Discurso Javier Marias

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    Depsito Legal: M-19839-2008

    Impreso en: PALGRAPHIC, S. A.

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    DiscursodelEXCMO. SR. D . JAVIER MARAS

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    Excelentsimo seor Director, seoras y seores acadmicos:

    No s cul es el criterio que los lleva a ustedes a ad-mitir en el seno de su digna institucin a algunos novelis-

    tas. En realidad se me hace difcil entender que admitana cualquier novelista, es decir, a novelista alguno, ya que,si la contemplamos desde un punto de vista adulto y m-nimamente serio, nuestra labor es bastante pueril. Ya lacalific de ese modo uno de los mejores y ms influyen-tes novelistas de la historia, Robert Louis Stevenson, el

    cual pidi disculpas en uno de sus poemas por dedicarlas horas de su anochecer a esta pueril tarea y por nohaber seguido la tradicin de sus antepasados, en su ma-yora ingenieros y constructores de faros. No digis dem que, dbil, declin / los trabajos de mis mayores, y quehu del mar, / de las torres que erigimos y las luces que en-cendimos / para jugar en casa, como un nio, con papel.As se inicia ese poema.

    Pero nuestra labor no solamente es pueril, sino absur-da, una especie de trampantojo, un embeleco, una ilusin,una entelequia y una pompa de jabn. En el fondo est des-tinada al fracaso y adems es casi imposible. Si ustedes meapuran, y me permiten la exageracin, hasta me atrevera

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    a decir que contar, narrar, relatar es imposible, sobre todo si setrata de hechos ciertos, de cosas en verdad acaecidas. Aun-que el nimo de un relator sea el de contar tal como fue lo su-

    cedido; aunque el que narre sea un cronista y no haya nadams lejos de su intencin que inventar nada, y lo que deseesea, por el contrario, ceirse exclusivamente a lo ocurrido;aunque se trate de la ms concisa y objetiva deposicin deun testigo ocular en un juicio, que ponga su mximo empe-o en ser veraz y, como tantas veces hemos odo en las pel-culas americanas, jure decir la verdad, toda la verdad y nada

    ms que la verdad; aun as, en todos esos casos, se pretendellevar a cabo una tarea imposible.En el momento en que interviene la palabra, en el mo-

    mento en que se aspira a que la palabra reproduzca lo acon-tecido, lo que se est haciendo es suplantar y falsear esto l-timo. Sin querer se lo deforma, tergiversa, distorsiona ycontamina. Se lo fragmenta y se convierte en sucesivo lo quefue simultneo. Se lo delimita con un principio y un fin arti-

    ficiales, que quedan al siempre discutible criterio del relator,l los establece. Inevitablemente se introduce un punto devista y por lo tanto una subjetividad. Al menor descuido,uno adjetiva, y los adjetivos habitan en el reino de la impre-cisin: aunque slo sea para sealar que una persona le dio aotra un golpe fuerte, este variable vocablo constituye yapor s solo una interpretacin, una aproximacin, un atrevi-miento y una mera conjetura, porque fuerte no puede sig-nificar lo mismo en boca de una nia de diez aos y en lamuy fiera del antiguo campen de los pesos pesados MikeTyson, por recurrir a un contraste extremo en la posible me-dicin de un golpe. De hecho, si bien se mira, la lengua mis-ma no es ms que un permanente tanteo, un esfuerzo ms

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    bien intil, una bsqueda que ni siquiera es muy libre, puesest condicionada por las convenciones y por el pacto con losdems hablantes: es una especie de quiero y no puedo o un

    perpetuo amago condenado a no dar nunca en el blanco, o node lleno. Como ya observ Ortega y Gasset en su viejo en-sayo de 1937 Miseria y esplendor de la traduccin, desde hacemucho, mucho tiempo, la humanidad, por lo menos la occi-dental, no habla en serio. Y, en efecto, la lengua es metaf-rica en su conjunto, y hasta con las frases ms nimias, co-rrientes e inocuas, las que podemos dar por ms verdicas y

    seguras, estamos a menudo diciendo disparates, precisamen-te por estar recurriendo a una metfora. Las ms de las vecesdecimos sin saber lo que decimos, y el propio Ortega ponaeste ejemplo: si yo digo que el sol sale por Oriente, lo quemis palabras, por tanto la lengua en que me expreso, propia-mente dicen es que un ente de sexo varonil y capaz de actosespontneos lo llamado sol ejecuta la accin de sa-lir, esto es, brincar, y que lo hace por un sitio de entre los si-

    tios que es por donde se producen los nacimientos Orien-te. Ahora bien, yo no quiero decir en serio nada de eso; yono creo que el sol sea un varn ni un sujeto capaz de actua-ciones espontneas, ni que ese su salir sea una cosa que lhace por s, ni que en esa parte del espacio acontezcan con es-pecialidad nacimientos. Al usar esa expresin de mi lenguamaterna me comporto irnicamente, descalifico lo que voyhaciendo y lo tomo en broma. La lengua es hoy un puro chis-te, remataba Ortega, porque an estn vigentes y an nohemos encontrado nada mejor que las expresiones y frasesdel tiempo en que el hombre indoeuropeo crea, en efecto,que el sol era un varn, que los fenmenos naturales eran ac-ciones espontneas de entidades voluntarias y que el astro

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    benfico naca y renaca todas las maanas en una regin delespacio. No sabemos hacer, por tanto, lo que haca el hom-bre antiguo... si queremos entendernos, claro est, y no ha-

    blar con una terminologa. Hablar fue, pues, en poca tal,escriba Ortega, cosa muy distinta de lo que hoy es: era ha-blar en serio. Hasta cierto punto esa habla, al convertirse enmetafrica, al adquirir un rango literario, se ha fortaleci-do de tal modo que se ha quedado con nosotros y no hemossido capaces de prescindir de ella, o nos ha dado miedo ha-cerlo. Hemos conservado, por as decir, un bonito envoltorio

    ya vaco, y con ello hemos renunciado no al conocimiento,pero s a hablar con conocimiento, o a expresarlo en la comu-nicacin habitual de unos con otros. Hay que admitir queese carcter eminentemente metafrico o irnico del lengua-je es el que impide que ste sea siempre algo rido e insopor-tablemente tedioso, y desde luego el que permite la existen-cia de la literatura. Gracias a esas bromas, a esos juegos, aesa falta de seriedad esencial, no bostezamos cada vez que al-

    guien dice algo (aunque aun as lo hagamos muchas veces, yconfo en que esta no sea una de ellas pese al peliagudo gne-ro discurso de ingreso en la Academia; ya se ver). Pero locierto es que hasta la propia expresin que antes he emplea-do, dar un golpe, es un sinsentido, o es por lo menos des-concertante, si pensamos en la connotacin dadivosa queel verbo dar tiene en tantas otras expresiones construidasexactamente de la misma forma, como dar un beso, darnimos o dar la bendicin.

    Si uno, adems, conoce otras lenguas aparte de la quehered en la cuna, la condicin imprecisa, tentativa y vo-ltil de los idiomas se le hace ms manifiesta, y en segui-da se encuentra con una brutal contradiccin: por una

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    parte, tenemos la tendencia a creer, y aun a dar por senta-do, que todo puede decirse en todas las lenguas o por lomenos en las ms prximas, y de ah que nos sea natural

    preguntar, sin el menor reparo, Cmo se dice esto en in-gls?, o Esa expresin francesa, qu significa en espa-ol?, convencidos de que esto se ha de poder decir yefectivamente se dice en ingls, slo que de otra manera, ode que esa expresin francesa ha de tener por fuerza unequivalente en espaol y de que por tanto algo debe designificar en nuestra lengua, tambin en ella. Y sin em-

    bargo, junto a esa creencia popular y generalizada de quetodas las lenguas denominan en el fondo las mismas cosas,los mismos objetos, los mismos sentimientos, pensamien-tos, acciones, pasiones, las mismas sutilezas y los mismoshechos la creencia, en suma, de que todo puede decirsey de que las lenguas son slo el instrumento intercambia-ble para referirse y nombrar lo existente, que es en cambioinmutable en todas partes, nos encontramos a veces con

    que hasta aquello visible a todos, que comparte la huma-nidad entera y que parece ser idntico en todas las latitu-des y para todos los individuos, independientemente de suprocedencia y su cultura, tiene que ser por fuerza distintoen virtud del vocablo que se emplee para denominarlo.

    Recuerdo que, cuando hace ya muchos aos daba cla-ses de Teora de la Traduccin en Universidades britni-cas, norteamericanas o espaolas, les peda a mis alum-nos que pensaran en lo ms comn y universal a todos loshombres y mujeres, que buscaran aquello que sin duda to-dos compartamos y a ninguno faltaba. Piensen en el soly la luna, por ejemplo, les deca. De hecho no es quesean idnticos en todos los puntos del globo, es que son los

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    mismos astros para todos, que, por as decir, se van tur-nando; para todos salen y se ponen, y uno sera dado a su-poner que el trmino para llamarlos en cada lengua debe-

    ra ser inequvoco y equivalente en todas ellas. Es unejemplo harto conocido, pero infalible, as que el alumnoque saba alemn caa al instante en la cuenta de que el soly la luna alemanes no podan ser exacta y cabalmente losmismos que el sol y la luna espaoles, italianos o franceses,porque as como en las lenguas romances o neolatinas elsol es un sustantivo masculino y la luna lo es femenino, en

    alemn (y posiblemente en otras lenguas germnicas) su-cede justamente al revs, siendo el sol femenino (die Sonne)y la luna masculino (der Mond). Y cmo pueden ser losmismos el sol y la luna si para toda una tradicin el prime-ro posee una connotacin masculina y el segundo una fe-menina y as se los ha venido representando pictrica yliteraria y fabulosamente, y en toda otra tradicin po-seen la connotacin inversa? Sigan pensando, les insis-

    ta yo a mis alumnos, en algo an ms universal que eso,algo a lo que nadie puede escapar y de lo que todos tene-mos conciencia. Y en seguida apareca la muerte, de laque nadie se ha librado y que a todos aguarda paciente-mente. Es otro ejemplo bien conocido, pero en l se hacepatente el problema: cmo eso, que es igual para todosla gran niveladora, la llam algn clsico, puedeser sin embargo lo mismo si en nuestras lenguas latinas elvocablo es femenino y estamos acostumbrados por ello arepresentrnosla como mujer, o ms concretamente comoanciana esqueltica que porta una guadaa, y en cambioen el idioma alemn es masculino (der Tod) y sus hablantesestn habituados, en consecuencia, a figurrselo como a un

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    varn o como a un caballero con armadura y lanza y espa-da? Nos encontramos, as pues, con la paradoja de quetodo puede traducirse, o eso creemos, y de que la traduc-

    cin es imposible, si nos ponemos muy estrictos o muy te-ricos, ambas cosas vienen a ser lo mismo.

    *

    De todas estas cuestiones y de muchas otras nos ha-bra hablado con mayor acierto y claridad el acadmico

    cuyo silln R tengo el honor de heredar en esta casa, de laque adems fue brillante director durante muchos aos, ycuya renovacin inici con no poca osada, gran empeo,extremada habilidad y mayor xito. Don Fernando LzaroCarreter fue sin duda uno de los ms perspicaces y notableslingistas de los muchos que ha albergado y en nmerocreciente sigue albergando esta institucin, y su labor alfrente de ella no slo no se ha olvidado en los aos transcu-

    rridos desde su muerte, sino que cuantos hoy la constitu-yen saben de sobra que los actuales prestigio y pujanza dela Real Academia Espaola habran sido imposibles sin suconcurso, su bro, su imaginacin y su visin de futuro.Fernando Lzaro Carreter le quit algunas telaraas, la mo-derniz, la dot de medios y logr que el conjunto de la so-ciedad la volviera a tener en cuenta, y, al lavarle la cara y po-ner todos sus rganos a pleno rendimiento, consigui algoque pareca improbable durante algn tiempo: que la RealAcademia dejara de ser percibida por el grueso de la pobla-cin, tanto en Espaa como en la Amrica hispana, comoalgo levemente rancio, ms bien sesteante, casi ornamentaly vagamente inoperante, que incorporaba al Diccionario,

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    con gran lentitud, con excesivo tiento, con un retraso quecasi provocaba hilaridad, palabras ya del todo consagradaspor el uso y por el tiempo. Lzaro Carreter propici que se

    perdiera el miedo a admitir nuevas expresiones y vocablos,y durante los aos de su direccin puede asegurarse que laReal Academia Espaola anduvo por fin al mismo paso quela sociedad, sin por lo dems incurrir en el defecto contra-rio, esto es, en un cierto actual apresuramiento, que quizlleva a aceptar voces cuando an no estn cuajadas, cuandoan no se sabe si sern producto de una moda y efmeras, si

    sern arrumbadas por los hablantes al cabo de un solo dece-nio; si merecern, por tanto, ser incorporadas a la lengua demanera permanente o registradas tan slo como curiosida-des provisionales. Durante su fructfera etapa al frente deesta casa se alcanz un ideal trmino justo: elDiccionariodej de ser una fortaleza temerosa de permitir la entradaa las palabras y acepciones que llamaban insistentemen-te a sus puertas, pero tampoco se convirti en un parque de

    atracciones abierto a todo advenedizo, todo intruso o todoignorante que llegara dando voces.

    Los mritos de don Fernando Lzaro Carreter no selimitaron, claro est, a sus actividades real-acadmicas.No es este el momento para hacer un recorrido por toda sugran obra crtica y filolgica, pero tampoco sera sensa-to ni caballeroso omitir aqu la mencin de sus penetran-tes e iluminadoras aproximaciones a Gngora, a Quevedoy a Lope de Vega; al teatro medieval y alLazarillo de Tormes;a Azaa, a Garca Lorca, a Unamuno y a Valle-Incln; a Me-nndez Pelayo o a Ignacio de Luzn; o no recordar su extraor-dinaria labor didctica, a travs de la cual no slo ense asus sin duda afortunados alumnos de las Universidades de

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    Salamanca, Autnoma y Complutense de Madrid, sino a va-rias generaciones de espaoles, que en sus libros, gramti-cas y manuales clarsimos y siempre amenos aprendimos

    lengua, literatura y cmo se comenta un texto. No llegua conocerlo en persona, as que ignoro si l tena en poco oen ms su produccin periodstica, pero, fuera como fuese,no debe nunca olvidarse que fue en ella donde consiguisu mayor proeza pblica, tal vez sin querer, o para su sor-presa: con los artculos ms tarde reunidos bajo los ttulosde El dardo en la palabra y El nuevo dardo en la palabra logr

    lo inverosmil: que los perezosos, a menudo descuidadosespaoles se interesaran por cuestiones lingsticas, por elbuen uso de la palabra oral y escrita, por la mejora de suhabla, y que adems se rieran y divirtieran con asuntos enprincipio tan ridos y desdeados. Cuatro aos despus desu muerte, escritores y lectores seguimos echando de me-nos sus irnicos, a veces mordaces comentarios contra lapedantera cazurra de los medios de comunicacin y su in-

    correccin disparatada. Ambas cosas, por desdicha, no hanhecho sino ir en aumento desde entonces, y me temo quesean una marea ya imparable que acabar por convertir elespaol en un magma en el que chapotearn y se ahogarnlos hablantes, condenados a no dominar ms la lengua,sino a ser zarandeados por ella.

    En ocasiones me pregunto qu habra dicho don Fer-nando Lzaro Carreter, que tuvo el valor de oponer un di-que a esa marea, acerca de tantas expresiones y confusio-nes que, a fuerza de repeticin, se van ya quedando. Porejemplo: tanto es el pavor a la muerte de nuestra sociedadactual, y tanto procura sta negar su existencia, que no sonpocos los mdicos y periodistas que, para evitar referirse

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    a las heridas mortales y rehuir el adjetivo, recurren a laridiculez de decir que alguien ha sufrido lesiones incom-patibles con la vida. O qu habra opinado de las varian-

    tes hoy creadas a partir de la expresin no llegarle a uno lacamisa al cuerpo. Ya es normal que, en el idiolecto de lastelevisiones, donde no nos llegue la camisa sea al cuello,pero la ltima aportacin que he odo, y no una ni dos ve-ces, ha sido la siguiente frase: Es que no le llegaba la san-gre al cuello, lo cual, dicho sea de paso, debe de ser a todasluces incompatible con la vida, y todos aquellos a los

    que les pase tendran que estar en propiedad bien muertos.*

    Muchos son los muertos que a lo largo de la historiahan intentado relatar hechos, contar su vida o aquellos epi-sodios de los que haban sido testigos, o, como el gran Ber-nal Daz del Castillo entre nosotros, escribir crnicas fide-

    dignas de las empresas en que haban participado, con elafn de desmentir a quienes hablaban de odas, o a quienesfalseaban o eran parciales, o con el de dejar mera constan-cia de algo ocurrido que ellos consideraban importante, yas preservarlo de la tergiversacin y el olvido. Muchos sonlos vivos que intentan hacerlo hoy todava, y todos ellos,muertos y vivos, se han encontrado y se encuentran conuna dificultad insalvable: la sola transposicin a palabrasde unos acontecimientos est traicionando por fuerza esosacontecimientos. Lo que uno ve y vive es por definicinfragmentario y sesgado, y la simple ordenacin de los voca-blos y frases que uno emplea en la relacin de algo es yauna infidelidad a ese algo. La narracin no admite la simul-

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    taneidad, por mucho que algunos autores hayan buscadoo inventado tcnicas, a buen seguro ingeniosas, que produz-can o creen ese efecto. Asistimos a los sucesos desde nuestra

    subjetividad irremediable y desde un solo punto de vista, yhasta cierto punto lo vemos todo como si, ante una escul-tura, slo furamos capaces de contemplar su parte frontal,o bien la posterior, o uno u otro de sus perfiles, pero estu-viramos incapacitados para dar la vuelta en torno a ella yadmirarla desde todos los ngulos, como fue concebiday ejecutada. Vemos la realidad como si, en vez de tener vo-

    lumen, dimensiones y relieve, fuera siempre una pinturaplana, y as estamos obligados a contarla.Tal cosa como un testimonio fidedigno resulta del todo

    imposible, y no slo por nuestra posicin subjetiva y li-mitada, que de todo nos da un conocimiento incompleto,sino por el instrumento la lengua de que nos valemos.Una de las grandes y primeras dudas que asaltan a cual-quier narrador sea cronista, historiador o testigo; sea no-

    velista incluso es por dnde comenzar, o qu contar an-tes y qu luego. Si uno ve un incidente en el andn delmetro, lo ms probable es que empiece por situarse a smismo y que diga: Estaba yo esperando el metro cuan-do..., lo cual, ya de entrada, nada tiene que ver con el in-cidente en s, y es ms bien una especie de justificacin depor qu el que relata vio lo que vio. ... Cuando vi que unhombre se acercaba a otro y lo increpaba, podra conti-nuar la narracin. Pero ese narrador habr ya introducidoun verbo poco fiable, vi, porque tal vez otro testigo hayavisto a los hombres con anterioridad a la increpacin y portanto tenga ms datos y sea ms idneo para contar lo quepas, tal vez haya visto cmo uno llevaba un buen rato mi-

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    rando al otro con odio y mascullando algo, y acaso un ter-cero haya observado cmo el luego increpado le habasustrado la cartera al increpador, y que ese era, por consi-

    guiente, el muy probable motivo de la increpacin. Tam-bin es posible que el primer narrador, antes de proseguircon su relacin de hechos, opte por describir someramen-te a los dos individuos, o que pase a comentar el sobresal-to que le causaron los gritos, o la inicial reaccin de alar-ma de las dems personas que estaban en el andn, o queinserte una mencin a los vigilantes del metro, que en

    aquel instante no estaban presentes, ocupados con otro in-cidente en otra zona de la estacin. Puede que haya odo laspalabras pronunciadas por el increpador, y que decida con-tarlas inmediatamente, o bien que prefiera reservrselaspara ms tarde. O que no distinguiera los vocablos y sloest facultado para tildar de increpacin laactituddel su-puesto increpador, sin certeza absoluta de que en efecto setratara de eso, al no haber odo bien las palabras, y en reali-

    dad est contando como algo seguro lo que es slo una pre-suncin. Es por ello muy difcil que el narrador no recurraa frmulas matizadoras o que exprese reservas: Me parecique...; o bien Hasta donde se me alcanza...; o bien Enla medida en que puedo afirmarlo..., frmulas que, en elfondo, no hacen sino reconocer lo que vengo apuntando, laimposibilidad de contar nada acaecido, real, de maneraabsolutamente segura, veraz, objetiva, completa y defini-tiva. Incluso de contar aquello que uno mismo ha llevadoa cabo y que en principio no depende de nadie ms. Es su-mamente improbable, por no decir imposible, que quienpor ejemplo confiesa la comisin de un asesinato se atengaexclusivamente a los hechos y diga tan slo: Me acerqu

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    a Sebastin por la espalda, saqu la pistola y le pegu untiro en la nuca. Lo ms seguro es que quien confiesa talacto diga tambin por qu lo hizo, y por qu aquel da y no

    otro, y por qu en aquel lugar y no en otro, y por qu tenauna pistola, y qu le haba hecho Sebastin o qu rdenescumpla si se trataba de un desconocido del cual le habanrevelado slo el nombre y le haban enseado una fotogra-fa, es decir, si aquello era un encargo y su profesin es la desicario. Incluso en las frases que acabo de enunciar, escuetasa ms no poder, ya se est contando ms de lo que las pro-

    pias frases dicen, sin la voluntad del que las dice: Me acer-qu a Sebastin por la espalda implica que el asesino talvez lo estaba siguiendo (desde cunto antes?) y que entodo caso no estaba muy cerca de l unos segundos antes dematarlo, porque se tuvo que acercar. Saqu la pistola im-plica que el asesino la llevaba en el bolsillo, o en una fundao en una bolsa, en ningn caso ya en la mano, puesto que lasac. Le pegu un tiro en la nuca implica que prefiri

    que Sebastin no le viera la cara, quiz para que no supieraquin lo mataba, o para que a l no lo asaltaran las dudas ole faltara el valor en el momento crucial, o acaso mssimple porque no quera correr el riesgo de fallar ni dar-le a su vctima la menor oportunidad de huir, agacharse odefenderse, ni siquiera de alzar intilmente la mano e in-tentar cubrirse.

    Esto es, cuando contamos, raro es el caso en el que nocontamos ms o menos de lo que queremos contar.Raro es el caso en el que no estamos dejando escapar dema-siada informacin o demasiada poca. Las palabras, de tangastadas, van cargadas de significacin, y las frases casinunca son las justas, son imperfectas, son inexactas, son es-

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    curridizas e indomeables. En cierto sentido es casi impo-sible obedecer a la orden o indicacin de un interlocutor ode un juez que nos conmine: Vaya al grano, tal vez por-

    que en los hechos hay grano, pero no en la narracin de loshechos. Y de ah, sin duda, que en ocasiones, en los juiciosde las pelculas que es donde todos hemos visto ms jui-cios, el relato de un testigo o del propio acusado sea taninsuficiente, tan vagaroso, tan obligadamente aproxima-tivo, que el fiscal, el defensor o el juez les soliciten quereproduzcan los hechos, que den all mismo, en la sala,

    los pasos que dieron y apualen como apualaron, porejemplo, o que representen o recreen cmo tal hom-bre golpe a tal mujer con el remo, cuando ambos estabanen una barca en medio de un lago y crean que no los veanadie. Exactamente como si las palabras no valieran o nobastaran. Como si la nica manera enteramente fidedignade relatar un hecho fuera renunciar a relatarlo, y limitarse arepetirlo, a reproducirlo, a recrearlo o a representarlo. Slo

    as puede uno ceirse.Y cabra aadir que, si de veras se fuera al grano, nun-

    ca habra literatura. La somera confesin que antes pusecomo ejemplo, y que en el fondo no era tan somera o nose atena estrictamente a los hechos, debera reducirse aesto, para ir al grano: A Sebastin le pegu un tiro, y en esafrase no hay apenas relato y desde luego hay an menos li-teratura. Me viene aqu a la memoria un caso de la vidareal. Hace ya muchos aos un amigo fue acusado en unjuicio de faltas por un disparatado incidente con un tra-vestido del Paseo de la Castellana, y ese amigo llev a otroamigo, al que yo conoca, como testigo de su defensa. Estesegundo amigo, al que llamaremos Vin, intentaba contar

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    su versin a requerimiento del juez y ceirse a lo ocurridolo ms posible, pero no poda o no saba hacerlo, como por lodems le sucede a la mayora de la gente, se trate o no de

    escritores. La intervencin ante el juez de aquel Vin mefue relatada, y como yo estaba familiarizado con su esti-lo y su forma de hablar y de ser confuso y de dar rodeos, ypor tanto me resultaba fcil imaginrmelo en la situacinjudicial e imitarlo, haca esto ltimo a menudo, siempre apeticin de mi maestro Juan Benet, al que mucho divertaaquella escena semiinventada, ya que ni l ni yo la haba-

    mos presenciado. Anda, haz Vin ante el juez un rato,me deca Benet en una cena, como si fuera una pieza fijaen el repertorio de un actor. Es decir, no me peda un rela-to ya sabido, como piden los nios a los mayores, sino unaescenificacin, por otra parte de algo a lo que yo no habaasistido y que en consecuencia admita variaciones, inno-vaciones y fabulaciones. Lo cierto es que a la invitacin deljuez a que relatara los hechos, Vin responda (era un poco

    amanerado): Biennn, cmo contestarle, pues ver, seo-ra, haba salido yo a dar un paseo, as, al atardecer, total-mente solo, a mis anchas, como por la Castellana, o seacomo a refrescarme sin ms, es decir, sin intenciones, ver-dad?, tranquilo, mis cosas, tal. Ya sabe, como que al termi-nar la jornada lo que ms le apetece a uno es desentumecer-se un poco, mmm, zancada larga, paso firme, tal. Bueno,hablo por m, no s si a su seora... Entonces: rboles, olora tierra, brisa en la cara, respirar hondo, estirar las piernas,el nimo como despejado... Porque yo trabajo en la radio,o sea, no de locutor exactamente, me falta voz para eso, noes profunda, no es sedosa, pero he tenido que ponerla enalgunos programas, nadie se ha quejado... Pero vamos,

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    ms bien los preparo, mmm, como muchas horas metidoen el estudio. As que sal al atardecer: casi verano, tardeque empieza a refrescar, la Castellana tpica, coches, tal,

    gento, como travestis en las aceras, a punto de estallar,muy arregladas, ya sabe su seora que por all hacen la ca-lle, bien. Nada en contra, eh?, como que paso sin mirar-las apenas, lo mismo que si fueran mi madre con su bolsoy unas amigas, ya sabe: bolso, amigas, merienda, tal.

    Lo llamativo del asunto era que el juez, en lugar dellamar al orden a Vin e instarlo a ir al grano y a centrarse

    en los sucesos que ataan a la causa, lo miraba entre estu-pefacto y fascinado, el codo sobre la mesa y la mejilla apo-yada en el puo, en verdad embebido por la retahla de su-perfluidades y prolegmenos que Vin iba empalmando.Los acusadores toda una familia, por cierto y sus re-presentantes empezaron a ponerse nerviosos, porque la cosase alargaba y con aquel testimonio pareca imposible que sefuera a sacar nada en limpio. Y mientras el juez escuchaba

    embelesado, en verdad encantado, Vin prosegua: Y en-tonces, o sea, como que de pronto lo veo venir a l, es decir,mi amigo, es decir, el acusado. Injustamente acusado, seo-ra, porque l se acerca a m, no a los travestis, vamos, paranada, porque ni a l ni a m, mmm, como que no nos va eso,cero bajo cero. Insisto, nada en contra, tal, pero como que esel travesti, o sea ella, el que se dirige a l, no a m sino a l.Cigarrillo en los labios superlargo, falda estrecha, mucho ta-cn y... le pide fuego. Pero claramente con segundas, o sea,no en plan Tienes fuego?, sino ms bien como Ttienesfuego?. Su seora se dar cuenta de la diferencia... Etc..

    Salvando las distancias, hay narradores que no pue-den contar nada porque slo saben contar como aquel co-

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    nocido mo, Vin, en el mencionado juicio de faltas. Esdecir, no saben cmo ni dnde empezar, ni cmo conti-nuar, ni todava menos cmo terminar. De hecho podran

    no terminar nunca, o, lo que es ms grave, jams comen-zar. No es simplemente que se vayan por las ramas, segnla expresin popular, sino que al relatar un suceso, en suafn por reproducirlo con palabras, se ven obligados ano prescindir de los infinitos elementos que precedieron orodearon a tal suceso. Deben indicar la hora, la poca delao, la temperatura, el escenario, las costumbres, el estado

    de nimo, la profesin del que narra y las de los involucra-dos, la perspectiva, lo que vieron y oyeron a cada instante.En cierto sentido, han de remontarse a los orgenes delmundo antes de relatar cualquier episodio, cualquier inci-dente, cualquier ancdota, cualquier minucia. Y no arran-can. Hasta cierto punto, slo que en una novela, y de ma-nera muy deliberada, es lo que ocurre en el clsico delsiglo XVIII, muy influido por Cervantes,La vida y las opi-

    niones del Caballero Tristram Shandy, de Laurence Sterne.A diferencia de otros personajes literarios que han inicia-do el relato de sus vidas desde su nacimiento (es famoso elsegundo prrafo delDavid Copperfieldde Dickens: Paraempezar mi vida por el principio de mi vida, hago constarque nac (segn se me ha informado y yo creo) un viernes,a las doce en punto de la noche), Tristram Shandy lo ini-cia desde su engendramiento (tambin, obligadamente,segn se le ha informado y l cree), y cuando lleva ya escri-tas unas doscientas cincuenta pginas, o tres volmenes ymedio (la novela se fue publicando por entregas en dife-rentes aos), y se da cuenta de que todava no ha pasado desu primer da de verdadera vida, es decir, del da en que

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    fue dado a luz o arrojado al mundo, se interrumpe para ha-cer la siguiente reflexin (y vale la pena citar por extenso):Este mes tengo un ao ms de los que tena hace exacta-

    mente doce meses; y yendo ya, como ven ustedes, casi porla mitad del cuarto volumen, y no habiendo pasado, sinembargo, del primer da de mi vida, resulta bien patenteque ahora tengo trescientos sesenta y cuatro das ms devida que contar que cuando empec a escribir mi obra;de tal modo que, en lugar de haber ido avanzando en mi ta-rea a medida que la iba haciendo, como un escritor normal

    y corriente, lo que he hecho, por el contrario, ha sido retro-ceder: exactamente (suponiendo que todos los das de mivida hayan sido tan ajetreados como este y por qu nosuponerlo?, y que los sucesos y opiniones de cada unode ellos hubieren de ocupar tanto espacio como los de estey por qu razn habra de abreviarlos?) el equivalen-te a trescientas sesenta y cuatro veces tres volmenes ymedio. Y como, por otra parte, a este paso vivir trescien-

    tas sesenta y cuatro veces ms aprisa de lo que escribo, detodo ello se desprende, con el permiso de sus seoras, quecuanto ms escriba ms tendr que escribir, y consecuen-temente, que cuanto ms lean sus seoras ms tendrnsus seoras que leer. Y no ser esto perjudicial para lavista de sus seoras?. Y un poco ms adelante Sterne,o Tristram Shandy, ahonda en la paradoja y aade: Encuanto a la sugerencia de escribir doce volmenes al ao(o, lo que es igual, un volumen al mes), no altera en nadala perspectiva: escriba como escriba, y por mucho que meempee en ir directa y apresuradamente al meollo de lascosas, como aconseja Horacio, nunca lograr alcanzarme;ya puedo fustigarme y espolearme sin compasin que, como

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    mnimo, siempre le seguir llevando, cuando menos, unda de ventaja a mi pluma; y la narracin de un da ocupados volmenes; y la redaccin de dos volmenes me lleva

    un ao. Que los cielos hagan prosperar a los fabricantesde papel durante este propicio reinado que se abre ahoraante nosotros!. As, Tristram Shandy, segn avanza en sutarea, se agrega una tarea ingente. Cuanto ms relata, msse le acumula para relatar, y cuanta ms vida tiene, ms sele multiplica la vida que necesita para contarla.

    Bien, siendo extremo y deliberado el caso de este pe-

    culiar narrador, se podra decir que a cualquier crnica, acualquier historia, a cualesquiera anales, incluso a cual-quier autobiografa o libro de memorias, les ocurrir lomismo: por as decir, estn destinados a quedar cojos, in-completos, a fracasar, a ser parciales, a ser incapaces decontar todo lo vivido o sucedido, y no slo por la imposibi-lidad de ponerse al da, sino tambin por la de averi-guar la totalidad. Aquello que mejor conocemos (nuestra

    propia vida, nuestros propios actos, el hecho en el que par-ticipamos) lo conocemos slo fragmentariamente y comoenvuelto en niebla. Si cualquiera de nosotros acometiera latarea de relatar nuestra historia, dependeramos en buenamedida, como David Copperfield, de informaciones aje-nas y de nuestra decisin de darles crdito, pero ademsnos encontraramos en seguida con enormes zonas de som-bra, no slo por nuestra falta de memoria, sino porquemuchas de nuestras resoluciones, acciones y omisiones noestuvieron condicionadas por nuestra voluntad exclusi-vamente, ni al entero alcance de nuestro conocimiento.A menudo actuamos ignorando esto o aquello, que alguiennos enga o nos hizo creer algo falso, que se nos oculta-

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    ron datos, que se nos guardaron secretos, que una manoajena nos impuls, o nos persuadi sin que nos diramoscuenta, o nos disuadi sibilinamente. O, an ms simple,

    en muchas de nuestras decisiones y acciones intervienenotros, y sobre los otros nunca lo sabemos todo, en modoalguno. Y a veces obramos por impulso y contra nuestrosintereses, sin saber explicrnoslo. Cualquiera que se dedi-que a contar algo cierto, algo pretendidamente verdico,algo ocurrido o acaecido, sea un cronista, un historiador,un memorialista, un bigrafo, ser siempre susceptible de

    ser corregido, enmendado, aumentado o desmentido. Sinduda persigue una maldicin a los historiadores, quienes aveces creen poder establecer y contar lo que popular o pe-riodsticamente se llama la versin definitiva de unaguerra, un periodo, una conspiracin, un motn o un epi-sodio. Porque siempre estn expuestos a que aparezcannuevas informaciones, nuevos documentos, testimoniosenterrados. Siempre estn expuestos a que a sus versiones

    se les pueda aadir o rectificar algo. Es ms, lo estn a que selas eche por tierra de cabo a rabo. Y otro tanto, claro est,les sucede a los bigrafos: un da sale a la luz una carta des-conocida del personaje biografiado, y basta con eso, si haymala suerte y es importante la carta, no slo para que labiografa definitiva ya no pueda serlo, sino para desba-ratar acaso sus principales interpretaciones y teoras. Nisiquiera estn libres de eso los eruditos, de los cuales hayaqu una buena representacin: por poner un ejemplo im-probable pero no imposible, si de aqu a unos aos se des-cubriera un paquete de cartas escritas por Miguel deCervantes entre 1605 y 1616, esto es, entre el ao de pu-blicacin de la Primera Parte del Quijote y el de la muer-

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    te de su autor, el profesor Francisco Rico o don Martn deRiquer, ambos ilustres miembros de esta institucin, contodos sus desvelos y su sabidura acerca de esa obra y de la

    fijacin de su texto, tal vez veran echadas por tierra algu-nas de sus actuales conjeturas y afirmaciones, y su trabajorepentinamente anticuado, o, como se dice hoy, supera-do por quienes vinieran detrs de ellos y conocieran esashipotticas epstolas cervantinas.

    As, todo relato o reconstruccin de algo real, o, si seprefiere, toda transcripcin de hechos, datos y aconteci-

    mientos est condenada a ser provisional y, lo que es msgrave o desesperante, a ser infiel. Por mucho que el his-toriador, el cronista, el memorialista, el bigrafo, el auto-bigrafo o incluso el erudito se empeen en ser fieles acarta cabal, su capacidad para serlo es limitada, su visines subjetiva, su conocimiento es parcial, sus aseveracionesson transitorias, y adems, al recurrir a la palabra, estnechando mano, como vimos antes, de un instrumento im-

    preciso, metafrico, siempre inexacto, obligadamente fi-gurado, meramente sustitutivo y hasta cierto punto inser-vible para la tarea. He dicho sustitutivo y lo he dicho aconciencia, porque por lo general olvidamos o perdemosde vista que esa es la esencia del lenguaje, que todo voca-blo no deja de ser un remedo. Pero basta con encontrarseen un pas cuyo idioma se desconoce absolutamente paraque todos recordemos esa esencia y recuperemos esa fun-cin. Cuando queremos hacernos entender all donde nues-tra lengua no se comprende, no nos queda ms remedioque regresar a los orgenes y tocar un rbol, por ejemplo,a la vez que decimos la palabra rbol, o que sealar avarias mujeres y pronunciar cada vez la palabra mujer.

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    Para lo que nos sirve en el fondo cada vocablo es para refe-rirnos a las cosas sin necesidad de tener las cosas delante,lo cual equivale a admitir que el lenguaje es ya en s mis-

    mo una traduccin: la palabra rbol es, para un hispa-nohablante, la primera traduccin de la cosa rbol, comolo es la palabra mujer de las diferentes personas de sexofemenino, o la palabra pena de un vago estado de nimoque sin embargo, de manera misteriosa muy misteriosaen realidad, todos acabamos por compartir y reconocer.Lo que siento es pena, decimos, o ms bien lstima, y

    lo asombroso es que todos entiendan a qu hacen referen-cia esos dos vocablos, cuando se trata de dos sentimientosnada fciles de definir ni tan siquiera de explicar, de algobastante matizado y sutil (no son sinnimos, y tampocoson lo mismo que la tristeza o el pesar, por ejemplo). Dealgo, para mayor pasmo, que casi nos parece imposibleque pueda existir sin su trmino correspondiente, es decir,sin su traduccin, tan acostumbrados estamos a ella. Pero

    no debemos llamarnos a engao: en contra de lo que nospuede llegar a parecer, los sentimientos hubieron de seranteriores a esas palabras, a la palabra lstima y a la pa-labra pena, y nunca al revs. La lengua traduce la reali-dad o lo existente lo est traduciendo al denominarlo,y muy rara vez, si es que alguna (y aqu hay lingistas quelo sabrn dilucidar), la realidad llena, por as decir, unvocablo preexistente y sin contenido, o que no sea la susti-tucin de algo.

    Y no est de ms recordar lo que dijo Ortega y Gasseten el ensayo antes mencionado: El hombre, cuando sepone a hablar, lo haceporque cree que va a poder decir loque piensa. Pues bien, esto es ilusorio. El lenguaje no da

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    para tanto. Dice, poco ms o menos, una parte de lo quepensamos y pone una valla infranqueable a la transfusindel resto. Y aadi un poco ms adelante: Dciles al

    prejuicio inveterado de que hablando nos entendemos, de-cimos y escuchamos tan de buena fe que acabamos pormalentendernos mucho ms que si mudos nos ocupse-mos en adivinarnos. Ms an: como nuestro pensamientoest en gran medida adscrito a la lengua..., resulta quepensar es hablar consigo mismo y, consecuentemente, ma-lentenderse a s mismo y correr gran riesgo de hacerse un

    puro lo.*

    Vistas as las cosas, y vistas las dificultades de toda n-dole, no sera descabellado decir que contar cabalmente loocurrido eso a lo que el hombre aspira desde hace si-glos, y por lo que se esfuerza, y que de hecho cree lograr

    a veces es del todo imposible. Hace ya bastantes aos,en otra ocasin solemne ms all del Atlntico, habl dela desconfianza que con la edad se va adquiriendo hacia laficcin. No es extrao or decir a personas maduras o an-cianas que cada vez les atrae menos leer novelas y cuentosy ms les cuesta crerselos; que cada vez se les hace ms ar-duo prescindir de su incredulidad y olvidarse del autor, yapasionarse con las vicisitudes de seres que jams han exis-tido y que adems no hacen falta. Record que el filso-fo franco-rumano Cioran aseguraba no leer novelas poreso: habiendo sucedido tanto en el mundo, deca ms omenos, cmo iba a interesarse por cosas que ni siquiera ha-ban acontecido; prefera, por tanto, las memorias, los dia-

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    rios, las autobiografas y las biografas, la correspondencia,las crnicas y los libros de Historia. Precisamente todo esoque acaso no pueda contarse, segn he venido apuntando.

    Lo cierto es que hay algo o mucho de comprensibleen el rechazo de Cioran. Si bien se mira, qu sentido tie-ne leer lo imaginado, losolamente inventado, lo inexis-tente, lo ficticio, las figuraciones, lo que no ha tenido lu-gar, lo que no debe quedar registrado? Amplios son lostesoros del olvido, escribi Sir Thomas Browne en el si-glo XVII, e innumerables los montones de cosas en un es-

    tado prximo a la nulidad; ms hechos hay sepultados enel silencio que registrados, y los ms copiosos volmenesson eptomes de lo que ha sucedido. La crnica del tiempoempez con la noche, y la oscuridad todava la sirve; algu-nos hechos nunca salen a la luz; muchos han sido declara-dos; muchos ms fueron devorados por la oscuridad y lascavernas del olvido. Cunto ha quedado en vacuo, y nuncaser revelado.... O, lo que es lo mismo, son tantas y tantas

    las personas de cuyo paso por el mundo no queda rastro nila menor noticia que qu sentido tiene conocer, recordary conservar, en cambio, historias no acontecidas y persona-jes que jams han pisado la tierra? Qu sentido tiene quehasta quienes jams se han molestado en leer a Cervan-tes ni a Conan Doyle sepan sin embargo de sus criaturas,Don Quijote y Sherlock Holmes, y hasta sean capaces dereconocerlas inmediatamente si ven una estatua o una ilus-tracin de ellas, a la vez que desconocen no ya lo que le suce-de a un vecino o a un hermano, sino lo que ocurri en supropio pas antes de su nacimiento, como suele ser la cos-tumbre hoy en da, cuando la Historia no parece impor-tarle a casi nadie, empezando por las desastrosas autorida-

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    des educativas de nuestros pases occidentales? Por questamos familiarizados con seres que no han existido, enmucha mayor medida que con los que s cruzaron el mun-

    do y pudieron dejar su huella? O, mejor dicho, cmo esque, entre estos ltimos, casi slo lo estamos con aque-llos que,adems de su existencia real y documentada, hangozado de otra, literaria e imaginativa? Rodrigo Daz deVivar, el Cid, existi, pero su imagen y sus hazaas nosseran turbias, abstractas, descoloridas y fras de no habersido l retratado en un Cantarde hace ms de ochocien-

    tos aos y en incontables romances, dramas, novelas yhasta pelculas posteriores. Lo mismo puede decirse detantos Reyes de Inglaterra, de los que no sabramos nada,y que sobre todo no nos importaran nada, de no haber-los visto actuar y hablar ficticia, imaginariamenteen las tragedias de Shakespeare; y es ms: lo ignoramoscasi todo de aquellos infortunados de los que el Bardo nose ocup, como si no ser materia de la literatura fuera la

    mayor maldicin.Quiz eso sea lo ms llamativo: que las figuras hist-

    ricas parezcan borrarse y desaparecer para la gente en gene-ral no para los historiadores, claro est, pero, cuntosson? a menos que un literato, o tambin hoy un cineas-ta, se molesten en darles voz y rostro, se molesten en ima-ginarlos y ficcionalizarlos. Pero al mismo tiempo, cada vezque eso ocurre, la representacin artstica de esos sujetoshistricos se superpondr a los datos reales que sobre ellosse tengan, hasta el punto de suplantarlos y asimismo bo-rrarlos. Grosso modo, por tanto, nos encontramos con la si-guiente paradoja: para que un personaje histrico y realpermanezca en la memoria de las gentes, le es necesario re-

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    vestirse de una dimensin imaginaria, o de ficcin, que eslo que, por otra parte, va a acabar por falsearlo, difuminarloy finalmente borrarlo en tanto que verdadero personaje

    histrico. Es como si el ltimo y ms eficaz reducto de lamemoria fuera lo que la niega, la ficcin, obligada a tergi-versar los hechos y a distorsionar esa memoria a la vez quela preserva. Sabramos mucho menos de Lope de Aguirreo, ms bien, la gente sabra de l mucho menos siacerca de sus aventuras y crmenes contramos slo con la

    Jornada de Omagua y Dorado de Francisco Vzquez y otras

    crnicas ms o menos contemporneas como las de Pedrode Mungua, Pedrarias de Almesto, Gonzalo de Ziga,Toribio de Ortigueira, Custodio Hernndez y dems, y nodispusiramos de la magnfica narracin ms o menos no-veladaLa expedicin de Orsa y los crmenes de Aguirre, publi-cada en 1821 por el amigo de Coleridge y Poeta LaureadoRobert Southey, y de la excelente novela de Ramn JosSenderLa aventura equinoccial de Lope de Aguirre (amn de

    otras diez o doce, sin olvidarLas inquietudes de Shanti An-da, de Baroja), y de una pelcula alemana, aunque fueraun poco plmbea,Aguirre o la clera de Dios, de WernerHerzog. Y as con innumerables ejemplos, entre ellos unobien reciente: hace tan slo unos meses el colega de estaReal Academia don Arturo Prez-Reverte (quien, juntocon el muy sabio don Gregorio Salvador y el difunto ysiempre deslumbrante don Claudio Guilln, tuvo la gen-tileza y la buena fe de presentar mi candidatura al sillnque ocupar en el futuro) public una vibrante novela so-bre los acontecimientos del 2 de mayo de 1808 en Ma-drid, Un da de clera. Estoy convencido de que gracias asus retratos que ni siquiera son el meollo de la obra,

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    sumados a los de Prez Galds en su episodio nacionalEl 19 de marzo y el 2 de mayo, tendremos una imagen mu-cho ms ntida y recordable de los militares Daoiz y Velar-

    de y de cuantos paisanos intervinieron en aquel levanta-miento de hace dos siglos justos.

    Qu extraa fuerza tiene la literatura, o la ficcin, ola representacin en general? En una novela reciente ma,yo he ficcionalizado a mi propio padre, don Julin Ma-ras, que tambin fue miembro de esta ilustre casa duran-te ms de cuarenta aos, bajo el nombre de Juan Deza. El

    recuerdo de mi padre est an fresco en la memoria decuantos lo tratamos, incluidos ustedes en su mayora. Peroalguno de mis hermanos ya prev, o no s si teme, que talvez, de aqu a unos aos (y en el muy optimista supuestode que esa novela ma se siga leyendo), para quienes no lohan conocido lo que ms quede de l no sea l, sino su tra-sunto literario, con el que, de suceder as, ya no s si le ha-bra hecho un favor o causado un perjuicio. Lo mismo que

    al eminente hispanista Sir Peter Russell de la Universidadde Oxford, convertido en esa novela, bien que con altera-ciones fundamentales respecto al que fue, en el personajeSir Peter Wheeler. O que al acadmico que a continuacinva a tener la bondad y la paciencia de darme la bienvenidabueno, eso espero; con l nunca se sabe, el profesorFrancisco Rico, que tambin aparece en ella como el pro-pio don Francisco Rico, acadmico (en un papel episdi-co, dicho sea de paso), pero en compaa de personajes yen una situacin enteramente ficticios.

    Bien, es seguro que nada de esto suceder por culpa deesa novela ma que no perdurar, pero en cambio s lo es,pues ya han transcurrido ochocientos aos, que Asur Gon-

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    lez, figura secundaria del Cantar de Mio Cidque existien la realidad, hermano de los Infantes de Carrin y que enel poema entra en combate con uno de los leales caballeros

    del Cid, Muo Gustioz, quedar para siempre fijado en undetalle menor que sin embargo por literario y por rea-lista, en todo caso por memorable ser el que lo caracte-rizar hasta el fin de los tiempos: Asur Gonlez entravapor el palacio, / manto armio e un brial rastrando, / ver-mejo viene, ca era almorzado..., dicen esos versos delCantar. Y por culpa de ellos, de la literatura, o si se prefie-

    re de la ficcionalizacin, lo que se lleva recordando ochosiglos de ese hombre y quin sabe cuntos ms le res-tan es casi cmico, una especie de condenacin: no sufortaleza ni sus acciones ni su valor, del que al parecer nocareca segn el propio Cantar; ni siquiera su lid contraMuo Gustioz, de la que sali derrotado. Sino que llegbermejo, congestionado al palacio, porque acababa dedarse un atracn.

    Son muchas las razones que se han barajado para expli-car tanto la fuerza como la necesidad de la ficcin. Suelehablarse yo mismo lo he hecho en otras ocasiones dela parvedad de nuestras existencias reales, de la insuficien-cia de limitarse a una sola vida y de cmo la literatura nospermite asomarnos a otras o incluso vivirlas vicariamente,o atisbar las nuestras posibles que descartamos o que que-daron fuera de nuestro alcance o no nos atrevimos a em-prender. Como si precisramos conocer lo improbableadems de lo cierto, las conjeturas y las hiptesis y los fra-casos adems de los hechos, lo remoto, lo negado y lo quepudo ser, adems de lo que fue o lo que es; y, por supuesto,dialogar con los muertos. Todo ello nos es dado con una

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    intensidad casi hechizante que todos los lectores hemosexperimentado en algn momento. A veces las pginas deun libro nos han sumido en una especie de trance y nos

    han parecido mucho ms importantes y vvidas que nues-tra realidad, y hemos dejado de comer o de dormir porcausa de esas ficciones, como si, mientras las leamos o nosaguardaban y nos llamaban, nada hubiera en el mundoms trascendental que ellas. A veces nos hemos instaladoen su territorio hasta el punto de desear quedarnos a vivirall, de renegar cuando se nos ha obligado a salir, o de sen-

    tir verdadera tristeza cuando sus personajes nos han dichoadis. S, todo esto es cierto. Pero si bien se mira es tanpueril, tan anmalo, tan alucinatorio que, a la luz de loque he venido exponiendo, me voy a permitir apuntar unarazn ms, tanto para la fuerza como para la necesidad dela ficcin, o de los hechos reales tratados como ficcin ypor ende transmutados o convertidos en tal: contamina-dos, secuestrados, conquistados por ella, o acaso slo gana-

    dos para su causa.Pese a esa puerilidad del novelista con la que inici esta

    disertacin; es ms, pese a su ingenuidad radical y su exce-so de credulidad; pese a lo absurdo de su labor, a sus tram-pantojos y sus ilusiones, sus entelequias y sus pompas de ja-bn, ese novelista que inventa es el nico facultado paracontar cabalmente, a diferencia de los ya mencionados cro-nistas, historiadores, bigrafos, autobigrafos, memorialis-tas, diaristas, testigos y dems esforzados de la narracinabocados a fracasar. Necesitamos saber algo enteramente devez en cuando, para fijarlo en la memoria sin peligro de rec-tificacin. Necesitamos que algo pueda contarse a veces decabo a rabo e irreversiblemente, sin limitaciones ni zonas

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    de sombra o slo con aquellas que el creador decida que for-men parte de su historia. Sin posibles correcciones ni aadi-dos ni supresiones ni desmentidos ni enmiendas. Y lo cierto

    es que slo podemos contar as, cabalmente y con sus in-controvertibles principio y fin, lo que nunca ha sucedido.Lo que no ha tenido lugar ni ha existido, lo inventado eimaginado, lo que no depende de ninguna verdad exterior.Slo a eso no puede agregrsele ni restrsele nada, slo esono es provisional ni parcial, sino completo y definitivo.Poco importa que a Don Quijote o a Sherlock Holmes les

    hayan surgido escritores aprovechados (a Cervantes le suce-di hasta en vida) que hayan intentado prolongar sus aven-turas y redibujar sus personalidades. Las invenciones lascriaturas del aire, como las llam Fernando Savater noaceptan eso, y nadie considerar que forman parte de sushistorias, de las de Don Quijote y Holmes, Sancho Panzay el Doctor Watson, el bachiller Sansn Carrasco y el Pro-fesor Moriarty, los numerosos remedos o continuaciones o

    secuelas o usurpaciones debidos a otros autores parasita-rios. Es probable que al acometer una novela se sepa tanpoco como al emprender una crnica cundo y cmo co-menzar, cmo proseguir y cmo y cundo acabar. Pero,una vez decidido, eso ya nadie lo puede mover ni cambiar.La historia de Don Quijote empezar para siempre dondeempez, con las invariables palabras En un lugar de laMancha, de cuyo nombre no quiero acordarme...; y ter-minar para siempre donde termin, con el prrafo ... aquien advertirs, si acaso llegas a conocerle, que deje repo-sar en la sepultura los cansados y ya podridos huesos dedon Quijote, y no le quiera llevar, contra todos los fuerosde la muerte, a Castilla la Vieja, hacindole salir de la fue-

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    sa donde real y verdaderamente yace tendido de largo a lar-go, imposibilitado de hacer tercera jornada y salida nue-va..., y as hasta la palabra Vale, es decir, Adis.

    Y tal vez sea por eso, ahora que lo pienso, seoras y se-ores acadmicos, por lo que estn ustedes dispuestos aadmitir en el seno de su digna institucin a algunos nove-listas, y a hacer la generosa y disparatada merced de aco-germe hoy a m. Quiz sea tan slo y no es poco, bienmirado porque, pese a todas las dificultades, las habidasy las por siempre haber, seguramente seamos los nicos

    que podemos contar sin atenernos a nada y sin objecionesni cortapisas, o sin que nadie nunca nos enmiende la pla-na ni nos llame la atencin y nos diga: No, esto no fue as.

    Muchas gracias.

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    ContestacindelEXCMO. SR. D . FRANCISCO RICO

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    No, esto no fue as, no es exactamente as, joven Maras.Dentro de unos minutos saldr a la palestra (como dira Tllez

    Orati, hoy de cuerpo presente) para matizar algunos de los alegatosque acabas de hacer. Temo que entonces, en pblico, se me escape al-

    guna vez el adjetivo que hablando t y yo en privado, como ahora,me viene a la boca con tanta naturalidad: joven Maras. Perocmo voy a evitarlo?

    Nos encontramos o, como fuera, no cobraste vida hasta que nosencontramos, hace muchos aos, en la cofrada de Juan Benet, aquien tuviste la suerte de conocer un decenio antes que yo, a quien losdos seguimos echando de menos cada da y cuya memoria es el lazoms fuerte que compartimos. All, en Pisuerga, 7, como en el mun-

    do maravillosamente disparatado que era, bastantes de los parro-quianos, ms o menos asiduos, eran designados no con un apodo, deninguna manera con un apodo, sino con una denominacin singu-lar que identificaba a cada uno en cuanto objeto de referenciacomo miembro del clan. El ritual peda nombrar al cura Aguirre,el abogado Moreno o, ltimo mono, el profesor Rico. No siem-

    pre los apelativos eran tan obvios, ni, desde luego, la obviedad dis-pensaba de usarlos. Quien mire y estudie un momento a lvaroPombo entender en el acto que se le tratara de seor Pombo;pero requerira ms larga glosa aclarar por qu Martnez Sarrinera el moderno. Aunque t llegaste a Pisuerga todava en la

    adolescencia, no fue sin embargo la edad la que te depar ser bau-tizado como el joven Maras, sino el hecho de ser hijo tercero de

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    don Julin. Con la misma lgica, cuando mi primognito, Daniel,entonces apenas bachiller, asom la cabeza por all, fue inmediata-mente inscrito en el registro como el joven profesor Rico.

    Hacia 1970, amn de pinos en Recoletos, hacas tus pinitosde escritura, y desde el primer libro, Los dominios del lobo,

    fuiste reconocido como uno de los mayores, ms originales exponen-tes de un modo distinto de escribir novelas: con escenarios y pro-tagonistas inslitos en el pasado espaol cercano, con una gamatemtica de mayor amplitud, en una clave ms libre de pensa-miento y estilo, a zaga de otros maestros, de los gigantes eduar-

    dianos a las pelculas de Hollywood. Era se un derrotero ensincrona y en sintona con el de los poetas novsimos, Carnero, Gim-ferrer o Flix de Aza. Conque la justa e irremediable etiquetaque se os adhiri a unos y otros fue la de joven literatura espa-ola. A los novelistas, en concreto, se os ha paseado tenazmente porcontracubiertas, reseas y manuales como la nueva narrativa.

    Pero desde el golpe de timn de los setenta no se ha avistado en latravesa del horizonte ningn otro cambio de rumbo tan decidido,

    tan firme. De modo que los cincuentones protagonistas de aquellanavegacin, y t por excelencia entre los narradores, segus cata-logados, acaso para la eternidad, como jvenes valores de las le-tras espaolas.

    Hoy, vlgate Dios, ingresas en una de las academias del Ins-tituto de Espaa y el destino vuelve a cumplirse: te toca ser denuevo el joven Maras. No, claro, porque t sucedas en ningn

    sentido a tu seor padre, ni entres en Felipe IV, 4 por los mismosttulos que l (a salvo quiz ciertas calidades de la prosa), sino

    porque la inteligencia, la cordura y la hombra de bien de donJulin Maras han dejado en aquella casa un recuerdo que per-vivir cuanto quienes lo conocieron.

    Pero va siendo hora de comenzar mi discurso. A ello.

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    Queridos amigos:

    H e dedicado unos das de la Semana de Pasin a releero leer, repasar o completar, por su orden cronolgico y siem-pre en las primeras ediciones, todas las novelas de JM

    (decidan ustedes, caso por caso, el modo de resolver lasiniciales). Al terminarlas, el Domingo de Gloria, me hesentido como si saliera de un largo sueo (o tal vez de TheBig Sleep) y no acabara de estar seguro de qu me encontra-ra en la vigilia. (La experiencia y la adiccin ms similaresque recuerdo en los ltimos tiempos fue tragarme en unmes las seis series hasta la fecha publicadas deLos Soprano.)Haba estado tan zambullido en el mundo del narrador,

    volviendo tan a menudo a los mismos lugares, reconocien-do las distintas mscaras de los mismos rostros, los diver-sos tonos de la misma voz los mismos, todos, y sin em-bargo cada vez con circunstancias y desde perspectivasnuevas, que tena una imprecisa sensacin de que eranya parte de mi propio mundo. O yo del suyo. Y esto, se-gn dir, entraba en los solapados clculos de JM.

    Las novelas de JM estn muy bien (esto es casi unacita), son estupendas novelas. Al diablo las lucubracionesde la crtica y los absolutos de la teora! Uno no lee nove-las para encontrarse con una indagacin sobre la soledad,descubrir la necesidad del secreto, de la negacin y de latraicin, ni percibir la conversin de las metforas en me-

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    tonimias. Uno lee novelas por las mismas razones por lasque sale al balcn cuando oye un ruido extrao en la calleo pagaba un duro por entrar en el tnel de los horrores.

    Por ganas de enterarse, de averiguar cmo acaban las co-sas, y por el gusto de ejercitar a poca costa los sentimien-tos y el aristotlico deseo de saber (tambin en vano).Escribir novelas es una operacin literaria, cierto, pero leer-las no lo es: a salvo ciertos casos marginales, es una facetade la natural curiosidad humana y una vivencia deportiva oldica, como las montaas rusas o un videojuego. Que lue-

    go las novelas puedan ser gran literatura, probablemente lamayor, es harina de otro costal.De eso que de veras se busca en la novela, en las nove-

    las de JM hay para dar y tomar. Tambin de ptima lite-ratura, y aun, por otro lado, de nimiedades y fisgoneos litera-rios, si bien traducidos a pura sustancia narrativa. Son lossuyos relatos llenos de inters, de sucesos y situaciones quellaman y mantienen la atencin del lector, tirando de ella,

    y en los que coexisten momentos de emocin dramtica y vi-etas desternillantes. JM es un gran mirn, con el don delretrato y una increble capacidad de captacin fotogrfica,fonogrfica y cinematogrfica. En sus pginas se nos ofreceuna estupenda galera de pirados varios, individuos estram-bticos y tipos raros. Pero, a decir verdad, todos sus perso-najes lo son, porque incluso cuando responden a arquetipostriviales, la astucia de JM los alza a un grado mximo desingularidad.

    No voy a recorrer el archisabido camino de los logros,los libros y los honores del neoacadmico. Todo lo obvioy una parte considerable de lo dems lo ha dicho ya, endocenas de lenguas, una bibliografa que alcanza miles de

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    fichas. En rigor, mi faena es slo hacerme cargo de su discur-so y contestarle, sin excluir contestarlo. Pero como ha sido lasuya una intervencin cuasi profesoral, un contrapunto ade-

    cuado es que la ma se presente con ribetes de novela, la no-vela de una maquinacin diablica, aunque bajo el modestottulo de Breve aproximacin a una teora general de la vida y laobra de JM. Una teora con ptica un tanto anticuada, lo ade-lanto, porque versa menos sobre la literatura que sobre lahistoria, o, si se prefiere, sobre la biografa de nuestro nove-lista tal como sus novelas quieren endosrnosla. Proust im-

    pugn a Sainte-Beuve para no admitir, contra toda eviden-cia, que laRecherche le daba la razn a Sainte-Beuve y queuna obra puede ser muchas cosas, pero antes de nada es unhecho en la vida del autor. Apliquemos el cuento.

    JM ha empezado su discurso con una confesin dehumildad y lo ha acabado con una manifestacin de arro-gancia. El razonamiento, dejado en los huesos, viene a serste: contar la realidad es empresa imposible, porque toda

    realidad es infinitamente compleja, multiforme, y el len-guaje no llega a abarcarla por entero; precisamente por esaimposibilidad, slo el autor de ficciones puede contar lascosas por entero, porque incluso cuando asume elementosreales las cosas no tienen ms dimensin que el lenguajey es el trnsito a la ficcin lo que les da una realidad inal-terable y permanente.

    Pues bien, tras esos planteamientos, en lo abstractocerteros, perfectamente generalizables a cualquier buenautor de ficciones y en apariencia inofensivos, se encubrede hecho (dira y por ventura dijo don Juan Benet) una os-cura e inmoderada ambicin personal: con sus novelas,con sus ensayos, con sus textos y sus paratextos, JM aspira

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    a atraer toda la realidad al orden de lo ficticio, para some-terla por ende a su caprichosa tirana y, como ficcin, cons-truirse a s mismo a la medida del deseo.

    En efecto: salvados los tanteos, por lo dems admira-bles, de los aos setenta y aun la primera mitad de losochenta, a partir de El hombre sentimentaly ya a todo tranceen su ciclo novelesco por excelencia, el rasgo ms notorio dela obra de JM es el carcter centrpeto del narrador. Las si-tuaciones se multiplican, los personajes aparecen y reapare-cen con cambiante persistencia, unos temas se deslizan en

    otros, pero la fbula vuelve siempre al narrador y el hilopende siempre de l. No es tanto la incidencia que aqullostengan en el comportamiento de ste o en la trama de con-junto, cuanto el hecho de que el narrador los contemple. Seala intriga ms o menos episdica y cobre el resto del univer-so mayor o menor relieve, el argumento ltimo es la miradadel narrador.

    La prepotente arrogancia del narrador se establece sin

    rodeos en las primeras lneas de Todas las almas, que se cuen-tan entre la docena de comienzos ms memorables de la en-tera novela espaola:

    Dos de los tres han muerto desde que me fui de Oxford,y eso me hace pensar, supersticiosamente, que quiz espera-ron a que yo llegara y consumiera mi tiempo all para darmeocasin de conocerlos y para que ahora pueda hablar de ellos.

    No es incuestionable que JM se haya ido todava deOxford, pero, en cualquier caso, Todas las almas es un librofundacional por muchas razones. En l est ya, a la letra,el revs del tiempo, su negra espalda; estn elLeitmotiv

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    del rostro maana, el bosquejo de la saga de Redonda, fi-guras centrales, ambientes y temas de todas las novelasposteriores, hasta las ltimas pginas, hasta las ltimas l-

    neas de Veneno y sombra y adis. Pero nada ah es ms rele-vante, desde ese principio, que el nacimiento del narrador,y parece difcil decirlo con ms claridad y ms descaro: elnarrador da la existencia a quienes afloran en sus novelas;ellos se limitan a vivir para que l tenga materia de escri-tura y se desvanecen cuando l se aparta.

    Tpica ilustracin de tal despotismo es la perseve-

    rancia con que el relato empieza con el procedimiento queen otras pocas se llamaba ex sententia, partiendo de ladefinicin para llegar a lo definido: con proclamacionesgenricas, de alcance universal, que hacen violencia al lec-tor para que lo acoja en un determinado sentido, ms deuna vez tendencioso. Tpicas tambin, complementaria-mente, son las reflexiones que disuelven en abstraccin loshechos concretos y que, estando como estn en las fronte-

    ras del ensayo, podran resultar ociosas o poco pertinentessi la figura del narrador no les diera corporeidad narrativa.

    Ahora bien, en lnea con la confesin de humildad a queme he referido, el narrador finge asimismo a cada pasoque la realidad se le resiste y nos propone un abanico de po-sibilidades para captarla o entenderla de otro modo. De ahlas continuas series enumerativas abiertas (una cuchilla,unas tijeras, una navaja suiza), las indecisiones (como l-tigo o fusta en el aire, un leve cachete plano o una tenuepalma clara o hasta un escupitajo), las conjeturas (no de-bi de pensar...), lossin duda con el valor de quin sabe sims bien no..., las reiteraciones con variantes, los nombresque vacilan, las correcciones sobre la marcha, la adjetivacin

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    mltiple, los quiebros en la andadura sintctica, la puntua-cin poco trabada... Muchas pginas de JM consisten en al-ternativas al relato que actualmente estn fabricando.

    Esa inseguridad no pasa de una aagaza: al propo-nrsenos mltiples posibilidades, todas ellas, incluidaslas notoriamente favoritas del narrador, aparecen comoficticias por igual, y toda la medida de realidad que pue-dan incorporar se desplaza a su vez al mbito de la ficcin.No saldramos quiz de las generales de la ley, si el narra-dor no tuviera tanta centralidad y no demandara tan perti-

    nazmente fusionarse con el JM de carnes y huesos.JM ha seguido al propsito una estrategia doble, y nosin dobleces, jugando con dos barajas: aqu la afirmacin,all la negacin; ac el texto, all el contexto. Por un lado,en una mirada de escritos no novelescos, a menudo de grandifusin, y tambin en forma de novela, ha repetido perti-nazmente la idea modernista de que la obra de arte, literariao no, es una realidad autosuficiente, y la ficcin un lengua-

    je autorreferencial. Por otra parte, en esos mismos escritosy novelas ha contado pormenores, experiencias y episodios desu biografa que se corresponden difanamente, hasta en laformulacin, con otros tantos de su narrador.

    No slo eso. En su vida privada, o, digamos mejor, enaquella zona que prdigamente exhibe en artculos, entre-vistas y blogs, se ha afanado por materializar el mundo de susnovelas y reencarnar palpablemente a sus personajes. Con eseespantable designio, ha buscado libros y autgrafos, com-prado objetos, coleccionado recortes, recuperado fotografasy dibujos... que le permitieran reconstituir el uno y los otrosen torno a s, vampirizndolos. La cumbre de esa portentosamanipulacin ha sido la conquista del Reino de Redonda,

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    que, de mero espejismo de navegante, l, entre la herenciay la suplantacin, ha convertido poco menos que en tierrafirme. (En esa descomunal operacin, acotar, no le han fal-

    tado amigos complacientes que se han avenido a deponer enel sentido que l quera o, con ingenuidad de serafn, conso-lidar sus mistificaciones fantaseando haberse tropezado en lacalle con alguna de sus amantes de papel y tinta.)

    La prueba del nueve de que las ficciones de JM sonms verdaderas que la realidad residira, as, en que las co-sas, los personajes y hasta los lugares reales acabaran dupli-

    cando o copiando a sus trasuntos literarios. Como aquelloslibreros oxonienses (cito) que no slo asuman ser el mode-lo de los [libreros de una novela], sino que queran encar-narlos, prestarles su presencia y su fsico si... salan... en unapelcula, y a tal efecto se disponan a estudiarlos e imitar-los concienzudamente, en una pasmosa ida y vuelta deapropiacin o identificacin. Pero la prueba suprema se-ra que el ficticio narrador de JM acabara por ser ms ver-

    dadero que el JM real, hasta transfigurar la biografa del JMreal, reteniendo los datos del narrador que lo muestran a unaluz ms favorable y con libertad en cada caso de rechazar losotros.

    Y para qu tan laboriosa usurpacin? Para hacerseel interesante y seducir, sin duda. Pero seducir a quin?No, a nadie en concreto: seducir sin ms, seducir en gene-ral. O, a la postre, sospecho, acaso a una nica lectora tanimaginaria e imaginada, tan escurridiza y ambigua comoel mismo narrador. Una lectora que jams le dira a nin-gn JM: No, esto no fue as.

    Pero no es exactamente as, joven Maras. Una nove-la no es una pintura de Kandinsky que nace y se nutre de

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    s misma, y ha de dejarse o tomarse, porque se basta a smisma. La novela no: nace de palabras compartidas y senutre de hechos que inevitablemente remiten a una cierta

    especie de realidad. La ficcin no es una propiedad del tex-to ms que del contexto. La omnipotencia que t sueaspara el narrador es en definitiva un privilegio del lector.

    La novela no da la inmortalidad. Lo escribiste tcuando la tenas ms lejana. Despus, te has apegado ter-camente, hasta ahora mismo, a la ocurrencia de nuestroPeter Russell, cuando te deca (os cito a ambos) que el tra-

    bajo de los eruditos est condenado a quedarse anticua-do, inservible, a ser olvidado, y aada: Tal vez nuestrasola manera de pasar a la posteridad... sea a travs de unanovela; para acabar exhortndote: As que ms bien pro-cura no dejarnos a ninguno fuera de tu novela: podras pri-varnos de la inmortalidad a alguno, y eso s sera imperdo-nable. Vale quiz para los ratones de archivo, pero de verascrees que tu Gawsworth, tu Shiel, tu Ewart, escritores tan

    oscuros que ni siquiera los britnicos mejor educados sa-ben con certeza cmo se pronuncian sus nombres, tienengarantizada la inmortalidad o pueden garantizarla mejory escriben peor prosa que los grandes historiadores y estu-diosos, un A.E. Housman, Gilbert Murray, Steven Runci-man o Sir John Elliott? De veras lo crees en tiempos en quees tan grande la cosecha de novelistas y tanta la voraz fuga-cidad del mercado? Como fuere, la inmortalidad te la hasdado t mismo al hacerte no tanto novelista cuanto ente deficcin novelesca; y, por si las moscas, has aceptado entrar enla Academia y la honras hoy con tu presencia.

    La de la inmortalidad acadmica no es patraa solitaria.Sobre los acadmicos y las academias en general y sobre la

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    Espaola en particular corren un sinfn de leyendas, urba-nas unas, silvestres otras, pero al cabo leyendas. Djamedesmentir las dos ms divulgadas y que ms hieren mi sen-

    sible piel filolgica e histrica.Propala una que el Conde de Romanones fue presen-

    tado como candidato a una plaza vacante, y, en las visitasde cumplido que entonces se estilaban, todos los acadmi-cos le prometieron su voto. Llegado el da de la eleccinpresuntamente segura, ni uno solo cumpli su palabra; y aldarle un secretario noticia del resultado, el Conde respin-

    g exclamando: Joder, qu tropa! Pues bien, no es cier-to. La fbula, que en ningn sitio he visto rebatida, nacems bien, en junio de 1914, de una sesin parlamentariaen la que don Antonio Maura lo exhort a seguir el ejem-plo de Gladstone, y Romanones suspir: A Gladstone loquerra yo ver aqu con esta tropa!. El Conde fue acad-mico de la Historia, de Ciencias Morales y de San Fernan-do, pero no me consta que se le propusiera jams para la

    Espaola: me consta en cambio que en 1938 hizo a sta undonativo importante, nada menos que veinticinco mil pe-setas, cuya mitad haba de destinarse (o en alguna partehay una broma?) a la edicin de las obras completas de losacadmicos.

    Otra leyenda, de curso sobre todo entre gentes de plu-ma y gentes de tiza, asegura que enLuces de bohemia don La-tino increpa a los acadmicos de Felipe IV, 4 quejndose deque en el entierro de Max Estrella no estuvieran represen-tados, reza la cita apcrifa, los cabrones de la docta casa.Falso tambin, sobre anacrnico. Desafo a quien quiera a en-contrar la frase enLuces de bohemia o en otro texto de Valle-Incln. Porque, adems, una insinuacin as formulada es

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    imposible: nunca la Academia ha sido considerada ni llama-da docta casa. La docta casa deLuces de bohemia era elAteneo de Madrid, como ya ha sido preciso explicar en algu-

    na edicin anotada, y nadie, y menos don Ramn, podaconfundirla con el cotarro acadmico. Pero s es un hecho,por el contrario, que en 1902 Valle-Incln, invocando su es-tado de pobreza, solicit una de las ayudas que la Espaolaconceda por aquellos aos a escritores menesterosos y quesola entregar por las Pascuas de Navidad, a veces con presi-dencia de la familia real: y la corporacin lo agraci con un

    socorro de cuatrocientas pesetas.No menos magnnima fue contigo hace ya un deceniolargo. Una de las escenas ms ampliamente aclamadas deMaana en la batalla piensa en my aun de toda tu obra es laconversacin del narrador con el Rey de Espaa, de la manode don Juan Tllez Orati. Es este excelentsimo seor para-digma de un gnero de prohombres cito preocupadospor sus facultades e imagen intelectivas en las que nadie se

    fija nunca o que todo el mundo da por inexistentes: pre-lados, presidentes de fundaciones, presidentes de gremios,acadmicos sonados o perezosos... Tllez aspira a que algnda (vuelvo a citar) le caiga algn ttulo menor nobiliarioy con esa esperanza oficia de buen cortesano, y ya que nolibros, porque (sigo citando) no ha escrito gran cosa, re-dacta o encarga algn discurso para Su Majestad y (acabo lascitas) asiste como un clavo a las sesiones de sus Academias.

    El reparo que te hago no es que cedas ah a leyendascomo las que acabo de evocar, sino que, al arrimo de ellas,incurras en una caracterizacin un tanto convencional. Noes lo tuyo. Mayor fue, por ah, la aludida magnanimidad delos acadmicos, que a ese retrato de un colega del Instituto

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    de Espaa respondieron otorgndole a Maana en la batallalas pesetillas del premio Fastenrath. El mismo que en 1927haban negado a Tirano Banderas.

    Qu puede darte en adelante la Academia? Una sa-tisfaccin mayor que los innmeros lectores en todos losidiomas, el aplauso de la crtica y el rencor de los despecha-dos? Ms prestigio que una resea delNew Yorkero una en-trevista en laParis Review? Lo dudo. Pero llevas un cuar-to de siglo fascinado por los Cromer-Blake, los Dayanady los Toby Rylands, con sus contactos y trasfondos en los

    servicios secretos y en otros aun ms tenebrosos. Puedeocurrir que de los acadmicos de Oxford, es decir unpoco a la inglesa, de los universitarios, la curiosidad sete deslice hacia los acadmicos en sentido ms castizo.Nacer, entonces, un ciclo novelesco de la colosal enver-gadura del oxoniense? Ojal. Elementos de engarce los hayya, sobrados, en la trama y en el sentido de Tu rostro maana.Lo que sin duda suceder es que junto al silln que tantas

    tardes ocup tu padre, y alguna vez probablemente en esemismo silln, oirs a ratos cmo el ro corre hacia atrs, ha-cia las fuentes, mirars de otro modo la negra espalda deltiempo, y, sin dejar de serlo, pensars tambin que ya no eresjoven, Maras.

    He dicho.

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