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2015 LA AUTONOMÍA DE LA VOLUNTAD LEÓN DUGUIT

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2015

LA AUTONOMÍA DE LA VOLUNTAD

LEÓN DUGUIT

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LEÓN DUGUIT

LA AUTONOMÍA DE LA VOLUNTAD

I N S T I T U T O P A C Í F I C O

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LA AUTONOMÍA DE LA VOLUNTAD

INSTITUTO PACÍFICO 5

La presente obra recoge el texto de La autonomía de la volun-tad, una de las tres conferencias que el profesor León Duguit dictara en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, en los meses de agosto a setiembre de 1911, donde ana-lizó las transformaciones generales del derecho privado desde el Código Napoleón. Las tres conferencias fueron publicadas en un libro bajo el título Les transformations generales du droit prive depuis le Code Napoleon (Librairie Félix Alcan, París, 1912), que luego fue traducido al español por Carlos G. Posada (Las transformaciones generales del Derecho privado desde el Código de Napoleón, Francisco Beltrán, Madrid, 1912).

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ÍNDICE GENERAL

Advertencia de la primera edición ..................................................................................... 9

Advertencia de la segunda edición.................................................................................... 11

LA AUTONOMÍA DE LA VOLUNTAD

I. La autonomía de la voluntad elemento de la libertad general .................................... 17

II. Textos del Código de Napoleón y del Código argentino que consagran el principio. Consecuencias

del principio en el sistema civilista .............................................................................. 18

III. El sujeto de derecho ................................................................................................... 21

IV. Eliminación de la noción de sujeto .............................................................................. 24

V. Laprotecciónjurídicafundadasobrelaafectaciónaunfin,aunafunciónsocial ...... 26

VI.LanocióndefinenlaLeyfrancesadel1°dejuliode1901sobrelasasociaciones .. 27

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ADVERTENCIA DE LA PRIMERA EDICIÓN*

Llamado por la Facultad de Derecho de Buenos Aires para dar allí en los meses de agosto y de septiembre últimos, una serie de conferencias sobre las teorías generales del derecho privado, he estudiado, ante un escogi-do auditorio compuesto de profesores, de abogados y de estudiantes, las transformaciones generales del derecho privado desde el Código Napoleón. He intentado mostrar cómo la evolución jurídica en sus líneas generales, es idéntica en todos los países que han llegado, sobre poco más o menos, al mismo grado de civilización, y cómo aquélla se caracteriza por la substitu-ción constante y progresiva de un sistema de orden metafísico e individua-lista, por un sistema jurídico de orden realista y socialista.

Publico estas conferencias tal como han sido pronunciadas. Esto explica por qué me refiero constantemente al Código Civil argentino y también por qué doy a veces explicaciones que hubieran sido inútiles para oyentes franceses, principalmente en la segunda conferencia, en que he tenido que multiplicar los ejemplos y las citas a propósito de la libertad, para hacer comprender a mis oyentes argentinos la noción de la función social, opuesta a la noción tradicional del derecho subjetivo.

Espero que estas conferencias, destinadas a un público extranjero, no deja-rán, sin embargo, de tener algún interés para los lectores franceses.

Burdeos, 23 enero de 1912

* La advertencia es a la primera edición de Las transformaciones generales del Derecho privado desde el Código de Napoleón (Francisco Beltrán, Madrid, 1912). [N. del E.]

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ADVERTENCIA DE LA SEGUNDA EDICIÓN*

Reimprimo estas conferencias tal como fueron pronunciadas en la Facultad de Derecho de Buenos Aires en los meses agosto y septiembre de 1911, y publicadas en Francia a principios de 1912. Me he limitado en esta se-gunda edición a dar algunas nuevas referencias. Los hechos acaecidos en estos últimos años han venido a confirmar muy claramente las ideas que se desarrollan en este libro. Después de una lectura cuidadosa de lo que he enseñado y escrito en 1911, siendo perfectamente que la evolución que he descripto, lejos de pararse o modificarse, no ha hecho más que acentuarse y precisarse.

Me basta la prueba de la legislación reciente sobre propiedad de las tierras y de las casas de alquiler. Ha nacido seguramente esta legislación de la guerra, pero no hay duda de que muchas de sus disposiciones sobrevivirán a las circunstancias que las han provocado.

En la sexta conferencia he desarrollado esta idea de que la propiedad capi-talista, y especialmente la propiedad rústica, dejan de ser cada vez más un derecho subjetivo del individuo para pasar a ser una función social. “Todo individuo –he dicho– tiene la obligación de cumplir en la sociedad cierta función en razón directa del puesto que ocupa en ella. Por consiguiente, el poseedor de la riqueza, por el hecho de tenerla, puede realizar cierta labor que él solo puede cumplir. El solo puede aumentar la riqueza general, ase-gurar la satisfacción de necesidades generales, al hacer valer el capital que posee. Está, pues, obligado socialmente a cumplir esa labor, y solo en el caso en que la cumpla será protegido socialmente. La propiedad no es ya el derecho subjetivo del propietario; es la función social del poseedor de la riqueza”.

* La advertencia es a la segunda edición de Las transformaciones generales del Derecho privado desde el Código de Napoleón (Francisco Beltrán, Madrid, 1920). [N. del E.]

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Pero esta proposición encontraba una objeción que parecía muy fuerte. Se decía: “Es, ciertamente, posible que la evolución social marche hacía un sistema de derecho en que la propiedad tendrá por base la obligación del detentador de llenar cierta función, más no se ha llegado a ello todavía, y la prueba es que no hay una legislación que imponga al propietario la obliga-ción de cultivar su tierra, de hacer valer sus capitales; sería, sin embargo, la consecuencia lógicamente necesaria de una noción de la propiedad-funda-ción.” Y yo contestaba que de la falta de ley imponiendo al propietario la obli-gación hacer valer sus capitales, no se debía sacar la consecuencia de que la idea de función social no había aún substituido, en lo que se refiere a la propiedad capitalista, la noción del derecho subjetivo; que si la ley no había intervenido todavía, era porque la necesidad no se había sentido; pero que si por una u otra razón había motivo para obligar al propietario capitalista a hacer valer sus capitales, a cultivar sus tierras, a alquilar sus casas, la ley no dejaría de intervenir enérgicamente.

Los hechos han confirmado plenamente esta previsión. Durante la guerra han intervenido varias leyes de una importancia primordial, que hacen apa-recer de una manera clara el concepto de la propiedad función y cómo poco a poco ha sustituido completamente a la de propiedad-derecho.

La guerra ha mostrado cómo la explotación intensiva de todas las propie-dades rurales es de una importancia capital para la vida misma de la na-ción. Por la falta de mano de obra originada por la movilización general, y también, es preciso decirlo, a consecuencia de la apatía e indiferencia de algunos propietarios, un número de tierras, relativamente importante, desde el segundo año de la guerra han quedado sin cultivar. Intervino una primera ley con fecha 6 de octubre de 1916, consignando: “A partir de la promulga-ción de la presente ley, el alcalde de cada Ayuntamiento invitará por carta certificada, al propietario o explotador habitual de los terrenos no cultivados, a poner, si se puede, esos terrenos en estado de cultivo. Si en el plazo de quince días después del envío el explotador no justifica qué razones, inde-pendientes de su voluntad, le han obligado a abandonar su tierra, el alcalde tendrá el derecho de requerir esos terrenos, y podrá entregarlos, para que sean cultivados, el Comité municipal de acción agrícola, constituido por de-creto…” (Art. 1º, párrafo 1º).

Una segunda ley de 4 de mayo de 1918 ha venido a completar la primera. Cuando el propietario o explotador habitual no quiera o no pueda garantizar el cultivo de una tierra, “el alcalde, o en su defecto prefecto, podrán, a peti-

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ción del Comité municipal de acción agrícola, requerir los terrenos y conce-der su explotación a agricultores por ellos elegidos y en las condiciones que se determinen, de acuerdo con el Comité provincial de acción agrícola, o entregarlos a cooperativas de cultivo en las condiciones que señalen” (Arts. 2, 3 y 4), La ley castiga además con penas severas “a toda persona que difi-culte el cultivo de la parcela o de la explotación concedidas” (Art. 10).

No creo que esas leyes hayan tenido frecuentes aplicaciones. Por otra par-te, la primera consignaba (art. 5) que solo se aplicaría, si no se prorrogaba, mientras durase la movilización, y la segunda (Art. 12), que su aplicación ce-saría al final de la campaña agrícola corriente al momento de la cesación de las hostilidades. No por eso son menos interesantes esas dos leyes, porque indican que desde el momento que el propietario deja de llevar su función social, la colectividad está naturalmente llevada a intervenir para asegurar una explotación indispensable a la vida colectiva.

La misma idea encierran las diferentes leyes que se refieren a los alquile-res. El propietario de casas de alquiler desempeña una función social de primera importancia, que aparece clara en cuanto un país se encuentra en circunstancias graves y excepcionales. La ley de 9 de marzo de 1918 ha decretado toda una serie de medidas que están en contradicción violenta con el concepto tradicional del derecho de propiedad y de la libertad de los contratos. Han provocado violentas reclamaciones y discusiones, y, sin em-bargo, eran indispensables y parecen muy legítimas si se comprende que el propietario urbano está, no investido de un derecho intangible y discrecional, sino encargado de cumplir una función social indispensable que el legisla-dor, en ciertas circunstancias, tiene el derecho y el deber de regular si se comprende que los contratos de alquiler no son meros contratos de derecho privado, sino que forman en su conjunto un verdadero sistema legal, un sis-tema derecho objetivo, que son el sostén de un servicio de utilidad pública, sino de un servicio de utilidad pública, sino de un verdadero servicio público, en el cual el legislador tiene el derecho y el deber de intervenir tiene el de-recho y el deber de intervenir si las circunstancias lo exigen. Todo lo que se puede decir es que el Estado, el legislador, originando por su intervención un perjuicio especial a algunos, en interés de la colectividad, hubieran debido, en condiciones más amplias que lo han hecho, reservar una indemnización a todo propietario perjudicado por la aplicación de la ley. Pero el principio en el cual se han inspirado no me parece refutable, y viene también a confirmar lo que he acerca de la evolución de la propiedad capitalista.

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Este carácter de los contratos de alquiler se manifiesta principalmente en las disposiciones del artículo 56, que permite a todo inquilino, con la con-dición de llenar ciertas formalidades, imponer al propietario la prórroga de su arriendo en las mismas condiciones durante cierto periodo después de la guerra. Esto equivale a fijar por la autoridad de la ley las condiciones de disfrute de las casas. Durante cierto tiempo, el importe el alquiler no se fija por el libre juego de los convenios y si por decisión de Poder público, como una tarifa de servicio público, y si el precio estipulado en el contrato se paga, el inquilino permanece en la posesión del arriendo aunque el contrato haya expirado. Sin duda, todo esto no existirá sino durante un periodo limitado; pero solo el hecho de que, hasta por un tiempo muy corto, el legislador haya podido imponer a los propietarios semejantes limitación, es la demostración evidente de que el antiguo concepto de la propiedad, derecho individual, subjetivo como decía más arriba, derecho discrecional, está singularmente lesionado, si no está aún definitivamente condenado.

Ese papel de gerente de un servicio de utilidad pública que pertenece al arrendador de casas está, si es posible, aún más claramente señalado por la ley de 23 de octubre de 1919. El artículo 6 de esta ley castiga, en efecto, con penas severas a todos aquellos que con un fin de especulación ilícita, ya individualmente, ya colectivamente, hayan ocasionado o intentado oca-sionar un alza en el precio de los contratos de alquiler superior al porcentaje que representan el aumento de las cargas de la propiedad edificada y la concurrencia natural y libre del comercio.

Es, sin duda alguna, una fórmula muy vaga, y valdría tanto decir que el juez puede fijar siempre soberanamente el alquiler de un arriendo urbano. Por otra parte, los Ayuntamientos pueden establecer oficinas públicas de la habitación, y todos los cuartos deben, con indicación del precio, declararse en esas oficinas. Por último, en las ciudades de más de 10.000 habitantes, los propietarios, administradores de inmuebles y de pensiones para familias, deben anunciar, con indicación del precio, los cuartos desalquilados en sus inmuebles.

Así, el propietario no está ya en libertad de alquiler o de no alquilar. Debe alquilar, y a un precio que debe dar a conocer previamente. El juez puede siempre incluso decidir que el precio es excesivo, reducirlo y condenar al arrendador.

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Que se quiera o no, aunque se diga que son disposiciones excepcionales y pasajeras, no es menos cierto que con ellas se está muy lejos del concepto tradicional de la propiedad derecho subjetivo y de la libertad de los contratos.Esas pocas indicaciones me parecen suficientes para justificar la reimpre-sión de este libro, que desde la aparición de su primera edición, el público ha acogido con benevolencia. No olviden los que lo lean que no tienen la pretensión de exponer todos los casos en que aparece el paso del concepto subjetivo y metafísico del derecho al concepto subjetivo y metafísico del de-recho al concepto objetivo y realista, sino únicamente los más caracteriza-dos. El lector podrá fácilmente descubrir otros que yo no he indicado. Estoy convencido de que cada día nuevos hechos vendrán a confirmar la exactitud de la idea general en la cual se inspira este estudio.

Burdeos, 11 enero, 1930

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I. La autonomía de la voluntad elemento de la liber-tad general

La autonomía de la voluntad es ya lo he dicho, un elemento de la libertad en general; es la libertad jurídica y es, en suma, el poder del hombre de crear por un acto de voluntad una situación de derecho, cuando este acto tiene un objetivo lícito. En otros términos, en el sistema civilista la autonomía de la voluntad es el poder de querer jurídicamente y por lo mismo el derecho a que ese querer sea socialmente protegido.

A la autonomía de la voluntad se refiere lógicamente la cuestión del sujeto de derecho y por lo mismo el problema de la personalidad colectiva: cues-tiones de una importancia capital y con relación a las cuales se realiza una evolución absolutamente análoga a la que he descrito hasta ahora: una evo-lución en sentido realista y socialista1.

Nos encontramos en el corazón mismo de nuestro objeto, y la materia pre-senta una gran dificultad. No he creído que debía prescindir de ella, por ser el problema fundamental del Derecho moderno.

1 La cuestión del sujeto del derecho y de la personalidad colectiva, acaba de ser recientemente objeto de estudios importantes e interesantes; he aquí los principales: MICHOUD, Theorie de la person-nalite morale, primera parte, 1906; SALEILLES, De la personalite juridique, 1910; DEMOGUE, Les notions fondamentales du Droit prive, 1911; especialmente el capítulo II, titulado: La notion de sujet de Droit, p. 320 y ss.; A. LÉVI, La societé et lʼordre juridique, 1911, especialmente el capítulo titulado: Le cote objetif et le cote subjetif du Droit, pp. 244 y ss. Puede verse una bibliografía más detallada en mi Traite de Droit constitutionnel, I, pp. 2, 8 y 44.

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II. Textos del Código De Napoleón y del código ar-gentino que consagran el principio. Consecuen-cias del principio en el sistema civilista

Primero precisemos bien lo que en el sistema civilista significa el principio de autonomía de la voluntad y las consecuencias que a él se refieren. Para esto nada mejor puedo hacer que inspirarme en diversas disposiciones del Código Civil argentino, que, como fácilmente se ve, ha sido redactado por un gran jurisconsulto, el cual ha querido hacer a la vez obra teórica y práctica. En dicho Código, el sistema de la autonomía de la voluntad aparece muy claro con todos sus elementos. Igual ocurre en el Código de Napoleón; allí está, efectivamente, y de ese Código es de donde la mayor parte de los mo-dernos legisladores lo han tomado: pero el principio resulta en él más bien implícita que expresamente.

Los únicos artículos que lo consagran, y eso de una manera obscura son los artículos 6, 1.134, párrafo 1° y 1.156: “No se pueden derogar por convenios particulares las leyes que interesen al orden público y a las buenas cos-tumbres. Los convenios legalmente celebrados tienen el valor de ley para aquellos que los han pactado. Debe investigarse en los convenios cuál ha sido la intención común de las partes contratantes, más bien que fijarse en el sentido literal de los términos”.

En el Código civil argentino encuentro, por el contrario, una serie de artícu-los que formulan de una manera extremadamente clara el principio y sus consecuencias. En el artículo 19 se dice: “Se podrán renunciar los dere-chos conferidos por las leyes, con tal que no esté prohibida su renuncia”. El artículo 30 dice: “Son personas todos los entes susceptibles de adquirir derechos o contraer obligaciones”. Finalmente, el artículo 978 define el acto jurídico: “son actos jurídicos, dice, los actos voluntarios lícitos que tengan por fin inmediato establecer entre las personas relaciones jurídicas, crear, modificar, transferir, conservar o aniquilar derechos”. Texto capital, admira-blemente bien redactado y que, en sus términos concisos, resume todas las consecuencias de la autonomía jurídica. Helas aquí.

Desde el punto de vista jurídico son personas todos los seres susceptibles de adquirir derechos. La persona es el sujeto de derecho, es decir, el ser titular de derechos.

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Poco como creo haber demostrado que el derecho subjetivo no puede ser más que un poder de querer (recordad lo que dije en mi primera conferen-cia), se deduce que todo sujeto de derecho es un sujeto de voluntad y que n puede ser sujeto de derechos más que un ser dotado de voluntad.

Uno de mis colegas y amigo, M. Michoud, ha pretendido sostener lo contra-rio, partiendo de la definición dada por Ihering: “El derecho subjetivo es un interés socialmente protegido”. Pero todo ese sistema se derrumba, puesto que, ya en mi primera conferencia lo dije, es imposible sostener que el de-recho subjetivo, aun dándole por fundamento el interés, no sea, finalmente, un poder de voluntad2.

Todo ser así dotado de voluntad, tiene un conjunto de derechos que la ley le confiere, al menos le reconoce, y que forman su estado, su esfera jurídica. Está esto muy claramente determinado en los artículos 19 y 30 menciona-dos de vuestro Código.

Ese sujeto de derecho tiene una voluntad libre, autónoma. En principio pue-de, por un acto de voluntad, modificar su esfera jurídica, a condición, sin em-bargo, de querer una cosa que no esté prohibida por la ley. Realiza entonces un acto jurídico, es decir, un acto que será protegido socialmente en cuanto es un acto de voluntad que tiene un objeto no prohibido por la ley.

El efecto de este acto será disminuir la esfera jurídica de un sujeto de de-recho y aumentar la esfera jurídica de otro; crear, como dice vuestro artí-culo 978, una relación jurídica. Así, toda situación jurídica se refiere a una relación entre dos sujetos de derecho, es decir, a dos sujetos de voluntad, de los que uno es titular de un derecho y el otro está grabado con una una obligación.

En resumen; la teoría de la autonomía de la voluntad, en el sistema civilista, se resume en las cuatro proposiciones siguientes:

1. Todo sujeto de derecho debe ser un sujeto de voluntad.2. Todo acto de voluntad de un sujeto de derecho está socialmente

protegido como tal.3. Está protegido a condición, sin embargo, de que tenga un objeto

lícito.

2 V. supra, p. 15, nota 1.

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4. Toda situación jurídica es una relación entre dos sujetos de dere-cho, de los cuales uno es el sujeto activo y el otro el sujeto pasivo.

Como construcción lógica, es perfecta. Es la deducción rigurosa del siste-ma individualista. Pero desgraciadamente esta construcción no concuerda con los hechos. En un momento dado ese sistema ha podido tener razón de ser. Podía adaptarse a una sociedad esencialmente individualista, como la sociedad romana y hasta como las sociedades romanas y hasta como las sociedades europeas y americanas de comienzos del siglo XIX. Pero está en oposición absoluta con las tendencias socialistas y asociacionistas de nuestra época. Los jurisconsultos, todavía numerosos, que han perma-necido fieles a la concepción individualista y metafísica, en la que ven un dogma intangible, realizan esfuerzos desesperados, prodigios de sutileza para comprender, cueste lo que cueste, en esos viejos cuadros demasiado estrechos, todos los hechos tan complejos del mundo moderno.

Así Bekker3 imagina la teoría tan ingeniosa y tan sutil del sujeto de dere-cho compuesto de dos elementos distintos: el Genüsser y el Verfüger, el que disfruta y el que quiere; Gierke4 emplea los tesoros de una erudición maravillosa para establecer la realidad de la persona colectiva; Zitelmann5 consagra los recursos de una dialéctica digna de Hegel para demostrar la realidad de la voluntad colectiva; Jellinek hace una construcción potente del derecho público fundado por competo sobre la afirmación de la personalidad del Estado6. En Francia tenemos a MM. Gény, Hauriou, Michoud, Demogue, Saleilles7; este último, con su espíritu tan flexible y tan penetrante, intenta una conciliación imposible entre la tendencia realista y la tendencia metafí-sica. La oposición es irreductible. Ha sido muy bien puesta de relieve en un interesante artículo por M. Michoud con ocasión del 70º aniversario de Gier-ke. En el Festschrift dedicado al ilustre jurisconsulto, M. Michoud escribe: “La batalla en el terreno del derecho público se entabla entre los que tratan de conservar las viejas concepciones del derecho privado, las de persona-lidad, del derecho subjetivo, de relación jurídica, y aquellos que juzgando

3 Zur Lehre vom Rechtssubjekt, Jahrbücher für die Dogmatik, XII, 1873, p. I y siguientes.4 Genossenschaftsrecht, 4 vol., 1881-1885; Genossenschfttheorie, 1887; Das Wesen der menschli-

chen Verbande, 1902, Johannes Althusius and die Entwicklung der naturrechtlichen Staatsheorien, 1902.

5 Begriff und Wesen der sagemanntes juristischen Personen, 1880.6 System offentlichen Rechts, 2º edic, 1905; Allgemein Staastrecht, 2ª edic, C. Holder, Naturlichen und

juristischen Personnen, 1905; Binder, Das Problem der juristischen Personlichkeit,1907; O. Mayer, Die juristischen Person und ihre Verwerbarkeit im offentlichen Recht, 1908; Bernatzic, Kritische Stu-dien überden Begriff der juristischen Personen, Archiv des offentlichen Rechts, 1890, p. 159 y ss.

7 De la personnalite juridique, historie et theories, 1902.

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esas concepciones insuficientes, arbitrarias, demasiado puramente formu-listas, tratan de sustituirlas por nociones más próximas a la realidad social”8. M. Michoud tiene razón. Pero la batalla no se libra solamente en el terreno del derecho público; se libra también en el terreno del derecho privado. La oposición es la misma; son los mismos adversarios. La victoria completa del realismo está próxima. Es preciso desterrar definitivamente todo concepto metafísico de la ciencia jurídica, como de todas las demás; el progreso jurí-dico se realiza a este precio.

Vamos a tomar cada uno de los cuatro elementos del sistema civilista de la autonomía de la voluntad y mostrar con hechos cómo desaparece y se transforma. Me inclino a creer que en este punto nuestra legislación y nues-tra jurisprudencia francesas están un poco más adelantadas que las vues-tras. Pero no conozco lo bastante vuestra jurisprudencia para poder afirmar nada positivo. Vosotros estáis en mejor situación que yo para hacer la com-paración.

III. El sujeto de derecho

Todo sujeto de derecho es un sujeto de voluntad. Esfuerzos desesperados e impotentes de muchos juristas para hacer concordar esta concepción con los hechos modernos. La doctrina de la persona ficticia. Negación de esta doctrina. El movimiento asociacionista.

La primera proposición se formula así: todo sujeto de derecho debe ser un sujeto de voluntad. De aquí se deduce evidentemente que no hay sujeto de derecho más que allí donde hay una voluntad, y que un ser cualquiera no es un ser jurídico, no puede participar en las relaciones de derecho si no está dotado de una voluntad. No hay personalidad jurídica más que allí donde hay voluntad.

Mientras que la actividad social fue ejercida sobre todo por personas indi-viduales, el carácter artificial de esta proposición, su contradicción con los hechos, no se manifestaba. Para explicar la personalidad jurídica del niño o del loco, se decía: hay en él una voluntad virtual o potencial, y esto basta para que sea un sujeto de derecho.

8 Michoud. La personalite et les droits subjectifs de l´État dans la doctrine française contemporaine, extracto del Festschrift de Gierke, 1911, p. 493

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Sin duda que ha habido siempre en las sociedades más individualistas, cier-tas colectividades cuya actividad jurídica era preciso reconocer y cuya situa-ción era preciso garantizar. No se podía ver en ellas una voluntad, ni aun en el estado potencial. Había la voluntad de los individuos que constituían esta colectividad o la del fundador; pero esas voluntades individuales no podían servir de base a la personalidad jurídica de la colectividad misma. Se ima-ginó entonces la ficción de la persona colectiva y se dijo: solo los individuos son personas reales; las colectividades no tienen una voluntad distinta de la de sus miembros; pero la ley, en su omnipotencia, puede concederles la personalidad jurídica. Una colectividad no será, pues, una persona jurídica sino en virtud de una decisión de la ley o de una decisión del gobierno, en el caso en que la ley le haya concedido poder a este efecto.

Como doctrina teórica, esta solución, conocida con el nombre de teoría de la ficción, ha sido formulada sobre todo por Savigny9. Durante mucho tiempo fue enseñada como una especie de dogma indiscutible, y cuando yo seguía mis estudios de derecho, nuestros profesores nos la enseñaban como una verdad evidente.

La mayor parte de las legislaciones adoptaron el sistema. Tal era el del Códi-go de Napoleón. Y es todavía el de la legislación argentina. Vuestro Código contiene una serie de disposiciones muy precisas, por lo demás muy bien redactadas, y que son la expresión muy clara y muy completa de esta doc-trina de la ficción. Tal ocurre, por ejemplo, con el artículo 31: “Las personas son de una existencia ideal o de una existencia visible”. Y con el artículo 32, según el cual: “Todos los entes susceptibles de adquirir derechos o contraer obligaciones, que no son personas de existencia visible, son personas de existencia ideal, o personas jurídicas”. Después, vuestro Código enumera las principales personas ideales de las cuales, según el artículo 33, las unas tienen una existencia necesaria, como el Estado, y las otras una existencia posible, como los establecimientos de utilidad pública, las corporaciones, las asociaciones, las sociedades. Finalmente, he aquí el artículo esencial, el 45: “Comienza, dice, la existencia de las corporaciones, asociaciones, estable-cimientos, etc., con el carácter de personas jurídicas, desde el día en que fuesen autorizadas por la ley o por el gobierno, con aprobación de sus esta-tutos y confirmación de los prelados en la parte religiosa”. Así, según vuestra legislación, la colectividad no tiene por su naturaleza y en si la personalidad

9 Traite de droit romain, traduction Guenoux, II, p. 223 y ss.

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jurídica; no puede tenerla más que por una decisión expresa de la ley o una concesión del gobierno.

Un sistema tal, puede subsistir en un país en el cual las asociaciones son relativamente poco numerosas. Entre vosotros, solo las corporaciones, las asociaciones a las cuales el gobierno confiere la personalidad, son sujetos de derecho. En los países en los que el movimiento asociacionista es ver-daderamente activo, esto sería imposible. En ciertos países europeos existe un movimiento asociacionista de intensidad prodigiosa desde hace medio siglo aproximadamente, y sobre todo en estos veinte últimos años. Entonces es cuanto se manifiesta con entera evidencia todo lo que tenía de artificial, de insuficiente, de contrario a los hechos, el sistema de la ficción; se deshizo como una brizna de paja. Este movimiento se ha producido de una manera particular en tres países europeos: Alemania, Inglaterra y Francia.

El movimiento asociacionista en Francia merecería un estudio especial. No tengo tiempo de hacerlo; pero debo decir que la reacción potente contra la obra de la Revolución francesa, de que he hablado en una conferencia anterior, se ha manifestado sobre todo en este movimiento asociacionista.La revolución había creído que la asociación era la negación misma de la libertad individual; y en la enumeración de los derechos individuales había omitido voluntariamente la indicación de la libertad de asociación. Había in-cluso prohibido, de una manera formal, las asociaciones profesionales, por una ley que ha estado en vigor hasta la ley de Sindicatos profesionales de 21 de Marzo de 1884; es la ley llamada Ley Le Chapelier, de 27 de Junio de 1791.

Pero todas esas prohibiciones legislativas no tienen valor alguno; los he-chos son más fuertes que los hombres; y todo el territorio francés se cubre de una extensa red de asociaciones, asociaciones obreras, asociaciones profesionales de todo orden, y hasta asociaciones de funcionarios, asocia-ciones mutualistas, asociaciones de beneficencia, asociaciones literarias, científicas, artísticas. Ha sido preciso que, de grado o por fuerza, el legisla-dor reconociera el hecho consumado y consagrase al fin, legislativamente, instituciones que natural y espontáneamente se habían elaborado, no obs-tante las disposiciones prohibitivas. Así es como en 1884 la ley reconociera las asociaciones o los sindicatos profesionales, en 1898 las sociedades de socorros mutuos, y en 1901, finalmente, la libertad general de asociación.Verdad es que una cuestión absolutamente relacionada con esta de las asociaciones, se planteaba al mismo tiempo en Francia, falseando un poco

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nuestra legislación. Es la cuestión de las congregaciones; pero no hablaré de ella, porque en este punto, y lo lamento, el derecho ha sido dominado por la política.

Un movimiento análogo a este que acabo de bosquejar se producía al mis-mo tiempo en Alemania. Impresiona menos al observador, no porque sea menos profundo o menos extenso, sino porque la ley positiva en Alemania no ha opuesto jamás a las asociaciones y a las corporaciones la resistencia intransigente del legislador francés. Alemania, como Francia, está cubierta de asociaciones y de corporaciones de todo género. Y el movimiento no parece dispuesto a detenerse.

Dado esto, era preciso rendirse a la evidencia. La protección jurídica de la actividad colectiva no puede depender de la arbitrariedad del gobierno; es preciso de toda necesidad, que toda colectividad, por el solo hecho de per-seguir un fin lítico, pueda constituirse libremente y encuentre en el derecho objetivo la protección segura de sus actos. Y por otra parte, el sistema de la ficción nada explica. Porque o las colectividades no tienen una voluntad dis-tinta de la de sus miembros, y entonces no pueden ser sujetos de derecho, y la ley, por mucho poder que tenga, no puede hacer que una cosa que no es sea; o las colectividades tienen el efecto una voluntad distinta de la de sus miembros, y entonces son por sí mismas sujetos de derecho y la inter-vención del legislador y del gobierno es inútil; no hay que darles una cosa que ya poseen.

IV. Eliminación de la noción de sujeto

He aquí por qué, desde hace cuarenta años próximamente, ha comenzado en el mundo de los juristas alemanes y franceses el esfuerzo más curioso ciertamente que se ha producido en la historia de las doctrinas jurídicas, para intentar explicar y demostrar que, independientemente de toda inter-vención del legislador, la colectividad constituida con un fin lítico es en efecto un sujeto de derecho, posee una personalidad jurídica distinta de la de sus miembros.

He citado ya el gran nombre de Gierke en Alemania, que en dos obras cé-lebres, El derecho de las asociaciones y La Teoría de las asociaciones, ha elaborado los elementos esenciales de esta teoría maravillosamente cons-truida del órgano jurídico, que debía ser recogida, profundizada y precisada por Jellinek, con relación a las colectividades de derecho público. He citado

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también el nombre de Bekker, con su teoría tan ingeniosa de la complejidad del sujeto de derecho, compuesto de dos elementos, el que goza (Genüs-ser) y el que obra (Verfüger). He citado también a Zitelmann que, con sutiles análisis, intenta demostrar que hay realmente en toda colectividad una vo-luntad distinta de la de los asociados, la cual sirve de base a la personalidad jurídica de la colectividad; llega hasta decir que si las fundaciones son sujeto de derecho, es que la voluntad del fundador, muerto quizás hace siglos, se sobrevive a sí misma y constituye el sujeto de derecho.

En Francia ya he hablado del vigoroso esfuerzo de mi colega Michoud, que en su gran obra titulada Theorie de la personnalite morale ha intentado edi-ficar toda una teoría de la personalidad colectiva, ingeniosa en apariencia, pero que finalmente conduce, ya a la tesis clásica de la ficción, o bien a la doctrina de Bekker, combinada con la teoría del órgano de Gierke y de Je-llinek10.

Por último, mi querido colega y amigo Saleilles es quien, en un libro reciente, hace un análisis muy profundo, pero un tanto desalentado, de todas estas doctrinas. Saleilles es el hombre de la conciliación: se esfuerza en demos-trar que en el fondo todas estas discusiones no tienen gran importancia. Tiene razón; no tienen ninguna importancia. Pero no sería yo, sin embargo, quien suscribiera su conclusión general: “Me parece, dice, que en el terreno de las doctrinas no estamos separados más que por los equívocos subsis-tentes. Bastaría ponerse de acuerdo sobre las palabras para disiparlos; eso es lo que he intentado”11.

10 Toda la doctrina de M. Michoud se reduce a lo siguiente: el derecho subjetivo no es un poder de querer, es simplemente un interés protegido “el interés de un hombre o de un grupo de hombres jurídicamente protegido por medio de la potencia reconocida a una voluntad de representarlo y de defenderlo” (Lug. citada, p. 105). Por consiguiente, será sujeto de derecho “todo ser colectivo o individual cuyo interés está así garantizado, aun cuando la voluntad le represente no le pertenezca en el sentido metafísico de la palabra. Basta que esta voluntad pueda serle social o prácticamente atribuida, para que la ley, sin prescindir de su papel, que consiste en interpretar los hechos sociales, deba considerarla como suya” (Idem, p. 105). Todo el sistema se derrumba si, como creo haber demostrado en mi primera conferencia, el derecho subjetivo es forzosamente un poder de voluntad, aun cuando se le dé por fundamento el interés. C, especialmente, supra, la nota de la p. 26, y Duguit, Traite de droit constitutionnel, 1911, I, p. a. M. Michoud afirma que es preciso una voluntad, que esta voluntad es social o prácticamente atribuida al ser colectivo o individual sujeto de derecho, que es su órgano, que forma un todo con él. Si es así, una de dos o bien admite como nosotros una voluntad que persigue un fin protegido por la ley, y llega de esta manera a negar el sujeto de derecho; o bien mantiene la noción de sujeto de derecho y entonces realiza una ficción, o como Bekker, un elemento complejo compuesto del elemento que goza y del elemento que quiere, lo que en realidad es también una ficción. Me parece difícil que M. Michoud prescinda de este dilema.

11 Saleilles, De la personnalite juridique, 1910, p. 663.

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¡Pues bien, no! Como hace poco decía, hay una separación completa, abso-luta, entre los que persisten en mantener en el derecho moderno la concep-ción metafísica anticuada del sujeto de derecho y aquellos, entre los cuales estoy, que afirman es preciso colocarse frente a los hechos y rechazar toda concepción de orden metafísico, y en primer lugar la del derecho subjetivo y del sujeto de derecho. Hecha esta reserva, M. Saleilles tiene razón. Todas esas controversias son una gimnasia del espíritu distraído, pero nada más. No tienen objeto, por la sencilla razón de que la cuestión que pretenden re-solver no se plantea siquiera.

V. La protección jurídica fundada sobre la afectación a un fin, a una función social

Las colectividades, asociaciones, corporaciones, fundaciones, ¿son o no son sujetos de derechos por su naturaleza? Yo no lo sé, y además me es absolutamente indiferente. ¿Pueden ser o no titulares de derechos subjeti-vos? Tampoco lo sé, y me es igualmente indiferente, por la sencilla razón de que no existiendo el derecho subjetivo, el sujeto de derecho tampoco existe. La única cuestión que se plantea es una cuestión de hecho. Una colectividad, asociación, corporación, fundación, ¿persigue un fin conforme a la solidaridad social, tal como ha sido comprendida en un momento dado en el país considerado, y por consiguiente conforme al derecho objetivo de este país? Caso afirmativo, todos los actos realizados con ese fin deben ser reconocidos y protegidos jurídicamente. La afectación de los bienes a ese fin debe ser también protegida. No necesito saber si la colectividad es o no un sujeto de derecho capaz de ser parte en un acto jurídico, sino solamente si el fin perseguido por la colectividad se conforma con la interdependencia social, y si el acto considerado se ha realizado o no en vista de ese fin. No necesito saber si la colectividad es un sujeto de derecho susceptible de ser titular del derecho de propiedad. El derecho subjetivo de propiedad no existe, como tampoco los demás derechos. Solamente diré que si los bienes están afectos a un fin colectivo reconocido conforme a la solidaridad social, esta afectación debe ser protegida. No necesito investigar si el individuo que quiere y que obra con un fin colectivo, es el órgano, el mandatario el comi-sionado de la pretendida persona colectiva. La cantidad de sutilezas inútiles acumuladas es verdaderamente inconcebible. La verdad pura y simple es como sigue: el individuo que quiere, determinado por el fin perseguido por la colectividad, quiere una cosa conforme a derecho, y su acto producirá un efecto que deberá ser protegido, porque el derecho protege ante todo en el acto jurídico el fin que se determina, más bien que la voluntad misma. Es

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este además un punto sobre el cual volveré con bastante extensión en la próxima conferencia.

En una palabra; venimos a lo mismo, al hecho de la función social, a la no-ción realista de función social, que substituye en absoluto a la concepción metafísica del derecho subjetivo. Las sociedades modernas no se compo-nen solamente de individuos, sino también de grupos. Los individuos son, sin duda, las células que componen el organismo social. Pero al mismo tiempo se unen los unos con los otros y forman los grupos. Cada uno de esos grupos está encargado de una cierta misión; debe, por tanto, cumplir una cierta tarea en la división del trabajo social. Todo acto de voluntad que tiende al cumplimiento de esta misión, a la realización de esta tarea, debe ser socialmente protegido.

El acto de voluntad persiste como acto de voluntad individual. Voluntad co-lectiva no la hay, o al menos nadie puede afirmar que la haya. Hablar de voluntad colectiva de los grupos, de las regiones, de los municipios, de las corporaciones, de las naciones, es emplear términos abstractos y no otra cosa. La voluntad individual determinada por un fin colectivo persiste siendo individual. El derecho no protege la voluntad colectiva, como en realidad no protege la voluntad individual; pero protege y garantiza el fin colectivo que persigue una voluntad individual.

¿Cuáles son los grupos que forman como los centros nerviosos de las socie-dades modernas? ¿Es, por excelencia, la familia, como pretenden algunos? ¿No son más bien las agrupaciones profesionales, las clases sociales orga-nizadas en sindicatos? Me siento inclinado a creerlo. Pero es una cuestión de sociología pura que no quiero estudiar aquí.

VI. La noción de fin en la Ley Francesa del 1° de julio de 1901 sobre las asociaciones

Las leyes y las jurisprudencias modernas entran resueltamente, sin notarlo quizás sus autores, en la vía que he indicado. Y esto es una prueba a la vez de la idea que acabo de desenvolver y de lo que antes decía: el derecho se forma de una manera espontánea, sin que se den cuenta aquellos que con-tribuyen a elaborarlo, y con frecuencia a pesar suyo. Ningún ejemplo mejor que el de la gran ley francesa del 1º de julio de 1901, sobre las asociaciones, con frecuencia llamada ley Waldeck-Roussean, nombre del presidente del Consejo de Ministros que la hizo votar.

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Por primera vez en Francia la Constitución de 1848 había proclamado el principio de la libertad de asociación; proclamación un poco platónica, pues-to que más de cincuenta años pasaron sin que se hiciese una ley para re-gular el ejercicio de esta libertad fundamental. El obstáculo principal para la confección de una ley sobre la libertad de asociación fue, es verdad, la cues-tión de las congregaciones. Pero a pesar del silencio, a pesar incluso de las prohibiciones del legislador, el suelo francés, como acabo de decir hacer un momento, se había en cierto modo cubierto de asociaciones de todo género. Bajo la presión de los hechos el Parlamento francés votó la ley sobre sindi-catos profesionales de 1884 y la ley sobre las sociedades de socorros mu-tuos de 1898. Quedaba siempre por hacer una ley general sobre la libertad de asociación. Sobrevino en 1898-99 el asunto Dreyfus y la gran conmoción que esto produjo en el país. El papel, real o supuesto, desempeñado en es-tas circunstancias por ciertas congregaciones, dio pretexto al gobierno para presentar un proyecto de ley encaminado a imponer a las congregaciones religiosas un régimen draconiano, y por otra parte a organizar el principio de la libertad de todas las asociaciones, incluso las religiosas, que no tuvieran el carácter de congregaciones. Esto os explica por qué en esta ley de 1901 hay dos partes absolutamente distintas: el título III, relativo a las congrega-ciones, que las somete a un régimen riguroso de policía, negación de toda libertad (no me ocuparé de él), y los títulos I y II relativos a las asociaciones.Una cosa que sorprende desde luego cuando se lee la ley, es que ni una sola vez se encuentra en ella la expresión tradicional de personalidad moral o personalidad jurídica. Sin duda se la encuentra todavía en muchas de las leyes posteriores a la ley de 1901. Pero, en fin, es notable que esta ex-presión no se encuentre jamás en la ley fundamental de las asociaciones, lo que parece indicar, desde luego, que el legislador se ha referido a una noción distinta de la personalidad jurídica (vosotros ya sabéis lo que vale), la protección que concede a las asociaciones lícitas. Esta exclusión de las palabras “personalidad jurídica” no es, por lo demás, un simple azar. En efecto, se encuentra en el proyecto tal como había sido presentando por M. Waldeck-Rousseau. Se daba en él incluso una definición de la personalidad jurídica, que se calificaba de ficción legal. Nada de esto ha pasado al texto definitivo, y es esta una preciosa indicación.

Si tomamos el texto de la ley, en cada artículo vemos aparecer la noción fundamental del derecho moderno, la noción de fin; y esto se acerca bastan-te a lo que yo decía hace poco: lo que el legislador moderno protege no es la voluntad colectiva de la asociación, que no existe; no es la personalidad, que no existe tampoco; es el fin que persiguen sus miembros. El artículo

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primero de la ley define la asociación y la distingue de la sociedad por su fin mismo: “la asociación es el convenio mediante el cual dos o más personas ponen en común, de una manera permanente, sus conocimientos y su acti-vidad con un fin distinto de la distribución de beneficios”. En los artículos 2º y 3º se lee: “las asociaciones de personas podrán formarse libremente, sin autorización ni declaración previa; pero no gozarán de la capacidad jurídica sino cuando se conformen a las disposiciones del art. 5º. Toda asociación fundada por una causa o en vista de un objeto ilícito, contraria a las leyes o a las buenas costumbres, o que tenga por fin atentar contra la integridad del territorio nacional o contra la forma republicana de gobierno, será nula y sin ningún efecto”. El papel del fin aparece todavía más claramente en los artículos 6º, párrafo último, y 11, párrafo 1º, de la misma ley: “Toda asocia-ción regularmente declarada, puede, sin ninguna autorización especial…, 3º adquirir los inmuebles estrictamente necesarios para el cumplimiento del fin que se propone. Las asociaciones (reconocidas como de utilidad pública) pueden realizar todos los actos de la vida civil que no estén prohibidos por sus estatutos; pero no pueden poseer o adquirir otros inmuebles que los necesarios para el fin que se proponen”. Así vemos en todos lados, en cada línea, aparecer esta noción del fin.”

Y todo esto está en contradicción con la personalidad jurídica propiamente dicha; puesto que si una asociación tiene la personalidad jurídica ha de ser limitada a un fin particular. Si la ley hubiere concedido realmente, en su om-nipotencia, la cualidad de sujeto derecho a las asociaciones que se consti-tuyeran en ciertas condiciones, esta limitación por el fin no tendría razón de ser; sería absolutamente inexplicable12.

12 A esta noción de fin se refiere también la regla llamada de la especialidad de las personas admi-nistrativas (municipios, departamentos, establecimientos públicos y, quizás, el Estado mismo) Esta regla, introducida por la jurisprudencia administrativa, puede ser considerada hoy día como definitiva. Cada patrimonio administrativo está afecto por la ley a uno o varios fines determinados; sólo los actos jurídicos hechos conforme a este fin son válidos y producen efectos. Se ve que ahí también la noción de persona está reemplazada por la noción de fin, que la ley protege, no el acto de voluntad de una pretendida persona colectiva, sino el fin que persigue legalmente un administrador compo-nente. En la doctrina de la personalidad colectiva es imposible comprender y explicar esta regla de la especialidad. M. Michoud se ha visto obligado a reconocerlo y, para explicarlo, a hacer intervenir, en primer lugar, el elemento fin, a riesgo de ponerse en contradicción el conjunto de su doctrina. Así dice: “Los partidarios de la realidad de la persona moral están obligados a admitirla (la teoría de la especialidad), porque esta realidad consiste en la existencia de un grupo humano que persigue co-lectivamente un interés determinado. Esto hasta para que el fin sea algo para ella diferente de lo que es para el individuo. Es para la misma una noción de derecho bastante más importante que para el individuo. El derecho no asigna al hombre el empleo que debe hacer de los recursos jurídicos pues-tos a su disposición. Los asigna, por el contrario, al grupo una vez constituido, porque estos recursos están destinados a atender a un interés determinado, en vista del cual se forma el grupo.” La theorie de la personalite morale (1909, 2ª parte, p. 146) ¿No es ésta pura y simplemente la teoría del fin? C. Ripert. Le principe de la specialite ches les personnes morales, 1906.

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Todo se explica, por el contrario, y parece clarísimo, si se ve que el legisla-dor, quizá sin proponérselo, entra en la gran corriente del derecho moderno. Sin autorización anterior, los individuos pueden asociarse en vista de un fin lícito. El legislador, por lo demás, no ha definido el fin lícito, y lo ha hecho con intención, puesto que es una noción esencialmente variable y cambia con la concepción que se forme cada pueblo y cada época de la solidaridad social. Los actos de estos individuos, realizados en vista de un fin lícito. El legislador, por lo demás, no ha definido el fin lícito, y lo ha hecho con inten-ción, puesto que es una noción esencialmente variable y cambia con la con-cepción que se forme cada pueblo y cada época de la solidaridad social. Los actos de estos individuos, realizados en vista de ese fin, están jurídicamente garantidos, y las afectaciones de riqueza hechas con este fin están también jurídica mente protegidas. He aquí, en una palabra, todo el sistema de la ley; es absolutamente realista y resulta libre de todas las traba as metafísicas del régimen civilista.

Desgraciadamente, el legislador francés no ha ido hasta el final. Se ha deja-do dominar por un temor tradicional en Francia, el temor de la mano-muerta, es decir, el temor a la extensión demasiado grande los patrimonios colecti-vos. Temor absurdo y en contradicción completa con los hechos. Dominan-do aún por esa superstición, el legislador de 1901 ha prohibido en principio a las asociaciones las adquisiciones a título gratuito, y no las permite más que a aquellas que han obtenido la declaración de utilidad pública por un decreto del gobierno. Pero esta restricción no subsistirá ciertamente, desaparecerá bajo la presión de las circunstancias en un porvenir muy próximo.

Y así es como tenía, pero seguramente, desaparece o desaparecerá, en todos los países llegados a un mismo grado de civilización, la primera con-secuencia relacionada con el principio metafísico de la autonomía de la vo-luntad. Se elabora aquí también una institución jurídica nueva de una impor-tante capital, fundada siempre en la noción realista de función social. En la próxima conferencia veremos cómo se efectúa la misma transformación en las demás consecuencias que se derivan del principio de la autonomía.