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EL CLERO TUROLENSE ANTE LA MUERTE EN EL SIGLO XVII. ACTITUDES Y REPRESENTACIONES Pablo García Hinojosa

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EL CLERO TUROLENSE ANTE LA MUERTE ENEL SIGLO XVII. ACTITUDES Y REPRESENTACIONES

Pablo García Hinojosa

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EL CLERO TUROLENSE ANTE LA MUERTE ENEL SIGLO XVII. ACTITUDES Y REPRESENTACIONES*

Pablo García Hinojosa**

RESUMEN

El propósito del presente trabajo es conocer los comportamientos y representaciones que mantuvo un gruposocial específico, el estamento clerical turolense, durante el siglo XVII, ante el fenómeno inevitable de la muerte.Partiendo de la consideración de que la muerte constituye un elemento imprescindible para la comprensión de lassociedades pasadas, debido a su extraordinario poder explicativo sobre los diseños mentales y culturales, se anali-zan las divergencias y concordancias que existieron entre el discurso teológico imperante en un momento cronoló-gico determinado y las conductas y respuestas inherentes al mismo por parte de un colectivo tan significativo.

Palabras clave: historia de las mentalidades, Iglesia, clero, muerte.

ABSTRACT

The turolense clergy about the death in the XVII century. Attitude and representations.

The purpose of the present work is to know the behaviour and representations that a specific social group,the turolense clerical stratum, kept along the XVIIth century to the presence of the inevitable phenomenon ofthe death. Taking into consideration the death as an indispensable element for the understanding of passed

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* Este trabajo se ha realizado con una Ayuda a la Investigación del Instituto de Estudios Turolenses concedida en 2007.

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societies due to its extraordinary explicit power about the mental and cultural designs, it analyses divergencesand concordances that existed among the theological discourse prevailed in a determinate chronologicalmoment and the behaviour and responses inherent in the same by a collective so significant.

Key words: mentality history, Church, clergy, death.

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INTRODUCCIÓN

Resulta evidente que durante el siglo XVII la Iglesia realizó un auténtico proceso de acultura-ción (ALBERIGO, 1993: 309-310). Se consolidaron los comportamientos colectivos ante la muerteestableciendo, definitivamente, la ritualización de los gestos funerarios que, como señala Vovelle,casi no variaron hasta finales del siglo XVIII, prolongándose hasta bien entrado el siglo XIX(VOVELLE, 1985: 111). La Contrarreforma elaboró un discurso estable y sólido sobre la escatologíadel hombre y para ello se valió de toda clase de recursos. Recordemos que durante el siglo XVII laretórica eclesial barroca invade todas las dimensiones de la sociedad, intentando centrar la aten-ción de los individuos en lo concreto y real como método de persuasión de la conciencia. Es el perío-do con más publicaciones de temas hagiográficos y devocionales. De las 91 obras que tratan delArs Moriendi publicadas en España, el 61,5% fueron editadas durante el siglo XVII, superando concreces a los anteriores en cuanto a este tipo de literatura (MARTÍNEZ GIL, 2000: 641-647). A estohay que añadir los prontuarios religiosos, sermonarios e instrucciones para confesores, donde seexponían las pautas de conducta a seguir durante las distintas etapas de la existencia del individuo.

Este gran esfuerzo de persuasión estaba encaminado a fijar una serie de comportamientos yconductas en la conciencia colectiva. Trento continuó la idea medieval de que la vida en la Tierraera una réplica de las estructuras celestiales, compuestas por diversas categorías de santidad, lascuales convergían hacia Dios en forma piramidal. Se confirmaba así la desigualdad como un estadonatural de la sociedad humana y la necesidad de su jerarquización (SANZ AYÁN, 1994: 149-150),reglamentándose el comportamiento que debían adoptar los hombres durante todo su ciclo vital ysobre todo en el acto final: la muerte. Al mismo tiempo se instauraba una obsesión por la salvaciónpersonal frente a la salvación colectiva de los tiempos anteriores (DELUMEAU, 1973: 15-16).

FUENTES Y METODOLOGÍA

En el presente trabajo se han utilizado como fuente básica los registros parroquiales de las sieteiglesias de Teruel junto con los de la catedral, que durante este tiempo actuó también como parro-quia. Nuestra propuesta es el empleo de los registros parroquiales y otros documentos diocesanos,no como fuentes complementarias y subsidiarias, sino como elementos valorativos de primerorden, capaces de encerrar una información más rica, si cabe, que las actas notariales.

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De alguna manera, los registros parroquiales universalizan la muerte y expresan, al menos, dosde los niveles propuestos por Vovelle: la muerte “sufrida” en la que entran los parámetros funda-mentales de la demografía, la muerte por sexos, edad, estado..., muerte cuantitativa, numérica ymensurable; y la muerte “vivida”, representada por el aspecto formal, con sus ritos y prácticas fune-rarias que conforman un sistema cuyos elementos se encadenan en su aspecto más socializante(VOVELLE, 1985: 102-104).

De un total de 7.960 actas de defunción correspondientes al período que va desde 1600 a 1700al clero secular corresponden 372, lo que supone la mayoría de los eclesiásticos seculares fallecidosen Teruel durante el siglo XVII. Así mismo, se han consultado los libros de limosna, racionales, dememorias y visitas pastorales de las diferentes parroquias.

EL ESTAMENTO ECLESIÁSTICO EN LA CIUDAD DE TERUEL DURANTE EL SIGLO XVII

El indiscutible papel que desempeñó la Iglesia en la conformación y desarrollo del mundo de lamuerte nos lleva a la necesidad de hacer una breve descripción de las instituciones eclesiásticasturolenses durante la época objeto de nuestro estudio.

Una de las características de la estructura del clero turolense fue su particular provisión y elhecho de que estuviera agrupado en el denominado Capítulo General de Racioneros. Su origen seremonta a los primeros tiempos de la fundación de la ciudad de Teruel y es muy probable que suconstitución fuese una medida más para despertar el interés de los primeros repobladores, ya quecomplementaba una amplia gama de concesiones reales (GARGALLO MOYA, 1996: 573-574). EnTeruel, el concejo, junto con el capítulo eclesiástico, tenía la prerrogativa de presentación de todoslos clérigos que pretendían colación en alguna de sus iglesias. Este tipo de patronato era de losdenominados de derecho o perfecto y se basaba tanto en una serie de títulos y prerrogativas comoen la posesión pacífica y continuada del patronazgo desde tiempos inmemoriales.

Varias eran las peculiaridades de esta institución. En primer lugar sólo podían optar a los bene-ficios parroquiales de las distintas iglesias aquellos nacidos dentro de los muros de la ciudad deTeruel. Estas iglesias eran recepticias e innumeradas, lo cual significaba que se obligaban a admitira todos aquellos que lo solicitaban reuniendo las condiciones necesarias y siempre que en sus ren-tas hubiese el suficiente número de partes o raciones para el mantenimiento decente del solicitan-te. Al disfrutar de una ración o porción los clérigos recibieron el nombre de racioneros y con estadenominación los encontraremos a lo largo de toda su historia.

A la cabeza del Capítulo estaba el prior, que era votado anualmente entre una lista propuesta portodos los racioneros de la ciudad. La jurisdicción de cada una de las parroquias la ejercía un vicario que,con carácter perpetuo, era elegido entre todos los racioneros de cada una de las distintas iglesias parro-quiales. En este caso cada iglesia tenía el derecho de patronato activo en este nombramiento, sometién-dose dicha elección a la aprobación del ordinario. El vicario actuaba como párroco teniendo la cura dealmas, encargándose de la administración de los sacramentos y de presidir los capítulos en cada una delas iglesias. También ordenaba los testamentos “sobre el cuerpo” en los casos de ab intestato.

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Respecto a las fuentes de ingresos del Capítulo de Racioneros hay que resaltar su compleja organi-zación tributaria. La masa común de sus bienes provenía de los diezmos, primicias, censos, aniversa-rios y otros gajes adventicios como eran la asistencia a las procesiones y a los oficios corales. Las can-tidades que percibían los racioneros estaban en función del grado de cumplimiento por su presenciaen tales actos. Las misas y aniversarios, así como las distribuciones por asistencia a los entierros y alos oficios corales tales como vísperas y maitines por difuntos, eran también una fuente de ingresosnada despreciable, dado que su frecuencia incidía notablemente dentro del cómputo global de losingresos, a la vez que cubrían parte de las necesidades de las respectivas fábricas de sus iglesias.

En cuanto a la formación moral e intelectual del clero, se observan numerosas diferencias. En unaépoca en la que la permeabilidad entre el mundo secular y el eclesiástico resultaba muy amplia, no erararo encontrar a muchos seglares que se ordenaban buscando la exención de impuestos y un modode vida seguro. El acceso al estado eclesiástico no entrañaba dificultad alguna ya que las exigenciasintelectuales eran mínimas. Predominaba más el aspecto formalista y repetitivo que una verdaderainstrucción, agravada por la falta de centros dedicados a la educación de los futuros eclesiásticos.

Generalmente, los eclesiásticos de Teruel gozaron de una situación económica bastante superioral resto de los habitantes comunes de la ciudad. A pesar de las disposiciones sinodales que prohibíantaxativamente que los clérigos compraran y vendieran cualquier tipo de mercaderías y estuvieraninvolucrados en transacciones comerciales, como era la venta de frutos, pan, vino o ganado1, lalínea que dividía la autorización de hacer negocios con los rendimientos obtenidos de los diezmos ybeneficios resultaba, en la mayoría de los casos, muy quebradiza y favorecía la inclusión de los bie-nes propios dentro de la mecánica mercantil. Algunos racioneros consiguieron adquirir un impor-tante patrimonio personal gracias a sus actividades económicas, en las que se incluían la adquisi-ción de inmuebles y la tenencia de fincas y ganados, como el racionero de la iglesia de Santiago,Pedro Sevilla, que dejó a su muerte, en 1638, más de veinte mil sueldos de hacienda2. Otros, encambio, terminaron en la más extrema pobreza.

Con respecto a sus costumbres y modos de vivir, su comportamiento no se destacó del de lamayoría de los clérigos de la época. En una sociedad en la que la violencia invadía los espaciospúblicos de una manera continuada, los espacios religiosos no se vieron exentos de ella. Las mis-mas actuaciones de la calle se trasladaban a los recintos sagrados (RODRÍGUEZ SÁNCHEZ, 1993: 120-121). Los mismos eclesiásticos, miembros al fin y al cabo de una sociedad bronca y susceptible enla que el honor, las formas y las preeminencias tenían un significado fundamental, fueron partíci-pes de esta violencia, unas veces física y otras verbales. Latorre Ciria señala que los eclesiásticosturolenses participaron activamente en los acontecimientos políticos a lo largo de todo el siglo XVI,

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1 C(ONSTITUCIONES) S(INODALES) de Teruel (1609-1612), const. VI, p. 193; C.S. de Teruel 1627, tit. XII, const.VIII, pp. 127-128.

2 A(RCHIVO) P(ARROQUIAL) S(AN) S(ALVADOR), Legajo nº 1, Libro de los ingresos y gastos que hace el vicarioHernando Alegría de la hacienda de mosén Pedro Sevilla.

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tomando parte en los diversos enfrentamientos locales y llegando a protagonizar motines armadosen 1571 (LATORRE CIRIA, 2000: 143).

Los pleitos y riñas entre los eclesiásticos tenían diversos orígenes, entre los que destacaban lascuotas de las distribuciones, las faltas de asistencia, los turnos en las celebraciones y los derechosde precedencia.

La iglesia tridentina hizo un gran esfuerzo por realzar y separar a los sujetos religiosos del restode la sociedad seglar, tratando de conferirles una santidad especial (ARNAYA, 1617: 173v). Esta dig-nificación del estado sacerdotal estaba encaminada, por un lado, a establecer dentro de la sociedadla jerarquización fundamental e indiscutible de lo divino capaz de controlar las actitudes más indi-viduales; por otro, estaba la necesidad de separar del núcleo social a aquellos que debían desempe-ñar tal jerarquía, dotándoles de unas cualidades muy superiores al resto de los mortales (ARNAYA,1617: 178v). Esta santidad y distinción se debía reflejar en la apariencia y forma de vestir. Pero elintento más profundo de desarraigarlos de la sociedad donde vivían radicaba en las prohibicionesde participar en cualquier tipo de actos festivos: bailes, danzas, juegos, mascaradas y reunionesmusicales. Particularmente estaba castigado con pena de excomunión que los clérigos participarancorriendo toros en la plaza de la ciudad, no pudiendo estar en ella presentes3. Todas estas disposi-ciones no debieron tener mucho éxito dado el origen del clero turolense. Miembros activos de unaciudad que los había visto nacer, en la cual habían desarrollado desde la infancia amistades y afini-dades, con amplios intereses familiares y una extensa red de clientelismos, se resistieron a separar-se de una colectividad en la que los lazos que los unían eran extraordinariamente sólidos.

ASEGURANDO LA SALVACIÓN. LA PRÁCTICA TESTAMENTARIA ECLESIÁSTICA

El testamento estuvo, durante la época barroca, unido indisolublemente a la vida de ultratum-ba. Además de su carácter jurídico en cuanto que en él se expresaba la disposición de los bienes yhacienda del testador, encerraba un profundo componente religioso: ordenaba el alma y corregíalos pecados pasados en orden a la salvación personal del individuo. El acto de testar suponía laexpresión pública y solemne de haber vivido y muerto dentro de la fe católica, manifestada a travésde una serie de fórmulas piadosas entre las que destacaban una profesión de fe, seguida de la enco-mendación del alma y la invocación a la Virgen o a diversos santos protectores para que actuarancomo intercesores ante Dios. En el testamento, así mismo, se ordenaba el lugar de sepultura, lossufragios por el alma y los legados píos, así como la designación de los albaceas y herederos y elreparto de los bienes del testador.

La jerarquía eclesiástica recomendaba vivamente la práctica del testamento como una acciónmeritoria de cara a la salvación y la declaró como una obligación moral, pues mediante la disposi-

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3 A(RCHIVO) P(ARROQUIAL) S(AN) A(NDRÉS), Lib. Reg. (San Pedro), Visita de 1639, vol. IV, fol. 340r.

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ción de las últimas voluntades se instituían herederos para el cuidado del alma y se evitaban loslitigios y disputas entre los descendientes.

Evidentemente el discurso escatológico sobre la muerte y los recursos que debían de ser utiliza-dos para la salvación del alma calaron profundamente en todos los grupos sociales, siendo el testa-mento el punto central alrededor del cual pivotaron una amplia gama de disposiciones encamina-das a descargar la conciencia de los individuos y a proporcionarles los sufragios necesarios para unapronta salida del Purgatorio. El colectivo eclesiástico, como principalísimo promotor de esta acti-tud, demostró con su ejemplo las bondades espirituales y materiales del acto de testar.

En el cuadro 1 se observa que un alto porcentaje del clero turolense, el 84,9%, hace menciónexpresa de sus últimas voluntades, mientras que un 13,5% no hacen disposición alguna.

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4 A.P.S.A., Lib. Reg. (San Juan), vol. II, fol. 190r. También Juan Bernad, muerto súbitamente en 1609; A.P.S.S.,Lib. Reg. (Catedral), vol. I, fol. 242r.

5 A(RCHIVO) P(ARROQUIAL) L(A) M(ERCED), Lib. Reg. (San Miguel), vol. III, fol. 48v.

6 DOMÍNGUEZ ORTIZ, 1992: 63-64. C.S. de Teruel (1588), const. II, fol. 65v.

CUADRO 1

Práctica testamentaria de los eclesiásticos turolenses (1600-1700)

ECLESIÁSTICOS FALLECIDOS PORCENTAJE

Testan ante notario 316 84,9No hacen testamento 50 13,5Testamento eclesiástico 6 1,6

Total 372 100

Dentro de este último grupo estarían todos aquellos que murieron de manera repentina, comoel caso del racionero Gil Clemente, muerto en 1608 “mientras decía misa”4, y los que por motivo desu estado físico o mental se vieron imposibilitados para hacerlo, por ejemplo Juan Soriano, racione-ro de la iglesia de San Miguel, muerto en 1636, que “no testó porque no estaba para ello”5. Pero larazón última de no hacer testamento, como en los laicos, residió en la pobreza; ésta, sin llegar a lascifras alarmantes que afectaron a muchas capas sociales, tuvo también sus representantes en uncolectivo que aparentemente parecía disfrutar de unas mejores expectativas económicas. Un 27,4%de los eclesiásticos que mueren ab intestato lo hacen por estar sumidos en la pobreza y no disponerde bien alguno. Las razones de sus pocas posibilidades eran muy variadas. Algunos clérigos que ser-vían capellanías o fundaciones de memorias laicales de rentas muy bajas apenas podían subsistircon sus tenues ingresos, arrastrando una vida de extremada pobreza6. Dentro del bajo clero benefi-

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cial catedralicio también se dieron casos de pobreza manifiesta. La supervivencia de muchos deestos clérigos dependía de la celebración de las numerosísimas misas que por voluntad de los testa-dores había que celebrar en calidad de sufragios y de las escasas obvenciones que recibían por laasistencia a los funerales. La enfermedad y otros accidentes les podía privar de su única fuente derecursos y sumirles en una situación lamentable, como en el caso del beneficiado Martín NavarroUtarraiz cuyas exequias se celebraron de gracia “atendiendo que era compañero y había entre todoshermandad, que a esso obligaba y porque su pobreza era grande”7. No obstante, el clero patrimonialde la ciudad mantuvo un discreto comportamiento en cuanto a sus posibilidades económicas.

El escaso número de testamentos sobre el cuerpo efectuados a lo largo del siglo en personaseclesiásticas hace sospechar un cierto encubrimiento en el que no estuvieron ajenos los vicariosparroquiales, los cuales estaban obligados a ordenar sobre sus mismos compañeros una serie desufragios siempre que estos murieran ab intestato. En este aspecto pudo más el sentido corporati-vista de un estamento, que veía con desagrado la obligatoriedad de pasar por los mismos trámitesque el resto de la sociedad que el cumplimiento taxativo de las disposiciones sinodales8.

El personal eclesiástico participó de una de las características que fueron comunes al resto de lasociedad de la época a la hora de hacer sus testamentos: la cercanía entre el acto de testar y la muer-te. En efecto, a pesar de las recomendaciones de teólogos y moralistas, que encarecían vehemente-mente otorgar testamento estando en salud y habiendo prevenido con larga meditación las cláusulasy el contenido del mismo, fueron mayoría los que esperaron hasta los últimos instantes, cuando lossignos de la muerte se mostraban de manera inapelable. Lo paradójico de este hecho radica en queun colectivo, que precisamente tenía a su cargo inducir bajo presiones de muy diverso tipo a los fie-les para que confeccionasen sus testamentos con prudente antelación, hiciese caso omiso de sus pro-pias sugerencias9. Y es que por más esfuerzos que se aplicaron para conjurar la terrible idea del dejarde existir, encaminando las conductas hasta puntos fijos y neutrales, hubo fuertes resistencias aadmitir el hecho descarnado de la muerte personal. La idea aprehensiva de que el testamento, unavez realizado, desembocaba inevitablemente en la muerte se implantó de manera definitiva en todaslas mentalidades, dando como resultado no un rechazo sino una prevención hacia él.

Lo cierto es que el clero turolense no estuvo realmente preocupado por hacer sus testamentosde una manera previsora y esperó al inevitable momento en el que las alarmas corporales preconi-zaran los signos inequívocos de la muerte. Esta postura se confirma en el cuadro 2, que expresa eltiempo transcurrido entre el otorgamiento de sus últimas voluntades y la muerte.

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7 A.P.S.S., Lib. Reg. (Catedral), vol. III, fol. 34v.

8 C.S. de Teruel (1627), tit. XXV, const. X, p. 204.

9 Este comportamiento resultó general en todo el ámbito hispano, siendo corroborado en numerosos trabajos. Así:LARA RÓDENAS, 2001: 44; ARANDA MENDIAZ, 1993: 61; GONZÁLEZ CRUZ, 1993: 119; LORENZO PINAR, 1991: 23.

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Gracias a las ocasionales anotaciones que aparecen en las actas de defunción y al cruce conalgunos testamentos conservados en los fondos notariales, se ha podido relacionar la fecha de otor-gamiento del testamento con la del fallecimiento de 113 individuos, cantidad ésta que supone el35,7% sobre el total del clero que testa. Amparados en este porcentaje que, sin ser excesivamentesignificativo tiene el valor de extenderse temporalmente a lo largo de todo el período y abarcar atodas las categorías eclesiásticas de la ciudad, se puede observar claramente que una mayoría de losclérigos turolenses hicieron sus testamentos estando en enfermedad de gravedad, que tuvo comoresultado la muerte más o menos inmediata. Resulta contundente el hecho de que un 64,6% deellos no tardasen más de un mes en morir después de otorgar sus últimas voluntades. Los prelu-dios de enfermedades más largas (entre un mes y un año) supusieron el 21,2%, mientras que el ine-vitable paso del tiempo que iba minando las naturalezas ya achacosas o con dolencias crónicas fue-ron el 8%, quedando el 6,2% reservado a aquellos que mostraron una prudente previsión,sobresaliendo entre todos el vicario de la iglesia de Santiago, Tomás Ponz, muerto en 1637, el cualhabía testado 28 años antes, en 1609. De la alteración sorpresiva e inopinada de la muerte no sevieron libres ni el clero catedralicio ni el bajo clero. Los canónigos Laurencio Dimas Carnicer, JoséSebastián Dalda y José Corbalán, muertos en 1678, 1682 y 1683, respectivamente, otorgaron testa-mento el mismo día de su fallecimiento, con tal premura que los dos últimos dejaron todo a dispo-sición y voluntad de sus ejecutores y familiares, otorgándoles poder para ello10.

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CUADRO 2

Tiempo transcurrido entre la fecha del testamento y la muerte en los clérigos seculares

TESTAMENTO/MUERTE NÚMERO PORCENTAJE

El mismo día 11 9,7Un día 16 14,2Dos días 9 8,0Tres días 7 6,2De cuatro a siete días 18 15,9De ocho a quince días 8 7,1De dieciséis días a un mes 4 3,5De un mes a tres meses 14 12,4De tres meses a un año 10 8,8De un año a tres años 9 8,0Más de tres años 7 6,2

Total conocido 113 100

10 A.P.S.S., Lib. Reg. (Catedral), vol. III, fols. 55r, 63v y 64v (respectivamente).

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En resumen, la mayoría de los clérigos turolenses, independientemente de sus funciones y car-gos, testaron en el ámbito de la enfermedad, acompañados de la sombra amenazadora de la muer-te, y su comportamiento en este aspecto no fue diferente al resto de sus conciudadanos que aguar-daron a que los efectos urgentes de la enfermedad les decidiese a dictar sus últimas voluntades.

LA MUERTE SUFRIDA. ¿CUÁNTOS FUERON?Un grupo tan significativo como el eclesiástico, capaz de organizar modelos colectivos de com-

portamiento tanto desde el punto de vista espiritual como económico, requiere necesariamente unconocimiento cuantitativo de sus efectivos. Precisar con mediana exactitud el número de eclesiásti-cos que hubo en la ciudad de Teruel durante el siglo XVII resulta una tarea imprescindible por dosrazones evidentes: en primer lugar para conocer la mayor o menor influencia que tuvieron dentrodel total de la población, pero también para situarlos dentro del marco social como elementos sub-jetivos que experimentaron en primera persona su propia muerte. Ellos, al igual que las demás gen-tes de su época, no pudieron dejar de sustraerse a la tensión angustiosa y amenazadora de un finque podía presentarse de muy variadas formas, siendo objeto de los mismos accidentes y enferme-dades que el común de sus conciudadanos. No se vieron libres de la peste, la locura, el deceso súbi-to y la muerte violenta, pero tampoco del temor escatológico al más allá. Y si bien es cierto que enmuchas ocasiones su muerte fue una imagen social de clase, el sentido ponderable de ésta los igua-ló con el resto de la sociedad. Dejando a un lado el clero regular, del que se tiene escasísima infor-mación en cuanto a su número, y centrándonos en el secular, objeto de nuestro estudio, las lagunasson abundantes al no disponer para el período de una nómina fiable de los clérigos que ejercieronsus funciones dentro del ámbito de la ciudad. Sin embargo, las manifestaciones documentales delos libros de funerarias resultan bastante expresivas: un total de 372 eclesiásticos quedarán regis-trados como fallecidos a lo largo del siglo XVII. En esta cifra se incluyen tanto los que sirvieron enla catedral o en las distintas parroquias como aquellos que murieron fuera de la ciudad. De igualmodo, se registran todos aquellos clérigos forasteros que estando realizando alguna gestión o sim-plemente de paso fueron sorprendidos por la muerte. En el cuadro 3 se puede observar la distribu-ción de este clero atendiendo a su procedencia y a los cargos que desempeñaron.

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CUADRO 3

Clérigos seculares fallecidos según su lugar de servicio y cargo (1600-1700)

CLERO CATEDRALICIO CLERO PATRIMONIAL CLERO FORASTERO

Canónigos 56 Racioneros 232 Vicarios 6Beneficiados /racioneros 36 Vicarios 25 Rectores 3Deanes 5 Capellanes 4 Otros 5

Total 97 261 14

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Sobre el total de fallecimientos, el clero patrimonial adquiere una mayoría aplastante con un70,2%, seguido del heterogéneo grupo que formaban los miembros del ámbito catedralicio integra-do por dignidades, canónigos, beneficiados, racioneros, capellanes, organistas, cantores y familia-res de los obispos, estos supondrán un 26%. Los eclesiásticos foráneos tan sólo serán el 3,8% ygeneralmente proceden de los pueblos del obispado.

Se puede establecer el porcentaje global de la clerecía secular de la ciudad de Teruel durante elsiglo XVII a través de la incidencia de la muerte general. Partiendo del conocimiento del número defallecidos (7.960), de los cuales 358 están registrados como eclesiásticos –se han descontado loscatorce individuos que no pertenecieron al ámbito religioso de la ciudad–, se deduce que alrededorde un 4,5% de la población turolense fueron hombres de iglesia.

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GRÁFICO 1

Evolución numérica de los clérigos fallecidos

Ayudándonos del gráfico 1, se aprecia que en los tramos de 1635-1639 y 1660-1664, que repre-sentan una aproximación más que aceptable a la media normal de defunciones por quinquenios(393), la muerte en los clérigos alcanzará su punto más elevado, mientras que en quinquenios de ele-vada mortalidad general se mantendrá discretamente alrededor de la media de 18 fallecimientos porquinquenio. La excepción la encontraremos en el período que va de 1680 a 1684, donde el incremen-to de los fallecimientos llega a superar ampliamente el medio millar, debido seguramente a la inci-dencia de alguna enfermedad epidémica, correspondiéndole, en este caso, un número elevado dedefunciones clericales. Pecando de excesiva minuciosidad, pero con la intencionalidad de ratificareste comportamiento discordante, se han elegido tres años en los que previsiblemente la mortalidadregistrada debería de estar en consonancia con nuestra mortalidad particular. En primer lugar, 1652,año en el que se registró un aumento brutal del número de muertes como consecuencia de la peste(246). Durante esta etapa sólo fallecieron siete clérigos, lo que supone el 2,8%, sin embargo, en 1639,

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año que se puede considerar como de mortalidad baja (71 fallecidos), la cifra de defunciones eclesiás-ticas se sitúa en el 8,4%, pasando al 11,2% en 1660 donde se contabilizan 80 decesos. No cabe dudaque los rigores de la peste y de otras enfermedades de tipo carencial afectaron de manera muy ate-nuada a este colectivo, por razones obvias que el padre dominico Francisco Gavalda ya apuntaba conextraordinaria agudeza al describir los estragos que la peste causó en Valencia entre los años 1647 y1648. Este mismo religioso cifraba en tan sólo diecinueve las muertes de eclesiásticos seculares ocu-rridas en Valencia durante la terrible epidemia (GAVALDA, 1651). Y es que los clérigos, como otrosgrupos sociales privilegiados, tuvieron la oportunidad de acceder a mejores dietas alimenticias y derecibir una asistencia médica adecuada, lo que les ayudó a combatir con más éxito las patologías dela época. Saber de qué enfermedades murieron estos clérigos es tarea casi imposible. Ni las actas dedefunción ni los testamentos nos dan pista alguna. No obstante, hay indicios suficientes para afir-mar que superaron la media de la esperanza de vida de muchos de sus contemporáneos11.

UNA RADIOGRAFÍA DE LOS TESTAMENTOS ECLESIÁSTICOS

Morir como buen cristiano suponía la casi obligatoriedad de hacer una sistematización de todala vida pasada de cara a la futura. Ese ordenamiento tenía indefectiblemente que comenzar con ladisposición de los sufragios y legados píos que el testador considerara más apropiados de cara a susalvación, porque en el momento en el que el alma se separaba del cuerpo ésta se veía sometida aun tremendo juicio individual, en el cual se examinaban minuciosamente sus actos terrenales y sele pedía cuentas de todos los pecados que había cometido. Los momentos finales crearon en todaslas conciencias una gran angustia atizada por las constantes admoniciones de tratadistas, teólogosy moralistas. Necesariamente, y a partir de estos temores, los espacios escatológicos se vieron inva-didos por una serie de recursos destinados a suavizar el implacable momento.

Los clérigos turolenses disfrutaron del privilegio de tener aseguradas sus funerarias de maneragratuita en virtud del acuerdo de hermandad que existió desde los primeros tiempos de la institu-ción del Capítulo General de clérigos en la ciudad. Amparándose en esta seguridad, fueron abundan-tes los eclesiásticos que expresaron en sus testamentos “que me hagan mi entierro por hermandad”o bien “que se me haga la funeraria ordinaria que esta iglesia haze de valde por sus racioneros”, sinañadir otras disposiciones al respecto. Este comportamiento dejaba adivinar, en muchas ocasiones,una situación económica no excesivamente boyante. La presión y la insistencia doctrinal de lapráctica testamentaria hicieron casi inexcusable que todo clérigo partiese de este mundo con susúltimas voluntades documentadas, aunque estas se resumieran a una escueta encomendación delcuerpo y el alma, la consabida petición de un funeral gratuito y la elección del lugar de inhumación.

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11 Resulta significativo que la esperanza de vida de los eclesiásticos adquiera un comportamiento claramente diferen-cial cuando se trata de miembros de la alta jerarquía, como son los obispos. A este respecto, los prelados valencia-nos del período 1556-1699 disfrutaron de una media de vida de sesenta y siete años. BARRIO GONZALO, 2003: 99.

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Aprisionados en este convencionalismo algunos testaron a sabiendas de que no disponían de bienalguno, pero con la certeza de que el propio acto de testar implicaba un refuerzo sacramental máspara el bien de su alma12.

Ciertos clérigos intentaron completar sus sufragios a costa de las rentas que se les debían en elmomento de su muerte13, pero en muchas ocasiones éstas podían estar ya embargadas debido a lasmúltiples deudas que se habían adquirido y se recurría a otros subterfugios. Jaime Robredo ordenaa su muerte que se le celebren cuarenta misas rezadas que se debían pagar con el importe de unamula que dejaba para ello14. A este respecto hay que señalar que un número nada despreciable declérigos vivía con un alto nivel de endeudamiento y era en el momento de su muerte cuando seponían de manifiesto, de una manera explícita, sus apuros económicos.

Por otro lado, hay que tener en cuenta que estos hombres de iglesia vivieron en el siglo siendodeudores de los mismos afanes e intereses que sus contemporáneos. La mayoría, proveniente deuna extracción social humilde15, mantuvo hasta el momento de su muerte un fuerte sentimientode solidaridad y cohesión con sus familias, a las cuales intentaron transmitir sus haciendas con losmenores menoscabos posibles, en un deseo por mejorar las expectativas sociales de sus linajes osimplemente para aliviar sus estrechas condiciones económicas.

Existieron muchas maneras de encauzar parte de las adjudicaciones testamentarias hacia losnúcleos familiares, ejercitando a su vez la virtud de la caridad, tan recomendada y necesaria paraalcanzar el perdón de los pecados. Una de ellas fueron los legados para casar parientes pobres delmismo linaje16. En la ciudad de Teruel este tipo de legados fue bastante frecuente entre el estamen-

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12 José Aparicio, racionero del Salvador, fallecido en 1670, hizo testamento seis días antes de su muerte dejandocomo ejecutores a sus compañeros Juan Robredo y Cosme Torres “pero por no tener bienes se le hizo una fiestade limosna”. A.P.S.S., Lib. Reg. (Salvador), vol. II, fol. 284r.

13 El racionero Baltasar Domínguez, muerto en 1629, suplica “le carguen unos maitines de cuarenta sueldos derenta celebraderos el día de la Epifanía, en cuyo cargamiento piden se empleen las rentas que acostumbran dara los racioneros difuntos y si no bastare para tanta pensión se saque la pensión que se pudiere sacar de dicharenta”. A.P.S.A., Lib. Reg. (San Andrés), vol. II, fol. 306v. Las rentas esperadas eran en ocasiones muy exiguas.El racionero de San Pedro, Diego Calvete, fallecido en 1689, pide que de su renta se le celebren dos misas canta-das que a lo sumo podían costar cuarenta sueldos. A.P.S.A., Lib. Reg. (San Pedro), vol. III, fol. 414r.

14 A.P.S.S., Lib. Reg. (El Salvador), vol. II, fol. 303r.

15 Resulta revelador que un alto porcentaje de los clérigos patrimoniales de la ciudad de Teruel fuera de origenmodesto. El 80% de los fallecidos perteneció a familias humildes, cuyos padres desempeñaron oficios talescomo labradores, pelaires, zapateros, calceteros, blanqueros, carpinteros, sogueros..., siendo escasos aquellosque procedían de las clases privilegiadas.

16 En Zamora el punto álgido de este tipo de fundaciones, llamadas memorias de huérfanas, se alcanzará en elsiglo XVII, y como en el caso de Teruel serán instituidas en su mayoría por miembros del estamento eclesiásti-co. LORENZO PINAR, 1991: 258. Del mismo modo, el clero vallisoletano constituyó el grupo más destacado encuanto a la institución de este tipo de limosnas pías, GARCÍA FERNÁNDEZ, 1996: 296.

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to eclesiástico hasta el primer cuarto del siglo XVII, para después ir decayendo progresivamente.Tomando como ejemplo el año 1601, en la iglesia de San Andrés, de las cuatro limosnas destinadasa tal fin, tres de ellas fueron fundadas por clérigos17.

Otra de las formas que emplearon algunos clérigos para beneficiar a sus parientes consistió enla consignación de ciertas cantidades destinadas a pensionar a determinados familiares, en especialhermanas viudas y de escasos recursos18. En las mentalidades del momento, asfixiadas por eldeber ineludible del testamento, quedaron algunos huecos que actuaron como válvulas de escapefrente a una realidad mucho más tangible. El mundo del más allá se enfrentaba con el mundo de lavida y, si bien la distribución de los bienes era absolutamente necesaria para alcanzar la gloria, tam-bién era cierto que el mundo terrenal tenía sus exigencias. El hombre del barroco supo estableceren esta pugna una serie de prioridades y testó con los ojos puestos aquí y en el cielo. En esto no sediferenciaron los eclesiásticos del común de las gentes. Si el testamento era un medio para alcanzarla gloria legitimando a su vez la posesión de los bienes terrenales, ésta podía esperar hasta que losdeudos más próximos dejaran de disfrutarlos. En ocasiones las haciendas eran fungibles y se con-sumían sin llegar a repercutir sobre el alma del testador. El racionero Agustín Montañés, fallecidoen 1680, dejó quinientos sueldos para misas, maitines y un aniversario pero “nada está hecho porhaver dicho en dicho testamento que si su hermana lo havía menester, que se lo comiera”19.Asegurar la vida de los que se quedaban en este mundo era otra de las formas de practicar la cari-dad; tiempo habría de invertir los remanentes, si quedaban, en provecho del alma.

Sin embargo, no todos los eclesiásticos actuaron así. Una parte de ellos murió en el convenci-miento de que la mejor inversión que podían hacer con los bienes adquiridos en esta vida era cam-biarlos por monedas espirituales, y no dudaron en nombrar a su alma única heredera; en este casola Iglesia era la encargada de administrar las memorias de misas y otros sufragios. Generalmente,cuando se producían legados de este tipo, los albaceas y ejecutores testamentarios solían ser indivi-duos pertenecientes al estamento clerical, muchas veces los propios compañeros capitulares enca-bezados por el vicario parroquial. Frecuentemente las disposiciones testamentarias que dejabanheredera al alma chocaron con los intereses de los familiares, que vieron lesionados sus derechos aheredar una parte de los caudales del difunto. Las intromisiones y protestas en las ejecuciones deeste tipo de últimas voluntades fueron constantes y esto dio lugar a que algunos miembros delclero, quién sabe si por presiones familiares o por un sentido moral de justicia distributiva, dejaroncodicilos en los que se consignaban determinados legados a miembros de su parentela con el fin de

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17 A.P.S.A., Lib. Reg. (San Andrés), vol. I, fol. 268v (visita 15-12-1601).

18 A.P.S.S., Legajo I, Testamento del racionero Pedro Sevilla, 1636.

19 A.P.S.A., Lib. Reg. (San Pedro), vol. IV, fol. 413r. Entre los clérigos esta postura fue más que común. En muchasocasiones eran ellos quienes mantenían a sus expensas a padres o hermanas solteras y en caso de fallecimientoprocuraron dejarlos en las mejores condiciones materiales posibles. A.P.S.S., Lib. Reg. (Catedral), vol. IV, fol.325; A.P.L.M., Lib. Reg. (San Miguel), vol. III, fol. 35r.

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prevenir posibles pleitos y discusiones. En estos casos las autoridades eclesiásticas estuvieron vigi-lantes y no dudaron en comprobar de manera taxativa tales rectificaciones20.

Como se ha apuntado anteriormente, una parte del clero turolense tuvo unas condiciones econó-micas bastante inestables. No era raro que la llegada de la muerte les sorprendiera en medio de tran-sacciones comerciales, deudas impagadas o cargos de ejecución incumplidos, sobre todo aquellos quehacían referencia a ciertas mandas piadosas. La predicación cristiana tradicional consideraba la resti-tución o devolución del dinero como una condición imprescindible para llegar con ciertas garantíasante el tremendo juicio personal. Y, particularmente, las deudas contraídas eran consideradas comoverdaderos atentados contra el séptimo mandamiento, ya que simbolizaban el terrible pecado de laavaricia. Sobre este aspecto resulta significativo que alrededor del 30% de los testamentos de eclesiás-ticos mencionen alguna disposición en lo tocante a que sean pagadas sus deudas. Deudas que llega-ban a ser de cierta entidad y que agotaban la posibilidad de encargar unos sufragios plausibles.

Una de las particularidades del testamento en su vertiente religiosa fueron los legados piadososque se englobaron bajo la genérica denominación de limosna. Ésta llegó a alcanzar un valor sustitu-tivo capaz de condonar las obligaciones morales incumplidas así como las irregularidades cometi-das durante la estancia en la tierra. No sólo se consideraba limosna la asignación hecha a favor delos pobres sino que las donaciones efectuadas a la Iglesia a través del encargo de misas adquirieronun alto valor de cara a la reconciliación del alma del sujeto y como descargo de su conciencia. Enlos testamentos de los clérigos turolenses no son muy abundantes los reconocimientos explícitosde las faltas cometidas, las cuales se pretendían exonerar con algún tipo de mandas pías. El racio-nero Juan de San Miguel, fallecido en 1684, mostraba su escrupulosidad de conciencia reconocien-do: “y para el descargo de mi conciencia dexó se celebren quinze missas de dos sueldos de caridadpor algunas faltas que pude haver tenido en el cumplimiento de mis obligaciones”21. Más conscien-te de sus omisiones fue Matías Casas, fallecido en 1616, que dejó “cien misas rezadas en descargode las que avía dexado de decir de las capellanías y otras que avía dicho por devotos y durante sunovena se le dixeran las misas que les parecieren a sus ejecutores de su testamento”22. Por lo gene-ral se advierte un pudoroso silencio sobre estos aspectos y resulta más común la donación de cier-tas cantidades a la iglesia de residencia manteniendo en secreto el motivo de tales limosnas.

Aunque hubo algunos clérigos patrimoniales que dejaron limosnas a los pobres vergonzantesde sus parroquias, esta práctica fue más habitual entre el alto clero catedralicio, debido a que susmiembros dispusieron de mayores recursos económicos23. En este aspecto, el personal eclesiástico

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20 La muerte repentina del vicario del Salvador, el doctor Melchor Castillo, ocurrida en 1695, motivó la interven-ción del obispo Jerónimo de Zolivera para solucionar las demandas de sus familiares. A.P.S.S., Lib. Reg.(Salvador), vol. II, fols. 307r-307v.

21 A.P.S.S., Lib. Reg. (San Martín), vol. II, fol. 246.

22 A.P.S.A., Lib. Reg. (San Juan), vol. II, fol. 200v.

23 A.P.S.S., Lib. Reg. (Catedral), vol. III, fol. 14r.

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mantuvo un comportamiento idéntico al del resto de la sociedad: las donaciones y legados a lospobres adquirieron, por lo general, un carácter formal y subsidiario dentro del contexto de las dis-posiciones testamentarias, suponiendo más una postura de claro interés de cara a la adquisición deobras meritorias encaminadas a la salvación personal que un deseo de ver mejoradas verdadera-mente las expectativas de estos necesitados24.

LA DISTINCIÓN ANTE LA MUERTE. LA MORTAJA

Los religiosos y eclesiásticos se amortajarán con las vestiduras distintivas de su estado. Los pri-meros con los hábitos propios de la orden a la que habían pertenecido y los miembros del clerosecular con la vestidura talar, la sotana negra, “el hábito de San Pedro”. Los franciscanos, una vezproducido el deceso, eran amortajados por el hermano enfermero con hábito, cuerda y pañosmenores, llevando los pies descalzos en señal de pobreza y humildad. Antonio Castro, en su cere-monial para los religiosos de San Agustín, describe con minuciosidad el amortajamiento de estosreligiosos, “Primero le pondrán una túnica, enzima de ella un escapulario, luego un hábito negro ycorrea, todo limpio; y le pondrán medias y zapatos; las manos cruzados unos dedos con otros y enellas le pondrán una cruz pequeña de madera” (CASTRO, 1701: 641). Los presbíteros se enterrabanrevestidos de los ornamentos sacerdotales con los cuales celebraban la misa: alba, amito, estola,manípulo y casulla. Estas vestiduras eran proporcionadas por las distintas iglesias que las guarda-ban en depósito para tales ocasiones. Eran ornamentos viejos y tan maltratados por el uso quehabían sido desechados en las celebraciones diarias. Esta costumbre también se usó en el amortaja-miento de los obispos, cuya primera mortaja consistía en una vestidura de celebración vieja y des-gastada que después era cubierta con los ornamentos pontificales, esta vez más ricos y lujosos(GARCÍA FERNÁNDEZ, 1996: 135). En la visita que hace el canónigo Felipe Royo, en 1614, a la iglesiapatrimonial de San Martín, ante el estado lamentable de algunas ropas litúrgicas, dispone que estassean retiradas y sirvan como mortajas para los racioneros que fallezcan25. Parece ser que la inmensamayoría de los racioneros turolenses se enterraron así, dejando sus hábitos corales como parte delpatrimonio que legaban en sus herencias, tal y como lo demuestra el inventario post mortem delvicario de la iglesia de Santiago Juan Villaspesa, muerto en 161526.

De manera general, los clérigos turolenses no hacen mención alguna sobre el tipo de mortajacon la que serán inhumados, y no es de extrañar porque ésta era proporcionada de forma gratuitapor las iglesias en las cuales habían servido. Con el fin de poder satisfacer esta demanda de morta-

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24 Esta misma apreciación es señalada para las cárceles malagueñas, REDER GADOW, 1986: 193.

25 A.P.S.S., Lib. Reg. (San Martín), vol. 2, fol. 111, Visita 15-10-1614.

26 A.P.S.S., Papeles del vicario Villaspesa. Del mismo modo, el racionero Pedro Sevilla, muerto en 1638, deja en sutestamento a su sobrino mosén Juan Magana “el hábito de choro, un manteo y sotana, el mejor que se hallaremío”. A.P.S.S., Legajo I, Testamento de Pedro Sevilla, 14-07-1636.

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jas, se usaba un sistema de donaciones o legados que implicaba la sustitución y renovación del ves-tuario de las celebraciones. Hay que tener en cuenta que la mayoría de los racioneros poseían orna-mentos de su propiedad y estos eran cambiados por otros de inferior categoría. Cuando fallece elracionero Juan Benedicto de la Montona, en 1624, dejando heredera a la fábrica de la iglesia de SanMiguel, lega en usufructo a su sobrino, el también racionero Miguel Benedicto, entre otras cosas,los ornamentos que tenía en su cajero: cuatro casullas, cuatro cubrecálices y cuatro bolsas de corpo-rales. La iglesia no vendió los ornamentos sino que se reservó el derecho que sobre ellos tenía obli-gando al sobrino a mantenerlos en depósito para cambiarlos por mortajas27. El hecho de intercam-biar vestiduras sacerdotales por otras más usadas resulta una práctica común en la mayoría de laszonas geográficas28 y perdurará largamente en el tiempo (VEGA Y DE LUQUE, 1972: 185).

No todos los eclesiásticos se amortajaron revestidos con los hábitos con los que habitualmentecelebraban misa. Aquellos clérigos forasteros a quienes la muerte les sorprendía fuera de sus parro-quias debían conformarse con un alba, cuyo importe tenía que ser abonado a la iglesia donde eransepultados29. Los ordenados de menores también iban cubiertos a la tumba solamente con un alba.No poseemos datos sobre las mortajas que llevaron los canónigos y prebendados, pero a juzgar porsu inclinación a confirmar su categoría social no dejarían de ser un fiel reflejo de la ostentación ydignidad que les conferían los vistosos ropajes que usaban en los oficios corales30. En 1645, el cabil-do catedralicio solicitó del nuncio de la Santa Sede la facultad de usar en el traje coral roquete conmangas y pieles de armiño, aduciendo que esta indumentaria era usada por los canónigos de lacatedral metropolitana de Zaragoza y en Teruel se había seguido usando el mismo traje coral desdela desmembración del obispado (TOMÁS LAGUÍA, 1953: 315). Con toda seguridad la riqueza deestas mortajas debió dar lugar a que se produjera más de un acto de pillaje dentro de las criptasdonde se enterraban los capitulares31.

Durante la época objeto de nuestro estudio no se ha detectado el empleo de doble mortaja en elclero secular. Esta misma apreciación es constatada para el caso de Huelva (LARA RÓDENAS, 2001:98), sin embargo, González Lopo afirma que el clero compostelano inicia esta costumbre a mediados

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27 A.P.L.M., Libro de Memorias de la iglesia de San Miguel, fols. 438r-438v.

28 Por ejemplo, los párrocos zamoranos solicitaban ornamentos viejos y a cambio cedían otros nuevos a su iglesia.LORENZO PINAR, 1991: 176. En Huelva, los clérigos solían entregar roquetes y otras prendas a cambio del ves-tuario para enterrarse, LARA RÓDENAS, 2001: 97. En Málaga a los clérigos seculares se les amortajaba según elgrado y orden que tuviesen. C.S. de Málaga (1671), lib. 3, tit. 10, p. 474.

29 Es el caso del presbítero Jaime Pascual, de la orden de Montesa, muerto en 1688. A.P.S.S., Lib. Reg. (Catedral),vol. 3, fol. 69 v.

30 LORENZO PINAR, 1991: 176. Los clérigos catedralicios zamoranos se enterraban con las vestiduras sacerdotales,el bonete y la capa de coro.

31 PEÑAFIEL RAMÓN, 1987: 78-79. Este autor señala quejas sobre la desaparición de ornamentos y vestidurassagradas de algunos clérigos capitulares con motivo de haberse abierto el carnero donde estaban sepultados.

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del siglo XVII, al principio de manera muy tímida, para pasar, un siglo después, a unos porcentajesrealmente importantes32. Sobre este aspecto, resulta extremadamente difícil detectar si algún ecle-siástico turolense llegó a llevar bajo su mortaja habitual algún tipo de sudario diferente. El mismoanonimato que suponía su ocultación no permite establecer siquiera una posible aproximación.

ESPERANDO LA RESURRECCIÓN

Una vez producido el óbito, el cuerpo inerte del difunto seguía teniendo un importante valorrepresentativo. Pasado el último trance vital de la agonía, una nueva etapa de actuación se encargabade prolongar, de alguna manera, las características fundamentales del finado, manteniendo la posi-ción que había ocupado en este mundo. El amortajamiento, la disposición del fallecido y su posteriorexhibición pública no hacían sino confirmar este extremo. Se manifestaba así, junto con el alto valoraleccionador del cadáver, su pertenencia a un grupo social determinado. El sentido igualatorio de lamuerte no dejaba de ser una construcción esencialmente destinada a la conformación moral de lasgentes, cuya raíz habría que buscarla en el viejo tópico medieval de las danzas macabras. Los hom-bres y mujeres de la época, salvo una minoría que renunciaron voluntariamente a la ostentación bus-cando en unas honras sencillas la mejor forma de alcanzar la gloria, no se resignaron a sumirse en elolvido sin dejar constancia del papel que habían desempeñado en el mundo de los vivos. Y una delas maneras de ser recordados era la ubicación de su última morada. Todos aquellos cuyas condicio-nes económicas se lo permitieron buscaron en su sepultura la diferenciación, tanto espiritual comosocial. La elección del sitio donde se quería ser enterrado no era una cuestión baladí. El interior delos templos fue uno de los lugares más disputados, debido a la extendida creencia de que allí esta-ban los cadáveres a salvo de las asechanzas del demonio que podía malignizarlos33, pero también asus condiciones taumatúrgicas capaces de santificar los pecados. La cercanía de los santos interceso-res, el sacrificio diario de la misa y las plegarias por el alma de los difuntos eran considerados comoelementos importantísimos para la remisión de las penas del Purgatorio. De esta manera, las iglesiasse transformaron en enormes depósitos de cadáveres, donde los cuerpos de los difuntos esperabanla resurrección mientras recibían los sufragios y memorias de los vivos.

Por supuesto que los hombres de iglesia no fueron ajenos a estos pensamientos y consideraronque soterrarse en el interior del templo conllevaba todas las ventajas anteriormente mencionadas.Ellos siempre estuvieron libres de la incertidumbre que atenazaba a gran parte de las clases humil-des, que veían casi imposible alcanzar un lugar para sepultarse dentro de la iglesia debido a losimportantes derechos que había que abonar para conseguirlo. Los clérigos turolenses estuvieron

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32 Entre 1651 y 1660, el 11,11% del bajo y medio clero pide llevar un hábito religioso debajo de sus vestiduraseclesiásticas. Un siglo después, lo demandará el 41,18% y se implantará esta práctica en el clero catedralicio conun 16,67%. GONZÁLEZ LOPO, 1990: 281; LÓPEZ LÓPEZ, 1987: 14. En la segunda mitad del siglo XVIII, el 57% delos clérigos de Oviedo lleva el hábito franciscano.

33 Para esta cuestión véase NOLA, 2006: 273-298.

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exentos de pagar cualquier cantidad por razón de sepultura y, por muy escasos que fueran susrecursos económicos, tenían asegurado un lugar dentro de los muros del templo34.

Una buena parte del clero patrimonial eligió para su último reposo la tumba de sus padres o lade sus parientes más cercanos. Frecuentemente, ellos mismos habían dispuesto con anterioridad ellugar donde debían ser sepultados sus progenitores, los cuales en muchos casos habían dejado estadecisión en manos de sus hijos. Mantener los lazos familiares incluso después de la muerte fue unade las constantes prioritarias dentro de las mentalidades de la época. Todas estas consideracionesestaban reforzadas por las celebraciones de sufragios y memorias de misas que colectivamente eranaplicadas por la salvación de los miembros que yacían bajo las mismas losas. Frente a este sentidode cohesión familiar que inclinó a muchos eclesiásticos a buscar el descanso eterno junto a lossuyos, estaban los enterramientos privativos destinados específicamente a albergar los cuerpos delclero capitular. Dos aspectos complementarios influyeron en la creación de estos espacios sepulcra-les: por una parte la extraordinaria competitividad que se estableció a la hora de buscar el lugarmás favorable para recibir los beneficios espirituales que proporcionaban los recintos sagrados, ypor otra los principios ideológicos de la Contrarreforma, entre los cuales se encontraba la dignifica-ción del sacerdocio. Esta dignificación pasaba, como anteriormente se ha apuntado, por su separa-ción del resto de la sociedad, estableciendo unos rasgos jerárquicos diferenciales entre los laicos ylos eclesiásticos que en sus últimos extremos podían llegar más allá de la muerte. La segregación delos cadáveres de los hombres de iglesia a lugares exclusivos suponía la perpetuación de esta distin-ción física y espiritual que se pretendía conseguir.

En la catedral de Teruel existía una bóveda destinada a servir de sepultura a sus miembros másrelevantes: dignidades y canónigos. Esta cripta estuvo situada delante de la puerta del coro tal y comolo confirman los testamentos de varios canónigos, cuando señalan con todo detalle el lugar dondequieren ser inhumados: “en el carnero que hay delante del coro” dice el canónigo Francisco Morón,“delante de la puerta del coro” pide el deán Antonio Alberto Brejo. Posiblemente debido a su satura-ción, el cabildo concertó construir otro bajo el presbiterio con mayor capacidad. El acuerdo se tomóen 1632, pero hasta 1645 no quedó terminado (TOMÁS LAGUÍA, 1953: 18). Se considera que el prime-ro que lo inauguró fue el obispo Domingo Abad y Huerta, fallecido en 1645, si bien a este respecto nohay una certeza absoluta35. A partir de la muerte del arcipreste Pablo Durán, fallecido en 1647, quepide ser enterrado “en el carnero que han edificado los señores canónigos”, la mayoría de las dignida-des y canónigos serán sepultados en este nuevo entierro, aunque algunos, impulsados tal vez por razo-nes espirituales o por el deseo más inconfesable de distinción personal, solicitaran otros lugares36.

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34 C.S. de Teruel (1588), tit. XXVI, const. III, p. 207.

35 POLO RUBIO, 2005: 166. Sin embargo, en el acta de su defunción consta que fue enterrado en el presbiterio amano derecha del evangelio. A.P.S.S., Lib. Reg. (Catedral), vol. III, fol. 25v.

36 A.P.S.S., Lib. Reg. (Catedral), vol. III, fol. 27r.

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Los interiores de las iglesias manifestaban en sus sepulturas el escrupuloso orden jerárquicoque reinaba en la sociedad exterior. Particularmente los templos catedralicios eran ejemplos signifi-cativos de un verdadero microcosmos, en el que cada individuo tenía su papel asignado según surango de dignidad y su nivel de renta. El bajo clero catedralicio, integrado por beneficiados, racio-neros y capellanes, se sepultaba en otro espacio diferente: en el llamado vaxo o bajo de los benefi-ciados y racioneros que se hallaba situado junto al púlpito de la epístola.

En el resto de las iglesias de la ciudad esta conducta estuvo mucho más difuminada; sin embar-go, varias parroquias poseían desde antiguo enterramientos destinados exclusivamente a sus cléri-gos patrimoniales. La parroquia de San Andrés tenía un carnero en la capilla de San Laurencio quesirvió de sepultura a la mayoría de sus racioneros a lo largo de todo el siglo XVII37. Otros templossiguieron su ejemplo. La iglesia del Salvador construyó una bóveda destinada a albergar los cuerposde sus clérigos en 1683. En 1685, los racioneros de la iglesia de San Miguel decidieron tomar lacapilla de la Virgen para enterramiento propio38. Conforme fue avanzando el siglo, cada vez se hizomás patente el corporativismo clerical a la hora de sepultarse, manteniéndose esta costumbre hastabien entrado el siglo XIX39.

Algunos miembros del clero fundaron capillas destinadas a albergar sus cuerpos y los de susfamiliares. Estas fundaciones resultaban extremadamente costosas y solamente aquellos que goza-ban de una economía privilegiada podían permitírselo40. Varios tratadistas de la época reprobaronel sentido exclusivista de estos enterramientos y el excesivo lujo de algunas capillas sepulcrales,clamando contra la vanidad de poseer una sepultura propia que estaba destinada más que a alber-gar los restos del finado a recordar las vanaglorias mundanas (VENEGAS, 1628: 224-225). Sinembargo, no faltaron entre los miembros del estamento eclesiástico turolense los gestos de senci-llez al disponer el lugar de su sepultura. El canónigo y racionero Marín Gamir, muerto en 1614, apesar de tener derecho a ser enterrado en su capilla familiar de la catedral, ordena ser sepultado enel Hospital General, dejando toda su hacienda para obras pías41. Del mismo modo, Domingo Artoz,racionero de la catedral, suplica que su cuerpo sea enterrado delante de la capilla de los pobres42. La

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37 A.P.S.A., Lib. Reg. (San Andrés), vol. II, fol. 300v. De los cuarenta y seis racioneros fallecidos en esta iglesiadurante el siglo, veintinueve serán sepultados en ella.

38 A.P.L.M., Libro de Memorias (San Miguel), fol. 443r.

39 GARCÍA FERNÁNDEZ, 1996: 228. En la ciudad de Teruel, tras la creación del cementerio municipal, el clero patri-monial y catedralicio ha seguido, hasta tiempos muy recientes, la costumbre de sepultarse en lugares reserva-dos exclusivamente para sus miembros.

40 Sirva como ejemplo la fastuosa capilla que mandó construir el vicario de la iglesia del Salvador, José Torán deGuernica, en 1682, SEBASTIÁN LÓPEZ y SOLAZ, 1969: 156-157. En esta capilla, llamada de la Virgen de laMisericordia, se enterró a su muerte ocurrida en 1685 “en un nicho que allí tenía fabricado”. A.P.S.S., Lib. reg.(Salvador), vol. II, fol. 302r.

41 A.P.S.S., Lib. reg. (San Martín), vol. II, fol. 110v.

42 A.P.S.S., Lib. reg. (Catedral), vol. III, fol. 6v.

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inhumación junto a los más pobres suponía una acción meritoria en orden a la salvación personal.Reposar al lado de los que nunca habían tenido nada, de los desheredados por la fortuna, compor-taba el hecho de asimilarse a aquellos que pasarían directamente a la gloria tal y como estaba pro-nosticado en los evangelios. Por ello resultaba muy edificante el gesto de situarse junto a los mise-rables para compartir con ellos la resurrección (ARIÈS, 1999: 51). El afán por mostrar después de lamuerte una humildad que en muchas ocasiones había sido cuestionada en vida hizo que algunosespecificaran el lugar exacto de su sepultura, la cual debía de ser pisada constantemente en pruebade modestia y sumisión. Quizás por un efecto imitativo los racioneros de la iglesia de San Miguelfueron los más proclives a solicitar como sepultura los lugares más transitados del templo. El racio-nero Juan Benedicto, muerto en 1624, solicita ser enterrado junto a la pila del agua bendita; VicenteBarrachina, fallecido en 1652, pide “ser sepultado bajo la cuerda de la campanica que se toca en lasmisas rezadas”; en ese mismo año el subdiácono Tomás Pérez “quiso ser enterrado junto a la puertabaja, en el rincón de mano derecha”; el racionero Andrés Dobón, muerto en 1671, “junto a la pila dela puerta de arriba” al igual que José López, muerto en 1691, también ordena que lo sepulten debajode la pila del agua bendita43. Como los laicos, muy pocos eclesiásticos se desentendieron a la hora deestipular el lugar donde debían reposar sus restos. En unos casos fue determinante el sentido de launidad familiar, en otros primó la adhesión a un comportamiento corporativista o de clase, y en lamayoría, la firme creencia en que la ansiada resurrección de la carne debía de ser aguardada en aque-llos lugares del templo más ventajosos para aparecer impolutos a los ojos de la divinidad.

CONCLUSIONES

Las líneas anteriores no hacen sino confirmar que el comportamiento de los clérigos turolensesante la muerte en poco se diferenció del resto de la sociedad que les rodeaba. Sus modelos de con-ducta, las elaboraciones mentales e intelectuales y los sentimientos individuales de este colectivofueron semejantes al común de los laicos. Y aunque no hay que ser tan ingenuo como para confiaren la transparencia de la documentación manejada, lo cierto es que parece irrefutable la adhesión aun modelo largamente elaborado que culminará en el discurso barroco sobre la muerte. Los gestosde estos sujetos encarados hacia su último destino nos han desvelado algo que por más de parecerobvio tiene un alto valor explicativo: víctimas de su propio modelo escatológico y de las conforma-ciones sociales que este modelo produjo, el personal eclesiástico se vio atrapado en los mismos for-mulismos y tensiones que el resto de la sociedad.

Resulta indiscutible que el discurso sobre la muerte en la Edad Moderna se apoyó en unasbases destinadas a la estructuración social, jerarquizando fuertemente las relaciones entre los dife-rentes colectivos. Pero, paradójicamente, esta ordenación afectó también a las distintas capas ecle-siales. Ni todos los clérigos vivieron igual, ni todos murieron de la misma forma. Una vez más, el

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43 A.P.L.M., Lib. Reg. (San Miguel), vol. III, fols. 26r, 64v, 67v, 84v y 109r (respectivamente).

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sentido igualatorio de la muerte fue subvertido reproduciendo las tramas socioeconómicas y deprestigio que reinaban en el mundo terrenal. Así hemos visto morir a clérigos en la más absolutamiseria al lado de otros que exhibieron en sus funerales la desmesura y el recargamiento formal, alobjeto de sancionar la posición que habían ocupado en vida.

Por último, hay que señalar su enconada resistencia a ser separados del núcleo de la sociedad. Apesar de los reiterados esfuerzos de las autoridades eclesiásticas, encaminados a hacer de este colec-tivo un compartimento estanco, el propio carácter patrimonialista del clero turolense dio lugar almantenimiento y afianzamiento de las relaciones domésticas y familiares. El fallecimiento supuso,en incontables casos, la continuación y confirmación de este complejo mundo de relaciones.Asombrados ante los horrores de una muerte que ellos mismos administraban, estos individuos quereflejaron una tremenda humanidad capaz de encarnar todos los excesos de las vanitas, todas lasrapacidades de los tan denostados mercaderes y todas las intransigencias de la Contrarreforma, seconmovieron, al igual que sus contemporáneos, ante el ineluctable destino de la existencia humana.

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Recibido el 10 de noviembre de 2008Aceptado el 1 de diciembre de 2008

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