oliver proclama su sufrimiento nihilista en uno de los monólogos más desoladores de la novela. Ha muerto el vicario de Iffl ey, que había signifi cado una tenue luz en su vida, y ha muerto su amor por Rose —si es que hubo algo—. Se siente sin las pocas amarras que podía tener. Rompe la licencia de matrimonio que tenía en el bolsillo, pues Rose lo ha convencido de que sería una unión sin ningún porvenir. Entonces comienza el monólogo:

La comedia ha terminado, las puertas están abiertas y, después de tantas emociones y ansiedades innecesarias, puedo al fi n caminar en la noche, en mi verdadera vida, en la compañía monótona e inexorable de las cosas reales [Santayana (1940), p. 546].

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Este nihilismo es aún mayor en Lucifer: “Lucifer, Lucifer, por qué eres fuerte? / Sólo para sufrir? Vive y toma tu parte”, y cuando dice: “Toda la creación está enamo-rada del dolor”, “Vivo atormentado, porque vivo solo”, y “Celebro mi sacramento de dolor” [Santayana (1899), pp. 56, 75, 126 y 137].

VI. El imperativo categórico del deber

Otra de las características del genio nórdico, tal como lo ejemplifi ca Santayana en Lucifer, Hamlet y Oliver Alden, es el imperativo categórico del deber como actuación de la voluntad. Se trata de una voluntad pura, sin nada exterior que la infl uya o deter-mine. La determinación está en el espíritu. Como escribe Frederick W. Conner, tanto Lucifer como Oliver (y Hamlet, hay que añadir) son víctimas de lo que Santayana lla-ma moralismo en Th e Idea of Christ in the Gospel, entendiendo por tal la exigencia de que el universo (o Dios, en el caso de Lucifer) debe conformarse a un estándar perso-nal de moral que, a su vez, tiene que tener una sanción universal [Conner (1961-162), pp. 18-19]. Ambas exigencias son, realmente, una distracción del espíritu, y son espe-cialmente enervantes cuando se sabe que son imposibles. Es el caso de los tres héroes de Santayana. El único camino de liberación para el espíritu serán el amor y la pie-dad, tal como aparecen en Cristo. Hermes, en Lucifer, y Rose, en El último puritano, conocieron esta trampa; Lucifer y Oliver no supieron escapar de ella.

Para los editores de la edición crítica de Th e Last Puritan, Oliver y el “deber” son inseparables [(1994), p. 593, note 131.8-13]. Los mismos editores recuerdan en esta no-ta lo que McCormick recoge en su biografía Santayana: que Santayana había escrito “Oliver” al margen de su ejemplar de los pensamientos de Th oreau en que éste dice que siempre consultamos nuestra voluntad y nuestro modo de comprensión y las ex-pectativas de los hombres y no de nuestro genio, y que, por ello, nos imponemos ta-reas que sabemos que nos van a destruir [McCormick (1987), p. 332].

Schopenhauer fue uno de los fi lósofos que tuvo una infl uencia mayor en el pen-samiento de Santayana, como él mismo dice en carta a Milton K. Munitz, del 2 de mayo de 1938 [Santayana (2004), p. 139]. Oliver lo hace todo por el deber, sin más. Fräulein Irma se lo había enseñado así en los paseos que daba con ella de niño y en los pasajes de Schopenhauer que ella le leía. El mismo Santayana afi rma que su en-tusiasmo juvenil por el fi lósofo alemán se vio atemperado por el respeto a la materia que había en Spinoza, en Hobbes y en William James, de tal manera que el concepto de “Voluntad” devino en un nombre mitológico para esa materia en su fl ujo irracio-nal. Oliver es un esclavo del deber.6

6 Entre los estudiosos de Santayana, es bien conocido su interés por Schopenhauer, sobre el que quiso escribir su tesis doctoral, en primera instancia. Fue Josiah Royce quien lo conven-ció para que cambiase de tema. En Schopenhauer, Santayana vio un impulso para afi rmarse en su propia fi losofía de veneración a la materia [Egotism in German Philosophy (1916), pp. 92-96].

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Ya hemos visto cómo se siente un conscripto de las cosas y los acontecimientos, que siempre lo llevan a tomar decisiones que no parten de él mismo. Todo lo hacía por el deber, sin libertad, en última instancia. Su tragedia es la de un espíritu que no se contenta con entender el mundo, sino que lo quiere gobernar. En cuanto a Hamlet, toda la obra de Shakespeare es el desarrollo del juramento que aquél hace al espectro de su padre. La acción del drama fl uye en torno al deber de la venganza de su muerte, como indica el mismo Santayana en Obiter Scripta (1936), p. 55.

En realidad, la voluntad y el espíritu se funden en la mente del héroe nórdico. Ya indicamos anteriormente que Lucifer y Oliver no toleran que el mundo sea de otra manera a como lo piensan ellos: su voluntad pretende conformar el espíritu del mun-do. Como no logran esto, el camino que toman es distanciarse de las cosas, cayendo así en un solipsismo inoperante y agostador y, también, en un moralismo típico de una mente protestante y romántica. La cuestión última es que ambos, espíritu y vo-luntad, quedan en el vacío, pues no tienen relación con la acción. El drama de este héroe es que es incapaz de ejercer ni el espíritu ni la voluntad en las cosas pequeñas de cada día. Lo que no sucede conforme a su guión conceptual y de dominio es un desorden de la naturaleza. Así lo ha visto también Daniel Moreno cuando escribe lo siguiente a propósito de la muerte de Oliver, que se ve sorprendido por un motoris-ta en una curva del camino:

La solución de Oliver ante el mal funcionamiento del mundo es cumplir con su de-ber e intentar evitar la colisión. Sólo que no cuenta con los mojones de la carretera y choca contra ellos [Moreno (2007), p. 167].

José Beltrán insiste en una perspectiva similar: Oliver hace de su vida un progra-ma determinado que lo llevará a la autodestrucción: “La tendencia de Oliver, desde esta óptica, es reducir los azares a una lógica sin fi suras, estricta, a la que, como vere-mos, acabará sucumbiendo” [Beltrán (2008), pp. 239-240].

Éste es, precisamente, uno de los componentes más dramáticos del héroe nórdico en Santayana: que, perdido en las altas disquisiciones del espíritu y en las graves de-cisiones de la voluntad, no acepta o no quiere ver la realidad de las cosas pequeñas de cada día. Por esta razón, pierde el encanto de lo próximo y se exilia de las cosas her-mosas que hay en el mundo. El fi nal es la desolación y la muerte.

VII. La relación ambivalente con el padre

Otra característica común a estos tres representantes del héroe nórdico de San-tayana es su protestantismo, con todo lo que esto implica. Hamlet había estudiado en Wittenberg [Hamlet, ii, 113], una universidad alemana, fundada en 1502, que está fuertemente asociada a Lutero, Melanchthon y la reforma protestante. Era un cen-

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tro de élite, favorito entre los estudiantes daneses de la época, donde se ponía énfasis en el ejercicio del pensamiento y en el estudio de los problemas desde todos los pun-tos de vista posibles. Allí Hamlet debió de estudiar la lógica del protestante francés Petrus Ramus, uno de los retóricos favoritos del puritanismo. En las enseñanzas de Petrus Ramus, además de un método para el estudio de las Sagradas Escrituras, sus estudiosos podían encontrar también el escepticismo al que llevaba —o del que par-tía— ese método. De hecho, Petrus Ramus tuvo que defenderse en una carta diri-gida a su patrón, el cardenal de Lorena, de la acusación de que era un académico, es decir, un profesor que enseñaba a sus estudiantes a dudar. Llevada al extremo, esta educación hacía que el estudiante perdiera contacto con la acción. En cuanto a Luci-fer y Oliver, ambos parten de una duda que se nutre del horror al vacío: los dos quie-ren un contacto directo con Dios, sin intermediario ninguno; mas, al llegar a la du-da absoluta, se produce la autodestrucción. La conclusión de esta actitud es el más hondo pesimismo.

En este sentido, podría pensarse que Fausto, a quien Santayana dedicó la terce-ra parte de Th ree Philosophical Poets, es también uno de los representantes de su hé-roe nórdico. Sin embargo, las diferencias entre Fausto, Lucifer, Hamlet y Oliver Al-den son muy grandes, al menos tal como Santayana interpreta a estos personajes. El Fausto de Goethe presenta la culminación de la experiencia inmediata, la exaltación de la vida en su inmediatez. Es un pagano que persigue el goce de la vida por enci-ma de todo, sin cuidarse de interiorizar lo que está haciendo. Es acción desmedida. Al fi nal, se salva por la belleza y la ternura del eterno femenino. Ni en Lucifer ni en Ham let ni en Oliver se encuentra salvación ninguna que venga de fuera, pues todo se revela en el interior del personaje. Frente al Fausto medieval, que sucumbe, por su propio albedrío, a toda suerte de tentaciones, el Fausto renacentista, el de Marlowe, es ya un personaje cristiano que actúa y es condenado por un dictado del destino, es decir bajo el signo de las ideas de la Reforma. Marlowe pone a su héroe, megaloma-níaco y egoísta, frente a su creador y al resto de la creación. El Fausto de Goethe, co-mo escribe Santayana, “glorifi ca la vuelta desde el cristianismo al paganismo; muestra que el espíritu libera al alma, rompiendo las ataduras de la fe y la moral tradiciona-les” [Santayana (1953), p. 137].

El Fausto de Goethe representa la rebelión del romanticismo contra toda atadu-ra física, social o moral. Es la emancipación de la mente frente a la tradición cristia-na. Es un drama completamente naturalista, muy alejado de las fuerzas que mueven — y destruyen— al héroe nórdico de Santayana, demasiado espiritual como para sentirse liberado por el goce de las cosas terrenas. En muchos aspectos, es más un hé-roe mediterráneo que nórdico. En este sentido, Santayana recuerda la comparación que se ha hecho entre Fausto y El mágico prodigioso, de Calderón de la Barca, en el que Cipriano, el protagonista, vende su alma al demonio para conseguir el amor de su amada. Cuando Cipriano descubre la cabeza de la muerte debajo del velo que cu-bre el fantasma de la amada, se convierte, entonces, en un cristiano y un santo. Am-

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bos reciben el martirio y ambos se unen en el seno de Dios. Aquí, lo mismo que en Goethe, hay salvación al fi nal, por la intervención de una mujer. Nada de esto hay en Lucifer, Hamlet u Oliver.

El Fausto de Goethe no tiene miedo a nada ni a nadie, ni tiene fe de ningún ti-po, como sí ocurre con el de Marlowe. De este Fausto de Marlowe, dice Santayana que es un buen protestante que se adhiere a aquellas partes del credo que expresan sus afectos espontáneos; es un mártir de todo lo que valoraba el renacimiento: po-der, curiosidad, saber, espíritu emprendedor, riqueza y belleza [Santayana (1953), p. 134). El Fausto de Goethe rompe estos vínculos de la tradición, proclamando la au-tonomía de la mente, en lo que sí coincide, en cierta medida, con el héroe nórdico santayaniano.

Éste sería el representante máximo de lo que Santayana llama el “egotismo” de la fi losofía alemana, que consiste en emplazar a toda la naturaleza para que se pliegue a las exigencias del yo. Lucifer es de esta estirpe, desde luego. Es el genio que deja de lado la experiencia y que interpreta la realidad desde sí mismo. Como la realidad no responde a estos parámetros, Lucifer y Oliver también se quedan solos con su heroís-mo y su orgullo. Al fi n, todo desemboca en una parálisis moral, en lo que concuerdan Lucifer, Hamlet y Oliver Arden. Sin embargo, ni Lucifer ni Hamlet ni Oliver se ha-brían vendido, jamás, por una tentación tan vulgar como aquella de hacer lo que les viniera en gana, como le ocurrió a Fausto. En ellos la existencia es mucho más com-pleja. Al no comprender los dictados de la naturaleza, los tres se refugian en sí mis-mos, mientras que Fausto se entrega a ella. Fausto se aleja de la moral del deber protes-tante, al contrario que Oliver, para quien el ideal tiene que ser perseguido sin esperar ningún benefi cio, como habían dicho Calvino, Kant y Fichte.

La falta de acción en Hamlet se ha interpretado también, desde una perspecti-va psicoanalítica, como consecuencia de un complejo de Edipo. Freud, al estudiar la interpretación de los sueños de la muerte de las personas queridas, escribe que Hamlet se halla construido sobre bases idénticas a las de Edipo rey [Freud (2006), pp. 112-114]. Toda la obra está basada en la vacilación en cumplir la venganza que le ha encomendado el espectro de su padre. Es bien sabido que Freud se adhiere a la idea de Goethe de que Hamlet es un personaje paralizado por el exuberante de-sarrollo de su actividad intelectual; pero añade que la razón última de esa indeci-sión es que Hamlet no puede llevar a cabo la muerte de Claudio, porque éste re-presenta la realización de sus sueños infantiles. La complejidad de la psicología y las tendencias sexuales de Oliver justifi can, también, un estudio psicoanalítico del personaje, como razón concomitante de su expresión vital; con todo, éste sería un análisis que habría de hacerse en otro trabajo. Freud sugiere también que se puede interpretar el drama de Hamlet como el efecto trágico del destino o como la resis-tencia vana del hombre a la poderosa voluntad de los dioses. Sin embargo, Hamlet puede actuar sin remordimientos y con frialdad. Es, más bien, un mar de dudas y contradicciones: es, en defi nitiva, un representante preclaro del hombre del pro-

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testantismo puritano y, en muchos aspectos, del hombre postmoderno actual. Es un héroe sin amarras ni intelectuales ni morales, que intenta encontrar luz en su vida y en sus decisiones.

Oliver Alden lleva su apellido como homenaje a los primeros puritanos del Ma-yfl ower, Priscilla y John Alden, inmortalizados en el poema de Longfellow, Th e Courtship of Miles Standish. Oliver es lo que queda de aquel vigor, fortaleza y con-fi anza absoluta en Dios de los padres peregrinos. El nombre es plausible que proven-ga de Oliver Cromwell, si bien, en la novela, no hay ninguna referencia a esta supo-sición, que ya estableció Howgate en un libro sobre Santayana [Howgate (1938), p. 264). Peter Conn sugiere que, al ligar al joven héroe de la novela con el más destaca-do soldado y hombre de estado del puritanismo inglés, Santayana pone énfasis en la importancia que la paternidad tiene en ella. Esto signifi ca que el puritanismo ameri-cano tenía sus orígenes en las ideas que llevaron al regicidio de 1649. Oliver Alden, continúa Conn, es heredero de Cromwell o, dicho de otro modo, Oliver es el vehí-culo a través del que Santayana dramatiza su investigación acerca de las ideas de pa-ternidad y patriarcalidad [Conn (1991), p. 282].

Esta relación ambivalente con el padre se da en los tres representantes del héroe nórdico (lo mismo que se dio en el propio Santayana). Ninguno de los tres puede prescindir del padre y, sin embargo, en su interior, hay en ellos una cierta frustración respecto a esa fi gura. Lucifer se siente rechazado por Dios, que no lo admite en los dominios de su saber universal ni le cuenta por qué las cosas son como son. Hamlet estaba prendado de su padre, pero siente todo el peso de tener que vengarlo, tal como se lo pide el espíritu paterno. Ya nunca más volverá a ser feliz ni volverá a tener con-fi anza en el hombre: “Man delights not me —nor woman neither, though by your smile you seem to say so” [Hamlet ii, ii, 309-310]. Su padre es, al fi n, la razón de la agonía del monólogo “To be or not to be”: “Th us conscience does make cowards of us all” [Hamlet iii, i, 83]. 7 Para un hombre tan valiente como Hamlet, este reconoci-miento es demasiado duro. Es un sentimiento de culpa intolerable. Para colmo de la cuestión, matar a Claudio es, en cierto modo, matar a su padre también, pues, al fi n, es el marido actual de su madre.

VIII. Puritanismo: el orden y el caos

Cuando hay una quiebra de valores o un cambio de paradigma, el héroe se en-cuentra solo frente a su destino. La interpretación subjetiva de la religión y de los va-lores personales y sociales no hace más que acrecentar la angustia de las decisiones. En muchos casos, eso lleva a una parálisis intelectual y moral. La vida se convierte en

7 José María Valverde hace la siguiente traducción de estos pasajes: “El hombre no me deleita, no, ni tampoco la mujer, aunque parezcáis decirlo así con vuestras sonrisas” [ii, ii, 309-310] y “Así, la conciencia nos hace cobardes a todos” [iii, i, 83].

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una ratonera, como el título que da Hamlet (“mousetrap”) a la función que ha or-ganizado para la corte, en la que se representa el asesinato de su padre por parte de Claudio con la anuencia de la reina, su madre. Este héroe postmoderno, sin un hori-zonte medianamente claro, camina, como en el soneto iii de Santayana, a ciegas, sin saber bien adónde va.

Es la tragedia de un orden y un caos que el héroe no sabe bien cómo gestionar. Aquí es donde hay que situar el signifi cado del título de la novela de Santayana. Oli-ver es el último (“last”) puritano o, tal vez mejor, el postrer (“ultimate”) puritano, que se rebela contra el concepto de jerarquía que observa en Eton, y que, al mismo tiem-po, va también contra el concepto de la igualdad fundamental del mundo del purita-nismo. Así que se enfrenta a un mundo que es un caos, un mundo que es un conjun-to de escalas diferentes, y no la misma escala de Jacob, por la que todos deben subir. Lo mismo le ocurre a Lucifer que proclama continuamente su autonomía frente a Dios. Para él, el caos es la jerarquía que no comprende. Se encara con Dios y le exige que le diga cómo ha llegado a ser mucho más que él, siendo así que los dos tuvieron un origen semejante [Santayana (1899), p. 11]. Lucifer y Oliver son puritanos porque son austeros y porque tienen una moral rigurosa. Lucifer no comprende bien que la libertad consiste en poder elegir, algo que deja de ocurrir cuando se entiende todo. El caos existe, precisamente, porque existe la libertad.

La diferencia mayor entre el puritanismo de Lucifer, Hamlet y Oliver es que en este último se trata, propiamente, de los restos del naufragio del viejo calvinismo de Nueva Inglaterra. El último puritano es la concreción de lo que Santayana llama “la tradición gentil” de Norteamérica, cuyos antecedentes literarios hay que buscarlos en La letra escarlata de Hawthorne, en Melville, en Whitman y en el trascendentalismo de Emerson. En su niñez y en su juventud, Oliver se había familiarizado con estos es-critores. De todos ellos, el que más entusiasmo le causaba era Emerson. En el capítulo xiv de “Infancia”, después de navegar con su padre y lord Jim por la bahía de Massa-chusetts en el Black Swan, atracan en el puerto de Salem, la patria de Hawthorne. De esta visita, Santayana le dice a Cory, en carta de noviembre de 1934, que es un episo-dio importante en la educación de Oliver, pues le da una idea de lo que es el punto de vista católico y antigoethiano, que no podría tener de otra manera. Esto completa su aislamiento y le convence de que no puede aceptar ese punto de vista ni ninguna otra visión que sea positiva [Santayana (2003), p. 151].

Hay que anotar que tanto en La letra escarlata como en El último puritano, el pequeño templo de King’s Chapel, de Boston, es el símbolo del puritanismo escle-rotizado en que habían desembocado las prácticas del unitarismo. Era ésta la capi-lla a cuyos servicios asistía Nathaniel Alden. El mismo Santayana había sido intro-ducido en estas prácticas a su llegada a Boston. Como dice en Personas y lugares, le parecían ridículas aquellas gentes vestidas de domingo que, sin sentir ninguna necesidad de rezar, se reunían una vez por semana para escuchar un sermón que les confi rmaba en su convicción de la bondad de sus costumbres burguesas [San-

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tayana (1944), pp. 235-236]. Más tarde, en “En la órbita doméstica”, cuando Oliver y Mario hacen una excursión en automóvil, se detienen, a la vuelta, en Concord, para alimentar su idealismo, visitando Old Manse, la casa en la que había vivido Ralph Waldo Emerson: “No pudo menos de gustarle Concord, en su humildad ex-terna y su orgullo interior, tan semejante a su manera de ser. Este lugar tenía cuan-do menos una ventaja espiritual sobre Groton: era triste” [Santayana (1940), ii, p. 266]. El interés de Santayana por Emerson lo mostró tan tempranamente como es el capítulo viii de Interpretations of Poetry and Religion (1900). En estas pági-nas, Santayana pone énfasis en que, para Emerson, la experiencia siempre es algo triste. Hay grietas en todo lo que Dios ha hecho; sin embargo, las leyes del univer-so son sagradas y benefi ciosas y, sin ellas, nada bueno puede surgir. Si nos eleva-mos un poco, vemos que el mundo está bien hecho. En mayo de 1903, pronuncia una conferencia en la Universidad de Harvard con el título “Emerson the Poet”, durante una semana dedicada a la memoria de este pensador. Por su parte, Walla-ce Stevens cuenta cómo pasó una tarde de la primavera de 1900 con Santayana, en torno a una mesa con whisky y cigarrillos, hablando de Emerson y Lucifer [H. Stevens (1977), p. 68].

IX. Puritanismo: tristeza y disolución

Ya en Lucifer se percibe esta sensación de disolución y decadencia. Para el prota-gonista, los que están con Dios fl otan en la perezosa corriente del sueño (“Float on the lazy current of a dream”) algo que recuerda la vida sonambulística (“sonambulis-tic”) de Oliver en su último año de la educación secundaria, y el pasaje de Hamlet ci-tado anteriormente [ii, ii, 374-75]. El teatro dentro del teatro del acto iii, escena se-gunda de este drama, puede entenderse como una ampliación de esta situación de ensueño en que parece vivir Oliver. Se confunden los límites de la realidad. Más aún, Shakespeare, como Calderón de la Barca y como tantos otros en el Renacimiento, también acudió a la metáfora del mundo como teatro en As You Like It [ii, vii, 140 y ss]: “Todo el mundo es un teatro, / y todos los hombres y mujeres son simplemente actores” (“All the world is a stage, / And all the men and women are merely players”). Esta metáfora extendida de Shakespeare signifi ca que el hombre está predestinado a actuar de una manera determinada según los planes de la Providencia, de modo que la libertad con que parecen actuar los personajes en sus dramas es, más bien, ilusoria. Con todo, los hombres y las mujeres no pierden la responsabilidad individual, como pensaba Calvino. Sólo mediante esta metáfora se podían conjugar esas dos compli-cadas afi rmaciones. El hombre tiene la libertad ilusoria del actor que, en la escena, se creyera, a pies juntillas, las palabras que está diciendo. Hamlet es un personaje que parece llevado por un destino superior a él. Oliver se sintió siempre un “conscripto”. Por su parte, al fi nal, en Lucifer (p. 137) todo es nihilismo y pesimismo.

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En Egotism in German Philosophy (p. 13), Santayana escribe que, para los moralis-tas alemanes, la felicidad es algo antiheroico, materialista y egoísta, una victoria de los sentidos sobre la voluntad. La felicidad, continua Santayana, se encuentra en la unión de la vitalidad con el arte; pero el fi lósofo nórdico ha trastocado todo este esquema, al desechar el mundo natural y hacer de él una idea creada para sus propios fi nes. Es-te subjetivismo idealista del primitivo protestantismo deviene en un egotismo que trae la desilusión y la tristeza más absoluta, pues es algo imposible: “Todas las cosas son parte de mí / y yo soy el todo” (“All things are parts of me, and I am the whole” [Santayana (1899), p. 142]. Este egotismo y esta tristeza están presentes en todos los versos del drama, como ya sugirió la reseña escrita para Th e Harvard Monthly. Co-mo Dios no desvela las preguntas que le hace —por qué le obedecen los vientos, por qué creó al hombre—, Lucifer se rebela. Lucifer es aquí un personaje patético que, al perder a Dios, se pierde a sí mismo, agostando las fuentes primigenias del ser. Lo que queda es la quiebra de la inocencia y la pérdida de Dios, algo que es, en defi nitiva, el mayor drama de una teología cristiana.

Esta tristeza era una de las características de la “tradición gentil”, a la que había de-rivado el puritanismo en el siglo xix, derivación que provenía, en última instancia, de un calvinismo extremo. Es lo que se escenifi ca en El último puritano. Es también el ambiente que se respira en Lucifer y Hamlet. Si se leen atentamente estas tres obras, se verá que ni la risa ni la sonrisa tienen cabida en ellas. Todo es gris y triste. Sólo los personajes de convicción católica son alegres y gozan de la tierra, como es Cristo y los personajes celestes, o Hermes en la primera obra y Mario en la segunda. Todo esto lle-va a la concepción trágica del héroe nórdico. Debido a su mayor mesura y aceptación de las debilidades de la naturaleza, el héroe mediterráneo siente el gozo de la materia y la compañía de los demás, lejos del drama angustioso de la más triste soledad.

Tanta es la connivencia de Oliver con Emerson, que acepta encantado una habi-tación sin calefacción ni agua en Divinity Hall, sólo porque era la misma en la que había vivido el pensador de Concord. El trascendentalismo ponía énfasis en el mun-do del espíritu, más allá de los fenómenos empíricos, como algo que se hacía patente en la poesía, la fi losofía y la religión. Sin embargo, estas ideas de Emerson no logra-ron superar el mercantilismo de la sociedad americana de la época, haciendo que los espíritus más fi nos de entonces cayeran en la tristeza, la desesperación y el suicidio existencial y físico. Uno de los reproches que le hace Lucifer a Dios, en el primer ac-to del poema, es que Él también se haya sometido a los dictados de la naturaleza. Lu-cifer no consigue entender cómo Dios, que ha hecho el mundo, no puede cambiar sus propias leyes. Lucifer no comprende cómo esto es, precisamente, la grandeza del hombre: que Dios lo ha puesto en el mundo para que él lo termine de construir. La vida de la razón y de la naturaleza, a un mismo tiempo, es lo que hace al hombre ver-daderamente tal. Por eso, se puede decir de Oliver y Lucifer que son “demasiado san-tos”, pues se niegan a esa vida de la naturaleza. Un auténtico santo lo es si sabe seguir el camino medio, sin perder ni la una ni la otra. En Lucifer es la fi gura de Cristo —y

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también la de Hermes, como se ha dicho— la que ejemplifi ca esta condición de la unión del espíritu y la naturaleza.

Realmente, si bien se mira, en la base misma de aquel puritanismo de Nueva Ingla-terra se halla el fermento de esta esclerotización espiritual. La generación de los jóve-nes compañeros de Santayana en Harvard se había agostado entre unas ideas román-ticas y contemplativas y el empuje agresivo de una América del Norte donde lo que primaba era el poder del dinero, el mecanicismo y el dominio. Es un puritanismo de-cadente que había abandonado la fuerza espiritual de los padres peregrinos. De aquí sólo quedan unas prácticas vacías, sin una fe fi rme que las respaldara.

Cuando se niega el valor de la naturaleza, al confrontar el espíritu con una socie-dad industrial y opulenta, se pierde la posibilidad de adaptación a las formas nuevas. Santayana, que concibe la vida del espíritu como la más elevada realización de la exis-tencia, afi rma también que este espíritu es la materia misma en su más alta realiza-ción. Por eso, no se debe producir nunca la distracción que se da en Oliver. El puri-tanismo, por su propia esencia, cuando se acerca a la naturaleza, pierde su sentido de ser, como ocurrió en Nueva Inglaterra, en el siglo xviii, en que la antigua moralidad se convirtió en rito. El resultado es la angustia y el sentimiento de culpa que encon-tramos en los tres representantes del héroe nórdico de Santayana.

X. Puritanismo: sentimiento de culpa

Este sentimiento de culpa está presente en todas las páginas de El último purita-no. El anagrama de Oliver, una “A” mayúscula inscrita en una “O” (Oliver Alden), recuerda a la letra escarlata “A” que Hester Prynne, la desgraciada heroína de La le-tra escarlata, lleva en el pecho para redimir su culpa. El simbolismo de la culpa en la novela aparece en varias ocasiones. Así, al fi nal, después de la muerte del vicario de Iffl ey, la señora Darnley y su hija Rose se van a vivir a una pensión que lleva por nom-bre Hawthorne Lodge. Nathaniel Alden se llama lo mismo que Nathaniel Hawthor-ne, el autor de La letra escarlata. Como Oliver, la pequeña Pearl llega también justo a tiempo de ver morir a su padre. Nathaniel Alden actúa siempre bajo el peso de la culpa de la muerte de su padre a manos de sus inquilinos. El padre de Oliver, Peter, vive siempre como una culpa la muerte accidental del vigilante de la capilla de Har-vard, que lo lleva a huir y a comenzar unas hazañas de varios años, lejos de allí. Oli-ver mismo siente siempre sobre sí la herencia de ese sentimiento de culpa como algo que se transmite de padres a hijos, cuando, por lord Jim, se entera de este hecho, y de que su padre se droga.

Este difuso sentimiento de culpa no lo abandonará nunca. Para sublimarlo, acep-tará el imperativo del deber, como se ha comentado anteriormente. No se trata de una culpa redentora, como le pasa a Hester Prynne, ni de la culpa, repleta de angustia, de Arthur Dim mesdale. Es un peso (“burden” es la palabra que Oliver emplea con fre-

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cuencia) que termina agostando a la persona, pues, mientras en La letra escarlata Hes-ter se reivindica por la inocencia de su hija Pearl y su amor a ella, Oliver es incapaz de amar a nadie. Lo mismo les ocurre a Lucifer y a Hamlet. Ya se indicó anteriormente que Ham let desarrolla un sentimiento de culpa porque su conciencia le hace ser co-barde; es decir, porque la conciencia desarrolla en él un sentimiento interior que lo incapacita para la acción exterior. En Ham let todo es un puro sentimiento de culpa y pecado, como se ve en su parlamento con Ofelia [iii, i, 90-163]. Por su parte, Lucifer, al fi nal de la obra, expresa su agonía recurriendo a la idea de culpa: “Morir es mejor que vivir. Sólo nuestro pecado / es fértil, poblando toda la tierra / con lujuria, errores y toda su turbulenta parentela” (“To die is better than to live. Our sin / Alone is fer-tile, peopling all the earth / With lust and error and their troublous kin”) [Santaya-na (1899), p. 183). No es ésta, ciertamente, la felix culpa del cristianismo católico, que forzó a Dios a venir a este mundo en el cuerpo de Cristo. Es una culpa agónica, típi-ca de un tipo de protestantismo que no sabe de la confi anza en un Dios benevolente con los pecados del hombre.

Los tres mueren jóvenes: Hamlet y Oliver, de una manera sangrienta, y Lucifer, de una destrucción moral. Es el fi nal catártico del héroe trágico.

XI. Conclusión

El héroe nórdico de Santayana es, en primer lugar, un contemplativo, casi un mís-tico al que acecha continuamente la distraccion, es decir, la confusión que se produ-ce por la acción del mundo, de la carne y del mal. Tiene auténtica obsesión por co-nocer e interpretar el mundo, pero como la razón no lo explica todo, se convierte en un rebelde metafísico. Quiere la verdad a toda costa, sin admitir que hay que convi-vir con el claroscuro de la vida.

Es también un personaje espiritual que persigue siempre lo universal y que, por ello, resulta ser un inadaptado a las circunstancias concretas de cada día, pues lo que persigue es que el universo (caso de Oliver) o el mismo Dios (caso de Lucifer) o la realidad (caso de Hamlet) se acomoden a su manera de pensar y actuar. Así podrían superar su duda paralizante. Este héroe nórdico da siempre primacía a la justicia fren-te a la ley, lo que hace que su vida sea un sufrimiento continuo en la búsqueda de un imposible.

Su moral se rige por el deber, de manera que esta obediencia al interior del hom-bre se esclerotiza hasta convertirse en la actuación de un imperativo categórico. Es la disolución que acecha al último puritano Oliver que, de tan puro, se convierte en un ser inhumano consigo mismo y con los demás, o la que termina con la vida de Ha-mlet, o la que envía a Lucifer a una isla lejana, escindida del universo.

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En defi nitiva, el héroe nórdico de Santayana es un personaje con rasgos román-ticos que ya no tiene un territorio adecuado donde ejercer sus anhelos intelectuales, con la consiguiente parálisis y autodestrucción de la persona.

Departamento de Filología InglesaUniversidad de ValladolidPlaza del Campus, s/n, 47011 ValladolidE-mail: [email protected]

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