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Los Cuadernos Inéditos EL BESO TRANSPARENTE Antonio Pereira E n Oviedo, en una noche de setiembre de los años cuarenta, conocí por primera vez una mer desnuda, y a la mañana si- guiente supe en Gijón el color del mar. A los dos descubrimientos llegué en un vagón de tercera del mixto que salía de Monrte, y sería injusto que mi viaje más importante quedara oscu- recido por algunas andanzas exóticas. Era un tiempo de graves preocupaciones mundiales y yo me recuerdo inquieto por si el pantalón debía ser con vueltas o sin vueltas; dos mil aviones del Reich machacaban a Londres, y yo odiando la eterna espinilla juvenil que solía embravecerse justamente para el domingo. Las mañanas de Oviedo en otoño eran muy ricas para vagabundear por el Campo de San Francisco, para llenarse uno el ojo con las astu- rianas que viniendo de la estación atacaban la calle de Uría con su alegría un poco descarada, buenas mañanas para cualquier cosa que no ese ponerse sobre los libros de texto. Otros libros sí. Por supuesto, sí. La oficina de Regiones Devasta- das, donde tenía su empleo un paisano mío de Bembibre, no resultaba mal expediente para matar algún rato. Me scinaba aquel olor ocioso de bu- rocracia, hecho de tabaco, de la virutilla de los lápices y del papel carbón arrugado en las papele- ras. Pero más aún, el que hubiera algunos libros de poesía. Un día, el de Bembibre me animó a que lo acompañase al Naranco: -Anda, me ayudas con las miras y luego sé un sitio donde si cuadra nos comemos unos conejos. Pero qué es eso de las miras. -Aunque yo estaba disponible pa ir y venir como un pájaro. -Esas reglas graduadas que están contra la pa- red, no pesan gran cosa. No pesaban, y adems eran suaves y barniza- das. Antes de bajar a la calle para montarnos en la camioneta tomé como préstamo un par de libros. Al pasar de la vida o Al correr de la vida, de don Nicolás Benavides Moro. Del otro, recuerdo bien el título: era el Abril de Luis Rosales, en la edición de Cruz y Raya. El Abril estaba herido. Tenía unas tiras del papel engomado de los estancos, parecidas al esparadrapo. -Ha hecho media campaña conmigo -dijo el to- pógrafo-, lo apañé en una casa del ente de Cór- doba. Pero no se quedaba a gusto: -Sólo un libro, qué quieres. Hay quien se ha hecho con colchones, con máquinas de coser, querrás creer que he visto levantar un tejado en Tamarite de Litera para sacar por arriba el piano. Era poco mayor que yo. Sólo tres o cuatro años 70 mayor que yo, pero la diferencia parecía enorme. Hasta Juanito Ramón, que se preparaba para no- tario, había vuelto de la guerra con una sombra en la cara, y eso que era la cara más aniñada de nuestro pueblo. Mi amigo de ahora me miraba como si ese mi padre, me daba tabaco como si ese un tío mío tolerante, me preguntó si alguna vez había andado yo en mediciones por algún te- rreno. Le dije que no. -Y las áreas, sabrás por lo menos el área del rectángulo, aunque te haya dado por estudiar Le- tras. -El rectángulo, sí. La base multiplicada por la altura. -¿ Y de un polígono regular, pentágono, hexá- gono, octógono? -Eso ya no, eso me parece lo más dicil del mundo. Bueno, lo peor es el problema de dos trenes que se enentan a distinta velocidad, calcu- lar en qué kilómetro van a pegarse la torta. El de Regiones se reía. El y yo íbamos delante, dis f rutando del lo de la cabina. Detrás, en la caja de la camioneta, viajaban unos peones disciplina- dos. La camioneta era una Chevrolet probable- mente requisada, que daba botes a cada paso, pero yo tenía los huesos a estreno, tampoco me importaría que saliera, de eata, los huevos a estreno, esa parte que ahora me parece tan deli- cada en los viajes. Además del vehículo muy tra- bajado, estaban las heridas del suelo de aquella ciudad, que entonces llamaban la ciudad mártir, y a mí me parecía la capital de lo nuevo y resplan- deciente. Además de las reglas de colores vivos y de otros instrumentos del oficio, los de Regiones De- vastadas llevaban unos prismáticos. Fue sci- nante, sentirse en aquella altura y acercar hasta el monte la visión de la catedral. Yo no había leído La Regenta. Y mucho menos podría haberle escu- chado a Ricardo Gullón su teoría sobre el símbolo lico que en rma de catalo empuñaba don Fermín de Pas cuando subía a la torre. Yo admi- raba las piedras desafiantes, aunque renegridas, de la catedral de Oviedo. Pero también las calles rectas y orgullosas, el emporio dorado del Banco Herrero -«Don Policarpo Herrero, opulento ban- quero, ha pasado por nuestra estación camino de Málaga», le tengo oído leer en el Diario de León a mi padre. Quienes entran en la juventud, respiran la crea- ción del mundo. Mucho más si esta entrada ocurre al terminar una guerra. Aquel año la tierra estaba tan trastoada como mi sangre, era otoño, y sin embargo yo veía florecer los árboles y las plantas. Ahora no sé por sus nombres qué árboles ni qué plantas, serían helechos, pinos silvestres, también algún roble suelto. Y sobre todo, los eucaliptos. Había tantos, tan eficaces, que era oler el Pul- mogrey: el mismo vaho balsámico de aquellas inyecciones piadosas contra el ntasma que no se

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Los Cuadernos Inéditos

EL BESO

TRANSPARENTE

Antonio Pereira

En Oviedo, en una noche de setiembre de los años cuarenta, conocí por primera vez una mujer desnuda, y a la mañana si­guiente supe en Gijón el color del mar.

A los dos descubrimientos llegué en un vagón de tercera del mixto que salía de Monforte, y sería injusto que mi viaje más importante quedara oscu­recido por algunas andanzas exóticas. Era un tiempo de graves preocupaciones mundiales y yo me recuerdo inquieto por si el pantalón debía ser con vueltas o sin vueltas; dos mil aviones del Reich machacaban a Londres, y yo odiando la eterna espinilla juvenil que solía embravecerse justamente para el domingo.

Las mañanas de Oviedo en otoño eran muy ricas para vagabundear por el Campo de San Francisco, para llenarse uno el ojo con las astu­rianas que viniendo de la estación atacaban la calle de Uría con su alegría un poco descarada, buenas mañanas para cualquier cosa que no fuese ponerse sobre los libros de texto. Otros libros sí. Por supuesto, sí. La oficina de Regiones Devasta­das, donde tenía su empleo un paisano mío de Bembibre, no resultaba mal expediente para matar algún rato. Me fascinaba aquel olor ocioso de bu­rocracia, hecho de tabaco, de la virutilla de los lápices y del papel carbón arrugado en las papele­ras. Pero más aún, el que hubiera algunos libros de poesía.

Un día, el de Bembibre me animó a que lo acompañase al Naranco:

-Anda, me ayudas con las miras y luego sé unsitio donde si cuadra nos comemos unos conejos.

'-Pero qué es eso de las miras. -Aunque yo estaba disponible para ir y venir como un pájaro.

-Esas reglas graduadas que están contra la pa­red, no pesan gran cosa.

No pesaban, y ademlis eran suaves y barniza­das. Antes de bajar a la calle para montarnos en la camioneta tomé como préstamo un par de libros. Al pasar de la vida o Al correr de la vida, de don Nicolás Benavides Moro. Del otro, recuerdo bien el título: era el Abril de Luis Rosales, en la edición de Cruz y Raya. El Abril estaba herido. Tenía unas tiras del papel engomado de los estancos, parecidas al esparadrapo.

-Ha hecho media campaña conmigo -dijo el to­pógrafo-, lo apañé en una casa del frente de Cór­doba.

Pero no se quedaba a gusto: -Sólo un libro, qué quieres. Hay quien se ha

hecho con colchones, con máquinas de coser, querrás creer que he visto levantar un tejado en Tamarite de Litera para sacar por arriba el piano.

Era poco mayor que yo. Sólo tres o cuatro años

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mayor que yo, pero la diferencia parecía enorme. Hasta Juanito Ramón, que se preparaba para no­tario, había vuelto de la guerra con una sombra en la cara, y eso que era la cara más aniñada de nuestro pueblo. Mi amigo de ahora me miraba como si fuese mi padre, me daba tabaco como si fuese un tío mío tolerante, me preguntó si alguna vez había andado yo en mediciones por algún te­rreno.

Le dije que no. -Y las áreas, sabrás por lo menos el área del

rectángulo, aunque te haya dado por estudiar Le­tras.

-El rectángulo, sí. La base multiplicada por laaltura.

-¿ Y de un polígono regular, pentágono, hexá­gono, octógono?

-Eso ya no, eso me parece lo más difícil delmundo. Bueno, lo peor es el problema de dos trenes que se enfrentan a distinta velocidad, calcu­lar en qué kilómetro van a pegarse la torta.

El de Regiones se reía. El y yo íbamos delante, disfrutando del lujo de la cabina. Detrás, en la caja de la camioneta, viajaban unos peones disciplina­dos. La camioneta era una Chevrolet probable­mente requisada, que daba botes a cada paso, pero yo tenía los huesos a estreno, tampoco me importaría que saliera, de errata, los huevos a estreno, esa parte que ahora me parece tan deli­cada en los viajes. Además del vehículo muy tra­bajado, estaban las heridas del suelo de aquella ciudad, que entonces llamaban la ciudad mártir, y a mí me parecía la capital de lo nuevo y resplan­deciente.

Además de las reglas de colores vivos y de otros instrumentos del oficio, los de Regiones De­vastadas llevaban unos prismáticos. Fue fasci­nante, sentirse en aquella altura y acercar hasta el monte la visión de la catedral. Y o no había leído La Regenta. Y mucho menos podría haberle escu­chado a Ricardo Gullón su teoría sobre el símbolo fálico que en forma de catalejo empuñaba don Fermín de Pas cuando subía a la torre. Yo admi­raba las piedras desafiantes, aunque renegridas, de la catedral de Oviedo. Pero también las calles rectas y orgullosas, el emporio dorado del Banco Herrero -«Don Policarpo Herrero, opulento ban­quero, ha pasado por nuestra estación camino de Málaga», le tengo oído leer en el Diario de León a mi padre.

Quienes entran en la juventud, respiran la crea­ción del mundo. Mucho más si esta entrada ocurre al terminar una guerra. Aquel año la tierra estaba tan trastornada como mi sangre, era otoño, y sin embargo yo veía florecer los árboles y las plantas. Ahora no sé por sus nombres qué árboles ni qué plantas, serían helechos, pinos silvestres, también algún roble suelto.

Y sobre todo, los eucaliptos. Había tantos, tan eficaces, que era oler el Pul­

mogrey: el mismo vaho balsámico de aquellas inyecciones piadosas contra el fantasma que no se

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nombraba, o que se decía «un catarro mal cu­rado», todo lo más «una cosa de pleura» ...

De pronto, y como llevado por la asociación de las ideas, vi la tumbona y la manta de colores a rayas. Vi una melena desparramada y rubia. Y entre la manta y el flequillo rebelde de la frente, las gafas ahumadas que casi llenaban una cara de mujer adoradora del sol y del aire.

No sé cómo llegamos a hablarnos. -Es genial -dijo ella-, se ve como si estuviéra­

mos paseando allá abajo entre la gente, pero estoy abusando, ahora le toca a usted.

Y el día siguiente: -No, no, deje, hoy me he traído unos prismáti­

cos de campaña de los de mi padre, a lo mejor le gusta a usted comparar.

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Y algún día más tarde: -Me llamo Lina. Paulina. Te puedes sentar, un

poco, hasta que venga Dolores. Dolores era la criada que la acompañaba. Era

una mujer servicial y alegre, en seguida se apar­taba paseando hacia el lugar donde estaban los peones del Observatorio en obras. A Lina le mentí en la edad. Creo que me inventé un curso (de Derecho), por no decirle que el examen de estado. Aún así, me pareció que ella podría aspirar a un estudiante de quinto de carrera, incluso a un opo­sitor. Yo me dejaba caer por lo de Regiones. Siempre era fácil que subiera algún coche. Y no me olvidaba de coger algún libro, preferible de versos, creía yo que el llevar en la mano un libro de versos ayuda con las mujeres, y a lo mejor es verdad.

Me dijo Lina: -Me parece que tú mismo tienes algo de poeta,

a que sí. Pasé un poco de vergüenza. -Lo que no entiendo es que te guste venir todos

los días, al principio creí que de verdad trabajabas con los ingenieros. No entiendo que vengas y te quedes a estarte las horas conmigo.

-Si te molesto no vengo.-No me molestas, no te pongas así. Pero habrá

por ahí tantas niñas monas ... guayabos ... -Esas chicas que tú piensas son bastante tontas

-y es verdad que no me interesaban mucho. Melancé, pero mirando para cualquier punto delmundo que no fuese Paulina: Tú sí que le puedesinteresar a cualquiera.

-Pues no sé qué me verás tú. ¡ Si apenas haspodido conocerme más que tapada!

-Pero no todo tiene que verse con los ojos.Aunque fuera sin mirarla derechamente, ob­

servé que con un movimiento caprichoso derra­maba todavía más su cabellera abundante sobre los almohadones, debía de estar muy satisfecha de su pelo limpísimo. A veces se retocaba la pintura de los labios. A veces se entretenía en arreglarse las uñas sin alterar la perfecta inmovilidad del cuerpo acostado.

-Si te intereso un poco será por lástima.Era una manera de provocarme.-¡ Por qué iba a tenerte lástima!-Te advierto que ya no me importa lo más mí-

nimo, al principio te confieso que sí. Ya sabes por qué estoy a reposo, esto no hace falta decirlo.

Lo dije yo a mi manera: -Tampoco tiene tanta importancia. Eso se cura,

hay la tira de gente que lo ha pasado. -Bueno, lo que sí es verdad es que no es tan

malo como parece. Por lo menos no tienes dolo­res, ni los médicos te hacen ningún daño, lo ven todo por las radiografías. Al principio' te parece que se te viene el mundo encima pero luego te acostumbras a la soledad, todos los libros y revis­tas que quieres, pensar, ¿a ti no te gusta ponerte a mirar para un fuego o el mar y estar mucho rato pensando?

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-Según qué cosas.

-Recuerdos. Bueno, me parece que tú no ha-brás podido juntar demasiados recuerdos.

-A lo mejor sí.

-Sólo unos días antes de que me empezara esto,fue el viaje cultural a Alemania, no me dirás que no lo viste en el No-Do. El tren hasta Bilbao, el barco todo engalanado de banderas, ya puedes imaginarte cómo nos agasajaron en Alemania los ministros y todo. ¿ Tú qué ciudades españolas co­noces? Para mí de los recuerdos mejores, los de Zaragoza. De las cosas que me ponen más emo­cionada es oír una música de noche por el balcón abierto, como las serenatas que nos daban los cadetes en Zaragoza. Anda, si me acercas el termo tomo esa leche odiosa y no tiene que venir Dolores.

Paulina estaba delgada, la leché del termo se la cargaban de yemas de huevos frescos. Un día pude enterarme (mis dedos) de que su piel era suave por las mejillas, en el cuello, un poco más abajo del cuello. Fue ella misma, y no iba a ser la última vez que una mujer me enseñara:

-Dame tu mano, a ver si te parece que tengofiebre.

Luego, muchos días, mientras ella parecía andar por las nubes como sin enterarse de lo que pasaba en el mundo, yo le tanteaba la temperatura. Mi mano y la suya terminaban encontrándose a la altura donde empezaban a hacer bulto sus pechos, bajo la manta de turno. Supe entender que ella me sujetaba para que no pudiese vagar por allí, y que al mismo tiempo me retenía para que no me reti­rase del todo. Yo no había pensado vagar por ninguna parte. Yo era un chico romántico (aunque ya me hubiera ocupado con una mujer, pero eso era otro cantar), y para aquella afición mía por Paulina le sobraban envolturas a mi alma.

-Me gusta estar contigo, así, porque eres uncaballero.

A Paulina le habían mandado que no fatigara los pulmones hablando, pero se olvidaba y hacía lo que le daba la gana. Había nacido en Larache. Los estudios no le habían gustado mucho. De la guerra tenía una experiencia de muchacha feste­jada y feliz, me contaba de las cuestaciones y de vagos idilios en los hospitales de sangre. Pero nunca, nunca nos aclaramos sobre cosas de amor entre nosotros dos. El tiempo se nos pasaba en un vuelo. Todos los días, ya cerca de la hora de la comida, oíamos aproximarse el coche negro y largo, que traía un banderín enrollado. Todavía le faltaba subir por algunas revueltas, hasta llegar al repliegue del monte donde Paulina se curaba de las nieblas crecientes de abajo. Pero Dolores era previsora y empezaba a levantar el campo. El coche llegaba, conducido por un cabo, y alguna vez vino también un ayudante con cordones sobre el caqui de la guerrera, a ayudar a la hija del general. Hasta la mañana siguiente:

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-Pero cuéntame alguna cosa, no te quedes ahítan callado. De las diversiones. Seguro que en Oviedo lo pasáis brutal los chicos y las chicas.

-No creas -le mentía yo-. Oviedo es como unpueblo, todo está de lo más aburrido.

-¿ Y el cine?-Dan muchas españoladas.Y un día, ella:-Oí por la radio que en el Santa Cruz están

poniendo una película muy buena. De esa artista que llaman la J ana.

No era una película, eran dos o como si dijéra­mos una historia en dos partes, una tarde daban «La tumba india» y la otra tarde seguía «El tigre de Esnapur». Y o había visto embelesado la histo­ria completa, después de perder mucho tiempo en la cola. Pero no me importó jurarle a Paulina que eran un tostón aquellas cosas de· Asia.

-Creo que van a prohibir que se fume en lassalas -dijo ella-. Con eso a lo mejor me dejan que vaya al cine dentro de unas semanas, ahora no me conviene ese ambiente cargado.

Para mí el descubrimiento de la hombría y de la libertad consistió en el tabaco, cuando ya podía disfrutarlo delante de un profesor, de un cura, incluso de mi padre. El café cantante transcurría entre el humo de las cajetillas racionadas, en los billares dábamos nuestras tacadas elegantes con el pitillo en la boca, una misma habitación de la Pensión Langreo la compartíamos tres fumadores, siempre con la ventana cerrada ... Y sin embargo, yo me olvidaba de fumar cuando estaba hacién­dole compañía a ella. Empezaba a gustarme el aire puro del monte, como si fuera yo mismo el tuber­culoso.

-¿Sabes que estás poniéndote muy moreno? Yame gustaría a mí que me pasara lo mismo.

-A mí me gustas así.Paulina tenía mucha coquetería de mujer, y

como escasamente podía lucir la ropa, salvo en el breve trecho hasta meterse en el coche, lo que variaba casi todos los días era la manta. Recuerdo la del primer día, un cobertor muy fuerte como los que tejen en Val de San Lorenzo, con franjas ásperas de color rojo o granate y otras franjas amarillas y también de marrón oscuro. Otras ve­ces lucía sobre su cuerpo acostado una manta de viaje a cuadros escoceses, con flecos que ella se entretenía en trenzar y destrenzar con sus dedos largos y ociosos ...

Un día que la encontré con manta de piel, como un gran abrigo de visón que hubieran desarmado para quitarle la forma, Paulina estaba mirando pa­peles, el contenido de un sobre grande.

-Mira a ver qué te parece este parque.-Precioso -dije mirando la fotografía de un par-

que cuidado, con bancos de madera de trecho en trecho. Se veía alguna gente sentada, o paseando con aire feliz.

-¿ Y ese salón de estar?-Me parece un hotel de lujo -aunque yo nunca

había puesto los pies en un hotel de lujo.

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-¿ Y las terrazas? -Porque los papeles o cartuli­nas del sobre eran una colección de fotos a buen tamaño-. Fíjate en las terrazas, todas orientadas al mediodía.

Sí. Era una larga galería abierta donde había una serie de tumbonas con gente tumbada y abri­gada como lo estaba Paulina. Se veían algunas enfermeras. Hombres apuestos de bata blanca, que se podían adivinar solícitos. Entonces, com­prendí lo que era aquella propaganda, y pregunté, tristemente, por qué.

-Por qué -le dije a Paulina, y temí que ella noiba a entender mi pregunta un poco dolida.

-¡Porque quiero curarme de una vez! En un sitio donde nadie a mi alrededor tenga que mi­rarme como a un bicho raro. Comprendes. Un sitio donde todos estén como yo.

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Yo decidí que debía desagraviarla, que yo y el mundo entero le debíamos a Paulina una repara­ción. Me acerqué a su cara, a buscar en su boca el contacto más íntimo y contagioso que puede haber entre un hombre y una mujer. Casi la vi aceptar. Pero puso su mano sobre los labios húmedos, una mano adelgazada, pálida, transparente, y a través de aquella frontera de venas y de huesos ardientes nos besamos con furia, ella y yo buscando el sa­bor imposible del otro.

Fue el momento cumbre de aquel otoño: Ahora, todo empieza a ser descendente. Los días se acor­taron y los murmullos de la naturaleza eran menos audibles. Dolores nos amenazaba con que «ma­ñana tiene que llover» -mañana, mañana-, y mi corazón estaba lleno de presagios.

Una mañana, sin embargo, tuvimos un sol que traía un no sé qué de insidioso, el veranillo de San Martín. Volaban algunos moscones enloquecidos, y Paulina estaba nerviosa y más consentidora que nunca para mis manos. Ella misma se destapaba, me acariciaba como si quisiera decirme algo. Quiso darle la vuelta a la manta de lana de los Pirineos, que igual servía por el revés que por el derecho. Desapareció el lado oscuro y de pronto la manta fue blanca, con un intermedio para mi visión de un cuerpo de mujer que me pareció estremecido y deseoso. Reinaba la belleza del mundo, quién iba a pensar que era el resplandor fugaz de las agonías ...

El auto oficial ( el apellido de Paulina, o sea del padre de Paulina, tituló muchas calles de España) se estaba aproximando por las revueltas del Na­ranco con su rugido familiar, mucho antes de la hora de siempre. Esta vez no venía ningún ayu­dante, eran el cabo conductor y un oficial con las insignias de capitán médico. El capitán se llegó a donde estábamos y saludó llevándose la mano en­guantada a la gorra de plato, mientras Paulina se incorporaba un poco, para presentarnos:

-Mi prometido -dijo por el capitán médico.Y acerca de mí:-Aquí un muchacho estudiante.Todavía puedo verlos en aquella escena final de

acercarse al coche sin volverse a mirarme, Paulina llevada en brazos por el capitán que caminaba sobre los hierbajos con sus altas botas relimpias. De manera que volví a los cafés acogedores y viciados de Oviedo. Si no sufrí más, fue porque eso de «Mi prometido» era un poco cursi, verdad, también que en el transporte galante se le había volado al capitán la prenda de cabeza y el ecabo y Dolores corrieron para alcanzarla, se habría levantado un poco de aire.

Del libro inédito El mundo sin esquinas