Cuentos de miedos a miedos

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Horacio Quiroga (1879-1937) EL ALMOHADÓN DE PLUMAS (Cuentos de amor, de locura y de muerte , (1917) SU LUNA DE miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer. Durante tres meses se habían casado en abril vivieron una dicha especial. Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre. La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso frisos, columnas y estatuas de mármol producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia. En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido. No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra. Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos. No sé le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada.. . Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida. Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pesos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección. Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor. ¡Jordán! ¡Jordán! clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra. Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror. ¡Soy yo, Alicia, soy yo! Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando. Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos. Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor. Pst... se encogió de hombros desalentado su médico. Es un caso serio... poco hay que hacer... ¡Sólo eso me faltaba! resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa. Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la

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Horacio Quiroga

(1879-1937)

EL ALMOHADÓN DE PLUMAS (Cuentos de amor, de locura y de muerte, (1917)

SU LUNA DE miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas

niñerías de novia. Lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su

parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer. Durante tres meses —se habían casado en abril— vivieron una dicha especial. Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.

La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso —frisos, columnas y estatuas de mármol— producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una

pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia. En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.

No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos,

echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.

Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos. —No sé —le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja—. Tiene una gran debilidad que no me

explico, y sin vómitos, nada.. . Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida. Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con

las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pesos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama,

mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección. Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del

respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor. —¡Jordán! ¡Jordán! —clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.

Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror. —¡Soy yo, Alicia, soy yo! Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta

confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando. Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.

Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.

—Pst... —se encogió de hombros desalentado su médico—. Es un caso serio... poco hay que hacer... —¡Sólo eso me faltaba! —resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa. Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras

horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más.

Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la

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colcha. Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio

monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán. Murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.

—¡Señor! —llamó a Jordán en voz baja—. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre. Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.

—Parecen picaduras —murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación. —Levántelo a la luz —le dijo Jordán. La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber

por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban. —¿Qué hay? —murmuró con la voz ronca. —Pesa mucho —articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.

Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandos: —sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas

velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca. Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca —su trompa,

mejor dicho— a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin dada su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.

Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.

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El retrato oval Edgar Allan Poe

El castillo en el cual mi criado se le había ocurrido penetrar a la fuerza en vez de permitirme, malhadadamente herido como estaba, de pasar una noche al ras, era uno de esos edificios mezcla de grandeza y de melancolía que durante tanto tiempo levantaron sus altivas frentes en medio de los Apeninos, tanto en la

realidad como en la imaginación de Mistress Radcliffe. Según toda apariencia, el castillo había sido recientemente abandonado, aunque temporariamente. Nos instalamos en una de las habitaciones más

pequeñas y menos suntuosamente amuebladas. Estaba situada en una torre aislada del resto del edificio. Su decorado era rico, pero antiguo y sumamente deteriorado. Los muros estaban cubiertos de tapicerías y adornados con numerosos trofeos heráldicos de toda clase, y de ellos pendían un número verdaderamente

prodigioso de pinturas modernas, ricas de estilo, encerradas en sendos marcos dorados, de gusto arabesco. Me produjeron profundo interés, y quizá mi incipiente delirio fue la causa, aquellos cuadros colgados no

solamente en las paredes principales, sino también en una porción de rincones que la arquitectura caprichosa del castillo hacía inevitable; hice a Pedro cerrar los pesados postigos del salón, pues ya era hora avanzada, encender un gran candelabro de muchos brazos colocado al lado de mi cabecera, y abrir completamente las

cortinas de negro terciopelo, guarnecidas de festones, que rodeaban el lecho. Quíselo así para poder, al menos, si no reconciliaba el sueño, distraerme alternativamente entre la contemplación de estas pinturas y la

lectura de un pequeño volumen que había encontrado sobre la almohada, en que se criticaban y analizaban.

Leí largo tiempo; contemplé las pinturas religiosas devotamente; las horas huyeron, rápidas y silenciosas, y llegó la media noche. La posición del candelabro me molestaba, y extendiendo la mano con dificultad para no turbar el sueño de mi criado, lo coloqué de modo que arrojase la luz de lleno sobre el libro.

Pero este movimiento produjo un efecto completamente inesperado. La luz de sus numerosas bujías dio de pleno en un nicho del salón que una de las columnas del lecho había hasta entonces cubierto con una sombra profunda. Vi envuelto en viva luz un cuadro que hasta entonces no advirtiera. Era el retrato de una joven ya

formada, casi mujer. Lo contemplé rápidamente y cerré los ojos. ¿Por qué? No me lo expliqué al principio; pero, en tanto que mis ojos permanecieron cerrados, analicé rápidamente el motivo que me los hacía cerrar.

Era un movimiento involuntario para ganar tiempo y recapacitar, para asegurarme de que mi vista no me había engañado, para calmar y preparar mi espíritu a una contemplación más fría y más serena. Al cabo de algunos momentos, miré de nuevo el lienzo fijamente.

No era posible dudar, aun cuando lo hubiese querido; porque el primer rayo de luz al caer sobre el lienzo,

había desvanecido el estupor delirante de que mis sentidos se hallaban poseídos, haciéndome volver repentinamente a la realidad de la vida.

El cuadro representaba, como ya he dicho, a una joven. se trataba sencillamente de un retrato de medio

cuerpo, todo en este estilo que se llama, en lenguaje técnico, estilo de viñeta; había en él mucho de la manera de pintar de Sully en sus cabezas favoritas. Los brazos, el seno y las puntas de sus radiantes cabellos, pendíanse en la sombra vaga, pero profunda, que servía de fondo a la imagen. El marco era oval,

magníficamente dorado, y de un bello estilo morisco. Tal vez no fuese ni la ejecución de la obra, ni la excepcional belleza de su fisonomía lo que me impresionó tan repentina y profundamente. No podía creer

que mi imaginación, al salir de su delirio, hubiese tomado la cabeza por la de una persona viva. Empero, los detalles del dibujo, el estilo de viñeta y el aspecto del marco, no me permitieron dudar ni un solo instante. Abismado en estas reflexiones, permanecí una hora entera con los ojos fijos en el retrato. Aquella

inexplicable expresión de realidad y vida que al principio me hiciera estremecer, acabó por subyugarme. Lleno de terror y respeto, volví el candelabro a su primera posición, y habiendo así apartado de mi vista la

causa de mi profunda agitación, me apoderé ansiosamente del volumen que contenía la historia y descripción

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de los cuadros. Busqué inmediatamente el número correspondiente al que marcaba el retrato oval, y leí la extraña y singular historia siguiente:

"Era una joven de peregrina belleza, tan graciosa como amable, que en mal hora amó al pintor y se desposó

con él. Él tenía un carácter apasionado, estudioso y austero, y había puesto en el arte sus amores; ella, joven, de rarísima belleza, toda luz y sonrisas, con la alegría de un cervatillo, amándolo todo, no odiando más que el arte, que era su rival, no temiendo más que la paleta, los pinceles y demás instrumentos importunos que le

arrebataban el amor de su adorado. Terrible impresión causó a la dama oír al pintor hablar del deseo de retratarla. Mas era humilde y sumisa, y sentóse pacientemente, durante largas semanas, en la sombría y alta

habitación de la torre, donde la luz se filtraba sobre el pálido lienzo solamente por el cielo raso. El artista cifraba su gloria en su obra, que avanzaba de hora en hora, de día en día. Y era un hombre vehemente, extraño, pensativo y que se perdía en mil ensueños; tanto que no veía que la luz que penetraba tan

lúgubremente en esta torre aislada secaba la salud y los encantos de su mujer, que se consumía para todos excepto para él. Ella, no obstante, sonreía más y más, porque veía que el pintor, que disfrutaba de gran fama,

experimentaba un vivo y ardiente placer en su tarea, y trabajaba noche y día para trasladar al lienzo la imagen de la que tanto amaba, la cual de día en día tornábase más débil y desanimada. Y, en verdad, los que contemplaban el retrato, comentaban en voz baja su semejanza maravillosa, prueba palpable del genio del

pintor, y del profundo amor que su modelo le inspiraba. Pero, al fin, cuando el trabajo tocaba a su término, no se permitió a nadie entrar en la torre; porque el pintor había llegado a enloquecer por el ardor con que tomaba

su trabajo, y levantaba los ojos rara vez del lienzo, ni aun para mirar el rostro de su esposa. Y no podía ver que los colores que extendía sobre el lienzo borrábanse de las mejillas de la que tenía sentada a su lado. Y cuando muchas semanas hubieron transcurrido, y no restaba por hacer más que una cosa muy pequeña, sólo

dar un toque sobre la boca y otro sobre los ojos, el alma de la dama palpitó aún, como la llama de una lámpara que está próxima a extinguirse. Y entonces el pintor dio los toques, y durante un instante quedó en

éxtasis ante el trabajo que había ejecutado. Pero un minuto después, estremeciéndose, palideció intensamente herido por el terror, y gritó con voz terrible: "¡En verdad, esta es la vida misma!" Se volvió bruscamente para mirar a su bien amada: ¡Estaba muerta!"

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Morella

Edgar Allan Poe El mismo, sólo por sí mismo,

eternamente Uno y único. (Platón, El banquete

Un sentimiento de profundo pero singularísimo afecto me inspiraba mi amiga Morella. Llegué a conocerla por casualidad hace muchos años, y desde nuestro primer encuentro mi alma ardió con fuego hasta entonces desconocido; pero el fuego no era de Eros, y amarga y torturadora para mi espíritu fue la convicción gradual

de que en modo alguno podía definir su carácter insólito o regular su vaga intensidad. Sin embargo, nos conocimos y el destino nos unió ante el altar, y nunca hablé de pasión, ni pensé en el amor. Ella, no obstante,

huyó de la sociedad y, apegándose tan sólo a mí, me hizo feliz. Es una felicidad maravillarse, es una felicidad soñar.

La erudición de Morella era profunda. Tan cierto como que estoy vivo, sé que sus aptitudes no eran de índole

común; el poder de su espíritu era gigantesco. Yo lo sentía y en muchos puntos fui su discípulo. Pronto descubrí, sin embargo, que quizá a causa de su educación en Presburgo exponía a mi consideración cantidad de esos escritos místicos que se juzgan habitualmente la escoria de la primitiva literatura alemana. Eran, no

puedo imaginar por qué razón, objeto de su estudio favorito y constante, y, si con el tiempo llegaron a serlo para mí, ello debe atribuirse a la simple pero eficaz influencia del hábito y el ejemplo.

En todo esto, si no me equivoco, mi razón poco participaba. Mis opiniones, a menos que me desconozca a mí

mismo, en modo alguno estaban influidas por el ideal, ni era perceptible ningún matiz del misticismo de mis lecturas, a menos que me equivoque mucho, ni en mis actos ni en mis pensamientos. Convencido de ello, me abandoné sin reservas a la dirección de mi esposa y penetré con ánimo resuelto en el laberinto de sus

estudios. Y entonces, entonces, cuando escudriñando páginas prohibidas sentía que un espíritu aborrecible se encendía dentro de mí, Morella posaba su fría mano sobre la mía y sacaba de las cenizas de una filosofía

muerta algunas palabras hondas, singulares, cuyo extraño sentido se grababa en mi memoria. Y entonces, hora tras hora, me demoraba a su lado, sumido en la música de su voz, hasta que al fin su melodía se inficionaba de terror y una sombra caía sobre mi alma y yo palidecía y temblaba interiormente ante aquellas

entonaciones sobrenaturales. Y así la alegría se desvanecía súbitamente en el horror y lo más hondo se convertía en lo más horrible, como el Hinnom se convirtió en la Gehenna.

Es innecesario explicar el carácter exacto de aquellas disquisiciones que, surgidas de los volúmenes que he

mencionado, constituyeron durante tanto tiempo casi el único tema de conversación entre Morella y yo. Los entendidos en lo que puede designarse moral teológica lo comprenderán rápidamente, y los profanos, en todo caso, poco entenderán. El impetuoso panteísmo de Fichte, la παλιγγενεσία modificada de los pitagóricos y,

sobre todo, las doctrinas de la identidad preconizadas por Schelling, eran generalmente los puntos de discusión más llenos de belleza para la imaginativa Morella. Esta identidad denominada personal creo que ha

sido definida exactamente por Locke como la permanencia del ser racional. Y puesto que por persona entendemos una esencia inteligente dotada de razón, y el pensar siempre va acompañado por una conciencia, ella es la que nos hace ser eso que llamamos nosotros mismos, distinguiéndonos, en consecuencia, de los

otros seres que piensan y confiriéndonos nuestra identidad personal. Pero el principium individuationis, la noción de esa identidad que con la muerte se pierde o no para siempre, fue para mí, en todo tiempo, un tema

de intenso interés, no tanto por la perturbadora y excitante índole de sus consecuencias, como por la insistencia y la agitación con que Morella los mencionaba.

Mas en verdad llegó el momento en que el misterio de la naturaleza de mi mujer me oprimió como un maleficio. Ya no podía soportar el contacto de su dedos pálidos, ni el tono profundo de su palabra musical, ni

el brillo de sus ojos melancólicos. Y ella lo sabía, pero no me lo reprochaba; parecía consciente de mi debilidad o de mi locura y, sonriendo, le daba el nombre de Destino. También parecía tener conciencia de la

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causa, para mí desconocida, del gradual desapego de mi actitud, pero no me insinuó ni me explicó su índole. Sin embargo, era mujer y languidecía evidentemente. Con el tiempo la mancha carmesí se fijó

definitivamente en sus mejillas y las venas azules de su pálida frente se acentuaron; si por un momento me ablandaba la compasión, al siguiente encontraba el fulgor de sus ojos pensativos, y entonces mi alma se sentía enferma y experimentaba el vértigo de quien hunde la mirada en algún abismo lúgubre, insondable.

¿Diré entonces que anhelaba con ansia, con un deseo voraz, el momento de la muerte de Morella? Así fue;

mas el frágil espíritu se aferró a su envoltura de arcilla durante muchos días, durante muchas semanas y meses de tedio, hasta que mis nervios torturados dominaron mi razón y me enfurecí por la demora, y con el

corazón de un demonio maldije los días y las horas y los amargos momentos que parecían prolongarse, mientras su noble vida declinaba como las sombras en la agonía del día.

Pero, una tarde de otoño, cuando los vientos se aquietaban en el cielo, Morella me llamó a su cabecera. Una espesa niebla cubría la tierra, y subía un cálido resplandor desde las aguas, y entre el rico follaje de octubre

había caído del firmamento un arco iris.

-Éste es el día entre los días -dijo cuando me acerqué-, el día entre los días para vivir o para morir. Es un hermoso día para los hijos de la tierra y de la vida... ¡ah, más hermoso para las hijas del cielo y de la muerte!

Besé su frente, y continuó:

-Me muero, y sin embargo viviré.

-¡Morella!

-Nunca existieron los días en que hubieras podido amarme; pero aquella a quien en vida aborreciste, será adorada por ti en la muerte.

-¡Morella!

-Repito que me muero. Pero hay dentro de mí una prenda de ese afecto -¡ah, cuán pequeño!- que sentiste por mí, por Morella. Y cuando mi espíritu parta, el hijo vivirá, tu hijo y el mío, el de Morella. Pero tus días serán

días de dolor, ese dolor que es la más perdurable de las impresiones, como el ciprés es el más resistente de los árboles. Porque las horas de tu dicha han terminado, y la alegría no se cosecha dos veces en la vida, como

las rosas de Pestum dos veces en el año. Ya no jugarás con el tiempo como el poeta de Teos, mas, ignorante del mirto y de la viña, llevarás encima, por toda la tierra, tu sudario, como el musulmán en la Meca.

-¡Morella! -exclamé-. ¡Morella! ¿Cómo lo sabes?

Pero volvió su cabeza sobre la almohada; un ligero estremecimiento recorrió sus miembros y murió; y no oí

más su voz.

Sin embargo, como lo había predicho, su hija -a quien diera a luz al morir y que no respiró hasta que su madre dejó de alentar-, su hija, una niña, vivió. Y creció extrañamente en talla e inteligencia, y era de una semejanza perfecta con la desaparecida, y la amé con amor más perfecto del que hubiera creído posible sentir

por ningún habitante de la tierra.

Pero antes de mucho se oscureció el cielo de este puro afecto, y la tristeza, el horror, la aflicción lo recorrieron con sus nubes. He dicho que la niña crecía extrañamente en talla e inteligencia. Extraño, en

verdad, era el rápido crecimiento de su cuerpo, pero terribles, ah, terribles eran los tumultuosos pensamientos que se agolpaban en mí mientras observaba el desarrollo de su inteligencia. ¿Cómo no había de ser así si

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descubría diariamente en las ideas de la niña el poder del adulto y las aptitudes de la mujer; si las lecciones de la experiencia caían de los labios de la infancia; si yo encontraba a cada instante la sabiduría o las

pasiones de la madurez centelleando en sus ojos profundos y pensativos? Cuando todo esto, digo, llegó a ser evidente para mis espantados sentidos, cuando ya no pude ocultarlo a mi alma ni apartarla de estas evidencias que la estremecían, ¿es de sorprenderse que sospechas de carácter terrible y perturbador se insinuaran en mi

espíritu, o que mis pensamientos recayeran con horror en las insensatas historias y en las sobrecogedoras teorías de la difunta Morella? Arrebaté a la curiosidad del mundo un ser cuyo destino me obligaba a adorarlo,

y en la rigurosa soledad de mi hogar vigilé con mortal ansiedad todo lo concerniente a la criatura amada.

Y a medida que pasaban los años y yo contemplaba día tras día su rostro puro, suave, elocuente, y vigilaba la maduración de sus formas, día tras día iba descubriendo nuevos puntos de semejanza entre la niña y su madre, la melancólica, la muerta. Y por instantes se espesaban esas sombras de parecido y su aspecto era más

pleno, más definido, más perturbador y más espantosamente terrible. Pues que su sonrisa fuera como la de su madre, eso podía soportarlo, pero entonces me estremecía ante una identidad demasiado perfecta; que sus

ojos fueran como los de Morella, eso podía sobrellevarlo, pero es que también se sumían con harta frecuencia en las profundidades de mi alma con la intención intensa, desconcertante, de los de Morella. Y en el contorno de la frente elevada, y en los rizos del sedoso cabello, y en los pálidos dedos que se hundían en él, en el tono

triste, musical de su voz, y sobre todo -¡ah, sobre todo!- en las frases y expresiones de la muerta en labios de la amada, de la viviente, encontraba alimento para una idea voraz y horrible, para un gusano que no quería

morir.

Así pasaron dos lustros de su vida, y mi hija seguía sin nombre sobre la tierra. «Hija mía» y «querida» eran los apelativos habituales dictados por un afecto paternal, y el rígido apartamiento de su vida excluía toda otra relación. El nombre de Morella había muerto con ella. De la madre nunca había hablado a la hija; era

imposible hablar. A decir verdad, durante el breve período de su existencia esta última no había recibido impresiones del mundo exterior, salvo las que podían brindarle los estrechos límites de su retiro. Pero, al fin,

la ceremonia del bautismo se presentó a mi espíritu, en su estado de nerviosidad e inquietud, como una afortunada liberación del terror de mi destino. Y, ante la pila bautismal, vacilé al elegir el nombre. Y muchos epítetos de la sabiduría y la belleza, de viejos y modernos tiempos, de mi tierra y de tierras extrañas,

acudieron a mis labios, y muchos, muchos epítetos de la gracia, la dicha, la bondad. ¿Qué me impulsó entonces a agitar el recuerdo de la muerta? ¿Qué demonio me incitó a musitar aquel sonido cuyo simple

recuerdo solía hacer afluir torrentes de sangre purpúrea de las sienes al corazón? ¿Qué espíritu maligno habló desde lo más recóndito de mi alma cuando, en aquella bóveda oscura, en el silencio de la noche, susurré al oído del santo varón el nombre de Morella? ¿Quién sino un espíritu maligno convulsionó las facciones de mi

hija y las cubrió con el matiz de la muerte cuando, sobresaltada por esa palabra apenas perceptible, volvió sus ojos límpidos del suelo al firmamento y, cayendo de rodillas en las losas negras de nuestra cripta familiar,

respondió «¡Aquí estoy!»?

Precisas, fríamente, tranquilamente precisas, cayeron estas simples palabras en mi oído y de allí, como plomo derretido, rodaron silbando a mi cerebro. ¡Los años, los años pueden pasar, pero el recuerdo de aquel momento, nunca! No ignoraba yo las flores y la viña, pero el acónito y el ciprés me cubrieron con su sombra

noche y día. Y perdí toda noción de tiempo y espacio, y las estrellas de mi sino se apagaron en el cielo, y desde entonces la tierra se entenebreció y sus figuras pasaron a mi lado como sombras fugitivas, y entre ellas

sólo veía una: Morella. Los vientos musitaban una sola palabra en mis oídos, y las ondas del mar murmuraban incesantes: «¡Morella!» Pero ella murió, y con mis propias manos la llevé a la tumba; y lancé una larga y amarga carcajada al no hallar huellas de la primera Morella en el sepulcro donde deposité a la

segunda.

FIN

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La máscara de la muerte roja

Edgar Allan Poe

La "Muerte Roja" había devastado el país durante largo tiempo. Jamás una peste había sido tan fatal y tan espantosa. La sangre era encarnación y su sello: el rojo y el horror de la sangre. Comenzaba con agudos

dolores, un vértigo repentino, y luego los poros sangraban y sobrevenía la muerte. Las manchas escarlata en el cuerpo y la cara de la víctima eran el bando de la peste, que la aislaba de toda ayuda y de toda simpatía, y la invasión, progreso y fin de la enfermedad se cumplían en media hora.

Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios quedaron semidespoblados llamó a su lado a mil caballeros y damas de su corte, y se retiró con ellos al seguro encierro de una de sus abadías fortificadas. Era ésta de amplia y magnífica construcción y había sido creada por el excéntrico aunque

majestuoso gusto del príncipe. Una sólida y altísima muralla la circundaba. Las puertas de la muralla eran de hierro. Una vez adentro, los cortesanos trajeron fraguas y pesados martillos y soldaron los cerrojos. Habían resuelto no dejar ninguna vía de ingreso o de salida a los súbitos impulsos de la desesperación o del frenesí.

La abadía estaba ampliamente aprovisionada. Con precauciones semejantes, los cortesanos podían desafiar el contagio. Que el mundo exterior se las arreglara por su cuenta; entretanto era una locura afligirse. El príncipe

había reunido todo lo necesario para los placeres. Había bufones, improvisadores, bailarines y músicos; había hermosura y vino. Todo eso y la seguridad estaban del lado de adentro. Afuera estaba la Muerte Roja.

Al cumplirse el quinto o sexto mes de su reclusión, y cuando la peste hacía los más terribles estragos, el

príncipe Próspero ofreció a sus mil amigos un baile de máscaras de la más insólita magnificencia.

Aquella mascarada era un cuadro voluptuoso, pero permitan que antes les describa los salones donde se celebraba. Eran siete -una serie imperial de estancias-. En la mayoría de los palacios, la sucesión de salones forma una larga galería en línea recta, pues las dobles puertas se abren hasta adosarse a las paredes,

permitiendo que la vista alcance la totalidad de la galería. Pero aquí se trataba de algo muy distinto, como cabía esperar del amor del príncipe por lo extraño. Las estancias se hallaban dispuestas con tal irregularidad

que la visión no podía abarcar más de una a la vez. Cada veinte o treinta metros había un brusco recodo, y en cada uno nacía un nuevo efecto. A derecha e izquierda, en mitad de la pared, una alta y estrecha ventana gótica daba a un corredor cerrado que seguía el contorno de la serie de salones. Las ventanas tenían vitrales

cuya coloración variaba con el tono dominante de la decoración del aposento. Si, por ejemplo, la cámara de la extremidad oriental tenía tapicerías azules, vívidamente azules eran sus ventanas. La segunda estancia

ostentaba tapicerías y ornamentos purpúreos, y aquí los vitrales eran púrpura. La tercera era enteramente verde, y lo mismo los cristales. La cuarta había sido decorada e iluminada con tono naranja; la quinta, con blanco; la sexta, con violeta. El séptimo aposento aparecía completamente cubierto de colgaduras de

terciopelo negro, que abarcaban el techo y la paredes, cayendo en pliegues sobre una alfombra del mismo material y tonalidad. Pero en esta cámara el color de las ventanas no correspondía a la decoración. Los

cristales eran escarlata, tenían un color de sangre.

A pesar de la profusión de ornamentos de oro que aparecían aquí y allá o colgaban de los techos, en aquellas siete estancias no había lámparas ni candelabros. Las cámaras no estaban iluminadas con bujías o arañas. Pero en los corredores paralelos a la galería, y opuestos a cada ventana, se alzaban pesados trípodes que

sostenían un ígneo brasero cuyos rayos se proyectaban a través de los cristales teñidos e iluminaban brillantemente cada estancia. Producían en esa forma multitud de resplandores tan vivos como fantásticos.

Pero en la cámara del poniente, la cámara negra, el fuego que a través de los cristales de color de sangre se derramaba sobre las sombrías colgaduras, producía un efecto terriblemente siniestro, y daba una coloración tan extraña a los rostros de quienes penetraban en ella, que pocos eran lo bastante audaces para poner allí los

pies. En este aposento, contra la pared del poniente, se apoyaba un gigantesco reloj de ébano. Su péndulo se

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balanceaba con un resonar sordo, pesado, monótono; y cuando el minutero había completado su circuito y la hora iba a sonar, de las entrañas de bronce del mecanismo nacía un tañido claro y resonante, lleno de música;

mas su tono y su énfasis eran tales que, a cada hora, los músicos de la orquesta se veían obligados a interrumpir momentáneamente su ejecución para escuchar el sonido, y las parejas danzantes cesaban por fuerza sus evoluciones; durante un momento, en aquella alegre sociedad reinaba el desconcierto; y, mientras

aún resonaban los tañidos del reloj, era posible observar que los más atolondrados palidecían y los de más edad y reflexión se pasaban la mano por la frente, como si se entregaran a una confusa meditación o a un

ensueño. Pero apenas los ecos cesaban del todo, livianas risas nacían en la asamblea; los músicos se miraban entre sí, como sonriendo de su insensata nerviosidad, mientras se prometían en voz baja que el siguiente tañido del reloj no provocaría en ellos una emoción semejante. Mas, al cabo de sesenta y tres mil seiscientos

segundos del Tiempo que huye, el reloj daba otra vez la hora, y otra vez nacían el desconcierto, el temblor y la meditación.

Pese a ello, la fiesta era alegre y magnífica. El príncipe tenía gustos singulares. Sus ojos se mostraban

especialmente sensibles a los colores y sus efectos. Desdeñaba los caprichos de la mera moda. Sus planes eran audaces y ardientes, sus concepciones brillaban con bárbaro esplendor. Algunos podrían haber creído que estaba loco. Sus cortesanos sentían que no era así. Era necesario oírlo, verlo y tocarlo para tener la

seguridad de que no lo estaba. El príncipe se había ocupado personalmente de gran parte de la decoración de las siete salas destinadas a la gran fiesta, su gusto había guiado la elección de los disfraces.

Grotescos eran éstos, a no dudarlo. Reinaba en ellos el brillo, el esplendor, lo picante y lo fantasmagórico.

Veíanse figuras de arabesco, con siluetas y atuendos incongruentes, veíanse fantasías delirantes, como las que aman los locos. En verdad, en aquellas siete cámaras se movía, de un lado a otro, una multitud de sueños. Y aquellos sueños se contorsionaban en todas partes, cambiando de color al pasar por los aposentos, y

haciendo que la extraña música de la orquesta pareciera el eco de sus pasos.

Mas otra vez tañe el reloj que se alza en el aposento de terciopelo. Por un momento todo queda inmóvil; todo es silencio, salvo la voz del reloj. Los sueños están helados, rígidos en sus posturas. Pero los ecos del tañido

se pierden -apenas han durado un instante- y una risa ligera, a medias sofocada, flota tras ellos en su fuga. Otra vez crece la música, viven los sueños, contorsionándose al pasar por las ventanas, por las cuales irrumpen los rayos de los trípodes. Mas en la cámara que da al oeste ninguna máscara se aventura, pues la

noche avanza y una luz más roja se filtra por los cristales de color de sangre; aterradora es la tiniebla de las colgaduras negras; y, para aquél cuyo pie se pose en la sombría alfombra, brota del reloj de ébano un

ahogado resonar mucho más solemne que los que alcanzan a oír las máscaras entregadas a la lejana alegría de las otras estancias.

Congregábase densa multitud en estas últimas, donde afiebradamente latía el corazón de la vida. Continuaba

la fiesta en su torbellino hasta el momento en que comenzaron a oírse los tañidos del reloj anunciando la medianoche. Calló entonces la música, como ya he dicho, y las evoluciones de los que bailaban se interrumpieron; y como antes, se produjo en todo una cesacion angustiosa. Mas esta vez el reloj debía tañer

doce campanadas, y quizá por eso ocurrió que los pensamientos invadieron en mayor número las meditaciones de aquellos que reflexionaban entre la multitud entregada a la fiesta. Y quizá también por eso

ocurrió que, antes de que los últimos ecos del carrillón se hubieran hundido en el silencio, muchos de los concurrentes tuvieron tiempo para advertir la presencia de una figura enmascarada que hasta entonces no había llamado la atención de nadie. Y, habiendo corrido en un susurro la noticia de aquella nueva presencia,

alzóse al final un rumor que expresaba desaprobación, sorpresa y, finalmente, espanto, horror y repugnancia. En una asamblea de fantasmas como la que acabo de describir es de imaginar que una aparición ordinaria no

hubiera provocado semejante conmoción. El desenfreno de aquella mascarada no tenía límites, pero la figura en cuestión lo ultrapasaba e iba incluso más allá de lo que el liberal criterio del príncipe toleraba. En el corazón de los más temerarios hay cuerdas que no pueden tocarse sin emoción. Aún el más relajado de los

seres, para quien la vida y la muerte son igualmente un juego, sabe que hay cosas con las cuales no se puede

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jugar. Los concurrentes parecían sentir en lo más hondo que el traje y la apariencia del desconocido no revelaban ni ingenio ni decoro. Su figura, alta y flaca, estaba envuelta de la cabeza a los pies en una mortaja.

La máscara que ocultaba el rostro se parecía de tal manera al semblante de un cadáver ya rígido, que el escrutinio más detallado se habría visto en dificultades para descubrir el engaño. Cierto, aquella frenética concurrencia podía tolerar, si no aprobar, semejante disfraz. Pero el enmascarado se había atrevido a asumir

las apariencias de la Muerte Roja. Su mortaja estaba salpicada de sangre, y su amplia frente, así como el rostro, aparecían manchados por el horror escarlata.

Cuando los ojos del príncipe Próspero cayeron sobre la espectral imagen (que ahora, con un movimiento

lento y solemne como para dar relieve a su papel, se paseaba entre los bailarines), convulsionóse en el primer momento con un estremecimiento de terror o de disgusto; pero inmediatamente su frente enrojeció de rabia.

-¿Quién se atreve -preguntó, con voz ronca, a los cortesanos que lo rodeaban-, quién se atreve a insultarnos con esta burla blasfematoria? ¡Apodérense de él y desenmascárenlo, para que sepamos a quién vamos a

ahorcar al alba en las almenas!

Al pronunciar estas palabras, el príncipe Próspero se hallaba en el aposento del este, el aposento azul. Sus acentos resonaron alta y claramente en las siete estancias, pues el príncipe era hombre temerario y robusto, y

la música acababa de cesar a una señal de su mano.

Con un grupo de pálidos cortesanos a su lado hallábase el príncipe en el aposento azul. Apenas hubo hablado, los presentes hicieron un movimiento en dirección al intruso, quien, en ese instante, se hallaba a su alcance y

se acercaba al príncipe con paso sereno y cuidadoso. Mas la indecible aprensión que la insana apariencia de enmascarado había producido en los cortesanos impidió que nadie alzara la mano para detenerlo; y así, sin impedimentos, pasó éste a un metro del príncipe, y, mientras la vasta concurrencia retrocedía en un solo

impulso hasta pegarse a las paredes, siguió andando ininterrumpidamente pero con el mismo y solemne paso que desde el principio lo había distinguido. Y de la cámara azul pasó la púrpura, de la púrpura a la verde, de

la verde a la anaranjada, desde ésta a la blanca y de allí, a la violeta antes de que nadie se hubiera decidido a detenerlo. Mas entonces el príncipe Próspero, enloquecido por la ira y la vergüenza de su momentánea cobardía, se lanzó a la carrera a través de los seis aposentos, sin que nadie lo siguiera por el mortal terror que

a todos paralizaba. Puñal en mano, acercóse impetuosamente hasta llegar a tres o cuatro pasos de la figura, que seguía alejándose, cuando ésta, al alcanzar el extremo del aposento de terciopelo, se volvió de golpe y

enfrentó a su perseguidor. Oyóse un agudo grito, mientras el puñal caía resplandeciente sobre la negra alfombra, y el príncipe Próspero se desplomaba muerto. Poseídos por el terrible coraje de la desesperación, numerosas máscaras se lanzaron al aposento negro; pero, al apoderarse del desconocido, cuya alta figura

permanecía erecta e inmóvil a la sombra del reloj de ébano, retrocedieron con inexpresable horror al descubrir que el sudario y la máscara cadavérica que con tanta rudeza habían aferrado no contenían ninguna

figura tangible.

Y entonces reconocieron la presencia de la Muerte Roja. Había venido como un ladrón en la noche. Y uno por uno cayeron los convidados en las salas de orgía manchadas de sangre y cada uno murió en la desesperada actitud de su caida. Y la vida del reloj de ébano se apagó con la del último de aquellos alegres

seres. Y las llamas de los trípodes expiraron. Y las tinieblas, y la corrupción, y la Muerte Roja lo dominaron todo.

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La cafetera de Théophile Gautier I El año pasado me invitaron, junto a dos de mis compañeros de trabajo, Arrigo Cohic y Pedrino Borgnioli, a pasar unos días en un lugar remoto de Normandía. El tiempo que, cuando nos pusimos en marcha, prometía ser excelente, cambió de repente, y cayó tanta lluvia, que los tortuosos caminos por los que avanzábamos eran como el lecho de un torrente. Nos hundimos en el cieno hasta las rodillas, una capa espesa de tierra resbaladiza se pegó a la suela de nuestras bo tas, y su peso aminoró de tal modo nuestros pasos, que llegamos a nuestro lugar de destino una hora después de la puesta del sol. Estábamos agotados; así es que nuestro anfitrión, al comprobar los esfuerzos que hacíamos para reprimir los bostezos y manten er los ojos abiertos, una vez que hubimos cenado, mandó que nos condujeran a cada uno a nuestra habitación. La mía era muy amplia; sentí, al entrar en ella, como un estremecimiento febril, porque me pareció que entraba en un mundo nuevo. Realmente, uno podía creerse en tiempos de la Regencia, viendo los dinteles de Boucher que representaban las cuatro Estaciones, los muebles de estilo rococó del peor gusto, y los marcos de los espejos torpemente tallados. Nada estaba desordenado. El tocador cubierto de estuches de peines, de borlas para los polvos, parecía haber sido utilizado la víspera. Dos o tres vestidos de colores tornasolados, un abanico sembrado de lentejuelas de plata alfombraban el entarimado b ien encerado y, ante mi gran asombro, una tabaquera de concha, abierta sobre la chimenea, estaba llena de tabaco todavía fresco. No advertí estas cosas hasta después de que el criado, tras dejar la palmatoria en la mesa de noche, me hubo deseado felices sueños y, lo confieso, empecé a temblar como una hoja. Me desnudé rápidamente, me acosté y, para acabar con aquellos estúpidos temores, pronto cerré los ojos volviéndome hacia el lado de la pared. Pero me fue imposible permanecer en esa postura: la cama se agitaba como una ola y mis párpados y mis ojos se negaban obstinadamente a cerrarse. No tuve más remedio que volverme y mirar. El fuego que ardía en la chimenea lanzaba reflejos rojizos a la estancia, de modo que se podía sin dificultad contemplar los personajes de los tapices y las figuras de los retratos borrosos colgados de la pared. Eran los antepasados de nuestro anfitrión, caballeros con armaduras de hierro, consejeros con peluca, y bellas damas de rostr o maquillado y cabellos empolvados de blanco, que llevaban una rosa en la mano. De repente el fuego cobró un extraño grado de actividad; un resplandor macilento iluminó la habitación, y vi claramente que lo que había tomado por simples pinturas se hacía realidad; porque las pupilas de aquellos seres enmarcados se movían, brillaban de forma singular; sus labios se abrían y se cerraban como labios de personas que hablaran, pero yo no oía sino el tic -tac del reloj de pared y el silbido del viento otoñal. Un terror invencible se apoderó de mí, se me erizaron los cabellos, los dientes me castañeteaban tan fu ertemente que pensé que se me iban a romper, y un sudor frío inundó todo mi cuerpo. El reloj dio las once. La vibración del último toque retumbó durante un instante interminable y, cuando hubo cesado completamente... ¡Oh, no! No me atrevo a decir lo que ocurrió, nadie me creería y me tomarían por loco. Las velas se encendieron solas; el fuelle, sin que ningún ser visible lo pusiera en movimiento, empezó a soplar el fuego, carraspeando como un viejo asmático, mientras las tenazas removían los tizones y la pa leta levantaba las cenizas. Después, una cafetera se tiró desde una mesa en la que estaba posada, y se dirigió, renqueando, hacia la lumbre, donde se ins taló entre los tizones. Unos instantes más tarde, las butacas empezaron a ponerse en movimiento y, agitando sus retorcidas patas de forma sorprendente, fueron a colocarse alrededor de la chimenea. II No sabía qué pensar de lo que veía; pero lo que me quedaba por ver era todavía más extraordinario. Uno de los retratos, el más antiguo de todos, el de un gordo mofletudo de barba gris, que se parecía, hasta el punto de confundirse a la idea que siempre me había hecho del viejo sir John Falstaff, sacó, gesticulando, la cabeza de su marco y, después de gra ndes esfuerzos, habiendo logrado pasar sus hombros y su rechoncho vientre por entre los estrechos márgenes de la orla saltó pesadamente al suelo. Todavía no había recobrado el aliento cuando sacó del bolsillo de su jubón una llave increíblemente pequeña: sopló dentro par a asegurarse de que el agujero estaba bien limpio, y la aplicó a todos los marcos, unos tras otros. Y todos los marcos se ensancharon para dejar pasar fácilmente a las figuras que encerraban. Pequeños y sonrosados abates, nobles ancianas, secas y amarillas, magistrados de gesto grave, embutidos en enormes trajes negros, petimetres con medias de seda, calzón de lana y la punta de la espada en alto... todos esos personajes presentaban un espectáculo tan extraño que, a pesar de mi espanto, no pude evitar que me diera la risa. Los dignos personajes se sentaron; la cafetera saltó ágilmente a la mesa. Tomaron el café en tazas del Japón, blancas y azules, que acudieron espontáneamente procedentes de la superficie de un escritorio, cada una provista de un terrón de azúcar y de un a cucharita de plata. Una vez tomado el café, tazas, cafetera y cucharas desaparecieron a la vez, y empezó la conversación, realmente la más curiosa que jamás había oído porque ninguno de los extraños conversadores miraba al otro al hablar: todos tenían los ojos fijos en el reloj de péndulo. Yo tampoco podía desviar la mirada de él, ni evitar seguir la aguja, que avanzaba hacia medianoche a imperceptibles pasos. Por fin, sonaron las doce; una voz, cuyo timbre era exactamente el del reloj, se dejó oír y dijo: -Es la hora, bailemos. El grupo entero se levantó. Las butacas retrocedieron solas; entonces, cada caballero cogió la mano de una dama, y la misma voz

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dijo: -¡Vamos, señores de la orquesta, empiecen! He olvidado decir que el motivo de los tapices era: en uno, un concierto italiano y, en el otro, una cacería de ciervos donde varios criados tocaban el cuerno. Los monteros y los músicos que, hasta entonces, no habían hecho gesto alguno, inclinaron la cabeza en señal de adhesión. El maestro levantó la batuta, y una armonía viva y bailable surgió de los dos extremos de la sala. Primero bailaron el minué. Pero las rápidas notas de la partitura ejecutada por los músicos armonizaban mal con las graves reverencias: además, cada par eja de bailarines, al cabo de unos minutos, se puso a hacer p iruetas como una peonza. Los vestidos de seda de las mujeres, arrugados en aquel torbellino danzante, emitían sonidos de especial naturaleza; era como el ruido de alas de un vuelo de palo mos. El aire que se introducía por debajo los inflaba prodigiosamente, de modo que parecían campanas en movimiento. El arco de los virtuosos pasaba tan rápidamente por las cuerdas, que salían chispas eléctricas. Los dedos de los flautistas s e alzaban y bajaban como si hubieran sido de azogue; las mejillas de los monteros es taban hinchadas como balones, y todo ello formaba un torrente de notas y trinos tan apresurados y escalas ascendentes y descendentes tan embrolladas, tan inconcebibles , que ni los propios demonios hubieran podido seguir dos minutos semejante compás. Daba pena ver los esfuerzos de aquellos bailarines por seguir el ritmo. Saltaban, hacían cabriolas, zalamerías, agitados pasos de danza y trenzados de tres pies de altura, con tal ímpetu que el sudor, que les caía por la frente hasta los ojos, les desdibu jaba los bigotes y el maquillaje. Pero por mucho que hicieran, la orquesta siempre se les adelantaba tres o cuatro notas. El reloj dio la una; se detuvieron. Vi algo que se me había escapado: una mujer que no bailaba. Estaba sentada en una butaca a un lado de la chimenea, y no parecía en lo más mínimo tomar parte en lo que pasaba a su alrededor. Jamás, ni siquiera en sueños, nada tan perfecto se había presentado a mis ojos; una piel de resplandeciente blancura, el cabe llo de un rubio ceniciento, largas pestañas y unos ojos azules, tan claros y tan transparentes, que a través de ellos veía su alma tan nítidamente como un guijarro en el fondo de un arroyo. Y sentí que, si alguna vez llegaba a amar a alguien, sería a ella. Salté precipitadamente de la cama, donde has ta entonces no había podido moverme, y me dirigí hacia ella, llevado por algo que actuaba sobre mí sin que pudiera darme cuenta; y me encont ré a sus pies, con una de sus manos entre las mías, charlando como si la conociera desde hacía veinte años. Pero, por un extraño prodigio, mientras le hablaba, seguía con una ligera oscilación de cabeza la música que no había cesado de sonar; y, aunque estuviera en el colmo de la dicha conversando con tan bella persona, los pies me ardían de deseos de bailar con ella. Sin embargo no me atrevía a proponérselo. Al parecer, comprendió lo que yo quería, porque, levantando hacia la esfera del relo j la mano que le quedaba libre, dijo: -Cuando la aguja avance hasta ahí, ya veremos, mi querido Théodore. No sé cómo ocurrió pero no me sorprendió en absoluto oír que me llamaba por mi nombre, y continuamos charlando. Por fin, sonó la hora indicada, la voz con timbre de plata vibró otra vez en la habitación y dijo: -Ángela, puedes bailar con el caballero, si te apetece, pero ya sabes lo que pasará. -No importa -respondió Ángela en tono enojado. Y me rodeó el cuello con su brazo de marfil. -Prestissimo! -gritó la voz. Y empezamos a bailar un vals. El seno de la muchacha tocaba mi pecho, su aterciopelada mejilla rozaba la mía, y su suave aliento acariciaba mi boca. En toda mi vida había experimentado una emoción semejante; mis nervios vibraban como resortes de acero, la sangre me corría por las arterias como un torrente de lava, y oía latir mi corazón como si tuviera un reloj en los oído s. Sin embargo aquel estado no era terrible en absoluto. Estaba inundado de una inefable dicha y hubiera querido seguir siempre así, y, cosa extraordinaria, aunque la orquesta hubiera triplicado su velocidad, no necesitábamos hacer esfuerzo alguno para seguirla. Los asistentes, maravillados de nuestra agilidad, gritaban entusiasmados, y aplaudían con todas sus fuerzas, aunque no emitía n ningún sonido. Ángela, que hasta entonces había bailado el vals con una energía y una perfección sorprendentes, de repe nte pareció cansarse; me pesaba en el hombro como si las piernas le flaquearan; sus piececitos que, un minuto antes, tocaban ligeramente el suelo s e alzaban muy lentamente, como si estuvieran cargados con una masa de plomo. -Ángela, estás cansada -le dije-; descansemos. -Me gustaría -contestó enjugándose la frente con su pañuelo-. Pero mientras bailábamos el vals, todos se han sentado; sólo queda una butaca y somos dos. -¡Qué importa, ángel mío! Te sentaré en mis rodillas. III Sin hacer la menor objeción, Ángela se sentó, me rodeó con sus brazos como si de un chal blanco se tratara y escondió la cabeza en mi pecho para calentarse un poco, porque se había quedado fría como el mármol. No sé cuánto tiempo permanecimos en esa posición, porque todos mis sentidos estaban absortos en la contemplación de aquella misteriosa y fantástica criatura. Había perdido la noción de la hora y del lugar; el mundo real ya no existía para mí, y todos los lazos que me acaban a él se habían roto; mi alma, libre de su prisión de fango, nadaba en el vacío y el infinito; comprendía lo que ningún hombre puede comprender, pues los pensamientos de Ángela se me revelaban sin que ella tuviera necesidad de hablar. Su alma brillaba en su cuerpo como una lámpara de alabastro, y los rayos que salían de su pecho atravesaban el mío de parte a parte. Cantó la alondra y un pálido resplandor se vislumbró tras las cortinas. En cuanto Ángela lo vio, se levantó precipitadamente, me hizo un gesto de despedida y, después de dar unos pasos, lanzó un gr ito y se desplomó. Presa de espanto, me precipité a levantarla... La sangre se me hiela sólo de pensarlo: no encontré sino la cafetera rota en m il

Page 13: Cuentos de miedos a miedos

pedazos. Ante aquella visión, convencido de que había sido el juguete de alguna ilusión diabólica, se apoderó de mí tal pánico, que me desvanecí. IV Cuando recobré el conocimiento, me encontraba en la cama; Arrigo Cohic y Pedrino Borgnioli estaban de pie a la cabecera. En cuanto abrí los ojos, Arrigo exclamó: -¡Bueno, menos mal! Llevo casi una hora frotándote las s ienes con agua de Colonia. ¿Qué diablos has hecho esta noche? Por la mañana, al ver que no bajabas, entré en tu habitación, y te encontré, cuan largo eres, tirado en el suelo, vestido de cuello duro y levita, abrazando un trozo de porcelana rota como si de una joven y bella muchacha se tratara. -¡Pues claro! Es el traje de boda de mi abuelo -dijo el otro levantando uno de los faldones de seda forrado en tono rosa y estampado en tonos verdes-. Estos son los botones de estrás y de filigrana de los que tanto presumía. Théodore lo habrá encontrado en algún rincón y se lo habrá puesto para divertirse. Pero ¿cuál ha sido la causa de tu mal? Eso está bien para un a damisela de blancos hombros; se le afloja el corsé, se le quitan los collares, el chal: una buena ocas ión para hacer remilgos. -No ha sido más que un desmayo; soy muy propenso -respondí secamente. Me levanté y me despojé de mi ridícula vestimenta. Luego fuimos a almorzar. Mis tres compañeros comieron mucho y bebieron todavía más; yo casi no comí, pues el recuerdo de lo que había pasado me distraía de forma extraña. El almuerzo terminó, pero como llovía a cántaros, no se podía salir; cada uno se entretuvo, pues, como pudo. Borgnioli tambor ileó marchas guerreras en los cristales; Arrigo y el anfitrión jugaron una partida de damas; yo saqué de mi álbum una hoja de pergamino y me puse a dibujar. Las líneas casi imperceptibles trazadas por mi lápiz, sin que hubiera pensado en ello en absoluto, comenzaron a diseñar con l a más maravillosa exactitud la cafetera que había jugado un papel tan importante en las escenas de la noche. -Es sorprendente cómo esta cabeza se parece a mi hermana Ángela -dijo el anfitrión, que había terminado su partida y me veía trabajar por encima del hombro. En efecto, lo que antes me había parecido una cafetera era realmente el perfil dulce y melancólico de Ángela. -¡Por todos los santos del paraíso! ¿Está muerta o viva? -exclamé con un cierto temblor en la voz, como si mi vida dependiera de su respuesta. -Murió hace dos años, de una pleures ía, después de un baile. -¡Ay! -respondí dolorosamente. Y, conteniendo una lágrima que estaba a punto de caer, guardé el papel en el álbum. ¡Acababa de comprender que para mí ya no era posible la felicidad en la tierra!

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Título: Pacto Mortal

Autores: Fabián Choque y Zulma Arellano Rojas

Personajes:

Ernesto Mendieta

La Muerte

Escena I

(Entra Ernesto a su sala algo preocupado y con un papel en las manos. Se sienta y ve)

Ernesto: ¡No puede ser! ¡Me moriré en seis meses! ¡Tengo los días contados! (Se encuentra con una expresión de

angustia y desesperación) Necesito vivir más, tengo tanto dinero que seis meses es un tiempo muy corto para

gastarlo (Se pone de pie y camina de una lado a otro; tira un vaso al suelo de la desesperación y se coge la cabeza)

Yo no voy a morir, no, yo tengo muchas cosas que hacer en ese mundo (Se sienta en el sofá y pone una mirada de

loco. Luego, mira al público y dice) Daría hasta mi alma con tal de vivir un poco más, ¡¡¡Hasta mi alma!!!

(En eso, un cierto escalofrío comienza a sentirse en la casa y detrás de él, aparece una figura algo extraña; con un

hábito negro parecido al de un monje, con una capucha encima de la cabeza que le impedía ver su rostro y en la

mano derecha, lleva un pergamino enrollado, es la muerte quién al escuchar su ruego, no dudó en hacer acto de

presencia y con una voz tétrica, lo llama)

La Muerte: ¡Ernesto Mendieta! (Él joven voltea rápidamente y asustado, se aleja de él)

Ernesto: ¿¡Pero, quién eres tú!?

La Muerte: Soy la muerte, y he venido a concederte lo que me pides.

Ernesto: ¿¡De verdad!?

La Muerte: Por supuesto (Le muestra el pergamino) Solamente tienes que firmar este contrato, y vivirás más que solo

seis meses.

Ernesto: ¿No me estás engañando?

La Muerte: La Muerte jamás engaña; cuando ella dice que llegó la hora de morir, la hora de morir llega (Ernesto lo

mira algo preocupado y muy lentamente, comienza a estirar su mano con algo de duda hasta que finalmente, lo toma.

Comienza a leerlo y al estar de acuerdo con las condiciones, firma).

Ernesto: Aquí tienes, Muerte.

La Muerte: Entonces, el trato está hecho. Permiso, me retiro (Va caminando de espaldas y mientras lo hace, le sigue

hablando) Nos veremos… Ernesto Mendieta

(La Muerte desaparece y Ernesto se pone a pensar en lo que hizo y si fue correcto pero también comprendía que ya

no podía dar marcha atrás, ya el pacto, estaba hecho)

Escena II

(Ernesto llega a su casa totalmente ebrio. En eso, se cae al suelo y comienza a reírse)

Page 15: Cuentos de miedos a miedos

Ernesto: Jajaja… ¡Ya ni puedo quedarme de pie! ¡Esto es el colmo! Jajaja…

(Mientras se carcajeaba, nuevamente una figura de negro apareció ante él, era otra vez la muerte quién vino a darle

un aviso)

La Muerte: ¡Ernesto Mendieta! (Ernesto lo mira pero debido al estado en el que se encuentra, no lo reconoce).

Ernesto: ¿¡Pero quién eres tú!? (Lo señala con el dedo y sonríe burlonamente) Ah ya sé quién eres, tú eres “Chicho”

mi primo ¿Pero qué haces con eso encima? ¿Vas a actuar en algún teatro o qué? (La Muerte extiende su mano y le

quita la embriaguez) ¿¡Pero, qué pasó!?

La Muerte: Llegó la hora de llevarme tu alma al abismo.

Ernesto: ¿¡Qué!? ¡Pero si solo han pasado seis meses, nada más!

La Muerte: Permíteme corregirte. Han pasado seis meses y un día (Ernesto lo mira sorprendido con lo que dijo)

Ernesto: ¿¡Seis meses y un día!? ¡Pero eso no es justo! ¡Me engañaste!

La Muerte: Yo no te engañé (Se va acercando a él) El contrato que firmaste decía que vivirías más de los seis meses,

viviste seis meses y un día, trato cumplido.

Ernesto: ¿¡Solo por un día más!? (Retrocede un poco) ¡Esto no puede ser!

La Muerte: Y llegó el momento que tú cumplas con el tuyo, nos vamos inmediatamente.

Ernesto: (Comienza a desesperarse y se arrodilla ante La Muerte) ¡Por favor, piedad! ¡Piedad!(La Muerte levanta

extiende su mano derecha y Ernesto, de la desesperación, comienza a correr pero a unos pasos, algo lo deja inmóvil,

como petrificado) No me hagas esto, por favor dame unos meses más, por el amor de Dios (La Muerte se acerca a él

y tocándolo en la cabeza, lo tira al suelo)

La Muerte: ¡Ernesto Mendieta, levántate! (Ernesto se levanta y sorprendido, se revisa todo el cuerpo tocándoselo

pero no encuentra nada anormal)

Ernesto: ¿¡Qué me hiciste!? (Con su dedo, La Muerte le señala el piso. Ernesto, asustado, voltea muy lentamente y

ve su cuerpo que aún está tirado) ¡No, no! ¡No puede ser! ¡Esto es… imposible!

La Muerte: Llegó la hora (Saca de su manga una cadena y con ella, comienza a atarle los pies. Luego, lo empuja y lo

arrastra hasta llevarlo al abismo) Estarás toda la eternidad a mi lado yo seré tu única compañera en tu soledad (Se

abre como una especie de portal y comienzan a oírse gritos de dolor y lamento)

Ernesto: ¡¡¡Noooooooo….!!!

Fin

Page 16: Cuentos de miedos a miedos

Teatro de terror Jaime estaba en la primer fila del teatro, y sin darse cuenta era observado. Concluida la obra, iba rumbo a la salida, y al mirar a un costado, vio a una muchacha que

le sonreía. La muchacha era tan hermosa, que lo hizo dudar si la sonrisa era para él. Primero miró si detrás había alguien, después devolvió la sonrisa. La muchacha tenía puesto un vestido antiguo, con un revelador escote. Era lógico suponer

que era una actriz, y que aún llevaba el vestuario de una obra anterior. La muchacha se le acercó y saludó:

- ¡Hola! Veo que te gusta el teatro. - ¡Hola! Sí, me gusta muchísimo, soy un fanático y todo… - dijo Jaime. En realidad era la primera vez que veía una obra, y le habían regalado la entrada.

- ¿Te gustaría ver el teatro por dentro? - Claro, ¡me encantaría! - respondió Jaime.

El teatro ya estaba casi vacío. Tras entrar a un corredor, pararon frente a un camerino. - Este es mi camerino - dijo la muchacha -, si me esperas un rato te muestro lo demás.

- Bueno, te espero aquí mismo. - No demoro. - No tengo apuro.

La muchacha, tras una nueva sonrisa, cerró la puerta del camerino. “Ese vestido será falso, pero aquellas no son de cotillón” pensaba Jaime mientras se restregaba

las manos. Esperaba ansioso frente a la puerta. Al prestar más atención al corredor - antes su vista estaba fija en el escote - le pareció que el lugar era bastante lúgubre, y al ver que alguien se le acercaba

por el corredor, sufrió una fuerte impresión debido a su apariencia, y retrocedió dos pasos. Aparentemente era un hombre, pero su cabeza era muy pequeña, al acercarse más, Jaime vio que era la cabeza de un muñeco, de esos que usan los ventrílocuos.

El hombre cabeza de muñeco, pasó frente a él y saludó con la mano, mirándole a los ojos; después dobló rumbo a la pared y la atravesó, desapareciendo.

Si su corazón hubiera latido un poco más fuerte, seguramente hubiera muerto de terror, como le ha sucedido a muchos, pero la juventud de Jaime lo salvó. Estaba recuperando su ritmo cardíaco, cuando una voz le hizo dar un salto.

- ¿Qué está haciendo ahí?

Al voltear vio que era un hombre normal, con cabeza humana. - Estoy, estoy esperando a una actriz, está en el camerino - le contestó Jaime.

- Esta parte del teatro no se usa - dijo el hombre, y procedió a abrir la puerta para demostrarlo. Efectivamente el camerino estaba vacío, lleno de telas de araña y polvo.