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Jorge Araya Poblete

El Ángel Negro

2016

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“El Ángel Negro” por Jorge Araya Poblete se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported. Permitida su distribución gratuita como archivo digital íntegro. Prohibida su distribución parcial. Prohibida su impresión por cualquier medio sin permiso escrito del autor. Prohibida su comercialización por cualquier medio sin permiso escrito del autor.

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Presentación La aparición de tres cadáveres casi decapitados en diversos puntos de Santiago moviliza a los detectives Guzmán y Jiménez para dar lo antes posible con el psicópata responsable de dichas atrocidades. La única pista con que cuentan es el testimonio de un ebrio que asegura que el primer homicidio fue cometido por un ser alado enorme que usó una de sus garras como arma. Luego de revisar la grabación de una cámara de seguridad y enfrentarse cara a cara con el denominado “ángel negro”, los policías deben recurrir a todos los recursos normales y paranormales disponibles, incluyendo la vara que heredó Guzmán en una serie de homicidios acaecidos ocho meses antes, junto con una suerte de misión sagrada que aún no era capaz de comprender, y que le seguía costando aceptar. Este libro de bolsillo es la secuela de “La Vara”, siendo imprescindible dicha lectura para seguir el hilo de esta historia. Que la disfruten.

Jorge Araya Poblete Julio de 2016

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I

El borracho caminaba con dificultad por la angosta vereda. Luego de dos botellas de vino, su equilibrio y sus reflejos estaban notoriamente disminuidos, lo que sumado a una calle antigua con una estrecha vereda, y grandes árboles cuyas raíces levantaban de tanto en tanto el pavimento hasta llegar a romperlo, aumentaban ostensiblemente su riesgo de terminar botado en el suelo en cualquier instante. Por ello el borracho caminaba afirmado por las paredes de las casas, cuidando de no pasar a llevar las puertas y ventanas para no importunar a sus moradores ni correr el riesgo de provocar la ira de algún dueño de casa que pudiera provocarle tanto o más daño que el solevantado pavimento. Pese a su estado, el borracho aún tenía sus sentidos indemnes, por lo que era capaz de ver y oír sin dificultad lo que sucedía en su entorno; ello no significaba nada para él salvo algo de seguridad para evitar accidentes, pues sabía que a la mañana siguiente poco recordaría de lo visto u oído. Las casas viejas sin antejardín tenían ese problema: sus moradores estaban expuestos a ser fisgoneados al estar en contacto casi directo con la calle, por lo que muchos optaban por aislar por medio de cortinas gruesas sus ventanas por la noche, para mantener un mínimo de

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privacidad. Sin embargo, no toda la gente hacía lo mismo, y a veces algunos despistados olvidaban cerrar del todo sus cortinas, quedando a vista y paciencia de quien pasara por la calle frente a sus domicilios. A sabiendas de ello, el borracho prefería caminar mirando el suelo, para no ver nada comprometedor, y además para poder evitar los obstáculos de la vereda. Cuando estaba a cuatro casas de llegar a la esquina donde debía doblar para llegar al paradero donde pasaba el bus que le servía, un grito lo obligó a levantar la mirada y cambiar su suerte de esa noche. En la esquina de la vieja calle, un hombre retrocedía sentado en el suelo, ayudándose con manos y piernas, mientras gritaba aterrado sin ser capaz de ponerse de pie para huir del lugar. El borracho de inmediato pensó en que el hombre también estaba ebrio, y estaba viviendo un episodio de delirio, de los cuales él ya llevaba varios en el cuerpo. La experiencia le decía que no era buena idea intervenir de buenas a primeras, pues en un par de ocasiones quienes quisieron ayudarlo se transformaron en parte de su delirio, lo que terminó en agresiones y en la intervención de carabineros. El borracho siguió mirando al hombre que gateaba de espaldas, en espera del mejor momento para intervenir; cinco segundos después ya era demasiado tarde. El sargento Alberto González estaba furioso. La suerte se había ensañado con él desde que consiguió el ascenso, pues casi en cada turno le tocaba algún caso extraño, lo

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que lo había llevado a ser considerado una yeta dentro de su comisaría. Esa noche había sido bastante tranquila, y cuando faltaban no más de cincuenta minutos para hacer la entrega, los llamaron para asistir a un homicidio en la vía pública. Cuando llegaron en el radiopatrullas, se encontraron con un taxista, quien había llamado a carabineros, un hombre sentado en el suelo afirmado en la muralla, y un cuerpo botado en el pavimento, con un extenso corte en el cuello que había cercenado todo hasta dejar visible la columna cervical y un enorme charco de sangre que inundaba todo. De inmediato solicitó la presencia del fiscal de turno, del laboratorio de criminalística y del servicio médico legal, y se dedicó a aislar la escena del crimen con ayuda del cabo que lo acompañaba. Una hora después el sitio estaba lleno de gente tratando de esclarecer la situación. El cabo y el sargento tenían al borracho sentado en el asiento de atrás de la patrulla, en espera de la llegada de quienes se harían cargo de la investigación. De pronto un vehículo blanco y azul con balizas azules se detuvo en el lugar, desde donde descendieron dos policías ataviados con chaquetas azules y logos amarillos característicos de la Policía de Investigaciones, quienes después de preguntar se dirigieron a la patrulla. En ese instante el sargento adquirió una expresión de sorpresa en su rostro. —Sargento González, buenas noches.

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—Buenas noches sargento, inspector Guzmán, detective Jiménez—dijo el policía de mayor edad. —Disculpe inspector, ¿no era usted uno de los policías a cargo del caso del asesino serial que mataba a la gente de un palo en la cabeza? —Sí… con razón su cara me es familiar, usted asistió al homicidio del abogado—dijo Guzmán, sonriendo. —Qué bueno verlo inspector, parece que no soy el único yeta de este lugar—dijo el sargento. —No entiendo, ¿a qué se refieren?—preguntó el detective Carlos Jiménez. —A que el caso que les asignaron es demasiado extraño—comentó el sargento. —Dudo que sea algo peor que lo que nos tocó vivir con el asesino serial—dijo Guzmán, poniéndose serio. —Inspector, el único testigo del homicidio es el ebrio que está en mi patrulla—dijo el sargento—, y él refiere que la herida mortal que le abrió el cuello a la víctima, la hizo un ángel negro con una de sus garras.

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II Héctor Guzmán llevaba apenas ocho meses de ascendido a inspector, y seis trabajando con Carlos Jiménez, el novel detective que había sido asignado para trabajar con ellos de encubierto en el caso del asesino serial de la vara, que terminó con la reestructuración de la brigada de homicidios tras la muerte del prefecto Oyanedel (cuyo caso quedó caratulado como “desaparición” al no encontrarse cadáver) y del inspector Saldías, y con Guzmán con un nuevo cargo, y más encima con una responsabilidad que la vida le había asignado y que aún no era capaz de asimilar y por ende, de asumir. La vara de olivo descansaba en su hogar, y todas las noches se daba el tiempo de sacarla para manipularla y familiarizarse con ella, rogando para que el momento de usarla llegara lo más tarde posible, y así sentirse con algo de confianza y seguridad a la hora de cumplir la misión que le había encargado su maestro, quien había desparecido de un día para otro de su realidad. Ahora Guzmán se veía en una nueva investigación alejada de los cánones normales, y que esperaba que sólo se tratara de algún malentendido producto de la oscuridad o del alcohol. El detective y el inspector se acercaron a la patrulla, donde se encontraba el testigo, un hombre de mediana edad

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según su identificación, pero muy acabado para tan pocos años vividos. El hombre se encontraba sujeto del asiento del conductor, con la cabeza colgando, como si estuviera tratando de dormitar. El inspector abrió la puerta de la patrulla y se agachó al lado de donde se encontraba sentado el ebrio, quien ni siquiera hizo el ademán de mirarlo. —Buenas noches don… Arturo—dijo Guzmán, mirando el carnet de identidad—. Carabineros me dice que usted es el único testigo del homicidio. Más rato lo interrogará el fiscal de turno, pero me gustaría saber qué fue lo que vio. —No vi nada… y lo que creí ver fue culpa del trago—respondió el aludido. —Usted le contó lo que vio al carabinero y al taxista, necesito que me cuente eso que les contó a ellos. Necesito oír su versión de lo que vio o creyó ver—dijo Guzmán. —¿Para qué, si no me va a creer, o va a pensar que estoy loco? —Da lo mismo lo que yo piense o crea, aquí lo que importan son los hechos, es lo único que me interesa, y que le interesa al fiscal—dijo Guzmán. —Me van a meter al psiquiátrico por esto… pero en una de esas me sirve para dejar el copete—dijo Arturo, enderezándose—. Cuando me faltaban un par de cuadras para llegar al paradero, justo en la esquina aparece un tipo arrastrándose de espaldas. Yo creí que venía más curado que yo, y no me acerqué al tiro; de repente y sin hacer ruido apareció un tipo enorme completamente de negro,

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con unas alas enormes como de murciélago pero con plumas. No pasó ni medio segundo, y el ángel negro levantó una de sus manos, que tenían unas garras enormes, y con una de las garras le rebanó el cuello al pobre tipo, y luego se fue. —Ya, a ver, vamos por partes—dijo Guzmán sin inmutarse—. El tipo apareció de repente y al final se fue tan rápido como apareció, ¿lo vio volar? —Claro… o sea… no, la verdad es que no me fijé… no me fijé si movía o no las alas—respondió confundido Arturo. —Bien, ya avanzamos un paso—dijo el inspector—. ¿Qué es para usted un tipo enorme, alto como basquetbolista, macizo como luchador, gordo como pesista? —Eh… era alto… como basquetbolista… pero se veía enorme… o sea… bueno, tal vez por las alas—dijo Arturo. —Bien, otro paso más. ¿Cómo es eso de alas de murciélago pero con plumas?—preguntó Guzmán. —Eh… eso poh, alas de murciélago pero con plumas… pucha, cómo se lo explico… es como si anduviera con una capa de plumas lisas, pero con hombreras—respondió Arturo, sorprendiéndose de su respuesta. —Ajá… ¿con qué mano lo atacó? Piénselo bien, fíjese de dónde estaba mirando usted, y si la mano levantó o no la capa de plumas de su lado, o no la vio moverse—dijo el inspector. —Eh… deje pensar… la derecha, porque yo miraba su hombro izquierdo y no lo movió… eso, la derecha.

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—Mmm… hace un rato me dijo que levantó la mano llena de garras, y con una le cortó el cuello, ¿qué hizo con las otras cuatro garras, las dobló, las retrajo como un gato, las escondió?—preguntó Guzmán. —¿Las otras garras? Eh… estaba muy oscuro… ahora que lo pienso bien… vi sólo una garra… tiene que haber sido un cuchillo curvo, no sé, un corvo, una hoz… —Entonces tenemos a un tipo vestido de negro, alto como basquetbolista, con una capa con hombreras, que atacó a la víctima con un cuchillo de hoja curva, con la mano derecha, probablemente con la curva hacia adentro para hacerlo pensar en una garra—dijo Guzmán, para luego agregar—. No pienso que esté loco don Arturo, simplemente su mente mezclada con alcohol le jugó una mala pasada. Ahora ya sabe qué contarle al señor fiscal cuando llegue. Buenas noches. El inspector Guzmán dejó al testigo en la patrulla bastante más tranquilo, mientras se dirigía al vehículo institucional, donde se encontraba afirmado el detective Jiménez. —¿Cómo te fue con el taxista, Carlos? —No muy bien jefe, el tipo llegó cuando ya había pasado todo. Él vio el cuerpo botado en el charco de sangre, y al testigo sentado contra la muralla tomándose las piernas, temblando de miedo. Él cree que el testigo no tuvo que ver con el homicidio, según él lo encontró en shock. ¿Y a usted cómo le fue? —Definitivamente mal, el testimonio del tipo no se sustenta en nada, necesité un par de minutos para

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transformar su ángel negro en un basquetbolista vestido de negro con capa y una hoz. El fiscal lo mandará a evaluación psiquiátrica, y quedaremos en nada. Más encima en esta esquina de mierda no hay una maldita cámara de vigilancia, para conseguir el video. Trata mañana de entrevistar a los dueños de los locales aledaños, a ver si alguno tiene cámara y logramos algo que sea. —Bueno jefe—respondió Jiménez—. Al menos queda casi descartado el que estemos lidiando con un ángel negro, como dijo el tipo al principio. —Yo no estaría tan contento Carlos, no sé si prefiero lidiar con un ángel negro, o con un basquetbolista de negro con capa que degüella gente con una hoz—respondió el inspector. —La prensa haría flor y nata con cualquiera de las dos opciones—dijo Jiménez. —Aprende esta lección de inmediato: que carabineros atienda la prensa, tú y yo vinimos a investigar, no a hacer show—dijo serio Guzmán, recordando a su mentor—. Ya, quédate tranquilito en el móvil mientras hablo con el fiscal.

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III A las nueve de la mañana Héctor Guzmán aún luchaba contra el cansancio, y con el ardor que le provocaba en el estómago el tercer café en una hora. El tiempo no pasaba en vano, y cada vez le costaba más soportar los turnos de noche y reponerse para trabajar el post turno. El fiscal había sido muy claro, la carga de causas que tenía era enorme, así que necesitaba encontrar rápido al asesino, para no verse entrampado y meterse en problemas con el fiscal de la zona; por ello el inspector había decidido seguir trabajando, para avanzar lo más posible, y dejar el trabajo listo para cuando pudiera hacer las diligencias pendientes. Sin embargo, y pese a las tres tazas de café y al ardor estomacal, el sueño terminó por ganar esa batalla, dejando a Guzmán dormitando sobre el teclado de su computador. De pronto un suave toque en su hombro lo volvió a la conciencia. —Jefe, despierte—dijo el detective Jiménez—. El prefecto no se ha dado cuenta, así que mejor despabílese para que no se meta en problemas. —No aguanto el sueño Carlos—dijo Guzmán—. ¿Qué hora es? —Son casi las diez.

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—Chucha, dormí casi una hora… ¿y por qué vienes llegando tan tarde, hombre? —Anoche me pidió que entrevistara a los dueños de los locales alrededor de la esquina del homicidio, y en eso andaba, ya estoy de vuelta—respondió Jiménez. —Entonces es super temprano, para estar de vuelta de una diligencia claro—dijo Guzmán. —A todo esto me fue bien, el mini market que está justo en la esquina está lleno de cámaras de seguridad, y el dueño me dio copia de todas las grabaciones de anoche—dijo Jiménez, sonriendo. —Excelente, veamos si hay algo útil en todas esas grabaciones. Guzmán y Jiménez se acomodaron frente al computador donde el detective conectó la unidad de memoria, para poder ver si alguna de las cámaras había captado algo. Luego de mirar el lugar hacia donde apuntaba cada cámara, eligieron el archivo en que se veía la esquina de la calle a través de la reja del negocio, y gracias al registro horario, adelantaron la grabación hasta unos diez minutos antes que el taxista diera aviso a carabineros. Tal como había relatado el testigo, que no aparecía en la grabación, apareció un hombre arrastrándose de espaldas en el suelo, sin ser capaz de salir de esa posición. —Debe haber estado paralizado del miedo para no poder pararse y huir—dijo Jiménez.

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—Ahora veremos quién fue quien lo mató—comentó el inspector, sin despegar la vista de la pantalla. Diez segundos después, ambos policías quedaron en silencio. —Eso no era un basquetbolista, jefe—dijo Jiménez—. Esas alas… porque esa cosa no es una capa, se están moviendo solas… y lo que le sale de la mano no es una hoz, ni cinco hoces… —Y no he visto ningún basquetbolista que salga volando—agregó Guzmán—. Ahora hay que mostrarle esta grabación al fiscal. —¿Está seguro, jefe? —¿Y qué quieres hacer, ocultar evidencia de un crimen? Al menos con esto sabemos que el ebrio no estuvo involucrado—dijo Guzmán. —¿Y qué cree que hará el fiscal con lo que aparece en la grabación luego de periciarla?—preguntó Jiménez. —No lo sé, nunca se sabe lo que te pueden ordenar—respondió Guzmán, mientras recordaba a la fiscal Pérez y a la vidente que había solicitado y que los había ayudado—. Ya, al mal paso darle apuro, ubiquemos al fiscal y mostrémosle la evidencia a ver qué ordena. Esa misma tarde el inspector y el detective se reunieron en la fiscalía con Patricio Ortega, quien había sido designado para el caso. Luego de explicarle la relación de los hechos y cotejarlo con la información que el mismo profesional había recabado en la escena del crimen, pusieron en su notebook el disco externo con la grabación de la cámara de seguridad del mini market. En cuanto terminó, el fiscal

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guardó silencio, luego de hacer una copia de seguridad en su propio disco duro. —¿A quién se le ocurrió esta broma de mal gusto, inspector? Porque dudo que haya nacido de alguno de ustedes dos; ahora, si fue así, este es el final de sus carreras en la PDI. —Señor fiscal, esto es una copia de la grabación de la cámara de seguridad, si usted duda de nosotros basta con que ordene requisar el disco duro original y lo pericie—respondió Guzmán, sin inmutarse. —¿Acaso quieren hacerme creer que anda un monstruo con alas degollando gente en Santiago?—preguntó enrabiado Ortega. —No queremos hacerle creer nada, señor fiscal. Nuestro trabajo es investigar y entregarle herramientas para que usted ordene diligencias. Dentro de la investigación el detective Jiménez consiguió copia de las cámaras de seguridad del local de la esquina del sitio del suceso, y nuestra obligación es entregarle todas las pruebas posibles y que estén en nuestro poder—dijo Guzmán. —Señor fiscal, en el disco vienen además las grabaciones de todas las cámaras de seguridad de los negocios de dos cuadras a la redonda del sitio del suceso, están separadas por carpetas nombradas con la dirección de cada lugar—agregó algo tímido Jiménez—. Le mostramos esa porque es la que muestra la imagen más clara del lugar, y porque quisimos entregarle información lo antes posible, como nos lo pidió. Si usted quiere puedo mandar a periciar

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todas las grabaciones para editar sólo las partes relevantes al caso. —Yo me encargaré de ordenar esas diligencias, detectives—dijo algo incómodo Ortega—. Traten de averiguar algo con la familia del occiso, a ver si logramos salir luego de este cacho. Buenas tardes, señores. Media hora después ambos policías llegaban a las afueras del Instituto Médico Legal. Tal como Guzmán suponía, la autopsia estaba en proceso, y aún no les entregaban los restos a sus deudos para poder darles sepultura. Luego de conversar con uno de los funcionarios del servicio, ubicaron a la única persona que había preguntado por el cuerpo. En cuanto se acercaron a ella, una mujer de unos cuarenta años, notaron su nerviosismo, que para los policías se acercaba peligrosamente a la paranoia. —Yo no he hecho nada, no quiero problemas—dijo la mujer, antes que los policías alcanzaran siquiera a presentarse. —Quien nada hace, nada teme—dijo Guzmán, serio—. ¿Usted es familiar del difunto? —Esa ralea de pechoños no se va a aparecer por acá, hace años que no le hablaban a Alberto por sus creencias—respondió la mujer—. El Alberto dejó de ser católico, y la familia lo rechazó. —¿Usted es su pareja?—preguntó Guzmán. —No, soy la única amiga que le quedaba, este huevón se mandaba un condoro tras otro, y gracias a eso todos lo abandonaron—dijo la mujer—. Menos mal que era

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precavido y dejó dinero suficiente para cremarlo y botar sus cenizas por donde sea. —¿Tenía alguien en su entorno que quisiera hacerle daño?—preguntó el inspector. —Con la vida que eligió fue mucho lo que sobrevivió, tarde o temprano lo iban a matar, de cualquiera de los dos bandos—dijo la mujer. —Perdone, no me queda claro que la familia lo haya rechazado por dejar de ir a la iglesia—dijo Jiménez. —No me entendió, él no dejó de ir a la iglesia, él dejó de ser católico—corrigió la mujer—. Él hizo la apostasía, un documento en que rechaza los sacramentos tomados, bautizo, comuniones, y deja la religión de lado. —¿A qué se refiere con cualquiera de los dos bandos?—preguntó Guzmán. —Parece que no están muy enterados de nada—dijo la mujer, sonriendo—. Alberto era sacerdote satanista.

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IV Patricia Abarca revolvía nerviosa el café en el vaso plástico, que no impedía que se quemara las yemas de los dedos. Las gestiones hechas por el inspector Guzmán sólo habían servido para confirmar lo que temía: los peritajes ordenados al cadáver de su amigo Alberto demorarían al menos una jornada de trabajo más, por lo que el cuerpo se lo entregarían con suerte a última hora del día siguiente. A cambio de las averiguaciones, la mujer se comprometió a conversar con los policías en un carro instalado a las afueras del Instituto Médico Legal, para tratar de explicarles el medio en que se desenvolvía Alberto; la mujer sabía que nada de lo que conversarían serviría para esclarecer la muerte de su amigo, cosa por lo demás intrascendente para ella en esos momentos; sólo sentía una extraña incomodidad al hablar con el inspector Guzmán, que no lograba entender ni interpretar. —Gracias por su tiempo Patricia, y disculpe por no haber logrado apurar el trámite de los restos de su amigo—dijo Guzmán—. Me gustaría que nos contara algo más acerca de don Alberto, y qué significa ser sacerdote satanista. —Mi amigo era un tipo tímido, retraído, bastante callado, no se metía en nada ni molestaba a nadie—dijo Abarca—.

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Él simplemente se dedicaba a su trabajo y a su culto, nada más. —Perdone pero no logro asociar la imagen de un sacerdote satanista con el hombre que usted describe—dijo Jiménez. —Déjeme adivinar: pelo largo, barba larga, polera negra, cara de maldad, una cruz invertida colgando de una cadena al cuello, tatuajes de diablos, rock pesado… ¿qué olvidé? Ah claro, un hilo de sangre saliendo de su boca, y una cabeza de murciélago dentro de ella, cortada con los dientes, por supuesto—dijo Patricia, sonrojando al instante a Jiménez. —Patricia, somos ignorantes en el tema, explíquenos para tratar de entender cómo funciona este asunto—dijo Guzmán. —Se lo explicaré del modo más simple: Alberto tenía por dios a Satanás, era un representante de su dios en la Tierra, él presidía las ceremonias de adoración y comunión en los lugares destinados a ello, para quienes también sienten a Satanás como su dios—dijo Abarca—. Aparte de su fe, Alberto era un chileno normal, con un trabajo normal, mal pagado, sobre explotado, con poco tiempo libre y estresado. —Y discriminado por sus creencias—comentó Guzmán. —Inspector, estamos en Chile, acá discriminamos a todo y todos—dijo Abarca—. Decir que eres satanista es peor que decir que eres nazi, violador, pedófilo… este es un país que tiene la religiosidad casi pegada en el ADN. Si hasta reconocerse ateo es mal mirado. Alberto jamás

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hablaba del tema en público, y sólo unos pocos amigos sabíamos de su fe. —Sí, tiene razón… a ver, hace un rato nos dijo que cualquiera de los dos bandos podría ser responsable de su homicidio, ¿eso quiere decir que además de los católicos, sus mismos pares lo odiaban? —Por supuesto, las envidias son terribles en las religiones, y entre los satanistas las luchas de poder suelen ser a muerte—respondió Abarca. —¿Y usted sabe si hay algún grupo dentro del catolicismo o del cristianismo dispuesto a matar a los adoradores de Satanás?—preguntó Jiménez, haciendo que Guzmán mirara al pavimento en silencio. —Ser satanista no es fácil en este mundo, detective—dijo Abarca, suspirando—. Como le decía, un nazi, un violador o un pedófilo son mejor vistos que alguien que confiesa rezarle a Satanás. Fuera de las religiones formales hay muchos grupos, de esos que se llaman esotéricos, que también son anti satanistas, y algunos de ellos no tienen reparos en matar por sus creencias. Ahora, si usted me pregunta específicamente por católicos o grupos cristianos, le aseguro que los hay, y son bastante más violentos que lo que se pudiera pensar. —Recuerdo que hace un rato me dijo que su amigo había cometido demasiados errores, y que eso facilitó o apuró su muerte, ¿se puede saber qué tipo de errores fueron esos?—preguntó Guzmán. —Uf… de partida le contó a su familia lo de la apostasía, eso era innecesario, bastaba simplemente con dejar de ir a la iglesia y listo; pero él quiso que esa manga de pechoños

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supiera, y esa conversación terminó con Alberto hospitalizado por la golpiza que le dieron dos de sus primos, luego de insultar a medio mundo—dijo Abarca, acomodándose en su otra pierna—. Luego salió a discutir con los canutos a la calle cada fin de semana, hasta que trajeron a un grupo más radical y de nuevo le pegaron. Empezó a hacer vandalismo contra iglesias de diversos credos, tirándoles pinturas y esas bombas fétidas que llaman. Tiempo después las emprendió contra miembros de su mismo culto, acusándolos de infiltrados… ello le permitió escalar en la jerarquía, pues efectivamente logró desenmascarar a un detective privado que había sido contratado por el padre de una joven recién conversa. En cuanto logró hacerse sacerdote satanista sus ataques contra miembros de su feligresía se hicieron más y más recurrentes… luego de un tiempo se calmó, cuando uno de los superiores lo encaró y le enrostró que estaban perdiendo fieles, pero ya era demasiado tarde… había sembrado odio por todos lados, y bueno, parece que le tocó cosechar. —¿Y usted sospecha de alguien en particular, alguna corazonada, o algo que le haga pensar más en una persona o grupo de personas?—preguntó Jiménez. —No sé, de toda la gente con que se había peleado Alberto los más violentos fueron sus familiares, pero de ahí a matarlo… no lo sé—respondió Abarca—. Los católicos y los evangélicos… no lo creo tan probable, aunque parezca raro muchos de ellos no creen de corazón en la existencia de Satanás, otros lo subestiman, los grupos radicales de ortodoxos atacan a facciones más extremistas

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y desconocidas de satanistas, y las esferas de poder hacen la vista gorda la mayoría de las veces… creo que me quedaría con algún grupo esotérico nuevo, algún mesías psicopático en busca de renombre, y lo que más me hace ruido son otros grupos de satanistas. La muerte casi siempre viene de cerca… —Hasta que por fin te encontré, yegua de mierda—dijo de pronto una mujer añosa, con voz en cuello, parándose al lado de Abarca—. ¿Qué hiciste con el cadáver de mi hijo, degenerada? —Está en autopsia todavía, mañana lo entregan… dele las gracias a los… —Si llego a descubrir que tuviste algo que ver en esto, te juro que te voy a matar con mis propias manos, perra—interrumpió la mujer, llorando—. No tengas cara de aparecerte mañana, yo enterraré el cuerpo de mi hijo en el Cementerio Católico para tratar de salvar su alma para el juicio final. La mujer añosa caminó algunos pasos, y se abrazó con dos hombres que aparentaban tener la misma edad de Alberto. En cuanto Abarca los vio, suspiró ruidosamente. —Bueno, creo que el fondo que dejó Alberto para ser cremado no será necesario… en el fondo da lo mismo, ellos se quedarán con su cuerpo, pero no con su alma—dijo la mujer, para luego ordenarse el pelo, y sacar una tarjeta de su cartera, la que extendió a Guzmán—. Supongo que debo dejarles algo donde ubicarme para seguir interrogándome, en esa tarjeta está mi dirección y

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mi celular. Gracias por el café, como Alberto ya no me necesita, me iré a casa a descansar. —Sólo por curiosidad Patricia, ¿hace cuántos años que usted es satanista?—preguntó el inspector, dejando perplejo a Jiménez. —Mucho más tiempo que Alberto, inspector—dijo la mujer, para luego desaparecer por Avenida La Paz hacia Santos Dumont. —¿Cómo supo que ella es satanista, jefe?—preguntó Jiménez. —Era obvio, ¿o no?—respondió Guzmán, mientras las náuseas disminuían con cada paso que se alejaba de ellos Patricia Abarca.

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V Guzmán y Jiménez llegaron temprano a la fiscalía. A esa hora ya los esperaba Patricio Ortega en su oficina y con la puerta abierta, para compartir novedades y decidir los pasos a seguir en la investigación. —Creo que no me va a gustar trabajar con usted, Guzmán—dijo Ortega, sin saludar—. Estuve averiguando de dónde me sonaba su nombre, y no fue grato saber que estuvo metido en eso del asesino serial y del fiscal Gutiérrez. —Parece que ya le llegó el resultado del peritaje de las grabaciones de las cámaras de los locales, señor fiscal—dijo Guzmán, sonriendo levemente. —Ni se le ocurra pensar que voy a llamar a alguna vidente, mago o brujo, detective—dijo Ortega—, esto lo vamos a investigar por los canales normales, sin intervenciones externas ni nada parecido. —Disculpe señor fiscal, ¿cuál fue el resultado del peritaje de las cámaras?—preguntó Jiménez. —El informe del laboratorio confirma que son grabaciones reales, que no fueron manipuladas ni intervenidas, que no hay procesos de edición ni análogo ni digital de lo que en ellas se ve—dijo Ortega, para luego suspirar ruidosamente—. El informe confirma la presencia

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en todas las grabaciones de un ser que describen como antropomorfo, de aproximadamente tres metros de altura, de cerca de doscientos kilos de peso, con dos apéndices en su espalda a la altura de los hombros, que podrían corresponder a alas, por su morfología y la funcionalidad vista en dos de las grabaciones. No se lograron captar rasgos faciales por la oscuridad de la superficie del ser, pero sí se lograron ver apéndices en el extremo de todos los dedos, que podrían corresponder con garras curvas de aproximadamente ocho centímetros de largo. Ese es el resumen de las características del ser y la interpretación que el laboratorio sacó de lo peritado, el resto es la descripción del homicidio, cosa que por lo demás fueron ustedes los primeros en ver. —¿Qué diligencias dictará, señor fiscal?—preguntó Guzmán, mirando seriamente a Ortega. —No me presione inspector… necesito pensar qué diablos hacer… —No lo estoy presionando señor fiscal, simplemente necesito que nos diga cuáles son los pasos a seguir, nada más—respondió Guzmán. —Empecemos por lo más básico, vayan a ver qué encuentran en la casa de la víctima—dijo el fiscal con desidia, mientras involuntariamente empezaba a jugar con el expediente del caso. Guzmán buscó en su bolsillo la tarjeta que le había pasado Patricia Abarca, quien le dio de inmediato por teléfono la dirección del domicilio de Alberto. Una hora más tarde, ambos policías junto a un equipo del laboratorio de

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criminalística estaba llegando a una pequeña casa sin antejardín, aparentemente de adobe, de paredes deslavadas y sin nada en su fachada que hiciera pensar en las creencias de Alberto. Luego de hacer algo de palanca, la vieja chapa de la casa cedió, permitiendo que el equipo entrara a revisar el lugar y a tomar las muestras que consideraran necesarias para esclarecer el homicidio del dueño de casa. A primera vista el living comedor no se diferenciaba en nada de lo esperable para el hogar de un hombre solo. Una mesa, dos sillones viejos, un mueble sin llave pero con un cáncamo para asegurar la puerta era todo el mobiliario con que contaba el lugar; del mismo modo la cocina contaba con los muebles estándar de cualquier cocina, incluidos un microondas sucio y un refrigerador. La revisión superficial del mobiliario no mostró más que cosas que estaban donde debían estar. Mientras Jiménez empezaba a revisar en profundidad los muebles de comedor y cocina, en espera de encontrar alguna puerta secreta o doble fondo, Guzmán entró al dormitorio. El lugar era bastante estrecho, pues al lado de la cama había un escritorio con un computador y una gran silla que usaba casi todo el espacio destinado a desplazarse. Mientras disponía que gente del laboratorio lo incautara para hacerle peritajes en el cuartel, el inspector abrió el closet: lo primero que llamó su atención fueron tres ganchos de ropa en el colgador, donde descansaban sendas túnicas de mangas anchas, una roja, una morada y otra negra, todas de un material similar a la

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seda, y con una especie de capucha terminada en punta incorporada a la parte de atrás de cada pieza de ropa; más allá, el resto del colgador sólo contaba con ropa de vestir formal e informal. Después de dejar las túnicas sobre la cama para que el personal de laboratorio las fotografiara y revisara, Guzmán empezó a inspeccionar los cajones. En los de más arriba sólo había ropa interior y algunas camisas planchadas, un viejo álbum fotográfico familiar y una libreta de ahorros con algunos billetes plegados en su interior. El último cajón contenía cuatro cajas de madera negra, las que Guzmán sacó con cuidado y colocó encina del escritorio, con sus manos cubiertas por guantes de látex desechables. Una de ellas contenía paños negros y morados sin adornos ni costuras de seda, doblados y acomodados ordenadamente, otra tenía cálices y recipientes de bronce de diversos tamaños, además de un pequeño paño negro de una tela porosa; la tercera tenía medallones con diseños extraños y un par de dagas, aparentemente sin filo, y la cuarta guardaba un libro de tapas de cuero escrito en latín. —Parece que aquí está lo entretenido—dijo a sus espaldas Jiménez—. Revisé todos los muebles del comedor, la cocina y hasta el baño, y había solamente cosas de comedor, cocina y baño. —Hay que enviar todo esto a que les tomen muestras al laboratorio, a ver si hay restos biológicos—dijo Guzmán algo incómodo—. No sé de estas cosas, y capaz que

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tengan restos animales, o hasta humanos… pero como el fiscal no quiere asesores externos, estamos sonados. —Tal vez se convenza cuando nadie logre traducir el libraco ese, jefe—comentó Jiménez, mientras hojeaba el volumen escrito en latín. —Ojalá que dé su brazo a torcer, no quiero sólo apoyarme en google u otro buscador para una investigación oficial—dijo el inspector. Durante el resto de la tarde, Jiménez, Guzmán y el equipo del laboratorio se encargaron de ordenar las diversas evidencias del domicilio de la víctima y dejar todo registrado en sus cámaras fotográficas, para luego llevarlas al laboratorio y empezar el trabajo científico para identificar cualquier pista que los ayudara a dar con el asesino. Sólo faltaba tener acceso al informe de la autopsia, y con toda la información a la mano, empezar a armar el puzle al que se estaban enfrentando. Esa noche Patricia Abarca estaba algo nerviosa. Luego de la muerte de Alberto, y del enfrentamiento con su madre, necesitaba relajarse para recuperar algo de paz en su vida, y seguir a cargo del culto que había dejado su amigo. En esos instantes sólo quería dormir medianamente tranquila para volver a la mañana siguiente a su trabajo, y tratar de evitar problemas con su empleador. Cuando estaba por llegar a su casa, un fuerte y profundo gruñido la hizo detenerse y girar bruscamente: frente a ella un gran perro callejero le mostraba sus dientes, amenazador, como para mantenerla alejada de su territorio. Patricia sonrió

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aliviada: ya estaba acostumbrada a que los animales rehuyeran de ella y sus correligionarios, así que sin darle más vueltas al asunto, siguió caminando hasta llegar a su hogar, y dar rienda suelta a su necesidad de reposo y silencio.

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VI A la mañana siguiente, Guzmán y Jiménez estaban a primera hora en las dependencias de la Brigada de Homicidios, en espera de los resultados de las pericias a todo lo recolectado en la casa de la víctima. Mientras esperaban las novedades, empezaron a buscar por internet fotografías de indumentaria utilizada en ritos satánicos, para compararlos con las fotografías que habían tomado la jornada anterior. La cantidad de imágenes era irrisoria, por ende las posibilidades de encontrar la misma indumentaria era casi imposible, pues parecía que cada cual le ponía los adornos que se le antojaban; por otro lado, no había modo de saber si las imágenes eran reales o simples inventos subidos por ociosos para entretenerse un rato o lucir sus habilidades en manipulación digital de fotografías. Pese a los reparos del fiscal, el paso más evidente a dar era contactar a algún experto en sectas para que los asesorara. Cerca de las diez de la mañana, el fiscal los citó a su despacho para que vieran el informe de la autopsia y los resultados preliminares de las muestras tomadas en el cadáver. Al entrar a la oficina, su cara lucía peor que cuando llegó el informe de las grabaciones de las cámaras de seguridad.

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—Asiento señores. Recibí el informe de autopsia un poco antes de llamarlos, y quiero que revisemos las partes principales para decidir qué diablos vamos a hacer—dijo Ortega, mientras les entregaba una carpeta con una copia del documento. —¿Es demasiado terrible, señor fiscal?—preguntó Jiménez. —A ver…—dijo Ortega, suspirando—, de partida la causa de muerte no es tan obvia, la herida cortó todo por delante de la columna cervical, arterias, venas, tráquea… el informe no se define entre la anemia aguda, la asfixia por aspiración de sangre, o el corte de nervios del cuello. El texto describe perfectamente la lesión, inclusive refiere que el arma dejó una muesca en la quinta vértebra cervical, pero sin alcanzar a quebrarla. Además, el patólogo refiere que la lesión en la piel es de bordes netos, casi quirúrgicos, que no arrancó tejidos blandos, sólo cortó todo a su paso. —¿Y el informe sugiere el tipo de arma, algún cuchillo oriental de esos de samurái, algún arma de comando, un cuchillo de estos de porcelana que usan los chefs?—preguntó Guzmán, recibiendo una mirada de odio de parte de Ortega. —Queratina—dijo sin más el fiscal. —¿Queratina, eso que usan las mujeres para el pelo o las uñas?—preguntó sorprendido Jiménez. —Eso dice el informe—respondió el fiscal, para agregar de inmediato—. Y antes que me pregunten, la queratina no estaba en la piel como un rasguño, el patólogo

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encontró láminas de queratina incrustadas en la quinta vértebra cervical. —¿Láminas de queratina?—preguntó Guzmán. —Si… el informe describe placas microscópicas alargadas de queratina en los bordes de la muesca de la vértebra cervical, sin indicios en piel o tejidos blandos—respondió Ortega—. El arma homicida es lo suficientemente dura como para no dejar rastros sino en materiales de resistencia mayor, como un hueso. —¿El patólogo sugirió alguna posible arma, un cuchillo de queratina, algo de porcelana cubierto por queratina?—preguntó Jiménez. —El patólogo sólo debe describir lo que ve, Carlos—intervino Guzmán—. Es trabajo nuestro barajar alternativas en base al informe científico. —¿Se le ocurre algo lógico, inspector?—preguntó Ortega. —Creo que la única opción compatible con la descripción de los restos, es lo que todos vimos en las grabaciones de las cámaras—respondió Guzmán—. Lo único relacionado con esa descripción, es una garra enorme y extremadamente poderosa. —Maldición…—dijo el fiscal—. Bueno, supongo que ahora contactará alguna amiga bruja que sepa algo de estos monstruos con alas y garras que degüellan gente. —No tengo amigas brujas, ni videntes, ni nada parecido señor fiscal; por si no le informaron, fue la fiscal Pérez quien contactó a la vidente en el caso del asesino serial, ni mi colega ni yo—dijo Guzmán—. De todos modos, creo que Patricia Abarca nos podría ayudar, ella era amiga de la

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víctima, compartían religión, ella puede saber algo más de este asesino. —Estoy de acuerdo Guzmán. Vayan a interrogar a esta persona, y veamos qué les dice respecto del monstruo. Guzmán llamó a Abarca, y concertó una cita con ella en su domicilio esa misma tarde. Luego de volver al cuartel de la PDI para avanzar con la burocracia necesaria para mover la investigación, él y Jiménez se dirigieron en el vehículo institucional al domicilio que aparecía registrado en la tarjeta. El trayecto no tomó más de treinta minutos, pese a la congestión vehicular propia del horario de salida laboral; de todos modos, Guzmán fijó la cita media hora después de lo sugerido por Abarca, para que estuviera tranquila, descansada, y dispuesta a conversar con ellos sin tapujos. El barrio Matta es un sector tranquilo y tradicional de la capital, mayormente compuesto por casas de un piso sin antejardín, y bastante bien cuidado por sus habitantes, identificados con el hogar familiar por décadas. Las casas se suceden una tras otra en filas diferenciadas sólo por los colores de sus fachadas, lo que le da un carácter uniforme pero con diversidad al lugar. Jiménez manejaba con lentitud por una de las estrechas calles, mientras Guzmán buscaba el número del domicilio, los que habitualmente se encuentran en pequeños óvalos negros con números blancos, que resaltan sobre los colores de las fachadas pero que son difíciles de ver por su tamaño. En cuanto Guzmán localizó el número, Jiménez detuvo el vehículo y

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ambos hombres bajaron de él, con la esperanza de obtener la información necesaria para avanzar en el caso y evitar más roces con el fiscal Ortega. Guzmán se acercó a la puerta de calle, y al no ver algún interruptor de timbre, golpeó la puerta, la que se abrió ruidosamente al primer golpe. Instintivamente ambos detectives sacaron sus armas de servicio apuntándolas hacia el suelo, mientras Guzmán empujaba con suavidad la puerta. —Patricia Abarca, soy el inspector Guzmán… Patricia, ¿está en casa? Guzmán seguía empujando la puerta con suavidad, haciéndola crujir cada vez más ruidosamente; de pronto Jiménez levantó el arma y pasó la bala a la recámara, apuntando hacia el suelo, donde se veían dos pies calzados con zapatos de mujer. De inmediato Guzmán hizo lo mismo con su arma y apuró la apertura de la puerta: en el suelo yacía el cadáver de la dueña de casa sobre un enorme charco de sangre, y con un gran corte que casi alcanzaba para separar su cabeza de su cuello. Ambos policías se agazaparon y empezaron a avanzar por el largo pasillo con sus espaldas pegadas a los muros, tratando de hacer el menor ruido posible. Al llegar a la primera puerta el inspector y el detective se parapetaron uno a cada lado para abrirla de modo seguro si es que el asesino se encontraba escondido en la habitación. En el instante en que Guzmán tomaba la manilla para empezar la apertura,

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un fuerte ruido al fondo del pasillo hizo a ambos hombres girar en dicha dirección; medio segundo después el detective Jiménez caía derribado de cara al suelo, seguido al instante por Guzmán quien cayó de espaldas, quedando debajo de un descomunal ser cuya piel no reflejaba la luz sino más bien parecía absorberla, quien puso una enorme mano sobre su pecho y abrió por sobre su cabeza su otra mano, desplegando lo que parecía ser la garra de su dedo índice, pero que tenía el mismo tamaño que un corvo de guerra. El ser tomó aire para descargar el golpe sobre el cuello del inspector, deteniéndose en el acto, para acercar cuidadosamente su cara a la de Guzmán. Luego de olerlo un par de veces, el ser bajó su mano, y sin emitir sonido salió volando por la puerta de entrada, generando gritos de espanto en los vecinos que se habían acercado al domicilio al ver el vehículo de la PDI estacionado en el lugar. Cuando Guzmán estaba incorporándose, vio a Jiménez arrodillado apuntando a la puerta de salida, casi paralizado; luego que el detective logró bajar el arma, miró fijamente a Guzmán. —¿Viste eso?—preguntó con voz temblorosa Jiménez. —Sí, pero preferiría no haberlo hecho.

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VII El sedán gris se estacionó a dos casas del domicilio de Patricia Abarca. La casa de la mujer estaba cercada por cintas plásticas de Carabineros y de la PDI, para que el personal de sus respectivos laboratorios pudiera tomar todas las muestras necesarias para ayudar a esclarecer el nuevo homicidio. Afuera, miembros de ambas policías interrogaban a los testigos circunstanciales, sorprendidos por lo fantástico del relato pero más aún, por lo coincidente de todas las versiones recogidas. Justo frente a la puerta del domicilio seguía estacionado el móvil de Guzmán y Jiménez, quienes se encontraban a bordo del mismo, con las puertas abiertas. El conductor del sedán gris se bajó raudo para abrir la puerta del pasajero, quien luego de darle las gracias se dirigió de inmediato donde los detectives. —Díganme que esto es una broma—bramó furibundo Ortega—. Díganme que todas las huevadas que me dijeron por teléfono los carabineros que llegaron a apoyarlos no son más que histeria colectiva. —Ahí está el cuerpo, ahí están los testigos, la gente del laboratorio está recogiendo evidencias, todo se está haciendo de modo científico—dijo Guzmán, mirando fijamente a Ortega—. Si usted cree que esto es histeria

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colectiva, basta con que ordene un peritaje por un psicólogo forense y aclarará sus dudas, señor fiscal. —No me gusta su actitud, Guzmán. —Y a mí no me gusta su actitud ni su predisposición, señor fiscal—respondió Guzmán—. Si no quiere trabajar conmigo, hable con el prefecto para que asigne a otro inspector, y asunto arreglado, lo único que sabrá de mi respecto del caso, será mi declaración de los hechos acaecidos hoy. —No se trata de eso… no me gustan estos casos raros, siempre terminan mal, y al final el que pone la cara ante el tribunal soy yo—dijo Ortega, moderando su voz—. Ya estoy trabajando con ustedes, hasta ahora han hecho todo bastante ordenado, y no creo que el caso modifique su curso al cambiar a los investigadores. ¿Están bien? —Sí señor, sólo con la espalda adolorida por la caída—respondió Guzmán. —¿Jiménez, qué hay de usted? —No sé… no sé…—balbuceó el detective. —Estará bien, no se preocupe señor fiscal—dijo Guzmán, mirando al detective—. Gracias por la confianza. —Por nada inspector. Sigan trabajando el sitio del suceso, hablaremos mañana mejor con más calma y algo de evidencia—dijo Ortega, volviendo a su vehículo a revisar sus notas. Guzmán miró a Jiménez, quien parecía estar temblando en su asiento. Además del caso, el inspector tenía al menos dos problemas nuevos: uno, ayudar a Jiménez a tranquilizarse para poder hacer adecuadamente su trabajo;

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el otro, ver el modo de llevar la vara de olivo consigo, por si ocurría un nuevo ataque de aquel extraño ser. En ese instante el ruido de una discusión a la entrada de la casa lo sacó de su concentración; en el lugar se encontraba un hombre añoso con atuendo de sacerdote discutiendo con el carabinero a cargo de la seguridad del lugar, tratando de obtener permiso para entrar al domicilio. Guzmán dejó a Jiménez en el vehículo, y se acercó al hombre que no dejaba de presionar al carabinero. —Buenas tardes señor—dijo con voz fuerte Guzmán. —Buenas tardes, necesito saber qué pasó con la Patricia—dijo el hombre, con voz temblorosa. —¿Es pariente de la persona por la que consulta?—preguntó el inspector. —No… soy algo así como un viejo conocido… mi nombre es Antonio Valdivia, soy sacerdote—dijo el hombre, extendiendo su mano. —Inspector Guzmán, de la PDI—dijo el policía—. Lamentablemente no estamos autorizados a dar ninguna información a nadie que no sea familiar de la dueña de casa. —Es lo mismo que me dijo el carabinero, y entiendo que están haciendo su trabajo, pero necesito saber qué le pasó—dijo Valdivia, casi angustiado—. Patricia pertenecía a mi parroquia desde niña, hasta que hace algunos años empezó a juntarse con gente extraña que la alejó de la religión. Yo he estado luchando contra sus creencias, para tratar de devolverla al seno de la iglesia, pese a que en muchas oportunidades me ha insultado

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hasta más no poder, más que nada por el cariño que le tenía a su familia. Hace un par de días supe que el tal Alberto, un mal hombre que apareció en su vida hace un par de años, y que mancillaba el nombre del sacerdocio haciéndose llamar sacerdote de satanás, fue asesinado. Desde ese día no he sabido nada de Patricia, y temo que le haya sucedido algo malo por las malas influencias con las que se rodeaba. Además, que yo sepa no quedan familiares cercanos vivos de Patricia. —La señora Abarca falleció—dijo Guzmán, provocando una expresión de sorpresa en su interlocutor—. Su muerte aún es materia de investigación judicial, por lo que le rogaré su máxima discreción. —Dios la perdone y la acepte en su santo reino—dijo Valdivia, persignándose—. ¿Con quién debo hablar para disponer de sus restos cuando acaben la autopsia? —Lo mejor es que hable con el fiscal Ortega, si efectivamente no hay ningún familiar cercano que se pueda hacer cargo de su sepultación, él podría facilitar el trámite para entregarle sus restos—dijo Guzmán. —Muchas gracias inspector, dios lo bendiga—dijo el sacerdote, bendiciendo a la distancia al carabinero de guardia antes de ir a sentarse a esperar y pensar en una banqueta instalada en la calle. Guzmán volvió al vehículo. Jiménez seguía en el asiento del conductor, aún cabizbajo y en silencio. El inspector entendió que la situación había golpeado demasiado fuerte a su compañero, y que debería utilizar todos sus recursos para lograr sacarlo luego de su estado.

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—¿Cómo sigues, Carlos?—preguntó Guzmán. —Voy a pedir el traslado, inspector—dijo Jiménez—. No importa si me mandan a Putre o a Punta Arenas… —Carlos, trata de tranquilizarte… —Estoy recién empezando… no quiero huevadas raras en mi hoja de vida—interrumpió Jiménez—. Quiero hacer mi carrera normal, sin contratiempos, con delincuentes normales. No sé tú, pero yo estudié para detective, no para cazador de monstruos, demonios, o lo que sea esa cosa que nos atacó. —Te entiendo Carlos. Hasta el caso del asesino serial yo tenía tu misma postura, pero cuando me tocó vivir todo eso, aprendí que hay cosas más allá de nuestro entendimiento, que no necesitamos creer si hay evidencias que las avalen. Hay grabaciones de ese monstruo negro y alado que nos atacó, no es nuestra imaginación ni es histeria colectiva como intentó sugerir el fiscal: está grabado en más de una cámara de seguridad. Tú y yo trabajamos en una institución creada para investigar, y si pides tu traslado, te estás negando a cumplir tu misión como profesional—dijo Guzmán. —No creo poder hacer esto inspector, o sea… nos atacó un murciélago de tres metros de estatura que ya ha degollado… qué degollado, casi decapitado a dos personas como si nada—dijo Jiménez, angustiado—. ¿Qué pasa si nos ataca de nuevo, con qué le damos, servirá de algo dispararle? Aún no entiendo por qué no lo decapitó a usted.

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—No lo sé, tal vez fue sólo suerte—dijo Guzmán, recordando la actitud de la bestia—. Pero ello no me va a amilanar Carlos, yo voy a seguir hasta dar con este monstruo, sea lo que sea que pase en el intertanto. Piénsalo, si eres capaz de ayudarme a solucionar este caso, tu carrera no tendrá límite alguno. —Está bien inspector, lo pensaré—dijo Jiménez, volviendo a su mutismo de antes. Guzmán salió del vehículo a tomar un poco de aire. El barrio se veía partido en dos con la zona de seguridad delimitada por las policías, y la carpa que cubría la entrada de la casa de la mujer asesinada: más allá de las cintas puestas por Carabineros y PDI, la vida parecía seguir fluyendo a la misma velocidad de siempre, en sintonía con sus habitantes y su identidad geográfica; dentro del límite artificial, todo bullía a gran velocidad para tratar de terminar luego el trabajo de recolección de pistas, y sacar las cintas para que el entorno volviera a absorber ese pequeño trozo sustraído por la violencia y la ciencia forense. Guzmán se cuestionaba haber retrasado el encuentro con Patricia en media hora, pensando en que podría haber estado en el lugar cuando la mujer aún estaba con vida; sin embargo, la facilidad con que el monstruo los derribó lo llevaba a pensar que nada hubiera sacado con estar ahí, sin tener los medios para enfrentar a dicha bestia. El inspector quería pensar que la vara de olivo era el arma necesaria para dar caza al asesino, pero no sabía si sería suficiente, o si requeriría más ayuda.

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—¿Qué haremos ahora inspector?—preguntó de pronto a su lado Jiménez—. ¿A quién le preguntaremos acerca de ese monstruo negro, que nos pueda dar alguna respuesta útil, y que no crea que estamos locos? —Me gustó eso de “haremos” Carlos, supongo que significa que al menos te darás una oportunidad en el caso—dijo Guzmán, complacido. —Por lo menos lo intentaré, inspector—respondió Jiménez. —Qué bueno escuchar eso—dijo Guzmán, mientras miraba conversar al fiscal Ortega y al padre Valdivia en el vehículo de la fiscalía—. Creo que se me ocurre quién nos podría dar una o dos ideas respecto de este… ¿cómo le dijo el primer testigo, “ángel negro”?

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VIII Una semana más tarde, Héctor Guzmán estaba sentado en la terraza de una cafetería del centro de Santiago, tomando un expreso doble con más azúcar que la acostumbrada, mientras revisaba en su teléfono su correo electrónico. El estar en un paseo peatonal, alejado al menos unas dos cuadras del tránsito vehicular, le permitía algo de tranquilidad para escuchar sus pensamientos, y tratar de imaginar lo que el futuro le tenía deparado. Sin entender todavía por qué el monstruo desistió de degollarlo luego de olerlo, esperaba que ello no tuviera que ver con la misión de proteger a la gente de bien de los poderes del mal, heredada por él junto con su vara de olivo, pues aún no era capaz de dimensionar dicha misión ni el alcance de su responsabilidad. Por ello necesitaba obtener información respecto del monstruo lo antes posible, y así saber qué tenía que hacer en ese caso. Cuando estaba por ordenar la segunda taza, llegó a su mesa Carlos Jiménez. —Qué bueno que llegaste Carlos, justo a tiempo para que pidas algo—dijo Guzmán. —Hola inspector—dijo Jiménez, mientras se sentaba a la mesa—. ¿Por qué me pidió que nos viéramos aquí a esta hora?

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—Invité a alguien a conversar informalmente, a ver si nos puede ayudar con el caso… mira, llegó justo a tiempo, como tú—respondió Guzmán, mientras se ponía de pie y saludaba de mano a un sacerdote. —Padre Valdivia, él es el detective Jiménez, trabaja conmigo en la investigación del caso del homicidio de su amiga Patricia Abarca—dijo el inspector, mientras el detective le daba la mano al sacerdote—. Carlos, él es el padre Antonio Valdivia, el sacerdote amigo de la víctima del segundo homicidio. Padre, ¿pudo darle sepultura a los restos de su amiga? —Sí inspector, el fiscal fue muy gentil y diligente conmigo, luego de terminar la autopsia y los exámenes dispuso que yo me hiciera cargo de su funeral—respondió Valdivia—. Fue algo triste que no fuera nadie a sus exequias, pero a la vez le dio un aire de intimidad entre dios, ella y yo. —Ayudándolo a sentir, padre—dijo Jiménez, mirando de reojo a Guzmán para ver cómo le pedía ayuda al sacerdote con la identificación del monstruo. —Bueno, a lo que vinimos—dijo Guzmán, pasándole al sacerdote su teléfono celular—. Padre, antes que todo necesito que vea este video. Es una grabación del homicidio del amigo de Patricia, tomado de una cámara de seguridad de un mini market que queda justo en el lugar de los hechos. Para evitarle una escena de mal gusto, le pedí al laboratorio que difuminara el homicidio como tal, pues no me interesa que vea eso, sino lo que sucede antes y después.

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Valdivia tomó el celular y reprodujo el video. Mientras lo miraba sus ojos se abrieron con sorpresa, y se mantuvieron así hasta el final de la reproducción. En cuanto terminó le devolvió el teléfono a Guzmán sin pronunciar palabra, sacó de su bolsillo un celular más moderno que el del inspector, y luego de unos segundos digitando algunas palabras en la pantalla táctil, les mostró a los policías una imagen en la pantalla, donde se veía el dibujo de un ser similar al que los había derribado, de un tono algo deslavado, con sangre representada en manos y boca, y con proporciones algo desmedidas de sus extremidades. Ambos policías miraron sorprendidos el dibujo, por la precisión de la búsqueda hecha por el sacerdote. —¿Algo así es lo que vieron, detectives?—preguntó Valdivia. —Es muy parecido, es como si un dibujante inexperto lo hubiera retratado—dijo Guzmán. —Es porque ese dibujo es del siglo XIV, y en esa época era habitual que los monjes dibujaran y pintaran de ese modo en los textos de enseñanza y difusión religiosa—dijo Valdivia. —¿Cómo se llama nuestro sospechoso, y qué se supone que es?—preguntó Guzmán. —Se llama Arioch, que significa “demonio de la venganza”. —¿Y tiene alguna importancia que el dibujo sea del siglo XIV?—preguntó Jiménez. —Sí, porque este dibujo está hecho en la época de la peste negra en Europa—dijo el sacerdote—. En esa época no se

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sabía lo del microbio y los ratones, por lo tanto había que buscar culpables en la eterna lucha del bien contra el mal: dentro de esos culpables estaban los demonios, por lo que las representaciones de estos seres del mal se hicieron muy frecuentes, para tratar de definir el origen de la peste y cómo atacarla, desde la cosmovisión de dicha época, claro está. —¿Y qué tiene que ver la peste del siglo XIV con la gente asesinada en Santiago en el siglo XXI?—preguntó Guzmán. —No lo sé, supongo que nada—respondió el sacerdote—. Yo sólo busqué la imagen que me pareció más similar al video que me mostraron, y que pudiera tener alguna relación con Patricia. —¿Cómo así?—preguntó Jiménez. —Como le comenté al inspector la semana pasada, Patricia perteneció a mi parroquia desde niña, hasta que empezó a juntarse con gente que la alejó de la iglesia. Sus padres estaban muy preocupados con la situación, y por ellos empecé a hacer averiguaciones, que me llevaron a enterarme que Patricia había hecho la apostasía, y se había incorporado a un culto satánico. Desde esa fecha empecé a dedicarle tiempo a estudiar, por una parte a estos grupos en Chile, y por otra las definiciones y jerarquías espirituales de estos grupos… es complejo el tema, cada cual sigue la definición que mejor se adapta a sus necesidades, las cortes de demonios son mucho más variopintas que las de ángeles, pues a diferencia del cristianismo en general y del catolicismo en particular, donde los ángeles tienen una sola definición, clasificación

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y jerarquía, los demonios se clasifican según la cultura que los define, y muchas de ellas son tanto o más antiguas que la tradición judeo cristiana, por tanto son politeístas, y en general en dichas culturas cada deidad tenía su antagonista en las esferas del mal, por lo que la cantidad de nombres de demonios es casi interminable. Todo ello dificulta su estudio, complica el seguimiento, y genera conflictos en su propio seno. —Déjeme ver si entiendo—dijo Guzmán—, usted está diciendo que cada culto satánico tiene su propia corte de demonios, y que no necesariamente son amigos entre ellos. Según lo que creo que dijo, este demonio “Arioch”, mató a Alberto y a Patricia porque, si bien eran adoradores de satanás, no lo adoraban por la vía adecuada. —Es exactamente lo que quise decir, inspector—dijo Valdivia. —Si eso es así, sería como la guerra entre judíos y musulmanes—agregó Jiménez. —Con la salvedad que entre judíos y musulmanes la guerra es entre humanos y no entre ángeles o dioses—dijo Guzmán. —Disculpen detectives, ¿de verdad les parece posible que un demonio ascienda del infierno a matar humanos?—preguntó de pronto Valdivia, sorprendiendo a Guzmán y Jiménez—. Porque yo sólo les mostré un dibujo hecho en el siglo XIV que se puede parecer a lo que se ve en ese video, y les expliqué someramente cómo parece funcionar lo de las luchas de poder dentro de las distintas facciones del culto a satanás, pero al parecer para ustedes esto es completamente creíble.

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—Padre, el proceso investigativo es científico, no religioso—respondió Guzmán—. Nosotros nos basamos en evidencias que nos permiten plantear alguna hipótesis, y luego de un análisis exhaustivo de dicha hipótesis podemos descartarla o confirmarla. Si partimos de la premisa que tal o cual o cual idea es más o menos creíble, haremos un análisis cubierto por la sombra de la predisposición, lo que nos puede llevar a cometer errores; así que, hasta que descartemos la existencia de este tal Arioch, para nosotros es un sospechoso posible. —Y en el peor de los casos, al menos ya sabemos que hay conflictos entre diversas facciones, y ello pudiera haber gatillado estos homicidios—agregó Jiménez—. En ese caso el abocarnos a la explicación del modus operandi sería secundario, en la medida que accedamos a cómplices o nuevos sospechosos. —Ya entiendo—dijo Valdivia—. De verdad agradezco su reacción, antes de mostrarles esta imagen creí que me tildarían de loco, o fanático religioso. —Sólo cuando terminemos la investigación, veremos cómo lo tildamos, padre—dijo Guzmán. Luego de terminar su café, el padre Valdivia se retiró, dejando a Guzmán y Jiménez en la mesa, pensativos. —Menos mal que se fue el curita, ya me tenía medio mareado—dijo de pronto Jiménez. —¿Por lo que nos contó?—preguntó Guzmán, algo descolocado con el comentario.

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—No, por el olor a incienso—respondió Jiménez—. Parece de esos viejos que llevan cuarenta años fumando, que hasta la piel huele a pucho. Este cura tenía hasta aliento de incienso. —Tienes razón, la verdad es que no le di mayor importancia—dijo Guzmán—. Estoy tratando de encontrar lo lógico en este caso, Carlos. —Cuando lo hagas me avisas, porque yo no logro ver nada más allá de las evidencias, y eso me tiene complicado, jefe—dijo Jiménez—. Me voy al cuartel, todavía estoy tratando de redactar el informe de lo que nos pasó el otro día, ¿lo llevo? —No Carlos, me quedaré un rato acá. Mañana en la mañana te ayudo con lo que falte del informe, y lo revisamos para que no haya inconsistencias. Nos vemos. El inspector siguió bebiendo café, mientras pensaba en la conversación con el sacerdote. El relato sonaba lógico desde el punto de vista religioso, pero no podía quedarse sólo con la visión dogmática del crimen; además, ningún tribunal aceptaría la posibilidad que una creatura mitológica fuera sindicada como autora de varios homicidios. Guzmán sabía que debía buscar algún modo de racionalizar el caso para poder seguir en él, y así empezar a cumplir la misión que el guerrero Gabriel le había heredado meses atrás. Lo único racional que se le pudo ocurrir fue pedir la cuenta e irse a casa, pues si se quedaba ahí probablemente saldría sin ninguna idea útil, y con una desagradable gastritis por exceso de café.

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IX En una apacible calle sin salida, mal iluminada y con pocas casas habitadas, el ángel negro esperaba su siguiente misión. Su alma había sido creada con un solo fin, que era obedecer órdenes, y no había nada en su esencia que lo llevara o le permitiera no cumplir su cometido. Su cuerpo era un arma perfecta, y los siglos de victorias eran la prueba fehaciente de ello. Aún le costaba entender por qué había sido destinado a un plano de seres tan débiles para ejecutar una tarea que cualquier raso hubiera podido ejecutar a la perfección; sin embargo, no estaba en él cuestionar sino obedecer, por lo que seguiría en el lugar esperando ser notificado de su siguiente objetivo, para cumplir su tarea hasta que sus servicios fueran nuevamente necesitados en un plano de batalla que significara para él algún tipo de desafío. De pronto, y como siempre de la nada, su olfato le dio la señal. Héctor Guzmán iba atrasado esa mañana rumbo al cuartel. Luego de mover algunos contactos dentro y fuera de Chile, logró dar con el paradero de su maestro Gabriel, quien por ahora no tenía identidad, pues estaba recién integrándose a una nueva comunidad; producto del breve diálogo que le permitió su maestro, pudo entender que la integridad de la vara de olivo no era imprescindible para

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que conservara su poder, pues era él como guerrero quien proyectaba su poder en el arma. Gracias a ello, ideó el mecanismo que necesitaba para poder llevar con facilidad su vara a todos lados. Esa noche la cortó a la mitad, hizo algunos cortes que permitieran que ambas piezas se ensamblaran y desensamblaran con facilidad, para luego con un barreno especial perforar ambas piezas a lo largo, y pasar por dentro un elástico grueso, que le permitiera plegar la vara en dos, y al armarla que recuperara su integridad y le permitiera descargar algún golpe útil cuando se requiriera. Ahora podría llevar consigo la vara en su chaqueta, en alguna mochila, o inclusive en algún bolsillo especial en su pantalón sin que ello pudiera alterar su marcha. Guzmán llegó al cuartel con una hora de retraso. Esa mañana llevaba por primera vez su vara plegada bajo la chaqueta, pues quería ver qué tan incómoda se sentía y qué tan visible era. Justo cuando se disponía a sacarse la chaqueta, una mano lo sujetó por el hombro. —¿Qué pasó, jefe? Nunca llega tan tarde—dijo Jiménez a sus espaldas, con un semblante pálido. —¿Y a ti qué te pasó, viste un fantasma acaso?—preguntó Guzmán. —Cuando llegué al turno había una llamada del fiscal; como usted no había llegado, partí solo—respondió Jiménez, sirviéndose un café—. Hubo otro homicidio igual, está vez era una niña jovencita, según su identificación tenía veinte años.

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—¿Mismo modus operandi? —Idéntico… lo malo es que era tan delgada, que el corte casi la decapitó—dijo Jiménez, tragando saliva—. Apenas un trozo de piel de la nuca impidió la separación total de la cabeza. —Cresta, esta huevada se nos está escapando de las manos. —Eso no es nada inspector… parece que esta niña estaba más metida que los otros dos en este cuento del satanismo… de verdad no puedo contarle, saqué una serie de fotos, ahí está todo—dijo Jiménez, pasándole su teléfono a Guzmán, mientras iba al baño preso de las náuseas. El inspector ubicó la galería de fotos en el teléfono del detective. En ella aparecía una serie de imágenes de la víctima en el suelo, sobre el característico charco de sangre, y con la cabeza volteada y apenas unida al cuello; de inmediato el inspector vio algo que no cuadraba con el resto de los casos, pues la joven vestía una mini falda que estaba subida hasta las caderas, no llevaba ropa interior, y en su entrepierna se veía un hilo de sangre que también estaba aposado en el suelo. En las siguientes fotos aparecía otra habitación de la casa, donde se veía el cuerpo de un bebé aparentemente recién nacido, con la piel de la cara violácea, con el cordón umbilical y la placenta atados fuertemente al cuello, y con una cruz invertida en su frente y una estrella de cinco puntas invertida en su pecho, ambos dibujados con un objeto cortante. Justo en ese

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instante el fiscal Ortega había llegado a la oficina, y se fijó en las fotos que revisaba el inspector. —Según las primeras pericias en el lugar, esa bestia parió su hijo, lo estranguló con el cordón y la placenta, y con un cuchillo le hizo esos dibujos. Aparentemente la otra bestia, esa que ustedes persiguen, llegó justo después y le cercenó el cuello hasta la nuca a esa desgraciada de mierda—dijo Ortega, con cara de asco. —¿Están seguros que las heridas en el cadáver del bebé no fueron hechas por el sospechoso?—preguntó Guzmán. —En esa foto, arriba a la derecha, está la daga ensangrentada con que le hicieron los dibujos a la guagua—respondió Ortega—. Parece que el monstruo en esta oportunidad actuó de justiciero más que de asesino. —Así parece señor fiscal, aunque hay que esperar todas las pericias antes de sacar conclusiones—dijo Guzmán—. Supongo que en la casa había otras cosas que relacionaban a la víctima con el culto satánico. —Sí, imágenes de carneros, estrellas de cinco puntas de bronce… en realidad dejé a la gente del laboratorio en esa pega, el entorno del bebé era demasiado asqueroso. Creo que descubrimos algo más que un simple degollador de satanistas, al parecer este culto es más numeroso y decidido que lo que creímos al principio. Guzmán siguió mirando las imágenes en el teléfono de Jiménez. Por lo que podía notar, se veían las paredes ornamentadas con iconografía clásica de cultos satánicos, una alfombra oscura aparentemente limpia, y en una de las

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fotografías se apreciaba una especie de arrimo o mesa con patas de piedra blanca, que llamó la atención del inspector. —Carlos, ¿qué hay de esa mesa con patas de piedra?—preguntó Guzmán, cuando Jiménez volvió a la oficina. —Es eso exactamente, una mesa de piedra blanca con patas del mismo material. Te aseguro que en lo que menos me fijé fue en lo que había alrededor de los cadáveres—respondió el detective. —Dame la dirección, necesito ver el lugar—dijo Guzmán. —No es necesario inspector, el laboratorio está a cargo del levantamiento de pruebas en el lugar—intervino Ortega, algo sorprendido por la petición de Guzmán. —No quiero levantar pruebas, quiero ver el lugar, es parte de mi trabajo. —Dale la dirección Jiménez… o mejor aún, vayan los dos, a ver con qué sorpresa van a volver—ordenó Ortega. Jiménez manejó en silencio y casi a regañadientes al domicilio del nuevo homicidio, era la primera vez en los meses que llevaban trabajando juntos, que se sentía incómodo con alguna petición o decisión del inspector. Lo único que seguía pasando por su mente era la imagen del cadáver de la muchacha degollado, y del recién nacido estrangulado y tatuado a punta de daga; en ese trayecto, llegó a pensar que Guzmán era un sádico que gozaba con el sufrimiento humano. Cuando llegaron al lugar, Jiménez intentó quedarse en el móvil, lo que fue rechazado de plano por Guzmán, quien lo obligó a acompañarlo para

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cumplir la labor investigativa, que era al fin y al cabo aquello para lo que se habían formado. En cuanto entraron a la zona restringida, Jiménez respiró con tranquilidad: ambos cadáveres ya habían sido retirados, por lo que la visita sería algo menos incómoda para él. —¿No te llama nada la atención, Carlos?—preguntó de improviso Guzmán, antes siquiera de empezar a revisar la escena del crimen, dejando a Jiménez sin palabra—. Devuélvete a la entrada, mira alrededor de la puerta, y ven a contarme qué viste. Jiménez hizo lo que el inspector le indicó, volviendo a los pocos segundos sorprendido a su lado. —¿Lo viste? —Si jefe—respondió Jiménez—, le aseguro que no me fijé la primera vez... —Y la segunda tampoco—interrumpió el inspector—, ¿cómo es posible que a un detective se le pase un marco de mármol alrededor de una puerta de casa? —Me preocupé sólo del llamado, jefe—dijo Jiménez, casi avergonzado. —No pues hombre, si tu trabajo es fijarte en los detalles—dijo Guzmán, llevando a Jiménez a una sala que podría corresponder con el comedor, en donde estaba la mesa de patas de piedra blanca que el inspector vio en la

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fotografía—. Esa es la mesa por la que te pregunté hace un rato; ahora que la ves con calma, ¿qué te parece que es? Jiménez se fijó en el mueble, que parecía estar fijo a la pared: estaba construido por completo de una piedra que asemejaba al mármol, con varias cajas de bronce en su superficie, y con incrustaciones metálicas en todas las junturas. Sobre la mesa, y bajo los contenedores de bronce, un mantel negro sin vivos cubría parcialmente la estructura. —Si lo miro con la mente abierta… diría que imita el altar de alguna iglesia—dijo Jiménez. —Y si miras la ornamentación de las paredes y los techos, ¿te hace pensar que estamos en alguna casa habitación? Jiménez miró con detención el lugar. Los pasillos, la sala, los muebles, todo era demasiado elaborado y parecía estar exquisitamente cuidado y presentado, como si correspondiera más a un sitio de reunión que a una vivienda habitada común y corriente. —¿Sabes qué pienso Carlos?—dijo Guzmán, mientras Jiménez seguía mirando todo aquello que no había visto en su momento—. Que esto es una especie de templo satánico, que la parturienta no vivía aquí, que se embarazó para parir acá y usar a su hijo como sacrificio con algún fin desconocido.

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—Sí, por la cantidad de detalles que tiene esta cosa, es lo más probable… ¿y cómo encaja acá nuestro sospechoso?—preguntó Jiménez. —Si el padre Valdivia tiene razón al menos en lo del conflicto entre facciones del culto, esto fue premeditado, para debilitar esta facción o cortar el efecto buscado con el sacrificio humano—elucubró Guzmán. —¿O sea que estamos metiéndonos en medio de una especie de guerra religiosa? —Eso parece—respondió Guzmán—. El problema es que nuevamente no encaja de modo lógico nuestro amigo el murciélago Arioch. En esos momentos y en su escondite de antes, el ángel negro reposaba luego del raudo vuelo y la breve misión que había ejecutado. La sacerdotisa lo había enfrentado con la misma daga con la que estaba haciendo el sacrificio, pero el débil metal y la escasa fuerza de la humana no habían alcanzado ni para irritar su piel. Ahora debía seguir recitando mentalmente el mantra que regeneraba sus fuerzas y alimentaba su cuerpo y su alma, en espera de la señal que le indicara que sus servicios eran nuevamente requeridos.

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X El fiscal Ortega revisaba el informe redactado por Guzmán. Además de parecer lógica la conjetura acerca de una verdadera guerra dentro del culto satánico, sus apreciaciones encajaban perfectamente con el trabajo científico de los laboratorios a cargo de los análisis del crimen. Efectivamente la joven no vivía en el lugar, se había apersonado ahí sólo para parir y hacer el sacrificio, y las pericias determinaron que efectivamente existía una personalidad jurídica detrás de la propiedad, y que estaba registrada bajo un giro de agrupación para culto religioso. Lo único que seguía sin encajar era el monstruo sospechoso de cometer los tres homicidios: si no estuviera registrado en varias cámaras de seguridad, Ortega estaría trabajando en algo similar a una guerra entre carteles de drogas, pero con connotaciones paganas. Esas grabaciones se habían convertido en un verdadero dolor de cabeza para el fiscal, y en una piedra de tope que le impedía avanzar por una senda de lógica y sentido común, pese a la crueldad de los homicidios. En ese momento seguía esperando por el quinto informe de un laboratorio independiente, que fuera capaz de sugerir que toda la parafernalia no eran más que efectos especiales de última generación, o un traje tipo exoesqueleto experimental que estaba siendo utilizado por algún científico u organización

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paramilitar para exterminar a un grupo rival. Lamentablemente para él, ni los laboratorios oficiales de carabineros ni de la PDI, ni los cuatro laboratorios anteriores habían sido capaces ni siquiera de llegar a una duda mínimamente razonable como para permitirle abrir una línea de investigación paralela a la calle sin salida en que estaban metidos desde que accedieron a dichas grabaciones. Lo mejor era ir al cuartel de la PDI a hablar con los detectives, a ver si habían conseguido algún dato no consignado en el informe. Cuando el fiscal llegó a la brigada de homicidios, se encontró con Guzmán en el pasillo, quien se mostró sorprendido al verlo en el lugar. —Señor fiscal, ¿Carlos le dijo que viniera? —No inspector, vine por mi cuenta a ver si hay más novedades—respondió Ortega. —Vaya, si creyera en cosas raras diría que nos leyó la mente—dijo Guzmán, sonriendo—. Acaba de llegar la ex pareja de la última víctima, quiere colaborar con la investigación. Yo había pensado en llamarlo para que estuviera presente en el procedimiento. —Es mera casualidad inspector, yo no tengo nada que ver con cosas raras de poderes extrasensoriales y esas cosas—dijo Ortega, algo incómodo—. Bueno, los acompañaré en la declaración de esta persona. Guzmán y Ortega se dirigieron a la oficina en que se encontraban Jiménez y la ex pareja de la víctima, un joven

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que no aparentaba más de veinte años, algo desgarbado, con los ojos enrojecidos e hinchados. Luego de las presentaciones de rigor, el fiscal abrió los fuegos. —Veamos don Álvaro, ¿por qué quiso acercarse a colaborar con la investigación?—preguntó el fiscal. —Venganza—dijo fríamente el joven—. Quiero que pesquen a los hijos de puta que me robaron a mi niña y la convirtieron en… en lo que terminó. —¿Sabe quiénes son esas personas? —Son unos adoradores del diablo… con la Maca llevábamos un año y medio pololeando, todo iba bien hasta que una amiga le presentó a esta gente de mierda… la engatusaron de una, le dijeron que estaba destinada a ser una sacerdotisa poderosa… a la semana terminó la relación conmigo, me fui a la mierda… —¿El hijo de la víctima era suyo?—preguntó Guzmán. —No, estos huevones le dijeron que ella necesitaba hacer un sacrificio de carne y sangre salida de ella para ser sacerdotisa… la Maca se acostó con uno de los líderes de esos locos, él la embarazó… loco conchesumadre, nos cagó la vida para siempre… —¿Y usted podría identificar a ese individuo?—preguntó el fiscal. —No, no conozco a ninguno de esos huevones, salvo a la amiga de la Maca—dijo Álvaro—. Parece que después que se engrupieron a la Maca dejaron a esta loca de lado, ella se picó y me empezó a contar las cosas que ella hacía, a ver si yo la sacaba del medio para ella retomar su posición… pero la Maca se metió de lleno en esa huevada,

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dejó a sus papás botados… son una pareja de viejitos setentones, enfermizos pero cariñosos… a la Maca no le importó nada, se volvió loca por eso de ser sacerdotisa… —¿Y su amiga nos podría decir quién es ese individuo, para interrogarlo?—preguntó Ortega. —Esa loca no es mi amiga, ella me buscaba para contarme cosas de la Maca no más—respondió Álvaro—. Después que la Maca quedó embarazada, esta loca se picó más todavía, me empapeló a chuchadas porque no detuve a la Maca a tiempo, y de ahí no la vi más. —Bueno don Álvaro, le agradezco su cooperación—dijo Ortega, poniéndose de pie—. El detective Jiménez le tomará algunos datos más; si necesitamos algo lo contactaremos, y en cuanto tengamos alguna información, se la haremos saber. Guzmán, acompáñeme. Ortega y Guzmán se dirigieron a la oficina del inspector. Luego de servir un par de tazas de café, Guzmán se sentó frente al fiscal. —¿Qué cree inspector?—preguntó Ortega. —El cabro parece sincero, creo que de verdad quiere venganza—dijo Guzmán—. También creo que no sabe nada más, que nos vino a contar para que nosotros demos con este líder, y él poder matarlo cuando sepa dónde está y quién es. —Sí, me dio la misma sensación—dijo Ortega—. Estamos casi donde mismo. —Creo que sería útil conversar de modo más formal con el padre Valdivia, el amigo de Patricia Abarca. Con sus

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conocimientos podemos ayudarnos a interpretar la información que podamos obtener—dijo Guzmán. —¿Confía en él como para que nos asesore en la investigación?—preguntó el fiscal. —No sé si tenerlo como asesor formal, pero sí como alguien de consulta, que nos ayude con la simbología, con los diversos grupos, con los conflictos existentes entre ellos… —Está bien, mientras no se entere de nada de lo registrado en el expediente—dijo Ortega—. Lo que no se me ocurre es cómo interpretar lo del monstruo que aparece en las grabaciones, y que lo atacó la otra vez… si siquiera supiera qué es… —El cura ya le puso nombre, pero de nada nos sirve si no sabemos qué es—dijo Guzmán—. ¿Usted cree que pueda ser un demonio, como dijo el padre? —La pregunta no es esa inspector, la pregunta es si el juez creerá que el sospechoso de estos homicidios es un demonio—dijo Ortega.

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XI El padre Antonio Valdivia caminaba con paso cansino rumbo a la brigada de homicidios de la PDI. El inspector Guzmán le había pedido su colaboración, y ya había aparecido en los noticiarios el homicidio de una joven y su bebé, según dijeron en una especie de ritual satánico frustrado. Era hora de utilizar sus conocimientos y ponerlos a la orden de los organismos oficiales, para intentar detener esa vorágine de homicidios, y permitir que la paz volviera a la capital del país. Héctor Guzmán miraba a la nada, mientras bebía café casi automáticamente, sólo cuidando de no quemarse con los primeros sorbos. El inspector sentía que no estaba haciendo nada para detener esa serie de homicidios que habían empezado de la nada, y que había terminado destapando una sórdida historia de rivalidades dentro de los cultos satánicos; sin embargo, más que los tres homicidios, lo que más lo perturbaba era la historia de Macarena, la muchacha que dejó su vida por unirse al culto, y que fue capaz de embarazarse para poder parir un sacrificio humano. Era ese hecho el que lo tenía alterado, pues sentía que la misión encargada en él por su maestro Gabriel estaba al debe: pese a que todos los muertos adultos eran del culto satánico, la criatura sin nombre de

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Macarena era una víctima inocente de esa guerra, y ello no debería haber ocurrido si él hubiera tenido toda la información a tiempo y los conocimientos a la mano. Ahora debería ser mucho más acucioso en su trabajo y apurar los tiempos, para que al menos no murieran más inocentes. —Hola jefe, ¿cómo está?—dijo de pronto Jiménez, quien pareció materializarse en el lugar al no hacer ningún ruido al llegar. —Hola Carlos… aquí, pensando en la Macarena y su guagua sin nombre—respondió el inspector—. ¿Lograste algún dato útil ayer en la tarde? —Nada jefe, están todos como asustados parece. Ayer revisé el informe del empadronamiento de los vecinos del templo satánico, y parece que nadie sabía que eso no era una casa habitación—respondió el detective—. Sólo tres personas sabían que no era una casa como tal, pero ninguno sabía lo del culto; de hecho dos creían que era una sede del rotary club, y uno que era de los masones. —Y este muchacho, Álvaro, ¿dijo algo nuevo después que salimos con el fiscal? —Nada, el lolo enmudeció cuando el fiscal se fue, con suerte pude corroborar sus datos personales. En ese instante tres golpes suaves en la puerta, y una ola de aroma a incienso, anunciaron la llegada del padre Valdivia a la oficina. Antes que Guzmán siquiera llegara a tomar la manilla de la puerta, Jiménez ya había abierto la ventana.

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—Hola detectives, ¿cómo están?—dijo Valdivia, saludando a ambos hombres de mano, para luego sentarse y aceptar un café—. Supongo que necesitan hacerme más preguntas acerca de estos homicidios y de Arioch. —Más bien necesitamos información acerca de los sacrificios humanos en estas sectas, padre—dijo Guzmán—. Supongo que vio en las noticias el hallazgo del cuerpo de una madre y su hijo recién nacido. Las pericias demostraron que ella, luego de dar a luz, estranguló al recién nacido con el cordón umbilical, y con un cuchillo dibujó en su cuerpo una cruz y una estrella de cinco puntas, ambas invertidas, para luego ser asesinada con el mismo modus operandi de los dos homicidios previos. —Dios santo, esto se está saliendo de control—dijo el sacerdote, con una mueca mezcla de asco y consternación. —Alguien cercano a la mujer nos comentó que ella había sido definida como futura sacerdotisa de ese culto, y que dentro de los requisitos debía hacer un sacrificio… deje recordar cómo lo dijo… —Un sacrificio de carne y sangre salida de ella—interrumpió Valdivia, para sorpresa de los policías, mirando al suelo—. Detectives, este caso pinta para mal, hasta prescindiendo de la figura de Arioch. —¿Nos puede explicar un poco acerca de estos sacrificios, padre?—preguntó Jiménez. —Los sacrificios humanos no son frecuentes hoy en día—dijo Valdivia, enderezándose en su silla—. Si bien es cierto en las culturas antiguas era bastante recurrente,

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llegando a verdaderas carnicerías rituales en algunas partes del mundo, hoy por hoy estas prácticas se han reemplazado por alegorías mucho menos brutales. —¿Algo así como la eucaristía en la misa católica?—preguntó Jiménez. —Podría decirse que sí, aunque para nosotros en la hostia está el cuerpo y en el vino está la sangre de nuestro señor Jesucristo—se apuró en aclarar el sacerdote. —Pero bueno, no nos desviemos del foco del problema—dijo Guzmán, tratando de no ahondar en el tema religioso para no predisponer a Valdivia—, ¿qué cree usted que llevó a esta secta a pedirle a esta joven un sacrificio humano, y más encima de esta índole? —Hay varios factores probables, inspector—dijo Valdivia—. Es posible que para esta secta los líderes dogmáticos requieran dar una prueba de fe irrestricta hacia la organización; desde ese punto de vista, la entrega sexual y el homicidio son dos de las mayores pruebas posibles, junto con la automutilación y el suicidio. Por otro lado, para estas sectas paganas el acto sexual y ciertas aberraciones sexuales están dentro de sus dogmas y rituales desde tiempos inmemoriales. Además, acá hay un asunto de pragmatismo desde la perspectiva del homicidio: si no se inscribe el nacimiento no realizado en un centro hospitalario, ese bebé legalmente no existe, por ende la identificación se hace muy difícil; y lo otro, es que es más fácil deshacerse del cadáver de un bebé que del de un adulto. —Suena bastante frío, viniendo de un sacerdote—dijo Jiménez casi sin pensar.

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—En la lucha del bien contra el mal no hay medias tintas ni matices, detective—retrucó Valdivia—. Esas sectas y quienes las conforman son enemigos acérrimos de la iglesia católica, si yo fuera frío como usted dice, me haría a un lado y los dejaría matarse entre ellos, pues así disminuiría la masa crítica de los rivales de mi iglesia, y que están llamados a batallar a favor de las huestes de satanás el día del juicio final. —¿Y por qué no lo hace?—preguntó Jiménez. —Porque siento que tal como Patricia, hay mucha gente triste y necesitada de ayuda, que al no encontrar alguna salida adecuada opta por la primera luz que vea en su camino, aunque dicha luz venga desde la oscuridad—respondió Valdivia—. No pretendo ser un héroe ni un mártir, pero si algún esfuerzo mío sirve para salvar algún alma confundida de las garras del mal y devolverla a la senda que nunca debió haber dejado, vale la pena intentarlo una y mil veces. —Señores, por favor, no perdamos el foco, si después de terminado todo quieren juntarse a conversar de filosofía por mí está bien, pero ahora tenemos que ver qué hacer para terminar con los homicidios—dijo Guzmán—. Padre, tenemos una secta cuyos directivos piden sacrificios sexuales y humanos para adquirir mayor poder, y otro grupo, o algo, dispuesto a matar por impedir que dicha secta logre sus objetivos. Hasta ahora, y salvo casos aislados, no se veía esto en Chile, ¿por qué cree usted que está pasando justo ahora?

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—Inspector, si yo le dijera que la pedofilia en la curia católica existe sólo desde hace veinte o cuarenta años, ¿qué me diría usted?—dijo Valdivia. —Que en los últimos años sólo se destapó la olla gracias a un asunto mediático, pero que probablemente siempre ha pasado—dijo Guzmán, para luego agregar—. Ya veo, esto siempre ha sucedido, sólo que ahora se ha hecho visible gracias a los medios de comunicación masivos, principalmente por la internet. —¿Eso quiere decir que antes se ocultaba lo suficientemente bien, o que la falta de difusión dejaba estos casos como aislados y sin culpables?—preguntó Jiménez. —Ambas, detective—respondió Valdivia—. Además, antes no existían los métodos científicos con los que trabajan ustedes hoy en día, y que les permiten relacionar los casos aislados. —Antes tampoco teníamos grabado un monstruo alado que degüella personas con una garra afilada como cuchillo—agregó Guzmán. —El problema principal con la presencia de Arioch es un asunto de fe, detectives—dijo Valdivia, suspirando ruidosamente—. Para mí no reviste conflicto alguno porque los textos canónicos en que se basa mi dogma se refieren a este demonio en repetidas ocasiones, tal vez no tan recurrentemente como otros que aparecen en la biblia, pero sí se describe su interacción con los seres humanos, tomando partido por algunas legiones de demonios en detrimento de otras; es por ello que entiendo su presencia en este conflicto de bandos del satanismo, y no me

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complica asumir que él es el culpable de estos homicidios. Pero obviamente el trabajo de ustedes es ayudar al fiscal a encontrar un homicida humano, y en estos instantes le están entregando un demonio al que no pueden controlar ni menos arrestar. —Padre, digamos por un momento que agotamos todas las aristas racionales de este caso, y que las evidencias apuntan a que efectivamente este demonio Arioch es el culpable de todos los homicidios acaecidos hasta ahora, ¿existe algo en alguno de sus cánones que nos permita luchar contra él, alguna herramienta para matarlo, controlarlo, o al menos devolverlo al infierno?—preguntó Guzmán, para sorpresa de Jiménez. —Ehh… debe haberla… la verdad inspector es que nunca llegué a investigar a ese nivel, pero creo que con un poco de tiempo puedo encontrar algo—respondió Valdivia, descolocado. —¿Algo así como agua bendita?—preguntó Jiménez. —Dudo que algo tan simple como el agua bendita sirva para estos casos—retrucó Guzmán. —No desestime el poder del agua bendita, inspector—dijo Valdivia—. Pero claro, estamos hablando de un demonio bastante poderoso, es probable que el agua bendita no baste… de lo poco que sé de enfrentar este tipo de bestias, recuerdo que es frecuente el uso de reliquias santas… son difíciles de conseguir pero no imposibles… deme un tiempo para revisar algunos textos y conversar con algún doctor en teología que me pueda ayudar a entender a este demonio y las herramientas

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posibles para luchar contra él, y en cuanto tenga algo concreto, me contactaré con ustedes. —Se lo agradezco padre, estamos llegando a una situación en que debemos tener todas las herramientas imaginables a mano, y usted es el indicado para ayudarnos con esta arista—dijo Guzmán, despidiéndose de Valdivia, quien dejaba ver una sonrisa de satisfacción luego del giro de la entrevista. Guzmán se sentó en su silla, y se frotó con fuerza los párpados, tratando de espantar el cansancio y el agobio que le causaba la situación. En cuanto pudo volver a enfocar con normalidad, se encontró con la mirada inquisidora de Carlos Jiménez. —¿Eso fue todo?—preguntó el detective—. ¿El culpable es un demonio y le haremos un exorcismo, en serio? ¿Eso le diremos al fiscal Ortega? —Eso no fue todo, sino una parte a la que no nos podemos cerrar, Carlos—respondió Guzmán—. Y respecto del fiscal… no tengo idea de cómo plantearle el tema. —¿Y entonces?—preguntó Jiménez—, ¿de qué sirvió esta entrevista? —El asunto, dentro de sus complejidades, es super simple: en la escuela de investigaciones policiales no nos enseñaron a combatir demonios, y si tenemos que hacerlo, debemos asesorarnos con quien sepa más que nosotros, con tal de cumplir con nuestra misión—dijo Guzmán,

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mientras sentía su vara de olivo plegada apretada contra su espalda y escondida por su calurosa chaqueta.

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XII Álvaro Pérez caminaba raudo hacia la dirección que llevaba grabada en su mente. Después de ver que el fiscal y los detectives no tenían información útil para encontrar al líder de la secta que embarazó a Macarena, decidió tomar el toro por las astas y conseguir la información que necesitaba de primera fuente: conversando con algunos conocidos logró dar con la dirección de la amiga que metió a su ex pareja al culto, y a punta de golpes la obligó a revelar el domicilio conocido del líder de la secta, para hacer justicia por su mano. A sabiendas que la mujer lo denunciaría a la policía, o hasta le avisaría a la gente de la secta para que tomaran precauciones, consiguió con un amigo del colegio que ahora se dedicaba a traficante de cocaína una pistola 9 milímetros sin marcas ni número de serie, para asesinar al desgraciado que arruinó su vida y a cualquiera que intentara impedírselo. Cuando faltaban pocos minutos para las ocho de la mañana, y una cuadra para llegar a su objetivo, se encontró de frente y en plena vía pública con su negro destino. Guzmán y Jiménez llegaron casi juntos esa mañana al cuartel. De inmediato ambos policías se dirigieron a la oficina para ver si había llegado el informe toxicológico de los restos de Macarena, y saber si estaba bajo la influencia

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del alcohol o las drogas cuando cometió el parricidio, y así tener alguna herramienta que les facilitara enfocar las siguientes diligencias desde otra perspectiva. Mientras Guzmán revisaba el correo institucional, Jiménez encendía la cafetera, pues ese día se veía como extremadamente largo y tedioso. De pronto el teléfono de la oficina empezó a sonar, y en la pantalla del identificador apareció un nombre conocido por ambos; a una señal de Guzmán, Jiménez colocó el altavoz del aparato. —Sargento González, buenos días, ¿en qué lo podemos ayudar?—dijo en voz alta Guzmán. —Hubo otro ataque similar a los que ustedes investigan, inspector—dijo la voz algo apagada del carabinero. —¿Dónde ocurrió esta vez, sargento?—preguntó Jiménez al altavoz. —En Las Condes, en Roger de Flor. —¿Ya está por allá el fiscal Ortega?—preguntó Guzmán. —No, les avisé directo a ustedes. —O sea que aún no le dan aviso al Servicio Médico Legal—dijo Guzmán—. Sargento, si usted quiere… —No necesitamos al médico legal sino al SAMU—interrumpió el sargento—. La víctima está aún viva, pero agonizando. Vénganse volando, no sé si resista mucho. Guzmán y Jiménez salieron raudos hacia el vehículo policial, iniciando una loca carrera por llegar a las coordenadas indicadas por el sargento González, mientras Guzmán notificaba por radio al resto de las unidades y por celular al fiscal Ortega. Luego de tres minutos de

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conducción desenfrenada con balizas y sirenas activadas, dieron con la motocicleta del sargento, quien se encontraba escoltado por un radio patrullas y un vehículo de seguridad ciudadana, en espera de la llegada de la ambulancia. En el suelo yacía el cuerpo de un joven encima de un charco de sangre, con violentos espasmos en brazos y piernas que de a poco parecían apagarse, cuyo cuello estaba siendo comprimido por uno de los carabineros con una especie de toalla para intentar bajar un poco la cuantía del sangrado. —Sargento… —Se está desangrando… o asfixiando…—dijo angustiado González. Jiménez acercó su rostro al del joven Álvaro Pérez, quien lucía en la pretina de su pantalón la empuñadura de una pistola, y en su cuello un gran corte por el cual se escapaba rápidamente su vida, y que era fácilmente visible pese a la toalla con que trataban de contener lo incontenible. Antes de expirar, el muchacho alcanzó a balbucear: —El conchesumadre… El sargento González se comunicó de inmediato con la Central de Comunicaciones de Carabineros para cancelar la ambulancia y notificar la llegada de la PDI, mientras el inspector Guzmán llamaba por celular al fiscal para avisarle del nuevo homicidio, quien se encargaría de despachar al móvil del Servicio Médico Legal y a los

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laboratorios encargados de iniciar la recolección de evidencias. Jiménez en el intertanto ayudaba al joven carabinero que estaba en el lugar junto a él, a ponerse de pie y sacar la toalla del cuello del joven asesinado, dejando al descubierto la enorme herida que en ese caso no logró dar cuenta de buenas a primeras de la vida de Álvaro, dada su juventud y su exceso de energía producto del odio. El detective contempló con detención el cuerpo del joven con quien había estado hablando días atrás, tratando de hacer lo que le había dicho el inspector en el templo satanista: fijarse en los detalles. —¿Qué pasa, Carlos?—preguntó a sus espaldas Guzmán. —Nada… me extraña que Álvaro no haya muerto instantáneamente como el resto—respondió el detective. —¿Y te consta que el resto sí lo haya hecho?—volvió a preguntar el inspector. —Según los informes de autopsias, sí—respondió Jiménez, sacando una sonrisa de esperanza de la boca del inspector. —¿Nada más te llama la atención?—agregó el inspector. —Sí, el borde de entrada de la garra… no se ve un corte tan limpio como siempre, eso no me deja tranquilo… claro, puede haber variado la fuerza del golpe… —Debemos esperar el informe de autopsia, y ver si aparecen restos de queratina en la herida que sean compatibles con los otros ataques. Buenas observaciones, Carlos—dijo Guzmán. —¿Usted cree que sea el mismo asesino?—preguntó Jiménez.

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—Sí, pero da lo mismo lo que tú o yo creamos, acá manda la evidencia—respondió el inspector. A los diez minutos del llamado del sargento, los vehículos del servicio médico legal y de los laboratorios policiales llegaron al lugar, desplegando todas las barreras de aislamiento para alejar a curiosos y obtener la evidencia necesaria; cinco minutos después, apareció el fiscal Ortega. —Señores, necesito respuestas rápido, este psicópata me tiene los nervios de puntas, y he tenido que hacer malabares para no tener que darle explicaciones al fiscal regional—dijo Ortega, sin saludar—, ¿el cura les dijo algo útil? —Sí señor, nos explicó mejor lo del conflicto entre sectas, la radicalización, los sacrificios humanos… —Del monstruo, ¿qué les dijo del monstruo?—interrumpió nervioso Ortega. —Que por su cuenta buscará si hay algo religioso para atacarlo, por si fuera real—dijo Guzmán, antes que Jiménez lo dejara en evidencia. —Bien, a estas alturas del partido quiero resultados, aunque sean irracionales—dijo el fiscal—. ¿Es cierto que el occiso alcanzó a decir algo antes de morir? —Dijo “el conchesumadre”—respondió Jiménez. —¿”El conchesumadre”… no “conchesumadre” a secas?—dijo Ortega—. Vaya, si mal no recuerdo en su declaración así llamó al líder de la secta, tal vez él sea el psicópata que estamos buscando… señores, los dejo, veré

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qué diligencias encargo en paralelo para encontrar al o los líderes de la secta, y así tratar de acabar de una vez con esta verdadera carnicería. Buenos días. Guzmán y Jiménez quedaron casi en la misma posición en que estaban cuando llegó el fiscal; cerca de un minuto después de terminado el diálogo, el vehículo partía con su ocupante con rumbo desconocido. —¿Y a ese qué le pasó?—dijo Jiménez—. Nunca había visto a un fiscal tan acelerado, ¿qué onda, lo estarán apretando de verdad? —Eso, o se está postulando para fiscal regional—respondió Guzmán—. Parece Carlos que tendremos que seguir la cadena. —¿Cómo así? —Si alguien aprieta a Ortega, y Ortega nos aprieta a nosotros, deberemos apretar a quien corresponda para conseguir nuestras respuestas—dijo el inspector, buscando en la memoria de su teléfono el número del padre Antonio Valdivia.

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XIII Carlos Jiménez leía en silencio el informe de autopsia de Álvaro Pérez. El muchacho, tal como las otras víctimas, había muerto desangrado por el corte de todos los vasos sanguíneos del cuello, o asfixiado por la destrucción total de la tráquea; salvo la zona de entrada de la garra, que había provocado algo más de destrucción de piel, y la ausencia de muesca en las vértebras del cuello, la herida mortal era la misma que en todos los casos. El análisis microscópico había arrojado la presencia de placas de queratina en la zona de entrada de la herida en la piel, y trazas del mismo material en la tráquea, lo que confirmaba que el arma homicida había sido la misma. De pronto un penetrante olor a incienso se dejó sentir en el lugar, sacando de su concentración al detective. —Hola detectives, ¿cómo están?—dijo el padre Valdivia, entrando a la oficina de los policías en esta ocasión con un maletín similar al de los médicos, pero más voluminoso. —Padre Valdivia, qué gusto verlo, estaba a punto de llamarlo a ver cómo le había ido en su revisión de textos y con sus contactos en la curia—dijo Guzmán, saludando de mano al sacerdote. —A ver… desde el punto de vista del fondo del asunto, siento que me fue bien—dijo el sacerdote, sentándose

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inclinado en el escritorio hacia los policías—. El problema es que tal vez la forma los complique un poco, recuerden que todo esto está basado en el dogma católico apostólico romano. —No hay problema padre, ya lo conversamos el otro día, así que está claro que su cooperación será desde su área de acción—dijo Guzmán. —Además, el fiscal ya preguntó por usted, así que está al tanto de lo que estamos haciendo—agregó Jiménez. —Bueno, en ese caso trataré de explicarles del mejor modo posible lo que conversé con un obispo que es doctor en teología, y lo que encontré en algunos textos que él me sugirió revisar—dijo Valdivia—. De partida monseñor no pareció muy sorprendido cuando le conté la historia de esta suerte de guerra entre diversas facciones del culto satánico en Chile. Según me contaba, a él le tocó conocer un caso en 1972, que pasó desapercibido por toda la contingencia política de ese entonces. Monseñor llevaba apenas siete u ocho años en el ministerio eclesiástico, por lo que fue designado como colaborador de un obispo de ese entonces que además detentaba el cargo de exorcista, formado en El Vaticano para dichos menesteres, pues en un principio se creía que el tema tenía que ver con alguna posesión satánica. Luego de dos o tres meses de investigación concluyeron que ninguno de los supuestamente poseídos eran tal, sino que estaban metidos en facciones diversas del culto satánico, y que por diferencias de dogma estaban en una guerra a muerte entre ellos.

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—¿Le dijo el obispo cuántas víctimas hubo a consecuencia de esa guerra a muerte?—preguntó Jiménez. —Ellos lograron documentar veinticinco en ese entonces—respondió Valdivia—. Sin embargo, hasta donde ellos lograron investigar no hubo sacrificios humanos, las muertes tuvieron que ver con verdaderas emboscadas entre ambas facciones, y que como les contaba terminaron diluyéndose en la violencia política de ese período; de hecho muchos de esos casos quedaron rotulados en tribunales como víctimas de terrorismo, de uno y otro lado. —¿O sea que casi era una guerra entre pandillas, en que todo era matar o morir?—preguntó Guzmán. —No inspector, creo que no me expliqué adecuadamente—retrucó Valdivia, sacando de la maleta una tablet, en la que abrió un archivo pdf—. Verá, acá tengo una copia digitalizada de uno de los informes que entregó el entonces sacerdote junto al obispo a cargo de esa investigación, de uno de los ataques. En el texto se describe que a la salida de un sitio de reunión de una de las sectas, un ser descrito como un animal con forma de lobo pero que caminaba en dos patas, que luego fue relacionado con Tumael, mató a siete miembros de la secta, lo que está refrendado por los cinco sobrevivientes y por cuatro transeúntes independientes. En ese otro archivo aparece que a la semana siguiente, una bestia que coincide con la descripción de Arioch, atacó y degolló a los seis miembros de la secta que había invocado a Tumael a atacar a sus rivales, lo que fue declarado por cuatro

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testigos independientes, pues no hubo sobrevivientes del grupo de satanistas. —Vaya, esto se lee muy lógico y bien documentado—dijo Guzmán, mientras leía partes destacadas del documento, para luego pasarle la tablet a Jiménez—. Si entiendo bien, ¿podría deducir que el grupo involucrado es el mismo de aquel entonces? —No inspector. Verá, Arioch tiene una característica distintiva, independiente de la forma que adopte, y es que es un demonio vengativo pero sólo cuando se le contrata o invoca para ello—dijo Valdivia—. Si hoy lo contrata Pedrito para vengarse de Juanito, lo hace, y si mañana Manuelito lo contrata para matar a Pedrito, también lo hace. —O sea que identificar a los líderes de los distintos grupos es imposible, en la medida que no conocemos cuál es cada grupo—dijo Jiménez—. Lamentablemente la propiedad que hacía las veces de sede o iglesia satánica está a nombre de una sociedad internacional, cuyos dueños residen en países sin tratados de extradición, así que es imposible tomar acciones legales contra ellos. —Visto desde esa perspectiva, nos será imposible luchar contra ese demonio si no sabemos para quién trabaja—dijo Guzmán, desanimado. —Detectives… puede que haya un modo de enfrentar a Arioch—dijo Valdivia, algo nervioso—. Lo que podemos hacer es intentar una emboscada, usando una carnada que no pueda rechazar. —Lo escucho—dijo Guzmán—, ¿a qué carnada se refiere?

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—A mí—dijo el sacerdote, levantando la maleta y poniéndola encima del escritorio de los policías—. Pese a no haber sido contratado para ello, un demonio de esa estirpe no se negará a atacar a un sacerdote indefenso como yo. —Puedo entender, padre Valdivia, que el contenido de esa maleta es lo suficientemente… digamos… poderoso, para que usted arriesgue su vida en esta suerte de misión sagrada, y que lo que menos tenga sea indefensión—dijo Guzmán bastante serio, mientras Jiménez lo miraba con cierta incredulidad. —Disculpen, pero siento que esto se nos está yendo de las manos—dijo Jiménez—. Jefe, ¿de verdad iremos a la caza de un demonio usando de carnada a un sacerdote? —Déjame explicarte algo Carlos—dijo Guzmán, con voz suave—. El fiscal necesita descartar todas las aristas lo antes posible, tú fuiste testigo de ello el otro día. Podemos hacernos los científicos y dejar esto para el final, o apurar la causa y salir de dudas de una vez: si esto es una locura, el fiscal nos lumeará en mala, pero dejará cerrada esta parte de la carpeta de una vez; si no lo es, detendremos los homicidios y terminaremos con este caso de locos para volver a nuestro trabajo normal. —Al menos yo estoy dispuesto a intentarlo, en nombre de mi fe. Ahora, si ello detiene estos homicidios, mejor aún—dijo Valdivia. —Está claro que esto es dos contra uno, así que habrá que asumir no más el reto que nos llevaremos una vez terminemos esta aventura—dijo Jiménez, resignado.

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—Bueno padre, ¿qué le parece si nos muestra sus armas para esta cruzada contra Arioch?—dijo Guzmán. El padre Valdivia volvió a abrir la maleta, pero ahora lo hizo extendiendo al máximo las bisagras. De ella sacó primero un paño morado, que puso a modo de mantelito sobre el escritorio; luego sacó un viejo rosario y un par de botellas de vidrio grueso tapadas cada una con un voluminoso corcho, colocando todo sobre el paño. Finalmente extrajo una caja de madera que colocó sobre la superficie descubierta, desde la cual sacó una pieza de metal amarillento opaco con forma de un sol con incontables rayos del mismo material, en cuyo centro se veía una pieza de vidrio transparente, de un color levemente rosado. Antes de colocar el objeto sobre el paño, lo besó ceremoniosa y emocionadamente. —Acá están mis armas, detectives—dijo Valdivia—. El rosario es propiedad del obispo doctorado en teología, ha sido bendecido por todos los Papas desde que fue creado, y se usa para exorcismos. Las dos botellas de vidrio grueso contienen agua del río Jordán, en donde San Juan Bautista bautizó a nuestro señor Jesucristo, y que fue bendecida por el Papa Juan XXIII en la década de los sesenta en el Vaticano. —Y obviamente dejó lo mejor para el final, padre—dijo Jiménez, irónico. —Esto es una reliquia sagrada. Para los católicos, esta es una de las existencias más sagradas que puede existir en el planeta—dijo Valdivia con voz entrecortada—. Esta

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pieza de oro de dieciocho quilates se conoce como Ostensorio, y es el lugar donde se coloca la hostia consagrada para la adoración de los fieles. —Por supuesto la pieza de vidrio del medio no tiene una hostia de varios siglos ni nada parecido—dijo Guzmán—. Tampoco se ve alguna astilla de la cruz… de hecho no se ve nada más que una mancha rosada. —No inspector, este ostensorio es muy especial—dijo Valdivia—. Entre las dos placas de vidrio se encuentran contenidas dos o tres gotas de sangre de nuestro señor Jesucristo, recogidas por alguno de los apóstoles durante o después de la crucifixión. Este objeto no contiene nada tocado por Jesucristo, sino que tiene una porción física que formó parte de su sagrado cuerpo. —¿Y cuáles son las evidencias con que cuentan para ello?—preguntó de pronto Jiménez. —No hay documentación al respecto, si es que me pregunta por eso—respondió Valdivia—. Lo que le puedo decir, aparte del respaldo de la fe, es que este ostensorio ha estado presente en numerosos episodios de la historia de la iglesia europea desde su creación en el siglo XVI después de Cristo. Antes de ello, la sangre se mantuvo licuada en una botella que aún yace en las bóvedas del Vaticano. Cuando se fabricó este ostensorio, se hizo pensando en dejar una herramienta que sirviera para luchar contra las huestes del mal en la tierra. Hay que entender esto dentro del contexto histórico, en que muchas enfermedades psiquiátricas e infecciosas era catalogadas como posesiones demoníacas, es por ello que me preocupé de documentar el uso de esta reliquia

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durante el siglo XX, en que el Vaticano ya se encontraba asesorado por psiquiatras para la determinación de posesiones satánicas efectivas. En la tablet hay un pdf llamado “Posesiones siglo XX”, en ese texto aparece un desglose de todas las ocasiones en que se determinó la presencia efectiva de algún demonio en el cuerpo, alma o mente de alguna persona, descartándose de plano la existencia de alguna enfermedad orgánica o mental. En cada uno de dichos casos, al final, hay un documento firmado por el exorcista, un psiquiatra o médico general, y dos testigos, que acreditan la desaparición total de los signos de posesión una vez terminado el procedimiento en presencia de la reliquia sagrada. Para mayor abundamiento, si se fijan, ninguno de los exorcismos fue hecho por el mismo sacerdote, y todas las actas están firmadas por profesionales y testigos diferentes, dado que todos los episodios fueron en distintos lugares de Europa y el resto del mundo. —Increíble—dijo Guzmán, mientras revisaba las actas—. ¿Y cómo lo hizo para conseguir que le prestaran esta reliquia, padre? —El obispo hizo los contactos al tomar conocimiento del caso, inspector—respondió Valdivia—. Eso quiere decir que también se abrió una investigación eclesiástica, que nada tiene que ver con vuestro trabajo ni con esta asesoría. Ese proceso busca documentar lo que suceda con el uso de esta reliquia sagrada. —Lo que obviamente servirá para engrosar el expediente perfecto de la reliquia, hasta ahora—dijo Jiménez.

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—Así es, detective—respondió el padre Valdivia, mientras empezaba a guardar los objetos en la maleta—. El obispo me enseñó un par de trucos que pondré en práctica para atraer a este demonio a un terreno baldío, de preferencia cercano a alguna iglesia, para que podamos atacarlo, y en la medida de lo posible vencerlo y tener las evidencias que ustedes necesitan para cerrar el caso, y las que el Vaticano nos pide, para fortalecer nuestra fe y la supremacía de las fuerzas de nuestro señor Jesucristo sobre las huestes de Satanás. —De verdad agradecemos este esfuerzo de parte de la iglesia, y en especial el riesgo que usted correrá para ayudarnos a aclarar esta parte del caso—dijo Guzmán, estirando la mano para despedirse del sacerdote. —Qué bueno que estiró su mano, casi lo olvidaba—dijo Valdivia sacando del bolsillo de su chaqueta una tarjeta que puso en la mano del inspector antes de estrecharla, para luego despedirse de Jiménez—. Ahí está un número de celular alternativo, mi teléfono de siempre se está portando algo mal. Es mejor que acordemos el lugar y la hora de nuestra reunión con Arioch por ese número, para irnos a la segura. —Bien padre Valdivia, estamos en contacto—dijo Guzmán, quien se fijó que el sacerdote, antes de cerrar la puerta, le hizo con la vista un ademán para que revisara la tarjeta. Jiménez volvió a su escritorio luego de servirse otra taza de café.

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—Harto raro se está poniendo esto jefe, estoy seguro que nada nos salvará de la luma de parte del fiscal Ortega—dijo Jiménez. —Hay cosas peores que una reprimenda, Carlos—dijo Guzmán, mientras leía en silencio el reverso de la tarjeta, donde Valdivia había escrito “Sé qué es usted, sé lo de su vara santa. Necesitamos hablar en privado”.

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XIV Antonio Valdivia fumaba nervioso en la terraza de la cafetería donde se había juntado tiempo atrás con los detectives. Era imprescindible para él coordinar acciones con Héctor Guzmán, si es que quería que su incursión resultara y diera los frutos necesarios a su causa. De pronto vio aparecer al detective, que de seguro le exigiría algunas respuestas antes de acceder a sus requerimientos. —Hola inspector, ¿cómo está?—dijo Valdivia, poniéndose de pie y saludando ceremoniosamente a Guzmán—. Disculpe que haya usado una tarjeta para citarlo a conversar, pero no se me ocurrió otra cosa. —Buenas tardes padre—dijo Guzmán, serio—. ¿Cómo averiguó lo de mi misión? —Veo que está molesto con esta situación, inspector—dijo Valdivia—. La verdad es que yo no averigüé nada, no tenía ni idea que existía gente como usted. Fue el obispo quien me alertó de su condición. —¿Qué sabe el obispo, y ahora usted, de mi condición?—preguntó Guzmán, esperando que el sacerdote le dijera algo que él no supiera para ver si ello facilitaba en parte lo que vendría para el resto de su incierta vida. —Cuando estábamos conversando acerca de qué herramientas usar para luchar contra este demonio, el

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obispo se puso en contacto con miembros de la alta curia vaticana, casi todos cardenales. Dentro de todo nos pidieron antecedentes para saber en qué manos quedarían las reliquias que se nos facilitarían. Cuando uno de los miembros del comité leyó su nombre, le dijo en italiano al obispo que usted era el guardián del bien de esta parte del planeta, lo que automáticamente abrió todas las puertas necesarias para que nos enviaran vía aérea las reliquias. —Yo no llevo ni un año en esta misión, no la tengo del todo clara, y hasta ahora no he tenido que hacer nada al respecto. El único que sabía esto fue quien me dejó en este lugar, mi maestro, quien ahora tiene otra identidad y vive en otra parte del mundo, ¿cómo es posible que alguien del Vaticano estuviera enterado de mi existencia?—preguntó Guzmán. —El cómo no lo sé, inspector—respondió Valdivia, algo incómodo por el tono frío con que hablaba Guzmán—. Tal vez le sirva saber que el cardenal que reconoció su nombre era el mismo obispo exorcista que ayudó al obispo con quien estoy trabajando ahora en 1972. —A decir verdad no, no me sirve—dijo Guzmán—. Supongo entonces que dentro del plan para luchar contra Arioch van a necesitar mis capacidades no policiales. —Es la idea, inspector—dijo Valdivia—. Las reliquias son herramientas que ayudan a darle poder a la oración del sacerdote exorcista, para que éste, en el nombre de nuestro señor Jesucristo y con su venia, pueda vencer a los demonios, sacándolos de la faz de la tierra y devolviéndolos a los infiernos. Pero es la oración, la

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presencia del hijo de dios en el rito, y el agua bendita, lo que realmente expulsa a los demonios. —¿Y para qué me necesitan, entonces?—preguntó intrigado Guzmán. —Para destruir a Arioch, inspector—respondió Valdivia, casi emocionado—. Verá, sus capacidades van más allá de las de cualquier humano común, por mucho que nosotros hayamos consagrado nuestra vida al ministerio de la fe. Usted es un guerrero sagrado, quien heredó una misión de un ser superior cuya esencia es incomprensible para la limitada mente humana. La herramienta que él le entregó es un arma más poderosa que cualquier reliquia, pues el alma de ese árbol reside en los cielos. Nuestras capacidades como representantes de dios en la tierra nos permiten expulsar demonios, pero usted… usted los puede eliminar para siempre inspector. —Es por eso entonces que se atrevió a ofrecerse de carnada, porque el objetivo no es en sí detener los homicidios sino acabar con ese demonio—dijo Guzmán—. ¿Tan seguro está de mis capacidades, padre? Ya le dije que no llevo ni un año en esta misión, y la única vez que usé una vara como arma fue antes de saber lo que soy, y como medida de emergencia para salvar a quien terminó siendo mi maestro. —Debo serle sincero inspector, yo no me ofrecí a nada—dijo Valdivia—. Yo recibí la orden directa de boca del cardenal exorcista de prestarle ayuda para acabar con Arioch, so pena de excomunión inmediata si desobedezco dicho mandato. En estos instantes ruego a dios por que

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usted logre cumplir su cometido, y así ambos podamos volver a nuestras vidas. —Lamento que lo hayan obligado a esto padre, y ojalá pudiera garantizar su seguridad, pero no tengo certeza alguna de lo que pueda pasar al enfrentar a este demonio—dijo Guzmán—. Lo único que puedo asegurar es que daré la mejor batalla posible para cumplir mi misión y terminar con tanta muerte innecesaria. —Esa garantía es suficiente para mí, inspector—dijo Valdivia, mientras sacaba de su billetera un papel con una dirección—. Bueno, le contaré un poco acerca de la emboscada. La dirección que está en ese papel es de una pequeña iglesia en el casco antiguo de Santiago suroriente. Es una iglesia pequeña que data de fines del siglo XIX, y que pese a ser de adobe, ha aguantado todos los terremotos por más de ciento veinte años. Esa iglesia es poco concurrida, es de misa de fines de semana en las mañanas y las tardes, y queda desocupada después de las nueve de la noche; detrás de la iglesia, justo tras el muro que da al altar mayor, hay un terreno baldío de propiedad del Episcopado de Santiago que nunca ha sido edificado ni utilizado para nada. Es en ese lugar donde llevaremos a cabo la emboscada. —¿Y cómo hará para que Arioch aparezca en ese lugar y a la hora que usted desea, padre?—preguntó Guzmán. —Aparte de las reliquias, el cardenal envió desde el Vaticano un frasco que contiene varios trozos de vestimentas de víctimas de posesiones demoníacas, lo que debería ser suficiente para llamar la atención de Arioch—dijo el sacerdote—. En cuanto aparezca y vea que está en

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poder de un sacerdote, atacará de inmediato, pero como tendré a mano el ostensorio con las gotas de sangre de nuestro señor Jesucristo, no podrá hacerme daño al estar en presencia de parte del cuerpo de quien venció a su príncipe de las tinieblas. Es en ese instante, en que quedará indefenso, en que usted lo podrá atacar con su vara de olivo y acabar con la existencia de esa bestia del infierno. —¿Y ese cardenal exorcista y doctor en teología está seguro que mi vara de olivo será suficiente para matar a un demonio?—preguntó el detective—. Yo no soy católico padre, pero como cualquiera sé algo de la biblia, y no recuerdo en ninguna parte que se hable del poder del olivo como arma para matar demonios. —Inspector, hay muchos textos sagrados que no están en la biblia, y no toda la información está disponible para toda la gente—dijo Valdivia—. Tal como la gente no conoce todos los procedimientos que hacen los detectives de la PDI para lograr dar con los culpables, los católicos no conocen todos los misterios que envuelve la existencia del cielo y del infierno. —Suena totalmente lógico, padre—dijo Guzmán—. ¿Y esto tiene que hacerse en algún día de la semana en particular, o da lo mismo? —Da lo mismo inspector, no tengo plazo para devolver las reliquias, en la medida que se le haga frente a Arioch—respondió Valdivia. —¿Qué le parece mañana en la noche padre, es suficiente para que usted alcance a atraer a este demonio? Así además me da tiempo para practicar un poco con mi vara—preguntó Guzmán.

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—Por mí está bien inspector—respondió Valdivia—. ¿Le dirá a su colega? —No, Carlos no debe saber por ningún motivo que tengo esta misión en la vida, ello puede interferir en nuestra relación profesional, e inclusive hasta entorpecer mi trabajo—dijo Guzmán—. Es por eso que me conviene que hagamos esto de noche, para que no haya posibilidad alguna que Carlos se entere. Además, si no llegara a resultar, simplemente se lo diré y seguiremos con las líneas de investigación que logremos encontrar a partir de ese momento. —¿Usted cree que con su don esto pueda fracasar?—preguntó algo sorprendido Valdivia. —En la confianza está el peligro, padre—respondió Guzmán—. Yo no sé los alcances de mi don, esta será mi primera misión, así que el fracaso es una alternativa probable y que no puedo dejar de tener a la vista. —Bueno, yo soy un hombre de fe, y si las autoridades del Vaticano abrieron todas las puertas al reconocer su nombre, es porque usted es el indicado para acabar con este demonio—dijo Valdivia. —Está bien padre, ya le dije que daré la mejor batalla posible—dijo Guzmán, poniéndose de pie—. Supongo que me avisará al celular mañana en la noche, cuando haya llamado la atención de Arioch. —Por supuesto inspector, en cuanto haya lanzado el anzuelo le avisaré. Ojalá logre llegar a tiempo—dijo Valdivia, estrechando la mano del inspector. —No se preocupe padre, estaré oculto en los alrededores del lugar, en cuanto pueda estaré en el sitio para hacer mi

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parte de esta misión—dijo Guzmán, despidiéndose del sacerdote. Esa noche el padre Valdivia apenas pudo conciliar el sueño: el saber que en menos de 24 horas podría librar a su fe de un gran enemigo gracias a la ayuda casi insospechada de un novel guerrero lo tenía ansioso y algo intranquilo, por la incertidumbre propia de los imponderables que se podrían suceder. Sin embargo la suerte ya estaba echada, y no quedaba más que hacer las cosas bien para disminuir el riesgo del error. Por su parte el inspector Guzmán estuvo hasta la madrugada extendiendo y cerrando su vara, y blandiéndola lo más fuerte posible para tratar de acabar con su objetivo de un solo golpe. Justo antes de acostarse, se preocupó de desarmar y reengrasar su arma de servicio, ante cualquier eventualidad. A la mañana siguiente Guzmán llegó temprano a la oficina, pues quería tener algo de tranquilidad antes de empezar su jornada laboral. Para su sorpresa, cuando entró se encontró con Jiménez, absorto en la pantalla del computador. —Carlos, ¿qué haces tan temprano por acá? —Hola jefe. Ya que usted y el padre están metidos en el exorcismo de ese demonio no sé cuánto se llama, yo me estoy dedicando a hacer lo que usted me dijo, a fijarme en los detalles—dijo Jiménez.

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—Estás revisando el informe de autopsia de la última víctima… ¿qué te tiene incómodo?—preguntó Guzmán, mirando la pantalla. —La herida no es la misma jefe, es casi igual pero no es la misma, el borde de entrada irregular y la ausencia de muesca ósea son suficientes diferencias como para pensar en otro hechor en este caso… sé que tiene que haber algo más, ya lo encontraré y le daré el enfoque científico al caso—dijo Jiménez. —Es una duda razonable Carlos—dijo Guzmán—. Yo estaré algo ocupado hoy, pero mañana en la mañana empezaré a trabajar contigo en la revisión de los datos hasta encontrarle el hilo conductor a esta historia. —Eso quiere decir que hoy harán el exorcismo—dijo Jiménez—. Supongo que no le importa que no participe. —No hay problema Carlos—dijo Guzmán, sacando un papel con una dirección—. Acá será, te dejaré esto por si algo saliera mal, para que sepas dónde buscarnos. —Nos vemos mañana en la mañana jefe, para volver por fin a nuestra pega. —Cuídate Carlos. A las ocho de la noche Héctor Guzmán se encontraba en su vehículo particular, estacionado a diez cuadras de la iglesia acordada, pensando en lo que se vendría esa noche. A esa misma hora, el padre Antonio Valdivia terminaba de vestirse luego de haberse duchado, y revisaba la maleta con las armas dispuestas para la batalla final. En el cuartel de la Brigada de Homicidios de la PDI, Carlos Jiménez estaba por apagar el computador, cuando se fijó en un

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detalle de la autopsia que nadie parecía haber visto hasta ese momento. En un oscuro callejón de la ciudad, el ángel negro salía forzado de su meditación, al sentir el olor de una nueva misión.

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XV Nueve de la noche. El frío empezaba a arreciar en el sector suroriente de la capital. La alta humedad ambiental había transformado el aire en neblina, dificultando parcialmente la visión de quienes se desplazaban por esa zona de la ciudad a esa hora, pero sin llegar a ser lo suficientemente densa como para hacer de la conducción un peligro mortal. En ese ambiente, y en medio del terreno baldío que daba al muro donde estaba el altar mayor de la pequeña iglesia, el padre Antonio Valdivia esperaba con las armas de la fe la confrontación con su némesis, que rogaba fuera la definitiva. De pronto desde el sur se dejó escuchar el fino silbido de alas cortando el viento, signo inequívoco del principio del fin. El ángel negro volaba alto, para no dejarse ver tan fácilmente, mientras ubicaba la misión que le correspondería ejecutar. En cuanto su olfato encontró el objetivo, se dejó caer en picada para tratar de acabar de una vez por todas con su estadía en ese rincón del universo, y volver a un verdadero campo de batallas digno de sus capacidades. En cuanto aterrizó frente a su objetivo se dispuso a atacar: justo en ese instante su pequeño rival sacó algo de una maleta que lo petrificó.

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Valdivia vio aterrizar frente a él a la enorme bestia negra alada de facciones incomprensibles, quien de inmediato se dirigió hacia él; rápidamente el sacerdote sacó la reliquia de oro, dejando paralizado al monstruo, quien entró en un estado de meditación profundo al estar en presencia de restos de la sangre del Unigénito. Mientras las alabanzas fluían como tempestad desde su mente hacia su alma y viceversa, Valdivia esperaba la llegada de quien ejecutaría a su peor enemigo. En cuanto escuchó pasos acercarse se dio vuelta, encontrándose de frente con alguien a quien no esperaba. —Detective Jiménez, ¿qué hace aquí? —Dios santo, qué bestia tan enorme… es increíble que esas gotas de sangre puedan paralizar a ese animal—dijo Jiménez, admirando al ángel negro, mientras lo apuntaba con su arma de servicio, con la convicción de lo inútil de su accionar. —¿Dónde está el inspector Guzmán, detective?—preguntó nervioso el sacerdote. —Ni idea padre, no vengo con él—respondió Jiménez—. Padre, ¿la chaqueta negra es parte de su tenida normal de sacerdote? —Detective, no tenemos tiempo para juegos, necesito que llame al inspector Guzmán, él es el único capaz de acabar con este demonio—dijo Valdivia. —Le hice una pregunta como detective de la PDI en servicio, ¿esa chaqueta negra es parte de su tenida habitual? —Sí, lo es, pero no sé qué tiene que ver con este monstruo—respondió molesto Valdivia.

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—Una vez que acabemos con esto me la entregará para mandarla a peritaje, padre—dijo Jiménez, sin dejar de apuntar al monstruo paralizado—. Encontré en el informe de autopsia restos de fibras textiles negras bajo dos uñas de la mano derecha del cadáver de Álvaro Pérez, la pareja de Macarena… En ese instante el padre Valdivia metió la mano a su chaqueta, y la sacó bruscamente descargando un golpe sobre Jiménez, quien alcanzó a retroceder, recibiendo el impacto en su hombro derecho, dejando caer su arma. Presa del dolor se cubrió el hombro con la mano izquierda, para ver entre sus dedos y la sangre que manaba a borbotones, una garra idéntica a las del ángel negro. —Ojalá Guzmán se demore para que mueras desangrado, ahuevonado de mierda—dijo con odio Valdivia. —¿Por qué…? —Porque es el único modo de matar a este ángel estúpido que envió el dios muerto para luchar contra el séquito de fieles a nuestro señor Satanás en la tierra—dijo Valdivia—. Míralo, arrodillado como idiota rezándole a las gotas de sangre del dios muerto y torturado por los adoradores de Yaldabaot, el demiurgo. Maldito dios muerto, le da con querer salvar este planeta, aún no entiende que es de nuestro señor Satanás, y que jamás lo podrá recuperar para su padre. —Guzmán… —Guzmán es un tonto útil—dijo Valdivia, sujetando con firmeza la reliquia—. El huevón es un guerrero del bien,

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pero como el tontito no sabe qué es el bien, me ayudará a matar al ángel… con qué facilidad se tragó la historia de Arioch, ya veo al tarado gogleando el nombre para saber a qué se enfrentaba… claro, como ando vestido de cura el huevón se tragó todo lo que le dije, al menos tú hiciste tu trabajo y me descubriste. —¿Tú hiciste los homicidios? —Sólo el del tarado del Álvaro, el pololo de Macarena—dijo Valdivia—. Yo engendré el sacrificio humano para que ella se consagrara sacerdotisa, pero este ángel de mierda la descubrió y la mató. Después el pendejo quiso pegarme un tiro, ahí usé este recuerdo que heredé de quien me inició en la adoración a nuestro señor Satanás, la misma que ahora tienes clavada en tu hombro… deberías sentirte honrado de morir desangrado por una de las garras rescatadas de uno de los ángeles caídos que lucharon la primera guerra contra las huestes del dios muerto; ese ángel negro, uno de los mejores asesinos de las tropas del dios muerto, lo mató en combate, y uno de los nuestros rescató sus garras, que pasaron de generación en generación en custodia de los líderes del culto a nuestro señor Satanás, hasta llegar a mis manos, y que yo heredaré a quien tome mi cargo cuando me toque partir al encuentro de mi señor dios maldito. —Guzmán te matará… —No, Guzmán te verá herido por la garra, creerá que fue el ángel negro y lo matará con su vara de olivo… luego de eso no importa lo que pase, me habré desecho del peor sicario de la historia de esta guerra, y por fin nuestras huestes triunfarán—dijo Valdivia, complacido.

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—Guzmán… —Eso huevón, habla harto y cánsate, así cuando llegue el tonto de tu jefe no me alcanzarás a delatar. Jiménez respiraba con dificultad por el dolor quemante en su hombro y la gran pérdida de sangre. Ya había soltado su arma de servicio, y su conciencia parecía nublarse a cada segundo que pasaba; poco antes de desmayarse, alcanzó a ver una silueta dibujada en la neblina. —¡Inspector Guzmán, gracias a dios que llegó!—exclamó Valdivia—. Antes que yo lograra sacar la reliquia apareció Jiménez de la nada, y Arioch lo atacó y le enterró una garra en el hombro. Llevo algunos minutos conteniéndolo con la reliquia santa, pero no sé cuánto tiempo más pueda detenerlo. Rápido, atáquelo con su vara, a ver si logramos salvar al detective. Héctor Guzmán sacó de entre sus ropas la vara, mientras Valdivia sonreía al ver que su plan estaba por cumplirse sin mayores contratiempos. Guzmán extendió el arma con un movimiento brusco, y luego de un chasquido ambas piezas quedaron imbricadas, dándole la continuidad necesaria para cumplir su cometido. En el intertanto, el ángel negro seguía meditando y rindiendo culto a los restos del Unigénito en la tierra, ajeno a lo que estaba por suceder. Guzmán levantó la vara, y en ese instante miró a Valdivia.

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—Sacerdote, olvidaste el incienso con que tapabas tu olor a maldad—dijo Guzmán, para luego descargar un golpe a la sien de Valdivia, quien cayó muerto al instante, mientras su alma quedaba capturada en la nada, en espera a que el paso de los milenios diera paso a su justo juicio. El ángel negro salió de su estado de meditación. Frente a él yacía el cuerpo de quien debía ser su víctima, y a su lado se encontraba la reliquia con la sangre de Jesús guardada en una maleta. De pie junto al cadáver había un guerrero que no tenía hedor a maldad, y que era uno con una vara de uno de los árboles sagrados del jardín del bardo. En ese instante el Padre del Unigénito lo llamó, pues su misión en ese planeta del mal había terminado. El ángel negro levantó su mano derecha con las garras retraídas a modo de despedida, a lo cual el guerrero respondió levantando su arma sobre su cabeza. Luego el ángel negro desplegó sus alas, e inició un breve vuelo en este plano físico, para luego proyectarse al plano etéreo a seguir los designios del Padre y del Unigénito, con la tranquilidad de la misión cumplida, y de haber conocido a uno de los guerreros protectores del bien en el rincón del mal.

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XVI Carlos Jiménez despertó sobresaltado. Había tenido una pesadilla extrañísima, y ahora por fin podía despertar de la traílla de locuras que su mente había inventado. Cuando intentó enderezarse, un agudo dolor en el hombro derecho le impidió moverse: en ese instante se dio cuenta que estaba en la cama de un hospital, con un gran vendaje en su hombro derecho, y varias mangueras y cables conectadas a su cuerpo. Al lado de su cama estaba senado Héctor Guzmán, mirándolo en silencio. —¿Cómo te sientes, Carlos? —Hola jefe… me duele el hombro… ¿no fue un sueño lo del ángel negro y el cura satánico?—preguntó Jiménez, sin ser capaz de incorporarse en la cama. —No seas cavernícola hombre, es un catre clínico moderno, se sube la cama con la botonera en tu mano izquierda—dijo Guzmán indicándole la botonera—. No, no fue un sueño. Antonio Valdivia era el líder de la secta satánica, y se hizo sacerdote católico para tener acceso a textos y materiales que de otro modo jamás hubiera podido conseguir para su culto. Gracias a la revisión que hiciste, lograste involucrarlo en el homicidio de Álvaro Pérez.

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—Y usted… ¿cómo supo…?—preguntó Jiménez, mientras la cama enderezaba su torso. —¿Recuerdas el olor insoportable a incienso? Bueno, con eso cubría su olor natural—dijo Guzmán—. Para tenderle la trampa al ángel negro, tuvo que sacarse el olor a incienso, gracias a lo cual el ángel lo pudo identificar con toda facilidad. Lo que Valdivia no sabía, es que yo también puedo identificar ese olor del mal. Como el ángel negro no tenía ese olor y Valdivia sí, supe sin problemas qué decisión tomar. Lo que nos confundió al principio era ver un ser negro de cuerpo rudo, enorme y tosco, con una anatomía creada para la guerra, y no un ángel rubio de ojos azules, de ropas y alas blancas, con pinta de modelo italiano. —¿Qué es eso de guerrero del bien, y ese palo? No entiendo nada, jefe… —Ese será nuestro secreto Carlos—dijo Guzmán, mirando con seriedad al detective—. Aparte de mi trabajo como detective, heredé una misión de parte de un gran maestro guerrero… aún no logro entenderlo bien, pero mi misión es luchar contra entidades malignas, y el modo que tengo para reconocerlas, es por medio de su olor. Mi arma es una vara de olivo, que es un árbol sagrado cuya alma reside en el cielo, y que tiene el poder suficiente como para vencer a cualquier entidad del mal, mientras sea utilizada por algún guerrero; en manos comunes no es más que un simple palo. —Cresta… jefe, yo no tengo problemas en guardar su secreto, ¿pero qué le vamos a decir al fiscal Ortega?—dijo algo preocupado Jiménez.

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—Por Ortega no te preocupes, ya le entregué mi informe—dijo Guzmán, en el instante en que el fiscal tocaba la puerta y entraba a la habitación. —Detective Jiménez, qué bueno verlo despierto, ¿cómo se siente? —Bien señor fiscal, me duele bastante el hombro, pero ya me recuperaré—respondió Jiménez. —Qué bien que este caso por fin haya terminado, les agradezco el trabajo detectives, fue una genialidad de parte de todo el equipo obtener la evidencia para determinar que era el sacerdote el líder de la secta y el autor de todos los homicidios—dijo Ortega, sonriendo satisfecho. —Lo mejor de todo fue la asociación que hizo Carlos de las fibras en las uñas de la última víctima con la tenida del homicida—dijo Guzmán—. Gracias a ello pudimos dar con él y terminar con todo esto. —Sí, lo único que no me queda claro es por qué lo mató de un palo en la cabeza en vez de usar su arma de servicio, o intentar detenerlo—dijo Ortega. —En el informe está detallado señor fiscal—dijo Guzmán, serio—. Cuando llegamos a su escondite tras la parroquia nos pilló de sorpresa, hirió con la garra de dinosaurio petrificada a Carlos, y en vez de sacar mi arma tomé lo primero que encontré a mano en el suelo y lo golpeé con todas mis fuerzas. —Sí, lo entiendo inspector, está claro que es distinto leer un informe en retrospectiva que vivir una agresión como la que recibió el detective y reaccionar instintivamente como usted lo hizo—dijo Ortega—. Bueno detective, lo dejo descansar. Trataré de dilatar lo más posible su

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comparecencia en tribunales en el proceso que le seguimos a los supervivientes de esta secta, tenemos suficientes ilícitos para mantenerlos tras las rejas durante harto tiempo. —Una última pregunta señor fiscal—dijo Guzmán—, ¿ya averiguó qué es lo que vimos en los videos de las cámaras de seguridad? —Por supuesto inspector, fue la tenida negra de Antonio Valdivia la que nos confundió—respondió el fiscal, saliendo raudo de la habitación, mientras Jiménez y Guzmán sonreían en silencio.

FIN

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