Días de Barrena_Koldo Landaluze

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  • Das de barrena Los caballos de las minas tenan mejores dormitorios que los

    obreros.

    (Declaracin del general Enrique Zappino Moreno tras su visita a Enkarterriak en el ao 1906) Pike Bishop (William Holden) -Lets go.

    Lyle Gorch (Warren Oates) -Why not?

    Sam Peckinpah, The Wild Bunch (1969). INTRODUCCIN A quien pueda interesar: Esta es la historia de un polvorn humano, una revuelta obligada que marc los das en los cuales lo inconcebible cobr forma lenta, dolorosa e inexorable. Fueron das en los que estall la esperanza y ocurri en las minas que mutilaron los montes de Triano. La maana del 14 de mayo de 1890, el capitn general Jos Loma telegrafi desde Gasteiz al ministro de la Guerra: Gobernador Militar de Vizcaya a las 9 me dice. Segn noticias del

    Comandante Militar de Portugalete la huelga es general en zona

    minera y su aspecto es imponente por crecido nmero de obreros y

    carcter con que se presentan. Reconcntrese la Guardia Civil

    de toda provincia. Acaba de llegar Batalln Llerena. Le ordeno

    me d frecuentes noticias y si la huelga se agrava y necesita ms

    fuerza enviar de esta guarnicin. Diez das antes haba prendido la mecha que hara estallar, definitivamente, el polvorn de Enkarterriak. Las manifestaciones celebradas en Bilbao y La Arboleda el 4 de mayo y la huelga

  • general decretada nueve das despus dictaminaron la urgencia de un cambio en las condiciones inhumanas que padeca la clase obrera en las zonas mineras de Bizkaia. Para entender esta respuesta obrera cargada de rabia, es necesario imaginar la miseria provocada por el gran crecimiento demogrfico vivido en las cuencas cercanas a Bilbao a raz de la masiva extraccin y exportacin del mineral de hierro. La fisonoma de la margen izquierda del Nervin se alter por completo. La industrializacin aceler el crecimiento econmico de Bizkaia y abri sus puertas a autnticas riadas de gentes que participaran activamente en la explotacin intensiva minera. A la llamada de la Nueva California del hierro acudieron miles de obreros que, primero llegaron desde las provincias limtrofes (Araba y Nafarroa, desde Euskal Herria, y Rioja y Cantabria) y posteriormente, se ampli su procedencia desde diversos rincones rurales del sur: Burgos, Len o Palencia. Cerca de 60.000 inmigrantes se instalaron en la zona minera entre 1876 y finales del siglo XIX, lo que se tradujo en un crecimiento acelerado de la poblacin, que pas del 47% al 76%. El caso de La Arboleda puede dar una idea aproximada sobre este crecimiento sin precedentes. Este centro neurlgico de las explotaciones de hierro contaba en el ao 1876 con un censo de 901 habitantes; veinticinco aos ms tarde, su poblacin superaba los 6.836 habitantes. Por todo ello, no resulta difcil imaginar la situacin extrema que dio lugar a este fenmeno y que se tradujo en un hacinamiento de obreros dentro de un espacio limitado y carente de elementos bsicos de higiene. Esta masiva inmigracin tambin choc de frente contra el emergente Partido Nacionalista Vasco. En los orgenes de esta primera organizacin nacionalista vasca creada Sabino Arana Goiri hubo un fuerte componente anticapitalista pero, la crtica a este sistema tena una singular bipolaridad: por un lado se criticaba la industrializacin desmesurada que eclipsaba el motor ganadero y agricultor y, por otro, se

  • dejaba seducir por la irresistible atraccin de la explotacin y, sobre todo, por la suculentas sumas de dinero que generaba. En el n 19 del peridico Bizkaitarra (publicado el 20 de enero de 1895), Arana escribi lo siguiente: Plegue a Dios que se hundan en el abismo los montes de Bizkaya con su

    hierro!Fuera pobre Bizkaya y no tuviera ms que campos y

    ganados y seramos entonces patriotas y felices!.

    Dos de las principales caractersticas de aquel primitivo nacionalismo vasco fueron su oposicin frontal a los obreros llegados de otras regiones y las movilizaciones que estos organizaban para contrarrestar la brutal y esclavista explotacin laboral que padecan. Ello provoc que los maketos (as se les denominaba despectivamente) mostraran su odio y rechazo hacia todo lo vasco. Tampoco los dirigentes del Partido Socialista hicieron mucho por evitar estos encontronazos constantes y, alejados por completo, de las teoras del marxismo revolucionario, avivaban el fuego de la discordia atacando a los sentimientos nacionales y el euskera que era hablado por los obreros vascos.

    En el transcurso de este constante fuego cruzado, Arana escribi este artculo dirigido a los mineros de origen vasco: Si realmente aspira a destruir la tirana burguesa [...]dnde

    mejor que en el nacionalismo, que es la doctrina de sus

    antepasados, la doctrina de su sangre, podr conseguirlo? Y si

    aun del partido nacionalista se recela y se teme que haya en su

    seno diferencias entre burgueses y proletarios, entre capitalistas y

    obreros,por qu los obreros euskerianos no se asocian entre s,

    separndose completamente de los maketos y excluyndoles en

    absoluto, para combatir contra esa desptica opresin burguesa

    de que tan justamente se quejan?No comprenden que, si odiosa

    es la dominacin burguesa, es ms odiosa an la dominacin

    maketa? (Sabino Arana. Las pasadas elecciones.

    Baserritarra, n5. 30-5-1897).

  • Los terceros en esta discordia, los potentados reunidos en torno al Crculo Minero, intentaron poner orden en el caos que ellos mismos orquestaron. Levantaron grandes barracones lindantes a las minas y abrieron cantinas obligatorias. Estos almacenes, en los cuales se dispensaban al unsono matarratas que pretenda ser vino y alimentos apilados sin orden e higiene,eran los nicos establecimientos en los cuales poda aprovisionarse la poblacin minera. Es decir, parte del salario de los trabajadores retornaba al bolsillo de los empresarios. En cuanto a los barracones, en el ao 1903 la Junta de Reformas Sociales redact un informe sobre las carencias de estas edificaciones que podan llegar a albergar a ms de 250 personas: En cada cama duermen siempre dos obreros y, segn informes recibidos de algunos trabajadores, cuando uno de

    ellos enferma no se cambia al compaero de lugar, sino que se le

    obliga a ocupar el mismo. El Crculo Minero intent paliar y, de paso, sacar el mayor rdito posible a este foco de infecciones construyendo pequeos edificios -casas de pen- que, previo pago de un elevado alquiler a las propias compaas, seran utilizadas por los trabajadores para albergar a sus familias. Lejos de paliar el mal endmico de los barracones, esta medida empeor la miseria y hacinamiento que, adems, careca de suministros de agua y sistemas de alcantarillado. Estos motivos hicieron de la zona minera de Bizkaia un foco letal de infecciones. Las enfermedades derivadas de los problemas respiratorios -neumona,bronquitis o pulmona y las que aquejaban el aparato digestivo fueron las principales causantes del alto ndice de mortandad que padeci Enkarterriak, siendo la poblacin infantil la ms afectada. En 1891 y mediante un escrito, los mdicos de La Arboleda advirtieron sobre este panorama alarmante de raquitismo, malformaciones y muerte:La carencia completa de las ms rudimentarias reglas de higiene que

    en estas barriadas se nota [] los retretes no estn medianamente

    dispuestos, constituyendo un foco permanente de infecciones. Por

    otra parte, las bocas de las alcantarillas que sirven de sumidero

    para las casas que no tienen excusado, ni estn dispuestas como

  • es conveniente[] no puede por menos que suceder lo que

    lastimosamente est pasando. Para colmo de males, las condiciones laborales distaban de ser proporcionales al salario cobrado por los obreros, los cuales deban afrontar jornadas laborales interminables. Es cierto que el sueldo era superior al percibido en otros sectores, pero la paga menguaba ostensiblemente en cuanto se descontaban los gastos derivados de la alimentacin y alquiler de la vivienda. Adems, y a pesar de que la mayora de las explotaciones mineras eran a cielo abierto, los accidentes laborales eran constantes y se traducan en fracturas y aplastamientos. Diariamente, los hospitales mineros practicaban trepanaciones y amputaciones provocadas por los derrumbes y cascotes de piedra que saltaban a cada carga de dinamita. Al respecto, cabe resear que fue en esta zona donde se practicaron, a gran escala, novedosas tcnicas de injertos de piel que servan para restaar las terribles heridas. Aquella olla a presin que eran Enkarterriak inclua otro tipo de males cotidianos inducidos por la tensin constante y que se traducan en peleas callejeras que, o bien eran motivadas por la ingestin de alcohol o, simplemente, porque las explosiones de rabia de este tipo suelen estar estrechamente ligadas a un modelo de vida de estas caractersticas. En este rgimen inhumano, dictado desde Algorta y Neguri por los Ybarra, Gandarias, Chvarri, Martnez de las Rivas y otras tantas familias acaudaladas, surgi la imagen del socialista Facundo Perezagua. Sus primeras impresiones seran tomadas como toda una declaracin de intenciones: El ao1886 en que por primera vez pis estos montes observ el ms insufrible caciquismo. El

    matonismo de los capataces no conoca lmites. Las mejores

    palabras que dirigan a sus obreros eran hijos de puta y

    zamarros. Los obreros vivan en la ms abominable incultura.

    La jornada era brutal; se trabajaba de sol a sol y existan los

    barracones, de infausto recuerdo, y las tiendas obligatorias. Los

    patronos, los encargados, los capataces,en vez de procurar que

    los trabajadores se instruyeran, dedicbanse a fomentar el

  • regionalismo,dividiendo a los obreros en grupos, segn la

    provincia de que eran naturales. Y a unos grupos se les explotaba,

    para que realizasen mayor faena, presentndoseles el ejemplo

    de otros grupos. Esta conducta determin un odio profundsimo de

    regin a regin y, constantemente, la zona minera sola ser

    escenario de cruentas batallas campales. Las llamadas partidas

    de la porra campaban por sus respetos y se cometan

    impunemente toda clase de atropellos y desmanes. Perezagua fue la cabeza visible de aquel primitivo movimiento socialista que se convertira en punta de lanza del obrerismo en Bizkaia. La incultura sindical y asociativa de los trabajadores no estaba preparada todava para asumir el reto lanzado por Perezagua y los patronos apenas prestaron atencin a las palabras del socialista. Dicha postura cambi radicalmente cuando, inspirado por el xito del Congreso Internacional Obrero que se celebr en Pars un ao antes, el Partido Socialista Obrero Espaol anunci durante el Primero de Mayo de 1890 celebrado el domingo da 4 la reivindicacin de la jornada laboral de ocho horas y la reclamacin de una legislacin laboral protectora. Pacficamente, riadas de trabajadores tomaron las calles de Bilbo. Aquel suceso novedoso caus gran expectacin entre los sorprendidos ciudadanos y las palabras encendidas que Perezagua dedic a la concurrencia en la bilbaina Plaza Elptica y, posteriormente, en La Arboleda epicentro minero de la poca dictaminaran el inicio de un largo y dificultoso proceso de cambios: Compaeros, los parsitos de la sociedad tiemblan de espanto ante las pacficas

    manifestaciones de los trabajadores del mundo civilizado. Si la

    burguesa desatiende nuestras justas reclamaciones, vendr la

    huelga universal y entonces si carecemos de alimentos, los

    cogeremos donde haya, pero no moriremos de hambre. El rgimen

    capitalista morir en este siglo. Pronto el clarn revolucionario

    anunciar el despertar de los pueblos. La respuesta a estas palabras no se hizo esperar. Varios miembros de la Agrupacin Socialista de La Arboleda fueron detenidos. La

  • mecha haba prendido. Paulatinamente, hileras de mineros se dirigieron hacia Ortuella y Gallarta. Por el camino cortaron el tendido elctrico y la va frrea. Los militares tomaron cartas en el asunto; declararon el estado de sitio y ordenaron la detencin del comit socialista de La Arboleda, incluyendo a Facundo Perezagua. En la crcel, el lder socialista y el resto redactaron un documento en el cual reivindicaban la readmisin de los obreros despedidos y el establecimiento de la jornada laboral de diez horas. El general Jos Loma ejerci labores de mediacin y se reuni con los patronos para obligarles a aceptar varias condiciones. Los mineros haban logrado su primera victoria y con la huelga de 1890 se ciment un proceso de cambios en los cuales prevaleci el eterno pulso entre trabajadores y patronos. Estos ltimos,y en vista del nuevo cariz que estaba tomando el asunto, se reunieron para decretar que Los obreros despedidos de una mina por producir desrdenes no tienen que ser admitidos en

    ninguna otra. Como caba esperar, las grandes familias de Neguri olvidaron rpidamente lo acordado por el Bando Loma y nombraron una comisin en previsin de nuevas movilizaciones. Colgaron carteles en las minas en los que se adverta a los trabajadores del riesgo que supona incumplir las normas establecidas, incidiendo en la no admisin de obreros despedidos y el inmediato despido de aquellos obreros que pertenecan al Partido Socialista. El 9 de mayo de 1891, cuatro fueron los primeros trabajadores despedidos en la mina Rubia de Pucheta, propiedad de Jos Mac Lennan. En vista de que el Crculo Minero no respetaba lo acordado, en enero de 1892 se fragu una nueva huelga que dur cuatro meses. La tensin se hizo palpable en la zona minera;la Asociacin del Crculo Minero jams reconoci a la Federacin de Obreros Mineros de Bizkaia. Una nueva huelga naci en 1905.Un ao ms tarde, los obreros reunidos en Ortuella acordaron una peticin de dos puntos: El horario de trabajo ser de nueve horas durante todo el ao y se

    abolirn las tareas, un modelo de trabajo esclavista que la

  • compaa Franco-Belga insista en imponer a sus obreros. En agosto los operarios del ferrocarril de Triano detuvieron sus mquinas y el 22 del mismo mes, el Gobernador Civil declar el estado de guerra. Los concejales socialistas y los representantes sindicales se reunieron con el Ministro de Marina y el Capitn General Zappino. Esta reunin deriv en otra concertada con Alfonso XIII en el puerto de Bilbao. La huelga finaliz en cuanto el monarca espaol prometi revisar el Bando Loma, se obtuvo una mejora en la reduccin de la jornada laboral media hora y se detall una declaracin segn la cual el ejrcito no abrira fuego contra los obreros. El otro bando, molesto por la reunin celebrada en el puerto de Bilbao, logr que las tropas se establecieran permanentemente en la zona minera. En 1909 se desarroll un programa de reclamaciones creado por el Instituto de Reformas Sociales y que se resumi en los siguientes puntos: La jornada laboral ser de 8 horas todo el ao. El salario mnimo alcanzar

    las 3,50 pesetas. Todos los agentes armados al servicio de los

    patronos desaparecern de la zona minera. El Crculo Minero hizo caso omiso a estos puntos y una multitud de obreros tom Galdames, Cotorrio, la compaa Franco Belga, los ferrocarriles de Triano y Barakaldo. Mujeres y nios ocuparon las minas y las vas ferroviarias, apresaron a capataces y patronos y se orquestaron verdaderas batallas campales contra aquellos comerciantes que se negaban a fiar a los mineros. El 1 de septiembre de 1910 se declar el estado de guerra y estall la huelga ms dura y prolongada de las vividas en Enkarterriak. Los empresarios del Crculo subieron el sueldo a los esquiroles, amenazaron con desahuciar a las familias y, con la ayuda de los capataces, orquestaron maniobras de confusin en un intento de que los mineros se enfrentaran entre s. Tal y como afirm un mdico de La Arboleda, En aquellos das haba ms heridas de arma blanca que las provocadas por las

    minas.

    En aquellos das, comienza esta historia.

  • 1 Parte: Los apaches I Un pndulo dicta un tempo al que nadie presta inters. Cuando las manecillas del carilln coinciden a las doce y un chasquido mecnico lo anuncia con otras tantas campanadas, uno de los ocho despierta al presente, en una pequea sala de la Diputacin Foral de Bizkaia; en el medioda de un 10 de agosto de 1910. -No s ustedes, pero yo prefiero escuchar sus voceros a ahogarme entre tanta humareda y calor. Esto parece Altos Hornos! Mientras anuncia al resto sus intenciones y seca con su pauelo las gotas de sudor que resbalan por su frente despejada, abre una de las ventanas que dan a la Gran Va de Bilbao. Con la brisa se cuela tambin un coro de voces que les advierte de su presencia cercana, indicndoles con ello que seguirn adelante y cueste lo que tenga que costar -Cierre esa ventana! -responde uno de los siete que todava permanecen sentados en sus sillones. -No, no... djela as, sr. Vivancos -lo dice un hombre orondo que, en su esfuerzo por aproximar el cigarro puro al cenicero derrama ceniza sobre su elegante traje-. Que ladren cuanto quieran porque nada van a sacar de esta fantochada... -Disculpe sr. Woolf, pero no estoy dispuesto a seguir escuchndolos -le interrumpe un hombre flaco cuyos dedos mueven nerviosamente un anillo de oro adornado con una cruz-. Esa gente es la que nos ha llevado a esta situacin y, adems, le recuerdo que en un saln contiguo est el mismsimo ministro de la Gobernacin dispuesto a mediar en esta infausta huelga que debemos soportar. Esta fantochada, como usted dice, nos puede salir muy cara.

  • -Sr. Laredo... caballeros, un poco de calma -Woolf acompaa sus palabras con un lento movimiento de manos para acallar el murmullo generalizado de la sala-. Ya antes hemos sufrido situaciones similares. Acaso no recuerdan lo ocurrido hace veinte aos o hace tan slo cuatro? Alguien de ustedes ha visto menguado su patrimonio por culpa de aquellas huelgas y de ese puetero Bando Loma? -sonriente, se dirige a quien tiene a su derecha- Sr. Santiesteban, todava guarda esa reliquia obrera? El aludido saca del interior de uno de los bolsillos de su chaleco un papel amarillento y comienza a leerlo en voz alta. Animado por el sr. Woolf, lo hace en tono jocoso. -Obreros! -Santiesteban carraspea y retoma el texto- Cumpliendo la promesa que os hice en mi primera alocucin y repet en mi visita a las minas, he logrado que los representantes de esa importante industria os concedan la libertad de habitar donde ms os convenga, as como tambin la de proveeros de alimentos, haciendo desaparecer las cantinas que explotan vuestros capataces, y se han regulado, finalmente, de un modo prudencial las horas de trabajo, segn habris visto en las bases acordadas en la reunin de ayer, y que he circulado, sin prdida de tiempo, en vista de vuestra buena actitud. Observareis que si bien en esta ocasin quedan ONCE horas de trabajo, en cambio en la ms penosa slo sern NUEVE, resultando as satisfechos vuestros deseos con esa pequea modificacin que espero aceptaris, como yo lo he hecho, buscando la buena armona que siempre debe existir entre el capital y el trabajo. Confo que en adelante no daris lugar a sucesos lamentables como los que han tenido lugar en esta noble provincia, que tantos perjuicios causan a la Nacin, a los particulares y a vosotros mismos, y que desoyendo sugestiones y consejos interesados de agitadores y personas mal avenidas con el orden, expondris vuestras quejas y reclamaciones ante la Junta Protectora de los Obreros que va a organizarse, en la seguridad que sta ha de atender y resolver en justicia vuestras peticiones, estrechndose as los lazos que siempre deben uniros con los propietarios de las minas; as lo espera vuestro General y paisano.

  • Jos Loma. Bilbao 30 de Mayo de 1890. Cuando el sr. Santiesteban finaliza su lectura, el sr. Woolf recupera protagonismo: -Alguien escuch alguna vez hablar de esa Junta Protectora de Obreros? -animado por las sonrisas de los presentes, prosigue risueo- Es que algo considerable ha cambiado desde entonces? -Y qu me dice de los socialistas! -replica Laredo-Qu me dice de Facundo Perezagua? Callan las sonrisas y el murmullo inquieto acapara de nuevo el escenario. Consciente de lo que ello supone, el sr. Woolf intenta cortar por lo sano la incertidumbre que anida entre los suyos. -Perezagua! -su rostro redondo enrojece al instante- Ese vendedor de humo que predica los desordenes del iluminado Marx? Cristo bendito, caballeros! Seamos serios! -acalorado, el sr. Woolf opta por templar su discurso- Hoy en da Perezagua no es ni la sombra de lo que fue... Ni siquiera est bien visto en su corral socialista! -Quizs -El sr. Prangley entra en la conversacin- debimos invitar al sr. Reed para que se uniera a esta reunin... -Por todos los cielos, Prangley! -Laredo se levanta de su silln como impulsado por un resorte y recorre nervioso la sala- A ese salvaje? Ese gals del infierno no quiere saber nada de nosotros, utiliza sus mtodos y para su propio beneficio. A impuesto su ley en los terrenos que nosotros mismos le hemos arrendado! -Pero nos paga religiosa y puntualmente -dice Woolf- y en sus minas no ocurren tantos desordenes. Quizs deberamos imitar sus mtodos... -Mtodos? -exclama Laredo- Ese hombre es una mala bestia. Sera capaz de irrumpir en esta reunin con su fusta en la mano! Caballeros, nosotros somos honrados hombres de negocios y no vulgares esclavistas! Los gritos provenientes de la calle aumentan su eco. -Seores, Perezagua y el resto acaban de entrar en la Diputacin -Vivancos descubre al resto los motivos de la algaraba-. Parece el mismsimo Moiss guiando a su rebao!

  • -Igual que el difunto Sabino Arana -farfulla el sr. Woolf, mientras se remueve en su mullido silln- Cristo bendito, en que tierra nos ha tocado vivir... -Acudimos ya a la reunin? -dice el sr. Santiesteban. El sr. Woolf extrae de su chaleco un reloj de plata y compara su hora con la que marca el carilln. Mientras el resto lo observa expectante, enciende con pausa un nuevo cigarro puro. -Que esperen -lo dice entre bocanadas de humo. II El 13 de marzo de 1910 el Congreso Minero exige la jornada laboral de nueve horas de trabajo durante todo el ao. Los patronos rechazan esta propuesta y la respuesta obrera se traduce en mtines y movilizaciones abanderadas por un Facundo Perezagua que alimenta con plvora insurgente cada rengln de sus discursos; como el pronunciado en el teatro La Romea de Bilbao el pasado mes de junio: Los mineros no van a hacer una huelga revolucionaria; pero si la burguesa les arrastrara a ella

    la harn. Por ahora, todo se reduce a un llamamiento, a recoger

    los elementos dispersos para cuando llegue la ocasin de obrar.

    Ya no se hace la revolucin en las barricadas, se declarar la

    huelga, secundada por nuestros hermanos del extranjero, y esto

    bastar para que se hunda la Monarqua, implantndose la

    Repblica. Los patronos, temerosos ante lo que se les avecina, redactan una carta dirigida al gobierno: La Asociacin de Patronos Mineros observa que las huelgas van degenerando en movimientos

    polticos que repetidos peridicamente constituyen verdaderos

    ensayos para preparar la tan codiciada y predicada revolucin,

    estando persuadida de que la actual huelga, so pretexto de

    angustias obreras que no han existido y bajo un carcter social

    aparente, se encuentre una verdadera finalidad poltica, cuyo

    juego no debemos ni queremos prestarnos a hacer. 18.000 obreros se lanzan a la calle y los patronos, ante el temor que les provoca que el gobierno adopte una postura excesivamente

  • conciliadora con los huelguistas, contraataca a travs de la prensa que le es afn y describe la situacin como un complot revolucionario. El gobierno enva tropas que se atrincheran en las minas y Altos Hornos. Esta situacin extrema provoca que los lderes obreros limen su discurso. En las asambleas se acuerda la vuelta al trabajo con diez horas de jornada laboral durante el mes de agosto y la promesa por parte del ejecutivo de que, en octubre, se rebajar a nueve horas. Ante el cariz que toman las negociaciones en Madrid, muchos obreros reniegan de esta declaracin y se posicionan en contra de ella. El 10 de agosto, el ministro de la Gobernacin, Fernando Merino, se rene en la Diputacin con los representantes patronales, varios diputados provinciales, delegados de las principales entidades econmicas de Bizkaia y la temida comisin de huelga liderada por Facundo Perezagua. Cara a cara, separados por una gran mesa de roble, se encuentran -por un lado- Woolf, Ortz, Laredo, Vivancos, Santiesteban, Allende, Zabala y Prangley. Frente a ellos se sientan Bujedo, Fernndez Pea, Varela, Zorraqun y Perezagua. A pesar de la calma aparente que intuye en ambos bandos, Fernando Merino es consciente de que esta caldera puede estallar en cualquier instante. Por ello, decide dar por finiquitado y cuanto antes este penoso asunto. -Caballeros -dice mientras se ajusta los anteojos y repasa sus papeles-. El gobierno propone la reduccin de media hora en la jornada laboral y sin perjuicio de lo que pueda acordar en un futuro prximo... Ambos bandos murmuran entre s. Al parecer, el acuerdo est prximo. -Media hora? -Perezagua conversa en voz baja con su amigo Zorraqun- Me temo que pronto tendremos que vernos las caras para seguir negociando lo que nos corresponde... y sin perjuicio de lo que podamos acordar en un futuro prximo... Zorraqun re entre dientes y lo que Merino ms teme se produce.

  • Luis Salazar, presidente de la Diputacin, ha escuchado las palabras de Perezagua y lo seala amenazante. -Pero quin se cree que es? -grita Salazar- Ni muestra respeto, ni seriedad...Usted no es ms que un intruso en esta sala! -Perezagua no es ningn intruso! - Zorraqun responde al presidente de la Diputacin- Es un representante de los obreros, tan legal como el resto de mis compaeros y aclamado por millares de obreros en reuniones pblicas. Rechazo tan injusto calificativo! Los representantes patronales permanecen en silencio y dejan que su aliado inesperado persista en su ataque. Slo el sr. Woolf deja escapar una tmida sonrisa. -Reuniones pblicas? -Salazar se acalora- Diga ms bien actos de sedicin revolucionaria promovidas por ese intruso. Esto es una huelga con la que nunca conseguirn nada... -y al instante, hace prender la mecha- Malditos apaches! -La huelga -replica Perezagua- la tenemos ganada moralmente y lo demuestra que toda la opinin pblica est al lado de los huelguistas vizcanos. Bueno ser que el sr. Ministro tenga en cuenta que, a pesar de llevar veinticinco das de huelga, ha sido la sensatez y cordura observada por los trabajadores la que ha evitado que haya heridos en los hospitales y que la crcel de Larrinaga no est llena de presos... de obreros honrados. -Como debera estar ahora! -le replica Salazar- Llena de presos y usted el primero de ellos, pues usted es un hombre que ha hecho mucho mal a Bilbao... Debimos expulsarlo! -Quien debe estar en la crcel es usted, que ha ofendido gravemente al pueblo de Bilbao, y a los demcratas bilbainos calificndolos de apaches! -S, apaches son, ratifico el calificativo! -El apache es usted y otros muchos como usted! -Basta ya, seores! El Ministro de la Gobernacin quiere zanjar esta disputa de inmediato, pero ya es demasiado tarde. Perezagua y el resto de la comisin de huelga abandonan sus sillas y se dirigen hacia la Gran

  • Va donde les aguarda un nutrido grupo de personas que han de escuchar, con desagrado, que este encuentro ha fracasado y que la huelga debe continuar. III Camina solo, cabizbajo, meditando cada una de las palabras que escuch minutos antes. No puede evitar una sonrisa cuando rememora la cara enrojecida de Salazar mientras le gritaba aquello de Apaches!. En el trayecto se ha despedido de sus compaeros y de quienes debieron escuchar el veredicto de esta grotesca reunin. Los miembros de la comisin de huelga han desaparecido por entre las calles colindantes a la Diputacin, engullidos por la simetra arquitectnica que Severino de Achcarro, Pablo de Alzola y Ernesto de Hoffmeyer disearon para exclusivo disfrute de la alta burguesa bilbaina. A su espalda queda la plaza Elptica; centro geogrfico de esta flamante sinfona de ladrillo y piedra que pretende dar sentido a la grandeza de una urbe atravesada por una avenida de treinta metros de anchura -Gran Va Don Diego Lpez de Haro- y otras tres calles de menor tamao -Ercilla, Recalde y Elcano-. De vez en cuando, alza la vista para medir la altura de estos titanes de piedra construidos a imagen y semejanza de sus soberbios propietarios. Viste un austero traje negro y al contrario que sus amigos Zorraqun y Delgado, calza unos zapatos que le quedan demasiado estrechos. En cuanto llegue a casa -se dice- me pongo las alpargatas. Pasa junto a la estacin ferroviaria de Abando. El claxon de un Hispano-Suiza despierta a un beb y su ama de cra se apresura a sacarlo del cochecito para calmarlo. Son muchos los que cruzan ante l; trajes de sastre, miradas altivas, bigotes frondosos y bien recortados. Algunos viandantes pasean en compaa de mujeres de tez plida y gesto severo, as dicta la moda social. El sonido y la vida en la Gran Va lo aportan algunas carretas tiradas por mulos y un grupo de chiquillos vestidos con largos

  • blusones que sortean las farolas entre risas y bromas. De vez en cuando, alguien le reconoce pero le evita el saludo, a pesar de que ejerce cargo en el ayuntamiento y goza de cierto renombre en la villa, pero no en esta zona. Se sobresalta con un chirrido penetrante y las chispas que salpican la calzada provocadas por el roce de una rueda de acero sobre los rales que recorren la calle. Facundo Perezagua acompaa con su mirada el traqueteo del tranva que pas cerca de l y que se detendr en la maraa de vas que coinciden en el Arenal, ante las puertas del Teatro de la Villa. En su fachada los atlantes de piedra que soportan los balcones del piso principal de esta casa de la msica miran al frente, hacia la iglesia de San Nicols, ignorando a la ra del Nervin que fluye coqueta a escasa distancia de ellos. Al contrario de los engreidos atlantes, Perezagua apoya sus manos en la barandilla del puente del Arenal para observar la ruta de una ra que cruza la ciudad y busca su respiro definitivo en el Cantbrico. El paso de una gabarra rasga su superficie azul y varios botes anguleros, amarrados a la orilla, se remueven inquietos; al igual que una pareja de gaviotas que hasta entonces reposaba plcidamente sobre los pilares de madera. Se ajusta la txapela mientras observa cmo las aguas claras recuperan su calma. Recuerda su llegada a Bilbao, en abril de 1885. Vino de Madrid armado con una pequea maleta cargada de panfletos socialistas, nmeros atrasados de El Obrero barcelons y un ajado manuscrito de Karl Marx en el que poda leerse La demanda de hombres regula necesariamente la produccin de

    hombres, como ocurre con cualquier otra mercanca. Si la oferta

    es mucho mayor que la demanda, una parte de los obreros se

    hunde en la mendicidad o muere por inanicin. La existencia del

    obrero est reducida, pues, a la condicin de existencia de

    cualquier otra mercanca. El obrero se ha convertido en una

    mercanca y para l es una suerte poder llegar hasta el

    comprador. La demanda de la que depende la vida del obrero,

    depende a su vez del humor de los ricos y capitalistas. Si la oferta

  • supera a la demanda entonces una de las partes constitutivas del

    precio, beneficio, renta de la tierra o salario, es pagada por

    debajo del precio; una parte de estas prestaciones se sustrae,

    pues, a este empleo y el precio del mercado gravita hacia el precio

    natural como su centro. Pero, 1.) cuando existe una gran divisin

    del trabajo le es sumamente difcil al obrero dar al suyo otra

    direccin; 2) el perjuicio le afecta a l en primer lugar a causa de

    su relacin de subordinacin respecto del capitalista. Lo primero que encontr en Bilbao fue un panorama desolador. Las poderosas familias empresariales de la Villa hacan y deshacan a su antojo ante la nula respuesta de un movimiento obrero inexistente y que se limitaba a concentrarse en varias sociedades de socorros mutuos y recreativas. Entr a formar parte de la plantilla de la fundicin Francisco Aguirre Sarasua, ingres en la sociedad de recreo La Artesana ubicada en la calle Jardnes y all comenz su paciente obra de dinamitar los cimientos de la dictadura que los Ybarra erigieron alrededor de ese crematorio de obreros llamado Altos Hornos y de plantar cara a los potentados mineros que, con la ayuda de los candidatos monrquicos -representados en las figuras de Vctor Chvarri y Martnez de las Rivas- compraron votos y manipularon elecciones. Todos ellos, unidos, dieron como resultado ese cnclave capitalista que se denomin La Pia y que Miguel de Unamuno calific, en un arranque de socialismo fugaz, como el partido de los ricos. Con la ayuda de varios tipgrafos constituy un grupo destinado a difundir la propaganda socialista. Todos los domingos entregaban cincuenta cntimos que eran invertidos en folletos y peridicos que, como El Socialista, eran difundidos entre los obreros. Afortunadamente, las cosas estaban cambiando. Era algo inevitable, los obreros descubrieron que tenan voz y curiosidad suficiente como para descubrir un nuevo modelo de vida que no vena dictado desde Neguri. -Jodidos capitalistas -se lo confiesa a la Ra-. Cuanta razn tena el viejo Marx... Alguien interrumpe sus recuerdos:

  • -Ya ests hablando slo otra vez? Quien se dirige a l es un hombre de complexin delgada y muy fibrosa, no muy alto; bajo su nariz crece un fino bigote. Monta sobre una bicicleta de hierro blanquinegra con las ruedas parcheadas. -Hombre, Vicente! -responde Perezagua- En qu andas ahora? -Ya me ves, preparndome. Vicente Blanco, ms conocido como El Cojo; un tipo singular. El apodo de El Cojo lo tiene ganado con todo merecimiento. Cuando trabaj en la Basconia, un hierro candente le atraves uno de sus empeines de lado a lado y poco despus, trabajando en los diques de la Compaa Euskalduna, le cay una plancha de acero en su pie sano; le amputaron cinco dedos. Como resultado de todo este estropicio le ha quedado su manera peculiar de caminar; pura fiesta, una continua conga descompasada que el bueno de El Cojo asume con desparpajo. Su alimentacin se reduce a la comida de los pobres; las angulas que pesca en las salidas de alcantarillado. A pesar de esta dieta exigua, se emplea a fondo en sus entrenamientos diarios y fruto de tanto sacrificio, ha cosechado diferentes premios en competiciones de natacin y ciclismo. Un buen da dijo que quera ser boxeador y un ingls lo dej K.O. en el primer asalto de su primer combate, nunca ms se subi a un ring. Ahora aparca la burra que compr a una trapera por cuatro pesetas. El mes pasado march a Pars montado sobre una bicicleta y con intencin de participar en el Tour. Lleg a tiempo, la vspera de iniciarse la carrera y le adjudicaron el dorsal 155. Descans un par de horas e hizo frente a los 272 kilmetros que delimitaban la primera etapa: Pars-Roubaix. Cruz la meta extenuado, fuera de control. El de aquel ao fue un Tour salvaje, quien lo gan -Octave Lapize- llam asesinos a quienes planificaron el recorrido:"Vous tes des assassins. Oui, des assassins!". El Cojo fue aclamado en la Estacin de Atxuri por una multitud, regres a Bilbao en tren. -Ya veo que no pierdes el ritmo -le saluda Perezagua. -Venga, Socialista, menos guasa y sultate un pitillo.

  • -En qu andas metido ahora? -dice Perezagua mientras le ofrece cigarro y chisquero. -En poca cosa, ya apenas monto esta burra. Vengo de Portugalete... hasta la Estacin de Atxuri y ahora regreso al embarcadero de La Salve para darme un bao. Cuando ya no queda ms de qu hablar, cada cual regresa a los suyo; El Cojo se aleja en su bicicleta y Perezagua dirige sus pasos hacia las callejas que reptan con desorden por las laderas del Botxo. Se reencuentra con la fisonoma desconcertante de San Francisco, Cortes, y Bilbao La Vieja. Casas construidas con demasiada prisa y que casi se apilan las unas encima de la otras. Una variante enloquecida de las simetras arquitectnicas que Severino de Achcarro, Pablo de Alzola y Ernesto de Hoffmeyer disearon para el Ensanche. Recorre la calle San Francisco, animada por gentes que nunca eluden un saludo. Atraviesa una calzada salpicada de cascotes de piedra y charcas de aguas negras. Las fachadas, desconchadas, se unen entre s a travs de cordeles de los que penden coladas. Escucha tonadillas, acompaadas por aromas de potaje, que fluyen a travs de los estrechos ventanucos de las casas y se cruza con Tomasn, un discapacitado psquico de 10 aos que le saluda gritando Alirn! y cuyo gran sueo es ver, un da de estos, a su dolo Remigio Iza: el jugador del Athletic de Bilbao que, en marzo de este ao, marc el gol determinante que permiti a su equipo del alma ganar su cuarta Copa en el campo donostiarra de Ondarreta. En estos das, se ve correteando por las calles ms chavalera que de costumbre, son hijos de familias mineras que han sido acogidos en estos barrios obreros hasta que la calma regrese a los montes de Triano. Perezagua masculla el saludo de Tomasn: Alirn!. All Iron, todo hierro, la palabra que los ingenieros britnicos escriban con tiza sobre las vetas puras halladas por los mineros. Cada vez que All Iron apareca impreso sobre la roca, un grito de jbilo recorra las canteras porque supona un prrico aumento en los salarios de

  • los trabajadores. Por fin llega a su destino. Alguien le aguarda, apostado junto a la taberna que regenta en Las Cortes. Lo reconoce de inmediato, su altura le delata. -Ezequiel Bocanegra -le saluda Perezagua- Qu nuevas traes de Triano? -Poco de bueno, como siempre. -responde el otro-. Cmo fue la reunin? -Mal, amigo, como caba esperar. El lder socialista extrae una llave y abre la puerta del local. El interior es oscuro, les recibe un intenso olor a humedad y vino. Varias mesas, una barra y un retrato de Karl Marx conforman el modesto mobiliario de este local que adquiere su verdadero sentido en la parte trasera; entre los toneles de vino donde yacen apilados numerosos pasquines y ejemplares atrasados de El Socialista y La lucha de clases, el semanario obrero que se vende a 5 cntimos. -Vengo a por los peridicos -Ezequiel se apoya sobre la barra-. Anda, ponme un vino para que se me quite este sabor a hierro que me rasga la garganta. -Djate de vinos, tengo algo mucho mejor. Facundo coge dos vasos, una botella e invita a su amigo a que comparta con l una de las mesas. -Licor de hierbas -dice Perezagua mientras llena los vasos-. Una bendicin que calma ardores de estmago como los que me traigo de la Diputacin. Ambos dan buena cuenta del licor mientras Perezagua le pone al corriente de todo lo acontecido en la infructuosa reunin. -La cosa no pinta nada bien -Ezequiel vaca el vaso de un slo trago-. Y lo peor de todo no es que esos jodidos empresarios nos estn tocando los cojones, que de eso ya sabemos mucho... lo peor es que la coalicin que formamos socialistas y republicanos nos est desviando de nuestra lucha. Joder, si en las ltimas elecciones nuestro candidato fue Horacio Echevarrieta! Un propietario minero! Hasta en eso nos bajamos los pantalones. No

  • tuvimos lo que hay que tener para obligarles a que aceptaran a nuestro candidato, Pablo Iglesias. -Ya sabes que desde Madrid las cosas se ven muy diferentes -Perezagua se atusa la barba-. La direccin ha credo conveniente esta maniobra para lograr nuestros fines polticos. -Pues yo me cago en las elecciones y en los fines polticos! -Ezequiel rellena los vasos. -De esta, querido amigo, te nos vas a hacer anarquista. -A lo mejor... igual que el viejo ngel Areso -explica Bocanegra-. Sabes? Ese chalado tiene escondidos ms de diez cartuchos de dinamita y amenaza con hacer volar por los aires al gals de los cojones. -En serio? Tan mal van las cosas por all? -Perezagua frunce el ceo. -Mal? Desde la llegada de Rob Reed las cosas han ido de mal en peor. Nada puede hacerse contra l por que sabe llenar generosamente los bolsillos de los polticos. Estoy seguro de que hasta los del Crculo Minero le temen, Reed no quiere saber nada de ellos. La entrada en el local de Pedro Zabala corta la conversacin. Porta una carretilla repleta de ejemplares de El Socialista. -Hola compaeros -saluda Zabala mientras se quita la txapela para secarse el sudor condesado en su calva-. Los descargo atrs? -Esperate, djame algunos -Ezequiel se levanta de la silla y ojea un ejemplar que todava huele a tinta recin impresa. Despus escoge una docena. -Bueno Facundo, me tengo que largar -lo dice mientras ordena con mimo los peridicos-. Tengo que coger el tranva a Santurce, si no llego a tiempo a casa la parienta me va a moler a palos. -Cudate Ezequiel -el lder obrero coloca sus manos sobre los anchos hombros de su amigo-. Y dile a Areso que se ande con cuidado. -T tambin lo deberas tener -Bocanegra baja su tono de voz-. Ya sabes que hay muchos en la Organizacin y el sindicato que estn deseando darte puerta. Parece que en estos tiempos no les va eso

  • de remover mucho el gallinero y si esta huelga no sale bien... Parece que ahora nos prefieren ms moderados, ms polticos y... menos apaches... ja, ja, ja! La sonora carcajada de Ezequiel Bocanegra resuena por toda la taberna. IV Mira el cielo y no obtiene respuesta. No le importa. A don Claudio le han bastado las primeras gotas de lluvia y el rumor lejano legado por un trueno para comprender que el aliento divino le insta a darse prisa. La luz agoniza intermitente entre las nubes grises que han trado la tormenta y al prroco no le queda ms remedio que descender de los altares, recuperar la perspectiva terrenal e impedir la nueva tropela que va a cometerse contra Dios y sus sagradas enseanzas. Cierra tras de s la puerta de su humilde iglesia; con una mano se santigua y con la otra se alza un poco la sotana para no mancharla en exceso mientras pisa el camino encharcado que culebrea a travs de una sucesin inconexa de pequeas casas y barracones que desembocan en las alturas, all donde se extrae el hierro. El inusual caminar apresurado de don Claudio no pasa desapercibido a dos mineros que comparten un pitillo bajo un maltrecho porche de madera. Entre bocanadas de humo dejan escapar sonrisas cmplices provocadas por el comentario dicho por uno de ellos: -Corre, diablo cojuelo, que se te escapa otra alma. Al cura no le parece oportuno detener su marcha y malgastar su tiempo con el blasfemo. Adems, mantener el equilibrio en este irregular terreno embarrado que a duras penas admite el descomps de su cojera, le resulta ya de por s excesivo. Toda su atencin se concentra en el grupo de personas reunidas ante la casa de los Areso. El recin llegado es recibido por una hilera de miradas desafiantes. Don Claudio detiene su paso entre resuellos, a escasos metros de

  • distancia de este muro humano, y calibra la situacin reflejada en los tensionados rostros de estos hombres y mujeres que custodian el cajn de madera que alberga los restos mortales de ngel Areso. Permanece silente y a pesar de que en este instante la lluvia es la menor de sus preocupaciones, opta por buscar refugio a la espera de los refuerzos que le han sido prometidos. -Eh, seor cura, vngase para ac! -el aludido mira a su derecha y vislumbra entre las penumbras de una cuadra abandonada a un guardia civil que le hace seas con las manos. Sin dudarlo entra en el recinto ruinoso. En el interior, aqu y all se mueven inquietas las siluetas de ocho guardias civiles. Varios charlan despreocupados, sin dar importancia a las gotas que caen a travs del techo y salpican sus tricornios, otros secan minuciosamente sus fusiles Muser y en el centro, apoyado sobre una carretilla herrumbrosa, un oficial se sirve de una bayoneta para quitar el barro que qued incrustado en las suelas de sus botas. El teniente Crspulo Angulo no puede evitar un esbozo de risa en cuanto contempla la sotana empapada que avanza hacia l. -Ah los tiene fuera, pater, quietos y firmes tal y como usted los quera -el oficial devuelve la bayoneta a uno de sus hombres y, mientras se ajusta las polainas, sentencia-: Se hace tarde. Acabamos ya con esto? Don Claudio mira a travs de una ventana y observa detenidamente al centenar de personas que permanece bajo la lluvia torrencial. Se supone que esta debe ser la lgica escenificacin de un nuevo y dramtico episodio enmarcado en la ltima gran huelga minera declarada el pasado julio de 1910. Cuatro aos antes, los cabos quedaron sueltos y, al igual que sta, la declarada en 1906 fue tambin una movilizacin obrera en toda regla, quizs no tan prolongada, pero s igual de dura. En aquella, los mineros de Enkarterriak dejaron constancia de su desencanto mediante una carta dirigida a la Asociacin de Patronos de Minas.

  • Muy seores nuestros:

    En el ltimo congreso de obreros mineros de Vizcaya celebrado

    en Ortuella, entre otras cosas, se acord los siguiente:

    1. Reclamar a ustedes la jornada de nueve horas durante todo el

    tiempo.

    2. Exigir de ustedes sea respetada la ley del general Loma,

    dictada en el ao 1890, o sea, abolicin de las tareas. Lo que

    ponemos en conocimiento de ustedes para que resuelvan sobre el

    asunto de esta comunicacin.

    Sin ms, salud les desean sus afectsimos servidores.

    Presidente, Jos Prez. Secretario, Juan Ortega.

    La Arboleda, 10 de Abril de 1906.

    La respuesta de los potentados no se hizo esperar. En contestacin a su carta fecha 10 del corriente mes, la Junta

    directiva de la Asociacin de Patronos Mineros de Vizcaya ha

    acordado manifestar a ustedes lo siguiente:

    1. Que no les consta a los patronos mineros de Vizcaya que

    ustedes tengan legtima representacin de los obreros que

    trabajan en las minas, por lo que nada podrn tratar con ustedes

    de lo que se refiere a la organizacin de trabajo.

    2. Que para evitar tergiversaciones los patronos manifiestan:

    a. Que estn cumpliendo en todas sus partes y dispuestos a

    continuar cumpliendo el convenio de mayo de 1890 con general

    seor Loma, cuyo cumplimiento piden ustedes en su carta.

    b. Que, por tanto, estn dispuestos a que las horas de trabajo en

    las minas sean las que en dicho convenio se establecen, y no en

    otros.

    c. Que no refirindose dicho convenio para nada a las tareas y

    siendo estas beneficiosas para los obreros, no estiman

    razonable el suprimirlas, privando de este beneficio a los

    obreros.

    d. Lo que en cumplimiento del acuerdo referido tiene el honor

    de comunicar a ustedes su afectsimo y s.s., Federico Zavala,

  • secretario.

    En septiembre de 1910, las comunidades mineras persisten en su empeo por ganarse un salario de 3,50 pesetas y nueve horas de jornada laboral. Los insalubres barracones y las cantinas obligatorias deben formar parte del pasado y no de este presente. Pero esto no era Gallarta, ni Ortuella, ni tan siquiera La Arboleda. Solo un minsculo y anacrnico terreno incrustado en los valles de Enkarterriak que tras hacerse eco de los pequeos triunfos logrados en las zonas colindantes, persevera en su desesperado intento por seguir apretando las tuercas al cacique de este puado de tierra y hierro que, al parecer, un da tuvo nombre y ya nadie lo recuerda. Ahora es territorio de Rob Reed, un poderoso potentado gals que, tras alquilar las minas de esta comarca a la compaa Franco-Belga, ha impuesto su propia ley al margen de las directrices marcadas por los patronos del Crculo Minero. Esta es, en resumen, la ingrata tierra que albergar para siempre el cuerpo de ngel Areso, el viejo socialista que quiso dinamitar la casa de los Reed y ha pagado su temeridad con seis cuchilladas nocturnas en el estmago. El cura guarda su pauelo empapado tras secarse la lluvia y el sudor que corran por su abotargado rostro mal rasurado. Intenta poner en orden los cuatro pelos grises que coronan su crneo y se dirige hacia el oficial de la benemrita para decirle: -Que sea lo que Dios quiera. Salgamos. El teniente Angulo asiente y ordena a su compaa que cubra sus uniformes grises con los capotes de campaa y carguen las recmaras de sus fusiles. Uno de ellos alza la mano y pregunta. -Seor, calamos las bayonetas? -Por todos los santos, Gmez -responde sin prestarle excesiva atencin y mientras se esmera en que el tricornio no estropee su peinado firmemente domado por el fijador-. No sea usted exagerado. Tropa y clero salen a la calle, donde se reencuentran con la lluvia y una comitiva fnebre entumecida por el fro y la impotencia.

  • Don Claudio avanza varios metros y Crspulo Angulo suelta un tmido joder cuando pisa una traicionera charca de barro. Mientras tanto, de entre las filas mineras se asoma Ezequiel Bocanegra, reconocido socialista y buen amigo del difunto. -Seor cura -el minero se ahorra las buenas tardes- qu clase de misericordia predica que ni siquiera permite enterrar a nuestros muertos? -No hagas honor a t apellido, Ezequiel, y djate de mtines -responde el cura-. Sabes de sobra que aqu no hay cabida para ese territorio de pecado al que denominis, con excesiva alegra ,cementerio civil. El minero deja caer su manta rada y avanza unos pasos que lo aproximan a don Claudio. Este, por su parte, retrocede y ese movimiento es interpretado por el teniente Angulo como una advertencia. Ordena a los suyos que apunten sus fusiles contra los mineros. -Tranquilos! -alza su voz Bocanegra- Aqu no va a pasar nada! -templa la voz y prosigue su parlamento con el cura- Lo nico que desea la viuda es que los restos de su marido no reposen en una cuneta olvidada y mucho menos en un cementerio bendecido por usted. Ahrrese la misa. Slo queremos enterrar al muerto. -Imposible! -el cura se gira y grita a la tropa- Teniente, ordene a sus hombres que cojan ese atad y me acompaen! Al instante, cuatro guardias civiles colocan sobre sus hombros el cajn de madera mientras el resto apunta sus armas contra la irritada muchedumbre. El sonido pronunciado de unos claxon irrumpe en la escena. Tres flamantes Hispano-Suiza negros y un carro tirado por mulos cruzan el lodazal que divide a ambos bandos. Para el cura, estos claxon suenan a benditas trompetas celestiales. Crspulo Angulo observa con detenimiento el trayecto de la caravana mientras se atusa su fino bigote: -Justo a tiempo, pater, aqu tiene a sus arcngeles. Sin detener su marcha, los vehculos enfilan directos hacia la plaza. De las casas y barracones salen sus gentes y la comitiva

  • fnebre que velaba el cadver de Areso, padece un lento goteo de deserciones. En silencio y sin dar importancia a las miradas cargadas de reproche que reciben de quienes todava se mantienen atrincherados junto al muerto, se dirigen hacia la plaza. Acuciados por el hambre, la inminente llegada del fro y el miedo que siempre provoca el anuncio de una nueva epidemia, buena parte de la castigada comunidad minera recibe con dolorosa resignacin la llegada de las hijas de San Vicente de Paul; un ejrcito adiestrado a la perfeccin e integrado por seoras de noble cuna que, abanderadas por Sebastiana -la esposa de Agustn Iza, el cacique de Gallarta- se ha especializado en apaciguar este tipo de revueltas atacando siempre por el flanco ms dbil, el estmago. La lluvia amaina y las damas, encopetadas, salen de sus vehculos. La seora de Iza imparte rdenes a los mozos que montan el carro. Estos, a su vez, comienzan a distribuir entre la poblacin mantas y vveres. Una maniobra infalible, ya nadie apenas recuerda que hay un muerto por enterrar. Los tricornios que han secuestrado el fretro abandonan el lugar y la maltrecha comitiva socialista se inclina por callar su derrota. Don Claudio, por su parte, reparte su eterno agradecimiento entre Dios y la bendita Sebastiana Iza. Lo voz ronca de Ezequiel Bocanegra le asalta por la espalda. -Eh, seor cura! -el minero lanza a los pies del sacerdote un cntimo de cobre, el perfil de Alfonso XIII besa el barro- Espero que con esto le alcance para una misa cantada. Dicho esto, Bocanegra retorna donde permanecen los suyos, acaricia el rostro arrugado de la viuda Areso y le susurra: -No te preocupes mujer, esta noche enterramos a t marido. Dicta algunas indicaciones a los que portan palas y, todos juntos, se dirigen a la parte trasera de la cabaa donde les aguarda otro rudimentario cajn de madera que se halla oculto bajo una pila de lea. -Venga, dmonos prisa -Ezequiel sonre a su camarada Pedro Gripa- Enterremos de una vez al viejo. -Lstima que en el otro cajn no viaje la dinamita de Areso y con

  • la mecha prendida-le responde Gripa. V -De qu me estis hablando? Facundo Perezagua no oculta su enfado a Francisco Largo Caballero y Lucio Martnez, ambos son delegados de la UGT. -Se ha acordado que la huelga debe acabar el 29 de agosto -responde Largo Caballero-. La situacin cada vez es ms insostenible y en este pulso con la patronal llevamos todas las de perder. Los tres hombres caminan por la orilla derecha de la ra del Nervin. A sus espaldas queda el ayuntamiento de la villa donde Largo Caballero y Martnez aguardaron la salida de Perezagua. Pasean bajo la hilera de rboles del Arenal. Los chimbos saltan de las ramas y tras un breve vuelo, se posan en las fuentes cristalinas que engalanan el recorrido. Bordeando el trfico de carretas y vehculos a motor, desfila una caravana de lecheras deustuarras que transportan a lomos de sus burros las tinajas cuyo destino final ser el mercado de La Ribera. Una casera de avanzada edad cierra la alegre comitiva portando sobre su cabeza una bandeja donde reposan hasta seis pequeos cntaros rebosantes de leche. En su circense reto a la gravedad no derrama gota alguna. Escenas cotidianas como esta alimentan el nimo de un Perezagua al que comienza a dolerle la cabeza en cuanto rememora los das pasados. El 12 de agosto una comisin de concejales integrada por los socialistas Isidoro Acevedo, Rufino Laiseca y el republicano Areizaga, se presentaron ante el alcalde Bilbao, el liberal dinstico Federico Moyua Salazar, para solicitar una entrevista con el Gobernador. Dicha reunin tuvo como objetivo presentar un documento en el que se inclua un nuevo punto que deba ser tratado en la negociacin: La reduccin acordada de media hora de trabajo para el mes de agosto debe ser extensible hasta la

    redaccin definitiva de la ley que se estaba preparando. La respuesta a este punto, por parte de los potentados, se tradujo

  • en un no maysculo. Perezagua contraatac y, acompaado por Manuel Delgado, lanz un discurso incendiario desde la plaza de Gallarta en el que, adems de trasladar a los obreros la negativa de la patronal, amenaz con expandir la huelga al resto del Estado. Al Gobierno no le gust el cariz que estaban tomando estos desagradables acontecimientos norteos. De nuevo, Perezagua, volva a extender un reguero de plvora y se mostraba firme y dispuesto a soltar la cerilla prendida que siempre lleva en la mano. Tampoco a la Unin General de Trabajadores le sent nada bien el tono radical empleado por el lder socialista. -Cada da os entiendo menos -murmura Perezagua mientras se frota la sien-. Despus de todo lo que han tenido que soportar durante estos dos meses, hay que decirle a esas gentes que todo se ha acabado? que deben regresar a su trabajo con las manos vacas? tan poca fe tenis en las respuesta de los obreros? -Facundo, deberas saber que las directrices actuales de la Organizacin van encaminadas hacia otro rumbo y que en l no hay cabida para revueltas trabucaires ni para palabras que clamen por la insurreccin. Nosotros tambin nos preocupamos por la situacin de los trabajadores pero, de ahora en adelante, se utilizar la poltica y no las piedras. Taen las campanas de San Nicols. Bajo la sombra de El abuelo, el viejo Tilo del Arenal que siempre aguarda paciente a la entrada de la iglesia y que tanto inspira a escritores, poetas y pintores, los tres socialistas se despiden. Perezagua cruza los rales del tranva para adentrarse, con paso presuroso, en Las Siete Calles. Est irritado, dolido en su orgullo. -Maldita sea! -lo suelta para que la cabeza no le estalle. Das despus, el corazn de Bilbao deja de latir. Es la respuesta de Facundo Perezagua para aquellos que han puesto en tela de juicio su discurso implacable. A ambos lados de la Ra, han callado las mquinas. Los rieles areos por los que transitan las vagonetas permanecen inertes, El chirriante movimiento de las gras ya no molesta a las gaviotas y

  • buques de todas las nacionalidades mantienen sus amarras fijas porque sus grandes depsitos permanecen vacos. El hierro no llega. Perezagua habla a los descargadores y carreteros del muelle: Aqu somos los obreros contra los burgueses -entre los cuales

    indudablemente incluyo a los republicanos- y los burgueses contra

    los obreros. Y frente a nosotros, formados en la misma lnea, estn

    monrquicos, republicanos, conservadores y liberales, y por

    descontado bizkaitarras. No abandonis a vuestros hermanos de

    Triano! Demostrad a esos potentados que estis vivos y que

    podis morder!

    Los trabajadores de los muelles lo aclaman y se decreta una huelga que paraliza la ra del Nervin y tiene su continuidad en los oficios restantes que nacieron y crecen a orillas de la Ra. No es una huelga en toda regla, es un arrebato de clera improvisada. La movilizacin no ha sido planificada pero durar varios das y ser secundada en lugares como Gijn, Zaragoza y Barcelona. Las consecuencias de este ensimo plante a los patronos no se hacen esperar. Oficialmente, se declara el final de la huelga minera y son muchos los trabajadores que se sienten defraudados tras dos meses de dura pelea porque al final del tnel slo vislumbran ms incertidumbre. Se entablan conflictos entre obreros y piquetes. La polica ocupa las calles y carga contra los segundos. A instancias del Gobierno, el ejrcito permanece neutral. En Neguri tampoco las cosas marchan por los cauces previstos. Patronos como Martnez de las Rivas, Echevarrieta y Maestre son expulsados de la Asociacin Patronal por rebajar la jornada laboral en una hora. Adems, las crticas continuas que los potentados lanzan contra el ejrcito han provocado que el ejecutivo se plante y no admita ms desafos por parte del Crculo. El primer ministro Jos Canalejas enva al capitn general Aguilar para ofrecer un nuevo acuerdo a los mineros de Enkarterriak; el ejecutivo de Madrid no desea perder el apoyo de la izquierda y pone sobre la mesa lo siguiente: Nueve horas y media de trabajo durante los

  • meses de septiembre y octubre frente a las diez que figuraban en el pacto Loma. La jornada de nueve horas y media se ampliar durante el mes de noviembre en lugar de las nueve reglamentadas, pero a cambio los trabajadores percibirn una compensacin econmica de diez pesetas y la promesa de un proyecto de ley sobre esta cuestin. El 20 de diciembre, representantes de ambos bandos sellan el acuerdo. En las cantinas los mineros brindan por el fruto que han cosechado durante estos setenta y seis das de huelga. A pesar de los xitos obtenidos, Perezagua es consciente de que su tiempo se acaba. VI Descienden las lomas mutiladas a golpe de barrena y dinamita, conformando un lento peregrinar que nace de las minas El Carmen, La Concepcin, Disgusto, Hormidas, Rosario, Barga 1, Barga 2 y Barga 3 y que desemboca en la plaza del pueblo. Desde aqu, cada cual parte a sus hogares donde les aguarda un reconfortante plato de potaje bien caliente. Los hay quienes prolongan su despedida, entablando charlas animadas alrededor de pequeas fogatas. Por fortuna, hoy la lluvia no se ha dejado ver durante buena parte de la jornada, lo que ha permitido que la comunidad al completo haya podido trabajar sin interrupciones. A pesar de ello, esta tarde el fro ha querido asomarse doblemente afilado y traspasa con facilidad las remendadas ropas de los trabajadores. Cuadrillas dispersas frotan sus manos al calor de la lumbre, hacen circular los pitillos, hablan de la huelga recin finalizada y rememoran los trgicos sucesos que derivaron en el doble entierro de ngel Areso. Su recuerdo permanece vivo porque nada se ha hecho desde su asesinato. De ello habla el burgals Pedro Gripa con una docena de compaeros. -Ya sabamos que estos ltimos aos el viejo no andaba en sus cabales. Pero... Qu le llev a intentar volar la casa de los Reed? Nadie responde y prosigue. -Joder! es que no lo veis claro? -recorre con su mirada a quienes

  • le escuchan- Lo hizo por todos nosotros? Areso tuvo los arrestos suficientes como para plantar cara a ese gals de los demonios y con el nico lenguaje que entiende esa mala bestia. -Pobre desgraciado -se anima uno de los presentes-. Si hasta la dinamita que esconda en la leera estaba inservible... Quin cojones pudo chivarse de sus intenciones? El burgals seala hacia la cantina obligatoria y sentencia. -Estoy seguro de que fue el alcahuete de Reed, ese cabrn de El Gallego. Ese que est engordando como un cerdo, a costa de vendernos la carne medio podrida a precio de oro. -Lo que s parece claro es quien nos lo mat -aade otro minero mientras aviva el fuego con ms lea-. El hideputa de El Pascua. -Luego -replica un cuarto-, en los peridicos publicaron la noticia como si la muerte de Areso hubiera sido a resultas de una disputa entre mineros borrachos... Manda gevos! -Y qu decs de ese relamido civiln de Crspulo Angulo que apenas movi un dedo para investigar lo que en realidad pas? -dice otro-. Mal rayo les parta a todos los que estn en nmina del gals! Pedro Gripa advierte la llegada de un camin. Sacude con el codo a quien tiene a su derecha y cuando el aludido se da por enterado, dicen adis al resto. Dejan atrs el abrigo del fuego y se aproximan hasta el vehculo estacionado en la plaza. Los trabajadores que hoy han sido destinados a la carga de calcinado saltan del remolque. No es fcil identificarlos bajo la tupida capa de polvo negro maloliente que los cubre. Algunos muestran profundas llagas en sus manos, provocadas por las brasas que, poco antes, portaron en cestos rudimentarios. De entre todos ellos sobresale Ezequiel Bocanegra. Saluda a sus dos compadres, deja caer el zurrn junto al lavadero comunal, se suelta las correas que amarran su tapabocas ennegrecido y con una masa pringosa de grasa que pretende ser jabn, frota aquellas partes del cuerpo que han quedado al descubierto. Zambulle la cabeza en el agua glida del lavadero y termina su aseo vistindose una camisa y una chaqueta que

  • compiten en zurcidos. Rellena el zurrn con la ropa de faena, carraspea sonoramente y lanza al suelo un escupitajo negro. -Pedro, dame un pitillo -dice Bocanegra. Quien acompaa a Gripa, un joven de 17 aos que responde al nombre de Eladio Ramos, prende un fsforo y lo acerca al cigarrillo del minero. Bocanegra advierte los movimientos titubeantes de la pequea llama. -Nervioso? -le dice a Ramos. -No, Ezequiel, es este fro. El minero le regala una sonrisa esbozada entre restos de holln. Tras alborotar el pelo y la boina de Eladio aspira con fuerza el humo del pitillo sentado en uno de los bordes del lavadero. Permanece en silencio, sin apartar la vista del suelo. Medita las posibles consecuencias de lo que pretende. Apurado el pitillo, lanza la colilla a un charco. -Venga, movamos el culo hasta la cantina -indica a sus compaeros. El trayecto no es muy largo: el lavadero, la iglesia, la escuela y la cantina conforman el epicentro vital de una poblacin enraizada en las mismas entraas de la tierra y que se expande sobre la superficie a travs de modestas casitas de peones que, edificadas en hileras, no superan un piso de altura. Al lado de estas se alzan los discordantes barracones de piedra y lindante a esta geografa de orgullosa miseria, se asoma un campamento de chabolas provisionales que alberga a los trabajadores que fueron contratados por Reed para cubrir los puestos vacantes de quienes decidieron secundar la pasada huelga. A pesar de que el hambre cuestiona todo tipo de conductas, el esquirol sabe de antemano que nunca ser bien recibido por la comunidad. As que, o bien asume su rol de paria o, por el contrario, regresa de donde vino. La casa hacia donde van dirigidas todas las miradas y comentarios de la localidad, aquella que quiso dinamitar ngel Areso, se encuentra en las alturas; all donde las canteras se convierten en planos inclinados y los cables por donde transitan las vagonetas

  • cargadas de mineral conforman una tela de araa metlica y ruidosa. Desde la cima, acechante, se erige el nido de guila que desde haca diez aos, albergaba a la familia de aquel gals que irrumpi en la comarca como un autntico cicln, Robert Reed. Un tipo de complexin fuerte, no muy alto, pero duro como el hierro. Su cabellera, ensortijada y rojiza, se prolonga a travs de una barba tupida y larga que enmarca un rostro cincelado en granito. Su mirada gris y penetrante subraya la fiereza general que transmite su aspecto desaliado. Al contrario de los grandes patronos, Reed desech la comodidad que le hubiera proporcionado una mansin en Neguri por que su estilo de vida es ms bien espartano y alejado del protocolo aristocrtico. Todas las maanas recorre a caballo los lmites de su pequeo reino y gusta de pasearse entre las filas de obreros que trituran la roca con la fusta en la mano. Se rumoreaba que debi abandonar su pas natal a resultas de un asunto turbio en el que se vio implicado su nico hijo y heredero, Dylan. A pesar de ello, y en clandestinidad, el viejo Reed suele realizar escapadas espordicas a sus posesiones en Gales para ver in situ lo que sus abogados le relatan a travs de informes peridicos. Alquil estas minas a la Franco-Belga con intencin de destriparlas sin compasin para despus retornar, en cuanto le fuera posible, a su aorado pas. Su propio hogar delata estas intenciones: un austero y descuidado edificio de madera de doble planta cuya fachada, ennegrecida por el humo de las chimeneas de los hornos de calcinado, muestra a quien lo visita las cicatrices legadas por el azote del viento y las tormentas. Alrededor de sus posesiones crece un jardn que un da fue mimado pero en el que hoy slo se expanden, libres y sin orden, flores y arbustos silvestres. El conjunto desprende una rara sensacin de melancola. Ezequiel Bocanegra desva su mirada de este edificio que comienza a ser engullido por las brumas y cuando se dispone a entrar en la cantina tropieza con alguien que, en ese instante preciso, sale del interior. Entre ambos se establece el silencio y un

  • cruce de miradas donde no hay cabida para las disculpas. Se trata de uno de los sicarios ms estimados del potentado gals, el capataz Sebastin Zaldibar, El Pascua; un confeso hijo de puta que aprovecha la ms mnima excusa para sacar a pasear el cuchillo que siempre lleva cruzado en su cinturn. El Pascua prosigue su camino y deja tras de s la estela de una sonrisa que se cuela por los restos de su ptrida dentadura, le sigue su perro; un villano tuerto de pelo corto, marrn y atigrado que, educado a base golpes y patadas, su dueo ha transformado en una prolongacin de su cuchillo. -Lo mejor ser que entre yo solo -les dice Ezequiel-. Marchaos a casa que maana ya os contar. Pedro y Eladio le miran extraados. -Por qu no quieres que entremos contigo? -pregunta el burgals. -Despus de ver a esa mala sombra que se ha cruzado con nosotros he recapacitado. Ahora es mejor que no os vean conmigo. La cantina obligatoria es un local amplio, oscuro y sin apenas ventilacin lo que provoca que en su interior se condense una atmsfera recargada por la amalgama de olores rancios provenientes de los alimentos apilados sin orden, el humo de los pitillos y el vino. Es el nico local donde se puede beber y adquirir alimentos y, como todo lo concerniente al pueblo, pertenece a los Reed. Quien lleva este negocio es Jos El Gallego quien resopla mientras traslada con dificultad un saco de alubias. Su aspecto porcino queda resaltado en su rostro redondo, abotargado y de tonalidad roscea. Dos pequeos ojillos y una nariz achatada completan la descripcin de una fisonoma proporcional a su personalidad: era un cerdo. Ezequiel reclama la atencin del tendero. -Ponme un vino. El otro suelta un bufido, descarga el saco y arrastra sus pies hasta una barra salpicada con restos resecos de vino y grasa. Aparta un trozo de tocino, se limpia las manos en su rado delantal y llena un vaso. Todo ello lo hace con pausa y sin dirigir la palabra ni la mirada a su nico cliente.

  • -Est Martn? -pregunta el minero. El Gallego seala hacia el otro extremo del local. Bocanegra paga su consumicin y fija su inters en un rincn penumbroso del que proviene una tos cavernosa. Traga su vino de un sorbo para armarse de valor y se adentra en las tinieblas iluminadas por la luz tenue de un candil de aceite. Rebasada la frontera de lo irreal, descubre a un fantasma que, sentado ante una mesa, completa un solitario. -Hola, Martn -dice el minero mientras toma asiento frente a quien contina moviendo los naipes sin prestarle la ms mnima atencin. -Acaso te has olvidado de m? -insiste. Al instante, dos ojos enrojecidos se posan en l. -Ezequiel Bocanegra, el socialista -responde sin mucho entusiasmo-. Qu te trae por aqu? A quien ahora le toca hablar se lo piensa. Quiere medir cada una de sus palabras. Nunca ha sido un buen orador. -Vers -se anima por fin-. No quiero andarme con muchos rodeos. Estoy aqu para pedirte un gran favor. Por la memoria de ngel Areso y por todos nosotros. Martn retorna a su juego y Bocanegra medita de nuevo lo que ha de pronunciar. Antes de ello se cerciona de que no hay testigos ocultos entre las sombras. -Quiero darle al gals donde ms le duele -susurra-. Quiero que mates a su hijo. Nada se altera en el rostro del espectro. Quizs algo parecido a una mueca sonriente que se interrumpe por un nuevo acceso de tos. Cuando esta se calma, respira ruidosamente y seca su boca con un pauelo. Retorna a sus cartas y pregunta al minero. -Perezagua est al corriente de lo que pretendes? -quiere dar por finiquitada cuanto antes esta charla-. Ezequiel, hazte un favor a ti y a los tuyos... vete a casa. -La Organizacin no tiene nada que ver en esto -insiste-, ni siquiera las gentes de aqu. Te lo estoy pidiendo yo. Areso era como un padre para m. Esto no puede continuar as, nada se ha hecho desde su muerte y nadie parece estar dispuesto a hacerlo. T

  • conoces mejor que nadie a ese bastardo de Dylan Reed... Acaso no recuerdas lo que te hizo? Estas palabras han debido presionar algn resorte oculto en la memoria de Martn porque ha soltado las cartas y con un movimiento rpido ha colocado el filo de su navaja en el cuello de Bocanegra. -Sabes que no te tengo miedo -Ezequiel prosigue su discurso, a pesar de la mirada que le est atravesando-. Ya ves, es lo que pasa cuando no se tiene nada que perder. Cuando asesinaron a ngel, los Reed pagaron generosamente para que los forales se mantuvieran fuera de esta zona. S que tienes un precio, no es la primera vez que aceptas encargos y este no se har gratis. Har una colecta y preparar t huida a Francia... -Francia? -ms calmado, guarda en el bolsillo su navaja automtica- Pero de qu cojones me ests hablando? -Pinsatelo bien. Hubo un tiempo en que fuiste uno de los nuestros... -Tambin recuerdo que un da compartimos una buena amistad. Pero todo esto ocurri hace mucho tiempo, en otra vida. Ahora, por tu propio bien, deberas largarte y olvidar esa locura. El minero se levanta de la silla, pero no puede reprimir un ltimo intento: -Martn, t tampoco tienes nada que perder... Cunto tiempo te queda? -El suficiente como para saber que hoy no est en venta. Adis, Ezequiel. Cuando el minero sale del local, Martn ordena la baraja, cog el candil de aceite y camina hacia su habitacin. En realidad se trata de una pequea estancia que antao fue utilizada como almacn de la cantina. Junto a ella, se encuentra otra habitacin que se utiliza como picadero comunal. Cuelga la lmpara en la viga que atraviesa un sucio y reducido espacio rodeado de piedra, carente de ventanas, cuyo mobiliario se reduce a un camastro, una mesa, una silla apolillada y un arcn polvoriento que reposa junto a otra puerta que da acceso a la calle

  • opuesta. No le gusta lo que ve reflejado en el espejo; un rostro demacrado y ojeroso donde crece con desorden una barba de varios das y un pelo negro enmaraado. Los pocos que tienen algn motivo para acercarse a l le llaman Martn, a secas, su apellido jams se pronuncia debido al respeto que la comunidad profesa a la memoria de su difunto padre. A cambio, todos le conocen por el apodo de El Griego porque, segn se rumoreaba, algo debi perder all por Grecia. Varias veces al mes acompaa a Jos El Gallego a Bilbao para ayudarle a reponer las mercancas de la cantina y contratar prostitutas; una gentileza del patrn hacia sus trabajadores. Su trabajo consiste en vigilar la clientela en previsin de que puedan producirse altercados provocados por el veneno que despacha El Gallego. Ms de uno lleva grabada en su cara la marca que dej su navaja y rara es la ocasin en la que se deja ver a plena luz del da. Su extraa conducta y oficio inspiran todo tipo de conjeturas. La imagen desaparece del espejo. Deposita sobre la mesa su arma de empuadura nacarada y descorcha una botella. Sentado en uno de los bordes del camastro bebe un trago pronunciado y fija sus ojos negros en su posesin ms preciada; un cuadro de pinceladas toscas que destaca, sobre todo, por su inspirada gama de colores. El leo representa una isla salpicada de casitas blancas y rodeada por un luminoso mar azul turquesa. Martn aguarda a que el ludano haga su efecto y, una noche ms, se deja llevar a travs de esta ventana mgica que, un da, fue real.

  • VII El sonido de las sirenas recorre los montes de Triano. Nace un nuevo da de diciembre y los trabajadores observan con recelo el cielo encapotado que trajo consigo el viento de la madrugada. En una explanada, junto a las ruinas de una haizeola, un trmel de hierro despereza sus ruedas y engranajes. Dos peones vigilan la cinta rodante por donde transita la masa de arcilla y mineral que vomita sin cesar el trmel. Divididas a ambos lados de la cinta rodante, dos hileras de mujeres, algunas casi nias, se sirven de cubos de agua para lavar y seleccionar el mineral que, finalizada la tarea, partir hacia los Altos Hornos. Las operarias se afanan en rellenar los cestos que depositan en las vagonetas. En esta rutina mecnica, en el trnsito continuado de cestos que van llenos y regresan vacos, no hay lugar para la charla y mucho menos para la risa. En algunas ocasiones, Teodora, la del Matanzos, suelta alguna coplilla pcara dedicada a las damas de Neguri para animar a sus compaeras. No es uno de esos das porque la mala suerte ha querido que hoy le corresponda el turno de capataz a Sebastan El Pascua. Caen las primeras gotas de lluvia lo que obliga a las obreras a acelerar su ritmo. Manos nervudas desaparecen por entre la masa informe de arcilla y extraen de ella el preciado mineral que tanto enloquece a los potentados. A pesar de la inoportuna tormenta, ellas prosiguen su labor. De vez en cuando, se dedican un segundo para secarse el sudor y las gotas de lluvia que caen por sus mejillas salpicadas de barro. La tormenta arrecia lo que obliga a El Pascua, que se encontraba cobijado bajo la masera donde se almacena el material que debe filtrarse, a abandonar su refugio. El listero grue malhumorado: -Quita del medio, coo -se lo suelta a su perro, mientras le sacude una patada en las costillas. El animal lanza un gemido de dolor, huye un par de metros pero, al instante, retorna para colocarse detrs de quien avanza hacia las trabajadoras.

  • -Mujeres! -les grita- Ya os estis largando, se acab por hoy! Molestas, las trabajadoras abandonan sus puestos cuando los operarios detienen el trmel. La lluvia, uno ms de los muchos enemigos con los que cuentan los mineros, impide el buen trnsito de la labor; provoca corrimientos de tierra en las canteras y ralentiza los trabajos en cadena. Cuando llueve, se da por finiquitada la jornada y ello se traduce en un recorte de las pagas. -Y si escampa? -una se resiste a abandonar su puesto. -Mira Luca -responde El Pascua-, no me toques los gevos... El capataz se coloca a la par de la mujer. -Arreando, ostias!-se lo suelta en plena cara. Luca Baos se traga su orgullo y el aliento ptrido del listero. La trabajadora no disimula su desprecio cuando aparta la vista de quien est a un palmo de sus narices; un hombre no muy alto, de complexin delgada en cuyo rostro se asoma una barba de cuatro das y una nariz aguilea. De sus ojos, profundamente azules y saltones, se asoma una mirada que provoca inquietud y en cuanto abre la boca deja entrever una dentadura negra, devastada. Luca cubre sus hombros con un manto y toma el sendero por el que ya avanzan sus compaeras. Le persiguen la mirada y la voz de El Pascua: -Buena hembra ests hecha, Luca! -ladra el capataz, sin apartar la vista del culo de la obrera- Lo que a ti te hace falta es un buen hombre que sepa domarte! Ella prosigue su camino, en silencio, sin desviar la vista del frente. De sus tripas le llegan la furia y el desprecio y en su cabeza bulle un nico deseo: Cabrn, te cortaba los cojones y se los daba de comer a t puto perro!. El paso del tranva areo acalla las voces del capataz. En su descenso, las vagonetas que penden del cableado nacido de los planos inclinados, atraviesan el teln de lluvia y prolongan su ruta ms all de las arboledas, hacia los muelles donde aguardan los mercantes. La columna de mujeres bordea el pequeo dique artificial que impide el paso del lodo, sus botas se hunden en el fango

  • acumulado en las balsas de decantacin donde la lluvia remueve el agua, densa y teida por los escombros. Cruzado un puente asoman los primeros barracones y un poco ms all se divisa el pueblo. Desde esta distancia se pueden escuchar los taidos de la campana que anuncian la salida de la escuela. Sus gritos y carreras alteran por completo la monocorde sinfona vital del pueblo. Siempre son bien recibidas estas discordancias que, a diario, renacen al finalizar las clases. A cambio de este brote de alegra fugaz, los ms ancianos velan el juego de los nios cuando saltan a la calle y corretean alrededor del lavadero comunal. Protegidos bajo el cobertizo de la cantina, los viejos reclaman la atencin de los pequeos. Tampoco insisten mucho; saben que, tarde o temprano, las minas acabar por arrebatarles lo poco que les resta de infancia. Adems, la lluvia amaina. Una nia se aleja del resto en cuanto descubre a Carmen Areso. La mano de la anciana acoge otra que slo conoce cinco aos de vida y de esta manera, unidas, las dos se dirigen hacia el hogar de la pequea Mara, la hija de Luca y Rodrigo Baos; un matrimonio de jornaleros jienenses que, siete aos atrs y espoleados por el hambre, se establecieron en esta engaosa tierra de promisin. Aqu entablaron amistad con Carmen y ngel Areso. El nacimiento de Mara fortaleci los lazos de esta feliz reunin. Cuando el padre suba a las minas y la madre bajaba a los lavaderos de mineral o cargaba las gabarras, Carmen se haca cargo de la nia. Compartieron pocas alegras y s muchas miserias. Una explosin provocada por una carga de dinamita en mal estado, se llev por delante a Rodrigo; ello ocurri tres aos aos despus del nacimiento de Mara y tan solo tres meses atrs, fue a Carmen quien le toc enterrar a su marido. Solas, pero unidas, las tres mujeres comparten la casa de los Baos. Entre juegos y risas, sin prisa, como han de hacerse estas cosas, la anciana y la nia recorren el trayecto que deriva hacia su hogar, enclavado en una barriada cuyas casas, adosadas unas junto a la otras, no superan el piso de altura.

  • Cuando se disponen a entrar en la casa de pen, la viuda de ngel Areso nota un ligero tirn en su falda. -Puedo quedarme en la calle? -Es una splica disfrazada de sonrisa. -Slo un poco -responde Carmen-. La comida ya est preparada y visto el da que hemos tenido hoy, seguro que t madre no tardar en regresar. La anciana se retira y la nia queda a solas en este espacio nico que delimita el mundo real de lo fantstico. Al principio corretea unos metros, despus ralentiza su marcha hasta situarse delante de la puerta tras la cual se oculta el peor de sus terrores y la mayor de sus curiosidades. En su imaginacin cobra forma la advertencia mil veces escuchada por boca de Carmen: No te acerques a esa puerta... que dentro vive el lobo. Como en todo cuento que se precie de serlo, la puerta prohibida, siempre cerrada, se abre. La nia se sobresalta y da un paso atrs en cuanto se asoma a la calle una figura espigada que emerge de las sombras. La visera, gris y ladeada, ensombrece parte de un rostro demacrado. Cubre sus hombros con una chaqueta del mismo tono y que deja entrever una camisa blanca de finas rayas negras y sin cuello, el pantaln negro le queda algo ancho. Su indumentaria, confeccionada con tela de buena calidad, denota haber vivido tiempos mucho mejores. A pesar de que el miedo primitivo no desaparece por completo, la pequea Mara no puede evitar cierta decepcin ya que este ser no se parece en nada al lobo descrito por Carmen en sus cuentos. Aunque, a lo mejor, se trata de un fantasma porque su rostro es plido como la luna y sus ojos se ocultan tras unos extraos anteojos de cristal azulado. El misterioso personaje coge del suelo un pedazo de madera, se apoya contra la fachada de su casa y extrae del bolsillo algo que, tras un chasquido metlico, se transforma en cuchillo. La nia queda paralizada cuando Seor Lobo abre sus fauces: -Come te llamas?

  • -Mara -responde, sin apartar la vista de los anteojos-. Y usted? -Martn. No cruzan ms palabras. La hija de Luca Baos queda hipnotizada por los movimientos rpidos y certeros que el filo de la navaja ejecuta sobre una madera que, poco a poco, cobra forma y a medida que las virutas salpican suelo. Finalizada la tarea, Martn se agacha hasta colocarse a la altura de la nia y le ofrece la tosca figurita de un caballo. -Toma, es tuyo. Esta noche, cuando suees con l, seguro que te lleva muy lejos de esta gusanera. La nia no puede ocultar su entusiasmo. -Es mgico? -sus ojos brillan como soles. -Claro, y tanto como t quieras que lo sea -otro chasquido y el filo de acero desaparece ante las narices de la nia. Mara no puede evitar un grito de entusiasmo y, cuando corre hacia su casa para mostrarle a Carmen el regalo de Martn el Lobo, escucha la voz de su madre y vira por completo su rumbo para lanzarse directa hacia un abrazo interminable que abarca la estrecha calleja. Martn observa la escena y evita, de paso, la mirada fulminante que la viuda de Areso le lanza desde el umbral de la casa vecina. La nia ensea a su madre el preciado objeto mgico y cuando pasan por delante del extrao lobo, Luca se detiene un instante, el tiempo necesario que se requiere para decir un simple y escueto Gracias pero que, acompaado por la ms hermosa de todas las sonrisas, supone para Martn toda una eternidad. -Seora -saluda l mientras se toca con los dedos la punta de su visera. Luca Baos es muy hermosa. Posee ese atractivo que ni el trabajo agotador ni los aos son capaces de arrebatar. Ni siquiera su vestido azul, marchito y remendado, es capaz de ocultar la curva pronunciada de su cintura y la vitalidad que demuestra en cada uno de sus movimientos. El cabello, negro y ondulado, se asoma coqueto a travs del severo pauelo negro que lleva anudado en la parte posterior del cuello. En su tez morena hay restos de arcilla, y

  • dos inmensos ojos color miel aprovechan el ms mnimo haz de luz para brillar en toda su intensidad. Esa mirada y una sonrisa bastaron para atravesar al desconcertado lobo que, de inmediato, busca refugio en su cubil. VIII El chfer les abre la puerta trasera del Hispano-Suiza. El primero en pisar el suelo embarrado es el sr. Laredo; le sigue el sr. Woolf que, debido a su corpulencia, resopla mientras se apoya con dificultad sobre la manilla del vehculo para tomar un ltimo y definitivo impulso. Ambos han sido escogidos por el Crculo Minero para dialogar con Robert Reed. Laredo acaricia nervioso su anillo de oro. -Tranquilo, sr. Laredo -le dice Woolf mientras seca las gotitas de sudor que salpican su rostro redondo y abotargado-. No es ms que una visita de cortesa -Por todos los santos -Laredo hecha un vistazo a su alrededor-. Cmo puede vivir alguien de su posicin en semejantes condiciones? Si parece un minero ms... -No pida explicaciones donde no las hay -Woolf reajusta el nudo Windsor de su corbata-. Entremos en la morada de ese salvaje y salgamos de aqu cuanto antes. Tras comprobar que ni tan siquiera hay un timbre en la entrada, el sr. Laredo golpea la puerta con sus nudillos. Una mujer de gesto severo les invita a entrar. Cruzado el umbral, los dos visitantes pisan un amplio saln cuyo interior no desentona con la fachada exterior. A su izquierda, junto a un gran ventanal engalanado con cortinas de encaje ingls amarillentos, se halla una estantera repleta de libros que un da fueron ledos y hoy acumulan polvo; sobre el suelo una alfombra igual de ajada que los dos cortinones de terciopelo verde que separan otra estancia contigua en la cual se puede ver parte de una mesa de billar. A la derecha una chimenea y sobre esta un enorme cuadro con la imagen de una mujer muy hermosa, de tez plida, cabello rubio y mirada melanclica. En el centro, una mesa presidida por un hombre que

  • mastica ruidosamente el muslo de un pollo. Rob Reed se ayuda de un buen trago de vino para empujar la carne. Aclarada la garganta, su voz se asoma como un trueno. -Caballeros! -empuja su silla hacia atrs, limpia con una servilleta la grasa que impregna sus dedos y avanza hacia los recin llegados; en sus botas embarradas todava tintinean las espuelas. No les esperaba tan pronto. Les pido disculpas. La encallecida mano derecha del gals aprieta y sacude con fuerza las de Laredo y Woolf. El segundo disimula una mueca de dolor cuando unos dedos de hierro trituran su rolliza mano. -Acompenme -dice el gals. Los tres se sientan en amplios butacones, al calor de la chimenea. Woolf y Laredo asienten cuando Reed les ofrece whisky. Woolf lo encuentra ms envejecido; en su melena encabritada y roja como el fuego se asoman mechones de pelo cano y su barba, tan asilvestrada como la jungla que tiene plantada en el exterior, cae sobre su pecho. En aquella maraa barbuda todava penden restos de comida. Nuevas y profundas arrugas surcan un rostro curtido que sigue gobernado por una mirada gris y penetrante. El paso de los aos lo han hecho ms fiero. -Hola padre -un joven entra en el saln y se coloca tras el silln del patrn. Fsicamente, Dylan Reed es opuesto a su padre, basta con mirar al cuadro que preside el saln para comprobar que es idntico a su difunta madre. -Y bien, seores, a que se debe esta reunin? -Dicho esto, el gals vaca su vaso de un trago. -Estimado seor Reed -responde Woolf-. Antes de nada queremos felicitarle por los resultados econmicos que est obteniendo en estas tierras... el Crculo le est muy agradecido por sus cuantiosas donaciones a la caja comn. Reed no responde y on un gesto de la mano, le indica que prosiga. -Bien, como ya sabe, el Crculo no comulga en exceso con sus mtodos pero jams se inmiscuira en su modo de obrar, esto debe quedar muy claro. Estimado Reed, somos conscientes de la dificultad que conlleva mantener el orden laboral en este negocio

  • y lo mucho que cuesta hacer entender a los trabajadores que la patronal es como un padre que no cede ante las pequeas peticiones de su hijo, que no lo hace por amor propio, sino para evitar sentar un precedente vicioso que pueda llevar a su hijo a males mayores -Woolf se toma un respiro, bebe un sorbo de whisky y prosigue-. El Crculo es el general de un ejrcito que se presenta serio, rgido y autoritario ante sus tropas, no lo hace por orgullo sino por entender que es necesaria esta conducta para sostener su autoridad y evitar que entre la indisciplina en sus subordinados... -A qu viene esta charlatanera? -Dylan entra a escena-. Acaso pretenden decirnos cmo debemos llevar este negocio? -No, por todos los cielos -replica con suavidad Woolf-. El Crculo jams hara eso. Simplemente desea que sucesos como el de ese minero muerto no vayan a mayores. Eso genera titulares y al Crculo no le gusta la mala prensa... -Fue una pelea entre mineros borrachos -responde Dylan-. Ya qued suficientemente aclarado hace tres meses. Todos los das ocurren casos similares! -No fue as para t