Dios Dispone II

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Segunda parte de la novela de Alejandro DumasContinuación de La boca del infierno

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Dios Disponetomo ii

Alejandro Dumas

(Dieu Dispose)Novela publicada originalmente en 1851

Edición digital por l’Editorial de Le PailleterieDigitalización: mbaldav del Club Literario Dumas, Manuel Alfredo y Barón de Hermelinfeld

Formación Tipográfica: Barón de HermelinfeldDistribución por la Biblioteca Digital Dumas

Abril 2009

bibliotecadigitaldumas.blogspot.com

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CAPITULO IPasión vacante

A Samuel quizá le asistían otras razones que su encuentro con Lotario en el bulevar de San Dionisio, para creer que el sobrino del conde de Eberbach había tomado el camino de Enghién y por lo tanto el de la vivienda de Federica.

Ya que Samuel lo supiese, o bien que únicamente lo sospechara, era lo cierto que Lotario se había aprovechado de aquel hermoso y esplendente día de abril para dar uno de los venturosos y furtivos paseos a que se arriesgaba a menudo desde la instalación de Federica en Enghién.

En la mañana aquella, y despachados los asuntos de la embajada con exactitud y diligencia que le valieron los plácemes más calurosos que jamás haya recibido secretario alguno, Lotario ordenó a su criado que ensillase dos caballos; una vez listos los cuales, se salió seguido de aquél.

Sin embargo, Lotario no se encaminó directamente a Enghién, sino que para desorientar la vigilancia de que podía ser objeto a su salida del palacio, o para que se engañasen respecto del camino que seguía, o bien porque antes tenía que hacer algo, en vez de dirigirse hacia el bulevar, tomó un rumbo diametralmente opuesto, esto es, se encaminó hacia el muelle. Llegado que hubo al de San Pablo, siguiendo el Sena, se detuvo ante la puerta de un palacio con vistas a la isla Louviers y al Jardín de Plantas, se apeó, entregó las bridas a su criado y entró en el patio del palacio, donde en aquel momento había un misterioso simón con las cortinillas herméticamente cerradas, que estaba aguardando a alguien u ocultaba algo. Lotario, empero, sin fijarse en el coche, atravesó el patio y echó escalera arriba; mas apenas había dejado a su espalda algunos peldaños, cuando de lo alto de la escalera se precipitó un alud, sin dar voz alguna, atropellado, como ciego, irresistible.

Lotario, temeroso de verse derribado por el choque, apenas tuvo tiempo de hacerse a un lado; pero al llegar cerca de él, el alud, que no era otro que nuestro amigo Gamba, se detuvo súbitamente.

—¡Cómo! Gamba —dijo Lotario—, ¿sois vos el que quería aplastarme?—¡Yo aplastar a quien quiera que sea! —exclamó Gamba agraviado— ¡y sobre todo a un amigo!

Estas palabras constituyen una ofensa para mi agilidad. Ya habéis visto como me he detenido de repente. Un caballo de picadero, lanzado al galope, no lo hubiera hecho con más limpieza. Primero que aplastaros me hubiera encaramado en el pasamano, saltado hasta el techo, pasado por encima de vos sin tocaros. Veo que os creéis más frágil que un huevo, cuando el rey de la danza de los ídem os da miedo. Sabed que como se me pasase por el magín andar sobre una gallina, mis pies no producirían a ésta sino la sensación de un cosquilleo suave. ¡Aplastaros!

—Dispensadme, mi querido Gamba —repuso Lotario—; mi intento no ha sido humillaros en vuestro noble orgullo de artista.

—Lo estáis —dijo Gamba—, pero habéis hecho mal en huir el cuerpo, en dudar de mí.

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—Os prometo no dudar nunca más —profirió Lotario—; pero ¿por qué diablos bajabais con tal furia y os las habíais de tal suerte con estos escalones? ¿Os estabais adiestrando?

—No, lo confieso —respondió Gamba turbado—; no era el pasatiempo desinteresado de un cuarto de hora prestado al arte, sino que aplicaba éste a las necesidades de la existencia; hacía uso de mi agilidad con el propósito egoísta de llegar más pronto al patio. Hacía... lo que vulgarmente se llama bajar los peldaños de cuatro en cuatro. Abajo me están aguardando.

—¿Acaso es a vos a quien espera impaciente el simón ese de las cortinas cerradas?—iUn simón!... ¡Ah! sí... puede... —respondió Gamba, corrido y confuso.—Ea, idos, camastrón —repuso Lotario con sonrisa que aumentó el sonrojo de Gamba.—Os engañáis en vuestras suposiciones —replicó el hermano de Olimpia—. Abajo me está

aguardando un simón, es cierto, pero dentro de el no hay nadie.—Veo que os parecéis a vuestro coche —dijo Lotario—, bajáis las cortinas de vuestra discreción.—Os juro que no —replicó el gitano, cuyo pudor se sublevaba a las sospechas del joven—.

Además, por todo el oro del mundo no introduciría yo una mujer en el patio del palacio de mi hermana. ¡Digo! y con la moral digna y severa que ésta usa. ¡Vaya una cara le pondría! ¡y a mí! ¡Ah! y dicho sea de paso, Olimpia os está aguardando con devoradora impaciencia; y ya que vais a verla, a lo menos hacedme el favor de no imbuirle vuestras estrambóticas suposiciones, pues son diametralmente opuestas a la verdad. En puridad lo que hay es esto: vos sabéis que mi hermana tiene empeño en que nadie sepa su vuelta a París; y como si alguno de sus conocidos me viese por la calle, mi presencia no tardaría en denunciarla, no salgo nunca sino en coche, y aun escondido tras las cortinillas; por esto están corridas las del simón que hay en el patio. Ni más, ni menos. No voy de galanteo, sino a dar una simple carrera.

—¿Y para dar una simple carrera —insistió el desapiadado Lotario— abreviáis la longitud de la escalera saltando de un modo capaz de romper el espinazo a un gato?

—La verdad, no —respondió el virtuoso Gamba, desesperado de salir con brillo de una mentira—, iba a dar una carrera que, al contrario, me interesa por modo indecible.

—¡Ah! ¡tunante!—Me iba a la administración de correos, pues habéis de saber que desde el principio de la

primavera estoy aguardando la llegada de una carta que puede hacerme dichosísimo. Ahora, que la carta esa sea o no mensajera de amor, no atañe sino a las cabras. Ya veis que en el coche no hay nadie. ¡Dios quiera que haya para mí algo en correos! Pero si hoy no, volveré allá mañana, y pasado, y el otro, y todos los días. Hasta luego, ya es hora de abrir el despacho de cartas. Mi hermana está arriba. Tengo la honra de saludaros.

Y de un salto Gamba llegó al pie de la escalera, en tanto que Lotario, riendo del encuentro, apenas había subido algunos escalones.

Conforme el gitano dijera al sobrino del conde de Eberbach, Olimpia vivía en la soledad y en medio del más riguroso incógnito.

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La cantarina no había querido volver a sus habitaciones de la isla de San Luis, donde la hubieran hallado en continente sus admiradores y amigos de la capital.

De regreso, instigada por un plan que no comunicaba a nadie, Olimpia tenía absoluto empeño en permanecer oculta e ignorada de todos, a cuyo efecto había exigido de Gamba que no saliese nunca sin tomar las más minuciosas precauciones para que no le conociesen, y amenazándole con retirarle su amistad como alguien le viese, sobre todo el conde de Eberbach o Samuel.

Por lo que a ella se refiere, no salía sino contadísimas veces, ya oscuro, en coche, para respirar un poco de aire. Además, había tomado un nombre supuesto y dado al portero de su palacio orden severa de que no dejase entrar a nadie bajo pretexto alguno.

Sólo Lotario estaba exceptuado de la consigna.Olimpia había en efecto pedido con instancia al joven que la tuviese al cabo de cuanto ocurriese

y que sin perder segundo viniese a comunicarle todas las modificaciones, por nimias que fuesen, que pudiesen sobrevenir en la situación o en las disposiciones de Julio.

Al principio Lotario había tomado este interés por un mal apagado resto de la antigua amistad de la cantarina por el conde de Eberbach. Por más que le cabía la seguridad de que esta amistad había sido pura, era innegable que Olimpia sentía por Julio una simpatía y un afecto que podían haberse agravado y acrecentado con el matrimonio de éste con Federica; pero la cantarina hablaba de semejante matrimonio con desinterés tan sincero y tan franco olvido de sí misma, que era evidente se ocupaba en él por bondad más que por celos, y que si amaba al conde, era por él y no por ella.

Olimpia pensaba no solamente en la dicha de Julio, sino también en la de Lotario. ¿De dónde se originaba esta cordial solicitud en pro de un joven a quien apenas había visto? Este súbito acceso de ternura no podía tomarse por amor, ya que el único afán de Olimpia parecía ser el ver a Lotario dichoso con Federica.

Fuere cual fuese el sentimiento que a esta protección diese vida, Lotario la aceptaba. De ahí que fiase en la cantatriz y le comunicase cuanto bueno o malo le ocurría.

Todas las semanas, y más de una vez, el joven iba a hablar de sus esperanzas o de sus temores con Olimpia, quien le alentaba en sus alegrías o le reanimaba en sus decaecimientos.

Ahora, empero, hacía seis largos días que Lotario no pareciera por el palacio del muelle de San Pablo.

Olimpia estaba en zozobra. ¿Qué había acontecido? ¿Por qué aquel mortal silencio? ¿Desconfiaba de ella Lotario, o estaba éste enfermo? Todas las suposiciones funestas le cruzaron por la mente.

Primeramente le había aguardado día tras día, luego de hora en hora, hasta que por fin, la víspera, le escribió una carta en que le rogaba encarecidamente viniese a verla, si es que no estaba enfermo.

Todavía la tenían en sobresalto estos temores, cuando entró un criado en la sala donde se encontraba y anunció a Lotario.

—¡Que entre! —dijo con precipitación Olimpia. Y al aparecer el joven, la buena mujer voló a su encuentro, profiriendo en son de reproche:

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—¡Ah! ¡por fin! ¿Qué ha sido de vos? Espero que a lo menos os asistan poderosas razones para dejar de esta suerte a vuestros amigos sumergidos en la ansiedad.

—Os pido mil perdones, señora —dijo Lotario besándola la mano.—No se trata de pedirme perdón —replicó Olimpia—, pues os consta que por mi parte estáis

siempre perdonado. Decidme sin dilación las novedades que ocurren. Ea, sentaos y hablad y no me ocultéis cosa alguna. Ya sabéis, mi querido Lotario, por qué tengo empeño en conocer todos vuestros secretos. Decídmelo, todo, como lo diríais a vuestra madre.

—¡Oh! ¡como lo diría a mi madre! —profirió Lotario sonriendo de modo que quería indicar que Olimpia era demasiado joven y demasiado hermosa para semejante título.

—Vuestra sonrisa es por demás galante, —repuso la cantarina—, pero os certifico que siento por vos lo que sentiría por un hijo. ¿Dudáis de mis palabras?

—No, señora—respondió el joven con gravedad—, y por vuestros sentimientos hacia mí os doy las más sinceras gracias.

—El mejor modo de dármelas es portaros conmigo como un hijo. ¿Qué novedades ocurren?—Ninguna. La única es... la llegada de la primavera.—¿De veras?—De veras, y me parece bastante. ¿Queréis que os lo diga, señora? pues la primavera es lo que me

ha impedido venir a veros estos últimos días, porque me ha conducido a otra parte.—¡Ya! empiezo a comprender —repuso Olimpia.—¡Oh! escuchadme —dijo Lotario—, porque si vos sentís necesidad de saberlo todo, yo la

experimento de no callaros nada. ¡Ah!, señora, hace ocho días que soy casi dichoso. Las hojas brotan en las ramas, el sol sonríe en el firmamento, y Federica se pasea. Hay menos polvo en el valle de Montmorency que en el bosque de Polonia; por lo tanto y como es lo más natural que yo dirija mi caballo hacia donde hay menos polvo, me he encaminado con más frecuencia hacia el sitio por el cual se pasea Federica. Os juro que no tengo necesidad de espolear a mi caballo; el noble animal me lleva allá de suyo, y de improviso, sin que yo sepa cómo, involuntariamente, a pesar mío, me encuentro ante ella.

—Tal vez obréis mal, Lotario —dijo Olimpia.—¿Por qué, señora? ¿Aparte de la angelical pureza que guarda a Federica con más eficacia que el

querubín armado del Paraíso terrenal, no está con nosotros la señora Trichter, que no nos abandona nunca? Ahora creo me perdonaréis el que no haya venido a veros estos días; todo el tiempo que me han dejado libre los asuntos de la embajada lo he empleado en los caminos.

—¿Y os habéis encontrado con Federica todos los días? —preguntó Olimpia, que escuchaba con gravedad y casi cuidadosa a su interlocutor.

—¿Todos los días? ¡Oh! no —respondió Lotario—. Durante los ocho transcurridos no he ido sino cinco veces a Enghién. Pero decidme, ¿verdaderamente reprobáis mi conducta? —añadió aquél al notar el serio ademán que había tomado Olimpia.

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—No —respondió ésta—, pero temo.—¿De qué?—De vos y de otro.—¡De mí!—De vos, sí; temo que al ver, como veis, todos los días a Federica, acostumbrándoos a no poder

pasaros sin ella, no os abandonéis con exceso a una intimidad tan peligrosa.—¡Oh! —profirió Lotario— entre ella y yo se levanta la honra y la bondad del conde de Eberbach.—Hoy las veis aún —repuso Olimpia—; pero ¿sucederá siempre lo mismo? ¿A los veinte años y

enamorado como estáis, os atrevéis a responder de vuestra razón al tiempo que humedecéis los labios en la embriagadora copa?

—Señora —dijo el joven un poco inmutado, os repito que Federica me conforta, y debe inspiraros confianza respecto de mí.

—¡Ay! —profirió Olimpia—, Federica os ama.—Entonces ¿qué queréis que haga yo? —preguntó el joven.—Quiero... quiero que partáis otra vez.—¡Partir otra, vez! —exclamó Lotario.—Sí —dijo Olimpia—; la misma causa que os constriñó a marcharos a Alemania, os ordena

volver allá.—¡Nunca! —profirió Lotario—. Semejante viaje me ocasionaría ahora la muerte.—¿No lo habéis efectuado ya una vez? —insistió Olimpia.—Entonces era completamente distinto —argüyó Lotario—; no era correspondido; pero ahora lo

soy, lo sé, ella me lo ha dicho, y no puedo respirar otro aire que el que ella respira. Entonces quise huir de la tristeza, de la desesperación y de la indiferencia. ¡Ah! ¡si supieseis de qué huiría en la actualidad! ¡Si nos hubieseis visto una sola vez, paseándonos mano a mano por la orilla de ese lago encantador que refleja menos rayos que los ojos de Federica! ¡Si supieseis qué es disfrutar a la vez de los veinte años, del mes de abril y del amor, del canto de los pájaros en torno nuestro y del gozo en el corazón! Ved que quisierais arrancarme todas las primaveras juntas.

—¡Pobre muchacho! —dijo Olimpia, conmovida ante tan profunda pasión— ya veis si me asisten motivos para asustarme. ¿Si de ella habláis de esta suerte, qué palabras le dirigís?

—Sosegaos, señora —respondió Lotario con dignidad—, y no me juzguéis capaz de decir a Federica una sola palabra que pueda ofender su delicadeza y la susceptibilidad de mi querido bienhechor. Me tendría a mí mismo por el ser más despreciable del mundo como se me acudiese siquiera el pensamiento de engañar al conde, que tan bondadoso ha sido para con nosotros.

—Creo en vuestra probidad, Lotario —repuso Olimpia—, y os estimo de intentos nobles y de voluntad bastante firme para no corresponder a un favor con una perfidia. Pero ¿cuántas miradas de la mujer amada se necesitan para dar al traste con la voluntad de un hombre por decidida que ésta sea?

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—Tendré más energía de la que imagináis, señora.—Enhorabuena, quiero creer lo que decís —profirió Olimpia—; ¿pero existe pureza tan

inmaculada que, cuando menos, no pueda verse menoscabada por las apariencias? ¿Sabe el conde de Eberbach que vais todos los días a Enghién y que allá os encontráis con su esposa? No, ¿no es así? Pues bien, suponed que se lo dicen.

—El conde es demasiado noble para sospechar una perfidia.—Si no viese más que con sus ojos, pase —replicó Olimpia—; pero ¿y si otro le muestra a un joven

que se pasea a la sombra del follaje con su joven esposa? ¿Si ese otro por odio, por ruindad, por celos o por la causa que fuere, da a esas citas una interpretación torcida, las mancha con suposiciones gratuitas, las enloda con sarcasmos propios de su alma maldita, creéis que el espíritu del conde, debilitado por la enfermedad y la tristeza, tarde mucho en dar crédito a esas acusaciones a las que vuestra edad y la de Federica y la situación extraña en que ambos os encontráis, darán visos de verosimilitud?

—Nadie tiene interés en martirizar a mi tío y en calumniar a Federica —replicó Lotario con sorpresa.

—Sí, hay quien puede tenerlo —repuso Olimpia.—¿Y quién es?—Samuel Gelb.—¿Samuel Gelb? —repitió Lotario con incredulidad—. ¡Samuel Gelb, que tan generoso se ha

mostrado con Federica y conmigo! ¿Os habéis olvidado, señora, de lo que Samuel ha hecho? Amando, como amaba, a Federica y pudiendo tomarla por esposa a la muerte de mi tío, ya que aquélla se había comprometido solemnemente a no pertenecer nunca a otro que a él, la relevó de su compromiso; renunció a ese paraíso al ver que Federica y yo nos amábamos. ¡Calculad el sacrificio que implica renunciar a ella! Ahí lo que el señor Samuel Gelb ha hecho por mí. Le debo tanto y tal vez más agradecimiento que a mi tío; porque en definitiva él casaba con Federica por amor en tanto que el conde de Eberbach no lo ha hecho sino por paternidad, digámoslo así. En rigor, el conde de Eberbach nada me ha sacrificado; me ha legado a Federica; no me ha cedido sino su herencia, cuando Samuel me ha dado su vida. Sí, se ha sacrificado pese a su salud, a su amor y tal vez a sus celos. Estando todavía en París Federica y viviendo reunidos, Gelb era el primero que se sonreía al contemplar nuestros castos y fraternales desahogos; él la alentaba para que se mostrase suave y cariñosa conmigo; y cuando el bueno de mi tío, enfermo, sentía arrebatos de mal humor y de tristeza, Samuel era también quien nos defendía. ¡Y a pesar de eso me decís que desconfíe de él!

—No digo que desconfiéis de Samuel a pesar de eso, sino por eso —replicó Olimpia—. Escuchadme, Lotario, yo sé quien es Gelb. ¿Cómo? no me lo preguntéis, porque no podría responderos; pero creed a una mujer que os quiere maternalmente: el hombre ése es de aquellos que vale más que amenacen que no que sonrían. Su amistad no puede ser sino una celada terrible; de consiguiente, prevenios. Creer que un alma como la suya, avasalladora, sombría, voluntariosa, nido de las pasiones más arrebatadas y siniestras, haya podido renunciar sin plan preconcebido a una mujer amada que le

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pertenecía; que Samuel Gelb pueda dejar que impunemente le quitéis a Federica, sería una locura. Le conozco, Lotario, y de nuevo os recomiendo que viváis prevenido. ¡Pero que se guarde él también!

Esta última frase de Olimpia tranquilizó un poco al joven, a quien el acento profundo y penetrado de la cantarina empezaba a infundirle dudas respecto de la sinceridad de Samuel. Pero el tono de odio y de amenaza con que la cantarina pronunciara las últimas palabras le desvaneció toda sospecha. Evidentemente a Olimpia la asistía algún motivo personal para malquerer a Gelb, pues en el relámpago de ira que iluminara los ojos de la noble artista había reverberado una injuria inferida a ella por semejante hombre.

—Indudablemente —se dijo Lotario— Olimpia cree que Samuel influyó en su contra en el ánimo del conde de Eberbach cuando éste se apasionó por ella. ¿Quién sabe si estaba enamorada de mi tío y la hubiera halagado convertirse en condesa, y si obedece a esto el rencor que conserva contra el hombre de quien sospechó le había arrebatado el título y la fortuna que esperara, para darlos a su pupila?

Esta hipótesis parecíale más verosímil al joven que no admitir la posibilidad de disposiciones hostiles en un amigo que había llevado su abnegación en pro de él hasta cederle la mujer a quien amaba.

Esta interpretación del pensamiento de Olimpia provocó en Lotario una sonrisa apenas perceptible.¿Notó y comprendió la cantatriz esta sonrisa? No podemos afirmarlo. Lo único que nos cabe decir

es que, tomando de nuevo la palabra, se expresó en los siguientes términos:—Ante todo, Lotario, quiero que os persuadáis de que en cuanto os digo no hay palabra que no

vaya encaminada a vuestro provecho. En todo este negocio no veo sino a dos personas: al conde de Eberbach y a vos. Yo me elimino por completo. Como hubiésemos llegado a tiempo, hubierais visto cómo pretendía yo serviros. En la hora de ahora seríais el marido de Federica. Pero sea por culpa de quien fuere, la carta llegó demasiado tarde. Este singular y súbito casamiento ha trastornado todos mis designios. En lo presente, en lugar de ir a ver al conde de Eberbach, evito encontrarle y me escondo de todos temerosa de que me vean. Y esto obedece a dos causas que es inútil sepáis. Sin embargo, si pudiera reportaros provecho el que yo abandonara mi incógnito, decidido, y me mostraré y hablaré, sean cuales fueren las consecuencias que de ella se me originen. ¿Habéis oído? A toda costa os preservaré a vos y a Federica. Quiero que estéis bien persuadido de la sinceridad de mis palabras, a fin de que no me ocultéis nada y me pongáis al corriente de todo.

Lotario escuchaba entre, agradecido y admirado a aquella divina y misteriosa mujer que parecía tener en sus manos el destino de los demás.

—¿Os sorprende que os hable de esta suerte? —continuó Olimpia—. ¿Ponéis en duda que yo, pobre cantatriz venida de Italia y que no he pasado sino contados meses en París, pueda, desde el interior de esta solitaria vivienda, conocer y dominar a tan poderosos personajes? Pues bien, sujetadme a prueba. Cuando necesitéis de mí, ya veréis si obtengo o no del conde de Eberbach lo que queráis. Por lo que respecta a Samuel, como se interponga a vuestro amor, como se atreva a colocarse entre Federica y vos, os prometo que por muy audaz y fuerte que sea, con sólo una palabra le dejaré aterrado.

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Al hablar de esta suerte, los ojos de Olimpia brillaban de un modo terrible y soberbio, y su frente tenía un reflejo de la fe irritada y radiosa del arcángel vencedor del demonio.

—¿Vais a Enghién hoy? —preguntó de improviso la cantarina.—No sé... tal vez... —respondió Lotario con turbación y ensayando disimular.—¿Habiéndoos dicho lo que os he dicho, todavía desconfiáis? —preguntó Olimpia.—No —respondió al punto el joven—; voy. Si no os lo he dicho de buenas a primeras, no ha sido

por falta de confianza, sino por temor de que me regañaseis.—Consiento que también hoy volváis a Enghién, pero con dos condiciones.—¿Cuáles?—Que me juréis por lo más sagrado que en adelante me diréis cuanto os suceda, hasta en sus más

mínimas circunstancias.—Os lo juro por el alma de mi madre —profirió con gravedad Lotario.—Gracias. Luego, que no olvidéis mi recomendación, esto es, que desconfiéis de Samuel Gelb

y de todo el mundo, y que principalmente en vuestras visitas a Enghién evitéis cuanto pudiera dar el menor pábulo a la maledicencia y a insidiosos comentarios.

—Os prometo no olvidar vuestra recomendación —dijo el joven levantándose.Olimpia condujo a Lotario hasta la puerta, y mientras a ella los dos se encaminaban, dijo:—Quisiera ver y conocer a Federica; estoy segura de que me escucharía con más obediencia

que no vos. Por desgracia es imposible. ¿Qué pensaría la sociedad y sobre todo qué diría ésta de las relaciones de una cantatriz a quien el conde de Eberbach galanteó el año pasado, con la mujer de éste? Ya que no puedo hablar sino con vos, a lo menos escuchadme por vos y por ella. Hasta luego, ¿no es así?

—Hasta luego —respondió Lotario.Y en besando la mano a Olimpia, el joven bajó por la escalera, atravesó el patio, se subió sobre

su cabalgadura y partió al trote largo; pero al llegar al bulevar de San Dionisio y en el momento de penetrar en el arrabal, se cruzó con Samuel Gelb, que a pie venía de Menilmontant y al parecer se dirigía hacia el palacio del conde de Eberbach.

Después de lo que acababa de decirle Olimpia, a Lotario le causó una impresión dolorosa semejante encuentro.

—Va a sospechar adonde voy —dijo para sí el joven—, y quizá se lo cuente a mi tío. ¿Si en vez de encaminarme hoy a Enghién, me fuese dentro de una hora a ver a mi tío y burlase de este modo a Samuel? Es lo mejor que podría hacer.

Y Lotario, en lugar de internarse en el arrabal, volvió grupas y siguió el bulevar en dirección a la Bastilla.

—Pero ayer dije a Federica que hoy iría a verla —pensó el joven lleno de tristeza—, y estará en zozobra. Además, bien podía yo pasar por la calle del arrabal de San Dionisio sin encaminarme a Enghién, y conocer a alguien en el arrabal, y dirigirme al cerro de Montmartre. ¡Ja! ni siquiera me ha

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visto Samuel; miraba hacia el lado opuesto por el cual yo pasaba. No, no me ha visto. Y no me cabe ya duda de ello, porque no me ha devuelto el saludo.

Luego, cortando repentinamente su tranquilizador discurso, añadió:—Lo mismo da, sería más prudente no ir hoy a Enghién. Pero mientras obedecía a este flujo y

reflujo de su pensamiento, Lotario, después de haber ido al paso hasta el puente de Austerlitz, entraba de nuevo al trote largo en el arrabal de San Dionisio.

—¡Hah! —se dijo— más hubiera valido ir aprisa; todavía es hora. Estaré de vuelta antes no nazcan las sospechas.

Y dando con las espuelas a su caballo, subió el arrabal al galope, seguido de su criado, que apenas podía darle alcance y no acertaba a explicarse el caprichoso andar ni los rodeos de su amo.

Lotario llegó a Enghién, A la villa de Federica, en el mismísimo instante en que en la calle de la Universidad Julio y Samuel se subían al coche para ir a sorprenderles.

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CAPITULO IILa esposa prometida

Según ya hemos manifestado, la casa donde Federica vivía en Enghién era una graciosa y pequeña villa cuyas ventanas miraban al lago y a Levante.

Los rojos ladrillos, cuyo color, tostado por los veranos precedentes y lavado por las lluvias invernales, se había amortiguado hasta convertirse casi en color de rosa, armonizaban con el suave verde de las ventanas.

Nada más risueño que aquella fachada, por la que trepaba un parral que para el otoño prometía a la villa un frondoso cinturón de pámpanos y de racimos de uvas.

El interior no era menos atractivo que el exterior. Lotario fue quien por encargo del conde había cuidado de su arreglo. Muebles raros, colgaduras de seda azul salpicadas de blancas rosas, péndulo de Sajonia, mosaicos, alfombras esponjosas en las que se hundían los pies hasta el tobillo, preciosos cuadros de los maestros vivientes, libros de los poetas modernos; nada faltaba allí de cuanto contribuye a rodear de atractivos y comodidades la existencia.

Con sólo abrir la ventana de su aposento, Federica se encontraba en el campo, en medio de las colinas, del verdor y de los lagos, y al cerrarla se veía en uno de los más cómodos y graciosos palacios de la calle del arrabal de San Honorato. En aquel chalet atestado de todas las creaciones de la industria y del arte, la joven disfrutaba al par que de la naturaleza, del lujo. Era Suiza con el aditamento de París.

Delante de la villa florecía un hermoso jardín inglés, cuyos últimos ramos besaban las aguas del lago.

Hacía una hora que la señora Trichter, que sentada en el salón se ocupaba en labrar unas calcetas, observaba cierta turbación en el gesto de Federica; la cual entraba, salía, se sentaba, se levantaba, bajaba al jardín, se subía a su aposento, en una palabra, no estaba un segundo en reposo.

La inocente y leal condición de la joven era demasiado transparente para que fuese difícil adivinar que ésta estaba aguardando a Lotario y se impacientaba por su tardanza.

Veinte minutos hacía que había sonado la hora en que éste acostumbraba a llegar. ¡Veinte minutos de retardo! ¡Cuantas catástrofes, enfermedades, caídas de caballo, minas y derrumbamientos de todas clases no imagina en veinte minutos un amante!

¿Qué podía haberle sucedido a Lotario? La última vez que se vieran, Federica le había repetido que apresuraba demasiado a su caballo. ¿Por qué darle tan fuertes espolazos que le hacían encabritar? No hay medio más seguro de que suceda una desgracia, pues por muy buen jinete que uno sea, en este caso no hay quien se sostenga en la silla. Pero no, Lotario se mantenía demasiado firme en ésta para que le aconteciese descalabro alguno. Entonces ¿por qué no venía? ¿Acaso estaba enfermo?

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Decididamente Lotario había hecho bien al no escuchar el pensamiento que por un instante sustentara al encontrarse con Samuel. ¿Si ya tan cuidadosa estaba Federica porque él iba más tarde que de costumbre, qué no hubiera sucedido de no ir en todo el día?

En medio de su desasosiego, la joven se había subido a una como azotea, desde la cual se descubría la carretera, cuando a poco y de improviso vio en ésta, del lado de París, una nube de polvo y oyó galopar de caballos.

Federica, que no tenía necesidad de ver con los ojos para que su corazón conociese al jinete, se bajó apresuradamente de la azotea, murmurando: «¡Es él!», y cuando llegó a la escalinata, Lotario había ya echado pie a tierra, entregado las bridas a su criado y subido tres o cuatro gradas.

—Buenos días, Lotario —dijo la joven sonriendo de modo que daba a comprender no se acordaba ya de la desazón y de las ansias de la espera.

—Muy buenos, Federica —contestó Lotario.Una vez ambos jóvenes se hubieron estrechado la mano, aquella condujo a Lotario al salón donde

estaba la señora Trichter.—¿Cómo está el señor conde de Eberbach? ¿Le habéis visto? —preguntó Federica a Lotario una

vez se hubieron sentado.—Le vi anoche.—¿Por qué no esta mañana para darme noticias más recientes?—Es que mi tío se sentía anoche tan bien —respondió Lotario—, que he creído inútil informarme

de su salud después de tan pocas horas.—¿Así pues continúa su mejoría? ¿Y qué dice el señor Samuel?—El señor Samuel Gelb halla que por ahora es imposible desear más. Sólo teme la llegada del otoño.—Si durante el otoño recae —dijo Federica—, nosotros estaremos a su lado y le cuidaremos vos

y yo de tal modo, que, como la otra vez, le salvaremos, ¿no es verdad?—Sí —respondió el joven—; si para vivir no le es menester sino nuestro afecto, está mejor que

nosotros.—Nuestro afecto, decís bien —profirió Federica—. Pero ¿por qué han dispuesto que se separe de mí?—En cuanto a eso han estado acertados —respondió el joven inconscientemente.—No tal —repuso Federica—, han obrado malamente al hacerlo, como yo también he obrado

mal al consentir en ello. Yo debía no haberme separado de él, pues necesitaba de mí para sonreírse y experimentar esa alegría que constituye la mitad de su salud. Os pareceré vanidosa tal vez, pero a vuestro tío le era menester una persona joven, animada, que le hiciese volver a la vida, y me cabe la seguridad de que con sólo verme sentía gran bienestar. Además, si me resigné a venir aquí fue con la precisa condición de que le vería diariamente; promesa que no ha cumplido, ya que apenas viene una vez a la semana. A mí me tienen clavada en esta villa so pretexto de que estoy enferma, cuando nunca me he sentido tan cabal de salud. Pero esto no puede durar, y por lo tanto he tomado una resolución.

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—¿Cuál? —preguntó Lotario con inquietud.—He arbitrado un medio —continuó Federica— para que desde hoy el conde y yo, aunque

vivamos bajo techos diferentes porque así a él le place, no pasemos día sin vernos. Es muy sencillo: dos días seguidos iré a pasarlos y a comer en el palacio de París, y el tercero vendrá el conde a pasarlo y a comer aquí. De esta suerte por cada dos veces que yo vaya él vendrá una, y me verá todos los días sin que esto le cause gran fatiga. ¿Qué os parece? ¿He pensado en todo?

—En todo, menos en mí —replicó Lotario molesto.—También he pensado en vos —dijo la joven—. De esta manera nos veremos más a menudo.

Cuando el conde venga acá, vos le acompañaréis, y los días que yo vaya a París, comeréis en casa de vuestro tío. Así me veréis diariamente, y no por espacio de una hora y a escape, sino cuanto tiempo queráis; además de que os ahorraréis el extenuaros recorriendo incesantemente los caminos.

—Lo que con esta combinación saldré ganando —repuso el joven, con el mismo gesto contrariado— será dar algunos paseos menos y no veros ya más sino en público.

—¡Oh! —profirió la joven echándose a reír—, si tanto os da fatigaros y no os halaga el hablarme únicamente en presencia del conde, de tiempo en tiempo y cuando habréis sido discreto a carta cabal por espacio de ocho días, os permitiré que me vengáis a buscar o bien que por la tarde me acompañéis a mi regreso, vos a caballo y yo en coche. —Y batiendo palmas, la ingenua niña añadió—: ¿Habéis oído, mi estimado sobrino? ¿No os parece de perlas? Ya veis, celosillo, cómo hay medio de arreglarlo todo, y cómo no hay para qué molestarse anticipadamente con las ideas que a nosotras las mujeres puedan ocurrírsenos. Ea, ¿estáis satisfecho?

—Sois adorable —profirió Lotario henchido de gozo.—¿Si diésemos una vuelta por el jardín? —dijo Federica.—¡Hace un día tan hermoso y es tan puro el ambiente que se respira fuera! No vivimos en el

campo para ahogarnos en un salón. ¿Venís?Lotario siguió a su prometida, que se encontraba ya en la puerta.—Venios con nosotros, señora Trichter —dijo la joven.La anciana ama de llaves tomó su ovillo de lana y sus agujas y se reunió a los jóvenes.—¿Por qué os hacéis acompañar siempre de la señora Trichter? —dijo Lotario en voz baja a

Federica y en un nuevo arranque de mal humor.—Amigo mío —respondió la joven poniéndose seria—, la confianza que nos demuestran y la

libertad en que nos dejan, nos obligan a guardar toda delicadeza y todo respeto.—También esta vez os asiste la razón —dijo Lotario.La señora Trichter, que acababa de reunirse a los dos jóvenes, había oído algunas palabras y

adivinado el resto.—¡Oh! —profirió la buena mujer—, en vuestro interés está que yo os acompañe; y lo está para

que en caso necesario tengáis en mí un testigo de vuestra discreción y de vuestro recato ante el señor

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conde y el señor Samuel Gelb. Ya se que mi presencia es inútil; pero si me encuentro aquí es para atestiguar que el señor Lotario es el joven más honrado y la señorita Federica la mujer más honesta que existen en el mundo. Ahora sé a qué atenerme, y ni siquiera os observo. Hago como que estoy presente, pero tengo el pensamiento muy lejos de vosotros.

Esto lo decía la señora Trichter mientras los tres iban caminando por las alamedas, en las que los rayos del sol sonreían a las lilas tempranas.

—Venid, nos sentaremos aquí —dijo Federica mostrando un banco desde el cual podían sumergirse los pies en el agua.

Lotario la siguió.La señora Trichter se sentó cerca de ellos, entregada por completo a su inseparable calceta.Los dos jóvenes permanecieron silenciosos por unos instantes. Lotario parecía estar un poco

absorto.—¿En qué estáis pensando? —le preguntó Federica.—¿Queréis que os lo diga? —profirió Lotario—, pues estaba pensando en la singular posición

que nos han creado la malevolencia del acaso y la bondad de mi tío. ¿Existen por ventura en el mundo dos seres que se amen en las mismas condiciones que nosotros? ¡Pertenecernos, ser marido y mujer y no poder yo siquiera besaros en la frente! Vos sois la esposa de otro, y este otro nos deja en amplia libertad, y después de habernos reunido y desposado, se separa de vos para no mover mis celos; sin embargo de lo cual somos más esclavos que los amantes más vigilados y más sujetos. Todo es contradicción en nuestra vida. Yo os amo como mujer alguna lo haya sido; no vivo sino esperando el día en que me perteneceréis por completo, y con todo no me atrevo a desear la llegada de él. Como dependiese de mí el hacer que sonase inmediatamente tan anhelada hora, en la que cifro mis ilusiones todas y toda mi ambición, la retardaría, porque la de nuestro matrimonio será la que señalará el fin de la vida de mi tío. Grato y amargo sino el nuestro: para vivir aguardamos la muerte de un hombre a quien amamos, y nuestra boda empezará en un entierro.

—¿Queréis callaros, ave de mal agüero? —profirió la joven riendo para evitar que se le contagiasen tan sombrías ideas—. Es esto todo lo que os inspiran la primavera y mi presencia. Si os entristece el verme, podéis volveros a París. ¡Cómo! ¿Ahí agradecéis el milagro que Dios ha obrado para vos? ¡La Providencia ha inspirado a vuestro tío el noble y generoso pensamiento de abnegarse; en el momento en que acababais de perderme, súbitamente me habéis hallado de nuevo, y todavía no estáis contento! ¿Qué os falta?

—Perdón, Federica; me quejo injustamente. Soy cien veces más dichoso de lo que merezco, y debería bastarme para toda una eternidad contemplar vuestros risueños ojos y oír vuestra hechicera voz; pero no depende de mí que cuando os veo por espacio de una hora me asalten deseos de veros incesantemente. Siento tanta sed de vuestras miradas, de vuestra alma y de vuestro corazón, que me parece que en mi vida podré apagarla. Vos estáis serena y tranquila, vivís en una paz inalterable superior a las inquietudes de la pasión; pero yo soy hombre, no ángel como vos, y hay instantes en que me dan arrebatos y en que la sangre que late en mis sienes me impide oír la voz de la razón.

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—Sin embargo, precisa que la escuchéis —repuso Federica—. Resignaros con vuestra suerte en la situación en que os encontráis, no implica mérito alguno: en lo presente tenéis una prometida a quien podéis ver todos los días, a quien desesperasteis de poseer en vuestra vida y a quien un prodigio ha hecho vuestra; y en cuanto a lo venidero, tenéis en perspectiva una mujer que os ama, que es ya vuestra de corazón, por voluntad de su marido y por el consentimiento de todos. En verdad sois digno de compasión. No digo que no os falte algo; ¿sabéis qué? un poco de paciencia.

—Más fácil os es a vos el tenerla que no a mí —dijo Lotario.De improviso Federica se levantó.—¿Qué os pasa? —preguntó el joven.—¿No habéis oído?—¿Qué?—El ruido de un coche que ha entrado en el patio, allá abajo.—No —dijo Lotario—; cuando me habláis no oigo sino vuestra voz.—¡Ah! no me había equivocado, mirad —profirió la joven mostrando a Lotario el conde de

Eberbach, que entraba en el jardín, apoyado en el brazo de Samuel.Federica se dirigió corriendo al encuentro del conde gozosa y sin temor, como Eva, antes de pecar,

debía de acudir a la voz de Dios en el Paraíso terrenal.También Lotario se apresuró a reunirse a su tío, asimismo sin temor, pero tal vez con gozo menos

sincero; y es que aun cuando su conciencia no le dirigiese reproche alguno, y no sintiese en su alma sino veneración y afecto por su tío, no dejaba de turbarle el que éste le hubiese encontrado platicando con Federica. Además, la presencia de Samuel contribuía a aumentar su zozobra, e involuntariamente le traía al recuerdo la impresión que experimentara aquella mañana al encontrarle en el bulevar, y lo que Olimpia le había dicho.

¿Era en realidad Samuel, como lo afirmara la cantarina un hombre peligroso en quien no había que fiar? ¿Era él quien advirtiera a Julio respecto de la visita de Lotario a Federica, y venía a corromper y a cerrar aquel Edén?

Sea lo que fuere, la sonrisa cordial con que Samuel acompañó un franco apretón de manos, desvaneció las sospechas que se habían levantado en el ánimo del joven.

Federica iba al lado de su esposo, gozosa de verle, tranquila, no sospechando siquiera que tuviese que defenderse de la presencia de Lotario.

—¡Oh! ¡Por fin os veo! ¡Qué dicha! —exclamó la joven apartando el brazo que Samuel daba al conde y haciendo que éste lo apoyase en el suyo—. Estábamos hablando de vos; me sentía un poco inquieta. ¿Qué tal esa salud? Pero habéis venido, señal de mejoría.

—Buenos días, tío —dijo Lotario.

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Julio, en cuyos ojos se reflejaba el recelo, contestó con un movimiento de cabeza a los cariños de su esposa y al saludo de su sobrino, y luego, conducido por aquélla, se sentó en el banco del que la joven se levantara al verle.

A una seña de Samuel, la señora Trichter se retiró a las habitaciones.

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CAPITULO IIIPrimera explosión

El gesto preocupado del conde de Eberbach no había pasado inadvertido a Federica; pero a ésta, en su candor angelical, ni aun se le ocurrió que ella pudiese tener participación alguna en el desasosiego de Julio.

—¿Qué tenéis, caballero? —preguntó la joven a su esposo— estáis sombrío. He aquí lo que habéis ganado apartándome de vos. Ya os lo dije. Pero como sois hombre de Estado y estáis acostumbrado a aconsejar a los gobiernos, no queréis prestar oídos a una niña como yo. Ahora conocéis vuestra sinrazón. No se prescinde tan fácilmente de mí, ¿sabéis? Está bien que os arrepintáis, pero yo debería castigaros malqueriéndoos y no yendo a veros poco ni mucho. Mas no, soy clemente, y muy al contrario de lo que digo, me las compondré de modo que pueda veros todos los días. De esto estaba hablando hace poco con Lotario. Pero ¿qué os pasa? ¡os ponéis aún más sombrío! ¿Acaso os molestan y os afligen mis palabras? ¡Oh! resueltamente os pasa algo.

—Efectivamente algo me pasa —contestó atropelladamente Julio.—¿Qué tenéis? —preguntó la pobre Federica un tanto conmovida ante el tono áspero del conde.—Tengo —respondió éste, señalando a Lotarío— que todavía seguís llamándome «caballero», y

que al caballero aquí presente le nombráis Lotario a secas. Federica se sonrojó.—¿Por qué os sonrojáis? —preguntó Julio con acento casi brutal, al que no tenía acostumbrada

a la joven.—Confieso mi culpa —respondió Federica toda turbada—. La razón os sobra, y os prometo parar

llamarle así para que en lo sucesivo no se repita. Como siempre os he oído llamar al caballero por su nombre de pila, os he imitado, pero sin reflexión, sino naturalmente, os lo juro.

—¡De este modo os justificáis! —exclamó el conde de Eberbach—. ¡Conque se os presentaba naturalmente! ¡Vuestros labios pronunciaban de suyo ese nombre! ¡Era vuestro corazón el que hablaba!

—No es eso lo que he querido decir —ensayó responder Federica—; pero tranquilizaos, caballero, no repetiré lo que tanto os ofende.

Y volviéndose hacia el joven, añadió:—No temáis, no volveré a llamaros Lotario.—Pero entretanto le llamáis así —profirió Julio—. Escuchad, Federica, no soy yo quien me ofendo

de esta intimidad de una joven con un joven, sino el respeto humano y el más vulgar sentimiento de los deberes sociales. ¿Qué queréis que piense la sociedad de una mujer de vuestra edad que abandona a su marido para celebrar entrevistas con el sobrino de éste?

—¡Caballero! —exclamó Federica ofendida.

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Pero Julio, que no oía sino sus amargos y enconados celos, continuó:—¿Qué queréis que piense la sociedad de una mujer de vuestra edad que se aprovecha de la

confianza y de la ternura de su esposo para recibir en la intimidad de su retiro a un joven que la ama, que así se lo ha dicho y sin cesar se lo repite? No os hablo de mí; olvido lo que he podido ser para vos; pero ¿cómo no comprendéis, en vuestro propio interés, que debiendo vos y él casaros, era menester no comprometeros, y que para que los demás respeten a su mujer debe un marido empezar por respetarla él mismo? ¿Tanto os apremia el tiempo, que no podéis aguardar con paciencia a que transcurran las contadas semanas que me quedan de vida y halláis que no me muero bastante aprisa? ¿No podíais esperar algunos minutos? No os hablo de mí, sino de vosotros. Sed ingratos, pero no ciegos; prescindid de vuestro afecto hacia mí si así os place, pero sírvaos de algo la inteligencia.

A medida de las palabras, Julio se iba animando, y un color febril le enrojecía los pómulos.Federica, amedrentada, por más que quería responder no atinaba a pronunciar una sílaba. No

atreviéndose a mirar a Lotario, fijaba los ojos en Samuel; el cual encogía los hombros como si le diese lástima la sinrazón de Julio.

En cuanto a Lotario, a ciertas palabras del conde había experimentado arranques de orgullo tan pronto sentidos como dominados por el recuerdo de los favores recibidos. Sin embargo, conocíase que la gratitud del sobrino de Julio luchaba con el amor del prometido de Federica. El joven no podía soportar que un hombre, por más que éste fuese su tío, emplease un tono tan altanero y soberano para con la mujer a quien él amaba. Así es que no pudiendo resistir más, no bien el conde de Eberbach hubo proferido las últimas palabras, replicó con voz respetuosa aparentemente, pero amarga en la esencia:

—Señor conde, os lo debo todo y todo lo sufriré de vos; pero cúmpleme deciros que si mis visitas a esta casa os disgustan en algo, a mí es a quien debéis culpar, pues he venido a ella por mi propia voluntad y sin obedecer al llamamiento de nadie. Conmigo, pues, es con quien tenéis que habéroslas, porque es por demás triste y me llena de sorpresa que descarguéis vuestro disgusto sobre quien no se ha hecho acreedora a ello.

—¡Esto es! —exclamó Julio con irritación creciente—. ¡Muy bien! Ya veis, señora, a qué extremo hemos llegado, al de que este caballero os defienda contra mí; pero quisiera saber con qué derecho el señor Lotario defiende a una mujer contra su marido.

—Con el derecho que me habéis conferido vos mismo —respondió Lotario.—Caballero —dijo Federica a Julio, e interponiéndose toda trémula entre éste y su prometido—,

como me atacasen, me refugiaría en vos; ¿quién, pues, podría pensar en defenderme contra vos? Cuanto pasa no es sino hijo de un error. Una palabra provoca otra, y acontece que luego han cruzado frases mal sonantes aquellos que no alientan sino afectos de ternura en el corazón. Ea, ¿por qué estáis enojado contra mí, contra nosotros? Sois tan bondadoso con todos y habéis estado tan admirable conmigo, que es menester os hayamos ofendido inconscientemente para que nos tratéis así; pero a lo menos creed que no ha habido intención, y que en cuanto a mí, antes preferiría morir que acoger por un solo segundo la idea de hacer cosa alguna que pudiese causaros el más mínimo, disgusto. Ya veis que os hablo con toda sinceridad; ¿me creéis?

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—¡Palabras! ¡palabras! —dijo Julio—; obras son amores.—¿Qué queréis que hagamos? —preguntó la pobre muchacha—. Paréceme que nunca me he

opuesto a vuestra voluntad. Citadme un solo acto de mi vida en que no me haya mostrado sumisa a vuestros deseos. ¿Qué he hecho que vos no hayáis querido o autorizado? Vos sois quien me dijisteis que el señor Lotario sentía por mí un afecto distinto de la aversión; vos quien me dijisteis que le amase; vos quien nos ha prometido, y unido, y dicho a él ante mí; «Federica no es sino mi hija, tómala por esposa». Al consentir yo que el señor Lotario viniese a verme, no he creído desobedeceros; al contrario. ¿Por qué, si os disgustaba que viniese, no me lo prevenisteis?

—¿Conque es menester que todo os lo digan? —repuso atropelladamente Julio—. ¿Conque nada comprendéis?

—¿Qué queréis que comprenda? —preguntó la joven.—Que cuando tengo la exagerada delicadeza de privarme de vuestra presencia, por un exceso de

miramiento hacia la susceptibilidad de Lotario...—¡Ea! —profirió Samuel interrumpiendo al conde y como arrastrado por el ascendiente de la

verdad— no te enaltezcas. Has estado bastante abnegado para que necesites encarecer tu devoción; pero dime, ¿por ventura has alejado a Federica únicamente por Lotario?

—¿Por quién, pues?—¡Caramba!, también tienes tú que ver en ello; confiesa que la has alejado tanto para separarla de

Lotario como para separarte de ella.—Y aun cuando fuese así ¡qué! —exclamó Julio exasperado— ¿no estoy en mi derecho? ¿Si sufro,

y estoy enfermo, y siento celos, Federica no es, al fin y al cabo, mi mujer? Lo olvidáis tan a menudo, que acabaréis por hacérmelo recordar.

En el ardor de su emoción, el conde se había puesto en pie; pero dejose caer de nuevo en el banco, pálido, postrado por tales arrebatos y casi desvanecido.

Federica, ahora tan movida a lástima como temerosa, se inclinó hasta Julio, y tomándole las manos, que las tenía frías como el mármol, le dijo con lágrimas en los ojos:

—¡Caballero!—¡Siempre caballero! —murmuró el conde de Eberbach.—Amigo mío —prosiguió la joven—, si realmente sufrís, entonces soy culpable y os pido perdón.

¡Oh! no guardaréis rencor alguno a una pobre niña ignorante de la vida porque no haya adivinado lo que pasaba en vos ni haya consolado una tristeza de que estaba ajena; pero manifestadme vuestros deseos, decidme qué queréis que haga en lo porvenir, y yo os fío que será para mí motivo de satisfacción profunda el conformarme con vuestra voluntad, sea ésta cual fuere. Vamos a ver, ¿qué queréis que haga?

—Quiero que dejéis de ver a Lotario —respondió Julio.El joven hizo un movimiento; pero Federica le impidió que hablase, apresurándose a decir:

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—Hay un medio sencillísimo para que el señor Lotario y yo no nos veamos y vos estéis seguro de que es así: poner tierra entre los dos. El día de nuestras bodas, el señor Lotario os hizo una proposición que no aceptasteis: volverse a Alemania.

—Hubiera obrado santamente en volverse allá —repuso Julio.—Estoy segura —continuó Federica, conteniendo a su prometido con una mirada suplicante—

de que el señor Lotario está pronto a hacer ahora lo que entonces ofreció, y de que si se lo pedís, presentará su dimisión y se volverá a Berlín, no regresando hasta que vos mismo le llaméis.

Samuel, que juzgó del caso intervenir nuevamente, pues no entraba en sus propósitos que Lotario se alejase y por ende se le escapase, tomó la palabra en estos términos:

—Julio no exige tanto; no solicita sino que Lotario no venga aquí; no que se vaya. No es la edad de Lotario en la que el hombre se retira de la vida activa; y Julio, por mucho que súbitamente se haya vuelto marido, no es tío tan inconsiderado que quiera hacer perder la carrera y lo porvenir a su sobrino.

—¡Qué duda cabe! —profirió el conde de Eberbach con tono áspero al verse condenado a esta generosidad forzada.

Lotario respiró.—Escuchad, amigo mío —profirió la animosa Federica—, la separación puede efectuarse sin

comprometer lo porvenir de vuestro sobrino. Si al señor Lotario le retienen en Francia sus deberes, ¿Qué nos queda a nosotros irnos a Alemania? Vos os encontráis casi repuesto de vuestra enfermedad y habéis recobrado fuerzas; luego el viaje no puede sino seros provechoso. ¿Por qué no nos vamos a vivir en el hermoso castillo de Eberbach al que me habéis prometido conducirme?

Samuel se mordió los labios y aguardó con tanta ansiedad como Lotario la respuesta del conde; y es que el sombrío designio que el malvado alimentaba en su espíritu quedaba totalmente deshecho desde el momento que Lotario y Julio se separasen. Empero, la respuesta de éste último le tranquilizó.

—No —dijo el conde con gesto taciturno—, no puedo ni quiero partir; un deber ineludible me retiene en París.

A Lotario y a Samuel les pareció que les habían quitado un enorme peso de encima.—Pero —continuó el conde de Eberbach levantando la voz y airado por tantas dificultades— no

sé por qué nos esforzamos en buscar el modo cómo arreglar lo que por su sencillez lo hace de suyo. Para impedir que os veáis, no precisa que nos separen centenares de leguas; para ello basta mi voluntad. Quiero y mando, pues, que de hoy en adelante, mientras yo exista, mi mujer no reciba más a Lotario.

El joven, al oír tales palabras, no pudo reprimir un gesto de cólera.En cuanto a Samuel, pareció admirarse del arrebato de Julio, a quien dijo:—¡Cómo! ¿tú quieres que vivan separados del todo? ¿Ni en tu presencia podrán verse?—¿En mi presencia? —profirió Julio— enhorabuena; pero sólo en mi presencia.—Pero caballero —repuso Lotario—, yo amo a Federica.

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—¡Y yo también! —exclamó julio, explotando, levantándose amenazador y cruzando con Lotario una mirada llena de celos y de odio.

Por espacio de un segundo aquellos dos hombres dejaron de ser un joven y un anciano, tío y sobrino, el bienhechor y el agradecido, para no mirarse sino como rivales, de tu a tú, de hombre a hombre; segundo durante el cual se abismó y desapareció todo lo pasado.

Samuel se sonreía de un modo extraño.—¡Lotario!—exclamó Federica asustada.El joven, vuelto en su acuerdo por esta voz querida y deprecatoria, se repuso un poco; pero cual

temeroso de no poder minarse por más tiempo,—Adiós, caballero —dijo sin mirar a su tío—; adiós, Federica.Y se alejó apresuradamente.Un minuto después resonó en la carretera el galope de dos caballos.Julio había caído de nuevo en el banco, completamente exhausto de fuerzas.—Ea —dijo para sus adentros Samuel—, ya se ha representado el acto primero. Ahora hay que

apresurar el desenlace y suprimir los entreactos.

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CAPITULO IVDestilación de veneno

La repentina e imprevista explosión de los celos de Julio produjo, desde el día siguiente, un cambio notable en las relaciones de los personajes principales de esta historia.

Obedeciendo a la orden de Julio, Lotario no volvió a parecer en Enghién.En cuanto a Federica, conforme ella misma se lo dijera a su prometido, se las arregló de modo que

todos los días veía a su esposo, ya en Enghién, ya en París, sobre todo en París; primero para evitar que Julio se fatigase yendo al campo, y luego porque tenía necesidad de movimiento y de actividad material para engañar el vacío que había quedado en su alma.

Federica hacía todos los esfuerzos imaginables para que el conde de Eberbach no advirtiese la tristeza que la devoraba y que le faltaba algo, o más bien dicho, alguien. En la apariencia, la joven estaba risueña, y aun procuraba, a pura ocurrencia y abnegación, distraer el amargo tedio de su marido.

El conde y Lotario bien o mal habían anudado sus relaciones. Este concurría de vez en cuando al palacio de su tío, y si por acaso se encontraba en él con Federica, se estremecía como a impulsos de un pesar interno, y pretextando ocupaciones urgentes se despedía poco después. En su amor por Federica, así como en su respeto por el conde, había una reserva evidente; parecía malquererles por igual a los dos: a él por haber ordenado, a ella por haber obedecido.

Samuel, que se declarara abiertamente en pro de los dos jóvenes contra los celos del conde de Eberbach, no se mordia la lengua para decir delante de Julio y en frases muy duras, que no era tal lo convenido, que la primera condición que él impusiera para acceder al matrimonio, había sido que el conde no se consideraría nunca sino como padre de Federica, y que si le dio su querida hija adoptiva, no fue para que la hiciese desgraciada. Y como Samuel al decir esto se expresaba en alta voz, y no desechaba palabrería para culpar a Julio, y viniese o no viniese a cuento sacaba a colación el derecho que a amarse tenían Lotario y Federica, estos iban inclinándose insensiblemente hacia él como hacia su protector natural.

¡Cuán distantes estaban ahora del corazón del joven las sospechas que había intentado infundirle Olimpia! Evidentemente Samuel era el mejor y más fiel amigo del mundo. Un traidor le hubiera dado razón en el terreno de la intimidad, a escondidas; pero Samuel le defendía, sobre todo en presencia de Julio, abiertamente: no hacía a dos caras, y hablaba en el palacio de éste del mismo modo que en la casita de Menilmontant.

Samuel iba también a visitar a Federica en Enghién, y cuando lo hacía le pedía perdón de haberla aconsejado semejante matrimonio y de haber unido su juventud a la agonía triste y ruin del conde de Eberbach, fiado en la palabra que éste le diera.

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—Por otra parte —decía Gelb a Federica—, Julio no es tan culpable como parece, pues casi siempre no es él quien habla, o su enfermedad. La lámpara de su existencia, en el momento de extinguirse, arroja convulsivos resplandores que tiñen de luz extraña y falsa todos los objetos que le rodean. Más bien que de Julio, la falta es mía, pues debí haber visto con semejantes condiciones no podía menos de pasar lo que está pasando. Lo que me tocaba hacer era negar mi consentimiento. No obstante, si hice lo que hice fue únicamente con el fin de labrar vuestra dicha.

De esta suerte y de día en día Samuel iba captándose la amistad de Federica, la cual le pedía consejo y no quería hacer nada sin antes saber su parecer.

Samuel juraba servirla aun cuando debiese para ello enemistarse con Julio; y en efecto, al regresar de Enghién se iba a casa de éste y era de oír cómo le reprendía.

¿Con qué derecho se oponía Julio a un amor fomentado, si no creado, por él mismo? Por otra parte, si creía que el recurso de que echara mano era eficaz para lograr la separación de Lotario y Federica, se equivocaba de medio a medio. A los caracteres nobles como los de los dos jóvenes, más se les sujeta con la confianza que no con rejas y cerrojos.

—Tu desconfianza y tu rigor —añadía Samuel al hablar con Julio respecto del particular— lo justificarían todo de parte de Lotario y de Federica. Les mortificas demasiado para que se crean en el deber de mortificarse, y probablemente llegará día en que te sorprenderá reconocer que tu tenacidad ha producido precisamente lo contrario de lo que te proponías. Quienquiera es esclavo de su honra, de encontrarse prisionero bajo su palabra no piensa en dar un paso fuera del límite que le tienen señalado; pero si le espían, créese en el derecho de aventurarlo todo para evadirse. El cautiverio autoriza la evasión.

Una vez Samuel entró en casa de Julio llevando impresa en el rostro una expresión singular de triunfo regañón y triste, y al ver a su amigo de la infancia, exclamó:

—¿No te lo predije?—¿Qué pasa? —preguntó Julio palideciendo.—¿No te he repetido mil veces que prohibiendo a Lotario y a Federica que se viesen ante testigos,

les excitarías y les autorizarías para que se viesen a escondidas?—¿A escondidas se han visto? —preguntó el conde palideciendo más y más.—Y tienen razón que les sobra —insistió Samuel.—¿Dónde se han visto? ¿en Enghién? ¿Lotario se ha atrevido a volver allá?—No, ni en Enghién, ni en París —respondió Gelb.—Acaba de una vez; ¿dónde se han visto?—En la carretera.—¿A escondidas? —preguntó Julio exasperado. —Cuando digo a escondidas, quiero significar que el día en que se encontraron, por casualidad,

esto es evidente, la señora Trichter estaba indispuesta. Federica se venía sola, en su coche, cuando se

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cruzó con Lotario, que daba un paseo a caballo. Como era natural, el cochero, al conocer a tu sobrino, detuvo el carruaje.

—Le despediré.—¡Magnífico! sólo falta que pongas en autos a tus criados y lacayos.—Habla de una vez, Samuel; ¿qué pasó?—Pues, que Lotario echó pie a tierra y cruzó con su amada algunas palabras que no oyó la señora

Trichter. Éste es el resultado de tus celosas veleidades. No suprimes las citas, sino el testigo.—Voy a hablar con Federica —dijo Julio.—Esto es, continuar el mismo sistema —repuso Samuel imperturbable—. Para paliar el mal efecto

de la tiranía, vas a redoblarla. Federica te contestará con sobrada razón, que no puede privar a Lotario de que se pasee por la carretera de Enghién, y que aun desde el punto de vista de las consideraciones sociales, daría pie a las interpretaciones de la gente como pasase por delante del sobrino de su marido sin detenerse para dirigirle algunas palabras, máxime cuando todos saben que a tu sobrino más que como a tal le miras como a hijo. Si te muestras sordo a estas razones y apelas nuevamente a tu autoridad, continuarás lo que tan bien has comenzado, y le quitarás todo escrúpulo.

—Entonces, demonio, ¿por que me lo dices? —profirió Julio enjugándose el frío sudor que le corría por la frente—. ¿Por qué me martirizas haciéndome sabedor de ese encuentro?

—Julio —repuso Samuel con gravedad—, si te he hablado de él ha sido en son de advertencia y para que te sirva de lección. Yo de mí sé decirte que apruebo de todo en todo la conducta de Lotario y Federica, y que en su lugar haría otro tanto. Estoy plenamente convencido de que en sus corazones no habría germinado nunca un mal pensamiento si las sospechas que has demostrado no les hubieran dado vida. Además, hallo que tienen sobradísima razón al no querer someterse a un capricho absurdo e inexplicable como el tuyo.

Julio se había dejado caer de nuevo en un sillón, mudo, inmóvil y aterrado.Samuel, colocado detrás de su amigo, dominó la risa de que tenía llena la boca y luego dijo

prontamente:—Por lo demás, ya que dices que te martirizo, está seguro de que no volveré a hablarte de ello.

Aun cuando sepa que se ven todos los días, lléveme el diablo si vuelvo a despegar los labios.Y pronunciando estas palabras, Samuel se salió, dejando que su veneno obrase.

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CAPITULO VRayo

Julio, que conocía que, en la esencia, Samuel tenía razón, y que la manera más segura de obligar a Lotario y a Federica hubiera sido dejarles libres, en los momentos en que recobraba el dominio sobre sí mismo se dirigía amargos reproches. Su bondad y su innata nobleza se avergonzaban de las cortapisas que ponía al amor de aquellos dos seres, y se sublevaba contra sí, prometiéndose variar de conducta en lo sucesivo, no echar a perder lo que tan bien empezara, y no imitar a esos donadores avaros que luego se arrepienten de su donación y exigen que se la restituyan; pero su carácter voluble no era el más adecuado para mantenerse en tan buenas disposiciones. Tan pronto los vientos soplaban de otro lado, Julio volvía a sufrir, a experimentar zozobras y a sentir arrebatos de mal humor y de cólera. Por más que se hiciese los raciocinios más lógicos del mundo y se demostrase que el rigor no interesaba más a su honra que a su derecho, sus celos eran superiores a su conciencia y a su razón.

Samuel había cambiado de táctica desde el día en que Julio le echara en cara el haberle traído la noticia del encuentro de Federica con Lotario. Ahora no sólo no hablaba palabra referente a éstos, sino que cuando el conde de Eberbach lo hacía, simulaba desviar la conversación.

Julio, a quien todo le ponía en zozobra, se inquietaba por semejante silencio, y al notar que Samuel se hacía el misterioso, concluía que en realidad había misterio. De ahí que pusiese en prensa el cerebro, e imaginase citas y encuentros fortuitos o buscados, y tramas y traiciones.

Ahora era Julio quien interrogaba a Samuel. Si éste sabía algo, ¿por qué no se lo decía? Si nada sabía, ¿por qué no decía que no sabía cosa alguna?

Samuel respondía con toda imperturbabilidad que el modo como había sido recibida su primera confidencia no era para animarle a hacer otras, y que por más que Lotario y Federica se viesen siempre y cuando se les antojase, se guardaría de decirlo.

—¿A qué denuncias cuyo único efecto era turbar la tranquilidad de Julio y el amor de sus protegidos? Él no era marido ni espía para seguir el rastro de una cita. Si Lotario y Federica continuaban viéndose, obraban perfectamente, pues se amaban y Julio mismo les había desposado. Lo único que debían a éste era no comprometer su apellido y verse en secreto; y en cuanto a este último extremo lo hacían por tal modo, si es que se veían, que ni el mismo conde podía sospecharlo.

—A bien que —añadía Samuel— el marido, como en todas las comedias, es siempre el último que lo advierte.

Todas estas respuestas de Gelb no contribuían sino a aumentar, a exasperar las congojas de Julio, para quien era evidente como la luz que su amigo sabía algo y que Federica y Lotario continuaban viéndose, con la circunstancia agravante de que ahora lo hacían sin testigos. Y verdaderamente era factible que se viesen, atendida la situación de un marido a quien su endeblez le tenía esclavizado en su

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aposento y la complicidad de la señora Trichter, la cual, adicta en cuerpo y alma a Federica y a Samuel, no hubiera descubierto cosa alguna, dado que hubiese habido algo que descubrir.

Julio estaba, pues, reducido a la duda ineficaz e inerte, y sujeto a la existencia sembrada de sospechas y de tristezas en que le mantenía Samuel.

Cuando por acaso Federica llegaba al palacio del conde de Eberbach en el momento en que éste y Gelb sostenían una de las conversaciones a que hemos hecho referencia y en las cuales el último se complacía en enconar los enfermizos celos de su amigo, no precisando nada y haciéndoselo sospechar todo, Samuel, al verla apearse del coche, decía a Julio:

—Ea, Federica sube la escalera. Comunícale tus sospechas, tan halagadoras para ella. Hazte odioso y ridículo; desempeña los papeles de Arnolfo y de Bartolo. Ya sabes cuánto cautivan a Inés y a Rosina la grosería y la violencia.

Julio, pues, reconcentraba todos sus pesares y no demostraba nada a su mujer; pero como no podía llevar su esfuerzo hasta el buen humor, en vez de sonreír hacía muecas, y aun en ocasiones, por más que se esforzase en dominarse, su sufrimiento se hacía superior a su voluntad y le obligaba a proferir palabras amargas que trastornaban profundamente a Federica.

—¿Pero qué os pasa? —le preguntaba la joven.—¡Nada! —respondía con acritud Julio.Entonces la joven interrogaba a Samuel, quien por toda respuesta encogía los hombros.De esta suerte transcurrió un mes, durante el cual Samuel atizó con creciente ahínco los celos del

conde, que de día en día fue poniéndose más lúgubre.En cuanto a Federica, acogida siempre con reserva glacial, llegó a inspirarle tal temor el ver a su

marido, que no entraba en el palacio sin que el corazón se le oprimiese.La situación, pues, empezaba a hacerse insostenible.Julio, que veía por modo evidentísimo que iba precisamente por el camino opuesto al que se

propusiera, y que de día en día iba desviando de él a Federica, se revolvía contra sí mismo y se decía que era ya tiempo de emplear otros recursos, como por ejemplo la bondad en su más ilimitada expresión.

—En suma —pensaba el conde—, ¿es propio de mi edad y de mi estado, a dos pasos de la sepultura, que me agarre con tal frenesí, por contados días, a una pasión terrenal? Los celos son para la juventud. Además, Lotario y Federica eran abnegados y generosos, y por lo tanto era más del caso tratarles con entera confianza, pues por más que el empleo de ésta no les refrenara, no estaba destituido para mí de importancia el ser amado y bendecido durante mis últimos días y ver en torno mío sus risueños semblantes.

Tal se decía Julio una mañana en uno de los momentos de cansancio y dejadez que produce la duración de una lucha inútil y en los que nos sentimos dispuestos a hacer caso omiso de todo para disfrutar de tranquilidad y de reposo. Pero ¡ay! lo que apellidan abnegación es con harta frecuencia resultado de la endeblez y de la fatiga.

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Julio estaba, pues, resuelto a cumplir sus nuevos propósitos, a dejar en entera libertad a aquellos dos seres a quienes hiciera dueños de sus destinos para después interponerse entre ambos, y, para coronar su obra, decirles: «Sois libres, y no dependéis sino de vuestro corazón y de vuestra lealtad; fío en vosotros y os permito cuanto os permitís.»

Precisamente aquella, mañana, Federica debía almorzar con Julio, a cuyo palacio, y atendida su puntualidad acostumbrada, debía llegar a las diez.

Eran éstas menos cinco.Por fin el reloj señaló la hora indicada.Julio aguardó cinco minutos, diez, quince; pero Federica no parecía.A las diez y media la joven no había llegado aún, ni a las once.Al sonar el mediodía, Julio la estaba todavía aguardando; pero cansado de esperar, tomó tristemente

y a solas el chocolate.—¿Por qué no viene Federica? —decía entre sí Julio—. ¿Qué puede impedírselo? De haber alguna

causa me hubiera mandado un aviso. ¿Qué significa, pues, su tardanza?De nuevo se apoderaron del conde los malos pensamientos, los cuales le sugirieron el deseo de

saber dónde estaba Lotario, a quien no viera desde hacía tres días. Al efecto mandó a preguntar por él a la embajada, con encargo, de encontrarle, de que inmediatamente pasase a verse con su tío.

El criado a quien Julio enviara a la embajada, volvió trayendo la noticia de que Lotario había salido súbitamente el día anterior, para el Havre, donde debía asistir al embarco de emigrantes alemanes.

Julio recordó que, en efecto, Lotario, la última vez que le viera, le había manifestado que tenía que llenar aquel deber, y que para cumplirlo podía verse obligado a partir cuando menos lo imaginase.

Enojado al ver que resultaban inútiles sus buenos impulsos, el conde de Eberbach se puso todavía más triste y taciturno.

Julio no acertaba a explicarse porque la coincidencia de la partida de Lotario y de la tardanza de Federica le causaba una impresión penosa.

Sin embargo, ¿qué más sencillo? ¿Acaso Federica no podía haberse visto detenida por mil causas, por una indisposición, por haberse caído una herradura a un caballo, o por haberse roto el eje del carruaje en medio del camino? Además, la joven podía haber olvidado su promesa, o no haber comprendido que su esposo la aguardaba para comer.

En cuanto a Lotario, su obligación le llamaba al Havre, y como no era libre de no ir, había hecho bien en emprender el viaje, máxime cuando la carretera que conducía a dicha ciudad no pasaba por Enghién.

Pero pese a sus reflexiones, Julio estaba intranquilo.A las tres de la tarde, al ver que Federica no había parecido, el conde no fue ya dueño de sí e hizo

enganchar para ir a Enghién a enterarse de lo que pudo haber ocurrido; mas detúvole una reflexión. De

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ir personalmente, se exponía a cruzarse en el camino con Federica, a no verla, al llegar a Enghién en el momento que ella llegase a París; esto sin contar que la joven no tomaba siempre por el mismo camino.

Para no dejar de verla, pues, lo más seguro era no moverse del palacio y mandar por ella. A este efecto envió a su criado de confianza, llamado Daniel, con orden de reventar los caballos y estar de regreso antes de dos horas.

Poco más o menos una hacía que el criado partiera, cuando Samuel entró en el palacio, lo más sereno y risueño del mundo.

—¿Qué tienes? —preguntó Gelb a su amigo advirtiendo a la primera mirada el desasosiego de éste.Julio le hizo notar la inexplicable tardanza de Federica.—¿Esto te trastorna el alma y el cuerpo? —dijo Samuel soltando una carcajada—. Ya no me

admira el efecto que te producen otros asuntos más graves. Sosiégate; la tardanza de Federica obedecerá a un ataque de jaqueca, a que haya tenido que probarse un vestido, a una nimiedad. Hombre ¿vas a exigir ahora puntualidad militar a una joven que habrá pasado por delante de un espejo y se habrá olvidado de mirarse a él? ¡Vaya una razón para sobresaltarse! Ya te digo yo que me harías reír de buena gana si me quedase tiempo para ello. Y volviendo la hoja, ¿sigues bien? Si es así, adiós.

—¿Te vas? —preguntó Julio, que quisiera haber tenido a alguien a su lado para distraerlo durante la hora de impaciencia que tenía que matar.

—Sí —respondió Samuel—; al pasar por delante de tu casa he entrado sólo para ver cómo estabas, pues me llama a otra parte un asunto urgente.

—¿No comes conmigo?—Me es imposible; estoy invitado a una comida política a la que no puedo faltar.—A lo menos aguarda a que llegue Federica.—No puedo —profirió Samuel—; como en Maisons; son las cuatro y cuarto y apenas me queda

el tiempo suficiente para llegar con puntualidad. Se trata de una entrevista importante... pero ¿qué me aprovecharía hablar? Tampoco te ocupas ya en política. Como quieras; mas advierte que abandonas la partida en el momento decisivo. Yo de mí sé decirte que no pienso absolutamente en nada más y que estoy metido del todo en ella. Hoy como con los hombres que se forjan la ilusión de guiar el movimiento, cuando en realidad, yo te lo garantizo, van a seguirle.

—Basta —interrumpió Julio.—¿Tan poco te interesa lo que te digo? —preguntó Samuel.—Sí, en primer lugar porque eso se me da de la política, luego porque he conservado relaciones

en la corte de Prusia, adonde escribo una que otra vez.Samuel fijó una escrutadora mirada en su interlocutor.—Lo que tú me dirías —prosiguió Julio un tanto cortado— podría transparentarse, contra mi

voluntad, en mi correspondencia, y al dar en Berlín el eco, repercutir en París. Así pues, te ruego que no me hables de política.

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—Como quieras —repuso Samuel—; pero son ya las cuatro; adiós.—¿Volverás? —preguntó Julio.—No; me tendrán sujeto allá hasta hora muy avanzada de la noche, y me iré directamente a

dormir en Menilmontant.—Hasta mañana, pues.—Hasta mañana —dijo Samuel, marchándose y dejando a Julio solo y entregado a sus dudas.Tres cuartos de hora hacía que Gelb partiera, cuando Daniel llegó al galope.Al ruido que el coche produjo al entrar en el patio del palacio, Julio se fue presuroso a una

ventana, y al ver que no se apeaba sino el criado, voló hacia la escalera, desde la cual preguntó a éste qué novedades ocurrían.

En el rostro de Daniel se pintaba el azoramiento más profundo.—¿Qué tenéis? —le preguntó el conde—. ¿Habéis visto a Federica?—La señora condesa ha salido de Enghién —respondió.—¡Que ha salido de Enghién! ¿Y cuándo?—Esta mañana.—¡Esta mañana! ¡y no está aquí! —exclamó Julio.Y arrastrando a Daniel hasta el interior del aposento profirió con voz airada:—¡Pronto! decidme lo que sepáis.—La señora condesa —repuso Daniel— ha salido de Enghién muy de madrugada en compañía

de la señora Trichter.—¿Para venir aquí?—No, señor conde, pues ha ido por ellas una silla de posta. La señora condesa y la señora Trichter

han pasado la noche arreglando maletas, y han partido solas las dos, sin comunicar orden alguna a los criados, que creen que este viaje lo hacen las señoras de acuerdo con vuestra excelencia.

Julio no sabía qué decir. Por la mente le cruzó súbito una sospecha terrible: Lotario se había fugado con Federica.

—Ahí por qué Lotario ha partido para el Havre —dijo entre sí el conde—. Tal vez en este instante se embarcan para ir a aguardar desde el océano mi muerte, la muerte de un marido molesto que se obstina en vivir, y a recabar un anticipo de una dicha demasiado lenta en realizarse.

¡Ah! ¡Así era como Lotario y Federica le pagaban lo que había hecho por ellos, el buen pensamiento que le animara aquella mañana misma! ¡En el instante en que él tomaba la resolución de hacer un nuevo sacrificio, de permitirles que se amasen y se lo dijesen, ellos le ofendían, le traicionaban, pisoteábanle la honra! La ingratitud no aguardaba siquiera el beneficio.

—¿Nada más? —preguntó el conde con calma terrible, una vez Daniel se hubo explicado.

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—Al recorrer los aposentos de la villa —respondió el criado—, sobre la chimenea del dormitorio de la señora condesa he encontrado una carta sellada, pero sin dirección.

¡Dádmela! —dijo con aspereza Julio.—Tomad.—Está bien, idos.—¡Sellada con el sello de Federica! —murmuró el conde mientras contemplaba la carta y la

revolvía entre los dedos,—¡Y sin dirección! ¿Para quién es esta carta? ¡Ah! no faltaría sino que ahora me andase con

escrúpulos.Y rompiendo con ira el sello, la leyó, temblando cual hoja sacudida por el viento.Decía así la mencionada carta:

«Amigo mío: Me dijisteis que dejase para vos, en Enghién, un billete en el que os indicase la hora en que me pongo en camino. Ahora son las siete. Así pues, si vos partís a mediodía, os llevaré cinco horas de delantera.Os aguardaré en el sitio que hemos convenido.Ya veis que os obedezco ciegamente. Sin embargo, no abandono esta casa sin experimentar una inexplicable congoja. A vos os asisten todos los derechos, no sólo el de aconsejar, sino también el de ordenar, y aquello es siempre aceptable que vos queréis; pero esta especie de fuga me llena de espanto.Sea lo que Dios quiera.Es indudable que la existencia que llevábamos no podía durar, y que esta crisis violenta ofrece a lo menos una probabilidad de dicha.Apresuraos a reuniros conmigo, pues sola voy a perecer de miedo.

VuestraFEDERICA.»

Julio estrujó la carta entre los dedos, y exclamó con voz dolorida:—¡Lotario! ¡Lotario! ¡Infame!Y cayó de espaldas, con los labios llenos de espuma y lívido como un cadáver.

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CAPITULO VIBanquete político

Dos horas después de haber salido del palacio del conde de Eberbach, el coche de Samuel Gelb atravesaba, en Maisons, la verja de una grandiosa villa, cuyo vasto parque, adosado al bosque, en la parte opuesta sólo estaba limitado por el río.

En tan espléndida y espaciosa propiedad era donde un banquero popular entre la burguesía reunía en torno de su mesa, una o dos veces a la semana, a los principales representantes de la opinión pública.

Samuel Gelb se había hecho presentar al dueño de la casa por el individuo mismo que le pidiera le pusiese en contacto con los jefes de la Tugendbund, y del cual exigiera, en cambio, que le relacionase a el con los jefes del liberalismo.

Dos días después de su presentación, Gelb recibió una invitación para asistir a la comida del siguiente.

Al salir del palacio de Julio, Samuel pasó a recoger a su introductor, y ambos se encaminaron a Maisons, donde aquel día había una gran comida.

Parte de los convidados había llegado ya, y los otros iban llegando.Una vez hubieron saludado al banquero, Gelb y su amigo se encaminaron al parque para reunirse

a los convidados, los cuales, mientras llegaba la hora de sentarse a la mesa, se estaban paseando por parejas o por grupos.

El introductor de Samuel se acercó acá y allá con algunos de los paseantes, cruzó con ellos cuatro frases vulgares, les estrechó la mano, y luego informó a su amigo de quienes eran éstos.

Sin embargo, bajo esta apariencia de acogimiento fraternal que los jefes liberales dispensaban al compañero de Samuel, se notaba una mortificación y una reserva patentes.

El mismo lo hizo observar a Gelb, diciéndole:—No me engañan sus apretones de mano; sé que no me llevan ninguna buena voluntad.—¿Y eso? —preguntó Samuel.—Porque son ambiciosos y yo no lo soy; porque yo sirvo la causa por la causa y ellos la sirven

para sí. Desde que lo saben, me miran como una especie de reproche viviente. Su concupiscencia se avergüenza de mi abnegación: para ellos soy un desertor del interés, un traidor al egoísmo. ¡Ay! ¡Como vos supieseis cuán pocos hay, entre esos tribunos y esos defensores de la libertad, que no desean sino su propio beneficio! Les he frecuentado, y he sentido encendérseme de vergüenza las mejillas. Me temen y se apartan de mí, cual si yo fuese su conciencia; mas no por esto me inspira odio alguno la mala voluntad que me llevan; lo único que hago es pagar con mi indiferencia la suya. ¡Como no trabajo para ellos!

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—Tampoco yo —dijo Samuel—; ni el pueblo. Dejémosles que sigan en sus mezquinas y tenebrosas maquinaciones, dejemos a los topos que abran su hoyo debajo de los vacilantes privilegios y de las decrépitas instituciones de lo pasado; quedarán aplastados entre las ruinas. La revolución que esos hombres descreídos y sin fuerzas están preparando, no satisfará sus ruines cálculos, levantarán la esclusa, pero la corriente les arrastrará.

En esto sonó la campana, a cuyo llamamiento los convidados se encaminaron hacia un comedor inmenso, rutilante de luz y atestado de vajillas de plata cinceladas. La comida fue espléndida.

Profusión de vinos raros, pescados extraños, frutas exquisitas, flores descomunales en descomunales jarrones de Sevres y del Japón, un regimiento de criados, y en un bosquecillo del jardín una orquesta cuya música llegaba de un modo vago en alas del viento, lo bastante clara para acompañar la conversación sin ahogarla; todo contribuía a la cabal satisfacción de los sentidos.

Con lo que costó aquella fiesta, pudieran haberse alimentado tres familias por espacio de un año.—¿Quién sospecharía —dijo, Samuel al oído de su interlocutor— que vamos en camino de

fundar una democracia?Durante la comida había demasiados oídos abiertos en torno de los comensales para que la

conversación no se mantuviese en los límites de las generalidades.Samuel se desquitó de este silencio forzoso estudiando en el rostro de cada uno el alma de aquellos

hombres que tenían la pretensión de hacer una revolución y luego dominarla.Había, en efecto, en torno de aquella mesa una colección de personajes que merecían ser

examinados por un observador curioso, y el primero el dueño de la casa.Verdaderamente era éste el agente de una revolución, el tercero dúctil y simpático de las opiniones

que buscaban emparejarse, el lazo de unión entre las ideas y los hombres. Acostumbrado por su oficio de banquero a las especulaciones financieras, de las que siempre había salido bien librado, estaba dispuesto a las políticas, a las que aplicaba la osadía y la amplitud que a aquéllas. Era el tipo del burgués popular. No tenía el apasionado vigor que arrastra a la plebe a las plazas públicas; pero en un salón estaba irresistible. Samuel sondeó de una mirada el poder superficial y la dominación mujeril de aquel hombre, de quien se ha dicho con tanta exactitud que había no conspirado, sino hablado en pro del duque de Orleáns.

A la derecha del banquero estaba un coplista célebre, académico, diputado y ministro desdeñado, ingenio y gloria desconocido, instalado hacía un mes, en la villa, y que hablaba de su buhardilla y de sus zapatos saboreando a la par un vaso de vino de Tokai.

Junto a Samuel había un abogadillo historiador y periodista, de voz áspera y chillona y cuya charla interminable desgarraba los tímpanos a sus vecinos. Hablaba de sí atropelladamente, del artículo que por la mañana publicara en el Nacional y de la historia en la que redujera a sus justas proporciones las grandes figuras de 1789.

El resto de los convidados se componía de periodistas, fabricantes y diputados, partidarios todos de la opinión liberal; pero unos afiliados a la fracción revolucionaria, cuya temeridad iba casi hasta

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soñar con derribar al rey para poner otro en su lugar; otros pertenecientes a la fracción doctrinaria que quería cambiar la política y no los hombres, y no anhelaba sino la conservación de Carlos X, con tal que éste modificase sus principios políticos; porque bueno es saber que entre aquellos fieros voluntarios de la libertad no había ni uno que tuviese la audacia de mirar más allá de la carta.

Tras comer, los convidados pasaron al jardín.Las delicadas emanaciones de las floridas lilas embalsamaban el tibio ambiente de aquella noche

de mayo.El café estaba servido en un cenador de follaje en el que las bujías y las lámparas formaban una

como isla de luz en medio de las sombras que cubrían las alamedas.La conversación se mantuvo todavía y por espacio de algún tiempo en el terreno de las generalidades,

hasta que uno tras otro casi todos los convidados se despidieron y regresaron a París.Una vez no quedaron sino los íntimos y los principales jefes, siete u ocho en conjunto, el dueño

despidió a los criados, e iniciose la conversación sobre la política y la conducta que la oposición debía observar en la prensa y en las cámaras.

No necesitamos decir que Samuel, que no había ido a Maisons para comer y beber a expensas del banquero, figuraba entre los que se quedaron, de los cuales ninguno pareció sorprendido ni molesto de su presencia; antes al contrario, los jefes de la revolución burgalesa no sentían hacer gala de su presentación y de su importancia ante un extraño afiliado en la Tugendbund.

—Y bien, señor Samuel Gelb —dijo el banquero dirigiéndose directamente a éste, como para autorizarle a que participase de aquella conversación más íntima —, ¿qué os parece el modo como nos conducimos en Francia? Espero que no habréis quedado del todo descontento de nuestro atrevido manifiesto de los doscientos veintiuno.

—A mi ver sobra en él una frase —contestó Samuel.—¿Me hacéis el favor de decirme cuál? —preguntó el historiadorcillo-periodista.—El manifiesto de los doscientos veintiuno —repuso Samuel— termina, si la memoria no me

es infiel, con esta frase: «La carta ha hecho del concurso permanente de las miras políticas de vuestro gobierno con los deseos de vuestro pueblo la condición indispensable para la marcha regular de los negocios públicos...»

—«Si —añadió el banquero, terminando con complacencia la frase —, nuestra devoción y nuestra lealtad nos fuerzan a deciros que tal concurso no existe.»

—Sí, la esencia es bastante enérgica —repuso Samuel—; pero se me atragantan estas palabras: vuestro pueblo. ¿Acaso puede decirse en el siglo décimo noveno que un pueblo pertenece a un hombre, como un rebaño de carneros o un talego a los cuales puede vender o derrochar a su antojo?

—Tal vez os asista la razón —dijo el periodista —; pero ¡bah! ¿Qué importa una frase?

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—En tiempos de revolución —argüyó Samuel—, una frase equivale a un acto. Y no sois vosotros los que podéis negar el poder absoluto de ellas, cuando contra Carlos X, sus soldados y sus curas no empleáis sino una: la Carta.

—Carlos X no ha sido de vuestro dictamen —replicó uno de los presentes—, pues no ha hallado el manifiesto bastante suave y deferente. De buenas a primeras ha contestado a él aplazando la apertura de las cámaras, y no satisfecho todavía, en este momento se dispone a disolverlas.

—¿Está realmente decidida la disolución? —preguntó el banquero.—Uno de estos días aparecerá el decreto en el Monitor —dijo el historiadorcillo—. Esta noche

lo anuncio en el Nacional, Guernón-Ranville se había opuesto a ello con energía y manifestado al rey que se comprometía a declarar la guerra a la cámara en un asunto en que la opinión estaba en pro de ésta; pero el rey ha atropellado por todo, y Guernón-.Ranville, obligado a ceder, no se ha atrevido ni a presentar su dimisión, temeroso de que pudiesen decirle que abandonaba al rey en el momento del peligro.

—Pero —replicó Samuel al historiador, a quien tenía empeño en hacerle hablar— la disolución de la cámara implica nuevas elecciones. Y decidme, ¿no determináis presentaros candidato por algún distrito?

—Ni siquiera soy elector —respondió amargamente el abogadillo.—¡Bah! —profirió Samuel—, las circunstancias os vendrán de maravilla, máxime cuando tenéis

la suerte de no ser parisiense. París es el mar y nadie sobresale en él. En cambio en una ciudad de provincias el mérito destaca inmediatamente. Es imposible que un hombre de vuestro fuste no llene con su gloria la pequeña ciudad de Aix.

—Sois bondadoso por demás —repuso el provenzal, gratamente halagado de su amor propio—. Efectivamente, creo que no soy del todo desconocido ni impopular en mi ciudad natal, y que mi candidatura no sería mal acogida en la Provenza. Mas para entrar en la cámara es menester figurar entre los contribuyentes, y mi fortuna se reduce a una acción del Constitucional. ¡Pobre Constitucional! —añadió el abogadillo volviéndose hacia el banquero— anda bien de capa caída desde que, gracias a vuestra ayuda y a vuestra generosa caja, Mignet, Carrel y yo hemos podido fundar el Nacional.

—No os apuréis, mi querido amigo —profirió a media voz el banquero—. Ya que el talento no basta para darle a uno representación en las cámaras, y ante todo es menester dinero, yo que lo tengo me ingeniaré para que seáis elegible en las primeras elecciones. No, no me deis las gracias, pues si voy a trabajar para llevar a la tribuna a uno de los hombres más capaces de combatir y vencer en ella, es en pro de la causa que servimos. Y a propósito, ¿cómo marcha el Nacional?

—Admirablemente; metemos un ruido de cincuenta mil demonios. Mi artículo de ayer, titulado: El rey reina y no gobierna, ha hecho chillar a la prensa ministerial.

—Y ¿qué tal es Armando Carrel? —preguntó Gelb, que empezaba a estar harto del historiadorzuelo.—Un matón, ya se trate de empuñar la espada como de esgrimir la pluma. Es un valiente que no

retrocede ante una idea ni ante un hombre; pero a la vez también nos pone en un aprieto, pues nos

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compromete y nos fuerza a ir más allá que no quisiéramos. Sin embargo, como tiene a gloria batirse y defender sus artículos, le dejamos completa libertad de acción.

—También podéis hacer que se bata en defensa de los vuestros —dijo Samuel.—Esto hacemos —contestó con candidez el periodista. Al examinar el alma de aquel caudillo del

pueblo, Samuel no pudo menos de sonreírse del modo amargo que le era peculiar.—Me asocio —repuso éste— a la opinión que tenéis formada del Nacional. No obstante, me

atrevería a haceros una advertencia, si me lo permitieseis.—Podéis hablar; a mí me gusta la discusión.—Desde el principio de su publicación, todos los días leo el Nacional, y sé deciros que a pesar de

mi asiduidad y de mi atención, todavía no he logrado comprender del todo qué quiere. Veo claramente que ataca al gobierno; pero una vez caído éste, ¿con qué piensa sustituirle? ¿Con la república acaso?

—¡La república! —exclamó el periodista— ¡la república!—¿Por qué no? —repuso con flema Samuel Gelb—. Me parece que la saña con que atacáis al

trono no es con el intento de afirmarlo.—¡La república! —repitió el periodista despavorido—. Para que la república fuese posible sería

menester que hubiese republicanos. ¿Y en Francia quién lo es? La Fayette ¡y aun! algunos soñadores y algunos fanáticos. Además, está todavía demasiado fresco en la memoria el recuerdo de la revolución de 1793; el cadalso, la bancarrota, la guerra con Europa, Dantón, Robespierre y Marat levantarían sus ensangrentadas sombras y hombre honrado alguno seguiría al que se atreviera a enarbolar la ensangrentada bandera de la república.

—Parecíame —objetó Samuel— que en vuestra Historia habíais estado menos severo con los terribles personajes y los horrorosos acontecimientos del 93, y si no ensalzado, habíais excusado la mayor parte de los excesos de esa época grande y siniestra.

— He dicho los funerales —profirió el historiador—, pero no quiero que resuciten los difuntos.—Desde los tiempos de Lázaro ya no hay quien resucite —replicó Samuel—, y yo no creo en los

aparecidos. El temer que Robespierre y Marat salgan de sus tumbas es bueno para los niños. No os dé mala espina, están demasiado bien enterrados para que puedan levantar cada uno de ellos su respectiva losa antes no suene la trompeta del juicio final, y reaparezcan al revolver de cada esquina. No se trata de ellos, sino de los principios que ellos sustentaron a su modo; modo sangriento, inhumano, que no defiendo y que no hallo reparo, si me lo exigís, en decir que infirió más perjuicios que beneficios a la causa a la cual pretendían servir. La sangre que aquellos hombres derramaron mancha todavía a la democracia; vos mismo, teniendo como tenéis el carácter tan independiente, después de cuarenta años no os atrevéis aún a abogar por la república, temeroso de encontraros con ellos. Pero, os lo repito, muertos y bien muertos están. Sus violencias, posibles en el ardor de la primera lucha, asumirían hoy, además de lo horrendo del crimen, lo ridículo del anacronismo. Prescindamos, pues, de lo que ha hecho la revolución y aprovechémonos de sus ideas.

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—Nada de república —dijo con viveza un redactor del Globo, filósofo conocido por sus juegos de vocablos, raciocinador estimado por sus argucias, y que mientras Samuel estuvo hablando, cruzara con el redactor del Nacional algunos encogimientos de hombros—; la república es el gobierno de todos; como si dijéramos, los carneros rigiéndose a sí mismos.

—Vale más que los rija el carnicero, ¿no es así? —dijo Samuel.—Precisa que haya pastor y perros.—O lo que es igual, un rey y una aristocracia —repuso Gelb.—Un rey, sí —profirió el redactor del Globo—; en cuanto a la aristocracia, por desgracia no nos

encontramos en Inglaterra. La revolución, al dividir las tierras y las fortunas, acabó con la aristocracia francesa; pero si no con la de los pergaminos, contamos con la del dinero, con la burguesía.

—Tenéis razón —contestó Samuel, que no pudo dominar un gesto de desdén—; la burguesía es el dinero. ¡De modo que al atacar a una monarquía de catorce siglos, a un derecho tan antiguo como Francia, a un gobierno que es casi una religión, no os mueve otro fin que el de sustituirlos con el reinado del dinero, por la aristocracia del mostrador y la soberanía de la tienda!

—Vale más la tienda que la calle —dijo el historiadorzuelo—. Nunca formaremos causa común con el gobierno del populacho,

—¡Todavía dicen del populacho! —murmuró Samuel; y en vos alta añadió—: ¿Y dónde me dejáis al pueblo en vuestra combinación?

—¿Dónde queréis que le dejemos?—Para nada debemos ocuparnos en lo a que vos apellidáis pueblo —repuso el abogado

provenzal—, pues nada podemos hacer por él. Obra es de los que tienen actividad e inteligencia para salir como les sea posible de las clases inferiores y tomar sitio entre los que valen. La sociedad no puede ocuparse en todos, y a despecho de todas las cartas y de todas las constituciones, habrá siempre gran número de ciudadanos que gemirán en la miseria. Podemos dolernos de esta pobreza, pero no nos cabe sino resignarnos a que exista. ¿Para qué volver los ojos hacia esa muchedumbre revuelta, ignorante y vil, en medio de la cual descubrimos desdichas a las que no podríamos llevar alivio alguno o crímenes que debemos castigar? Cuanto nos es dable hacer en pro del pueblo, es no ocuparnos en él, y esto hacemos.

—Perdonad si os interrogo —repuso Samuel con semi-velada ironía—; pero siendo, como soy, extranjero anheloso de instruirme, necesito estar al corriente de vuestros intentos para adaptar a ellos la conducta de la Tugendbund. ¿Así pues, el único fin que os proponéis es sustituir la nobleza por la burguesía en el gobierno público?

—A lo menos nuestro principal objeto —respondió el banquero.—¿Pero de qué medios pensáis valeros para decidir a Carlos X a que acepte esta transformación

que, de jefe de la nobleza como es, le convertiría en esclavo de la clase media?—De ser todos como yo —dijo el periodista—, no habría para qué decidir a Carlos X.—¡Qué! ¿prescindiríais de su consentimiento?

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—No será posible adelantar un paso —repuso doctoralmente el periodista— mientras tengamos por rey a un heredero directo de los derechos y de las preocupaciones de los antiguos. La desgracia está en que no ocupe el trono un rey que participe de nuestras opiniones, semi-revolucionario para halagar al pueblo y semi-Borbón para inspirar confianza a los gobiernos extranjeros; un rey a hechura nuestra, defensa de nuestras ideas.

—Ese rey existe —dijo el banquero, aspirando ruidosamente.—¿Quién es? —preguntó Samuel.—¡Hombre! —dijo el banquero al oído de Samuel y guiñando con gesto amable—, Su Alteza

Real el duque de Orleáns.—¡Ah! ¿con que es cierto lo que me dijeron —repuso Samuel—, esto es, que el Nacional fue

fundado con este objeto?—Por desgracia —dijo el abogado de Aix mirando al redactor del Globo—, no todos nuestros

amigos piensan como nosotros. Los hay que creen en la posibilidad de conservar la rama primogénita, amoldándola a las exigencias del tiempo; que tienen apego a su vieja dinastía, árbol desecado ya, sin hojas y sin flores.

—Si aludís a mí —replicó el redactor del Globo—, ya sabéis que me paso el día peleándome con mis colaboradores. De buena gana os los cedo, desde Cousín hasta Guizot y desde Broglie hasta Royer-Collard; todos ellos hombres que no saben qué quieren, teóricos anfibios que no hacen sino desatinar y que con un pie en lo pasado y el otro en lo porvenir caen de bruces entre estos dos extremos. Yo escribo como ellos, pero pienso como vos.

—Dejemos a esos viejos que se gasten —dijo el redactor del Nacional—, nosotros formamos la guardia joven.

—Mientras llega la hora de dar —preguntó Samuel—, ¿qué actitud pensáis asumir?—Nos ampararemos a la sombra del pacto estipulado entre el rey y la nación. Todo para la

legalidad y por la legalidad.—¿Y nada para la revolución? —preguntó Gelb.—Las revoluciones se devoran así mismas —respondió el periodista—; 1793 trajo a 1815. Odio

de las revoluciones, por lo que me repugnan las reacciones. Lucharemos en nombre de la causa, y esto nos bastará para triunfar, porque de no ceder el trono, no hay remedio para él. Encerraremos la dinastía en la carta, como en la torre de Ugolino.

La conversación se sostuvo todavía por algunos minutos más en este terreno.Samuel aprovechó el tiempo para estudiar más a fondo a aquellos hombres diestros y corrompidos,

de mediana inteligencia y poco arraigadas convicciones, pobres de corazón y de espíritu mezquino, y vio al talento y al dinero servirse el uno del otro, halagándose mutuamente en la apariencia y despreciándose a su capa. El banquero creía engañar al periodista, quien sacaba provecho del banquero.

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Gelb estudiaba con mirada escrutadora, al través de la simulación de que hacían gala, a aquellos ambiciosos egoístas que en la revolución que estaban tramando no veían sino su interés o su vanidad, e iban a derribar un trono de catorce siglos para convertirlo en escabel de un ministerio de seis meses.

Muy tarde era ya cuando se disolvió la reunión. Samuel se volvió solo, en su coche, a Menilmontant. —Todo marcha a pedir de boca —dijo éste entre sí—. A despecho de esos muñecos, se preparan importantes acontecimientos. La grandeza de la democracia estriba en que no necesita mejores instrumentos que esos. El alfarero de Horacio que quiso labrar una ánfora y produjo una olla; esos sueltan en un altibajo de príncipes, y provocarán una revolución social. ¡Cuánto va a divertirme su extrañeza! Yo me acuerdo de la gran revolución francesa, de la Bastilla y del pueblo del 10 de agosto. En ese gran crisol es donde quiero que lo porvenir se temple de nuevo. Por más que ellos calumnien al pueblo, tengo confianza en él. No porque desde la toma de la Bastilla el pueblo haya obrado los milagros heroicos del imperio, tenemos que considerarle degenerado. ¡Cómo va barrer a todos esos necios e ineptos revolucionarios palaciegos cuya ambición toda la cifran en trasladar el trono desde Palacio Real a las Tullerías! El pueblo, ese pueblo coloso cual Mirabeau y Dantón no pudieron gobernar y que Napoleón sólo pudo dominar cubriéndole de gloria, no se dejará conducir por esos pigmeos. Todo me sale bien en estos momentos. Las intriguillas de esos banqueros y de esos abogados colaboran al logro de mi ambición infinita, así como las rencillas entre Julio y Lotario están labrando a estas horas el pedestal de mi amor sobrehumana. ¡Ah! —murmuró Samuel llegando a esta parte de su monólogo y trayendo a la mente su otra maquinación— ¿qué le habrá pasado esta tarde a Julio? ¿Qué habrá pensado, qué habrá hecho al saber la desaparición de Federica? Probablemente habrá ido o enviado a mi casa. De fijo que en cuanto llegue a ella voy a saber algo.

En estas reflexiones estaba sumergido Samuel, cuando el coche se detuvo. Gelb había llegado a su casa.

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CAPITULO VIILa afrenta

—¡Ah infame Lotario! —había exclamado Julio cayendo de espaldas al terminar la lectura de aquella carta fatal en la que Federica anunciaba la hora de su partida a un amigo a quien no nombraba.

Un criado que estaba en la pieza contigua al cuarto del conde, acudió inmediatamente al oír el ruido que produjo la caída de éste, y pidió auxilio.

Algunas gotas de éter bastaron para hacer volver en sí a Julio.—¿Quiere acostarse el señor conde? —preguntó Daniel.—¡No! —exclamó Julio que, con el conocimiento, había recobrado su furor y su desesperación—.

¡No! ¡no es este el momento de dormir! Muy distinto es lo que tengo que hacer ¡vive Cristo! ¿Todavía no está enganchado el coche?

—Creo que sí —respondió Daniel—, pero los caballos no pueden más.—¡Que enganchen otros!Daniel salió.—No necesito de nadie —dijo Julio a los demás criados, que a la conminación de su amo

desaparecieron.Y es que el conde tenía necesidad de estar solo, pues las miradas de aquéllos le incomodaban y

ofendían.Mientras preparaban el coche, Julio se pascaba por la estancia, impaciente y colérico, rechinando

los dientes, cerrando las manos y profiriendo palabras incoherentes.—¡Lotario!... —decía—. ¡Está bien!... ¡Ya verán!... ¡Y ella con su porte de virgen!En esto apareció de nuevo Daniel para prevenirle que los caballos estaban enganchados.Julio tomó su sombrero, bajó precipitadamente, y dijo al cochero:—¡A Enghién a escape!¿Por qué iba Julio a Enghién, constándole como le constaba, que no hallaría allá a Federica? A

pesar de la fiebre y del delirio que tan repentina conmoción introdujeran en sus ideas, no esperaba que su mujer, arrepentida al llegar al primer relevo y pensando en que hundía hasta el mango un puñal en mitad del pecho de un hombre que no la dispensara sino bienes y cuya sola sinrazón consistía en haberla amado con exceso, avergonzada de su ingratitud habría retrocedido y que sería ella la que acudiría a abrirle la puerta, humilde y sonrojada y pronta a desarmarle confesándole su desventurado designio.

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No. Julio no esperaba eso; pero tenía necesidad de obrar, de moverse, de ir. Parecíale que el traqueteo y el ruido de los caballos y de las ruedas le impedirían oír los gritos de su pensamiento y que aquel áspero mecimiento adormecería poco o mucho su rabia. Demás, ya que no a Federica, tal vez hallaría algo perteneciente a ella, algunas huellas, algún indicio que le indicaría el camino que ésta pudo tomar; porque era obvio que el flemático e indiferente Daniel nada había visto.

Julio bajaba de cuando en cuando el cristal delantero, e invitaba al auriga a que apresurase la marcha.

En efecto, el cochero no hacía sino llevar a los caballos con la rapidez del huracán.Sin embargo, llegaron a Enghién.Al entrar en el patio, Julio no pudo menos de experimentar una congoja. En aquel instante y pese

a todos los raciocinios y a la evidencia, no pudo sustraerse a la creencia supersticiosa y quimérica de que Federica no había partido o estaba de regreso y que iba a aparecer risueña en lo alto de la escalinata; pero ¡ay! en la escalinata no encontró sino a un criado a quien atrajera el ruido del coche, y al cual no se atrevió aquél a preguntar si Federica estaba en la villa.

El conde, haciendo de tripas corazón, entró en las habitaciones, después de prohibir que nadie le siguiese, y una tras otra recorrió todas las piezas de la villa, no perdiendo ni por y un segundo la esperanza de que a lo mejor hallaría a su esposa, sustentando la íntima convicción de que ésta no le había oído o de que se estaba todavía vistiéndose para recibirle.

Pero todas sus esperanzas quedaron defraudadas: la villa estaba vacía.Julio entró en el aposento de Federica, se encerró en él, y lo registró todo, papelera, mesa, cajones;

pero no halló nada, ni una carta, ni una línea. Los armarios estaban abiertos y desalhajados. Federica había partido como quien no debe volver.

Del conde de Eberbach se apoderó un desaliento lúgubre. En aquel aposento desierto y vacío, recordó que lo que ahora le sucedía con Federica, le había pasado casi con idénticas condiciones, con Olimpia, y que era la segunda vez que se encontraba con muebles abandonados.

—¡Ah! —dijo entre sí con amargura— no he nacido sino para encontrar aposentos y corazones vacíos.

Y dejó caer la cabeza entre las manos, y vertió algunas lágrimas que le humedecieron los enflaquecidos dedos. Luego y con el corazón algo desahogado, murmuró:

—¡Qué necio he sido al enamorarme de esa niña! Yo me estoy muriendo y ella viene a la vida. ¡El invierno enamorado de la primavera! ¡Menguado de mí! ¿Es menester por ventura que yo acabe, que me muera, para que ella empiece? Es imposible que armonicemos.

Pero cambiando prontamente de disposiciones y levantándose con celeridad, exclamó con braveza:—¡Es una infame, pues paga con la ingratitud y la traición cuanto he hecho en su favor! Ha

envenenado los contados días que de vida me quedan, cuando le estaba preparando una existencia de abundancia, de amor y de gozo. No ha podido esperar algunas semanas; ella y su cómplice se han

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sumado para herirme, para asesinarme. Pero ¡ay de ellos! les castigaré. Valiéndome del derecho que me da el que sea mi esposa, la encerraré, la haré sufrir y le enseñaré lo que es un marido agraviado. ¡Ah! no tendré misericordia de ella, y al infame que me la ha arrebatado, le mataré.

Julio descendió de nuevo y se encaminó hacia su coche. Los criados de la villa de Enghién estaban hablando entre sí. La inesperada partida de Federica y de la señora Trichter, las idas y venidas de Daniel, la llegada del conde y la palidez de éste al entrar en la villa, todo les había dado a sospechar una revolución doméstica, y asumían el gesto a la vez curioso e indiferente con que los criados asisten a las catástrofes de sus amos.

—¡A París! —dijo Julio.Al llegar éste a San Dionisio, empezaba a oscurecer. De improviso, y poco después de haber dejado

atrás esta población, al ir a embocar el puente echado sobre el Sena, al conde le asaltó un pensamiento, y dando orden al cochero de que se detuviese, se apeó atolondradamente.

—Aguardadme aquí —dijo al cochero.Y alejándose, avanzó hasta bastante distancia a lo largo del río, casi desierto del todo a tal hora y

en tal sitio.Los últimos resplandores del día, alejados poco a poco por las sombras, daban a las aguas el

obscuro brillo del acero pulimentado.Julio continuó avanzando durante diez minutos; luego se detuvo en un lugar donde el agua

formaba un remanso y tendió una mirada a su alrededor. A sus pies había un pequeño promontorio, muy cómodo para los pescadores de caña, que penetraba en las aguas del río, y detrás de él un relieve del terreno protegía aquella angosta lengua de tierra, que, además, y por un exceso de precaución, estaba velada por una cortina de álamos.

En todo el espacio que dominaba la mirada no se veía una sola casa.—Bueno es el sitio y profunda el agua —dijo Julio riendo con amargura.Y después de dirigir una nueva mirada en torno de sí, se volvió tranquilamente a su coche.—¡Volando! —dijo el conde.—¿Al palacio? —preguntó el cochero.—No, a Menilmontant, a casa del señor Samuel Gelb.Cuando Julio llegó a la morada de su amigo, había ya cerrado completamente la noche.—¿Está en casa tu amo? —preguntó el conde al criadito que acudió a abrir la puerta.—No, señor —respondió éste.—¿Dónde está?—Ha tenido que asistir a una comida campestre.—¿Dónde?—Lo ignoro. Me ha dicho que no le aguardase, porque se recogería muy tarde.

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—¡Ah! es verdad —dijo Julio, recordando la comida de Maisons, de que Samuel le había hablado—. Pero ¿no dieron ayer la comida ésa?

—No, señor —respondió el criadito—; la dan hoy.Era tal el trastorno que experimentara la vida de julio, que éste no acertaba a creer que lo ocurrido

hubiese pasado en un solo día; parecíale imposible que no hubiesen transcurrido sino algunas horas entre su situación pasada y su situación presente.

—A la embajada de Prusia —dijo el conde al cochero.Una vez en el patio del palacio, Julio se apeó y se encaminó directamente a las habitaciones de

Lotario, a cuya puerta llamó inútilmente. En esto pasó uno de los criados de la embajada, y al verle, Julio le preguntó:

—¿No hay nadie en las habitaciones de mi sobrino?—Su Excelencia sabe sin duda que el señor Lotario está en el Havre.—¿Y su ayuda de cámara?—Acompaña al señor Lotario.—¿Sabéis cuándo debe regresar éste?—No, señor.—¿Me sería posible entrar en el cuarto de mi sobrino?—Voy a ver si el portero tiene la llave. El criado bajó, dejando a Julio entregado a la creencia de que en el cuarto de Lotario iba a hallar

tal vez algún papel que le pondría en antecedentes.Pero al poco tiempo regresó el criado, diciendo que el portero no tenía la llave.—¿Está en Palacio el señor embajador de Prusia? —pregunto Julio.—No, señor conde —respondió el criado, ha ido a la tertulia del señor ministro de Estado.—Está de Dios que no halle a nadie en parte alguna —dijo entre sí el conde de Eberbach.El cual se hizo conducir nuevamente a su casa y se encerró en su dormitorio.Julio no se acostó. ¿Para qué? Acosado por los pensamientos que le bullían en la mente, dormir

le era imposible; ni siquiera se le ocurrió intentarlo. Lo que hizo fue tomar un libro para dar treguas a la lucha moral que estaba sosteniendo; pero pronto advirtió que tenía los ojos clavados en una misma línea y que no acertaba a zurcir lógicamente las palabras, que parecían entregadas a una danza fantástica. Así pues, tiró el libro y aceptó resueltamente el diálogo con su pensamiento.

Durante toda la noche, la fiebre, el dolor y la ira causaron estragos a aquel cuerpo vacilante y moribundo. Por el conturbado y doliente cerebro del infeliz conde cruzaban los sentimientos y las resoluciones más opuestos, y cuando con saña terrible se apoderaba de él la sed de venganza, ideaba las violencias más atroces; todo castigo le parecía suave para la monstruosa ingratitud con que le habían pagado aquellos en cuyo beneficio sacrificara su fortuna y su tranquilidad.

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—La bondad no es sino una bobada —decía entre sí Julio—; ahora sufro las consecuencias de mi generosidad. Como yo no hubiese permitido a Federica que se separara de mí, no me la hubieran robado; de no haber yo tenido la delicadeza de tratarla como a una hija, se habría acostumbrado a ser mi mujer, he obrado de un modo absurdo y necio, y ahora es demasiado tarde para precaver el mal. Pero acabóse mi abnegación y mi generosidad; en adelante voy a ser para los demás lo que éstos para mí; nada de compasión; ojo por ojo, diente por diente; seré malo, implacable, desapiadado.

Pero luego, repentinamente y sin transición, se le aplacó la cólera, y murmuró:—Pero yo tengo la culpa, no debí casarme con Federica. Al comparar su edad con la mía, debí

conocer que nuestra unión era incompatible; y en cuanto a Lotario, debí asimismo comprender su tristeza y su partida. Además, habiendo prometido, como prometí, no ser para Federica sino un padre, no me cabe derecho alguno a estar celoso, pues no hay padre que se ofenda de que su hija ame a un joven que la corresponde. Yo soy quien he hecho mal al tomar como he tomado un amor que yo mismo he consentido y alentado; yo el que he quebrantado mi juramento no respetando lo convenido. ¿Cómo Federica y Lotario no han podido creerse desligados de un pacto que yo mismo he roto primero?

A no tardar, sin embargo, asaltáronle de nuevo el furor y el deseo de venganza, y se le secaron las lágrimas en los ojos, cuyas miradas volvieron a despedir iracundas llamaradas.

Al filtrar por los intersticios de los postigos la primera luz del alba, Julio no había cerrado todavía los ojos, sin embargo de lo cual no experimentaba la menor fatiga; y es que una energía febril sobrexcitaba su debilitada organización, y en aquel momento de arrebato había dejado de existir materialmente para convertirse todo en alma.

—Conozco que esta crisis va a matarme —decía el conde para sus adentros—; mejor; pero antes mataré yo.

Llegada la mañana, Julio se puso a escribir una tras otra gran número de cartas. Luego abrió su papelera, tomó de ella su testamento y lo quemó; hecho lo cual se puso a extender otro, en cuya tarea se interrumpió de vez en cuando para sonreírse con amargura.

—¡Ah! —dijo el conde hablando consigo mismo— no habrán ganado tanto como imaginan. Ellos han labrado mi desventura, yo les empobrezco; han vaciado mi casa, yo vacío su bolsa. ¡Ah ladrones! no me heredarán.

A eso de las diez, y terminado, sellado y cerrado en el sitio del otro su nuevo testamento, Julio se vistió y se hizo conducir a la embajada, donde aún creía que iba a hallar a Lotario.

—No habrá sido tan majadero que se haya embarcado con ella para conducirla a América —dijo para sí el condeV. El temor de hacerse desheredar le habrá detenido. De seguro se la ha llevado a algún rincón ignorado, a alguna aldea alejada de aquí unas treinta leguas, donde cree que no les descubriré, y después de instalarla bajo un nombre supuesto, habrá regresado apresuradamente para presentarse y desviar toda sospecha. Y lo bueno será que cuando yo le hable de la desaparición de Federica, su admiración aparentemente será superior a la mía. Luego, una vez nos hayamos visto, cuando con mis propios ojos me haya convencido de que no está con ella, pretextará que los asuntos de la embajada le obligan a emprender un nuevo viaje para asistir a algún embarco de emigrantes en el Havre; y se saldrá

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de París para reunirse a ella. Pero vive Dios que se equivoca de medio a medio si cree que voy a dejarle obrar a su antojo. Que vuelva, y yo le juro que no partirá otra vez.

El coche se detuvo en el patio del palacio de la embajada. Julio se apeó, subió la escalinata y tiró del cordón de la campanilla, a cuyo son un criado acudió a abrir la puerta.

—¿Está mi sobrino? —preguntó Julio.—Sí, señor conde, está con el embajador —respondió el criado.—Se cumplen mis previsiones; ha regresado —dijo entre sí Julio, bajando de nuevo y

encaminándose al despacho del embajador.—Voy a anunciar al señor conde —dijo un ujier a quien éste encontró en el camino.—Es inútil —profirió Julio.Y atravesando una antesala, penetró en una piececilla que precedía al gabinete del embajador, en

la que se detuvo por haber oído, al través de la semi entornada puerta, la voz de Lotario.—Por esto he regresado —decía el joven—, y me he apresurado a hacerlo para dar noticia de mi

comisión. Ya ve, empero, Si Excelencia, cuan urgente es que regrese.—¡Está claro! —pensó Julio.—Es necesario que mañana me encuentre allá —prosiguió Lotario.—¡Ya lo creo! —exclamó Julio no pudiendo contenerse por más tiempo.Y empujando violentamente la puerta, penetró, pálido, sombrío y rechinando los dientes, en el

gabinete.Lotario y el embajador volvieron el rostro.—¡El conde de Eberbach! —dijo este último saludando.—¡Mi tío! —profirió Lotario, avanzando para estrecharla mano a Julio, pero retrocediendo al

instante al notar el desfigurado, colérico y siniestro semblante de éste.—¿Con que —repuso el conde de Eberbach fijando en su sobrino una mirada de fuego— os

volvéis mañana?—Esta misma tarde —respondió Lotario, que al parecer no comprendía el alcance de tal pregunta.—¡Esta tarde! —repitió Julio con furor reconcentrado y quitándose el guante de la mano izquierda.—¿Halláis algún impedimento en ello? —preguntó el joven.—Ninguno —respondió el conde—, con tal que estéis vivo. —Y con acento terrible y arrojando

su guante al rostro de Lotario, añadió con voz terrible—: ¡Sois un canalla!El joven, al sentir en la cara el contacto del guante, se precipitó sobre su tío; pero haciendo un

poderoso esfuerzo sobre sí mismo, se refrenó prontamente y dijo con mal reprimida rabia:—Sois mi tío y mi superior.

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—No —repuso Julio con voz tonante—, ni lo uno ni lo otro. Casé, sí, con la hermana de vuestra madre; pero muerta ella, quedan rotos todos los vínculos de parentesco; en cuanto a lo demás, he dejado de ser superior vuestro desde el instante en que presenté mi dimisión. Ante vos no hay sino un caballero que os ha insultado en presencia de otro caballero y ratifica el insulto y os repite que sois un canalla, ¿oís? ¡un canalla!

—¡Señor conde! —dijo el embajador.—¡Basta! —exclamó Lotario con acento de amargura.—¡Ah! ¡Empezáis a sentir la afrenta! —profirió Julio—; pues bien, dentro de un cuarto de hora

recibiréis dos palabras mías y haréis lo que os prescribiré en ellas. Hasta la vista.Y volviéndose hacia el embajador, el conde de Eberbach añadió:—Pido mil perdones a Su Excelencia por haberme propasado a escoger su casa para esta escena

necesaria; pero era menester que estuviese presente un hombre de honor a fin de que la ofensa fuese completa, y vos habéis sido el primero en quien he pensado.

Julio saludó y se salió.

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CAPITULO VIIILeón asechando su presa

Eran las doce y media de la noche cuando Samuel regresó del banquete de Maisons a su guarida de Menilmontant, a cuya puerta llamó dos o tres veces sin que su criado acudiese a abrir.

—¡Marcelo! ¡Marcelo! —gritó Gelb, acompañando sus voces con el ruido de la campanilla.Por fin el criadito acudió al llamamiento, empuñando una linterna sorda y dirigiendo la luz al

rostro de su amo.—Soy yo —dijo Samuel—; abre pronto.Marcelo abrió la reja.—Creí que ibas a hacerme dormir al raso —dijo Samuel atravesando el jardín—. Venturosa edad,

añadió con ironía, en que los remordimientos no le impiden a uno dormir como un tronco; pero sabe que el dormir de un modo tan pesado está más permitido a los niños que a los criados. ¿Acabarás de despertarte?

Por más que el muchacho se restregaba los ojos, los párpados volvían a cerrársele, y, cual si estuviese borracho de sueño, se tambaleaba, amenazando dar consigo en tierra; pero el frescor de la noche iba venciendo poco a poco su soñolencia.

—Cierra la puerta —dijo Samuel al criadito, una vez los dos hubieron penetrado en la casa—. Ahora vente conmigo a mi cuarto; tengo que hablarte.

Ya arriba, Gelb encendió una vela y preguntó:—¿Ha venido alguno por mí?—Sí, señor —respondió Marcelo—, un caballero.—¿Quién?—El señor conde de Eberbach.Samuel no manifestó la menor extrañeza.Por más que a las tres de la tarde hubiese dejado a Julio inquieto respecto de Federica, y debiese

haber sospechado que semejante visita hecha inmediatamente después de haber aquél visto a su mujer, debía de tener relación con tal inquietud, no pareció preocuparse poco ni mucho.

—¿No te ha dado encargo alguno para mí el conde? —preguntó Samuel con indiferencia.—No, señor. Le he dicho que vos no estabais en casa y que no os recogeríais temprano. Me ha

parecido que le desagradaba el no haberos encontrado, pues ha hecho un gesto de contrariedad; luego se ha subido de nuevo a su coche y ha partido.

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—¿Y aparte del conde ha venido alguien más?—No, señor.—Está bien. Ahora escucha y vuélvete todo oídos. Voy a darte mis instrucciones para mañana.

Presta atención, porque como te equivoques en un solo gesto o siquiera en una sola sílaba en cuanto debes hacer o decir, te despido; en cambio, si ejecutas puntualmente y con maña mis órdenes, te ganas cien luises.

—¡Cien luises! —exclamó Marcelo despabilado del todo.—Tuyos serán mañana por la noche.Samuel explicó entonces al criadito lo que éste debía hacer.La explicación hizo en el ánimo de Marcelo una entrada triunfal, acompañada de un alegre

tintineo de monedas.—Nada temáis, señor —dijo el muchacho—, os prometo que quedaréis complacido. De mí os

responden los cien luises; mentiré cuanto queráis.—Ahora vete a dormir.Marcelo se subió a su desván, y Samuel se acostó tranquilamente, no despertándose hasta la

llegada del día; pero no bien el primer rayo de sol invadió su dormitorio, aquél abrió los ojos, echó pie a tierra y se vistió. Luego abrió un poco el postigo, de modo que, sin ser visto, pudiese inspeccionar el jardín, y percibió a Marcelo que, ya levantado, estaba aguardando.

—¡Psit! —hizo Samuel.Marcelo levantó la cabeza.—¿Te acuerdas bien de todo? —le preguntó Gelb.—Sí me acuerdo, mi amo —respondió en alta voz el criadito.—Está bien.Samuel cerró el postigo, se fue a su estudio, tomó libros, tintero y plumas, y pertrechado de esta

suerte se subió a una de las buhardillas, donde se encerró bajo llave.La buhardilla tenía una angosta abertura al través de la cual se descubrían el jardín y la calle.Por aquella imperceptible lumbrera, Samuel podía asistir, como testigo invisible, a todas las idas y

venidas de quienquiera viniese a verle.Gelb se puso a leer, a escribir y a tomar apuntes; pero esta labor evidentemente no era para él sino

una distracción, un modo de matar el tiempo y de hacer menos sensible la espera.¿Qué estaba aguardando? Quien le hubiese visto esforzándose en fijar la atención en el libro que

ante sí tenía abierto, y del que repentinamente desviaba los ojos para escrutar con mirada sombría y ávida la calle; quien, conociéndole, le hubiera visto agazapado en aquella buhardilla como en su antro, involuntariamente le habría comparado con una bestia fiera asechando su presa.

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Las horas iban deslizándose y todo seguía igual. La impaciencia empezaba a apoderarse de Samuel, cuyos marmóreos músculos se le contraían de vez en cuando. Aquel jugador terrible que tantas veces arriesgara su vida o la de los demás a la carta de su ambición o de su orgullo, es seguro que en aquel momento estaba jugando una de esas partidas siniestras y formidables en las que su inteligencia trataba de entrampar al destino.

Sin embargo, lo que redoblaba su ansiedad, lo que le hacía experimentar una emoción hasta entonces para él desconocida, lo que le encendía la sangre en las venas y la mirada en las pupilas, era que por la primera vez en su vida, él, el hombre de acción por excelencia, se veía reducido a desempeñar un papel pasivo. No le cabía sino cruzar los brazos. Cazador infatigable y rabioso, acostumbrado a perseguir la caza al través de los malezas, ahora se veía constreñido a permanecer inmóvil en su tugurio, como la araña en su nido, aguardando a que las moscas viniesen a enredarse en las mallas de su tela.

Por lo demás, aun cuando Samuel estaba solo y nadie podía verle, la impaciencia y las ansias que le roían no daban fe de ellas sino por medio de casi imperceptibles contracciones de los labios y de los párpados.

Luego se ponía nuevamente a leer y a escribir. De esta suerte transcurrió el tiempo hasta el mediodía. Prontamente Samuel se estremeció cual si hubiese recibido una descarga eléctrica. Acababan de llamar al rejado del jardín.

Gelb miró por la lumbrera y vio, delante de la reja, un coche del que se acababa de apear Lotario, y a Marcelo, que acudía a abrir. Entonces aguzó el oído, pero no pudo escuchar palabra alguna. Sólo vio que Lotario hacía un gesto de desesperación y que al parecer insistía con empeño en lo que decía a Marcelo. Poco después el joven y el criadito entraron en el jardín y se dirigieron hacia la casa.

—¡Ah! —murmuró Samuel temeroso— ¿si va a conducirlo aquí ese bestia?Y después de cerciorarse de que la puerta de la buhardilla estaba bien cerrada, se colocó de manera

que no pudiesen verle al través del ojo de la cerradura, permaneciendo inmóvil para no hacer el menor ruido. Nadie subió a la buhardilla.

Cinco minutos después, Gelb oyó en el jardín la voz de Lotario.Marcelo condujo de nuevo al joven, que se subió otra vez a su carruaje y desapareció.Casi al mismo instante llamaron a la puerta de la buhardilla.—Soy yo —dijo Marcelo.—¿Qué hay? —preguntó Samuel descorriendo el cerrojo y abriendo la puerta.—Ha venido el señor Lotario.—¿Qué te ha dicho?—Quería veros. Estaba muy turbado. Según ha manifestado, tenía absoluta necesidad de hablar

con vos. Entonces yo, cumpliendo vuestras órdenes, le he dicho que acababais de salir. «¿Sabes donde está?» me ha preguntado. Yo le he respondido que no; pero al notar su contrariedad, he añadido: «No sé que deciros». Verdaderamente ha puesto un rostro tan afligido, que me han dado impulsos de reírme.

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—¿Qué papel es éste? —preguntó Samuel al notar una carta en la mano de Marcelo.—Como no os ha hallado, me ha pedido recado de escribir.—Dámelo pronto —dijo Gelb arrancando la carta de manos del muchacho. Y luego añadió—:

Vuélvete a tu sitio y continúa como has empezado. Por ahora te has ganado ya cincuenta luises.Marcelo se salió de la buhardilla, y Samuel, una vez hubo cerrado de nuevo la puerta, abrió el

billete y vio que decía:

«Señor mío y querido amigo: Voy a pediros consejo y protección. Ha llovido sobre mí una gran desgracia, y vos, solamente vos podéis salvarnos a todos. Entre mi tío y yo hay una equivocación terrible que no acierto a explicarme. Ignoro qué puedan haberle dicho contra mí; pero sí sé que nada he hecho contra él. Sin embargo, ¡si vos supieseis! en público, sí, en público, delante del embajador de Prusia, el conde de Eberbach me ha ofendido de tal suerte, que si no me restituye la honra, no me queda sino desafiarle o suicidarme.»

Al llegar aquí Samuel no pudo menos de sonreírse.

«Es imposible —continuó leyendo éste— que permanezca yo bajo el peso de semejante afrenta. Voy a deciros lo que ha pasado; a vos todo puedo decíroslo: ¡el conde de Eberbach me ha arrojado su guante al rostro! ¡y os repito que el embajador de Prusia estaba presente! Ya lo veis. Por desgracia el conde de Eberbach es mi tío, y menester será que un amigo común intervenga. Vos sois en quien inmediatamente he pensado. El embajador de Prusia, testigo del ultraje, por su carácter oficial no puede intervenir en este negocio de familia.Además, vos tenéis más influencia que él en el ánimo del conde.Me habéis dado ya tantas pruebas de devoción, que no vacilo en pediros esta otra.La cabeza se me va.¿A quién me dirigiré si vos no regresáis a tiempo? Ir a Enghién para avisar a Federica, no es del caso, pues estos no son negocios que permitan la ingerencia de mujeres. Ya veis que no puedo sino contar con vos. Abocaos con mi tío, y sabiendo, por este medio, qué tiene, os será fácil desvanecer las tinieblas en que nos vemos envueltos.Yo nada sé, ni nada puedo. Por toda explicación, el conde de Eberbach me ha enviado un reto citándome para un sitio a doscientos pasos del puente de San Dionisio. Ando verdaderamente a tientas. Hay para volverse loco de vergüenza y de dolor.Si regresáis, por favor os ruego que acudáis presto; de lo contrario no me queda sino escoger entre el duelo o el suicidio.

LOTARIO.»

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— ¡El suicidio! —profirió Samuel restregándose las manos—. ¡Caramba! es una solución que no se me había venido a la mente; pero no sería la peor.

Gelb se entregó de nuevo a la lectura; y a esta ocupación hacía unos tres cuartos de hora que entregado estaba, cuando sonó otra vez la campanilla.

Samuel volvió a mirar al través de la lumbrera y vio a un criado que ostentaba la librea del conde de Eberbach.

Marcelo acudió a abrir la reja.Como a la llegada de Lotario, Gelb se hizo todo oídos para escuchar algunas palabras; pero

inútilmente también.La única ventaja que reportó ahora, fue que tuvo que aguardar menos tiempo, pues casi al punto

vio al criado de Julio entregar una carta a Marcelo y volverse.Este último cerró nuevamente la reja, y pocos segundos después llamó a la puerta de la buhardilla,

que se abrió inmediatamente.—Era un criado del conde de Eberbach —dijo Marcelo—, que ha venido con orden de entregaros

esta carta en mano propia; pero como le he dicho que acababais de salir, la ha dejado y se ha ido.—Dame y vuélvete —repuso Samuel.El cual, al encontrarse otra vez a solas y después de haber cerrado nuevamente la puerta, introdujo

con precaución la hoja de un cuchillo debajo del sello de la carta del conde, cuidando de dejar intacto el lacre; luego levantó la tapa del sobre y extrajo de él la carta, en la que se referían los hechos con dura y no interrumpida indignación.

La síntesis de la mencionada carta era la siguiente:

«Samuel sabía que el día anterior Julio había estado aguardando a Federica y su incomparecencia inspirádole cuidados; pero a la joven la asistía una razón poderosa para no haber acudido a casa de su marido, y era que la habían robado.¿Quién? era evidente que no podía ser sino Lotario. Así se libraban del estorbo que se oponía a sus amores. Julio estaba seguro de que el raptor era Lotario, pues había interceptado un billete sin dirección, en el que Federica decía a un amigo, que no podía ser otro que éste, que se reuniese cuanto antes a ella en el sitio convenido de antemano.Además, la fuga de Federica coincidía con la partida de Lotario, quien asimismo desapareciera el día anterior, so pretexto de presidir el embarco de emigrantes alemanes en el puerto del Havre.Por la mañana del día en que estaba fechada la carta, Lotario había regresado de instalar a Federica en alguna misteriosa aldea; pero no regresado para quedarse, sino para partir

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de nuevo el mismo día, como lo demostraba el que Julio le había sorprendido en el instante en que solicitaba audiencia del embajador.No, mientras yo respire —decía el conde al llegar aquí de su carta—, Lotario no volverá a partir; no impunemente me habrá robado la honra este canalla. A él y a su cómplice les he desheredado.Luego Julio, después de indicar que había dado una cita a Lotario, a la que éste debía acudir a la caída de la tarde, y que dentro de algunas horas uno de los dos habría sucumbido, añadía:«Tú eres el único amigo que me queda en el mundo, y por lo tanto lo que primero se me ha ocurrido ha sido rogarte que fueses mi testigo en este duelo a muerte; pero como de llevar yo uno, era menester que a Lotario le acompañase también otro, y nadie aceptaría el ser testigo de un duelo del que no le revelasen la causa, yo, que no quiero que un extraño entre en la confidencia de mis dolorosos secretos, he resuelto que a él ni a mí nos acompañe testigo alguno.Con una sola pistola cargada y Dios por testigo, hay bastante.Antes de correr este azar terrible, tengo que hacerte a ti, el único amigo que me queda, algunos encargos supremos. Te ruego, pues, que tan pronto recibas ésta vengas inmediatamente a mi casa, donde te aguardaré hasta las cinco.»

—Todo marcha a las mil maravillas —dijo Samuel, soltando una carcajada siniestra—. Pero ¡qué poca inventiva y qué poca aptitud tienen esos infelices seres humanos, y cuán pobre es la imaginación del acaso! Todo pasa como yo había calculado: mis actores no yerran una sola sílaba de sus papeles respectivos; ni a uno de esos muñecos se le ocurre desbaratar mi plan, introduciendo en él una impensada y pequeña variante. Obran según mi antojo; pacen donde les he atado. E iba yo a compadecerme de ese rebaño y a mover con tiento el hilo del que tiro, temeroso de descalabrarles! ¡Bah! puedo hacer que se aporreen entre sí y convertirles en picadillo, sin temor a perjudicarme el alma. Obran según mi voluntad y no piensan sino como a mí me place... Quisiera que ya hubiese llegado la noche.

Samuel volvió a cerrar, con sumo tiento, la carta de Julio, de modo que éste no pudiese conocer que la habían abierto, y acercando luego la boca a la lumbrera, se puso a silbar una aria de la Mutta.

Sin duda era una señal convenida, porque Marcelo subió inmediatamente.—Toma esta carta —dijo Samuel a su criado—, y si vuelven de parte del conde de Eberbach, di

que todavía no he regresado y que por lo tanto no has podido dármela.Marcelo tomó la carta.—Ahora —continuó Samuel—, súbeme el almuerzo, pues se acerca la hora de sentir hambre.Diez minutos después, Marcelo subió de nuevo con una chuleta, pan y vino.

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Samuel comió y bebió con avidez. Su apetito, retardado por la emoción de la incertidumbre, quería recuperar el tiempo perdido, ahora que aquél, sabedor de la provocación y de que el asunto iba adelante, estaba más tranquilo.

Tras almorzar, Gelb reanudó su tantas veces interrumpida lectura, y aguardó.Poco más o menos a las cinco y media, se detuvo otro coche a la verja de la casa, del que vio

Samuel apearse al conde de Eberbach. Marcelo fue a abrir el enrejado, y a la primera palabra que el criadito dirigió a Julio, éste hizo un

gesto de amarga contrariedad; luego entró en el jardín y se encaminó hacia la casa; de la que salió media hora después para subirse nuevamente al coche y partir.

El criadito se puso en dos saltos en la buhardilla, y dijo:—Era el conde de Eberbach.—¿Qué te ha dicho? —preguntó Samuel.—Yo le he manifestado que vos no habíais regresado aún, lo cual ha parecido apesadumbrarle

mucho. Entonces me ha dicho que os aguardaría, y ha entrado. Obedeciendo vuestras órdenes, le he entregado la carta que vos habéis recibido este mediodía; y habiéndola tomado, la ha estrujado entre los dedos y se la ha metido en el bolsillo. Después ha empezado a pasearse de arriba abajo, como quien está impaciente, y a cada punto fijaba los ojos en el péndulo y sacaba su reloj del bolsillo. Por último ha dicho: «No puedo aguardar más». Yo le he preguntado entonces si quería dejar algún recado para vos, y me ha respondido: «No, es demasiado tarde, no vale la pena». Y se ha ido.

—Toma —dijo Samuel sacando un cartucho de su bolsillo,—Ahí van diez luises; si queda bien justificada tu discreción, pasado mañana te daré otros diez.Fue tal la alegría que experimentó Marcelo, que la voz se le anudó en la garganta.—Vuélvete a tu sitio —dijo Samuel—; es menester que continuemos todavía por espacio de otra

hora. Creo que no va a venir nadie más; pero no importa, sigue vigilando. Nunca está de más un exceso de precaución. Ve; estoy satisfecho de ti.

Marcelo se volvió a su sitio, y Samuel aguardó una hora más.—Ahora están en San Dionisio —dijo éste entre sí, al dar las seis y media—; ya puedo mostrarme.Samuel bajó a su vez, y llamando a Marcelo, le dijo:—Si por acaso vienen a preguntar por mí, responde que he regresado, que me has comunicado la

llegada del conde de Eberbach, que he leído la carta de Lotario, y que sin pérdida de tiempo he salido para el palacio del conde.

Gelb salió, alquiló un coche, y se hizo conducir directamente a la morada de Julio.—¡Con qué impaciencia os ha estado aguardando el conde! —dijo Daniel saliendo al encuentro

del amigo de su amo.—¡Qué! —profirió Samuel— ¿no está en casa?

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—No, señor. Os ha aguardado hasta las cinco, pero se ha visto obligado a salir. Y por cierto que el no haberos visto antes le tenía muy desasosegado y triste. Creo que ha ido a Menilmontant.

—Cuando él ha llegado allá yo estaba fuera —repuso Samuel—, y tan pronto como al volver a entrar en casa me han notificado su visita, he venido. ¿Sabéis qué desea?

—No, señor —respondió Daniel—; pero es forzoso que le haya sucedido algo al señor conde. Nunca le he visto tan turbado como desde ayer. ¿Ya sabéis que la señora condesa no está en Enghién?

—Tal vez —profirió Samuel—. ¿Y el conde sabe dónde está la señora Federica?—El señor conde nos ha dicho que sí lo sabía; que la señora condesa se había ido por orden de

él a otro sitio del campo donde los aires son más saludables. Pero como la agitación del señor conde empezó ayer en el preciso momento en que le comuniqué la partida de la señora condesa, me parece que tal partida le causa mayor pesadumbre que no ha querido manifestarnos. Probablemente se debe a esto su deseo de veros.

—Efectivamente es probable —profirió Samuel—. Pues bien, ya que desea verme, voy a aguardarle. Abridme la puerta de su estudio.

Daniel introdujo a Gelb en el estudio del conde de Eberbach, y le dejó a solas con los libros y su pensamiento.

—A estas horas —decía para sí Samuel, mirándo las sombras que empezaban a invadir la tierra— se están cumpliendo mis designios, y esos dos autómatas que se creen hombres obedecen al impulso que les ha impreso mi deseo. Se están batiendo a muerte, sí, y de ellos no regresará vivo más que uno. Si Julio perece a manos de Lotario, éste no podrá decorosamente casar con la condesa viuda; porque ¿qué diría la sociedad, qué la santa moral, de una mujer que se uniera en matrimonio con el matador de su marido? No, entre Federica y Lotario se levantaría la más insuperable de las vallas: un cadáver. Además, por mucho que ella se empeñase en casar con él, yo me opondría. Consentí en que tomase a Lotario por esposo, por generosidad, porque era el modo de enriquecerla, porque ésta era la condición que impuso Julio para legarles su fortuna. Pero ahora que éste ha desheredado a Lotario, y siendo yo, como soy, según me ha escrito, el único amigo que ha tenido en el mundo, ¿a quién puede transmitir todos sus bienes sino a mí? Apostaría tres contra uno que si abro el testamento que debe de estar en uno de los cajones de esta papelera, hallo consignado en él mi nombre con todas sus letras. Esto supuesto, de casar yo con Federica la enriquezco, y mi generosidad, que antes consistía en sacrificarme, estriba desde ahora en presentarme. Retiro mi autorización y recuerdo a Federica su compromiso por abnegación hacia ella. Así pues, la muerte de Julio produce dos resultados, que me hacen dueño, los dos, de Federica, pues siendo yo rico, Lotario queda completamente anulado en este punto. Si sucede lo contrario, es decir, si Julio mata a su sobrino, todavía mejor, pues volvemos precisamente al ser y estado que en el día de la boda, y no me queda sino un rival endeble y moribundo, a quien tales emociones habrán dado el golpe de gracia. Por lo demás, si tanto le cuesta morir, ahí estoy yo para ayudarle. En este caso, una de dos: o antes de expirar tendrá tiempo de reconciliarse con Federica y de rehacer su testamento en pro de ella, y entonces ésta me aportará su fortuna, o morirá antes de haberse reconciliado y yo seré su

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heredero, y entonces soy yo quien aportaré su fortuna a Federica. De modo que tanto si se reconcilia como no, Federica y los millones me pertenecen. ¡Je! ¡je! está muy bien urdido. Ea, no he declinado.

Mientras Samuel se entregaba a sus meditaciones, la noche había cerrado por completo y Daniel entrado en el estudio para encender las lámparas.

Entretanto las horas iban transcurriendo y Julio no aparecía. Sin embargo, era imposible que, vivo o muerto, no volviese o no le trajesen a su palacio.

Era evidente que para batirse, Lotario y Julio no debían haber aguardado a que obscureciese. Suponiendo que se hubiesen batido a las seis y media, un duelo tal, llevado a cabo con tanta saña, no dura sino contados segundos; y eran ya las ocho y media, es decir, había transcurrido el tiempo suficiente para que Julio hubiese matado dos veces a su contrario, o éste a aquél, y regresado a su casa.

A Samuel se le ocurrió una idea que le hizo sonreír del modo extraño que le era peculiar. Como Julio y Lotario se encontraban sin testigos, tal vez por haberse negado el primero a batirse a pistola, habían acudido a la espada y dándose muerte mutua y simultáneamente. En este caso el retardo se explicaba por sí, ya que no hubiera quedado sobreviviente para meter al muerto en un coche.

Por los ojos de Samuel cruzó un rayo de alegría, tan pronto apagado como nacido; pero no se atrevió a esperar tanto; era exigir demasiado de la suerte.

Así pues, rebajó sus pretensiones y se contentó con un cadáver.—¡A lo menos que llegue Julio —dijo entre sí Samuel—, y no se haga esperar por tal modo el

resultado de mis tramas! Elija pronto el destino, de los dos, al que prefiera suprimir.En esto sonaron las nueve.Samuel, a quien la sospecha que algún incidente había desbaratado o diferido el duelo empezaba a

inspirarle cuidados, oyó por fin entrar un coche en el patio; pero por más que se acercó apresuradamente a la ventana y puso toda su voluntad en los ojos, nada vio. El patio estaba envuelto en densa obscuridad y la marquesina que protegía contra la lluvia la escalinata ocultaba completamente el coche.

Gelb se sentó otra vez, y tomando un periódico y fingiendo la mayor indiferencia, hizo como que leía.

A poco se abrió la puerta del gabinete, y Samuel, que volvió con toda tranquilidad el rostro, vio aparecer en la penumbra y convertido en sombra a su vez, a Julio pálido y tambaleándose.

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CAPITULO IXExplicación

El conde de Eberbach, al ver a Samuel, de pálido se tornó, lívido y sintió inundada de helado sudor la frente.

—Te he estado aguardando hasta ahora, porque me han manifestado que tenías que hablarme —profirió Gelb levantándose y sin que en su cara se trasluciese la menor emoción.

Julio no respondió palabra.—Me han dicho que estabas intranquilo —continuó aquél—, y como sé la causa, vengo a

tranquilizarte.—¿Tú sabes la causa? —tartamudeó Julio.Y tendiéndole la carta que él había escrito aquella mañana, dijo:—Lee.Samuel hizo que leía la carta que ya había leído, y de improviso pareció llenarse de espanto.—¡Infeliz! —exclamó— ¡has sospechado de Lotario!—¡Samuel! —dijo Julio con arrebato y asiéndole del brazo— te prohíbo que nunca más vuelvas a

pronunciar este nombre en mi presencia.—Es que yo quiero saber qué ha sucedido —repuso Gelb—. ¿De dónde vienes? ¿qué has hecho?

Has provocado a Lotario, sin ver ¡infeliz! que para nada ha intervenido en la partida de Federica.—¿Federica? —repitió Julio— ¿tú sabes dónde está?—Claro que lo sé —respondió Samuel.—¿Dónde?—Voy a decírtelo; pero ve lo que has hecho con tu precipitación... Lotario era inocente.—No se trata de Lotario —profirió Julio con gesto sombrío—. Háblame de Federica.—La historia es por demás sencilla —dijo Samuel.—Te escucho.Samuel refirió entonces a Julio, que estaba impasible y hosco, las causas y los pormenores de la

partida de Federica.Desde el episodio de Enghién, donde el conde de Eberbach apareciera de un modo tan atropellado

y violento en medio del encuentro de los dos jóvenes, Federica experimentaba una mortificación continua, aumentada de día en día por las genialidades más y más tétricas de su marido.

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Aquella alma suave y temerosa se acusaba de entristecer y martirizar involuntariamente a un corazón que la amaba, a un moribundo, a su bienhechor.

Además, las dos o tres veces que Lotario la había encontrado en el camino de Enghién a París y hecho detener su carruaje, la joven no le había dirigido la palabra sino para rogarle encarecidamente que se abstuviese en absoluto de provocar tales encuentros, que podrían llegar a oídos del conde de Eberbach, y, mal interpretados, turbar los últimos días del hombre a quien debían todas sus esperanzas de felicidad; para recordarle los deberes que ambos tenían para con el conde, y para recabar de él que evitase todo cuanto pudiese levantar una sospecha en la mente de su tío.

¿Quién había enterado de tales menudencias a Samuel? Lotario mismo, del cual era el amigo y confidente más íntimo.

En las continuas visitas que ora Samuel hacía a Enghién, ya Federica a Menilmontant, ésta, que asimismo tenía depositada en Gelb toda su confianza, le hacía sabedor de todas sus zozobras e incertidumbres y le consultaba respecto de la conducta que debía seguir.

Como Julio se había incomodado en cierta ocasión que Samuel le hablara de Lotario y Federica, éste creyó que su delicadeza le ordenaba no volver a pronunciar tales nombres ante su amigo, para tranquilizarle, sin embargo, más de una vez estuvo tentado a repetirle todas las palabras de afecto y de ternura que la joven profiriera en su presencia respecto de su marido. La preocupación constante de Federica era la gratitud que debía al conde. ¿Qué hacer para tranquilizarle? ¿Cómo pagarle las bondades de que éste la había colmado?

A lo cual Samuel respondía que mientras ella permaneciera en Enghién y Lotario en París, no conseguiría que éste no dirigiese su caballo hacia San Dionisio los días que sabía iba ella a pasarlos al lado de su marido. Federica, para no dar sustento a los rumores, no podría decir a su cochero que no obedeciese al gesto del sobrino de su esposo, que le ordenaba que se detuviese, ni impedir al cochero que pusiese al corriente de tales encuentros a los criados del conde, ni que un transeúnte la viese hablar con Lotario, ni que Julio, al saber que sus órdenes habían sido infringidas, diese vida en su mente a sospechas imaginarias.

No quedaba sino un camino: poner tierra entre ella y Lotario.¿Pero cómo? ¿Pedir a éste que hiciese por abnegación lo que por desesperación había hecho,

esto es, salir de París para volverse a Alemania y no regresar hasta que le hubiese devuelto la libertad la muerte de su tío? Esto era echar a perder la carrera del joven. Lo más conducente hubiera sido que Federica abandonase la capital de Francia en compañía de Julio. Ello no obstante y cada una de las veces que la joven manifestaba a su esposo deseos de ir a vivir con él en el castillo de Eberbach, Julio le había repetido lo que ya le dijera en Enghién, esto es, que por razones que no podía, manifestar a nadie, no le era dable salir de París.

De esta suerte e imposibilitada por un igual de permanecer en París y de partir, la desventurada joven se encontraba en una situación por demás falsa y dolorosa.

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En este punto de su relato, Samuel se calló para estudiar el efecto que producía en Julio; pero al verle mudo, inmóvil y taciturno y queriendo hacerle hablar a toda costa para arrancarle su secreto, echó mano a los reproches y a las preguntas directas.

—Tanto tú como Lotario os quejabais grandemente; no pensabais sino en vosotros, sin fijaros en que había quien era más digno de compasión que tú y tu sobrino: Federica, que sufría de rechazo las consecuencias de vuestra arrebatada y celosa pasión. Uno y otro habíais tomado a pecho el hacer lo más triste que se puede imaginar la existencia de una mujer, de una niña, de una pobre y apacible criatura nacida ayer, pura y sin tacha; tú sobre todo. ¿Qué diablos podías echarle en cara? ¿Temías que viese a Lotario? ¡Pero si ella no deseaba sino alejarse de él y poner entre los dos una distancia de trescientas leguas! Tú eres quien no quería que partiese, y aun sin querer alegar el porqué. Decías que te retenía en París una causa misteriosa, sin reflexionar que cuando un hombre tiene en más tales causas que alejarse de su rival, es porque no le martirizan mucho los celos. No soy curioso, pero voto a mí que daría algo para saber qué imperiosa causa podía vedarte el ir a Eberbach.

Julio, que continuaba encerrado en su silencio, escuchaba a su interlocutor con gesto singular, serio y taciturno, lo cual empezaba a alarmar a Samuel.

—Sin embargo —dijo éste entre sí—, es natural que acabando de llevar a término tan terrible acto, esté absorto y mudo.

Luego y continuando su relato, añadió:—Así pues, la dificultad principal de la situación de Federica la originaba la inexplicable

circunstancia de que tú no querías o no podías abandonar la capital. ¿Por qué te obstinabas en quedarte en Francia? Éste era el nudo del asunto. Sin embargo, en vista de tu resistencia a manifestar la causa, era menester adivinarla, y esto creí conseguir a puro devanarme los sesos. Tu negativa a conducir a Federica a Eberbach, no obedecía sino a delicadeza y a recato; no querías aparentar que te la llevabas y la tiranizabas, ni deseabas enterrarla en la soledad con un enfermo. La misma razón que te vedara retenerla a tu lado en París, te impedía irte con ella a Eberbach. Te repugnaba labrar su desventura apelando a tu derecho estricto, separándola del todo de Lotario y abusando del abnegado ofrecimiento que te hacía. Éste era, por modo evidente, a mi juicio, el escrúpulo que te retenía; porque ¿qué lazo te sujetaba a Francia? Embajador, ya no lo eras, no te ocupabas en política, y después de tu enfermedad habías roto con todas tus amistades. Nada, pues, tenías que hacer en París.

Mientras había ido sentando sus hipótesis, Samuel no desvió de Julio los ojos, para ver si descubría un movimiento, una señal, una impresión en el marmóreo rostro de éste; pero todo fue inútil.

—Entonces —prosiguió Gelb, llegando a una conclusión necesaria— dije para mí: «En resumidas cuentas, a Julio le gustaría volver a Alemania; pero es demasiado generoso para exigir y aun para aceptar este sacrificio de parte de Federica, para quien no quiere que se convierta en destierro su matrimonio. De lo contrario, si existe una causa que le obliga a permanecer en París, ¿por qué no indicársela a Federica? Si sobre el particular guarda silencio, es por la sencilla razón de que tal causa no existe.» ¿No argumentaba yo lógicamente? —preguntó Samuel a Julio, ensayando de nuevo hacer hablar a éste y mirándole cara a cara.

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Pero el conde de Eberbach no fijó la atención en la pregunta ni en la mirada.Samuel continuó explicando cómo se había visto inducido a aconsejar a Federica que saliese de

Enghién y de Francia.A Julio no le asistía evidentemente sino una razón para no querer partir: su delicadeza; pero como

Federica se le anticipase partiendo de ella la iniciativa, aquél debía quedar satisfecho y agradecido.Federica podía, pues, por modo el más natural, salir de su intolerable posición, y el modo éste no

era otro que el de partir de París sin comunicarlo a nadie, refugiarse en Eberbach, y desde el castillo escribirá a su esposo que se pusiese en camino para reunirse a ella.

Julio no estaba enfermo hasta tal grado, que un viaje efectuado a cortas jornadas pudiese causarle fatiga; esto sin contar que el gozo de ver la abnegación de Federica y luego el cambio de aires le restituirían fuerzas y juventud.

Este plan proporcionaba la dicha a Julio, y la tranquilidad a Federica, a quien no martirizaría más con sus sospechas y con sus arrebatos.

—Yo —continuó Samuel— aconsejé cuan eficazmente pude, a tu mujer, que tomase esta determinación, única que podía devolver la paz a dos corazones conmocionados; Federica vaciló por espacio de muchos días, hasta que uno en que tú la acogiste con más frialdad que de costumbre, se decidió, tanto por conmiseración hacia ti, como en pro de su tranquilidad. Ya en este terreno, le aconsejé que nada escribiese a Lotario, no sólo para evitar que éste la hiciese desistir de su designio, sino también para ahorrarle la tristeza de la despedida y el dolor de la separación. Luego, usando tu nombre, escribí a Eberbach a fin de que preparasen lo necesario para recibir a la condesa, a quien, por otra parte, debo reunirme en Estrasburgo para ir a instalarla. Si no he partido con ella, es porque he querido encontrarme aquí en el momento en que tú advertirías la partida de tu mujer, a fin de tranquilizarte y decírtelo todo. Cuando vine ayer y te encontré ya un poco perturbado, ya sabía que Federica había emprendido el viaje y que no vendría; pero era aún demasiado pronto, porque, según convinimos Federica y yo, no te haría saber de su marcha hasta lo más tarde posible, a fin de que encontrándose ella ya muy lejos tú no pudieses ir en su seguimiento y conducirla nueva mente aquí. Como te hubiésemos advertido a tiempo, el sacrificio no hubiera sido real y sincero, pues entonces tú, creyéndote obligado a hacer gala de tu generosidad para con Federica, habrías exigido su regreso; esto sin hacer mención de que podías haber sospechado que ella quería asumir el mérito de una abnegación ilusoria y fingida. Lo que nosotros queríamos, era que al par que tú supieses su resolución, conocieses que ésta era verdadera e irrevocable. Obligado inopinadamente, como tú sabes, a ir a Maisons, resolví decírtelo todo anoche, a cuyo efecto contaba darme una vuelta por aquí a mi regreso de la comida. Por desgracia, empero, me retuvieron allá hasta hora más avanzada que no creí, y me retiré ya muy tarde. Además, han surgido otras mil pequeñas y terribles dificultades. Primeramente, en mi turbación se me olvidó enviar a recoger en Enghién una carta que Federica, obedeciendo a lo que ella y yo convinimos, debió dejar para mí, sin dirección, a fin de indicarme la hora de su partida. Dicha carta, me parece que lo estoy viendo, habrá caído en tus manos, y como el sobre estaba en blanco te has creído que iba dirigida a Lotario. De haber yo sospechado la equivocación que se ha originado de este

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funesto olvido, me hubiera venido a una hora u otra y te habría despertado; pero cuando he pensado en ello esta mañana, no he imaginado que esto pudiese tener consecuencia alguna grave, por lo que he creído que bastaría te lo dijese al vernos. Esta mañana muy temprano, me he salido de Menilmontant para venirme acá; pero ha surgido otra fatalidad: en el camino me he encontrado con un individuo de los que asistieron ayer a la comida de Maisons; y como los acontecimientos políticos asumen tal gravedad en estos momentos, no he podido demorar el cumplimiento de una comisión por extremo importante que aquél me ha confiado. Yo, que no podía adivinar tu equivocación, aunque sí tu pesar, te he escrito una carta; pero por lo que veo, el mensajero a quien se la he entregado para que la pusiese en tus manos, se ha equivocado o emborrachado. Como el asunto político que me ha absorbido todo el día me ha llevado hacia Menilmontant, antes de venir a verte me he dado una vuelta por mi casa, a la que he llegado en el preciso momento en que tú acababas de salir de ella. Marcelo me ha dicho que uno de tus criados había traído una carta, que luego tú has pasado a recoger, manifestándote, en tu gesto, contrariado de no encontrarme. Esto no me ha dado mala espina, te soy franco, pues me cabía la seguridad de que en dos palabras lograría tranquilizarte. Pero tu carta, que acabas de darme a leer, me espanta. Presiento, temo, veo una mala inteligencia terrible. Otra vez te lo pregunto, Julio, ¿qué ha sido de Lotario?

—Ya te he dicho que no pronuncies más este nombre —profirió Julio con voz anudada.Samuel miró de hito en hito al conde.Éste había escuchado la relación de su amigo con gesto de terror y cubierto de mortal palidez

el rostro. ¿Qué escondía aquella fisonomía de bronce? ¿El estupor que sucede a uno de esos actos sangrientos que quebrantan y aniquilan al hombre más fuerte, o bien un pensamiento secreto que Samuel no acertaba a penetrar?

Por más que Gelb hubiese estado espiando, durante su relación, el semblante de esfinge del conde, no pudo descubrir en él emoción alguna.

—¿Conque —repuso con frialdad Julio— a estas horas Federica está cerca de Eberbach?—Sí —respondió Samuel—. ¿Quieres que la advierta, que la llame o que me reúna a ella?—No, gracias, yo me encargo de todo. Me has dicho cuanto me interesaba saber. Ahora te

agradeceré que me dejes; necesito estar a solas.—Pero —objetó Samuel— después de las terribles emociones que acabas de pasar...—Necesito de reposo y de soledad —insistió Julio.—¿Tienes que comunicarme algo? —preguntó Samuel.—Esta noche, nada; pero no temas, no tardaremos mucho en celebrar una conferencia —

respondió Julio con acento que dio que pensar a Gelb.Sin embargo, como éste, ante la insistencia de Julio, no tenía otro remedio que marcharse, dijo:—Me voy; hasta luego.—Hasta luego —repitió Julio.

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—Su gesto es extraño —decía entre sí Samuel mientras iba bajando por la escalera y atravesaba el patio—, pero ¡bah! esto se comprende, acaba de matar a un hombre, ¡y quien no está acostumbrado a ello! Está lúgubre y como embrutecido... Tal vez acaricia un designio oculto... ¿Por qué quiere quedarse a solas en unos momentos en que por lo común la compañía es grata al hombre? ¿Acaso intentará suicidarse? ¡Caramba! no sería mala la idea. Por mi parte no se lo recriminaría, pues me ahorraría trabajo. Ea, de un tiro he matado dos pájaros. Decididamente los acontecimientos no son sino los humildísimos servidores de la voluntad humana. Con un poco de inteligencia podemos pasarnos perfectamente sin Dios.

Ahora vamos a ver cómo la voluntad y la inteligencia de Samuel no habían conseguido sino acercar a Federica y a Gretchen.

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CAPITULO XEn camino

Mientras Julio y Lotario caían de esta suerte en el lazo que les armara Samuel Gelb, Federica viajaba, acompañada de la señora Trichter, en dirección a Estrasburgo.

La joven estaba triste y desasosegada: triste a causa de Lotario, desasosegada a causa del conde. ¿Qué impresión iba a producir a los dos su repentina partida? Lotario se desesperaría, era indudable; pero ¿quedaría satisfecho Julio? ¿Y si el señor Samuel Gelb se hubiese engañado? ¿Si fuese la necesidad y no la discreción y la reserva lo que obligase a permanecer en París al conde, es decir, si algún interés esencial le vedase salir de Francia? En este caso ¿no estaría descontento de verse arrancado a la fuerza del centro de su existencia y de sus preocupaciones, pese a haber formalmente manifestado una y otra vez su voluntad?

A medida que iba alejándose, Federica sentíase más y más arrepentida, casi experimentaba el remordimiento. Aquella fuga, digámoslo así, la llenaba de turbación, y basada en ella se preguntaba hasta qué punto el amor propio y la ternura del conde de Eberbach quedarían satisfechos al verla confesar, en cierto modo, en su fuga misma, que se hallaba obligada a alejarse de Lotario, cual si no se sintiese capaz de resistirle de cerca y de no continuar viéndole a pesar de la voluntad de su marido. Ahora miraba su partida al través de un prisma muy distinto, y lo que hiciera por delicadeza hacia el conde, parecíale un agravio del que éste tenía derecho a ofenderse.

¡Y para esto había lacerado el corazón de Lotario!Ahora, se arrepentía de no habérselo dicho todo a su marido, de no haberle hablado con el

corazón en la mano, de no haber inquirido de él si le sería grato ir a vivir en el castillo de Eberbach.—¡Pero esto se lo habéis preguntado mil veces! —decía la señora Tichter—. Además, el señor

Samuel Gelb os ha explicado por qué el señor conde os ocultaba su verdadero deseo: por temor a abusar de vuestra abnegación. Es menester que no os deis los malos ratos que os estáis dando. Vos no habéis partido porque sí, por libertinaje, sino siguiendo el parecer de un hombre que os ha educado, que siempre ha sido vuestro mejor amigo, que conoce más que vos al conde de Eberbach. ¿Sospecháis acaso del señor Samuel Gelb?

—No —respondió Federica—; tengo absoluta confianza en él, pues siempre me ha colmado de bondades; pero ¿qué queréis? no estoy acostumbrada a viajar, máxime sola; ésta es la primera vez que salgo de París, y estoy llena de sorpresa, siento miedo al verme corriendo por las carreteras.

—Después que hayamos efectuado algunos relevos más, se os pasará —dijo la señora Trichter.Sin embargo, los relevos se sucedían y la zozobra de la joven continuaba igual.

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—Mañana os reiréis de vuestra angustia de hoy —decía la señora Trichter a Federica para tranquilizarla—. En este momento el señor Samuel Gelb se pone en camino para reunírsenos. A más tardar, mañana le veréis y os dará, noticias del conde, y entonces os arrepentiréis de no haber gozado de este encantador viaje, efectuado en esta buena silla de posta. ¡Cómo! ¿el señor Samuel Gelb lo ha arreglado todo tan bien que puede decirse que no debemos ocuparnos en nada, pues lo hallamos todo dispuesto, relevos y postillones, y todavía no estáis satisfecha? El señor Samuel es capaz de llegar antes que nosotras. ¿Qué diríais si fuese él quien abriese la portezuela de nuestro coche al llegar a Estrasburgo? ¿Recorreremos esta ciudad si el señor Samuel tarda un poco en llegar? Es mi patria; os acompañaré a todas partes. ¡Veréis qué hermosa catedral! Pero verdaderamente ponéis una cara triste, que no parece sino que os conducen a una tierra salvaje. Estrasburgo es una ciudad tan hermosa como París, ¿oís lo que os digo?

Pero las frases de consuelo de la señora Trichter no bastaban para disipar la nube más y más densa que iba extendiéndose por la hermosa frente de Federica.

La cual, no pudiendo, de noche, conciliar el sueño, bajaba los cristales de la silla de posta para que el aire le refrescase un poco la abrasada frente, mientras miraba pasar cual negros fantasmas los árboles del camino.

A eso de las diez y cuarto del día siguiente, Federica experimentó de improviso una gran congoja; estremeciose como herida de una conmoción inexplicable.

Era precisamente el momento en que el conde de Eberbach, en la embajada de Prusia, arrojaba su guante al rostro de Lotario.

¡Singular simpatía! Aquel dolor indecible le duró a Federica hasta la entrada de la noche, hasta la hora del duelo.

Entonces le pareció que de pronto cedía la fiebre, y le pararon los latidos del corazón como si todo hubiese terminado, y cayó en una especie de letargo, del que la arrancó de improviso la señora Trichter para decirle que habían llegado y podía bajarse.

En efecto, la silla de posta estaba en Estrasburgo, a la puerta de la fonda del Sol, donde por recomendación de Samuel debían alojarse las dos mujeres y en la que éste debía reunírseles.

Gelb no había llegado; mas no por esto se experimentaba retraso alguno, ya que aquél, según su promesa, no tenía que efectuarlo hasta la velada o por noche.

Federica no sentía apetito; pero obedeciendo a las reiteradas instancias de la señora Trichter, cenó y se retiró a su cuarto inmediatamente, en el que veló hasta media noche; a cuya hora, viendo que Samuel no había llegado y fatigada del camino y por la emoción, se acostó y se durmió.

Muy temprano era todavía cuando, apremiada por la impaciencia, abrió los ojos.Lo que primero hizo entonces la joven, fue tocar la campanilla, a cuyo sonido acudió solícita la

señora Trichter.—¿Ha llegado el señor Samuel? —preguntó a ésta Federica.—Todavía no, señora; pero el correo ha traído esta carta de él para vos.

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—¿Una carta del señor Gelb? —exclamó la joven—. ¿Por qué en su lugar llega una carta? Dádmela.Federica tomó la carta y leyó en voz alta:

«Hija mía: Como os prometí, pensaba ponerme en camino mediado el día para reunirme a vos; pero ha llovido sobre mí un asunto imprevisto en el que están comprometidas todas mis convicciones políticas, y me veo obligado a permanecer aquí hasta esta noche y tal vez hasta mañana. No me aguardéis, pues, en Estrasburgo.Tan pronto esta carta llegue a vuestras manos, reanudad la marcha hasta el castillo de Eberbach, donde tienen aviso de vuestro viaje, y en el cual seréis recibida como una reina.En cuanto a Julio, nada temáis. Dentro de algunas horas, y aun antes de que haya advertido vuestra partida, le haré sabedor de la generosa resolución que habéis tomado.Me anima una esperanza: ¿quién sabe si querrá partir conmigo y llevaros él mismo la expresión de su gratitud? Por esta razón, todavía vale más que permanezca yo algunas horas más en París.Cuando lleguéis a Eberbach, o al día siguiente de vuestra llegada, a lo más, recibiréis una carta en la que os comunicaré cuanto hayamos hecho, dicho o resuelto.Cuidad mucho de vos. Decid a la señora Trichter que os recomiendo absolutamente a ella y que la hago responsable del más leve accidente, de la más insignificante incomodidad que podáis experimentar.

Hasta la vista.Vuestro amigo,

SAMUEL GELB.»

—Me vuelvo a París —dijo Federica en leyendo la carta.—¡Cómo! —exclamó la señora Trichter llena de admiración—. ¿Por qué?—Sí —profirió la joven—, allá me vuelvo. He pasado dos días por demás insufribles, ayer y

antier; y como esperaba que a lo menos hoy me sería dable contar con alguno que me tranquilizase y me pusiese al corriente, y ése no viene, me vuelvo al lado del conde. No quiero reanudar el viaje entregada nuevamente a mí misma. Pedid caballos.

—Voy a pedirlos —dijo la señora Trichter—, pero confío que no será para regresar a París.—Necesito ver de nuevo al conde lo más antes posible —repuso Federica.—Tal vez volviéndoos a París no lo consigáis —replicó la señora Trichter.—¿Dónde podré verle más pronto que en París?

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—El señor Gelb os escribe con fecha de anteayer que al día siguiente se pone en camino y que es fácil le acompañe el conde.

—Tal vez, dice —interrumpió Federica.—Dadlo por hecho —profirió la señora Trichter—. Al volveros a París, os exponéis a cruzaros con

ellos en el camino, a ir a la capital en busca de quien a su vez os esté buscando en Eberbach.—Decís bien —repuso la joven con desaliento—; pero ¿qué queréis que haga?—Ante todo almorzar —respondió la señora Trichter.—No siento apetito.—El señor Samuel Gelb me ha hecho responsable de vuestra salud; por lo tanto es menester

que me obedezcáis. Luego, cuando hayáis almorzado, haremos lo que aquél nos recomienda: nos dirigiremos a Eberbach, donde aguardaremos su carta y al señor conde.

—Ordenad lo que sea necesario —dijo la pobre joven anonadada.Media hora después la silla de posta salía de Estrasburgo.

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CAPITULO XIRecibimiento en el castillo

Efectivamente, conforme dijera Samuel, a Federica la estaban aguardando en el castillo de Eberbach; y aun los criados del mismo, cuya haraganería iba a verse turbada por la llegada de la joven, habían, sobre el particular, celebrado un consejo.

Y aquí encaja decir que a los susodichos criados les informara Julio, en tiempo oportuno, de su matrimonio con Federica, enviándoles una gratificación para que participasen de la fiesta, y que pasaron dos días entregados a regocijos y danzas, a los cuales invitaron a los vecinos más notables de Landeck.

Luego los criados no habían pensado más en su amo ni en su ama, hasta el día en que, por la carta de Samuel, supieron que la condesa y probablemente el conde de Eberbach iban a pasar el verano en el castillo.

Un intruso que, sin advertencia previa, se metiera en la hora de la comida, en la primera casa con que se encontrase, se sentase a la mesa y se zampara las más suculentas tajadas, y después de comer se fuese a dormir la siesta en la mejor pieza, no parecería a los dueños de la casa, más insolente y audaz que lo parecieron a los criados del castillo aquellos condes, impertinentes hasta el extremo de atreverse a ir a pasar una temporada en su propia vivienda.

La carta de Samuel produjo el efecto que la piedra arrojada en un pantano tranquilo: al instante hace cantar a todas las ranas. En el castillo hubo una semi insurrección.

Pero un discurso elocuente de Hans, que entre los criados era el que tenía más bien puestos los sesos, apaciguó la revuelta atajándola en sus comienzos.

Hans se expresó poco más o menos en estos términos;—Duro es por cierto, cuando uno se ha acostumbrado a vivir en la soledad y en el reposo; cuando

tal vez ha conquistado el derecho a mirar como suyo un castillo al que sus propietarios abandonan; cuando se ha contraído la agradable costumbre de comer las frutas más sabrosas y las legumbres más exquisitas, y de vender lo demás; cuando, en fin, uno disfruta de todas las satisfacciones de la vida de los amos sin experimentar ninguno de los inconvenientes y cuidados respectivos a ella, descender nuevamente a la categoría de criado, obedecer, levantarse y acostarse a la hora que les place a los demás, guisar para los otros y para los otros coger la fruta, y cepillar ropa y limpiar botas. Sí, verdaderamente la existencia ofrece otros placeres muy distintos de los que acabo de enumerar. Pero ¡cuán insensatos sois! ¿Acaso no nos recompensarán nuestras fatigas? Por regla general toda mujer joven y recién casada es pródiga; el dinero se le escapa de entre los dedos. ¡Cuántos gastos, qué de larguezas, cuántas propinas! Fruta y legumbres abundan lo bastante para que de ellas podamos hartarnos por mucho que de ellas coman nuestros amos. Lo primero de que disfrutaremos es del aumento de salario. Además ¿no se os

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hace agua la boca al pensar en el alegrón que vamos a experimentar el día en que el conde y la condesa, pasado el estío, se vuelvan a la ciudad después de colmarnos de regalos, y en que disfrutaremos de la doble satisfacción de ver partir a nuestros amos y quedar su dinero?

La arenga de Hans obtuvo el triunfo más completo; desde entonces todos rivalizaron en celo para preparar el recibimiento de la joven señora del castillo.

Por Landeck y los pueblos circunvecinos no tardó en cundir el rumor de la próxima llegada de la nueva condesa de Eberbach; y el rumor circuló con tanta rapidez, que la tarde misma de haberse recibido en el castillo la carta de Samuel, llegó a oídos de Gretchen.

La pastora había ya sentido un acceso de amarga tristeza al tener conocimiento del nuevo matrimonio del conde de Eberbach, pues parecióle que Cristina moría por segunda vez; pero su dolor y su amargura redoblaron cuando supo que la nueva condesa iba a llegar a aquel castillo, lleno del recuerdo de la primera esposa de Julio. La llegada de una extraña a aquella vivienda construida para Cristina, habitada únicamente por ésta en otros tiempos y ahora por su memoria, producían a Gretchen el efecto de una impiedad y de un sacrilegio.

Para ella, aquel castillo no era sino la sepultura de su querida difunta; parecíale que era un lugar consagrado y que pertenecía a la muerte. Introducir en él la vida, la animación mundana, los intereses vulgares, tal vez las fiestas, asumía, según su modo de sentir, algo como la violación de una tumba.

Gretchen no quería presenciar tal cosa; repugnábale asistir a tal profanación.Precisamente era la época del año en que ella acostumbraba a emprender su viaje a París, y decidió

ponerse en camino el día mismo en que debía llegar la nueva condesa.Por otra parte, su viaje era más necesario que nunca, pues a pesar de la promesa que Federica le

hiciera en Menilmontant el año precedente, no había la pastora recibido carta alguna de la joven.¿A qué se debía que Federica no le hubiese escrito? ¿Desconfiaba ésta de la extranjera a quien veía

aparecer por un cuarto de hora cada año y se negaba a darse a conocer? ¿O bien la había olvidado, o estaba enferma?

Precisaba, pues, que Gretchen fuese a cerciorarse de lo que ocurría.El día mismo en que Federica salía de Estrasburgo, Gretchen escribió a Gamba que llegaría a París

a los seis días de la fecha de la carta, se despidió de sus cabras, cuya guarda confió a otra pastora, y con el morral a la espalda se puso en camino por la tarde de un hermoso día de mayo, con la intención de pernoctar en Heidelberg.

La pastora anduvo con paso firme de un tirón hasta Neckarsteinach, donde se detuvo para recobrar aliento y tomar un refrigerio.

Gretchen se sentó en el asiento de piedra de la casa de postas, y en el momento en que mordía el pan, con el apetito que da el caminar al aire libre, el rumor producido por el galope de unos caballos le hizo levantar la cabeza, y vio, a la distancia de algunos centenares de pasos, una nube de polvo, al través de la cual no tardó en distinguir una silla de posta.

A Gretchen se le acudió involuntariamente un pensamiento que la llenó de cólera.

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Aquella silla de posta venía de Heidelberg y se dirigía a Eberbach.—¡Si fuese la nueva condesa! —pensó la pastora, perdiendo repentinamente el apetito, dejando

caer el pedazo de pan que tenía en la mano y levantándose para huir.En esto el coche estaba ya a la puerta de la hostería y el posadero abría la portezuela.Gretchen recogió su pequeño equipaje.—¿Cómo se llama este pueblo? —preguntó desde el interior de la silla de posta una voz femenina.—Neckarsteinach, señora —respondió el posadero.—¿Estamos todavía muy lejos de Eberbach?—Sólo algunas millas.—Esto es —dijo Gretchen entre sí—; es ella. ¡Partamos pronto!La pastora echó a andar.—¿No se apean las señoras? —preguntó el posadero.—No, gracias —respondió otra voz desde el coche.Al oír la cual, Gretchen, que se había ya alejado algunos pasos, retrocedió inmediatamente, se

acercó al coche, metió la cabeza por la ventanilla y exclamó con voz indecible:—¡Federica!La joven fijó los ojos en la mujer que acababa de pronunciar su nombre, y de momento no la conoció.—¡Ah! —profirió la pastora— y yo que iba a buscaros tan lejos, cuando Dios os ponía en mi

camino. ¿No me conocéis?—¡Oh! sí, ahora os conozco —respondió Federica—. Aguardad, señora, voy a apearme.Gretchen abrió la portezuela, y la joven y la señora Trichter bajaron del coche.—Perdonadme, señora mía —dijo Federica estrechando las manos a Gretchen—, perdonadme

que no os haya conocido al momento; ¡pero estaba tan distante de esperar encontraros aquí, y me pululan tantas cosas en la imaginación!

—Ya me lo contaréis todo —repuso Gretchen palideciendo prontamente—; pero ahora mismo es preciso que me respondáis a una pregunta.

—Decid.—¡Oh Dios mío! —profirió la cabrera— lo que voy a saber me espanta.—¿Que tenéis? —preguntó Federica con zozobra.—¿Adónde vais? —repuso Gretchen haciendo un esfuerzo.—Al castillo de Eberbach.—¡Virgen Santísima! Pero vais por pura curiosidad ¿no es así? o en calidad de amiga. ¿Lo ha

prestado su dueño al señor Samuel Gelb? ¿Verdad que no venís sino con estos títulos?—¿Qué queréis decir?

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—En este instante los criados del castillo de Eberbach están aguardando a su ama, que va a llegar de un momento a otro. ¡Oh! pero no sois vos.

—Sí soy —respondió Federica.—¡Jesús! ¡María! —murmuró la pastora, tambaleándose y cayendo sobre el banco de piedra.—¿Qué tenéis? —preguntó la joven llena de estupefacción.—Nada —respondió Gretchen temblando de pies a cabeza y después de dilatado silencio—. Ya

os lo diré... Os explicaré... pero no ahora. No esperaba esta desgracia... Me sería imposible hablar... Después... esta noche... en el castillo.

Los caballos habían sido relevados, y el postillón estaba aguardando, mientras hacía restallar su látigo y sonar los cascabeles de su tiro.

—Volveos a vuestra casa con nosotras —dijo Federica a Gretchen—. En el coche hay sitio para vos. Vamos, subíos y me diréis a qué obedece vuestro espanto.

Gretchen hizo un gesto desesperado, como queriendo decir: ya no puedo recibir una noticia peor, y se subió a la silla de posta, seguida de la joven y de la señora Trichter.

El postillón dio un latigazo a sus caballos, que partieron al galope.Durante el camino y cediendo a los reiterados ruegos de Gretchen, Federica contó a ésta cuanto

le ocurriera desde la última vez que la cabrera había estado en Menilmontant.Gretchen interrumpía a cada momento el relato de la joven con exclamaciones de estupefacción

y de terror.—¡Me habíais prometido con tanta seguridad —decía la cabrera a Federica— escribirme y no dejarme

nunca sin noticias de vos! ¿Por qué cuando os vi el año pasado, no me hablasteis del conde de Eberbach?—Porque entonces no le conocía —respondió la joven—; nuestras relaciones empezaron de un

modo muy súbito.Y Federica refirió a Gretchen su ida a la casa del conde de Eberbach para salvarle la vida; cómo

Julio había caído enfermo el mismo día y obtenido del señor Samuel Gelb que éste se quedase, con ella, en el palacio de la embajada, y cómo, habiéndose aquél acostumbrado a verla a su lado, la había pedido en matrimonio y ella aceptado, impulsada hacia él por una simpatía rara e inexplicable.

—No es eso lo inexplicable y raro —interrumpió Gretchen—; pero os lo repito, ¿por qué después de cuanto os dije, habéis podido llevar a cabo un acto de tanta gravedad antes de habérmelo prevenido por medio de una carta dirigida a Heidelberg al punto que os indiqué? De haberlo hecho vos así, todo se habría salvado.

—Los acontecimientos se precipitaron de tal suerte, que me dejaron atontada. No me recriminéis el que os hubiese olvidado, pues hasta me olvidé de mí misma. Arrancada de mi obscuridad y de mi pobreza para casar inopinadamente con el conde de Eberbach, con su apellido, su fortuna, su autoridad y sus años, estaba yo, de todos lados, tan distante de mis ensueños de la víspera, que me sentí como arrastrada por un torbellino, sin darme cuenta de adonde iba. Sí, tenéis razón; debí haber hablado con vos y con todos, y en

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primer lugar con el conde, el cual, bueno como es, no hubiera querido labrar la desventura de su sobrino. Pero era tal mi turbación, que yo misma no sabía qué deseaba, ni si deseaba algo.

Empezaba a oscurecer cuando Federica terminó su relato.Gretchen, a quien algunos incidentes de esta singular historia pusieran imaginativa, había cesado de

interrogar a Federica y dejado de responder a las preguntas de ésta. Indudablemente la coartaba la presencia de la señora Trichter. No se oía sino el diálogo entablado entre la tralla del postillón y los cascabeles del tiro.

—¿Vamos a llegar pronto? —preguntó Federica.—Falta poco —respondió Gretchen.Diez minutos después la silla de posta se detuvo ante la verja del castillo, a la que sin tardanza

abrió de par en par el portero.La noche estaba ya completamente obscura, y en el castillo no se veía una luz, no se oía una voz,

ni se notaba cosa alguna indicativa de que la condesa fuese esperada.Giró sobre sus goznes el enrejado, y la silla de posta se internó en la alameda ovalada que afluía a

la escalinata.De improviso y en el instante en que los caballos penetraban debajo del follaje, se oyó una formidable

descarga, salieron de entre los árboles y de detrás de las paredes multitud de antorchas, y con acento más grato al corazón que suave al oído, un coro entonó con voz robusta un: «¡Viva la condesa de Eberbach!.»

Luego una nueva descarga dio a Federica otro susto igual al que le había producido la primera.Los criados colocáronse en fila a ambos lados de la escalinata, y Hans acudió a abrir la portezuela

de la silla de posta.—Gracias, amigos míos —dijo Federica—; pero por favor no hagáis más disparos.No acababa aún de pronunciar la joven estas palabras, cuando una tercera descarga más formidable

que las precedentes hizo retemblar los cristales del castillo.—Perdónenos la señora condesa —dijo Hans—, son los de Landeck, que han creído serle gratos

quemando un poco de pólvora en su obsequio; pero se les va a avisar para que cesen.—Os lo agradeceré —profirió Federica.Y dejando a la señora Trichter que pagase al postillón, la joven entró en el castillo acompañada

de Gretchen.—¿Cenará la señora condesa? —preguntó el cocinero.—Al instante —respondió Federica—; pero ante todo condúzcanme a las habitaciones que me

han preparado.Una mujer, esposa de Hans, tomó una bujía encendida y condujo a la joven al aposento que en

otro tiempo estuvo destinado a Cristina.Gretchen subió en compañía de Federica.—Dejadnos —dijo la condesa a la criada.

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CAPITULO XIITerror contagioso

Una vez la mujer de Hans estuvo fuera, Federica se volvió hacia Gretchen y le dijo:—Ya nos encontramos a solas. Explicadme lo que no habéis querido decirme en la silla de posta.

¿Por qué la noticia de mi casamiento con el conde de Eberbach al parecer os ha llenado de admiración y de tristeza?

—No, aquí no —profirió la cabrera—. En este aposento han pasado sucesos espantosos y su recuerdo nos sería fatal. Vámonos a la pieza contigua.

Y Gretchen, al decir estas palabras, tiró del brazo a Federica y la condujo al saloncito inmediato al aposento en que tanto había sufrido Cristina.

—Hablad —dijo la joven—; pero ¡cuan pálida estáis!—¡Es que me mata el miedo! —repuso la pastora.—¿Miedo de qué?—¡Vos condesa de Eberbach! —profirió Gretchen sin responder a la pregunta de Federica—. ¡Ah!

¡Yo tengo la culpa! ¡Es el castigo de lo que he hecho! Mi deber era hablar; pero no, me estaba vedado; juré guardar silencio. ¡Virgen Santísima! ¿Es posible que Dios abrume por tal modo la conciencia de una humilde criatura?

—¿Pero qué queréis decir?—Federica... señora... Me habéis comunicado una noticia que me ha llenado de consternación,

pero también habéis proferido algunas palabras que me han hecho entrever una vislumbre de esperanza. ¡Oh! por favor os ruego que no os enfadéis de la pregunta que voy a dirigiros.

—Sólo vuestro silencio puede ofenderme.—En el coche me habéis dicho que cuando casasteis con el conde de Eberbach, éste estaba enfermo

y casi moribundo; que el día mismo de vuestra boda, llegó el señor Lotario; que el conde os prometió a su sobrino, diciéndoos, al mismo tiempo, que vos erais no su esposa, sino su hija; y que os instaló en el campo mientras él se quedaba en París. Perdonadme, señora, que os pregunte tal cosa; pero en ello va la tranquilidad de una conciencia. Vos sabéis cuan devota os soy. El viaje que acabáis de hacer en coche, yo lo he efectuado diez veces a pie sólo para entreveros y saber de vos. Pues bien, en recompensa de mi devoción y de mis fatigas, no os pido sino que con una palabra saquéis mi alma del infierno. Señora, ¿no es verdad que el conde de Eberbach nunca ha sido para vos sino un padre?

Federica se sonrojó.

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—¡Oh! por la tumba de vuestra madre os conjuro que no os detenga un miserable escrúpulo; ya veis que los acontecimientos son demasiado terribles para que puedan oponer obstáculo alguno esas vanas susceptibilidades de palabras. ¿Verdad que el conde de Eberbach no os ha tratado nunca sino como a hija? Respondedme como lo haríais en el juicio final.

—Ya os lo he dicho —respondió Federica con turbación que confirmaba, por decirlo así, sus palabras—: el señor conde de Eberbach se estaba muriendo cuando se le acudió la idea de casar conmigo. Supe que, en su bondad paternal, no había pensado en darme su apellido más que para gozar del derecho de donarme parte de sus bienes. Así se ofreció él y así acepté yo. Además, el conde supo el amor de su sobrino, lo cual ha sido para él una nueva razón para respetar el pacto acordado con el señor Samuel y con su conciencia, al que no ha faltado hasta lo presente, ni temo que falte nunca. El conde de Eberbach tiene el alma demasiado noble y demasiado pura para que yo conciba la más leve sospecha respecto del particular. Para él no he sido nunca ni seré sino la prometida de Lotario.

—¡Oh! ¡gracias! —exclamó Gretchen— me habéis quitado un enorme peso de encima; de nuevo empiezo a respirar. —Y arrodillándose, añadió—: ¡Bendito seas, Dios mío! Te has compadecido de una pobre mujer que no hubiera resistido esta última desgracia.

Luego se levantó, besó las manos a Federica, y dijo:—La misericordia de Dios nos ha preservado hasta hoy; pero es menester pensar en lo porvenir.—Lo porvenir no se diferenciará de lo pasado —profirió la joven—. Seré la condesa de Eberbach

hasta el momento de casar con Lotario, momento que ojalá tarde en llegar, por mucho que mi corazón sienta. Mi deseo es que el conde viva, que se restablezca...

—¡No! —exclamó Gretchen fuera de sí—, es menester que no cure. Vos habéis casado con él porque estaba enfermo, moribundo; pero precisa que no recobre la salud, pues de lo contrario adiós mi tranquilidad. Para decidiros, os dijo que se estaba muriendo; por consiguiente él es quien ha dictado su sentencia.

Gretchen pronunció estas palabras con gesto desatinado y singular.—¡Oh! no creáis que he perdido el juicio —dijo Gretchen a Federica, que la estaba contemplando

con admiración—; es que en la esencia de todo esto hay lo que no puedo deciros. Pero a vos, que no estáis ligada por juramento alguno ni sois depositaria de secretos terribles, nada os veda decirlo todo. No obréis como hasta ahora, pues vuestro silencio ha estado en un instante como no ocasiona la perdición de tres personas. Pero decidme, ¿por qué venís aquí y sobre todo por qué venís sola?

Federica contó a Gretchen las molestias que desde la primavera le habían, suscitado la singularidad de su posición, entre Julio y Lotario, los celos del conde de Eberbach, su tristeza al ver que a pesar de su buena voluntad no lograba sino ocasionar pesadumbres a Lotario y a Julio, y el consejo que le había dado Samuel de tranquilizar, cuando menos, al conde, poniendo doscientas leguas de distancia entre ella y la ciudad donde vivía Lotario, pues de este modo Julio no temería ya que pudiesen encontrarse.

—Si me he venido —añadió la joven— ha sido para tranquilidad del conde, el cual es indudable que, dichoso y agradecido, va a llegar aquí cuanto antes.

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—¿Vos lo creéis así? —preguntó Gretchen.—Lo espero y le aguardo —respondió Federica.—Está bien —dijo la cabrera—. Le veré; hablaré con él; pero ¡Dios mío! ¿qué le diré?—Ahora que he respondido a vuestras preguntas —repuso la joven—, os toca a vos responder a

las mías.Gretchen movió la cabeza.—Creo en vuestro afecto —prosiguió Federica—. Me habéis probado que os interesáis por mí,

y yo acabo de demostraros que tengo confianza en vos. Sin embargo, ignoro quién sois, y cuando os pregunté cómo os llamabais para enviaros a Heidelberg, en lista de correos, las cartas que se me ocurriese dirigiros, me disteis un nombre supuesto.

—Poco adelantaríais con saberlo —dijo la cabrera—. Si queréis que os lo diga, me llamo Gretchen, y soy pastora de cabras. Ya veis que estas noticias os aprovechan poco.

—¿Quién sois? —insistió Federica—. Siempre me interrogáis y nunca queréis responder. Os preocupáis por mí lo mismo que si yo fuese hija vuestra; todos los años hacéis larguísimas caminatas para verme por espacio de algunos minutos, y lo que me sucede os trastorna más que a mí misma. Para obrar de esta suerte, es menester que os asista una razón. Demás, cuando el acaso me conduce lejos de la ciudad donde he sido educada; cuando vengo a una tierra en la cual no espero ver rostro alguno conocido, vos sois la primera persona con quien me encuentro. Esto es extraordinario, y me demuestra que en realidad entre vos y yo existe una conexión que no acierto a adivinar. Así pues, os ruego con todo encarecimiento respondáis a una sola pregunta: ¿conocéis a mi madre?

—No me dirijáis semejante pregunta —dijo Gretchen—, pues respecto del particular mi boca está sellada. Soy una pobre mujer que os quiere y ha jurado por Dios y por los muertos velar por vos. No temáis, no quebrantaré este juramento, pero tampoco el otro. He jurado no decir nada. Nadie sabe nada, ni vos, ni aun el conde de Eberbach. Los muertos levantarían la losa de su sepultura y vendrían a poner su helada mano en mi boca para impedirme que hablase. Sin embargo, ¿cómo salvaros sin decir la verdad al conde? ¿Cómo, si no le ilumino referente a lo pasado, verá el abismo? ¡Guiadme, Dios mío! porque temo que se me extravíe la razón y ha llegado el momento en que necesito tenerla más clara que nunca para salvar a esta querida y amable criatura del peligro en que la han precipitado mis imprudencias.

Prontamente Federica profirió una voz que arrancó de su sombría divagación a Gretchen.—¿Qué os pasa? —preguntó la pastora.—Una cosa muy singular —respondió la joven señalando el espejo que ante ella había—: al mirar

por casualidad ese espejo, me ha parecido ver en él dos imágenes mías. ¡Ah! era el retrato ése —añadió, volviendo el rostro hacia la pared frontera del mueble; y señalando el de la hermana de Cristina—. Pero mi error no ha sido tan completo como eso y no sin razón mis ojos se han admirado. Mirad cuánto se me parece ese retrato, Gretchen.

—¡Oh! es cierto —profirió la pastora—; hasta ahora no lo había notado; prescindiendo del traje, cualquiera diría que sois vos.

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—Lo que me sucede es estupendo —dijo Federica, fijando una mirada interrogadora en Gretchen—. ¿Qué significa esto? ¿Por qué se me parece por tal modo ese retrato? ¿Sabéis a quién representa?

—Sí —balbuceó la cabrera—, es el retrato de la hermana de la primera condesa de Eberbach.—¿De la hermana de la señora Cristina?—Sí —respondió Gretchen.—¡Pero palidecéis, señora!—Tengo miedo —dijo Federica—. El señor Lotario es el sobrino de la señora Cristina; luego ese

retrato es el de la madre del señor Lotario, y yo me parezco a ella... ¡Gretchen! ¡Gretchen! ¿Acaso la madre de éste lo era también mía?

—¡Oh! sosegaos, señora, no sois hermana del señor Lotario.—¿Estáis bien segura de lo que decís? —preguntó la joven respirando.—La señora a quien ese retrato representa —repuso Gretchen—, murió muchos años antes de

que vos vinieseis al mundo. Yo asistí a su muerte.—¡Gracias! —exclamó Federica—. Ahora veo que verdaderamente sois mi amiga.—Pues bien, si conocéis que os tengo verdadero afecto, haced como yo os digo, y dejaos conducir

por mí, única en el mundo ¿oís? que sabe los peligros que corréis y de los que puedo salvaros. Sin embargo, no me interroguéis nunca; no queráis conocer vuestro pasado ni vuestra cuna. Por respeto a cuanto debéis amar y venerar, no sondeéis secretos que debéis ignorar. Hasta lo presente la Providencia os ha protegido y conducido milagrosamente. Dejad, pues, que haga lo mismo en lo venidero.

—Nada más deseo, Gretchen —repuso Federica—; pero no depende de mí el que me turben vuestras palabras. Me decís que me amaga un peligro, y no queréis revelármelo. Si lo ignoro ¿quién me defenderá?

—Yo. ¿Me prometéis ahora no ocultarme nada y advertirme a tiempo de cuanto pueda sobreveniros?

—Os lo prometo.—No faltéis a esta promesa, os lo pido en nombre de vuestra dicha y por el alma de vuestra madre.

Tan pronto el conde de Eberbach llegue al castillo, o recibáis de París la noticia más insignificante, mandadme un aviso.

—¿Adónde?—Vuestros criados me conocen. Decidles que vayan a buscarme, y como no les costará mucho

trabajo el dar conmigo, al punto me tendréis a vuestro lado. ¿Quedamos así?—Conformes —respondió Federica.En esto llamaron a la puerta del saloncito.—La cena está servida —dijo la voz de la señora Trichter.

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—¿Coméis con nosotras, mi buena Gretchen? —preguntó la joven.—No, gracias —respondió la cabrera—; no acostumbro a comer a estas horas; ya he cenado en

Neckarsteinach. Además, mis cabras necesitan de mí. Las he confiado a otra pastora. ¡Cuán contentas van a ponerse al verme de nuevo! No quiero retardar su alegría.

Gretchen bajó con Federica, le hizo repetir su promesa de tenerla al corriente de todo, y se separó de ella después de haberle besado ambas manos.

Federica, otra vez en su aposento, se interrogó a sí misma, toda meditabunda y triste. La pobre experimentaba una impresión singular al encontrarse trasplantada de improviso en aquel país desconocido, en aquel castillo lleno de recuerdos aciagos, al que acababa de desposeer de la memoria de otra, y en el que su ignorancia del lugar se complicaba con el misterio de su suerte.

¿De qué provenía el terror que súbitamente se apoderara de la cabrera al saber que Federica había casado con el conde de Eberbach? ¿Por qué Gretchen, al saber que Julio no dejara de portarse como un padre, respecto de la joven, se había calmado un poco?

Era indecible la angustia que oprimía el corazón de Federica. Sola en aquel grandioso castillo poblado de recuerdos terribles, ésta trajo a la mente lo que Lotario le contara referente al suicidio de Cristina, y veía surgir vagamente en torno de sí desdichas y tal vez crímenes. Refrescábasele en la memoria lo que Lotario le había dicho, y tal recuerdo la despavoría; pero más aun la aterrorizaba lo que Gretchen se empeñara en callar.

Entre aquellos muebles, desconocidos para ella hasta entonces, aquella cama que no era la suya, aquellas colgaduras y aquellos cuadros que la recibían como a extraña, no veía sino un amigo: el retrato de la madre de Lotario. ¡Ah! ahora que este retrato no le infundía miedo, le inspiraba cariño; ahora que no temía que la mujer representada en la tela fuese su madre, estaba contenta de que lo fuese de su prometido.

Federica se arrodilló al pie del retrato, y le dirigió señas de afecto y de ternura, segura de que era a su madre a quien las dirigía.

El parecido entre ella y la figura del lienzo era un lazo más que la unía a Lotario; la joven veía en él una como predestinación de parentesco, y fijándose en él se consideraba de la familia.

Y Federica estaba contenta de pertenecer a ella un poco ahora que ya no temía pertenecer demasiado.

La joven continuó contemplando el retrato aquel y dirigiéndole sonrisas, hasta que la fatiga del viaje le cerró los párpados y amortiguó los tumultuosos pensamientos que las reticencias de la pastora levantaran en su mente.

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CAPITULO XIIILa aparición

Gretchen no dormía. Al separarse de Federica, se encaminó apresuradamente a casa de la pastora a quien confiara el cuidado de sus cabras, la cual acababa de encerrarlas en el establo para pasar la noche.

—Está bien —dijo Gretchen—, mañana vendré por ellas.Pero en el instante en que ésta iba a tomar la vuelta de su choza, una de las cabras, que al parecer

había conocido la voz de su ama, se puso a balar de alegría y despertó a las demás.—¿No queréis que me vaya sin vosotras? —dijo Gretchen—; enhorabuena, os llevaré.Y abriendo la puerta del establo donde estaban encerradas, las cabras salieron en tropel y vinieron

a brincar en torno de Gretchen.—Adiós —dijo ésta a su compañera—, y os quedo agradecida por la intención; ya arreglaremos

luego nuestra cuenta.Y diciendo a sus cabras:—Veníos.Tomó el camino de su cabaña.Al llegar a la cual hizo entrar las cabras en un redil abierto entre peñas, su retiro nocturno habitual.En cuanto a ella, en vez de meterse en la choza, emprendió una marcha apresurada al través de las

rocas, para que el aire frío de la noche le refrescase la frente.—¿Qué voy a hacer? —se preguntaba—. Federica me mandará un aviso tan pronto el conde de

Eberbach llegue al castillo. Pero reflexionemos. ¿De qué me servirá el aviso? ¿Acaso puedo hablar? ¿No juré a la moribunda Cristina guardar el secreto? ¿Me es dable romper un juramento hecho a una muerta, y sobre todo a una muerta como ella? Nunca debiéramos prestar juramento a nadie, pues ignoramos lo que puede sobrevenir. Juré a la que duerme en la fosa, que no revelaría nunca su secreto a quien quiera que sea y particularmente a Julio. Para ocultar ese secreto a todo el mundo y sobre todo a su marido, ella se mató... Muy caro pagó el misterio para que no le pertenezca... ¡Ah! ¡Cuánto debió sufrir al separarse del marido a quien tanto amaba; al renunciar, tan joven, a la vida; al arrojarse de cabeza a ese abismo, en el que su pobre y hermoso cuerpo se destrozó contra las rocas! ¡Y tanta desventura sería inútil! ¡Y lo habría sacrificado, sufrido y soportado todo para nada! ¡Y matándose para salvar su honra hubiera también matado a ésta! No, mil veces no. A lo menos no seré yo quien desmienta la esperanza de su suicidio y vuelva a matarla acabando con el intachable recuerdo que ha dejado. Sin embargo, ¿cómo puedo permitir que se cumplan los acontecimientos fatales que se están preparando? El señor conde ha respetado hasta lo presente a la prometida de su sobrino; está bien; pero esto porque estaba

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moribundo, porque sentía el hielo de la tumba, en la que tenía ya un pie; porque la sangre de sus venas estaba fría y se habían apagado en él las pasiones humanas. Y no obstante ha experimentado arrebatos de celos cuando ha visto que Federica se mostraba demasiado familiar para con Lotario; y a tal extremo ha llegado, que la pobre, para tranquilidad de su marido y para la suya propia, se ha visto obligada a separarse de Lotario y a venir a enterrarse aquí, donde es indudable que va a reunírsele el conde... ¿Y quién dice que éste no va a recobrar aquí salud y fuerzas?... No, es menester que no sane. No, Dios no le devolverá la salud, pues con ésta renacería el amor. ¡Federica es tan hermosa, pura y adorable! ¡Oh! ¡Casta y santa niña, que te crees preservada porque eres la prometida de Lotario! Los hombres que desean a una mujer prescinden de todo escrúpulo, y eso lo sé por mi propia experiencia. Entonces la virtud se convierte en crimen, la probidad en infamia, todos los instintos nobles desaparecen... ¡Ah! yo necesito otra garantía que la palabra de un hombre que ama. Como se tratase de dinero, tendría fe en la promesa del conde de Eberbach; pero tratándose de conquistar a una mujer, le creo capaz, al igual que a los demás hombres, de todas las traiciones, de todas las infamias y de todas las bajezas. Por otra parte, Federica es su mujer legítima y no habría quien no le diese la razón... Entonces no me queda sino un camino, decirlo todo... Con una sola palabra puedo detener al conde, hacerle retroceder pálido y espantado de lo que iba a cometer... ¡Pero Dios mío! ¡Si he jurado no decirlo!... Sin embargo, ¿por quién me callo? por Cristina. ¿Y estoy bien segura de cumplir sus deseos? Si ella pudiese volver, si estuviese ahí y viese la terrible situación en que acaba de colocarnos nuestra desdicha, ¿persistiría en exigir el secreto? ¿No quisiera, al contrario, romperlo? ¿Dejaría expuesta, por espacio de un minuto más, a Federica a la horrible desgracia que la amenaza? De seguro que no. Entonces no habría reputación ni honra que valiesen... Cristina se daría por muy venturosa de perderse para salvar a Federica. ¡Oh! sí, todo lo daría; arrostraría el injusto desprecio de la sociedad, más, el dolor de su marido. Mostraría la mancha de su honra para evitar una en la conciencia de Federica, cuya pureza pagaría ella gozosamente con su deshonra. Pero lo que es más que probable hiciera Cristina ¿tengo el derecho de hacerlo yo? ¿Me ha desligado por ventura de mi solemne promesa? ¡Oh! ¡Juramento, juramento mío!... Dejar a Federica expuesta a la pasión del conde, es imposible; pronunciar las palabras que la salvarían, imposible también... ¿Qué resolver? Entre la honra de Cristina y la inocencia de Federica, entre el crimen de ésta y mi perjurio, ¿cuál preferir?

Gretchen vagó toda la noche, perseguida sin cesar por sus perplejidades y sus dudas, y el alba la sorprendió sentada en el suelo, con la frente apoyada en las rodillas y suelta la cabellera. Entonces se levantó, fue a abrir el corral donde estaban encerradas sus cabras y las condujo a la cuesta, donde pasó todo el día, escogiendo con preferencia los sitios desde los cuales veía el castillo de Eberbach, para espiar si a él llegaba alguien, o si Federica la mandaba a buscar por uno de sus criados.

Por la noche la cabrera regresó a su choza y se acostó, pues tenía el cuerpo rendido y necesitaba de reposo.

Al día siguiente Gretchen tampoco fue al castillo, esperando que Federica mandase por ella.¿Qué hubiera hecho en él, de ir antes que el conde hubiese llegado o que la joven hubiese

tenido noticias de éste? De dejarse ver en Eberbach, era más que seguro que Federica la interrogaría premiosamente, y era inútil que ella fuese a buscar preguntas a las cuales estaba resuelta a no responder.

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La cabrera aguardaba, y Federica, por su parte, hacía lo mismo.Al día siguiente de su llegada, la joven esperaba encontrar, al levantarse de la cama, a Samuel o a

Julio, o a lo menos una carta; pero no encontró a nadie ni carta alguna.De esta suerte transcurrieron otros tres días.—¿Qué significa esto? —decía entre sí Federica—. ¿Cómo se explica que no reciba, cuando menos,

carta del señor Samuel? ¿Qué razón puede abonar el silencio del conde, a quien es imposible que mi tutor no le haya participado mi viaje? ¿Cómo, pues, mi marido no me da señal alguna de vida? Pase que el conde no haya venido apresuradamente para demostrarme su agradecimiento y tranquilizarme, pues sus negocios pueden haberle vedado ponerse en camino e impedírselo por algunos días; pero no hay asuntos que priven escribir cuatro letras a una pobre mujer que se ha abnegado por la dicha de otro y que en medio de las angustias de la incertidumbre y de la ansiedad está aguardando el efecto de su abnegación y de su sacrificio. ¿Por ventura en lugar de estar satisfecho y agradecido de mi partida, como me lo aseguró el señor Samuel, el conde se ha sentido contrariado y lo ha tomado a enojo? ¿Estará éste descontento de mí porque he obrado calladamente y he envuelto en el misterio una marcha tan decisiva; porque hasta cierto punto le he violentado arrancándole inopinadamente a las ocupaciones que, como siempre me ha dicho, le obligaban a permanecer en Francia? ¡Oh! lo prefiero todo a esta incertidumbre. Si mañana tampoco recibo noticias, me vuelvo a París. Hice mal en escuchar al señor Samuel, que debía venir o a lo menos escribirme tan pronto hubiese hablado con el conde. ¡Ah! yo soy quien hablaré con él. Uno se explica más bien de cerca que de lejos, y me ha hecho ya padecer demasiado un error para querer incurrir en otros.

Al día siguiente Federica, al levantarse, tocó una campanilla, a cuyo llamamiento acudió la señora Trichter.

—¿Hay novedades? —preguntó la joven.—Todavía no.—Está bien; que vayan por caballos; me vuelvo a París.—¡A París! —exclamó la anciana.—A París, sí. No me repliquéis; estoy resuelta. La señora Trichter se salió para subir de nuevo casi

al momento y entrar en el aposento de Federica diciendo:—¡Carta, señora, carta!—¡Qué dicha! —profirió la joven—; dádmela en seguida. Era una carta del conde de Eberbach,

concebida en los siguientes términos;

«Mi querida hija: Empiezo dándote las gracias...»

Federica se interrumpió; era la primera vez que el conde la tuteaba: cambio que produjo en ella un efecto singular.

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«Empiezo dándote las gracias por la buena intención a que ha obedecido tu partida. Eres pura y abnegada como un ángel. ¡Si supieses, hija querida, cuánto me arrepiento de los sinsabores que puedo haberte ocasionado! Nunca te he dicho, ni yo mismo lo he sabido hasta ahora, con qué paternal solicitud te adoraba. Quisiera verte otra vez para manifestártelo por modo más evidente del que lo he hecho hasta hoy; mas espero que Dios cumplirá mis deseos antes de llamarme a su seno.Con todo, hija mía querida, me veo precisado a quedarme en París para velar sobre asuntos que te interesan. No te preocupes por mí; mi salud sigue sin novedad. Te repito que si me quedo es para activar un asunto del que puede resultar la aceleración de tu dicha. Lo que desearía, y perdóname que te lo manifieste, es que la distancia que nos separa fuese más corta. Así pues, te ruego que te vengas, ya que a mí no me es posible ir a reunirme contigo.No por esto creas que tu viaje haya sido estéril; antes al contrario, de él van a originarse resultados que ninguno de nosotros podíamos esperar.Para que por segunda vez no te veas obligada a aburrirte emprendiendo sola un viaje tan largo, te envío, para que te acompañe, una persona que llegará a Eberbach al mismo tiempo que esta carta, y a la cual te recomiendo recibas como me recibirías a mí mismo.A dicha persona no la conoces; esto no obstante, te quiere más entrañablemente de lo que puedes imaginar. Corresponde a su cariño, y regresa cuanto antes con ella, porque hasta que os vea los minutos van a parecerme siglos.Tu devoto padre,JULIO DE EBERBACH»

Federica quedó admirada del lenguaje a la vez afectuoso y grave de la carta.Era manifiesto que el conde le ocultaba algo; que había sobrevenido un incidente que daba un

nuevo sesgo a sus relaciones: tanto parecía haberse modificado la ternura del conde.¿Quién había, pues, podido volverle, a la par más formal, más cariñoso? ¿Quién era la persona

desconocida que iba a venir en busca de Federica? ¿A quién dirigirse la joven en este nuevo cambio de suerte?La joven pensó en la cabrera, a quien había prometido advertir tan buen punto recibiera noticias

de París; y mandó por ella, que acudió diligente al llamamiento.Gretchen escuchó, sin pronunciar palabra, la lectura de la carta del conde, y luego quedó

imaginativa y sumergida en sus meditaciones.—Antes de daros un consejo, necesito reflexionar —dijo por fin la cabrera—. La persona ésa que

debe acompañaros, es más que probable que llegue hoy. No os pido sino que demoréis vuestro viaje hasta mañana. Yo voy a emplear todo el día estudiando lo que nos conviene hacer esta noche. Adiós.

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La cabrera se separó de Federica con la cabeza llena de mil contradictorios pensamientos. El conde se mostraba reflexivo y paternal, y por otra parte empleaba un tuteo insólito, sobre el cual la joven le llamara la atención. ¿Cómo explicar el silencio de Samuel? Sus antiguas sospechas respecto de éste se le refrescaron de súbito. Él era, sí, él, quien había maquinado el viaje de Federica a escondidas de Julio. ¡Ah! ¿Quién era capaz de decir que tal maquinación no encubría una perfidia y una traición de aquel hombre infame? Samuel amaba a Federica, y había querido hacerla su esposa, y no obstante, primero ante Julio y después ante Lotario se había retirado con condescendencia y atención inexplicables. Gretchen le conocía demasiado para creer que aquél hubiese desistido sin obedecer a un plan concebido de antemano, que se hubiese abnegado sinceramente. Era evidente que el perverso había aparentado sacrificarse, y por medios ocultos buscado apoderarse de nuevo de lo que al parecer cediera.

Por la imaginación de Gretchen cruzó una idea terrible. La carta de Julio no mencionaba ni una sola vez el nombre de Lotario. ¿Qué había sido de éste? Por una parte la omisión del nombre del joven, por otra la inusitada familiaridad empleada por el conde, y por fin la gravedad casi triste de la carta ¿no indicaban que por ésta o aquella causa Julio creía poder tratar ahora a Federica como su mujer?

¿Habría el infame Samuel preparado la fuga misteriosa de la joven de modo que en la apariencia a ésta la hubiese robado Lotario?

A Gretchen no se le ocurrió la idea de un duelo entre el conde y su sobrino; pero sí que Julio podía haber maltratado de tal suerte a Lotario que, en un arrebato de desesperación, éste hubiese hecho lo que Cristina años antes, esto es, suicidarse.

En este caso todo se explicaba, la tristeza de la carta, la comisión conferida a la persona que debía acompañar a Federica, persona que, sin duda, recibiera el encargo de preparar a la joven, durante el viaje, para la espantosa nueva que la aguardaba a su llegada a París.

¿Qué hacer?Gretchen, febril y como enloquecida, pasó el día forjando toda suerte de proyectos cada cual más

descabellado, hasta que al anochecer tomó una gran resolución. La cabrera se levantó prontamente, y sin detenerse espacio de un segundo, temerosa de que le flaquease el ánimo, se fue en derechura al sitio donde nunca había vuelto a poner los pies desde hacía diez y siete años: a la Boca del Infierno.

La noche estaba lóbrega; grandes y pardas nubes, impelidas por el viento, cubrían el pálido disco de la luna, y los espectros de los árboles se erguían en lúgubres actitudes.

A medida que Gretchen iba acercándose al terrible abismo, oprimíasele el corazón cual si se lo trituraran con unas tenazas.

Por fin llegó, y el ruido que produjo al acercarse ahuyentó un centenar de cuervos que anidaban en el borde del precipicio y empezaron a revolotear lanzando estridentes graznidos; pero a la cabrera la preocupaban poco estos terrores externos; lo que la llenaba de espanto eran las tinieblas de su corazón.

Gretchen se arrodilló y luego exclamó con voz vibrante:—¡Cristina mía! ¡Mi señora adorada! ¡Muerta querida siempre viviente en mí! Después de

diez y siete años vuelvo a este abismo, tumba tuya, para preguntarte qué debo hacer y para seguir el

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pensamiento que tú me inspires. Cristina, si de los muertos sobrevive algo; si tu alma siente todavía las tristezas de aquellos a quienes dejaste en la tierra; si Dios, a quien invoqué el día de tu muerte, en este mismo sitio, continúa protegiendo a los buenos y castigando a los malos, ilumíname, inspírame, háblame.

—¡Gretchen! —dijo una voz a espaldas de la cabrera, quien sintió al mismo tiempo posarse una mano sobre uno de sus hombros.

La gitana volvió el rostro petrificada de espanto, espanto que redobló en ella al ver ante sí a Cristina, en pie, a su lado, con el semblante pálido, pero tranquilo, y al que iluminaba de lleno un rayo de luna.

Cristina vestía de negro y parecía engrandecida y transfigurada.Gretchen quiso gritar, pero no pudo proferir una sílaba.—Nada temas, Gretchen mía —dijo la aparición en voz reposada y suave—; Dios te ha escuchado,

y yo, que te bendigo, también. Levántate y sígueme.La aparición echó a andar, y Gretchen se levantó y la siguió.

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CAPITULO XIVEstudios sobre el remordimiento

Ínterin, Samuel se preguntaba si le cabía la seguridad completa de que sus maquinaciones hubiesen producido el resultado que él esperara.

¿Podía en adelante obrar con la certeza de que Lotario estaba muerto? Éste era para él el problema capital.

Samuel, por la mañana que siguió al día en que viera entrar, pálido y taciturno, al conde en su palacio, y éste le había preguntado por Federica y rogadole que le dejase solo, se fue a la embajada de Prusia e interrogó al conserje y a los criados de la misma, y por ellos supo que desde la víspera nadie había visto a Lotario.

Entonces Gelb se encaminó a casa de Julio, y también interrogó a los criados de éste, que le respondieron igual que los de la embajada.

Era manifiesto que la monstruosa esperanza de Samuel estaba realizada: Julio había matado a Lotario en un duelo sin testigos.

Sin embargo, Gelb, por más que hizo, no pudo acabar con las dudas y las zozobras que le quedaron en el ánimo.

Al conde de Eberbach no había modo de arrancarle una palabra.Apremiado, no obstante, Samuel por la idea que le preocupaba, ensayó insistir una vez más; pero

no bien hubo pronunciado el nombre de Lotario, cuando Julio le recordó, con acento entre colérico y triste, la recomendación que le hiciera de que nunca más volviese a pronunciar ante él semejante nombre.

Samuel llevó la conversación por otros derroteros, y pocos minutos después tanteó una alusión a lo que debió de haber pasado en San Dionisio; pero Julio le desvió al punto de este camino y pretextó la necesidad de estar a solas por no sentirse bien.

Gelb, pues, se vio obligado a salir del palacio del conde, como la víspera, esto es, sin haber indagado cosa alguna.

Las reticencias de Julio, el tormento que experimentaba éste cuando en la conversación se pronunciaba el nombre de Lotario, la necesidad de ocultar a los ojos mismos de su mejor amigo la emoción que tal nombre le hacía transparentar en el rostro, eran síntomas que denunciaban por modo evidente una catástrofe, las apariencias todas de un remordimiento.

Como quiera que sea, Samuel hubiera deseado algo más cierto, esto es, tocar el cadáver, para estar seguro de la muerte de Lotario; y decimos esto, porque su curiosidad llegó a cobrar un carácter de avidez y pasión tales, que le impulsó a llevar a cabo, al día siguiente, una información que no estaba exenta de peligro.

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Gelb se puso a recorrer los alrededores de San Dionisio y de Enghién e interrogó a los campesinos, a los posaderos y a los barqueros, preguntándoles si habían oído hablar de alguien que se hubiese ahogado o perecido en duelo; pero nadie supo a qué hacía referencia.

Viendo que por este lado sus pesquisas resultaron asimismo infructuosas, y como había conservado relaciones en la embajada de Prusia, al día siguiente se presentó en ésta, y preguntó qué sabían de Lotario.

—Nada —le respondió el secretario, a quien se dirigiera Samuel—; pero sí el embajador, ya que éste nos ha dicho que por él no pasásemos cuidado alguno.

Gelb, que por fin había dado con el principio de un rastro, resolvió abocarse con el embajador, por lo que aguardó a que éste estuviese solo para hacerse anunciar.

El embajador le hizo contestar que no estaba visible; pero cediendo por último a la insistencia de Samuel, que alegó tener que comunicarle noticias de la mayor trascendencia, dio orden a un ujier de que lo introdujera.

El diplomático le reservó una acogida fría hasta el extremo de recibirle en pie y no invitarle a que tomase asiento.

—Perdone su excelencia si le incomodo —dijo Samuel—; pero se trata de un asunto que a más de interesarme extraordinariamente a mí, también interesa a Vuestra Excelencia, a lo menos me atrevo a creerlo así.

—Explicaos, caballero —dijo el embajador con gesto impasible.—Hace tres días —profirió Samuel— que ha desaparecido un joven a quien quería yo como a un

hijo y al cual Vuestra Excelencia parecía haberse ya aficionado; me refiero a Lotario.—Lo sé —replicó el embajador, siempre en el mismo tono—. ¿Qué más?—Circunstancias íntimas que conozco yo, y que supongo conoce también Vuestra Excelencia, me

hacen temer que al joven ése le haya sucedido una desgracia. Me han dicho que vos sabíais qué había sido de él, y me he animado a venir a pediros noticias.

—Señor Samuel Gelb —dijo el embajador interrumpiendo casi severamente a su interlocutor—, Lotario era secretario mío. Además, como embajador, represento en Francia al reino y a la justicia de Prusia y tengo el cargo de velar por nuestros compatriotas. Así pues, no reconozco en nadie el derecho de estar más cuidadoso ni más ganoso de saber que yo, sino en la familia de Lotario, a la que éste interesa directamente. ¿Sois acaso pariente suyo? Sé que ha desaparecido, y sin embargo ya lo veis, no me altero, no me atolondro, no interrogo a todo bicho viviente, desde los criados de París hasta los barqueros de San Dionisio. Nada más tengo que deciros, pero no olvidéis que cuando el embajador de Prusia se calla, el señor Samuel Gelb tiene el derecho de no interrogar.

Pronunciada con semejante inflexión de voz, la palabra derecho equivalía visiblemente a deber.El embajador despidió a Samuel con un movimiento de cabeza.

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La acogida altanera y glacial del embajador no admiró lo más mínimo a Samuel Gelb; el cual no vio en ella sino el disgusto del hombre a quien le incomoda el que vayan a llamarle la atención sobre un secreto que quiere guardar.

Aquella reserva altanera antes bien le pareció un excelente, indicio. De seguro que el embajador estaba en el secreto de la reparación, así como lo estaba en el del ultraje. Lo único que había era que el conde de Eberbach ocupaba una posición demasiado encumbrada por su fortuna y por su categoría y estaba demasiado próximo a la muerte para que su sucesor no quisiera evitar a su ilustre apellido el escándalo y la vergüenza.

No cabía ya duda: Lotario estaba muerto; porque ¿qué otra interpretación podía darse al recibimiento áspero del embajador? ¿Qué le hubiera vedado a éste decirle a Samuel que el joven estaba vivo si realmente lo estaba?

La actitud de Julio era la más a propósito para corroborar esta convicción de Gelb.Cuando éste fue a ver al conde de Eberbach, le halló, como siempre, triste, resignado, abatido,

sumergido en la indiferencia fatal y afligida de los que están prontos a todo y a nada tienen apego.Julio había dejado de salir de su palacio y no recibía absolutamente a nadie más que a Samuel, y aun

con éste apenas cruzaba algunas palabras; limitábase, puede decirse, a escuchar, sin hacer objeción alguna, los consejos que le daba, y parecía dispuesto a dejarse conducir y a no obrar más por impulso propio.

Para Samuel, tal dejadez y tal inercia eran hijos de la violenta sacudida que debió de haber producido en la endeble organización de Julio el acto cruento que éste indudablemente cometiera, y cuya sacudida quebrantó en él el resorte de la voluntad. La bala que matara al sobrino había también matado el alma del tío.

Sin embargo, Samuel, imitando a los cirujanos, que para justificar la muerte de un individuo pinchan el cadáver, ensayaba arrancar algunas palabras de aquel espectro de hombre.

Por la noche del cuarto día, Gelb se encontraba en el estudio del conde de Eberbach.Una sola lámpara alumbraba tenuemente esta pieza, cuyo elevado techo quedaba envuelto en sombras.—Y bien —dijo Gelb—, ¿cuál es tu parecer respecto de las noticias políticas que circulan?—¿Tú piensas en la política? —repuso el conde, encogiendo los hombros y fijando la mirada en

Samuel.—En nada más —respondió éste—. Tú no quieres ocuparte más en ella; pero yo te fío que te

obligará a hacerlo. Cuando menos habrás leído los diarios de esta mañana, ¿no es eso?—¿Acaso leo ninguno?—¡Oh! voy a arrancarte de este sopor —dijo Samuel encaminándose hacia una mesa y tomando

de entre en montón de periódicos que en ella había, el Monitor, cuya faja estaba efectivamente intacta. Luego continuó:

—Tú sabes que las sesiones del congreso de los diputados habían sido aplazadas; pues bien, ahora han hecho mejor: han disuelto el congreso. Ve aquí el decreto en el Monitor.

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—¡Ah! —dijo Julio con indiferencia.—Ahí donde hemos venido a parar. El rey ha empleado un lenguaje que no ha sido del agrado del

congreso, y éste ha contestado de una manera que no ha placido al rey; el cual entonces se ha dirigido a la nación, como un escolar apaleado por su compañero va a quejarse al maestro. ¡Infeliz Carlos X, que todavía tiene la sencillez de creer que van a darle la razón! La nación le es más hostil que los diputados mismos. En el congreso tiene contra él doscientos veintiún votantes; en Francia, no hay quien no sea enemigo suyo. El pueblo puede haber soportado, pero no aceptado una dinastía puesta otra vez en el trono por los prusianos y los cosacos. La sangre francesa es un mal bautismo para una cabeza real. Los electores van a enviar de nuevo al congreso a los mismos diputados, si es que no envían otros más arrebatados. ¿Y qué va hacer el gobierno entonces? Carlos X es demasiado caballeresco y está demasiado más cegado para aceptar esta bofetada y resignarse a la voluntad de Francia. La disolución del congreso es la guerra declarada. ¡Bravo! las provocaciones se suceden que es un gusto, y dentro de poco vamos a presenciar el duelo a muerte entre el rey y la nación.

¿Había Samuel pronunciado intencionadamente las palabras «duelo a muerte»? Lo cierto es que miró a Julio, sin duda para ver el efecto que en éste producían.

—Hazme el favor de bajar un poco la luz de la lámpara —dijo el conde—; para mis fatigados ojos es demasiado viva.

—Esto es —pensó Samuel—, no quiere que yo vea en su frente el sangriento reflejo de su duelo.Gelb bajó la luz de la lámpara y tentó todavía herir a Julio en las opiniones políticas que suponía

sustentaba éste, y tal vez provocar una discusión.—Lo más divertido de la comedia ésa —continuó Samuel—, es el aspecto despavorido y lastimoso

de la oposición, de esa oposición de contrariedad, a la que la corte cree tan terrible; es el miedo que los liberales tienen de su propia audacia. La burguesía quiere sacar provecho del rey, exprimirle el jugo, pero no derribarlo. En verdad le agradezco que nos ayude a combatir el trono, porque en definitiva lo tiene todo, ya que monopoliza el dinero y por ende el gobierno, pues de los ricos es el triunfo en las elecciones. ¿Qué puede desear? Si no estuviese cegada y fuese capaz de ver adonde va, antes consentiría que la convirtiesen en picadillo que adelantar un paso más. Porque has de saber que en la esencia no teme sino al pueblo. ¡Ah! ¡Como pudieses leer en el corazón de esos tribunos que parecen revolucionarios! Ayer, ante mí, Odilón Barrot, a quien uno le decía que a un golpe de Estado debía contestarse con una revolución, chillaba y se despavoría ante la idea de llamar al pueblo a las barricadas. La legalidad, ahí el círculo en que se mueven y del que no salen. Todo contra los ministros, nada contra el rey. No obstante van a verse obligados a esto último. ¡Y que no me divertiré poco el día en que, apuntando a una cartera, quiebren la corona!

Julio, al parecer indiferente a todas estas noticias, no despegaba los labios.—Dime —preguntó Samuel, dando inopinadamente otro sesgo a la conversación—, ¿has escrito

por fin a Federica?—Sí —respondió Julio—, esta mañana.

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—¡Magnífico! —repuso Samuel—; ya debía empezar a tenerme antipatía; pero tú sabes cuán inocente soy en lo que está pasando. Le había prometido reunirme a ella, o a lo menos escribirle tan pronto te hubiese participado su marcha. Mas como ahora te has encerrado en el más obstinado silencio, ¿qué querías tú que la dijese? Y debe de estar en zozobra ¿Qué le has escrito? ¿Qué le has escrito? ¿Que vas a reunirte a ella?

—No —respondió Julio—. ¿Qué iría yo a hacer por los caminos? Le he escrito que regrese a París cuando le acomode.

—Parece que no te apresura el verla de nuevo —repuso Samuel estudiando con el rabillo del ojo el semblante del conde de Eberbach.

—Te equivocas —replicó Julio—; mi gozo mayor sería poder abrazarla otra vez; pero, como ves, me encuentro en una disposición de ánimo que no me permite experimentar emoción alguna. Ni fuerzas me quedan para desear. Ya tú sabes que desde hace mucho tiempo no me anima sino un anhelo: la muerte; y este anhelo ha crecido todavía más y de una manera portentosa en estos últimos días.

Luego, incorporándose, el conde añadió con acento y mirada singulares:—A estas horas ya debes saberlo, de fijo; ¿cuándo me moriré?—¡Canario! —respondió Samuel en voz casi brutal— mil veces te lo he dicho ya: puede que vivas

algunas semanas más, tal vez algunos meses, quizás años, ¿quién sabe? Lo que te está matando no es una enfermedad, sino la extenuación. Es imposible precisar la hora. Puedes prodigar en un día lo que de energía te queda, cómo economizarla y hacerla durar gastándola gota a gota. Cuando la lámpara haya concluido el aceite, se apagará, y nada más.

—¿Depende esto de mí? —preguntó Julio—. ¿Qué duda cabe? ¿De quién quieres que dependa?—No digo que sea de ti.Ambos interlocutores guardaron un rato de silencio, que Julio interrumpió para proferir estas palabras:—Si algún poder tuvieses sobre el estado de postración en que me encuentro, no te diría que

prolongases una existencia tan mísera, inútil y estéril como la mía, sino el tiempo que me es necesario para dar término a una obra que he comenzado. Luego puede venir por mí la muerte; ya estoy dispuesto.

—¿Qué has comenzado? —preguntó Samuel.—Estoy trabajando —respondió Julio— para recompensar a alguno como merece. Nada temas,

no te olvidaré.El conde de Eberbach pronunció estas palabras con acento tan singular, que Samuel no supo

conocer si envolvían una promesa o una amenaza; pero tranquilizose al instante al ver la sonrisa benévola de aquél.

—Mi querido Samuel —continuó Julio con abandono—, no me tildes el tétrico humor que tal vez adviertes en mí de algunos días en esta parte, ni me abandones, te lo ruego. Quédate la seguridad de que sé cuánto te debo y que haré todo lo que esté en mi mano para satisfacer la deuda que tengo contraída para contigo. Trátame con indulgencia; ya sabes que mi carácter ha sido siempre irresoluto y afeminado.

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Acuérdate de que cuando éramos jóvenes tú me dirigías, eras el árbitro de mis acciones, el guía de mis pensamientos. Pues bien, deseo, quiero que ahora sea lo mismo, y aun de modo más completo si es posible.

Y luego añadió en voz casi solemne:—Samuel, pongo en tus manos mi suerte, mi voluntad y mi vida. Resuelve y obra por mí; a lo

más si quiero fijarme en lo que hagas o digas. Toma mi vida ¿oyes? y cuenta que no hablo por hablar, sino como hombre fatigado que anhelaría hallar un amigo devoto de corazón y resuelto de ánimo que le ahorrara la responsabilidad de su vida y de su muerte. Préstame atención: aun cuando, para librarme de los sufrimientos que todavía me tocan pasar y del tedio que me devora, considerases oportuno matarme, te absolvería plenamente de todo remordimiento y de todo escrúpulo. ¿Has oído?

Samuel miró de frente a Julio, para ver si sus palabras no encerraban una sangrienta ironía; pero éste, respondiendo en cierto modo al pensamiento de su amigo, añadió con calma y gravedad:

—Nunca en mi vida he estado más formal de lo que lo estoy ahora.Aquel día Samuel salió profundamente preocupado con las palabras de Julio.—El remordimiento del asesinato de Lotario ha acabado con él —decía entre sí Gelb, vagando por

las calles—; no se atreve ya ni a vivir, pero tampoco a suicidarse: tan menoscabada está su naturaleza. Él quisiera arrojar sobre mí la responsabilidad de su suicidio. En cuanto a su delicadeza y a su absolución, es un benévolo al querer ahorrarme el escrúpulo. ¡Acaso lo he tenido alguna vez! ¡Vaya con el atolondrado! ¿Si creerá que necesito de su venia para disponer de él? Me pertenece como el inferior al superior, como la materia al espíritu, como el bruto al hombre. ¿Por ventura el hombre necesita del permiso del buey o del carnero? No, no es el escrúpulo lo que me detiene, no la duda de si el acto es legítimo, sino la incertidumbre de si es útil. Vamos a ver, Lotario está muerto; sobre esto ya no cabe vacilar. A Julio no le quedan en el mundo más que Federica y yo, y si bien en su testamento debe de legar a ésta buena parte de sus bienes, a mí, como hace poco me ha dicho, no me ha olvidado. Por otra parte, aunque hiciera heredera universal a su mujer, ¿qué salgo perdiendo? Suprimido Lotario, Federica vuelve a mí, sí, a mí, y perteneciéndome tanto más cuanto que he tenido la generosidad de cederla y la tengo sujeta por un doble agradecimiento, que aumenta los derechos que me cabían ya sobre ella. Luego la muerte de Julio, sobre hacerme dueño de Federica me da la riqueza. Desde ahora podría deshacerme de ese moribundo; pero por otra parte, de esperar algún tiempo, me ahorraría la molestia de poner yo las manos. Al paso que va, no tardará en morirse por sí mismo. ¡Ea! por más que se esfuerce, no seré yo quien le empuje, a menos que los acontecimientos políticos no se precipiten; porque es menester que al mismo tiempo consiga yo mi doble propósito. Es preciso que la revolución que va a conmover a Francia y a Europa me encuentre dueño de los millones de Julio, para que esa bestia de la Tugendbund deje de oponerme pretextos y me nombre uno de sus jefes, es decir, su jefe. Queda resuelto. Mi plan es éste: estar preparado, atisbar los proyectos que se elaboran en el turbio cerebro de los ministros y en las tenebrosas intrigas de las conspiraciones, y si Julio no tiene la complacencia de marcharse tan aprisa como se requiere e impolíticamente se obstina en enredarme los pies con el hilo delgado y próximo a romperse que le retiene a la vida, daré entonces un puntapié a ese hilo de araña y romperlo.

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CAPITULO XVQué pasó en San Dionisio el día del duelo

¿Lotario, como suponía Samuel Gelb, estaba realmente muerto? ¿Cuál era el secreto de su extraña y misteriosa desaparición?

Para responder a estas preguntas es necesario que retrocedamos algunos días y que nuestros lectores nos permitan les conduzcamos al del duelo fatal entre Lotario y Julio.

En el momento en que el conde de Eberbach salió de la embajada, después de haber arrojado su guante al rostro de Lotario, en presencia del embajador, y haberle dicho que aguardase dos palabras que iba a escribirle, el joven sintió una de las más dolorosas emociones que en su vida hubiese experimentado.

Durante su existencia, hasta entonces tan sencilla y dichosa, en la que fortuna, representación social, todo le sonriera; en la que aun la devoción misma había sido para él un gozo; en la que el amor no asumiera al principio los caracteres de una pesadumbre sino para convertirse en risueña esperanza, y en la que no pasara más zozobras y temores que las indispensables para hacerle sentir con más fuerza la dicha, puede decirse que para el sobrino del conde de Eberbach casi no había existido el sufrimiento.

Pero la desdicha le hacía pagar en un día y por modo cruel semejante atraso.Ese desapiadado acreedor de todos no le había concedido plazo sino para arruinarle de una vez

exigiéndole la deuda y los intereses acumulados.Lotario estaba metido en una situación terrible. ¡Insultado por el hombre a quien quería

y respetaba más del mundo, ultrajado del modo más infamativo en presencia de otro hombre, sin sospechar siquiera la causa de la afrenta!

¡Colocado entre dos vilezas, esto es, o devorar un ultraje público e indeleble, o matar a su bienhechor, enfermo, a su padre, moribundo! ¡Pasar por cobarde, o por pariente sin entrañas! ¡Elegir entre la deshonra y la ingratitud! ¡Dilema fatal, lúgubre callejón sin salida, del que no podía evadirse sino suicidándose!

Suicidarse, sí; esto fue lo primero que se le acudió a Lotario.Pero a su edad y amado de Federica, la muerte era una tremenda y cruel extremidad.Además, hasta el último minuto podía sustentar la esperanza de que se aclarase aquel enigma.

No era posible que el conde de Eberbach le hubiese impelido a aquel acto de cólera más que un error, y el conde podía desengañarse de su funesto engaño, como una contingencia le abriese los ojos era menester, pues, esperar hasta el fin.

Una vez Julio, amenazador y violento, estuvo fuera, hubo un largo y doloroso silencio entre Lotario y el embajador, entre el insultado y el testigo del insulto.

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Las ideas y los sentimientos que acabamos de expresar se atropellaban y se arremolinaban en el cerebro y en el corazón del joven.

El embajador estaba opreso y no sabía qué decir.Por fin Lotario se esforzó en hablar, y dijo:—Señor embajador, sois caballero, y habéis presenciado lo que acaba de pasar. El ultraje es atroz.

El conde de Eberbach es para mí un padre. ¿Qué debo hacer?—En semejante extremo —respondió el embajador —, hombre alguno puede ni debe aconsejar

a otro. La alternativa es demasiado grande para que me sea permitido echar sobre mí tamaña responsabilidad. Os estimo y os quiero, Lotario, pero aun cuando fueseis hijo mío, no podría deciros sino que consultaseis con vuestra conciencia e hicieseis únicamente lo que ella os aconsejase.

—¡Ahí —profirió el joven— mi conciencia está partida en dos, como mi corazón: una mitad me recuerda el deber de lavar el ultraje y la otra mitad la gratitud filial.

—Elegid —dijo el embajador.—¿Puedo por ventura? ¿Hay elección posible entre la ingratitud y la infamia?—Sin embargo —repuso el embajador —, el señor conde de Eberbach no es un hombre

desapoderado ni un insensato. Vuestro dolor mismo descubre que siempre os ha amado y tratado paternalmente. Ahora bien, para que por modo tan imprevisto haya cambiado de carácter y de conducta para con vos, es menester que exista una causa grave.

—¿Vos creéis que yo me he hecho acreedor a la afrenta de que me ha cubierto?—Él lo cree así. Es evidente que el conde, que siempre os ha tratado con tanta ternura, no os

habría insultado de esta manera si no estuviese convencido de que vos le habéis inferido un agravio irreparable. Está obcecado, no me cabe duda.

—¡Oh! sí, lo está —interrumpió con viveza el desconsolado joven.—Pues bien, ya que me pedís consejo, el que os doy es que hagáis cuanto esté en vuestra mano

para llegar a la fuente de este error. Ved si conocéis a alguno que tenga intimidad con vuestro tío, y procurad saber qué se esconde en el fondo de su cólera. Por otra parte, el señor conde no va a detenerse ahí, sino que probablemente va a daros una cita, a enviaros testigos, y éstos no consentirán en un duelo sin conocer la causa. Así pues, vais a saberlo todo y podréis probar a vuestro tío que se engaña.

—Vuestra Excelencia tiene razón —profirió Lotario —. Gracias.—Todavía no se ha perdido nada. Lo que precisa saber es la causa de la injuria.Lotario se despidió del embajador, un tanto más tranquilizado, y se subió a sus habitaciones.¡La causa de la injuria! Tal vez la carta del conde de Eberbach iba a revelársela.El joven esperó.En caso contrario y como había dicho muy atinadamente el embajador, los testigos tendrían el

derecho de preguntar el porqué del duelo, y aun quedaría tiempo para arreglarlo todo.

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—Una carta urgente —dijo de improviso un criado.Lotario se abalanzó a ella, tomóla con presteza, despidió al portador, abrióla con ansiedad, y leyó

lo siguiente:

«Os he insultado, y como vos no podéis exigirme una reparación, yo os la ofrezco.A las seis de esta tarde encontraos en el puente que precede a San Dionisio, atravesadlo, doblad a la izquierda, seguid el curso del río por espacio de unos diez minutos, y una vez hayáis llegado a una espesa fila de álamos, si no me veis, aguardadme.Id solo; solo iré yo también, con un par de pistolas, de las cuales únicamente una estará cargada, y de las que vos escogeréis la que mejor os parezca.Si me matáis, esta carta misma os servirá de justificación, pues declaro que os he provocado e insultado y os he puesto en la ineludible necesidad de batiros, so pena de que quedaseis deshonrado públicamente, y que soy yo quien he fijado y exigido las condiciones del duelo.De mataros yo, no os preocupéis conmigo. Estoy en el caso de no sustentar temor alguno.Pero es menester que uno de los dos muramos; a lo menos uno, tal vez los dos. Es demasiado grande mi desdicha y vos sois demasiado infame.

JULIO DE EBERBACH.»

Esta carta apagó la última vislumbre de esperanza que quedaba en el corazón de Lotario.Nada rezaba respecto del agravio que el conde de Eberbach creía tener contra su sobrino, y quitaba

a Lotario toda probabilidad de saber lo más mínimo, al exigir un duelo sin testigos.Sin embargo, en el fondo de situación tan horrible el joven veía, cada vez con más fuerza, una

equivocación espantosa que era menester aclarar a toda costa.¡Ah! por más que escarbase sus recuerdos, Lotario no hallaba qué podía autorizar ni aun explicar la

violencia de su tío. Puede que a los ojos de éste fuese culpado; puede que, prometido por él a Federica, no hubiese tenido lo bastante en consideración la susceptibilidad de una posición por demás delicada y excepcional; quizás no había respetado los celos del conde, ni cuidado bastante de no dar siquiera pretexto a sus sospechas, u olvidado sus órdenes al ver de nuevo y por dos o tres veces a Federica en el camino de Enghién.

Pero de estas desobediencias, excusables por su edad, por su amor y por los términos en que el conde mismo le colocara respecto a Federica; de esas faltas propias del amor, a agravios reales, a una ofensa seria, a una injuria que justificase las represalias del conde de Eberbach, había una distancia inmensa. No, su tío no podía deshonrarle con la palabra con que terminaba la carta, apellidarle infame por faltas de esta naturaleza.

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¡Oh! algo se escondía ahí, alguna asechanza, una traición. Pero ¿quién le daría la clave de tan sombrío enigma?

Ir a ver a su tío, pedirle una explicación y obligarle a que se lo dijese todo, era inútil el pensarlo, además que por otra parte era exponerse a nuevas violencias ante los que podrían estar presentes, ante los criados, ante todo el mundo; y sobrada era ya la publicidad a lance tan triste y sombrío.

Además, por filial que fuese Lotario, por mucha que fuese su desesperación al verse en lucha con aquel que de tantas bondades le colmara siempre, era hombre, y a la idea de ir a pedir explicaciones a quien le había abofeteado dos veces en el mismo día, con el guante y con la carta, le hervía la sangre.

¿A quién dirigirse? Tal vez al señor Samuel Gelb.Sí, éste le había dado pruebas de amistad sincera, como se las diera también a Federica.Samuel, enamorado de la joven, dueño de ésta, ya por su pasado como por el juramento que le

hiciera, había tenido la magnanimidad de renunciar a ella y dársela a Lotario, sin que después ni por un solo instante se desmintiese su generosidad. Siempre se había mostrado propicio a Federica y a Lotario contra las groserías del conde de Eberbach.

Éste era un amigo verdadero, que no fallaría en circunstancias tan decisivas.Por otra parte, Samuel era el único amigo del conde de Eberbach, y como tal quizá supiese algo,

y aun interviniese en caso necesario.Gelb, pues, era el único capaz de ponerlo todo en claro y de evitarlo todo.Entonces fue cuando Lotario tomó el camino de Menilmontant; entonces cuando Samuel, oculto

y encerrado en su buhardilla, hizo decir que estaba ausente, y cuando el joven le dejó una carta, escrita allí mismo, en la cual le manifestaba la desgracia que acababa de sucederle y le conjuraba que de regresar a tiempo a su casa, se fuese corriendo a la del conde de Eberbach o a la embajada y viese qué cabía hacer en tan deplorables circunstancias.

De nuevo en su coche, Lotario experimentó un acceso de desaliento indecible, al pensar que Samuel podía muy bien no regresar a tiempo a su casa.

¿A quién ir a encontrar? ¿a Federica? Hubiera sido exponerse a dar con el conde de Eberbach y aun a aparentar que hacía desprecio de él; porque es de saber que aun cuando el joven no tenía prueba alguna, su instinto le advertía claramente que ella era la causa del duelo que iba a efectuarse, sin embargo de lo cual no podía evitarlo.

Entonces no le quedaba a Lotario nadie a quien acudir. Sí, había una persona: Olimpia.En efecto, ¿cómo no había pensado más pronto en la cantarina, siendo así que ésta le exigiera y él

se lo prometiera, que de correr un peligro, cualquiera que fuese, se lo avisaría inmediatamente? ¿No le había dicho Olimpia que tenía influjo decisivo en el ánimo del conde, y que con tal de ser advertida a tiempo le salvaría de toda catástrofe que pudiese originársele de parte de su tío?

Tal vez Olimpia se engañaba, tal vez exageraba el influjo que ejercía en el corazón del conde de Eberbach; pero Lotario no estaba en el caso de andarse con exigencias ni de desdeñar medio alguno.

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Por otra parte, la artista le hablara con acento tal de convencimiento y tan penetrada de lo que decía, que de momento él la había creído; y con más razón la creía ahora que no le quedaba otra esperanza que ella.

Lotario llamó, pues, a su cochero y le dijo que le condujese al muelle de San Pablo.Cuando el joven se hizo anunciar en casa de la cantarina, era un poco más de la una.Olimpia, al verle entrar, quedó admirada de la expresión de abatimiento que se reflejaba en el

rostro de Lotario, y encaminándose apresuradamente a su encuentro, le preguntó:—¿Qué os pasa?—Me recomendasteis que depositase toda mi confianza en vos...—¿Y bien? —interrumpió la artista.—Me abruma una gran desgracia.—¿Qué os sucede? decídmelo pronto —profirió Olimpia? palideciendo.Lotario, henchido de dolor el corazón y cubierto de sonrojo el semblante, contó a la artista el

agravio que públicamente le infiriera el conde de Eberbach.—¿Y vos no adivináis la causa de la cólera de vuestro tío? —preguntó Olimpia, que consternada

y sin pronunciar palabra había escuchado el relato del joven.—Nada sospecho —respondió Lotario —. Todo lo que tengo que echarme en cara respecto de

mi tío, es, como vos sabéis, el haber encontrado dos o tres veces a Federica en la carretera de Enghién después de habernos él prohibido que nos viéramos a solas. Nunca hemos hablado más de cinco minutos. Por la salvación de mi alma os juro que sobre mí no pesa otro cargo, y no es posible que por causa tan ligera mi tío haya llegado a un exceso de tal naturaleza.

—¡Oh! —murmuró Olimpia— en esto anda la mano de Samuel Gelb.—El señor Samuel Gelb nada tiene que decir contra nosotros.—Desdémona y Casio son inocentes —respondió la cantarina —, y sin embargo Yago, con una

sola palabra, los hace matar por Ótelo. Ya os dije que desconfiaseis de ese hombre.—¿Y por qué me tendría odio? —preguntó Lotario.—Los malvados no necesitan de razón alguna para odiar; les basta para ello su vileza. Además, vos

le habéis tomado la mujer a quien amaba.—No se la he tomado, me la ha dado él mismo. Si le enfurece el que lo porvenir de Federica me

pertenezca, en la mano tenía el que no fuese mía, reservándosela para sí.—En ocasiones la gente da, y luego echa menos lo que ha dado. Por otra parte, a Samuel le asistían

quizás otras razones desconocidas para nosotros. Yo me encargo de haceros evidentes sus tenebrosas maquinaciones. Le conozco, y conozco al conde de Eberbach, y os respondo de que en el guante que os hirió el rostro había la mano de Samuel Gelb.

Ante una convicción tan decidida, Lotario titubeó.

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—Creedme —insistió Olimpia—. Si os explicase yo ciertas cosas que es inútil os las diga, os convenceríais de la verdad de mis palabras. Ahora, empero, lo esencial es, no saber de dónde viene el tiro, sino ponernos, a cubierto. ¿Qué habéis hecho desde que recibisteis la carta de vuestro tío?

Lotario refirió la visita que hiciera a Menilmontant y recitó el billete que para Samuel había dejado en casa de éste.

—¡Conque él ha sido el primero en quien habéis pensado! —exclamó Olimpia—; pero no importa. No es este el momento de las recriminaciones y de los reproches. Todavía estamos a tiempo; nada temáis. Os agradezco que hayáis venido. Os salvaré, y salvaré al conde de Eberbach. Os quiero como a hijo, y él... tal vez pronto sepa cuánto le amo.

—Gracias, señora, gracias.—¡Ah! —continuó la artista— cara me va a costar la salvación de los dos; pero el sacrificio ante

el cual he retrocedido siempre y que no quería llevar a cabo hasta el último extremo, lo cargaré ahora, aun cuando en ello me vaya la vida.

—¡Oh!, señora —profirió Lotario—, no quiero que compréis mi salvación a tal precio.—Dejadme obrar, hijo mío; dejad que Dios, cuya mano anda visiblemente en este drama, cumpla

sus designios. Vamos a ver, coordinémoslo todo. ¿A qué hora decís que el conde de Eberbach os ha citado para el puente de San Dionisio?

—A las seis.—Está bien; como basta que partáis a las cinco, nos quedan tres horas de plazo y de reflexión.

Durante ellas haced lo que más os plazca: idos a pasear, a ver a vuestros amigos, a ocuparos en vuestros asuntos, sin zozobra, sin inquietud, cual si no hubiese ocurrido nada. ¡Ah! quépaos la seguridad de que de nosotros dos no sois vos el que más tiene que temer y sufrir. Pero ¡bah! tarde o temprano debía llegar la hora.

—¿La hora de qué? —preguntó Lotario.—Ya lo sabréis. Ea, idos a tomar el sol; yo, entretanto, meditaré y sobre todo suplicaré a Dios que

no me abandone. A las cinco veníos y os diré lo que he decidido; pero desde ahora os afirmo que no corréis peligro alguno, podéis estar de ello plenamente convencido.

—¡Oh señora! —profirió Lotario, no sabiendo si dar crédito a tales palabras.—¡Ah! —continuó Olimpia— no necesito advertiros que entre los amigos a quienes podéis visitar,

exceptúo al señor Samuel Gelb. Ya habéis cometido una imprudencia gravísima yendo a Menilmontant; pero por fortuna no le habéis hallado. No os volváis a la embajada, pues quizá vuestro billete conduciría a ella a Gelb, el cual os daría algún pérfido consejo que lo comprometería todo. ¿Me juráis que no iréis a ver a Samuel Gelb y que haréis cuanto esté en vos para evitar su encuentro?

—Os lo juro —respondió Lotario.—Perfectamente. Ahora podéis marcharos, y hasta las cinco en punto.—No faltaré.

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Lotario se salió tranquilizado a pesar suyo. La seguridad de Olimpia había acabado por transmitírsele a él.

Sonaban las cinco cuando el joven subía de nuevo a casa de la artista, a quien halló grave y triste.Olimpia, al notar que su estado iba a despertar de nuevo las zozobras de Lotario, se sonrió y dijo:—Nada temáis, estáis salvado. No es vuestro porvenir lo que me entristece.—¿Acaso es el vuestro? —preguntó el joven.—¿No está abajo vuestro coche? —dijo la artista, esquivando la respuesta y levantándose.—Sí, señora. —Partamos, pues.—¿Os venís conmigo? —preguntó Lotario con sorpresa.—Sí; ¿halláis algún inconveniente?—Es que yo me voy al sitio para el cual me ha citado el conde.—No es a vos a quien éste hallará, sino a mí.—¡Es imposible! —exclamó Lotario.—¿Por qué?—Porque parecerá que huyo, que tengo miedo, que envío a una mujer en mi lugar para mover a

compasión a un adversario; porque el conde me despreciaría; porque quedaría consumada mi deshonra. ¡Es imposible!

—¿Vuestra honra? —dijo Olimpia— en más la tengo yo que vos mismo. Escuchad, Lotario, y atended que os hablo con toda formalidad, en nombre de vuestra madre, a quien conocí, ¿oís? Pues bien, por la memoria de vuestra madre os juro que vuestra honra no corre riesgo alguno en lo que os propongo. ¿Me creéis ahora?

—Señora —dijo Lotario titubeando y lleno de turbación.—Por otra parte —prosiguió la cantarina—, vos estaréis en el lugar de la cita, sólo que

permaneceréis en el coche, a algunos pasos del sitio donde yo hablaré con el conde de Eberbach. Si éste, después de haberme escuchado, no corre hacia vos y no os abraza y no os da las gracias, quedaréis libre de presentaros y de terminar el asunto como os lo dicte vuestra honra. Supongo que de este modo no opondréis nuevas objeciones a mi ida con vos.

—Señora, señora —profirió el joven—, no se trata aquí de argucias femeninas, ni de que para salvarme me engañéis. Señora, ¿me juráis por lo que más amáis en el mundo, que si no conseguís apaciguar al conde, me cabrá ofrecer mi vida a su cólera?

—Os lo juro por lo que más amo en el mundo.—Vamos —dijo Lotario, vacilando aún y como pesaroso—; las dudas absorben horas y sólo

disponemos de contados minutos.

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Olimpia y el joven se subieron al coche y partieron rápidamente para San Dionisio; mas por el camino los escrúpulos asaltaron de nuevo al pundonoroso joven, a quien repugnaba por modo indecible el enviar a una mujer en su lugar en un asunto que no podía sino ventilarse entre hombres.

—Hijo mío —le dijo Olimpia—, vos no os fijáis en que las circunstancias presentes son por demás extraordinarias. ¡Ay! la situación en que nos encontramos todos y cada uno de nosotros es mucho más excepcional de lo que vos os figuráis. No es esta ocasión de detenernos en susceptibilidades vulgares cuando se trata de cosas y de desdichas únicas. Recordad cuántas veces ya la falta de confianza os ha arrebatado vuestra ventura. Como os hubieseis sincerado con el conde o conmigo hablándonos de vuestro amor por Federica, en este momento sería vuestra mujer y no hubiera ocurrido ninguno de los siniestros acontecimientos que deploramos. No recaigáis, pues, de nuevo en la misma falta. Fiad en mí, os lo pido en nombre de vuestra dicha y de la de todos nosotros.

—Sí —repuso Lotario—, pero hay algo superior a todos los raciocinios: el conde de Eberbach me ha dado una cita, y va a creer que no he comparecido a ella.

—No tal —replicó la cantarina—; tan pronto le vea le diré que vos estáis a dos pasos de él y a sus órdenes.

—¿Vos empezaréis por decirle esto? ¿Me lo juráis?—Os lo juro. ¡Oh! Cónsteos que en este momento vuestra honra y en particular vuestra dicha

constituyen el único interés de mi vida.En esto el coche en que iban la cantarina y el joven llegó al puente.—Hemos llegado—dijo Olimpia—. ¿Cuál es el lugar de la cita?—A la izquierda —respondió Lotario con abatimiento—; para llegar a él hay que andar diez

minutos, hasta dar con una fila de álamos.—Está bien.Olimpia dio con la mano unos golpecitos en el cristal delantero para que el cochero detuviese a

los caballos, y luego dijo al joven:—Vais a quedaros aquí; yo iré a pie.Y sin dar tiempo a Lotario para que reflexionase y empezase de nuevo con sus objeciones, Olimpia

se apeó y dio orden al cochero para que siguiese adelante en línea recta y la aguardase a un centenar de pasos del puente.

—Esperanza —dijo la artista al joven, e indudablemente también a sí misma.Lotario, que se había levantado, se dejó caer de nuevo anonadado, fuera de sí, con la cabeza entre

las manos, en uno de los rincones del testero del coche.Por lo que respecta a Olimpia, echó a andar a lo largo del Sena.El sol caminaba a su ocaso, y sus rayos teñían de deslumbradores y a la vez sombríos reflejos las

aguas, que en lucha postrera confundían en su seno la luz y las tinieblas; el aire fresco de la velada

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empezaba a soplar, suavizando el calor del día, y al paso de Olimpia echaban a volar ante ella algunas avecillas, que no despavoridas, sino ahuyentadas, iban a posarse algunos pasos más allá.

Algunas nidadas, que empezaban a adormecerse, todavía picoteaban suavemente en los árboles de la orilla.

La cantatriz caminó a buen paso y como instintivamente, hasta la hilera de álamos, y una vez en el sitio designado, tendió una mirada a su alrededor. El conde de Eberbach no había llegado aún.

Olimpia vio un pequeño remanso sombrado por algunos sauces, y se sentó junto al agua, sobre la hierba, donde, viendo sin ser vista, aguardó, latiéndole el corazón hasta parecer que quería saltársele del pecho; tanta era la emoción que la embargaba.

—¡Ha llegado la hora! —murmuró la cantarina, estremeciéndose de improviso.Hacia el sitio donde se encontraba Olimpia, avanzaba lentamente un hombre envuelto en holgada

capa y escudriñando en torno de sí el terreno.La artista miraba acercarse al recién llegado, y cuando éste no estuvo sino a dos pasos de ella, se

levantó inopinadamente.

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CAPITULO XVIDonde Olimpia se da a conocer a Julio

—¡Olimpia! —exclamó el conde de Eberbach lleno de estupefacción.—La misma —repuso ésta avanzando—. No esperabais encontrarme aquí.—No sabía siquiera que estuvieseis en Francia; pero —añadió reponiéndose— ¿cómo se explica

vuestra presencia en este sitio? ¿sabíais por ventura que en él ibais a verme?—Sí.—Entonces lo comprendo —dijo el conde poniéndose taciturno.—¿Qué comprendéis?—Que aquel a quien esperaba yo encontrar aquí os ha enviado para llegar a una reconciliación

imposible, o para solicitar un perdón que no le concederé nunca. Lo siento, pues creía que a lo menos era valiente.

—No es el perdón lo que necesita Lotario —repuso Olimpia con gravedad—, sino disculpas.—¡Disculpas! ¡Él! ¡Ese canalla! —exclamó Julio—. ¡Ah! Ha obrado santamente al no venir él

mismo a decirme semejante cosa, porque mi paciencia no hubiera llegado hasta dejarle terminar. Mas no espere escapar de mis manos el cobarde; sabré dar con él.

—No tendréis que andar mucho para encontrarle. Está aquí.—¿Dónde?—En la carretera, a no más cinco minutos de este sitio. Yo soy quien le he obligado a esperar; yo

quien le he impedido que cumpliese sus deseos de venir. Primeramente he querido hablar con vos; si una vez me hayáis escuchado persistís en vuestro designio, Lotario se pondrá a vuestras órdenes.

—¡Si persisto en mis designios!—Cuando yo os haya dicho lo que tengo que deciros, no persistiréis en ello.—Después de ahora; es inútil cuanto me digáis, Olimpia. No es éste asunto que ataña a las

mujeres. Os agradezco la molestia que os habéis tomado; pero vos, con ser quien sois, nada podéis en este negocio, absolutamente nada. Todo está decidido. Si aquel a quien estoy aguardando se encuentra realmente ahí, lo más expedito es que venga acá inmediatamente, y el único favor que a los dos podéis dispensarnos vos, es que nos ahorréis la espera y el enfado de un retardo sin objeto.

—Vos queréis batiros con vuestro sobrino —dijo Olimpia—, porque creéis que os ha agraviado. ¿Y si no fuese él el culpable?

El conde encogió los hombros.

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—¿Si os probase lo que os digo? —insistió la cantarina.—De no ser él el culpable —repuso Julio—, ¿quién lo sería?—¿Quién? Samuel Gelb.Por poco preparado que estuviese a esta respuesta, el conde quedó absorto ante la claridad y la

certidumbre de la acusación; pero después de reflexionar, dijo:—¿Samuel? ¡Bah! Al que es objeto de sospechas le es muy fácil acusar a otro.—No es Lotario quien acusa a Samuel; soy yo.—Perdonadme lo que voy a deciros, pero no os creo.—Os repito que tengo pruebas.—No os creo —repitió Julio—. De quince meses a esta fecha, Samuel no sólo no me ha

abandonado, sino que me ha prodigado las demostraciones de afecto, desinterés y abnegación. Antes que de él, dudaría de mí mismo.

—Escuchad, Julio —dijo Olimpia en voz humilde y casi triste—: dentro de una hora todavía no habrá cerrado definitivamente la noche; por lo tanto, transcurrida la hora que digo, podréis batiros asimismo con Lotario, ya que aun habrá suficiente claridad, máxime cuando para un duelo a quemarropa no se necesita más que la de las estrellas. Concededme la hora esta que os pido. Hemos estado separados mucho tiempo, más del que acertaríais a creer. Dios es, os lo juro, quien ha preparado este encuentro, en este sitio y en este instante, en medio de esta soledad silenciosa, ante la naturaleza, sin más testigos que los árboles y el río. Sí, en un sitio como éste es donde debía yo haceros sabedor de lo que tantos años me oprime el corazón. Julio, concededme esta hora. Entre nosotros dos también se trata de un duelo, duelo supremo y terrible, del cual vos y yo podemos salir con el corazón más muerto que si nos lo hubiesen atravesado balas de pistola. Para ambos este momento es solemne, os lo juro. Julio, es menester que me concedáis el plazo que de vos solicito.

Olimpia, que había arrojado lejos de sí su sombrero y sobre el pálido semblante le ondulaba su suelta cabellera, cayó sentada, como prosternada en una especie de banco natural formado por un otero de hierba, mientras oprimía convulsivamente las manos del conde.

La artista hablaba con emoción tan vibrante, estaba tan hermosa en aquella actitud, y dábale tal parecido a Cristina la vaga claridad del crepúsculo, que Julio se sintió subyugado y como en éxtasis.

—Concededme sólo la hora que os pido —repitió Olimpia—, y luego obrad como queráis.—Enhorabuena —dijo el conde de Eberbach—, os la concedo, señora.—¡Gracias, oh amigo mío!Alrededor de los dos interlocutores no se veía a ser viviente, y los pájaros mismos no lanzaban

sino muy de tarde en tarde alguna voz precursora del sueño. Todo era silencio y melancolía en torno de Julio y de Olimpia. A los pies de éstos, las ondas del río imprimían un lánguido beso a la margen, y encima de sus cabezas, la brisa mecía blandamente las hojas de los álamos. Olimpia rompió el silencio.

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—Sí —dijo la artista con melancólica amargura—, Samuel es vuestro amigo; no os ha abandonado de quince meses a esta fecha, y os ha cuidado, devuelto la salud, casado y rodeado de atenciones. Yo, en cambio, me he separado de vos inopinadamente, sin deciros adiós, sacrificándoos a la música, a una ópera, a la representación de un personaje, ¿qué sé yo? Sin embargo, Samuel os traiciona, ¿oís bien?, y yo os amo.

—¡Que vos me amáis! —profirió Julio, entre admirado e incrédulo.—Sí, y os amo como mujer alguna os ha amado.—Ahí una noticia para mí completamente nueva.—O muy antigua. ¡Pero es tan olvidadizo el ser humano! Sin embargo, no os lo echo en cara.

¡Hace tantos años que os amo!—¡Tantos años! —profirió el conde de Eberbach— ¡pero si no nos habíamos visto nunca hace

diez y ocho meses!—¿Vos lo creéis así? —dijo Olimpia—. ¡Triste estrella la de la humanidad! En nuestro pasado hay

hechos que hemos ignorado siempre y otros que hemos dado al olvido. Permitidme que os recuerde lo que habéis olvidado y os diga lo que no habéis sabido. Pronto sabréis dónde, cuándo y en qué circunstancias os vi, conocí y amé; mas para no retroceder tanto ¿os acordáis del año primero que estuvisteis en Viena? Derrochabais vuestra vida en pasatiempos, disipaciones, prodigalidades y locuras de toda especie. Teníais sed inextinguible de emociones, de pasión y de escándalo. Parecía que asumíais todos los instintos del libertinaje que, comprimidos durante algún tiempo por una juventud seria y casta, reventaban inopinadamente y enviaban a los cuatro puntos cardinales de la ciudad pedazos de vuestro corazón. En el tempestuoso torbellino que os llevaba violentamente de uno a otro exceso, no pudisteis notar en la obscuridad, al lado de vuestra aparatosa existencia, una pobre mujer, humilde y triste, que os estaba mirando y espiando día y noche con el alma acongojada de dolor. Aquel triste testigo de vuestros escándalos era yo.

—¿Vos? —interrumpió Julio— ¡pero de esto hace diez y seis o diez y siete años!—En aquel tiempo —continuó Olimpia, sin responder directamente a la exclamación del conde—,

vos amabais a una bailarina italiana del Teatro Imperial, llamada Rosmonda. Y os cito los nombres para que veáis cuánto sé y de cuánto me acuerdo. Rosmonda se negó a prestaros oídos; pero no erais vos quien cediese ni retrocediese ante escrúpulo alguno, ajeno o propio. Una noche, la Rosmonda estaba en la escena; vos en vuestro palco de proscenio. En el momento en que iba a terminar el baile, os pusisteis en pie, y en voz alta, y a la faz de los espectadores, prohibisteis que nadie arrojara flores o coronas a la Rosmonda. El joven conde de Heimburgo, que estaba en su palco, junto del vuestro, no juzgó hacer caso del mandamiento y arrojó un gran ramo a la bailarina. Al día siguiente vos heríais gravemente en duelo al conde. Durante la representación que vino en pos, no hubo quien arrojara flor alguna a la bailarina; pero el público, que comprendió que debajo de semejante persecución se escondía el amor, y que obedeciéndoos demasiado a ciegas podría no complaceros, silbó a quién más a la bailarina; la cual, de regreso en su cuarto, os mandó recado de que os estaba aguardando. Al siguiente día, en el teatro, disteis la señal de arrojar flores, y de ellas cayó una lluvia en el escenario. Yo había asistido a todas las

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peripecias de este lance; pero como tales amoríos podían no ser sino un capricho, no perdí la esperanza. Sin embargo, al par que vuestras escandalosas relaciones con la Rosmonda, galanteabais asiduamente a la duquesa de Rosenthal, de virtud noble y altiva según la fama. Mas como no era para vuestro carácter aguardar a que su resistencia cediese, y, por otra parte, a ésta le asistía un pretexto irrefutable después de lo ocurrido en el teatro, una noche escalasteis un balcón, rompisteis los cristales y penetrasteis a viva fuerza en el dormitorio de la duquesa, como un ladrón; para no salir de él sino al amanecer y como conquistador. Este amor, empero, podía no ser más que hijo de la vanidad, y seguí esperando. En aquel tiempo había, en la puerta de Carintia, una tienda en la cual se expendían, a la usanza alemana, bollos y café; tienda regentada por una mujer hermosísima, de no más de veinte años de edad, viuda, y madre de una rubia niña de quince o diez y seis meses. Dicha mujer se llamaba Berta, y contrariamente a la reina de la leyenda, apellidábanla Berta de los diminutos pies. No había quien no hiciese comentarios de su hermosura, pero nadie hablaba de su coquetería. A la vez que muy tratable, era dignísima: al par que risueña, grave. Desde el día que la visteis, hicisteis el propósito de poseerla; pero Berta, que no era actriz ni duquesa, respondió a vuestros galanteos mostrándoos su hija y diciéndoos: «Éste es mi amor». Vos, joven, poderoso y rico, no ejercíais en ella influjo alguno. Vuestro deseo, excitado por el obstáculo, adquirió pronto los caracteres de una pasión real, tanto, que no os apartabais de la puerta de Carintia. ¡Ay! Por más que una mujer pertenezca al pueblo y sustente el propósito firme de ser honrada, por casta que sea, acaba por conmoverse ante un amor constante. Berta, a la larga, empezó a miraros con ojos menos indiferentes; a bien que vos erais no sólo noble y rico, sino hermoso, y ella olvidó al señor para únicamente ver al joven. Pero el rumor de vuestros amores había llegado hasta ella, y no queriendo ser la tercera en vuestro corazón, su orgullo la sostenía aún sin menoscabo. Cuando vos le decíais que la amabais, Berta os preguntaba si la tomabais por la duquesa de Rosenthal o por la bailarina Rosmonda. Entonces ¿qué hicisteis vos? un día de fiesta citasteis para la tienda de la puerta de Carintia a la duquesa y a la bailarina; y como una y otra se veían obligadas a satisfacer vuestros caprichos, acudieron a la cita, y allá, ante la multitud de desocupados curiosos, presentasteis a Berta a la señora de Rosenthal y a Rosmonda, diciéndoles que aquélla era la única mujer a quien amabais y que no queríais amar a otras. Desde aquel día Berta os perteneció... Para que vos, noble y antojadizo, pero esencialmente bueno, hubieseis llegado al extremo de inferir una afrenta pública a dos mujeres a quienes no podíais tildar sino el que fuesen amantes vuestras, era menester que Berta ocupase muy seria y completamente vuestra imaginación. Ello no obstante, todavía y por un momento ensayé forjarme ilusiones. Pero desde aquel día no se oyó más hablar de vos; no aparecisteis más en los teatros ni en las tertulias, ni vuestro nombre resonó más en escándalo alguno. Ya no cabía dudar, amabais a Berta. Así es que después de un mes de espera y completamente descorazonada, salí de Viena. Decidme, ¿os parece si estoy al corriente de vuestro pasado? ¿Confesáis que os conozco desde hace mucho tiempo?

—Os creo, señora —respondió el conde de Eberbach convencido—;—pero lo que acabáis de decirme no es una prueba. Me recordáis extravagancias de las que fue testigo Viena en peso y que en rigor vos podéis haber recogido de boca de los desocupados o de las columnas de los periódicos.

—Decís bien, pero quiero ahora recordaros un dato que no pude tomarlo de periódico alguno y que nadie en Viena pudo saberlo. En aquel tiempo vos teníais un criado de confianza llamado Federico;

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el cual os entregó, cada una de las noches en que por vez primera os fuisteis a casa de la Rosmonda, de la señora de Rosenthal y de Berta, un billete lacrado, de contenido exactamente igual cada uno de los tres.

—Es verdad —profirió Julio desarmado.—¿Queréis que os recuerde lo que aquellos billetes decían?—Sí.—No decían sino: Julio, echáis al olvido a Cristina.—¿Conque erais vos la que me escribíais?—Yo, sí; había sobornado a Federico.—Pero si erais vos, señora, y me amabais como decís —repuso el conde de Eberbach—, ¿por

qué os esforzabais en resucitar en mí este recuerdo, menos muerto quizá de lo que vos os imaginabais? Señora, ¿qué interés os guiaba, para deshaceros de rivales de una hora, al despertar a una, la más peligrosa y duradera de todas?

—Salí de Viena —continuó Olimpia sin responder a Julio—, y me volví a Venecia. Prefería renunciar por completo a vos a participar de vos en compañía de otras; y es que yo os amaba no por capricho o por vanidad, sino con amor santo y profundo, celoso y puro, y os quería todo entero, al igual que yo me hubiera dado entera. Pero vos pertenecíais a tantas mujeres, que ya no pertenecíais a nadie, o si a alguien pertenecíais, era a Berta. Partí, pues, y procuré olvidaros; mas como entre nosotros no había sino el espacio, y éste no basta, intenté suplir el espacio con lo infinito, el arte. Hasta entonces no había yo buscado en la música sino una existencia honrosa e independiente: cantaba para ganarme el sustento de los vestidos, sin pagarlos al precio a que suelen hacerlos pagar a las jóvenes desvalidas. El sustento y, a lo más, los aplausos eran lo que constituían para mí el teatro; pero desde entonces busqué en éste otra cosa, y en él puse vida, corazón y alma. La pasión que vos desechabais, la apliqué a la música, a los grandes compositores y a las obras maestras. Durante los primeros meses no hallé, sin embargo, compensación suficiente; mas poco a poco fue apoderándose de mí el ideal y me transportó a un mundo superior al que vivimos. No olvidé, pero mi pasión se convirtió en el sentimiento suave y melancólico que el recuerdo de un ser querido nos inspira. Parecíame que vos estabais muerto; por un singular efecto de la inmortalidad del arte, antojábaseme que vos, que vivíais en medio del bullicio, de las fiestas y de los placeres, habíais muerto, y yo, que no existía sino para el arte y en el arte, que estaba separada de todos y de todo, que no experimentaba otra emoción ni sentía más interés que por personajes ilusorios y sufrimientos imaginarios, parecíame que era yo la que vivía. Nunca más volví a poner los pies en Viena; lo único que hice fue enviar a ella a mi pobre Gamba, aunque con orden de no dejarse ver, para saber qué era de vos. La primera vez me hizo saber que vuestros amores con Berta habían muerto y vos dádoos nuevamente a la disipación. Luego, cada año regresó de Viena contándome nuevos escándalos y lances ruidosos de los que vos erais el héroe, lances y escándalos que me hacían refugiar más y más en el amor de Cimarosa y de Paisiello. Entretanto los años iban transcurriendo, y la vida fogosa y enardecida que llevabais os iba gastando poco a poco. Por fin, cuando el año pasado os enviaron a París, pude esperar que ibais a romper con tanta pasión y tantos placeres. Resuelta esta vez a

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veros, a acercarme a vos y a experimentar el efecto que os producía el parecido que me constaba existía entre yo y la esposa que perdisteis, me vine a esta capital, a la que llegué antes que vos.

—¡Qué! ¿También sabíais esto, señora? —preguntó el conde.—Al principio creí haber logrado mi objeto —continuó Olimpia—; a lo menos vos me disteis a

suponer que yo había reanimado en vos el recuerdo de la difunta. Os restituí a vuestro amor primero para rejuvenecer vuestro corazón, para purificarlo y para, antes de ocuparlo yo, desembarazarlo de todas las frivolidades y ruines galanteos que durante tan largo espacio de tiempo usurparan el lugar de los afectos sinceros y profundos. Vos os ibais convirtiendo, si bien lentamente, en el que yo había deseado, en el que tal vez fuisteis antes de llevar la vida de disipación, corruptora, que llevasteis en Viena; pero en el instante en que iba yo a ver realizado mi anhelo, la vida de Viena vino a apoderarse de vos inopinadamente en la persona de esa princesa de quien fuisteis su amante. ¡Oh! Cuando la noche de la Mutta, en la Ópera, os vi entrar en vuestro palco con aquella mujer altanera, depravada e insolente, conocí que la disipación y los placeres no sueltan nunca más a aquel a quien han echado una vez la garra. Mi última ilusión quedó desvanecida, e hice en París lo que en Viena en idénticas circunstancias: huí; huí, sí, caballero, abatida de dolor, y tomé el mismo día el camino de Venecia. Ahora bien, ¿creéis que os amo y podéis fiar en mí?

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CAPITULO XVIILa reparación

—¡Gracias! —dijo el conde de Eberbach, asiendo las manos a Olimpia—. Sí, os creo, necesito creeros. Tantos afectos y tantas simpatías me han salido fallidos, que os juro me mueve profundamente el encontrar una franca y duradera. Olimpia, os agradezco de corazón la voluntad que me lleváis desde hace tanto tiempo y de la cual hoy es la primera vez que me dais pruebas. A esto se debe el que haya pasado por mi lado un alma devota, sin yo advertirlo. No os he conocido, y de conoceros, es probable que no hubierais hallado en mí buena correspondencia. No os arrepintáis, pues, de no haber venido a mí hace diez y ocho meses, porque de haberlo hecho no os hubiera amado, como no he amado a ninguna de las mujeres que tan sin fundamento os han despertado los celos.

Ahora era Olimpia quien miraba con asombro al conde.—¡Ah! —continuó éste— si hubieseis visto lo que pasaba en mí cuando me entregaba a aquellos

escándalos que provocaban la risa o la indignación de Viena, estad segura de que no hubierais envidiado a la señora de Rosenthal, ni a la Rosmonda, ni aun a la Berta de los pies diminutos. Lo que yo hacía era levantar mucho ruido en torno mío para apagar una voz que sollozaba en mi alma. ¡Ay! no era yo capaz de experimentar un afecto digno de vos; mi corazón había muerto con la única mujer a quien he amado en toda mi vida: Cristina.

—¿Es cierto lo que decís? —preguntó Olimpia, que no pudo reprimir un impulso de gozo.—Para mí Cristina nunca ha dejado de existir. ¡Pobre ángel querido! Vos sin duda sabéis cuan

horrorosamente pereció. ¡Ay! impresiones son estas que quedan perennemente fijas en la mente de un hombre. Si vivo, es porque me ha retenido y llevado el instinto de la bestia; he procurado olvidar, cerrando los ojos y oídos; pero ante mí veo siempre la abierta boca del abismo, y oigo resonar incesantemente el siniestro grito que subió de las entrañas de la tierra. Cristina no tuvo sepultura material, pero yo se la erigí en mi corazón, y a donde quiera voy la llevo conmigo. En casos semejantes el hombre hace que ríe y canta, que bebe y ama, y tanto más frenéticamente se entrega al desenfreno y a los placeres cuanto más agudo es el dolor que experimenta. ¡Ay, señora! cuando vos me escribíais los billetes en que me recomendabais que no me olvidase de Cristina, creíais arrancarme del escándalo y de la orgía y me hundíais más en ellos. Precisamente porque me acordaba excesivamente de Cristina, hacía yo todo lo imaginable para acabar con mi vida, para siempre más insoportable. Ella se precipitó en un abismo, yo me arrojé a ciegas en brazos del vicio; así cada uno de nosotros hemos caído en un abismo. Era el único modo de reunirme cuanto antes a ella.

—¿De veras es cual decís? —profirió Olimpia conmovida—. ¡Ah! ¡como yo lo hubiese sabido!

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—¿Qué podíais haber hecho? —replicó el conde de Eberbach.—Algo que probablemente hubiera modificado vuestra existencia y la mía.—¿Qué? —preguntó Julio con incredulidad.—Lo pasado ya no tiene remedio —dijo Olimpia—; pero ahora veo que en vez de pediros perdón

para uno, como creía, me es menester solicitarlo para dos.En esto el sol, llegado al más bajo horizonte, desapareció de improviso, no dejando en la penumbra,

más y más sombría, sino dos o tres nubes iluminadas de rosados reflejos.Julio, que advirtió la caída del día, se levantó y dijo:—No os perdono, Olimpia, os doy las gracias. Pero decís bien, lo pasado no tiene remedio:

vuestro amor no habrá sido para mí sino la despedida de ese reflejo del sol a nuestro hemisferio. Ahora todo pertenece a las tinieblas, el cielo a la noche, mi corazón al odio.

—Existe una persona —profirió con gravedad Olimpia—, a quien efectivamente os cabe el derecho de odiar.

—Sí, Lotario.—No, Samuel Gelb.—¿Tenéis pruebas? —preguntó Julio sin rodeos.—¡Oh! —repuso la artista, cuyos ojos se llenaron prontamente de lágrimas— tales, que aun

tratándose de salvaros vida y alma he vacilado por un instante entre si os las daría o no os las daría.—Hablad.—Vos me habéis dicho que fiabais en mí, pero necesito que me lo repitáis, ya que no me quedará

sino morirme de vergüenza y de dolor si lo que voy a referiros no os convence. Decidme, ¿creéis en mi sinceridad?

—Como en la traición de Lotario.—Lo que voy a revelaros —profirió Olimpia haciendo un sobrehumano esfuerzo sobre sí

misma—, se remonta todavía más allá de vuestra estancia en Viena, al tiempo en que os conocí y nació mi amor por vos. Acababais de casaros y vivías en el castillo de Eberbach.

—¿Pero cómo pudisteis conocerme y amarme en Eberbach, si en este castillo no vivía conmigo más mujer que Cristina?

—Por favor os pido que no me interrumpáis —repuso Olimpia—, pues no tengo bastante con toda mi presencia de espíritu y toda mi fuerza de voluntad para contaros lo que vais a oír. Vos creéis en la amistad de Samuel Gelb, y yo voy a haceros patente lo que él siente por vos; vos dudáis de que sea él quien ha perdido a Federica, y yo os demostraré que es él quien perdió a Cristina.

—¡Perdido a Cristina! —exclamó el conde de Eberbach.—Sí —profirió Olimpia—, Cristina se precipitó en el abismo, pero hubo quien la empujó a él.

Aquel suicidio fue un asesinato, y el asesino es Samuel Gelb.

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—¿Quién os ha dicho esto? —preguntó Julio palideciendo de improviso.—Continuad escuchándome, y por fin lo sabréis todo. La artista contó entonces al conde, o

más bien le recordó cuanto pasara entre Cristina y Samuel, desde la casa del pastor de Landeck hasta el castillo de Eberbach; el primero e involuntario ímpetu de repulsión que había producido en la cándida hija del pastor la brutal ironía de Samuel; la imprudencia que cometiera Julio al revelar a su antiguo amigo la impresión de Cristina; el resentimiento que de esto se había originado en el carácter vano e imperioso de Gelb; las amenazas de éste a Cristina y sus declaraciones infames, de las que la desventurada no osara hablar a su marido, temerosa de provocar un duelo entre el compañero de su existencia y aquel malvado de quien conocía la incontrastable pericia en la esgrima; y por fin la noche de la partida de Julio para América, donde se estaba muriendo su tío, la súbita enfermedad de Wilhelm, la intervención de Samuel, y el monstruoso precio a que éste vendiera a la madre la vida del niño.

Julio escuchaba a Olimpia jadeante, con los ojos preñados de rayos, la fiebre en las sienes y, los dientes apretados.

—¡Ay! —profirió Olimpia, escondiendo el rostro entre las manos— ¡odioso y tremendo minuto aquel en que la desventurada madre se vio obligada a escoger entre su marido y su hijo! ¿Qué podía una mujer caída en el lazo que armara aquel demonio? El pobre Wilhelm estaba agonizando en su cuna, e imploraba la vida, y no podía llegar médico alguno antes de dos horas, las suficientes para morirse treinta veces... Y allá, entre la cuna del hijo y la cama de la madre, un hombre decía: «A cambio de diez minutos de vuestra vida, os doy entera la de vuestro hijo.» ¡Ah! ¡Tales contingencias son superiores a las fuerzas del pobre corazón humano! ¡El marido debería no separarse nunca de su mujer cuando ésta tiene hijos!

La artista se calló, cual si se viese imposibilitada de continuar. Julio no se atrevía a instarla para que lo hiciese.

—Sí, Samuel hizo aquella atroz proposición —repuso Olimpia anudando su relato; y luego y como queriendo acabar de una vez, añadió atropelladamente—: y Cristina la sufrió...

—¡La sufrió! —exclamó Julio con acento de rabia.—El niño vivió... —dijo Olimpia—. Pero no os estremezcáis tan pronto, todavía no hemos

llegado al fin; no estamos sino al principio. Escuchad. Dios no ratificó el horroroso pacto consentido por la maternidad en provecho del crimen. No quiso que lo porvenir de aquel endeble e inocente niño descansase en tal ignominia y en tal oprobio; que Wilhelm viviese a costa de tal infamia... Wilhelm voló al cielo, con lo que resultó que Cristina había sacrificado a su marido y no conservado a su hijo. Perdióse la mujer, sin que la madre sacase provecho alguno. ¿Verdad que es horrible? Pues todavía esto es nada en comparación de lo que sobrevino después. Cristina experimentó algo más horroroso que enterrar a su hijo: sintió otro en sus entrañas.

—¡Oh Dios! —exclamó Julio.—¿Comprendéis cuánto hay de terrible en estas palabras? otro hijo. ¿Hijo de quién? Aquella

espantosa noche era la del día mismo en que dejasteis a Cristina para emprender el viaje. ¿De quién era, pues, el hijo que ésta sentía en sus entrañas? ¿Vuestro o de Samuel?

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Julio no profirió palabra, pero su gesto habló por él.—¿No era aquella una situación verdaderamente dolorosa? Cristina no podía suicidarse, porque

no hubiera matado a sí sola. Así pues, aguardó, sombría, aislada, llena de amargura, maldiciendo cielo y tierra, pensando en ocasiones que el hijo que se movía en su seno era vuestro y queriendo vivir para amarle, e imaginando, al mismo tiempo, que era del otro y deseando acabar consigo para matarle. Tan repetidos embates no eran para ser sobrellevados por sus fuerzas. Joven y no acostumbrada a las emociones violentas, por la noche la despertaba sobresaltada un pensamiento que le erizaba los cabellos: tal pensamiento era si os lo revelaría todo, u os lo ocultaría; si seguiría viviendo dejando entre vos y ella ese terrible secreto; si posaría en vuestros labios sus labios que otro había mancillado; si podría llamarse vuestra al salir de los brazos de otro. Esto y más pasaba con la furia de una tempestad por la imaginación de aquella pobre mujer, cuya razón se arremolinaba cual hoja seca arrastrada por el viento invernal... Cristina enloquecía... Wilhelm murió de noche, a la hora misma en que su madre sufriera de Samuel el tan horrible como inútil deshonor. Cristina cayó de rodillas pasmada, helada de espanto; produciéndole la sacudida una conmoción tan extraordinaria, que le hizo sobrevenir los primeros síntomas del parto. En el mismo instante acudió vuestro padre, y, para consolarla, le entregó una carta en la que vos anunciabais vuestro regreso de América y vuestra llegada para el día siguiente. Eran demasiadas emociones a la vez para soportarlas. Wilhelm acaba de morirse, vos llegabais, y como si esto fuese poco, se declaraba el parto. ¿Qué criatura de carne y hueso lo hubiera resistido? Cristina sintió que la razón la abandonaba completamente... La desdichada nada dijo a vuestro padre; el cual, por otra parte, atribuía la sobrexcitación de aquélla a la muerte de Wilhelm. Pero una vez el barón de Hermelinfeld se hubo acostado, Cristina se encaminó corriendo y casi desnuda a la choza de Gretchen; de Gretchen, cuya razón padecía a la par con la de vuestra esposa. ¡Ay! lo que aquellas dos mujeres se dijeron hubiera movido a compasión a un monstruo. La pastora juró guardar para siempre jamás el secreto de lo que iba a pasar, y poco después Cristina, nuevamente madre, tuvo un desmayo. Cuando volvió en sí, Gretchen y el recién venido al mundo habían desaparecido, el uno para volver a la tierra apenas nacido, la otra para darle sepultura. Cristina no quiso aguardar el regreso de la pastora, sino que impulsada por su única idea de no volver a encontrarse nunca jamás en presencia de su marido, se levantó, escribió cuatro palabras de despedida, echó a correr con todas sus fuerzas hacía la Boca del Infierno, y después de haber suplicado a Dios que la perdonase, se precipitó de cabeza en ella.

—¿Pero cómo sabéis todo eso? —preguntó Julio.—Si cuanto acabo de decir es verdadero —profirió Olimpia sin responder a la pregunta— ¿no es

un monstruo Samuel Gelb?—¡Oh! —exclamó el conde de Eberbach— no existen palabras con que calificarlo.—¿Y ahora creeríais vos, al veros víctima de una traición, que el traidor es el leal y abnegado

Lotario, o bien el infame que de tal suerte perdió y asesinó a Cristina?—¡Una prueba! ¡Un testigo! —exclamó Julio con ira— y no será Lotario a quien yo mate, sino a

Samuel.—¡Un testigo! —profirió Olimpia—. ¿Qué testigo queréis?

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—Sólo una persona cuya palabra la estimase yo como una prueba, porque acusándole a él se acusaría a sí misma; pero hasta lo presente he creído que ésta estaba muerta.

—Tal vez —dijo Olimpia.—¿Tal vez? —repitió Julio con voz alterada por un temblor indecible.—Miradme —dijo Olimpia levantándose.Los dos estaban en pie. La postrera luz del día iluminaba el rostro de la artista, semi envuelta

en sombras, no haciendo resaltar de él sino el conjunto y el óvalo. La noche esfumaba, borraba las modificaciones que el tiempo debía de haber hecho en aquella noble y hermosa cabeza.

Olimpia miraba a Julio, no ya con los ojos imperiosos de la altiva artista, sino con la inefable dulcedumbre de la mujer que ama.

La mirada, el gesto, el semblante iluminaron como un relámpago el corazón de Julio, que exclamó:—¡Cristina!Dos horas después de la escena que acabamos de describir, el conde de Eberbach, Lotario y el

embajador de Prusia se encontraban reunidos en el mismo gabinete donde por la mañana el primero había arrojado su guante al rostro de su sobrino.

—Señor embajador —dijo Julio al representante de Prusia—, os agradezco que hayáis tenido a bien trasladaros por un instante a esta pieza en nuestra compañía; pero pronto vamos a dejaros libre. Aquí es donde y delante de vos esta mañana he inferido el agravio, y aquí y también delante de vos donde esta noche debo repararlo. Confieso y declaro en alta voz que he obrado malamente y que he sido juguete de un grosero engaño y de una traición infame.

Y volviéndose hacia su sobrino, hincó una rodilla en tierra y añadió:—Lotario, os pido perdón.—Mi bueno, mi querido padre —profirió el joven abalanzándose a su tío y deteniéndole, mientras

se le saltaban las lágrimas—, abrazadme y no se hable más del asunto.Tío y sobrino se abrazaron con efusión.—Por mi vida —dijo el embajador—, que me llena de gozo el que este asunto haya terminado de

esta manera. Siento por Lotario un afecto y una estimación tan sinceros, que no me era posible suponer sino que cuanto ha pasado era hijo de un error que acabaría por hacerse patente. No podéis imaginaros cuan íntima satisfacción experimento al ver que no me había equivocado.

—Si apreciáis un poco a Lotario —repuso el conde de Eberbach estrechando la mano al embajador—, quiero solicitar algo de vos para él y para mí.

—Decid —profirió el embajador—, estoy a vuestras órdenes.—Por causas gravísimas —repuso Julio—, es necesario que mi sobrino desaparezca por espacio de

algún tiempo. Debía volverse al Havre, esta tarde o mañana, para presidir el embarco de los emigrantes alemanes y para dar las últimas instrucciones al delegado que les acompaña y va a instalarles. Pues bien, Lotario solicita reemplazar a ese delegado y acompañar personalmente a los emigrantes.

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—Si éste es su deseo formal y es del todo necesario... —dijo el embajador.—Lo es —respondió Julio—; de este modo él desaparecerá por un el tiempo que es menester; al

entrar en la embajada se ha escondido y nadie le ha visto, y al salir se esconderá también. Conviene que nadie haya sabido de él desde esta mañana. Dentro de tres meses estará de regreso, habiendo prestado un servicio a su patria y permitídome a mí dar cumplimiento a lo que debo.

—Conforme —dijo el embajador.—Partirá bajo un nombre supuesto a fin de que en el Havre nadie pueda denunciarle.—Le expediré un pasaporte con el nombre que él me indique.—Gracias, conde —dijo Julio—. Ahora, Lotario, parte inmediatamente; un segundo de retardo

puede echarlo todo a perder. Saluda a Su Excelencia y abrázame.Luego, Julio dijo al oído de Lotario:—Abrázame también en nombre de Federica, tu mujer.

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CAPITULO XVIIIPreparativos de la venganza de Julio

Cristina era dichosa, y, sin embargo, dos nuevos dolores, que constituían para ella dos nubes sombrías en cielo purísimo, habían sustituido a los que hasta entonces la martirizaran. Julio, bueno y magnánimo en el primer arrebato de gozo que experimentara al hallar otra vez a su esposa, en la esencia ¿cómo juzgaba de lo pasado? Solícito en aceptar las explicaciones de Lotario y dado a éste una reparación pública, ¿cuáles eran sus designios por lo venidero?

Al día siguiente de la partida de Lotario, Julio, después de haberse quitado de delante a Samuel, so pretexto de que tenía necesidad de reposo, mandó enganchar y se fue a casa de aquella que para todos continuaba llamándose Olimpia, pero que para él no era ya sino Cristina; la cual le estaba aguardando y le acogió con sonrisa suave y melancólica.

—Parece que estás triste, Cristina mía —le dijo Julio, que advirtió inmediatamente la nueva señal de amor de su esposa, es decir, la preocupación en que ésta estaba sumergida.

Cristina movió la cabeza. —No quiero que estés triste —repuso Julio—. Vamos a ver, ¿por qué lo estás?—¡Ay de mí! —respondió Cristina—, por muchas razones.—¿Cuáles?—Ellas son fáciles de adivinar, Julio; pero yo no me siento con fuerzas para decíroslas.—¿Todavía obedecen a lo pasado?—En primer lugar, sí.—Cristina —dijo Julio asiendo las manos a su mujer—, en el mundo sólo hay un ser a quien le

quepa el derecho de juzgaros: yo. Pues bien, yo, vuestro marido, os absuelvo, y os amo, y os digo que sois la criatura más pura y noble que he conocido en todos los días de mi vida, y declaro que vuestra falta es de aquellas por las cuales las santas harían don de sus virtudes.

—¡Cuan bueno sois! —profirió Cristina, conmovida y llena de gratitud—; pero no es únicamente eso lo que tenéis que perdonarme.

—¿Os referís al secreto que habéis guardado por espacio de diez y siete años y a la soledad en que durante este tiempo me habéis dejado? Escuchad, Olimpia, aun en esto hemos salido beneficiados. El engaño que os ha alejado de mí so pretexto de mentidas pasiones de las que hiciste mal en estar celosa, y que no eran sino la desesperación de mi amor por vos; este engaño, repito, por cruel que haya sido para ambos, tal vez debamos mirarlo como un favor de la Providencia.

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—¡Oh! probadme lo que me decís —profirió Cristina—; porque todo mi arrepentimiento estriba en pensar que vos me echabais de menos, y que en vez de volar a vos, os he abandonado a los placeres vanos, a los tedios ruidosos, a todas las llamas que tantos estragos causan al corazón. ¡Ay! ¿cómo no oí que me llamabais y por qué no acudí presurosa a vuestro llamamiento?

—De haber obrado vos así, y reveládome entonces lo que ayer, reflexionad qué habría sucedido: me habría batido con Samuel, en cuyas manos es más que probable hubiese acabado yo mis días. En este caso, yo a lo menos habría gozado de reposo: pero vos ¿qué vida hubierais llevado, añadiendo mi muerte a vuestros dolores? Os habríais acusado, echádoos en cara el haber hablado y tenídoos por la verdadera causa del derramamiento de mi sangre. Y ahora suponed que yo, en lugar de perecer, hubiese matado a Samuel. ¿Qué existencia habría sido entonces la nuestra, al ver incesantemente interpuesto entre vos y yo aquella noche fatal? Hoy os absuelvo y os bendigo, porque la proximidad de la muerte apaga en mí la pasión y da serenidad y rectitud a mi alma. En lo presente juzgo con tranquilidad, tanta, que al igual que no echaría en cara a una pobre víctima el pistoletazo que un asesino le disparara a quemarropa, no me pasa por la mente reprocharos la desgracia que vos padecisteis; pero diez y ocho años atrás, en el vigor de la juventud y devorado por los celos del amor, no hubiera raciocinado con la calma que hoy, ni mirado si vos erais o no culpada, sino que la sangre se me habría subido a la cabeza y os hubiera acusado de una desdicha de la que vos habríais indudablemente padecido más que yo. Sobre haber entonces acarreado vos mi desventura, yo habría sido artífice de la vuestra. Además, ¿cuál no hubiera sido vuestra turbación, en presencia mía, aun cuando yo hubiese tenido la fuerza de voluntad de disimular mi pesadumbre? ¿Cómo habríais soportado mi mirada, siempre fija en la mancha caída en nuestra honra, por más que esta mancha fuese involuntaria? ¿Cuál habría sido nuestro amor en semejante falsa posición, yo ocultando un resentimiento amargo, y vos inocente y mancillada? Consolaos, Cristina, y regocijaos de no haber creado a vos y a mí semejante infierno, y de que no hayamos vuelto a reunimos sino cuando el tiempo, los padecimientos y la disipación han matado en mí la vanidad y los celos, y a vos el dolor, la abnegación y la transfiguración del arte os han purificado y santificado. Podemos, por lo tanto, vernos sin que yo sea injusto y sin que vos tengáis que sonrojaros. Ya veis que no hay para qué os arrepintáis de haber prolongado nuestra separación, y que muy al contrario de darme por ofendido de ella, me hallo en el caso de daros las gracias.

—¡Oh! no, yo soy quien debo tributároslas —exclamó Olimpia estrechando las manos a Julio—. ¡Cuán hondamente conmueven las fibras de mi gratitud vuestras bondadosas palabras!, podíais haber convertido para mí mi pasado en un remordimiento y casi lo trocáis en un mérito. ¡Gracias! ¡gracias!

Sin embargo, Julio halló, al día siguiente, a Olimpia todavía triste; y es que ahora que lo pasado, libre ya de toda mancha, no la mortificaba, lo porvenir se le presentaba tenebroso y preñado de dudas.

—¡Ay! Julio mío —respondió Olimpia a las preguntas del conde—, no puedo menos de entregarme a la meditación. Habéis sido bueno y amante como Dios; pero por desgracia no podemos deshacer lo pasado absolviéndolo: éste nos sujeta y no hay fuerza que le haga soltarnos. De haberos yo dicho, diez y ocho años atrás, lo ocurrido, os hubierais batido con Samuel Gelb y llevado nosotros una existencia desdichada; pero de habéroslo manifestado hace un año, no habríais casado con Federica y los dos podríamos ser venturosos.

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Por toda contestación, Julio dejó caer la cabeza sobre el pecho.—Ahí lo que mi silencio ha causado, la separación de esos pobres muchachos que se aman...—No van a estar mucho tiempo separados —murmuró el conde.—Y el que vos seáis marido de dos mujeres —añadió Cristina, que no había oído a Julio.—Ante Dios no tengo ni he tenido sino una —profirió éste.—Bien, sí, pero ¿y ante la ley? —repuso Cristina—. Y para vernos nos vemos obligados a

ocultarnos. Como supiesen que vos venís aquí, a mi casa, me apellidarían amante vuestra, y Federica creería que le usurpo su lugar, siendo así que es ella quien usurpa el mío. Ved a qué situación hemos llegado; siendo lo peor, que no tiene salida.

—Os equivocáis, Cristina, la hay —dijo Julio.—¿Cuál? —preguntó la cantarina estremeciéndose.—Una, y próxima, a la que los dos debemos considerar con entereza y aun con gozo. A escondidas

de Samuel, he consultado con algunos médicos, los cuales me han confirmado las predicciones de éste respecto de mi salud. Así pues, sosegaos; como no tardaré en morirme, el apuro en que estamos metidos va a desaparecer dentro de poco.

—¡Este es vuestro modo de tranquilizarme! —exclamó Cristina estremeciéndose de pies a cabeza y fijando en Julio, con los ojos arrasados en lágrimas, una mirada de reproche y de dolor.

—¡Oh! —repuso el conde de Eberbach— ahora puedo morirme, porque moriré dichoso, llorado y querido; porque no exhalaré el último aliento sin haber perdonado, y (añadió en voz más queda) sin haber castigado.

—¡Ah! ahí lo que yo me temía —dijo Cristina—; vos queréis castigar a Samuel Gelb, ¿no es verdad?

—Sí —respondió Julio—; todavía tengo que llenar este cometido en la tierra, y estoy seguro de que Dios no va a llamarme ante sí antes de haber yo cumplido con este último deber.

—¡Julio! —exclamó Cristina— no os las hayáis con ese canalla; alejaos de él, evitadle, y dejad a la Providencia el cuidado de castigarle. El infame no evadirá la pena, tened fe en la justicia divina; cual a la víbora su propio veneno, le matará su crimen.

—No insistáis, Cristina —dijo Julio con gravedad y sosiego—; mi resolución es inquebrantable. Debo morir, y quiero que mi muerte reporte algún provecho.

—Por favor no profiráis semejantes palabras. ¡No, no quiero que os muráis! —dijo Cristina deshecha en llanto.

—No te aflijas, mi pobre y querida esposa hallada —profirió Julio conmovido—, pero es verdad que los médicos no me han ocultado que para mí no había remedio.

—Sí, hay uno —repuso Cristina—, yo. Los médicos ignoraban que yo existiese y que iba a aparecer de nuevo.

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—Demasiado tarde —repuso Julio—. Estoy extenuado, y conozco que a lo más me queda el tiempo y la fuerza necesarios para salvaros a todos. Muerto yo, todo volverá a encauzarse, y Federica y Lotario se casarán.

—Pero ya no estaréis vos para protegerlos contra Samuel.—Yo te respondo de que Samuel nada podrá contra ellos y de que desaparecerá lo singular de tu

posición, dejando de ser la esposa del marido de otra. Ya ves que es la única solución que nos queda a todos nosotros.

—Hay otras —dijo Cristina.—Indícame una.—Podemos salir de París los dos, desaparecer, ir, a ocultarnos en un rincón de América y dejar a

Federica y a Lotario que se quieran.—¡Sí, y librados al odio de Samuel! —profirió el conde de Eberbach—. ¿Qué sería de ellos, tan

jóvenes y tan puros, en manos de ese demonio? Además, vivo yo, no podrían casarse; de consiguiente, ¿qué ganarían con ello?

—Existe el divorcio —argüyó Cristina—; la ley y la religión de nuestra patria lo permiten.—¿El divorcio? —profirió Julio—, sí, más de una vez he pensado en él; cuando mi orgullo estaba

celoso de Lotario; pero nuestra ley y nuestra religión, al autorizarlo, le han rodeado de condiciones y de obstáculos. ¿Qué razón alegaría yo? ¿Confesar la verdad? Sería deshonrarte a ti; ¿repudiar a Federica? Sería deshonrar a ésta. Además, ¿qué diría la gente al ver a Lotario casar con la mujer divorciada de su tío? ¿No supondría que si yo me he separado de ella era por una causa y que esta causa era precisamente la misma que la habría impulsado a unirse a Lotario? ¿No dirían que antes de ser esposa de éste era su amante? Ya ves que el divorcio es imposible, y que, so pretexto de hacer libres y dichosos a esos muchachos, lo que haríamos sería labrar su desventura.

—No quiero que te mueras —dijo por toda contestación Cristina.—Sobre esto es inútil discutir —repuso cariñosamente Julio—. ¡Oh alma mía! acostúmbrate a la

idea de que estoy condenado y que poder alguno humano es capaz de prolongar mi vida. No se trata de un suicidio; no me mato, me muero. Así pues, no me exijas lo que no puedo darte. Aun cuando yo no me resignase; por más que me sublevase contra la necesidad que me apremia; aunque me dejase llevar de la ruindad y la vileza, no añadiría una hora a las que me quedan de vida. No depende de mí el retardar mi fin, ni puedo aceptar o rechazar la muerte; pero sí hacer que sea provechosa. Desde el momento, pues, que es inevitable y necesario que yo muera, tú misma no puedes oponerte a que expire a lo menos del modo más beneficioso. No trueques los términos del asunto: que he de morirme es indudable. ¿Cómo? ahí está el quid.

Julio hablaba con tal autoridad y certidumbre tanta, que Cristina conoció que era inútil toda objeción y no replicó más sino con lágrimas.

—Mi resolución es definitiva —prosiguió el conde—. No temas, os salvaré a todos, y moriré tranquilo, dejándoos contentos de mí. Ya verás. ¡Oh mi querida ternura resucitada! he arrastrado

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durante tantos años una vida tan inútil y vacía, que te ruego no me regatees el inmenso gozo de terminarla con provecho. Ya que no he hecho sino desventurados, empezando por mí, deja que en los contados minutos que de existencia me quedan labre la dicha de algunos. ¡Si tú supieses cuan huecos han resonado mi corazón y mi vida de diez y ocho años a esta fecha! Permíteme, pues, que hinche de ventura a dos corazones, en quienes sobreviviré y en los que viviré más de lo que he vivido en mí mismo. ¿A esto llamas tú muerte? ¡Ay! cuando me encontraba en Viena; cuando me aniquilaba en distracciones estériles; cuando aturdía a mi alma con el desorden de mis sentidos, y desparramaba a los pies de los transeúntes mis amores de una noche y mis escándalos vulgares, entonces sí que estaba yo realmente muerto y enterrado en el cieno de los placeres; en lugar que ahora mi alma vivirá en el amor, en la pureza y en la gratitud de esos dos hermosos muchachos a quienes habré salvado y casado. ¡Ah! ¡Cristina! por el amor que hacia mí has conservado, te ruego no me envidies esta resurrección de nuestro pasado en su porvenir.

—Enhorabuena —profirió Cristina—, pero muramos los dos.—No —repuso Julio—; tú no estás condenada por los médicos; por lo tanto debes quedarte en

la tierra, en primer lugar por Dios, que todavía no te llama, y luego por mí, a fin de que yo viva en un corazón más.

Cristina, perdida su última esperanza, guardó silencio.—Oye —continuó el conde—, te habla un muerto, y debes obedecerme como obedecerías a mi

testamento.—¿Qué debo hacer? —preguntó Cristina.—Has dicho hace poco —prosiguió Julio en voz baja y casi solemne— que la causa de encontrarse

ahora separados Lotario y Federica era tu sobrado largo silencio. Pues bien, en lo presente te corresponde a ti trabajar para reunirlos, y en vez de oponerte a lo que voy a emprender con este fin, debes secundar mis proyectos y coadyuvar a mi plan, sea éste cuál fuere. Reparemos el mal que hemos causado, y por más que luego suframos, habremos cumplido con nuestro deber.

—Estoy pronta —dijo Cristina con resignación.—Ahí lo que debes hacer: te vas a ir a conducir de nuevo a París y en secreto a Federica, a quien

tranquilizarás, pues debe de estar en zozobra. Una vez en París, vivirá contigo, y la protegerás y harás para ella las veces de madre; nadie ¿oyes? absolutamente nadie debe saber que tú estás aquí y que ella vive a tu lado, mientras tanto, yo proseguiré mi obra.

—¿Qué obra?—No me interrogues.—¡Oh! —exclamó Cristina— ¿tan horrible es lo que os proponéis, que no os atrevéis a decírmelo

a mí que os he hecho sabedor de sucesos tan espantosos?—La piedra de toque de mi triunfo es el misterio —dijo Julio—. Si las paredes sospechasen lo

que quiero hacer, todo se vendría al suelo. Es menester que Samuel se sumerja en la más profunda tranquilidad; que no recele de nada; que, igual que en el pasado, me crea su juguete. De lo que me

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propongo llevar a cabo, no me hablo ni a mí mismo, y aun me esfuerzo en no pensar en ello, temeroso de que no se me trasluzca en el semblante. Llegado el momento, saldrá súbito de mi corazón, como león de su cubil, y ¡ay del que se sentirá asido de la garganta!

El conde de Eberbach se detuvo como temeroso de haberse excedido.—Basta que sepas —continuó Julio— que mi labor es doble, es decir, que al mismo tiempo que a

mi familia, serviré a mi patria. ¿Y tú que me amas quisieras arrebatarme el supremo consuelo de tocar tales resultados con mis ya heladas manos? Ea, sé grande, sé inteligente, sé superior a las mezquinas consideraciones que prefieren la vida al alma; dame tu consentimiento; dime que me permites morir y prométeme que no querrás deshacerte de la existencia.

—Os prometo no matarme —respondió Cristina—, pero no os prometo no morir.

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CAPITULO XIXDonde se ve que a Gamba no le asustan los espectros

Hemos dejado a Gretchen muda de religioso terror ante la aparición de Cristina en la Boca del Infierno.

La superstición de la pastora, el crepúsculo, que de formas tan fantásticas reviste a los objetos y por tal modo sumerge al alma en la indecisión, la presencia del abismo mismo donde se precipitara Cristina, todo contribuía a trastornar singularmente el ánimo de aquélla.

Gretchen había evocado a Cristina, y tenía ante sí el espectro de ésta, y al par que llena de terror se sentía henchida de gozo. Así es que al través del terror indecible que le causaba tan inesperada entrevista con el misterio de la muerte, sentía gran alborozo al ver de nuevo, tras una separación tan violenta y pronta, a la apacible y tierna criatura a quien se diera, a su querida señora, a su hermana mayor.

—Levántate, Gretchen mía —repitió Cristina—, y vayámonos a tu choza, dónde te lo revelaré todo.

La cabrera se levantó sin pronunciar palabra. ¡Y cómo podía haber hablado si la emoción hasta le impedía respirar! Por otra parte, ¿qué aprovechan las palabras cuando uno se las ha con espectros, si éstos leen lo que pasa en el alma de los vivos?

Gretchen, seguida de Cristina, tomó el camino de su choza, a la cual llegaron sin haber encontrado, durante el trayecto, a persona alguna, ni un leñador de Landeck, ni una vaquera que condujese sus bestias al corral, ni un criado del castillo que viniese de desempeñar alguna comisión en la villa.

Indudablemente el espectro usaba de su poder sobrenatural para desviar las miradas de los hombres. Sin embargo, Gretchen se vio obligada a modificar su opinión sobre el particular, tan pronto llegaron a la puerta de su choza.

En efecto, al umbral de ésta, y sentado en el suelo y con las piernas cruzadas, se veía el bulto de un hombre.

Gretchen, al notar al individuo, esperó que éste lo menos que haría, al percibir a la que iba en pos de ella, sería huir despavorido; pero muy al revés de que tal cosa sucediese, el bulto, al ver a Gretchen y al espectro de Cristina, se levantó y con toda la tranquilidad de mundo salió a su encuentro.

En el hombre que se había acercado, la cabrera reconoció a Gamba.—Buenas noches, Gretchen —dijo el gitano con el gozo pintado en el semblante y tendiendo la

mano—; buenas noches, mi buena y querida prima.Gretchen, escandalizada de esta familiaridad terrenal ante aquella que acababa de salir de la

tumba, retiró la suya, y con ademán solemne señaló a Cristina.

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Gamba miró con la mayor naturalidad hacia el lado que le indicaba la pastora, y luego, volviéndose hacia ésta, la preguntó:

—¿Y qué?—¡Ah! no la ve —dijo entre sí Gretchen—; ya comprendo, sólo se ha hecho visible para mí.Y abriendo la puerta de su choza e inclinándose sin despegar los labios, la pastora aguardó a que

el espectro entrase.Cristina así lo hizo, y tras ella y sin cumplidos lo efectuó Gamba; luego entró Gretchen.La cual, como si instintivamente juzgase que la escena que iba a desenvolverse no necesitaba de luz

artificial y que la miserable claridad humana causaría agravio a los ojos de la difunta, acostumbrada al resplandor divino, no encendió lámpara ni vela. Lo único que hizo la gitana fue dejar abierta de par en par la puerta, para dar paso a los últimos vislumbres del día y a los primeros de la noche.

Gamba se había ya sentado en un taburete. Cristina invitó con un gesto a Gretchen a que también lo hiciese, y una vez ésta hubo obedecido, ella permaneció en pie.

Por espacio de algunos segundos, en la choza reinó el más profundo silencio, silencio que interrumpió Cristina para decir a Gamba:

—Habla.Gretchen quedó atónita. Nada de particular tenía el que la difunta conociese a Gamba, pues

la muerte es lo infinito; pero lo que colmó de admiración su vacilante espíritu fue que Gamba no se hubiese turbado al sonido de aquella voz desconocida que de repente subía hasta él desde la profundidad del sepulcro; que al parecer no le produjese otro efecto que el de la voz de un amigo; que no se hubiese estremecido hasta la médula. A bien que la pastora atribuyó inmediatamente la impasibilidad de Gamba a la omnipotente voluntad de la difunta.

La gitana se puso a escuchar con avidez, en el oído atento en Gamba y los despavoridos ojos clavados en Cristina.

—¡Por fin puedo hablar! —exclamó el gitano—. ¡Qué dicha! ¡Hace ya tanto tiempo que me mata el tener que tragarme las palabras! Pero ¿va de veras? ¿No vas a cerrarme la boca en cuanto empiece? —preguntó mirando a Cristina.

—¡Y la tutea! —dijo para sí Gretchen.—Nada temas —respondió Cristina—; ha llegado el día de decirlo todo.Gamba habló pues, y lo hizo en estos términos.

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CAPITULO XXRelato de Gamba

—¡Oh mi querida Gretchen! Os he referido ya parte de mi historia. Soy vuestro primo, lo que constituye mi dicha; soy gitano, en lo que estriba mi orgullo. Pero si creéis que esto es lo único que de mi existencia os interesa, os engañáis de medio a medio. En mi pasado tengo un montón de cosas que os atañen muy de cerca, y por lo que os diré veréis por patentísimo modo que vos y yo estábamos destinados uno a otro y que me debéis más afecto que a un primo. ¡Vaya una ganga ser primo! ¡Eso se me da a mí de serlo vuestro! Ello me place, es verdad, pero podría pasarme perfectamente sin serlo. Otra cualidad poseo yo que reemplazará con ventaja la que envuelve este parentesco. Escuchad. Es menester que sepáis que siempre he sustentado dos manías principales: la de hacer saltos imposibles y la de cantar canciones prohibidas; lo que viene a ser lo mismo, porque los saltos no conducen sino a que uno se desnuque y las canciones a que nos echen el guante.

»Ahora bien, en 1813, esto es, hace diez y siete años, me encontraba yo en Maguncia; sin saber por qué, el afán de recorrer el mundo me había hecho abandonar a mi querida Italia. Sin embargo, de no haberme movido de esta nación, no me habría sucedido lo que me ha sucedido, y como a lo que me ha sucedido debo el conoceros, de no haberme sucedido lo que me ha sucedido no os conocería. ¿Me explico? Por consiguiente hice bien en salirme de Italia, en cantar una canción contra Napoleón y en hacerme meter en la ciudadela. Como decía, me dio por cantar una copla contra el emperador de Francia; y atended que digo una; la canción tenía veinticinco; pero apenas empecé el estribillo de la primera, cuando ¡zas! siento que dos manos de acero me agarran por el cuello de la camisa y me arrastran hacia la ciudadela, que abrió sus fauces y me engulló. Por lo demás, la ciudadela aquella lo era de veras. A mí me gustan las cosas que son lo que quieren ser. Aquello quería ser una ciudadela y lo era en toda la extensión de la palabra. No necesito decir que las ventanas estaban provistas de rejas y que al pie de las ventanas había un foso de doce pies de profundidad; pero esto no es sino una particularidad insignificante. Al otro lado del foso empezaban las fortificaciones, compuestas de tres filas de montículos encespedados, cada uno más grande que una montaña y con su correspondiente centinela en el pico, y detrás del último cerro otro foso, no menos profundo de veinticinco pies; o lo que es lo mismo, dos fosos y tres alturas, lo que significaba que para huír era menester la friolera de cinco evasiones. El número y la altura de los pisos no fueron parte a acobardarme, por más que la escapatoria era imposible a menos de tener alas el que quisiese llevarla a cabo; pero yo tenía. Siempre he mirado la pesadez específica del hombre como una preocupación y como un cuento de nodriza. Una vez me hube demostrado radicalmente que un hombre no podía pensar en evadirse sin correr riesgo de romperse el espinazo, no sustenté sino una idea, la de escaparme; y es que yo, como ya os lo he dicho, Gretchen, tengo la pretensión de no ser hombre. Calificadme de vanidoso si así os acomoda; pero me anima el amor propio de creerme cabra. Siento verme obligado a confesar que mi evasión empezó del modo más

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vulgar y común: me pasé ocho días en limar uno de los barrotes de mi ventana. Ya veis que hasta ahí no había para estar orgulloso de mi obra, pues un hombre habría hecho lo mismo; pero esperaos: una vez limado el barrote, aguardé la llegada de la tarde, y cuando estuvo entre dos luces, porque me era indispensable verme un poco, me dije: Ea, vamos a ver, ya que me creo un ser inteligente, una criatura que raciocina, si sabré hacer lo que un gato cualquiera, una bestezuela sin alma y sin estudios, según se atreven a pretender los hombres. Y para darme aliento, añadí: un gato, para arrojarse de un cuarto piso a la calle, no se mira lo más mínimo, y eso que tiene cuatro patas, en tanto que yo no tengo sino dos, lo que disminuye a la mitad el riesgo de quebrarme una. En dirigiéndome a mí mismo esta exhortación elocuente y severa, me encaramé con presteza al borde de la ventana, arranqué diligente el barrote, y sin dar al primer centinela el tiempo de verme, tomé aliento y me precipité en el primer foso. Al silbo que produjo la rapidez de mi vuelo al través del espacio, el centinela se volvió sobresaltado; pero ya yo había salvado la primera escarpa; así que, más para avisar a sus compañeros que en la vana esperanza de darme alcance, disparó hacia mi lado un tiro que pudiera muy bien habérselo ahorrado. Excuso deciros que en el momento que salté la escarpa, el centinela de la segunda plataforma pasaba precisamente por debajo del sitio en que salté, de modo que me bastó modificar insensiblemente la dirección de mi impulso para caer súbitamente sobre sus hombros y dejarle pegado en el suelo, con la culata del fusil incrustada en el estómago y besando de tal modo su bayoneta, que los periódicos pretendieron que había dejado tres dientes engastados en ella. Al caer el centinela, se le disparó el fusil, y la bala por poco mata al de la tercera plataforma, que en aquel momento me estaba encarando su arma y que gracias a la sacudida involuntaria que le hizo experimentar el proyectil que pasó silbando a sus oídos, erró el tiro. En esto me encontraba yo en el borde del segundo foso, única dificultad, si bien la mayor, que me faltaba vencer para verme libre. Y digo que era la mayor, porque además de tener que dar un salto de veinte pies, el último centinela, puesto, sobre aviso por los disparos de los demás, estaba allá, al otro lado del foso, con la bayoneta en ristre, pronto a espetarme; lo que para mí constituía una perspectiva que maldita la gracia que me hacía. He tragado sables más de una vez, pero bayonetas ninguna, sobre todo cuando al final de la bayoneta hay un fusil. ¡Bah! por más que digan, la educación nunca es completa. Uno cree estar al tanto de su arte, y cada día descubre que ignora los elementos más esenciales. Hay quien se pasa diez años entregado al estudio y al trabajo, y durante ellos se desloma, y a lo mejor advierte que no es capaz de tragarse una ruin bayoneta. Pero entonces no reflexioné así, pues no había para qué retroceder. Como me hubiesen cogido, me habrían sepultado en una mazmorra, en una de las que hay debajo de los fosos, en un pozo donde me hubieran encadenado para toda la vida. ¿Sabéis lo que me dije en aquellos instantes supremos? pues me dije: morir falto de aire y de libertad, en una cárcel, yo, salto hecho hombre; yo, gamo; yo que, cuando no me fuera dable saltar y bailar, me vendería para termómetro, tanto es el azogue que corre por mis venas; morir en cárcel perpetua, o perecer luego de un bayonetazo, prefiero esto último, pues padeceré menos. Encomendéme, pues, a Dios y a mis músculos, y haciendo un prodigioso esfuerzo para salvar el foso, no evadí la bayoneta, sino que me arrojé a ella. El centinela me dejó venir riendo a la idea de que iba a ensartarme como una sortija en los caballitos de palo; pero cuando la tuve a mi alcance, tendí rápidamente la mano y pude cogerla y apartarla de mí, mas no esquivando por completo el golpe. El soldado tenía buenos puños, y sentí el acero desgarrar mi piel, aunque de refilón, lo que quiere decir que todo paró en un rasguño. Olvidábaseme decir que

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el golpe que di fue tan recio, que la bayoneta quedó torcida. Entonces y más rápido que el rayo eché una zancadilla espléndido al centinela, que cayó rodando por la blanda hierba, y al levantarse para dispararme un triste tiro que despavorió a un pobre gorrión que se había instalado en una rama para pasar la noche, me encontraba yo a más de cien pasos de distancia. Ya empieza a aburrirme lo que me pasa, me dije, no puedo mover los pies que no me festejen con salvas. ¡Basta, militares! estáis gastando inútilmente la pólvora de vuestro emperador. Entiéndase que tal iba yo diciendo mientras me daba prestamente con los carcaños en las posaderas y oía a mis espaldas gritos, llamamientos a los centinelas, redobles de tambor y todo el ruido que puede meter una ciudadela humillada. Pero ¡bah! ya estaba yo muy lejos. Ahí cómo un hombre animoso y elástico es siempre dueño de su libertad.

Al llegar aquí Gamba se detuvo como para saborear por un instante el efecto que su arrojo y su agilidad debían haber producido en Gretchen; pero ésta no apartó de Cristina los ojos. Para ella, todo el interés estaba en la repentina reaparición de aquella a quien tanto había querido y llorado.

El espectro permanecía silencioso y dejaba a Gamba en el uso de la palabra. Era, pues, indudable que éste, obedeciendo a la voluntad de la singular visión, iba a explicar el misterio que tan sobrecogida tenía a la pastora; la cual aguardaba que el narrador pronunciara el nombre de Cristina para prestar oído atento.

Por su parte, Cristina dejaba que Gamba se desfogase en aquel flujo de palabras y se entregase por entero a su fogosidad natural; justa compensación al largo silencio que ella le impusiera. Una hora de charla era lo menos que podía conceder a cambio de diez y siete años de mudez.

—Me encontraba ya fuera de la ciudadela —prosiguió Gamba—, pero no de Alemania, y por consiguiente podía verme cogido de nuevo a lo mejor. Mi agilidad y mi presencia de ánimo me salvaron en el instante decisivo. Corrí de un aliento hasta la aldehuela de Zahlbach, adonde quince días antes, en la mañana misma del día en que me hice aprisionar tan neciamente en Maguncia, había dejado yo mi cochecito y mi vieja y tuerta yegua, mis ordinarios arbitrios de transporte; que era costumbre mía dejarlos en las aldeas más próximas a las ciudades adonde yo iba, a fin de pagar menos. Era ya de noche cuando, medianamente cansado, llegué a la puerta de mi hostería. Los ladrones no dejan de tener gracia; y digo esto, porque mi posadero lo era, pues sabedor de mi prisión y juzgando allá en las profundidades de su raciocinio que yo no necesitaba de caballo y coche para pudrirme en los calabozos, había vendido mi calesín y mi yegua. Cuando entré en el patio, el maldito iba precisamente a entregarlos al comprador, de modo que el calesín estaba ya enganchado. La avidez de aquel sujeto me vino de perlas. Puse una cara lo más hosca que me fue posible, y como al través de mis saltos mortales y de otras contrariedades había salvado cinco o seis doblones que en mi traje llevaba cosidos, satisfice mi deuda y partí al trote corto; pero no bien hube doblado la esquina, lancé mi yegua a escape. ¡Ah! en las contadas palabras que crucé con el posadero, cuidé, para desviar toda sospecha, de decirle que me habían devuelto la libertad con tal que me saliera de Maguncia inmediatamente. Además, le compré algún condumio para mí y para mi yegua, ya que, a mi ver, esto no podía inspirarle ninguna duda, máxime cuando no hay posadero a quien se la inspire el dinero que le dan. Durante toda la noche conduje mi yegua a escape, y cuando clareó me detuve en una frondosa hondonada, en la que por precaución pasé todo el día. Gracias al heno y al pan que me había llevado de Zahlbach, pudimos, mi

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yegua y yo, dispensarnos de ir a mostrar nuestra cara por las aldeas donde habríamos estado expuestos a un mal encuentro. Por la noche reanudé la marcha, para detenerme, durante el nuevo día, desviándome de carreteras y poblados, no transitando sino por senderos, bosques y terrenos fragosos, y aun cuanto posible de noche. Al tercer día y pareciéndome que me encontraba ya bastante lejos de Maguncia, fui un poco más osado, y me quedé en una torrentera dormitando hasta muy entrada la mañana. En un tris estuvo como no pagué cara esta imprudencia. Al revolver de un seto, me encontré de manos a boca con un burgomaestre curioso que me pidió mis papeles; al cual burgomaestre le respondí espetándole un discurso en italiano lleno de locuacidad y en el que el representante de la ley pareció no ver sino pura chispa. El burgomaestre, que no comprendía el italiano, se caló los anteojos, y como estimé que no me convenía aguardar a que el mencionado individuo hubiese aprendido mi lengua, arrimé con todas mis fuerzas un latigazo a mi yegua, que partió disparada y hubiera aplastado a mi detenedor a no haber éste huido inmediatamente el cuerpo. Cuando el burgomaestre se repuso de la emoción que le causara el peligro que había corrido su preciosa vida, ya yo estaba lejos; no tanto, sin embargo, que no llegase a mis oídos la amenaza que aquél me hacía de soltar a mis alcances los gendarmes de a caballo. El peligro era inminente; fustigué, pues, con el látigo y con la voz a mi pobre yegua y me interné resueltamente en un terreno cubierto de rocas y senderos intransitables, por los que es indudable que no ha pasado nunca otro coche que el mío y a los cuales era probable que no fuesen a buscarme los gendarmes. Al través de los mencionados parajes vine a salir a una comarca para mí desconocida en aquellos tiempos y que no es otra que ésta...

Gretchen empezó a interesarse en el relato.—Todo el día y toda la noche —continuó Gamba— caminé al través de escabrosidades y

derrumbaderos, dirigiendo continuamente hacia atrás miradas despavoridas y pareciéndome a cada instante ver surgir la monstruosa cabeza de un gendarme. La noche tocaba a su fin, y ya algunas ráfagas de blanquecina luz iluminaban a trechos el espacio, en el que las estrellas iban amortiguando su brillo, cuando prontamente me estremecí y detuve a mi yegua: acababa de ver ante mí una forma humana que venía corriendo hacia donde yo me encontraba, Naturalmente, de buenas a primeras la tal forma humana se me antojó que era un gendarme, y me refugié tras una roca; pero no oyendo el pisar de caballo alguno, saqué poquito a poco la cabeza y vi que la forma humana, que se había acercado, no era sino una mujer, una mujer en desorden, con los cabellos sueltos y gesto de desesperación: un como espectro blanco.

—¡Acabad pronto! —interrumpió Gretchen, con el corazón oprimido.—¡Ah! —exclamó Gamba— ya os he dicho que mi relato acabaría por interesaros. Ahora sí vais

a escucharme. Como decía, aquella mujer se iba acercando corriendo desolada y sin verme, cuando al llegar a pocos pasos de mí, se detuvo, levantó con gesto lúgubre las manos hacia el cielo, se arrodilló al borde del camino, murmuró algunas palabras que no oí, dio una gran voz, tomó carrera y desapareció. Yo, al ver la acción de la desconocida, salté rápidamente de mi calesín y eché a correr en pos de ella. El camino, en el sitio donde la mujer acababa de desaparecer, estaba cortado por un precipicio a pico, en el que yo no había reparado desde luego. Entonces me incliné sobre el anchuroso boquerón de la inmensa hondonada, y a mi vez proferí también un grito. La desdichada no había rodado hasta el fondo.

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—Aprisa, aprisa —repetió Gretchen febrilmente.—Un árbol joven y robusto que brotaba en el declive mismo del abismo, por milagro había

detenido la caída de la desventurada. Cogida de los pies en alguna raíz, con la espalda apoyada en el tronco del árbol y un brazo metido entre las ramas, el flexible y pobre cuerpo de aquélla pendía doblado y desvanecido sobre la muerte. ¿Cómo salvarla? Saltar en el árbol a horcajadas, nada significaba para mí; pero, ¿y subir del abismo con aquel peso? Por fortuna traía yo en mi calesín una cuerda con nudos que me servía para el juego de cucaña. Fui, pues, por ella volando, y al mismo tiempo tomé una como faja que también me servía para mis ejercicios de fuerza. Ahí lo que hice con dichos objetos: escogí una robusta raíz que había en el borde del abismo, até a ella un cabo de la cuerda con nudos, y asiendo del otro cabo con la diestra, me lancé bravamente al espacio.

—¿Y qué pasó? —preguntó Gretchen con voz jadeante—. No necesito decir que caí con ligereza y garbo sobre el árbol. Sin vanidad quedé satisfecho de mí y me hice la justicia de confesarme a mí mismo que mi educación no había sido tan incompleta como eso; lo cual me consoló un poco de no haber aprendido a tragar bayonetas y fusiles. Una vez en el árbol, lo primero que hice fue asir a la mujer, pues por momentos iba creciendo mi temor de que resbalase; luego me la eché sobre mi brazo y hombro izquierdos y la sujeté fuertemente con mi faja. La desventurada no opuso resistencia alguna; más parecía un fardo que no una mujer. Hasta entonces nada se había adelantado; lo dificultoso era subir. Yo continuaba con la mano derecha agarrada a la cuerda. ¡Ah! en verdad os digo que no era empresa tan fácil de subir de nuevo con una mujer cargada en hombros y no pudiendo valerme sino de una sola mano. Todo consistía en no soltar la cuerda ni a la mujer. Encomendé mi alma a todos los santos de la corte celestial, apreté con los pies el último nudo de la cuerda, agarré con la diestra el nudo, más alto a que pude llegar, y, soltando el árbol, me fui abandonando poco a poco al vacío. Por fortuna aquella pobre mujer estaba desmayada, de lo contrario hubiera visto a sus pies un precipicio horrendo. ¡Voto a mil acróbatas! Yo, que tengo la piel del corazón más que medianamente impermeable, confieso vergonzosamente que por espacio de un segundo me sentí horripilado. La raíz a la que atara yo la cuerda, al inesperado doble peso se doblegó y cedió a la primera sacudida; pero se repuso de su ruin flaqueza y se mantuvo firme. Entonces fue la cuerda la que me inspiró temores: al primer esfuerzo que hice para encaramarme un nudo, ésta se estiró y crujió, cual si la sujetaran a un esfuerzo superior al que podía soportar. ¡Pobre mujer! me dije en aquel instante, convencido de que la cuerda iba a romperse.

—¡Oh buen Gamba! —exclamó Gretchen con lágrimas en los ojos.—Pero ¡bah! —continuó el gitano— la cuerda era robusta como la raíz, y mis músculos no les

cedían. Me encaramé, pues, como una ardilla, sin atropellarme, con viveza y suavidad, y un minuto después, si es que el tiempo puede medirse en tales circunstancias, senté el pie en firme, desaté la cuerda y deposité mi hallazgo en mi calesín. Ahí cómo saqué del abismo a la señora Cristina.

Gretchen se levantó con la mirada fija y el gesto extraviado, se fue hacia su antigua amiga, le tocó la mano para cerciorarse de que ésta no era un espectro, y cuando hubo sentido el contacto de la carne y asegurádose de la realidad, se arrodilló llorando y besó la orilla del vestido de la resucitada. Luego, sin levantarse y con voz entrecortada por la emoción, invitó a Gamba a que continuase su relato.

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—Estoy al principio del fin —dijo el gitano—. Cristina estaba salvada, pero no yo; al contrario, mi buena acción me ponía en inminente riesgo de que me encarcelasen por el resto de mis días: porque, ¿qué iba yo a hacer con aquella a quien acababa de sacar del abismo? Llevármela desmayada, agitarla, era peligroso, máxime cuando podía necesitar de un médico. Por otra parte, conducirla a poblado para que cuidaran de ella, era meterme en las fauces del lobo, quiero decir, precipitarme en las garras de la policía, que no se hubiera mostrado muy agradecida a mi agilidad. Me hallé, pues, más apurado en tierra firme que no lo había estado en el elemento de los pájaros. Sin embargo, yo, que contemplara a aquella pobre criatura y la viera tan joven y tan hermosa, obedeciendo a mi eterna norma de que más vale una mujer bonita que un hombre feo, me dije: antes vayan a la cárcel todos los Gambas del mundo que a la sepultura una joven como ésta. Y me lancé en busca de una aldea, fuere la que fuese. Como los de mi oficio saben todos de qué se las han en achaque de fracturas y de brazos dislocados, durante el camino examiné a la joven para averiguar si tenía roto algún miembro; pero con verdadero gozo advertí que no había sufrido el más mínimo descalabro en su cuerpo ni recibido lesión grave alguna. El pasmo era lo que la turbaba los sentidos. Su traje, al engancharse en los árboles, había amortiguado la sacudida.

»A fuerza de buscar aldeas se las halla; así pues, no tardé en vislumbrar una que, si no me engaño, debía ser Landeck. Iba a entrar en ella, con el gesto lastimero de quien penetra en una mazmorra, cuando prontamente sentí que el corazón de la joven empezaba a latir de nuevo. Confieso que al hacer tal observación experimenté un rapto de alegría; porque como ella se repusiese sin el auxilio de los médicos, para nada necesitaba yo ir a entregarme voluntariamente a la gendarmería imperial. Di, pues, con las riendas en la grupa de mi yegua y me interné a escape en la montaña. Una hora después la joven había recobrado por completo la razón; pero digo mal, veía, mas únicamente con los ojos, pues hablaba por modo incoherente. De la boca le salía un chorro de palabras de las que apuesto no hubierais comprendido una sola.

»— ¡Hijo mío! —murmuraba—. Julio... ¡Perdón! Ese Samuel... Estoy en el infierno...»Luego, mirándome, me decía:»—Os conozco; sois el demonio.»Pues bien, tanto si me creéis como no, os afirmo que en aquellos momentos tales palabras no

me daban que reír, pues veía claro que, si no descalabrado miembro alguno, la sacudida le había perturbado la razón. Estaba loca.

—¡Loca! —exclamó Gretchen.—Sí —dijo Gamba—, loca como un pobre animal inocente; y loca permaneció por espacio de

mucho tiempo. Durante los primeros días, tal estado no me causó incomodidad alguna. La infeliz carecía de voluntad, dejaba que yo hiciese, no me molestaba para nada, ni me preguntaba por qué con preferencia a los caminos reales tomada yo por los senderos. Para ella todo era uno: viajar de noche, detenerse, andar, comer, no comer. Si le decía que se callase, enmudecía; si le ordenaba que comiese, lo hacía. Obedecía maquinalmente; con indiferencia, resignada. Un niño no hubiera sido tan dócil. De esta suerte y al través de mil peligros y otras tantas zozobras pude regresar a Italia; y si bien en ella

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imperaba también Napoleón, habían perdido mi pista. ¿Ni cómo hallar en aquel inmenso imperio una miserable gota de agua como yo? Un año antes se me había muerto mi hermana Olimpia, poco más o menos de la edad de Cristina. Así es que al preguntarme la gente quién era la mujer que me acompañaba, respondí que mi hermana, y como nunca más volvieron a interrogarme respecto del particular, desde entonces fui su hermano. Ni por un instante me aparté ya de Cristina. Para alimentarla, digo mal, es jactancia mía el hablar así; para alimentarme y divertirme, lucía mis dotes acrobáticas en las plazas públicas y también cantaba algunas canciones. Cristina, sin que yo la hubiese instado una sola vez, en ocasiones entonaba asimismo cantos singulares que aprendía no sé dónde y atraían gran concurso de gente en torno nuestro. La pobre parecía no ver a la multitud ni oír los aplausos; cantaba solamente para sí; pero los transeúntes se aprovechaban de semejantes circunstancias, y también nuestra bolsa. Nunca me había visto yo tan rico; lo cual demuestra que salvándola no obré sino como un egoísta y que por mi acción no me debe gratitud alguna. Mientras tanto, Cristina iba recobrando paulatinamente la razón; empezaba a creer que no estaba tanto como eso metida en el infierno, y a ver que si yo era el diablo, a lo menos era un diablo bueno.

»A puro llamarme hermano, me puso una amistad fraternal.»Yo me sentía dichoso; la vida que llevábamos era la verdadera, al aire libre, en las calles, ella

cantando y yo bailando en la maroma.»Cristina, empero, a quien a medida de la razón se le refrescaban también las preocupaciones

hijas de la educación que se da a las muchachas, no hallaba muy del caso que una joven cantase en las encrucijadas y en las tabernas; y de ahí que las miradas y las palabras de la multitud la coartasen. Ello no obstante no acertaba a romper con una existencia de la que se avergonzaba.

»A Cristina se le había desenvuelto un gusto desconocido hasta entonces para ella: la pasión por la música. Poner su alma en la voz, como yo la pongo en las piernas, hacer participar de su emoción a la multitud, era para ella un gozo del que no podía privarse; y es que nosotros los artistas, odiamos al público, hablamos mal de él, le insultamos; pero como vos de vuestras cabras, Gretchen, le necesitamos. Nuestros espectadores son nuestras bestias. Cristina estaba en una situación indecisa, atraída, de un lado, por sus preocupaciones de la infancia, y del otro por sus instintos de artista, cuando, por el más feliz de los acasos, pasó un director de teatro, se detuvo, quedó maravillado de la voz de aquélla y le propuso contratarla. Desde entonces no había que vacilar; no se trataba ya de la calle y del populacho, sino de triunfos y adoraciones, de la gloria y del numen. De esta suerte fue como Cristina llegó a ser una gran cantatriz, que tanto vale como una dama encumbrada.

»Y se acabó, Gretchen —dijo Gamba—; sabéis ya cuanto tenía que manifestaros.—¡Señora! ¡Sois vos! ¡Viviente! —murmuró la pastora con voz entrecortada, fijando en Cristina

los ojos, henchidos de lágrimas y de gozo, y no acertando a pronunciar otras palabras.—Sí, soy yo, pobre Gretchen mía —profirió Cristina—; abrázame.—¡Viviente! —repitió la cabrera levantándose y echando los brazos al cuello de la artista—. Sin

embargo, Dios es testigo de que para mí nunca habéis estado muerta.—Lo sé —dijo Cristina.

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Por espacio de algunos segundos aquellas dos mujeres estuvieron silenciosa y fuertemente abrazadas.

—¿Y yo? —exclamó el gitano, olvidado en un rincón.—Algo merece el pobre Gamba —dijo Cristina.—Una demostración de la señorita Gretchen por haberle conservado a aquella a quien tanto

quiere.—Tenéis razón —profirió la cabrera, separándose de Cristina y abrazando al gitano, que se puso a

llorar de alegría; luego hizo una señal de inteligencia y de intimidad a éste, a quien dijo:—Ya volveremos a hablar de nosotros.Y por último, volviéndose a Cristina, añadió:—Pero ocupémonos ante todo en vos, mi querida ama. ¿A qué se debe vuestra presencia aquí?

¿Sabe el señor conde de Eberbach que estáis viva?—Sí, lo sabe, y él es quien me ha dicho que me viniera.—¿Para qué?—Para llevarme conmigo a su mujer.—¡Su mujer! —murmuró Gretchen, cuyo gozo se aguó repentinamente a tal recuerdo—. ¡Oh

Dios mío! ¡Si vos supieseis! ¡Es espantoso!—¿Qué quieres decir? —preguntó Cristina—. Puedes hablar delante de Gamba sin temor alguno.

¡Ay! en realidad es dolorosa nuestra situación. Tú quieres decir que Federica es la esposa de mi marido.—¡Si no fuese más que eso! —exclamó la cabrera toda trastornada.—¿Qué más hay? di.—Federica...—¿Qué?—¡Es vuestra hija!—¡Mi hija! ¿Pero no murió?—No; la entregué a Samuel; la salvé para la perdición de nuestras almas.—¡Hija mía! ¡quiero ver a mi hija! —exclamó Cristina.

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CAPITULO XXIMadre e hija

La primera voz de Cristina había sido: «¡Quiero ver a mi hija!». Su primer arranque volar al castillo.

Gretchen había seguido a Cristina; Gamba a Gretchen.Cristina era presa de una conmoción indecible. ¡Aquella niña a quien ella creyera muerta, a la cual

no había conocido, que puede decirse dejara de existir antes de nacer, vivía!¡Conque mientras ella se creía sola en el mundo, y cantaba en los teatros, e iba de ciudad en ciudad

arrastrando su aislamiento al través de la muchedumbre, y daba su alma a todos, no teniendo nadie a quien dar su vida, tenía una hija, podía haber sido madre, siendo así que se había hecho cantatriz no pudiendo ya ser mujer! Pero ¡en qué terrible situación encontraba a su hija! ¡Casada con el hombre que la llevara a ella a los altares!

Sin embargo, Cristina seguía corriendo en dirección al castillo.De pronto, empero, la detuvo una reflexión. ¿Qué iba a decir a Federica? De declarar a ésta que

era su madre, como la joven no podía tardar en saber que Olimpia era Cristina, condesa de Eberbach, era hacerla sabedora de que casara con el marido de otra y, más horrible aún, que había tomado por marido a quien podía ser su padre.

Además, era indudable que Federica interrogaría con avidez a su hallada madre; y en este caso, ¿sería menester revelarle todo lo pasado, explicarle los crímenes y las desdichas que la arrojaran en tan crueles peripecias, despavorir a aquella alma pura y virginal con el relato de las monstruosas infamias de Samuel Gelb, relato espantoso que tendría por conclusión esta frase horrenda: ese demonio es quizá vuestro padre?

¿Por qué trastornar la casta ignorancia de su hija con la duda tremenda que la venciera a ella y la precipitara en la Boca del Infierno?

En aquella lúgubre confusión de desventuras y de crímenes que había turbado y separado la vida de tantos seres nacidos para amarse, la Providencia, prosiguiendo incesantemente su obra, como río de cristal bajo rocas deformes, había preservado milagrosamente la inocencia de Federica.

Educada ésta por Samuel, casada con Julio y amada de Lotario, no tenía una mancha, una salpicadura, una sombra en su límpida y seductiva frente. ¿Debía, pues, Cristina ser la que le revelase el mal, que ella no conocía sino de nombre? Lo menos que la joven merecía era que, mimada por el amante, por el marido y por el monstruo, lo fuese también por su madre.

—Estáis reflexionando y sufriendo, señora —dijo Gretchen a Cristina.

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—No, ya he tomado mi determinación —dijo ésta respondiendo, a la par que a la pregunta, a su propio pensamiento—. Es menester que Federica nada sepa.

Cristina echó a andar de nuevo y con mayor resolución. Y sin embargo, encontrar de nuevo a su hija, a los diez y siete años, hermosa, mujer ya, pura, con los ojos saturados de luz y lleno de ternura el corazón, y verse obligada a cerrar los labios cuando a estos no acudía sino una frase: «¡Mi hija!», y a cruzar los brazos siendo así que le bastaba con abrirlos para estrecharla entre ellos, ¿no era un esfuerzo superior al poder humano? ¿Podría refrenarse Cristina? ¿Gesto, ojos y lágrimas no hablarían por ella aun cuando la lengua callase?

Como quiera que sea, a Cristina le quedaba el recurso de probar.Al llegar a pocos pasos de la verja del castillo, la madre de Federica se detuvo otra vez, y volviéndose

hacia Gretchen y Gamba, dijo:—No digáis quien soy; únicamente yo me reservo el nombrarme si veo que es necesario hacerlo.—Nada temáis, señora —contestó la pastora.—Por lo que a mí toca —profirió el gitano—, sé callarme. Por lo demás, como no necesitáis de

mí arriba, os aguardaré aquí, a la luz de la luna; que seria necedad tocarme con un techo cuando puedo echarme por sombrero el espacio.

Entre tanto, Gretchen había llamado y el portero abierto la verja y respondido, a la pregunta que aquélla le dirigiera, que era tarde y muy posible que la condesa de Eberbach se hubiese ya acostado.

—Se levantará —repuso Gretchen, encaminándose, en compañía de Cristina, hacia la escalinata, y dejando a Gamba en el camino.

La esposa de Hans acudió al llamamiento de las dos mujeres, las cuales penetraron en el castillo.En efecto, Federica acababa de cenar y recién había subido a su cuarto; pero la señora Trichter, por

quien preguntó la pastora, se encargó de pasar recado a su ama.La señora Trichter bajó otra vez, e hizo subir a Gretchen y a Cristina al saloncito contiguo al

dormitorio de la condesa.No hacía un minuto que en él estaban las dos amigas y que la señora Trichter las había dejado,

cuando se presentó Federica, inquieta por lo que podían querer de ella y toda conmovida.Pero la que de veras estaba trastornada era Cristina. Y se comprende: veía por la primera vez a su

hija, a los diez y siete años. Dios la había privado de la niña para darle una mujer.Cristina no había tenido su hija a su lado día tras día, ni vístola desarrollarse paulatinamente hasta

convertirse en lo que era, sino que de improviso se le presentaba ésta en la plenitud de la vida.¡Cómo! ¡Aquella criatura noble y cabal era su hija! ¡Ah! su pobre corazón no tenía fuerzas para

soportar semejante pensamiento, gozo tan profundo.Cristina permanecía muda, pálida, con el corazón henchido de lágrimas, fijos en Federica los ojos,

llenos de admiración por lo presente y de desesperación por lo pasado. ¡Qué inmenso dolor sentía, al través del gozo de haberla encontrado, al recordar los acontecimientos que la habían separado de ella!

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A Federica, al principio, la hizo sufrir la mirada, a la par que gozosa, triste de Cristina, pues en ella adivinó un misterio. Así, animándose a romper el silencio y en tono que solicitaba la explicación de aquella visita a semejante hora, dijo:

—¿Señora?Cristina no respondió.—Gretchen me ha hecho transmitir el recado de que vos teníais que hablarme —prosiguió la

joven.—¡Oh!, sí —profirió Cristina—; tengo que hablaros, pero antes dejad que os contemple. ¡Sois

tan hermosa!Federica, turbada, guardó silencio por espacio de algunos segundos; luego hizo un esfuerzo para

preguntar:—¿Quién sois? ¿Qué tenéis, señora, que al parecer estáis tan conmovida?—¿Quién soy? —respondió Cristina con arranque de ternura; pero reprimiéndose inmediatamente

y continuando con más tranquilidad, añadió—: Soy la persona que os anuncia la carta del conde de Eberbach.

—¡Ah! —exclamó Federica— ¿sois vos, señora, la que venís a buscarme para conducirme de nuevo a su lado?

—La misma.—Bien llegada seáis entonces. El señor conde me dice en su carta que os escuche y os respete

como a él mismo. ¿Y cómo está de salud el conde? ¿Por qué no ha venido personalmente?—Está mejor y se repondrá del todo en cuanto os hayáis reunido nuevamente a él —respondió

Cristina—. El tener que dar fin a un asunto de importancia le ha vedado ponerse en camino. A no ser esto, la fatiga ni la enfermedad le habrían retenido lejos de vos; pues ya que él no puede salir de París, me ha rogado que viniese yo en su lugar.

—Perdonad mi indiscreción, señora —dijo Federica—, pero como el conde se ha descuidado de decirme en su carta quién sois vos, ignoro con quién tengo la honra de hablar.

—Me llamo... me llaman Olimpia.—¡Olimpia! —exclamó Federica—. ¿Sois por ventura la célebre cantarina de que algunas veces

me ha hablado el señor Samuel Gelb?—Sí.—Nuevamente os pido perdón, señora; pero según el mismo señor Samuel Gelb me ha dicho, el

conde de Eberbach os ha amado.—En otro tiempo no digo que no —profirió Cristina—; mas ¡hace de esto tantos años! —añadió

dirigiendo una mirada de melancolía a las paredes del saloncito donde se encontraban.—El señor conde os ha amado algunos meses antes de nuestra boda —repuso Federica, cuyo

rostro tomó al punto una expresión de tristeza y constricción.

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—¿Qué tenéis? —preguntó Cristina.—Soy joven y neófita en las lides de la sociedad, señora; pero perdonadme que os pregunte: ¿no se

admirará la sociedad, de que precisamente seáis vos a quien ha elegido el conde para venirme a buscar y conducirme de nuevo a su lado, a mí, que soy su esposa?

—¡Ah!, ¡dudáis de mí! —exclamó Cristina herida en el corazón.Por el alma de Federica cruzaban sospechas confusas. La joven recordaba la impresión que

experimentara al leer, por la mañana, la carta del conde, en la que éste la tuteaba por primera vez. Semejante tuteo, en el que ella creía entrever la familiaridad del marido, y el haber enviado en su busca una mujer que, si no la amante del conde, a lo menos había sido amada por éste, y que en definitiva era actriz, batallaban en el ánimo de Federica y le inspiraban un desasosiego indecible.

—¿Nada me decís? —profirió Cristina—. ¿Así pues, receláis de mí?—Perdonadme, señora; pero ¿quién me responde de vos?—Yo —repuso, avanzando Gretchen, hasta entonces espectadora muda de tan penosa escena.—¿Vos? —dijo Federica entre esperanzada y temerosa.—Yo, sí —prosiguió Gretchen, que tal vez comprendió los recelos de la joven—; yo, que he

velado por vos desde que vinisteis al mundo; yo, que tan largos viajes he efectuado a pie para ver por espacio de algunos minutos vuestro semblante; yo, que sé quién sois vos y quién es la señora.

—Pues bien —argüyó Federica—, si vos lo sabéis, os ruego me lo digáis.—No puedo —contestó Gretchen.—Entonces no lo sabéis —profirió la joven haciendo un gesto de tristeza—, o no tenéis gran

empeño en que os crea a las dos, pues en una palabra podríais convencerme y os resistís a decírmela.—Hay secretos de los que no somos dueños —dijo Gretchen—. En nombre de vuestra dicha,

creedme a ciegas.—Pero ¿y la carta del señor conde de Eberbach? —objetó Cristina.—Nada dice —respondió la joven—; Además, ¿sé yo el imperio que podéis ejercer en él? ¿Adónde

queréis conducirme? ¡Oh! más me hacen sufrir a mí mis recelos que a vos; no son propios de mi carácter. Si os ofende en este caso mi conducta, señora, lo deploro vivamente, pero haceos cargo de que en nada me ilustráis. Dícenme que tengo enemigos, y como estoy sola, abandonada, lejos de cuantos me aman y protegen, me veo obligada a precaverme contra lo que me incitan que haga.

Cristina, que vio, aterrorizada, desvanecerse sus esperanzas y su gozo, dijo con voz del alma:—¡Ay! nunca presumí que tal fuese nuestro encuentro. Imaginé que con sólo ver mi rostro y oír

mi voz, en vuestro pecho se habría despertado algo, en vuestro corazón estremecídose un instinto y vuestros brazos abiértose de suyo. Esperé que al colocarnos una enfrente de otra, al obrar el doble milagro de resucitarnos a las dos, al romper, para acercarnos, la losa de un sepulcro, la divina Providencia no levantaría entre nosotras una muralla más dura e inflexible que el granito de las tumbas: la desconfianza.

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—¿Qué queréis decir? —preguntó la joven, enternecida por el acento con que Cristina pronunciara estas para ella incomprensibles palabras.

—Escuchad —prosiguió la desventurada madre, mientras fijaba en Federica una mirada henchida de ternura y le resbalaba el llanto por las mejillas.

Para el pobre corazón de Cristina era demasiado. Habíala sido ya asaz penoso el constreñirse a contemplar a su hija sin poder cubrirla de besos; pero era superior a sus fuerzas el permitir que ésta sospechase de ella y la despreciase y la aborreciese.

—Escuchad lo que voy a deciros —profirió la afligida mujer—. Mi corazón rebosa. No puedo consentir que sospechéis de mí; me es demasiado doloroso. Una vez os haya hablado, veréis que es imposible. Vos dudáis de la palabra de Gretchen, y sin embargo, ésta debe haberos dicho que había conocido a vuestra madre y que os hablaba en su nombre.

—¡Mi madre! —repuso Federica— nunca ha querido Gretchen decirme cómo se llamaba.—¿Y como viniese vuestra madre misma?...—¡Qué! ¡Mi madre está viva! —exclamó Federica estremeciéndose.—Dado que así fuese —prosiguió Cristina—, y ahora se presentase a vos personalmente, y os

dijese qué debéis hacer, ¿recelaríais también de ella?—¡Oh! señora —profirió Federica estremeciéndose hasta lo íntimo de su ser—, compadeceos de

mí, no me deis un gozo mentido, pues soy demasiado joven y me mataríais. Si viniese mi madre, haría de mí según su voluntad; bastaría un gesto suyo para que, colmada de dicha, la obedeciese yo a ciegas.

—Pues bien —exclamó Cristina—, mirad.Y levantando la mano, señaló el retrato que colgado de la pared estaba y tanto había conmovido

a Lotario y llamado asimismo la atención de Federica a su llegada al castillo.—Ese retrato... —dijo la joven.—Ese retrato —continuó Cristina en voz solemne— es el de mi hermana. ¿No os ha llamado la

atención su parecido a vos? ¿Y tal parecido no os ha dicho que vos pertenecíais a la familia?—¡Oh! señora, ¿pero entonces?...—¡Federica, mírame, abrázame! ¡soy tu madre!Cristina profirió estas palabras con arranque tal y tal gesto, que la joven se sintió conmovida hasta

lo más íntimo de sus entrañas.—¡Madre mía! —exclamó la joven, arrojándose, riendo y llorando, en brazos de Cristina.—Sí —repuso ésta cubriendo de besos a Federica—; sí, hija mía, mi tesoro. No quería decírtelo

por causas que sabrás más adelante; pero no he podido resistir. El encontrarte recelosa era peor que si no te hubiese encontrado.

—¡Madre querida! —decía la joven en medio de un raudal de lágrimas y transportes de gozo— os habéis hecho esperar diez y siete años; pero una voz me decía siempre que volveríais. ¡Qué dicha! ¡Tengo a mi madre! ¡Estáis aquí! ¡Oh madre mía de mi alma! ¡Cuán dichosa soy en veros!

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Cristina sólo respondía con besos y lágrimas a las palabras de su hija.Gretchen, para dejar a las dos mujeres que con toda libertad se entregasen a tales efusiones, había

ido a arrodillarse y a orar en uno de los rincones del saloncito.—¿Así pues, ese retrato es el de mi tía? —preguntó la joven.—Sí, alma mía, de la madre de Lotario que es tu primo.—¿Y mi padre? —preguntó Federica— nada me decís de él. ¿Acaso murió?—No, vive.—¡Ah! ¿conque también voy a conocerle? ¡Cuán bondadoso es Dios!—Ya le conoces —profirió Cristina.—¿Que yo le conozco? —dijo Federica.—Sí, y a Dios gracias puedo decirte quién es, ya que Aquel en su infinita bondad para con

nosotros no le ha infundido sino la única ternura que podía y debía sentir por ti, y por ende ha permanecido padre tuyo.

—¿De quién me estáis hablando? —preguntó Federica con desasosiego.—Hija mía, no te turbe la noticia que voy a comunicarte. Dios nos ha sacado en bien en lo

pasado, y en este momento se está arreglando lo porvenir. Nada te desasosiegue. Tu padre... tu padre es el conde de Eberbach.

—¡El conde! —exclamó Federica poniéndose intensamente pálida.—Sosiégate, bien mío; te repito que todo se arreglará en beneficio de tu dicha. Anularemos este

matrimonio y casarás con Lotario. Ea, me tienes a tu lado, y ya no debes experimentar cuidado ni pesadumbre: yo les cerraré el paso.

—¿Luego mi padre ha ignorado hasta hoy y por completo mi existencia? —preguntó la joven.—Ni siquiera sabía que hubieses venido al mundo. ¡Oh! sería una historia demasiado larga de

contar. Ya la sabrás más adelante. Tu padre y yo hemos vivido mucho tiempo separados. Me creía muerta. Pero no me preguntes ahora cómo y porqué ha sucedido esto. No removamos ese pasado terrible y doloroso. Mas ya tu padre sabe que estoy viva, pues hemos vuelto a vernos y nos hemos reconocido.

—Sí, pero aun cuando quiera ¿podrá? —arguyó Federica—. Ante Dios, la ley y la sociedad, es mi marido. ¿Le será dable alegar que soy hija suya? Excepto para Dios, estaría yo perdida para siempre. ¡Dirán que vos sois su esposa y que se ha casado dos veces! Ya veis, madre, que no hay escapatoria y que mi desventura es cierta. Vos os afanáis por consolarme, pero mi desdicha es superior a vuestro afecto y a vuestra abnegación.

—La crisis es penosa, en efecto —dijo Cristina—; pero cálmate, hija mía, la venceremos.—¿Cómo?—Tu padre lo sabe.

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—¿Y no os lo ha dicho?—No.—Entonces no os ha manifestado tal, sino para tranquilizaros, como lo estáis haciendo vos

conmigo en este instante. De otra manera, os lo habría dicho; no se andaría con misterios.—Te repito que él lo sabe. Me habló de modo que, te lo juro, no daba lugar a duda.—Por más que él y vos me digáis —insistió Federica—, conozco que nos encontramos en una

situación de la que nunca podremos salir.—Escucha —dijo Cristina—: tu padre nos está aguardando en París. Es menester que nos

reunamos a él para cuidarle ante todo. Tú eres su hija, yo su esposa; las dos trabajaremos con insistencia para arrancarle su secreto, y nos lo dirá.

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CAPITULO XXIIDonde se demuestra que los tulipanes son, en ocasiones, más mortíferos que los tigres

El 9 de julio de 1830, los periódicos de París publicaron un anuncio mortuorio en el que se notificaba, para el día siguiente, el entierro de lord Drummond, y la celebración del oficio de difuntos en la iglesia de la Asunción.

La primera persona a quien vio Julio, el 10, al entrar en el templo, fue a Samuel.Probable es que nuestros lectores han tenido sobrado tiempo para olvidarse de lord Drummond,

aquel inglés sui géneris apasionado de la voz de Olimpia, después de haber estado enamorado de los tigres de la India.

La muerte del lord había sido no menos singular que su existencia.¡Había muerto por un tulipán!Perdimos de vista a lord Drummond en el momento en que salía de París para seguir a Olimpia

a Venecia.Al inglés le pareció preferible oír en público a la cantarina a dejar de oirla del todo, y compartir

con los demás el canto de la misma a no disfrutar ni de una nota; pero apenas llegado a Venecia, desde las primeras representaciones, despertáronse nuevamente sus celos y apoderose de él la desesperación al ver que no podía gozar sino en compañía del público de aquellos acentos sublimes que quisiera no emitidos sino para él solamente. Tantos rivales le molestaban.

Desde el instante que Olimpia pertenecía a todos, no le pertenecía ya a él. Además, parecíale que los espectadores que disfrutaban a la par que él, le profanaban su gozo. Al convertirse la voz de la cantarina en una como pila en la que metían la mano y tomaban su cucharada los instintos más groseros, casi sintió repugnancia. Aquella que él hubiese querido emoción casta, pura, virginal, reservada a él solo, no era ya sino una cortesana trivial y pública, común a todos los galopos que llevasen tres escudos en el bolsillo.

En estas condiciones renunciaba a la voz de Olimpia.Una noche, en medio de una representación, se levantó, salió de la sala, se fue a su casa, pidió

caballos, y sin escribir siquiera a Olimpia un billete de despedida, abandonó Venecia.Para ver de distraerse, lord Drummond empezó a viajar, y doquiera llegaba recorría bibliotecas,

museos, monumentos y cuanto era más o menos digno de atención.En Coniston mostráronle una colección de tulipanes.La pasión por las flores es una de las más naturales en el corazón del hombre; y es que siendo de

tierra, como somos, tan pronto cae en nosotros una semilla, brota.

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Lord Drummond era una de esas organizaciones en que la pasión no consiente tregua alguna; en él, la muerte de una manía implicaba el nacimiento de otra.

—Para mí han muerto las mujeres —se dijo el inglés—; vivan, pues, las flores.Y tomó a éstas como tomara a los tigres y a las mujeres, con pasión. No pensó sino en ellas.Como los verdaderos aficionados, se concentró en una sola especie, amante como era de lo cabal y

sabiendo que la bolsa de un millonario y la vida de un centenario no serían parte a formar la colección de una sola familia.

Las flores que le inspiraron el gusto por ellas fueron los tulipanes, a los que se entregó en cuerpo y alma y con ardor tal, que pronto reunió de ellos una colección que él mismo halló más que mediana y que a los ojos de otro hubiera sido soberbia.

Sin embargo, lord Drummond iba de acá para allá al través de Europa, recorriendo todas las ciudades floridas y buscando si por acaso existía algún tipo que él no tuviese.

Los más célebres aficionados, solícitos al nombre del lord, le introducían en sus invernáculos y le hacían admirar las más raras riquezas de que eran poseedores; pero el inglés no admiraba sino de palabra.

Nada le mostraban que él no tuviese igual, cuando no superior.Encontrándose en Haarlem, una noche, después de haber visitado las colecciones de más renombre

sin que hubiese visto mejor que en las demás ciudades, cansado de buscar decidió tomar la vuelta de Inglaterra, cuando un criado de la posada en que se hospedaba le habló de un su pariente que poseía una colección de tulipanes.

El mencionado pariente era un pobre sujeto que sentía tal inclinación desde la infancia, y el cual, al decir del criado, había obtenido resultados prodigiosos.

—No es conocido el invernáculo de mi allegado —dijo el mozo—, porque amante como es de sus tulipanes por ellos y no por vanidad, no deja penetrar en él a nadie. De los vecinos de la ciudad, ninguno ha visto los tulipanes de mi primo sino yo; pero si vos lo queréis, procuraré alcanzar de Tromp, mi pariente, el permiso de conduciros allá. Creo no va a negármelo, pues como viajero que sois, es decir, como estáis de paso, aquél no pondrá los reparos que pondría de tratarse de un hijo de Haarlem, al cual le sería más difícil quitárselo de delante una vez introducido.

Lord Drummond vaciló. Efectivamente, ¿valía la pena de que se quedase hasta el día siguiente para ver una colección ignorada, después de las magníficas y de fama europea que había visitado?

Indudablemente la que Tromp poseía era digna de deslumbrar a un criado. Sin embargo, quiso no desperdiciar aquella probabilidad, por insignificante que pudiese ser el resultado, y se quedó.

A la mañana siguiente el criado se fue a ver a su primo, regresó trayendo un permiso arrancado no sin trabajo, y preguntó a lord Drummond a qué hora le vendría bien para encaminarse al domicilio de Tromp.

—Ahora mismo —respondió el inglés.

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El lord y el criado se pusieron en marcha, atravesaron de un cabo al otro la ciudad, dejaron atrás murallas y penetraron en una de las más angostas calles del barrio.

Drummond empezaba a arrepentirse de haber tenido el candor de dar crédito a la palabra de un criado.

¿Qué flor digna de él podía respirar en aquella callejuela?—Aquí vive —dijo el criado deteniéndose delante de una casa de pobre aspecto, volviéndose hacia

su acompañado, y llamando a la puerta.Un hombre de baja estatura, agobiado por la costumbre de labrar la tierra y miserablemente

vestido, acudió al llamamiento.—Primo —dijo el criado de la posada—, el señor es el caballero extranjero de quien te he hablado

esta mañana.—¿El señor es el propietario del jardín que me habéis ponderado? —preguntó con gesto de

irónica duda lord Drummond, mientras fijaba los ojos en el traje de Tromp.—¡Oh! —profirió éste, que notara la mirada del inglés y pareció no darle importancia— vos no

venís a ver mi traje y sí mi colección.—Decís bien —repuso Drummond.—Entremos. Permitidme que antes os dirija una pregunta —dijo Tromp.—¿Cuál?—¿Realmente partís hoy de Haarlem?—Al salir de vuestra casa.—Os he dirigido tal pregunta, porque no me agradaría mostrar mis flores a quien viniese a

molestarme para verlas de nuevo. Mucho os concedo ya autorizándoos para que las veáis una vez: que mías son al fin y a la postre, y estoy celoso de mis tulipanes como otros de una mujer.

—Repito que esta noche estaré lejos de aquí.—Entonces, pasad adelante.Lord Drummond y el criado penetraron en un corredor obscuro y falto de aire.Tromp cerró inmediatamente la puerta de la calle, lo que no contribuyó a disminuir la oscuridad.—Seguid de frente sin temor —dijo el criado al inglés—; no hay en este corredor escalón ni

agujero alguno.Poco después lord Drummond se encontró delante de una puerta.—Aguardad —dijo Tromp.Y pasando delante del inglés, abrió la puerta, que estaba cerrada con tres vueltas de llave, y una

oleada de luz, una como súbita irrupción de rayos de sol y gorjeos de pájaros, invadió alegremente el corredor, desde el cual pudo verse un extenso y magnífico jardín al aire libre.

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—Venid y mirad —dijo Tromp a lord Drummond, deslumbrado ante tanta belleza—. Pero dejad que cierre la puerta. Ya veis —prosiguió el buen sujeto, acercándose de nuevo al inglés— que no hay que juzgar a los hombres por el traje, ni de los jardines por la casa. Yo escogí ésta, mal situada y peor construida, porque de este lado da al campo y mis flores disfrutan del aire y del sol que necesitan. Citadme flores más bien alojadas que las mías. En cuanto a mí, tanto me da vivir en un cuchitril como en una pocilga; soy como los viejos enamorados que tienen una amante joven y gastan todo su caudal en regalarle ricos muebles y suntuosos vestidos, preocupándose poco con si les queda o no les queda a ellos con qué vivir decentemente. Además, yo no tengo sólo una amante, sino un harén. Mirad.

Y con gesto y voz en que se confundían el propietario, el jardinero y el enamorado, empezó a pasar revista a su colección, proclamándola única, y pretendiendo, a cada tulipán que hacía admirar a su huésped, que era el más hermoso de todos.

—Ved —decía Tromp—, ahí tenéis uno que en magnificencia sobrepuja a todo cuanto puede imaginarse; el desvarío mismo se confiesa vencido ante una realidad tan desesperante. Pues bien, este tulipán es una bicoca, una flor vulgar, aun diré una despreciable brizna de hierba, comparado con el que voy a mostraros ahora.

Y Tromp mostraba al inglés otro tulipán, que era la maravilla y la obra maestra de la naturaleza hasta el siguiente.

Por más que las exageraciones del haarlemés obedeciesen a una pasión exaltada por la soledad, la verdad es que en la esencia su colección era admirable, la más hermosa de cuantas viera Drummond en el transcurso de su viaje, si bien no superior a la suya.

El inglés tenía el orgullo, de que ni aun en aquel jardín vegetaba un tipo que él no poseyese. Tromp era un rival, pero no un vencedor.

Lord Drummond no se sentía humillado; podía sostener, la lucha. El haarlemés y él habían ambos, como en el colegio, ganada el premio ex cequo.

—Y bien —dijo Tromp, henchido de gozo—, ¿habéis visto en vuestros viajes jardín alguno que pudiese compararse al mío?

—No he visto ninguno mejor —respondió el inglés.—¿Luego conocéis alguno que pueda parangonarse con éste? —preguntó Tromp con gesto

contrariado.—Uno.—¿Dónde le habéis visto?—En Londres.—¿Y cómo se llama su propietario?—Lord Drummond.—¿Vos?—Yo mismo.

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—¿Vuestro jardín es tan hermoso como el mío? —repitió Tromp en voz de reto.—Sí —respondió lord Drummond—; confieso que vuestra colección es superior a cuantas he

visto desde mi salida de Londres y que no es inferior a la mía, como la mía no es inferior a la vuestra. Son iguales.

—Pues ahora vais a ver destruida esta igualdad —exclamó Tromp en son de triunfo—. Seguidme.Y conduciendo a lord Drummond detrás de una pared que parecía cerrar el jardín, le introdujo

prontamente en un invernáculo tan extenso como aquél.—Ahí mis verdaderas flores —dijo el haarlemés—; las otras como si no existiesen. El jardín es la

antesala del invernáculo y las flores que brotan en él son las criadas; pero he aquí las señoras. Si tenéis ojos, abridlos.

Lord Drummond tendió una rápida mirada por el invernáculo, y quedó como quien ve visiones.Esta vez quedaba justificado plenamente el orgullo de Tromp: en realidad las flores de su

invernáculo eran una verdadera colección de maravillas, un museo para el cual se habían citado las obras más perfectas de la naturaleza combinada con el arte.

El inglés permanecía inmóvil, como perplejo ante tantos prodigios, no sabiendo en cuál de ellos fijar con preferencia la atención.

Sin embargo, de improviso su mirada se posó en un tulipán negro, encarnado y azul, hacia el cual se abalanzó con el semblante cubierto de palidez.

—¡Ah! éste es el que preferís —dijo Tromp con sonrisa de triunfo y de superioridad—. Os felicito. Inmediatamente os vais al más precioso. Veo que sois inteligente, y no siento tanto haberos introducido aquí. Al principio no tenía la intención de mostraros el invernáculo; bastaba con el jardín; pero me habéis retado, y no he querido que mis flores quedasen humilladas. Ea, ¿también habéis visto tulipanes como éste?

—No —respondió lord Drummond con voz atragantada.—Vos ni nadie —prosiguió Tromp—. Es único. Esta flor, ahí donde la veis, es mi sultana

predilecta, y aun cuando llevo agujereados los codos de mi traje no la vendería en dos mil florines.—¿Y en cuatro mil? —preguntó el inglés, pálido, y dirigiendo a su interlocutor una mirada de

súplica.—Tampoco, ni por todo el oro del mundo. El hombre que ama a una mujer no la vende ni la

comparte. Quiero ser el único posesor de mi tulipán. ¿No miráis los otros?—Ya los he visto —respondió lord Drummond—. Éste solo basta para absorber un día. Dejad

que nuevamente lo contemple y os dejo.Drummond dirigió al tulipán negro, encarnado y azul una mirada llena de amor y de tristeza, y

sin pronunciar palabra tomó el camino del jardín y de la casa.Tromp fue abriendo una tras otra todas las puertas, y cuando él y el inglés se encontraron al

umbral de la última, éste se volvió para decir:

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—Gracias, hasta la vista.—Hasta la vista no —replicó Tromp—, sino adiós. Vos partís de Haarlem dentro de una hora.Lord Drummond no despegó los labios, y tomó la vuelta de la posada, seguido del criado, sin

haber proferido tampoco palabra alguna durante el camino.—¿A qué hora quiere milord los caballos? —preguntó el criado a lord Drummond, en el instante

en que éste subía a su cuarto.—No parto hoy —respondió el interpelado.Una hora después Drummond llamó, y dio orden para que subiese a verle el criado que le había

conducido a casa de Tromp.—Idos a abocaros con vuestro primo y preguntadle si quiere venderme en seis mil florines un

bulbo de su tulipán. Como lo consigáis, os regalo mil florines para vos.—Voy corriendo —exclamó el criado a quien le dio un brinco de alegría el corazón.No hay que decir si el primo de Tromp descendió con rapidez la escalera.Lord Drummond aguardó el regreso de su emisario con la ansiedad que el estudiante de primer

año espera la contestación de la primera mujer a quien se ha atrevido a escribir.Después de un siglo durante el cual los minuteros del péndulo no habían recorrido sino hora y

cuarto, reapareció el criado con el gesto más desconsolado que imaginarse pueda.—¿Qué te ha dicho? —le preguntó Drummond.—No acepta —respondió el criado con tristeza.—Os habréis explicado mal —replicó el inglés—. Es imposible que un hombre tan necesitado se

niegue a admitir una cantidad de dinero tan considerable.—Me he explicado como quien contaba con una promesa de mil florines. Si no he conseguido

que aceptase, no ha sido por culpa mía, sino porque en este punto mi primo es inquebrantable.—Volveos allá —dijo el lord—, y ofrecedle en mi nombre ocho mil florines. Como consigáis que

acepte, vos os ganáis dos mil.A pesar de la cuantía de la suma, el criado se salió menos gozoso que la vez primera; y es que en el

modo como su primo rehusara la oferta de los seis mil duros, había comprendido que éste no aceptaría ninguna. Sin embargo, probó; pero regresó sin haber conseguido resultado satisfactorio.

—Mi primo es un mulo —dijo el criado a lord Drummond.—Y vos un asno —replicó el inglés, que tenía necesidad de desahogar en alguien su mal humor.Durante toda la velada Drummond estuvo devanándose los sesos para dar con un recurso con que

decidir a Tromp; pero ¿cómo doblegar a un hombre en quien no hacía mella el dinero?El inglés, que había perdido el apetito, no comió, y su sueño fue una pesadilla continua, y en

cuanto asomó el nuevo sol, fue a llamar a la puerta de Tromp.

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—¿Quién? —gritó el haarlemés sacando su arisca cabeza por una lumbrera abierta en lo alto de la casa.

—Soy yo —respondió lord Drummond.—¿Y quién sois vos?—Lord Drummond, el a quien ayer hicisteis el singular favor de mostrarle vuestros tulipanes.—Equivocado andáis —replicó Tromp—; lord Drummond no está ya en Haarlem; me empeñó su

palabra de caballero de que partiría ayer, y un caballero no falta a su palabra. Lord Drummond ha partido.—Pues bien, sea yo lord Drurhmond o no lo sea, ¿queréis venderme un bulbo de vuestro tulipán

negro, encarnado y azul?—No —respondió Tromp con aspereza.—Nada más que uno; os doy por él ocho mil florines.—Ni que me dierais veinte mil. Mis flores para mí me las quiero. Soy su guardián y no su tercero.—Mi querido Tromp, os doy diez mil florines por el bulbo.—Me río de vuestro dinero; no tengo afición sino a mis tulipanes. No por diez mil florines, ni

por un millón os diera uno.—¿Redondamente os negáis?—Redondamente,—Sin embargo, me parece que no estáis rico.—Esto os demuestra que no vendo mis flores.—Por favor os lo ruego —dijo Drummond.—Buenos días —profirió Tromp cortando prontamente la conversación y cerrando de golpe la ventana.El inglés hizo un gesto de rabia. Su deseo, acrecentado por la negativa, le revolvía la bilis.¿Qué hacer? ¿Adónde ir? Parecíale que desde aquel momento su existencia quedaba vacía, que iba

a no saber ya más en qué emplear el tiempo.No le animaba ya sino un anhelo: el tulipán negro, encarnado y azul.En cambio de él habría dado su fortuna y todos sus tulipanes.¡Y aquel miserable no quería soltarlo ni a fuerza de oro! ¡Avaro!Lord Drummond sentía que el hervor de los pensamientos que le cruzaban por el cerebro

empezaba a darle fiebre.—Ea —se dijo—, ahora voy a enfermar.Y sin saber claramente por qué, el inglés tomó por una calleja contigua a la casa de Tromp y que

iba a desembocar en el campo, y una vez en éste procuró conocer la pared del jardín que encerraba el famoso tulipán.

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Poco tardó en satisfacer lord Drummond su gusto, pues los rayos del sol naciente daban de lleno en los cristales del invernáculo.

De este lado la cerca era bastante baja; pero sin inconveniente alguno podían haberla suprimido del todo.Entre la carretera y el invernáculo se extendía un pantano de unas cincuenta brazas de anchura,

no más profundo de medio pie y de lecho fangoso.Lord Drummond sumergió en el agua su bastón, que penetró dos pies en el limo.El pantano, pues, no contenía la cantidad de agua suficiente para poder atravesarlo en barca, y de

querer efectuarlo a pie se corría el peligro de hundirse hasta los hombros.Drummond regresó a la posada, apesadumbrado, lúgubre, enfermo a causa de no haber comido

durante la víspera y del mal resultado de sus negociaciones con Tromp, y se acostó para reparar el insomnio en que pasara la última noche; pero sólo consiguió algunos cuartos de hora de adormecimiento, más fatigosos que la vigilia e interrumpidos por sueños incoherentes, en los que se peleaba solo contra diez hombres que le disputaban un bulbo de tulipán.

Por la noche, el inglés, se levantó, salió de la posada sin que nadie le viese, y se encaminó hacia el susodicho pantano.

La primera pierna que metió en él, penetró en la arena hasta la rodilla; la segunda, hasta el muslo.Pese a su arrebatada pasión, Drummond estuvo indeciso por un instante; pero la pasión venció

y le movió a seguir adelante. Después de haber avanzado algunos pasos, aquél encontró el terreno un poco más firme; mas pronto volvió a dar con un lecho de fango, en el que se hundió lo bastante para que el agua le llegara a la cintura.

No obstante haberle redoblado la fiebre, el inglés siguió avanzando, y en el instante mismo de tocar la cerca faltole del todo la tierra y desapareció hasta la garganta; no le quedó sino tiempo para agarrarse a unas cañas que se hacían al pie de la cerca y a las que debió la vida.

No importaba, había llegado, que era lo principal; ahora no le quedaba sino escalar la pared y penetrar en el invernáculo. Lo primero fue negocio de un salto; lo segundo, asunto de quitar un cristal. Sin embargo, quedaba todavía una dificultad no de escasa monta, y era no equivocarse de tulipán, cosa facilísima de noche.

Afortunadamente la luna brillaba en el espacio; esto sin contar que lord Drummond, la única vez que entrara en el invernáculo se había fijado perfectamente en el sitio que ocupaban las plantas.

Con ayuda de su memoria, pues, y con el auxilio de la luna, nuestro inglés escogió un tulipán, lo desenterró cuidadosamente, colocó en su sitio diez mil florines en billetes que sacó de su bolsillo, y saliendo del invernáculo volvió a saltar por la cerca.

La luna, a la que tan duramente trató Byron, ayudó aún a aquel nuevo Leandro a atravesar, a la venida, su pantanoso Helesponto.

Drummond llegó sin novedad a la margen opuesta del pantano, donde había tenido la precaución de dejar su capa. Bajo ésta, pues, escondió el precioso tulipán, y también el barro que le cubría de pies a cabeza, y ya en la posada entró en su cuarto sin haber despertado sospecha alguna.

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El propósito del inglés era cambiar de traje, pedir su silla de posta y salir de la ciudad sin pérdida de momento. Pero antes era menester que dirigiese una mirada a su querido tulipán.

A este efecto Drummond encendió cuantas bujías y lámparas había en su habitación, y una vez se hubo procurado toda la claridad posible, colocó el trofeo de su victoria en el sitio donde pudiese contemplarlo más a su sabor.

Pero en un instante estuvo como no se cayó de espaldas: en lugar de la flor única, había tomado una flor vulgar, conocida en todos los invernáculos, y de la que él mismo poseía cuatro ejemplares.

Drummond profirió un gran grito, a cuyo sonido acudió presuroso el primo de Tromp, que al ver a aquél envuelto en tal coraza de barro y rodeado de tantas luces, le tomó por loco.

—Ayúdame a desnudarme —dijo el inglés tiritando de frío.Y es que la humedad, para él no sentida en medio de la lucha y del gozo del triunfo, ahora le

helaba los huesos.Lord Drummond, una vez se hubo metido en cama y mientras iban por el médico, dijo al criado:—Idos a casa de vuestro primo Tromp, decidle lo que habéis visto y llevadle este tulipán. No se

necesita más para que lo comprenda todo.El criado se salió de la estancia en el instante mismo en que el galeno entraba en ella.Inspeccionado que hubo al paciente, al médico le pareció gravísimo el estado de éste, tanto, que

temía que la enfermedad no fuese una fluxión de pecho.La fiebre no tardó en degenerar en delirio.Durante toda la noche lord Drummond no habló sino de tulipanes negros, encarnados y azules. Para

él sólo los de estos colores eran tulipanes; los demás no eran tales. Había creído ver otros, pero ¡qué engaño el suyo! En el mundo no existían otros que los de los tres mencionados colores, y únicamente uno, y con este bastaba. Todas las flores a las que tomaban por tulipanes no eran tulipanes ni nada que se les pareciese.

Y mil otras extravagancias destituidas de razón.A la mañana siguiente Tromp se presentó en la fonda para enterarse del estado de lord Drummond,

y al saber que éste había empeorado, se volvió al punto para regresar una hora después y solicitar que le introdujeran en el dormitorio del paciente.

Al ver al poseedor de la maravilla cuya búsqueda tan cara le había costado, lord Drummond recobró por un momento el uso de la razón.

Tromp levantó hasta los ojos del enfermo un objeto que llevaba en la mano.—¡El tulipán! —murmuró el inglés, dudando si era realidad lo que veía o continuaba siendo

juguete de las alucinaciones de su turbada mente.—Sí, el tulipán negro, encarnado y azul —dijo Tromp—. Lo merecéis. Habrá dos. Sois digno de

compartirlo conmigo.—Gracias, hermano —profirió lord Drummond tomando la flor querida y fijando en ella los

extraviados ojos—; pero es demasiado tarde.

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—No, no lo creáis —interrumpió Tromp.—Sí, es demasiado tarde —insistió el inglés—. El agua me ha penetrado hasta el pecho. Pero

tanto da; no por esto os dejo de tributar las más expresivas gracias, Tromp, ya que no pudiendo prever lo que ha sucedido, no sois culpado. Estoy atacado del pecho. ¡Ay! ved de qué manera debía yo concluir; respetado por los tigres y por las mujeres, los tulipanes me han matado. Es gracioso —añadió, asaltándole nuevamente el delirio.

Lord Drummond fue decayendo todavía por espacio de algún tiempo.En un momento más tranquilo, se aprovechó de un intervalo lúcido de su razón para hacer que le

transportasen a París, donde podría aprovecharse de todos los recursos de la ciencia; pero la medicina no podía ya nada en él.

Después de algunas alternativas de mejoría y de recaída, el inglés falleció el 8 de julio, con la mirada fija en su tulipán.

Como católico que era lord Drummond, el 10 del mismo mes se celebraron por su alma, en la iglesia de la Asunción, solemnes funerales, a los que asistieron muchos y encopetados personajes. Toda la aristocracia de París estaba presente en el mencionado templo.

Más arriba hemos hablado del encuentro de Samuel y de Julio en la Asunción.La potente voz del órgano dejó oír las más tristes lamentaciones de los grandes maestros, y cuando

éste se calló, una voz de mujer llenó los ámbitos del templo.Samuel, al oír el acento de la cantarina, se estremeció y miró a Julio.Era la de la artista una voz robusta, profunda, simpática, que iba dirigida al alma, y lo que cantaba

digno de ella. Aquella música, por tal modo interpretada, asumía a un tiempo algo de aflictivo y consolador; era el dolor de ver al cuerpo exánime abandonar la tierra, y a la par la esperanza de encontrarse en el cielo con el alma que acababa de volar a él. Era la tumba que se cerraba y el paraíso que se abría.

—¡Ella aquí! —dijo para sus adentros Samuel al conocer la voz— ¡aquí, sin que yo lo supiese! Creí que estaba en Venecia. ¿Sabía Julio su permanencia en París?

Samuel miró al conde de Eberbach; pero éste estaba inmóvil e impasible.—¡Cuán necio soy! —pensó Samuel—. ¿Qué quiero que me revele su rostro? Es ya un cadáver.Sin embargo, Gelb se acercó a Julio y le dijo:—Esa es la voz de Olimpia.—¿Quieres decir? —profirió el conde con indiferencia—; puede que sí.—¡Cadáver! —murmuró Samuel—. Pero ¿por qué ha vuelto Olimpia y qué hace? ¿Por qué se

esconde? Aquí hay gato encerrado. ¡Oh! lo descubriré. Ante todo, empero, asegurémonos de que realmente es ella.

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CAPITULO XXIIIDonde Olimpia canta y Cristina calla

Mientras tanto, la voz que cantaba junto al órgano iba desparramando sobre el féretro de lord Drummond notas que parecían lágrimas, que recomendaban al difunto a la clemencia divina, y decían adiós a éste, y hasta la vista, y acompañaban hasta los umbrales de la eternidad al amigo que abandonaba la tierra.

—No hay duda, es Olimpia —dijo entre sí Samuel—. Es menester que me informe de ello preguntándolo a uno de los amigos de lord Drummond.

Y acercándose a un inglés que había sido íntimo del difunto, le preguntó quién era aquella cantarina demasiado admirable para no ser célebre y a la cual él no conocía.

—Es una cantarina de cuya voz lord Drummond estaba perdidamente enamorado —respondió el inglés—; una cantarina de Italia que, en efecto, nunca ha cantado en Francia.

—¿La signora Olimpia? —preguntó Samuel.—En carne y hueso. En el momento de morir lord Drummond le rogó que le hiciese el favor de

venir a cantar el Réquiem en sus funerales, diciéndole que la voz que le era tan grata le haría estremecer de gozo aun envuelto en su mortaja. La señora Olimpia se lo prometió, y, como veis, cumple su promesa.

—¿Luego lord Drummond sabía que la cantarina se encontraba en París?—No, hizo que le escribieran a Venecia tan pronto se puso enfermo, pues se sintió atacado de

muerte desde el primer instante, y desde allá le contestaron que la señora Olimpia había salido de la ciudad ignoraban para dónde.

—¿Y vos no sabéis —preguntó Gelb— desde cuándo está en París la señora Olimpia?—No —respondió el inglés, que, al parecer, empezaba a extrañarse de la persistencia de las

preguntas de Samuel.—En efecto, es Olimpia —dijo éste luego que se hubo separado del inglés y acercado a Julio, a

quien miró de hito en hito.—¡Ah! —murmuró el conde con la mayor impasibilidad—. ¿Quién te lo ha dicho?—Un íntimo amigo de lord Drummond.—¡Ah! —repitió el conde.—Ni el más insignificante pestañeo, ni el más leve brillo en la mirada —dijo entre sí Samuel

observando la calma de julio—. O no le queda ya gota de sangre en las venas, o finge a las mil maravillas. Pero ¡bah! ¿Por qué fingiría? ¿Por ventura es capaz, a su edad y en su estado, de tener tal tesón y tal

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fuerza de voluntad, cuando a los veinte años no los tuvo? Con todo, si Olimpia se encuentra en París hace algún tiempo, no era por lord Drummond, pues éste se vio obligado a mandarla a buscar; luego no salió de Venecia para acá sino por Julio, a quien, por ende, ha debido notificar su llegada. ¿Por qué Julio no me ha dicho nada sobre el particular? Si me ha ocultado esto, puede muy bien haberme callado otra cosa. Este regreso misterioso de Olimpia esconde un secreto. ¿Acaso maquinarían de mancomún algún proyecto contra mí? Visitaré a Olimpia, y si ha visto a Julio, sabe cuanto pasó en San Dionisio el día del duelo y lo que Julio piensa hacer. La obligaré a hablar... Sí, es el único modo de saberlo todo... Julio no quiere decirme nada; pero el diablo cargue conmigo si no logro hacer hablar a una mujer.

Los funerales tocaban a su término.Samuel dejó que la concurrencia saliera por la puerta principal, mientras él iba a situarse al pie de

la del órgano, a cuyo efecto se subió a un coche, después de advertir al cochero que se detuviese ante aquélla. Luego bajó las cortinillas y observó.

Al cabo de diez minutos, salió una mujer por la puerta del órgano y se subió a un coche cerrado que emprendió la marcha apresuradamente.

Aquella mujer era Olimpia.Samuel bajó el cristal delantero y dijo al cochero:—Seguid el coche al que acaba de subir esa dama, a una distancia de cincuenta pasos, para no

inspirar sospechas, y deteneos cuando se detenga.El coche de Olimpia se detuvo en la calle del Luxemburgo, a la puerta de un palacio retirado y

silencioso.Samuel, que se bajó apresuradamente del coche y vio como Olimpia atravesaba un vestíbulo y

tomaba hacia una escalera, la siguió sin que aquélla lo advirtiese.Olimpia, al llegar al piso primero y después de haber llamado, oyó el ruido de los pasos de Samuel,

se volvió y al reconocer a éste, que le saludó con la cabeza, no pudo menos de palidecer.—¿Vos aquí? —preguntó la artista.—¿Os admira verme en vuestra casa, señora? —dijo Samuel—; también me ha admirado a mí

veros en París. Perdonadme si me presento a vos por modo tan inopinado; pero tengo que hablaros de asuntos de bastante gravedad.

—Enhorabuena —repuso Olimpia, viendo que acababan de abrir la puerta.Samuel atravesó la antesala y entró en el salón en pos de aquella a quien él llamaba Olimpia y a la

cual nuestros lectores nombran Cristina.—Os escucho, caballero —dijo ésta.—Ante, todo, señora —profirió Samuel—, permitidme que os dirija una pregunta.—¿Cuál?—¿Habéis visto al conde de Eberbach desde vuestro regreso a París?—¿Al conde de Eberbach?

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—Sí.—No, ni tengo empeño en verle —respondió Cristina.—¡Ah! —profirió Samuel con gesto de duda—. Sin embargo, habéis regresado a París.—En Venecia ha terminado la temporada —replicó la artista—. Además, creía que el pobre lord

Drummond estaba en Inglaterra y por ello lejos para impedirme cantar en la Ópera como lo hizo el año pasado; pero tan pronto llegué supe que se encontraba en esta ciudad, a la que había venido en busca de alivio a una dolencia de pecho. Mas como nunca supuse que estuviese tan gravemente enfermo, me encerré en un palacio del barrio de San Germán, donde he vivido de incógnito para a escondidas de él hacer mis diligencias, temerosa de que no se opusiese de nuevo a mis designios. Desde ahora la música es mi única pasión.

—Conforme —dijo Samuel—, os habéis escondido por amor a la música, y el conde de Eberbach ignora vuestro regreso; pero por más que se haya apagado la llama que por un instante encendió éste en vuestro pecho el invierno último, no puede Julio haberse convertido para vos en un sujeto del todo indiferente, ni creo os sepa mal que os dé noticias suyas.

—¿Está bueno? —preguntó Olimpia con indolencia.—Muy al contrario —respondió Samuel—; pero no es su salud física la más comprometida. Vos

no sabéis lo que le ha sucedido.—Sí, se ha casado, a lo menos así me lo han dicho.—No me refiero a esto. Ha matado a su sobrino.—¿Qué sobrino? —preguntó la cantarina.—Lotario.—¿El joven aquel a quien vi en la cena de lord Drummond?—El mismo; un sobrino al cual Julio quería como a un hijo.—¿Y por qué le ha matado si por tal modo le quería?—Por celos.—¡Pobre joven! —dijo Cristina—. ¿Y qué ha sido de la nueva condesa de Eberbach? Ya veis que,

hablándoos, como os estoy hablando, tan tranquilamente de ésta, no conservo ni un átomo de pasión por el conde.

—La condesa Federica salió para el castillo de Eberbach, y este viaje fue precisamente origen del funesto error que produjo tal desgracia. Julio ha reconocido la inocencia de su mujer, pero demasiado tarde. La condesa ha regresado y de nuevo se ha instalado en Enghién, adonde voy a verla de vez en cuando. Pero ved cuan ruin es el corazón de las jóvenes: apenas cerrada la tumba de Lotario, le ha dado ya al olvido, ¡y eso que le amaba! Federica no conserva sino la melancolía necesaria para dar a su belleza un atractivo más hechicero. ¡Moríos por una mujer!

Mientras hablaba, Samuel tenía fijos los ojos en Olimpia, para ver si en el rostro de ésta se traslucía alguna impresión involuntaria e imperceptible que le revelase algo.

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Por más que en rigor el misterio en que la cantarina se envolvía desde su regreso pudiese explicarse por la razón que ésta le había dado, esto es, que se escondía temerosa de verse nuevamente contrariada en sus propósitos de cantar en uno de los teatros de París, Samuel no era hombre que se dejase persuadir tan fácilmente.

Era muy posible que la música fuese la causa, pero también podía ser que fuese el pretexto.—El agua mansa es la más peligrosa —dijo para sí aquel hombre sombrío, acostumbrado a la

traición—. Todo cuanto me está diciendo Olimpia puede ser una fábula tramada entre Julio y ella. Y no está mal urdida, lo confieso; pero precisamente porque no lo está debo desconfiar. Es demasiado verosímil para que sea verdadera.

Sin embargo, Samuel no podía prolongar por más tiempo su visita.Olimpia-Cristina, a quien aquel hombre del que se originó toda su desventura la llenaba de

horror, dejaba caer la conversación a cada frase, y evitaba cruzar su mirada con la de su interlocutor, pues cada vez que la fijaba en éste, a duras penas era dueña de reprimir un gesto de repulsión como a la vista de un reptil.

Y era esencial que no se delatase a sí misma y que Samuel no sospechase lo más mínimo.Esta lucha hacía transparentar en la actitud de la artista un malestar y una tensión que Samuel no

podía menos de advertir.—Os dejo, señora —dijo éste levantándose.Y para sí añadió: volveré.—¡Oh! —murmuró Samuel una vez en la calle y después de despedir al coche— esa mujer sentía

en mi presencia un malestar que no es posible deje de significar algo. Evidentemente temía que se le escapase una palabra o un gesto. Iré a verla de nuevo, y por muy prevenida que esté acabará por dar con un minuto en que olvide su prevención y se franquee. Necesito indispensablemente saber qué planes alimenta Julio, pues es imposible que éste no alimente alguno; de no hacerlo, ya estaría muerto y sepultado. Esto le conserva y para esto y por esto únicamente vive. Sí, un designio u otro le retiene a la existencia, y yo sabré cuál, aun cuando a ello se opusiesen todos los ángeles.

Samuel volvió, efectivamente, a casa de Cristina; pero fue inútil: ésta había tenido tiempo de prepararse y estaba prevenida contra él y contra las preguntas que pudiese dirigirla.

Gelb halló, pues, a la artista sosegada, risueña, indiferente hacia Julio, a quien, según ella, no había visto de nuevo ni deseaba verle otra vez.

Ahora que lord Drummond estaba muerto y ya no había quien opusiese obstáculos a su proyecto de cantar en los teatros, la artista no se escondía, y no sólo no se escondía, sino que las puertas de su casa estaban abiertas para todos.

Samuel interrogó a muchos periodistas sus amigos, y supo que, en efecto, se habían entablado negociaciones para contratar a la signora Olimpia en la Academia de música.

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De esta suerte Gelb iba, de puerta en puerta, del palacio de la artista al palacio de Julio, y del de éste a Enghién; pero si Olimpia se mostraba reservada, no lo estaba menos el conde de Eberbach, y Federica, si es que sabía algo, en el particular no cedía a Julio.

Samuel hallaba de par en par las puertas, pero completamente cerrados los corazones.Al igual que todos los hombres de acción desocupados, Gelb, no sabiendo en qué matar el tiempo,

se complacía en atormentar a los demás; como siempre, empleaba su actividad del modo que podía.A Federica, a quien incesantemente hablaba de la muerte de Lotario, la había calumniado al decir

de ella a Olimpia que pronto se consolara de la muerte de su prometido, pues muy al contrario de ser así, cuando pronunciaba el nombre del joven ante su antigua pupila, ésta se ponía triste y se le anegaban los ojos.

Pero en parte tenía razón Samuel; en la apariencia el disgusto de Federica no era la desesperación de una mujer a quien se le ha muerto su amante, sino una tristeza suave y resignada, más parecida al duelo de una mujer que llora a un ausente, que no a la amargura desesperada de la mujer que llora a un difunto.

Desaparecido Lotario, Samuel recobraba sus derechos sobre Federica, a quien el malvado no se descuidaba de recordar sus antiguas promesas y las obligaciones que a él la ligaban.

Federica le dejaba que dijese; nada negaba ni rechazaba cosa alguna.Sin embargo y por singular contraste, a Samuel le irritaba cuanto le ocurría de algún tiempo a

aquella parte; y es que su terrible y revoltosa condición no podía transigir con tales dilaciones.Gelb estaba fatigado y disgustado de aquella existencia; tenía necesidad de acabar de una vez.Instantes había en que le asaltaban deseos de precipitar el desenlace; pero luego estimaba que

valía más que Julio fuese el primero que diese a conocer su plan, porque de tirarse a fondo sin saber la estocada con que éste le amagaba, le ponía en peligro de atravesarse a sí mismo con la espada del contrario.

Así pues, Gelb estaba perplejo entre su natural, que le incitaba a obrar, y la razón, que le aconsejaba que aguardase.

Hubiera sido menester que un acontecimiento hubiese venido a apresurarle, a impulsarle la mano; que Dios hubiese descendido de las alturas para romper con autoridad suprema una situación intolerable.

Pero el dios que apareció fue el pueblo.Para ocupar su impaciencia y para distraerse de sus propios asuntos, Samuel tomó parte en los

públicos, en la política, en la que de nuevo se despertó un tanto su pasión.Hacía algunos días que la lucha entre el parlamento y el trono, suspendida durante los últimos

meses, parecía querer anudarse.El 26 de julio, el estatuto estalló como una bomba, dejando, en el primer instante, mudos de

estupor a todos.

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Samuel recorrió al punto las calles y los barrios, esperando que hasta las piedras iban a sublevarse y que la nación recogería incontinenti la insolente provocación del trono; pero nadie se movió durante el 26. La cólera y la indignación no trascendieron fuera del campo de los periodistas y de los diputados.

El pueblo ni siquiera pareció darse por entendido,—¡Ah! —dijo Samuel para sus adentros— como toleren tanta ignominia, puedo volverme a

Alemania; aquí es eterna la monarquía.En esto Gelb se encontró con un redactor de El Nacional, quien, con la misma intención que él,

recorría las calles, y le preguntó qué novedades ocurrían.—Ya lo veis —respondió el periodista—, el pueblo permanece quieto. Empiezo a creer que el rey

y Polignac tienen razón. Si Francia permite semejante, es que lo merece.—¿Dónde está el rey?—Acaba de salir de caza para Rambouillet. Ahí el caso que hace de nosotros. No se digna tomar

ni la más pequeña precaución. Ved a qué término hemos llegado, a vernos despreciados, y con razón, por un Polignac.

—Todavía falta el rabo por desollar —argüyó Samuel—. Podéis excitar al pueblo desde las columnas de los periódicos; que espero no enmudecerán a pesar de la mordaza del estatuto. Vayamos a El Nacional.

Al pasar por delante de la Bolsa, Samuel y su compañero notaron un cambio completo en los rostros. La burguesía estaba tan consternada como indiferente el pueblo.

Efectivamente, a ella hería de lleno el estatuto, pues era la única que tenía interés en la ley electoral que éste rompía en mil pedazos; la única que contaba con órganos en los periódicos a los cuales Carlos X cerraba la boca.

Sin embargo, ni remotamente pensaba en resistir; estaba vencida de antemano.La burguesía no podía en modo alguno suponer que la monarquía se hubiese atrevido a sancionar

una disposición de tal naturaleza sin antes haber tomado toda clase de precauciones, sin estar armada y segura de sus tropas, sin tener a París encerrada en un círculo de bayonetas y de cañones.

Por los grupos corría de boca en boca una frase del delfín. El mariscal de Ragusa había dicho a éste que tan pronto apareciera El Monitor las rentas públicas habían bajado.

—¿Cuánto? —le preguntó el delfín.—Tres francos —respondió el mariscal.—Ya volverán a subir.Si tales palabras no eran el colmo de la necedad, envolvían la certidumbre de la fuerza.Samuel encontró en la redacción de El Nacional a los principales periodistas de París redactando

la protesta de la prensa contra la presión de que era blanco.Firmada la protesta, Coste, de El Tiempo, preguntó si se contentarían con ésta y si de las palabras

no pasarían a las obras.

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Otros redactores de El Tiempo y los de La Tribuna hicieron causa común con Coste para conseguir que al punto se mandasen emisarios a los talleres y a las escuelas de las facultades para sublevar a los obreros y a los estudiantes.

Samuel hizo notar que nunca jamás volvería a presentarse una coyuntura tan favorable; que puesto que el rey estaba de caza, Polignac ocupado en una adjudicación en el ministerio de la Guerra, y el gobierno, pábulo del vértigo, nada temía ni tomaba disposición alguna, era facilísimo triunfar si no se perdía minuto.

—De obrar con rapidez y energía —dijo Samuel coronando su discurso—, es más que probable que esta noche el rey, al regresar de Rambuillet, halle ocupado su sitio por la revolución.

Thiers, empero, reprobó las vías de fuerza.—No debemos salirnos de la legalidad —dijo—. ¿No ocupamos en este momento una posición

admirable? ¿Por qué, pues, abandonarla? Es menester que demos tiempo a la nación para que juzgue entre la monarquía, que rasga la Carta, y la oposición, que mantiene la ley. La conciencia nacional fallará, Francia se pondrá al lado de la oposición, y entonces ésta, invulnerable, podrá emprender cuanto quiera contra el trono. ¿Qué fuerza tiene en este instante la oposición por sí? Lo más que haría sería comprometerse y comprometer con ella el único obstáculo que se opone al absolutismo monárquico y clerical. ¿Qué cañones poseemos? ¿Con qué ejército contamos? El pueblo no toma cartas en el asunto, y aun cuando todos los periodistas pereciésemos con el pecho atravesado por las balas de los suizos, nuestra muerte no haría revivir la libertad de aquél. A veces basta una gota de agua fría para parar y disminuir la ebullición del agua hirviente.

La descarnada palabra del abogadillo de Provenza calmó el entusiasmo de los más exaltados; por lo tanto, la reunión acordó limitarse a la protesta.

Sin embargo, El Nacional, El Globo y El Tiempo declararon que al día siguiente publicarían sus respectivas ediciones pese al estatuto.

El Diario de los Debates y El Constitucional no se atrevieron a seguir este ejemplo, y se sometieron.Samuel se salió furioso y desesperando de todo.—Nada queda que hacer —se dijo—. A casa me voy; tanta cobardía me da asco. ¿Y a eso llaman

oposición? Ea, aún no está en madurez esta tierra. Para el advenimiento de la democracia en ella, falta todavía un siglo.

Gelb tomó, taciturno y airado, el camino de Menilmontant, y al salir de la barrera oyó el son de algunos violines a los que estaban amolando en una fonda, y vio multitud de bailadores y bebedores, que sin duda constituían el cortejo de una boda, en un jardín polvoroso que sólo estaba separado de la calle por un seto.

Samuel se acercó a un obrero que, vestido con su ropa dominguera, estaba fumando una pipa al umbral del jardín, y le preguntó:

—¿Os divertís vos y vuestros amigos?—¿Por qué no? —respondió el interpelado.

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—¿Luego no sabéis lo que ocurre en Paris?—¿Ocurre algo?—El ministerio ha publicado una ley por la que suprime el derecho de los electores.—¿De los electores? —arguyó el obrero—. ¿Y a nosotros qué nos importa? ¿Acaso el pueblo es

elector?—También ha suprimido los periódicos.—¡Los periódicos! ¡Y qué! ¿Nos atañen por ventura en algo? Ni siquiera los leemos. ¡Los venden

tan caros! Por menos de ochenta francos al año no puede uno suscribirse a ninguno de ellos.—Pues precisamente es menester que los periódicos y las elecciones os atañan —repuso Gelb—,

y si vosotros quisieseis...—¡Bah! —replicó el obrero soltando una bocanada de humo—, con tal que no aumenten el

precio del pan y del vino, el rey puede hacer lo que más le acomode.En esto se acercó al obrero una muchacha alegre y rolliza, y asiendo a éste del brazo, exclamó:—Di, ¿así es como me invitas a bailar, plantándome? Ea, vente corriendo, van a empezar.—Allá voy —dijo el obrero, siguiendo a la joven.Samuel entró en su casa desesperanzado del todo, comió y se acostó.Al día siguiente no puso los pies en la calle, sino que pasó el día paseándose por el jardín,

calenturiento y fatigado.Hacía un calor bochornoso.—Es inútil cuanto he hecho —se dijo—. Mi objeto era dominar un gran movimiento popular,

ser el árbitro de las ideas. Como el pueblo no se subleve, para nada sirvo, ni me aprovecha cosa alguna, ni necesito del dinero de Julio; porque ¿qué haría yo con él? Viva Julio para toda una eternidad si quiere. No seré yo quien le dé el empujón que le precipitaría en la tumba. ¡Ah! poco sospecha él que la indiferencia del pueblo le salva y que esta muerte de todos es su vida.

La tarde, tocaba a su fin. Samuel, cansado de andar, acababa de tenderse en un banco; mas apenas lo había efectuado, cuando experimentó un estremecimiento súbito. Parecióle que del lado de París partiera un ruido semejante al fuego de fusilería.

—No puede ser —dijo entre sí Samuel prestando oído atento—, es una alucinación mía.A poco resonó el ruido de nuevas descargas.No había ya que dudar; realmente eran fusilazos.—¡Disparos de fusil! —dijo Samuel levantándose de un salto—. Entonces es el pueblo. ¡Ah

pueblo honrado! yo te calumniaba. ¡Mi sueño resucita! ¡Viva el pueblo y muera Julio!

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CAPITULO XXIVDonde se ve que las revoluciones no siempre aprovechan a quien las trama

—¡Abajo Carlos X y Julio! —repitió Samuel sintiéndose revivir por completo—. Cada uno vamos a efectuar nuestra revolución: Francia y yo; yo voy a trabajar para el triunfo de la suya, mientras ella trabajará por el buen éxito de la mía.

Gelb se subió apresuradamente a su cuarto, tomó de un cajón un puñado de monedas de oro, escribió algunas líneas, se armó y tomó el camino de París, donde entró, no por la primera barrera, sino siguiendo los bulevares exteriores para ver si los barrios tomaban parte en la insurrección. En estos empezaba a notarse alguna efervescencia. Acá y allá formábanse grupos, a los que algunos oradores improvisados dirigían fogosos discursos mientras comentaban con acentos viriles los artículos de los periódicos que no habían temido salir a luz aquella mañana.

Samuel entró en París por la barrera de San Dionisio; pero no bien hubo penetrado algunos pasos en la capital, cuando oyó un ruido formidable y gritos furiosos de:

—¡Matadlo! ¡Que lo fusilen!Gelb apresuró el paso, y al doblar una esquina vio a un grupo de hombres que acababa de detener

a un coche.—¿Qué hay? —preguntó Samuel.—Es un ministro que se fuga —respondió un obrero.—¿Qué ministro?En esto un hombre del pueblo abrió la portezuela del coche, y todos pudieron ver, en el interior

de éste, a una señora, dos niños y a un sujeto de unos cuarenta años, el cual se apeó atropelladamente.Samuel, que reconoció al que acababa de bajar del coche, dijo para sí:—Este es el valor de los liberales; han preparado la revolución y llevado al pueblo a las barricadas,

y ahora que ha empezado la lucha, se zafan. Dejan al pueblo que salga como pueda del peligro en que ellos le han metido. Pero no, a éste le cojo y no se escapa; luchará a nuestro lado y a pesar suyo le convertiré en héroe.

Y al ver que el del coche permanecía mudo, no atreviéndose a fiarse de los obreros armados, Samuel tomó la palabra.

—¿Qué estáis haciendo ahí, amigos míos? —exclamó dirigiéndose a los obreros. Este que aquí veis, no es un ministro; muy al contrario, es un defensor del pueblo.

—¿Cómo se llama? —preguntó la muchedumbre.—Casimiro Perier.

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—¡Casimiro Perier! —exclamó el pueblo—. ¡Viva la Carta!—Sí, hijos míos, ¡viva la Carta! —gritó Casimiro Perier— y nosotros la defenderemos juntos aun

cuando debamos morir por ella. ¡Viva la Carta!—Llevadle en triunfo —dijo Samuel.Los amotinados, obedeciendo a éste, se llevaron triunfalmente hacia el campo de batalla a aquel

fugitivo de su victoria.¡Ved de qué pende la suerte! En el momento en que a viva fuerza le internaban de nuevo en París,

Casimiro Perier salía de la capital para ir a reunirse a Carlos X y ponerse a su servicio.Sin embargo, la insurrección estaba todavía en sus comienzos.Acá y allá se había empeñado algún tiroteo aislado; pero no pasaba de unos cuantos fusilazos.La escaramuza aquella era el preludio del combate.Fuertes y numerosas patrullas de infantería recorrían calles, bulevares y muelles, sin que nadie les

pusiese impedimento.El pueblo daba vivas a las tropas y a la Carta, para, en cierto modo, asociar al ejército al motín.Antes de empeñar la batalla, el pueblo y el trono se estudiaban mutuamente.Sentíase la proximidad de una lucha terrible y decisiva.En la atmósfera se respiraba la proximidad de la tormenta, Samuel ensayó un recurso enérgico.

Entró en la tienda de un vendedor de indiana, compró en ella tres pedazos de tela, encarnado el uno, blanco el otro, y el tercero azul, los hizo coser, los puso luego al cabo de un palo y salió tremolando aquella bandera tricolor.

Aún no había cerrado del todo la noche.Aquella bandera, trasunto de tanta gloria y a la que el pueblo no viera desde hacía quince años,

produjo un efecto indecible; fue como si lo pasado volviese de improviso tras tantos años de humillación y de bajeza.

París pareció despertarse de la monarquía como de una pesadilla.Prontamente circuló por la capital una noticia, rayo precursor de la tempestad: acababa de

conferirse el mando de aquélla al general Marmont, duque de Ragusa.Este nombre, sinónimo de invasión, de Waterloo, de patria entregada al enemigo, de los cosacos

galopando lanza en ristre por nuestras plazas públicas, de Francia desangrándose por cien heridas, de saqueo de nuestros museos, de nuestra bandera insultada, de todas nuestras desdichas y de todas nuestras afrentas, fue como el guante arrojado a la faz de la nación.

Desde aquel instante la lucha fue inevitable.No se trataba ya de electores y de periodistas, sino de la honra nacional.El pueblo no se batía ya contra el estatuto, sino contra Waterloo.—¡Mueran los cosacos! —gritó Samuel—. ¡A las barricadas!

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El grito de Gelb sonó y fue creciendo de eco en eco.Iba a cerrar la noche, y ya no era posible hacer gran cosa de provecho; pero el pueblo se preparó

para la lucha del día siguiente, desempedrando las calles y reforzando las barricadas.El 28 empezó por modo formidable la lucha, en la que tomaron parte, unidos al pueblo, los

alumnos de la Escuela politécnica.Al primer disparo, Thiers salió para la villa que la señora de Courchamp poseía en Montmorency.En las casas consistoriales fue donde la lucha revistió caracteres más sangrientos.Los amotinados, al amparo de los parapetos de la margen izquierda, disparaban contra los suizos

que custodiaban la plaza del Arenal.Samuel estaba sobre el parapeto del puente de Areola, dirigiendo el fuego, desafiando las balas,

prodigando su vida.La lucha duró hasta la noche.En lo más recio del tiroteo, Samuel volvió el rostro, y al ver venir un grupo de cuatro personas,

gritó con todas sus fuerzas:—¡Viva Lafayette!En efecto, éste era quien pasaba acompañado de dos amigos y un criado.El anciano general se acordaba de la participación que había tenido en la revolución primera y

ardía en deseos de tomar parte en la de ahora; pero los que le rodeaban le retenían y se afanaban en disuadirlo, diciéndole que aquello no era una revolución, sino un motín, y que el pueblo no resistiría por espacio de veinticuatro horas al ejército.

Lafayette titubeó. Sin embargo, quiso ser testigo de visu, y se fue a pie de barricada en barricada.Samuel, que no era hombre que dejase titubear a nadie, saltó al suelo, y encaminándose en

derechura a Lafayette, le dijo:—Mi general, ¿sois de los nuestros? Gracias.Y volviéndose hacia los sublevados, añadió:—¡Amigos, el general Lafayette asume el mando de la guardia nacional!—¡Qué! —repuso Carbonnel, que acompañaba a Lafayette— ¿queréis que le fusilen?—¿Dónde hay un hombre de buena voluntad? —gritó Samuel.—¡Aquí! ¡Aquí! —respondieron veinte voces.—Venga uno —dijo Samuel—; tú, Miguel. Ve y proclama por todas partes que ha vuelto a

establecerse la guardia nacional y que el general Lafayette se ha puesto al frente de ella.Miguel partió a escape.—¡Viva Lafayette! —gritaron mil voces a lo largo del muelle.

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El anciano estaba conmovido. Al ver renacida su antigua popularidad experimentó algo como el vértigo.

—Ahora —continuó Samuel—, aguardaos un instante. Vos necesitáis de las casas consistoriales y vamos a tomarlas. Es asunto de un momento.

Durante estas conversaciones, no había cesado el tiroteo.Los soldados, que veían sus balas aplastarse contra los adoquines del muelle, empezaban a

desalentarse. Además, en esta clase de guerras civiles, el ejército recuerda pronto que también es pueblo y advierte que dispara contra sus hermanos.

La resistencia que oponían las casas consistoriales era muy floja;—¡Adelante, y fuego! —gritó Samuel.Los paisanos hicieron una tremenda descarga, a la que no contestó la tropa; luego avanzaron y

atravesaron el puente, cerca de la plaza, sin encontrar resistencia. Sólo algunas balas pasaron silbando por los oídos de los vencedores.

Las casas consistoriales estaban abandonadas; los soldados acababan de salir de ellas.Samuel buscó a Lafayette; pero el general había desaparecido; y es que a fuerza de instancias, sus

amigos consiguieron llevárselo consigo.—¡Voto al diablo! —Exclamó Gelb—, ya que nos dan suerte los hombres conocidos, nos

pasaremos sin ellos. También tiene su poder lo desconocido.Y dirigiéndose al insurrecto que estaba más próximo a él, le dijo:—Dubourg, ¿quieres ser el amo de todo?—¿Y por qué no tú? —replicó el interpelado.—Es que a mí los liberales me conocen y es menester que haya uno que asuma el prestigio del

misterio.—Enhorabuena —contestó Dubourg.—Entonces instálate aquí y gobierna —repuso Samuel—. Vamos a pasar la noche redactando

algunas proclamas que irán firmadas por el general Dubourg, gobernador de París. Mañana te pondrás un uniforme cualquiera, y te darás, a caballo, una vuelta por los muelles para que el pueblo te vea. Todavía nos falta apoderarnos de las Tullerías; pero las tomaremos, y mañana, a medio día, Francia será nuestra. ¿Conformes?

—Conformes.Así pasó, ni más ni menos. En los momentos de revolución, los amotinados siempre agradecen

que haya quien se atreva a encauzar el movimiento. El general Dubourg fue realmente y por espacio de doce horas el rey de París. Decretó cuanto quiso, y sus proclamas fueron acatadas por quienes nunca habían oído pronunciar su nombre.

Al día siguiente los insurrectos se hicieron dueños de las Tullerías, gracias a que las tropas, cada vez más desmoralizadas, sólo oponían al pueblo una resistencia muy débil.

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Samuel fue uno de los que primero entraron en el palacio del que para siempre saliera Carlos X veinticuatro horas antes.

El pueblo se vengó en los retratos del mal que le causaran los hombres. Todos los lienzos que representaban príncipes o reyes impopulares, fueron rasgados a bayonetazos.

Pronto la burla hizo migas con el heroísmo. En efecto, algunos hombres del pueblo se echaron sobre sus ensangrentadas camisas los trajes de seda de las princesas.

—¡Ah! ¡El trono! ¡El trono! —gritó uno de los insurrectos—. ¿Qué vamos a hacer con él?—Aguarda —dijo Samuel.Acababan de traer los inanimados cuerpos de los que habían sucumbido durante los contados

minutos que durara el sitio del palacio.Samuel cogió uno de ellos en los brazos, lo sentó en el trono y dijo con voz vibrante:—¡Hermanos míos! ahí nuestro rey: ¡un cadáver! ¡La monarquía ha muerto! ¡Viva la república!—¡Viva la república! —repitieron dos mil voces.Cumplida esta ceremonia, Samuel dejó que los demás continuaran por sí solos la obra de

destrucción, y saliendo de las Tullerías se encaminó a casa de Julio.—¡Maldita sea! —dijo entre sí Samuel al encontrarse en la calle y acudiéndosele repentinamente

una idea— he echado a perder mi negocio. Tenía en la mano un medio sencillísimo de deshacerme de Julio. Ya que constantemente está hablando de su deseo de morirse y se queja de no experimentar ya emoción alguna, debiera habérmelo llevado a una barricada cualquiera, donde una bala se habría encargado de expedirle el pasaporte para el otro barrio. Pero tal vez quede tiempo todavía... Se baten aquí y allá... Voy a hablarle y a ver si consigo hacer brotar en su pecho algunas chispas democráticas de su juventud.

Cuando Samuel entró en el cuarto de Julio, los ojos de éste se animaron de vago brillo. No parecía sino que el conde estuviese aguardando tal visita.

Sin embargo, la mirada de Julio volvió a apagarse inmediatamente, tanto, que Samuel ni siquiera tuvo tiempo de advertir el relámpago que por ella cruzara.

—Despiértate —exclamó Gelb, al ver la soñolencia de su amigo—; la ocasión es propicia. El régimen antiguo se tambalea y va a derrumbarse. Ven a ayudarnos y a darle la última azadonada.

—Estás hecho un asco, Samuel —dijo Julio con toda tranquilidad—; la pólvora te ha puesto como el carbón, y llevas el traje en jirones...

—Ya lo creo, como que salgo de las Tullerías.—¡Ah! ¿Han tomado las Tullerías?—Lo hemos tomado todo. ¿Vienes?—No —respondió Julio.

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—¡Cómo! —replicó Samuel— ¡Ese despertar de una nación no te despabila! ¿Tan pertinaz es tu sueño que resiste a los disparos de fusil y de cañón?

—Tú tienes la suerte de poder interesarte todavía en las luchas políticas y aun tomar parte en ellas; ¡pero yo! ¿Cómo quieres que me interese en los asuntos ajenos cuando no me preocupo ya con los propios? Demás, si algún interés humano fuese parte a mover a un moribundo como yo, te confieso que entre la autoridad y la insurrección, prestaría todo mi apoyo a la primera. El triunfo de la revolución en Francia causaría un trastorno en Alemania. En pro de mi patria ya nada puedo, lo sé; pero si hubiese aún algo que fuese capaz a tentarme, sería la ocasión de preservarla de la anarquía y proporcionarle la paz. No esperes, pues, arrastrarme a las barricadas, y de ir no me verías en el mismo lado que tú.

—Ponte al lado que quieras, pero ven —dijo atropelladamente Samuel.—¡Ah! —murmuró Julio mirando de hito en hito a su interlocutor y cual si leyese en lo más

recóndito del pensamiento de éste.—Delante o detrás —prosiguió Samuel—; esto te hará vivir.—¿Realmente quieres que vaya para que viva? —preguntó Julio sin apartar de Samuel la mirada.—¿Para qué, pues? —arguyó Gelb— ¿Crees acaso que me anima el intento de colocarme frente

a ti y enviarte una bala?—Bromeaba —repuso el conde.—No sabía que tuvieses tanto apego a la vida —profirió Samuel—. ¡Como tan a menudo repites

que tu dicha sería morir!—Quiero morirme, sí, pero de cierta manera.—¿Es un secreto?—Lo es.—Guárdalo. Ea, ¿vienes, sí o no?—No.—Adiós, pues.Samuel se volvió apresuradamente a las casas consistoriales, donde dejara a Dubourg dueño

absoluto de la situación.—Entre los dos —decía para sí Gelb— vamos a renovar Francia y Europa. Por fin ha sonado la

hora de los hombres nuevos y de las nuevas instituciones.Samuel, al entrar en las casas consistoriales, encontró al general Dubourg que salía de ellas, y le

preguntó:—¿Adónde vais?—A mi casa —respondió Dubourg.—¡Cómo a vuestra casa!—¿Qué diablos queréis que haga yo aquí? Ya no soy yo quien mando.

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—¿Quién manda, pues? —preguntó Samuel con inquietud.—Lafayette.—¿Cómo se entiende? ¿Por qué le habéis cedido el puesto?—No soy yo quien se lo he cedido —profirió Dubourg—, sino el coronel Dumoulín, al que había

yo confiado el mando de las casas consistoriales. Cuando Lafayette ha llegado subido sobre su caballo blanco, rodeado de una escolta de diez o doce personas y de una veintena de pilletes que aplaudían a su corcel, a Dumoulín se le ha ido la cabeza, y diciendo que era menester dar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César, se ha hecho a un lado para dejar libre el paso al general.

—¡Maldito sea el diablo! —exclamó Samuel crispando las manos— van a escamotearnos la revolución.

—No van, ya la han —argüyó Dubourg—. Han empezado por instalar una comisión compuesta de no me acuerdo quiénes y han dirigido ya una proclama al pueblo para entretenerlo. Los diputados han tomado cartas en el juego y todo lo han echado a perder. Me voy a casa y no salgo de ella como no se reanude el fuego.

Dubourg estrechó la mano a Samuel y se alejó. El general Dubourg tenía razón; desde aquel momento la revolución estaba completamente perdida.

A Lafayette, viejo ya, le faltaba la energía suficiente para dirigir un movimiento popular, y por otro lado su antigua reputación liberal y revolucionaria le daba un influjo peligroso sobre la plebe.

Samuel entró en las casas consistoriales e intentó llegar hasta donde estaba Lafayette; pero un centinela apostado a la puerta del gabinete del general le cerró el paso.

—¡Ya! —profirió Gelb—. ¡Ya no puede entrar aquí la revolución! Pero ¡bah! si no podemos hablar con el gobierno, podemos dirigir la voz al pueblo.

Y saliéndose de las casas consistoriales, Samuel se dirigió hacia los grupos armados que llenaban la plaza y las calles. Pero en vano se esforzó; la popularidad de Lafayette era inmensa. Para el pueblo, éste era la personificación resucitada de la revolución de 1789.

Samuel no halló a nadie que quisiese dar crédito a sus recelos; mas como no era hombre que se desalentase fácilmente, buscó en otra parte, y a fuerza de buscar acabó por dar con un insurrecto que junto a él se batiera en el ataque de las casas consistoriales y en la toma de las Tullerías, al que preguntó:

—¿Qué me decís de lo que está pasando?—Que nos soplan nuestra victoria —respondió el interpelado.—¡Por fin hallo un hombre! —exclamó Samuel—. ¿Y dejaremos que nos la hurten?—A lo menos yo no lo consentiré.—Tampoco yo —añadió Samuel—. ¿Qué pensáis hacer?—Por ahora nada. El pueblo cree en Lafayette. Como tocásemos a ese espectro, nos convertirían en

jigote. Lo que debemos hacer es estar alerta. La comisión que se ha apoderado de las casas consistoriales

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va indudablemente a tomar alguna resolución que abrirá los ojos al pueblo. Entonces podremos contar con un apoyo y obraremos con energía.

—Contad conmigo —dijo Samuel—. ¿Dónde nos encontraremos?—En la calle de la Perla, número 4. Preguntad por Jaime Grenier.—Corriente.Ambos interlocutores cruzaron un fuerte apretón de manos y se separaron.Samuel intentó aún dar con otros que hubiesen combatido a su lado; pero al ver que todas sus

pesquisas resultaron infructuosas y que París acogía con confianza unánime el nombre de Lafayette, sintió profunda amargura.

—Las monedas de a cinco francos mienten al rezar que Dios protege a Francia; pero ¡voto a cribas! ¿Sí protegerá a Julio? Como la revolución aborte, vuelvo a no tener necesidad de sus riquezas; porque ¿qué haría yo con ellas? ¡Bueno estaría que contra mi voluntad me convirtiese en hombre de orden! ¿En qué voy a emplear el tiempo en adelante? ¡Toma! ¿Si me fuese a casa de Laffitte? Primero tomemos un bocado.

Samuel se metió en el primer restaurante que halló abierto, y como desde la noche anterior no había probado alimento, comió con apetito.

El día tocaba a su fin cuando Gelb entró en el palacio Laffitte, por demás concurrido en aquel momento; como que se habían reunido en él todos los diputados liberales, con objeto de aguardar la contestación del duque de Orleáns, a quien habían enviado un emisario para proponerle la lugartenencia general del reino.

Ya por la mañana, Thiers se había trasladado a Neuilly para ver al duque; pero éste estaba, ausente desde el 26, en cuyo día partiera para ir a esconderse en el castillo de Raincy.

A instancias del mencionado Thiers, la duquesa de Orleáns había enviado, por conducto del conde de Montesquiou, a decir a su marido que regresase; pero éste no se dejó persuadir sino a fuerza de insistencia por parte del conde, el cual cogió la delantera después de haber visto al de Orleáns tomar asiento en un coche.

Sin embargo, habiendo el de Montesquiou vuelto la cabeza al encontrarse a un centenar de pasos del castillo, vio como el coche del duque retrocedía hasta el Raincy, lo que le obligó a retroceder a su vez, a empezar de nuevo sus exhortaciones y a conducir personalmente a aquel usurpador irresoluto.

Según lo pactado, Luis Felipe debía aguardar en Neuilly a que le presentasen un mensaje firmado por doce diputados ofreciéndole la lugartenencia general del reino.

El mensaje había partido hacía dos horas cuando Samuel llegó al palacio Laffitte, donde los en él reunidos estaban aguardando la llegada del duque de Orleáns.

—¡Un príncipe y Borbón! —dijo entre, sí Samuel—; con tal gente es inútil pensar en nada de provecho.

Con todo, Gelb se quedó, ya para asistir a las peripecias que iban a desenvolverse, ya para atisbar el momento de entrar en acción.

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El duque de Orleáns llegó a eso de la una de la madrugada, y se deslizó furtivamente en el Palacio Real.Los doce diputados que le enviaran el mensaje aguardaron la llegada del día para presentarse al

duque y hacerle directamente la proposición.Todos sabemos las vacilaciones, entre fingidas y sinceras, con que el de Orleáns acogió las primeras

insinuaciones, y por fin su aceptación.En continente los congregados, en el Palacio Real redactaron una proclama y la enviaron al

congreso de los diputados, que la saludaron con una salva de aplausos.Sólo era dudosa la aprobación por parte de Lafayette. Nadie sabía si el viejo republicano querría

un príncipe o bien proclamaría la república. Acordaron, pues, los que llevaban la batuta, hacer una manifestación, es decir, que el duque de Orleáns, acompañado de los diputados más populares, fuese a las casas consistoriales.

—Este es el momento —se dijo Samuel, saliendo del palacio y encaminándose a la calle de la Perla, a la puerta de cuya casa número 4, o sea en la que vivía Jaime Grenier, llamó con fuerza.

—Pronto —dijo Gelb a su correligionario, a quien enteró en dos palabras de lo ocurrido—; no hay que perder minuto.

—¡El duque de Orleáns en las casas consistoriales! —exclamó Grenier—; empieza nuevamente la monarquía. Pero no temas; no llegará allá. ¿Cuándo va?

—Ahora mismo.—¡Demonios! —profirió Jaime—, no me queda tiempo para avisar a mis amigos; pero dos

hombres decididos bastan.—Esto creo yo —dijo Samuel—; es menester que uno de los dos nos situemos en la carrera y el

otro al final de ella, en las casas consistoriales mismas. ¿Dónde prefieres estar tú?—En la carrera —respondió Jaime.—Y yo en la gran sala de las casas consistoriales; si tú yerras el tiro, no lo erraré yo.—Conformes. ¿Traes una pistola?—Dos.Samuel y Grenier fueron juntos hasta la plaza del Arenal donde el primero se separó del segundo,

después de estrecharle la mano, y se encaminó hacia las casas consistoriales.Un cuarto de hora hacía que los dos confabulados se habían separado, cuando se inició un gran

movimiento entre la muchedumbre.Era que, por los muelles, se acercaba el cortejo del duque de Orleáns.El cual, a caballo, precedía a Laffitte, llevado en coche.Los gritos de alegría y de triunfo que habían festejado al cortejo al salir éste del Palacio Real,

iban menguando progresivamente, y desde el Puente Nuevo, la actitud del pueblo era grave, casi amenazadora.

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—¡Todavía un Borbón! —exclamó un obrero al lado de Jaime—. ¡Y para eso nos hemos batido!—Sosiégate, hijo —repuso Grenier—; aún no hemos llegado al fin.De improviso desembocó el cortejo. El duque de Orleáns hacía como que volvía el rostro hacia

Laffitte, cual para ampararse en una popularidad más robusta que la suya.Grenier se metió la mano al bolsillo, sacó una pistola y apuntó; pero al punto y por su espalda una

mano le asió del brazo y se la quitó.Jaime volvió el rostro y se encontró con el obrero con quien acababa de hablar.—¿Qué estás haciendo? —le preguntó éste.—¿Qué te importa? —respondió Grenier—; no quiero Borbones.—¡Mueran losBorbones! —profirió el obrero— pero aguarda otra ocasión; podías haber matado

a Laffitte.Grenier dio un empujón al obrero y recogió su pistola, que había caído al suelo; pero el cortejo

estaba ya en las casas consistoriales.No por eso desistió Jaime de sus propósitos, pero le fue imposible penetrar en éstas por haberle

cerrado el paso los centinelas.El duque de Orleáns, al entrar en la gran sala, encontró en ella una multitud compuesta por

combatientes de la víspera y de discípulos de la Escuela politécnica, los cuales empuñaban sendas y desnudas espadas y ostentaban la tristeza y la severidad en el rostro.

También estaba allí el general Dubourg.Un diputado leyó la declaración del congreso, que por cierto fue aclamada por muy pocos.El general Dubourg avanzó hacia Luis Felipe, y tendiendo la mano en dirección a la plaza, llena

aún de hombres del pueblo armados, le dijo:—Ya conocéis nuestros derechos; como los olvidéis os los recordaremos.—Caballero —contestó el duque algo turbado—, soy hombre digno.—En las gradas del trono no hay hombre que lo sea —dijo Samuel, empuñando su pistola y

apretando el gatillo.Pero el tiro no partió.Samuel inspeccionó entonces su arma, y al ver que faltaba el pistón, quiso echar mano de la que

llevaba de repuesto; pero se la habían sustraído,—¡Traición!—exclamó Gelb.Era tal la aglomeración de gente que llenaba la sala, que nuestro revolucionario, oprimido por

todas partes, no había sentido la mano que se le deslizara en el bolsillo.En esto Lafayette cogió una bandera tricolor, y la puso en manos de Luis Felipe, a quien dijo;—Veníos.

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Y conduciendo al duque al balcón de las casas consistoriales, le abrazó ante la apiñada muchedumbre.

Este acto fue la coronación de Luis Felipe. Lafayette acababa de consagrarlo con su popularidad.El pueblo prorrumpió en aclamaciones.—Acabóse—dijo para sí Samuel—; será rey dentro de ocho días. Todos los sueños de mi vida

quedan desvanecidos desde ahora. Nada queda que hacer... Sí queda —añadió irguiendo la frente—. Aquí todo ha terminado, pero puede empezarse de nuevo. ¿Soy yo mujer o niño para descorazonarme a la primera dificultad? No, nada se ha perdido aún. Existe una manera de repararlo todo. Reflexionemos.

Y apoyando la frente en la mano, se entregó por espacio de algunos minutos a profundas meditaciones. Luego, sonriendo y chispeándole los ojos, murmuró:

—Ya he dado en el quid. ¡Ah! no soy yo de los que renuncian fácilmente.Gelb, que en cinco minutos había hilvanado en su mente un nuevo proyecto que iba a decidir de

su suerte, se salió de las casas consistoriales y se fue a la de Julio.

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CAPITULO XXVCambio de frente

Al ver a Samuel, a Julio se le iluminaron de nuevo y fugazmente los ojos, cual si este brillo envolviese una esperanza oculta.

—¿Qué hay, mi querido Samuel? —preguntó el conde más alegremente que de costumbre—; me place que tus triunfos no te borren el recuerdo de tus amigos.

—¿Qué triunfos? —preguntó Samuel.—¡Cómo! ¿Acaso no triunfamos en toda la línea? Acabo de leer los periódicos, no para mí, sino

para saber adonde habíais llegado tú y los demás revolucionarios, y por ellos he visto que no habíais perdido el tiempo. El nombramiento del duque de Orleáns para la lugartenencia general del reino, implica el destronamiento de Carlos X.

—Sí, lugarteniente general del reino —repuso Samuel recalcando amargamente esta última palabra—. El pueblo ha cambiado de señor; ahí a lo que llama una revolución. Y cuenta que nadie puede decir si el nuevo amo vale más que el antiguo y si será menester destronarlo a su vez. Ya ves si soy necio, he jugado mi vida para poner un rey en el sitio de otro. Pero por quien soy te juro que me vengaré de esa oposición pueril que nos ha arrebatado nuestra victoria y que después de la batalla ha venido a saquear a los muertos.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Julio.—Dicen que hay que pensar en lo peor —profirió Samuel—, y yo digo que en lo que hay que

pensar es en lo insignificante. Siempre es lo pequeño lo que se lleva el triunfo. Nunca me he forjado grandes ilusiones, y esto tú lo sabes, respecto de la especie humana; pero veo que todavía le he dado una importancia cien veces mayor que no tiene.

Luego y como para aturdirse, Gelb continuó atropelladamente:—Puede que llegue el día del pueblo, pero todavía no nos encontramos en él. Conozco que me

he precipitado. Soy un hombre del siglo venidero. Las naciones no están todavía en tiempo para la libertad. Tal vez se pasarán muchas centurias antes no la comprendan, y de aquí a que llegue el día, sólo la autoridad puede proporcionarnos la paz. Ahora bien, como yo no puedo dormirme ahora para despertar dentro de cien años, he resuelto acomodarme al tiempo en que vivo; y si la autoridad reclama mi apoyo... me paso a ella con armas y bagajes.

—¡Ah! —dijo Julio, que observaba a Samuel con gesto singular y cubría con la impasibilidad de su rostro la emoción interna que experimentaba.

—He venido para hacerte una proposición —continuó Gelb—. Cuando anteayer te pregunté si querías acompañarme a las barricadas, me respondiste que de ir no sería para quedarte en el mismo lado

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que yo y que seguías permaneciendo fiel al gobierno al cual habías servido. Pues bien, ¿quieres probar tu devoción al gobierno ése?

—¿Cómo?—Escucha: aunque el motín de estos tres días no haya producido aquí sino una semi revolución,

no dejará de repercutir en Alemania. Ahora puedo decirte que la Tugendbund no ha muerto y que va a solevantar a la juventud y al pueblo. De un momento a otro va a reventar la bomba. Allá como acá, triunfarán los reyes, lo admito, pero no sin luchas civiles y sin que se derramen torrentes de sangre. Y mira, Julio, la monarquía tiene ya bastante sucias las manos para que a esta suciedad tenga que añadir manchas de sangre. Ahora bien, el que facilite a los gobiernos de Alemania el modo dé evitar la lucha; el que exima a los reyes de las terribles represalias que para lo porvenir les preparan sus momentáneas victorias contra la libertad; el que libre a la Tugendbund de una lucha que en la actualidad no puede sino acabar con ella de un modo sangriento; el que salve a la patria de una conmoción dolorosa, ¿no tendrá por ventura el derecho de pedirlo y obtenerlo todo?

—Es indudable —dijo Julio.—Pues bien —profirió Gelb—, tú puedes ser ese hombre.—¿Yo?—Tú, sí.—Estás loco —repuso el conde de Eberbach—. ¿Acaso no ves el estado en que me encuentro?

¿Qué quieres que solicite y obtenga? ¿Por ventura me queda tiempo para ser ambicioso?—Siempre nos queda el bastante para serlo de la honra y gloria que dejamos en pos de nosotros.—Explícate.—Es lo más sencillo. Todavía no hace un año representabas aún en París al rey de Prusia, de quien

conservas el recuerdo de su magnificencia y al que quedas obligado por gratitud y por deber. A mí no me asisten las mismas razones para permanecer fiel a mi partido. Nadie ha hecho nada por mí; por lo tanto soy libre. He adquirido el derecho de abandonar a los ingratos, qué digo ingratos, necios que se abandonan a sí mismos. Ya me figuro lo que van a decir, que soy un renegado y un traidor; pero ya sabes el caso que yo hago del parecer de los demás respecto de mí. Y aun prescindiendo de esto, a lo menos no podrán decir de mí que abandono a mi partido en la desgracia, porque para todo el mundo, a excepción, tal vez, de tres o cuatro exaltados, somos 15 vencedores. Como dieses por admitido lo que cantan por las calles, el pueblo acabaría de entrar en plena posición de su libertad. Así pues, el momento es oportuno para abandonar el campo de los que se creen victoriosos; los cuales casi me agradecerán que me separe de ellos y estarán satisfechos de tener un compañero menos con quien compartir la victoria. Soy de los vuestros, Julio, y para corresponder a vuestro recibimiento, os traigo algo de provecho.

—¿Qué?—Pondré en tus manos, en las del rey, a los jefes de la Tugendbund en flagrante delito de

conspiración.

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Por más que hizo un esfuerzo sobre sí mismo, Julio no pudo dominar un gesto. Iluminósele prontamente la mirada y pareció renacer a la vida.

—¿Te admira lo que te digo? —preguntó Samuel, que advirtió el gesto y la mirada del conde de Eberbach—. Cambio de rumbo; y tú sabes que no hago las cosas imperfectamente. Los liberales de Francia me han hecho renegar de todos los liberales del mundo. En compañía de esa gentuza me he descarriado, y, aunque tarde, veo que con ella es imposible dar fin a idea alguna que tenga visos de grandiosidad. Así pues, quiero probar qué tal me va con los otros. Es preferible ser un Richelieu que no un Catilina. Si la monarquía quiere servirse de los hombres de temple y de enérgica iniciativa, tal vez esté aún en camino de salvarse. Ya ves que para los zurcidores de revoluciones no han llegado todavía los tiempos. Ea, ¿aceptas mis ofrecimientos?

—¿Qué me correspondería hacer si yo aceptase? —preguntó Julio.—Partiríamos los dos para Alemania esta tarde misma, o a lo más mañana por la mañana, y una

vez allá me comprometo a que en una semana hagas más quizá de lo que no has hecho en toda tu vida. En cuanto a mí, de una vez recobraré los cuarenta años que he perdido. Ea, déjate de vacilaciones pueriles; a la par que a tu patria, sirves a tu amigo. Por lo que se refiere a los jefes de la Tugendbund, empezaremos por estipular que se les garantiza la vida; lo cual debe quitarte el último escrúpulo. ¿Quedamos de acuerdo? Di.

—El viaje es largo y fatigoso —profirió Julio—, y, extenuado como estoy, es probable que no llegue a su término.

—¿No te detiene más que eso? —repuso Gelb—; ya te propinaré un tónico que te reanime y sostenga.

—¡Ah! ¡Un tónico! —repitió Julio, como si hiciese largo rato que esperase oír esta palabra de labios de su interlocutor.

—Nada temas; es completamente inofensivo.—Pues bien, acepto —dijo el conde—. Ya te he dicho en otra ocasión que me ponía

incondicionalmente en tus manos, Haz de mí lo que quieras.—Enhorabuena —profirió Samuel—. ¿Prefieres salir esta tarde, o mañana por la mañana?—Te ruego me concedas esto último.—Corriente. Lo único que convendría hacer ahora, ya que queda tiempo para aprovechar el

correo de la embajada, sería escribir para que pusiesen a tu disposición parte de la fuerza armada que hay en Heidelberg.

—Sin pérdida de tiempo voy a escribir la carta y tú mismo te encargarás de expedirla.—Yo, mientras tanto, voy a preparar tu tónico; es obra de cinco minutos.Samuel se fue a una pieza contigua para enviar a un criado a la farmacia, y cinco minutos después

volvió a reunirse a Julio.—Ahí está la carta —dijo éste.

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—Y ahí tu tónico —repuso Gelb.—A propósito —profirió el conde de Eberbach—, no he atinado en hacerte una pregunta antes

de escribir: ¿impones alguna condición?—Ninguna; no deseo sino que me pongan el pie en el estribo. No temas; una vez a caballo, haré

de las mías.—Te satisfarán el deseo.—Bueno, ahora me voy corriendo a la embajada. Mañana por la mañana me tienes ahí en un

coche dispuesto para el camino. Está preparado.—Lo estoy siempre —contestó el conde de Eberbach.Una vez fuera Samuel, Julio murmuró:—Ve, has perdido la partida; he visto tus naipes y tú no los míos.Luego tomó el tónico, vertió parte de él en un vaso, abrió su papelera, sacó de ella un frasco y echó

una gota en aquél. La pócima no cambió de color.—Verdaderamente es un tónico —dijo entre sí Julio bebiéndoselo—; todavía no es lo otro, como

me lo temí; esto quiere decir que aún me necesita.Por lo que respecta a Samuel, mientras se encaminaba a la embajada, decía para sus adentros al

par que la risa le retozaba en el cuerpo:—Abandonar el juego y arrojar las cartas a los jugadores vulgares en el momento en que la partida

parece ganada; pasarse a los vencidos en el instante en que éstos lo sacrificarían todo para desquitarse o para suavizar la derrota; alcanzar de esta suerte, en veinticuatro horas, de la impaciente monarquía el poder que la lenta libertad no me daría quizás en veinte años; captarme a la vez la confianza de Julio por mi deserción y hacerme suya su fortuna por su muerte; conquistar a una vez y en un santiamén riqueza y poder, mi ambición y mi amor, es una combinación magníficamente tramada, una tentativa grandiosa. Ea, vuelvo a ser lo que era, renazco de mis cenizas.

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CAPITULO XXVIDespedida sin besos

Por la noche del mismo día y en un cuartito de una casa del Pantano, estaban reunidos dos mujeres y un hombre: éste era Julio; aquéllas, Cristina y Federica.

—A vos os pasa algo, padre —dijo la joven.—Te aseguro que no, hija mía —contestó Julio.—Sí os pasa —insistió Federica—. Por lo común, cuando los tres nos encontramos reunidos en este

cuartito donde podemos vernos en secreto, vuestra mirada está risueña y la boca os sonríe; parece que gozáis en vernos a mi madre y a mí. Pero hoy estáis grave, triste, y a ambas nos hacéis recomendaciones solemnes, cual si fueseis a separaros de nosotras. No parece sino que nos estáis diciendo adiós.

—¿A mi edad y en mi estado, querida hija mía, no es prudente despedirnos de aquellos a quienes amamos, cada vez que nos separamos de ellos?

—¿Acaso estáis peor que la última vez que nos vimos, o teméis algo?—No, Federica; pero... dentro de media hora vamos a separarnos. La prudencia exige que los tres

no nos reunamos aquí sino una vez a la semana, so pena de que no tarden en descubrir nuestro retiro. Y ya ves tú, ¿qué diría la gente como ésta notase que me venía aquí para pasar algunos ratos al lado de dos mujeres, una de ellas tenida por esposa mía y la otra a quien supusieron mi amante? Además, existen todavía otras razones que hace indispensable ignoren que nos veamos. Así pues, hasta dentro de ocho días no volveremos a reunimos; ¡y pueden ocurrir tantas cosas durante este período de tiempo!

—¿Qué puede ocurrir? —preguntó Federica.—¿Qué sé yo? La Providencia tiene lo porvenir en sus manos. Pero no temas, a tu edad lo porvenir

es la felicidad, una dilatada existencia, la esperanza infinita. Quiero que seas dichosa, querida hija mía, y yo te prometo que vas a serlo pronto.

—Ya lo soy ahora, querido padre, cuando os veo, y lo sería completamente si estuvieseis risueño.Cristina permanecía silenciosa, limitándose a estudiar el rostro de su marido para ver si descubría

en él los designios que daban a sospechar su actitud y su lenguaje, más graves que de costumbre.Adivinaba, sí, la atribulada mujer, que Julio había tomado una resolución; pero ¿cuál era ésta?Cristina, temerosa de asustar a Federica, no se atrevía a formular pregunta alguna, aparentaba la

mayor tranquilidad, mientras sentía el corazón atravesado por el dolor y se estremecía al pensar en la conversación que, antes de partir para Eberbach, sostuviera con Julio el día que éste le había dicho que no podía salvarles a todos sino sacrificando su vida.

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—Ea, ya estáis turbadas, y eso que lo que acabo de deciros no puede ser más natural —continuó Julio, que comprendió la ansiedad de Cristina—. Porque os he manifestado hoy lo que debiera haberos manifestado cada vez que nos hemos visto; porque en un tiempo en que los tronos se derrumban en veinticuatro horas me acuerdo de que yo, envejecido y moribundo, no soy más eterno que una dinastía, ya os asaltan angustias y terrores. Estoy seguro de que en este instante Cristina está pensando en lo que la dije hace un mes, un día en que yo buscaba la manera de arreglar nuestros asuntos. Le hablé de un recurso; pero ¡que diablos! puede echarse mano de otros, como por ejemplo el que he hallado a puro devanarme los sesos.

—¿Cuál? —preguntó Cristina.—Permitidme que me lo reserve; ya lo sabréis dentro de ocho días.—¿Nos lo diréis?—Os lo escribiré.—¡Escribir! —exclamó Federica—. ¿Luego partís?—Y aunque emprendiese un viaje por algunos días, ¿a qué inquietaros?—Si vos partís, padre —dijo Federica—, ¿por qué no nos lleváis con vos?—Es que no parto —respondió Julio—, o a lo menos es casi seguro que no tendré necesidad de

partir. Además, de hacerlo, tampoco me sería dable llevaros conmigo. ¿Qué dirían al vernos juntos?—¿Y qué me importa el decir de la gente? Por otra parte, si no las dos, a lo menos una puede

acompañaros.—No viajo solo.—¿Quién os acompaña?—Un amigo fiel, que me hace el favor de cuidar de mí —respondió Julio con acento singular.—¡Oh padre! —profirió Federica— vos queréis tranquilizarnos, pero es evidente que guardáis

un secreto. Vos, tan gozoso de costumbre al venir aquí, habéis llegado hoy con la tristeza pintada en el semblante; luego me habéis hablado con el acento del padre que va a separarse de su hija y teme no verla ya más; me habéis dicho que estabais viejo, que era menester que me familiarizase con la idea de que no ibais a vivir mucho más tiempo; que si bien estaba próxima a perderos, me quedaría mi madre, y me habéis rogado que os perdonase los disgustos que inconscientemente podéis haberme ocasionado, cual si, muy al revés de ello, no fuese yo quien debo mostrárosme agradecida de todo. Pues bien, para que hayáis venido hoy en tales disposiciones, es preciso una causa: u os sentís muy enfermo, o partís; estáis abocado a un gran peligro, o el viaje debe ser largo; esto es obvio. Padre, por favor os lo ruego, decidnos qué os pasa. Si estáis enfermo, nuestro deber es cuidaros, diga lo que quiera la gente.

—No estoy enfermo —repuso Julio con la mirada llena de ternura—: mírame; en mi rostro puedes ver que antes me siento mejor que de muchos meses a esta parte. El recobrar a mi esposa y a mi hija me ha devuelto la salud.

—¿Conque partís? —preguntó Cristina.

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—Escuchad —dijo Julio, conociendo que no iban a creerle como se encerrase en la negativa absoluta—: es fácil que me vea obligado a emprender un viaje de corta duración; pero todavía no hay nada resuelto. En caso afirmativo no me pondré en camino hasta dentro de tres días. Ya veis que nos queda tiempo para reunirnos otra vez y hablar de este asunto.

—¿Nos prometéis no poneros en camino sin antes vernos otra vez? —preguntó Cristina.—Os lo prometo.—Tengo en mi mano como obligaros a cumplir vuestra promesa —profirió Federica.—¿Y cómo eso? —preguntó Julio.—No despidiéndome hoy de vos.—¡Oh! —murmuró el conde.—Adivino vuestro pensamiento —dijo la seductiva joven—. Nos habríais enternecido

hablándonos al corazón; nos hubiéramos abrazado y derramado lágrimas, y luego habríais partido mañana sin decirnos nada, dando por buena la despedida que nos hubierais cogido por sorpresa. Pero mi madre y yo no secundaremos vuestro plan. Si queréis que nos despidamos de vos, será menester que nos hagáis sabedoras de vuestra partida. Hoy no nos despedimos. ¿Anheláis que nos besemos? Está bien, cuando volváis ya hablaremos de ello.

—Tienes razón, hija mía —dijo Julio en voz entrecortada y teniendo la fortaleza de no dejar transparentar en su semblante la emoción con que luchaba—. No me beses; así estarás segura de que no partiré sin haberte visto otra vez, porque sería espantoso para un padre el ponerse en camino para un viaje del que quizá no vuelva, sin llevarse siquiera un beso de su hija.

Julio, embargado por la profunda sensación que le dominaba, se vio obligado a callarse por espacio de algunos segundos. Luego continuó:

—Ahora debemos separarnos. Hasta luego, hasta la semana próxima si no parto, o hasta mañana o pasado si me voy. Salgamos uno tras otro para que transeúnte alguno pueda vernos juntos. Primeramente Cristina; luego tú, Federica, y yo el último. Ea, adiós.

Cristina estrechó la mano a Julio y salió, y cuando iba a imitarla la joven, el conde la detuvo y la dijo con semblante risueño:

—Ya ves que no te pido un beso.—Obráis santamente —profirió Federica—, porque os lo negaría; por ahí os retengo en París.

Cuando volvamos a vernos os daré cuantos queráis. Hasta la vista.Julio, no bien se hubo quedado a solas, cayó de rodillas sollozando y exclamó con desesperación:—¡Oh! ¡De qué modo me separo de ellas! ¡Y si supiesen para qué viaje! ¡Qué despedida la nuestra!

¡Pobre Federica! ha leído en mi corazón; ha conocido que quería yo cogerles de sorpresa sus besos y estrecharlas contra mi corazón en un abrazo supremo sin manifestarles el por qué. ¿Cómo decirles lo que me propongo llevar a cabo? ¡Ay! demasiado pronto tendrán conocimiento de ello. Si supiesen que parto mañana, querrían acompañarme, y es menester que no asistan a lo que va a pasar allá. De esta

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suerte, partiré sin haber disfrutado siquiera de una postrer mirada de los dos seres a quienes amo, sin que a sus ojos haya acudido una lágrima al fijarse en los míos, sin que hayan vertido sus labios ni una de esas palabras suaves que resuenan eternamente en nuestros oídos. En la hora presente, el lazo que me unía a ellas está roto. Ya no las veré más; estoy solo ¡solo! Ni una frase de despedida me acompañará ni me seguirá adonde voy... Enhorabuena, el sacrificio será completo... Pero ¡Dios mío! a lo menos otorgad en gozo a esas pobres y amables criaturas cuanto yo acepto en exceso de sufrimientos.

Julio se levantó y besó, llorando, las sillas en que se sentaran su esposa y su hija, dijo adiós al cuarto, no pudiendo a éstas, y bajando a la calle dio orden a su cochero para que de nuevo lo condujese a su palacio.

A pesar de lo avanzado de la noche, el conde no se acostó, ni ¿para qué, si el sueño estaba muy distante de sus ojos? Lo que hizo fue escribir algunas cartas, en escribir estaba aún ocupado cuando llegó Samuel.

—¿Estás preparado? —le preguntó, éste.—Ya te dije ayer que siempre lo estaba —respondió Julio.—Perfectamente. Abajo nos está aguardando el coche.—Bajemos —repuso el conde, sellando un sobre en el que acababa de meter dos cartas, una para

Cristina y otra para Federica.Luego tocó una campanilla, a cuyo son compareció un criado, a quien dijo:—Voy a dar una vuelta fuera de París, y tal vez no regrese hasta mañana o quizás hasta dentro de

algunos días. Si la señora condesa viene de Enghién, entregadle esto, pero personalmente, ¿habéis oído?Y después de poner la carta en manos del criado, Julio se volvió a Samuel y le dijo:—Estoy a tus órdenes.

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CAPITULO XXVIIVoz del corazón

Al día siguiente al en que se habían reunido en la escondida casa del Pantano, Julio, Cristina y Federica, esta última se paseaba sola e imaginativa por su jardín de Enghién, sin acertar a explicarse el por qué de la angustia que la roía, al pensar en la entrevista de la víspera.

¿Por qué, por primera vez, su padre se había mostrado tan grave y triste ante los únicos seres a quienes amaba?

—Si me negué a despedirme de él —decía para sí la joven—, fue para impedirle que partiese sin verme siquiera una vez más; pero si su partida era necesaria, si se veía obligado a marcharse sin pérdida de tiempo, no he hecho sino aumentar sus sufrimientos. Cuando me negué a besarlo, se sonrió; pero ahora me parece que su sonrisa era fingida y que más que de reírse tenía ganas de llorar. ¿A qué puede obedecer ese viaje? Menester es que sea muy grave y muy imperiosa la causa de él para que mi padre, endeble y fatigado como está, salga de París. ¿Adónde va? ¿Por qué siendo, como es, en definitiva, lo más natural del mundo un viaje, me llena de tristeza? ¿Por qué revistió de tal solemnidad sus recomendaciones?

Federica se paseó durante todo el día por el jardín entregada a sus meditaciones; pero al llegar la noche y no pudiendo resistir más, mandó que enganchasen y se hizo conducir al palacio de Julio, a cuyas habitaciones subió apresuradamente.

—¿El señor conde? —preguntó la joven al primer criado con quien se encontró.—No está en palacio —respondió el interpelado.—¿Cuándo ha salido?—Esta mañana, señora.—¿Y no ha manifestado a qué hora volvería?—Ha dicho que iba a dar una vuelta por las afueras de París y que tal vez mañana estaría de

regreso.—¿Y para mí ha dejado algo?—Una carta; la señora condesa la hallará en el escritorio del señor conde.Federica voló al despacho de Julio, vio en el bufete un pliego dirigido a ella, lo tomó, rompió el

sobre, dentro del cual había dos cartas, una para ella y otra para su madre, abrió la que le pertenecía y leyó lo siguiente:

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«Perdóname, mi querida Federica, si parto sin darte un beso; pero en tu provecho emprendo este viaje. Dentro de tres días no habrá estorbo que se oponga a tu dicha.Adiós, querida hija mía. Tu madre te pondrá en más antecedentes.Sé dichosa, como lo deseo yo que te bendigo.

Olvídame y piensa en Lotario.Tu devoto padre,

JULIO DE EBERBACH»

—¿Qué significa esto? —murmuró Federica con los ojos arrasados en lágrimas—. ¡Ah! «tu madre te pondrá en más antecedentes» —añadió, leyendo de nuevo esta frase de la carta—. Luego mi madre lo sabe todo. Me voy a verla.

Y descendiendo apresuradamente, se hizo conducir a casa de Cristina, llevándose consigo la carta dirigida a ésta.

Cristina quedó estupefacta al oír anunciar a la condesa de Eberbach; porque la vida de aquellas dos pobres mujeres era tal, que para la madre y la hija era una audacia, casi una falta, el verse.

Pero el sobresalto de Cristina creció de punto cuando vio entrar a Federica con la ansiedad pintada en el semblante.

—¿Qué ocurre?—¿Qué? —respondió Federica—, que mi padre ha partido.—¡Cómo! —exclamó Cristina.—Leed —repuso la joven tendiendo a su madre las dos cartas.La dirigida a Cristina decía poco más o menos lo que la dirigida a Federica, salvo que en ella

Julio manifestaba a su mujer, que se ponía en camino y que tan pronto llegase al término de su viaje le escribiría cuanto iba a hacer y cuanto ocurriría: encargándole, además, que no pasase cuidado alguno, que tranquilizase a su hija y que aguardase.

—Todo menos esperar —profirió Cristina—, vamos a partir, hija mía.—¿Qué tenéis, madre? Estáis toda trastornada.—A tu padre le amaga un gran peligro.—¡Un gran peligro! ¿y cuál?—¡Ah! no puedo decírtelo; pero me acuerdo de lo que me declaró una vez. ¡Pronto, hija mía!Cristina se abalanzó al cordón de la campanilla, llamó con pulso nervioso, y preguntó al criado

que acudió al llamamiento:—¿Está mi hermano?—Sí, señora —respondió el criado.

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—Decidle que necesito al instante caballos de posta.El criado salió.—¡Dios mío! ¡Dios mío! —profirió Cristina— pero ¿adónde ir, si estas cartas no nos dicen siquiera

a qué punto se ha dirigido tu padre? ¿Te lo han dicho a ti en palacio?—No; al partir, mi padre ha manifestado que iba a dar una vuelta por las afueras de París.—¡Oh! lejos, más lejos se ha ido; entre su proyecto y nosotras habrá puesto mucha más distancia.

¿Adónde puede haberse dirigido? ¡Míseras de nosotras! ¿Cómo adivinarlo?Cristina reflexionó por espacio de un minuto, y dijo con más energía:—No importa; le buscaremos en todas partes, y primeramente en Eberbach. Sí, para el castigo

debe de haber escogido el teatro del crimen. Va a Eberbach; ahora estoy segura de ello. ¡Gracias, Dios mío! ¡Con tal que no lleguemos demasiado tarde!

Cristina tomó el dinero necesario para el camino y envolvió a Federica en chales para pasar la noche.

Cuando Gamba vino para anunciar que el coche estaba aguardando en la calle, madre e hija daban fin a sus preparativos.

—¿Parto también? —preguntó el gitano.—Sí. ¿Estás dispuesto?—Siempre lo estoy cuando se trata de correr por las carreteras.—Vente, pues, con nosotras.Un minuto después la silla de posta era arrastrada al galope por las calles de París. Al llegar al

primer relevo, Cristina preguntó al maestro de postas si había proporcionado caballos a dos viajeros procedentes de la capital.

—¿Cómo dos? —objetó Federica.—Deja.—A más de dos —respondió el maestro de postas.—Bien, pero yo me refiero a dos que iban juntos.—¿Cómo son?—Poco más o menos tienen unos cuarenta años de edad; pero uno de los dos aparenta estar más

viejo.—¡Ah! esperad; me parece que sí. El uno iba acurrucado en uno de los rincones del cabecero,

como si sufriese o le devorase el tedio.—Y el otro —dijo Cristina— tenía las facciones duras y altaneras.—Esto es —profirió el maestro de postas—. Ese a que os referís fue quien dio las órdenes. Y aún

me acuerdo de que dije a Juan: «¡Vaya una fisonomía de perro la de ese hombre!» A lo que Juan replicó: «¡Bah! pues paga con esplendidez, puede usarla». Sí, señora, les he visto.

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—Gracias.Relevado el tiro, el coche reanudó la marcha.—¿Cómo sabéis que mi padre no viaja solo? —preguntó Federica.—¿Acaso, te has olvidado de que ayer nos dijo que le acompañaría un amigo?—Es verdad, pero no nos dijo quién era.—¡Oh! lo he adivinado —profirió Cristina.—¿Quién es? —Samuel Gelb.El viaje fue triste y silencioso durante los dos días con sus noches que madre e hija tardaron en

llegar a Eberbach.Cristina y Federica no se detenían sino el tiempo indispensable para cambiar de tiro. Sólo dos

veces en cuarenta y ocho horas se apearon para tomar un bocado. Luego reanudaban la marcha pagando doble para que el postillón hiciese también correr doble a los caballos.

Aquel viaje empezó y acabó de noche.De ella serían las once cuando la silla de posta entró en el patio del castillo de Eberbach.—¿Está aquí el señor conde? —preguntó Federica al portero, a quien fue menester despertar.—Sí, señora.—¡Alabado sea Dios! —Profirió Cristina— llegamos a tiempo.El coche se detuvo al pie de la escalinata, y de él saltó Gamba inmediatamente para llamar con

estrépito capaz de despertar a un muerto.—¿Quién va? —exclamó con semblante hosco y en voz regañona Hans, sacando la cabeza por la

ventana.—La señora condesa —respondió Gamba.—Bajo —refunfuñó Hans.Poco después se abrió la puerta.—¿El señor conde? —preguntó Federica.—Está acostado.—La joven miró a su madre.—¡Oh! no hay que perder momento —dijo Cristina, respondiendo a la mirada de su hija—. Es

demasiado grave el negocio para retardar nuestra entrevista siquiera un segundo. Subamos y llamemos a la puerta de su dormitorio.

Las dos mujeres subieron y llamaron primero con suavidad y luego más fuerte; pero nadie respondió.

—Aguardad —dijo Gamba—, vosotras llamáis como mujeres; esto se hace así.

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Y se puso a repicar en la puerta todos los toques de los campanarios de Amberes.Lo mismo que la vez primera, nadie respondió ni se movió en el cuarto.—Es singular —dijo Cristina empezando a palidecer.Y volviéndose hacia Hans, le preguntó:—¿Estáis bien seguro de que el conde está en su dormitorio?—Segurísimo, señora, como que yo mismo le he acompañado hasta él, hace dos horas, para

encender las bujías.—¡Dos horas! —repitió Cristina llena de espanto.—Por otra parte, si el señor conde no se encontrase en el dormitorio —prosiguió Hans—, la llave

estaría en la parte de afuera, y ya veis que está por la parte de adentro.—¡Señor conde! —gritó Cristina— ¡abrid, somos nosotras, Federica y yo! ¡Abrid, por Dios!En el dormitorio continuó el mismo silencio.—¿Qué significa esto? —dijo Federica—. ¡Virgen Santa! tengo miedo.—¡Oh qué idea! —exclamó Cristina—. ¿No está también en el castillo el señor Samuel Gelb?—Sí, señora —respondió Hans.—Pues vamos a despertarle; tal vez duerma menos profundamente que el señor conde.Hans condujo a las dos mujeres hasta la puerta del cuarto de Samuel, a la que Cristina llamó

con igual negativo resultado que a la del dormitorio del conde; pero como viese la llave en la parte de afuera, dijo a Gamba:

—Abre y entra.Gamba penetró en la pieza y poco después apareció de nuevo para decir:—Podéis entrar, no hay nadie.Cristina y Federica se precipitaron al cuarto, en el que, en efecto, no había nadie y cuya cama

estaba intacta.—¿Pero vos tenéis la seguridad de que esos caballeros no han salido? —preguntó Cristina al

criado.—Segurísimo —respondió Hans—. A las nueve y media han dicho que iban a acostarse. Yo les

he visto subir con mis propios ojos y por mi mano he cerrado las puertas. No podían haber salido del castillo sin pedirme las llaves.

—Entonces, pronto, no perdamos segundo —profirió Cristina—. Traigan un martillo, una barra de hierro, cualquiera cosa; es menester derribar la puerta del dormitorio del conde.

Gamba y Hans partieron a escape para regresar casi al instante provistos de una palanca de hierro.Un minuto después la puerta había cedido y Cristina y Federica, Hans y Gamba penetraron en

el aposento del conde.

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Como el de Samuel, estaba solitario; pero el primer objeto en que se fijaron los ojos de Federica, fue una carta colocada sobre un reclinatorio situado a la cabecera de la cama, y en cuyo sobre se leía esta dirección:

«A la señora Olimpia.Calle de Luxemburgo.París.»

—Dámela —dijo Cristina.Y rasgando el sobre, sacó de él una carta.

«Cuando leas la presente, ¡Oh alma mía! habré dejado de existir...»

Al llegar aquí de la lectura, Cristina dio un gran grito y con los ojos recorrió rápidamente el resto.Julio no daba pormenor alguno; decía únicamente que moría para que Federica pudiese casar con

Lotario; que ésta nada tendría ya que temer de Samuel; y que no se desesperase, pues era para él ocasión de íntimo gozo el poder hacer algo por ella, de quien en lugar de acreedor, era agradecido deudor, toda vez que a ella debía el poder hacer una muerte abnegada después de una vida infructuosa.

Luego seguían muchas y muy sentidas frases de afecto y de ternura; pero Cristina no terminó la lectura de la carta.

—¡Oh! ¡Qué desgracia! —exclamó la pobre mujer entrelazando los dedos— hemos llegado dos horas demasiado tarde. Indudablemente se está muriendo en este instante. ¡Y no saber dónde!

—¡Ah! busquemos por todas partes, aunque debamos remover la tierra— dijo Federica.—Sin embargo —profirió Cristina—, estando, como están, cerradas las puertas exteriores, deben

hallarse en el castillo; registremos todos los aposentos.Vanas fueron las pesquisas de los cuatro.—Lo que es haber salido, no han salido —repitió Hans.—Pero ¿por qué no adivino, hallo o sé, Dios mío? Se me va la cabeza —dijo Cristina oprimiéndose

las sienes con ambas manos cual para reconcentrar toda su razón y toda su inteligencia. Y luego, dando de improviso una gran voz, exclamó—: ¡Ah! aguardaos —y hablando consigo misma, añadió—: Sí, eso es. ¡Oh! Dios me ha inspirado.

Cristina se fue de nuevo y apresuradamente al dormitorio de Julio, y atravesándolo seguida de Federica, Gamba y Hans, penetró en el saloncito que separaba el cuarto del conde del en que ella misma durmiera en otro tiempo, y designando con rápido gesto la biblioteca, dijo al gitano y al criado:

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—Amigos míos, quitad este mueble y con la palanca destrozad el enmaderamiento que está detrás de él.

Hans y Gamba apartaron la biblioteca, empuñaron la palanca y empezaron a demoler con ardor el enmaderamiento.

Escaso fue el efecto que produjeron los primeros golpes; pero de improviso y gracias a un esfuerzo de Gamba, la ensambladura hizo un movimiento cual si hubiese saltado algún resorte, abriose con rapidez que produjo una corriente de aire que casi apagó las bujías, y dejó al descubierto una escalera profunda y sombría.

—Una lámpara —dijo Cristina—; por ahí vamos a bajar.Hans encendió una de las lámparas que estaban sobre la chimenea.—Adelante —exclamó Gamba tomando la delantera.Hans, Cristina y Federica le siguieron.—Sí —decía para sus adentros Cristina—, ahí por donde vino el infame aquella fatídica noche.De esta suerte fueron bajando por espacio de diez minutos, hasta que prontamente les detuvo una

voz que les dio el quién vive.—Mujeres —respondió Cristina.—¡Alto! —gritó la voz—. Hombres o mujeres, de avanzar un paso más sois muertos.Estas palabras fueron seguidas del ruido que produjeron los gatillos de algunos fusiles.—¿Qué significa esto? —murmuró Federica.—¡Silencio! —dijo Cristina—. Retroceded los tres hasta el hueco ese donde tuerce la escalera,

apagad la lámpara, y no os mováis suceda lo que quiera.Y adelantándose a Gamba y a Hans, Cristina avanzó resueltamente; mas al punto resonó una

descarga y las balas pasaron silbando a dos dedos de la atribulada mujer, que por fortuna salió ilesa.—No me han herido; no os mováis; en ello va vuestra vida —dijo Cristina en voz imperiosa a

Federica y a Gamba, que ya se dirigían corriendo hacia ella.Cristina avanzó algunos pasos más y se encontró en medio de una docena de hombres a quienes

entreveía vagamente en las tinieblas a la indecisa luz de una lejana antorcha, y en las manos de los cuales creyó ver lucir sendos puñales.

—Oh vosotros, quien quiera que seáis —exclamó Cristina cayendo de rodillas—, en nombre de vuestras esposas y de vuestras hijas apiadaos de dos desventuradas mujeres próximas a perder a su esposo y padre si vosotros no venís en su auxilio.

Los enmascarados habían ya levantado sus puñales, pero uno de ellos detuvo a sus compañeros, diciendo:

—Somos doce hombres contra una mujer; dejemos que se explique.

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—¡Gracias! —exclamó Cristina— vais a comprenderme en seguida. El conde de Eberbach está ahí en alguna parte disponiéndose a suicidarse. Pues bien, la condesa su esposa, que lo sabe, se encuentra aquí y busca a su marido para detenerle el brazo. ¡Oh! sí, vosotros comprendéis la magnitud del trance y no impediréis a una mujer que salve la vida a su marido; antes bien la ayudaréis. ¿Dónde está el conde de Eberbach? Vosotros debéis saberlo, pues os encontráis aquí. Por favor os lo ruego, decidme dónde está el conde.

—No conocemos al conde de Eberbach, señora —respondió el que había detenido los puñales de los otros y parecía ser su jefe.

—Os encontráis en su casa y no podéis haber venido a ella sin su consentimiento.—Ea —profirió el jefe—, somos jóvenes y no acostumbramos a mentir. Nos encontramos aquí

por una razón que nos está vedado revelar y nuestra honra nos ordena matar a quien quiera podría sorprender nuestro secreto. Con la consigna no se disputa. Tenemos orden de hacer fuego contra los que intentaren pasar sin dar el santo y seña.

—¡Oh! —exclamó Cristina— pero quien os ha dado semejante orden es el conde de Eberbach, ¿no es eso?

—Él u otro, poco importa.—Sí, él es. ¿Y sabéis por qué os ha ordenado lo que os ha ordenado? Para que nadie pudiese

oponerse a su suicidio. Ved, ahí está una carta suya en que me lo dice. Van a traernos luz para que podáis leerla. Tomad, tomad la carta y leedla, caballero, os lo ruego encarecidamente.

—¿Para qué? —replicó el desconocido—. Nosotros no debemos indagar la causa de las órdenes que nos dan, sino obedecer.

—Sin embargo, os he puesto en evidencia, que ahí, a vuestros ojos, un hombre se está suicidando, y como, según decís, sois jóvenes, es imposible consintáis en que se lleve a efecto un suicidio sin dar un paso para impedirlo, cuando con sólo un gesto podéis salvar una existencia y os lo pide de rodillas una mujer desventurada. ¡Oh! ¡Por favor! ¡Imaginad que es vuestro padre quien se suicida y que quien os suplica es vuestra madre!

—¿Y si esta mujer dice la verdad? —profirió uno de los jóvenes dirigiéndose a sus compañeros.—En este caso seríamos realmente cómplices del suicidio del conde —respondió otro.—¡Oh! —exclamó la pobre mujer— sois buenos.—Señora —preguntó el jefe—, ¿sois en verdad la condesa de Eberbach?—No, señores —respondió Cristina—, no quiero engañaros; no soy yo; la condesa está ahí, y

va a venir. ¡Federica! Nosotras nos encontrábamos en la escalera cercana con dos amigos fieles; pero la presencia de hombres podía haberos ofuscado. Voy a decirles que se vuelvan. Iremos con vosotros solamente las mujeres.

La animosa Cristina fue por Federica, dijo a Gamba y a Hans que se volviesen y se reunió de nuevo a los enmascarados, llevando en la mano la lámpara, que a ruego de ella el gitano acababa de encender.

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—Ya veis que no os he engañado —dijo Cristina a los desconocidos—; esta es la carta en que el conde habla de su suicidio y nosotras realmente mujeres que lloramos.

—Es verdad —dijo el jefe fijando los ojos en la carta que le tendía Cristina—. ¡Oh! el conde de Eberbach no nos ha confiado sino la mitad de su designio.

—Ahora, señores, no perdamos segundo —profirió Cristina—; conducidnos inmediatamente donde el conde de Eberbach se halla.

—Venid, señora —dijo el jefe, echando a andar precipitadamente; y después de haber abierto gran número de puertas y descendido muchos escalones, el joven se detuvo, abrió una última puerta, y añadió:

—Es aquí.—¡Dios mío! —murmuró Cristina— ¡con tal que lleguemos a tiempo!

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CAPITULO XXVIIIEl brindis

Nos encontramos en la sala circular y subterránea del castillo doble, dispuesta entre las escaleras secretas abiertas en el muro y en la cual hemos visto ya a Julio, presentado a los Tres por Samuel, asistir con éste a una sesión secreta de la Tugendbund.

Sobre una mesa iluminada por una lámpara pendiente del techo, había recado de escribir y además un gran vaso de la Edad media junto a una botella llena y tapada.

Samuel Gelb y Julio de Eberbach estaban sentados a la mencionada mesa, uno enfrente del otro, inmóviles, silenciosos e imaginativos.

Dos días hacía que los dos se encontraban en el castillo y una hora no más que habían bajado a la sala redonda.

Julio, en aquel sitio testigo de toda la dicha y de toda la desventura de su existencia, veía surgir su pasado ante los ojos de su espíritu, y maldecía de su ceguedad y de su flaqueza. No había adivinado los dolores de Cristina, de Cristina, querida y apacible criatura a quien debiera haber protegido, defendido y salvado, en lugar de haber vivido como un extraño y no como marido, sin cuidar de ella ni halagarla.

—¡Ah! —decía entre sí Julio— no he advertido los infames lazos que en mi propia casa y en presencia mía armaba el enemigo que rondaba en torno de mi dicha como el ángel malo alrededor del paraíso. Por más que debían haberme abierto los ojos la repulsión que Samuel inspiró a Cristina desde un principio y las recomendaciones de mi padre para que yo rompiese con esta amistad funesta, mi necia ilusión lo desafió todo. Pero ¡ay! aun cuando hubiese yo dado fe a los temores de mi esposa y prestado oídos a las advertencias de mi padre, Samuel había adquirido tal imperio sobre mí y me tenía tan sujeto bajo el poder de su prestigio, que ante la evidencia misma habría yo cruzado los brazos y no me hubiera despertado la certeza.

Ahora Julio se echaba en cara su insensata sumisión al ascendiente de Gelb; ahora se arrepentía de su timidez, origen de la desventura de aquellos a quienes amaba.

—¡Ah! —continuaba diciendo mentalmente el conde— no sucederá ya más; acabóse mi timidez; no retrocederé ante fuerza alguna por enérgica que sea, ni en mi pecho habrá compasión para el culpable, ni me harán desmayar consideraciones ni escrúpulos.

Mientras el castillo doble traía a la mente de Julio sus debilidades, a Samuel le recordaba sus crímenes.

—En suma —decía este último para sí—, ¿qué pueden reprocharme Gretchen y Cristina? ni las forcé, sino que ellas mismas se me entregaron. Cierto es que la una lo hizo en medio de la exaltación producida por un brebaje; pero ¿qué importa que la exaltación, sin la cual mujer alguna se entrega,

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provenga artificialmente de un brebaje o naturalmente de los sentidos? Embriagar con vino a una mujer, o embriagarla con palabras, ¿qué más da? He hecho lo que todos los hombres. Dirigirse a una doncella pura, casta e inocente, usar para con ella de un lenguaje que la turba, hacerla estremecer al contacto de la mano, abrasarle los labios con un beso, y aprovecharse de su turbación y de su ignorancia para perderla, es inocente, intachable, sucede todos los días; pero lograr el mismo resultado valiéndose de dos gotas de licor en lugar de recurrir a las palabras, a las miradas y a los besos, es criminal, monstruoso, espantable: la seducción pasa entonces a ser estupro. En cuanto a Cristina, de haberla yo enamorado como todo joven bien educado enamora a una mujer casada conocida; de haber sido galante, solícito y asiduo para con ella, y valiéndome de algunas miradas de ternura intercaladas de algunos regalos hubiese conseguido hacerme amar, y a cambio de un brazalete, de un abanico o de unos versos se me hubiese entregado, no habría pasado de lo vulgar y corriente. Pero como en vez de haberse entregado a cambio de una galantería, lo había hecho por un niño; como en la esencia su acción era hija de la maternidad y no de la coquetería, lo que hice con ella fue abominable. De modo que yo, que en otras circunstancias hubiera sido un caballero y un obsequioso apreciable, fui un malvado por haber hecho cometer a Cristina un adulterio menos infame que los que se usan. Cristina se suicidó, es cierto; pero, ¿quién la obligaba a quitarse la vida? ¿Acaso fui yo quien la precipité en el abismo? No; luego su muerte fue un suicidio, de ningún modo un asesinato; luego nada tengo que echarme en cara.

Sin embargo, ¿de dónde nacía en Gelb la necesidad que de disculparse a sus propios ojos sentía por la vez primera de su vida? ¿Por qué se defendía de esta suerte? ¿Quién le acusaba?

Samuel no era hipócrita; hacía el mal abierta y osadamente; no empleaba subterfugios con la moral, sino que la embestía y ultrajaba de frente. Puede que tuviese algo de Satanás; pero de Tartufo, nada.

Con todo, en aquel momento no era el mismo hombre; de él se iba apoderando una como timidez, extraordinaria en él, y era víctima de un presentimiento del que no acertaba la causa.

De vez en cuando dirigía una mirada a Julio, para luego posarla en la botella tapada.¿Qué relación existía entre ésta y aquél?Lo cierto es que cuando Samuel al apartar de la botella los ojos los fijaba en Julio involuntariamente,

a pesar del prodigioso dominio que sobre sí ejercía, se le animaban de un modo singular.¿Encerraba, acaso, aquella botella la realización de su por tanto tiempo perseguido designio? ¿Era

ella la que debía ponerle en posesión de la fortuna de Julio y por ende de cuanto él esperaba, esto es, del poder, de la jefatura de la Tugendbund y de la mano de Federica?

Aun cuando la botella hubiera encerrado algún veneno; aunque Samuel, en aquel instante, hubiera estado próximo a, envenenar a Julio, no habría habido para qué se hubiese estremecido aquel corazón de bronce. Para una vida llena de crímenes ejecutados o meditados, un crimen más o menos nada significaba. No era Samuel para turbarse por tan poco.

El que por modo tan impasible había intentado envenenar a aquel grande hombre llamado Napoleón, no habría puesto reparo en envenenar a aquel semi cadáver a quien apellidaban el conde de Eberbach. No; si Samuel Gelb, en el momento de descargar el golpe decisivo que debía abrirle las

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puertas de su ambición y de su amor, se sentía juguete de una inquietud inexplicable; si su resolución, siempre tan firme, vacilaba; si estaba casi indeciso, no era porque el crimen que iba a cometer le despertase remordimientos, sino porque temía no ver cumplidos sus propósitos. A Samuel, por lo común tan seguro del triunfo, y aun puede decirse la audacia y la certidumbre personificadas, con rubor suyo y sin acertar en el porqué, una voz íntima le decía que su acción iba a perderle y que aquello en que cifrara su porvenir, sería causa de su muerte. Pero estas eran supersticiones de mujer apocada contra las cuales se sublevó. Pase que se engañe a los niños diciéndoles que quien mal anda mal acaba. Los hombres que tienen alguna experiencia saben que la realidad en nada se parece al desenlace de los melodramas, donde la virtud recibe indefectiblemente el premio y el crimen es castigado. Antes al contrario, a lo que apellidan el mal tiene de su parte todas las probabilidades de triunfo, y salpica de lodo a la pobre y modesta virtud que anda a pie por las calles.

—Ea —decía para sí Samuel—, seamos hombres. No es en el momento de la cosecha cuando el labrador renuncia y vacila. Por espacio de treinta años he sembrado en un terreno mi inteligencia, mis planes y mis esperanzas, y por fin ha brotado la espiga. No es este el momento de reflexionar si valía más sembrar en este o en el otro terreno, sino el de empuñar la hoz y segar.

Samuel sacó su reloj, y dijo:—Todavía faltan más de treinta minutos.—¿Qué hora es? ¿La media para la una? —preguntó Julio.—Menos diez —respondió Samuel—. A la una en punto llegarán, por la escalera de abajo,

nuestros queridos conspiradores. Dime, ¿estás bien seguro de los hombres que has apostado en la escalera de arriba?

—Del todo.—¿Les has dado bien claramente tus instrucciones?—Yo mismo les he apostado y me he puesto de acuerdo con su jefe. No te preocupe nada.—¿Por qué no has querido que yo estuviese presente mientras dabas tus instrucciones a los tuyos?—Porque me lo vedaban terminantemente las órdenes que he recibido de Berlín —respondió

Julio—, y el jefe las tenía de no obedecer sino las que yo le diese confidencialmente.—¿Conque desconfían de mí? —preguntó Samuel.—Puede, hasta que hayas demostrado tu devoción.—¿Por ventura es también debido a la desconfianza —prosiguió Gelb, un tanto mortificado— el

que hayan exigido que tú estuvieses presente en la sesión de los Tres?—Tal vez —respondió Julio.El cual, tras una pausa de silencio, continuó:—Pero harías mal en incomodarte o en darte mal rato por una desconfianza que vas a desvanecer

dentro de media hora. Además que mi presencia en la sesión puede serte provechosa.—¿Por qué?

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—Porque aquellos a quienes vas a entregar son tres y podrían darte un qué sentir de encontrarte solo. Esos hombres son valientes y es más que probable que no se dejarán prender sin defenderse.

—¿Y los soldados que has apostado en la escalera?—Pues precisamente: cuando entren los soldados, los Tres, comprendiendo que les has vendido

pueden arrojarse sobre ti para vengarse ya que no salvarse. Ya ves que no está de más el que te acompañe alguno.

—¿Y si al defenderme tú a mí te hieren?—¡Oh! —respondió Julio con acento singular— yo, al entrar aquí, he renunciado a mi vida.La voz firme con que el conde pronunciara tales palabras, le atrajo una intensa mirada de Samuel;

pero éste no vio en el semblante de su interlocutor más que su acostumbrada indolencia.De nuevo volvió a imperar el silencio en la sala, por la que a poco empezó a pasearse Samuel.—¿Cuánto debemos aguardar todavía? —preguntó Julio—, Quince minutos —respondió Gelb.—Entonces ya es hora de que tome yo mi pócima.—¡Ah! —profirió Samuel, deteniéndose.—Me siento fatigado —continuó Julio—, y necesito fuerzas para la escena que va a desenvolverse

aquí. Me has dicho que el efecto de este brebaje era instantáneo y que valía más no tomarlo hasta el último instante, a que ya hemos llegado. Dámelo.

—¿Lo exiges? —preguntó Samuel con voz turbada.—¡Pues no! —respondió Julio fijando los ojos en Gelb—, ahora es cuando necesito de toda mi

energía. Ea, echa el brebaje en este vaso.Samuel no hizo movimiento alguno.—Vierte el brebaje, te digo —repitió Julio.Gelb tomó entonces la botella, la descorchó con mano ligeramente trémula y sirvió cosa de la

mitad de su contenido en el vaso que tranquilamente le tendió el conde de Eberbach.—¿Por qué no lo sirves todo? —preguntó éste.—Basta con la mitad.—Vacíalo todo.—Como quieras —dijo Samuel inclinando con pulso algo trémulo la botella.—No parece sino que estás conmovido —profirió Julio—. ¿Acaso es peligroso este brebaje?Sosiégate, no es que sospeche de ti —repuso el conde—. No quiero decir sino que a las veces

un brebaje nos cobra luego con creces la energía que nos presta por un instante; pero aun cuando me hubieses preparado un brebaje de esta especie, no te lo recriminaría, muy al contrario. Como tenga yo por espacio de una hora la energía que necesito, lo demás nada me importa; ya sabes que no es mucho mi apego a la vida. Ahí el fin que me guía al preguntarte si el brebaje es peligroso.

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—Es absolutamente inofensivo —contestó Samuel, que había tenido tiempo de reponerse—; no produce otro efecto que el de prestar fuerzas a los enfermos y aumentar las de los que gozan de salud.

—¿Conque aumenta las fuerzas de los que están buenos? —profirió el conde con acento particular.—Sí —respondió Gelb.—Me alegro.Julio llevó el vaso a los labios, pero apenas los hubo humedecido, lo apartó; de sí y dijo:—Este jarabe no tiene el mismo gusto que el otro.—No —contestó Gelb—; lo he cambiado; este es más enérgico.—Ea, resueltamente a ti te pasa algo, mi querido Samuel —dijo Julio—; has perdido tu serenidad

habitual.—¿Yo? —profirió Samuel.—Concibo tu malestar —continuó el conde—; es muy natural que no estés del todo tranquilo en

el momento de entregar a aquellos de quienes has sido el cómplice desde que viniste al mundo.—En efecto —dijo Samuel, satisfecho de que Julio interpretase por tal manera su turbación—; te

confieso que el vender a la Tugendbund me impresiona más de lo que sospeché.—No te excuses, Samuel, es muy natural lo que te pasa. El vencer este escrúpulo aquilata todavía

más el mérito que contraes, y por lo tanto es tanto mayor y más digno de recompensa el sacrificio que haces en pro del gobierno prusiano y de la causa monárquica. Pero yo te garantizo, bajo la fe de mi palabra de caballero, que la recompensa estará a la altura de la acción; a lo menos haré cuanto de mí dependa para que así sea; fía en ello.

Gelb no profirió palabra alguna de agradecimiento; parecíale que las palabras de su interlocutor envolvían una intención irónica.

—Pero tú, como yo —continuó Julio—, vas a tener pronto necesidad de toda tu energía. La emoción que experimentas, por muy legítima y honrosa que sea, no dejaría de sernos perjudicial a ambos para el caso en que tuviéramos que defendernos, y para mí, si no para ti, es de imperiosa necesidad que la mates sin perder segundo. Ahora bien, como según acabas de decir, este brebaje aumenta las fuerzas a los que gozan de buena salud...

—¿Qué? —interrumpió Samuel haciendo un violento esfuerzo para disimular su emoción.—¿Qué? que a mi entender harás bien en beberte la mitad —respondió Julio.Gelb miró estupefacto al conde.—Ea, Gelb —prosiguió éste—, bebamos la mitad cada uno, y bebamos a la salud de un ser que a

los dos nos es querido, a la salud de Federica.—¿Pero no decías que no tenías bastante con todo el contenido de la botella? —objetó Samuel.—¿Y no has replicado tú que con la mitad tenía suficiente?

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—¡Bah! —profirió Gelb—, ya ha pasado mi emoción. Además, una vez aquí los Tres, no temas, no tendré necesidad de beber nada para ser dueño de toda mi energía. Yo te respondo de que el peligro me hallará preparado y firme.

—¿Te niegas? —preguntó Julio con la mayor impasibilidad.—¡Ah! —profirió Samuel mirando con fijeza al conde— ¿también tú recelas de mí?—Quién sabe —respondió Julio por tercera vez.Samuel se irguió y el conde se puso en pie.Por espacio de un segundo ambos interlocutores cruzaron una mirada penetrante como un

puñal; luego y de improviso, Samuel, ya porque ante tal reto su carácter inflexible y sombrío hubiera recobrado en él el ascendiente, ora porque Julio estuviese injusto en sus sospechas, o bien porque se le hubiese acudido súbito un pensamiento, tomó el vaso, se bebió la mitad de la pócima contenida en éste, y lo tendió a Julio, diciendo:

—Ahora tú. ¡Vaya con tus recelos!—A la salud de Federica y que nos sobreviva por espacio de muchos años —profirió Julio

bebiéndose el resto del brebaje.En esto se oyó el ruido de un timbre.—Ya están aquí —dijo Samuel—; son puntuales.Casi al mismo instante se abrió la puerta de la escalera inferior, y dos hombres embozados en

sendas capas y con el rostro tapado, penetraron en la sala.

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CAPITULO XXIXEl muerto se lleva al vivo

En torno de la mesa no había sino tres asientos, de los cuales uno estaba más elevado.Los dos enmascarados se sentaron en los que estaban más bajos, y al parecer no les sorprendió la

presencia de Julio, por más que Samuel no les previniera que no se presentaría solo.—¿Únicamente habéis venido dos? —preguntó Gelb a los enmascarados y fijando con inquietud

los ojos en el sitial que quedaba vacío—. Esperaba que el jefe supremo os acompañaría. ¿Por ventura no viene éste?

—Se lo ha impedido un asunto importante —respondió uno de los dos enmascarados—; pero donde estamos nosotros está él. Habla como si fuésemos tres, pues aunque no seamos mi compañero ni yo el jefe supremo de la Unión, éste oirá claramente tus palabras y profundizará tu pensamiento.

—Pues este sitio está libre, yo le tomo —dijo Julio sentándose con toda tranquilidad en el de preferencia.

Samuel miró con estupor al conde de Eberbach, imaginando que los poderosos y esclarecidos personajes que regían la Unión iban a indignarse ante el atrevimiento de aquel desconocido que osaba sentarse a su presencia y más alto que ellos; pero los jefes de la Unión no sólo no demostraron admiración ni extrañeza, sino al igual que si Julio hubiese cumplido la acción más natural, se volvieron hacia Samuel y le brindaron a hablar.

Samuel titubeó. Primeramente lo que tenía que decir no dejaba de ponerle en un aprieto, pues por mucha fibra que tenga un hombre, éste no se convierte en traidor sin que algo le haga frente y le zumbe en los oídos su infamia. En segundo lugar, no estando presente en la sala el jefe supremo, quedaba frustrado lo principal del negocio; porque ¿valían la pena de que uno arrostrase la vileza de la traición los dos que comparecieran?

Gelb había prometido entregar la cabeza de la Tugendbund, y como sólo entregase los, brazos, era problemático que la corte de Berlín le premiase de la misma manera. Sin embargo, una vez el gobierno hubiese conocido lo que valían los brazos, tal vez por éstos llegaría a la cabeza. Aun suponiendo que los dos enmascarados fuesen capaces de soportarlo y sufrirlo todo antes que nombrar a su jefe, era probable que encima o en la casa de ellos hallarían papeles que no sólo declararían quién era éste, sino que denunciarían la constitución y planes de la Tugendbund y pondrían la mano del Estado en la madriguera de la asociación.

Samuel se decidió, pues, a obrar como si los tres hubiesen comparecido a la cita.—Nos has convocado para hacernos una comunicación importante —dijo el enmascarado que ya

hablara, dirigiéndose a Gelb—; y como tenemos confianza en ti, hemos venido. Di.

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—¿Y no me preguntáis quién es este hombre? —dijo Samuel señalando al conde de Eberbach.—Pues tú lo has conducido —repuso el interlocutor—, suponemos que te merece la más

omnímoda confianza y que la comunicación que tienes que hacernos reclama su presencia, o cuando menos que puede oír lo que vas a decirnos, Habla, pues.

—Voy; pero permitidme que previamente os dirija una pregunta indispensable: ¿cuáles son vuestros nuevos proyectos en vista de la última revolución ocurrida en Francia?

—Estamos aquí para escuchar y no para responder —profirió el enmascarado, moviendo en señal negativa la cabeza—. No tenemos el derecho ni la voluntad de instruirte.

Samuel se mordió los labios, pues veía hasta dónde, en realidad, llegaba la confianza que hacía poco habían dicho tener en él los jefes de la Unión.

—Mejor —dijo Gelb para sus adentros—, esta injuria desvanece el resto de mis escrúpulos. Una vez más he podido convencerme de lo que puedo esperar de gentes que me tratan con tal desprecio después de treinta años de abnegación, esfuerzos y Servicios.

Luego, levantando la voz, dijo:—Interpretáis malamente el significado de mi pregunta; no pretendo que un humilde y pobre

servidor, como yo soy, penetre los designios de los misteriosos e inaccesibles señores que nos conducen. No pido que me declaréis vuestros planes y cuál es el camino que pensáis seguir. Sólo quisiera saber si habéis o no renunciado a la independencia; mi curiosidad se limita al deseo de conocer si la Tugendbund sigue subsistiendo.

—¿Por qué habría dejado de existir? —repuso el jefe con extrañeza.—¿Continuáis siendo dirigentes de la libertad contra la autoridad, de los pueblos contra los reyes?—Sí.—¿Y no os ha quitado el ánimo el resultado de las jornadas de julio, el escamoteo de la democracia

por la burguesía, el aborto de este doloroso y terrible parto de una nación?—El tiempo es la trama de la labor revolucionaria —respondió el interpelado—; el pueblo es

paciente porque siempre fía en el mañana.—El pueblo es eterno —dijo Samuel Gelb—; pero cada uno de nosotros somos mortales y por

consiguiente tenemos el derecho de pensar en lo presente. Ahora bien, el desenlace de la revolución de julio es una demostración patente de que en la hora de ahora no es la democracia la llamada a señorear el mundo. A menos, pues, de renunciar a nuestra personalidad y de dejar la solución a lo venidero, podemos indagar si existe otra vía que nos conduzca más directamente al poder.

—Explícate con más claridad —profirió el enmascarado con acento en el que la sorpresa empezaba ya a ceder el paso a la indignación.

—¿Conque —repuso Samuel—, pese al resultado de las tres jornadas de París, a la ruina de la república y a la proclamación de Luis Felipe I como rey de Francia, persistís en vuestros empeños?

—Sí.

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—¿Para nada se han modificado vuestros planes, ni en vuestros actos vais a introducir reforma alguna?

—No.—Pues bien, yo, que no soy como vosotros y no tengo la fatuidad de hacer mofa de la experiencia,

os he convocado aquí para deciros que o renunciáis a vuestros planes o yo me opondré a vuestros actos.—¿Tú?—Yo, sí —dijo Samuel Gelb, con gesto arrogante, altivo y terrible—; yo, oscuro afiliado de

la Unión, de la que vosotros sois los señores soberanos; yo, humilde servidor de vuestra omnímoda voluntad, miserable instrumento al que nunca os habéis dignado levantar del suelo; yo, a quien nunca habéis tenido en nada, me yergo ante vosotros, omnipotentes señores y príncipes, y de mi sola y exclusiva voluntad disuelvo la Tugendbund.

Los dos enmascarados encogieron los hombros.—¿Encogéis los hombros? —continuó Samuel— ¿no dais crédito a mis palabras? ¡Como estáis

acostumbrados a que todos tiemblen ante vosotros!, no concebís que haya quien se atreva a hablaros como yo os estoy hablando; y os muevo a lástima yo, pigmeo, que por mí y sin más ayuda que mi querer cometo la locura de atacar una asociación tan formidable. A mí me es menester la lucha, a ella reto, y provoco, pues, a la Tugendbund en peso, y para empezar me apodero de sus jefes y no les suelto.

Y Gelb, volviéndose hacia el conde de Eberbach, añadió:—Da la señal.Julio se levantó y fue a dar una vuelta a una anilla de hierro empotrada en el muro.Samuel sacó entonces de sus bolsillos un par de pistolas y empuñando una en cada mano y

apuntándolas al pecho de los jefes de la Tugendbund, dijo:—Resistíos si así os place, señores; pero os advierto fraternalmente que tengo la puntería bastante

certera. Como hagáis un gesto, os mato; ahora si no oponéis resistencia, me han prometido respetaros la vida. Por última vez ¿queréis renunciar a vuestros designios?

—¡Insensato! —profirieron los dos enmascarados, sin moverse y sin dar un paso ni hacer un gesto para defenderse.

—En este caso no culpéis sino a vosotros mismos de lo que va a suceder.—¿Qué puede suceder? —repuso uno de los jefes—. Suponiendo que la tentativa os saliese bien,

lo que podría pasar es que nosotros nos convertiríamos en mártires y tú en traidor. ¿Pero qué mal crees tú que esto reportaría a la libertad?

—A lo menos no aprovechará a la vuestra —replicó Gelb—. pues por el resto de vuestros días iréis a meditar sobre ella tras los muros de la ciudadela de Maguncia.

En esto se abrió la puerta de la escalera superior y penetraron en la sala seis hombres armados, el último de los cuales cerró tras sí aquélla.

Los dos jefes de la Unión permanecieron inmóviles en sus asientos.

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—Amigos míos —exclamó Samuel designando a los dos jefes—, prended a estos dos conspiradores.Los seis hombres que acababan de entrar no hicieron movimiento alguno; sólo, sí, el que los

conducía interrogó a Julio con la mirada.—Tenéis razón —dijo Samuel—, el conde de Eberbach es quien manda y no debéis obedecer sino

a él. Ea, Julio, da la orden de que les arresten...El conde de Eberbach se levantó, y señalando con el dedo a Samuel, dijo a los seis hombres:—Arrestad a este canalla.Samuel se llevó una mano en la frente y se la oprimió con fuerza para convencerse de que no

estaba soñando.—De pronto —continuó Julio—, tenedle únicamente sujeto para que no pueda escaparse. Ante

todo es menester que deliberemos respecto del castigo que merece.Y volviéndose hacia los dos jefes, el conde añadió:—Señores, podemos hablar en voz alta; estos seis hombres son de los nuestros. Poco importa que

me vean el rostro y sepan que soy el jefe supremo.—¡El jefe supremo! —exclamó Samuel petrificado.—Sí, yo lo soy, y esto te explica el que me haya sentado donde me he sentado y la tranquilidad con

que estos caballeros han escuchado tus amenazas —profirió Julio—. Pero ya hablaremos luego de ello.Y dirigiéndose a los dos jefes, añadió:—Quería deciros, señores, que bastaba no os pudiesen conocer a ninguno de los dos. En cuanto

a mí no hay inconveniente en que hoy sepan que yo soy el Jefe Supremo, porque mañana habré dejado de serlo.

Los dos enmascarados hicieron un gesto de admiración.—Este es mi secreto —continuó el conde de Eberbach—. Ahora juzguemos a ese hombre que

ha querido venderos, es decir, vendernos, pero que ha caído en sus propias redes. Hay en su acción flagrante delito; de consiguiente no nos queda sino pronunciar su sentencia. ¿A qué pena condenáis a Samuel Gelb?

—A la de muerte —respondieron a una voz los dos jefes.—Está bien; yo me encargo de la ejecución de la sentencia —dijo Julio—, y por quien soy os fío

que pronto la veréis cumplida. Idos, señores.Samuel asistía a todas estas formalidades, estupefacto, anonadado, no acertando a dar fe a sus ojos

y a sus oídos, creyéndose víctima de un sueño.Los dos jefes salieron.Entonces Julio se dirigió a los seis hombres armados, y les dijo:—Dejadme a solas con el traidor. ¿Cuántos sois en la escalera de arriba?—Doce.

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—¿Y en la de abajo?—Doce también.—¿Recordáis bien mis instrucciones?—Sí, monseñor: quien quiera intente salir sin dar el santo y seña al instante debe morir cosido a

puñaladas.—Esto es; idos, y que bajo pretexto alguno entre nadie aquí aun cuando suene el timbre.—Nadie entrará, monseñor.—Idos.Los seis hombres abandonaron la sala, y Samuel se quedó a solas con Julio.

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CAPITULO XXXAbel y Caín

Ante la nueva ruina de sus ilusiones, Samuel quedó mudo, petrificado. Aquello que según sus planes debía ensalzarlo, le ocasionaba la muerte; se había perdido a sí mismo.

Donde preparara su grandeza, hallaba su perdición.Aquel Julio tan menospreciado por él, en quien no viera sino un instrumento pasivo e inerte;

aquella sombra humana, aquella vegetación sin alma, se erguía en el postrer momento y ocupaba el sitio en que él soñara durante toda su existencia.

¡Julio jefe supremo de la Tugendbund! Semejante revelación desconcertaba el cerebro de Samuel y le enmudecía la lengua.

De improviso, empero, Gelb se arrancó de tal estupor, y dijo entre sí:—No, no es este el momento de dejarme anonadar por la inacción. Ya me quedará tiempo después

para admirarme a mis anchas. Ahora lo esencial es no perecer en esta cueva como ratón en una ratonera.Formulado este monólogo, Samuel fijó los ojos en Julio; el cual parecía como que le hubiese

olvidado y pensase en otra cosa; tal era la indolencia que se le reflejaba en el rostro.O la actitud del conde era reflejo de la incapacidad de la endeblez, o su impasibilidad escondía

una resolución firme e inquebrantable.Pero desde que, pocos minutos antes, oyera la singular revelación que le llenara de pasmo, Samuel

no creía ya fácilmente en la endeblez de Julio.Con todo, ¿qué proyectos sustentaría éste, toda vez que había despedido a los seis individuos

que podían haberle prestado ayuda y era imposible que esperase acabar por sí solo con un adversario robusto y vigoroso como Samuel? ¿De qué manera contaba cumplir con la promesa que hiciera a los dos jefes de que él se encargaba de la ejecución de la sentencia?

Samuel, resuelto a sondear a Julio, le preguntó:—¿Conque tú eras el jefe supremo de la Tugendbund?—Ya lo ves —respondió el conde con toda la impasibilidad del mundo.—¿Eras tú el hombre enmascarado que presidía mudo nuestras reuniones en París?—Yo mismo.—¡Ah! ¡me has vendido!—¿Te parece, traidor?

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—¡Oh! dispénsame, también has vendido a tu rey, que tenía la candidez de creerte su embajador en Francia.

—¿Te has olvidado —dijo Julio— de que al entrar en la Tugendbund, todo afiliado jura aceptar cuantos empleos y grados pueden ser útiles a la asociación?

—Ya volveremos a hablar de esto más tarde. Ahora quiero que sepas que acabas de contraer un compromiso en cuyo desempeño puedes perjudicarte a ti mismo más que servir a la asociación. Más bien hubieras obrado eligiendo un empleo si no más honroso más fácil.

—¿Por qué?—Porque aquí estamos solos los dos y yo soy el más fuerte.—Esto sin contar que tú traes dos pistolas y yo voy desarmado —añadió con indiferencia el conde

de Eberbach.—Ya ves pues —repuso Samuel—, que si uno de nosotros dos mata al otro soy yo el que reúne

más probabilidades de triunfo.—Te reto a que me mates —dijo Julio sin alterarse.—No necesitas retarme.—Pues yo creo lo contrario. ¿Qué sería de ti muerto yo?—Me iría.—Primeramente no conoces el santo y seña.—Traigo dos pistolas,—¿De qué te servirían contra doce hombres armados de fusiles y de espadas? Además, lo primero

sería que pudieses salir de aquí, y no tienes la llave.—Paréceme que te olvidas de que yo soy quien construí estos subterráneos y de que conozco el

secreto.—Pruébalo.Samuel fue a oprimir el resorte de la puerta superior, y el resorte no hizo movimiento alguno;

luego fue a practicar la misma operación y con más fuerza, pues empezaba a desesperarse, en el resorte de la puerta inferior, y al ver que le daba el mismo resultado, exclamó con acento de rabia:

—¡Maldición!—Ya ves —dijo Julio imperturbable— que he tomado todas las precauciones. He mandado que

rompiesen todos los resortes; por lo tanto no tienes más remedio que quedarte aquí.—Voy a llamar —repuso Samuel.—Ya sabes que la voz no atraviesa estos muros; y por lo que se refiere al timbre, has oído la orden

que he dado al que conducía a nuestros amigos, esto es, que no entrasen bajo pretexto alguno, aun cuando éste sonase.

—¡Voy a pegar fuego!

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—¿A una pieza de granito? Me parece que se te extravía la razón.—Pues bien —exclamó Samuel atropelladamente y apuntando una pistola a Julio—, yo moriré,

pero tú también.—Enhorabuena —profirió el conde sin pestañear.—Ea, vamos a ver —dijo Samuel bajando la pistola y haciendo una postrer tentativa—, ¿qué

interés tienes en comprar mi vida a costa de la tuya? Porque no sustentarás la candidez de esperar que si no me ayudas a salir de aquí te deje yo salir a ti, pues antes de morir te mataré. Mira que soy más fuerte que tú y voy armado. ¿Qué te propones?

—Nada.—Julio, no bromees; no juegues con la muerte. De aquí no puedes salir sino conmigo. Pues bien,

sálvate salvándome.—No tengo ganas de salvarme.A Samuel se le refrescó de improviso la memoria, ofuscada a causa de la perturbación que

experimentara al ver desvanecidas todas sus esperanzas, y sacando el reloj y después de consultarle, dijo:—¡Pronto! salgamos de aquí. Tú ignoras lo que ocurre, Julio; crees que te sobra el tiempo para

reflexionar y andarte con vacilaciones; pero cada minuto que pasa significa un año de nuestra existencia. ¡Pronto! salgamos; dentro de algunos minutos sería demasiado tarde.

—¿Y eso? —preguntó el conde de Eberbach.—Es menester que te lo diga todo. No es este el momento de reparar en escrúpulos. Julio, tú no

sabes lo que era el tónico que has bebido y me has obligado a beber.—¿El brebaje que hemos tomado aquí?—Sí, ¡era veneno!—¿Veneno? —repitió el conde encogiendo los hombros—. ¡Bah!, bromeas.—No bromeo —profirió Samuel—. Por favor, salgamos. Únicamente yo conozco el contraveneno.

No nos queda sino el tiempo necesario. Te salvaré, pero apresurémonos; no perdamos segundo.Julio se sentó.—¿Pero no me oyes? —continuó Gelb—. Te digo que lo que hemos bebido era un veneno.—¿Y qué? —profirió Julio con displicencia—; si lo era, ¿no lo has bebido tú también?—El veneno no obra hasta al cabo de hora y media; luego me sobraba tiempo para hacer arrestar a

los jefes e ir a tomar el contraveneno. De consiguiente no corría peligro alguno. Pero ya ha transcurrido más de una hora y es menester no desperdiciar segundo para preparar lo necesario. Te juro que era veneno.

—¿Formalmente?—Por el alma de Federica.—Pues bien —dijo Julio con la calma más absoluta—, ya lo sabía.

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—¿Tú sabías que ese brebaje era veneno?—¡Pues no! ¿Por qué te hubiera hecho beber?—¡Lo sabía! —dijo entre sí Samuel, en quien obró un cambio radical semejante declaración.En efecto, tras reflexionar por espacio de un minuto, éste pareció otro hombre.Para que Julio se hubiese bebido el veneno sabiendo que lo era, no cabía sino que hubiera hecho

el sacrificio completo de su vida. Había, pues, que renunciar a decidirlo con amenazas ni con ruegos.La del conde de Eberbach era una resolución tomada de antemano, desde que saliera de París, tal

vez antes.Así pues, ya que no había posibilidad de vivir, ya que no dependía de él, de Samuel, el dejar de

existir, a lo menos estaba en su mano no perecer como un cobarde.—No faltaría sino que yo fuese menos decidido y animoso que ese endeble e irresoluto muñeco

—dijo entre sí Gelb, arrojando prontamente sus pistolas al suelo. Y luego en voz alta y sonriendo, añadió: —¿Conque era un plan preconcebido? ¿Conque me has traído de París con esta intención? ¿Conque vamos a morir juntos? ¿Tú has tramado este negocio?

—Yo, sí.—¡Voto al diablo! te doy mi enhorabuena. El plan es digno de mí y te lo envidio. Ea pues, que se

cumplan tus designios. Sentiría que por mi culpa quedase desbaratado un plan que admiro. Ya ves que he arrojado mis pistolas y que no intento evadirme; al contrarío, me place acabar de una manera tan curiosa. ¿Sabes que estamos representando el final de la Tebaida en el que los dos hermanos enemigos se dan muerte? Porque bueno es que no ignores que tú y yo somos hermanos. Tu padre no te lo había dicho por prudencia, temeroso de que el lazo de la sangre no te uniese todavía más a mí, y yo te lo había ocultado por desdén, por querer que mi ascendiente sobre ti no se debiese sino a mi inteligencia; pero ahora puedo ya revelarte tan horroroso secreto, como dicen en las tragedias. Tengo la honra de ser el bastardo de tu señor padre.

A Julio se le nubló la frente, pero animado por el recuerdo de Federica, dijo:—No importa; es preciso.—Tanto más cuanto en esto estaba el principal atractivo de la situación —profirió Samuel—.

Aquí al asesinato le da realce el fratricidio. ¡Eteocles y Polinice! ¡Caín y Abel! Sólo que ahora es el apacible Abel el que mata al feroz Caín. ¡Y yo que te despreciaba! Perdóname; la muerte que me das, el que me asesines, me fuerza a restituirte mi estimación.

Julio permaneció silencioso.—Estás muy serio —continuó Samuel—. ¿Acaso te turba la conciencia lo que estás haciendo, o

te disgusta morir? Yo de mí sé decirte que de buenas a primeras he luchado, pero he sido un tonto; porque, ¿qué es la vida en sí? nada. Ahora, aun cuando viviese cien años, ya no me cabría hacer cosa de provecho. Para la Tugendbund yo no sería sino un traidor, y por lo tanto me expulsaría de su seno; y fuera de ella, no me sería dable siquiera venderla. De modo que en el campo republicano así como

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en el monárquico mi influjo sería completamente nulo. Para mí, pues, la existencia sería una carga del todo inútil. Ve por dónde me haces un favor aligerándome de ella. Gracias, Julio. Ya en otra caída mucho menos terrible para mí que la presente intenté suicidarme, y si no lo hice fue porque una fuerza milagrosa detuvo la navaja con que iba a cortar el hilo de mi vida. Por fortuna no todos los días se obran milagros. Aquí nadie vendrá a contrariarnos; nos dejarán morir con toda tranquilidad.

Samuel fijó los ojos en la lámpara y prosiguió:—Todavía tenemos para una hora, poco más o menos lo mismo que esta luz. Al par que ella

nos extinguiremos nosotros; pero no temas, yo mismo he compuesto el veneno, y vas a quedar satisfecho. No da padecimiento alguno, ni agonía, ni provoca vómitos groseros. El que lo bebe conserva clara la razón hasta el postrer instante. No produce sino un poco de calor en las entrañas y alguna sobrexcitación en el cerebro; luego se cae uno muerto de repente. Figúrate que acaba contigo un rayo. Si verdaderamente existe otro mundo aparte de éste, me darás las gracias. Así pues, no tenemos que ocuparnos en preparativo alguno. Nuestra muerte se operará de suyo. Ea, departamos; todavía nos queda una hora.

Samuel se sentó, y apoyando los codos en la mesa y cruzando las piernas con gesto tan indolente como podía haberlo hecho de encontrarse en un salón de París, aguardó que Julio hablase.

—Departamos —dijo el conde de Eberbach.—Vaya, vaya —profirió Samuel—, te felicito sinceramente de que nos destruyas a los dos. Pero, si

no es indiscreción, ¿quieres decirme qué razón te guía para llevar a cabo esta elegante matanza?—Me asisten dos razones, no una: primeramente vengo a aquellos de quienes has labrado la

desventura, y luego preservo a aquellos a quienes impedías ser dichosos.—¿Y quiénes son los que vengas?—Cristina y yo.—¿Cristina?—Todo lo sé, Samuel; sé el infame contrato que impusiste a la pobre madre que te pedía la

curación de su hijo; sé que hallaste modo de manchar a una mujer con su pureza misma, y que para ella convertirse en remordimiento el amor maternal.

—¿Quién te ha contado esto?—Una persona a quien no te atreverías a desmentir, Cristina.—¡Cómo! —exclamó Samuel dando un brinco— ¡Cristina vive!—Es Olimpia.—¡Y no la he reconocido! ¡Ah! bien obras en matarme, Julio, porque no me hubiera sido posible

vivir con este remordimiento.—Sí, Cristina vive y me lo ha contado todo. ¿Comprendes ahora qué vengo? Vengo a mi mujer

martirizada, desesperada, reducida a suicidarse, y, después de haberse salvado por un prodigio, obligada a esconderse, a huir de mí, a pasar su existencia en medio de la soledad y de las lágrimas. Vengo mi

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casa triste y vacía; vengo mi vida trastornada, destruida. Ahí lo que vengo; ahí la deuda que tienes que pagarme. Confiesa que los sesenta minutos que vas a tardar en morirte no pagan veinte años de duelo y de desdicha.

—Ni siquiera sesenta minutos —interrumpió Gelb—. Siento decirte que el tiempo avanza mientras sostenemos esta conversación fraternal, y que para satisfacer mi deuda no poseo más que cuarenta minutos. Pero me has dicho que no me matabas únicamente por venganza, sino también por precaución. Ea, ya que me has manifestado a quien vengas, dime a quien preservas.

—A Federica y a Lotario.—¡Qué! ¡También vive Lotario! —exclamó Samuel, que no pudo menos de estremecerse.

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CAPITULO XXXIDos muertos

Samuel, aterrorizado, no acertaba a proferir sino estas palabras:—¡Lotario vivo! ¡Vivo Lotario!—Sí—dijo Julio —, y va a casar con Federica. Por esto muero contigo. Es menester que yo

desaparezca para siempre para que Lotario pueda unirse a ella, y que tú también dejes de existir para que no puedas disputársela.

—¡Lotario vivo! —repetía Samuel no volviendo de su estupefacción— ¡y va a casar con Federica! ¡Conque todo cuanto he intentado ha sido estéril! ¡No he logrado triunfar de un niño como tampoco lo logré del emperador Napoleón! ¡Lotario casar con Federica! ¡Cuán inepto soy!... ¡Qué! yo, Samuel Gelb, he combinado toda la fecundidad de mi inteligencia, he armado un lazo en el que pensé durante un mes, empujé a él a ese endeble y confiado joven y...

—Y tú eres quien ha caído en él —replicó Julio —. No, no eres inepto, Samuel; el hombre lo es. Has prescindido de Dios, erigido tu voluntad en tu única Providencia, y no creído sino en tu orgullo, y Dios ha revuelto contra ti tus proyectos. Donde veías el puerto, Él ha puesto el escollo. Yo, que no te merecía sino desdén, porque no sustentaba la pretensión de sobreponer mi voluntad a las leyes providenciales y dejaba que Dios hiciese, he hallado lo que con tanto afán buscabas tú, la jefatura suprema de la Tugendbund. Aun en este instante, a pesar de ser tú el más fuerte, soy yo quien te sujeto y te domino. ¿Crees todavía en el hombre omnipotente, único creador del cielo y de la tierra? Ve adónde has venido a parar tras tan inusitados y perseverantes esfuerzos: la revolución contra Carlos X ha dado el trono a Luis Felipe; tu traición contra los jefes de la Tugendbund ha puesto en manos de estos tu vida, y tu maquinación contra Lotario le hace dueño de Federica.

—¡No me hables de esto! —exclamó Samuel con rabia—. ¡No pronuncies estos dos nombres!—¡Ah! ¿Estás celoso?—¡Lotario casar con Federica! No; dime que esto no es verdad; dime que le mataste de un

pistoletazo, que pereció de un modo atroz, que logré hacerle desdichado...—Al contrario —repuso Julio—, lo que has conseguido es anticipar su ventura; porque has de

saber que el duelo de San Dionisio fue lo que decidió a Cristina a descubrirse y a mí me impulsó a acabar contigo y conmigo para que esos jóvenes pudiesen ver lucir el sol de su dicha. En la esencia, Federica y Lotario debieran estarte agradecidos, pues eres tú quien les casa.

—¡Ellos casarse! —exclamó Samuel poniéndose en pie de un salto—. ¡Y por mí! ¡No, es imposible! ¡No lo quiero!

—Prescindirán perfectamente de tu consentimiento.

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—¡Pero esto es horrible! —dijo Samuel andando descompasadamente por la sala como hiena en su jaula. —¡Saber que la mujer amada va a unirse a otro hombre, y estar aprisionado, y conocer que vamos a morir!

—Dios te castiga —profirió Julio—. Ahora ves que...El conde de Eberbach no acabó la frase. Prontamente se puso lívido, se llevó la mano al pecho cual

si hubiese sentido una mordedura violenta, y murmuró:—¡Tan pronto!—Ya ves que no te engañaba —le dijo Samuel corriendo en su socorro—; estás envenenado. Tal

vez sea tiempo todavía. ¿Quieres que salgamos? Tomaremos un contraveneno y luego iré a matar a Lotario.

Julio no respondió. Lo único que hizo fue apoyarse en la mesa para no dar consigo en el suelo.—Por favor te lo ruego —continuó Samuel—. No me importa morir, pero no quiero que Lotario

case con Federica. Ven, todavía es tiempo; prometo salvarte.—¡Qué felicidad! —murmuró Julio—; me habías dicho que me faltaban aún cuarenta minutos,

y a Dios gracias mi endeble constitución no resistirá tanto. Reconozco que mi alma va a verse pronto libre.

—En nombre de otra vida que esperas —profirió Samuel con acento deprecatorio—, salgamos. Déjame que vaya a matar a Lotario, y te juro que después me mataré.

Julio miraba, sin ver, a Samuel con ojos desencajados, y de vez en cuando le desfiguraban el rostro algunas contracciones convulsivas.

—Ven, te salvaré —dijo Samuel.Pero en el instante en que éste acababa de pronunciar tales palabras, Julio dejó caer pesadamente

la cabeza, que chocó violentamente contra las tablas de la mesa.Samuel se abalanzó al conde de Eberbach para detenerlo; pero la sacudida había hecho perder el

equilibrio al cuerpo de éste, que de rebote fue a parar en medio de la sala, ya envarado.—¡Naturaleza de mujer! —exclamó Samuel con desesperación—. ¡No ha podido vivir diez

minutos más! ¡Necio! Ahora es ya demasiado tarde.Gelb hincó una rodilla en el suelo y levantó la cabeza de Julio; el cual, haciendo un esfuerzo

supremo, murmuró con gran dificultad y deteniéndose en cada frase:—Escucha: no estés celoso... Basta con el castigo que recibes... No podías casar con Federica...

Es tu hija.—¡Mi hija! —exclamó Samuel trastornado.—Sí, y Cristina es su madre... Adiós... Te perdono.Julio enmudeció. Acababa de dar el último aliento.

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Samuel soltó la cabeza del conde, se levantó, y reanudando sus paseos por la sala y absorto en lo que oyera de labios del difunto, sin reflexión fija y completamente señoreado por tan inesperada revelación, dijo entre sí:

—¡Federica hija mía! ¡Federica mi hija! ¡Ah! ¡Me engañé respecto de la naturaleza de mi amor! ¡Hija mía! ¡hija mía!

Y consultando su reloj, murmuró:—Todavía me quedan diez minutos.Y luego, continuando su monólogo, aquel hombre egoísta añadió:—De esta suerte he tenido a mi lado y por espacio de diez y siete años a un ser nacido de mí, más

yo que yo mismo, en quien podía haber vivido y al calor de cuyas caricias haberme renovado. ¿Quién sabe el cambio que tal vez hubiera experimentado mi corazón y mi espíritu, de conocer yo semejante secreto? ¿Quién pudiera decir cuánto podía haber suavizado mi hija mi carácter y cuántos consuelos prodigado a mis amarguras? ¡Qué fuerza hubiera añadido a mi energía el saber que trabajaba para otro, y cuánto habría ganado mi egoísmo al convertirse en abnegación! ¡Y este refuerzo, esta ayuda constante, este acrecentamiento de ardor, mi hija, lo he tenido a mi lado y no lo he sabido! ¡Ah! no es mi castigo menor el saber que tengo una hija en el momento de separarme de ella para siempre. Sin embargo, no puedo menos de agradecer al singular acaso que al poner bajo mi techo a mi hija y al inspirarme el amor que hacia ella me inspiró, se ha opuesto a que yo me convirtiese en su marido, interponiendo entre ella y yo primeramente a Julio y después a Lotario.

Luego y en hora para él tan solemne; aquel Satanás añadió:—¡Ah! ¿Si será realmente cierto que en alguna parte existen un poder y una justicia superiores a

los nuestros? ¿Será verdad que Dios dispone?Al llegar aquí de sus meditaciones, Gelb se tambaleó, se detuvo, fijó la mirada y cayó de espaldas,

yendo a descansar su cabeza sobre los pies de Julio.Estaba muerto.Entonces fue cuando se abrió la puerta y Cristina y Federica entraron en el fúnebre recinto,

conducidas por el joven.—¡Es demasiado tarde! —dijo Cristina al ver los dos cadáveres—. De rodillas, hija mía, y

supliquemos a Dios por sus almas.

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CAPITULO XXXIIDos bodas

Seis semanas después de la lúgubre escena que acabamos de describir, dos mujeres estaban arrodilladas al pie de una sepultura del cementerio de Landeck.

Cristina y Federica no habían abandonado el castillo de Eberbach desde la muerte de Julio, para no separarse del ser querido y abnegado que hiciera el sacrificio de su vida en pro de la felicidad de su hija.

Todos los días, a la caída de la tarde, las dos mujeres salían del castillo y se encaminaban al campo santo, donde al través de la tierra hablaban con aquel que se había ido y al cual les parecía ver presente por espacio de algunos minutos. Le veían, sí, y le hablaban, y él también hablaba con ellas y las veía.

De rodillas para estar más cerca de él, Cristina y Federica le reprochaban que las hubiese abandonado. Tristes y tiernas efusiones del dolor, la gratitud y el amor con que madre e hija desahogaban su corazón. El muerto se estremecía en su tumba. ¡Oh! el ser humano no muere verdaderamente sino cuando es olvidado, y Julio no había vivido, durante todo el curso de su existencia, más que ahora vivía en el recuerdo y en el llanto de aquellas mujeres.

Las primeras visitas de Cristina y Federica a la tumba de Julio fueron tristes y penosas; y es que al principio la muerte de aquellos a quienes amamos nos produce el efecto del arrancamiento; todas las fibras del alma se nos desgarran y sangran.

Pero la Providencia, que quiere que la humanidad tenga puestos los ojos en lo porvenir y no se absorba en lo pasado, cicatriza siempre las heridas más profundas. La desesperación se apacigua, y como, en definitiva, tenemos la certidumbre de encontrarnos en la tumba con aquellos a quienes hemos enterrado en ella, nos revestimos de paciencia y tomamos la sepultura como el lugar donde no tardaremos en reunimos todos.

Además, para el dolor no existe consuelo como un cementerio, sobre todo un cementerio del campo. Los de las ciudades, sobre no estar abiertos sino durante el día, sirven de paseo a mil curiosos, que en ellos matan el tiempo charlando a más y mejor, sin contar que una nube de marmolistas y albañiles asedian al visitante ofreciéndole sus servicios y ofendiendo la santidad de la muerte con el escándalo de la especulación. Silencio, respeto y devoción son allí desconocidos.

En las aldeas los muertos duermen tranquilos; ningún ocioso va a importunarles. La soledad les concede el reposo, tan merecido después de la vida.

No hay verjas ni guardianes que a hora alguna interrumpan la oración a nadie. El cementerio nunca está cerrado. En él podemos ir a llorar por la noche, que es la única hora que convida a visitar las tumbas, la única hora en que los muertos se mueven en sus helados lechos y responden a nuestra voz, en que oímos la suya en el débil susurro de las hojas. Sólo de noche hay tumbas.

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Aquella noche la luna inundaba con sus plateados rayos el azulado firmamento; la iglesia de Landeck brillaba como una mole de nieve, los pájaros dormían en sus nidos, y a pesar de correr el mes de septiembre, no soplaba ni una bocanada de aire. Hubiérase dicho que se oía el movimiento de los astros.

Era tal la quietud y sosiego de la naturaleza, que Cristina y Federica sentían el corazón henchido de ternura.

Imposible que Dios, artífice de tantas maravillas, de aquel cielo apacible, de aquella brisa acariciadora, de aquellas aromosas flores, fuese más malo que su creación y separase para siempre más a aquellos que se habían amado. La calma de aquella noche era una promesa.

Luna, brisa y aromas murmuraban a los oídos de la madre y de la hija:—Enjugad vuestro llanto, volveréis a verle. Duerme, pero despertará.Y aquella noche serena y tranquila, decía quedo, muy quedo, a Federica, que no queriendo pensar

sino en su padre en aquel sitio, hacía esfuerzos para desviar un pensamiento que sin cesar la asaltaba:—Piensa en Lotario, puedes hacerlo sin escrúpulo. Para que tú fueses dichosa murió tu padre. Sé

feliz y él te lo agradecerá en el cielo.En el instante en que a Federica le pareció que su alma oía murmurar estas palabras por una voz

desconocida, hízole volver involuntariamente el rostro un ruido de hierbas holladas.Al ver a aquel de quien tanto tiempo hacía estaba separada, a Lotario, que no era otro el que

produjera el ruido, la joven se sintió desfallecer y pidió a su padre perdón de experimentar tanto gozo.Cristina también había visto a su sobrino, pero le dejó que se arrodillara y orase.Luego se levantó y dijo:—Venid, hijos míos.Cristina, Federica y Lotario salieron silenciosos del cementerio; pero una vez en el sendero que

conducía al castillo, la primera se detuvo y con acento conmovido pronunció estas palabras:—Abracémonos los tres y amémonos mucho, porque el que más nos amaba se fue para no volver.—¡Cuán buena sois, madre mía! —profirió Federica, comprendiendo que Cristina había dicho lo

que había dicho para que ella y Lotario tuviesen el derecho de abrazarse.¡Casto y puro abrazo con el cual la madre santificaba a los amantes!Los tres se encaminaron al castillo, donde, después de tan tristes semanas, pasaron una velada

agradable.Lotario, que había recibido en América una carta de su tío, en la que éste le llamaba con toda

urgencia, se puso inmediatamente en camino para París, donde halló un billete de Cristina, por el que vino en conocimiento de la noble y dolorosa abnegación del conde de Eberbach.

Pero Cristina no quería que su hija quedase bajo el influjo de tan penosas impresiones, máxime cuando no estaba en la edad de los sufrimientos, y cuando, por otra parte, había sufrido ya con exceso.

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La pobre reconcentró en sí sus dolores y procuró mostrarse risueña para que su hija lo estuviese.Cristina hizo que Lotario contase su viaje, y las borrascas del mar, y el sol de América, y luego

que éste hubo satisfecho su deseo, habló de lo porvenir y de las bodas de sus hijos, a los que prometió autorizar para que se uniesen en indisoluble lazo al cumplirse el año de luto.

Lotario y Federica besaron las manos a la buena Cristina y se durmieron acariciados por tan querida esperanza.

Desde aquel día el horizonte fue despejándose poco a poco para aquellos tres corazones sujetados a tan duras pruebas, y todos, en el castillo, empezaron a vivir y esperar.

Gamba moraba en Eberbach, satisfecho de respirar el aire del campo y de poseer un prado donde de vez en cuando le era permitido despertar la admiración de los criados con alguna cabriola arriesgada.

Gretchen, de regreso de París, a instancias de Cristina y Federica consintió en alojarse en el castillo para no separarse de ellas en su aflicción, y convino en casar con Gamba el día mismo en que se celebrasen las bodas de Federica y Lotario.

De esta suerte transcurrieron las semanas y los meses, entre el pesar y la esperanza, alejándose de la tumba y acercándose al lecho conyugal.

Sin embargo, Gamba se sentía de día en día más humillado de no ganar con sus propias manos el pan que comía; de que siendo él, como era, hombre, le alimentasen mujeres. Desde que renunciara a su noble oficio de saltimbanco, no había poseído, ganado por él, un bayoco de Italia, ni un kreutzer de Alemania, ni un sueldo de París.

Por más que se dijera que Cristina no hacía sino pagarle lo que le debía, y que si ella le daba el pan, él la había dado la vida, a Gamba se le sublevaba su orgullo de acróbata al pensar que no se bastaba a sí mismo, que no trabajaba, que no ejercía industria alguna, y que no era sino un gran holgazán a quien alimentaban como a un niño o un enfermo.

¡Enfermo él, el hombre músculos! ¡Él, que por tan prodigiosa manera usaba de sus brazos y sus piernas!

Gamba buscó, pues, qué negocio podría emprender, a qué oficio dedicarse. Después de la honrosa profesión de saltimbanco, a la que Cristina y Gretchen no le hubieran consentido que se dedicase, no existía otra que la de pastor de cabras. Éstas también son acróbatas, y ya que él no podía hacer habilidades, las vería ejecutar a ellas, y se extasiaría contemplando cómo se suspendían al borde del abismo, cómo saltaban por encima de los precipicios, y de un brinco pasaban de un lado a otro de un cauce. Sí, las cabras le recordarían su pasado, y estándole vedado ser actor, se convertiría en espectador.

El gitano, que debido a la liberalidad de Cristina poseía algún dinero, a lo mejor salió del castillo antes de romper el alba, para poner en ejecución un plan que concibiera, y no regresó hasta el anochecer, conduciendo consigo todas las cabras que halló en los alrededores del castillo y que constituían una verdadera legión. Desde entonces y reunidas éstas a las que ya poseía Gretchen. Gamba sintió satisfecho su orgullo, pues su existencia tenía razón de ser. La utilización de su rebaño le produjo más de lo que necesitaba para vivir y por consiguiente pudo vanagloriarse de no ser una carga para nadie.

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Desde entonces Gamba se sintió satisfecho, gozó de la existencia. Cuando pensaba en lo pasado, en los saltos mortales que diera en las plazas públicas, en la elasticidad de sus articulaciones, en la agilidad, vivacidad y gracia de sus ejercicios acrobáticos, se refugiaba en sus cabras; cuando meditaba sobre lo porvenir, en la dicha de no envejecer en la soledad, en la necesidad de tener cerca de sí a alguien que se interesara por él y le amase y le sonriese, tenía a Gretchen.

Nada, pues, faltaba a sus deseos, Gretchen le alegraba el corazón y sus cabras eran el regocijo de sus piernas.

Todo llega, aun lo que anhelamos, ha dicho un poeta. El 26 de agosto de 1831 amaneció alegre para el castillo de Eberbach. Aunque no era domingo, todos los habitantes de éste y de la aldea de Landeck vestían su traje dominguero, y el templo se llenaba de flores.

La aldea de Landeck en su totalidad estaba convidada a una gran comida y a un gran baile que debían celebrarse en el patio del castillo, con motivo de la doble boda de Federica con Lotario y de Gamba con Gretchen.

Todos daban la última mano a su tocado para encaminarse al templo.Gamba, engalanado desde hacía largo rato, iba y venía de la escalinata a la verja y de la verja

a la escalinata, manifiestamente preocupado, y de tiempo en tiempo salía para tender una mirada investigadora por la carretera.

Era evidente que el gitano estaba aguardando algo o a alguien.Por fin apareció Federica y fue menester ponerse en camino.Gamba podía estar satisfecho, y realmente lo estaba al ver realizado un deseo acariciado por él tan

amorosamente; pero le faltaba algo, su dicha no era completa.El cortejo atravesó el enrejado.—¡Aguardad! —gritó Gamba, a quien de repente se le iluminó el rostro—; ya están aquí.Los circunstantes pudieron entonces oír en lontananza un ruido vago, que fue acercándose con

rapidez, y al poco percibieron claramente una música singular compuesta de pífanos, panderetas y castañuelas, acompañada de gritos guturales y exclamaciones agudas.

—¡Aquí! —gritó Gamba abalanzándose a los caballos de una carreta que casi al instante dobló uno de los recodos del camino.

La carreta se detuvo inmediatamente y de ella bajaron cinco o seis gitanos y otras tantas gitanas cargados de colorines y lentejuelas.

—¡Ahora adelante! —dijo Gamba—; ya estamos todos.La comitiva reanudó la marcha al retumbante son de los pífanos y panderetas, y para al mismo

tiempo que los ojos recrear los oídos, mientras la mitad de los gitanos aporreaba las panderetas y rasgueaba las guitarras, la otra mitad danzaba, saltaba, brincaba, formaba la rueda, giraba y corría haciendo pies de las manos.

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Gamba no cabía en sí de gozo. Aquellos nobles ejercicios, que para él habían sido objeto constante de estudio en su infancia y en su juventud, le transportaban, le cautivaban, le sacaban de tino, y embriagado de entusiasmo, reía, aplaudía, alentaba con la voz a sus amigos, sentía comezón en las piernas y hacia esfuerzos colosales para refrenarse, temeroso de ceder a sus vehementes deseos de andar cabeza abajo. A no ser la presencia de Cristina y de Gretchen, hubiera revolcado por el polvo su hermoso traje de boda y su gravedad de novio.

La lucha que sostenía Gamba era formidable. Pero ¿por qué era tan largo el camino? ¿Por qué eran tan tentadoras las admirables habilidades de sus amigos? A cada paso que avanzaba la comitiva y a cada salto que daban los gitanos, el deseo del novio de Gretchen iba siendo mayor y más irresistible.

Un incidente vino a conspirar contra Gamba y a acabar con su vacilante seriedad. Entre los gitanos había uno, casi un niño, que empezaba el oficio y era más temerario que diestro. Esto bastaba para satisfacer al vulgo, pero no a un artista como Gamba, que encogía los hombros y dirigía miradas de regaño al gitanillo, a quien decía en voz baja e irritada y si unía no unía al precepto el ejemplo:

—Lo haces muy mal. Aprieta las piernas, desdichado; enarca más los lomos.El gitanillo oía las críticas de Gamba, y, como suele acontecer a todo el que críticas escucha, se

turbó, vaciló y se le fue la cabeza; tanto, que al llegar a pocos pasos del templo, a ambos lados de cuya puerta formaban un seto humano los habitantes de Landeck para ver entrar a la comitiva, el pequeñín, deslumbrado ante tanta gente y aturdido por los reproches de Gamba, quiso hacer lo más sencillo de este mundo, esto es, dar una voltereta; pero poniendo las manos en falso, se inclinó a un lado y quedó tendido en el suelo cuan largo era, en medio de una carcajada universal.

Gamba, no pudiendo resistir más y olvidándolo todo para no pensar sino en su arte, humillado públicamente, se precipitó de cabeza al suelo, ejecutó con rapidez y limpieza pasmosa el ejercicio que el gitanillo intentara con tan poca fortuna y fue a caer en pie en el umbral del templo.

Así fue como Gamba inauguró la austera ceremonia de su casamiento.Réstanos únicamente decir cómo la concluyó el gitano y de qué manera entró por la noche en el

cuarto de su mujer.El día lo pasaron todos entregados a la alegría y al bullicio, y levantándose de la comida de bodas,

empezaron las danzas, de las que, como era natural, los gitanos fueron el principal ornato.Digamos también que el gitanillo se desquitó con creces de su desdichada caída, a la que Gamba

confesó haber contribuido con sus críticas intempestivas.—Declaro —dijo el marido de Gretchen— que sólo los elogios alimentan a los artistas.Para fin de fiesta, el gitano dio personalmente una representación extraordinaria, en la que lució

todas las habilidades con que en otro tiempo maravillara a los gondoleros de Venecia y a los lazzaroni de Nápoles. Nuestro antiguo amigo el burgomaestre Pfaffendorf, que a pesar de contar diez y ocho años más no estaba por esto menos fresco, y había aprovechado su semejanza con un tonel para hacerse llenar de vino, declaró que los ejercicios acrobáticos de Gamba nada tenían de difíciles y que con todos sus años a cuestas él se empeñaba en hacer otro tanto.

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Y dicho y hecho, se encaramó al respaldo de una silla y dio con su cuerpo sobre la blanda hierba.A eso de las diez de la noche, Cristina, Federica y Lotario se retiraron.Gretchen permaneció entre los convidados hasta media noche, a cuya hora las mujeres la

condujeron a su aposento.Cuando éstas bajaron de nuevo, los hombres estaban ausentes y las luces apagadas. En el jardín no

reinaban sino la soledad y las tinieblas.Al cabo de media hora, Gretchen, al ver que nadie acudía y no oyendo ruido alguno, llena de

inquietud abrió el balcón, y con admiración vio una soga que atada a la barandilla de hierro iba a parar por lo que ella pudo distinguir en medio de la obscuridad, a un árbol situado a unos cincuenta pasos.

En el instante en que la novia iba a preguntarse qué hacía en tal sitio aquella cuerda, en el jardín encendieron multitud de antorchas, que despidieron una luz que competía con la del sol, y Gretchen vio de pronto a Gamba, que apoyando la diestra en la rama de un árbol, ponía los pies en la soga.

Gretchen, despavorida, quiso gritar; pero temiendo que su voz sorprendiese a Gamba y le hiciese perder el equilibrio, se calló, pálida de terror.

El gitano soltó la rama, y empezó a andar por la cuerda, risueño, tranquilo y con tanta soltura como si se hubiese paseado por la arena de la alameda, y un minuto después penetró de un salto en el aposento de su esposa, acompañado de los frenéticos aplausos de los espectadores.

—Bien, bien —dijo Gamba saliendo adonde antes su mujer—; hijos de Bohemia, y de Landeck, hasta mañana.

Y metiéndose cerró el balcón.Mientras tanto, Cristina estaba arrodillada en su dormitorio, y decía entre sí:—La misericordia divina es infinita. A lo menos mi hija será dichosa. Julio mío, te reprocho tu

proceder; pero ¡ay! yo en tu lugar hubiera hecho lo mismo.