Edita El gato descalzo e-book 8: La señora M. y otras historias germinales - Andrés Olave
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Edita El gato descalzo 8.
La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
elgatodescalzo.wordpress.com
Edita El gato descalzo 8.
La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
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La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
Edita El gato descalzo
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Edita El gato descalzo 8.
La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
Bajo licencia:
Edita El gato descalzo 8.
La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
Presentación
En Edita El gato descalzo 8
ofrecemos La señora M. y otras
historias germinales de Andrés
Olave.
Textos en los que desarrolla los
más diversos ambientes, personajes,
tramas y los finaliza con una escena
de suspenso o cliffhanger.
Por ejemplo: ¿La señora M.
encontrará a Chesire?, ¿se cumplirá
el último deseo de Lester del Rey? o
¿la suerte de Jonas Herbert estárá
decidida?...
Edita El gato descalzo 8.
La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
Para resolver éstas y muchas más
interrogantes los invitamos a que
lean las historias de Andrés y
permitan que germinen gracias a su
imaginación amigos.
*
El autor rinde homenaje con este libro a Franz Kafka y a Ítalo Calvino (en especial a su libro Si una noche de invierno un viajero).
Por nuestra parte en la editorial realizamos con este título un tributo al escritor Roald Dahl.
Edita El gato descalzo 8.
La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
La señora M. y otras historias
germinales
Andrés Olave
Edita El gato descalzo 8.
La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
La señora M.
La señora M. salió de su apartamento en el
barrio de Marquiese a buscar a su gato. Chesire
llevaba tres días sin venir a casa, ni siquiera
presentándose a medianoche para pedir un
suculento y oloroso pote de Fancy Feast.
Preocupada por el destino del que era el más
viejo de sus 34 gatos, la señora M. salió en bata
de levantarse, una añosa bata que su marido, el
difunto W. le había regalado en su noche de
bodas cuarenta años antes. La bata le quedaba
estrecha, estaba rasgada y diminutos agujeros
producto de las mordeduras de polillas la
adornaban como si fuera un atuendo recién
sacado del ático, y no en verdad, la prenda
favorita y más usada de la señora M.
–Chesire, Chesire –gritaba a viva voz la
señora M. por las calles.
La gente que se cruzaba con ella arrugaba
el ceño, producto quizás, del mal olor que la
señora M. despedía, algo que ellos podrían
entender si alguna vez llegaran a vivir con 34
Edita El gato descalzo 8.
La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
gatos. Pero la gente rara vez siente empatía por
otras personas. La señora M. sabía esto y por
eso le traía sin cuidado las miradas de reproche
o las arcadas apenas disimuladas que emitían
aquellos que se cruzaban en su camino.
Mi gato, pensaba ella, es lo único que
importa.
Caminó durante buena parte del día, y ya
empezaba a anochecer cuando una ambulancia
comenzó a seguir sus pasos.
¿Acaso creerán que estoy loca?
Dos enfermeros bajaron de la ambulancia al
trote y sin apenas disimular su impaciencia
flanquearon a la señora M. como fieros
guardaespaldas. La ambulancia avanzó hasta
ponerse a la altura de la señora M. y de la
ventanilla del acompañante del conductor,
emergió la cabeza peluquienta y nívea del viejo
doctor F., psiquiatra del Hospital Clínico de
Fernstein.
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–¿Dando un paseo estimada dama?
–preguntó el doctor F. mientras sonreía
ampliamente y sus ojos claros parecían brillar
detrás de sus anteojos redondos.
–Nada que a usted le incumba –contestó la
señora M. y a continuación, sin poder contener
la necesidad de explicase, dijo–: es mi gato que
se ha perdido y he salido a buscarlo.
–¿Un gato? –preguntó el doctor F. sin poder
ocultar su decepción en la voz–. ¿Solo es eso?
¿No está segura que un duende le ha dicho que
debe ir a buscar su tesoro? ¿Las voces que la
acosan no le sugieren destruir a cualquiera que
se le ponga por delante?
–No sea absurdo –replicó la señora M.–
Solo soy una dama desastrada buscando a su
mascota. No hay nada más allá de eso.
Desastrada, pensó el doctor, he ahí la
palabra clave.
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–¿Quiere que la ayudemos con su
búsqueda? Cubriríamos una extensión mucho
más amplia de terreno yendo en la ambulancia.
La señora M. detuvo su caminata, lo mismo
que los enfermeros, quienes rígidos y alertas
permanecieron a su lado.
–¿Promete no llevarme al manicomio? ¿No
amarrarme con una camisa de fuerza y
encerrarme en una celda acolchada so pretexto
que no me visto según los cánones de la moda
establecida?
El doctor F. asintió muy serio.
–Se lo prometo –aseguró mientras se
llevaba la mano a la espalda y cruzaba los
dedos.
Los enfermeros condujeron a la señora M.
delicadamente pero no sin cierta firmeza a la
parte de atrás de la ambulancia.
–Desde aquí no puedo ver la calle –dijo ella
como en un ruego.
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Los enfermeros cerraron la puerta con
violencia. Uno de ellos le clavó un sedante a la
señora M. en el brazo que la hizo casi perder el
sentido.
Adelante el doctor F. sonreía satisfecho.
–En marcha le ordenó al chofer, que hasta
entonces había permanecido en lo invisible.
Semiinconsciente, la señora M. fue
conducida al Hospital. En delirios, pensó en
Chesire, se preguntó que le habría ocurrido.
Pensó si después de dejarla en la clínica aquel
doctor se daría el tiempo de buscar a Chesire y
rechazó la idea por ridícula. Se dio cuenta que
ya no volvería a casa y horrorizada consideró
perdidos a todo el resto de sus gatos.
–Chesire, nos condenaste a todos –dijo
entre sueños.
La ambulancia avanza silenciosa y rítmica
por las calles de la ciudad de Fernstein a
medida que anochece para conducir a la señora
M. rumbo a su destino inevitable.
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Interior 1
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Jonas Herbert
Los aserraderos de Marden-North bullían
de actividad frenética y desordenada; las sierras
eléctricas no se detenían y largos troncos
crecidos durante siglos morían en cuestión de
segundos bajo las órdenes de hombres de
rostros obscuros y fríos. Cierta mañana de
junio, Jonás Herbert cayó por accidente en una
de las sierras principales. Nadie se dio cuenta y
solo cuando vieron que la última carga de
astillas de la tarde venía teñida de rojo
presintieron lo peor. Las sierras por primera
vez se detuvieron, los hombres, ahora de
rostros pálidos y temblorosos, bajaron a los
canales a buscar los restos de su malogrado
compañero. No había nada ya, bajo los filos de
innumerables aceros, el cuerpo de Jonás
Herbert había quedado reducido a partículas.
Los trabajadores no sabían qué decirle a la
familia. Alguien propuso hacer un muñeco de
madera de Jonás y entregárselo a sus seres
queridos, pero la idea fue desechada, nadie en
el aserradero tenía la habilidad necesaria para
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esa clase de obra. Eran hombres que solo tenían
talento para la destrucción. Al final alguien
llamó a la viuda, quien a toda carrera voló hasta
al aserradero. Allí encontró a los hombres,
todos de pie junto a la entrada, los brazos
cruzados y hablando en voz baja. –¿Dónde está
mi marido? –preguntó la viuda, un pañuelo
entre los dedos que contenían sus primeras
lagrimas. El silencio parecía invadirlo todo.
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Interior 2
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Afueras del hipódromo
El señor Schovolomit, empresario circense
ya retirado, se encontró afuera del hipódromo
de Hide Park con August Roserville, un antiguo
tragafuegos de su fenecido circo Magic
Festival. August, que antaño pesaba 112 kilos y
además de devorar fuego doblaba barras de
acero de 12 pulgadas de diámetro se encontraba
ahora en un estado deplorable. Había
adelgazado violentamente y los músculos de la
cara se le habían aflojado de modo que el señor
Schvolomit tuvo la impresión de estar hablando
con un viejo muñeco de cera.
–Vaya, vaya –dijo Schvolomit–, así que
aquí terminaste. Pidiendo limosnas a las afueras
del hipódromo –agregó y sacando su bolsa echó
una moneda, de las más pequeñas, en el
sombrero que August Roserville ofrecía a los
transeúntes.
–No necesito su dinero –respondió August
con un hilo de voz, algo que parecía un ruego,
un tono adquirido posiblemente tras muchos
años de mendigar en las calles.
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–Lo necesitaste en el pasado, y lo mismo
ahora –dijo Schovolomit y se ajustó la bufanda
al cuello en un gesto no exento de teatralidad.
Tenía ganas de marcharse y volver al confort
del hogar. Sin embargo, no podía dejar de
contemplar al hombre más fuerte que alguna
vez vio, reducido casi a cenizas–. Hay gentes
incapaces de mirarse al espejo con
detenimiento. Ya ves, sin mi ayuda has
descendido un par de peldaños más en la escala
social. De fenómeno de circo a pordiosero,
mírate.
Había odio en la voz de Schvolomit,
también una poderosa excitación.
–Sus insultos apenas me rozan, señor.
Demasiadas pellejerías he tenido que cruzar
desde la última vez que nuestros destinos se
cruzaron, demasiado dolor. Puede que usted
siempre haya estado por encima mío…
–Y lo sigo estando –interrumpió
Schovolomit–, por los siglos de los siglos.
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–…pero eso no le da derecho a venir hasta
aquí y creer que puede humillarme
simplemente porque en el pasado yo estuve a
su servicio. Eso fue un error. Un hombre nunca
debería estar bajo la tutela o el poder de otro.
Schvolomit se echó a reír a carcajadas.
–¿Acaso te has vuelto cristiano? ¿O
mormón? –preguntó entre risas–. Porque hablas
como uno, eso tenlo por seguro.
Rosenville movió pesadamente la cabeza.
–Ni monje, ni filosofo, ni asceta. Nada de
eso. No me interesan los consuelos
extraterrenos, apenas acaso, el consuelo que
alguna vez abandonare esta cruenta tierra.
–¡Ja! –exclamó triunfalmente Schvolomit–.
¡Un poeta! ¡Es en eso en lo que te has
convertido! Un poeta estoico posiblemente,
como Pindaro o Egeo.
Rosenville parpadeó repetidas veces
tratando de entender.
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–¿Por qué busca encasillarme? ¿Qué es lo
que pretende? Si acaso ese es su deseo y de
modo alguno puede resistirse al impulso, piense
en mí como un desdichado, uno más de los
millones de hombres que pasan los días sin
esperanza y sin una pizca de amor.
Schvolomit lamentó estas últimas palabras.
No tiene sentido molestar a alguien cuyo ego
yace destrozado. A estas alturas ya nada puede
herirlo, es casi invencible. Sin embargo, una
idea luminosa vino a su mente.
–Dime, mi buen August, ¿has pasado
hambre en esta última época? ¿O frío? ¿Qué
hay del frío? Supongo que con las lluvias de
noviembre la has visto negra.
Rosenville se encogió de hombros.
–Es lo que me espera hasta el fin de mis
días, nada puedo hacer.
–Claro que puedes hacer algo al respecto
–dijo Schvolomit y rebuscando en su cartera
extrajo un grueso fajo de billetes–. Mira esto
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–dijo y le paso los billetes frente a los ojos de
August–. Hoy tu vida, toda tu fortuna pueden
dar un giro radical. Te propongo esto: ponte en
cuatro patas sobre el piso y ladra como perro
por diez minutos seguidos y todo este dinero
será tuyo.
Los ojos de August brillaron dejando
entrever una leve mueca de esperanza y una
sonrisa satánica brilló en el rostro de
Schvolomit.
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Interior 3
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Abdulla Mandrullah, afilador de
cuchillos
Grinus Panuch, panadero de profesión,
jugaba con la masa mientras aguardaba que su
pan acabara de cocerse en su horno de barro, en
las afueras de Madras. A esa hora temprana, los
pájaros de la noche recortaban su silueta sobre
las torres y los templos; las primeras campanas
que llamaban a la oración resonaban a lo lejos y
la bruma de la mañana mezclada con la
contaminación del aire, le daba al cielo un color
ceniciento. El sol, si bien se anunciaba, aún no
se decidía a aparecer tras el horizonte.
Un ruido como de bronces tintineantes
llegó hasta los oídos de Panuch. Vio doblar la
esquina, directo hacia él, la figura de Abdulla
Mandrullah, el afilador de cuchillos.
–¡Mi buen amigo! –exclamó Panuch y
corrió al encuentro de su cuñado, a quien no
había visto desde hacía más de un año.
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–Grinus –dijo con voz cansada Abdulla, a
quien también llamaban Bokor, que en
sanscrito significa: aquel que le da filo a lo
mellado–, mi hermano, mi más caro amigo, he
cruzado océanos de tiempo para volver a
encontrarte.
El panadero se detuvo en seco ante esas
palabras y estudio el rostro de su amigo: estaba
gris y largas ojeras le deformaban la cara.
Había adelgazado unos cuantos kilos y Panuch
pudo leer en los ojos de su cuñado, el avanzar
inexorable de una enfermedad fatal.
–¿Cuándo ocurrió? –preguntó el panadero–.
¿Cuánto es lo que falta?
El Bokor meneó la cabeza y fue a tomar
asiento junto al horno de barro de Panuch.
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Interior 4
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Calzoncillos largos
Jefrey Combs, conocido pianista
heroinómano del circuito de artistas rodantes de
Bullet Hill, salió de su apartamento, en el sexto
piso de Harlem avenue. Combs llevaba puesta
la bata de levantarse y un viejo sombrero azul
con una flor. Iba mal afeitado y sin bañarse y
cargaba en el regazo una bolsa de papel llena
de objetos desconocidos. La señora Parker vio
pasar al pianista heroinómano junto a su
ventana y meneó la cabeza, decepcionada. A
ratos, la bata de Combs se abría por el frío
viento de agosto, solo para dar paso a unos
calzoncillos largos de color blanco y rayas
verticales de color rojo. Con su ropa
desafortunada y olorosa y sus cachivaches, el
pianista heroinómano se internó en el parque
Meadows sin dejar, por un segundo, de pensar,
de estar completamente seguro que había visto
a Dios hace cinco minutos. Lo había visto al
salir de la ducha, junto al espejo, una pequeña
luz mortecina reflejada sobre los azulejos de su
baño.
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–Dios –decía–, Dios –repetía–, oh, Dios, oh
Dios, oh Dios Mío.
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Interior 5
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Clarice
Clarice abrió la puerta de su ventana.
Hacía un día esplendoroso: el sol brillaba, el
rocío impregnaba el césped, el viento corría
suave y frío por los campos. De reojo miró la
silla que tenía junto a su cama: el uniforme
escolar que mamá le había preparado, la odiosa
tarea aún junto al escritorio, los zapatos bien
lustrados a sus pies. Tantas cosas que se
oponían a que ella atravesara la ventana y
fuese, libre y pura, en busca de la belleza.
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Interior 6
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Actor Retirado
Hueders Nicholson, actor retirado, paseaba
ocioso por los amplios jardines de Villa
Borguese, su quinta en el sur de Francia, la que
había comprado tras las ingentes ganancias
obtenidas por En Busca del Reino, ganadora de
8 premios Oscar, entre las que se contaba por
supuesto Mejor Actor. Habían pasado 16 años
desde entonces y Hueders tras una carrera que
lenta pero inexorablemente fue decayendo, se
encontró a los 60 años prácticamente retirado,
con una abultada cuenta corriente por supuesto,
pero más bien solo. Su esposa, la exuberante
Catalina Rivas, una modelo brasileña de 22
años acababa de pedirle el divorcio tras un año
y medio de apasionado matrimonio. Contra lo
que la intuición podría dictar, la ruptura había
sido culpa de Hueders: su joven esposa lo había
encontrado en el jacuzzi con la aún más joven
Jacqueline Folliet, 18 años, estudiante que
Hueders había conocido y seducido en uno de
sus paseos a Orly, la ciudad más cercana a
Villa Borguese.
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Los pasos de Nicholson se marcaban con
suavidad sobre la hierba mojada de los jardines.
Hueders sabía que era uno de sus últimos
paseos, menos porque hubiese empezado a
pensar en la muerte, por la certeza que los
abogados de Catalina le exigirían la Villa
Borguese. Le quedaría la casa en Los Ángeles
por supuesto, y la mansión en Los Callos, pero
Hueders no soportaba el calor de ninguna de las
dos, lo que lo hacía sentirse como un
desposeído, casi un hombre sin hogar. Alguna
vez había interpretado a un vagabundo, un
hombre que perdía la memoria y vagaba una
temporada entre los menesterosos hasta que la
hija con la ayuda de una parasicóloga lo
rescataba de ese bajo infierno, un final feliz
como corresponde a Hollywood. Ahora,
Hueders no estaba tan seguro que pudiese
acabar bien, salir airoso de este trance. Acaso
podría instalarse en New York, volver un par
de temporadas a Broadway pero el ruido, el
ajetreo de aquella ciudad infinita lo abrumó por
anticipado. Acaso había encontrado mi hogar,
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pensó, estos aburridos y lentos días en Villa
Borguese eran lo mejor que me habían
sucedido y solo ahora, cuando estoy a punto de
perderla, es que me doy cuenta. Meneó la
cabeza, ofuscado ante su torpeza. Quizás,
Catalina se apiade de mí, pensó y giró rumbo a
la amplia casa de ladrillos, avanzó hasta la que
antes era la alcoba de ambos y ahora solo de
Catalina (él se había mudado al cuarto de
invitados). La puerta estaba cerrada, por
supuesto. Hueders tocó la puerta con suavidad,
le dijo a su mujer (o ex mujer) que deseaba
pedirle algo, un mínimo favor: que si ella
quería podía quedarse con la casa en Los
Angeles, la mansión de Los Callos, el
apartamento en Manhattan, pero que por favor
le dejara Villa Borguese. Un largo silencio vino
desde el interior. Hueders iba a insistir cuando
la puerta se abrió de golpe. Catalina se asomó,
los ojos hinchados de tanto llorar, la cara
descompuesta por la pena, por los remolinos de
infinita soledad a los que había descendido.
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El Cretino Feliz
La fábrica el Cretino Feliz cerraba los
martes para dar descanso a sus trabajadores, lo
que siempre desesperaba a Madame Leverage.
Urgida, atenazada por la angustia de no poder
adquirir sus productos ese día, Madame se
dirigía al prostíbulo de Ender, en las cercanías
del puerto, y se ponía a disposición de los
numerosos crápulas y vagabundos del barrio,
quienes hacían con ella toda clase de
atrocidades, lo que en cierto modo, mermaba en
Madame Leverage, su profunda angustia. Al
día siguiente, usualmente con un ojo en tinta, o
la cicatriz fresca de un navajazo en la pierna,
medio cojeando y toda despeinada, Madame
Leverage se dirigía a la entrada del Cretino
Feliz a comprar sus productos.
–Quiero medio pocillo de crema para las
manos –decía con una sonrisa resplandeciente.
La vendedora meneaba la cabeza.
–Ya se lo he dicho incontables veces
Madame. Puede llevar toda la crema que
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quiera, no es necesario que venga aquí cada día
a comprar.
Madame Leverage arrugó la nariz. Pensó en
todos los marineros que habían saltado sobre
ella la noche anterior, en sus brazos gruesos y
bruscos, en su olor inaguantable, en el sudor, en
el calor de las sabanas, en la terrible y obscura
pasión, mientras contestaba, muy seria:
–Prefiero que las cosas sean de este modo.
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Interior 8
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Extraños deseos
Lester del Rey, viejo escritor de ciencia
ficción pidió antes de morir que sus restos
fueran enterrados en el desierto de Atacama, el
que alguna vez había sido declarado el desierto
más árido del mundo. Los herederos del bueno
de Lester del Rey menearon la cabeza,
pensaron: otra chochería más del viejo. La
agonía del viejo escritor se había prolongado
demasiado y sus codiciosos herederos estaban
deseosos ya de echarle mano a la fortuna que
del Rey había amasado escribiendo ciencia
ficción, como para prestar atención a esos
últimos y extraños deseos.
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Interior 9
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Justo derecho
–Golpéenlos con fuerza –ordeno Magnus
Hefferson, presidente ejecutivo.
–Señor –protestó su secretario, Lisergicus–,
los obreros están en su justo derecho, han
pedido 15 minutos más para almorzar, y
considerando que apenas les damos 5 minutos
al día, la petición parece más que justa.
Magnus se sacó del bolsillo un pañuelo de
seda con sus iniciales bordadas en oro y se secó
la frente perlada de sudor. El calor del desierto
era insoportable.
–Malditos científicos –masculló–. No hallo
la hora que inventen robots que reemplacen a
todos estos esclavos –dijo y con un amplio
ademán mostró el patio de cemento donde
miles de obreros, el puño alzando, coreaban
cantos en su contra.
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Interior 10
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Fragilidad humana
Grievorius Malher se sentía cansado y
malherido cuando volvió a casa. Durante la
dura jornada de trabajo, su jefe, el señor
Brontius lo había humillado repetidamente y
aún más, amenazado con despedirlo
próximamente. Malher se sentía deprimido. No
tenía expectativas ni a corto ni a largo plazo de
encontrar un trabajo mejor que en la fábrica del
señor Brontius, y aún ahí, era profundamente
infeliz. ¿Qué puedo hacer? se preguntaba,
mientras esperaba que Alday, su mujer, le
sirviera la cena.
–¿Tuviste un buen día? –le preguntó su
mujer mientras ponía frente a él un plato de
sopa, con un único apio flotando en el medio
como único aderezo.
–Un día horrible –bufó Malher y comenzó a
tomar la sopa, pues tenía hambre y quería irse
pronto a la cama. Dejo el apio para el final, a
modo de postre. Cuando acabó la sopa y vio la
solitaria y delgada rama de apio, pensó de
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pronto en sí mismo, que él no se diferenciaba
mucho de aquella rama escaldada por el agua
hirviendo, que ahora estaba presta para ser
devorada.
–¡Ay fragilidad humana! –exclamó
conmovido mientras su mujer lo miraba
fijamente preocupada porque su marido al fin
parecía haber perdido el juicio.
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Despedida
Ansa Rotten, dueña de una distribuidora de
productos alimenticios, llegó a las oficinas
centrales, ansiosa por despedir a Madame
Crushinski, empleada hace 14 años de uno de
sus locales, y de quien se decía ahora, estaba
empeñada en espantar a los clientes.
Madame llevaba casi una hora esperando su
entrevista con la señora Rotten, quien a su vez,
hacía esperar a Madame, como parte de su
castigo.
No solo la despediré, pensaba la señora
Rotten, la humillaré, la haré sentir mal y me
encargaré que no encuentre otro trabajo en
ningún negocio a 200 kilómetros a la redonda.
Finalmente Ansa se presentó ante Madame,
quien despreocupadamente, se estaba limando
las uñas.
La señora Rotten se sentó frente a su futura
exempleada y puso cara de repugnancia.
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–Has sido mala, Crushinski –dictaminó.
Madame se encogió de hombros.
–Estoy cansada, ya no puedo hacer más.
Ansa Rotten resopló amargamente.
–¿Qué no podías hacer más? ¡Les decías a
nuestros clientes que vendíamos mercadería
vencida, les pedías que fueran a otra parte a
comprar!
Madame se mordió los labios.
–Pero es cierto…
–¡Eso no importa! ¡Perra! –gritó la señora
Rotten y le arrojó un cenicero a la cara a
Madame, que por suerte le paso por el lado en
vez de darle de lleno en la arrugada
frente–. ¡Siempre hemos vendido productos a
punto de vencer! ¿Cómo crees que si no
ganaríamos tanto dinero?
Madame se había agachado por si la señora
Rotten consideraba oportuno lanzarle un nuevo
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objeto a la cara. Sin embargo, se atrevió a
contestar:
–Puede que usted haya ganado dinero, yo
por mi parte nunca recibí nada más allá del
sueldo mínimo…
–¿Y cómo crees sino que yo hubiese
ganado dinero si te hubiera pagado una
millonada? Con que te alcanzara para comer,
con que te alcanzara para que siguieras viva y
pudieras seguir trabajando para mí, con eso
siempre me ha bastado…
–¡Perra codiciosa! –gritó entonces Madame
y se puso de pie y le lanzó la silla sobre la que
había estado sentada a Ansa Rotten quien
recibió el impacto de lleno y con silla y todo se
fue al suelo.
–¡Estás despedida! –gritó desde abajo del
escritorio, y luego–: ¡Guardias!
Tres guardias caribeños, negros de casi dos
metros se hicieron presentes de inmediato.
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Ansa se incorporó, tenía un horrible chichón en
la frente.
–¡Llévensela! ¡A las mazmorras para
empleados! ¡Que esa insolente no vuelva a ver
nunca más la luz del sol!
–Pero yo… pero yo… –comenzó a protestar
Madame, pero los fornidos guardias la tomaron
como si fuera un muñeco de trapo, la estrujaron
con sus garras y la sacaron a viva fuerza de la
oficina de Ansa Rotten.
–¡¡¡Nooooo…!!! –gritó Madame
Crushinski, y ya no se le oyó nunca más.
Anda Rotten levantó su silla, la puso de
vuelta al lugar desde donde Madame se la había
lanzado, y pulsó el botón del intercomunicador
para llamar a su secretaria.
–Gertrudis, haga pasar a las postulantes.
–De inmediato, señoría.
Entraron cuatro jóvenes, serias y
circunspectas, casi como si fueran hermanas y
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se hubieran puesto de acuerdo en poner las
mismas caras expectantes y levemente
esperanzadas ante la posibilidad de conseguir
un trabajo, el mismo que había conducido a
Madame Crushinski a la soledad más cruenta, a
la obscuridad de la mazmorra más fría y aciaga.
Edita El gato descalzo 8.
La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
Interior 12
Edita El gato descalzo 8.
La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
Imágenes dulces y bellas
Oscar Korteks, contador de profesión y
aficionado a lo audiovisual en sus horas libres,
regresaba a su casa en el distrito de
Hertenshbanks cerca de las nueve, cuando la
noche acababa de caer sobre la ciudad y unos
tímidos copos de nieve iluminaban el cielo.
Korteks, maravillado por el pequeño
espectáculo, corrió hasta el piso cuarto de su
apartamento para coger su cámara súper 8 y
filmar la primera nevada de ese invierno. No
había mucha luz en las calles y Korteks acabó
bajó una farola de gas intentando acaparar la
luz suficiente para que los copos de nieve
quedaran registrados. La súper 8 no registraba
sonido y Korteks se vislumbró a sí mismo
revisando esas imágenes mudas en la soledad
de su apartamento horas más tardes.
–Imágenes dulces y bellas –dijo.
Una pareja pasó a su lado, levemente
curiosa por lo que hacía el contable. Le
saludaron y le preguntaron por su cámara, que
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La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
era una de las primeras que habían llegado a
Hertenshbanks. Korteks les explicó en detalle
el funcionamiento del aparato, les habló del
blanco y negro, del esfuerzo que significaba
filmar con ese tipo de cámara, pero la pareja
rápidamente perdió el interés y se alejaron
riendo (probablemente del propio contable).
Korteks se encogió de hombros, se dijo a sí
mismo, no debe importarme, y siguió filmando,
aunque no podía dejar de pensar en aquella
pareja y cotejarla con su propia soledad, y
luego pensaba, al menos a ratos soy un artista,
y luego pensaba, pero no sé si eso al final
pueda subsanar del todo mi soledad, y seguía
filmando, consciente de su precaria posición y
podía ser que aquella cámara fuera como una
tabla de salvación que evitaba que el contable
naufragara en ese océano de desolación en que
se había convertido el mundo.
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La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
Interior 13
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Las mesas
Tres mesas cayeron del cielo frente a la
casa del carpintero Hammels. Fruto del
violento impacto quedaron completamente
destrozadas. El carpintero examinó los restos y
creyó que podría componer una de ellas,
usando los trozos de las otras tres. Se tardó una
tarde entera hasta que finalmente lo logró y con
las tres mesas rotas, logró crear una mesa
perfecta. El carpintero no acababa de secarse el
sudor de la frente tras el arduo trabajo cuando
vio que la mesa emprendía el vuelo, y se
elevaba, hacia las alturas.
Edita El gato descalzo 8.
La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
Títulos de Edita El gato descalzo
En nuestra biblioteca de e-books semana a
semana encontrarás narrativa, poesía, novelas,
ensayos, etc.
1. Mudanza obligada: Cuento, Colección Lo fantástico (4 de mayo).
2. Más sabe el Diablo por
diablo: Cuento, Colección Lo fantástico (11 de
mayo).
3. Alargoplazo. M i c r o f i c c i ó n: Selección
de textos breves (18 de mayo).
4. Los sobrevivientes: Antología de Germán
Atoche Intili, Liliana Chaparro, Julio Meza Díaz
y Kevin Rojas Burgos, Colección Poesía (25 de
mayo).
5. Infierno Gómez contra el Vampiro
matemático: Novela, capítulo 1, La
granja. Colección Lo fantástico (1 de junio).
Edita El gato descalzo 8.
La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
6. Clase de Historia: Cuento de Daniel
Salvo, Colección CF (8 de junio).
7. El abejorro negro: Relato de Max Castillo
Rodríguez (15 de junio).
8. La señora M. y otras historias germinales:
Textos de Sebastián Andrés Olave (22 de junio).
9. Infierno Gómez contra el Vampiro
matemático: Novela, capítulo 2, La aldea.
Colección Lo fantástico.
Lanzamiento: 6 de julio.
10. Blind mind: Cuento de Raúl Heraud.
Colección Lo fantástico.
Lanzamiento: 13 de julio.
11. Somos libres. Antología de literatura
fantástica y de ciencia ficción peruana: Diversos autores. Colección Lo fantástico y CF.
Lanzamiento: 20 de julio.
y más...
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La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
Datos del autor
Andrés Olave (Santiago de Chile, 1977).
Sus mayores influencias son Robert Walser,
Bruno Schulz, Thomas Pynchon y Hunter
Thompson.
Coautor de la novela de ciencia ficción
Proyecto Apocalipsis (2011). Ese mismo año
participó en Lima del Coloquio Internacional:
el orden de lo fantástico.
Edita El gato descalzo 8.
La señora M. y otras historias germinales. Andrés Olave.
Tiene en preparación las novelas Un Mundo
Perfecto y La Destrucción de Santiago.
Actualmente reside en San Pedro de
Atacama y colabora en la columna Linterna de
papel para el diario Mercurio de esa ciudad, en
la revista Cinosargo de Arica, en la revista
Intemperie de Santiago, entre otras
publicaciones.
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