Dejame entrar john ajvide lindqvist

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Dejame entrar - John Ajvide Lindqvist

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Oskar es uno niño que no tieneamigos y sus compañeros de clasese mofan de él y le maltratan. Unanoche conoce a Eli, su nuevavecina, una misteriosa niña quenunca tiene frío, despide un olorextraño y suele ir acompañada deun hombre de aspecto siniestro.Oskar se siente fascinado por Eli yse hacen inseparables. Al mismotiempo, una serie de crímenes ysucesos extraños hace sospechar ala policía local de la presencia de unasesino en serie. Nada más lejos dela realidad.

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John Ajvide Lindqvist

Déjame entrar

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Título original: Lat den rätte komma in©John Ajvide Lindqvist, 2008.Traducción: Gemma Pecharromán Miguel

Editor original: AlexAinhoa (v1.0)ePub base v2.1

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El lugar

Blackeberg.

Puede que pienses en trufas de coco, talvez en drogas. «Una vida ordenada». Teimaginas una estación de metro,extrarradio. Después no hay mucho másque pensar. Sin duda vive gente allí,como en otros sitios. Para eso seconstruyó, para que la gente tuvieraalgún sitio donde vivir.

No se trata de un espacio que sehaya desarrollado de forma natural, no.Aquí estuvo todo desde el principioplanificado al milímetro. La gente tuvo

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que instalarse en lo que había. Edificiosde hormigón en colores ocresesparcidos por el verde.

Cuando esta historia tiene lugar,Blackeberg lleva treinta años existiendocomo población. Podría uno imaginarseun cierto espíritu pionero al estilo delMayflower; un territorio desconocido.Sí. Imaginarse las casas deshabitadasesperando a sus inquilinos.

¡Y ahí vienen ellos!Cruzando el puente de Traneberg

con el sol en los ojos y sueños en lamirada. Corre el año 1952. Las madresllevan a sus hijos en brazos, encochecitos de bebé o de la mano. Los

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padres no llevan consigo azadas nipalas, sino electrodomésticos y mueblesfuncionales. Puede que vayan cantandoa l go . La Internacional tal vez. OVayamos a Jerusalén, según la forma deser de cada uno.

Esto es grande. Es nuevo. Esmoderno.

Pero no sucedió realmente así.Llegaron en el metro. O en coches,

camiones de mudanzas. Uno a uno.Entraron en los pisos recién construidosllevando consigo sus enseres.Organizaron sus cosas en cajones yrepisas de medidas estandarizadas,colocaron sus muebles en fila sobre los

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suelos de linóleo y compraron otrosnuevos para rellenar los huecos.

Cuando terminaron, alzaron la vistay vieron la tierra que les había sidodada. Salieron de sus portales y seencontraron con que todo el terrenoestaba ya repartido. No podían hacermás que adaptarse a lo que había.

Había un centro. Había ampliosparques para los niños. Había extensaszonas verdes alrededor de las casas.Había zonas peatonales.

—Es un buen lugar —se decían entreellos alrededor de la mesa de la cocinaunos meses después de la mudanza.

—Hemos llegado a un buen sitio.

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Sólo faltaba una cosa. Una historia.En la escuela, los niños no podían hacerun trabajo especial sobre la historia deBlackeberg, porque no la tenía. Bueno,algo había acerca de un molino. Un reyde la pasta de tabaco. Algunos curiososedificios antiguos a orillas del lago.Pero de todo aquello hacía muchotiempo y no guardaba relación algunacon el presente.

Donde ahora se alzaban edificios detres alturas, antes no había más quebosque.

Los misterios del pasado no estabana su alcance; no tenían ni siquiera unaiglesia. Una población de diez mil

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habitantes, sin iglesia.Eso ya dice bastante de la

modernidad y racionalidad del lugar.Bastante de lo ajenos que eran a lascalamidades y al terror de la historia.

Lo cual explica en parte lodesprevenidos que estaban.

Nadie vio cómo se mudaron.Cuando en diciembre la policía por

fin localizó al transportista que habíahecho la mudanza, éste no tenía muchoque contar. En su diario de 1981 sólodecía:

18 de octubre: Norrköping-Blackeberg (Estocolmo).

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Recordaba que se trataba de unhombre y su hija, una chica guapa.

—Sí, por cierto. No traían casi nada.Un sofá, una butaca, alguna cama. Unamudanza fácil, visto así, y que… sí,querían que se hiciera por la noche. Lesdije que sería más caro con la tarifanocturna y demás. No hubo objeciones.Sólo que condujéramos de noche. Esoera lo importante. ¿Es que ha pasadoalgo?

El camionero supo lo que habíaocurrido, quiénes eran los que habíanviajado en su camión. Con los ojos muyabiertos, miró lo que había escrito en sudiario:

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—No me jodas…Hizo un gesto con la boca como si

sintiera asco al mirar sus propias letras:

18 de octubre: Norrköping-Blackeberg (Estocolmo).

Era él quien los había llevado allí.Al hombre y a la chica. No pensabacontárselo a nadie. Nunca.

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Primera Parte

Dichoso aquel que tiene unamigo así

Los líos del amoros dan preocupación,¡chicos!

Siw Malmkvist, Los líos del amor

I never wanted tokill.

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I am not naturallyevil.

Such things I doJust to make myself

More attractive toyou. Have I failed?

Siw Malmkvist, Los líos del amor

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Miércoles 21 de Octubre de1981

Gunnar Holmberg, comisario de policíade Vällingby, mostró una pequeña bolsade plástico que contenía polvos blancos.

Tal vez heroína, pero nadie seatrevió a decir nada. No querían quesospechara que sabían de esas cosas,menos aún si tenían un hermano o algúncolega del hermano metidos en ello.Chutándose caballo. Hasta las chicas sequedaron en silencio mientras el policíamovía la bolsa.

—¿Creéis que es levadura?,

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¿harina?Un murmullo reprobador. No fuera a

pensar el policía que los de 6ºB eranidiotas. Evidentemente era imposibledeterminar qué había en la bolsa, peropuesto que la clase trataba de lasdrogas, uno podía sacar sus propiasconclusiones. El policía se volvió haciala maestra:

—¿Qué les enseñáis en la clase detareas del hogar?

La maestra sonrió encogiéndose dehombros. Todos se echaron a reír; elpoli parecía majo. Algunos chicoshabían podido hasta coger su pistolaantes de que empezara la clase. Sin

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cargar, claro, pero de todas formas.A Oskar le brincaba el corazón en el

pecho. Sabía la respuesta a esa pregunta.Sufría por no poder decir lo que sabía.Quería que el policía lo mirara. Que lomirara y que le dijera algo después deque él hubiera dado la respuestacorrecta. Era una tontería lo que iba ahacer, lo sabía, y, sin embargo, levantóla mano.

—¿Sí?—Es heroína, ¿no?—Lo es —contestó el policía

mirando con amabilidad—. ¿Cómo lohas adivinado?

Todas las cabezas se volvieron

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hacia él, expectantes ante lo que iba adecir.

—Bueno, es que… leo mucho y eso.El policía asintió con la cabeza.

—Eso está bien. Leer —dijomoviendo la bolsita—. Así no quedatanto tiempo para otras cosas. ¿Cuántocreéis vosotros que puede valer esto?

Oskar no tenía ya nada que añadir.Había pasado su minuto de gloria.Incluso le pudo decir al policía que leíamucho. Era más de lo que habíaesperado.

Luego se perdió en ensoñaciones.Imaginaba cómo el policía, al terminarla clase, se acercaba a él, se sentaba a

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su lado y le preguntaba cosas. Entoncesle iba a contar todo. Y el policía le iba aentender. Le acariciaría el pelo y diríaque era un buen chico; le levantaría y,estrechándolo entre sus brazos, diría:

—Jodido chivato.Jonny Forsberg le clavó el dedo en

el costado. El hermano de Jonny iba condrogatas y Jonny sabía un montón depalabras que el resto de los chicos de laclase aprendían rápidamente. Casiseguro que Jonny sabía con exactitudcuánto valía aquella bolsa, pero no eraun chivato. No hablaba con la pasma.

Tenían recreo y Oskar se quedó allado de los percheros, indeciso. Jonny

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quería meterse con él. ¿Cuál sería lamejor manera de evitarlo? ¿Quedándoseen el pasillo o saliendo fuera? Jonny y elresto de los chicos de la clase selanzaron en tromba al patio.

Claro; el policía iba a permanecercon su coche en el patio de la escuelapara que quienes estuvieran interesadosse acercaran a mirar. Jonny no seatrevería a meterse con él mientras elpolicía se quedara allí.

Oskar bajó hasta las puertas delpatio y miró a través de los cristales.Justamente, todos los de la clase searremolinaban alrededor del coche de lapolicía. A Oskar le habría gustado estar

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allí también, pero desechó la idea.Alguien intentaría darle un rodillazo;otro, bajarle los calzoncillos hasta laraja del culo, con policía o sin ella.

Pero al menos tendría un respirodurante este recreo. Salió al patio y seescabulló hasta la parte de atrás, hastalos lavabos.

Una vez dentro aguzó el oído,carraspeó un poco. El sonido resonóentre las cabinas. Rápidamente se sacóde los calzoncillos su bola del pis, untrozo de esponja del tamaño de unamandarina que él mismo había cortadode un viejo colchón, con un agujero en elque metía el pito. Lo olió.

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Pues sí, mierda, claro que se habíaorinado un poco. Enjuagó la bola bajo elgrifo y la escurrió lo mejor que pudo.

Incontinencia. Se llamaba así. Lohabía leído en un folleto que habíacogido a hurtadillas en la farmacia. Algoque padecían sobre todo las viejas.

Y yo.Se podían comprar productos que

iban bien para eso, según decía elfolleto, pero él no pensaba gastar supropina yendo a la farmacia a pasarvergüenza. Y de ninguna manerapensaba decírselo a mamá; sucompasión le ponía enfermo.

Él tenía su bola del pis y funcionaba;

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siempre y cuando la cosa no fuera apeor.

Pasos fuera, voces. Con la bolaapretada en la mano se metió en una delas cabinas y cerró la puerta al tiempoque se abría la de fuera. Se subió sinhacer ruido a la tapa del retreteacurrucándose de manera que no se levieran los pies si alguien miraba pordebajo. Intentó contener la respiración.

—¿Ceeeerdo?Jonny, claro.—Cerdo, ¿estás aquí?Y Micke. Los dos peores. No,

Tomas era más cabrón, pero no solíaacompañarles cuando la cosa iba de dar

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golpes y arañazos. Demasiado listo paraeso. Ahora le estaría haciendo la pelotaal policía. Pero si descubrieran su boladel pis sería Tomas el que de verdadutilizaría eso para herirlo y humillarledurante mucho tiempo. Jonny y Micke leatizarían algún golpe y tan contentos.Así que de alguna manera había tenidosuerte…

—¿Cerdo? Sabemos que estás aquí.Tocaron su puerta, llamaron y

golpearon. Oskar juntó los brazosalrededor de las rodillas y apretó losdientes para no gritar.

—¡Iros de aquí! ¡Dejadme en paz!¡¿Es que no podéis dejarme en paz?!

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Entonces, Jonny dijo con vozmelosa:

—Cerdito, si no sales ahoratendremos que esperarte después de laescuela. ¿Es eso lo que quieres?

Permanecieron un momento ensilencio. Oskar contuvo la respiración.

Se liaron a patadas y golpes con lapuerta. Atronaba en la cabina y elcerrojo se doblaba hacia dentro.Debería abrir, salir antes de que seenfadaran más, pero no podía.

—¿Ceeerdo?Había levantado la mano,

demostrado que era alguien, que sabíaalgo. Aquello estaba prohibido. Para él.

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Se inventaban un montón de razonespara humillarle: que estaba demasiadogordo, que era demasiado feo,demasiado asqueroso. Pero el verdaderoproblema era que él no existía paranada, y todo lo que les recordara suexistencia era un crimen.

Probablemente no harían más que«bautizarle», meterle la cabeza en elretrete y tirar de la cadena. Conindependencia de lo que se les ocurrierasentía siempre un gran alivio cuando yahabía pasado. Entonces, ¿por qué nopodía quitar el pestillo, que de todosmodos iba a saltar en cualquiermomento, y dejarles que se divirtieran?

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Con la vista puesta en el pestillo viocómo éste se iba doblando hasta quesaltó de la armella, la puerta que seabrió de golpe contra la pared de lacabina, la sonrisa de triunfo en la carade Micke Siskovs, lo sabía.

Porque el juego no era así.Ni él había corrido el pestillo ni los

otros habían saltado la pared de sucabina en tres segundos, porque ésas noeran las reglas del juego.

La euforia de los cazadores era delos otros; el terror de la víctima, suyo.Cuando le cogieran se acabaría ladiversión, y la paliza propiamente dichasería una obligación impuesta. Si se

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rendía demasiado pronto corría el riesgode que pusieran toda su energía en elcastigo en lugar de ponerla en lapersecución. Lo que sería peor.

Jonny Forsberg asomó la cabeza.—Levanta la tapa si vas a cagar…

Vamos, chilla como un cerdo.Oskar chilló como un cerdo. Estaba

previsto. A veces, si lo hacía leperdonaban el castigo. Se esforzó almáximo temiendo que, si no, durante elcastigo le obligaran a levantar las manosy descubrir su asqueroso secreto.

Arrugó la nariz como si fuera elhocico de un cerdo gruñendo ychillando, gruñendo y chillando. Jonny y

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Micke se reían.—Joder, Cerdo. Venga, más.Oskar siguió. Apretó los ojos y

siguió. Cerró los puños con tanta fuerzaque las uñas se le clavaron en laspalmas de las manos y siguió. Gruño ychilló hasta que notó un sabor raro en laboca. Entonces paró. Abrió los ojos.

Se habían ido.Se quedó allí, acurrucado encima de

la tapa del retrete, mirando al suelo.Había una mancha roja en el azulejo queestaba debajo de él. Mientras miraba,cayó al suelo otra gota de sangre de sunariz. Cogió un trozo de papel higiénicoy se tapó las fosas nasales.

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Le pasaba a veces, cuando teníamiedo. Empezaba a sangrar por la nariz,sin más. Esto le había ayudado enalgunas ocasiones justo cuando iban apegarle; entonces lo dejaban, puesto queya estaba sangrando.

Oskar Eriksson permanecíaacurrucado con un trozo de papel en unamano y su bola del pis en la otra.Sangraba, se orinaba y hablabademasiado. Tenía escapes en todos losagujeros. Pronto empezaría a cagarsetambién. El Cerdo.

Se levantó y salió de los lavabos.Dejó la mancha de sangre en el suelo.

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Para que alguien la viera y sospechara.Para que creyera que alguien había sidoasesinado allí, puesto que alguien habíasido asesinado allí. Por centésima vez.

Håkan Bengtsson, un hombre decuarenta y cinco años con incipientebarriga, incipiente calva y direccióndesconocida para la autoridad, iba en elmetro mirando por la ventana,estudiando la que iba a ser su nuevacasa.

La verdad es que esto era algo feo.Norrköping era más bonito. De todasformas, estas poblaciones del oeste nose parecían en nada a los suburbios deEstocolmo que él había visto por la

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televisión; Kista y Rinkeby yHallonbergen. Esto era diferente.

—PRÓXIMA ESTACIÓN,RÅCKSTA.

Algo más acabado y más acogedor.Aunque ahí se veía un auténticorascacielos. Alzó la vista para poder verel último piso de la torre de oficinas deVattenfall. No recordaba un edificiosemejante en Norrköping. Aunque claro,nunca había estado en el centro.

Se tenía que bajar en la próximaestación, ¿no? Miró el mapa de la reddel metro pegado encima de las puertas.Sí, la próxima.

—ATENCIÓN A LAS PUERTAS.

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CIERRE DE PUERTAS.No le miraba nadie, ¿verdad?No, en el vagón sólo iban unas pocas

personas ocupadas con sus periódicosde la tarde. Mañana hablarían de él enesos periódicos.

Fijó la vista en un anuncio de ropainterior. Una mujer posaba provocadoracon bragas negras y sujetador de encaje.Era una locura. Por todas partes pieldesnuda. ¡Y eso estaba permitido!¿Cómo influía realmente aquello en laspersonas, en el amor?

Le temblaban las manos y las apoyóen las rodillas. Estaba muy nervioso.

—¿De verdad que no hay otra

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manera?—¿Crees que te expondría a esto si

hubiera otra manera?—No, pero…—No hay ninguna otra manera.Ninguna otra manera. No había más

remedio que hacerlo. Sin torpezas.Había consultado el mapa en la guía deteléfonos y elegido una zona de bosqueque probablemente iría bien, despuéshizo la bolsa y salió.

Había cortado el logotipo de Adidascon el cuchillo que llevaba en la bolsa,entre los pies. Ésa era una de las cosasque habían ido mal en Norrköping.Alguien había recordado la marca de la

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bolsa y luego la policía la habíaencontrado en el contenedor en el que élla había tirado, no muy lejos de su piso.

Hoy se la llevaría a casa. Tal vez lacortaría en trozos pequeños y losecharía al retrete. ¿Se hacía así?

¿Cómo se hace en realidad?—FINAL DEL TRAYECTO. POR

FAVOR, ABANDONEN LOSVAGONES.

El metro vomitó su carga y Håkansiguió a los otros pasajeros con la bolsaen la mano. Le pareció que pesaba,aunque lo único pesado que había enella era la botella de gas. Trató de andarcon naturalidad, no como un hombre

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camino de su propia ejecución. La genteno tenía que fijarse en él.

Pero sus piernas parecían de plomo,como si quisieran soldarse al andén. ¿Ysi se quedara allí? ¿Si se quedaratotalmente quieto sin mover ni unmúsculo y permaneciera así? Esperandoa que llegara la noche, a que alguien sefijara en él y llamara a… alguien que lebuscara, que le llevara a otro sitio.

Siguió andando a paso normal.Pierna derecha, pierna izquierda. Nopodía fallar. Ocurrirían cosas terriblessi fallaba. Lo peor que se pudieraimaginar.

Arriba, junto a los torniquetes, miró

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a su alrededor. Tenía muy mal sentidode la orientación. ¿Hacia qué ladoestaría esa zona del bosque?Lógicamente, no podía preguntárselo anadie. Probaría suerte. No había másque seguir adelante, acabar con ello deuna vez. Derecha, izquierda.

Tiene que haber otra manera.Pero no se le ocurría nada. Había

ciertos requisitos, ciertos criterios. Yésta era la única manera de cumplirlos.

Lo había hecho ya dos veces, y lasdos la había cagado. En Växjö no tanto,pero lo suficiente como para verseobligado a marcharse de allí. Hoy lo ibaa hacer bien, recibiría muchos elogios.

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Caricias, tal vez.Dos veces. Ya estaba condenado.

¿Qué importancia podía tener unatercera vez? Absolutamente ninguna. Elcastigo de la sociedad seríaprobablemente el mismo: cadenaperpetua.

¿Y el moral? ¿Cuántos golpes darála cola, rey Minos?

El camino del parque por el que ibatorcía más adelante, donde empezaba elbosque. Tenía que ser el bosque quehabía visto en el mapa. La botella y elcuchillo golpeaban el uno contra el otro.Intentó llevar la bolsa de modo que nosonaran.

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Una niña apareció en la calle delantede él. Una niña de unos ocho años devuelta a casa después de la escuela conla cartera golpeándole la cadera.

¡No! ¡Nunca!Ahí estaba el límite. Una niña tan

pequeña, no. Preferible él mismo, hastaque cayera muerto. La niña iba cantandoalgo. Aceleró el paso para acercarse,para poder escucharla.

Pequeño rayo de sol que entraspor la ventana en mi casa…¿Todavía cantaban los niños esa

canción? La niña tal vez tenía unaprofesora mayor. Qué bien que esacanción todavía existiera. Le habría

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gustado acercarse más para oírla mejor,sí, tan cerca como para sentir el olor desu pelo.

Caminó más despacio. Nada deliarla. La niña dejó la calle, continuópor un sendero hacia el bosque.Probablemente vivía en las casas quehabía al otro lado. Que los padres seatrevieran a dejarla ir así, totalmentesola. Tan pequeña.

Se detuvo, dejó que la niñaaumentara la distancia y desaparecieraen el bosque.

Ahora sigue, pequeña. No teentretengas jugando en el bosque.

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Esperó cosa de un minuto, escuchando aun pinzón que cantaba en un árbolpróximo. Luego siguió tras la niña.

Oskar iba de vuelta a casa despuésde la escuela; muy abatido. Siempre sesentía peor cuando conseguía evitar elcastigo de esa manera: haciendo decerdo, o de cualquier otra cosa. Peorque si le hubieran dado una paliza. Losabía y, sin embargo, no era capaz deaceptar el castigo cuando éste seavecinaba. Prefería rebajarse a lo quefuera. Ningún orgullo.

Robin Hood y el Hombre Arañatenían orgullo. Cuando Sir John o elDoctor Octopus los tenían arrinconados,

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ellos desafiaban al miedo, aunque nohubiera posibilidad de escapar.

Pero ¿qué sabía realmente elHombre Araña? Como ya se sabe,conseguía escapar siempre, aunque fueraimposible. Era un personaje de cómicque tenía que sobrevivir para elsiguiente número. Él tenía sus fuerzas deHombre Araña; Oskar, su gruñido.Cualquier cosa con tal de sobrevivir.

Necesitaba consolarse. Habíapasado un día terrible y ahora iba atener un poco de compensación. Aun ariesgo de encontrarse con Jonny y Mickecaminó hasta el centro de Blackeberg,hasta el Sabis. Subió arrastrando los

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pies por la vereda zigzagueante en lugarde subir por las escaleras, se relajó. Loimportante era estar tranquilo, no sudar.

Ya le habían pillado una vezrobando en Konsum, el año pasado. Elguardia de seguridad quería llamar a sumadre, pero estaba en el trabajo y Oskarno sabía su número, no, no. Pasó unasemana angustiado cada vez que sonabael teléfono. Sin embargo, en lugar de esollegó una carta dirigida a su madre.

Idiotas. En el sobre ponía incluso«Comisaría de Policía de Estocolmo», ynaturalmente Oskar lo abrió, leyó susdelitos, falsificó la firma de su madre ydespués envió la carta de nuevo para

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confirmar que la había leído. Cobardepuede, pero no tonto.

Y lo de cobarde… ¿Era de cobardeslo que estaba haciendo ahora?Llenándose los bolsillos de la cazadoracon Dajm, Japp, Coco y Bounty paraterminar con una bolsa de cochecitosentre la cinturilla del pantalón y elestómago; fue a la caja y pagó por unchupa chups de Dumle.

Volvió a casa con la cabeza alta y elpaso ligero. No era el Cerdo al quetodos podían patear, era el jefe de losladrones que desafiaba los peligros parasobrevivir. Podía engañarlos a todos.

Cuando cruzó el arco de entrada al

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patio se sintió seguro. Ninguno de susenemigos vivía allí, un círculo irregulardentro del círculo más amplio que era lacalle Ibsen. Una doble fortificación. Allíestaba seguro. En ese patio no le habíapasado nada malo de verdad. Casi nada.

Allí había crecido y allí había tenidoamigos antes de empezar la escuela. Fueen quinto cuando comenzó a sentirserechazado en serio. A finales de esecurso se convirtió en el saco de losgolpes de todos sus compañeros, yaquello se extendió incluso a otroschicos que no iban a su clase. Llamabancada vez menos para preguntarle siquería salir a jugar.

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Fue también durante ese periodocuando empezó con su cuaderno derecortes, al que ahora acudía de nuevo,para entretenerse.

—¡JIIINNN!Se oyó un zumbido y algo le golpeó

los pies. Un coche teledirigido de colorgranate echó marcha atrás, dio la vueltay subió por la cuesta en dirección a suportal a toda velocidad. Detrás de losespinos, a la derecha del arco, aparecióTommy con una larga antena que salíade su estómago, chuleando un poco.

—Te ha sorprendido, ¿eh?—Qué rápido va.—Sí. Te lo vendo.

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—¿Por cuánto…?—Trescientas coronas.—No. No las tengo.Tommy le hizo una señal con el

índice para que se acercara, dio lavuelta al coche en la cuesta y lo condujohacia abajo a velocidad de rally, lo parócon un derrape delante de sus pies, locogió y, haciéndole una caricia, dijo envoz baja:

—Cuesta novecientas en la tienda.—Seguro.Tommy miró el coche, examinó a

Oskar de arriba abajo.—¿Doscientas entonces? Es

totalmente nuevo, ya ves.

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—Sí, es muy bonito, pero…—¿Pero?—Nada.Tommy asintió, puso el coche en el

suelo y lo dirigió entre los arbustos demanera que las ruedas grandes yestriadas chirriaron, dio una vuelta altendedero de las alfombras y otra vezcuesta abajo.

—¿Me dejas probarlo?Tommy miró a Oskar como para

decidir si era o no digno de ello, letendió el mando a distancia señalando ellabio superior.

—Te han pegado, ¿no? Tienessangre. Aquí.

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Oskar se pasó el índice por el labio,algunas partículas de color marrón se lequedaron pegadas.

—No, es sólo…Mejor no contarlo. No servía para

nada. Tommy era tres años mayor. Duro.Sólo diría algo sobre que hay quedevolverla y Oskar contestaría que«claro», y el único resultado sería quedescendería aún más en el aprecio deTommy.

Oskar manejó el coche un poco,luego miró mientras Tommy lo dirigía.Le habría gustado tener doscientascoronas en efectivo y que pudieran hacerun negocio Tommy y él. Algo en común.

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Se metió las manos en los bolsillos ytocó las golosinas.

—¿Quieres un Dajm?—No, no me gustan.—¿Japp, mejor?Tommy levantó la vista del mando a

distancia, sonriendo.—¿Tienes de los dos?—Sí.—¿Mangados?—… Sí.—Vale.Oskar alargó la mano y le dio un

Japp que Tommy se guardó en elbolsillo trasero de sus vaqueros.

—Gracias. Adiós.

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—Adiós.Cuando llegó a casa, Oskar echó

todas las golosinas encima de la cama.Iba a empezar con el Dajm para seguirluego con los dobles y terminar con elBounty, su favorito. Después los coches,que parecía como si enjuagaran la boca.

Dispuso las golosinas en hilera a lolargo de la cama, en el orden en que selas iba a comer. En el frigoríficoencontró una botella de coca cola amedias a la que su madre había puestoun trozo de papel de aluminio en laboca. Perfecto. Le gustaba más así,cuando se le habían ido las burbujas,sobre todo con las golosinas.

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Retiró el papel de aluminio y colocóla botella en el suelo junto a lasgolosinas, se tumbó boca abajo en lacama y se puso a examinar su estantería.Una colección casi entera de los cómicsKalla Kårar, aquí y allá completada conRysare ur Kalla Kårar.

El grueso lo formaban dos bolsas depapel llenas de libros que compró pordoscientas coronas a través de unanuncio en el periódico Gula. Habíacogido el metro hastaMidsommarkransen y seguido lasinstrucciones hasta dar con el piso. Elhombre que le abrió la puerta parecíagordo, demacrado y hablaba con la voz

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un poco silbante. Afortunadamente nohabía invitado a Oskar a pasar, sólohabía llevado las bolsas con los libroshasta el rellano, cogido los dos billetesde cien con una inclinación de cabezadiciendo: «Que te diviertas» y habíacerrado la puerta.

Entonces Oskar se puso nervioso.Había buscado durante meses losnúmeros antiguos de esos cómics en laslibrerías de viejo que había a lo largode Götgatan. Por teléfono, el hombrehabía asegurado que se trataba denúmeros atrasados. Le parecía que habíasido demasiado fácil.

Tan pronto como Oskar estuvo fuera

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del alcance de su vista dejó las bolsasen el suelo y las revisó. No le habíanengañado. Cuarenta y cuatro librosdesde el número 2 hasta el 46.

Aquéllos no se podían comprar ya.¡Por doscientas coronas!

Como para no tener miedo de aquelhombre. Lo que había hecho no era nimás ni menos que robarle al troll sutesoro.

Sin embargo, no ganaban a sucuaderno de recortes.

Lo rebuscó en su escondite bajo unmontón de tebeos. El mismo cuaderno ensí no era más que una libreta grande dedibujo que había mangado en Åhléns, en

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Vällingby, saliendo con ella bajo elbrazo por todo el morro —¿quién dijoque era un cobarde?—, pero elcontenido…

Desenvolvió el Dajm, le pegó unbuen mordisco, disfrutó de aquelrechinar crujiente entre los dientes yabrió su cuaderno. El primer recorte erade la revista Hemmets Journal: lahistoria de una envenenadora de EstadosUnidos de los años cuarenta. Habíaconseguido envenenar con arsénico acatorce viejos antes de que fueraencarcelada, juzgada y ejecutada en lasilla eléctrica. Había pedido serejecutada con veneno, bastante

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comprensible, pero el Estado en el quehabía actuado empleaba la silla, y fue lasilla.

Ése era uno de los sueños de Oskar:presenciar una ejecución en la sillaeléctrica. Había leído que la sangre seempezaba a cocer, que el cuerpo seretorcía en ángulos imposibles. Seimaginaba también que el pelo seprendía, pero de esto no teníaconfirmación escrita.

Absolutamente grandioso, de todosmodos.

Siguió hojeando. El siguiente recorteera de Aftonbladet y trataba de undescuartizador sueco. Bastante mala la

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foto de carné. Parecía una personacualquiera. Sin embargo había matado ados chaperos en su propia sauna, loshabía descuartizado con una motosierraeléctrica y los había enterrado allímismo. Oskar se comió el últimobocado del Dajm mientras observabadetenidamente la cara de aquel hombre.Una persona cualquiera.

Podría ser yo dentro de veinteaños.

Håkan había encontrado el sitioperfecto en el que permanecer al acecho,con una buena vista sobre el sendero delbosque en las dos direcciones. En elbosque, más adentro, descubrió una

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hondonada resguardada con un árbol enmedio y había dejado allí la bolsa conlas herramientas El pequeño frasco dehalotano colgaba de una trabilla bajo elabrigo.

Ya no podía hacer más que esperar.Yo también quise una vez ser mayory tan inteligente como mi padre y

mi madre…No había oído a nadie cantar esa

canción desde que iba a la escuela. ¿Erade Alice Tegnér? Imagínate la cantidadde canciones bonitas desaparecidas quenadie cantaba ya. En general, cuántascosas bonitas habían desaparecido.

Ningún respeto por lo bello. Era

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característico de la sociedad actual. Lasobras de los grandes maestros podíanemplearse a lo sumo como referenciasirónicas, o como propaganda. Lacreación de Adán de Miguel Ángel,donde en vez del soplo de vida ponen unpar de vaqueros.

Todo el mérito de la composición,como él lo veía, eran esos cuerposmonumentales que convergían sólo endos dedos índices que casi, pero sólocasi, llegaban a tocarse. Entre elloshabía un vacío milimétrico. Y en aquelespacio vacío: la vida. La grandezaescultural de la imagen y la riqueza delos detalles eran sólo un marco, un

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fondo para realzar mejor el vacíomínimo del centro. El punto vacío quecontenía todo.

Y en su lugar habían colocado un parde vaqueros.

Alguien llegaba por el sendero. Seagachó con el corazón palpitándole enlos oídos. No. Señor mayor con perro.Doble fallo. En parte por el perro, alque tendría que hacer callar primero; enparte, por la mala calidad.

Mucho ruido y pocas nueces. Alt.Demasiados gritos para tan poca

lana, dijo el que tomó por oveja a uncerdo. Alt.

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Canta la rana y no tiene pelo nilana.

Miró el reloj. En menos de doshoras se haría de noche. Si no llegabanadie adecuado en una hora, tendría quecoger al primero que pasase. Debíaestar en casa antes de que oscureciera.

El hombre decía algo. ¿Le habríavisto? No, hablaba con el perro.

—Sííí, vaya ganas que tenías dehacer pis, chiquitina. Cuando lleguemosa casa te voy a dar paté. Papá te daráuna buena rodaja de paté.

El frasco de halotano se le clavó aHåkan en el pecho cuando se llevó las

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manos a la cabeza suspirando. Pobrehombre. Pobres de las personas queestán solas en un mundo sin belleza.

Sintió frío. El viento se había vueltomás frío por la tarde y pensó en ir abuscar el chubasquero a la bolsa,ponérselo por encima para protegersedel viento. No. Eso le restaríamovilidad cuando necesitaba actuar conrapidez. Además, podía despertarsospechas antes de tiempo.

Pasaron dos chicas de unos veinteaños. No. No podía con dos. Captóalgún fragmento de la conversación:

—… que ella se va a quedar… conél ahora.

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—… un mono. Él tiene quecomprender que él…

—… culpa de ella que… laspíldoras…

—Pero está claro que él tiene que…—… imagínate… ése como padre…Alguna compañera que estaba

embarazada. Un chico que no asumía suresponsabilidad. Así estaban las cosas.Continuamente. Todos pensaban nadamás que en sí mismos y en lo suyo. Mifelicidad, mi éxito era lo único que seoía. Amor es poner la vida a los pies delotro, y de eso son incapaces laspersonas de hoy día.

El frío penetraba en sus

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articulaciones, iba a actuar con torpezahiciera lo que hiciera. Metió la manodentro del abrigo, apretó la palanca delgas. Un ruido silbante. Funcionaba. Dejóde apretar.

Se dio unas palmadas en loscostados. Ojalá venga alguien ahora.Solo. Miró el reloj. Media hora más.Ojalá venga alguien ahora. Por la vida ypor el amor.

Mas de corazón niño yoquiero ser, pues de los niños elreino de Dios es.

Había empezado a anochecer cuando

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Oskar terminó de mirar su cuaderno derecortes y de comerse todas lasgolosinas. Como solía ocurrirle despuésde comer tantas chucherías, se sentíapesado y vagamente culpable.

Mamá no llegaría hasta dentro dedos horas. Entonces comerían. Despuésél haría los deberes de inglés y los demates. Luego puede que leyera un libro,o que viera la tele con mamá. Nadaespecial por la tele esa noche. Más tardetomarían un vaso de leche chocolateaday comerían unos bollos, hablarían unrato. Después se acostaría, le costaríaquedarse dormido pensando en el díasiguiente.

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Si tuviera alguien a quien llamar.Podía, claro está, llamar a Johan con laesperanza de que no tuviera otra cosamejor que hacer.

Johan iba a su clase y se lo pasabanbastante bien cuando estaban juntos,pero si podía elegir, no elegía a Oskar.Era Johan el que le llamaba cuando seaburría, no al revés.

El piso estaba en silencio. Nopasaba nada. Las paredes de hormigónse le echaban encima. Estaba sentado enla cama con las manos en las rodillas, elestómago lleno de golosinas.

Como si fuera a ocurrir algo. Ahora.Prestó atención. Un terror pegajoso

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se fue apoderando de él. Algo seacercaba. Un gas incoloro se filtraba através de las paredes, amenazaba contomar forma, engullirlo. Permanecióquieto, conteniendo la respiración yescuchando. Esperó.

El momento pasó. Oskar comenzó arespirar de nuevo.

Fue a la cocina, bebió un vaso deagua y sacó el cuchillo más grande quehabía en la placa magnética. Probó elfilo en la uña del dedo gordo, comopapá le había enseñado. Desafilado.Pasó el cuchillo por el afilador un parde veces y volvió a probar. Una virutamicroscópica salió de la uña del dedo

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gordo.Bien.Envolvió el cuchillo con un

periódico a modo de funda provisional,lo pegó con celo y se apretó el paqueteentre la cintura del pantalón y la caderaizquierda. Sólo sobresalía el mango.Probó a andar. La hoja le impedía elmovimiento de la pierna izquierda y loinclinó a lo largo de la ingle. Incómodo,pero funcionaba.

En el pasillo se puso la cazadora.Entonces se acordó de todos los papelesde las golosinas que estaban esparcidospor el suelo de su habitación. Losrecogió, hizo una pelota con ellos y se la

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metió en el bolsillo, no fuera a ser quemamá llegara a casa antes que él. Podríadejar los papeles debajo de algunapiedra en el bosque.

Comprobó una vez más que no habíadejado ningún rastro.

El juego había empezado. Él era untemido asesino en serie. Habíaasesinado ya a catorce personas con suafilado cuchillo, sin dejar ni una solapista tras de sí. Ni un pelo, ni un papelde golosinas. La policía le temía.

Ahora iría al bosque a buscar a supróxima víctima.

Curiosamente, ya sabía cómo sellamaba ésta, qué aspecto tenía: Jonny

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Forsberg, con el pelo largo y los ojosgrandes y mezquinos. Iba a tener querezar y suplicar por su vida, gritar comoun cerdo, pero en vano. El cuchillotendría la última palabra y la tierra iba abeber su sangre.

Oskar había leído esas palabras enalgún libro, y le gustaron. «La tierrabeberá su sangre».

Mientras cerraba la puerta de casa yllegaba a la del portal con la manoizquierda apoyada en el mango delcuchillo, iba repitiéndolas como sifueran un mantra:

La tierra beberá su sangre. Latierra beberá su sangre.

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El arco por el que había entradoantes en el patio estaba en el extremoderecho del edificio, pero él fue a laderecha, pasó dos portales y salió por elpaso por el que los coches tenían accesoa la zona. Abandonó la fortalezainterior. Cruzó la calle Ibsen y siguiócuesta abajo. Abandonó la fortalezaexterior. Siguió bajando hacia elbosque.

La tierra beberá su sangre.

Por segunda vez aquel día, Oskar sesintió casi feliz.

Quedaban sólo diez minutos deltiempo que Håkan se había fijado

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cuando un chico que iba solo apareciópor el camino. Por lo que podíaapreciar, de unos trece o catorce años.Perfecto. Había pensado bajar corriendoagachado hacia el otro extremo delcamino y salir allí al encuentro de suelegido.

Pero ahora las piernas se le habíanquedado totalmente bloqueadas. Elchico avanzaba tranquilo por el caminoy no había tiempo que perder. Cadasegundo que pasaba reducía lasposibilidades de una actuación sinmácula. Pero las piernas se negaban amoverse. Estaba allí paralizado mirandomientras el elegido, el perfecto,

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avanzaba, pronto a su misma altura,justo delante de él. Pronto demasiadotarde.

Tengo que. Tengo que. Tengo que.Si no lo hacía, tendría que

suicidarse. No podía llegar a casa sinaquello. Era así. El chico o él. Cuestiónde elegir.

Se puso en movimiento demasiadotarde. Dando tropezones por el bosquellegó a la altura del muchacho en lugarde haber salido a su encuentro en elsendero, tranquilo y natural. Idiota.Patoso. Ahora el chaval podríasospechar, estar alerta.

—¡Oye! —le gritó—. ¡Perdona!

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El chico se paró. Al menos no echóa correr, menos mal. Tenía que deciralgo, preguntar algo. Avanzó hasta él,que permanecía a la espera en elcamino.

—Sí, perdón, pero… ¿qué hora es?El chaval miró de reojo el reloj de

pulsera de Håkan.—Sí, el mío se ha parado.

El chico parecía tenso mientrasmiraba su reloj de pulsera. No podíahacer otra cosa. Håkan metió la manodentro del abrigo y puso el dedo índicesobre la palanca del dosificadormientras esperaba la respuesta del

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chico.Oskar bajó hasta la imprenta y torció

por el sendero del bosque. La pesadezde estómago había desaparecido,sustituida por una tensión embriagadora.En el camino de bajada hacia el bosquela fantasía lo había envuelto y ahora erarealidad.

Veía el mundo con los ojos de unasesino, o tanto como la fantasía de unniño de trece años podía captar de losojos de un asesino. Un mundo bello. Unmundo en el que él tenía el control, quetemblaba ante su decisión.

Avanzó por el camino del bosque,buscando a Jonny Forsberg.

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La tierra beberá su sangre.Empezaba a anochecer y los árboles

le rodeaban como una muchedumbremuda, expectantes ante el más mínimomovimiento del criminal, temerosos deque alguno de ellos fuera el elegido.Pero el asesino se movía entre ellos, yahabía vislumbrado a su víctima.

Jonny Forsberg se encontraba en unmontículo a unos cincuenta metros delcamino. Tenía las manos en las caderas,su sonrisa socarrona estampada en lacara. Creía que iba a pasar lo desiempre. Que le forzaría a tirarse alsuelo y, agarrándole de la nariz, lemetería agujas de pino y musgo en la

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boca, o algo por el estilo.Qué equivocado estaba. No era

Oskar quién llegaba, era el Asesino, ylas manos del Asesino asieron confuerza el mango del cuchillo,preparándose.

El Asesino avanzó despacio, condignidad, hasta llegar frente a JonnyForsberg, y mirándole a los ojos dijo:

—Hola, Jonny.

—Hola, Cerdito. ¿Te dejan estarfuera tan tarde? El Asesino sacó sucuchillo. Y lo clavó.

—Las cinco y cuarto, o así.—Vale. Gracias.

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El chico no se iba. Se quedó paradomirando a Håkan, que intentaba dar unpaso. Estaba quieto, siguiéndole con lamirada. Esto se iba a la mierda. Desdeluego el chaval sospechaba algo. Unapersona había salido con mucho jaleo deen medio del bosque para preguntar lahora y ahora estaba allí como Napoleóncon la mano dentro del abrigo.

—¿Qué llevas ahí?El chico apuntaba hacia la zona del

corazón. Tenía la mente en blanco, nosabía ni qué iba a hacer. Sacó el envasey se lo enseñó.

—¿Qué mierda es ésa?—Halotano.

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—¿Para qué lo llevas?—Para… —tocó con los dedos la

mascarilla revestida de espuma mientrasintentaba encontrar algo que decir. Nosabía mentir. Ésa era su desgracia—.Bueno… porque… lo necesito para eltrabajo.

—¿Qué trabajo?El chico había bajado un poco la

guardia. Una bolsa de deporte parecidaa la que él mismo había dejado arriba,en la hondonada, colgaba de la mano delchaval. Con la mano que sujetaba elenvase hizo un gesto hacia la bolsa.

—¿Vas a algún entrenamiento o así?Cuando el chico miró hacia la bolsa,

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aprovechó su oportunidad.Abrió los dos brazos, con la mano

que tenía libre sujetó la cabeza delmuchacho por la nuca, le puso lamascarilla en la boca y apretó eldosificador hasta el tope. Se escuchó unsonido silbante como el de una granserpiente, el chico intentaba liberar lacabeza, pero la tenía inmovilizada entrelas manos de Håkan como en una tenazadesesperada.

Se tiró hacia atrás y Håkan con él. Elsilbido de la serpiente ahogó los demássonidos cuando ambos cayeron sobre elserrín del sendero. ConvulsivamenteHåkan apretó la cabeza del muchacho

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entre sus manos y mantuvo la mascarillaen su sitio mientras rodaban por elsuelo.

Tras un par de inspiracionesprofundas el chaval comenzó atranquilizarse. Håkan mantuvo lamascarilla en su sitio y echó una ojeadaalrededor.

Ningún testigo.El silbido del gas se le metía en el

cerebro como una mala migraña. Fijó eltope del dosificador y, con esa manolibre, cogió la goma y la pasó por lacabeza del muchacho. La mascarillaestaba lista.

Se levantó con los brazos doloridos

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y miró a su presa.Yacía con los brazos separados del

cuerpo, la mascarilla le cubría la nariz yla boca y tenía la botella de halotanosobre el pecho. Håkan miró otra vez a sualrededor, recogió la bolsa del chico yse la puso a éste sobre la tripa. Luegolevantó todo el paquete en brazos y lollevó hacia la hondonada.

Pesaba más de lo que él creía.Mucho músculo. Peso muerto.

Iba jadeando por el esfuerzo quesuponía llevar su carga por el terrenohúmedo mientras el silbido del gascortaba sus oídos como un cuchillo desierra. Resoplaba alto conscientemente

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para alejar el sonido.Con los brazos entumecidos y el

sudor corriéndole por la espalda llegópor fin a la hondonada. Allí depositó almuchacho en el punto más bajo. Luegose echó junto a él. Cerró la botella dehalotano y retiró la mascarilla. No seoía nada. El pecho del chico subía ybajaba. Se despertaría dentro de ochominutos, como máximo. Pero no lo haría.

Håkan, echado al lado del chaval,estudiaba su cara, acariciándola con eldedo. Luego se le acercó más, tomó elcuerpo inerme entre sus brazos, loapretó contra el suyo. Le besó conternura en la mejilla, le susurró al oído

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«perdona» y se levantó.Se le saltaban las lágrimas al ver

aquel cuerpo indefenso en el suelo.Todavía podía evitarlo.

Mundos paralelos. Un pensamientopara consolarse.

Había un mundo paralelo en el queél no hacía lo que se disponía a hacer.Un mundo en el que ahora él se iba,dejaba que el chico se despertara y sepreguntara qué había sucedido.

Pero no en este mundo. En estemundo se dirigía a su bolsa y la abría.Tenía prisa. Rápidamente se puso elimpermeable encima de la ropa y sacóel instrumental. El cuchillo, una cuerda,

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un embudo grande y un bidón de plásticode cinco litros.

Puso todo en el suelo al lado delmuchacho, observó el cuerpo joven porúltima vez. Luego cogió la cuerda yempezó a trabajar.

Apuñaló y apuñaló y apuñaló. Trasel primer golpe, Jonny habíacomprendido que ésta no iba a ser comolas otras veces. Con la sangrechorreando de un corte profundo en lamejilla intentaba esquivarle, pero elAsesino era más rápido. Otro par decortes y le seccionó los tendones por laparte posterior de las rodillas. Jonny se

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desplomó; en el suelo y retorciéndose,pedía clemencia.

Pero el Asesino no se dejóconmover. Jonny chillaba como un…cerdo cuando el Asesino se tiró sobre ély la tierra bebió su sangre.

Una cuchillada por lo de hoy en loslavabos. Otra por cuando me engañastepara que jugase al póquer de losnudillos. Los labios te los corto portodas las burradas que me has dicho.

Jonny sangraba por todos losorificios y ya no podía decir o hacernada malo. Llevaba muerto un rato.Oskar lo remató reventándole los globosoculares que miraban fijamente, tjick,

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tjick, se levantó y observó su obra.Buena parte del árbol caído y

podrido que había hecho las veces deJonny estaba hecho astillas y con eltronco perforado por los cortes. Lasastillas se esparcían por el sueloalrededor del árbol sano que habíahecho de Jonny cuando estaba en pie.

La mano derecha, con la queempuñaba el cuchillo, sangraba. Unpequeño corte casi en la muñeca; debíade habérsele resbalado el cuchillo al darlos golpes. No era un buen cuchillo paraesa tarea. Se chupó la mano,limpiándose la herida con la lengua. Erade Jonny la sangre que se estaba

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bebiendo.Se limpió los últimos restos de

sangre con la funda de papel deperiódico, introdujo dentro el cuchillo ycomenzó a caminar hacia casa.

El bosque, que desde hacía un par deaños le parecía amenazador, un refugiopara sus enemigos, era ahora su casa yamparo. Los árboles se apartaban conrespeto a su paso. No sentía ni siquierauna pizca de miedo, aunque empezaba aoscurecer del todo. Ninguna inquietud alpensar en el día siguiente: que trajeraconsigo lo que quisiera. Aquella nocheiba a dormir bien.

Cuando llegó otra vez al patio se

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sentó un momento en el borde delparquecito de arena para tranquilizarseun poco antes de subir a casa. Mañanatendría que conseguir un cuchillo mejor,un cuchillo con seguro de parada, ocomo se llamara… deslizamiento, parano cortarse de nuevo. Porque aquello loiba a repetir más veces.

Era un buen juego.

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Jueves 22 de Octubre

La madre de Oskar tenía lágrimas en losojos cuando le tomó la mano y se laapretó.

—Tienes absolutamente prohibido irmás al bosque, ¿lo oyes?

Un chico de la edad de Oskar habíasido asesinado ayer en Vällingby. Habíasalido en todos los periódicos de latarde y mamá estaba totalmente fuera desí cuando llegó a casa.

—Podías haber sido… No quiero nipensarlo.

—Pero si fue en Vällingby.—¿Y tú crees que alguien que se

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mete con niños no podría coger el metrodos estaciones? ¿O andar? ¿Venir aquí,a Blackeberg, y hacer lo mismo otravez? ¿Sueles ir al bosque?

—No.—A partir de ahora no saldrás del

patio hasta que esto… Hasta que loencierren.

—¿Entonces no voy a ir a laescuela?

—Claro está que vas a ir a laescuela. Pero después de la escuela tevienes directamente a casa y no salesdel patio hasta que yo llegue.

—¿Y luego?En los ojos de la madre la tristeza se

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mezcló con el enfado.—¿Quieres que te mate? ¿Eh? ¿Vas a

ir al bosque y que te asesinen y yo aquíesperándote inquieta mientras que túyaces en el bosque y eres…bestialmente descuartizado por alguien?

Las lágrimas arrasaron sus ojos.Oskar le cogió la mano.

—No iré al bosque. Te lo prometo.Mamá le acarició la mejilla.—Cariño mío. Tú eres todo lo que

tengo. Que no te pase nada, porqueentonces me muero yo también.

—Mmm. ¿Cómo ha sido?—¿Qué?—Eso. El asesinato.

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—No sé muy bien. Fue asesinadopor algún loco con un cuchillo. Estámuerto. A sus padres les han destrozadola vida.

—¿No viene en el periódico?—No he tenido fuerzas para leerlo.Oskar cogió el Expressen y lo hojeó.

Cuatro páginas dedicadas al asesinato.—No leas eso.—No, sólo echo un vistazo. ¿Puedo

coger el periódico?—No leas eso. No es bueno para ti

con tanto terror y todo eso que lees.—Sólo voy a mirar si hay algo en la

tele.Oskar se levantó para irse a su

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habitación con el periódico. Su madre leabrazó torpemente y apretó su húmedamejilla contra la de él.

—Corazón mío. ¿Tú entiendes queesté preocupada? Si algo te ocurriera…

—Lo sé, mamá. Lo sé. Tengocuidado.

Oskar le devolvió el abrazo sinmuchas ganas y luego se zafó, se dirigióa su habitación secándose las lágrimasde su madre de la mejilla. Aquello eraabsolutamente increíble.

Parecía que ese chico había sidoasesinado al mismo tiempo que él habíaestado en el bosque jugando. Pordesgracia, no había sido Jonny Forsberg

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el muerto, sino algún chavaldesconocido de Vällingby.

El ambiente había sido fúnebre enVällingby por la tarde. Había visto lasportadas de los periódicos antes de irallí y a lo mejor eran sólo imaginacionessuyas, pero le pareció que la gente en laplaza había hablado más bajo,caminando más despacio que decostumbre.

En la ferretería había mangado uncuchillo de caza increíblemente bonitoque costaba trescientas coronas. Llevabapreparada una excusa en el caso de quelo pillaran:

—Perdóneme, señor. Pero es que

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tengo tanto miedo del asesino.Seguramente habría podido provocar

también alguna lágrima, si de esohubiera dependido. Le habrían dejadomarchar. Seguro. Pero no lo pillaron, yel cuchillo estaba ya en el esconditejunto al cuaderno de recortes.

Tenía que pensar.¿Sería posible que su juego hubiera

influido de alguna manera en aquelasesinato? No lo creía, pero no se podíadesechar del todo esa idea. Los librosque leía estaban llenos de esas cosas.Un pensamiento en un lugar provocabaun suceso en otro. Telequinesia, vudú.

Pero ¿exactamente dónde, cuándo y,

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sobre todo, cómo había ocurrido elcrimen? Si se trataba de un gran númerode cuchilladas sobre un cuerpo tendidoen el suelo, entonces tendría queconsiderar la posibilidad de que élsencillamente tenía un extraordinariopoder en sus manos. Un poder que teníaque asumir y aprender a dirigir.

Y si… EL ÁRBOL fuera… elmédium.

El árbol podrido en el que él habíagolpeado. Que fuera algo especial conese árbol precisamente, que provocabaque lo que uno hacía contra el árbolluego… se extendía.

Detalles.

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Oskar leyó todos los artículos quetrataban del asesinato. El policía quehabía ido a su escuela a hablar de lasdrogas estaba en una de las fotos. Nopodía pronunciarse. Aguardaban lallegada de los especialistas dellaboratorio forense para que aseguraranlas pruebas. Había que esperar. Una fotodel chico asesinado, sacada del álbumescolar. Oskar no lo había visto antes.Parecía del mismo tipo que Jonny oMicke. Tal vez había también un Oskaren la escuela de Vällingby que ahora sesentía liberado.

El chico se dirigía a unentrenamiento de balonmano en el

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polideportivo de Vällingby y nuncallegó allí. El entrenamiento empezaba alas cinco y media. El chicoprobablemente había salido de su casasobre las cinco. En algún momentodentro de ese intervalo… Oskar sintióuna especie de vértigo. Coincidíaexactamente. Y había sido asesinado enel bosque.

—¿Es así? ¿Soy Yo el que…?Una chica de dieciséis años había

encontrado el cuerpo sobre las ocho dela tarde y había llamado a la policía deVällingby. La muchacha, que habíasufrido «una fuerte conmoción», precisóayuda médica. Nada acerca del estado

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en que se encontraba el cuerpo. Pero esode que la chica sufrió «una fuerteconmoción» tenía que significar que elcuerpo estaba mutilado de algunamanera. Si no, escribirían sólo «unaconmoción».

¿Qué hacía la chica de noche en elbosque? Probablemente irrelevante.Coger piñas, lo que fuera. ¿Pero por quéno decía nada de cómo había sidoasesinado el muchacho? Lo único quehabía era una fotografía del lugar delcrimen. La cinta de plástico roja yblanca de la policía acordonando unaanodina hondonada en el bosque, con unárbol grande en el centro.

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Mañana y pasado apareceríanfotografías del mismo lugar, pero llenode velas encendidas y carteles con«¿POR QUÉ?» y «TE ECHAMOS DEMENOS». Oskar conocía esa cantinela,tenía varios casos parecidos en sucuaderno de recortes.

Probablemente todo era una simplecasualidad. Pero y si.

Oskar escuchó detrás de la puerta.Su madre estaba fregando. Se tumbó enla cama boca abajo y rebuscó el cuchillode caza. La empuñadura se adaptaba a laforma de la mano y el cuchillo pesabaseguro tres veces más que el otro decocina que había tenido ayer.

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Se levantó y se puso de pie en mitadde la habitación con el cuchillo en lamano. Era bonito, daba poder a la manoque lo empuñaba.

Tintineo de platos desde la cocina.Dio varias cuchilladas al aire. ElAsesino. Cuando aprendiera a dirigir sufuerza, Jonny, Micke y Tomas nopodrían acosarlo nunca más. Iba a hacerotro intento, pero se detuvo. Alguienpodía verlo desde el patio. Fuera estabaoscuro y su habitación encendida. Echóuna ojeada al patio, pero no vio más quesu propia imagen en el cristal de laventana.

El Asesino.

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Devolvió el cuchillo a su escondite.Aquello sólo era un juego. Algo así noocurre en la realidad. Pero necesitabaconocer los detalles. Necesitaba saberloahora.

Tommy estaba sentado en la butacahojeando una revista de motos,asintiendo con la cabeza y runruneando.De vez en cuando levantaba la revistahacia Lasse y Robban, que estabansentados en el sofá, para mostrarlesalguna fotografía especialmenteinteresante, con algún comentario acercadel volumen de los cilindros o lavelocidad. La bombilla desnuda deltecho se reflejaba en el papel brillante

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lanzando pálidos reflejos sobre la paredde cemento, y las de madera.

Los tenía en ascuas.La madre de Tommy salía con

Staffan, que trabajaba en la policía deVällingby. A Tommy no le gustaba nadaStaffan, no, todo lo contrario. Un tipopegajoso que siempre andaba señalandocon el dedo. Religioso, además. Pero, através de su madre, Tommy se enterabade algunas cosas que, en realidad,Staffan no debería contar a su madre, yque su madre, en realidad, no deberíacontar a Tommy, pero…

De esa manera, por ejemplo, sehabía enterado de cómo andaba la

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investigación en el caso del robo de latienda de música y radio en la plaza deIslandstorget que él, Robban y Lassehabían cometido.

Ningún rastro de los delincuentes.Su madre había dicho eso exactamente:«Ningún rastro de los delincuentes».Palabras de Staffan. No tenían nisiquiera la descripción del coche.

Tommy y Robban tenían dieciséisaños y estaban en primero debachillerato. Lasse tenía diecinueve yalgún fallo en la cabeza, trabajabaclasificando placas de chapa para LMEricsson en Ulvsunda. Pero tenía carnéde conducir. Y un Saab blanco del 74 al

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que ellos habían cambiado el número dela matrícula con un rotulador antes delrobo. Para nada, puesto que nadie habíavisto el coche.

El botín lo habían guardado en elrefugio en desuso, que estaba enfrentedel trastero que hacía las veces de localde su club. Habían cortado la cadena dela puerta con unas tenazas y puesto uncandado nuevo. No sabían aún cómoiban a deshacerse de todo, la cosa habíasido el robo en sí. Lasse había vendidoun radiocasete a un compañero detrabajo por doscientas, pero eso eratodo.

Además, les había parecido más

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seguro no sacar las cosas durante untiempo. Y, sobre todo, no dejar queLasse se ocupara de la venta, puestoque… le faltaba un hervor, como decíasu madre. Pero ya habían pasado dossemanas desde el robo y además a lapolicía le habían salido otras muchascosas en las que pensar.

Tommy hojeó el periódico y rio parasí. Sí, sí. Otras muchas cosas en las quepensar. Robban tamborileaba con golpesrestallantes en la pierna.

—Venga, vamos. Cuéntanoslo.Tommy alzó la revista hacia él.

—Kawasaki. Trescientos cúbicos.Inyección directa y…

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—Deja de hacer el tonto. Cuéntaloahora.

—¿Qué?, ¿lo del asesinato?—Sí.Tommy se mordió el labio, haciendo

como si estuviera pensando.—Cómo era esto…Lasse echó su largo cuerpo hacia

delante en el sofá, se dobló como unanavaja.

—¡Vamos! ¡Cuéntanoslo!Tommy dejó el periódico y miró

fijamente a Lasse.—¿Estás seguro de que quieres

oírlo? Es bastante espeluznante.—¡Ah!

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Lasse se hizo el valiente, peroTommy notó el desasosiego en sus ojos.No hacía falta más que hacer una muecafea, hablar con la voz rara sin parar,para que Lasse tuviera miedo de verdad.Una vez,

Tommy y Robban se habíandisfrazado de zombis con las pinturas dela madre de Tommy, habían aflojado labombilla del techo y habían esperado aLasse. La cosa terminó con Lassecagándose en los pantalones y Robbansalió con un moratón en el mismo sitiodonde antes se había puesto sombra deojos azul oscura. Después de aquello secuidaron mucho de asustar a Lasse.

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Lasse se movía ahora en el sofá,cruzando los brazos sobre el pechocomo para demostrar que estabadispuesto a todo.

—Bueno, es que… esto no ha sidoprecisamente un asesinato normal, porasí decirlo. Encontraron al chico…colgando en un árbol.

—¿Cómo? ¿Colgado? —preguntóRobban.

—Sí, colgado. Pero no del cuello.De los pies. Colgaba boca abajo,vamos. En el árbol.

—Pero de eso no se muere nadie.Tommy miró detenidamente a

Robban, como si ése fuera un punto de

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vista interesante, luego continuó:—No. Claro que no. Pero también

tenía el cuello cortado. Y de eso sí quese muere uno. Todo el cuello. Cortado.Como un… melón. —Se pasó el dedoíndice por el cuello para demostrarcómo había ido el cuchillo.

Lasse se llevó la mano al cuellocomo para protegerlo, negandolentamente con la cabeza.

—Pero ¿por qué estaba colgado deesa manera?

—¿Y tú qué crees?—No sé.Tommy se pellizcó el labio inferior

mientras ponía cara de estar pensando.

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—Ahora vais a oír lo más raro detodo. Si uno le corta a alguien el cuellopara que éste muera, entonces salemucha sangre. ¿No es así?

Lasse y Robban asintieron. Tommycalló un momento ante la expectación delos otros antes de soltar la bomba.

—Pues en el suelo, debajo, dondecolgaba el chico, no había casi nada desangre. Sólo unas gotas. Y tuvo quehaber expulsado unos cuantos litrosestando allí colgado.

El cuarto del sótano se quedó ensilencio. Lasse y Robban mirabanfijamente al frente con ojos inexpresivoshasta que Robban, irguiéndose, dijo:

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—Ya lo sé. Fue asesinado en otrositio. Y después colgado allí.

—Mmm. Pero en ese caso, ¿por quélo colgó el asesino? Si uno ha matado aalguien lo que quiere es deshacerse delcadáver.

—Tal vez se trate de… un enfermomental.

—Puede. Pero yo creo otra cosa.¿Habéis visto un matadero? ¿Cómohacen con los cerdos? Antes decortarlos les sacan toda la sangre. ¿Ysabéis cómo lo hacen? Los cuelgan bocaabajo. En un gancho. Y les cortan elcuello.

—O sea que tú crees… ¿Cómo?

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¿Que el chico… que el asesino pensabadespedazarlo?

—¿Eeeeh?Lasse miró con incredulidad a

Tommy y a Robban, y de nuevo aTommy, para ver si le estaban tomandoel pelo. Pero no vio ninguna señal deque fuera así y dijo:

—¿Hacen eso? ¿Con los cerdos?—Sí. ¿Qué pensabas tú?—Pues que lo hacía algún tipo de…

máquina.—¿Y te parece que eso sería mejor?—No, pero… ¿están vivos

entonces?, ¿cuándo los… cuelgan?—Sí. Están vivos. Y patalean. Y

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chillan.Tommy imitó a un cerdo chillando y

Lasse se hundió en el sofá mirándose lasrodillas. Robban se levantó, dio unavuelta y se volvió a sentar en el sofá.

—Pero eso no encaja. Si el asesinopensaba descuartizarlo, tendría quehaber sangre.

—Eso lo has dicho tú, que pensabadescuartizarlo. Yo no lo creo.

—¿No? ¿Qué piensas tú entonces?—Yo creo que lo que buscaba era la

sangre. Que por eso mató al chico. Parasacarle la sangre. Y que se la llevó.

Robban asintió lentamente con lacabeza mientras con el dedo se rascaba

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la costra de una espinilla grande en lacomisura de la boca.

—Pero ¿para qué? ¿Para beberla, opara qué?

—Sí. Por ejemplo.Tommy y Robban se hundieron en

representaciones mentales del asesinatoy de lo que habría ocurrido luego.Después de un rato, Lasse levantó lacabeza y los interrogó con la mirada.Tenía lágrimas en los ojos.

—¿Se mueren pronto los cerdos?Tommy le miró duramente a los

ojos.—No.—Salgo un momento.

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—No…—Salgo sólo al patio.—No te irás a ningún otro sitio,

¿verdad?—Que no.—Te llamo cuando sea la hora.—No. Ya vengo yo. Tengo reloj. No

me llames.Oskar se puso la cazadora, el gorro.

Se detuvo cuando iba a meter un pie enla bota. Fue con sigilo hasta suhabitación y cogió el cuchillo, se loguardó dentro de la cazadora. Se ató lasbotas. Se oyó de nuevo la voz de sumadre desde el cuarto de estar:

—Hace frío fuera.

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—Tengo el gorro.—¿En la cabeza?—No. En el pie.—No es para hacer bromas. Ya

sabes lo que te pasa…—Hasta luego.—… con los oídos.Salió, miró el reloj. Las siete y

cuarto. Tres cuartos de hora hasta queempezara la tele. Seguro que Tommy ylos otros estaban abajo, en el cuarto delsótano, pero no se atrevía a ir allí.Tommy era majo, pero los otros…Sobre todo si habían esnifado podíantener ideas raras.

Así que se dirigió al parque infantil

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que estaba en el centro del patio. Dosárboles gruesos que a veces usabancomo porterías, un tobogán, un cajón conarena y tres columpios con neumáticosde coches colgando de las cadenas. Sesentó en uno de los neumáticos y secolumpió despacio.

Le gustaba aquel sitio por la tarde. Asu alrededor un gran cuadrado concientos de ventanas iluminadas, y élsentado en la oscuridad. Seguro y soloal mismo tiempo. Sacó el cuchillo de lafunda. La hoja era tan reluciente quepodía ver las ventanas reflejadas enella. La luna.

Una luna sangrienta…

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Oskar se levantó del columpio,avanzó con sigilo hasta estar frente a unode los árboles, le habló:

—¿Qué miras, idiota? ¿Quieresmorir o qué?

El árbol no contestó y Oskar leclavó el cuchillo, con cuidado. Noquería estropear el brillante filo.

—Eso es lo que pasa si alguien sequeda mirándome.

Giró el cuchillo de forma que unapequeña astilla se desprendió del árbol.Un trozo de carne. Dijo en voz baja:

—Chilla como un cerdo, vamos.Se quedó quieto. Le pareció haber

oído algo. Echó una ojeada a su

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alrededor con el cuchillo pegado a lacadera. Lo levantó a la altura de losojos, lo miró. La punta estaba tanreluciente como antes. Utilizando la hojacomo espejo la orientó hacia la escaleradel tobogán. Allí había alguien. Alguienque no estaba allí antes. Una figuraborrosa contra el acero limpio. Bajó elcuchillo mirando directamente a lo altodel tobogán. Sí. Pero no era el asesinode Vällingby. Era un niño.

La luz era suficiente como paraprecisar que era una chica a la que nohabía visto nunca en el patio. Oskar dioun paso en dirección a la escalera. Lachica no se movió. Se quedó allí arriba

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mirándole.Dio otro paso y de pronto sintió

miedo. ¿De qué? De sí mismo. Con elcuchillo fuertemente agarrado avanzabahacia la chica para clavárselo.

Bueno, no era así, claro. Peroparecía así, por un momento. Y ella sinasustarse.

Oskar se detuvo, metió el cuchillo enla funda y lo guardó dentro de lacazadora.

—Hola.La chica no contestó. Oskar estaba

ya tan cerca de ella que podía ver quetenía el pelo oscuro, la cara pequeña,los ojos grandes. Unos ojos abiertos de

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par en par que lo miraban tranquilos.Sus manos descansaban blancas en unabarra de la escalera.

—He dicho hola.—Lo he oído.—¿Y entonces por qué no has

contestado?La chica se encogió de hombros. Su

voz no era tan clara como él habíapensado que sería. Sonaba como alguiende su misma edad.

Parecía rara. Media melena negra.Cara redonda, nariz pequeña. Como unade esas muñecas recortables que salenen las páginas infantiles de la revistaHemmets Journal. Muy… bonita. Pero

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había algo. No tenía gorro ni cazadora.Sólo un fino jersey de color rosa, con elfrío que hacía.

La chica señaló con la cabeza elárbol en el que Oskar había clavado elcuchillo.

—¿Qué haces?Oskar se sonrojó, pero en la

oscuridad no se notaría.—Estoy practicando.—¿Para qué?—Por si viniera el asesino.—¿Qué asesino?—El de Vällingby. El que acuchilló

a ese chico. La chica lanzó un suspiro ymiró a la luna. Luego se inclinó hacia

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delante.—¿Tienes miedo?—No, pero un asesino, claro está,

es… es, bueno, si uno puede…defenderse. ¿Vives aquí?

—Sí.—¿Dónde?—Allí —la chica señalaba el portal

que estaba al lado del de Oskar—. Allado del tuyo.

—¿Y tú cómo sabes dónde vivo yo?—Te vi antes, por la ventana.A Oskar se le encendieron las

mejillas. Mientras trataba de encontraralgo que decir, la chica saltó de laescalera y aterrizó delante de él. Un

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salto de más de dos metros.Seguro que hace gimnasia o algo

así.Era casi exactamente igual de alta

que él pero mucho más delgada. Eljersey de color rosa se ceñía sobre sucuerpo delgado, sin asomo de pechos.Sus ojos eran negros, enormes, enaquella cara pequeña y pálida. Levantóuna mano delante de él, como siestuviera parando algo que se acercaba.Tenía los dedos largos, finos comoramitas.

—No puedo hacerme amiga tuya.Para que lo sepas.

Oskar se cruzó de brazos. Sintió los

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bordes de la funda del cuchillo bajo lamano a través de la cazadora.

—¿Y eso por qué?Una de las comisuras de los labios

de la muchacha se contrajo en unaespecie de sonrisa.

—¿Hace falta alguna razón? Te digolas cosas como son. Para que lo sepas.

—Sí, sí.La chica se dio media vuelta y,

alejándose de Oskar, caminó hacia suportal. Cuando había dado ya algunospasos, Oskar dijo:

—¿Y crees que yo quiero ser amigotuyo? Eres tonta de remate.

La chica se paró. Permaneció quieta

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un instante. Se dio media vuelta y fueotra vez donde estaba Oskar, se detuvofrente a él. Entrelazó los dedos y dejócaer los brazos.

—¿Qué has dicho?Oskar cruzó los brazos aún más

fuerte sobre el pecho, apretó la manocontra la empuñadura del cuchillo ymiró al suelo.

—Que eres tonta… si dices eso.—¿De verdad?—Sí.—Perdona entonces. Pero es así.Permanecieron quietos, a medio

metro el uno del otro. Oskar continuómirando al suelo. Le llegó un olor

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extraño que venía de la chica.Hacía un año que Bobby, su perro,

había tenido una infección en las patas yal final tuvieron que sacrificarlo. Elúltimo día Oskar no había ido a laescuela, se había quedado en casaechado durante varias horas al lado delperro enfermo, despidiéndose de él.Bobby le había olido entonces como lachica ahora. Oskar arrugó la nariz.

—¿Eres tú la que huele tan raro?—Puede ser.Oskar levantó la vista del suelo. Se

arrepentía de lo que había dicho.Parecía tan… frágil con ese jersey tanfino. Quitó los brazos del pecho e hizo

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un gesto hacia ella.—¿No tienes frío?—No.—¿Por qué no?La muchacha alzó las cejas, arrugó

la cara y pareció por un momentomucho, mucho más mayor de lo que era.Como una mujer vieja a punto deecharse a llorar.

—Habré olvidado cómo se hace.La chica se dio rápidamente la

vuelta y fue hacia su portal. Oskar sequedó allí mirándola. Cuando llegódelante de la pesada puerta, Oskar pensóque tendría que empujar con las dosmanos para poder abrirla. Pero ocurrió

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lo contrario: cogió el picaporte con unamano y la abrió con tanta fuerza quegolpeó contra el tope que había en elsuelo, rebotó y se cerró tras ella.

Oskar se metió las manos en losbolsillos y se puso triste. Pensaba enBobby. En el aspecto que tenía en lacaja que su padre le había construido.En la cruz que él había hecho en la clasede trabajos manuales y que se rompiócuando la iban a clavar en el suelohelado.

Debería hacer una nueva.

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Viernes 23 de Octubre

Håkan estaba sentado en el metro otravez, en dirección al centro. Con diezbilletes de mil coronas enrollados yatados con una goma en el bolsillo delpantalón. Con ellos iba a hacer algobueno. Salvaría una vida.

Diez mil coronas era mucho dinero,y teniendo en cuenta las campañas deSave the Children que decían que «Milcoronas pueden dar comida a unafamilia entera durante un año» y otraspor el estilo, debería de ser posible condiez mil coronas salvar una vidatambién en Suecia.

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¿Pero la de quién? ¿Dónde?Uno no podía ir alegremente dando

el dinero al primer drogadicto que seencontrase y esperar que… no. Y tendríaque ser una persona joven. Sabía que erauna tontería, pero lo ideal sería uno deesos niños con lágrimas en los ojoscomo en los cuadros. Un niño que conlágrimas en los ojos cogiera el dineroy… ¿Y qué?

Se bajó en la estación de Odenplansin saber por qué; caminó hacia labiblioteca pública. Mientras vivía enKarlstad, cuando trabajaba comoprofesor de sueco en los cursossuperiores de la enseñanza obligatoria y

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todavía tenía una casa donde vivir, erade sobra conocido en el ambiente que labiblioteca pública de Estocolmo eraun… buen sitio.

Hasta que no vio el gran cilindro dela biblioteca, conocido por lasfotografías en libros y revistas, no supoque era por eso por lo que se habíabajado aquí. Porque era un buen sitio.Alguien del ambiente, probablementeGert, había contado lo que había quehacer para comprar sexo aquí.

Él no lo había hecho nunca. Lo decomprar sexo.

Una vez Gert, Torgny y Ove habíanencontrado un chico cuya madre, una de

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las conocidas de Ove, había traído deVietnam. El chico tendría unos doceaños y sabía lo que se esperaba de él, lepagaban bien por ello. Sin embargo,Håkan no fue capaz. Había bebido unpoco de su Bacardi con cola,disfrutando del cuerpo desnudo delchico dando vueltas por la habitación enla que se habían reunido. Pero luego seacabó.

A los otros, el chico se la habíamamado de uno en uno, pero cuando letocó el turno a Håkan se le hizo un nudoen el estómago. Toda la situación erademasiado asquerosa. La habitación olíaa excitación, alcohol y semen. Una gota

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de esperma de Ove brillaba en lamejilla del chaval. Håkan apartó lacabeza del muchacho cuando seinclinaba sobre su entrepierna.

Los otros lo habían insultado; alfinal, puras amenazas. Él había sidotestigo, tenía que ser cómplice. Loridiculizaron por sus escrúpulos, peroése no era el problema. Sólo que era tanfeo, todo. El apartamento de Åke, de unasola habitación, donde él solía pasar lasnoches; los cuatro sillones desigualesespecialmente dispuestos para laocasión, la música de baile que salíapor el estéreo.

Pagó su parte de la juerga y no

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volvió a ver a los otros. Él tenía susrevistas y fotografías, sus películas. Erasuficiente. Era posible que ademássintiera escrúpulos, que sólo en aquellaocasión se habían manifestado como unaintensa aversión ante la situación.

Entonces, ¿por qué voy a labiblioteca?

Podría coger un libro. El fuego dehacía tres años había devorado toda suvida, y con ella sus libros. Sí. La joyade la Reina de Almqvist, lo podía tomarprestado, antes de hacer su buena obra.

Estaba todo muy tranquilo en labiblioteca a esas horas de la mañana.Señores mayores y estudiantes, la

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mayoría. Enseguida encontró el libroque buscaba, leyó las primeras palabras.

¡Tintomara! Dos cosas son blancas:inocencia y arsénico.Lo volvió a dejar en la estantería.

Malas sensaciones. Le recordaba suvida anterior.

Había amado aquel libro, lo habíausado en la enseñanza. Leer las primeraspalabras le había hecho añorar un sillónde lectura. Y un sillón de lectura teníaque estar en una casa que fuera suya, unacasa llena de libros, y tendría que tenerun trabajo de nuevo y tendría que… yquería. Pero había encontrado el amor, yél era el que imponía las condiciones

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ahora. Nada de sillones.Se frotó las manos como para borrar

las huellas del libro que habían sujetadoy entró en una sala que había al lado.

Una mesa alargada con personasleyendo. Palabras, palabras, palabras.Al fondo de la sala se sentaba un chicojoven con cazadora de cuerocolumpiándose en la silla mientrashojeaba sin mayor interés un libro conilustraciones. Håkan se dirigió hacia allíe hizo como que examinaba los libros degeología mirando de reojo al muchachode vez en cuando. Finalmente, el chicoalzó la mirada y ambas se cruzaron; elchaval arqueó las cejas como

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preguntando:—¿Quieres?No, claro que no quería. El chico

tenía unos quince años, con la caraaplanada de los europeos del este,espinillas y los ojos rasgados yprofundos. Håkan se encogió dehombros y salió de la sala.

Fuera ya de la entrada principal elmuchacho lo alcanzó, hizo un gesto conel dedo y preguntó:

—Fire?Håkan negó con la cabeza.—Don't smoke.—Okey.El chico sacó un encendedor de

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plástico, encendió un cigarrillo, le mirócon los ojos entornados a través delhumo.

—What you like?—No, I…—Young? You like young?Se apartó del muchacho, alejándose

de la entrada principal donde cualquierapodía verle. Necesitaba pensar. Nohabía imaginado que esto fuera tansencillo. Había sido una especie dejuego, comprobar si era cierto lo quehabía dicho Gert.

El chico lo siguió, se puso a su ladojunto al muro de piedra.

—How? Eight, nine? Is difficult,

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but…—¡NO!Parecía tan endiabladamente

perverso. Un pensamiento tonto. Ni Oveni Torgny habían tenido un aspecto…especial, en lo más mínimo. Hombresnormales con trabajos normales. Elúnico, Gert, que vivía de la inmensaherencia que le había dejado su padre ypodía permitirse cualquier cosa, ydespués de sus muchos viajes alextranjero había empezado a tener unaspecto francamente repulsivo. Unaflacidez alrededor de la boca, unapelícula en los ojos.

El chico se calló cuando Håkan alzó

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la voz, observándolo a través deaquellas hendiduras que tenía por ojos.Dio otra calada al cigarrillo, lo tiró alsuelo y lo pisó, extendió los brazos.

—What?—No, I just…El muchacho se le acercó un poco.—What?—maybe… twelve?—Twelve? You like twelve?—I… yes.—Boy.—Yes.—Okey. You wait. Number two.—Excuse me?—Number two. Toilet.

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—Oh. Yes.—Ten minutes.El chico se subió la cremallera de la

cazadora y desapareció escaleras abajo.Doce años. Cabina dos. Diez

minutos.Aquello era tonto, tonto de verdad.

¿Y si llegaba un policía? Tenían queestar al corriente de lo que pasaba allídespués de tantos años. Entonces sejodió. Lo iban a relacionar con eltrabajo que había realizado dos díasantes y sería el fin de todo. No podíahacer aquello.

Voy hasta los servicios, sólo a verqué tal resulta.

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En los servicios no había nadie. Unurinario y tres cabinas. El número dos,lógicamente, sería el del medio. Pusouna corona en la cerradura, abrió yentró, cerró la puerta y se sentó en elretrete.

Las paredes de la cabina estabanllenas de pintadas. Nada que unoesperara encontrarse en una bibliotecapública. Alguna que otra cita literaria:

HARRY ME, MARRY ME, BURYME, BITE ME.

Pero lo que más, dibujos obscenos ychistes:

«Mejor un pollo frito en la mano queuna polla fría en el ano».

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«No es lo mismo tubérculo que vertu culo».

Y una cantidad increíblementegrande de números de teléfono a los queuno podía llamar si tenía algún deseoespecial. Un par de ellos llevabandibujos y seguramente eran auténticos.No sólo de alguien que quería tomar elpelo a otro.

Bueno. Ya había visto cómo eraaquello. Ahora debería marcharse deallí. No podía estar seguro de qué se leocurriría al de la cazadora de cuero. Selevantó, orinó, se sentó de nuevo. ¿Porqué había orinado? No había sidoporque tuviera especialmente ganas. Él

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sabía por qué lo había hecho.En caso de que…La puerta de fuera se abrió. Contuvo

la respiración. Algo dentro de élconfiaba en que fuera un policía. Unhombre policía grandote que abriera lapuerta de su cabina de una patada y lomaltratara con la porra antes dearrestarlo.

Voces bajas, pasos quedos, un golpesuave en la puerta.

—¿Sí?Otro golpecito. Tragó un

embarazoso nudo de saliva y abrió.Fuera había un chico de once, doce

años. Rubio, la cara con forma de

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cebolla. Labios delgados, ojos azulesinexpresivos. Anorak rojo, algo grandepara él. Justo detrás estaba el chavalmás mayor con la cazadora de cuero.Enseñó cinco dedos.

—Five hundred —pronunciaba«hundred» como «chundred».

Håkan asintió y el chico mayorempujo con cuidado al menor dentro dela cabina y cerró la puerta. ¿No eramucho quinientas coronas? No es queimportara, pero…

Miró al muchacho que habíacomprado. Alquilado. ¿Tomaba algunaclase de droga? Probablemente. Tenía lamirada ausente, desenfocada. El chico

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estaba apoyado en la puerta a mediometro de distancia. Era tan bajo queHåkan no tuvo que levantar la cabezapara mirarle a los ojos.

—Hello.El chaval no contestó, sólo movía la

cabeza señalando su entrepierna, hizo ungesto con el dedo: Bájate la cremallera.Håkan obedeció. El chico suspiró, hizode nuevo un gesto con el dedo: Sácate elpene.

Le ardían las mejillas al hacer loque el muchacho decía. De manera queesto era así. Él era el que obedecía. Noponía ningún deseo en ello. No era élquien lo hacía. Su pequeño pene no tenía

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ni la más mínima erección, casi nollegaba a la tapa del retrete. Uncosquilleo cuando el glande entró encontacto con su fría superficie.

Entornó los ojos, intentandorecomponer las facciones de la cara delchaval para que se parecieran más a lasde su amada. No funcionó. Su amada erabella. Pero no el muchacho que ahora seponía de rodillas y acercaba la cabeza asu entrepierna.

La boca.Pero había algo raro en esa boca.

Puso la mano en la frente del chico antesde que la boca alcanzara su objetivo.

—Your mouth?

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El chaval negó con la cabeza yapretó la frente contra la mano de Håkanpara seguir con su trabajo. Pero ya nofuncionaba. Había oído hablar de esascosas.

Puso el dedo gordo sobre el labiosuperior del chico y lo levantó. No teníadientes. Alguien se los había extraídopara que hiciera mejor su trabajo. Elmuchacho se levantó; se oyó un crujidosuave procedente de la cazadora cuandose cruzó de brazos. Håkan se guardó elpene, se subió la cremallera y se quedómirando fijamente al suelo.

De esta forma no. De esta formanunca.

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Algo apareció ante sus ojos. Unamano extendida. Cinco dedos.Quinientas coronas.

Sacó el rollo de billetes del bolsilloy se lo tendió al chaval. Éste quitó lagoma, pasó el índice por el borde de losdiez billetes, puso otra vez la goma ylevantando el rollo dijo:

—Why?—Because… your mouth. Maybe

you can… get new teeth.El muchacho hasta sonrió. No una

sonrisa radiante, pero las comisuras desus labios se levantaron un poco. Quizásólo se reía de la tontería de Håkan. Sequedó pensando, luego sacó un billete

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de mil del rollo y se lo guardo en elbolsillo exterior de la cazadora. El rolloen un bolsillo interior. Håkan asintió.

El chaval abrió la puerta, dudó.Luego se volvió hacia Håkan, leacarició la mejilla.

—Sank you.Håkan puso su mano sobre la del

muchacho, la apretó contra su mejilla,cerró los ojos. Si alguien pudiera…

—Forgive me.—Yes.El chico retiró la mano. Su calor

permanecía aún en la mejilla de Håkancuando la puerta de fuera se cerró trasél. Håkan se quedó sentado en el

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servicio, mirando fijamente algo quealguien había escrito en el marco de lapuerta:

«SEAS QUIEN SEAS, TE AMO».Debajo, otro había escrito:«¿QUIERES POLLA?».Hacía rato que el calor había

desaparecido de su mejilla cuando seencaminó hacia el metro y con lasúltimas coronas que tenía compró unperiódico. Cuatro páginas dedicadas alasesinato. Había entre otras cosas unafotografía de la hondonada en la que lohizo. Estaba llena de velas encendidas,flores. Miró la fotografía y no sintiógran cosa.

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Si supierais. Perdonadme, pero sisupierais.

De vuelta a casa después de laescuela Oskar se detuvo bajo las dosventanas del piso de la chica. La máspróxima quedaba sólo a dos metros dela de su habitación. Las persianasestaban bajadas y sólo se veían losmarcos rectangulares de las ventanas, decolor gris claro en contraste con el grisoscuro del cemento. Parecíasospechoso. Probablemente se tratabade algún tipo de… familia rara.

Drogadictos.Oskar echó una ojeada a su

alrededor, luego entró en el portal y leyó

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los nombres en el tablón. Cincoapellidos muy bien puestos con letras deplástico. Un espacio estaba vacío. Elanterior nombre, HELLBERG, aúnpodía distinguirse por la marca impresaque habían dejado las letras en elterciopelo descolorido por el sol. Perono había otras nuevas. Ni siquiera unpapel.

Subió corriendo los dos tramos deescaleras hasta la puerta donde vivía lachica. Lo mismo allí. Nada. El cartelitode la rendija para el correo no teníaletras. Eso era lo normal cuando un pisoestaba deshabitado.

¿Habría mentido? A lo mejor no

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vivía aquí, pero claro, había entrado enel edificio. Sí. Aunque podía haberlohecho de todas formas. Si ella… Abajose abrió el portal.

Se apartó y bajó rápidamente lasescaleras. Ojalá no fuera ella. Podríapensar que él, de algún modo… Pero noera.

En mitad del segundo tramo Oskar seencontró con un hombre al que no habíavisto antes. Un hombre bajo, corpulentoy medio calvo que sonrió con unasonrisa demasiado grande para sernormal.

Al ver a Oskar, levantó la cabeza ysaludó; en la boca aún llevaba impresa

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aquella sonrisa de circo.Oskar se paró abajo, en el portal;

escuchó. Le oyó sacar las llaves y abrirla puerta. La puerta de ella. El hombresería probablemente su padre. La verdades que Oskar no había visto nunca a undrogadicto tan viejo, pero parecíaenfermo del todo.

No es raro que esté chiflada.Bajó hasta el parque, se sentó en el

borde del cajón de arena y estuvo atentoa las ventanas para ver si subían laspersianas. Hasta la del cuarto de bañoparecía cubierta por dentro; el cristalera más oscuro que los de todas lasdemás ventanas de los cuartos de baño.

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Sacó del bolsillo de la cazadora sucubo de Rubik. Crujía y chirriabacuando lo giraba. Una copia. Elauténtico iba mucho más suave, perocostaba cinco veces más y sólo lo habíaen la juguetería bien vigilada deVällingby.

Había hecho dos caras de un solocolor y de la tercera no le quedaba casinada, pero era imposible completarlasin estropear las dos que ya tenía listas.Había guardado una doble página delperiódico Expressen donde describíanlos distintos tipos de giros y gracias aeso había conseguido hacer las doscaras, pero luego se había vuelto

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bastante más difícil.Estaba mirando el cubo, tratando de

pensar una solución en lugar de sólo darvueltas. No se le ocurría. Era como si sucerebro no pudiera con aquello. Seapretó el cubo en la frente, intentandopenetrar en su interior. Pero nada. Pusoel cubo en el borde del cajón, a unadistancia de medio metro, lo mirófijamente.

¡Deslízate! ¡Deslízate! ¡Deslízate!Telequinesia, lo llamaban. En

Estados Unidos habían hechoobservaciones. Había personas que lopodían hacer. ESP. Extra SensoryPerception. Oskar daría cualquier cosa

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por poder hacer algo así.Y tal vez… tal vez podía.El día en la escuela no había sido

tan malo. Tomas Ahlstedt intentóquitarle la silla en el comedor cuando seiba a sentar, pero Oskar se había dadocuenta a tiempo. Eso había sido todo. Seiría al bosque con el cuchillo, a aquelárbol. Haría un experimento más serio.Nada de calentarse como ayer.

Con tranquilidad y precisión iba aclavar el cuchillo en el árbol, hacerloastillas, teniendo todo el tiempo ante síla cara de Tomas Ahlstedt. Aunque…claro, estaba lo del asesino. Elauténtico asesino que se encontraba en

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algún sitio.No. Tendría que esperar hasta que

encerraran al asesino. Por otro lado, sise trataba de un asesino normal elexperimento no tenía ningún valor.Oskar miró el cubo y se imaginó un rayoque iba desde sus ojos hasta el cubo.

¡Deslízate! ¡Deslízate! ¡Deslízate!No pasó nada. Se metió el cubo en el

bolsillo y se levantó, sacudiéndose algode arena de los pantalones. Miró hacialas ventanas. Las persianas estabantodavía bajadas.

Entró para trabajar en su cuadernode recortes, cortar y pegar los artículosdel asesinato de Vällingby.

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Probablemente, llegarían a ser muchoscon el tiempo. Sobre todo si ocurría otravez. Tenía alguna esperanza de que fueraasí. Preferiblemente en Blackeberg.

Para que la policía fuera a la escuelay los profesores se pusieran serios einquietos, para que se creara eseambiente que a él le gustaba.

—Nunca más. Digas lo que digas.—Håkan…—No. Y nada más que no.—Me muero.—Pues muérete.—¿Lo dices en serio?—No. Claro que no. Pero puedes

tú… misma.

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—Estoy demasiado débil. Todavía.—No estás débil.—Débil para eso.—Sí. Entonces no sé. Pero yo no lo

hago otra vez. Es tan repugnante, tan…—Lo sé.—No lo sabes. Para ti es distinto,

es…—¿Qué sabes tú cómo es para mí?—Nada. Pero al menos tú eres…—¿Crees que… disfruto con ello?—No sé. ¿Disfrutas?—No.—Conque no. No, no. Bueno, sea

como sea… yo no lo vuelvo a hacer.Puede que hayas tenido otros que te

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ayudaran, que hayan sido… mejores queyo.

—¿Los has tenido?—Sí.—Ya… ya…—¿Håkan? ¿Tú…?—Te quiero.—Sí.—¿Tú me quieres? ¿Un poco

siquiera?—¿Lo harías otra vez si te dijera que

te quiero?—No.—Quieres decir que te voy a querer

de todas formas, ¿no?—Sólo me quieres si te ayudo a

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mantenerte viva.—Sí. ¿No es eso el amor?—Si creyera que me quieres, aunque

yo no te quisiera…—¿Sí?—… entonces puede que lo hiciera.—Te quiero.—No te creo.—Håkan. Puedo valerme unos días

más, pero luego…

—Procura empezar a querermeentonces.

Viernes por la tarde en el chino. Sonlas ocho menos cuarto y toda lacuadrilla está reunida. Menos Karlsson,

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que está en casa viendo el concurso detelevisión, Notknäckarna, y la verdadque no importa. Muy divertido no es quesea. Aparecerá más tarde, cuando hayaacabado, tirándose faroles acerca decuántas preguntas se sabía. En la mesade la esquina, con espacio para seis,más próxima a la puerta, están sentadosLacke, Morgan, Larry y Jocke. Jocke yLacke discuten acerca de qué tipos depeces pueden vivir tanto en agua dulcecomo en agua salada. Larry lee elperiódico y Morgan mueve las piernasmarcando el ritmo de una música que noes la música de fondo china que salediscretamente de los altavoces ocultos.

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En la mesa están los vasos decerveza más o menos llenos. En lapared, por encima de la barra, cuelgansus retratos.

El dueño del restaurante tuvo quehuir de China cuando la revolucióncultural por las caricaturas satíricas quehizo de los mandatarios. Ahora empleaesa habilidad con los clientes. En lasparedes cuelgan doce primorosascaricaturas hechas a rotulador.

Todos los tíos. Y Virginia. Losretratos de los tíos son primeros planosen los que se han resaltado los rasgosespeciales de sus fisonomías.

La cara arrugada, casi hueca, de

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Larry y un par de orejas enormes que sedespegan de la cabeza le dan el aspectode un elefante famélico.

De Jocke destacan sus cejaspobladas y continuas, convertidas enrosales donde un pájaro, tal vez unruiseñor, aparece trinando.

Morgan, por su estilo, aparece conlos rasgos prestados del último Elvis.Grandes patillas y una expresión de«Hunka-hunka-löööve, baby» en losojos. Con la cabeza puesta sobre uncuerpo minúsculo que sujeta una guitarray tiene la pose de Elvis. Morgan estámás orgulloso de ese retrato de lo que élmismo quiere reconocer.

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Lacke aparece más preocupado. Losojos agrandados le dan una expresión desufrimiento exagerado. El humo delcigarrillo que tiene en la boca seconcentra en una nube de tormenta sobresu cabeza.

Virginia es la única que apareceformalmente retratada de cuerpo entero.Con un vestido de noche, luciendo comouna estrella envuelta en brillanteslentejuelas, aparece con los brazosabiertos, rodeada por una piara decerdos que la miran sin comprender. Porencargo de Virginia, el dueño hizo otrodibujo exactamente igual para quepudiera llevárselo a casa.

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Hay más. Algunos que no pertenecenal grupo. Algunos que han dejado devenir. Algunos que han muerto.

Charlie se cayó en las escaleras deentrada a su portal una noche cuandovolvía a casa. Se partió el cráneo contrael cemento agrietado. Gurkan tuvocirrosis y murió de hemorragia en lagarganta. Un par de semanas antes demorir, una tarde se había levantado lacamisa y les había mostrado una especiede tela de araña formada por venas quele salían del ombligo. «Menudo tatuajemás caro», había dicho entonces, y pocodespués estaba muerto. Habían honradosu memoria poniendo su retrato en la

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mesa y brindando con él toda la noche.Karlsson no tiene retrato.Esta noche del viernes va a ser la

última que pasen juntos. Mañana, uno deellos va a desaparecer para siempre.Habrá otro retrato que cuelgue en lapared sólo como un recuerdo. Y ya nadavolverá a ser igual.

Larry apoyó el periódico, dejó lasgafas de lectura sobre la mesa y dio untrago a su cerveza.

—Sí. Joder. ¿Qué tiene un tipo asíen la cabeza?

Enseñó el periódico, donde ponía«LOS NIÑOS ESTÁN ASUSTADOS»sobre una fotografía de la escuela de

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Vällingby y una fotografía más pequeñade un hombre de mediana edad. Morganmiró el periódico y, señalando,preguntó:

—¿Es el asesino?—No, es el director de la escuela.—A mí me parece un asesino.

Típico asesino.Jocke alargó la mano hacia el

periódico:—¿Me dejas verlo…?Larry le tendió el periódico y Jocke

lo mantuvo con los brazos estiradosmirando la fotografía.

—A mí me parece un políticoconservador. Morgan asintió.

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—Eso es precisamente lo que estoydiciendo. Jocke volvió el periódicohacia Lacke, para que éste pudiera verla fotografía.

—¿A ti qué te parece?Lacke la miró con desgana.—No, no sé. A mí todo esto me pone

malo.Larry echó vaho en las gafas y se las

limpió con la camisa.—Lo cogerán. Nadie se libra con

una cosa así. Morgan, que estabatamborileando en la mesa con los dedos,se estiró a coger el periódico.

—¿Cómo acabó el Arsenal?Larry y Morgan pasaron a discutir la

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baja calidad del fútbol inglés en elmomento actual. Jocke y Lackepermanecieron un rato en silenciobebiendo su cerveza y fumando. LuegoLacke sacó el tema de la merluza, que siiba a desaparecer del Báltico. Y asícontinuó la noche.

Karlsson no apareció, pero hacia lasdiez entró un hombre al que ninguno deellos había visto antes. A esas alturas, laconversación se había vuelto másintensa y nadie observó la llegada delnuevo hasta que éste se sentó solo en unamesa que estaba en el otro extremo dellocal.

Jocke se acercó a Larry.

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—¿Quién es?Larry miró discretamente, negó con

la cabeza.—No sé.Al nuevo le sirvieron un whisky

doble y se lo tomó de un trago, pidióotro. Morgan echó aire entre los labioscon un silbido.

—Aquí vamos a toda pastilla.El hombre parecía no ser consciente

de que lo estaban observando. No hacíaotra cosa que estar sentado a la mesamirándose las manos, parecía como sitoda la miseria del mundo estuvieraconcentrada en una mochila que colgarade sus hombros. Se tomó enseguida su

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segundo whisky y pidió otro.El camarero se inclinó hacia él y le

dijo algo. El hombre rebuscó con lamano en el bolsillo y sacó unos billetes.El camarero hizo un gesto con las manoscomo diciendo que no quería decir eso,aunque eso era precisamente lo quehabía querido decir, y se retiró paraservir un nuevo pedido.

No sorprendía que el crédito delhombre se hubiera puesto en duda. Susropas estaban arrugadas y manchadascomo si hubiera dormido en algún sitiopoco cómodo. La corona de pelo sinarreglar alrededor de la calva le caíahasta las orejas. Su rostro aparecía

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dominado por una nariz bastante grande,roja, y una barbilla saliente. Entre ellas,un par de labios pequeños y abultadosque se movían de vez en cuando, comosi el hombre hablara consigo mismo. Nohizo ni el más mínimo gesto cuando lesirvieron el whisky.

El grupo volvió a la discusión en laque estaban metidos: si Ulf Adelsohn noiba a ser todavía peor de lo que habíasido Gösta Bohman. Sólo Lacke, de vezen cuando, miraba de reojo al nuevo.Después de un rato, cuando el hombre yahabía tenido tiempo de pedir otrowhisky más, dijo:

—¿No deberíamos… preguntarle si

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quiere sentarse con nosotros?Morgan echó una mirada por encima

del hombro al forastero, que se habíahundido un poco más en la silla.

—No. ¿Por qué? Le ha dejado lamujer, el gato se ha muerto y la vida esun infierno. Eso ya me lo sé yo.

—A lo mejor invita.—Eso ya es otro cantar. Entonces

puede que tenga también cáncer—Morgan se encogió de hombros—.

A mí no me importa.Lacke miró a Larry y a Jocke. Por

señas le dijeron que estaba bien y Lackese levantó y fue hasta la mesa delhombre.

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—Hola.El hombre levantó los ojos hacia

Lacke. Tenía la mirada completamenteturbia. El vaso que había en la mesaestaba casi vacío. Lacke, apoyándose enla silla que estaba al otro lado de lamesa, se inclinó hacia él.

—Sólo queríamos preguntarte siquieres… sentarte con nosotros.

El hombre movió la cabeza despacioe hizo un gesto torpe de rechazo con lamano.

—No. Gracias. Pero siéntate.Lacke sacó la silla y se sentó. El

hombre se tomó lo que quedaba en elvaso e hizo una señal al camarero.

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—¿Quieres algo? Te invito.—Entonces, lo mismo que tú.Lacke no quería decir la palabra

«whisky» porque parecía mal pedirle aalguien que te invite a algo tan caro,pero el hombre asintió, y cuando elcamarero se acercó hizo el signo de la Vcon los dedos señalando a Lacke. Lackese echó hacia atrás en la silla. ¿Cuántotiempo hacía que no se tomaba unwhisky en un bar? Tres años. Por lomenos.

El hombre no daba señales de quereriniciar una conversación, así que Lackecarraspeó y dijo:

—Vaya frío que hemos tenido.

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—Sí.—Seguro que pronto nieva.—Mmm.El whisky llegó a la mesa e hizo

superflua la conversación por unmomento. Incluso a Lacke le sirvieronuno doble y sintió cómo los ojos de suscompañeros se le clavaban en laespalda. Después de un par de sorbitoslevantó el vaso.

—Bueno, salud. Y gracias.—Salud.—¿Vives por aquí?El hombre miraba fijamente al aire,

parecía que consideraba la preguntacomo si fuera algo en lo que él mismo

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nunca se había parado a pensar. Lackeno pudo decidir si el movimiento decabeza que hacía el otro era unarespuesta o si formaba parte de sumonólogo interno.

Lacke dio un sorbo más, decidió quesi el hombre no contestaba a la próximapregunta significaba que quería estartranquilo, no hablar con nadie. En esecaso Lacke cogería su vaso e iría asentarse con los otros. Habría hecho loque exige la cortesía cuando a uno loinvitan. Deseaba que el hombre nocontestase.

—Bueno. ¿A qué te dedicas?—Yo…

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El hombre arqueó las cejas y lascomisuras de los labios se elevaron deforma convulsiva en un esbozo desonrisa que se desvaneció.

—… ayudo un poco.—Ah. ¿Con qué?Una especie de prudencia cruzó sus

ojos cuando su mirada se encontró conla de Lacke. Éste sintió un ligeroestremecimiento en la parte baja de laespalda. Como si una hormiga negra lehubiera picado encima de la rabadilla.

El hombre se frotó los ojos y pescóalgunos billetes de cien en el bolsillodel pantalón, los dejó sobre la mesa y selevantó.

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—Disculpa. Tengo que…—Vale. Gracias por el whisky.Lacke alzó su vaso hacia el hombre,

pero éste ya iba camino del perchero,descolgó a tientas su abrigo y salió.Lacke siguió sentado de espaldas algrupo mirando el pequeño montón debilletes. Cinco de cien. Un whisky doblecostaba sesenta coronas, y se habríanbebido cinco, posiblemente seis.

Lacke miró de soslayo. El camareroestaba ocupado cobrando a una parejade viejos, los únicos clientes que habíancenado. Mientras se levantaba, Lackecogió un billete y lo arrebujórápidamente en la mano hasta

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convertirlo en una bola, se metió lamano en el bolsillo y volvió con suscolegas.

A mitad de camino se dio cuenta, sevolvió a la mesa y volcó lo que habíaquedado en el vaso del otro en su propiovaso, se lo llevó.

La típica noche con suerte.—Pero si esta noche echan

Notknäckarna.—Sí, pero vengo.—Empieza en… media hora.—Lo sé.—¿Qué tienes tú que hacer por ahí a

estas horas?—Sólo voy a dar una vuelta.

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—Bueno, no tienes que verNotknäckarna si no quieres. Puedoverlo sola, si tienes que salir.

—Ya, ya, yo… vengo más tarde.—Sí, sí. Entonces espero para

calentar las crêpes.—No, puedes… vengo más tarde.Oskar se fue. Notknäckarna era su

programa favorito y el de su madre. Sumadre había preparado crêpes rellenoscon gambas para comerlos delante de latele. Sabía que se entristecería si él seiba, en lugar de quedarse… esperandocon ella.

Pero había estado mirando por laventana desde que se había hecho de

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noche y acababa de ver a la chicasaliendo del portal de al lado y yendohacia el parque. Se había retiradoinmediatamente de la ventana. No fueraella a creer que él…

Luego había esperado cinco minutosantes de ponerse la ropa y salir. Nocogió gorro.

No se veía a la muchacha en elparque; seguramente estaría sentada,acurrucada en la escalera del tobogán,como ayer. Las persianas de su ventanaestaban todavía bajadas, pero había luzen el piso. Menos en el cuarto de baño.Un cristal oscuro.

Oskar se sentó en el borde de la

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arena, aguardando. Como si se tratara deun animal que fuera a salir de sumadriguera. Pensaba esperar sólo unpoco. Si la chica no aparecía sevolvería a casa, como si nada.

Sacó su cubo de Rubik, lo movió unpoco por hacer algo. Se había cansadode tener que pensar todo el tiempo enaquella dichosa esquina y mezcló todoel cubo para empezar desde el principio.

El ruido del cubo aumentaba en elaire frío, sonaba como una pequeñamáquina. Por el rabillo del ojo Oskarvio cómo la chica se levantaba de laescalera. Él siguió dando vueltas paraempezar a hacer de nuevo una cara de un

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color. La muchacha estaba quieta. Notóuna ligera inquietud en el estómago,pero hizo como si no la hubiera visto.

—¿Estás aquí de nuevo?Oskar levantó la cabeza, hizo como

si se sorprendiera, dejó pasar unossegundos y luego dijo:

—¿Estás aquí otra vez?La chica no dijo nada y Oskar siguió

dando vueltas. Tenía los dedos rígidos.Era difícil distinguir los colores en laoscuridad, por lo que trabajaba sólo conla cara blanca, que era la más fácil dever.

—¿Por qué estás ahí sentado?—¿Por qué estás ahí de pie?

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—Quiero estar tranquila.—Yo también.—Entonces vete a casa.—Vete tú. Yo he vivido aquí más

tiempo que tú.Ahí le dolía a ella. La cara blanca

estaba lista y era difícil continuar. Losotros colores no eran más que una masagris oscuro. Siguió dando vueltas, altuntún.

Cuando volvió a levantar la vista, lachica estaba en la barandilla y saltó.Oskar lo sintió en el estómago cuandodio contra el suelo; si él hubieraintentado un salto así seguro que sehabría hecho daño. Pero la muchacha

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aterrizó suavemente como un gato, llegóhasta donde él estaba. Él volcó suatención en el cubo. Ella se paró frente aél.

—¿Qué es eso?Oskar miró a la chica, al cubo y de

nuevo a la chica.—¿Esto?—Sí.—¿No lo sabes?—No.—El cubo de Rubik.—¿Cómo dices?Oskar pronunció las palabras

exageradamente claras.—El cubo de Rubik.

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—¿Eso qué es?Oskar se encogió de hombros.—Un juego.—¿Un puzzle?—Sí.Oskar le alargó el cubo a la chica.—¿Quieres probar?Ella lo cogió de sus manos, le dio la

vuelta, mirando todas las caras. Oskarse echó a reír. La muchacha parecía unmono examinando una fruta.

—¿No has visto uno de estos antes?—No. ¿Cómo se hace?—Así…Oskar cogió de nuevo el cubo y la

chica se sentó junto a él. Él le enseñó

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cómo se giraba y que la cosa consistíaen conseguir que cada cara estuvieraentera de un solo color. Ella cogió elcubo y empezó a girar.

—¿Ves los colores?—Naturalmente.Oskar la miraba de reojo mientras

ella trabajaba con el cubo. Tenía elmismo jersey de color rosa que el díaanterior y no podía comprender que notuviera frío. Él mismo empezaba aquedarse frío allí sentado, a pesar de lacazadora.

Naturalmente.Hablaba raro también. Como un

adulto. A lo mejor era hasta más mayor

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que él, aunque estuviera tan flaca. Sucuello blanco y delgado sobresalía delcuello tipo polo del jersey, setransformaba en una marcada mandíbula.Como la de un maniquí.

Una ráfaga de viento sopló endirección a Oskar, tragó y respiró por laboca. El maniquí apestaba.

¿No se lavará?Pero el olor era peor que si fuera

sudor viejo. Se parecía más al olor decuando se quita una venda de una heridainfectada. Y su pelo…

Cuando se atrevió a mirarla con másdetenimiento, mientras estaba ocupadacon el cubo, vio que tenía el pelo

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totalmente pegajoso y lleno de enredos ynudos. Como si tuviera pegamento o…barro en él.

Mientras observaba a la chicarespiró inconscientemente por la nariz ysintió una arcada en la garganta. Selevantó, fue hacia los columpios y sesentó. Era imposible estar a su lado. Lamuchacha parecía no notar nada.

Después de un rato se levantó, fuehacia ella, que seguía sentada y absortaen el cubo.

—Oye: tengo que irme a casa ya.—Mmm.—El cubo…La chica paró. Dudó un momento y

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después se lo devolvió sin decir nada.Oskar lo cogió, la miró y se lo volvió adejar. —Te lo dejo prestado. Hastamañana. Ella no lo cogió.

—No.—¿Por qué no?—A lo mejor no estoy aquí mañana.—Hasta pasado mañana, entonces.

Pero después no te lo presto más.La chica se quedó pensándolo.

Luego cogió el cubo.—Gracias. Seguro que estoy aquí

mañana.—¿Aquí?—Sí.—De acuerdo. Adiós.

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—Adiós.

Cuando se dio la vuelta alejándoseoyó de nuevo el ruido del cubo. Ellapensaba seguir allí, con su jersey fino.Su madre y su padre tenían que ser…distintos, si la dejaban salir de casa deesa manera. Se le podía inflamar lavejiga.

—¿Dónde has estado?—Fuera.—Estás borracho.—Sí.—Dijimos que ibas a acabar con

eso.—Tú lo dijiste. ¿Qué es eso?

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—Un puzzle. No está bien que tú…—¿De dónde lo has sacado?—Prestado. Håkan, tienes que…—¿Quién te lo ha prestado?—Håkan, no hagas eso.—Hazme feliz entonces.—¿Qué quieres que haga?—Déjame tocarte.—Sí. Con una condición.—No. No, no. Entonces no.—Mañana. Debes.—No. Otra vez no. ¿Cómo que

prestado? Tú no coges nunca nadaprestado. ¿Qué es?

—Un puzzle.—¿No tienes ya bastantes puzzles?

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Te preocupas más de tus puzzles que demí. Puzzle. Beso. Puzzle. ¿Quién te lo haprestado? ¿QUIÉN TE LO HAPRESTADO, pregunto?

—Håkan, déjalo.—Me siento tan jodidamente

desgraciado.—Ayúdame. Una vez más. Después

estaré lo suficientemente fuerte comopara valerme por mí misma.

—Sí, precisamente por eso.—No quieres que me valga por mí

misma.—¿Qué vas a hacer conmigo

entonces?—Te quiero.

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—No me quieres nada.—Sí. De alguna manera.—Eso no existe. Uno quiere o no

quiere.—¿Es eso cierto?—Sí.—Entonces no sé.

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Sábado 24 de Octubre

La mística de labarriada es la falta demisterio.

Johan Eriksson

El sábado por la mañana había tresgrandes fardos con propaganda ante lapuerta de la casa de Oskar. Su madre leayudó a doblarlos. Tres papelesdistintos en cada paquete, cuatrocientosochenta paquetes en total. Cada paqueterepartido suponía unos catorce céntimosde media. Los peores eran los repartos

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d e una sola hoja, que salían a sietecéntimos. Los mejores (y peores, puestoque había que doblar muchos) eran losde cinco papeles, que suponíanveinticinco céntimos.

No tenía que andar mucho, puestoque los bloques altos entraban en sudistrito. Allí se deshacía de cientocincuenta paquetes en menos de unahora. El recorrido entero le llevabacuatro horas aproximadamente,incluyendo volver a casa una vez parareponer material. Cuando iban cincopapeles en cada paquete tenía que hacerdos viajes a casa para reponer.

La propaganda debía estar repartida

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el martes por la tarde a más tardar, peroél solía repartirlo todo el sábado. Así lotenía hecho.

Oskar estaba sentado en el suelo dela cocina doblando; su madre, en lamesa. No era un trabajo divertido, perole gustaba el caos que se creaba. El grandesorden que, poco a poco, acababaordenado en dos, tres, cuatro bolsas depapel repletas de hojas primorosamentedobladas.

Su madre colocó otro montón depapeles doblados en la bolsa, meneandola cabeza.

—Bueno, la verdad es que esto nome gusta.

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—¿El qué?—No se te ocurra… si alguien abre

la puerta o algo así… no se te ocurra…—No. ¿Por qué iba a hacerlo?—Hay tanta gente rara.—Sí.Esta conversación se repetía, de una

u otra forma, cada sábado. El viernespor la tarde su madre había dicho que nosaldría de ninguna de las maneras arepartir propaganda este sábado, por lodel asesino. Pero Oskar le habíaprometido por activa y por pasiva quegritaría con sólo que alguien le dirigierala palabra, y su madre había cedido.

No había ocurrido nunca que alguien

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hubiera intentado invitar a Oskar a sucasa o algo por el estilo. Una vez habíasalido un viejo y le había echado labronca porque «metía un montón demierda en el buzón», pero después deaquello había dejado de meterpropaganda en el casillero del anciano.

El viejo tendría que sobrevivir sinsaber que esa semana podía hacerse uncorte de pelo de fiesta, con mechas, pordoscientas coronas en la peluquería deseñoras.

A las once y media los papelesestaban doblados y salió. No funcionabalo de tirar todos los papeles en el cuartode la basura o algo así; llamaban para

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comprobarlo, hacían controles al azar.Eso se le había quedado grabado desdeque llamó y solicitó el trabajo hacíamedio año. A lo mejor no era más queun farol, pero no se atrevía a jugársela.Además, no tenía nada directamente encontra de ese trabajo. Al menos durantelas dos primeras horas.

Entonces jugaba, por ejemplo, a queera un agente secreto que había salidopara repartir propaganda contra elenemigo que había ocupado el país.Corría entre los portales, alerta contralos soldados enemigos que muy bienpodían estar disfrazados decondescendientes señoras con perros.

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O hacía también como si cadaedificio fuera un animal hambriento, undragón con seis bocas que sólo sealimentaba de carne de doncellaenmascarada como propaganda que élintroducía en sus fauces. Los papelesgritaban en sus manos cuando él losmetía en las bocas de la bestia.

Las últimas dos horas —como hoy,al poco de empezar la segunda vuelta—aparecía una especie de agotamiento.Las piernas se ponían en marcha y losbrazos realizaban los movimientosmecánicamente.

Dejar la bolsa en el suelo, colocarseis paquetes bajo el brazo izquierdo,

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abrir el portal, primera puerta, abrir elbuzón con la mano izquierda, coger unpaquete con la mano derecha y meterloen el buzón. Segunda puerta… y asísucesivamente.

Cuando por fin llegó a su patio, a lapuerta de la chica, se paró fuera yescuchó. Se oía una radio con elvolumen bajo. Nada más. Metió lospapeles en el buzón y esperó. Nollegaba nadie a recogerlos.

Como de costumbre, terminó en supropia puerta; introdujo el papel en elbuzón, abrió la puerta, cogió el papel ylo tiró a la bolsa de la basura.

Por hoy, listo. Sesenta y siete

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coronas más rico.Su madre había ido a Vällingby a

hacer la compra. Oskar tenía el pisopara él solo. No sabía qué hacer.

Abrió los cajones de debajo de laencimera. Cubiertos, batidores ytermómetros para el horno. En otrocajón, bolígrafos y papeles, unacolección de fichas con recetas decocina a la que su madre se habíasuscrito, pero lo había dejado porquetodas incluían ingredientes demasiadocaros.

Siguió con el cuarto de estar,abriendo cajones.

El ganchillo de mamá, o las cosas

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del punto, no sabía bien. Una carpetacon cuentas y recibos de compra. Losálbumes de fotos que había miradomontones de veces. Revistas viejas concrucigramas todavía incompletos. Unpar de gafas en su funda. El costurero.Una caja pequeña de madera con elpasaporte de su madre y el de Oskar, lasplacas de identidad (a él le habríagustado llevarla colgada al cuello, perosu madre había dicho que no, que sóloen caso de guerra), una fotografía y unanillo.

Rebuscó en todos los cajones yarmarios como si buscara algo sin que élmismo supiera qué. Algún secreto. Algo

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que cambiara algo. Que de repente en elfondo de un armario apareciera un trozode carne podrida. O un globo inflado. Loque fuera. Algo extraño.

Sacó la foto y la estuvo mirando.Era de su bautizo. Su madre estaba

con él en brazos, mirando a la cámara.Entonces estaba delgada. Oskar estabaenvuelto en un faldón de cristianar conlargas cintas azules. Al lado de su madreestaba su padre, embutido en unincómodo traje. Parecía como si nosupiera qué hacer con las manos, que lecaían rígidas a lo largo del cuerpo.Parecía casi en posición de firmes.Miraba de frente al bebé que estaba en

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los brazos de su madre. El sol brillabasobre los tres.

Oskar observó la foto más de cerca,analizando la expresión del rostro de supadre. Parecía orgulloso. Orgulloso yalgo… extraño. Un hombre contentoporque había sido padre, pero que nosabía cómo tenía que comportarse.Cómo se hacía. Se podría pensar que erala primera vez que veía al niño, aunqueel bautizo se celebró medio año despuésdel nacimiento de Oskar.

La madre, por el contrario, sosteníaa Oskar con seguridad, relajada. Sumirada a la cámara no era tanto deorgullo como de… desconfianza. Como

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te acerques más, decía esa mirada, temuerdo la nariz.

Su padre estaba algo echado haciadelante, como si quisiera acercarse éltambién pero sin atreverse. La foto norepresentaba a una familia.Representaba a un niño con su madre. Asu lado un hombre, probablemente elpadre. A juzgar por la expresión de lacara.

Pero Oskar quería a su padre, y sumadre también lo quería. En ciertomodo. A pesar… de lo que pasaba. Delo que acabó pasando.

Oskar cogió el anillo y leyó lo queponía dentro de él: Erik 22/4/967.

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Se habían separado cuando Oskartenía dos años. Ninguno de los dos habíaencontrado aún otra pareja. «No hasurgido». Los dos usaban la mismaexpresión.

Dejó el anillo en su sitio, cerró lacaja de madera y la depositó en elarmario. Se preguntó si su madre miraríaalguna vez el anillo, por qué lo tendríaguardado. No dejaba de ser oro. Diezgramos, seguro. Valdríaaproximadamente cuatrocientas coronas.

Oskar se puso la cazadora de nuevo,salió al patio. Empezaba a oscurecer,aunque no eran más que las cuatro.Descartado lo de ir al bosque ahora.

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Tommy pasaba por delante delportal, se detuvo cuando vio a Oskar.

—Hola.—Hola.—¿Qué haces?—Nada, he repartido la propaganda

y no sé…—¿Se saca algo de dinero con eso?—Así, así. Setenta, ochenta coronas.

Cada vez.Tommy asintió con la cabeza.—¿Quieres comprar un walkman?—No sé. ¿Por qué lo dices?—Un walkman de Sony. Por

cincuenta coronas.—¿Nuevo?

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—Sí. En su caja. Con auriculares.Cincuenta coronas.

—Ahora no tengo dinero.—Pero si acabas de ganar setenta,

ochenta coronas con eso, como hasdicho.

—Sí, pero recibo un sueldo mensual.La próxima semana.

—Vale. Pero si quieres te lo doyahora y cuando tengas el dinero me lodas.

—Bueno…—Venga. Baja y espérame, que voy

a buscarlo. Tommy hizo un gesto con lacabeza señalando hacia el parque yOskar bajó y se sentó en un banco.

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Enseguida se levantó y fue hasta laescalera del tobogán, miró. No estaba lachica. Volvió rápidamente al banco y sesentó de nuevo, como si hubiera hechoalgo prohibido.

Después de un rato, llegó Tommy yle dio la caja.

—Cincuenta coronas dentro de unasemana, ¿de acuerdo?

—Mmm.—¿Qué sueles escuchar?—Kiss.—¿Cuáles tienes?—Alive.—¿No tienes Destroyer? Te lo dejo

prestado si quieres. Grábalo.

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—Sí, qué bien.Oskar tenía el disco doble de Alive

con Kiss, lo había comprado hacía unosmeses, pero no lo escuchaba nunca.Miraba más las fotografías delconcierto. Parecían realmente duros conla cara maquillada. Figuras de terrorvivientes. Y Beth, donde Peter Crosscantaba, le gustaba realmente mucho,pero las demás canciones erandemasiado… como si no tuvieranninguna melodía. A ver si Destroyer eramejor.

Tommy se levantó para irse. Oskarestaba abrazado a la caja.

—¿Tommy?

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—Sí.—Ese chico. El que fue asesinado.

¿Sabes tú… cómo fue asesinado?—Sí. Lo colgaron en un árbol y le

cortaron el cuello.—¿No lo acuchillaron? Como si le

hubieran dado cortes. En el tórax.—No. Sólo en el cuello.

Phhhhhssst.—Vale, vale.—¿Algo más?—No.—Hasta luego.—Hasta luego.Oskar se quedó sentado en el banco

un rato, pensando. El cielo estaba de

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color lila oscuro, la primera estrella, ¿osería Venus?, se podía ver claramente.Se levantó y entró para esconder elwalkman antes de que volviera sumadre.

Esta tarde iba a ver a la chica paraque le devolviera su cubo. Las persianasestaban aún bajadas. ¿Viviría realmenteallí? ¿Qué hacían allí dentro, todos losdías? ¿Tendría amigos?

Probablemente no.—Esta noche.—¿Qué has hecho?—Me he lavado.—No sueles hacerlo.—Håkan, esta noche tienes que…

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—No, he dicho.—Por favor.—No se trata de… Otra cosa, lo que

sea. Dilo. Lo haré. Coge de mí, por elamor de Dios. Aquí. Aquí tienes uncuchillo. Ah, no. De acuerdo, entoncestendré que…

—No lo hagas.—¿Por qué no? Es preferible esto.

¿Por qué te has lavado? Hueles a…jabón.

—¿Qué quieres que haga?—No puedo.—No.—¿Qué piensas hacer?—Ir yo misma.

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—¿Necesitas lavarte para eso?—Håkan…—Yo te ayudo con cualquier otra

cosa. Lo que quieras, yo…—Sí, sí. Está bien.—Perdona.—Sí.

—Ve con cuidado. Yo iba concuidado.

Kuala Lumpur, Phnom Penh,Mekong, Rangoon, Chungking…

Oskar estaba mirando la fotocopiaque acababa de completar, los deberesdel fin de semana. No le decían nadaaquellos nombres, no eran más que un

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montón de letras. Había ciertasatisfacción en abrir el atlas y ver querealmente existían ciudades y ríos justoen el sitio donde aparecían marcados enla fotocopia, pero…

Sí, se lo iba a aprender de memoriay su madre se lo iba a preguntar. Podríaseñalar los puntos y decir esas palabrasextrañas. Chungking, Phnom Penh. Sumadre quedaría impresionada. Y, claro,algo divertido sí que eran todos esosnombres raros de sitios lejanos, pero…

¿Por qué?En cuanto les dieron fotocopias con

la geografía de Suecia se habíaaprendido todo de memoria. Se le daba

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bien eso. ¿Pero ahora? Intentó acordarsedel nombre de uno de los ríos deSuecia. Äskan, Väskan, Piskan…

Era algo así. Ätran, quizá. Sí. ¿Perodónde estaba? Ni idea. Y la mismasuerte iban a correr Chungking yRangoon en unos años. No tenía sentido.

Lo cierto era que aquellos sitios noexistían. Y si existían… él no iba a irnunca allí. ¿Chungking? ¿Qué iba a hacerél en Chungking? No era más que unasuperficie grande, blanca y un puntopequeño.

Observó las líneas rectas en las quese balanceaba su escritura desgarbada.Era la escuela. Nada más. Así era la

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escuela. Le decían a uno que hiciera unmontón de cosas, y uno las hacía. Esossitios los habían creado para que losprofesores pudieran repartir fotocopias.No significaba nada. El podría escribirigual Tjippiflax, Bubbelibäng y Spitt enlas líneas. Era igual de razonable.

La única diferencia sería que laseñorita diría que estaba mal. Que no sellamaban así. Apuntaría en el mapa ydiría:

—Mira, se llama Chungking, noTjippiflax.

Floja demostración. Alguien sehabría inventado también lo que poníaen el atlas. No por eso tenía que ser

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cierto. A lo mejor la tierra era enrealidad plana, pero por alguna razón semantenía en secreto.

Embarcaciones que caen al abismo.Dragones.

Oskar se levantó de la mesa. Lafotocopia estaba lista, rellenada conletras que la señorita daría por buenas.Eso era todo.

Eran más de las siete, a lo mejor lachica ya había salido. Acercó la cara ala ventana y puso las manos alrededorpara poder ver fuera en la oscuridad. Sí,claro que había algo que se movíaabajo, en el parque.

Salió al pasillo. Su madre estaba

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sentada haciendo punto, o ganchillo, enel cuarto de estar.

—Salgo un rato.—¿Pero vas a salir ahora otra vez?

Te iba a preguntar los deberes.—Sí. Lo hacemos luego.—Era Asia, ¿no?—¿Qué?—La fotocopia que tenías. Que era

de Asia, ¿verdad?—Sí, eso creo. Chungking.—¿Eso dónde está? ¿En China?—No sé.—¿No sabes? Pero…—Luego vengo.—Bueno. Ten cuidado. ¿Tienes el

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gorro?—Que sí.Oskar se metió el gorro en el

bolsillo de la cazadora y salió. Cuandose iba acercando al parque sus ojos yase habían acostumbrado a la oscuridad yvio que la chica estaba sentada en loalto de la escalera del tobogán. Seacercó y se quedó debajo de ella con lasmanos en los bolsillos.

Hoy parecía distinta. Seguía con eljersey de color rosa —¿es que no teníaotro?—, pero el pelo no lo tenía tanenredado. Caía liso, negro, siguiendo laforma de la cabeza.

—Hei.

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—Hola.—Hola.Nunca más en toda su vida iba a

decir «hei» a alguien. Sonaba tanincreíblemente ridículo. La chica selevantó.

—Sube.—De acuerdo.Oskar trepó por la escalera y se

colocó a su lado, respiró discretamentepor la nariz. Ya no olía mal.

—¿Huelo mejor?Oskar se puso totalmente rojo. La

chica sonrió y le dio algo. Su cubo.—Gracias por el préstamo.Oskar cogió el cubo y lo miró.

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Volvió a mirarlo. Lo puso a la luz lomejor que pudo, lo volvió, mirandotodas las caras. Estaba hecho. Todas lascaras de un solo color.

—¿Lo has desmontado?—¿Cómo?—Pues… desmontando las piezas

y… poniéndolas bien.—¿Se puede hacer eso?Oskar tocaba el cubo como para

comprobar si las piezas estaban sueltasdespués de haberlas desmontado. Él lohabía hecho una vez, asombrado de lospocos giros que hacían falta para que seperdiera y fuera incapaz de conseguirque las caras estuvieran de nuevo de un

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solo color. Las piezas, evidentemente,no habían quedado sueltas cuando él lodesmontó, pero no era posible que ellalo hubiera completado.

—Tienes que haberlo desmontado.—No.—Pero si no habías visto uno antes.—No. Era divertido. Gracias.Oskar se puso el cubo delante de los

ojos como si esperara que le contasecómo había ocurrido. No sabía por qué,pero estaba casi seguro de que la chicano mentía

—¿Cuánto tiempo has tardado?—Unas cuantas horas. Ahora iría

más rápido.

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—Increíble.—No es tan difícil.La muchacha se volvió hacia él. Sus

pupilas eran tan grandes que casiocupaban todo el ojo, la luz de losportales se reflejaba en su negrasuperficie y parecía como si ella tuvierauna lejana ciudad dentro de la cabeza.

El cuello alto, muy subido, ocultabasu cuello destacando aún más sus rasgossuavemente perfilados, lo que le dabauna apariencia de… personaje de cómic.Su piel, las líneas eran como un cuchillode untar mantequilla que uno hubieraestado lijando durante varias semanascon papel de lija bien fino hasta que la

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madera quedaba como la seda.Oskar carraspeó:—¿Cuántos años tienes?—¿Cuántos me echas?—Catorce, quince.—¿Aparento tantos?—Sí. ¿O no? No, pero…—Tengo doce.—¡Doce!¡Toma ya! Probablemente era más

joven que Oskar, que iba a cumplir lostrece dentro de un mes.

—¿Cuándo cumples años?—No lo sé.—¿No lo sabes? Pero bueno…

¿cuándo celebras tu cumpleaños y eso?

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—No suelo celebrarlo.—¡Pero lo sabrán tu papá y tu mamá!—No, mi mamá ha muerto.—¡Huy! Ya, ya. ¿De qué murió?—No lo sé.—Pero tu papá… lo sabrá.—No.—Entonces… qué pasa… ¿no

recibes regalos de cumpleaños y eso?Ella se le acercó más. Su aliento se

extendió ante la cara de Oskar y la luzde la ciudad reflejada en sus ojos seapagó bajo la sombra del muchacho. Laspupilas, dos grandes agujeros negros ensu rostro.

Ella está triste. Tan terrible,

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terriblemente triste.—No. No me dan ningún regalo.

Nunca.Oskar asintió paralizado. El mundo

que tenía a su alrededor había dejado deexistir. Sólo aquellos dos agujerosnegros a un palmo de distancia. El vahode sus bocas se mezclaba, ascendía, sedispersaba.

—¿Te gustaría hacerme un regalo?—Sí.Su voz sonó menos que un susurro.

Sólo un suspiro. La cara de la chicaestaba cerca y sus mejillas, suaves comoel cuchillo de untar la mantequilla,atrajeron la mirada de Oskar.

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Eso le impidió ver cómo lecambiaban los ojos, se le achinaban,tenían otra expresión. Cómo el labiosuperior se levantaba dejando aldescubierto un par de colmillosamarillentos. Él no vio más que susmejillas y, mientras los dientes de ellase acercaban a su cuello, él le acaricióla mejilla con la mano.

La chica se detuvo, paralizada porun instante, luego se apartó. Sus ojosrecuperaron su aspecto anterior, la luzde la ciudad volvió a encenderse.

—¿Qué has hecho?—Perdón… yo…—¿Qué? ¿Qué hiciste?

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—Yo…Oskar se miró la mano en la que

tenía el cubo, aflojó un poco. Lo habíaapretado tan fuerte que los bordes lehabían dejado señales oscuras en lamano. Puso el cubo delante de la chica.

—¿Lo quieres? Te lo doy.La chica negó moviendo despacio la

cabeza.—No. Es tuyo.—¿Cómo… te llamas?—Eli.—Yo me llamo Oskar. ¿Cómo has

dicho? ¿Eli?—… Sí.La muchacha parecía de pronto

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inquieta. Con la mirada perdida como sibuscara algo en la memoria, algo que nopodía encontrar.

—Yo… me tengo que ir ahora.Oskar asintió. La chica le miró

directamente a los ojos durante un parde segundos, luego se volvió para irse.Llegó hasta el borde superior deltobogán y dudó un poco. Se sentó y bajódeslizándose, y se dirigió a su portal.

Oskar apretó el cubo con la mano.—¿Vas a venir mañana?La chica se detuvo y dijo en voz

baja:—Sí. —Y sin volverse, continuó

andando. Oskar la siguió con la mirada.

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No entró en su portal, sino que fue haciael arco que conducía fuera del patio.Desapareció.

Oskar miró el cubo que tenía en lamano. Increíble.

Giró un poco una sección, para queno estuviera completo. Lo volvió aponer en su sitio. Iba a guardarlo así.Durante un tiempo.

Jocke Bengtsson iba riéndose para síde vuelta a casa tras el cine. Joder, quépelícula más divertida, Sällskapsresan.Especialmente los dos tíos dandovueltas todo el rato buscando la Bodegade Pepe, y cuando uno de ellos llevaba a

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su compañero borracho perdido en lasilla de ruedas por la aduana:«inválido». Joder, qué divertido.

Tal vez habría que coger ymarcharse a uno de esos viajes conalguno de los colegas. ¿Pero con quiénse podía ir?

Karlsson era tan aburrido queparaba los relojes, cualquiera sevolvería loco después de dos días.Morgan podía ponerse muydesagradable si bebía demasiado, y fijoque lo haría si realmente aquello era tanbarato. Larry era majete, pero tandecrépito que al final tendría quellevarlo en una silla de ruedas.

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«Inválido».No, tenía que ser Lacke.Podrían pasarlo realmente bien los

dos juntos una semana allá abajo. Claro,que por otro lado, Lacke era pobre comouna rata de sacristía, no tenía nuncadinero. Lo suyo era estar gorroneandocerveza y cigarrillos todas las noches.Nada que decir con respecto a Jocke,pero para un viaje a Canarias no teníadinero.

No cabía más que rendirse a loshechos: ninguno de los colegas del chinovalía gran cosa como compañero deviaje.

¿Y si viajaba solo?

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Bueno, Stig Helmer lo había hechoen la película. Aunque estaba como unaputa cabra. Luego conoció a Ole. Seenrolló con una donna y todo. No estaríamal. Hacía ya ocho años que María sehabía largado llevándose al perro ydesde entonces no había conocido anadie en sentido bíblico ni siquiera unavez.

¿Pero habría alguien que le quisiera?Quizá. No tenía tan mal aspecto comoLarry, de todas formas. Claro que labebida se notaba en la cara y en elcuerpo, aunque él la tuviera bajo uncierto control. Hoy, por ejemplo, nohabía bebido ni una gota, aunque ya eran

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casi las nueve. De todas formas ahoraiba a ir a casa y se iba a tomar un par degin tonics antes de bajar al chino.

Lo del viaje habría que pensarlo másdespacio. Ocurriría como con todas lasdemás cosas que había pensado hacerdurante los últimos años: nada de nada.Pero soñar era gratis.

Fue por el camino del parque, entrela calle Holbergsgatan yBlackebergsskolan. Estaba bastanteoscuro, la distancia entre las farolas erade unos treinta metros y el restaurantechino lucía como un faro arriba, en loalto, a la izquierda.

¿Y si iba y se daba un capricho

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aquella noche? Yendo directamente alchino y… pero no. Saldría demasiadocaro. Los otros creerían que habíaacertado a las quinielas o algo así,pensarían que era un jodido tacaño si nopagaba una ronda. Mejor ir a casa ytomarse las primeras.

Pasó por debajo de la lavandería; suchimenea con aquel único ojo rojo y elrumor sordo de su interior.

Una noche, cuando volvía a casabien cargado, tuvo una especie dealucinación y vio cómo la chimenea,desprendiéndose del edificio principal,empezaba a deslizarse cuesta abajohacia él, gruñendo y chillando.

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Se había acurrucado en el caminodel parque con las manos en la cabezaesperando el golpe. Cuando por fin bajólos brazos la chimenea estaba dondesiempre, magnífica e inmóvil.

La farola más próxima al puente, lade la calle Björnsson, estaba rota, y elcamino bajo el puente, un túneltotalmente oscuro. Si hubiera estadoborracho ahora habría subido por lasescaleras que había al lado del puente yhabría continuado por arriba, por lacalle Björnsson, aunque se daba unrodeo. Joder, es que veía unas cosas tanraras en la oscuridad cuando estababebido. Por eso dormía con la lámpara

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encendida. Pero ahora iba sobrio.Aunque, qué coño, tenía ganas de

subir por las escaleras igualmente. Lasalucinaciones habían empezado amezclarse con su visión del mundo auncuando no hubiera bebido. Se quedóparado en medio del camino diciéndosea sí mismo claramente cuál era lasituación:

—Estoy empezando a volvermeparanoico.

Pero ahora esto es así, ¿entiendes,Jocke? Si no te sobrepones y recorresese pequeño trecho bajo el puente,tampoco llegarás nunca a lasCanarias.

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—¿Por qué?Pues porque siempre te echas atrás

en cuanto surge el más mínimoproblema. El menor contratiempo, entodas las situaciones. ¿Crees que vas aser capaz de llamar a una agencia deviajes, renovar el pasaporte, comprarlas cosas para el viaje y, sobre todo,cómo vas a atreverte a dar un pasohacia lo desconocido si no eres capazde andar este trecho tan pequeño?

Esto será un punto a tu favor.¿Entonces, qué? ¿Si paso ahora pordebajo del puente querrá decir que voy aviajar a las Canarias, que esto tienearreglo?

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Casi creo que llamarás mañanapara reservar el billete. Tenerife,Jocke. Tenerife.

Echó a andar de nuevo con la cabezallena de playas soleadas y copas con lassombrillitas dentro. Joder, claro queiría. No iba a ir al chino esa noche,nada. Se quedaría en casa y miraría losanuncios. Ocho años. Joder, ya era horade empezar a ponerse las pilas.

Justo cuando empezaba a pensar enlas palmeras, en si habría o no palmerasen las Canarias, en si había visto algunaen la película, oyó el ruido. Una voz. Separó justo en medio del túnel,escuchando. Se oía un gemido que venía

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de la pared del puente.—Ayuda.Sus ojos empezaban a acostumbrarse

a la oscuridad, pero sólo podíadistinguir un montón de hojasarremolinadas por el viento bajo elpuente. Sonaba como si fuera la voz deun niño.

—¡Eh! ¿Hay alguien ahí?—Ayúdame.Miró alrededor. No veía a nadie. Un

ruido de hojas en la oscuridad; pudodistinguir entonces un movimiento entrelas hojas.

—Por favor, ayúdame.Sintió unas ganas terribles de salir

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corriendo. Pero no podía hacer eso.Había un niño herido, tal vez había sidoatacado por alguien…

¡El asesino!El asesino de Vällingby había

venido a Blackeberg, sólo que esta vezla víctima había sobrevivido. ¡Joder,qué mierda!

Él no quería verse envuelto en esto.Ahora que iba a ir a Tenerife y todo lodemás. Pero no podía hacer otra cosa.Dio unos pasos hacia el sitio de dondesalía la voz. Las hojas sonaban bajo suspíes y entonces pudo ver el cuerpo.Estaba en posición fetal entre las hojassecas.

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¡Joder, qué mierda, joder!—¿Qué ha pasado?—Ayúdame…Los ojos de Jocke ya se habían

adaptado a la oscuridad y pudo vercómo el niño alargaba un brazo hacia él.El cuerpo estaba desnudo,probablemente violado. No. Cuandollegó a su lado vio que el niño no estabadesnudo, llevaba puesto un jersey decolor rosa. ¿Cuántos años tendría? Diez,doce años. Puede que le hubieran dadouna paliza sus «amigos». ¿O era unachica? Si era una chica, eso último eramenos probable.

Se puso en cuclillas al lado de la

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niña, le cogió una mano.—¿Qué te ha pasado?—Ayúdame, levántame.—¿Estás herida?—Sí.—¿Qué ha pasado?—Levántame.—¿No tendrás nada en la espalda?Había trabajado en el botiquín en la

mili y sabía que no había que mover alas personas con daños en la columna oen la nuca sin poner antes una sujeción.

—¿No es en la espalda?—No. Levántame.¿Qué cojones iba a hacer ahora? Si

llevaba a la criatura a su casa la policía

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podría creer…Llevaría al chico o a la chica al

chino y desde allí llamarían a unaambulancia. Sí. Eso iba a hacer. Elcuerpo era bastante pequeño y delgado,seguramente una niña, y aunque no seencontraba muy en forma creía quepodría con ella ese trecho.

—Venga. Que te voy a llevar a unsitio desde donde podemos llamar.¿Vale?

—Sí… gracias.Aquel «gracias» le llegó al alma.

¿Cómo había podido dudar? ¿Qué clasede mierda era él en realidad? Bueno,menos mal que había reaccionado a

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tiempo y ahora iba a ayudarla. Colocócon cuidado su mano izquierda pordebajo de las rodillas de la chica, laotra mano la puso bajo la nuca.

—Venga. Ahora te levanto.—Mmm.Apenas pesaba. Fue increíblemente

fácil levantarla. Veinticinco kilos,máximo. A lo mejor estaba desnutrida.Pésima situación familiar, anorexia.Puede que hubiera sido maltratada porsu padrastro o algo así. Una mierda.

La chica le puso los brazosalrededor del cuello y la mejilla en elhombro. Iba a poder con ella.

—¿Estás bien?

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—Sí.Sonrió satisfecho. Una oleada de

calor le recorrió el cuerpo. Era unabuena persona, a pesar de todo. Podíaimaginarse la cara de los otros cuandoentrara con la chica eh el restaurante.Primero se preguntarían qué demonioshabía hecho, y después, cada vez másimpresionados:

—Bien hecho, Jocke —y cosas porel estilo.

Estaba ya dándose la vuelta para irhacia el chino, ocupado en sus fantasíassobre una nueva vida, el impulso desdeel fondo que estaba dando, cuando sintióel dolor en el cuello. ¿Qué cojones?

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Sintió como si le hubiera picado unaavispa y quería echar la mano derecha,espantarla, ver qué era. Pero no podíasoltar a la niña.

Tontamente, intentó bajar la cabezapara comprobar qué era, aunqueevidentemente no podía ver en aquelángulo. Además no podía bajar lacabeza, ya que la mandíbula de la chicase apretaba contra su barbilla. Ellaaumentó la presión contra el cuello deJocke y el dolor se hizo más fuerte.Entonces lo entendió.

—¿Qué cojones haces?Sintió las mandíbulas de la niña

clavándosele en el cuello mientras el

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dolor en la garganta aumentaba. Unreguero caliente le corrió pecho abajo.

—¡Suelta, cojones!Soltó a la chica. No fue ni siquiera

un pensamiento consciente, sólo unmovimiento reflejo; tenía que quitarseesa mierda del cuello.

Pero la niña no se cayó sino que seagarró a su cabeza como una lapa.

—¡Dios mío, lo fuerte que era aquelcuerpecillo!— rodeándole las caderascon las piernas.

Como una mano con cuatro dedoscerrada alrededor de una muñeca, así seagarraba a él la chica, mientras susmandíbulas seguían triturando.

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Jocke la cogió por la cabezaintentando retirarla del cuello, pero fuecomo intentar arrancar una rama nuevade abedul sin más ayuda que las manos.Estaba como pegada a él. Su abrazo eratan fuerte que le cortaba la respiración.

Se tambaleó hacia atrás, haciendoesfuerzos para respirar.

Las mandíbulas de la niña habíandejado de triturar, ya sólo se la oíasorber tranquilamente. Ni por unmomento aflojó la presión, al contrario,se había vuelto más fuerte desde queempezó a chupar. Un crujido sordo y supecho se llenó de dolor. Un par decostillas se le habían roto.

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Le faltaba el aire para gritar. Diopuñetazos sin fuerza en la cabeza de lachica mientras se tambaleaba entre lashojas secas. El mundo le daba vueltas.Las farolas, a lo lejos, bailaban ante susojos como candelillas.

Perdió el equilibrio y cayó haciaatrás. El último sonido que oyó fue el delas hojas aplastadas por su cabeza. Unamilésima de segundo más tarde, sucabeza chocó contra el empedrado y elmundo desapareció.

Oskar permanecía despierto en lacama mirando el papel pintado.

Su madre y él habían estado viendo

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Los Teleñecos, pero no se habíaenterado de nada. Miss Piggy estabaenfadada y la Rana Gustavo buscaba aGonzo. Uno de los viejos gruñones sehabía caído por el balcón. Pero Oskarno se enteró por qué. Tenía la cabeza enotro sitio.

Luego mamá y él habían tomado laleche con cacao y unos bollos. Oskarsabía que habían estado hablando dealgo, pero no recordaba de qué. Quizáalgo acerca de pintar el banco de lacocina de azul.

Seguía mirando fijamente el papelpintado.

Toda la pared donde se apoyaba el

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cabecero de la cama estaba empapeladacon una gran fotografía que representabaun claro en medio del bosque. Troncosgruesos y hojas verdes. Solía quedarseallí e imaginar seres entre las hojas máspróximas a su cabeza. Había dos figurasque siempre distinguía inmediatamente,nada más mirar. Las otras tenía queesforzarse para verlas.

Ahora la pared significaba algo más.Al otro lado del tabique, al otro lado delbosque estaba… Eli. Oskar permanecíaacostado con la mano contra la paredintentando imaginarse qué habría al otrolado. ¿Sería ésa la habitación de lachica? ¿Estaría ahora en la cama?

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Recordando la mejilla de Eli, acariciólas hojas verdes, su piel suave.

Oyó voces al otro lado.Dejó de acariciar el papel y trató de

escuchar. Una voz clara y otra grave. Eliy su padre. Parecía que estabandiscutiendo. Puso la oreja contra lapared para oír mejor. Mierda. Si hubieratenido un vaso. No se atrevía alevantarse a buscar uno, a lo mejoracababan la discusión mientras tanto.¿Qué dicen?

El padre de Eli parecía enfadado. Lavoz de la chica apenas se oía. Oskaraguzó el oído para entender lo quedecían. Sólo cogió algunas palabrotas

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sueltas y «… terriblemente CRUEL»,después se oyó como si alguien hubieracaído al suelo. ¿La había pegado?¿Habría visto cómo Oskar le acarició lamejilla y… sería por eso?

Ahora era Eli la que hablaba. Oskarno podía entender ni una palabra de loque decía, sólo el tono suave de su vozque subía y bajaba. ¿Hablaría así si él lahubiera pegado? No tenía derecho apegarla. Oskar lo mataría si la pegaba.

Le habría gustado poder cruzaratravesando la pared, como El Rayo, elsuperhéroe. Desaparecer a través de lapared, cruzar el bosque y salir por elotro lado, ver lo que pasaba allí, si Eli

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necesitaba ayuda, consuelo, lo que fuera.Ya no se oía nada al otro lado. Sólo

el redoble de los latidos de su corazón.Se levantó de la cama, fue hasta la

mesa y sacó unas gomas que tenía en unvaso de plástico. Se llevó el vaso a lacama y puso la boca contra la pared, elculo contra la oreja.

Lo único que se oía era un lejanotableteo que no parecía de la habitaciónde al lado. ¿Qué estaban haciendo?Contuvo la respiración. De repente, unfuerte estruendo.

¡Un disparo!El padre que había cogido una

pistola y… no, era la puerta de fuera, un

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portazo que había hecho vibrar lasparedes.

Se tiró de la cama y fue hasta laventana. Después de unos segundos salióun hombre. El padre de Eli. Llevaba unabolsa en la mano, con paso rápido ycabreado se dirigió al arco de salida ydesapareció.

¿Qué hago? ¿Le sigo? ¿Por qué?Se fue a la cama de nuevo. No eran

más que imaginaciones suyas. Eli y supadre habían discutido; Oskar y sumadre también discutían a veces. Esmás, su madre también se iba así si labronca había sido especialmente dura.

Pero no a medianoche.

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Su madre amenazaba a veces conirse a vivir a otro sitio cuando leparecía que Oskar era malo. Oskar sabíaque ella no lo haría nunca, y su madresabía que Oskar lo sabía. El padre deEli a lo mejor había llevado su amenazaun paso más allá. Se marchó en mitad dela noche, con bolsa y todo.

Oskar estaba tumbado en la camacon las palmas de las manos y la frenteapoyadas contra la pared.

Eli, Eli. ¿Estás ahí? ¿Te hapegado? ¿Estás triste? Eli…

Llamaron a la puerta de Oskar y sesobresaltó. Por un momento creyó queera el padre de Eli que había venido

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para vérselas también con él.Pero era su madre. Entró con sigilo

en la habitación.—¿Oskar? ¿Estás dormido?—Mmm.—Sólo quería decirte que… vaya

vecinos que nos han tocado. ¿Has oído?—No.—Hombre, tienes que haberlo oído.

Pero si él estaba gritando y dio unportazo como un loco. Dios mío. Aveces se alegra una de no tener ningúnhombre. Pobre mujer. ¿La has visto?

—No.—Ni yo. Bueno, ni a él tampoco si

vamos a eso. Las persianas están todo el

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día bajadas. Probablemente alcohólicos.—Mamá.—¿Sí?—Ahora quiero dormir.—Sí, perdona, hijo. Sólo que me he

puesto tan… Buenas noches. Queduermas bien.

—Mmm.Su madre se fue y cerró la puerta con

cuidado. ¿Alcohólicos? Era muyprobable.

El padre de Oskar era alcohólicocrónico; era por eso por lo que su padrey su madre ya no estaban juntos. Supadre también podía sufrir esosarrebatos de furia cuando estaba

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borracho. Eso sí, no pegaba nunca, peropodía gritar hasta quedarse afónico, darportazos y romper cosas.

Aquel pensamiento alegró de algunamanera a Oskar. Feo, pero era laverdad. Si el padre de Eli era bebedortenían algo en común, algo quecompartir.

Oskar puso otra vez la frente y lasmanos en la pared.

Eli, Eli. Yo sé cómo lo estáspasando. Te voy a ayudar. Te voy asalvar. Eli…

Los ojos desorbitados mirabanciegos el techo del túnel. Håkan apartóunas cuantas hojas secas y apareció el

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jersey rosa que Eli solía llevar puesto,tirado sobre el pecho del hombre. Håkanlo recogió, pensó llevárselo a la narizpara olerlo, pero se contuvo cuandoadvirtió que el jersey estaba mojado.

Volvió a soltar el jersey sobre elpecho del hombre, sacó la petaca y diotres tragos. El aguardiente se deslizócomo una lengua de fuego por sugarganta, lamiéndole hasta las paredesdel estómago. Las hojas crujieron bajosu culo cuando se sentó en el fríoempedrado y miró al muerto.

Había algo raro en la cabeza.Rebuscó en su bolsa, encontró la

linterna. Se aseguró de que no venía

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nadie por el camino del parque,encendió la linterna y alumbró almuerto. El rostro parecía de un coloramarillo pálido a la luz de la linterna, laboca colgaba entreabierta, como si fueraa decir algo.

Håkan tragó saliva. Sólo pensar queaquel hombre había estado más cerca desu amada de lo que él había llegado aestar nunca le daba náuseas. Echó denuevo mano a la petaca, como siquisiera quemar la súbita angustia, perose detuvo.

El cuello.Alrededor del cuello tenía como una

gargantilla ancha y roja. Håkan se

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inclinó sobre él y vio la herida que Elihabía abierto para llegar a la sangre,

Los labios contra la piel.pero eso no explicaba la gargan…

tilla…Håkan apagó la linterna y al ir a

tomar aire se fue involuntariamentehacia atrás en aquel espacio tanreducido, raspándose en la mancha ralade su coronilla. Apretó los dientes paracontener el dolor.

La piel del hombre había reventadoporque… porque le habían retorcido elcuello. Una vuelta completa. La nucaestaba rota.

Håkan cerró los ojos, hizo unas

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respiraciones rítmicas para calmarse yfrenar el impulso de salir corriendo deallí, lejos… de aquello. El techo delpuente le rozaba la cabeza; debajo, elempedrado. A derecha e izquierda elcamino del parque por el que podíallegar gente que llamara a la policía. Ydelante de él…

No es más que una persona muerta.Sí. Pero… la cabeza.No le gustaba saber que la cabeza

estaba suelta. Iba a caer hacia atrás, talvez desprenderse si levantaba el cuerpo.Se puso en cuclillas y apoyó la frente enlas rodillas. Aquello lo había hecho suamada. Sólo con las manos.

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Sintió un cosquilleo de malestar enla garganta al imaginarse el sonido. Elcrujido cuando retorció la cabeza. Noquería tocar aquel cuerpo otra vez. Sequedaría allí sentado. Como Belaqua alpie de la montaña del purgatorio,esperando el amanecer, esperando…

Dos personas venían andando desdeel metro. Se echó entre las hojas, al ladodel muerto, con la frente contra laspiedras heladas.

¿Por qué? ¿Por qué aquello… de lacabeza?

El contagio. No debía alcanzar alsistema nervioso. Había que cerrar elcuerpo. Era todo lo que había

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conseguido saber. No lo habíaentendido. Ahora sí.

Los pasos se volvieron más rápidos,las voces más bajas. Subieron por lasescaleras. Håkan se sentó de nuevo,observó los rasgos de la cara muerta ycon la boca abierta. ¿Habría sidoposible que aquel cuerpo se levantara yse sacudiera las hojas si no hubierasido… cerrado?

Soltó una carcajada estrepitosa querevoloteó como un gorjeo de pájarosbajo el techo del puente. Se llevó lamano a la boca y apretó con tanta fuerzaque se hizo daño. La imagen del cadáverlevantándose de entre el montón de

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hojas y con movimientos somnolientosquitándose las hojas muertas de lachaqueta.

¿Qué iba a hacer con el cuerpo?Unos ochenta kilos de músculos,

grasa y huesos que había que ocultar.Moler. Picar. Enterrar. Quemar.

El crematorio.Claro. Llevar el cuerpo hasta allí,

meterse dentro y quemarlo a escondidas.O simplemente dejarlo a las puertascomo un bebé abandonado, esperar aque tuvieran tantas ganas de hacer fuegoque pasaran de llamar a la policía.

No. No había más que unaalternativa. El camino del parque, a la

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derecha, bajaba por el bosque hasta elhospital. Hasta el agua.

Embutió el jersey ensangrentado enla cazadora del cadáver, se echó labolsa al hombro y colocó las manosbajo la cabeza y la espalda del muerto.Se levantó haciendo equilibrios. Lacabeza del cadáver cayó hacia atrás enun ángulo imposible y las mandíbulas sele cerraron con un chasquido.

¿Cuánto habría hasta el agua?Algunos cientos de metros, quizá. ¿Y sillegaba alguien? Que fuera lo quetuviera que ser. En ese caso, se acabó.En cierto modo estaría bien.

Pero no llegó nadie y ya abajo, en la

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orilla, trepó sudando la gota gorda porel tronco de uno de los sauces lloronesque se inclinaban sobre el agua, casiparalelo a la superficie. Con dos trozosde cuerda había atado dos piedrasgrandes a los pies del cadáver.

Con otro más largo hizo una lazadaalrededor del pecho del muerto, loarrastró sobre el agua todo lo lejos quepudo y soltó la cuerda.

Se quedó un rato en el tronco delárbol con los pies colgando a un palmodel agua, mirando la negra superficierota por las burbujas, cada vez másescasas.

Lo había hecho.

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A pesar del frío, el sudor le escocíaen los ojos y le dolían todos losmúsculos del cuerpo tras el esfuerzo,pero lo había hecho. Justo bajo sus piesestaba el cuerpo muerto, oculto para elmundo. Había dejado de existir. Lasburbujas ya no subían y no había nada…nada que indicara que el cadáver estabaallí abajo.

En la superficie del agua sereflejaban algunas estrellas.

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Segunda Parte

Ultraje

… y se dirigieronhacia tierras dondeMartin

nunca habíaestado,

lejos de TyskaBotten

y de Blackeberg,donde estaba el límite

del mundoconocido.

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Hjalmar Söderberg, La infancia de MartinBircks

Pero aquel cuyocorazón

una ninfa delbosque robó

nunca jamás lorecuperará.

Sueños a la luz dela luna su almahilvanará,

amar a una esposaél no podrá…

Viktor Rydberg, La ninfa del bosque.

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El domingo, los periódicos publicaroninformación más detallada sobre elasesinato de Vällingby. El titulardecía: «¿FUE VÍCTIMA DE UNAMUERTE RITUAL?». Fotos del chico,de la hondonada del bosque. El árbol.El asesino de Vällingby no era YA eltema de conversación en boca de todos.En la hondonada del bosque las floresse habían marchitado y las velas sehabían apagado. La cinta rojiblanca dela policía había desaparecido, y lashuellas que hubieran podido encontrarestaban a salvo.

El artículo del domingo puso denuevo en marcha la discusión. El

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epíteto «ritual» llevaba implícito queestaba llamado a ocurrir de nuevo, ¿ono? Un ritual es precisamente algo quese repite.

Todos los que alguna vez habíanpasado por ese camino, o cerca, teníanalgo que contar: lo desagradable queera esa zona del bosque. O lo tranquilay bonita que resultaba. Nadie habríapodido imaginar algo así.

Todos los que habían conocido alchico, aunque fuera de lejos, contabanlo bueno que parecía y lo malvado quedebía ser el asesino. Se utilizaba debuena gana el caso como ejemplo deotros en que estaría justificada la pena

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de muerte, aunque uno, en principio,estaba en contra de ella.

Faltaba una cosa. Una foto delasesino. Uno se quedaba mirando lahondonada vacía, la cara sonriente delmuchacho. A falta de una imagen de lapersona que había hecho aquello, eracomo si hubiera ocurrido… solo.

No era suficiente.El lunes 26 de Octubre la policía

filtró a la radio y a los periódicos de lamañana que habían descubierto el queera el mayor alijo de drogas hallado enSuecia. Habían cogido a cincolibaneses.

Libaneses.

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Eso al menos era algo que se podíaentender. Cinco kilos de heroína. Ycinco libaneses. Un kilo por libanés.

Para colmo, los libaneses vivían delos seguros sociales suecos mientrasintroducían la droga. Es cierto quetampoco había ninguna foto de loslibaneses, pero no hacía falta. Ya sabeuno cómo parecen los libaneses.Árabes. No digas más.

Se especuló con la idea de que elasesino fuera también un extranjero.Era muy posible. ¿No tenían algunaespecie de rituales de sangre en esospaíses árabes? El islam. Mandaban asus hijos con una cruz de plástico, o lo

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que fuera, al cuello. Para desactivarlas minas, según decían. Gente cruel.Irán, Irak. Los libaneses.

Pero el lunes la policía dio aconocer un retrato robot del asesinoque alcanzó a salir en los periódicos dela tarde. Una niña lo había visto. Sehabían tomado su tiempo, habían sidoprudentes al reproducir la imagen.

Un sueco normal y corriente. Conun aspecto parecido al de un fantasma.La mirada vacía. Todos estuvieron deacuerdo en que ése era exactamente elaspecto de un asesino. Ningúnproblema para imaginarse aquellacara tipo máscara llegando

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sigilosamente a la hondonada y…Todos los de Västerort que se

parecían al retrato robot tuvieron quesoportar largas y escrutadorasmiradas. Se iban a casa a mirarse en elespejo, pero no encontraban ni el másmínimo parecido. Por la noche, en lacama, pensaban si no deberían cambiarde aspecto al día siguiente, claro que alo mejor eso podría parecersospechoso.

No habían tenido ningunanecesidad de estar preocupados. Lagente iba a tener otra cosa en quépensar. Suecia iba a convertirse enotro país. Una nación ultrajada. Ésa

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era la palabra que se usaba todo eltiempo: ultraje.

Mientras los que se parecen alretrato robot están acostados en suscamas pensando en un nuevo peinado,un submarino soviético ha quedadoencallado muy cerca de Karlskrona.Sus motores rugen y retumban en todoel archipiélago intentando salir de allí.Nadie sale para averiguar nada.

Lo van a descubrir por casualidadel miércoles por la mañana.

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Miércoles 28 de Octubre

La escuela era un hervidero decomentarios a la hora de la comida. Unprofesor lo había oído en la radiodurante el recreo, lo había contado enclase y en el recreo de la comida losabía todo el mundo. Habían llegado losrusos.

El gran tema de conversación entrelos chicos durante la última semanahabía sido el asesino de Vällingby.Varios lo habían visto, alguno asegurabaincluso que había sido atacado por él.

Habían visto al asesino en cada tiporaro que pasó cerca de la escuela.

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Cuando en el patio apareció un hombremayor con la ropa manchada, los chicoscorrieron gritando a esconderse dentro.Los más gallitos se armaron con palosde hockey, preparados para cargárselo.Por fortuna, alguien reconoció al hombrecomo uno de los borrachines de la plaza.Lo dejaron marchar.

Pero ahora eran los rusos. No sesabía mucho de los rusos. Estaban unavez un alemán, un ruso y Bellman. Enhockey eran mejores. Se llamaban laUnión Soviética. Ellos y los americanoseran los que hacían viajes al espacio.Los americanos habían fabricado labomba de neutrones para protegerse de

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los rusos.Oskar estaba discutiendo el asunto

con Johan en el recreo de la comida.—¿Crees que los rusos tienen

también la bomba de neutrones?Johan se encogió de hombros.—Seguro. A lo mejor tienen una en

ese submarino.—¿No hay que tener aviones para

tirar bombas?—No. Las tienen en cohetes que

vuelan sin más adonde sea.Oskar alzó la vista al cielo.—¿Y se pueden llevar en un

submarino?—Es lo que tiene. Se pueden llevar

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donde se quiera.—Las personas mueren y a las casas

no les pasa nada.—Exacto.—Me pregunto qué pasará con los

animales. Johan reflexionó un momento.—Seguro que se mueren también.

Por lo menos los grandes.Estaban sentados en el borde de la

arena donde no jugaba ningún niñopequeño en aquel momento. Johan cogióuna buena piedra y la tiró haciendosaltar la arena.

—¡Pum! Todos muertos.Oskar cogió una piedra más

pequeña.

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—¡No! ¡Ahí queda un superviviente!¡Pshiuuu! ¡Misil en la espalda!

Tiraron piedras y chinas, asolarontodas las ciudades de la tierra hasta queoyeron una voz detrás de ellos.

—¿Qué cojones estáis haciendo?Se dieron la vuelta. Jonny y Micke.

Era Jonny el que había hablado. Johantiró la piedra que tenía en la mano.

—Nada. Sólo estábamos…—No te he preguntado a ti. ¿Cerdo?

¿Qué estabais haciendo?—Tirando piedras.—¿Por qué?Johan se había echado para atrás,

estaba ocupado atándose los cordones.

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—Porque… nada.Jonny miró hacia la arena y extendió

el brazo de tal manera que Oskar seestremeció.

—Aquí juegan los niños pequeños.¿Es que no lo entiendes? Estásestropeando la arena.

Micke meneaba la cabeza apenado.—Pueden caerse y darse en las

piedras.—Cerdo, ya puedes quitar ahora

mismo esas piedras.Johan estaba todavía ocupado con

los zapatos.—¿Me has oído? Que quites ahora

mismo esas piedras.

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Oskar se quedó parado, no sabía quépostura adoptar. Estaba claro que aJonny la arena le importaba un bledo.No era más que lo de siempre. Tardaríapor lo menos diez minutos en quitartodas las piedras que habían tirado,Johan no iba a ayudar. Sonaría lacampana de entrada de un momento aotro.

—No.La palabra surgió de sus labios

como una revelación. Como cuandoalguien pronuncia por primera vez lapalabra «dios», refiriéndose realmentea… Dios.

Ya se había visto quitando piedras

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después de que los demás hubieranentrado, sólo porque lo decía Jonny.Pero era otra cosa también. En la arenahabía un tobogán parecido al que habíaen el patio de Oskar.

Oskar negó con la cabeza.—¿Pero qué dices?—No.—¿Cómo que no? Parece que oyes

mal. Si te digo que recojas esto,entonces lo haces.

—NO.Sonó la campana. Jonny se quedó

mirando a Oskar.—Ya sabes lo que va a pasar, ¿no,

Micke?

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—Sí.—Ya le pillaremos después de la

escuela.Micke asintió.—Ya nos veremos, Cerdo.Jonny y Micke entraron. Johan se

levantó, listo por fin con los zapatos.—Eso ha sido una gilipollez.—Ya lo sé.—¿Por qué coño lo hiciste?—Porque… —Oskar echó una

mirada al tobogán—. Porque sí.—Qué idiota.—Sí.Al terminar las clases Oskar se

quedó en el aula. Colocó dos papeles en

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blanco encima de su pupitre, buscó laenciclopedia que había en la parte deatrás de la clase y empezó a pasar hojas.

Mamut… Medici… Mongol…Morfeo… Morse.

Sí. Ahí estaba. Los puntos y lasrayas del alfabeto Morse ocupaban unacuarta parte de la página. Con letrasmayúsculas grandes y claras empezó acopiar el código en un papel:

A= .-B = -…C = -.-.Etcétera. Cuando terminó hizo lo

mismo con el otro papel. No quedósatisfecho. Lo tiró y empezó de nuevo,

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esmerándose en escribir los signos y lasletras todavía más claros.

Evidentemente, sólo era importanteque uno de los papeles quedara bien: elque le iba a dar a Eli. Pero le gustaba eltrabajo, le daba una excusa paraquedarse allí.

Eli y él se habían visto todas lastardes desde hacía una semana. La tardeanterior, a Oskar se le había ocurridodar unos toquecitos en la pared antes desalir y Eli le había contestado. Salieronlos dos al mismo tiempo. EntoncesOskar pensó en desarrollar lacomunicación mediante algún tipo desistema, y como el Morse ya estaba

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inventado…Revisó los papeles escritos. Bien.

Seguro que a Eli le iba a gustar. Lomismo que a él, a ella le gustaban lospuzzles, los sistemas. Dobló lospapeles, los metió en la cartera, apoyólos brazos en la mesa. Le rugió elestómago. El reloj de la escuelamarcaba las tres y veinte. Sacó el libroque tenía en el pupitre, El resplandor, yse quedó leyendo hasta las cuatro.

¿No habrían estado esperándole doshoras?

Si hubiera quitado las piedras comoJonny le había dicho, ya estaría en casa.Había sido justo. Quitar unas pocas

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piedras no era realmente lo peor que lehabían mandado hacer y había hecho. Searrepintió.

¿Y si lo hago ahora?Quizá mañana el castigo fuera más

suave si contaba que se había quedadodespués de la escuela y... Sí, era lomejor.

Recogió sus cosas en la clase, salióy fue hasta la arena. No le llevaría másde diez minutos arreglar aquello.Mañana, cuando lo contara, Jonny sereiría de él y le daría unas palmaditas enla cabeza diciendo «buen cerdito» oalgo parecido. Pero eso era mejor, apesar de todo.

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Miró de reojo la escalera deltobogán, dejó la cartera en el borde dela arena y empezó a quitar las piedras.Las grandes, primero. Londres, París.Mientras las quitaba, jugaba a queestaba salvando al mundo. Limpiándolode las terribles bombas de neutrones. Allevantar las piedras, los supervivientessalían como hormigas de sus casas enruinas. Claro que las bombas deneutrones no dañaban las casas. Bien,entonces habían caído algunas bombasatómicas también.

Cuando se dirigía al borde de laarena para vaciar la carga, estaban allí.No los había oído llegar, tan ocupado

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como estaba con el juego. Jonny, Mickey Tomas. Los tres llevaban en las manosramas finas y largas de avellano. Varas.Jonny señaló una piedra con su vara.

—Ahí hay una.Oskar, soltando las que llevaba en

las manos, recogió la piedra que Jonnyestaba señalando. Este asintió con lacabeza.

—Bien. Te estábamos esperando,Cerdo. Y hemos esperado bastante.

—Vino Tomas y nos dijo queestabas aquí —dijo Micke.

Los ojos de Tomas eraninexpresivos. En los primeros cursos,Oskar y él habían sido amigos y habían

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jugado mucho en el patio de Tomas,pero después del verano entre cuarto yquinto Tomas cambió. Empezó a hablarde otra forma, más adulto. Oskar sabíaque los profesores le consideraban elchico más inteligente de la clase. Senotaba en la forma en que hablaban conél. Tenía ordenador. Quería ser médico.

Oskar deseaba tirar la piedra quellevaba en la mano a la cara de Tomas.Directamente dentro de la boca queahora se abría y hablaba.

—¿No vas a correr? Vamos, echa acorrer ya. Sonó un silbido cuando Jonnyrasgó el aire con su vara. Oskar apretómás fuerte la piedra. ¿Por qué no echo a

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correr?Podía ya sentir la quemazón del

dolor en las piernas cuando la varaaterrizara. Sólo con que llegara a lacalle del parque donde quizá habríaadultos, ellos no se atreverían a pegarle.

¿Por qué no echo a correr?Porque aun así no tenía ninguna

posibilidad. Lo tirarían al suelo antes deque hubiera conseguido dar cinco pasos.

—Déjalo.Jonny volvió la cabeza, hizo como si

no hubiera oído.—¿Qué has dicho, Cerdo?—Que lo dejes.Jonny se volvió hacia Micke.

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—Le parece que es mejor que lodejemos.

Micke meneó la cabeza.—Ahora que hemos hecho estas

bonitas… —dijo agitando su vara.—¿Tú qué dices, Tomas?Tomas observó a Oskar como si

fuera una rata, aún viva, pataleando ensu trampa.

—Me parece que el Cerdo necesitaun poco de palo.

Eran tres. Tenían varas. Era unasituación tremendamente injusta. Élpodría tirarle la piedra a Tomas a lacara. O darle con ella si se acercaba.Aquello daría lugar a una llamada al

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despacho del director y todo lo quevenía detrás. Pero le comprenderían.Tres con tres varas.

Estaba… desesperado.No estaba desesperado en absoluto.

Al contrario, sentía una especie detranquilidad a pesar del miedo, ahoraque se había decidido.

Podían apalearle, sólo eso le dabamotivos suficientes para estampar lapiedra en la asquerosa cara de Tomas.

Jonny y Micke se acercaron. Jonnyle dio a Oskar tal latigazo en el musloque éste se dobló de dolor. Micke fuepor detrás y le inmovilizó los brazos.

No.

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Ya no podía tirar. Jonny lepropinaba latigazos en las piernashaciendo cimbrear la vara en el airecomo Robin Hood en la película;golpeaba de nuevo.

Las piernas de Oskar ardían. Seretorció en los brazos de Micke, pero noconsiguió escapar. Se le llenaron losojos de lágrimas. Gritó. Jonny lesacudió un último latigazo que rozó laspiernas de Micke y éste gritó:

—¡Joder, ten cuidado! —pero sinsoltar a su presa.

Una lágrima resbaló por la mejillade Oskar. ¡No era justo! Ya habíarecogido las piedras, se había

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humillado. ¿Por qué tenían que seguirhaciéndole daño?

La piedra, que había tenido apretadatodo el tiempo en la mano, cayó al sueloy él empezó a llorar de veras.

Con voz compasiva dijo Jonny:—El Cerdo llora.Jonny parecía satisfecho. Listo por

esta vez. Le hizo una seña a Micke paraque lo soltara. Oskar se estremecía porel llanto, por el dolor en las piernas.Tenía los ojos arrasados de lágrimascuando levantó la vista hacia ellos y oyóla voz de Tomas:

—¿Y yo qué?Micke volvió a sujetar los brazos de

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Oskar y, a través de la niebla que lecubría los ojos, éste vio cómo Tomas seacercaba a él. Sorbiéndose los mocos lerogó:

—Déjalo. Por favor.Tomas levantó su vara y golpeó.

Sólo una vez. La cara de Oskar estalló yse retorció con tanta fuerza que a Mickese le soltó —o le soltó— y dijo:

—Joder, Tomas. Eso ya es…Jonny parecía enfadado.—Ahora ya puedes ir tú a hablar con

su madre.Oskar no oyó qué contestó Tomas. Si

es que contestó algo.Sus voces desaparecieron a lo lejos,

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lo dejaron tirado. La mejilla izquierda leardía. La arena estaba fría y refrescabasus piernas abrasadas. Quería poner lamejilla también contra la arena, perocomprendió que no debía.

Permaneció tanto tiempo así queempezó a sentir frío. Entonces selevantó, se tocó con cuidado la mejilla.Los dedos se le llenaron de sangre.

Fue a los aseos del patio, se miró enel espejo. Su mejilla estaba hinchada ycubierta de sangre medio reseca. Tomastenía que haber golpeado con todas susfuerzas. Se lavó la cara y volvió amirarse. La herida había dejado desangrar, no era profunda. Pero le

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cruzaba casi toda la mejilla.Mamá. ¿Qué le voy a decir?La verdad. Necesitaba consuelo. En

una hora, su madre llegaría a casa.Entonces le iba a contar lo que le habíanhecho, ella se iba a poner totalmentefuera de sí y lo iba a abrazar y abrazar, yél se hundiría en su regazo, en su llanto,y llorarían juntos.

Luego ella llamaría a la madre deTomas.

Llamaría a la madre de Tomas ydiscutirían y después su madre lloraríapor lo mala que era la madre de Tomas,y después… La clase de trabajosmanuales.

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Había ocurrido un accidente en laclase de trabajos manuales. No.Entonces puede que llamara al profesor.

Oskar observó la herida en elespejo. ¿Cómo podría haberse hechoalgo así? Se había caído por la escaleradel tobogán. Eso, bien mirado, no sesostenía, pero su madre probablementequerría creerlo. De todos modos iba asentir lástima y lo iba a consolar. Laescalera del tobogán.

Sintió frío en los pantalones. Se losdesabrochó y miró. Los calzoncillosestaban totalmente mojados. Sacó subola del pis y la enjuagó. Estaba a puntode volver a colocarla en los calzoncillos

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mojados, pero se detuvo mirándose en elespejo.

Oskar. Éste es… Oooskar.Levantó la bola del pis aclarada, se

la puso en la nariz. Como una nariz depayaso. La bola amarilla y la herida rojade la mejilla. Abrió desmesuradamentelos ojos, intentando parecer un loco. Sí.Parecía bastante desagradable. Hablócon el payaso del espejo:

—Se acabó. Ya es suficiente. ¿Looyes? Ya basta.

El payaso no contestó.—No voy a aceptar esto. Ni una vez

más, ¿lo oyes? La voz de Oskarretumbaba en las cabinas vacías.

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—¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy ahacer? ¿A ti qué te parece? Torció elrostro en una mueca que estiró lamejilla, distorsionó la voz haciéndolatan ronca y oscura como pudo. Habló elpayaso:

—… mátalos… mátalos…mátalos…

Oskar sintió un escalofrío. Esto erade veras un poco desagradable. Sonabade verdad como otra voz, y la cara delespejo no era la suya. Se quitó la boladel pis de la nariz, la metió en loscalzoncillos.

El árbol.No es que creyera en aquello

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realmente, pero… iba a acuchillar elárbol. Quizá. Quizá. Si de verdad seconcentraba, entonces… Quizá.

Oskar recogió su cartera y seapresuró a ir a casa, llenando su cabezade imágenes maravillosas.

Tomas sentado frente a suordenador cuando siente el primergolpe. No entiende de dónde le llega.Se tambalea hasta la cocina con lasangre saliéndole a borbotones delestómago: «Mamá, mamá, alguien meclava un cuchillo».

La madre de Tomas estaría allí depie. La madre de Tomas, que siempredefendía a Tomas hiciera lo que hiciese.

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Estaría allí de pie. Aterrada. Mientraslas cuchilladas seguían agujereando elcuerpo de su hijo.

Tomas cae en el suelo de la cocinaen medio de un charco de sangre,«mamá… mamá…», mientras elcuchillo invisible le abre el vientre ylas tripas se desparraman por el suelode linóleo.

No es que funcionara de esa manera.

Pero eso qué más daba.El piso apestaba a pis de gato.Giselle estaba en sus rodillas

ronroneando. Bibi y Beatrice rodabanjuntas por el suelo. Manfred estaba

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sentado como de costumbre, con elhocico pegado a la ventana, mientrasque Gustaf trataba de acaparar laatención de Manfred hundiéndole lacabeza en el costado.

Måns, Tufs y Cleopatra estabanechados holgazaneando en la butaca;Tufs hurgaba con las patas en unos hilossueltos. Karl-Oskar intentaba saltar a larepisa de la ventana, pero falló y cayóde culo en el suelo. Era ciego de un ojo.

Lurvis estaba tumbado en el pasilloal acecho del buzón de la puerta,dispuesto a saltar y arañar si llegabaalgo de propaganda. Vendela estaba enel estante de la entrada mirando a

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Lurvis; su deformada pata derechadelantera colgaba entre las barras, sesobresaltaba de vez en cuando.

Algunos gatos estaban en la cocinacomiendo u holgazaneando en la mesa yen las sillas. Cinco permanecíanechados en la cama en el dormitorio.Algunos otros tenían su sitio preferidoen armarios y cajones que habíanaprendido a abrir ellos solos.

Desde que Gösta no dejaba salirfuera a los gatos, por presiones de losvecinos, no entraba material genéticonuevo. La mayoría de los gatitos nacíanmuertos o tenían deformaciones tangraves que morían después de un par de

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días. Más de la mitad de los veintiochogatos que vivían en el piso de Göstatenían algún defecto. Eran ciegos osordos o les faltaban los dientes o teníanalgún problema de movimiento.

Él los quería a todos.Gösta estaba rascando a Giselle

detrás de la oreja.—Síí… mi pequeña… ¿qué vamos a

hacer? ¿No lo sabes? No, yo tampoco.Pero tendremos que hacer algo, ¿no?Uno no puede quedarse así, sin hacernada. Era Jocke. Yo lo conocía. Y ahoraestá muerto. Pero no lo sabe nadie.Porque no han visto lo que yo he visto.¿Lo viste tú?

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Gösta agachó la cabeza, susurró:—Era un niño. Lo vi cuando llegaba

por ahí abajo, por el camino. Estuvoesperando a Jocke bajo el puente. Élentró… y no volvió a salir. Después,por la mañana, había desaparecido. Peroestá muerto. Lo sé.

»¿Qué?»Yo no puedo ir a la policía. Me

van a preguntar. Habrá un montón depersonas y me van a hacer preguntas…por qué no he dicho nada. Me van aponer un foco de ésos en la cara.

»Ya han pasado tres días. O cuatro.No sé. ¿Qué día es hoy? Van a hacerpreguntas. No puedo hacerlo.

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»Pero algo tendremos que hacer.»¿Qué hacemos?

Giselle le miraba. Luego empezó alamerle la mano.

Cuando Oskar llegó a casa desde elbosque, el cuchillo estaba manchado devirutas viejas. Lo lavó bajo el grifo dela cocina y lo secó con una toalla quedespués remojó con agua fría, laescurrió y se la puso en la mejilla.

Su madre iba a llegar de un momentoa otro. Tenía que salir un rato,necesitaba un poco más de tiempo —tenía aún el nudo en la garganta, laspiernas le escocían—. Buscó las llaves

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en el armario de la cocina, escribió unanota: «Vuelvo enseguida. Oskar». Luegopuso el cuchillo en su sitio y bajó alsótano. Abrió la pesada puerta y sedeslizó dentro.

Olor a sótano. Le gustaba. Un olorconfortable a madera, a cosas viejas y aespacio cerrado. Algo de luz se filtrabapor una ventana a ras de la calle y laoscuridad sugería secretos de sótano,tesoros ocultos.

A su izquierda había un pasilloalargado que tenía cuatro trasteros. Lasparedes y las puertas eran de madera;las puertas, cerradas con candados máso menos grandes. Una de ellas tenía el

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candado reforzado; alguien a quienhabían robado.

En la pared más alejada del pasilloponía «BESO» escrito con rotulador. LaS estaba escrita como si fuera una Z, alrevés.

Lo más interesante estaba en el otroextremo: el cuarto de la basura. AllíOskar había encontrado un globoterráqueo con su bombilla y todo queahora estaba en su habitación, tambiénunos cuantos ejemplares viejos de ElIncreíble Hulk. Y más cosas.

Pero hoy no había casi nada. Debíande haberlo vaciado recientemente. Unospocos periódicos, algunas carpetas en

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las que ponía «inglés» y «sueco».Carpetas ya tenía más que suficientes.Hacía unos años había salvado unacaterva de ellas de los contenedores deal lado de la imprenta.

Siguió hasta llegar al sótano delsiguiente portal, el de Tommy. Abrió lapuerta y entró. Aquel sótano olíadiferente: un vago aroma a pintura o adisolvente.

Allí estaba también el refugio aéreodel edificio. Sólo había entrado en éluna vez, hacía tres años, cuando loschicos mayores organizaron allí un clubde boxeo. Una tarde, pudo acompañar aTommy como espectador. Los chicos se

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golpeaban unos a otros con los guantesde boxeo puestos y Oskar se asustó unpoco. Berridos y sudor, los cuerpostensos y concentrados, el sonido de losgolpes absorbido por las gruesasparedes de cemento. Después, alguienresultó herido o algo así y el volante quese giraba para descorrer los cerrojos dela puerta de hierro había sido bloqueadocon cadenas y candado. Se acabó elboxeo.

Oskar encendió la luz y fue hasta elrefugio. Si venían los rusos, quitarían elcandado.

Si no han perdido la llave.Estaba frente a la maciza puerta y se

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le ocurrió este pensamiento: quealguien… algo estaba encerrado allí.Que por eso había cadenas y candados.Un monstruo.

Escuchó. Sonidos lejanos de lacalle, de personas que hacían cosas enlos pisos de arriba. Le gustabarealmente el sótano. Uno estaba como enun mundo diferente al mismo tiempo quesabía que el otro mundo estaba ahí fuera,arriba, cuando uno lo necesitara. Peroaquí abajo reinaba el silencio y nollegaba nadie a decirle cosas, a hacerlecosas. A mandarle cosas.

Enfrente del refugio estaba el localdel Club del Sótano. Territorio

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prohibido.No tenían cerradura, por cierto, pero

eso no significaba que cualquierapudiera entrar allí. Aspiróprofundamente y abrió la puerta.

No había gran cosa en aquel trastero.Un sofá viejo y una butaca igual devieja. Una alfombra en el suelo. Unacómoda con la pintura desconchada.Desde la bombilla del pasillo salía uncable conectado de forma clandestinahasta la bombilla pelada que colgaba enel techo. Estaba apagada.

Había estado aquí un par de vecesantes y sabía que para encender labombilla no había más que enroscarla.

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Pero no se atrevía. La luz que se filtrabapor los resquicios de las tablas era másque suficiente. El corazón le latía cadavez más deprisa. Si le pillaban aquí leiban a…

¿Qué? No sé. Eso es lo terrible.Pegarme no, pero…

Se puso de rodillas en la alfombra,levantó uno de los cojines del sofá.Debajo había un par de tubos depegamento y un rollo de bolsas deplástico, un envase de gas paraencendedores. Debajo del cojín de laotra esquina había revistas porno.Algunos ejemplares viejos de Lektyr yFib Aktuellt.

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Cogió un Lektyr y se acercó un pocohacia la puerta, donde había más luz.Todavía de rodillas puso la revista en elsuelo delante de él, la hojeó. Sentía laboca seca. La mujer de la foto estabaechada en una hamaca y no llevaba másque unos zapatos de tacón. Se apretabalos pechos y tenía los labios abultados.Tenía las piernas abiertas y en medio dela mata de pelo entre sus muslosaparecía una franja de carne rosa conuna hendidura en el medio.

¿Cómo entra uno ahí?Conocía la palabra por comentarios

que había oído, pintadas que habíaleído. Coño. Agujero.

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Labios menores. Pero eso no era unagujero. Sólo esa hendidura. Habíantenido educación sexual en la escuela ysabía que tenía que haber un… túneldesde el coño hacia dentro. ¿Pero en quédirección? Todo recto o hacia arribao… no se podía ver.

Siguió hojeando. Relatos de lospropios lectores. Una piscina. Uncompartimento en el cuarto decambiarse de las chicas. Los pezones sepusieron rígidos bajo el traje de baño.La polla golpeaba como un martillodentro del bañador. Ella se agarró alos colgadores y volvió su culito haciamí, se restregó: «Tómame, tómame

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ahora».¿Aquello sucedía todo el tiempo, a

puerta cerrada, en los sitios donde unolo veía?

Había empezado una nueva historiasobre una reunión familiar que habíatomado un rumbo inesperado cuando oyóabrirse la puerta del sótano. Cerró larevista, la puso en su sitio debajo delcojín y no supo qué hacer consigomismo. Se le hizo un nudo en lagarganta, no se atrevía ni a respirar.Pasos en el pasillo.

Oh Dios mío, no los dejes venir. Nolos dejes venir.

Se abrazó desesperadamente las

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rótulas, apretando los dientes hastahacerse daño en las mandíbulas. Lapuerta se abrió. Fuera estaba Tommyguiñándole un ojo.

—¿Pero qué cojones?Oskar quería decir algo, pero tenía

las mandíbulas bloqueadas. Siguió allíde rodillas en medio de la alfombra a laluz de la puerta, haciendo esfuerzos paratomar aire por la nariz.

—¿Qué cojones haces aquí? ¿Y quéhas hecho?

Sin mover apenas las mandíbulas,Oskar logró decir:

—… nada.Tommy entró en el trastero, se

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inclinó sobre él.—En la mejilla, me refiero. ¿Qué te

has hecho ahí?—Yo… nada.Tommy meneó la cabeza, enroscó la

bombilla hasta que se encendió la luz ycerró la puerta. Oskar se puso de pie enmedio de la habitación con los brazosrígidos a lo largo del cuerpo, sin saberqué hacer. Dio un paso hacia la puerta.Tommy se dejó caer en la butaca con unsuspiro, señaló el sofá.

—Siéntate.Oskar se sentó en el cojín de en

medio, en el que no había nada debajo.Tommy permaneció en silencio unos

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instantes observándolo. Luego dijo:—Bueno. Cuéntamelo entonces.—¿El qué?—Lo que te ha pasado en la mejilla.—… yo… sólo…—Te ha pegado alguien, ¿no? ¿No?—… sí…—¿Por qué?—No lo sé.—¿Cómo? ¿Sólo te pegan, sin

motivo?—Sí.Tommy asintió con la cabeza,

recogió algunos hilos sueltos queestaban colgando de la butaca. Sacó unacaja de tabaco en pasta y se puso una

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bolsita bajo el labio superior, le tendióla caja a Oskar.

—¿Quieres?Oskar negó con la cabeza. Tommy se

volvió a guardar la caja, colocó bien labolsita con la lengua y se echó haciaatrás en la butaca, se puso las manosentrelazadas sobre el estómago.

—Bueno. ¿Y entonces qué estáshaciendo aquí?

—No, sólo iba a…—¿Mirar tías? ¿Eh? Porque tú no

esnifas. Ven aquí. Oskar se levantó, seacercó a Tommy.

—Acércate más. Échame el aliento.Oskar hizo lo que le mandó y

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Tommy asintió, señalando el sofá le dijoOskar que se sentara otra vez.

—Tienes que mandar a la mierdaesto, ¿me oyes?

—Yo no he…—No, no lo has hecho. Pero tienes

que mandarlo a la mierda, ¿me oyes? Noes bueno. La pasta de tabaco es buena.Pruébala. —Hizo una pausa—. Bueno.¿Vas a estar ahí toda la tardemirándome? —Hizo un gesto hacia elcojín que tenía Oskar al lado—. ¿No vasa leer un poco más?

Oskar negó con la cabeza.—Bueno, hombre. Pues vete a casa

entonces. Los otros están a punto de

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llegar y no se alegrarán de encontrarte ati aquí. Venga, vete a casa.

Oskar se levantó.—Y esto… —Tommy le miraba,

meneando la cabeza, lanzó un suspiro—.No, no era nada. Vete a casa ahora. Novengas aquí más. Oskar asintió, abrió lapuerta. Allí se detuvo.

—Perdón.—Está bien. Sólo que no vengas más

aquí. Oye, otra cosa: ¿el dinero?—Lo tendré mañana.—Vale. Otra cosa. Te he conseguido

una cinta con Destroyer y Unmasked.Sube a buscarla algún día.

Oskar asintió. Notó cómo le crecía

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el nudo en la garganta. Si se quedaba unpoco más iba a empezar a llorar. Asíque sólo susurró:

—Gracias —y se fue.Tommy siguió sentado en su butaca,

absorbiendo el tabaco y mirando laspelusas que se amontonaban debajo delsofá. Sin remedio.

Oskar seguiría cobrando hasta queterminara noveno. Era el típico. ATommy le habría gustado hacer algo,pero una vez que ha empezado no haymanera de pararlo. Nada que hacer.

Sacó un encendedor del bolsillo, selo puso en la boca y dejó salir el gas.

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Cuando empezó a notar el frío en elpaladar retiró el encendedor, loencendió y expulsó el aire.

Una bocanada de fuego en la cara.No le hizo gracia. Se sentía inquieto; selevantó y dio algunos pasos por laalfombra. Las pelusas se arremolinabana su paso.

¿Qué cojones hace uno?Midió los pasos de la alfombra,

imaginando que era una cárcel. Uno nosale. Donde te han sentado, ahí tequedas, bla, bla. Blackeberg. Deberíalargarse de aquí, hacerse… marinero oalgo. Lo que fuera.

Fregar la cubierta, seguir la ruta

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de Cuba, hola y adiós.Había un cepillo que no se usaba

casi nunca apoyado contra la pared. Locogió, empezó a barrer. El polvo leentraba por la nariz. Cuando habíabarrido un poco se dio cuenta de que nohabía ningún recogedor. Barrió elmontón del polvo debajo del sofá.

Mejor un poco de mierda en unrincón que un puro infierno.

Hojeó una revista porno, la volvió adejar en su sitio. Dio vueltas a subufanda alrededor del cuello y tiró hastaque sintió que la cabeza le iba a estallar.Soltó. Se levantó, dio unos pasos por la

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alfombra. Cayó de rodillas, rezando.A las cinco y media llegaron Robban

y Lasse. Tommy se encontraba entoncesrecostado en la butaca como si nohubiera ningún problema en el mundo.Lasse se mordía los labios, parecíanervioso. Robban sonrió con coñadando unas palmaditas a Lasse en laespalda.

—Lasse necesita otro radiocasete.Tommy alzó las cejas.—¿Eso por qué?—Lasse, cuéntaselo.Lasse resopló, no se atrevía a mirar

a Tommy a los ojos.—Esto… es un chico del trabajo…

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—¿Que quiere comprar?—Mmm.Tommy se encogió de hombros, se

levantó de la butaca y rebuscó la llavedel refugio en el relleno. Robbanparecía decepcionado, había contadocon una buena bronca, pero Tommypasaba. Lasse podía gritar: ¡SEVENDEN OBJETOS ROBADOS! enlos altavoces del trabajo si quería. Nopasaba nada.

Tommy apartó a Robban y salió alpasillo, abrió el candado, sacó lacadena de la rueda y se la tiró a Robban.La cadena resbaló en las manos deRobban y chirrió contra el suelo.

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—¿Qué te pasa? ¿Estás picado oqué?

Tommy meneó la cabeza, giró larueda y empujó la puerta. El tubofluorescente del refugio estaba roto,pero la luz que llegaba del pasillo erasuficiente para ver las cajas de cartónapiladas a lo largo de una de lasparedes. Tommy sacó una caja con unradiocasete y se la dio a Lasse.

—Que te diviertas.Lasse miró indeciso a Robban, como

para que le ayudara a interpretar elcomportamiento de Tommy. Robbanhizo una mueca que podía significarcualquier cosa; se volvió hacia Tommy,

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que estaba cerrando de nuevo.—¿Has oído algo más de Staffan?—No —Tommy hizo chascar el

candado y lanzó un suspiro—. Mañanairé a su casa a comer. Ya veremos.

—¿A comer?—Sí. ¿Qué pasa?—No, nada. Yo creía que los

maderos iban a base de… gasolina oalgo así.

Lasse respiró aliviado, contento deque la tensión en el ambiente se hubieraaligerado.

—Gasolina…Había mentido a su madre. Y ella le

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había creído. Ahora estaba echado en lacama y se sentía mal.

Oskar. Ése del espejo. ¿Quién era?Le pasan un montón de cosas. Cosasmalas. Cosas buenas. Cosas raras. Pero¿quién es? Jonny lo mira y ve al Cerdoal que tiene que pegar. Su madre lo miray ve su Corazón mío al que nada malopuede ocurrirle.

Eli lo mira y ve… ¿qué ve?Oskar se volvió hacia la pared,

hacia Eli. Las dos figuras mirabanescondidas entre el ramaje. Tenía aún lamejilla dolorida e hinchada, habíaempezado a hacerse una costra en laherida. ¿Qué le iba a decir a Eli si salía

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aquella tarde?Estaba relacionado. Lo que le iba a

decir dependía de lo que él fuera paraella. Eli era nueva para él y por esotenía la posibilidad de ser otro, dedecirle cosas diferentes de las que decíaa los demás.

¿Cómo hace uno en realidad?¿Para conseguir gustarle a otro?

El reloj que había sobre el escritoriomarcaba las siete y cuarto. Miró elramaje intentando encontrar nuevasfiguras: había encontrado un duendecillocon el sombrero apuntado y un troll bocaabajo cuando se oyeron unos golpecitosen la pared.

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Toc-toc-toc.Unos golpes suaves. Él contestó

golpeando. Toc-toc-toc.Esperó. Tras un par de segundos,

nuevos golpes. Toc-toctoctoc-toc.Él completó los dos que faltaban:

toc-toc. Esperó. No hubo más golpes.Cogió el papel con el alfabeto

Morse, se puso la cazadora, dijo adiós asu madre y bajó al parque. No habíaalcanzado a dar más que unos pasoscuando se abrió el portal de Eli y éstasalió. Llevaba unas deportivas,vaqueros y una sudadera negra en la queponía Star Wars con letras plateadas.

Primero pensó que se trataba de su

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propia sudadera; él tenía unaexactamente igual y la había llevadopuesta hacía dos días, estaba en el cestopara lavar. ¿Había ido ella y se habíacomprado una igual sólo porque él latenía?

—Hei.Oskar abrió la boca para soltar el

«hola» que llevaba preparado, pero lacerró. La volvió a abrir para decir«Hei», se arrepintió y dijo «Hola» detodas formas.

Eli frunció el ceño.—¿Qué te ha pasado en la mejilla?—Bueno, me he… caído.Oskar siguió bajando hacia el

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parque, Eli lo seguía. Pasó por delantedel tobogán, se sentó en un columpio.Eli se sentó en el de al lado. Secolumpiaron en silencio un rato.

—Te lo ha hecho alguien, ¿verdad?Oskar se columpió otro poco.—Sí.—¿Quién?—Unos… compañeros.—¿Compañeros?—Unos de mi clase.Oskar se impulsó con fuerza, cambió

de tema.—¿A qué escuela vas tú?—Oskar.—¿Sí?

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—Para un poco.Paró con los pies, se quedó mirando

al suelo.—Sí, ¿qué pasa?—Tú…Ella alargó el brazo, le cogió la

mano, y él se paró del todo y miró a Eli.Su cara apenas era una silueta contra laventana iluminada que había detrás deella. Naturalmente no eran más quefiguraciones suyas, pero le parecía quelos ojos de Eli lucían. De todos modoseran lo único que podía ver claramentede su cara.

Con la otra mano le tocó la herida, ylo extraño ocurrió. Alguien, una persona

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mucho más mayor y más dura que ella seabrió paso desde su interior. Unescalofrío le recorrió a Oskar laespalda, como si hubiera mordido unhelado de hielo.

—Oskar. No les dejes. ¿Me oyes?No les dejes.

—… No.—Tienes que devolvérsela. Nunca

se la has devuelto, ¿verdad?—No.—Empieza ahora. Devuélvesela.

Fuerte.—Son tres.—Entonces tienes que darles más

fuerte. Usa un arma.

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—Sí.—Piedras, palos. Dales más de lo

que en realidad eres capaz. Entonces lodejarán.

—¿Y si no lo dejan?—Tienes un cuchillo.Oskar tragó saliva. En ese momento,

con la mano de Eli en la suya, con lacara de ella delante, todo parecía muyclaro. Pero ¿y si empezaban a hacercosa peores cuando él opusieraresistencia?, ¿y si ellos…?

—Sí. Pero si ellos…—Entonces yo te ayudaré.—¿Tú? Pero si eres…—Puedo, Oskar. Eso… puedo.

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Eli apretó la mano de Oskar. Él ledevolvió el apretón, asintiendo. Pero elapretón de Eli se volvió más fuerte. Tanfuerte que hacía un poco de daño.

Qué fuerte es.Eli aflojó la mano y él sacó el papel

que había escrito en la escuela, alisó losdobleces y se lo dio. Eli levantó lascejas.

—¿Qué es?—Ven, vamos a la luz.—No, si veo. ¿Pero qué es?—El alfabeto Morse.—Sí, sí. Claro. Qué pasada.Oskar contestó con una risita. Ella lo

había dicho tan, tan… ¿cómo se dice?…

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forzada. Aquella palabra como que nopegaba en su boca.

—Pensé… así podemos… hablarmás a través de la pared.

Eli asintió. Parecía como siestuviera pensando qué responder.Luego dijo:

—Es divertido.—¿Muy divertido?—Sí. Muy divertido. Muy divertido.—Eres un poco rara, ¿lo sabes?—¿Soy rara?—Sí. Pero está bien.—Entonces tendrás que enseñarme

lo que tengo que hacer. Para no ser rara.—Sí. ¿Quieres ver una cosa? Eli

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asintió.Oskar hizo su número especial. Se

sentó en el columpio donde había estadoantes, se dio impulso con fuerza. Concada vuelta, con cada milímetro queganaba en altura, crecía en su pecho lasensación de libertad.

Las ventanas iluminadas pasabanante sus ojos como trazos de coloresbrillantes y se columpiaba más y másalto. No siempre le salía su númeroespecial, pero ahora lo iba a conseguirporque se sentía ligero como una plumay casi podía volar.

Cuando el columpio había llegadoya tan arriba que las cadenas empezaban

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a aflojarse para volver a dar un tirón,tensó todo el cuerpo. El columpio fuehacia atrás una vez más y, en el puntomás alto de la siguiente vuelta, soltó lascadenas e impulsó las piernas haciaarriba y hacia delante lo más fuerte quepudo. Las piernas dieron media vueltaen el aire y aterrizó con los pies,agachándose de manera que el columpiono le diera en la cabeza. Después selevantó y alzó los brazos. Perfecto.

Eli aplaudió, gritó:—¡Bravo!Oskar cogió el columpio, que aún se

movía, lo paró y se sentó. Una vez másagradeció que la oscuridad ocultara una

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sonrisa de triunfo que no podía reprimir,aunque le dolía la herida. Eli dejó deaplaudir, pero la sonrisa permaneció.

Las cosas iban a cambiar a partir deahora. Claro que no se puede matargente dando cuchilladas a un árbol. Esoya lo sabía él.

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Jueves 29 de Octubre

Håkan estaba sentado en el estrechopasillo con las rodillas flexionadas demanera que los talones le rozaban elculo y la barbilla quedaba apoyada enlas rodillas, escuchando el chapoteo delagua en el cuarto de baño. Los celoseran una serpiente gorda y blanca en supecho. Se revolvía despacio, limpiacomo la inocencia e infantilmente clara.

Prescindible. Él era… prescindible.Ayer por la tarde se encontraba

echado en su cama con la ventanaentreabierta. Oyó cómo Eli se despedíade ese tal Oskar. Sus voces claras, sus

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risas. Una… ligereza que él nuncapodría conseguir. Él era siempre laresponsabilidad pesada, la exigencia, eldeseo.

Había creído que su amada eraigual. Se había asomado a los ojos deEli y había visto la sabiduría de unapersona anciana, y la indiferencia. Alprincipio eso le asustó. Los ojos deSamuel Beckett en la cara de AudreyHepburn. Luego le había dadoseguridad.

Era la mejor relación imaginable. Elcuerpo joven y bello que aportababelleza a su vida al mismo tiempo que lelibraba del compromiso. No era él quien

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decidía. Y no tenía que sentirse culpablepor su deseo: su amada era mayor queél. Ninguna niña. Eso creía.

Pero desde que empezó esto conOskar había pasado algo. Una…regresión. Eli se comportaba cada vezmás como la niña que parecía; habíaempezado a contonear el cuerpo, autilizar expresiones infantiles, palabras.Quería jugar. Esconder la llave. Lanoche anterior habían estado jugando aesconder la llave. Eli se había enfadadoporque Håkan no mostraba el entusiasmoque el juego exigía, después habíaintentado hacerle cosquillas para que seriera. Él había disfrutado del

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tocamiento.Era atractiva, naturalmente. Aquella

alegría, esa… vida. Al tiempo que leintimidaba, porque se alejaba de sumanera de ser. Nunca había estado tancachondo y asustado como desde que seconocieron.

La noche anterior, su amada se habíaencerrado en la habitación de Håkanpara pasarse media hora echada en lacama dando golpecitos en la pared.Cuando éste pudo entrar de nuevo en elcuarto vio un papel lleno de signossujeto con celo sobre su cama. El códigoMorse.

Al acostarse, tuvo la tentación de

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golpear él mismo un mensaje paraOskar. Algo acerca de lo que Elirealmente era. Pero en vez de eso copióel código en un papel, para poderdescifrar lo que se dijeran en el futuro.

Håkan inclinó la cabeza, apoyó lafrente en las rodillas. El chapoteo dentrodel cuarto de baño había terminado.Aquello no podía seguir así. Estaba apunto de explotar. De ganas, de celos.

La cerradura del cuarto de baño segiró y se abrió la puerta. Eli apareciódelante de él totalmente desnuda.Limpia.

—¿Estás aquí sentado?—Sí. Estás muy guapa.

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—Gracias.—¿Puedes darte la vuelta?—¿Por qué?—Porque… yo quiero.—Pero yo no. ¿Puedes apartarte un

poco?—A lo mejor digo algo… si lo

haces.Eli miró a Håkan, indecisa. Luego se

dio media vuelta, se quedó de espaldasa él.

A Håkan se le agolpaba la saliva enla boca, tragó. Miró. Una sensaciónfísica de cómo los ojos devoraban loque tenían ante sí. Lo más bello quehabía. A un brazo de distancia.

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Infinitamente lejos.—¿Tienes… hambre?Eli se volvió de nuevo.—Sí.—Lo voy a hacer. Pero quiero algo a

cambio.—Tú dirás.—Una noche. Quiero una noche.—Sí.—¿La tendré?—Sí.—¿Acostarme contigo? ¿Tocarte?—Sí.—¿Puedo…?—No. Sólo eso. Pero eso sí.—Entonces lo hago. Esta noche.

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Eli se agachó junto a él. A Håkan leardían las palmas de las manos. Queríaacariciarla. No podía. Esa noche. Eli,mirando fijamente al techo, dijo:

—Gracias. Pero piensa si alguien…ese retrato del periódico… hay personasque saben que vives aquí.

—He pensado en ello.—Si viniera alguien aquí por el

día… cuando yo descanso…—Te digo que he pensado en ello.—¿Y…?Håkan cogió a Eli de la mano, se

levantó y fue a la cocina, abrió ladespensa, sacó un tarro de confitura conla tapa de cristal. Un líquido

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transparente llenaba la mitad del frasco.Le explicó lo que había pensado. Elinegó vehementemente con la cabeza.

—No puedes hacer eso.

—Claro que puedo. ¿Entiendesahora cuánto… me preocupo por ti?

Cuando Håkan se preparó para salir,puso el tarro de confitura en la bolsajunto con los demás utensilios. Eli,mientras tanto, se había vestido y estabaesperando en la entrada cuando Håkansalió, se inclinó y le dio un beso en lamejilla. Håkan pestañeó y se quedó unrato mirando a Eli.

Estoy perdido.

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Después se fue a su tarea.Morgan se estaba zampando sus

cuatro delicias de una en una sin mostrarapenas interés por el arroz que tenía allado en un cuenco. Lacke, inclinándosehacia delante, le dijo en voz baja:

—Oye, ¿puedo coger el arroz?—Joder. ¿Quieres también la salsa?—No. Pongo un poco de soja, sólo.Larry, que observaba por encima del

periódico, hizo una mueca cuando Lackecogió el cuenco de arroz y le puso sojadel frasco con un glu, glu, glu y empezóa comer como si no hubiera vistocomida antes. Larry hizo un gestoseñalando el montón de gambas fritas

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del plato de Morgan.—Podrías invitar.—Sí, claro. Sorry. ¿Qué quieres, una

gamba?—No, tengo mal el estómago. Pero

igual Lacke.—¿Quieres una gamba, Lacke?Lacke asintió y le alargó el cuenco

del arroz. Morgan puso dos gambasfritas con ademán ostentoso. Como siinsistiera. Lacke le dio las gracias yatacó las gambas.

Morgan refunfuñaba y meneaba lacabeza. Lacke no era el mismo desdeque Jocke desapareció. Ya soplaba másde la cuenta antes, pero ahora bebía

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todavía más y no le quedaba ni uncéntimo para comida. Era de veras rarolo de Jocke, pero tampoco como parahundirse totalmente en la miseria de esamanera. Jocke llevaba ya cuatro díasdesaparecido, pero ¿quién sabía? Podíahaber encontrado a una tía y haberselargado a Tahití, cualquier cosa. Yaaparecería.

Larry dejó el periódico, se colocólas gafas de leer en la cabeza yrestregándose los ojos dijo:

—¿Vosotros sabéis dónde hayrefugios?

Morgan sonrió burlón.—¿Qué pasa? ¿Estás pensando en

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hibernar, o qué?—No, por lo del submarino. Por si

se produjera una invasión a gran escala.—Te puedes venir al nuestro. Estuve

allí abajo mirando cuando vino un tipode la defensa de no sé qué que tenía quehacer un inventario, hace dos años.Máscaras de gas, conservas, mesas deping-pong y demás. Muerto de risa.

—¿Mesas de ping-pong?—Pues claro, ¿no lo sabes? Cuando

los rusos entren en el país no tenemosmás que decir: «Alto ahí, chicos,deponed las kalashnikoffnas, esto lovamos a zanjar mejor con un partido deping-pong». Que se queden ahí los

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generales tirándose pelotas picadas losunos a los otros.

—¿Los rusos juegan al ping-pong?—No. Los tenemos en un puño. A lo

mejor recuperamos todo el Báltico.Lacke se limpió con exagerada

minuciosidad los labios con la servilletay dijo:

—Es raro, de todas formas. Morganencendió un John Silver.

—¿El qué?—Lo de Jocke. Siempre solía

decirlo si se iba a alguna parte.Vosotros lo sabéis. Si se iba a ir a casade su hermano, ahí en Väddö, lo contabacomo una cosa grande. Empezaba a

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hablar de ello una semana antes. Lo quese iba a llevar, lo que iban a hacer.

Larry puso la mano en el hombro deLacke.

—Hablas de él en pretérito.—¿Qué? Sí. Es que creo realmente

que le ha pasado algo. Eso creo yo.Morgan dio un buen trago de

cerveza, eructó.—Tú crees que está muerto.Lacke se encogió de hombros y miró

buscando apoyo a Larry, que estabaobservando el dibujo de las servilletas.Morgan negó con la cabeza.

—No. Nos habríamos enterado. Esofue lo que dijo la pasma cuando

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estuvieron allí abriendo la puerta, que tellamarían si sabían algo. No es que yoconfíe en la pasma, pero… alguiendebería de haber oído algo.

—Jocke habría llamado.—Pero Dios mío, ¿estáis casados o

qué? No te preocupes. Pronto aparecerá.Con flores y bombones y prometiendono volver a hacerlo nuuunca más.

Lacke asintió resignado y dio unsorbito a la cerveza a la que le habíainvitado Larry con la promesa de hacerlo mismo cuando le vinieran mejoresrachas. Dos días más, como mucho.Luego empezaría a buscar por su cuenta.

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Llamar al hospital, al depósito decadáveres y todo lo que se pudierahacer. Uno no abandona a su mejoramigo. Estuviera enfermo o muerto o loque fuera. Uno no lo deja en la estacada.

Eran las siete y media y Håkanestaba empezando a ponerse nervioso.Había estado deambulando por losalrededores del instituto NuevosElementos y del polideportivo deVällingby, por donde se movían losjóvenes. Era hora de entrenamientos y lapiscina abría hasta tarde, así que nofaltaban posibles víctimas. El problemaestaba en que la mayoría iba en grupos.Había oído un comentario de una chica,

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que iba con otras dos, acerca de que sumadre «todavía estaba totalmentehistérica por lo del asesino».

Claro está que podía haber ido máslejos, a algún sitio donde sus anterioresactuaciones no estuvieran tan presentes,pero entonces corría el riesgo de que lasangre se estropeara antes de llegar acasa. Ya que iba a hacerlo, quería dar asu amada lo mejor. Y cuanto más fresca,cuanto más próxima a la fuente, másbuena. Eso le había dicho.

La noche anterior había caído unabuena helada y hacía frío de verdad,bajo cero, por eso no llamaba mucho laatención el hecho de que llevara un

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pasamontañas con aberturas para losojos y la boca que le ocultaba la cara.

Pero no podía andar dando vueltasasí por mucho tiempo. Al final, alguienacabaría sospechando.

¿Y si no pillaba a nadie? ¿Si llegabaa casa sin nada? Su amada no moriría,de eso estaba ahora seguro. No como laprimera vez. Pero ahora había algo más,un maravilloso algo más. Una nocheentera. Una noche entera con el cuerpode su amada a su lado. Esos tensos ysuaves miembros, el vientre plano paraacariciarlo despacio. Una velaencendida en el dormitorio cuyoresplandor temblara sobre la piel

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aterciopelada, suya por una noche.Se frotó la polla que latía y gritaba

de ganas.Tengo que tranquilizarme, tengo

que…Sabía lo que iba a hacer. Una locura,

pero iba a hacerla.Entrar en la piscina cubierta de

Vällingby y buscar allí a su víctima.Estaría casi vacía a esta hora, y puestoque ya se había decidido sabíaexactamente cómo iba a hacerlo.Arriesgado, claro. Pero totalmentefactible.

Si salía mal echaría mano de laúltima salida. Pero no iba a salir mal.

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Lo vio ante sí con todo detalle cuandoaceleró el paso y se dirigió a la entrada.Se sentía ebrio. El tejido delpasamontañas se humedeció alrededorde la nariz a causa de la condensaciónque provocaba su respiración agitada.

Esto iba a ser algo para contarle a suamada esa noche, contárselo mientrasacariciaba su culo duro y respingón conla mano temblorosa, atesorándolo en lamemoria por toda la eternidad.

Cruzó la entrada, sintió el conocido,suave olor a cloro en la nariz. Tantashoras como había pasado en la piscina.Con los otros, o solo. Los cuerposjóvenes relucientes por el sudor o el

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agua, próximos pero no al alcance de lamano. No eran más que imágenes pararecordar y a las que recurrir cuandoestaba acostado y con el papel higiénicoen una mano. El olor a cloro le hacíasentirse seguro, como en casa. Se acercóa la taquilla.

—Uno, por favor.La señora de la taquilla levantó la

mirada de la revista. Sus ojos seabrieron un poco. Él hizo un gestoseñalando la cara y el gorro:

—Frío.Ella asintió algo desconfiada. ¿Sería

mejor quitarse el pasamontañas? No.Sabía lo que tenía que hacer para que no

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sospechara.—¿Armario?—Cabina, por favor.

La mujer le dio una llave y pagó.Mientras se daba la vuelta se quitó elpasamontañas. Así ella se habríacerciorado de que se lo quitaba, pero sinverle la cara. Era estupendo. Con pasorápido se dirigió a los vestuarios,mirando al suelo para no encontrarsecon nadie.

—Bienvenidos. Pasad a mi modestoapartamento.

Tommy entró en el recibidor sincruzar palabra con Staffan; detrás de él

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se oyeron los chasquidos cuando sumadre y Staffan se besaron. Staffan dijoen voz baja:

—¿Le has…?—No. Pensé…—Mmm. Tenemos que…Chasquidos de nuevo. Tommy echó

un vistazo. No había estado nunca encasa de un madero y, aunque no quería,sentía un poco de curiosidad. Por cómovive alguien así.

Pero ya en la entrada se dio cuentade que Staffan apenas podía serrepresentativo del cuerpo en suconjunto. Se había imaginado algo así…sí, así como en las novelas policíacas.

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Algo pobre y frío. Un sitio al que unoiba para dormir cuando no estaba fuerapersiguiendo canallas.

Gente como yo, vamos.No. El apartamento de Staffan estaba

lleno de pijaditas. La entrada parecíacomo si hubiera sido decorada poralguien que compraba todo de esaspequeñas revistas que llegaban porcorreo.

Aquí colgaba un cuadro deterciopelo con una puesta de sol, ahíhabía una pequeña cabaña alpina conuna vieja montada en un palo que salíapor la puerta. Un centro con puntillashechas a ganchillo en la mesita del

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teléfono; al lado del teléfono, una figurade escayola de un niño y un perro. En labase leyó este texto: ¿NO SABESHABLAR?

Staffan levantó la figura.—Es divertida, ¿no? Cambia de

color según el tiempo que haga.Tommy asintió. O bien Staffan había

pedido prestado el piso a su ancianamadre, exclusivamente para esta visita,o estaba realmente como una regadera.Staffan volvió a colocar con cuidado lafigura en su sitio.

—Colecciono este tipo de cosas,¿sabes? Cosas que muestran qué tiempova a hacer. Como ésta, por ejemplo.

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Dio un golpecito a la vieja queasomaba en la cabaña alpina, la vieja sedio la vuelta y entró en la cabaña altiempo que, en su lugar, salía unviejecito.

—Cuando sale la vieja va a hacermal tiempo, y cuando sale el viejo…

—Hace todavía peor.Staffan rio la broma, algo forzado a

los ojos de Tommy.—No funciona tan bien.Tommy echó una mirada a su madre

y casi se asustó por lo que vio. Llevabala gabardina puesta, las manos cogidas yfuertemente apretadas y una sonrisa quepodría asustar a un caballo.

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Despavorida. Tommy decidió hacer unnuevo esfuerzo.

—¿Como un barómetro entonces?—Sí, exactamente. Con eso empecé,

con los barómetros. Coleccionándolos,quiero decir.

Tommy señaló una pequeña cruz demadera con un Jesús de plata quecolgaba de la pared.

—¿Es también un barómetro?Staffan miró a Tommy, a la cruz, a

Tommy de nuevo. Se puso serio derepente.

—No, no lo es. Es Cristo.—El de la Biblia.—Sí. Claro.

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Tommy se metió las manos en losbolsillos y entró en el cuarto de estar.Anda, mira, aquí estaban losbarómetros. Alrededor de veinte endistintas versiones colgaban de la paredalargada detrás de un sofá gris de pielcon una mesa de cristal delante.

No estaban en absolutosincronizados. Cada uno marcaba unacosa; parecía más bien como una de esasparedes con relojes que mostraban lahora en distintas partes del mundo. Dioun golpecito en el cristal de uno de ellosy la aguja se movió un poco. No sabía loque quería decir, pero la gente, poralgún motivo, siempre daba un golpecito

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en los barómetros.En un mueble esquinero con las

puertas de cristal había un montón decopas pequeñas. Cuatro, algo másgrandes, estaban alineadas sobre unpiano al lado del esquinero. En la paredpor encima del piano colgaba un grancuadro de la Virgen María con el NiñoJesús en brazos. Le estaba dando demamar con esa expresión ausente en losojos que parece estar diciendo: ¿qué hehecho yo para merecer esto?

Staffan carraspeó al entrar en elcuarto de estar.

—Sí, esto… Tommy. ¿Hay algo quete llame la atención?

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Tommy no era tan tonto como parano entender qué era lo que se esperabaque preguntase.

—¿De qué son esas copas?Staffan señaló con la mano los

trofeos sobre el piano.—¿Éstas?No, pedazo de idiota. Las copas que

tienen en las instalaciones del clubabajo junto al estadio, evidentemente.

—Sí.Staffan señaló una figura de plata de

unos veinte centímetros de altura sobreun pedestal de piedra que estaba enmedio de las copas del piano. Tommyhabía pensado que se trataba de una

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escultura, pero también eso era untrofeo. La figura tenía las piernasabiertas y los brazos al frente sujetandouna pistola, apuntando.

—Tiro con pistola. Ése es el primerpremio del campeonato del distrito. Eseotro, el tercer premio en calibres suecosde 0,45, de pie… y así todos.

La madre de Tommy entró y secolocó al lado de su hijo.

—Staffan es uno de los cincomejores en tiro con pistola de Suecia.

—¿Y eso te sirve para algo?—¿Qué quieres decir?—Que si puedes disparar a la gente,

y eso.

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Staffan pasó el dedo por el pedestalde uno de los trofeos y se miró el dedo.

—Todo el mérito del trabajo de lapolicía es conseguir no disparar a lagente.

—¿Lo has hecho alguna vez?—No.—Pero te gustaría, ¿no?Staffan, con gesto ostentoso, respiró

profundamente y expulsó el aire con unlento suspiro. —Voy a… mirar lacomida. Gasolina. Mira a ver si arde.

Se fue a la cocina. La madre deTommy lo agarró por el codo y lesusurró:

—¿Por qué dices eso?

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—Sólo estaba preguntando.—Es una buena persona, Tommy.

—Sí. Debe de serlo. Tantos premiosde tiro como Vírgenes Marías. ¿Puedeser mejor?

Håkan no se encontró con nadie enlos pasillos de la piscina. Como habíasupuesto, no había mucha gente a esashoras. En el vestuario había doshombres de su edad vistiéndose.Cuerpos gordos y deformados. Con elsexo encogido bajo el vientredescolgado. La fealdad misma.

Encontró su cabina, entró y cerró lapuerta. Los preparativos listos. Se puso

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de nuevo el pasamontañas, porseguridad. Quitó el seguro de la botellade halotano, colgó el abrigo en ungancho. Abrió la bolsa y puso losutensilios a mano. El cuchillo, la cuerda,el embudo, el bidón. Había olvidado elimpermeable. Mierda. Entonces tendríaque desnudarse. El riesgo de que lesalpicara era grande, pero de esamanera podría ocultar las manchas bajola ropa cuando hubiera acabado. Sí.Además estaba en una piscina. No eranada raro estar desnudo aquí.

Probó la resistencia del otro ganchoagarrándolo con las dos manos ylevantando los pies del suelo.

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Aguantaba. Podría fácilmente soportarun cuerpo probablemente treinta kilosmás ligero que el suyo. La altura era unproblema. La cabeza iba a dar en elsuelo. Tendría que intentar atarlo por lasrodillas, había espacio suficiente entreel gancho y el borde superior de lacabina como para que no asomaran lospies. Eso despertaría sospechas.

Parecía que los dos hombres estabana punto de marcharse. Escuchó lo quedecían:

—¿Y el trabajo?—Como siempre. Libertad, igualdad

y fraternidad.—¿Cómo dices?

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—Eso, sólo que al revés.Håkan sonrió; algo estaba a punto de

explotar dentro de su cabeza. Se sentíademasiado excitado, respirabademasiado rápido. Su cuerpo parecíahecho de mariposas que quisieran volaren distintas direcciones.

Tranquilo. Tranquilo. Tranquilo.Respiró profundamente hasta que

sintió que se le iba la cabeza y luego sedesnudó. Dobló la ropa y la puso en labolsa. Los dos hombres salieron delvestuario. Se quedó en silencio. Probó asubirse al banco y mirar hacia fuera. Sí,sus ojos alcanzaban a ver justo porencima del borde. Entraron tres chicos

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de trece, catorce años. Uno de ellos ledio un azote a otro en el culo con latoalla enrollada.

—¡Joder, déjalo!Agachó la cabeza. Algo más abajo

notó que su erección se apretaba contrael rincón como entre dos nalgas duras yabiertas. Tranquilo. Tranquilo.

Volvió a mirar por encima delborde. Dos de los chicos se habíanquitado el bañador y se inclinabandentro de sus armarios para coger suropa. Su diafragma se comprimió en unespasmo total y el esperma mojó elrincón, chorreó hasta el banco en el quese encontraba. Ahora. Tranquilo.

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Sí. Ya se sentía mejor. Pero elesperma no era bueno. Por el rastro.

Sacó los calcetines de la bolsa,limpió el rincón y el banco lo mejor quepudo. Volvió a guardar los calcetines, sepuso el pasamontañas mientrasescuchaba la conversación de loschicos.

—… nuevo Atari. Enduro. ¿Tevienes a casa a jugar un poco?

—No. Tengo cosas que hacer…—¿Y tú?—De acuerdo. ¿Tienes dos

joysticks?—No, pero…—¿Entonces vamos primero a

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buscar el mío? Así podemos jugar losdos.

—Vale. Hasta luego, Matte.—Hasta luego.Parecía que dos de los chicos se

disponían a salir. La situación eraperfecta. Se iba a quedar uno solo, sinque los otros lo esperaran. Se arriesgó amirar de nuevo. Dos de los chicosestaban listos, a punto de salir. El últimoestaba poniéndose los calcetines. Seocultó al darse cuenta de que llevabapuesto el pasamontañas. Suerte que nolo habían visto.

Cogió la botella de halotano, lasujetó agarrando con los dedos el

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dosificador. ¿Debería seguir con elgorro puesto? Y si el chico se escapaba.Si entraba alguien en el cuarto. Si…

Mierda. Había sido un errordesnudarse. Si tenía que huirrápidamente, no había tiempo queperder. Oyó cómo el chico cerraba suarmario y empezaba a ir hacia la salida.En cinco segundos pasaría por la puertade la cabina. Demasiado tarde paraconsideraciones.

Por la abertura entre el bordeinterior de la puerta y la pared vio pasaruna sombra. Bloqueó todos lospensamientos, quitó el cerrojo, golpeó lapuerta hacia fuera y salió.

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Mattias se dio la vuelta y vio uncuerpo grande y blanco, desnudo, con ungorro de esquí en la cabeza que seabalanzaba sobre él. Un solopensamiento, una sola palabra cruzó porsu cabeza antes de que su cuerpoinstintivamente se echara para atrás:

Muerte.Retrocedió ante la Muerte que

quería cogerlo. La Muerte llevaba algonegro en la mano. Aquella cosa negravoló hasta su cara y tomó aire paragritar.

Pero antes de que el grito alcanzaraa salir lo negro se le vino encima,cubriéndole la boca y la nariz. Una mano

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le cogió la cabeza por detrás,apretándole la cara contra aquella cosanegra y suave. El grito se quedó en ungemido ahogado y, mientras lanzaba suquejido mutilado, oyó un silbido comoprocedente de una máquina de humo.

Intentó gritar de nuevo, pero cuandotomó aire sucedió algo con su cuerpo.Un entumecimiento se extendió portodos sus miembros y al siguientechillido no dijo ni pío. Volvió a respirary las piernas le fallaron, velosmulticolores revolotearon ante sus ojos.

No quería gritar más. No teníafuerzas. Los velos cubrían ahora todo sucampo visual. Le bailaban los colores.

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Se cayó hacia atrás en el arco iris.Oskar sujetaba el papel con el

código Morse en una mano y con la otragolpeaba las letras en la pared. Un golpecon el nudillo para el punto, un golpecon la palma de la mano para el guión,tal como habían acordado.

Nudillo. Pausa. Nudillo, palmada,nudillo, nudillo. Pausa. Nudillo, nudillo.

(E.L.I.)Y.O.S.A.L.G.O.Tras unos segundos llegó la

respuesta:

Y.O.V.O.Y.Se encontraron fuera del portal de

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ella. En un solo día se había…transformado. Hacía algunos meseshabía estado en la escuela una mujerjudía hablando del exterminio,mostrando diapositivas. Eli se parecíaahora un poco a las personas queaparecían en aquellas imágenes.

La fuerte iluminación del portalacentuaba las sombras de su rostro,como si los huesos estuvieran a punto deatravesar la piel, como si la piel sehubiera vuelto más fina. Y…

—¿Qué te has hecho en el pelo?Oskar pensó que era la luz la que le

daba ese aspecto, pero al acercarse vioque en el pelo negro de Eli habían

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aparecido unas mechas gruesas yblancas. Como en las personas mayores.Eli se pasó la mano por el cabello, lesonrió.

—Eso desaparece. ¿Qué hacemos?Oskar hizo sonar unas coronas en el

bolsillo.—¿Vamos al kiosco?—Mmm. El último en llegar es

tonto. Una imagen cruzó la cabeza deOskar. Niños en blanco y negro.

Luego Eli echó a correr y Oskar lasiguió. Y, aunque parecía muy enferma,era mucho más rápida que él, voló conagilidad por la acera empedrada, cruzóla calle de dos zancadas. Oskar corría

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todo lo que podía, distraído por aquellaimagen.

¿Niños en blanco y negro?Justamente. Corría cuesta abajo por

delante de la fábrica de golosinas, la delos conocidos ratones, cuando cayó en lacuenta. Sí, aquellas películas antiguasque echaban los domingos.Anderssonskans Kalle y todas esas. «Elúltimo en llegar es tonto». Eso decían enaquellas películas.

Eli estaba esperándole abajo, juntoal camino, a veinte metros del kiosco.Oskar corrió hasta ella intentando dejarde resoplar. No había estado nunca conEli allí. ¿Le iba a contar aquel

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chascarrillo? Sí.—Oye, ¿sabes que lo llaman El

Kiosco del Amante?—¿Por qué?—Porque… Bueno, yo lo oí en una

reunión de padres… hubo uno quedijo… no a mí, sino que… yo lo oí. Dijoque el dueño, que es…

Ahora se arrepentía. Parecía unatontería. Le daba vergüenza. Eliextendió los brazos.

—¿Qué?—Bah, que el que lo lleva… que

tiene señoritas allí. Bueno, ya sabes,que… cuando lo tiene cerrado…

—¿Es cierto? —Eli miró hacia el

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kiosco—. Pero si no caben.—Asqueroso, ¿no?—Sí.Oskar bajó hacia el tenderete. Eli,

con cuatro pasos rápidos, llegó a sualtura y le susurró:

—Deben de ser delgadas.Los dos se rieron. Entraron en el

radio de luz del kiosco. Eli hizo unostensible gesto compasivo con los ojospuestos en el dueño, que estaba dentromirando un pequeño televisor.

—¿Es él?Oskar asintió.—Pues parece un mono.Oskar, haciendo bocina con la mano

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en la oreja de Eli, dijo en voz baja:—Se escapó del zoo de Skansen

hace cinco años. Aún lo andanbuscando.

Eli se rio y puso la mano en la orejade Oskar. Su aliento cálido flotó en lacabeza de él.

—De eso nada. Es que en vez de esolo han encerrado aquí.

Los dos miraron al hombre ceñudo yse echaron a reír a carcajadasimaginándoselo como un mono en sujaula, rodeado de golosinas. Con elruido, el dueño del kiosco se volvióhacia ellos arrugando sus enormes cejasde tal manera que parecía aún más un

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gorila. Oskar y Eli casi se cayeron alsuelo de la risa. Apretándose la bocacon las manos intentaron ponerse serios.

El hombre se inclinó sobre laventanilla.

—¿Queríais algo?Eli se puso seria enseguida;

quitándose la mano de la boca avanzóhasta la ventanilla y dijo: —Un plátano,por favor.

Oskar se ahogaba y se apretó la bocacon la mano aún más fuerte. Eli sevolvió y se llevó el dedo índice a loslabios rogándole que se callara condisimulada severidad. El hombrecontesto:

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—No tengo plátanos.Eli, aparentando no comprender:—¿Ningún pláaatano?—No. ¿Alguna otra cosa?A Oskar se le encajaron las

mandíbulas de tanto reprimir la risa.Trastabilló fuera del kiosco, corrióhasta el buzón de correos, se echó sobreél y soltó la carcajada: estaba a punto dedesternillarse. Eli fue hacia él meneandola cabeza.

—No hay plátanos.Oskar, jadeando, dijo:—Claro, se… habrá comido… todos

él.Se contuvo; apretando los labios,

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sacó sus cinco coronas y fue hasta laventanilla.

—Un poco de cada.El dueño del kiosco le miró airado y

empezó coger golosinas con unas pinzasde los botes de plástico que tenía en elexpositor, echándolas en una bolsa depapel. Oskar miró de reojo para ver siEli estaba escuchando y dijo:

—No olvide los plátanos.El hombre dejó de coger golosinas.—No tengo plátanos.Oskar señaló uno de los botes.—Plátanos de gominola, quiero

decir.Oyó las risitas de Eli e hizo lo

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mismo que ella había hecho: se puso elíndice en los labios pidiendo silencio.El dueño del kiosco dio un resoplido,puso un par de plátanos de gominola enla bolsa y se la entregó a Oskar.

Caminaron de vuelta al patio. Oskar,antes siquiera de probar las golosinas,le ofreció a Eli. Ella negó con la cabeza.

—No, gracias.—¿No comes golosinas?—No puedo.—¿Ninguna golosina?—No.—¡Uf!, no me digas.—Sí, bueno, no. Como no sé a qué

saben…

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—¿Ni siquiera las has probado?—No.—¿Cómo sabes entonces que…?—Lo sé, sin más.Eso pasaba algunas veces. Estaban

hablando de cualquier cosa, Oskarpreguntaba algo y acababa con un «esasí, sin más», «lo sé, sin más». Sinmayor explicación. Era una de las cosasque resultaban un poco raras con Eli.

Una pena que no pudiera invitarla.Era lo que había planeado. Invitarla unmontón. Todo lo que quisiera. Y resultaque no comía golosinas. Se metió unplátano de gominola en la boca y la miróde reojo.

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La verdad es que no parecía sana. Yaquellas mechas blancas en el pelo… Enalguna historia que Oskar había leído, elpelo de una persona se había vueltocompletamente blanco tras un gran susto.¿Le habría ocurrido eso a Eli?

Ella miraba a los lados, cruzó losbrazos alrededor del cuerpo y parecíade lo más pequeña. Oskar sintió deseosde estrecharla contra sí, pero no acabóde decidirse.

En el arco de entrada al patio Eli sedetuvo y alzó la vista hacia su ventana.Estaba apagado. Permaneció de pie,quieta, con los brazos alrededor delcuerpo y mirando al suelo.

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—Oye, Oskar…Lo hizo. Ella lo estaba pidiendo con

todo su cuerpo y él sacó de algún sitio elvalor para hacerlo. La abrazó. Por uninstante terrible creyó que había hechomal, porque el cuerpo de Eli parecíarígido, cerrado.

Estaba a punto de soltarla cuando laniña se dejó caer en sus brazos, puso lossuyos con delicadeza en la espalda deOskar y se apretó temblando contra él.

Eli inclinó la cabeza sobre elhombro del muchacho y permanecieronasí. El aliento de ella en su cuello. Seabrazaron en silencio. Oskar cerró losojos y tuvo la certeza: aquello era lo

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más grande. La luz del farol de laentrada penetraba suavemente a travésde sus parpados cerrados, ponía unapelícula roja en sus ojos. Lo más grande.

Eli acercó su cabeza al cuello deOskar. El calor de su aliento se volviómás fuerte. Los músculos de su cuerpo,que estaban relajados, se tensaron denuevo. Sus labios le rozaron el cuello yun temblor recorrió su cuerpo.

De pronto se estremeció einterrumpió el abrazo, dio un paso atrás.Oskar dejó caer los brazos. Eli sacudióla cabeza como para liberarse de un malsueño, se dio la vuelta y echó a andarhacia su portal. Oskar se quedó allí

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parado. Cuando ella abrió la puerta, lallamó.

—¿Eli? —la niña se volvió—.¿Dónde está tu padre?

—Él iba a… venir con comida.No le dan de comer. Eso es.—Nosotros te podemos dar algo.Eli soltó la puerta y se le acercó.

Oskar empezó rápidamente a planearcómo le iba a contar todo aquello a suma d r e . No quería que su madreconociera a Eli. Ni viceversa tampoco.Tal vez podía hacer un par debocadillos y sacarlos. Sí, eso sería lomejor.

Eli se puso delante de él, lo miró

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seriamente a los ojos.—Oskar. ¿Te gusto?—Sí. Muchísimo.—Si yo no fuera una chica…

¿también te gustaría?—¿Qué quieres decir?—Sólo eso. Que si te gustaría

aunque no fuera una chica.—Sí… claro.—¿Seguro?—Sí. ¿Por qué lo preguntas?Alguien se afanaba con una ventana

con el cierre estropeado, luego se abrió.Tras la cabeza de Eli, Oskar pudo vercómo su madre sacaba la cabeza por laventana de su habitación.

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—¡Ooooskar!Eli se ocultó rápidamente, contra la

pared. Oskar apretó los puños, subiócorriendo la cuesta y se puso debajo dela ventana. Como un chico pequeño.

—¿Qué pasa?—¡Huy! Estaba aquí. Pensando…—¿Qué pasa?—Nada, que empieza ahora.—Lo sé.Su madre estaba a punto de añadir

algo más, pero se calló al verlo ahí,debajo de la ventana, todavía con lospuños apretados a lo largo del cuerpo,completamente tenso.

—¿Qué andas haciendo?

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—Yo… voy.—Sí, porque…A Oskar se le humedecieron los ojos

de rabia y soltó:—¡Métete y cierra la ventana!

¡Métete!Su madre lo miró fijamente un

instante más. Luego algo cruzó su rostroy cerró de golpe la ventana, se fue deallí. Oskar habría querido… noresponderle gritando, sino… transmitirlo que pensaba. Explicandotranquilamente y con calma cuál era lasituación. Que ella no podía hacer eso,que él tenía…

Volvió a correr cuesta abajo.

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—¿Eli?Ya no estaba allí. Y no había

entrado en su portal, lo habría visto. Sehabría encaminado al metro para ir acasa de esa tía suya que vivía en elcentro y adonde ella solía acudirdespués de la escuela. Eso sería,seguramente.

Oskar se metió en el oscuro rincóndonde Eli se había escondido cuando sumadre había gritado. Se dio la vueltacon la cara contra la pared. Estuvo asíun rato. Luego entró.

Håkan hizo entrar al chico en lacabina y cerró la puerta. El muchacho no

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había dicho ni pío. Lo único que podíalevantar sospechas ahora era el silbidode la botella de gas. Tenía que darseprisa.

Cuánto más sencillo no resultaría sipudiera atacar con el cuchillo, pero no.La sangre tenía que proceder de uncuerpo vivo. Otra más de las cosas quele habían sido explicadas. La sangre decuerpos muertos era inservible; dehecho, perjudicial.

Bueno. El chico estaba vivo. Elpecho seguía subiendo y bajando,absorbiendo el gas anestésico.

Enrolló la cuerda con fuerzaalrededor de las piernas del muchacho

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un poco más arriba de las rodillas, pusolos dos extremos encima del gancho yempezó a tirar. Las piernas del chico selevantaron del suelo.

Se abrió una puerta, se oyeronvoces.

Sujetó la cuerda con una mano y conla otra cerró el gas, soltó la mascarilla.La anestesia duraría unos minutos, teníaque trabajar tanto si había gente como sino, tan en silencio como pudiera.

Unos cuantos hombres fuera. ¿Dos,tres, cuatro? Hablaban de Suecia yDinamarca. Algún partido. Balonmano.Mientras hablaban, levantó el cuerpo delchico. El gancho chirriaba, el peso caía

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en un ángulo distinto a cuando él mismose había colgado de él. Los hombres defuera se callaron. ¿Habrían oído algo?Estaba quieto de pie, apenas respiraba.Seguía sujetando el cuerpo cuya cabezaacababa de levantarse del suelo, en lamisma posición.

No. Sólo una pausa en laconversación. Siguieron.

Hablando sin parar, hablando sinparar.

—El penalti de Sjögren fuetotalmente…

—Lo que uno no lleva en las manostiene que llevarlo en la cabeza.

—De todos modos puede colocarlos

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bastante bien.—Es ese balón picado, no entiendo

cómo lo hace…La cabeza del chico colgaba ya

libremente a un par de centímetros delsuelo. Ahora…

¿Dónde podría sujetar los extremosde la cuerda? Los resquicios entre lastablas del banco eran demasiadoestrechos para poder meter la cuerdapor ellos. No podría trabajar bien conuna sola mano si mientras tenía quesujetar la cuerda con la otra. No tendríafuerzas. Permaneció quieto con losextremos de la cuerda en las manosfuertemente apretadas, sudando. El

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pasamontañas le daba calor, deberíaquitárselo.

Luego. Cuando estuviera listo.El otro gancho. Sólo tenía que hacer

una lazada primero. El sudor le corríapor los ojos cuando soltó el cuerpo delmuchacho, para que se aflojara lacuerda, e hizo una lazada. Tiró de lacuerda para levantar de nuevo al chico eintentó trabarla alrededor del gancho.Demasiado corta. Soltó de nuevo elcuerpo. Los hombres se callaron.

¡Marchaos, venga! ¡Marchaos!En silencio hizo una nueva lazada

más próxima a los extremos de lacuerda, esperó. Empezaron a hablar de

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nuevo. Bolos. Los éxitos de la selecciónfemenina sueca en Nueva York. Elpleno, el semipleno y el sudorescociéndole en los ojos.

Calor. ¿Por qué hacía tanto calor?Consiguió pasar la lazada alrededor

del gancho y pudo respirar. ¿No podíanmarcharse?

El cuerpo del chico colgaba en laposición correcta y no había más queponerse manos a la obra rápidamente,antes de que se despertara, y ¿no podíanmarcharse de una vez? Pero se tratabade recordar anécdotas de bolos y de lobien que uno jugaba antes y de alguien aquien se le había quedado el dedo gordo

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dentro de la bola y había tenido que ir alhospital para que se lo sacaran.

No podía esperar. Puso el embudoen el bidón de plástico y lo acercó alcuello del chico. Cogió el cuchillo.Cuando se volvió para sacar la sangredel cuerpo, la conversación fuera sehabía interrumpido de nuevo. Y elmuchacho tenía los ojos abiertos.Abiertos de par en par. Las pupilasvagaban dando vueltas, allí colgadoboca abajo, buscando un punto dereferencia, una explicación. Se posaronen Håkan, que estaba de pie, desnudo,con el cuchillo en la mano. Por uninstante lo miraron fijamente a los ojos.

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Después el chico abrió la boca ychilló.

Håkan retrocedió, cayó sobre lapared de la cabina con un golpe húmedo.La espalda sudorosa se resbaló en lapared y casi perdió el equilibrio. Elmuchacho chillaba y chillaba. El sonidose extendió por el vestuario, resonandoen las paredes, y se hizo tan fuerte quetaponó los oídos de Håkan. Su manoasió con más fuerza el mango delcuchillo y lo único que pensó fue quetenía que acabar con los gritos delchico. Cortarle la cabeza para quedejara de gritar. Se puso en cuclillas asu lado.

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Golpeaban en la puerta.—¡Oye! ¡Abre!Håkan soltó el cuchillo. El ruido que

hizo cuando cayó al suelo apenas si seoyó en medio de los golpes y de loschillidos insoportables del chico. Lasbisagras de la puerta temblaban por losgolpes de fuera.

—¡Abre o echo abajo la puerta!Se acabó. Ahora era el fin. Sólo

quedaba una cosa. Desapareció el ruidoa su alrededor, la vista se redujo a untúnel cuando Håkan volvió la cabezahacia la bolsa. A través del túnel vio sumano alargándose hasta ella y sacandoel tarro de la confitura.

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Cayó de culo resbalándose con eltarro en la mano. Desenroscó la tapa.Esperó.

Cuando abrieran la puerta. Antes deque le quitaran el gorro. La cara. Enmedio de los gritos y los golpes contrala puerta pensó en su amada. En eltiempo que habían pasado juntos.Evocaba imágenes de su amada como unángel. Un ángel chico que ahora bajabadel cielo extendiendo sus alas para venira buscarle. Llevarlo consigo. Allí dóndesiempre iban a permanecer juntos.Siempre.

La puerta voló y golpeó contra lapared. El chico seguía gritando. Fuera

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había tres hombres, más o menosvestidos. Miraban con los ojos muyabiertos sin comprender la escena quetenían ante sí.

Håkan asintió despacio,reconociéndolo.

Después gritó:—¡Eli! ¡Eli!

Y se echó el ácido clorhídricoconcentrado en la cara.

¡Sé dichoso! ¡Sé dichoso! ¡Sédichoso en tu señor y Dios! ¡Sédichoso! ¡Sé dichoso! ¡Honra a tu rey yDios!

Staffan se acompañaba a sí mismo y

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a la madre de Tommy al piano. Semiraban a los ojos de vez en cuando, sesonreían y los ojos les hacían chiribitas.Tommy estaba sentado en el sofá de pielaguantando. Había encontrado unagujero pequeño en uno de losreposabrazos, y mientras Staffan y sumadre cantaban, él trabajaba parahacerlo más grande. El dedo índiceexcavaba dentro del relleno mientras sepreguntaba si Staffan y su madre sehabrían acostado juntos en ese sofáalguna vez. Bajo los barómetros.

La comida había sido aceptable, unpollo marinado con arroz. Después de lacomida Staffan le había mostrado la caja

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fuerte donde guardaba sus pistolas.Estaba en el dormitorio, debajo de lacama, y Tommy se había hecho allí lamisma pregunta: ¿se habrían acostadojuntos en aquella cama? ¿Pensaba sumadre en su padre cuando Staffan laacariciaba? ¿Se ponía él calientepensando en las pistolas que teníadebajo del colchón? ¿Se ponía ella?

Staffan tocó el acorde final,dejándolo morir en el aire. Tommy sacóel dedo del, a esas alturas, considerableagujero del sofá. Su madre hizo a Staffanuna inclinación con la cabeza, cogió sumano y se sentó junto a él en el asientodel piano. Desde el ángulo donde se

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encontraba Tommy, la Virgen Maríacolgaba justo por encima de sus cabezascomo si fuera un efecto calculado,ensayado de antemano.

Su madre miró a Staffan, le sonrió yse volvió hacia Tommy.

—Tommy, queremos contarte unacosa.

—¿Os vais a casar?Su madre dudó. Si lo habían estado

ensayando antes con escenografía ytodo, entonces aquella réplica,evidentemente, no estaba incluida.

—Sí. ¿Qué te parece? Tommy seencogió de hombros.

—Vale. Hacedlo.

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—Hemos pensado… para el verano,quizá.

Su madre lo miraba comopreguntándole si tenía una propuestamejor.

—Sí, sí. Claro.Volvió a meter el dedo en el

agujero, lo dejó allí. Staffan se inclinóhacia delante.

—Ya sé que no puedo… sustituir atu papá. De ninguna manera. Pero esperoque tú y yo podamos… conocernosmejor y… bueno. Que podamos llegar aser amigos.

—¿Y dónde vais a vivir?Su madre se puso triste de pronto.

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—Vamos, Tommy. Se trata tambiénde ti, claro. No sabemos. Pero habíamospensado en comprar una casa en Ängby,quizá. Si podemos.

—Ängby.—Sí. ¿Qué te parece?Tommy miraba el cristal de la mesa

donde su madre y Staffan se reflejabanmedio transparentes, como fantasmas.Seguía con el dedo en el agujero,arrancó un trozo de espuma.

—Caro.—¿El qué?—Una casa en Ängby. Es caro.

Cuesta mucho dinero. ¿Tenéis tantodinero?

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Staffan estaba a punto de contestarcuando sonó el teléfono. Acarició lamejilla de la madre de Tommy y sedirigió hasta el aparato en la entrada. Lamadre se sentó en el sofá al lado deTommy, le preguntó:

—¿No te parece bien?—Me encanta.Desde la entrada llegaba la voz de

Staffan. Parecía alterado.—No me digas… sí, voy

inmediatamente. Vamos… no, entoncescojo el coche y bajo allí directamente.Bien. Adiós. Volvió de nuevo al cuartode estar.

—El asesino está en la piscina de

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Vällingby. No tienen gente en lacomisaría, así que tengo…

Entró en el dormitorio y Tommypudo oír cómo se abría y se cerraba lacaja de seguridad. Staffan se cambió deropa allí dentro y después de un ratosalió con todos los arreos de policía.Los ojos parecían levemente los de unpsicópata. Dio un beso en la boca a lamadre de Tommy y a él un golpecito enla rodilla.

—Tengo que irme inmediatamente.No sé cuándo volveré. Ya seguiremoshablando en otro momento.

Salió apresuradamente al pasillo yla madre de Tommy lo siguió.

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Tommy oyó algo de «ten cuidado» y«te quiero» y «te quedas» mientras ibahasta el piano y, sin saber por qué,alargó el brazo y cogió la escultura deltirador de pistola. Pesaba por lo menosdos kilos. Mientras su madre y Staffanse despedían —les gustaba aquello: elhombre que se va a la guerra, la mujeranhelante—, Tommy salió al balcón. Elaire frío de la tarde penetró en suspulmones y pudo respirar por primeravez en un par de horas.

Se inclinó sobre la barandilla delbalcón, vio que debajo crecían setosbien tupidos. Sujetó la escultura fuerapor encima de la barandilla, la soltó.

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Cayó en el seto con un crujido.Su madre salió al balcón y se puso a

su lado. Después de un par de segundosse abrió el portal y salió Staffan casicorriendo hacia el aparcamiento. Sumadre le decía adiós con la mano, peroStaffan no miró hacia arriba. Cuandopasó por debajo del balcón, Tommysonrió.

—¿Qué ocurre? —preguntó sumadre.

—Nada.Sólo que un chico pequeño con

pistola está en el seto apuntando aStaffan. Sólo eso.

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Tommy se sintió bastante bien, pesea todo.

El grupo se había fortalecido conKarlsson, el único de los colegas con un«trabajo de verdad», como él mismo lollamaba. Larry había obtenido lajubilación anticipada, Morgan trabajabaocasionalmente en un desguace y Lackeno se sabía a ciencia cierta de qué vivía.A veces tenía algo de dinero, sólo eso.

Karlsson tenía empleo fijo en lajuguetería de Vällingby; había sido eldueño tiempo atrás, pero se vioobligado a vender por «dificultadeseconómicas». Con el tiempo, el nuevo

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dueño le empleó porque, como Karlssondecía, no se podía negar «que uno,después de treinta años en el sector,tenía cierta experiencia».

Morgan se recostó en la silla, abriólas piernas y cruzó las manos detrás dela cabeza, mirando fijamente a Karlsson.Lacke y Larry se hicieron una seña. Yaempezaba.

—Bueno, Karlsson. ¿Qué hay denuevo en el sector del juguete? ¿Habéisdescubierto alguna forma nueva delimpiar la propina a los chicos?

Karlsson refunfuñó.—No sabes de lo que estás

hablando. Si hay algún estafado, ése soy

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yo. No puedes ni imaginarte la cantidadde hurtos. Los chicos…

—Sí, sí, sí. No tenéis más quecomprar algún chisme de plástico enCorea por dos coronas y venderlo a cieny ya lo habéis recuperado.

—Nosotros no vendemos esas cosas.—Seguro que no. ¿Qué era entonces

lo que vi en el escaparate el otro día?¿Pitufos? ¿Qué era eso? Juguetes decalidad fabricados a mano en Bengtfor,¿eh?

—A mí lo que me parece muyextraño es que lo diga una persona comotú, que vende coches que sólo andan sise les engancha a un caballo.

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Y así siguió la cosa. Larry y Lackeescuchaban, se reían a veces, hacíanalgún comentario. De haber estadoVirginia, las crestas de los gallos sehabrían levantado un poco más yMorgan no habría parado hasta queKarlsson se enfadara de verdad.

Pero Virginia no estaba. Y Jocketampoco. La atmósfera perfecta noacababa de cuajar y por eso la discusiónhabía empezado a decaer, cuando a esode las ocho y media la puerta de fuera seabrió lentamente.

Larry levantó la vista y vio a unapersona de la que nunca habríaimaginado que apareciera por allí:

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Gösta. La Bomba Fétida, como lellamaba Morgan. Larry había estadohablando con él en un banco bajo eledificio alto un par de veces, pero nuncahabía venido aquí antes.

Gösta parecía desencajado. Semovía como si estuviera formado porpiezas mal ensambladas que podíandespegarse si se agitaba demasiado.Entornaba los ojos mientras temblabahacia delante y hacia atrás, conpequeños movimientos. O estababorracho perdido o estaba enfermo.

Larry le saludó.—¡Gösta! ¡Ven y siéntate!Morgan volvió la cabeza, echó un

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vistazo a Gösta y dijo:—¡Oh, joder!Gösta maniobró hasta llegar a su

mesa como si se encontrara sobre uncampo minado. Larry sacó la silla quehabía a su lado e hizo un gestoinvitándole a sentarse.

—Bienvenido al club.Gösta parecía no oírle, pero arrastró

los pies hasta la silla. Llevaba un trajeviejo con chaleco y pajarita, el pelopeinado al agua. Y apestaba. Pis y pis ymás pis. Incluso cuando uno se sentabacon él fuera el hedor era claramenteapreciable, pero se podía aguantar.Dentro, al calor, desprendía un olor

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ácido a orina vieja que obligaba arespirar por la boca para podersoportarlo.

Todos los colegas, incluso Morgan,se esforzaron para que la cara nomostrase lo que la nariz sentía. Elcamarero se acercó a su mesa,parándose en cuanto notó el olor deGösta, y dijo:

—¿Qué va… a tomar?Gösta meneó la cabeza sin mirar al

camarero. Éste alzó las cejas y Larryhizo un gesto; tranquilo, nosotros loarreglamos. El camarero se retiró yLarry, poniendo la mano en el hombrode Gösta, preguntó:

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—¿A qué debemos el honor?Gösta carraspeó, y con la mirada

puesta en el suelo dijo:—Jocke.—¿Qué pasa con él?—Está muerto.Larry oyó cómo Lacke bufaba a sus

espaldas. Él mantuvo la mano en elhombro de Gösta dándole ánimos. Sentíaque los necesitaba.

—¿Cómo lo sabes?—Yo lo vi. Cuando ocurrió. Cuando

lo mataron.—¿Cuándo ocurrió?—El sábado. Por la noche.Larry retiró la mano.

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—¿El sábado? Pero… ¿has habladocon la policía? Gösta negó con lacabeza. —No he podido. Y yo… no lovi. Pero lo sé. Lacke se llevó las manosa la cabeza, susurrando:

—Lo sabía, lo sabía.Gösta se lo contó. El niño, que había

roto la farola más cercana al puente conuna piedra, había entrado y habíaaguardado. Jocke, que había entrado yno había salido. La ligera huella, lamarca de un cuerpo en las hojas secas ala mañana siguiente.

Cuando acabó, el camarero llevabaya un rato haciendo gestos airados aLarry, señalando alternativamente a

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Gösta y a la puerta. Larry puso la manoen el brazo de Gösta.

—¿Qué te parece entonces si vamosa echar un vistazo?

Gösta asintió y se levantaron de lamesa. Morgan se bebió de un trago lacerveza que le quedaba, sonriómaliciosamente a Karlsson, que cogió elperiódico y se lo guardó en el abrigocomo solía hacer siempre, el jodidotacaño.

Sólo Lacke permaneció sentado,jugando con unos palillos rotos quehabía en la mesa. Larry se inclinó sobreél:

—¿No vas a venir?

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—Lo sabía. Lo presentía.—Sí. ¿Vas a venir entonces?—Bueno. Voy. Id yendo vosotros.Cuando salieron, Gösta se

tranquilizó con el aire frío de la noche.Empezó a caminar tan deprisa que Larrytuvo que pedirle que bajara la marcha,su corazón no aguantaba. Karlsson yMorgan iban detrás, el uno al lado delotro; Morgan esperaba a que Karlssondijera alguna tontería para podermeterse con él. Le sentaría bien. Perohasta Karlsson parecía ocupado con suspropios pensamientos.

La farola rota ya había sidocambiada y la luz bajo el puente era

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aceptable.Estaban como un pelotón escuchando

a Gösta mientras éste contaba y señalabalos montones de hojas; daban patadaspara calentarse los pies. Malacirculación. Resonaba como si se tratarade un ejército desfilando. Cuando Göstaterminó, Karlsson dijo:

—No hay ninguna prueba…Era la clase de comentario que

Morgan había estado esperando.—Pero joder, ¿es que no oyes lo que

está diciendo? ¿Crees que miente?—No —dijo Karlsson, como si

hablara con un niño—, pero me refiero aque la policía tal vez no esté tan

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dispuesta como nosotros a creer surelato cuando no hay nada que locorrobore.

—Él es testigo.—¿Crees que será suficiente?Larry dio un golpe con la mano

sobre los montones de hojas.—La pregunta ahora es adónde ha

ido a parar. Si es que ha sucedido así.Lacke venía andando por el camino

del parque, llegó hasta donde estabaGösta y señaló hacia el suelo.

—¿Ahí?Gösta asintió. Lacke se metió las

manos en los bolsillos y se quedó unrato observando el dibujo irregular de

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las hojas como si fuera un puzzle giganteque tenía que resolver. Los músculos desus mandíbulas se contraían, serelajaban, se contraían.

—Bueno. ¿Qué decís? Larry dio dospasos hacia él. —Lo siento, Lacke.

Lacke hizo un gesto de rechazo conla mano, apartando a Larry.

—¿Qué decís? ¿Vamos a pillar alcabrón que ha hecho esto o no?

Los otros miraron a todas partesmenos a Lacke. Larry estaba a punto dedecir algo acerca de que iba a serdifícil, probablemente imposible, perose abstuvo. Al final, Morgan se aclaró lagarganta, se dirigió a Lacke y,

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poniéndole el brazo sobre los hombros,dijo:

—Lo vamos a pillar, Lacke. Lovamos a hacer.

Tommy miró por encima de labarandilla, le pareció haber vistodestellos de plata allí abajo. Parecíacomo esas cosas que los JóvenesCastores solían traer a casa de lascompeticiones.

—¿En qué piensas? —preguntó sumadre.

—En el Pato Donald.—A ti no te gusta mucho Staffan,

¿verdad?

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—Está bien.—¿Sí?Tommy levantó la vista hacia el

centro. Vio la uve roja y grande de neónque lentamente daba vueltas sobre todo.Vällingby. Victoria.

—¿Te ha enseñado las pistolas?—¿Por qué lo preguntas?—No, sólo preguntaba. ¿Lo ha

hecho?—No entiendo qué quieres decir.—Pues no es tan difícil. ¿Ha abierto

su caja fuerte, ha sacado las pistolas y telas ha mostrado?

—Sí. ¿Por qué?—¿Cuándo lo hizo?

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Su madre se sacudió algo de lablusa, se frotó los brazos.

—Tengo un poco de frío.—¿Piensas en papá?—Sí, claro que lo hago. Todo el

tiempo.—¿Todo el tiempo?Su madre lanzó un suspiró, inclinó la

cabeza para poder mirarle a los ojos.—¿Adónde quieres llegar?—¿Adónde quieres llegar tú?Tommy tenía la mano apoyada en la

barandilla, ella puso la suya encima.—¿Vienes mañana donde papá?—¿Mañana?—Sí. Es el Día de Todos los Santos.

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—Es pasado mañana. Sí, voy.—Tommy…Su madre le quitó las manos de la

barandilla y lo atrajo hacia sí. Loabrazó. Tommy se quedó rígido por unmomento. Luego se liberó y entró.

Mientras se ponía la ropa para salir,Tommy se dio cuenta de que tenía quehacer entrar a su madre del balcón siquería recoger la escultura. La llamó yella entró rápidamente, deseosa de oíruna palabra.

—Sí… saluda a Staffan.Su madre resplandeció.—Lo haré. ¿Entonces no te quedas?—No, yo… eso puede durar toda la

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noche.—Sí. Estoy un poco inquieta.—No tienes por qué. Sabe disparar.

Adiós.—Adiós…La puerta de fuera se cerró.

—… cielo…Un ruido sordo salió del interior del

Volvo cuando Staffan se subió albordillo a gran velocidad. Susmandíbulas golpearon de tal manera quele sonó en toda la cabeza, se quedóciego por un instante y casi atropella aun viejo que iba a unirse al grupo decuriosos que se habían reunido

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alrededor del coche de policía en laentrada principal.

El aspirante Larsson estaba en elcoche hablando por la radio. Estaríapidiendo refuerzos o una ambulancia.Staffan aparcó detrás del coche depolicía para dejar el paso libre a uneventual refuerzo, se bajó y cerró.Siempre cerraba el coche, aunque sólofuera a estar ausente un minuto. Noporque pensara que se lo iban a robarsino para no perder la costumbre, demanera que no se le olvidara nuncacerrar el coche de servicio, por el amorde Dios.

Se dirigió hacia la entrada principal

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esforzándose en aparentar autoridad,pensando en el público; estaba segurode que tenía un aspecto que infundíaconfianza a la mayoría de las personas.Muchos de los que estaban allí mirandoprobablemente pensaran: «Ah, sí, aquíviene el que va a aclarar todo esto».

Nada más pasar la puerta de entradahabía cuatro hombres en bañador con lastoallas sobre los hombros. Staffan pasópor delante de ellos, hacia losvestuarios, pero uno de los hombres lollamó:

—Oiga, perdone —y se acercó a élcon los pies descalzos—. Sí, perdón,pero… nuestra ropa.

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—¿Qué pasa con ella?—¿Cuándo podemos recogerla?—¿Su ropa?—Sí, está en los vestuarios y no

podemos entrar allí.Staffan abrió la boca para decir

alguna maldad acerca de que su ropaestaba en aquel momento en el puestomás alto de la lista de prioridades, perouna mujer con camiseta blanca se acercóentonces a los hombres con un montónde albornoces en los brazos. Staffan hizoun gesto a la mujer y continuó hacia losvestuarios.

En el camino se encontró con otramujer con camiseta blanca que llevaba a

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un chico de doce, trece años hacia laentrada. La cara del muchacho, muyroja, contrastaba con el albornoz blancoen el que iba envuelto, los ojos sinexpresión. La mujer clavó la vista enStaffan con una mirada que parecía casiacusatoria.

—Su madre viene a buscarlo.Staffan asintió. ¿Era el chico… la

víctima? Le habría gustado preguntarexactamente eso, pero con las prisas nose le ocurrió ninguna manera sensata deformular la pregunta. Supuso queHolmberg le habría tomado el nombre ylos demás datos, y habría juzgado que lomás conveniente sería dejar que la

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madre se hiciera cargo de él, que lollevara a la ambulancia, a la visita delpsicólogo, a la terapia.

Protege a éstos tus pequeños.Staffan siguió por el pasillo, subió

corriendo las escaleras mientras parasus adentros recitaba una acción degracias por la gracia recibida y pidiendofuerzas para la prueba que iba a venir.

¿Estaba el asesino todavía en eledificio?

Fuera de los vestuarios, bajo unletrero con una sola palabra:HOMBRES, había ciertamente treshombres hablando con el agente depolicía Holmberg. Sólo uno estaba

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totalmente vestido. A uno de los tres lefaltaban los pantalones, el otro tenía laparte superior del cuerpo desnuda.

—Qué bien que hayas podido llegartan rápido —saludó Holmberg.

—¿Está todavía ahí?Holmberg señaló la puerta del

vestuario.—Ahí dentro.Staffan hizo un gesto hacia los tres

hombres.—¿Ellos son…?Antes de que Holmberg alcanzara a

decir nada, el hombre que no llevabapantalones dio medio paso adelante ydijo, no sin orgullo:

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—Somos los testigos.Staffan asintió y miró a Holmberg

con gesto interrogante.—¿No deberían…?—Sí, pero estaba esperando a que

llegaras. Por lo visto no es violento —Holmberg se volvió hacia los treshombres y les dijo amablemente—: Yaos llamaremos. Lo mejor que podéishacer ahora es marcharos a casa. Bueno,otra cosa. Entiendo que no va a ser fácil,pero intentad no hablar de esto entrevosotros.

El hombre sin pantalones sonrió conuna sonrisa sardónica, de enterado.

—Pueden oírnos, quieres decir.

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—No, pero podéis pensar quehabéis visto cosas que en realidad nohabéis visto, sólo porque otro lo hayahecho.

—Yo no. Yo vi lo que vi, y era lomás jodido…

—Creedme. Le pasa al mejor. Yahora tendréis que disculparnos. Graciaspor vuestra ayuda.

Los hombres se alejaron por elpasillo murmurando entre dientes.Holmberg era bueno para esas cosas:hablar con la gente. Era lo que máshacía. Iba por las escuelas y dabacharlas sobre las drogas y el trabajo dela policía. Ya no solía salir en casos

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como éste.Un ruido metálico, como si se

hubiera caído algo de chapa, se oyódentro del vestuario y Staffan sesobresaltó, prestó atención.

—¿Conque no es violento?—Está gravemente herido, por lo

visto. Se echó algún tipo de ácido en lacara.

—¿Por qué?El rostro de Holmberg se tornó

inexpresivo, Staffan se volvió hacia lapuerta.

—Tendremos que entrar apreguntárselo.

—¿Armado?

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—Probablemente no.Holmberg señaló el hueco de la

ventana; sobre la plancha de mármolhabía un gran cuchillo de cocina con elmango de madera.

—No tenía ninguna bolsa. Además,el que estaba sin pantalones ha tenidotiempo de estar jugando con él en lamano un buen rato antes de que yollegara. Luego nos ocuparemos de él.

—¿Vamos a dejarlo ahí tirado?—¿Se te ocurre algo mejor?Staffan negó con la cabeza y

entonces, en medio del silencio, pudodistinguir dos cosas: un débil yarrítmico soplo cardiaco dentro del

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vestuario. El viento en el tubo de unachimenea. Una flauta agrietada. Eso, yun olor. Algo que al principio creyó queformaba parte del olor a cloro queimpregnaba todo el edificio. Pero estoera algo más. Un olor fuerte, picante,que cosquilleaba. Arrugó la nariz.

—¿Vamos…?Holmberg asintió pero se quedó

donde estaba. Casado y con hijos. Claro.Staffan sacó la pistola reglamentaria dela funda y apoyó la otra mano en elpasador de la puerta. Era la tercera vezen sus doce años de servicio que entrabaen una habitación con el arma en lamano. No sabía si estaba actuando

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correctamente, pero nadie iba areprocharle nada. Un asesino de niños.Encerrado, tal vez desesperado, aunqueestuviera malherido.

Hizo un gesto a Holmberg y abrió lapuerta.

El tufo lo echó para atrás.Le picaba en la nariz haciéndole

llorar. Tosió. Sacó un pañuelo delbolsillo y se tapó la boca y la nariz.Algunas veces había asistido a losbomberos en incendios de casas, era lamisma sensación. Pero aquí no habíahumo, sólo una ligera neblina flotandopor la habitación.

Dios mío, ¿esto qué es?

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El monótono, entrecortado ruido aúnse oía detrás de la hilera de armariosque tenían delante. Staffan le hizo señasa Holmberg para que fuera dando lavuelta por el otro extremo, de maneraque cubrieran los dos lados. Staffanavanzó hasta el final de los armarios yechó un vistazo con la pistola colgandoa un lado.

Vio una papelera de metal tirada y,junto a ella, un cuerpo tendido ydesnudo.

Holmberg apareció por el otroextremo e hizo señas a Staffan para quese tranquilizara; no parecía que hubieraun peligro inminente. Staffan sintió una

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punzada de irritación porque Holmbergintentaba tomar el mando de laoperación ahora, cuando ya no parecíapeligrosa. Respiró profundamente através del pañuelo, se lo quitó de laboca y dijo en voz alta:

—Alto. Es la policía. ¿Me oyes?El hombre que estaba tendido en el

suelo no dio señales de haber oído,seguía emitiendo únicamente un ruidomonótono con la cara contra el suelo.Staffan dio un par de pasos al frente.

—Pon las manos delante, donde yopueda verlas.

El hombre no se movió. Pero ahoraque estaba más cerca, Staffan pudo ver

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que le temblaba todo el cuerpo. Lo delas manos era innecesario. Una de ellasreposaba sobre la papelera y la otraestaba extendida al lado, en el suelo.Tenía la palma de la mano hinchada yabierta.

Ácido… cómo estará…Staffan se volvió a colocar el

pañuelo en la boca y avanzó hasta elhombre mientras guardaba la pistola enla funda, confiando en que Holmberg locubriera si ocurría algo.

El cuerpo temblaba convulsivamentey se oía el leve chasquido de la pieldesnuda cuando se despegaba de lasbaldosas y se volvía a pegar de nuevo.

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La mano que estaba en el suelo saltabacomo un pez en una roca. Y todo eltiempo el mismo sonido de su bocacontra el suelo:

—… eeiiieeeiii…Staffan hizo señas a Holmberg para

que se mantuviera a dos pasos dedistancia y se puso de cuclillas al ladodel cuerpo.

—¿Puedes oírme?El hombre se calló. De pronto, todo

el cuerpo hizo un giro espasmódico yrodó. La cara.

Staffan se echó para atrás, perdió elequilibrio y aterrizó sobre la rabadilla.Apretó los dientes para no gritar cuando

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vio las estrellas. Cerró los ojos. Losvolvió a abrir.

No tiene cara.Staffan había visto a un drogadicto

que en una alucinación se habíagolpeado repetidamente la cara contrauna pared. Había visto a un hombre quese puso a soldar un depósito de gasolinasin vaciarlo antes. Le explotó en la cara.

Pero nada parecido a esto.Tenía la nariz totalmente corroída,

en su lugar sólo había dos agujeros queentraban en la cabeza. La boca se habíaderretido, los labios estaban sellados,salvo una rendija a un lado. Uno de losojos se había derramado sobre lo que

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había sido la mejilla, pero el otro…abierto de par en par.

Staffan clavó la vista en ese ojo, loúnico que parecía humano en aquellamasa deforme. El ojo estaba inyectadoen sangre, y cuando intentaba parpadearsólo media tira de piel revoloteabasobre él y se retiraba de nuevo.

Donde tenía que haber estado elresto de la cara, sólo había restos decartílagos y huesos que asomaban entrelos trozos imposibles de carne y losjirones negros de piel. Los músculosbrillantes y desnudos se contraían y seestiraban, se removían como si lacabeza hubiera sido sustituida por un

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montón de anguilas recién matadas ytroceadas.

Toda la cara, lo que había sido lacara, tenía vida propia.

Una arcada se abrió paso por lagarganta de Staffan, y probablementehabría vomitado de no haber tenido elcuerpo tan ocupado recuperándose deldolor lumbar. Lentamente encogió laspiernas y se puso de pie, apoyándose enlos armarios. El ojo inyectado en sangrele miraba todo el tiempo.

—Esto es lo más jodido…Holmberg, con los brazos colgando,

observaba aquel cuerpo desfigurado enel suelo. No era sólo la cara. El ácido

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había corroído también la parte superiordel cuerpo. La piel de una de lasclavículas había desaparecido y se veíauna porción del hueso, blanco como untrozo de tiza en un estofado de carne.

Holmberg meneaba la cabeza ysacudía el aire con la mano. Tosiendo.

—Esto es lo más jodido…Eran las once y Oskar estaba

acostado en su cama. Golpeando concuidado las letras en la pared.

E… L… I… E… L… I…No hubo respuesta.

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Viernes 30 de Octubre

Los chicos de 6ºB estaban en fila fuerade la escuela esperando a que el maestroÁvila diera la señal. Todos tenían susbolsas de gimnasia o sus bolsos en lamano, porque Dios se apiadara del queolvidase la ropa de gimnasia o notuviera causa justificada para faltar a laclase.

Estaban a un brazo de distancia delanterior, como el maestro les habíadicho el primer día en 4ºcuando sucedióa la tutora en la responsabilidad de sueducación física.

—¡Una fila recta! ¡Un brazo de

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distancia!El maestro Ávila había sido piloto

durante la guerra. En un par deocasiones había entretenido a los chicoscontándoles historias de combatesaéreos y de aterrizajes forzosos encampos de trigo. Eran impresionantes.Se había ganado su respeto.

Una clase considerada alborotadorae indisciplinada se colocabaobedientemente en fila a un brazo dedistancia, aunque el maestro aún nohubiera aparecido. Si la fila no estabacomo él quería los dejaba esperandodiez minutos más, o sustituía elprometido partido de voleibol por unas

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flexiones de brazos y abdominales.Oskar, al igual que los demás, tenía

bastante miedo al maestro. Con su pelogris rapado y su nariz aguileña, su buenaspecto físico y sus puños de hierro,difícilmente se podía pensar que fueracapaz de querer y comprender a un chicodébil, con algo de sobrepeso ymartirizado. Pero había disciplina en susclases. Ni Jonny, ni Micke ni Tomas seatreverían a hacer nada mientras elmaestro estuviera cerca.

En ese momento Johan abandonó lafila, alzó la vista hacia la escuela.Luego, haciendo un saludo hitleriano,dijo:

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—¡Filas rectas! ¡Hoy simulacro deevacuación! ¡Con cuerdas!

Algunos sonrieron nerviosos. Elmaestro era un apasionado de lossimulacros de evacuación. Una vez porsemestre los alumnos tenían que probara deslizarse fuera desde las ventanascon ayuda de cuerdas, mientras elmaestro controlaba todo el procesocronómetro en mano. Si conseguíansuperar el récord anterior podían jugaral juego de las sillas. Pero había queganárselo.

Johan volvió rápidamente a la fila.Menos mal, porque apenas unossegundos después apareció el maestro

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por la puerta principal de la escuela ycon paso rápido se encaminó algimnasio. Con la mirada al frente, nodirigió al grupo ni siquiera una ojeada.Cuando se encontraba a mitad de caminohizo un gesto de ¡adelante! con la mano,sin dejar de andar, sin volver la cabeza.

La fila se puso en marcha intentandomantener la distancia de un brazo con elanterior. Tomas, que iba detrás deOskar, tropezó con el talón de éste ehizo que se le saliera el zapato pordetrás. Oskar siguió marchando.

Después de lo de la paliza deanteayer lo habían dejado en paz. No esque le hubieran pedido perdón o así,

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pero la herida de la mejilla seguía allí, yles habría parecido que era suficiente.De momento.

Eli.Oskar, apretando los dedos del pie

para que no se le saliera el zapato,siguió marchando hacia el gimnasio.¿Dónde estaba Eli? Había acechadodesde su ventana la noche anterior paraver si el padre de la muchacha volvía acasa. Pero en vez de eso lo que vio fue aEli saliendo a eso de las diez. Despuésllegó la hora del cacao y los bollos consu madre y puede que se hubiera perdidosu vuelta a casa. Pero no habíacontestado a sus golpecitos.

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La clase tomó al asalto el vestuario,la fila se rompió. El maestro Ávilaestaba de pie con los brazos cruzados,esperándolos.

—Bien. Hoy entrenamiento físico.Con barra, plinto y cuerdas.

Protestas. El maestro asintió.—Si lo hacéis bien, si trabajáis, la

próxima vez balón fantasma. Pero hoyentrenamiento físico. ¡Vamos!

No había nada que discutir. Unotenía que contentarse con lo del balónfantasma y la clase comenzó a cambiarseapresuradamente. Oskar procuró, comode costumbre, ponerse de espaldas a losotros mientras se quitaba los pantalones.

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Su bola del pis hacía que se notara algoraro en los calzoncillos.

Arriba, en el gimnasio, los otrosestaban colocando los plintos y bajandolas barras. Johan y Oskar colocaronjuntos las colchonetas. Cuando todoestuvo listo, el maestro sopló su silbato.Había circuito con cinco estaciones, asíque los dividió en cinco grupos de ados.

Oskar y Staffe formaron un grupo, locual estaba bien porque Staffe era elúnico de la clase al que se le daba lagimnasia peor que a Oskar. Era fuertotepero torpe. Más gordo que Oskar. Sinembargo, nadie se metía con él. Había

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algo en la actitud de Staffe que decíaque si alguien se metía con él lo pagaríacaro.

El maestro hizo sonar el silbato y sepusieron en marcha.

Flexiones de brazos en la barra. Labarbilla sobre la barra, abajo, arriba.Oskar consiguió hacer dos. Staffe, cinco;luego lo dejó. Sonó el silbato.Abdominales. Staffe no hizo más queestar tumbado en la colchoneta mirandoal techo. Oskar estuvo haciendo falsosabdominales hasta la siguiente señal. Lacomba. Eso se le daba bien a Oskar. Élle dio a la cuerda mientras Staffe nohacía más que trabarse con ella. Luego

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flexiones de brazos normales. De ésaspodía hacer Staffe las que quisiera.Finalmente el plinto, el maldito plinto.

Aquí es donde era un alivio estarcon Staffe. Oskar había visto de reojocómo Micke, Jonny y Olof volaban porel plinto vía trampolín. Staffe tomóimpulso, corrió, botó estrepitosamenteen el trampolín y, no obstante, no llegóal plinto. Se dio media vuelta paraesperar su turno de nuevo. El maestro seacercó a él.

—¡Súbete al plinto!—No puedo.—Tendrás que coger impulso.—¿Qué?

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—Coger impulso. Coger impulso.Arriba y salta.

Staffe agarró el plinto, se encaramóen él y se deslizó como un perezoso porel otro lado. El maestro hizo la señal deven y Oskar echó a correr.

En algún punto de aquella carrerahacia el plinto tomó la decisión. Iba aintentarlo.

El maestro le había dicho en algunaocasión que no tuviera miedo al plinto,que todo dependía de eso. Normalmenteno se impulsaba fuerte con el pie, pormiedo a perder el equilibrio y a darse ungolpe. Pero ahora iba a echar los restos,a hacer como si pudiera. El maestro lo

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miraba. Oskar echó a correr a todavelocidad hacia el trampolín.

Apenas pensó en el impulso, seconcentró totalmente en subir al plinto.Por primera vez botó en la tabla contodas sus fuerzas, sin frenarse, y elcuerpo salió volando por sí mismo, losbrazos se extendieron al frente parahacer fuerza y dirigir el cuerpo haciadelante. Pasó sobre el plinto a talvelocidad que perdió el equilibrio ycayó de bruces cuando aterrizó por elotro lado. ¡Había conseguido subir!

Se volvió y miró al maestro: no reía,pero asentía dándole ánimos.

—Bien, Oskar. Únicamente más

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equilibrio.El silbato sonó y pudieron descansar

un minuto antes de empezar otra vuelta.Aquella vez Oskar logró subir al plintoy mantener el equilibrio al aterrizar.

El maestro pitó el fin de la clase ysalió fuera mientras ellos recogían lascosas. Oskar bajó las ruedas del plinto ylo empujó hasta el cuarto donde seguardaba, dándole unas palmaditascomo a un buen caballo que finalmentese hubiera dejado montar. Lo colocó ensu sitio y se dirigió al vestuario. Queríahablar con el profesor de una cosa.

A medio camino de la puerta fuedetenido. Un lazo de cuerda voló sobre

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su cabeza y aterrizó alrededor de suestómago. Alguien lo había cazado. Asus espaldas oyó la voz de Jonny:

—Arre, Cerdo.Se volvió de manera que la lazada

se le deslizó sobre el estómago y quedóalrededor de su espalda. Jonny estabafrente a él con la agarradera de lacuerda en las manos, moviéndola arribay abajo, chascando la lengua.

—Arre, arre.Oskar agarró la cuerda con las dos

manos y se la arrebató a Jonny. Lacuerda sonó al caer al suelo detrás deOskar. Jonny, señalándola, dijo:

—Ahora tendrás que recogerla tú.

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Oskar cogió la cuerda por el mediocon una mano y, dándole vueltas, la sacópor la cabeza de forma que lasagarraderas sonaron. Gritó:

—¡Cógela! —y la soltó. La cuerdasalió volando y Jonny se tapóinstintivamente la cara con las manos.La cuerda sobrevoló su cabeza y chirriódetrás contra las espalderas. Oskar saliódel gimnasio y bajó corriendo lasescaleras. El corazón tamborileaba ensus oídos. Esto ha empezado. Bajó lospeldaños de tres en tres y aterrizó conlos pies juntos en el rellano, cruzó elvestuario y entró en el cuarto delmaestro.

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Éste, en ropa de deporte, estabasentado hablando por teléfono en unidioma extranjero, probablementeespañol. La única palabra que pudoentender Oskar fue «perro», que sabía loque significaba. El maestro le indicó quese sentara en la otra silla que había en elcuarto. El maestro siguió hablando,varios «perro», mientras Oskar oyócómo Jonny entraba en el vestuario yempezaba a dar voces.

El vestuario se había quedado vacíoantes de que el maestro estuviera listocon su «perro». Se volvió hacia Oskar.

—Bueno, Oskar, ¿qué quieres?—Sí, quería saber… de esos

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entrenamientos de los jueves.—¿Sí?—¿Puede uno apuntarse?—¿Te refieres a los entrenamientos

de pesas en la piscina?—Sí. Eso. ¿Puede uno apuntarse,

o…?—No tienes que apuntarte. Sólo ir.

El jueves a las siete. ¿Quieres entrenar?—Sí, yo… sí.—Está bien. Entrena. Después

podrás hacer… cincuenta flexiones en labarra.

El maestro mostraba las flexiones enla barra con los brazos en alto. Oskarmeneó la cabeza. —No. Pero… sí, iré.

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—Bien. Entonces nos vemos eljueves. Oskar asintió; se iba a ir, perodijo:

—¿Qué tal está el perro?—¿El perro?—Sí, oí que decías «perro» y sé lo

que quiere decir.El maestro se quedó pensando un

momento.—Ah, «perro» no. Pero. Que

significa 'men'. Como en men inte jag.Se dice pero yo no. ¿Entiendes? ¿Vas aempezar un curso de español también?

Oskar meneó la cabeza sonriendo.Dijo que ya era bastante con las pesas.

El vestuario estaba vacío salvo la

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ropa de Oskar. Oskar se quitó lospantalones de deporte y se quedóparado. Sus pantalones no estaban.Claro. Tenía que haberlo supuesto. Miróen el vestuario, en los servicios. Nada.

El frío le pellizcaba las piernas alvolver a casa sólo con los pantalones dedeporte puestos. Había empezado anevar mientras tenían gimnasia. Loscopos de nieve caían y se deshacíansobre sus piernas desnudas. Ya en elpatio se detuvo bajo la ventana de Eli.Las persianas estaban bajadas. Ni unmovimiento. Gruesos copos de nieve lecayeron en la cara mientras miraba hacia

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arriba. Atrapó algunos con la lengua.Estaban buenos.

—Mira a Ragnar.Holmberg apuntaba hacia la plaza de

Vällingby donde la nieve que caíacubría con un ligero manto el empedradocolocado en forma circular. Uno de losborrachines estaba sentado en un bancosin moverse, envuelto en un abrigogrande mientras la nieve lo convertía enun mal amasado muñeco. Holmbergsuspiró.

—Tendré que salir a ver qué le pasasi no se mueve pronto. ¿Y tú qué talestás?

—Así, así.

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Staffan había puesto otro cojín en lasilla de su escritorio para mitigar eldolor de la columna. Preferiría estar depie, o mejor aún, acostado en la cama.Pero el informe de los sucesos del díaanterior tenía que llegar a la brigada dehomicidios antes del domingo.

Holmberg miraba su cuaderno denotas golpeando en él con el lapicero.

—Esos tres que estaban dentro, en elvestuario, dijeron que el asesino ese,antes de echarse el ácido clorhídricoencima, había gritado «¡Eli, Eli!», yo mepregunto…

El corazón le brincó en el pecho aStaffan, se inclinó sobre la mesa.

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—¿Dijo eso?—Sí. ¿Sabes lo que…?—Sí.Staffan se echó para atrás en la silla

de forma brusca y el dolor disparó unaflecha hasta la mismísima raíz del pelo.Se agarró a los bordes de la mesa, sesentó bien y se llevó las manos a la cara.Holmberg lo miraba.

—Joder, ¿has ido al médico?—No, es sólo… se me pasará. Eli,

Eli.—¿Es un nombre?Staffan asintió con cuidado.—Sí… significa… Dios.—Bueno, así que llamaba a Dios.

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¿Crees que le oyó?—¿Qué?—Dios. Que si crees que le oyó.

Dadas las circunstancias parece poco…probable. Aunque claro, tú eres elexperto en esas cosas. Bueno, tú sabrás.

—Son las últimas palabras queCristo dijo en la cruz. «Dios mío, Diosmío, ¿por qué me has abandonado? Eli,Eli, lema sabachtani?».

Holmberg guiñó un ojo y siguiómirando sus notas.

—Sí, eso.—Según san Mateo y san Marcos.

Holmberg asintió, chupó el lápiz.—¿Lo vamos a poner en el informe?

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Cuando llegó a casa de la escuela

Oskar se puso un par de pantaloneslimpios y bajó al kiosco del Amantepara comprar el periódico. Había oídocomentar que el asesino había sidodetenido y quería saberlo todo. Cortar yguardar.

Notó algo raro cuando bajaba alkiosco, algo que no era normal, apartede que estaba nevando.

De vuelta a casa con el periódicosupo lo que era. No estaba todo eltiempo alerta. Sólo caminaba. Habíarecorrido el camino hasta el kiosco sinir vigilando a todos aquellos que

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pudieran meterse con él.Empezó a correr. Corrió todo el

camino hasta casa con el periódico en lamano mientras los copos le lamían lacara. Cerró la puerta de la calle. Fue ala cama, se echó boca abajo y dio unosgolpecitos en la pared. No huborespuesta. Le habría gustado hablar conEli, contárselo.

Abrió el periódico. La piscina deVällingby. Coches de policía.Ambulancias. Intento de asesinato. Laslesiones del individuo de tal naturalezaque dificultaban su identificación.Fotografía del hospital de Danderyddonde estaba siendo atendido el hombre.

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Referencias al anterior asesinato.Ningún comentario.

Después submarino, submarino,submarino. Reforzado el estado dealerta.

Llamaron a la puerta.Oskar saltó de la cama, salió

rápidamente al pasillo. Eli, Eli, Eli.Cuando tenía ya la mano en el

picaporte, se detuvo. ¿Y si eran Jonny yesos? No, nunca vendrían así a su casa.Abrió. Fuera estaba Johan.

—Hola.—Sí… hola.—¿Vamos a jugar?—Sí, ¿a qué?

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—No sé. A algo.—Vale.Oskar se puso los zapatos y la

cazadora mientras Johan lo esperaba enel rellano de la escalera.

—Jonny estaba bastante enfadado.En gimnasia.

—Cogió mis pantalones, ¿verdad?—Sí. Sé dónde están.—¿Dónde?—Allí detrás. Al lado de la piscina.

Te lo voy a enseñar.Oskar pensó, aunque no lo dijo, que

en ese caso los podría haber cogido alvenir. Pero a tanto no llegaba su buenavoluntad. Oskar asintió y dijo:

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—Bien.Fueron hasta la piscina y buscaron

los pantalones, que colgaban de unarbusto. Luego dieron una vuelta ycuriosearon un poco. Hicieron bolas denieve y las tiraron a los árboles. En uncontenedor encontraron un cableeléctrico que se podía cortar en trozos,doblarlos y usarlos como munición parael tirachinas. Hablaron del asesino, delsubmarino y de Jonny, Micke y Tomas,que a Johan le parecía que estaban malde la cabeza.

—Totalmente idos.—A ti no te suelen hacer nada.—No. Pero de todas formas.

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Fueron al kiosco de las salchichas allado del metro y se compraron dos«vagabundos» cada uno. A una coronacada «vagabundo»; sólo el pan tostadocon mostaza, ketchup, aliño parahamburguesas y cebolla. Empezaba aoscurecer. Johan hablaba con la chicadel kiosco y Oskar miraba los vagonesdel metro que iban y venían, observandoel tendido eléctrico que corría porencima de las vías.

Echando vaho con sabor a cebollapor la boca bajaron hacia la escuela,donde sus caminos se separaban. Oskardijo:

—¿Crees que la gente se quita la

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vida saltando por esos cables que vanpor encima de la vía?

—No lo sé. Seguro que lo hacen. Mihermano conoce a uno que fue y meó enun raíl eléctrico.

—¿Qué pasó?—Murió. La corriente subió por el

pis hasta su cuerpo.—No me digas. ¿Quería morir

entonces?—No. Estaba borracho. Joder.

Imagínatelo…Johan hizo como que se cogía el pito

y meaba, y empezó a temblar con todo elcuerpo. Oskar se reía.

Abajo, junto a la escuela, se

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despidieron. Oskar se dirigió a casa conlos recién encontrados pantalones atadosalrededor de la cintura y silbando lasintonía de Dallas.

Había dejado de nevar, pero unmanto blanco lo cubría todo. Había luzen las grandes ventanas esmeriladas dela piscina pequeña a la que iba a ir eljueves por la tarde. Iba a empezar aentrenar. Hacerse más fuerte.

Viernes por la noche en el chino. Elreloj redondo con los bordes de aceroque parece tan mal colocado entrelámparas de papel de arroz y dragonesdorados en una de las paredes

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alargadas, señala las nueve menoscinco. Los colegas están sentados consus cervezas, perdidos en el paisaje delos mantelitos de papel. Fuera, siguecayendo la nieve.

Virginia mueve un poco su SanFrancisco y sorbe con la pajita coronadapor una figurita de Johnny Walker.

¿Quién era Johnny Walker?¿Adónde iba?

Da un golpecito en el vaso con lapajita y Morgan alza la vista.

—¿Vas a dar un discurso?—Alguien tendrá que hacerlo.Se lo habían contado a ella. Todo lo

que Gösta había dicho sobre Jocke, el

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puente, el niño. Luego se habíanquedado en silencio. Virginia hacíasonar los hielos del vaso observandocómo la luz velada del techo sereflejaba en los hielos medio deshechos.

—Hay algo que no entiendo. Si estoha ocurrido como dice Gösta, ¿dóndeestá? Jocke, quiero decir.

Karlsson se animó, como si ésafuera la ocasión que andaba esperando.

—Exactamente lo que yo he tratadode decir. ¿Dónde está el cadáver? Si esque uno va a…

Morgan apuntó a Karlsson con undedo acusatorio en el aire.

—Tú no llamas cadáver a Jocke.

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—¿Y cómo le llamo entonces? ¿Elfinado?

—No le vas a llamar nada hasta quesepamos lo que ha pasado.

—Eso es precisamente lo que estoytratando de decir. Mientras no tengamosun c… mientras ellos no lo hayan…encontrado, no podemos…

—¿Qué ellos?—Bueno, ¿tú qué crees? ¿La

división de helicópteros de Berga? Lapolicía, claro.

Larry se frotó un ojo y dijo:—Ése es el problema. Mientras no

lo hayan encontrado no se van a tomarinterés, y si no se toman interés no van a

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buscarlo. Virginia meneó la cabeza.—Es que tenéis que ir a la policía y

contar lo que pasa.—Sí, sí, ¿qué te parece que vamos a

decir? —dijo Morgan cloqueando—.Hola, dejad toda esa mierda del asesinode niños, el submarino, todo, porqueaquí estamos tres borrachines y unborrachín colega nuestro hadesaparecido y resulta que otro denuestros colegas, también borrachín, hacontado que una tarde, cuando estabarealmente en las nubes, vio… ¿qué?

—Pero Gösta, ¿entonces? Él esprecisamente quien lo ha visto, él esquien…

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—Sí, sí. Claro. Pero está tandeteriorado… Haz un poco de ruido conun uniforme delante de él y sedesmorona, queda listo para elmanicomio de Beckomberga. Noaguanta. Interrogatorios y mierdas. —Morgan se encogió de hombros—. Estájodido.

—¿Y vais a dejarlo estar sin más?—Sí, ¿qué cojones podemos hacer?Lacke, que se había bebido su

cerveza mientras discurría laconversación, dijo algo demasiado bajocomo para que los otros pudieranentenderlo. Virginia se inclinó hacia él ypuso la cabeza en su hombro.

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—¿Qué has dicho?Lacke miraba fijamente el paisaje

envuelto en la niebla hecho a tinta chinae impreso en el mantelito que teníaencima de la mesa y susurró:

—Tú dijiste que lo íbamos a coger.Morgan dio tal golpe en la mesa que

hizo saltar los vasos de cerveza, yponiendo la mano en alto delante de élcomo una garra afirmó:

—Y lo vamos a hacer. Pero primerotenemos que tener algo en lo queapoyarnos.

Lacke asintió medio sonámbulo yempezó a levantarse.

—Sólo tengo que…

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Las piernas se le doblaron y cayó debruces sobre la mesa con un estrépito devasos que hizo que los ocho comensalesse volvieran a ver lo que pasaba.Virginia agarró a Lacke por los hombrosy lo sentó de nuevo en la silla. Los ojosde Lacke estaban perdidos.

—Perdón, yo…El camarero acudió rápidamente a su

mesa secándose frenéticamente lasmanos en el delantal. Se inclinó haciaLacke y Virginia mascullando en vozbaja:

—Esto es un restaurante, no unapocilga.

Virginia puso la mejor sonrisa que

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pudo mientras ayudaba a Lacke alevantarse.

—Vamos, Lacke. Vamos a mi casa.Con una mirada acusatoria hacia el

resto del grupo, el camarero rodeórápidamente a Lacke y a Virginia,ayudando a Lacke por el otro lado paramostrar a los comensales que estaba taninteresado como ellos en alejar a esteelemento distorsionador de la paz de lamesa.

Virginia ayudó a Lacke a ponerse supesado y en otros tiempos eleganteabrigo, una herencia de su padre, quehabía muerto dos años antes, y loarrastró hacia la puerta.

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Detrás oyó un par de silbidosmaliciosos de Morgan y Karlsson. Conel brazo de Lacke sobre los hombros sevolvió hacia ellos y les sacó la lengua.Luego abrió la puerta de fuera y salió.

La nieve caía en copos grandes ylentos creando un espacio de frío ysilencio para los dos. Las mejillas deVirginia ardían cuando guiaba a Lackehacia abajo, hacia el camino del parque.Era mejor así.

—Hola. He quedado con mi papá,pero no llega y… ¿puedo entrar a llamarpor teléfono?

—Sí, claro.

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—¿Puedo entrar?—El teléfono está ahí.La mujer señalaba hacia el pasillo:

en una mesita estaba el teléfono gris. Elipermanecía fuera, todavía no había sidoinvitada. Al lado de la puerta había unerizo de hierro con púas de fibravegetal. Eli se limpió los pies en él paradisimular que no podía entrar.

—¿Seguro que puedo?—Sí, sí. Pasa, pasa.Hizo un gesto cansado: Eli estaba

invitada. La mujer parecía haberperdido el interés y se fue al cuarto deestar, desde donde Eli podía oír elmonótono zumbido de un televisor. Una

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larga cinta de seda de color amarillo,atada alrededor del pelo lleno de canasgrises, se deslizaba por la espalda de lamujer como una serpiente amaestrada.

Eli pasó al recibidor, se quitó loszapatos y la cazadora, levantó elauricular del teléfono. Marcó un númeroal azar, hizo como si hablara conalguien, colgó el auricular.

Aspiró a través de la nariz. Olor afritura, productos de limpieza, tierra,betún, manzanas de invierno, ropahúmeda, electricidad, polvo, sudor, colapara papeles pintados y… orina de gato.

Sí. Un gato negro como el tizónestaba en el vano de la puerta de la

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cocina ronroneando con las orejasechadas para atrás, la piel desgreñada yel lomo encorvado. Alrededor delcuello llevaba una cinta roja con unpequeño cilindro metálico,probablemente para meter un papel conel nombre y la dirección.

Eli dio un paso hacia el gato y éstemostró los dientes, bufó. El cuerpoerguido para saltar. Un paso más.

El gato se retiró, escurriéndosehacia atrás mientras seguía bufando, sinapartar la mirada de los ojos de Eli. Elodio que sacudía su cuerpo hizo temblarel cilindro de metal. Se estabanmidiendo. Eli avanzaba lentamente

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obligando al gato a retroceder hasta queestuvo dentro de la cocina, y cerró lapuerta.

El gato continuó bufando ymaullando al otro lado. Eli fue al cuartode estar.

La mujer estaba sentada en un sofáde piel tan reluciente que reflejaba la luzdel televisor. Con la espalda rectamiraba con fijeza la resplandecientepantalla azul. Llevaba una cinta amarillaatada en el pelo, rematada en un lazo. Enla mesa que tenía delante había uncuenco con galletitas saladas y unabandeja con tres clases de queso, unabotella de vino sin abrir y dos vasos.

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La mujer parecía no notar lapresencia de Eli, ocupada como estabacon lo que sucedía en la pantalla. Unprograma de naturaleza. Pingüinos en elPolo Sur.

El macho lleva el huevo en los piespara que no entre en contacto con elhielo.

Una caravana de pingüinos se movíatorpemente sobre un desierto de hielo.Eli se sentó en el sofá, al lado de lamujer. Ésta estaba rígida, como si la telefuera un maestro severo a punto deleerle la cartilla.

Cuando vuelve la hembra despuésde tres meses, la capa de grasa del

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macho se ha consumido.Dos pingüinos se frotaban el pico el

uno al otro, saludándose.—¿Esperas visita?La mujer se estremeció y miró

confundida unos segundos directamentea los ojos de Eli. El lazo amarilloresaltaba lo ajado que parecía su rostro.Meneó un poco la cabeza.

—No, coge lo que quieras.Eli no se movió. La imagen de la

pantalla cambió a una vista panorámicade Georgia del Sur, con música. En lacocina, los maullidos del gato habíandado paso a una especie de… súplica.El olor en el cuarto era químico. La

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mujer destilaba un olor a hospital.—¿Va venir alguien? ¿Aquí?La mujer se estremeció de nuevo

como si la hubieran despertado, sevolvió hacia Eli. Esta vez, sin embargo,parecía irritada: una arruga bienmarcada entre las cejas.

—No. No va venir nadie. Come siquieres —dijo con el dedo índice bienestirado señalando los quesos de uno enuno—: camembert, gorgonzola,roquefort. Come, come.

Miró a Eli como dándole una ordeny Eli cogió una galletita, se la llevó a laboca y la masticó despacio. La mujerasintió y volvió de nuevo la vista a la

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pantalla. Eli escupió la masa pegajosade galleta en la mano y la tiró al suelodetrás del reposabrazos del sofá.

—¿Cuándo te vas a ir? —preguntó lamujer.

—Pronto.—Quédate el tiempo que quieras. A

mí no me importa.Eli se fue acercando como para

poder ver mejor la tele hasta que susbrazos se rozaron. Algo le ocurrióentonces a la mujer. Tembló y se hundióen el sofá como un paquete de caféagujereado. Cuando miró a Eli, lo hizocon una mirada suave y soñadora.

—¿Quién eres?

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Los ojos de Eli estaban tan sólo a unpar de centímetros de los suyos. La bocade la mujer exhalaba olor a hospital.

—No sé.La mujer asintió, se estiró para

coger el mando a distancia que estabasobre la mesa y quitó el volumen de latele.

—En primavera florece Georgia delSur con una belleza árida…

Las suplicas del gato se oían ahoracon nitidez, pero la mujer no parecíapreocupada por eso. Señaló los muslosde Eli.

—¿Puedo…?—Sí, claro.

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Eli se retiró un poco de la mujer,que se acurrucó en el sofá y puso lacabeza sobre las piernas de la niña. Éstale acarició suavemente el pelo.Estuvieron así un rato. Los lomosresplandecientes de las ballenasrompieron la superficie del mar,lanzando chorros de agua;desaparecieron.

—Cuéntame algo —pidió la mujer.—¿Qué quieres que te cuente?—Algo bonito.Eli peinó una mecha del pelo de la

mujer sobre la oreja. Ésta respirabaahora tranquila y tenía el cuerpototalmente relajado. Eli habló en voz

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baja.—Una vez… hace mucho, mucho

tiempo, había un campesino pobre y sumujer. Tenían tres hijos: un chico y unachica que eran ya lo bastante mayorespara trabajar con los adultos y un niñopequeño que tenía sólo once años.Todos los que lo veían decían que era elniño más guapo que habían visto.

»E1 padre era un siervo de la glebay tenía que trabajar muchas jornadas enlas propiedades del señor de la tierra.Por eso eran la madre y los hijos los quedebían hacerse cargo de la casa y de lahuerta. El hijo más pequeño no servíapara mucho.

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»Un día, el señor de las tierrasanunció un concurso en el que todas lasfamilias que vivían en sus tierras debíanparticipar. Todas las que tuvieran unchico entre ocho y doce años. No seprometía ningún premio. Nada depremios. Sin embargo, se llamabaconcurso.

»E1 día de la competición la madrellevó consigo al más joven al castillodel señor. No estaban solos. Otros sieteniños acompañados por uno o por losdos padres ya se habían reunido en elpatio del castillo. Y llegaron otros tres.Familias pobres, los niños vestidos conlo mejor que tenían.

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»Pasaron todo el día esperando en elpatio. Al anochecer salió un hombre delcastillo y dijo que ya podían entrar…

Eli escuchó la respiración de lamujer, lenta y profunda. Estaba dormida.Su aliento calentaba las rodillas de lamuchacha. Justo debajo de la oreja, Elipudo verle el pulso marcado bajo supiel flácida y arrugada.

El gato se había callado.En la tele pasaban ahora la lista de

créditos del programa de naturaleza. Elipuso el dedo índice sobre la arteriacarótida de la mujer, sintió su corazónpalpitante bajo la yema del dedo.

La niña se echó hacia atrás y movió

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con cuidado la cabeza de la mujer demanera que descansara sobre susrodillas. El fuerte aroma del quesoroquefort mitigaba todos los demásolores. Eli cogió una manta del respaldodel sofá y tapó con ella los quesos.

Un débil gemido: la respiración dela mujer. Eli agachó la cabeza con lanariz apretada contra la arteria visible.Jabón, sudor, olor a piel vieja… eseolor a hospital… y algo más, que era elolor propio de la mujer. Y debajo, através de todo ello, la sangre.

La mujer se rascó cuando la nariz deEli le rozó el cuello; intentó moverse,pero la muchacha la agarró firmemente

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por el pecho con un brazo y con el otromantuvo fija su cabeza. Abrió la bocatanto como le fue posible y la pusosobre el cuello que sujetaba hasta que lalengua hizo presión contra la arteria ymordió. Cerró las mandíbulas.

La mujer pataleó como si hubierarecibido una descarga. El cuerpo sedescontroló y los pies golpearon contrael reposabrazos con tanta fuerza que sedesplazó y quedó con la espalda en lasrodillas de Eli.

La sangre salía a borbotones de laarteria abierta salpicando la piel marróndel sofá. Gritaba y agitaba las manos,tiró la manta de la mesa. Un tufo a queso

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mohoso llenó los orificios nasales deEli cuando ésta se echó a lo largo sobrela mujer y, apretando la boca contra sucuello, bebió a grandes sorbos. Losgritos reventaban los oídos de Eli y tuvoque soltarle un brazo para poder ponerleuna mano en la boca.

Los chillidos quedaron ahogados,pero la mano libre de la mujer se movíasobre la mesa del sofá, agarró el mandoa distancia y golpeó la cabeza de Eli.Los trozos de plástico se esparcieron altiempo que el sonido de la tele se pusoen marcha.

La sintonía de Dallas flotó por elcuarto y Eli despegó su cabeza del

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cuello de la mujer.La sangre sabía a medicina. Morfina.La mujer miraba a Eli con los ojos

muy abiertos. Entonces la muchachaapreció otro sabor más, un sabor apodrido que se deslizaba junto con elolor al queso mohoso.

Cáncer. Tenía cáncer.El estómago se le revolvió del asco

y tuvo que soltarla y sentarse en el sofápara no vomitar.

La cámara sobrevolaba Southforkmientras la música se acercaba a sucrescendo. La mujer había dejado degritar, permanecía tendida boca arribamientras la sangre salía de ella cada vez

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con menos fuerza, corría en hililloshacia abajo, hacia los cojines del sofá.Sus ojos estaban humedecidos, ausentescuando buscaban los de Eli y decía:

—Por favor, por favor…Eli, tragándose un amago de vómito,

se inclinó sobre ella.—¿Perdón?—Por favor…—Sí. ¿Qué quieres que haga?—Por favor… por favor…Después de un momento los ojos de

la mujer cambiaron, se pusieron rígidos.Se volvieron ciegos. Eli le cerró lospárpados. Se volvieron a abrir. Elicogió la manta del suelo y se la puso

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sobre la cara, se sentó en el sofá.La sangre servía como alimento

aunque sabía mal, pero la morfina…En la pantalla del televisor, un

rascacielos de espejos. Un hombre contraje y sombrero de vaquero salía de sucoche, frente al rascacielos. Eli intentólevantarse del sofá. No podía. Elrascacielos empezó a inclinarse, a girar.Los espejos reflejaban las nubes que sedeslizaban por el cielo a cámara lenta,recreando formas de animales, plantas.

Eli se echó a reír cuando el hombrecon el sombrero de vaquero se sentó trasla mesa de un escritorio y empezó ahablar en inglés. Eli entendía lo que

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estaba diciendo, pero no tenía sentido.Todo el cuarto había empezado ainclinarse tanto que era raro que la teleno se hubiera caído rodando. La voz delvaquero le retumbaba en la cabeza.Buscó el mando a distancia, pero estabahecho pedazos sobre la mesa y el suelo.

Tenía que hacer callar al vaquero.

Se deslizó del sofá y, gateando,llegó frente al televisor con la morfinadándole vueltas en el cuerpo; se rio delas figuras que se descomponían encolores, sólo colores. No podía más.Cayó de bruces delante del televisor conlos colores chisporroteándole en los

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ojos.Algunos niños se deslizaban todavía

con sus trineos por la cuesta que habíaentre la calle Björnsonsgatan y elpequeño campo junto al camino delparque. La cuesta de la muerte, comopor alguna razón la llamaban. Tressombras se pusieron en marcha al mismotiempo desde la cima y se oyó bien altouna palabrota cuando una de ellas sesalió al bosque; risas de los otros queseguían cuesta abajo, salieron volandoen un bache y aterrizaron con golpes ytintineos sordos.

Lacke se detuvo, miraba al suelo.Virginia intentaba con cuidado llevarlo

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consigo.—Venga, vamos ya, Lacke.—Es tan jodidamente duro.—No puedo contigo, ya lo sabes.Una mueca que podía haber sido una

sonrisa acabó en tos. Lacke retiró lamano del hombro de Virginia,quedándose con los brazos extendidos alo largo del cuerpo y la cabeza vueltahacia la cuesta.

—Joder, ahí están los jóvenestirándose con sus trineos, y allí… —hizo un gesto vago hacia el puente, alfinal de la colina de la que era parte lacuesta—, ahí mataron a Jocke.

—No pienses más en eso ahora.

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—¿Cómo voy a dejarlo? A lo mejorfue uno de esos jóvenes quien lo hizo.

—No lo creo.Ella le cogió el brazo para ponerlo

alrededor de sus hombros de nuevo,pero Lacke lo retiró. —No, puedoandar.

Lacke caminó a pulso a lo largo delcamino del parque. La nieve crujía bajosus pies. Virginia permanecía paradamirándole. Ahí iba él, el hombre al queamaba y con el que no podía vivir.

Lo había intentado.Durante una temporada, hacía ya

ocho años, justo cuando la hija deVirginia se había ido de la casa materna,

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Lacke se había mudado a vivir con ella.Virginia trabajaba entonces, igual queahora, en una tienda de la cadena desupermercados ICA, en la calle ArvidMörnes, encima del parque China. Vivíaen un apartamento de un dormitorio,cuarto de estar y cocina en ArvidMörnes, a sólo tres minutos del trabajo.

Durante los cuatro meses quevivieron juntos, Virginia no consiguióaveriguar lo que Lacke hacía realmente.Sabía algo de electricidad: montó unregulador en la lámpara del cuarto deestar. Sabía algo de cocina: lasorprendió un par de veces con platosfantásticos a base de pescado. Pero ¿qué

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hacía?Estaba en el apartamento, salía de

paseo, hablaba con gente, leía bastanteslibros y periódicos. Eso era todo. ParaVirginia, que había trabajado desde queterminó la escuela, aquélla era unamanera incomprensible de vivir. Lehabía preguntado:

—Bueno, Lacke, no quiero decirque… Pero tú en realidad ¿qué haces?¿De dónde sacas el dinero?

—No tengo dinero.—Algo de dinero tendrás.—Esto es Suecia. Cógete una silla y

ponía en la acera. Siéntate en la silla yespera. Si esperas suficiente llegará

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alguien a darte dinero. O a hacersecargo de ti de alguna manera.

—¿Es así como me ves a mí?—Virginia. Cuando digas «Lacke,

vete de aquí», me iré.Pasó un mes antes de que se lo

dijera. Entonces él apretujó su ropa enun bolso, sus libros en otro, y se fue.Después no volvió a verlo en medioaño. Fue durante esa temporada cuandoella empezó a beber más, sola.

Cuando vio de nuevo a Lacke, éstehabía cambiado. Más triste. Duranteaquel medio año había vivido con supadre, que se consumía lentamente decáncer en una casa en Småland. Cuando

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su padre murió, Lacke y su hermanaheredaron la casa, la vendieron y serepartieron el dinero. La parte de Lackehabía sido suficiente para un piso decooperativa con bajas cuotas mensualesen Blackeberg, y había vuelto paraquedarse.

En los años siguientes seencontraron cada vez más a menudo enel chino, adonde Virginia habíaempezado a ir una noche sí y otratambién. A veces volvían a casa juntos,se amaban en silencio y, mediante unpacto silencioso, Lacke ya se había idocuando ella volvía a casa del trabajo aldía siguiente. Vivía cada uno en su casa

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en condiciones máximas de libertad; aveces pasaban un par de meses o tres sincompartir cama y eso les iba a los dosestupendamente, y así estaban las cosasahora.

Pasaron por delante delsupermercado ICA con sus anuncios decarne picada barata y su «Come, bebe ysé feliz». Lacke se detuvo a esperarla.Cuando llegó a su altura, tendió un brazohacia ella. Virginia enlazó su brazo conel de él. Lacke asintió con la cabeza endirección a la tienda.

—¿Y el trabajo?—Lo normal —Virginia se paró y

señaló el cartel—: Lo he hecho yo. Un

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cartel en el que ponía:TOMATE TRITURADO. TRES

BOTES, 5 CORONAS.—Bonito.—¿Te parece?—Sí. A uno le entran muchas ganas

de comer tomate triturado. Ella le dio unempujón con cuidado. Sintió lascostillas de Lacke contra su codo.

—Al menos te acuerdas de cómosabe la comida, ¿eh?

—No tienes que…

—No, pero lo voy a hacer de todasformas.

—Eeeeli… Eeeeliii…

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La voz de la tele era conocida. Eliintentó alejarse de ella, pero el cuerpono le obedecía. Sólo las manos sedeslizaron a cámara lenta por el suelo,buscando algo a lo que agarrarse.Encontraron un cable. Lo agarró fuertecon la mano como si se tratara de unacuerda de salvamento para salir deltúnel en cuyo extremo estaba la telehablándole.

—Eli… ¿dónde estás?La cabeza le pesaba demasiado

como para levantarla del suelo; lo únicoque consiguió fue levantar la vista haciala pantalla, y lógicamente era… Él.

Sobre los hombros de la bata de

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seda caían mechas claras de la pelucarubia hecha de pelo natural que hacíaque la cara femenina pareciera aún máspequeña de lo que era. Los labiosdelgados y apretados dibujaban unasonrisa de pintalabios, brillaban comoun tajo de cuchillo en el rostropálidamente empolvado.

Eli consiguió levantar un poco lacabeza y vio toda su cara. Los ojosazules, puerilmente grandes, y porencima de los ojos… el aire que salíade los pulmones a sacudidas, la cabezasin fuerzas tendida en el suelo de talmanera que le crujía el tabique nasal.Divertido. Él tenía en la cabeza un

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sombrero de vaquero.—Eeeliii…Otras voces. Voces de niños. Eli

levantó la cabeza de nuevo, temblandocomo un recién nacido. De su narizsalían gotas de la sangre enferma y leentraron en la boca. El hombre habíaextendido los brazos en un gesto debienvenida, enseñando el forro rojo dela bata. El forro se movía, era unhervidero lleno de labios. Cientos delabios de niños que se retorcíanhaciendo muecas, susurrando su historia,la historia de Eli.

—Eli… vuelve a casa…Eli sollozó, cerró los ojos.

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Esperando la mano fría en la nuca. Noocurrió nada. Los abrió de nuevo. Laimagen había cambiado. Ahora mostrabauna larga fila de niños mal vestidos quecaminaban sobre una gran llanuranevada, andando torpemente endirección a un castillo de hielo, lejos, enel horizonte.

No está pasando.Eli escupió la sangre de la boca,

contra la tele. Unas manchas rojasacabaron con la blanca nieve, cayeronsobre el castillo de hielo. Eso no existe.

Eli se agarró a la cuerda desalvamento intentando salir del túnel. Se

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oyó un sonido cuando el enchufe se soltóde la toma y el televisor se oscureció.Manchas espesas de sangre mezcladacon saliva resbalaban cruzando la negrapantalla, goteando al suelo. Eli se sujetóla cabeza con las manos y desaparecióen un remolino de color rojo oscuro.

Virginia preparó un guiso rápido conunos trozos de carne, cebolla y tomatetriturado mientras Lacke se duchaba.Cuando la carne estaba lista fue alcuarto de baño. Él estaba sentado en labañera con la cabeza colgando y con laboquilla de la ducha apoyada en la nuca.Las vértebras parecían una sucesión depelotas de ping-pong bajo la piel.

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—¿Lacke? La comida está lista.—Bien. Bien. ¿Llevo aquí mucho

tiempo?—No. Pero acaban de llamar del

servicio de distribución de aguadiciendo que las reservas están a puntode acabarse.

—¿Qué?—Venga, vamos —descolgó su

albornoz del colgador y se lo alcanzó.Él se levantó de la bañera agarrándosecon las dos manos a los bordes. Virginiase asustó al ver lo escuálido que tenía elcuerpo. Lacke lo notó y dijo:

—Entonces emergió de las aguas,como un dios, digno de ser contemplado.

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Después comieron, compartieron unabotella de vino. Lacke no pudo comermucho, pero lo hizo de todos modos.Compartieron otra botella en el cuartode estar, luego se fueron a la cama.Estuvieron un rato acostados el uno allado del otro, mirándose a los ojos.

—He dejado de tomar la píldora.—Bueno. No tenemos que…—No, pero ya no la necesito. Adiós

a la regla.Lacke asintió. Se quedó pensando.

Le acarició la mejilla.—¿Estás triste?Virginia sonrió.—Creo que eres el único hombre

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que conozco que haría una pregunta así.Sí, un poco. Es como si… lo que haceque sea una mujer, pues que ya no lotengo.

—Mmm. Para mí es más quesuficiente.

—¿Seguro?—Sí.—Ven entonces.

Él le hizo caso.Gunnar Holmberg arrastró los pies

en la nieve para no dejar huellas quepudieran dificultar la tarea a lostécnicos de la brigada criminal y se pusoa observar las huellas que se alejaban

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de la casa. La luz del fuego hacía que lanieve resplandeciera de color rojoamarillento y el calor era lo bastanteintenso como para que se le formarangotas de sudor en el nacimiento del pelo.

Holmberg había aguantado muchocachondeo por su quizá ingenuaconfianza en la bondad esencial de losjóvenes. Eso era lo que intentaba alentarcon sus continuas visitas a las escuelas,con sus muchas y largas conversacionescon los muchachos que tenían problemasen la sociedad, y era eso lo que le hacíasentirse tan mal al ver lo que tenía antesus pies.

Las huellas que había en la nieve

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eran de zapatos pequeños. Ni siquierade lo que se podría llamar un «joven»;no, eran huellas de zapatos de niño.Marcas pequeñas y nítidas con unaincreíble distancia entre los pasos.Alguien había corrido. Rápido.

Con el rabillo del ojo vio alaspirante Larsson acercándose.

—Arrastra los pies, ¡joder!—¡Huy!, sorry.Larsson se acercó arrastrando los

pies y se colocó al lado de Holmberg.El aspirante tenía los ojos grandes ysaltones con una expresión constante deasombro que ahora dirigía hacia lashuellas que había en la nieve.

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—Joder.—Yo mismo no habría podido

decirlo mejor. Es un niño.—Sí, pero… esto es puro…—Larsson siguió las huellas con la

vista un tramo más allá—, puro triplesalto.

—Largo entre las pisadas, sí.—Más que largo, esto es… esto es

una locura. Lo largo que es.—¿Qué quieres decir?—Que soy corredor. No podría

correr de esta manera. Más que… dospasos. Y esto es todo el camino.

Staffan llegó corriendo entre loschalés, se abrió camino entre los grupos

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de curiosos que se habían reunidoalrededor de la parcela y se acercó algrupo del centro, que en ese momentoestaba vigilando al personal de laambulancia que justo entoncesintroducía el cadáver de una mujer,cubierto con una tela azul, en unaambulancia.

—¿Qué tal ha ido? —preguntóHolmberg.

—Nada… salió por… la calleBällstavägen y luego… no se podía…seguir más… los coches… habrá queponer… a los perros en ello.

Holmberg asintió, atento a laconversación que se desarrollaba justo

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al lado. Un vecino que había sido testigode una parte de los hechos estabacontando sus impresiones a un policíade la brigada criminal.

—Primero pensé que se trataba defuegos artificiales o algo así, ¿no? Luegovi las manos… que eran manos que semovían. Y ella salió hasta aquí… por laventana… ella salió…

—¿Así que la ventana estabaabierta?

—Sí, abierta. Y ella salió por la… yentonces ardió la casa, ¿no? Eso es loque vi entonces. Que ardía detrás deella… y salió… joder. Estaba ardiendo,entera. Y entonces salió andando de la

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casa…—Perdón. ¿Andando? ¿No iba

corriendo?—No. Eso era lo más raro… iba

andando. Agitaba las manos así comopara… no sé. Y entonces se paró,¿entiendes? Se paró. Ardía así, todaella. Se paró así. Y miró alrededor.Como que… absolutamente tranquila. Yentonces echó a andar de nuevo. Yentonces fue como que… se acabó,¿entiendes? Nada de pánico o así, ella…sí, joder… no gritaba. Ni un ruido.Sólo… se derrumbó así. De rodillas. Yentonces… plaf. Cayó en la nieve.

»Y entonces fue como si… no sé…

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fue todo muy raro. Entonces tuve yocomo… entré dentro corriendo y busquéuna manta, dos mantas y salí pitando y…la apagué. La hostia, o sea… cuandoestaba allí tendida, eso era… no, joder.

El hombre se llevó las manos llenasde tizne a la cara, lloró agachado. Elagente de la brigada de investigacióncriminal le puso una mano sobre loshombros.

—Tal vez podamos tomar uninforme más detallado de los hechosmañana. ¿Pero no viste a nadie másabandonar la casa?

El hombre meneó la cabeza y el decriminalística hizo una anotación en su

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libreta.—Lo dicho. Mañana me pondré en

contacto contigo. ¿Quieres que le pida alpersonal sanitario que te den algúntranquilizante, algo que te deje dormir,antes de que se vayan?

El hombre se frotó las lágrimas delos ojos. Las manos le dejaron marcashúmedas de tizne en las mejillas.

—No. Eso es… yo tengo, en todocaso.

Gunnar Holmberg volvió la miradahacia la casa incendiada. Los esfuerzosde los bomberos habían dado resultadoy ya apenas se veían llamas. Sólo una

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nube enorme de humo que se elevabahacia el cielo nocturno.

Mientras Virginia abría sus brazos aLacke, mientras el técnico de la brigadade investigación criminal hacía moldesde las huellas encontradas en la nieve,Oskar estaba al lado de la ventanamirando hacia fuera. La nieve habíacubierto con un manto blanco los setosbajo la placa de chapa de su ventana yformaba una pendiente blanca tan densay seguida que uno creería que podíadeslizarse por ella. Eli no había venidoesta tarde.

Oskar había estado de piecaminando, dando vueltas,

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columpiándose, congelándose en elparque entre las siete y media y lasnueve. Eli no había aparecido. A lasnueve había visto a su madre mirandopor la ventana y había entrado, lleno demalos presentimientos. Dallas y lechecon cacao y bollos y su madrepreguntando y a punto estuvo él dehablar, pero no lo hizo.

Ya eran las doce pasadas y estaba allado de la ventana con el alma en unpuño. Dejó la ventana entreabierta,respirando el aire frío de la noche. ¿Erarealmente sólo por ella por lo que habíadecidido empezar a defenderse? ¿No setrataba de sí mismo?

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Sí.Pero por ella.Por desgracia así era. Si el lunes se

metían con él no tendría ánimo, nifuerzas, ni ganas de resistir. Lo sabía.No iría a ese entrenamiento el jueves.No había motivo.

Dejó la ventana un poco abierta conla vaga esperanza de que ella volvieraaquella noche. Lo llamara. Si podía saliren mitad de la noche, también podríavolver en mitad de la noche.

Oskar se desvistió y se acostó. Diounos toquecitos en la pared. Sinrespuesta. Se echó el edredón porencima de la cabeza y se puso de

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rodillas en la cama. Entrelazó las manosy, apoyando sobre ellas la frente,susurró:

—Por favor, Dios bueno. Deja queella vuelva. Te doy lo que quieras.Todos mis cómics, todos mis libros,todas mis cosas. Lo que quieras. Perohaz que ella vuelva. A mí. Por favor,Dios, por favor.

Siguió acostado, encogido debajodel edredón, hasta que sintió tanto calorque empezó a sudar. Luego sacó denuevo la cabeza, apoyándola en laalmohada. Se puso en posición fetal.Cerró los ojos. Imágenes de Eli, deJonny y Micke, Tomas. Su madre. Su

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padre. Durante un largo rato permanecióacostado haciendo pasar las imágenesque quería ver; después éstas empezarona vivir su propia vida mientras él sedeslizaba en el sueño.

Eli y él estaban sentados en uncolumpio que se impulsaba cada vezmás alto. Más y más alto hasta que sesoltó de las cadenas, volando hacia elcielo. Ellos se sujetaban bien fuerte enlos bordes del columpio, con lasrodillas apretadas unas contra otras, yEli le dijo en voz baja:

—Oskar. Oskar…Abrió los ojos. El globo terráqueo

estaba apagado y la luz de la luna volvía

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todas las cosas de color azul. GeneSimmons lo miraba desde la pared deenfrente, sacándole su larga lengua. Seacurrucó, cerró los ojos. Entoncesvolvió a oír el susurro.

—Oskar…Venía de la ventana. Abrió los ojos,

miró hacia allí. Al otro lado vio elcontorno de una cabeza pequeña. Sequitó el edredón, pero antes de quetuviera tiempo de salir de la cama, Elisusurró:

—Espera. Quédate en la cama.¿Puedo entrar?

Oskar susurró:—Sííí…

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—Di que puedo entrar.—Puedes entrar. —Cierra los ojos.Oskar cerró los ojos. La ventana se

dio la vuelta hacia arriba; una corrientefría recorrió la habitación. La ventana secerró con cuidado. Oyó cómo respirabaEli, susurró:

—¿Puedo mirar?—Espera.Sonó el sofá cama de la otra

habitación. Su madre se levantó. Oskartenía aún los ojos cerrados cuandotiraron del edredón y un cuerpo frío ydesnudo se metió en la cama detrás deél, tapó con el edredón a los dos y seacurrucó a su espalda.

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La puerta de su habitación se abrió.—¿Oskar?—¿Mmm?—¿Eres tú el que habla?—No.Su madre se quedó en el vano de la

puerta escuchando. Eli permaneciótotalmente quieta a sus espaldas,apoyando la frente entre sus omoplatos.Su aliento cálido descendió por susriñones.

Su madre meneó la cabeza.—Tienen que ser esos vecinos. —

Escuchó un momento más, después dijo—: Buenas noches, corazón —y cerró lapuerta. Oskar estaba solo con Eli. A sus

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espaldas oyó un susurró.—¿Esos vecinos?—¡Chist!Otro crujido cuando su madre se

acostó de nuevo en el sofá cama. Oskarmiró hacia la ventana. Estaba cerrada.

Una mano fría se deslizaba sobre sucintura, se puso sobre su pecho, sobre sucorazón. Él la apretó entre sus dosmanos, la calentó. La otra hurgó bajo suaxila, subiendo por su pecho ycolocándose entre sus manos. Eli giró lacabeza y puso la mejilla sobre suespalda.

Un olor nuevo había llegado a lahabitación. Un suave olor como el del

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depósito de la moto de su padre cuandoacababan de llenarlo. Gasolina. Oskarinclinó la cabeza, olió las manos de ella.Sí. Eran las que olían.

Estuvieron así un buen rato. CuandoOskar dedujo por la respiración que sumadre se había dormido en la habitaciónde al lado, cuando el montón de manosya estaban calientes y empezaba sudarleel pecho, dijo en voz baja:

—¿Dónde has ido?—A buscar comida.Los labios de ella le hacían

cosquillas en el hombro. Eli retiró susmanos, se volvió de espaldas. Oskar sequedó un momento como estaba mirando

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a Gene Simmons a los ojos. Después sepuso boca abajo. Se imaginó que laspequeñas figuras del papel pintado queEli tenía detrás de la cabeza laobservaban llenas de curiosidad. Lamuchacha tenía los ojos abiertos, decolor negro azulado a la luz de la luna.A Oskar se le puso la piel de gallina enlos brazos.

—¿Y tu padre?—Ha desaparecido.—¿Ha desaparecido? —Oskar alzó

la voz sin querer.—¡Chist! Eso no tiene importancia.—Pero… cómo… él ha…—Eso no tiene importancia.

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Oskar asintió mostrando que no iba aseguir preguntando, Eli se puso lasmanos bajo la cabeza mirando al techo.

—Me sentía sola. Por eso he venido.¿Podía hacerlo?

—Sí. Pero… es que no llevas ropa.—Perdón. ¿Te da asco?—No. Pero ¿no tienes frío?—No. No.Los mechones blancos habían

desaparecido de su pelo. Sí, sobre todoparecía más sana que cuando seencontraron el día anterior. Tenía lasmejillas más redondeadas, los hoyuelosde la risa aparecieron cuando Oskar, enbroma, le preguntó:

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—¿No pasarías así por delante delkiosco del Amante?

Eli se echó a reír, después se pusomuy seria y dijo con voz de fantasma:

—Sí. ¿Y sabes qué? Él asomó lacabeza y dijo: «Veeeen… Veeeen…Tengo golosiiiinas… y pláaaatanos…».

Oskar hundió la cara en la almohada,Eli se volvió hacia él, le susurró aloído:

—Veeen… ratooones…Oskar gritó:—¡No! ¡No! —con la cabeza debajo

de la almohada. Siguieron así un rato.Luego Eli miró los libros de laestantería y Oskar le contó un resumen

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de su favorito: La niebla, de JamesHerbert. La espalda de Eli relucíablanca como un gran folio en laoscuridad, acostada como estaba bocaabajo mirando la estantería.

Él tenía la mano tan cerca de ellaque podía sentir su calor. Despuésencogió los dedos y recorrió con ellosla espalda de ella, susurrando:

—Kili, kili, viene la cabra. ¿Cuántoscuernos tiene?

—Mmm. ¿Ocho?—Has dicho ocho y eran ocho, kili,

kili.Luego Eli se lo hizo a él, pero Oskar

no era tan bueno como ella

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adivinándolo. Sin embargo a piedra,papel, tijera ganó él con diferencia.Siete-tres. Lo hicieron una vez más.Entonces ganó él nueve-uno. Eli seenfadó un poco.

—¿Sabes lo que voy a pedir?—Sí.—¿Cómo?—Lo sé, nada más. Es siempre así.

Me viene la imagen.—Otra vez. Ahora no voy a pensar.

Sólo pedir.—Inténtalo.Pasó lo mismo. Oskar ganó ocho-

dos. Eli se hizo la enfadada,volviéndose hacia la pared.

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—Ya no juego más contigo. Hacestrampa.

Oskar observaba el cuadrado blancode su espalda. ¿Se atrevería? Sí, ahoraque ella no lo miraba, sí que se atrevía.

—Eli, ¿tengo alguna posibilidadcontigo? Ella se dio la vuelta, se subióel edredón hasta la barbilla.

—¿Qué quiere decir eso?Oskar fijó la mirada en los lomos de

los libros que tenía delante de él,encogiéndose de hombros.

—Que… que si quieres quesalgamos juntos, y eso.

—¿Cómo juntos?Su voz sonaba recelosa, dura. Oskar

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se apresuró a decir:—A lo mejor tú ya tienes un chico

en la escuela.—No, pero… Oskar, yo no puedo…

No soy una chica. Oskar se rió.—¿Qué dices? ¿Eres un chico, o…?—No. No.—¿Entonces qué eres?—Nada.—¿Cómo que nada?—No soy nada. Ni un niño. Ni un

viejo. Ni un chico. Ni una chica. Nada.Oskar pasó el dedo sobre el lomo

del libro Las ratas, apretando loslabios, negando con la cabeza.

— E n t o n c e s , ¿tengo alguna

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posibilidad contigo o no?—Oskar, me gustaría mucho, pero…

¿no podemos estar juntos así comoestamos?

—… Sí.—¿Estás triste? Podemos besarnos,

si quieres.—No.—¿No quieres?—No, no quiero.Eli arrugó el entrecejo.—¿Hace uno algo especial con quien

tiene una posibilidad?—No.—¿No es más que… lo normal?—Sí.

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Eli se puso muy contenta, entrelazólas manos sobre el estómago y miró aOskar.

—Entonces tienes una posibilidadconmigo. Entonces salimos juntos.

—¿De verdad?—Sí.—Bien.Con una alegría serena Oskar siguió

mirando los lomos de los libros. Eliestaba quieta, esperando. Después de unrato, dijo:

—¿No hay nada más?—No.—¿No podremos estar acostados

como antes? Oskar se dio la vuelta de

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espaldas a ella. Eli le rodeó con losbrazos y él le cogió las manos entre lassuyas. Estuvieron así hasta que Oskarempezó a tener sueño. Le escocían losojos y era difícil mantener los párpadosabiertos. Antes de quedarse dormidodijo:

—¿Eli?—¿Mmm?—Has hecho bien en venir.—Sí.—¿Por qué… hueles a gasolina?Las manos de Eli apretaron con

fuerza sus manos, su corazón.Abrazándolo. La habitación se hizo másgrande alrededor de Oskar, las paredes

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y el techo se ablandaron, el suelodesapareció y, cuando sintió cómo lacama se deslizaba libremente en el aire,comprendió que se había dormido.

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Sábado 31 de Octubre

Se apagaron lasluces de la noche

y el alegre díadespunta en las cimasbrumosas.

He de irme y vivir,o quedarme y morir.

William Shakespeare, Romeo y Julieta III

Gris. Todo era confusamente gris. Lamirada no se quería centrar, era como siestuviera acostado en una nube.¿Acostado? Sí, estaba acostado. Sentíala presión en la espalda, en el culo, en

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los talones. Un ruido silbante a suizquierda. El gas. El gas estaba abierto.No. Ahora lo cerraban. Lo ponían denuevo. Algo ocurría en su pecho al ritmodel silbido. Se llenaba, se vaciaba alritmo del ruido.

¿Estaba todavía en la piscina?¿Estaba él conectado al gas? ¿Cómopodía estar despierto en ese caso?¿Estaba despierto?

Håkan intentó parpadear. No pasónada. Casi nada. Algo se desprendiódelante de su ojo y ensombreció la vistaaún más. Su otro ojo no existía. Intentóabrir la boca. La boca no existía. Evocóla imagen de su boca como la había

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visto en los espejos, en su cabeza,intentó… pero no había. Nada querespondiera a sus órdenes. Comointentar insuflar conciencia a una piedrapara hacer que se mueva. No habíacontacto.

Una sensación fuerte de calor entoda la cara. Una flecha de terror lerecorrió el cuerpo. La cabeza estabametida dentro de algo caliente,solidificado. Cera. Un aparatocontrolaba su respiración puesto que sucara estaba cubierta de cera.

Buscó con el pensamiento su manoderecha. Sí. Estaba ahí. La abrió, lacerró, sintió las yemas de los dedos

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contra la palma. El tacto. Suspiróaliviado; se imaginó un suspiro de alivioporque su pecho se movía al ritmo de lamáquina, no al suyo.

Levantó la mano despacio. Le tirabael pecho, el hombro. La mano aparecióen su campo visual, un bulto borroso. Ladirigió a la cara, se detuvo. Un pitidosuave a su derecha. Volvió la cabezadespacio y notó que algo duro le rozabala barbilla. Llevó la mano hacia aquello.

Una cánula de metal fija en sucuello. Desde la cánula salía un tubo.Siguió el tubo todo lo que pudo hastauna pieza metálica y estriada dondeacababa. Entendió. Ésa era la que había

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que desconectar cuando quisiera morir.Se lo habían dejado preparado. Puso losdedos en la junta de conexión del tubo.Eli. Piscina. Chico. Ácido clorhídrico.

Los recuerdos terminaban cuandodesenroscaba la tapa del tarro deconfitura. Seguro que se lo había echadoencima. Siguiendo su plan. Lo único quehabía fallado era que aún estaba vivo.Había visto imágenes. Mujeres a las quesus maridos celosos habían vertidoácido en la cara. No quería tocársela,menos aún verla.

Aumentó la presión del tubo. Nocedía. Enroscado. Intentó girar la partemetálica y dio resultado. Siguió

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desenroscando. Buscó su otra mano,sólo sintió una bola punzante de dolorallí donde debería estar. En las yemasde los dedos de su mano viva sintióentonces una presión suave y oscilante.El aire empezaba a salirse por la junta,el silbido cambió, se volvió más débil.

La luz de color gris a su alrededorse mezcló con intermitencias de colorrojo. Intentó cerrar su único ojo. Pensóen Sócrates y la cicuta. Por habercorrompido a los jóvenes atenienses. Noolvides llevar un gallo a… ¿cómo sellamaba? ¿Arquimandro? No…

Se oyó un ruido absorbente cuandose abrió la puerta y una figura blanca se

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movió hacia él. Sintió unos dedos queforzaron los suyos apartándolos de lajunta de conexión. Una voz de mujer.

—¿Qué haces?Asclepios. Ofrecerle un gallo a

Asclepios.—¡Suelta!Un gallo. Para Asclepios. El dios

de la medicina.Un escape silbante cuando apartaron

sus dedos y el tubo fue enroscado otravez en su sitio.

—Tendremos que ponerte unvigilante.

Ofréceselo y no lo olvides.Cuando Oskar se despertó, Eli ya no

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estaba. Permanecía tendido con lacabeza vuelta hacia la pared, sentía fríoen la espalda. Se incorporó apoyándoseen el codo, recorrió la habitación con lavista. La ventana estaba entreabierta.Tiene que haber salido por ahí.

Desnuda.Se dio una vuelta en la cama, apretó

la cara contra el sitio donde ella habíadormido, olió. Pasó la nariz una y otravez por la sábana, intentando hallaralgún vestigio de su presencia, peronada. Ni siquiera el olor a gasolina.

¿Había ocurrido realmente? Se pusoboca abajo…

Sí.

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Estuvieron allí. Los dedos de ella ensu espalda. El recuerdo de los dedos deella en su espalda. Kili, kili. Su madrehabía jugado a eso con él cuando erapequeño. Pero esto había ocurridoahora. Hacía un poco. El vello de losbrazos y de la nuca se le erizó.

Se levantó de la cama, empezó avestirse. Cuando tenía puestos lospantalones se acercó a la ventana. Habíadejado de nevar. Cuatro grados bajocero. Bien. Si la nieve hubieraempezado a fundirse habría estado tododemasiado encharcado para poder dejaren el suelo, fuera de los portales, lasbolsas de papel con los anuncios. Se

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imaginó cómo sería descolgarsedesnudo por la ventana con cuatro bajocero, bajar entre los setos cubiertos denieve y…

No.Se inclinó hacia delante, parpadeó.

La nieve del seto estaba intacta.Ayer por la noche había estado

observando aquella pendiente perfectade nieve que bajaba hasta el camino.Ahora estaba exactamente igual. Abriómás la ventana, sacó la cabeza. Lossetos llegaban justo hasta la pared dedebajo, el manto de nieve también. Nohabía huellas.

Oskar miró hacia la derecha, a lo

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largo de la pared revocada. A tresmetros estaba la ventana de Eli.

El aire frío arañaba el pechodesnudo de Oskar. Tenía que habernevado durante la noche, después de queella se hubiera ido. Era la únicaexplicación. Pero otra cosa… ahora quelo pensaba: ¿cómo había llegado arriba,hasta la ventana? ¿Habría trepado porlos setos?

Pero entonces el manto de nieve nopodía estar tan intacto. No había nevadodespués de que él se acostara. Ella notenía el cuerpo ni el cabello mojadocuando llegó, por tanto, no estabanevando. ¿Cuándo se fue?

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Desde que ella se fue hasta ahoratiene que haber nevado lo suficientecomo para cubrir todas las huellasde…

Oskar cerró la ventana y siguióvistiéndose. Era incomprensible.Empezó a pensar de nuevo que habíasido un sueño, todo. Luego vio la nota.Estaba doblada debajo del reloj en suescritorio. La cogió y la desdobló:

DEJA ENTRAR EL DÍA, LA LUZ,Y SUELTA MI VIDA.

Un corazón y:NOS VEMOS ESTA TARDE.ELI.Leyó la nota cinco veces. Luego

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pensó en ella mientras la escribía de pieal lado del escritorio. Gene Simmonsestaba en la pared medio metro detrás,sacando la lengua.

Se inclinó sobre el escritorio y quitóel póster de la pared, hizo con él unrebujo y lo tiró en la papelera.

Entonces leyó la pequeña nota otrastres veces más, la dobló y se la guardóen el bolsillo. Continuó vistiéndose.Hoy podía haber cinco papeles en cadapaquete, si quería. Iría sobre ruedas.

La habitación olía a humo y laspartículas de polvo bailaban en losrayos de sol que se filtraban entre las

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persianas. Lacke acababa dedespertarse, estaba tendido boca arribaen la cama, tosiendo. Las moléculas depolvo representaban un curioso baileante él. Tos de fumador. Se dio mediavuelta en la cama, cogió el encendedor yel paquete de tabaco que estaban sobrela mesilla de noche, al lado de uncenicero repleto.

Sacó un cigarrillo Camel light.Virginia había empezado a preocuparsepor su salud a la vejez; lo encendió, sepuso de nuevo boca arriba con un brazobajo la cabeza, fumando y pensando.

Virginia se había ido al trabajo unpar de horas antes, probablemente

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bastante cansada. Se habían quedadomucho tiempo despiertos después dehacer el amor, hablando y fumando. Eranya las dos cuando ella apagó el últimocigarro y dijo que ya era hora de dormir.Lacke se había levantado sigilosamentedespués de un rato, se había bebido loque quedaba de la botella de vino y sehabía fumado un par de cigarros másantes de ir a acostarse. Quizá másporque le gustaba aquello: poderacostarse al lado de un cuerpo caliente ydormido.

Era una lástima que no pudierasoportar el tener a alguien encima de éltodo el tiempo. De haberlo soportado,

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sólo podía haber sido Virginia.Además… joder, había oído rumores decómo lo estaba pasando ahora.Temporadas. Temporadas en las que seemborrachaba totalmente en los baresdel centro, metiendo en casa a cualquiercabrón. Ella no quería hablar de ello,pero había envejecido más de lonecesario estos últimos años.

Si él y Virginia pudieran… sí, ¿qué?Vender todo, comprar una casa en elcampo, cultivar patatas. Claro, pero noiba a funcionar. Después de un mesestarían los dos bailando la yenka conlos nervios del otro, y ella además teníaaquí a su madre, su trabajo, y él, pues

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tenía… sí… sus sellos.Nadie lo sabía, ni siquiera su

hermana, y él tenía realmente malaconciencia por ello.

La colección de sellos de su padre,que no entró a formar parte de los bienesde la herencia, valía una pequeñafortuna, como se demostró después.Había ido vendiéndola, unos pocossellos cada vez, cuando necesitabadinero en efectivo.

Justamente ahora el mercado estabapor los suelos y ya no le quedabanmuchos sellos. De todas formas, muypronto se vería obligado a vender. Quizádebería deshacerse de aquellos más

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especiales, el de Noruega número uno, einvitar a todos a las cervezas que leshabía estado gorroneando últimamente.Debería hacerlo.

Dos casas en el campo. Casitasrústicas. Que estuvieran cerca. Unacasita rústica no cuesta casi nada. Y lamadre de Virginia, ¿qué? Tres casitas .Y, además, Lena, la hija. Cuatro. Porsupuesto. Ya puesto, cómprate unpueblo entero.

Virginia sólo era feliz cuando estabacon Lacke, ella misma lo había dicho.Lacke no sabía si aún sería capaz de serfeliz, pero Virginia era la única personacon la que realmente se sentía a gusto.

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¿Por qué no iban a poder montárselo dealguna manera?

Lacke se puso el cenicero en latripa, retiró la ceniza del cigarro y diouna calada.

Era la única persona con la que sesentía a gusto actualmente. Desde queJocke… había desaparecido. Jocke eraun tío majo. El único al que considerabaamigo de todos los que se juntaban. Erauna putada eso de que su cuerpo hubieradesaparecido. No era lógico. Tenía quehaber un entierro. Tiene que haber uncadáver que uno pueda mirar, constatar:sí, sí, ahí yaces, amigo mío. Y muertoestás.

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Se le saltaron las lágrimas.La gente tenía tantos amigos,

siempre con la palabra en la boca,amigos por aquí y amigos por allí. Éltenía uno, uno sólo, y precisamente a éltenía que arrebatárselo algún gamberrodesalmado. ¿Por qué cojones habríamatado aquel joven a Jocke?

En el fondo sabía que Gösta nomentía ni se lo inventaba, y Jocke habíadesaparecido, pero parecía tan sinsentido… La única razón plausible seríaalgo relacionado con las drogas. Jocketenía que estar envuelto en algún lío dedrogas y había engañado a la personaequivocada. Pero ¿por qué no había

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dicho nada?Antes de dejar el apartamento vació

el cenicero y guardó la botella de vinovacía abajo, en el armario de la cocina.Tuvo que ponerla boca abajo para quecupiera entre todas las demás botellas.

Sí, joder. Dos casitas. Un terrenitocon patatas. Barro hasta las rodillas yel canto de la alondra en primavera.Etcétera. Alguna vez.

Se puso la cazadora y salió. Alpasar por delante del supermercado ICAle tiró un beso a Virginia, que estaba enla caja. Ella le sonrió y le sacó lalengua.

De camino a su casa en la calle

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Ibsengatan se encontró con un joven quearrastraba dos grandes bolsas de papel.Alguien que vivía en su patio, peroLacke no sabía cómo se llamaba. Lesaludó con la cabeza.

—Eso parece pesado.—No, está bien.Lacke se quedó mirando al joven

que llevaba las bolsas hacia el edificioalto. Parecía tan contento. Así tenía unoque ser. Aceptar su cruz y llevarla conalegría.

Así tenía uno que ser.Dentro del patio esperaba

encontrarse con el tipo que le invitó awhisky en el chino. El hombre solía

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estar fuera a estas horas, paseando.Caminaba a veces en círculos alrededordel patio. Pero no se le había visto losdos últimos días. Lacke miró de reojohacia arriba, hacia la ventana cubiertadel piso en el que creía que vivía elhombre.

Estará dentro bebiendo, claro.Podría subir y llamar.

Otro día.Al anochecer, Tommy y su madre

bajaron al cementerio. La tumba de supadre estaba justo al lado del dique decontención del pantano de Råcksta, porlo que cogieron la carretera que iba por

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el bosque. Su madre fue en silenciohasta que llegaron a la calleKanaanvägen y Tommy pensó que eraporque estaba triste, pero cuandotomaron la carretera pequeña quebordeaba el pantano su madre tosió ydijo:

—Oye, Tommy…—Sí.—Staffan dice que ha desaparecido

una cosa. En su casa. Cuando nosotrosestuvimos allí.

—Sí.—¿Sabes algo de eso?Tommy cogió un poco de nieve en la

mano, hizo una bola y la tiró contra un

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árbol. Justo en medio.—Sí. Está debajo de su balcón.—Es muy importante para él, puesto

que…—Está entre los setos que hay

debajo de su balcón, te estoy diciendo.—¿Cómo ha llegado allí?El dique cubierto de nieve alrededor

del cementerio estaba frente a ellos. Unsuave resplandor rojo iluminaba lascopas de los pinos desde abajo. El farolque su madre llevaba en la mano hizoruido. Tommy le preguntó:

—¿Tienes fuego?—¿Fuego? Ah, sí. Tengo un

encendedor. ¿Cómo llegó…?

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—Se me cayó.A la entrada del cementerio, al lado

de la verja, Tommy se detuvo mirandoel plano; distintas secciones marcadascon letras. Su padre estaba en la secciónD.

Pronto se iban a cumplir los tresaños. Tommy tenía imágenes pococlaras del entierro, o como se llamara.Eso con el ataúd y un montón de gentellorando y cantando todo el tiempo.

Se acordaba de que llevaba unoszapatos que le quedaban grandes, erande su padre y le iban bailando en lospies al volver a casa. Le había dadomiedo el ataúd, había estado sentado

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mirándolo fijamente durante todo elentierro, seguro de que su padre se iba alevantar y estar vivo de nuevo, pero…cambiado.

Las dos semanas que siguieron alentierro anduvo dando vueltas como unzombi aterrado. Sobre todo cuando sehacía de noche le parecía ver en lassombras a aquel ser consumido de lacama del hospital, que ya no era supadre, acercándose a él con los brazosabiertos, como en las películas.

El miedo desapareció cuandoenterraron la urna. Sólo asistieron sumadre, él, un operario y un cura. Eloperario llevaba la urna delante y

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caminaba con dignidad, mientras que elcura consolaba a su madre. Fue todo tanridículo. El pequeño bote de madera contapa que aquel tipo del mono azulllevaba con las manos extendidas, comosi aquello tuviera algo que ver con supadre. Era como una gran patraña.

Pero el miedo había desaparecido, yla relación de Tommy con la tumbahabía cambiado con el tiempo. Ahorabajaba a veces aquí él solo, se sentabaun rato al lado de la lápida y pasaba losdedos sobre las letras esculpidas queformaban el nombre de su padre. Erapor eso por lo que iba. Del bote quehabía en la tierra ni se ocupaba, pero sí

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del nombre.La persona desencajada en la cama

del hospital, las cenizas del bote, nadade eso era su padre, pero el nombrealudía a la persona que él recordaba, ypor eso iba allí a veces y recorría conlos dedos los huecos en la piedra queformaban MARTIN SAMUELSSON.

—Oh, qué bonito —dijo su madre.Tommy contempló el cementerio.Había pequeñas velas encendidas

por todas partes, una ciudad vista desdeun avión. Algunas figuras oscuras semovían entre las lápidas. Su madre sedirigió a la tumba de su padre con elfarol balanceándose en la mano. Tommy

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se fijó en su espalda estrecha y depronto se sintió triste. No por él, ni porsu madre, no; por todo. Por todas laspersonas que andaban por allí entre lasluces que temblaban en la nieve. Ellasmismas no eran más que sombras queestaban al lado de las piedras, mirandolas piedras, tocando las piedras.Aquello era tan… tonto.

La muerte es la muerte. Punto.Sin embargo Tommy siguió a su

madre, se puso de cuclillas junto a latumba de su padre mientras ellaencendía el farol. No quería tocar lasletras cuando su madre estaba allí.

Permanecieron así un rato, mirando

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cómo la débil llama resaltaba las vetasdel mármol, como si se movieran.Tommy no sentía nada aparte de un pocode vergüenza. Él participando en estesimulacro. Después de un poco selevantó y empezó a caminar hacia casa.

Su madre le siguió. Demasiadopronto, le pareció. Ella podía quedarsellorando si quería, toda la noche. Llegóa su altura y pasó con cuidado su brazopor debajo del de Tommy. Él lo dejóestar. Caminaron el uno al lado del otrocontemplando el pantano de Råcksta quehabía empezado a helarse. Si el fríocontinuaba se podría patinar allí en unosdías.

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Un pensamiento machacaba todo eltiempo la cabeza de Tommy como unterco riff de guitarra.

La muerte es la muerte. La muerte esla muerte. La muerte es la muerte.

Su madre tembló, se apretó contraél.

—Es terrible.—¿Te parece?—Sí, Staffan me contó una cosa

horrible.Staffan. ¿Es que no podía ni siquiera

ahora dejar de hablar de…?—Ah, ¿sí?—¿Has oído lo del incendio en una

casa de Ängby? La mujer que…

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—Sí.—Staffan me contó que le habían

hecho la autopsia. A mí me parece queeso es tan desagradable. Que hagan esascosas.

—Sí, sí, claro.Un pato caminaba por la frágil capa

de hielo hacia el agujero que se formabaen el hielo junto a uno de los desagües aun lado del lago. Los pequeños pecesque se podían pescar allí en veranoolían a desagüe.

—¿De dónde viene ese desagüe? —Preguntó Tommy—. ¿Viene delcrematorio?

—No sé. ¿No quieres escucharme?

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¿Te parece desagradable?—No, no.

Y entonces ella empezó a contárselomientras iban por el bosque hacia casa.Después de un rato, Tommy comenzó ainteresarse, a hacer preguntas que sumadre no podía responder; ella sólosabía lo que Staffan le había contado.Bueno, Tommy hacía tantas preguntas yparecía tan interesado que Yvonne searrepintió de habérselo comentadosiquiera.

Más tarde, por la noche, Tommy seencontraba sentado en una caja en elrefugio, dándole vueltas a la pequeña

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escultura del tirador de pistola. Lacolocó encima de las tres cajas quecontenían los radiocasetes, como untrofeo. Coronando la obra.

¡Mangado a un… policía!Cerró cuidadosamente el refugio con

la cadena y el candado, puso la llave enel escondite y se sentó pensando en loque su madre le había contado. Despuésde un rato oyó pasos sigilosos que seacercaban al trastero. Una voz baja quedecía:

—¿Tommy?Se levantó de la butaca, fue hasta la

puerta y la abrió con rapidez. Allíestaba Oskar y parecía nervioso, con un

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billete en la mano.—Toma. Tu dinero.Tommy cogió el billete de cincuenta

coronas y estrujándolo se lo metió en elbolsillo, sonrió a Oskar.

—¿Te vas a hacer cliente de aquí oqué? Entra.

—No, tengo que…—Entra, digo. Te quiero preguntar

una cosa.Oskar se sentó en el sofá

agarrándose las manos. Tommy sedesplomó en la butaca mirándolo.

—Oskar. Tú eres un chicoespabilado. Oskar se encogiótímidamente de hombros.

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—¿Sabes la casa que ardió enÄngby? ¿La vieja que salió al jardín y sequemó?

—Sí, lo he leído.—Me lo imaginaba. ¿Han escrito

algo de la autopsia?—No que yo sepa.—No. Pero se la hicieron. Le

hicieron la autopsia. ¿Y sabes qué? Noencontraron humo en sus pulmones.¿Sabes lo que eso significa? Oskarpensó.

—Que no respiraba.—Sí. ¿Y cuándo se deja de respirar?

Cuando se está muerto, ¿no?—Sí —Oskar se animó—. He leído

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sobre eso. Precisamente. Por eso hacenla autopsia a los que han ardido. Paradescartar que… alguien haya provocadoel fuego para ocultar que ha matado alque había dentro. En el fuego. Leí en…sí, fue en la revista Hemmets Journal,que un tío en Inglaterra que habíamatado a su mujer y sabía esto pueshabía… antes de iniciar el fuego habíapuesto un tubo en la garganta de ella y…

—Bueno, bueno. Tú sabes. Bien.Pero aquí no había humo en lospulmones aunque la mujer había salidoal jardín y había estado allí dandovueltas un rato antes de morir. ¿Cómopuede ser eso?

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—Contendría la respiración. No,claro. Eso no se puede, lo he leído enalgún sitio. Por eso la gente siempre…

—Vale, vale. Explícamelo entonces.Oskar apoyó la cabeza en las manos,

pensando. Luego dijo:—O han tenido algún fallo o ella

estaba de pie y corriendo aunque estabamuerta. Tommy asintió:

—Justo. ¿Y sabes qué? No creo queesos tíos cometan ese tipo de fallos. ¿Túqué crees?

—No, pero…—La muerte es la muerte.—Sí.Tommy tiró de un hilo de la butaca,

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hizo una bolita con los dedos y la lanzó.—Sí. A uno le gustaría creerlo.

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Tercera Parte

La nieve fundiéndose en lapiel

Y después de haberpuesto su mano en lamía,

con un rostroalegre que mereanimó,

me introdujo en lascosas secretas.

Dante Alighieri, La Divina Comedia,

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Infierno, Canto III.

—No soy unasábana.

Soy un fantasmaDE VERDAD. BUU…BUU…

¡Tienes queasustarte!

—Pero no measusto.

Nationalteatern, Col rellena ycalzoncillos.

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Jueves 5 de Noviembre

Morgan tenía frío en los pies. La heladaque cayó más o menos al mismo tiempoque el submarino encallara no habíahecho más que empeorar durante laúltima semana. Le gustaban sus viejasbotas camperas, pero no se podía ponercalcetines de lana con ellas. Ademástenía un agujero en una de las suelas.Claro que podía comprarse alguna birriachina por cien coronas, pero para esoprefería pasar frío.

Eran las nueve y media de la mañanay volvía a casa desde el metro. Habíaestado en el desguace de Ulvsunda para

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ver si podía echarles una mano quevaliera unos cientos de coronas, pero elnegocio iba mal. Tampoco este añohabría botas de invierno. Se habíatomado un café con los chicos en laoficina, abarrotada de catálogos depiezas de recambio y calendarios detías, y vuelta a casa en el metro.

Larry salió del edificio; parecía,como de costumbre, alguien que tuvierauna pena de muerte colgando sobre él.

—¿Qué pasa tío? —gritó Morgan.Larry saludó fríamente con la

cabeza, como si desde que se despertaraaquella mañana hubiera sabido queMorgan iba a estar ahí; se acercó a

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saludarle:—Hola. ¿Qué tal?—Los pies congelados, el coche en

el desguace, sin trabajo y de camino acasa para tomarme un plato de sopa desobre. ¿Y tú?

Larry seguía andando en dirección ala calle Björnsonsgatan, a lo largo delparque.

—Sí, pensaba bajar al hospital asaludar a Herbert. ¿Te vienes?

—¿Está mejor de la cabeza?—No, creo que sigue como antes.—Entonces no voy. Me pongo malo

con esos desvaríos. La última vez creíaque yo era su madre, quería que le

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contara un cuento.—¿Lo hiciste?—Claro que lo hice. Ricitos de oro

y los tres ositos. Pero no. Hoy no estoyde humor para eso.

Siguieron caminando. CuandoMorgan se dio cuenta de que Larry teníaun par de guantes gruesos, fue conscientede que tenía frío en las manos y se lasmetió con cierto malestar en losestrechos bolsillos de los vaqueros.Ante ellos apareció el puente bajo elque Jocke había desaparecido.

Quizá para evitar hablar de elloLarry dijo:

—¿Has visto el periódico esta

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mañana? Ahora dice Fälldin, el primerministro, que los rusos tienen armasnucleares a bordo de ese submarino.

—¿Y qué se creía antes que tenían?¿Tirachinas?

—No, pero… pero es que ya llevaahí una semana. Imagínate si hubieraexplotado.

—No te preocupes. Saben lo quehacen, los rusos.

—Pero resulta que no soy comunista.—Ni yo tampoco.—No, no. ¿A quién votaste la última

vez? ¿A los liberales?—No soy partidario de Moscú, eso

desde luego.

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Ya habían tenido esa conversaciónantes. Ahora la repetían para evitar ver,para evitar pensar en aquello cuando seacercaban al túnel. A pesar de todo, susvoces se apagaron al entrar en él y sedetuvieron. Los dos pensaron que el otrose había detenido primero. Los dosmiraron los montones de hojasconvertidos ahora en montones de nievey que sugerían formas que hicieron queambos se sintieran mal. Larry meneó lacabeza.

—¿Qué cojones vamos a hacer?Morgan hundió aún más las manos

en los bolsillos y golpeó el suelo conlos pies para que le entraran en calor.

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—Sólo Gösta puede hacer algo.Los dos miraron hacia el piso donde

vivía Gösta. Sin cortinas, con loscristales sucios.

Larry ofreció el paquete de tabaco aMorgan. Éste cogió un cigarro y Larrycogió un cigarro, sacó fuego para losdos. Se quedaron callados fumando,mirando los montones de nieve. Despuésde un rato fueron interrumpidos en suspensamientos por voces jóvenes.

Un grupo de niños con patines ycascos en las manos venían de laescuela dirigidos por un hombre conaspecto de militar. Los chicosmarchaban a una distancia de un metro

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los unos de los otros, casi al compás. Enel túnel pasaron al lado de Morgan y deLarry. Morgan saludó con la cabeza auno de los chicos que conocía de supatio.

—¿Vais a la guerra o qué?El chico meneó la cabeza, iba a

decir algo pero no hizo más que seguirtrotando, por miedo a salirse de la fila.Siguieron bajando hacia el hospital;tendrían un día de actividades al airelibre o algo así. Morgan apagó elcigarro con el pie, se puso la mano en laboca haciendo bocina y gritó:

—¡Ataque aéreo! ¡Todos a cubierto!Larry, escandalizado, apagó su

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cigarro.—Dios mío. Que haya todavía gente

así. Exigirá hasta que las cazadorascuelguen firmes en el pasillo. ¿Entoncesno te vienes?

—No. No lo soporto. Pero dateprisa, puede que llegues a formar filas.

—Hasta luego.—Hasta luego.

Se separaron bajo el puente. Larrydesapareció con pasos lentos en lamisma dirección que los niños y Morgansubió por las escaleras. Tenía frío entodo el cuerpo. Pese a todo, la jodidasopa de sobre no iba a estar nada mal, y

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menos si la mezclaba con leche.Oskar iba con la señorita.

Necesitaba hablar con alguien y laseñorita fue la única que se le ocurrió.Sin embargo se habría cambiado degrupo si hubiera podido. Jonny y Mickeno iban nunca en el grupo de paseo losdías de actividades al aire libre, perohoy sí. Se habían cuchicheado algo aloído por la mañana, mirándole.

Así que Oskar iba con la señorita.No sabía ni él mismo si era por irprotegido o por poder hablar con unadulto.

Había estado saliendo con Eli losúltimos cinco días. Se veían todas las

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tardes, fuera. Oskar le decía a su madreque estaba con Johan.

La noche anterior Eli había llegadode nuevo a su ventana. Habían estadodespiertos mucho tiempo, contandohistorias primero uno y luego el otro.Después se habían dormido abrazados ypor la mañana Eli ya no estaba.

En el bolsillo de los pantalones deOskar, al lado de la vieja nota,manoseada y rota de tanto leerla, habíaahora una nueva que había encontrado ensu escritorio por la mañana cuando seestaba preparando para ir a la escuela:

Huir es vivir; quedarse, la

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muerte.Tuya, Eli.

Sabía que era de Romeo y Julieta.Eli le contó que lo que le escribió en laprimera nota también estaba sacado deallí y Oskar había cogido el libro de labiblioteca de la escuela. Le habíagustado bastante, a pesar de que noconocía un montón de palabras. Sumanto de vestal es verde y enfermizo.¿Entendería Eli aquello?

Jonny, Micke y las chicas ibanveinte metros por detrás de Oskar y laseñorita. Pasaron por el parque deChina, donde algunos niños de la

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guardería se deslizaban con los trineoscortando el aire con sus gritos. Oskardio una patada a un terrón de nieve ydijo en voz baja:

—¿Marie-Louise?—Sí.—¿Cómo sabe uno que ama a

alguien?—¡Huy! Bueno…La señorita hundió las manos en los

bolsillos de su trenca y miró al cielo.Oskar se preguntó si estaría pensando enel hombre que había venido a buscarlaun par de veces a la escuela. A Oskar nole había gustado nada su aspecto. El tipoparecía de mucho cuidado.

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—Eso es diferente, pero… meatrevería a decir que es cuando unosabe… o, en todo caso, está muyconvencido de que quiere estar siemprecon esa persona.

—Como si no pudiera vivir sin ella.—Eso. Precisamente. Dos que no

pueden vivir el uno sin el otro… Eso es,sin duda, amor.

—Como Romeo y Julieta.—Sí, y cuanto mayores son las

dificultades… ¿La has visto?—Leído.La señorita lo miró sonriendo con

una sonrisa que a Oskar siempre lehabía gustado, pero que justo en aquel

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momento no le hizo mucha gracia. Y dijorápidamente:

—¿Y si son dos chicos?—Entonces son amigos. Es también

una forma de amor. A no ser que terefieras a… sí, los chicos tambiénpueden amarse entre sí, de esa manera.

—¿Y cómo hacen entonces?La señorita bajó un poco la voz.—Bueno, no hay nada malo en ello,

pero… si quieres que hablemos de esopodemos hacerlo en otro momento.

Caminaron unos metros en silencio,llegaron a la cuesta que bajaba hasta laEnsenada del Molino. La Cuesta delFantasma. La señorita aspiró

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profundamente el aire frío del bosque deabetos. Luego dijo:

—Uno establece un pacto.Independientemente de que se trate dechicos o de chicas, se establece unaespecie de pacto en el que… somos tú yyo, como si dijéramos. Uno lo sabe.

Oskar asintió. Oyó acercarse lasvoces de las chicas. Enseguida iban arodear a la señorita, como solían hacer.Se acercó a ella de manera que suscazadoras se rozaron y le dijo:

—¿Puede uno ser… chico y chica almismo tiempo? ¿O ni chico ni chica?

—No. Las personas, no. Hay algunosanimales que…

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Michelle se les acercó corriendo,gritando con voz chillona:

—¡Señorita! ¡Jonny me ha echadonieve en la cabeza!

Se encontraban a mitad de la cuesta.Al poco tiempo llegaron hasta ellostodas las chicas y contaron lo que Jonnyy Micke les habían hecho.

Oskar aminoró la marcha, se quedóunos pasos detrás. Se dio la vuelta.Jonny y Micke estaban en lo alto de lacuesta. Hicieron señas a Oskar. Él noles respondió. En vez de eso cogió unarama fuerte de la cuneta y le fuequitando las ramas pequeñas mientrasandaba.

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Pasó delante de la Casa delFantasma que daba nombre a la cuesta.Un enorme almacén con las paredes dechapa ondulada que parecía un totaldespropósito allí, entre los árboles másbajos. En la pared que daba a la cuestaalguien había hecho una pintada conletras mayúsculas:

¿NOS DEJAS TU MOTO?Las chicas y la señorita jugaban al

pilla pilla, corriendo por el caminohasta llegar al borde del agua. Nopensaba correr para alcanzarlas. Jonny yMicke venían detrás de él, sí. Agarró elpalo con más fuerza y caminóapoyándose en él.

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Era un día precioso. El lago se habíahelado hacía unos días y el hielo era tansólido que el grupo de patinaje ya habíabajado para patinar sobre él, dirigidospor el maestro Ávila. Cuando Jonny yMicke dijeron que querían ir en el grupode paseo, Oskar había considerado laidea de ir corriendo a casa a buscar lospatines y cambiar de grupo. Pero no lehabían comprado patines nuevos en losdos últimos años y probablemente nopodría meter los pies en ellos.

Además, le daba miedo el hielo.Una vez, de pequeño, estaba en la

ensenada de Södersvik con su padre yéste había salido para vaciar las nasas.

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Desde el embarcadero Oskar vio cómosu padre se hundía en el hielo y cómo,durante un instante insufrible, su cabezadesaparecía. Oskar, que estaba solo enel embarcadero, empezó a gritar comoun loco pidiendo ayuda. Por fortuna, supadre tenía unos clavos grandes en elbolsillo que utilizó para salir delagujero, pero después de aquello aOskar no le gustaba nada salir al hielo.

Alguien lo agarró del brazo.Volvió rápidamente la cabeza y vio

que la señorita y las chicas habíandesaparecido por un recodo del camino,detrás de la montaña. Jonny le dijo:

—Ahora se va a bañar el Cerdo.

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Oskar apretó más fuerte la estaca,bien agarrada entre las manos. Su únicadefensa. Lo cogieron entre los dos y loarrastraron cuesta abajo. Hacia el hielo.

—El Cerdo huele a mierda y tieneque darse un baño.

—Soltadme.—Luego. Tú tranquilo, nada más. Te

vamos a soltar después.Estaban ya abajo. No había nada

contra lo que hacer fuerza. Loarrastraban de espaldas sobre el hielo,hacia el agujero de la sauna. Sus talonestrazaban dos surcos en la nieve. Entreellos se resbalaba la estaca, dejando unahuella más superficial.

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A lo lejos, Oskar vio pequeñasfiguras que se movían. Gritó. Gritópidiendo ayuda.

—Tú grita. Quizá lleguen a tiempopara sacarte.

El agujero se abría negro a unospasos. Oskar tensó los músculos todo loque pudo y se agitó, volviéndose de ladode una sacudida. A Micke se le soltó.Oskar se balanceaba en los brazos deJonny y blandió el palo contra laespinilla de éste. A punto estuvo deescapársele el palo de las manos cuandola madera golpeó contra el hueso.

—¡Aaaay! ¡Joder!Jonny soltó a Oskar y éste cayó al

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suelo. Se levantó al borde del agujero,sujetando el palo con las dos manos.Jonny se agarraba la espinilla.

—¡Jodido idiota! Ahora te vas aenterar…

Jonny se acercaba despacio, no seatrevía a correr por miedo a caer élmismo al agua si empujaba a Oskar enesa postura. Jonny señalaba el palo.

—Deja eso en el suelo o te mato,¿entiendes?

Oskar apretó los dientes. CuandoJonny se encontraba a poco más de unbrazo de distancia, blandió el palocontra el hombro de Jonny. Jonny loesquivó y Oskar sintió un golpe seco en

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las manos cuando el extremo máspesado de la estaca alcanzó de lleno laoreja de Jonny.

Éste cayó de lado como un bolo sinhacer ruido, derrumbándose en el hielotodo lo largo que era, dando alaridos.

Micke, que estaba un par de pasosdetrás de Jonny, retrocedió entonces,extendió las manos:

—Joder, sólo estábamosbromeando… no pensábamos…

Oskar fue hacia él girando el palo,que zumbaba sordamente en el aire.Micke se dio la vuelta y salió corriendohacia la playa. Oskar se detuvo, bajó elpalo.

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Jonny estaba acurrucado con la manoen la oreja. Le salía sangre entre losdedos. Oskar habría querido pedirleperdón. No había sido su intenciónhacerle tanto daño. Se puso en cuclillasal lado de Jonny, apoyado en el palo, ypensaba decir: «perdón», pero antes deque pudiera hacerlo vio a Jonny.

Parecía muy pequeño, encogido enposición fetal y gimiendo —aaayyy,aaayyy— mientras un hilillo de sangre lecorría hasta el cuello de la cazadora.Movía la cabeza de un lado a otro conpequeños movimientos.

Oskar lo miraba asombrado.Aquel pequeño fardo sangrante que

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yacía en el hielo no podría hacerlenada. No podía pegar ni molestar, no.No podía ni siquiera defenderse.

Si le pudiera dar un par de golpesmás se quedaría totalmente tranquilodespués.

Oskar se levantó apoyándose en elpalo. El arrebato desapareció, sustituidopor un profundo malestar en elestómago. ¿Qué había hecho? Jonnytenía que estar gravemente herido,puesto que sangraba de aquella manera.¿Te imaginas si se desangra? Oskar sevolvió a sentar en el hielo, se quitó unzapato y el calcetín. Avanzó de rodillashasta Jonny, le retiró la mano que tenía

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sobre la oreja y puso el calcetín debajo.—Así. Sujétalo.Jonny cogió el calcetín y se lo apretó

contra su oreja herida. Oskar miró lasuperficie helada. Vio una figura que seacercaba patinando. Era un adulto.

Se oyeron débiles gritos a lo lejos.Gritos de niños. Gritos de pánico. Unsolo grito, claro y agudo, que después deunos segundos se mezcló con otros. Lafigura que se acercaba se paró.Permaneció quieta un momento. Despuésse dio la vuelta y se alejó de nuevopatinando.

Oskar estaba de rodillas al lado deJonny, sentía cómo se derretía la nieve y

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le mojaba las rodillas. Jonny apretabalos párpados con fuerza, le rechinabanlos dientes. Oskar acercó su rostro al deél.

—¿Puedes andar?Jonny abrió la boca para decir algo

y un vómito de color amarillo y blancosalió de sus labios y manchó la nieve. AOskar le cayó un poco en una mano. Sequedó mirando las viscosas gotas que lechorreaban por la mano y se asustó deverdad. Soltó el palo y corrió hacia laplaya para buscar ayuda.

Los gritos de los niños cerca delhospital habían aumentado. Corrió hacia

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ellos.Al maestro Ávila, Fernando

Cristóbal de Reyes y Ávila, le gustabapatinar. Sí. Una de las cosas que másapreciaba de Suecia eran sus largosinviernos. Había corrido la carrera deesquís de Vasaloppet diez años atrás ylos pocos inviernos en los que el aguadel archipiélago se congelaba cogía elcoche hasta la isla de Gräddö parapracticar el patinaje de fondodeslizándose en dirección a Söderarm,tan lejos como el espesor del hielo se lopermitiera.

Habían pasado ya tres años desdeque el mar se helara por última vez,

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pero en un invierno madrugador comoéste había posibilidades. Por supuestoque, como era habitual, Gräddö sería unhervidero de amantes del patinaje sihelaba, pero eso ocurría por el día.Fernando Ávila prefería patinar por lanoche.

Con todos los respetos paraVasaloppet, pero uno se sentía comoentre un millar de hormigas que derepente hubieran decidido emigrar. Otracosa bien distinta era estar fuera, en lavasta superficie de hielo, solo a la luzde la luna. Fernando Ávila era uncatólico tibio pero firme: en aquellosmomentos, Dios estaba cerca.

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El acompasado raspar de lascuchillas de los patines, la luz de la lunaque daba al hielo su tímido resplandor,las estrellas que lo envolvían con suinfinitud, el viento frío que le bañaba lacara, eternidad y espacio y profundidadpor todas partes. La vida no podía sermás hermosa.

Un niño pequeño le tiró de lospantalones.

—Maestro, tengo que hacer pis.Ávila despertó de sus lejanos sueños

y miró a su alrededor, le señaló unosárboles cerca, en la playa, que seinclinaban sobre el agua; el desnudoramaje caía hasta el hielo como una

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cortina protectora.—Ahí puedes hacer pis.El chico entornó los ojos mirando

los árboles.—¿En el hielo?—Sí. ¿Qué más da? Se formará más

hielo. Amarillo.El chico lo miró como si el maestro

no estuviera bien de la cabeza, pero sefue patinando hacia los árboles.

Ávila miró alrededor controlandoque ninguno de los mayores se hubieraalejado demasiado. Con unos rápidosdeslizamientos fue hacia el centro dellago para tener mejor vista. Contó a losniños. Sí. Nueve. Más el que estaba

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haciendo pis. Diez.Dio unas vueltas y miró hacia el otro

lado, hacia la ensenada de Kvarnviken,y se detuvo.

Algo pasaba allí fuera. Un montónde cuerpos se movían en dirección a loque tenía que ser un agujero en el hielo;unos pequeños árboles que sobresalíanmarcaban el sitio. Mientras permanecíaquieto observando, el grupo se deshizo,vio que uno de ellos llevaba una especiede bastón en la mano.

El bastón giró en el aire y alguiencayó. Oyó un alarido que venía de allí.Se volvió, observó de nuevo a suschicos y luego se puso en marcha en

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dirección a los que estaban junto alagujero. Uno de ellos corría ahora haciala playa.

Entonces oyó el grito.Un grito agudo de niño que procedía

de su grupo. Se paró tan en seco que suspatines salpicaron la nieve. Habíapodido darse cuenta de que los queestaban al lado del agujero eran chicosmayores. Quizá Oskar. Chicos mayores.Podrían arreglárselas. Los suyos eranniños pequeños.

Los gritos eran cada vez más fuertes,y mientras se daba la vuelta y sedeslizaba en esa dirección, oyó queotras voces se unían a él.

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¡Cojones!Precisamente en el momento en que

no se encontraba allí tenía que ocurriralgo. Por Dios, que no se haya roto elhielo. Patinaba lo más rápido que podía,la nieve salía despedida de sus patinesmientras se apresuraba a llegar al lugardel que salían los gritos. Entonces vio avarios niños que se habían juntado,estaban parados y chillaban a coro, y aalgunos más que se acercaban allí. Viotambién que una persona adulta bajabahacia el lago desde el hospital.

Con un par de deslizamientosrápidos llegó hasta donde seencontraban los chavales y frenó de tal

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manera que las virutas de hielo volaronsobre las cazadoras de éstos. Noentendía nada. Todos los niños estabanjuntos tras la cortina de ramaje mirandohacia abajo, hacia algo que había en elhielo, y gritando. Se deslizó hasta allí.

—¿Qué pasa?Uno de los pequeños señaló hacia

abajo, hacia el hielo, hacia un bulto queestaba atrapado en él. Parecía un montónde hierba marrón y helada con unahendidura roja en un lado. O un erizoatropellado. El maestro se agachó haciael bulto y vio que era una cabeza. Unacabeza congelada dentro del hielo demanera que únicamente sobresalían la

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coronilla y la parte alta de la frente.El niño al que había mandado a

hacer pis estaba sentado en el hielo unosmetros más allá, sollozando.

—Yo… lo… he… pisado.Ávila se enderezó.—¡Todos fuera! Todos a la playa,

ahora.Los niños estaban también como

congelados en el hielo, los pequeñosseguían gritando. Sacó su silbato y diodos silbidos fuertes. Los gritos cesaron.Dio un par de pasos, se puso detrás delos niños y pudo dirigirlos hacia laplaya. Los chicos lo siguieron. Sólo unode quinto se quedó allí, mirando con

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curiosidad el bulto.—¡Tú también!Ávila le ordenó con la mano que

fuera hacia él. Ya en la playa le dijo auna mujer que había bajado desde elhospital;

—Llama a la policía. Ambulancia.Hay una persona congelada en el hielo.

La mujer subió corriendo hacia elhospital. Ávila contó a los niños en laplaya, vio que faltaba uno. El niño quehabía pisado la cabeza seguía sentado enel hielo con la cara entre las manos.Ávila se deslizó hasta él y lo cogió enbrazos. El chico se volvió y se abrazó a

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Ávila. Éste lo levantó con cuidado comosi fuera un paquete delicado y lo llevóhasta la playa.

—¿Se puede hablar con él?—Hablar precisamente no pue…—No, pero entiende lo que se le

dice.—Creo que sí, pero…—Un momento sólo.A través de la niebla que cubría su

ojo Håkan vio que una persona con ropaoscura arrimaba una silla y se sentaba allado de su cama. No podía distinguir lacara del hombre, pero probablementemostrara un gesto forzadamente neutral.

Håkan había pasado los últimos días

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casi flotando en una nube roja decontornos tan tenues que entraba y salíade ella sin apenas darse cuenta. Sabíaque le habían dormido un par de veces,que lo habían operado. Aquél era elprimer día que se encontraba totalmenteconsciente, pero no sabía cuántos habíanpasado desde que llegó allí.

A lo largo de la mañana Håkan habíaestudiado su nueva cara con las yemasde los dedos de la mano que tenía tacto.Algún tipo de venda elástica le cubríatodo el rostro, pero por los rasgos bajola venda, que había recorridodolorosamente con los dedos, habíacomprendido que ya no tenía ninguna

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cara.Håkan Bengtsson ya no existía. Lo

que quedaba era un cuerpo imposible deidentificar en una cama de hospital. Porsupuesto que podrían relacionarlo consus otros asesinatos, pero no con su vidaanterior ni con la actual. Ni con Eli.

—¿Cómo te encuentras?Bien, gracias, agente. De primera.

Tengo una película de napalmardiéndome en la cara todo el tiempo,pero por lo demás va como siempre.

—Sí, comprendo que no puedeshablar, pero ¿puedes asentir con lacabeza si oyes lo que digo? ¿Puedesmover la cabeza?

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Puedo. Pero no quiero.El hombre que estaba al lado de la

cama lanzó un suspiro.—Has intentado quitarte la vida

aquí, de manera que no estástotalmente… ido. ¿Es difícil mover lacabeza? ¿Puedes levantar la mano sioyes lo que digo? ¿Puedes levantar lamano?

Håkan dejó de escuchar al policía yempezó a pensar en ese lugar delinfierno de Dante, el limbo, adonde eranllevadas, después de la muerte, todas lasalmas que no conocían a Cristo. Intentóimaginarse aquel sitio en detalle.

—Como comprenderás, nos gustaría

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mucho saber quién eres.¿En qué nivel o esfera del cielo

acabaría el propio Dante después de sumuerte…?

El policía acercó la silla unos diezcentímetros.

—Lo vamos a descubrir, como yasabes. Antes o después. Tú puedesahorrarnos un poco de trabajocomunicándote con nosotros ahora.

Nadie me echa de menos. Nadie meconoce. Intentadlo.

Entró una enfermera.—Hay una llamada para usted.El policía se levantó, fue hacia la

puerta. Antes de salir se volvió.

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—Vengo enseguida.Los pensamientos de Håkan se

centraron ahora en lo verdaderamenteesencial. ¿En qué esfera caería él?Infanticida: la séptima esfera. Por otrolado, la primera esfera: los que habíanpecado por amor. Luego estaban, aparte,los sodomitas, que tenían su propiaesfera. Lo lógico sería que cayera en elnivel asignado al peor delito quehubiera cometido.

Así, de haber consumado unorealmente grave, se podía seguircometiendo cualquier pecado que cayeraen las esferas inferiores. Ya no podíaser peor. Más o menos como esos

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asesinos de Estados Unidos condenadosa trescientos años de cárcel.

Las distintas esferas estabandispuestas en forma de espiral. Losestratos del infierno. Cerbero con sucola. Håkan evocó a los violentos, a lasmujeres coléricas, a los soberbios en sulodo hirviente, en su lluvia de fuego;deambuló entre ellos, buscando su sitio.

D e una cosa estaba totalmenteseguro: no caería de ninguna manera enel último de los círculos. Aquél en elque el mismo Lucifer estaba devorandoa Judas y a Bruto, aprisionados en unmar de hielo. El círculo de los traidores.

Se abrió de nuevo la puerta con ese

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ruido extraño, como de succión. Elpolicía se sentó al lado de la cama.

—Bueno, bueno. Parece que hanencontrado a otro, abajo en el lago, enBlackeberg. El mismo tipo de cuerda, encualquier caso.

¡No!El cuerpo de Håkan se contrajo

involuntariamente cuando el policía dijola palabra «Blackeberg». El policíaasintió.

—Está claro que oyes lo que digo.Eso está bien. Entonces, podemosaventurar sin mayores dificultades quehas vivido en Västerort. ¿Dónde? ¿EnRåcksta? ¿En Vällingby? ¿En

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Blackeberg?El recuerdo de cómo se había

deshecho del hombre abajo, junto alhospital, acudió a su mente. Había hechouna chapuza. La había cagado.

—De acuerdo. Entonces te voy adejar un poco tranquilo. Para que vayaspensando si quieres colaborar. De esemodo sería todo mucho más sencillo,¿no te parece?

El policía se levantó y se fue. En sulugar llegó una enfermera y se sentó enuna silla en la habitación, vigilándolo.

Håkan empezó a dar cabezazos a unlado y a otro, negando. Sacó la mano yempezó a tirar del tubo conectado al

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respirador. La enfermera acudióenseguida y le apartó la mano.

—Tendremos que atarte. Una vezmás y te atamos, ¿entiendes? Si noquieres vivir es cosa tuya, pero mientrasestés aquí tenemos la obligación demantenerte vivo. Independientemente delo que hayas hecho o dejado de hacer,¿comprendes? Y haremos lo que seanecesario para cumplir con nuestraobligación, aunque tengamos queponerte un sistema de fijación. ¿Estásoyendo lo que te digo? Todo será mejorpara todos si colaboras.

Colaborar. Colaborar. De prontotodos quieren colaborar. Yo ya no soy

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una persona. Soy un proyecto. Oh, Diosmío. Eli. Eli. Ayúdame.

Ya en las escaleras Oskar oyó la vozde su madre. Estaba hablando porteléfono con alguien y parecía enfadada.¿Con la madre de Jonny? Se quedó alotro lado de la puerta, escuchando.

—Me van a llamar y me preguntaránqué es lo que he hecho mal... Sí, claroque lo van a hacer, ¿y qué voy a decir?Que por desgracia mi hijo no tiene unpadre con quien él… Sí, claro, puesdemuéstralo alguna vez entonces… No,no lo has hecho… A mí me parece quetú puedes hablar de ello con él.

Oskar abrió la puerta y entró en

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casa. Su madre dijo:—Ahora llega —al auricular, y se

volvió hacia Oskar—: Han llamado dela escuela y yo… habla con tu padreporque yo… —habló de nuevo por elauricular—: Ahora puedes… yo estoytranquila… es fácil para ti, que estáslejos y…

Oskar entró en su habitación, se echóen la cama y se puso las manos en losoídos. Le retumbaban los latidos delcorazón en la cabeza.

Cuando llegó al hospital, alprincipio, creyó que todas las personasque corrían por allí tenían algo que vercon lo que le había hecho a Jonny. Pero

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no era así, como pudo saber luego. Hoyhabía visto por primera vez en su vidauna persona muerta.

Su madre abrió la puerta de lahabitación. Oskar se quitó las manos delos oídos.

—Tu padre quiere hablar contigo.Oskar se llevó el auricular a la oreja

y oyó una voz lejana que leía losnombres de los faros, la fuerza y ladirección de los vientos. Esperaba conel auricular pegado a la oreja sin decirnada. Su madre le preguntó frunciendo elentrecejo. Oskar puso la mano sobre elauricular y susurró: «Información sobreel estado de la mar».

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Su madre abrió la boca para deciralgo, pero se quedó sólo en un suspiro yun gesto de brazos caídos. Se fue a lacocina. Oskar se sentó en una silla en elpasillo y escuchó las noticias sobre elestado de la mar junto con su padre.

Oskar sabía que si empezaba ahablar en ese momento su padre estaríadistraído con lo que decían en la radio.Las noticias sobre el estado de la mareran sagradas. Cuando iba a casa de supadre, se paraba toda la actividad a las16.45, y éste se sentaba al lado de laradio mientras él, ausente, miraba haciafuera, como para comprobar si lo queanunciaban en la emisora era cierto.

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Hacía mucho tiempo que su padre nose hacía a la mar, pero se le habíaquedado esa costumbre.

«Banco de Almagrundet noroesteocho, al anochecer girando hacia eloeste. Despejado. El mar de Åland y elmar del Skärgårg noroeste diez, hacia lanoche es posible que soplen vientosfuertes. Despejado».

Bueno. Lo más importante ya habíapasado.

—Hola, papá.—Ah, pero si estás ahí. Hola. Va a

haber vientos fuertes aquí por la noche.—Sí, lo he oído.—Mmm. ¿Qué tal estás?

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—Bien.—Sí, mamá me ha contado eso con

Jonny. Y no está muy bien que digamos.—No. No lo está.—Ha tenido una conmoción

cerebral, me ha dicho.—Sí. Vomitó.—Bueno, se vomita con frecuencia,

si sólo es eso. Harry… sí, tú ya loconoces… a él le cayó una vez unaplomada en la cabeza y… sí estuvo mal,vomitando como un ternero después.

—¿Se puso bien?—Sí, claro, fue… bueno, se murió la

primavera pasada. Pero no tenía nadaque ver con aquello. No. Después de

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aquello se recuperó bastante rápido.—Sí.—Y esperemos que sea así con él,

con este chico también.—Sí.La radio seguía todavía con las

distintas zonas marítimas: el golfo deBotnia y todo lo demás. Un par de vecesse había sentado con el atlas delante encasa de su padre y había seguido con eldedo todos los faros según los ibannombrando. Hubo un tiempo en el que sesabía todos esos sitios de memoria, enorden, pero ya se le habían olvidado. Supadre carraspeaba.

—Sí, tu madre y yo hemos estado

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hablando de que… tal vez te gustaríavenir a pasar aquí el fin de semana.

—Mmm.—Así podremos hablar más de esto

y de… todo.—¿Este fin de semana?—Sí, si te apetece.—Sí. Pero tengo un poco… ¿y si voy

el sábado?—O el viernes por la tarde.—No. Mejor… el sábado. Por la

mañana.—Vale, está bien. Entonces sacaré

un eider del congelador.Oskar acercó la boca al teléfono y

dijo en voz baja:

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—Sin perdigones.Su padre se rió.El otoño pasado, cuando Oskar

estuvo allí, se había roto un diente almorder un perdigón que se habíaquedado en el ave. A su madre le habíadicho que había sido una piedra en unapatata. Las aves marinas eran lo que másle gustaba a Oskar, mientras que a sumadre le parecía que era «terriblementecruel» disparar a las indefensas aves.Que él se hubiera roto el dientemordiendo el propio instrumento de lamuerte habría dado lugar a que su madrele prohibiera probar semejante comida.

—Pondré especial cuidado —

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aseguró su padre.—¿Funciona la moto?—Sí. ¿Por qué?—No. Por nada.—Bueno. Ah, sí, hay bastante nieve,

así que podremos dar una vuelta.—Bien.—Vale, entonces nos vemos el

viernes. ¿Cogerás el autobús de lasdiez?

—Sí.—Entonces bajo a buscarte. Con la

moto. El coche no está del todo enforma.

—De acuerdo. Bien. ¿Quieres hablarmás con mamá?

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—Sí… no… tú puedes contarlecómo vamos a hacerlo, ¿no?

—Mmm. Adiós, hasta pronto.—Adiós. Hasta pronto.Oskar colgó el auricular. Se quedó

sentado un momento pensando cómo ibaa ser. Dar una vuelta con la moto. Esoera divertido. Entonces se ponía susminiesquís y ataban una cuerda a la cajade la moto con un palo en el otroextremo. En ese palo se agarraba Oskarcon las dos manos y después dabanvueltas por el pueblo como esquiadoresacuáticos sobre la nieve. Esto y loseideres con gelatina de serba. Y sólouna tarde lejos de Eli.

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Fue a su habitación y metió en elbolso la ropa de entrenar y su cuchillo,porque no iba a volver a casa antes deencontrarse con Eli. Tenía un plan.Cuando estaba en el pasillo poniéndosela cazadora salió su madre de la cocina,limpiándose la harina de las manos en eldelantal.

—¿Y bien? ¿Qué ha dicho tu padre?—Que tenía que ir el sábado.—Sí. ¿Pero de lo otro?—Ahora tengo que irme a entrenar.—¿No ha dicho nada?—Sííí, pero tengo que irme ahora.—¿Adónde vas?—A la piscina.

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—¿A qué piscina?—A la que está al lado de la

escuela. A la pequeña.—¿Qué vas a hacer allí?—Entrenar. Vuelvo a las ocho y

media. O a las nueve. Después voy a vera Johan.

Su madre parecía desconsolada, nosabía qué hacer con las manos llenas deharina, se las metió en el bolsillo grandeque tenía en medio del delantal.

—Bueno. Venga, vale. Ten cuidado.No te vayas a resbalar en los bordes dela piscina o algo así. ¿Has cogido elgorro?

—Sí, sí.

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—Póntelo entonces. Cuando te hayasbañado, porque fuera hace frío, y cuandose lleva el pelo mojado…

Oskar dio un paso al frente, la besóligeramente en la mejilla, dijo: «Adiós»y se fue. Cuando salió del portal miró dereojo hacia su ventana. Allí estaba sumadre, aún con las manos en el bolsillodel delantal. Oskar le dijo adiós con lamano. Su madre alzó la suya lentamentey también le dijo adiós.

Oskar fue llorando la mitad delcamino hasta el entrenamiento.

El grupo estaba reunido en lasescaleras a la puerta de Gösta. Lacke,

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Virginia, Morgan, Larry, Karlsson.Ninguno se atrevía a llamar, puesto queeso otorgaba al que lo hiciera laresponsabilidad de exponer el asuntoque los había llevado allí. Ya fuera, enlas escaleras, pudieron notar un levebarrunto de lo que era el olorcaracterístico de Gösta. Pis. Morgan dioun golpecito a Karlsson en un costado yle susurró algo que no pudo entender.Karlsson se levantó las orejeras quellevaba en lugar de gorro y preguntó:

—¿Qué?—Te he dicho que si no te podías

quitar eso de una vez. Que pareces unidiota.

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—Eso es lo que a ti te parece.Se quitó de todos modos las

orejeras, las guardó en el bolsillo delabrigo y dijo:

—Larry, tienes que ser tú. Tú eres elque lo ha visto.

Larry lanzó un suspiro y tocó eltimbre. Se oyó un furioso griterío al otrolado de la puerta y luego un ruido sordoy suave como de algo que caía al suelo.Larry carraspeaba. No le gustaba esto.Se sentía como un policía con todo elgrupo tras de sí, sólo faltaban laspistolas en alto. Se oyeron pasos lentosdentro del apartamento, después unavoz:

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—Mi pequeña, ¿qué te ha pasado?La puerta se abrió. Una ola de olor a

pis cayó sobre la cara de Larry y éste sequedó sin aliento. Gösta apareció en elumbral vestido con una vieja camisa,con su chaleco y su pajarita. Llevaba ungato con rayas de color naranja y blancoacurrucado en uno de sus brazos.

—¿Sí?—Hola Gösta, ¿qué tal?Los ojos de Gösta vagaban errantes

sobre el grupo que permanecía en lasescaleras. Estaba bastante borracho.

—Bien.—Bueno, pues hemos venido a verte

porque… ¿sabes lo que ha pasado?

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—No.—Bueno, pues han encontrado a

Jocke. Hoy.—Ah. Eso. Sí.—Y lo que pasa es… que…Larry volvió la cabeza, buscando

apoyo en su delegación. Lo único queencontró fue un gesto de ánimo deMorgan. Larry no era capaz de estar allífuera como una especie de representantede la autoridad y presentar un ultimátum.Sólo había una manera, se mirara comose mirara. Preguntó:

—¿Podemos entrar?Se había esperado algún tipo de

resistencia; Gösta apenas estaba

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acostumbrado a que aparecieran cincopersonas, así de repente, a visitarlo.Pero asintió y dio dos pasos hacia atráspara permitirles la entrada.

Larry dudó un momento; el olordentro del apartamento era totalmenteincreíble, era como una nube pegajosaen el aire. En su indecisión, Lackealcanzó a entrar el primero y tras élentró Virginia. Lacke acarició detrás delas orejas al gato que Gösta llevaba enbrazos.

—Bonito gato. ¿Cómo se llama?—Es gata. Tisbe.—Bonito nombre. ¿También tienes

un Píramo?

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—No.Uno tras otro se deslizaron por la

puerta, intentando respirar por la nariz.Después de unos minutos todos

habían abandonado el intento demantener el tufo a raya, lo dejaron estary se acostumbraron. Echaron a los gatosdel sofá y de la butaca, trajeron un parde sillas de la cocina, aguardiente,tónicas de pomelo y vasos, y después deun rato de cháchara acerca de los gatos ydel tiempo dijo Gösta:

—Así que han encontrado a Jocke.Larry apuró lo que le quedaba de su

cubata. Parecía más fácil con elcalorcillo del alcohol en el estómago.

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Se sirvió otro, diciendo:—Pues sí. Abajo, junto al hospital.

Estaba congelado en el hielo.—¿En el hielo?—Sí. Ha sido un puñetero circo el

que se ha montado hoy ahí abajo. Yohabía bajado para visitar a Herbert, nosé si tú le conoces, bueno… de todasformas, cuando he salido de allí aquelloestaba lleno de maderos y ambulancias ydespués han llegado los bomberos.

—¿Había fuego también?—No, pero tuvieron que picar para

sacarlo del hielo, claro. Bueno,entonces, claro está, yo no sabía que eraél, pero luego, cuando lo llevaron hasta

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la playa, pues reconocí su ropa, porquela cara… pues estaba cubierta de hielo,¿no?, así que no se podía… pero laropa…

Gösta movió la mano en el airecomo si estuviera acariciando a un perrogrande e invisible.

—Espera un poco… se habíaahogado, entonces… no entiendo…

Larry bebió un trago del cubata, selimpió la boca con la mano.

—No. Eso era lo que creía la pasmatambién. Al principio. Por lo que hepodido comprender. La verdad es queestaban de brazos cruzados allí arriba, ylos chicos de la ambulancia totalmente

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ocupados con un chaval que había allícon la cabeza sangrando, así que era…

Gösta acariciaba al perro invisiblecon mayor impaciencia, o intentabaapartarlo de él. Un poco de cubata se lecayó del vaso y acabó en la alfombra.

—No puede ser… yo ya no puedo…la cabeza sangrando…

Morgan dejó en el suelo el gato quetenía en las rodillas y se sacudió lospantalones.

—Eso no tiene nada que ver conesto. Tú sigue, Larry.

—Bueno, pues cuando lo subieronhasta la playa y comprendí que era él,entonces se vio que tenía una cuerda tal

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que así, ¿no? Atada. Y como una especiede piedras así. Entonces le entró unaendemoniada prisa a la pasma.Empezaron a hablar por la radio y aacordonar con esas cintas y a echar a lagente y a actuar. Se mostraroninteresados de cojones, de repente. Asíque… bueno, a él le hundieron allí, asíde sencillo.

Gösta se echó hacia atrás en el sofá,tenía la mano en los ojos. Virginia, queestaba sentada entre él y Lacke, leacarició la rodilla. Morgan, llenándoseel vaso, dijo:

—La cosa es que han encontrado aJocke, ¿no? ¿Quieres tónica? Aquí. Han

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encontrado a Jocke y ahora saben quefue asesinado. Y entonces las cosas seencuentran como si dijéramos en otrasituación.

Karlsson carraspeó, adoptó un tonoque imponía respeto:

—En el sistema judicial sueco hayalgo que se denomina…

—Tú ahora te callas —leinterrumpió Morgan—. ¿Se puede fumaraquí?

Gösta asintió débilmente. MientrasMorgan sacaba el tabaco y elencendedor, Lacke se echó hacia delanteen el sofá de manera que pudo mirar aGösta a los ojos.

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—Gösta. Tú viste lo que pasó.Debería salir a la luz.

—¿Salir a la luz? ¿Cómo?—Sí, que vayas a la policía y

cuentes lo que viste, así de sencillo.—No… no. Nadie dijo nada.Lacke suspiró, se echó medio vaso

de aguardiente y un chorrito de tónica, lepegó un buen trago y cerró los ojoscuando la nube ardiente le llenó elestómago. No quería forzarle.

En el chino, Karlsson habíamencionado algo acerca de laobligación de declarar como testigo,pero por mucho que Lacke quisiera queel que hubiera hecho aquello fuera

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detenido, no pensaba mandar a lapolicía a casa de un colega como sifuera un chivato cualquiera.

Un gato con manchas de color gris leempujó con la cabeza en la espinilla. Selo puso en las rodillas, le acarició ellomo, ausente. ¿Qué más da? Jockeestaba muerto, ahora lo sabía concerteza. ¿Qué importancia tenía todo lodemás en realidad?

Morgan se levantó, se acercó a laventana con el vaso en la mano.

—¿Era aquí donde estabas cuando loviste?

—… Sí.Morgan asintió y bebió del cubata.

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—Sí, ahora lo entiendo. Se veperfectamente desde aquí. Joder, quéapartamento más chulo, de verdad.Buena vista. Bueno, quitando lo de…Buena vista.

Una lágrima cayó silenciosa por lamejilla de Lacke. Virginia le cogió lamano y se la acarició. Lacke pegó otrobuen lingotazo para aplacar el dolor quele desagarraba el pecho.

Larry, que había estado un ratosentado mirando a los gatos que semovían dando vueltas sin sentido por lahabitación, tamborileó el vaso con losdedos y dijo:

—¿Y si uno sólo les diera una pista?

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¿Sobre el sitio? A lo mejor puedenencontrar huellas dactilares o… lo queencuentren.

Karlsson sonrió.—¿Y de qué manera vamos a

decirles cómo lo hemos sabido? ¿Quenosotros lo sabemos, sin más? Es desuponer que estarán muy interesados enconocer… de quién nos ha venido lainformación.

—Se puede llamar de formaanónima. Nada más para que se sepa.

Gösta balbuceaba algo en el sofá.Virginia acercó la cabeza.

—¿Qué decías?Gösta hablaba con muy, muy poca

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voz mirando su vaso.—Perdonadme. Pero estoy

demasiado asustado. No puedo.Morgan se dio la vuelta desde la

ventana, extendió la mano.—Entonces ya está. No hay más que

hablar —echó una mirada penetrante aKarlsson—. Ya se nos ocurrirá algo.Tendremos que solucionarlo de otramanera. Dibujando, llamando, cualquiercosa, joder. Ya se nos ocurrirá algo.

Se acercó a Gösta y le dio ungolpecito en el pie.

—Vamos Gösta, anímate.Arreglaremos esto de todas formas.Tranquilo. ¿Gösta? ¿Estás oyendo lo que

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te digo? Nosotros lo vamos a arreglar.¡Salud!

Morgan alzó su vaso, lo hizotintinear con el de Gösta y dio un sorbo.

—Esto lo solucionamos nosotros.¿No es así?

Se había separado de los otros alsalir de la piscina y había emprendido elcamino a casa cuando oyó su voz desdefuera de la escuela.

—Psst. ¡Oskar!Bajó las escaleras y Eli salió de la

sombra. Había estado allí esperando.Entonces seguramente habría oído cómoél se había despedido de los otros y

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ellos le habían contestado como si fuerauna persona absolutamente normal.

El entrenamiento había ido bien. Noera tan enclenque como creía, aguantabamás que otro par de chicos que yahabían ido varias veces. Supreocupación por que el maestro fuera ainterrogarle por lo ocurrido en el hielofue infundada. Sólo le había preguntado:

—¿Quieres hablar de ello?Y cuando Oskar negó con la cabeza

fue suficiente.La piscina era otro mundo, distinto

de la escuela. El maestro era menosexigente y los otros chicos no se metíancon él. Lo cierto era que Micke no se

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había presentado. ¿Tendría Micke miedode él ahora? El pensamiento le dabavueltas.

Fue al encuentro de Eli.—Hola.—Buenas.Sin decir nada al respecto, habían

cambiado la fórmula de saludo. Elillevaba puesta una camisa a cuadrosdemasiado grande para ella y parecíacomo… encogida de nuevo. La piel secay la cara más delgada. Ayer por la tardeya había visto Oskar los primeroscabellos blancos, y hoy tenía más.

Cuando estaba sana, a Oskar leparecía que era la chica más bonita que

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había visto. Pero ahora… no se podía nicomparar. Nadie tenía ese aspecto. Losenanos. Pero los enanos no eran tandelgados, no había ninguno así. Daba lasgracias porque ella no hubieraaparecido cuando estaban los otroschicos.

—¿Qué tal? —preguntó Oskar.—Regular.—¿Vamos a hacer algo?—Pues claro.Fueron hacia casa, hacia el patio, el

uno al lado del otro. Oskar tenía un plan.Iban a sellar un pacto. Si se asociaban,Eli se pondría bien. Una idea sacada dela magia, inspirada en los libros que

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leía. Porque la magia… la magia existe,claro que sí. Aunque sólo sea un poco.Los que negaban la magia eran aquellosa quienes les iba mal.

Entraron en el patio. Oskar rozó conla mano el hombro de Eli.

—¿Vamos a mirar al cuarto de labasura?

—Vaaale.Entraron por el portal de Eli y Oskar

abrió la puerta del sótano.—¿No tienes llaves del sótano? —

preguntó él.—No lo creo.El sótano estaba totalmente a

oscuras. La puerta golpeó con fuerza tras

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ellos. Se quedaron quietos el uno al ladodel otro, respirando. Oskar susurró:

—Eli, ¿sabes? Hoy… Jonny y Mickeintentaron tirarme al agua. En un agujeroen el hielo.

—¡No! Tú…—Espera. ¿Sabes lo que hice? Tenía

una rama, una rama grande. Le di conella a Jonny en la cabeza con tantafuerza que sangró. Tuvo una conmocióncerebral, lo llevaron al hospital. Pero nome tiraron al agua. Yo… lo golpeé.

Se quedaron en silencio unossegundos. Luego Eli dijo:

—Oskar.—¿Sí?

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—¡Yupi!Oskar se estiró hasta el interruptor

de la luz, quería verle la cara. Encendió.Ella le miró directamente a los ojos yOskar vio sus pupilas. Por unosinstantes, antes de que se acostumbrarana la luz, eran como esos cristales con losque estaban trabajando en física, cómose llamaban… elípticos.

Como los de los lagartos. No. Losde los gatos. Los gatos.

Eli parpadeó. Las pupilas estabannormales de nuevo.

—¿Qué pasa?—Nada. Ven…Oskar fue hasta el cuarto de la

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basura y abrió la puerta. El saco estabacasi lleno, hacía tiempo que no lovaciaban. Eli se apretó a su lado yrebuscaron en la basura. Oskar encontróuna bolsa con botellas vacías cuyoscascos podían dar algo de dinero. Eli,una espada de juguete de plástico, lablandió en el aire y dijo:

—¿Vamos a mirar en los otros?—No, Tommy y los otros a lo mejor

están allí.—¿Quiénes son?—Ah, unos chicos mayores que

tienen un cuarto en el que… se reúnenpor las tardes.

—¿Son muchos?

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—No, tres. La mayoría de las vecessólo Tommy.

—Y son peligrosos.Oskar se encogió de hombros.—Entonces podríamos mirarlo.Fueron juntos hasta la puerta de la

escalera de Oskar, en el siguientepasillo del sótano, por la puerta deTommy. Cuando Oskar ya estaba con lallave en la mano, a punto de abrir laúltima puerta, dudó. ¿Y si estaban allí?¿Si veían a Eli? Si… ocurría algo que élno fuera capaz de manejar. Eli blandíala espada de plástico delante de ella.

—¿Qué pasa?—Nada.

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Abrió. Nada más entrar en el pasillooyeron la música que venía del trasterodel sótano. Volviéndose, susurró:

—¡Están aquí! Vámonos. Eli sedetuvo, olfateó.

—¿A qué huele?Oskar comprobó que no se movía

nadie al fondo del pasillo, olisqueó. Nonotó nada aparte de los olores normalesdel sótano. Eli dijo:

—A pintura. A pegamento.Oskar olió de nuevo. Él no notaba

nada, pero sabía de qué se trataba.Cuando se volvió hacia Eli parallevársela fuera de allí vio que ellaestaba haciendo algo en la cerradura de

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la puerta.—Venga, vámonos. ¿Qué haces?—Yo sólo…Mientras Oskar abría la puerta del

siguiente pasillo del sótano, el caminode retirada, la puerta se cerró tras ellos.No sonó como de costumbre. No hizoclic. Sólo un suave sonido metálico. Enel camino de vuelta hasta su sótanoOskar le contó a Eli lo de que esnifabanpegamento; y lo chiflados que se podíanvolver cuando esnifaban.

En su propio sótano se volvió asentir seguro. Se puso de rodillas yempezó a contar las botellas vacías quehabía en la bolsa de plástico. Catorce

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cascos de cerveza y uno de alcohol queno se podía devolver.

Cuando alzó la vista para contarle aEli el resultado, la muchacha estabadelante de él con la espada de plásticoen alto a punto de golpear.Acostumbrado como estaba a golpesfortuitos se sobresaltó un poco, pero Elifarfulló algo y después bajó la espadahasta el hombro de Oskar, diciendo conla voz más profunda que fue capaz deponer:

—Con esto te nombro, vencedor deJonny, caballero de Blackeberg y detodos los territorios limítrofes comoVällingby… mmm…

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—Råcksta.—Råcksta.—¿Ängby, quizá?—Ängby quizá.Eli le iba dando un golpe suave en el

hombro con la espada por cada nuevositio. Oskar sacó su cuchillo del bolso y,manteniéndolo en alto, se proclamóCaballero de Ängby Quizá. Quería queEli fuera la Bella Dama a la que élpudiera salvar del Dragón.

Pero Eli era un monstruo terrible quedevoraba bellas vírgenes para elalmuerzo, y era ella contra quien teníaque combatir. Oskar dejó el cuchillo enla funda mientras luchaban, gritaban y

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corrían entre los pasillos. En medio deljuego sonó una llave en la cerradura dela puerta del sótano.

Se escondieron rápidamente en unadespensa donde apenas tenían espaciopara sentarse cadera con cadera,respirando profunda y silenciosamente.Se oyó una voz de hombre.

—¿Qué estáis haciendo aquí abajo?Oskar estaba sentado muy pegado a

Eli. El pecho le borboteaba. El hombredio unos pasos ya dentro del sótano.

Oskar y Eli contuvieron larespiración cuando el hombre se paró aescuchar. Luego dijo:

—Demonio de chicos —y se fue de

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allí. Se quedaron en la despensa hastaque estuvieron seguros de que el hombrehabía desaparecido, luego salieronarrastrándose y, apoyados en la pared demadera, echaron unas risitas. Tras unrato, Eli se tumbó en el suelo decemento todo lo larga que era y se quedómirando al techo. Oskar le dio en el pie.

—¿Estás cansada?—Sí. Cansada.Oskar sacó el cuchillo de la funda,

lo miró. Era pesado, bonito. Pasó eldedo con cuidado por la punta del filo,lo retiró. Un pequeño punto rojo. Lohizo de nuevo, más fuerte. Cuandoapartó el cuchillo apareció una perla de

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sangre. Pero no era así como había quehacerlo.

—¿Eli? ¿Quieres hacer una cosa?Ella seguía aún mirando al techo.—¿El qué?—¿Quieres… firmar un pacto

conmigo?—Sí.Si ella hubiera preguntado que

cómo, tal vez le hubiera explicado loque había pensado hacer antes dehacerlo. Pero ella sólo dijo que sí. Queparticipaba, fuera lo que fuese. Oskartragó fuerte, cogió la hoja del cuchillocon el filo contra la palma y, cerrandolos ojos, lo deslizó por su mano. Un

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dolor punzante, intenso. Jadeó.¿Lo he hecho?Abrió los ojos, abrió la mano. Sí. Se

podía ver una fina hendidura en lapalma, la sangre manaba despacio; no,como él pensaba, en una estrecha línea,sino como una cinta de perlas que,mientras las miraba fascinado, seunieron en una línea más gruesa y másdesigual.

Eli levantó la cabeza.—¿Qué haces?Oskar tenía aún su mano delante de

la cara y mirándosela fijamente dijo:—Esto es muy sencillo. Eli, no era

nada…

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Puso su mano sangrante delante deella. Sus ojos se agrandaron. Eli meneócon fuerza la cabeza mientras se echabapara atrás, alejándose.

—No, Oskar…—¿Qué te pasa?—Oskar, no.—No duele casi nada.Eli dejó de echarse para atrás,

clavando la vista en la palma de Oskarmientras seguía negando con la cabeza.Éste sujetaba con la otra mano la hojadel cuchillo, se lo tendió con el mangopor delante.

—Tú sólo tienes que pincharte en eldedo o así. Y luego lo mezclamos. Así

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sellaremos el pacto.Eli no tomó el cuchillo. Oskar lo

dejó en el suelo entre ellos para poderrecoger con la mano buena una gota desangre que caía de la herida.

—Venga, vamos. ¿No quieres?—Oskar… no puede ser. Te

contagiaría, tú…—No se nota nada, esto…Un fantasma se adueñó de la cara de

Eli, transformándola en algo tandiferente de la chica que él conocía quese olvidó de la gota de sangre que caíade su mano. Parecía como si ahora ellafuera el monstruo que había fingido sercuando jugaban, y Oskar se echó para

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atrás al tiempo que el dolor de su manoaumentaba.

—Eli, qué…Ella se levantó, puso las piernas

debajo del cuerpo, estaba a cuatro patasmirando fijamente la mano que sangraba,gateó un paso hacia él. Se detuvo, apretólos dientes y chilló:

—¡Vete de aquí!A Oskar se le saltaron las lágrimas

de miedo.—Eli, termina. Deja de jugar.

Déjalo.Eli avanzó otro poco a cuatro patas,

se paró de nuevo. Obligó a su cuerpo abloquearse y, con la cabeza agachada,

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gritó:—¡Vete! Si no, morirás.Oskar se levantó, reculó un par de

pasos. Sus pies tropezaron con la bolsade las botellas vacías de manera queéstas cayeron estrepitosamente. Seapretó contra la pared mientras Eligateaba hasta la pequeña mancha desangre que había goteado de su mano.

Cayó otra botella más, rompiéndosecontra el cemento, mientras Oskarpermanecía arrimado contra la pared ysin quitarle ojo a Eli, que sacaba lalengua y lamía el sucio suelo de cementoen el sitio donde su sangre había caído.

Una botella tintineó débilmente y

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luego se paró. Eli lamía y lamía elsuelo. Cuando alzó la cabeza, tenía unamancha gris de suciedad en la punta dela nariz.

—Vete… por favor… vete…Después, el fantasma se posó de

nuevo en su cara, pero antes de que seadueñara totalmente de ella se levantó yechó a correr a lo largo del pasillo delsótano, abrió la puerta de su portal ydesapareció.

Oskar se quedó allí con la manoherida bien apretada. La sangreempezaba a manar por entre los dedos.Abrió la mano y miró la herida. Era másprofunda de lo que él había planeado,

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pero no era peligroso, creía. La sangreempezaba ya a coagularse.

Miró la mancha ahora pálida delsuelo. Luego probó a lamer un poco desangre de la palma de su mano, escupió.

Iluminación nocturna.Mañana por la mañana le iban a

operar la boca y el cuello. Quizáesperaban que saliera algo. Conservabala lengua, podía moverla dentro de lacavidad cerrada de la boca, chascar lamandíbula superior con ella. A lo mejoriba a poder hablar de nuevo, a pesar deque los labios habían desaparecido.Pero no pensaba hablar.

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Una mujer, él no sabía si era policíao enfermera, estaba sentada en el rincóna unos metros de él leyendo un libro,vigilándolo.

¿Ponen tantos recursos cuando setrata de una persona normal-y-corriente que considera su vidaacabada?

Había comprendido que era valioso,que esperaban mucho de él.Probablemente estarían en ese momentosentados rebuscando en viejos archivoscasos que esperaban poder solucionarcon él como autor de esos delitos. Habíavenido un policía por la mañana atomarle las huellas dactilares. No había

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opuesto resistencia. No teníaimportancia.

Posiblemente, las huellas dactilarespodrían relacionarlo con las muertestanto en Växjö como en Norrköping.Había estado intentando recordar cómose las había arreglado, si había dejadohuellas dactilares o de otro tipo.Probablemente sí.

Lo único que le inquietaba era que através de todo aquello las personasconsiguieran dar con Eli.

Las personas…Le habían dejado notas en el buzón,

lo habían amenazado.Alguien que trabajaba en Correos y

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vivía en esa urbanización había sopladoa los otros vecinos qué tipo de correo yqué tipo de películas recibía.

Pasaron unos meses antes de quefuera despedido de su trabajo en laescuela. No podían tener a alguien asíentre los niños. Se había idovoluntariamente, pese a queprobablemente podía haber llevado elasunto al sindicato.

No había hecho absolutamente nadaen la escuela, tan tonto no era.

La campaña contra él cobró luegomayor intensidad y, al final, una nochealguien había lanzado una bombaincendiaria por la ventana de su cuarto

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de estar. Salió corriendo al jardín encalzoncillos y se quedó parado,mirando, mientras su vida se quemaba.

La investigación del caso se alargótanto que no pudo cobrar nada de laempresa aseguradora. Con sus escasosahorros había tomado el tren y alquiladouna habitación en Växjö. Allí habíaempezado a cavarse su propia tumba.

Bebía hasta tal extremo que seemborrachaba con lo que pillara.Alcohol de uso cosmético, alcohol dequemar. Robaba polvos para fabricarvino al instante y levadura en las tiendasde pintura, se lo bebía todo antes de quehubiera siquiera fermentado.

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Estaba fuera de casa todo lo quepodía, de alguna manera quería que «laspersonas» lo vieran morir, día a día.

En mitad de la borrachera se volvióalgo imprudente, metía mano a loschicos jóvenes, le pegaban, acababa enla comisaría. Pasó tres días en prisiónpreventiva y vomitó hasta los bofes. Losoltaron. Continuó bebiendo.

Una tarde, cuando Håkan estabasentado en un banco a la entrada de unparque de juegos, con una botella devino fermentado a medias en una bolsade plástico, llegó Eli y se sentó a sulado. En mitad de la borrachera, Håkanhabía puesto casi al momento la mano en

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los muslos de Eli. La muchacha habíaconsentido que la mano siguiera allí,había cogido la cabeza de Håkan entresus manos, la había vuelto hacia ella y lehabía dicho:

—Tú vas a estar conmigo.Håkan farfulló algo acerca de que no

tenía dinero para tanta belleza en aquelmomento, pero que cuando la situacióneconómica se lo permitiera…

Eli le había retirado la mano de sumuslo, se había agachado y había cogidosu botella de vino; la había tiradodiciendo:

—Tú no entiendes. Escucha: vas adejar de beber ya. Vas a estar conmigo.

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Me vas a ayudar. Te necesito. Y yo tevoy a ayudar a ti.

Después Eli le había dado la mano,que Håkan tomó, y se habían ido juntos.

Dejó de beber y entró al servicio deEli.

Ésta le dio dinero para comprarseropa y para alquilar otro piso. Él lo hizotodo sin pararse a pensar si Eli era«mala» o «buena» o cualquier otra cosa.Era guapa, y le había devuelto sudignidad. Y en momentos excepcionalesle había dado… ternura.

Oía cómo la vigilante volvía lashojas del libro que estaba leyendo.

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Probablemente alguna novela de kiosco.E n La República de Platón «losguardianes» tenían que ser los mássabios de entre la gente. Pero esto eraSuecia en 1981 y aquí leeríanprobablemente a Jan Guillou.

El hombre del agua, el hombre alque había hundido en el agua. Unatorpeza, claro. Tenía que haber actuadocomo Eli le había dicho y haberloenterrado. Pero nada en ese hombrepodía llevarles tras la pista de Eli. Lasmarcas del mordisco en el cuello lesparecerían extrañas, pero querríanpensar que se había desangrado en elagua. Las ropas del hombre estaban…

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¡El jersey!El jersey de Eli que Håkan había

encontrado sobre el cuerpo del hombrecuando llegó para hacerse cargo de él.Debía habérselo llevado a casa, haberloquemado, cualquier otra cosa.

En vez de eso lo había metido en lamanga de la cazadora del hombre.

¿Cómo lo interpretarían? Un jerseyde niño manchado de sangre. ¿Cabía laposibilidad de que alguien hubiera vistoa Eli con ese jersey? ¿De que alguienpudiera reconocerlo? ¿Si lo mostrabanen el periódico, por ejemplo? Alguien aquien Eli hubiera encontrado antes,alguien que…

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Oskar. El chico del patio.El cuerpo de Håkan se revolvió

inquieto en la cama. La vigilante dejó ellibro, lo miró.

—Nada de tonterías ahora.Eli cruzó la calle Björnsonsgatan,

siguió por el patio entre los edificios denueve alturas, dos faros monolíticossobre los agazapados edificios de tresalturas que había alrededor. No habíanadie en el patio, pero salía luz de lasventanas de la sala de gimnasia; Elitrepó por la escalera de incendios ymiró hacia dentro.

Tableteaba la música que salía de un

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pequeño magnetófono. Y al ritmo de lamúsica un grupo de mujeres de medianaedad saltaba torpemente, dando vueltasde tal manera que el suelo de maderaretumbaba. Eli se acurrucó en lospeldaños metálicos de la escalera, pusola barbilla sobre las rodillascontemplando la escena.

Algunas mujeres tenían sobrepeso ysus abundantes pechos botaban bajo losjerséys como si fueran alegres pelotasde jugar a los bolos. Las mujeressaltaban y botaban, levantando tanto lasrodillas que la carne temblaba en lospantalones demasiado estrechos. Semovían en círculo, daban palmadas,

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volvían a saltar. Todo mientras lamúsica seguía machacando. Sangrecaliente y llena de oxígeno fluía a travésde sus músculos sedientos.

Pero eran demasiadas.Eli saltó de la escalera de incendios,

aterrizó suavemente sobre el suelohelado, siguió dando la vuelta alpolideportivo y se paró fuera deledificio de la piscina.

Las grandes ventanas de cristalesesmerilados reflejaban rectángulos deluz sobre la capa de nieve. En cadaventana grande había otra más pequeña,alargada, de cristal normal. Eli saltó yse colgó con las manos del borde del

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tejado, miró hacia dentro. Todo elrecinto estaba vacío. La superficie de lapiscina brillaba a la luz de los tubosfluorescentes. Había algunas pelotasflotando en el agua.

Bañarse. Chapotear. Jugar.Eli se balanceaba de un lado a otro,

como un péndulo oscuro. Mirando laspelotas, viéndolas volar lanzadas porlos aires, risas y gritos y el aguasalpicando. Soltó las manos del bordedel tejado, cayó y, conscientemente, sedejó aterrizar tan fuerte que se hizodaño; siguió por el patio de la escuela,se paró debajo de un árbol al lado delcamino. Oscuro. No había nadie. Miró

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hacia la copa del árbol, a lo largo de loscinco, seis metros de tronco liso. Sequitó los zapatos. Se imaginó otrasmanos, otros pies.

Ya apenas le dolía, sentía sólo comoun cosquilleo, una descarga eléctrica através de los dedos de las manos y delos pies cuando se afilaban, setransformaban. Le crujían los huesos delos dedos cuando se estiraban,atravesando la piel ablandada de laspuntas, transformándose en largas ycurvadas garras. Lo mismo sucedía conlos dedos de los pies.

Eli saltó un par de metros haciaarriba, hasta el tronco del árbol, clavó

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las garras y siguió trepando hasta unarama gruesa que colgaba sobre elcamino. Enroscó las garras de los piesalrededor de la rama y se quedó quieta,sentada.

Sintió la dentera en la raíz de losdientes cuando los imaginó afilados. Lascoronas se arquearon hacia fuera, unalima invisible los pulía, se volvieronpuntiagudos. Eli se mordió con cuidadoel labio inferior, una hilera de agujas enforma de media luna que a puntoestuvieron de pincharle la piel.

Sólo tenía que esperar.El reloj marcaba las diez y la

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temperatura dentro de la habitación seacercaba a lo insoportable. Habíancaído dos botellas de aguardiente, habíasacado otra y todos estuvieron deacuerdo en que Gösta se había portadode puta madre, que aquello no lo habríahecho porque sí.

Sólo Virginia había bebido conmoderación, ya que tenía que levantarsepara ir a trabajar al día siguiente.También parecía que era la única quenotaba el olor del cuarto. Al aire, que yaapestaba a pis de gato y a falta deventilación, se añadía ahora el humo deltabaco, los vahos del alcohol y el sudorde seis cuerpos.

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Lacke y Gösta estaban todavíasentados uno a cada lado de ella en elsofá, ya casi fuera de juego. Göstaacariciaba al gato que tenía en lasrodillas, un gato que bizqueaba, lo quehizo que Morgan rompiera a reírse acarcajadas con tal vehemencia que segolpeó la cabeza contra la mesa y tuvoque tomar un trago de alcohol puro paraacallar el dolor.

Lacke no habló mucho. No hacía másque estar sentado, mirando fijamente alfrente mientras los ojos se le ibancubriendo primero de vaho, luego deneblina, después de niebla espesa. Suslabios se movían de vez en cuando sin

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emitir ningún sonido, como siconversara con un fantasma.

Virginia se levantó y fue hasta laventana.

—¿Puedo abrir?Gösta negó con la cabeza.—Los gatos… pueden… saltar

fuera.—Yo estaré aquí para vigilarlos.Gösta seguía negando con la cabeza

por pura inercia y Virginia abrió laventana. ¡Aire! Tomó con avidez un parde bocanadas de aire no contaminado yse sintió mejor al instante. Lacke, que sehabía ido cayendo de lado en el sofácuando le faltó el apoyo de Virginia, se

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enderezó y dijo en voz alta:—¡Un amigo! ¡Un amigo… de

verdad!Murmullo aprobatorio en el cuarto.

Todos comprendieron que se refería aJocke. Larry, mirando fijamente el vasovacío que sujetaba en la mano, continuó:

—Tienes un amigo… que nunca tefalla. Y eso es lo que más vale. ¿Meestáis escuchando? ¡Lo que más! Y quesepáis que Jocke y yo éramos… eso.

Apretó el puño con fuerza agitándolodelante de la cara.

—Y eso no puede sustituirlo nada.¡Nada! Vosotros no estáis más que aquísusurrando que «qué tío más majo» y

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así, pero es que vosotros… vosotrosestáis vacíos. ¡Como cáscaras! Yo ya notengo a nadie ahora que Jocke… hamuerto. Nadie. Así que no me habléis depérdida, no me habléis de…

Virginia estaba al lado de la ventanaoyéndole. Se acercó a Lacke como pararecordarle su existencia. Se sentó encuclillas a sus pies, intentó atraer sumirada, dijo:

—Lacke…—¡No! ¡No vengáis ahora… «Lacke,

Lacke»… esto es así y se acabó! Pero túno lo entiendes. Tú eres… fría. Te vas ala ciudad y eliges algún camionero o loque sea, te lo traes a casa y le dejas que

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te joda cuando ya no aguantas más. Esoes lo que tú haces. La puta caravana decamioneros que te habrás tirado. Pero unamigo… un amigo…

Virginia se levantó con lágrimas enlos ojos, le dio una bofetada a Lacke yse fue del piso. Lacke se cayó en el sofágolpeándole el hombro a Gösta. Göstamurmuró:

—La ventana, la ventana… Morganla cerró, dijo:

—Vaya, Lacke. Bien hecho. Novolverás a verla más, seguro. Lacke selevantó, con las piernas que apenas losostenían avanzó hasta Morgan, queestaba de pie mirando por la ventana:

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—Joder, no quería decir…—No, no. Mejor se lo dices a ella.Morgan señaló hacia abajo, hacia la

calle, donde Virginia acababa de salirdel portal y se dirigía con paso rápido yla mirada gacha hacia abajo, hacia elparque. Lacke oyó lo que había dicho.Sus últimas palabras permanecían comoun eco dentro de su cabeza. ¿He dichoeso yo? Dio la vuelta y se apresuróhacia la puerta.

—Sólo tengo que…Morgan asintió.—No te entretengas. Salúdala de mi

parte.

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Lacke bajó corriendo las escalerastan rápido como sus piernas temblorosaspodían. Las escaleras moteadas erancomo una película ante sus ojos y labarandilla se deslizaba tan deprisa quele escocía la mano por el calor de larozadura. Tropezó en uno de losdescansillos, se cayó y se dio un buengolpe en el codo. El brazo se le calentóy se le quedó como paralizado. Selevantó y siguió dando traspiés escaleraabajo. Acudía en auxilio para salvar unavida: la suya.

Virginia pasó los edificios altos, ibaparque abajo, sin mirar atrás.

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Lloraba con hipo, casi corriendocomo para dejar atrás las lágrimas. Perola seguían, le arrasaban los ojos y caíancomo goterones por las mejillas. Lostacones se clavaban en la nieve, sonabancontra el pavimento de asfalto delcamino del parque. Llevaba los brazoscruzados, abrazándose.

No se veía a nadie, así que diorienda suelta al llanto mientras avanzabahacia casa, apretándose el estómago conlas manos; le dolía allí dentro como situviera un feto maligno.

Ábrete a una persona y te harádaño.

No le faltaban motivos para que sus

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relaciones fueran cortas. No se abría.De hacerlo, había muchas másposibilidades de que la dañaran. Debíaconsolarse. Se puede vivir con angustiamientras ésta tenga sólo que ver con unamisma, mientras no haya esperanza.

Sin embargo había confiado enLacke. En que algo podría crecer poco apoco. Y al final, un día… ¿Qué? Seaprovechaba de su comida y de su calor,pero en realidad no significaba nadapara él.

Caminó encogida a lo largo delcamino del parque, cobijando su pena.Iba con la espalda encorvada y era comosi tuviera allí un demonio que le fuera

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susurrando cosas terribles al oído.Nunca más. Nada.Justo cuando empezaba a imaginarse

qué aspecto tendría ese demonio, cayósobre ella.

Un peso grande se posó en suespalda y cayó de lado sin tiempo deponer las manos. Su mejilla chocócontra la nieve y las lágrimas seconvirtieron en hielo. El peso seguíaallí.

Por un momento creyó que se tratabarealmente del demonio de la pena quehabía tomado forma y caído sobre ella.Luego llegó el dolor del desgarro en elcuello cuando unos dientes afilados se le

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clavaban en la piel. Consiguió ponerseen pie de nuevo, dando vueltas,intentando quitarse de encima aquelloque tenía en la espalda.

Había algo que le mordía la nuca, elcuello, un chorro de sangre se escurríaentre sus pechos. Gritó como una loca eintentó quitarse aquel animal de laespalda a empujones, continuó gritandomientras volvió a caer en la nieve.

Hasta que algo duro le tapó la boca.Una mano.

En la mejilla, una garra que seclavaba más y más en la carne blanda…hasta llegar al hueso del pómulo.

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Los dientes dejaron de triturar y oyóun sonido como cuando se sorbe con unapaja lo último del vaso. Le cayó unlíquido en los ojos y no supo si eranlágrimas o sangre.

Cuando Lacke salió del edificio alto,Virginia no era más que una figuraoscura que se movía a lo lejos en elcamino del parque, en dirección a lacalle Arvid Mörnes. Le oprimía elpecho tras la carrera por las escaleras yel dolor del codo se extendía hasta elhombro. Pese a todo, iba corriendo.Corría cuanto podía. Se le empezó adespejar la cabeza con el aire fresco, y

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el miedo a perderla lo impulsaba.Al llegar al recodo donde el

«camino de Jocke», como él habíaempezado a llamarlo, se encontraba con«el camino de Virginia» se paró y logrótomar aire para llamarla. Ella iba por elcamino sólo a unos cincuenta metros deél, bajo los árboles.

Justo cuando iba a gritar vio cómodel árbol caía una sombra sobreVirginia, se posaba en ella y la hacíacaer al suelo. El grito se quedó ensilbido y echó a correr hacia allí. Queríagritar, pero no tenía aire suficiente comopara correr y gritar al tiempo.

Corrió.

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Delante de él Virginia se levantabacon un gran fardo en la espalda, girandocomo si tuviera una joroba enloquecida,y volvió a caer.

No tenía ningún plan, ninguna idea.Sólo ésta: llegar hasta Virginia yquitarle aquello de la espalda. Estabatendida en la nieve al lado del caminocon esa masa negra agitándose sobreella.

Llegó y empleó las fuerzas que lequedaban en dar una patadadirectamente al bulto negro. Su piechocó con algo duro y oyó un crujidocomo cuando el hielo se rompe. El bultonegro cayó de la espalda de Virginia,

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aterrizó a su lado.Virginia no se movía, había manchas

oscuras en la nieve. El bulto negro selevantó.

Un niño.Lacke se quedó mirando el más

dulce de los rostros infantilesenmarcado por una orla de cabellosnegros. Un par de ojos grandes, negros,se cruzaron con los de Lacke.

El niño se puso a cuatro patas comoun felino, dispuesto a atacar. Su cara setransformó cuando abrió los labios yLacke pudo ver la hilera de dientesafilados brillando en la oscuridad.

Hubo un par de respiraciones

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jadeantes. El niño seguía a cuatro patasy Lacke pudo observar entonces que suspies eran garras, nítidamente perfiladascontra la nieve.

Entonces una mueca de dolor cruzóla cara del pequeño, se puso de pie yechó a correr en dirección a la escuelacon pasos largos y rápidos. Unossegundos después se deslizó en lassombras y desapareció.

Lacke se quedó allí parpadeandopara evitar que el sudor le entrara en losojos. Luego se tiró al suelo al lado deVirginia. Vio la herida. Toda la parteposterior de la cabeza estaba rajada,hilillos negros que subían hasta la raíz

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del pelo y caían por la espalda. Se quitóla cazadora, se quitó el jersey quellevaba debajo, lo arrebujó como unapelota y lo apretó contra la herida.

—¡Virginia! ¡Virginia! Querida,amada…

Por fin pudo soltar aquellaspalabras.

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Sábado 7 de Noviembre

De viaje a casa de su padre. Cadarecodo del camino le resultabaconocido; había hecho aquel trayecto…¿cuántas veces? Solo, tal vez diez odoce, pero con su madre otras treinta,por lo menos. Sus padres se habíanseparado cuando tenía cuatro años, peroOskar y ella habían seguido yendo allílos fines de semana y durante lasvacaciones.

Los últimos tres años le habíandejado viajar solo en el autobús. Estavez su madre ni siquiera lo habíaacompañado hasta la Escuela Técnica

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Superior, desde donde salían losautobuses. Ya era un chico mayor, consu propia tarjeta prepago para el metroen la cartera.

En realidad tenía la cartera sólopara llevar la tarjeta, pero ahora,además, guardaba allí veinte coronaspara golosinas y cosas así, y las notas deEli.

Oskar se tocó la venda de la mano.No quería volver a verla. Era repulsiva.Lo que había ocurrido en el sótano habíasido como si… Ella mostrara suverdadero rostro.

… había algo en ella, algo que era…Lo Terrible. Todo aquello de lo que uno

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debe cuidarse. Grandes alturas, fuego,cristales en la hierba, serpientes. Todoaquello de lo que su madre se esforzabatanto en protegerlo.

Quizá fuera por eso por lo que nohabía querido que Eli y su madre seconocieran. Su madre se habría dadocuenta de inmediato, le habría prohibidoacercarse a ello. A Eli.

El autobús salió de la autopista,torció hacia abajo, hacia Spillersboda.Aquél era el único que iba haciaRådmanså, por eso tenía que ir dandorodeos para pasar por tantos puebloscomo fuera posible. El vehículoatravesó un paisaje montañoso con pilas

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de tablas amontonadas en el Aserraderode Spillersboda, hizo un giro brusco y apunto estuvo de deslizarse cuesta abajocontra el muelle.

No se había quedado a esperar a Eliel viernes por la tarde.

En lugar de eso, cogió su trineo y fuea deslizarse solo por la Cuesta delFantasma. Su madre se enfadó con élporque se había quedado en casa todo eldía, sin ir a la escuela, resfriado, peroOskar le dijo que ya se encontrabamejor.

Fue hacia el Parque Chino con eltrineo a la espalda. La Cuesta delFantasma empezaba cien metros más

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allá de la última farola del parque, cienmetros de oscuro bosque. La nievecrujía bajo sus pies. El absorbentesusurro del bosque, como un aliento. Laluz de la luna se filtraba hasta el suelo yentre los árboles parecía un entramadode sombras en el que hubiera figuras sinrostro esperando, moviéndose haciadelante y hacia atrás.

Alcanzó el punto donde el caminoempezaba a descender abruptamentehacia la Ensenada del Molino, se sentóen el trineo. La Casa del Fantasma erauna pared negra al lado de la cuesta, unaprohibición: No puedes estar aquícuando es de noche. Éste es nuestro

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sitio ahora. Si quieres jugar aquí,tienes que jugar con nosotros.

Al final de la cuesta brillabanalgunas luces del club náutico de laEnsenada de Kvarnviken. Oskar sedesplazó unos centímetros más haciadelante, el desnivel hizo el resto y eltrineo empezó a deslizarse. Agarraba elvolante con fuerza, quería cerrar losojos pero no se atrevía, porque entoncespodía salirse de la pista, caer por elabrupto precipicio contra la Casa delFantasma.

Corría cuesta abajo, un proyectil denervios y músculos tensos. Más y másrápido. De la Casa del Fantasma salían

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brazos deformados que, cubiertos denieve en polvo, le tiraban del gorro, lerozaban las mejillas.

Puede que no fuera más que unaráfaga de viento, pero en la parte bajade la cuesta se topó con una marañatransparente y viscosa que estabaatravesada y bien tensada en medio de lapista, como tratando de detenerlo. Peroiba demasiado rápido.

El trineo atravesó la maraña, que sequedó pegada a la cara y al cuerpo deOskar, luego dio de sí, se estiró hastaromperse y cruzó a través de ella.

En la ensenada de Kvarnvikenbrillaban las luces. Sentado en su trineo

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miraba el lugar donde el día antes por lamañana había derribado a Jonny. Sevolvió. La Casa del Fantasma era unafea gualdrapa de chapa.

Tirando del trineo subió de nuevo lacuesta. Se lanzó. Arriba de nuevo.Abajo. No podía dejarlo. Y siguiótirándose. Se estuvo deslizando hastaque su cara se convirtió en una máscarade hielo.

Luego se fue a casa.No había dormido más de cuatro o

cinco horas aquella noche, tenía miedode que llegara Eli por lo que se veríaobligado a decir, a hacer, si ella sepresentaba: rechazarla. Por eso se había

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quedado dormido en el autobús haciaNorrtälje y no se había despertado hastaque llegaron. En el autobús deRådmansö se mantuvo despierto,jugando al juego de recordar todo lo quepudiera a lo largo del recorrido.

Ahí delante tiene que aparecerenseguida una casa pintada deamarillo con un molino de viento en elcésped.

Una casa pintada de amarillo con unmolino de viento nevado pasó por laventana. Y así. En Spillersboda se subióuna chica al autobús. Oskar se agarró alasiento de delante. Se parecía un poco aEli, pero por supuesto no era ella. La

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chica se sentó un par de asientos delantede Oskar. Él se quedó mirándole lanuca.

¿Qué es lo que le pasa?Aquel pensamiento ya se le había

ocurrido a Oskar abajo, en el sótano,cuando estuvo recogiendo las botellas yse secó la sangre de la mano con untrozo de tela del cuarto de la basura, queEli era una vampira. Eso explicaba unmontón de cosas.

Que nunca saliera de día.Que pudiera ver en la oscuridad,

cosa que él sabía de sobra que podíahacer.

Además de un montón de cosas: la

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manera de hablar, el cubo, la agilidad,cosas que sin duda podían tener unaexplicación natural… pero es que,además, estaba la forma en que habíachupado su sangre del suelo, y lo querealmente le congelaba las entrañascuando pensaba en ello:

¿Puedo entrar? Dime que puedoentrar.

Que necesitara una invitación parapoder entrar en su habitación, en sucama. Y él la había invitado. Unavampira. Un ser que vivía de la sangrede los demás. Eli. No había ni una solapersona a quien pudiera contárselo.Nadie le creería. Y si alguien, pese a

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todo, le creyera, ¿qué pasaría?Oskar vio ante sí una multitud de

hombres que cruzaban el arco de entradaa Blackeberg, donde él y Eli se habíanabrazado, con estacas afiladas en lasmanos. Entonces sintió miedo por Eli,no quería volver a verla, pero aquellono quería que ocurriera.

Tres cuartos de hora después de quese subiera al autobús en Norrtälje llegóa Södersvik. Tiró de la cuerda y lacampanilla sonó delante, al lado delconductor. El autobús se paró justo antela tienda y Oskar tuvo que esperar a quebajara primero una señora mayor a laque conocía pero de la que ignoraba su

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nombre.Su padre estaba al pie de la

escalera, asintió con la cabeza y dijo:«Hum» a la señora mayor. Oskar bajódel autobús, se quedó un momentoparado delante de su padre. La últimasemana habían sucedido cosas que lehacían sentirse mayor. No adulto, perosí más mayor. Eso se le vino abajocuando estuvo ante su padre.

Su madre aseguraba que su padre erainfantil de una forma equivocada.Inmaduro, incapaz de asumirresponsabilidades. Bueno, ella decíatambién cosas buenas de él, peroaquello era un escollo constante. La

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inmadurez.Para Oskar, su padre allí,

extendiendo los brazos, era la imagendel adulto. Y Oskar cayó en esos brazos.

Su padre olía diferente a todas lasdemás personas de la ciudad. En suviejo chaleco Helly Hansen remendadocon cinta de velero había siempre lamisma mezcla de madera, pintura, metaly, sobre todo, aceite. Ésos eran susolores, pero Oskar no pensaba en ellode aquella manera. Era sencillamente«el olor de su padre». Le gustaba aquelolor y aspiró profundamente por la narizmientras hundía la cara en el pecho desu padre.

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—Sí, hola.—Hola, papá.—¿Ha ido bien el viaje?—No, hemos chocado con un alce.—¡Huy! No me digas.—Sólo es una broma.—Ya, ya. Bueno. Pero yo me

acuerdo de que una vez…Mientras iban hacia la tienda su

padre empezó a contar la historia decómo una vez atropelló a un alce con uncamión. Oskar, que ya había oído lahistoria antes, asentía de vez en cuandomirando a su alrededor.

La tienda de Södervik tenía elmismo aspecto sucio de siempre. Los

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rótulos y banderines que se habíanquedado allí a la espera del próximoverano hacían que todo el lugar seasemejara a un puesto de heladosdesmesurado. La gran carpa detrás de latienda, donde vendían herramientas parael jardín, muebles para exteriores ycosas por el estilo, tenía el accesocerrado con unas cuerdas porque ya noera temporada.

En verano, la población de Södervikse multiplicaba por cuatro. Toda la zonaalrededor de la ensenada de Norrtälje,la isla de Lågarö, era un hormiguero decasitas de verano y segundasresidencias, y aunque los buzones abajo,

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hacia la isla de Lågarö, colgaban enhileras dobles de treinta casilleros encada una, el cartero no tenía que ir casinunca allí en esta época del año. Nohabía nadie, no había correo.

Justo cuando llegaron hasta la moto,su padre terminó de contar la historiadel alce.

—… así que tuve que darle un golpecon una palanqueta que tenía para abrircajones y esas cosas. Justo entre losojos. Él se tambaleó así y… bueno. No,no fue tan agradable.

—No. Claro.Oskar se montó sobre el

portaequipajes delantero, puso las

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piernas debajo. Su padre rebuscó en elbolsillo del chaleco, sacó un gorro.

—Toma. Que se quedan un pocofrías las orejas.

—No, si tengo.Oskar sacó su propio gorro, se lo

puso. Su padre se volvió a guardar elotro en el bolsillo.

—¿Y tú? Que se quedan un pocofrías las orejas.

Su padre se rió.—No, yo estoy acostumbrado.Eso ya lo sabía Oskar. Sólo quería

chincharle un poco. No podía recordarhaber visto nunca a su padre con gorro.Si hacía frío de verdad y soplaba el

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viento podía ponerse una especie degorra de piel de oso con orejeras que élllamaba «la herencia», pero nada más.

Su padre pisó el pedal de la motopara ponerla en marcha y ésta sonócomo una motosierra. Dijo algo sobre«el punto muerto» y metió la primera. Lamoto pegó un tirón hacia delante que apunto estuvo de hacer que Oskar secayera hacia atrás y su padre gritó: «¡elembrague!», y se pusieron en marcha.

Segunda. Tercera. La moto fuecogiendo velocidad mientras cruzaban elpueblo. Oskar iba sentado como unsastre sobre el ruidoso portaequipajes.

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Se sentía como el rey de todos losreinos de la tierra y habría podidoseguir viajando eternamente.

Se lo había explicado un médico.Los gases que había aspirado le habíanquemado las cuerdas vocales y lo másprobable era que no pudiera volver ahablar normal. Una nueva operaciónpodría devolverle la capacidad deproducir sonidos vocálicos, pero comoincluso la lengua y los labios estabangravemente afectados, serían necesariasnuevas operaciones para restablecer laposibilidad de reproducir lasconsonantes.

Como viejo profesor de sueco,

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Håkan no podía dejar de maravillarsecon aquel pensamiento: producir la vozpor vía quirúrgica.

Sabía bastante de fonemas y de lasmínimas unidades del idioma, comunes amuchas culturas, pero nunca se habíaparado a pensar en las herramientaspropias de éste —paladar, labios,lengua, cuerdas vocales— de aquellamanera. Tallar el idioma con el bisturí apartir de una materia prima informe,como salían las esculturas de Rodin delmármol bruto.

Y, pese a todo, carecía totalmente desentido. No pensaba hablar. Además,sospechaba que el médico le había

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hablado de aquella manera por algunarazón especial. Él era lo que llaman unapersona propensa al suicidio, por lo queera importante inculcarle una especie deconcepción lineal del tiempo.Devolverle la idea de la vida como unproyecto, como un sueño de futurasconquistas.

Pero él no la compraba.Si Eli lo necesitaba, podía pensar en

vivir. Si no, no. Nada hacía pensar queEli lo necesitara.

Pero ¿cómo habría podido Eliponerse en contacto con él en este sitio?

Por las copas de los árboles fuera dela ventana suponía que se encontraba en

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los pisos de arriba.Además, bien vigilado. Aparte del

médico y las enfermeras había siempre,al menos, un policía cerca. Eli no podíallegar hasta él y él no podía llegar hastaEli. La idea de fugarse, de ponerse encontacto con Eli por última vez se lehabía pasado por la cabeza. Pero¿cómo?

La operación de garganta habíahecho que pudiera respirar de nuevo, yano necesitaba estar conectado a unrespirador. Sin embargo, la comida nola podía tomar por la vía normal(aquello también lo iban a arreglar,según le había asegurado el médico). El

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tubo del goteo se movía continuamentede acá para allá dentro de su campovisual. Si lo arrancaba, probablementeempezaría a pitar en algún sitio, yademás veía también sumamente mal.Escaparse rozaba lo impensable.

Una cirugía plástica había consistidoen trasplantarle un trozo de piel de supropia espalda al párpado, para quepudiera cerrar los ojos.

Los cerró.La puerta de su habitación se abrió.

Tocaba otra vez. Reconoció la voz. Elmismo hombre que las otras veces.

—Bueno, bueno —saludó el hombre—. Dicen que de todas formas no podrás

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hablar durante algún tiempo. Es unalástima. Pero el caso es que sigoempeñado en que, pese a todo, tú y yopodríamos comunicarnos si tú pusierasun poco de tu parte.

Håkan trató de recordar lo que decíaPlatón en La República acerca de losasesinos y de los violentos, cómo habíaque actuar con ellos.

—Bueno, ya puedes también cerrarlos ojos. Eso está bien. ¿Oye? ¿Y siempiezo a ser algo más concreto?Porque me pega a mí que tú a lo mejorcrees que no vamos a poderidentificarte. Pero lo vamos a hacer.Tenías un reloj de pulsera del que

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seguramente te acordarás. Por suerte setrataba de un reloj viejo con lasiniciales del fabricante, el número deserie y todo. Daremos con él en un parde días, de una u otra forma. Una semanaquizá. Y hay más cosas.

»Te encontraremos, eso tenlo porseguro.

»Así que… Max. No sé por qué tequiero llamar Max. Es sóloprovisionalmente. ¿Max? ¿Querríasayudarnos un poco? Si no, tendremosque hacerte una fotografía y quizápublicarla en los periódicos y… bueno,ya sabes. Será más lioso. Cuánto mássencillo si tú hablases… o algo…

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conmigo ahora.»Tenías un papel con el código de

Morse en el bolsillo. ¿Sabes el alfabetoMorse? Porque en ese caso podemoscomunicarnos dando golpecitos.

Håkan abrió el ojo, miró endirección a las dos manchas oscurasdentro del óvalo blanco y borroso queera la cara del hombre. Éste decidióobviamente interpretarlo como unainvitación y siguió:

—Luego está ese hombre del agua.Está claro que no fuiste tú el que lomató, ¿verdad? Los patólogos dicen quelas marcas de las mordedurasprobablemente hayan sido hechas por un

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niño. Y ya hemos recibido una denuncia,algo en lo que lamentablemente nopuedo entrar en detalles, pero… perocreo que estás protegiendo a alguien.¿Es así? Levanta la mano si es así.

Håkan cerró el ojo. El policía lanzóun suspiro.

—De acuerdo. Entonces dejaremosque la investigación siga su curso, pues.¿No quieres decirme algo antes de queme vaya?

El policía estaba a punto delevantarse cuando Håkan alzó una mano.El policía se volvió a sentar. Håkanlevantó la mano más alto. Y le dijoadiós con ella.

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Adiós.

Al policía se le escapó un bufido, seincorporó y se fue.

Las heridas de Virginia no habíansido graves. El viernes por la tarde pudoabandonar el hospital con catorce puntosy un apósito grande en el cuello y otroalgo más pequeño en la mejilla. Rechazóel ofrecimiento de Lacke para quedarsecon ella, para vivir en su casa hasta quese pusiera mejor.

Virginia se acostó el viernes por lanoche convencida de que se levantaríapara ir a trabajar el sábado por lamañana. Su economía no le permitía

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quedarse en casa.Pero no le resultó fácil conciliar el

sueño. El recuerdo del ataque no dejabade darle vueltas en la cabeza, no podíarelajarse. Le parecía ver saliendo de lassombras del techo del dormitorio bultosnegros que se abalanzaban sobre ella,allí tendida en la cama y con los ojosbien abiertos. Le picaba la herida delcuello bajo el enorme apósito. Hacia lasdos de la madrugada le entró hambre,fue a la cocina y abrió el frigorífico.

Sentía el estómago totalmente vacío,pero al mirar la comida que había noencontró nada que le apeteciera. Sinembargo, por pura inercia sacó pan,

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mantequilla, queso y leche, lo puso todosobre la mesa de la cocina.

Se preparó un bocadillo de queso yse llenó un vaso de leche. Luego sesentó a la mesa y se quedó mirando ellíquido blanco del vaso, la rebanada depan marrón con la capa amarilla dequeso encima. Parecía asqueroso. Noquería comer aquello. Tiró el bocadilloa la basura, la leche al fregadero. En elfrigorífico había una botella de vinoblanco que estaba a medias. Se sirvió unvaso, se lo llevó a los labios. Cuandosintió el olor del vino se le quitaron lasganas.

Sintiéndose derrotada se puso un

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vaso de agua del grifo. Al acercárselo ala boca, vaciló. ¿El agua sin embargosiempre se podía…? Sí. Agua podíabeber. Aunque sabía a… moho. Como sitodo lo que había de bueno en el agua lohubieran quitado y hubieran dejado sólolos sedimentos del fondo.

Se acostó de nuevo, estuvo acostadadando vueltas unas horas más; al final,se quedó dormida.

Cuando se despertó, el relojmarcaba las diez y media. Se tiró de lacama, se puso la ropa en la penumbradel dormitorio. Dios mío. Tenía quehaber estado en la tienda a las ocho.

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¿Por qué no la habían llamado?Espera. La había despertado el

sonido del teléfono. Había estadosonando en su último sueño antes de quese despertara, después había dejado desonar. Si no la hubieran llamado estaríaaún durmiendo. Se abrochó la blusa yfue hasta la ventana, levantó la persiana.

La luz le llegó como una bofetada enla cara. Retrocedió, alejándose de laventana y soltando la cuerda de lapersiana. Se sentó en la cama. Unosrayos de luz se colaban con un ruidoáspero y caían atravesados sobre su piedesnudo.

Mil alfileres.

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Como si le estuvieran tirando de lapiel en dos direcciones distintas almismo tiempo, un dolor que se extendíasobre la piel expuesta.

¿Qué me pasa?Retiró el pie, se puso los calcetines.

Puso el pie en la luz de nuevo. Mejor.Sólo cien alfileres. Se levantó para ir altrabajo, se sentó otra vez. Una especiede… choque.

La impresión al levantar la persianahabía sido terrible. Como si la luz fuerauna materia pesada que arrojada contrasu cuerpo la sacara de sí misma. Lo peoreran los ojos. Dos dedos forzudos quese apretaran contra ellos y amenazaran

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con sacarlos de sus órbitas. Aún leescocían.

Se frotó los ojos con las manos,buscó sus gafas de sol en el armario delcuarto de baño y se las puso.

Estaba hambrienta, pero bastaba conque pensara en el frigorífico, en elcontenido de la despensa, para que lasganas de desayunar desaparecieran.Además no tenía tiempo. Ya iba casi contres horas de retraso.

Salió, cerró la puerta y bajó lasescaleras lo más rápido que pudo. Elcuerpo estaba débil. Puede que fuera unerror ir al trabajo, después de todo.Bueno. La tienda sólo estaría abierta

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cuatro horas más, y era entonces cuandoempezaban a llegar los clientes delsábado.

Ocupada en esas cuestiones no se lopensó dos veces antes de abrir la puertadel portal.

Ahí estaba otra vez la luz.Le hacía daño en los ojos a pesar de

las gafas de sol, como si le echaran aguahirviendo en la cara y en las manos.Lanzó un grito. Metió las manos en lasmangas del abrigo, agachó la cabeza ycorrió hacia la tienda.

Una vez dentro, se aplacaronrápidamente el escozor y el dolor. Lamayoría de las ventanas de la tienda

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estaban cubiertas de anuncios y papelcelofán para que la luz del sol noestropeara los alimentos. Algo de dañosí que le hacía de todos modos, pero esopodía ser porque por las ventanas sefiltraba algo de claridad, por lasrendijas entre los anuncios. Se quitó lasgafas de sol y se dirigió a la oficina.

Lennart, el encargado de la tienda ysu jefe, estaba rellenando algunosimpresos, pero alzó la vista cuando ellaentró. Virginia se había esperado algúntipo de reprimenda, pero él sólo le dijo:

—Hola, ¿qué tal estás?—Bueno… bien.—¿No deberías estar en casa

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descansando un poco?—Sí, pero pensé que…—No tenías por qué haberlo hecho.

Lotten se encargará hoy de la caja. Te hellamado antes, pero como nocontestabas, pues…

—¿Entonces no hay nada que hacer?—Habla con Berit en la charcutería.

Oye, Virginia…—¿Sí?—Sí, qué mala suerte todo eso que

pasó. No sé qué puedo decir, pero… losiento. Y entiendo que necesitestomártelo con tranquilidad un tiempo.

Virginia no entendía nada. Lennartno era de los que se apiadaban de las

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enfermedades ni de los problemas de losdemás. Y presentarle de aquella maneras u personal condolencia era algototalmente nuevo. Probablemente seríaporque ella tenía un aspecto ciertamentelamentable con la mejilla hinchada y losesparadrapos.

Virginia le contestó:—Gracias. Ya veré lo que hago —y

se fue a la charcutería.Pasó por las cajas para saludar a

Lotte. Había cinco personas esperandopara pasar por la caja de su compañeray Virginia pensó que debería abrir otra,a pesar de todo. La cuestión sin embargoera si Lennart quería que ella estuviera

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en la caja con el aspecto que tenía.Cuando se acercó a la luz de la

ventana no cubierta que había detrás delas cajas volvió a ocurrir lo mismo. Lacara se le ponía tirante, los ojos ledolían. No era tan malo como la luzdirecta del sol fuera, en la calle, pero síbastante molesto. No podría estar allísentada.

Lotte la vio y la saludó entre dosclientes.

—Hola, lo he leído… ¿Qué talestás?

Virginia alzó la mano, moviéndolade un lado a otro: así, así. ¿Leído?

Agarró los periódicos Svenska

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Dagbladet y Dagens Nyheter, se losllevo a la charcutería y echó una ojeadarápida a las portadas. Allí no poníanada. Habría sido demasiado.

La charcutería estaba al fondo de latienda, al lado de los lácteos,estratégicamente colocados para que unotuviera que recorrer toda la tienda hastallegar a ellos. Virginia se paró al ladode las estanterías repletas de conservas.Le temblaba de hambre todo el cuerpo.Miró detenidamente los botes.

Tomate triturado, champiñones,mejillones, atún, raviolis, salchichas,sopa de guisantes… nada. Sólo le dabaasco.

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Berit alcanzó a verla desde lacharcutería, la saludó con la mano. Tanpronto como Virginia llegó detrás delmostrador Berit la abrazó, tocó concuidado la tirita que llevaba en lamejilla.

—¡Uf! Qué pobre.—No, pero está…¿Bien?Se retiró hasta el pequeño almacén

detrás de la charcutería. Si dejaba queBerit se arrancara acabaría con unabuena perorata acerca del sufrimiento engeneral y de la maldad en la sociedadactual en particular.

Virginia se sentó en una silla entre la

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báscula y la puerta del congelador.Aquel espacio no tenía más que unosmetros cuadrados, pero era el lugar másagradable de toda la tienda. Hasta allíno llegaba la luz de la calle. Hojeó losperiódicos y en una noticia marginal enla sección nacional de Dagens Nyheterpudo leer:

Mujer atacada en BlackebergUna mujer de cincuenta años

fue atacada y herida en la nochedel viernes en Blackeberg, en lasafueras de Estocolmo. Untranseúnte que pasaba por eselugar intervino y el delincuente,

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una mujer joven, huyóinmediatamente del lugar. Sedesconoce el motivo de laagresión. La policía investigaahora la posible relación de estesuceso con otros hechosviolentos ocurridos en la ZonaOeste en las últimas semanas.Las heridas de la mujer decincuenta años, según hemospodido saber, no revistengravedad.

Virginia dejó el periódico. Quéextraño leer acerca de sí misma de estamanera. «Una mujer de cincuenta años»,

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«transeúnte», «no revisten gravedad».Todo lo que se ocultaba detrás deaquellas palabras.

«La posible relación». Sí, Lackeestaba totalmente convencido de queella había sido atacada por el mismoniño que mató a Jocke. Aunque se habíavisto obligado a morderse la lengua parano contarlo en el hospital cuando unamujer policía y un médico le hicieron aVirginia una nueva revisión de lasheridas el viernes por la mañana.

Pensaba contarlo, pero queríainformar antes a Gösta, creía que Göstacambiaría de opinión ahora que inclusoVirginia se había visto expuesta.

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Virginia oyó unos crujidos y miró asu alrededor. Le llevó unos segundoscomprender que era ella misma la quetemblaba de tal manera que el periódicoque tenía en las manos producíaaquellos sonidos. Dejó el diario en larepisa que había encima de las batas dela charcutería, salió hasta donde estabaBerit.

—¿Algo que pueda hacer?—Pero mi niña, ¿de verdad vas a

trabajar?—Sí, es mejor si hago algo.—Lo entiendo. Pues entonces puedes

ir pesando las gambas. En bolsas demedio kilo. Pero ¿no deberías…?

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Virginia negó con la cabeza y volvióal almacén. Se puso una bata blanca y ungorro, sacó una caja de gambas delcongelador, se envolvió la mano en unplástico y empezó a pesar. Removía enla caja de cartón con la mano enfundada,ponía las gambas en bolsas de plástico,las pesaba en la báscula. Un trabajoaburrido, mecánico; la mano derecha sele quedó congelada con la cuarta bolsa.Pero estaba haciendo algo, y esomantenía su mente ocupada por un rato.

Por la noche, en el hospital, Lackehabía dicho una cosa realmente extraña:que el niño que la había atacado no erauna persona. Que tenía los dientes

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afilados y garras.Virginia había desechado aquello

como algo propio de la borrachera o deuna alucinación.

No recordaba gran cosa del ataque,pero podía estar de acuerdo en una cosa:lo que había saltado sobre ella erademasiado ligero para que fuera unadulto, casi demasiado ligero para quefuera siquiera un niño. Un niño muypequeño, en todo caso. Cinco, seis años.Recordaba que se había levantado conaquel peso en la espalda. Después todose volvió negro hasta que se despertó ensu piso con todos los colegas, menosGösta, alrededor de ella.

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Puso una pinza en la bolsa que teníapesada, cogió otra, echó un par depuñados. Cuatrocientos treinta gramos.Siete gambas más. Quinientos diez.

Se lo regalamos.Se miró las manos, que trabajaban

con independencia de su cerebro. Lasmanos. Con uñas largas. Dientesafilados. ¿Qué había sido aquello?Lacke lo había dicho claramente: unvampiro. Virginia se había echado areír, con cuidado para que no se lequitaran los puntos de la mejilla. Lackeni siquiera había sonreído.

—Tú no lo viste.—Pero Lacke… no existen.

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—No. Pero ¿qué era entonces?—Un niño. Con alguna fantasía

extraña.—¿Se había dejado crecer las uñas

entonces? ¿Se había afilado los dientes?Me gustaría conocer al dentista que…

—Lacke, estaba oscuro. Tú estabasborracho, sería…

—Sí, lo estaba. Yo estaba borracho.Pero vi lo que vi.

Sentía calor y tirantez bajo elapósito del cuello. Se quitó la bolsa dela mano derecha, se puso la mano sobreel vendaje. La mano estaba helada y sesintió aliviada. Pero se sentía cansada,como si las piernas no pudieran

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sostenerla más.Terminaría de pesar aquella caja y

luego se iría a casa. Aquello no podíaser. Si descansaba durante el fin desemana seguro que se sentiría mejor ellunes. Se puso la bolsa de plástico yacometió el trabajo con cierto enfado.Odiaba estar enferma.

Un dolor agudo en el dedo meñique.Mierda. Eso es lo que pasa cuando unono está pensando en lo que hace. Lasgambas, puntiagudas por la congelación,habían hecho que se pinchara. Se quitóla bolsa de plástico y se miró el dedomeñique. Un pequeño corte del queempezaba a salir sangre.

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Se llevó inmediatamente el dedo a laboca para chuparse la sangre.

Una mancha cálida, saludable ysabrosa se extendió desde el punto enque la yema de su dedo entró en contactocon la lengua, propagándose. Chupó conmás fuerza. Su boca se llenó de unaconcentración de todos los saboresbuenos. Un estremecimiento de placer lerecorrió el cuerpo. Siguió chupándose eldedo, entregada al disfrute, hasta que sedio cuenta de lo que estaba haciendo.

Se sacó el dedo de la boca, lo miró.Estaba mojado de saliva y la pequeñacantidad de sangre que salía se diluíaenseguida con aquélla como si fuera una

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pintura al agua demasiado clara. Mirólas gambas que quedaban en la caja.Cientos de pequeños cuerpos de colorrosa claro, cubiertos de escarcha. Y losojos. Cabezas negras de alfilerpinchadas en lo rosa, un cielo estrelladodel revés. Dibujos y constelacionescomenzaron a girar ante ella.

El mundo rotaba alrededor de su ejey algo le golpeó en la parte posterior dela cabeza. Delante de sus ojos aparecióuna superficie blanca con telarañas enlos bordes. Se dio cuenta de que estabatendida en el suelo, pero no tenía fuerzaspara levantarse.

A lo lejos oyó la voz de Berit:

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—Dios mío… Virginia…A Jonny le gustaba estar con su

hermano mayor, siempre y cuando noestuvieran sus odiosos colegas con él.Jimmy conocía a algunos tipos deRåcksta a los que Jonny tenía bastantemiedo. Una tarde, hacía ya un año, sehabían presentado en el patio parahablar con Jimmy, pero no quisieronsubir a llamar. Cuando Jonny les dijoque Jimmy no estaba en casa le habíanpedido que le hiciera llegar un mensaje:

—Dile a tu hermano que si noaparece el lunes con la pasta, alguien seencargará de ponerle la cabeza en untorno… ¿Sabes lo que es?… vale… y de

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darle vueltas hasta que la pasta le salgapor las orejas. ¿Se lo dirás? Bien, vale.Te llamas Jonny, ¿no? Adiós, Jonny.

Jonny le había dado el recado a suhermano y Jimmy no había hecho másque asentir, diciendo que ya lo sabía.Luego había desaparecido dinero de lacartera de su madre y se lio una buena.

Jimmy no pasaba ahora muchotiempo en casa. Era como si no hubierasitio para él desde la llegada de suhermana pequeña. Jonny tenía ya doshermanos menores y no contaban conmás. Pero luego su madre había tenidoun ligue y… bueno… lo que pasa.

Jimmy y Jonny, en cualquier caso,

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eran hijos del mismo padre. Éstetrabajaba ahora en una plataformapetrolífera en Noruega y habíaempezado a mandar dinero suficiente nosólo para su mantenimiento, sino que aveces incluso les había hecho envíosextra para compensar. Su madre le habíabendecido, sí, y estando borracha habíallorado un par de veces pensando en él,diciendo que no volvería a encontrar aun hombre así. Era la primera vez, queJonny pudiera recordar, que la falta dedinero no era el tema constante deconversación en casa.

Ahora se encontraban en unapizzería de la plaza de Blackeberg.

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Jimmy había ido a dar una vuelta a casapor la mañana, había discutido un pococon su madre y luego él y Jonny sehabían marchado. Jimmy esparció laensalada sobre su pizza, la enrolló,cogió el rollo y empezó a masticar.Jonny comió su pizza correctamente,pensando que la próxima vez que suhermano no estuviera presente lacomería de aquella manera.

Jimmy masticaba, señalando con lacabeza el vendaje que Jonny llevaba enla oreja.

—Tiene una pinta de la leche.—Sí.—¿Te duele?

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—No, está bien.—La vieja dice que está totalmente

destrozado. Que no podrás oír nada.—Bueno. No sabían. A lo mejor se

pone bien.—Mmm. Vamos a ver si lo he

entendido: ¿el chaval sólo cogió unarama de la hostia y te golpeó con ella enla cabeza?

—Mmm.—Es una putada. ¿Qué? ¿Vas a hacer

algo?—No sé.—¿Necesitas ayuda?—… no.—¿Qué pasa? Puedo decírselo a mis

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colegas y nos encargamos de él.Jonny cortó con los dedos un trozo

grande de pizza con gambas, su trozofavorito, se lo metió en la boca y lomasticó. No. Nada de mezclar a loscolegas de Jimmy en esto, entonces seríamucho peor. Sin embargo Jonny sonriósólo de pensar en lo nervioso que sepondría Oskar si apareciera en su patiocon los amigos de Jimmy, imagínate sieran los de Råcksta. Meneó la cabeza.

Jimmy dejó su rollo de pizza en elplato, mirando gravemente a Jonny a losojos.

—Vale, sólo te digo una cosa. Unacosa más y…

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Apretó con fuerza los dedos, cerróel puño.

—Eres mi hermano, y no va a venirningún cabrón y… una cosa más, luegopodrás decir lo que quieras. Peroentonces voy a ir a por él. ¿Entendido?

Jimmy puso el puño cerrado sobre lamesa. Jonny cerró el suyo y empezó aboxear con el de Jimmy. Se sentía bien.Había alguien que se preocupaba por él.Jimmy asintió.

—Bien. Tengo una cosa para ti.Se inclinó debajo de la mesa y sacó

una bolsa de plástico que había llevadotoda la mañana. De la bolsa de plásticoextrajo un álbum de fotos no muy grueso.

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—El viejo pasó por aquí la semanapasada. Se había dejado barba, casi nole conocía. Me trajo esto.

Jimmy le pasó a Jonny el álbum defotos por encima de la mesa. Jonny selimpió los dedos con una servilleta y loabrió.

Fotos de niños. De su madre. Talvez diez años más joven que ahora. Y unhombre al que reconocía como su padre.El hombre empujaba a los niños en loscolumpios. En una de las fotos llevabapuesto un sombrero de vaquerodemasiado pequeño. Jimmy, con unosnueve años, estaba a su lado con un riflede plástico en las manos y el gesto