Dejame entrar john ajvide lindqvist

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Oskar es uno niño que no tieneamigos y sus compañeros de clasese mofan de él y le maltratan. Unanoche conoce a Eli, su nuevavecina, una misteriosa niña quenunca tiene frío, despide un olorextraño y suele ir acompañada deun hombre de aspecto siniestro.Oskar se siente fascinado por Eli yse hacen inseparables. Al mismotiempo, una serie de crímenes ysucesos extraños hace sospechar ala policía local de la presencia de unasesino en serie. Nada más lejos dela realidad.

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John Ajvide Lindqvist

Déjame entrar

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Título original: Lat den rätte komma in©John Ajvide Lindqvist, 2008.Traducción: Gemma Pecharromán Miguel

Editor original: AlexAinhoa (v1.0)ePub base v2.1

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El lugar

Blackeberg.

Puede que pienses en trufas de coco, talvez en drogas. «Una vida ordenada». Teimaginas una estación de metro,extrarradio. Después no hay mucho másque pensar. Sin duda vive gente allí,como en otros sitios. Para eso seconstruyó, para que la gente tuvieraalgún sitio donde vivir.

No se trata de un espacio que sehaya desarrollado de forma natural, no.Aquí estuvo todo desde el principioplanificado al milímetro. La gente tuvo

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que instalarse en lo que había. Edificiosde hormigón en colores ocresesparcidos por el verde.

Cuando esta historia tiene lugar,Blackeberg lleva treinta años existiendocomo población. Podría uno imaginarseun cierto espíritu pionero al estilo delMayflower; un territorio desconocido.Sí. Imaginarse las casas deshabitadasesperando a sus inquilinos.

¡Y ahí vienen ellos!Cruzando el puente de Traneberg

con el sol en los ojos y sueños en lamirada. Corre el año 1952. Las madresllevan a sus hijos en brazos, encochecitos de bebé o de la mano. Los

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padres no llevan consigo azadas nipalas, sino electrodomésticos y mueblesfuncionales. Puede que vayan cantandoa l go . La Internacional tal vez. OVayamos a Jerusalén, según la forma deser de cada uno.

Esto es grande. Es nuevo. Esmoderno.

Pero no sucedió realmente así.Llegaron en el metro. O en coches,

camiones de mudanzas. Uno a uno.Entraron en los pisos recién construidosllevando consigo sus enseres.Organizaron sus cosas en cajones yrepisas de medidas estandarizadas,colocaron sus muebles en fila sobre los

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suelos de linóleo y compraron otrosnuevos para rellenar los huecos.

Cuando terminaron, alzaron la vistay vieron la tierra que les había sidodada. Salieron de sus portales y seencontraron con que todo el terrenoestaba ya repartido. No podían hacermás que adaptarse a lo que había.

Había un centro. Había ampliosparques para los niños. Había extensaszonas verdes alrededor de las casas.Había zonas peatonales.

—Es un buen lugar —se decían entreellos alrededor de la mesa de la cocinaunos meses después de la mudanza.

—Hemos llegado a un buen sitio.

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Sólo faltaba una cosa. Una historia.En la escuela, los niños no podían hacerun trabajo especial sobre la historia deBlackeberg, porque no la tenía. Bueno,algo había acerca de un molino. Un reyde la pasta de tabaco. Algunos curiososedificios antiguos a orillas del lago.Pero de todo aquello hacía muchotiempo y no guardaba relación algunacon el presente.

Donde ahora se alzaban edificios detres alturas, antes no había más quebosque.

Los misterios del pasado no estabana su alcance; no tenían ni siquiera unaiglesia. Una población de diez mil

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habitantes, sin iglesia.Eso ya dice bastante de la

modernidad y racionalidad del lugar.Bastante de lo ajenos que eran a lascalamidades y al terror de la historia.

Lo cual explica en parte lodesprevenidos que estaban.

Nadie vio cómo se mudaron.Cuando en diciembre la policía por

fin localizó al transportista que habíahecho la mudanza, éste no tenía muchoque contar. En su diario de 1981 sólodecía:

18 de octubre: Norrköping-Blackeberg (Estocolmo).

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Recordaba que se trataba de unhombre y su hija, una chica guapa.

—Sí, por cierto. No traían casi nada.Un sofá, una butaca, alguna cama. Unamudanza fácil, visto así, y que… sí,querían que se hiciera por la noche. Lesdije que sería más caro con la tarifanocturna y demás. No hubo objeciones.Sólo que condujéramos de noche. Esoera lo importante. ¿Es que ha pasadoalgo?

El camionero supo lo que habíaocurrido, quiénes eran los que habíanviajado en su camión. Con los ojos muyabiertos, miró lo que había escrito en sudiario:

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—No me jodas…Hizo un gesto con la boca como si

sintiera asco al mirar sus propias letras:

18 de octubre: Norrköping-Blackeberg (Estocolmo).

Era él quien los había llevado allí.Al hombre y a la chica. No pensabacontárselo a nadie. Nunca.

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Primera Parte

Dichoso aquel que tiene unamigo así

Los líos del amoros dan preocupación,¡chicos!

Siw Malmkvist, Los líos del amor

I never wanted tokill.

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I am not naturallyevil.

Such things I doJust to make myself

More attractive toyou. Have I failed?

Siw Malmkvist, Los líos del amor

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Miércoles 21 de Octubre de1981

Gunnar Holmberg, comisario de policíade Vällingby, mostró una pequeña bolsade plástico que contenía polvos blancos.

Tal vez heroína, pero nadie seatrevió a decir nada. No querían quesospechara que sabían de esas cosas,menos aún si tenían un hermano o algúncolega del hermano metidos en ello.Chutándose caballo. Hasta las chicas sequedaron en silencio mientras el policíamovía la bolsa.

—¿Creéis que es levadura?,

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¿harina?Un murmullo reprobador. No fuera a

pensar el policía que los de 6ºB eranidiotas. Evidentemente era imposibledeterminar qué había en la bolsa, peropuesto que la clase trataba de lasdrogas, uno podía sacar sus propiasconclusiones. El policía se volvió haciala maestra:

—¿Qué les enseñáis en la clase detareas del hogar?

La maestra sonrió encogiéndose dehombros. Todos se echaron a reír; elpoli parecía majo. Algunos chicoshabían podido hasta coger su pistolaantes de que empezara la clase. Sin

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cargar, claro, pero de todas formas.A Oskar le brincaba el corazón en el

pecho. Sabía la respuesta a esa pregunta.Sufría por no poder decir lo que sabía.Quería que el policía lo mirara. Que lomirara y que le dijera algo después deque él hubiera dado la respuestacorrecta. Era una tontería lo que iba ahacer, lo sabía, y, sin embargo, levantóla mano.

—¿Sí?—Es heroína, ¿no?—Lo es —contestó el policía

mirando con amabilidad—. ¿Cómo lohas adivinado?

Todas las cabezas se volvieron

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hacia él, expectantes ante lo que iba adecir.

—Bueno, es que… leo mucho y eso.El policía asintió con la cabeza.

—Eso está bien. Leer —dijomoviendo la bolsita—. Así no quedatanto tiempo para otras cosas. ¿Cuántocreéis vosotros que puede valer esto?

Oskar no tenía ya nada que añadir.Había pasado su minuto de gloria.Incluso le pudo decir al policía que leíamucho. Era más de lo que habíaesperado.

Luego se perdió en ensoñaciones.Imaginaba cómo el policía, al terminarla clase, se acercaba a él, se sentaba a

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su lado y le preguntaba cosas. Entoncesle iba a contar todo. Y el policía le iba aentender. Le acariciaría el pelo y diríaque era un buen chico; le levantaría y,estrechándolo entre sus brazos, diría:

—Jodido chivato.Jonny Forsberg le clavó el dedo en

el costado. El hermano de Jonny iba condrogatas y Jonny sabía un montón depalabras que el resto de los chicos de laclase aprendían rápidamente. Casiseguro que Jonny sabía con exactitudcuánto valía aquella bolsa, pero no eraun chivato. No hablaba con la pasma.

Tenían recreo y Oskar se quedó allado de los percheros, indeciso. Jonny

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quería meterse con él. ¿Cuál sería lamejor manera de evitarlo? ¿Quedándoseen el pasillo o saliendo fuera? Jonny y elresto de los chicos de la clase selanzaron en tromba al patio.

Claro; el policía iba a permanecercon su coche en el patio de la escuelapara que quienes estuvieran interesadosse acercaran a mirar. Jonny no seatrevería a meterse con él mientras elpolicía se quedara allí.

Oskar bajó hasta las puertas delpatio y miró a través de los cristales.Justamente, todos los de la clase searremolinaban alrededor del coche de lapolicía. A Oskar le habría gustado estar

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allí también, pero desechó la idea.Alguien intentaría darle un rodillazo;otro, bajarle los calzoncillos hasta laraja del culo, con policía o sin ella.

Pero al menos tendría un respirodurante este recreo. Salió al patio y seescabulló hasta la parte de atrás, hastalos lavabos.

Una vez dentro aguzó el oído,carraspeó un poco. El sonido resonóentre las cabinas. Rápidamente se sacóde los calzoncillos su bola del pis, untrozo de esponja del tamaño de unamandarina que él mismo había cortadode un viejo colchón, con un agujero en elque metía el pito. Lo olió.

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Pues sí, mierda, claro que se habíaorinado un poco. Enjuagó la bola bajo elgrifo y la escurrió lo mejor que pudo.

Incontinencia. Se llamaba así. Lohabía leído en un folleto que habíacogido a hurtadillas en la farmacia. Algoque padecían sobre todo las viejas.

Y yo.Se podían comprar productos que

iban bien para eso, según decía elfolleto, pero él no pensaba gastar supropina yendo a la farmacia a pasarvergüenza. Y de ninguna manerapensaba decírselo a mamá; sucompasión le ponía enfermo.

Él tenía su bola del pis y funcionaba;

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siempre y cuando la cosa no fuera apeor.

Pasos fuera, voces. Con la bolaapretada en la mano se metió en una delas cabinas y cerró la puerta al tiempoque se abría la de fuera. Se subió sinhacer ruido a la tapa del retreteacurrucándose de manera que no se levieran los pies si alguien miraba pordebajo. Intentó contener la respiración.

—¿Ceeeerdo?Jonny, claro.—Cerdo, ¿estás aquí?Y Micke. Los dos peores. No,

Tomas era más cabrón, pero no solíaacompañarles cuando la cosa iba de dar

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golpes y arañazos. Demasiado listo paraeso. Ahora le estaría haciendo la pelotaal policía. Pero si descubrieran su boladel pis sería Tomas el que de verdadutilizaría eso para herirlo y humillarledurante mucho tiempo. Jonny y Micke leatizarían algún golpe y tan contentos.Así que de alguna manera había tenidosuerte…

—¿Cerdo? Sabemos que estás aquí.Tocaron su puerta, llamaron y

golpearon. Oskar juntó los brazosalrededor de las rodillas y apretó losdientes para no gritar.

—¡Iros de aquí! ¡Dejadme en paz!¡¿Es que no podéis dejarme en paz?!

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Entonces, Jonny dijo con vozmelosa:

—Cerdito, si no sales ahoratendremos que esperarte después de laescuela. ¿Es eso lo que quieres?

Permanecieron un momento ensilencio. Oskar contuvo la respiración.

Se liaron a patadas y golpes con lapuerta. Atronaba en la cabina y elcerrojo se doblaba hacia dentro.Debería abrir, salir antes de que seenfadaran más, pero no podía.

—¿Ceeerdo?Había levantado la mano,

demostrado que era alguien, que sabíaalgo. Aquello estaba prohibido. Para él.

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Se inventaban un montón de razonespara humillarle: que estaba demasiadogordo, que era demasiado feo,demasiado asqueroso. Pero el verdaderoproblema era que él no existía paranada, y todo lo que les recordara suexistencia era un crimen.

Probablemente no harían más que«bautizarle», meterle la cabeza en elretrete y tirar de la cadena. Conindependencia de lo que se les ocurrierasentía siempre un gran alivio cuando yahabía pasado. Entonces, ¿por qué nopodía quitar el pestillo, que de todosmodos iba a saltar en cualquiermomento, y dejarles que se divirtieran?

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Con la vista puesta en el pestillo viocómo éste se iba doblando hasta quesaltó de la armella, la puerta que seabrió de golpe contra la pared de lacabina, la sonrisa de triunfo en la carade Micke Siskovs, lo sabía.

Porque el juego no era así.Ni él había corrido el pestillo ni los

otros habían saltado la pared de sucabina en tres segundos, porque ésas noeran las reglas del juego.

La euforia de los cazadores era delos otros; el terror de la víctima, suyo.Cuando le cogieran se acabaría ladiversión, y la paliza propiamente dichasería una obligación impuesta. Si se

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rendía demasiado pronto corría el riesgode que pusieran toda su energía en elcastigo en lugar de ponerla en lapersecución. Lo que sería peor.

Jonny Forsberg asomó la cabeza.—Levanta la tapa si vas a cagar…

Vamos, chilla como un cerdo.Oskar chilló como un cerdo. Estaba

previsto. A veces, si lo hacía leperdonaban el castigo. Se esforzó almáximo temiendo que, si no, durante elcastigo le obligaran a levantar las manosy descubrir su asqueroso secreto.

Arrugó la nariz como si fuera elhocico de un cerdo gruñendo ychillando, gruñendo y chillando. Jonny y

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Micke se reían.—Joder, Cerdo. Venga, más.Oskar siguió. Apretó los ojos y

siguió. Cerró los puños con tanta fuerzaque las uñas se le clavaron en laspalmas de las manos y siguió. Gruño ychilló hasta que notó un sabor raro en laboca. Entonces paró. Abrió los ojos.

Se habían ido.Se quedó allí, acurrucado encima de

la tapa del retrete, mirando al suelo.Había una mancha roja en el azulejo queestaba debajo de él. Mientras miraba,cayó al suelo otra gota de sangre de sunariz. Cogió un trozo de papel higiénicoy se tapó las fosas nasales.

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Le pasaba a veces, cuando teníamiedo. Empezaba a sangrar por la nariz,sin más. Esto le había ayudado enalgunas ocasiones justo cuando iban apegarle; entonces lo dejaban, puesto queya estaba sangrando.

Oskar Eriksson permanecíaacurrucado con un trozo de papel en unamano y su bola del pis en la otra.Sangraba, se orinaba y hablabademasiado. Tenía escapes en todos losagujeros. Pronto empezaría a cagarsetambién. El Cerdo.

Se levantó y salió de los lavabos.Dejó la mancha de sangre en el suelo.

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Para que alguien la viera y sospechara.Para que creyera que alguien había sidoasesinado allí, puesto que alguien habíasido asesinado allí. Por centésima vez.

Håkan Bengtsson, un hombre decuarenta y cinco años con incipientebarriga, incipiente calva y direccióndesconocida para la autoridad, iba en elmetro mirando por la ventana,estudiando la que iba a ser su nuevacasa.

La verdad es que esto era algo feo.Norrköping era más bonito. De todasformas, estas poblaciones del oeste nose parecían en nada a los suburbios deEstocolmo que él había visto por la

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televisión; Kista y Rinkeby yHallonbergen. Esto era diferente.

—PRÓXIMA ESTACIÓN,RÅCKSTA.

Algo más acabado y más acogedor.Aunque ahí se veía un auténticorascacielos. Alzó la vista para poder verel último piso de la torre de oficinas deVattenfall. No recordaba un edificiosemejante en Norrköping. Aunque claro,nunca había estado en el centro.

Se tenía que bajar en la próximaestación, ¿no? Miró el mapa de la reddel metro pegado encima de las puertas.Sí, la próxima.

—ATENCIÓN A LAS PUERTAS.

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CIERRE DE PUERTAS.No le miraba nadie, ¿verdad?No, en el vagón sólo iban unas pocas

personas ocupadas con sus periódicosde la tarde. Mañana hablarían de él enesos periódicos.

Fijó la vista en un anuncio de ropainterior. Una mujer posaba provocadoracon bragas negras y sujetador de encaje.Era una locura. Por todas partes pieldesnuda. ¡Y eso estaba permitido!¿Cómo influía realmente aquello en laspersonas, en el amor?

Le temblaban las manos y las apoyóen las rodillas. Estaba muy nervioso.

—¿De verdad que no hay otra

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manera?—¿Crees que te expondría a esto si

hubiera otra manera?—No, pero…—No hay ninguna otra manera.Ninguna otra manera. No había más

remedio que hacerlo. Sin torpezas.Había consultado el mapa en la guía deteléfonos y elegido una zona de bosqueque probablemente iría bien, despuéshizo la bolsa y salió.

Había cortado el logotipo de Adidascon el cuchillo que llevaba en la bolsa,entre los pies. Ésa era una de las cosasque habían ido mal en Norrköping.Alguien había recordado la marca de la

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bolsa y luego la policía la habíaencontrado en el contenedor en el que élla había tirado, no muy lejos de su piso.

Hoy se la llevaría a casa. Tal vez lacortaría en trozos pequeños y losecharía al retrete. ¿Se hacía así?

¿Cómo se hace en realidad?—FINAL DEL TRAYECTO. POR

FAVOR, ABANDONEN LOSVAGONES.

El metro vomitó su carga y Håkansiguió a los otros pasajeros con la bolsaen la mano. Le pareció que pesaba,aunque lo único pesado que había enella era la botella de gas. Trató de andarcon naturalidad, no como un hombre

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camino de su propia ejecución. La genteno tenía que fijarse en él.

Pero sus piernas parecían de plomo,como si quisieran soldarse al andén. ¿Ysi se quedara allí? ¿Si se quedaratotalmente quieto sin mover ni unmúsculo y permaneciera así? Esperandoa que llegara la noche, a que alguien sefijara en él y llamara a… alguien que lebuscara, que le llevara a otro sitio.

Siguió andando a paso normal.Pierna derecha, pierna izquierda. Nopodía fallar. Ocurrirían cosas terriblessi fallaba. Lo peor que se pudieraimaginar.

Arriba, junto a los torniquetes, miró

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a su alrededor. Tenía muy mal sentidode la orientación. ¿Hacia qué ladoestaría esa zona del bosque?Lógicamente, no podía preguntárselo anadie. Probaría suerte. No había másque seguir adelante, acabar con ello deuna vez. Derecha, izquierda.

Tiene que haber otra manera.Pero no se le ocurría nada. Había

ciertos requisitos, ciertos criterios. Yésta era la única manera de cumplirlos.

Lo había hecho ya dos veces, y lasdos la había cagado. En Växjö no tanto,pero lo suficiente como para verseobligado a marcharse de allí. Hoy lo ibaa hacer bien, recibiría muchos elogios.

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Caricias, tal vez.Dos veces. Ya estaba condenado.

¿Qué importancia podía tener unatercera vez? Absolutamente ninguna. Elcastigo de la sociedad seríaprobablemente el mismo: cadenaperpetua.

¿Y el moral? ¿Cuántos golpes darála cola, rey Minos?

El camino del parque por el que ibatorcía más adelante, donde empezaba elbosque. Tenía que ser el bosque quehabía visto en el mapa. La botella y elcuchillo golpeaban el uno contra el otro.Intentó llevar la bolsa de modo que nosonaran.

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Una niña apareció en la calle delantede él. Una niña de unos ocho años devuelta a casa después de la escuela conla cartera golpeándole la cadera.

¡No! ¡Nunca!Ahí estaba el límite. Una niña tan

pequeña, no. Preferible él mismo, hastaque cayera muerto. La niña iba cantandoalgo. Aceleró el paso para acercarse,para poder escucharla.

Pequeño rayo de sol que entraspor la ventana en mi casa…¿Todavía cantaban los niños esa

canción? La niña tal vez tenía unaprofesora mayor. Qué bien que esacanción todavía existiera. Le habría

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gustado acercarse más para oírla mejor,sí, tan cerca como para sentir el olor desu pelo.

Caminó más despacio. Nada deliarla. La niña dejó la calle, continuópor un sendero hacia el bosque.Probablemente vivía en las casas quehabía al otro lado. Que los padres seatrevieran a dejarla ir así, totalmentesola. Tan pequeña.

Se detuvo, dejó que la niñaaumentara la distancia y desaparecieraen el bosque.

Ahora sigue, pequeña. No teentretengas jugando en el bosque.

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Esperó cosa de un minuto, escuchando aun pinzón que cantaba en un árbolpróximo. Luego siguió tras la niña.

Oskar iba de vuelta a casa despuésde la escuela; muy abatido. Siempre sesentía peor cuando conseguía evitar elcastigo de esa manera: haciendo decerdo, o de cualquier otra cosa. Peorque si le hubieran dado una paliza. Losabía y, sin embargo, no era capaz deaceptar el castigo cuando éste seavecinaba. Prefería rebajarse a lo quefuera. Ningún orgullo.

Robin Hood y el Hombre Arañatenían orgullo. Cuando Sir John o elDoctor Octopus los tenían arrinconados,

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ellos desafiaban al miedo, aunque nohubiera posibilidad de escapar.

Pero ¿qué sabía realmente elHombre Araña? Como ya se sabe,conseguía escapar siempre, aunque fueraimposible. Era un personaje de cómicque tenía que sobrevivir para elsiguiente número. Él tenía sus fuerzas deHombre Araña; Oskar, su gruñido.Cualquier cosa con tal de sobrevivir.

Necesitaba consolarse. Habíapasado un día terrible y ahora iba atener un poco de compensación. Aun ariesgo de encontrarse con Jonny y Mickecaminó hasta el centro de Blackeberg,hasta el Sabis. Subió arrastrando los

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pies por la vereda zigzagueante en lugarde subir por las escaleras, se relajó. Loimportante era estar tranquilo, no sudar.

Ya le habían pillado una vezrobando en Konsum, el año pasado. Elguardia de seguridad quería llamar a sumadre, pero estaba en el trabajo y Oskarno sabía su número, no, no. Pasó unasemana angustiado cada vez que sonabael teléfono. Sin embargo, en lugar de esollegó una carta dirigida a su madre.

Idiotas. En el sobre ponía incluso«Comisaría de Policía de Estocolmo», ynaturalmente Oskar lo abrió, leyó susdelitos, falsificó la firma de su madre ydespués envió la carta de nuevo para

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confirmar que la había leído. Cobardepuede, pero no tonto.

Y lo de cobarde… ¿Era de cobardeslo que estaba haciendo ahora?Llenándose los bolsillos de la cazadoracon Dajm, Japp, Coco y Bounty paraterminar con una bolsa de cochecitosentre la cinturilla del pantalón y elestómago; fue a la caja y pagó por unchupa chups de Dumle.

Volvió a casa con la cabeza alta y elpaso ligero. No era el Cerdo al quetodos podían patear, era el jefe de losladrones que desafiaba los peligros parasobrevivir. Podía engañarlos a todos.

Cuando cruzó el arco de entrada al

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patio se sintió seguro. Ninguno de susenemigos vivía allí, un círculo irregulardentro del círculo más amplio que era lacalle Ibsen. Una doble fortificación. Allíestaba seguro. En ese patio no le habíapasado nada malo de verdad. Casi nada.

Allí había crecido y allí había tenidoamigos antes de empezar la escuela. Fueen quinto cuando comenzó a sentirserechazado en serio. A finales de esecurso se convirtió en el saco de losgolpes de todos sus compañeros, yaquello se extendió incluso a otroschicos que no iban a su clase. Llamabancada vez menos para preguntarle siquería salir a jugar.

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Fue también durante ese periodocuando empezó con su cuaderno derecortes, al que ahora acudía de nuevo,para entretenerse.

—¡JIIINNN!Se oyó un zumbido y algo le golpeó

los pies. Un coche teledirigido de colorgranate echó marcha atrás, dio la vueltay subió por la cuesta en dirección a suportal a toda velocidad. Detrás de losespinos, a la derecha del arco, aparecióTommy con una larga antena que salíade su estómago, chuleando un poco.

—Te ha sorprendido, ¿eh?—Qué rápido va.—Sí. Te lo vendo.

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—¿Por cuánto…?—Trescientas coronas.—No. No las tengo.Tommy le hizo una señal con el

índice para que se acercara, dio lavuelta al coche en la cuesta y lo condujohacia abajo a velocidad de rally, lo parócon un derrape delante de sus pies, locogió y, haciéndole una caricia, dijo envoz baja:

—Cuesta novecientas en la tienda.—Seguro.Tommy miró el coche, examinó a

Oskar de arriba abajo.—¿Doscientas entonces? Es

totalmente nuevo, ya ves.

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—Sí, es muy bonito, pero…—¿Pero?—Nada.Tommy asintió, puso el coche en el

suelo y lo dirigió entre los arbustos demanera que las ruedas grandes yestriadas chirriaron, dio una vuelta altendedero de las alfombras y otra vezcuesta abajo.

—¿Me dejas probarlo?Tommy miró a Oskar como para

decidir si era o no digno de ello, letendió el mando a distancia señalando ellabio superior.

—Te han pegado, ¿no? Tienessangre. Aquí.

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Oskar se pasó el índice por el labio,algunas partículas de color marrón se lequedaron pegadas.

—No, es sólo…Mejor no contarlo. No servía para

nada. Tommy era tres años mayor. Duro.Sólo diría algo sobre que hay quedevolverla y Oskar contestaría que«claro», y el único resultado sería quedescendería aún más en el aprecio deTommy.

Oskar manejó el coche un poco,luego miró mientras Tommy lo dirigía.Le habría gustado tener doscientascoronas en efectivo y que pudieran hacerun negocio Tommy y él. Algo en común.

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Se metió las manos en los bolsillos ytocó las golosinas.

—¿Quieres un Dajm?—No, no me gustan.—¿Japp, mejor?Tommy levantó la vista del mando a

distancia, sonriendo.—¿Tienes de los dos?—Sí.—¿Mangados?—… Sí.—Vale.Oskar alargó la mano y le dio un

Japp que Tommy se guardó en elbolsillo trasero de sus vaqueros.

—Gracias. Adiós.

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—Adiós.Cuando llegó a casa, Oskar echó

todas las golosinas encima de la cama.Iba a empezar con el Dajm para seguirluego con los dobles y terminar con elBounty, su favorito. Después los coches,que parecía como si enjuagaran la boca.

Dispuso las golosinas en hilera a lolargo de la cama, en el orden en que selas iba a comer. En el frigoríficoencontró una botella de coca cola amedias a la que su madre había puestoun trozo de papel de aluminio en laboca. Perfecto. Le gustaba más así,cuando se le habían ido las burbujas,sobre todo con las golosinas.

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Retiró el papel de aluminio y colocóla botella en el suelo junto a lasgolosinas, se tumbó boca abajo en lacama y se puso a examinar su estantería.Una colección casi entera de los cómicsKalla Kårar, aquí y allá completada conRysare ur Kalla Kårar.

El grueso lo formaban dos bolsas depapel llenas de libros que compró pordoscientas coronas a través de unanuncio en el periódico Gula. Habíacogido el metro hastaMidsommarkransen y seguido lasinstrucciones hasta dar con el piso. Elhombre que le abrió la puerta parecíagordo, demacrado y hablaba con la voz

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un poco silbante. Afortunadamente nohabía invitado a Oskar a pasar, sólohabía llevado las bolsas con los libroshasta el rellano, cogido los dos billetesde cien con una inclinación de cabezadiciendo: «Que te diviertas» y habíacerrado la puerta.

Entonces Oskar se puso nervioso.Había buscado durante meses losnúmeros antiguos de esos cómics en laslibrerías de viejo que había a lo largode Götgatan. Por teléfono, el hombrehabía asegurado que se trataba denúmeros atrasados. Le parecía que habíasido demasiado fácil.

Tan pronto como Oskar estuvo fuera

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del alcance de su vista dejó las bolsasen el suelo y las revisó. No le habíanengañado. Cuarenta y cuatro librosdesde el número 2 hasta el 46.

Aquéllos no se podían comprar ya.¡Por doscientas coronas!

Como para no tener miedo de aquelhombre. Lo que había hecho no era nimás ni menos que robarle al troll sutesoro.

Sin embargo, no ganaban a sucuaderno de recortes.

Lo rebuscó en su escondite bajo unmontón de tebeos. El mismo cuaderno ensí no era más que una libreta grande dedibujo que había mangado en Åhléns, en

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Vällingby, saliendo con ella bajo elbrazo por todo el morro —¿quién dijoque era un cobarde?—, pero elcontenido…

Desenvolvió el Dajm, le pegó unbuen mordisco, disfrutó de aquelrechinar crujiente entre los dientes yabrió su cuaderno. El primer recorte erade la revista Hemmets Journal: lahistoria de una envenenadora de EstadosUnidos de los años cuarenta. Habíaconseguido envenenar con arsénico acatorce viejos antes de que fueraencarcelada, juzgada y ejecutada en lasilla eléctrica. Había pedido serejecutada con veneno, bastante

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comprensible, pero el Estado en el quehabía actuado empleaba la silla, y fue lasilla.

Ése era uno de los sueños de Oskar:presenciar una ejecución en la sillaeléctrica. Había leído que la sangre seempezaba a cocer, que el cuerpo seretorcía en ángulos imposibles. Seimaginaba también que el pelo seprendía, pero de esto no teníaconfirmación escrita.

Absolutamente grandioso, de todosmodos.

Siguió hojeando. El siguiente recorteera de Aftonbladet y trataba de undescuartizador sueco. Bastante mala la

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foto de carné. Parecía una personacualquiera. Sin embargo había matado ados chaperos en su propia sauna, loshabía descuartizado con una motosierraeléctrica y los había enterrado allímismo. Oskar se comió el últimobocado del Dajm mientras observabadetenidamente la cara de aquel hombre.Una persona cualquiera.

Podría ser yo dentro de veinteaños.

Håkan había encontrado el sitioperfecto en el que permanecer al acecho,con una buena vista sobre el sendero delbosque en las dos direcciones. En elbosque, más adentro, descubrió una

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hondonada resguardada con un árbol enmedio y había dejado allí la bolsa conlas herramientas El pequeño frasco dehalotano colgaba de una trabilla bajo elabrigo.

Ya no podía hacer más que esperar.Yo también quise una vez ser mayory tan inteligente como mi padre y

mi madre…No había oído a nadie cantar esa

canción desde que iba a la escuela. ¿Erade Alice Tegnér? Imagínate la cantidadde canciones bonitas desaparecidas quenadie cantaba ya. En general, cuántascosas bonitas habían desaparecido.

Ningún respeto por lo bello. Era

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característico de la sociedad actual. Lasobras de los grandes maestros podíanemplearse a lo sumo como referenciasirónicas, o como propaganda. Lacreación de Adán de Miguel Ángel,donde en vez del soplo de vida ponen unpar de vaqueros.

Todo el mérito de la composición,como él lo veía, eran esos cuerposmonumentales que convergían sólo endos dedos índices que casi, pero sólocasi, llegaban a tocarse. Entre elloshabía un vacío milimétrico. Y en aquelespacio vacío: la vida. La grandezaescultural de la imagen y la riqueza delos detalles eran sólo un marco, un

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fondo para realzar mejor el vacíomínimo del centro. El punto vacío quecontenía todo.

Y en su lugar habían colocado un parde vaqueros.

Alguien llegaba por el sendero. Seagachó con el corazón palpitándole enlos oídos. No. Señor mayor con perro.Doble fallo. En parte por el perro, alque tendría que hacer callar primero; enparte, por la mala calidad.

Mucho ruido y pocas nueces. Alt.Demasiados gritos para tan poca

lana, dijo el que tomó por oveja a uncerdo. Alt.

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Canta la rana y no tiene pelo nilana.

Miró el reloj. En menos de doshoras se haría de noche. Si no llegabanadie adecuado en una hora, tendría quecoger al primero que pasase. Debíaestar en casa antes de que oscureciera.

El hombre decía algo. ¿Le habríavisto? No, hablaba con el perro.

—Sííí, vaya ganas que tenías dehacer pis, chiquitina. Cuando lleguemosa casa te voy a dar paté. Papá te daráuna buena rodaja de paté.

El frasco de halotano se le clavó aHåkan en el pecho cuando se llevó las

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manos a la cabeza suspirando. Pobrehombre. Pobres de las personas queestán solas en un mundo sin belleza.

Sintió frío. El viento se había vueltomás frío por la tarde y pensó en ir abuscar el chubasquero a la bolsa,ponérselo por encima para protegersedel viento. No. Eso le restaríamovilidad cuando necesitaba actuar conrapidez. Además, podía despertarsospechas antes de tiempo.

Pasaron dos chicas de unos veinteaños. No. No podía con dos. Captóalgún fragmento de la conversación:

—… que ella se va a quedar… conél ahora.

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—… un mono. Él tiene quecomprender que él…

—… culpa de ella que… laspíldoras…

—Pero está claro que él tiene que…—… imagínate… ése como padre…Alguna compañera que estaba

embarazada. Un chico que no asumía suresponsabilidad. Así estaban las cosas.Continuamente. Todos pensaban nadamás que en sí mismos y en lo suyo. Mifelicidad, mi éxito era lo único que seoía. Amor es poner la vida a los pies delotro, y de eso son incapaces laspersonas de hoy día.

El frío penetraba en sus

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articulaciones, iba a actuar con torpezahiciera lo que hiciera. Metió la manodentro del abrigo, apretó la palanca delgas. Un ruido silbante. Funcionaba. Dejóde apretar.

Se dio unas palmadas en loscostados. Ojalá venga alguien ahora.Solo. Miró el reloj. Media hora más.Ojalá venga alguien ahora. Por la vida ypor el amor.

Mas de corazón niño yoquiero ser, pues de los niños elreino de Dios es.

Había empezado a anochecer cuando

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Oskar terminó de mirar su cuaderno derecortes y de comerse todas lasgolosinas. Como solía ocurrirle despuésde comer tantas chucherías, se sentíapesado y vagamente culpable.

Mamá no llegaría hasta dentro dedos horas. Entonces comerían. Despuésél haría los deberes de inglés y los demates. Luego puede que leyera un libro,o que viera la tele con mamá. Nadaespecial por la tele esa noche. Más tardetomarían un vaso de leche chocolateaday comerían unos bollos, hablarían unrato. Después se acostaría, le costaríaquedarse dormido pensando en el díasiguiente.

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Si tuviera alguien a quien llamar.Podía, claro está, llamar a Johan con laesperanza de que no tuviera otra cosamejor que hacer.

Johan iba a su clase y se lo pasabanbastante bien cuando estaban juntos,pero si podía elegir, no elegía a Oskar.Era Johan el que le llamaba cuando seaburría, no al revés.

El piso estaba en silencio. Nopasaba nada. Las paredes de hormigónse le echaban encima. Estaba sentado enla cama con las manos en las rodillas, elestómago lleno de golosinas.

Como si fuera a ocurrir algo. Ahora.Prestó atención. Un terror pegajoso

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se fue apoderando de él. Algo seacercaba. Un gas incoloro se filtraba através de las paredes, amenazaba contomar forma, engullirlo. Permanecióquieto, conteniendo la respiración yescuchando. Esperó.

El momento pasó. Oskar comenzó arespirar de nuevo.

Fue a la cocina, bebió un vaso deagua y sacó el cuchillo más grande quehabía en la placa magnética. Probó elfilo en la uña del dedo gordo, comopapá le había enseñado. Desafilado.Pasó el cuchillo por el afilador un parde veces y volvió a probar. Una virutamicroscópica salió de la uña del dedo

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gordo.Bien.Envolvió el cuchillo con un

periódico a modo de funda provisional,lo pegó con celo y se apretó el paqueteentre la cintura del pantalón y la caderaizquierda. Sólo sobresalía el mango.Probó a andar. La hoja le impedía elmovimiento de la pierna izquierda y loinclinó a lo largo de la ingle. Incómodo,pero funcionaba.

En el pasillo se puso la cazadora.Entonces se acordó de todos los papelesde las golosinas que estaban esparcidospor el suelo de su habitación. Losrecogió, hizo una pelota con ellos y se la

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metió en el bolsillo, no fuera a ser quemamá llegara a casa antes que él. Podríadejar los papeles debajo de algunapiedra en el bosque.

Comprobó una vez más que no habíadejado ningún rastro.

El juego había empezado. Él era untemido asesino en serie. Habíaasesinado ya a catorce personas con suafilado cuchillo, sin dejar ni una solapista tras de sí. Ni un pelo, ni un papelde golosinas. La policía le temía.

Ahora iría al bosque a buscar a supróxima víctima.

Curiosamente, ya sabía cómo sellamaba ésta, qué aspecto tenía: Jonny

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Forsberg, con el pelo largo y los ojosgrandes y mezquinos. Iba a tener querezar y suplicar por su vida, gritar comoun cerdo, pero en vano. El cuchillotendría la última palabra y la tierra iba abeber su sangre.

Oskar había leído esas palabras enalgún libro, y le gustaron. «La tierrabeberá su sangre».

Mientras cerraba la puerta de casa yllegaba a la del portal con la manoizquierda apoyada en el mango delcuchillo, iba repitiéndolas como sifueran un mantra:

La tierra beberá su sangre. Latierra beberá su sangre.

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El arco por el que había entradoantes en el patio estaba en el extremoderecho del edificio, pero él fue a laderecha, pasó dos portales y salió por elpaso por el que los coches tenían accesoa la zona. Abandonó la fortalezainterior. Cruzó la calle Ibsen y siguiócuesta abajo. Abandonó la fortalezaexterior. Siguió bajando hacia elbosque.

La tierra beberá su sangre.

Por segunda vez aquel día, Oskar sesintió casi feliz.

Quedaban sólo diez minutos deltiempo que Håkan se había fijado

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cuando un chico que iba solo apareciópor el camino. Por lo que podíaapreciar, de unos trece o catorce años.Perfecto. Había pensado bajar corriendoagachado hacia el otro extremo delcamino y salir allí al encuentro de suelegido.

Pero ahora las piernas se le habíanquedado totalmente bloqueadas. Elchico avanzaba tranquilo por el caminoy no había tiempo que perder. Cadasegundo que pasaba reducía lasposibilidades de una actuación sinmácula. Pero las piernas se negaban amoverse. Estaba allí paralizado mirandomientras el elegido, el perfecto,

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avanzaba, pronto a su misma altura,justo delante de él. Pronto demasiadotarde.

Tengo que. Tengo que. Tengo que.Si no lo hacía, tendría que

suicidarse. No podía llegar a casa sinaquello. Era así. El chico o él. Cuestiónde elegir.

Se puso en movimiento demasiadotarde. Dando tropezones por el bosquellegó a la altura del muchacho en lugarde haber salido a su encuentro en elsendero, tranquilo y natural. Idiota.Patoso. Ahora el chaval podríasospechar, estar alerta.

—¡Oye! —le gritó—. ¡Perdona!

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El chico se paró. Al menos no echóa correr, menos mal. Tenía que deciralgo, preguntar algo. Avanzó hasta él,que permanecía a la espera en elcamino.

—Sí, perdón, pero… ¿qué hora es?El chaval miró de reojo el reloj de

pulsera de Håkan.—Sí, el mío se ha parado.

El chico parecía tenso mientrasmiraba su reloj de pulsera. No podíahacer otra cosa. Håkan metió la manodentro del abrigo y puso el dedo índicesobre la palanca del dosificadormientras esperaba la respuesta del

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chico.Oskar bajó hasta la imprenta y torció

por el sendero del bosque. La pesadezde estómago había desaparecido,sustituida por una tensión embriagadora.En el camino de bajada hacia el bosquela fantasía lo había envuelto y ahora erarealidad.

Veía el mundo con los ojos de unasesino, o tanto como la fantasía de unniño de trece años podía captar de losojos de un asesino. Un mundo bello. Unmundo en el que él tenía el control, quetemblaba ante su decisión.

Avanzó por el camino del bosque,buscando a Jonny Forsberg.

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La tierra beberá su sangre.Empezaba a anochecer y los árboles

le rodeaban como una muchedumbremuda, expectantes ante el más mínimomovimiento del criminal, temerosos deque alguno de ellos fuera el elegido.Pero el asesino se movía entre ellos, yahabía vislumbrado a su víctima.

Jonny Forsberg se encontraba en unmontículo a unos cincuenta metros delcamino. Tenía las manos en las caderas,su sonrisa socarrona estampada en lacara. Creía que iba a pasar lo desiempre. Que le forzaría a tirarse alsuelo y, agarrándole de la nariz, lemetería agujas de pino y musgo en la

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boca, o algo por el estilo.Qué equivocado estaba. No era

Oskar quién llegaba, era el Asesino, ylas manos del Asesino asieron confuerza el mango del cuchillo,preparándose.

El Asesino avanzó despacio, condignidad, hasta llegar frente a JonnyForsberg, y mirándole a los ojos dijo:

—Hola, Jonny.

—Hola, Cerdito. ¿Te dejan estarfuera tan tarde? El Asesino sacó sucuchillo. Y lo clavó.

—Las cinco y cuarto, o así.—Vale. Gracias.

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El chico no se iba. Se quedó paradomirando a Håkan, que intentaba dar unpaso. Estaba quieto, siguiéndole con lamirada. Esto se iba a la mierda. Desdeluego el chaval sospechaba algo. Unapersona había salido con mucho jaleo deen medio del bosque para preguntar lahora y ahora estaba allí como Napoleóncon la mano dentro del abrigo.

—¿Qué llevas ahí?El chico apuntaba hacia la zona del

corazón. Tenía la mente en blanco, nosabía ni qué iba a hacer. Sacó el envasey se lo enseñó.

—¿Qué mierda es ésa?—Halotano.

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—¿Para qué lo llevas?—Para… —tocó con los dedos la

mascarilla revestida de espuma mientrasintentaba encontrar algo que decir. Nosabía mentir. Ésa era su desgracia—.Bueno… porque… lo necesito para eltrabajo.

—¿Qué trabajo?El chico había bajado un poco la

guardia. Una bolsa de deporte parecidaa la que él mismo había dejado arriba,en la hondonada, colgaba de la mano delchaval. Con la mano que sujetaba elenvase hizo un gesto hacia la bolsa.

—¿Vas a algún entrenamiento o así?Cuando el chico miró hacia la bolsa,

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aprovechó su oportunidad.Abrió los dos brazos, con la mano

que tenía libre sujetó la cabeza delmuchacho por la nuca, le puso lamascarilla en la boca y apretó eldosificador hasta el tope. Se escuchó unsonido silbante como el de una granserpiente, el chico intentaba liberar lacabeza, pero la tenía inmovilizada entrelas manos de Håkan como en una tenazadesesperada.

Se tiró hacia atrás y Håkan con él. Elsilbido de la serpiente ahogó los demássonidos cuando ambos cayeron sobre elserrín del sendero. ConvulsivamenteHåkan apretó la cabeza del muchacho

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entre sus manos y mantuvo la mascarillaen su sitio mientras rodaban por elsuelo.

Tras un par de inspiracionesprofundas el chaval comenzó atranquilizarse. Håkan mantuvo lamascarilla en su sitio y echó una ojeadaalrededor.

Ningún testigo.El silbido del gas se le metía en el

cerebro como una mala migraña. Fijó eltope del dosificador y, con esa manolibre, cogió la goma y la pasó por lacabeza del muchacho. La mascarillaestaba lista.

Se levantó con los brazos doloridos

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y miró a su presa.Yacía con los brazos separados del

cuerpo, la mascarilla le cubría la nariz yla boca y tenía la botella de halotanosobre el pecho. Håkan miró otra vez a sualrededor, recogió la bolsa del chico yse la puso a éste sobre la tripa. Luegolevantó todo el paquete en brazos y lollevó hacia la hondonada.

Pesaba más de lo que él creía.Mucho músculo. Peso muerto.

Iba jadeando por el esfuerzo quesuponía llevar su carga por el terrenohúmedo mientras el silbido del gascortaba sus oídos como un cuchillo desierra. Resoplaba alto conscientemente

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para alejar el sonido.Con los brazos entumecidos y el

sudor corriéndole por la espalda llegópor fin a la hondonada. Allí depositó almuchacho en el punto más bajo. Luegose echó junto a él. Cerró la botella dehalotano y retiró la mascarilla. No seoía nada. El pecho del chico subía ybajaba. Se despertaría dentro de ochominutos, como máximo. Pero no lo haría.

Håkan, echado al lado del chaval,estudiaba su cara, acariciándola con eldedo. Luego se le acercó más, tomó elcuerpo inerme entre sus brazos, loapretó contra el suyo. Le besó conternura en la mejilla, le susurró al oído

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«perdona» y se levantó.Se le saltaban las lágrimas al ver

aquel cuerpo indefenso en el suelo.Todavía podía evitarlo.

Mundos paralelos. Un pensamientopara consolarse.

Había un mundo paralelo en el queél no hacía lo que se disponía a hacer.Un mundo en el que ahora él se iba,dejaba que el chico se despertara y sepreguntara qué había sucedido.

Pero no en este mundo. En estemundo se dirigía a su bolsa y la abría.Tenía prisa. Rápidamente se puso elimpermeable encima de la ropa y sacóel instrumental. El cuchillo, una cuerda,

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un embudo grande y un bidón de plásticode cinco litros.

Puso todo en el suelo al lado delmuchacho, observó el cuerpo joven porúltima vez. Luego cogió la cuerda yempezó a trabajar.

Apuñaló y apuñaló y apuñaló. Trasel primer golpe, Jonny habíacomprendido que ésta no iba a ser comolas otras veces. Con la sangrechorreando de un corte profundo en lamejilla intentaba esquivarle, pero elAsesino era más rápido. Otro par decortes y le seccionó los tendones por laparte posterior de las rodillas. Jonny se

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desplomó; en el suelo y retorciéndose,pedía clemencia.

Pero el Asesino no se dejóconmover. Jonny chillaba como un…cerdo cuando el Asesino se tiró sobre ély la tierra bebió su sangre.

Una cuchillada por lo de hoy en loslavabos. Otra por cuando me engañastepara que jugase al póquer de losnudillos. Los labios te los corto portodas las burradas que me has dicho.

Jonny sangraba por todos losorificios y ya no podía decir o hacernada malo. Llevaba muerto un rato.Oskar lo remató reventándole los globosoculares que miraban fijamente, tjick,

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tjick, se levantó y observó su obra.Buena parte del árbol caído y

podrido que había hecho las veces deJonny estaba hecho astillas y con eltronco perforado por los cortes. Lasastillas se esparcían por el sueloalrededor del árbol sano que habíahecho de Jonny cuando estaba en pie.

La mano derecha, con la queempuñaba el cuchillo, sangraba. Unpequeño corte casi en la muñeca; debíade habérsele resbalado el cuchillo al darlos golpes. No era un buen cuchillo paraesa tarea. Se chupó la mano,limpiándose la herida con la lengua. Erade Jonny la sangre que se estaba

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bebiendo.Se limpió los últimos restos de

sangre con la funda de papel deperiódico, introdujo dentro el cuchillo ycomenzó a caminar hacia casa.

El bosque, que desde hacía un par deaños le parecía amenazador, un refugiopara sus enemigos, era ahora su casa yamparo. Los árboles se apartaban conrespeto a su paso. No sentía ni siquierauna pizca de miedo, aunque empezaba aoscurecer del todo. Ninguna inquietud alpensar en el día siguiente: que trajeraconsigo lo que quisiera. Aquella nocheiba a dormir bien.

Cuando llegó otra vez al patio se

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sentó un momento en el borde delparquecito de arena para tranquilizarseun poco antes de subir a casa. Mañanatendría que conseguir un cuchillo mejor,un cuchillo con seguro de parada, ocomo se llamara… deslizamiento, parano cortarse de nuevo. Porque aquello loiba a repetir más veces.

Era un buen juego.

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Jueves 22 de Octubre

La madre de Oskar tenía lágrimas en losojos cuando le tomó la mano y se laapretó.

—Tienes absolutamente prohibido irmás al bosque, ¿lo oyes?

Un chico de la edad de Oskar habíasido asesinado ayer en Vällingby. Habíasalido en todos los periódicos de latarde y mamá estaba totalmente fuera desí cuando llegó a casa.

—Podías haber sido… No quiero nipensarlo.

—Pero si fue en Vällingby.—¿Y tú crees que alguien que se

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mete con niños no podría coger el metrodos estaciones? ¿O andar? ¿Venir aquí,a Blackeberg, y hacer lo mismo otravez? ¿Sueles ir al bosque?

—No.—A partir de ahora no saldrás del

patio hasta que esto… Hasta que loencierren.

—¿Entonces no voy a ir a laescuela?

—Claro está que vas a ir a laescuela. Pero después de la escuela tevienes directamente a casa y no salesdel patio hasta que yo llegue.

—¿Y luego?En los ojos de la madre la tristeza se

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mezcló con el enfado.—¿Quieres que te mate? ¿Eh? ¿Vas a

ir al bosque y que te asesinen y yo aquíesperándote inquieta mientras que túyaces en el bosque y eres…bestialmente descuartizado por alguien?

Las lágrimas arrasaron sus ojos.Oskar le cogió la mano.

—No iré al bosque. Te lo prometo.Mamá le acarició la mejilla.—Cariño mío. Tú eres todo lo que

tengo. Que no te pase nada, porqueentonces me muero yo también.

—Mmm. ¿Cómo ha sido?—¿Qué?—Eso. El asesinato.

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—No sé muy bien. Fue asesinadopor algún loco con un cuchillo. Estámuerto. A sus padres les han destrozadola vida.

—¿No viene en el periódico?—No he tenido fuerzas para leerlo.Oskar cogió el Expressen y lo hojeó.

Cuatro páginas dedicadas al asesinato.—No leas eso.—No, sólo echo un vistazo. ¿Puedo

coger el periódico?—No leas eso. No es bueno para ti

con tanto terror y todo eso que lees.—Sólo voy a mirar si hay algo en la

tele.Oskar se levantó para irse a su

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habitación con el periódico. Su madre leabrazó torpemente y apretó su húmedamejilla contra la de él.

—Corazón mío. ¿Tú entiendes queesté preocupada? Si algo te ocurriera…

—Lo sé, mamá. Lo sé. Tengocuidado.

Oskar le devolvió el abrazo sinmuchas ganas y luego se zafó, se dirigióa su habitación secándose las lágrimasde su madre de la mejilla. Aquello eraabsolutamente increíble.

Parecía que ese chico había sidoasesinado al mismo tiempo que él habíaestado en el bosque jugando. Pordesgracia, no había sido Jonny Forsberg

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el muerto, sino algún chavaldesconocido de Vällingby.

El ambiente había sido fúnebre enVällingby por la tarde. Había visto lasportadas de los periódicos antes de irallí y a lo mejor eran sólo imaginacionessuyas, pero le pareció que la gente en laplaza había hablado más bajo,caminando más despacio que decostumbre.

En la ferretería había mangado uncuchillo de caza increíblemente bonitoque costaba trescientas coronas. Llevabapreparada una excusa en el caso de quelo pillaran:

—Perdóneme, señor. Pero es que

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tengo tanto miedo del asesino.Seguramente habría podido provocar

también alguna lágrima, si de esohubiera dependido. Le habrían dejadomarchar. Seguro. Pero no lo pillaron, yel cuchillo estaba ya en el esconditejunto al cuaderno de recortes.

Tenía que pensar.¿Sería posible que su juego hubiera

influido de alguna manera en aquelasesinato? No lo creía, pero no se podíadesechar del todo esa idea. Los librosque leía estaban llenos de esas cosas.Un pensamiento en un lugar provocabaun suceso en otro. Telequinesia, vudú.

Pero ¿exactamente dónde, cuándo y,

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sobre todo, cómo había ocurrido elcrimen? Si se trataba de un gran númerode cuchilladas sobre un cuerpo tendidoen el suelo, entonces tendría queconsiderar la posibilidad de que élsencillamente tenía un extraordinariopoder en sus manos. Un poder que teníaque asumir y aprender a dirigir.

Y si… EL ÁRBOL fuera… elmédium.

El árbol podrido en el que él habíagolpeado. Que fuera algo especial conese árbol precisamente, que provocabaque lo que uno hacía contra el árbolluego… se extendía.

Detalles.

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Oskar leyó todos los artículos quetrataban del asesinato. El policía quehabía ido a su escuela a hablar de lasdrogas estaba en una de las fotos. Nopodía pronunciarse. Aguardaban lallegada de los especialistas dellaboratorio forense para que aseguraranlas pruebas. Había que esperar. Una fotodel chico asesinado, sacada del álbumescolar. Oskar no lo había visto antes.Parecía del mismo tipo que Jonny oMicke. Tal vez había también un Oskaren la escuela de Vällingby que ahora sesentía liberado.

El chico se dirigía a unentrenamiento de balonmano en el

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polideportivo de Vällingby y nuncallegó allí. El entrenamiento empezaba alas cinco y media. El chicoprobablemente había salido de su casasobre las cinco. En algún momentodentro de ese intervalo… Oskar sintióuna especie de vértigo. Coincidíaexactamente. Y había sido asesinado enel bosque.

—¿Es así? ¿Soy Yo el que…?Una chica de dieciséis años había

encontrado el cuerpo sobre las ocho dela tarde y había llamado a la policía deVällingby. La muchacha, que habíasufrido «una fuerte conmoción», precisóayuda médica. Nada acerca del estado

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en que se encontraba el cuerpo. Pero esode que la chica sufrió «una fuerteconmoción» tenía que significar que elcuerpo estaba mutilado de algunamanera. Si no, escribirían sólo «unaconmoción».

¿Qué hacía la chica de noche en elbosque? Probablemente irrelevante.Coger piñas, lo que fuera. ¿Pero por quéno decía nada de cómo había sidoasesinado el muchacho? Lo único quehabía era una fotografía del lugar delcrimen. La cinta de plástico roja yblanca de la policía acordonando unaanodina hondonada en el bosque, con unárbol grande en el centro.

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Mañana y pasado apareceríanfotografías del mismo lugar, pero llenode velas encendidas y carteles con«¿POR QUÉ?» y «TE ECHAMOS DEMENOS». Oskar conocía esa cantinela,tenía varios casos parecidos en sucuaderno de recortes.

Probablemente todo era una simplecasualidad. Pero y si.

Oskar escuchó detrás de la puerta.Su madre estaba fregando. Se tumbó enla cama boca abajo y rebuscó el cuchillode caza. La empuñadura se adaptaba a laforma de la mano y el cuchillo pesabaseguro tres veces más que el otro decocina que había tenido ayer.

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Se levantó y se puso de pie en mitadde la habitación con el cuchillo en lamano. Era bonito, daba poder a la manoque lo empuñaba.

Tintineo de platos desde la cocina.Dio varias cuchilladas al aire. ElAsesino. Cuando aprendiera a dirigir sufuerza, Jonny, Micke y Tomas nopodrían acosarlo nunca más. Iba a hacerotro intento, pero se detuvo. Alguienpodía verlo desde el patio. Fuera estabaoscuro y su habitación encendida. Echóuna ojeada al patio, pero no vio más quesu propia imagen en el cristal de laventana.

El Asesino.

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Devolvió el cuchillo a su escondite.Aquello sólo era un juego. Algo así noocurre en la realidad. Pero necesitabaconocer los detalles. Necesitaba saberloahora.

Tommy estaba sentado en la butacahojeando una revista de motos,asintiendo con la cabeza y runruneando.De vez en cuando levantaba la revistahacia Lasse y Robban, que estabansentados en el sofá, para mostrarlesalguna fotografía especialmenteinteresante, con algún comentario acercadel volumen de los cilindros o lavelocidad. La bombilla desnuda deltecho se reflejaba en el papel brillante

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lanzando pálidos reflejos sobre la paredde cemento, y las de madera.

Los tenía en ascuas.La madre de Tommy salía con

Staffan, que trabajaba en la policía deVällingby. A Tommy no le gustaba nadaStaffan, no, todo lo contrario. Un tipopegajoso que siempre andaba señalandocon el dedo. Religioso, además. Pero, através de su madre, Tommy se enterabade algunas cosas que, en realidad,Staffan no debería contar a su madre, yque su madre, en realidad, no deberíacontar a Tommy, pero…

De esa manera, por ejemplo, sehabía enterado de cómo andaba la

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investigación en el caso del robo de latienda de música y radio en la plaza deIslandstorget que él, Robban y Lassehabían cometido.

Ningún rastro de los delincuentes.Su madre había dicho eso exactamente:«Ningún rastro de los delincuentes».Palabras de Staffan. No tenían nisiquiera la descripción del coche.

Tommy y Robban tenían dieciséisaños y estaban en primero debachillerato. Lasse tenía diecinueve yalgún fallo en la cabeza, trabajabaclasificando placas de chapa para LMEricsson en Ulvsunda. Pero tenía carnéde conducir. Y un Saab blanco del 74 al

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que ellos habían cambiado el número dela matrícula con un rotulador antes delrobo. Para nada, puesto que nadie habíavisto el coche.

El botín lo habían guardado en elrefugio en desuso, que estaba enfrentedel trastero que hacía las veces de localde su club. Habían cortado la cadena dela puerta con unas tenazas y puesto uncandado nuevo. No sabían aún cómoiban a deshacerse de todo, la cosa habíasido el robo en sí. Lasse había vendidoun radiocasete a un compañero detrabajo por doscientas, pero eso eratodo.

Además, les había parecido más

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seguro no sacar las cosas durante untiempo. Y, sobre todo, no dejar queLasse se ocupara de la venta, puestoque… le faltaba un hervor, como decíasu madre. Pero ya habían pasado dossemanas desde el robo y además a lapolicía le habían salido otras muchascosas en las que pensar.

Tommy hojeó el periódico y rio parasí. Sí, sí. Otras muchas cosas en las quepensar. Robban tamborileaba con golpesrestallantes en la pierna.

—Venga, vamos. Cuéntanoslo.Tommy alzó la revista hacia él.

—Kawasaki. Trescientos cúbicos.Inyección directa y…

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—Deja de hacer el tonto. Cuéntaloahora.

—¿Qué?, ¿lo del asesinato?—Sí.Tommy se mordió el labio, haciendo

como si estuviera pensando.—Cómo era esto…Lasse echó su largo cuerpo hacia

delante en el sofá, se dobló como unanavaja.

—¡Vamos! ¡Cuéntanoslo!Tommy dejó el periódico y miró

fijamente a Lasse.—¿Estás seguro de que quieres

oírlo? Es bastante espeluznante.—¡Ah!

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Lasse se hizo el valiente, peroTommy notó el desasosiego en sus ojos.No hacía falta más que hacer una muecafea, hablar con la voz rara sin parar,para que Lasse tuviera miedo de verdad.Una vez,

Tommy y Robban se habíandisfrazado de zombis con las pinturas dela madre de Tommy, habían aflojado labombilla del techo y habían esperado aLasse. La cosa terminó con Lassecagándose en los pantalones y Robbansalió con un moratón en el mismo sitiodonde antes se había puesto sombra deojos azul oscura. Después de aquello secuidaron mucho de asustar a Lasse.

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Lasse se movía ahora en el sofá,cruzando los brazos sobre el pechocomo para demostrar que estabadispuesto a todo.

—Bueno, es que… esto no ha sidoprecisamente un asesinato normal, porasí decirlo. Encontraron al chico…colgando en un árbol.

—¿Cómo? ¿Colgado? —preguntóRobban.

—Sí, colgado. Pero no del cuello.De los pies. Colgaba boca abajo,vamos. En el árbol.

—Pero de eso no se muere nadie.Tommy miró detenidamente a

Robban, como si ése fuera un punto de

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vista interesante, luego continuó:—No. Claro que no. Pero también

tenía el cuello cortado. Y de eso sí quese muere uno. Todo el cuello. Cortado.Como un… melón. —Se pasó el dedoíndice por el cuello para demostrarcómo había ido el cuchillo.

Lasse se llevó la mano al cuellocomo para protegerlo, negandolentamente con la cabeza.

—Pero ¿por qué estaba colgado deesa manera?

—¿Y tú qué crees?—No sé.Tommy se pellizcó el labio inferior

mientras ponía cara de estar pensando.

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—Ahora vais a oír lo más raro detodo. Si uno le corta a alguien el cuellopara que éste muera, entonces salemucha sangre. ¿No es así?

Lasse y Robban asintieron. Tommycalló un momento ante la expectación delos otros antes de soltar la bomba.

—Pues en el suelo, debajo, dondecolgaba el chico, no había casi nada desangre. Sólo unas gotas. Y tuvo quehaber expulsado unos cuantos litrosestando allí colgado.

El cuarto del sótano se quedó ensilencio. Lasse y Robban mirabanfijamente al frente con ojos inexpresivoshasta que Robban, irguiéndose, dijo:

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—Ya lo sé. Fue asesinado en otrositio. Y después colgado allí.

—Mmm. Pero en ese caso, ¿por quélo colgó el asesino? Si uno ha matado aalguien lo que quiere es deshacerse delcadáver.

—Tal vez se trate de… un enfermomental.

—Puede. Pero yo creo otra cosa.¿Habéis visto un matadero? ¿Cómohacen con los cerdos? Antes decortarlos les sacan toda la sangre. ¿Ysabéis cómo lo hacen? Los cuelgan bocaabajo. En un gancho. Y les cortan elcuello.

—O sea que tú crees… ¿Cómo?

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¿Que el chico… que el asesino pensabadespedazarlo?

—¿Eeeeh?Lasse miró con incredulidad a

Tommy y a Robban, y de nuevo aTommy, para ver si le estaban tomandoel pelo. Pero no vio ninguna señal deque fuera así y dijo:

—¿Hacen eso? ¿Con los cerdos?—Sí. ¿Qué pensabas tú?—Pues que lo hacía algún tipo de…

máquina.—¿Y te parece que eso sería mejor?—No, pero… ¿están vivos

entonces?, ¿cuándo los… cuelgan?—Sí. Están vivos. Y patalean. Y

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chillan.Tommy imitó a un cerdo chillando y

Lasse se hundió en el sofá mirándose lasrodillas. Robban se levantó, dio unavuelta y se volvió a sentar en el sofá.

—Pero eso no encaja. Si el asesinopensaba descuartizarlo, tendría quehaber sangre.

—Eso lo has dicho tú, que pensabadescuartizarlo. Yo no lo creo.

—¿No? ¿Qué piensas tú entonces?—Yo creo que lo que buscaba era la

sangre. Que por eso mató al chico. Parasacarle la sangre. Y que se la llevó.

Robban asintió lentamente con lacabeza mientras con el dedo se rascaba

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la costra de una espinilla grande en lacomisura de la boca.

—Pero ¿para qué? ¿Para beberla, opara qué?

—Sí. Por ejemplo.Tommy y Robban se hundieron en

representaciones mentales del asesinatoy de lo que habría ocurrido luego.Después de un rato, Lasse levantó lacabeza y los interrogó con la mirada.Tenía lágrimas en los ojos.

—¿Se mueren pronto los cerdos?Tommy le miró duramente a los

ojos.—No.—Salgo un momento.

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—No…—Salgo sólo al patio.—No te irás a ningún otro sitio,

¿verdad?—Que no.—Te llamo cuando sea la hora.—No. Ya vengo yo. Tengo reloj. No

me llames.Oskar se puso la cazadora, el gorro.

Se detuvo cuando iba a meter un pie enla bota. Fue con sigilo hasta suhabitación y cogió el cuchillo, se loguardó dentro de la cazadora. Se ató lasbotas. Se oyó de nuevo la voz de sumadre desde el cuarto de estar:

—Hace frío fuera.

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—Tengo el gorro.—¿En la cabeza?—No. En el pie.—No es para hacer bromas. Ya

sabes lo que te pasa…—Hasta luego.—… con los oídos.Salió, miró el reloj. Las siete y

cuarto. Tres cuartos de hora hasta queempezara la tele. Seguro que Tommy ylos otros estaban abajo, en el cuarto delsótano, pero no se atrevía a ir allí.Tommy era majo, pero los otros…Sobre todo si habían esnifado podíantener ideas raras.

Así que se dirigió al parque infantil

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que estaba en el centro del patio. Dosárboles gruesos que a veces usabancomo porterías, un tobogán, un cajón conarena y tres columpios con neumáticosde coches colgando de las cadenas. Sesentó en uno de los neumáticos y secolumpió despacio.

Le gustaba aquel sitio por la tarde. Asu alrededor un gran cuadrado concientos de ventanas iluminadas, y élsentado en la oscuridad. Seguro y soloal mismo tiempo. Sacó el cuchillo de lafunda. La hoja era tan reluciente quepodía ver las ventanas reflejadas enella. La luna.

Una luna sangrienta…

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Oskar se levantó del columpio,avanzó con sigilo hasta estar frente a unode los árboles, le habló:

—¿Qué miras, idiota? ¿Quieresmorir o qué?

El árbol no contestó y Oskar leclavó el cuchillo, con cuidado. Noquería estropear el brillante filo.

—Eso es lo que pasa si alguien sequeda mirándome.

Giró el cuchillo de forma que unapequeña astilla se desprendió del árbol.Un trozo de carne. Dijo en voz baja:

—Chilla como un cerdo, vamos.Se quedó quieto. Le pareció haber

oído algo. Echó una ojeada a su

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alrededor con el cuchillo pegado a lacadera. Lo levantó a la altura de losojos, lo miró. La punta estaba tanreluciente como antes. Utilizando la hojacomo espejo la orientó hacia la escaleradel tobogán. Allí había alguien. Alguienque no estaba allí antes. Una figuraborrosa contra el acero limpio. Bajó elcuchillo mirando directamente a lo altodel tobogán. Sí. Pero no era el asesinode Vällingby. Era un niño.

La luz era suficiente como paraprecisar que era una chica a la que nohabía visto nunca en el patio. Oskar dioun paso en dirección a la escalera. Lachica no se movió. Se quedó allí arriba

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mirándole.Dio otro paso y de pronto sintió

miedo. ¿De qué? De sí mismo. Con elcuchillo fuertemente agarrado avanzabahacia la chica para clavárselo.

Bueno, no era así, claro. Peroparecía así, por un momento. Y ella sinasustarse.

Oskar se detuvo, metió el cuchillo enla funda y lo guardó dentro de lacazadora.

—Hola.La chica no contestó. Oskar estaba

ya tan cerca de ella que podía ver quetenía el pelo oscuro, la cara pequeña,los ojos grandes. Unos ojos abiertos de

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par en par que lo miraban tranquilos.Sus manos descansaban blancas en unabarra de la escalera.

—He dicho hola.—Lo he oído.—¿Y entonces por qué no has

contestado?La chica se encogió de hombros. Su

voz no era tan clara como él habíapensado que sería. Sonaba como alguiende su misma edad.

Parecía rara. Media melena negra.Cara redonda, nariz pequeña. Como unade esas muñecas recortables que salenen las páginas infantiles de la revistaHemmets Journal. Muy… bonita. Pero

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había algo. No tenía gorro ni cazadora.Sólo un fino jersey de color rosa, con elfrío que hacía.

La chica señaló con la cabeza elárbol en el que Oskar había clavado elcuchillo.

—¿Qué haces?Oskar se sonrojó, pero en la

oscuridad no se notaría.—Estoy practicando.—¿Para qué?—Por si viniera el asesino.—¿Qué asesino?—El de Vällingby. El que acuchilló

a ese chico. La chica lanzó un suspiro ymiró a la luna. Luego se inclinó hacia

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delante.—¿Tienes miedo?—No, pero un asesino, claro está,

es… es, bueno, si uno puede…defenderse. ¿Vives aquí?

—Sí.—¿Dónde?—Allí —la chica señalaba el portal

que estaba al lado del de Oskar—. Allado del tuyo.

—¿Y tú cómo sabes dónde vivo yo?—Te vi antes, por la ventana.A Oskar se le encendieron las

mejillas. Mientras trataba de encontraralgo que decir, la chica saltó de laescalera y aterrizó delante de él. Un

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salto de más de dos metros.Seguro que hace gimnasia o algo

así.Era casi exactamente igual de alta

que él pero mucho más delgada. Eljersey de color rosa se ceñía sobre sucuerpo delgado, sin asomo de pechos.Sus ojos eran negros, enormes, enaquella cara pequeña y pálida. Levantóuna mano delante de él, como siestuviera parando algo que se acercaba.Tenía los dedos largos, finos comoramitas.

—No puedo hacerme amiga tuya.Para que lo sepas.

Oskar se cruzó de brazos. Sintió los

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bordes de la funda del cuchillo bajo lamano a través de la cazadora.

—¿Y eso por qué?Una de las comisuras de los labios

de la muchacha se contrajo en unaespecie de sonrisa.

—¿Hace falta alguna razón? Te digolas cosas como son. Para que lo sepas.

—Sí, sí.La chica se dio media vuelta y,

alejándose de Oskar, caminó hacia suportal. Cuando había dado ya algunospasos, Oskar dijo:

—¿Y crees que yo quiero ser amigotuyo? Eres tonta de remate.

La chica se paró. Permaneció quieta

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un instante. Se dio media vuelta y fueotra vez donde estaba Oskar, se detuvofrente a él. Entrelazó los dedos y dejócaer los brazos.

—¿Qué has dicho?Oskar cruzó los brazos aún más

fuerte sobre el pecho, apretó la manocontra la empuñadura del cuchillo ymiró al suelo.

—Que eres tonta… si dices eso.—¿De verdad?—Sí.—Perdona entonces. Pero es así.Permanecieron quietos, a medio

metro el uno del otro. Oskar continuómirando al suelo. Le llegó un olor

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extraño que venía de la chica.Hacía un año que Bobby, su perro,

había tenido una infección en las patas yal final tuvieron que sacrificarlo. Elúltimo día Oskar no había ido a laescuela, se había quedado en casaechado durante varias horas al lado delperro enfermo, despidiéndose de él.Bobby le había olido entonces como lachica ahora. Oskar arrugó la nariz.

—¿Eres tú la que huele tan raro?—Puede ser.Oskar levantó la vista del suelo. Se

arrepentía de lo que había dicho.Parecía tan… frágil con ese jersey tanfino. Quitó los brazos del pecho e hizo

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un gesto hacia ella.—¿No tienes frío?—No.—¿Por qué no?La muchacha alzó las cejas, arrugó

la cara y pareció por un momentomucho, mucho más mayor de lo que era.Como una mujer vieja a punto deecharse a llorar.

—Habré olvidado cómo se hace.La chica se dio rápidamente la

vuelta y fue hacia su portal. Oskar sequedó allí mirándola. Cuando llegódelante de la pesada puerta, Oskar pensóque tendría que empujar con las dosmanos para poder abrirla. Pero ocurrió

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lo contrario: cogió el picaporte con unamano y la abrió con tanta fuerza quegolpeó contra el tope que había en elsuelo, rebotó y se cerró tras ella.

Oskar se metió las manos en losbolsillos y se puso triste. Pensaba enBobby. En el aspecto que tenía en lacaja que su padre le había construido.En la cruz que él había hecho en la clasede trabajos manuales y que se rompiócuando la iban a clavar en el suelohelado.

Debería hacer una nueva.

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Viernes 23 de Octubre

Håkan estaba sentado en el metro otravez, en dirección al centro. Con diezbilletes de mil coronas enrollados yatados con una goma en el bolsillo delpantalón. Con ellos iba a hacer algobueno. Salvaría una vida.

Diez mil coronas era mucho dinero,y teniendo en cuenta las campañas deSave the Children que decían que «Milcoronas pueden dar comida a unafamilia entera durante un año» y otraspor el estilo, debería de ser posible condiez mil coronas salvar una vidatambién en Suecia.

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¿Pero la de quién? ¿Dónde?Uno no podía ir alegremente dando

el dinero al primer drogadicto que seencontrase y esperar que… no. Y tendríaque ser una persona joven. Sabía que erauna tontería, pero lo ideal sería uno deesos niños con lágrimas en los ojoscomo en los cuadros. Un niño que conlágrimas en los ojos cogiera el dineroy… ¿Y qué?

Se bajó en la estación de Odenplansin saber por qué; caminó hacia labiblioteca pública. Mientras vivía enKarlstad, cuando trabajaba comoprofesor de sueco en los cursossuperiores de la enseñanza obligatoria y

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todavía tenía una casa donde vivir, erade sobra conocido en el ambiente que labiblioteca pública de Estocolmo eraun… buen sitio.

Hasta que no vio el gran cilindro dela biblioteca, conocido por lasfotografías en libros y revistas, no supoque era por eso por lo que se habíabajado aquí. Porque era un buen sitio.Alguien del ambiente, probablementeGert, había contado lo que había quehacer para comprar sexo aquí.

Él no lo había hecho nunca. Lo decomprar sexo.

Una vez Gert, Torgny y Ove habíanencontrado un chico cuya madre, una de

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las conocidas de Ove, había traído deVietnam. El chico tendría unos doceaños y sabía lo que se esperaba de él, lepagaban bien por ello. Sin embargo,Håkan no fue capaz. Había bebido unpoco de su Bacardi con cola,disfrutando del cuerpo desnudo delchico dando vueltas por la habitación enla que se habían reunido. Pero luego seacabó.

A los otros, el chico se la habíamamado de uno en uno, pero cuando letocó el turno a Håkan se le hizo un nudoen el estómago. Toda la situación erademasiado asquerosa. La habitación olíaa excitación, alcohol y semen. Una gota

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de esperma de Ove brillaba en lamejilla del chaval. Håkan apartó lacabeza del muchacho cuando seinclinaba sobre su entrepierna.

Los otros lo habían insultado; alfinal, puras amenazas. Él había sidotestigo, tenía que ser cómplice. Loridiculizaron por sus escrúpulos, peroése no era el problema. Sólo que era tanfeo, todo. El apartamento de Åke, de unasola habitación, donde él solía pasar lasnoches; los cuatro sillones desigualesespecialmente dispuestos para laocasión, la música de baile que salíapor el estéreo.

Pagó su parte de la juerga y no

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volvió a ver a los otros. Él tenía susrevistas y fotografías, sus películas. Erasuficiente. Era posible que ademássintiera escrúpulos, que sólo en aquellaocasión se habían manifestado como unaintensa aversión ante la situación.

Entonces, ¿por qué voy a labiblioteca?

Podría coger un libro. El fuego dehacía tres años había devorado toda suvida, y con ella sus libros. Sí. La joyade la Reina de Almqvist, lo podía tomarprestado, antes de hacer su buena obra.

Estaba todo muy tranquilo en labiblioteca a esas horas de la mañana.Señores mayores y estudiantes, la

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mayoría. Enseguida encontró el libroque buscaba, leyó las primeras palabras.

¡Tintomara! Dos cosas son blancas:inocencia y arsénico.Lo volvió a dejar en la estantería.

Malas sensaciones. Le recordaba suvida anterior.

Había amado aquel libro, lo habíausado en la enseñanza. Leer las primeraspalabras le había hecho añorar un sillónde lectura. Y un sillón de lectura teníaque estar en una casa que fuera suya, unacasa llena de libros, y tendría que tenerun trabajo de nuevo y tendría que… yquería. Pero había encontrado el amor, yél era el que imponía las condiciones

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ahora. Nada de sillones.Se frotó las manos como para borrar

las huellas del libro que habían sujetadoy entró en una sala que había al lado.

Una mesa alargada con personasleyendo. Palabras, palabras, palabras.Al fondo de la sala se sentaba un chicojoven con cazadora de cuerocolumpiándose en la silla mientrashojeaba sin mayor interés un libro conilustraciones. Håkan se dirigió hacia allíe hizo como que examinaba los libros degeología mirando de reojo al muchachode vez en cuando. Finalmente, el chicoalzó la mirada y ambas se cruzaron; elchaval arqueó las cejas como

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preguntando:—¿Quieres?No, claro que no quería. El chico

tenía unos quince años, con la caraaplanada de los europeos del este,espinillas y los ojos rasgados yprofundos. Håkan se encogió dehombros y salió de la sala.

Fuera ya de la entrada principal elmuchacho lo alcanzó, hizo un gesto conel dedo y preguntó:

—Fire?Håkan negó con la cabeza.—Don't smoke.—Okey.El chico sacó un encendedor de

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plástico, encendió un cigarrillo, le mirócon los ojos entornados a través delhumo.

—What you like?—No, I…—Young? You like young?Se apartó del muchacho, alejándose

de la entrada principal donde cualquierapodía verle. Necesitaba pensar. Nohabía imaginado que esto fuera tansencillo. Había sido una especie dejuego, comprobar si era cierto lo quehabía dicho Gert.

El chico lo siguió, se puso a su ladojunto al muro de piedra.

—How? Eight, nine? Is difficult,

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but…—¡NO!Parecía tan endiabladamente

perverso. Un pensamiento tonto. Ni Oveni Torgny habían tenido un aspecto…especial, en lo más mínimo. Hombresnormales con trabajos normales. Elúnico, Gert, que vivía de la inmensaherencia que le había dejado su padre ypodía permitirse cualquier cosa, ydespués de sus muchos viajes alextranjero había empezado a tener unaspecto francamente repulsivo. Unaflacidez alrededor de la boca, unapelícula en los ojos.

El chico se calló cuando Håkan alzó

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la voz, observándolo a través deaquellas hendiduras que tenía por ojos.Dio otra calada al cigarrillo, lo tiró alsuelo y lo pisó, extendió los brazos.

—What?—No, I just…El muchacho se le acercó un poco.—What?—maybe… twelve?—Twelve? You like twelve?—I… yes.—Boy.—Yes.—Okey. You wait. Number two.—Excuse me?—Number two. Toilet.

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—Oh. Yes.—Ten minutes.El chico se subió la cremallera de la

cazadora y desapareció escaleras abajo.Doce años. Cabina dos. Diez

minutos.Aquello era tonto, tonto de verdad.

¿Y si llegaba un policía? Tenían queestar al corriente de lo que pasaba allídespués de tantos años. Entonces sejodió. Lo iban a relacionar con eltrabajo que había realizado dos díasantes y sería el fin de todo. No podíahacer aquello.

Voy hasta los servicios, sólo a verqué tal resulta.

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En los servicios no había nadie. Unurinario y tres cabinas. El número dos,lógicamente, sería el del medio. Pusouna corona en la cerradura, abrió yentró, cerró la puerta y se sentó en elretrete.

Las paredes de la cabina estabanllenas de pintadas. Nada que unoesperara encontrarse en una bibliotecapública. Alguna que otra cita literaria:

HARRY ME, MARRY ME, BURYME, BITE ME.

Pero lo que más, dibujos obscenos ychistes:

«Mejor un pollo frito en la mano queuna polla fría en el ano».

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«No es lo mismo tubérculo que vertu culo».

Y una cantidad increíblementegrande de números de teléfono a los queuno podía llamar si tenía algún deseoespecial. Un par de ellos llevabandibujos y seguramente eran auténticos.No sólo de alguien que quería tomar elpelo a otro.

Bueno. Ya había visto cómo eraaquello. Ahora debería marcharse deallí. No podía estar seguro de qué se leocurriría al de la cazadora de cuero. Selevantó, orinó, se sentó de nuevo. ¿Porqué había orinado? No había sidoporque tuviera especialmente ganas. Él

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sabía por qué lo había hecho.En caso de que…La puerta de fuera se abrió. Contuvo

la respiración. Algo dentro de élconfiaba en que fuera un policía. Unhombre policía grandote que abriera lapuerta de su cabina de una patada y lomaltratara con la porra antes dearrestarlo.

Voces bajas, pasos quedos, un golpesuave en la puerta.

—¿Sí?Otro golpecito. Tragó un

embarazoso nudo de saliva y abrió.Fuera había un chico de once, doce

años. Rubio, la cara con forma de

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cebolla. Labios delgados, ojos azulesinexpresivos. Anorak rojo, algo grandepara él. Justo detrás estaba el chavalmás mayor con la cazadora de cuero.Enseñó cinco dedos.

—Five hundred —pronunciaba«hundred» como «chundred».

Håkan asintió y el chico mayorempujo con cuidado al menor dentro dela cabina y cerró la puerta. ¿No eramucho quinientas coronas? No es queimportara, pero…

Miró al muchacho que habíacomprado. Alquilado. ¿Tomaba algunaclase de droga? Probablemente. Tenía lamirada ausente, desenfocada. El chico

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estaba apoyado en la puerta a mediometro de distancia. Era tan bajo queHåkan no tuvo que levantar la cabezapara mirarle a los ojos.

—Hello.El chaval no contestó, sólo movía la

cabeza señalando su entrepierna, hizo ungesto con el dedo: Bájate la cremallera.Håkan obedeció. El chico suspiró, hizode nuevo un gesto con el dedo: Sácate elpene.

Le ardían las mejillas al hacer loque el muchacho decía. De manera queesto era así. Él era el que obedecía. Noponía ningún deseo en ello. No era élquien lo hacía. Su pequeño pene no tenía

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ni la más mínima erección, casi nollegaba a la tapa del retrete. Uncosquilleo cuando el glande entró encontacto con su fría superficie.

Entornó los ojos, intentandorecomponer las facciones de la cara delchaval para que se parecieran más a lasde su amada. No funcionó. Su amada erabella. Pero no el muchacho que ahora seponía de rodillas y acercaba la cabeza asu entrepierna.

La boca.Pero había algo raro en esa boca.

Puso la mano en la frente del chico antesde que la boca alcanzara su objetivo.

—Your mouth?

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El chaval negó con la cabeza yapretó la frente contra la mano de Håkanpara seguir con su trabajo. Pero ya nofuncionaba. Había oído hablar de esascosas.

Puso el dedo gordo sobre el labiosuperior del chico y lo levantó. No teníadientes. Alguien se los había extraídopara que hiciera mejor su trabajo. Elmuchacho se levantó; se oyó un crujidosuave procedente de la cazadora cuandose cruzó de brazos. Håkan se guardó elpene, se subió la cremallera y se quedómirando fijamente al suelo.

De esta forma no. De esta formanunca.

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Algo apareció ante sus ojos. Unamano extendida. Cinco dedos.Quinientas coronas.

Sacó el rollo de billetes del bolsilloy se lo tendió al chaval. Éste quitó lagoma, pasó el índice por el borde de losdiez billetes, puso otra vez la goma ylevantando el rollo dijo:

—Why?—Because… your mouth. Maybe

you can… get new teeth.El muchacho hasta sonrió. No una

sonrisa radiante, pero las comisuras desus labios se levantaron un poco. Quizásólo se reía de la tontería de Håkan. Sequedó pensando, luego sacó un billete

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de mil del rollo y se lo guardo en elbolsillo exterior de la cazadora. El rolloen un bolsillo interior. Håkan asintió.

El chaval abrió la puerta, dudó.Luego se volvió hacia Håkan, leacarició la mejilla.

—Sank you.Håkan puso su mano sobre la del

muchacho, la apretó contra su mejilla,cerró los ojos. Si alguien pudiera…

—Forgive me.—Yes.El chico retiró la mano. Su calor

permanecía aún en la mejilla de Håkancuando la puerta de fuera se cerró trasél. Håkan se quedó sentado en el

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servicio, mirando fijamente algo quealguien había escrito en el marco de lapuerta:

«SEAS QUIEN SEAS, TE AMO».Debajo, otro había escrito:«¿QUIERES POLLA?».Hacía rato que el calor había

desaparecido de su mejilla cuando seencaminó hacia el metro y con lasúltimas coronas que tenía compró unperiódico. Cuatro páginas dedicadas alasesinato. Había entre otras cosas unafotografía de la hondonada en la que lohizo. Estaba llena de velas encendidas,flores. Miró la fotografía y no sintiógran cosa.

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Si supierais. Perdonadme, pero sisupierais.

De vuelta a casa después de laescuela Oskar se detuvo bajo las dosventanas del piso de la chica. La máspróxima quedaba sólo a dos metros dela de su habitación. Las persianasestaban bajadas y sólo se veían losmarcos rectangulares de las ventanas, decolor gris claro en contraste con el grisoscuro del cemento. Parecíasospechoso. Probablemente se tratabade algún tipo de… familia rara.

Drogadictos.Oskar echó una ojeada a su

alrededor, luego entró en el portal y leyó

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los nombres en el tablón. Cincoapellidos muy bien puestos con letras deplástico. Un espacio estaba vacío. Elanterior nombre, HELLBERG, aúnpodía distinguirse por la marca impresaque habían dejado las letras en elterciopelo descolorido por el sol. Perono había otras nuevas. Ni siquiera unpapel.

Subió corriendo los dos tramos deescaleras hasta la puerta donde vivía lachica. Lo mismo allí. Nada. El cartelitode la rendija para el correo no teníaletras. Eso era lo normal cuando un pisoestaba deshabitado.

¿Habría mentido? A lo mejor no

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vivía aquí, pero claro, había entrado enel edificio. Sí. Aunque podía haberlohecho de todas formas. Si ella… Abajose abrió el portal.

Se apartó y bajó rápidamente lasescaleras. Ojalá no fuera ella. Podríapensar que él, de algún modo… Pero noera.

En mitad del segundo tramo Oskar seencontró con un hombre al que no habíavisto antes. Un hombre bajo, corpulentoy medio calvo que sonrió con unasonrisa demasiado grande para sernormal.

Al ver a Oskar, levantó la cabeza ysaludó; en la boca aún llevaba impresa

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aquella sonrisa de circo.Oskar se paró abajo, en el portal;

escuchó. Le oyó sacar las llaves y abrirla puerta. La puerta de ella. El hombresería probablemente su padre. La verdades que Oskar no había visto nunca a undrogadicto tan viejo, pero parecíaenfermo del todo.

No es raro que esté chiflada.Bajó hasta el parque, se sentó en el

borde del cajón de arena y estuvo atentoa las ventanas para ver si subían laspersianas. Hasta la del cuarto de bañoparecía cubierta por dentro; el cristalera más oscuro que los de todas lasdemás ventanas de los cuartos de baño.

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Sacó del bolsillo de la cazadora sucubo de Rubik. Crujía y chirriabacuando lo giraba. Una copia. Elauténtico iba mucho más suave, perocostaba cinco veces más y sólo lo habíaen la juguetería bien vigilada deVällingby.

Había hecho dos caras de un solocolor y de la tercera no le quedaba casinada, pero era imposible completarlasin estropear las dos que ya tenía listas.Había guardado una doble página delperiódico Expressen donde describíanlos distintos tipos de giros y gracias aeso había conseguido hacer las doscaras, pero luego se había vuelto

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bastante más difícil.Estaba mirando el cubo, tratando de

pensar una solución en lugar de sólo darvueltas. No se le ocurría. Era como si sucerebro no pudiera con aquello. Seapretó el cubo en la frente, intentandopenetrar en su interior. Pero nada. Pusoel cubo en el borde del cajón, a unadistancia de medio metro, lo mirófijamente.

¡Deslízate! ¡Deslízate! ¡Deslízate!Telequinesia, lo llamaban. En

Estados Unidos habían hechoobservaciones. Había personas que lopodían hacer. ESP. Extra SensoryPerception. Oskar daría cualquier cosa

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por poder hacer algo así.Y tal vez… tal vez podía.El día en la escuela no había sido

tan malo. Tomas Ahlstedt intentóquitarle la silla en el comedor cuando seiba a sentar, pero Oskar se había dadocuenta a tiempo. Eso había sido todo. Seiría al bosque con el cuchillo, a aquelárbol. Haría un experimento más serio.Nada de calentarse como ayer.

Con tranquilidad y precisión iba aclavar el cuchillo en el árbol, hacerloastillas, teniendo todo el tiempo ante síla cara de Tomas Ahlstedt. Aunque…claro, estaba lo del asesino. Elauténtico asesino que se encontraba en

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algún sitio.No. Tendría que esperar hasta que

encerraran al asesino. Por otro lado, sise trataba de un asesino normal elexperimento no tenía ningún valor.Oskar miró el cubo y se imaginó un rayoque iba desde sus ojos hasta el cubo.

¡Deslízate! ¡Deslízate! ¡Deslízate!No pasó nada. Se metió el cubo en el

bolsillo y se levantó, sacudiéndose algode arena de los pantalones. Miró hacialas ventanas. Las persianas estabantodavía bajadas.

Entró para trabajar en su cuadernode recortes, cortar y pegar los artículosdel asesinato de Vällingby.

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Probablemente, llegarían a ser muchoscon el tiempo. Sobre todo si ocurría otravez. Tenía alguna esperanza de que fueraasí. Preferiblemente en Blackeberg.

Para que la policía fuera a la escuelay los profesores se pusieran serios einquietos, para que se creara eseambiente que a él le gustaba.

—Nunca más. Digas lo que digas.—Håkan…—No. Y nada más que no.—Me muero.—Pues muérete.—¿Lo dices en serio?—No. Claro que no. Pero puedes

tú… misma.

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—Estoy demasiado débil. Todavía.—No estás débil.—Débil para eso.—Sí. Entonces no sé. Pero yo no lo

hago otra vez. Es tan repugnante, tan…—Lo sé.—No lo sabes. Para ti es distinto,

es…—¿Qué sabes tú cómo es para mí?—Nada. Pero al menos tú eres…—¿Crees que… disfruto con ello?—No sé. ¿Disfrutas?—No.—Conque no. No, no. Bueno, sea

como sea… yo no lo vuelvo a hacer.Puede que hayas tenido otros que te

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ayudaran, que hayan sido… mejores queyo.

—¿Los has tenido?—Sí.—Ya… ya…—¿Håkan? ¿Tú…?—Te quiero.—Sí.—¿Tú me quieres? ¿Un poco

siquiera?—¿Lo harías otra vez si te dijera que

te quiero?—No.—Quieres decir que te voy a querer

de todas formas, ¿no?—Sólo me quieres si te ayudo a

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mantenerte viva.—Sí. ¿No es eso el amor?—Si creyera que me quieres, aunque

yo no te quisiera…—¿Sí?—… entonces puede que lo hiciera.—Te quiero.—No te creo.—Håkan. Puedo valerme unos días

más, pero luego…

—Procura empezar a querermeentonces.

Viernes por la tarde en el chino. Sonlas ocho menos cuarto y toda lacuadrilla está reunida. Menos Karlsson,

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que está en casa viendo el concurso detelevisión, Notknäckarna, y la verdadque no importa. Muy divertido no es quesea. Aparecerá más tarde, cuando hayaacabado, tirándose faroles acerca decuántas preguntas se sabía. En la mesade la esquina, con espacio para seis,más próxima a la puerta, están sentadosLacke, Morgan, Larry y Jocke. Jocke yLacke discuten acerca de qué tipos depeces pueden vivir tanto en agua dulcecomo en agua salada. Larry lee elperiódico y Morgan mueve las piernasmarcando el ritmo de una música que noes la música de fondo china que salediscretamente de los altavoces ocultos.

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En la mesa están los vasos decerveza más o menos llenos. En lapared, por encima de la barra, cuelgansus retratos.

El dueño del restaurante tuvo quehuir de China cuando la revolucióncultural por las caricaturas satíricas quehizo de los mandatarios. Ahora empleaesa habilidad con los clientes. En lasparedes cuelgan doce primorosascaricaturas hechas a rotulador.

Todos los tíos. Y Virginia. Losretratos de los tíos son primeros planosen los que se han resaltado los rasgosespeciales de sus fisonomías.

La cara arrugada, casi hueca, de

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Larry y un par de orejas enormes que sedespegan de la cabeza le dan el aspectode un elefante famélico.

De Jocke destacan sus cejaspobladas y continuas, convertidas enrosales donde un pájaro, tal vez unruiseñor, aparece trinando.

Morgan, por su estilo, aparece conlos rasgos prestados del último Elvis.Grandes patillas y una expresión de«Hunka-hunka-löööve, baby» en losojos. Con la cabeza puesta sobre uncuerpo minúsculo que sujeta una guitarray tiene la pose de Elvis. Morgan estámás orgulloso de ese retrato de lo que élmismo quiere reconocer.

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Lacke aparece más preocupado. Losojos agrandados le dan una expresión desufrimiento exagerado. El humo delcigarrillo que tiene en la boca seconcentra en una nube de tormenta sobresu cabeza.

Virginia es la única que apareceformalmente retratada de cuerpo entero.Con un vestido de noche, luciendo comouna estrella envuelta en brillanteslentejuelas, aparece con los brazosabiertos, rodeada por una piara decerdos que la miran sin comprender. Porencargo de Virginia, el dueño hizo otrodibujo exactamente igual para quepudiera llevárselo a casa.

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Hay más. Algunos que no pertenecenal grupo. Algunos que han dejado devenir. Algunos que han muerto.

Charlie se cayó en las escaleras deentrada a su portal una noche cuandovolvía a casa. Se partió el cráneo contrael cemento agrietado. Gurkan tuvocirrosis y murió de hemorragia en lagarganta. Un par de semanas antes demorir, una tarde se había levantado lacamisa y les había mostrado una especiede tela de araña formada por venas quele salían del ombligo. «Menudo tatuajemás caro», había dicho entonces, y pocodespués estaba muerto. Habían honradosu memoria poniendo su retrato en la

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mesa y brindando con él toda la noche.Karlsson no tiene retrato.Esta noche del viernes va a ser la

última que pasen juntos. Mañana, uno deellos va a desaparecer para siempre.Habrá otro retrato que cuelgue en lapared sólo como un recuerdo. Y ya nadavolverá a ser igual.

Larry apoyó el periódico, dejó lasgafas de lectura sobre la mesa y dio untrago a su cerveza.

—Sí. Joder. ¿Qué tiene un tipo asíen la cabeza?

Enseñó el periódico, donde ponía«LOS NIÑOS ESTÁN ASUSTADOS»sobre una fotografía de la escuela de

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Vällingby y una fotografía más pequeñade un hombre de mediana edad. Morganmiró el periódico y, señalando,preguntó:

—¿Es el asesino?—No, es el director de la escuela.—A mí me parece un asesino.

Típico asesino.Jocke alargó la mano hacia el

periódico:—¿Me dejas verlo…?Larry le tendió el periódico y Jocke

lo mantuvo con los brazos estiradosmirando la fotografía.

—A mí me parece un políticoconservador. Morgan asintió.

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—Eso es precisamente lo que estoydiciendo. Jocke volvió el periódicohacia Lacke, para que éste pudiera verla fotografía.

—¿A ti qué te parece?Lacke la miró con desgana.—No, no sé. A mí todo esto me pone

malo.Larry echó vaho en las gafas y se las

limpió con la camisa.—Lo cogerán. Nadie se libra con

una cosa así. Morgan, que estabatamborileando en la mesa con los dedos,se estiró a coger el periódico.

—¿Cómo acabó el Arsenal?Larry y Morgan pasaron a discutir la

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baja calidad del fútbol inglés en elmomento actual. Jocke y Lackepermanecieron un rato en silenciobebiendo su cerveza y fumando. LuegoLacke sacó el tema de la merluza, que siiba a desaparecer del Báltico. Y asícontinuó la noche.

Karlsson no apareció, pero hacia lasdiez entró un hombre al que ninguno deellos había visto antes. A esas alturas, laconversación se había vuelto másintensa y nadie observó la llegada delnuevo hasta que éste se sentó solo en unamesa que estaba en el otro extremo dellocal.

Jocke se acercó a Larry.

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—¿Quién es?Larry miró discretamente, negó con

la cabeza.—No sé.Al nuevo le sirvieron un whisky

doble y se lo tomó de un trago, pidióotro. Morgan echó aire entre los labioscon un silbido.

—Aquí vamos a toda pastilla.El hombre parecía no ser consciente

de que lo estaban observando. No hacíaotra cosa que estar sentado a la mesamirándose las manos, parecía como sitoda la miseria del mundo estuvieraconcentrada en una mochila que colgarade sus hombros. Se tomó enseguida su

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segundo whisky y pidió otro.El camarero se inclinó hacia él y le

dijo algo. El hombre rebuscó con lamano en el bolsillo y sacó unos billetes.El camarero hizo un gesto con las manoscomo diciendo que no quería decir eso,aunque eso era precisamente lo quehabía querido decir, y se retiró paraservir un nuevo pedido.

No sorprendía que el crédito delhombre se hubiera puesto en duda. Susropas estaban arrugadas y manchadascomo si hubiera dormido en algún sitiopoco cómodo. La corona de pelo sinarreglar alrededor de la calva le caíahasta las orejas. Su rostro aparecía

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dominado por una nariz bastante grande,roja, y una barbilla saliente. Entre ellas,un par de labios pequeños y abultadosque se movían de vez en cuando, comosi el hombre hablara consigo mismo. Nohizo ni el más mínimo gesto cuando lesirvieron el whisky.

El grupo volvió a la discusión en laque estaban metidos: si Ulf Adelsohn noiba a ser todavía peor de lo que habíasido Gösta Bohman. Sólo Lacke, de vezen cuando, miraba de reojo al nuevo.Después de un rato, cuando el hombre yahabía tenido tiempo de pedir otrowhisky más, dijo:

—¿No deberíamos… preguntarle si

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quiere sentarse con nosotros?Morgan echó una mirada por encima

del hombro al forastero, que se habíahundido un poco más en la silla.

—No. ¿Por qué? Le ha dejado lamujer, el gato se ha muerto y la vida esun infierno. Eso ya me lo sé yo.

—A lo mejor invita.—Eso ya es otro cantar. Entonces

puede que tenga también cáncer—Morgan se encogió de hombros—.

A mí no me importa.Lacke miró a Larry y a Jocke. Por

señas le dijeron que estaba bien y Lackese levantó y fue hasta la mesa delhombre.

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—Hola.El hombre levantó los ojos hacia

Lacke. Tenía la mirada completamenteturbia. El vaso que había en la mesaestaba casi vacío. Lacke, apoyándose enla silla que estaba al otro lado de lamesa, se inclinó hacia él.

—Sólo queríamos preguntarte siquieres… sentarte con nosotros.

El hombre movió la cabeza despacioe hizo un gesto torpe de rechazo con lamano.

—No. Gracias. Pero siéntate.Lacke sacó la silla y se sentó. El

hombre se tomó lo que quedaba en elvaso e hizo una señal al camarero.

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—¿Quieres algo? Te invito.—Entonces, lo mismo que tú.Lacke no quería decir la palabra

«whisky» porque parecía mal pedirle aalguien que te invite a algo tan caro,pero el hombre asintió, y cuando elcamarero se acercó hizo el signo de la Vcon los dedos señalando a Lacke. Lackese echó hacia atrás en la silla. ¿Cuántotiempo hacía que no se tomaba unwhisky en un bar? Tres años. Por lomenos.

El hombre no daba señales de quereriniciar una conversación, así que Lackecarraspeó y dijo:

—Vaya frío que hemos tenido.

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—Sí.—Seguro que pronto nieva.—Mmm.El whisky llegó a la mesa e hizo

superflua la conversación por unmomento. Incluso a Lacke le sirvieronuno doble y sintió cómo los ojos de suscompañeros se le clavaban en laespalda. Después de un par de sorbitoslevantó el vaso.

—Bueno, salud. Y gracias.—Salud.—¿Vives por aquí?El hombre miraba fijamente al aire,

parecía que consideraba la preguntacomo si fuera algo en lo que él mismo

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nunca se había parado a pensar. Lackeno pudo decidir si el movimiento decabeza que hacía el otro era unarespuesta o si formaba parte de sumonólogo interno.

Lacke dio un sorbo más, decidió quesi el hombre no contestaba a la próximapregunta significaba que quería estartranquilo, no hablar con nadie. En esecaso Lacke cogería su vaso e iría asentarse con los otros. Habría hecho loque exige la cortesía cuando a uno loinvitan. Deseaba que el hombre nocontestase.

—Bueno. ¿A qué te dedicas?—Yo…

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El hombre arqueó las cejas y lascomisuras de los labios se elevaron deforma convulsiva en un esbozo desonrisa que se desvaneció.

—… ayudo un poco.—Ah. ¿Con qué?Una especie de prudencia cruzó sus

ojos cuando su mirada se encontró conla de Lacke. Éste sintió un ligeroestremecimiento en la parte baja de laespalda. Como si una hormiga negra lehubiera picado encima de la rabadilla.

El hombre se frotó los ojos y pescóalgunos billetes de cien en el bolsillodel pantalón, los dejó sobre la mesa y selevantó.

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—Disculpa. Tengo que…—Vale. Gracias por el whisky.Lacke alzó su vaso hacia el hombre,

pero éste ya iba camino del perchero,descolgó a tientas su abrigo y salió.Lacke siguió sentado de espaldas algrupo mirando el pequeño montón debilletes. Cinco de cien. Un whisky doblecostaba sesenta coronas, y se habríanbebido cinco, posiblemente seis.

Lacke miró de soslayo. El camareroestaba ocupado cobrando a una parejade viejos, los únicos clientes que habíancenado. Mientras se levantaba, Lackecogió un billete y lo arrebujórápidamente en la mano hasta

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convertirlo en una bola, se metió lamano en el bolsillo y volvió con suscolegas.

A mitad de camino se dio cuenta, sevolvió a la mesa y volcó lo que habíaquedado en el vaso del otro en su propiovaso, se lo llevó.

La típica noche con suerte.—Pero si esta noche echan

Notknäckarna.—Sí, pero vengo.—Empieza en… media hora.—Lo sé.—¿Qué tienes tú que hacer por ahí a

estas horas?—Sólo voy a dar una vuelta.

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—Bueno, no tienes que verNotknäckarna si no quieres. Puedoverlo sola, si tienes que salir.

—Ya, ya, yo… vengo más tarde.—Sí, sí. Entonces espero para

calentar las crêpes.—No, puedes… vengo más tarde.Oskar se fue. Notknäckarna era su

programa favorito y el de su madre. Sumadre había preparado crêpes rellenoscon gambas para comerlos delante de latele. Sabía que se entristecería si él seiba, en lugar de quedarse… esperandocon ella.

Pero había estado mirando por laventana desde que se había hecho de

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noche y acababa de ver a la chicasaliendo del portal de al lado y yendohacia el parque. Se había retiradoinmediatamente de la ventana. No fueraella a creer que él…

Luego había esperado cinco minutosantes de ponerse la ropa y salir. Nocogió gorro.

No se veía a la muchacha en elparque; seguramente estaría sentada,acurrucada en la escalera del tobogán,como ayer. Las persianas de su ventanaestaban todavía bajadas, pero había luzen el piso. Menos en el cuarto de baño.Un cristal oscuro.

Oskar se sentó en el borde de la

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arena, aguardando. Como si se tratara deun animal que fuera a salir de sumadriguera. Pensaba esperar sólo unpoco. Si la chica no aparecía sevolvería a casa, como si nada.

Sacó su cubo de Rubik, lo movió unpoco por hacer algo. Se había cansadode tener que pensar todo el tiempo enaquella dichosa esquina y mezcló todoel cubo para empezar desde el principio.

El ruido del cubo aumentaba en elaire frío, sonaba como una pequeñamáquina. Por el rabillo del ojo Oskarvio cómo la chica se levantaba de laescalera. Él siguió dando vueltas paraempezar a hacer de nuevo una cara de un

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color. La muchacha estaba quieta. Notóuna ligera inquietud en el estómago,pero hizo como si no la hubiera visto.

—¿Estás aquí de nuevo?Oskar levantó la cabeza, hizo como

si se sorprendiera, dejó pasar unossegundos y luego dijo:

—¿Estás aquí otra vez?La chica no dijo nada y Oskar siguió

dando vueltas. Tenía los dedos rígidos.Era difícil distinguir los colores en laoscuridad, por lo que trabajaba sólo conla cara blanca, que era la más fácil dever.

—¿Por qué estás ahí sentado?—¿Por qué estás ahí de pie?

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—Quiero estar tranquila.—Yo también.—Entonces vete a casa.—Vete tú. Yo he vivido aquí más

tiempo que tú.Ahí le dolía a ella. La cara blanca

estaba lista y era difícil continuar. Losotros colores no eran más que una masagris oscuro. Siguió dando vueltas, altuntún.

Cuando volvió a levantar la vista, lachica estaba en la barandilla y saltó.Oskar lo sintió en el estómago cuandodio contra el suelo; si él hubieraintentado un salto así seguro que sehabría hecho daño. Pero la muchacha

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aterrizó suavemente como un gato, llegóhasta donde él estaba. Él volcó suatención en el cubo. Ella se paró frente aél.

—¿Qué es eso?Oskar miró a la chica, al cubo y de

nuevo a la chica.—¿Esto?—Sí.—¿No lo sabes?—No.—El cubo de Rubik.—¿Cómo dices?Oskar pronunció las palabras

exageradamente claras.—El cubo de Rubik.

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—¿Eso qué es?Oskar se encogió de hombros.—Un juego.—¿Un puzzle?—Sí.Oskar le alargó el cubo a la chica.—¿Quieres probar?Ella lo cogió de sus manos, le dio la

vuelta, mirando todas las caras. Oskarse echó a reír. La muchacha parecía unmono examinando una fruta.

—¿No has visto uno de estos antes?—No. ¿Cómo se hace?—Así…Oskar cogió de nuevo el cubo y la

chica se sentó junto a él. Él le enseñó

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cómo se giraba y que la cosa consistíaen conseguir que cada cara estuvieraentera de un solo color. Ella cogió elcubo y empezó a girar.

—¿Ves los colores?—Naturalmente.Oskar la miraba de reojo mientras

ella trabajaba con el cubo. Tenía elmismo jersey de color rosa que el díaanterior y no podía comprender que notuviera frío. Él mismo empezaba aquedarse frío allí sentado, a pesar de lacazadora.

Naturalmente.Hablaba raro también. Como un

adulto. A lo mejor era hasta más mayor

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que él, aunque estuviera tan flaca. Sucuello blanco y delgado sobresalía delcuello tipo polo del jersey, setransformaba en una marcada mandíbula.Como la de un maniquí.

Una ráfaga de viento sopló endirección a Oskar, tragó y respiró por laboca. El maniquí apestaba.

¿No se lavará?Pero el olor era peor que si fuera

sudor viejo. Se parecía más al olor decuando se quita una venda de una heridainfectada. Y su pelo…

Cuando se atrevió a mirarla con másdetenimiento, mientras estaba ocupadacon el cubo, vio que tenía el pelo

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totalmente pegajoso y lleno de enredos ynudos. Como si tuviera pegamento o…barro en él.

Mientras observaba a la chicarespiró inconscientemente por la nariz ysintió una arcada en la garganta. Selevantó, fue hacia los columpios y sesentó. Era imposible estar a su lado. Lamuchacha parecía no notar nada.

Después de un rato se levantó, fuehacia ella, que seguía sentada y absortaen el cubo.

—Oye: tengo que irme a casa ya.—Mmm.—El cubo…La chica paró. Dudó un momento y

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después se lo devolvió sin decir nada.Oskar lo cogió, la miró y se lo volvió adejar. —Te lo dejo prestado. Hastamañana. Ella no lo cogió.

—No.—¿Por qué no?—A lo mejor no estoy aquí mañana.—Hasta pasado mañana, entonces.

Pero después no te lo presto más.La chica se quedó pensándolo.

Luego cogió el cubo.—Gracias. Seguro que estoy aquí

mañana.—¿Aquí?—Sí.—De acuerdo. Adiós.

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—Adiós.

Cuando se dio la vuelta alejándoseoyó de nuevo el ruido del cubo. Ellapensaba seguir allí, con su jersey fino.Su madre y su padre tenían que ser…distintos, si la dejaban salir de casa deesa manera. Se le podía inflamar lavejiga.

—¿Dónde has estado?—Fuera.—Estás borracho.—Sí.—Dijimos que ibas a acabar con

eso.—Tú lo dijiste. ¿Qué es eso?

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—Un puzzle. No está bien que tú…—¿De dónde lo has sacado?—Prestado. Håkan, tienes que…—¿Quién te lo ha prestado?—Håkan, no hagas eso.—Hazme feliz entonces.—¿Qué quieres que haga?—Déjame tocarte.—Sí. Con una condición.—No. No, no. Entonces no.—Mañana. Debes.—No. Otra vez no. ¿Cómo que

prestado? Tú no coges nunca nadaprestado. ¿Qué es?

—Un puzzle.—¿No tienes ya bastantes puzzles?

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Te preocupas más de tus puzzles que demí. Puzzle. Beso. Puzzle. ¿Quién te lo haprestado? ¿QUIÉN TE LO HAPRESTADO, pregunto?

—Håkan, déjalo.—Me siento tan jodidamente

desgraciado.—Ayúdame. Una vez más. Después

estaré lo suficientemente fuerte comopara valerme por mí misma.

—Sí, precisamente por eso.—No quieres que me valga por mí

misma.—¿Qué vas a hacer conmigo

entonces?—Te quiero.

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—No me quieres nada.—Sí. De alguna manera.—Eso no existe. Uno quiere o no

quiere.—¿Es eso cierto?—Sí.—Entonces no sé.

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Sábado 24 de Octubre

La mística de labarriada es la falta demisterio.

Johan Eriksson

El sábado por la mañana había tresgrandes fardos con propaganda ante lapuerta de la casa de Oskar. Su madre leayudó a doblarlos. Tres papelesdistintos en cada paquete, cuatrocientosochenta paquetes en total. Cada paqueterepartido suponía unos catorce céntimosde media. Los peores eran los repartos

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d e una sola hoja, que salían a sietecéntimos. Los mejores (y peores, puestoque había que doblar muchos) eran losde cinco papeles, que suponíanveinticinco céntimos.

No tenía que andar mucho, puestoque los bloques altos entraban en sudistrito. Allí se deshacía de cientocincuenta paquetes en menos de unahora. El recorrido entero le llevabacuatro horas aproximadamente,incluyendo volver a casa una vez parareponer material. Cuando iban cincopapeles en cada paquete tenía que hacerdos viajes a casa para reponer.

La propaganda debía estar repartida

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el martes por la tarde a más tardar, peroél solía repartirlo todo el sábado. Así lotenía hecho.

Oskar estaba sentado en el suelo dela cocina doblando; su madre, en lamesa. No era un trabajo divertido, perole gustaba el caos que se creaba. El grandesorden que, poco a poco, acababaordenado en dos, tres, cuatro bolsas depapel repletas de hojas primorosamentedobladas.

Su madre colocó otro montón depapeles doblados en la bolsa, meneandola cabeza.

—Bueno, la verdad es que esto nome gusta.

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—¿El qué?—No se te ocurra… si alguien abre

la puerta o algo así… no se te ocurra…—No. ¿Por qué iba a hacerlo?—Hay tanta gente rara.—Sí.Esta conversación se repetía, de una

u otra forma, cada sábado. El viernespor la tarde su madre había dicho que nosaldría de ninguna de las maneras arepartir propaganda este sábado, por lodel asesino. Pero Oskar le habíaprometido por activa y por pasiva quegritaría con sólo que alguien le dirigierala palabra, y su madre había cedido.

No había ocurrido nunca que alguien

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hubiera intentado invitar a Oskar a sucasa o algo por el estilo. Una vez habíasalido un viejo y le había echado labronca porque «metía un montón demierda en el buzón», pero después deaquello había dejado de meterpropaganda en el casillero del anciano.

El viejo tendría que sobrevivir sinsaber que esa semana podía hacerse uncorte de pelo de fiesta, con mechas, pordoscientas coronas en la peluquería deseñoras.

A las once y media los papelesestaban doblados y salió. No funcionabalo de tirar todos los papeles en el cuartode la basura o algo así; llamaban para

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comprobarlo, hacían controles al azar.Eso se le había quedado grabado desdeque llamó y solicitó el trabajo hacíamedio año. A lo mejor no era más queun farol, pero no se atrevía a jugársela.Además, no tenía nada directamente encontra de ese trabajo. Al menos durantelas dos primeras horas.

Entonces jugaba, por ejemplo, a queera un agente secreto que había salidopara repartir propaganda contra elenemigo que había ocupado el país.Corría entre los portales, alerta contralos soldados enemigos que muy bienpodían estar disfrazados decondescendientes señoras con perros.

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O hacía también como si cadaedificio fuera un animal hambriento, undragón con seis bocas que sólo sealimentaba de carne de doncellaenmascarada como propaganda que élintroducía en sus fauces. Los papelesgritaban en sus manos cuando él losmetía en las bocas de la bestia.

Las últimas dos horas —como hoy,al poco de empezar la segunda vuelta—aparecía una especie de agotamiento.Las piernas se ponían en marcha y losbrazos realizaban los movimientosmecánicamente.

Dejar la bolsa en el suelo, colocarseis paquetes bajo el brazo izquierdo,

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abrir el portal, primera puerta, abrir elbuzón con la mano izquierda, coger unpaquete con la mano derecha y meterloen el buzón. Segunda puerta… y asísucesivamente.

Cuando por fin llegó a su patio, a lapuerta de la chica, se paró fuera yescuchó. Se oía una radio con elvolumen bajo. Nada más. Metió lospapeles en el buzón y esperó. Nollegaba nadie a recogerlos.

Como de costumbre, terminó en supropia puerta; introdujo el papel en elbuzón, abrió la puerta, cogió el papel ylo tiró a la bolsa de la basura.

Por hoy, listo. Sesenta y siete

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coronas más rico.Su madre había ido a Vällingby a

hacer la compra. Oskar tenía el pisopara él solo. No sabía qué hacer.

Abrió los cajones de debajo de laencimera. Cubiertos, batidores ytermómetros para el horno. En otrocajón, bolígrafos y papeles, unacolección de fichas con recetas decocina a la que su madre se habíasuscrito, pero lo había dejado porquetodas incluían ingredientes demasiadocaros.

Siguió con el cuarto de estar,abriendo cajones.

El ganchillo de mamá, o las cosas

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del punto, no sabía bien. Una carpetacon cuentas y recibos de compra. Losálbumes de fotos que había miradomontones de veces. Revistas viejas concrucigramas todavía incompletos. Unpar de gafas en su funda. El costurero.Una caja pequeña de madera con elpasaporte de su madre y el de Oskar, lasplacas de identidad (a él le habríagustado llevarla colgada al cuello, perosu madre había dicho que no, que sóloen caso de guerra), una fotografía y unanillo.

Rebuscó en todos los cajones yarmarios como si buscara algo sin que élmismo supiera qué. Algún secreto. Algo

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que cambiara algo. Que de repente en elfondo de un armario apareciera un trozode carne podrida. O un globo inflado. Loque fuera. Algo extraño.

Sacó la foto y la estuvo mirando.Era de su bautizo. Su madre estaba

con él en brazos, mirando a la cámara.Entonces estaba delgada. Oskar estabaenvuelto en un faldón de cristianar conlargas cintas azules. Al lado de su madreestaba su padre, embutido en unincómodo traje. Parecía como si nosupiera qué hacer con las manos, que lecaían rígidas a lo largo del cuerpo.Parecía casi en posición de firmes.Miraba de frente al bebé que estaba en

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los brazos de su madre. El sol brillabasobre los tres.

Oskar observó la foto más de cerca,analizando la expresión del rostro de supadre. Parecía orgulloso. Orgulloso yalgo… extraño. Un hombre contentoporque había sido padre, pero que nosabía cómo tenía que comportarse.Cómo se hacía. Se podría pensar que erala primera vez que veía al niño, aunqueel bautizo se celebró medio año despuésdel nacimiento de Oskar.

La madre, por el contrario, sosteníaa Oskar con seguridad, relajada. Sumirada a la cámara no era tanto deorgullo como de… desconfianza. Como

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te acerques más, decía esa mirada, temuerdo la nariz.

Su padre estaba algo echado haciadelante, como si quisiera acercarse éltambién pero sin atreverse. La foto norepresentaba a una familia.Representaba a un niño con su madre. Asu lado un hombre, probablemente elpadre. A juzgar por la expresión de lacara.

Pero Oskar quería a su padre, y sumadre también lo quería. En ciertomodo. A pesar… de lo que pasaba. Delo que acabó pasando.

Oskar cogió el anillo y leyó lo queponía dentro de él: Erik 22/4/967.

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Se habían separado cuando Oskartenía dos años. Ninguno de los dos habíaencontrado aún otra pareja. «No hasurgido». Los dos usaban la mismaexpresión.

Dejó el anillo en su sitio, cerró lacaja de madera y la depositó en elarmario. Se preguntó si su madre miraríaalguna vez el anillo, por qué lo tendríaguardado. No dejaba de ser oro. Diezgramos, seguro. Valdríaaproximadamente cuatrocientas coronas.

Oskar se puso la cazadora de nuevo,salió al patio. Empezaba a oscurecer,aunque no eran más que las cuatro.Descartado lo de ir al bosque ahora.

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Tommy pasaba por delante delportal, se detuvo cuando vio a Oskar.

—Hola.—Hola.—¿Qué haces?—Nada, he repartido la propaganda

y no sé…—¿Se saca algo de dinero con eso?—Así, así. Setenta, ochenta coronas.

Cada vez.Tommy asintió con la cabeza.—¿Quieres comprar un walkman?—No sé. ¿Por qué lo dices?—Un walkman de Sony. Por

cincuenta coronas.—¿Nuevo?

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—Sí. En su caja. Con auriculares.Cincuenta coronas.

—Ahora no tengo dinero.—Pero si acabas de ganar setenta,

ochenta coronas con eso, como hasdicho.

—Sí, pero recibo un sueldo mensual.La próxima semana.

—Vale. Pero si quieres te lo doyahora y cuando tengas el dinero me lodas.

—Bueno…—Venga. Baja y espérame, que voy

a buscarlo. Tommy hizo un gesto con lacabeza señalando hacia el parque yOskar bajó y se sentó en un banco.

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Enseguida se levantó y fue hasta laescalera del tobogán, miró. No estaba lachica. Volvió rápidamente al banco y sesentó de nuevo, como si hubiera hechoalgo prohibido.

Después de un rato, llegó Tommy yle dio la caja.

—Cincuenta coronas dentro de unasemana, ¿de acuerdo?

—Mmm.—¿Qué sueles escuchar?—Kiss.—¿Cuáles tienes?—Alive.—¿No tienes Destroyer? Te lo dejo

prestado si quieres. Grábalo.

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—Sí, qué bien.Oskar tenía el disco doble de Alive

con Kiss, lo había comprado hacía unosmeses, pero no lo escuchaba nunca.Miraba más las fotografías delconcierto. Parecían realmente duros conla cara maquillada. Figuras de terrorvivientes. Y Beth, donde Peter Crosscantaba, le gustaba realmente mucho,pero las demás canciones erandemasiado… como si no tuvieranninguna melodía. A ver si Destroyer eramejor.

Tommy se levantó para irse. Oskarestaba abrazado a la caja.

—¿Tommy?

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—Sí.—Ese chico. El que fue asesinado.

¿Sabes tú… cómo fue asesinado?—Sí. Lo colgaron en un árbol y le

cortaron el cuello.—¿No lo acuchillaron? Como si le

hubieran dado cortes. En el tórax.—No. Sólo en el cuello.

Phhhhhssst.—Vale, vale.—¿Algo más?—No.—Hasta luego.—Hasta luego.Oskar se quedó sentado en el banco

un rato, pensando. El cielo estaba de

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color lila oscuro, la primera estrella, ¿osería Venus?, se podía ver claramente.Se levantó y entró para esconder elwalkman antes de que volviera sumadre.

Esta tarde iba a ver a la chica paraque le devolviera su cubo. Las persianasestaban aún bajadas. ¿Viviría realmenteallí? ¿Qué hacían allí dentro, todos losdías? ¿Tendría amigos?

Probablemente no.—Esta noche.—¿Qué has hecho?—Me he lavado.—No sueles hacerlo.—Håkan, esta noche tienes que…

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—No, he dicho.—Por favor.—No se trata de… Otra cosa, lo que

sea. Dilo. Lo haré. Coge de mí, por elamor de Dios. Aquí. Aquí tienes uncuchillo. Ah, no. De acuerdo, entoncestendré que…

—No lo hagas.—¿Por qué no? Es preferible esto.

¿Por qué te has lavado? Hueles a…jabón.

—¿Qué quieres que haga?—No puedo.—No.—¿Qué piensas hacer?—Ir yo misma.

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—¿Necesitas lavarte para eso?—Håkan…—Yo te ayudo con cualquier otra

cosa. Lo que quieras, yo…—Sí, sí. Está bien.—Perdona.—Sí.

—Ve con cuidado. Yo iba concuidado.

Kuala Lumpur, Phnom Penh,Mekong, Rangoon, Chungking…

Oskar estaba mirando la fotocopiaque acababa de completar, los deberesdel fin de semana. No le decían nadaaquellos nombres, no eran más que un

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montón de letras. Había ciertasatisfacción en abrir el atlas y ver querealmente existían ciudades y ríos justoen el sitio donde aparecían marcados enla fotocopia, pero…

Sí, se lo iba a aprender de memoriay su madre se lo iba a preguntar. Podríaseñalar los puntos y decir esas palabrasextrañas. Chungking, Phnom Penh. Sumadre quedaría impresionada. Y, claro,algo divertido sí que eran todos esosnombres raros de sitios lejanos, pero…

¿Por qué?En cuanto les dieron fotocopias con

la geografía de Suecia se habíaaprendido todo de memoria. Se le daba

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bien eso. ¿Pero ahora? Intentó acordarsedel nombre de uno de los ríos deSuecia. Äskan, Väskan, Piskan…

Era algo así. Ätran, quizá. Sí. ¿Perodónde estaba? Ni idea. Y la mismasuerte iban a correr Chungking yRangoon en unos años. No tenía sentido.

Lo cierto era que aquellos sitios noexistían. Y si existían… él no iba a irnunca allí. ¿Chungking? ¿Qué iba a hacerél en Chungking? No era más que unasuperficie grande, blanca y un puntopequeño.

Observó las líneas rectas en las quese balanceaba su escritura desgarbada.Era la escuela. Nada más. Así era la

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escuela. Le decían a uno que hiciera unmontón de cosas, y uno las hacía. Esossitios los habían creado para que losprofesores pudieran repartir fotocopias.No significaba nada. El podría escribirigual Tjippiflax, Bubbelibäng y Spitt enlas líneas. Era igual de razonable.

La única diferencia sería que laseñorita diría que estaba mal. Que no sellamaban así. Apuntaría en el mapa ydiría:

—Mira, se llama Chungking, noTjippiflax.

Floja demostración. Alguien sehabría inventado también lo que poníaen el atlas. No por eso tenía que ser

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cierto. A lo mejor la tierra era enrealidad plana, pero por alguna razón semantenía en secreto.

Embarcaciones que caen al abismo.Dragones.

Oskar se levantó de la mesa. Lafotocopia estaba lista, rellenada conletras que la señorita daría por buenas.Eso era todo.

Eran más de las siete, a lo mejor lachica ya había salido. Acercó la cara ala ventana y puso las manos alrededorpara poder ver fuera en la oscuridad. Sí,claro que había algo que se movíaabajo, en el parque.

Salió al pasillo. Su madre estaba

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sentada haciendo punto, o ganchillo, enel cuarto de estar.

—Salgo un rato.—¿Pero vas a salir ahora otra vez?

Te iba a preguntar los deberes.—Sí. Lo hacemos luego.—Era Asia, ¿no?—¿Qué?—La fotocopia que tenías. Que era

de Asia, ¿verdad?—Sí, eso creo. Chungking.—¿Eso dónde está? ¿En China?—No sé.—¿No sabes? Pero…—Luego vengo.—Bueno. Ten cuidado. ¿Tienes el

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gorro?—Que sí.Oskar se metió el gorro en el

bolsillo de la cazadora y salió. Cuandose iba acercando al parque sus ojos yase habían acostumbrado a la oscuridad yvio que la chica estaba sentada en loalto de la escalera del tobogán. Seacercó y se quedó debajo de ella con lasmanos en los bolsillos.

Hoy parecía distinta. Seguía con eljersey de color rosa —¿es que no teníaotro?—, pero el pelo no lo tenía tanenredado. Caía liso, negro, siguiendo laforma de la cabeza.

—Hei.

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—Hola.—Hola.Nunca más en toda su vida iba a

decir «hei» a alguien. Sonaba tanincreíblemente ridículo. La chica selevantó.

—Sube.—De acuerdo.Oskar trepó por la escalera y se

colocó a su lado, respiró discretamentepor la nariz. Ya no olía mal.

—¿Huelo mejor?Oskar se puso totalmente rojo. La

chica sonrió y le dio algo. Su cubo.—Gracias por el préstamo.Oskar cogió el cubo y lo miró.

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Volvió a mirarlo. Lo puso a la luz lomejor que pudo, lo volvió, mirandotodas las caras. Estaba hecho. Todas lascaras de un solo color.

—¿Lo has desmontado?—¿Cómo?—Pues… desmontando las piezas

y… poniéndolas bien.—¿Se puede hacer eso?Oskar tocaba el cubo como para

comprobar si las piezas estaban sueltasdespués de haberlas desmontado. Él lohabía hecho una vez, asombrado de lospocos giros que hacían falta para que seperdiera y fuera incapaz de conseguirque las caras estuvieran de nuevo de un

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solo color. Las piezas, evidentemente,no habían quedado sueltas cuando él lodesmontó, pero no era posible que ellalo hubiera completado.

—Tienes que haberlo desmontado.—No.—Pero si no habías visto uno antes.—No. Era divertido. Gracias.Oskar se puso el cubo delante de los

ojos como si esperara que le contasecómo había ocurrido. No sabía por qué,pero estaba casi seguro de que la chicano mentía

—¿Cuánto tiempo has tardado?—Unas cuantas horas. Ahora iría

más rápido.

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—Increíble.—No es tan difícil.La muchacha se volvió hacia él. Sus

pupilas eran tan grandes que casiocupaban todo el ojo, la luz de losportales se reflejaba en su negrasuperficie y parecía como si ella tuvierauna lejana ciudad dentro de la cabeza.

El cuello alto, muy subido, ocultabasu cuello destacando aún más sus rasgossuavemente perfilados, lo que le dabauna apariencia de… personaje de cómic.Su piel, las líneas eran como un cuchillode untar mantequilla que uno hubieraestado lijando durante varias semanascon papel de lija bien fino hasta que la

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madera quedaba como la seda.Oskar carraspeó:—¿Cuántos años tienes?—¿Cuántos me echas?—Catorce, quince.—¿Aparento tantos?—Sí. ¿O no? No, pero…—Tengo doce.—¡Doce!¡Toma ya! Probablemente era más

joven que Oskar, que iba a cumplir lostrece dentro de un mes.

—¿Cuándo cumples años?—No lo sé.—¿No lo sabes? Pero bueno…

¿cuándo celebras tu cumpleaños y eso?

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—No suelo celebrarlo.—¡Pero lo sabrán tu papá y tu mamá!—No, mi mamá ha muerto.—¡Huy! Ya, ya. ¿De qué murió?—No lo sé.—Pero tu papá… lo sabrá.—No.—Entonces… qué pasa… ¿no

recibes regalos de cumpleaños y eso?Ella se le acercó más. Su aliento se

extendió ante la cara de Oskar y la luzde la ciudad reflejada en sus ojos seapagó bajo la sombra del muchacho. Laspupilas, dos grandes agujeros negros ensu rostro.

Ella está triste. Tan terrible,

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terriblemente triste.—No. No me dan ningún regalo.

Nunca.Oskar asintió paralizado. El mundo

que tenía a su alrededor había dejado deexistir. Sólo aquellos dos agujerosnegros a un palmo de distancia. El vahode sus bocas se mezclaba, ascendía, sedispersaba.

—¿Te gustaría hacerme un regalo?—Sí.Su voz sonó menos que un susurro.

Sólo un suspiro. La cara de la chicaestaba cerca y sus mejillas, suaves comoel cuchillo de untar la mantequilla,atrajeron la mirada de Oskar.

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Eso le impidió ver cómo lecambiaban los ojos, se le achinaban,tenían otra expresión. Cómo el labiosuperior se levantaba dejando aldescubierto un par de colmillosamarillentos. Él no vio más que susmejillas y, mientras los dientes de ellase acercaban a su cuello, él le acaricióla mejilla con la mano.

La chica se detuvo, paralizada porun instante, luego se apartó. Sus ojosrecuperaron su aspecto anterior, la luzde la ciudad volvió a encenderse.

—¿Qué has hecho?—Perdón… yo…—¿Qué? ¿Qué hiciste?

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—Yo…Oskar se miró la mano en la que

tenía el cubo, aflojó un poco. Lo habíaapretado tan fuerte que los bordes lehabían dejado señales oscuras en lamano. Puso el cubo delante de la chica.

—¿Lo quieres? Te lo doy.La chica negó moviendo despacio la

cabeza.—No. Es tuyo.—¿Cómo… te llamas?—Eli.—Yo me llamo Oskar. ¿Cómo has

dicho? ¿Eli?—… Sí.La muchacha parecía de pronto

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inquieta. Con la mirada perdida como sibuscara algo en la memoria, algo que nopodía encontrar.

—Yo… me tengo que ir ahora.Oskar asintió. La chica le miró

directamente a los ojos durante un parde segundos, luego se volvió para irse.Llegó hasta el borde superior deltobogán y dudó un poco. Se sentó y bajódeslizándose, y se dirigió a su portal.

Oskar apretó el cubo con la mano.—¿Vas a venir mañana?La chica se detuvo y dijo en voz

baja:—Sí. —Y sin volverse, continuó

andando. Oskar la siguió con la mirada.

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No entró en su portal, sino que fue haciael arco que conducía fuera del patio.Desapareció.

Oskar miró el cubo que tenía en lamano. Increíble.

Giró un poco una sección, para queno estuviera completo. Lo volvió aponer en su sitio. Iba a guardarlo así.Durante un tiempo.

Jocke Bengtsson iba riéndose para síde vuelta a casa tras el cine. Joder, quépelícula más divertida, Sällskapsresan.Especialmente los dos tíos dandovueltas todo el rato buscando la Bodegade Pepe, y cuando uno de ellos llevaba a

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su compañero borracho perdido en lasilla de ruedas por la aduana:«inválido». Joder, qué divertido.

Tal vez habría que coger ymarcharse a uno de esos viajes conalguno de los colegas. ¿Pero con quiénse podía ir?

Karlsson era tan aburrido queparaba los relojes, cualquiera sevolvería loco después de dos días.Morgan podía ponerse muydesagradable si bebía demasiado, y fijoque lo haría si realmente aquello era tanbarato. Larry era majete, pero tandecrépito que al final tendría quellevarlo en una silla de ruedas.

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«Inválido».No, tenía que ser Lacke.Podrían pasarlo realmente bien los

dos juntos una semana allá abajo. Claro,que por otro lado, Lacke era pobre comouna rata de sacristía, no tenía nuncadinero. Lo suyo era estar gorroneandocerveza y cigarrillos todas las noches.Nada que decir con respecto a Jocke,pero para un viaje a Canarias no teníadinero.

No cabía más que rendirse a loshechos: ninguno de los colegas del chinovalía gran cosa como compañero deviaje.

¿Y si viajaba solo?

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Bueno, Stig Helmer lo había hechoen la película. Aunque estaba como unaputa cabra. Luego conoció a Ole. Seenrolló con una donna y todo. No estaríamal. Hacía ya ocho años que María sehabía largado llevándose al perro ydesde entonces no había conocido anadie en sentido bíblico ni siquiera unavez.

¿Pero habría alguien que le quisiera?Quizá. No tenía tan mal aspecto comoLarry, de todas formas. Claro que labebida se notaba en la cara y en elcuerpo, aunque él la tuviera bajo uncierto control. Hoy, por ejemplo, nohabía bebido ni una gota, aunque ya eran

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casi las nueve. De todas formas ahoraiba a ir a casa y se iba a tomar un par degin tonics antes de bajar al chino.

Lo del viaje habría que pensarlo másdespacio. Ocurriría como con todas lasdemás cosas que había pensado hacerdurante los últimos años: nada de nada.Pero soñar era gratis.

Fue por el camino del parque, entrela calle Holbergsgatan yBlackebergsskolan. Estaba bastanteoscuro, la distancia entre las farolas erade unos treinta metros y el restaurantechino lucía como un faro arriba, en loalto, a la izquierda.

¿Y si iba y se daba un capricho

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aquella noche? Yendo directamente alchino y… pero no. Saldría demasiadocaro. Los otros creerían que habíaacertado a las quinielas o algo así,pensarían que era un jodido tacaño si nopagaba una ronda. Mejor ir a casa ytomarse las primeras.

Pasó por debajo de la lavandería; suchimenea con aquel único ojo rojo y elrumor sordo de su interior.

Una noche, cuando volvía a casabien cargado, tuvo una especie dealucinación y vio cómo la chimenea,desprendiéndose del edificio principal,empezaba a deslizarse cuesta abajohacia él, gruñendo y chillando.

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Se había acurrucado en el caminodel parque con las manos en la cabezaesperando el golpe. Cuando por fin bajólos brazos la chimenea estaba dondesiempre, magnífica e inmóvil.

La farola más próxima al puente, lade la calle Björnsson, estaba rota, y elcamino bajo el puente, un túneltotalmente oscuro. Si hubiera estadoborracho ahora habría subido por lasescaleras que había al lado del puente yhabría continuado por arriba, por lacalle Björnsson, aunque se daba unrodeo. Joder, es que veía unas cosas tanraras en la oscuridad cuando estababebido. Por eso dormía con la lámpara

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encendida. Pero ahora iba sobrio.Aunque, qué coño, tenía ganas de

subir por las escaleras igualmente. Lasalucinaciones habían empezado amezclarse con su visión del mundo auncuando no hubiera bebido. Se quedóparado en medio del camino diciéndosea sí mismo claramente cuál era lasituación:

—Estoy empezando a volvermeparanoico.

Pero ahora esto es así, ¿entiendes,Jocke? Si no te sobrepones y recorresese pequeño trecho bajo el puente,tampoco llegarás nunca a lasCanarias.

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—¿Por qué?Pues porque siempre te echas atrás

en cuanto surge el más mínimoproblema. El menor contratiempo, entodas las situaciones. ¿Crees que vas aser capaz de llamar a una agencia deviajes, renovar el pasaporte, comprarlas cosas para el viaje y, sobre todo,cómo vas a atreverte a dar un pasohacia lo desconocido si no eres capazde andar este trecho tan pequeño?

Esto será un punto a tu favor.¿Entonces, qué? ¿Si paso ahora pordebajo del puente querrá decir que voy aviajar a las Canarias, que esto tienearreglo?

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Casi creo que llamarás mañanapara reservar el billete. Tenerife,Jocke. Tenerife.

Echó a andar de nuevo con la cabezallena de playas soleadas y copas con lassombrillitas dentro. Joder, claro queiría. No iba a ir al chino esa noche,nada. Se quedaría en casa y miraría losanuncios. Ocho años. Joder, ya era horade empezar a ponerse las pilas.

Justo cuando empezaba a pensar enlas palmeras, en si habría o no palmerasen las Canarias, en si había visto algunaen la película, oyó el ruido. Una voz. Separó justo en medio del túnel,escuchando. Se oía un gemido que venía

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de la pared del puente.—Ayuda.Sus ojos empezaban a acostumbrarse

a la oscuridad, pero sólo podíadistinguir un montón de hojasarremolinadas por el viento bajo elpuente. Sonaba como si fuera la voz deun niño.

—¡Eh! ¿Hay alguien ahí?—Ayúdame.Miró alrededor. No veía a nadie. Un

ruido de hojas en la oscuridad; pudodistinguir entonces un movimiento entrelas hojas.

—Por favor, ayúdame.Sintió unas ganas terribles de salir

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corriendo. Pero no podía hacer eso.Había un niño herido, tal vez había sidoatacado por alguien…

¡El asesino!El asesino de Vällingby había

venido a Blackeberg, sólo que esta vezla víctima había sobrevivido. ¡Joder,qué mierda!

Él no quería verse envuelto en esto.Ahora que iba a ir a Tenerife y todo lodemás. Pero no podía hacer otra cosa.Dio unos pasos hacia el sitio de dondesalía la voz. Las hojas sonaban bajo suspíes y entonces pudo ver el cuerpo.Estaba en posición fetal entre las hojassecas.

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¡Joder, qué mierda, joder!—¿Qué ha pasado?—Ayúdame…Los ojos de Jocke ya se habían

adaptado a la oscuridad y pudo vercómo el niño alargaba un brazo hacia él.El cuerpo estaba desnudo,probablemente violado. No. Cuandollegó a su lado vio que el niño no estabadesnudo, llevaba puesto un jersey decolor rosa. ¿Cuántos años tendría? Diez,doce años. Puede que le hubieran dadouna paliza sus «amigos». ¿O era unachica? Si era una chica, eso último eramenos probable.

Se puso en cuclillas al lado de la

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niña, le cogió una mano.—¿Qué te ha pasado?—Ayúdame, levántame.—¿Estás herida?—Sí.—¿Qué ha pasado?—Levántame.—¿No tendrás nada en la espalda?Había trabajado en el botiquín en la

mili y sabía que no había que mover alas personas con daños en la columna oen la nuca sin poner antes una sujeción.

—¿No es en la espalda?—No. Levántame.¿Qué cojones iba a hacer ahora? Si

llevaba a la criatura a su casa la policía

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podría creer…Llevaría al chico o a la chica al

chino y desde allí llamarían a unaambulancia. Sí. Eso iba a hacer. Elcuerpo era bastante pequeño y delgado,seguramente una niña, y aunque no seencontraba muy en forma creía quepodría con ella ese trecho.

—Venga. Que te voy a llevar a unsitio desde donde podemos llamar.¿Vale?

—Sí… gracias.Aquel «gracias» le llegó al alma.

¿Cómo había podido dudar? ¿Qué clasede mierda era él en realidad? Bueno,menos mal que había reaccionado a

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tiempo y ahora iba a ayudarla. Colocócon cuidado su mano izquierda pordebajo de las rodillas de la chica, laotra mano la puso bajo la nuca.

—Venga. Ahora te levanto.—Mmm.Apenas pesaba. Fue increíblemente

fácil levantarla. Veinticinco kilos,máximo. A lo mejor estaba desnutrida.Pésima situación familiar, anorexia.Puede que hubiera sido maltratada porsu padrastro o algo así. Una mierda.

La chica le puso los brazosalrededor del cuello y la mejilla en elhombro. Iba a poder con ella.

—¿Estás bien?

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—Sí.Sonrió satisfecho. Una oleada de

calor le recorrió el cuerpo. Era unabuena persona, a pesar de todo. Podíaimaginarse la cara de los otros cuandoentrara con la chica eh el restaurante.Primero se preguntarían qué demonioshabía hecho, y después, cada vez másimpresionados:

—Bien hecho, Jocke —y cosas porel estilo.

Estaba ya dándose la vuelta para irhacia el chino, ocupado en sus fantasíassobre una nueva vida, el impulso desdeel fondo que estaba dando, cuando sintióel dolor en el cuello. ¿Qué cojones?

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Sintió como si le hubiera picado unaavispa y quería echar la mano derecha,espantarla, ver qué era. Pero no podíasoltar a la niña.

Tontamente, intentó bajar la cabezapara comprobar qué era, aunqueevidentemente no podía ver en aquelángulo. Además no podía bajar lacabeza, ya que la mandíbula de la chicase apretaba contra su barbilla. Ellaaumentó la presión contra el cuello deJocke y el dolor se hizo más fuerte.Entonces lo entendió.

—¿Qué cojones haces?Sintió las mandíbulas de la niña

clavándosele en el cuello mientras el

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dolor en la garganta aumentaba. Unreguero caliente le corrió pecho abajo.

—¡Suelta, cojones!Soltó a la chica. No fue ni siquiera

un pensamiento consciente, sólo unmovimiento reflejo; tenía que quitarseesa mierda del cuello.

Pero la niña no se cayó sino que seagarró a su cabeza como una lapa.

—¡Dios mío, lo fuerte que era aquelcuerpecillo!— rodeándole las caderascon las piernas.

Como una mano con cuatro dedoscerrada alrededor de una muñeca, así seagarraba a él la chica, mientras susmandíbulas seguían triturando.

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Jocke la cogió por la cabezaintentando retirarla del cuello, pero fuecomo intentar arrancar una rama nuevade abedul sin más ayuda que las manos.Estaba como pegada a él. Su abrazo eratan fuerte que le cortaba la respiración.

Se tambaleó hacia atrás, haciendoesfuerzos para respirar.

Las mandíbulas de la niña habíandejado de triturar, ya sólo se la oíasorber tranquilamente. Ni por unmomento aflojó la presión, al contrario,se había vuelto más fuerte desde queempezó a chupar. Un crujido sordo y supecho se llenó de dolor. Un par decostillas se le habían roto.

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Le faltaba el aire para gritar. Diopuñetazos sin fuerza en la cabeza de lachica mientras se tambaleaba entre lashojas secas. El mundo le daba vueltas.Las farolas, a lo lejos, bailaban ante susojos como candelillas.

Perdió el equilibrio y cayó haciaatrás. El último sonido que oyó fue el delas hojas aplastadas por su cabeza. Unamilésima de segundo más tarde, sucabeza chocó contra el empedrado y elmundo desapareció.

Oskar permanecía despierto en lacama mirando el papel pintado.

Su madre y él habían estado viendo

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Los Teleñecos, pero no se habíaenterado de nada. Miss Piggy estabaenfadada y la Rana Gustavo buscaba aGonzo. Uno de los viejos gruñones sehabía caído por el balcón. Pero Oskarno se enteró por qué. Tenía la cabeza enotro sitio.

Luego mamá y él habían tomado laleche con cacao y unos bollos. Oskarsabía que habían estado hablando dealgo, pero no recordaba de qué. Quizáalgo acerca de pintar el banco de lacocina de azul.

Seguía mirando fijamente el papelpintado.

Toda la pared donde se apoyaba el

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cabecero de la cama estaba empapeladacon una gran fotografía que representabaun claro en medio del bosque. Troncosgruesos y hojas verdes. Solía quedarseallí e imaginar seres entre las hojas máspróximas a su cabeza. Había dos figurasque siempre distinguía inmediatamente,nada más mirar. Las otras tenía queesforzarse para verlas.

Ahora la pared significaba algo más.Al otro lado del tabique, al otro lado delbosque estaba… Eli. Oskar permanecíaacostado con la mano contra la paredintentando imaginarse qué habría al otrolado. ¿Sería ésa la habitación de lachica? ¿Estaría ahora en la cama?

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Recordando la mejilla de Eli, acariciólas hojas verdes, su piel suave.

Oyó voces al otro lado.Dejó de acariciar el papel y trató de

escuchar. Una voz clara y otra grave. Eliy su padre. Parecía que estabandiscutiendo. Puso la oreja contra lapared para oír mejor. Mierda. Si hubieratenido un vaso. No se atrevía alevantarse a buscar uno, a lo mejoracababan la discusión mientras tanto.¿Qué dicen?

El padre de Eli parecía enfadado. Lavoz de la chica apenas se oía. Oskaraguzó el oído para entender lo quedecían. Sólo cogió algunas palabrotas

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sueltas y «… terriblemente CRUEL»,después se oyó como si alguien hubieracaído al suelo. ¿La había pegado?¿Habría visto cómo Oskar le acarició lamejilla y… sería por eso?

Ahora era Eli la que hablaba. Oskarno podía entender ni una palabra de loque decía, sólo el tono suave de su vozque subía y bajaba. ¿Hablaría así si él lahubiera pegado? No tenía derecho apegarla. Oskar lo mataría si la pegaba.

Le habría gustado poder cruzaratravesando la pared, como El Rayo, elsuperhéroe. Desaparecer a través de lapared, cruzar el bosque y salir por elotro lado, ver lo que pasaba allí, si Eli

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necesitaba ayuda, consuelo, lo que fuera.Ya no se oía nada al otro lado. Sólo

el redoble de los latidos de su corazón.Se levantó de la cama, fue hasta la

mesa y sacó unas gomas que tenía en unvaso de plástico. Se llevó el vaso a lacama y puso la boca contra la pared, elculo contra la oreja.

Lo único que se oía era un lejanotableteo que no parecía de la habitaciónde al lado. ¿Qué estaban haciendo?Contuvo la respiración. De repente, unfuerte estruendo.

¡Un disparo!El padre que había cogido una

pistola y… no, era la puerta de fuera, un

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portazo que había hecho vibrar lasparedes.

Se tiró de la cama y fue hasta laventana. Después de unos segundos salióun hombre. El padre de Eli. Llevaba unabolsa en la mano, con paso rápido ycabreado se dirigió al arco de salida ydesapareció.

¿Qué hago? ¿Le sigo? ¿Por qué?Se fue a la cama de nuevo. No eran

más que imaginaciones suyas. Eli y supadre habían discutido; Oskar y sumadre también discutían a veces. Esmás, su madre también se iba así si labronca había sido especialmente dura.

Pero no a medianoche.

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Su madre amenazaba a veces conirse a vivir a otro sitio cuando leparecía que Oskar era malo. Oskar sabíaque ella no lo haría nunca, y su madresabía que Oskar lo sabía. El padre deEli a lo mejor había llevado su amenazaun paso más allá. Se marchó en mitad dela noche, con bolsa y todo.

Oskar estaba tumbado en la camacon las palmas de las manos y la frenteapoyadas contra la pared.

Eli, Eli. ¿Estás ahí? ¿Te hapegado? ¿Estás triste? Eli…

Llamaron a la puerta de Oskar y sesobresaltó. Por un momento creyó queera el padre de Eli que había venido

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para vérselas también con él.Pero era su madre. Entró con sigilo

en la habitación.—¿Oskar? ¿Estás dormido?—Mmm.—Sólo quería decirte que… vaya

vecinos que nos han tocado. ¿Has oído?—No.—Hombre, tienes que haberlo oído.

Pero si él estaba gritando y dio unportazo como un loco. Dios mío. Aveces se alegra una de no tener ningúnhombre. Pobre mujer. ¿La has visto?

—No.—Ni yo. Bueno, ni a él tampoco si

vamos a eso. Las persianas están todo el

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día bajadas. Probablemente alcohólicos.—Mamá.—¿Sí?—Ahora quiero dormir.—Sí, perdona, hijo. Sólo que me he

puesto tan… Buenas noches. Queduermas bien.

—Mmm.Su madre se fue y cerró la puerta con

cuidado. ¿Alcohólicos? Era muyprobable.

El padre de Oskar era alcohólicocrónico; era por eso por lo que su padrey su madre ya no estaban juntos. Supadre también podía sufrir esosarrebatos de furia cuando estaba

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borracho. Eso sí, no pegaba nunca, peropodía gritar hasta quedarse afónico, darportazos y romper cosas.

Aquel pensamiento alegró de algunamanera a Oskar. Feo, pero era laverdad. Si el padre de Eli era bebedortenían algo en común, algo quecompartir.

Oskar puso otra vez la frente y lasmanos en la pared.

Eli, Eli. Yo sé cómo lo estáspasando. Te voy a ayudar. Te voy asalvar. Eli…

Los ojos desorbitados mirabanciegos el techo del túnel. Håkan apartóunas cuantas hojas secas y apareció el

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jersey rosa que Eli solía llevar puesto,tirado sobre el pecho del hombre. Håkanlo recogió, pensó llevárselo a la narizpara olerlo, pero se contuvo cuandoadvirtió que el jersey estaba mojado.

Volvió a soltar el jersey sobre elpecho del hombre, sacó la petaca y diotres tragos. El aguardiente se deslizócomo una lengua de fuego por sugarganta, lamiéndole hasta las paredesdel estómago. Las hojas crujieron bajosu culo cuando se sentó en el fríoempedrado y miró al muerto.

Había algo raro en la cabeza.Rebuscó en su bolsa, encontró la

linterna. Se aseguró de que no venía

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nadie por el camino del parque,encendió la linterna y alumbró almuerto. El rostro parecía de un coloramarillo pálido a la luz de la linterna, laboca colgaba entreabierta, como si fueraa decir algo.

Håkan tragó saliva. Sólo pensar queaquel hombre había estado más cerca desu amada de lo que él había llegado aestar nunca le daba náuseas. Echó denuevo mano a la petaca, como siquisiera quemar la súbita angustia, perose detuvo.

El cuello.Alrededor del cuello tenía como una

gargantilla ancha y roja. Håkan se

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inclinó sobre él y vio la herida que Elihabía abierto para llegar a la sangre,

Los labios contra la piel.pero eso no explicaba la gargan…

tilla…Håkan apagó la linterna y al ir a

tomar aire se fue involuntariamentehacia atrás en aquel espacio tanreducido, raspándose en la mancha ralade su coronilla. Apretó los dientes paracontener el dolor.

La piel del hombre había reventadoporque… porque le habían retorcido elcuello. Una vuelta completa. La nucaestaba rota.

Håkan cerró los ojos, hizo unas

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respiraciones rítmicas para calmarse yfrenar el impulso de salir corriendo deallí, lejos… de aquello. El techo delpuente le rozaba la cabeza; debajo, elempedrado. A derecha e izquierda elcamino del parque por el que podíallegar gente que llamara a la policía. Ydelante de él…

No es más que una persona muerta.Sí. Pero… la cabeza.No le gustaba saber que la cabeza

estaba suelta. Iba a caer hacia atrás, talvez desprenderse si levantaba el cuerpo.Se puso en cuclillas y apoyó la frente enlas rodillas. Aquello lo había hecho suamada. Sólo con las manos.

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Sintió un cosquilleo de malestar enla garganta al imaginarse el sonido. Elcrujido cuando retorció la cabeza. Noquería tocar aquel cuerpo otra vez. Sequedaría allí sentado. Como Belaqua alpie de la montaña del purgatorio,esperando el amanecer, esperando…

Dos personas venían andando desdeel metro. Se echó entre las hojas, al ladodel muerto, con la frente contra laspiedras heladas.

¿Por qué? ¿Por qué aquello… de lacabeza?

El contagio. No debía alcanzar alsistema nervioso. Había que cerrar elcuerpo. Era todo lo que había

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conseguido saber. No lo habíaentendido. Ahora sí.

Los pasos se volvieron más rápidos,las voces más bajas. Subieron por lasescaleras. Håkan se sentó de nuevo,observó los rasgos de la cara muerta ycon la boca abierta. ¿Habría sidoposible que aquel cuerpo se levantara yse sacudiera las hojas si no hubierasido… cerrado?

Soltó una carcajada estrepitosa querevoloteó como un gorjeo de pájarosbajo el techo del puente. Se llevó lamano a la boca y apretó con tanta fuerzaque se hizo daño. La imagen del cadáverlevantándose de entre el montón de

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hojas y con movimientos somnolientosquitándose las hojas muertas de lachaqueta.

¿Qué iba a hacer con el cuerpo?Unos ochenta kilos de músculos,

grasa y huesos que había que ocultar.Moler. Picar. Enterrar. Quemar.

El crematorio.Claro. Llevar el cuerpo hasta allí,

meterse dentro y quemarlo a escondidas.O simplemente dejarlo a las puertascomo un bebé abandonado, esperar aque tuvieran tantas ganas de hacer fuegoque pasaran de llamar a la policía.

No. No había más que unaalternativa. El camino del parque, a la

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derecha, bajaba por el bosque hasta elhospital. Hasta el agua.

Embutió el jersey ensangrentado enla cazadora del cadáver, se echó labolsa al hombro y colocó las manosbajo la cabeza y la espalda del muerto.Se levantó haciendo equilibrios. Lacabeza del cadáver cayó hacia atrás enun ángulo imposible y las mandíbulas sele cerraron con un chasquido.

¿Cuánto habría hasta el agua?Algunos cientos de metros, quizá. ¿Y sillegaba alguien? Que fuera lo quetuviera que ser. En ese caso, se acabó.En cierto modo estaría bien.

Pero no llegó nadie y ya abajo, en la

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orilla, trepó sudando la gota gorda porel tronco de uno de los sauces lloronesque se inclinaban sobre el agua, casiparalelo a la superficie. Con dos trozosde cuerda había atado dos piedrasgrandes a los pies del cadáver.

Con otro más largo hizo una lazadaalrededor del pecho del muerto, loarrastró sobre el agua todo lo lejos quepudo y soltó la cuerda.

Se quedó un rato en el tronco delárbol con los pies colgando a un palmodel agua, mirando la negra superficierota por las burbujas, cada vez másescasas.

Lo había hecho.

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A pesar del frío, el sudor le escocíaen los ojos y le dolían todos losmúsculos del cuerpo tras el esfuerzo,pero lo había hecho. Justo bajo sus piesestaba el cuerpo muerto, oculto para elmundo. Había dejado de existir. Lasburbujas ya no subían y no había nada…nada que indicara que el cadáver estabaallí abajo.

En la superficie del agua sereflejaban algunas estrellas.

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Segunda Parte

Ultraje

… y se dirigieronhacia tierras dondeMartin

nunca habíaestado,

lejos de TyskaBotten

y de Blackeberg,donde estaba el límite

del mundoconocido.

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Hjalmar Söderberg, La infancia de MartinBircks

Pero aquel cuyocorazón

una ninfa delbosque robó

nunca jamás lorecuperará.

Sueños a la luz dela luna su almahilvanará,

amar a una esposaél no podrá…

Viktor Rydberg, La ninfa del bosque.

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El domingo, los periódicos publicaroninformación más detallada sobre elasesinato de Vällingby. El titulardecía: «¿FUE VÍCTIMA DE UNAMUERTE RITUAL?». Fotos del chico,de la hondonada del bosque. El árbol.El asesino de Vällingby no era YA eltema de conversación en boca de todos.En la hondonada del bosque las floresse habían marchitado y las velas sehabían apagado. La cinta rojiblanca dela policía había desaparecido, y lashuellas que hubieran podido encontrarestaban a salvo.

El artículo del domingo puso denuevo en marcha la discusión. El

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epíteto «ritual» llevaba implícito queestaba llamado a ocurrir de nuevo, ¿ono? Un ritual es precisamente algo quese repite.

Todos los que alguna vez habíanpasado por ese camino, o cerca, teníanalgo que contar: lo desagradable queera esa zona del bosque. O lo tranquilay bonita que resultaba. Nadie habríapodido imaginar algo así.

Todos los que habían conocido alchico, aunque fuera de lejos, contabanlo bueno que parecía y lo malvado quedebía ser el asesino. Se utilizaba debuena gana el caso como ejemplo deotros en que estaría justificada la pena

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de muerte, aunque uno, en principio,estaba en contra de ella.

Faltaba una cosa. Una foto delasesino. Uno se quedaba mirando lahondonada vacía, la cara sonriente delmuchacho. A falta de una imagen de lapersona que había hecho aquello, eracomo si hubiera ocurrido… solo.

No era suficiente.El lunes 26 de Octubre la policía

filtró a la radio y a los periódicos de lamañana que habían descubierto el queera el mayor alijo de drogas hallado enSuecia. Habían cogido a cincolibaneses.

Libaneses.

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Eso al menos era algo que se podíaentender. Cinco kilos de heroína. Ycinco libaneses. Un kilo por libanés.

Para colmo, los libaneses vivían delos seguros sociales suecos mientrasintroducían la droga. Es cierto quetampoco había ninguna foto de loslibaneses, pero no hacía falta. Ya sabeuno cómo parecen los libaneses.Árabes. No digas más.

Se especuló con la idea de que elasesino fuera también un extranjero.Era muy posible. ¿No tenían algunaespecie de rituales de sangre en esospaíses árabes? El islam. Mandaban asus hijos con una cruz de plástico, o lo

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que fuera, al cuello. Para desactivarlas minas, según decían. Gente cruel.Irán, Irak. Los libaneses.

Pero el lunes la policía dio aconocer un retrato robot del asesinoque alcanzó a salir en los periódicos dela tarde. Una niña lo había visto. Sehabían tomado su tiempo, habían sidoprudentes al reproducir la imagen.

Un sueco normal y corriente. Conun aspecto parecido al de un fantasma.La mirada vacía. Todos estuvieron deacuerdo en que ése era exactamente elaspecto de un asesino. Ningúnproblema para imaginarse aquellacara tipo máscara llegando

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sigilosamente a la hondonada y…Todos los de Västerort que se

parecían al retrato robot tuvieron quesoportar largas y escrutadorasmiradas. Se iban a casa a mirarse en elespejo, pero no encontraban ni el másmínimo parecido. Por la noche, en lacama, pensaban si no deberían cambiarde aspecto al día siguiente, claro que alo mejor eso podría parecersospechoso.

No habían tenido ningunanecesidad de estar preocupados. Lagente iba a tener otra cosa en quépensar. Suecia iba a convertirse enotro país. Una nación ultrajada. Ésa

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era la palabra que se usaba todo eltiempo: ultraje.

Mientras los que se parecen alretrato robot están acostados en suscamas pensando en un nuevo peinado,un submarino soviético ha quedadoencallado muy cerca de Karlskrona.Sus motores rugen y retumban en todoel archipiélago intentando salir de allí.Nadie sale para averiguar nada.

Lo van a descubrir por casualidadel miércoles por la mañana.

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Miércoles 28 de Octubre

La escuela era un hervidero decomentarios a la hora de la comida. Unprofesor lo había oído en la radiodurante el recreo, lo había contado enclase y en el recreo de la comida losabía todo el mundo. Habían llegado losrusos.

El gran tema de conversación entrelos chicos durante la última semanahabía sido el asesino de Vällingby.Varios lo habían visto, alguno asegurabaincluso que había sido atacado por él.

Habían visto al asesino en cada tiporaro que pasó cerca de la escuela.

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Cuando en el patio apareció un hombremayor con la ropa manchada, los chicoscorrieron gritando a esconderse dentro.Los más gallitos se armaron con palosde hockey, preparados para cargárselo.Por fortuna, alguien reconoció al hombrecomo uno de los borrachines de la plaza.Lo dejaron marchar.

Pero ahora eran los rusos. No sesabía mucho de los rusos. Estaban unavez un alemán, un ruso y Bellman. Enhockey eran mejores. Se llamaban laUnión Soviética. Ellos y los americanoseran los que hacían viajes al espacio.Los americanos habían fabricado labomba de neutrones para protegerse de

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los rusos.Oskar estaba discutiendo el asunto

con Johan en el recreo de la comida.—¿Crees que los rusos tienen

también la bomba de neutrones?Johan se encogió de hombros.—Seguro. A lo mejor tienen una en

ese submarino.—¿No hay que tener aviones para

tirar bombas?—No. Las tienen en cohetes que

vuelan sin más adonde sea.Oskar alzó la vista al cielo.—¿Y se pueden llevar en un

submarino?—Es lo que tiene. Se pueden llevar

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donde se quiera.—Las personas mueren y a las casas

no les pasa nada.—Exacto.—Me pregunto qué pasará con los

animales. Johan reflexionó un momento.—Seguro que se mueren también.

Por lo menos los grandes.Estaban sentados en el borde de la

arena donde no jugaba ningún niñopequeño en aquel momento. Johan cogióuna buena piedra y la tiró haciendosaltar la arena.

—¡Pum! Todos muertos.Oskar cogió una piedra más

pequeña.

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—¡No! ¡Ahí queda un superviviente!¡Pshiuuu! ¡Misil en la espalda!

Tiraron piedras y chinas, asolarontodas las ciudades de la tierra hasta queoyeron una voz detrás de ellos.

—¿Qué cojones estáis haciendo?Se dieron la vuelta. Jonny y Micke.

Era Jonny el que había hablado. Johantiró la piedra que tenía en la mano.

—Nada. Sólo estábamos…—No te he preguntado a ti. ¿Cerdo?

¿Qué estabais haciendo?—Tirando piedras.—¿Por qué?Johan se había echado para atrás,

estaba ocupado atándose los cordones.

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—Porque… nada.Jonny miró hacia la arena y extendió

el brazo de tal manera que Oskar seestremeció.

—Aquí juegan los niños pequeños.¿Es que no lo entiendes? Estásestropeando la arena.

Micke meneaba la cabeza apenado.—Pueden caerse y darse en las

piedras.—Cerdo, ya puedes quitar ahora

mismo esas piedras.Johan estaba todavía ocupado con

los zapatos.—¿Me has oído? Que quites ahora

mismo esas piedras.

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Oskar se quedó parado, no sabía quépostura adoptar. Estaba claro que aJonny la arena le importaba un bledo.No era más que lo de siempre. Tardaríapor lo menos diez minutos en quitartodas las piedras que habían tirado,Johan no iba a ayudar. Sonaría lacampana de entrada de un momento aotro.

—No.La palabra surgió de sus labios

como una revelación. Como cuandoalguien pronuncia por primera vez lapalabra «dios», refiriéndose realmentea… Dios.

Ya se había visto quitando piedras

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después de que los demás hubieranentrado, sólo porque lo decía Jonny.Pero era otra cosa también. En la arenahabía un tobogán parecido al que habíaen el patio de Oskar.

Oskar negó con la cabeza.—¿Pero qué dices?—No.—¿Cómo que no? Parece que oyes

mal. Si te digo que recojas esto,entonces lo haces.

—NO.Sonó la campana. Jonny se quedó

mirando a Oskar.—Ya sabes lo que va a pasar, ¿no,

Micke?

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—Sí.—Ya le pillaremos después de la

escuela.Micke asintió.—Ya nos veremos, Cerdo.Jonny y Micke entraron. Johan se

levantó, listo por fin con los zapatos.—Eso ha sido una gilipollez.—Ya lo sé.—¿Por qué coño lo hiciste?—Porque… —Oskar echó una

mirada al tobogán—. Porque sí.—Qué idiota.—Sí.Al terminar las clases Oskar se

quedó en el aula. Colocó dos papeles en

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blanco encima de su pupitre, buscó laenciclopedia que había en la parte deatrás de la clase y empezó a pasar hojas.

Mamut… Medici… Mongol…Morfeo… Morse.

Sí. Ahí estaba. Los puntos y lasrayas del alfabeto Morse ocupaban unacuarta parte de la página. Con letrasmayúsculas grandes y claras empezó acopiar el código en un papel:

A= .-B = -…C = -.-.Etcétera. Cuando terminó hizo lo

mismo con el otro papel. No quedósatisfecho. Lo tiró y empezó de nuevo,

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esmerándose en escribir los signos y lasletras todavía más claros.

Evidentemente, sólo era importanteque uno de los papeles quedara bien: elque le iba a dar a Eli. Pero le gustaba eltrabajo, le daba una excusa paraquedarse allí.

Eli y él se habían visto todas lastardes desde hacía una semana. La tardeanterior, a Oskar se le había ocurridodar unos toquecitos en la pared antes desalir y Eli le había contestado. Salieronlos dos al mismo tiempo. EntoncesOskar pensó en desarrollar lacomunicación mediante algún tipo desistema, y como el Morse ya estaba

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inventado…Revisó los papeles escritos. Bien.

Seguro que a Eli le iba a gustar. Lomismo que a él, a ella le gustaban lospuzzles, los sistemas. Dobló lospapeles, los metió en la cartera, apoyólos brazos en la mesa. Le rugió elestómago. El reloj de la escuelamarcaba las tres y veinte. Sacó el libroque tenía en el pupitre, El resplandor, yse quedó leyendo hasta las cuatro.

¿No habrían estado esperándole doshoras?

Si hubiera quitado las piedras comoJonny le había dicho, ya estaría en casa.Había sido justo. Quitar unas pocas

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piedras no era realmente lo peor que lehabían mandado hacer y había hecho. Searrepintió.

¿Y si lo hago ahora?Quizá mañana el castigo fuera más

suave si contaba que se había quedadodespués de la escuela y... Sí, era lomejor.

Recogió sus cosas en la clase, salióy fue hasta la arena. No le llevaría másde diez minutos arreglar aquello.Mañana, cuando lo contara, Jonny sereiría de él y le daría unas palmaditas enla cabeza diciendo «buen cerdito» oalgo parecido. Pero eso era mejor, apesar de todo.

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Miró de reojo la escalera deltobogán, dejó la cartera en el borde dela arena y empezó a quitar las piedras.Las grandes, primero. Londres, París.Mientras las quitaba, jugaba a queestaba salvando al mundo. Limpiándolode las terribles bombas de neutrones. Allevantar las piedras, los supervivientessalían como hormigas de sus casas enruinas. Claro que las bombas deneutrones no dañaban las casas. Bien,entonces habían caído algunas bombasatómicas también.

Cuando se dirigía al borde de laarena para vaciar la carga, estaban allí.No los había oído llegar, tan ocupado

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como estaba con el juego. Jonny, Mickey Tomas. Los tres llevaban en las manosramas finas y largas de avellano. Varas.Jonny señaló una piedra con su vara.

—Ahí hay una.Oskar, soltando las que llevaba en

las manos, recogió la piedra que Jonnyestaba señalando. Este asintió con lacabeza.

—Bien. Te estábamos esperando,Cerdo. Y hemos esperado bastante.

—Vino Tomas y nos dijo queestabas aquí —dijo Micke.

Los ojos de Tomas eraninexpresivos. En los primeros cursos,Oskar y él habían sido amigos y habían

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jugado mucho en el patio de Tomas,pero después del verano entre cuarto yquinto Tomas cambió. Empezó a hablarde otra forma, más adulto. Oskar sabíaque los profesores le consideraban elchico más inteligente de la clase. Senotaba en la forma en que hablaban conél. Tenía ordenador. Quería ser médico.

Oskar deseaba tirar la piedra quellevaba en la mano a la cara de Tomas.Directamente dentro de la boca queahora se abría y hablaba.

—¿No vas a correr? Vamos, echa acorrer ya. Sonó un silbido cuando Jonnyrasgó el aire con su vara. Oskar apretómás fuerte la piedra. ¿Por qué no echo a

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correr?Podía ya sentir la quemazón del

dolor en las piernas cuando la varaaterrizara. Sólo con que llegara a lacalle del parque donde quizá habríaadultos, ellos no se atreverían a pegarle.

¿Por qué no echo a correr?Porque aun así no tenía ninguna

posibilidad. Lo tirarían al suelo antes deque hubiera conseguido dar cinco pasos.

—Déjalo.Jonny volvió la cabeza, hizo como si

no hubiera oído.—¿Qué has dicho, Cerdo?—Que lo dejes.Jonny se volvió hacia Micke.

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—Le parece que es mejor que lodejemos.

Micke meneó la cabeza.—Ahora que hemos hecho estas

bonitas… —dijo agitando su vara.—¿Tú qué dices, Tomas?Tomas observó a Oskar como si

fuera una rata, aún viva, pataleando ensu trampa.

—Me parece que el Cerdo necesitaun poco de palo.

Eran tres. Tenían varas. Era unasituación tremendamente injusta. Élpodría tirarle la piedra a Tomas a lacara. O darle con ella si se acercaba.Aquello daría lugar a una llamada al

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despacho del director y todo lo quevenía detrás. Pero le comprenderían.Tres con tres varas.

Estaba… desesperado.No estaba desesperado en absoluto.

Al contrario, sentía una especie detranquilidad a pesar del miedo, ahoraque se había decidido.

Podían apalearle, sólo eso le dabamotivos suficientes para estampar lapiedra en la asquerosa cara de Tomas.

Jonny y Micke se acercaron. Jonnyle dio a Oskar tal latigazo en el musloque éste se dobló de dolor. Micke fuepor detrás y le inmovilizó los brazos.

No.

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Ya no podía tirar. Jonny lepropinaba latigazos en las piernashaciendo cimbrear la vara en el airecomo Robin Hood en la película;golpeaba de nuevo.

Las piernas de Oskar ardían. Seretorció en los brazos de Micke, pero noconsiguió escapar. Se le llenaron losojos de lágrimas. Gritó. Jonny lesacudió un último latigazo que rozó laspiernas de Micke y éste gritó:

—¡Joder, ten cuidado! —pero sinsoltar a su presa.

Una lágrima resbaló por la mejillade Oskar. ¡No era justo! Ya habíarecogido las piedras, se había

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humillado. ¿Por qué tenían que seguirhaciéndole daño?

La piedra, que había tenido apretadatodo el tiempo en la mano, cayó al sueloy él empezó a llorar de veras.

Con voz compasiva dijo Jonny:—El Cerdo llora.Jonny parecía satisfecho. Listo por

esta vez. Le hizo una seña a Micke paraque lo soltara. Oskar se estremecía porel llanto, por el dolor en las piernas.Tenía los ojos arrasados de lágrimascuando levantó la vista hacia ellos y oyóla voz de Tomas:

—¿Y yo qué?Micke volvió a sujetar los brazos de

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Oskar y, a través de la niebla que lecubría los ojos, éste vio cómo Tomas seacercaba a él. Sorbiéndose los mocos lerogó:

—Déjalo. Por favor.Tomas levantó su vara y golpeó.

Sólo una vez. La cara de Oskar estalló yse retorció con tanta fuerza que a Mickese le soltó —o le soltó— y dijo:

—Joder, Tomas. Eso ya es…Jonny parecía enfadado.—Ahora ya puedes ir tú a hablar con

su madre.Oskar no oyó qué contestó Tomas. Si

es que contestó algo.Sus voces desaparecieron a lo lejos,

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lo dejaron tirado. La mejilla izquierda leardía. La arena estaba fría y refrescabasus piernas abrasadas. Quería poner lamejilla también contra la arena, perocomprendió que no debía.

Permaneció tanto tiempo así queempezó a sentir frío. Entonces selevantó, se tocó con cuidado la mejilla.Los dedos se le llenaron de sangre.

Fue a los aseos del patio, se miró enel espejo. Su mejilla estaba hinchada ycubierta de sangre medio reseca. Tomastenía que haber golpeado con todas susfuerzas. Se lavó la cara y volvió amirarse. La herida había dejado desangrar, no era profunda. Pero le

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cruzaba casi toda la mejilla.Mamá. ¿Qué le voy a decir?La verdad. Necesitaba consuelo. En

una hora, su madre llegaría a casa.Entonces le iba a contar lo que le habíanhecho, ella se iba a poner totalmentefuera de sí y lo iba a abrazar y abrazar, yél se hundiría en su regazo, en su llanto,y llorarían juntos.

Luego ella llamaría a la madre deTomas.

Llamaría a la madre de Tomas ydiscutirían y después su madre lloraríapor lo mala que era la madre de Tomas,y después… La clase de trabajosmanuales.

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Había ocurrido un accidente en laclase de trabajos manuales. No.Entonces puede que llamara al profesor.

Oskar observó la herida en elespejo. ¿Cómo podría haberse hechoalgo así? Se había caído por la escaleradel tobogán. Eso, bien mirado, no sesostenía, pero su madre probablementequerría creerlo. De todos modos iba asentir lástima y lo iba a consolar. Laescalera del tobogán.

Sintió frío en los pantalones. Se losdesabrochó y miró. Los calzoncillosestaban totalmente mojados. Sacó subola del pis y la enjuagó. Estaba a puntode volver a colocarla en los calzoncillos

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mojados, pero se detuvo mirándose en elespejo.

Oskar. Éste es… Oooskar.Levantó la bola del pis aclarada, se

la puso en la nariz. Como una nariz depayaso. La bola amarilla y la herida rojade la mejilla. Abrió desmesuradamentelos ojos, intentando parecer un loco. Sí.Parecía bastante desagradable. Hablócon el payaso del espejo:

—Se acabó. Ya es suficiente. ¿Looyes? Ya basta.

El payaso no contestó.—No voy a aceptar esto. Ni una vez

más, ¿lo oyes? La voz de Oskarretumbaba en las cabinas vacías.

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—¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy ahacer? ¿A ti qué te parece? Torció elrostro en una mueca que estiró lamejilla, distorsionó la voz haciéndolatan ronca y oscura como pudo. Habló elpayaso:

—… mátalos… mátalos…mátalos…

Oskar sintió un escalofrío. Esto erade veras un poco desagradable. Sonabade verdad como otra voz, y la cara delespejo no era la suya. Se quitó la boladel pis de la nariz, la metió en loscalzoncillos.

El árbol.No es que creyera en aquello

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realmente, pero… iba a acuchillar elárbol. Quizá. Quizá. Si de verdad seconcentraba, entonces… Quizá.

Oskar recogió su cartera y seapresuró a ir a casa, llenando su cabezade imágenes maravillosas.

Tomas sentado frente a suordenador cuando siente el primergolpe. No entiende de dónde le llega.Se tambalea hasta la cocina con lasangre saliéndole a borbotones delestómago: «Mamá, mamá, alguien meclava un cuchillo».

La madre de Tomas estaría allí depie. La madre de Tomas, que siempredefendía a Tomas hiciera lo que hiciese.

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Estaría allí de pie. Aterrada. Mientraslas cuchilladas seguían agujereando elcuerpo de su hijo.

Tomas cae en el suelo de la cocinaen medio de un charco de sangre,«mamá… mamá…», mientras elcuchillo invisible le abre el vientre ylas tripas se desparraman por el suelode linóleo.

No es que funcionara de esa manera.

Pero eso qué más daba.El piso apestaba a pis de gato.Giselle estaba en sus rodillas

ronroneando. Bibi y Beatrice rodabanjuntas por el suelo. Manfred estaba

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sentado como de costumbre, con elhocico pegado a la ventana, mientrasque Gustaf trataba de acaparar laatención de Manfred hundiéndole lacabeza en el costado.

Måns, Tufs y Cleopatra estabanechados holgazaneando en la butaca;Tufs hurgaba con las patas en unos hilossueltos. Karl-Oskar intentaba saltar a larepisa de la ventana, pero falló y cayóde culo en el suelo. Era ciego de un ojo.

Lurvis estaba tumbado en el pasilloal acecho del buzón de la puerta,dispuesto a saltar y arañar si llegabaalgo de propaganda. Vendela estaba enel estante de la entrada mirando a

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Lurvis; su deformada pata derechadelantera colgaba entre las barras, sesobresaltaba de vez en cuando.

Algunos gatos estaban en la cocinacomiendo u holgazaneando en la mesa yen las sillas. Cinco permanecíanechados en la cama en el dormitorio.Algunos otros tenían su sitio preferidoen armarios y cajones que habíanaprendido a abrir ellos solos.

Desde que Gösta no dejaba salirfuera a los gatos, por presiones de losvecinos, no entraba material genéticonuevo. La mayoría de los gatitos nacíanmuertos o tenían deformaciones tangraves que morían después de un par de

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días. Más de la mitad de los veintiochogatos que vivían en el piso de Göstatenían algún defecto. Eran ciegos osordos o les faltaban los dientes o teníanalgún problema de movimiento.

Él los quería a todos.Gösta estaba rascando a Giselle

detrás de la oreja.—Síí… mi pequeña… ¿qué vamos a

hacer? ¿No lo sabes? No, yo tampoco.Pero tendremos que hacer algo, ¿no?Uno no puede quedarse así, sin hacernada. Era Jocke. Yo lo conocía. Y ahoraestá muerto. Pero no lo sabe nadie.Porque no han visto lo que yo he visto.¿Lo viste tú?

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Gösta agachó la cabeza, susurró:—Era un niño. Lo vi cuando llegaba

por ahí abajo, por el camino. Estuvoesperando a Jocke bajo el puente. Élentró… y no volvió a salir. Después,por la mañana, había desaparecido. Peroestá muerto. Lo sé.

»¿Qué?»Yo no puedo ir a la policía. Me

van a preguntar. Habrá un montón depersonas y me van a hacer preguntas…por qué no he dicho nada. Me van aponer un foco de ésos en la cara.

»Ya han pasado tres días. O cuatro.No sé. ¿Qué día es hoy? Van a hacerpreguntas. No puedo hacerlo.

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»Pero algo tendremos que hacer.»¿Qué hacemos?

Giselle le miraba. Luego empezó alamerle la mano.

Cuando Oskar llegó a casa desde elbosque, el cuchillo estaba manchado devirutas viejas. Lo lavó bajo el grifo dela cocina y lo secó con una toalla quedespués remojó con agua fría, laescurrió y se la puso en la mejilla.

Su madre iba a llegar de un momentoa otro. Tenía que salir un rato,necesitaba un poco más de tiempo —tenía aún el nudo en la garganta, laspiernas le escocían—. Buscó las llaves

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en el armario de la cocina, escribió unanota: «Vuelvo enseguida. Oskar». Luegopuso el cuchillo en su sitio y bajó alsótano. Abrió la pesada puerta y sedeslizó dentro.

Olor a sótano. Le gustaba. Un olorconfortable a madera, a cosas viejas y aespacio cerrado. Algo de luz se filtrabapor una ventana a ras de la calle y laoscuridad sugería secretos de sótano,tesoros ocultos.

A su izquierda había un pasilloalargado que tenía cuatro trasteros. Lasparedes y las puertas eran de madera;las puertas, cerradas con candados máso menos grandes. Una de ellas tenía el

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candado reforzado; alguien a quienhabían robado.

En la pared más alejada del pasilloponía «BESO» escrito con rotulador. LaS estaba escrita como si fuera una Z, alrevés.

Lo más interesante estaba en el otroextremo: el cuarto de la basura. AllíOskar había encontrado un globoterráqueo con su bombilla y todo queahora estaba en su habitación, tambiénunos cuantos ejemplares viejos de ElIncreíble Hulk. Y más cosas.

Pero hoy no había casi nada. Debíande haberlo vaciado recientemente. Unospocos periódicos, algunas carpetas en

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las que ponía «inglés» y «sueco».Carpetas ya tenía más que suficientes.Hacía unos años había salvado unacaterva de ellas de los contenedores deal lado de la imprenta.

Siguió hasta llegar al sótano delsiguiente portal, el de Tommy. Abrió lapuerta y entró. Aquel sótano olíadiferente: un vago aroma a pintura o adisolvente.

Allí estaba también el refugio aéreodel edificio. Sólo había entrado en éluna vez, hacía tres años, cuando loschicos mayores organizaron allí un clubde boxeo. Una tarde, pudo acompañar aTommy como espectador. Los chicos se

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golpeaban unos a otros con los guantesde boxeo puestos y Oskar se asustó unpoco. Berridos y sudor, los cuerpostensos y concentrados, el sonido de losgolpes absorbido por las gruesasparedes de cemento. Después, alguienresultó herido o algo así y el volante quese giraba para descorrer los cerrojos dela puerta de hierro había sido bloqueadocon cadenas y candado. Se acabó elboxeo.

Oskar encendió la luz y fue hasta elrefugio. Si venían los rusos, quitarían elcandado.

Si no han perdido la llave.Estaba frente a la maciza puerta y se

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le ocurrió este pensamiento: quealguien… algo estaba encerrado allí.Que por eso había cadenas y candados.Un monstruo.

Escuchó. Sonidos lejanos de lacalle, de personas que hacían cosas enlos pisos de arriba. Le gustabarealmente el sótano. Uno estaba como enun mundo diferente al mismo tiempo quesabía que el otro mundo estaba ahí fuera,arriba, cuando uno lo necesitara. Peroaquí abajo reinaba el silencio y nollegaba nadie a decirle cosas, a hacerlecosas. A mandarle cosas.

Enfrente del refugio estaba el localdel Club del Sótano. Territorio

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prohibido.No tenían cerradura, por cierto, pero

eso no significaba que cualquierapudiera entrar allí. Aspiróprofundamente y abrió la puerta.

No había gran cosa en aquel trastero.Un sofá viejo y una butaca igual devieja. Una alfombra en el suelo. Unacómoda con la pintura desconchada.Desde la bombilla del pasillo salía uncable conectado de forma clandestinahasta la bombilla pelada que colgaba enel techo. Estaba apagada.

Había estado aquí un par de vecesantes y sabía que para encender labombilla no había más que enroscarla.

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Pero no se atrevía. La luz que se filtrabapor los resquicios de las tablas era másque suficiente. El corazón le latía cadavez más deprisa. Si le pillaban aquí leiban a…

¿Qué? No sé. Eso es lo terrible.Pegarme no, pero…

Se puso de rodillas en la alfombra,levantó uno de los cojines del sofá.Debajo había un par de tubos depegamento y un rollo de bolsas deplástico, un envase de gas paraencendedores. Debajo del cojín de laotra esquina había revistas porno.Algunos ejemplares viejos de Lektyr yFib Aktuellt.

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Cogió un Lektyr y se acercó un pocohacia la puerta, donde había más luz.Todavía de rodillas puso la revista en elsuelo delante de él, la hojeó. Sentía laboca seca. La mujer de la foto estabaechada en una hamaca y no llevaba másque unos zapatos de tacón. Se apretabalos pechos y tenía los labios abultados.Tenía las piernas abiertas y en medio dela mata de pelo entre sus muslosaparecía una franja de carne rosa conuna hendidura en el medio.

¿Cómo entra uno ahí?Conocía la palabra por comentarios

que había oído, pintadas que habíaleído. Coño. Agujero.

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Labios menores. Pero eso no era unagujero. Sólo esa hendidura. Habíantenido educación sexual en la escuela ysabía que tenía que haber un… túneldesde el coño hacia dentro. ¿Pero en quédirección? Todo recto o hacia arribao… no se podía ver.

Siguió hojeando. Relatos de lospropios lectores. Una piscina. Uncompartimento en el cuarto decambiarse de las chicas. Los pezones sepusieron rígidos bajo el traje de baño.La polla golpeaba como un martillodentro del bañador. Ella se agarró alos colgadores y volvió su culito haciamí, se restregó: «Tómame, tómame

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ahora».¿Aquello sucedía todo el tiempo, a

puerta cerrada, en los sitios donde unolo veía?

Había empezado una nueva historiasobre una reunión familiar que habíatomado un rumbo inesperado cuando oyóabrirse la puerta del sótano. Cerró larevista, la puso en su sitio debajo delcojín y no supo qué hacer consigomismo. Se le hizo un nudo en lagarganta, no se atrevía ni a respirar.Pasos en el pasillo.

Oh Dios mío, no los dejes venir. Nolos dejes venir.

Se abrazó desesperadamente las

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rótulas, apretando los dientes hastahacerse daño en las mandíbulas. Lapuerta se abrió. Fuera estaba Tommyguiñándole un ojo.

—¿Pero qué cojones?Oskar quería decir algo, pero tenía

las mandíbulas bloqueadas. Siguió allíde rodillas en medio de la alfombra a laluz de la puerta, haciendo esfuerzos paratomar aire por la nariz.

—¿Qué cojones haces aquí? ¿Y quéhas hecho?

Sin mover apenas las mandíbulas,Oskar logró decir:

—… nada.Tommy entró en el trastero, se

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inclinó sobre él.—En la mejilla, me refiero. ¿Qué te

has hecho ahí?—Yo… nada.Tommy meneó la cabeza, enroscó la

bombilla hasta que se encendió la luz ycerró la puerta. Oskar se puso de pie enmedio de la habitación con los brazosrígidos a lo largo del cuerpo, sin saberqué hacer. Dio un paso hacia la puerta.Tommy se dejó caer en la butaca con unsuspiro, señaló el sofá.

—Siéntate.Oskar se sentó en el cojín de en

medio, en el que no había nada debajo.Tommy permaneció en silencio unos

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instantes observándolo. Luego dijo:—Bueno. Cuéntamelo entonces.—¿El qué?—Lo que te ha pasado en la mejilla.—… yo… sólo…—Te ha pegado alguien, ¿no? ¿No?—… sí…—¿Por qué?—No lo sé.—¿Cómo? ¿Sólo te pegan, sin

motivo?—Sí.Tommy asintió con la cabeza,

recogió algunos hilos sueltos queestaban colgando de la butaca. Sacó unacaja de tabaco en pasta y se puso una

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bolsita bajo el labio superior, le tendióla caja a Oskar.

—¿Quieres?Oskar negó con la cabeza. Tommy se

volvió a guardar la caja, colocó bien labolsita con la lengua y se echó haciaatrás en la butaca, se puso las manosentrelazadas sobre el estómago.

—Bueno. ¿Y entonces qué estáshaciendo aquí?

—No, sólo iba a…—¿Mirar tías? ¿Eh? Porque tú no

esnifas. Ven aquí. Oskar se levantó, seacercó a Tommy.

—Acércate más. Échame el aliento.Oskar hizo lo que le mandó y

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Tommy asintió, señalando el sofá le dijoOskar que se sentara otra vez.

—Tienes que mandar a la mierdaesto, ¿me oyes?

—Yo no he…—No, no lo has hecho. Pero tienes

que mandarlo a la mierda, ¿me oyes? Noes bueno. La pasta de tabaco es buena.Pruébala. —Hizo una pausa—. Bueno.¿Vas a estar ahí toda la tardemirándome? —Hizo un gesto hacia elcojín que tenía Oskar al lado—. ¿No vasa leer un poco más?

Oskar negó con la cabeza.—Bueno, hombre. Pues vete a casa

entonces. Los otros están a punto de

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llegar y no se alegrarán de encontrarte ati aquí. Venga, vete a casa.

Oskar se levantó.—Y esto… —Tommy le miraba,

meneando la cabeza, lanzó un suspiro—.No, no era nada. Vete a casa ahora. Novengas aquí más. Oskar asintió, abrió lapuerta. Allí se detuvo.

—Perdón.—Está bien. Sólo que no vengas más

aquí. Oye, otra cosa: ¿el dinero?—Lo tendré mañana.—Vale. Otra cosa. Te he conseguido

una cinta con Destroyer y Unmasked.Sube a buscarla algún día.

Oskar asintió. Notó cómo le crecía

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el nudo en la garganta. Si se quedaba unpoco más iba a empezar a llorar. Asíque sólo susurró:

—Gracias —y se fue.Tommy siguió sentado en su butaca,

absorbiendo el tabaco y mirando laspelusas que se amontonaban debajo delsofá. Sin remedio.

Oskar seguiría cobrando hasta queterminara noveno. Era el típico. ATommy le habría gustado hacer algo,pero una vez que ha empezado no haymanera de pararlo. Nada que hacer.

Sacó un encendedor del bolsillo, selo puso en la boca y dejó salir el gas.

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Cuando empezó a notar el frío en elpaladar retiró el encendedor, loencendió y expulsó el aire.

Una bocanada de fuego en la cara.No le hizo gracia. Se sentía inquieto; selevantó y dio algunos pasos por laalfombra. Las pelusas se arremolinabana su paso.

¿Qué cojones hace uno?Midió los pasos de la alfombra,

imaginando que era una cárcel. Uno nosale. Donde te han sentado, ahí tequedas, bla, bla. Blackeberg. Deberíalargarse de aquí, hacerse… marinero oalgo. Lo que fuera.

Fregar la cubierta, seguir la ruta

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de Cuba, hola y adiós.Había un cepillo que no se usaba

casi nunca apoyado contra la pared. Locogió, empezó a barrer. El polvo leentraba por la nariz. Cuando habíabarrido un poco se dio cuenta de que nohabía ningún recogedor. Barrió elmontón del polvo debajo del sofá.

Mejor un poco de mierda en unrincón que un puro infierno.

Hojeó una revista porno, la volvió adejar en su sitio. Dio vueltas a subufanda alrededor del cuello y tiró hastaque sintió que la cabeza le iba a estallar.Soltó. Se levantó, dio unos pasos por la

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alfombra. Cayó de rodillas, rezando.A las cinco y media llegaron Robban

y Lasse. Tommy se encontraba entoncesrecostado en la butaca como si nohubiera ningún problema en el mundo.Lasse se mordía los labios, parecíanervioso. Robban sonrió con coñadando unas palmaditas a Lasse en laespalda.

—Lasse necesita otro radiocasete.Tommy alzó las cejas.—¿Eso por qué?—Lasse, cuéntaselo.Lasse resopló, no se atrevía a mirar

a Tommy a los ojos.—Esto… es un chico del trabajo…

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—¿Que quiere comprar?—Mmm.Tommy se encogió de hombros, se

levantó de la butaca y rebuscó la llavedel refugio en el relleno. Robbanparecía decepcionado, había contadocon una buena bronca, pero Tommypasaba. Lasse podía gritar: ¡SEVENDEN OBJETOS ROBADOS! enlos altavoces del trabajo si quería. Nopasaba nada.

Tommy apartó a Robban y salió alpasillo, abrió el candado, sacó lacadena de la rueda y se la tiró a Robban.La cadena resbaló en las manos deRobban y chirrió contra el suelo.

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—¿Qué te pasa? ¿Estás picado oqué?

Tommy meneó la cabeza, giró larueda y empujó la puerta. El tubofluorescente del refugio estaba roto,pero la luz que llegaba del pasillo erasuficiente para ver las cajas de cartónapiladas a lo largo de una de lasparedes. Tommy sacó una caja con unradiocasete y se la dio a Lasse.

—Que te diviertas.Lasse miró indeciso a Robban, como

para que le ayudara a interpretar elcomportamiento de Tommy. Robbanhizo una mueca que podía significarcualquier cosa; se volvió hacia Tommy,

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que estaba cerrando de nuevo.—¿Has oído algo más de Staffan?—No —Tommy hizo chascar el

candado y lanzó un suspiro—. Mañanairé a su casa a comer. Ya veremos.

—¿A comer?—Sí. ¿Qué pasa?—No, nada. Yo creía que los

maderos iban a base de… gasolina oalgo así.

Lasse respiró aliviado, contento deque la tensión en el ambiente se hubieraaligerado.

—Gasolina…Había mentido a su madre. Y ella le

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había creído. Ahora estaba echado en lacama y se sentía mal.

Oskar. Ése del espejo. ¿Quién era?Le pasan un montón de cosas. Cosasmalas. Cosas buenas. Cosas raras. Pero¿quién es? Jonny lo mira y ve al Cerdoal que tiene que pegar. Su madre lo miray ve su Corazón mío al que nada malopuede ocurrirle.

Eli lo mira y ve… ¿qué ve?Oskar se volvió hacia la pared,

hacia Eli. Las dos figuras mirabanescondidas entre el ramaje. Tenía aún lamejilla dolorida e hinchada, habíaempezado a hacerse una costra en laherida. ¿Qué le iba a decir a Eli si salía

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aquella tarde?Estaba relacionado. Lo que le iba a

decir dependía de lo que él fuera paraella. Eli era nueva para él y por esotenía la posibilidad de ser otro, dedecirle cosas diferentes de las que decíaa los demás.

¿Cómo hace uno en realidad?¿Para conseguir gustarle a otro?

El reloj que había sobre el escritoriomarcaba las siete y cuarto. Miró elramaje intentando encontrar nuevasfiguras: había encontrado un duendecillocon el sombrero apuntado y un troll bocaabajo cuando se oyeron unos golpecitosen la pared.

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Toc-toc-toc.Unos golpes suaves. Él contestó

golpeando. Toc-toc-toc.Esperó. Tras un par de segundos,

nuevos golpes. Toc-toctoctoc-toc.Él completó los dos que faltaban:

toc-toc. Esperó. No hubo más golpes.Cogió el papel con el alfabeto

Morse, se puso la cazadora, dijo adiós asu madre y bajó al parque. No habíaalcanzado a dar más que unos pasoscuando se abrió el portal de Eli y éstasalió. Llevaba unas deportivas,vaqueros y una sudadera negra en la queponía Star Wars con letras plateadas.

Primero pensó que se trataba de su

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propia sudadera; él tenía unaexactamente igual y la había llevadopuesta hacía dos días, estaba en el cestopara lavar. ¿Había ido ella y se habíacomprado una igual sólo porque él latenía?

—Hei.Oskar abrió la boca para soltar el

«hola» que llevaba preparado, pero lacerró. La volvió a abrir para decir«Hei», se arrepintió y dijo «Hola» detodas formas.

Eli frunció el ceño.—¿Qué te ha pasado en la mejilla?—Bueno, me he… caído.Oskar siguió bajando hacia el

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parque, Eli lo seguía. Pasó por delantedel tobogán, se sentó en un columpio.Eli se sentó en el de al lado. Secolumpiaron en silencio un rato.

—Te lo ha hecho alguien, ¿verdad?Oskar se columpió otro poco.—Sí.—¿Quién?—Unos… compañeros.—¿Compañeros?—Unos de mi clase.Oskar se impulsó con fuerza, cambió

de tema.—¿A qué escuela vas tú?—Oskar.—¿Sí?

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—Para un poco.Paró con los pies, se quedó mirando

al suelo.—Sí, ¿qué pasa?—Tú…Ella alargó el brazo, le cogió la

mano, y él se paró del todo y miró a Eli.Su cara apenas era una silueta contra laventana iluminada que había detrás deella. Naturalmente no eran más quefiguraciones suyas, pero le parecía quelos ojos de Eli lucían. De todos modoseran lo único que podía ver claramentede su cara.

Con la otra mano le tocó la herida, ylo extraño ocurrió. Alguien, una persona

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mucho más mayor y más dura que ella seabrió paso desde su interior. Unescalofrío le recorrió a Oskar laespalda, como si hubiera mordido unhelado de hielo.

—Oskar. No les dejes. ¿Me oyes?No les dejes.

—… No.—Tienes que devolvérsela. Nunca

se la has devuelto, ¿verdad?—No.—Empieza ahora. Devuélvesela.

Fuerte.—Son tres.—Entonces tienes que darles más

fuerte. Usa un arma.

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—Sí.—Piedras, palos. Dales más de lo

que en realidad eres capaz. Entonces lodejarán.

—¿Y si no lo dejan?—Tienes un cuchillo.Oskar tragó saliva. En ese momento,

con la mano de Eli en la suya, con lacara de ella delante, todo parecía muyclaro. Pero ¿y si empezaban a hacercosa peores cuando él opusieraresistencia?, ¿y si ellos…?

—Sí. Pero si ellos…—Entonces yo te ayudaré.—¿Tú? Pero si eres…—Puedo, Oskar. Eso… puedo.

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Eli apretó la mano de Oskar. Él ledevolvió el apretón, asintiendo. Pero elapretón de Eli se volvió más fuerte. Tanfuerte que hacía un poco de daño.

Qué fuerte es.Eli aflojó la mano y él sacó el papel

que había escrito en la escuela, alisó losdobleces y se lo dio. Eli levantó lascejas.

—¿Qué es?—Ven, vamos a la luz.—No, si veo. ¿Pero qué es?—El alfabeto Morse.—Sí, sí. Claro. Qué pasada.Oskar contestó con una risita. Ella lo

había dicho tan, tan… ¿cómo se dice?…

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forzada. Aquella palabra como que nopegaba en su boca.

—Pensé… así podemos… hablarmás a través de la pared.

Eli asintió. Parecía como siestuviera pensando qué responder.Luego dijo:

—Es divertido.—¿Muy divertido?—Sí. Muy divertido. Muy divertido.—Eres un poco rara, ¿lo sabes?—¿Soy rara?—Sí. Pero está bien.—Entonces tendrás que enseñarme

lo que tengo que hacer. Para no ser rara.—Sí. ¿Quieres ver una cosa? Eli

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asintió.Oskar hizo su número especial. Se

sentó en el columpio donde había estadoantes, se dio impulso con fuerza. Concada vuelta, con cada milímetro queganaba en altura, crecía en su pecho lasensación de libertad.

Las ventanas iluminadas pasabanante sus ojos como trazos de coloresbrillantes y se columpiaba más y másalto. No siempre le salía su númeroespecial, pero ahora lo iba a conseguirporque se sentía ligero como una plumay casi podía volar.

Cuando el columpio había llegadoya tan arriba que las cadenas empezaban

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a aflojarse para volver a dar un tirón,tensó todo el cuerpo. El columpio fuehacia atrás una vez más y, en el puntomás alto de la siguiente vuelta, soltó lascadenas e impulsó las piernas haciaarriba y hacia delante lo más fuerte quepudo. Las piernas dieron media vueltaen el aire y aterrizó con los pies,agachándose de manera que el columpiono le diera en la cabeza. Después selevantó y alzó los brazos. Perfecto.

Eli aplaudió, gritó:—¡Bravo!Oskar cogió el columpio, que aún se

movía, lo paró y se sentó. Una vez másagradeció que la oscuridad ocultara una

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sonrisa de triunfo que no podía reprimir,aunque le dolía la herida. Eli dejó deaplaudir, pero la sonrisa permaneció.

Las cosas iban a cambiar a partir deahora. Claro que no se puede matargente dando cuchilladas a un árbol. Esoya lo sabía él.

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Jueves 29 de Octubre

Håkan estaba sentado en el estrechopasillo con las rodillas flexionadas demanera que los talones le rozaban elculo y la barbilla quedaba apoyada enlas rodillas, escuchando el chapoteo delagua en el cuarto de baño. Los celoseran una serpiente gorda y blanca en supecho. Se revolvía despacio, limpiacomo la inocencia e infantilmente clara.

Prescindible. Él era… prescindible.Ayer por la tarde se encontraba

echado en su cama con la ventanaentreabierta. Oyó cómo Eli se despedíade ese tal Oskar. Sus voces claras, sus

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risas. Una… ligereza que él nuncapodría conseguir. Él era siempre laresponsabilidad pesada, la exigencia, eldeseo.

Había creído que su amada eraigual. Se había asomado a los ojos deEli y había visto la sabiduría de unapersona anciana, y la indiferencia. Alprincipio eso le asustó. Los ojos deSamuel Beckett en la cara de AudreyHepburn. Luego le había dadoseguridad.

Era la mejor relación imaginable. Elcuerpo joven y bello que aportababelleza a su vida al mismo tiempo que lelibraba del compromiso. No era él quien

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decidía. Y no tenía que sentirse culpablepor su deseo: su amada era mayor queél. Ninguna niña. Eso creía.

Pero desde que empezó esto conOskar había pasado algo. Una…regresión. Eli se comportaba cada vezmás como la niña que parecía; habíaempezado a contonear el cuerpo, autilizar expresiones infantiles, palabras.Quería jugar. Esconder la llave. Lanoche anterior habían estado jugando aesconder la llave. Eli se había enfadadoporque Håkan no mostraba el entusiasmoque el juego exigía, después habíaintentado hacerle cosquillas para que seriera. Él había disfrutado del

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tocamiento.Era atractiva, naturalmente. Aquella

alegría, esa… vida. Al tiempo que leintimidaba, porque se alejaba de sumanera de ser. Nunca había estado tancachondo y asustado como desde que seconocieron.

La noche anterior, su amada se habíaencerrado en la habitación de Håkanpara pasarse media hora echada en lacama dando golpecitos en la pared.Cuando éste pudo entrar de nuevo en elcuarto vio un papel lleno de signossujeto con celo sobre su cama. El códigoMorse.

Al acostarse, tuvo la tentación de

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golpear él mismo un mensaje paraOskar. Algo acerca de lo que Elirealmente era. Pero en vez de eso copióel código en un papel, para poderdescifrar lo que se dijeran en el futuro.

Håkan inclinó la cabeza, apoyó lafrente en las rodillas. El chapoteo dentrodel cuarto de baño había terminado.Aquello no podía seguir así. Estaba apunto de explotar. De ganas, de celos.

La cerradura del cuarto de baño segiró y se abrió la puerta. Eli apareciódelante de él totalmente desnuda.Limpia.

—¿Estás aquí sentado?—Sí. Estás muy guapa.

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—Gracias.—¿Puedes darte la vuelta?—¿Por qué?—Porque… yo quiero.—Pero yo no. ¿Puedes apartarte un

poco?—A lo mejor digo algo… si lo

haces.Eli miró a Håkan, indecisa. Luego se

dio media vuelta, se quedó de espaldasa él.

A Håkan se le agolpaba la saliva enla boca, tragó. Miró. Una sensaciónfísica de cómo los ojos devoraban loque tenían ante sí. Lo más bello quehabía. A un brazo de distancia.

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Infinitamente lejos.—¿Tienes… hambre?Eli se volvió de nuevo.—Sí.—Lo voy a hacer. Pero quiero algo a

cambio.—Tú dirás.—Una noche. Quiero una noche.—Sí.—¿La tendré?—Sí.—¿Acostarme contigo? ¿Tocarte?—Sí.—¿Puedo…?—No. Sólo eso. Pero eso sí.—Entonces lo hago. Esta noche.

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Eli se agachó junto a él. A Håkan leardían las palmas de las manos. Queríaacariciarla. No podía. Esa noche. Eli,mirando fijamente al techo, dijo:

—Gracias. Pero piensa si alguien…ese retrato del periódico… hay personasque saben que vives aquí.

—He pensado en ello.—Si viniera alguien aquí por el

día… cuando yo descanso…—Te digo que he pensado en ello.—¿Y…?Håkan cogió a Eli de la mano, se

levantó y fue a la cocina, abrió ladespensa, sacó un tarro de confitura conla tapa de cristal. Un líquido

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transparente llenaba la mitad del frasco.Le explicó lo que había pensado. Elinegó vehementemente con la cabeza.

—No puedes hacer eso.

—Claro que puedo. ¿Entiendesahora cuánto… me preocupo por ti?

Cuando Håkan se preparó para salir,puso el tarro de confitura en la bolsajunto con los demás utensilios. Eli,mientras tanto, se había vestido y estabaesperando en la entrada cuando Håkansalió, se inclinó y le dio un beso en lamejilla. Håkan pestañeó y se quedó unrato mirando a Eli.

Estoy perdido.

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Después se fue a su tarea.Morgan se estaba zampando sus

cuatro delicias de una en una sin mostrarapenas interés por el arroz que tenía allado en un cuenco. Lacke, inclinándosehacia delante, le dijo en voz baja:

—Oye, ¿puedo coger el arroz?—Joder. ¿Quieres también la salsa?—No. Pongo un poco de soja, sólo.Larry, que observaba por encima del

periódico, hizo una mueca cuando Lackecogió el cuenco de arroz y le puso sojadel frasco con un glu, glu, glu y empezóa comer como si no hubiera vistocomida antes. Larry hizo un gestoseñalando el montón de gambas fritas

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del plato de Morgan.—Podrías invitar.—Sí, claro. Sorry. ¿Qué quieres, una

gamba?—No, tengo mal el estómago. Pero

igual Lacke.—¿Quieres una gamba, Lacke?Lacke asintió y le alargó el cuenco

del arroz. Morgan puso dos gambasfritas con ademán ostentoso. Como siinsistiera. Lacke le dio las gracias yatacó las gambas.

Morgan refunfuñaba y meneaba lacabeza. Lacke no era el mismo desdeque Jocke desapareció. Ya soplaba másde la cuenta antes, pero ahora bebía

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todavía más y no le quedaba ni uncéntimo para comida. Era de veras rarolo de Jocke, pero tampoco como parahundirse totalmente en la miseria de esamanera. Jocke llevaba ya cuatro díasdesaparecido, pero ¿quién sabía? Podíahaber encontrado a una tía y haberselargado a Tahití, cualquier cosa. Yaaparecería.

Larry dejó el periódico, se colocólas gafas de leer en la cabeza yrestregándose los ojos dijo:

—¿Vosotros sabéis dónde hayrefugios?

Morgan sonrió burlón.—¿Qué pasa? ¿Estás pensando en

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hibernar, o qué?—No, por lo del submarino. Por si

se produjera una invasión a gran escala.—Te puedes venir al nuestro. Estuve

allí abajo mirando cuando vino un tipode la defensa de no sé qué que tenía quehacer un inventario, hace dos años.Máscaras de gas, conservas, mesas deping-pong y demás. Muerto de risa.

—¿Mesas de ping-pong?—Pues claro, ¿no lo sabes? Cuando

los rusos entren en el país no tenemosmás que decir: «Alto ahí, chicos,deponed las kalashnikoffnas, esto lovamos a zanjar mejor con un partido deping-pong». Que se queden ahí los

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generales tirándose pelotas picadas losunos a los otros.

—¿Los rusos juegan al ping-pong?—No. Los tenemos en un puño. A lo

mejor recuperamos todo el Báltico.Lacke se limpió con exagerada

minuciosidad los labios con la servilletay dijo:

—Es raro, de todas formas. Morganencendió un John Silver.

—¿El qué?—Lo de Jocke. Siempre solía

decirlo si se iba a alguna parte.Vosotros lo sabéis. Si se iba a ir a casade su hermano, ahí en Väddö, lo contabacomo una cosa grande. Empezaba a

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hablar de ello una semana antes. Lo quese iba a llevar, lo que iban a hacer.

Larry puso la mano en el hombro deLacke.

—Hablas de él en pretérito.—¿Qué? Sí. Es que creo realmente

que le ha pasado algo. Eso creo yo.Morgan dio un buen trago de

cerveza, eructó.—Tú crees que está muerto.Lacke se encogió de hombros y miró

buscando apoyo a Larry, que estabaobservando el dibujo de las servilletas.Morgan negó con la cabeza.

—No. Nos habríamos enterado. Esofue lo que dijo la pasma cuando

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estuvieron allí abriendo la puerta, que tellamarían si sabían algo. No es que yoconfíe en la pasma, pero… alguiendebería de haber oído algo.

—Jocke habría llamado.—Pero Dios mío, ¿estáis casados o

qué? No te preocupes. Pronto aparecerá.Con flores y bombones y prometiendono volver a hacerlo nuuunca más.

Lacke asintió resignado y dio unsorbito a la cerveza a la que le habíainvitado Larry con la promesa de hacerlo mismo cuando le vinieran mejoresrachas. Dos días más, como mucho.Luego empezaría a buscar por su cuenta.

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Llamar al hospital, al depósito decadáveres y todo lo que se pudierahacer. Uno no abandona a su mejoramigo. Estuviera enfermo o muerto o loque fuera. Uno no lo deja en la estacada.

Eran las siete y media y Håkanestaba empezando a ponerse nervioso.Había estado deambulando por losalrededores del instituto NuevosElementos y del polideportivo deVällingby, por donde se movían losjóvenes. Era hora de entrenamientos y lapiscina abría hasta tarde, así que nofaltaban posibles víctimas. El problemaestaba en que la mayoría iba en grupos.Había oído un comentario de una chica,

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que iba con otras dos, acerca de que sumadre «todavía estaba totalmentehistérica por lo del asesino».

Claro está que podía haber ido máslejos, a algún sitio donde sus anterioresactuaciones no estuvieran tan presentes,pero entonces corría el riesgo de que lasangre se estropeara antes de llegar acasa. Ya que iba a hacerlo, quería dar asu amada lo mejor. Y cuanto más fresca,cuanto más próxima a la fuente, másbuena. Eso le había dicho.

La noche anterior había caído unabuena helada y hacía frío de verdad,bajo cero, por eso no llamaba mucho laatención el hecho de que llevara un

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pasamontañas con aberturas para losojos y la boca que le ocultaba la cara.

Pero no podía andar dando vueltasasí por mucho tiempo. Al final, alguienacabaría sospechando.

¿Y si no pillaba a nadie? ¿Si llegabaa casa sin nada? Su amada no moriría,de eso estaba ahora seguro. No como laprimera vez. Pero ahora había algo más,un maravilloso algo más. Una nocheentera. Una noche entera con el cuerpode su amada a su lado. Esos tensos ysuaves miembros, el vientre plano paraacariciarlo despacio. Una velaencendida en el dormitorio cuyoresplandor temblara sobre la piel

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aterciopelada, suya por una noche.Se frotó la polla que latía y gritaba

de ganas.Tengo que tranquilizarme, tengo

que…Sabía lo que iba a hacer. Una locura,

pero iba a hacerla.Entrar en la piscina cubierta de

Vällingby y buscar allí a su víctima.Estaría casi vacía a esta hora, y puestoque ya se había decidido sabíaexactamente cómo iba a hacerlo.Arriesgado, claro. Pero totalmentefactible.

Si salía mal echaría mano de laúltima salida. Pero no iba a salir mal.

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Lo vio ante sí con todo detalle cuandoaceleró el paso y se dirigió a la entrada.Se sentía ebrio. El tejido delpasamontañas se humedeció alrededorde la nariz a causa de la condensaciónque provocaba su respiración agitada.

Esto iba a ser algo para contarle a suamada esa noche, contárselo mientrasacariciaba su culo duro y respingón conla mano temblorosa, atesorándolo en lamemoria por toda la eternidad.

Cruzó la entrada, sintió el conocido,suave olor a cloro en la nariz. Tantashoras como había pasado en la piscina.Con los otros, o solo. Los cuerposjóvenes relucientes por el sudor o el

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agua, próximos pero no al alcance de lamano. No eran más que imágenes pararecordar y a las que recurrir cuandoestaba acostado y con el papel higiénicoen una mano. El olor a cloro le hacíasentirse seguro, como en casa. Se acercóa la taquilla.

—Uno, por favor.La señora de la taquilla levantó la

mirada de la revista. Sus ojos seabrieron un poco. Él hizo un gestoseñalando la cara y el gorro:

—Frío.Ella asintió algo desconfiada. ¿Sería

mejor quitarse el pasamontañas? No.Sabía lo que tenía que hacer para que no

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sospechara.—¿Armario?—Cabina, por favor.

La mujer le dio una llave y pagó.Mientras se daba la vuelta se quitó elpasamontañas. Así ella se habríacerciorado de que se lo quitaba, pero sinverle la cara. Era estupendo. Con pasorápido se dirigió a los vestuarios,mirando al suelo para no encontrarsecon nadie.

—Bienvenidos. Pasad a mi modestoapartamento.

Tommy entró en el recibidor sincruzar palabra con Staffan; detrás de él

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se oyeron los chasquidos cuando sumadre y Staffan se besaron. Staffan dijoen voz baja:

—¿Le has…?—No. Pensé…—Mmm. Tenemos que…Chasquidos de nuevo. Tommy echó

un vistazo. No había estado nunca encasa de un madero y, aunque no quería,sentía un poco de curiosidad. Por cómovive alguien así.

Pero ya en la entrada se dio cuentade que Staffan apenas podía serrepresentativo del cuerpo en suconjunto. Se había imaginado algo así…sí, así como en las novelas policíacas.

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Algo pobre y frío. Un sitio al que unoiba para dormir cuando no estaba fuerapersiguiendo canallas.

Gente como yo, vamos.No. El apartamento de Staffan estaba

lleno de pijaditas. La entrada parecíacomo si hubiera sido decorada poralguien que compraba todo de esaspequeñas revistas que llegaban porcorreo.

Aquí colgaba un cuadro deterciopelo con una puesta de sol, ahíhabía una pequeña cabaña alpina conuna vieja montada en un palo que salíapor la puerta. Un centro con puntillashechas a ganchillo en la mesita del

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teléfono; al lado del teléfono, una figurade escayola de un niño y un perro. En labase leyó este texto: ¿NO SABESHABLAR?

Staffan levantó la figura.—Es divertida, ¿no? Cambia de

color según el tiempo que haga.Tommy asintió. O bien Staffan había

pedido prestado el piso a su ancianamadre, exclusivamente para esta visita,o estaba realmente como una regadera.Staffan volvió a colocar con cuidado lafigura en su sitio.

—Colecciono este tipo de cosas,¿sabes? Cosas que muestran qué tiempova a hacer. Como ésta, por ejemplo.

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Dio un golpecito a la vieja queasomaba en la cabaña alpina, la vieja sedio la vuelta y entró en la cabaña altiempo que, en su lugar, salía unviejecito.

—Cuando sale la vieja va a hacermal tiempo, y cuando sale el viejo…

—Hace todavía peor.Staffan rio la broma, algo forzado a

los ojos de Tommy.—No funciona tan bien.Tommy echó una mirada a su madre

y casi se asustó por lo que vio. Llevabala gabardina puesta, las manos cogidas yfuertemente apretadas y una sonrisa quepodría asustar a un caballo.

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Despavorida. Tommy decidió hacer unnuevo esfuerzo.

—¿Como un barómetro entonces?—Sí, exactamente. Con eso empecé,

con los barómetros. Coleccionándolos,quiero decir.

Tommy señaló una pequeña cruz demadera con un Jesús de plata quecolgaba de la pared.

—¿Es también un barómetro?Staffan miró a Tommy, a la cruz, a

Tommy de nuevo. Se puso serio derepente.

—No, no lo es. Es Cristo.—El de la Biblia.—Sí. Claro.

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Tommy se metió las manos en losbolsillos y entró en el cuarto de estar.Anda, mira, aquí estaban losbarómetros. Alrededor de veinte endistintas versiones colgaban de la paredalargada detrás de un sofá gris de pielcon una mesa de cristal delante.

No estaban en absolutosincronizados. Cada uno marcaba unacosa; parecía más bien como una de esasparedes con relojes que mostraban lahora en distintas partes del mundo. Dioun golpecito en el cristal de uno de ellosy la aguja se movió un poco. No sabía loque quería decir, pero la gente, poralgún motivo, siempre daba un golpecito

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en los barómetros.En un mueble esquinero con las

puertas de cristal había un montón decopas pequeñas. Cuatro, algo másgrandes, estaban alineadas sobre unpiano al lado del esquinero. En la paredpor encima del piano colgaba un grancuadro de la Virgen María con el NiñoJesús en brazos. Le estaba dando demamar con esa expresión ausente en losojos que parece estar diciendo: ¿qué hehecho yo para merecer esto?

Staffan carraspeó al entrar en elcuarto de estar.

—Sí, esto… Tommy. ¿Hay algo quete llame la atención?

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Tommy no era tan tonto como parano entender qué era lo que se esperabaque preguntase.

—¿De qué son esas copas?Staffan señaló con la mano los

trofeos sobre el piano.—¿Éstas?No, pedazo de idiota. Las copas que

tienen en las instalaciones del clubabajo junto al estadio, evidentemente.

—Sí.Staffan señaló una figura de plata de

unos veinte centímetros de altura sobreun pedestal de piedra que estaba enmedio de las copas del piano. Tommyhabía pensado que se trataba de una

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escultura, pero también eso era untrofeo. La figura tenía las piernasabiertas y los brazos al frente sujetandouna pistola, apuntando.

—Tiro con pistola. Ése es el primerpremio del campeonato del distrito. Eseotro, el tercer premio en calibres suecosde 0,45, de pie… y así todos.

La madre de Tommy entró y secolocó al lado de su hijo.

—Staffan es uno de los cincomejores en tiro con pistola de Suecia.

—¿Y eso te sirve para algo?—¿Qué quieres decir?—Que si puedes disparar a la gente,

y eso.

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Staffan pasó el dedo por el pedestalde uno de los trofeos y se miró el dedo.

—Todo el mérito del trabajo de lapolicía es conseguir no disparar a lagente.

—¿Lo has hecho alguna vez?—No.—Pero te gustaría, ¿no?Staffan, con gesto ostentoso, respiró

profundamente y expulsó el aire con unlento suspiro. —Voy a… mirar lacomida. Gasolina. Mira a ver si arde.

Se fue a la cocina. La madre deTommy lo agarró por el codo y lesusurró:

—¿Por qué dices eso?

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—Sólo estaba preguntando.—Es una buena persona, Tommy.

—Sí. Debe de serlo. Tantos premiosde tiro como Vírgenes Marías. ¿Puedeser mejor?

Håkan no se encontró con nadie enlos pasillos de la piscina. Como habíasupuesto, no había mucha gente a esashoras. En el vestuario había doshombres de su edad vistiéndose.Cuerpos gordos y deformados. Con elsexo encogido bajo el vientredescolgado. La fealdad misma.

Encontró su cabina, entró y cerró lapuerta. Los preparativos listos. Se puso

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de nuevo el pasamontañas, porseguridad. Quitó el seguro de la botellade halotano, colgó el abrigo en ungancho. Abrió la bolsa y puso losutensilios a mano. El cuchillo, la cuerda,el embudo, el bidón. Había olvidado elimpermeable. Mierda. Entonces tendríaque desnudarse. El riesgo de que lesalpicara era grande, pero de esamanera podría ocultar las manchas bajola ropa cuando hubiera acabado. Sí.Además estaba en una piscina. No eranada raro estar desnudo aquí.

Probó la resistencia del otro ganchoagarrándolo con las dos manos ylevantando los pies del suelo.

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Aguantaba. Podría fácilmente soportarun cuerpo probablemente treinta kilosmás ligero que el suyo. La altura era unproblema. La cabeza iba a dar en elsuelo. Tendría que intentar atarlo por lasrodillas, había espacio suficiente entreel gancho y el borde superior de lacabina como para que no asomaran lospies. Eso despertaría sospechas.

Parecía que los dos hombres estabana punto de marcharse. Escuchó lo quedecían:

—¿Y el trabajo?—Como siempre. Libertad, igualdad

y fraternidad.—¿Cómo dices?

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—Eso, sólo que al revés.Håkan sonrió; algo estaba a punto de

explotar dentro de su cabeza. Se sentíademasiado excitado, respirabademasiado rápido. Su cuerpo parecíahecho de mariposas que quisieran volaren distintas direcciones.

Tranquilo. Tranquilo. Tranquilo.Respiró profundamente hasta que

sintió que se le iba la cabeza y luego sedesnudó. Dobló la ropa y la puso en labolsa. Los dos hombres salieron delvestuario. Se quedó en silencio. Probó asubirse al banco y mirar hacia fuera. Sí,sus ojos alcanzaban a ver justo porencima del borde. Entraron tres chicos

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de trece, catorce años. Uno de ellos ledio un azote a otro en el culo con latoalla enrollada.

—¡Joder, déjalo!Agachó la cabeza. Algo más abajo

notó que su erección se apretaba contrael rincón como entre dos nalgas duras yabiertas. Tranquilo. Tranquilo.

Volvió a mirar por encima delborde. Dos de los chicos se habíanquitado el bañador y se inclinabandentro de sus armarios para coger suropa. Su diafragma se comprimió en unespasmo total y el esperma mojó elrincón, chorreó hasta el banco en el quese encontraba. Ahora. Tranquilo.

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Sí. Ya se sentía mejor. Pero elesperma no era bueno. Por el rastro.

Sacó los calcetines de la bolsa,limpió el rincón y el banco lo mejor quepudo. Volvió a guardar los calcetines, sepuso el pasamontañas mientrasescuchaba la conversación de loschicos.

—… nuevo Atari. Enduro. ¿Tevienes a casa a jugar un poco?

—No. Tengo cosas que hacer…—¿Y tú?—De acuerdo. ¿Tienes dos

joysticks?—No, pero…—¿Entonces vamos primero a

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buscar el mío? Así podemos jugar losdos.

—Vale. Hasta luego, Matte.—Hasta luego.Parecía que dos de los chicos se

disponían a salir. La situación eraperfecta. Se iba a quedar uno solo, sinque los otros lo esperaran. Se arriesgó amirar de nuevo. Dos de los chicosestaban listos, a punto de salir. El últimoestaba poniéndose los calcetines. Seocultó al darse cuenta de que llevabapuesto el pasamontañas. Suerte que nolo habían visto.

Cogió la botella de halotano, lasujetó agarrando con los dedos el

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dosificador. ¿Debería seguir con elgorro puesto? Y si el chico se escapaba.Si entraba alguien en el cuarto. Si…

Mierda. Había sido un errordesnudarse. Si tenía que huirrápidamente, no había tiempo queperder. Oyó cómo el chico cerraba suarmario y empezaba a ir hacia la salida.En cinco segundos pasaría por la puertade la cabina. Demasiado tarde paraconsideraciones.

Por la abertura entre el bordeinterior de la puerta y la pared vio pasaruna sombra. Bloqueó todos lospensamientos, quitó el cerrojo, golpeó lapuerta hacia fuera y salió.

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Mattias se dio la vuelta y vio uncuerpo grande y blanco, desnudo, con ungorro de esquí en la cabeza que seabalanzaba sobre él. Un solopensamiento, una sola palabra cruzó porsu cabeza antes de que su cuerpoinstintivamente se echara para atrás:

Muerte.Retrocedió ante la Muerte que

quería cogerlo. La Muerte llevaba algonegro en la mano. Aquella cosa negravoló hasta su cara y tomó aire paragritar.

Pero antes de que el grito alcanzaraa salir lo negro se le vino encima,cubriéndole la boca y la nariz. Una mano

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le cogió la cabeza por detrás,apretándole la cara contra aquella cosanegra y suave. El grito se quedó en ungemido ahogado y, mientras lanzaba suquejido mutilado, oyó un silbido comoprocedente de una máquina de humo.

Intentó gritar de nuevo, pero cuandotomó aire sucedió algo con su cuerpo.Un entumecimiento se extendió portodos sus miembros y al siguientechillido no dijo ni pío. Volvió a respirary las piernas le fallaron, velosmulticolores revolotearon ante sus ojos.

No quería gritar más. No teníafuerzas. Los velos cubrían ahora todo sucampo visual. Le bailaban los colores.

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Se cayó hacia atrás en el arco iris.Oskar sujetaba el papel con el

código Morse en una mano y con la otragolpeaba las letras en la pared. Un golpecon el nudillo para el punto, un golpecon la palma de la mano para el guión,tal como habían acordado.

Nudillo. Pausa. Nudillo, palmada,nudillo, nudillo. Pausa. Nudillo, nudillo.

(E.L.I.)Y.O.S.A.L.G.O.Tras unos segundos llegó la

respuesta:

Y.O.V.O.Y.Se encontraron fuera del portal de

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ella. En un solo día se había…transformado. Hacía algunos meseshabía estado en la escuela una mujerjudía hablando del exterminio,mostrando diapositivas. Eli se parecíaahora un poco a las personas queaparecían en aquellas imágenes.

La fuerte iluminación del portalacentuaba las sombras de su rostro,como si los huesos estuvieran a punto deatravesar la piel, como si la piel sehubiera vuelto más fina. Y…

—¿Qué te has hecho en el pelo?Oskar pensó que era la luz la que le

daba ese aspecto, pero al acercarse vioque en el pelo negro de Eli habían

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aparecido unas mechas gruesas yblancas. Como en las personas mayores.Eli se pasó la mano por el cabello, lesonrió.

—Eso desaparece. ¿Qué hacemos?Oskar hizo sonar unas coronas en el

bolsillo.—¿Vamos al kiosco?—Mmm. El último en llegar es

tonto. Una imagen cruzó la cabeza deOskar. Niños en blanco y negro.

Luego Eli echó a correr y Oskar lasiguió. Y, aunque parecía muy enferma,era mucho más rápida que él, voló conagilidad por la acera empedrada, cruzóla calle de dos zancadas. Oskar corría

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todo lo que podía, distraído por aquellaimagen.

¿Niños en blanco y negro?Justamente. Corría cuesta abajo por

delante de la fábrica de golosinas, la delos conocidos ratones, cuando cayó en lacuenta. Sí, aquellas películas antiguasque echaban los domingos.Anderssonskans Kalle y todas esas. «Elúltimo en llegar es tonto». Eso decían enaquellas películas.

Eli estaba esperándole abajo, juntoal camino, a veinte metros del kiosco.Oskar corrió hasta ella intentando dejarde resoplar. No había estado nunca conEli allí. ¿Le iba a contar aquel

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chascarrillo? Sí.—Oye, ¿sabes que lo llaman El

Kiosco del Amante?—¿Por qué?—Porque… Bueno, yo lo oí en una

reunión de padres… hubo uno quedijo… no a mí, sino que… yo lo oí. Dijoque el dueño, que es…

Ahora se arrepentía. Parecía unatontería. Le daba vergüenza. Eliextendió los brazos.

—¿Qué?—Bah, que el que lo lleva… que

tiene señoritas allí. Bueno, ya sabes,que… cuando lo tiene cerrado…

—¿Es cierto? —Eli miró hacia el

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kiosco—. Pero si no caben.—Asqueroso, ¿no?—Sí.Oskar bajó hacia el tenderete. Eli,

con cuatro pasos rápidos, llegó a sualtura y le susurró:

—Deben de ser delgadas.Los dos se rieron. Entraron en el

radio de luz del kiosco. Eli hizo unostensible gesto compasivo con los ojospuestos en el dueño, que estaba dentromirando un pequeño televisor.

—¿Es él?Oskar asintió.—Pues parece un mono.Oskar, haciendo bocina con la mano

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en la oreja de Eli, dijo en voz baja:—Se escapó del zoo de Skansen

hace cinco años. Aún lo andanbuscando.

Eli se rio y puso la mano en la orejade Oskar. Su aliento cálido flotó en lacabeza de él.

—De eso nada. Es que en vez de esolo han encerrado aquí.

Los dos miraron al hombre ceñudo yse echaron a reír a carcajadasimaginándoselo como un mono en sujaula, rodeado de golosinas. Con elruido, el dueño del kiosco se volvióhacia ellos arrugando sus enormes cejasde tal manera que parecía aún más un

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gorila. Oskar y Eli casi se cayeron alsuelo de la risa. Apretándose la bocacon las manos intentaron ponerse serios.

El hombre se inclinó sobre laventanilla.

—¿Queríais algo?Eli se puso seria enseguida;

quitándose la mano de la boca avanzóhasta la ventanilla y dijo: —Un plátano,por favor.

Oskar se ahogaba y se apretó la bocacon la mano aún más fuerte. Eli sevolvió y se llevó el dedo índice a loslabios rogándole que se callara condisimulada severidad. El hombrecontesto:

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—No tengo plátanos.Eli, aparentando no comprender:—¿Ningún pláaatano?—No. ¿Alguna otra cosa?A Oskar se le encajaron las

mandíbulas de tanto reprimir la risa.Trastabilló fuera del kiosco, corrióhasta el buzón de correos, se echó sobreél y soltó la carcajada: estaba a punto dedesternillarse. Eli fue hacia él meneandola cabeza.

—No hay plátanos.Oskar, jadeando, dijo:—Claro, se… habrá comido… todos

él.Se contuvo; apretando los labios,

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sacó sus cinco coronas y fue hasta laventanilla.

—Un poco de cada.El dueño del kiosco le miró airado y

empezó coger golosinas con unas pinzasde los botes de plástico que tenía en elexpositor, echándolas en una bolsa depapel. Oskar miró de reojo para ver siEli estaba escuchando y dijo:

—No olvide los plátanos.El hombre dejó de coger golosinas.—No tengo plátanos.Oskar señaló uno de los botes.—Plátanos de gominola, quiero

decir.Oyó las risitas de Eli e hizo lo

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mismo que ella había hecho: se puso elíndice en los labios pidiendo silencio.El dueño del kiosco dio un resoplido,puso un par de plátanos de gominola enla bolsa y se la entregó a Oskar.

Caminaron de vuelta al patio. Oskar,antes siquiera de probar las golosinas,le ofreció a Eli. Ella negó con la cabeza.

—No, gracias.—¿No comes golosinas?—No puedo.—¿Ninguna golosina?—No.—¡Uf!, no me digas.—Sí, bueno, no. Como no sé a qué

saben…

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—¿Ni siquiera las has probado?—No.—¿Cómo sabes entonces que…?—Lo sé, sin más.Eso pasaba algunas veces. Estaban

hablando de cualquier cosa, Oskarpreguntaba algo y acababa con un «esasí, sin más», «lo sé, sin más». Sinmayor explicación. Era una de las cosasque resultaban un poco raras con Eli.

Una pena que no pudiera invitarla.Era lo que había planeado. Invitarla unmontón. Todo lo que quisiera. Y resultaque no comía golosinas. Se metió unplátano de gominola en la boca y la miróde reojo.

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La verdad es que no parecía sana. Yaquellas mechas blancas en el pelo… Enalguna historia que Oskar había leído, elpelo de una persona se había vueltocompletamente blanco tras un gran susto.¿Le habría ocurrido eso a Eli?

Ella miraba a los lados, cruzó losbrazos alrededor del cuerpo y parecíade lo más pequeña. Oskar sintió deseosde estrecharla contra sí, pero no acabóde decidirse.

En el arco de entrada al patio Eli sedetuvo y alzó la vista hacia su ventana.Estaba apagado. Permaneció de pie,quieta, con los brazos alrededor delcuerpo y mirando al suelo.

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—Oye, Oskar…Lo hizo. Ella lo estaba pidiendo con

todo su cuerpo y él sacó de algún sitio elvalor para hacerlo. La abrazó. Por uninstante terrible creyó que había hechomal, porque el cuerpo de Eli parecíarígido, cerrado.

Estaba a punto de soltarla cuando laniña se dejó caer en sus brazos, puso lossuyos con delicadeza en la espalda deOskar y se apretó temblando contra él.

Eli inclinó la cabeza sobre elhombro del muchacho y permanecieronasí. El aliento de ella en su cuello. Seabrazaron en silencio. Oskar cerró losojos y tuvo la certeza: aquello era lo

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más grande. La luz del farol de laentrada penetraba suavemente a travésde sus parpados cerrados, ponía unapelícula roja en sus ojos. Lo más grande.

Eli acercó su cabeza al cuello deOskar. El calor de su aliento se volviómás fuerte. Los músculos de su cuerpo,que estaban relajados, se tensaron denuevo. Sus labios le rozaron el cuello yun temblor recorrió su cuerpo.

De pronto se estremeció einterrumpió el abrazo, dio un paso atrás.Oskar dejó caer los brazos. Eli sacudióla cabeza como para liberarse de un malsueño, se dio la vuelta y echó a andarhacia su portal. Oskar se quedó allí

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parado. Cuando ella abrió la puerta, lallamó.

—¿Eli? —la niña se volvió—.¿Dónde está tu padre?

—Él iba a… venir con comida.No le dan de comer. Eso es.—Nosotros te podemos dar algo.Eli soltó la puerta y se le acercó.

Oskar empezó rápidamente a planearcómo le iba a contar todo aquello a suma d r e . No quería que su madreconociera a Eli. Ni viceversa tampoco.Tal vez podía hacer un par debocadillos y sacarlos. Sí, eso sería lomejor.

Eli se puso delante de él, lo miró

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seriamente a los ojos.—Oskar. ¿Te gusto?—Sí. Muchísimo.—Si yo no fuera una chica…

¿también te gustaría?—¿Qué quieres decir?—Sólo eso. Que si te gustaría

aunque no fuera una chica.—Sí… claro.—¿Seguro?—Sí. ¿Por qué lo preguntas?Alguien se afanaba con una ventana

con el cierre estropeado, luego se abrió.Tras la cabeza de Eli, Oskar pudo vercómo su madre sacaba la cabeza por laventana de su habitación.

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—¡Ooooskar!Eli se ocultó rápidamente, contra la

pared. Oskar apretó los puños, subiócorriendo la cuesta y se puso debajo dela ventana. Como un chico pequeño.

—¿Qué pasa?—¡Huy! Estaba aquí. Pensando…—¿Qué pasa?—Nada, que empieza ahora.—Lo sé.Su madre estaba a punto de añadir

algo más, pero se calló al verlo ahí,debajo de la ventana, todavía con lospuños apretados a lo largo del cuerpo,completamente tenso.

—¿Qué andas haciendo?

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—Yo… voy.—Sí, porque…A Oskar se le humedecieron los ojos

de rabia y soltó:—¡Métete y cierra la ventana!

¡Métete!Su madre lo miró fijamente un

instante más. Luego algo cruzó su rostroy cerró de golpe la ventana, se fue deallí. Oskar habría querido… noresponderle gritando, sino… transmitirlo que pensaba. Explicandotranquilamente y con calma cuál era lasituación. Que ella no podía hacer eso,que él tenía…

Volvió a correr cuesta abajo.

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—¿Eli?Ya no estaba allí. Y no había

entrado en su portal, lo habría visto. Sehabría encaminado al metro para ir acasa de esa tía suya que vivía en elcentro y adonde ella solía acudirdespués de la escuela. Eso sería,seguramente.

Oskar se metió en el oscuro rincóndonde Eli se había escondido cuando sumadre había gritado. Se dio la vueltacon la cara contra la pared. Estuvo asíun rato. Luego entró.

Håkan hizo entrar al chico en lacabina y cerró la puerta. El muchacho no

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había dicho ni pío. Lo único que podíalevantar sospechas ahora era el silbidode la botella de gas. Tenía que darseprisa.

Cuánto más sencillo no resultaría sipudiera atacar con el cuchillo, pero no.La sangre tenía que proceder de uncuerpo vivo. Otra más de las cosas quele habían sido explicadas. La sangre decuerpos muertos era inservible; dehecho, perjudicial.

Bueno. El chico estaba vivo. Elpecho seguía subiendo y bajando,absorbiendo el gas anestésico.

Enrolló la cuerda con fuerzaalrededor de las piernas del muchacho

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un poco más arriba de las rodillas, pusolos dos extremos encima del gancho yempezó a tirar. Las piernas del chico selevantaron del suelo.

Se abrió una puerta, se oyeronvoces.

Sujetó la cuerda con una mano y conla otra cerró el gas, soltó la mascarilla.La anestesia duraría unos minutos, teníaque trabajar tanto si había gente como sino, tan en silencio como pudiera.

Unos cuantos hombres fuera. ¿Dos,tres, cuatro? Hablaban de Suecia yDinamarca. Algún partido. Balonmano.Mientras hablaban, levantó el cuerpo delchico. El gancho chirriaba, el peso caía

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en un ángulo distinto a cuando él mismose había colgado de él. Los hombres defuera se callaron. ¿Habrían oído algo?Estaba quieto de pie, apenas respiraba.Seguía sujetando el cuerpo cuya cabezaacababa de levantarse del suelo, en lamisma posición.

No. Sólo una pausa en laconversación. Siguieron.

Hablando sin parar, hablando sinparar.

—El penalti de Sjögren fuetotalmente…

—Lo que uno no lleva en las manostiene que llevarlo en la cabeza.

—De todos modos puede colocarlos

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bastante bien.—Es ese balón picado, no entiendo

cómo lo hace…La cabeza del chico colgaba ya

libremente a un par de centímetros delsuelo. Ahora…

¿Dónde podría sujetar los extremosde la cuerda? Los resquicios entre lastablas del banco eran demasiadoestrechos para poder meter la cuerdapor ellos. No podría trabajar bien conuna sola mano si mientras tenía quesujetar la cuerda con la otra. No tendríafuerzas. Permaneció quieto con losextremos de la cuerda en las manosfuertemente apretadas, sudando. El

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pasamontañas le daba calor, deberíaquitárselo.

Luego. Cuando estuviera listo.El otro gancho. Sólo tenía que hacer

una lazada primero. El sudor le corríapor los ojos cuando soltó el cuerpo delmuchacho, para que se aflojara lacuerda, e hizo una lazada. Tiró de lacuerda para levantar de nuevo al chico eintentó trabarla alrededor del gancho.Demasiado corta. Soltó de nuevo elcuerpo. Los hombres se callaron.

¡Marchaos, venga! ¡Marchaos!En silencio hizo una nueva lazada

más próxima a los extremos de lacuerda, esperó. Empezaron a hablar de

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nuevo. Bolos. Los éxitos de la selecciónfemenina sueca en Nueva York. Elpleno, el semipleno y el sudorescociéndole en los ojos.

Calor. ¿Por qué hacía tanto calor?Consiguió pasar la lazada alrededor

del gancho y pudo respirar. ¿No podíanmarcharse?

El cuerpo del chico colgaba en laposición correcta y no había más queponerse manos a la obra rápidamente,antes de que se despertara, y ¿no podíanmarcharse de una vez? Pero se tratabade recordar anécdotas de bolos y de lobien que uno jugaba antes y de alguien aquien se le había quedado el dedo gordo

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dentro de la bola y había tenido que ir alhospital para que se lo sacaran.

No podía esperar. Puso el embudoen el bidón de plástico y lo acercó alcuello del chico. Cogió el cuchillo.Cuando se volvió para sacar la sangredel cuerpo, la conversación fuera sehabía interrumpido de nuevo. Y elmuchacho tenía los ojos abiertos.Abiertos de par en par. Las pupilasvagaban dando vueltas, allí colgadoboca abajo, buscando un punto dereferencia, una explicación. Se posaronen Håkan, que estaba de pie, desnudo,con el cuchillo en la mano. Por uninstante lo miraron fijamente a los ojos.

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Después el chico abrió la boca ychilló.

Håkan retrocedió, cayó sobre lapared de la cabina con un golpe húmedo.La espalda sudorosa se resbaló en lapared y casi perdió el equilibrio. Elmuchacho chillaba y chillaba. El sonidose extendió por el vestuario, resonandoen las paredes, y se hizo tan fuerte quetaponó los oídos de Håkan. Su manoasió con más fuerza el mango delcuchillo y lo único que pensó fue quetenía que acabar con los gritos delchico. Cortarle la cabeza para quedejara de gritar. Se puso en cuclillas asu lado.

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Golpeaban en la puerta.—¡Oye! ¡Abre!Håkan soltó el cuchillo. El ruido que

hizo cuando cayó al suelo apenas si seoyó en medio de los golpes y de loschillidos insoportables del chico. Lasbisagras de la puerta temblaban por losgolpes de fuera.

—¡Abre o echo abajo la puerta!Se acabó. Ahora era el fin. Sólo

quedaba una cosa. Desapareció el ruidoa su alrededor, la vista se redujo a untúnel cuando Håkan volvió la cabezahacia la bolsa. A través del túnel vio sumano alargándose hasta ella y sacandoel tarro de la confitura.

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Cayó de culo resbalándose con eltarro en la mano. Desenroscó la tapa.Esperó.

Cuando abrieran la puerta. Antes deque le quitaran el gorro. La cara. Enmedio de los gritos y los golpes contrala puerta pensó en su amada. En eltiempo que habían pasado juntos.Evocaba imágenes de su amada como unángel. Un ángel chico que ahora bajabadel cielo extendiendo sus alas para venira buscarle. Llevarlo consigo. Allí dóndesiempre iban a permanecer juntos.Siempre.

La puerta voló y golpeó contra lapared. El chico seguía gritando. Fuera

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había tres hombres, más o menosvestidos. Miraban con los ojos muyabiertos sin comprender la escena quetenían ante sí.

Håkan asintió despacio,reconociéndolo.

Después gritó:—¡Eli! ¡Eli!

Y se echó el ácido clorhídricoconcentrado en la cara.

¡Sé dichoso! ¡Sé dichoso! ¡Sédichoso en tu señor y Dios! ¡Sédichoso! ¡Sé dichoso! ¡Honra a tu rey yDios!

Staffan se acompañaba a sí mismo y

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a la madre de Tommy al piano. Semiraban a los ojos de vez en cuando, sesonreían y los ojos les hacían chiribitas.Tommy estaba sentado en el sofá de pielaguantando. Había encontrado unagujero pequeño en uno de losreposabrazos, y mientras Staffan y sumadre cantaban, él trabajaba parahacerlo más grande. El dedo índiceexcavaba dentro del relleno mientras sepreguntaba si Staffan y su madre sehabrían acostado juntos en ese sofáalguna vez. Bajo los barómetros.

La comida había sido aceptable, unpollo marinado con arroz. Después de lacomida Staffan le había mostrado la caja

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fuerte donde guardaba sus pistolas.Estaba en el dormitorio, debajo de lacama, y Tommy se había hecho allí lamisma pregunta: ¿se habrían acostadojuntos en aquella cama? ¿Pensaba sumadre en su padre cuando Staffan laacariciaba? ¿Se ponía él calientepensando en las pistolas que teníadebajo del colchón? ¿Se ponía ella?

Staffan tocó el acorde final,dejándolo morir en el aire. Tommy sacóel dedo del, a esas alturas, considerableagujero del sofá. Su madre hizo a Staffanuna inclinación con la cabeza, cogió sumano y se sentó junto a él en el asientodel piano. Desde el ángulo donde se

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encontraba Tommy, la Virgen Maríacolgaba justo por encima de sus cabezascomo si fuera un efecto calculado,ensayado de antemano.

Su madre miró a Staffan, le sonrió yse volvió hacia Tommy.

—Tommy, queremos contarte unacosa.

—¿Os vais a casar?Su madre dudó. Si lo habían estado

ensayando antes con escenografía ytodo, entonces aquella réplica,evidentemente, no estaba incluida.

—Sí. ¿Qué te parece? Tommy seencogió de hombros.

—Vale. Hacedlo.

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—Hemos pensado… para el verano,quizá.

Su madre lo miraba comopreguntándole si tenía una propuestamejor.

—Sí, sí. Claro.Volvió a meter el dedo en el

agujero, lo dejó allí. Staffan se inclinóhacia delante.

—Ya sé que no puedo… sustituir atu papá. De ninguna manera. Pero esperoque tú y yo podamos… conocernosmejor y… bueno. Que podamos llegar aser amigos.

—¿Y dónde vais a vivir?Su madre se puso triste de pronto.

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—Vamos, Tommy. Se trata tambiénde ti, claro. No sabemos. Pero habíamospensado en comprar una casa en Ängby,quizá. Si podemos.

—Ängby.—Sí. ¿Qué te parece?Tommy miraba el cristal de la mesa

donde su madre y Staffan se reflejabanmedio transparentes, como fantasmas.Seguía con el dedo en el agujero,arrancó un trozo de espuma.

—Caro.—¿El qué?—Una casa en Ängby. Es caro.

Cuesta mucho dinero. ¿Tenéis tantodinero?

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Staffan estaba a punto de contestarcuando sonó el teléfono. Acarició lamejilla de la madre de Tommy y sedirigió hasta el aparato en la entrada. Lamadre se sentó en el sofá al lado deTommy, le preguntó:

—¿No te parece bien?—Me encanta.Desde la entrada llegaba la voz de

Staffan. Parecía alterado.—No me digas… sí, voy

inmediatamente. Vamos… no, entoncescojo el coche y bajo allí directamente.Bien. Adiós. Volvió de nuevo al cuartode estar.

—El asesino está en la piscina de

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Vällingby. No tienen gente en lacomisaría, así que tengo…

Entró en el dormitorio y Tommypudo oír cómo se abría y se cerraba lacaja de seguridad. Staffan se cambió deropa allí dentro y después de un ratosalió con todos los arreos de policía.Los ojos parecían levemente los de unpsicópata. Dio un beso en la boca a lamadre de Tommy y a él un golpecito enla rodilla.

—Tengo que irme inmediatamente.No sé cuándo volveré. Ya seguiremoshablando en otro momento.

Salió apresuradamente al pasillo yla madre de Tommy lo siguió.

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Tommy oyó algo de «ten cuidado» y«te quiero» y «te quedas» mientras ibahasta el piano y, sin saber por qué,alargó el brazo y cogió la escultura deltirador de pistola. Pesaba por lo menosdos kilos. Mientras su madre y Staffanse despedían —les gustaba aquello: elhombre que se va a la guerra, la mujeranhelante—, Tommy salió al balcón. Elaire frío de la tarde penetró en suspulmones y pudo respirar por primeravez en un par de horas.

Se inclinó sobre la barandilla delbalcón, vio que debajo crecían setosbien tupidos. Sujetó la escultura fuerapor encima de la barandilla, la soltó.

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Cayó en el seto con un crujido.Su madre salió al balcón y se puso a

su lado. Después de un par de segundosse abrió el portal y salió Staffan casicorriendo hacia el aparcamiento. Sumadre le decía adiós con la mano, peroStaffan no miró hacia arriba. Cuandopasó por debajo del balcón, Tommysonrió.

—¿Qué ocurre? —preguntó sumadre.

—Nada.Sólo que un chico pequeño con

pistola está en el seto apuntando aStaffan. Sólo eso.

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Tommy se sintió bastante bien, pesea todo.

El grupo se había fortalecido conKarlsson, el único de los colegas con un«trabajo de verdad», como él mismo lollamaba. Larry había obtenido lajubilación anticipada, Morgan trabajabaocasionalmente en un desguace y Lackeno se sabía a ciencia cierta de qué vivía.A veces tenía algo de dinero, sólo eso.

Karlsson tenía empleo fijo en lajuguetería de Vällingby; había sido eldueño tiempo atrás, pero se vioobligado a vender por «dificultadeseconómicas». Con el tiempo, el nuevo

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dueño le empleó porque, como Karlssondecía, no se podía negar «que uno,después de treinta años en el sector,tenía cierta experiencia».

Morgan se recostó en la silla, abriólas piernas y cruzó las manos detrás dela cabeza, mirando fijamente a Karlsson.Lacke y Larry se hicieron una seña. Yaempezaba.

—Bueno, Karlsson. ¿Qué hay denuevo en el sector del juguete? ¿Habéisdescubierto alguna forma nueva delimpiar la propina a los chicos?

Karlsson refunfuñó.—No sabes de lo que estás

hablando. Si hay algún estafado, ése soy

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yo. No puedes ni imaginarte la cantidadde hurtos. Los chicos…

—Sí, sí, sí. No tenéis más quecomprar algún chisme de plástico enCorea por dos coronas y venderlo a cieny ya lo habéis recuperado.

—Nosotros no vendemos esas cosas.—Seguro que no. ¿Qué era entonces

lo que vi en el escaparate el otro día?¿Pitufos? ¿Qué era eso? Juguetes decalidad fabricados a mano en Bengtfor,¿eh?

—A mí lo que me parece muyextraño es que lo diga una persona comotú, que vende coches que sólo andan sise les engancha a un caballo.

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Y así siguió la cosa. Larry y Lackeescuchaban, se reían a veces, hacíanalgún comentario. De haber estadoVirginia, las crestas de los gallos sehabrían levantado un poco más yMorgan no habría parado hasta queKarlsson se enfadara de verdad.

Pero Virginia no estaba. Y Jocketampoco. La atmósfera perfecta noacababa de cuajar y por eso la discusiónhabía empezado a decaer, cuando a esode las ocho y media la puerta de fuera seabrió lentamente.

Larry levantó la vista y vio a unapersona de la que nunca habríaimaginado que apareciera por allí:

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Gösta. La Bomba Fétida, como lellamaba Morgan. Larry había estadohablando con él en un banco bajo eledificio alto un par de veces, pero nuncahabía venido aquí antes.

Gösta parecía desencajado. Semovía como si estuviera formado porpiezas mal ensambladas que podíandespegarse si se agitaba demasiado.Entornaba los ojos mientras temblabahacia delante y hacia atrás, conpequeños movimientos. O estababorracho perdido o estaba enfermo.

Larry le saludó.—¡Gösta! ¡Ven y siéntate!Morgan volvió la cabeza, echó un

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vistazo a Gösta y dijo:—¡Oh, joder!Gösta maniobró hasta llegar a su

mesa como si se encontrara sobre uncampo minado. Larry sacó la silla quehabía a su lado e hizo un gestoinvitándole a sentarse.

—Bienvenido al club.Gösta parecía no oírle, pero arrastró

los pies hasta la silla. Llevaba un trajeviejo con chaleco y pajarita, el pelopeinado al agua. Y apestaba. Pis y pis ymás pis. Incluso cuando uno se sentabacon él fuera el hedor era claramenteapreciable, pero se podía aguantar.Dentro, al calor, desprendía un olor

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ácido a orina vieja que obligaba arespirar por la boca para podersoportarlo.

Todos los colegas, incluso Morgan,se esforzaron para que la cara nomostrase lo que la nariz sentía. Elcamarero se acercó a su mesa,parándose en cuanto notó el olor deGösta, y dijo:

—¿Qué va… a tomar?Gösta meneó la cabeza sin mirar al

camarero. Éste alzó las cejas y Larryhizo un gesto; tranquilo, nosotros loarreglamos. El camarero se retiró yLarry, poniendo la mano en el hombrode Gösta, preguntó:

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—¿A qué debemos el honor?Gösta carraspeó, y con la mirada

puesta en el suelo dijo:—Jocke.—¿Qué pasa con él?—Está muerto.Larry oyó cómo Lacke bufaba a sus

espaldas. Él mantuvo la mano en elhombro de Gösta dándole ánimos. Sentíaque los necesitaba.

—¿Cómo lo sabes?—Yo lo vi. Cuando ocurrió. Cuando

lo mataron.—¿Cuándo ocurrió?—El sábado. Por la noche.Larry retiró la mano.

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—¿El sábado? Pero… ¿has habladocon la policía? Gösta negó con lacabeza. —No he podido. Y yo… no lovi. Pero lo sé. Lacke se llevó las manosa la cabeza, susurrando:

—Lo sabía, lo sabía.Gösta se lo contó. El niño, que había

roto la farola más cercana al puente conuna piedra, había entrado y habíaaguardado. Jocke, que había entrado yno había salido. La ligera huella, lamarca de un cuerpo en las hojas secas ala mañana siguiente.

Cuando acabó, el camarero llevabaya un rato haciendo gestos airados aLarry, señalando alternativamente a

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Gösta y a la puerta. Larry puso la manoen el brazo de Gösta.

—¿Qué te parece entonces si vamosa echar un vistazo?

Gösta asintió y se levantaron de lamesa. Morgan se bebió de un trago lacerveza que le quedaba, sonriómaliciosamente a Karlsson, que cogió elperiódico y se lo guardó en el abrigocomo solía hacer siempre, el jodidotacaño.

Sólo Lacke permaneció sentado,jugando con unos palillos rotos quehabía en la mesa. Larry se inclinó sobreél:

—¿No vas a venir?

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—Lo sabía. Lo presentía.—Sí. ¿Vas a venir entonces?—Bueno. Voy. Id yendo vosotros.Cuando salieron, Gösta se

tranquilizó con el aire frío de la noche.Empezó a caminar tan deprisa que Larrytuvo que pedirle que bajara la marcha,su corazón no aguantaba. Karlsson yMorgan iban detrás, el uno al lado delotro; Morgan esperaba a que Karlssondijera alguna tontería para podermeterse con él. Le sentaría bien. Perohasta Karlsson parecía ocupado con suspropios pensamientos.

La farola rota ya había sidocambiada y la luz bajo el puente era

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aceptable.Estaban como un pelotón escuchando

a Gösta mientras éste contaba y señalabalos montones de hojas; daban patadaspara calentarse los pies. Malacirculación. Resonaba como si se tratarade un ejército desfilando. Cuando Göstaterminó, Karlsson dijo:

—No hay ninguna prueba…Era la clase de comentario que

Morgan había estado esperando.—Pero joder, ¿es que no oyes lo que

está diciendo? ¿Crees que miente?—No —dijo Karlsson, como si

hablara con un niño—, pero me refiero aque la policía tal vez no esté tan

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dispuesta como nosotros a creer surelato cuando no hay nada que locorrobore.

—Él es testigo.—¿Crees que será suficiente?Larry dio un golpe con la mano

sobre los montones de hojas.—La pregunta ahora es adónde ha

ido a parar. Si es que ha sucedido así.Lacke venía andando por el camino

del parque, llegó hasta donde estabaGösta y señaló hacia el suelo.

—¿Ahí?Gösta asintió. Lacke se metió las

manos en los bolsillos y se quedó unrato observando el dibujo irregular de

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las hojas como si fuera un puzzle giganteque tenía que resolver. Los músculos desus mandíbulas se contraían, serelajaban, se contraían.

—Bueno. ¿Qué decís? Larry dio dospasos hacia él. —Lo siento, Lacke.

Lacke hizo un gesto de rechazo conla mano, apartando a Larry.

—¿Qué decís? ¿Vamos a pillar alcabrón que ha hecho esto o no?

Los otros miraron a todas partesmenos a Lacke. Larry estaba a punto dedecir algo acerca de que iba a serdifícil, probablemente imposible, perose abstuvo. Al final, Morgan se aclaró lagarganta, se dirigió a Lacke y,

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poniéndole el brazo sobre los hombros,dijo:

—Lo vamos a pillar, Lacke. Lovamos a hacer.

Tommy miró por encima de labarandilla, le pareció haber vistodestellos de plata allí abajo. Parecíacomo esas cosas que los JóvenesCastores solían traer a casa de lascompeticiones.

—¿En qué piensas? —preguntó sumadre.

—En el Pato Donald.—A ti no te gusta mucho Staffan,

¿verdad?

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—Está bien.—¿Sí?Tommy levantó la vista hacia el

centro. Vio la uve roja y grande de neónque lentamente daba vueltas sobre todo.Vällingby. Victoria.

—¿Te ha enseñado las pistolas?—¿Por qué lo preguntas?—No, sólo preguntaba. ¿Lo ha

hecho?—No entiendo qué quieres decir.—Pues no es tan difícil. ¿Ha abierto

su caja fuerte, ha sacado las pistolas y telas ha mostrado?

—Sí. ¿Por qué?—¿Cuándo lo hizo?

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Su madre se sacudió algo de lablusa, se frotó los brazos.

—Tengo un poco de frío.—¿Piensas en papá?—Sí, claro que lo hago. Todo el

tiempo.—¿Todo el tiempo?Su madre lanzó un suspiró, inclinó la

cabeza para poder mirarle a los ojos.—¿Adónde quieres llegar?—¿Adónde quieres llegar tú?Tommy tenía la mano apoyada en la

barandilla, ella puso la suya encima.—¿Vienes mañana donde papá?—¿Mañana?—Sí. Es el Día de Todos los Santos.

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—Es pasado mañana. Sí, voy.—Tommy…Su madre le quitó las manos de la

barandilla y lo atrajo hacia sí. Loabrazó. Tommy se quedó rígido por unmomento. Luego se liberó y entró.

Mientras se ponía la ropa para salir,Tommy se dio cuenta de que tenía quehacer entrar a su madre del balcón siquería recoger la escultura. La llamó yella entró rápidamente, deseosa de oíruna palabra.

—Sí… saluda a Staffan.Su madre resplandeció.—Lo haré. ¿Entonces no te quedas?—No, yo… eso puede durar toda la

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noche.—Sí. Estoy un poco inquieta.—No tienes por qué. Sabe disparar.

Adiós.—Adiós…La puerta de fuera se cerró.

—… cielo…Un ruido sordo salió del interior del

Volvo cuando Staffan se subió albordillo a gran velocidad. Susmandíbulas golpearon de tal manera quele sonó en toda la cabeza, se quedóciego por un instante y casi atropella aun viejo que iba a unirse al grupo decuriosos que se habían reunido

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alrededor del coche de policía en laentrada principal.

El aspirante Larsson estaba en elcoche hablando por la radio. Estaríapidiendo refuerzos o una ambulancia.Staffan aparcó detrás del coche depolicía para dejar el paso libre a uneventual refuerzo, se bajó y cerró.Siempre cerraba el coche, aunque sólofuera a estar ausente un minuto. Noporque pensara que se lo iban a robarsino para no perder la costumbre, demanera que no se le olvidara nuncacerrar el coche de servicio, por el amorde Dios.

Se dirigió hacia la entrada principal

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esforzándose en aparentar autoridad,pensando en el público; estaba segurode que tenía un aspecto que infundíaconfianza a la mayoría de las personas.Muchos de los que estaban allí mirandoprobablemente pensaran: «Ah, sí, aquíviene el que va a aclarar todo esto».

Nada más pasar la puerta de entradahabía cuatro hombres en bañador con lastoallas sobre los hombros. Staffan pasópor delante de ellos, hacia losvestuarios, pero uno de los hombres lollamó:

—Oiga, perdone —y se acercó a élcon los pies descalzos—. Sí, perdón,pero… nuestra ropa.

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—¿Qué pasa con ella?—¿Cuándo podemos recogerla?—¿Su ropa?—Sí, está en los vestuarios y no

podemos entrar allí.Staffan abrió la boca para decir

alguna maldad acerca de que su ropaestaba en aquel momento en el puestomás alto de la lista de prioridades, perouna mujer con camiseta blanca se acercóentonces a los hombres con un montónde albornoces en los brazos. Staffan hizoun gesto a la mujer y continuó hacia losvestuarios.

En el camino se encontró con otramujer con camiseta blanca que llevaba a

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un chico de doce, trece años hacia laentrada. La cara del muchacho, muyroja, contrastaba con el albornoz blancoen el que iba envuelto, los ojos sinexpresión. La mujer clavó la vista enStaffan con una mirada que parecía casiacusatoria.

—Su madre viene a buscarlo.Staffan asintió. ¿Era el chico… la

víctima? Le habría gustado preguntarexactamente eso, pero con las prisas nose le ocurrió ninguna manera sensata deformular la pregunta. Supuso queHolmberg le habría tomado el nombre ylos demás datos, y habría juzgado que lomás conveniente sería dejar que la

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madre se hiciera cargo de él, que lollevara a la ambulancia, a la visita delpsicólogo, a la terapia.

Protege a éstos tus pequeños.Staffan siguió por el pasillo, subió

corriendo las escaleras mientras parasus adentros recitaba una acción degracias por la gracia recibida y pidiendofuerzas para la prueba que iba a venir.

¿Estaba el asesino todavía en eledificio?

Fuera de los vestuarios, bajo unletrero con una sola palabra:HOMBRES, había ciertamente treshombres hablando con el agente depolicía Holmberg. Sólo uno estaba

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totalmente vestido. A uno de los tres lefaltaban los pantalones, el otro tenía laparte superior del cuerpo desnuda.

—Qué bien que hayas podido llegartan rápido —saludó Holmberg.

—¿Está todavía ahí?Holmberg señaló la puerta del

vestuario.—Ahí dentro.Staffan hizo un gesto hacia los tres

hombres.—¿Ellos son…?Antes de que Holmberg alcanzara a

decir nada, el hombre que no llevabapantalones dio medio paso adelante ydijo, no sin orgullo:

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—Somos los testigos.Staffan asintió y miró a Holmberg

con gesto interrogante.—¿No deberían…?—Sí, pero estaba esperando a que

llegaras. Por lo visto no es violento —Holmberg se volvió hacia los treshombres y les dijo amablemente—: Yaos llamaremos. Lo mejor que podéishacer ahora es marcharos a casa. Bueno,otra cosa. Entiendo que no va a ser fácil,pero intentad no hablar de esto entrevosotros.

El hombre sin pantalones sonrió conuna sonrisa sardónica, de enterado.

—Pueden oírnos, quieres decir.

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—No, pero podéis pensar quehabéis visto cosas que en realidad nohabéis visto, sólo porque otro lo hayahecho.

—Yo no. Yo vi lo que vi, y era lomás jodido…

—Creedme. Le pasa al mejor. Yahora tendréis que disculparnos. Graciaspor vuestra ayuda.

Los hombres se alejaron por elpasillo murmurando entre dientes.Holmberg era bueno para esas cosas:hablar con la gente. Era lo que máshacía. Iba por las escuelas y dabacharlas sobre las drogas y el trabajo dela policía. Ya no solía salir en casos

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como éste.Un ruido metálico, como si se

hubiera caído algo de chapa, se oyódentro del vestuario y Staffan sesobresaltó, prestó atención.

—¿Conque no es violento?—Está gravemente herido, por lo

visto. Se echó algún tipo de ácido en lacara.

—¿Por qué?El rostro de Holmberg se tornó

inexpresivo, Staffan se volvió hacia lapuerta.

—Tendremos que entrar apreguntárselo.

—¿Armado?

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—Probablemente no.Holmberg señaló el hueco de la

ventana; sobre la plancha de mármolhabía un gran cuchillo de cocina con elmango de madera.

—No tenía ninguna bolsa. Además,el que estaba sin pantalones ha tenidotiempo de estar jugando con él en lamano un buen rato antes de que yollegara. Luego nos ocuparemos de él.

—¿Vamos a dejarlo ahí tirado?—¿Se te ocurre algo mejor?Staffan negó con la cabeza y

entonces, en medio del silencio, pudodistinguir dos cosas: un débil yarrítmico soplo cardiaco dentro del

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vestuario. El viento en el tubo de unachimenea. Una flauta agrietada. Eso, yun olor. Algo que al principio creyó queformaba parte del olor a cloro queimpregnaba todo el edificio. Pero estoera algo más. Un olor fuerte, picante,que cosquilleaba. Arrugó la nariz.

—¿Vamos…?Holmberg asintió pero se quedó

donde estaba. Casado y con hijos. Claro.Staffan sacó la pistola reglamentaria dela funda y apoyó la otra mano en elpasador de la puerta. Era la tercera vezen sus doce años de servicio que entrabaen una habitación con el arma en lamano. No sabía si estaba actuando

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correctamente, pero nadie iba areprocharle nada. Un asesino de niños.Encerrado, tal vez desesperado, aunqueestuviera malherido.

Hizo un gesto a Holmberg y abrió lapuerta.

El tufo lo echó para atrás.Le picaba en la nariz haciéndole

llorar. Tosió. Sacó un pañuelo delbolsillo y se tapó la boca y la nariz.Algunas veces había asistido a losbomberos en incendios de casas, era lamisma sensación. Pero aquí no habíahumo, sólo una ligera neblina flotandopor la habitación.

Dios mío, ¿esto qué es?

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El monótono, entrecortado ruido aúnse oía detrás de la hilera de armariosque tenían delante. Staffan le hizo señasa Holmberg para que fuera dando lavuelta por el otro extremo, de maneraque cubrieran los dos lados. Staffanavanzó hasta el final de los armarios yechó un vistazo con la pistola colgandoa un lado.

Vio una papelera de metal tirada y,junto a ella, un cuerpo tendido ydesnudo.

Holmberg apareció por el otroextremo e hizo señas a Staffan para quese tranquilizara; no parecía que hubieraun peligro inminente. Staffan sintió una

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punzada de irritación porque Holmbergintentaba tomar el mando de laoperación ahora, cuando ya no parecíapeligrosa. Respiró profundamente através del pañuelo, se lo quitó de laboca y dijo en voz alta:

—Alto. Es la policía. ¿Me oyes?El hombre que estaba tendido en el

suelo no dio señales de haber oído,seguía emitiendo únicamente un ruidomonótono con la cara contra el suelo.Staffan dio un par de pasos al frente.

—Pon las manos delante, donde yopueda verlas.

El hombre no se movió. Pero ahoraque estaba más cerca, Staffan pudo ver

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que le temblaba todo el cuerpo. Lo delas manos era innecesario. Una de ellasreposaba sobre la papelera y la otraestaba extendida al lado, en el suelo.Tenía la palma de la mano hinchada yabierta.

Ácido… cómo estará…Staffan se volvió a colocar el

pañuelo en la boca y avanzó hasta elhombre mientras guardaba la pistola enla funda, confiando en que Holmberg locubriera si ocurría algo.

El cuerpo temblaba convulsivamentey se oía el leve chasquido de la pieldesnuda cuando se despegaba de lasbaldosas y se volvía a pegar de nuevo.

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La mano que estaba en el suelo saltabacomo un pez en una roca. Y todo eltiempo el mismo sonido de su bocacontra el suelo:

—… eeiiieeeiii…Staffan hizo señas a Holmberg para

que se mantuviera a dos pasos dedistancia y se puso de cuclillas al ladodel cuerpo.

—¿Puedes oírme?El hombre se calló. De pronto, todo

el cuerpo hizo un giro espasmódico yrodó. La cara.

Staffan se echó para atrás, perdió elequilibrio y aterrizó sobre la rabadilla.Apretó los dientes para no gritar cuando

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vio las estrellas. Cerró los ojos. Losvolvió a abrir.

No tiene cara.Staffan había visto a un drogadicto

que en una alucinación se habíagolpeado repetidamente la cara contrauna pared. Había visto a un hombre quese puso a soldar un depósito de gasolinasin vaciarlo antes. Le explotó en la cara.

Pero nada parecido a esto.Tenía la nariz totalmente corroída,

en su lugar sólo había dos agujeros queentraban en la cabeza. La boca se habíaderretido, los labios estaban sellados,salvo una rendija a un lado. Uno de losojos se había derramado sobre lo que

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había sido la mejilla, pero el otro…abierto de par en par.

Staffan clavó la vista en ese ojo, loúnico que parecía humano en aquellamasa deforme. El ojo estaba inyectadoen sangre, y cuando intentaba parpadearsólo media tira de piel revoloteabasobre él y se retiraba de nuevo.

Donde tenía que haber estado elresto de la cara, sólo había restos decartílagos y huesos que asomaban entrelos trozos imposibles de carne y losjirones negros de piel. Los músculosbrillantes y desnudos se contraían y seestiraban, se removían como si lacabeza hubiera sido sustituida por un

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montón de anguilas recién matadas ytroceadas.

Toda la cara, lo que había sido lacara, tenía vida propia.

Una arcada se abrió paso por lagarganta de Staffan, y probablementehabría vomitado de no haber tenido elcuerpo tan ocupado recuperándose deldolor lumbar. Lentamente encogió laspiernas y se puso de pie, apoyándose enlos armarios. El ojo inyectado en sangrele miraba todo el tiempo.

—Esto es lo más jodido…Holmberg, con los brazos colgando,

observaba aquel cuerpo desfigurado enel suelo. No era sólo la cara. El ácido

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había corroído también la parte superiordel cuerpo. La piel de una de lasclavículas había desaparecido y se veíauna porción del hueso, blanco como untrozo de tiza en un estofado de carne.

Holmberg meneaba la cabeza ysacudía el aire con la mano. Tosiendo.

—Esto es lo más jodido…Eran las once y Oskar estaba

acostado en su cama. Golpeando concuidado las letras en la pared.

E… L… I… E… L… I…No hubo respuesta.

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Viernes 30 de Octubre

Los chicos de 6ºB estaban en fila fuerade la escuela esperando a que el maestroÁvila diera la señal. Todos tenían susbolsas de gimnasia o sus bolsos en lamano, porque Dios se apiadara del queolvidase la ropa de gimnasia o notuviera causa justificada para faltar a laclase.

Estaban a un brazo de distancia delanterior, como el maestro les habíadicho el primer día en 4ºcuando sucedióa la tutora en la responsabilidad de sueducación física.

—¡Una fila recta! ¡Un brazo de

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distancia!El maestro Ávila había sido piloto

durante la guerra. En un par deocasiones había entretenido a los chicoscontándoles historias de combatesaéreos y de aterrizajes forzosos encampos de trigo. Eran impresionantes.Se había ganado su respeto.

Una clase considerada alborotadorae indisciplinada se colocabaobedientemente en fila a un brazo dedistancia, aunque el maestro aún nohubiera aparecido. Si la fila no estabacomo él quería los dejaba esperandodiez minutos más, o sustituía elprometido partido de voleibol por unas

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flexiones de brazos y abdominales.Oskar, al igual que los demás, tenía

bastante miedo al maestro. Con su pelogris rapado y su nariz aguileña, su buenaspecto físico y sus puños de hierro,difícilmente se podía pensar que fueracapaz de querer y comprender a un chicodébil, con algo de sobrepeso ymartirizado. Pero había disciplina en susclases. Ni Jonny, ni Micke ni Tomas seatreverían a hacer nada mientras elmaestro estuviera cerca.

En ese momento Johan abandonó lafila, alzó la vista hacia la escuela.Luego, haciendo un saludo hitleriano,dijo:

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—¡Filas rectas! ¡Hoy simulacro deevacuación! ¡Con cuerdas!

Algunos sonrieron nerviosos. Elmaestro era un apasionado de lossimulacros de evacuación. Una vez porsemestre los alumnos tenían que probara deslizarse fuera desde las ventanascon ayuda de cuerdas, mientras elmaestro controlaba todo el procesocronómetro en mano. Si conseguíansuperar el récord anterior podían jugaral juego de las sillas. Pero había queganárselo.

Johan volvió rápidamente a la fila.Menos mal, porque apenas unossegundos después apareció el maestro

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por la puerta principal de la escuela ycon paso rápido se encaminó algimnasio. Con la mirada al frente, nodirigió al grupo ni siquiera una ojeada.Cuando se encontraba a mitad de caminohizo un gesto de ¡adelante! con la mano,sin dejar de andar, sin volver la cabeza.

La fila se puso en marcha intentandomantener la distancia de un brazo con elanterior. Tomas, que iba detrás deOskar, tropezó con el talón de éste ehizo que se le saliera el zapato pordetrás. Oskar siguió marchando.

Después de lo de la paliza deanteayer lo habían dejado en paz. No esque le hubieran pedido perdón o así,

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pero la herida de la mejilla seguía allí, yles habría parecido que era suficiente.De momento.

Eli.Oskar, apretando los dedos del pie

para que no se le saliera el zapato,siguió marchando hacia el gimnasio.¿Dónde estaba Eli? Había acechadodesde su ventana la noche anterior paraver si el padre de la muchacha volvía acasa. Pero en vez de eso lo que vio fue aEli saliendo a eso de las diez. Despuésllegó la hora del cacao y los bollos consu madre y puede que se hubiera perdidosu vuelta a casa. Pero no habíacontestado a sus golpecitos.

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La clase tomó al asalto el vestuario,la fila se rompió. El maestro Ávilaestaba de pie con los brazos cruzados,esperándolos.

—Bien. Hoy entrenamiento físico.Con barra, plinto y cuerdas.

Protestas. El maestro asintió.—Si lo hacéis bien, si trabajáis, la

próxima vez balón fantasma. Pero hoyentrenamiento físico. ¡Vamos!

No había nada que discutir. Unotenía que contentarse con lo del balónfantasma y la clase comenzó a cambiarseapresuradamente. Oskar procuró, comode costumbre, ponerse de espaldas a losotros mientras se quitaba los pantalones.

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Su bola del pis hacía que se notara algoraro en los calzoncillos.

Arriba, en el gimnasio, los otrosestaban colocando los plintos y bajandolas barras. Johan y Oskar colocaronjuntos las colchonetas. Cuando todoestuvo listo, el maestro sopló su silbato.Había circuito con cinco estaciones, asíque los dividió en cinco grupos de ados.

Oskar y Staffe formaron un grupo, locual estaba bien porque Staffe era elúnico de la clase al que se le daba lagimnasia peor que a Oskar. Era fuertotepero torpe. Más gordo que Oskar. Sinembargo, nadie se metía con él. Había

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algo en la actitud de Staffe que decíaque si alguien se metía con él lo pagaríacaro.

El maestro hizo sonar el silbato y sepusieron en marcha.

Flexiones de brazos en la barra. Labarbilla sobre la barra, abajo, arriba.Oskar consiguió hacer dos. Staffe, cinco;luego lo dejó. Sonó el silbato.Abdominales. Staffe no hizo más queestar tumbado en la colchoneta mirandoal techo. Oskar estuvo haciendo falsosabdominales hasta la siguiente señal. Lacomba. Eso se le daba bien a Oskar. Élle dio a la cuerda mientras Staffe nohacía más que trabarse con ella. Luego

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flexiones de brazos normales. De ésaspodía hacer Staffe las que quisiera.Finalmente el plinto, el maldito plinto.

Aquí es donde era un alivio estarcon Staffe. Oskar había visto de reojocómo Micke, Jonny y Olof volaban porel plinto vía trampolín. Staffe tomóimpulso, corrió, botó estrepitosamenteen el trampolín y, no obstante, no llegóal plinto. Se dio media vuelta paraesperar su turno de nuevo. El maestro seacercó a él.

—¡Súbete al plinto!—No puedo.—Tendrás que coger impulso.—¿Qué?

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—Coger impulso. Coger impulso.Arriba y salta.

Staffe agarró el plinto, se encaramóen él y se deslizó como un perezoso porel otro lado. El maestro hizo la señal deven y Oskar echó a correr.

En algún punto de aquella carrerahacia el plinto tomó la decisión. Iba aintentarlo.

El maestro le había dicho en algunaocasión que no tuviera miedo al plinto,que todo dependía de eso. Normalmenteno se impulsaba fuerte con el pie, pormiedo a perder el equilibrio y a darse ungolpe. Pero ahora iba a echar los restos,a hacer como si pudiera. El maestro lo

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miraba. Oskar echó a correr a todavelocidad hacia el trampolín.

Apenas pensó en el impulso, seconcentró totalmente en subir al plinto.Por primera vez botó en la tabla contodas sus fuerzas, sin frenarse, y elcuerpo salió volando por sí mismo, losbrazos se extendieron al frente parahacer fuerza y dirigir el cuerpo haciadelante. Pasó sobre el plinto a talvelocidad que perdió el equilibrio ycayó de bruces cuando aterrizó por elotro lado. ¡Había conseguido subir!

Se volvió y miró al maestro: no reía,pero asentía dándole ánimos.

—Bien, Oskar. Únicamente más

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equilibrio.El silbato sonó y pudieron descansar

un minuto antes de empezar otra vuelta.Aquella vez Oskar logró subir al plintoy mantener el equilibrio al aterrizar.

El maestro pitó el fin de la clase ysalió fuera mientras ellos recogían lascosas. Oskar bajó las ruedas del plinto ylo empujó hasta el cuarto donde seguardaba, dándole unas palmaditascomo a un buen caballo que finalmentese hubiera dejado montar. Lo colocó ensu sitio y se dirigió al vestuario. Queríahablar con el profesor de una cosa.

A medio camino de la puerta fuedetenido. Un lazo de cuerda voló sobre

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su cabeza y aterrizó alrededor de suestómago. Alguien lo había cazado. Asus espaldas oyó la voz de Jonny:

—Arre, Cerdo.Se volvió de manera que la lazada

se le deslizó sobre el estómago y quedóalrededor de su espalda. Jonny estabafrente a él con la agarradera de lacuerda en las manos, moviéndola arribay abajo, chascando la lengua.

—Arre, arre.Oskar agarró la cuerda con las dos

manos y se la arrebató a Jonny. Lacuerda sonó al caer al suelo detrás deOskar. Jonny, señalándola, dijo:

—Ahora tendrás que recogerla tú.

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Oskar cogió la cuerda por el mediocon una mano y, dándole vueltas, la sacópor la cabeza de forma que lasagarraderas sonaron. Gritó:

—¡Cógela! —y la soltó. La cuerdasalió volando y Jonny se tapóinstintivamente la cara con las manos.La cuerda sobrevoló su cabeza y chirriódetrás contra las espalderas. Oskar saliódel gimnasio y bajó corriendo lasescaleras. El corazón tamborileaba ensus oídos. Esto ha empezado. Bajó lospeldaños de tres en tres y aterrizó conlos pies juntos en el rellano, cruzó elvestuario y entró en el cuarto delmaestro.

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Éste, en ropa de deporte, estabasentado hablando por teléfono en unidioma extranjero, probablementeespañol. La única palabra que pudoentender Oskar fue «perro», que sabía loque significaba. El maestro le indicó quese sentara en la otra silla que había en elcuarto. El maestro siguió hablando,varios «perro», mientras Oskar oyócómo Jonny entraba en el vestuario yempezaba a dar voces.

El vestuario se había quedado vacíoantes de que el maestro estuviera listocon su «perro». Se volvió hacia Oskar.

—Bueno, Oskar, ¿qué quieres?—Sí, quería saber… de esos

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entrenamientos de los jueves.—¿Sí?—¿Puede uno apuntarse?—¿Te refieres a los entrenamientos

de pesas en la piscina?—Sí. Eso. ¿Puede uno apuntarse,

o…?—No tienes que apuntarte. Sólo ir.

El jueves a las siete. ¿Quieres entrenar?—Sí, yo… sí.—Está bien. Entrena. Después

podrás hacer… cincuenta flexiones en labarra.

El maestro mostraba las flexiones enla barra con los brazos en alto. Oskarmeneó la cabeza. —No. Pero… sí, iré.

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—Bien. Entonces nos vemos eljueves. Oskar asintió; se iba a ir, perodijo:

—¿Qué tal está el perro?—¿El perro?—Sí, oí que decías «perro» y sé lo

que quiere decir.El maestro se quedó pensando un

momento.—Ah, «perro» no. Pero. Que

significa 'men'. Como en men inte jag.Se dice pero yo no. ¿Entiendes? ¿Vas aempezar un curso de español también?

Oskar meneó la cabeza sonriendo.Dijo que ya era bastante con las pesas.

El vestuario estaba vacío salvo la

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ropa de Oskar. Oskar se quitó lospantalones de deporte y se quedóparado. Sus pantalones no estaban.Claro. Tenía que haberlo supuesto. Miróen el vestuario, en los servicios. Nada.

El frío le pellizcaba las piernas alvolver a casa sólo con los pantalones dedeporte puestos. Había empezado anevar mientras tenían gimnasia. Loscopos de nieve caían y se deshacíansobre sus piernas desnudas. Ya en elpatio se detuvo bajo la ventana de Eli.Las persianas estaban bajadas. Ni unmovimiento. Gruesos copos de nieve lecayeron en la cara mientras miraba hacia

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arriba. Atrapó algunos con la lengua.Estaban buenos.

—Mira a Ragnar.Holmberg apuntaba hacia la plaza de

Vällingby donde la nieve que caíacubría con un ligero manto el empedradocolocado en forma circular. Uno de losborrachines estaba sentado en un bancosin moverse, envuelto en un abrigogrande mientras la nieve lo convertía enun mal amasado muñeco. Holmbergsuspiró.

—Tendré que salir a ver qué le pasasi no se mueve pronto. ¿Y tú qué talestás?

—Así, así.

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Staffan había puesto otro cojín en lasilla de su escritorio para mitigar eldolor de la columna. Preferiría estar depie, o mejor aún, acostado en la cama.Pero el informe de los sucesos del díaanterior tenía que llegar a la brigada dehomicidios antes del domingo.

Holmberg miraba su cuaderno denotas golpeando en él con el lapicero.

—Esos tres que estaban dentro, en elvestuario, dijeron que el asesino ese,antes de echarse el ácido clorhídricoencima, había gritado «¡Eli, Eli!», yo mepregunto…

El corazón le brincó en el pecho aStaffan, se inclinó sobre la mesa.

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—¿Dijo eso?—Sí. ¿Sabes lo que…?—Sí.Staffan se echó para atrás en la silla

de forma brusca y el dolor disparó unaflecha hasta la mismísima raíz del pelo.Se agarró a los bordes de la mesa, sesentó bien y se llevó las manos a la cara.Holmberg lo miraba.

—Joder, ¿has ido al médico?—No, es sólo… se me pasará. Eli,

Eli.—¿Es un nombre?Staffan asintió con cuidado.—Sí… significa… Dios.—Bueno, así que llamaba a Dios.

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¿Crees que le oyó?—¿Qué?—Dios. Que si crees que le oyó.

Dadas las circunstancias parece poco…probable. Aunque claro, tú eres elexperto en esas cosas. Bueno, tú sabrás.

—Son las últimas palabras queCristo dijo en la cruz. «Dios mío, Diosmío, ¿por qué me has abandonado? Eli,Eli, lema sabachtani?».

Holmberg guiñó un ojo y siguiómirando sus notas.

—Sí, eso.—Según san Mateo y san Marcos.

Holmberg asintió, chupó el lápiz.—¿Lo vamos a poner en el informe?

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Cuando llegó a casa de la escuela

Oskar se puso un par de pantaloneslimpios y bajó al kiosco del Amantepara comprar el periódico. Había oídocomentar que el asesino había sidodetenido y quería saberlo todo. Cortar yguardar.

Notó algo raro cuando bajaba alkiosco, algo que no era normal, apartede que estaba nevando.

De vuelta a casa con el periódicosupo lo que era. No estaba todo eltiempo alerta. Sólo caminaba. Habíarecorrido el camino hasta el kiosco sinir vigilando a todos aquellos que

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pudieran meterse con él.Empezó a correr. Corrió todo el

camino hasta casa con el periódico en lamano mientras los copos le lamían lacara. Cerró la puerta de la calle. Fue ala cama, se echó boca abajo y dio unosgolpecitos en la pared. No huborespuesta. Le habría gustado hablar conEli, contárselo.

Abrió el periódico. La piscina deVällingby. Coches de policía.Ambulancias. Intento de asesinato. Laslesiones del individuo de tal naturalezaque dificultaban su identificación.Fotografía del hospital de Danderyddonde estaba siendo atendido el hombre.

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Referencias al anterior asesinato.Ningún comentario.

Después submarino, submarino,submarino. Reforzado el estado dealerta.

Llamaron a la puerta.Oskar saltó de la cama, salió

rápidamente al pasillo. Eli, Eli, Eli.Cuando tenía ya la mano en el

picaporte, se detuvo. ¿Y si eran Jonny yesos? No, nunca vendrían así a su casa.Abrió. Fuera estaba Johan.

—Hola.—Sí… hola.—¿Vamos a jugar?—Sí, ¿a qué?

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—No sé. A algo.—Vale.Oskar se puso los zapatos y la

cazadora mientras Johan lo esperaba enel rellano de la escalera.

—Jonny estaba bastante enfadado.En gimnasia.

—Cogió mis pantalones, ¿verdad?—Sí. Sé dónde están.—¿Dónde?—Allí detrás. Al lado de la piscina.

Te lo voy a enseñar.Oskar pensó, aunque no lo dijo, que

en ese caso los podría haber cogido alvenir. Pero a tanto no llegaba su buenavoluntad. Oskar asintió y dijo:

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—Bien.Fueron hasta la piscina y buscaron

los pantalones, que colgaban de unarbusto. Luego dieron una vuelta ycuriosearon un poco. Hicieron bolas denieve y las tiraron a los árboles. En uncontenedor encontraron un cableeléctrico que se podía cortar en trozos,doblarlos y usarlos como munición parael tirachinas. Hablaron del asesino, delsubmarino y de Jonny, Micke y Tomas,que a Johan le parecía que estaban malde la cabeza.

—Totalmente idos.—A ti no te suelen hacer nada.—No. Pero de todas formas.

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Fueron al kiosco de las salchichas allado del metro y se compraron dos«vagabundos» cada uno. A una coronacada «vagabundo»; sólo el pan tostadocon mostaza, ketchup, aliño parahamburguesas y cebolla. Empezaba aoscurecer. Johan hablaba con la chicadel kiosco y Oskar miraba los vagonesdel metro que iban y venían, observandoel tendido eléctrico que corría porencima de las vías.

Echando vaho con sabor a cebollapor la boca bajaron hacia la escuela,donde sus caminos se separaban. Oskardijo:

—¿Crees que la gente se quita la

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vida saltando por esos cables que vanpor encima de la vía?

—No lo sé. Seguro que lo hacen. Mihermano conoce a uno que fue y meó enun raíl eléctrico.

—¿Qué pasó?—Murió. La corriente subió por el

pis hasta su cuerpo.—No me digas. ¿Quería morir

entonces?—No. Estaba borracho. Joder.

Imagínatelo…Johan hizo como que se cogía el pito

y meaba, y empezó a temblar con todo elcuerpo. Oskar se reía.

Abajo, junto a la escuela, se

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despidieron. Oskar se dirigió a casa conlos recién encontrados pantalones atadosalrededor de la cintura y silbando lasintonía de Dallas.

Había dejado de nevar, pero unmanto blanco lo cubría todo. Había luzen las grandes ventanas esmeriladas dela piscina pequeña a la que iba a ir eljueves por la tarde. Iba a empezar aentrenar. Hacerse más fuerte.

Viernes por la noche en el chino. Elreloj redondo con los bordes de aceroque parece tan mal colocado entrelámparas de papel de arroz y dragonesdorados en una de las paredes

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alargadas, señala las nueve menoscinco. Los colegas están sentados consus cervezas, perdidos en el paisaje delos mantelitos de papel. Fuera, siguecayendo la nieve.

Virginia mueve un poco su SanFrancisco y sorbe con la pajita coronadapor una figurita de Johnny Walker.

¿Quién era Johnny Walker?¿Adónde iba?

Da un golpecito en el vaso con lapajita y Morgan alza la vista.

—¿Vas a dar un discurso?—Alguien tendrá que hacerlo.Se lo habían contado a ella. Todo lo

que Gösta había dicho sobre Jocke, el

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puente, el niño. Luego se habíanquedado en silencio. Virginia hacíasonar los hielos del vaso observandocómo la luz velada del techo sereflejaba en los hielos medio deshechos.

—Hay algo que no entiendo. Si estoha ocurrido como dice Gösta, ¿dóndeestá? Jocke, quiero decir.

Karlsson se animó, como si ésafuera la ocasión que andaba esperando.

—Exactamente lo que yo he tratadode decir. ¿Dónde está el cadáver? Si esque uno va a…

Morgan apuntó a Karlsson con undedo acusatorio en el aire.

—Tú no llamas cadáver a Jocke.

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—¿Y cómo le llamo entonces? ¿Elfinado?

—No le vas a llamar nada hasta quesepamos lo que ha pasado.

—Eso es precisamente lo que estoytratando de decir. Mientras no tengamosun c… mientras ellos no lo hayan…encontrado, no podemos…

—¿Qué ellos?—Bueno, ¿tú qué crees? ¿La

división de helicópteros de Berga? Lapolicía, claro.

Larry se frotó un ojo y dijo:—Ése es el problema. Mientras no

lo hayan encontrado no se van a tomarinterés, y si no se toman interés no van a

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buscarlo. Virginia meneó la cabeza.—Es que tenéis que ir a la policía y

contar lo que pasa.—Sí, sí, ¿qué te parece que vamos a

decir? —dijo Morgan cloqueando—.Hola, dejad toda esa mierda del asesinode niños, el submarino, todo, porqueaquí estamos tres borrachines y unborrachín colega nuestro hadesaparecido y resulta que otro denuestros colegas, también borrachín, hacontado que una tarde, cuando estabarealmente en las nubes, vio… ¿qué?

—Pero Gösta, ¿entonces? Él esprecisamente quien lo ha visto, él esquien…

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—Sí, sí. Claro. Pero está tandeteriorado… Haz un poco de ruido conun uniforme delante de él y sedesmorona, queda listo para elmanicomio de Beckomberga. Noaguanta. Interrogatorios y mierdas. —Morgan se encogió de hombros—. Estájodido.

—¿Y vais a dejarlo estar sin más?—Sí, ¿qué cojones podemos hacer?Lacke, que se había bebido su

cerveza mientras discurría laconversación, dijo algo demasiado bajocomo para que los otros pudieranentenderlo. Virginia se inclinó hacia él ypuso la cabeza en su hombro.

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—¿Qué has dicho?Lacke miraba fijamente el paisaje

envuelto en la niebla hecho a tinta chinae impreso en el mantelito que teníaencima de la mesa y susurró:

—Tú dijiste que lo íbamos a coger.Morgan dio tal golpe en la mesa que

hizo saltar los vasos de cerveza, yponiendo la mano en alto delante de élcomo una garra afirmó:

—Y lo vamos a hacer. Pero primerotenemos que tener algo en lo queapoyarnos.

Lacke asintió medio sonámbulo yempezó a levantarse.

—Sólo tengo que…

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Las piernas se le doblaron y cayó debruces sobre la mesa con un estrépito devasos que hizo que los ocho comensalesse volvieran a ver lo que pasaba.Virginia agarró a Lacke por los hombrosy lo sentó de nuevo en la silla. Los ojosde Lacke estaban perdidos.

—Perdón, yo…El camarero acudió rápidamente a su

mesa secándose frenéticamente lasmanos en el delantal. Se inclinó haciaLacke y Virginia mascullando en vozbaja:

—Esto es un restaurante, no unapocilga.

Virginia puso la mejor sonrisa que

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pudo mientras ayudaba a Lacke alevantarse.

—Vamos, Lacke. Vamos a mi casa.Con una mirada acusatoria hacia el

resto del grupo, el camarero rodeórápidamente a Lacke y a Virginia,ayudando a Lacke por el otro lado paramostrar a los comensales que estaba taninteresado como ellos en alejar a esteelemento distorsionador de la paz de lamesa.

Virginia ayudó a Lacke a ponerse supesado y en otros tiempos eleganteabrigo, una herencia de su padre, quehabía muerto dos años antes, y loarrastró hacia la puerta.

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Detrás oyó un par de silbidosmaliciosos de Morgan y Karlsson. Conel brazo de Lacke sobre los hombros sevolvió hacia ellos y les sacó la lengua.Luego abrió la puerta de fuera y salió.

La nieve caía en copos grandes ylentos creando un espacio de frío ysilencio para los dos. Las mejillas deVirginia ardían cuando guiaba a Lackehacia abajo, hacia el camino del parque.Era mejor así.

—Hola. He quedado con mi papá,pero no llega y… ¿puedo entrar a llamarpor teléfono?

—Sí, claro.

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—¿Puedo entrar?—El teléfono está ahí.La mujer señalaba hacia el pasillo:

en una mesita estaba el teléfono gris. Elipermanecía fuera, todavía no había sidoinvitada. Al lado de la puerta había unerizo de hierro con púas de fibravegetal. Eli se limpió los pies en él paradisimular que no podía entrar.

—¿Seguro que puedo?—Sí, sí. Pasa, pasa.Hizo un gesto cansado: Eli estaba

invitada. La mujer parecía haberperdido el interés y se fue al cuarto deestar, desde donde Eli podía oír elmonótono zumbido de un televisor. Una

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larga cinta de seda de color amarillo,atada alrededor del pelo lleno de canasgrises, se deslizaba por la espalda de lamujer como una serpiente amaestrada.

Eli pasó al recibidor, se quitó loszapatos y la cazadora, levantó elauricular del teléfono. Marcó un númeroal azar, hizo como si hablara conalguien, colgó el auricular.

Aspiró a través de la nariz. Olor afritura, productos de limpieza, tierra,betún, manzanas de invierno, ropahúmeda, electricidad, polvo, sudor, colapara papeles pintados y… orina de gato.

Sí. Un gato negro como el tizónestaba en el vano de la puerta de la

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cocina ronroneando con las orejasechadas para atrás, la piel desgreñada yel lomo encorvado. Alrededor delcuello llevaba una cinta roja con unpequeño cilindro metálico,probablemente para meter un papel conel nombre y la dirección.

Eli dio un paso hacia el gato y éstemostró los dientes, bufó. El cuerpoerguido para saltar. Un paso más.

El gato se retiró, escurriéndosehacia atrás mientras seguía bufando, sinapartar la mirada de los ojos de Eli. Elodio que sacudía su cuerpo hizo temblarel cilindro de metal. Se estabanmidiendo. Eli avanzaba lentamente

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obligando al gato a retroceder hasta queestuvo dentro de la cocina, y cerró lapuerta.

El gato continuó bufando ymaullando al otro lado. Eli fue al cuartode estar.

La mujer estaba sentada en un sofáde piel tan reluciente que reflejaba la luzdel televisor. Con la espalda rectamiraba con fijeza la resplandecientepantalla azul. Llevaba una cinta amarillaatada en el pelo, rematada en un lazo. Enla mesa que tenía delante había uncuenco con galletitas saladas y unabandeja con tres clases de queso, unabotella de vino sin abrir y dos vasos.

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La mujer parecía no notar lapresencia de Eli, ocupada como estabacon lo que sucedía en la pantalla. Unprograma de naturaleza. Pingüinos en elPolo Sur.

El macho lleva el huevo en los piespara que no entre en contacto con elhielo.

Una caravana de pingüinos se movíatorpemente sobre un desierto de hielo.Eli se sentó en el sofá, al lado de lamujer. Ésta estaba rígida, como si la telefuera un maestro severo a punto deleerle la cartilla.

Cuando vuelve la hembra despuésde tres meses, la capa de grasa del

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macho se ha consumido.Dos pingüinos se frotaban el pico el

uno al otro, saludándose.—¿Esperas visita?La mujer se estremeció y miró

confundida unos segundos directamentea los ojos de Eli. El lazo amarilloresaltaba lo ajado que parecía su rostro.Meneó un poco la cabeza.

—No, coge lo que quieras.Eli no se movió. La imagen de la

pantalla cambió a una vista panorámicade Georgia del Sur, con música. En lacocina, los maullidos del gato habíandado paso a una especie de… súplica.El olor en el cuarto era químico. La

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mujer destilaba un olor a hospital.—¿Va venir alguien? ¿Aquí?La mujer se estremeció de nuevo

como si la hubieran despertado, sevolvió hacia Eli. Esta vez, sin embargo,parecía irritada: una arruga bienmarcada entre las cejas.

—No. No va venir nadie. Come siquieres —dijo con el dedo índice bienestirado señalando los quesos de uno enuno—: camembert, gorgonzola,roquefort. Come, come.

Miró a Eli como dándole una ordeny Eli cogió una galletita, se la llevó a laboca y la masticó despacio. La mujerasintió y volvió de nuevo la vista a la

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pantalla. Eli escupió la masa pegajosade galleta en la mano y la tiró al suelodetrás del reposabrazos del sofá.

—¿Cuándo te vas a ir? —preguntó lamujer.

—Pronto.—Quédate el tiempo que quieras. A

mí no me importa.Eli se fue acercando como para

poder ver mejor la tele hasta que susbrazos se rozaron. Algo le ocurrióentonces a la mujer. Tembló y se hundióen el sofá como un paquete de caféagujereado. Cuando miró a Eli, lo hizocon una mirada suave y soñadora.

—¿Quién eres?

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Los ojos de Eli estaban tan sólo a unpar de centímetros de los suyos. La bocade la mujer exhalaba olor a hospital.

—No sé.La mujer asintió, se estiró para

coger el mando a distancia que estabasobre la mesa y quitó el volumen de latele.

—En primavera florece Georgia delSur con una belleza árida…

Las suplicas del gato se oían ahoracon nitidez, pero la mujer no parecíapreocupada por eso. Señaló los muslosde Eli.

—¿Puedo…?—Sí, claro.

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Eli se retiró un poco de la mujer,que se acurrucó en el sofá y puso lacabeza sobre las piernas de la niña. Éstale acarició suavemente el pelo.Estuvieron así un rato. Los lomosresplandecientes de las ballenasrompieron la superficie del mar,lanzando chorros de agua;desaparecieron.

—Cuéntame algo —pidió la mujer.—¿Qué quieres que te cuente?—Algo bonito.Eli peinó una mecha del pelo de la

mujer sobre la oreja. Ésta respirabaahora tranquila y tenía el cuerpototalmente relajado. Eli habló en voz

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baja.—Una vez… hace mucho, mucho

tiempo, había un campesino pobre y sumujer. Tenían tres hijos: un chico y unachica que eran ya lo bastante mayorespara trabajar con los adultos y un niñopequeño que tenía sólo once años.Todos los que lo veían decían que era elniño más guapo que habían visto.

»E1 padre era un siervo de la glebay tenía que trabajar muchas jornadas enlas propiedades del señor de la tierra.Por eso eran la madre y los hijos los quedebían hacerse cargo de la casa y de lahuerta. El hijo más pequeño no servíapara mucho.

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»Un día, el señor de las tierrasanunció un concurso en el que todas lasfamilias que vivían en sus tierras debíanparticipar. Todas las que tuvieran unchico entre ocho y doce años. No seprometía ningún premio. Nada depremios. Sin embargo, se llamabaconcurso.

»E1 día de la competición la madrellevó consigo al más joven al castillodel señor. No estaban solos. Otros sieteniños acompañados por uno o por losdos padres ya se habían reunido en elpatio del castillo. Y llegaron otros tres.Familias pobres, los niños vestidos conlo mejor que tenían.

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»Pasaron todo el día esperando en elpatio. Al anochecer salió un hombre delcastillo y dijo que ya podían entrar…

Eli escuchó la respiración de lamujer, lenta y profunda. Estaba dormida.Su aliento calentaba las rodillas de lamuchacha. Justo debajo de la oreja, Elipudo verle el pulso marcado bajo supiel flácida y arrugada.

El gato se había callado.En la tele pasaban ahora la lista de

créditos del programa de naturaleza. Elipuso el dedo índice sobre la arteriacarótida de la mujer, sintió su corazónpalpitante bajo la yema del dedo.

La niña se echó hacia atrás y movió

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con cuidado la cabeza de la mujer demanera que descansara sobre susrodillas. El fuerte aroma del quesoroquefort mitigaba todos los demásolores. Eli cogió una manta del respaldodel sofá y tapó con ella los quesos.

Un débil gemido: la respiración dela mujer. Eli agachó la cabeza con lanariz apretada contra la arteria visible.Jabón, sudor, olor a piel vieja… eseolor a hospital… y algo más, que era elolor propio de la mujer. Y debajo, através de todo ello, la sangre.

La mujer se rascó cuando la nariz deEli le rozó el cuello; intentó moverse,pero la muchacha la agarró firmemente

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por el pecho con un brazo y con el otromantuvo fija su cabeza. Abrió la bocatanto como le fue posible y la pusosobre el cuello que sujetaba hasta que lalengua hizo presión contra la arteria ymordió. Cerró las mandíbulas.

La mujer pataleó como si hubierarecibido una descarga. El cuerpo sedescontroló y los pies golpearon contrael reposabrazos con tanta fuerza que sedesplazó y quedó con la espalda en lasrodillas de Eli.

La sangre salía a borbotones de laarteria abierta salpicando la piel marróndel sofá. Gritaba y agitaba las manos,tiró la manta de la mesa. Un tufo a queso

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mohoso llenó los orificios nasales deEli cuando ésta se echó a lo largo sobrela mujer y, apretando la boca contra sucuello, bebió a grandes sorbos. Losgritos reventaban los oídos de Eli y tuvoque soltarle un brazo para poder ponerleuna mano en la boca.

Los chillidos quedaron ahogados,pero la mano libre de la mujer se movíasobre la mesa del sofá, agarró el mandoa distancia y golpeó la cabeza de Eli.Los trozos de plástico se esparcieron altiempo que el sonido de la tele se pusoen marcha.

La sintonía de Dallas flotó por elcuarto y Eli despegó su cabeza del

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cuello de la mujer.La sangre sabía a medicina. Morfina.La mujer miraba a Eli con los ojos

muy abiertos. Entonces la muchachaapreció otro sabor más, un sabor apodrido que se deslizaba junto con elolor al queso mohoso.

Cáncer. Tenía cáncer.El estómago se le revolvió del asco

y tuvo que soltarla y sentarse en el sofápara no vomitar.

La cámara sobrevolaba Southforkmientras la música se acercaba a sucrescendo. La mujer había dejado degritar, permanecía tendida boca arribamientras la sangre salía de ella cada vez

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con menos fuerza, corría en hililloshacia abajo, hacia los cojines del sofá.Sus ojos estaban humedecidos, ausentescuando buscaban los de Eli y decía:

—Por favor, por favor…Eli, tragándose un amago de vómito,

se inclinó sobre ella.—¿Perdón?—Por favor…—Sí. ¿Qué quieres que haga?—Por favor… por favor…Después de un momento los ojos de

la mujer cambiaron, se pusieron rígidos.Se volvieron ciegos. Eli le cerró lospárpados. Se volvieron a abrir. Elicogió la manta del suelo y se la puso

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sobre la cara, se sentó en el sofá.La sangre servía como alimento

aunque sabía mal, pero la morfina…En la pantalla del televisor, un

rascacielos de espejos. Un hombre contraje y sombrero de vaquero salía de sucoche, frente al rascacielos. Eli intentólevantarse del sofá. No podía. Elrascacielos empezó a inclinarse, a girar.Los espejos reflejaban las nubes que sedeslizaban por el cielo a cámara lenta,recreando formas de animales, plantas.

Eli se echó a reír cuando el hombrecon el sombrero de vaquero se sentó trasla mesa de un escritorio y empezó ahablar en inglés. Eli entendía lo que

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estaba diciendo, pero no tenía sentido.Todo el cuarto había empezado ainclinarse tanto que era raro que la teleno se hubiera caído rodando. La voz delvaquero le retumbaba en la cabeza.Buscó el mando a distancia, pero estabahecho pedazos sobre la mesa y el suelo.

Tenía que hacer callar al vaquero.

Se deslizó del sofá y, gateando,llegó frente al televisor con la morfinadándole vueltas en el cuerpo; se rio delas figuras que se descomponían encolores, sólo colores. No podía más.Cayó de bruces delante del televisor conlos colores chisporroteándole en los

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ojos.Algunos niños se deslizaban todavía

con sus trineos por la cuesta que habíaentre la calle Björnsonsgatan y elpequeño campo junto al camino delparque. La cuesta de la muerte, comopor alguna razón la llamaban. Tressombras se pusieron en marcha al mismotiempo desde la cima y se oyó bien altouna palabrota cuando una de ellas sesalió al bosque; risas de los otros queseguían cuesta abajo, salieron volandoen un bache y aterrizaron con golpes ytintineos sordos.

Lacke se detuvo, miraba al suelo.Virginia intentaba con cuidado llevarlo

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consigo.—Venga, vamos ya, Lacke.—Es tan jodidamente duro.—No puedo contigo, ya lo sabes.Una mueca que podía haber sido una

sonrisa acabó en tos. Lacke retiró lamano del hombro de Virginia,quedándose con los brazos extendidos alo largo del cuerpo y la cabeza vueltahacia la cuesta.

—Joder, ahí están los jóvenestirándose con sus trineos, y allí… —hizo un gesto vago hacia el puente, alfinal de la colina de la que era parte lacuesta—, ahí mataron a Jocke.

—No pienses más en eso ahora.

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—¿Cómo voy a dejarlo? A lo mejorfue uno de esos jóvenes quien lo hizo.

—No lo creo.Ella le cogió el brazo para ponerlo

alrededor de sus hombros de nuevo,pero Lacke lo retiró. —No, puedoandar.

Lacke caminó a pulso a lo largo delcamino del parque. La nieve crujía bajosus pies. Virginia permanecía paradamirándole. Ahí iba él, el hombre al queamaba y con el que no podía vivir.

Lo había intentado.Durante una temporada, hacía ya

ocho años, justo cuando la hija deVirginia se había ido de la casa materna,

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Lacke se había mudado a vivir con ella.Virginia trabajaba entonces, igual queahora, en una tienda de la cadena desupermercados ICA, en la calle ArvidMörnes, encima del parque China. Vivíaen un apartamento de un dormitorio,cuarto de estar y cocina en ArvidMörnes, a sólo tres minutos del trabajo.

Durante los cuatro meses quevivieron juntos, Virginia no consiguióaveriguar lo que Lacke hacía realmente.Sabía algo de electricidad: montó unregulador en la lámpara del cuarto deestar. Sabía algo de cocina: lasorprendió un par de veces con platosfantásticos a base de pescado. Pero ¿qué

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hacía?Estaba en el apartamento, salía de

paseo, hablaba con gente, leía bastanteslibros y periódicos. Eso era todo. ParaVirginia, que había trabajado desde queterminó la escuela, aquélla era unamanera incomprensible de vivir. Lehabía preguntado:

—Bueno, Lacke, no quiero decirque… Pero tú en realidad ¿qué haces?¿De dónde sacas el dinero?

—No tengo dinero.—Algo de dinero tendrás.—Esto es Suecia. Cógete una silla y

ponía en la acera. Siéntate en la silla yespera. Si esperas suficiente llegará

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alguien a darte dinero. O a hacersecargo de ti de alguna manera.

—¿Es así como me ves a mí?—Virginia. Cuando digas «Lacke,

vete de aquí», me iré.Pasó un mes antes de que se lo

dijera. Entonces él apretujó su ropa enun bolso, sus libros en otro, y se fue.Después no volvió a verlo en medioaño. Fue durante esa temporada cuandoella empezó a beber más, sola.

Cuando vio de nuevo a Lacke, éstehabía cambiado. Más triste. Duranteaquel medio año había vivido con supadre, que se consumía lentamente decáncer en una casa en Småland. Cuando

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su padre murió, Lacke y su hermanaheredaron la casa, la vendieron y serepartieron el dinero. La parte de Lackehabía sido suficiente para un piso decooperativa con bajas cuotas mensualesen Blackeberg, y había vuelto paraquedarse.

En los años siguientes seencontraron cada vez más a menudo enel chino, adonde Virginia habíaempezado a ir una noche sí y otratambién. A veces volvían a casa juntos,se amaban en silencio y, mediante unpacto silencioso, Lacke ya se había idocuando ella volvía a casa del trabajo aldía siguiente. Vivía cada uno en su casa

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en condiciones máximas de libertad; aveces pasaban un par de meses o tres sincompartir cama y eso les iba a los dosestupendamente, y así estaban las cosasahora.

Pasaron por delante delsupermercado ICA con sus anuncios decarne picada barata y su «Come, bebe ysé feliz». Lacke se detuvo a esperarla.Cuando llegó a su altura, tendió un brazohacia ella. Virginia enlazó su brazo conel de él. Lacke asintió con la cabeza endirección a la tienda.

—¿Y el trabajo?—Lo normal —Virginia se paró y

señaló el cartel—: Lo he hecho yo. Un

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cartel en el que ponía:TOMATE TRITURADO. TRES

BOTES, 5 CORONAS.—Bonito.—¿Te parece?—Sí. A uno le entran muchas ganas

de comer tomate triturado. Ella le dio unempujón con cuidado. Sintió lascostillas de Lacke contra su codo.

—Al menos te acuerdas de cómosabe la comida, ¿eh?

—No tienes que…

—No, pero lo voy a hacer de todasformas.

—Eeeeli… Eeeeliii…

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La voz de la tele era conocida. Eliintentó alejarse de ella, pero el cuerpono le obedecía. Sólo las manos sedeslizaron a cámara lenta por el suelo,buscando algo a lo que agarrarse.Encontraron un cable. Lo agarró fuertecon la mano como si se tratara de unacuerda de salvamento para salir deltúnel en cuyo extremo estaba la telehablándole.

—Eli… ¿dónde estás?La cabeza le pesaba demasiado

como para levantarla del suelo; lo únicoque consiguió fue levantar la vista haciala pantalla, y lógicamente era… Él.

Sobre los hombros de la bata de

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seda caían mechas claras de la pelucarubia hecha de pelo natural que hacíaque la cara femenina pareciera aún máspequeña de lo que era. Los labiosdelgados y apretados dibujaban unasonrisa de pintalabios, brillaban comoun tajo de cuchillo en el rostropálidamente empolvado.

Eli consiguió levantar un poco lacabeza y vio toda su cara. Los ojosazules, puerilmente grandes, y porencima de los ojos… el aire que salíade los pulmones a sacudidas, la cabezasin fuerzas tendida en el suelo de talmanera que le crujía el tabique nasal.Divertido. Él tenía en la cabeza un

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sombrero de vaquero.—Eeeliii…Otras voces. Voces de niños. Eli

levantó la cabeza de nuevo, temblandocomo un recién nacido. De su narizsalían gotas de la sangre enferma y leentraron en la boca. El hombre habíaextendido los brazos en un gesto debienvenida, enseñando el forro rojo dela bata. El forro se movía, era unhervidero lleno de labios. Cientos delabios de niños que se retorcíanhaciendo muecas, susurrando su historia,la historia de Eli.

—Eli… vuelve a casa…Eli sollozó, cerró los ojos.

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Esperando la mano fría en la nuca. Noocurrió nada. Los abrió de nuevo. Laimagen había cambiado. Ahora mostrabauna larga fila de niños mal vestidos quecaminaban sobre una gran llanuranevada, andando torpemente endirección a un castillo de hielo, lejos, enel horizonte.

No está pasando.Eli escupió la sangre de la boca,

contra la tele. Unas manchas rojasacabaron con la blanca nieve, cayeronsobre el castillo de hielo. Eso no existe.

Eli se agarró a la cuerda desalvamento intentando salir del túnel. Se

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oyó un sonido cuando el enchufe se soltóde la toma y el televisor se oscureció.Manchas espesas de sangre mezcladacon saliva resbalaban cruzando la negrapantalla, goteando al suelo. Eli se sujetóla cabeza con las manos y desaparecióen un remolino de color rojo oscuro.

Virginia preparó un guiso rápido conunos trozos de carne, cebolla y tomatetriturado mientras Lacke se duchaba.Cuando la carne estaba lista fue alcuarto de baño. Él estaba sentado en labañera con la cabeza colgando y con laboquilla de la ducha apoyada en la nuca.Las vértebras parecían una sucesión depelotas de ping-pong bajo la piel.

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—¿Lacke? La comida está lista.—Bien. Bien. ¿Llevo aquí mucho

tiempo?—No. Pero acaban de llamar del

servicio de distribución de aguadiciendo que las reservas están a puntode acabarse.

—¿Qué?—Venga, vamos —descolgó su

albornoz del colgador y se lo alcanzó.Él se levantó de la bañera agarrándosecon las dos manos a los bordes. Virginiase asustó al ver lo escuálido que tenía elcuerpo. Lacke lo notó y dijo:

—Entonces emergió de las aguas,como un dios, digno de ser contemplado.

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Después comieron, compartieron unabotella de vino. Lacke no pudo comermucho, pero lo hizo de todos modos.Compartieron otra botella en el cuartode estar, luego se fueron a la cama.Estuvieron un rato acostados el uno allado del otro, mirándose a los ojos.

—He dejado de tomar la píldora.—Bueno. No tenemos que…—No, pero ya no la necesito. Adiós

a la regla.Lacke asintió. Se quedó pensando.

Le acarició la mejilla.—¿Estás triste?Virginia sonrió.—Creo que eres el único hombre

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que conozco que haría una pregunta así.Sí, un poco. Es como si… lo que haceque sea una mujer, pues que ya no lotengo.

—Mmm. Para mí es más quesuficiente.

—¿Seguro?—Sí.—Ven entonces.

Él le hizo caso.Gunnar Holmberg arrastró los pies

en la nieve para no dejar huellas quepudieran dificultar la tarea a lostécnicos de la brigada criminal y se pusoa observar las huellas que se alejaban

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de la casa. La luz del fuego hacía que lanieve resplandeciera de color rojoamarillento y el calor era lo bastanteintenso como para que se le formarangotas de sudor en el nacimiento del pelo.

Holmberg había aguantado muchocachondeo por su quizá ingenuaconfianza en la bondad esencial de losjóvenes. Eso era lo que intentaba alentarcon sus continuas visitas a las escuelas,con sus muchas y largas conversacionescon los muchachos que tenían problemasen la sociedad, y era eso lo que le hacíasentirse tan mal al ver lo que tenía antesus pies.

Las huellas que había en la nieve

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eran de zapatos pequeños. Ni siquierade lo que se podría llamar un «joven»;no, eran huellas de zapatos de niño.Marcas pequeñas y nítidas con unaincreíble distancia entre los pasos.Alguien había corrido. Rápido.

Con el rabillo del ojo vio alaspirante Larsson acercándose.

—Arrastra los pies, ¡joder!—¡Huy!, sorry.Larsson se acercó arrastrando los

pies y se colocó al lado de Holmberg.El aspirante tenía los ojos grandes ysaltones con una expresión constante deasombro que ahora dirigía hacia lashuellas que había en la nieve.

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—Joder.—Yo mismo no habría podido

decirlo mejor. Es un niño.—Sí, pero… esto es puro…—Larsson siguió las huellas con la

vista un tramo más allá—, puro triplesalto.

—Largo entre las pisadas, sí.—Más que largo, esto es… esto es

una locura. Lo largo que es.—¿Qué quieres decir?—Que soy corredor. No podría

correr de esta manera. Más que… dospasos. Y esto es todo el camino.

Staffan llegó corriendo entre loschalés, se abrió camino entre los grupos

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de curiosos que se habían reunidoalrededor de la parcela y se acercó algrupo del centro, que en ese momentoestaba vigilando al personal de laambulancia que justo entoncesintroducía el cadáver de una mujer,cubierto con una tela azul, en unaambulancia.

—¿Qué tal ha ido? —preguntóHolmberg.

—Nada… salió por… la calleBällstavägen y luego… no se podía…seguir más… los coches… habrá queponer… a los perros en ello.

Holmberg asintió, atento a laconversación que se desarrollaba justo

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al lado. Un vecino que había sido testigode una parte de los hechos estabacontando sus impresiones a un policíade la brigada criminal.

—Primero pensé que se trataba defuegos artificiales o algo así, ¿no? Luegovi las manos… que eran manos que semovían. Y ella salió hasta aquí… por laventana… ella salió…

—¿Así que la ventana estabaabierta?

—Sí, abierta. Y ella salió por la… yentonces ardió la casa, ¿no? Eso es loque vi entonces. Que ardía detrás deella… y salió… joder. Estaba ardiendo,entera. Y entonces salió andando de la

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casa…—Perdón. ¿Andando? ¿No iba

corriendo?—No. Eso era lo más raro… iba

andando. Agitaba las manos así comopara… no sé. Y entonces se paró,¿entiendes? Se paró. Ardía así, todaella. Se paró así. Y miró alrededor.Como que… absolutamente tranquila. Yentonces echó a andar de nuevo. Yentonces fue como que… se acabó,¿entiendes? Nada de pánico o así, ella…sí, joder… no gritaba. Ni un ruido.Sólo… se derrumbó así. De rodillas. Yentonces… plaf. Cayó en la nieve.

»Y entonces fue como si… no sé…

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fue todo muy raro. Entonces tuve yocomo… entré dentro corriendo y busquéuna manta, dos mantas y salí pitando y…la apagué. La hostia, o sea… cuandoestaba allí tendida, eso era… no, joder.

El hombre se llevó las manos llenasde tizne a la cara, lloró agachado. Elagente de la brigada de investigacióncriminal le puso una mano sobre loshombros.

—Tal vez podamos tomar uninforme más detallado de los hechosmañana. ¿Pero no viste a nadie másabandonar la casa?

El hombre meneó la cabeza y el decriminalística hizo una anotación en su

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libreta.—Lo dicho. Mañana me pondré en

contacto contigo. ¿Quieres que le pida alpersonal sanitario que te den algúntranquilizante, algo que te deje dormir,antes de que se vayan?

El hombre se frotó las lágrimas delos ojos. Las manos le dejaron marcashúmedas de tizne en las mejillas.

—No. Eso es… yo tengo, en todocaso.

Gunnar Holmberg volvió la miradahacia la casa incendiada. Los esfuerzosde los bomberos habían dado resultadoy ya apenas se veían llamas. Sólo una

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nube enorme de humo que se elevabahacia el cielo nocturno.

Mientras Virginia abría sus brazos aLacke, mientras el técnico de la brigadade investigación criminal hacía moldesde las huellas encontradas en la nieve,Oskar estaba al lado de la ventanamirando hacia fuera. La nieve habíacubierto con un manto blanco los setosbajo la placa de chapa de su ventana yformaba una pendiente blanca tan densay seguida que uno creería que podíadeslizarse por ella. Eli no había venidoesta tarde.

Oskar había estado de piecaminando, dando vueltas,

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columpiándose, congelándose en elparque entre las siete y media y lasnueve. Eli no había aparecido. A lasnueve había visto a su madre mirandopor la ventana y había entrado, lleno demalos presentimientos. Dallas y lechecon cacao y bollos y su madrepreguntando y a punto estuvo él dehablar, pero no lo hizo.

Ya eran las doce pasadas y estaba allado de la ventana con el alma en unpuño. Dejó la ventana entreabierta,respirando el aire frío de la noche. ¿Erarealmente sólo por ella por lo que habíadecidido empezar a defenderse? ¿No setrataba de sí mismo?

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Sí.Pero por ella.Por desgracia así era. Si el lunes se

metían con él no tendría ánimo, nifuerzas, ni ganas de resistir. Lo sabía.No iría a ese entrenamiento el jueves.No había motivo.

Dejó la ventana un poco abierta conla vaga esperanza de que ella volvieraaquella noche. Lo llamara. Si podía saliren mitad de la noche, también podríavolver en mitad de la noche.

Oskar se desvistió y se acostó. Diounos toquecitos en la pared. Sinrespuesta. Se echó el edredón porencima de la cabeza y se puso de

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rodillas en la cama. Entrelazó las manosy, apoyando sobre ellas la frente,susurró:

—Por favor, Dios bueno. Deja queella vuelva. Te doy lo que quieras.Todos mis cómics, todos mis libros,todas mis cosas. Lo que quieras. Perohaz que ella vuelva. A mí. Por favor,Dios, por favor.

Siguió acostado, encogido debajodel edredón, hasta que sintió tanto calorque empezó a sudar. Luego sacó denuevo la cabeza, apoyándola en laalmohada. Se puso en posición fetal.Cerró los ojos. Imágenes de Eli, deJonny y Micke, Tomas. Su madre. Su

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padre. Durante un largo rato permanecióacostado haciendo pasar las imágenesque quería ver; después éstas empezarona vivir su propia vida mientras él sedeslizaba en el sueño.

Eli y él estaban sentados en uncolumpio que se impulsaba cada vezmás alto. Más y más alto hasta que sesoltó de las cadenas, volando hacia elcielo. Ellos se sujetaban bien fuerte enlos bordes del columpio, con lasrodillas apretadas unas contra otras, yEli le dijo en voz baja:

—Oskar. Oskar…Abrió los ojos. El globo terráqueo

estaba apagado y la luz de la luna volvía

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todas las cosas de color azul. GeneSimmons lo miraba desde la pared deenfrente, sacándole su larga lengua. Seacurrucó, cerró los ojos. Entoncesvolvió a oír el susurro.

—Oskar…Venía de la ventana. Abrió los ojos,

miró hacia allí. Al otro lado vio elcontorno de una cabeza pequeña. Sequitó el edredón, pero antes de quetuviera tiempo de salir de la cama, Elisusurró:

—Espera. Quédate en la cama.¿Puedo entrar?

Oskar susurró:—Sííí…

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—Di que puedo entrar.—Puedes entrar. —Cierra los ojos.Oskar cerró los ojos. La ventana se

dio la vuelta hacia arriba; una corrientefría recorrió la habitación. La ventana secerró con cuidado. Oyó cómo respirabaEli, susurró:

—¿Puedo mirar?—Espera.Sonó el sofá cama de la otra

habitación. Su madre se levantó. Oskartenía aún los ojos cerrados cuandotiraron del edredón y un cuerpo frío ydesnudo se metió en la cama detrás deél, tapó con el edredón a los dos y seacurrucó a su espalda.

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La puerta de su habitación se abrió.—¿Oskar?—¿Mmm?—¿Eres tú el que habla?—No.Su madre se quedó en el vano de la

puerta escuchando. Eli permaneciótotalmente quieta a sus espaldas,apoyando la frente entre sus omoplatos.Su aliento cálido descendió por susriñones.

Su madre meneó la cabeza.—Tienen que ser esos vecinos. —

Escuchó un momento más, después dijo—: Buenas noches, corazón —y cerró lapuerta. Oskar estaba solo con Eli. A sus

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espaldas oyó un susurró.—¿Esos vecinos?—¡Chist!Otro crujido cuando su madre se

acostó de nuevo en el sofá cama. Oskarmiró hacia la ventana. Estaba cerrada.

Una mano fría se deslizaba sobre sucintura, se puso sobre su pecho, sobre sucorazón. Él la apretó entre sus dosmanos, la calentó. La otra hurgó bajo suaxila, subiendo por su pecho ycolocándose entre sus manos. Eli giró lacabeza y puso la mejilla sobre suespalda.

Un olor nuevo había llegado a lahabitación. Un suave olor como el del

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depósito de la moto de su padre cuandoacababan de llenarlo. Gasolina. Oskarinclinó la cabeza, olió las manos de ella.Sí. Eran las que olían.

Estuvieron así un buen rato. CuandoOskar dedujo por la respiración que sumadre se había dormido en la habitaciónde al lado, cuando el montón de manosya estaban calientes y empezaba sudarleel pecho, dijo en voz baja:

—¿Dónde has ido?—A buscar comida.Los labios de ella le hacían

cosquillas en el hombro. Eli retiró susmanos, se volvió de espaldas. Oskar sequedó un momento como estaba mirando

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a Gene Simmons a los ojos. Después sepuso boca abajo. Se imaginó que laspequeñas figuras del papel pintado queEli tenía detrás de la cabeza laobservaban llenas de curiosidad. Lamuchacha tenía los ojos abiertos, decolor negro azulado a la luz de la luna.A Oskar se le puso la piel de gallina enlos brazos.

—¿Y tu padre?—Ha desaparecido.—¿Ha desaparecido? —Oskar alzó

la voz sin querer.—¡Chist! Eso no tiene importancia.—Pero… cómo… él ha…—Eso no tiene importancia.

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Oskar asintió mostrando que no iba aseguir preguntando, Eli se puso lasmanos bajo la cabeza mirando al techo.

—Me sentía sola. Por eso he venido.¿Podía hacerlo?

—Sí. Pero… es que no llevas ropa.—Perdón. ¿Te da asco?—No. Pero ¿no tienes frío?—No. No.Los mechones blancos habían

desaparecido de su pelo. Sí, sobre todoparecía más sana que cuando seencontraron el día anterior. Tenía lasmejillas más redondeadas, los hoyuelosde la risa aparecieron cuando Oskar, enbroma, le preguntó:

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—¿No pasarías así por delante delkiosco del Amante?

Eli se echó a reír, después se pusomuy seria y dijo con voz de fantasma:

—Sí. ¿Y sabes qué? Él asomó lacabeza y dijo: «Veeeen… Veeeen…Tengo golosiiiinas… y pláaaatanos…».

Oskar hundió la cara en la almohada,Eli se volvió hacia él, le susurró aloído:

—Veeen… ratooones…Oskar gritó:—¡No! ¡No! —con la cabeza debajo

de la almohada. Siguieron así un rato.Luego Eli miró los libros de laestantería y Oskar le contó un resumen

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de su favorito: La niebla, de JamesHerbert. La espalda de Eli relucíablanca como un gran folio en laoscuridad, acostada como estaba bocaabajo mirando la estantería.

Él tenía la mano tan cerca de ellaque podía sentir su calor. Despuésencogió los dedos y recorrió con ellosla espalda de ella, susurrando:

—Kili, kili, viene la cabra. ¿Cuántoscuernos tiene?

—Mmm. ¿Ocho?—Has dicho ocho y eran ocho, kili,

kili.Luego Eli se lo hizo a él, pero Oskar

no era tan bueno como ella

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adivinándolo. Sin embargo a piedra,papel, tijera ganó él con diferencia.Siete-tres. Lo hicieron una vez más.Entonces ganó él nueve-uno. Eli seenfadó un poco.

—¿Sabes lo que voy a pedir?—Sí.—¿Cómo?—Lo sé, nada más. Es siempre así.

Me viene la imagen.—Otra vez. Ahora no voy a pensar.

Sólo pedir.—Inténtalo.Pasó lo mismo. Oskar ganó ocho-

dos. Eli se hizo la enfadada,volviéndose hacia la pared.

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—Ya no juego más contigo. Hacestrampa.

Oskar observaba el cuadrado blancode su espalda. ¿Se atrevería? Sí, ahoraque ella no lo miraba, sí que se atrevía.

—Eli, ¿tengo alguna posibilidadcontigo? Ella se dio la vuelta, se subióel edredón hasta la barbilla.

—¿Qué quiere decir eso?Oskar fijó la mirada en los lomos de

los libros que tenía delante de él,encogiéndose de hombros.

—Que… que si quieres quesalgamos juntos, y eso.

—¿Cómo juntos?Su voz sonaba recelosa, dura. Oskar

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se apresuró a decir:—A lo mejor tú ya tienes un chico

en la escuela.—No, pero… Oskar, yo no puedo…

No soy una chica. Oskar se rió.—¿Qué dices? ¿Eres un chico, o…?—No. No.—¿Entonces qué eres?—Nada.—¿Cómo que nada?—No soy nada. Ni un niño. Ni un

viejo. Ni un chico. Ni una chica. Nada.Oskar pasó el dedo sobre el lomo

del libro Las ratas, apretando loslabios, negando con la cabeza.

— E n t o n c e s , ¿tengo alguna

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posibilidad contigo o no?—Oskar, me gustaría mucho, pero…

¿no podemos estar juntos así comoestamos?

—… Sí.—¿Estás triste? Podemos besarnos,

si quieres.—No.—¿No quieres?—No, no quiero.Eli arrugó el entrecejo.—¿Hace uno algo especial con quien

tiene una posibilidad?—No.—¿No es más que… lo normal?—Sí.

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Eli se puso muy contenta, entrelazólas manos sobre el estómago y miró aOskar.

—Entonces tienes una posibilidadconmigo. Entonces salimos juntos.

—¿De verdad?—Sí.—Bien.Con una alegría serena Oskar siguió

mirando los lomos de los libros. Eliestaba quieta, esperando. Después de unrato, dijo:

—¿No hay nada más?—No.—¿No podremos estar acostados

como antes? Oskar se dio la vuelta de

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espaldas a ella. Eli le rodeó con losbrazos y él le cogió las manos entre lassuyas. Estuvieron así hasta que Oskarempezó a tener sueño. Le escocían losojos y era difícil mantener los párpadosabiertos. Antes de quedarse dormidodijo:

—¿Eli?—¿Mmm?—Has hecho bien en venir.—Sí.—¿Por qué… hueles a gasolina?Las manos de Eli apretaron con

fuerza sus manos, su corazón.Abrazándolo. La habitación se hizo másgrande alrededor de Oskar, las paredes

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y el techo se ablandaron, el suelodesapareció y, cuando sintió cómo lacama se deslizaba libremente en el aire,comprendió que se había dormido.

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Sábado 31 de Octubre

Se apagaron lasluces de la noche

y el alegre díadespunta en las cimasbrumosas.

He de irme y vivir,o quedarme y morir.

William Shakespeare, Romeo y Julieta III

Gris. Todo era confusamente gris. Lamirada no se quería centrar, era como siestuviera acostado en una nube.¿Acostado? Sí, estaba acostado. Sentíala presión en la espalda, en el culo, en

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los talones. Un ruido silbante a suizquierda. El gas. El gas estaba abierto.No. Ahora lo cerraban. Lo ponían denuevo. Algo ocurría en su pecho al ritmodel silbido. Se llenaba, se vaciaba alritmo del ruido.

¿Estaba todavía en la piscina?¿Estaba él conectado al gas? ¿Cómopodía estar despierto en ese caso?¿Estaba despierto?

Håkan intentó parpadear. No pasónada. Casi nada. Algo se desprendiódelante de su ojo y ensombreció la vistaaún más. Su otro ojo no existía. Intentóabrir la boca. La boca no existía. Evocóla imagen de su boca como la había

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visto en los espejos, en su cabeza,intentó… pero no había. Nada querespondiera a sus órdenes. Comointentar insuflar conciencia a una piedrapara hacer que se mueva. No habíacontacto.

Una sensación fuerte de calor entoda la cara. Una flecha de terror lerecorrió el cuerpo. La cabeza estabametida dentro de algo caliente,solidificado. Cera. Un aparatocontrolaba su respiración puesto que sucara estaba cubierta de cera.

Buscó con el pensamiento su manoderecha. Sí. Estaba ahí. La abrió, lacerró, sintió las yemas de los dedos

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contra la palma. El tacto. Suspiróaliviado; se imaginó un suspiro de alivioporque su pecho se movía al ritmo de lamáquina, no al suyo.

Levantó la mano despacio. Le tirabael pecho, el hombro. La mano aparecióen su campo visual, un bulto borroso. Ladirigió a la cara, se detuvo. Un pitidosuave a su derecha. Volvió la cabezadespacio y notó que algo duro le rozabala barbilla. Llevó la mano hacia aquello.

Una cánula de metal fija en sucuello. Desde la cánula salía un tubo.Siguió el tubo todo lo que pudo hastauna pieza metálica y estriada dondeacababa. Entendió. Ésa era la que había

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que desconectar cuando quisiera morir.Se lo habían dejado preparado. Puso losdedos en la junta de conexión del tubo.Eli. Piscina. Chico. Ácido clorhídrico.

Los recuerdos terminaban cuandodesenroscaba la tapa del tarro deconfitura. Seguro que se lo había echadoencima. Siguiendo su plan. Lo único quehabía fallado era que aún estaba vivo.Había visto imágenes. Mujeres a las quesus maridos celosos habían vertidoácido en la cara. No quería tocársela,menos aún verla.

Aumentó la presión del tubo. Nocedía. Enroscado. Intentó girar la partemetálica y dio resultado. Siguió

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desenroscando. Buscó su otra mano,sólo sintió una bola punzante de dolorallí donde debería estar. En las yemasde los dedos de su mano viva sintióentonces una presión suave y oscilante.El aire empezaba a salirse por la junta,el silbido cambió, se volvió más débil.

La luz de color gris a su alrededorse mezcló con intermitencias de colorrojo. Intentó cerrar su único ojo. Pensóen Sócrates y la cicuta. Por habercorrompido a los jóvenes atenienses. Noolvides llevar un gallo a… ¿cómo sellamaba? ¿Arquimandro? No…

Se oyó un ruido absorbente cuandose abrió la puerta y una figura blanca se

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movió hacia él. Sintió unos dedos queforzaron los suyos apartándolos de lajunta de conexión. Una voz de mujer.

—¿Qué haces?Asclepios. Ofrecerle un gallo a

Asclepios.—¡Suelta!Un gallo. Para Asclepios. El dios

de la medicina.Un escape silbante cuando apartaron

sus dedos y el tubo fue enroscado otravez en su sitio.

—Tendremos que ponerte unvigilante.

Ofréceselo y no lo olvides.Cuando Oskar se despertó, Eli ya no

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estaba. Permanecía tendido con lacabeza vuelta hacia la pared, sentía fríoen la espalda. Se incorporó apoyándoseen el codo, recorrió la habitación con lavista. La ventana estaba entreabierta.Tiene que haber salido por ahí.

Desnuda.Se dio una vuelta en la cama, apretó

la cara contra el sitio donde ella habíadormido, olió. Pasó la nariz una y otravez por la sábana, intentando hallaralgún vestigio de su presencia, peronada. Ni siquiera el olor a gasolina.

¿Había ocurrido realmente? Se pusoboca abajo…

Sí.

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Estuvieron allí. Los dedos de ella ensu espalda. El recuerdo de los dedos deella en su espalda. Kili, kili. Su madrehabía jugado a eso con él cuando erapequeño. Pero esto había ocurridoahora. Hacía un poco. El vello de losbrazos y de la nuca se le erizó.

Se levantó de la cama, empezó avestirse. Cuando tenía puestos lospantalones se acercó a la ventana. Habíadejado de nevar. Cuatro grados bajocero. Bien. Si la nieve hubieraempezado a fundirse habría estado tododemasiado encharcado para poder dejaren el suelo, fuera de los portales, lasbolsas de papel con los anuncios. Se

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imaginó cómo sería descolgarsedesnudo por la ventana con cuatro bajocero, bajar entre los setos cubiertos denieve y…

No.Se inclinó hacia delante, parpadeó.

La nieve del seto estaba intacta.Ayer por la noche había estado

observando aquella pendiente perfectade nieve que bajaba hasta el camino.Ahora estaba exactamente igual. Abriómás la ventana, sacó la cabeza. Lossetos llegaban justo hasta la pared dedebajo, el manto de nieve también. Nohabía huellas.

Oskar miró hacia la derecha, a lo

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largo de la pared revocada. A tresmetros estaba la ventana de Eli.

El aire frío arañaba el pechodesnudo de Oskar. Tenía que habernevado durante la noche, después de queella se hubiera ido. Era la únicaexplicación. Pero otra cosa… ahora quelo pensaba: ¿cómo había llegado arriba,hasta la ventana? ¿Habría trepado porlos setos?

Pero entonces el manto de nieve nopodía estar tan intacto. No había nevadodespués de que él se acostara. Ella notenía el cuerpo ni el cabello mojadocuando llegó, por tanto, no estabanevando. ¿Cuándo se fue?

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Desde que ella se fue hasta ahoratiene que haber nevado lo suficientecomo para cubrir todas las huellasde…

Oskar cerró la ventana y siguióvistiéndose. Era incomprensible.Empezó a pensar de nuevo que habíasido un sueño, todo. Luego vio la nota.Estaba doblada debajo del reloj en suescritorio. La cogió y la desdobló:

DEJA ENTRAR EL DÍA, LA LUZ,Y SUELTA MI VIDA.

Un corazón y:NOS VEMOS ESTA TARDE.ELI.Leyó la nota cinco veces. Luego

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pensó en ella mientras la escribía de pieal lado del escritorio. Gene Simmonsestaba en la pared medio metro detrás,sacando la lengua.

Se inclinó sobre el escritorio y quitóel póster de la pared, hizo con él unrebujo y lo tiró en la papelera.

Entonces leyó la pequeña nota otrastres veces más, la dobló y se la guardóen el bolsillo. Continuó vistiéndose.Hoy podía haber cinco papeles en cadapaquete, si quería. Iría sobre ruedas.

La habitación olía a humo y laspartículas de polvo bailaban en losrayos de sol que se filtraban entre las

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persianas. Lacke acababa dedespertarse, estaba tendido boca arribaen la cama, tosiendo. Las moléculas depolvo representaban un curioso baileante él. Tos de fumador. Se dio mediavuelta en la cama, cogió el encendedor yel paquete de tabaco que estaban sobrela mesilla de noche, al lado de uncenicero repleto.

Sacó un cigarrillo Camel light.Virginia había empezado a preocuparsepor su salud a la vejez; lo encendió, sepuso de nuevo boca arriba con un brazobajo la cabeza, fumando y pensando.

Virginia se había ido al trabajo unpar de horas antes, probablemente

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bastante cansada. Se habían quedadomucho tiempo despiertos después dehacer el amor, hablando y fumando. Eranya las dos cuando ella apagó el últimocigarro y dijo que ya era hora de dormir.Lacke se había levantado sigilosamentedespués de un rato, se había bebido loque quedaba de la botella de vino y sehabía fumado un par de cigarros másantes de ir a acostarse. Quizá másporque le gustaba aquello: poderacostarse al lado de un cuerpo caliente ydormido.

Era una lástima que no pudierasoportar el tener a alguien encima de éltodo el tiempo. De haberlo soportado,

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sólo podía haber sido Virginia.Además… joder, había oído rumores decómo lo estaba pasando ahora.Temporadas. Temporadas en las que seemborrachaba totalmente en los baresdel centro, metiendo en casa a cualquiercabrón. Ella no quería hablar de ello,pero había envejecido más de lonecesario estos últimos años.

Si él y Virginia pudieran… sí, ¿qué?Vender todo, comprar una casa en elcampo, cultivar patatas. Claro, pero noiba a funcionar. Después de un mesestarían los dos bailando la yenka conlos nervios del otro, y ella además teníaaquí a su madre, su trabajo, y él, pues

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tenía… sí… sus sellos.Nadie lo sabía, ni siquiera su

hermana, y él tenía realmente malaconciencia por ello.

La colección de sellos de su padre,que no entró a formar parte de los bienesde la herencia, valía una pequeñafortuna, como se demostró después.Había ido vendiéndola, unos pocossellos cada vez, cuando necesitabadinero en efectivo.

Justamente ahora el mercado estabapor los suelos y ya no le quedabanmuchos sellos. De todas formas, muypronto se vería obligado a vender. Quizádebería deshacerse de aquellos más

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especiales, el de Noruega número uno, einvitar a todos a las cervezas que leshabía estado gorroneando últimamente.Debería hacerlo.

Dos casas en el campo. Casitasrústicas. Que estuvieran cerca. Unacasita rústica no cuesta casi nada. Y lamadre de Virginia, ¿qué? Tres casitas .Y, además, Lena, la hija. Cuatro. Porsupuesto. Ya puesto, cómprate unpueblo entero.

Virginia sólo era feliz cuando estabacon Lacke, ella misma lo había dicho.Lacke no sabía si aún sería capaz de serfeliz, pero Virginia era la única personacon la que realmente se sentía a gusto.

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¿Por qué no iban a poder montárselo dealguna manera?

Lacke se puso el cenicero en latripa, retiró la ceniza del cigarro y diouna calada.

Era la única persona con la que sesentía a gusto actualmente. Desde queJocke… había desaparecido. Jocke eraun tío majo. El único al que considerabaamigo de todos los que se juntaban. Erauna putada eso de que su cuerpo hubieradesaparecido. No era lógico. Tenía quehaber un entierro. Tiene que haber uncadáver que uno pueda mirar, constatar:sí, sí, ahí yaces, amigo mío. Y muertoestás.

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Se le saltaron las lágrimas.La gente tenía tantos amigos,

siempre con la palabra en la boca,amigos por aquí y amigos por allí. Éltenía uno, uno sólo, y precisamente a éltenía que arrebatárselo algún gamberrodesalmado. ¿Por qué cojones habríamatado aquel joven a Jocke?

En el fondo sabía que Gösta nomentía ni se lo inventaba, y Jocke habíadesaparecido, pero parecía tan sinsentido… La única razón plausible seríaalgo relacionado con las drogas. Jocketenía que estar envuelto en algún lío dedrogas y había engañado a la personaequivocada. Pero ¿por qué no había

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dicho nada?Antes de dejar el apartamento vació

el cenicero y guardó la botella de vinovacía abajo, en el armario de la cocina.Tuvo que ponerla boca abajo para quecupiera entre todas las demás botellas.

Sí, joder. Dos casitas. Un terrenitocon patatas. Barro hasta las rodillas yel canto de la alondra en primavera.Etcétera. Alguna vez.

Se puso la cazadora y salió. Alpasar por delante del supermercado ICAle tiró un beso a Virginia, que estaba enla caja. Ella le sonrió y le sacó lalengua.

De camino a su casa en la calle

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Ibsengatan se encontró con un joven quearrastraba dos grandes bolsas de papel.Alguien que vivía en su patio, peroLacke no sabía cómo se llamaba. Lesaludó con la cabeza.

—Eso parece pesado.—No, está bien.Lacke se quedó mirando al joven

que llevaba las bolsas hacia el edificioalto. Parecía tan contento. Así tenía unoque ser. Aceptar su cruz y llevarla conalegría.

Así tenía uno que ser.Dentro del patio esperaba

encontrarse con el tipo que le invitó awhisky en el chino. El hombre solía

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estar fuera a estas horas, paseando.Caminaba a veces en círculos alrededordel patio. Pero no se le había visto losdos últimos días. Lacke miró de reojohacia arriba, hacia la ventana cubiertadel piso en el que creía que vivía elhombre.

Estará dentro bebiendo, claro.Podría subir y llamar.

Otro día.Al anochecer, Tommy y su madre

bajaron al cementerio. La tumba de supadre estaba justo al lado del dique decontención del pantano de Råcksta, porlo que cogieron la carretera que iba por

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el bosque. Su madre fue en silenciohasta que llegaron a la calleKanaanvägen y Tommy pensó que eraporque estaba triste, pero cuandotomaron la carretera pequeña quebordeaba el pantano su madre tosió ydijo:

—Oye, Tommy…—Sí.—Staffan dice que ha desaparecido

una cosa. En su casa. Cuando nosotrosestuvimos allí.

—Sí.—¿Sabes algo de eso?Tommy cogió un poco de nieve en la

mano, hizo una bola y la tiró contra un

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árbol. Justo en medio.—Sí. Está debajo de su balcón.—Es muy importante para él, puesto

que…—Está entre los setos que hay

debajo de su balcón, te estoy diciendo.—¿Cómo ha llegado allí?El dique cubierto de nieve alrededor

del cementerio estaba frente a ellos. Unsuave resplandor rojo iluminaba lascopas de los pinos desde abajo. El farolque su madre llevaba en la mano hizoruido. Tommy le preguntó:

—¿Tienes fuego?—¿Fuego? Ah, sí. Tengo un

encendedor. ¿Cómo llegó…?

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—Se me cayó.A la entrada del cementerio, al lado

de la verja, Tommy se detuvo mirandoel plano; distintas secciones marcadascon letras. Su padre estaba en la secciónD.

Pronto se iban a cumplir los tresaños. Tommy tenía imágenes pococlaras del entierro, o como se llamara.Eso con el ataúd y un montón de gentellorando y cantando todo el tiempo.

Se acordaba de que llevaba unoszapatos que le quedaban grandes, erande su padre y le iban bailando en lospies al volver a casa. Le había dadomiedo el ataúd, había estado sentado

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mirándolo fijamente durante todo elentierro, seguro de que su padre se iba alevantar y estar vivo de nuevo, pero…cambiado.

Las dos semanas que siguieron alentierro anduvo dando vueltas como unzombi aterrado. Sobre todo cuando sehacía de noche le parecía ver en lassombras a aquel ser consumido de lacama del hospital, que ya no era supadre, acercándose a él con los brazosabiertos, como en las películas.

El miedo desapareció cuandoenterraron la urna. Sólo asistieron sumadre, él, un operario y un cura. Eloperario llevaba la urna delante y

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caminaba con dignidad, mientras que elcura consolaba a su madre. Fue todo tanridículo. El pequeño bote de madera contapa que aquel tipo del mono azulllevaba con las manos extendidas, comosi aquello tuviera algo que ver con supadre. Era como una gran patraña.

Pero el miedo había desaparecido, yla relación de Tommy con la tumbahabía cambiado con el tiempo. Ahorabajaba a veces aquí él solo, se sentabaun rato al lado de la lápida y pasaba losdedos sobre las letras esculpidas queformaban el nombre de su padre. Erapor eso por lo que iba. Del bote quehabía en la tierra ni se ocupaba, pero sí

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del nombre.La persona desencajada en la cama

del hospital, las cenizas del bote, nadade eso era su padre, pero el nombrealudía a la persona que él recordaba, ypor eso iba allí a veces y recorría conlos dedos los huecos en la piedra queformaban MARTIN SAMUELSSON.

—Oh, qué bonito —dijo su madre.Tommy contempló el cementerio.Había pequeñas velas encendidas

por todas partes, una ciudad vista desdeun avión. Algunas figuras oscuras semovían entre las lápidas. Su madre sedirigió a la tumba de su padre con elfarol balanceándose en la mano. Tommy

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se fijó en su espalda estrecha y depronto se sintió triste. No por él, ni porsu madre, no; por todo. Por todas laspersonas que andaban por allí entre lasluces que temblaban en la nieve. Ellasmismas no eran más que sombras queestaban al lado de las piedras, mirandolas piedras, tocando las piedras.Aquello era tan… tonto.

La muerte es la muerte. Punto.Sin embargo Tommy siguió a su

madre, se puso de cuclillas junto a latumba de su padre mientras ellaencendía el farol. No quería tocar lasletras cuando su madre estaba allí.

Permanecieron así un rato, mirando

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cómo la débil llama resaltaba las vetasdel mármol, como si se movieran.Tommy no sentía nada aparte de un pocode vergüenza. Él participando en estesimulacro. Después de un poco selevantó y empezó a caminar hacia casa.

Su madre le siguió. Demasiadopronto, le pareció. Ella podía quedarsellorando si quería, toda la noche. Llegóa su altura y pasó con cuidado su brazopor debajo del de Tommy. Él lo dejóestar. Caminaron el uno al lado del otrocontemplando el pantano de Råcksta quehabía empezado a helarse. Si el fríocontinuaba se podría patinar allí en unosdías.

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Un pensamiento machacaba todo eltiempo la cabeza de Tommy como unterco riff de guitarra.

La muerte es la muerte. La muerte esla muerte. La muerte es la muerte.

Su madre tembló, se apretó contraél.

—Es terrible.—¿Te parece?—Sí, Staffan me contó una cosa

horrible.Staffan. ¿Es que no podía ni siquiera

ahora dejar de hablar de…?—Ah, ¿sí?—¿Has oído lo del incendio en una

casa de Ängby? La mujer que…

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—Sí.—Staffan me contó que le habían

hecho la autopsia. A mí me parece queeso es tan desagradable. Que hagan esascosas.

—Sí, sí, claro.Un pato caminaba por la frágil capa

de hielo hacia el agujero que se formabaen el hielo junto a uno de los desagües aun lado del lago. Los pequeños pecesque se podían pescar allí en veranoolían a desagüe.

—¿De dónde viene ese desagüe? —Preguntó Tommy—. ¿Viene delcrematorio?

—No sé. ¿No quieres escucharme?

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¿Te parece desagradable?—No, no.

Y entonces ella empezó a contárselomientras iban por el bosque hacia casa.Después de un rato, Tommy comenzó ainteresarse, a hacer preguntas que sumadre no podía responder; ella sólosabía lo que Staffan le había contado.Bueno, Tommy hacía tantas preguntas yparecía tan interesado que Yvonne searrepintió de habérselo comentadosiquiera.

Más tarde, por la noche, Tommy seencontraba sentado en una caja en elrefugio, dándole vueltas a la pequeña

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escultura del tirador de pistola. Lacolocó encima de las tres cajas quecontenían los radiocasetes, como untrofeo. Coronando la obra.

¡Mangado a un… policía!Cerró cuidadosamente el refugio con

la cadena y el candado, puso la llave enel escondite y se sentó pensando en loque su madre le había contado. Despuésde un rato oyó pasos sigilosos que seacercaban al trastero. Una voz baja quedecía:

—¿Tommy?Se levantó de la butaca, fue hasta la

puerta y la abrió con rapidez. Allíestaba Oskar y parecía nervioso, con un

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billete en la mano.—Toma. Tu dinero.Tommy cogió el billete de cincuenta

coronas y estrujándolo se lo metió en elbolsillo, sonrió a Oskar.

—¿Te vas a hacer cliente de aquí oqué? Entra.

—No, tengo que…—Entra, digo. Te quiero preguntar

una cosa.Oskar se sentó en el sofá

agarrándose las manos. Tommy sedesplomó en la butaca mirándolo.

—Oskar. Tú eres un chicoespabilado. Oskar se encogiótímidamente de hombros.

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—¿Sabes la casa que ardió enÄngby? ¿La vieja que salió al jardín y sequemó?

—Sí, lo he leído.—Me lo imaginaba. ¿Han escrito

algo de la autopsia?—No que yo sepa.—No. Pero se la hicieron. Le

hicieron la autopsia. ¿Y sabes qué? Noencontraron humo en sus pulmones.¿Sabes lo que eso significa? Oskarpensó.

—Que no respiraba.—Sí. ¿Y cuándo se deja de respirar?

Cuando se está muerto, ¿no?—Sí —Oskar se animó—. He leído

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sobre eso. Precisamente. Por eso hacenla autopsia a los que han ardido. Paradescartar que… alguien haya provocadoel fuego para ocultar que ha matado alque había dentro. En el fuego. Leí en…sí, fue en la revista Hemmets Journal,que un tío en Inglaterra que habíamatado a su mujer y sabía esto pueshabía… antes de iniciar el fuego habíapuesto un tubo en la garganta de ella y…

—Bueno, bueno. Tú sabes. Bien.Pero aquí no había humo en lospulmones aunque la mujer había salidoal jardín y había estado allí dandovueltas un rato antes de morir. ¿Cómopuede ser eso?

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—Contendría la respiración. No,claro. Eso no se puede, lo he leído enalgún sitio. Por eso la gente siempre…

—Vale, vale. Explícamelo entonces.Oskar apoyó la cabeza en las manos,

pensando. Luego dijo:—O han tenido algún fallo o ella

estaba de pie y corriendo aunque estabamuerta. Tommy asintió:

—Justo. ¿Y sabes qué? No creo queesos tíos cometan ese tipo de fallos. ¿Túqué crees?

—No, pero…—La muerte es la muerte.—Sí.Tommy tiró de un hilo de la butaca,

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hizo una bolita con los dedos y la lanzó.—Sí. A uno le gustaría creerlo.

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Tercera Parte

La nieve fundiéndose en lapiel

Y después de haberpuesto su mano en lamía,

con un rostroalegre que mereanimó,

me introdujo en lascosas secretas.

Dante Alighieri, La Divina Comedia,

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Infierno, Canto III.

—No soy unasábana.

Soy un fantasmaDE VERDAD. BUU…BUU…

¡Tienes queasustarte!

—Pero no measusto.

Nationalteatern, Col rellena ycalzoncillos.

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Jueves 5 de Noviembre

Morgan tenía frío en los pies. La heladaque cayó más o menos al mismo tiempoque el submarino encallara no habíahecho más que empeorar durante laúltima semana. Le gustaban sus viejasbotas camperas, pero no se podía ponercalcetines de lana con ellas. Ademástenía un agujero en una de las suelas.Claro que podía comprarse alguna birriachina por cien coronas, pero para esoprefería pasar frío.

Eran las nueve y media de la mañanay volvía a casa desde el metro. Habíaestado en el desguace de Ulvsunda para

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ver si podía echarles una mano quevaliera unos cientos de coronas, pero elnegocio iba mal. Tampoco este añohabría botas de invierno. Se habíatomado un café con los chicos en laoficina, abarrotada de catálogos depiezas de recambio y calendarios detías, y vuelta a casa en el metro.

Larry salió del edificio; parecía,como de costumbre, alguien que tuvierauna pena de muerte colgando sobre él.

—¿Qué pasa tío? —gritó Morgan.Larry saludó fríamente con la

cabeza, como si desde que se despertaraaquella mañana hubiera sabido queMorgan iba a estar ahí; se acercó a

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saludarle:—Hola. ¿Qué tal?—Los pies congelados, el coche en

el desguace, sin trabajo y de camino acasa para tomarme un plato de sopa desobre. ¿Y tú?

Larry seguía andando en dirección ala calle Björnsonsgatan, a lo largo delparque.

—Sí, pensaba bajar al hospital asaludar a Herbert. ¿Te vienes?

—¿Está mejor de la cabeza?—No, creo que sigue como antes.—Entonces no voy. Me pongo malo

con esos desvaríos. La última vez creíaque yo era su madre, quería que le

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contara un cuento.—¿Lo hiciste?—Claro que lo hice. Ricitos de oro

y los tres ositos. Pero no. Hoy no estoyde humor para eso.

Siguieron caminando. CuandoMorgan se dio cuenta de que Larry teníaun par de guantes gruesos, fue conscientede que tenía frío en las manos y se lasmetió con cierto malestar en losestrechos bolsillos de los vaqueros.Ante ellos apareció el puente bajo elque Jocke había desaparecido.

Quizá para evitar hablar de elloLarry dijo:

—¿Has visto el periódico esta

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mañana? Ahora dice Fälldin, el primerministro, que los rusos tienen armasnucleares a bordo de ese submarino.

—¿Y qué se creía antes que tenían?¿Tirachinas?

—No, pero… pero es que ya llevaahí una semana. Imagínate si hubieraexplotado.

—No te preocupes. Saben lo quehacen, los rusos.

—Pero resulta que no soy comunista.—Ni yo tampoco.—No, no. ¿A quién votaste la última

vez? ¿A los liberales?—No soy partidario de Moscú, eso

desde luego.

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Ya habían tenido esa conversaciónantes. Ahora la repetían para evitar ver,para evitar pensar en aquello cuando seacercaban al túnel. A pesar de todo, susvoces se apagaron al entrar en él y sedetuvieron. Los dos pensaron que el otrose había detenido primero. Los dosmiraron los montones de hojasconvertidos ahora en montones de nievey que sugerían formas que hicieron queambos se sintieran mal. Larry meneó lacabeza.

—¿Qué cojones vamos a hacer?Morgan hundió aún más las manos

en los bolsillos y golpeó el suelo conlos pies para que le entraran en calor.

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—Sólo Gösta puede hacer algo.Los dos miraron hacia el piso donde

vivía Gösta. Sin cortinas, con loscristales sucios.

Larry ofreció el paquete de tabaco aMorgan. Éste cogió un cigarro y Larrycogió un cigarro, sacó fuego para losdos. Se quedaron callados fumando,mirando los montones de nieve. Despuésde un rato fueron interrumpidos en suspensamientos por voces jóvenes.

Un grupo de niños con patines ycascos en las manos venían de laescuela dirigidos por un hombre conaspecto de militar. Los chicosmarchaban a una distancia de un metro

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los unos de los otros, casi al compás. Enel túnel pasaron al lado de Morgan y deLarry. Morgan saludó con la cabeza auno de los chicos que conocía de supatio.

—¿Vais a la guerra o qué?El chico meneó la cabeza, iba a

decir algo pero no hizo más que seguirtrotando, por miedo a salirse de la fila.Siguieron bajando hacia el hospital;tendrían un día de actividades al airelibre o algo así. Morgan apagó elcigarro con el pie, se puso la mano en laboca haciendo bocina y gritó:

—¡Ataque aéreo! ¡Todos a cubierto!Larry, escandalizado, apagó su

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cigarro.—Dios mío. Que haya todavía gente

así. Exigirá hasta que las cazadorascuelguen firmes en el pasillo. ¿Entoncesno te vienes?

—No. No lo soporto. Pero dateprisa, puede que llegues a formar filas.

—Hasta luego.—Hasta luego.

Se separaron bajo el puente. Larrydesapareció con pasos lentos en lamisma dirección que los niños y Morgansubió por las escaleras. Tenía frío entodo el cuerpo. Pese a todo, la jodidasopa de sobre no iba a estar nada mal, y

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menos si la mezclaba con leche.Oskar iba con la señorita.

Necesitaba hablar con alguien y laseñorita fue la única que se le ocurrió.Sin embargo se habría cambiado degrupo si hubiera podido. Jonny y Mickeno iban nunca en el grupo de paseo losdías de actividades al aire libre, perohoy sí. Se habían cuchicheado algo aloído por la mañana, mirándole.

Así que Oskar iba con la señorita.No sabía ni él mismo si era por irprotegido o por poder hablar con unadulto.

Había estado saliendo con Eli losúltimos cinco días. Se veían todas las

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tardes, fuera. Oskar le decía a su madreque estaba con Johan.

La noche anterior Eli había llegadode nuevo a su ventana. Habían estadodespiertos mucho tiempo, contandohistorias primero uno y luego el otro.Después se habían dormido abrazados ypor la mañana Eli ya no estaba.

En el bolsillo de los pantalones deOskar, al lado de la vieja nota,manoseada y rota de tanto leerla, habíaahora una nueva que había encontrado ensu escritorio por la mañana cuando seestaba preparando para ir a la escuela:

Huir es vivir; quedarse, la

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muerte.Tuya, Eli.

Sabía que era de Romeo y Julieta.Eli le contó que lo que le escribió en laprimera nota también estaba sacado deallí y Oskar había cogido el libro de labiblioteca de la escuela. Le habíagustado bastante, a pesar de que noconocía un montón de palabras. Sumanto de vestal es verde y enfermizo.¿Entendería Eli aquello?

Jonny, Micke y las chicas ibanveinte metros por detrás de Oskar y laseñorita. Pasaron por el parque deChina, donde algunos niños de la

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guardería se deslizaban con los trineoscortando el aire con sus gritos. Oskardio una patada a un terrón de nieve ydijo en voz baja:

—¿Marie-Louise?—Sí.—¿Cómo sabe uno que ama a

alguien?—¡Huy! Bueno…La señorita hundió las manos en los

bolsillos de su trenca y miró al cielo.Oskar se preguntó si estaría pensando enel hombre que había venido a buscarlaun par de veces a la escuela. A Oskar nole había gustado nada su aspecto. El tipoparecía de mucho cuidado.

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—Eso es diferente, pero… meatrevería a decir que es cuando unosabe… o, en todo caso, está muyconvencido de que quiere estar siemprecon esa persona.

—Como si no pudiera vivir sin ella.—Eso. Precisamente. Dos que no

pueden vivir el uno sin el otro… Eso es,sin duda, amor.

—Como Romeo y Julieta.—Sí, y cuanto mayores son las

dificultades… ¿La has visto?—Leído.La señorita lo miró sonriendo con

una sonrisa que a Oskar siempre lehabía gustado, pero que justo en aquel

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momento no le hizo mucha gracia. Y dijorápidamente:

—¿Y si son dos chicos?—Entonces son amigos. Es también

una forma de amor. A no ser que terefieras a… sí, los chicos tambiénpueden amarse entre sí, de esa manera.

—¿Y cómo hacen entonces?La señorita bajó un poco la voz.—Bueno, no hay nada malo en ello,

pero… si quieres que hablemos de esopodemos hacerlo en otro momento.

Caminaron unos metros en silencio,llegaron a la cuesta que bajaba hasta laEnsenada del Molino. La Cuesta delFantasma. La señorita aspiró

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profundamente el aire frío del bosque deabetos. Luego dijo:

—Uno establece un pacto.Independientemente de que se trate dechicos o de chicas, se establece unaespecie de pacto en el que… somos tú yyo, como si dijéramos. Uno lo sabe.

Oskar asintió. Oyó acercarse lasvoces de las chicas. Enseguida iban arodear a la señorita, como solían hacer.Se acercó a ella de manera que suscazadoras se rozaron y le dijo:

—¿Puede uno ser… chico y chica almismo tiempo? ¿O ni chico ni chica?

—No. Las personas, no. Hay algunosanimales que…

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Michelle se les acercó corriendo,gritando con voz chillona:

—¡Señorita! ¡Jonny me ha echadonieve en la cabeza!

Se encontraban a mitad de la cuesta.Al poco tiempo llegaron hasta ellostodas las chicas y contaron lo que Jonnyy Micke les habían hecho.

Oskar aminoró la marcha, se quedóunos pasos detrás. Se dio la vuelta.Jonny y Micke estaban en lo alto de lacuesta. Hicieron señas a Oskar. Él noles respondió. En vez de eso cogió unarama fuerte de la cuneta y le fuequitando las ramas pequeñas mientrasandaba.

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Pasó delante de la Casa delFantasma que daba nombre a la cuesta.Un enorme almacén con las paredes dechapa ondulada que parecía un totaldespropósito allí, entre los árboles másbajos. En la pared que daba a la cuestaalguien había hecho una pintada conletras mayúsculas:

¿NOS DEJAS TU MOTO?Las chicas y la señorita jugaban al

pilla pilla, corriendo por el caminohasta llegar al borde del agua. Nopensaba correr para alcanzarlas. Jonny yMicke venían detrás de él, sí. Agarró elpalo con más fuerza y caminóapoyándose en él.

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Era un día precioso. El lago se habíahelado hacía unos días y el hielo era tansólido que el grupo de patinaje ya habíabajado para patinar sobre él, dirigidospor el maestro Ávila. Cuando Jonny yMicke dijeron que querían ir en el grupode paseo, Oskar había considerado laidea de ir corriendo a casa a buscar lospatines y cambiar de grupo. Pero no lehabían comprado patines nuevos en losdos últimos años y probablemente nopodría meter los pies en ellos.

Además, le daba miedo el hielo.Una vez, de pequeño, estaba en la

ensenada de Södersvik con su padre yéste había salido para vaciar las nasas.

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Desde el embarcadero Oskar vio cómosu padre se hundía en el hielo y cómo,durante un instante insufrible, su cabezadesaparecía. Oskar, que estaba solo enel embarcadero, empezó a gritar comoun loco pidiendo ayuda. Por fortuna, supadre tenía unos clavos grandes en elbolsillo que utilizó para salir delagujero, pero después de aquello aOskar no le gustaba nada salir al hielo.

Alguien lo agarró del brazo.Volvió rápidamente la cabeza y vio

que la señorita y las chicas habíandesaparecido por un recodo del camino,detrás de la montaña. Jonny le dijo:

—Ahora se va a bañar el Cerdo.

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Oskar apretó más fuerte la estaca,bien agarrada entre las manos. Su únicadefensa. Lo cogieron entre los dos y loarrastraron cuesta abajo. Hacia el hielo.

—El Cerdo huele a mierda y tieneque darse un baño.

—Soltadme.—Luego. Tú tranquilo, nada más. Te

vamos a soltar después.Estaban ya abajo. No había nada

contra lo que hacer fuerza. Loarrastraban de espaldas sobre el hielo,hacia el agujero de la sauna. Sus talonestrazaban dos surcos en la nieve. Entreellos se resbalaba la estaca, dejando unahuella más superficial.

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A lo lejos, Oskar vio pequeñasfiguras que se movían. Gritó. Gritópidiendo ayuda.

—Tú grita. Quizá lleguen a tiempopara sacarte.

El agujero se abría negro a unospasos. Oskar tensó los músculos todo loque pudo y se agitó, volviéndose de ladode una sacudida. A Micke se le soltó.Oskar se balanceaba en los brazos deJonny y blandió el palo contra laespinilla de éste. A punto estuvo deescapársele el palo de las manos cuandola madera golpeó contra el hueso.

—¡Aaaay! ¡Joder!Jonny soltó a Oskar y éste cayó al

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suelo. Se levantó al borde del agujero,sujetando el palo con las dos manos.Jonny se agarraba la espinilla.

—¡Jodido idiota! Ahora te vas aenterar…

Jonny se acercaba despacio, no seatrevía a correr por miedo a caer élmismo al agua si empujaba a Oskar enesa postura. Jonny señalaba el palo.

—Deja eso en el suelo o te mato,¿entiendes?

Oskar apretó los dientes. CuandoJonny se encontraba a poco más de unbrazo de distancia, blandió el palocontra el hombro de Jonny. Jonny loesquivó y Oskar sintió un golpe seco en

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las manos cuando el extremo máspesado de la estaca alcanzó de lleno laoreja de Jonny.

Éste cayó de lado como un bolo sinhacer ruido, derrumbándose en el hielotodo lo largo que era, dando alaridos.

Micke, que estaba un par de pasosdetrás de Jonny, retrocedió entonces,extendió las manos:

—Joder, sólo estábamosbromeando… no pensábamos…

Oskar fue hacia él girando el palo,que zumbaba sordamente en el aire.Micke se dio la vuelta y salió corriendohacia la playa. Oskar se detuvo, bajó elpalo.

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Jonny estaba acurrucado con la manoen la oreja. Le salía sangre entre losdedos. Oskar habría querido pedirleperdón. No había sido su intenciónhacerle tanto daño. Se puso en cuclillasal lado de Jonny, apoyado en el palo, ypensaba decir: «perdón», pero antes deque pudiera hacerlo vio a Jonny.

Parecía muy pequeño, encogido enposición fetal y gimiendo —aaayyy,aaayyy— mientras un hilillo de sangre lecorría hasta el cuello de la cazadora.Movía la cabeza de un lado a otro conpequeños movimientos.

Oskar lo miraba asombrado.Aquel pequeño fardo sangrante que

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yacía en el hielo no podría hacerlenada. No podía pegar ni molestar, no.No podía ni siquiera defenderse.

Si le pudiera dar un par de golpesmás se quedaría totalmente tranquilodespués.

Oskar se levantó apoyándose en elpalo. El arrebato desapareció, sustituidopor un profundo malestar en elestómago. ¿Qué había hecho? Jonnytenía que estar gravemente herido,puesto que sangraba de aquella manera.¿Te imaginas si se desangra? Oskar sevolvió a sentar en el hielo, se quitó unzapato y el calcetín. Avanzó de rodillashasta Jonny, le retiró la mano que tenía

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sobre la oreja y puso el calcetín debajo.—Así. Sujétalo.Jonny cogió el calcetín y se lo apretó

contra su oreja herida. Oskar miró lasuperficie helada. Vio una figura que seacercaba patinando. Era un adulto.

Se oyeron débiles gritos a lo lejos.Gritos de niños. Gritos de pánico. Unsolo grito, claro y agudo, que después deunos segundos se mezcló con otros. Lafigura que se acercaba se paró.Permaneció quieta un momento. Despuésse dio la vuelta y se alejó de nuevopatinando.

Oskar estaba de rodillas al lado deJonny, sentía cómo se derretía la nieve y

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le mojaba las rodillas. Jonny apretabalos párpados con fuerza, le rechinabanlos dientes. Oskar acercó su rostro al deél.

—¿Puedes andar?Jonny abrió la boca para decir algo

y un vómito de color amarillo y blancosalió de sus labios y manchó la nieve. AOskar le cayó un poco en una mano. Sequedó mirando las viscosas gotas que lechorreaban por la mano y se asustó deverdad. Soltó el palo y corrió hacia laplaya para buscar ayuda.

Los gritos de los niños cerca delhospital habían aumentado. Corrió hacia

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ellos.Al maestro Ávila, Fernando

Cristóbal de Reyes y Ávila, le gustabapatinar. Sí. Una de las cosas que másapreciaba de Suecia eran sus largosinviernos. Había corrido la carrera deesquís de Vasaloppet diez años atrás ylos pocos inviernos en los que el aguadel archipiélago se congelaba cogía elcoche hasta la isla de Gräddö parapracticar el patinaje de fondodeslizándose en dirección a Söderarm,tan lejos como el espesor del hielo se lopermitiera.

Habían pasado ya tres años desdeque el mar se helara por última vez,

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pero en un invierno madrugador comoéste había posibilidades. Por supuestoque, como era habitual, Gräddö sería unhervidero de amantes del patinaje sihelaba, pero eso ocurría por el día.Fernando Ávila prefería patinar por lanoche.

Con todos los respetos paraVasaloppet, pero uno se sentía comoentre un millar de hormigas que derepente hubieran decidido emigrar. Otracosa bien distinta era estar fuera, en lavasta superficie de hielo, solo a la luzde la luna. Fernando Ávila era uncatólico tibio pero firme: en aquellosmomentos, Dios estaba cerca.

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El acompasado raspar de lascuchillas de los patines, la luz de la lunaque daba al hielo su tímido resplandor,las estrellas que lo envolvían con suinfinitud, el viento frío que le bañaba lacara, eternidad y espacio y profundidadpor todas partes. La vida no podía sermás hermosa.

Un niño pequeño le tiró de lospantalones.

—Maestro, tengo que hacer pis.Ávila despertó de sus lejanos sueños

y miró a su alrededor, le señaló unosárboles cerca, en la playa, que seinclinaban sobre el agua; el desnudoramaje caía hasta el hielo como una

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cortina protectora.—Ahí puedes hacer pis.El chico entornó los ojos mirando

los árboles.—¿En el hielo?—Sí. ¿Qué más da? Se formará más

hielo. Amarillo.El chico lo miró como si el maestro

no estuviera bien de la cabeza, pero sefue patinando hacia los árboles.

Ávila miró alrededor controlandoque ninguno de los mayores se hubieraalejado demasiado. Con unos rápidosdeslizamientos fue hacia el centro dellago para tener mejor vista. Contó a losniños. Sí. Nueve. Más el que estaba

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haciendo pis. Diez.Dio unas vueltas y miró hacia el otro

lado, hacia la ensenada de Kvarnviken,y se detuvo.

Algo pasaba allí fuera. Un montónde cuerpos se movían en dirección a loque tenía que ser un agujero en el hielo;unos pequeños árboles que sobresalíanmarcaban el sitio. Mientras permanecíaquieto observando, el grupo se deshizo,vio que uno de ellos llevaba una especiede bastón en la mano.

El bastón giró en el aire y alguiencayó. Oyó un alarido que venía de allí.Se volvió, observó de nuevo a suschicos y luego se puso en marcha en

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dirección a los que estaban junto alagujero. Uno de ellos corría ahora haciala playa.

Entonces oyó el grito.Un grito agudo de niño que procedía

de su grupo. Se paró tan en seco que suspatines salpicaron la nieve. Habíapodido darse cuenta de que los queestaban al lado del agujero eran chicosmayores. Quizá Oskar. Chicos mayores.Podrían arreglárselas. Los suyos eranniños pequeños.

Los gritos eran cada vez más fuertes,y mientras se daba la vuelta y sedeslizaba en esa dirección, oyó queotras voces se unían a él.

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¡Cojones!Precisamente en el momento en que

no se encontraba allí tenía que ocurriralgo. Por Dios, que no se haya roto elhielo. Patinaba lo más rápido que podía,la nieve salía despedida de sus patinesmientras se apresuraba a llegar al lugardel que salían los gritos. Entonces vio avarios niños que se habían juntado,estaban parados y chillaban a coro, y aalgunos más que se acercaban allí. Viotambién que una persona adulta bajabahacia el lago desde el hospital.

Con un par de deslizamientosrápidos llegó hasta donde seencontraban los chavales y frenó de tal

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manera que las virutas de hielo volaronsobre las cazadoras de éstos. Noentendía nada. Todos los niños estabanjuntos tras la cortina de ramaje mirandohacia abajo, hacia algo que había en elhielo, y gritando. Se deslizó hasta allí.

—¿Qué pasa?Uno de los pequeños señaló hacia

abajo, hacia el hielo, hacia un bulto queestaba atrapado en él. Parecía un montónde hierba marrón y helada con unahendidura roja en un lado. O un erizoatropellado. El maestro se agachó haciael bulto y vio que era una cabeza. Unacabeza congelada dentro del hielo demanera que únicamente sobresalían la

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coronilla y la parte alta de la frente.El niño al que había mandado a

hacer pis estaba sentado en el hielo unosmetros más allá, sollozando.

—Yo… lo… he… pisado.Ávila se enderezó.—¡Todos fuera! Todos a la playa,

ahora.Los niños estaban también como

congelados en el hielo, los pequeñosseguían gritando. Sacó su silbato y diodos silbidos fuertes. Los gritos cesaron.Dio un par de pasos, se puso detrás delos niños y pudo dirigirlos hacia laplaya. Los chicos lo siguieron. Sólo unode quinto se quedó allí, mirando con

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curiosidad el bulto.—¡Tú también!Ávila le ordenó con la mano que

fuera hacia él. Ya en la playa le dijo auna mujer que había bajado desde elhospital;

—Llama a la policía. Ambulancia.Hay una persona congelada en el hielo.

La mujer subió corriendo hacia elhospital. Ávila contó a los niños en laplaya, vio que faltaba uno. El niño quehabía pisado la cabeza seguía sentado enel hielo con la cara entre las manos.Ávila se deslizó hasta él y lo cogió enbrazos. El chico se volvió y se abrazó a

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Ávila. Éste lo levantó con cuidado comosi fuera un paquete delicado y lo llevóhasta la playa.

—¿Se puede hablar con él?—Hablar precisamente no pue…—No, pero entiende lo que se le

dice.—Creo que sí, pero…—Un momento sólo.A través de la niebla que cubría su

ojo Håkan vio que una persona con ropaoscura arrimaba una silla y se sentaba allado de su cama. No podía distinguir lacara del hombre, pero probablementemostrara un gesto forzadamente neutral.

Håkan había pasado los últimos días

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casi flotando en una nube roja decontornos tan tenues que entraba y salíade ella sin apenas darse cuenta. Sabíaque le habían dormido un par de veces,que lo habían operado. Aquél era elprimer día que se encontraba totalmenteconsciente, pero no sabía cuántos habíanpasado desde que llegó allí.

A lo largo de la mañana Håkan habíaestudiado su nueva cara con las yemasde los dedos de la mano que tenía tacto.Algún tipo de venda elástica le cubríatodo el rostro, pero por los rasgos bajola venda, que había recorridodolorosamente con los dedos, habíacomprendido que ya no tenía ninguna

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cara.Håkan Bengtsson ya no existía. Lo

que quedaba era un cuerpo imposible deidentificar en una cama de hospital. Porsupuesto que podrían relacionarlo consus otros asesinatos, pero no con su vidaanterior ni con la actual. Ni con Eli.

—¿Cómo te encuentras?Bien, gracias, agente. De primera.

Tengo una película de napalmardiéndome en la cara todo el tiempo,pero por lo demás va como siempre.

—Sí, comprendo que no puedeshablar, pero ¿puedes asentir con lacabeza si oyes lo que digo? ¿Puedesmover la cabeza?

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Puedo. Pero no quiero.El hombre que estaba al lado de la

cama lanzó un suspiro.—Has intentado quitarte la vida

aquí, de manera que no estástotalmente… ido. ¿Es difícil mover lacabeza? ¿Puedes levantar la mano sioyes lo que digo? ¿Puedes levantar lamano?

Håkan dejó de escuchar al policía yempezó a pensar en ese lugar delinfierno de Dante, el limbo, adonde eranllevadas, después de la muerte, todas lasalmas que no conocían a Cristo. Intentóimaginarse aquel sitio en detalle.

—Como comprenderás, nos gustaría

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mucho saber quién eres.¿En qué nivel o esfera del cielo

acabaría el propio Dante después de sumuerte…?

El policía acercó la silla unos diezcentímetros.

—Lo vamos a descubrir, como yasabes. Antes o después. Tú puedesahorrarnos un poco de trabajocomunicándote con nosotros ahora.

Nadie me echa de menos. Nadie meconoce. Intentadlo.

Entró una enfermera.—Hay una llamada para usted.El policía se levantó, fue hacia la

puerta. Antes de salir se volvió.

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—Vengo enseguida.Los pensamientos de Håkan se

centraron ahora en lo verdaderamenteesencial. ¿En qué esfera caería él?Infanticida: la séptima esfera. Por otrolado, la primera esfera: los que habíanpecado por amor. Luego estaban, aparte,los sodomitas, que tenían su propiaesfera. Lo lógico sería que cayera en elnivel asignado al peor delito quehubiera cometido.

Así, de haber consumado unorealmente grave, se podía seguircometiendo cualquier pecado que cayeraen las esferas inferiores. Ya no podíaser peor. Más o menos como esos

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asesinos de Estados Unidos condenadosa trescientos años de cárcel.

Las distintas esferas estabandispuestas en forma de espiral. Losestratos del infierno. Cerbero con sucola. Håkan evocó a los violentos, a lasmujeres coléricas, a los soberbios en sulodo hirviente, en su lluvia de fuego;deambuló entre ellos, buscando su sitio.

D e una cosa estaba totalmenteseguro: no caería de ninguna manera enel último de los círculos. Aquél en elque el mismo Lucifer estaba devorandoa Judas y a Bruto, aprisionados en unmar de hielo. El círculo de los traidores.

Se abrió de nuevo la puerta con ese

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ruido extraño, como de succión. Elpolicía se sentó al lado de la cama.

—Bueno, bueno. Parece que hanencontrado a otro, abajo en el lago, enBlackeberg. El mismo tipo de cuerda, encualquier caso.

¡No!El cuerpo de Håkan se contrajo

involuntariamente cuando el policía dijola palabra «Blackeberg». El policíaasintió.

—Está claro que oyes lo que digo.Eso está bien. Entonces, podemosaventurar sin mayores dificultades quehas vivido en Västerort. ¿Dónde? ¿EnRåcksta? ¿En Vällingby? ¿En

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Blackeberg?El recuerdo de cómo se había

deshecho del hombre abajo, junto alhospital, acudió a su mente. Había hechouna chapuza. La había cagado.

—De acuerdo. Entonces te voy adejar un poco tranquilo. Para que vayaspensando si quieres colaborar. De esemodo sería todo mucho más sencillo,¿no te parece?

El policía se levantó y se fue. En sulugar llegó una enfermera y se sentó enuna silla en la habitación, vigilándolo.

Håkan empezó a dar cabezazos a unlado y a otro, negando. Sacó la mano yempezó a tirar del tubo conectado al

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respirador. La enfermera acudióenseguida y le apartó la mano.

—Tendremos que atarte. Una vezmás y te atamos, ¿entiendes? Si noquieres vivir es cosa tuya, pero mientrasestés aquí tenemos la obligación demantenerte vivo. Independientemente delo que hayas hecho o dejado de hacer,¿comprendes? Y haremos lo que seanecesario para cumplir con nuestraobligación, aunque tengamos queponerte un sistema de fijación. ¿Estásoyendo lo que te digo? Todo será mejorpara todos si colaboras.

Colaborar. Colaborar. De prontotodos quieren colaborar. Yo ya no soy

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una persona. Soy un proyecto. Oh, Diosmío. Eli. Eli. Ayúdame.

Ya en las escaleras Oskar oyó la vozde su madre. Estaba hablando porteléfono con alguien y parecía enfadada.¿Con la madre de Jonny? Se quedó alotro lado de la puerta, escuchando.

—Me van a llamar y me preguntaránqué es lo que he hecho mal... Sí, claroque lo van a hacer, ¿y qué voy a decir?Que por desgracia mi hijo no tiene unpadre con quien él… Sí, claro, puesdemuéstralo alguna vez entonces… No,no lo has hecho… A mí me parece quetú puedes hablar de ello con él.

Oskar abrió la puerta y entró en

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casa. Su madre dijo:—Ahora llega —al auricular, y se

volvió hacia Oskar—: Han llamado dela escuela y yo… habla con tu padreporque yo… —habló de nuevo por elauricular—: Ahora puedes… yo estoytranquila… es fácil para ti, que estáslejos y…

Oskar entró en su habitación, se echóen la cama y se puso las manos en losoídos. Le retumbaban los latidos delcorazón en la cabeza.

Cuando llegó al hospital, alprincipio, creyó que todas las personasque corrían por allí tenían algo que vercon lo que le había hecho a Jonny. Pero

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no era así, como pudo saber luego. Hoyhabía visto por primera vez en su vidauna persona muerta.

Su madre abrió la puerta de lahabitación. Oskar se quitó las manos delos oídos.

—Tu padre quiere hablar contigo.Oskar se llevó el auricular a la oreja

y oyó una voz lejana que leía losnombres de los faros, la fuerza y ladirección de los vientos. Esperaba conel auricular pegado a la oreja sin decirnada. Su madre le preguntó frunciendo elentrecejo. Oskar puso la mano sobre elauricular y susurró: «Información sobreel estado de la mar».

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Su madre abrió la boca para deciralgo, pero se quedó sólo en un suspiro yun gesto de brazos caídos. Se fue a lacocina. Oskar se sentó en una silla en elpasillo y escuchó las noticias sobre elestado de la mar junto con su padre.

Oskar sabía que si empezaba ahablar en ese momento su padre estaríadistraído con lo que decían en la radio.Las noticias sobre el estado de la mareran sagradas. Cuando iba a casa de supadre, se paraba toda la actividad a las16.45, y éste se sentaba al lado de laradio mientras él, ausente, miraba haciafuera, como para comprobar si lo queanunciaban en la emisora era cierto.

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Hacía mucho tiempo que su padre nose hacía a la mar, pero se le habíaquedado esa costumbre.

«Banco de Almagrundet noroesteocho, al anochecer girando hacia eloeste. Despejado. El mar de Åland y elmar del Skärgårg noroeste diez, hacia lanoche es posible que soplen vientosfuertes. Despejado».

Bueno. Lo más importante ya habíapasado.

—Hola, papá.—Ah, pero si estás ahí. Hola. Va a

haber vientos fuertes aquí por la noche.—Sí, lo he oído.—Mmm. ¿Qué tal estás?

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—Bien.—Sí, mamá me ha contado eso con

Jonny. Y no está muy bien que digamos.—No. No lo está.—Ha tenido una conmoción

cerebral, me ha dicho.—Sí. Vomitó.—Bueno, se vomita con frecuencia,

si sólo es eso. Harry… sí, tú ya loconoces… a él le cayó una vez unaplomada en la cabeza y… sí estuvo mal,vomitando como un ternero después.

—¿Se puso bien?—Sí, claro, fue… bueno, se murió la

primavera pasada. Pero no tenía nadaque ver con aquello. No. Después de

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aquello se recuperó bastante rápido.—Sí.—Y esperemos que sea así con él,

con este chico también.—Sí.La radio seguía todavía con las

distintas zonas marítimas: el golfo deBotnia y todo lo demás. Un par de vecesse había sentado con el atlas delante encasa de su padre y había seguido con eldedo todos los faros según los ibannombrando. Hubo un tiempo en el que sesabía todos esos sitios de memoria, enorden, pero ya se le habían olvidado. Supadre carraspeaba.

—Sí, tu madre y yo hemos estado

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hablando de que… tal vez te gustaríavenir a pasar aquí el fin de semana.

—Mmm.—Así podremos hablar más de esto

y de… todo.—¿Este fin de semana?—Sí, si te apetece.—Sí. Pero tengo un poco… ¿y si voy

el sábado?—O el viernes por la tarde.—No. Mejor… el sábado. Por la

mañana.—Vale, está bien. Entonces sacaré

un eider del congelador.Oskar acercó la boca al teléfono y

dijo en voz baja:

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—Sin perdigones.Su padre se rió.El otoño pasado, cuando Oskar

estuvo allí, se había roto un diente almorder un perdigón que se habíaquedado en el ave. A su madre le habíadicho que había sido una piedra en unapatata. Las aves marinas eran lo que másle gustaba a Oskar, mientras que a sumadre le parecía que era «terriblementecruel» disparar a las indefensas aves.Que él se hubiera roto el dientemordiendo el propio instrumento de lamuerte habría dado lugar a que su madrele prohibiera probar semejante comida.

—Pondré especial cuidado —

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aseguró su padre.—¿Funciona la moto?—Sí. ¿Por qué?—No. Por nada.—Bueno. Ah, sí, hay bastante nieve,

así que podremos dar una vuelta.—Bien.—Vale, entonces nos vemos el

viernes. ¿Cogerás el autobús de lasdiez?

—Sí.—Entonces bajo a buscarte. Con la

moto. El coche no está del todo enforma.

—De acuerdo. Bien. ¿Quieres hablarmás con mamá?

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—Sí… no… tú puedes contarlecómo vamos a hacerlo, ¿no?

—Mmm. Adiós, hasta pronto.—Adiós. Hasta pronto.Oskar colgó el auricular. Se quedó

sentado un momento pensando cómo ibaa ser. Dar una vuelta con la moto. Esoera divertido. Entonces se ponía susminiesquís y ataban una cuerda a la cajade la moto con un palo en el otroextremo. En ese palo se agarraba Oskarcon las dos manos y después dabanvueltas por el pueblo como esquiadoresacuáticos sobre la nieve. Esto y loseideres con gelatina de serba. Y sólouna tarde lejos de Eli.

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Fue a su habitación y metió en elbolso la ropa de entrenar y su cuchillo,porque no iba a volver a casa antes deencontrarse con Eli. Tenía un plan.Cuando estaba en el pasillo poniéndosela cazadora salió su madre de la cocina,limpiándose la harina de las manos en eldelantal.

—¿Y bien? ¿Qué ha dicho tu padre?—Que tenía que ir el sábado.—Sí. ¿Pero de lo otro?—Ahora tengo que irme a entrenar.—¿No ha dicho nada?—Sííí, pero tengo que irme ahora.—¿Adónde vas?—A la piscina.

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—¿A qué piscina?—A la que está al lado de la

escuela. A la pequeña.—¿Qué vas a hacer allí?—Entrenar. Vuelvo a las ocho y

media. O a las nueve. Después voy a vera Johan.

Su madre parecía desconsolada, nosabía qué hacer con las manos llenas deharina, se las metió en el bolsillo grandeque tenía en medio del delantal.

—Bueno. Venga, vale. Ten cuidado.No te vayas a resbalar en los bordes dela piscina o algo así. ¿Has cogido elgorro?

—Sí, sí.

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—Póntelo entonces. Cuando te hayasbañado, porque fuera hace frío, y cuandose lleva el pelo mojado…

Oskar dio un paso al frente, la besóligeramente en la mejilla, dijo: «Adiós»y se fue. Cuando salió del portal miró dereojo hacia su ventana. Allí estaba sumadre, aún con las manos en el bolsillodel delantal. Oskar le dijo adiós con lamano. Su madre alzó la suya lentamentey también le dijo adiós.

Oskar fue llorando la mitad delcamino hasta el entrenamiento.

El grupo estaba reunido en lasescaleras a la puerta de Gösta. Lacke,

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Virginia, Morgan, Larry, Karlsson.Ninguno se atrevía a llamar, puesto queeso otorgaba al que lo hiciera laresponsabilidad de exponer el asuntoque los había llevado allí. Ya fuera, enlas escaleras, pudieron notar un levebarrunto de lo que era el olorcaracterístico de Gösta. Pis. Morgan dioun golpecito a Karlsson en un costado yle susurró algo que no pudo entender.Karlsson se levantó las orejeras quellevaba en lugar de gorro y preguntó:

—¿Qué?—Te he dicho que si no te podías

quitar eso de una vez. Que pareces unidiota.

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—Eso es lo que a ti te parece.Se quitó de todos modos las

orejeras, las guardó en el bolsillo delabrigo y dijo:

—Larry, tienes que ser tú. Tú eres elque lo ha visto.

Larry lanzó un suspiro y tocó eltimbre. Se oyó un furioso griterío al otrolado de la puerta y luego un ruido sordoy suave como de algo que caía al suelo.Larry carraspeaba. No le gustaba esto.Se sentía como un policía con todo elgrupo tras de sí, sólo faltaban laspistolas en alto. Se oyeron pasos lentosdentro del apartamento, después unavoz:

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—Mi pequeña, ¿qué te ha pasado?La puerta se abrió. Una ola de olor a

pis cayó sobre la cara de Larry y éste sequedó sin aliento. Gösta apareció en elumbral vestido con una vieja camisa,con su chaleco y su pajarita. Llevaba ungato con rayas de color naranja y blancoacurrucado en uno de sus brazos.

—¿Sí?—Hola Gösta, ¿qué tal?Los ojos de Gösta vagaban errantes

sobre el grupo que permanecía en lasescaleras. Estaba bastante borracho.

—Bien.—Bueno, pues hemos venido a verte

porque… ¿sabes lo que ha pasado?

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—No.—Bueno, pues han encontrado a

Jocke. Hoy.—Ah. Eso. Sí.—Y lo que pasa es… que…Larry volvió la cabeza, buscando

apoyo en su delegación. Lo único queencontró fue un gesto de ánimo deMorgan. Larry no era capaz de estar allífuera como una especie de representantede la autoridad y presentar un ultimátum.Sólo había una manera, se mirara comose mirara. Preguntó:

—¿Podemos entrar?Se había esperado algún tipo de

resistencia; Gösta apenas estaba

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acostumbrado a que aparecieran cincopersonas, así de repente, a visitarlo.Pero asintió y dio dos pasos hacia atráspara permitirles la entrada.

Larry dudó un momento; el olordentro del apartamento era totalmenteincreíble, era como una nube pegajosaen el aire. En su indecisión, Lackealcanzó a entrar el primero y tras élentró Virginia. Lacke acarició detrás delas orejas al gato que Gösta llevaba enbrazos.

—Bonito gato. ¿Cómo se llama?—Es gata. Tisbe.—Bonito nombre. ¿También tienes

un Píramo?

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—No.Uno tras otro se deslizaron por la

puerta, intentando respirar por la nariz.Después de unos minutos todos

habían abandonado el intento demantener el tufo a raya, lo dejaron estary se acostumbraron. Echaron a los gatosdel sofá y de la butaca, trajeron un parde sillas de la cocina, aguardiente,tónicas de pomelo y vasos, y después deun rato de cháchara acerca de los gatos ydel tiempo dijo Gösta:

—Así que han encontrado a Jocke.Larry apuró lo que le quedaba de su

cubata. Parecía más fácil con elcalorcillo del alcohol en el estómago.

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Se sirvió otro, diciendo:—Pues sí. Abajo, junto al hospital.

Estaba congelado en el hielo.—¿En el hielo?—Sí. Ha sido un puñetero circo el

que se ha montado hoy ahí abajo. Yohabía bajado para visitar a Herbert, nosé si tú le conoces, bueno… de todasformas, cuando he salido de allí aquelloestaba lleno de maderos y ambulancias ydespués han llegado los bomberos.

—¿Había fuego también?—No, pero tuvieron que picar para

sacarlo del hielo, claro. Bueno,entonces, claro está, yo no sabía que eraél, pero luego, cuando lo llevaron hasta

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la playa, pues reconocí su ropa, porquela cara… pues estaba cubierta de hielo,¿no?, así que no se podía… pero laropa…

Gösta movió la mano en el airecomo si estuviera acariciando a un perrogrande e invisible.

—Espera un poco… se habíaahogado, entonces… no entiendo…

Larry bebió un trago del cubata, selimpió la boca con la mano.

—No. Eso era lo que creía la pasmatambién. Al principio. Por lo que hepodido comprender. La verdad es queestaban de brazos cruzados allí arriba, ylos chicos de la ambulancia totalmente

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ocupados con un chaval que había allícon la cabeza sangrando, así que era…

Gösta acariciaba al perro invisiblecon mayor impaciencia, o intentabaapartarlo de él. Un poco de cubata se lecayó del vaso y acabó en la alfombra.

—No puede ser… yo ya no puedo…la cabeza sangrando…

Morgan dejó en el suelo el gato quetenía en las rodillas y se sacudió lospantalones.

—Eso no tiene nada que ver conesto. Tú sigue, Larry.

—Bueno, pues cuando lo subieronhasta la playa y comprendí que era él,entonces se vio que tenía una cuerda tal

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que así, ¿no? Atada. Y como una especiede piedras así. Entonces le entró unaendemoniada prisa a la pasma.Empezaron a hablar por la radio y aacordonar con esas cintas y a echar a lagente y a actuar. Se mostraroninteresados de cojones, de repente. Asíque… bueno, a él le hundieron allí, asíde sencillo.

Gösta se echó hacia atrás en el sofá,tenía la mano en los ojos. Virginia, queestaba sentada entre él y Lacke, leacarició la rodilla. Morgan, llenándoseel vaso, dijo:

—La cosa es que han encontrado aJocke, ¿no? ¿Quieres tónica? Aquí. Han

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encontrado a Jocke y ahora saben quefue asesinado. Y entonces las cosas seencuentran como si dijéramos en otrasituación.

Karlsson carraspeó, adoptó un tonoque imponía respeto:

—En el sistema judicial sueco hayalgo que se denomina…

—Tú ahora te callas —leinterrumpió Morgan—. ¿Se puede fumaraquí?

Gösta asintió débilmente. MientrasMorgan sacaba el tabaco y elencendedor, Lacke se echó hacia delanteen el sofá de manera que pudo mirar aGösta a los ojos.

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—Gösta. Tú viste lo que pasó.Debería salir a la luz.

—¿Salir a la luz? ¿Cómo?—Sí, que vayas a la policía y

cuentes lo que viste, así de sencillo.—No… no. Nadie dijo nada.Lacke suspiró, se echó medio vaso

de aguardiente y un chorrito de tónica, lepegó un buen trago y cerró los ojoscuando la nube ardiente le llenó elestómago. No quería forzarle.

En el chino, Karlsson habíamencionado algo acerca de laobligación de declarar como testigo,pero por mucho que Lacke quisiera queel que hubiera hecho aquello fuera

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detenido, no pensaba mandar a lapolicía a casa de un colega como sifuera un chivato cualquiera.

Un gato con manchas de color gris leempujó con la cabeza en la espinilla. Selo puso en las rodillas, le acarició ellomo, ausente. ¿Qué más da? Jockeestaba muerto, ahora lo sabía concerteza. ¿Qué importancia tenía todo lodemás en realidad?

Morgan se levantó, se acercó a laventana con el vaso en la mano.

—¿Era aquí donde estabas cuando loviste?

—… Sí.Morgan asintió y bebió del cubata.

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—Sí, ahora lo entiendo. Se veperfectamente desde aquí. Joder, quéapartamento más chulo, de verdad.Buena vista. Bueno, quitando lo de…Buena vista.

Una lágrima cayó silenciosa por lamejilla de Lacke. Virginia le cogió lamano y se la acarició. Lacke pegó otrobuen lingotazo para aplacar el dolor quele desagarraba el pecho.

Larry, que había estado un ratosentado mirando a los gatos que semovían dando vueltas sin sentido por lahabitación, tamborileó el vaso con losdedos y dijo:

—¿Y si uno sólo les diera una pista?

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¿Sobre el sitio? A lo mejor puedenencontrar huellas dactilares o… lo queencuentren.

Karlsson sonrió.—¿Y de qué manera vamos a

decirles cómo lo hemos sabido? ¿Quenosotros lo sabemos, sin más? Es desuponer que estarán muy interesados enconocer… de quién nos ha venido lainformación.

—Se puede llamar de formaanónima. Nada más para que se sepa.

Gösta balbuceaba algo en el sofá.Virginia acercó la cabeza.

—¿Qué decías?Gösta hablaba con muy, muy poca

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voz mirando su vaso.—Perdonadme. Pero estoy

demasiado asustado. No puedo.Morgan se dio la vuelta desde la

ventana, extendió la mano.—Entonces ya está. No hay más que

hablar —echó una mirada penetrante aKarlsson—. Ya se nos ocurrirá algo.Tendremos que solucionarlo de otramanera. Dibujando, llamando, cualquiercosa, joder. Ya se nos ocurrirá algo.

Se acercó a Gösta y le dio ungolpecito en el pie.

—Vamos Gösta, anímate.Arreglaremos esto de todas formas.Tranquilo. ¿Gösta? ¿Estás oyendo lo que

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te digo? Nosotros lo vamos a arreglar.¡Salud!

Morgan alzó su vaso, lo hizotintinear con el de Gösta y dio un sorbo.

—Esto lo solucionamos nosotros.¿No es así?

Se había separado de los otros alsalir de la piscina y había emprendido elcamino a casa cuando oyó su voz desdefuera de la escuela.

—Psst. ¡Oskar!Bajó las escaleras y Eli salió de la

sombra. Había estado allí esperando.Entonces seguramente habría oído cómoél se había despedido de los otros y

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ellos le habían contestado como si fuerauna persona absolutamente normal.

El entrenamiento había ido bien. Noera tan enclenque como creía, aguantabamás que otro par de chicos que yahabían ido varias veces. Supreocupación por que el maestro fuera ainterrogarle por lo ocurrido en el hielofue infundada. Sólo le había preguntado:

—¿Quieres hablar de ello?Y cuando Oskar negó con la cabeza

fue suficiente.La piscina era otro mundo, distinto

de la escuela. El maestro era menosexigente y los otros chicos no se metíancon él. Lo cierto era que Micke no se

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había presentado. ¿Tendría Micke miedode él ahora? El pensamiento le dabavueltas.

Fue al encuentro de Eli.—Hola.—Buenas.Sin decir nada al respecto, habían

cambiado la fórmula de saludo. Elillevaba puesta una camisa a cuadrosdemasiado grande para ella y parecíacomo… encogida de nuevo. La piel secay la cara más delgada. Ayer por la tardeya había visto Oskar los primeroscabellos blancos, y hoy tenía más.

Cuando estaba sana, a Oskar leparecía que era la chica más bonita que

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había visto. Pero ahora… no se podía nicomparar. Nadie tenía ese aspecto. Losenanos. Pero los enanos no eran tandelgados, no había ninguno así. Daba lasgracias porque ella no hubieraaparecido cuando estaban los otroschicos.

—¿Qué tal? —preguntó Oskar.—Regular.—¿Vamos a hacer algo?—Pues claro.Fueron hacia casa, hacia el patio, el

uno al lado del otro. Oskar tenía un plan.Iban a sellar un pacto. Si se asociaban,Eli se pondría bien. Una idea sacada dela magia, inspirada en los libros que

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leía. Porque la magia… la magia existe,claro que sí. Aunque sólo sea un poco.Los que negaban la magia eran aquellosa quienes les iba mal.

Entraron en el patio. Oskar rozó conla mano el hombro de Eli.

—¿Vamos a mirar al cuarto de labasura?

—Vaaale.Entraron por el portal de Eli y Oskar

abrió la puerta del sótano.—¿No tienes llaves del sótano? —

preguntó él.—No lo creo.El sótano estaba totalmente a

oscuras. La puerta golpeó con fuerza tras

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ellos. Se quedaron quietos el uno al ladodel otro, respirando. Oskar susurró:

—Eli, ¿sabes? Hoy… Jonny y Mickeintentaron tirarme al agua. En un agujeroen el hielo.

—¡No! Tú…—Espera. ¿Sabes lo que hice? Tenía

una rama, una rama grande. Le di conella a Jonny en la cabeza con tantafuerza que sangró. Tuvo una conmocióncerebral, lo llevaron al hospital. Pero nome tiraron al agua. Yo… lo golpeé.

Se quedaron en silencio unossegundos. Luego Eli dijo:

—Oskar.—¿Sí?

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—¡Yupi!Oskar se estiró hasta el interruptor

de la luz, quería verle la cara. Encendió.Ella le miró directamente a los ojos yOskar vio sus pupilas. Por unosinstantes, antes de que se acostumbrarana la luz, eran como esos cristales con losque estaban trabajando en física, cómose llamaban… elípticos.

Como los de los lagartos. No. Losde los gatos. Los gatos.

Eli parpadeó. Las pupilas estabannormales de nuevo.

—¿Qué pasa?—Nada. Ven…Oskar fue hasta el cuarto de la

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basura y abrió la puerta. El saco estabacasi lleno, hacía tiempo que no lovaciaban. Eli se apretó a su lado yrebuscaron en la basura. Oskar encontróuna bolsa con botellas vacías cuyoscascos podían dar algo de dinero. Eli,una espada de juguete de plástico, lablandió en el aire y dijo:

—¿Vamos a mirar en los otros?—No, Tommy y los otros a lo mejor

están allí.—¿Quiénes son?—Ah, unos chicos mayores que

tienen un cuarto en el que… se reúnenpor las tardes.

—¿Son muchos?

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—No, tres. La mayoría de las vecessólo Tommy.

—Y son peligrosos.Oskar se encogió de hombros.—Entonces podríamos mirarlo.Fueron juntos hasta la puerta de la

escalera de Oskar, en el siguientepasillo del sótano, por la puerta deTommy. Cuando Oskar ya estaba con lallave en la mano, a punto de abrir laúltima puerta, dudó. ¿Y si estaban allí?¿Si veían a Eli? Si… ocurría algo que élno fuera capaz de manejar. Eli blandíala espada de plástico delante de ella.

—¿Qué pasa?—Nada.

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Abrió. Nada más entrar en el pasillooyeron la música que venía del trasterodel sótano. Volviéndose, susurró:

—¡Están aquí! Vámonos. Eli sedetuvo, olfateó.

—¿A qué huele?Oskar comprobó que no se movía

nadie al fondo del pasillo, olisqueó. Nonotó nada aparte de los olores normalesdel sótano. Eli dijo:

—A pintura. A pegamento.Oskar olió de nuevo. Él no notaba

nada, pero sabía de qué se trataba.Cuando se volvió hacia Eli parallevársela fuera de allí vio que ellaestaba haciendo algo en la cerradura de

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la puerta.—Venga, vámonos. ¿Qué haces?—Yo sólo…Mientras Oskar abría la puerta del

siguiente pasillo del sótano, el caminode retirada, la puerta se cerró tras ellos.No sonó como de costumbre. No hizoclic. Sólo un suave sonido metálico. Enel camino de vuelta hasta su sótanoOskar le contó a Eli lo de que esnifabanpegamento; y lo chiflados que se podíanvolver cuando esnifaban.

En su propio sótano se volvió asentir seguro. Se puso de rodillas yempezó a contar las botellas vacías quehabía en la bolsa de plástico. Catorce

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cascos de cerveza y uno de alcohol queno se podía devolver.

Cuando alzó la vista para contarle aEli el resultado, la muchacha estabadelante de él con la espada de plásticoen alto a punto de golpear.Acostumbrado como estaba a golpesfortuitos se sobresaltó un poco, pero Elifarfulló algo y después bajó la espadahasta el hombro de Oskar, diciendo conla voz más profunda que fue capaz deponer:

—Con esto te nombro, vencedor deJonny, caballero de Blackeberg y detodos los territorios limítrofes comoVällingby… mmm…

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—Råcksta.—Råcksta.—¿Ängby, quizá?—Ängby quizá.Eli le iba dando un golpe suave en el

hombro con la espada por cada nuevositio. Oskar sacó su cuchillo del bolso y,manteniéndolo en alto, se proclamóCaballero de Ängby Quizá. Quería queEli fuera la Bella Dama a la que élpudiera salvar del Dragón.

Pero Eli era un monstruo terrible quedevoraba bellas vírgenes para elalmuerzo, y era ella contra quien teníaque combatir. Oskar dejó el cuchillo enla funda mientras luchaban, gritaban y

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corrían entre los pasillos. En medio deljuego sonó una llave en la cerradura dela puerta del sótano.

Se escondieron rápidamente en unadespensa donde apenas tenían espaciopara sentarse cadera con cadera,respirando profunda y silenciosamente.Se oyó una voz de hombre.

—¿Qué estáis haciendo aquí abajo?Oskar estaba sentado muy pegado a

Eli. El pecho le borboteaba. El hombredio unos pasos ya dentro del sótano.

Oskar y Eli contuvieron larespiración cuando el hombre se paró aescuchar. Luego dijo:

—Demonio de chicos —y se fue de

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allí. Se quedaron en la despensa hastaque estuvieron seguros de que el hombrehabía desaparecido, luego salieronarrastrándose y, apoyados en la pared demadera, echaron unas risitas. Tras unrato, Eli se tumbó en el suelo decemento todo lo larga que era y se quedómirando al techo. Oskar le dio en el pie.

—¿Estás cansada?—Sí. Cansada.Oskar sacó el cuchillo de la funda,

lo miró. Era pesado, bonito. Pasó eldedo con cuidado por la punta del filo,lo retiró. Un pequeño punto rojo. Lohizo de nuevo, más fuerte. Cuandoapartó el cuchillo apareció una perla de

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sangre. Pero no era así como había quehacerlo.

—¿Eli? ¿Quieres hacer una cosa?Ella seguía aún mirando al techo.—¿El qué?—¿Quieres… firmar un pacto

conmigo?—Sí.Si ella hubiera preguntado que

cómo, tal vez le hubiera explicado loque había pensado hacer antes dehacerlo. Pero ella sólo dijo que sí. Queparticipaba, fuera lo que fuese. Oskartragó fuerte, cogió la hoja del cuchillocon el filo contra la palma y, cerrandolos ojos, lo deslizó por su mano. Un

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dolor punzante, intenso. Jadeó.¿Lo he hecho?Abrió los ojos, abrió la mano. Sí. Se

podía ver una fina hendidura en lapalma, la sangre manaba despacio; no,como él pensaba, en una estrecha línea,sino como una cinta de perlas que,mientras las miraba fascinado, seunieron en una línea más gruesa y másdesigual.

Eli levantó la cabeza.—¿Qué haces?Oskar tenía aún su mano delante de

la cara y mirándosela fijamente dijo:—Esto es muy sencillo. Eli, no era

nada…

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Puso su mano sangrante delante deella. Sus ojos se agrandaron. Eli meneócon fuerza la cabeza mientras se echabapara atrás, alejándose.

—No, Oskar…—¿Qué te pasa?—Oskar, no.—No duele casi nada.Eli dejó de echarse para atrás,

clavando la vista en la palma de Oskarmientras seguía negando con la cabeza.Éste sujetaba con la otra mano la hojadel cuchillo, se lo tendió con el mangopor delante.

—Tú sólo tienes que pincharte en eldedo o así. Y luego lo mezclamos. Así

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sellaremos el pacto.Eli no tomó el cuchillo. Oskar lo

dejó en el suelo entre ellos para poderrecoger con la mano buena una gota desangre que caía de la herida.

—Venga, vamos. ¿No quieres?—Oskar… no puede ser. Te

contagiaría, tú…—No se nota nada, esto…Un fantasma se adueñó de la cara de

Eli, transformándola en algo tandiferente de la chica que él conocía quese olvidó de la gota de sangre que caíade su mano. Parecía como si ahora ellafuera el monstruo que había fingido sercuando jugaban, y Oskar se echó para

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atrás al tiempo que el dolor de su manoaumentaba.

—Eli, qué…Ella se levantó, puso las piernas

debajo del cuerpo, estaba a cuatro patasmirando fijamente la mano que sangraba,gateó un paso hacia él. Se detuvo, apretólos dientes y chilló:

—¡Vete de aquí!A Oskar se le saltaron las lágrimas

de miedo.—Eli, termina. Deja de jugar.

Déjalo.Eli avanzó otro poco a cuatro patas,

se paró de nuevo. Obligó a su cuerpo abloquearse y, con la cabeza agachada,

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gritó:—¡Vete! Si no, morirás.Oskar se levantó, reculó un par de

pasos. Sus pies tropezaron con la bolsade las botellas vacías de manera queéstas cayeron estrepitosamente. Seapretó contra la pared mientras Eligateaba hasta la pequeña mancha desangre que había goteado de su mano.

Cayó otra botella más, rompiéndosecontra el cemento, mientras Oskarpermanecía arrimado contra la pared ysin quitarle ojo a Eli, que sacaba lalengua y lamía el sucio suelo de cementoen el sitio donde su sangre había caído.

Una botella tintineó débilmente y

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luego se paró. Eli lamía y lamía elsuelo. Cuando alzó la cabeza, tenía unamancha gris de suciedad en la punta dela nariz.

—Vete… por favor… vete…Después, el fantasma se posó de

nuevo en su cara, pero antes de que seadueñara totalmente de ella se levantó yechó a correr a lo largo del pasillo delsótano, abrió la puerta de su portal ydesapareció.

Oskar se quedó allí con la manoherida bien apretada. La sangreempezaba a manar por entre los dedos.Abrió la mano y miró la herida. Era másprofunda de lo que él había planeado,

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pero no era peligroso, creía. La sangreempezaba ya a coagularse.

Miró la mancha ahora pálida delsuelo. Luego probó a lamer un poco desangre de la palma de su mano, escupió.

Iluminación nocturna.Mañana por la mañana le iban a

operar la boca y el cuello. Quizáesperaban que saliera algo. Conservabala lengua, podía moverla dentro de lacavidad cerrada de la boca, chascar lamandíbula superior con ella. A lo mejoriba a poder hablar de nuevo, a pesar deque los labios habían desaparecido.Pero no pensaba hablar.

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Una mujer, él no sabía si era policíao enfermera, estaba sentada en el rincóna unos metros de él leyendo un libro,vigilándolo.

¿Ponen tantos recursos cuando setrata de una persona normal-y-corriente que considera su vidaacabada?

Había comprendido que era valioso,que esperaban mucho de él.Probablemente estarían en ese momentosentados rebuscando en viejos archivoscasos que esperaban poder solucionarcon él como autor de esos delitos. Habíavenido un policía por la mañana atomarle las huellas dactilares. No había

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opuesto resistencia. No teníaimportancia.

Posiblemente, las huellas dactilarespodrían relacionarlo con las muertestanto en Växjö como en Norrköping.Había estado intentando recordar cómose las había arreglado, si había dejadohuellas dactilares o de otro tipo.Probablemente sí.

Lo único que le inquietaba era que através de todo aquello las personasconsiguieran dar con Eli.

Las personas…Le habían dejado notas en el buzón,

lo habían amenazado.Alguien que trabajaba en Correos y

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vivía en esa urbanización había sopladoa los otros vecinos qué tipo de correo yqué tipo de películas recibía.

Pasaron unos meses antes de quefuera despedido de su trabajo en laescuela. No podían tener a alguien asíentre los niños. Se había idovoluntariamente, pese a queprobablemente podía haber llevado elasunto al sindicato.

No había hecho absolutamente nadaen la escuela, tan tonto no era.

La campaña contra él cobró luegomayor intensidad y, al final, una nochealguien había lanzado una bombaincendiaria por la ventana de su cuarto

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de estar. Salió corriendo al jardín encalzoncillos y se quedó parado,mirando, mientras su vida se quemaba.

La investigación del caso se alargótanto que no pudo cobrar nada de laempresa aseguradora. Con sus escasosahorros había tomado el tren y alquiladouna habitación en Växjö. Allí habíaempezado a cavarse su propia tumba.

Bebía hasta tal extremo que seemborrachaba con lo que pillara.Alcohol de uso cosmético, alcohol dequemar. Robaba polvos para fabricarvino al instante y levadura en las tiendasde pintura, se lo bebía todo antes de quehubiera siquiera fermentado.

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Estaba fuera de casa todo lo quepodía, de alguna manera quería que «laspersonas» lo vieran morir, día a día.

En mitad de la borrachera se volvióalgo imprudente, metía mano a loschicos jóvenes, le pegaban, acababa enla comisaría. Pasó tres días en prisiónpreventiva y vomitó hasta los bofes. Losoltaron. Continuó bebiendo.

Una tarde, cuando Håkan estabasentado en un banco a la entrada de unparque de juegos, con una botella devino fermentado a medias en una bolsade plástico, llegó Eli y se sentó a sulado. En mitad de la borrachera, Håkanhabía puesto casi al momento la mano en

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los muslos de Eli. La muchacha habíaconsentido que la mano siguiera allí,había cogido la cabeza de Håkan entresus manos, la había vuelto hacia ella y lehabía dicho:

—Tú vas a estar conmigo.Håkan farfulló algo acerca de que no

tenía dinero para tanta belleza en aquelmomento, pero que cuando la situacióneconómica se lo permitiera…

Eli le había retirado la mano de sumuslo, se había agachado y había cogidosu botella de vino; la había tiradodiciendo:

—Tú no entiendes. Escucha: vas adejar de beber ya. Vas a estar conmigo.

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Me vas a ayudar. Te necesito. Y yo tevoy a ayudar a ti.

Después Eli le había dado la mano,que Håkan tomó, y se habían ido juntos.

Dejó de beber y entró al servicio deEli.

Ésta le dio dinero para comprarseropa y para alquilar otro piso. Él lo hizotodo sin pararse a pensar si Eli era«mala» o «buena» o cualquier otra cosa.Era guapa, y le había devuelto sudignidad. Y en momentos excepcionalesle había dado… ternura.

Oía cómo la vigilante volvía lashojas del libro que estaba leyendo.

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Probablemente alguna novela de kiosco.E n La República de Platón «losguardianes» tenían que ser los mássabios de entre la gente. Pero esto eraSuecia en 1981 y aquí leeríanprobablemente a Jan Guillou.

El hombre del agua, el hombre alque había hundido en el agua. Unatorpeza, claro. Tenía que haber actuadocomo Eli le había dicho y haberloenterrado. Pero nada en ese hombrepodía llevarles tras la pista de Eli. Lasmarcas del mordisco en el cuello lesparecerían extrañas, pero querríanpensar que se había desangrado en elagua. Las ropas del hombre estaban…

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¡El jersey!El jersey de Eli que Håkan había

encontrado sobre el cuerpo del hombrecuando llegó para hacerse cargo de él.Debía habérselo llevado a casa, haberloquemado, cualquier otra cosa.

En vez de eso lo había metido en lamanga de la cazadora del hombre.

¿Cómo lo interpretarían? Un jerseyde niño manchado de sangre. ¿Cabía laposibilidad de que alguien hubiera vistoa Eli con ese jersey? ¿De que alguienpudiera reconocerlo? ¿Si lo mostrabanen el periódico, por ejemplo? Alguien aquien Eli hubiera encontrado antes,alguien que…

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Oskar. El chico del patio.El cuerpo de Håkan se revolvió

inquieto en la cama. La vigilante dejó ellibro, lo miró.

—Nada de tonterías ahora.Eli cruzó la calle Björnsonsgatan,

siguió por el patio entre los edificios denueve alturas, dos faros monolíticossobre los agazapados edificios de tresalturas que había alrededor. No habíanadie en el patio, pero salía luz de lasventanas de la sala de gimnasia; Elitrepó por la escalera de incendios ymiró hacia dentro.

Tableteaba la música que salía de un

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pequeño magnetófono. Y al ritmo de lamúsica un grupo de mujeres de medianaedad saltaba torpemente, dando vueltasde tal manera que el suelo de maderaretumbaba. Eli se acurrucó en lospeldaños metálicos de la escalera, pusola barbilla sobre las rodillascontemplando la escena.

Algunas mujeres tenían sobrepeso ysus abundantes pechos botaban bajo losjerséys como si fueran alegres pelotasde jugar a los bolos. Las mujeressaltaban y botaban, levantando tanto lasrodillas que la carne temblaba en lospantalones demasiado estrechos. Semovían en círculo, daban palmadas,

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volvían a saltar. Todo mientras lamúsica seguía machacando. Sangrecaliente y llena de oxígeno fluía a travésde sus músculos sedientos.

Pero eran demasiadas.Eli saltó de la escalera de incendios,

aterrizó suavemente sobre el suelohelado, siguió dando la vuelta alpolideportivo y se paró fuera deledificio de la piscina.

Las grandes ventanas de cristalesesmerilados reflejaban rectángulos deluz sobre la capa de nieve. En cadaventana grande había otra más pequeña,alargada, de cristal normal. Eli saltó yse colgó con las manos del borde del

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tejado, miró hacia dentro. Todo elrecinto estaba vacío. La superficie de lapiscina brillaba a la luz de los tubosfluorescentes. Había algunas pelotasflotando en el agua.

Bañarse. Chapotear. Jugar.Eli se balanceaba de un lado a otro,

como un péndulo oscuro. Mirando laspelotas, viéndolas volar lanzadas porlos aires, risas y gritos y el aguasalpicando. Soltó las manos del bordedel tejado, cayó y, conscientemente, sedejó aterrizar tan fuerte que se hizodaño; siguió por el patio de la escuela,se paró debajo de un árbol al lado delcamino. Oscuro. No había nadie. Miró

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hacia la copa del árbol, a lo largo de loscinco, seis metros de tronco liso. Sequitó los zapatos. Se imaginó otrasmanos, otros pies.

Ya apenas le dolía, sentía sólo comoun cosquilleo, una descarga eléctrica através de los dedos de las manos y delos pies cuando se afilaban, setransformaban. Le crujían los huesos delos dedos cuando se estiraban,atravesando la piel ablandada de laspuntas, transformándose en largas ycurvadas garras. Lo mismo sucedía conlos dedos de los pies.

Eli saltó un par de metros haciaarriba, hasta el tronco del árbol, clavó

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las garras y siguió trepando hasta unarama gruesa que colgaba sobre elcamino. Enroscó las garras de los piesalrededor de la rama y se quedó quieta,sentada.

Sintió la dentera en la raíz de losdientes cuando los imaginó afilados. Lascoronas se arquearon hacia fuera, unalima invisible los pulía, se volvieronpuntiagudos. Eli se mordió con cuidadoel labio inferior, una hilera de agujas enforma de media luna que a puntoestuvieron de pincharle la piel.

Sólo tenía que esperar.El reloj marcaba las diez y la

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temperatura dentro de la habitación seacercaba a lo insoportable. Habíancaído dos botellas de aguardiente, habíasacado otra y todos estuvieron deacuerdo en que Gösta se había portadode puta madre, que aquello no lo habríahecho porque sí.

Sólo Virginia había bebido conmoderación, ya que tenía que levantarsepara ir a trabajar al día siguiente.También parecía que era la única quenotaba el olor del cuarto. Al aire, que yaapestaba a pis de gato y a falta deventilación, se añadía ahora el humo deltabaco, los vahos del alcohol y el sudorde seis cuerpos.

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Lacke y Gösta estaban todavíasentados uno a cada lado de ella en elsofá, ya casi fuera de juego. Göstaacariciaba al gato que tenía en lasrodillas, un gato que bizqueaba, lo quehizo que Morgan rompiera a reírse acarcajadas con tal vehemencia que segolpeó la cabeza contra la mesa y tuvoque tomar un trago de alcohol puro paraacallar el dolor.

Lacke no habló mucho. No hacía másque estar sentado, mirando fijamente alfrente mientras los ojos se le ibancubriendo primero de vaho, luego deneblina, después de niebla espesa. Suslabios se movían de vez en cuando sin

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emitir ningún sonido, como siconversara con un fantasma.

Virginia se levantó y fue hasta laventana.

—¿Puedo abrir?Gösta negó con la cabeza.—Los gatos… pueden… saltar

fuera.—Yo estaré aquí para vigilarlos.Gösta seguía negando con la cabeza

por pura inercia y Virginia abrió laventana. ¡Aire! Tomó con avidez un parde bocanadas de aire no contaminado yse sintió mejor al instante. Lacke, que sehabía ido cayendo de lado en el sofácuando le faltó el apoyo de Virginia, se

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enderezó y dijo en voz alta:—¡Un amigo! ¡Un amigo… de

verdad!Murmullo aprobatorio en el cuarto.

Todos comprendieron que se refería aJocke. Larry, mirando fijamente el vasovacío que sujetaba en la mano, continuó:

—Tienes un amigo… que nunca tefalla. Y eso es lo que más vale. ¿Meestáis escuchando? ¡Lo que más! Y quesepáis que Jocke y yo éramos… eso.

Apretó el puño con fuerza agitándolodelante de la cara.

—Y eso no puede sustituirlo nada.¡Nada! Vosotros no estáis más que aquísusurrando que «qué tío más majo» y

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así, pero es que vosotros… vosotrosestáis vacíos. ¡Como cáscaras! Yo ya notengo a nadie ahora que Jocke… hamuerto. Nadie. Así que no me habléis depérdida, no me habléis de…

Virginia estaba al lado de la ventanaoyéndole. Se acercó a Lacke como pararecordarle su existencia. Se sentó encuclillas a sus pies, intentó atraer sumirada, dijo:

—Lacke…—¡No! ¡No vengáis ahora… «Lacke,

Lacke»… esto es así y se acabó! Pero túno lo entiendes. Tú eres… fría. Te vas ala ciudad y eliges algún camionero o loque sea, te lo traes a casa y le dejas que

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te joda cuando ya no aguantas más. Esoes lo que tú haces. La puta caravana decamioneros que te habrás tirado. Pero unamigo… un amigo…

Virginia se levantó con lágrimas enlos ojos, le dio una bofetada a Lacke yse fue del piso. Lacke se cayó en el sofágolpeándole el hombro a Gösta. Göstamurmuró:

—La ventana, la ventana… Morganla cerró, dijo:

—Vaya, Lacke. Bien hecho. Novolverás a verla más, seguro. Lacke selevantó, con las piernas que apenas losostenían avanzó hasta Morgan, queestaba de pie mirando por la ventana:

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—Joder, no quería decir…—No, no. Mejor se lo dices a ella.Morgan señaló hacia abajo, hacia la

calle, donde Virginia acababa de salirdel portal y se dirigía con paso rápido yla mirada gacha hacia abajo, hacia elparque. Lacke oyó lo que había dicho.Sus últimas palabras permanecían comoun eco dentro de su cabeza. ¿He dichoeso yo? Dio la vuelta y se apresuróhacia la puerta.

—Sólo tengo que…Morgan asintió.—No te entretengas. Salúdala de mi

parte.

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Lacke bajó corriendo las escalerastan rápido como sus piernas temblorosaspodían. Las escaleras moteadas erancomo una película ante sus ojos y labarandilla se deslizaba tan deprisa quele escocía la mano por el calor de larozadura. Tropezó en uno de losdescansillos, se cayó y se dio un buengolpe en el codo. El brazo se le calentóy se le quedó como paralizado. Selevantó y siguió dando traspiés escaleraabajo. Acudía en auxilio para salvar unavida: la suya.

Virginia pasó los edificios altos, ibaparque abajo, sin mirar atrás.

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Lloraba con hipo, casi corriendocomo para dejar atrás las lágrimas. Perola seguían, le arrasaban los ojos y caíancomo goterones por las mejillas. Lostacones se clavaban en la nieve, sonabancontra el pavimento de asfalto delcamino del parque. Llevaba los brazoscruzados, abrazándose.

No se veía a nadie, así que diorienda suelta al llanto mientras avanzabahacia casa, apretándose el estómago conlas manos; le dolía allí dentro como situviera un feto maligno.

Ábrete a una persona y te harádaño.

No le faltaban motivos para que sus

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relaciones fueran cortas. No se abría.De hacerlo, había muchas másposibilidades de que la dañaran. Debíaconsolarse. Se puede vivir con angustiamientras ésta tenga sólo que ver con unamisma, mientras no haya esperanza.

Sin embargo había confiado enLacke. En que algo podría crecer poco apoco. Y al final, un día… ¿Qué? Seaprovechaba de su comida y de su calor,pero en realidad no significaba nadapara él.

Caminó encogida a lo largo delcamino del parque, cobijando su pena.Iba con la espalda encorvada y era comosi tuviera allí un demonio que le fuera

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susurrando cosas terribles al oído.Nunca más. Nada.Justo cuando empezaba a imaginarse

qué aspecto tendría ese demonio, cayósobre ella.

Un peso grande se posó en suespalda y cayó de lado sin tiempo deponer las manos. Su mejilla chocócontra la nieve y las lágrimas seconvirtieron en hielo. El peso seguíaallí.

Por un momento creyó que se tratabarealmente del demonio de la pena quehabía tomado forma y caído sobre ella.Luego llegó el dolor del desgarro en elcuello cuando unos dientes afilados se le

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clavaban en la piel. Consiguió ponerseen pie de nuevo, dando vueltas,intentando quitarse de encima aquelloque tenía en la espalda.

Había algo que le mordía la nuca, elcuello, un chorro de sangre se escurríaentre sus pechos. Gritó como una loca eintentó quitarse aquel animal de laespalda a empujones, continuó gritandomientras volvió a caer en la nieve.

Hasta que algo duro le tapó la boca.Una mano.

En la mejilla, una garra que seclavaba más y más en la carne blanda…hasta llegar al hueso del pómulo.

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Los dientes dejaron de triturar y oyóun sonido como cuando se sorbe con unapaja lo último del vaso. Le cayó unlíquido en los ojos y no supo si eranlágrimas o sangre.

Cuando Lacke salió del edificio alto,Virginia no era más que una figuraoscura que se movía a lo lejos en elcamino del parque, en dirección a lacalle Arvid Mörnes. Le oprimía elpecho tras la carrera por las escaleras yel dolor del codo se extendía hasta elhombro. Pese a todo, iba corriendo.Corría cuanto podía. Se le empezó adespejar la cabeza con el aire fresco, y

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el miedo a perderla lo impulsaba.Al llegar al recodo donde el

«camino de Jocke», como él habíaempezado a llamarlo, se encontraba con«el camino de Virginia» se paró y logrótomar aire para llamarla. Ella iba por elcamino sólo a unos cincuenta metros deél, bajo los árboles.

Justo cuando iba a gritar vio cómodel árbol caía una sombra sobreVirginia, se posaba en ella y la hacíacaer al suelo. El grito se quedó ensilbido y echó a correr hacia allí. Queríagritar, pero no tenía aire suficiente comopara correr y gritar al tiempo.

Corrió.

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Delante de él Virginia se levantabacon un gran fardo en la espalda, girandocomo si tuviera una joroba enloquecida,y volvió a caer.

No tenía ningún plan, ninguna idea.Sólo ésta: llegar hasta Virginia yquitarle aquello de la espalda. Estabatendida en la nieve al lado del caminocon esa masa negra agitándose sobreella.

Llegó y empleó las fuerzas que lequedaban en dar una patadadirectamente al bulto negro. Su piechocó con algo duro y oyó un crujidocomo cuando el hielo se rompe. El bultonegro cayó de la espalda de Virginia,

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aterrizó a su lado.Virginia no se movía, había manchas

oscuras en la nieve. El bulto negro selevantó.

Un niño.Lacke se quedó mirando el más

dulce de los rostros infantilesenmarcado por una orla de cabellosnegros. Un par de ojos grandes, negros,se cruzaron con los de Lacke.

El niño se puso a cuatro patas comoun felino, dispuesto a atacar. Su cara setransformó cuando abrió los labios yLacke pudo ver la hilera de dientesafilados brillando en la oscuridad.

Hubo un par de respiraciones

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jadeantes. El niño seguía a cuatro patasy Lacke pudo observar entonces que suspies eran garras, nítidamente perfiladascontra la nieve.

Entonces una mueca de dolor cruzóla cara del pequeño, se puso de pie yechó a correr en dirección a la escuelacon pasos largos y rápidos. Unossegundos después se deslizó en lassombras y desapareció.

Lacke se quedó allí parpadeandopara evitar que el sudor le entrara en losojos. Luego se tiró al suelo al lado deVirginia. Vio la herida. Toda la parteposterior de la cabeza estaba rajada,hilillos negros que subían hasta la raíz

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del pelo y caían por la espalda. Se quitóla cazadora, se quitó el jersey quellevaba debajo, lo arrebujó como unapelota y lo apretó contra la herida.

—¡Virginia! ¡Virginia! Querida,amada…

Por fin pudo soltar aquellaspalabras.

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Sábado 7 de Noviembre

De viaje a casa de su padre. Cadarecodo del camino le resultabaconocido; había hecho aquel trayecto…¿cuántas veces? Solo, tal vez diez odoce, pero con su madre otras treinta,por lo menos. Sus padres se habíanseparado cuando tenía cuatro años, peroOskar y ella habían seguido yendo allílos fines de semana y durante lasvacaciones.

Los últimos tres años le habíandejado viajar solo en el autobús. Estavez su madre ni siquiera lo habíaacompañado hasta la Escuela Técnica

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Superior, desde donde salían losautobuses. Ya era un chico mayor, consu propia tarjeta prepago para el metroen la cartera.

En realidad tenía la cartera sólopara llevar la tarjeta, pero ahora,además, guardaba allí veinte coronaspara golosinas y cosas así, y las notas deEli.

Oskar se tocó la venda de la mano.No quería volver a verla. Era repulsiva.Lo que había ocurrido en el sótano habíasido como si… Ella mostrara suverdadero rostro.

… había algo en ella, algo que era…Lo Terrible. Todo aquello de lo que uno

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debe cuidarse. Grandes alturas, fuego,cristales en la hierba, serpientes. Todoaquello de lo que su madre se esforzabatanto en protegerlo.

Quizá fuera por eso por lo que nohabía querido que Eli y su madre seconocieran. Su madre se habría dadocuenta de inmediato, le habría prohibidoacercarse a ello. A Eli.

El autobús salió de la autopista,torció hacia abajo, hacia Spillersboda.Aquél era el único que iba haciaRådmanså, por eso tenía que ir dandorodeos para pasar por tantos puebloscomo fuera posible. El vehículoatravesó un paisaje montañoso con pilas

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de tablas amontonadas en el Aserraderode Spillersboda, hizo un giro brusco y apunto estuvo de deslizarse cuesta abajocontra el muelle.

No se había quedado a esperar a Eliel viernes por la tarde.

En lugar de eso, cogió su trineo y fuea deslizarse solo por la Cuesta delFantasma. Su madre se enfadó con élporque se había quedado en casa todo eldía, sin ir a la escuela, resfriado, peroOskar le dijo que ya se encontrabamejor.

Fue hacia el Parque Chino con eltrineo a la espalda. La Cuesta delFantasma empezaba cien metros más

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allá de la última farola del parque, cienmetros de oscuro bosque. La nievecrujía bajo sus pies. El absorbentesusurro del bosque, como un aliento. Laluz de la luna se filtraba hasta el suelo yentre los árboles parecía un entramadode sombras en el que hubiera figuras sinrostro esperando, moviéndose haciadelante y hacia atrás.

Alcanzó el punto donde el caminoempezaba a descender abruptamentehacia la Ensenada del Molino, se sentóen el trineo. La Casa del Fantasma erauna pared negra al lado de la cuesta, unaprohibición: No puedes estar aquícuando es de noche. Éste es nuestro

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sitio ahora. Si quieres jugar aquí,tienes que jugar con nosotros.

Al final de la cuesta brillabanalgunas luces del club náutico de laEnsenada de Kvarnviken. Oskar sedesplazó unos centímetros más haciadelante, el desnivel hizo el resto y eltrineo empezó a deslizarse. Agarraba elvolante con fuerza, quería cerrar losojos pero no se atrevía, porque entoncespodía salirse de la pista, caer por elabrupto precipicio contra la Casa delFantasma.

Corría cuesta abajo, un proyectil denervios y músculos tensos. Más y másrápido. De la Casa del Fantasma salían

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brazos deformados que, cubiertos denieve en polvo, le tiraban del gorro, lerozaban las mejillas.

Puede que no fuera más que unaráfaga de viento, pero en la parte bajade la cuesta se topó con una marañatransparente y viscosa que estabaatravesada y bien tensada en medio de lapista, como tratando de detenerlo. Peroiba demasiado rápido.

El trineo atravesó la maraña, que sequedó pegada a la cara y al cuerpo deOskar, luego dio de sí, se estiró hastaromperse y cruzó a través de ella.

En la ensenada de Kvarnvikenbrillaban las luces. Sentado en su trineo

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miraba el lugar donde el día antes por lamañana había derribado a Jonny. Sevolvió. La Casa del Fantasma era unafea gualdrapa de chapa.

Tirando del trineo subió de nuevo lacuesta. Se lanzó. Arriba de nuevo.Abajo. No podía dejarlo. Y siguiótirándose. Se estuvo deslizando hastaque su cara se convirtió en una máscarade hielo.

Luego se fue a casa.No había dormido más de cuatro o

cinco horas aquella noche, tenía miedode que llegara Eli por lo que se veríaobligado a decir, a hacer, si ella sepresentaba: rechazarla. Por eso se había

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quedado dormido en el autobús haciaNorrtälje y no se había despertado hastaque llegaron. En el autobús deRådmansö se mantuvo despierto,jugando al juego de recordar todo lo quepudiera a lo largo del recorrido.

Ahí delante tiene que aparecerenseguida una casa pintada deamarillo con un molino de viento en elcésped.

Una casa pintada de amarillo con unmolino de viento nevado pasó por laventana. Y así. En Spillersboda se subióuna chica al autobús. Oskar se agarró alasiento de delante. Se parecía un poco aEli, pero por supuesto no era ella. La

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chica se sentó un par de asientos delantede Oskar. Él se quedó mirándole lanuca.

¿Qué es lo que le pasa?Aquel pensamiento ya se le había

ocurrido a Oskar abajo, en el sótano,cuando estuvo recogiendo las botellas yse secó la sangre de la mano con untrozo de tela del cuarto de la basura, queEli era una vampira. Eso explicaba unmontón de cosas.

Que nunca saliera de día.Que pudiera ver en la oscuridad,

cosa que él sabía de sobra que podíahacer.

Además de un montón de cosas: la

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manera de hablar, el cubo, la agilidad,cosas que sin duda podían tener unaexplicación natural… pero es que,además, estaba la forma en que habíachupado su sangre del suelo, y lo querealmente le congelaba las entrañascuando pensaba en ello:

¿Puedo entrar? Dime que puedoentrar.

Que necesitara una invitación parapoder entrar en su habitación, en sucama. Y él la había invitado. Unavampira. Un ser que vivía de la sangrede los demás. Eli. No había ni una solapersona a quien pudiera contárselo.Nadie le creería. Y si alguien, pese a

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todo, le creyera, ¿qué pasaría?Oskar vio ante sí una multitud de

hombres que cruzaban el arco de entradaa Blackeberg, donde él y Eli se habíanabrazado, con estacas afiladas en lasmanos. Entonces sintió miedo por Eli,no quería volver a verla, pero aquellono quería que ocurriera.

Tres cuartos de hora después de quese subiera al autobús en Norrtälje llegóa Södersvik. Tiró de la cuerda y lacampanilla sonó delante, al lado delconductor. El autobús se paró justo antela tienda y Oskar tuvo que esperar a quebajara primero una señora mayor a laque conocía pero de la que ignoraba su

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nombre.Su padre estaba al pie de la

escalera, asintió con la cabeza y dijo:«Hum» a la señora mayor. Oskar bajódel autobús, se quedó un momentoparado delante de su padre. La últimasemana habían sucedido cosas que lehacían sentirse mayor. No adulto, perosí más mayor. Eso se le vino abajocuando estuvo ante su padre.

Su madre aseguraba que su padre erainfantil de una forma equivocada.Inmaduro, incapaz de asumirresponsabilidades. Bueno, ella decíatambién cosas buenas de él, peroaquello era un escollo constante. La

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inmadurez.Para Oskar, su padre allí,

extendiendo los brazos, era la imagendel adulto. Y Oskar cayó en esos brazos.

Su padre olía diferente a todas lasdemás personas de la ciudad. En suviejo chaleco Helly Hansen remendadocon cinta de velero había siempre lamisma mezcla de madera, pintura, metaly, sobre todo, aceite. Ésos eran susolores, pero Oskar no pensaba en ellode aquella manera. Era sencillamente«el olor de su padre». Le gustaba aquelolor y aspiró profundamente por la narizmientras hundía la cara en el pecho desu padre.

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—Sí, hola.—Hola, papá.—¿Ha ido bien el viaje?—No, hemos chocado con un alce.—¡Huy! No me digas.—Sólo es una broma.—Ya, ya. Bueno. Pero yo me

acuerdo de que una vez…Mientras iban hacia la tienda su

padre empezó a contar la historia decómo una vez atropelló a un alce con uncamión. Oskar, que ya había oído lahistoria antes, asentía de vez en cuandomirando a su alrededor.

La tienda de Södervik tenía elmismo aspecto sucio de siempre. Los

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rótulos y banderines que se habíanquedado allí a la espera del próximoverano hacían que todo el lugar seasemejara a un puesto de heladosdesmesurado. La gran carpa detrás de latienda, donde vendían herramientas parael jardín, muebles para exteriores ycosas por el estilo, tenía el accesocerrado con unas cuerdas porque ya noera temporada.

En verano, la población de Södervikse multiplicaba por cuatro. Toda la zonaalrededor de la ensenada de Norrtälje,la isla de Lågarö, era un hormiguero decasitas de verano y segundasresidencias, y aunque los buzones abajo,

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hacia la isla de Lågarö, colgaban enhileras dobles de treinta casilleros encada una, el cartero no tenía que ir casinunca allí en esta época del año. Nohabía nadie, no había correo.

Justo cuando llegaron hasta la moto,su padre terminó de contar la historiadel alce.

—… así que tuve que darle un golpecon una palanqueta que tenía para abrircajones y esas cosas. Justo entre losojos. Él se tambaleó así y… bueno. No,no fue tan agradable.

—No. Claro.Oskar se montó sobre el

portaequipajes delantero, puso las

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piernas debajo. Su padre rebuscó en elbolsillo del chaleco, sacó un gorro.

—Toma. Que se quedan un pocofrías las orejas.

—No, si tengo.Oskar sacó su propio gorro, se lo

puso. Su padre se volvió a guardar elotro en el bolsillo.

—¿Y tú? Que se quedan un pocofrías las orejas.

Su padre se rió.—No, yo estoy acostumbrado.Eso ya lo sabía Oskar. Sólo quería

chincharle un poco. No podía recordarhaber visto nunca a su padre con gorro.Si hacía frío de verdad y soplaba el

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viento podía ponerse una especie degorra de piel de oso con orejeras que élllamaba «la herencia», pero nada más.

Su padre pisó el pedal de la motopara ponerla en marcha y ésta sonócomo una motosierra. Dijo algo sobre«el punto muerto» y metió la primera. Lamoto pegó un tirón hacia delante que apunto estuvo de hacer que Oskar secayera hacia atrás y su padre gritó: «¡elembrague!», y se pusieron en marcha.

Segunda. Tercera. La moto fuecogiendo velocidad mientras cruzaban elpueblo. Oskar iba sentado como unsastre sobre el ruidoso portaequipajes.

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Se sentía como el rey de todos losreinos de la tierra y habría podidoseguir viajando eternamente.

Se lo había explicado un médico.Los gases que había aspirado le habíanquemado las cuerdas vocales y lo másprobable era que no pudiera volver ahablar normal. Una nueva operaciónpodría devolverle la capacidad deproducir sonidos vocálicos, pero comoincluso la lengua y los labios estabangravemente afectados, serían necesariasnuevas operaciones para restablecer laposibilidad de reproducir lasconsonantes.

Como viejo profesor de sueco,

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Håkan no podía dejar de maravillarsecon aquel pensamiento: producir la vozpor vía quirúrgica.

Sabía bastante de fonemas y de lasmínimas unidades del idioma, comunes amuchas culturas, pero nunca se habíaparado a pensar en las herramientaspropias de éste —paladar, labios,lengua, cuerdas vocales— de aquellamanera. Tallar el idioma con el bisturí apartir de una materia prima informe,como salían las esculturas de Rodin delmármol bruto.

Y, pese a todo, carecía totalmente desentido. No pensaba hablar. Además,sospechaba que el médico le había

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hablado de aquella manera por algunarazón especial. Él era lo que llaman unapersona propensa al suicidio, por lo queera importante inculcarle una especie deconcepción lineal del tiempo.Devolverle la idea de la vida como unproyecto, como un sueño de futurasconquistas.

Pero él no la compraba.Si Eli lo necesitaba, podía pensar en

vivir. Si no, no. Nada hacía pensar queEli lo necesitara.

Pero ¿cómo habría podido Eliponerse en contacto con él en este sitio?

Por las copas de los árboles fuera dela ventana suponía que se encontraba en

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los pisos de arriba.Además, bien vigilado. Aparte del

médico y las enfermeras había siempre,al menos, un policía cerca. Eli no podíallegar hasta él y él no podía llegar hastaEli. La idea de fugarse, de ponerse encontacto con Eli por última vez se lehabía pasado por la cabeza. Pero¿cómo?

La operación de garganta habíahecho que pudiera respirar de nuevo, yano necesitaba estar conectado a unrespirador. Sin embargo, la comida nola podía tomar por la vía normal(aquello también lo iban a arreglar,según le había asegurado el médico). El

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tubo del goteo se movía continuamentede acá para allá dentro de su campovisual. Si lo arrancaba, probablementeempezaría a pitar en algún sitio, yademás veía también sumamente mal.Escaparse rozaba lo impensable.

Una cirugía plástica había consistidoen trasplantarle un trozo de piel de supropia espalda al párpado, para quepudiera cerrar los ojos.

Los cerró.La puerta de su habitación se abrió.

Tocaba otra vez. Reconoció la voz. Elmismo hombre que las otras veces.

—Bueno, bueno —saludó el hombre—. Dicen que de todas formas no podrás

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hablar durante algún tiempo. Es unalástima. Pero el caso es que sigoempeñado en que, pese a todo, tú y yopodríamos comunicarnos si tú pusierasun poco de tu parte.

Håkan trató de recordar lo que decíaPlatón en La República acerca de losasesinos y de los violentos, cómo habíaque actuar con ellos.

—Bueno, ya puedes también cerrarlos ojos. Eso está bien. ¿Oye? ¿Y siempiezo a ser algo más concreto?Porque me pega a mí que tú a lo mejorcrees que no vamos a poderidentificarte. Pero lo vamos a hacer.Tenías un reloj de pulsera del que

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seguramente te acordarás. Por suerte setrataba de un reloj viejo con lasiniciales del fabricante, el número deserie y todo. Daremos con él en un parde días, de una u otra forma. Una semanaquizá. Y hay más cosas.

»Te encontraremos, eso tenlo porseguro.

»Así que… Max. No sé por qué tequiero llamar Max. Es sóloprovisionalmente. ¿Max? ¿Querríasayudarnos un poco? Si no, tendremosque hacerte una fotografía y quizápublicarla en los periódicos y… bueno,ya sabes. Será más lioso. Cuánto mássencillo si tú hablases… o algo…

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conmigo ahora.»Tenías un papel con el código de

Morse en el bolsillo. ¿Sabes el alfabetoMorse? Porque en ese caso podemoscomunicarnos dando golpecitos.

Håkan abrió el ojo, miró endirección a las dos manchas oscurasdentro del óvalo blanco y borroso queera la cara del hombre. Éste decidióobviamente interpretarlo como unainvitación y siguió:

—Luego está ese hombre del agua.Está claro que no fuiste tú el que lomató, ¿verdad? Los patólogos dicen quelas marcas de las mordedurasprobablemente hayan sido hechas por un

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niño. Y ya hemos recibido una denuncia,algo en lo que lamentablemente nopuedo entrar en detalles, pero… perocreo que estás protegiendo a alguien.¿Es así? Levanta la mano si es así.

Håkan cerró el ojo. El policía lanzóun suspiro.

—De acuerdo. Entonces dejaremosque la investigación siga su curso, pues.¿No quieres decirme algo antes de queme vaya?

El policía estaba a punto delevantarse cuando Håkan alzó una mano.El policía se volvió a sentar. Håkanlevantó la mano más alto. Y le dijoadiós con ella.

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Adiós.

Al policía se le escapó un bufido, seincorporó y se fue.

Las heridas de Virginia no habíansido graves. El viernes por la tarde pudoabandonar el hospital con catorce puntosy un apósito grande en el cuello y otroalgo más pequeño en la mejilla. Rechazóel ofrecimiento de Lacke para quedarsecon ella, para vivir en su casa hasta quese pusiera mejor.

Virginia se acostó el viernes por lanoche convencida de que se levantaríapara ir a trabajar el sábado por lamañana. Su economía no le permitía

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quedarse en casa.Pero no le resultó fácil conciliar el

sueño. El recuerdo del ataque no dejabade darle vueltas en la cabeza, no podíarelajarse. Le parecía ver saliendo de lassombras del techo del dormitorio bultosnegros que se abalanzaban sobre ella,allí tendida en la cama y con los ojosbien abiertos. Le picaba la herida delcuello bajo el enorme apósito. Hacia lasdos de la madrugada le entró hambre,fue a la cocina y abrió el frigorífico.

Sentía el estómago totalmente vacío,pero al mirar la comida que había noencontró nada que le apeteciera. Sinembargo, por pura inercia sacó pan,

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mantequilla, queso y leche, lo puso todosobre la mesa de la cocina.

Se preparó un bocadillo de queso yse llenó un vaso de leche. Luego sesentó a la mesa y se quedó mirando ellíquido blanco del vaso, la rebanada depan marrón con la capa amarilla dequeso encima. Parecía asqueroso. Noquería comer aquello. Tiró el bocadilloa la basura, la leche al fregadero. En elfrigorífico había una botella de vinoblanco que estaba a medias. Se sirvió unvaso, se lo llevó a los labios. Cuandosintió el olor del vino se le quitaron lasganas.

Sintiéndose derrotada se puso un

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vaso de agua del grifo. Al acercárselo ala boca, vaciló. ¿El agua sin embargosiempre se podía…? Sí. Agua podíabeber. Aunque sabía a… moho. Como sitodo lo que había de bueno en el agua lohubieran quitado y hubieran dejado sólolos sedimentos del fondo.

Se acostó de nuevo, estuvo acostadadando vueltas unas horas más; al final,se quedó dormida.

Cuando se despertó, el relojmarcaba las diez y media. Se tiró de lacama, se puso la ropa en la penumbradel dormitorio. Dios mío. Tenía quehaber estado en la tienda a las ocho.

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¿Por qué no la habían llamado?Espera. La había despertado el

sonido del teléfono. Había estadosonando en su último sueño antes de quese despertara, después había dejado desonar. Si no la hubieran llamado estaríaaún durmiendo. Se abrochó la blusa yfue hasta la ventana, levantó la persiana.

La luz le llegó como una bofetada enla cara. Retrocedió, alejándose de laventana y soltando la cuerda de lapersiana. Se sentó en la cama. Unosrayos de luz se colaban con un ruidoáspero y caían atravesados sobre su piedesnudo.

Mil alfileres.

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Como si le estuvieran tirando de lapiel en dos direcciones distintas almismo tiempo, un dolor que se extendíasobre la piel expuesta.

¿Qué me pasa?Retiró el pie, se puso los calcetines.

Puso el pie en la luz de nuevo. Mejor.Sólo cien alfileres. Se levantó para ir altrabajo, se sentó otra vez. Una especiede… choque.

La impresión al levantar la persianahabía sido terrible. Como si la luz fuerauna materia pesada que arrojada contrasu cuerpo la sacara de sí misma. Lo peoreran los ojos. Dos dedos forzudos quese apretaran contra ellos y amenazaran

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con sacarlos de sus órbitas. Aún leescocían.

Se frotó los ojos con las manos,buscó sus gafas de sol en el armario delcuarto de baño y se las puso.

Estaba hambrienta, pero bastaba conque pensara en el frigorífico, en elcontenido de la despensa, para que lasganas de desayunar desaparecieran.Además no tenía tiempo. Ya iba casi contres horas de retraso.

Salió, cerró la puerta y bajó lasescaleras lo más rápido que pudo. Elcuerpo estaba débil. Puede que fuera unerror ir al trabajo, después de todo.Bueno. La tienda sólo estaría abierta

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cuatro horas más, y era entonces cuandoempezaban a llegar los clientes delsábado.

Ocupada en esas cuestiones no se lopensó dos veces antes de abrir la puertadel portal.

Ahí estaba otra vez la luz.Le hacía daño en los ojos a pesar de

las gafas de sol, como si le echaran aguahirviendo en la cara y en las manos.Lanzó un grito. Metió las manos en lasmangas del abrigo, agachó la cabeza ycorrió hacia la tienda.

Una vez dentro, se aplacaronrápidamente el escozor y el dolor. Lamayoría de las ventanas de la tienda

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estaban cubiertas de anuncios y papelcelofán para que la luz del sol noestropeara los alimentos. Algo de dañosí que le hacía de todos modos, pero esopodía ser porque por las ventanas sefiltraba algo de claridad, por lasrendijas entre los anuncios. Se quitó lasgafas de sol y se dirigió a la oficina.

Lennart, el encargado de la tienda ysu jefe, estaba rellenando algunosimpresos, pero alzó la vista cuando ellaentró. Virginia se había esperado algúntipo de reprimenda, pero él sólo le dijo:

—Hola, ¿qué tal estás?—Bueno… bien.—¿No deberías estar en casa

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descansando un poco?—Sí, pero pensé que…—No tenías por qué haberlo hecho.

Lotten se encargará hoy de la caja. Te hellamado antes, pero como nocontestabas, pues…

—¿Entonces no hay nada que hacer?—Habla con Berit en la charcutería.

Oye, Virginia…—¿Sí?—Sí, qué mala suerte todo eso que

pasó. No sé qué puedo decir, pero… losiento. Y entiendo que necesitestomártelo con tranquilidad un tiempo.

Virginia no entendía nada. Lennartno era de los que se apiadaban de las

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enfermedades ni de los problemas de losdemás. Y presentarle de aquella maneras u personal condolencia era algototalmente nuevo. Probablemente seríaporque ella tenía un aspecto ciertamentelamentable con la mejilla hinchada y losesparadrapos.

Virginia le contestó:—Gracias. Ya veré lo que hago —y

se fue a la charcutería.Pasó por las cajas para saludar a

Lotte. Había cinco personas esperandopara pasar por la caja de su compañeray Virginia pensó que debería abrir otra,a pesar de todo. La cuestión sin embargoera si Lennart quería que ella estuviera

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en la caja con el aspecto que tenía.Cuando se acercó a la luz de la

ventana no cubierta que había detrás delas cajas volvió a ocurrir lo mismo. Lacara se le ponía tirante, los ojos ledolían. No era tan malo como la luzdirecta del sol fuera, en la calle, pero síbastante molesto. No podría estar allísentada.

Lotte la vio y la saludó entre dosclientes.

—Hola, lo he leído… ¿Qué talestás?

Virginia alzó la mano, moviéndolade un lado a otro: así, así. ¿Leído?

Agarró los periódicos Svenska

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Dagbladet y Dagens Nyheter, se losllevo a la charcutería y echó una ojeadarápida a las portadas. Allí no poníanada. Habría sido demasiado.

La charcutería estaba al fondo de latienda, al lado de los lácteos,estratégicamente colocados para que unotuviera que recorrer toda la tienda hastallegar a ellos. Virginia se paró al ladode las estanterías repletas de conservas.Le temblaba de hambre todo el cuerpo.Miró detenidamente los botes.

Tomate triturado, champiñones,mejillones, atún, raviolis, salchichas,sopa de guisantes… nada. Sólo le dabaasco.

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Berit alcanzó a verla desde lacharcutería, la saludó con la mano. Tanpronto como Virginia llegó detrás delmostrador Berit la abrazó, tocó concuidado la tirita que llevaba en lamejilla.

—¡Uf! Qué pobre.—No, pero está…¿Bien?Se retiró hasta el pequeño almacén

detrás de la charcutería. Si dejaba queBerit se arrancara acabaría con unabuena perorata acerca del sufrimiento engeneral y de la maldad en la sociedadactual en particular.

Virginia se sentó en una silla entre la

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báscula y la puerta del congelador.Aquel espacio no tenía más que unosmetros cuadrados, pero era el lugar másagradable de toda la tienda. Hasta allíno llegaba la luz de la calle. Hojeó losperiódicos y en una noticia marginal enla sección nacional de Dagens Nyheterpudo leer:

Mujer atacada en BlackebergUna mujer de cincuenta años

fue atacada y herida en la nochedel viernes en Blackeberg, en lasafueras de Estocolmo. Untranseúnte que pasaba por eselugar intervino y el delincuente,

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una mujer joven, huyóinmediatamente del lugar. Sedesconoce el motivo de laagresión. La policía investigaahora la posible relación de estesuceso con otros hechosviolentos ocurridos en la ZonaOeste en las últimas semanas.Las heridas de la mujer decincuenta años, según hemospodido saber, no revistengravedad.

Virginia dejó el periódico. Quéextraño leer acerca de sí misma de estamanera. «Una mujer de cincuenta años»,

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«transeúnte», «no revisten gravedad».Todo lo que se ocultaba detrás deaquellas palabras.

«La posible relación». Sí, Lackeestaba totalmente convencido de queella había sido atacada por el mismoniño que mató a Jocke. Aunque se habíavisto obligado a morderse la lengua parano contarlo en el hospital cuando unamujer policía y un médico le hicieron aVirginia una nueva revisión de lasheridas el viernes por la mañana.

Pensaba contarlo, pero queríainformar antes a Gösta, creía que Göstacambiaría de opinión ahora que inclusoVirginia se había visto expuesta.

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Virginia oyó unos crujidos y miró asu alrededor. Le llevó unos segundoscomprender que era ella misma la quetemblaba de tal manera que el periódicoque tenía en las manos producíaaquellos sonidos. Dejó el diario en larepisa que había encima de las batas dela charcutería, salió hasta donde estabaBerit.

—¿Algo que pueda hacer?—Pero mi niña, ¿de verdad vas a

trabajar?—Sí, es mejor si hago algo.—Lo entiendo. Pues entonces puedes

ir pesando las gambas. En bolsas demedio kilo. Pero ¿no deberías…?

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Virginia negó con la cabeza y volvióal almacén. Se puso una bata blanca y ungorro, sacó una caja de gambas delcongelador, se envolvió la mano en unplástico y empezó a pesar. Removía enla caja de cartón con la mano enfundada,ponía las gambas en bolsas de plástico,las pesaba en la báscula. Un trabajoaburrido, mecánico; la mano derecha sele quedó congelada con la cuarta bolsa.Pero estaba haciendo algo, y esomantenía su mente ocupada por un rato.

Por la noche, en el hospital, Lackehabía dicho una cosa realmente extraña:que el niño que la había atacado no erauna persona. Que tenía los dientes

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afilados y garras.Virginia había desechado aquello

como algo propio de la borrachera o deuna alucinación.

No recordaba gran cosa del ataque,pero podía estar de acuerdo en una cosa:lo que había saltado sobre ella erademasiado ligero para que fuera unadulto, casi demasiado ligero para quefuera siquiera un niño. Un niño muypequeño, en todo caso. Cinco, seis años.Recordaba que se había levantado conaquel peso en la espalda. Después todose volvió negro hasta que se despertó ensu piso con todos los colegas, menosGösta, alrededor de ella.

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Puso una pinza en la bolsa que teníapesada, cogió otra, echó un par depuñados. Cuatrocientos treinta gramos.Siete gambas más. Quinientos diez.

Se lo regalamos.Se miró las manos, que trabajaban

con independencia de su cerebro. Lasmanos. Con uñas largas. Dientesafilados. ¿Qué había sido aquello?Lacke lo había dicho claramente: unvampiro. Virginia se había echado areír, con cuidado para que no se lequitaran los puntos de la mejilla. Lackeni siquiera había sonreído.

—Tú no lo viste.—Pero Lacke… no existen.

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—No. Pero ¿qué era entonces?—Un niño. Con alguna fantasía

extraña.—¿Se había dejado crecer las uñas

entonces? ¿Se había afilado los dientes?Me gustaría conocer al dentista que…

—Lacke, estaba oscuro. Tú estabasborracho, sería…

—Sí, lo estaba. Yo estaba borracho.Pero vi lo que vi.

Sentía calor y tirantez bajo elapósito del cuello. Se quitó la bolsa dela mano derecha, se puso la mano sobreel vendaje. La mano estaba helada y sesintió aliviada. Pero se sentía cansada,como si las piernas no pudieran

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sostenerla más.Terminaría de pesar aquella caja y

luego se iría a casa. Aquello no podíaser. Si descansaba durante el fin desemana seguro que se sentiría mejor ellunes. Se puso la bolsa de plástico yacometió el trabajo con cierto enfado.Odiaba estar enferma.

Un dolor agudo en el dedo meñique.Mierda. Eso es lo que pasa cuando unono está pensando en lo que hace. Lasgambas, puntiagudas por la congelación,habían hecho que se pinchara. Se quitóla bolsa de plástico y se miró el dedomeñique. Un pequeño corte del queempezaba a salir sangre.

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Se llevó inmediatamente el dedo a laboca para chuparse la sangre.

Una mancha cálida, saludable ysabrosa se extendió desde el punto enque la yema de su dedo entró en contactocon la lengua, propagándose. Chupó conmás fuerza. Su boca se llenó de unaconcentración de todos los saboresbuenos. Un estremecimiento de placer lerecorrió el cuerpo. Siguió chupándose eldedo, entregada al disfrute, hasta que sedio cuenta de lo que estaba haciendo.

Se sacó el dedo de la boca, lo miró.Estaba mojado de saliva y la pequeñacantidad de sangre que salía se diluíaenseguida con aquélla como si fuera una

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pintura al agua demasiado clara. Mirólas gambas que quedaban en la caja.Cientos de pequeños cuerpos de colorrosa claro, cubiertos de escarcha. Y losojos. Cabezas negras de alfilerpinchadas en lo rosa, un cielo estrelladodel revés. Dibujos y constelacionescomenzaron a girar ante ella.

El mundo rotaba alrededor de su ejey algo le golpeó en la parte posterior dela cabeza. Delante de sus ojos aparecióuna superficie blanca con telarañas enlos bordes. Se dio cuenta de que estabatendida en el suelo, pero no tenía fuerzaspara levantarse.

A lo lejos oyó la voz de Berit:

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—Dios mío… Virginia…A Jonny le gustaba estar con su

hermano mayor, siempre y cuando noestuvieran sus odiosos colegas con él.Jimmy conocía a algunos tipos deRåcksta a los que Jonny tenía bastantemiedo. Una tarde, hacía ya un año, sehabían presentado en el patio parahablar con Jimmy, pero no quisieronsubir a llamar. Cuando Jonny les dijoque Jimmy no estaba en casa le habíanpedido que le hiciera llegar un mensaje:

—Dile a tu hermano que si noaparece el lunes con la pasta, alguien seencargará de ponerle la cabeza en untorno… ¿Sabes lo que es?… vale… y de

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darle vueltas hasta que la pasta le salgapor las orejas. ¿Se lo dirás? Bien, vale.Te llamas Jonny, ¿no? Adiós, Jonny.

Jonny le había dado el recado a suhermano y Jimmy no había hecho másque asentir, diciendo que ya lo sabía.Luego había desaparecido dinero de lacartera de su madre y se lio una buena.

Jimmy no pasaba ahora muchotiempo en casa. Era como si no hubierasitio para él desde la llegada de suhermana pequeña. Jonny tenía ya doshermanos menores y no contaban conmás. Pero luego su madre había tenidoun ligue y… bueno… lo que pasa.

Jimmy y Jonny, en cualquier caso,

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eran hijos del mismo padre. Éstetrabajaba ahora en una plataformapetrolífera en Noruega y habíaempezado a mandar dinero suficiente nosólo para su mantenimiento, sino que aveces incluso les había hecho envíosextra para compensar. Su madre le habíabendecido, sí, y estando borracha habíallorado un par de veces pensando en él,diciendo que no volvería a encontrar aun hombre así. Era la primera vez, queJonny pudiera recordar, que la falta dedinero no era el tema constante deconversación en casa.

Ahora se encontraban en unapizzería de la plaza de Blackeberg.

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Jimmy había ido a dar una vuelta a casapor la mañana, había discutido un pococon su madre y luego él y Jonny sehabían marchado. Jimmy esparció laensalada sobre su pizza, la enrolló,cogió el rollo y empezó a masticar.Jonny comió su pizza correctamente,pensando que la próxima vez que suhermano no estuviera presente lacomería de aquella manera.

Jimmy masticaba, señalando con lacabeza el vendaje que Jonny llevaba enla oreja.

—Tiene una pinta de la leche.—Sí.—¿Te duele?

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—No, está bien.—La vieja dice que está totalmente

destrozado. Que no podrás oír nada.—Bueno. No sabían. A lo mejor se

pone bien.—Mmm. Vamos a ver si lo he

entendido: ¿el chaval sólo cogió unarama de la hostia y te golpeó con ella enla cabeza?

—Mmm.—Es una putada. ¿Qué? ¿Vas a hacer

algo?—No sé.—¿Necesitas ayuda?—… no.—¿Qué pasa? Puedo decírselo a mis

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colegas y nos encargamos de él.Jonny cortó con los dedos un trozo

grande de pizza con gambas, su trozofavorito, se lo metió en la boca y lomasticó. No. Nada de mezclar a loscolegas de Jimmy en esto, entonces seríamucho peor. Sin embargo Jonny sonriósólo de pensar en lo nervioso que sepondría Oskar si apareciera en su patiocon los amigos de Jimmy, imagínate sieran los de Råcksta. Meneó la cabeza.

Jimmy dejó su rollo de pizza en elplato, mirando gravemente a Jonny a losojos.

—Vale, sólo te digo una cosa. Unacosa más y…

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Apretó con fuerza los dedos, cerróel puño.

—Eres mi hermano, y no va a venirningún cabrón y… una cosa más, luegopodrás decir lo que quieras. Peroentonces voy a ir a por él. ¿Entendido?

Jimmy puso el puño cerrado sobre lamesa. Jonny cerró el suyo y empezó aboxear con el de Jimmy. Se sentía bien.Había alguien que se preocupaba por él.Jimmy asintió.

—Bien. Tengo una cosa para ti.Se inclinó debajo de la mesa y sacó

una bolsa de plástico que había llevadotoda la mañana. De la bolsa de plásticoextrajo un álbum de fotos no muy grueso.

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—El viejo pasó por aquí la semanapasada. Se había dejado barba, casi nole conocía. Me trajo esto.

Jimmy le pasó a Jonny el álbum defotos por encima de la mesa. Jonny selimpió los dedos con una servilleta y loabrió.

Fotos de niños. De su madre. Talvez diez años más joven que ahora. Y unhombre al que reconocía como su padre.El hombre empujaba a los niños en loscolumpios. En una de las fotos llevabapuesto un sombrero de vaquerodemasiado pequeño. Jimmy, con unosnueve años, estaba a su lado con un riflede plástico en las manos y el gesto

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ceñudo. Un niño pequeño que tenía queser Jonny estaba sentado al lado, en elsuelo, y los miraba con los ojos muyabiertos.

—Me lo ha dejado hasta la próximavez que nos veamos. Quería que se lodevolviera, dijo que era… sí, joder,¿qué fue lo que dijo?… «Su bien máspreciado», creo que dijo. Pensé que a lomejor a ti también te gustaría verlo.

Jonny asintió sin levantar la vista delálbum. Sólo había visto a su padre dosveces desde que se marchó cuando éltenía cuatro años. En casa había unafotografía suya, una foto bastante malaen la que aparecía sentado con otras

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personas. Esto era algo completamentedistinto. Con esto uno podía hacerse unaidea cabal de él.

—Una cosa más: no se lo enseñes amamá. Yo creo que el viejo se las llevócuando se largó, y si ella las llega aver… bueno, en cualquier caso quiereque se las devuelva. Tienes queprometérmelo, que no se las vas aenseñar a mamá.

Todavía con la nariz sobre el álbumJonny cerró el puño y lo puso sobre lamesa. Jimmy se echó a reír y un pocodespués sintió los puños de Jimmy sobrelos suyos. Prometido.

—Venga, ya podrás mirarlas luego.

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Coge también la bolsa.Jimmy le alargó la bolsa y Jonny

cerró con desgana el álbum, lo guardó.Jimmy ya se había acabado la pizza, seechó hacia atrás en la silla dándose unosgolpecitos en el estómago.

—Bueno, ¿y cómo andas de ligues?El pueblo se deslizaba ante sus ojos.

La nieve que arañaba la rueda de lamoto salía disparada hacia atrás ybombardeaba las mejillas de Oskar. Éliba agarrado con fuerza al palo deenebro con las dos manos; se giró haciaun lado, fuera de la nube de nieve. Uncrujido agudo cuando los esquís

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cortaron la nieve suelta. La parteexterior del esquí rozó el postereflectante de color naranja que había enel arcén. Se tambaleó, recuperó elequilibrio.

En el camino que bajaba hastaLågarö no habían quitado la nieve. Lamoto dejaba tras de sí tres profundasroderas en el manto intacto, y cincometros detrás iba Oskar con los esquíshaciendo dos roderas más. Iba haciendozigzag sobre las roderas de la moto,deslizándose sobre un solo esquí comoun patinador, acurrucándose como sifuera una pelota a gran velocidad.

Bueno, cuando su padre frenó

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bajando la larga cuesta que conducíahasta el viejo muelle de los barcos devapor, Oskar iba a más velocidad que lamoto y tuvo que frenar con cuidado paraque la cuerda no se le quedara floja yluego le diera un tirón cuando la cuestafuera menos empinada y la velocidad dela moto mayor.

La moto llegó justo hasta el muelle,y su padre la puso en punto muerto yfrenó. Oskar tenía aún mucha velocidady por un momento pensó soltar el palo ysólo seguir... sobre el borde del muelle,caer en el agua negra. Pero giró losesquís hacia fuera y frenó a unos metrosdel borde.

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Se quedó jadeando un momento,mirando sobre el agua. Habíanempezado a formarse delgadas placas dehielo que flotaban y se movían con laspequeñas olas de la orilla. Con un pocode suerte puede que se formara una capade hielo de verdad este año. Así sepodría pasear hasta la isla de Vätö, queestaba al otro lado. ¿O solían mantenerun tramo abierto para los barcos hastaNorrtälje? Oskar no se acordaba, hacíavarios años que no se formabansemejantes hielos.

Cuando Oskar venía aquí en veranosolía pescar arenques en el muelle.Anzuelos sueltos en el hilo de la caña de

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pescar, un anzuelo de espejuelo en elextremo. Si encontraba un buen banco ytenía paciencia podía sacar un par dekilos, pero lo normal eran sólo diez,quince arenques. Suficientes para comerél y su padre; los que eran demasiadopequeños para freírlos se los echaban algato.

Su padre se acercó y se puso a sulado.

—Esto ha ido bien.—Mmm. Aunque a veces se abría.—Sí, la nieve está algo suelta.

Habría que apelmazarla un poco, dealguna forma. Claro, se podría… si unocogiera una placa de masonita y la

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pusiera detrás y colocara un pesoencima. Sí, si tú te sentaras encima contu peso, pues…

—¿Lo hacemos?—No, tendrá que ser mañana, en

todo caso. Ya está oscureciendo.Deberíamos volver a casa e irpreparando el ave si es que queremoscomer.

—Vale.Su padre se quedó mirando al agua,

permaneció callado un momento.—Oye, estaba pensando una cosa.—¿Sí?Ahí estaba. Su madre le había dicho

que le había pedido a su padre muy en

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serio que hablara con él sobre lo deJonny. La verdad es que

Oskar sí que quería hablar de ello.Su padre estaba a una distancia segurade todo aquello, no intervendría deninguna manera. Su padre tosió, tomóimpulso. Expulsó el aire. Miraba alagua. Entonces dijo:

—Sí, he estado pensando… ¿Tienespatines?

—No. Ningunos que me quedenbien.

—Así que no. No, porque si seforma hielo este invierno, y parece queva… pues podía ser divertido tenerlos.Yo los tengo.

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—Seguro que no me valen.Su padre sonrió, con una especie de

carcajada.—No, pero… el hijo de Östen por lo

visto tenía unos que se le han quedadopequeños. Un treinta y nueve. ¿Quénúmero calzas?

—El treinta y ocho.—Bueno, pero con unos calcetines

gordos, pues… entonces tengo quepedírselos.

—Qué bien.—Sí. Bueno. ¿Nos vamos a casa?Oskar asintió. A lo mejor más tarde.

Y lo de los patines estaba bien. Sipudieran arreglarlo, mañana se los

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podría llevar a casa.Fue con los miniesquís hasta el palo

de enebro, retrocedió hasta que lacuerda se tensó, le hizo a su padre laseñal de que estaba listo y éste arrancóla moto con el pie. Tuvieron que subir lacuesta en primera. La moto hacía tantoruido que las cornejas, asustadas,abandonaban las copas de los pinosbatiendo las alas.

Oskar se deslizó lentamente haciaarriba; como en un remonte, iba derechocon las piernas juntas. No iba pensandoen nada, sólo en intentar mantener losesquís en las viejas roderas para evitar

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cortar la nieve. Fueron hacia casamientras se hacía de noche.

Lacke bajó las escaleras de la plazacon una caja de bombones Aladdinmetida en la cinturilla del pantalón. Nole gustaba mangar cosas, pero no teníadinero y quería regalarle algo aVirginia. Le habría gustado llevartambién unas rosas, pero ¡anda!, intentamangar en una floristería.

Ya había oscurecido, y al bajar lacuesta que iba hasta la escuela, vaciló.Miró a su alrededor, rebuscó con el pieen la nieve y encontró una piedra deltamaño de un puño, la sacó con el pie y

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se la guardó en el bolsillo, apretándolacon la mano. No es que creyera que leiba a servir de algo contra lo que habíavisto, pero el peso y el frío de la piedrale hacían sentirse más seguro.

Sus preguntas por los patios nohabían dado más resultado que unascuantas miradas vigilantes y recelosasde padres que se encontraban haciendomuñecos de nieve con sus pequeños.Viejo verde.

Sí; no se dio cuenta, hasta que abrióla boca para hablar con una mujer queestaba sacudiendo las alfombras, de loextraño que debía de resultar sucomportamiento. La mujer había dejado

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de dar golpes, volviéndose hacia él conla pala de sacudir en la mano como sifuera un arma.

—Perdón —dijo Lacke—… sí, mepregunto… estoy buscando a un niño.

—¿Ah, sí?Bueno. Él mismo había oído cómo

sonaba, y eso le había puesto másnervioso.

—Sí, ella ha… desaparecido. Mepregunto si alguien, a lo mejor, la havisto por aquí.

—¿Es tu hija?—No, pero…

Aparte de con algunos adolescentes,

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desechó la idea de hablar con personasa las que no conociera, o que sólohubiera visto una vez. Se encontró conun par de conocidos, pero no sabíannada. Busca y hallarás, sí, claro. Perouno tiene que saber con exactitud qué eslo que está buscando.

Cuando caminaba por el parquehacia la escuela, echó una mirada haciael puente de Jocke.

La información en los periódicos deldía anterior fue bastante amplia, sobretodo en lo que concernía a la formamacabra en que había sido encontrado elcadáver. Un alcohólico asesinado era ensí una gran noticia, pero además se

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habían regodeado con los niños que lovieron, los bomberos que tuvieron queserrar el hielo, etcétera. Al lado deltexto aparecía la foto del pasaporte deJocke en la que tenía, como mínimo, elaspecto de un asesino en serie.

Lacke continuó caminando al lado dela tétrica fachada de ladrillo de laescuela de Blackeberg, por las escalerasanchas y empinadas como si fueran laentrada del palacio de justicia o delinfierno. En la pared, al lado de losescalones más bajos, alguien habíapintado con un spray «Iron Maiden»,quién sabe qué significaba aquello.Quizá algún grupo.

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Continuó a través del aparcamiento,hacia la calle Björnsonsgatan.Normalmente habría atajado cruzandopor detrás de la escuela, pero allíestaba… tan oscuro. Podía imaginarsefácilmente a aquel ser acurrucado entrelas sombras. Miraba hacia las copas delos altos pinos que bordeaban el camino.Unos bultos oscuros dentro del ramaje.Probablemente nidos de urracas.

No era sólo el aspecto de aquel ser,era también la forma de atacar. Él quizá,quizá hubiera podido aceptar que lo delos dientes y las garras tuviera algunaexplicación lógica si no hubiera sidopor el salto que dio desde el árbol.

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Antes de que llevaran a Virginia a casa,había estado mirando el árbol. La ramadesde la que ese ser debía haber saltadoestaba posiblemente a cinco metros delsuelo.

Caer cinco metros justo en laespalda de alguien; si se añadía «artistade circo» a todas las demás cosas paratener una explicación «lógica»,entonces, tal vez. Pero todo juntoresultaba exactamente igual de absurdoque lo que le había dicho a Virginia, delo que se arrepentía ahora.

Mierda…Se sacó la caja de bombones de los

pantalones. El calor de su cuerpo tal vez

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ya había estropeado, derretido elchocolate. Movió la caja paracomprobarlo. No. Sonaba bien dentro.Los bombones no se habían pegado.Siguió por la calle Björnsonsgatan,frente al supermercado ICA, con la cajaen la mano.

TOMATE TRITURADO. TRESBOTES 5 CORONAS

Hacía seis días.Lacke seguía agarrando todavía la

piedra que tenía en el bolsillo. Miró elanuncio, podía imaginarse la mano deVirginia moviéndose hasta haceraparecer por arte de magia las letrasrectas e iguales. ¿Hoy se habría quedado

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en casa descansando? Claro que seríamuy propio de ella ir dando tumbos altrabajo antes de que la sangre siquierahubiera tenido tiempo de coagular.

Cuando llegó hasta el portal deVirginia echó una ojeada a sus ventanas.Apagado. ¿Estaría en casa de su hija?Bueno, subiría de todas formas y ledejaría los bombones en la puerta.Estaba totalmente oscuro dentro delportal. Se le erizaron los pelos de lanuca.

El niño está aquí.Permaneció unos segundos sin

pestañear, luego se precipitó sobre elpunto rojo iluminado del interruptor de

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la luz, lo pulsó con el reverso de lamano en la que llevaba la caja debombones. La otra mano apretaba confuerza la piedra que tenía en el bolsillo.

Se oyó un suave golpe seco del relédel sótano cuando se encendió la luz.Nada. El portal de Virginia. Escalerasde hormigón de color amarillo con undibujo de salpicaduras. Respiróprofundamente un par de veces y empezóa subir las escaleras.

Justo entonces se dio cuenta de locansado que estaba. Virginia vivía en elpiso de arriba, en el tercero, y suspiernas se arrastraron escaleras arribacomo dos tablas inertes unidas a las

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caderas. Esperaba que ella estuviera encasa, que se sintiera bien, que lepermitiera hundirse en su butaca de skayy no hacer otra cosa más que descansaren el sitio en el que prefería estar. Soltóla piedra del bolsillo y llamó a lapuerta. Aguardó un poco. Volvió allamar.

Había empezado a tratar de colocarla caja de bombones en el picaportecuando oyó pasos sigilosos dentro delpiso. Se apartó de la puerta. Dentro,dejaron de oírse pasos. Ella estaba alotro lado.

—¿Quién es?Nunca jamás Virginia había

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preguntado eso antes. Uno llamaba, pin,pin, sonaban sus pasos y se abría lapuerta. Pasa, pasa. Él tosió, aclarándosela garganta:

—Soy yo.Una pausa. Podía oír la respiración

de ella, ¿o eran sólo figuraciones suyas?—¿Qué quieres?—Saber cómo te encuentras,

únicamente. Otra pausa.—No me encuentro bien.—¿Puedo pasar?Esperó. Con la caja de bombones

ante sí ridículamente agarrada con lasdos manos. Se oyó un chasquido alabrirse el cerrojo, sonido de llaves

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cuando giró la cerradura de seguridad.Otro chirrido más al quitar la cadena. Elpicaporte se movió hacia abajo y lapuerta se abrió.

Él, inconscientemente, dio mediopaso atrás, golpeándose la espalda conel remate del pasamanos. Virginiaapareció en el quicio de la puertaabierta. Parecía moribunda.

Además de la mejilla hinchada teníala cara cubierta de pequeñas, muypequeñas erupciones y sus ojos parecíanreflejar la resaca del siglo. Una tupidared de líneas rojas cruzaban laesclerótica y las pupilas casi habíandesaparecido. Ella asintió.

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—Tengo una pinta horrorosa.—Qué va. Sólo… creía que quizá…

¿puedo pasar?—No. No tengo fuerzas.—¿Has ido al médico?—Lo haré. Mañana.—Sí. Aquí, yo…Le alargó la caja de bombones que

había tenido todo el tiempo delante de élcomo un escudo. Virginia la cogió.

—Gracias.—Oye, ¿hay algo que yo pueda…?—No. Me pondré bien. Sólo

necesito descansar. No tengo fuerzaspara estar aquí de pie. Estaremos encontacto.

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—Sí. Voy a…Virginia cerró la puerta.—… mañana.De nuevo chirrido de cerraduras y

cadenas. Se quedó con los brazos caídosdelante de la puerta. Luego se acercó ytrató de escuchar. Oyó que se abría unarmario, pasos lentos dentro del piso.

¿Qué voy a hacer?No era asunto suyo obligarla a hacer

algo que no quisiera, pero de buena ganala habría cogido y se la habría llevado aun hospital ya. Bueno. Volvería mañanapor la mañana. Si seguía igual lo haría,quisiera o no.

Lacke bajó los escalones de uno en

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uno. Estaba muy cansado. Cuando llegóal último tramo antes de acceder alportal, se sentó en el peldaño de arriba,apoyando la cabeza entre las manos.

Yo soy… el responsable.Se apagó la luz. Los tendones del

cuello se le tensaron, jadeóprofundamente. Era el relé. Programadode antemano. Permaneció sentado en laescalera a oscuras, sacó con cuidado lapiedra del bolsillo del abrigo, la cogióentre las dos manos, mirando fijamenteen la oscuridad.

Vamos, ven, pensó. Vamos, ven.Virginia dejó fuera el rostro

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suplicante de Lacke, cerró y echó lacadena de seguridad en la puerta. Noquería que él la viera. No quería que laviera nadie. Le había costado un granesfuerzo decir las palabras que dijo,mostrar una especie de corduraelemental.

Su estado había empeoradovertiginosamente desde que había vueltodel ICA. Lotte la había ayudado y, en elestado de aturdimiento en que seencontraba, Virginia había soportado sinmás el dolor de la luz del sol en la cara.Una vez en casa se había mirado en elespejo y había descubierto que teníacientos de pequeñas ampollas en el

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rostro y en la piel del dorso de lasmanos. Quemaduras.

Había dormido un par de horas y sehabía despertado al anochecer. Elhambre había cambiado entonces deexpresión, se había convertido eninquietud. Un banco de pececillos conespinas nadando frenéticamente invadíasu circulación sanguínea. No podía estarni tumbada ni sentada ni de pie. Ibadando vueltas y más vueltas por el piso,rascándose todo el cuerpo. Se dio unaducha fría tratando de atenuar aquellasensación de nerviosismo y de agitación.No sirvió de nada.

No se podía describir con palabras.

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Le recordaba la sensación que tuvocuando a los veintidós años recibió lanoticia de que su padre se había caídodel tejado de la casita de verano y sehabía roto la nuca. Entonces tambiénhabía empezado a dar vueltas y másvueltas, como si no hubiera un solo sitioen el mundo en el que su cuerpo pudieraestar, en el que no sintiera dolor.

Lo mismo ahora, sólo que peor. Elnerviosismo, la angustia no paraban unmomento. Eso la arrastraba a dar vueltaspor el piso hasta que no podía más,hasta que se sentó en una silla y segolpeó la cabeza contra la mesa de lacocina. En medio de la desesperación se

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tomó dos pastillas Rohipnol y se lastragó con un poco de vino blanco quesabía a desagüe.

Normalmente bastaba con una paraque durmiera como si le hubieran dadoun golpe en la cabeza. Ahora, el únicoefecto fue que sintió un terrible malestary a los cinco minutos vomitó una flemaverde y las dos pastillas mediodeshechas.

Siguió dando vueltas, rasgó unperiódico en trozos diminutos, gateó porel suelo gimiendo de angustia. Fuegateando hasta la cocina, tiró la botellade vino de la mesa de forma que cayó alsuelo y se rompió ante sus ojos.

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Tomó uno de los cristalespuntiagudos.

No lo pensó. Sólo apretó la puntacontra la palma de la mano y el dolor lehizo bien, parecía de verdad. El bancode pececillos que tenía en el cuerpo seapresuró hacia el punto donde le dolía.Brotó la sangre. Se llevó la mano a loslabios y la lamió, chupó y la angustiacesó. Lloraba de alivio mientras secortaba la mano por otro sitio y seguíachupando. El sabor de la sangre semezcló con el de las lágrimas.

Acurrucada en el suelo de la cocina,con la mano apretada contra la boca,chupando con ansiedad como un niño

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recién nacido que mamara por primeravez del pecho de su madre, se sintiótranquila por segunda vez durante aqueldía terrible.

Después de algo más de media hora,tras levantarse del suelo, limpiar loscristales y ponerse una tirita en la palmade la mano, la inquietud empezó aaumentar de nuevo. Fue entonces cuandoLacke llamó a la puerta.

Una vez que lo hubo despachado,entró en la cocina y dejó la caja debombones en la despensa. Se sentó enuna silla e intentó entender algo. Lainquietud se lo impidió. Enseguida tuvoque ponerse de pie. Lo único que sabía

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era que nadie podía estar aquí con ella.Y menos Lacke. Le haría daño. Lainquietud la obligaría a ello.

Había contraído alguna enfermedad.Para las enfermedades había medicinas.

Mañana iría a visitar a algúnmédico, un médico que le hiciera unarevisión y le dijera: sí, no es más que unataque de esto y esto. Tendremos queponerte un poco de esto y esto duranteunas semanas. Y después estarás bien.

Paseó de un extremo a otro del piso.Empezaba a volverse insoportable denuevo.

Se golpeó los brazos, las piernas,pero los pececillos se habían vuelto a

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despertar, no había remedio. Ella sabíalo que tenía que hacer. Sollozó de miedoal dolor. Pero el dolor era tan corto y elalivio tan grande.

Entró en la cocina y buscó uncuchillo pequeño de pelar fruta, bienafilado, luego se sentó en el sofá delcuarto de estar, apoyó el filo delcuchillo en la parte interna delantebrazo.

Sólo para poder pasar la noche.Mañana iría a buscar ayuda. Se decía así misma que no podía continuar deaquella manera. Bebiendo su propiasangre. Se decía a sí misma: esto tieneque cambiar. Pero ahora y hasta que…

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Se le llenó la boca de saliva,húmeda, expectante. Se cortó.Profundamente.

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Sábado 7 de Noviembre(tarde)

Oskar quitó la mesa y su padre fregó. Eleider estaba, por supuesto, muy bueno.Sin perdigones. No quedó mucho quefregar en los platos. Después decomerse la mayor parte del ave y casitodas las patatas, limpiaron los platosrebañándolos con pan blanco. Era lomás rico de todo. Echar sólo salsa en elplato y mojarla con trozos de pan blancoesponjoso que casi se deshacían y luegose fundían en la boca.

Su padre no era precisamente

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«bueno cocinando», pero había tresplatos: el revuelto de sobras, losarenques fritos y las aves lacustres, quele salían bordados a fuerza de hacerlos.Al día siguiente seguro que comíanrevuelto con las patatas y la carne deave que había sobrado.

Oskar había pasado la hora antes dela comida en su cuarto. Tenía habitaciónpropia en casa de su padre; estaba unpoco desangelada en comparación conla de la ciudad, pero a él le gustaba. Ensu otro dormitorio tenía láminas ypósters, un montón de cosas quecambiaba todo el tiempo.

Éste sin embargo no cambiaba

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nunca, y eso era precisamente lo que legustaba.

Se mantenía igual que cuando teníasiete años. Cuando entraba allí, con supeculiar olor a humedad flotando en elaire tras el rápido calentamiento anteriora su llegada, era como si nada hubieraocurrido desde… hacía mucho tiempo.

Aquí había todavía tebeos del PatoDonald y de Bamse comprados durantelos veranos de varios años. Ya no leíaaquellos tebeos en la ciudad, pero aquísí lo hacía. Se sabía las historias dememoria, pero las volvía a leer.

Mientras los olores de la cocina sefueron colando en la habitación, había

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estado tumbado en su cama leyendo unviejo tebeo del Pato Donald. El PatoDonald, los sobrinos y el Tío Gilitoviajaban a un país lejano donde noexistía el dinero y las cápsulas de losfrascos de tranquilizantes del Tío Gilitose convertían en moneda fuerte.

Cuando dejó de leer se entretuvo unrato con los señuelos, anzuelos y plomosque tenía guardados en un viejocosturero que le había dado su padre.Preparó un nuevo sedal con anzuelossueltos, cinco, y ató el señuelo en elextremo para la pesca de arenques delpróximo verano.

Después cenaron, y cuando su padre

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terminó de fregar jugaron a las cinco enraya.

A Oskar le gustaba estar sentado asícon su padre, con el papel cuadriculadosobre la mesa estrecha, con las cabezasinclinadas sobre el papel, cerca el unodel otro. El fuego crepitando en lacocina.

Oskar tenía cruces y su padrecírculos, como de costumbre. Su padreno le dejaba ganar y hasta hacía unosaños había sido mucho mejor que él,aunque Oskar ganara alguna partida devez en cuando. Pero ahora la cosa estabamás igualada. Quizá tuviera que ver conlo mucho que él había trabajado con el

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cubo de Rubik.Las partidas podían extenderse

sobre la mitad del papel, lo queredundaba en beneficio de Oskar. Teníabuena memoria para acordarse de loscasilleros en blanco que podíanocuparse dependiendo de lo que supadre hiciera, disimular un avance comosi fuera una defensa.

Aquella noche era Oskar el queganaba.

Tres partidas seguidas habíanquedado ya cerradas y marcadas con unaO encima. Sólo una partida pequeña, enla que Oskar se distrajo pensando enotras cosas, llevaba una P. Oskar puso

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una cruz, dejando dos líneas de tresabiertas en el centro de las que su padresólo podía cerrar una.

—Bueno, parece que he encontradoa mi contrincante.

—Eso parece.Por respeto a las reglas, su padre

cerró una de las líneas y Oskar completóla otra para tener cuatro. Su padre cerróun lado y Oskar puso su quinta cruz, hizoun círculo alrededor de todo y puso unabonita O. Su padre se rascó la barba dedos días y echó mano a otro papel,amenazándolo con el lápiz.

—Esta vez voy a ganar yo sea comosea.

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—Siempre se puede soñar. Túempiezas.

Cuando llevaban cuatro cruces y trescírculos llamaron a la puerta. Almomento se abrió y se oyeron ruidos dealguien sacudiéndose la nieve de lospies.

—Hola, ¿hay alguien en casa?Su padre levantó la vista del papel,

se echó para atrás en la silla y miróhacia la entrada. Oskar se mordió loslabios.

No.Su padre saludaba con la cabeza al

recién llegado.—Vamos, entra.

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—Se agradece.Pasos torpes y blandos de alguien

que andaba por el pasillo con calcetinesgordos en los pies. Un instante despuésentró Janne en la cocina y dijo:

—Bueno. Pero si estáis aquípasándolo bien.

Su padre hizo un gesto señalando aOskar.

—Sí, ya conoces a mi hijo Oskar.—Claro —dijo Janne—. Hola,

Oskar. ¿Qué tal?—Bien.Hasta ahora. Lárgate de aquí.Janne avanzó torpemente hasta la

mesa de la cocina, los calcetines de lana

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se le habían deslizado hasta los talonesy se movían delante de los dedos de lospies como si fueran aletas deformadas.Acercó una silla y se sentó.

—Vaya, estáis jugando a las cincoen raya.

—Sí, aunque el chico ya es muybueno y no consigo ganarle.

—No, no. Habrá entrenado en laciudad, ¿no? ¿Te atreves a echar unapartida conmigo? ¿Eh, Oskar?

Oskar negó con la cabeza. No queríani mirar a Janne a la cara, sabía lo queiba a ver. Ojos acuosos, la boca abiertacon una sonrisa ovejuna; sí, Janne teníael aspecto de una oveja vieja y su pelo

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rubio, encrespado, no hacía más quereforzar esa impresión. Era uno de los«colegas» de su padre, enemigos deOskar.

Janne se frotaba las manos haciendoun ruido como de lija y, a contraluz delpasillo, Oskar pudo distinguir pequeñaspartículas de piel cayendo suavementehasta el suelo. Janne tenía algún tipo deenfermedad cutánea que, especialmentedurante el verano, hacía que su carapareciera como una naranja rojapodrida.

—Bueno, aquí estáis calentitos ybien.

Siempre dices eso. Lárgate de aquí

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con esa cara asquerosa y esas viejaspalabras.

—Papá, ¿no vamos a terminar lapartida?

—Sí, claro, pero cuando se recibeninvitados…

—Vosotros jugad.Janne se echó hacia atrás en la silla

y parecía como si dispusiera de todo eltiempo del mundo. Pero Oskar sabía quela batalla estaba perdida. Ya se habíaterminado. Ahora pasaría lo de siempre.

Habría querido gritar, hacer añicosalgo, especialmente a Janne, cuando supadre se dirigió a la despensa y sacóuna botella, cogió dos copitas y lo puso

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todo encima de la mesa. Janne se frotólas manos y las partículas de piel sepusieron a danzar.

—Bueno, bueno. De manera quetienes un poco en casa…

Oskar miraba el papel con la partidainacabada.

Allí tenía que haber puesto lasiguiente cruz.

Pero no habría más cruces que poneraquella tarde. Ni círculos. Nada.

La botella gorgoteó débilmentecuando su padre la inclinó sobre lascopitas. El ligero cono invertido decristal se llenó de un líquidotransparente. Parecía tan pequeño y tan

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frágil en la tosca mano de su padre. Casidesaparecía.

Sin embargo lo desbarataba todo.Absolutamente todo.

Oskar estrujó el papel con la partidainacabada y lo echó a la cocinilla. Supadre no dijo nada. Janne y él habíanempezado a hablar de algún conocidoque se había roto la pierna. Pasaronluego a comentar las roturas de piernasque ellos mismos habían sufrido y otrasde las que habían oído hablar; volvierona llenar los vasos.

Oskar se quedó sentado frente a lacocinilla con la portezuela abiertacontemplando cómo ardía el papel y se

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convertía en cenizas. Luego buscó lasotras partidas y las quemó también.

Su padre y Janne cogieron la botellay las copitas y se fueron al cuarto deestar; su padre le dijo algo así como:«Venir y hablar un poco», y Oskarcontestó que «luego, quizá». Siguiósentado contemplando el fuego. El calorle acariciaba la cara. Se levantó, cogióel cuaderno que había encima de lamesa, quitó las hojas que estaban sinusar y lo quemó. Cuando el cuaderno,con tapas y todo, se había carbonizado,buscó los lápices y los quemó también.

El hospital tenía algo de especial a

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esas horas de la tarde. Maud Carlbergestaba sentada en la recepcióncontemplando el vestíbulo de la entradacasi vacío. La cafetería y el kiosco yaestaban cerrados, sólo había algunaspersonas que deambulaban comofantasmas bajo el techo alto.

A aquellas horas de la tarde legustaba imaginar que era ella, y sóloella, la que vigilaba el inmenso edificioque era el hospital de Danderyd. Lo cuallógicamente no era verdad. Si surgíacualquier tipo de problema no tenía másque apretar un botón y aparecería unvigilante en menos de tres minutos.

Tenía un juego al que solía jugar

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para matar el tiempo las últimas horasde la tarde.

Elegía un oficio, un lugar deresidencia y los antecedenteselementales de una persona. Quizáalguna enfermedad. Luego le atribuíatodo al primero que se acercara a ella.Normalmente el resultado era…divertido.

Podía imaginarse por ejemplo a unpiloto que vivía en la calle Götgatan yque tenía dos perros a los que solíacuidar un vecino cuando el piloto seencontraba fuera volando. Resulta que elvecino estaba secretamente enamoradodel piloto. El gran problema de éste, él

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o ella, era que le parecía ver personaspequeñas de color verde con gorros decolor rojo nadando entre las nubescuando él, o ella, estaba volando.

Bien. Luego, no tenía más queesperar.

A lo mejor, después de un rato, sepresentaba una señora mayor conaspecto deteriorado. Una mujer piloto.Seguro que se había bebido aescondidas demasiadas botellitas delicor de esas que dan a los pasajeros enlos aviones y había visto personas decolor verde, por eso la habíandespedido. Ahora se pasaba el día encasa con los perros. Pero el vecino

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seguía aún enamorado de ella.Así pasaba Maud el tiempo.A veces se reprendía a sí misma por

el juego, porque eso evidentemente leimpedía recibir a la gente con la debidaseriedad. Pero no podía dejarlo. Justoen ese momento estaba esperando a uncura cuya pasión eran los cochesdeportivos de alta gama y le gustabacoger autoestopistas con la intención deredimirlos.

¿Hombre o mujer? ¿Viejo o joven?¿Qué aspecto tendría alguien así?

Maud, con la barbilla apoyada en lasmanos, miraba hacia la entrada. Nohabía mucha gente hoy. Ya había pasado

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la hora de las visitas a los pacientesingresados, y los nuevos que habíanacudido con indisposiciones el sábadopor la tarde, normalmente relacionadasde una u otra forma con el alcohol,entraban por urgencias.

La puerta giratoria empezó amoverse. Puede que llegara ahí el curade los coches deportivos.

Pero no. Ésta era una de esas vecesen las que tenía que desistir. Era unniño. Una niña pequeña y delgada deunos… diez, doce años.

Maud empezó a imaginarse una seriede acontecimientos que condujeran a quela niña se convirtiera finalmente en

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«aquel cura», pero lo dejó enseguida. Laniña parecía muy desdichada.

La pequeña se acercó al enormeplano del hospital en el que líneas dedistintos colores señalaban el caminoque se debía seguir para llegar a tal ocual sitio. Pocos adultos se orientaban,así que ¿cómo iba a poder hacerlo unniño?

Maud se inclinó hacia delante y lallamó en voz baja:

—¿Puedo ayudarte en algo?La chica se volvió hacia ella

sonriendo tímidamente y se acercó hastala recepción. Su pelo estaba mojado,algunos copos de nieve que aún no se

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habían deshecho brillaban blancos encontraste con el cabello negro. No teníala vista fija en el suelo como suelenhacer los niños en un ambiente extrañopara ellos, no, sus ojos oscuros y tristesmiraban fijamente a Maud mientrasavanzaba hacia el mostrador. Unpensamiento, claro como una impresiónsonora, relampagueó en la cabeza deMaud.

Tengo que darte algo. ¿Qué puedodarte?

Tontamente empezó a pensar conrapidez en lo que había en los cajonesde su escritorio. ¿Un lápiz? ¿Un globo?

La niña se colocó delante del

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mostrador. Sólo el cuello y la cabezasobresalían por encima del borde.

—Perdón…, estoy buscando a mipapá.

—¿Ah, sí? ¿Está aquí ingresado?—Sí, no sé muy bien…Maud miró hacia las puertas,

recorrió el vestíbulo con la mirada y sedetuvo en la niña que no llevaba nisiquiera una cazadora. Sólo un jerseynegro de cuello alto en el que relucíanlas gotas de agua y los copos de nievebajo los focos de la recepción.

—¿Has llegado aquí totalmente sola,pequeña? ¿Tan tarde?

—Sí, yo… sólo quería saber si está

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aquí.—Entonces, vamos a ver. ¿Cómo se

llama?—No lo sé.—¿No lo sabes?La niña agachó la cabeza, como si

estuviera buscando algo en el suelo.Cuando la alzó de nuevo le brillaban losgrandes ojos negros y le temblaba ellabio inferior.

—No, es que él… Pero está aquí.—Pero, pequeña…Maud sintió cómo se le desgarraba

el pecho y trató de ganar tiempo; seagachó y sacó un rollo de papel decocina del cajón de debajo del

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escritorio, arrancó un trozo y se lotendió a la chica. Por fin podía darlealgo, aunque no fuera más que un trozode papel.

La chica se sonó, y se secó los ojoscomo si fuera una persona mayor.

—Gracias.—Pues, es que entonces no sé…

¿qué es lo que le pasa?—Es… lo ha cogido la policía.—Pues entonces será mejor que

vayas a preguntarles a ellos.—Sí, pero es que lo tienen aquí.

Porque está enfermo.—¿Qué enfermedad tiene?—Él… yo sólo sé que la policía lo

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tiene aquí. ¿Dónde está?—Probablemente en el último piso,

pero allí no se puede entrar sinhaberlo… acordado antes con ellos.

—Sólo quería saber adónde dan susventanas, así podría… no sé.

La niña empezó a llorar de nuevo. AMaud se le hizo un nudo en la gargantatan grande que le dolía. Así que queríasaberlo para poder estar fuera delhospital… en la nieve, mirando hacia laventana de su padre. Maud se tragó laslágrimas.

—Pero si quieres puedo llamar.Estoy segura de que podrás…

—No. Está bien. Ahora ya sé. Ahora

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ya puedo… Gracias. Gracias.La pequeña se alejó de la recepción,

fue hacia las puertas giratorias.Dios mío, cuántas familias

destrozadas.Después se esfumó tras las puertas y

Maud se quedó allí mirando hacia elsitio por el que había desaparecido.Algo no encajaba.

Maud hizo un repaso mental delaspecto de la niña, de cómo se movía.Había algo que no encajaba, algo que…le llevó medio minuto descubrir qué era:no llevaba zapatos.

Maud se levantó deprisa de larecepción y corrió hasta las puertas.

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Sólo podía abandonar su puesto encircunstancias muy especiales. Decidióque ésta era una de ellas. Irritada,avanzó dando pasitos en la puertagiratoria deprisa, deprisa y salió hastael aparcamiento. No se veía a la niñapor ningún sitio. ¿Qué podía hacer?Habría que llamar a los de asuntossociales; no se habían asegurado de quetuviera a alguien que se hiciera cargo deella, era la única explicación. ¿Quiénera su padre?

Maud dio una vuelta por elaparcamiento sin poder encontrarla.Corrió un poco a lo largo del hospital,

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en dirección al metro. Ni rastro. Devuelta a la recepción trató de decidir aquién tenía que llamar, qué debía hacer.

Oskar estaba echado en su camaesperando al hombre lobo. Le bullía elpecho; de rabia, de desesperación.Desde el cuarto de estar le llegaban lasvoces cada vez más altas de Janne y desu padre, mezcladas con la música delradiocasete. Los Hermanos Djup. Oskarno podía distinguir las palabras, pero sesabía la canción de memoria:

Vivimos en el campo, y pronto loentendimos,

necesitábamos algo en la pocilga.Vendimos la vajilla y compramos

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un cerdo…Después de lo cual todo el grupo

empezaba a imitar los distintos sonidosde los animales de la granja.Normalmente, los Hermanos Djup leparecían divertidos. Ahora los odiaba.Porque colaboraban. Cantando suestúpida canción para Janne y para supadre mientras ellos se emborrachaban.

Él ya sabía lo que iba a pasar.Dentro de una hora más o menos la

botella estaría vacía y Janne se iría acasa. Entonces su padre empezaría a darvueltas en la cocina, recorriéndola de unextremo a otro durante un rato, y al finalse acordaría de que tenía que hablar con

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Oskar.Entraría en la habitación del

muchacho, pero ya no sería su padre.Sólo una torpe masa apestando a alcoholque necesitaba ternura y compasión.Querría que Oskar se levantara de lacama para poder hablar un poco. De lomucho que todavía quería a la madre deOskar, de cuánto quería a Oskar, pero¿le quería Oskar a él? Farfullaría todaslas injusticias que se habían cometidocontra su persona y en el peor de loscasos se calentaría y perdería losestribos.

No pegaba nunca, no, eso no. Pero elcambio que se producía en los ojos de

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su padre en aquellos momentos era lomás terrible que Oskar había visto.Entonces no quedaba ni rastro de lo querealmente era, sólo un monstruo que sehubiera metido dentro de su cuerpotomando el mando sobre él.

La persona en la que se convertíacuando estaba borracho no tenía nadaque ver con lo que era mientras estabasobrio. En aquellos momentos era unconsuelo imaginar que su padre era unhombre lobo, que en realidad había otroser completamente distinto dentro de él.Así como la luna incitaba a la fiera quehabía en el hombre lobo, el alcoholincitaba a aquel ser que había dentro de

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su padre.Oskar cogió un tebeo de Bamse,

intentó leer pero no podía concentrarse.Se sentía… abandonado. Dentro de unahora o así estaría solo con el Monstruo.Y lo único que podía hacer era esperar.

Tiró el tebeo contra la pared y selevantó de la cama, buscó su cartera. Elabono del metro y dos notas de Eli. Pusolas dos notas de Eli la una al lado de laotra en la cama.

AHORA PERMITE QUE EL DÍAENTRE POR LA VENTANA Y DEJAFUERA MI VIDA.

El corazón.NOS VEMOS ESTA NOCHE, ELI.

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Y la otra:HUIR ES VIVIR. QUEDARSE, LA

MUERTE. TUYA, ELI.Los vampiros no existen.La noche estaba oscura al otro lado

de la ventana. Oskar cerró los ojos y seimaginó el camino de vuelta aEstocolmo, las casas, las fincas y loscampos pasaron a gran velocidad. Llegóvolando al patio de Blackeberg,atravesó su ventana y allí estaba ella.

Abrió los ojos y miró hacia elrectángulo negro de la ventana. Allífuera. Los Hermanos Djup acababan decantar una canción acerca de unabicicleta pinchada. Janne y su padre se

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reían de algo, con risas demasiado altas.Algo cayó al suelo.

¿Qué monstruo eliges tú?Oskar se volvió a guardar las notas

de Eli en la cartera y se vistió. Salió consigilo al pasillo y se puso los zapatos, lacazadora y el gorro. Permaneció quietounos segundos, escuchando el ruido quellegaba del cuarto de estar.

Se volvió para marcharse, pero vioalgo y se detuvo.

En la repisa del zapatero que habíaen la entrada estaban sus viejas botas degoma, las que había usado cuando teníacuatro, cinco años quizá. Recordaba quesiempre habían estado allí, aunque no

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había nadie que pudiera usarlas. A sulado, las enormes botas de goma de supadre de la marca Tretorn, una de ellasarreglada en el talón con uno de esosparches que se usan para los neumáticosde las bicicletas.

¿Por qué las habría conservado?Oskar lo comprendió. Dos personas

crecían de esas botas dándose laespalda la una a la otra. La espaldaancha de su padre al lado de la estrechaespalda de Oskar. El brazo de Oskarextendido, su mano en la de su padre.Caminaban con sus botas sobre unaroca, quizá fueran a buscar frambuesas,quizá…

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Oskar lanzó un suspiro. Estaba apunto de ponerse a llorar. Extendió lamano para acariciar las pequeñas botas.Se oyó una salva de carcajadas en elcuarto de estar. Era la voz de Janne,distorsionada. Estaría imitando aalguien, se le daba muy bien eso.

Los dedos de Oskar se cerraronalrededor de la caña de la bota. Sí. Nosabía por qué, pero eso le hacía sentirsebien. Abrió la puerta de la calle concuidado y la cerró tras de sí. La nocheera heladora; la nieve, un mar depequeños diamantes a la luz de la luna.

Con las botas bien agarradas en la

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mano empezó a caminar hacia lacarretera.

El vigilante dormía. Habíanmandado a un policía joven después deque el personal del hospital se quejarade que tenían que tener a una personaocupada todo el tiempo vigilando aHåkan. La puerta, no obstante, estabacerrada con una llave de seguridad parala que se necesitaba un código. Por esoel vigilante se atrevía a dormir.

Sólo había una pequeña lámparaencendida y Håkan, acostado, estudiabalas borrosas sombras del techo como sifuera un hombre sano tumbado en lahierba mirando las nubes. Buscaba

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formas y figuras en las sombras. Nosabía si podía leer, pero tenía ganas dehacerlo.

Había perdido a Eli y lo que habíadominado su vida anterior estaba apunto de volver. Le caería una largacondena, y ese tiempo en la cárcel iba adedicarlo a leer todo aquello que nohabía leído y acerca de todo aquello quese había prometido a sí mismo leer.

Estaba entretenido repasando todoslos títulos de Selma Lagerlöf cuando unsonido chirriante interrumpió suspensamientos. Prestó atención. Volvió achirriar. Venía de la ventana.

Volvió la cabeza todo lo que pudo,

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mirando hacia allí. Contra el cielo negrodestacaba una figura oval más clara,iluminada por la lámpara. Al lado, otrafigura más pequeña que se movía de unlado para otro. Una mano. Hacía señas.La mano arañó la ventana y se volvió aoír el ruido chirriante y desagradable.

Eli.Håkan se alegró de no estar

conectado a ningún electrocardiógrafocuando su corazón empezó a latir a todavelocidad, a temblar como un pájaro enuna red. Veía su corazón explotándoleen el pecho, arrastrándose por el suelohasta la ventana.

Entra, querida. Entra.

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Pero la ventana estaba cerrada, y,aun en el caso de que no hubiera sidoasí, sus labios eran incapaces de formarlas palabras que dieran a Eli acceso a lahabitación. A lo mejor podía hacer ungesto que significara lo mismo, aunquenunca había acabado de comprenderaquello del todo.

¿Podré?Con gran dificultad sacó una pierna

de la cama, después la otra. Apoyó lospies en el suelo, intentó ponerse en pie.Las piernas se negaban a soportar supeso después de haber estado diez díasinmóviles. Se apoyó en la cama y apunto estuvo de caerse de lado.

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El tubo del goteo se tensó tanto quetiraba de la piel donde estaba la vía.Había algún tipo de alarma conectada altubo, un fino cable eléctrico que corríaparalelo a él. Si desconectaba alguno delos extremos del tubo, saltaría la alarma.Acercó el brazo al pie del gotero demanera que el tubo se aflojó y se volvióhacia la ventana. La pequeña figura ovalestaba todavía allí, esperándole.

Tengo que hacerlo.El pie de suero tenía ruedas, la

batería de la alarma estaba sujeta debajode la bolsa. Se alargó hacia él,consiguió agarrarlo. Apoyándose en elaparato logró levantarse despacio, muy

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despacio. La habitación daba vueltasante su único ojo cuando intentó dar elprimer paso; se paró. Escuchó. Larespiración del vigilante seguía siendotranquila.

A paso de hormiga consiguióarrastrarse por la habitación. En cuantolas ruedas del gotero hacían el menorruido, se paraba a escuchar. Algo ledecía que aquélla iba a ser la última vezque vería a Eli, y no pensaba…

cagarla.Su cuerpo estaba tan cansado como

después de una maratón cuando por finllegó hasta la ventana y apretó su caracontra ella, de manera que la película de

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gelatina que cubría su piel se pegócontra el cristal e hizo que su caraempezara a arder de nuevo.

Sólo el par de centímetros que habíaentre los dos cristales separaba su ojode los de su amada. Eli puso su manosobre el cristal, como para acariciarle lacara destrozada. Håkan mantenía su ojotan cerca como podía de los de Eli y, noobstante, la imagen empezó adeformarse. Los ojos negros de la niñadesaparecían, se volvieron borrosos.

Había dado por supuesto que susglándulas lacrimales estaban quemadas,como todo lo demás, pero no era así.Las lágrimas arrasaron su ojo y le

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cegaron. Su párpado provisional nodaba abasto y, con mucho cuidado, seenjugó el ojo con la mano mientras todosu cuerpo temblaba.

Buscó el mecanismo de cierre de laventana. Lo giró. Le caían mocos por elagujero donde antes había estado sunariz, goteando sobre el marco de laventana cuando consiguió abrirla.

El aire frío inundó la habitación.Sólo era cuestión de tiempo que elvigilante se despertara. Håkan alargó subrazo y tendió su mano sana hacia Eli.Ésta se subió al alféizar de la ventana,tomó su mano entre las suyas y la besó:

—Hola, amigo mío.

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Håkan asintió lentamente paraconfirmar que oía. Retiró su mano de lasde Eli y le acarició la mejilla. Su pielera como seda helada bajo su mano.

Todo se agolpó en su cabeza.No iba a pudrirse en la celda de

ninguna cárcel rodeado de letras sinsentido. Ser vejado por otros presosporque había cometido el que a sus ojosera el peor de los crímenes. Iba a estarcon Eli. Iba a…

Eli se agachó cerca de él,acurrucada en el alféizar de la ventana.

—¿Qué quieres que haga?Håkan retiró la mano de la mejilla

de la niña y señaló su cuello. Eli meneó

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la cabeza.—Entonces, tendría que… matarte.

Después.Håkan apartó la mano del cuello, la

puso sobre la cara de Eli. Posó el dedomeñique un momento en los labios de lapequeña. Luego volvió a llevar la manosobre sí mismo.

Señaló de nuevo el cuello.Su aliento formaba nubes blancas de

vaho, pero no tenía frío. Oskar habíabajado en diez minutos hasta la tienda.La luna le había acompañado desde lacasa de su padre, jugando al esconditedetrás de las copas de los abetos. Miró

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el reloj. Las diez y media. Había vistoen el horario que había en la entrada queel último autobús de Norrtälje salía alas doce y media.

Cruzó la explanada que habíadelante de la tienda, iluminada por lasluces de la gasolinera, y se dirigió haciala calle Kappellskärsvägen. No habíahecho nunca dedo y su madre se pondríacomo loca si llegaba a enterarse. Entraren el coche de una personadesconocida…

Empezó a andar más deprisa, pasópor delante de un par de chalésiluminados. Allí dentro vivía gente queestaba a gusto. Los niños dormidos en

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sus camas sin la preocupación de quesus padres entraran y los despertaranpara ponerse a decir bobadas.

Esto es culpa de papá, no mía.Miró las botas que aún llevaba en la

mano; las tiró a la cuneta, se paró. Ahíestaban: dos cocos oscuros en la nieve ala luz de la luna.

Mamá no me dejará volver aquínunca más.

Su padre iba a notar que se había idodentro de… una hora más o menos.Luego saldría a buscarle, llamándolo.Después telefonearía a su madre.¿Seguro que lo haría? Probablemente.Para saber si Oskar había llamado. Su

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madre se daría cuenta de que su padreestaba borracho cuando le contara queOskar se había ido, y se montaría una…

Espera. Así.Cuando llegara a Norrtälje llamaría

a su padre desde una cabina y le diríaque se iba a Estocolmo, que iba a pasarla noche en casa de un amigo y queluego volvería a casa de su madre al díasiguiente como si no hubiera pasadonada.

De esa manera su padre iba a tenersu castigo sin que supusiera unacatástrofe.

Bien. Y así…Oskar bajó a la cuneta y recogió las

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botas, se las metió en los bolsillos de lacazadora y siguió hacia la carreteraprincipal. Ya estaba arreglado. Ahoraera Oskar el que decidía adónde iba y laluna lo miraba con cariño iluminandosus pasos. Alzó la mano saludándola yempezó a cantar:

—«Aquí llega Fritiof Andersson,trae el sombrero nevado…».

Ya no se sabía más, así que en vezde cantarla la tarareó.

Después de unos cientos de metrosllegó un coche. Él ya lo había oídocuando todavía estaba bastante lejos; sedetuvo y sacó el dedo. El coche pasódelante de él, se paró y dio marcha

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atrás. La puerta del copiloto se abrió,dentro había una mujer, algo más jovenque su madre. Nada que temer.

—Hola. ¿Adónde quieres ir?—A Estocolmo. Bueno, a Norrtälje.—Pues a Norrtälje voy yo, así que…—Oskar se agachó para entrar en el

coche—. Se me olvidaba. ¿Saben tupapá y tu mamá dónde estás?

—Sí, claro. Pero es que el coche depapá se ha averiado y... bueno. La mujerse lo quedó mirando, como si estuvierapensando algo.

—Bueno, entonces sube.—Gracias.Oskar se deslizó en el asiento y

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cerró su puerta. Se pusieron en marcha.—Entonces, ¿te dejo en la estación

de autobuses?—Sí, por favor.Oskar se colocó bien en el asiento

disfrutando del calor que empezaba asentir en el cuerpo, especialmente en laespalda. Debía de ser uno de esosasientos con calefacción. Y que fuera tansencillo. Los chalés iluminados pasabanrápidamente ante las ventanillas.

Podéis quedaros ahí sentados,bobos.

Se va cantando, se va jugando aEspaña y… algún sitio.

—¿Vives en Estocolmo?

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—Sí. En Blackeberg.—Blackeberg… está al oeste, ¿no?—Eso creo. Se llama Västerort, así

que será por eso.—Bueno. ¿Te espera algo

importante en casa?—Sí.—Tiene que ser algo especial para

salir a estas horas.

—Sí. Lo es.Hacía frío en la habitación. Las

articulaciones parecían rígidas despuésde haber dormido tanto tiempo en unapostura incómoda. El vigilante sedesperezó con un crujido, echó un

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vistazo a la cama y se despejótotalmente.

¡La ventana… el frío… mierda!Se levantó temblando, miró

alrededor. ¡A Dios gracias! El hombreno había huido, pero ¿cómo cojoneshabía conseguido llegar a la ventana?Y…

¿Qué es esto?El asesino estaba inclinado sobre el

antepecho de la ventana con un bultonegro en el hombro. Su culo desnudoasomaba bajo la bata del hospital. Elvigilante dio un paso hacia él, se parójadeando.

El bulto era una cabeza. Un par de

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ojos negros se cruzaron con los suyos.Buscó a tientas el arma

reglamentaria y se acordó de que no lallevaba. Por razones de seguridad. Elarma más próxima se encontraba en lacaja fuerte del pasillo. Además, sólo setrataba de una niña, como pudo verentonces.

—¡Alto! ¡No os mováis!Corrió los tres pasos que había hasta

la ventana y la niña levantó la cabezadel cuello del hombre.

En el mismo momento en que elvigilante llegó, la niña tomó impulsodesde el alféizar y desapareció haciaarriba. Sus pies se bambolearon un

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instante en el borde superior de laventana antes de desaparecer.

Llevaba los pies descalzos.El vigilante sacó la cabeza por la

ventana y alcanzó a ver un cuerpo quedesaparecía en el tejado, fuera de suángulo de visibilidad. El hombre quetenía a su lado respiraba con dificultad.

Oh, santo Dios y la madre que loparió.

En la tenue luz se podían apreciarunas manchas oscuras en un hombro y enla parte de atrás de la bata. El hombretenía la cabeza caída y en el cuellodestacaba una herida reciente. En eltejado se oían golpes suaves de algo que

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se movía sobre las planchas metálicas.El vigilante se había quedadoparalizado.

Prioridades. ¿Qué prioridades?No se acordaba. Lo primero, salvar

vidas. Sí, sí, pero había otros quepodían… echó a correr hacia la puerta,marcó la combinación y se lanzó por elpasillo, gritando:

—¡Enfermera! ¡Enfermera! ¡Venga!¡Esto es urgente!

Se lanzó hacia la escalera deincendios mientras la enfermera denoche salía de su garita y corría endirección a la habitación que él acababade dejar. Cuando se cruzaron ella, le

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preguntó:—¿Qué pasa?—Urgente. Es… urgente. Pide más

personal, es… un asesinato.

No le salían las palabras. No sehabía visto nunca en algo semejante. Lehabían colocado en este tedioso puestode vigilante precisamente porque erainexperto. Prescindible, vamos.Mientras corría hacia la escalera sacó laradio y avisó a la central pidiendorefuerzos.

La enfermera intentó prepararse paralo peor: un cuerpo tirado en el suelo enmedio de un charco de sangre, o colgado

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con una sábana de una tubería del aguacaliente. Ya había visto ambas cosas.

Cuando entró en la habitación sólovio que la cama estaba vacía. Y algo allado de la ventana. Al principio creyóque se trataba de un montón de ropapuesta en el alféizar. Luego vio que semovía.

Corrió hacia la ventana para impedirque ocurriera, pero llegó demasiadotarde. El hombre se encontraba yacolgado del marco y con la mitad delcuerpo fuera cuando ella se lanzó haciaallí. Llegó a tiempo de coger una solapade la bata del hospital antes de que el

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cuerpo del hombre cayera; el tubo delgoteo se le desprendió del brazo. Un«rasssch» y se quedó con un trozo detela de color azul en la mano. Un par desegundos después oyó un golpe lejano ysordo cuando el cuerpo se estrellócontra el suelo. Luego, los pitidos de laalarma del gotero.

El taxista giró ante la entrada deurgencias. El señor mayor que venía enel asiento de atrás y que le habíaentretenido durante todo el viaje desdeJakobsberg con anécdotas sobre susproblemas de corazón, abrió su puerta yse quedó sentado, esperando.

Vale, vale.

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El conductor salió, dio la vueltahasta la parte de atrás y le ofreció subrazo al anciano. La nieve se le colabapor el cuello de la cazadora. El viejoestaba casi apoyándose en su brazocuando se quedó mirando fijamentehacia algún punto en el cielo, ypermaneció sentado.

—Venga, vamos. Yo le sujeto.El viejo señalaba hacia arriba.—¿Qué es eso?El taxista miró hacia donde estaba

señalando.Había una persona en el tejado del

hospital. Una persona pequeña. Desnudade cintura para arriba, con las manos

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apretadas a lo largo del cuerpo.Avisa.Tendría que dar la alarma a través

de la radio, pero se quedó parado,incapaz de moverse, como si al hacerlose fuera a alterar el equilibrio y lapersona fuera a caer.

Le dolió la mano cuando el viejo sela cogió con unos dedos que parecíangarras, clavándole las uñas en la palma.Sin embargo, no se movió.

La nieve le caía en los ojos yparpadeó. La persona que estaba en eltejado levantó los brazos por encima dela cabeza. Algo se extendió entre losbrazos y el cuerpo: una telilla… una

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membrana. El viejo agarró su mano,salió del coche y se puso a su lado.

Al mismo tiempo que el hombro delanciano rozaba el suyo, cayó lapersona… un niño… Lanzó un resuello ylos dedos del viejo se le volvieron aclavar en la palma de la mano. El niñocaía justo por encima de ellos.

De forma instintiva se agacharon losdos y se pusieron las manos sobre lacabeza. No pasó nada.

Cuando volvieron a mirar el niñohabía desaparecido. El conductor echóuna ojeada alrededor, pero todo lo quese podía ver en el aire era la nievecayendo bajo las farolas.

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El viejo se estremeció.—El ángel de la muerte. Era el ángel

de la muerte. No saldré nunca de aquí.

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Sábado 7 de Noviembre(noche)

—¡Habba-Habba soud-soud!Una pandilla de chicos y chicas

habían subido cantando en Hötorget.Serían más o menos de la edad deTommy. Bebidos. Los chicos soltabande vez en cuando algún berrido, setiraban sobre las chicas y éstas se reían,les devolvían el golpe. Después,empezaban a cantar de nuevo. La mismacanción una y otra vez. Oskar los mirabade reojo.

Yo nunca seré como ellos.

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Por desgracia. Le habría gustado.Parecía que se divertían. Pero Oskar nopodría nunca comportarse así, hacer loque hacían. Uno de ellos se puso de pieen el asiento cantando en voz alta:

—¡A Huleba-Huleba, A-ha-Huleba!Un viejo que estaba sentado y medio

dormido en los asientos reservados a losminusválidos en la otra punta del vagónles increpó:

—¡¿No podéis tranquilizaros unpoco?! Estoy tratando de dormir.

Una de las muchachas puso el dedocorazón hacia arriba y se lo mostró alviejo.

—A dormir se va uno a casa.

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Todo el grupo se echó a reír yvolvieron a la carga con la mismacanción. Unos asientos más allá iba unhombre leyendo un libro. Oskar agachóla cabeza para poder leer el título perono vio más que el nombre del autor:Göran Tunström. No le sonabaconocido.

En el grupo de cuatro asientos allado de Oskar iba una señora mayor conel bolso sobre las rodillas. Iba hablandosola en voz baja, gesticulando hacia uninterlocutor invisible.

Él no había ido nunca en metrodespués de las diez de la noche. ¿Seríanaquellas personas las mismas que

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durante el día iban calladas y mirandofijamente hacia delante, leyendo elperiódico? ¿O sería un grupo especialque sólo salía por las noches?

El hombre del libro pasó la página.Oskar, por extraño que parezca, nollevaba encima ningún libro. Lástima. Lehabría gustado hacer como aquelhombre: estar sentado leyendo,olvidándose de todo lo que le rodeaba.Pero sólo llevaba el walkman y el cubo.Había pensado escuchar la cinta de Kissque le había dado Tommy, lo habíaintentado en el autobús de vuelta, perose había cansado después de un par decanciones.

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Sacó el cubo del bolso. Tres carasestaban ya listas. Sólo faltaba unaesquina de nada en la cuarta. Eli y élhabían pasado una tarde entretenidoscon el cubo, hablando de cómo se podíahacer, y después de aquello Oskar habíamejorado mucho. Miró todas las carasintentando dar con alguna estrategia,pero no vio más que los ojos de Elidelante de él.

¿Qué aspecto tendrá?No tenía miedo. Tenía la sensación

de que… bueno… no podía estar allí aesas horas, no podía hacer lo que estabahaciendo. No existía. No era él.

No existo, y nadie puede hacerme

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daño.Había llamado a su padre desde

Norrtälje y éste se había puesto a lloraral teléfono diciéndole que iba a llamar aalguien que pudiera ir a buscarle. Era lasegunda vez en su vida que Oskar oíallorar a su padre. Por un momentoestuvo a punto de ablandarse, perocuando su padre empezó a atropellarse ya gritar que él tenía que poder dirigir suvida y hacer lo que quisiera en su casa,Oskar le colgó el teléfono.

En realidad fue entonces cuandoapareció, aquella sensación de que noexistía.

El grupo de chicos y chicas se bajó

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en la estación de Ängbyplan. Uno de loschavales se volvió y gritó dentro delvagón:

—Qué durmáis bien, queridos…queridos…

No le salía la palabra y una de laschicas se lo llevó consigo. Justo antesde que el tren se pusiera en marcha sesoltó de ella, corrió hacia las puertas y,sujetando una de ellas, gritó:

—… compañeros de viaje.¡Compañeros de viaje, qué durmáisbien!

Soltó la puerta y el metro echó aandar de nuevo. El hombre que ibaleyendo bajó el libro, miró a los jóvenes

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en el andén. Luego se volvió haciaOskar, le miró a los ojos y sonrió. Oskarrespondió con una sonrisa fugaz,después hizo como que dirigía suatención al cubo.

Tuvo la sensación de que… habíasido aprobado. Aquel hombre se habíafijado en él y le había transmitido laidea de que Haces bien. Todo lo queestás haciendo está bien hecho.

Sin embargo no se atrevía a volver amirarle. Parecía como si aquel hombresupiera. Oskar giró el cubo un poco y lovolvió a dejar como estaba.

Otras dos personas, además de él, se

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bajaron del metro en Blackeberg, deotros vagones. Un chico más mayor alque no conocía de nada y un adulto conpinta de ligón que parecía bastanteborracho. El ligón se acercótambaleándose al chico mayor y le gritó:

—Oye, tú, ¿tienes un cigarrillo?—Sorry, no fumo.Pero el ligón parece que no entendió

más que la negativa, porque sacó unbillete de diez coronas del bolsillo yagitándolo en la mano continuó:

—¡Diez coronas! Sólo por unpitillo.

El chico negó con la cabeza y siguióandando. El ligón se quedó allí

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tambaleándose, y cuando Oskar pasó asu lado levantó la cabeza y le dijo:

—¡Tú! —pero entonces se leachinaron los ojos, fijó la mirada enOskar y meneó la cabeza—. No, no eranada. Vete en paz, hermano.

Oskar continuó subiendo lasescaleras de la estación. Preguntándosesi el ligón estaría pensando en ponerse amear en el raíl eléctrico. El chico mayordesapareció por las puertas de salida.Sin contar al vigilante de lostorniquetes, Oskar era la única personaque había en el vestíbulo.

Todo parecía tan distinto por lanoche. La tienda de fotos, la floristería y

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la tienda de ropas que había dentro de laestación permanecían apagadas. Elvigilante estaba en su garita con los piessobre el mostrador, leyendo algo. Quésilencio. El reloj de la pared señalabalas dos pasadas. Debería estar en sucama a esas horas. Durmiendo. Almenos debería de tener sueño. Pero no.Estaba tan cansado que sentía el cuerpocomo vacío, pero un vacío cargado deelectricidad. No somnoliento.

Se abrió una puerta abajo, donde losandenes, y oyó la voz del ligón:

—«Y hagan la reverencia, ustedeslos agentes con cascos y porras…».

La misma canción que él había

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cantado. Se echó a reír y empezó acorrer. Salió corriendo por las puertas,cuesta abajo hacia la escuela, pasó laescuela y el aparcamiento. Habíaempezado a nevar otra vez y aquellosgrandes copos le pinchaban comoalfileres en la cara ardiente. Mirabahacia arriba mientras corría. La lunaestaba aún con él, jugando al esconditeentre los edificios altos.

Ya dentro del patio se detuvo, tomóaliento. Casi todas las ventanas estabanoscuras, pero ¿no se veía un poco de luzdetrás de las persianas del piso de Eli?

¿Qué aspecto tendría?Subió la cuesta, echó una ojeada a su

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propia ventana a oscuras. Allí dentroestaba el Oskar normal durmiendo. ElOskar… anterior a Eli. Con la bola delpis en los calzoncillos. Ya no se laponía, no la necesitaba.

Abrió la puerta del sótano de suportal y por el pasillo llegó ante elportal de Eli, no se paró a mirar siquedaba alguna mancha en el suelo.Solamente pasó. Ya no existía. No teníauna madre, ni un padre, ni una vidaanterior, él sólo estaba… allí. Abrió lapuerta y subió las escaleras.

De pie en el descansillo se quedómirando la deteriorada puerta demadera, la placa del nombre sin nombre.

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Detrás de esa puerta.Se había imaginado que iba a subir

corriendo las escaleras e iba a llamar,sin más. Pero en vez de eso se sentó enlos últimos escalones, al lado de lapuerta.

¿Y si no quería que él viniera?Después de todo era ella la que se

había alejado. A lo mejor le decía quese marchara, que quería estar tranquila,que…

El trastero del sótano. El de Tommyy los otros.

Podía dormir allí, en el sofá, porqueno estarían allí por la noche. De esamanera podría ver a Eli al día siguiente

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por la tarde, como de costumbre.Nada sería ya como de costumbre.Se quedó mirando fijamente al

timbre. Nada iba a ser como antes.Había que hacer algo grande. Comoescaparse, hacer dedo, volver a casa amedia noche para demostrar que se es…importante. Lo que más miedo le dabano era que ella quizá fuera un ser quevivía de la sangre de otras personas,sino que lo rechazara.

Tocó el timbre de la puerta.Se oyó un zumbido dentro del piso

que cesó cuando soltó el timbre. Estuvoesperando. Volvió a llamar, más tiempo.Nada. No se oía nada. Eli no estaba en

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casa.Oskar se sentó en la escalera

mientras la desilusión le caía como unjarro de agua fría. Y se sintió de prontocansado, terriblemente cansado. Selevantó lentamente y bajó las escaleras.A medio camino se le ocurrió una idea.Una tontería, pero… aun así. Volvióhasta la puerta y con señales cortas ylargas en el timbre deletreó el nombrede ella con el alfabeto Morse.

Corta. Pausa. Corta, larga, corta,corta. Pausa. Corta, corta.

E… L… I…Esperó. No se oía absolutamente

nada. Se había dado la vuelta para

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marcharse cuando oyó la voz de Eli.—¿Oskar? ¿Eres tú?Y esto fue lo que sucedió, a pesar de

todo; que la alegría fue como un coheteque se encendiera en su pecho yexplotara a través de su boca con unestruendoso:

—¡Sí!Maud Carlberg, por hacer algo, fue a

buscar una taza de café al cuarto quehabía detrás de la recepción y se sentócon la luz apagada. Tenía que habersalido de su turno hacía ya una hora,pero la policía le había pedido queesperara.

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Un par de hombres que no ibanvestidos de policía estaban dando conun pincel una especie de polvo en elsuelo, a lo largo del camino que la niñahabía recorrido con los pies desnudos.

El policía que le preguntó lo que lachica había dicho, lo que había hecho,qué aspecto tenía, no había sido muyamable. A Maud le había dado todo eltiempo la impresión, por su tono de voz,de que insinuaba que ella había actuadomal. Pero ¿cómo habría podido ellasaber lo que tenía que hacer?

Henrik, uno de los vigilantes conquien a menudo compartía el turno detarde, se acercó a la recepción y

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señalando la taza de café dijo:—¿Es para mí?—Si la quieres…Henrik cogió la taza de café, bebió

un trago y echó una mirada al vestíbulo.Además de los que estaban pintando elsuelo había un policía uniformadohablando con un taxista.

—Mucha gente esta tarde.—No entiendo nada. ¿Cómo pudo

subir arriba?—No sé. Están trabajando en ello.

Parece que trepó por la pared.—Eso no puede ser.—No.Henrik sacó del bolsillo una bolsa

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con barcos de regaliz y le ofreció aMaud. Ella negó con la cabeza y Henrikcogió tres barcos, se los metió en laboca y se encogió de hombrosdisculpándose.

—He dejado de fumar. He cogidocuatro kilos en dos semanas.

—Hizo una mueca—. No, joder.Tenías que haberlo visto.

—¿A quién… al asesino?—Sí. Ha salpicado así… toda la

pared ahí. Y la cara… no. Si se va aquitar uno la vida alguna vez, tendrá queser con pastillas. Imagínate si tienes quehacer la autopsia, ¿eh? Tener que hacereso.

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—Henrik.—¿Sí?

—Déjalo.Eli estaba en el quicio de la puerta.

Oskar, sentado en la escalera. Agarrabacon una mano el asa de la bolsa, como siestuviera preparado para irse encualquier momento. Eli se colocó unmechón de pelo detrás de la oreja.Parecía totalmente restablecida. Unachica pequeña, insegura. Le miró a lasmanos, dijo en voz baja:

—¿Vienes?—Sí.Eli asintió casi sin que se notara,

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enredando con los dedos. Oskar siguiósentado en la escalera.

—¿Puedo… entrar?—Sí.A Oskar le llevaron los demonios.

Dijo:—Di que puedo entrar.Eli alzó la cabeza, pareció que iba a

decir algo pero no lo hizo. Empezó acerrar la puerta un poco, se detuvo. Diouna patada en el suelo con los piesdescalzos, luego habló:

—Puedes entrar.Se volvió y entró en la casa, Oskar

la siguió y cerró la puerta. Dejó la bolsaen la entrada, se quitó la cazadora y la

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colgó en un perchero del que no colgabanada más.

Eli estaba en la puerta del cuarto deestar con los brazos caídos. Solamentellevaba puestas las bragas y unacamiseta de color rojo en la que poníaIron Maiden encima del esqueleto delmonstruo que aparecía en la carátula desus discos. A Oskar le sonaba conocido.¿Lo habría visto en el cuarto de labasura alguna vez? ¿Sería el mismo?

Eli estaba mirando lo sucios quetenía los pies.

—¿Por qué has dicho eso?—Porque tú lo dices.—Sí. Oskar…

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Ella dudó. Oskar se quedó dondeestaba, con la mano en la cazadora queacababa de colgar. Estaba mirando lacazadora cuando preguntó:

—¿Eres una vampira?Eli se cruzó de brazos, meneando la

cabeza despacio.—Yo… me alimento de sangre. Pero

yo no soy… eso.—¿Cuál es la diferencia?Ella le miró a los ojos y dijo, con

algo más de energía:—Hay una diferencia muy grande.Oskar vio cómo los dedos de los

pies de Eli se encogían y se estiraban, seencogían. Sus piernas desnudas eran

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verdaderamente delgadas; dondeacababa la camiseta pudo ver el bordede un par de bragas blancas. Hizo ungesto hacia ella.

—Entonces, ¿tú estás como…muerta?

Eli sonrió por primera vez desdeque él llegara.

—No. ¿Es que no se nota?—No, pero… tú sabes… ¿te has

muerto alguna vez, o así?—No. Pero he vivido mucho tiempo.—¿Eres vieja?—No. Tengo doce años. Pero los he

tenido desde hace mucho tiempo.—Entonces eres vieja. Por dentro.

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En la cabeza.—No. No lo soy. Eso es lo único

que a mí misma me parece realmenteextraño. No lo puedo entender. ¿Por quénunca… de alguna manera… tengo másde doce años?

Oskar se quedó pensando, pasó elbrazo por su cazadora.

—A lo mejor porque los tienes.—¿Cómo?—Sí, pues… que tú no puedes

entender por qué sólo tienes doce años,precisamente porque sólo tienes doceaños. Eli frunció el entrecejo.

—¿Quieres decir que soy tonta?—No. Pero un poco dura de mollera.

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Como suelen ser los niños.—Vaya. ¿Y cómo casa eso con lo

del cubo?Oskar dio un bufido, la miró a los

ojos y recordó aquello de sus pupilas.Ahora estaban normales, pero habíantenido un aspecto muy extraño. ¿No eracierto? De todas formas… aquello erademasiado. Era increíble.

—Eli. Tú sólo te estás inventandotodo eso, ¿no?

Eli acarició el esqueleto delmonstruo que tenía en el estómago ydejando la mano quieta justo sobre laboca abierta del monstruo dijo:

—¿Todavía quieres asociarte

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conmigo?Oskar dio medio paso atrás.—No.Alzó la vista hacia él. Triste, casi

acusatoria.—No, eso no. Tú comprenderás…

que… Se contuvo. Oskar continuó porella.

—Si hubieras querido matarme ya lohabrías hecho hace tiempo.

Eli asintió. Oskar retrocedió otromedio paso. ¿Cuánto tiempo tardaría ensalir por la puerta? ¿Dejaría la bolsa?Eli parecía no notar su inquietud, susganas de huir. Oskar se paró, con losmúsculos en tensión.

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—¿Me voy a… contagiar?Todavía con la mirada fija en el

monstruo que llevaba encima delestómago, Eli negó con la cabeza.

—No quiero contagiar a nadie. Ymenos a ti.

—¿Qué quieres decir entonces conlo de asociarnos?

Eli levantó la cabeza hacia el lugardonde creía que estaba Oskar, pero sehabía equivocado. Vaciló. Luego fuehacia él, le cogió la cabeza entre susmanos. Oskar la dejó hacer. Eliparecía… en blanco. Ausente. Pero nadaque recordara aquella cara que habíavisto en el sótano. Las yemas de sus

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dedos le rozaron las orejas. Un sosiegoinundó lentamente el cuerpo de Oskar.

Sea.Que sea lo que Dios quiera.El rostro de Eli estaba a veinte

centímetros del suyo. Su aliento olíararo, como la caseta en la que su padreguardaba chatarra. Sí. Eli olía… aóxido. La punta de un dedo le acarició laoreja. Ella susurró:

—Estoy sola. Nadie lo sabe.¿Quieres?

—Sí.

Al instante pegó su cara a la de él,cerró sus labios alrededor del labio

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superior de Oskar y lo retuvo con unapresión muy, muy suave. Los teníacalientes y secos. A él se le llenó laboca de saliva y cuando la apretó contrael labio inferior de Eli lo humedecieron,suavizándolo. Cada uno probó con mimolos labios del otro, dejándolosdeslizarse, y Oskar desapareció en unaoscuridad ardiente que fue aclarándosegradualmente, convirtiéndose en unagran sala, en el salón de un palacio encuyo centro había una mesa alargadallena de comida, y Oskar…

… corre hasta los manjares,empieza a comérselos con las manos. Asu alrededor hay otros niños, mayores

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y pequeños. Todos comen de la mesa.En uno de los extremos de la mesa estásentado un… ¿hombre?… una mujer…una persona con lo que debe de ser unapeluca. Una enorme peluca le cubre lacabeza. La persona tiene un vaso en lamano, lleno de un líquido de color rojooscuro, está confortablemente sentada,apoyada en el respaldo de la silla, daun sorbito del vaso y asiente con lacabeza animando a Oskar.

Los niños no paran de comer. Alfondo de la sala, contra la pared,Oskar puede ver a unas personaspobremente vestidas que siguen coninquietud lo que pasa alrededor de la

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mesa. Una mujer con un chal de colormarrón cubriéndole el pelo está con lasmanos fuertemente entrelazadas sobreel estómago y Oskar piensa: «Mamá».

Después suena el tintineo de unvaso y toda la atención se vuelca en elhombre que está en el extremo de lamesa. Él se levanta. Oskar tiene miedode ese hombre. Tiene la boca pequeña,estrecha y extrañamente roja. La carablanca como la tiza. Oskar siente eljugo de la carne saliéndosele por lascomisuras de la boca, un pequeño trozode carne está a punto de salirse de laboca, lo detiene con la lengua.

El hombre alza una pequeña bolsa

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de piel. Con gesto huraño abre la cintaque cierra la bolsa y pone sobre lamesa dos grandes dados blancos. En lasala resuena el eco de los dadoscuando dan vueltas y se paran. Elhombre levanta los dados en la mano,los pone delante de Oskar y de losotros niños.

El hombre abre la boca para deciralgo, pero en ese mismo momento aOskar se le cae el trozo de carne de laboca y…

Los labios de Eli se retiraron de lossuyos, soltó también su cabeza, dio unpaso hacia atrás. Aunque le daba miedo,Oskar intentó volver a ver el salón del

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palacio otra vez, pero habíadesaparecido. Eli lo miraba intrigada.Oskar se frotó los ojos, asintiendo.

—O sea, que es verdad.—Sí.Se quedaron un rato así, callados.

Luego Eli le preguntó:—¿Quieres entrar?Oskar no dijo nada. Eli le tiró del

jersey, alzó las manos y las dejó caer denuevo.

—No pienso hacerte daño jamás.—Eso ya lo sé.—¿Qué es lo que estás pensando?—Ese jersey. ¿Es del cuarto de las

basuras?

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—… Sí.—¿Lo has lavado? Eli no contestó.—Eres un poco guarra, ¿lo sabes?—Me puedo cambiar si quieres.

—Sí. Hazlo.Había leído algo sobre el hombre de

la camilla, bajo la sábana. El asesinoritual.

Benke Edwards había llevado agente de todo tipo por aquellos pasillos,hasta las cámaras. Hombres y mujeresde distintas edades y tamaños. Niños.No había ninguna camilla especial paralos niños y pocas cosas le hacían aBenke sentirse tan mal como aquellas

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superficies vacías que quedaban en lacamilla cuando llevaba a un niño; lapequeña figura bajo la sábana blanca,como apretada contra la parte delanterade la camilla. El extremo de los pies,vacío; la sábana, estirada. Aquellasuperficie era la muerte propiamentedicha.

Pero el que llevaba ahora era unhombre adulto y, además de eso, unacelebridad.

Conducía la camilla a través depasillos silenciosos. El único ruido quese oía era el de la goma de las ruedasque chirriaba contra el suelo de linóleo.Aquí no había ningún tipo de

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señalización de colores en el suelo.Cuando llegaba alguna visita, veníasiempre acompañada por alguien deentre el personal del hospital.

Benke había permanecido esperandoen la calle mientras la policíafotografiaba el cuerpo sin vida. Algunosrepresentantes de la prensa que estabancon sus cámaras fuera del cordónpolicial tomaban fotos del hospital conpotentes flashes. Mañana saldría laimagen en el periódico, completada conuna línea de puntos que marcara cómohabía caído el hombre.

Una celebridad.El bulto bajo la sábana no sugería

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nada de eso. Un bulto como los demás.Sabía que el hombre parecía unmonstruo, que su cuerpo se habíareventado como un globo de agua alchocar contra el suelo helado; agradecíaque estuviera cubierto. Bajo la sábana,somos todos iguales.

Sin embargo, seguro que muchaspersonas se sentirían aliviadas al saberque precisamente aquel bulto de carneya sin vida era conducido a la cámarafrigorífica para una posteriorincineración cuando los forensesterminaran su trabajo. El hombrepresentaba una herida en el cuello quellamó poderosamente la atención del

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fotógrafo de la policíaPero ¿qué importancia podía tener

aquello?Benke se consideraba a sí mismo

como una especie de filósofo, lo cualtenía que ver con su profesión. Habíavisto tanto de lo que en realidad somoslas personas que había desarrollado unateoría, y era bastante simple:

«Todo está en el cerebro».El eco de su voz retumbó en los

pasillos desiertos cuando paró lacamilla delante de la puerta de lacámara frigorífica, marcó el código y lapuerta se abrió.

Sí. Todo en el cerebro. Desde el

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principio. El cuerpo no es más que unaespecie de unidad de servicio que elcerebro se ve obligado a arrastrar paramantenerse vivo. Pero todo está allídesde el principio, en el cerebro. Y laúnica manera de cambiar a un tipo comoel que estaba debajo de la sábana seríaoperándole el cerebro.

O encerrándolo.La cerradura automática, que debía

mantener la puerta abierta durante diezsegundos después de que se hubieraintroducido el código, aún no había sidoarreglada y Benke tuvo que sujetar lapuerta con una mano mientras con la otraagarraba la camilla por el extremo de la

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cabeza y la metía en la cámara. Lacamilla golpeó contra el quicio de lapuerta y Benke soltó un juramento.

Si hubiera sido en cirugía lahabrían arreglado en cinco segundos.

Entonces vio algo extraño.Justo debajo y a la izquierda del

bulto que era la cabeza del hombrehabía una mancha de color marrón en lasábana. La puerta se cerró tras elloscuando Benke se agachó para mirar. Lamancha crecía lentamente.

Está sangrando.Benke no era de los que se

amedrentaba fácilmente. Además, algoasí ya había ocurrido antes.

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Probablemente alguna acumulación desangre dentro del cráneo que se habríaderramado cuando la camilla chocócontra el quicio de la puerta.

La mancha de la sábana crecía.Benke fue hasta el armario de

primeros auxilios y buscó esparadrapoquirúrgico y gasa. Siempre le habíaparecido cómica la presencia de unarmario así en un sitio como éste, peroclaro, estaba previsto para el caso deque alguna persona viva resultara heridaallí dentro; que se pillara el dedo conuna camilla o algo así.

Con la mano sobre la sábana justoencima de la mancha hizo acopio de

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fuerzas. Lógicamente no le daban miedolos cadáveres, pero aquél parecía queera la hostia. Y Benke se veía obligadoa ponerle un esparadrapo. Sería a él aquien echarían la bronca si caía unmontón de sangre en la cámara.

Así que tragó, y apartó la sábana.La cara del hombre desafiaba toda

descripción. Imposible comprender quehubiera vivido una semana con un rostroasí. Allí no había nada que pudiera serreconocido como humano, más que unaoreja y un… ojo.

¿Es que no habían podido… volvera ponerle los esparadrapos?

El ojo estaba abierto. Lógicamente.

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Apenas tenía párpado con el quecerrarlo. Y estaba tan destrozado queparecía como si se hubiera producidouna cicatrización dentro de la propiaesclerótica.

Benke se desentendió de la miradamuerta y se concentró en lo que teníaque hacer. Parecía que el origen de lamancha era aquella herida del cuello.

Se oyó un suave goteo y Benke mirórápidamente alrededor. Joder. Seguroque estaba algo nervioso. Otra gota.Venía de sus pies. Miró hacia abajo.Una gota de agua cayó de la camilla yaterrizó en su zapato. Plop.

¿Agua?

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Observó la herida que el hombretenía en el cuello. Se había formado uncharco debajo de ella y chorreaba por elborde de la placa. Plop.

Movió el pie. Una gota cayó sobre elsuelo de cerámica. Plip.

Metió el dedo índice en el charco, sefrotó el dedo índice con el pulgar. Noera agua. Era algún líquido viscoso,denso y transparente. Nada que élpudiera reconocer.

Cuando volvió a mirar al sueloblanco, se había empezado a formar allíun pequeño charco. El líquido no eratransparente, sino de color rosa pálido.Parecía como cuando separan la sangre

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en bolsas para las transfusiones. Lo quequeda cuando los glóbulos rojos se vanal fondo.

Plasma.El hombre sangraba plasma.Cómo podía ocurrir aquello, eso

tendrían que explicarlo mañana losexpertos, o, mejor dicho, hoy. Su trabajoera pararlo, de manera que no mancharael depósito. Tenía ganas de irse a casaya. Meterse en la cama al lado de sumujer dormida, leer unas páginas de Unser abominable y luego dormir.

Benke dobló la gasa hasta hacer unagruesa compresa y la puso sobre laherida. ¿Cómo cojones iba a pegar el

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esparadrapo? El hombre también teníael resto del cuello destrozado y eradifícil encontrar trozos de piel nodañados en los que sujetarlo. Leimportaba un bledo. Se quería ir a casaya. Cogió largas tiras de esparadrapo ehizo un remiendo de acá para allá en elcuello, un remiendo del queprobablemente tendría que darexplicaciones, pero qué, joder.

Soy celador, no cirujano.Cuando hubo colocado la compresa

en su sitio, limpió la camilla y el suelo.Luego condujo el cadáver a lahabitación número cuatro, se frotó lasmanos. Listo. Un trabajo bien hecho y

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una historia para contar en el futuro.Mientras echaba un último vistazo yapagaba, empezó a pulir las frases.

¿Os acordáis de aquel asesino quese tiró desde el último piso? Yo me tuveque ocupar de él después de aquello, ycuando lo conduje a la cámarafrigorífica noté algo raro…

Cogió el ascensor hasta su sala, selavó las manos con esmero, se cambió y,al salir, echó la bata a lavar. Bajó hastael aparcamiento, se sentó en el coche yse fumó un cigarrillo con tranquilidadantes de arrancar. Cuando hubo apagadola colilla en el cenicero, que buena faltahacía vaciar, giró la llave y arrancó el

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coche.El coche bramó, como solía ocurrir

cuando hacía frío o había humedad. Perosiempre arrancaba. Sólo necesitabamontar algo de bronca antes. Cuando elbrrrum, brrrum del tercer intento setransformó en un ruido restallante demotor, se acordó de ello.

No coagula.No. Lo que fluía del cuello del

hombre no iba a coagular bajo lacompresa. Iba a empaparla y luegoseguiría chorreando hasta el suelo, ycuando abrieran la puerta dentro de unashoras…

¡Joder!

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Sacó la llave del coche y se laguardó cabreado en el bolsillo mientrasse dirigía de vuelta al hospital.

El cuarto de estar no estaba tanvacío como la entrada y la cocina. Aquíhabía un sofá, una butaca y una mesagrande con un montón de cosas pequeñasencima. Había tres cajas de cartónapiladas una encima de otra al lado delsofá. Una lámpara de pie solitariaesparcía una luz débil y amarillentasobre la mesa. Y eso era todo. Nada dealfombras, ni cuadros, ni tele. Delantede las ventanas colgaban unas mantasgruesas.

Parece como una cárcel. Una gran

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cárcel.Oskar silbó, para probar. Pues sí.

Había eco, pero no tanto. Probablementepor las mantas. Dejó su bolsa al lado dela butaca. El chasquido, cuando elherraje metálico de la parte inferiorchocó contra el duro suelo de linóleo,resonó desolado.

Había empezado a mirar los objetosdispuestos sobre la mesa cuando Elisalió de la habitación de al lado, ahoravestida con una camisa de cuadros quele estaba demasiado grande. Oskar,abarcando con la mano el cuarto deestar, le preguntó:

—¿Os vais a mudar?

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—No. ¿Por qué?—No, lo suponía.¿Os?Cómo no lo había pensado antes.

Oskar recorrió con la mirada las cosasque había encima de la mesa. Parecíanjuguetes, todos. Juguetes viejos.

—Ese viejo que vivía antes aquí, noera tu papá, ¿verdad?

—No.—¿Él era también…?—No.Oskar asintió, volvió a recorrer el

cuarto con la mirada. Era difícilimaginarse que alguien pudiera vivir así.A no ser que…

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—¿Eres… pobre?Eli se acercó a la mesa, cogió una

cosa que parecía un huevo negro y se lodio a Oskar. Él se inclinó hacia delante,lo puso bajo la lámpara para poderverlo mejor.

La superficie era rugosa, y cuandoOskar lo observó más de cerca vio quela recorrían cientos de complicadasguirnaldas de hilos de oro. El huevo erapesado, como si todo él estuviera hechode algún metal. Oskar le dio vueltas yvio que los hilos de oro estabanincrustados en hendiduras pocoprofundas de la superficie. Eli se colocóa su lado y él volvió a sentir aquel

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olor… el olor a óxido.—¿Cuánto crees que vale?—No sé. ¿Mucho?—Sólo hay dos. Si alguien tuviera

los dos podría venderlos y comprar…una central nuclear, tal vez.

—¿Noo…?—Sí, no sé. ¿Cuánto cuesta una

central nuclear? ¿Cincuenta millones?—Creo que cuestan… miles de

millones.—Bueno, no, entonces no se podría

comprar eso.—¿Y tú para qué quieres una central

nuclear? Eli se echó a reír.—Cógelo entre las manos. Así.

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Cerradas. Y dale vueltas.Oskar hizo como Eli le había dicho.

Dio vueltas con cuidado al huevo entrelas dos manos y notó como éste…explotaba y se desperdigaba en la palmade su mano. Resopló y apartó la manoque tenía encima. El huevo ya no eramás que un montón de añicos en sumano.

—¡Perdón! Lo he hecho concuidado, yo…

—¡Chist! Tiene que ser así. Trata deno perder ningún trozo. Ponlos aquí.

Eli señaló un papel blanco que habíasobre la mesa del sofá. Oskar contuvo larespiración mientras echaba con cuidado

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los pedacitos brillantes que tenía en lamano. Cada trozo era más pequeño queuna gota de agua y tuvo que frotarse lapalma de la mano con los dedos de laotra para que cayeran todos.

—Se ha roto.—Aquí. Mira.Eli acercó la lámpara a la mesa y

concentró su débil luz sobre el montónde fragmentos de metal. Oskar se agachóy miró. Un trozo, no mayor que unagarrapata, estaba solo en el montón, ycuando lo observó de cerca pudo verque tenía muescas y hendiduras enalgunas aristas y casi microscópicasconvexidades en forma de bombilla en

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otras. Entonces comprendió.—Es un rompecabezas.—Sí.—¿Pero… puedes volver a juntarlo

de nuevo?—Eso creo.—Debe de llevar una eternidad.—Sí.Oskar contempló otros trozos que

estaban esparcidos al lado del montón.Parecían idénticos al primero, perocuando los miró más detenidamente vioque había pequeñas variaciones. Lashendiduras no estaban exactamente en elmismo sitio, las convexidades teníanotro ángulo. Vio también un fragmento

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que tenía una cara lisa salvo un rebordede oro del grosor de un cabello. Unpedacito de la superficie del huevo.

Se desplomó en la butaca.—Yo me volvería completamente

loco.—Imagínate el que lo construyó.Eli arqueó los ojos y sacó la lengua

como si fuera Mudito, el enanito. Oskarse echó a reír. ¡Ja, ja! El sonidopermaneció, vibrando en las paredes.Vacío. Eli se sentó en el sofá con laspiernas cruzadas, mirándolo…expectante. Él apartó la vista y la dirigióa lo que había sobre la mesa, un paisajede juguetes en ruinas.

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Desolado.De pronto volvió a sentirse

tremendamente cansado. Ella no era «suchica», no podía serlo. Era… otra cosa.Había una gran distancia entre ellos queno se podía… cerró los ojos, se echóhacia atrás en la butaca y lo negro queapareció tras sus párpados era elespacio que los separaba.

Se adormeció, se deslizó en unsueño que duró un abrir y cerrar de ojos.

El espacio que los separaba se llenóde insectos feos y pegajosos quevolaban hacia él, y cuando se acercaronvio que tenían dientes. Los espantó conla mano y se despertó. Eli estaba

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sentada en el sofá, mirándole.—Oskar. Yo soy una persona, igual

que tú. Piensa que tengo… unaenfermedad muy poco común. Oskarasintió.

Una idea quería abrirse paso. Algo.Una situación. No acababa de pillarlo.Lo dejó. Pero entonces apareció aquelotro pensamiento, el desagradable: queEli sólo disimulaba, que dentro de ellahabía una persona muy vieja que loobservaba, que sabía todo y se burlabade él para sus adentros.

No puede ser.Por hacer algo rebuscó y sacó de su

bolso el walkman, luego la cinta, leyó el

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texto: «Kiss: Unmasked»; le dio lavuelta: «Kiss: Destroyer», la volvió aponer.

Debería irme a casa.Eli se inclinó hacia delante en el

sofá.—¿Qué es eso?—¿Esto? Un walkman.—¿Es para escuchar música?—Sí.No sabe nada. Es superinteligente y

no sabe nada. ¿Qué hará durante eldía? Dormir, claro. ¿Dónde tendrá elataúd? Eso es. No durmió nuncacuando estuvo en mi casa. Sólo estuvoacostada en mi cama esperando a que

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se hiciera de día. Huir es vivir...—¿Me dejas probarlo?Oskar le alargó el walkman. Ella lo

cogió y parecía como si no supiera quéhacer con él, pero luego se colocó losauriculares en las orejas y lo miró comopreguntándole. Oskar señaló losbotones.

—Aprieta el que dice play.Eli observó los botones y apretó

play. Oskar sintió una especie detranquilidad. Aquello era normal,dejarle la música a un amigo. Sepreguntaba qué le parecería Kiss a Eli.

Oskar podía oír desde su butaca elrasguear susurrante de guitarra, batería,

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voz. Eli había caído en medio de una delas canciones más duras.

Los ojos de la chiquilla se abrieroncomo platos, gritó de dolor y Oskar seasustó tanto que cayó de espaldas en labutaca. Ésta se columpió y casi sevuelca hacia atrás mientras él veía cómoEli se quitaba los auriculares con tantafuria que se soltaron los cables; los tiróal suelo, se llevó las manos a los oídosgimiendo.

Oskar se quedó sentado con la bocaabierta, mirando cómo los auriculares seestrellaban contra la pared. Se levantó ylos recogió. Completamenteestropeados. Los dos cables se habían

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soltado. Los puso sobre la mesa y sevolvió a hundir en la butaca.

Eli se quitó las manos de los oídos.—Perdón, yo… me hacía mucho

daño.—No importa.—¿Era caro?—No.Eli alcanzó una caja de cartón, metió

la mano y sacó unos cuantos billetes, selos dio a Oskar. —Toma.

Él cogió los billetes, los contó. Tresbilletes de mil y dos de cien. Sintió algoparecido al miedo, miró hacia las cajasde las que Eli había sacado el dinero, aEli, a los billetes.

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—Yo… me costó cincuenta coronas.—Cógelo de todas formas.—No, pero si… sólo han sido los

auriculares los que se han roto, y esos…—Te lo doy. ¿Por favor?Oskar dudó, luego arrebujó los

billetes y se los metió en el bolsillo delpantalón mientras calculaba su valor enhojas de propaganda.

Aproximadamente los sábados de unaño, quizá… unas veinticinco mil hojasrepartidas. Ciento cincuenta horas. Más.Una fortuna. Los billetes le rozaban unpoco en el bolsillo.

—Pues gracias.Eli asintió, cogió de la mesa algo

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que parecía una complicada maraña denudos pero que probablemente sería unrompecabezas. Oskar la miraba mientrasella manipulaba los nudos. La cabezainclinada, sus dedos largos y finosmoviéndose entre los extremos del hilo.Él repasó todo lo que ella le habíacontado. Su padre, su tía en el centro, laescuela a la que iba. Mentira, todo.

¿Y de dónde ha sacado todo esedinero? ¿Robado?

Aquella sensación resultaba tannueva que al principio no comprendióqué era. Empezó como una especie depicor en la piel, pasó a la carne, lanzódespués una flecha afilada y fría desde

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el estómago hasta la cabeza. Estaba…enfadado. Nada de desesperado oasustado. Enfadado.

Porque ella le había mentido yluego… ¿a quién le había robado eldinero? ¿A alguien que ella…? Se anudólas manos sobre el estómago y se echóhacia atrás.

—Tú matas a la gente.—Oskar…—Si lo que me has dicho es cierto,

tienes que matar a gente. Robarle eldinero.

—El dinero me lo han dado.—No haces más que mentir. Todo el

tiempo.

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—Es verdad.—¿Qué es lo que es verdad? ¿Que

mientes?Eli dejó la maraña de nudos sobre la

mesa, lo miró con cara de sufrimiento,extendió las manos.

—¿Qué quieres que haga?—Que me des una prueba.—¿De qué?—De que eres… eso que dices.Eli se quedó mirándolo fijamente.

Luego meneó la cabeza.—No quiero.—¿Por qué no?—Adivínalo.Oskar se hundió más aún en la

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butaca. Sentía bajo la palma de la manoel pequeño rebujo que los billetesformaban en su bolsillo. Vio ante sí losmontones de hojas de propaganda. Quehabrían llegado

por la mañana. Que tenían que estarrepartidos antes del martes. Uncansancio gris en el cuerpo. Gris en lacabeza. Rabia. «Adivínalo». Másjuegos. Más mentiras. Quería largarsede allí. Dormir. El dinero. Me ha dadodinero para que me quede.

Se levantó de la butaca, sacó elmontón de papel arrugado que tenía enel bolsillo, puso todo menos un billetede cien sobre la mesa. Se volvió a

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guardar el billete de cien y dijo:—Me voy a casa.Eli se estiró hacia delante y le cogió

de la muñeca.—Quédate, por favor.—¿Para qué? No haces más que

mentir.Intentó zafarse, pero la presión se

hizo más fuerte.—¡Suéltame!—No soy ningún monstruo de circo.Oskar apretó los dientes y dijo con

tranquilidad:—Suéltame.Ella no cedió. La fría flecha de furia

empezó a vibrar en el pecho de Oskar,

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estalló y se lanzó sobre ella. Se echóencima de Eli y la empujó hacia atrás enel sofá. No pesaba casi nada y laderribó contra el reposabrazos, se sentósobre su pecho mientras la flecha searqueaba, se movía, echaba chispasnegras por los ojos cuando levantó elbrazo y la pegó en la cara tan fuertecomo pudo.

Un nítido ¡zas! voló entre lasparedes y la cabeza de Eli se fue para unlado, de su boca salieron despedidasunas gotas de saliva y a él le ardió lamano cuando la flecha se partió, cayóhecha añicos y la rabia se disolvió.

Oskar seguía sentado sobre el pecho

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de la niña, mirando desconcertadoaquella cabecita que estaba de perfilcontra la tapicería negra del sofámientras aparecía una flor grande y rojaen la mejilla en la que él la habíapegado. Eli permanecía quieta, con losojos abiertos. Él se llevó las manos a lacara.

—Perdón, perdón. Yo…De repente ella se dio la vuelta, se

lo quitó de encima del pechoderribándolo contra el respaldo delsofá. Él intentó agarrarla de los hombrospero no lo consiguió, la asió entoncespor las caderas y Eli cayó con elestómago encima de la cara de Oskar.

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La empujó, se revolvió y cada unointentó agarrar al otro.

Rodaron por el sofá, hicieron luchalibre. Con los músculos en tensión ytotalmente en serio. Pero con cuidado,para no hacer daño al otro. Seretorcieron como las culebras, segolpearon contra la mesa.

Algunos trozos del huevo negrocayeron al suelo haciendo un ruidosemejante al de la llovizna sobre untejado de chapa.

No tenía ganas de subir a buscar unabata. Su turno ya había terminado.

Este es mi tiempo libre, y esto es

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algo que hago sólo porque me da lagana.

Podía coger una de las batas extra delos forenses que había colgadas en lacámara si estaba… manchado. Llegó elascensor y entró en él, pulsó plantasótano 2. ¿Qué iba a hacer si era así?Llamar y ver si alguien de urgenciaspodía bajar a coserlo. No había rutinaspara ese tipo de cosas.

Probablemente la hemorragia, o loque fuera, ya se habría parado, perotenía que comprobarlo. Si no, no iba apoder dormir en toda la noche. No iba ahacer más que estar tumbado oyendoaquel goteo.

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Se rio para sus adentros al salir delascensor. ¿Cuántas personas normalespodían hacer una cosa así sin que lestemblara el pulso? No muchas. Estababastante satisfecho de sí mismo porqueél… sí, cumplía con su obligación.Asumía su responsabilidad.

Será que no soy normal,sencillamente.

Y no se podía negar: que había algodentro de él que esperaba que… bueno,que la hemorragia hubiera continuado;que pudiera llamar a urgencias, que semontara un pequeño circo. Por muchoque quisiera irse a casa y dormir.Porque sería una historia mucho mejor,

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sólo por eso.No, no soy normal. Él con los

cadáveres no tenía ningún problema;máquinas con el cerebro apagado. Loque pese a todo podía ponerle un pocoparanoico eran aquellos pasillos.

Sólo pensar en aquella red detúneles a diez metros bajo tierra, en lassalas y cuartos vacíos como una especiede secciones administrativas delInfierno. Tan grande. Tan silencioso.Tan vacío.

L o s cadáveres son salud encomparación.

Marcó el código, por costumbreapretó el botón que abría la puerta

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automáticamente y sólo respondió unchasquido impotente. Abrió la puertacon la mano y penetró en la cámara, sepuso un par de guantes de goma.

¿Qué es esto?El hombre que había dejado tapado

con una sábana estaba ahora destapado.Su pene, en erección, se elevaba desdela entrepierna.

La sábana estaba tirada en el suelo.Los bronquios de Benke, destrozadospor fumar, emitieron un pitido cuandorecuperó el aliento.

El hombre no estaba muerto. No. Noestaba muerto… puesto que se movía.Despacio, como en sueños, se agitaba en

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la camilla. Las manos se movían atientas en el aire y Benke dio un pasoatrás instintivamente cuando una de ellas—que no parecía siquiera una mano—pasó delante de su cara. El hombreintentó levantarse, cayó de nuevo en lacamilla metálica. El único ojo miraba alfrente sin parpadear.

Un sonido. El hombre emitió unsonido.

—Eeeeeeeeee…Benke se llevó la mano al rostro. Le

pasaba algo en la piel. La manoparecía… se la miró. Los guantes degoma.

Detrás de su mano vio que el hombre

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hacía un nuevo intento paraincorporarse.

¿Qué cojones hago yo ahora?El hombre volvió a caer en la

camilla con un estruendo húmedo.Algunas gotas de aquel líquidosalpicaron la cara de Benke. Intentósecarlas con los guantes de goma, perosólo las extendió más.

Cogió una punta de la camisa y selimpió con ella.

Diez pisos. Se cayó desde el décimopiso.

Vale. Vale. Tú tienes aquí unproblema. Soluciónalo.

El hombre, si no estaba muerto, al

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menos tenía que estar moribundo. Debíarecibir asistencia.

—Eeeee…—Yo estoy aquí y te voy a ayudar.

Te voy a llevar a urgencias. Procuraestar tranquilo, yo voy…

Benke se acercó y puso sus manossobre el cuerpo que forcejeaba. La manono deformada del hombre saltó como unresorte y le agarró por la muñeca. Joder,la fuerza que tenía aún. Benke tuvo queemplear las dos manos para liberarse dela presión.

Lo único que había para cubrirle yque entrara en calor eran las sábanas delas camillas. Benke cogió tres y las echó

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encima del cuerpo, que no dejaba derevolverse como una lombriz en elanzuelo mientras emitía ese ruido. Seinclinó sobre el hombre, que estaba algomás calmado después de que Benke lehubiera tapado.

—Ahora te voy a llevar a urgenciaslo más deprisa que pueda, ¿vale?Procura estar tranquilo.

Condujo la camilla hasta la puerta y,a pesar de las circunstancias, se acordóde que la apertura automática nofuncionaba. Dio la vuelta por lacabecera de la camilla y abrió mirandohacia abajo, hacia la cabeza del hombre.Deseó no haberlo hecho.

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La boca, que no era una boca, estabaa punto de abrirse.

El tejido medio curado de la heridase rasgó con un sonido similar al que seproduce cuando uno le quita la piel alpescado; algunas tiras de piel rosada seresistieron a rasgarse, tensándosemientras el agujero de la parte inferiorde la cara se agrandaba más y más.

—¡Ahhhh!El alarido retumbó a través de los

largos pasillos y el corazón de Benkeempezó a latir más deprisa. ¡Estatequieto! ¡Y callado!

Si en ese momento hubiera tenido unmartillo a mano, probablemente habría

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golpeado aquella asquerosa masatemblona con el ojo abierto, en la quelas tiras de piel que cruzaban el agujerode la boca estaban rompiéndose como sifueran cintas de goma demasiado tensas;Benke pudo ver entonces los dientes delhombre, de un blanco reluciente enmedio de aquel líquido rojo y marrónque era su cara.

Benke volvió de nuevo a los pies dela camilla y empezó a empujarla por lospasillos, hacia el ascensor. Iba mediocorriendo, tenía pánico de que elhombre fuera a revolverse de tal maneraque acabara cayéndose.

Los pasillos se extendían

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interminables ante él, como en unapesadilla. Sí. Era como una pesadilla.Todas las reflexiones acerca de una«buena story» habían desaparecido. Noquería más que llegar arriba, dondehabía otras personas, personas vivas quepudieran liberarle de aquel monstruoque tenía tumbado y gritando en lacamilla.

Llegó hasta el ascensor y apretó elbotón, visualizó el recorrido hastaurgencias. En cinco minutos estaría allí.

Ya arriba, a la altura de la calle,habría otras personas que le ayudarían.Un poco más y estaría de vuelta en larealidad.

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¡Ven ya, mierda de ascensor!La mano sana del hombre hacía

señales.Benke la miró y cerró los ojos, los

abrió otra vez. El hombre trataba dedecir algo. Hacía señas para que Benkese acercara. O sea, que estabaconsciente.

Benke se puso al lado de la camillae, inclinándose sobre el hombre, dijo:

—¿Sí? ¿Qué te pasa?De repente la mano le asió por la

nuca, haciéndole doblar la cabeza.Benke perdió el equilibrio, cayó sobreel hombre. La mano que le agarrabaparecía de hierro cuando su cabeza se

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precipitaba hacia abajo, hacia el…agujero.

Intentó aferrarse al tubo de acero dela cabecera para soltarse, pero sucabeza giró hacia un lado y sus ojosquedaron sólo a unos centímetros de lacompresa mojada sobre el cuello delhombre.

—¡Suéltame! Por…Un dedo se apretó contra su oreja y

oyó cómo los huesos del oído eranaplastados mientras el dedo presionabamás y más dentro. Pataleaba, y cuandose golpeó la tibia contra el tubo de acerodel armazón de la camilla, por fin gritó.

Luego sintió cómo los dientes se

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clavaban en su mejilla y el dedo quetenía en el oído llegó tan adentro quealgo se desconectó y… se rindió.

Lo último que vio fue cómo lacompresa empapada que tenía ante susojos cambiaba de color y se volvía rojoclaro mientras el hombre le comía lacara.

Lo último que oyó fue unpling

cuando llegó el ascensor.Estaban tumbados en el sofá el uno

al lado del otro, sudando, jadeando.Oskar tenía el cuerpo molido, agotado.Bostezaba de tal manera que le sonaban

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las mandíbulas. Eli también bostezaba.Oskar volvió la cabeza hacia ella.

—Déjalo.—Perdón.—¿Tú no tendrás sueño, verdad?—No.Oskar se esforzaba para mantener

los ojos abiertos, hablaba casi sinmover los labios. La cara de Eli empezóa ponerse borrosa, irreal.

—¿Qué haces para conseguirsangre?

Eli lo miró. Mucho tiempo. Luegotomó una decisión y Oskar vio que algoempezaba a moverse dentro de susmejillas, de sus labios, como si se

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estuviera pasando la lengua por dentro.Después despegó los labios, abrió laboca.

Y él vio sus dientes. Ella cerró laboca de nuevo.

Oskar volvió la cabeza y miró altecho, donde un hilo de una tela de arañalleno de polvo caía hacia abajo desde lalámpara inutilizada.

No tenía fuerzas ni parasorprenderse. Bueno. Era vampira. Peroeso él ya lo sabía.

—¿Sois muchos?—¿Quiénes?—Ya sabes.—No, no lo sé.

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Oskar paseó la mirada por el techo,intentando encontrar más telas de araña.Descubrió otras dos. Le pareció ver unaaraña que se movía en una de ellas.Parpadeó. Volvió a parpadear. Tenía losojos llenos de arena. Nada de arañas.

—¿Cómo te voy a llamar? ¿Qué eslo que eres?

—Eli.—¿Te llamas así?—Casi.—¿Cómo te llamas entonces?Una pausa. Eli se retiró un poco de

él, hacia el respaldo, se volvió de lado.—Elias.—Pero ése es un nombre… de

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chico.Oskar cerró los ojos. No podía más.

Los párpados se le habían pegado a losglobos oculares. Un agujero negroempezó a crecer, envolviendo todo sucuerpo. Dentro de su cabeza tenía lavaga sensación de que debía decir algo,hacer algo. Pero no le quedaban fuerzas.

El agujero negro implosionó enultrarrápido. Fue absorbido haciadelante, hacia dentro, se dio unavoltereta lenta en el espacio y cayó en elsueño.

Allá lejos sintió que alguienacariciaba una mejilla. No consiguióformular el pensamiento, pero puesto

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que él lo sentía, debía de ser la suya. Enalgún lugar, en un planeta lejano, alguienacarició con cuidado la mejilla del otro.

Y era bueno.Después, no hubo más que estrellas.

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Cuarta Parte

¡Aquí llega la compañía delos trolls!

¡Aquí llega lacompañía de lostrolls;

por aquí no selibra nadie de pasar!

Rune Andréasson, Bamse en el bosque delos trolls

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Domingo 8 de Noviembre

El puente de Traneberg. Cuando loinauguraron en 1934 significó unpequeño orgullo nacional. El puente dehormigón de un solo tramo más grandedel mundo. Un imponente arco tiradoentre Kungsholmen y la Zona Oeste, queen aquel tiempo estaba formada porpequeños centros hortícolas en Brommay en Äppelviken. Y en Ängby, laspequeñas casas prefabricadas tan demoda.

Pero la modernidad estaba encamino. Los primeros suburbiospropiamente dichos, con edificios de

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tres pisos, ya estaban listos enTraneberg y en Abrahamsberg y elestado había comprado grandesextensiones de terreno al oeste para, enel plazo de unos años, empezar aconstruir lo que llegaría a ser Vällingby,Hässelby y Blackeberg.

Para todos ellos, el puente deTraneberg se convirtió en un pasoobligado. Todos los que tienen queentrar o salir de la zona de Västerortpasan por él.

Ya en los años sesenta huboinformes alarmantes acerca de que elpuente se estaba descomponiendolentamente como consecuencia del

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intenso tráfico que soportaba. Fuereparado y reforzado en variasocasiones, pero la gran reconstrucción,o la construcción de uno nuevo de la quetanto se hablaba, quedaba aún lejos en eltiempo.

Así que la mañana del domingo 8 deNoviembre de 1981 el puente parecíacansado. Un viejo harto de vivir quepensaba desconsolado en aquellostiempos en que los cielos eran másclaros, las nubes más ligeras y cuandoera el puente de hormigón de un solotramo más grande del mundo.

El hielo había empezado adeshacerse a medida que avanzaba la

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mañana y el agua del deshielo corría porlas grietas de la construcción. Ya no seatrevían a echar sal, puesto que esopodía acelerar el proceso de corrosióndel viejo puente de hormigón aún más.

No había mucho tráfico a aquellashoras, y menos un domingo. El metrohabía dejado de funcionar por la noche ylos pocos automovilistas que pasaban aesas horas añoraban llegar a sus camaso volver a ellas.

Benny Melin era la excepción.Bueno, claro que tenía ganas de llegar acasa y a la cama, pero probablementeestaba demasiado contento para poderdormir.

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En ocho ocasiones había conocido aigual número de mujeres a través de losanuncios de contactos, pero Betty, conquien había quedado el sábado por latarde, era la primera… la primera con laque había sentido ese «clic».

Aquello prometía. Los dos lo sabían.Habían bromeado acerca de lo

ridículo que iba a sonar: Benny y Betty.A pareja de circo a algo así, pero ¿quéle iban a hacer? Y si tenían hijos, ¿quénombre les iban a poner? Lenny y Netty.

Sí, la verdad es que lo pasaban bienjuntos. Habían estado en el pisito de ellaen Kungholmen hablando de sus vidas,intentando hacerlas coincidir con

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bastante buen resultado. Al despuntar eldía únicamente quedaban dos cosas quepudieran hacer.

Y Benny, no sin cierta resistencia,eligió la que le parecía correcta:despedirse con la promesa de volver aencontrarse el domingo por la tarde.Sentado al volante, condujo hacia casapasando por la estación de Brommaplancantando I can't help falling in lovewith you en voz alta.

Desde luego a Benny no le quedabanenergías para apreciar siquiera ellamentable estado en que se encontrabael puente de Traneberg aquella mañanade domingo. Era la mismísima pasarela

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al paraíso, al amor.Fue justo al llegar al final del puente

por el lado de Traneberg, y tras haberempezado a darle al estribillo tal vezpor décima vez, cuando aquella figurade color azulado apareció a la luz de losfaros, en medio de la carretera.

Alcanzó a pensar: ¡Nada de frenar!antes de quitar el pie del acelerador ydar un volantazo; giró a la izquierdacuando quedaban unos cinco metros dedistancia entre él y aquella persona.Vislumbró el rastro de una bata azul y unpar de piernas blancas antes de que elcoche se estrellara contra la mediana dehormigón que separaba los carriles.

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El impacto fue tan violento que se letaponaron los oídos cuando el cochechocó y se desplazó a lo largo de lamediana. Uno de los espejosretrovisores salió disparado y la puertade su lado se abolló hacia dentro hastarozarle la cadera antes de que elvehículo fuera despedido de nuevo a lacarretera.

Intentó evitar el derrape, pero elcoche se deslizó hasta el otro lado ygolpeó contra la barandilla de la acera.El segundo espejo retrovisor se rompióy salió volando por encima del pretildirigiendo hacia el cielo el reflejo delas luces del puente. Frenó con cuidado

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y el patinazo siguiente fue más suave: elcoche sólo rozó la mediana.

Consiguió detenerlo después de quese hubiera deslizado cien metrosaproximadamente. Respiró aliviado, sequedó quieto con las manos apoyadas enlas rodillas y el motor todavía enmarcha. Sabor a sangre en la boca; sehabía mordido el labio.

¿Quién sería aquel loco?Miró por el espejo interior y pudo

ver a la luz amarillenta del alumbradodel puente a una persona que seguíacaminando dando tumbos hacia delante,en medio de la carretera, como si nohubiera pasado nada. Se cabreó. Un

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loco, claro, pero todo tenía un límite.Intentó abrir su puerta pero no lo

consiguió. La cerradura se habíaquedado bloqueada. Se quitó el cinturóny pasó como pudo al asiento delcopiloto. Antes de abrir la puerta parasalir del coche puso los intermitentes.Se quedó al lado del vehículo con losbrazos cruzados, aguardando.

Vio que la persona que avanzaba porel puente iba vestida con algún tipo debata de hospital y nada más. Los piesdescalzos, las piernas desnudas. Iba aver si se podía razonar con él de algunamanera.

¿Él?

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El tipo se acercaba. Salpicando aguacon los pies descalzos, caminaba comosi llevara una cuerda atada al torso quelo arrastrara inexorablemente. Benny dioun paso hacia él y se detuvo. El tipoestaba ahora a unos diez metros y Bennypudo ver claramente su… cara.

Benny lanzó un resuello, se apoyócontra el coche. Después consiguióvolver a meterse dentro rápidamente através del asiento del copiloto, puso laprimera y salió de allí a tal velocidadque las ruedas de atrás despedían agua yprobablemente salpicaron a… aquelloque se acercaba.

Cuando llegó a casa se puso un buen

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whisky y se bebió la mitad. Despuésllamó a la policía. Les contó lo quehabía visto, lo que había pasado.Cuando se terminó el whisky y, a pesarde todo, empezaba a considerar la ideade irse a la cama, el dispositivo debúsqueda ya estaba en marcha.

Rastrearon todo el bosque de Judarn.Cinco perros, veinte policías. Hasta unhelicóptero, lo cual era inusual en estetipo de persecuciones.

Un hombre herido, perturbado. Unsolo guía de perros habría sidosuficiente para dar con él.

Pero se hizo así en parte porque elcaso había tenido una gran repercusión

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en los medios de comunicación (dosagentes de policía designadosúnicamente para tratar con losperiodistas que se agolpaban en torno alos viveros de Weibull al lado de laestación de metro de Åkeshov) y queríandemostrar que no habían pillado a lapolicía en la cama aquella mañana, y enparte porque ya habían encontrado aBengt Edwards.

Mejor dicho: se había dado porsupuesto que se trataba de BengtEdwards, puesto que lo que habíanencontrado llevaba una alianza nupcialcon el nombre de Gunilla grabado en elinterior.

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Gunilla era la mujer de Benke, esolo sabían sus compañeros de trabajo.Nadie fue capaz de llamarla. Decontarle que había muerto pero que noestaban totalmente seguros de que fueraél. Preguntarle si ella conocía algunamarca especial… en la parte inferior desu cuerpo.

El patólogo, que había llegado a lassiete de la mañana para hacerse cargodel cadáver del asesino ritual, tuvo queacometer otra tarea. Si se hubieraencontrado ante lo que quedaba de BengtEdwards sin conocer los pormenoresdel caso, habría pensado que se tratabade un cuerpo que había pasado uno o

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más días a la intemperie bajo un fríointenso, y que, durante aquel tiempo,había sido ultrajado por ratones, zorrosy puede que hasta por osos, si es que lapalabra ultrajado puede utilizarsecuando es un animal el que realiza laacción. En cualquier caso, habrían sidodepredadores de mayor porte loscausantes de la carne arrancada deaquella forma, y roedores más pequeñoslos que hubieran dado cuenta de laspartes sobresalientes como la nariz, lasorejas, los dedos.

El rápido informe preliminar delpatólogo que llegó a la policía fue laotra razón de que el dispositivo policial

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fuera tan amplio. El hombre fue descritocomo extremadamente violento, enlenguaje oficial.

Un hijo de puta completamente loco,en boca de la gente.

El hecho de que el hombre siguieracon vida parecía realmente un milagro.No un milagro de esos que al Vaticanole gustaría mostrar con el incensariodando vueltas, pero un milagro, encualquier caso. Antes de la caída desdeel décimo piso había sido un fardo queprecisaba asistencia médica; ahoraestaba en pie y caminaba, y algo muchopeor.

Pero no podía encontrarse bien.

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Cierto que el tiempo se había vueltoalgo más suave y la temperaturaalcanzaba unos grados sobre cero; aunasí, el hombre iba vestido únicamentecon una bata de hospital. No teníacómplices, por lo que sabía la policía,y, sencillamente, no podría haberpermanecido más de un par de horasescondido en el bosque, como máximo.

La llamada de Benny Melin se habíaproducido casi una hora después de quehubiera visto al hombre en el puente deTraneberg, pero sólo un par de minutosmás tarde hubo otra llamada de unaseñora mayor.

Ésta había salido a la calle a dar el

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paseo matutino con su perro cuando vioa un hombre con ropa de hospital en lasproximidades de las cuadras deÅkeshov, donde pasan el invierno lasovejas del rey. La señora había vuelto acasa inmediatamente y había llamado ala policía, pensando que tal vez lasovejas corrieran peligro.

Diez minutos más tarde habíallegado al lugar la primera patrulla de lapolicía, y lo primero que hicieron fuerecorrer las cuadras pistola en mano,nerviosos.

Las ovejas se pusieron inquietas y,antes de que la policía hubierareconocido todas las instalaciones,

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aquello era un hervidero de cuerposlanudos revueltos, balidos subidos detono y gritos casi humanos que atrajeronhacia allí más agentes. Durante elregistro de los corrales se escaparonalgunas ovejas al corredor y, cuando lapolicía pudo finalmente constatar que elhombre no se encontraba en las cuadrasy se disponía a abandonar lasinstalaciones, se escapó un carnero porla puerta de fuera. Un policía ya mayorde familia campesina se echó sobre él y,agarrándolo de un cuerno, lo llevó devuelta a la cuadra.

Fue después de haber obligado alanimal a entrar en su redil cuando se dio

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cuenta de que los fuertes resplandoresque había percibido con el rabillo delojo durante su intervención habían sidolos flashes de los fotógrafos. Seequivocó al pensar que el tema no era lobastante serio como para que la prensaquisiera utilizar semejante imagen. Pocodespués, sin embargo, se instaló unabase para la prensa, fuera de la zona derastreo.

Ya eran las siete y media de lamañana y las primeras luces se filtrabantras los árboles empapados. Labúsqueda del loco solitario parecía bienorganizada y en marcha. Estaban segurosde que lo cogerían antes de la hora del

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almuerzo.

Bueno, tendrían que pasar aún unashoras sin resultado alguno ni de lascámaras de rayos infrarrojos delhelicóptero ni de los hocicos sensibles alas secreciones de los perros antes deque las especulaciones cobraran fuerzaen serio: que el hombre quizá ya noestuviera vivo. Que lo que tenían quebuscar era un cadáver.

Cuando los primeros rayos pálidosdel amanecer se filtraron a través de lasrendijas de la persiana y se reflejaron enla palma de la mano de Virginia comouna bombilla al rojo, ella sólo deseaba

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una cosa: morir. Sin embargo, retiró lamano de forma instintiva y se arrastróhasta el fondo de la habitación.

Tenía la piel sajada por más detreinta sitios. Había sangre por todaspartes en el piso.

Varias veces durante la noche sehabía cortado las arterias para beber,pero no le había dado tiempo a sorber, ataponar todo lo que sangraba. Habíacaído en el suelo, en la mesa, en lassillas. Parecía como si sobre la granalfombra de lana con dibujosgeométricos del cuarto de estar hubierandesollado vivo a un ciervo.

El bienestar y el alivio iban

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decreciendo con cada nueva herida quese abría, con cada sorbo que tomaba desu propia sangre cada vez más diluida.Al amanecer, Virginia era una masaquejumbrosa de abstinencia y angustia.Angustia porque sabía lo que tenía quehacer si quería seguir con vida.

La comprensión había surgidopaulatinamente, hasta convertirse encerteza. La sangre de otra persona ledevolvería la… salud. Y no era capazde quitarse la vida. Probablemente noera ni siquiera posible; las heridas quese había hecho en la piel con el cuchillode la fruta curaban increíblementerápido. Con independencia de lo fuerte y

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profundo que se cortara, dejaba desangrar en menos de un minuto. Despuésde una hora, la cicatrización estaba enmarcha.

Además…Había sentido algo.Fue por la mañana, mientras estaba

sentada en una silla de la cocinachupándose una herida en el pliegue delcodo, la segunda en el mismo sitio,cuando penetró en la profundidad de supropio cuerpo y lo vio.

El contagio.No lo vio realmente, pero de pronto

tuvo una percepción absoluta de lo queera. Algo así como, cuando estando

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embarazada, puedes ver una ecografíade tu propio vientre, como cuandopuedes contemplar en la pantalla quéhay dentro de de ti; pero no era un niño,sino una serpiente grande y enrollada:aquello era lo que arrastraba.

Porque lo que había visto en aquelmomento era que el contagio tenía vidapropia, una fuerza impulsora autónomatotalmente independiente de su cuerpo.Y que el contagio iba a sobreviviraunque ella no lo hiciera. La madremoriría por el choque de losultrasonidos, pero nadie iba a notar nadapuesto que era la serpiente la queempezaría a controlar su cuerpo, no ella

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misma.Por eso el suicidio carecía de

sentido.Lo único que el contagio parecía

temer era la luz del sol. La pálida luzcontra la mano había dolido más que lasheridas más profundas.

Estuvo mucho tiempo acurrucada enla esquina del cuarto de estar viendocómo la luz del amanecer, a través de lapersiana, dibujaba un enrejado sobre laalfombra manchada. Pensó en su nieto,Ted. En cómo solía gatear en el suelohasta los sitios en los que brillaba el solde la tarde; se tumbaba y se quedabadormido allí, en aquella isla de sol, con

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el pulgar en la boca.Aquella piel desnuda y suave,

aquella piel fina que uno no tendría másque…

¡QUÉ ES LO QUE ESTOYPENSANDO!

Virginia se estremeció, se quedómirando fijamente al vacío. Había vistoa Ted, y se había imaginado cómoella…

¡NO!Se golpeó a sí misma en la cabeza.

Siguió golpeándose hasta que la imagense pulverizó. Pero no podría volver averlo más. No podría volver a ver nuncaa nadie a quien amara.

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No podré volver a ver nunca anadie a quien ame.

Virginia obligó a su cuerpo aenderezarse, anduvo lentamentearrastrándose hacia el enrejado quedibujaba la luz. El contagio protestaba yquería hacerla caer, pero ella era másfuerte, aún tenía el control sobre supropio cuerpo. La luz le escocía en losojos, las barras del enrejado le ardíanen la córnea como un alambre al rojo.

¡Arde, quémate!Tenía el brazo derecho cubierto de

cicatrices, de sangre reseca. Lo acercó ala luz.

No hubiera podido ni imaginárselo.

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Lo que le ocurrió con la luz elsábado había sido una caricia. Ahora seencendió la llama de un soldador,dirigida contra su piel. Después de unsegundo, ésta se volvió blanca como latiza. Después de dos segundos empezó aechar humo. Después de tres segundosse le levantó una ampolla, se oscurecióy reventó dejando salir el aire. Al cuartosegundo, retiró el brazo y se arrastrósollozando hasta el dormitorio.

El olor a carne quemada envenenabael aire, no se atrevía a mirarse el brazocuando se deslizó sobre la cama.Descansar. Pero la cama…

A pesar de que tenía bajadas las

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persianas había demasiada luz en eldormitorio. Aunque se había echado eledredón se sentía desprotegida en lacama. Su inquietud captaba el másmínimo ruido procedente de los pisosvecinos, y cada sonido suponía unaamenaza encubierta. Alguien caminabaen el piso de arriba. Se sobresaltaba,volvía la cabeza, alerta. Un cajón que seabría, ruido metálico en el pisosuperior.

Las cucharillas del café.Supo, por la fragilidad del sonido,

que eran cucharillas de café. Vio ante síel estuche revestido de terciopelo conlas cucharitas de plata que habían sido

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de su abuela y que ella había heredadocuando su madre ingresó en unaresidencia para mayores. Cómo habíaabierto el estuche, mirado lascucharillas y constatado que no habíansido nunca jamás usadas.

Virginia estaba pensando en estomientras se deslizaba fuera de la cama,cogía el edredón, se arrastraba hasta elarmario de dos puertas y las abría. En elsuelo del armario había un edredón másy un par de mantas.

Había sentido una especie de tristezacuando miró las cucharitas, que habíanpermanecido en su estuche quizá sesentaaños sin que nunca nadie las sacara, las

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tuviera en la mano, las usara.Más ruidos a su alrededor: la casa

se despertaba. Dejó de oírlos cuandoextendió el edredón y las mantas y,envuelta en ellos, se acurrucó en elarmario y cerró las puertas. Estabaoscuro de verdad allí dentro. Se tapóhasta por encima de la cabeza, seencogió como una larva en un capullodoble.

Nunca jamás.Firmes, dispuestas para el desfile en

su lecho de terciopelo, esperando.Frágiles cucharitas de plata. Se arrullócon la tela de los edredones pegada a lacara.

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¿Quién iba a heredarlas ahora?Su hija. Sí. Serían para Lena y ella

iba a usarlas para dar de comer a Ted.Entonces las cucharillas se pondríancontentas. Ted comería el puré depatatas con ellas. Era una buena idea.

Estaba quieta como una piedra, lacalma se adueñó de su cuerpo. Alcanzóa tener un último pensamiento antes dequedarse dormida: ¿Por qué no hacecalor?

Con el edredón tapándole la cara,envuelta en gruesos tejidos, debería deestar sudando. La pregunta flotabasomnolienta dando vueltas en unahabitación grande y oscura, y aterrizó

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finalmente en una respuesta biensencilla:

Porque no he respirado en variosminutos.

Y ni siquiera entonces, cuando eraconsciente de ello, sintió que lonecesitara. Ninguna sensación de ahogo,nada de falta de oxígeno. Ella ya nonecesitaba respirar, eso era todo.

La misa empezaba a las once, pero alas diez y cuarto Tommy e Yvonne yaestaban en el andén en Blackebergesperando que llegara el metro.

Staffan, que cantaba en el coro de laparroquia, le había contado a Yvonne

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cuál era el tema de la misa de hoy.Yvonne se lo había contado a Tommy y,con mucho tiento, le había preguntado siquería acompañarlos; para su sorpresa,había aceptado.

Iba a tratar sobre la juventud de hoy.Tomando como punto de partida el

pasaje del Antiguo Testamento en el quese narra la salida de los judíos deEgipto, el cura, con la ayuda de Staffan,había redactado un sermón con ese textoque le sirviera de guía: qué modelopodía tener ante sí una persona joven enla sociedad actual para dejarse guiar porél en su travesía por el desierto y otrascosas por el estilo.

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Tommy había leído en la Biblia elpasaje en cuestión y había dicho que iríaencantado.

Así que cuando aquella mañana dedomingo el metro salió traqueteando deltúnel procedente de la estación deIslandstorget, lanzando ante sí unacolumna de aire que hizo revolotear loscabellos de Yvonne, ésta se sentíacompletamente feliz. Miró a su hijo, queestaba a su lado con las manosprofundamente hundidas en los bolsillosde la cazadora.

Va a salir bien.Sí. Sólo el hecho de que quisiera ir

con ella a la misa del domingo ya era

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mucho. Pero además aquello parecíaindicar que había aceptado a Staffan,¿no era así?

Subieron al vagón y se sentaron eluno frente al otro, al lado de un señormayor. Antes de que llegara el metrohablaron de lo que ambos habían oídoen la radio aquella mañana: la búsquedadel asesino ritual en el bosque deJudarn. Yvonne se acercó a Tommy.

—¿Tú crees que lo cogerán?Tommy se encogió de hombros.—Deberían hacerlo. Pero es un

bosque grande, así que… tendrás quepreguntárselo a Staffan.

—Es sólo que me parece tan

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desagradable. Imagínate si viene aquí.—¿A qué va a venir aquí? Aunque

claro, tampoco tendría nada que haceren Judarn.

—Uf!El señor mayor se irguió, hizo un

movimiento como si se sacudiera algode los hombros y dijo:

—Uno se pregunta si alguien así esuna persona.

Tommy miró al señor e Yvonne dijo:«Hmm» sonriéndole, lo que ésteinterpretó como una invitación paraseguir:

—Quiero decir… primero aquelcrimen atroz, y después… en esas

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condiciones, una caída semejante. No, yesto te lo digo yo: no es una persona yespero que la policía lo mate de undisparo cuando lo encuentre.

Tommy asintió, hizo como queestaba de acuerdo.

—Que lo cuelguen en el árbol máscercano. El hombre se acaloró:

—Exacto. Es lo que yo he dichotodo el tiempo. Tenían que haberlepuesto una inyección con veneno o algoya en el hospital, como se hace con losperros rabiosos. Entonces noshabríamos librado de estar así,constantemente aterrados, y de tener queasistir a esta búsqueda desesperada

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pagada con el dinero de nuestrosimpuestos. Un helicóptero. Sí, yo hepasado precisamente por allí, porÅkeshov, y tienen un helicóptero arriba.Para eso sí que hay dinero, pero paradar a los jubilados una pensión de la quese pueda vivir después de toda una vidade trabajo, para eso no hay. Sí hay encambio para mandar un helicóptero quezumbe alrededor y dé un susto de muertea los animales…

El monólogo continuó hastaVällingby, donde Yvonne y Tommy sebajaron mientras que el hombre siguiósentado. El tren iba a dar la vuelta, asíque lo más probable era que pensara

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hacer el mismo recorrido para volver aver el helicóptero y, quizá, repetir sumonólogo ante algún otro pasajero.

Staffan estaba esperándolos a laentrada del montón de tejas que parecíala iglesia de St Thomas.

Llevaba traje y una corbata de rayaspálidas azules y amarillas que lerecordó a Tommy aquella foto de laguerra con doble sentido: «Un tigresueco». La cara de Staffan resplandecióal verlos y salió a su encuentro. Abrazóa Yvonne y tendió la mano a Tommy,que la estrechó y le saludó.

—Me alegro de que hayáis venido.Especialmente tú, Tommy. ¿Qué te

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hizo…?—Quería ver cómo era, sólo eso.—Mmm. Bueno, espero que te guste.

Que podamos verte por aquí más veces.Yvonne puso la mano en el hombro

de Tommy.—Ha leído en la Biblia eso… eso

de lo que vais a hablar.—Qué bien. Sí, eso ha estado

realmente… otra cosa, Tommy. No heencontrado el trofeo, pero… opino quelo mejor será correr un tupido velosobre el asunto, ¿qué me dices?

—Mmm.Staffan esperaba que Tommy dijera

algo más, pero como no lo hizo, se

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volvió hacia Yvonne.—Debería estar ahora en Åkeshov,

pero… no quería perderme esto. Aunquedespués, cuando terminemos, habré deirme, así que tendremos que…

Tommy entró en la iglesia.En las hileras de bancos había

solamente unas pocas personas mayoresde espaldas a él. A juzgar por lossombreros eran mujeres.

La iglesia estaba iluminada por laluz amarilla de las lámparas situadas alo largo de las paredes laterales. Entrelas filas de bancos, una alfombra rojacon figuras geométricas tejidas llegabahasta el altar: un poyo de piedra sobre el

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que habían colocado jarrones con flores.Por encima de todo ello colgaba unagran cruz de madera con un Jesúsmodernista. La expresión de su rostropodía interpretarse fácilmente como unasonrisa burlona.

En la parte de atrás de la iglesia, allado de la entrada, donde Tommy seencontraba, había un soporte parafolletos, un cepillo en el que poner eldinero y una gran pila bautismal. Tommyse acercó a la pila y la estuvoobservando.

Perfecta.Cuando la vio pensó que estaba

demasiado bien y que probablemente

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tuviera agua. Pero no. Toda ella, sacadade un único bloque de piedra, le llegabaa Tommy a la cintura. La pilapropiamente dicha era de color grisoscuro, estriada, y no contenía ni unagota de agua. Vale. Entonces seguimosadelante.

Sacó de la cazadora una bolsa deplástico de dos litros, bien atada, quecontenía un polvo blanco y echó unvistazo a su alrededor. Nadie mirabahacia allí. Hizo un agujero en la bolsacon el dedo y dejó caer su contenido enla pila.

Después se guardó la bolsa vacía enel bolsillo y salió otra vez fuera

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mientras intentaba encontrar una buenarazón para no sentarse al lado de sumadre sino atrás del todo, al lado de lapila bautismal.

Podía alegar que de ese modo nomolestaría a nadie en caso de querersalir. Sonaba bien. Sonaba…

Perfecto.Oskar abrió los ojos y sintió pánico.

No sabía dónde se encontraba. Elespacio a su alrededor estaba a oscuras,no reconocía aquellas paredes desnudas.

Estaba tumbado en un sofá. Teníaencima un edredón que olía bastantemal. Las paredes flotaban ante sus ojos,nadaban libremente en el aire mientras

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trataba de ubicarlas en el sitio correcto,colocarlas juntas de manera queformaran una habitación que él pudierareconocer. Pero no había manera.

Se llevó el edredón a la nariz. Unolor a cerrado le llenó los orificiosnasales e intentó tranquilizarse, dejar dereconstruir la habitación y en lugar deeso tratar de recordar.

Sí. Ahora podía.Su padre, Janne. Autoestop. Eli. El

sofá. La tela de araña.Miró al techo. Allí estaban las

polvorientas telas de araña, difíciles dedistinguir en la penumbra. Se habíaquedado dormido junto a Eli en el sofá.

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¿Cuánto tiempo habría pasado desdeentonces? ¿Sería por la mañana?

La ventana estaba tapada conmantas, pero por los bordes podíaentrever débiles retazos de luz grisácea.Se quitó el edredón y fue hasta la puertadel balcón, descorrió un poco la manta.Las persianas estaban bajadas. Lassubió unos centímetros y sí: habíaamanecido ahí fuera.

Le dolía la cabeza y la luz le hacíadaño en los ojos. Resopló, soltó lamanta y se pasó las dos manos por elcuello, por la nuca. No. Claro que no.Ella le había dicho que ella nunca…

Pero ¿y ella dónde está?

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Recorrió la estancia con la vista; susojos se detuvieron en la puerta cerradade la habitación en la que Eli se habíacambiado el jersey. Dio unos pasoshacia ella, se detuvo. La puertapermanecía en la sombra. Oskar cerrólos puños, se chupó uno de ellos.

Y si ella realmente… dormía en unataúd.

Qué tontería. ¿Por qué iba a hacereso? ¿Por qué lo hacían los vampiros?Porque están muertos. Y Eli dijo queella no…

Pero si…Siguió chupándose el puño, lo

recorrió con la lengua. Su beso. La mesa

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con comida. Sólo el hecho de que ellapudiera hacer eso. Y los dientes…Dientes de animales carnívoros.

Si hubiera algo más de luz.Al lado de la puerta estaba el

interruptor de la lámpara del techo. Lopulsó sin creer que fuera a ocurrir nada.Pero sí. La lámpara se encendió. Apretólos párpados para protegerse de aquellaluz tan fuerte, dejó que los ojos seacostumbraran a la luz antes de volversehacia la puerta; apoyó la mano en elpicaporte.

La luz no le ayudaba en absoluto,más bien lo contrario: todo parecía aúnmás desagradable ahora que la puerta

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era sólo una puerta normal y corriente.Igual que la de su propia habitación.Exactamente igual. El picaporte teníaidéntico tacto. Y ella podía estar allíacostada. Quizá con los brazos cruzadossobre el pecho.

Tengo que verlo.Apretó con cuidado el picaporte,

que ofreció algo de resistencia. O sea,que la puerta no estaba cerrada conllave; en ese caso, el pasador sólo sehubiera deslizado hacia abajo. Oskar loempujó y la puerta se abrió, la rendija sehizo cada vez mayor. La habitaciónestaba a oscuras.

¡Espera!

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¿Heriría la luz a Eli si abría lapuerta?

No. Ayer por la noche había estadosentada al lado de la lámpara y parecíaque no le pasaba nada. Pero estabombilla tenía mayor potencia y, a lomejor, la de la lámpara de pie era de untipo… especial, una bombilla…especial para vampiros.

Qué tontería. «Tiendasespecializadas en bombillas paravampiros».

Y no habría dejado la lámpara en eltecho si fuera peligrosa para ella. Pesea todo, Oskar abrió la puerta concuidado, dejando que el cono de luz se

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hiciera poco a poco más grande dentrode la habitación. Estaba tan vacía comoel cuarto de estar. Una cama y un montónde ropa, nada más. En la cama sólohabía una sábana y una almohada. Eledredón que él había usado sería de allí.En la pared de al lado de la cama habíaun papel pegado con cinta adhesiva. Elcódigo Morse.

Ah, sí, era esa la cama desde dondeella…

Respiró profundamente. Cómo no sehabía dado cuenta de eso. Al otro ladode esta pared está mi habitación.

Sí. Se encontraba a dos metros de supropia cama, a dos metros de su vida

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normal.Se tumbó y tuvo la ocurrencia de

golpear un mensaje en la pared. ParaOskar. El del otro lado. ¿Qué iba adecirle?

V.A.R.Ä.R.D.U.Se volvió a chupar el puño. Él

estaba aquí. Era Eli la que se había ido.Se sintió mareado, confundido. Dejócaer la cabeza en la almohada y echóuna ojeada alrededor. La almohada olíararo. Como el edredón, pero más fuerte.Un olor a cerrado, grasiento. Se quedómirando el montón de ropa que había aunos metros de la cama.

Es tan asqueroso.

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No quería permanecer allí mástiempo. El piso estaba totalmentesilencioso y vacío y todo era tan…anormal. Su mirada se deslizó sobre elmontón de ropa y se detuvo en losarmarios que cubrían la pared deenfrente. Dos armarios dobles, unosencillo.

Allí.Flexionó las piernas contra el

estómago, miró fijamente las puertascerradas de los armarios. No quería. Ledolía el estómago. Un dolor punzante,escozor en la entrepierna.

Tenía ganas de hacer pis.Se levantó de la cama, fue hasta la

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puerta sin perder de vista los armarios.Había un par de ellos iguales en suhabitación, sabía que ella tendría sitiode sobra. Allí era donde estaba, y él yano quería ver más.

La lámpara de la entrada tambiénfuncionaba. La encendió y fue por elcorto pasillo hasta el cuarto de baño. Lapuerta permanecía cerrada. La plaquitaque había por encima del pasador estabade color rojo. Llamó:

—Eli.No se oyó nada. Volvió a llamar.—Eli, ¿estás ahí?Nada. Pero al pronunciar su nombre

en voz alta se dio cuenta de su error. Era

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lo último que le había dicho cuandoestaban en el sofá.

Que ella en realidad se llamaba…Elias. Elias. Un nombre de chico. ¿EraEli un chico? Y ellos se habían…besado y dormido en la misma cama y…

Oskar apoyó las manos en la puertadel baño y la frente sobre ellas. Pensó.Pensó profundamente. No lo entendía.Que pudiera aceptar de alguna maneraque ella fuese una vampira, pero que elhecho de que fuera un chico le pudieraresultar más… difícil.

Conocía los nombres, claro está.Maricón, maricón de mierda. ComoJonny lo llamaba. Que fuera peor ser

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maricón que ser…Volvió a llamar a la puerta.—¿Elias?Sintió un vuelco en el estómago

cuando lo dijo. No. No iba aacostumbrarse. Ella… él se llamaba Eli.Pero aquello era demasiado. Conindependencia de lo que Eli fuera,aquello era demasiado. Ya no podíamás. Es que no había nada normal enella.

Levantó la frente de las manos, selas llevó a la entrepierna, quería hacerpis.

Pasos fuera, en la escalera, y pocodespués el ruido del buzón al abrirse, un

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ruido suave. Se alejó de la puerta delcuarto de baño y fue a ver qué era.Propaganda.

PICADA DE VACUNO14,90/KILO.

Letras y cifras chillonas de colorrojo. Cogió el papel y comprendió;apretó el ojo contra el agujero de lacerradura de seguridad mientras lospasos resonaban en los rellanos,chasquidos cuando se abrían y secerraban los buzones.

Después de medio minuto su madrepasó ante él, escaleras abajo. Sólo pudover un poco de su pelo, el cuello de suabrigo, pero sabía que era ella. ¿Quién

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iba a ser si no?¿El que repartía su propaganda

cuando él no estaba?Con el papel en la mano fuertemente

apretado, Oskar se acurrucó en el sueloal lado de la puerta de la calle, con lafrente apoyada en las rodillas. Nolloraba. Las ganas de hacer pis erancomo un hormiguero punzante en suentrepierna que de alguna manera leimpedían llorar.

Pero una y otra vez le daba vueltas aun único pensamiento:

Yo no existo. Yo no existo.Lacke había dedicado la noche a

estar preocupado. Desde el momento en

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que dejó a Virginia, una inquietudinsidiosa no había dejado de roerle elestómago. Había pasado unas horas conlos colegas del chino el sábado por latarde intentando hacerles partícipes desu preocupación, pero nadie estaba porla labor. Lacke había presentido queaquello podía írsele de las manos, queel riesgo de que se agarrara un cabreode mil demonios era grande, así que selargó de allí.

Porque los colegas no eran más queuna mierda.

Nada nuevo, por supuesto, perohabía creído que… Sí. ¿Qué cojoneshabía creído?

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Que éramos más en esto.Q ue alguien más que él se daría

cuenta de que se estaba tramando algohorrible de cojones. Mucho hablar,palabras grandilocuentes, sobre todo porparte de Morgan, pero a la hora de laverdad ninguno de ellos era capaz delevantar un dedo para hacer algo.

No es que Lacke supiera qué hacer,pero al menos estaba preocupado.Aunque no sirviera de nada. Habíapasado despierto la mayor parte de lanoche tratando de leer de vez en cuandoLos endemoniados de Dostoievski, peroolvidaba lo que había pasado en lapágina anterior, en la frase anterior, lo

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dejó.Una cosa buena, a pesar de todo,

había traído consigo la noche: habíatomado una decisión.

El domingo por la mañana había idoa casa de Virginia, había llamado a lapuerta. Nadie le abrió y se habíamarchado de allí con la esperanza deque Virginia hubiera ido al hospital. Devuelta hacia su casa pasó al lado de dosmujeres que estaban hablando, pilló algoacerca de un asesino al que la policíaandaba buscando en el bosque deJudarn.

Santo Cielo, hay asesinos en cadaputa esquina. Ya tienen los periódicos

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algo nuevo con qué entretenerse.Habían transcurrido ya algo más de

diez días desde que cogieron al asesinode Vällingby y los periódicosempezaban a cansarse de especularacerca de quién podía ser, por qué habíahecho lo que había hecho.

En los artículos que se le dedicaronhabía existido un tono exagerado de…sí, regocijo ante el mal ajeno. Habíandescrito con penoso esmero el estadoactual en que se encontraba el asesino,asegurando que no podría abandonar elhospital al menos en seis meses. Allado, un recuadro con datos sobre lasconsecuencias del ácido clorhídrico, de

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manera que uno pudiera regodearsepensando en el daño que podíaocasionar.

No, a Lacke aquello no le producíaninguna satisfacción. Sólo le parecía queera espantosa la manera en que la gentese echaba encima de alguien que «habíarecibido su castigo» y cosas por elestilo. Estaba totalmente en contra de lapena de muerte. No porque tuvieraningún concepto «moderno» de lajusticia, no. Más bien, uno antiquísimo.

Pensaba: si alguien mata a mi hijo,entonces yo mato a esa persona.Dostoievski hablaba mucho de perdón,de clemencia. Naturalmente. Por parte

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de la sociedad, totalmente de acuerdo.Pero yo, como padre del niño asesinado,estoy en mi absoluto derecho moral dematar al que lo ha hecho. Que luego lasociedad me condene a ocho años o loque sea en el talego, eso ya es otra cosa.

No era eso lo que Dostoievskiquería decir, Lacke lo sabía. Pero él yFedor tenían distintas opiniones a eserespecto, sencillamente.

Lacke iba pensando en esas cosasmientras se dirigía a su casa en la calleIbsengatan. Una vez allí se dio cuenta deque tenía hambre, así que coció unosmacarrones y se los comió con unacuchara directamente de la cazuela, con

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ketchup. Mientras vertía agua en lacazuela para que resultara más fácilfregarla después, oyó un ruido sordoprocedente del buzón.

Propaganda. No hacía caso de ella;además, no tenía un duro.

No. De eso se trataba precisamente.Pasó la bayeta por la mesa de la

cocina y fue a buscar la colección desellos de su padre, que guardaba en elaparador también heredado y cuyotransporte hasta Blackeberg habíaconstituido una pequeña odisea.

Allí estaban. Cuatro ejemplares notimbrados de los primeros sellos que seemitieron en Noruega. Se agachó sobre

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el álbum, entornó los ojos fijándose enel león que aparecía erguido sobre laspatas traseras contra un fondo de colorazul claro.

Genial.Habían costado cuatro chelines

cuando se emitieron en 1855. Ahoraestaban valorados en… más. El queestuvieran emparejados los hacía aúnmás valiosos.

Eso era lo que había decidido por lanoche, mientras estaba acostado dandovueltas entre las sábanas: que habíallegado la hora. Lo sucedido conVirginia había colmado el vaso. Yluego, encima, la incapacidad de los

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colegas para comprender, el darsecuenta de que no, no valía la penacodearse con personas así.

Se iba a largar de aquí, y Virginiaiba a hacer lo mismo.

Estuviera mal o no el mercado, algomás de trescientos papeles le darían porlos sellos, y otros doscientos por elpiso. Después se compraría una casa enel campo. Bueno, vale: dos casas. Unagranja pequeña. El dinero seríasuficiente para eso y seguro que iba afuncionar. Tan pronto como Virginia sepusiera bien se lo iba a proponer, y élcreía… bueno, estaba casi seguro de queella lo iba a aceptar; mejor dicho, le iba

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a encantar.Eso es lo que iba a ocurrir.Lacke se sentía ahora más tranquilo.

Lo tenía todo bien claro. Lo que iba ahacer entonces y lo que iba a hacer en elfuturo. Todo iba a salir bien.

Lleno de pensamientos agradablesentró en el dormitorio, se echó sobre lacama para descansar cinco minutos y sequedó dormido.

—Los vemos en las calles y en lasplazas y ante ellos nos preguntamos, nosdecimos a nosotros mismos: ¿quépodemos hacer?

Tommy no se había aburrido tanto en

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toda su vida. Ni siquiera hacía mediahora que había empezado la misa y yapensaba que habría sido más divertidosentarse en una silla mirando a la pared.

«Alabado seas, Señor» y «Canto deGloria», y «Hosanna», sí, pero ¿por quépermanecían todos ahí sentados sinquitar ojo como si estuvieran viendo unpartido de clasificación entre Bulgaria yRumania? Eso no significaba nada paraellos, ni lo que leían en el libro ni lo quecantaban. Y parecía que tampocosignificaba nada para el cura. Sólo algoque tenía que hacer para ganarse elsueldo.

Ahora al menos había empezado el

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sermón.Si el cura sacaba a relucir

justamente ese pasaje de la Biblia queTommy había leído, entonces lo haría.Si no, no.

El curita decide.Tommy buscó en el bolsillo. Las

cosas estaban preparadas y la pilabautismal sólo a tres metros de él,sentado en la última fila. Su madreestaba delante, probablemente parapoder hacer chiribitas con los ojos aStaffan mientras éste cantaba susabsurdas canciones con las manosentrelazadas sobre su polla de policía.

Tommy se mordió los labios.

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Esperaba que el cura dijera aquello.—Vemos una inquietud en sus ojos,

la inquietud de quien está perdido y noencuentra el camino. Cuando veo a unade esas personas jóvenes siempre meviene a la memoria la salida del pueblode Israel de Egipto.

Tommy se quedó paralizado. Pero elcura tal vez no se centrara precisamenteen eso. Tal vez sería algo del mar Rojo.De todas formas, sacó las cosas delbolsillo: un encendedor y una briqueta.Le temblaban las manos.

—Porque así es como debemos vera esas personas jóvenes que a veces nosdejan consternados. Caminan por un

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desierto de preguntas sin respuesta y conunas perspectivas de futuro pocoprecisas. Pero hay una gran diferenciaentre el pueblo de Israel y la juventud denuestros días…

Vamos, dilo ya…—El pueblo de Israel tenía alguien

que lo guiaba. Seguro que recordáis loque dicen las Escrituras: «El Señor ibaal frente de ellos, de día en una columnade nube para guiarlos por el camino; yde noche en una columna de fuego, parailuminarlos». Esa columna de nube, esacolumna de fuego es lo que les falta alos jóvenes de nuestros días y…

El cura bajó la vista buscando en sus

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papeles. Tommy ya había prendido labriqueta, sujetándola entre el dedopulgar y el índice. El extremo ardía conuna llama azul y limpia que bajababuscando sus dedos. Entoncesaprovechó la ocasión: se agachó, dio unpaso largo desde el banco y, echando labriqueta en la pila, se retiró rápidamentey volvió a sentarse. Nadie había notadonada.

El cura volvió a levantar la vista.—… y es nuestra obligación como

adultos ser esa columna de fuego, esaestrella que guíe a los jóvenes. ¿Dóndela van a encontrar si no? Y la fuerzapara ello la sacaremos de la obra del

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Señor…Un humo blanco empezó a salir de la

pila bautismal. Tommy ya podía notar elconocido olor dulzón.

Lo había hecho en montones deocasiones: quemar ácido nítrico yazúcar. Pero casi nunca en cantidadestan grandes de una vez, y nunca habíaprobado a hacerlo en un espaciocerrado. Estaba impaciente por ver quéefecto tendría cuando no había vientoque alejara el humo. Entrelazó losdedos, apretando con fuerza una manocontra la otra.

Bror Ardelius, nombrado de forma

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interina sacerdote de la parroquia deVällingby, fue el primero que vio elhumo. Lo tomó por lo que era: humo quesalía de la pila bautismal. Toda su vidahabía estado esperando una señal delSeñor y era innegable que, cuando vioelevarse la primera espiral de humo,pensó por un momento:

Oh, Dios mío. Por fin.Pero aquel pensamiento se esfumó.

Que la sensación de estar ante unmilagro lo abandonara tan deprisa lotomó como la prueba de que no eraningún milagro, ninguna señal. No eramás que eso: humo que salía de la pilabautismal. Pero ¿por qué?

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El sacristán, con el que no teníademasiadas buenas relaciones, habríatenido ganas de gastarle una broma. Elagua de la pila había empezado… acocer…

El problema era que él seencontraba en mitad del sermón y nopodía dedicar más tiempo a pensar enesas cuestiones. Así que Bror Ardeliushizo lo que la mayoría de las personasen situaciones parecidas: siguió como sino ocurriera nada y esperando a que elproblema se arreglara por sí solo si nole daba mayor importancia. Tosió paraaclararse la voz y trató de acordarse delo último que había dicho.

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La obra del Señor. Algo acerca debuscar fuerza en la obra del Señor. Unejemplo.

Miró de reojo las anotaciones quetenía en el papel. Allí ponía: Descalzos.

¿Descalzos? ¿Qué habré queridodecir con eso? ¿Que el pueblo de Israelcaminaba descalzo, o que Jesús…alguna larga caminata…?

Volvió a levantar la vista, vio queahora el humo era más espeso, queformaba una columna que subíalentamente desde la pila hasta el techo.¿Qué era lo último que había dicho? Sí.Ahora se acordaba. Las palabrasestaban aún en el aire.

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—Y la fuerza para ello hemos debuscarla en la obra del Señor.

Era un final aceptable. No erabueno, ni el que había pensado, peroaceptable. Sonrió azorado a losfeligreses y asintió con la cabeza haciaBirgit, que dirigía el coro.

El coro, ocho personas que selevantaron a un tiempo y se dirigieron ala tarima. Cuando se volvieron hacia losfeligreses pudo notar en sus caras queellos también veían el humo. Alabadosea el Señor; había estado a punto depensar que tal vez sólo lo veía él.

Birgit lo miró con cara interrogantey él hizo un gesto con la mano: empezad,

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empezad.El coro comenzó a cantar:

Guíame, Señor, guíame enla virtud. Deja que mis ojosvean tu camino…

Una de las más bellascomposiciones del viejo Wesley. ABror Ardelius le habría gustado disfrutarde la belleza de la canción, pero lacolumna de humo había empezado apreocuparle. Un humo blanco y espesosalía de la pila bautismal y en el fondode lo que era la pila propiamente dichaardía algo con una llama de color

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blanquiazul, algo efervescentechisporroteaba. Un aire dulzón alcanzósu nariz y los feligreses miraron a sualrededor tratando de averiguar dedónde procedía aquel chisporroteo.

Pues sólo tú, Dios, sólo túdas al alma paz y seguridad…

Una de las mujeres del coro empezóa toser. Los feligreses volvieron lacabeza de la pila humeante hacia BrorArdelius para recibir instrucciones decómo debían comportarse si aquelloestaba incluido.

Varias personas más empezaron a

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toser, se pusieron pañuelos o los brazosdelante de la boca y de la nariz. Laiglesia comenzó a llenarse de una débilniebla y, a través de aquella niebla, BrorArdelius vio cómo alguien de la últimafila de bancos se levantaba y salía por lapuerta corriendo.

Sí. Es lo único sensato.Se acercó hasta el micrófono.—Sí, ha ocurrido un pequeño…

contratiempo y yo creo que es mejorque… abandonemos el local.

Apenas hubo pronunciado la palabra«contratiempo» Staffan abandonó latarima y comenzó a andar hacia la salidacon pasos rápidos y controlados. Lo

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comprendió de inmediato. Era eseladrón empedernido que Yvonne teníapor hijo el que había hecho aquello. Yadesde ese momento intentó contenerse,porque sospechaba que si agarraba aTommy en aquel instante había muchasposibilidades de que le atizara unahostia.

Evidentemente era justo eso lo quenecesitaba aquel gamberro, ésa eraprecisamente la guía que le faltaba.

Columna de nube, ven y ayúdame.Un par de bofetadas bien dadas es loque le hace falta a este joven.

Aunque Yvonne, en la situaciónactual, no lo aceptaría. Cuando

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estuvieran casados las cosascambiarían. Entonces, por sus cojonesque iba a hacerse cargo de la educaciónde Tommy. Ahora, antes que nada, teníaque agarrarle. Darle un meneo al menos.

Pero Staffan no llegó muy lejos. Laspalabras de Bror Ardelius desde elpúlpito actuaron como el pistoletazo desalida para los feligreses, que sólohabían estado esperando su aprobaciónpara abandonar la iglesia. A mitad decamino, ya en el pasillo central, sequedó bloqueado por ancianas menudascon preferencia de paso que seapresuraban hacia la salida conimplacable determinación.

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Su mano derecha se dirigióautomáticamente a la cadera, pero lafrenó y cerró el puño. Aunque hubieratenido la porra no habría sido apropiadousarla allí.

Cada vez salía menos humo de lapila bautismal, pero la iglesia estabaahora envuelta en una niebla que olía afabricación de golosinas y a productosquímicos. Las puertas de salida estabanabiertas de par en par y a través delhumo se veía, en un rectángulonítidamente marcado, la luz de lamañana.

Los feligreses se movían hacia la

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luz, tosiendo.En la cocina sólo había una silla, y

nada más. Oskar la acercó al fregadero,se subió a ella y meó en la pila mientrascorría el agua del grifo. Cuando terminóvolvió a colocar la silla en su sitio.Parecía rara en aquella cocina vacía.Como algo en un museo.

¿Para qué la usará?Echó una ojeada a su alrededor.

Encima del frigorífico había una hilerade armarios a los que sólo se podíallegar subiéndose en la silla. La llevóhasta allí y puso la mano en elagarradero del frigorífico paraapoyarse. Le dio un vuelco el estómago.

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Tenía hambre.Sin pensárselo dos veces, abrió el

frigorífico para ver qué había. Nomucho: un brik de leche abierto, mediopaquete de pan, mantequilla y queso.Oskar cogió la leche.

Pero… Eli…Estaba con el brik en la mano,

parpadeando. Aquello no encajaba.¿Comía también comida normal? Sí.Seguro que lo hacía. Sacó la leche delfrigorífico, la puso en la encimera. Enlos armarios no había casi nada. Dosplatos, dos vasos. Cogió un vaso, echóleche en él.

Y entonces le vino a la cabeza. Con

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el vaso de leche fría en la mano se levino a la cabeza, con toda su fuerza.Ella bebe sangre.

Anoche, en medio del sueño y yadesconectado del mundo, en laoscuridad, todo aquello le habíaparecido posible de alguna manera. Peroahora, en la cocina, donde no colgabanmantas de las ventanas y las persianasdejaban pasar la suave luz de la mañana,con un vaso de leche en la mano, parecíatan… fuera de todo.

Era como: Si tienes leche y pan entu frigorífico entonces tienes que seruna persona.

Dio un trago y lo escupió

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inmediatamente. Estaba acida. Olió loque quedaba en el vaso. Sí. Acida. Latiró al fregadero, aclaró el vaso y seenjuagó con agua para quitarse el saborde boca; después miró la fecha decaducidad del paquete.

CONSUMIRPREFERENTEMENTE ANTES DEL28 DE OCTUBRE.

Hacía diez días que había caducado.Oskar comprendió.

La leche del viejo.El frigorífico estaba todavía abierto.

La comida del viejo. Asqueroso.Asqueroso.

Oskar lo cerró de un portazo. ¿Qué

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había estado haciendo allí el viejo?¿Qué tenían Eli y él…? Le entró unescalofrío. Ella lo ha matado.

Sí. Eli había tenido al hombre parapoder… alimentarse de él. Como sifuera un banco de sangre vivo. Eso eralo que hacía. ¿Pero por qué habíaaceptado el hombre? Y si ella lo habíamatado, ¿dónde estaba el cuerpo?

Oskar miró de reojo los armariosaltos de la cocina y de pronto no quisopermanecer ni un minuto más allí. En elfondo, no quería permanecer ni unminuto más en aquel piso. Salió yatravesó el pasillo. La puerta del cuartode baño seguía cerrada.

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Es ahí dentro donde está acostada.Entró rápidamente en el cuarto de

estar, cogió su bolsa. El walkman estabaencima de la mesa. Sólo tendría quecomprar auriculares nuevos. Al ir acogerlo para guardarlo en la bolsa, viola nota. Estaba en la mesa del sofá, justoa la altura de su cabeza mientras habíaestado durmiendo.

Hola.Espero que hayas dormido

bien. Yo también voy a dormirahora. Estoy en el cuarto debaño. Por favor, procura nopasar por allí. Confío en ti. No

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sé qué ponerte. Espero podergustarte aunque ya sabes cómoson las cosas. Yo te quiero.Mucho. Ahora estás aquíacostado en el sofá roncando.Por favor. No tengas miedo demí. Por favor, por favor, porfavor no tengas miedo de mí.¿Quieres que nos veamos estatarde? Escribe en el papel siquieres que nos veamos.

Si escribes NO, me mudaréesta tarde. Tendré que hacerlopronto de todos modos. Estoysola. Más sola de lo que túpuedas pensar, creo yo. O tal

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vez puedas.Perdona que te haya roto el

aparato de música. Coge eldinero si quieres. Tengo mucho.No tengas miedo de mí. Notienes que tenerlo. A lo mejor losabes. Espero que lo sepas. Tequiero mucho.

Tuya, EliP. D. Puedes quedarte si

quieres. Pero si te vas,asegúrate de que la puertaquede cerrada.

Oskar leyó la nota un par de veces.Después cogió el bolígrafo que había al

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lado. Echó un vistazo alrededor de lahabitación vacía, la vida de Eli. Encimade la mesa estaban aún los billetes queella le había dado, arrugados. Cogió unode mil, se lo guardó en el bolsillo.

Se quedó mirando el espacio enblanco que había bajo el nombre de Eli.Después bajó el bolígrafo y escribió conletras tan grandes como el espacio quehabía en blanco la palabra

SÍDejó el bolígrafo encima del papel,

se levantó y guardó el walkman en labolsa. Se volvió por última vez y mirólas letras, que ahora se veían bocaabajo.

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SÍLuego meneó la cabeza, rebuscó el

billete en el bolsillo, lo volvió a dejarencima de la mesa. Cuando salió alrellano de la escalera se aseguró de quela puerta quedaba bien cerrada. Tiró deella varias veces.

Del informativo Dagens Eko,16:45, domingo 8 de Noviembrede 1981

La búsqueda por parte de la policíadel hombre que en la madrugada deldomingo huyó del hospital deDanderyd después de matar a una

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persona, no ha dado ningún resultado.La policía ha rastreado durante el

domingo el bosque de Judarn, en eloeste de Estocolmo, en busca delhombre que según se cree es el llamadoasesino ritual. El hombre seencontraba en el momento de la huidagravemente herido y la policíasospecha ahora que haya tenido uncómplice.

Arnold Lehrman, de la policía deEstocolmo:

—Sí, es la única alternativa. No hayninguna posibilidad física de que hayapodido huir en ese… estado. Hemostenido allí fuera treinta hombres, perros,

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un helicóptero de reconocimiento. Esimposible, sencillamente.

—¿Vais a continuar buscando en elbosque de Judarn?

—Sí. La probabilidad de que seencuentre todavía en esa zona no sepuede descartar a pesar de todo. Perovamos a bajar el número de efectivosaquí para poder concentrarnos en… paraanalizar cómo ha podido escapar deaquí.

El hombre tiene la caraterriblemente desfigurada y en elmomento de la huida iba vestido con unabata de hospital de color azul. Lapolicía agradece cualquier colaboración

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de los ciudadanos que tenga que ver conel caso en el número de teléfono…

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Domingo 8 de Noviembre(tarde)

El interés de la ciudadanía por labúsqueda en el bosque de Judarn eramáximo. Los diarios de la tardeconsideraron que no podían volver apublicar el retrato robot una vez más.Habían confiado en las fotos de ladetención, pero a falta de ellas los dosperiódicos publicaron la de la oveja.

Expressen la publicaba incluso enportada.

Se podía decir lo que se quisiera,pero en aquella foto había desde luego

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un cierto dramatismo. El policía con lacara retorcida por el esfuerzo, la ovejadespatarrada y con la boca abierta. Casise podían oír los resuellos, los balidos.

Uno de los periódicos había llegadoincluso a ponerse en contacto con lacasa real para obtener algunadeclaración. Al fin y al cabo, la oveja ala que el policía trataba de aquellamanera era la oveja del rey. Noobstante, el rey y la reina habían hechopúblico dos días antes un comunicado enel que anunciaban que esperaban sutercer hijo y, quizá, pensaron queaquello era suficiente. La casa real seabstuvo de hacer comentarios.

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Naturalmente, también se dedicaronvarias páginas a publicar mapas delbosque de Judarn y de la Zona Oeste.

Dónde habían visto al hombre, cómohabía desarrollado la policía las laboresde búsqueda, etcétera. Pero de todoaquello ya se había hablado en otrasocasiones. La foto de la oveja, sinembargo, era algo nuevo: lo quepermanecería en la retina.

Expressen se había atrevido inclusoa gastar una pequeña broma. El pie defoto empezaba con las palabras: «¿Lobocon piel de oveja?».

Era necesario reírse un poco, quebuena falta hacía. Se palpaba el miedo.

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El mismo hombre que había matado almenos a dos personas, casi a tres, estabaahora otra vez suelto en la calle y losniños volvieron a cargar con el toque dequeda. Una excursión al bosque deJudarn prevista para el lunes sesuspendió.

Y en medio de todo esto había unarabia contenida al comprobar que unindividuo, un solo individuo, podíacondicionar la vida de tantas personassolamente por la fuerza de su maldad yde su… inmortalidad.

Sí. Los expertos y catedráticos quefueron invitados para exponer su opiniónen los periódicos y en la televisión

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decían lo mismo: era imposible que elhombre siguiera vivo. Pero, preguntadosdirectamente, reconocían unos minutosdespués que su huida también había sidoigual de imposible.

Un catedrático agregado deDanderyd causó muy mala impresión enel informativo Aktuellt al responder entono agresivo:

—Estaba hasta hace poco conectadoa un respirador. ¿Sabe lo que significaeso? Significa que no podía respirar porsí mismo. Añádale a eso una caídadesde treinta metros de altura…

El tono del catedrático daba aentender que el periodista era un idiota y

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que todo aquello no era en realidad másque un invento de los medios decomunicación.

Así que el caso se convirtió en uncaldo de cultivo para conjeturas,exageraciones, habladurías y —lógicamente— miedo. No es de extrañarque a pesar de todo publicaran la foto dela oveja. Al menos era concreta. Así quela imagen de la oveja se extendió sobreel reino y llegó a los ojos de la gente.

Lacke la vio cuando con sus últimascoronas se compró un paquete de Princerojo en el kiosco del Amante, de caminoa casa de Gösta. Había estado

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durmiendo toda la tarde y se sentía comoRaskolnikov: el mundo eraborrosamente irreal. Echó una ojeada ala instantánea de la oveja y asintió parasí. En su estado actual no le parecía raroque la policía se dedicara a detenerovejas.

Sólo cuando ya había andado lamitad del camino hasta la casa de Göstase acordó de la foto y pensó: «¿Quécojones es eso?». Pero no tuvo fuerzaspara volver a comprobarlo. Encendió uncigarro y siguió.

Oskar la vio cuando volvió a casadespués de pasarse la tarde dando

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vueltas por Vällingby. Al salir del metrose encontró con Tommy, que entraba.Tommy estaba algo aturdido, excitado ydijo que había hecho «una cosacojonuda», pero no le dio tiempo acontar más porque se cerraron laspuertas. En casa había una nota en lamesa de la cocina: su madre habíaquedado con el coro esa tarde. Habíacomida en el frigorífico, la propagandaestaba repartida, besos.

En el banco de la cocina estaba elperiódico de la tarde. Oskar miró la fotode la oveja y leyó todo lo que poníasobre la búsqueda. Luego se puso a

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hacer un trabajo que tenía algoabandonado últimamente: recortar yguardar los artículos sobre el asesinoritual en los diarios de los últimos días.Sacó el montón de periódicos delarmario de la limpieza, buscó sucuaderno de recortes, tijeras, pegamentoy se puso manos a la obra.

Staffan la vio a unos doscientosmetros del lugar donde había sidotomada. No había pillado a Tommy, ytras unas escuetas palabras a unaYvonne desolada había salido haciaÅkeshov. Alguien allí se había referidoa un colega a quien él no conocía con laspalabras «el ovejo», pero él no lo

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entendió hasta que unas horas despuéspudo ver el periódico.

Los mandos de la policía estabancabreados por la falta de tacto de losdiarios, pero a la mayoría de los agentesde a pie les pareció una cosa divertida.Excepto al propio «ovejo»,naturalmente. Éste tuvo que soportardurante varias semanas un «beeee» o un«Qué jersey más bonito, ¿es de lana?»de vez en cuando.

Jonny la vio cuando su hermanopequeño, medio hermano pequeño,Kalle, de cuatro años, se dirigió a él conun regalo. Una pieza de construcción que

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había envuelto en la primera página delperiódico del día. Jonny lo echó de suhabitación diciéndole que no tenía ganasy cerrando la puerta. Volvió a sacar elálbum de fotos de nuevo, miró lasfotografías de su padre, de su padre deverdad, que no era el padre de Kalle.

Un rato después oyó cómo supadrastro gritaba a Kalle por haberestropeado el periódico. Jonnydesenvolvió entonces el regalo,haciendo girar la pieza de construcciónentre los dedos mientras miraba la fotode la oveja. Se echó a reír y notó que laoreja le tiraba. Guardó el álbum en labolsa de gimnasia, era más seguro

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ocultarlo en la escuela, y de allí suspensamientos fueron a qué demonios ibaa hacer con Oskar.

La foto de la oveja iba a abrir unpequeño debate sobre la ética de losperiódicos en lo referente a lapublicación de imágenes; no obstante,los dos diarios de la tarde la incluiríanen el número especial de fin de año conlas mejores fotografías del año. Elcarnero apresado pastaría a principiosde verano por los prados del palacio deDrottningholm, ignorante por siempre desu protagonismo a la luz de los focos.

Virginia duerme envuelta en

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edredones, mantas. Los ojos cerrados, elcuerpo totalmente quieto. Dentro de unmomento se va a despertar. Once horasha permanecido de esta manera. Latemperatura de su cuerpo ha bajado aveintisiete grados, lo cual equivale a latemperatura del aire dentro del armario.El corazón late muy débilmente cuatroveces por minuto.

Durante esas once horas su cuerpose ha transformado irreversiblemente. Elestómago y los pulmones se hanadaptado a un nuevo tipo de vida. Lomás interesante, desde el punto de vistamédico, es el quiste aún en fase decrecimiento en el nódulo sinusal del

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corazón, el grupo de células que rigenlas contracciones. Un desarrollo similaral del cáncer, células extrañas que sereproducen de forma incontrolada.

Si se pudiera tomar una muestra deesas células extrañas y ponerla bajo elmicroscopio, se vería algo que todos loscardiólogos desecharían diciendo que sehabían mezclado las pruebas. Una bromade muy mal gusto.

El nódulo sinusal está ciertamentecompuesto por células cerebrales.

Sí. Dentro del corazón de Virginiase está desarrollando un pequeñocerebro independiente. Este nuevocerebro, durante su formación, ha

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dependido del cerebro grande. Ahora esautosuficiente, y lo que Virginia sintiódurante un terrible instante es totalmentecierto: que viviría aunque su cuerpomuriera.

Virginia abrió los ojos y supo queestaba despierta. Lo supo aunque elhecho de abrir los párpados nosupusiera ninguna diferencia. Estabaigual de oscuro que antes, pero sedespertó su consciencia. Sí. Suconsciencia le hacía guiños a la vida altiempo que otra cosa se escondía.

Como…Como llegar a una casita de verano

que ha estado deshabitada durante el

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invierno. Uno abre la puerta, alarga lamano buscando el interruptor de la luz yen el mismo instante en que ésta seenciende se oye el rápido chasquido, losarañazos de pequeñas patas en el suelo;uno capta el rastro de una rata quedesaparece bajo el fregadero.

Uno se siente molesto. Sabe que havivido allí mientras él estaba fuera. Queconsidera la casa como suya. Y que va asalir de nuevo tan pronto como apaguela luz.

No estoy sola.Sentía la boca como papel. No tenía

tacto en la lengua. Siguió tumbada,pensando en la casita que ella y Per, el

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padre de Lena, alquilaron durantealgunos veranos cuando Lena erapequeña.

El nido que habían encontradodebajo del fregadero. Habían roído entrozos pequeños algunos cartones vacíosde leche y un paquete de cereales yconstruido una casita, una construcciónfantástica de trozos de papel de distintoscolores.

Virginia sintió una especie deremordimiento cuando aspiró la casita.No, más que eso. Un sentimientosupersticioso de transgresión. Cuandopasó la trompa fría y metálica de laaspiradora sobre aquella edificación tan

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frágil y delicada, a la que la rata habíadedicado todo el invierno, sintió comosi estuviera expulsando de allí a unespíritu bueno.

Y así fue. Como la rata no caía enlas ratoneras y seguía alimentándose dela comida de ellos, Per puso raticida.Discutieron a causa de ello. Habíandiscutido por otras cosas. Por todo. Aprincipios de julio la rata murió, enalgún sitio dentro de la pared.

A medida que el olor del cuerpomuerto y putrefacto de la rata seextendía por todas partes, también sumatrimonio fue descomponiéndose aquelverano. Habían vuelto a casa una

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semana antes de lo previsto, puesto queno soportaban ni el hedor ni el uno alotro. El espíritu bueno los habíaabandonado.

¿Qué habrá sido de la casa?¿Vivirá alguien allí ahora?

Oyó un chillido, agitación.¡Es una rata! ¡Entre las mantas!Sintió pánico.Aún envuelta se echó hacia un lado,

dio contra las puertas del armario demanera que éstas se abrieron y cayórodando al suelo. Dio patadas y agitólos brazos hasta que consiguió liberarse.

Asqueada se arrastró hasta la cama,hacia el rincón, puso las rodillas debajo

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de la barbilla y se quedó mirandofijamente el montón de edredones ymantas esperando algún movimiento.Cuando llegara, iba a gritar. Gritaríatanto que vendrían todos los vecinos conmartillos, con hachas y darían golpes enel montón hasta que la rata muriera.

El edredón que estaba encima eraverde con lunares azules. ¿No se movíaalgo allí? Tomó aire antes de gritar y elchillido, la agitación se oyó de nuevo.

Yo… respiro.Sí. Había sido la última constatación

que hizo antes de quedarse dormida: queno respiraba. Entonces volvió arespirar. Para comprobarlo tomó aire de

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nuevo y volvió a oír otra vez el chillido,la agitación. Venía de sus pulmones. Sehabían resecado mientras ella dormía,hacían ruido. Tosió, y sintió en la bocaun sabor a podrido.

Recordó. Todo.Se miró los brazos. Estaban

cubiertos de estrías de sangre reseca,pero no se veía ninguna herida ocicatriz. Se concentró en la zona delpliegue del codo, donde sabía que sehabía cortado por lo menos dos veces.Puede que se viera una estría de pielrosada. Sí. Posiblemente. Todo lodemás se había curado.

Se frotó los ojos y miró el reloj. Las

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seis y cuarto. Era por la tarde. Oscuro.Volvió a mirar hacia el edredón azul,los lunares azules.

¿De dónde viene la luz?La lámpara del techo estaba

apagada, fuera era de noche, laspersianas estaban bajadas. ¿Cómo eraposible que ella viera todos loscontornos y los matices de los colorescon tanta nitidez? Dentro del armarioestaba oscuro como boca de lobo. Allíno veía nada, pero ahora… era como ala luz del día.

Algo de luz siempre se filtra.¿Respiraba?No había manera de comprobarlo.

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En cuanto empezaba a pensar en larespiración comenzaba también acontrolarla. Tal vez sólo respiraracuando pensaba en ello.

Pero aquella primera respiración, laque confundió con una rata… no habíasido algo voluntario. Aunque puede quesólo hubiera sido como un… como un…

Cerró los ojos.Ted.Lo había visto nacer. Al hombre que

era el padre de Ted, Lena no lo habíavuelto a ver desde la noche en que sequedó embarazada de Ted. Algúnhombre de negocios finlandés que seencontraba en Estocolmo en una

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conferencia y esas cosas. Así queVirginia había presenciado el parto. Nodejó de dar la lata hasta que loconsiguió.

Y entonces se le vino a la cabeza.Las primeras inspiraciones cuando Tedempezó a respirar.

Cómo había nacido. Aquelcuerpecillo sucio, amoratado, apenashumano. El vuelco de alegría que sintióen su pecho se tornó en un mar deinquietud al ver que el niño norespiraba. La comadrona que con calmahabía cogido en sus manos a aquelpequeño ser. Virginia había creído quelo sujetaría boca abajo y le daría un

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azote en el culo, pero justo cuando lacomadrona lo tomó en sus brazos se leformó una pompa de saliva en la boca.Una pompa que crecía, crecía… yexplotó. Y después vino el llanto, elprimer llanto. El niño respiraba.¿Entonces?

¿La primera respiración chillona deVirginia había sido eso? ¿El llanto de…un nacimiento?

Se estiró, se puso boca arriba en lacama. Siguió pasando su películapersonal del parto. Cómo había sido ellaquien había lavado a Ted porque Lenaestaba muy débil, había perdido muchasangre. Sí. Después de que Ted saliera

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había corrido la sangre por la camilladel parto, y las enfermeras allí, conpapel, un montón de papel… Poco apoco había dejado de sangrar.

El montón de papel ensangrentado,las manos rojas de la comadrona.Calma, eficacia pese a toda… la sangre.Toda la sangre.

Sentía sed.Tenía la boca pastosa y pasaba la

cinta una y otra vez, hacía zoom en todolo que estuviera cubierto de sangre: lasmanos de la comadrona para deslizar lalengua por aquellas manos, laspelotillas empapadas del suelo parametérselas en la boca y chuparlas, el

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coño de Lena del que salía un hilillo desangre que…

Se puso de pie de un salto, corrióhasta el cuarto de baño, levantó la tapade un golpe, puso la cabeza en la taza.No salió nada. Sólo arcadas secas,náuseas. Apoyó la frente en el borde dela taza. Las imágenes del partovolvieron a pasar en tropel una vez más.

Noquieronoquieronoquie…Se golpeó la frente con fuerza contra

la taza y un géiser de puro dolor heladoentró en erupción en su cabeza. Todo sevolvió de color azul claro ante sus ojos.Sonrió y cayó de lado en el suelo, sobrela alfombra de baño que…

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Costaba catorce noventa, pero lacompré por diez coronas porque teníaun montón de pelos cuando la cajera lequitó la etiqueta, y cuando salí deÅhlens en la plaza había una palomaque picoteaba en una caja de cartón enla que quedaban algunas patatas fritas,y la paloma era de color gris… y…azul… tenía…

… la luz de frente…No sabía cuánto tiempo había estado

inconsciente. ¿Un minuto, una hora?Quizá sólo unos segundos. Pero algohabía cambiado. Estaba tranquila.

Allí tendida, sentía la suavidad de lapelusilla de la alfombra contra la

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mejilla mientras observaba el tubo conmanchas de óxido que bajaba del lavabohasta el suelo. Le parecía que el tubotenía una forma bonita.

Un fuerte olor a orines. No era ellala que se había orinado, porque lo queolía era… el pis de Lacke, quereconocía. Encogió el cuerpo, puso lacara en el suelo bajo la taza, olió.Lacke… y Morgan. No podíacomprender cómo lo sabía, pero losabía. Morgan había orinado fuera.

Pero Morgan no ha estado aquí.Sí, claro. Aquella tarde, la noche

que la trajeron a casa. La tarde cuandofue atacada. Mordida. Sí, claro. Todo

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coincidía. Morgan había estado allí,había hecho pis mientras ellapermanecía tumbada en el sofá despuésde haber sido mordida y ahora podía veren la oscuridad y no soportaba la luz ynecesitaba sangre y…

Vampira.Eso era. No había contraído ninguna

enfermedad rara y desagradable que sepudiera curar en un hospital, o conpsiquiatría, o con…

¡Terapia de luz!Se echó a reír; tosiendo, se puso

boca arriba en el suelo; mirando al techovolvió a repasar todo lo que habíaocurrido. Las heridas que se curaban

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rápidamente, cómo le afectaba la luz delsol en la piel, la sangre… Lo dijo en vozalta:

—Soy una vampira.No podía ser. No existen. Y sin

embargo, todo parecía más fácil. Comosi una presión dentro de su cabeza sealigerara. Como si se le quitara el pesode una culpa. No era culpa suya. Lasfantasías repugnantes, las cosas terriblesque se había hecho a sí misma durantetoda la noche. Era algo de lo que ella notenía la culpa.

Era algo… totalmente natural.

Se enderezó a medias, abrió el grifo,

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se sentó en la taza y miró cómo salía elagua, cómo la bañera se llenabalentamente. Sonó el teléfono. Lo escuchócomo si fuera una señal sin importancia,un sonido mecánico. No significabanada. De todas formas no podía hablarcon nadie. Nadie podía hablar con ella.

Oskar no había leído el periódicodel sábado. Ahora lo tenía delante,encima de la mesa de la cocina. Lohabía mantenido abierto por la mismapágina desde hacía un buen rato y habíaleído y releído el pie de texto de la foto.Una imagen que no se podía quitar de lacabeza.

El texto trataba del hombre que

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habían encontrado congelado en el hieloal lado del hospital de Blackeberg, decómo habían realizado los trabajos delevantamiento. En una fotografíapequeña se veía al maestro Ávila;estaba allí, señalando la superficie deagua, el agujero en el hielo. En lareproducción de las palabras delmaestro, el periodista había corregidosu particular forma de hablar.

Todo aquello era ciertamente muyinteresante y valía la pena recortarlo yguardarlo; sin embargo, no era lo queOskar estaba mirando sin poder apartarla vista.

Era la foto del jersey.

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Embutido bajo la cazadora delcadáver habían encontrado un jersey deniño manchado de sangre y ése erajustamente el que salía en la foto,colocado sobre un fondo neutro. Oskarlo reconoció.

¿No tienes frío?En el artículo decía que el hombre

muerto, Joakim Bengtsson, había sidovisto con vida por última vez el sábado24 de octubre. Hacía dos semanas.Oskar recordó aquella tarde, cuando Elihizo el cubo. Le había acariciado lamejilla y su amiga había desaparecidodel patio. Por la noche, ella y su… elviejo… discutieron y el hombre se había

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marchado.¿Fue aquella tarde cuando Eli lo

hizo?Sí. Probablemente. Al día siguiente

ella tenía mucho mejor aspecto.Miraba la foto. Era en blanco y

negro, pero en el artículo decía que eljersey era de color rosa claro. El autorespeculaba con la posibilidad de que elasesino tuviera además otra víctimajoven sobre su conciencia.

Espera ahí.El asesino de Vällingby. Al parecer,

apuntaba el periódico, la policía teníaindicios bastante consistentes de que alhombre del hielo lo hubiera matado el

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llamado asesino ritual, que había sidodetenido precisamente una semana antesen la piscina de Vällingby y ahora habíahuido.

¿Sería el… viejo? Pero… y el chicodel bosque… ¿por qué?

Oskar podía ver a Tommy delante deél sentado en el banco, abajo, en elparque, el movimiento con el dedo.

Colgado en un árbol… con un corteen el cuello… zas.

Comprendió. Lo comprendió todo.Que todos aquellos artículos que habíarecortado y guardado, la radio, la tele,todo lo que se había hablado, todo elmiedo…

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Eli.Oskar no sabía qué hacer. Qué debía

hacer. Así que fue hasta el frigorífico ysacó un trozo de lasaña que su madre lehabía dejado. Se la comió fría mientrasseguía mirando los artículos. Cuandoterminó de comer sonaron unosgolpecitos en la pared. Cerró los ojospara oír mejor. Se sabía el código dememoria a esas alturas.

S.A.L.G.O.Se levantó enseguida de la mesa, fue

a su habitación, se puso boca abajo en lacama y golpeó la respuesta.

V.E.N.A.Q.U.I. Una pausa. Después:T.U.M.A.M.A. Oskar golpeó de nuevo.

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N.O.E.S.T.A.Su madre no volvería hasta las diez,

más o menos. Tenían por lo menos treshoras por delante. Después de marcar elúltimo mensaje Oskar apoyó la cabezaen la almohada. Por un momento,concentrado en golpear las palabras, lohabía olvidado.

El jersey… el periódico…Se estremeció, pensó en levantarse

para recoger todos los periódicos queestaban allí, a la vista. Ella los iba aver… y a saber que él…

Después volvió a apoyar la cabezaen la almohada y lo mandó a la porra.

Un silbido bajo fuera de la ventana.

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Se levantó de la cama, se acercó y seinclinó contra el marco. Ella estaba allíabajo, con la cabeza vuelta hacia la luz.Llevaba puesta la camisa de cuadros quele quedaba demasiado grande.

Él le hizo una señal con el dedo:Sube hasta la puerta.

—No le digas que estoy allí, ¿vale?Yvonne hizo una mueca expulsando

el humo por la comisura de los labios endirección a la ventana entreabierta, nodijo nada. Tommy resopló.

—¿Por qué fumas así, echando elhumo por la ventana?

Tenía ya tanta ceniza en el cigarro

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que había empezado a curvarse. Tommyse lo señaló haciendo un gesto con eldedo índice. Ella lo ignoró.

—Porque no le gusta a Staffan, ¿no?El olor a tabaco.

Tommy se echó para atrás en la sillade la cocina mirando la ceniza ypreguntándose la razón de que aúnmantuviera su forma; agitó la manodelante de la cara.

—A mí tampoco me gusta el olor atabaco. Ni me gustaba nada cuando erapequeño. Pero entonces no abrías laventana. Y mira ahora…

La ceniza cayó en la pierna deYvonne. Ella la sacudió y se formó una

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raya de color gris en su pantalón.Amenazando con la mano que sujetabael cigarro, dijo:

—Claro que lo hacía. Al menos, lamayor parte de las veces. Puede quealguna vez, cuando teníamos invitados,puede que… y qué porras, tú no eres elmás indicado para decir que no te gustael humo.

Tommy sonrió burlonamente.—Algo divertido sí que fue, ¿no?—No, no lo fue. Piensa si se hubiera

desatado el pánico. Si la gente… y eserecipiente, la…

—La pila bautismal.—Eso, la pila bautismal. El cura

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estaba totalmente desesperado, era comouna… costra negra en toda la… Staffantuvo que…

—Staffan, Staffan…—Staffan, sí. No dijo que habías

sido tú. Me lo dijo a mí, que fue muyduro para él, con su… convicciónreligiosa, estar allí mintiéndole al curadelante de su propia cara, pero que él…para protegerte…

—Tú comprenderás.—¿Qué es lo que tengo que

comprender?—Que es a sí mismo a quien

protege.—No fue él el que…

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—Piénsalo bien.Yvonne dio una última calada

profunda al cigarrillo, lo apagó en elcenicero y encendió otro.

—Era… antigua. Ahora tendrán quemandarla restaurar.

—Y fue el hijastro de Staffan el quelo hizo. ¿Cómo sonaría eso?

—Tú no eres su hijastro.—No, pero ya sabes. Si yo le

hubiera dicho a Staffan que habíapensado ir a decirle al curita que lohabía hecho yo, que me llamaba Tommyy que Staffan es… el novio de mi madre,¿crees que le habría gustado?

—Tendrás que preguntárselo tú

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mismo.—No. Hoy por lo menos no.—No te atreves.—Lo dices como un niño.—Tú te comportas como un niño.—Algo divertido sí que fue, ¿no?—No, Tommy. No fue nada

divertido.Tommy suspiró. No era tan tonto

como para no dar por hecho que sumadre también se iba a enfadar, pero apesar de ello había pensado que ella, dealguna manera, vería algo cómico entodo el asunto. Sin embargo ella estabaahora de parte de Staffan. No había másque verlo.

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De manera que el problema, elverdadero problema, era encontraralgún sitio donde vivir. Bueno, mástarde, cuando se casaran. Mientras tantopodía dormir en el sótano noches comoésta, en las que Staffan venía a casa. Alas ocho acabaría su turno en Åkeshov yvendría directamente aquí. Y Tommy nopensaba esperarle sentado y escucharningún jodido sermón de aquel tío. Paranada.

Así que fue a su habitación y cogióel edredón y la almohada de la camamientras Yvonne seguía sentadafumando y mirando por la ventana de lacocina. Después apareció en el umbral

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con la almohada debajo de un brazo y eledredón enrollado debajo del otro.

—Bueno, ya me voy. No le digasque estoy ahí, por favor.

Yvonne se volvió hacia él. Teníalágrimas en los ojos. Le sonrió.

—Pareces como cuando… cuandoviniste e ibas…

Se le hizo un nudo en la garganta.Tommy se quedó parado. Yvonne tragó,se aclaró la garganta y lo miró con losojos totalmente limpios, y dijo en vozbaja:

—Tommy, ¿qué vas a hacer?—No sé.—¿Tendré que…?

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—No. Por mí no. Las cosas soncomo son.

Yvonne asintió. Tommy notó quetambién él estaba a punto de ponersemuy triste, que tenía que marcharse ya,antes de que fuera tarde.

—¿Oye? No digas que…—No, no. No lo digo.—Bien. Gracias.Yvonne se levantó y se acercó a

Tommy. Lo abrazó. Olía mucho al humode los cigarros. Si Tommy hubieratenido libres los brazos también lahabría abrazado. Pero los teníaocupados, así que sólo apoyó la cabezaen el hombro de su madre y

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permanecieron así un rato.

Después, Tommy se fue.No me fío de ella. Staffan puede

montar un numerito de la hostia y... Enel sótano tiró el edredón y la almohadaen el sofá. Se metió una bolsita de pastade tabaco, se tumbó y se puso a pensar.

Lo mejor sería que lo mataran.Pero Staffan no era de los que… no,

no. Más bien al contrario, de los queharían diana en la frente del asesino.Recibiría una caja de bombones de suscompañeros maderos. El héroe. Luegovendría aquí a buscar a Tommy. Quizá.

Cogió la llave, salió al pasillo y

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abrió la puerta del refugio; se llevó lacadena. Con el encendedor comolámpara avanzó por el pequeño corredorque tenía dos trasteros a cada lado. Enlos trasteros había alimentos secos,conservas, viejos juegos de mesa,cocinas de gasóleo y otras cosas por elestilo, para que uno pudieraarreglárselas en caso de asedio.

Abrió una puerta, tiró dentro lacadena. Bueno. Tenía una salida deemergencia.

Antes de abandonar el refugio bajóel trofeo de tiro, lo sopesó con la mano.Dos kilos por lo menos. A lo mejor sepodía vender. Sólo por el valor del

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metal. Para fundirlo.Observó la cara del tirador de

pistola. ¿No guardaba cierto parecidocon Staffan, mirándolo bien? Entoncesera la fundición lo que le esperaba.

Cremación. Definitivamente.Le dio la risa.Lo mejor de todo sería fundir todo

menos la cabeza y después devolvérseloa Staffan. Una balsa de metal endurecidosólo con aquella cabecilla encima.Probablemente no se podría hacer. Pordesgracia.

Volvió a colocar la escultura en susitio, salió y cerró la puerta sin girar elvolante. Ahora podría entrar allí si fuera

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necesario. Lo que no creía que llegara aocurrir.

Sólo por si acaso.Lacke dejó que dieran diez señales

antes de colgar. Gösta, que estabasentado en el sofá acariciándole lacabeza a un gato con rayas anaranjadas,preguntó sin levantar la vista:

—¿No hay nadie en casa?Lacke se pasó la mano por la cara y

contestó irritado:—Sí, joder. ¿No has oído que

estábamos hablando?—¿Quieres tomar otro?Lacke se ablandó, intentó sonreír.

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Sorry, no quería… sí, joder.Gracias.

Costa se inclinó sobre la mesa contan poco cuidado que aplastó al gato quetenía en sus rodillas. El gato pegó unbufido y se escurrió al suelo, se sentó ymiró ofendido a Gösta, que estabaechando un chorrito de tónica y unabuena dosis de ginebra en el vaso deLacke y que, acercándose a éste, le dijo:

—Ten. No te preocupes, ella sóloestará… sí…

—Ingresada. Gracias. Ha ido alhospital y la han ingresado.

—Sí… eso es.—Pues dilo, entonces.

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—¿Qué?—Ah, no era nada. Salud.—Salud.Bebieron los dos. Después de un

rato Gösta empezó a hurgarse la nariz.Lacke lo miró y Gösta retiró el dedo ysonrió como para disculparse. No estabaacostumbrado a la compañía.

Un gato gordo de color gris estabaespatarrado en el suelo, parecía como siapenas tuviera fuerzas para levantar lacabeza. Gösta movió la cabezadirigiéndose a él.

—Miriam va a tener gatitos pronto.Lacke pegó un buen trago, hizo una

mueca. Por cada gota de

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adormecimiento que el alcohol leproporcionaba, menos sentía el olor delapartamento.

—¿Qué haces con ellos?—¿Con quienes?—Con los gatillos. ¿Qué haces con

ellos? Los dejas que vivan, ¿no?—Sí, aunque normalmente nacen

muertos. Últimamente.—Así que… cómo. Esa gorda,

¿cómo la llamaste…?, ¿Miriam?… latripa, ¿sólo hay… una lechigada de críasmuertas ahí dentro?

—Sí.Lacke se bebió todo lo que quedaba

en el vaso, lo dejó en la mesa. Gösta le

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preguntó con un gesto señalando labotella de ginebra. Lacke negó con lacabeza.

—No. Esperaré un poco.Bajó la cabeza. Una alfombra de

color naranja tan llena de pelos de gatoque parecía que estuviera hecha deellos. Gatos y más gatos por todaspartes. ¿Cuántos había? Empezó acontar. Llegó hasta dieciocho. Sólo enaquel cuarto.

—No has pensado nunca en… haceralgo con ellos. Me refiero a castrarlos, ocómo se dice… ¿esterilizarlos? Seríasuficiente con dejar un solo sexo.

Gösta le miraba sin comprender.

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—¿Y eso cómo se hace? No, claro.Lacke se imaginó a Gösta yendo en

el metro con unos… veinticinco gatos.En una caja. No. En una bolsa, en unsaco. Llegando a casa del veterinario ysoltándolos allí a todos: «Cástrenlos,por favor». Se ahogaba de la risa. Göstavolvió la cabeza.

—¿Qué pasa?—Nada, sólo pensaba… que a lo

mejor os hacen rebaja de grupo. A Göstano le hizo gracia la broma y Lacke dabamanotazos en el aire.

—No, sorry. Yo sólo… ah, estoytotalmente… con esto de Virginia, yo…

De pronto se enderezó, golpeó la

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mesa con la mano.—No quiero estar más tiempo aquí.Gösta saltó en el sofá. Los gatos que

estaban delante de los pies de Lackesalieron corriendo y se escondierondebajo del sofá. De algún sitio delcuarto llegó un silbido. Gösta serevolvía, daba vueltas a su vaso.

—No te preocupes. Al menos, nopor mí…

—No es eso. Aquí. Aquí. Toda lamierda. Blackeberg. Todo. Estas casas,las calles por las que andamos, lossitios, las personas, todo no es másque… una única gran enfermedadendiablada, ¿entiendes? Hay algo que

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e s t á mal. Se imaginaron el sitio,planificaron todo para que fuera…perfecto, ¿no? Y de alguna jodidamanera se equivocaron. Alguna mierda.

«Como si… no puedo explicarlo…como si hubieran tenido una idea de losángulos, o lo que sea, joder, ángulos enlos que tuvieran que estar las casas, enrelación con las demás, ¿no? Para quehubiera armonía o algo así. Y entonceshubieran tenido algún fallo con la varade medir, la escuadra o lo que cojonesusen, y entonces se produjo un pequeñofallo desde el principio y después sehizo más grande. De manera que uno vapor aquí entre las casas y no piensa más

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que… no. No, no, no. Aquí no tiene unoq u e estar. Aquí hay algo que nofunciona, ¿entiendes?

«Aunque no son los ángulos, esalguna otra cosa, algo que sólo… comouna enfermedad que está en… lasparedes, y yo no quiero permanecer mástiempo aquí.

Un tintineo cuando Gösta, sin quenadie se lo dijera, echó otro cubata en elvaso de Lacke. Él lo tomó agradecido.La descarga había propiciado unagradable sosiego en su cuerpo, unsosiego que el alcohol llenaba ahora decalor. Se echó hacia atrás en el sofá,respirando con tranquilidad.

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Permanecieron en silencio hasta quellamaron a la puerta. Lacke preguntó:

—¿Estás esperando a alguien?Gösta meneó la cabeza mientras se

levantaba trabajosamente.—No. Menuda afluencia de tráfico

esta tarde.Lacke sonrió burlonamente y levantó

su vaso hacia Gösta al pasar. Ya sesentía mejor. Se sentía bien, realmente.

Se abrió la puerta de la calle.Alguien desde fuera dijo algo y Göstacontestó:

—Sé bienvenida.Tumbada en la bañera, en el agua

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caliente que se tiñó de rosa cuando lasangre reseca de su piel se diluyó,Virginia se decidió. Gösta.

Su nueva conciencia le decía quetenía que haber alguien que la dejaraentrar. Su vieja conciencia, que no podíaser alguien a quien quisiera. Ni siquieraque le gustara. Gösta encajaba en ambasdescripciones.

Se levantó, se secó y se puso unospantalones y una blusa. Ya en la calle sedio cuenta de que no había cogido unabrigo. Sin embargo no tenía frío.

Descubrimientos nuevos, todo eltiempo.

Al pie de los edificios altos se

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detuvo, miró hacia la ventana de Gösta.Estaba en casa. Siempre estaba en casa.

¿Y si se resiste?No había pensado en eso. Sólo se

había hecho a la idea de que iba abuscar lo que necesitaba. Pero puedeque Gösta quisiera vivir.

Claro que querrá vivir. Es unapersona, tiene sus diversiones y piensaen todos los gatos que llegan…

El pensamiento se frenó,desapareció. Se puso la mano en elcorazón. Latía cinco veces por minuto yella sabía que tenía que cuidar sucorazón. Que había algo en eso de… lasestacas afiladas.

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Cogió el ascensor hasta el penúltimopiso, llamó. Cuando Gösta abrió lapuerta y vio a Virginia, sus ojos seabrieron de una manera que parecíaespanto.

¿Lo sabrá? ¿Se notará?Gösta dijo:—Pero… ¿eres tú?—Sí. ¿Puedo…?Hizo un movimiento hacia el interior

del apartamento. No lo entendía. Perointuitivamente supo que necesitaba unainvitación, si no… si no… pasaría algo.Gösta asintió, reculó un paso.

—Sé bienvenida.Entró y Gösta volvió a cerrar la

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puerta, la miró con los ojos llorosos.Estaba sin afeitar, la piel fofa del cuelloennegrecida por la barba grisácea dedos días. La pestilencia del apartamentopeor de lo que recordaba, más nítida.

No quie…El viejo cerebro se cerró. El hambre

tomó la iniciativa. Virginia puso lasmanos en los hombros de Gösta, vio susmanos ponerse en los hombros de Gösta.Sin oponer resistencia. La vieja Virginiaestaba ahora acurrucada en algún lugarlejano de su cabeza, sin control.

La boca dijo:—¿Quieres ayudarme con una cosa?

Quédate quieto.

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Ella oyó algo. Una voz.

—¡Virginia! ¡Hola! Cómo me alegrode que…

Lacke se echó hacia atrás cuandoVirginia volvió la cabeza hacia él.

Tenía los ojos vacíos. Como sialguien le hubiera clavado agujas enellos y hubiera absorbido lo queVirginia era y sólo hubiera dejado lamirada inexpresiva de un modeloanatómico: Figura 8: Los ojos.

Virginia lo miró fijamente durante unsegundo, luego soltó a Gösta y se volvióhacia la puerta; asió el picaporte: estabacerrada. Descorrió la cerradura, pero

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Lacke la cogió y la apartó.—No vas a ninguna parte antes de

que…Virginia se revolvía en sus brazos y

le golpeó con el codo en la boca, ellabio se le reventó contra los dientes. Élle sujetaba con fuerza por los brazos,apretando la mejilla contra la espalda deella.

—Ginja, joder. Tengo que hablarcontigo. He estado tan preocupado.Tranquilízate, ¿qué te pasa?

Ella dio un tirón hacia la puerta,pero Lacke, que la sujetaba con fuerza,la arrastró hacia el cuarto de estar. Seesforzaba por hablarle tranquilo, con

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calma, como a un animal asustado,mientras la arrastraba delante de él.

—Ahora nos va a poner Gösta uncubata y nos sentamos tranquilamente yhablamos de ello, porque yo… yo te voya ayudar. Sea lo que sea, ¿vale?

—No, Lacke, no.—Sí, Ginja, sí.Gösta entró como pudo en el cuarto

de estar, le sirvió un cubata a Virginiaen el vaso de Lacke. Lacke hizo entrar aVirginia, la soltó y se colocó en el vanode la puerta, con las manos en lasjambas, como un portero. Se chupó unpoco de sangre que tenía en el labioinferior.

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Virginia se encontraba en el centrodel cuarto, tensa. Miraba a su alrededorcomo si buscara la manera de huir. Susojos se fijaron en la ventana.

—No, Ginja.Lacke estaba preparado para correr

hacia ella, cogerla de nuevo si intentabaalguna tontería.

¿Qué le pasa? Parece como si seencontrara en una habitación llena defantasmas.

Oyó un ruido como cuando unorompe un huevo en una sartén caliente.

Otro más, igual. Otro.La habitación se llenó de bufidos

cada vez más fuertes, agitación.

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Todos los gatos del cuarto se habíanlevantado, estaban con los lomosarqueados y las colas tiesas mirando aVirginia. Hasta Miriam se levantótorpemente con la tripa arrastrando,echó las orejas hacia atrás y mostró losdientes.

Del dormitorio, de la cocina,llegaron más gatos.

Gösta había dejado de echarginebra; se quedó con la botella en lamano mirando a sus gatos con los ojoscomo platos. La agitación planeabaahora como una nube de electricidaddentro del cuarto, aumentando. Lacke sevio obligado a gritar para hacerse oír

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por encima de los maullidos.—Gösta, ¿qué hacen?Éste meneó la cabeza, hizo un gesto

estirando el brazo y se le salió un pocode ginebra de la botella.

—No lo sé… Nunca he…Un gato negro pequeño dio un salto

sobre la pierna de Virginia, le clavó lasuñas y la mordió. Gösta dejó la botellasobre la mesa con un golpe y dijo:

—¡Fuera, Titania, fuera!Virginia se agachó, agarró al gato

por el lomo e intentó quitárselo deencima. Otros dos aprovecharon laocasión y le saltaron sobre la espalda yla nuca. Virginia lanzó un grito y se

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quitó el gato de la pierna, le tiró de laspatas. El gato voló por la habitación, seestrelló contra el borde de la mesa ycayó a los pies de Gösta. Uno de los quetenía en la espalda se le subió a lacabeza e hizo presa con las uñasmientras le mordía en la frente.

Antes de que a Lacke le diera tiempoa llegar, otros tres gatos se le habíanechado encima. Maullaban como locosmientras Virginia les arreaba puñetazos.Con todo, siguieron aferrados a ella,desgarrándole la carne con susminúsculos dientes.

Lacke metió las manos en lapalpitante masa sobre el pecho de

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Virginia, agarró piel que se deslizabasobre músculos tensos, retiró pequeñoscuerpos y la blusa de Virginia se rasgó,ella estaba gritando y…

Está llorando.No; era sangre que le corría por las

mejillas. Lacke agarró al gato que teníaen la cabeza pero éste clavó aún más lasuñas, estaba como cosido. Su cabezacabía en la mano de Lacke y éste tirabahacia delante y hacia atrás hasta que, enmedio del jaleo, oyó un

Crac.Y cuando soltó la cabeza, ésta cayó

sin vida sobre la coronilla de Virginia.Asomaba una gota de sangre en el

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hocico del gato.—¡Aaaay! Mi pequeña…Gösta llegó hasta donde estaba

Virginia y, con lágrimas en los ojos,empezó a acariciar a la gata, que,incluso muerta, seguía aferrada a la pielde la mujer.

—Pequeña, cariño…Lacke bajó la mirada y sus ojos se

encontraron con los de su amiga.Volvía a ser ella.

Virginia.Dejadme marchar.A través del doble túnel que eran sus

ojos, Virginia veía lo que le estaba

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pasando a su cuerpo, los esfuerzos deLacke para ayudarla. Déjalo.

No era ella la que se defendía, laque se los quitaba de encima. Era aquelotro, el que quería vivir, quería quesu… casero viviera. Ella habíarenunciado al ver el cuello de Gösta, alsentir la hediondez del apartamento. Ibaa ser así. Y no quería participar.

El dolor. Sintió el dolor, losarañazos. Pero pasaría pronto.

Así que… no te preocupes.Lacke lo vio. Pero no lo aceptaba.La granja… dos casitas… el

jardín…En un ataque de pánico intentó quitar

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los gatos de encima de Virginia. Estabanpegados, unos manojos de músculoscubiertos de piel. Los pocos queconsiguió arrancar se llevaban consigotiras de la ropa y dejaban profundossurcos en la piel que había debajo, perola mayoría seguían adheridos comosanguijuelas. Lacke intentó golpearlos,oyó el chasquido de los huesos, peroquitaba uno y llegaba otro, porque losgatos trepaban los unos por encima delos otros en su empeño por…

Negro.Recibió un golpe en la cara y se

tambaleó un metro hacia atrás; a puntoestuvo de caer, pero buscó apoyo en la

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pared, parpadeó. Gösta estaba al ladode Virginia con los puños cerrados,mirándole con los ojos llenos delágrimas y de rabia.

—¡Les estás haciendo daño! ¡Lesestás haciendo daño!

Al lado de Gösta, Virginia no eramás que una masa hirviente de pielesque bufaban y maullaban. Miriam searrastró trabajosamente por el suelo, selevantó sobre las patas traseras ymordió la pantorrilla de Virginia. Göstalo vio, se agachó y la amonestó con eldedo.

—No puedes hacer eso, cariño. Esoduele.

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Lacke perdió los estribos. Dio dospasos hacia delante y asestó una patadaa Miriam. El pie se hundió en elabultado vientre de la gata y Lacke nosintió repugnancia alguna, sólosatisfacción cuando el saco con lasentrañas salió despedido de su pie y seestampó contra el radiador.

Cogió a Virginia por el brazoVamos, tenemos que salir de aquí

y la arrastró hasta la puerta de lacalle.

Virginia intentó resistirse, pero lafuerza de Lacke y la del contagioquerían la misma cosa, y eran más

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fuertes que ella. A través de los túnelesque salían de su cabeza vio a Göstacayendo de rodillas en el suelo, oyó elgrito de pena cuando cogió a un gatomuerto en sus manos, acariciándole ellomo.

Perdóname, perdóname.Después Lacke tiró de ella y dejó de

ver cuando un gato le trepó hasta la cara,la mordió y todo fue dolor, agujas vivasque se le clavaron en la piel; luegoperdió el equilibrio, cayó, sintió cómoera arrastrada por el suelo.

Déjame marchar.Pero el gato que tenía delante de los

ojos cambió de posición y vio que la

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puerta del apartamento se abría delantede ella, la mano de Lacke, de color rojooscuro, que la arrastró consigo, y vio elhueco de la escalera, las escaleras, sevolvió a poner de pie, se abrió camino,dentro de su propia conciencia tomó elmando y…

Virginia soltó su brazo de la manode Lacke.

Éste se volvió hacia la palpitantemasa de pelos que era el cuerpo de suamiga para cogerla de nuevo, para

¿Qué? ¿Qué?fuera. Para salir.Pero Virginia se revolvió contra él

y, en un segundo, el lomo tembloroso de

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un gato se estampó contra su cara. Luegola mujer desapareció en el rellano,donde los maullidos de los gatos sepropagaban como cuchicheos excitadosy

NononoLacke trató de llegar para

impedírselo, pero como alguienconvencido de que va a caer en blando,o como si le diera igual caer sobre duro,Virginia se volcó extenuada haciadelante, se dejó caer escaleras abajo.

Los gatos aplastados maullabanmientras Virginia rodaba, rebotandocontra los peldaños de hormigón.Crujidos húmedos al romperse las patas,

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golpes más fuertes, que hicieronestremecerse a Lacke, cuando la cabezade Virginia…

Algo pasó por encima de su pie.Un gatillo de color gris con algún

problema en las patas traseras sedeslizaba hacia arriba; desde lo más altode la escalera maulló lleno de pena.

Virginia estaba tendida en el rellanode abajo. Los gatos que habíansobrevivido a la caída la abandonaron,subieron de vuelta los peldaños.Llegaron hasta la entrada y empezaron alimpiarse.

Sólo el gatito de color gris se quedó

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sentado, apenado por no haber podidoparticipar.

La policía ofreció una rueda deprensa el domingo por la tarde.

Habían elegido una sala deconferencias dentro de la comisaría consitio para cuarenta personas, pero sedemostró que era demasiado pequeña.Aparecieron reporteros de la mayoría delos periódicos y de las cadenas detelevisión europeas. El hecho de que elhombre no hubiera sido detenido durantetodo el día había aumentado el interéspor la noticia, y un periodista británicohizo quizá el mejor análisis de por quétodo esto despertaba tanto interés:

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—Es la caza del Monstruo. Por suaspecto, por lo que ha hecho. Es elMonstruo del que tratan los cuentos. Ycada vez que lo apresamos, hacemoscomo si fuera para siempre.

Ya quince minutos antes de la horaprevista, el ambiente de la mal ventiladasala estaba recalentado y húmedo, y losúnicos que no se quejaban eran los delequipo de la televisión italiana: decíanque estaban acostumbrados a peoressituaciones.

Pasaron a una sala más grande y alas ocho en punto entró el inspector jefede Estocolmo, flanqueado por elcomisario responsable de la

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investigación del caso —y que ademáshabía hablado con el asesino ritual en elhospital— y por el jefe de la patrullaque había dirigido la operación en elbosque de Judarn durante el día.

No temían ser destrozados por losperiodistas, puesto que habían decididoecharles un trozo de carnaza.

La policía disponía de una fotografíadel hombre.

La pista del reloj finalmente habíadado resultados. Un relojero deKarlskoga se había molestado el sábadopor la mañana en repasar las tarjetas conla garantía ya caducada y había

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encontrado el número que la policíahabía pedido a todos los relojeros quebuscaran.

Llamó a la comisaría y les dio elnombre, la dirección y el número deteléfono del hombre que aparecíaregistrado como comprador. La policíade Estocolmo buscó ese nombre en suregistro y pidió a la delegación deKarlskoga que fuera a aquella direccióna ver lo que podían hallar.

En la comisaría se produjo un ciertoalboroto cuando se demostró que elhombre, de hecho, había sido condenadosiete años atrás por un caso de violacióna un niño de nueve. Declarado enfermo

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psíquico había pasado tres años en unainstitución. Después le habían dado elalta médica y lo habían soltado.

Pero la policía de Karlskoga habíaencontrado al hombre en casa, bien desalud.

Sí, él había tenido un reloj así. No,no se acordaba de dónde había ido aparar. Les llevó dos horas deinterrogatorio en la comisaría deKarlskoga, recordándole que un altamédica psiquiátrica siempre podía serobjeto de nuevas revisiones, antes deque el hombre recordara a quién lehabía vendido el reloj.

Håkan Bengtsson, Karlstad. Se

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habían encontrado en algún sitio yhabían hecho algo, no podía recordarqué. Él le había vendido el reloj, perono tenía ninguna dirección y sólo podíadar una vaga descripción y… ¿se podíamarchar ya a casa?

El nombre de Håkan Bengtsson nodaba nada concluyente en el registro.Encontraron veinticuatro HåkanBengtsson en la región de Karlstad. Lamitad, por la edad, podían quedardescartados. Empezaron a llamar alresto. La búsqueda se simplificósobremanera por el hecho de que sialguien podía hablar, quedabadescalificado como candidato.

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Hacia las nueve de la noche habíantachado de la lista a todos menos a uno.Un Håkan Bengtsson que había trabajadocomo profesor de sueco en los cursossuperiores de la enseñanza básica y quese había mudado de Karlstad cuando sucasa ardió en circunstancias pococlaras.

Llamaron al director de la escuela ypudieron saber que sí, que había habidorumores de que a Håkan Bengtsson legustaban los niños de una formainadecuada. Consiguieron también queel director fuera a la escuela un sábadopor la tarde y sacara del archivo unaantigua foto de Bengtsson, tomada para

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el anuario escolar de 1976.Un policía de Karlstad que iba a ir a

Estocolmo el domingo por otros asuntosenvió una copia por fax y luego condujohasta la ciudad con la foto original elsábado por la noche. Llegó a lacomisaría de Estocolmo a la una de lamadrugada del domingo, es decir, mediahora larga después de que el hombre encuestión cayera desde la ventana de suhabitación en el hospital y fueradeclarado muerto.

El domingo por la mañana lodedicaron a verificar por medio de lashistorias clínicas de los dentistas y delos médicos que el hombre de la foto era

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el mismo que hasta la noche anteriorhabía permanecido atado a su cama en elhospital, y sí: era él.

El domingo por la tarde mantuvieronuna reunión en la comisaría. Habíancontado con ir descubriendo poco apoco lo que el individuo había hechodesde que abandonó Karlstad, ver si susactuaciones coincidían con otras en uncontexto más amplio, si había dejadomás víctimas a su paso.

Pero ahora la situación era distinta.El hombre aún estaba vivo, en

libertad, y en esos momentos parecíaque lo más importante era averiguardónde había vivido, puesto que existía

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la posibilidad de que intentara volverallí. Su desplazamiento hacia la ZonaOeste podía indicarlo.

Por tanto, decidieron que si elhombre no había sido detenido antes dela conferencia de prensa recurrirían alsabueso, poco fiable, pero ¡ay! concuántas cabezas, que era la ciudadanía.

Cabía la posibilidad de que alguienlo hubiera visto cuando aún tenía elmismo aspecto que en la foto y supieraalgo de él. Además, y claro está queesto era menos importante, necesitabancarnaza para lanzar a los medios decomunicación.

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Así que ahora los tres agentes seencontraban sentados ante la larga mesasituada encima de la tarima y,efectivamente, se oyó un murmullo entrelos periodistas reunidos cuando el jefede policía, con un gestopremeditadamente sencillo queconsideraba más eficaz desde el puntode vista de la puesta en escena, mantuvoen alto la foto ampliada de la escuela deHåkan Bengtsson y anunció:

—El hombre a quien buscamos sellama Håkan Bengtsson, y antes de quesu cara estuviera deformada tenía… esteaspecto.

El jefe de la policía hizo una pausa

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mientras las cámaras disparaban, y losflashes tuvieron tiempo para convertirsepor unos minutos en un estroboscopio.

Claro está que había copias de laborrosa instantánea para repartirlasentre los reporteros, pero, sobre todolos periódicos extranjeros, elegirían contoda probabilidad la imagen, másimpactante emocionalmente, del jefe dela policía con el asesino —por asídecirlo— en su mano.

Cuando todos tuvieron sus fotos ylos responsables de la investigación yde la operación de búsqueda terminaronde exponer sus razonamientos llegó elturno de las preguntas. El primero que

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hizo uso de la palabra fue un periodistade Dagens Nyheter.

—¿Cuándo calculan que podrándetenerlo?

El jefe de la policía tomó aireprofundamente, decidió poner en juegosu prestigio, se acercó al micrófono ydijo:

—Mañana, a más tardar.—Buenas.—Hola.Oskar pasó al cuarto de estar delante

de Eli para buscar un disco. Rebuscó enla escasa colección de su madre y loencontró: Vikingarna. Todo el grupo

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estaba reunido en lo que parecía elesqueleto de una nave vikinga, fuera deambiente con sus trajes relucientes.

Eli no pasó. Con el disco en lamano, Oskar volvió a la entrada. Ellaestaba todavía fuera, en la puerta.

—Oskar, tienes que invitarme apasar.

—Pero… por la ventana. Tú yahas…

—Ésta es una entrada nueva.—Bueno. Puedes…Oskar se detuvo, pasándose la

lengua por los labios. Miró el disco. Lafotografía de la carátula había sidotomada en la oscuridad, con flashes, y el

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conjunto de los Vikingarna resplandecíacomo si fueran un grupo de santos apunto de tomar tierra. Dio un paso haciaEli y le enseño la funda.

—Mira. Parece como si estuvieranen la tripa de una ballena o algo así.

—Oskar…Eli estaba parada con los brazos

caídos a lo largo del cuerpo y mirando aOskar. Éste se rio, fue hasta la puerta,pasó la mano por el aire entre el umbraly el marco, por delante de la cara de Eli.

—¿Cómo? ¿Hay algo aquí o no?—No empieces.—Pero en serio. ¿Qué pasa si no lo

hago?

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—NO- EMPIECES —Eli sonrió demala gana—. ¿Quieres verlo? ¿No? ¿Loquieres?

Eli dijo aquello de una manera queevidentemente estaba pensada parahacer que Oskar dijera que no. Unaugurio de algo terrible. Pero Oskartragó y dijo:

—Sí. Sí que quiero. A ver.—Tú escribiste en el papel que…—Sí. Lo puse. Pero ahora vamos a

ver. ¿Qué pasa?Eli apretó los labios, se concentró

un segundo y dio luego una zancadahacia delante, por encima del umbral.Oskar tenía todo el cuerpo en tensión,

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esperaba algún rayo azul, que la puertase girara, pasara a través de Eli y secerrara de nuevo, o algo parecido. Perono ocurrió nada. Eli entró y cerró lapuerta después. Oskar se encogió dehombros.

—¿Eso era todo?—No exactamente.Eli se quedó igual que estaba al otro

lado de la puerta. Parada con los brazosa lo largo del cuerpo y con los ojos fijosen Oskar. Oskar meneó la cabeza.

—¿Qué pasa? Ya está…Oskar se interrumpió cuando asomó

una lágrima en uno de los lagrimales deEli; no, una en cada lagrimal. Aunque no

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parecía una lágrima, porque era de coloroscuro. La piel de la cara de Eli empezóa enrojecer, se puso de color rosa, rojoclaro, rojo oscuro y sus puños secerraron al tiempo que los poros de lacara se abrían y pequeñas perlas desangre empezaban a aparecer comolunares en todo el rostro. Lo mismo en elcuello.

Los labios de Eli se retorcieron dedolor y una gota de sangre asomó poruna de las comisuras y se fundió con lasperlas de la cara, que se hacían cada vezmás grandes al llegar a la barbilla y sedeslizaban hacia abajo para juntarse conlas gotas del cuello.

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Oskar se quedó sin fuerza en losbrazos; los dejó caer y el disco se salióde su funda, rebotó de canto en el suelouna vez y luego se estampó plano sobrela alfombra de la entrada. Su mirada sedeslizó hacia las manos de Eli.

Tenía el dorso de las manos cubiertopor una fina película de sangre, y salíamás.

Volvió a mirar a Eli a los ojos, no laencontró. Parecía como si los ojos sehubieran hundido en sus cuencas:estaban llenos de sangre que losinundaba, corría a lo largo de la nariz y,cruzando los labios, entraba en la boca,de donde manaba más sangre; dos

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hilillos le corrían desde las comisurasde la boca hasta el cuello,desapareciendo en la tirilla de su jersey,donde ahora empezaban a aparecermanchas más oscuras.

Sangraba por todos los poros de sucuerpo. Oskar lanzó un resuello, gritó:

—¡Puedes entrar, tú puedes… eresbienvenida, tú puedes… tú puedes estaraquí!

Eli se relajó. Sus puños cerrados seabrieron. La mueca de dolordesapareció. Oskar creyó por unmomento que hasta la sangre se iba aevaporar, que todo sería como siaquello no hubiera ocurrido.

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Pero no. Aunque dejó de salir, lacara y las manos de Eli estaban todavíade color rojo oscuro, y mientras ambospermanecían frente a frente sin decirnada, la sangre empezó a coagulardespacio, formando líneas más oscuras ycostras en los sitios donde había salidomás, y Oskar sintió un ligero olor ahospital.

Cogió el disco del suelo, lo puso denuevo en la funda y dijo, sin mirar a Eli:

—Perdón, yo… yo no creía…—Está bien. Fui yo la que quiso.

Pero creo que será mejor que me dé unaducha. ¿Tienes una bolsa de plástico?

—¿Una bolsa de plástico?

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—Sí. Para la ropa.Oskar asintió, fue a la cocina y

rebuscó bajo el fregadero una bolsa deplástico en la que ponía: ICA-Come,bebe y sé feliz. Fue al cuarto de estar,puso el disco sobre la mesita del sofá yse detuvo con la bolsa haciendo ruido enla mano.

Si yo no hubiera dicho nada. Si lahubiera dejado… sangrar.

Hizo una pelota arrebujando labolsa, abrió la mano y la bolsa saltó, secayó al suelo. La recogió, la lanzó haciaarriba, la cogió. Se oyeron los mandosde la ducha en el cuarto de baño.

Es todo cierto. Ella es… él es…

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Fue hacia el cuarto de bañoestirando la bolsa de plástico. Come,bebe y sé feliz. Se oía el ruido del aguadetrás de la puerta cerrada. La cerraduraestaba de color blanco. Llamó concuidado.

—Eli…—Sí. Entra.—No. Yo sólo… la bolsa.—No oigo lo que dices. Entra.—No.—Oskar, yo…—Dejo la bolsa aquí.Dejó la bolsa en la puerta y huyó al

cuarto de estar. Sacó el disco de lafunda, lo colocó en el plato, puso en

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marcha el tocadiscos y situó la aguja enel tercer surco, su preferida.

Un comienzo demasiado largo, yluego la voz suave del cantante empezóa retumbar en los altavoces.

La muchacha se pone flores en elpelo

cuando va caminando por el prado.Va a cumplir diecinueve este añoy sonríe al caminar.Eli entró en el cuarto de estar. Se

había atado una toalla alrededor de lacintura, en la mano llevaba la bolsa deplástico con su ropa. Ahora tenía la caralimpia y el pelo le caía a mechas sobrelas mejillas, las orejas. Oskar cruzó los

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brazos según estaba junto al tocadiscos,le hizo un gesto de aprobación.

Por qué te ríes, pregunta elchico

cuando se encuentran sinpensar junto a la verja.

Estoy pensando en el queserá mío,

contesta la chica con losojos muy azules,

al que yo amo tanto…

—¿Oskar?—¿Sí? —Oskar bajó el volumen,

hizo un gesto con la cabeza señalando al

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tocadiscos—. ¿Ridículo, no? Eli negócon la cabeza.

—No, es muy buena. A mí me gustaesto.

—¿A ti?—Sí. Pero escucha… —Parecía

como si Eli pensara añadir algo más,pero sólo dijo—: Ah —y deshizo elnudo de la toalla que llevaba atadaalrededor de la cintura. La toalla cayó alsuelo a sus pies y apareció desnuda aunos pasos de Oskar. Eli hizo unmovimiento envolvente con la manosobre su cuerpo menudo y dijo:

—Bueno, ya sabes.

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… abajo, junto al lago,dibujan en la arena.

Callados, se dicen el uno alotro:

eres mi amigo, es a ti aquien quiero.

La-lala-lalala…

Un corto pasaje instrumental ydespués la canción había terminado. Undébil chisporroteo de los altavocesmientras la aguja giraba hasta elsiguiente tema mientras Oskar miraba aEli.

Los pequeños pezones parecían casinegros en contraste con su piel pálida.

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La parte superior del cuerpo eradelgada, recta y sin curvas. Sólo laforma de las costillas se dibujabaclaramente a la luz de la lámpara deltecho. Sus brazos y sus piernas, tandelgados que no parecían naturalessegún salían del tronco; un árbol joven,recubierto con piel humana. Entre laspiernas tenía… nada. Ningunahendidura, ningún pene. Sólo unasuperficie de piel lisa.

Oskar le pasó la mano por el pelo,lo colocó ahuecado sobre la nuca. Noquería pronunciar aquella palabraridícula de su madre, pero se le escapó.

—Pero si no tienes… pito.

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Eli inclinó la nuca, se miró laentrepierna como si aquél fuera undescubrimiento totalmente nuevo. Lacanción siguiente empezó y Oskar nooyó lo que Eli le contestaba. Apretó lapalanca que accionaba el pick-up y laaguja se levantó del disco.

—¿Qué has dicho?—He dicho que lo he tenido.—¿Qué ha pasado entonces con él?Eli se echó a reír y Oskar, que se dio

cuenta de cómo sonaba la pregunta, sesonrojó un poco. Eli extendió los brazosy puso el labio inferior sobre elsuperior.

—Me lo dejé en el metro.

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—¡Bah! Qué tonta eres.Sin mirar a Eli, Oskar pasó a su

lado, hacia el cuarto de baño, paracomprobar que no había quedadoninguna huella.

El vapor caliente planeaba todavíaen el aire, el espejo estaba empañado.La bañera, tan blanca como antes, sólouna débil línea amarillenta de viejasuciedad que no salía nunca destacabacerca del borde. El lavabo, limpio.

No ha ocurrido.Eli ha entrado en el baño para

guardar las apariencias, cediendo a lailusión. Pero no: el jabón. Lo levantó:tenía líneas de color rosa y en el

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pequeño hueco del lavabo debajo de él,en el agua, había una masa de algo queparecía como un renacuajo, sí: vivo, y élse estremeció cuando empezó

a nadara moverse, a mover la cola y a

arrastrarse hacia el hueco, cayó en ellavabo, se quedó trabado en el borde.Pero allí se quedó quieto, sin moverse.Oskar abrió el grifo y echó agua paraque saliera por el desagüe, enjuagó eljabón y limpió el hueco. Después cogiósu bata del colgador, volvió al cuarto deestar y se la dio a Eli, que todavíaestaba desnuda en mitad del suelo,mirando a su alrededor.

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—Gracias. ¿Cuándo vuelve tumadre?

—En un par de horas —Oskar alzóen su mano la bolsa con la ropa de ella—. ¿Lo tiro?

Eli se puso la bata, se anudó elcinturón.

—No. Luego me lo llevo —ydándole un toque a Oskar en el hombro—: ¿Tú? Sabes que no soy una chica,que no… Oskar dio un paso hacia atrás.

—¡Por Dios, qué pesada! Ya lo séde sobra. Ya me lo has dicho.

—Eso no es verdad.—Claro que lo has dicho.—A ver, ¿cuándo?

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Oskar se quedó pensando.—No me acuerdo, pero lo sabía de

todas las formas. Lo he sabido desdehace mucho tiempo. —¿Estás… triste?

—¿Por qué iba a estarlo?—Porque… no sé. Porque te parezca

que es… un rollo. Tus amigos…—¡Déjalo! Déjalo. Tú estás mal de

la cabeza. Déjalo.—Vale.Eli se puso a jugar con el cinturón de

la bata, luego fue hacia el tocadiscos yse quedó observando cómo giraba eldisco. Se volvió y se puso a mirar a sualrededor.

—¿Sabes? Hace mucho tiempo que

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no estaba… así en casa de alguien. Nosé muy bien… lo que hay que hacer.

—Yo tampoco.Eli dejó caer los hombros, se metió

las manos en los bolsillos de la bata,mirando hipnotizada el agujero oscurodel LP. Abrió la boca para decir algo yla cerró de nuevo. Sacó la mano derechadel bolsillo, la acercó hasta el disco y loapretó con el dedo índice de manera queéste se detuvo.

—Cuidado. Se puede… rayar.—Perdón.Eli quitó rápidamente el dedo y el

disco cogió velocidad, siguió dandovueltas. Oskar vio que el dedo había

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dejado una mancha de humedad que severía cada vez que el disco diera vueltasbajo la luz de la lámpara del techo. Elivolvió a meter la mano en el bolsillo dela bata, miró el disco como si intentaraescuchar la música estudiando lossurcos.

—Esto, claro, suena a… pero… —aEli le temblaban las comisuras de loslabios—, yo no he tenido ningún…amigo normal desde hace doscientosaños.

Miró a Oskar con una sonrisa en laque se leía: perdona-que-diga-cosas-tan-tontas. Oskar abrió los ojos.

—¿Eres tan viejo?

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—Sí. No. Nací haceaproximadamente doscientos años, perola mitad del tiempo he estado dormido.

—Eso me pasa a mí también. O porlo menos… ocho horas… que sale…una tercera parte.

—Sí. Aunque… cuando yo digodormir me refiero a que pasan variosmeses en los que no… me levanto enabsoluto. Y luego otros meses en losque… vivo. Aunque entonces descansodurante el día.

—¿Es así como funciona eso?—No sé. Eso es en todo caso lo que

me pasa a mí. Y después cuando medespierto soy… pequeño de nuevo. Y

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débil. Es entonces cuando necesitoayuda. Quizá sea por eso por lo que hesobrevivido. Porque soy pequeño. Y lagente quiere ayudarme. Aunque… pormotivos bien distintos.

Una sombra se posó sobre la mejillade Eli cuando apretó las mandíbulas;hundiendo las manos en los bolsillos dela bata encontró algo, lo sacó: una tiraestrecha de papel brillante. Algo que sumadre se había dejado; solía usar la batade Oskar a veces. Eli volvió a dejar concuidado en el bolsillo la tira de papelcomo si fuera algo valioso.

—¿Duermes en un ataúd entonces?Eli se echó a reír, negando con la

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cabeza.—No. No. Yo…Oskar no pudo quedarse con ello

dentro más tiempo. No era esa suintención, pero le salió como unaacusación cuando dijo:

—¡Pero tú matas a la gente!Eli le miró a los ojos con una

expresión que parecía de asombro,como si Oskar le hubiera señalado conímpetu que tenía cinco dedos en cadamano o algo igual de evidente.

—Sí, mato a gente. Es una lástima.—Entonces, ¿por qué lo haces?Un destello de furia en los ojos de

Eli.

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—Si se te ocurre alguna idea mejorla escucharé encantado.

—Sí, bueno… sangre… tiene quehaber… alguna manera… de que tú…

—No la hay.—¿Por qué no?Eli resopló, sus ojos se estrecharon.—Porque yo soy como tú.—¿Cómo que como yo? Yo…Eli hizo un movimiento envolvente

en el aire como si llevara un cuchillo enla mano y dijo:

—«¿Qué estás mirando, idiota?¿Quieres morir o qué?» —Golpeó con lamano vacía—. «Eso es lo que pasa sialguien se queda mirándome».

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Oskar se frotó los labios uno contraotro, se los humedeció.

—¿Qué dices?—No soy yo el que lo digo. Lo

dijiste tú. Fue lo primero que te oí decir.Abajo, en el parque.

Oskar lo recordaba. El árbol. Elcuchillo. Cómo luego, inclinando la hojadel cuchillo como si fuera un espejo, vioa Eli por primera vez.

¿Te reflejas en los espejos? Laprimera vez que te vi estabas reflejadaen un espejo.

—Yo… no mato a la gente.—No. Pero te gustaría. Si pudieras.

Y lo harías realmente si lo tuvieras que

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hacer.—Porque los odio. Hay una gran…—Diferencia. ¿Es eso?—¿Sí…?—Si con eso te libraras. Si sólo

fuera que ocurrió. Si pudieras desearque estuvieran muertos y ellos murieran.¿No lo harías entonces?

—… Sí.—Sí. Y eso sólo sería para

divertirte. Por venganza. Yo lo hagoporque tengo que hacerlo. No hayninguna otra forma.

—Pero es porque ellos… ellos memaltratan, porque me provocan, porqueyo…

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—Porque tú quieres vivir.Exactamente igual que yo. Eli extendiólos brazos, los puso sobre las mejillasde Oskar y acercó su cara a la de él. —Sé un poco como yo. Y le besó.

L o s dedos del hombre estabancerrados alrededor de los dados yOskar vio que llevaba las uñaspintadas de negro.

El silencio se extiende por la salacomo una bruma asfixiante. Laestrecha mano se vuelca…lentamente… y los dados caen de ella,encima de la mesa… Chocan entreellos, dan vueltas, se paran.

Un dos. Y un cuatro.

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Oskar se siente aliviado, no sabepor qué, cuando el hombre camina a lolargo de la mesa, se coloca ante la filade chicos como un general ante suejército. La voz del hombre esinexpresiva, ni oscura ni clara, cuandoestira un alargado dedo índice yempieza a contar a lo largo de la fila.

—Uno… dos… tres… cuatro…Oskar mira hacia la izquierda,

hacia el sitio en donde el hombreempieza a contar. Los chicos estánrelajados, liberados. Un sollozo. Elmuchacho que está al lado de Oskar seencorva, le tiembla el labio inferior.Ah. Es el… número seis. Oskar

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comprende ahora su alivio.—Cinco… seis… y… siete.El dedo señala directamente a

Oskar. El hombre le mira a los ojos. Ysonríe.

—¡No!Pero si era… Oskar retira su

mirada de la del hombre, mira losdados.

Ahora muestran un tres y un cuatro.El chico que está al lado de Oskar miraa su alrededor, medio dormido como siacabara de despertar de una pesadilla.Durante un segundo sus miradas secruzan. Vacías. Sin comprender.

Luego un grito de la pared del

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fondo.… mamá…La mujer del chal marrón corre

hacia él, pero dos hombres le salen alpaso, la cogen por los brazos y… latiran contra la pared de piedra. Losbrazos de Oskar se estremecen como siquisieran cogerla cuando ella cae y suslabios forman la palabra:

—¡mamá!Entonces unas manos duras como

puños lo cogen por los hombros y losacan de la fila, hacia una puerta. Elhombre de la peluca aún sigue con eldedo levantado, siguiéndolo con élmientras Oskar es empujado fuera de

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la sala y conducido a una habitaciónoscura que huele

… a alcohol…… después se le nubla la vista,

imágenes borrosas; luz, oscuridad,piedra, piel desnuda…

Hasta que la imagen se estabiliza yOskar siente una presión fuerte en elpecho. No puede mover los brazos.Nota como si le fuera a estallar laoreja derecha, está apretada contrauna… tabla de madera.

Tiene algo en la boca. Un trozo decuerda. Chupa la cuerda, abre los ojos.

Está boca abajo encima de unamesa. Con los brazos atados a las

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patas de la mesa. Está desnudo. Antesus ojos dos figuras: el hombre de lapeluca y otro más. Un hombre gordo ypequeño que parece… divertido. No.Parece como alguien que cree que esdivertido. Cuenta siempre historias delas que nadie se ríe. El hombredivertido lleva un cuchillo en una manoy un cuenco en la otra.

Algo no encaja.La presión contra el pecho, contra

la oreja. Contra las rodillas. Deberíasentir también presión contra el pito.Pero es como si hubiera… un agujeroen la mesa justamente allí. Oskarintenta darse la vuelta para

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comprobarlo, pero el cuerpo está muybien atado.

El hombre de la peluca le dice algoal hombre divertido y el hombredivertido se ríe y asiente. Después, losdos se agachan. El hombre de la pelucale clava la mirada a Oskar. Sus ojosson de color azul claro, como el cieloen un día luminoso de otoño. Pareceamablemente interesado. El hombremira en los ojos de Oskar como sibuscara algo bueno allí dentro, algoque él ama.

El hombre divertido se arrastradebajo de la mesa con el cuchillo y elcuenco en las manos. Y Oskar

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comprende.Sabe también que sólo con que

fuera capaz… de sacarse ese trozo decuerda de la boca no tendría que estarallí. Entonces desaparecería.

Oskar intentó echar la cabeza haciaatrás, dejar el beso. Pero Eli, queesperaba aquella reacción, colocó unade sus manos alrededor de la cabeza delniño, apretando sus labios contra los deél, obligándole a permanecer en lamemoria de Eli; continuó.

El trozo de cuerda se aprieta en suboca, se oye un sonido húmedo cuandoOskar se tira un pedo de miedo. El

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hombre de la peluca arruga la nariz ylo prueba con la boca, maldiciendo.Sus ojos no cambian. Todavía la mismaexpresión que la de un niño a punto deabrir una caja que sabe que contieneun cachorro de perro.

Unos dedos fríos agarran el pito deOskar, tiran de él. Abre la boca paragritar: «¡Nooo!», pero la cuerda ledeja incapacitado para pronunciar lapalabra y todo lo que sale es:«¡Ohhh!».

El hombre que está debajo de lamesa pregunta algo y el de la pelucaasiente, sin apartar la mirada deOskar. Luego el dolor. Una barra al

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rojo vivo introducida por laentrepierna sube por el estómago, elpecho ardiendo como un tubo de fuegoque atraviesa todo su cuerpo y grita,grita mientras los ojos se le llenan delágrimas y su cuerpo arde.

El corazón late contra la mesacomo un puño contra una puerta y élaprieta los ojos con fuerza, muerde lacuerda mientras a lo lejos oye eldiscurrir del agua, el chapoteo, ve…

... a su madre de rodillas al ladodel riachuelo aclarando la ropa.Mamá. Mamá. Ella pierde algo, unaprenda, y Oskar se levanta, ha estadotumbado boca abajo y tiene el cuerpo

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ardiendo, se levanta y corre hacia elrío, hacia la prenda que desaparecerápidamente; se tira al agua pararefrescar el cuerpo, para salvar laprenda y la coge. La camisa de suhermana. La levanta hacia la luz, haciasu madre cuya silueta se dibuja en laorilla y caen gotas de la prenda,brillan al sol, salpican en el riachuelo,en sus ojos y él deja de ver claroporque le cae agua en los ojos, en lasmejillas y cuando…

... abre los ojos y ve borrosamenteel pelo rubio, los ojos azules comolagunas lejanas en el bosque. Ve elcuenco que el hombre lleva en las

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manos, cómo se lleva el cuenco a laboca y cómo bebe. Cómo el hombrecierra los ojos, por fin cierra los ojos ybebe…

Más tiempo… Tiempo interminable.Cerrado. El hombre muerde. Y bebe.Muerde. Y bebe.

Después la estaca candente alcanzasu cabeza y todo se vuelve de colorrojo claro cuando él, de un tirón, echala cabeza hacia atrás y cae…

Eli cogió a Oskar cuando éste cayóhacia atrás. Lo sujetó en sus brazos.Oskar se agarró a lo que pudo, al cuerpoque tenía ante sí, y lo abrazó con fuerza,mirando sin ver la habitación a su

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alrededor.Así, tranquilo.Después de un rato empezó a

aparecer el dibujo ante los ojos deOskar. Un papel pintado. Beige conrosas blancas, casi invisibles. Loreconoció. Era el papel pintado quehabía en su cuarto de estar. Estaba en elcuarto de estar, en el piso de su madre ysuyo.

El que estaba en sus brazos era…Eli.

Un chico. Mi amigo. Sí.Oskar se sentía mal, mareado. Se

liberó del abrazo y se sentó en el sofá,miró a su alrededor para asegurarse de

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que había vuelto, de que no estaba…allí. Tragó, sintió que podía evocar cadadetalle del sitio que acababa de visitar.Era como una memoria real. Algo que lehabía pasado a él, recientemente. Elhombre divertido, el cuenco, el dolor…

Eli estaba de rodillas en el suelodelante de él, con las manos apretadascontra la tripa.

—Perdón.Como si…—¿Qué pasó con mamá?Eli lo miró inseguro, preguntó:—¿Te refieres a… mi mamá?—No… —Oskar se calló, vio ante

sí la imagen de mamá a la orilla del

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riachuelo aclarando la ropa. Aunque noera su madre. No se parecía nada. Sefrotó los ojos, dijo:

—Sí. Eso es. Tu mamá.—No sé.—No serían ellos los que…—¡No sé!Eli apretó tanto los puños contra la

tripa que los nudillos se le pusieronblancos y encogió los hombros. Luegose relajó, dijo con más suavidad:

—No lo sé. Perdóname. Perdón poresto… por todo. Quería que tú… no sé.Perdóname. Ha sido una… tontería.

Eli era el retrato de su madre. Másdelgado, con menos formas, más joven,

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pero… un retrato. Dentro de veinteaños, Eli probablemente tuviera elmismo aspecto que la mujer delriachuelo.

Dando por descontado que no va aser así. Tendría exactamente el mismoaspecto que ahora.

Oskar suspiró agotado, se echó haciaatrás en el sofá. Demasiado. Un ligerodolor de cabeza se abría paso sobre sussienes, lo agarró, golpeó. Demasiado.Eli se levantó.

—Me voy a ir.Oskar, apoyando la mano en la

cabeza, asintió. No tenía fuerzas paraprotestar, ni para pensar lo que debía

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hacer. Eli se quitó la bata y Oskarvislumbró una vez más su entrepierna.Entonces vio que en la piel pálida sedibujaba una tenue mancha de colorrosa, una cicatriz.

¿Cómo hace cuando… mea? Él a lomejor no…

No tuvo fuerzas para preguntar. Elise puso en cuclillas junto a la bolsa deplástico, deshizo el nudo y empezó asacar su ropa. Oskar dijo:

—Te puedes… poner algo mío.—No, esto está bien.Eli sacó la camisa de cuadros. Con

manchas oscuras sobre el azul claro.Oskar se levantó. El dolor de cabeza se

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arremolinó contra las sienes.—No digas tonterías. Puedes…—Esto vale.Eli empezó a ponerse la camisa

manchada de sangre y Oskar dijo:—Eres asqueroso, ¿es que no lo

entiendes? Eres asqueroso.Eli se dio la vuelta con la camisa en

las manos.—¿Es eso lo que piensas?—Sí.Eli volvió a guardar la camisa en la

bolsa.—¿Qué me pongo entonces?—Coge algo del armario, lo que

quieras.

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Eli asintió, entró en la habitación deOskar donde estaban los armarios;mientras, éste se deslizó de lado en elsofá y apretó las manos contra las sienescomo tratando de evitar que leestallaran.

Mamá, la mamá de Eli, mi mamá,Eli, yo. Doscientos años. El papá deEli. ¿El papá de Eli? Ese viejo que… elviejo.

Eli volvió a entrar en el cuarto deestar. Oskar estaba a punto de decir loque había pensado decir, pero secontuvo cuando vio que Eli llevabapuesto un vestido. Un vestido de veranode color amarillo pálido con lunares

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blancos. Uno de los vestidos de sumadre. Eli pasó la mano por el vestido.

—¿Está bien? He cogido el queparecía más viejo.

—Pero si es…—Lo voy a devolver, luego.—Sí. Sí, sí.Eli se le acercó, se acurrucó delante

de él, le cogió la mano.—¿Oye? Siento que… no sé lo que

voy…Oskar agitó la otra mano para

hacerle callar, dijo:—Tú sabes que ese viejo… que se

ha escapado, ¿verdad?—¿Qué viejo?

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—El viejo que… el que dijiste queera tu papá. El que vivía contigo.

—¿Qué pasa con él?Oskar cerró los ojos. Unos rayos

azules resplandecieron dentro de suspárpados. La cadena de acontecimientosreconstruida a partir de los periódicospasó chirriando ante él y se pusofurioso, apartó su mano de las de Eli ycerró el puño, y se golpeó con él sudolorida cabeza mientras decía con losojos aún cerrados:

—Déjalo, déjalo ya. Lo sé todo,¿vale? Deja de fingir. Deja de mentir,estoy harto de eso.

Eli no dijo nada. Oskar apretó los

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ojos, tomando aire.—El viejo ha huido. Lo han estado

buscando todo el día y no lo hanencontrado. Así que ya lo sabes.

Una pausa. Luego la voz de Eli porencima de la cabeza de Oskar.

—¿Dónde?—Aquí. En Judarn. En el bosque. En

Åkeshov.Oskar abrió los ojos. Eli se había

levantado, estaba con la mano sobre laboca y unos ojos grandes y asustadospor encima de la mano. El vestido erademasiado grande, colgaba como unsaco sobre sus hombros estrechos yparecía un niño que se hubiera puesto

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sin permiso la ropa de su madre y ahoraestuviera esperando algún duro castigo.

—Oskar —dijo Eli—. No salgasfuera. Mientras sea de noche.Prométemelo.

El vestido. Las palabras. Oskarsonrió, no pudo evitar decirlo.

—Suenas como mi mamá.La ardilla está ocupada abajo, en el

tronco del roble, se para, escucha. Unasirena, a lo lejos.

Por la calle Bergslagsvägen pasauna ambulancia con la luz azulencendida y la sirena puesta.

Dentro de la ambulancia hay tres

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personas. Lacke Sörenssson va sentadoen un asiento abatible y sostiene unamano exangüe, llena de rasguños, quepertenece a Virginia Lindblad. Elenfermero ajusta el tubo que introducesuero en el cuerpo de Virginia paradarle a su corazón algo que bombear,después de haber perdido tanta sangre.

La ardilla juzga el ruido pocopeligroso, irrelevante. Continúa bajo eltronco. Todo el día ha habido gente en elbosque, perros. Ni un momento detranquilidad, y hasta ahora, cuando se hahecho de noche, no se ha atrevido abajar del roble en el que se ha vistoobligada a permanecer todo el día.

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Ahora los ladridos de los perros ylas voces se han callado, handesaparecido. También el pájaroalborotador que ha estado revoloteandopor las copas de los árboles parece queha volado a su nido.

La ardilla llega hasta el pie delárbol, corre a lo largo de una gruesaraíz. No le gusta moverse por el suelocuando es de noche, pero el hambremanda. Avanza con cautela, se para yescucha, mira cada diez metros. Da unrodeo para evitar una tejonera dondehasta el verano pasado vivía una familiade tejones. Hace mucho que no los ve,pero todas las precauciones son pocas.

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Finalmente alcanza su objetivo: elmás cercano de los muchos almacenesde invierno que ha preparado durante elotoño. La temperatura, ya por la tarde,ha descendido bajo cero, y en la nieveque se ha fundido durante el día hacomenzado a formarse una costradelgada y dura. La ardilla raspa lacostra con sus patas, la atraviesa y semueve hacia abajo. Se para, escucha ysigue cavando. A través de la nieve, lashojas, la tierra.

Justo cuando ha cogido una nuezentre las patas oye un ruido.

Peligro.Coge la nuez entre los dientes y se

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sube corriendo a un pino sin tiempo paratapar el almacén. Ya fuera de peligro,arriba, en una rama, vuelve a coger lanuez entre las patas, intenta localizar dedónde viene el ruido. El hambre esmucha y la comida sólo a unoscentímetros de su boca, pero primerohay que localizar el peligro, esquivarloantes de que haya tiempo para comer.

La cabeza de la ardilla se mueve deun lado a otro, el hocico le tiemblacuando mira furtivamente el paisajecubierto de sombras a la luz de la lunaque tiene bajo sus pies y localiza elorigen del ruido.

Sí. El rodeo ha merecido la pena.

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Esos crujidos y sonidos húmedosproceden de la tejonera.

Los tejones no pueden trepar a losárboles. La ardilla baja un poco laguardia, da un bocado a la nuez mientrassigue estudiando el terreno, ahora máscomo espectadora en una representaciónteatral, tercer palco. Quiere ver lo quepasa, cuántos tejones hay.

Pero lo que sale de la madriguera noes un tejón. La ardilla se retira la nuezde la boca, observa. Intenta comprender.Interpretar lo que ve según lo conocido.No lo consigue.

Por eso se lleva la nuez a la boca denuevo y echa a correr árbol arriba, hasta

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la copa.Quizá uno de ésos pueda trepar por

los árboles.Todo cuidado es poco.

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Domingo 8 de Noviembre(Tarde/ Noche)

Las ocho y media, domingo por la tarde.Al mismo tiempo que la ambulancia conVirginia y Lacke conduce sobre elpuente de Traneberg, al mismo tiempoque el jefe de la policía de Estocolmomuestra una fotografía a los periodistasávidos de material gráfico, al mismotiempo que Eli elige vestido en elarmario de la madre de Oskar, al mismotiempo que Tommy echa pegamento enuna bolsa de plástico y aspira por lanariz el dulce embotamiento y el olvido,

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al mismo tiempo que una ardilla es elprimer ser viviente que ve a HåkanBengtsson en las últimas catorce horas,Staffan, uno de los que ha participado enla búsqueda, está a punto de servir el té.

No ha notado que la tetera está unpoco desportillada justo en el orificiode salida, y buena parte del té se escurrepor la manga, por la tetera, y cae en laencimera. Murmura algo y vuelca elrecipiente tan deprisa que el líquidorebosa y la tapa de la tetera cae en lataza. El té hirviendo le salpica lasmanos y suelta de golpe la tetera, ponelos brazos rígidos a lo largo del cuerpo

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mientras mentalmente recita el alfabetohebreo para contener el impulso delanzar el recipiente contra la pared.Aleph, Beth, Gimel, Daleth…

Yvonne entró en la cocina y vio aStaffan doblado sobre el fregadero conlos ojos cerrados.

—¿Qué ha pasado? Staffan meneó lacabeza.

—Nada.Lamed, Mem, Nun, Samesh…—¿Estás triste?—No.Koff, Resh, Shin, Taff. Así. Mejor.Abrió los ojos, hizo un gesto

señalando a la tetera.

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—Para mí que ésta es una malatetera.

—¿Es mala?—Sí, se… se sale fuera cuando uno

vierte el líquido—No lo he notado nunca.—Pues se sale de todas formas.—Pero si está bien.Staffan apretó los labios, extendió la

mano que se había quemado haciaYvonne e hizo un gesto hacia ella:Calma. Shalom. Cállate.

—Yvonne. Siento en estemomento… unas ganas enormes de darteun tortazo. Así que, por favor: no hablesmás.

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Yvonne dio medio paso atrás. Algodentro de ella estaba preparado paraesto. Era una intuición de la que nohabía querido ser consciente, pero síque había sospechado que Staffan,detrás de su mansa fachada, ocultabaalguna que otra forma de… rabia.

Se cruzó de brazos, tomó aire unascuantas veces mientras Staffan estabaquieto, con la mirada fija en la taza de técon la tapa dentro. Luego dijo:

—¿Sueles hacerlo?—¿Qué?—Pegar. Cuando algo te sale mal.—¿Te he pegado?—No, pero dijiste…

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—Yo dije. Y tú escuchaste. Y ahoraestá bien.

—¿Y si no te hubiera escuchado?Staffan parecía totalmente calmado e

Yvonne se relajó, bajó los brazos. Él lecogió las manos entre las suyas, le besósuavemente el dorso de las dos.

—Yvonne. Uno tiene que escucharal otro.

Sirvieron el té y lo tomaron en elcuarto de estar. Staffan anotó en sumemoria que tenía que comprar unatetera nueva de regalo para Yvonne.Ésta le preguntó acerca de la búsquedaen el bosque de Judarn y Staffan se locontó. Ella hizo lo que pudo para

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mantener viva la conversación alrededorde otros temas, pero al final llegó detodos modos la pregunta inevitable.

—¿Dónde está Tommy?—Yo… no sé.—¿No lo sabes? Yvonne…—Bueno. En casa de un amigo.—Hmm. ¿Cuándo vuelve?—No, creo que… iba a pasar la

noche. Allí.—¿Allí?—Sí. En casa de… Yvonne repasó

en su cabeza los nombres de los amigosde Tommy que ella conocía. No queríadecirle a Staffan que Tommy pasaba lanoche fuera de casa sin que ella supiera

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dónde. Staffan se tomaba muy en serioeso de la responsabilidad de los padres.

—… en casa de Robban.—Robban. ¿Es su mejor amigo?—Sí, debe de serlo.—¿Cómo se apellida ese Robban?—… Ahlgren, ¿por qué? Tienes algo

que…—No, sólo estaba pensando.Staffan cogió su cucharilla, dio un

golpecito con ella en la taza de té. Unsuave tintineo. Asintió.

—Bien. No, escucha… creo quedebemos llamar a casa de ese Robban ypedirle a Tommy que venga un momento.Para que yo pueda hablar un poco con

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él.—No tengo el número.—No, pero… Ahlgren. ¿Sabrás

dónde vive? No hay más que mirar en laguía telefónica.

Staffan se levantó del sofá e Yvonnese mordió el labio inferior, se dio cuentade que estaba construyendo un laberintodel que iba a ser cada vez más difícilsalir. Él cogió la guía y se colocó enmitad del cuarto de estar, hojeándolamientras decía en voz baja:

—Ahlgren, Ahlgren… Hmm. ¿Enqué calle vive?

—Yo… en Björnsonsgatan.—Björnsons… no. No hay ningún

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Ahlgren allí. Pero hay uno aquí, en lacalle Ibsengatan. ¿Puede ser él?

Como Yvonne no contestaba, Staffanpuso el dedo en la guía y dijo:

—Creo que voy a probar con él detodas formas. Era Robert, ¿no?

—Staffan…—¿Sí?—Le prometí que no iba a decirlo.—Ahora no entiendo nada.—Tommy. Le dije que no iba a

decir… dónde está.—Así que no está en casa de

Robban.—No.—¿Dónde está entonces?

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—Yo… yo se lo prometí.Staffan dejó la guía sobre la mesa y

se sentó al lado de Yvonne en el sofá.Ella dio un sorbito de té, manteniendo lataza delante de la cara como paraesconderse mientras Staffan la estabaaguardando. Cuando dejó la taza en elplato notó que las manos le temblaban.Staffan colocó su mano en las rodillasde ella.

—Yvonne. Tienes que comprenderque…

—Se lo prometí.—Yo sólo quiero hablar con él.

Perdóname, Yvonne, pero creo que esprecisamente este tipo de incapacidad

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para afrontar los problemas cuandoéstos se presentan lo que hace que…bueno, que ocurran. Mi experiencia enlo que se refiere a personas jóvenes esque cuanto antes se reacciona ante susactos, mayor es la posibilidad de… porejemplo un heroinómano. Si alguienhubiera reaccionado cuando sólo ledaba, digamos, al hachís…

—Tommy no anda metido en eso.—¿Estás completamente segura de

ello?Se hizo un silencio. Yvonne sabía

que por cada segundo que pasara su «sí»como respuesta a la pregunta de Staffanperdía valor. Tictac. Ya había

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contestado «no», sin pronunciar lapalabra. Tommy estaba raro a veces. Alvolver a casa. Algo en los ojos. Piensasi él…

Staffan se echó hacia atrás en elsofá, sabía que había ganado la batalla.Ya sólo esperaba la rendición.

Yvonne buscaba algo en la mesa conla mirada.

—¿Qué buscas?—Mi tabaco, ¿lo has…?—En la cocina. Yvonne…—Sí. Sí. No puedes ir a buscarle

ahora.—No. Eso lo tienes que decidir tú.

Si te parece…

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—Mañana por la mañana, entonces.Antes de que se vaya a la escuela.Prométemelo. Que no vas a ir allíahora.

—Lo prometo. Bueno. ¿Y cuál esese sitio tan misterioso en el que seencuentra ahora?

Yvonne se lo contó.Después fue a la cocina y se fumó un

cigarro, echando el humo a través de laventana entreabierta. Se fumó otro más,menos preocupada de adónde iba aparar el humo. Cuando Staffan entró enla cocina, sacudió el humo con la manointencionadamente y preguntó dóndeestaban las llaves del sótano, ella le dijo

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que lo había olvidado, pero queprobablemente lo recordaría mañana porla mañana.

Si, él era bueno.Cuando Eli se hubo marchado, Oskar

volvió a sentarse a la mesa de la cocinay estuvo mirando los artículos que teníadelante. El dolor de cabeza habíaempezado a aflojar a medida que seconcentraba en organizar susimpresiones.

Eli le había explicado que el viejoestaba… contagiado. Más que eso. Elcontagio era lo único vivo dentro de él.El cerebro estaba muerto, y el contagio

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le dirigía hacia Eli.Eli le había dicho, rogado que no

hiciera nada. Eli se iría de allí al díasiguiente tan pronto como se hiciera denoche, y Oskar lógicamente le habíapreguntado por qué no se iba ya, esamisma noche.

Porque… no puede ser.¿Por qué? Yo puedo ayudarte.Oskar, no puede ser. Estoy

demasiado débil.¿Cómo es posible? Si has…Lo estoy, nada más.Y Oskar comprendió que él era el

causante de la falta de energía de Eli.Toda la sangre que había perdido en la

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entrada. Si el viejo encontraba a Eli,sería culpa de Oskar.

¡La ropa!Oskar se levantó tan deprisa que la

silla cayó hacia atrás y golpeó contra elpavimento.

La bolsa con la ropa ensangrentadade Eli estaba todavía en el suelo delantedel sofá, la camisa colgaba fuera. Laempujó para dentro y el brazo se le pusocomo si hubiera apretado una esponjahúmeda cuando cerró la bolsa y… Sedetuvo, se miró la mano con la que habíaaplastado la camisa.

La herida que se había hecho teníauna costra un poco abierta que mostraba

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lo que había debajo.… la sangre… no quería

mezclarla… ¿me habré… contagiadoya?

Automáticamente se dirigió hacia lapuerta con la bolsa en la mano, prestóatención por si se oía algo en el portal.Nada, y corrió escaleras arriba hasta elhueco por el que se tiraba la basura,abrió la portezuela. Introdujo la bolsa yla sostuvo en esa posición, moviéndolasobre la oscuridad del pozo.

Sopló una ráfaga de aire frío através del agujero, enfriándole la manoque permanecía allí agarrada al nudo deplástico de la bolsa. El blanco de ésta

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resaltaba contra el negro de las paredesalgo rugosas del túnel. Si la soltara, labolsa no caería hacia arriba. Caeríahacia abajo. La fuerza de la gravedadtiraría de ella hacia abajo. Hacia elsaco.

Dentro de unos días llegaría elcamión de la basura a buscar el saco.Venían por la mañana temprano. La luzanaranjada, parpadeante, se reflejaría enel techo de Oskar a la misma hora enque él solía despertarse y se quedaría enla cama oyendo el estruendo, elaplastamiento succionador cuando labasura era triturada. Puede que selevantara y mirara a los hombres con

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monos que con movimientos expertosechaban los sacos, apretaban el botón.Las fauces del camión de la basura quese cerraban y los hombres que saltabandentro y conducían el pequeño trayectohasta el siguiente portal.

Y aquello le daba siempre unasensación de… calor. De hallarseseguro en su habitación. De que lascosas funcionaban. Y quizá también unsentimiento de añoranza. De aquelloshombres, del camión. De poder estarsentado dentro de esa cabina débilmenteiluminada, arrancar…

Soltar. Tengo que soltar.Tenía la mano compulsivamente

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agarrada a la bolsa. Le dolía el brazo detenerlo estirado tanto tiempo. Lacorriente le estaba empezando a enfriarel dorso de la mano. Soltó.

El roce de la bolsa al chocar contralas paredes, medio segundo de silenciocuando caía libremente y luego un golpesordo cuando aterrizó en el saco.

Yo te ayudo.Se volvió a mirar la mano. La mano

que ayuda. La mano…Mato a alguien. Entro y cojo el

cuchillo y salgo y mato a alguien. AJonny. Le corto el cuello, recojo lasangre y se la llevo a Eli a su casaporque qué importa si ya estoy

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contagiado y pronto voy a…Las rodillas se le querían doblar y

tuvo que apoyarse en el borde del huecode las basuras para no caer al suelo.Había pensado aquello. En serio. Noera como el juego con el árbol. Habíapensado… por un momento… que iba ahacerlo realmente.

Calor. Tenía mucho calor, como defiebre. Le dolía todo el cuerpo y queríaacostarse. Ya.

Estoy contagiado. Me voy aconvertir en un… vampiro.

Obligó a las piernas a bajar lasescaleras mientras con una mano

la que no estaba contagiada

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buscó apoyo en el pasamanos.Consiguió entrar en el piso, en suhabitación, se echó en la cama y sequedó mirando fijamente el papelpintado. El bosque. Enseguida aparecióuna de sus figuras, mirándole a los ojos.El diminuto troll. Pasó el dedo sobre élmientras aparecía un pequeñopensamiento increíblemente tonto.

Mañana iré a la escuela.Y tenía una copia que no había

hecho. África. Debería levantarse ysentarse delante del escritorio, encenderla lámpara y empezar a buscar en elatlas. Buscar palabras sin sentido ycopiarlas en las líneas de puntos.

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Eso era lo que debería hacer.Acarició lentamente el gorro del troll.Luego dio unos golpecitos.

E.L.I.No hubo respuesta. Habrá salido y

hará lo que nosotros hacemos.Se puso el edredón encima de la

cabeza. Unos escalofríos le recorrieronel cuerpo. Intentó imaginárselo. Cómosería. Vivir para siempre. Temido,odiado. No. Eli no le odiaría. Si ellos…juntos…

Trató de figurárselo, fantaseó.Después de un rato se abrió la puerta dela calle y su madre llegó a casa.

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Almohadas de grasa.Tommy miraba con los ojos vacíos

la imagen que tenía delante. La chicaapretaba sus pechos con las manos demanera que parecían dos globos,poniendo morritos. Parecíaabsolutamente morboso. Había pensadoen hacerse una paja, pero le pasaba algoen el cerebro porque tuvo la impresiónde que la tía parecía como un monstruo.

Sorprendentemente despacio cerróla revista, la guardó debajo del cojín delsofá. Permanecía atento a cadamovimiento por pequeño que éste fuera.Estaba totalmente amodorrado por elpegamento. Y era una suerte. El mundo

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no existía. Sólo la habitación en la quese encontraba, y fuera de ella… undesierto ondulado.

Staffan.Intentó pensar en Staffan. No podía.

No conseguía imaginárselo. Sólo veía aese policía de cartón que estaba arriba,en Correos. En tamaño natural. Paradisuadir a los ladrones.

¿Vamos a robar a Correos?No, ¡tasloco, allí hay un policía de

cartón!Tommy se rio cuando al policía de

papel le puso la cara de Staffan.Castigado. A vigilar Correos. Tambiénponía algo en ese muñeco de cartón,

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¿qué era lo que ponía?Delinquir no vale la pena. No. La

policía te ve. No. ¿Cómo cojones era?¡Cuidado! ¡Que soy el ganador de tirocon pistola!

Tommy se reía. A carcajadas. Ledaban sacudidas de la risa y le parecióque la bombilla pelada del techo sebalanceaba hacia delante y hacia atrás alcompás de su risa. Se rio de ello. ¡Enguardia! ¡Policía de cartón! ¡Conpistola de cartón! ¡Y cerebro de cartón!

Sonaron unos golpes en su cabeza.Alguien quería entrar en Correos.

El policía de cartón aguza el oído.Hay doscientos papeles en Correos.

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Quitó el seguro de la pistola. Bang-bang. Paf. Paf. Paf. Pang.

… Staffan… mamá, joder…Tommy se puso rígido. Intentó

pensar. Imposible. Sólo una nubedeshilachada en su cabeza. Luego setranquilizó. Quizá fueran Robban oLasse. O sería Staffan. Y estaba hechode cartón.

Pene de imitación, hecho de cartón.Tommy carraspeó, dijo con la voz

pastosa:—¿Quién es?—Yo.Reconoció la voz, pero no podía

identificarla. Staffan no, en cualquier

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caso. No el papá de cartón. Barbapapá.Déjalo.

—¿Y quién eres?—¿Puedes abrirme?—El correo ha cerrado por hoy.

Vuelve dentro de cinco años.—Tengo dinero.—¿Dinero de papel?—Sí.—Entonces está bien.Se levantó del sofá. Despacio,

despacio. Los contornos de las cosas noquerían quedarse quietos. La cabezallena de plomo. La visera de hormigón.

Permaneció quieto unos segundos, setambaleó. El suelo de cemento se

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inclinaba como en sueños hacia laderecha, hacia la izquierda, como en laCasa Encantada. Fue hacia delante, pasoa paso, levantó el pasador, empujó lapuerta. Fuera estaba esa chica. La amigade Oskar. Tommy se quedó mirándolafijamente sin comprender lo que veía.

Sol y playa.La chica sólo llevaba encima un

vestido ligero. Amarillo, con lunaresblancos que absorbían la mirada deTommy y él intentaba fijar la vista en loslunares, pero éstos empezaron a danzar,a moverse de tal manera que hacían quese mareara. Era unos veinte centímetrosmás baja que él.

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Bonita como… como el verano.—¿Ha llegado el verano de repente?

—preguntó.La chica ladeó la cabeza.—¿Qué?—No, como llevas puesto un…

cómo se llama… vestido de verano.—Sí.Tommy asintió, satisfecho de haber

encontrado la palabra. ¿Qué había dichoella? ¿Dinero? Ah, sí. Oskar le habríacontado…

—¿Es que quieres… comprar algo?—Sí.—¿El qué?—¿Puedo entrar?

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—Sí, sí.—Di que puedo entrar.Tommy hizo con el brazo un gesto

exagerado, envolvente. Vio su propiamano moviéndose en ultrarrápido, unpez drogado nadando en el aire porencima del suelo.

—Entra. Bienvenida a la… sucursal.No le quedaban fuerzas para estar

más tiempo de pie. El suelo queríahacerse con él. Se volvió, se desplomóen el sofá. La chica entró, después cerróla puerta, echó el cerrojo. Él la viocomo un pollo increíblemente grande, serio de la ocurrencia. El pollo se sentó enla butaca.

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—¿Qué pasa?—Nada, yo sólo… estás tan…

amarilla.—Ah.La chica cruzó las manos encima de

un bolso pequeño sobre las rodillas. Élno se había fijado en que lo llevaba. No.Un bolso no. Más como un… neceser.Tommy lo miró. Uno ve un bolso. Sepregunta qué habrá en él.

—¿Qué llevas en… eso?—Dinero.—Sí, claro.No. Esto no encaja. Aquí hay algo

raro.—¿Y qué es lo que quieres

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comprar?La chica abrió la cremallera del

neceser y sacó un billete de mil. Otro.Otro. Tres mil. Los billetes parecíanridículamente grandes en sus manospequeñas cuando se inclinó y los pusoen el suelo.

Tommy resopló:—Pero ¿esto qué es?—Tres mil.—Sí. ¿Para qué?—Para ti.—No.—Que sí.—Será alguna cagada de… dinero

del Monopoly o algo así, ¿no?

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—No.—¿No?—No.—Entonces, ¿por qué me lo das?—Porque quiero comprarte algo.—Quieres comprar algo por tres

mil... no.Tommy estiró uno de sus brazos todo

lo que pudo, agarró un billete.Comprobó el tacto, lo arrugó, lo puso acontraluz y vio que llevaba la marca alagua. El mismo rey o lo que fuera quehabía en el billete. Auténtico.

—O sea, que no estás bromeando.—No.Tres mil. Puedo… viajar a algún

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sitio. Volar a algún sitio.Staffan y su madre se podían quedar

ahí y… Tommy sintió que se le aclarabala cabeza. Todo esto era una locura,pero de acuerdo: tres mil. Ahí estaban.Ahora sólo quedaba saber…

—¿Qué es lo que quieres comprarentonces? Por esto puedes tener…

—Sangre.—Sangre.—Sí.Tommy dio un bufido, meneó la

cabeza.—Oye, no, lo siento. Las reservas

se… han acabado. La chica estabasentada tranquilamente en la butaca,

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mirándole. Ni siquiera sonrió.—No, pero en serio —dijo Tommy

—: ¿qué quieres?—Tú tienes el dinero… si yo tengo

un poco de sangre.—No tengo.—Sí.—No.—Sí.Tommy comprendió.Qué cojones…—¿Estás hablando en serio? La

chica señaló los billetes.—No es peligroso.—¿Pero… qué… cómo?La chica metió la mano en el

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neceser, sacó algo. Un trozo de plásticoblanco, rectangular. Lo meneó. Raspabaun poco. Entonces Tommy vio lo queera. Un paquete de cuchillas de afeitar.Lo dejó en la rodilla, sacó otra cosa. Unrectángulo de color carne. Una tiritagrande.

Esto es ridículo.—No, déjalo ya. No comprendes

que… te puedo limpiar sencillamenteese dinero, ¿eh? Metérmelo en elbolsillo y decirte «No, qué va». ¿Tresmil? No las he visto en mi vida. Eso esmucho dinero, ¿no lo entiendes? ¿Dedónde lo has sacado?

La chica cerró los ojos, suspiró.

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Cuando los abrió de nuevo ya no parecíatan amable.

—¿Quieres o no quieres?Está hablando en serio. No me

jodas que está hablando en serio. No…No…

—¿Qué vas a hacer…?, ¿un corte oasí…? La chica asintió, impaciente.

¿Un corte? Espera un poco.ESPERA ahí un momento… qué eraeso… cerdos…

Arrugó el entrecejo. El pensamientorebotaba en su cabeza como una pelotade goma lanzada con fuerza en unahabitación, intentaba agarrarse, parar. Yse paró. Recordó. Abrió la boca. La

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miró a los ojos,—¿no…?—Pues sí.—Esto será una broma, ¿no?

Escucha: lárgate ahora mismo. No.Ahora te largas de aquí.

—Tengo una enfermedad. Necesitosangre. Te puedo dar más dinero siquieres.

Revolvía en el neceser, rebuscando,sacó otros dos billetes de mil, los dejóen el suelo. Cinco mil.

—Por favor.El asesino. Vällingby. El cuello

cortado. Pero qué cojones… estachica...

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—Para qué lo quieres… pero quécojones… no eres más que una cría,tú…

—¿Tienes miedo?—No, yo está claro que puedo… tú

tienes miedo, ¿no?—Sí.—¿Por qué?—Por si me dices que no.—Bueno, pues te digo que no. Esto

es… no, espabílate. Vete a casa.La chica estaba sentada

tranquilamente en la butaca, pensando.Después asintió con la cabeza, selevantó y recogió el dinero del suelo, loguardó en el neceser. Tommy miraba el

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sitio donde habían estado. Cinco. Mil.Un ruido metálico al abrirse el cerrojo.Tommy se puso boca arriba en el sofá.

—Pero… ¿qué?…, ¿me vas a cortarel cuello?

—No. Sólo en la parte interior delcodo. Un poco.

—¿Pero qué vas a hacer con ello?—Bebérmelo.—¿Ahora?—Sí.Tommy se sondeó por dentro y vio

esa lámina de la circulación de la sangrepuesta como un papel de calco en laparte interior de su cabeza. Sintió, talvez por primera vez en su vida, que

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tenía una circulación sanguínea. No sólopuntos aislados, heridas por donde salenuna o dos gotas de sangre, sino un granárbol que bombeaba lleno de arteriasllenas de… ¿cuánto sería?… cuatro,cinco litros de sangre.

—¿Qué enfermedad es ésa?La chica no dijo nada, estaba al lado

de la puerta con el picaporte en la mano,observándole, y las líneas de las arteriasy de las venas de su cuerpo, el mapa,adquirieron de pronto el aspecto de unalámina de despiece. Eludió esepensamiento, pensó en cambio: Haztedonante. Veinticinco coronas y unbocadillo de queso. Después dijo:

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—Entonces, dame el dinero.La chica abrió la cremallera del

neceser, volvió a sacar los billetes.—¿Y si te doy… tres ahora y dos

después?—Vale, vale. Pero podría

sobradamente… echarme encima de ti yquitarte el dinero, ¿es que no loentiendes?

—No. No podrías.Le extendió tres billetes de mil,

sujetos entre los dedos índice y corazón.Él miró cada uno de ellos a contraluz,comprobó que eran auténticos. Losenrolló como un cilindro y los cogió conla mano izquierda.

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—Bueno. ¿Ahora entonces?La chica dejó los otros dos billetes

de mil en la butaca, se sentó de rodillasal lado del sofá, sacó el paquete decuchillas del neceser, extrajo unacuchilla.

Ya ha hecho esto antes.La chica volvió la cuchilla como

para ver qué lado era el más afilado. Selo acercó a la cara. Un leve aviso cuyaúnica palabra era: Schvittt. Ella dijo:

—No se lo cuentes a nadie.—¿Qué pasa entonces, di?—No lo cuentes. A nadie.—No —Tommy miró de reojo hacia

su codo estirado, hacia los billetes que

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había en la butaca—. ¿Y cuánto me vasa sacar?

—Un litro.—¿Es… mucho?—Sí.—¿Es tanto que yo…?—No. No te pasará nada.—Se renueva otra vez, claro.—Sí.Tommy asintió. Luego miró

fascinado mientras la cuchilla,reluciente como un pequeño espejo,bajaba hasta su piel. Como si leestuviera pasando a otro, en algún otrositio. Sólo vio el juego de líneas. Lasmandíbulas de la chica, su pelo negro,

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su propio brazo blanco, el rectángulo dela cuchilla que apartaba el ralo vello delbrazo y llegaba a su meta; se apoyó unmomento sobre la vena hinchada, algomás oscura que la piel de alrededor.

Presionó hacia abajo, suave, suave.Una esquina se hundió en la piel sinromperla. Luego:

SchvitttUna sacudida hacia atrás y Tommy

resopló, apretó la otra mano, en la quetenía los billetes, con más fuerza. Dentrode su cabeza, los dientes retumbaron alapretar y rechinar unos contra otros.Apareció la sangre, salía a borbotones.

El tintineo cuando la cuchilla cayó al

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suelo y la chica cogió su brazo con lasdos manos, apretando sus labios contrael pliegue del codo.

Tommy volvió la cabeza, no sintiómás que sus cálidos labios, la lenguabatiendo contra su piel y de nuevo vio elmapa interior de su cuerpo, los canalespor los que corría la sangre, agitándosecontra… la hendidura.

Sale de mí.Sí. El dolor iba aumentando. El

brazo empezaba a paralizarse, ya nosentía los labios, sólo la succión, cómose… absorbía de él, cómo…

Sale.

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Se asustó. Quería dejarlo. Dolíademasiado. Los ojos se le llenaron delágrimas, abrió la boca para decir algo,para… no pudo. No había palabras quepudieran… Dobló el brazo que teníalibre sobre la boca, apretando la manocerrada contra los labios. Sintió elcilindro de papel que sobresalía. Lomordió.

21.17, domingo por la tarde,explanada de Ängby.

Un hombre es observadofuera de un salón de peluquería.Está con la cara y las manos

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apoyadas contra el escaparate.Parece muy borracho. Lapolicía llega al lugar quinceminutos más tarde. El hombreya lo ha abandonado. Loscristales de la ventana nopresentan ningún daño, sólorestos de barro y tierra. En elescaparate iluminado unascuantas fotos de jóvenes,modelos de peluquería.

—¿Estás dormido?—No.Un soplo de perfume y de frío

cuando su madre entró en la habitación

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de Oskar y se sentó al borde de la cama.—¿Te lo has pasado bien?—Sí, claro.—¿Qué has hecho?—Nada especial.—He visto los periódicos. En la

mesa de la cocina.—Mmm.Oskar se tapó más con el edredón,

hizo como que bostezaba.—¿Tienes sueño?—Mmm.Verdad y mentira. Estaba cansado,

tan cansado que le zumbaba la cabeza.Quería solamente envolverse en eledredón, cerrar la entrada y no salir

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hasta que… hasta que… pero sueño, no.Y … ¿podría dormir ahora que estabacontagiado?

Oyó que su madre le preguntaba algoacerca de su padre, y dijo «bien» sinsaber a qué estaba respondiendo. Sequedaron en silencio. Después su madresuspiró, profundamente.

—Pero pequeño, ¿qué te pasa?¿Puedo hacer algo?

—No.—¿Qué es lo que te pasa?Oskar hundió la cabeza en la

almohada, respirando de tal manera quela nariz, la boca y los labios se lellenaron de aire caliente. No podía

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soportarlo. Demasiado difícil. Tenía quecontárselo a alguien. Con la cabeza enla almohada dijo:

—… yotoyagiado…—¿Qué has dicho?Oskar levantó la cabeza de la

almohada.—Estoy contagiado.La mano de su madre le acarició el

pelo, la nuca, siguió hacia abajo y eledredón se deslizó un poco.

—Cómo que conta… pero… sitienes la ropa puesta.

—Sí, es que…—A ver que te miro. ¿Tienes calor?

—puso su fría mejilla en la frente de su

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hijo—. Tienes fiebre. Ven. Tienes quequitarte la ropa y acostarte como esdebido —Se levantó de la camasacudiendo con cuidado a Oskar en elhombro—: Vamos.

Ella respiró con más fuerza, se leocurrió algo. Dijo en otro tono:

—¿Te has vestido en condicionescuando has estado en casa de papá?

—Sí, claro. No es eso.—¿Te has puesto el gorro?—Síí. No es eso.—Entonces, ¿qué es?Oskar volvió a apoyar la cabeza en

la almohada, se abrazó a ella y dijo:—… ooyasermpiro…

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—Oskar, ¿qué dices?—Me voy a convertir en vampiro.Pausa. El sonido calmado del abrigo

de su madre cuando ésta se cruzó debrazos.

—Oskar. Ahora te levantas. Tequitas la ropa. Y te metes en la cama.

—Me voy a convertir en unvampiro.

La respiración de su madre.Evidentemente, enfadada.

—Mañana voy a ser yo la que coja ytire todos esos libros que lees.

El edredón de Oskar desapareció.Se levantó, se quitó la ropa despacio;evitó mirar a su madre. Se volvió a

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meter en la cama y ella le colocó bien eledredón.

—¿Quieres algo?Oskar negó con la cabeza.—¿Tomamos la temperatura…?Oskar meneó la cabeza con más

fuerza. Entonces miró a su madre. Ellaestaba inclinada sobre la cama, con lasmanos sobre las rodillas. Los ojosobservadores, preocupados.

—¿Quieres algo?—No. Bueno, sí.—¿Qué es?—No, no era nada.—Pero dilo.—¿Me puedes… contar un cuento?

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Un vislumbre de diferentessentimientos cruzó el rostro de sumadre: tristeza, alegría, inquietud, unasonrisa forzada, una arruga depreocupación. Todo en unos segundos.Luego dijo:

—Yo… no me sé ningún cuento.Pero… puedo leerte uno si quieres. Sitenemos algún libro…

Su mirada voló hacia la estanteríaque había al lado de la cabeza de Oskar.

—No, no hace falta.—Pero si lo hago encantada.—No. No quiero.—¿Por qué no? Si acabas de decir…—Sí, pero… no. No quiero.

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—¿Te… canto algo?—¡No!Su madre se mordió los labios,

ofendida. Después decidió no estarlo,puesto que Oskar estaba enfermo:

—Tal vez pueda inventarme algo sieso…

—No, está bien. Ahora quierodormir.

Su madre acabó dándole las buenasnoches, salió de la habitación. Oskarpermaneció acostado con los ojosabiertos mirando hacia la ventana.Trataba de notar si se estaba…convirtiendo. No sabía lo que tenía quenotar. Eli. ¿Cómo fue en realidad cuando

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él se… convirtió?Separarse de todo.Abandonar. Madre, padre, la

escuela… Jonny, Tomas… Estar conEli. Siempre.

Oyó cómo se encendía la tele en elcuarto de estar, se bajaba enseguida elvolumen. El ruido suave de la tetera enla cocina. El fuego de la cocina que seenciende, el tintineo de copas y tazas.Armarios que se abren.

Los sonidos habituales. Los habíaoído cientos de veces. Y se puso triste.

Las heridas se habían curado. De losarañazos sólo quedaban en el cuerpo de

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Virginia líneas blancas, en algunos sitiosrestos de costras que aún no se habíandesprendido. Lacke le acariciaba lamano, sujeta al cuerpo por un cinturónde cuero, y una costra más se desmigóbajo sus dedos.

Virginia había opuesto resistencia.Una resistencia violenta cuandorecuperó la consciencia y comprendió loque estaba a punto de suceder. Searrancó la sonda para la transfusión desangre, gritó y pataleó.

Lacke no tuvo fuerzas para ver cómopeleaban con ella, que estaba comotransformada. Bajó a la cafetería y setomó un café. Después otro y otro más.

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Cuando iba a servirse el cuarto, lacajera le recordó cansada que sóloestaba incluida una taza extra. Lacke lehabía contestado que estaba sin blanca,y se sentía tan mal como si se fuera amorir al día siguiente, y que si no podíahacer una excepción.

Sí que podía. Incluso invitó a Lackea un bollo «que de todos modos habríaque tirar mañana». Se comió el bollocon un nudo en la garganta, pensando enla bondad relativa de las personas y ensu relativa maldad. Luego salió a laentrada y se fumó su penúltimo cigarrodel paquete antes de subir a ver aVirginia.

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Se la encontró atada.Una enfermera había recibido tal

golpe que las gafas se le rompieron y untrozo de cristal le había cortado unaceja. Los intentos de tranquilizar aVirginia resultaron vanos. No se habíanatrevido a ponerle ninguna inyección acausa de su estado general, y por eso lehabían sujetado los brazos concinturones de cuero, sobre todo para,eso dijeron, «evitar que ella misma selesionara».

Lacke frotó la costra entre los dedos;un polvo fino como pigmento le coloreóde rojo las yemas. Un movimiento en elrabillo del ojo; la sangre de la bolsa que

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colgaba del pie al lado de la cama deVirginia goteaba en un cilindro deplástico y bajaba por la sonda hastaentrar en el brazo de su amiga.

Evidentemente, primero, cuandodeterminaron su grupo sanguíneo, lehabían hecho una transfusión en la quebombearon un cierto volumen de sangre,pero ahora, cuando su estado se habíaestabilizado, se la administraban congoteo. En la bolsa medio llena había unaetiqueta con un montón de indicacionesincomprensibles, dominadas por una Agrande. El grupo sanguíneo, claro.

Pero… espera un poco…Lacke tenía el grupo B. Recordaba

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que él y Virginia habían hablado de elloalguna vez, que Virginia también teníaese grupo y que por eso podían… sí.Justamente eso fue lo que dijeron. Quepodían darse sangre el uno al otroporque compartían el mismo gruposanguíneo. Y Lacke tenía B, de esoestaba seguro.

Se levantó, salió al pasillo.¿No cometerán errores de este

tipo?Encontró a una enfermera.—Perdona, pero…Ella echó una mirada a su ropa

vieja, se mantuvo algo expectante, dijo:—Sí.

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—Sólo me pregunto… Virginia…Virginia Lindblad, que… la habéisingresado antes… La enfermera asintió,adoptando ahora una actitud casi derechazo. Quizá había estado presentecuando ellos…

—No, sólo quiero saber… el gruposanguíneo.

—¿Qué pasa con él?—Sí, que he visto que pone A en la

bolsa que… pero ella no tiene esegrupo.

—No entiendo.—Pues… eh… ¿Puedes venir un

momento?La enfermera echó un vistazo al

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pasillo. Tal vez para comprobar si habíaalguien que pudiera ayudarla si aquellose ponía feo, tal vez para demostrar quetenía cosas más importantes que hacer,pero de todas formas acompañó a Lackea la habitación en la que Virginia estabatumbada con los ojos cerrados y lasangre goteando despacio a través deltubo. Lacke señaló la bolsa:

—Aquí. Aquí pone A. Quiere esodecir que…

—Que hay sangre del grupo A enella. Hay una falta enorme de donantesen la actualidad. Si la gente supieracómo…

—Perdona. Sí. Pero ella tiene el

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grupo B. ¿No es peligroso entonces…?—Sí, claro que lo es…La enfermera no fue directamente

desagradable, pero su actitud daba aentender que el derecho de Lacke aponer en tela de juicio la competenciadel hospital era mínimo. Se encogióligeramente de hombros, añadió:

—… si uno tiene el grupo B. Peroeste paciente no lo tiene. Ella tiene elgrupo AB.

—Pero… ahí pone A… en la bolsa.La enfermera lanzó un suspiró, como

si le estuviera explicando a un niño queno hay personas en la luna.

—Las personas con sangre del grupo

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AB pueden recibir sangre de todos losgrupos sanguíneos.

—Pero… bueno. Entonces hacambiado de grupo.

La enfermera arqueó las cejas. Elniño acababa de asegurar que habíaestado en la luna y había visto gente allíarriba. Con un movimiento de la mano,como si estuviera cortando una cinta,dijo:

—Eso sencillamente no sucede.—No, bueno. Pues se equivocaría

entonces.—Será eso. Si me disculpas, tengo

otras cosas que hacer ahora.La enfermera controló la sonda del

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brazo de Virginia, giró un poco el piedel goteo y con una mirada que decíaque aquéllas eran cosas importantes yque Dios te libre de enredar con ellas,abandonó la habitación con paso firme.

¿Qué pasa si a uno le ponen lasangre del grupo que no es? Lasangre… se coagula.

No. Tiene que haber sido Virginia laque se equivocara.

Se dirigió a una esquina de lahabitación en la que había una pequeñabutaca, una mesa con una flor deplástico. Se sentó en la butaca y observóla habitación. Paredes desnudas, sueloreluciente. Tubo fluorescente en el

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techo. La cama de Virginia de barras deacero; sobre ella, una manta amarilla,descolorida, en la que ponía Diputación.

Así va a ser.En Dostoievski, la enfermedad y la

muerte eran casi siempre sucias, pobres.Aplastado bajo la rueda de un carro,barro, tifus, pañuelos manchados desangre. Y así sucesivamente. Pero quéleches, ¿acaso era preferible aquelloantes que esto? Antes que quedarapartado en una especie de máquinareluciente.

Lacke se echó hacia atrás en labutaca, cerró los ojos. El respaldo erademasiado corto, se le vencía la cabeza.

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Se enderezó, puso el codo en elreposabrazos y apoyó la cara en lamano. Contempló la flor de plástico. Eracomo si la hubieran puesto allíúnicamente con la intención de subrayarque en ese lugar no se permitían cosasvivas, aquí todo estaba como debe ser.

La flor permaneció en su retinacuando cerró los ojos de nuevo. Seconvirtió en una flor de verdad, creció,se convirtió en un jardín. El jardín de lacasa que se iban a comprar. Lackeestaba en el jardín mirando un rosal conesplendorosas rosas rojas. Desde lacasa salía la sombra alargada de una

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persona. El sol descendió rápidamente yla sombra creció, se hizo más larga, seextendía por todo el jardín…

Dio un respingo y se despertó. Lamano estaba llena de saliva que le habíacaído por la comisura de los labiosmientras dormía. Se pasó la mano por laboca, paladeó e intentó enderezar lacabeza. No podía. La nuca se habíaquedado bloqueada. La obligó aenderezarse con un crujido delligamento, se detuvo.

Unos ojos muy abiertos lo estabanmirando.

—¡Hola! Estás…La boca se cerró. Virginia estaba

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boca arriba, atada con las correas, conel rostro vuelto hacia él. Pero la caraestaba demasiado quieta. Ni un gesto dereconocimiento, de alegría… nada. Losojos no parpadeaban.

¡Muerta! Está…Lacke se levantó de la butaca y algo

se le quebró en la nuca. Se tiró derodillas delante de la cama, se agarró alas barras de acero y acercó su rostro alde Virginia como si quisiera, con supresencia, obligar al alma a quevolviera de las profundidades a la carade su amiga.

—¡Ginja! ¿Me oyes?Nada. Sin embargo podría jurar que

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sus ojos, de alguna manera, veían en losojos de él, que no estaban muertos. Labuscó a través de ellos; lanzaba ganchosde abordaje desde sí mismo hasta losagujeros que eran las pupilas deVirginia para allí, en la oscuridad,agarrarse si…

Las pupilas. Ése es el aspecto quetienen cuando uno…

Sus pupilas no eran redondas. Lastenía alargadas en sentido vertical,estiradas en punta. Hizo una muecacuando un hilillo frío de dolor sedeshizo en su nuca, se echó la mano y sefrotó.

Virginia parpadeó. Abrió los ojos de

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nuevo. Y estaba allí.Lacke abrió la boca como un tonto,

se siguió frotando la nuca con la manode forma mecánica.

Un crujido como de madera cuandoVirginia le preguntó:

—¿Te duele?Lacke retiró la mano de la nuca,

como si lo hubieran sorprendidohaciendo algo feo.

—No, yo sólo… creía que estabas…—Estoy atada.—Sí… peleaste un poco antes.

Espera, voy a… —Lacke metió la manoentre dos barras de la cama, empezó aaflojar los cinturones.

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—No.—¿Qué?—Déjalo como está.Lacke vaciló con la correa entre los

dedos.—¿Vas a pelear más, o qué?

Virginia cerró un poco los ojos.—Déjalo como está.Lacke soltó el cinturón, no sabía qué

hacer con las manos privadas de sutarea. Sin levantarse, girando lasrodillas, arrimó, con un nuevo latigazode dolor en la nuca como consecuencia,la pequeña butaca a la cama y se subiótorpemente a ella.

Virginia asintió casi

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imperceptiblemente.—¿Has llamado a Lena?—No. Puedo…—Bien.—¿No quieres que…?—No.Entre los dos se hizo el silencio. Un

silencio que es especial de loshospitales y que se deriva de la propiasituación —uno en la cama, herido oenfermo, y el otro sano al lado— que enrealidad lo explica todo. Las palabras sevuelven pequeñas, superficiales. Sólo sepuede decir lo más importante. Seestuvieron mirando un rato. Se dijeronlo que se podían haber dicho, sin

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palabras. Después Virginia volvió lacabeza, se quedó mirando al techo.

—Tienes que ayudarme.—Lo que haga falta.Virginia se humedeció los labios,

tomó aliento y soltó el aire con unsuspiro tan profundo y tan largo queparecía que expulsara reservas ocultasen su cuerpo. Después deslizó su miradasobre el cuerpo de Lacke. Escrutando,como si estuviera dando el último adiósal cadáver de un ser querido y quisieragrabar su imagen en la memoria. Sefrotó los labios y por fin consiguiópronunciar las palabras.

—Soy vampira.

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Las comisuras de los labios deLacke quisieron dibujar una mueca deburla; la boca, algún comentario queallanara la situación, preferiblementealgo cómico. Pero las comisuras no semovieron y el comentario se esfumó, nollegó nunca hasta los labios. En vez deeso le salió sólo un «no».

Se llevó la mano a la nuca paracambiar de posición, la inmovilidad queconvertía todas las palabras enverdades. Virginia habló con calma,contenida.

—Me fui a por Gösta. Para matarlo.Si no hubiera pasado… lo que pasó, lohabría hecho. Y luego… hubiera bebido

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su sangre. Lo habría hecho. Era miintención. Con todo. ¿Entiendes?

La mirada de Lacke vagaba por lasparedes de la habitación como sibuscara un mosquito, la causa deldoloroso, silbante sonido que ensilencio cosquilleaba en su cerebrohaciéndole imposible pensar. Se parófinalmente en los tubos fluorescentes deltecho.

—Putos tubos, qué manera dezumbar.

Virginia miró el tubo, y dijo:—No soporto la luz. No puedo

comer nada. Tengo unos pensamientosterribles. Voy a hacer daño a la gente. A

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ti. No quiero vivir. Por fin algoconcreto, algo a lo que se podíacontestar.

—No digas eso —dijo Lacke—.¿Me oyes? No digas eso. ¿Lo oyes?

—No entiendes.—No, claro que no lo entiendo. Pero

tú no te vas a morir, joder. ¿Lo sabes?Ahora estás aquí ingresada, hablas,estás… es normal.

Lacke se levantó de la butaca, diounos pasos al tuntún extendiendo lamano.

—Es que no puedes… no puedesdecir eso.

—Lacke. ¿Lacke?

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—Sí.—Lo sabes. Sabes que es verdad.

¿No es así?—¿El qué?—Lo que te estoy diciendo.Lacke resopló, sacudió la cabeza

mientras se daba palmadas en el cuerpo,en los bolsillos.

—Tengo que fumarme un cigarro.Esto…

Buscó el arrugado paquete, elencendedor. Consiguió sacar el últimopitillo, se lo puso en la boca. Despuésse dio cuenta de dónde estaba. Seguardó el cigarro.

—Joder, me echarán de aquí de

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cabeza si…—Abre la ventana.—Quieres decir que me tire yo solo.Virginia sonrió. Lacke se acercó a la

ventana, la abrió de par en par y sacó elcuerpo todo lo que pudo.

La enfermera con la que habíahablado seguro que podía notar el humoa diez kilómetros. Encendió el cigarrilloy dio una calada profunda, esforzándosepor echar el humo de manera que noentrara por la ventana, mientrascontemplaba las estrellas. Detrás de él,Virginia comenzó a hablar de nuevo:

—Fue ese niño. Me contagió. Yluego… no ha hecho más que crecer. Sé

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dónde está. En el corazón. En todo elcorazón. Como el cáncer. No puedocontrolarlo.

Lacke expulsó un poco de humo. Suvoz retumbó entre los altos edificios dealrededor.

—No dices más que tonterías. Túeres… normal.

—Me esfuerzo. Y, además, ahora mehan puesto sangre. Pero me puedodebilitar. En cualquier momento mepuedo debilitar. Y entonces, él toma elcontrol. Lo sé. Me ha pasado. —Virginia respiró profundamente unascuantas veces, continuó—: Tú estás ahí.Te veo. Y quiero… morderte.

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Lacke no sabía si era la contracturade su nuca u otra cosa lo que sedeslizaba por su espalda. Se sintió depronto desprotegido. Rápidamenteapagó el pitillo contra la pared y lanzóla colilla con los dedos dibujando unarco. Se volvió hacia dentro, hacia lahabitación.

—Esto es una locura.—Sí. Pero es así.Lacke se cruzó de brazos. Con una

sonrisa grave preguntó:—Entonces ¿qué quieres que haga?—Quiero que… destroces mi

corazón.—¿Qué dices? ¿Cómo?

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—Como quieras.Lacke alzó los ojos.—¿Pero tú te oyes? ¿Cómo suena?

Es una locura. ¿Cómo? ¿Voy a…clavarte una estaca, o qué?

—Sí.—No, no, no. Puedes ir olvidándote

de eso, ya lo sabes. Tendrás quebuscarte algo mejor.

Lacke se reía meneando la cabeza.Virginia lo miraba mientras iba de unlado a otro de la habitación, todavía conlos brazos cruzados. Después ella,sosegada, asintió:

—De acuerdo.Él se le acercó, tomó su mano. Era

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ridículo que la tuviera… sujeta. Apenastenía espacio para cogérsela entre lassuyas. La mano de su amiga era cálida,acariciaba la suya. Con la que teníalibre le rozó la mejilla.

—¿No quieres que te quite estoscinturones?

—No. Puede… venir.—Te vas a poner bien. Todo esto se

va a arreglar. Yo sólo te tengo a ti.¿Quieres que te cuente un secreto?

Sin soltar la mano de Virginia, sesentó en la butaca y empezó acontárselo. Todo. Los sellos, el león,Noruega, el dinero. La casita que iban atener. Pintada del tradicional color rojo

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de Falun. Explayándose enimaginaciones acerca de cómo iba a serel jardín, qué flores iban a plantar ycómo podrían sacar fuera una mesapequeña, hacer un cenador en el que sepudieran sentar y…

En algún momento en medio de todoempezaron a caer lágrimas de los ojosde Virginia. Perlas silenciosas ytransparentes que le corrieron por lasmejillas y mojaron el almohadón. Sinhipidos, sólo lágrimas que caían, ¿joyasde tristeza… o de alegría?

Lacke se calló. Virginia apretó sumano con fuerza.

Después Lacke salió al pasillo,

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consiguió con una buena dosis depersuasión y una buena dosis de ruegoshacer que el personal pusiera una camaextra en la habitación. Lacke la movióde manera que quedó justo al lado de lade Virginia. Luego apagó la luz, se quitóla ropa y se metió bajo las tiesassábanas, buscó y encontró la mano deella.

Estuvieron así, en silencio, muchotiempo. Luego vinieron las palabras:

—Lacke. Te quiero.Y Lacke no contestó. Dejó que las

palabras flotaran en el aire. Que seinflamaran y crecieran hasta convertirseen una manta grande y roja que planeara

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sobre la habitación, se posara sobre él ylo mantuviera caliente toda la noche.

4.23, lunes por la mañana,plaza de Islandstorget.

Algunas personas próximasa la calle Björnsonsgatan sondespertadas por unos fuertesgritos. Alguien llama a lapolicía creyendo que es un bebéel que grita. Cuando la policíallega al lugar, diez minutos mástarde, los gritos han dejado deoírse. Registran la zona yencuentran varios gatosmuertos. Algunos aparecen con

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las extremidades separadas delcuerpo. La policía anota elnombre y el número de teléfonode los gatos que llevan collarcon la intención de ponerse encontacto con sus dueños.Llaman a los servicios delimpieza del ayuntamiento paraque despejen la zona.

Media hora hasta la salida del sol.Eli está sentado en el sofá del cuarto

de estar. Ha permanecido en casa todala noche, la madrugada. Haempaquetado lo que se puedeempaquetar.

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Mañana por la tarde, tan prontocomo oscurezca, irá a una cabina, pediráun taxi. Desconoce a qué número tieneque llamar, pero probablemente eso esalgo que todo el mundo sabe. No tienemás que preguntar. Cuando llegue el taxicargará sus tres cajas en el maletero y lepedirá al taxista que le lleve…

¿Adónde?Eli cierra los ojos, intenta

imaginarse un lugar en el que le gustaríaestar.

Como siempre, lo primero queaparece es la imagen de la casita endonde vivía con sus padres, sushermanos. Pero ha desaparecido. En las

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afueras de Norrköping, en el lugar dondeestaba, hay ahora una rotonda. El arroyoen el que su madre aclaraba la ropa seha secado, se ha convertido en unahondonada al lado del arcén.

Eli tiene mucho dinero. Podríapedirle al taxista que condujera acualquier sitio, tan lejos como laoscuridad se lo permitiera. Hacia elnorte. Hacia el sur. Sentarse en elasiento de atrás y decirle que condujerahacia el norte por dos mil coronas.Luego bajarse del taxi. Empezar denuevo. Encontrar a alguien que…

Eli echa la cabeza para atrás,gritando hacia el techo:

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—¡No quiero!Las polvorientas telarañas se

balancean un poco con el aire queexpulsa al gritar. El sonido se ahoga enla habitación cerrada. Eli se lleva lasmanos a la cara, apretando las yemas delos dedos contra los párpados. Siente enel cuerpo la proximidad del amanecercomo un desasosiego. Susurra:

—Dios. ¿Dios? ¿Por qué no puedoyo tener nada? ¿Por qué no puedo…?

Lleva años repitiendo la mismapregunta.

¿Por qué no puedo vivir? Porquedeberías estar muerto.

Solamente una vez desde que se

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contagió había encontrado a otrapersona portadora. Una mujer mayor.Igual de cínica y de estropeada que elhombre de la peluca. Pero Eli tuvoentonces respuesta a una pregunta que lehabía tenido preocupado.

—¿Somos muchos?La mujer, meneando la cabeza, dijo

con fingida tristeza:—No. Somos muy pocos, muy

pocos.—¿Por qué?—¿Por qué? Pues porque la mayoría

se suicida, claro. Eso te lo puedesimaginar. Tan duuuro de sobrellevar,huy, huy, huy —agitó las manos y añadió

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con voz chillona—: Ooooh, yo no puedotener muertos sobre mi conciencia.

—¿Podemos morir?—Pues claro. Basta con prendernos

fuego nosotros mismos. O dejar que lagente lo haga; lo hacen encantados,siempre lo han hecho. O… —la mujeralargó su dedo índice, lo presionó confuerza en el pecho de Eli, por encimadel corazón—: Ahí. Es ahí donde está,¿no es cierto? Pero ahora, querido, seme ha ocurrido una buena idea…

Y Eli había podido huir de aquellabuena idea. Como antes. Como después.

Se puso la mano sobre el corazón,sintió sus lentos latidos. Quizá fuera

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porque era un niño. Quizá por eso nohabía acabado con todo. Losremordimientos de conciencia, menoresque las ganas de vivir.

Eli se levantó del sofá. Håkan novendría aquella noche. Pero antes deacostarse tenía que ir a ver a Tommy.Ver que se había recuperado. Que no sehabía contagiado. Por Oskar, quería ir acomprobar si Tommy se encontrababien.

Apagó todas las luces y salió decasa.

Abajo, en el portal de Tommy, notuvo más que empujar la puerta delsótano; hacía tiempo, cuando estuvo allí

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abajo con Oskar, había metido unapelotilla de papel en la cerradura paraque el pestillo no se bloqueara al cerrarla puerta. Entró en el pasillo del sótanoy la puerta se abatió tras él con un golpesordo.

Se paró, escuchó. Nada.No se oía la respiración de alguien

dormido; sólo ese persistente olor adisolvente, pegamento. Recorrió elpasillo con paso rápido hasta llegar altrastero, abrió la puerta.

Vacío.

Veinte minutos hasta el amanecer.Tommy había pasado la noche en

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una modorra de sueños, despertares,pesadillas. No sabía cuánto tiempohabía transcurrido cuando empezó adespertarse de verdad. La luz de labombilla pelada del sótano era siemprela misma. Podía ser el amanecer, por lamañana temprano, de día. A lo mejorhabía empezado ya la escuela. Le dabaigual.

La boca le sabía a pegamento.Recién despertado miró a su alrededor.Encima de su pecho había dos billetes.De mil. Dobló el brazo para cogerlos,sintió que le tiraba. Tenía una tiritagrande pegada en el pliegue del codo, enel centro de la tirita había una mancha

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pequeña de sangre que la habíatraspasado.

Era… algo más…Se dio la vuelta en el sofá, buscó a

lo largo debajo de los cojines y encontróel rollo que había perdido durante lanoche. Otras tres mil. Extendió losbilletes, los juntó con los del pecho,sopesó cuánto era, los frotó. Cinco mil.Todo lo que podía desear

Se miró la tirita, se rio. Joder québien pagado, sólo por tumbarse y cerrarlos ojos.

Joder qué bien pagado, sólo portumbarse y cerrar los ojos. ¿Cómo eraeso? Lo había dicho alguien, alguien…

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Sí, eso era. La hermana de Tobbe,¿cómo se llamaba…?, ¿Ingela? Iba deputa, le había dicho Tobbe. Que lepagaban quinientas coronas por eso, y elcomentario de Tobbe fue:

—Joder qué bien pagado, sólopor…

Sólo por tumbarse y cerrar los ojos.Tommy apretó los billetes que tenía

en la mano, los aplastó hasta hacer conellos una bola. Ella había pagado por, yhabía bebido de, su sangre. Unaenfermedad, había dicho. ¿Pero qué putaenfermedad era ésa? Nunca había oídohablar de algo semejante. Y si uno teníauna cosa así, entonces uno se iba al

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hospital, allí le darían… Pero, joder, nose bajaba uno al sótano con cinco mily…

Schvittt.¿No?Tommy se sentó en el sofá, se

desprendió del edredón.Eso no existe. No, no. Vampiros. La

chica, la del vestido amarillo tiene dealguna manera que creer que ella es…pero espera, espera. Estaba lo de eseasesino ritual que… ése al que andanbuscando…

Tommy apoyó la cabeza en lasmanos; los billetes crujieron contra suoreja. No acababa de entenderlo. Pero

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de todos modos le dio un miedo terribleaquella chica.

Justo cuando había empezado asopesar la idea de subir al piso a pesarde todo, aunque fuera todavía de noche,de soportar lo que se le iba a venirencima, oyó cómo se abría la puertaarriba, en su portal. El corazón le latíacomo el de un pájaro asustado y lanzóuna mirada a su alrededor.

Un arma.Lo único que había era el cepillo de

barrer. La boca de Tommy dibujó unamueca que duró un segundo.

El cepillo de barrer, una buenaarma contra los vampiros.

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Luego se acordó, se levantó y saliódel trastero mientras se guardaba eldinero en el bolsillo del pantalón. Cruzóel pasillo de una zancada y se deslizódentro del refugio al mismo tiempo quese abría la puerta del sótano. No seatrevió a cerrar por miedo a que ella looyera.

Se acurrucó en la oscuridad,intentando hacer el menor ruido posibleal respirar.

La cuchilla relucía en el suelo. Enuna de las esquinas tenía una mancha decolor marrón, como de óxido. Eli cortóun trozo de la portada de un periódico,

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envolvió la cuchilla en el papel y se laguardó en el bolsillo.

Tommy había desaparecido, lo cualsignificaba que estaba vivo. Habíasalido de allí por su propio pie, sehabría ido a casa a dormir y, aunquepudiera relacionar los hechos, no sabíadónde vivía Eli, así que…

Todo está como debe estar. Todoestá… estupendamente. El cepillo demadera estaba apoyado contra la pared,con su palo largo.

Eli lo cogió, partió el palo contra larodilla, por abajo, casi a la altura delcepillo. Quedó una superficie irregular,en punta. Una estaca delgada del largo

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de un brazo. Se puso la punta contra elpecho, entre dos costillas. Exactamenteen el punto donde la mujer habíaclavado su dedo índice.

Respiró profundamente, agarró elpalo y trató de pensar.

¡Dentro! ¡Dentro!Expulsó el aire, aflojó la presión. Lo

volvió a apretar. Con fuerza.Llevaba dos minutos con la punta a

un centímetro del corazón, apretandofuertemente el palo con la mano, cuandose oyó el cerrojo de la puerta del sótanoy ésta deslizándose.

Eli se quitó la estaca de madera del

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pecho, escuchó. Pasos lentos, inseguros,en el pasillo, como de un niño queacabara de aprender a andar. De un niñogrande que acabara de aprender a andar.

Tommy oyó los pasos y pensó:¿Quién?

Ni Staffan, ni Lasse, ni Robban.Alguien que parecía enfermo, alguienque arrastraba algo muy pesado…¡Papá Noel! Se llevó la mano a la bocapara ahogar una risita cuando se imaginóa Papá Noel, en la versión de Disney…

¡Hohoho! Say «mamá»!… llegar dando tumbos por el

pasillo del sótano con su enorme saco ala espalda.

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Sus labios temblaron bajo la palmade la mano y apretó los dientes paraevitar que entrechocaran unos con otros.Todavía en cuclillas se alejó de lapuerta paso a paso. Sintió el ángulo delrincón contra su espalda al mismotiempo que el haz de luz que entraba porla abertura de la puerta se oscurecía.

Papá Noel estaba parado entre lalámpara y el refugio. Tommy se tapó laboca con las dos manos para no gritar,temiendo que la puerta se abriera.

No había escapatoria.A través de las rendijas de la puerta

se dibujaba el cuerpo de Håkan con

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líneas entrecortadas. Eli alargó el palotodo lo que pudo, empujó la puerta conél. Se abrió un decímetro, luego seinterpuso el cuerpo que había fuera.

Una mano agarró el borde de lapuerta, tirando de ella hacia arriba contanta fuerza que ésta chocó contra lapared, se salió de un gozne. La puerta sedescolgó y rebotó colgando torcida,golpeando el hombro al cuerpo queahora llenaba el hueco de la puerta.

¿Qué quieres de mí?Todavía se podían distinguir

manchas de color azul claro en la bataque le cubría el cuerpo hasta lasrodillas. El resto era un mapa sucio de

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tierra, barro y manchas que la nariz deEli pudo identificar como sangre deanimales, sangre humana. La bata estabarota por varios sitios; en las aberturas sevislumbraba una piel blanca, marcadacon rasguños que no curarían nunca.

La cara no había cambiado. Unamasa mal trabajada de carne desnudacon un único ojo rojo estampado allícomo de broma, una guinda pasada paracoronar un pastel podrido. Pero ahoratenía la boca abierta.

Un agujero negro en la mitad inferiorde la cara. No había labios que pudieranocultar los dientes, que estaban aldescubierto; una irregular corona blanca

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que hacía la oscuridad aún más oscura.El agujero se ensanchó, se redujo comosi masticara algo y de él salió:

—Eeeiiiij.No se podía distinguir si el sonido

quería decir «hej» o «Eli», puesto quepronunciaba la jota o la ele sin ayuda delos labios o de la lengua. Eli dirigió elpalo hacia el corazón de Håkan,diciendo:

—Hola.¿Qué quieres?La no-muerte. Eli no sabía nada de

ella. No sabía si el ser que tenía delanteestaba dominado por las mismaslimitaciones que él mismo. Si sería

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suficiente con destrozarle el corazón.Sin embargo, el hecho de que Håkanestuviera parado ante el hueco de lapuerta parecía indicar una cosa: quenecesitaba una invitación.

La pupila de Håkan se movía dearriba abajo, sobre el cuerpo de Eli quese sentía desprotegido con el ligerovestido amarillo. Habría deseado quetuviera más tela, que hubiera másobstáculos entre su propio cuerpo y elde Håkan. Tanteando, acercó el palo alpecho de éste.

¿Podrá sentir algo? ¿Podrá yasiquiera… sentir miedo? Eli revivióuna sensación casi olvidada: el miedo al

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dolor. Todo se curaba, pero de Håkanemanaba una amenaza de tal magnitudque… —¿Qué quieres?

Se oyó un sonido gutural huecocuando aquel ser expulsó aire y una gotade líquido viscoso de color amarillentosalió del doble orificio donde habíaestado la nariz. ¿Un suspiro? Luego unsusurro roto: «Aaaajjj»… y uno de losbrazos dio una sacudida rápida,espasmódica,

movimientos de bebé.Se agarró con torpeza la bata por la

parte de abajo, casi por el dobladillo, yse la subió.

El pene de Håkan emergía tieso del

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cuerpo, llamando la atención, y Eliobservó su rígida hinchazón surcada poruna red de venas y…

Cómo puede… tiene que haberlotenido todo el tiempo.

—Aaaajjj…Sacudidas violentas de la mano de

Håkan cuando se movía el prepucioarriba y abajo, arriba y abajo y el glandeaparecía y desaparecía, aparecía ydesaparecía, como el muñeco de la caja,mientras profería un sonido de placer oalgo parecido.

—Aaaaeee…Y Eli rio aliviado.Todo esto. Para hacerse una paja.

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Permanecería allí, incapaz demoverse del sitio hasta que… hastaque…

¿Podría correrse? Iba apermanecer allí una… una eternidad.

Eli vio ante sí la imagen de una deesas muñecas obscenas a las que sedaba cuerda con una llave; el monje alque se le levantaba el hábito y empezabaa masturbarse mientras durara la cuerda.

Clik clik, clik clik…Eli se reía, estaba tan distraído con

la demencial imagen que no notó cuandoentró Håkan en el cuarto, sin que nadielo invitara. No notó nada hasta que elpuño, que hacía un momento estaba

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apretado alrededor de un placerimposible, se alzó sobre su cabeza.

En un espasmo rápido como el rayogolpeó con el brazo hacia abajo y elpuño cayó sobre la oreja de Eli con unafuerza que habría bastado para matar aun caballo. El golpe cayó oblicuo y laoreja de Eli se dobló hacia dentro contanta fuerza que se le rasgó la piel ymedia oreja se le despegó de la cabezacayendo súbitamente al suelo dandocontra el cemento con un golpe sordo.

Cuando Tommy comprendió que loque avanzaba por el pasillo no se dirigíaal refugio, se aventuró a quitarse lasmanos de la boca. Estaba sentado

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pegado al rincón, e intentó escuchar.La voz de la chica.Hola. Qué quieres.Luego la risa. Y, además, esa otra

voz. No sonaba siquiera como si vinierade una persona. Después, golpesamortiguados, ruido de cuerpos que semovían.

Ahora se estaba produciendo algúntipo de… movimiento allí dentro. Algofue arrastrado por el suelo y Tommy nopensó en tratar de averiguar qué era.Pero aprovechó aquel ruido para acallarel que pudiera hacer al levantarse, ir atientas a lo largo de la pared y buscar elmontón de cajas de cartón.

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El corazón le palpitaba como untambor de juguete y las manos letemblaban. No se atrevió a encender elmechero, y para concentrarse mejorcerró los ojos buscando con la manoencima de la pila de cajas.

Los dedos se cerraron alrededor delo que encontró: el trofeo de tiro conpistola de Staffan. Con cuidado, lolevantó del sitio donde estaba, lo sopesóen la mano. Si lo agarraba por el pechode la figura, el pedestal de piedrafuncionaría como un mazo. Abrió losojos y se dio cuenta de que podíadistinguir vagamente la silueta deltirador de plata.

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Amigo. Querido amigo.

Con el trofeo apretado contra supecho se agachó otra vez en la esquina,esperando a que todo aquello terminara.

Eli era manipulado.Mientras nadaba hacia la superficie

desde la oscuridad en la que se habíahundido, sintió cómo su cuerpo, adistancia, en otra parte del mar… eramanipulado.

Una presión fuerte en la espalda, laspiernas apretadas hacia arriba, haciaatrás, y aros de hierro alrededor de lostobillos. Los tobillos con sus aros dehierro uno a cada lado de la cabeza y la

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columna vertebral tan forzada, tanestirada que estaba a punto de romperse.

Me rompo.La cabeza era un contenedor de

dolor vivo cuando su cuerpo fuedoblado en dos violentamente,empaquetado como un fardo de tela, yEli creyó que aún se hallaba en unaalucinación de dolor porque, cuando susojos empezaron a ver, sólo vieronamarillo. Y detrás del amarillo, una gransombra agitada.

Después llegó el frío. Sobre la finapiel de sus nalgas se restregaba una bolade hielo. Alguien intentaba, primerotanteando, finalmente empujando,

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penetrarlo.Eli resopló; la tela del vestido que

le había tapado la cara se levantó, ypudo ver.

Håkan estaba encima de él. Su únicoojo miraba fijamente hacia abajo, hacialas nalgas abiertas de Eli. Tenía lasmanos alrededor de sus tobillos. Laspiernas habían sido brutalmentedobladas hacia atrás de manera que lasrodillas quedaban apretadas contra elsuelo a ambos lados de los hombros deEli, y cuando Håkan presionó aún másEli oyó cómo los ligamentos de la parteinterior de la nalga se le rompían, igualque la cuerda de una guitarra demasiado

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tensa.—¡Nooo!Eli aulló en la cara deforme de

Håkan, en la que no se podía percibirningún sentimiento. Un reguero de babaviscosa que salía de su boca se alargó ycayó en los labios de Eli, y el sabor acadáver le llenó la boca. A Eli se ledespegaron los brazos del cuerpo, sinvida como los de una muñeca de trapo.

Algo debajo de los dedos. Redondo.Duro.

Intentó pensar, se esforzó para crearuna campana neumática de luz dentro dela negra, absorbente locura. Y se viodentro de la campana. Con una estaca en

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la mano.Sí.Eli agarró el palo del cepillo y cerró

los dedos alrededor de la pobre tabla desalvación mientras Håkan seguíatanteando, empujando, intentandopenetrarlo.

La punta. La punta tiene que estardel lado correcto.

Giró la cabeza hacia el palo y vioque la punta estaba en la dirección delgolpe.

Una posibilidad.La cabeza de Eli se quedó en

silencio cuando visualizó lo que teníaque hacer. Después lo hizo. En un

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movimiento levantó el palo del suelo ylo lanzó con todas sus fuerzas haciaarriba, hacia la cara de Håkan.

El antebrazo rozó su muslo y el palodibujó una línea recta que… se detuvo aunos centímetros de la cara de Håkancuando Eli, a causa de la postura de sucuerpo, no pudo llevar su brazo máslejos.

Había fallado.Durante un segundo, Eli alcanzó a

contemplar la idea de que quizá tuvierala capacidad de ordenar a su propiocuerpo morir. Si cerraba todas las…

Después Håkan dio un empujón,apretando al mismo tiempo la cabeza

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hacia abajo. Con un sonido suave comoel de una cuchara de madera entrando enla papilla, la punta de la estaca se leclavó en el ojo.

Håkan no gritó. Quizá ni siquiera lonotó. Quizá fue sólo el desconcierto deque ya no podía ver lo que le hizoaflojar las manos alrededor de lostobillos de Eli. Sin notar el dolor de suspiernas destrozadas por dentro, Eli sesoltó los pies y dio una patada con elloshacia delante, contra el pecho de Håkan.

Un sonido de golpe húmedo cuandola planta del pie dio contra la piel yHåkan cayó hacia atrás. Eli bajó laspiernas y con una ola de dolor frío en la

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espalda se puso de rodillas: Håkan nohabía caído, sólo se había doblado haciaatrás, y, como una muñeca electrónicade la casa de los fantasmas, seenderezaba de nuevo.

Estaban de rodillas el uno frente alotro.

El palo que Håkan tenía en el ojo semovía con pequeñas sacudidas haciaabajo, hacia abajo, con la precisión deun segundero, y luego cayó, tamborileóun poco en el suelo y se paró. Un líquidotransparente empezó a manar del orificioen el que había estado, un mar delágrimas.

Ninguno de los dos se movió.

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El líquido del ojo de Håkan goteabaen sus piernas desnudas.

Eli concentró en su brazo derechotoda la fuerza que le quedaba. Cerró elpuño. Cuando el hombro de Håkan semovió y el cuerpo hizo un intento deecharse sobre Eli otra vez, seguir dondelo había dejado, Eli golpeó con su manoderecha la parte izquierda del pecho deHåkan.

Se le rompieron las costillas y lapiel se estiró por un instante; cedió,después reventó.

La cabeza de Håkan se inclinó haciaabajo para ver lo que no podía vermientras Eli buscaba a tientas dentro del

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pecho del hombre y encontró el corazón.Una masa fría, blanda. Inmóvil.

No tiene vida. Pero claro que tieneque…

Eli apretó el corazón hastadestrozarlo. Éste cedió sin oponerresistencia, dejándose aplastar como unamedusa muerta.

La reacción de Håkan no fue mayorque si una mosca pesada se le hubieraposado en la piel; se llevó la mano paraapartar lo que le molestaba y, antes deque consiguiera coger la muñeca de Eli,éste sacó la mano con jirones delcorazón derramándosele del puño.

Tengo que largarme de aquí.

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Eli quería levantarse, pero laspiernas no le obedecían.

Håkan, ciego, buscaba a tientas conlas manos, le buscaba a él. Eli se tumbóboca abajo y empezó a salir reptandodel cuarto, con las piernas rozandocontra el cemento. Håkan volvió lacabeza siguiendo el sonido, alargó losbrazos y agarró el vestido, consiguióromper una de las mangas antes de queEli alcanzara el hueco de la puerta y sepusiera de nuevo de rodillas.

Håkan se levantó.Eli dispuso de unos segundos de

prórroga antes de que Håkan encontrarael hueco de la puerta. Intentó ordenar a

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sus tendones rotos que se curaran losuficiente como para poder sostenerseen pie, pero cuando Håkan alcanzó lasalida los tendones no le permitieronmás que levantarse apoyándose en lapared.

Las astillas de las bastas maderas sele clavaban en las yemas de los dedos alapoyarse en ellas para no caer. Y ahoralo sabía. Que sin corazón, ciego, Håkanlo perseguiría hasta… hasta…

Tengo que… destruirlo… tengoque… destruirlo.

Una línea negra.Una línea vertical, negra, delante de

los ojos. No había estado allí antes. Eli

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sabía lo que tenía que hacer.—¡Ahhh!…La mano de Håkan alrededor de uno

de los marcos de la puerta y luego elcuerpo que salía tambaleándose dellocal del sótano, tanteando con lasmanos por delante. Eli apretó la espaldacontra la pared, esperando el momento.

Håkan salió, un par de pasosindecisos, se detuvo después justoenfrente de Eli. Escuchando,olisqueando.

Eli se inclinó hasta que sus manosestuvieron a la misma altura que uno delos hombros de Håkan. Luego tomóimpulso apoyándose contra la pared y se

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arrojó hacia delante haciendo todo loposible para que Håkan perdiera elequilibrio.

Lo consiguió.Håkan dio un pequeño paso hacia un

lado y cayó contra la puerta del refugio.La rendija que Eli había visto como unalínea negra se ensanchó mientras lapuerta se abría hacia dentro y Håkanrodaba buscando apoyo con las manosdentro de aquella oscuridad. Al mismotiempo, Eli se cayó boca abajo en elpasillo, consiguiendo frenar antes de quesu cara chocara contra el suelo; despuésse arrastró hacia la puerta y agarró elvolante inferior del cierre.

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Håkan estaba tendido en el suelocuando Eli empujó la puerta y giró losvolantes, cerrando. Luego se arrastróhasta el local del sótano, buscó el palo ylo trabó entre las ruedas para que no sepudiera abrir desde dentro.

Eli siguió concentrando todas susenergías en curarse y comenzó conbastante dificultad a tratar de salir delsótano. Un reguero de la sangre quesalía de su oreja le seguía desde elrefugio. Cuando alcanzó la puerta seencontraba ya tan restablecido que pudolevantarse. Enderezó el cuerpo y, conlas piernas temblorosas, subió lasescaleras.

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Descansar, Descansar, Descansar.Empujó la puerta y se encontró a la

luz del farol del portal. Estabadestrozado, humillado y la salida del solamenazaba en el horizonte.

Descansar, Descansar, Descansar.

Pero tenía que… exterminarlo. Yhabía solamente una manera de queaquello funcionara: Fuego.Tambaleándose, salió del patio hasta elúnico lugar donde sabía que él no podíaencontrarle.

7.34, lunes por la mañana,Blackeberg.

Salta la alarma del supermercado

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ICA en la calle Arvid Mörnes. Lapolicía llega once minutos más tarde yse encuentra el cristal del escaparateroto. El dueño de la tienda, que vive allado, se halla presente. Manifiesta que,desde su ventana, ha visto abandonar ellugar corriendo a una persona muyjoven, morena. Se inspecciona la tiendasin que al parecer falte nada.

7.36, amanece.Las persianas del hospital eran

mucho mejores, cerraban mejor que lassuyas. Sólo por un sitio estaban laslamas un poco estropeadas y dejabanfiltrar un hilo de la luz de la mañana quedibujaba un ángulo de color gris sucio

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en el techo oscuro.Virginia estaba tendida, rígida, en la

cama mirando la línea gris que oscilabacada vez que un golpe de viento hacíavibrar la ventana. Luz tenue, reflejada.No más que una leve irritación, un granode arena en el ojo.

Lacke sorbía mocos y roncaba en lacama de al lado. Habían permanecidodespiertos mucho tiempo, hablando.Recuerdos, más que nada. Hacia lascuatro de la mañana Lacke se habíaquedado finalmente dormido, todavíacon la mano de ella en la suya.

Había tenido que liberar su mano dela de Lacke una hora más tarde, cuando

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entró una enfermera para controlar lapresión de la sangre; le pareció que todoestaba bien y los dejó, echando unamirada de reojo bastante tierna a Lacke.Virginia había oído cómo había insistidoLacke para poder quedarse, la razón quehabía dado. De ahí, probablemente, latierna mirada.

Virginia estaba ahora con las manoscruzadas sobre el pecho, luchandocontra el impulso de su cuerpo de…cerrarse. Dormir no era siquiera lapalabra apropiada. Tan pronto comodejaba de concentrarse conscientementeen la respiración, ésta se paraba.Necesitaba estar despierta.

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Esperaba que entrara una enfermeraantes de que Lacke se despertara. Sí. Lomejor sería que él pudiera dormir hastaque todo hubiera pasado.

Pero eso sería esperar demasiado.El sol alcanzó a Eli a la entrada del

patio, una tenaza al rojo que agarró suoreja lacerada. De forma instintiva seechó hacia atrás para permanecer dentrode la sombra del arco, abrazando lastres botellas de alcohol de quemarcontra el pecho, como para protegerlastambién a ellas del sol.

Diez pasos más allá estaba su portal.A veinte, el de Oskar, y a treinta, el deTommy.

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Imposible.No. Si hubiera estado fuerte y sano

posiblemente se hubiera atrevido aintentar entrar por el portal de Oskaratravesando el chorro de luz queaumentaba su potencia a cada segundoque esperaba. Pero por el de Tommy no.Y menos ahora.

Diez pasos. Después estaré en elportal. La ventana grande de laescalera. Y si tropiezo… Si el sol…

Eli echó a correr.El sol se lanzó sobre él como un

león hambriento, mordiéndole laespalda. A punto estuvo de perder elequilibrio empujado por la fuerza física,

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ensordecedora del sol. La naturalezaescupía su aversión hacia sutransgresión. No exponerse a la luz delsol ni siquiera por un instante

Quemaba. La espalda de Eliborboteaba como el aceite calientecuando alcanzó el portal y abrió. Eldolor casi le hizo desmayarse y subiólas escaleras a ciegas, como drogado; nose atrevía a abrir los ojos por miedo aque se le derritieran.

Se le cayó una de las botellas, la oyórodar por el suelo. Nada que hacer. Conla cabeza agachada, una mano abrazandolas dos que quedaban, la otra en elpasamanos, subió las escaleras

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cojeando. Llegó al rellano. Quedaba untramo.

A través de la ventana el sol le dioun último zarpazo en la nuca; trató demorderlo, lo mordió después en laspiernas, las pantorrillas, los talonesmientras subía los peldaños. Estabaardiendo. Lo único que faltaba eran lasllamas. Consiguió abrir su puerta, cayóen la agradable, fresca oscuridad quehabía dentro. Cerró de golpe. Pero noestaba del todo oscuro.

La puerta de la cocina estaba abiertay allí no había mantas en la ventana.Esta luz era, a pesar de todo, más débily más gris que aquella otra a la que

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acababa de exponerse y, sin dudarlo,tiró las botellas al suelo y siguió. La luzle arañaba la espalda de una formarelativamente cariñosa mientras searrastraba a lo largo del pasillo hacia elcuarto de baño y el hedor a carnequemada le llenaba la nariz.

Nunca volveré a estar entero.Estiró el brazo, abrió la puerta del

cuarto de baño y se deslizó dentro de lacompacta oscuridad. Apartó unosbidones de plástico, cerró y echó elpestillo.

Antes de meterse en la bañeraalcanzó a pensar:

No he cerrado la puerta de fuera.

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Pero era demasiado tarde. El sueñolo desconectó en el mismo instante enque se sumergió en la húmedaoscuridad. De todos modos, no habríatenido fuerzas.

Tommy estaba sentado sin moverse,apretado contra el rincón. Contuvo larespiración hasta que empezaron azumbarle los oídos y una lluvia deestrellas cruzó la noche ante sus ojos.Cuando oyó la puerta del sótano golpearde nuevo se atrevió a soltar el aire en unjadeo prolongado que rebotó a lo largode las paredes de hormigón, como uneco.

Todo estaba en silencio. La

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oscuridad era tan grande que tenía masa,peso.

Se llevó una mano a la cara. Nada.Ninguna diferencia. Se frotó la caracomo para asegurarse de que realmenteexistía. Sí. Bajo los dedos sintió sunariz, sus labios. Irreales. Aparecíanbajo sus dedos, desaparecían.

La pequeña figura que tenía en laotra mano parecía más viva, más realque él mismo. La abrazó, era sucompañero.

Tommy había estado sentado con lacabeza apoyada en las rodillas, con losojos cerrados y las manos apretadas

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contra los oídos para no enterarse, parano tener que oír lo que ocurría en ellocal del sótano. Le había parecido quela chiquilla había sido asesinada. Perono pudo, no se atrevió a hacer nada ypor eso había tratado de negar toda lasituación desapareciendo él mismo.

Había estado con su padre. En elcampo de fútbol, en la playa, en lapiscina de Kaanan. Finalmente se habíadetenido en el recuerdo de aquella vezen el campo de Råcksta cuando ambosprobaron a volar un avión con mando adistancia que alguien del trabajo lehabía dejado a su padre.

Su madre los había acompañado un

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rato, pero al final le pareció que era muyaburrido estar mirando cómo el aviónhacía sus acrobacias en el aire y se fue acasa. Su padre y él siguieron hasta quese hizo de noche y el avión no era másque una silueta contra el cielo rosa delatardecer. Después se marcharon a casaa través del bosque cogidos de la mano.

Absorto en el recuerdo de aquel día,Tommy había permanecido distraído delos gritos, de la locura que tenía lugar aunos metros de él. Todo lo que existíaera el zumbido irritado del avión, elcalor de la enorme mano de su padresobre su espalda mientras él manejabanervioso el aparato en amplios círculos

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sobre el campo, el cementerio.Por aquel entonces Tommy no había

entrado nunca allí; se había imaginadopersonas que vagaban al azar entre lastumbas, llorando lágrimas brillantescomo las de los tebeos que caíansalpicando las piedras. Pero eso eraantes. Después su padre había muerto yTommy tuvo que enterarse de que latristeza de un camposanto rara vez, muyrara vez es así.

Las manos aún más apretadas contralos oídos y fuera de aquellospensamientos. Piensa en el camino através del bosque, piensa en el olor dela gasolina especial del avión, en su

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botellita, piensa…Sólo cuando a través de la

protección oyó el pestillo de unacerradura se quitó las manos y miró.Inútilmente, porque el cuarto del refugioestaba más oscuro que el espacio quehabía detrás de sus párpados. Empezó acontener la respiración mientras el otropestillo sonó en su sitio, continuómientras lo-que-fuera estaba todavía enel sótano.

Después, el golpe lejano de la puertadel sótano; las paredes retumbaron yaquí estaba él ahora. Con vida.

No me agarró.No sabía con exactitud qué había

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sido «eso», pero fuera lo que fuese no lehabía descubierto.

Tommy abandonó su postura. Unhormigueo le recorrió los músculosdormidos de las piernas cuando intentóavanzar hacia la puerta tanteando lapared. Tenía las manos sudorosas por elmiedo y la presión contra los oídos, laestatua a punto estuvo de resbalársele.

Con su mano libre encontró unvolante de la cerradura y empezó a darlela vuelta.

Se movió un decímetro, pero luegose paró.

Qué es esto…Apretó con más fuerza, pero el

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volante se negó a moverse más allá.Soltó la estatuilla para poder tirar conlas dos manos y cayó al suelo con un

ruido sordo.Tommy se paró.Qué raro ha sonado. Como si

hubiera algo… blando.Se agachó al lado de la puerta,

intentó mover el volante de abajo. Pasólo mismo. Unos diez centímetros y luegostop. Se sentó en el suelo. Trató depensar de una manera práctica.

Joder, se va a quedar uno aquísentado.

Más o menos, algo así.De todos modos apareció

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furtivamente aquel miedo que habíasentido unos meses después de la muertede su padre. Hacía mucho tiempo queesa sensación le había abandonado, peroahora, encerrado en aquella boca delobo, empezaba de nuevo. El amor a supadre que, a través de la muerte, sehabía convertido en miedo de él. De sucuerpo.

Empezó a formársele un nudo en lagarganta, los dedos se le pusieronrígidos.

Ahora piensa. ¡Piensa!Había velas en una balda en el

almacén, al otro lado. El problema erallegar hasta allí en la oscuridad.

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¡Idiota!Se dio un golpe en la frente tan

fuerte que restalló, se rió. ¡Pero si teníaun mechero! Y además: ¿de qué cojonesle habría servido buscar las velas si nohubiera tenido nada con quéencenderlas?

Como aquel viejo con mil botes deconservas y ningún abrelatas. Muertode hambre en medio de la comida.

Mientras buscaba el encendedor enel bolsillo pensó que su situación no eratan desesperada. Antes o despuésvendría alguien al sótano, su madre, almenos, y si tenía luz, pues ya estaba.

Sacó el mechero, lo encendió.

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Sus ojos acostumbrados a laoscuridad quedaron cegados por lallama, pero cuando se recuperaron vioque no estaba solo. Tendido en el suelo,justo al lado de su pie estaba…

… papá…No se le ocurrió pensar en que su

padre había sido incinerado cuando a laluz de la oscilante llama vio la cara delcadáver y ésta respondía totalmente asus expectativas sobre el aspecto quedebe tener uno cuando se ha pasadovarios años bajo tierra.

… papá…Lanzo un chillido justo enfrente de la

llama del encendedor y éste se apagó,

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pero un instante antes tuvo tiempo de vercómo la cabeza de su padre daba unasacudida y…

… está vivo…El contenido de sus tripas se vació

en los pantalones con una explosiónhúmeda que le calentó el culo. Luego sele doblaron las piernas, el esqueleto sele descompuso y se desplomó perdiendoel mechero, que rodó por el suelo. Sumano cayó justamente sobre los pieshelados del cadáver. Las uñas afiladasle arañaron la palma de la mano ymientras seguía gritando

¡Pero papá! ¿No te has cortado lasuñas de los pies?

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empezó a tocar, a acariciar el piefrío como si fuera un cachorro quenecesitara consuelo. Siguió hacia arribapasándole la mano por la espinilla, lapierna, sintiendo cómo los músculostensos debajo de la piel se movíanmientras él gritaba convulsionado,berreando como un corzo.

Las puntas de sus dedos tocaronmetal. La escultura. Estaba recostadaentre las piernas del cadáver. Agarró lafigura por el pecho, dejó de gritar yvolvió por un instante a lo concreto.

El mazo.En silencio tras los gritos oyó el

sonido pegajoso de algo que caía

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mientras el cadáver levantaba la partesuperior del cuerpo, y cuando unmiembro frío le rozó el dorso de lamano, la retiró y apretó la estatua.

No es papá.No. Tommy se deslizó hacia atrás,

lejos del cadáver con la deposiciónembadurnándole las nalgas, y le pareciópor un momento ver en la oscuridad; enese instante su sentido del oído setransformó en sentido de la vista y vio alcadáver levantándose en medio de lanegrura, una silueta amarillenta, unaconstelación.

Mientras que él, con ayuda de lospies, se arrastraba hacia atrás, hacia la

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pared, el cuerpo de al lado profirió unbreve sonido:

—… aaa…Y Tommy vioun elefante pequeño, un elefantito

dibujado, y aquí viene (tuuuut) elelefante GRANDE, y entonces…¡arriba!… con la trompa y suena «A»,luego viene Magnus, Brasse y Eva ycantan «¡Allí! ¡Es aquí! Donde unono…».

No, ¿cómo es…?El cadáver tenía que haber

tropezado con la pila de cajas porque seoyeron ruidos sordos, estrépito deradiocasetes que caían al suelo mientras

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Tommy se empotraba contra la pared,golpeándose la parte posterior de lacabeza de tal manera que el cerebro sele llenó de un zumbido blanco. A travésdel zumbido oyó el ruido de unos piesdescalzos y entumecidos que se movíanpor el suelo, buscando.

Aquí. Es allí. Donde uno no está.No. Que sí.

Eso precisamente. Él no estaba aquí.No se veía a sí mismo, no veía a quienemitía los sonidos. Así que no eran másque sonidos. No era más que algo que élescuchaba sentado mientras mirabafijamente la tela negra de los altavoces.Esto era algo que no existía.

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Aquí. Es allí. Donde uno no está.A punto estuvo de cantarlo en voz

alta, pero un resto lúcido de suconsciencia le advirtió de que no debíahacerlo. El zumbido blanco empezó adesvanecerse, dejando tras de sí unespacio vacío en el que, con granesfuerzo, empezó a situar lospensamientos.

La cara. La cara.No quería pensar en la cara, no

quería pensar en…Algo de la cara que se había agitado

a la luz del encendedor.El cuerpo se aproximaba. No sólo

oía los pasos cada vez más cerca como

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un rozón contra el suelo. No, podíasentir su presencia como una sombramás oscura que la oscuridad.

Se mordió el labio inferior hasta quenotó el sabor de la sangre en la boca,cerró los ojos. Vio sus dos ojosdesaparecer de la imagen como dos…

Ojos.No tiene ojos.Un soplo débil sobre su cara cuando

una mano agitó el aire. Ciego. Estáciego.

No estaba seguro, pero la masa quehabía encima de los hombros de aquelser no tenía ojos.

Cuando la mano volvió a volar,

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Tommy sintió en la mejilla la caricia delaire desplazado una décima de segundoantes de que le alcanzara, y tuvo tiempode girar la cabeza de forma que la manosólo le rozó el pelo. Completó elmovimiento y se tiró al suelo de bruces,empezó a reptar moviendo las manospor delante del cuerpo, nadando en seco.

El encendedor, el encendedor…Algo se le clavó en la mejilla. Sintió

una nausea en el estómago cuandocomprendió que se trataba de la uña delpie de aquel ser, pero rápidamente seechó a rodar para no encontrarse en elmismo lugar cuando llegaran las manosa buscarlo.

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Aquí. Es allí. Donde yo no…Se le escapó un bufido. Trató de

evitarlo, pero no pudo. La saliva le salíaa chorros por la boca y de su gargantadestrozada llegaron hipidos de risa y dellanto, sollozos, mientras las manos, dosradares, seguían barriendo el suelo enbusca de la única ventaja que él quizá,quizá tenía sobre la oscuridad que loquería atrapar.

Dios, ayúdame. Deja que la luz detu rostro… Dios… perdón por lo de laiglesia, perdón por… todo. Dios. Yovoy a creer siempre en ti, lo que túquieras si… me permites encontrar elencendedor… sé mi amigo, por favor

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Dios.Algo sucedió.En el mismo instante en que Tommy

sintió la mano de aquel ser tanteando supie, la estancia se bañó durante unafracción de segundo de una luz azulada,como iluminada por el flash de unacámara, y Tommy vio realmente, duranteesa fracción de segundo, las cajasvolcadas, la vasta estructura de lasparedes, el paso hacia el almacén.

Y el encendedor.Estaba sólo a unos metros de su

mano derecha, y cuando la oscuridad secernió de nuevo a su alrededor tenía laposición del mechero grabada en la

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retina. Liberó el pie de la mano de aquelser, estiró la mano y cogió elencendedor, lo agarró bien, se puso enpie de un salto.

Sin pararse a pensar si no seríademasiado pedir, empezó a recitar, parasus adentros, una nueva petición:

Haz que sea ciego, Dios. Haz quesea ciego, Dios. Haz que…

Encendió el mechero. Un fogonazo,parecido al que acababa deexperimentar; luego, la llama amarillacon su centro azul.

El ser estaba quieto, volvió lacabeza hacia la luz. Empezó a caminaren dirección a ella. La llama osciló

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cuando Tommy dio dos pasos de lado yllegó hasta la puerta. El ser se paródonde Tommy había estado tressegundos antes.

Si hubiera podido alegrarse, lohabría hecho. Pero a la débil luz delencendedor todo se volviódespiadadamente real. Ya no era posibleevadirse en la fantasía de que ni siquierase encontraba allí, de que esto no leocurría a él.

Estaba encerrado en un cuartoinsonorizado junto con lo que más miedole daba. Algo hizo que sintiera un vuelcoen el estómago, pero no había nada másque expulsar. Sólo salió un pequeño

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pedo y aquel ser volvió de nuevo lacabeza, hacia él.

Tommy empujó el volante de lacerradura con la mano que tenía libre demanera que la que sujetaba elencendedor tembló, y la luz volvió aapagarse. El volante no se movía, peroTommy había tenido tiempo de ver porel rabillo del ojo cómo el ser veníahacia él y se tiró lejos de la puerta,hacia la pared en la que había estadosentado antes.

Sollozó, se sorbió los mocos. Hazque esto TERMINE. Dios, haz que estotermine. De nuevo el elefante grandeque se alzaba el sombrero y con su voz

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nasal decía:¡Ya se terminó! Soplando en la

trompeta, la trompa, ¡tuuuut! ¡Ya seterminó!

Me vuelvo loco, yo… eso…Sacudió la cabeza, encendió el

mechero otra vez. Allí, delante de él,estaba la estatua. Se agachó, la cogió ydio un par de saltos a un lado; continuóhacia la otra pared. Vio cómo el serbuscaba a tientas con las manos en elespacio que él había abandonado.

La gallinita ciega.El encendedor en una mano, la

estatua en la otra. Abrió la boca paradecirlo, pero no salió más que un

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susurro silbante:—Anda, ven…El ser respondió, se volvió y fue

hacia él.Tommy levantó el trofeo de Staffan

como si fuera un mazo, y, cuando el serse encontraba a medio metro de él, lolanzó contra su cara.

Como en un penalti perfecto en elfútbol, cuando uno nota en el mismoinstante en que el pie toca el balón queesto… esto va a dar justo en laescuadra, de esa forma sintió Tommycuando aún se hallaba a medio caminodel lanzamiento que…

¡Sí!

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… y cuando la afilada esquina depiedra golpeó la sien de aquel ser conuna fuerza que se convirtió en uncalambre a lo largo del brazo deTommy, el triunfo ya se había instaladoen él. No fue más que una confirmaciónde que el cráneo se había hecho pedazoscon un estallido de hielo roto. Unlíquido frio salpicó la cara de Tommy yel ser se derrumbó en el suelo.

El muchacho se quedó de pie,resollando. Miró el cuerpo que estabareventado en el suelo.

Estaba empalmado.Sí. Como una lápida funeraria

minúscula, medio volcada, emergía del

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cuerpo la polla de aquel ser, y Tommy,quieto, miraba esperando que cayera.Pero no lo hizo. Tommy quería reírse,pero le dolía demasiado la garganta.

Sintió un dolor punzante en el dedopulgar. Miró hacia abajo. El encendedorhabía empezado a quemarle la piel deldedo que apretaba la palanca del gas.Instintivamente soltó, pero el dedo sehabía quedado cerradoespasmódicamente sobre la palanca.

Inclinó el encendedor hacia otrolado. Aun así no quería apagarlo. Aunasí no quería quedarse a oscuras conese… Un movimiento.

Y Tommy sintió que algo esencial,

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algo que él necesitaba para ser Tommy,le abandonaba cuando aquel ser volvió alevantar la cabeza, volvió a ponerse enpie.

¡Un elefante se balanceaba sobre latela de una araña! La tela se rompió. Elelefante cayó a través de ella.

Y Tommy golpeó otra vez. Y otramás.

Después de un rato le empezó aparecer realmente divertido.

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Lunes 9 de Noviembre

Morgan pasó al lado del vigilante yagitó una tarjeta que había caducadohacía medio año mientras que Larry, conbuen sentido del deber, se paró, sacó suarrugada tarjeta prepago y dijo:

—Ängbyplan.El vigilante alzó los ojos del libro

que estaba leyendo, selló dos tickets.Morgan se reía cuando Larry llegó hastaél y empezaron a bajar las escaleras.

—¿Por qué cojones haces eso, eh?—¿Qué? ¿Sellar?—Sí. Te van a dar por el culo igual.—No es eso.

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—¿Qué es entonces?—Yo no soy como tú, ¿vale?—Pero, ¿qué dices?… el tío estaba

sentado y… habrías podido enseñarleuna foto del rey sin que hubierareaccionado.

—Sí, sí. No hables tan alto, joder.—¿Qué crees, que viene detrás de

nosotros o qué?Antes de abrir las puertas que daban

al andén, Morgan, haciendo bocina conlas manos, gritó en dirección a laentrada de la estación:

—¡Alarma! ¡Alarma! ¡Viajero sinbillete!

Larry se largó, dio unos pasos hacia

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el andén. Cuando Morgan llegó a sualtura, le dijo:

—Eres como un crío, ¿lo sabes?—Por supuesto. Ahora vamos a ver:

¿qué fue lo que pasó?Larry había llamado por la noche a

Morgan para contarle un poco de lo queGösta le había dicho por teléfono a éldiez minutos antes. Habían quedado enencontrarse por la mañana, temprano, ala entrada del metro, para ir al hospital.

Ahora se lo volvía a contar otra vez.Virginia, Lacke, Gösta, los gatos. Laambulancia en la que Lacke laacompañó. Lo iba bordando con detallesde su cosecha, y, antes de que hubiera

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terminado, llegó el metro en dirección alcentro. Subieron, consiguieron unaventanilla para ellos solos y Larryterminó la historia con:

—… y entonces se pusieron enmarcha con las sirenas sonando a todapastilla.

Morgan asintió, se mordió la uña deuno de los pulgares mirando a través dela ventanilla mientras el tren salía deltúnel y paraba en Islandstorget.

—¿Pero por qué cojones se lióaquello de esa manera?

—¿Con los gatos? No sé. Sevolverían locos o algo así.

—¿Todos? ¿Al mismo tiempo?

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—Sí. ¿Se te ocurre algo mejor?—No. Mierda de gatos. Lacke estará

ahora totalmente hundido.—Mmm. No andaba precisamente

muy boyante últimamente.—No —Morgan suspiró—. Es una

pena lo de Lacke, la verdad.Deberíamos… sí, no sé. Hacer algo.

—¿Y de Virginia?—Sí, sí, sí. Pero estar herido…, o

sea, enfermo. Es lo que es, ¿no? Unoestá allí ingresado. Lo jodido es estar allado y… no, no sé, pero él estababastante… últimamente, cuando… ¿dequé disparates hablaba? ¿De hombreslobo?

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—De vampiros.—Sí. No se puede decir que sea

propiamente un indicio de que alguien seencuentra a tope, ¿no?

El metro se paró en Ängbyplan.Cuando las puertas se cerraron, Morgandijo:

—Bueno, pues eso. Ahora estamosen el mismo barco.

—Creo que no son tan duros si unotiene una zona pagada.

—Tú lo crees. Pero no lo sabes.—¿Has visto las cifras? Del Partido

Comunista.—Sí, sí. Mejorarán hasta las

elecciones. Hay mucho socialdemócrata

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que, a la chita callando, cuando se vencon la papeleta en la mano pues votancon el corazón.

—Eso es lo que tú crees.—No. Lo sé. El día que el Partido

Comunista salga del Parlamento, ese díaempezaré a creer en los vampiros.Aunque está claro: conservadoressiempre hay. Bohman y compañía, yasabes. Ahí tienes a las verdaderassanguijuelas….

Morgan puso en marcha uno de susmonólogos. Larry dejó de escucharle enalgún punto cerca de Åkeshov. Fuera delos invernaderos había un policíamirando hacia el metro. Larry sintió una

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punzada de inquietud al pensar quehabía sellado pocos tickets, perodesechó inmediatamente aquelpensamiento cuando recordó por quéestaba allí el policía.

El agente parecía bastante aburrido.Larry se relajó; algunas palabras sueltasdel discurso de Morgan le daban vueltasen la cabeza mientras seguíantraqueteando hacia Sabbatsberg.

Las ocho menos cuarto y todavíaninguna enfermera. La raya de color grissucio del techo se había vuelto grisclaro y las persianas dejaban pasarsuficiente luz como para que se sintiera

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como si estuviera en un solárium. Elcuerpo le ardía, se dilataba, pero nadamás. No iba a pasar nada más.

Lacke resoplaba en la cama de allado, masticando en sueños. Ella estabapreparada. Si hubiera podido apretar unbotón para hacer que viniera unaenfermera, lo habría hecho. Pero teníalas manos atadas y no era posible.

Por eso esperaba. El calor de la pielera doloroso, pero no insoportable. Peorera el continuo esfuerzo para mantenersedespierta. Un momento de descuido y larespiración cesaba, el espacio dentro desu cabeza empezaba a apagarse a todavelocidad y tenía que abrir los ojos y

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sacudir la cabeza para hacer que seencendiera de nuevo.

Al mismo tiempo, esa atenciónnecesaria era una bendición; le impedíapensar. Toda su energía mental laempleaba en mantenerse despierta. Nohabía espacio para la duda, elarrepentimiento u otras alternativas.

A las ocho en punto llegó laenfermera.

Cuando abrió la boca para decir:«¡Buenos días, buenos días!», o lo quelas enfermeras dijeran por la mañana,chistó Virginia:

—¡Chsss!La boca de la enfermera se cerró con

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un asombrado «clic» y arrugó elentrecejo mientras, en la penumbra, seacercaba a la cama de Virginia;inclinándose sobre ella, dijo:

—Bueno, cómo…—¡Chsss! —susurró Virginia—.

Perdón, pero no quiero despertarlo. —Hizo un gesto con la cabeza en direccióna Lacke. La enfermera asintió y dijo envoz más baja:

—No, no. Pero tengo que tomarte latemperatura y una pequeña prueba desangre.

—Sí, sí. Pero ¿podrías sacarlo a élprimero?

—Sacar… ¿quieres que le

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despierte?—No. Pero si pudieras… sacarlo

dormido.La enfermera miró a Lacke como

para sopesar si lo que Virginia pedía eraposible físicamente, luego sonrió ycontestó:

—Sí, seguro que sale bien. Vamos atomar la temperatura sólo en la boca, asíque no tenéis que sentiros…

—No es eso. ¿Serías tan amable…sólo tan amable de hacer lo que te pido?

La enfermera echó un vistazo a sureloj.

—Tendréis que disculparme, perotengo otros pacientes que… Virginia

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bufó lo más alto que se atrevía.—Por favor.La enfermera dio medio paso hacia

atrás. Evidentemente estaba informadade lo que había ocurrido con Virginiapor la noche. Su mirada voló a loscinturones que le sujetaban los brazos ylo que vio pareció tranquilizarla; sevolvió a acercar a la cama. Entoncesempezó a hablar a Virginia como sifuera débil mental.

—Es que… yo… nosotros, parapoder ayudarla a que se ponga bien otravez necesitamos un poco…

Virginia cerró los ojos, suspiró,desistió. Después dijo:

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—¿Podrías levantar las persianas?La enfermera asintió y fue hacia la

ventana. Mientras tanto Virginia se quitóel edredón de una patada, quedándosedesnuda sobre la cama. Contuvo larespiración. Cerró los ojos.

Se acabó. Ahora queríadesconectarse. Ahora queríaconscientemente dar paso a las mismasfunciones contra las que había estadopeleando toda la mañana. No fueposible. En cambio llegó eso que dicen:la vida pasó delante de ella como unapelícula a cámara rápida.

El pájaro que tenía en una caja decartón… el olor a sábanas recién

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planchadas en el lavadero… mamá quese agacha sobre las migas de los bollosde canela… papá… el humo de supipa… Per… la casita… Lena y yo, elrebozuelo tan grande que encontramosaquel verano… Ted con compota dearándanos en la mejilla… Lacke, suespalda… Lacke…

Un sonido chirriante cuando selevantaron las persianas, y un mar defuego la absorbió.

A Oskar lo había despertado sumadre a las siete y diez, como decostumbre. Se había levantado y habíatomado el desayuno, como de

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costumbre. Se había vestido y habíadado a su madre un abrazo de despedidaa las siete y media, como de costumbre.

Se sentía como de costumbre.Lleno de inquietud, de malos

presentimientos, claro. Pero esotampoco era especialmente raro cuandoiba a ir a la escuela el primer díadespués del fin de semana.

Metió el libro de geografía, el atlasy la copia que no había hecho en lacartera, estuvo listo a las ocho menosveinticinco. No tenía que salir hastadentro de un cuarto de hora. ¿Y si hacíaesa copia de todos modos? No. No teníaganas.

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Se sentó en su escritorio y se quedómirando la pared.

¿Eso tenía que significar que noestaba contagiado? ¿O tendría unperiodo de incubación? No. Ese viejo…había pasado en sólo unas horas.

No estoy contagiado.Debería de estar contento, aliviado.

Pero no lo estaba. Sonó el teléfono.¡Eli. Ha pasado algo con…!Salió disparado de la mesa, al

pasillo, levantó el auricular delteléfono:

—¡HolasoyOskar!—Sí… Hola. Papá. Sólo papá.—Hola.

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—Bueno, ¿así que estás… en casa?—Me iba a ir ahora a la escuela.—Bueno, entonces no te voy a…

¿está mamá en casa?—No, se ha ido al trabajo.—Sí, eso pensaba.Oskar comprendió. Por eso llamaba

a esa hora tan rara, porque sabía que sumadre no estaría. Su padre tosió.

—Sí, he estado pensando… lo quepasó el sábado. Fue un poco…lamentable.

—Sí.—Sí. ¿Le has contado a tu madre…

lo que pasó?—¿Tú qué crees?

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Hubo un silencio al otro lado. Elzumbido estático de cien kilómetros decable telefónico. Los grajos posados enél, tiritando, mientras lasconversaciones de la gente corrían bajosus pies. Su padre volvió a toser.

—Bueno, he preguntado lo de esospatines, y va bien. Puedes tenerlos.

—Tengo que irme ya.—Sí, claro. Que te… vaya bien en la

escuela entonces.—Vale. Adiós.

Oskar colgó el auricular, cogió lacartera y se fue a la escuela. No sentíanada.

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Faltaban cinco minutos hasta queempezaran las clases y algunos alumnosestaban en el pasillo, fuera del aula.Oskar dudó un momento, luego se echóla cartera a la espalda y se dirigió haciala clase. Todas las miradas se volvieronhacia él.

Linchamiento. Abucheo colectivo.Sí, se había temido lo peor.

Evidentemente, todos sabían lo que lehabía pasado a Jonny el jueves, aunqueno vio la cara de Jonny entre losreunidos, pero claro, la que oyeron elviernes fue la versión de Micke. Mickesí que estaba allí, estaba y sonreía consu sonrisa idiota, como de costumbre.

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E n vez de aminorar la marcha,prepararse de alguna manera paraescapar, aceleró el paso, fuerápidamente hacia el aula. Se sentíavacío por dentro. Ya no se preocupabapor lo que sucedía. No teníaimportancia.

Y lógicamente ocurrió el milagro: elmar se abrió.

El grupo que estaba fuera sedispersó, abriendo camino a Oskar hastala puerta. Él, en realidad, no se habíaesperado otra cosa. Tanto si era porqueirradiaba fuerza o porque era un pariamaloliente al que había que evitar, esoera lo de menos.

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Él ahora era de otra especie. Losotros lo notaban y se apartaban.

Oskar entró en la clase sin mirar alos lados, se sentó en su pupitre. Oyó elmurmullo de fuera, del pasillo, ydespués de un par de minutos los demásentraron en tromba. Johan levantó elpulgar al pasar al lado del pupitre deOskar. Oskar se encogió de hombros.

Luego llegó la maestra, y cincominutos después de que hubieraempezado la clase apareció Jonny.Oskar había creído que tendría algúntipo de vendaje en la oreja, pero no. Laoreja sin embargo estaba amoratada,hinchada y parecía como si no

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perteneciera al cuerpo.Jonny se sentó en su sitio. No miró a

Oskar, ni a nadie.Está avergonzado.Sí, así era. Oskar volvió la cabeza

para mirar a Jonny, que estaba sacandoun álbum de fotos de la cartera ymetiéndolo en su pupitre. Y vio queJonny tenía las mejillas muy rojas, ajuego con la oreja. A Oskar le dieronganas de sacarle la lengua, pero secontuvo.

Demasiado infantil.Los lunes, Tommy no empezaba las

clases hasta las diez menos cuarto, así

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que Staffan se levantó a las ocho y tomóuna taza rápida de café antes de bajar ahablar un poco en serio con el chico.

Yvonne se había ido al trabajo;Staffan tenía que presentarse a las nueveen Judarn para, ya bajo mínimos, seguirrastreando el bosque, aunque se suponíaque no daría ningún resultado.

Bueno, era agradable estar fuera yparecía que el tiempo iba a ser bueno.Aclaró la taza de café bajo el grifo, separó a pensar un momento, luego se pusoel uniforme. Había sopesado la idea debajar a ver a Tommy con ropa de calle,hablar con él como una persona normal,como si dijéramos. Pero, bien pensado,

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aquello era estrictamente una cuestiónpolicial, vandalismo, y, además, eluniforme era un manto de autoridad de laque él, evidentemente, tampoco creíacarecer en condiciones normales,pero… sí.

Además era más práctico estar yavestido, puesto que tenía que ir luego altrabajo. Así que Staffan se puso eluniforme, la cazadora de invierno, semiró en el espejo para comprobar quéimpresión daba y le pareció bien. Luegocogió la llave del sótano, que Yvonne lehabía dejado encima de la mesa de lacocina, salió, cerró la puerta, echó unamirada a la cerradura (deformación

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profesional) y bajó las escaleras, abrióla puerta del sótano.

Y hablando de deformacionesprofesionales…

Aquí había algún fallo con lacerradura. No presentaba resistencia algirar la llave, no había más que abrir. Seagachó, revisó el mecanismo.

Claro. Una bolita de papel.Un truco clásico entre los ladrones;

bajo cualquier pretexto visitar el lugardonde querían dar el golpe, manipular lacerradura y luego esperar a que el dueñono lo notara cuando abandonara el lugar.

Staffan sacó la punta de su navaja ysacó la bolita de papel. Tommy, claro.

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No se paró a pensar para qué iba amanipular Tommy la cerradura de unapuerta de la que tenía llave. Tommy eraun ladrón que estaba allí, y esto era untruco de ladrón. Luego: Tommy.

Yvonne le había indicado cuál era eltrastero, y mientras Staffan avanzabahacia allí, iba preparando en la cabezael discurso que le iba a echar. Habíapensado ir un poco de colega, tomárselocon calma, pero lo de la cerradura lehabía vuelto a poner de mal humor.

Le iba a explicar a Tommy —explicar, no amenazar— lo de lascárceles de menores, lo de asuntossociales, la edad a la que podían ser

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condenados y todo eso. De manera quecomprendiera en qué carrera estabaempezando a meterse.

La puerta del trastero estaba abierta.Staffan echó un vistazo dentro. Vaya. Elzorro ha abandonado la cueva. Luegovio las manchas. Se agachó, pasó eldedo sobre ellas.

Sangre.El edredón de Tommy reposaba

encima del sofá; también allí había unaspocas manchas de sangre. Y el sueloestaba, lo veía ahora que se fijabaatentamente, lleno de sangre.

Aterrado, salió del trastero.Ante sus ojos tenía ahora… un

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escenario donde se había cometido uncrimen. En vez del discurso que pensabaechar, su cabeza empezó a pasar lashojas del libro con las normas para eltratamiento de los lugares en que sehubiera producido un crimen. Se losabía de memoria, pero mientraslocalizaba los párrafos

Salvaguardar el material de talíndole que pueda desaparecer… anotarla hora… evitar contaminar los lugaresdonde quepa la posibilidad de poderencontrar restos de tejidos

oyó un débil susurro detrás de él. Unsusurro intercalado de golpesamortiguados.

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Había un palo trabado en losvolantes de la cerradura del refugio. Seacercó a la puerta, escuchó. Sí. Elsusurro, los golpes venían de allí dentro.Sonaba casi como una… misa. Unaletanía recitada de la que él no podíaentender las palabras.

Satanistas…Un pensamiento tonto, pero cuando

miró el palo que estaba puesto en lapuerta, la verdad es que sintió miedo,porque se fijó en la punta. Unas líneaspegadas de color rojo oscuro que seextendían unos diez centímetros sobre elpropio palo. Igual, exactamente igual ala hoja de un cuchillo cuando había sido

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usada en un acto violento y no se habíasecado del todo.

Los susurros al otro lado de lapuerta continuaban.

¿Pedir refuerzos?No. Quizá se estuviera cometiendo

algún acto delictivo ahí dentro y seconsumara mientras él corría a llamar.Tendría que arreglárselas solo.

Desabrochó la funda de la pistolapara tener ésta a mano, sacó la porra.Con la otra mano extrajo un pañuelo delbolsillo, lo puso con cuidado en unextremo del palo y empezó a sacarlo delvolante al mismo tiempo que permanecíaatento por si el ruido del palo

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provocaba algún cambio, algún tipo dereacción dentro del cuarto.

No. La letanía y los susurroscontinuaban.

El palo estaba fuera. Lo puso contrala pared para no destruir las huellas dela mano o de los dedos.

Sabía que un pañuelo no era unagarantía para que las huellas no seestropearan, por eso en vez de agarrardirectamente el volante puso dos dedosrígidos en una de las aspas y empezó agirarla.

Los pestillos de la cerradura seabrieron. Se chupó los labios. Sintió quetenía la garganta seca. Giró el segundo

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volante hasta el tope y la puerta se abrióun centímetro.

Entonces oyó las palabras. Era unacanción. La canción, un susurroentrecortado y lloroso:

¡Doscientossetentaycuatroelefantes se balanceaban sobrela tela de una ara (ruido sordo)abaña!

¡Como veían que no secaían

fueron a llamar a otroelefante!

¡Doscientossetentaycincoelefantes se balanceaban

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sobre la tela de una ara(ruido sordo)aaaña!

<">¡Como veían que no secaían…

Staffan separó la porra del cuerpo,empujó con ella la puerta. Vio.

El bulto detrás del cual seencontraba Tommy de rodillas habríasido difícil de reconocer como uncuerpo humano si no hubiera sido por elbrazo que sobresalía, separado delcuerpo hasta la mitad. La zona delpecho, el vientre, la cara no eran másque un montón de carne, vísceras y

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huesos rotos.Tommy sujetaba con las dos manos

una piedra cuadrada que, en una partedeterminada de la canción, hundía en losrestos de la carnicería; como no ofrecíanninguna resistencia, la piedra podíaatravesarlos y golpear en el suelo con unruido sordo antes de que la levantara denuevo y de que otro elefante más subieraa la tela.

Staffan no estaba seguro de quefuera Tommy. La persona que agarrabala piedra estaba tan cubierta de sangre,tan salpicada que era difícil… Staffan sesintió realmente indispuesto. Se tragó unvómito que amenazaba con crecer, bajó

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la mirada para no tener que ver y losojos se pararon en un soldadito deplomo que estaba tirado al lado delumbral de la puerta. No. Era un tiradorde pistola. Lo reconoció. La figuraestaba colocada de tal forma que lapistola apuntaba directa al techo.

¿Dónde está la peana?Después lo comprendió.

La cabeza empezó a darle vueltas y,olvidándose de las huellas digitales y deasegurar las pruebas, apoyó la mano enel marco de la puerta para no caer alsuelo mientras la letanía de la cancióncontinuaba:

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Doscientossetentaysieteelefantes se balanceaban Sobrela tela…

Tenía que encontrarse realmentemal, puesto que tenía alucinaciones. Lehabía parecido ver… sí… vioclaramente cómo los restos humanos quehabía en el suelo en el intervalo entregolpe y golpe… se movían.

Intentaba levantarse.Morgan era un fumador impetuoso;

cuando apagó su cigarro en la jardineraque había fuera de la entrada delhospital, a Larry todavía le quedaba la

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mitad. Morgan se llevó las manos a losbolsillos, recorrió el aparcamiento de unlado a otro, juró cuando el agua de uncharco se le metió por el agujero de lasuela y le mojó el calcetín.

—Larry, ¿tienes algo de pasta?—Como sabes, vivo del subsidio de

enfermedad y…—Sí, sí, sí. ¿Pero tienes algo de

dinero?—¿Por qué? No presto si es lo

que…—No, no, no. Pero estoy pensando

en Lacke. Si no deberíamos invitarle aun verdadero… ya sabes.

Larry tosió y miró acusadoramente

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el cigarro.—¿Como… para que se sienta

mejor?—Sí.—No… No sé.—¿Por qué? ¿Porque no crees que se

vaya a sentir mejor por eso, porque notienes dinero o porque eres demasiadotacaño para ponerlo?

Larry suspiró, tosiendo dio otracalada al cigarro, hizo una mueca yapagó la colilla con el pie. Luego larecogió y la tiró en un tiesto lleno dearena, miró el reloj.

—Morgan… son las ocho y mediade la mañana.

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—Sí, sí. Pero dentro de un par dehoras. Cuando abran.

—No, ya veremos.—Así que tienes pasta.—¿Entramos o qué?Traspasaron la puerta giratoria.

Morgan se atusó el pelo con la mano yse acercó hasta la mujer de la recepciónpara enterarse de dónde estaba Virginiamientras que Larry se puso a observarunos peces que, medio dormidos, dabanvueltas en un acuario cilíndrico grande yburbujeante.

Al cabo de un minuto llegó Morgan,sacudiéndose el chaleco de cuero comopara quitarse algo que se le hubiera

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quedado pegado, y dijo:—Puta lechuza vieja. No quería

decírmelo.—Eh, estará en intensivos.—¿Y le dejan a uno entrar allí?—A veces.—Oye, parece que tienes

experiencia en esto.—La tengo.Se dirigieron a cuidados intensivos,

Larry sabía cómo ir.Muchos de los «conocidos» de Larry

estaban o habían estado ingresados en elhospital. Actualmente había dos sólo enSabbatsberg, sin contar a Virginia.Morgan sospechaba que gente a la que

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Larry había visto sólo de pasada seconvertía en conocida o incluso encolega justo en el momento en queingresaba en el hospital. Entonces suolfato los detectaba e iba a visitarlos.

¿Por qué lo hacía?, bueno, eso era loque Morgan estaba pensando preguntarlecuando llegaron a las puertas batientesde la unidad de cuidados intensivos,empujaron para abrir y vieron a Lackefuera, en el pasillo. Estaba sentado enuna butaca, sólo llevaba puestos loscalzoncillos. Tenía las manos agarradasa los reposabrazos mientras mirabafijamente a la habitación de enfrente,donde la gente entraba y salía

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apresuradamente.Morgan sacudió el aire con la mano.—Joder, ¿han incinerado a alguien

aquí o qué pasa? —y echándose a reír—: Estos putos conservadores. Medidasde ahorro, ya sabes. Deja que el hospitalse haga cargo de…

Se calló cuando llegaron junto aLacke. Tenía la cara de color grisceniza; los ojos, rojos, no veían. Morgansospechó lo que había pasado, dejó queLarry fuera delante. A él no se le dabanbien estas cosas.

Larry se acercó a Lacke, le puso lamano en el brazo.

—Hola, Lacke. ¿Qué tal?

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Alboroto en la habitación deenfrente. Las ventanas que se veíandesde la puerta estaban abiertas de paren par, pero de todas formas llegabahasta el pasillo un olor a ceniza ácida.En la habitación había humo, y dentro deella personas hablando a voces ygesticulando. Morgan pilló las palabras«responsabilidad del hospital» y«tenemos que intentar…».

Lo que debían intentar, eso no looyó, porque Lacke se volvió hacia ellos,mirándolos fijamente como si fueran dosdesconocidos, y dijo:

—… tenía que haberlocomprendido…

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Larry se inclinó sobre él:—¿Tenías que haber comprendido

qué?—Que iba a pasar.—¿Qué es lo que ha pasado?Los ojos de Lacke se despejaron y,

mirando hacia la habitación nublada ycomo en un ensueño, dijo sencillamente:

—Ha ardido.—¿Virginia?—Sí. Ella ha ardido.Morgan dio un par de pasos hacia la

habitación y echó una ojeada. Unhombre mayor con cara de autoridad seacercó a él.

—Disculpa, pero esto no es un

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circo.—No, no. Yo sólo…Morgan estaba a punto de soltar

alguna de sus ocurrencias, como que ibaa buscar su serpiente boa, pero secontuvo. De todas formas había podidover. Dos camas. La una con las sábanasrevueltas y una manta echada a un lado,como si alguien se hubiera levantado deella a toda prisa.

La otra estaba cubierta de la cabezaa los pies con una manta gruesa de colorgris oscuro. La madera del cabecero dela cama estaba manchada de hollín. Bajola manta se dibujaba la silueta de unapersona increíblemente delgada. La

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cabeza, el tórax… el hueso de la pelvisera el único que se podía distinguirclaramente. El resto podían haber sidopliegues, o arrugas de la manta.

Morgan se frotó los ojos con tantafuerza que casi se le salen por detrás. Esverdad. Joder, es verdad.

Miró hacia el pasillo buscando aalguien con quien desahogar suaturdimiento. Vio a un señor mayor queiba apoyado en un andador con un goteroa su lado y que intentaba curiosear en lahabitación. Morgan dio un paso hacia él.

—¿Qué haces aquí mirando, jodidobobo? ¿Quieres que te dé un empujón alandador o qué?

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El hombre empezó a retirarse haciaatrás, diez centímetros cada vez. Morganapretó los puños, se contuvo. Luegorecordó algo que había visto en lahabitación, se dio la vuelta de repente yvolvió.

El hombre que le había llamadoantes la atención salía en ese momento.

—Tendrás que disculparnos, pero…—Sí, sí, sí… —Morgan lo apartó—.

.. sólo voy a buscar la ropa de micolega, si se puede. ¿O te parece quetiene que estar todo el día en pelotas ahífuera, eh?

El hombre se cruzó de brazos y dejópasar a Morgan.

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Recogió la ropa de Lacke de la sillaque había al lado de la cama deshecha,echó una ojeada a la otra cama. Unamano quemada con los dedos separadossobresalía de la manta. La mano erairreconocible; el anillo que llevaba en eldedo corazón no estaba. Un anillodorado con una piedra azul, el anillo deVirginia. Antes de volverse, Morganalcanzó a ver que tenía un cinturón decuero atado en la muñeca.

El hombre estaba todavía en lapuerta con los brazos cruzados.

—¿Contento?—No. ¿Por qué cojones está atada?

El hombre meneó la cabeza.

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—Puedes decirle a tu amigo que lapolicía vendrá de un momento a otro, yque, probablemente, querrán hablar conél.

—¿Y eso por qué?—No lo sé. No soy policía.—No, no. Aunque se podría pensar.Fuera, en el pasillo, ayudaron a

Lacke a vestirse y justo habíanterminado cuando llegaron doscomisarios de policía. Lacke estabainaccesible, pero la enfermera que habíasubido las persianas tuvo la suficienteentereza como para poder testificar queLacke no había tenido nada que ver conaquello. Que estaba aún dormido cuando

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aquello… empezó.Sus compañeras la consolaban.

Larry y Morgan sacaron a Lacke delhospital.

Cuando llegaron ante la puertagiratoria, Morgan, tomando aire fresco,dijo:

—Tendré que aligerar un poco —seinclinó sobre un seto y vomitó los restosde la comida del día anterior mezcladoscon mucosidad verdosa sobre el setodesnudo.

Cuando terminó se limpió la boca yse secó la mano en el pantalón. Despuéslevantó la mano como si fuera la pruebadel delito y le dijo a Larry:

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—Pues ahora tendrás que aflojar unpoco la cartera, joder.

Consiguieron llegar a Blackeberg yMorgan recibió ciento cincuenta coronaspara ir a comprar algo mientras Larrycondujo a Lacke a su casa.

Lacke se dejaba llevar. No habíadicho ni media palabra durante el viajeen metro.

En el ascensor, subiendo a casa deLarry en el séptimo piso de uno de losedificios altos, empezó a llorar. No deforma tranquila y silenciosa, no,berreando como un niño aunque peor,más. Cuando Larry abrió la puerta delascensor y le ayudó a salir al rellano de

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la escalera, se agudizaron los berridos,retumbando en las paredes de hormigón.El grito de Lacke, de verdadera einfinita tristeza, alcanzó todos los pisosde la escalera, recorrió los buzones, losagujeros de las cerraduras, convirtiendoel edificio en una lápida funerarialevantada al amor, a la esperanza. Larryse estremeció; nunca había oído nadaparecido. Así no se llora. No se puedellorar así. Uno se muere si llora así.

Los vecinos. Pensarán que le estoymatando.

Larry daba vueltas al llaveromientras todo el sufrimiento humano,miles de años de impotencia y

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desengaños que por un momento habíanencontrado una vía de escape en el frágilcuerpo de Lacke, continuaron saliendoen tromba.

La llave entró en la cerradura y, conuna fuerza de la que ni él mismo se creíacapaz, Larry metió a Lacke en casa ycerró la puerta. Lacke seguía gritando,parecía que el aire no se le iba a agotarnunca. A Larry las raíces del peloempezaron a llenársele de sudor.

Qué cojones voy… voy…En mitad del pánico hizo lo que

había visto hacer en las películas. Conla mano abierta golpeó a Lacke en lamejilla, se quedó aterrado por el agudo

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restallido, arrepintiéndose en el acto.Pero funcionó.

Lacke se calló en seco, lanzó a Larryuna mirada salvaje y éste pensó que sela iba a devolver. Algo se ablandó luegoen los ojos de Lacke; abriendo ycerrando la boca, hipando para cogeraire, le dijo:

—Larry, yo…Larry le rodeó con los brazos. Lacke

apoyó la mejilla en el hombro de Larry ylloró estremecido. Después de un rato, aLarry se le doblaron las piernas. Tratóde zafarse del abrazo para sentarse en lasilla de la entrada, pero Lacke seguíaaferrado a él y lo acompañó en la caída.

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Larry cayó en la silla y las piernas deLacke se doblaron bajo su peso, lacabeza se deslizó sobre las rodillas desu amigo.

Larry le acarició el pelo, no sabíaqué decirle. Sólo susurraba:

—Así, así… ya, ya…A Larry se le habían empezado a

dormir las piernas cuando un cambiotuvo lugar. El llanto había terminadodando paso a un gemido tranquilo;entonces notó cómo se tensaban lasmandíbulas de Lacke contra su pierna.Éste levantó la cabeza, se limpió losmocos con la manga de la camisa y dijo:

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—Le voy a matar.—¿A quién?Lacke bajó la mirada, mirando

fijamente al pecho de Larry y asintiendo.

—Le voy a matar. No vivirá.En el recreo largo de las nueve y

media, tanto Staffe como Johan seacercaron a Oskar diciendo «joder, québien hecho», «joder, qué bien». Staffe leinvitó a coches de gominola y Johan lepreguntó si quería acompañarlos algúndía a buscar botellas vacías.

Nadie lo empujaba ni se tapaba lanariz cuando él se acercaba. InclusoMicke Siskov sonreía, asentía

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animándole, como si Oskar le acabarade contar un chiste, cuando se cruzaronen el pasillo fuera del comedor.

Como si todos hubieran estadoesperando que hiciera exactamente loque hizo, y ahora, cuando lo habíallevado a cabo, fuera uno de ellos.

El problema estribaba en que no eracapaz de disfrutar de ello. Él loconstataba, pero le dejaba frío. Sealegraba de librarse de que le pegaran,claro. Si alguien hubiera intentadopegarle, se habría defendido. Ya no sesentía uno de ellos.

Durante la clase de matemáticaslevantó la vista del libro, miró a los

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compañeros con los que había estadoseis años. Tenían la cabeza agachadasobre sus ejercicios, chupando el lápiz,mandándose papelitos unos a otros,riéndose por lo bajo. Y pensó: Pero sison niños…

Y él también era un niño, pero…Dibujó una cruz en el libro, la

transformó en una horca con el lazo. Soyun niño, pero…

Dibujó un tren. Un coche. Un barco.Una casa. Con una puerta abierta.

La inquietud creció. Al final de laclase de matemáticas no se podía estarquieto; daba patadas con los pies,golpeaba el pupitre con las manos. El

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profesor le pidió, volviendo la cabezasorprendido, que se callara. Lo intentó,pero al momento estaba otra vez allí lainquietud, agitando las cuerdas de lamarioneta y los pies empezaron amoverse solos.

Cuando llegó la última clase,gimnasia, ya no lo podía aguantar. En elpasillo le dijo a Johan:

—Dile a Ávila que estoy enfermo,¿vale?

—¿Te largas?—No tengo la ropa de gimnasia.Y la verdad es que era cierto; se

había olvidado la ropa de gimnasia porla mañana, pero no era por eso por lo

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que tenía que faltar a clase. De caminohacia el metro vio a sus compañerosformando en línea recta. Tomas le gritó«¡Buuuu!».

Se chivaría probablemente. No leimportaba. En absoluto.

Las palomas revolotearon enbandadas grises cuando cruzóapresuradamente la plaza de Vällingby.Una mujer que llevaba un cochecitoarrugó la nariz a su paso; una de esaspersonas que no tienen sensibilidad conlos animales. Pero Oskar tenía prisa, ytodo lo que se interpusiera entre él y suobjetivo no era más que un estorbo.

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Se paró fuera de la juguetería, miróel escaparate. Los pitufos estabanexpuestos en un paisaje dulzón.Demasiado mayor para eso. En casa, enuna caja, había un par de muñecos deBig Jim con los que había jugadomuchísimo de pequeño.

Hace sólo un año.Se oyó un sonido electrónico cuando

abrió la puerta de la juguetería. Cruzó unpasillo estrecho en el que los muñecosde plástico, los guerreros y las cajas delego llenaban las estanterías. Al lado dela caja estaban empaquetados losmoldes para hacer soldaditos de estaño.El estaño había que pedirlo en la caja.

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Lo que él quería estaba expuesto enel mostrador, al lado de la caja.

Bueno, había copias apiladas debajode los muñecos de plástico, pero losauténticos, los que llevaban la firma deRubik en la caja, con ésos tenían máscuidado. Costaban noventa y doscoronas cada uno.

Detrás del mostrador había unhombre bajo y medio gordo con unasonrisa que Oskar habría descrito como«aduladora», si hubiera sabido lapalabra.

—Sí… ¿estás buscando algo…especial?

Oskar sabía que los cubos estarían

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en el mostrador, tenía listo su plan.—Sí. No encuentro… las pinturas.

Para las cosas de estaño.—¿Sí?El hombre hizo un gesto señalando

las filas de botes de pintura enanos queestaban detrás de él. Oskar se inclinó ypuso los dedos de una mano en elmostrador justo delante de los cubosmientras con el pulgar sujetaba lacartera, que colgaba abierta debajo.Hizo como que buscaba entre laspinturas.

—Dorado. ¿Hay dorado?—Dorado, sí, claro.Cuando el hombre se volvió Oskar

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cogió uno de los cubos, lo guardó en lacartera y tuvo el tiempo justo de ponerla mano en la misma posición antes deque el hombre se diera la vuelta con dosbotes de pintura y los dejara sobre elmostrador. A Oskar le latía con fuerza elcorazón enrojeciendo sus mejillas, susorejas.

—¿Mate o metálico?El hombre miró a Oskar, quien sintió

que su cara parecía una llamadaluminosa de atención en la que estuvieraescrito «Aquí hay un ladrón». Para tratarde pasar inadvertido a pesar de susonrojo se inclinó sobre los botes ydijo:

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—Metálico… parece bien.Tenía veinte coronas. La pintura

costaba diecinueve. Se la entregó en unabolsa pequeña que se metió en elbolsillo de la cazadora para no tener queabrir la cartera.

Fuera de la tienda llegó la euforia,como de costumbre, pero más grande.Salió de allí como un esclavo liberadoal que le acabaran de quitar los grilletes.No pudo evitar echar a correr hacia elaparcamiento y, a resguardo entre doscoches, abrir con cuidado la cartera,sacar el cubo.

Pesaba mucho más que la copia queél tenía. Las secciones se deslizaban

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como sobre un rodamiento de cojinete.¿Quizá llevara ese tipo de rodamiento?Bueno, no pensaba desmontarlo paramirar, arriesgándose a estropearlo.

El envoltorio era una cosa fea deplástico transparente ahora que noestaba el cubo dentro, y a la salida delaparcamiento lo tiró en un contenedor.Era más bonito el cubo solo. Se lo metióen el bolsillo de la cazadora para poderir tocándolo, jugando con su peso en lamano. Era un buen regalo, un bonito…regalo de despedida.

Ya dentro de la estación del metro,se detuvo.

Si Eli piensa… que yo…

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Bueno, que al darle un regalopudiera parecer que de alguna maneraaceptaba que Eli se fuera. Un regalo dedespedida: bien mientras duró y nadamás. Adiós, adiós. Así no era la cosa. Élno quería de ninguna manera que…

Recorrió la estación con la mirada,deteniéndose en el kiosco. En losperiódicos. En el Expressen. Toda laportada aparecía ocupada por una granfoto del hombre que había vivido conEli.

Oskar se acercó y hojeó el diario.Cinco páginas dedicadas a la búsquedaen el bosque de Judarn… asesinoritual… antecedentes y, luego, otra

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página más con la foto. HåkanBengtsson… Karlstad… paraderodesconocido durante ocho meses… lapolicía solicita de los ciudadanos… sialguien ha observado…

La angustia volcó sus dardos en elpecho de Oskar.

Alguien más que le haya visto, quesepa dónde vivía…

La mujer del kiosco sacó la cabezapor la ventanilla.

—¿Lo vas a comprar o qué?

Oskar negó con la cabeza y tiró elperiódico. Luego echó a correr. Cuandollegó al andén se dio cuenta de que no

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había enseñado la tarjeta al vigilante.Dio una patada en el suelo, se chupó losnudillos, los ojos se le llenaron delágrimas. Ven ya, por favor, metro, ven.

Lacke estaba medio tumbado en elsofá mirando con los ojos entornadoshacia el balcón en el que se encontrabaMorgan tratando, sin éxito, de atraer aun pardillo que estaba posado en elbalcón de al lado. El sol en su descensoquedaba justamente detrás de la cabezade Morgan, irradiando una aureola deluz alrededor de su pelo.

—Sííí… vamos, ven. Que no soypeligroso.

Larry estaba sentado en un sillón

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siguiendo un curso de español de latelevisión sueca. En la pantallaaparecían personas en actitud forzada ysiguiendo un guión que decían:

—Yo tengo un bolso.—¿Qué hay en el bolso?Morgan movió la cabeza de modo

que a Lacke le dio el sol en los ojos, loscerró mientras oía a Larry mascullar:

—Ke haj en el bålså.El piso olía a tabaco y a polvo. El

aguardiente se había terminado. Labotella vacía estaba sobre la mesa delsofá al lado de un cenicero rebosante.Lacke se quedó mirando las marcas queen el tablero de la mesa habían dejado

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las colillas mal apagadas; se deslizabanante sus ojos, como lentos escarabajos.

—Ona kamisa y pantalånes.Larry cloqueaba para sí:

—… pantalånes.No le creyeron. Bueno, sí, le

creyeron, pero se resistían a interpretarlos acontecimientos como él lo hacía.

—Combustión espontánea —habíadicho Larry, y Morgan le pidió que lodeletreara.

Sólo que la combustión espontáneaestá exactamente igual de biendocumentada y científicamenteprobada que la existencia de los

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vampiros. Es decir, en absoluto.Pero uno prefiere creer en el

despropósito que menos le obliga aactuar. No pensaban ayudarle. Morganhabía escuchado con cara seria el relatode Lacke acerca de lo que había pasadoen el hospital, pero cuando llegó aaquello de aniquilar al causante de todo,había dicho:

—Entonces, ¿lo que quieres decir esque nos convirtamos en cazadores devampiros, o algo así? Tú, Larry y yo.Que preparemos estacas y cruces y…No, perdona, Lacke, pero a mí me cuestaun poco… verlo de esa manera, laverdad.

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El pensamiento inmediato de Lackeal ver sus caras escépticas ydesconfiadas fue:

Virginia me habría creído.Y el dolor había vuelto a hacer

presa en su persona. Era él quien nohabía creído a Virginia, y por eso ellahabía… él habría preferido pasarse unosaños en la cárcel como causante de unasesinato por compasión que tener quevivir con aquella imagen grabada en laretina.

Su cuerpo retorciéndose en la camamientras la piel se pone negra, empiezaa echar humo. El camisón del hospital,resbalándose sobre el vientre, deja al

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descubierto su sexo. El ruido de losbarrotes de acero mientras sus caderasse agitan, arriba y abajo en undemencial coito con un hombreinvisible, mientras las llamas le subenpor las piernas; ella grita, grita y elolor a pelo quemado, a piel quemadallena la habitación; sus ojos aterradosse encuentran con los míos y unossegundos después se ponen blancos,empiezan a cocer… revientan…

Lacke se había bebido más de lamitad de lo que había en la botella.Morgan y Larry se lo habían permitido.

—… pantalånes.

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Lacke intentó levantarse del sofá. Lanuca le pesaba tanto como el resto delcuerpo. Apoyándose en la mesa,consiguió enderezarse. Larry seincorporó para echarle una mano.

—Lacke, joder… duerme un poco.—No, tengo que ir a casa.—¿Qué tienes que hacer en casa?—Es que tengo que… arreglar un

asunto.—¿No tendrá nada que ver con

eso… de lo que hablas?—No, no.Morgan entró desde el balcón

mientras Lacke se encaminaba a tientashacia la salida.

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—¡Oye, tú! ¿Adónde vas?—A casa.—Entonces te acompaño.Lacke se dio la vuelta esforzándose

por mantenerse derecho, por parecer lomás sobrio posible. Morgan se acercó aél con las manos preparadas por si secaía. Lacke meneó la cabeza, le dio unapalmada en el hombro a Morgan.

—Quiero estar tranquilo, ¿vale?Quiero estar tranquilo. De verdad.

—¿Te las arreglarás tú solo,entonces?

—Sí, me las arreglaré.Lacke asintió varias veces, se quedó

fijo en aquel gesto, se vio obligado a

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interrumpirlo conscientemente para nopermanecer allí parado, luego se volvióy fue hasta la entrada, se puso loszapatos y el abrigo.

Sabía que estaba muy borracho, perolo había estado tantas veces que ya erauna especie de rutina desconectar susmovimientos del cerebro, realizarlos deforma automática. Habría podido jugar alos palillos chinos, al menos un poco,sin que le temblaran las manos.

Desde dentro del piso le llegaron lasvoces de los otros.

—¿No deberíamos…?—No. Si dice que no, tendremos que

respetarlo.

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Salieron de todos modos a la entradapara despedirlo. Le abrazaron algoembarazados. Morgan le cogió de losbrazos, volviendo la cabeza para podermirarlo a los ojos y le dijo:

—¿No estarás pensando en haceralguna tontería, verdad? Nos tienes anosotros, ya lo sabes.

—Sí, sí. No, no.Fuera del edificio se quedó parado

un rato, mirando al sol que brillaba en lacopa de un pino. Nunca más podrá… elsol…

La muerte de Virginia, la manera enque había muerto, colgaba como una

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plomada dentro de su pecho en el sitiodonde antes estaba el corazón; le hacíacaminar inclinado hacia delante,cargado. La luz del atardecer sobre lascalles era como una burla. Las pocaspersonas que se movían en esa… burla.Las voces. Hablaban de cosascotidianas como si no… en todas partes,en cualquier instante…

Puede golpearos a vosotrostambién.

Fuera del kiosco había una personaapoyada en el ventanuco hablando con eldueño. Lacke vio cómo un bulto negrocaía del cielo, se le posaba en laespalda y…

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Joder…Se detuvo delante de la hilera de

portadas, parpadeando, tratando deenfocar bien la vista sobre la foto queocupaba casi todo el espacio.

El asesino ritual. Lacke sonrió. Élsabía cómo eran en realidad las cosas.Pero…

Reconoció aquella cara. Si era…El chino. Aquel que… le invitó a

whisky. No…Se acercó más, miró la fotografía

con mayor detenimiento. Sí. Claro queera él. Los mismos ojos juntos, lamisma… Lacke se llevó la mano a laboca, apretándose los labios con los

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dedos. Las imágenes le daban vueltas,intentando encontrar el sentido.

Él se había sentado y había sidoinvitado por el que mató a Jocke. Elasesino de Jocke vivía en el mismopatio que él, unos portales más allá. Élle había saludado algunas veces,había…

Pero no fue él quien lo hizo. Fue…Una voz. Dijo algo.—¡Hola, Lacke! ¿Qué pasa, le

conoces?El dueño del kiosco y el hombre que

estaba fuera lo miraron. Él dijo:—… Sí —y echó a andar de nuevo.

El mundo desapareció. Ante sus ojos, el

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portal del que el hombre había salido.Las ventanas cubiertas. Iba a ocuparsede ello. Tenía que hacerlo.

Los pies iban más deprisa y lacolumna se le enderezó. La plomada, unpéndulo que golpeaba en su pecho, quele hacía temblar, tocando apresentimiento en su cuerpo.

Ahora voy yo. Ahora me cago ental… voy yo.

El metro paró en Råcksta y Oskar semordía los labios de impaciencia,pánico; le parecía que las puertaspermanecían abiertas demasiado tiempo.Cuando sonó el altavoz creyó que elconductor iba a decir algo acerca de que

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el tren estaría parado allí un momento,pero

ATENCIÓN A LAS PUERTAS.CIERRE DE PUERTAS.

Y el metro salió de la estación.No tenía ningún plan aparte de

avisar a Eli de que cualquiera, encualquier momento, podía llamar a lapolicía y decir que había visto a eseviejo. En Blackeberg. En ese patio. Enese portal. En ese piso.

Qué ocurriría si la policía… siforzaran la puerta… el cuarto debaño…

El metro traqueteaba sobre el puentey Oskar miró por la ventana. Había dos

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hombres junto al kiosco del Amante y,medio tapadas por uno de ellos, Oskarpudo entrever las odiosas portadasamarillas. Uno de los hombres se alejódeprisa del kiosco.

Cualquiera. Cualquiera puedesaberlo. Él puede saberlo.

Cuando el metro empezó a frenar,Oskar ya estaba delante de las puertaspresionando con los dedos los labios degoma, como si de esa manera se fueran aabrir más deprisa. Apretó la frentecontra el cristal, un poco de fresco sobresu frente caliente. Los frenos chirriarony el conductor debió de haberseolvidado, porque hasta entonces no se

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oyó:PRÓXIMA ESTACIÓN,

BLACKEBERG.Jonny estaba en el andén. Y Tomas.No. Nonono hazlos desaparecer.Cuando el metro, vibrando, se paró,

los ojos de Oskar se encontraron con losde Jonny. Se dilataron y, al abrirse laspuertas, Oskar vio que Jonny le decíaalgo a Tomas.

Oskar se puso alerta, se lanzó fueray empezó a correr.

Tomas sacó su larga pierna, chocócon la de Oskar y éste cayó todo lo largoque era en el andén, raspándose laspalmas de las manos al intentar frenar el

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golpe. Jonny se puso encima de él.—¿Tienes prisa o qué?—¡Suéltame! ¡Suéltame!—Y eso, ¿por qué?Oskar cerró los ojos, apretó los

puños. Respiró profundamente un par deveces, tan profundo como pudo con elpeso de Jonny encima, y dijo contra elcemento:

—Hacedme lo que queráis. Ysoltadme.

—De acuerdo.Lo agarraron de los brazos y lo

pusieron de pie. Oskar alcanzó a ver elreloj de la estación. Las dos y diez. Elsegundero avanzaba a saltos sobre la

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esfera del reloj. Tensó los músculos dela cara, los del estómago, tratando deconvertirse en una piedra, insensible alos golpes.

Sólo que vaya rápido.Pero cuando vio lo que pensaban

hacer, empezó a resistirse. Los otrosdos, como a través de un pactosilencioso, le habían retorcido losbrazos de manera que con cadamovimiento parecía como si se le fuerana romper. Lo arrastraron hasta el bordedel andén.

No se atreven. No pueden…Pero Tomas estaba loco, y Jonny…Intentó hacer cuña con los pies. Se

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agitaban sobre el andén mientras Tomasy Jonny lo llevaban hasta la línea blancade seguridad antes del foso de las vías.

El pelo de la sien derecha de Oskarle rozaba la oreja, disparándosele con elgolpe de aire que salió del túnel cuandoel metro que venía del centro seacercaba. El raíl sonaba y Jonny lesusurró:

—Ahora vas a morir, ¿lo sabes?Tomas se reía, agarrándolo aún más

fuerte del brazo. La cabeza de Oskar senubló: piensan hacerlo. Lo pusieronhacia fuera de manera que la partesuperior de su cuerpo sobresalía en elvacío.

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Los faros del metro que se acercabadispararon una ráfaga de luz fría sobrelos raíles. Oskar volvió la cabeza haciala izquierda y vio el metro saliendoprecipitadamente del túnel.

¡BOOOOOOOO!La bocina del tren bramó y el

corazón de Oskar reventó en unasacudida mortal al mismo tiempo que seorinaba y su último pensamiento era

¡Eli!antes de que lo echaran hacia atrás y

de que su vista se llenara del verdecuando el metro pasó de largo, a undecímetro de sus ojos.

Estaba tendido boca arriba sobre el

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andén, jadeando. La humedad de laentrepierna se volvió más fría. Jonny sesentó en cuclillas a su lado.

—Sólo para que te enteres de cómoson las cosas. ¿Te enteras?

Oskar asintió instintivamente.Acabad cuanto antes. Los viejosimpulsos. Jonny se tocó con cuidado suoreja herida, sonrió. Después puso lamano en la boca de Oskar, le apretó lasmejillas.

—Chilla como un cerdo si hasentendido.

Oskar chilló. Como un cerdo. Seecharon a reír, los dos. Tomas dijo:

—Antes lo hacía mejor. Jonny

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asintió.—Tendremos que empezar a

entrenarlo de nuevo. Llegó el metro porel otro lado. Lo dejaron.

Oskar se quedó un rato en el suelo,vacío. Después apareció una cara porencima de él. Una anciana. Le tendió unamano.

—Pequeño, lo he visto. Tienes quedenunciarlos a la policía, esto ha sido…

Policía.—… intento de asesinato. Ven, que

te…Sin hacer caso de la mano, Oskar se

puso en pie. Todavía dando tropezoneshacia las puertas, escaleras arriba,

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seguía oyendo la voz de la señora detrásde él:

—¿Cómo te encuentras…?La pasma.Lacke se sobresaltó cuando entró en

el patio y vio el coche de la policíaarriba, en la cuesta. Había dos agentesfuera del coche, uno de ellos escribíaalgo en un bloc. Dio por sentado quebuscaban lo mismo que él, pero queestaban mal informados. Los policías nohabían notado su sobresalto, así quesiguió hasta el primer portal deledificio, entró en él.

Ninguno de los nombres del tablón

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le dijo nada, pero lo sabía: en el primerpiso a la derecha. Al lado de la puertadel sótano había una botella de alcoholde quemar. Se paró y se quedómirándola como si pudiera darle unapista de cómo debía de actuar.

El alcohol de quemar arde.Virginia ardió.

Pero ahí se acabó el razonamiento ysólo sentía la rabia ciega gritando denuevo. Continuó subiendo las escaleras.Se había producido un desplazamiento.

Ahora tenía la cabeza clara y elcuerpo torpe. Los pies tropezaban conlos peldaños y tenía que agarrarse alpasamanos para poder subir la escalera,

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al tiempo que su cerebro razonaba conclaridad:

Entro. Lo encuentro. Le clavo algoen el corazón. Luego espero a quellegue la policía.

Se quedó parado delante de la puertaque no tenía letrero. ¿Y cómo cojonesvoy a entrar?

Medio en broma estiró el brazo, tocóel pasador y la puerta se abrió dejandoal descubierto un piso vacío. No habíamuebles, ni alfombras, ni cuadros. Niropa. Se pasó la lengua por los labios.

Se ha largado. Aquí ya no tengonada…

En el suelo de la entrada había otras

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dos botellas de alcohol de quemar.Trató de pensar qué podía significaraquello. Que aquel ser era bebedor…no. Que…

Quiere decir sólo que alguien haestado aquí recientemente. Si no, labotella de abajo no estaría en el suelo.Sí.

Entró, se paró en el vestíbulo yescuchó. No oyó nada. Dio una vuelta alpiso, vio que colgaban mantas de lasventanas en varias habitaciones,comprendió el motivo. Estaba en el sitiocorrecto.

Al final se quedó parado ante lapuerta del cuarto de baño. Hizo presión

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sobre el picaporte: cerrado. Pero esacerradura podría forzarla sin problema,sólo necesitaba un destornillador o algoparecido.

Volvió a intentar concentrar suatención en los movimientos. En realizarl o s movimientos. No tenía que pensarmás. No necesitaba pensar más. Siempezaba a hacerlo, dudaría, y no iba adudar. Por tanto, movimiento.

Miró en los cajones de la cocina.Encontró un cuchillo. Fue hasta el cuartode baño. Fijó la punta en el tornillo delcentro y giró en sentido contrario al delas agujas del reloj. La cerradura saltó,abrió la puerta. Estaba totalmente oscuro

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allí dentro. Buscó la llave de la luz, laencontró. Encendió.

¡Dios nos asista! Esto es lahostia…

El cuchillo de cocina se le cayó delas manos. La bañera estaba llena desangre hasta la mitad. En el suelo habíaunos cuantos bidones grandes deplástico cuyas superficies transparentestenían huellas de sangre. El cuchillosonó contra las baldosas como uncascabel pequeño.

La lengua se le quedó pegada alpaladar cuando se agachó para… ¿paraqué? Para… comprobar... o algo másprimitivo: la fascinación ante semejante

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cantidad de sangre… poder meter lamano en ella, bañarse las manos ensangre.

Bajó los dedos hacia la superficiequieta, oscura y… los hundió. Era comosi le hubieran cortado los dedos,desaparecieron y con la boca abiertacondujo la mano más abajo hasta queencontró…

Dio un grito, se echó hacia atrás.Sacó la mano de la bañera y las

gotas de sangre volaron describiendoarcos a su alrededor, aterrizaron en eltecho, en las paredes. En un acto reflejose llevó la mano a la boca. Se dio cuentade lo que había hecho cuando su lengua,

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sus labios registraron un sabor dulzón ypegajoso. Escupió, se secó la mano enlos pantalones. Se llevó la otra mano, lalimpia, a la boca.

Hay alguien… ahí abajo.Sí. Lo que había tocado con la punta

de los dedos era un estómago. Se habíahundido bajo la presión de sus dedos,antes de que él retirara la mano. Paradejar de pensar en el asco que le daba,buscó en el suelo, encontró el cuchillo,lo cogió otra vez agarrando con fuerza elmango.

Qué cojones voy a…Si hubiera estado sobrio quizá se

hubiera ido de allí en ese momento.

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Abandonando aquella laguna oscura quepodía contener cualquier cosa bajo susuperficie de nuevo quieta y reluciente.Un cuerpo descuartizado, por ejemplo.

El estómago tal vez está… tal vezes sólo estómago…

Pero la borrachera lo hacíainconsciente incluso de su propio miedo,así que cuando vio la cadenita que desdeel borde de la bañera se hundía en aquellíquido oscuro, alargó la mano y tiró deella.

El tapón se soltó allí abajo, eldesagüe empezó a sorber y a tragar y seformó un ligero remolino en lasuperficie. Se puso de rodillas delante

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de la bañera, se lamió los labios. Sintióel sabor acre, escupió en el suelo.

La superficie descendía lentamente.Una línea de color rojo más oscuro seveía marcada con nitidez cerca delborde, donde el agua había alcanzado elnivel más alto.

Tiene que haber estado así muchotiempo.

Después de algún minuto apareciósobre la superficie la silueta de unanariz en uno de los extremos. En el otro,un montón de dedos que subían mientrasél los observaba, convirtiéndose en dosmedios pies. El remolino de lasuperficie, intensificado, estaba ahora

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justamente ahí.Deslizó la mirada a lo largo del

cuerpo de niño que gradualmente fueapareciendo en el fondo. Un par demanos cerradas sobre el pecho. Rótulas.Una cara. La absorción era más lentacuando la última sangre desaparecía porel desagüe.

El cuerpo que tenía delante de susojos era de color rojo oscuro;tornasolado, pringoso como un reciénnacido. Tenía un ombligo. Pero no teníaórganos sexuales. ¿Chico o chica? Notenía importancia. Al observar la caracon los ojos cerrados lo reconoció

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demasiado bien.Cuando Oskar intentó correr, las

piernas se le quedaron bloqueadas. Senegaron.

Durante cinco segundos pensórealmente que iba a morir. Que iban aempujarlo. Ahora los músculos senegaban a abandonar ese pensamiento.

En el trecho entre la escuela y elgimnasio se le pasó.

Quería tumbarse. Dejarse caer haciaatrás en aquellos setos, por ejemplo. Lacazadora y los pantalones forradosevitarían que se le clavaran las ramas;sólo lo acogerían suavemente. Pero teníaprisa. El segundero avanzando a saltos

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sobre la esfera del reloj.La escuela.La fachada angulosa y rojiza de

ladrillo visto, ladrillo sobre ladrillo. Ensu cabeza, voló como un pajarillo porlos corredores, entrando en la clase.Jonny estaba allí. Tomas. Sentados ensus pupitres y haciéndole burla. Bajó lacabeza, se miró las botas.

Tenía los cordones sucios; uno deellos a punto de desatarse. Uno de losremaches metálicos del empeine sehabía doblado, metiéndose un pocohacia dentro. En los talones, la imitaciónde piel estaba abombada, brillante detan gastada. De todas formas,

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probablemente tendría que llevaraquellas botas todo el invierno.

Frío, humedad en los pantalones.Levantó la cabeza.

No van a poder ganarme. No van. Apoder. Ganarme.

Se meó. Las líneas rectas de lafachada de ladrillo visto se torcieron, seborraron, desaparecieron cuando echó acorrer. Corría de tal manera que todoeran salpicaduras alrededor. El suelovolaba bajo sus pies y ahora le parecíacomo si el globo girara demasiadorápido.

Las piernas le seguían cuando losedificios altos, la antigua tienda de

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Konsum, la fábrica de bolitas dechocolate pasaron al mismo tiempo anteél, y la velocidad, junto con lacostumbre, hizo que entrara en el patio atoda máquina, pasando por delante delportal de Eli hasta alcanzar el suyo.

Casi se estampa contra un policíaque iba a entrar en su portal. El agenteextendió la mano, lo paró.

—¡Huuuy! Menuda prisa.La lengua enmudeció. El policía lo

soltó, se le quedó mirando…¿sospechoso?

—¿Vives aquí?Oskar asintió. No había visto antes a

ese policía. Tenía aspecto de bueno, la

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verdad. No. En condiciones normales lehabría parecido que tenía cara de bueno.El agente arrugó la nariz, diciendo:

—Mira, sabes, ha… ocurrido unacosa aquí. En el portal de al lado. Poreso estoy dando una vuelta parapreguntar si alguien ha oído algo. O havisto algo.

—¿En qué… en qué portal?El policía hizo un gesto con la

cabeza señalando hacia el portal deTommy y el pánico repentino abandonóa Oskar.

—En ése. Sí, no en el portal, sino…en el sótano. ¿Tú, por casualidad, nohabrás visto u oído algo raro allí? ¿Los

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últimos días?Oskar negó con la cabeza. Los

pensamientos le daban vueltas en uncaos tan grande que en realidad ya nopensaba absolutamente nada, pero lepareció que la angustia debía salirle porlos ojos, totalmente visible para elagente. Y éste ciertamente ladeó lacabeza, lo miró con atención.

—¿Te pasa algo?—… estoy bien…—No tienes que asustarte por esto.

Ya… ha pasado. Así que no debespreocuparte por ello. ¿Están tus padresen casa?

—No. Mamá. No.

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—Bueno. Pero yo voy a seguir poraquí, así que… puedes pensar un poco, alo mejor has visto algo. El policía leabrió la puerta:

—Entra.—No, yo sólo…Oskar se dio la vuelta esforzándose

por andar de una manera natural cuestaabajo. A mitad del camino se volvió yvio que el policía entraba en su portal.

Han cogido a Eli.Le empezaron a temblar las

mandíbulas, los dientes golpeaban unconfuso mensaje en Morse a través delesqueleto mientras abría el portal de Eliy seguía escaleras arriba. ¿Habrían

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puesto aquellas cintas en la puerta deEli? ¿Habrían cerrado el paso?

Di que puedo entrar.La puerta estaba entreabierta.Si la policía hubiera estado aquí,

¿por qué iban a haber dejado abierto?No harían una cosa así.

Puso los dedos en el pasador, abrióla puerta con cuidado, se deslizó dentrodel piso. Estaba oscuro. Uno de sus piestropezó con algo. Una botella deplástico. Primero pensó que habíasangre en la botella, luego vio que eraeso que uno tiene para hacer fuego.

Respiración.Alguien respiraba.

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Se movía.El ruido llegaba desde el baño hasta

la entrada. Oskar avanzó, un pasosigiloso tras otro, apretó los labioshacia dentro para silenciar los dientes yel temblor se desplazó hacia la barbilla,el cuello, sacudiéndole la incipientenuez. Dio la vuelta a la esquina y miródentro del cuarto de baño.

Ése no es policía.Un hombre con la ropa desgastada

estaba de rodillas al lado de la bañera,con la parte superior del cuerpoinclinado sobre ésta, que quedaba fuerade la vista de Oskar. Sólo veía un par depantalones grises sucios, un par de

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zapatos rotos con las puntas dobladascontra las baldosas. El bajo de unabrigo.

¡El viejo! Pero… si respira.

Sí. Inspiraciones y expiracionessilbantes sonaban casi como suspirosdentro del cuarto de baño y Oskar, sindarse cuenta, se acercó más. Palmo apalmo fue viendo más del cuarto delbaño y, cuando estaba casi delante, violo que estaba a punto de ocurrir.

Lacke no era capaz.El cuerpo que yacía en el suelo de la

bañera parecía totalmente frágil. Norespiraba. Le había puesto la mano en el

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pecho y constató que el corazón latía,pero sólo algunas pulsaciones porminuto.

Se había imaginado algo…terrorífico. Algo que estuviera enproporción con el terror que habíaexperimentado en el hospital. Pero esapequeña piltrafa sanguinolenta noparecía que pudiera volver a levantarsey menos aún hacerle daño a nadie. Noera más que un niño. Un niño que seencontraba mal.

Era como haber visto a alguienquerido sufrir consumido por un cáncer,y luego ver una célula cancerígena en elmicroscopio. Nada. ¿Eso? ¿Eso fue la

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causa? Tan pequeña.Destrózame el corazón.Se volvió a poner en cuclillas, dejó

caer la cabeza tanto que se dio con elborde de la bañera: un golpe sordo queretumbó. No podía. No. Matar a un niño.Un niño dormido. Era incapaz, sólo eso.Con independencia de…

Es así como ha sobrevivido.Eso. Eso. No el niño. Eso.Eso era lo que se había lanzado

sobre Virginia y… eso había matado aJocke. Eso. Ese ser que yacía ahora anteél. Ese ser que volvería a hacerlo,contra otras personas. Y ese ser no erauna persona. Ni siquiera respiraba y,

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sin embargo, el corazón latía como… elde un animal en hibernación.

Piensa en los otros.Una serpiente venenosa donde viven

las personas. ¿No la voy a matar sóloporque en este momento pareceindefensa?

Y, sin embargo, no fue eso lo quefinalmente le hizo decidirse. Fue cuandole miró de nuevo a la cara, cubierta poruna fina película de sangre, y le parecióque… sonreía.

Se reía de todo el daño que hacía.Basta.Levantó el cuchillo de cocina sobre

el pecho de aquel ser, movió las piernas

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un poco hacia atrás para poderdescargar todo su peso en el golpe y

¡AAAAHHHH!Oskar lanzó un grito.El viejo no se movió; sólo se quedó

paralizado, volvió la cabeza haciaOskar y dijo lentamente:

—Tengo que hacerlo. ¿Meentiendes?

Oskar le conocía. Uno de losborrachos que vivía en ese patio, solíasaludarle a veces. ¿Por qué hace esto?

No importaba. Lo principal era queel viejo tenía un cuchillo en las manos,un cuchillo dirigido contra el pecho de

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Eli que yacía allí desnudo y descubiertoen la bañera.

—No lo hagas.El viejo movió la cabeza hacia la

derecha, hacia la izquierda, más como sibuscara algo en el suelo que como siestuviera negando.

—No…Se volvió de nuevo hacia la bañera,

hacia el cuchillo. A Oskar le habríagustado explicárselo. Que el de labañera era su amigo, que era su… quetenía un regalo para él, que… que eraEli.

—Espera.La punta del cuchillo apuntaba de

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nuevo al pecho de Eli, presionando contanta fuerza que casi pinchaba la piel.Oskar no sabía en realidad lo que hacíacuando se metió la mano en el bolsillode la cazadora y sacó el cubo; se loenseño al viejo:

—Mira.Lacke sólo lo vio por el rabillo del

ojo como una súbita aparición decolores en medio de toda la negrura quelo envolvía. Pese a la burbuja dedeterminación en la que se hallabaencerrado no pudo dejar de volver lacabeza hacia allí, mirar a ver qué era.

Un cubo de ésos en las manos del

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chaval. Colores alegres.Parecía totalmente insano en aquel

ambiente. Un papagayo entre los grajos.Por un momento se quedó hipnotizadopor el colorido del juguete, luego volvióde nuevo la mirada hacia la bañera,hacia el cuchillo que estaba a punto deser clavado entre las costillas.

Sólo tengo que apretar.Un destello.Los ojos de ese ser se abrieron.Se puso en tensión para apretar el

cuchillo a fondo, y sus sienesexplotaron.

El cubo crujió cuando una de susesquinas golpeó la cabeza del viejo y se

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torció en la mano de Oskar. El hombrecayó de lado sobre uno de los bidonesde plástico, que resbaló y fue a pararcontra el borde de la bañera con elsonido de un bombo.

Eli se sentó.Desde la puerta del cuarto de baño

Oskar sólo podía verle la espalda. Elpelo le caía pegajoso y aplanado sobrela parte posterior de la cabeza y laespalda era toda una herida.

El viejo trató de levantarse, peroEli, más que saltar, cayó de la bañeraaterrizando en las rodillas del hombrecomo un niño que se hubiera abalanzadosobre su padre para que lo consolara.

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Eli puso sus brazos alrededor del cuellodel viejo y acercó su cara a la de élcomo si quisiera susurrarle algo conternura.

Oskar salió del cuarto de bañoreculando cuando Eli mordió al viejo enel cuello. Eli no le había visto, pero elviejo sí. Su mirada se quedó fija enOskar y no la apartó mientras éstecaminaba de espaldas, hacia la entrada.

—Perdón.Oskar no consiguió que la palabra se

oyera, pero sus labios la formaron antesde doblar la esquina y de que seinterrumpiera el contacto con los ojos.

Estaba con la mano apoyada en el

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picaporte cuando el viejo gritó. Despuésel sonido desapareció de golpe, como sile hubieran puesto una mano sobre laboca.

Oskar vaciló. Después cerró lapuerta. Echó el seguro.

Sin mirar hacia la derecha cruzó elpasillo, entró en el cuarto de estar.

Se sentó en la butaca.Empezó a canturrear para ahogar los

ruidos que llegaban del cuarto de baño.

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Quinta Parte

Deja entrar al bueno

En la actualidad,ésta es

mi únicaposibilidad deprotestar…

Bob Hund, Uno que se resiste

Let the right one inLet the old dreams

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dieLet the wrong ones

goThey cannot doWhat you want

them to do

Morrissey, Let the Right One Slip In

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De Dagens Eko, 16.45, lunes 9 deNoviembre de 1981

El llamado asesino ritual ha sidodetenido por la policía el lunes por lamañana. El hombre se encontraba enese momento en un local de un sótanoen Blackeberg, al oeste de Estocolmo.

Bengt Larn, portavoz de la policía:—Se ha detenido a una persona,

eso es correcto.—¿Están seguros de que es el

hombre al que se buscaba?—Relativamente. Algunos factores,

no obstante, dificultan su positivaidentificación.

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—¿Qué factores?—Lo siento, pero no puedo entrar a

comentarlos por ahora.El hombre fue llevado al hospital

tras su detención. Su estado se describecomo muy crítico.

Junto al hombre se hallaba tambiénun chico de dieciséis años. El chico nopresentaba daños físicos, pero seencontraba en estado de shock y hasido trasladado al hospital para suobservación.

La policía está registrando ahoralos alrededores para reunir másinformación sobre el desarrollo de los

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hechos.

El rey Carl Gustaf inauguró hoy unpuente nuevo sobre el estrecho de Almoen Bohuslän. A la inauguración…

Extracto de las anotaciones deldiagnóstico hecho por el catedrático decirugía, por encargo de la policía

… exploración preliminar condificultades… contraccionesmusculares de carácter espasmódico…el estímulo del sistema centralnervioso, ilocalizable… parada de laactividad cardiaca…

La actividad muscular cesa a las14.25… la autopsia revela la

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existencia, antes desconocida, de…órgano interno gravementedeformado…

La anguila que muerta y troceadasalta en la sartén… hasta ahora nuncaobservado en un tejido humano…solicita poder conservar el cuerpo…atentamente…

Del periódico Västerort, semana 46¿QUIÉN MATÓ A NUESTROS

GATOS?

—Lo único que conservo es sucollar —dice Svea Nordströmseñalando con la mano el embarradoprado donde apareció su gato y los de

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otros ocho vecinos…

Del informativo Aktuellt, lunes 9de Noviembre, 21.00

La policía pudo acceder esta tarde alpiso que, según se cree, pertenece alllamado asesino ritual, que fuedetenido esta mañana.

Una llamada hizo que la policíapudiera finalmente localizar lavivienda en Blackeberg, a unoscincuenta metros del lugar donde elhombre fue detenido esta mañana.

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Tenemos a nuestro reportero FolkeAhlmarker en el lugar:

—El personal de la ambulanciaestá en estos momentos trasladando elcuerpo de un hombre hallado muertoen el piso. Aún no se sabe quién es elcadáver. Por lo demás, parece que lavivienda se encontraba totalmentevacía de objetos. Parece ser que haytambién indicios de que otras personashan estado recientemente en lavivienda.

—¿Qué hace ahora la policía?—Han estado todo el día en la zona

llamando a las puertas, pero si hanobtenido alguna información, eso aún

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no lo han comunicado.—Gracias, Folke.

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Lunes 9 de Noviembre

Ráfagas de luz azul en el techo deldormitorio. Oskar está tumbado en sucama con las manos debajo de lacabeza.

Bajo la cama hay dos cajas decartón. En una de ellas hay muchodinero, montones de billetes y dosbotellas de alcohol de quemar, la otraestá llena de rompecabezas.

La caja con ropa se quedó allí.

Para ocultar las cajas, Oskar hapuesto su juego de hockey delante deellas. Mañana las bajará al sótano, si

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tiene fuerzas. Su madre está viendo latele, grita algo acerca de que su casa seve por el televisor. Pero él no tiene másque levantarse y acercarse a la ventanapara ver la misma cosa, desde otroángulo.

Las cajas las tiró desde el balcón deEli al suyo cuando aún era de día,mientras Eli se lavaba. Cuando salió delcuarto de baño la herida de la espaldaya se le había curado y estaba algomareado por el alcohol que contenía lasangre.

Se acostaron juntos, se abrazaron.Oskar le contó lo que le había pasado enel metro. Eli le dijo:

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—Perdona. Que pusiera en marchatodo esto.

—No. Está bien.Silencio. Largo. Después Eli le

preguntó, con discreción:—¿Te gustaría… ser como yo?—… No. Me gustaría estar contigo,

pero…—No. Claro que no quieres. Lo

entiendo perfectamente.Al anochecer se levantaron por fin,

se vistieron. Estaban abrazados en elcuarto de estar cuando oyeron la sierra.Estaban serrando la cerradura.

Corrieron hacia el balcón, saltaronsobre la barandilla, aterrizaron en

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blando en los setos de abajo.Dentro del piso oyeron que alguien

decía:—Pero qué demonios…Se acurrucaron juntos bajo el

balcón. Pero no había tiempo.Eli volvió la cara hacia Oskar,

diciendo:—Yo…Cerró la boca. Luego besó a Oskar

en los labios.Oskar vio durante unos segundos a

través de los ojos de Eli. Y lo que vioera… él mismo. Sólo que mucho máselegante, más guapo, más fuerte de loque creía que era. Visto con amor.

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Unos segundos.Voces en el piso de al lado.Lo último que Eli había hecho antes

de levantarse fue despegar el papel conel código Morse. Ahora se oían unospies pesados dando vueltas en lahabitación donde Eli se había tumbado ydesde donde le había enviado mensajes.

Oskar pone la palma de la manosobre la pared.

—Tú…

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Martes 10 de Noviembre

Oskar no fue a la escuela el martes. Sequedó en su cama atento a los ruidos quellegaban a través de la paredpreguntándose si encontrarían algo quepudiera conducirles hasta él. Almediodía se dejaron de oír ruidos, ytodavía no habían vuelto.

Entonces se levantó, se vistió y fuehasta el portal de Eli. La puerta del pisoestaba precintada. Prohibido el paso.Mientras permanecía allí, mirando, llegóun policía hasta el rellano. Pero él noera más que un niño curioso delvecindario.

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Al anochecer bajó las cajas alsótano y puso una alfombra vieja porencima de ellas. Ya decidiría más tardequé haría con ellas. Si entraba algúnladrón en su cuarto trastero seguro quese iba a poner contento.

Se quedó un buen rato sentado en laoscuridad del sótano, pensando en Eli,en Tommy, en el viejo. Eli le habíacontado todo, que no había sido suintención que las cosas acabaran así.

Pero Tommy estaba vivo. Se pondríabien de nuevo. Eso le había dicho sumadre a la madre de Oskar. Al díasiguiente volvería a casa. Al díasiguiente.

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Al día siguiente, Oskar regresaría ala escuela. A encontrarse con Jonny, conTomas, con… Tendremos que empezara entrenarlo de nuevo.

Los dedos fríos, duros de Jonnysobre su mejilla. Apretando su carneblanda contra los dientes hasta que suboca involuntariamente tuvo que abrirse.

Chilla como un cerdo.Oskar juntó las manos, apoyó la cara

en ellas mirando la pequeña colina queformaba la alfombra sobre las cajas. Selevantó, retiró la alfombra y abrió lacaja en la que estaba el dinero.

Billetes de mil y de cien todosrevueltos, algunos fajos. Revolvió el

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dinero con la mano hasta que encontróuna de las botellas. Después subió alpiso a buscar cerillas.

Un foco solitario esparcía unresplandor blanco y frío sobre el patiode la escuela. Más allá de su luz seveían, pegados al suelo, los contornosde los juegos. Las mesas de ping-pong,tan estropeadas que no se podía jugar enellas más que con pelotas de tenis,estaban cubiertas de nieve mediofundida.

Dos hileras de ventanas dentro deledificio de la escuela tenían las lucesencendidas. Los cursos de la tarde. Poreso también estaba abierta una de las

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puertas laterales de la escuela.Oskar, recorriendo pasillos a

oscuras, llegó hasta su clase. Estuvo unrato mirando los pupitres. El aulaparecía irreal a esas horas de la tarde,como si los fantasmas, murmurandosilenciosamente, la utilizaran para suenseñanza: imposible imaginarse cómosería esa enseñanza.

Se dirigió al pupitre de Jonny,levantó la tapa y lo roció con unosdecilitros de alcohol de quemar. En elde Tomas, lo mismo. Se detuvo unmomento delante del de Micke. Decidióque no. Luego se sentó en el suyo. Dejóque se filtrara. Como se hace con el

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carbón de la barbacoa.Soy un fantasma. Buuu… buuu…Abrió la tapa del pupitre y sacó

Ojos de fuego, le hizo gracia el título yse lo guardó en la cartera. El libro desueco donde había escrito una historiaque le gustaba. Su bolígrafo preferido. Ala cartera. Después se levantó, dio unavuelta a la clase y disfrutó estando allí.En paz.

Olía a química en el pupitre deJonny cuando volvió a levantar la tapa,sacó las cerillas.

No, espera…Fue a buscar dos reglas de madera

grandes en la estantería que había al

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fondo de la clase. Sujetó la tapa delpupitre de Jonny con una de ellas, la deTomas con la otra. Si no, dejaría dearder tan pronto como él soltara la tapa.

Dos animales prehistóricoshambrientos abriendo sus fauces enbusca de comida. Dos dragones.

Encendió una cerilla, sujetándola enla mano hasta que la llama era grande yclara. Luego la soltó.

Cayó de su mano como una gotaamarilla y

BUMMMJod…Le escocieron los ojos cuando la

cola morada de un cometa salió del

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pupitre y le lamió la cara. Se echó haciaatrás; había creído que ardería como…el carbón de la barbacoa, pero el pupitresaltó ardiendo por los aires, todo quedóenvuelto en una gran llama que llegóhasta el techo.

Ardía demasiado.La luz bailaba, se agitaba sobre las

paredes de la clase y una guirnalda congrandes letras de papel que colgabasobre el sitio de Jonny se rompió y cayóal suelo con la P y la Q ardiendo. Laotra mitad se movía formando un amplioarco y las llamas cayeron sobre elpupitre de Tomas, que al momento seprendió con el mismo

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BUMMM.Una detonación succionadora al

tiempo que Oskar corría fuera de laclase con la cartera golpeándole en lacadera. Piensa si toda la escuela…

Cuando llegó al final del pasilloempezó a sonar la alarma. Un estruendometálico llenó el edificio y sólo cuandoya había bajado un tramo de lasescaleras comprendió que se trataba dela alarma contra incendios.

Fuera, en el patio, la gran campanallamaba enfadada a unos alumnos que noexistían, convocando a los fantasmas dela escuela y acompañando a Oskardurante la mitad del camino hacia su

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casa.Cuando llegó a la vieja tienda de

Komsum y la campana dejó de sonar, serelajó. Siguió andando tranquilamente.

En el espejo del cuarto de baño vioque tenía las puntas de las pestañasenroscadas, quemadas. Cuando se pasóel dedo por ellas, se desprendieron.

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Miércoles 11 de Noviembre

No fue a la escuela. Dolor de cabeza.Sonó el teléfono a eso de las nueve. Nocontestó. A mediodía vio pasar por laventana a Tommy y a su madre. Tommyiba despacio, inclinado hacia delante.Como una persona mayor. Oskar seagachó para que no le vieran.

El teléfono sonaba con un intervalode una hora. Al final, hacia las doce,contestó:

—Sí, soy Oskar.—Hola. Me llamo Bertil Svanberg y

soy, como quizá sabes, el director de laescuela a la que tu…

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Colgó el auricular. Volvió a sonar elteléfono. Estuvo un rato mirándolomientras sonaba, imaginándose aldirector con su chaqueta de cuadrostamborileando con los dedos y haciendoaspavientos. Después se vistió y bajó alsótano.

Se sentó y se entretuvo con losrompecabezas, miró en la cajita blancade madera en la que relucían los cientosde piezas pequeñas del huevo de cristal.Eli sólo se había llevado algunosbilletes de mil y el cubo. Cerró la cajade los rompecabezas, abrió la otra,revolvió con la mano entre los billetes.Cogió un puñado y los tiró por el suelo.

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Los cogió de uno en uno, jugando a «Elchico de los pantalones de oro» hastaque se cansó. Doce billetes arrugados demil y siete de cien estaban tirados a suspies.

Juntó los billetes de mil en unmontón y los dobló. Devolvió los decien y cerró la caja. Subió al piso, buscóun sobre blanco en el que puso losbilletes de mil. Sopesó el sobre en lamano preguntándose cómo hacerlo. Noquería escribir; alguien podríareconocer su letra.

Sonó el teléfono.Acaba de una vez. Entiende que yo

no existo.

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Alguien quería hablar en serio conél. Alguien quería preguntarle si sabía loque había hecho. Lo sabía muy bien.Jonny y Tomas seguro que también lohabían entendido. No había más quehablar.

Fue hasta su escritorio y sacó susletras adhesivas. En medio del sobrepegó una T y una O. La primera M salióalgo torcida, pero la otra quedó recta.Igual que la Y.

Cuando abrió el portal de Tommycon el sobre en el bolsillo de lacazadora sintió más miedo que la tardeanterior cuando estuvo en la escuela.Con sigilo y con el corazón desbocado

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deslizó el sobre en el buzón de Tommypara que nadie le oyera y abriera lapuerta o le viera por la ventana.

Pero no vino nadie, y cuando Oskarvolvió a su piso se sintió un poco mejor.Un rato. Hasta que volvió de nuevo elhormigueo.

No debería… estar aquí.A las tres, su madre regresó a casa,

tres horas antes de lo habitual. Oskarestaba entonces sentado en el cuarto deestar escuchando el disco de Vikingarna.Ella entró en el cuarto, levantó la agujay apagó el tocadiscos. Por su cara,adivinó que ella lo sabía.

—¿Cómo estás?

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—No muy bien.—No…Su madre suspiró y se sentó en el

sofá.—El director de tu escuela me ha

llamado. Al trabajo. Me ha contadoque… que había habido un fuego ayerpor la tarde. En la escuela.

—¿Ah, sí? ¿Se ha quemado?—No, pero…Calló, fijó la vista unos segundos en

la alfombra de nudos. Después lalevantó y buscó la mirada de Oskar.

—Oskar. ¿Fuiste tú? Él la miródirectamente a los ojos y dijo:

—No.

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Pausa.—¿No?, pues por lo visto ha habido

muchos desperfectos en la clase, y…había empezado… en el pupitre deJonny y en el de Tomas…

—¿Ah, sí?—Y ellos evidentemente están

bastante seguros de que… de que hassido tú.

—Pero no he sido.Su madre siguió sentada en el sofá y

respiraba por la nariz. Estaban a unmetro el uno del otro, a una distanciainfinita.

—Quieren… hablar contigo.—Yo no quiero hablar con ellos.

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La tarde iba a ser larga. Nada buenoen la tele.

Por la noche, Oskar no podíadormir. Se levantó de la cama, se acercósigilosamente a la ventana. Le parecióque había alguien sentado en la escaleradel tobogán abajo en el parque. Pero noeran más que figuraciones, claro. Sinembargo, siguió mirando la sombra quehabía allí abajo hasta que se le cerraronlos ojos.

Cuando se volvió a meter en la camaseguía sin poder dormirse. Con cuidadodio unos golpecitos en la pared. Nohubo respuesta. Sólo el sonido seco desus propios dedos, nudillos contra

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hormigón, llamadas a una puerta que sehabía cerrado para siempre.

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Jueves 12 de Noviembre

Oskar vomitó por la mañana y pudoquedarse en casa un día más. A pesar deque sólo había dormido unas horas porla noche, no era capaz de descansar.Sentía una inquietud que le desazonabatodo el cuerpo, que le hacía dar vueltasy más vueltas por el piso. Cogía cosas,las miraba, las volvía a dejar.

Era como si hubiera algo que teníaque hacer. Algo que fuera absolutamentenecesario que hiciera. Pero no podíasaber qué era.

Por un momento creyó que era esocuando quemó los pupitres de Jonny y de

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Tomas. Después pensó que era esocuando dejó el dinero a Tommy. Pero noera eso. Era otra cosa.

Una gran representación teatral queya había terminado. Ahora daba vueltasal escenario vacío y sin lucesrecogiendo lo que se había quedadoolvidado. Aunque había otra cosa…Pero ¿qué?

Cuando llegó el correo a eso de lasonce había una sola carta. Le dio unvuelco al corazón cuando la recogió, ledio la vuelta.

Era para su madre. En la esquinasuperior, a la derecha, llevaba elmembrete Distrito escolar Ängby Sur.

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La rompió en pedazos, sin abrirla, tirólos trozos de papel al servicio. Searrepintió. Demasiado tarde. No lepreocupaba lo que pudiera poner enella, pero habría más complicaciones siactuaba de esa manera que si dejaba lascosas como estaban.

Pero no tenía importancia.Se desnudó, se puso su albornoz.

Permaneció ante el espejo de la entrada,observándose a sí mismo. Haciendocomo si fuera otra persona. Inclinándosepara besar el cristal del espejo. Justo enel momento en que sus labios rozaron lafría superficie, sonó el teléfono. Y casisin pensar levantó el auricular.

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—Sí, soy yo.—Sí.—Hola, soy Fernando.—¿Qué?—Sí. Ávila. El maestro Ávila.—Ah, sí. Hola.—Sólo quería saber si… vas a venir

hoy a entrenar.—Estoy… un poco enfermo.Se quedó en silencio al otro lado.

Oskar podía oír la respiración delmaestro. Uno. Dos. Luego:

—Oskar: si lo has hecho o no, a míno me importa. Si te apetece hablar,hablamos. Si no lo deseas, no lohacemos; pero quiero que vengas a

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entrenar.—Y eso… ¿por qué?—Porque Oskar, no puedes quedarte

c o mo snigeln, ¿cómo se dice…?, elcaracol. En el caparazón. Si no estásenfermo, enfermarás. ¿Estás enfermo?

—… Sí.—Entonces necesitas entrenamiento

físico. Te vienes esta tarde.—¿Y los otros?—¿Los otros? ¿Qué pasa con los

otros? Si se meten contigo, les doy unbufido y dejarán de hacerlo. Pero no loharán. Allí toca entrenar. Oskar nocontestó.

—¿Estás de acuerdo? ¿Vendrás?

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—Sí…—Bien. Nos vemos.Oskar colgó el auricular y le volvió

a rodear el silencio. No quería ir aentrenar. Pero quería ver al maestro. Talvez podía ir un poco antes, ver si estabaallí. Luego, volver a casa cuandoempezara.

No es que Ávila fuera a aceptar eso,pero…

Dio otras cuantas vueltas por elpiso. Preparó la bolsa para ir a entrenar,más que nada por tener algo que hacer.Menos mal que no le había pegado fuegoal pupitre de Micke, porque Mickepodía estar entrenando. Aunque a lo

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mejor había ardido también, puesto queestaba al lado del de Jonny. ¿Cuánto sehabría quemado en realidad?

¿A quién se lo podía preguntar…?Hacia las tres volvió a sonar el

teléfono. Oskar dudó antes de cogerlo,pero después de aquel rayo de esperanzaque había sentido tras ver la carta, ya nopodía dejar de contestar.

—Sí, soy Oskar.—Hola, soy Johan.—Hola.—¿Cómo estás?—Regular.—¿Hacemos algo esta tarde?—¿A qué hora… entonces?

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—Sí… pues a las siete, o así.—No, a esa hora voy a… entrenar.—¿Ah, sí? Bueno. Lo siento. Adiós.—¿Johan?—¿Sí?—He… oído que ha habido fuego.

En la clase. ¿Ha sido mucho… lo que seha quemado?

—No. Algunos pupitres, sólo.—¿Nada más?—Noo… unos pocos… papeles y

eso.—Bueno.—Tu pupitre se libró.—Sí. Bien.—Vale. Adiós.

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—Adiós.Oskar colgó el teléfono con una

sensación extraña en el estómago. Habíacreído que todos sabían que había sidoél. Pero no había sonado así al hablarcon Johan. Y, además, su madre le habíadicho que era mucho lo que se habíaquemado. Pero claro, puede que ellahubiera exagerado.

Oskar prefirió creer a Johan. Puestoque él lo había visto.

—¡Uf! Pues…Johan colgó el auricular mirando

indeciso alrededor. Jimmy meneaba lacabeza, expulsando el aire a través de la

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ventana de la habitación de Jonny.—Es lo peor que he oído.Con voz apenada dijo Johan:—No es tan fácil.Jimmy se volvió hacia Jonny, que

estaba sentado en su cama dando vueltasentre los dedos a una borla de la colchade la cama.

—¿Qué es lo que ha pasado? ¿Lamitad de la clase ha ardido? Jonnyasintió.

—Todos en la clase le odian.—Y tú… —Jimmy se dirigió de

nuevo a Johan—, y tú dices que… ¿quées lo que has dicho?: «Unos pocospapeles». ¿Crees que se lo va a tragar?

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Johan agachó la cabezaavergonzado.

—No sabía qué decirle. Pensé queiba a sospechar si le decía que…

—Bueno, bueno. Lo hecho, hechoestá. Ahora, esperemos a que venga.

Johan posaba sus ojos en Jonny y enJimmy alternativamente. Pero lasmiradas de ambos estaban vacías,concentradas en las imágenes de la tardeque se avecinaba.

—¿Qué pensáis hacer?Jimmy se inclinó hacia delante en la

silla, sacudió un poco de ceniza que lehabía caído en la manga del jersey ydijo lentamente:

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—Él prendió fuego. Todo lo queteníamos de nuestro padre. Así que loque pensamos hacer, eso es algo en loque tú no tienes por qué… interesartetanto. ¿O no?

Su madre llegó a las cinco y media.Las mentiras, la desconfianza de la tardeanterior flotaban aún entre ellos comouna niebla fría y su madre se fuedirectamente a la cocina y empezó ahacer un ruido innecesariamente alto conlos cacharros. Oskar cerró su puerta. Setumbó en la cama y se quedó mirando altecho.

Se podía ir. Fuera, al patio. Abajo,al sótano. A la plaza. Coger el metro. Y

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sin embargo no había ningún sitio…ningún sitio en el que él… nada.

Oyó cómo su madre iba hacia elteléfono, marcaba un número conmuchas cifras. El de su padre,probablemente. Oskar sintió un pequeñoescalofrío.

Se echó el edredón por encima, sesentó con la cabeza contra la pared,escuchando retazos de la conversaciónentre sus padres. Si él pudiera hablarcon su padre. Pero no podía. Nuncafuncionaba.

Se colocó el edredón haciendo comosi fuera un jefe indio, impasible antetodo, mientras la voz de su madre subía

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de tono. Después de un rato empezó agritar y el jefe indio se derrumbó en lacama, apretando el edredón, las manoscontra los oídos.

Había tanto silencio dentro de lacabeza. Es… el espacio.

Oskar convirtió rayas, colores ypuntos ante sus ojos en planetas, enlejanos sistemas solares a través de loscuales viajaba. Aterrizó en una cometa,voló un rato sobre ella, saltó y se quedóflotando libremente en el espacio hastaque tiraron del cobertor y abrió los ojos.

Allí estaba su madre. Con los labiosapretados. Su voz, un cortante staccatoal hablar:

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—Bueno. Ahora me ha contado tupadre… que él… el sábado… que tú…¿dónde estuviste? ¿Eh? ¿Dóndeestuviste? ¿Me puedes contestar a eso?

Su madre tiró del edredón, justosobre su cara, y el cuello se le tensócomo una soga.

—Ya no vas a volver a ir allí más.Nunca más. ¿Me oyes? ¿Por qué no mehas dicho nada? Desde luego… esecabrón. Ésos no deberían tener hijos. Nova a volver a verte. Se puede quedar allíbebiendo todo lo quiera. ¿Me oyes? Nole necesitamos para nada. Estoy tan…

Su madre se dio media vuelta,alejándose de la cama salió de la

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habitación dando un portazo que hizotemblar las paredes. Oskar oyó cómoenseguida volvió a marcar el largonúmero, lanzó un taco al equivocarse enuno y empezó de nuevo. Unos segundosdespués de que hubiera marcado laúltima cifra, empezó otra vez a gritar.

Oskar se deslizó fuera de la cama,cogió la bolsa de gimnasia y salió alpasillo, donde su madre estaba tanocupada gritando a su padre que no notósiquiera que él se ponía las botas y, sinatárselas, se dirigía hacia la puerta.

No le vio hasta que estaba ya en elrellano de la escalera.

—¿Oye? ¿Adónde vas?

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Oskar dio un portazo y bajó lasescaleras corriendo, siguió corriendocon las botas desatadas hacia la piscina.

—Roger, Prebbe…Jimmy señalaba con el tenedor de

plástico a los dos que salían del metro.El bocado de ensalada con gambas queJonny acababa de darle a su rollito se lequedó atragantado a medio camino y sevio obligado a tragar una vez más parapoderlo pasar. Miró a su hermano concara interrogante, pero la atención deJimmy se hallaba concentrada en los dosque se acercaban pesadamente hasta elpuesto de salchichas, saludando.

Roger era delgado y tenía el pelo

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largo y lacio, cazadora de cuero. La pielde la cara marcada por cientos depequeños cráteres y aparentementeconsumida porque tenía los huesos muymarcados y los ojos parecíanextrañamente grandes.

Prebbe llevaba una cazadoravaquera con las mangas cortadas ydebajo una camiseta, y nada más, aunquela temperatura no subía de los dosgrados. Era grandote. Desbordado portodos sitios, con el pelo rapado. Uncazador de montaña que hubiera perdidola forma física.

Jimmy les comentó algo, señalando,y ellos fueron los primeros en dirigirse

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hacia la caseta del transformador quehabía al lado de los raíles del metro.Jonny dijo en voz baja:

—¿Por qué… vienen?—Para ayudarnos, claro.—¿Hace falta?Jimmy sonrió meneando la cabeza,

como si Jonny en realidad no entendierani jota de cómo funcionaba aquello.

—¿Qué habías pensado hacer con elprofe, entonces?

—¿Ávila?—Sí. ¿Creías que nos iba a dejar

entrar sin más y… eh?Jonny no tenía respuesta para eso,

así que siguió a su hermano hasta la

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parte de atrás de la caseta de ladrillos.Roger y Prebbe estaban a la sombra conlas manos en los bolsillos ycalentándose los pies dando patadas.Jimmy sacó del bolsillo de la cazadorauna pitillera plateada, apretó el botón yse la acercó a los dos.

Roger se quedó observando los seiscigarrillos liados a mano que había enella, y dijo:

—Liado y listo, se agradece… —ypescó el más grueso entre dos dedosdelgados.

Prebbe hizo una mueca que le hizoparecerse a un Teleñeco en el balcón.

—Pierden fuerza si no se fuman

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pronto. Jimmy, ofreciéndole la pitillera,dijo:

—Puta vieja. Los lié hace una hora.Y esto no es esa mierda marroquí que túsueles traer. Esto es auténtico.

Prebbe suspiró y cogió uno de loscigarrillos, Roger le dio fuego.

Jonny miraba a su hermano. La carade Jimmy era una silueta afilada contrala luz que salía del andén del metro.Jonny le admiraba. Se preguntaba si élalguna vez sería un tipo así y seatrevería a decirle «puta vieja» aalguien como Prebbe.

Jimmy también cogió un cigarrillo,lo encendió. El papelillo liado en el

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extremo ardió un momento antes de quese formara el ascua.

Dio una calada profunda y Jonnyquedó envuelto en el aire dulzón al quesiempre olía la ropa de Jimmy.

Fumaron en silencio un rato. LuegoRoger alargó el cigarrillo a Jonny.

—¿Quieres darle una calada?Jonny estaba a punto de alargar la

mano para cogerlo, pero Jimmy le diouna palmada en el hombro a Roger.

—Idiota. ¿Quieres que se vuelvacomo tú, eh?

—Sería agradable.—Para ti, puede. Pero no para él.Roger se encogió de hombros,

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retirando su invitación.Eran las siete y media cuando

dejaron de fumar, y Jimmy, cuandohabló, lo hizo con exagerada claridad,cada palabra una complicada esculturaque tenía que salir de su boca.

—Bueno. Éste… es Jonny. Mihermano.

Roger y Prebbe asintieroncomplacidos. Jimmy agarró la barbillade Jonny con un gesto algo torpe y girósu cabeza de perfil hacia los otros dos.

—Mirad aquí, la oreja. Se lo hahecho él. De esto es de lo que vamosa… ocuparnos.

Roger dio un paso al frente, entornó

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los ojos mirando la oreja de Jonny ychascando la lengua dijo:

—Joder. Parece increíble.

—No necesito la opinión… deningún… experto. Sólo tenéis queescucharme. Esto es lo que vamos ahacer…

Las verjas del callejón entre lasparedes de ladrillo estaban abiertas.Plaf, plaf, sonaba el eco de las botas deOskar mientras avanzaba hacia la puertade la piscina; la abrió. El calor húmedose posó sobre su cara y una nube devapor se escapó hacia fuera, hacia elfrío callejón. Se apresuró a entrar y

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cerrar la puerta.Se quitó las botas de dos patadas y

continuó hasta los vestuarios. Vacíos.Desde el cuarto de las duchas se oía elagua de una de ellas y una voz grave quecantaba:

Bésame, bésame mucho,como si fuera esta noche la última

vez…El maestro. Sin quitarse la cazadora

Oskar se sentó en uno de los bancos, aesperar. Después de un rato se dejó deoír el chapoteo del agua y la canción, yel maestro salió a los vestuarios con latoalla alrededor de las caderas. Tenía elpecho totalmente cubierto de vello negro

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y ensortijado con algunos rizos blancos.A Oskar le pareció alguien de otroplaneta. El maestro lo vio, lo saludó conuna amplia sonrisa.

—¡Oskar! Así que tú salir delcaparazón de todos modos.

Oskar asintió.—Se volvió algo… estrecho.El maestro se rio mientras se

rascaba el pecho; las puntas de losdedos desaparecieron entre los rizos.

—Has venido pronto.—Sí, pensé…Oskar se encogió de hombros. El

maestro dejó de rascarse.—¿Qué pensaste?

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—No sé.—¿Hablar?—No, yo sólo…—Deja que te mire.El maestro dio un par de pasos

rápidos y se puso delante de Oskar,observó su cara.

—¡Ah, sí! Vale.—¿Qué?—Fuiste tú —el maestro señaló sus

propios ojos—: Yo veo. Te hasquemado las cejas. No, ¿cómo sellaman? Debajo. Pesti…

—¿Pestañas?—Pestañas. Eso es. Y un poco aquí,

en el pelo, también. Hmm. Si no quieres

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que nadie lo sepa, tendrás que cortárteloun poco. Las pesti… pestañas crecenenseguida. Lunes ha desaparecido.¿Gasolina?

—Alcohol de quemar.El maestro expulsó aire por la boca,

meneando la cabeza.—Muy peligroso. Probablemente…

—Ávila puso el dedo índice sobre lasien de Oskar—… estás un poco loco.No mucho. Pero un poco. ¿Por quéalcohol de quemar?

—Yo… me lo encontré.—¿Encontraste? ¿Dónde?Oskar levantó la vista y miró al

maestro: una roca húmeda, comprensiva.

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Y quería contar. Quería contarlo todo.Sólo que no sabía por dónde empezar.Ávila esperó. Luego dijo:

—Jugar con fuego es muy peligroso.Puede convertirse en una costumbre. Noes un buen método. Mucho mejor elejercicio físico.

Oskar asintió, y el sentimientodesapareció. El maestro era bueno, perono iba a comprenderle.

—Ahora te cambias y te enseño unpoco de técnica con la barra de laspesas. ¿De acuerdo?

Ávila se dio la vuelta para dirigirsea su despacho. Se paró al otro lado de lapuerta.

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—Y Oskar: no te preocupes. Yodigo no a nadie si tú no quieres. ¿Bien?Podemos hablar más después delentrenamiento.

Oskar se cambió. Cuando ya estabalisto llegaron Patrik y Hasse, dos chicosde 6ºA. Saludaron a Oskar, pero a él lepareció que le miraban demasiado, ycuando entró en el gimnasio oyó cómoempezaban a cuchichear entre ellos.

Una sensación de malestar se le fijóen la boca del estómago. Se arrepintióde haber ido allí. Pero enseguida llegóÁvila, vestido con una camiseta y unpantalón corto, y le enseñó cómo podíarealizar un levantamiento de barra más

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eficaz dejándola que se apoyara sobrelas yemas de los dedos; así, Oskarconsiguió levantar 28 kilos; dos más quela vez anterior. El maestro apuntó en sucuaderno el nuevo récord.

Llegaron más chavales, entre ellosMicke. Éste sonrió con su habitualmueca críptica que podía significarcualquier cosa: la posibilidad deofrecerte un bonito regalo o de haceralgo terrible contra ti.

Y se trataba de lo último, aunque nisiquiera el propio Micke comprendierala gravedad del asunto.

De camino hacia el entrenamiento,Jonny había llegado corriendo y le había

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pedido que hiciera una cosa, porqueJonny quería burlarse un poco de Oskar,lo que le pareció muy bien a Micke. AMicke le gustaba burlarse de otros.Además, toda su colección de cromos dehockey había ardido el martes por latarde, así que se apuntaba encantado aun poco de cachondeo a costa de Oskar.

Pero mientras tanto, seguíasonriendo.

El entrenamiento continuó. A Oskarle parecía que los demás le mirabanraro, pero tan pronto como trataba deencontrar sus ojos dirigían la vista haciaotro lado. Habría preferido irse a casa.

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… no… irse…Irse, sin más.Pero el maestro estaba pendiente de

él, le animaba y así no había ningunaposibilidad. Además: estar aquí era, encualquier caso, mejor que estar en casa.

Cuando terminó el entrenamiento,Oskar estaba tan cansado que ni siquieratenía fuerzas para sentirse mal. Fue a lasduchas un poco después que los otros, yse duchó de espaldas. No es que tuvieratanta importancia. Al fin y al cabo, unose bañaba desnudo.

Se entretuvo un rato frente a la paredde cristal que separaba las duchas de lapiscina; hizo con la mano un claro en el

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vapor condensado sobre el cristal yestuvo observando a los otros mientrasse tiraban al agua, se perseguían,lanzaban pelotas. Y el sentimiento loinvadió de nuevo. No como unpensamiento formulado con palabras,sino como una sensación muy fuerte:

Estoy solo. Estoy… totalmente solo.Después le vio el maestro, le hizo

una seña para que fuera, para que semetiera. Oskar bajó arrastrando los piespor la pequeña escalera, se acercó alborde de la piscina y se quedó mirandoabajo, al agua químicamente azul. Notenía ninguna energía o fuerza en elcuerpo, así que entró por la escalerilla y

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bajando los peldaños de uno en uno sesumergió en el agua bastante fría.

Micke estaba sentado al borde de lapiscina, le sonrió asintiendo. Oskar diounas brazadas en dirección a Ávila.

—¡Cógela!Con el rabillo del ojo vio la pelota

que venía volando demasiado tarde.Golpeó justo delante de él y le llenó losojos de agua con cloro. Escocía comolas lágrimas. Se frotó los ojos y, cuandoalzó la vista, vio al maestro que estabamirándole con una expresión…¿compasiva? en el rostro.

¿O desdeñosa?Puede que sólo fueran figuraciones

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suyas, pero apartó la pelota que flotabadelante de sus narices y se hundió. Dejóque la cabeza se deslizara bajo el agua,su pelo se agitó cosquilleándole en lasorejas. Estiró los brazos y flotó con lacara bajo el agua, balanceándose.Haciéndose el muerto.

Si pudiera flotar para siempre.Si no tuviera que levantarse nunca

más, ni encontrarse con las miradas dequienes al fin y al cabo sólo le queríanmal. O si el mundo, cuando él finalmentesacara la cabeza, hubiera desaparecido.Y que sólo existieran él y la inmensidadazul.

Pero incluso con los oídos debajo

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del agua podía oír los ruidos lejanos, elestrépito del mundo que le rodeaba, ycuando sacó la cabeza ese mundo estabaallí, por supuesto; vociferando,retumbando.

Micke había abandonado su sitio alborde de la piscina y los otros estabanliados en una especie de voleibol. Lapelota blanca volaba por los aires, sereflejaba nítidamente contra la negrurade los cristales esmerilados de lasventanas. Oskar se deslizó hasta unrincón en la parte profunda de lapiscina, se quedó allí solo con la narizsobre la superficie del agua, mirando.

Micke llegó deprisa desde la zona

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de las duchas en el otro extremo de lasala y gritó:

—¡Maestro! ¡Está sonando elteléfono de su despacho!

Ávila masculló algo y salió por unode los bordes de la piscina. Hizo ungesto de asentimiento a Micke ydesapareció por la parte de losvestuarios. Lo último que vio Oskar deél fue una silueta borrosa detrás delcristal empañado.

Después desapareció.Tan pronto como Micke salió de los

vestuarios, ocuparon sus posiciones.Jonny y Jimmy se deslizaron en el

gimnasio; Roger y Prebbe se pusieron

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contra la pared al lado de la puerta.Oyeron a Micke gritar desde la piscina,se prepararon.

Pasos suaves de pies descalzos quese acercaban pasando al lado delgimnasio, y un par de segundos despuésÁvila cruzaba la puerta del vestuario yse dirigía a su despacho. Prebbe yahabía dado dos vueltas alrededor de lamano a los calcetines dobles llenos conmonedas, para poder agarrarlos mejor.Cuando el maestro llegó ante la puerta,de espaldas a él, Prebbe dio unazancada y blandió el peso contra sucabeza.

Prebbe no era especialmente ágil y

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el maestro debió oír algo. Porque volvióla cabeza hacia un lado y recibió elgolpe por encima de la oreja. El efectofue, no obstante, el esperado. Ávila cayóligeramente inclinado hacia delante, segolpeó la cabeza contra el marco de lapuerta y se deslizó hasta el suelo.

Prebbe se sentó sobre su pecho y seenroscó la pesada bola llena demonedas en la mano, de forma quepudiera golpear con más precisión sifuera necesario. Pero parecía que no.Las manos del maestro temblaban unpoco, pero no opuso la menorresistencia. Prebbe no creía queestuviera muerto. No lo parecía.

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Llegó Roger y se inclinó sobre elcuerpo tendido como si nunca hubieravisto nada parecido.

—¿Es un turco o qué?—Y yo qué cojones sé. Busca las

llaves.Roger, mientras buscaba las llaves

en los pantalones cortos del maestro, viocómo Jonny y Jimmy iban desde elgimnasio hacia la piscina. Sacó lasllaves, las fue probando una tras otra enla puerta de la oficina, mirando de reojoal profesor.

—Peludo como un mono, desdeluego. Turco, seguro.

—Vamos, date prisa.

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Roger suspiró, siguió probandollaves.

—Lo digo sólo por ti. Se siente unomejor si…

—Deja de decir gilipolleces. Dateprisa.

Roger dio con la llave correcta yabrió la puerta. Antes de entrar, señalóal maestro y dijo:

—A lo mejor no deberías estarsentado así. Seguramente no podrárespirar.

Prebbe se apartó y se puso al ladodel cuerpo tendido con el peso dispuestoen la mano por si Ávila intentaba haceralgo.

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Roger registró los bolsillos de lacazadora que había en el despacho,encontró una cartera con trescientascoronas. En un cajón del escritorio, delque encontró la llave después debuscarla un rato, había diez tarjetasprepago sin sellar. Las cogió también.

No era un buen botín. Pero no setrataba de eso, claro está. Una simplerecompensa.

Oskar estaba todavía en la esquinade la piscina haciendo burbujas en elagua cuando entraron Jonny y Jimmy. Suprimera reacción no fue de miedo, sinode indignación.

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Pues iban con la ropa puesta.Sí, no se habían quitado ni siquiera

los zapatos, y Ávila, que era tan exigentecon…

Cuando Jimmy se apostó en el bordede la piscina y empezó a escudriñar elagua, llegó el miedo. Había visto aJimmy un par de veces, de pasada, y yaentonces le pareció que tenía un aspectodesagradable. Ahora además había algoen sus ojos… en su forma de mover lacabeza…

Como Tommy y los otros cuandohan…

La mirada de Jimmy encontró aOskar y él sintió con un escalofrío que

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estaba… desnudo. Jimmy llevaba laropa puesta, coraza. Oskar estabametido en el agua fría y cada centímetrode su piel se hallaba expuesto. Jimmyasintió mirando a Jonny, describiómedio círculo con la mano y los doscomenzaron a andar, cada uno por unlado de la piscina, hacia Oskar.Mientras caminaba, Jimmy gritó a losotros:

—¡Largaos de aquí! ¡Todos! ¡Fueradel agua!

Algunos chicos se quedaron quietosy otros movían las piernas en el agua,indecisos. Jimmy se situó al borde de lapiscina, sacó de la cazadora una navaja,

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la abrió y la apuntó como una flechahacia el montón de chavales. Señaló conella el otro extremo de la piscina.

Oskar permanecía apretado contra elrincón, mirando aterrado mientras losotros chicos nadaban rápidamente ocaminaban por el agua hacia el otrolado, dejándole solo.

El maestro… dónde está elmaestro…

Una mano le agarró del pelo. Losdedos se entrecruzaban con tanta fuerzaque le dolía el cuero cabelludo;arrastraron su cabeza hacia atrás, hastala misma esquina de la piscina. Porencima de él oyó la voz de Jonny.

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—Ése es mi hermano. Hijo de puta.Le golpeó la cabeza un par de veces

y el agua chapoteaba en sus orejasmientras Jimmy se acercaba hasta dondeestaban y se ponía en cuclillas con lanavaja en la mano.

—Hola, Oskar.Oskar tragó agua y empezó a toser.

Cada tirón ocasionado por la tos hacíaque le doliera la raíz del pelo, donde losdedos de Jonny le agarraban cada vezmás fuerte. Cuando se le pasó la tos,tintineó el filo de la navaja de Jimmycontra los azulejos del borde.

—Tú, he pensado esto. Que íbamosa hacer un pequeño campeonato.

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Quédate totalmente quieto…La navaja pasó justo por encima de

la frente de Oskar cuando Jimmy se latendió a Jonny y éste pasó a agarrar aOskar por el pelo. Oskar no se atrevía ahacer nada. Había mirado a Jimmy a losojos durante unos segundos y le parecióque estaban totalmente locos. Tan llenosde odio que era imposible mirarlos.

Tenía la cabeza apretada contra laesquina de la piscina. Sus brazosflotaban sin fuerza en el agua. No habíanada a lo que agarrarse. Buscó a losotros chicos. Estaban fuera, en el otroextremo; Micke más adelantado, todavíasonriendo, expectante. Los demás

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parecían asustados.Nadie le iba a ayudar.—Sí, así… es sencillo, eh. Reglas

sencillas. Tú permaneces bajo el aguadurante… cinco minutos. Si lo consiguesno te haremos más que un pequeñoarañazo en la mejilla o algo así. Unpequeño recordatorio, sólo. Si no loconsigues, entonces… bueno, cuandosaques la cabeza te clavaré la navaja enun ojo. ¿Vale? ¿Has comprendido lasreglas?

Oskar sacó la cabeza. Expulsabaagua por la boca cuando, tiritando, dijo:

—… eso es imposible… Jimmysacudió la cabeza.

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—Ése es tu problema. ¿Ves el relojque hay allí? Dentro de veinte segundosempezamos. Cinco minutos. O el ojo.Aprovecha ahora para coger aire.Diez… nueve… ocho… siete…

Oskar intentó escapar cogiendoimpulso con los pies, pero tenía queestar de puntillas para hacer pie y lamano de Jimmy lo sujetaba del pelo confuerza, haciendo imposible cualquiermovimiento.

Si consiguiera arrancarme elpelo… cinco minutos…

Cuando lo había intentado él mismo,lo más que había conseguido habían sidotres. Casi.

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—Seis… cinco… cuatro… tres…El maestro. El maestro va a venir

antes…—Dos… uno… cero…Oskar sólo tuvo tiempo de respirar a

medias antes de que le hundiera lacabeza en el agua. Perdió el apoyo delos pies y la parte inferior de su cuerpoflotó lentamente hacia arriba, hasta quequedó con la cabeza inclinada sobre elpecho unos decímetros por debajo de lasuperficie del agua, el cuero cabelludole escoció como el fuego cuando el aguaclorada penetró en los resquicios y enlas heridas de la raíz del pelo.

No podía haber pasado más de un

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minuto cuando el pánico empezó aadueñarse de él.

Abrió los ojos y no vio más que azulclaro… velos de color rosa que sedeslizaban desde su cabeza ante sus ojosmientras intentaba buscar apoyo con elcuerpo pese a que era imposible, ya queno había nada a lo que agarrarse. Suspiernas se movían arriba en la superficiey el color azul claro se deshizo, sefragmentó ante sus ojos en ondas de luz.

Le salieron burbujas por la boca yestiró los brazos, flotando boca arriba, ylos ojos se volvieron hacia lo blanco,hacia los rayos vacilantes del tubofluorescente del techo. El corazón le

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palpitaba como una mano contra uncristal, y cuando sin querer tragó aguapor los orificios nasales una especie decalma empezó a esparcirse por sucuerpo. Pero el corazón empezó a latircon más fuerza, con más insistencia,quería vivir y volvió a pataleardesesperado, intentando agarrarse a algodonde no había nada.

Y su cabeza fue empujada másabajo. Y, por extraño que parezca,pensó:

Mejor esto. Que el ojo.Después de dos minutos Micke

empezó a sentirse terriblementeincómodo.

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Parecía como si… como sirealmente pensaran… Echó una ojeadahacia los demás chicos, pero ningunoparecía dispuesto a hacer nada y él, conla voz entrecortada, no dijo más que:

—Jonny… joder…Pero parecía que Jonny no le había

oído. Sus ojos estaban fijos, arrodilladoal borde del agua apuntando con lanavaja hacia abajo, hacia la formablanca y refractada que se movíadebajo. Micke miraba hacia las duchas.¿Por qué no venía el maestro? Patrikhabía ido corriendo a buscarle, ¿por quéno venía? Micke retrocedió hasta elrincón, al lado de la oscura puerta de

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cristal; al otro lado era de noche; secruzó de brazos.

Le pareció ver por el rabillo del ojoque fuera caía algo del techo. Aquelloempezó a dar semejantes golpes en lapuerta de cristal que ésta temblaba enlos goznes.

Se puso de puntillas, miró por laventana de cristal transparente que habíaencima y vio a una chica pequeña. Lachica alzó la cara hacia la de Micke.

—Di: ¡entra!—¿Q… Qué?Micke se volvió para mirar lo que

pasaba en la piscina. El cuerpo de Oskarhabía dejado de moverse, pero Jimmy

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estaba todavía inclinado sobre el bordeempujándole la cabeza hacia abajo. AMicke le dolió la garganta al tragar.

Cualquier cosa. Con tal de que estoacabe.

Volvió a sentir otro golpe en laventana, más fuerte. Miró hacia fuera enla oscuridad. Cuando la chica abrió laboca y le gritó, él pudo ver… que susdientes… y que había algo que colgabade sus brazos.

—¡Di que puedo entrar! Cualquiercosa.

Micke asintió, dijo casi de formainaudible:

—Puedes entrar.

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La chica se retiró de la puerta,desapareció en la oscuridad. Lo que lecolgaba de los brazos brilló, y elladesapareció. Micke se volvió otra vezhacia la piscina. Jimmy había sacado lacabeza de Oskar del agua y había vueltoa coger la navaja que tenía Jonny; lapuso sobre la cara de Oskar, apuntando.

Se vio una mancha de luz contra elcristal oscuro de la ventana del medio y,una milésima de segundo después, sehizo añicos.

El cristal de seguridad no se rompíacomo el vidrio normal. Explotó en milesde pequeños fragmentos redondeadosque cayeron tintineando contra el borde

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de la piscina, volaron hasta el pasillo,sobre el agua, brillando como unamiríada de estrellas blancas.

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Epílogo

Viernes 13 de Noviembre

Viernes trece… Gunnar Holmbergestaba sentado en el despacho vacío deldirector, tratando de poner en orden susanotaciones.

Había pasado todo el día en laescuela de Blackeberg registrando ellugar del delito, hablando con losalumnos. Dos técnicos del centro y dosexpertos en analizar manchas de sangre

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del laboratorio técnico criminal estabantodavía trabajando para asegurar lashuellas abajo, en la piscina.

Dos jóvenes habían sido asesinadosallí el día anterior por la tarde. Otrojoven… había desaparecido.

También había hablado con Marie-Louise, la tutora de la clase. Habíasacado en claro que el chicodesaparecido, Oskar Eriksson, era elmismo que había levantado la mano yhabía contestado a su pregunta acerca dela heroína hacía tres semanas. Seacordaba de él. Leo mucho y eso.

Recordó también que había creídoque el chico sería el primero en salir y

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acercarse al coche de la policía.Entonces, quizá, le hubiera llevado a daruna vuelta. A ser posible, le habríareafirmado un poco la confianza en símismo. Pero el chaval no había ido.

Y ahora había desaparecido.Gunnar ojeaba las anotaciones que

había hecho de las conversaciones conlos chavales que se encontraban en lapiscina ayer por la tarde. Susdeclaraciones, a grandes rasgos, erancoincidentes, y una palabra se repetíatodo el tiempo: ángel.

A Oskar Eriksson había venido abuscarle un ángel.

El mismo ángel que según las

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declaraciones les arrancó la cabeza aJonny y a Jimmy Forsberg y las dejó enel fondo de la piscina.

Cuando Gunnar se lo contó alfotógrafo de la policía que captó con unacámara sumergible las dos cabezas en ellugar donde fueron halladas, él le habíarespondido:

—Desde luego, no sería uno delcielo.

No…Se quedó mirando a través de la

ventana, tratando de encontrar unaexplicación plausible.

Fuera, en el patio, ondeaba a mediahasta la bandera de la escuela.

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Dos psicólogos habían estadopresentes en las entrevistas con loschicos de la piscina, puesto que algunosde ellos habían mostrado signosinquietantes al hablar demasiado a laligera de lo que había sucedido, como sise tratara de una película, algo que nohubiera ocurrido en realidad. Y eso era,por supuesto, lo que a uno le gustaríacreer.

El problema era que los expertos enmanchas de sangre avalaban hasta ciertopunto lo que los muchachos decían.

La sangre estaba esparcida de talmanera, había dejado rastro ensemejantes lugares —techo, vigas—,

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que la impresión más inmediata era queel causante de todo ello había sidoalguien que… volaba. Esto precisamenteera lo que en esos momentos estabantratando de explicar. O mejor dicho,rechazar.

Seguro que lo conseguirían.El maestro de los chicos estaba

ingresado en cuidados intensivos conuna fuerte conmoción cerebral y nopodría ser interrogado hasta el díasiguiente, como muy pronto. Era pocoprobable que pudiera aportar nadanuevo.

Gunnar se apretó las manos contralas sienes de manera que los ojos se le

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alargaron, miró hacia abajo, hacia susanotaciones.

—… ángel… alas… la cabezaestalló… navaja… intentó ahogar aOskar… Oskar estaba totalmente azul…dientes así como los de los leones…buscó a Oskar…

Y lo único que pudo pensar fue:Debería hacer un viaje lejos de

aquí.—¿Es tuyo eso?Stefan Larsson, el revisor de la línea

Estocolmo-Karlstad, señalaba elequipaje que había en la rejilla. En laactualidad apenas se veían cosas así. Unauténtico… baúl.

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El chico que iba en elcompartimento asintió y le mostró elbillete. Stefan lo picó.

—¿Sale alguien a esperarte?El chico negó con la cabeza.—No pesa tanto como parece.—No, no. ¿Se puede saber qué

llevas en él?—Un poco de todo.Stefan miró el reloj y picó el aire

con las tenacillas.—Será de noche cuando lleguemos.—Mmm.—¿Las cajas también son tuyas?—Sí.—No es que yo quiera… ¿pero

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cómo vas a…?—Me van a ayudar. Luego.—Ah, bueno. Sí, sí. Buen viaje

entonces.—Gracias.Stefan cerró de nuevo la puerta del

compartimento y se dirigió al siguiente.Parecía que el chico podíaarreglárselas. Si él mismo tuviera quellevar tantas cosas no estaría tancontento.

Pero, como ya se sabe, todo esdiferente cuando se es joven.

Fin

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Escritor sueco, John Ajvide Lindqvisttrabajó durante doce años comoilusionista y cómico en diferentes clubesnocturnos de Estocolmo, hasta que en elaño 2004, comenzó a publicar. Haescrito guiones para series de televisióny cine.

Es autor de novelas y relatos cortos

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de terror, entre los que habría quedestacar su novela Déjame entrar, quefue llevada al cine en 2008 con granéxito a nivel internacional.