Der Prinz der Nacht

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STUDIA HERMETICA SHJ III nº 1, 2013 Studia Hermetica Journal Suplemento literario: Der Prinz der Nacht ISSN: 2174-0399

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Relato en homenaje a Nietzsche, Wagner y Ludwig II, conmemorando los cinco años de Studia Hermetica.

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STUDIA

HERMETICA

SHJ III

nº 1, 2013

Studia

Hermetica

Journal

Suplemento literario:

Der Prinz der Nacht

ISSN: 2174-0399

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STUDIA HERMETICA JOURNAL SHJ, ISSUE III, nº 1, 2013

I S S N : 2 1 7 4 - 0 3 9 9 U R L : h t t p : / / s t u d i a h e r m e t i c a j o u r n a l . c o m

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SHJ FEATURES:

ISSN 2174-0399.

Year of publication: 2011.

Publisher: José Iván Elvira Sánchez.

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ISSUE III, nº 1, 2013

INDEX

LITTERA

ELVIRA SÁNCHEZ, J. Iván, Der Prinz der Nacht ............................................................. 2-19

LITTERA

José Iván Elvira Sánchez

Der Prinz der Nacht1

Categoría: Relato.

Introducción: Este relato, inspirado en la memoria de Ludwig II, Nietzsche y

Wagner, conmemora los cinco primeros años de Studia Hermetica, y en él he pretendido

combinar todos aquellos conceptos que considero esenciales para este proyecto que

desarrollo desde hace ya un lustro: arte y belleza, heterodoxia, noche, filosofía y

mística. Realidad y fantasía, unidas e inseparables en las experiencias de vivir y soñar.

“Es de noche; sólo ahora despiertan todas las canciones de

los amantes. Y también mi alma es la canción de un amante”.

Friedrich Nietzsche, Also sprach Zarathustra.

I

El príncipe melancólico se mesó sus alborotados cabellos y miró en derredor;

todo estaba cambiando repentinamente, como sucedía a veces, y su viejo amigo se

prestaba a emprender una melodía de sangre y gloria, ejecutada sobre un radiante y

1 “El Príncipe de la Noche”.

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sonriente piano marfileño. Mientras, una miríada de estrellas caducas precipitábanse en

ocaso para retornar a su más tierna juventud, titilando con brío renovado. “Parece que

seine Majestät Der Mond2 despierta pronto… Se prevén grandes acontecimientos,

Freund von mir3”. El otro caballero parecía no escuchar, absorto en la composición

fantástica que de entre sus dedos se escurría y perfumaba el ambiente con dulces ribetes

de sangre negra. El príncipe melancólico sonreía de placer y lágrimas cálidas asomaron

a sus orondos y sonrojados carrillos; y de pronto se sintió renacer, como la misma noche

que esperaba desenvolverse, con ese fulgor que sólo algunos locos aún por nacer sabían

y debían reflejar en lienzos de melifluo placer. Su volumen y congoja decrecían, y se

sorprendía cándido y valiente, dispuesto y atento a sus propios pensamientos; armado de

la alegría que conduce a los soñadores a perderse en sus laberintos. Se enjugó las

lágrimas sin dilación, y se descubrió revestido del azul de los valientes. Era príncipe y

caballero, y en modo alguno tornaría a beber la bilis traicionera que esos mediocres le

proporcionaban.

II

La noche que amaba se le aparecía clara y serena, de un profundo azul batiente y

anhelante. “Hoy tendré una nueva coronación, porque mi madre así lo ha dispuesto. Se

percibe en el tejido envolvente de la noche, donde veo sin necesidad de la arrogancia del

Vater Sonne4. Callan las almas en perpetua revolución, como leí en los libros de los

antiguos, y ahora aguardan… a esa hora sin tiempo en la que Ella decide a quiénes abrir

las puertas sagradas de Valhalla5”. Su viejo amigo abrió los ojos, como avisado ante el

apremiante discurso de su príncipe, y a pesar de su gesto adusto, se clareó en su rostro

una fugaz sonrisa; la sonrisa de aquellos que ya nada temen ni desean. Una serenidad

antinatural y fascinante se leía en su mirada, y fue percibida y recibida por el príncipe

azul con desenfrenada euforia. Era feliz como sólo los que comprenden la melancolía de

la noche lo podían ser; de manera absorta y contenida, a punto de estallar el torrente de

lágrimas y dejarse morir por la eternidad. Esbozó a su vez nuestro príncipe una leve

sonrisa en respuesta, y repentinamente comprendió que su amigo no podía dejar de tocar

la melodía emprendida. Una melodía familiar que envolvía las mil estancias del castillo

2 Voz alemana: “Su Majestad la Luna”.

3 “Amigo mío”.

4 “Padre Sol”.

5 La “Morada de los muertos”, en la tradición nórdico-germana.

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con un eco enrarecido e hipnótico. “Te he añorado y guardado luto, y sólo ahora,

cuando las almas se precipitan en violenta caída, vuelves a mí. Mil veces loada sea

meine Mutter6…”

El caballero sencillo sostuvo la mirada de su príncipe y continúo otorgando vida

al marfileño instrumento: una nota derivaba a la otra, en un torrente interrumpido y una

cascada ascendente. Los silencios se tornaban sonoros y las melodías quedas y sordas,

abovedados por formas invisibles, enmarcados por la cálida brisa de la noche azul.

Habló el pianista, con voz ronca y soñadora: “Un amigo os manda sus más gratos

recuerdos, seine Majestät7. Él no os comprendía, al parecer, pero se ha vertido en su

alma un torrente de luces… y al fin os respeta y ríe. Desde aquí aún puedo escuchar sus

carcajadas”. El príncipe pareció sorprenderse y su gesto rezumó curiosidad. “¿Y a qué

debo el honor?” Su pianista se limitó a seguir tocando. “Él afirmaba que todos los

dioses se habían muerto de risa, pero no contaba con que vuestras divinidades vivían

aún”. El príncipe pareció escandalizado: “Nos preguntamos a qué dioses aludía vuestro

caro amigo…”. Ahora el pianista amplió su sonrisa: “A todos aquellos que no reían, a

los que no bailaban. A todos los que enfermaban y hacían enfermar…” El príncipe azul

pareció divertido con la respuesta, y jugueteando con sus cabellos, se limitó a reír como

lo haría un niño: “Entonces, si tales dioses no han muerto, ¡deberían apresurarse a

hacerlo!” El pianista asintió por respuesta, y continuó con su letanía. “Se enfadó

conmigo, hace ya algún tiempo, por rendir homenaje al Rey Arturo y a Parsifal… Ach

mein Gott!8, pero os indignéis aún y aguardad a sus razones, dado que en el fondo, aun

sin ser consciente de ello, hablaba de seine Majestät en sus obras, por mediación de un

dicharachero sabio persa que en todo os anunciaba”.

El príncipe quedó turbado, cercado por pensamientos poco gráciles, densos,

como la misma niebla que paulatinamente se iba haciendo dueña del valle. “Lo que

decís urge respuestas inmediatas… ¿Me anunciaba a mí, decís? ¿De qué manera?” El

pianista asintió con seriedad. “Eso afirmo, Majestät, porque mi estimado loco y perdido

amigo amaba a los creadores que se alejaban para disfrutar de la soledad de los bosques,

y aquellos que hacían juramento de eterna afirmación al soñar y al hacer realidad tales

sueños. A los que, volviendo a ser niños, se liberaban de toda la pesada carga de sus

6 “Mi Madre”.

7 “Su Majestad”.

8 “¡Dios mío!”

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mayores. Aquellos Helden9 que aplastaban con sus botas a los cientos de insanos

plebeyos que pretendían su muerte y reclusión”. En oyendo estas palabras, el príncipe

pareció complacido y sereno: “Vuestro amigo merece alcanzar perpetua memoria entre

las generaciones de hombres venideras. Nos, por el contrario, no podríamos aún negar

ni siquiera la más nimia de las formas divinas; un mundo sin la majestad de los santos,

sin vuestra música, por ejemplo, no es más que un cadáver putrefacto del que habría que

huir indecorosamente. Y Nos sentimos y deseamos la vida por encima de todas las

cosas”.

El pianista de conspicuo rostro asintió: “Aquel estimado y colérico compañero, a

quien echo tanto de menos, no podía sino afirmar la revolución de todas las cosas;

gustaba de representarse un mundo en eterno cambio, donde las almas no eran más que

gotas de agua en un océano infinito. Por otro lado, guerreras y amantes y bellas gotas, o

al menos algunas de entre ellas”. El príncipe reflexionaba profundamente sobre las

palabras del pianista, y éste prosiguió con su excurso, tras una breve pausa: “De este

modo, el hombre no era más que la posibilidad de algo más lejano y más grande:

Personalidad, yo, y alma, no eran más que los vacuos conceptos y los astutos artificios

de las moscas… El libre albedrío consistiría, sencillamente, en la posibilidad de crear y

de procrear”. Ludwig ahogó una carcajada: “Ahora, por el contrario, no veo dónde

radica la nobleza de su filosofía; antes bien se me antoja vana, apenas plebeya. Los

hombres grandes lo son por el mero hecho de vivir y morir entre los pequeños… La

única explicación al mundo es su belleza misma, y por ende debe existir una casta de

hombres superiores que la admire y la promueva… De otro modo, si nos hubiésemos

doblegado a la voluntad de esos zarrapastrosos de München, los negros humos de las

factorías y de las industrias inglesas ya nos hubieran consumido a todos. Por fortuna, los

bávaros aún resisten y confían en su Príncipe”.

Richard asintió gravemente, como recordando; por un momento pareció degustar

unas palabras largo tiempo impresas en ciertos libros blancos. “Majestät, os otorgo la

razón toda; yo humildemente trato de articular divinos sonidos; y en cuanto a qué dioses

queden adscritos… eso ya no me incumbe. Mas no era así para mi caro amigo, me

temo, cuya fiera sabiduría trató de destruirlo todo para, según dijo, edificar algo nuevo y

provechoso, algo más saludable. Y ni siquiera pensaba en los hombres presentes

9 “Héroes”.

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mientras filosofaba a martillazos (a éstos los daba ya por perdidos), sino más bien en los

futuros”.

El príncipe pareció abandonarse a una honda meditación, y al punto habló más

para sí mismo que para su digno contertulio: “¿Y qué representan para Nos los hombres

del futuro?, no acierto a ver otra cosa mas que rebaños y pastores; ya sea aquellos que

orgullosos portan hoces y martillos, o bien enormes banderas uniformadas, desprovistas

de escudos reales… No, ninguno de esos mundos será como los nuestros; ninguno solo

sabrá jamás de Nos, porque seremos por siempre un enigma para todos ellos. Ninguno

conoce el verdadero sentido de la soledad, ni tan siquiera de la manufactura y la

fantasía, así como del regocijo y la congoja, dones todos reservados a los verdaderos

hijos de la noche”.

Y Ludwig apartó la mirada de su amigo y retornó al valle, turbado y lacerado

por miles de insectos venenosos; Der Mond se mostraba en su esplendor, dominando y

dando la bienvenida a sus invitados. Entonces el pianista se sumió en un profundo y

silencioso trance, dedicándose a su arte con renovada pasión.

III

El príncipe melancólico se sentía viejo y cansado; cobarde y pusilánime… No

pudo hacer frente a los que pretendían robarle su honor, y no había logrado izar el

estandarte de la exhausta estirpe de los Wittelsbach por sobre las cabezas de sus

enemigos, tal y como predijo alguna sibila escondida, durante un lejano sueño de la

niñez. No había podido penetrar entre las grietas de la morada de los cisnes, y extraer la

espada de Lohengrin10

… Pero no se rendiría tan fácilmente; enseguida palpó con su

diestra el tahalí y comprobó que ningún ardiente o helado filo yacía para darse muerte o

ejercerla sobre otros, y bajó la mirada hacia lo más profundo de la hondonada, cabizbajo

y doliente. ¿Podría la luna librarle de una dolorosa muerte si decidía descender en rauda

caída? Apartó de sí tales pensamientos y creyó percibir una nueva claridad en los cielos.

La melodía cesó y el pianista se incorporó, grave y atento. Sus ojos se clavaron en la

espalda del príncipe, y éste los sintió llamear.

La escena fue súbitamente interrumpida por un enorme fulgor que estalló en el

cielo, y que con monstruoso y ensordecedor estruendo se precipitó hacia la falda de la

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Héroe de la mitología germana, identificado con el Caballero del Cisne.

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colina donde asentábase desde hacía siglos el castillo de Hohenschwangau, cuyo

entrañable recuerdo aún latía en el corazón del Rey. Lo que una vez amó como niño y

caballero, comenzaba a ser amenazado por las llamas de un incipiente incendio.

¡Horror! La noche había escupido una bola de fuego desde sus más ardientes

alturas, y ahora consumía la materia prima de sus más tiernos sueños. Mas no

acontecería de ese modo mientras se mantuviera firme, y pese a estar desarmado dio un

paso al frente con gallardía, y dispúsose a clamar el grito de su estirpe: Mein Lieber

Schwan!11

De improviso seis cisnes gigantes emergieron del valle en rauda ascensión,

arrastrando el principesco trineo de oro y zafiro, y graznando en dirección a la

balconada, en la que Ludwig convertíase ya en el Schwanenritter12

, en el Caballero del

Cisne que retorna. Se desvistió, y dando la bienvenida a los cisnes y a su otrora vehículo

níveo, recibió del pico de uno de las aves los ropajes que anunciaban su nueva y vieja

condición. Y espléndido y magnífico como en realidad era, se mostró ante las

profundidades.

“He aquí vuestras enseñas, seine Majestät, os harán falta para hacer frente a los

grandes peligros que os aguardan allí abajo”, le susurró Richard con suma suavidad,

apresurándose a alcanzar el estandarte y el escudo a su soberano. “Os lo agradezco, sois

divino en cuerpo y alma, y nunca olvidaré que Neu Hohenschwangau Schloss13

fue

concebido para vos… Volved a Nos, os lo rogamos. Por vos hemos vivido y seguro

moriremos, y a vos debemos nuestra visión”. Richard sonrió, y se permitió dar un beso

en la mejilla del Schwanenritter. “Partid ahora, mi divino König, poco más puedo hacer

ya por honraros”. Ludwig-Lohengrin se disponía a contradecirle, pero se contuvo ante la

tierna mirada de su amado maestro. “Marcho ya para consumar mi destino, Meister14

”.

Y diciendo esto se precipitó al vacío, montado en su trineo, en pos de lo desconocido.

Le habló la luna, como hablaría una madre a su hijo: “Ludwig, es mi deseo que

seas el Príncipe de la Noche, y que me representes ante el mundo cambiante de los

hombres con hechos y palabras. Condúcete hacia el lago y extingue el fuego del cielo.

Desciende y somete al dragón de las profundidades”. Ludwig sonrió complacido y se

11

“Mi querido cisne”. 12

“El caballero del cisne”. 13

“Nuevo castillo de Hohenschwangau”. En realidad, el nombre que Ludwig II le dio a lo que conocemos

actualmente por Neuschwanstein. 14

“Maestro”.

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elevó en su sitial: “Mein lieber Mond15

, no te fallaré. Desde siempre has sido mi único

amor verdadero, y mi única soberana”. Y el trineo siguió descendiendo, dirigiéndose

hacia las aún lejanas llamas. Nuestro príncipe cubrióse los ojos y trató de asirse al trineo

volador, aturdido por la imposible velocidad y el torrente gélido del viento desatado en

semejantes alturas, pero no pudo aguantar el terrible traqueteo y acabó por precipitarse

sobre el bosque iluminado. Y si no fuera porque su más fiel cisne logró desasirse de las

riendas y acudió en su ayuda, allí habría perecido; con premura el ave magnífica lo

depositó en la misma orilla del lago, en un pequeño claro, donde una doncella yacía

indefensa y prisionera. ¡Era Elsa!

IV

Ludwig contempló atónito la huida de los cisnes, y recogiendo su escudo y su

estandarte caídos, se dispuso a socorrer a la bella. Porque ante sí tenía a una doncella

noble y majestuosa, que junto a la orilla del Lago de los Cisnes contemplaba el reflejo

de su propio rostro, suspirando. Enormes y lustrosos cabellos la aprisionaban a las

raíces de los árboles cercanos, y la herían hasta el punto de no poder moverse; a pesar

de ello, su penosa mirada acertó a girarse: “Águila”, dijo enternecida la doncella.

“…Por fin has regresado a mí, tal y como Der Mond predijo. Pero veo que no eres el

Príncipe de la Noche, y nada puedes hacer por rescatarme. Porque sólo un caballero

efectivamente ataviado con los plúmbeos aceros del cielo será capaz de cortar los

cabellos que me atan a mi propio reflejo, eternamente difuminado y malogrado por el

paso de los años en soledad y eterna tristeza”.

Ludwig recogió el pesado escudo y se dirigió hacia la beldad del lago,

atormentado por la culpa; Elsa: princesa robada y amante. Traicionada y prisionera de

su propio orgullo. “Aún no te sientas en el Pfauenthron16

, mi tierno y querido Ludwig, y

no puedes salvarme”. A pesar de todo, nuestro príncipe acertaría a tirar de los extensos

tirabuzones de la princesa, ignorando sus alaridos de dolor. “¡Ay! ¡Así no lo

conseguirás, idiota! Debes conocer y consumir el misterio del fuego que cayó del cielo.

Sólo así podrás liberarme de esta tortura”. Nuestro príncipe retrocedió, humillado. “¡Te

salvaré, aguarda un poco más, doncella Cisne!” Ludwig se preguntaba qué era aquello

que había caído del cielo, y por qué amenazaba a todo lo que una vez quiso. Pero tales

15

“Mi querida luna”. 16

“Trono de pavo real”.

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preguntas quedaban ahogadas por el reflejo de las llamas, que progresivamente se

encaramaban sobre las copas de los árboles, entre violentos crepitares. Y Ludwig

decidió encarar el fuego escudo en ristre, desesperado y sudoroso, directo hacia el cerco

llameante de Hohenschwangau, mientras cientos de criaturas boscosas buscaban refugio

en el interior de las aguas tibias del Schwansee17

.

“¡Ludwig, deteneos!” Detúvose y miró en derredor, sin acertar a reconocer a

nadie capaz de proferir tales palabras. “¡Descúbrete! ¿Quién detiene el paso firme del

Caballero del Cisne?” Nuestro príncipe tan sólo obtuvo una carcajada gutural por

respuesta. “¿Paso firme, decís?… Antes bien sois un patizambo que se dirige a una

muerte segura…” “¡Descubríos, os lo ordeno!”, chilló patéticamente Ludwig. La voz

del bosque contestó: “Yo únicamente rindo pleitesía a Der Mond. Elevad la mirada y

me encontraréis”. Y aquél, encandilado por el fulgor del incendio cercano, tan sólo pudo

atisbar una lechuza posada en una rama. “¿Acaso sois una lechuza parlante?”, inquirió

atónito nuestro príncipe malogrado. La lechuza ignoró su absurda pregunta y continuó:

“Si continuáis hacia el castillo, moriréis asfixiado y carbonizado, pero si tomáis el

sendero de la gruta escondida, hallaréis al menos un digno final, a manos del dragón

subterráneo”. El príncipe dirigió una mirada torva hacia la criatura nocturna, y contestó:

“¿Acaso el incendio que amenaza al castillo y a sus habitantes no fue provocado por el

dragón que descendió de los cielos, y que ahora campa a sus anchas por estos bosques?”

La lechuza se tapó sus grandes ojos con las alas, y ululando decidió emprender vuelo,

abandonando al torpe Ludwig a su suerte.

V

Ludwig se hallaba perdido en el bosque, enclavado entre el sendero que ascendía

a las llamas crecientes, y aquel otro que descendía a la Gruta del Cisne. Y tras un breve

cavilar decidió tomar la ruta descendente hacia las profundidades de la tierra,

acordándose del mandato de Der Mond. Y desarmado como estaba, se dirigió veloz

hacia su destino, descendiendo más y más hasta que alcanzóle la noche; no obstante,

nuestro caballero estaba bendecido desde su nacimiento con el don de ver y habitar en la

oscuridad, y sus ojos refulgieron azules. “Dunkelheit18

”, susurró Ludwig. “Dunkelheit”.

17

El “Lago de los Cisnes”. 18

“Oscuridad”.

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Ludwig convocaba a las llamas fatuas, a las Feen19

, las hadas profundas que danzaban

al son de las almas muertas. Y allí las vio, iluminando nuevamente los senderos umbríos

con glaucos ojos, como pequeños fuegos fatuos que escoltaron a nuestro príncipe hasta

la misma boca de la gruta. Ludwig les agradeció su asistencia en virtud de un antiguo

pacto entre mundos, y en virtud de su misma nobleza, y les instó a que abandonaran la

región entre aullidos que expelieran a los viajeros errantes.

Nadie debía acercarse al castillo mientras el fuego del cielo causaba estragos. La

boca de la gruta, que se aparecía ante los viajeros en forma de una siniestra cabeza de

cisne bostezando, exhalaba una leve bocanada de hedor putrefacto, alertando de los

peligros que allí moraban. Ludwig se apresuró a adentrarse con paso firme pero

sigiloso, manteniéndose oculto tras su escudo; a medida que avanzaba, la gruta se hacía

más grande e iluminada, y las luces acabaron por entremezclarse: verduzcas y azuladas,

violáceas y escurridizas. Lo cierto es que pronto convergieron hacia una gruta mayor,

quizás el subterráneo salón de un Oberherr20

largo tiempo olvidado, y que se hallaba

anegada por un lago sin fondo, cuyo espejo reflejaba el techo mismo de la cueva,

creando la ilusión de estar ante un abismo terrible e insondable. Ludwig hallábase ya en

la orilla, triste y apartado. “Mein Lieber Schwan!”, prorrumpió, y al tiempo una de sus

criaturas cruzó las aguas turbias tirando de una suntuosa barcaza. Montó sin dilación,

cual Lohengrin sin espada, y dispúsose a continuar su loca aventura contra la criatura

subterránea.

La galería se fue apagando, a medida que su curso se arrastraba lentamente;

Ludwig estaba inquieto, y su pulso parecía delatarle en el silencio mismo, y al fin su

cisne cicerone intuyó la cercanía del peligro y huyó patéticamente, ante la atónita

mirada del tembloroso Caballero del Cisne, que al punto se preparó para resistir un

embate invisible… Mas sólo las gotas que se desprendían de las estalactitas

evidenciaban la realidad misma del sonido, en mitad de aquel recóndito lugar: una

barcaza varada en el interior del silencio y de la quietud. El Schwanenritter comprendió

que debía lanzarse al agua y desafiar a los cangrejos ciegos de las profundidades, y así

lo hizo, volcándose sobre su escudo y salvavidas (extrañamente, flotaba).

19

“Hadas”. 20

“Gobernante”.

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Un burbujeo le alertó del peligro que emergía de las profundidades, y ahogó un

grito cuando sintió cómo sus piernas eran atrapadas por una mole irresistible; El Rey de

los bávaros se hundió en el torbellino del dragón subterráneo, y finalmente se ahogó.

VI

“Ludwig, soy yo; mírame”. El príncipe creyó haber muerto en las profundidades

de la gruta, presa de la fuerza inconmensurable del draco, pero sobrevino lo inesperado.

Abrió finalmente los ojos, y se descubrió exhausto y empapado, pero ileso; hallábase en

mitad de una gruta mucho más oscura que las anteriores, que despedía un olor azufroso

e insalubre, ferroso y cerrado. Un hedor que las narices más agudas eran tardas en

ignorar, y que sumió a Ludwig en un ataque de tos. ¿Quién le hablaba? “¡Otto!,

¡hermano!”, acertó a decir nuestro príncipe cuando pudo reconocer a su salvador. Otto

asintió. “Querido Ludwig… Ahora vivo aquí, en las profundidades de la gruta que tanto

visitábamos cuando éramos niños, ¿te acuerdas? Nunca nos atrevimos a adentrarnos

demasiado, pero como puedes comprobar, sus estancias son infinitas” Ludwig asintió,

recordando los bellos momentos en los bosques, en el lago, y las almenas de las torres, y

esbozó una sonrisa. “Otto, como Lohengrin he arribado a tierra, pero carezco de la

espada que pueda dar muerte al dragón subterráneo que nos oprime… ¿Cómo he

llegado aquí?” Otto pareció divertido y reconfortado ante la confusión de su hermano.

“El dragón me suele traer cosas, ¿sabes, Ludwig?, y ahora te ha arrastrado hacia mí,

sano y salvo”.

Los príncipes se incorporaron y se internaron en la gruta con premura. “Der

Mond me ha ordenado que venza al dragón del valle, Otto. No puedo fallarle. ¿Acaso es

tu aliado?” Éste negó con la cabeza. “Nos ignoramos, sencillamente. Le he visto muy

pocas veces; es un reptil escurridizo y muy feo, cubierto de escamas y apenas dotado de

unas alitas concebidas antes para nadar que para surcar los cielos”. Ludwig pareció aún

más contrariado. “Entonces, él no pudo provocar el incendio que amenaza al castillo y a

Elsa…”. Otto le miró horrorizado: “¡Un incendio!… Me temo que nuestro draco carece

de aliento para eso, pero has hecho bien en bajar a buscarle, ya que a pesar de no ser

apto para provocar ígneo aliento, sí le veo capaz de sofocar el incendio que amenaza a

la superficie. Sólo tendrás que saber recompensarle”. Los hermanos siguieron su

despreocupada conversación, ascendiendo paulatinamente, mientras el hedor se hacía

más y más acusado. Otto se giró sobre sí mismo, con un gesto repentino y violento. “El

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dragón está justo detrás de nosotros…” Dos estrellas gélidas les contemplaban,

envueltas en una cavidad de hielo, en lo más hondo del túnel que serpeaba en

lontananza. Al punto les llegó un siseo infantil, que devino en peligroso zumbido

cuando se supo el draco observado. Ambos príncipes oyeron cómo pesados y viscosos

pasos se aproximaban, y entonces le vieron: un cuello largo dejaba paso a una cabezota

repleta de dientes de sierra, afilados como puñales; dos ojos mortuorios y fijos en ellos,

coronados por sendos cuernecitos en forma de caracola; su corpachón tenía el color de

un pez mustio y opaco, recién muerto. Sus garras se arrastraban por el frío suelo con

extraña determinación, cuyo aterrador cénit lo constituía el chapoteo de su barrigota al

enfrentarse con la fricción de las rocas; su cola era larga y marchaba desganada, a la

zaga del grotesco y abotargado conjunto.

Pese a todo, el draco inspiraba ternura antes que temor, y simpatía antes que

odio. Ludwig fue el primero en hablar: “Yo os saludo, Drachen21

. Desde tiempo

inmemorial nuestro linaje ha ejercido sus reales derechos sobre este valle y lo que bajo

él yace dormido, y ahora venimos en son de paz y amistad para pediros que intervengáis

a nuestro favor, pues los árboles se queman, así como el símbolo de nuestra infancia”.

El dragón emitió un ruido sibilino, mezclado con un bufido, al que siguió una sacudida

de cabeza. Se burlaba de nuestro aterido príncipe, de eso no cabía dudar, y éste,

naturalmente, se enfureció. Otto, temiendo el desastre que se avecinaba sobre su

hermano, intervino providencialmente: “Dragón, yo os prometo aquello que más

deseáis; compañía, riquezas y moradas sin fin. ¡Yo os prometo todo el pescado del Lago

de los Cisnes!” Ante semejante ofrecimiento, nuestro draco no pudo sino pegar un bote,

animado por la gula y la satisfacción apetitosa, provocando un temblor en la galería

toda, y entonces, girándose torpemente sobre sí mismo, emitió un significativo ademán.

“¡Sigámosle!”

VII

Ambos príncipes corrieron tras el draco gordo, que les condujo dando tumbos

hasta la salida, en la que les aguardaba una curiosa comitiva de cisnes y un trineo,

dispuestos a transportar a Ludwig-Lohengrin hacia su destino. Cuando contemplaron las

aves níveas al engendro se asustaron y huyeron, pero los gemidos desesperados de

Ludwig les hicieron desistir de su cobardía. Y en fin, una vez reunida la extraña

21

“Dragón”.

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congregación, Otto se hizo con la palabra, solemne: “Hermano, ¿acaso no recuerdas la

historia que nos relataba unsere Mutter22

, al calor del fuego de invierno?… Nuestro

Vater23

Maximiliano expulsó al Drachen del lago, castigándole a morar para siempre en

las catacumbas del valle, dado a que en un arrebato de glotonería éste infligió severos

daños a una de las embarcaciones reales, y a que… a que devoró algunos cisnes añosos,

muy queridos por nuestro común progenitor (las aves se estremecieron al oír esto, y el

draco bajó la mirada, abochornado…). Ahora, al conducirle a sus añoradas aguas, no

hacemos más que redimirle y prestarle un gran favor”. Y parecía cierto, porque andaba

el reptil vivaracho y feliz, probablemente imaginando su inminente festín.

Mas otro peligro continuaba abatiéndose: el fuego se propagaba con rapidez, y

durante las horas perdidas en la caverna arrastróse ante las puertas mismas del castillo…

¿Y qué había sido de Elsa? ¿La habrían alcanzado ya las llamas? El joven príncipe se

precipitó sobre el trineo, y tirando de su hermano, quiso apartarle de la entrada.

“¡Detente, Ludwig!”, ordenó categórico Otto: “¿Cómo puedes pensar que en esa penosa

condición en la que te encuentras, medio desnudo y empapado, serás capaz de hacer

frente a los peligros que te aguardan allende el sendero umbrío? ¿Dónde está la

armadura que te define como el justo Schwanenritter, así como tus armas y defensas?”

Y era cierto. Hallábase oculto su arsenal de caballero: su escudo, perdido en las aguas

turbias del subterráneo, y en cuanto a la noble armadura y el filo de su estirpe, ¿quién

podía decirlo? Como quiera que sea, la cómica frustración del melancólico llegó pronto

a su fin, porque fueron los cisnes de la caverna quienes, conociendo el regreso de su

paladín, se apresuraron a portar el cofre sagrado a su destinatario, que durante

generaciones, desde la lejana victoria contra los húngaros, había permanecido visible

solamente para aquellos a quienes los hados divinos colocaron ante semejante gloria.

Sin dilación, Lohengrin-Ludwig armóse con ayuda de Otto, ante la irónica y gulosa

mirada del dragón.

Y pertrechado de este mortífero modo que os imagináis, el Caballero del Cisne

se dispuso a emprender la peligrosa subida hacia las llamas; en cuanto a su escudo, no

tuvo que lamentar mucho más su carencia, porque otro cisne rezagado lo traía sonriente

entre sus alas. ¡Ahora sí, los hermanos estaban prestos a hacer frente a sus enemigos,

cualesquiera que estos fueran! “Otto”, susurró Ludwig, contenido. “…No puedo

22

“Nuestra madre”. 23

“Padre”.

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moverme… El hierro que ahora me envuelve es un grávido escombro. ¡Empújame al

vehículo y sostenme en él!”

VIII

La bella Elsa yacía moribunda en la orilla del lago, turbada por los vapores del

lago y el apabullante incendio. Estaba próximo su final, víctima y prisionera de su

reflejo y de sus extensos bucles castaños, cuando pudo sentir cómo un enorme

corpachón se sentaba a su vera, en la orilla del lago, y comenzaba a sorber el líquido

elemento con la avidez de un sediento ejército: “Glub-glub-glub-glub…” El lago entero

parecía que decrecía en volumen, al mismo ritmo que se hinchaba la panza del draco,

que una vez saciado, se volvió hacia las lenguas de fuego, y reuniendo todo el aire que

pudo en sus pulmones, exhaló un poderoso soplido que sonó y tuvo el efecto mismo de

un devastador vendaval. Los crepitantes árboles se torcieron nuevamente, pero esta vez

en la dirección contraria al fuego, y en unos instantes la princesa estuvo a salvo. Las

primeras llamas habían sido derrotadas. Entretanto arribó el trineo, y sobre él, los

príncipes.

“¡Cisnes, colocaos tras la cola del Drachen y esperad a que consuma el fuego

para avanzar! Debemos conocer el origen de este colosal incendio y salvar el castillo. Y

así lo hicieron, aguardando a que una y otra vez, el dragón regresara desde el lago con el

fin de apaciguar las llamas con su frío aliento, hasta que finalmente alcanzaron las

murallas, donde comprobaron cómo una legión de hombres pertrechados con cubos de

agua y mangueras, pugnaban por no quemarse.

Otto entornó la mirada y frunció el ceño en dirección a las almenas: “¡Mira,

Ludwig! El comandante de la soldadesca es el malvado Graf24

Karl Theodor von

Holnstein, quien ha reunido aquí a cientos de húsares para marchar sobre Neu

Hohenschwangau25

y derrocarte; hemos de detenerlo antes de que pueda reaccionar”. El

Caballero del Cisne elevó como pudo la espada en dirección a su abyecto enemigo.

“¡Ahora deteneos, cisnes, pues he de trabar singular combate contra mis enemigos”. Y

Ludwig descendió de su espléndido trineo, ayudándose de Otto, quien en adelante le

serviría de fiel soporte. “Otto, empújame con todas tus fuerzas, pues he de dispersar a

esta grey de malnacidos traidores”. Y así lo hizo su fiel hermano, en unísono grito de

24

“Conde”. 25

“Nuevo Hohenschwangau”.

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batalla. Pero el Graf von Holnstein habíase percatado de la llegada del König

Verrückt26

, y ordenaba ya a sus hombres que reemplazaran sus cubos por sables.

“¡Prestaos a capturar al infeliz, mis valientes. Mirad cómo se aproxima a su total

perdición!” Y con funestas carcajadas, así se mofaba de nuestros príncipes; y disponíase

ya a dar la orden de ataque cuando atisbó al draco, quien retornaba ahíto de peces,

plasmando en su dentada testa lo más parecido a una sonrisa. No merece la pena

describir el desbocado horror que invadió al Graf y a sus húsares todos, quienes

buscaron refugio atropelladamente en los vetustos corredores de la plaza. ¡La victoria de

Ludwig era clamorosa!

Ambos hermanos detuvieron su paso, exhaustos y jadeantes. Ludwig habló al

fin: “Drachen, hoy nos has servido bien, y por eso te conmino a que vuelvas a las

profundidades del Lago de los Cisnes, y mores allí el tiempo que desees, ¡pero no te

atrevas a dañar a quienes te dan cobijo y alimento, o serás confinado nuevamente a las

galerías subterráneas del valle”. El draco al parecer estuvo de acuerdo, y a trompicones

se deslizó por la pendiente, torciendo los árboles que se interponían en su camino, y

dejando una sinuosa estela de tierra batida tras de sí, hasta que todo el valle se hizo eco

del monumental chapuzón (de hecho, no se volvería a ver al reptil hasta más de un siglo

después, en similares circunstancias). Ludwig sacudió su cabeza y acertó a susurrar

antes que hablar: “Ahora, hermano mío, te ruego que me ayudes a desembarazarme de

esta infernal escombrera, o acabaré por desvanecerme”. Otto asintió, sosteniendo una

desconfiada mirada sobre las almenas. En realidad, el malvado Graf no había sido

derrotado por completo, y una vez convencido de la desaparición del dragón y de la

total extinción del incendio, aún persistiría en su traición.

IX

Ludwig debía encontrar la fuente del incendio y convertirse en el Príncipe de la

Noche, y clavando sus pupilas en la claridad de Der Mond y su séquito, ordenó a sus

cisnes que le elevaran sobre el humeante y brumoso valle. Habíase despedido de su

hermano Otto, que afirmó preferir la soledad de las grutas subterráneas a la compañía

pegajosa de los hombres, quienes, según afirmó también, le tomarían por loco y le

encerrarían otra vez a la menor oportunidad. Esto apenó a nuestro príncipe melancólico,

pero nada pudo hacer por convencerle de que retornara con él a Neu Hohenschwangau.

26

“Rey Loco”.

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Ahora debía de librar de sus ataduras a Elsa, pero no antes de hallar el misterio

del Pfauenthron. Recordó un viejo manuscrito y sonrió. Abajo, cercado por un negro

malpaís de muerte yacía una roca humeante; una enorme piedra del cielo regular. Un

círculo perfecto. Ludwig ordenó a sus aves el descenso, posándose a una distancia

prudente del armatoste, y colocando sus piececitos en el suelo con suma cautela; el

menor ruido le hubiera aniquilado de terror, a decir verdad. No obstante, avanzó: un

Rey ataviado con harapos y arrastrando el filo de Lohengrin por sobre las cenizas del

otrora foco principal del incendio. De algún modo supo que el Meteorit debía drenar su

carga sin dilación, o estallaría en mil pedazos de cristal; y de algún modo así lo hizo. El

cascarón se quebró y una manita asomó en su cresta, y luego una cabeza rechoncha y

barbiluenga, y luego un cuerpecillo; una especie de criatura corta y siniestra descendió

penosamente, ignorando a Ludwig. Carraspeó atronadoramente y miró en derredor; una

vocecilla insinuante y perversa se decidió a intervenir: “¿Quién eres tú, insolente…?

¿Cómo osas acercarte a mi vehículo lunar?” Y el Zwerg27

sacudió sus manos ante la

retahíla de títulos y epítetos que nuestro melancólico príncipe enumeró, a colación de su

atrevida interpelación. “Ya, ya… Ya sé: sois el Rey Cisne o el Príncipe Luna. ¿Qué más

me da? ¿Qué deseáis? Esa vieja chocha no me envía a tierra salvo por una buena

razón…” Ludwig estaba rojo de ira, pero conteniendo su furia atronadora se sentó y

suspiró: “Deseo hallar el enigma de la noche y del pavo real, y sé bien que tú, enano

mezquino, podrás darme una respuesta”. El Zwerg sonrió sardónicamente: “¿Cómo me

llamo?… Nunca realizo encargos para gente desconocida. Enunciad mi nombre”

Ludwig se incorporó y le miró desafiante: “Vos sois Alberich; y si forjasteis en otro

tiempo piezas terribles, podréis ahora entronizarme en el abanico purpúreo del pavo

real”.

El enano palideció, y retornó al interior del huevo valiéndose de un sencillo y

certero salto; al punto emergió nuevamente, ataviado con un completo utillaje de

preciosos y llamativos colores, y con él otros enanos, cada uno aportando su ciencia y

su destreza sobre la materia celeste. Comenzaron por picar la roca con profusión, ante la

atónita mirada de nuestro Príncipe. Después siguieron con sus trabajos orfebres, y más y

más enanos se sumaron a la gesta cuando fue el turno de modelar su talla última. Tras

un tiempo que pareció eternidad pero fue poco más que breve murmullo, un trono

27

Enano.

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comenzó a recortarse, y pronto, muy pronto, Ludwig se adelantó y sentó, nimbado por

las lustrosas colas de tres majestuosos pavos reales, que exuberantes y eróticos dieron la

bienvenida al soberano. Ludwig pareció complacido cuando contempló cómo su cuerpo

se revestía de la intimidad de la noche. Ataviado con las galas de un príncipe, tornábase

azabache el azul. Su coronación como Príncipe de la Noche era completa, y esta vez sí,

podría salvar a Elsa y dirigir sus huestes contra los acantonados en el castillo de

Hohenschwangau. E hizo ambas cosas, pero la princesa libertada no recobró mas que

una sonrisa amarga y una mirada altiva: “Ludwig, me liberas pero no deseo más que

vivir en la duermevela de las estrellas, sobre tus castillos y palacios. Parto ahora para

reencontrarme con mis ancestros”. Y Ludwig, cabizbajo y espléndido, no pudo sino

contemplar a la beldad descendiendo hacia el lago, perdiéndose para los bávaros.

Iracundo, el príncipe desplegó a un ejército de criaturas nocturnas contra sus

enemigos, y a él acudieron levas de toda Baviera. Buenos, saludables y valientes

súbditos dispuestos a entregar la vida por su Rey, y al horrísono se arrojaron hacia la

victoria, cuando la hora del lamentable despertar sonó.

X

El doctor Bernhard von Gudden y se detuvo a un paso de la carretera, junto al

coche en el que el Conde de H. aguardaba el desenlace. La policía había acordonado

todas las salidas del castillo, y dispersado a los supuestos aliados del demente. Llovía

con profusión y sin piedad, y una furiosa tormenta se desencadenaba sobre ellos,

amenazando con arruinar toda la operación.

‒Y dígame, doctor, ¿cree que es probable que trate de huir?

‒Sin lugar a dudas, Su Excelencia.

‒Permaneceremos atentos, pues.

El Rey ya despertaba de sus sueños, confuso. ‒Prinz der Nacht…‒Había caído

dormido sobre el escritorio, y el vino se había derramado, pringando y anegándolo todo.

Sentía un regusto anisado en su paladar, y su aliento pestilente le acuchilló las sienes.

Acertó a levantarse, bamboleante, y finalmente cayó estrepitosamente. Un peso muerto,

un cuerpo rechoncho y un rostro desfigurado. Era inútil resistirse; había pedido que le

trajeran veneno, pero ninguno de sus leales sirvientes estaba dispuesto a que le acusaran

de alta traición. Se hallaba solo y maltrecho, como acostumbraba. La sangre había

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atraído a los lobos sedientos, y ya no podía sino aguardar a que le prendieran, o algo

peor. Se asomó a la balconada y contempló las luces de las linternas; recordó a su

maestro y amigo, y una lágrima se deslizó a lo largo de su sonrojada mejilla.

Súbitamente, uno de sus sirvientes hizo acto de presencia:

‒¿Su Majestad ordena algo antes de que emprendamos los preparativos del

viaje?

‒Soñé con algo hermoso, Wilhelm… Soñé que yo era Lohengrin, y que era de

nuevo inocente y joven. Soñé con que renacía en la misma profundidad de la noche,

recibiendo el trono del mundo sombrío ‒el sirviente no respondió, y se dispuso a

ordenar el desaguisado orquestado sobre el escritorio; obviamente se había

acostumbrado a sus letanías.

Ludwig volvió a mirar en derredor, y nada había cambiado. Los cimientos del

castillo eran firmes y robustos; su belleza era apabullante en lontananza. Había logrado

su propósito de elevar a Der Mond la belleza de los cisnes, pero sólo él era capaz de

apreciarla. “Baviera será más poderosa y más conocida que nunca, y mi linaje, el linaje

del cisne, habrá sido quien lo logre”, pensó. Decidió que ya era suficiente; e inició su

largo descenso, ante la atónita mirada de todos y cada uno de sus leales.

‒Majestad, ¿adónde os dirigís? ¿He de remitir una nueva carta a las autoridades

y a los periódicos? Aguardad, y veréis cómo el pueblo se alzará en armas por vuestra

causa.

Pero Ludwig II von Bayern estaba agotado, y se disponía a la muerte. Salió en

dirección a la calesa real, con toda la parsimonia y dignidad que pudo reunir, calándose

hasta los huesos en mitad de la tempestad. El doctor von Gudden abrió los ojos de puro

asombro cuando le vio, y su corazón comenzó a latir violentamente:

‒¡Aguardad! ¿No es ese el Rey? ¡Hombres! ¡A él, que no escape!

***

‒Majestät, dejadme deciros que habéis elegido una noche espléndida para

pasear. Estoy muy orgulloso de vuestros progresos, y creo que en breve podréis retornar

a vuestros castillos, si así os place, y si el Príncipe Regente da su consentimiento.

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Ludwig no pareció escucharle; sus ojos soñadores se elevaron para contemplar el

cielo, y descendieron al lago por última vez. Creyó ver cómo el reflejo de su madre

quedaba roto por el batir de las alas de un cisne negro y suspiró, se diría que aliviado.

Entretanto, tres hombres embozados avanzaban hacia el Rey y su médico con mortal

determinación, pistola en mano.

‒Estoy de acuerdo, doctor. Una noche inmejorable para dejarse morir en brazos

de la luna. ‒Von Gudden le miró inquieto, y se apresuró a cambiar de conversación.

FIN.

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